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PRIMERA PARTE

PRIMERA PARTE - Microsoft€¦ · tar a mi mujer y a mi suegra. Están abajo en el coche, en el male-tero. Por suerte tengo un coche familiar. Abogado, ¿qué debemos hacer ahora?»

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P R I M E R APA RT E

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1Recuerdo muy bien el día anterior —mejor dicho, la tarde ante-rior— a que todo empezara.

Había llegado a la oficina hacía un cuarto de hora y no teníaninguna intención de ponerme a trabajar. Ya le había echado unvistazo al correo electrónico, a la correspondencia, había ordena-do algunas de las cartas traspapeladas y realizado un par de llama-das inútiles. En definitiva, había agotado todos los pretextos y ha-bía encendido un cigarrillo.

Ahora disfruto tranquilamente del cigarrillo y después ya em-pezaré.

Cuando acabe el cigarrillo ya encontraré cualquier otra cosaque hacer. Tal vez salga si me acuerdo de que tengo que ir a la li-brería Feltrinelli a recoger un libro, algo que he ido postergando.

Mientras fumaba sonó el teléfono. Era la línea interna, mi se-cretaria desde la recepción.

Había un señor que no tenía cita, pero decía que era urgente.Casi nadie tiene cita nunca. La gente va a ver al abogado pena-

lista cuando tiene problemas serios y urgentes, o cuando está con-vencida de que los tiene. Lo que es, obviamente, lo mismo.

De todas maneras mi despacho funcionaba así: mi secretariame llamaba, en presencia del señor o de la señora que tenía nece-sidad urgente de hablar con el abogado. Si estaba ocupado —porejemplo con otro cliente— les hacía esperar hasta que no hubieraterminado.

Si no estaba ocupado, como aquella tarde, les hacía esperarigual.

Que quede claro que en esta oficina se trabaja, y le atiendo sóloporque se trata de un caso urgente.

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Le dije a María Teresa que le comunicara al señor que lo aten-dería al cabo de diez minutos, pero que no podría dedicarle mu-cho tiempo porque a continuación tenía una reunión importante.

Los abogados —piensa la gente— a menudo tienen reunionesimportantes.

Transcurridos diez minutos entró el señor. Tenía el pelo largoy negro, la barba larga y negra y los ojos abiertos de par en par. Sesentó y se apoyó en la mesa, acercándose hacia mí.

Por unos instantes estuve seguro de que diría: «Acabo de ma-tar a mi mujer y a mi suegra. Están abajo en el coche, en el male-tero. Por suerte tengo un coche familiar. Abogado, ¿qué debemoshacer ahora?»

No dijo eso. Tenía una caravana en la que cocinaba salchichasy hamburguesas. Los inspectores sanitarios se la habían confisca-do porque las condiciones higiénicas eran más o menos las de lasalcantarillas de Benarés.

El barbudo quería que le devolvieran su caravana. Sabía queyo era un buen abogado porque se lo había dicho un amigo suyoque era cliente mío. Con una especie de sonrisa asquerosa de com-plicidad pronunció el nombre de un traficante para quien yo habíaconseguido pactar una condena vergonzosamente reducida.

Le pedí un anticipo desproporcionado y él se sacó del bolsillode los pantalones un fajo de billetes de cien y de cincuenta.

No me dé los que están manchados con mayonesa, por favor,pensé resignado.

Él contó con el índice y el pulgar la cantidad que le había pe-dido. Me dejó la copia del decomiso y todos los demás papeles.No, no quería un recibo, y para qué me sirve, abogado. Otra son-risa de complicidad. Lógico, entre nosotros, evasores fiscales, noscomprendemos.

Tiempo atrás mi trabajo me gustaba bastante. Ahora, por elcontrario, me producía una vaga sensación de náusea. Y cuandoencontraba tipos como el vendedor de hamburguesas la náuseaaumentaba.

Pensé que me merecía una cena con las salchichas del señor

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Rasputín para luego acabar en urgencias. Allí habría encontradoesperándome al doctor Carrassi.

El doctor Carrassi, ayudante del jefe de urgencias, había deja-do morir de peritonitis a una chica de veintiún años, diciendo queeran dolores menstruales.

Su abogado —yo— había logrado su absolución sin hacerleperder ni un solo día de trabajo, ni una lira de sueldo. No habíasido un juicio difícil. La fiscal era una idiota y el abogado de la acu-sación particular un analfabeto terminal.

Carrassi, cuando fue absuelto, me abrazó. Tenía el aliento pe-sado, estaba acalorado y pensaba que se había hecho justicia.

Al salir de la sala evité la mirada de los padres de la chica.

El barbudo se fue y yo, ahogando la náusea, preparé el recursocontra la confiscación de su valioso restaurante móvil.

Luego fui a casa.El viernes por la tarde normalmente íbamos al cine y luego a

cenar, siempre con el mismo grupo de amigos.Nunca participaba en la elección del cine y del restaurante.

Hacía lo que decidían Sara y los demás y pasaba la velada aletar-gado, esperando que terminara. Era distinto sólo cuando la pelí-cula en cuestión me interesaba de verdad, pero eso era cada vezmenos frecuente.

Aquel viernes, al volver a casa, Sara ya estaba lista para salir.Dije que necesitaba por lo menos un cuarto de hora, el tiempopara ducharme y cambiarme.

Ah, ella salía con sus amigos. ¿Qué amigos? Los del curso defotografía. Me lo podía haber dicho antes, y yo me habría organi-zado. Ya me lo había dicho ayer y no podía hacer nada si yo no laescuchaba cuando hablaba. Bueno, de acuerdo, no hacía falta en-fadarse, intentaría hacer algo por mi cuenta si me daba tiempo.No, no tenía intención alguna de que se sintiera culpable, sóloquería decir exactamente lo que había dicho. De acuerdo, era me-jor zanjar la discusión.

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Ella salió y yo me quedé en casa. Pensé en llamar a los amigosde siempre y salir con ellos. Después me pareció absurdamente di-fícil explicar por qué no venía Sara, y adónde había ido, y penséque me mirarían como a un bicho raro y, finalmente, lo dejé correr.

Intenté llamar a una amiga con la que me veía —a escondi-das— en aquella época, pero ella me dijo en voz baja desde el mó-vil que estaba con su novio. ¿Qué podía esperar un viernes? Mesentí incómodo y entonces decidí que alquilaría un buen film poli-ciaco, sacaría de la nevera una pizza congelada, una cerveza gran-de, fría, y de una manera u otra aquel viernes habría pasado.

Alquilé Black Rain, aunque la había visto dos veces. La vi portercera vez y todavía me gustó. Me comí la pizza, me bebí toda lacerveza. Luego bebí un whisky y me fumé varios cigarrillos. Mirévarios canales y descubrí que en las televisiones locales habíanvuelto a poner películas porno. Esto me hizo darme cuenta de queya era la una pasada, así que me fui a dormir.

No sé a qué hora me dormí y no sé cuándo regresó Sara, por-que no la oí volver.

A la mañana siguiente me desperté cuando ella ya se había le-vantado. Entré en la cocina con cara de sueño, y ella, sin decirnada, me sirvió una taza de café americano. El café americano,abundante, siempre nos había gustado a los dos.

Bebí dos sorbos y estaba a punto de preguntarle a qué hora ha-bía regresado la noche anterior cuando me dijo que quería la se-paración.

Lo dijo así, simplemente: «Guido, quiero que nos separemos».Tras muchos segundos de silencio ensordecedor me vi aboca-

do a la pregunta más banal.¿Por qué?Me dijo el porqué. Estuvo tranquila e implacable. Quizá yo

pensaba que no se había dado cuenta de cómo había transcurridomi vida por lo menos en los últimos, digamos, dos años. Pero ellasí se había dado cuenta y no le había gustado. Lo que la había hu-millado más no era mi infidelidad —aquella palabra me golpeó elrostro como un escupitajo— sino el hecho de que le hubiera falta-

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do realmente al respeto tratándola como a una estúpida. Ella nosabía si yo siempre había sido así o si había ido cambiando. No sa-bía qué hipótesis prefería y tal vez tampoco le importaba mucho.

Me estaba diciendo que me había convertido en un hombremediocre o que acaso siempre lo había sido. Y ella no tenía ganasde vivir con un hombre mediocre. Ya no.

Como un verdadero hombre mediocre, no encontré nada me-jor que preguntarle si había otro. Contestó sencillamente que no yque, además, desde aquel instante, eso ya no era asunto de mi in-cumbencia.

Correcto.La conversación no se alargó mucho y diez días más tarde es-

taba fuera de casa.

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2Así que me echaron —civilizadamente— de casa y mi vida cam-bió. No mejoró, si bien no me di cuenta enseguida.

Durante los primeros meses tuve incluso una sensación de ali-vio y un sentimiento casi de gratitud hacia Sara. Por el valor quehabía tenido y que a mí siempre me había faltado.

En definitiva, me había sacado las castañas del fuego, como sesuele decir.

Había pensado muchas veces que aquella situación no podíadurar y que debía hacer alguna cosa. Tenía que tomar la iniciativa,encontrar una solución, hablarle honestamente. Hacer algo.

Pero como era un cobarde no había hecho nada, aparte deaprovechar las ocasiones clandestinas que se me habían presen-tado.

En realidad, si pensaba en ello, las cosas que había dicho aque-lla mañana me quemaban. Me había tratado de mediocre y de pe-queño cobarde y yo lo había encajado sin reaccionar.

Además, en los días posteriores a aquel sábado, cuando ya ha-bía ido a vivir a mi nueva casa, pensé en más de una ocasión en loque podría haber contestado, en definitiva, para mantener un mí-nimo de dignidad.

Me acudían a la mente frases del tipo: «No quiero negar miresponsabilidad, pero recuerda que toda la culpa nunca es de unasola parte». Y cosas parecidas.

Afortunadamente esto sucedió sólo al cabo de pocos días, paraser preciso. Aquel sábado por la mañana permanecí en silencio y,como mínimo, evité hacer el ridículo.

Al cabo de poco tiempo lo fui dejando y dentro sólo me que-daba alguna punzada. Cuando pensaba dónde podía estar Sara en

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aquel momento, en lo que estaba haciendo y con quién se encon-traba.

Era muy hábil para anestesiar aquellas punzadas y hacerlas de-saparecer rápidamente. Las enviaba de nuevo hacia dentro, allá dedonde habían venido, incluso más adentro, más escondidas.

Durante algunos meses llevé una vida sin orden, de soltero re-cién estrenado. Lo que se dice vida brillante.

Me relacionaba con compañías improbables, participando enfiestas insulsas, bebiendo más de la cuenta, fumando demasiado,etcétera.

Salía todas las noches. Quedarme solo en casa era una idea in-soportable.

Tuve algunas amigas, naturalmente.No me acuerdo de ninguna conversación mantenida con nin-

guna de aquellas chicas. En medio de todo este lío, se realizó la audiencia para la separa-

ción de mutuo acuerdo. No hubo problemas. Sara se había queda-do la casa, que era suya. Yo había intentado mantener una actituddigna, renunciando a llevarme los muebles, los electrodomésticos, osea, cualquier cosa que no fueran mis libros, y tampoco todos.

Nos encontramos en la antesala del presidente del tribunal quese ocupaba de las separaciones. Era la primera vez que la veía des-de que me había ido de casa. Se había cortado el pelo, estaba unpoco morena y yo me pregunté dónde podía haberse puesto mo-rena y con quién había ido a tomar el sol.

No fue un pensamiento agradable.Antes que pudiera abrir la boca, ella se me acercó y me besó li-

geramente en la mejilla. Esto, más que cualquier otra cosa, me diola sensación de lo irremediable. Con treinta y ocho años reciéncumplidos estaba descubriendo por primera vez que las cosas seacaban de verdad.

El presidente intentó que nos reconciliáramos, tal como man-daba la ley. Nosotros fuimos muy educados y civilizados. Habló—poco— sólo ella. Lo habíamos decidido, dijo. Era un paso quedábamos con respeto mutuo, serenamente.

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Yo permanecía callado, asentía y, en aquella película, me sentíael actor secundario. Todo acabó muy deprisa, teniendo en cuentaque no había problemas de dinero, de casas, de niños.

Cuando salimos del despacho del juez, de nuevo ella me dio unbeso, esta vez casi en la comisura de los labios. «Adiós», dijo.

«Adiós», dije, cuando ella ya se había girado y ya se alejaba.«Adiós», dije de nuevo a la nada, después de fumarme un ci-

garrillo apoyado en la pared.Me fui cuando me di cuenta de las miradas de los empleados

que circulaban por allí.Fuera era primavera.

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3La primavera se transformó rápidamente en verano, pero los díastranscurrían siempre todos iguales.

También las noches eran todas iguales. Oscuras.Hasta una mañana de junio.Estaba en el ascensor, de regreso del tribunal, y subía hacia mi

estudio, en el octavo piso, cuando, de repente y sin razón alguna,me asaltó el pánico.

Cuando salí del ascensor, permanecí en el rellano durante untiempo indefinido, con la respiración jadeante, sudores fríos, náu-seas, la mirada fija en un extintor. Y un miedo terrible.

—¿Se encuentra bien, abogado?El tono del señor Strisciuglio, empleado de hacienda jubilado,

inquilino del otro apartamento del piso, mostraba perplejidad, erade preocupación.

—Estoy bien, gracias. Tengo un poco de dolor de cabeza, perono creo que sea un problema. ¿Y usted cómo está?

No es verdad. Dije que había tenido un ligero mareo, pero queahora ya me encontraba bien, gracias, buenos días.

Evidentemente no todo funcionaba, como iba a comprenderincluso demasiado bien en los días y los meses sucesivos.

En primer lugar, al no saber lo que me había ocurrido aquellamañana en el ascensor, empecé a estar obsesionado por la idea deque pudiera ocurrir de nuevo.

Así que dejé de tomar el ascensor. Fue una elección estúpida,que contribuyó a empeorar las cosas.

Al cabo de algunos días, en lugar de estar mejor, empecé a te-mer que el pánico pudiera asaltarme por todas partes y a cualquierhora.

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Cuando me hube preocupado bastante logré provocarme unnuevo ataque, esta vez por la calle. Fue menos violento que el pri-mero, pero los efectos, en los días sucesivos, fueron todavía másdevastadores.

Como mínimo durante un mes viví con el terror constante deser golpeado de nuevo por el pánico. Resulta cómico, si lo piensoahora. Vivía con el miedo de ser asaltado por el miedo.

Pensaba que cuando me ocurriera de nuevo, podría volvermeloco y eventualmente también morir. Morir loco.

Esto me hizo recordar, con una desazón supersticiosa, un he-cho acontecido hacía muchos años.

Estaba en la universidad y había recibido una carta, escrita enun papel cuadriculado con una grafía redonda y casi infantil.

Querido amigo, después de haber leído esta carta haz diez co-pias a mano y envíalas a diez amigos. Ésta es la verdadera cade-na de San Antonio: si la continúas, en tu vida entrarán la fortu-na, el dinero, el amor, la serenidad y la alegría; si la interrumpes,podrán acaecerte desventuras horribles. Una joven esposa quedesde hacía dos años deseaba un hijo sin lograr quedarse em-barazada copió la carta y la mandó a diez amigos. Tres días mástarde supo que estaba esperando. Un humilde empleado de co-rreos copió la carta, la mandó a diez amigos y parientes y unasemana más tarde ganó una gran cantidad de dinero en el juegode la primitiva.

Un profesor de instituto, en cambio, recibió esta carta, serió de ella y la hizo pedazos. Al cabo de poco tiempo tuvo unaccidente, se rompió una pierna y además fue desahuciado decasa.

Un ama de casa recibió la carta y decidió no romper la ca-dena. Sin embargo extravió la carta y, de hecho, interrumpió lacadena. Enfermó de meningitis a los pocos días y, a pesar decurarse, quedó inválida toda su vida.

Un médico, al recibir la carta, la rompió diciendo, en tonodesafiante, que no había que creer en aquellas supersticiones.

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Pasados varios meses fue despedido de la clínica en la que tra-bajaba, fue abandonado por su mujer, enfermó y finalmentemurió enloquecido.

¡No hay que interrumpir la cadena!

Leí la carta a mis amigos, que la encontraron hilarante. Cuan-do hubieron acabado con las risas me preguntaron si pensaba des-trozarla y morir enloquecido. O ponerme pacientemente a hacerlas diez copias con bella caligrafía, lo cual no habrían dejado de re-cordarme —con poca elegancia, pienso— al menos durante los si-guientes diez años.

Esto me puso de los nervios, pensé que no habrían sido tanocurrentes si la carta les hubiera llegado a ellos y dije que obvia-mente la rompería. Ellos pretendieron que lo hiciera delante suyo.Insinuaron que podía cambiar de idea y, alejado de ojos indiscre-tos, hacer las famosas diez copias, etcétera.

En definitiva, me vi obligado a romperla en pedazos y, cuandohube acabado, el más gracioso de los tres dijo que no tenía por quépreocuparme: en el momento oportuno ellos se ocuparían de queme ingresaran en un manicomio acogedor.

Más o menos dieciocho años después me había encontradopensando —seriamente— que la profecía se estaba cumpliendo.

En cualquier caso, el miedo a sufrir un nuevo ataque de páni-co y a enloquecer no eran mi único problema.

Empecé a padecer insomnio. Pasaba las noches casi completa-mente en blanco, conciliando el sueño sólo poco antes del alba.

Pocas veces me dormía en horarios más normales. En estasocasiones, sin embargo, me despertaba inexorablemente dos horasdespués y no podía quedarme en la cama. Si lo intentaba, me asal-taban pensamientos muy tristes, insoportables. Sobre cómo habíamalgastado mi vida, sobre mi infancia. Y sobre Sara.

Entonces me veía obligado a levantarme y vagaba por mi apar-tamento. Fumaba, bebía, miraba la televisión, encendía el móvilcon la esperanza absurda de que alguien me llamara a altas horasde la noche.

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Empecé a preocuparme de que la gente se diera cuenta de misituación.

Sobre todo empecé a preocuparme de poder perder el controly pasé todo el verano de esa guisa.

Cuando llegó agosto no encontré a nadie que quisiera viajarconmigo —en realidad no lo busqué— y no tuve el valor de irmesolo. Así que vagabundeé, encontrando alojamiento en las casas ylos trulli* de los amigos, en el mar o en el campo. ¡No creo haber-me ganado muchas simpatías durante estos vagabundeos!

La gente me preguntaba si estaba un poco deprimido y yo con-testaba que sí, un poco, y normalmente la conversación no se alar-gaba mucho. A los pocos días comprendía que era el momento dehacer las maletas y encontrar otro refugio, buscando con ahíncoevitar el regreso a la ciudad.

En septiembre, viendo que las cosas no mejoraban y, en parti-cular, que ya no soportaba pasar las noches en blanco, fui a ver ami médico, que además era amigo mío. Necesitaba alguna cosapara dormir.

Él me visitó, me hizo hablar de mis síntomas, me tomó la pre-sión, me miró los ojos con una lamparita, me hizo hacer unos ejer-cicios un poco dementes de equilibrio y al final dijo que sería me-jor si me visitaba un especialista.

—¿Qué quieres decir, perdona? ¿Qué especialista?—Bueno, un especialista en estos problemas.—¿Qué problemas? Dame algo para dormir y acabemos de

una vez.—Guido, la situación es un poco más compleja. Tienes un as-

pecto muy cansado. No me gusta el modo en que miras a tu alre-dedor. No me gusta cómo te mueves, no me gusta cómo respiras.He de decírtelo: tú no estás bien. Has de ir a visitar a un especia-lista.

—Querrás decir un…

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* Casas típicas de la región de Apulia (N. del T.)

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Tenía la boca seca. Pensamientos inconexos me pasaban por lacabeza. Tal vez quiere decir que he de ir a visitar a un internista. Oa un homeópata. Un masoterapeuta. También a un ayurvédico.

Ah, de acuerdo, si tengo que ir a un internista, masoterapeuta,ayurvédico, homeópata y a tomar por el culo, no hay problema,voy. Yo no me privo de mis tratamientos.

Yo no tengo miedo, porque… ¿UN PSIQUIATRA? ¿Has dicho unpsiquiatra?

Tenía ganas de llorar. Me había vuelto loco, ahora hasta lo de-cía un médico. La profecía se estaba cumpliendo.

Le dije que de acuerdo, que por ahora podía darme un maldi-to somnífero, y luego ya pensaría qué hacer. Que sí, de acuerdo, notenía intención alguna de infravalorar el problema, nos vemos, no,no, no es necesario que me recomiendes a uno —boca muy seca—a uno de ésos. Te llamo y me lo dices.

Me alejé de allí, evitando tomar el ascensor.

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