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Onfray Política Del Rebelde

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CURSO DE FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO

Primer Semestre 2012 Pedagogía en Inglés

El campo de concentración olvidó al hombre,

celebró al sujeto, tornó improbable a la persona

y puso de manifiesto al individuo. Las tres

figuras de la sumisión funcionaron en la

juridicidad, el humanismo y el personalismo.

(M. ONFRAY)

Apuntes de uso interno preparados por Dr. HÉCTOR FERNÁNDEZ C.

POLÍTICA DEL REBELDE.

TRATADO DE LA RESISTENCIA Y LA INSUMISIÓN

(CRÍTICA)

[Fragmento tomado de M. ONFRAY, 1999, Política del rebelde. Tratado de la resistencia y la insumisión (crítica), Libros Bàsicos,

B.Aires, 45-56]

Las jerarquías son ficticias, las desigualdades fantoches; no hay superhombres, ni

infrahombres, tampoco hombres convertidos en animales, en contraste con otros ungidos por los

dioses del Valhalla: nada vale el artificio cuando la esencia lo dice todo y expresa la verdad

absoluta de la especie. De los SS, Robert Antelme, en L'Espéce Humaine, escribe: "Pueden matar

a un hombre, pero no pueden transformarlo en otra cosa". Esa es la primera verdad descubierta en

el campo de concentración, de naturaleza ontológica: la existencia de una sola y única especie, y la

naturaleza esencial de lo humano en el hombre, enclavada en el cuerpo, visceralmente asociada

con la carne, el esqueleto, la piel y los huesos, con lo que queda de un ser, mientras un hálito,

incluso frágil, aún lo anime. La verdad de un ser humano es su propio cuerpo.

Devastados por los furúnculos, destruidos por el ántrax, las heridas hormigueantes de

gusanos, la carne devorada por los piojos, la piel violeta, agujeros que horadan la cara, la sangre

consumida por los parásitos, los miembros helados y podridos, rapados, sin pelos, forzados cada

día a bailar una danza macabra hasta el agotamiento, hasta la postración, incluso hasta que la

muerte invada finalmente y para siempre el cuerpo: hasta en estos extremos el cuerpo del hombre

triunfa en el lugar inexpugnable de su humanidad. Esta es la segunda verdad surgida de los

campos, que sobrevuela los cadáveres. Ante la naturaleza y ante la muerte, sostiene Antelme, no

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hay diferencia sustancial. La esencia es la existencia, y viceversa. Ninguna precede a la otra, están

fusionadas, como el cuerpo y su sombra.

De modo que esta ontología puesta de relieve por una fisiología -si no es al revés- exige

que se sepa que lo esencial es el individuo y no, por cierto, el sujeto, el hombre o la persona. Lo

que muestran los campos, tercera verdad, es que más allá de todos los artificios posibles e

imaginables, comunes y familiares tanto para los nazis como para los amantes de ideologías

gregarias que hacen del primero un sujeto de derecho, del segundo un género de la especie

humana, o una persona que se mueve en un escenario metafísico, lo que hace a la irreductibilidad

de un ser es su individualidad, y no su subjetividad, su humanidad o su personalidad.

El individuo es quien sufre, padece, tiene hambre y frío, habrá de morir o saldrá adelante,

es él, en su cuerpo, y por lo tanto en su alma, que recibe los golpes, siente el avance de los

parásitos, así como la debilidad, la muerte o el horror. Todo nuevo rostro que se dibuja en la

arena después de la muerte del hombre pasa por esa voluntad deliberada de realización del

individuo, y nada más.

Por otra parte, quizás el hombre haya vivido sus últimos momentos en los campos.

Después de que Foucault dio las fechas de nacimiento, podría formularse la hipótesis de una

fecha de defunción, para esculpir y materializar en una lápida los extremos entre los cuales

desarrolló su enseñanza. Y, además, es necesario acabar de una vez con ese término que, jugando

con la duplicidad y la pluralidad de las definiciones, permite someter al conjunto de la

humanidad, incluida su mitad femenina, bajo la sola y única rúbrica de Hombre.

Siempre me molestó que, en ese registro, las mujeres fueran hombres –por ellas, si me lo

permiten-. Pues los campos han demostrado, más allá de las variaciones semánticas y de las

diversidades, que la individualidad es lo que tienen en común los seres humanos, sin importar su

sexo, edad, color de piel, función social, educación, proveniencia, pasado: un solo cuerpo,

aprisionado en los límites indivisibles de su individualidad solipsista. La fisiología que

constituye la ontología ignora lo diverso para definir un solo y único principio.

Del sujeto podemos decir, desgraciadamente, que ha sido exacerbado en esta época y en

estos lugares. Define al ser por la relación y la exterioridad, negándole una identidad propia que

se le atribuye solamente por y en la sumisión, la subsunción a un principio trascendente,

superándolo: la ley, el derecho, la necesidad o cualquier otra cosa que incita a hacer la economía

de sí en provecho de una entidad estructurado por su participación, su docilidad. El sujeto es

siempre de algo o de alguien. De modo tal que siempre encontramos un sujeto menos sujeto que

otro, en la medida en que, apoyado sobre el principio en cuestión, uno se siente incesantemente

autorizado para someter a otro: el juez, el político, el docente, el prelado, el moralista, el

ideólogo, todos aman tanto a los sujetos sometidos que temen o detestan al individuo, insumiso.

El sujeto se define en relación con la institución que lo permite, de ahí la distinción entre los

buenos y los malos sujetos, los brillantes y los mediocres, es decir: aquellos que consienten el

principio de la sumisión y los otros. Con su preocupación por la conciencia que se rebela y no

acepta, Antelme recuerda que un sujeto no se define por su conciencia libre sino por su

entendimiento sometido, fabricado para consentir la obediencia.

La persona tampoco me agrada. Aquí también la etimología, etrusca en este caso,

recuerda que la palabra proviene de la máscara utilizada en la escena. Que el ser sea con relación

a lo que se somete o por su modo de presentarse, no me convence, ni en uno ni en otro caso. La

metáfora barroca del teatro, la vida como sueño o novela, la necesidad de la astucia o de la

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hipocresía, del juego social que presupone la persona del teatro, implican también el recurso al

artificio: el ser para el otro no es el ser en su resplandor, ni en su miseria. El campo de

concentración olvidó al hombre, celebró al sujeto, tornó improbable a la persona y puso de

manifiesto al individuo. Las tres figuras de la sumisión funcionaron en la juridicidad, el

humanismo y el personalismo. Quedan por formular las condiciones de posibilidad de un

individualismo que no sea egoísmo.

Lejos de la red, de la estructura, de las formas exteriores que dibujan los contornos

provenientes de lo social, la figura del individuo remite a la indivisibilidad, a la irreductibilidad.

Es lo que queda cuando se despoja al ser de todos sus oropeles sociales. Bajo las sucesivas capas

que designan al sujeto, al hombre y a la persona, encontramos el núcleo duro, entero, la mónada

cuya identidad nada, salvo la muerte -y quizá ni eso-, puede quebrar. Unidad distinta en una serie

jerárquica formada por géneros y especies, elemento indivisible, cuerpo organizado que vive su

propia existencia, y que no podría dividirse sin desaparecer, ser humano en cuanto identidad

biológica, entidad diferente de todas las otras, si no unidad de la que se componen las

sociedades: el individuo sigue siendo irreductiblemente la piedra angular con la que se organiza

el mundo.

La certeza del individuo, su naturaleza primera, atómica, obliga a deducir y a

pronunciarse por el solipsismo. Sin hacer concesiones a las extravagancias metafísicas y

excesivas de un Berkeley, se puede adelantar la idea de un solipsismo -solus ipse- en virtud de lo

cual cada individualidad está condenada a vivir su única vida, y sólo su vida, a sentir,

experimentar, tanto lo positivo como lo negativo, solamente para sí y por sí. Todos hemos

conocido, conocemos o habremos de conocer los goces y los sufrimientos, las heridas y las

caricias, las risas y las lágrimas, los llantos y las alegrías, la vejez, la angustia y el miedo, la

muerte, pero estamos solos, sin poder transferir la menor sensación, imagen o sentimiento a un

tercero, excepto bajo el modo participativo, pero desesperadamente ajeno, apartado y extraño.

Cuarta lección para aprender del campo de concentración, siempre en el terreno ontológico: La

constante evidencia del solipsismo y la condena del individuo a sí mismo. L'Espéce Humaine

hace del campo de concentración el lugar de este experimento. Las escenas de violencia física,

las palizas son descriptas con sobriedad. De la misma manera, con el tono de un moralista que

hubiese tomado lecciones de concisión y lucidez de la Rochefoucault, Antelme afirma que cada

uno "sabía que entre la vida de un compañero y la propia, se elegía la propia".

Reducido a la pura individualidad, a la protección de lo que en si constituye el sustrato de

toda vida y de toda supervivencia, Robert Antelme saca a luz un principio denominado por él la

vena del cuerpo, según el cual, ante el espectáculo del golpeado, del torturado, existe siempre, en

el fondo de sí, allí donde se estancan y yacen las partes malditas, una satisfacción de un tipo

particular, un modo extraño de gozar que supone el placer de no ser el hombre golpeado. No

significa que se disfruta con el sufrimiento del otro, sino que es una forma de autoprotección,

para evitar que aquel sufrimiento nos contamine, puesto que el hecho vale como placer de un

dolor evitado, principio de un hedonismo negativo. Afectado por la compasión, fragilizado por la

misericordia, toda individualidad sometida al ritmo y a las cadencias violentas de los campos de

concentración habría estallado, lisa y llanamente. Vena del cuerpo, pues...

Se trata de hacer algo del individuo descrito, mostrado y reducido de este modo, de esta

figura causada por la indigencia y la deconstrucción máxima. Caído al grado cero de la unidad,

frente a lo que permite construir o reconstruir, ahora se trata de ascender hacia una complejidad

que determine y defina el pasaje de la metafísica a la política. Toda política, tradicionalmente,

propone un arte para someter al individuo y hacer de él un sujeto por medio de las desventajas y

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ventajas que concede una persona. Se distingue como técnica de integración de la individualidad

en una lógica holista en la que el átomo pierde su naturaleza, su fuerza y su potencia.

Proclamadas todas las utopías, pero también los proyectos de sociedad que pretendieron

reivindicar la ciencia, lo positivo y el utilitarismo más sobrio, plantearon este axioma: el

individuo debe ser destruido, luego reciclado, integrado en una comunidad proveedora de

sentido. Todas las teorías del contrato social se apoyan sobre esta lógica: fin del ser indivisible,

abandono del cuerpo propio y advenimiento del cuerpo social, único habilitado, luego, para

reivindicar la indivisibilidad y la unidad habitualmente asociadas al individuo

Ahora bien, la política que construya sobre, por y para la mónada aún no ha sido escrita.

Como arte de olvidar, descuidar, contener, retener, canalizar, superar o pulverizar al individuo,

desde hace siglos, propone variaciones, basadas todas en el tema de esta negación. El individuo

nunca es percibido y concebido como entelequia, sino siempre como parcela, fragmento que

exige, para ser realmente, un gran todo promotor de sentido y de verdad. Sumisión, sujeción,

servidumbre, renuncia, subsunción, siempre en nombre del todo al que se le exige terminar con

la parte, la que triunfa, sin embargo, como un todo por sí sola.

Todas las políticas apuntaron a esta transmutación del individuo en sujeto: los

monárquicos en nombre del Rey, imagen del derecho divino, representante del principio de

unidad celestial en la Tierra; los comunistas, en virtud del cuerpo social pacificado, armónico,

sin clases, guerras, ni contradicciones, resuelto, en definitiva, bajo el modo monoteísta; los

fascistas, en aras de la nación homogénea, la patria militarizada y sana; los capitalistas,

obsesionados por la ley del mercado, la regulación mecánica de sus flujos de dinero y de los

beneficios fáciles. Tradicionalistas e integristas, junto a ortodoxos y dogmáticos, cuentan con

diligentes auxiliares del lado de los positivistas, de los cientificistas y de algunos sociólogos para

quienes el sacrificio de lo diverso se hace en nombre de los universales con los que comulgan:

Dios, el Rey, el Socialismo, el Comunismo, el Estado, la Nación, la Patria, el Dinero, la

Sociedad, la Raza y otros artificios combatidos desde siempre por los nominalistas.

En esos mundos donde triunfa el culto de los ideales, universales generadores de

mitologías -totalitarias o democráticas-, el individuo resulta un dato desdeñable. Se lo tolera o se

lo celebra sólo cuando pone su vida al servicio de la causa que lo supera y a la cual todos

consagran un culto: el Prelado, el Ministro, el Militante, el Revolucionario, el Funcionario, el

Soldado, el Capitalista brillan como auxiliares de estas divinidades celebradas por la mayoría.

¿Dónde están las individualidades luminosas y solitarias, mágicas y magníficas? ¿En qué se

convirtieron las excepciones radiantes en las que se encarna, hasta la incandescencia, la

conciencia que no se disuelve bajo la opresión? ¿Qué pasó con aquellos cometas que atraviesan

el cielo, solos, magníficos, antes de hundirse en la noche?

Querer una política libertaria es invertir las perspectivas: someter la economía a la

política, pero también poner la política al servicio de la ética, hacer que prime la ética de la

convicción sobre la ética de la responsabilidad, luego reducir las estructuras a la única función de

máquinas al servicio de los individuos, y no a la inversa. Es posible entender el campo de

concentración como la demostración exacerbada de lo que consagra el triunfo total y absoluto de

los universales planteados como tales -la raza pura de un Reich milenario-, y de la voluntad de

erradicar al individuo para construir una vasta e inmensa máquina hornogénea (homogénea),

purificada, fija, detenida en lo que es el modelo, absoluta en cuanto a fijación y negación de todo

dinamismo: la muerte, cuando todo libertario desea y celebra la vida.

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A la inversa de los modelos platónico, hobbesiano, rousseauniano, hegeliano, y marxista,

modelos que- celebran una sociedad cerrada que, en sus variaciones encarnadas, desembocan en

el nazismo y el estalinismo, luego, en todos los totalitarismos que procedieron, de alguna

manera, de esta lógica de clausura, la política libertario busca la sociedad abierta, los flujos de

circulación libres para las individualidades capaces de moverse con libertad, de asociarse,

también de separarse, de no ser retenidas y contenidas por argumentos de autoridad que las

pondría en peligro, mellaría su identidad, incluso la haría imposible y hasta la suprimiría.

Mientras Maquiavelo expresa la verdad política autoritaria, La Boétie formula la posibilidad de

su vertiente libertaria.

*** PARA LEER EL TEXTO:

¿Cuáles son los problemas fundamentales planteados por Onfray?

¿Cuál es la cuestión central o tesis que aborda o define el autor?

¿Cómo fundamenta su tesis?

¿Qué referencias posee el texto? ¿A qué tradición se remite?

¿Qué problemas de comprensión me han surgido a lo largo de la lectura?

1) con los términos o conceptos,

2) con los argumentos,

3) con el lenguaje,

4) Otros

¿Qué he descubierto el texto? o ¿Qué he aprendido del texto?

Después de todo esto no queda otra cosa que desearles una muy buena lectura!

Tito