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PRIMERA PARTE l. BROTES DE PRIMAVERA Siendo yo una niña, mi padre me compró una pre- ciosa casa de muñecas hecha a mano. Era un mundo mágico en miniatura, con hermosas muñequitas de por· cclana, mobil ia rio, e incluso pint uras, candelabros y a lfombras, todo hecho a escala. Pero la casa es t aba encerra da en una ca ja de cr is tal y nunca se me permi- t tocar a la familia que la hab itaba . En rea lidad, ni siquiera me permitieron t ocar la caja, para que no la Los obje tos delicados habla n pe li gr ado siem- pre en mis manos grandes, y la casa de muñecas podla ser admirada por mí, pero nunca tocada. La tenía en mi dormitorio, colocada encima de una mesa de roble, debajo de las vent anas de guillolina con sus cri sta les de colores. El sol que penetraba a través de las vidr ieras es parcfa un cielo suavemen te teñido con los matices del arco iris sobre aquel pequeño uni- verso, y los rostros de la fami lia en miniatu ra r esplan- decfan de felicidad. Incluso los sirv ientes en la cocina, el mayordomo vestido con su librea bla nca cerca de la puerta princi pal y la niñera en el cuarto de los niños, todos most raba n un aspec to satisfecho. Asi era como debla ser, y como seria siempre, tal

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PRIMERA PARTE

l. BROTES DE PRIMAVERA

Siendo yo una niña, mi padre me compró una pre­ciosa casa de muñecas hecha a m ano. Era un mundo mágico en m inia tu ra, con hermosas m uñequit as de por· cclana, mobilia r io, e incluso pin turas, candelabros y a lfombras, todo hecho a escala . Pero la casa estaba encerra da e n una ca ja de cr istal y nunca se me permi­t ió tocar a la fa milia que la hab itaba . En rea lidad, ni siquiera me perm itie ron tocar la caja, para que no la ~nsuc iara . Los obje tos delicados hablan pe ligrado siem­pre en mis manos grandes, y la casa de muñecas podla ser adm irada por mí, pero nunca tocada .

La tenía en mi dorm itorio, colocada e ncima de una mesa de roble, debajo de las ventanas de guillo lina con sus c rista les de colores. El sol que penetraba a tr avés de las vidrieras esparcfa un c ielo suavemen te teñido con los ma tices del arco iris sobre aquel pequeño uni­verso, y los rostros de la fami lia en miniatu ra resplan­decfan de felicidad . I ncluso los sirv ientes en la cocina, el mayordomo vest ido con su librea bla nca cerca de la puerta pr inci pal y la n iñe ra en e l cuarto de los ni ños, todos most raba n un aspecto satisfecho.

Asi era como debla ser, y como seria siempre, tal

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como yo esperaba y rogaba fervientemente que fuese para mf algún dfa . En aquel mundo en min iatura no habla sombras; ya que, incluso en los dfas encapotados, cua ndo las nubes oscurecfan el ambiente exterior, los crista les de colores de la s ventanas convertían mágica­mente la luz gris en iri sada.

El mundo real, mi propio mundo, s iempre parcela gris, sin los colores del arco iris. Gris para mis ojos, demasiado severos según me decla n, gris para mi s es­peranzas, gris para la solterona que nadie quería . A los veinticuatro años yo era una sollerona, una doncella vieja . Al parecer, mi es tatura y mi inteligencia int imi· daban a los jóvenes elegibles. El mundo de l arco iris . del amor, el matrimonio y Jos bebés, siempre sería tan inalcanzable para mi como aquella casa de muñecas que yo admiraba tan to. Tan sólo en la fantasía se ele­vaban mis esperanzas .

En mi s fantasías yo era bonita, alegre, encantadora. como las otras mujeres jóvenes que había conocido pero con las que nunca hice amistad . Mi vida era soli­taria, ocupada principa lmente por sueños y libros. Y aunque jamás hablaba de ello, me afe rraba a la pe­queña esperanza que mi mad re me había dado antes de morir.

- la vida se pa rece mucho a un jardín, Oli via . Y las personas somos como diminutas semill as, nutrid as por el amor, la amistad y los cuidados. Si se les dedica el tiempo y la atención suficientes, incluso una vieja planta raquít ica , abandonada en un patio árido, flore­cerá cua ndo menos se espere. Y ésos son los brotes más prec iosos, los más que r idos . Tú serás una flor de .:sa especie, Olivia . Quizá necesites algUn tiempo, pero tu momento de fl orece r llegará .

Echaba mucho de menos a mi optimis ta madre. Yo tenia diec iséis años cuando ella murió, justo cuando más neces itada estaba de esas conve rsaciones de mu­jer a mujer con las que me explica ría cómo conqui s tar el corazón de un hombre , cómo parecerme a ella : res­pe tab le y compe tente y sin embargo una mujer en todos los sentidos. Mi madre siempre estaba ocu pada

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en algo, y en todo era eficiente y responsable. Supera­ba cualquier crisis; pero cuando ésta terminaba, siem­pre había otra a punto. Mi padre parecía satisfecho al ver ocupada a mi madre. De qué modo no importaba.

Mi padre solfa decir que aunque las mujeres no se ocuparan de asuntos graves, eso no significaba que hu· hieran de holgazanear . Ellas tenían quehaceres •feme­ninos •.

Sin embargo, cuando llegó el momento me animó para que fuese a la escuela de comercio . Le parecía justo y adecuado que yo me convirtiera en su contable particular, concederme un Jugar en su despacho, una habitación masculina, una de cuyas paredes estaba cu­bierta por armas de fuego y otra con retratos de sus expediciones de caza y de pesca, una estancia que siem­pre olla a humo de cigarros y a whisky, y su alfombra marrón oscuro era la más desgastada de la casa. Me destinó una parte de su gran mesa escritorio de roble negro para que yo trabajase con toda meticulosidad en sus cuentas, las facturas de negocios, los salarios de sus empleados, e incluso los gastos domésticos. Ayudán­dole en esto, con frecuencia me senda más como si fuera el hijo que él siempre habla deseado y nunca consiguió, que en mi propia condición de hija . Yo me esforzaba por complacer a todos, sin embargo parecfa que nunca consegufa ser lo que los demás quedan.

Mi padre decia muchas veces que yo seria una gran ayuda para cualquier marido, y por ello yo estaba con· vencida de que ése era el motivo de haberme hecho estudiar comercio y por lo que tenia aquella experien· cia. ~1 nunca lo expresó con tanta claridad ; pero es como si me lo hubiera dicho. Una mujer de un metro ochenta necesitaba algo más para capturar el amor de un hombre.

Si, yo tenia esa estatura; me habla disparado en mi crecimiento siendo adolescente y con gran disgusto mio, hasta unas proporciones gigantescas. Yo era la planta de habichuelas en el jardfn de Jack. Yo era el gigante. En mi no habla nada de delicado ni frágiL

Posela el pelo castaño rojizo de mi madre; pero

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FOXWORTH HALL

Y así llegó el verano en que, cuando yo tenía cin­cuenta y dos años, y Chris, cincuenta y cuatro, se cumplió finalmente la promesa de riquezas que nuestra madre nos había hecho hacía mucho tiempo, cuando Ch ris y yo teníamos catorce y doce años, respectiva­mente.

Los dos nos quedamos de pie contemplando aquella enorme y espantosa casa que habíamos esperado no volver a ver jamás. Aunque no era una reproducción exacta dd Foxworth Hall original, sentí un estremeci· miento interior. Q ué precio habíamos tenido que pagar Chris y yo para estar ahí, donde nos hallábamos en ese momento, dueños provisionales de esa gigantesca casa que hubiera debido permanecer en ruinas carbonizadas. En otro tiempo muy lejano, yo había creído que los dos viviríamos en aquella casa como una princesa y un príncipe, y que entre nosotros existía el toque dorado del rey Midas, aunque mejor controlado.

No he vuelto a creer en cuentos de hadas. Tan vivamente como si hubiera sucedido el día

anterior, recordé aquella desapacible noche de verano, tenuemente iluminada por la mística luz de la lu na llena

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y estrellas mágicas en un cielo de terciopelo negro, cuando nos acercamos a ese lugar por vez primera.. con la esperanza de que únicamente nos sucedería lo mejor para acabar encontrando solamente lo peor.

Por aquel entonces Chris y yo éramos tan jóvenes, inocentes y confiados que creíamos en nuestra madre, la amábamos, nos dejábamos guiar por ella mientras nos conducía.. a nosotros y a nuestros hermanos gemelos, una parejita de cinco años, a través de una noche en cieno modo horrible, hacia aquella mansión llamada Foxwonh Hall. A panir de aquel momento, todos nuestros días futuros estarían iluminados por el verde, símbolo de riqueza.. y el amarillo de la felicidad.

Qué fe tan ciega tuvimos cuando la seguíamos de cerca.

Encerrados en aquella sombría y lúgubre habitación en lo alto de la escalera, jugando en aquel ático mohoso y po lvoriento, habíamos conservado nuestra confianza en las promesas de nuestra madre de que algún día poseeríamos Foxwonh Hall y todas sus fabulosas ri­quezas. Sin embargo, a pesar de sus promesas, un viejo abuelo, cruel e in humano, con un perverso pero tenaz corazón, que rehusaba dejar de latir para que cuatro jóvenes corazones, rebosantes de esperanza, pudieran vivir, lo impedía.. de modo que nosotros esperamos y esperamos, hasta que transcurrieron más de tres larguí· simos años y sin que mamá cumpliera su promesa.

Y no fue hasta el día en que ella murió -y se leyó su última voluntad- cuando Foxwonh Hall cayó bajo nuestro contro l. Ella había legado la mansión a Bart, su nieto favorito, e hijo mío y de su propio segundo marido; pero hasta que Bart cumpliese veinticinco años, las propiedades quedaban bajo la custodia de Chris.

La reconstrucción de Foxworth Hall había sido ordenada antes de que ella paniera hacia California para buscarnos, pero hasta despu¿s de su muerte no fueron completados los últimos retoques de la nueva Foxwonh Hall .

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Durante quince años, la casa permaneció vacia, cui­dada por celadores, administrada legalmente por un bufete de abogados que habían escrito o telefoneado a Chris para discutir con él los problemas que iban sur­giendo. La mansión aguardaba, agraviada tal vez, el día en que Ban decidiese vivir allí, como siempre habíamos supuesto haría un día. Y ahora nos la cedía por un cono espacio de tiempo para que fuese nuestra hasta. que él llegase y tomase posesión de todo.

•Siempre existe una trampa en cada ganga ofrecida•, susurraba mi mente suspicaz. Y sentía el señuelo que se nos ofrecía para tendernos un lazo de nuevo. ¿Había­mos recorrido Chris y yo un camino tan largo con el único fin de completar la vuelta al círculo, regresando al principio?

¿Cuál seria esta vez la trampa? •No, no•, me repetía a mí misma una y otra vez; mi

naturaleza recelosa, siempre insegura, estaba dominán­dome. Teníamos el oro sin empañar ... , ¡lo teníamos! Algún día teníamos que obtener nuestra recompensa. La noche había terminado: nuestro día había llegado por fin, y ahora estábamos de pie, a la plena luz de los sueños que se habían realiudo.

Hallarnos aquí en ese momento, planeando vivir en esa casa restaurada, puso repentinamente una amargura familiar en mi boca. Todo mi placer desapareció. Estaba viviendo una pesadilla que no se desvanecería cuando abriese los ojos.

Aparté tal sentimiento y sonreí a Chris, apretándole los dedos. Contemple la reconstruida Foxwonh Hall, que se alzaba entre las cenizas de la antigua mansión, para enfrentarnos y confundirnos de nuevo con su majestuosidad, su formidable tamaño, su sensación de albergar el mal y sus innumerables ventanas con persia­nas negras como párpados pesados sobre unos oscuros ojos pétreos. Se levantaba imponente, enhiesta y amplia, extendiéndose sobre varios centenares de metros cua­drados en una grandeza tan magnífica que intimidaba.

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JORY

Cuando papá no iba a buscarme al colegio para llevarme a casa, tomaba un autobUs escolar amarillo que me dejaba en un lugar aisl.1do donde recogía mi bicicleta, que habla escondido en un barranco próximo por la mañana antes de subir al autobús.

Pua ir a mi casa tenía que pedalear a lo largo de una est recha y sinuosa carretera que discurría por una zona en que no había casa alguna hasta que llegaba a la enorme y deshabitada mansión que siempre atraía mi mirada y h.tcía qut' me preguntase quién había vivido en ella y por quC la había abandonado. Cuando veía aquella casa, rc­ducí.t automáticamente la velocidad, sabiendo que pronto estaría en lamía..

A med ia hectárea de aquel caserón se hall aba nuestro hogar. aislado y soliurio, ju nto a una curctera con más vueltas y revueltas que la que, en los laberintos infantiles, tiene que segui r el ratón para alcanzar el queso. Vivíamos en Fairfax, en Marin County, a unos treinta y dos ki lOmetros al norte de San Francisco. Al ot ro lado de las montañas había un bosque de pinos gigantescos, y más all .i estaba el mar. Era un lugar frio y en ocasiones lúgubre, especialmen­te cuando 1 :~ niebla se extendía en grandes olas hinchadas,

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en\·olviendo a menudo d paisaje du rante todo el día, con­viniéndoloen algo espectral. Sí, la niebla podía resultar fan­u snl:lgórica, pero también rom.íntica y misteriosa.

Aunque mi casJ me gustaba mucho, me anltaban vagos y turbadores recuerdos de un ja rd ín meridional, lleno de colos.tlcs m.tgnolios revestidos de musgo. Me acordaba de un hombre aho, cuyos cabellos negros empezaban a enca­necer, un hombre que me llamaba hijo. No recordaba su cara con rantJ claridad como la sensac ión de calor y segu­ridad que me infundla. Supongo que una de las cosas mis tristes, cuando uno crece y se h.1.ce mayor, es que nadie es lo basume grande y fuene para levanurlc a uno, sostenerle en brazos y h;tcer que se sienta de nuevo seguro.

Ch ri s era el tercer marido de mi madre. Mi verdadero padre murió antes de que yo n.1.ciese; se llam.1.ba Julián Marquet, y erJ conocido por todos los aficionados al ballet. En cambio, cJsi nadie fuerJ de Clairmont, en CJrolin.t del Sur, h.1.bla old o hablar del doctor P.1ul Scott Shcfficld, el segundo marido de mi madre. En ese mismo esudo sureño. en la población de Grcenglenna, vivía mi abuela p.tternJ., madame Marisha. Erala única que me escribia todas las semanas, y la \"Ísit.íbamos cada verano. ParccÍ3 desear un­to como yo que me con\·iniese un día en el bailarín mis famoso del mundo,}' así demostrar, J ella y a todos los de­m.ís, que mi padre no habi.t vivido y mue no en vano.

~·ti abuela no era en .tbsoluto un.1. anciJ.n ita vulgar, .1

peur de que iba .t cumplir sctent.t y cuatro años. En el pa­sado había sido muy famosa, y no cst.tba dispuesta a pcrmi­ti r que .tlguicn lo olvidase un so lo instante. Me habí.t im ­puesto co mo norma que nunCJ. l.t llamase ,tbucla cu.1ndo alguicn pudiese oírlo y adivinar su ed.td. Un.t vcz me mur­muró al oído qul·lc gust.tria quc la llamase m.tdrc, lo que no me p.treció bien, y.t qul' yo tcní.t una madre .t quien qul·ri.t mucho. Por consiguil·nte,la llanub.t Mari sh.t, como todo el mundo.

Nuestr.t visitJ anual .t C.uolina del Sur cr.t espl·r.td.t con ilu sión dur.tntc d invierno y r.ípid.tmcme olvid.tda cu.mdo rc¡;rcs.ibamos JI tranquilo ,.,,lle donde se h.tlhb.t nuestr.t

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casa de mad~ra de pino. "En el valles~ está seguro cuando no sopla el viento•, decía a menudo mi mad re. En realidad, demasiado a menudo ... , pues parecía que el viento fuerte la acongojaba mucho.

Llegué al paseo de entrada, dejé mi bicicleta y entré en la casa. Ni rast ro de Bart o mamá. ¡Qué raro! Corrí a la cocina, donde Emma preparab.;¡ la comida. Emma pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, lo que exp licaba su • rolliza y simpálica• figu ra. Su Cdra era larga y severa cuan­do no sonreí:~, aunque afortunadamente lo hacía casi siem­pr~. Cuando me ordenaba realizar esta o aquella tarea, su sonrisa mitigaba mi contrariedad por tener que hacerlo, pues general mente se trataba de algo que Ban se había ne­gado a hacer. Sospechaba que Emma velaba más por Bart que por mí, ya que él acostu mbraba derramar la leche cuan­do trataba de llenar su propia taza, o el agua, cuando llevaba un vaso. No había nada que pudiese sujetar con firmeza, y tropezaba con todo, haciendo volcar mesitas y lámparas. Si había un hilo tendido en algún lu gar de la casa, sin duda Ban acababa enganchando en él el tacón de su zapato y caía de bruces, o estampaba la batidora o la radio contra el suelo.

-¿Dónde csd Bart? -pregu nté a Emma, que estaba mondando patatas para añadirlas al rosbif que se cocía en el horno.

- Tc aseguro, Jory, que me alegraré el día en que ese chi ­co pJ.se en el colegio tanto tiempo como tú. Me espanta verlo entrar en la cocina. Tengo que dejar lo que estoy ha­ciendo y mirar alrededor para prever qué derribará o con qué tropezará. Grac ias a Dios que tiene esa pared donde s~ntarse. A propósito, ¿qué hacéis allí?

-Nada - respond í. No qu ería explicarle con qué frecuenci.t saltábamos el

muro para jugar en la casa :~bandonada. No teníamos dere­cho a entrar allí, pero los padres no podían ver o enterarse de todo. Volví a preguntar:

-¿Dónde está mama? Emma dijo que había regresado temprano después de

suspender la clase de ballet, lo que yo ya sabia.

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¡LIBRES, AL FIN!

¡Qui!: jóvenes én.mos el día que escapamos! Hubiése­mos debido sentimos intensamente vivos por habernos liberado, al fin. de aquel triste, solitario y sofocante lugar. Hubiésemos debido esw entusiasmados de viajar en un autobús que rodaba lentamente, bamboleándose. hacia el Sur. Pero si estábamos alegres, no lo demostrábamos. Per­manecíamos sentados los tres, pálidos y callados, mir:u1do por las ventanillas, asustados por todo lo que veíamos.

Libres. Las horas transcurrían con los kilómetros. Teníamos

los nervios crispados porque el autobús se paraba a me­nudo pan que subiesen o bajasen pasajeros. Se detuvo varias veces para que descansara el conductor; y una para recoger a una negra enorme que esperaba de pie en la en­crucijada de un camino vecinal con la carretera. Tardó una eternidad en subir al autobúsJ meter en él los mu­chos bultos que llevaba. Cuando, fin, se hu~o sentado, cruzamos la línea divisoria entre los estados de Virginia y Carolina del Norte.

¡Oh! ¡Qué alivio al salic del estado donde habíamos pennanecido encarcelados! Por primera vez desde hacía años, empecé a tranquilizarme ... un poco.

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Nosotros tres ~ramos los más jóvenes del autobús. Chris tenía diecisiete años y era sumamente guapo. Sus cabellos largos y ondulados le rozaban los hombros. Sus ojos azules, orlados de oscuro, rivalizaban en color con ti cielo del verano, y todo ~1 era como un día c.álido y solea­do; ponia buena cara., a pesar de nuestra penosa situación.

~e~~¡; ,:e':a/u~i;~~~r;~:e::b~~;e~~;~r1:U::~ había sido nuestro padre; la clase de hombre que bacía palpitar el corazón de las mujeres. Su expresión era con­fiada; casi pareda feliz. Si no hubiese mirado a Canie, quizá habría sido realmente feliz.. Pero cuando veía su ca­rita enfermiza y pálida., fruncía el entrecejo, y sus ojos se

=~~~:l~~ ~:~::b:o~~e.a;-6~ ~..:~. ~~ con una voz suave y mda.ncólica que me conmovió. Nos miramos y sentimos la tristeza de los recuerdos que aquella tonada evocaba. ti y yo éramos como una sola persona. No podía mirarle demasiado rato, pues temía echarme a llorar.

Mi hermana pequeña estaba aCWTUcada en mi regu.o. T ení.a ocho años, pero era tan menuda, tan lastimosa-

~=:t~u~e~::.~des~~~~~~ ~:~t~~~~~~e:b: más negros secretos y sufrimientos que los que una niña de su edad hubiese debido conocer. Los ojos de Carrie

~a:r;v~ld:: .. mP'drq~:j~;;o n;:: ~~7aC:~d~ :!~~ ~:e::d:c~ep:;r~:: :¡;e~~~:ogr~:ti;; hrvl:d:p:~ muerte. Resultaba doloroso verla tan sola, tan tremenda­mente sola, ahora que Cory había desaparecido.

Yo tenía quince anos aquel mes de noviembre de

:,:~~ 7::nbl:r~an~oe~:~~~e:s:::a ~o~iC:Ía 1o t:,::;; para compell$ar cuanto ya había perdido. Estaba tensa en mi asiento, presta a gritar si sucedía alguna otra cosa mala. Como una espoleta sujeta a una bomba de relojería,

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sabfa que, tarde o tempuno estaUaría y destruirla con­migo a todos los que vivían en Poxwonh Hall.

Chris puso una mano sobre la mía, como si pudiese

!::: 7e h:~ k ~~!~~~:i~::~~~re:sha:b~~e~~ tado de aniquilamos.

-No pongas esa cara, Cathy -susurr~. Todo irá bien. Saldremos adelante.

Seguía siendo el eterno optimista incauto, convencido de que, ¡cuanto sucedía era para bien! ¡Señor! ~Cómo podía pensar así, después de la muerte de Cory? ¿Có­mo podía haber sido ésta para bien?

---Cathy -murmuró-, tenemos que sacar el mejor partido de lo que nos queda, nuestra mutua compañía. Tenemos que aceptar lo sucedido y empeur de nuevo. Tenemos que creer en nosotros mismos, en nuestras fa­cultades, y, si lo hacemos, conseguiremos lo que quera­mos. Las cosas son así. Cathy. ¡Tienen que serlo!

~1 quería ser un médico serio y juicioso, de esos que se pasan la vida en pequeños consultorios, rodeados de miserias humanas. En cambio, yo buscaba algo mucho más fantástico ... ¡y en grandes cantidades! Quería que to~ dos mis brillantes sueños de amor y .avenruras se cum~ pliesen sobre un escenario, donde seria la b.ailarina más famosa del mundo. No .aceptaba menos. 1 Y .a se enteraría nwnál

• ¡Maldita seas, mamá! ¡Espero que Foxworth H.all sea .arruado por el fuego! ¡Espero que nunca vuelvas .a dor~ miren paz en tu enorme y mullido lechoi¡Espero que tu

joven marido encuentre una amante más joven y hermosa que tú! ¡Espero que te dé la. vida de perros que mereces!•

Carrie se volvió y musitó: -C.athy, no me encuenuo bien. Siento .algo raro en el

estómago ... Sentí pánico al ver su carita, extraordinariamente pá­

lida.. Sus cabellos, wt.año sedosos y brillmtes, pendían en mechones mates y lacios. Su voz era sólo un débil mur­mullo.

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fNDICE

PRIMERA PARTE

PRólOGO

Adiós, papi

El c.Jmino de las riquezas

l.1 usa de la .1buela

El ~tico

Lai ro~deDios.

Lo que contó mamá .

Minutos como horas.

Cómo h.lcer crecer un judin

Vacaciones

La ficm de N.widad .

11

47

65

79

101

113

IJJ

149

189

225

la cxplorJción de Ch ri stopher }'sus consecuenci.u 239

El l.:~rgo invierno. l:t prim.wera y el ven no . 253

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SEG UNDA PARTE

Creciendo en .altura y en prudencia . 271

Un vislumbre del pasado 299

Una urde de lluvia 311

Enconu.tr un .am igo )2 1

M.am.i, por fin }29

L.a sorpresa de nuestr.t m.adrc 353

Mi p.:~ dr.amo . 391

MJ.rc.a los dí.ts en azul , pero resCT\'.l uno p.tn m.ar~ culo en negro 41 3

La fuga 431

rincs, principios . 453

Epílogo 471