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JOSÉ MANUEL LÁZARO URIOL
NOVEDAD Y RELEVANCIA DE LA TEOLOGÍA DE ANTONIO GONZALES PARA LAS COMUNIDADES
CRISTIANAS DEL S. XXI LA RELEVANCIA SOCIAL DEL CRISTIANISMO COMO
DIMENSIÓN CONSTITUTIVA DE LA FE
Dissertação de Mestrado Orientador: Prof. Dr. Carlos Palacio
CENTRO DE ESTUDOS SUPERIORES DA COMPANHIA DE JESUS Faculdade de Teologia
Belo Horizonte 2004
JOSÉ MANUEL LÁZARO URIOL
NOVEDAD Y RELEVANCIA DE LA TEOLOGÍA DE ANTONIO GONZALES PARA LAS COMUNIDADES
CRISTIANAS DEL S. XXI LA RELEVANCIA SOCIAL DEL CRISTIANISMO COMO
DIMENSIÓN CONSTITUTIVA DE LA FE
Dissertação apresentada à Faculdade de Teologia do Centro de Estudos Superiores da Companhia de Jesus, requisição parcial à obtenção do título de Mestre em Teologia. Área de concentração: Teologia Sistemática Orientador: Prof. Dr. Carlos Palacio
Belo Horizonte CENTRO DE ESTUDOS SUPERIORES DA COMPANHIA DE JESUS
Faculdade de Teologia 2004
1
INTRODUCCIÓN
“La exigencia de buscar alternativas al desorden vigente no le viene a
la teología de la fidelidad a ninguna doctrina ni a ninguna utopía, sino de los
rostros demacrados de los derrotados de la tierra”1
Hugo Assmann decía que “Si la situación de dependencia y dominación de dos tercios
de la humanidad, con sus treinta millones anuales de muertos de hambre y de desnutrición, no
se convierte en el punto de partida de cualquier teología cristiana hoy, aun en los países ricos
y dominadores, la teología no podrá situar y concretizar históricamente sus temas
fundamentales”2. Esa situación, que hoy permanece agudizada, fue, precisamente,
determinante en la génesis y desarrollo de la teología de la liberación, uno de los más
importantes fenómenos teológicos de la historia del cristianismo reciente.
Sin embargo, en la actual coyuntura histórica, en la que se ha llegado a hablar de una
crisis de la teología de la liberación, cabe preguntarse de qué modo sus principales
intuiciones siguen vigentes y cómo pueden superarse sus limitaciones internas para contestar
a los grandes desafíos de este comienzo de siglo. Antonio González, ha procurado responder
esas cuestiones desde una honestidad, un rigor y una audacia intelectual encomiables. Su
pensamiento, heredando buena parte de los descubrimientos y acentos, no sólo de la Teología
de la Liberación, sino también de las otras grandes corrientes teológicas del siglo XX,
pretende solventar algunas de las insatisfacciones que presentaban y dar razón de nuestra
esperanza cristiana en medio de un mundo en el que la pobreza y la violencia reinante nos
plantean constantes interrogantes.
Se trata, por tanto, de la pregunta por cómo explicar hoy, la salvación proclamada en
el kerygma; en qué sentido lo sucedido en la muerte y resurrección de Jesús es un mensaje de
liberación para nosotros, en nuestra realidad. Esa liberación se exprime en un término muy
apreciado por González: reinado de Dios. Esclarecer esto desde su enfoque será el objetivo de
la presente disertación.
1 A. GONZÁLEZ “La vigencia del método teológico de la teología de la liberación”, Sal Terrae 983 (1995) p.4 2 H. ASSMANN, Teología desde la praxis de la liberación. Sígueme. Salamanca. 1973, p.40
2
El análisis de esas influencias teológicas antes citadas, así como de sus bien
fundamentados presupuestos filosóficos, constituirá el contenido del primer capitulo. A
continuación formularemos cual es, a los ojos de este teólogo, la causa última de la situación
de injusticia y sufrimiento que padece la humanidad, que existe en nuestra realidad, lo que el
llama de pecado fundamental de la humanidad o esquema de la ley. Y a partir de ahí
entraremos después en el análisis que el autor realiza sobre la acción salvífica de Dios en la
historia, primero con la constitución del pueblo de Israel y luego con la revelación definitiva
en Jesucristo. Todo esto será el centro del segundo capitulo.
En la exposición de la fe cristiana, que A. González realiza, da especial importancia a
una dimensión intrínseca de la misma: su relevancia social. No se refiere con ello a meras
consecuencias prácticas de la fe, sino al evangelio mismo con su poder transformador para
afrontar las raíces de la opresión. En esa relevancia social de la fe juegan un papel esencial las
comunidades cristianas concretas, identificables, verdaderamente alternativas, con unas
estrategias y una vertebración radicalmente distintas a las que han dominado en la mayor
parte de nuestra historia. A ellas dedicaremos el tercer capítulo, donde presentaremos el
modo en que esa liberación nos alcanza, y de que modo el Reinado de Dios tomó cuerpo en
las primeras comunidades. Comprobaremos como lejos de ser una utopía irrealizable, el
reinado de Dios creó un ámbito nuevo de libertad, mostrándonos así las posibilidades que el
cristianismo tiene para transformar el mundo.
En el cuarto y último estudiaremos la viabilidad de la propuesta cristiana en este
mundo globalizado, y como nuestra fe proporciona a millones de pobres esperanza de otra
forma de vida regida por nuevas relaciones de justicia.
Por tanto, el análisis de la argumentación de este autor en estos temas, de sus
presupuestos filosófico-teológicos, de sus encuentros y desencuentros con otras líneas
teológicas, constituirán la base del presente estudio para comprender el interés de la
aportación que A. González tiene que hacer a la teología y a la vida de las comunidades
cristianas en este comienzo de s. XXI.
Al proceder así, descubriremos como se articula lo social y lo teológico en la obra de
Antonio González, como se incardinan en su reflexión teológica los aspectos políticos,
3
sociales y económicos del mundo de hoy, y en que medida constituye una propuesta
novedosa. La intervención de los cristianos en las diferentes cuestiones sociales de las últimas
décadas no consiguió salvar la dicotomía entre religión y política, entre la salvación y la
liberación humana. Ese dualismo, al que en opinión de J. Comblin no escapa ni siquiera la
teología de la liberación, nos coloca ante la urgente tarea de “unir de nuevo lo que estuvo
separado tanto tiempo: lo político y lo religioso, lo social y lo místico”3. La obra de A.
González, intenta responder a este desafío, dando a luz una síntesis asentada sobre una sólida
y novedosa base filosófica que ilumina de manera distinta los grandes temas teológicos.
3 J. COMBLIN, Cristãos rumo ao seculo XXI: nova caminhada de libertação, São Paulo,1996, pp. 97-98
4
CAPITULO I
INFLUENCIAS TEOLÓGICAS Y PRESUPUESTOS
FILOSÓFICOS EN LA OBRA DE ANTONIO GONZÁLEZ
1. ANTONIO GONZÁLEZ EN EL CONTEXTO DE LA TEOLOGÍA
CONTEMPORÁNEA
El pensamiento de Antonio González comienza allí donde las más fecundas líneas
teológicas del s. XX han llegado, heredando muchas de sus aportaciones más significativas,
pero al tiempo subrayando algunas de sus deficiencias. Aparecen así elementos de
continuidad y de divergencia con estas grandes corrientes teológicas de los últimos años.
1.1. Potencialidades y limitaciones de la teología centroeuropea, desde la
perspectiva de A. González
1.1.1. K. Barth y R. Bultmann
La lectura de la declaración de intenciones que realiza en su introducción a la Teología de
la Praxis Evangélica nos pone sobre aviso sobre su admiración por Karl Barth. A semejanza
del teólogo de Basilea, cuando reaccionó contra los peligros de convertir el cristianismo en un
puro humanismo, González al tiempo que destaca las aportaciones de la Teología de la
Liberación, subraya el riesgo de “domesticar la Palabra de Dios, convirtiéndola en una
ideología digerible por los diversos humanismos de Occidente”4. En su “actitud obediencial
ante la palabra de Dios, especialmente ante su núcleo kerygmático”5, o en su insistencia en
referirse a la absoluta trascendencia de Dios, a su total alteridad, inaccesible por nuestras
solas fuerzas, recuerda los primeros años de la teología barthiana6. En su visión de la historia
4 A. GONZÁLEZ, La teología de la praxis evangélica, Santander, Sal Terrae, 1999. p. 14 5 Ibid. p. 15 6 Dios es aquél al que nosotros no conocemos, y que nuestro no conocer es el problema y el origen de nuestro saber. Sabemos que Dios es la personalidad que nosotros no somos y que ese nuestro no ser anula y fundamenta nuestra personalidad… El que no podamos saber nada de Dios, el que nosotros no seamos Dios, …es lo que le caracteriza como Creador y Redentor”.BARTH, K. , Carta a los Romanos, Madrid, BAC, 1998. pp. 94-95
5
como dinamismo práxico férreamente dominado por el esquema de la ley7 se percibe algún
eco de esa teología que reconoce en la historia todo lo que tiene de pecado y muerte, aunque
sea superada por la misericordia de Dios en Jesucristo8.
A. González, defensor, como Barth y Bultmann, de la centralidad del kerigma para el
mensaje cristiano, también comparte la preocupación por afirmar una fe no fundada en el
mundo sino exclusivamente en la revelación de Dios y por cómo proponerla racionalmente.
Con su programa de desmitificación, Bultmann explica el contenido salvífico del
kerygma en términos del paso de una existencia inauténtica (de autosuficiencia, de cerrarse al
futuro, o de lo que el Nuevo Testamento llama de pecado) a la existencia autentica (abandono
en Dios, nueva comprensión de sí, o, en otros términos, de “vida en la fe”). Ese paso no es
posible darlo por nosotros mismos; solo gracias a la intervención de Dios a través del evento
Cristo, acogido por la fe se hace factible. El evento Cristo no nos sale al paso en las cosas
mundanas sino solamente en la Palabra predicada. La revelación es así no una transmisión de
información sobre Dios sino un acontecimiento, Cristo, que nos comunica el amor de Dios, y
que nos lleva a un nuevo modo de autocomprender nuestra existencia.
Bultmann tiene especial cuidado en poner de relieve cómo la salvación que Cristo nos
trae no depende de leyes naturales o procesos humanos sino únicamente de la pura
intervención de Dios. Y la acción de Dios en el mundo no es otra que la fe, un hecho real en la
existencia humana pero no en el mundo empírico.
González, que sigue la estela de Bultmann en muchas de las cuestiones planteadas, no
deja de señalar las limitaciones que el enfoque del teólogo de Marburg posee. El hecho de que
Bultmann se apoye en la filosofía de Heidegger, le conduce a contraponer dos niveles de
realidad: la empírica sensible y la existencial. Y esto trae como consecuencia un problema
teológico: el de la articulación entre naturaleza y gracia. Sólo en el ámbito existencial tendría
lugar la acción de Dios, quedando privado de su intervención el mundo de la praxis histórica
7 Cf. A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 386 8 “El sinsentido de la historia es sinsentido a pesar del sentido que hay desde Dios. La infidelidad es infidelidad, a pesar del sentido que hay desde Dios. La infidelidad es infidelidad, a pesar de la fidelidad de Dios que no se deja desviar por aquélla. El mundo es mundo a pesar de la compasión con que Dios lo envuelve y sostiene. Si nos toleramos, nos reconocemos y nos aprobamos a nosotros mismos, si aprobamos el curso del mundo tal como es, entonces no ensalzamos al Dios Todopoderoso, sino que ratificamos nuestra condena ya pronunciada…”BARTH, op. cit., p. 132
6
sensible. A. González subraya el peligro de este dualismo que puede mostrar el mensaje
pascual como algo intemporal ajeno a la historia real y sensible.
1.1.2. K. Rahner
De ahí que valore positivamente la aportación de K. Rahner, quién consigue
reflexionar de manera más unitaria la relación entre existencia y gracia. González considera
de vital importancia la crítica que Rahner realizó sobre dos presupuestos, hasta entonces
tenidos por indubitables: uno de ellos la asimilación entre naturaleza y creación; el otro
principio puesto en tela de juicio por K. Rahner es que la experiencia cotidiana del ser
humano sea pura naturaleza. González remarcará esa concepción rahneriana de gracia como
realidad sobrenatural, indebida, definible solo de ella misma y no desde la naturaleza humana,
y como dada a todo ser humano, como una característica trascendental de su esencia. Cada
decisión, cada experiencia humana, está marcada por la existencia de la inclinación a la
Trascendencia, inclinación que es en sí misma pura gracia.
La creación misma es gracia de Dios; y el hombre, en tanto parte de la misma, ya
tiene una orientación existencial hacia la gracia. El conflicto no se daría entre naturaleza y
gracia sino entre gracia y pecado y ese conflicto atravesaría toda la historia humana, que se
convertiría así en historia de salvación. La acogida, o rechazo, de ese amor de Dios
gratuitamente entregado dado a cada ser humano, se da siempre a través de las realidades
categoriales que hallamos en la historia profana. Es imposible concebir una historia de la
salvación al margen de la historia empírica en la que estamos inmersos. El hecho de concebir
al hombre como unidad indisoluble de lo categorial (lo corpóreo) y su apertura a la
trascendencia, hace que no puede separarse la libertad de la realidad temporal e histórica del
ser humano en la que se realiza. Por tanto, para Rahner, la libertad forma parte de la historia
humana, y el encuentro del hombre con Dios está siempre mediado categorial e
históricamente. La historia de salvación no acontecería en un lugar distinto de la historia de la
humanidad, sino que ambas historias serían coextensivas. Son coextensivas pero no idénticas.
Y ello por dos razones: por la libertad intrínseca de Dios, que no se deja limitar por los
7
condicionantes históricos sino que los supera, y porque la última cualidad de la libertad
humana nos es desconocida; no podemos nunca juzgar cuando tiene de salvación o
condenación una acción.
Como hace notar González, en Rahner continúan distinguiéndose lo natural y lo
sobrenatural, la historia profana y las historia de salvación. Aunque sean coextensivas, se
postula la existencia de dos historias distintas. González duda de que la libertad divina quede
en entredicho por hacer de la historia profana historia de salvación. En Rahner existe un
presupuesto no declarado, típicamente ilustrado, que concibe la historia como un devenir
sujeto a estrechos cauces que no admitirían la libertad de Dios ni la libertad del hombre.
Respecto a la segunda razón argumentada, tenemos que decir que, en ella, se
confunden las dimensiones epistemológica y ontológica. Una cosa es que no podamos juzgar
la última cualidad de la libertad humana y otra que no exista y no pertenezca a la historia.
Para Rahner el encuentro con Dios se produce en el plano trascendental, eso si
categorialmente mediado. Pero lo categorial y lo trascendental aún puestos en relación,
aparecen como ajenos entre sí. La salvación no atañe tanto a aquello que podamos encontrar
en la historia sensible y concreta sino en la subjetividad trascendental. Rahner coloca el amor
al prójimo como ámbito de la mediación entre la historia de la salvación y la historia profana,
pero ese prójimo es ante todo mediación, ocasión para que mi subjetividad trascendental se
abra al misterio de Dios pero no el prójimo en cuanto tal.
La razón de esta dualidad continúa siendo un determinado esquema filosófico que
impone esta carga. Por otra parte queda pendiente justificar una premisa de la que Rahner
parte: cómo la revelación de Dios en Cristo tiene carácter definitivo.
1.1.3. W. Pannenberg
Estos serán dos problemas que, en gran medida, conseguirá resolver Pannenberg9. De
él, González va a subrayar su comprensión de la revelación de Dios como algo que acontece
en la única historia de la humanidad, y su intención de justificar racionalmente los contenidos
9 Cf. A. GONZÁLEZ, La historia como revelación de Dios según Pannenberg. Revista Latinoamericana de teología 25 (1992) 59-81
8
fundamentales de la fe. Comparte con este teólogo protestante su pasión por la
argumentación, su búsqueda de edificar una apología del cristianismo que se sustente en el
rigor intelectual, y su recurso a la filosofía, no como concesión sino como necesidad interna.
Para ese autor, la tarea de la teología no es otra que la verdad de la religión cristiana,
confrontada en la actualidad por el ateismo, entendiendo verdad como coherencia. Y esto
supone su consistencia con todo lo que es tenido por verdadero, es decir, la verdad es en el
fondo una y universal. Así, la verdad del cristianismo se probaría observando su capacidad
para explicar el mundo y la historia, y tendríamos una nueva nota de la verdad: su
historicidad. El que la verdad pueda ser a la vez universal e histórica se deduce de su
concepción de historia como proceso de formación de identidad, de pueblos y personas, por
medio de las narraciones, las tradiciones que se reciben e interpretan. De ahí se deriva el
carácter hermenéutico de la teología. Para comprender el sentido de un suceso, el teólogo, o el
historiador, deben tener una visión de conjunto, que solo es posible desde el final de la
historia. El cristianismo, al darnos con la Resurrección de Cristo un anticipo de ese final, sería
la cosmovisión que se adecuaría mejor a las exigencias de unidad, universalidad e historicidad
de la verdad.
González, coincidiendo con Pannenberg en la función de la historia como marco y
telón de fondo de la teología, observa algunos inconvenientes en este sistema. Para empezar
discrepa de la noción de verdad como coherencia, máxime cuando se entiende la teoría
desligada de la praxis, y eso supone priorizar la “verdad”, entendida idealísticamente, sobre la
realidad. Además Pannenberg concibe la historia como un proceso de tradición, entendido
como transmisión de sentido. Sin embargo deja de lado el hecho de que esa transmisión de
sentido no puede agotar la historia sino que entrega nuevas posibilidades de actuación
independientemente de la tradición y el sentido que le dé cada pueblo.
Las consecuencias teológicas que tiene este enfoque marcadamente idealista de la
noción de verdad afectan a la comprensión que tiene del hecho pascual: para Pannenberg el
modo de morir de Cristo no tendría la importancia que tiene la resurrección, porque desde ella
es posible entender toda la historia y su sentido. Y la resurrección misma tendría un interés
9
más gnoseológico que soteriológico: concebir la historia como historia de la tradición lleva a
observarla antes como historia de revelación que como historia de salvación.
Frente a esta postura, González va a recalcar la importancia de la cruz y, con
Bultmann y Barth10, defiende que es precisamente la convicción de que Dios estaba en Cristo
crucificado (la exclamación del centurión en Mc 15,39) la que implica la fe en la resurrección;
la resurrección no funda la fe sino que la fe funda la resurrección11.
Otro escollo que halla en la obra de Pannenberg es el hecho de que indirectamente
privilegia el rol en la historia de los países occidentales que pueden hacer valer esa visión de
totalidad, con lo que de justificación de su papel hegemónico puede conllevar. Aunque su
interés se centre más en la verdad del cristianismo que en las culturas y pueblos que la
detentan y transmiten, no siempre es fácil desvincular un aspecto del otro.
1.1.4. E. Jungel
El atenerse a una verificación histórica de la revelación nos puede conducir a legitimar
la situación vigente; concebir toda la realidad como comprensible desde Dios conlleva
implícitamente una cierta legitimación de la misma. González propugna como antídoto contra
esa tendencia, enfatizar la atención a la cruz de Cristo, en donde se descubre el enfrentamiento
entre Dios y el orden del mundo, énfasis que encuentra en la teología de Moltmann y, sobre
todo, de Jungel. Para Jungel no es que la cruz sea irracional sino que la racionalidad de esa
revelación no se funda en el orden del mundo. La racionalidad de la revelación no se
encuentra en explicar o no la totalidad del mundo sino en la manera en como Dios se ha
revelado. Las posiciones de Jungel, con todo, presentan algunas dificultades. Así su noción de
mal sigue presa de las viejas concepciones metafísicas occidentales tan criticadas por él. El
mal no sería más que una presencia de la negatividad, de la nada, dentro del ser, cuando, en
opinión de González, el mal es un dato tan real como el bien. Debería partirse de la
10 “Prescindiendo de la cruz no se puede entender ni una sola línea de los evangelios sinópticos. El Reino de Dios es el reino que comienza exactamente al otro lado de la cruz; por tanto más allá de todas las posibilidades humanas concebibles.” K. BARTH, op. cit., p. 212 11 Cf. A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 295
10
experiencia real del mal en la historia. Por otro lado, Jungel acaba dando preferencia a lo
puramente lingüístico sobre lo histórico y la corporeidad. Concibe el lenguaje como
acontecimiento apelativo que crea una relación entre dos personas, mas no establece ningún
vínculo con el resto de la praxis humana. Jungel afirma con contundencia tanto la presencia
de Dios en Jesucristo como el que esta presencia nos sea anunciada lingüísticamente. De este
modo da la impresión de que Dios se ha aproximado básicamente a nuestro lenguaje. La
salvación de Dios parece centrarse en el hecho de que Dios nos habla, en un discurso, pero
olvidaría toda la praxis de Jesús. Prioriza el anuncio del reino sobre el reinado mismo de Dios.
1.1.5. G. Lohfink
Debemos hacer una necesaria referencia a la influencia de G. Lohfink en el
pensamiento teológico de nuestro autor. González comparte con Lohfink su alegato contra
algunos de los postulados de la teología liberal que aún hoy se mantienen (una noción
individualista del Reino de Dios, o el pensar que el mensaje de Jesús se dirige
primordialmente al individuo). Uno de los ejes de teología de González será tomado de
Lohfink: la cuestión de la comunidad cristiana como ámbito identificable donde se plasma de
manera sensible y concreta, aunque sea de modo parcial, la salvación cristiana; comunidad
constituida como alternativa contrastante a las sociedades de su entorno, capaz de ser
atrayente para ellas. Aunque volveremos sobre ello en los capítulos II y III, conviene reseñar
los puntos en los que González sigue a Lohfink:
1) La tesis de que Jesús está fundamentalmente interesado en reconstituir el pueblo de
Dios. Su actividad estaba volcada a Israel y no a integrar en su proyecto muchos
individuos aislados. La predicación del Reino de Dios estaba íntimamente
vinculada con ello. Y esto sin merma de la universalidad de ese Reino de Dios,
pues Jesús tiene como premisa la existencia de un pueblo sobre el que Dios reina
y que se convierte en foco de atracción para todos las demás naciones. La elección
particular en la biblia no significa exclusivismo sino llamada a la libertad, y
11
también responde al modo histórico de actuar de Dios con el hombre pues éste es
un ser esencialmente histórico.
2) Esa reconstitución del Pueblo de Dios es reconstitución escatológica. Jesús nos
dice que con él los tiempos se completan y el Reino de Dios irrumpe. Cuando
Israel rechaza esta llamada, Jesús dirige su atención a los discípulos. Este grupo de
los discípulos es más que una sociedad ideal o el inicio de un Israel escatológico en
el sentido de una mera realidad espiritual sino de una realidad material concreta, es
una comunidad con unas nuevas relaciones sociales, bien diferentes de las del resto
de la sociedad. De aquí que toda la predicación y la actividad de Jesús no se dirija
al individuo aislado, y que no puede asumir todas las dimensiones comunitarias
que supone el Reino de Dios, ni tampoco al Estado como un todo pues en él solo
por la fuerza pueden establecerse esas nuevas relaciones. Va dirigida al grupo de
discípulos que se reunían en torno a Jesús.
3) Ya las primeras comunidades muestran eso. La primera comunidad de Jerusalén
aparece con una fuerte autoconciencia de ser el verdadero Israel. La idea que
tenían esas comunidades de ser tal cosa, se mantiene incluso cuando se abren a
los paganos (Pablo en la carta a los Romanos y en la carta a los Gálatas, hace una
profunda reflexión teológica sobre este punto).
Detrás de esa autocomprensión de ser el autentico Pueblo de Dios había
experiencias bien concretas del espíritu, señales legitimadoras. Allí donde una
comunidad acoge y encarna el evangelio resulta liberada para una nueva realidad
que alcanza también el plano corporal. Los milagros y señales de Jesús tuvieron
continuidad en las comunidades del Nuevo Testamento, donde la salvación de
Dios se torna presente en contra de la enfermedad o los trastornos psicológicos.
Todos los hechos carismáticos que suceden se interpretan como manifestaciones
del espíritu concedidas al Israel escatológico, tal como anunció el profeta Joel. Se
da también la desaparición de las barreras sociales y una nueva estructura social
aparece en estas comunidades, en consonancia con lo qué Jesús enseñó.
12
4) El término clave de “Iglesia como sociedad de contraste” es especialmente usado
por González. Lohfink nos aclara que el contenido de esta expresión no resulta en
absoluto novedosa. Ya en la Biblia el Pueblo de Dios fue comprendido en todo
momento como sociedad contrastante. Es el Israel con conciencia de haber sido
elegido por Dios en toda su dimensión social, como pueblo que debe distinguirse
del resto. A la acción liberadora de Dios con su pueblo, debe responder la conducta
del mismo, una conducta basada en un orden social diferente. Esto es lo que Jesús
tiene en perspectiva cuando predica, por ejemplo sobre la no violencia o pide
renunciar a toda forma de dominio. Tales reclamos solo tienen sentido en el marco
de una nueva sociedad distinta a las otras.
5) La defensa de su argumentación y el ataque a una concepción individualista o
puramente trascendente del Reino de Dios, se apoya en un numeroso arsenal
exegético. Insiste en que los textos paulinos que hablan de entrar bajo la soberanía
de Cristo no se refieren solo a la interioridad del bautizado sino que también tiene
consecuencias sociales. No se dirigen solo a la renovación interior o al
reforzamiento moral del cristiano sino que alcanzan el cuerpo, la estructura de la
Iglesia. Las comunidades cristianas construidas en contraste con el mundo, no
están para quedarse aisladas. Su horizonte es resultar atractivas para otras
sociedades.
1.2. Continuidad y discontinuidad con la teología de la liberación
En primer lugar es menester dejar constancia de la valoración enormemente positiva
que le merece, en conjunto, la teología de la liberación. Con ella se entra en un cambio de
paradigma, y representa una novedad quizás solo comparable a la que originaron las teologías
de la reforma12.
La obra de A. González supone una continuidad y una superación, en algunos puntos,
de la teología de la liberación. De hecho su obra recoge dos de sus principales ejes: el
12 A. GONZÁLEZ, “El significado filosófico de la teología de la liberación”, en J. Comblin, J.I. González Faus y J. Sobrino (eds), Cambio social y pensamiento social cristiano en América Latina, Madrid, 1993, p. 160
13
concepto de praxis y la perspectiva del pobre13. Respecto al primero, la primacía de la praxis,
la gran preocupación de A. González será argumentar filosóficamente que ese punto de
partida está bien fundamentado, algo que estudiaremos en el siguiente capitulo. Tal principio
ayuda de un lado a evitar reduccionismos (“el cristianismo no es una cosmovisión que da
sentido a la vida con implicaciones éticas, sino un dinamismo iniciado por Cristo en la
historia”14) y se constituye en un campo de confluencia en el diálogo con otras religiones. Si
bien advierte sobre el riesgo de incurrir en fáciles moralismos. La justicia es mucho más que
una consecuencia moral de nuestra religión, es el lugar privilegiado para hallar la gracia de la
fe.
La perspectiva del pobre también exige una rigurosa justificación, en este caso
teológica. Es esta perspectiva la que debe desestabilizar, inquietar al teólogo, y hacerle huir de
todo conformismo, de toda justificación del orden (o mejor dicho, del desorden) establecido,
y orientar una reflexión que responda a las necesidades de los pobres de las tierra.
La cristología de González va a desarrollar, con matices propios15, varios temas que la
Teología de la Liberación subrayó:
- El acercamiento de Jesús al mundo de los pobres iniciando una
transformación de su realidad. González va a recalcar que la llamada a
los pobres a la fe, a la adhesión a la persona de Cristo, es una
dimensión ineludible a la hora de explicar esa solidaridad con los
pobres.
- El anuncio del Reinado de Dios, pero como algo más que una utopía
social, como ámbito dónde una sociedad alternativa rechazaba toda
soberanía distinta de la de Dios.
- El conflicto con los poderosos, si bien usando en el mismo estrategias
muy concretas como la de la no violencia.
. 13 Cf. G. GUTIÉRREZ, La fuerza histórica de los pobres, Lima, CEP, 1980, p. 367 14 A. GONZÁLEZ, La vigencia del método teológico de la teología de la liberación, Sal Terrae 983 (1995) p. 669 15 A. GONZÁLEZ, El pasado de la teología y el futuro de la liberación, Senderos (ITAC, Costa Rica) 75 (2003) 367-382
14
La conversión de los pobres en sujetos de su propia praxis, alcanzó una de sus más
efectivas plasmaciones en las comunidades eclesiales de base. González analizará el
debilitamiento de las mismas16, llegando a la conclusión de que, además de factores exógenos,
influyeron causas internas, reveladoras de algunas de las limitaciones implícitas en la teología
de la liberación. Ello da pie para algunas incisivas críticas a esta corriente teológica de la que
él, al menos parcialmente, es discípulo:
- La teología de la liberación ha partido de un supuesto que no se ha revelado
como totalmente cierto: que el pueblo latinoamericano es básicamente
cristiano, y que por tanto lo religioso no se plantea como un problema
pastoralmente acuciante. Lo urgente son las dimensiones económicas,
sociales y políticas de la fe. De este modo, la Palabra de Dios se limitaba, en
ocasiones, a confirmar el juicio científico y ético de las ciencias sociales. La
Buena Nueva no se percibe como rupturista novedad sino en continuidad con
la cosmovisión recibida de otros ámbitos.
- Tampoco se cuestionaba la estructura clerical de la Iglesia ni los privilegios
sociales del clero. Con la teología de la liberación, el clero era ahora
responsable, no solo de las tareas tradicionales de predicar y administrar
sacramentos, sino también de liderar y orientar socio-políticamente al pueblo,
adquiriendo una nueva relevancia social.
- Si bien es cierto que la TL, junto a otras teologías como la de J. Moltmann, ha
recuperado el “reino de Dios” como categoría histórica que viene del futuro y
que contrasta con el antirreino, el “pecado social” del presente, ha dejado de
lado un aspecto importante: el carácter de “reinado” y no simplemente de
“reino”, el aspecto dinámico y no puramente estático. El Reinado de Dios es
el ejercicio efectivo de su soberanía ya aquí y ahora, y no únicamente una
futura situación de paz, justicia y fraternidad que se realizará con la gracia de
Dios. Sobre ello profundizaremos en el capitulo III.
16 A. GONZÁLEZ, Tras la teología de la liberación, en pagina web de praxeología: www.geocities.com/praxeologia (Consulta 5-marzo-2004)
15
- Ante el fracaso de los distintos movimientos seculares de emancipación, la TL
asume el carácter de un moralismo crítico de la actualidad y con poca
formulación esperanzadora cara al futuro. Quizás por un olvido parcial de la
dimensión de gracia que el evangelio trae consigo.
A pesar de estas disonancias, Antonio González mantiene muchas de las notas que
caracterizan la teología de la liberación17, además de las ya citadas, como: su tentativa de que
la teología sirva a la transformación social, dando pistas concretas para ello, la crítica a las
relaciones entre capital y trabajo, el uso del análisis científico de la realidad (aunque siempre
subordinado a la Palabra) y de la teoría de la dependencia18, etc. Y al mismo tiempo, apunta a
la resolución de algunas de las deficiencias de esa teología ya observadas por otros de sus
representantes19; su perspectiva ecuménica, o la base trinitaria que él coloca en su concepción
de reinado de Dios son buena muestra de ello.
1.3. Conclusiones
Se perciben en A. González similares preocupaciones a las que han ocupado la
atención de los grandes teólogos del siglo pasado: marcar lo específico del cristianismo y su
diferencia sustancial frente a otras cosmovisiones, desentrañar el sentido del mensaje pascual
y justificar racionalmente la verdad de nuestra fe. Para ello, como veremos en el capitulo II,
indagará sobre el sentido salvífico de la cruz, aclarando la relación entre revelación y
salvación. Otros interrogantes de nuestro tiempo, no menos acuciantes, como la pobreza y
opresión de grandes poblaciones o el diálogo con otras religiones, aparecerán igualmente
desde este enfoque.
La teología de A. González procura aunar las grandes intuiciones de fondo de la
teología de la liberación con algunos de los planteamientos, ya someramente citados, de la
17 J. MO SUNG, Teologia e economia: repensando a Teologia da Libertação e utopias, Petrópolis, Vozes, 1994, pp. 82-84 18 La buena valoración que A. González hace de la teoría de la dependencia, puede constatarse en su artículo “Orden Mundial y Liberación”, Estudios Centroamericanos 549 (1994), pp. 629-652 19 Cf. V. CODINA, “A teologia latino-americana na encruzilhada”, Perspectiva Teológica, 31 (84), maio/agosto 1995, pp. 5-8
16
teología centroeuropea de las últimas décadas, solventando algunas de las dificultades que
éstos poseían, derivadas de las herramientas filosóficas en que se apoyan. Nos referimos a
ellas al hablar del dualismo bultmaniano entre mundo empírico y mundo de la existencia, o de
la distinción entre historia profana e historia de salvación en Rahner, o del idealismo de
Pannenberg, etc. Todo esto le plantea a González la problemática del uso de la filosofía en el
quehacer teológico, y cuál es la que conviene emplear. Para eso, procurará elaborar sus
propias tesis filosóficas (la praxeología, de inspiración zubiriana) que le ayuden a superar los
condicionantes de los conceptos filosóficos sustentadores de tales planteamientos. Si, como
vimos, la prioridad de la praxis debe ser un eje vertebrador de la teología, se trata de precisar
el significado de dicho término. Esa va a ser la tarea de la filosofía: analizar este concepto de
praxis que la teología ya presupone.
2. PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS EN LA OBRA DE A. GONZÁLEZ
2.1. Zubiri y la filosofía social
La novedosa propuesta filosófica de A. González, de la que se servirá en su teología,
está elaborada en base a dos centros de interés que aparecen, a veces imbricados, en gran
parte de su obra: la filosofía de Zubiri y la filosofía social.
La atracción por el pensamiento zubiriano se pone de de manifiesto desde sus
primeros escritos20, y continuará incrementándose durante su estancia en Centroamérica. Allí
recibirá el poderoso influjo intelectual de Ignacio Ellacuría y, desde su inserción en la
filosofía y teología de la liberación, procurará relacionar las tesis de Zubiri y las filosofías
marxistas o las teorías sociales de J. Habermas o A. Giddens.
De Ellacuría va a retomar alguna de sus grandes intuiciones, como el entender que la
inteligencia tiene su origen en la praxis social e histórica concreta y que tiene una destinación
20Cf. A. GONZÁLEZ, “La idea de mundo en la filosofía de Zubiri”, Miscelánea Comillas 44 (1986) pp. 485-521
17
social, o el hecho de tomar la praxis histórica como su objeto y punto de partida del
filosofar21.
Su tesis doctoral en filosofía Un solo mundo. La relevancia de Zubiri para la teoría
social22 afirma que la filosofía de Zubiri proporciona una idea de nexo social apta para
conceptuar el actual proceso de mundialización de los vínculos humanos.
Esta misma preocupación persistirá en sus escritos de filosofía social, de los que
mencionaremos algunos de los más significativos. “Orden mundial y liberación”23 aborda la
situación del orbe tras el derrumbe del bloque socialista, el cual no supone una validación del
sistema capitalista. Estudia la teoría de la dependencia y, reconociendo sus deficiencias,
estima aprovechables algunas de sus herramientas instrumentales como su análisis histórico y
su análisis estructural. Discrepa, en cambio, de las soluciones que los teóricos de la
dependencia solían dar, ya que en este mundo globalizado, las respuestas han de ser también
globales y no nacionales. Revisando las distintas teorías del nexo social, juzga negativamente
las de M. Weber, E. Durkheim y J. Habermas, y se inclina por utilizar las A. Giddens y X.
Zubiri. Finalmente, desde la actual estructuración de esta sociedad global, procura plantear
posibilidades reales de transformarla.
En “Hacia una fundamentación de las ciencias sociales”24 propone para la filosofía la
doble tarea de criticar las categorías filosóficas admitidas por las ciencias sociales
(conciencia, sentido, etc.) y determinar el estatuto científico de las disciplinas que estudian la
realidad social.
2.2. La filosofía primera de A. González
Las herramientas filosóficas de las que A. González va a servirse en su reflexión
teológica están esbozadas en varios artículos25, y desarrolladas con claridad y extensión en
21Estos grandes temas que González entresaca de la obra de Ellacuría, están expuestos en “Aproximación a la obra filosófica de Ignacio Ellacuría” , Estudios Centroamericanos, 505-506 (1990) p. 979-989 22 A. GONZÁLEZ Un solo mundo. La relevancia de Zubiri para la teoría social (tesis doctoral en la Universidad Pontificia de Comillas) Madrid, 1994. Disponible en pagina web de praxeología : www.geocities.com/praxeologia 23A. GONZÁLEZ,“ Orden mundial y liberación” Estudios Centroamericanos 549 (1994) p. 629-652 24“Hacia una fundamentación de las ciencias sociales”, en A. González (ed), Para una filosofía liberadora, San Salvador, 1995, pp. 65-96 25 “El punto de partida de la filosofía” en Realidad 46 (1995) pp. 695-720 y “Hacia una filosofía primera de la praxis” en J. Alvarado y J. Gandarias (eds), Mundialización y liberación, Managua, 1996, pp.327-358
18
Estructuras de la praxis26. El propósito de esta obra es proponer una filosofía primera que
fundamente las ciencias y oriente la praxis humana en el mundo de hoy. Su análisis constata
la desorientación actual y la crisis de las ciencias, tradiciones y religiones en su búsqueda de
propuestas. A. González, en coherencia con los postulados de la Teología de la Liberación,
reflexiona desde la situación de los países pobres27.
En este libro A. González presenta los actos como la verdad primera de la filosofía, y
describe sus diferentes estructuraciones funcionales, como son las acciones, actuaciones y
actividades. Para ello empieza revisando los distintos presupuestos que han sido utilizados en
la historia de la filosofía (sustancialista, subjetivista, intelectualista, empirista, idealista,
activista y pragmatista). A continuación estudia la noción de “acto” al margen de todo
presupuesto injustificado y concluye que los actos son “actualizaciones de algo que se
presenta como radicalmente otro”28.
La filosofía de A. González procede con método fenomenológico: no acepta ningún
presupuesto que no haya sido previamente justificado. Y realiza una severa crítica a algunos
de los planteamientos de las corrientes filosóficas contemporáneas, en especial las derivadas
del “giro lingüístico”, cuyo conservadurismo radica en la imposibilidad de salirse del circulo
hermenéutico en el que la tradición se va reinterpretando.
También crítica las éticas discursivas de Apel y Habermas, esbozadas desde el nivel de
vida de las naciones más ricas, nivel que, al no ser universalizable, debería ser éticamente
reprobable29 .
Los conceptos filosóficos aquí contenidos auxiliarán de manera eficaz en la teología
que va a elaborar a partir de entonces A. González. Al estudio de los mismos nos dedicaremos
en el siguiente apartado.
26 A. GONZÁLEZ, Estructuras de la praxis, ensayo de una filosofía primera, Trotta, Madrid,1997 27 “No se trata de desarrollar ningún nacionalismo intelectual, sino de responder filosóficamente, ciertamente desde los pueblos empobrecidos, pero con una perspectiva racional y universal a los desafíos de la humanidad contemporánea” Ibid., p. 19 28 Ibid. p. 65 29Cf. Ibid., p. 178
19
2.3. La praxis
2.3.1. Concepto de praxis
Como afirmamos antes, González recibe de la teología de la liberación uno de sus
principios metodológicos: el primado de la praxis, que Gustavo Gutiérrez respaldaba tanto en
la filosofía de la acción de Blondel (donde el pensamiento quedaba excluido de su idea de
acción) como en la filosofía marxista de la praxis (actividad productiva y transformadora del
mundo).
Y se va a ocupar de fundamentar filosóficamente este principio, pero radicalizando la
noción de praxis distanciándose tanto de la noción clásica aristotélica (actividades cuyo fin
está en ellas mismas) como de la marxista (aquella proyección de los hombres sobre la
realidad que le rodea con objeto de transformarla). Ambas nociones son subdivisiones de una
concepción más profunda de praxis que incluiría todos los actos humanos. Partimos de esos
actos y no del sujeto que los efectúa ni de la realidad donde se efectúan, para hallar un ámbito
de inmediatez universalmente accesible a todos. Por eso afirmará, siguiendo a Descartes y
Husserl, que “en un acto de dudar se puede dudar de todo menos del acto mismo de dudar”30.
Lo radicalmente irrebasable reside en la duda en cuanto puro acto. El principio de la filosofía
se halla en los actos (sean contemplativos, productivos, lingüísticos, etc.) que ejecutamos a lo
largo de nuestra existencia.
Los actos son actualizaciones de las cosas, hechos primordiales, que tienen en cuanto
tales una verdad primera, independientemente de sus presupuestos y de aquello que lo
trascienda. Los actos no se definen por su intencionalidad, ni tampoco por el sujeto que los
realiza, sino por su dinamicidad, por el “hacerse presente” de las cosas, en alteridad radical.
Son las cosas las que se hacen presentes, al margen de cuales fueran los los
mecanismos de esa presencia, pero ese hacerse presentes no es ajeno a los actos sino que
alude “a aquello en que los actos consisten. La actualización es de la cosas, pero la
actualización es el acto mismo…La actualización designa algo más radical, designa el acto
30 A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 78
20
mismo en cuanto él no consiste sino en el hacerse presente de la cosa”31. Esta es la fuente de
toda experiencia de las cosas y la esencia de la praxis.
Llegamos así a un concepto de praxis:
“ Praxis designa el conjunto de los actos humanos, entendidos como actualizaciones de
cosas en alteridad radical, y formando entre ellos diversos tipos de estructuras más o menos
complejas” 32
Esa praxis posee una inmediatez indiscutible y comprende por tanto todos los tipos de
actos (teóricos, afectivos, volitivos y contemplativos). En todos ellos se hace presente un
“algo”, una “cosa”, y se hace presente para nosotros como radicalmente otras. No se trata de
las cosas en si mismas sino de la alteridad radical que ellas presentan en nuestros actos, y que
es la que nos permite volvernos sobre los actos mismos y descubrirlos.
Así pues para A. González, “nuestro punto de partida consiste solamente en una
distinción entre los múltiples actos en los que las cosas se nos presentan y lo que sean las
cosas con independencia de los mismos”33.
2.3.2. Estructuras de la praxis
Los actos no son monadas aisladas sino que forman estructuras, donde cada acto está
en función de los demás. Sus configuraciones son: la acción (sistema de sensaciones,
afecciones y voliciones en las cuales se actualizan las cosas en alteridad radical), las
actuaciones (sistema de acciones con sentido intencional) y la actividad (sistema de acciones
y actuaciones especificadas por la presencia de actos intelectivos racionales que permiten la
selección de posibilidades).
31 A. GONZÁLEZ ¿Qué es la praxis?, en página web de praxeología, www.geocities.com/praxeologia (Consulta 20-febrero-2004) 32 A. GONZÁLEZ, “La razón de la esperanza”, en Antonio Bosch Veciana (ed.), El futur del cristianismo. El pensament teològic als inicis del segle XXI, Fundació Caixa de Sabadell, Sabadell, 2001, pp 25-61 33 A. GONZÁLEZ, Estructuras de la praxis, p. 46
21
a) La acción
Está integrada por tres tipos de actos: los de sensación, los de afección y los de
volición. Este es un concepto de acción previo a todo acto de entendimiento, a toda
intelección de sentido, pero que ya transcurre en una alteridad radical frente a las cosas. La
acción humana tiene un carácter eminentemente abierto. Las sensaciones, afecciones y
voliciones no están en tensión a una respuesta concreta, no están predeterminadas, Esto es lo
que González llama de “distensión de las acciones”34, siendo esta distensión un elemento
constitutivo de toda acción humana. En esto consiste el carácter personal de nuestras acciones,
que deriva por tanto de la alteridad radical de nuestros actos.
La acciones además de un carácter personal, tienen también un carácter social, que no
deriva de que estén orientadas por el lenguaje, por símbolos, por normas, por fines o por la
intelección de un sentido, sino que en las acciones mismas se da una socialización más
primaria. Esa socialización se basa en la distensión antes referida: tal distensión significa que
las acciones de los otros, al permitirme o impedirme acceder a determinadas cosas,
intervienen en el transcurso de la propia acción.
b) La actuación
Son acciones con “sentido”, acciones a las que se les añaden actos de entendimiento.
En las actuaciones comprendemos el sentido de aquello que realizamos. Y es ese sentido el
que orienta nuestras acciones. Para que una acción quede orientada con sentido nos remitimos
a acciones pasadas, que son esquemas intencionales que ayudan a comprender las acciones
actuales35. Esos esquemas intencionales tienen fundamentalmente carácter lingüístico y de
ahí la importancia del estudio del lenguaje, aunque éste no puede separarse de la praxis de la
que nace y a la que orienta. En cualquier caso todo esto no supone que nuestra praxis esté
irremisiblemente prefigurada por el pasado. El hecho de que nuestros actos remitan a una
alteridad radical descarta una determinación total y permite nuevas posibilidades no
contempladas antes.
34 Ibid. p. 93 35 Ibid. p. 111
22
c) La actividad
En determinados momentos, cuando queremos orientar nuestra acción, nos
encontramos ante una diversidad de posibles actuaciones que se excluyen mutuamente.
Tenemos que optar. La actividad es la apropiación de una determinada posibilidad de
actuación. A través de los “actos de razón” determinamos cual es esa posibilidad, procurando
comprender la realidad de las cosas más allá de nuestros actos. La realidad es la alteridad real
a la que constitutivamente nos remite la alteridad radical que está presente en todos nuestros
actos36. Con esa remisión a la realidad, vamos más allá de nuestros esquemas intencionales y
quedamos abocados a los esquemas intencionales de los otros, lo que dota a toda nuestra
actividad de un indudable carácter interpersonal. Pero también tiene carácter histórico. Las
posibilidades apropiadas determinaran las futuras posibilidades. Y mis propias posibilidades
están determinadas por las apropiaciones de los otros, y viceversa: mis apropiaciones
determinan las posibilidades de los demás.
La historia, como dinamismo de apropiación y entrega de posibilidades, aparece
así como dimensión constitutiva de nuestra praxis. Y cada situación que vivimos está envuelta
por una multiplicidad de posibilidades, lo que provoca un conflicto por escoger aquellas más
adecuadas a la realidad profunda de las cosas sobre las que descansan tales posibilidades.
2.4. Conclusiones
A. González no usa de la filosofía para insertar la revelación en una metafísica, en una
teoría de la historia o en una teoría general sobre Dios y el mundo, sino para poner de
36 A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 98
23
manifiesto la asunción acrítica de muchos presupuestos filosóficos, y para ayudar a dar cuenta
de nuestra fe de modo que se responda a los interrogantes del hombre de hoy.
Al margen de todo dogmatismo, no piensa que la razón nos pueda llevar a negar a
Dios ni a afirmarlo o conocerlo, aunque sin desdeñar un cierto camino filosófico hacia Dios.
Eso sí, afirma con rotundidad la legitimidad de una teología fundamental que parta
directamente del encuentro con Cristo, pero para exponerla debemos, previamente, clarificar
las tesis filosóficas que de modo implícito condicionan los postulados teológicos. La manera
de entender la praxis le permite a A. González resolver muchos de los dualismos
(trascendental-categorial, empírico-existencial, lenguaje-praxis) implícitos en algunas
teologías. Su praxeología nos muestra como existe en todos los actos humanos una apertura
tendente a Dios. Los conceptos filosóficos por él usados le van a permitir una novedosa
presentación y fundamentación de la fe cristiana, como veremos en el próximo capítulo.
24
CAPITULO II
LA LIBERACIÓN EN CRISTO DEL PECADO FUNDAMENTAL
DE LA HUMANIDAD
1. LA ESTRUCTURA ÚLTIMA DEL PECADO: EL ESQUEMA DE LA LEY
La apertura que, constitutivamente, tiene toda nuestra praxis nos ayudará a entender la
tendencia existente en nuestros actos a Dios, al fundamento último de esa alteridad radical. Y
también nos conducirá a comprender cuál es, por así llamarlo, el “pecado original” o pecado
fundamental de la humanidad, cual es la estructura última del pecado, la esencia de todas las
estructuras de opresión. Esa estructura es lo que A. González llama “esquema de la ley”. Es
una conformación, prácticamente inevitable de la acción humana, que nos empuja a buscar
una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. Desde ahí podremos entender
mejor el significado de la buena noticia de Jesucristo, el sentido de la salvación que Él nos
alcanza.
1.1. El problema de la justificación. La justificación moral y la justificación ética
Este término alude a la apertura constitutiva de todos nuestros actos. La praxis humana
es abierta, no se basa en simples respuestas automáticas a estímulos externos, y se halla
siempre en la tesitura de tener que escoger entre las diferentes opciones. De ahí que deba en
todo momento analizar cual de ellas es la más adecuada. Una de las principales
preocupaciones del ser humano es como justificar su vida, saber qué da a sus actos un valor
La justificación consiste en “hacer justa nuestra praxis con respecto a las exigencias de
nuestra situación,…es una dimensión interna de nuestra praxis”37. La cuestión que se plantea
es como se ha procurado realizar esa justificación y como de hecho justificamos hoy nuestra
praxis.
37 Ibid. p.114
25
1.1.1. Justificación moral
Esa justificación se ha procurado realizar a través de diversos modos, siendo la moral
el primero de ellos. Los bienes y males elementales (dependiendo de que causen placer-gusto-
atracción o dolor-disgusto-aversión) que aparecen en nuestras acciones no son suficientes para
justificar nuestra praxis, no nos dan una orientación completa sobre lo que es bueno o malo.
En cambio si consideramos nuestras actuaciones, vemos que contamos con esquemas
intencionales que pretender dar un sentido concreto, criterios para nuestro actuar. Son
sistemas de fines, valores, deberes que orientan moralmente nuestra praxis. Ciertamente la
moral concreta de los distintos grupos humanos realiza el ajustamiento de los mismos al
medio natural y humano en que se mueven y la fijación de ciertos criterios de justicia dentro
del mismo. Pero no alcanza una justificación ética completa. Cualquier determinación de
nuestro hacer por un determinado sistema de esquemas intencionales es provisional. De
hecho, la praxis humana puede analizar toda moral concreta en su radical alteridad y
preguntarse si es la más correcta. El hecho de que exista diversidad de morales concretas en la
historia nos lleva a plantearnos esa misma pregunta.
La misma razón práctica puede crear nuevos sistemas morales distintos de los
acontecidos en la historia, que produzcan un mejor ajustamiento. Así, esta cuestión sobre la
justicia o no de una moral nos sitúa ante la reflexión explícitamente ética.
1.1.2. Justificación ética
La alteridad que integra todos los actos de la praxis humana me lleva a colocar mis
propios bienes y virtudes en el mismo plano que los bienes y virtudes de los demás. Me sitúa
ante una obligación ética que es igualitaria, interpersonal y universalista. Esta obligación
racional es una dimensión universal de toda praxis humana38 .
Sin embargo, estas obligaciones éticas universales no acaban por justificar plenamente
nuestra praxis, porque tenemos que contar en primer lugar con el dato del fracaso moral: no
38 Cf. ibid., p. 122
26
siempre trascendemos los propios intereses. Pero además, en segundo lugar, en la hipótesis de
realizar siempre lo que nos marcan esas obligaciones éticas, podríamos preguntarnos si tal
justificación de nuestra praxis merece la pena. La constatación de que la injusticia aparece en
ocasiones asociada al éxito, mientras que las renuncias derivadas de nuestra conducta “justa”
no ofrecen ninguna recompensa; es la paradoja de la ética. Cuanto más justos queremos ser,
más desajustados parece que nos hallamos respecto a la sociedad circundante.
Para responder a esa cuestión básica de la justificación de nuestras vidas entregadas a
realizar las obligaciones éticas que nos impone la razón, aparecieron dos diferentes
posibilidades: la justificación religiosa y la justificación ilustrada.
1.2. Justificación religiosa
González comienza estudiando como se presenta el hecho religioso ante nuestras
acciones. Ese estudio nos sitúa ante la paradoja de la alteridad: en nuestras acciones las cosas
se actualizan como radicalmente otras respecto a nuestros actos mismos, remiten a si mismas.
Y al mismo tiempo esa alteridad es lo que da fundamento a nuestra intimidad personal, lo que
da carácter personal a nuestras acciones
“Por una parte las cosas que se actualizan en nuestras acciones se presentan como
radicalmente otras con respecto a nuestros actos... Pero por otro lado la alteridad radical es la
que permite la distensión de nuestras acciones confiriéndolas un carácter personal”39.
Por eso mismo la alteridad radical es el poder que nos hace ser personas. Ese poder es
la raíz misma de la religión.
Todas nuestras acciones están ligadas a ese poder de la alteridad y las religiones no
son más que la manifestación de esa religación en el plano de las actuaciones, en el plano de
los esquemas intencionales que orientan nuestra conducta dándole un sentido. Y son
actuaciones sociales, se insertan en “cuerpos religiosos”. Para A. González la esencia de los
diversos sistemas de actuaciones religiosas remite a la paradoja de la alteridad. Si la realidad
no es más que esa alteridad radical a la que nos remite la alteridad radical de las cosas en
39 Ibid., p. 128
27
nuestros actos, el fundamento de la misma no puede ser una cosa real más entre las otras
cosas reales del mundo40 debe ser otro respecto a esas cosas mundanas.
La paradoja de la alteridad se da en toda praxis humana. Las religiones se refieren
expresamente a ella, y no son más que respuestas que la humanidad ha ido procurando dar a la
pregunta última por el fundamento último del poder de la alteridad.
A. González afirma que el fundamento del poder de la alteridad no es una cosa más
entre las otras cosas reales del mundo; necesariamente se halla fuera de toda nuestra realidad.
Por eso desde el ámbito estricto de la filosofía, la noción de Dios que podemos forjarnos nos
habla más de lo que no puede ser que de lo que es, de lo que se distancia más de lo que se
asemeja.
Lo más peculiar de la justificación religiosa se encuentra en la manera de justificar:
nos muestra que una praxis concreta “merece la pena” y hace eso mediante el “esquema de la
ley”. En las diferentes religiones, el fundamento de la alteridad garantiza una correspondencia
entre nuestras acciones y sus resultados. Ese es el “esquema de la ley”, una estructura de
nuestra praxis por la que nos apoyamos en alguna entidad como garante de nuestras acciones
y sus resultados. Dicha entidad no es el poder de la paradoja de la alteridad sino un supuesto
poder presentado como fundamento de la misma.
La justificación religiosa va más lejos que cualquier justificación moral: el esquema de
la ley nos muestra como el seguimiento de las obligaciones éticas está, en última instancia,
adecuada a los poderes últimos sobre los que se asienta lo real.
Este esquema nos sirve asimismo de esquema interpretativo de los acontecimientos
históricos. Los sucesos desgraciados, desastres e infortunios se pueden entender como
provocados por la omisión de las acciones correctas según ese esquema. Y a la inversa, el
éxito y el triunfo, significan que se ha actuado conforme establecían esos poderes supremos
garantes del orden.
Todo esto levanta cuestiones como la de si existen modos de evitar el cumplimiento de
ese esquema o la de qué ocurre con el sufrimiento del justo, ¿como se “justifica”?
40 Ibid., p. 136
28
González hace un recorrido por las diferentes religiones, constatando como la
justificación religiosa según el esquema de la ley puede tener consecuencias opresivas.
También es cierto que, dentro de ellas, se dan intentos parciales de desampararse de ese
esquema, como ocurre con la Baghavad Gita, pero en la medida en que esa liberación tiene
que ser efectuada por alguna divinidad, nuestra praxis vuelve a estar condicionada. Por eso
algunos pensaron la posibilidad de liberarnos al margen de la religión, la posibilidad de
excluir todo garante sobrenatural entre nuestras acciones y sus resultados.
1.3. Justificación ilustrada
El proyecto ilustrado, con Kant a la cabeza, pretende la justificación ética de nuestra
praxis, liberándose de todo garante sobrenatural entre nuestras acciones y sus resultados. Pese
a todo, en Kant continúa presente la idea de Dios como aquel que nos permite, en la otra vida,
una justificación total de nuestra praxis, y por tanto persiste una cierta correspondencia entre
nuestras acciones y sus resultados, aunque no sea esto lo que deba motivar nuestra praxis.
Posteriormente la Ilustración irá rechazando toda idea de una justificación plena de
nuestra praxis en el más allá, pero seguirá manteniendo otras instancias, en este caso laicas,
que cumplen un rol semejante: bien la historia, bien la racionalidad instrumental, bien la
“mano invisible” que guía la búsqueda de los propios intereses egoístas hacia el bien común.
Sin embargo no se consigue dilucidar la cuestión de si las leyes que rigen la historia
aseguran una adecuación entre nuestras actuaciones por la justicia y la victoria final de la
misma.
La postmodenidad, uno de cuyos más importantes predecesores fue Nietzsche,
proclama el fin de la Ilustración y propugna, para liberarnos del esquema de la ley, una
renuncia a someter nuestra praxis a un orden racional. Las fuerzas que dirigen la historia no
son puramente racionales. Nuestras acciones se valorarían solo por si mismas y no por un
sistema de recompensas y castigos. Sin embargo el esquema de la ley continúa implícito en
este planteamiento, en esa nueva “metafísica” de la vitalidad, la fuerza y el éxito.
29
1.4. Algunas conclusiones
Con un exhaustivo recorrido por las diferentes maneras de justificar nuestra praxis, A.,
González nos demuestra la universalidad del esquema de la ley. Es la apertura de nuestra
praxis la que exige su justificación, y de su análisis no se descubre otra posible justificación
distinta de la adecuación entre nuestras acciones y sus resultados41. Es esto lo que obliga a
considerar y apropiarse de los resultados de la misma.
La regularidad de nuestra praxis, el hecho de ciertas actuaciones conlleven
determinados resultados nos conduce a apropiarnos de aquellas posibilidades buenas o
adecuadas y así conseguir los resultados que esperamos. Lo que ocurre es que eso puede
llevar a una lectura de la historia según la cuál aquéllos que pasan grandes dificultades son
los malos, los que no actuaron correctamente, y los que triunfan son los que hicieron lo que
debían. Legitima el dominio y bienestar de los poderosos y la marginación de los pobres. Es
la más profunda de las ideologías42 y que impregna la cultura y la sociedad de nuestro sistema
capitalista. Aunque, esta lógica no es exclusiva de nuestro sistema. La historia muestra como
todas las opresiones se sostenían de la misma manera. Pero nunca como ahora había logrado
tal grado de profundidad y gravedad, cuando el sistema en que vivimos es capaz de medir,
juzgar y retribuir con más eficacia los resultados de nuestras acciones.
Desde esta perspectiva, considerando que nuestra praxis nunca es solamente
individual, sino social e histórica, no tiene razón de ser diferenciar pecado personal y pecado
estructural. “La lógica de Adán es, siempre y al mismo tiempo, la lógica de Babel”43.
Analizada esta situación, y siendo coherentes con la actitud de obediencia reverencial
a la Palabra, que mostraba A. González, debemos preguntarnos por como trata la Escritura
este problema fundamental de nuestra historia, y como acontece en ella la salvación de Dios.
41 Los múltiples casos de gratuidad y absoluta generosidad que se dan en muchas relaciones irían en línea opuesta a la de querer justificarnos por los resultados. Sin embargo esto no se puede colocar como ejemplo de una vía para que la humanidad se autolibere porque al ser obra exclusiva de ella misma sería resultado de su propia praxis 42 A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p.171 43 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, Santander, Sal Terrae, 2003, p. 104
30
2. LA VISIÓN BÍBLICA DEL PECADO FUNDAMENTAL
La religión de Israel mantiene una actitud crítica en relación al esquema de la ley,
considerándolo como el pecado fundamental de la humanidad. Lo que se nos narra en ese
primer pecado, que aparece en el capitulo 3 del Génesis, es algo en el fondo común a todo
pecado en cualquier momento de la historia. La historia de Adán y Eva es la historia de todo
ser humano y toma forma en las estructuras de opresión encarnadas por los imperios:
Babilonia, (Gen 11,1-9) no es más que el culmen de lo iniciado en el relato del jardín del
Edén.
Dicho pecado fundamental consistió en que Adán y Eva, al comer los frutos del árbol
del bien y del mal, quisieron hacer suyos los resultados de sus acciones, quisieron justificar su
praxis en base a su capacidad para lograr buenos resultados. Creyeron a la serpiente porque
esta les aseguró una correspondencia entre las acciones y sus resultados.
No se trata por tanto, del problema del conocimiento moral, del bien y del mal, algo ya
en el interior del hombre, sino en el querer ser uno mismo autor de la propia justicia. Así, se
coloca en el lugar de quien nos hace justos, en el lugar de Dios. Pero esa promesa de la
serpiente (“seréis como dioses”) no se cumple porque el basar la propia justicia en los
resultados de nuestras acciones exige un garante de la correspondencia entre estas y aquellos.
Es la serpiente la que adquiere ese carácter.
Con el esquema de la ley quedan dañadas las relaciones con Dios, con la Naturaleza,
con uno mismo, y las relaciones de los seres humanos entre si. Toda la praxis humana queda
envenenada:
- querer justificarse por el resultado de las propias acciones, supone la idolatría,
confiando en imágenes manejables que garanticen esa correspondencia, y se pasa a temer la
valoración del verdadero Dios, delante del cual toda autojustificación se torna vana. Lo que
conduce a entregarle, para congraciarse con el, los frutos de su esfuerzo, ofreciéndole
sacrificios que nunca Dios exigió.
- Se crea la tendencia a usar a los otros para alcanzar esos resultados, creando
desconfianzas (el otro siempre puede juzgar nuestros logros), envidias (los frutos obtenidos
por los otros cuestionan los propios logros), competencias que terminan en violencia y en una
31
espiral de venganzas exigidas por la lógica de la retribución. Es lo que vemos en el relato de
Caín y Abel.
- Esa obsesión por obtener resultados lleva a cargar con el peso insoportable de la
culpabilidad cuando aquellos son negativos. Y tiene efectos también sobre la creación entera,
que ahora es medio para satisfacer los deseos de autojustificación. El fruto último de todo esto
es la muerte: no tanto como final biológico sino como producto final de una vida volcada en
conseguir resultados.
Y ese esquema de la ley se encarna también en estructuras colectivas como muestra el
relato de Babel.
En resumen, en la base de este pecado se encuentra la apertura y libertad que
caracterizan nuestra praxis, que nos empujan a tener que justificarla. Y, al margen de Dios, no
hallamos otro modo de justificarla que el esquema de la ley. Y el Dios de Israel aparece en
oposición al mismo, pues fue introducido por el hombre y no querido por Dios, lo que le da a
la religión de Israel un puesto especial en la historia de las religiones.
Adán y Eva ejemplifican un factor común a la praxis humana a lo largo de la historia:
el deseo de autojustificarse por los resultados de las propias acciones, lo cual posee un
enfoque para interpretar la historia: los que obtienen éxito y buenos resultados son, desde ese
esquema, personas que han actuado adecuadamente, y aquéllos a los que les va mal, son
merecedores de su situación.
“En el esquema adámico, el pobre es responsable de su pobreza, el enfermo es
responsable de su marginación; la victima es, en definitiva, culpable”.44
Es la más plena legitimación de las estructuras de este mundo, y no se trata de un
esquema meramente ideológico sino que es un dinamismo inserto dentro de la propia praxis.
Por eso carece de sentido diferenciar pecado individual y pecado estructural. La praxis
humana nunca es puramente individual sino estructural y social.
44 Ibid., p. 102
32
3. LA RESPUESTA DE DIOS: EL COMIENZO DE LA RUPTURA DE LA LÓGICA
ADÁMICA
Si los capítulos 3 a 11 del Génesis nos revelan la profundidad del pecado humano y
sus efectos, aplicable a todos los tiempos y lugares, a continuación la escritura nos muestra
una palabra de misericordia de Dios: la elección de Abraham como cabeza de la nueva
humanidad.
González subraya como la particularidad de esta elección indica que la superación de
la situación de injusticia es siempre iniciativa de Dios y como dicha particularidad no deja
fuera la perspectiva universal (“Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”, Gen 12,3).
Asimismo subraya como esto supone una ruptura con el resto de la humanidad donde impera
la injusticia (“Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te
mostraré” Gen 12,1), una ruptura que no lleva al aislamiento sino que contiene la promesa de
un pueblo y una tierra.
Es aquí donde se atisba ya la comprensión de salvación de González: la alternativa de
Dios a la injusticia se realiza a través de la constitución de un pueblo distinto escogido entre
los otros pueblos, y para cuya formación no se le pide obras rituales o morales, sino fe. Fe
como momento de su praxis que es la que hace a Abraham ponerse en marcha con toda su
parentela, y fe que permite la ruptura con las ideas religiosas circundantes.
Pero es en el Éxodo donde se pondrá de manifiesto más claramente la manera en que
obra la salvación de Dios. La lectura que González realiza de este pasaje de la historia de
Israel es altamente sugerente. Lo primero que llama la atención es como la pobreza y
postración de los israelitas en Egipto no se presenta como resultado del azar, los mandatos de
Dios o por culpa de los mismos pobres sino como consecuencia de la opresión de unos seres
humanos por otros, como consecuencia, en este caso, de la opresión del Estado egipcio (Ex 1,
8-9). Esto es una novedad respecto a los sistemas religiosos imperantes.
Y la solución que da Yahvé a esa opresión también marca distancia respecto a la
ofrecida por los dioses vecinos: no se apoya ni en la compasión (la protección a los pobres
servia en muchos Estados como una forma de mantener el sistema político apaciguando
posibles descontentos) ni en la violencia, ni en la negociación. Son vías que fueron ensayadas
33
por Moisés con resultados contraproducentes. La solución que ofrece Yahvé es crear una
sociedad alternativa a través de un éxodo, y no una reforma social desde dentro del sistema.
Un éxodo que aparece con el carácter de nueva creación.
La creación de esta nueva sociedad, obra de Dios y no de esfuerzos humanos, tiene
también una función universal: constituyéndola como alternativa que suscitará el interés de
los demás pueblos. Una sociedad igualitaria y profundamente distinta de las otras de su
entorno, iniciativa gratuita de Dios, ante la cual la única respuesta posible es la de la fe, la
confianza, que no es la de un individuo aislado sino la de una comunidad concreta. Esa fe les
permite salir, caminar, empezar a constituirse como pueblo.
Sin embargo persistió el esquema de la ley. La historia de Israel deja después
constancia de un fracaso, fracaso derivado de la idolatría y la injusticia social.
Ambas se apoyan en el mismo pecado de Adán, y se manifiesta con claridad en el
relato bíblico sobre el inicio de la monarquía (1 Sam 8,1-22). Optar por tener un rey supone
dejar de lado el reinado directo de Dios y abrir la puerta a desigualdades sociales y a la
opresión. La esperanza en el futuro vendrá dada por el anuncio de que Dios volverá a ponerse
al frente de su pueblo (Ez 34,8-24).
Así pues, el esquema de la ley persistió. El pacto mosaico, aun teniendo su origen en
la gratuidad de Dios, marca una correspondencia entre la conducta de los israelitas y las
consecuencias que de ella emanarán (Lv 26 y Dt 27-28). Esa ambivalencia entre la
experiencia básica de la gracia y la permanencia del citado esquema se repite, con mayor o
menor intensidad, en la mayoría de los libros del Antiguo Testamento, y se materializa en
diversas prácticas rituales, como los sacrificios.
Algunas partes del AT revelan un afán por buscar las causas profundas de ese fracaso,
que no parece deberse puramente a la infidelidad constante de Israel al proyecto de Dios, sino
a algo que reside en el interior del corazón humano (Ez 11,19; 18,31; 36,26) y que le inclina
al mal (Jer 13,23).
La conclusión que finalmente obtiene es que aunque Israel haya tenido una
experiencia fundante del Dios de la gracia, del Dios libertador, subsiste parcialmente la lógica
34
adámica. Existe, en la religión de Israel, una pugna entre el Dios verdadero que se enfrenta al
esquema de la ley y la persistencia del mismo como modo de justificar nuestra praxis. Esa
ambigüedad muestra la necesidad de una nueva acción salvífica de Dios, que nos libere
definitivamente del pecado fundamental, acción que los cristianos creemos que se ha
realizado en Jesucristo.
4. LA PRAXIS LIBERADORA DE CRISTO
El acceso a Jesús que plantea A. González parte de una de las afirmaciones centrales
de nuestra fe: que Jesucristo nos liberó definitivamente del pecado de Adán (Rm 5,12-21).
Dado que, como argumentó previamente, ese pecado no es otro que el esquema de la ley, lo
que le interesa descubrir es como, en Jesús, se destruye ese esquema y se hace posible
liberarnos de sus efectos de muerte y opresión.
Desde esta óptica se aproxima a lo que el Nuevo Testamento nos ofrece sobre Jesús,
sin limitarse a unos datos históricamente verosímiles que la historiografía científica nos
pueda dar. Porque no es posible acercarse al Jesús pre-pascual sin tener en cuenta el
testimonio, bañado por la fe, de las primeras comunidades cristianas. Carece de sentido la
separación entre el “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe”45.
4.1. La reunión del pueblo de Dios: el anuncio del Reinado de Dios
Jesús aparece al comienzo de los evangelios como aquel que anuncia la buena noticia
del reinado de Dios. González prefiere usar “reinado” en lugar de “reino” pues traduce mejor
45 González prefiere utilizar la expresión Jesús pre-pascual “ porque, a diferencia de otras como Jesús histórico o Jesús terreno, deja más claro que solo hay un Jesús y no dos y que Jesús el Mesías (o el Cristo) no es una simple proyección de nuestra fe sino el mismo Jesús que como dice el poeta, anduvo en la mar”. A. GONZÁLEZ, “El anuncio del reinado de Jesús, el Mesías”, en Jesucristo prototipo de humanidad en América Latina. IIIª reunión de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en América Latina, México, 2001, pp. 129-158 (aquí 129)
35
su carácter dinámico46 (expresa el significado de basileia como acción de reinar y no tanto el
espacio físico en el que se ejerce) y aboga por una completa recuperación de esta connotación.
La primera vez que esa expresión aparece en la Escritura, es en Ex 15,18 cuando tras
el hundimiento del ejército del Faraón en el Mar Rojo, y liberados de su opresión, el pueblo
hebreo puede exclamar que Dios reina. Antes de constituirse en Estado, antes de la existencia
de leyes e instituciones, antes de fijarse en un territorio, Dios ya reina, porque para que tal
cosa acontezca solo se requiere un pueblo. Y ese “reinar” de Dios se traduce en una nueva
realidad libre de injusticia y esclavitudes. Cuando Jesús proclama este reinado de Dios tiene
presente estas situaciones vividas en el pasado por su pueblo.
El sentido de ese Reinado lo encontramos en varias ocasiones, y deja claro el
propósito de Jesús de reunir el pueblo de Dios:
- En la oración del Padrenuestro, aparecen al principio dos peticiones donde el sujeto
es Dios mismo: se pide que santifique su nombre y que haga venir su reino.
Ambas están íntimamente unidas. La petición de que el nombre de Dios sea
santificado, tiene detrás el capitulo 36 de Ezequiel, donde se dice que por la
dispersión del pueblo de Dios entre los paganos su nombre fue mancillado.
Ese pasaje de Ezequiel (Ez 36, 22-24) muestra como es Dios mismo quien
santifica su reino reuniendo Israel de todos los rincones de la Tierra y
haciendo de él un pueblo santo. Se vincula expresamente la santificación del
nombre de Dios con la reconstitución del pueblo de Dios y la llegada del
Reinado de Dios, que para Jesús ya comenzó ahora y sucede a través de él47.
- La constitución de los Doce y su envío en misión por todo Israel: relacionado con las
doce tribus de Israel, remite a la esperanza escatológica en Israel cuando se
restauraría completamente el pueblo de las Doce tribus. Constituye los
apóstoles a imagen de los jueces que dirigieron el pueblo antes de la
fundación del Estado, cuando Dios mismo reinaba sobre su pueblo. Es una
46 Ibid. p.129-130 47 La dependencia de Lohfink en esta argumentación es clara, G. LOHFINK, Como Jesus queria as comunidades? São Paulo, Paulinas, 1987, pp. 27-30
36
acción simbólica que muestra como Jesús no concibe el Reinado de Dios
como algo a suceder más allá de esta vida o como si supusiese el fin de la
historia sino como un giro radical de la misma. En consecuencia, el propósito
de Jesús al escoger doce apóstoles es lograr reunificar Israel48, pero dado que
es rechazado por la mayoría, los Doce reciben la tarea de representar a todo
Israel49, cumplir aquello que éste debería haber efectuado.
La venida del reinado de Dios supone, por tanto, el fin de la lógica adámica, y esto
conlleva unas nuevas relaciones sociales, las de una comunidad alternativa:
- Una comunidad fraterna e igualitaria (multiplicación de los panes). En el relato de la
multiplicación de los panes (Mc 6,30-34), Jesús desbarata la mentalidad
dominante. Frente a la lógica del comprar (“despídelos para que vayan…a
comprarse de comer”), Jesús opone la lógica del dar “dadles vosotros de
comer”); frente a la lógica del dinero y del paternalismo, de relación vertical
en que los discípulos se quieren colocar como mediadores entre el sistema
vigente y las multitudes necesitadas (“¿Vamos nosotros a comprar doscientos
denarios de pan para darles de comer?”), Jesús apunta la lógica del compartir
desde la igualdad (“¿Cuántos panes tenéis? Id a ver”). Jesús muestra la
posibilidad de una sociedad diferente, ya desde ahora.
- De una comunidad que rompe con la justicia retributiva: El principio de la
reciprocidad rige la mayor parte de las relaciones en nuestro mundo. Jesús
llama a vivir por encima del mismo, como nos muestra su consejo para
convidar no a aquellos que nos puedan recompensar sino a aquellos que están
imposibilitados para devolvernos el favor (Lc 14,12-14), o la parábola de los
jornaleros donde todos reciben lo mismo independientemente de sus
méritos(Mt 20,1-6).
- Comunidad de paz, no de violencia. Jesús abomina de la retribución, como evidencia
claramente Mt 5,39-42 y pide una renuncia total de la violencia. Oponer
48 Cf. G. LOHFINK, El sermón de la montaña ¿para quien?, Barcelona, Herder, 1989, p.59 49 Mt 21, 43 “Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos”
37
violencia a la violencia de los poderes establecidos no es ninguna alternativa,
sino que fortalece la lógica vigente. De ahí que el modelo propuesto por Jesús
no se dirija a los Estados, asentados en el monopolio legítimo de la violencia,
pero tampoco a los individuos aislados, sino a la comunidad de sus discípulos
como prefiguración del nuevo Israel. Por eso supone un desafío a las
instituciones de su época y de todas las épocas.
- Comunidad de servicio, no de poder: desaparición de todo patriarcado. La
incorporación a la comunidad de los discípulos de Jesús suponía salir del
entramado de relaciones sociales existentes, abandonando todo (hermanos,
padre, madre, hijos...) porque algo nuevo irrumpe, el reinado de Dios, y en él
se establecen nuevas relaciones igualitarias. Nótese que Jesús promete a sus
seguidores que reencontrarán con creces todo aquello que dejaron, madre,
hijos, hermanos,…todo menos padres. La omisión es premeditada; en la
nueva familia no debe haber relaciones de dominio, características del
patriarcado, sino relaciones fraternas (Mt 23, 8-11).
4.2. Las señales de Jesús: un ataque frontal al esquema de la ley
Los evangelios colocan en boca de Jesús la prueba que él aportaba para dar cuenta de
su procedencia: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia los pobres la
Buena Nueva” (Mt 11,2-5). Desde la perspectiva escatológica de la predicación de Jesús, esos
milagros sobre enfermos, poseídos y marginalizados, solo son plenamente comprensibles
colocándolos en relación con el anuncio del Reinado de Dios, son señales de que está
aconteciendo (Lc 11,20). Y aluden a la restauración escatológica del pueblo de Israel
contenida en el Libro de Isaías50.
Y la propia manera de actuar de Jesús, no pidiendo a esos destinatarios otra cosa que
la confianza en Dios, indica que un nuevo modo de basar nuestra vida está irrumpiendo. No
50 Is 26,19; 29,18; 35,5, etc.
38
reclama sacrificios ni ofrendas, solo fe. La salvación es otorgada de gracia. No es casual que
en el evangelio de Mateo los relatos de curaciones precedan al sermón de la montaña: el pedir
una justicia más plena en la conducta de sus seguidores no se hace depender de ningún
esfuerzo personal, sino que se presume que serán consecuencia de la acogida de ese don que
inicia una nueva vida51.
Es importante el hecho de que Jesús se dirigiera precisamente a los marginados, a los
“mal vistos”, los “fuera de lugar”. Jesús hace de su actividad a favor de los desgraciados y
pecadores, la prueba de su carácter de enviado de Dios. El Reinado de Dios está siendo
anunciado especialmente a aquellos a los que la sociedad ha dejado fuera y a los que esa
misma sociedad hace responsables de su marginalidad52. Personas condenadas por el esquema
de la ley, que al recibir la misericordia de Dios y la curación de sus desgracias experimentan
el fin de esa culpabilización y la liberación respecto a dicho esquema de muerte.
Precisamente, por ser culpabilizados y no poder presentar nada para justificarse
pueden acoger mejor el anuncio del evangelio. Por eso esas prácticas de Jesús suscitan
conflictos y son entendidas como acciones del demonio pues “enmiendan la plana” del Dios
garante del esquema de la ley en quienes se apoyaban los poderes de este mundo. Sus
contemporáneos le piden otro tipo de señales que confirmen la imagen de su Dios garante de
una verticalidad opresora, pero Jesús no ofrece otras señales que estas que ponen en cuestión
tal esquema y se resiste a dar signos que confirmen la imagen de Dios predominante (Mt
12,39; 16,4; Mc 8,11-12). Los milagros de Jesús ponen en cuestión el sistema social, político
y religioso porque los hace en nombre de Dios.
Las palabras y obras de Jesús chocan con el concepto de justicia que imperaba en la
sociedad de su tiempo, y en todas las sociedades humanas, chocan con el esquema de la ley
base y cimiento de las mismas (la parábola del hijo pródigo, Lc 15,11-32, y la de los obreros
de la hora undécima, Mt 20, 1-17, ilustran bien esto). Su actividad se basa en mostrar que tal
esquema, que pretende un “ajuste” de nuestro comportamiento, una justicia de nuestras
51 Cf. G. LOHFINK, El sermón de la montaña ¿para quien?, Barcelona, Herder, 1989, p.32 52 El relato del ciego de nacimiento (Jn 9,1-2) o los aplastados por la torre de Siloé (Lc 13,1-4) dejan constancia de esta concepción
39
acciones, aunque pudiera ser cumplido a la perfección, solo genera destrucción, exclusión,
sufrimiento e injusticia53.
Por eso suscitó animadversión, sostuvo enfrentamiento ante la ley y el Templo y se vio
envuelto en un conflicto político, porque como bien afirma González, la pretensión de Jesús
ponía en entredicho todo poder político54, sin pretender tomarlo. Jesús podía esperar como,
los zelotas, un cambio radical de la sociedad, y el fin de la opresión romana, pero divergía en
los medios, introduciendo una lógica opuesta a la que rige los Estados, libre de toda
dominación y violencia. Y esa esperanza de Jesús, era profundamente política, pues tenía
detrás una idea de organización del pueblo de Dios, de las relaciones sociales, de las causas de
la miseria. Es cierto que esa idea estaba lejos de las comúnmente aceptadas, pero en ningún
caso tal originalidad sirve para tacharle de “apolítico”55.
En conclusión, la praxis de Jesús, acaba por quebrar la ambigüedad existente en la
religión de Israel donde aun pervivía el esquema de la ley, con las bendiciones y maldiciones
de la Torá para quien cumpliera o incumpliera la misma. Su opción por los pobres suponía
una blasfemia y una declaración de futilidad de tal esquema y de los sacrificios en que se
apoyaba. En ese sentido podemos afirmar que las acusaciones de las autoridades religiosas
tenían fundamento. Declarar bienaventurados a los pobres escandaliza en tanto no se entiende
como quiénes han sido punidos por Dios pueden recibir su reino.
5. LA CRUZ DE CRISTO
5.1 Dios estaba en la cruz reconciliando el mundo consigo
Frente a algunos planteamientos, focalizados en la resurrección, en los que el autentico
valor del cristianismo residiría en su comprensión totalizante del mundo y de la historia, o en
los que la resurrección sería un respaldo divino del mensaje liberador de Jesucristo, Antonio
González tiene un especial interés en mostrar en que sentido la crucifixión de Jesús es 53 Es lo que Duquoc llama “relativización de la justicia” en Jesús, Cf. C. DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, Cristiandad. Madrid. 1985, p. 93-96 54 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p. 163 55 Cf. G. CRESPY, “Significado político de la muerte de Jesús” en Selecciones de Teología vol. 11 (1972), p. 217-219. En esta misma línea J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, Madrid, Trotta, 1997³, pp. 276-277
40
salvífica. De ese modo se posiciona frente a las ideas de Pannenberg más alineadas en torno a
la resurrección, donde se evidencia el fin de la historia, y para quien el carácter salvífico del
cristianismo vendría dado por poseer una noción de historia que, al incluir su destino
escatológico, nos ofrece una percepción más completa de la totalidad. La crítica que realiza a
este teólogo sigue la estela de J. Sobrino: Cristo es considerado desde el acontecimiento de la
resurrección, su vida y muerte tienen carácter anticipativo, apuntan a la resurrección, y por si
mismas no parecen revelar nada de Cristo56. Para González, en Pannenberg el concepto de
salvación está fuertemente vinculado al del conocimiento, dejando de lado la crucifixión de
Cristo. En todo caso puede resultar un tanto parcial ese juicio sobre Pannenberg. Este teólogo
protestante ha dejado bien clara la vinculación existente entre la predicación de Jesús y su
muerte en la cruz como consecuencia de aquella.
González procura exponer el significado salvífico que para nosotros tiene la cruz de
Cristo, y de que manera la afirmación de que “Cristo murió por nuestros pecados” nos libera
de la estructura radical de todo pecado: el esquema de la ley.
Recalca como Jesús muere perdonando, en consonancia con lo que fue su vida, y
como no se produjo finalmente una actuación liberadora de Dios que impidiese la crucifixión,
salvando al inocente y puniendo a los culpables. Esa intervención habría supuesto una
confirmación del esquema de la ley, demostrando que a los justos les va bien y que todos
aquellos que no fueron liberados de la muerte no merecían dicha intervención.
Esa muerte de Jesús en la cruz, con la aparente pasividad divina, nos coloca ante una
multitud de posibles interpretaciones que podríamos englobar en tres grandes alternativas:
para la primera, conforme al esquema de la ley, la muerte en la cruz demuestra que Dios le ha
rechazado, y por tanto era un blasfemo. El que Dios no actúe para salvarlo probaría la
sinrazón de la propuesta de Jesús, situado fuera de la ley de Dios. La muerte de Jesús
mostraría la justicia de Dios. Para la segunda, independientemente de que Jesús fuera un
hombre libre, justo y bien intencionado, lo cierto sería que Dios no interviene en la historia, o
que simplemente Dios no existe. Esta postura también acabaría entrando bajo el esquema de
la ley, pues de algún modo Jesús sería responsable, por ignorancia o ingenuidad de haber
acabado fracasando.
56 Cf. J. SOBRINO, Cristología desde América Latina, Ed. CRT, México, 1977,p. 21
41
Hay una tercera opción, la tesis cristiana, la del esquema de la fe, y que es puesta en
labios del centurión romano: Dios mismo estaría en la cruz, sufriendo la maldición de la ley.
Si Dios hubiera evitado a Jesús la cruz y la muerte, éste habría sido justificado en tanto
parecería que el resto de las víctimas condenadas no merecían tal intervención. “Si Dios
muere en la cruz se afirma su solidaridad con todos los pobres de la tierra. Pero al mismo
tiempo se afirma que Dios no castiga a los malos. La cruz se convierte así en una oferta de
reconciliación universal”.57 Esta no es una opción que se deduzca meramente de un raciocinio
intelectual, lo que no significa que no sea razonable, sino una opción de fe, y es la única que
nos libera del pecado fundamental de la humanidad. Solo la existencia de un Dios único y
todopoderoso, como afirmaba la religión de Israel, puede realizar esa liberación, pues la
existencia de otros dioses podría mantener el esquema de la ley en sus respectivos ámbitos. Y
solo si ese Dios, supuesto garante de ese esquema, resulta víctima del mismo, sufriendo las
consecuencias de los culpables se produce la cancelación de esa lógica, la declaración de su
inutilidad. La suerte de los pobres, su marginación, no está avalada por Dios sino cuestionada.
Como afirma González, ésta es una hipótesis plenamente razonable; solo un Dios que esté al
margen de ese esquema resulta inmanipulable, totalmente otro, y por tanto responde a lo que
racionalmente exige la alteridad radical de las cosas más allá de los actos en que se nos
presentan, más allá de nuestra praxis.
Los fracasados de la historia descubren que Dios no estaba contra ellos, pues corrió su
misma suerte y los opresores pueden reconocer su delito sabiéndose perdonados por Dios.
Dios acoge victima y verdugos, reconciliando en la cruz el mundo consigo: la religión de
Israel declaraba maldito a todo aquel colgado de un madero (Dt 21,23), y la fe cristiana
proclama que el que pendía de ese madero era Dios mismo reconciliando al mundo consigo.
Dios asume el destino de todos los estigmatizados como malditos de la historia y, a la
vez, da un perdón universal al no pedir cuentas de las faltas. Se rompe así toda esperanza que
se apoye en un cálculo de correspondencia entre lo que hacemos y lo que esperamos recibir en
retribución.
57 A. González, “Dios y la realidad del mal”, en D. GRACIA (ed.), Del sentido a la realidad. Estudios sobre la filosofía de Zubiri, Ed. Trotta, 1995, p.217
42
5.2. Significado de la cruz de Cristo
5.2.1. Rehabilitación de las víctimas
El esquema de la ley o pecado adámico ha sido suprimido. Esa lógica requería un garante
de la correspondencia entre las acciones y sus resultados, garante que en la religión de Israel
es Dios mismo. Pues bien, precisamente el supuesto valedor de ese esquema aparece como
víctima del mismo. Cristo asumió los efectos del esquema de la ley, falsamente atribuido a
Dios, para dejar traslucir la verdadera justicia de Dios. Ya no se puede afirmar que los
excluidos son culpables de su situación pues Dios mismo estaba compartiendo el destino de
los aparentemente abandonados por Dios. La frase de Pablo, en 2 Co 5,21, “ a quien no
conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”
sería mejor comprendida en este contexto si, haciendo caso de la traducción propuesta por
González Faus, la entendiéramos como “hacerse la consecuencia del pecado, someterse a su
dinamismo de muerte, es decir hacerse maldición (Gal 3,21) y hacerse pobre (2 Cor 8,9) o,
con otras palabras, asumir la injusticia, la opresión, el empobrecimiento y la muerte que el
hombre crea y siembra en el mundo”58. Este es el sentido que también le da nuestro autor.
Por tanto, la muerte y resurrección de Jesucristo, con la consiguiente anulación del
esquema de la ley, supone la falsedad de la tesis implícita en todas las ideologías: que todos
los oprimidos de la historia eran rechazados por Dios (o por los principios inspiradores y
garantes de cada sociedad). En la cruz la redención alcanza primeramente a las víctimas de la
historia. Ese es el sentido del “descenso a los infiernos”. Con ese descenso, Jesús rehabilita a
todos los condenados, afirma que su victoria sobre el esquema de la ley se declara en el lugar
donde ellos fueron marginados los excluidos y da la razón a quienes habían expresado que tal
sistema no era querido por Dios. “Los mismos profetas, discípulos suyos que eran ya en
Espíritu, le esperaban como a su Maestro (…) Y por eso, el mismo a quien justamente
esperaban, venido que fue, los resucitó de entre los muertos” 59.
58 J.I. GONZÁLEZ FAUS en VV.AA., La justicia que brota de la fe, Santander, Sal Terrae,1982, p. 147 59 Ignacio de Antioquia, A los Magnesios, IX, 2. Traducción de Daniel Ruiz Bueno, en Padres Apostólicos, BAC, vol 65, p. 464
43
Pero la cruz implica mucho más que la no reprobación. Dios afirma su amor
incondicional y preferencial por los más pobres, puesto que experimentó su misma suerte. Y
al mismo tiempo esa cruz es señal para entender el designio de Dios respecto a la historia: la
relación con Cristo se define en la actitud ante las víctimas con las que él compartió su destino
(Mt 25,31-46).
González alerta en este punto contra el peligro de identificar a Cristo con los pobres.
Una cosa es la solidaridad de Cristo con ellos y otra su identificación, si no queremos correr el
riesgo de convertir el cristianismo en un puro humanismo.
Esa solidaridad con todos los caídos de la historia es una respuesta de Dios al
problema del mal, respuesta que no consiste en desentenderse de la historia, ni en mostrar su
impotencia, ni en aplastar a los opresores para salvar a los oprimidos, sino que Dios responde
identificándose con Jesús, compartiendo así el destino de los últimos. Dios mostró su amor y
su poder librándonos del esquema de la ley.
5.2.2. El perdón de los pecados
Para entender el perdón que conlleva la cruz es preciso previamente captar en toda su
profundidad el pecado fundamental de la humanidad, y su plasmación en los pecados
concretos, intentando no trivializar su gravedad.
La cruz es lugar de revelación de la incompatibilidad entre Dios y el orden de la
humanidad marcado por el pecado y lleva a la cima la oposición radical entre Dios y el
esquema de la ley: la consecuencia del afán de autojustificación lleva a crucificar a Dios.
En la cruz se produce el perdón de todos los pecados de la humanidad, incluyendo los
de los verdugos, pues el marco en que se apoyaban, el esquema de la ley, ha sido abolido.
No es suficiente afirmar que Jesús murió en la cruz, es preciso ahondar en sus causas
históricas. La ejecución de Jesús fue resultado del enfrentamiento de dos ideas contrapuestas
sobre Dios: la del Dios garante del esquema de la ley, que sacraliza el orden vigente y
perpetua un sistema de retribuciones y sanciones, y el Dios de Jesús, que actúa al margen de
44
ese esquema, que coloca en cuestión el orden vigente, rehabilita a las víctimas y hace salir el
sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45).
González, siguiendo a Ellacuría60, no merma para nada la importancia de las causas
históricas y de las responsabilidades en la ejecución de Jesús. Jesús es crucificado a
consecuencia de que desestabilizó la sociedad de su tiempo. En este sentido manifiesta una
severa crítica a Moltmann en cuanto para este es Dios el sujeto de la crucifixión de Jesucristo.
Para González, Dios entrega a su hijo, lo pone a su disposición (algo que ya se había iniciado
en la encarnación). No es una traición del Padre al Hijo o un conflicto entre ellos sino un
“acto de amor en esa entrega”61. Quien conduce a Cristo a la cruz no es el Padre sino los
pecados concretos de los seres humanos y, de manera más radical, aquel esquema en que se
asientan.
5.2.3. La reconciliación de la humanidad
Una vez salvados de la exigencia de autojustificarnos somos libres para actuar a favor
de los demás sin esperar juicios o retribuciones, y para perdonar y ser perdonado, pues el
perdón tampoco es obra nuestra. Y hallamos la paz con nosotros mismos, al dejar de ver
nuestras miserias como producto de nuestras acciones.
No se trata de una actitud de concordia meramente espiritual. Se traduce en una praxis
concreta donde toda distinción y separación por raza, religión, sexo, clase social, etc.,
desaparece (Gal 3,28).
5.2.4. Reconciliación y expiación
A la hora de juzgar en que medida la muerte de Cristo en la cruz es o no un sacrificio
expiatorio por nuestros pecados, González analiza las diferentes interpretaciones existentes en
el Nuevo Testamento sobre el carácter salvífico de la muerte de Cristo.
60 I. ELLACURÍA, “Por qué muere Jesús y por qué le matan”, Diakonía 8 (1978) pp 65-75 61 A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 308
45
a) La de “compra”: nuestra liberación fue comprada a alto precio (1 Co 6,20: 7,23; Gal
3,13), la sangre de Cristo.
b) La de “rescate”, en sentido análogo al que tenía el rescate para librar un esclavo o
recuperar algo dado en prenda. El término usado para esto en la biblia griega tiene la
connotación de “expiación”, quien merece un castigo puede eludirlo pagando un rescate
para anular la deuda. La frase de Mc 10,45 en el que Jesús afirma que ha venido “a dar su
vida por muchos” tiene probablemente sentido expiatorio.
c) Sustitución (2 Cor 5,21; Rm 8,3): Esta idea, emparentada con la del “siervo de Yahvé”, es
también un aspecto propio de toda expiación, en la que alguien o algo sustituye a la
autentica victima en el pago de sus delitos. Aunque existen otros sentidos del término
carentes de este significado expiatorio, como el del buen pastor (Jn 10,11) donde “dar la
vida por las ovejas” trae su causa del amor y no de pecados cometidos.
d) Sacrificio: interpretado, las más de las veces como sacrificio expiatorio (Rm 3,25).
Pero existen en el NT otros conceptos interpretativos de la muerte de Jesús sin ese
sentido de expiación. Es el caso de la “reconciliación” (Rm 5,10; Col 1,21-22), término que
no se usa en el ámbito del culto y los sacrificios.
En ese repaso por las diferentes maneras de enfocar este asunto que aparecen en la
Escritura, González nos muestra como aun teniendo un gran peso el sacrificio expiatorio, no
es el único modelo. La expiación, tal como tradicionalmente se ha entendido, en la versión de
San Anselmo, no puede dar hoy una cabal comprensión de lo acontecido en el Gólgota, pero
tampoco podemos eliminarla totalmente so pena de perder con ella algunos aspectos
esenciales de nuestra fe. Ella ofrece algunos aspectos positivos como el hecho de explicar
como la humanidad por si misma no puede restaurar la situación previa al pecado, y como la
muerte y resurrección de Cristo es causa de nuestra liberación. Sin embargo arrastra un gran
problema y es que en esta teoría Dios actúa sometido al esquema de la ley, algo que va en
contra de la fe bíblica. A diferencia de los hombres, Dios posee una infinita capacidad de
perdonar porque está por encima de esa ley. San Anselmo da al sacrificio de Cristo un
tratamiento muy similar al del resto de sacrificios del Antiguo Testamento.
46
González se inclina, a la hora de interpretar el sentido de la expiación, tal como
aparece en el Nuevo Testamento, por la idea de reconciliación, que recoge en si misma todas
las otras imágenes explicativas, ya mencionadas, del misterio pascual, y porque muestra
como Dios actúa al margen del esquema de la ley para liberarnos del mismo.
En este sentido la reconciliación de la humanidad con Dios, operada en la cruz de
Cristo, es, en cierta forma, una expiación, tiene todos los elementos de los sacrificios
expiatorios del Antiguo Testamento: la victima sin mancha, una muerte sangrienta, unos
pecados a ser perdonados y una sustitución. Pero, por contra, posee unas peculiaridades que
le apartan del sentido normal dado a los sacrificios expiatorios; éstos se insertan en el
esquema de la ley, donde Dios aparecía como garante. Aquí el supuesto garante es la victima,
con lo que el esquema de la ley queda arrasado.
“La expiación de Cristo no es una expiación como las demás puesto que su expiación
termina con el esquema de la ley…no es una expiación por pecados particulares sino una
expiación del pecado fundamental de la humanidad”62.
Y como consecuencia es una expiación definitiva, que vuelve inservible cualquier
otra. Todo esto marca distancias abismales entre la cruz de Cristo y otros sacrificios
expiatorios.
En definitiva, la cruz muestra como para Dios es más importante el amor que la
justicia (justicia retributiva) o que la justicia de Dios es expresión de su amor.
La centralidad de la cruz en la cristología de A. González hace que de ella se deriven
todas las otras formulaciones esenciales del cristianismo.
- Así, por ejemplo la de la divinidad y humanidad de Jesucristo: para que exista
autentica liberación del pecado de Adán, es imprescindible sostener que Jesús
era Dios y hombre verdadero. Si Dios se hubiera limitado a apoyar la causa
de Jesús pero sin estar realmente en él la lógica adámica no habría sido
cancelada. La interpretación que González hace del dogma de Calcedonia, y
del resto de enunciados fundamentales de nuestra fe, no se apoya en
disquisiciones de tipo metafísico, ni las reduce a apelaciones a nuestra
existencia concreta. Su enfoque es soteriológico. La comprensión de la praxis
liberadora de Cristo que culmina en la cruz exige entenderlo como
62 Ibid. p. 322
47
plenamente hombre y plenamente Dios. Esa identificación de Dios con Jesús
es primordialmente resultado de un hecho salvífico de aquél.
- La preexistencia o el nacimiento virginal: Si Dios se identificó con Cristo no es
posible marcar para ello un momento determinado, pues el tiempo forma
parte de la creación y el totalmente Otro transciende toda temporalidad. Si
Jesús consiguió vivir sin estar sometido al esquema de la ley, y si consiguió
librarnos del mismo, fue porque procedía de Dios, de lo contrario, si fuera
producto de esfuerzos exclusivamente humanos, o de logros biológicos, no
habríamos salido de dicho esquema.
- El señorío de Cristo supone también que se aplica a Jesús, el mismo titulo
propio de Dios, y con ello reina sobre la creación. No es una cuestión
puramente ideal, teórica, sino que conlleva que allí donde se reconoce como
Señor, se diluyen todas las diferencias (Col 3,11), todos los privilegios.
5.3. La Resurrección
- La resurrección también es una consecuencia lógica de nuestra opción tomada. Si
Dios se identificó con Cristo, la muerte ya no le podía retener. La
resurrección se deduce de la cruz. Creer en Jesús resucitado es creer en el
carácter salvífico de la cruz y no al revés.
González crítica aquellos modos de presentar la resurrección como una
intervención a posteriori de Dios, declarando justo a Jesús y confirmando su
vida y obras. Parecería que Dios rehabilita a Jesús, injustamente condenado
En este sentido no se anularía el esquema de la ley, más bien lo confirmaría
pues los justos son salvados mientras el resto perece. Hay en esta crítica una
alusión a Jon Sobrino, cuando éste afirma “Si Jesús ha resucitado, entonces
Dios ha confirmado su predicación y vida concretas, incluida su muerte de
cruz”63. Y se podría hacer extensiva a otras obras de la teología de la
63 J. SOBRINO Cristología desde América Latina México, Ed. CRT,1977,p. 202
48
liberación64. González no niega que la resurrección sea una expresa
manifestación a favor de Jesús, pero esa manifestación no es una
“aprobación” de su vida terrena, sino una identificación con el maldito que
cuelga del madero.
- El mismo hecho de que no pueda probarse científicamente la resurrección de Cristo
es en si mismo un dato teológico: ante quienes condenaron a Jesús no hay
confirmación de que él era un justo ante Dios. No es lo mismo hecho
histórico (aquél del que se conoce por métodos históricos) que hecho real
(todo lo acontecido, que incluye y rebasa lo histórico). Lo real va más allá de
lo que puede ser objeto de una experiencia sensible. La resurrección, en tanto
paso de la muerte a la vida no es constatable históricamente. Lo que es
histórico es la tumba vacía y las apariciones. Si existiera prueba fehaciente,
Dios estaría mostrando que Jesús no merecía su suerte y no nos hubiera
liberado del esquema de la ley. Ese es el sentido del sepulcro vacío. Esa
desaparición supone un hiato en la cadena de sucesos naturales. Queda al
margen de la ciencia, que se apoya en el determinismo universal de los
fenómenos65. Pero ese determinismo aplicado a nuestra praxis y su
justificación conduce a la ausencia de libertad. Gracias al sepulcro vacío
podemos buscar el sentido de la vida y de la libertad humana más allá de la
cadena de causas y efectos. Eso es lo que quiere expresar las palabras de
Jesús a Tomás “porque me has visto, Tomás, has creído, bienaventurados los
que no vieron y creyeron”. Solamente desde la fe, solo quien cree sin pruebas
que Dios se identificó con el crucificado y que por tanto resucitó realmente,
puede captar el fin del esquema de la ley66. Porque lo que haría una prueba
científica de la resurrección es precisamente lo contrario: confirmar tal
esquema. 64 “La resurrección de Jesús es presentada más bien como la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de los hombres”. J. LOIS, Mysterium Liberationis , Madrid, Trotta, 1990, vol. I, p.246 65 Cf. E. POUSSET, "La résurrection", Nouvelle Revue Théologique, 91 (1969), 1009-1044, condensado en Selecciones de Teologia vol . 11 (1972) pp. 234-239 66 “ Todo intento de probar directa o indirectamente la accesibilidad científica de la resurrección menoscaba el sentido fundamental de lo sucedido en la muerte y resurrección de Jesucristo”. A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 292
49
- Igualmente es esencial para nuestra fe que la resurrección sea un hecho real. Si Dios
no se identificó con la realidad completa de Jesús (incluyendo su cuerpo) no
hay liberación del esquema de la ley. Si Dios se identificó con Cristo,
entonces no podía ser retenido por la muerte. Aquellos que relativizan ese
“realismo” de la resurrección, bajo la coartada de que lo importante era la
continuidad de la causa de Jesús, no hacen sino mantener un dualismo de tinte
platónico.
- La resurrección es, en fin, un hecho real, pero como hemos dicho no históricamente
verificable, sino escatológico, porque Dios, lo último de la historia y el
universo, aparece en la historia, y es histórico pues altera radicalmente las
posibilidades abiertas a sus seguidores (historia como dinamismo práxico de
apropiación y entrega de posibilidades). A diferencia de Pannenberg, el punto
de partida para encontrar el sentido de la historia no es la escatología, sino
que es la identificación real e histórica de Dios con Jesús la que nos lleva a la
escatología.
En resumen, es la indisoluble conjunción de cruz y resurrección lo que ayuda a
entender esta última. La gloria del Resucitado, como revela el evangelio de Juan se manifiesta
ya en la cruz de Jesús. Dios no convalidó con la resurrección el “buen hacer” de Jesús en su
vida sino la quiebra del esquema de la ley, iniciada con la praxis de Jesús.
6. EL REINADO DE DIOS ES UN REINADO TRINITARIO 67
Huyendo de toda especulación teológica, González se pregunta por el significado de la
Trinidad parea las comunidades cristianas, especialmente en lo que atañe a los más pobres y a
la transformación de este mundo.
67 Cf. A. GONZÁLEZ, Trinidad y Liberación. La teología trinitaria considerada desde la perspectiva de la teología de la liberación, San Salvador, UCA, 1994, y “El Reinado trinitario del Dios cristiano”, en Senderos 71 (2002), pp. 203-221, reproducido en M.M.. Muggler (ed.), A esperanza dos pobres vive. Coletanea em homenagem aos 80 anos de José Comblin, São Paulo, 2003, pp. 459-469
50
González se desmarca claramente de la propuesta de Boff, y que aparece con
frecuencia en otros representantes de la teología de la Liberación. Frente a la trinidad
entendida como modelo de comunidad interpersonal, modelo de reino de Dios, que sirve
como horizonte utópico y mecanismo crítico a las realidades existentes, nuestro autor lamenta
que aquí Dios no aparece en su praxis salvadora sino como quien da a conocer un modelo,
como revelador de un proyecto. No se dice con claridad de que forma Dios está actuando
trinitariamente en la historia. Y lo que es más grave, no se ofrece una sólida fundamentación
de una opción hermenéutica central de la teología de la liberación: la perspectiva del pobre. Y
esto es algo que solo cabe explicar trinitariamente. Dios no solo nos concedió un modelo de
comunidad sino que se entregó a si mismo en el Hijo por el Espíritu.
Para A. González, es fundamental no solo comprender trinitariamente la acción
liberadora del Padre en la cruz de Cristo sino también la continuación de esta acción en la
historia por el Espíritu.
Por eso para hablar de la Trinidad tenemos que partir de la experiencia de liberación
que hoy el Espíritu proporciona, experiencia que no deja de lado la cruz del Hijo ni la
experiencia de fraternidad derivada de sentirse hijos de un mismo Padre.
Para exponer como es precisamente un Dios trino el que nos libera, parte del misterio
central de nuestra fe: la vida, muerte y resurrección de Cristo. Cristo rompió con la lógica
adámica de autojustificación declarando a los excluidos del sistema como preferidos de Dios
y anunciando la bondad de un Dios Padre que hace salir el sol sobre justos e injustos. Esto
lleva a un conflicto con los poderes que termina en la cruz. Dios no interviene.
Por tanto su enfoque es ante todo narrativo, histórico: parte de la encarnación del Hijo
como máxima manifestación de la solidaridad de Dios con la humanidad en la historia. Se
hace presente en una historia concreta y en un contexto social determinado. Hay que tener en
cuenta que la confesión de la divinidad de Jesús no nace de un análisis de su naturaleza divina
sino de su praxis histórica (siendo la cruz consecuencia de esa praxis, y que lleva a la
confesión del centurión en Mc 15,34). Si Dios realmente se encarna realmente en Jesús de
Nazaret, su suerte final también debe afectarle realmente. El hecho de afirmar que en verdad
Dios sufre no puede entenderse como una hipostización o eternización del dolor como dice
51
Boff en crítica a Moltmann, sino que Dios al hacerse hombre sufre en toda su realidad
humana.
La encarnación es entendida como presencia de la actividad de Dios en la historia de
Jesús. Concebir a Dios como actividad, en lugar de cómo naturaleza, nos remite a la praxis de
Jesús para saber como es esa divinidad que se acerca al ser humano. Y a este respecto
tenemos que decir que la praxis de Jesús es filial, basada en el amor de Dios al mundo y en el
deseo de introducir a todos los hombres en ese amor del Padre, que en ningún caso es neutro
sino parcial a favor de los marginados. Y además es praxis espiritual en cuanto Jesús recibe
el Espíritu Santo que estará con él a lo largo de su misión, de la cual esos pobres y oprimidos
son sus primeros destinatarios.
La cruz es la culminación y consecuencia de la praxis libertadora de Jesucristo, por
eso es el lugar para experimentar la solidaridad de Dios con los pobres.
En el abandono que ahí Jesús experimenta no hay conflicto sino ruptura de una
determinada imagen de Dios que premia a los buenos y castiga a los malos. Dios aparece
como aquel que está con los presuntamente olvidados de Dios. Él está con los crucificados de
la historia como hijo que comparte su dolor pero también como Padre que no asume la justicia
de este mundo como su propia justicia sino que lo cuestiona al permitir la maldición histórica
de su Hijo.
Para que eso acontezca se requiere que no exista separación entre Padre e Hijo, y esa
unión se realiza a través del Espíritu Santo que resucitará al Hijo. El silencio de Dios no es,
contra lo que dice Moltmann, verdadero abandono del Padre sino descubrimiento de su
autentica faz.
Solo si Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo es posible que el esquema de la ley pierda
su ascendencia sobre nosotros, y tal perdida solo puede acontecer por la fe, que no es merito
nuestro sino don del Espíritu. De ahí la trinitariedad de nuestra fe, por la fe podemos
participar de la relación del Hijo con el Padre.
Esta liberación, supone que sobre los creyentes no reina ningún otro poder salvo
Cristo. Y se trata de un reinado, posibilitado por el Espíritu, que no es ninguna entidad
espiritual o una utopía dilatada para el futuro, sino una realidad histórica que acontece allí
donde los seguidores de Cristo, por la fe, constituyen una comunidad donde se vive el
52
compartir, la reconciliación, la igualdad y la superación de la pobreza. Es un dinamismo que
ya esta actuando en la historia.
Así propuesta, la Trinidad es más que un modelo, es la manera como Dios va
plasmando en la historia su comunidad, una manera que opera desde ya y desde abajo. Por eso
es esperanza para los pobres, porque ellos pueden ya empezar a experimentar en esas
comunidades el reinado de Dios.
53
CAPITULO III
LA COMUNIDAD CRISTIANA: ÁMBITO DONDE DIOS REINA
Hemos visto como con Jesucristo, al acabar con el esquema de la ley, se quiebra el
fundamento de toda opresión. La cuestión es de qué manera eso tiene eficacia sobre nosotros.
Aquí la respuesta es clara: a través de la fe, que nos llega por el anuncio del evangelio. Esa
salvación, manifestada en el hecho de que ahora es Dios quien reina sobre nosotros, solo
puede tomar cuerpo, y transmitirse, en un cuerpo social: las comunidades cristianas, como
nuevo Pueblo de Dios, ámbito de nuevas relaciones sociales que transparentan el sentido
último de la historia.
1. LA LIBERACIÓN ALCANZA NUESTRA PRAXIS: LA JUSTIFI CACIÓN POR LA
FE
1.1. La fe de Jesús
Con la muerte y resurrección de Jesús la buena noticia del anuncio del Reinado de
Dios se completa: ahora ese reinado de Dios se ejerce a través del señorío de Cristo y se hace
posible la verdadera justicia. Esa justicia que se realiza ya en las comunidades cristianas solo
se hace posible por la fe. Pero ¿Cómo entiende esto Antonio González?
Él subraya el hecho de que Jesús aparece en la Carta a los Hebreos como el iniciador
y consumador de la fe (Heb 12,2), y como la fe de Jesús se pone especialmente de manifiesto
en la cruz. Este tema, de la fe de Jesús, suscitó no pocos recelos y resistencias en la historia de
la teología. La opinión de santo Tomás68 en este punto es ilustrativa. Entendiendo por fe el
conocimiento de aquellas verdades precisas para la salvación y que no pueden alcanzarse por
la razón natural, afirma que el Hijo de Dios, estando siempre en constante visión de Dios, ya
tenía pleno conocimiento de todo. González rebate esta tesis pues aceptarla cuestionaría la
68 Tomas de Aquino, Summa Theologica III, q.7, a.3
54
plena humanidad de Cristo, además de que es inconciliable con aquellos pasajes de la
Escritura que muestran a Jesús sin un total conocimiento de los designios de Dios (Mc 13,32).
Asimismo hay que señalar que la concepción bíblica de fe no pasa por la mera aceptación de
algunas verdades, sino que alude más al sentido de confianza, fidelidad, apoyarse en alguien.
Toda la vida de Jesús es un continuo ejercicio de confianza y fidelidad al Padre.
La Teología de la liberación ha estudiado profusamente este aspecto de la fe de Jesús
en tanto nos enseña un verdadero modo de creer y confiar en Dios, porque “es útil
pedagógicamente para recalcar lo verdaderamente humano de Jesús y, a la inversa, para
presentar lo que debe ser verdadera fe humana”69. Pero González va más allá. Reconociendo
que Jesús muestra las posibilidades del ser humano que por la fe se libera del esquema de la
ley, le interesa demostrar que la importancia de la fe de Cristo radica en que es ella la que nos
justifica.
Pablo, en varios pasajes, relaciona directamente la fe de Cristo con nuestra propia
justificación. Con todo, González reconoce que la formulación en griego de pístis Iesoû
Christoû es ambigua y puede indicar tanto la “fe en Cristo” como la “fe de Cristo”. Después
de un exhaustivo análisis de los pasajes donde tal expresión aparece, afirma, sin género de
dudas, que debemos inclinarnos por entender que se trata de un genitivo subjetivo y que, por
tanto, es la fe de Cristo la que nos justifica. Esta interpretación recalca con mayor claridad el
papel de Cristo en nuestra salvación y realza la importancia de la vida y la fe de Jesús en ella.
Se conecta así cristología y soteriología, al ser la fe de Cristo el fundamento de
nuestra justificación. Y se constata la importancia de la historia de Jesús de Nazaret y de su fe,
para nuestra salvación. Recalca que la fe de Jesús se muestra sobre todo en su entrega en la
cruz, la cual es el acontecimiento justificador en cuanto tal70, porque es allí donde se
manifiesta la fidelidad de Jesús al Padre, aceptando la supuesta reprobación por el esquema
de la ley como posible voluntad de Dios.
Con esa fe de Jesús aparece por primera en nuestra historia un nuevo modo de
justificación, al margen del esquema de la ley (Rm 3,21-22). Y es esa misma fe de Cristo la
69 J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, p. 203 70 Cf. A. GONZÁLEZ “La fe de Cristo”, Revista latinoamericana de teología 28 (1993) pp. 63-74 (aquí, p. 74)
55
que manifiesta la fidelidad de Dios para con la humanidad, que reconcilió, en Cristo, al
mundo consigo. Es una justificación que no depende de nuestras fuerzas, es puro don de Dios
que de esta forma anula cualquier posible condenación que pesara sobre nosotros.
1.2. La fe de los cristianos
Pero esa justificación que opera objetivamente fuera de nosotros, en la muerte y
resurrección de Cristo, precisa alcanzar nuestra praxis y para ello debemos creer que Dios
estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo. Nosotros recibimos esa justificación por la
fe. Y para ello es imprescindible la predicación del evangelio, del que el kerigma constituye el
centro. González tiene cuidado en subrayar que, transmitiéndose lingüísticamente, lo que nos
libera del esquema de la ley no es una dimensión pragmática del leguaje sino el hecho real de
la identificación de Dios con Cristo71 que se nos comunica a través de la Palabra. Aquí hay
una positiva valoración de las teologías hermenéuticas de Fuchs y Ebeling, dejando bien claro
que González el lenguaje está necesariamente vinculado con las formas de vida o praxis
humana, y que la palabra de Dios es la realidad entera de Jesús y no solo su discurso.
Ese evangelio que se nos anuncia es buena noticia, sobre todo para quienes, desde los
márgenes de la sociedad, parecían estar castigados por Dios. El contenido del evangelio va
más allá de mostrarnos a Jesús como modelo de ser humano, entregado a los demás, porque lo
único realmente liberador es lo que nos dice el kerigma. Esto no significa, bajo ningún
concepto, un menosprecio u olvido de la actividad y el discurso de Jesús, de su vida como un
todo, ya que es precisamente esa forma de ser y de vivir la que lo lleva a la muerte en cruz.
Pero son la cruz y la resurrección las que obran el perdón y la salvación. El énfasis que coloca
en este punto Antonio González, trata de marcar distancias con algunas opiniones dentro de la
teología de la liberación para las que la buena noticia residiría primordialmente en la manera
de ser y de vivir de Jesús (su amor, su misericordia, su fidelidad…). En esta línea J. Sobrino
afirma que
71 Cf. Ibid., p. 341
56
“De la persona de Jesús, muerto y resucitado, el Nuevo Testamento dice que
trae salvación, que fue ‘entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra
justificación’, lo cual es una buena noticia. Esto, sin embargo, con ser fundamental, es
derivado. Presupone una realidad que ya ha acaecido y que ha sido captado en una
experiencia primaria: la vida y por lo que toca a la buena noticia, esto quiere decir que
todo se decide, en definitiva, en el impacto que causó aquel Jesús de Nazaret, …Es
cierto que el kerygma incluye y hace central el destino de Jesús como eu-aggelion:
pero aquí, el eu-aggelion es ya una interpretación-positiva-del destino de Jesús, y por
ello tiene un carácter derivado y doctrinal” 72.
González insiste en que no cabe en ningún caso separar el Jesús histórico del Cristo de
la fe. Lo que ahora se anuncia, la salvación y el perdón de los pecados por la muerte y
resurrección de Jesucristo, no es diferente del anuncio del reinado de Dios, que es ahora
cuando comienza a ser ejercido por Cristo.
De hecho, la palabra “evangelio”, como la de “reino”, no tiene un significado
individual sino profundamente social. Alude a aquella proclamación, de importancia pública,
que es enviada por un mensajero y es celebrada al ser recibida.
En tanto confiamos en que Dios anuló, en la cruz y resurrección de Cristo el esquema
de la ley, nuestra praxis será alcanzada por la justificación de Dios. Esa fe en Cristo no es
obra nuestra, de la que podamos gloriarnos, sino obra del Espíritu Santo en nosotros. Es él
quien hace posible que anunciemos y acojamos algo que no puede deducirse de nuestros
conocimientos humanos: que la muerte y resurrección de Jesucristo nos ha liberado del
pecado fundamental de la humanidad. Precisamente, el hecho de que en el Nuevo Testamento
el Espíritu Santo sea considerado divino nos indica como esa liberación que se realiza en
nuestra praxis por la fe, solo puede ser acción de Dios y no de nuestros esfuerzos.
Por eso la predicación del kerygma es autentica Palabra de Dios con capacidad de
transformar a aquel que lo acoge. Y esa misma acogida por la fe también es, en si misma,
72. J. SOBRINO, “Reflexiones sobre la evangelización en la actualidad” Revista Latinoamericana de Teología 39 (1996) pp. 288-289. Si bien la posición de Sobrino en este punto está más desarrollada, al referirse a las tres acepciones de eu-aggelion y explicar el modo de ser de Jesús como eu-aggelion, en La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid, Trotta, 1999, pp. 302-313
57
acción del Espíritu. Esa aceptación nos hace participes de la misma fe de Cristo y por ella
participamos de de su relación con el Padre.
Es esto lo que nos posibilita una nueva praxis, transformada en todas sus dimensiones,
también las corporales. Porque participamos de la misma muerte y resurrección de Cristo,
abandonamos el esquema de la ley, y podemos experimentar la nueva vida.
Esa vida libre de la lógica adámica nos permite confiar en que la muerte no será el
pago de nuestros intentos de autojustificarnos y nos da la esperanza de la completa derrota
futura de ese esquema, ya iniciada con Jesucristo. También nos capacita para unas relaciones
humanas marcadas por la gratuidad, y la libre entrega a los otros, con un amor universal pero
concretamente dirigido a los excluidos. Y con un amor especialmente presente entre todos
aquellos que viven liberados de ese pecado fundamental.
Es en la comunidad cristiana donde se alcanzaría un grado de comunión, de
entendimiento mayor. González resalta, apoyándose en G. Lohfink, la diferencia en la
terminología empleada por el nuevo testamento para referirse al amor entre los creyentes o
para referirse a los no cristianos. Exceptuando la referencia al amor a los enemigos, cada vez
que se habla de amor (ágape) alude al amor al hermano en la fe, al amor fraterno dentro de las
comunidades. Y eso no era traicionar el mensaje de Jesús. Porque en las distintas epístolas se
sigue hablando de “bendecid a los que os persiguen”(Rm 12,14; 1 Pe 3,9), “sin devolver a
nadie mal por mal” (Rm 12,17), “si tu enemigo tiene hambre, dale de comer” (Rm 12,20). A
esto se refería Jesús al hablar del amor a los enemigos. Pero lo que estaba en el trasfondo de
aquellas palabras de Jesús era el Antiguo Testamento, donde prójimo, era en primer lugar el
vecino, el hermano en la fe, y ciertamente amplia el término hasta englobar a todo aquel que
pase necesidad, pero en ningún caso supone una universalización abstracta y genérica73
Y todo esto porque la fe misma no es algo que acontece dentro de la interioridad del
ser humano y que le capacita para obrar exteriormente conforme el amor de Dios, sino que en
si misma es un momento intrínseco de nuestra praxis, la cual nunca es puramente individual,
73 Cf. G. LOHFINK Como Jesús quería as comunidades? São Paulo, Paulinas, 1987, pp. 147-159
58
sino social e histórica. Creer que Cristo acabó en la cruz con la lógica retributiva capacita para
salir de nuestros intereses y entregarnos a los demás; creer eso conlleva obras, pero no obras
de la ley, no obras en las que se puede esperar algo a cambio, sino obras que nacen de haberse
fiado de Dios. La fe está unida a obras, aunque no sean esas obras las que nos justifiquen. No
cabe la separación entre ambas, y mucho menos desde la perspectiva práxica con que se
aborda el tema. Así, Pablo nos muestra como la fe de los tesalonicenses se deja ver
exteriormente, convirtiéndose en “modelo para todos los creyentes de Macedonia y
Acaya…Partiendo de vosotros, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en
Dios se ha difundido no solo en Macedonia y Acaya, sino por todas partes…”(1 Ts 7-8).
Precisamente, a la luz de las cartas paulinas, especialmente la Carta a los Romanos, la
justificación hace de los seres humanos, personas capaces de obrar justicia74 (Rm 8,4),
entrando en un nuevo orden de vida, por la fe, y haciendo de sus miembros “armas de
justicia” (Rm 6,13).
Y no puede afirmarse que en Pablo se opera ya un desplazamiento de interés y que su
concepto de justificación por la fe excluye cualquier preocupación ética y social. La
justificación, en Pablo, posee una dimensión social muy marcada. Se apoya en las tesis de
Yoder75 (quien a su vez se basa en los trabajos exegéticos de Krister Sthendhal y Markus
Barth), de que el marco de fondo de Gálatas, al referirse al tema de la justificación, era si
judeo-cristianos y pagano-cristianos deberían vivir juntos en una sola comunión. Ser
justificado es ser preparado en y para esa relación. Justificación se equipararía así a
pacificación o reconciliación entre los hombres.
La identificación de Dios con Jesús manifiesta su solidaridad con las víctimas, y desde
ahí todas ellas pueden sentirse justificadas gratuitamente. Es la práctica de esa solidaridad lo
que hace de la justificación algo real y encarnado en el mundo.
La fe, por si misma, supone una transformación de las estructuras e instituciones en las
que se mueven los creyentes. Desde aquí podemos comprender la relación intrínseca entre fe
y justicia. El Reinado de Dios se plasma ahora, por la liberación acontecida en Jesucristo y
74Cf. E. TAMEZ, Contra toda condena. La justificación por la fe desde los excluidos, San José de Costa Rica, DEI, 1991, p. 129 75 Cf. J.H. YODER, The politics of Jesus, Michigan, Grand Rapids, 1978, pp. 212-217
59
por la acción del Espíritu derramado entre los creyentes, en las comunidades cristianas, como
sociedades alternativas, liberadas del esquema de la ley y donde se hacen posible nuevas
relaciones sociales.
2. LAS COMUNIDADES CRISTIANAS
2.1 Una novedad que suscita conflicto
Los primeros cristianos, reunidos en comunidades con fuertes lazos de solidaridad,
rechazaban carreras convencionales dentro del Estado, medio de ascenso social y honras
cívicas. Creían que las bases del imperio estaban minadas pues acreditaban en Jesús
resucitado en quien estaba el poder real de este mundo. Era una red de personas pobres y
comunidades marginales que cualquier gobierno hubiera tenido problemas para reconocer
como “religión”76. Algunas comunidades especialmente pobres, como la de Macedonia,
experimentaron que participar del Reino de Dios, ofrecía a sus pobres habitantes un medio de
fortalecerse y afrontar las dificultades. Estando excluidos de la participación en los asuntos
cívicos de la colonia romana de Filipos, ellos podían considerarse ahora ciudadanos de pleno
derecho, en igualdad de condiciones, dentro de ese Reinado de Dios77. En ese contexto las
asambleas cristianas surgieron como comunidades alternativas deseables.
Anunciar a Jesús como el Cristo supone, como dijimos, que Jesús reina, que es rey
(Hec 17,6-7), y que su reinado no basado en el poder sino en la fraternidad y el servicio (Flp
2,7). Ese reinado esta dirigido preferencialmente a los más pobres. No se trata, recalca
González, de que los primeros cristianos optaran por los pobres sino que eran
mayoritariamente pobres, que Dios, en Jesucristo, se ha identificado con ellos, que el reinado
de Dios les pertenece y ellos son, de hecho, los que componen las primeras comunidades.
76 Cf. R. A. HORSLEY y N. A. SILBERMAN, A mensagem e o reino, São Paulo, Loyola, 2000, p. 20 77 Cf. Ibid., p. 163
60
No es reinado exclusivamente interior ni individual, precisa de alguien sobre quien
reinar por eso es perceptible y toma cuerpo en la comunidad: “el Reino de Dios está entre
vosotros”, “ en medio de vosotros” 78. Esa visibilidad del Reino que comienza, desestabiliza,
causa trastornos a los que dominan el mundo. Hec 17,6-7 relata como acusaban a los
cristianos diciendo “esos que han revolucionado todo el mundo se han presentado también
aquí, y Jasón les ha hospedado. Además, todos ellos van contra los decretos de Cesar y
afirman que hay otro rey, Jesús”. El Reinado de Dios presenta un claro conflicto con los
sistemas políticos vigentes en el mundo
Es en esta relación entre anuncio del Reinado de Dios y la vida de las primeras
comunidades cristianas, donde Antonio González trata de dar respuesta a algunos de los
interrogantes teológicos de nuestro tiempo. Como bien dice Comblin79, el problema de la
teología de la liberación no proviene de un enfrentamiento del cristianismo con una realidad
exterior (como pudiera ser el ateismo al que procuraban responder algunas teologías
centroeuropeas), sino del interior: el problema es definir en que consistía el cristianismo de
los primeros tiempos, descubrir porque cambió, y desde ahí ver la posibilidad de recuperar
algunas de sus líneas fundamentales, en la medida en que hoy sean aplicables. Esto es lo que
procura hacer González.
La esencia del cristianismo es inseparable de las expresiones en las que se ha
encarnado en la historia, y es preciso discernirlo en las mismas80. Reconociendo que ninguna
de esas concreciones históricas es plena, González piensa que una mirada a las primeras
comunidades nos puede ayudar a encontrar algunos de los rasgos identificadores del
cristianismo, y que éstos a su vez nos darán pistas para afrontar los desafíos del mundo actual.
78 Así traduce la expresión “entós hymôn” de Lc 17,21…El anuncio del Reinado de Jesús, el Mesias 79 Cf. J. COMBLIN, Cristãos rumo ao seculo XXI.Nova caminhada de libertaçãao, Paulus, São Paulo, 1996, p. 370 80 Cf. C. PALACIO “A originalidade singular do cristianismo” en Perspectiva Teologica 70 (1994), pp. 311-339 (aqui pp 337-338)
61
2.2. El anuncio del Reinado de Dios después de la Pascua: ¿olvido o profundización del
mesianismo de Cristo por parte de las primeras comunidades?
El Reinado de Dios no irrumpe con la resurrección sino ya con la actividad de Jesús;
los títulos que después aplicaran a Jesús no son sino la interpretación que la comunidad hace
de ese Jesús prepascual abriendo el Reino en nuestra historia. Suponen la afirmación
indubitada de su soberanía real. Tales títulos cristológicos (Mesías, Hijo de Dios, Señor…)
tienen un claro significado social e histórico que entronca con el Reinado de Dios, que ahora
continúa anunciándose, pero ahora ejercido por Jesús, y lo ejerce en lugar del Padre, pero no
en lugar de Dios, porque es Dios mismo. Cuando se olvida la función a la que remitían esos
títulos fácilmente tales denominaciones se convierten en conceptos metafísicos. No existe
Cristo sin reinado.
La divinidad de Jesús se enlaza en el NT con su condición real, su condición de
Mesías, como vemos en Heb 1,8-9, que remite al pasaje de Ezequiel (Ez 34,) donde Dios
anuncia que el mismo apacentará su rebaño y que al mismo tiempo una figura mesiánica sería
el nuevo gobernante.
A. González rebate la tesis según la cual el anuncio del Reinado de Dios que Jesús
hizo, fue olvidado y sustituido, tras su muerte, por el anuncio del propio Jesús como Mesías.
No se dejó de anunciar explícitamente el Reinado81 y, además, proclamar a Cristo como
Mesías no era más que la manera de continuar anunciando ese Reinado, ahora ejercido por el
mismo Jesucristo en nombre de Dios. No hay una traición respecto a esa idea central de la
predicación de Jesús, sino una prolongación coherente de la misma.
Así se opone a la tesis de que ya desde la resurrección de Jesús se produjera lo que J.
Sobrino llama de “desmesianización de Cristo”82. Sobrino entiende que la salvación
trascendente, al final de los tiempos, va ocupando el lugar de la salvación histórica, y que las
realizaciones concretas de los cristianos aparecían como meras exigencias éticas posteriores a
una fe ya formada. También lamenta el que esas esperanzas mesiánicas se dirijan solo al
individuo o a la comunidad, perdiéndose la idea de pueblo. Sobrino entiende que después de
81 Hec 14,22; 19,8;20,25; 28,23, Rm 14,17; 1 Cor 4,20; 1 Ts 2,12, etc. 82 Cf. J. SOBRINO “Mesías y mesianismos”, Concilium 245 (abril 1993), pp.133-157 y La fe en Jesucristo, ensayo desde las víctimas, Madrid, Trotta, 1999, pp.214-221
62
la resurrección, la salvación anunciada “no parece incluir ya un elemento central del
mesianismo: que la salvación “es salvación histórica de un pueblo oprimido, externa e
internamente” y que “desaparecen las esperanzas concretas de los pueblos en cuanto tales, lo
que hoy llamaríamos sus esperanzas sociales y políticas...”83.
Para González eso supone una inadecuada comprensión de la especial vinculación
entre fe y praxis, pues es imposible concebir aquella separadamente y con anterioridad
cronológica a ésta. Además, no existe esa pérdida de la noción de pueblo, sino que son esas
mismas comunidades las que se conciben ahora, a si mismas, como el pueblo en el que se
inician las realizaciones que Dios quiere para todos los otros pueblos.
Ese reinado se realiza, por lo tanto, en la historia, pero no se entiende según la lógica
política del mundo. Jesús no se adecuó a los modelos de mesianismo vigente en su época84, y
rechazó el deseo de la multitud de hacerlo rey (Jn 6,14-16). Su subversión no es política en el
sentido ordinario del término sino que va más allá minando la autoridad de las instituciones,
rompiendo el consenso, y poniendo en evidencia la poca credibilidad de aquéllas. Todo ello
partiendo de las consecuencias que la lógica imperante tenía sobre los marginados, sin aceptar
el poder o liderazgo alguno, denunciando así el carácter perverso de toda dominación.
De ahí que la exaltación de Jesús tras la resurrección no suponga una restauración de
la soberanía política de Israel (Hec 1,6-8).
83 Ibid., p. 215 84 Jesús radicaliza el mesianismo judío “expresando que un poder, aunque sea religioso, indiferente ante la desesperanza, la opresión o incluso la desviación, es un poder perverso. Pero Jesús subraya igualmente que la ideología mesiánica se halla contaminada por la misma lógica que la opresión: pretende conquistar el poder en vez de convertirlo, de hacerlo distinto” C. DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios. Ensayo sobre los límites de la cristología. Madrid. Cristiandad. 1985, p.160
63
2.3. Composición de las comunidades cristianas
Hasta mediados del siglo pasado existía una opinión coincidente en la mayoría de los
investigadores: en los inicios del cristianismo, sus miembros pertenecían a las clases más
bajas, formando una entidad bastante homogénea; era una religión de esclavos y oprimidos. A
partir de los años setenta esa convicción comienza a ser puesta en cuestión, en especial con
los estudios de G. Theissen y W. A. Meeks. Surge así un nuevo consenso que resume bien
otro de sus representantes, A. J. Malherbe: “una congregación paulina venía a ser
generalmente una muestra representativa de la sociedad”85 ; su composición era heterogénea
con una mayoría de pobres y una minoría más acaudalada, que, en opinión de Theissen serían
los miembros más influyentes y activos de la comunidad86. Este autor estima que los
discípulos de Jesús no provenían de los sectores más marginales, sino de clases medias, no en
el sentido que esa expresión puede tener hoy sino en el de aquella época (pescadores,
artesanos, recaudadores, eran personas con un mínimo de capacidad económica y posición
social suficiente para garantizar su subsistencia). Estos discípulos hacían renuncia voluntaria
de su pequeña propiedad, trabajo y vínculos familiares, para seguir a Jesús.
González, parte de una visión que acepta muchas de las tesis de este nuevo consenso
básico, pero desde una perspectiva crítica. Se apoya en los recientes estudios sociologicos
sobre el primitivo cristianismo de Stegemann87. Este autor considera que las renuncias que
hicieron los discípulos no eran voluntarias sino fruto de una situación desdichada y de su
necesidad de huida y liberación de la misma. Niega, asimismo, el que las primeras
comunidades fueran representativas de toda la sociedad pues no existen integrantes
pertenecientes a la aristocracia dirigente ni pobres absolutos, aunque si había una abrumadora
mayoría procedente de los estratos sociales inferiores88.
Sin embargo González va a matizar este punto, de Stegemann. No está tan claro que
no se integraran en las comunidades personas del último “escalón” social. El Nuevo
Testamento deja constancia de la situación de menesterosidad tanto de algunas comunidades
(Jerusalén, Macedonia…) como de grupos de cristianos concretos (el caso de la viudas, por 85B. HOLMBERG, Historia social del cristianismo primitivo, Ed. El Almendro, Córdoba, 1995, p. 81 86Cf. Ibid., p 66 87 Cf. Ibid., pp. 73-74 88 Cf. E. W. STEGEMANN y W. STEGEMANN, Storia Sociale del cristianesimo primitivo. Gli inizi nel giudaismo e le comunità cristiane nel mondo mediterraneo , Bolonia, Dehoniane Bologna, 1998, pp.526-529
64
ejemplo) que atravesaban graves dificultades de subsistencia, pero también expresa de qué
manera procuraron resolver su situación.
La misma carta de Santiago evoca las diferencias entre ricos y pobres, aunque no se
afirma que este desnivel afecte a la comunidad. Lo que si se dice es como actuar ante la
presencia de personas verdaderamente necesitadas. La fe se manifiesta, dentro de la
comunidad en compromiso solidario con los más empobrecidos, en obras que tienen que ver
con sus necesidades fundamentales89. Es interesante observar como la diatriba de St 2,14-26,
más que tratarse de una polémica fe-obras, aborda la cuestión de cómo se crea comunidad:
son las acciones concretas dirigidas a los hermanos y hermanas más desfavorecidos los que
edifican la verdadera comunidad cristiana90.
La aparente contradicción que aparece en Lucas, quien en su evangelio nos muestra la
predilección de Dios por los pobres, y en los Hechos de los Apóstoles donde éstos apenas se
mencionan, solo se disuelve si entendemos que en esas primeras comunidades se van
cumpliendo las promesas de Dios a los más débiles y la pobreza va siendo superada.. La
fuerte solidaridad interna conseguía mitigar los efectos de la pobreza severa.
Por otro lado, la existencia de algunos cristianos perteneciente a estratos más
acaudalados indica que el cristianismo no fue un “movimiento de clase”, aunque tampoco un
“corte transversal” representativo de todas las capas sociales. Más bien el Nuevo Pueblo de
Dios aparece como un nuevo modelo de sociedad en el que se logran transformar las
relaciones sociales. Y esto es todavía más importante que la procedencia social de los
cristianos. Analizaremos esto con más detenimiento.
2. 4. La vida interna de las comunidades: una transformación de las relaciones sociales
La tesis de A. González es que la formulación que encontramos en Gal 3, 28, “ya no
hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en
89 Cf. F. PIMENTEL, “Cobiça, resistencia e projeto alternativo.Uma aproximaçao sociolingüística e atualizante à carta de Tiago”, en Revista Biblica Latinoamericana 31 (1998) pp. 66-83 (aqui 72-73) 90 Cf. N.O. MIGUEZ, “Ricos e pobres: relações de clientela na carta de Santiago”, en Revista Biblica Latinoamericana , 31 (1998) p. 84-96 (aquí p. 94)
65
Cristo Jesús”, no es una mera declaración programática, sino la praxis concreta de las
primeras comunidades cristianas.
El contexto en el que se halla tal formulación no está referido a toda la humanidad
sino solo a la descendencia de Abraham, al nuevo pueblo de Dios bajo el señorío de Cristo. Si
no existe distinción entre los seres humanos, los privilegios de Israel sirven ahora para todos
los que creen en Cristo. La unión de gentiles y judíos, amos y esclavos, hombre y mujeres, se
inicia desde la célula básica de la sociedad: la casa.
2.4.1. La casa (oikos): inicio de una nueva sociedad
En el mundo antiguo grecorromano la casa era modelo de organización sociopolítica,
y base de las formas sociales de vida comunitaria. En el Antiguo Testamento, casa es
“expresión de identidad y organización comunitaria y solidaridad social, política y
religiosa”91. En el Nuevo Testamento, oikos se usa para referirse al lugar, a la comunidad
social de base, donde se originó y desarrolló el movimiento cristiano. Y será en la casa donde
se haga patente y desde donde se irradie la radical novedad de la alternativa cristiana, el
núcleo del ministerio y la misión del movimiento de los seguidores de Jesús.
González observa como esas nuevas comunidades eran llamados por los cristianos
“iglesias” (ekklesía). Y ese término es tributario tanto del concepto de asamblea del todo
Israel, como de la asamblea de ciudadanos de la polis griega, con todas las connotaciones
políticas que conllevaba92, como asamblea alternativa de ciudadanos. Pero, aquí sus
integrantes, no eran solo varones libres, sino también mujeres y esclavos. Precisamente esa
asociación a la casa explica porque la comunidad estaba compuesta por personas de
diferentes grupos sociales y porque la mujer pertenecía a ella en condiciones de igualdad. La
casa se convierte así en lugar de una nueva ciudadanía y espacio donde las comunidades
adquieren cierta autonomía económica que les permite vivir conforme sus principios. Esa
estrecha vinculación entre casa y comunidad cristiana hizo que el grado de relacionamiento
entre sus miembros fuera muy próximo, prácticamente de grado familiar. Por la fe se
91 J.H. ELLIOTT Um lar para quem nao tem casa. Interpretação sociologica da primeira carta de Pedro, São Paulo, Paulinas, 1985, p. 165 92 En este sentido coincide con R. HORSLEY, Paul and Empire: religión and power in roman imperial society, Trinity Press Internacional, Harrisburg,1997, p. 208
66
convierten en hermanos y hermanas en el Señor; la salvación en tanto era admisión a la
familia y concesión de un nuevo status, podía describirse como un acto de adopción filial93.
Sin embargo, González parece considerar solo los aspectos más positivos de la
influencia del oikos sobre la estructura comunitaria. Como bien puso de relieve N. Míguez la
casa, en el mundo antiguo, ofrecía un paradigma ambiguo: por un lado lugar de esperanza y
consuelo, por otro espacio donde la fuerte estructura patriarcal reafirma las relaciones
jerárquicas de dominio94.
El relevante papel que el derecho y la cultura romano-helenística concedía al pater
familias, daba a la familia una independencia jurídica, económica y religiosa que posibilitó su
protagonismo en la organización, movilización y sustentación del movimiento cristiano. Y de
ahí que las líneas de autoridad y relacionamiento de aquélla influyeran en éste. Probablemente
la estructura familiar de autoridad influyera no solo en los diferentes roles dentro de la
comunidad, sino también en la elección de los líderes. Así los jefes de las casas donde los
cristianos se reunían ejercieron funciones de responsabilidad. La subordinación a los que
ejercían la autoridad, característica del comportamiento familiar, también pasó a las
comunidades cristianas, si bien ya no se consideran como obligación de orden natural o social
sino consecuencia de la fe en Cristo.
2.4.2. Esas nuevas relaciones sociales suponen una ruptura y un éxodo frente a los
criterios del mundo
La causa última de la persecución a que fueron sometidos los primeros cristianos
radica en su comprensión de la realidad y del mundo en el que viven, de la que sus relaciones
internas son un claro exponente. El hecho de sentirse salvos, liberados, por la muerte y
resurrección de Jesucristo, les hizo entender cual es el verdadero poder. Desde ahí rechazan
muchas de las costumbres y hábitos de su cultura. La frase de 1 Pe 1,18 es bien ilustrativa:
“sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres…”.
Esa ruptura provocó la sorpresa y la crítica de sus vecinos. Reconocer como único Señor a
93 Cf. ELLIOT, op. cit., p. 179 94 Cf. N. MÍGUEZ, “Cristianismos originarios: Galacia, Ponto e Bitínia. Comunidades humildes, solidarias, esperançosas”, en Revista Bíblica Latinoamericana 29 (1998), p. 95
67
Jesucristo y tener a todos los demás dioses y poderes como falsos era ciertamente subversivo
y motivo de preocupación para las autoridades95.
Estas comunidades no son tanto resultado de esfuerzos personales de sus miembros o
de sus fundadores cuanto resultado del anuncio de la llegada de un “nuevo mundo”, una
nueva creación que transciende todas las polaridades (esclavo/libre, hombre/mujer, etc.) que
daban en la cultura antigua, cuenta del mundo, como vemos, por ejemplo, en la carta a los
Gálatas. Tales polaridades son consideradas en las comunidades cristianas como puramente
aparentes, y en ellas se proclama esta nueva realidad que nace, opuesta a la cultura dominante.
El Dios que abre, por la muerte y resurrección del Crucificado, esta nueva creación supera las
fronteras incorporando al extraño, al marginal, al débil, subvirtiendo todas las viejas
diferencias96.
Las llamadas “reglas domésticas” (Col 3,18-4.1; Ef 5,21-6,9) nos ofrecen algunas
pistas para descubrir las nuevas relaciones dentro de las comunidades cristianas. Una corriente
tradicional97 de pensamiento sobre este tema ha venido sosteniendo que estas reglas son una
muestra de cómo el cristianismo incipiente tuvo que confrontarse con el mundo de su época.
Se adoptaron normas y principios de organización familiar e intracomunitario derivados del
estoicismo, conjugándose con la tradición ética judaica. Tanto para aquellos que alaban este
realismo que consiguió inculturar el cristianismo en las categorías filosóficas y sociales de su
época, como para aquellos “progresistas” que critican el “acomodamiento” de Pablo a
concepciones vigentes que minusvaloraban a la mujer y mantenían la esclavitud, existió un
salto entre la ética de Jesús y la de la nueva iglesia, dado que aquella era irrelevante o
inadecuada para la naciente iglesia. En lo que se discordaba era en la dirección en que ese
salto se dio.
A. González, se separa de ambas posturas. Sigue la más reciente opinión98 que
considera que tales tablas domésticas son una autentica innovación, y que su novedad
provenía directamente de la praxis de Jesús. Mientras el estoicismo se dirige al hombre 95 Cf. ibid., pp. 98-99 96 Cf. J.K. RICHES, “Nem judeu nem grego. O desafio de construir uma comunidade religiosa multicultural” Concilium, vol 257 (1995), pp. 47-57 97 De la que Martin Dibelius es un precursor 98 Apoyada en autores como D. Schroeder y J.H. Yoder
68
dominante en la sociedad, y la única subordinación a la que se le insta es a la subordinación
con Dios o con el Estado, en el cristianismo la situación era bien diferente. La persona
subordinada en el orden social (esclavos, mujeres, etc.) a los que no se les reconocían status
alguno, es tratada como sujeto moral, con responsabilidad personal. Por otro lado ¿cómo
explicar ese llamado específico para que hijos y mujeres se subordinen cuando era algo que se
daba por obvio en aquella sociedad? Una explicación puede ser que, precisamente, la
incorporación a la fe cristiana de estas personas hizo que su situación de absoluta
subordinación fuera cuestionada y alterada, de ahí la necesidad de “apaciguar la rebeldía”. En
cualquier caso, el pedir que la subordinación fuera recíproca, era revolucionario.
Desde esta óptica, tales criterios de convivencia solo podían proceder del sentido que
para las jóvenes comunidades cristianas tenía la confesión de Cristo como Señor, y del modo
como eso impactó en sus oyentes99. Algo similar podemos deducir de la exhortación a las
mujeres cristianas de Corinto (1 Cor 11,2s.): si existió la necesidad de hacer esta
recomendación fue porque ellas, al escuchar el evangelio experimentaron la igualdad de todas
las personas en Cristo. Veamos esto en detalle.
2.4.3. Ya no hay distinción entre varón y mujer: ¿fin de las relaciones patriarcales?
A partir de los escritos del Nuevo Testamento, particularmente de las cartas paulinas,
puede deducirse la importancia de la participación que alcanzaron las mujeres en el
movimiento de Jesús. Estaban implicadas en el liderazgo misional y eclesial, antes e
independientemente de Pablo.
a) en el trabajo misionero
Las cartas de Pablo muestran a las mujeres, en pie de igualdad, consideradas como
“colaboradoras” (Prisca), “hermanas” (Apia), “diakonos” (Febe) y “Apóstola” (Junia). Cada
vez más, entre los estudiosos de los orígenes del cristianismo, comienza a reconocerse su
notable contribución a la expansión de la fe. El caso de Febe (Rm 16,1ss) es bien
significativo. Solo ella, en las epístolas paulinas, recibe carta de recomendación y los tres
99 Cf. J.H. YODER, The politics of Jesus, Michigan, Grand Rapids, 1978, pp. 163-192
69
títulos de “hermana”, “ prostatis” y “ diakonos”. Este último titulo, como insiste González, y
nos demuestra exegéticamente Schüssler-Fiorenza100, alude a una tarea específica de la
comunidad, de predicar y enseñar, con lo que Febe era sin duda maestra y misionera oficial de
la Iglesia de Cencrea.
El movimiento misionero cristiano continuó la práctica de Jesús, del envío de dos en
dos, lo cual posibilitaba la igualdad de hombres y mujeres en la tarea evangelizadora. De
hecho muchos de esos compañeros misioneros eran probablemente, en los inicios,
matrimonios (1 Co 5,9). Pero cuando éstos aparecen citados, las mujeres no aparecen bajo el
tradicional rol de esposas sino desde su compromiso en el trabajo misionero, del que, no
tenemos ningún indicio, para reducirlo exclusivamente a la evangelización de otras mujeres.
b) en la iglesia doméstica
El hecho de que, como antes indicamos, la casa fuera la estructura básica de
organización, culto, convivencia y misión del cristianismo, permitió un mayor protagonismo a
la mujer. Como bien recuerda E. Schüssler-Fiorenza “la casa era considerada como la esfera
propia de las mujeres”101, y se observaba la autoridad de la mater familias en ese ámbito
doméstico como natural.
Las mujeres desempeñaron un papel fundamental en la creación y mantenimiento de
las iglesias domesticas, constituyéndose en sus dirigentes: así Apfia, junto a Filemón y
Arquipo en la Iglesia de Colosas ( Flm 2), Ninfas (Col 4,15) , Prisca (1 Cor 16,19; Rm 16,5) y
Lidia en Filipos (Hec 16,15).
Es cierto que muy pronto comenzaron a renacer tendencias patriarcalizadoras102,
perceptibles ya en la paulatina relegación de la mujer en los evangelios. En los sinópticos son
las mujeres las destinatarias del anuncio de la resurrección con la misión de darlo a conocer a
los discípulos; Lucas, el más tardío, añade otra aparición a Pedro, siendo esta más acreditada
(Lc 24,34); en Juan, las mujeres no osan entrar en el túmulo, y son Pedro y el discípulo amado
100 Cf. E. SCHÜSSLER FIORENZA, As origens cristãs a partir da mulher, São Paulo, Paulinas, 1992, p. 204 101 Ibid., p. 210 102 Cf. F. RIVAS “Protagonismo y marginación de la mujer en el cristianismo primitivo: Asia Menor (s. I – II)” en Miscelánea Comillas, vol. 59 (2001), pp. 709-737
70
los testigos. En algunos pasajes paulinos y en los códigos domésticos, así como en las cartas
pastorales, se agudiza este proceso (Ef 5, 22-33, Col 3,18-19; 1 Co 11,2-6; 1 Co 14,34-35; Tt
2,5; 1 Tim 2,11-15).
Por tanto, esta abolición del patriarcado y la existencia de una igualdad en los
primordios del movimiento cristiano parece que pronto fue puesta en cuestión, tal como
indican esos textos. Pero no pueden equipararse sin más esas tablas domésticas del Nuevo
Testamento con las estoicas. En éstas últimas solo se dirigen las recomendaciones al padre de
familia y la preocupación de fondo es ordenar la casa para evitar conflictos. Los “códigos
familiares” del Nuevo Testamento se dirigen, como ya dijimos, también a los subordinados y
el interés se centra en crear un espacio adecuado para testimoniar la nueva fe. Además,
González piensa que las limitaciones que esos textos contienen respecto a la mujer son
parciales y referidas solo determinados grupos de mujeres (las casadas) o restringidas solo aun
concreto tipo de reuniones y de intervenciones. A esto hay que añadir que muchas
traducciones han dado una visión aun más restrictiva de la que el original griego parecía dar a
entender.
Con todo González acaba admitiendo que la igualdad de hombres y mujeres no se
realizó hasta sus últimas consecuencias y mantiene una cierta postura comprensiva ante la
existencia de tales limitaciones, dada la necesidad de ajustarse al contexto en el que esas
comunidades se desenvolvían. La verdadera causa de esas restricciones a la formula de Gal
3,28, parece estar, en opinión de nuestro autor, en la inevitable tensión de mantener, por un
lado, una fuerte identidad con la que se inicio el movimiento, diferente al entorno y por otro
lado la necesidad de adaptarse, de resultar comprensible y comunicable en medio de ese
ambiente culturalmente hostil. En aras a esto último, se limaron algunas de las prácticas que
podían resultar más radicales, sin por eso perder el principio básico de igualdad en las
relaciones.
En cualquier caso, si bien es cierto que ya al inicio del s. II la igualdad de hombre y
mujer proclamada en Gal 3,28, no se está cumpliendo, esto no nos puede hacer olvidar que en
las primeras décadas las mujeres alcanzaron un grado de protagonismo y de igualdad, dentro
de las estructuras comunitarias cristianas, desconocidos en la sociedad de su tiempo.
71
2.4.4. Ya no hay distinción entre judíos y griegos
La eliminación de las diferencias entre judíos y paganos, que fue realizada no sin
pocas resistencias, es, en opinión de González, la consecuencia lógica de la afirmación de la
llegada del Mesías y de su reinado sobre un pueblo. A diferencia de otras interpretaciones que
afirman que el universalismo del cristianismo se debe en gran parte a una nueva conciencia, a
tendencias más generales que se daban dentro del imperio propiciadora de la tolerancia
cultural y la diversidad, él piensa que es producto de los impulsos internos del cristianismo
primitivo, derivados del contenido esencial del kerigma.
La nueva sociedad, que muestra que el Mesías ya ha venido, anuncia la muerte de un
mundo y la llegada de otro totalmente distinto, y se expresa en los conjuntos de opuestos que
Pablo cita “ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, pues todos sois uno en
Cristo” (Gal 3,28) Esos pares de opuestos son maneras típicas del mundo antiguo de dar a
entender los propios fundamentos del mundo103. La irrupción del nuevo eón supone que, en
contra de las apariencias, ya no son las distinciones socioculturales los que determinan
nuestro mundo sino el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Hijo de
Dios.
Es una nueva forma de ver el mundo que se realiza en las comunidades donde se
superan las viejas distinciones. No se trata pues de que tales comunidades expresen las nuevas
sensibilidades universalizadoras y tolerantes que se abrían paso en el mundo antiguo sino algo
profundamente contracultural: la llegada de una realidad totalmente nueva que declaraba
caduco el antiguo orden.
La clave de esta nueva visión es una concepción de la justificación hondamente
cristológica: Cristo murió por los impíos. La justicia de Dios es una fuerza que libera y adopta
como hijos a los débiles, a los enemigos, a los considerados separados, así como Jesús
consideró que no vino para llamar a los justos sino a los pecadores (Mc 2,17). Por eso la
misma praxis de las comunidades no puede basarse en la imposición o el sometimiento de los
que no comparten la fe sino constituir una sociedad que, habiendo hecho desaparecer en su
interior la opresión, la pobreza y la violencia, resulta atractiva para otras formar de pensar y
vivir.
103Cf. J. K. RICHES, “Nem judeu nem grego...”, p. 53
72
En esa sociedad el vínculo que une a todos los miembros no es lo étnico o lo cúltico,
que queda reducido a unos mínimos elementos (Hec 15,29), sino el situarse bajo el único
dominio de Cristo, lo que conduce a una radical solidaridad entre todos ellos. Esto queda
especialmente de manifiesto en la colecta que los cristianos de origen pagano realizan para la
comunidad de Jerusalén: es ahí, en la anulación de todas las diferencias sociales y
económicas, donde se muestra el derrumbe del muro que separaba judíos y gentiles.
2.4.5. Ya no hay distinción entre esclavos y libres
También aquí la superación de las diferencias no tiene lugar mediante proclamas o
llamadas a los poderes públicos para que realicen la abolición de la esclavitud, sino mediante
la efectiva anulación de tal distinción en el seno mismo de las comunidades cristianas.
La acusación de que Pablo no denunció abiertamente el sistema esclavista no tiene en
cuenta que la línea de fondo de la teología subyacente en la Biblia, se apoya en que la
necesaria transformación escatológica de toda la creación pasa primero porque el pueblo de
Dios viva en su seno esa nueva realidad.
Es cierto que, en algunos textos, se pide a los esclavos sumisión a sus dueños (1 Pe
2,14), invitándoles a imitar a Jesús que soportó la injusticia, pero esto no es más que una
manera de resistencia no violenta, renunciando a devolver mal por mal. Se recomienda a los
esclavos que respeten y sirvan mejor a sus dueños, cuando estos son cristianos, pero no por
temor o por cumplir la ley sino por ser hermano en la fe (1 Tim 6,1-2). Estas exhortaciones,
por si mismas, no ofrecen una mutación radical de las relaciones entre amos y esclavos, pero
sí podemos encontrar indicios de dicha mutación en otros pasajes donde se hacen
recomendaciones tanto a los esclavos como a los amos creyentes. En Col 4,1 se exige de los
amos que den a sus esclavos lo que es justo, la igualdad. En Ef 6,5-8 se pide a los esclavos
que obedezcan y sirvan a sus señores como a Cristo, pero a continuación pide de los amos que
hagan lo mismo (Ef 6,9). En la carta a Filemón, Pablo pide a éste que acoja a Onésimo no
como esclavo sino como hermano querido (Flm 16), recibiéndolo con el mismo trato que
recibiría el Apóstol.
A pesar de que existen pocos datos al respecto de la convivencia entre esclavos y amos
cristianos, lo que parece indudable es que la completa igualdad dentro de las comunidades
73
nunca fue puesta en tela de juicio. Existía en todas las comunidades un elevado número de
esclavos y algunos de ellos ejercieron las más altas funciones eclesiales104.
2.5. La dirección de las comunidades
Las incipientes comunidades cristianas tenían conciencia de ser un pueblo sobre el que
Dios reinaba, pero a ejemplo del mensaje y la praxis de Jesús (Mt 20,24-28), se trataba de un
reino compartido, donde imperaba la igualdad, donde todo el pueblo de Dios, y no solo una
casta, era sacerdotal.
Sabían que su especial condición no les permitía elevarse sobre el resto de sociedades
sino que su papel en la historia era servir y ser unas comunidades alternativas, atractivas para
el resto, ser luz de las naciones. Por eso la organización interna de las mismas resulta
fundamental pues está al servicio de esa misión suya en la historia. Con eso, y mirando para
el Nuevo Testamento, los ministerios tenían unas peculiaridades bien marcadas:
a) universalidad: si el ministerio es servicio, no puede ser una función restringida a un
grupo de expertos sino algo propio de todo el pueblo de Dios. La imposición de manos
con la que se confería algún ministerio en modo alguno, dice González, puede entenderse
como un sacramento creador de una distinción esencial. La imposición de manos se
aplicaba en muchos otros momentos: en la incorporación de grupos enteros al pueblo de
Dios (Hec 8,17), en la oración por la salud de los enfermos (Hec 9,17; 28,8), etc.
b) Diversidad: las listas son variadas y recogen gran número de ministerios. La reducción al
esquema jerárquico obispo-presbítero-diacono será posterior. Pero inicialmente, y dado
que el servicio mutuo y la igualdad eran básicas en tales comunidades, todos los
miembros del Pueblo de Dios ejercían algún ministerio.
c) Pluralidad: Parece ser que existían diferentes personas ejerciendo un mismo ministerio
(incluso en el caso de los “supervisores”, después llamados obispos, como vemos en Flp
104 Cf. G. LOHFINK, Como Jesús queria as comunidades?, A dimensão social da fe cristã, São Paulo, Paulinas, 1987, p.132
74
1,1 o Hch 20,28). González desconfía de la opinión extendida según la cual esa variedad
ministerial evolucionó pronto hacia el esquema monárquico posterior de un único obispo
regentando cada comunidad, como se manifiesta en las Cartas Pastorales. Sus
destinatarias eran comunidades más recientes que las fundadas por Pablo y exigían una
especial función de moderación, que podían ejercer esos “supervisores” pero no se
deduce que fuera una figura única ni que concentraran la mayor parte de los servicios,
más bien la tarea de los “ancianos-supervisores” parece ser una al lado da tantas. Las
comunidades a las que se dirige la 1ª carta de Pedro parece reflejar una eclesiología de
pequeñas comunidades dispersas, mas vinculadas, pero sin una autoridad episcopal. El
propio autor (o autores) de la carta llaman a Pedro de “un presbítero entre otros” y los
títulos de Obispo, pastor y jefe de pastores solo se lo atribuyen a Cristo105.
d) Laicidad como servicio mutuo: No se da el sacerdocio ministerial, el ministerio no es
sagrado sino laical, del pueblo porque todo el pueblo es sacerdotal, esa presencia de
“supervisores” no implica la existencia de sacerdotes.
e) Su finalidad es crear nuevos servidores, o “capacitar a los santos” para la obra del
ministerio (Ef 4,11-13).
3. EL IMPACTO DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS EN EL M UNDO: LA
RELACIÓN CON EL IMPERIO
Las comunidades mesiánicas surgidas a raíz de la muerte y resurrección de Jesús se
consideraron a si mismas sucesores de la misma función universal de Israel. En el Nuevo
Testamento aparecen exigencias de diferenciación respecto a la sociedad y el Estado (Rm
12,2; Col 6,14-7,1, etc.) pero no de forma sectaria o despectiva sino precisamente para
constituir una alternativa atrayente. Y lo que constituía una autentica interpelación y crítica
directa al sistema imperante por parte de estas jóvenes comunidades no eran discursos ni
doctrinas sino su modo de organizarse y de vivir, su praxis.
105 Cf. N. MÍGUEZ “Cristianismos originarios: Galacia, Ponto e Bitinia” en Revista Bíblica Latinoamericana 29 (1998) , pp. 85-106
75
A diferencia de la esperanza ofrecida por las comunidades judías, en las que el
recuerdo del éxodo y el fracaso posterior dejó paso a una esperanza en una futura restauración
de Israel, los cristianos afirman que ese reinado ya ha comenzado, es una realidad actual y
verificable. Frente a la objeción del judaísmo que negaba que el Mesías hubiera llegado pues
nada había cambiado sustancialmente en el mundo, la respuesta de los Santos Padres106 no se
limitaba a decir que la salvación acontecía de manera invisible o que se cumpliría en el fin del
mundo, sino que enunciaba categóricamente que el mundo, de hecho, cambió con la venida de
Jesucristo. Ese cambio se percibe en el pueblo de Dios bajo el reinado del Mesías, donde no
hay injusticia, desigualdad, ni violencia. Era la práctica cristiana la que servia de prueba de
estas mudanzas.
E, indefectiblemente, ese reinado supone un límite y una reducción del poder de los
Estados.
3.1. El Mesías y los poderes
Los cristianos aparecen en lucha con los poderes que crucificaron al Mesías y que
ahora están sometidos al mismo hasta que se efectúe su definitiva derrota. Son mencionados
en el NT con diversos términos: principados, potestades, dominios, potencias, príncipes de
este mundo (1 Co 2,6-8; Ef 1,20-22; Col 2,14-15, etc.), y designan tanto realidades
sociopolíticas como entes espirituales. La raíz de esta ambivalencia, desde el planteamiento
de González, se halla en que, por un lado, la lógica adámica de autojustificación, como vimos,
es la causa de toda idolatría (se coloca una criatura como garante de la adecuación entre
nuestras acciones y sus resultados), y al mismo tiempo es el origen de toda forma de
dominación de unos hombres sobre otros.
Esos poderes pueden ser tanto los elementos de la naturaleza, como los poderes
religiosos (es el caso de la Ley de Moisés, que pretende el bienestar y la justicia, pero a la que
el hombre puede manipular como mecanismo para alcanzar su propia justificación), como las
riquezas, los demonios (cualquier criatura que, apoyándose en la lógica adámica, adquiere un
poder idolátrico, que acusa a aquellos que fracasan por no haber actuado conforme lo exigido
106 Cf. ORÍGENES, Contra Celso V, 33,Madrid, BAC, 1975, pp.358-359
76
por ese poder), las enfermedades (en cuanto hacen ver que el propio enfermo es culpable de
su situación), y la muerte como resultado de una vida dedicada a producir resultados.
Pero existe un poder especialmente importante en cuanto se presenta de manera
especialmente conflictivo a los cristianos: el Estado. González admite que algunos textos del
NT reconocen una función positiva del Estado (Rm 13,1-7). La existencia de una institución
que ejerce el monopolio legítimo de la violencia permite limitar a ésta y asegurar un mínimo
orden. Dentro de la lógica adámica, y en tanto ésta perviva, el Estado puede ser un mal menor
ante el problema de la violencia, y en este sentido, y solo en este, puede entenderse como algo
querido por Dios.
Sin embargo haciendo una lectura canónica de la Sagrada Escritura nos
encontraremos con una visión menos halagüeña del Estado. La verdadera solución al
problema de la violencia no reside en responder al mal con el mal, sino superar ese esquema
de la retribución, algo que Pablo muestra antes de esos mismos pasajes que mencionan la
sumisión a los poderes civiles (“bendecid a los que os maldicen”, Rm 12, 14, o “sin devolver
a nadie mal por mal” Rm 12,17). El Estado sigue siendo un poder afirmado sobre la lógica
adámica, encargado de premiar a los buenos y castigar a los malos. No se trata de un
problema que afecte solo a algunos Estados especialmente perversos sino que corresponde a
la estructura constitutiva de todo Estado. Existe una oposición radical entre el reinado del
Mesías y los Estados cuyo poder proviene del mismo príncipe de este mundo (Ap 12,8).
El triunfo de Cristo en la cruz sobre los poderes solo se realiza palpablemente en la
historia en tanto la lógica de la fe sustituye al esquema de la ley. Por eso las comunidades
cristianas tienen la misión de ser el ámbito donde esos poderes, poderes muy concretos
(religiosos, económicos, políticos), pierden su dominio y surge, bajo la soberanía del Mesías,
una nueva manera de organización social. El anuncio del evangelio consiste en dar a conocer
a los poderes la sabiduría de Dios, mediante la iglesia (Ef 3,10), de forma que reconozcan en
ella una sociedad donde no existe miseria, desigualdad ni dominación de unos sobre otros.
77
3.2. Actitud de las comunidades cristianas ante el Estado
González destaca cuatro notas fundamentales:
a) Se manifiestan como comunidades contraculturales, contrastante frente al sistema
vigente. Desde las células básicas de la sociedad comienza a construirse un modo
de ser y estar en el mundo diferente. Desde ahí se comienza a subvertir las
estructuras del orden imperante. Ese contraste reside en los principios básicos en
que ambas partes se asientan: la lógica de la retribución frente al esquema de la fe,
principios inconciliables.
b) Sujeción al Estado, en el sentido de reconocer su función positiva de limitación de
la violencia y de aceptar su autoridad dentro de su ámbito. Pero esta sujeción es
distinta de la obediencia, solo debida a Dios, y que tiene prioridad sobre aquella.
c) Independencia del Estado para salvaguardar su forma de vida alternativa. Lo que
incluye que la comunidad mantenga su soberanía para resolver todos los conflictos
internos (1 Co 6, 1-8).
d) Conflicto y resistencia: el hecho de resultar contracultural lleva a las comunidades
al conflicto con el sistema, como testimonian las persecuciones de los primeros
siglos. El modo de encarar ese conflicto afirma la radicalidad de la propuesta
cristiana: la no violencia afronta el mal en su origen, en la falta de fe que conduce
a la lógica retributiva. Cuando Jesús expone algunos ejemplos de ejercer ese
principio, comienza advirtiendo “no resistáis al mal” (Mt 5,39). Esa actitud no solo
está lejos de cualquier pasividad sino que descubre creativamente un modo de
enfrentar la opresión, de desestabilizar y confundir a los violentos. Ese texto,
constituye, en opinión de G. Lohfink107, la clave para entender la postura de Jesús
y sus seguidores sobre la no violencia.
Como afirma González, la resistencia a la que se incita a los cristianos en el NT, es
denominada hypomené que normalmente se traduce por paciencia, perseverancia,
mantenerse firme, tenacidad, actitud de la que el mejor ejemplo está en Cristo (2
107 Cf. G. LOHFINK, El sermón de la montaña, ¿para quien?,Barcelona, Herder, 1989, p.49
78
Ts 3,5). Esa palabra, hypomené es usada 7 veces en el Apocalipsis y, al lado de
fidelidad (pistis), señala las exigencias de los que tienen que proclamar la palabra y
dar testimonio108. Es una invitación a perseverar y vencer (Ap 13,10).
González, a la hora de explicar las afirmaciones que el Nuevo testamento realiza sobre
el Estado nos remite al libro de Daniel, que está detrás de algunos pasajes de la carta de Pablo
a los Romanos. En ese libro queda patente como Dios es el Señor de la Historia, y que los
diferentes imperios acabaran cediendo su dominio ante “el pueblo de los santos del Altísimo”
(Dn 7,27).
El sueño de Daniel genera un proyecto alternativo de contestación frente a la opresión
seleucida, distinta a la violencia armada de los Macabeos109. En tanto éstos, Matatías con sus
hijos, asumen la tarea de destruir al enemigo, en Daniel la salvación está solo en las manos de
Dios. Tanto Macabeos como Daniel llaman a la resistencia, pero mientras los primeros exigen
lealtad a la Torá, el segundo pide lealtad solo a Dios. Mientras en los primeros lo que se
quiere preservar es la etnia judía, en Daniel lo que se defiende es ajustarse a la voluntad de
Dios. Se exige la disponibilidad para afrontar, por lealtad a Dios, toda clase de males y
peligros antes que infligir violencia al adversario. La esperanza que alienta esa actitud de
resistencia no violenta, con animo de asumir el sufrimiento que causen los poderes, es la fe, la
certeza de que Dios ya otorgó la victoria y dará la resurrección a los suyos (Dn 12,1-3). Ante
Dios, todos los emperadores paganos se someten y acatan su señorío (Dn 4,34; 6,26).
Cuando Pablo, en Rom 13,1-7, habla del Estado y sus funcionarios como siervos de
Dios, no está sino recordando quien es el autentico soberano de la historia, derivando de él
todo poder de los reyes de las naciones. Pero ahora el poder de éstos está mucho más limitado
que en el Antiguo Testamento, pues se restringe al ámbito donde funciona el esquema de la
ley y no alcanza las comunidades cristianas que se colocan directamente bajo el reinado del
Mesías. Ellas muestran la existencia de un espacio que está al margen de los poderes de este
mundo, aunque la victoria definitiva sobre ellos no tenga lugar hasta el final de los tiempos.
Una victoria que no supone la destrucción de la creación inicial, buena en si misma, sino el
108Cf. E. ARENS-M. DIAZ MATEOS, O Apocalipse, a força da esperança, São Paulo, Loyola, 2004, p. 221 109 Cf. W. HOWARD-BROOK y A. GWYTHER, Desmascarando o Imperialismo. Interpretação do Apocalipse ontem e hoje, São Paulo, Loyola-Paulus, 2003, pp. 80-83
79
despojamiento del poder que se atribuyó a meras criaturas y que garantían ese esquema de la
ley.
3.3. La posibilidad de la participación política de los creyentes en el Estado
A pesar de que en la historia del cristianismo, desde el s. IV hasta nuestros días, ha
dominado la pretensión de servirnos de los poderes establecidos para establecer un orden
social de acuerdo a los principios de nuestra fe, se trata de una idea rebatible desde el atento
examen de las Escrituras. No parece ser ese el pensamiento de Pablo en la carta a los
Romanos (Rm 12,9-13,10) ni en la contraposición que Jesús efectúa (Mc 10, 42-45, Lc 22,24-
27) entre el funcionamiento de los Estados y el de la comunidad de discípulos, pidiendo la
renuncia a toda dominación.
El Antiguo Testamento muestra, ciertamente, como algunos creyentes (José, Ester,
Daniel) pueden servir desde puestos importantes de la estructura estatal., pero es un servicio
subsidiario en relación al pueblo de Dios donde realmente tiene lugar la experiencia de
salvación. Además todos esos personajes, aparecen, de un modo u otro, “manchados” por la
violencia propia de las instituciones estatales.
En el Nuevo Testamento desaparece toda duda al respecto con Cristo, que acabó
condenado por esos poderes del Estado, renunciando a la lógica de la violencia y a tomar o
usar el Estado para sus fines.
Los textos que a veces se aducen para probar la participación de cristianos como
funcionarios estatales (Mc 15,39; Hec 10,1-48) no son indicativos pues la única preocupación
de los mismos, no es el tema del uso de la violencia o del poder sino presentar la llegada de
gentiles a la fe. Lo interesante, en cualquier caso, sería estudiar no las ocupaciones de estas
personas antes de recibir la fe, sino como esta les afectó en su trabajo, qué cambios supuso.
También la Iglesia primitiva continuó este mismo ejemplo. Un soldado bautizado
debía comprometerse cuando menos a no realizar ejecuciones ni a prestar juramentos y un
cristiano que se presentase voluntariamente para el servicio militar era inmediatamente
expulso110
110 Cf. G. LOHFINK Como Jesus queria as comunidades?, p. 232
80
Aduce en su favor el testimonio de Tertuliano, que declara irreconciliable con la fe
cristiana el servicio en el ejército. Algo que verifica la crítica de Celso a los cristianos por
negarse a participar en las guerras. La motivación para dicha negativa que ofrece González,
está tomada de Orígenes: como pueblo sacerdotal, como sociedad alternativa el servicio
concreto que puede ofrecer el cristiano al resto del mundo es su renuncia a la violencia111. Su
argumentación va más allá de evitar el riesgo de tener que dar juramento al emperador; se
trata de que el cristiano pertenece a un pueblo santo, que contrasta respecto al resto del
mundo, y que no puede usar la violencia, porque su contribución especifica es la no violencia.
La cuestión que ahora nos podemos plantearnos es respecto a qué nos revela esta
nueva praxis, que tiene lugar dentro de las comunidades cristianas, sobre el sentido último de
la historia.
4. EL SENTIDO DE LA HISTORIA PARA A. GONZÁLEZ
4.1. El rechazo de la concepción ilustrada de la historia
La existencia de comunidades cristianas donde el Mesías ejerce efectivamente su
reinado pone de manifiesto el sentido de la historia. Gracias a la victoria de Cristo en la cruz y
a la efusión del Espíritu, se hace posible una praxis nueva, liberada del esquema de la ley. Ese
momento es el centro de la historia, allí donde reside el sentido de la misma, tal como recalcó
décadas antes O. Cullmann. Sin embargo para el teólogo alsaciano la historia de la salvación
que aparece en el Nuevo Testamento se diferencia claramente de la historia profana. Aquella
es la selección de algunos acontecimientos especiales que Dios elige y que a los que el
creyente solo puede acceder en la fe. Toda la historia profana se insertaría en esa fina línea de
la historia de salvación pero manteniéndose como paralelas e independientes. González
discorda claramente de este dualismo.
111 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p. 289
81
La concepción de la historia en Antonio González, es uno de los aspectos donde más
claramente deja ver su dependencia respecto a la teología de la liberación, en particular
respecto al pensamiento de Gustavo Gutiérrez y de Ignacio Ellacuría.
González lamenta que buena parte de la teología europea contemporánea aceptara
acríticamente la visión ilustrada de la historia. Esa visión ilustrada estaría marcada por una
búsqueda de la racionalidad del devenir histórico que llevó a plantar grandes modelos de
desarrollo socio-evolutivo, marcadamente deterministas112. El mal y los horrores de la historia
quedarían justificados en tanto son dinamismos, medios de la historia. Los seres humanos no
serían sujetos de la historia, apareciendo en su lugar un macro-sujeto (la naturaleza, el
Espíritu, las fuerzas productivas, etc.), y por eso no habría más que una única historia.
La teología europea, que recibió ese modelo ilustrado, no podía ubicar la salvación en
la historia real así concebida, de ahí que la llevase al plano trascendental. Por eso Cullmann
tiene que afirmar que la historia de la salvación neotestamentaria se distingue de toda otra
historia, y consiste en la selección de determinados hechos que Dios escoge y ordena y que
solo son accesibles para el creyente en la fe.
Según A. González, la solución a este dualismo tampoco pasa por la identificación
entre ambas historias (al modo como hace Pannenberg). Ya vimos, en el capitulo I, como
elogiando el significativo paso que dio K. Rahner para superar la distinción de planos entre lo
profano y lo sagrado, lo mundano y lo trascendental, afirmando la coextensión de las dos
historias, González duda de que continúe siendo necesario hablar de dos historias. Si
Cullmann pensó la historia de salvación como una meta-historia paralela a la historia profana,
Rahner reduce ésta última a ser mediación del encuentro trascendental de la subjetividad con
Dios.
Para González la unidad del acontecer histórico no viene dado por procesos
predeterminados sino que es creada contingente e históricamente por la praxis humana, praxis
que está sometida al esquema de la ley. Pero Dios intervino en esa historia identificándose
con Cristo y liberándonos de dicho esquema. Por eso la historia recibe su sentido desde fuera
de la misma, y ese sentido no es otro que una creación reconciliada, libre del esquema de la
ley, de toda dominación, que se plasma ahora, en este tiempo intermedio, en el pueblo de
112 Cf. A. GONZÁLEZ “El problema de la historia en la teología de Gustavo Gutiérrez” Revista Latinoamericana de Teología 18 (1989), pp. 335-364
82
Dios, primicias de la esperanza para todos los otros pueblos, donde ya no rige la lógica de las
retribuciones.
El pasado se entiende a la luz de Cristo y el futuro será la plena realización de aquello
que ya se cumplió en Él. En este tiempo intermedio, del “ya pero todavía no”, el reinado de
Dios se abre paso en lucha con todos los poderes, de diferente índole, apoyados en el esquema
de la ley. La derrota de estos sistemas comienza a verse palpablemente allí donde el evangelio
se abre paso y se constituyen comunidades que se colocan bajo la soberanía de Dios. Es ahí
donde los imperios comienzan a ser derrotados, tal y como nos relata el Apocalipsis.
Precisamente González utiliza dos textos bíblicos para mostrarnos el sentido último de la
historia: uno es el Apocalipsis, el otro es el “juicio de la naciones” de Mt 25,31-46.
4.2. El sentido de la historia en el libro del Apocalipsis
El Apocalipsis refleja claramente ese enfrentamiento entre la soberanía de Dios y la
soberanía imperial113 o como el titulo de una de las obras de González, entre el Reinado de
Dios y el Imperio. La palabra más usada en ese libro, relacionada con el ámbito político, es
“trono”, en 47 ocasiones, a continuación reinar (7 veces), rey (20 veces), reino (9 veces),
adorar a Dios/o al Cordero (12 veces), adorar a la Bestia (8 veces)114.
Hemos visto como para entender el sentido fundamental del reino de Dios es preciso
acudir a un texto que refleja la experiencia fundante del pueblo hebreo, la liberación de
Egipto. Ese texto es Ex 15,18, que señala como ya no habrá más reyes y faraones sobre Israel
sino que Dios mismo reinará sobre su pueblo. Pues bien, el Apocalipsis tiene en mente ese
hecho. También aquí Dios se presenta como soberano y libertador115 y la salvación que se les
presenta no es individualizada ni espiritual, sino que abarca la liberación de todo lo humano
en sentido integral: las dimensiones personales, políticas, sociales, económicas y culturales.
Entre esos símbolos que nos remiten al éxodo uno de los más importantes es el del
cordero. Es ese cordero, que representa a Jesucristo, quien libera de todo yugo, recibe de
113 Cf. E. ARENS – M. DIAZ MATEOS, op.cit., p. 103 114 Cf. ibid. p 318 115 Para una idea de los paralelismos puede consultarse ibid., pp.328-329
83
Dios la misión de tomar la historia contemplada en el libro lacrado con siete sellos. La
victoria del cordero se realiza sobre la Bestia, su gran antagonista, imagen de toda
dominación, imagen de la lógica adámica. El imperio romano es identificado con la Bestia, y
fundamenta su poder en la autoridad concedida por el Dragón, la serpiente antigua, es decir
por Satanás (Ap. 12,9; 13,4), que introdujo el esquema de la ley. Solo tras la lucha victoriosa
contra los poderes que se oponen a la soberanía de Dios, será posible que finalmente esta se
imponga.
La fuerza del Apocalipsis de Juan estriba, más allá de abordar las persecuciones a los
cristianos o el culto al emperador, en su radical crítica a la cosmovisión del poder imperial.
Sin embargo, parece que en una primera lectura el Apocalipsis ofrecería serias resistencias a
ser un libro que refleja el fin del esquema de la ley por el triunfo de Jesucristo. Y también
muestra dificultades serias para encajarlo en el mensaje de no violencia absoluta que, según
González, implica la Buena Nueva.
En efecto, el libro del Apocalipsis se encuentra lleno de expresiones violentas. La
petición de venganza (Ap. 6,10) contradiría la quiebra de la lógica de la retribución. Contra
estas ideas, es preciso dejar claro que esa violencia en el vocabulario nace de una experiencia
de injusticia y de sometimiento a un poder cruel y opresor, y que el lenguaje empleado es
simbólico. Justamente lo que ocurre en este libro es todo lo contrario, valiéndose de esas
imágenes violentas, nos señala un Dios que condena toda violencia, pues la sufre en su carne,
y que la supera no a través de una fuerza impositiva superior sino a través de un amor que
sufre y se entrega por amor. Para eso se vale de un nuevo símbolo: el Cordero116. La salvación
no es ofrecida a través de la venganza sino de la vida entregada, de la resistencia no violenta.
Lo que está detrás del último libro de la Biblia es la manera en que los cristianos
deben estar en el mundo. La dureza de sus expresiones se explica por la necesidad de huir de
toda indiferencia o mediocridad a la hora de afirmar la soberanía de Dios y la defensa de la
vida humana.
El Apocalipsis, como el resto de la Biblia, parte del supuesto de que la expresión
“pueblo de Dios” se aplica a una comunidad o comunidades de personas congregadas para
poner en práctica aquellas intuiciones que Dios ofreció en el Antigua Alianza, y que solo con
116 Cf. ibid., op. cit., p. 368-369
84
Cristo podían llevarse plenamente a la práctica. En el Apocalipsis queda claro como la llegada
del reinado de Dios se realiza en medio de un pueblo que sigue al Cordero y que ha sido
rescatado de entre el resto, por la sangre de ese mismo cordero y por el testimonio de sus
integrantes, como primicias para Dios (Ap 14,5). Son esas comunidades cristianas, que
resisten al imperio, las primicias de una nueva humanidad, la nueva Jerusalén, donde todos los
seres humanos reinaran con Dios. La historia camina hacia la disolución de todo modo de
dominación, que tendrá lugar de modo definitivo en el eschaton.
4.3. El juicio final en Mt 25,31-46
A. González acusa de paternalismo a la interpretación más común de este pasaje, que
ve en él un juicio universal en el que toda la humanidad será juzgada por su comportamiento
hacia los necesitados. Esta interpretación se dirige primariamente no a los pobres sino a quien
tienen capacidad material para hacer algo por ellos. La única esperanza para los pobres es que
los pudientes se solidaricen con su situación.
Sin embargo, González, desde la perspectiva del pobre, adopta otra interpretación. Se
trata del “juicio de las naciones” (es decir de los pueblos no creyentes, en el lenguaje
mateano) y no de toda la humanidad. Los creyentes están ya sentados en el trono junto con
Jesús en el juicio (Mt 19,28). Y este juicio se realiza en función de la actitud respecto a quien
Jesús llama de sus “hermanos más pequeños”, es decir, los que pertenecen a la comunidad de
los discípulos. Pero las actuaciones de los paganos, que desconocen a Jesús y sus
comunidades de seguidores, cuando atienden a los hambrientos, sedientos, forasteros, etc., no
lo hacen porque sean discípulos del Mesías.
La motivación reside en la compasión ante el sufrimiento ajeno. Por eso cabe hacer
una interpretación ampliada de la expresión “mis hermanos más pequeños”, pues los
discípulos no se representan a si mismos sino a lo que Dios quiere realizar en la historia con
todos los pobres.
Y cuando los paganos ayudan a los necesitados no pretenden justificarse cumpliendo
unas normas éticas, ni asegurarse la salvación, porque son acciones realizadas gratuitamente a
aquellos que nada pueden dar a cambio.
85
Y lo que reciben esas naciones es el reinado (Mt 25,34). Al igual que el Apocalipsis en
Mateo primero aparece la comunidad de los discípulos de Jesús, depurada escatológicamente,
como criterio para juzgar a las naciones, y que no es objeto de juicio pues éste consiste en la
incorporación a la misma por la fe117.
En resumen, para González los textos escatológicos del Nuevo Testamento no
aseguran la victoria de la justicia y la paz antes del fin de los tiempos, sino que nos hablan de
conflictividad y persecución. Pero al mismo tiempo nos ofrecen la esperanza de una victoria
final que ya se ha iniciado en la historia y es palpable en las comunidades donde rige el
reinado de Dios. Como dice Ducquoc118, la violencia, la opresión en la historia conviven con
la apertura de la era mesiánica que Cristo nos trajo, pero esto no es accidental, sino
consecuencia de la original mesianidad de Jesús, que al optar por la no violencia deja vía libre
a los opresores. El juicio escatológico nos revela el destino último de esta lucha.
En Jesucristo y su reinado radica el sentido de la historia, pero ese sentido precisa de
realidades visibles, de entes sociales que lo visibilicen, de un pueblo que encarne una
alternativa, bajo Cristo, a los poderes establecidos. Para eso es preciso una ruptura, un éxodo.
González expone como eso fue posible en los primeros siglos del Cristianismo.
La cuestión en nuestro tiempo es saber en que medida eso hoy es viable, en que
medida, en medio de este mundo, es relevante la fe cristiana.
117 Cf. A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p.302 118 Cf. C. DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios. Ensayo sobre los límites de la cristología. Madrid. Cristiandad. 1985, p. 225
86
CAPITULO IV
LA RELEVANCIA SOCIAL DE LA FE CRISTIANA DESDE LA
PERSPECTIVA DE A. GONZÁLEZ
Hasta aquí hemos visto las líneas básicas de la teología de A. González. Analizamos el
modo en que el esquema de la ley constituye la estructura última de pecado, de toda forma de
opresión. Vimos como Jesucristo nos libertaba de ella y como, a través de la fe, podíamos
acceder a esa salvación.
Siendo la fe una dimensión intrínseca de la praxis humana, que tiene no solo una
dimensión individual, sino también social e histórica, se debe encarnar en nuevas estructuras
sociales que manifiesten una actuación al margen de la lógica adámica, iniciada desde los
márgenes y desde los pobres, destinatarios primeros del evangelio. Frente a dicha lógica, es la
fe la que posibilita nuevos espacios de libertad y fraternidad. Pero siendo la fe una dimensión
de nuestra praxis que es histórica y social, se debe expresar en unas nuevas estructuras
sociales radicalmente distintas de las del esquema de la ley, iniciadas desde ahora por aquellos
a quienes especialmente se dirige el evangelio : pobres y oprimidos por ese esquema.
Después de ver como esto se inició en el primitivo cristianismo, a partir del oikos,
González se pregunta donde pueden verse esas estructuras nacidas de la fe en nuestro mundo
de hoy. Porque de eso se trata: la relevancia social de nuestra fe no es una simple
consecuencia de la misma, deducible de principios éticos conciliables con algunas citas
bíblicas, sino que está intrínsecamente ligada con esa fe y deriva directamente de lo que ella
entiende por salvación. Para eso efectúa un exhaustivo análisis de la sociedad de nuestros
días, sus problemas y las causas profundas que los provocan. A continuación procura
vislumbrar las señales que, en medio de ella, anuncian el reinado de Dios. Es esto lo que
vamos a exponer a partir de ahora
87
1. LOS PROBLEMAS DEL MUNDO ACTUAL
Antonio González considera la situación de nuestro mundo atravesada por muchos y
diferentes conflictos, desde la pobreza extrema de un tercio de la humanidad, a la
desigualdad, pasando por los problemas medioambientales y la falta de democracia. Todos
ellos aparecen, en su análisis, como distintas expresiones de un sistema económico que
impera hoy en el mundo, como manifestaciones del nuevo orden internacional. Y observa su
relación con el sistema económico capitalista, ámbito en el cual dichos problemas crecen sin
cesar. Su interés no es puramente descriptivo sino alcanzar las causas primeras de esa
búsqueda incesante de crecimiento económico, más allá de sus efectos, de esa globalización
del capitalismo.
La conclusión es que esos graves problemas que azotan nuestro planeta son
características sistémicas del capitalismo. La globalización no sería más que la expresión
actual de las fuerzas expansivas propias de este sistema económico, siendo su agente principal
las grandes empresas multinacionales. Por eso el incremento de la pobreza y la desigualdad no
es un accidente ni un efecto no previsto en el ordenado funcionamiento económico, sino la
consecuencia lógica del mismo.
1.1. Una ideología subyacente al sistema
Lo primero que González pone de manifiesto es que el sistema vigente no es neutro,
desenmascarando la lógica profunda de unos presupuestos filosóficos, y a veces también
teológicos, implícitos en él.
En el sistema económico vigente, en aras del progreso y del desarrollo se defiende la
necesidad de sacrificios, que casi siempre suponen sufrimiento y muerte para los más pobres.
Sacrificios en aras de conseguir esos mejores resultados, pero cuando éstos no se logran, para
evitar poner en duda la legitimidad del sistema adámico, se culpabiliza a las víctimas, por no
ser suficientemente dóciles y no “sacrificarse” suficientemente.
Al mismo tiempo se proclama la inexistencia de alternativas, y su triunfo ante el único
sistema, el socialista, con pretensiones de serlo. Su hegemonía, sin discusiones, afirman, es
88
prueba de su veracidad. De nuevo, quienes esto dicen, pretenden apropiarse de los resultados
de sus acciones. Juzgan la veracidad del sistema, su justicia, y su adecuación a Dios, en
función de su éxito y su dominio. Esta es la lógica utilizada por los capitalistas para decir que
el sistema de mercado es justo y que los ricos son merecedores de sus riquezas. Curiosamente,
a veces, incluso ente los críticos desde posiciones supuestamente progresistas, se utiliza esta
misma lógica, aunque aplicada en sentido contrario. Creen que por el hecho de que la causa
en favor de los oprimidos es justa, la victoria estará de su parte y Dios acabará premiando de
algún modo esos esfuerzos.
Lo terriblemente pernicioso del esquema de la ley es su carácter de ideología que
permea todo, a tal punto que crea una insensibilidad ante el sufrimiento de las víctimas. Esa
idea, de que si están en esa situación es culpa suya (o de sus familias o de los dirigentes de su
país) es un modo de inmunizarse contra toda duda sobre la aparente bondad del sistema o
contra todo sentimiento de compasión.
La denuncia que realiza González mantiene muchos puntos de contacto con autores
que han trabajado sobre esa relación ente teología y economía como Jung Mo Sung y Frank
Hinkelammert. Esa ideología mantiene una cierta paz, a pesar de las violencias cometidas
contra los “inadaptados”, porque justifica todas las posibles atrocidades que se ocasionan. Se
expande así, en términos de Galbraith, la "cultura de la satisfacción o del contentamiento": la
idea de que los que tienen éxito no están haciendo más que recibir su justo merecido, sin que
nadie pueda osar pensar siquiera en mermar su recompensa119. Por otra parte los pobres son
culpabilizados por su exclusión e igualmente reciben lo que merecidamente les
corresponde120. Solo aparecen como amenaza o estorbo. La desigualdad acaba justificándose
como necesaria para el progreso humano.
Como dice G. Gutiérrez, esta es una doctrina “cómoda y tranquilizadora para quien
posee grandes bienes en este mundo, al mismo tiempo que logra una resignación con sentido
de culpa en quien carece de ellos. Ciertas tendencias dentro del mundo cristiano han dado
119 GALBRAITH,J. K. A cultura do contentamento, São Paulo, Pioneira,1992, p.12 120 JUNG MO SUNG, “Contribuções da teologia na luta da exclusão social”, disponible en http://www.servicioskoinonia.org/relat/176.htm (Consulta 16-marzo-2004)
89
nueva vida a lo largo de la historia a esta concepción ética que ve en la riqueza un premio de
Dios al hombre honesto y trabajador y, en la pobreza un castigo al pecador y ocioso"121.
Esta ideología acaba conduciendo a observar la pobreza no como una deficiencia del
sistema o como un problema social, sino como algo querido por la “mano invisible”, moderna
representación de un juez trascendente. Las víctimas culpabilizadas desaparecen, son
ocultadas.
1.2. La respuesta cristiana
Ante todo este panorama, la cuestión que se levanta es que nos dice al respecto la fe
cristiana, tal y como nos es presentada por el autor que estamos estudiando, y como llevar a
cabo su anuncio hoy. ¿Que tiene que ver con los problemas económicos, sociales y políticos
de nuestro mundo?
Nuestra fe no se apoya en la idea de que Dios está en la historia promoviendo la
victoria del justo (aquí si sería un garante del esquema de la ley) sino en que Dios estaba en
Cristo crucificado, reconciliando al mundo consigo. Y ese Cristo, que murió condenado por
todas las autoridades, abandonado y traicionado por sus seguidores, es más exponente de
fracasado y derrotado que de triunfador. Ahí radica la buena noticia, en que Dios estaba en
Jesús, el aparentemente maldito por el sistema vigente, y ahí acabó con todas las
condenaciones y culpas. Ahí descubrimos la profunda injusticia y la mentira en la que se basa
el orden establecido.
Por eso no resulta extraño que cuando Lucas nos cuenta la proclamación de esa buena
noticia por parte de los seguidores de Jesús, nos explique como se organizaban social y
económicamente las comunidades (Hec 2,42-47). Es decir, la fe en Cristo resucitado pasa por
formar comunidades en las que todas las personas sean reconocidas, independientemente de
su riqueza o de otras características sociales, donde no entren el dominio ni el prestigio.
121 GUTIÉRREZ, Gustavo, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Sigueme, Salamanca, 1986, p. 64.
90
En este contexto, predicar el evangelio pasa necesariamente por la solidaridad con los
excluidos, los empobrecidos, y por la defensa de la dignidad y de la vida de todos los seres
humanos. La gran cuestión de la respuesta a esos problemas mencionados pasa por la
capacidad que tengan hoy los cristianos de, siendo dóciles al Espíritu, formar comunidades
donde se vislumbre una posibilidad de alternativa a esa ideología dominante. A la reflexión
teológica le cabe no limitarse a incentivar y orientar a los cristianos para la transformación de
la sociedad, dando pistas para áreas especificas de la vida social sino en mostrar como desde
nuestra fe es posible presentar y vivir un modelo conjunto de sociedad distinto.
Es en este momento cuando se nos plantea la pregunta por las estrategias concretas
para ello. Hemos visto hasta aquí la base en la que se asienta la respuesta de González: sus
presupuestos filosóficos, su modo de interpretar la Escritura, y el atento estudio de las
primeras comunidades cristianas. Para responder a los desafíos del mundo actual, desde
nuestra fe, de manera más plena y eficaz, González precisa, además, aplicar esas líneas
básicas a los signos de los tiempos, a los indicios que hallamos de la acción del Espíritu en
nuestro mundo. Esos indicios cree encontrarlos en el contexto general de nuestra época
marcada por el fin de un modelo, la cristiandad, y por el surgimiento de nuevas y variadas
formas de oposición al sistema dominante.
2. LOS SIGNOS DE NUESTRA ÉPOCA
2. 1. El fin de la Cristiandad
El primer aspecto sobre el que A. González llama la atención es que los signos de los
tiempos no aluden a realidades evidentes y obvias por si mismas. Más bien, en el uso que da
Jesús a esa expresión, en Mt 16, 1-4, lo que se pone de manifiesto es la dificultad para
percibirlos desde los “criterios mundanos”. La presencia del Reino no se impone por la
fuerza, no es de una evidencia aplastante, no va acompañada de espectaculares
demostraciones..., sino que requiere la fe, el deseo, la búsqueda para ser percibida. Muchos de
los miembros más sabios y piadosos de Israel no reconocieron a Jesús como Mesías porque
91
no daba la talla, el Mesías no podía ser el hijo del carpintero de Nazaret (Lc 4, 22). La
revelación de la salvación de Dios en la cruz de Jesucristo desafía la lógica de este mundo (1
Co 1,18-25).
Los comienzos humildes y desde abajo del movimiento cristiano, en consonancia con
la praxis salvadora de Jesús, nos muestran esto. Sin embargo la conversión del cristianismo en
religión oficial del imperio supuso, en opinión de González, una mudanza tal, que las
comunidades cristianas desaparecieron como propuesta alternativa, dado que toda la sociedad
era oficialmente cristiana. Ese cambio comenzó antes, como reconoce el propio González,
pero prefiere fijarlo simbólicamente en la “conversión” del emperador Constantino. Se puede
también rastrear literariamente tal cambio de paradigma, como nos enseña G. Lohfink122, en
la “Ciudad de Dios” de San Agustín. Los primeros Padres exponían el contraste entre la
Iglesia peregrina y la sociedad no cristiana. Agustín opone la ciudad de Dios (y el Reino de
Dios), que acontece en la trascendencia y en el futuro escatológico, a la ciudad terrestre donde
buenos y malos están mezclados y no hay lugar para reconocer en ella la salvación ya
experimentada.
Si durante los primeros siglos los cristianos, tras arduos debates, consiguieron fijar las
líneas esenciales de su fe y los límites de la lectura de la Biblia, dejaron todavía un tema
todavía abierto: la relación entre el Reinado de Dios anunciado y la marcha real de la
historia123. La conversión del Imperio romano determinó la comprensión de dicha relación.
Así, en el siglo IV, el movimiento de comunidades cristianas que ofrecían un ámbito
alternativo a la sociedad de su época, da paso al régimen llamado de cristiandad. Los edictos
de Constantino (314) y de Teodosio (380) decretan respectivamente la tolerancia religiosa
respecto a la Iglesia y la instauración del cristianismo como religión oficial del Imperio
romano.
Se va afirmando progresivamente una visión política en la cual el espacio social y el
espacio religioso coinciden de tal manera que, en principio, todo ciudadano es religioso, y
viceversa. Ser cristiano no es necesariamente señal de seguimiento de Cristo, sino un carácter
común a todo ciudadano. Las herejías no pueden ya resolverse con la expulsión de la
122 G. LOHFINK, Como Jesús queria as comunidades?, pp. 250-254 123 C. DUCQUOC, Cristianismo : memoria para el futuro, Santander, Sal Terrae, 2003, p. 87
92
comunidad cristiana, pues ahora toda la sociedad es cristiana, sino con la ejecución o el
destierro. Cambia, así, de modo radical la posición respecto a la violencia y pasa a ser ejercida
en nombre de la defensa de la sociedad o del cristianismo, pues ambos se identifican.
Ya no existe oposición entre el poder imperial o estatal, y el reinado de Dios, que deja
de proclamarse presente en esta historia y se transpone para el más allá. Desaparecen también
aquellas nuevas relaciones sociales que se iniciaron en las primeras comunidades cristianas, y
permanecen las antiguas formas de dominación, ahora afectando también a la misma iglesia.
La ética radical del sermón de la montaña deja lugar a otra más acomodada capaz de ser
asumidas por todos sin necesidad de cambios profundos. Se comienza a separar fe cristiana y
seguimiento de Jesús, o en palabras de Bonhoeffer, “la gracia se abarata”. En lugar de
promover cambios desde abajo y desde los márgenes del sistema por aquellos oprimidos y
excluidos, desde la Iglesia se plantea una ética social cristiana dirigida a los gobernantes y
poderosos de este mundo, encargados de suscitar las reformas.
Aunque toda la sociedad se declara como cristiana, el término Iglesia empieza a aludir
restringidamente a los clérigos, monjes y templos, obrándose una notable separación entre
clero y laicado. El poder, las prebendas, el prestigio, la autoridad social, entran a formar parte
de los cargos de responsabilidad eclesiales. En este contexto se entiende bien el cambio de
paradigma, recogido por Agustín en la “Ciudad de Dios”, al que antes aludíamos. Nace la
concepción de una iglesia invisible, integrada por quienes adoran en verdad al Señor.
La transformación operada en la comprensión del cristianismo fue brutal respecto al
modo en como éste se inició.
El constantinismo no terminó en la Edad Media y, transformado, pervivió. La
Ilustración realizó una importante crítica a este sistema y la revolución francesa fue el
acontecimiento emblemático que lo puso en cuestión. Pero serán necesarios todavía dos siglos
para que comencemos a tener alguna evidencia del fin de la cristiandad porque, con todo, este
régimen, bajo diversas figuras y modalidades, ha sobrevivido prácticamente hasta nuestros
días. La vinculación de elementos cristianos a estructuras de poder civil, a nacionalismos o,
incluso, a movimientos revolucionarios bien lo pone de manifiesto. En este último caso es
cierto que no se produce la identificación con el poder vigente, pero se mantiene en el mismo
93
modo de pensamiento: logrando el poder y sustituyendo a los actuales dominadores se podrá
implantar una sociedad más justa, desde arriba. La vinculación de la Iglesia con los poderes
(económicos, políticos, sociales…), y su identificación con el conjunto de la masa social, la
condujo a una falta de independencia y a una incapacidad para ser conciencia crítica y luz en
medio del mundo.
Ciertamente González reconoce que a lo largo de esa historia del cristianismo
dominada por el constantinismo, han existido no pocos modelos que han procurado traducir a
su época, con fidelidad y creatividad, la praxis de Jesús y de las primeras comunidades
cristianas. El monacato simbolizó en el s. IV, en palabras de Bonhoeffer124, una protesta
contra la secularización del cristianismo y el abaratamiento de la gracia. Y lo mismo ocurrió
con el posterior surgimiento de órdenes y congregaciones religiosas. Sin embargo, como nota
González y ya subrayó en su momento Bonhoeffer, esto tuvo también sus efectos negativos
pues se acabo conformando un “cristianismo de dos estados”, de dos niveles. Es la distinción
entre los consejos evangélicos, para los “perfectos”, llamados al seguimiento radical de Jesús,
y los mandamientos, para los demás creyentes, los “débiles”, que constituye a la iglesia como
sociedad desigual.
Muchas de las características básicas del cristianismo primitivo, como la comunidad
de bienes, el anuncio explícito del evangelio, la renuncia a la violencia, y a toda forma de
poder, solo se permitieron en el ámbito de la vida religiosa. Quienes pretendieron extenderlo
fuera de ella (Pedro Valdo, Juan Wycliff, etc.) resultaron perseguidos. La situación dentro de
los reformados no fue muy distinta. Aunque aparecieron movimientos que pretendían
fidelidad a los orígenes, la alianza con el poder civil o la utilización de la violencia les dotaron
de la misma carga de ambigüedad que la existente en el mundo católico.
Pero para González, la actual situación en que la mayoría de las sociedades
occidentales dejan de ser oficialmente cristianas, es un tiempo especialmente apto para
encontrar nuevas formulaciones donde el esquema de la fe se haga visible. La crisis del
constantinismo (de la equiparación entre pertenencia a la iglesia y a la sociedad imperial, con
124 D. BONHOEFFER, Le prix de la grâce. Sermon sur la montagne. Neuchâtel. Ed. Delachaux et Niestlé, 1967, p.22
94
la consiguiente mudanza de los contenidos originarios del cristianismo) abre nuevas
posibilidades.
Los Estados, por lo general, ya no son confesionales y el cristianismo es una religión
más entre otras en una sociedad pluralista. Hay un declive del cristianismo en cuánto religión
institucional, en cuánto prácticas y creencias moduladas desde un modo institucional de ser y
comprender la religión. La adhesión al hecho cristiano no es ya una condición necesaria para
ser considerado ciudadano de pleno derecho. El fin de la cristiandad pone en crisis un modelo
de cristianismo y de su implantación en la sociedad pero no pone en crisis el cristianismo. Los
actuales movimientos renovadores se encuentran con una sociedad que no se reconoce
formalmente como cristiana. Por eso no conducen a una división en dos estratos, laicos y
clero, que participan en esos movimientos de maneras distintas. Reconociendo los muchos
defectos y carencias que poseen, y que algunos de ellos trabajan por recomponer una nueva
cristiandad, González quiere resaltar lo que de nuevas posibilidades ofrecen: una
transformación en nuestras iglesias que no suponen ni una separación ni un restringirse a lo
meramente clerical o religioso.
En esto coincide con otros teólogos, como Duquoc125, para quien el hecho de que la
iglesia asumiera, particularmente a partir del Concilio Vaticano II, el abandono de su
pretensión de controlar el devenir del mundo hace posible un intercambio positivo y eficaz
con la historia. Estamos aún en una situación embrionaria, donde algo nuevo está comenzando
a romper el pensamiento dominante desde siglos. De la misma manera que una serie de
hechos consumados con la conversión del Imperio, acabaron configurando un modelo
concreto de cristianismo, otros acontecimientos en los últimos siglos están ahora
transformándolo sustancialmente.
125Cf. C. DUQUOC, Cristianismo : memoria para el futuro, p.110
95
2.2. Los nuevos dinamismos de oposición al orden vigente
2.2.1. La identidad como dimensión esencial para la relevancia social
Una característica esencial del sistema capitalista globalizado que rige el planeta es
que quienes controlan esos procesos no son una clase definida o un conjunto de Estados,
empresas o corporaciones definidas sino una red de capital global sin rostro definido que
establece una enorme distancia con los sujetos que se ven afectados por sus decisiones. Las
identidades solo pueden formarse al margen de las instituciones de la sociedad civil, con una
mentalidad del contraste a las lógicas dominantes, puesto que tales. De ahí que las nuevas
formas de contestación al sistema se organicen también en redes, con un sistema de valores
marcadamente diferente.
González, siguiendo a Castells, reconoce como la globalización ha conducido a la
perdida de identidad individual de las ciudades, especialmente de las grandes metrópolis.
Contempla como frente a las redes que gobiernan los hilos de este mundo globalizado, han
surgido, desde abajo, nuevas formas, también en red, de contestación a los problemas surgidos
con la globalización. Son ellos en opinión de Castells, los productores y distribuidores de
códigos culturales. Quizás no somos muy sensibles a esos nuevos proyectos de identidad que
surgen en esas redes alternativas y descentralizadas, porque estamos más habituados a
propuestas fuertemente estructuradas y uniformes. Sin embargo en esos lugares menos
visibles de la sociedad (redes electrónicas alternativas o redes populares de resistencia
comunitaria) se perciben los embriones de una nueva sociedad creados por el poder de la
identidad126 .
González enfatiza que es esa autonomía frente al Estado, el capital y la técnica lo que
les da su fuerza. A diferencia del debate existente tiempo atrás, en el que parecía que para
ejercer influencia social había que diluir las señas de identidad más marcadas para impregnar
la sociedad, hoy es más relevante socialmente aquel que tiene claramente definidos sus trazos
identificatorios. En esos nuevos movimientos con una identidad claramente diferente a la
126 M. CASTELLS, A Era da informação. Vol. 3: O poder da identidade, São Paulo, Paz e Terra, 1999, pp. 426-427
96
impuesta por el capitalismo globalizado, y que crean nuevas relaciones sociales, percibe
signos del Reinado de Dios.
El estudio de Castells no profundiza demasiado en el análisis del cristianismo, y se
limita a abordar las iglesias establecidas, mostrando su pérdida de influencia social, y el
fundamentalismo protestante norteamericano. Aunque coloca a éste entre las “identidades de
resistencia”127, ve difícil que pueda transformarse en una identidad de proyecto. Sin embargo
González cree que el análisis de Castells puede ser aplicable a la hora de vislumbrar el
presente y realizar una prospectiva de cara a los próximos tiempos. Las tradicionales
estructuras eclesiales carecen de la flexibilidad y capacidad de adaptación de las redes
flexibles y alternativas. Sin embargo existen nuevos movimientos y comunidades cristianas
que, aunque de modo no intencionado, están ofreciendo una identidad creadora de nuevas
relaciones sociales.
El tema de la identidad no es baladí sino esencial para reconstruir desde nuestra fe otra
forma de estar en la sociedad distinta al modelo de cristiandad que agoniza. La fuerte
identidad del cristianismo de los primeros siglos, motor de su expansión y cohesión se apoyó
en una experiencia de sentido compartido que conllevó un modo de vivir y comunicarse
diferente, creando en la sociedad asombro, atracción o rechazo, pero en ningún caso dejando
indiferentes. Esa es la fuerza y la novedad del cristianismo, no su aparato institucional, sino su
modo diferente de relacionarse y de estar comunitario, fraterno y universalista, derivada de la
fe en que Cristo reinaba de hecho en sus vidas. Urge que en las comunidades cristianas se
participe y comunique una identidad, desde la que se ofrezca la posibilidad de compartir y
transmitir la fe y orientarse en un medio social frecuentemente hostil.
Las dificultades para vivir esa identidad, por parte de las iglesias cristianas, no son
solo internas, derivan de la misma función social que cumplen, de su inserción en medio de
una cristiandad que, aunque herida de muerte, aun tiene fuerza para dar “sus últimos
coletazos”. Es complicado ir creando una nueva identidad-proyecto cuando la vieja identidad 127 Castells distingue tres tipos de construcción de identidad. La identidad legitimadora que origina la sociedad civil y reproduce sus formas de dominación; la identidad de resistencia, el modo más importante en nuestros días, que crea formas de resistencia ante una opresión, ayudando a soportarla; y la “identidad de proyecto” con un proyecto de vida diferente, aunque originada como identidad oprimida pero que se expande procurando transformar la sociedad desde su propio proyecto. M. CASTELLS, op.cit., , pp. 22-25
97
legitimadora pervive en diferentes formas. Existe una resistencia para aceptar la situación de
un cristianismo minoritario. Con frecuencia las iglesias son protegidas por las autoridades y
poderes públicos y continúan siendo un referente moral, a pesar de mantener muchos de los
privilegios del pasado. Se utiliza su potencial en la conservación de la cultura, tradiciones, en
el suministro de servicios religiosos, educativos, asistenciales. Son también ambiguas las
manifestaciones religiosas masivas presididas por autoridades civiles, sin vinculación alguna
con las iglesias. Con todo, para el teólogo asturiano, el derrumbe del constantinismo es
inevitable, y el Espíritu parece apuntar en otra dirección, solo susceptible de ser atisbada
como gérmenes de un nuevo cristianismo.
El punto clave en el modelo propuesto por A. González reside en comprobar como las
comunidades cristianas de nuestro tiempo (que tanto en sus formas conservadoras como
progresistas, tienen muchos elementos de las identidades de resistencia), pueden tornarse
identidades proyecto. El desafío para la Iglesia es el de, moviéndose entre lo local y lo global,
contactar y poner en relación individuos y colectivos ubicados en la periferia del sistema,
afirmando su dignidad. Se trata de verificar si las nuevas formas de cristianismo se pueden
equiparar, de alguna manera a los movimientos sociales que se están organizando, y de ver
cual es la presencia cristiana en esos lugares más recónditos de la sociedad donde se están
creando nuevas identidades. Muchas de las características de esos nuevos movimientos
(vinculados de alguna forma al cristianismo) nos pueden mostrar pistas para la forja de dicha
identidades; analizaremos el de la no violencia, el de la nueva economía popular y el del
pentecostalismo latinoamericano.
2.2.2. El pentecostalismo latinoamericano
Se trata de un movimiento popular que los teólogos, especialmente los teólogos de la
liberación, han desdeñado, a pesar que esto supone olvidar que la teología es acto segundo,
porque el acto primero es la praxis del pueblo pobre. Si somos fieles a una de las intuiciones
de la teología de la liberación, la perspectiva del pobre, la situación privilegiada de los
empobrecidos para entender el evangelio, estamos obligados a preguntarnos por qué se
adhieren en gran número a grupos pentecostales.
98
El notable aumento de los evangélicos en los últimos años se debe al espectacular
crecimiento de los pentecostales, que ocurre de forma desigual en las diferentes clases
sociales. La mayoría de sus integrantes poseen bajas rentas: un estudio realizado a mitad de
los años noventa en Río de Janeiro reveló que el 61% de los pentecostales recibían, como
mucho, hasta dos salarios mínimos128.
Sin ser ingenuo y asumiendo que no se trata de una respuesta adecuada a los
problemas de nuestro mundo, trata de reconocer los aspectos concretos del pentecostalismo
que pueden explicar su pujanza y su atractivo para las capas más pobres, y de ver sobre todo
como unas identidades construidas en oposición al entorno puede transformar la situación de
lo más pobres.
La positiva concepción que González tiene respecto a estos movimientos se apoya,
sobre todo, en las obras de Shafer129, y de R. Shaull130, y adolece de una cierta confusión a la
hora de distinguir entre iglesias pentecostales y neopentecostales. Comienza dejando
constancia de la diferencia entre ambas, criticando el postmilenarismo de estos últimos y su
inmersión en las instancias de poder políticas, y socioeconómicas, frente la posición más
escéptica de los pentecostales131. Pero a continuación enumera muchos de los aspectos
positivos del pentecostalismo, recogidos en el estudio de Shaull y Cesar132, los cuales centran
su interés de un modo particular en la iglesia Universal del Reino de Dios, calificable de
neopentecostal.
Estas iglesias entienden que el problema humano primario no es el pecado sino la
pobreza, la insignificancia y la impotencia, frente a las cuales dan la posibilidad de
experimentar en lo cotidiano de su vida el poder renovador del Espíritu de Dios. Es
importante destacar como conciben la acción del Espíritu Santo de manera material y
concreta. Dios interviene dando solución a los problemas inmediatos de los pobres. Así pues,
implícitamente, se sostiene la desaparición de toda dualidad entre lo material y lo espiritual, y
128 R. MARIANO, Neopentecostais. Sociología do novo pentecostalismo no Brasil, São Paulo., Loyola, 1999, pp.11-12 129H. SCHÄFER Protestantismo y crisis social en América Central. San José de Costa Rica. 1992 130 R. SHAULL-W. CESAR, Pentecostalismo e futuro das igrejas cristãs. Promessas e desafios, Petrópolis 1999. 131 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p. 329 132 Quienes, precisamente, no emplean la distinción entre eses dos tipos de iglesias, R. SCHAULL-W. CESAR, op. cit., p. 12
99
entre historia humana e historia de salvación. En esto sentido se da una cierta coincidencia
con algunas de las ideas centrales de la teología de la liberación.
Sin embargo la liberación a la que se refieren los pentecostales no alude a la
modificación de las estructuras políticas sino a solventar los problemas cotidianos e
inmediatos de los pobres. Dios actúa en el presente, y las transformaciones no se hacen
depender de que los poderes públicos promuevan cambios, sino que ya se experimentan en
esas comunidades. Al creyente se le pide una respuesta de fe que tenga repercusiones
prácticas: valor para romper vínculos que esclavizan y para desposeerse de lo poco que tienen.
La praxis, informada por la fe, tiene gran importancia. No se promueve la pasividad sino la
rebeldía a aceptar la situación de postración, desafiando a Dios al exigir su liberación,
afirmándose con contundencia la oposición entre Dios y el Sufrimiento. Se apela para que el
creyente rechace con energía la enfermedad, la depresión, el desempleo, etc. como realidades
no queridas por Dios, como ámbitos del demonio. También es interesante observar como
aparece, aunque de forma tímida, entre los miembros de esas iglesias una igualdad y una
fraternidad que les permite expresarse y acceder a la palabra con menos cortapisas que en las
iglesias tradicionales.
González reconoce que, aun admitiendo que la experiencia pentecostal es una
auténtica experiencia del espíritu, tiene algunas dosis de ambigüedad, no solo por la
manipulación económica en algunas iglesias, sino por la subsistencia del “esquema de la ley”,
y la convivencia de experiencias de liberación personal con legitimación del status quo
político, económico y social.
Este autor también contrasta la relación paternalista que desde algunas iglesias se tiene
con los pobres (ya sea a través de la caridad o a través de proyectos de desarrollo), con el
comportamiento de los pentecostales, que no solo no dan bienes materiales sino que se los
piden a sus fieles, rompiendo dependencias y creando una persona que subjetivamente ya no
es pobre.
Se trata de una mirada amistosa sobre el pentecostalismo, que junto al mérito de
descubrir algunas de sus virtualidades, tiene el inconveniente de no incidir en esas
ambigüedades que tan solo menciona someramente. Una argumentación que se hubiera
100
basado también en otros estudios recientes, más imparciales, sobre este fenómeno133, tal vez
hubiera podido ahondar en algunos de los elementos más cuestionables del mismo, desde las
tesis de A. González. Así la teología de la prosperidad134, que se asienta en la lógica
retributiva tan criticada por aquél; la participación política activa de estos grupos, y la procura
de cargos de poder aliándose a partidos conservadores135; o la estructura organizativa de
algunas de estas iglesias, como la Universal, fuertemente centralizadora, jerárquica y
despótica136; su progresiva secularización, aceptando valores y hábitos de la cultura
dominante para mantener y aumentar su clientela137, etc.
2.2.3. La nueva economía popular138
La relación entre economía y la fe cristiana es una vertiente en la que, como ya
dijimos, nuestro autor se detiene con atención. Y todo esto porque la economía no es algo
ajeno a la praxis de Jesús, y mucho menos a la de las primeras comunidades. La llamada a la
confianza absoluta que se hace en Mt 6, 25-34 nos anima a despreocuparnos por acumular
bienes, por obtener resultados que nos den seguridad cara al futuro y nos justifiquen. Sin
embargo ha sido muy criticado, y se ha entendido como solo aplicable a Jesús y su grupo de
discípulos o como fruto de una gran ingenuidad económica. Este texto, como todo el
evangelio, no puede quedar reducido al espacio de la mera interioridad humana, tiene una
vertiente social. Está pensado para el nuevo Israel, una sociedad centrada en el Reino de Dios
y su justicia, basada en la confianza mutua, lo que conduce a economías comunitarias, de
gestión común139.
133 Como el que por ejemplo realiza R. MARIANO en Neopentecostais. Sociología do novo pentecostalismo no Brasil. 134Cf. ibid., pp. 147-186 135 Cf. ibid. pp.91-98 136 Cf. ibid. p. 63 137 Cf. ibid pp. 233-234 138 Se basa aquí en los estudios de A. MONTOYA La nueva economía popular. Una aproximación teórica, San Salvador, 1995, en diversas obras de L. Razeto, entre ellas Economía popular de solidaridad. Identidad y proyecto en una visión integradora. Santiago de Chile. 1990, y en la obra de D. SCHWEICKART Mas allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander 1997 139 Cf. G. LOHFINK El sermón de la montaña ¿Para quién?, Barcelona, Herder, 1989, pp. 142-149
101
De hecho a lo largo de los cinco discursos principales de Jesús en el evangelio de
Mateo, se percibe la importancia de los temas económicos, criticándose en ellos el deseo y la
ambición (con la preocupación y la desconfianza que conlleva) y proponiéndose una
economía alternativa que tiene en cuenta especialmente a los más desfavorecidos y no admite
que nadie quede excluido de los beneficios del progreso140.
La preocupación de Dios por los seres humanos, que se muestra en este texto es la
misma que deben tener unos por los otros. Jesús y sus discípulos van caminando anunciando
la buena noticia dependiendo del hospedaje y la comida que reciben, sin seguridad alguna. Es
cierto que muchos de los seguidores de Jesús permanecieron en sus hogares, sin embargo
también sus ellos fueron afectados por este nuevo modo de vivir: se convirtieron en casas
acogedoras, abiertas, disponibles para servir a Jesús y sus mensajeros. Constituyeron el
germen de una nueva sociedad.
González resalta que en las últimas décadas se han podido evidenciar interesantes
procesos de activación y desarrollo económico entre los más desfavorecidos, nuevas
estrategias económicas, realizadas por los sectores que van quedando fuera del mercado,
destinadas a su supervivencia física, con valores solidarios y estructuras de participación
democrática y autogestionaria. En estas organizaciones, lo económico es un aspecto más que
se integra con otras actividades culturales, sociales o religiosas. Estos procesos son los que
engloba dentro de la expresión “nueva economía popular”. Surgidos de ámbitos de exclusión,
se configuran como pequeñas alternativas frente a ese sistema que les margina.
Internamente se caracterizan por unir producción, distribución y consumo, evitando en
lo posible las mediaciones monetarias, y por satisfacer además de las necesidades materiales
elementales, otras de carácter cultural o social, con lo cual tienen un concepto de eficacia y de
evaluación de resultados que va más allá de lo meramente cuantitativo, de lo puramente
crematístico.
140 L. E. VAAGE, “Jesus economista no evangelho de Mateus”, en Revista Bíblica Latinoamericana, 27 (1997), pp. 268-285
102
En cuanto a sus relaciones con el conjunto de la economía, si bien nacen de manera
precaria y extremadamente dependientes, las que se consolidan avanzan notoriamente en
autonomía, sin que ello signifique abandonar el mercado.
Respecto al modo en que las mismas se constituyen en alternativa, González enfatiza
que lo hacen no al modo “estatista”, pretendiendo ganar parcelas de poder para extender su
modelo, ni al modo sectario, desde la convicción de la superioridad de su propuesta, sino
asimilando la pluralidad de la sociedad y la autonomía de sus integrantes. Su poder
transformador radica en el hecho mismo de actuar dentro la sociedad generando tendencias de
solidaridad, participación e innovación y se incluye en una visión más amplia de
democratización de la sociedad y de la economía y de poner remedio a la crisis de
civilización, de la que los desequilibrios económicos e injusticias sociales son, además de sus
causantes, también sus efectos.
“ Las instituciones de la economía popular -dice A. González, citando a D.
Schweickart- pueden entenderse como las primicias de la estructura social poscapitalista,
incluso aunque ellas tengan que sobrevivir y expandirse en un contexto capitalista” 141.
Las transformaciones no se posponen para cuando toda la sociedad haya tomado
conciencia o para cuando se alcance el poder, sino que empiezan desde ya y desde abajo.
Esa es la dinámica del Reinado de Dios, expresada en parábolas como la del grano de mostaza
o la levadura.
Buena parte de estas organizaciones económicas populares nacieron en ámbitos
cristianos, y como bien resalta González, su relevancia a efectos del estudios que realiza sobre
los signos de nuestro tiempo, es que son propuestas que surgen a partir de los pobres,
pretendiendo convertirse en sujetos de su existencia económica.
La compasión de los más afortunados con aquellos que pasan necesidad es una
característica común a la mayoría de las religiones y sistemas éticos de nuestro mundo. Lo
peculiar del cristianismo es el convite que a aquéllos se hace para renunciar a sus posesiones y
participar en la comunidad cristiana con unas nuevas relaciones sociales y económicas sin
141 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, pp.343-344
103
asistencialismo, sin dependencias, ni dominación de unos por otros. Es una apuesta por
cambios estructurales que comienzan en las células básicas de la sociedad. Es esto hacia lo
que apuntan muchas de las entidades que se incluyen dentro de la economía popular. Y las
comunidades cristianas, desde su propia identidad, pueden trabajar unidas con ellas en aras de
promover una mudanza de la sociedad desde sus fundamentos.
Esta forma de pensar ha encontrado respaldo en otros autores. Así, Davey, basándose
en los estudios de David Ford, nos introduce en el concepto de el término oikonomia de Dios,
derivado de la noción de casa (oikós) como “sistema en el que la gente vive y que es peculiar
por su gestión y ordenamiento”142. Ese concepto nos plantea la cuestión de cómo entender hoy
desde el evangelio, una concepción integral de toda nuestra realidad a imagen de la
comprensión que Pablo tenía en sus cartas de “la economía de Dios”. Las enseñanzas de Jesús
nos muestran un ordenamiento distinto donde la liberalidad, la gratuidad sustituyen a la
obligación y la reciprocidad. La economía que presenta el Nuevo Testamento es radicalmente
contraria a la del Imperio, pues se fundamenta en la ayuda mutua y en la redistribución, que
tienen lugar en el interior de las nuevas comunidades, sin perder la relación y cooperación con
las otras comunidades, donde se incluye a aquellos que el sistema vigente dejaba fuera.
Como reconocen Howard-Brook y Gwyther143 , la alternativa bíblica al capitalismo
globalizado es la comunidad local basada en la solicitud providente de Dios.
142D. FORD, “Faith in the cities. Corinth and the modern city”, en (Gunton, Colin- Hardy, Daniel) On being the church, T&T Clark, Edinburgh, 1989, p.230, apud: A. P. DAVEY, Cristianismo urbano y globalización, Santander, Sal Terrae,2003, p. 158 143 W. HOWARD-BROOK y A. GWYTHER, Desmascarando o Imperialismo. Interpretaçao do Apocalipse ontem e hoje. Sao Paulo, Loyola,1995, p. 313
104
2.2.4. La no violencia
2.2.4.1. El pensamiento eclesial sobre la no violencia a lo largo de los siglos
Ciertamente la realidad de la violencia en general ha sido un acontecimiento siempre
presente en la historia. La Iglesia, inmersa en la misma, ha tenido y tiene la tarea de ir
discerniendo los signos y tomando sus decisiones morales en los distintos contextos donde
vive como comunidad cristiana. Y su pensamiento en relación a la guerra ha pasado por tres
actitudes: pacifismo, guerra justa y cruzada.
� La Iglesia antigua era pacifista hasta la época de Constantino. No consta
que haya habido soldados cristianos hasta el a. 180, pero a partir de ese
momento las referencias de la participación cristiana en el ejército
aumentan, aunque no constan excomuniones de ningún cristiano por ser
soldado. En los primeros siglos no encontramos ningún autor cristiano que
aprobara la guerra y, mucho menos, la participación cristiana en la guerra:
siglo I, Ignacio de Antioquía; siglo II, Tatiano, Atenágoras, Justino, Ireneo,
Clemente de Alejandría; siglo III, Orígenes, Tertuliano, Cipriano; siglo IV,
Lactancio. Esta condena ha recibido distintas explicaciones (el peligro de la
idolatría durante el servicio militar debido al culto al emperador; la
hostilidad al Imperio Romano que perseguía a los cristianos; la creencia en
la pronta segunda venida del Señor; la incompatibilidad entre el
derramamiento de sangre y el Evangelio, es decir, entre el matar y el amar).
Para González la no violencia de Jesús no nace de ninguna reflexión ética,
ni siquiera de la sacralidad de la vida, sino de las palabras y la praxis
concreta de Jesús contraria a toda violencia, de sus estrategias concretas de
resistencia a la opresión que la atacan en su raíz. Mitigarla o ceder
aceptando la posibilidad de algún tipo de violencia es hacerle el juego a los
poderosos y dejar de ser fieles al espíritu evangélico.
� Con la época de Constantino comienza el tiempo de una estrecha alianza
entre Iglesia y Estado, junto con la amenaza de las invasiones bárbaras. Los
105
cristianos del siglo IV y V rescatan del mundo clásico la doctrina de la
guerra justa144 que sostenía que la finalidad de la guerra era reivindicar la
justicia y restaurar la paz. La guerra había de hacerse bajo la autoridad del
Estado y debía observarse en ella un código de buena fe y humanidad. El
recurso a la guerra era el último medio cuando ya habían fracasado todas
las mediaciones. A principios del siglo V los ejércitos estaban compuestos
por cristianos. Ambrosio (340-397), prefecto de Milán y después obispo
del mismo lugar, formuló por primera vez una moral cristiana de la guerra.
La defensa del Imperio equivalía a la defensa de la fe contra la invasión de
los bárbaros. Ambrosio aportó dos elementos a la doctrina greco-romana de
la guerra justa: la manera de llevar a cabo la guerra ha de ser justa y los
monjes y sacerdotes deben abstenerse de ella. Pero fue Agustín (354-430)
quien completó la teoría de la guerra justa en la moral cristiana. Nunca
antes el problema moral de la guerra se había abordado con tanta claridad.
Formuló una pregunta fundamental que en el contexto de su tiempo fue una
auténtica contribución: ¿Bajo qué condiciones puede ser justa una
guerra? Santo Tomás asume la elaboración de San Agustín, dándole un
carácter sistemático más perfilado.
� La tercera actitud es la cruzada. La cruzada apareció en la Edad Media
como una guerra santa ya no inspirada fundamentalmente en el nombre de
la justicia sino en nombre de la defensa y propagación de la fe cristiana.
Las tres actitudes –pacifismo, guerra justa y cruzada—reflejan tres modos de entender
la relación de la Iglesia con el mundo.
“ El pacifismo ha desesperado del mundo y se ha desligado, ya de la sociedad en
conjunto, ya de la vida política y, en especial, de la guerra. Los que abogan por la
144 Platón fue el primero en formular un código sobre la guerra como último recurso para restaurar la paz (eirené) entre los helenos, pero fue Aristóteles quien acuñó el término “guerra justa” y extendió su significado incluyendo también la dominación de aquellos pueblos que por naturaleza debían ser esclavos, pero que resistían a la posición que les correspondía dentro de la escala social. Cicerón introdujo modificaciones al código ético de la guerra para el Imperio, señalando que la guerra debía ser hecha por el Estado después de una declaración formal de hostilidades
106
teoría de la guerra justa adoptan la posición de que el mal puede ser frenado por el
poder coercitivo del Estado. La Iglesia debería apoyar al Estado en este empeño y los
cristianos, individualmente, como ciudadanos, deberían luchar bajo los auspicios del
Estado. La cruzada responde a una teoría teocrática según la cual la Iglesia, aun siendo
una minoría, debería imponer su voluntad al mundo recalcitrante. El pacifismo se
asocia, a menudo, con la retirada; la guerra justa, con la participación restringida; y la
cruzada, con la dominación de la Iglesia en el mundo” 145.
La teoría de la guerra justa pasó a ser parte de la enseñanza cristiana a lo largo de los
siglos, y el marco teórico de la moral católica hasta nuestros días. Robert Bosc146 resume en
las siguientes etapas la evolución del pensamiento cristiano sobre la guerra: a) con Agustín, el
fenómeno de la guerra se somete al juicio de la conciencia, b) con Tomás, el recurso a la
violencia se subordina a la intención recta del amor al prójimo; c) con los teólogos del siglo
XVI se crea el derecho internacional y se somete el comportamiento de los Estados a un
código; d) en el siglo XX, la Iglesia denuncia el carácter criminal de la guerra moderna.
. Sólo con Pío XII, Juan XXIII y el Concilio Vaticano II se plantea un cambio del
enfoque con la condena de la guerra total. El Concilio Vaticano II examinará la guerra con
una mentalidad totalmente nueva147, declarando, entre otros, los siguientes puntos:
� El derecho a la guerra defensiva (GS, 79d) como último recurso y en ausencia de
una autoridad internacional competente y provista de los medios eficaces: la
potencia militar no legitima cualquier uso militar o político de ella. Aun cuando,
parece descartada, con todo, hay que constatar que se hace silencio sobre la
posibilidad de una guerra ofensiva justa.
� Una condena solemne de la guerra moderna total: “El horror y la maldad de la
guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con
tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e
145 R. BAINTON, o.c.,p. 16 146Cf. R. BOSC, Evangelho, violência e paz, São Paulo,Paulinas, 1977, pp. 63-64 147 Gaudium et Spes n. 80
107
indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la
legítima defensa” (GS, 80 a, b, c, d).
� Denuncia de la carrera de armamentos: “Sea lo que fuere este sistema de
disuasión, convénzase los hombres de que la carrera de armamentos, a la que
acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y
que el llamado equilibrio que de ella proviene no es la paz segura y auténtica” (GS,
81b).
� La necesidad de una acción internacional para evitar y prohibir la guerra (GS, 82 a).
El Catecismo recoge la moral clásica sobre la legítima defensa mediante la fuerza
militar (2307-2317): “La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la
vida de otro hombre o del bien común” (2321). Eso sí, endurece el lenguaje respecto a las
condiciones, que han de interpretarse de forma muy restrictiva, dado el potencial de medios
modernos.
2.2.4.2. Inserción de las tesis de A. González sobre la no violencia dentro del pensamiento
cristiano contemporáneo
Podemos distinguir dos grandes posturas frente a la realidad de la violencia:
a) La de aquellos que siguen la teoría de la guerra justa con adaptaciones a las
circunstancias contemporáneas. La acusación que suelen hacer a las posturas más
rígidamente pacifistas es que olvidan las tristes realidades que el amor concreto
nos pide afrontar, tales como la dictadura, el totalitarismo, la violación de los
derechos. Entre ellos se incluiría:
� La posición pluralista: cree que se puede justificar tanto la teoría de la
guerra justa como el pacifismo. Afirman que en gran parte de la historia
ambas tradiciones, la ética de la no-violencia y la ética de la guerra justa,
han estado presentes en la vida de la Iglesia. La ética pacifista y la ética de
108
la guerra justa son las dos expresiones legítimas y necesarias de la fe
cristiana148 Tanto la ética de la no-violencia como la de la guerra justa
contienen elementos esenciales de la visión plena del Reino de Dios. Por
consiguiente, ambas posiciones son necesarias en la Iglesia, porque
comparten activamente el compromiso a favor de la justicia y de la paz y
porque ningún cristiano puede apoyar o justificar una situación opresora
sobre la base de cualquiera de las dos posturas éticas. Los obispos de los
Estados Unidos optaron por el pluralismo en su carta pastoral de 1983, The
Challenge of Peace149: “El nuevo momento en que nos encontramos
considera la tradición de la guerra justa y de la no violencia como métodos
distintos, pero interdependientes, de evaluar la guerra” .
� Aquellos que continúan defendiendo abiertamente la posibilidad del uso de
la violencia150. El fundamento de la guerra justa es el rechazo de la
injusticia: El uso de la fuerza y de la violencia puede ser bueno o malo
dependiendo de que sirva a la justicia o la injusticia.
b) Entre los que han abandonado la teoría de la guerra justa podríamos
distinguir dos posiciones muy diferentes entre sí:
� “La teoría de la guerra justa ya no es válida y debe ser abandonada: la única
excepción permitida a la prohibición de la guerra es la defensa armada contra una
agresión de hecho”151.
� La teoría de la guerra justa debe ser abandonada y sustituida por una ética de
defensa no violenta. No hay excepciones a la prohibición de la guerra. Esta es la
vía en la que se inserta A. González y supone un rechazo categórico ante toda
violencia, incluido la de las guerras defensivas, que nos remite al período
preconstantiniano, en el que la comunidad eclesial era contraste ante el sistema del
mundo. Uno de sus máximos representantes es el teólogo menonita J. H. Yoder,
que de modo consistente se ha opuesto al uso de cualquier forma de violencia,
148 D. HOLLENBACH, Nuclear Ethics, New York, Ramsey, 1983, p. 31 149 Disponible en http://www.osjspm.org/cst/cp.htm 150 Como G. WEIGEL y J. T. JOHNSON en su obra Just War and the Gulf War (1991) 151 Esta es la posición mantenida por el editorial de La Civiltà Cattolica, de 17-11-1990, con motivo de la Guerra del Golfo, disponible en http://www.fespinal.com/espinal/castellano/visua/es37.htm#3
109
asumiendo el peso de la ley ante sus acciones pacifistas. Entre los teólogos
católicos que han adoptado esta posición ética merece especial mención el padre
de la renovación conciliar de la Teología moral, el redentorista B. Häring quien en
sus últimos escritos pidió explícitamente el abandono de la doctrina de la guerra
justa y de las armas, incluso de las defensivas, para adoptar una estrategia de no-
violencia activa en la forma de “defensa social” (no es abandono de la resistencia
sino de los métodos violentos de la resistencia):
“ Entiendo que debemos aceptar con respeto el pluralismo dado, pero, tal
como lo veo, tenemos que trabajar decididamente en esta época crítica para
desembarazarnos de la teoría de la guerra justa, especialmente mientras siga
estando tan distorsionada en la mente y en los escritos de muchos católicos (…) La
meta no puede ser un pluralismo perpetuo, sino una opción solidaria en favor de la
defensa no violenta” 152.
Su evolución es digna de mencionarse: en La ley de Cristo (1954)
trabajaba dentro del esquema clásico de la guerra justa; en Fidelidad y libertad en
Cristo (1981) comienza el capítulo nueve con una teología de la paz basada en la
Escritura; por fin, en su última publicación sobre el tema, completa el abandono
del esquema de la guerra justa: sustituye el esquema de la justicia y el derecho que
implicaba una visión teológica que legitimaba la justicia divina, por una visión
teológica de sanación—el Hijo del hombre vino no tanto para cargar sobre sí
nuestras culpa y vengar el orden roto de la justicia, sino para sanar a la humanidad
y librarnos de la esclavitud del pecado y la violencia153 .
2.2.4.3 El valor de la no violencia en nuestros tiempos, desde la visión de A. González
Entiende por no violencia no cualquier tipo de pacifismo sino las formas de
reivindicación frente a los poderes que recurren a diversas estrategias activas, a excepción de 152 B. HÄRING, The healing power of peace and non-violence, New York, Mahwah, 1986, p. 106 153 Ibid., p. 11
110
la violencia física, para lograr sus objetivos. Su argumentación al respecto no está en función
de su eficacia, se apoya en motivos intrínsecamente derivados de su forma de experimentar la
acción de Dios en la historia y de su concepción de fe cristiana: si por la fe estamos liberados
para obrar según la gratuidad de la misma y no desde una lógica retributiva, es posible
responder de manera distinta a la práctica violenta de los dominadores. En cuanto que
deseamos situarnos bajo el reinado de Dios no es posible otra praxis que no sea la de la no
violencia.
Pero incluso desde el punto de vista de los resultados, González pasa revista a diversas
luchas no violentas en la historia de la humanidad y observa como muchas de ellas se vieron
coronadas por el éxito, aunque enfatiza que la opción cristiana por la no violencia no se apoya
en su efectividad sino en la gratuidad de la fe. Se basa en creer que ya es posible actuar según
la lógica del Reinado de Dios.
El amor a los enemigos, es piedra de toque donde la fe se pone a prueba. Puesto que
esa fe supone romper con la lógica de la retribución, ella se manifestará donde no se devuelve
mal por mal y se da a los opresores la oportunidad de conversión.
La lucha no violenta coincide, por tanto, con algunos de los aspectos básicos del
cristianismo, como son el abandono de la lógica retributiva, la creación de nuevas relaciones
sociales al margen de toda dominación, y la no aspiración al poder.
La posición de González en este punto no deja lugar a matizaciones: la alternativa
cristiana debe basarse en una renuncia absoluta a la violencia. Ni siquiera se considera como
recurso último, resultando una oposición frontal a la misma que está distante de las opiniones
más comúnmente admitidas como la que a titulo de ejemplo exponemos, procedente de la
declaración conjunta consensuada en Conferencia que el Consejo Mundial de las Iglesias y la
Comisión Pontificia de Justicia y Paz celebraron en Beirut en 1968:
“Son posibles las revoluciones sin uso de la fuerza. Todo nuestro esfuerzo debe
dirigirse a lograr el cambio pacíficamente. Sin embargo, cuando el derecho en uso está
enraizado en el status quo y quienes lo sustentan no permiten cambio alguno, la conciencia
humana puede llevar a los hombres a una revolución violenta como último recurso, en plena
111
responsabilidad claramente aceptada, sin odio ni resentimiento. Una grave culpa pesa
entonces sobre quienes se opusieron al cambio”154.
Respecto a la relación del cristiano con el Estado, y en que medida esto le implique
colaborar con la violencia, se manifiesta con rotundidad, asumiendo los postulados de los
Primeros Padres de la Iglesia. Como dijimos al hablar de las comunidades cristianas de los
primeros siglos, todo Estado se caracteriza por el monopolio en el ejercicio legitimo de la
violencia, y en ese sentido realiza una función positiva que elimina las cadenas de venganzas,
limita la violencia y el riesgo de caos social. Se ha llegado a afirmar que la necesaria
responsabilidad del cristiano en esta sociedad debería llevarle a participar de esa violencia.
Orígenes155, respondiendo a Celso, afirmaba que el modo que los cristianos tenían de
participar en las campañas del emperador no era guerreando sino orando a Dios a favor de la
causa justa y no aceptando cargos en el Estado sino en la Iglesia, y ello no por huir de sus
obligaciones cívicas sino para contribuir a la salvación de todos los hombres.
El mejor servicio a la sociedad es asumir la misión de ser el pueblo de Dios, viviendo
según los principios del sermón de la montaña.
La cuestión estriba en como realizar concretamente ese servicio y hasta que punto
puede el cristiano, en tanto ciudadano, participar de alguna forma de violencia en aras de la
defensa y protección de los intereses colectivos. La renuncia expresa a colaborar en cualquier
acción que conlleve violencia, parece ser la propuesta de González. Pero esa significativa
negativa a cualquier uso de la violencia, para ser plenamente evangélica, y transformadora, no
puede ser meramente personal. González al hablar de este tema de la no violencia, la refiere
siempre a la propuesta cristiana en su conjunto, a las comunidades cristianas como ámbito
donde se debe vivir y dar testimonio de la misma, hacia dentro y hacia fuera de la propia
comunidad. Está aquí, una vez más en consonancia con la posición de G Lohfink, para quien
lo importante es que todo el pueblo de Dios sea signo de la no violencia absoluta. Solo desde
ahí se podría contagiar, a todo el mundo, esa forma de construir la paz156.
154 Citada en J. HERNÁNDEZ PICO “Revolución, violencia y paz”, en Mysterium Liberationis II, Madrid, Trotta, 1990, p.621 155 ORÍGENES, Contra Celso VIII, 73-75, Madrid, BAC, 1975, pp. 583-585 156 G. LOHFINK, El sermón de la montaña ¿Para quién?, Barcelona, Herder, 1989, p. 70
112
Todos estos signos, con toda la carga de ambigüedad que se quiera, consiguen
mostrarnos que la noción bíblica de cambio social, que la implicación fe/justicia a lo largo de
toda la Sagrada Escritura, no es un mito o una utopía inviable, sino que hoy mismo nos
encontramos con posibilidades abiertas para poner en práctica esa justicia que nace de nuestra
fe, posibilidades humildes y que renuncian a todo poder, tal como fue la praxis de Jesús. De
ello nos ocuparemos en el siguiente punto.
3. PRINCIPIOS DE ACTUACIÓN PARA LAS COMUNIDADES CRI STIANAS
3.1. Criterios orientadores
El estudio de A. González a la vista de la Sagrada Escritura, de la historia de las
primeras comunidades, y de los signos de los tiempos, no puede ofrecer indicaciones precisas,
pero si algunas pistas, criterios a tener en cuenta, que deberán concretarse de modo diverso
según las situaciones en las que se hallen las diferentes comunidades cristianas.
- La aceptación del pluralismo como un hecho positivo. Frente a las tentativas de
rehacer una nueva Cristiandad, que entienden la distancia entre creyentes y no
creyentes como algo a remediar (puesto que, desde su percepción, todos los
ciudadanos deberían compartir los mismos valores cristianos), González parte
de esa diferencia como algo positivo. La fe, en tanto don, no es de todos, y de
ahí que el pluralismo sea un aspecto consustancial a la misma. Por tanto, no
cabe reclamar actitudes y comportamientos que se derivarían de esa fe a
quienes no la poseen.
- El pluralismo no puede llevar al aislamiento o al sectarismo sino a la
colaboración. Eso supone un discernimiento para distinguir aspectos del
proyecto social cristiano que emanan directamente de su fe, y aquellos otros
pertenecientes a una ética común, exigibles de todos. Entre estos últimos
estarían aquellas conductas que se podrían imponer coactivamente para
113
asegurar los derechos de todos. Abandonar, desde nuestra fe, todo propósito
de alcanzar algún poder, no implica dejar de admitir la responsabilidad que
los estados y organismos internacionales. Exigir esta responsabilidad y luchar
por un mundo más justo, en unión con otros grupos, es parte de la misión de
los cristianos. Y esto sería imposible sin agentes cristianos específicos, es
decir sin la existencia de comunidades cristianas vivas, con una marcada
identidad donde no exista injusticia ni opresión. Son ellas las que muestran en
la práctica, y no solo en el plano ideal, la posibilidad de otra sociedad. Son
nuevas relaciones que, fruto de la fe, se establecen en la comunidad cristiana,
son las que les hace conscientes de su relevancia social y les lleva a colaborar
con otros. Es, por consiguiente, una colaboración que deriva de la diferencia
existente entre el conjunto de la sociedad y la comunidad creyente.
- La convergencia con otros grupos y movimientos que procuren el cambio
social, no desde la búsqueda del poder, sino desde la base. El Espíritu actúa
donde quiere, y puede suscitar una praxis liberada del esquema adámico en
creyentes y no creyentes con los que es preciso converger. Esta unión de
esfuerzos en ningún caso puede llevar a mermar la identidad cristiana,
fundamental para testimoniar la presencia de ámbitos donde libres de todo
dominio solo Jesús es soberano.
3.2. Nuestra relación con otras tradiciones religiosas
Este tema nos lleva primariamente a preguntarnos por lo que de revelación y salvación
existe, a juicio de Antonio González, en las otras religiones.
González reniega de la clásica distinción entre revelación general (entendida como
manifestación de Dios en la creación, tal que el hombre puede descubrir a Dios en las obras
de la naturaleza) y revelación especial, que aconteció en Cristo. Desconfiando de toda
analogía del ser como buen seguidor barthiano en este punto, cree que la única revelación
general tendría el carácter de “revelación negativa” o de no revelación, de pregunta no
respondida. El ser humano, creado constitutivamente como sujeto de una praxis abiertas, se
114
halla ante la paradoja de la alteridad lo que le lleva a cuestionarse por el fundamento de la
misma, por lo “totalmente Otro”. No hay ninguna otra manifestación. La influencia del joven
Barth es notoria. El veredicto negativo que este teólogo alemán hizo sobre la religión, como
un intento demoníaco de autojustificación de la persona, cuando solo la fe en Cristo puede
salvar157, se deja sentir en González. Para éste cualquier pretensión de autotranscenderse es un
vano intento de justificar la propia praxis158, de conocer a Dios por la razón natural al margen
de la concreta revelación que ha tenido lugar en Jesucristo y que es inaccesible a nuestras
fuerzas.
A pesar de esto, González admite que en las religiones también se encuentran
tentativas de oposición a esa búsqueda de autojustificación, lo que indica que poseen
elementos de la definitiva revelación contenida en la fe cristiana. Pero deja bien claro que no
se encuentran en el mismo nivel. Solo en Cristo, Dios nos ha liberado del esquema de la ley.
La oposición a algunos de los postulados de la teología pluralista de las religiones es
nítida. No cabe en el planteamiento de González, admitir el igual valor de las diferentes
religiones abandonando toda pretensión de normatividad para Jesucristo. Solo Cristo salva,
aunque la gracia va más allá de los limites estritos del cristianismo y pueda operar también en
otras religiones. Esta manera de pensar a Cristo dentro de las otras religiones continúa
afirmando la única mediación de Jesucristo y la necesidad de anunciar la Buena Nueva para
llevar a esas otras tradiciones el descubrimiento explícito y completo de aquello que solo de
modo latente y parcial poseen.
La osadía y originalidad de González en otros temas contrastan con su visión sobre el
diálogo interreligioso, y se mantiene en la postura declarada del Concilio Vaticano II. Las
otras religiones no poseen valor en si mismas, ni un estatuto independiente, lo que de verdad
puedan poseer está referido a la verdad del cristianismo.
Se manifiesta igualmente crítico ante los modernos modelos reinocéntricos o
soteriocéntricos, como el que propugna P. Knitter159. Para este autor, puesto que todas las
religiones ofrecen un mensaje de liberación humana, el criterio con el que hay que juzgar las
religiones es la medida en que colaboran a la liberación de las personas. González, aunque
157 J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Santander, Sal Terrae, 2000, p. 190 158 A. GONZÁLEZ, Teología de la praxis evangélica, p. 432 159 P. Knitter, Toward Liberation Theology of Religions, http:// www.servicioskoinonia.org/relat/255e.htm
115
favorable a la lucha común de cristianos y no cristianos en pro de un mundo más justo, no
cree que sea propiamente éste el ámbito para un diálogo interreligioso. Se trata de un nexo
basado en obligaciones éticas, las cuales no nos dejan necesariamente fuera del esquema de la
ley. El campo de entendimiento radicaría en la medida en que las distintas religiones
contribuyen a superar dicho esquema, y no en su concepción de la divinidad o en su visión del
mundo. Como la superación definitiva solo se alcanzó en Cristo, no existen otras revelaciones
de Dios al margen de éstas. En tanto muestren espacios libres de la lógica adámica, las otras
religiones serán una cierta manifestación de Cristo.
En cualquier caso la valoración que González realiza sobre las religiones es negativa:
en todas se ellas se encuentra la lógica retributiva, con entidades garantes de una
correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados, si bien convive con otras
expresiones que parecen trascenderla. El diálogo fructífero radicará en esto: discernir donde y
de que modo las otras tradiciones enseñan la superación del esquema de la ley.
El modelo, por tanto, para esto será muy similar al que determina la relación entre la
religión de Israel y el cristianismo. Sin embargo la posición de aquella es superior al de las
otras religiones, porque el peso de ese esquema es muy distinto en cada una de ellas. Nuestra
fe procede de la religión judía, en que existe una severa crítica al esquema de la ley, el cual se
identifica con el pecado fundamental de la humanidad, lo que la hace más fácilmente
reinterpretable desde Cristo.
La posición de González coloca al cristianismo en la cima de todas las religiones,
porque no estamos hablando de una religión más sino que las transciende, y lo que pueda
tener de religión debe ser juzgado, igual de críticamente que en el caso otras creencias, en
base a la salvación que Jesucristo nos trajo. En este sentido interpreta las críticas de la
ilustración, o las de Marx, Freud y Nietzsche, al cristianismo, más como dirigidas a la religión
en lo que tiene de esquema de la ley, que como dirigidas a la fe cristiana.
En resumen, González se manifiesta partidario del diálogo y cooperación con otras
religiones, de modo profundo y abierto en aquellos aspectos en que se confluye con ellas en la
superación del esquema de la ley, y de modo más externo y puntual, en las luchas por un
116
mundo más justo y más humano. Pero siempre desde una identidad clara (la colaboración
supone agentes distintos, conscientes de su “personalidad”) y desde no renunciar a lo
específico de nuestra fe: solo en Cristo, plenitud de la revelación de Dios, somos salvos.
3.3. La cuestión de la eficacia
La liberación de justificarnos por nuestras acciones, que como vimos en los anteriores
capítulos nos alcanza por la fe en Cristo, no puede llevar a desentendernos de los efectos de
las mismas. La pregunta por la eficacia de querer cambiar el mundo desde abajo, renunciando
a todo poder y coerción, resulta legítima, sobre todo viendo la violencia que impera en nuestro
mundo. Como dice Duquoc, “la no violencia del cristianismo crístico se salda con un déficit
en la historia. Contra ese déficit se han alzado las prácticas revolucionarias que acusan al
cristianismo de exacerbar la esperanza y de rechazar los medios de realizarla…la ruptura entre
mesianismo y política otorga a los fuertes el espacio histórico”160.
Lo primero que constata González es la ineficacia del otro modelo aplicado en el
cristianismo, desde el s. IV, el constantinismo. Condujo a prácticas contrarias a los principios
básicos de nuestra fe, adoptando muchos de los defectos de los Estados e Imperios que quiso
cristianizar. Desde el poder los cristianos no acabaron con la miseria y con la guerra sino que
la prolongaron. Los influjos positivos que el cristianismo tuvo, como su concepción de la
dignidad humana, no requerían necesariamente el uso de los palacios de gobierno para
propagarse.
El derrumbe de la cristiandad no nos deja ante la falsa alternativa de o encerrarnos en
nuestras iglesias sin participar de la vida pública o predicar como deberían ser las cosas desde
pulpitos y medios de comunicación. La eficacia que propugna González se apoya en
comunidades que muestran en su vida cotidiana aquello que proclaman, que se mantienen
atentos a no incurrir en aquello que denuncian, y que, por estar al margen de los resortes de
poder, son capaces de asumir los intereses de aquellos que están en los márgenes.
160 C. DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, p. 199
117
4. ALGUNAS POSIBILIDADES DE ACCIÓN, DESDE LA FE CRI STIANA, EN EL
MUNDO DE HOY
La imposibilidad de abordar todo el amplio espectro de áreas donde puede trabajarse
desde la fe por una verdadera transformación social no impide a González el señalar algunos
ejemplos de esto, sobre todo en aquellos ámbitos en que ya se hallan muchos cristianos
procurando la justicia que emana del evangelio:
4.1. La educación
Es posible incidir de un modo distinto desde las instituciones educativas. Antonio
González rechaza los tres modelos que históricamente se han dado (influjo en la cultura
introduciendo valores cristianos, influjo a través de la formación de la elite social, e influjo
como cuerpo social), puesto que la influencia y las mudanzas que buscan se realiza en
términos de poder.
Frente a ello opta por proponer un modelo de comunidad educativa análoga a lo que
son las comunidades cristianas, en comunicación con otras realidades sociales y con unas
relaciones internas de implicación y participación solidaria de todos, mayor que en los centros
educativos convencionales.
4.2. Las ONG’s
Las Organizaciones No Gubernamentales reciben severas críticas, tanto por el hecho
de limitarse, muchas de ellas, a paliar los efectos negativos del sistema, consolidándolo de
esta forma, como por mantener un cierto paternalismo. En realidad, las ONG no son no
gubernamentales. Reciben donativos de gobiernos extranjeros o funcionan como agencias
subcontratadas por gobiernos locales. Son los donantes (países ricos, grandes empresas, etc.)
quienes determinan, en colaboración con los técnicos que trabajan para las ONG’s, las
necesidades, proyectos, plazos y evaluación de las actividades que se promueven.
Es en ese sentido que las ONG’s adulteran la democracia al quitar programas sociales
de las manos de las comunidades y de sus líderes oficiales, para crear dependencias a cargo de
funcionarios no electos, provenientes del extranjero, quienes eligen y ungen a sus
118
interlocutores locales. En este sentido la crítica de González retoma alguna de las ya
realizadas por Martínez Peinado161 o por James Petras162 .
Desde el evangelio, nos dice González, es posible una forma más radical de
cooperación, una cooperación entre comunidades cristianas, de diversas partes del mundo,
que estrechan lazos en aras de conseguir una igualdad, porque todas se autocomprenden como
una única comunidad163 y con bienes comunes. Quien determina el tipo de ayuda es la
comunidad receptora, en discernimiento con las comunidades donantes. Y los técnicos
mediadores no serían más que instrumentos al servicio de ese proceso y no los sujetos del
mismo.
4.3. La política
La perspectiva cristiana también es más radical que la actuación que se pueda derivar
de la participación en los mecanismos políticos del Estado. Desde ahí los cambios profundos
no son posibles. Una autentica transformación se puede producir obrando desde abajo; es el
cambio social (y consecuentemente cultural) lo que puede provocar unas nuevas estructuras
políticas, sociales, económicas, etc.
Esta concepción no supone desentenderse del Estado, porque éste no se va a ver
superado de un día para otro. En tanto todo el mundo no puede libre en su praxis concreta, del
esquema adámico, el Estado tiene una serie de funciones impostergables en orden a asegurar
la convivencia más justa y pacífica que le sea posible.
Lo que carece de sentido es la antigua distinción entre el estamento clerical y el laical,
según la cual el primero debía eximirse de participar activamente en política, para dejar ese 161 MARTÍNEZ PEINADO, J. El capitalismo global. Limites al desarrollo y a la cooperación, Barcelona 1999
162 En el informe de Petras sobre las ONG’s pueden leerse críticas como éstas: “Las ONGs hablan de excluidos, de los sin poder, de la pobreza extrema, de la discriminación por sexo o raza, pero no pasan de los síntomas superficiales para abordar el sistema social que produce estas condiciones… Las ONGs fomentan un nuevo tipo de colonialismo y dependencia cultural y económica. Disponible en http://www. rebelión.org/petras/petras_ong4.htm
163 Actualizando así el propósito de Paulo al realizar la colecta a favor de la comunidad de Jerusalén. 2Cor 8,10-15
119
espacio a los laicos quienes realizarían en la práctica las orientaciones dadas por los dirigentes
religiosos. Frente a ella A. González propugna una política desde abajo, con unas
comunidades donde no existan relaciones de poder y sin más recurso “disciplinar” que el
derecho de admisión y expulsión en las comunidades.
Inevitablemente esas nuevas estructuras entraran en contacto con el Estado, y en esa
relación con él son posibles infinidad de iniciativas en convergencia con otros movimientos
que luchan por la justicia y que también pretenden influir desde abajo, sin pretensiones de
conquistar el poder (el movimiento anti-globalización, aun con todas sus ambigüedades, es
una buena muestra de esto). Esa colaboración con otras fuerzas de cambio en ningún caso
pueden llevar a disolver la propia identidad, el concepto de justicia que nace del seguimiento
de Jesús, porque de los cristianos se puede decir que “el evangelio mismo es su verdadera y
más profunda política”164.
Así planteada la propuesta de A. González resulta sugerente en un momento histórico
en que el cristianismo como religión sociológica de la mayoría de la población de occidente,
con gran influencia política, social y cultural, está finalizando.
5. CONCLUSIONES: NUESTRA ÉPOCA COMO TIEMPO DE GRACIA,
TIEMPO DE TOMAR OPCIONES
Como cristianos estamos permanentemente interpelados por las situaciones de
injusticia y por el reto de ayudar a crear una alternativa al actual modelo de globalización. Es
una tarea inmensa, en la precisamos ir de la mano con muchos otros. Para eso resulta
necesario tener muy claro que es lo que, como cristianos, nos da identidad, y presentar nuestra
contribución especifica por medio de una praxis que sea significativa y comprensible en esta
sociedad plural y cambiante.
En las circunstancias descritas, cuando desde algunas instancias se procura reavivar el
viejo modelo de la cristiandad, con una excesiva preocupación por la cuestión del número de
164 A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p. 387
120
fieles, o por la recuperación de la influencia social y del prestigio de los miembros del clero,
la propuesta de González resulta provocativa y sugerente. Entre engrandecer la iglesia (o
cuando menos mantener su fuerza), desde el alero del Templo, siendo reconocida por los
poderosos del mundo, y querer permanecer fiel a la misión de anunciar la buena noticia a los
pobres desde ellos, desde la periferia, González nos da elementos para apostar por este último.
La gran elección que vamos a tener que hacer en estos tiempos, individual pero sobre todo
colectivamente, es por cual de los dos modelos nos inclinamos.
La radicalidad del evangelio no se puede imponer a toda la sociedad. Rebajar sus
exigencias para adaptarlo a todas las estructuras y situaciones acaba por desvirtuar el mensaje.
La apuesta arriesgada de Antonio González pasa por encarnar el evangelio en pequeñas
comunidades que, colocándose bajo el señorío de Cristo, muestren lo que todo el mundo
puede llegar a ser.
121
EPÍLOGO
CONSIDERACIONES CRÍTICAS
a) Algunas limitaciones a reseñar:
� La obra de Antonio González no puede entenderse al margen de su preocupación
por dar respuesta a la crisis que, desde su punto de vista, la teología de la liberación ha
sufrido. Desde esa inquietud plantea interesantes observaciones a este movimiento.
Pero hay que subrayar que algunas de las críticas que hace a la Teología de la
liberación no son generalizables. Su visión de la teología latinoamericana no hace
justicia a la riqueza, profundidad y capacidad de evolución que la misma ha
demostrado. Parece tributario de un tópico que asola a otros muchos autores: que la
teología de la liberación es una e indivisible y que continua diciendo lo mismo que
hace veinte años. Varios de sus representantes si han hecho un estudio crítico de la
religiosidad popular, si han destacado la importancia de la gracia, y si han contrastado
el pensamiento social con la persona de Cristo; no se han limitado a usar la Escritura
para confirmar los análisis socio-económicos realizados con otro instrumental.
González propugna, para una revisión crítica de la teología de la liberación, volvernos
al evangelio de manera radical, como si ese movimiento teológico careciera de dicho
fundamento.
� También puede percibirse un cierto pesimismo antropológico. El mundo y la
historia, dejados a sus fuerzas, están sometidos al esquema de la ley. Si la apertura de
nuestra praxis nos conduce irremisiblemente a justificarla, y no tenemos, por nosotros
mismos, más opción que justificarla por sus resultados, nadie escapa a ese mecanismo
opresor. Solo Dios, en la cruz de Cristo, lo niega y nos ofrece la posibilidad de
acogernos al esquema de la fe. Sin embargo, queda sin explicar como Dios nos creó de
tal modo que nuestras acciones se hallan siempre sometidas al esquema de la ley. Es
decir, podemos preguntarnos como Dios nos ha creado constitutivamente como seres
tendentes a querer justificarnos por nuestras acciones, como seres sometidos
indefectiblemente a ese esquema del que solo el mismo Dios puede librarnos.
122
La respuesta de que, tal como explica el relato del Génesis, fue la libertad del
hombre la que introdujo la lógica adámica165no es satisfactoria. Si el ser humano fue
capaz de introducirla, ¿no debería también ser capaz de salir de ella? Según A.
González, si la salvación está, de algún modo, en nuestro ámbito de posibilidades, no
acabaríamos de salir del esquema de la ley. Solo bajo la fuerza del Espíritu Santo, por
la fe, conseguimos liberarnos de él.
Se trasluce aquí que la relación entre gracia y libertad humana dista mucho de
estar resuelta en el planteamiento de nuestro autor. La determinación de abrirnos al
Espíritu y acoger la fe ¿no supone una libertad humana previa a la obra del Espíritu
Santo? Parece que en la obra de González, que acentúa enormemente la dimensión de
la gracia, incluso esa decisión no sería obra humana (pues en ese caso seguiríamos
bajo el esquema de la ley) sino que sería movida por el Espíritu. La libertad humana
parece así quedar anulada en este planteamiento. A esta objeción que le hacemos a
González no serviría responder con la identificación entre gracia y libertad, porque o
entendemos que aquellos que recibieron el don de la fe estaban ya predestinados o
admitimos que, de algún modo, dependía de ellos acoger ese don.
� El hecho de que la praxis humana sea el ámbito desde el que procura
desentrañar la revelación ciertamente no supone una predeterminación de su sentido
pero si que restringe seriamente su enfoque y lastra el conjunto de su teología. Así su
cristología se limita, casi exclusivamente, en observar la relevancia de Jesucristo para
librarnos del esquema de la ley, relevancia que se muestra con rotundidad en la cruz.
Desde ahí procura exponer y probar el conjunto de las afirmaciones básicas del
cristianismo. Este enfoque excesivamente unilateral ofrece el flanco débil de no
recorrer el camino inverso, de no mostrar como esa cruz fue consecuencia del modo
concreto en se realizó la encarnación, del modo en que Jesucristo vivió y entendió a
Dios Padre y al ser humano.
165 Cf. A. GONZÁLEZ, Reinado de Dios e Imperio, p. 100
123
� En este sentido se echa en falta una mayor contextualización en la historia del
drama de la cruz. En primer lugar con respecto a la propia existencia histórica de
Jesús. La somera descripción de las causas concretas, y del carácter político de la
muerte de Jesús aparece sublimado tras el gran conflicto entre el esquema de la ley y
el esquema de la fe. El sentido concreto ofrecido por Jesús a su propia muerte está en
segundo plano respecto al sentido general que la misma tiene para nosotros desde las
estructuras de nuestra praxis. Ciertamente la praxis de Jesús revela una ruptura con el
esquema de la ley. Y González dedica mucho espacio a explicitar de que modo
Jesucristo desbarata la forma en que el ser humano venía relacionándose con Dios
basada en los méritos y las obras y no en la gracia, pero no dedica la misma atención a
otra dimensión revelada por esa misma praxis de Jesús: de que modo el ser humano (y
en particular el pobre) es lugar privilegiado de acceso a Dios.
� González da una merecida importancia a la historia como ámbito donde se realiza
la salvación, sin embargo no se considera en la misma medida la contribución activa
del ser humano, y de los pueblos crucificados en particular, dentro de ese proceso
salvífico. En la cuestión de quien continúa hoy efectuando en la historia la vida y
muerte del Señor, González desplaza el centro de interés clásico de la teología de la
liberación, los pueblos crucificados, a las comunidades cristianas. La ausencia de la
relación entre la cruz de Cristo y los pueblos crucificados de la historia, como aquellos
que completan en su carne lo que falta a la cruz de Cristo, muestra como la
dependencia respecto al pensamiento de I. Ellacuría, desaparece por completo en este
punto. No existen apenas alusiones a concepto tales como “pueblo crucificado” y
“soteriología histórica”.
� No valora suficientemente las nuevas teologías (la teología negra, la de la
inculturación en África y Asia, la feminista, la ecoteología, o la teología de las
religiones), al entender que de temas particulares difícilmente puede venir una
auténtica renovación. Su interés se circunscribe al horizonte cultural occidental, y a los
problemas planteados por la teología centroeuropea y la teología de la liberación
124
clásica, con el consiguiente olvido de una serie de importantes aspectos que
recientemente entraron en el debate teológico.
b) Resumen de las aportaciones más destacables en este planteamiento teológico:
Nos preguntábamos al comienzo de este trabajo por la contribución que el
pensamiento de Antonio González haya podido hacer a la teología de nuestros días. Y
comenzábamos viendo en qué modo continuaba, y en qué modo se distanciaba, de algunas de
las grandes líneas teológicas del pasado siglo. La primera virtud que debemos señalar en
nuestro autor es la del coraje. Sorprende, y más teniendo en cuenta la juventud de este autor,
el valor de su propuesta en un medio de un panorama intelectual donde no aparecen
propuestas de amplio y hondo calado, donde predominan multitud de tratados que, o bien se
restringen a áreas muy especificas, o bien se limitan a glosar la obra de los grandes nombres
de la teología. No resulta fácil, en estos tiempos de excesiva cautela y prudencia, marcar
distancias con algunos de los más reconocidos teólogos de las últimas décadas, señalando sus
valiosas aportaciones pero también sus posibles deficiencias y presentar una tesis global
alternativa.
A lo largo de la misma ha sabido discernir con cuidado el papel asignado a la filosofía
y a la teología. La primera le sirve para analizar críticamente los presupuestos del edificio
teológico, y para darnos una noción integral de praxis humana que nos ayude en nuestra
reflexión. Su teología, aun usando algunos conceptos tomados de la filosofía, funciona con
autonomía, dejando que el recurso a la Escritura nos ilumine con lo que tiene de originalidad.
Su concepto de praxis es, entre otras cosas, lo que le permite dar un paso decisivo que
le distancia de la teología de la liberación. En ésta, el uso dicho término colocaba el énfasis en
la actividad social, en el compromiso cristiano al servicio de los demás, en el esfuerzo por el
logro de fines éticos, políticos y sociales, y no siempre se dejaba espacio para la apertura a un
Dios que desborda todo los proyectos humanos. González deja entrever su temor a que, sin
pretenderlo, esta concepción conduzca a un moralismo o a un mero humanismo que no deje
constancia de la gratuidad y novedad del evangelio. La pasión de Antonio González por
confrontarse con lo que de originalidad tiene el evangelio frente a otras cosmovisiones del
125
mundo, por colocarse al servicio de la Palabra, es una de las notas más evidentes de este
teólogo. Porque esto es lo que se encarga de recalcar: el evangelio introduce en la historia una
novedad imposible de ser obtenida desde nuestra praxis histórica concreta. Bajo la soberanía
de Cristo dicha praxis se transforma una nueva manera de ser y estar en el mundo, libres de
toda tentativa de justificarnos, libres del miedo al fracaso y a la muerte pues nuestra praxis
solo a Dios pertenece.
Su enfoque tiene un acento ecuménico. Como vimos, presta atención a la presencia,
cada vez más creciente, de protestantes en América Latina. Muchos de los planteamientos de
los nuevos movimientos son discutibles, sin embargo podemos aprender bastante de otros.
Teniendo en cuenta la fuerte incidencia de las iglesias pentecostales y neopentecostales en los
sectores más humildes de la sociedad, es inevitable, a la hora de pensar en la liberación de los
pobres, tomar en serio esta perspectiva. Así propugna la necesidad de un mayor conocimiento
de esta realidad, a fin de que se aproximen lo que de positivo tienen estas dos sensibilidades,
la católica y la protestante.
Es un planteamiento, además con un marcado tono eclesiológico. La liberación que
Cristo nos trae se debe palpar y comunicar en nuestras comunidades, allí donde reconocemos
en que consiste el reinado de Dios. El anuncio del mismo es inseparable de su operatividad en
la historia. No tiene sentido anunciar que el Mesías ya ha venido si el mundo no ha sufrido
modificaciones. Solo puede proclamarse la buena noticia cuando con palabras y hechos
afirmamos que Dios reina sobre un pueblo donde impera la justicia y la paz. Esto no supone
que identifiquemos el reinado de Dios con las iglesias cristianas166. Es Dios el sujeto de ese
reinado y no la iglesia, que es solo el pueblo sobre el que el mismo se ejerce. Desde iglesias
donde impera la desigualdad, el dominio de unos sobre otros, el temor a la novedad, el control
de las conciencias, no es fácil testimoniar a Jesucristo.
González no ofrece un modelo acabado de comunidades que puedan transparentar el
evangelio, si bien si da algunos ejes orientadores que podemos hallar parcialmente plasmados
en diferentes lugares. Desde ese punto de vista, valora muy positivamente las comunidades 166 Precisamente A. González usa ese término de reinado, en lugar de reino, para salvaguardar la trascendencia del mismo
126
cristianas de base, aunque las llama a no dejarse manipular del clero o los partidos políticos y
a desprenderse del peso que las lastra: su gran dependencia clerical. Sin romper el vínculo que
las une a los otros cristianos deben crear sólidas y fuertes estructuras de autogobierno, que les
proporcionen autonomía frente a los poderes políticos y eclesiásticos.
Como cristianos estamos permanentemente interpelados por las situaciones de
injusticia y por el reto de ayudar a crear una alternativa al actual modelo de globalización. Es
una tarea inmensa, en la precisamos ir de la mano con muchos otros. Para eso resulta
necesario tener muy claro que es lo que, como cristianos, nos da identidad, y presentar nuestra
contribución especifica por medio de una praxis que sea significativa y comprensible en esta
sociedad plural y cambiante. La mirada a los orígenes del cristianismo nos proporciona pistas
para ello. Fue en las primeras iglesias donde, en medio del imperio romano, podía percibirse
un modo de ser y estar en el mundo fraterno, igualitario y universalista, en comunidades
vivenciales donde todos los miembros participaban activamente. Puede acusarse a González
de idealizar en exceso los primordios del cristianismo, pero no cabe duda de que esos inicios
nos ofrecen referencias y claves muy necesarias para el mundo contemporáneo.
Lo que nos muestra la obra aquí estudiada es como es posible, desde nuestra fe
cristiana, imaginar vías de transformación de este mundo, que pasen por el entramado más
simple y básico del mismo y no por sus órganos de poder. Porque la relevancia social del
evangelio es una dimensión intrínseca de nuestra fe. Y ello sin someter la teología,
sustentadora de esas vías transformadoras, a ningún férreo esquema filosófico adoptado de
antemano, sino desde una atención reverencial ante la Palabra, acudiendo a ella para descubrir
las raíces de opresión y el modo de enfrentarlas, incorporando lo mejor de las diferentes
corrientes teológicas de los últimos años y apuntando estrategias dirigidas a enfrentar la raíz
de los males de la humanidad.
127
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133
SUMARIO
INTRODUCCIÓN ………………………………………………………………… 1
CAPÍTULO I – INFLUENCIAS TEOLÓGICAS Y PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS
EN LA OBRA DE ANTONIO GONZÁLEZ …………………………………….. 4
1. ANTONIO GONZÁLEZ EN EL CONTEXTO DE LA TEOLOGÍA
CONTEMPORÁNEA…………………………………………………… 4
1.1. Potencialidades y límites de la teología centroeuropea desde la perspectiva de
Antonio González
1.1.1. K. Barth y R. Bultmann…………………………………….... 4
1.1.2. K. Rahner…………………………………………………….. 6
1.1.3. W. Pannenberg……………………………………………….. 7
1.1.4. E. Jungel……………………………………………………… 9
1.1.5. G. Lohfink…………………………………………………… 10
1.2. Continuidad y discontinuidad con la Teologia de la Liberación…….12
1.3. Conclusiones…………………………………………………………15
2. PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS EN LA OBRA DE ANTONIO
GONZÁLEZ……………………………………………………………. 16
2.1. Zubiri y la filosofía social………………………………………….. 16
2.2. La filosofía primera de A. González……………………………….. 17
2.3. La praxis……………………………………………………………. 19
2.3.1. Concepto de praxis................................................................... 19
2.3.2. Estructuras de la praxis............................................................. 20
2.4. Conclusiones....................................................................................... 22
134
CAPÍTULO II- LA LIBERACIÓN EN CRISTO DEL PECADO FUN DAMENTAL
DE LA HUMANIDAD ……………………………………………………………… 24
1. LA ESTRUCTURA ÚLTIMA DEL PECADO: EL ESQUEMA DE LA
LEY….…………………………………………………………….. 24
1.1. El problema de la justificación. La justificación moral y la justificación
ética………………………………….………….. ………….. 24
1.1.1. Justificación moral………………………..………… 25
1.1.2. Justificación ética…………………………………… 25
1.2. La justificación religiosa……………………………………… 26
1.3. La justificación ilustrada……………………………………… 28
1.4. Algunas conclusiones………………………………………… 29
2. LA VISIÓN BÍBLICA DEL PECADO FUNDAMENTAL……… 30
3. LA RESPUESTA DE DIOS: EL COMIENZO DE LA RUPTURA DE LA
LÓGICA ADÁMICA……………………………………………… 32
4. LA PRAXIS LIBERADORA DE CRISTO………………………. 34
4.1. La reunión del pueblo de Dios: el anuncio del Reinado de Dios.. 34
4.2. Las señales de Jesús: un ataque frontal al esquema de la ley….. 37
5. LA CRUZ DE CRISTO…………………………………………….. 39
5.1. Dios estaba en la cruz reconciliando el mundo consigo………… 39
5.2. Significado de la cruz de Cristo………………………………… 42
5.2.1. Rehabilitación de las víctimas………..……………….. 42
5.2.2. El perdón de los pecados……………………………… 43
5.2.3. La reconciliación de la humanidad……………………. 44
5.2.4. Reconciliación y expiación…………………………… 44
135
5.3. La resurrección………………………………………………… 47
6. EL REINADO DE DIOS ES UN REINADO TRINITARIO……… 49
CAPÍTULO III- LA COMUNIDAD CRISTIANA: ÁMBITO DONDE DIOS
REINA …………………………………………………………………………….... 53
1. LA LIBERACIÓN ALCANZA NUESTRA PRAXIS: LA JUSTIFICACIÓN POR LA
FE…………………………………………………………………………. 53
1.1. La fe de Jesús…………………………………………………………. 53
1.2. La fe de los cristianos…………………………………………………. 55
2. LAS COMUNIDADES CRISTIANAS…………………………………….. 59
2.1. Una novedad que suscita conflicto………………………………………59
2.2. El anuncio del Reinado de Dios después de la Pascua: ¿olvido o profundización
del mesianismo de Cristo por parte de las comunidades?.........................61
2.3. Composición de las comunidades……………………………………… 63
2.4. La vida interna de las comunidades: una transformación de las relaciones
sociales………………………………………………………………… 64
2.4.1. La casa (oikos): inicio de una nueva sociedad………………….. 65
2.4.2. Esas nuevas relaciones sociales suponen una ruptura y un éxodo frente a los
criterios del mundo……………………………………………… 66
2.4.3. Ya no hay distinción entre varón y mujer: ¿fin de las relaciones
patriarcales? ……………………………….…………………… 68
2.4.4. Ya no hay distinción entre judíos y griegos…………………….. 71
2.4.5. Ya no hay distinción entre esclavos y libres……………………. 72
2.5. La dirección de las comunidades………………………………………. 73
3. EL IMPACTO DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS EN EL MUNDO: LA
RELACIÓN CON EL IMPERIO…………………………………………. 74
136
3.1. El Mesías y los poderes……………………………………………….. 75
3.2. Actitud de las comunidades cristianas ante el Estado…………………. 77
3.3. La posibilidad de la participación política de los creyentes en el Estado…79
4. EL SENTIDO DE LA HISTORIA PARA A. GONZÁLEZ………………… 80
4.1. El rechazo de la concepción ilustrada de la historia……………………. 80
4.2. El sentido de la historia en el Apocalipsis……………………………… 82
4.3. El juicio final en Mt 25, 31-46………………………………………….. 84
CAPÍTULO IV- LA RELEVANCIA SOCIAL DE LA FE CRISTIAN A DESDE LA
PERSPECTIVA DE A. GONZÁLEZ ……………………………………………………. 86
1. LOS PROBLEMAS DEL MUNDO ACTUAL……………………………….. 87
1.1. Una ideología subyacente al sistema…………………………………….. 87
1.2. La respuesta cristiana……………………………………………………… 89
2. LOS SIGNOS DE NUESTRA ÉPOCA……………………………………….. 90
2.1. El fin de la Cristiandad…………………………………………………….. 90
2.2. Los nuevos dinamismos de oposición al orden vigente……………………. 95
2.2.1. La identidad como dimensión esencial para la relevancia social…… 95
2.2.2. El pentecostalismo latinoamericano………………………………. 97
2.2.3. La nueva economía popular……………………………………….. 100
2.2.4. La no violencia……………………………………………………... 104
2.2.4.1. El pensamiento eclesial sobre la no violencia a lo largo de los
siglos…………………………………………………………… 104
2.2.4.2. Inserción de las tesis de A. González sobre la no violencia dentro del
pensamiento cristiano contemporaneo…………………………. 107
2.2.4.3. El valor de la no violencia en nuestros tiempos, desde la visión de A.
González………………………………………………………... 109
137
3. PRINCIPIOS DE ACTUACIÓN PARA LAS COMUNIDADES
CRISTIANAS…………………………………………………………………... 112
3.1. Criterios orientadores………………………………………………………. 112
3.2. Nuestra relación con otras tradiciones religiosas……………………………113
3.3. La cuestión de la eficacia………………………………………………….. 116
4. ALGUNAS POSIBILIDADES DE ACCIÓN, DESDE LA FE CRISTIANA, EN EL
MUNDO DE HOY…………………………………………………………… 117
4.1. La educación……………………………………………………………… 117
4.2. Las Ong’s………………………………………………………………….. 117
4.3. La política…………………………………………………………………. 118
5. CONCLUSIONES: NUESTRA ÉPOCA COMO TIEMPO DE GRACIA; TIEMPO
DE TOMAR OPCIONES……………………………………………………… 119
EPÍLOGO: CONSIDERACIONES CRÍTICAS……………………………………..… 121
BIBLIOGRAFÍA……………………………………………………………………….. 127