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Novela EL VENADO DE MADERA CLAIRE LEW DE HOLGUÍN © Claire Lew de Holguín, 1989 © Biblioteca Pública Piloto, 1989

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Novela

EL VENADO DE MADERA

CLAIRE LEW DE HOLGUÍN

© Claire Lew de Holguín, 1989© Biblioteca Pública Piloto, 1989

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PRÓLOGO

Claire Lew de Holguín es una mujer aparentemente ingenua, tímida porque no hacía falta otra cosa,

estatura regulada para su escaso afán de sobresalir, sonrisa amplia, hacia adentro, como con pena de

mostrar sus dientes atractivos y su carácter jovial.

Una tarde se apareció en el Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, dijo que deseaba asistir,

que nunca había escrito literatura excepto a su madre lejana, en el París-sueño-de-todo el mundo. Se sentó

en una de las sillas como con vergüenza de ocupar un puesto que otro podría ocupar con ensayos en cuento

o poesía. Parecía encogerse para no llenar completamente su espacio o invadir el ajeno: llamaba la atención

su afán de no llamarla, su dominio del español, sus ademanes casi secretos ante el desplante de cualquier

genio improvisado que leía un poema insólito o un cuento buscador, o simplemente gritaba su vanidad,

inconclusa sin la aceptación ajena. Pasaban las semanas, Claire mostraba páginas cada vez mejores.

Hablábamos poco: en varios años llegué a saber que estaba casada con el doctor Jorge Holguín, colombiano

experto en asuntos del alma –neurología infantil, sobre el tema tiene numerosos ensayos para su fama

internacional -. Supe además que ella había trabajado varios años en una empresa importante colombo-

francesa, de donde casi no la dejan salir, por su sentido de la responsabilidad.

Como lo reafirma este libro, es el suyo un lenguaje poético, la hondura sale como nacida de sí misma:

“Tal vez ya no sepa cómo es. Uno se aleja y en el camino hacia el olvido se borran los afectos, los dolores.

Ciertos días el viajero se detiene a orillas de un recuerdo. Sufre. Entonces se queda quieto, espanta el

pasado con un sueño”. “Estamos en noviembre y no lo sabes. Los meses del año pasan sin ser vistos. La

lluvia, el viento, el sol en sus viajes los recuerda. Noviembre, el mes de las lluvias”. ”…La noche nos salió al

encuentro. Ya se tragó la montaña, recoge uno por uno los pájaros de un día, los esconde detrás de la luna.

Tal vez podría esconderme”. “…El abuelo y los niños entran despacio a la noche. Los estaba esperando.

Los arropa y caminan por su oscuridad. Huele a hierba fresca, a orquídea en tierra húmeda. El tiempo no vive

a sus orillas y las piernas no se cansan”.

Es frecuente preguntar para quién escribe una persona dedicada al oficio. A veces escribimos para

alguien a quien hemos idealizado, para ocupar un sitio en el mundo, para establecer un punto de unión con

el otro lado de la línea, para evitar una derrota total. O para que retroactivamente nos lean, si pudieran leer,

aquellas personas que intentaron dañarnos o nos compusieron la vida. ¿Para quién escribe Claire Lew?

- Para el que me detiene después del Taller y se ha conmovido.- Vacila, junta lentamente las palabras.

Para la desconocida, sentada en la última fila: me confía que ha vivido en la locura cercana de un ser amado

y ahora no está sola.

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- Escribo para los hijos, el marido de la mujer nunca escuchada. Escribo para él que sufre y desespera.

Escribo para el que ora hacia La Meca, llora junto al Muro de las Lamentaciones, reza en su iglesia, a la mitad

de un río antiguo y milagroso o en pleno campo. Para el que cruza la vida sin oraciones, sin bastón, la fe

obstinada en seguir las huellas borradas de sus semejantes y crear las suyas. Escribo para el que me dijo un

día: “Chica no está mal” y me dio un segundo nacimiento. Escribo para la gente de este país, generosa,

que me ha otorgado su nacionalidad sin necesidad de pasaporte. Colombia, hogar mío, pequeña raíz

prolongada por los hijos. Escribo en este idioma que el sinsonte silba y el turpial firma en el plátano maduro.

Idioma poderoso, capaz de abrir caminos al filo de las rocas. Idioma de los grandes ríos, felinos líquidos de

rumbos precisos entre aguas cafés. Idioma del hombre que cambia la sal por pieles y se arriesga en una

simple canoa. Idioma del mercado en las plazas, el día domingo. Idioma del que motila el prado, cuida el

árbol, pregona el aguacate y la naranja, la mostaza para el canario, el musgo y la tierra capote en

menguante. Idioma del cual me enamoré temprano y se dejó conquistar sin amansarse. Escribo para los

juglares y trovadores, los soñadores, los malabaristas de palabras sonoras y dicientes…

Cualquier sentencia sobre el oficio de escribir puede sonar retórica si las palabras se resisten a otra

definición más, cansadas de sostener verdades y mentiras, o simples aproximaciones al acto.

Escribir – dice Claire Lew de Holguín- es placer y angustia, es tener conciencia de los seres. Tal vez no

se hace para nadie más que para sí mismo. Escribir para otros sería traicionarse, no decir siempre la verdad,

suponer concesiones. Lo importante es ser uno mismo, tal vez se pueda sobrevivir frente a sus errores y a la

hora de la verdad, la última, se irán acercando esos parientes de la soledad.

Habría que intentar, quizás, un estudio acerca de la soledad en el escritor. Pocos de tantos como he

conocido han sabido esconderla, se les adivina en el fondo así traten de imponer alegrías por decreto, de

fiesta nacional con himnos prepotentes al fondo. La soledad no prefabricada como un estancamiento de la

sangre es un fondo necesario a la creación verdadera.

Por su discreta soledad, por su apertura hacia las más variadas dimensiones, por su necesidad de la

compasión con otros, por su retina descubridora, Claire Lew está al borde de darnos una obra extraordinaria.

En este libro inicial es notable su aptitud para la invención, sus dotes para la creación de un mundo personal

a partir de los ya conocidos, su habilidad para el lenguaje, su manera plástica de captar seres y cosas,

certero el estilo como en los trazos de un buen pintar al dibujar sus bocetos, plástico él y decidor:

“Cuando estaba conversando, despertaba el águila siempre al acecho en su rostro. Le esponjaba las

espaldas, el pelo en la frente. Extraños picos de roca salían a flote en el centro de sus ojos. Cuando soñaba

se iba retirando en su perfil, plegaba las alas, escondía la cabeza y dormía. El hombre no era silencioso de

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nacimiento. Había adquirido ese hábito en la soledad. Por dentro era locuaz, dado a la risa, correteaba como

Perro. Tenía un modo de recordar de reojo como si el pasado estuviera esquinado, agazapado” .

A veces, al habitar tierra extraña, el extranjero tiene mejor visión para establecer contrastes en el

paisaje, en el clima, en la captación de luces y sombras, en sonidos y silencios, porque la costumbre no ha

embotado su sentido de observación. Así puede establecer un contraste elocuente sobre algunas

características que aparecen inadvertidas para quien no cambia de paisaje humano ni geográfico.

Pero sería injusto llamar extranjera a Claire Lew de Holguín y su “Venado de madera”: hay tal

compenetración con nuestras realidades, con nuestra manera mítica de mirar ciertas cosas, con nuestro

desparpajo y nuestro hundimiento y nuestra imaginación, que estos relatos parecerían escritos por un

avezado fabulador de estas breñas. Sin embargo, es observable en gran parte del libro una obsesión casi

bíblica por buscar remotos orígenes, por identificarse con una manera racial y religiosa, que se confunde con

el simple afán humano de no morir o morir dignamente, esfumado en poesía. Ilya, su protagonista, emprende

la búsqueda de Dios y de la tierra prometida:

“Ilya está en esa proximidad del paraíso perdido. Sin embargo seguirá viviendo en humildad. Encontrará

la magia en las cosas pequeñas, vivas, vulnerables, siempre compañeras. La encontrará entre los niños, los

animales, el abuelo sabio, bíblico. El paraíso que creía perdido está en la imaginación de sus dedos, en su

amor por Ana, en la cercanía de razas distintas, en el entendimiento y protección de todos los venados. Más

bien una tierra prometida hacia la cual el hombre, el judío ha caminado durante dos mil años. Una tierra sin

diferencias, de hermanos, de esfuerzos conjuntos. Estaba tan cerca, tan profundamente adentro de cada uno

que nadie la había visto. Y tal vez en ella está una sonrisa del Dios tan buscado”.

El judío perseguido, ahora ligeramente perseguidor…Debería omitirlo aquí, pero de todas maneras no

acabo de entender estos líos ancestrales revitalizados por el odio destructor. Si en lugar de echarse bala y

bombas y abrirse campo a estrujones hubieran conversado…El lenguaje crea, abre caminos, alumbra en la

noche del tiempo un poco del destino humano. Y si todo sigue oscuro, ¿por qué no adecuar los ojos para ver

en la oscuridad?

Quizás esta obra podría ser un pequeño puente entre la discordia. Claire Lew está creyendo en lo que

hace, basada en una constante disciplina, en un permanente documentarse con lecturas de aprendizaje y

entretenimiento, abiertos los ojos, abierta el alma, abierta la espera de la llegada del asombro, con frescura

de viento en nuestros llanos.

“El viento es la voz de la hierba y ciertas tardes canta. Embruja las flores ya para dormirse, los pájaros

bajo el ala de una hoja. El llano tiene sed de palabras, está solo. Es un gigante plano. Trata de abrazar un

horizonte huidizo, se aferra al cascoteo de los potros salvajes, galopa tras ellos pero un espejismo lo

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encierra en una torre. La soledad es distancia hecha silencio. Inventa espantos, se alimenta de cuentos

susurrados. El llano no habla consigo mismo como cualquier solitario. Pasito. Así sobrevive. Palabras y voces:

el viento las encuentra y las imprime en la piel de una flor”.

- Escribo porque me duele vivir – dice Claire Lew-. Escribo porque amo la vida. Escribo como si orara

aunque no tenga a quién.

-“El venado de madera” llegó a ser una meditación sobre un pasado, un mito, seres y animales, la

necesidad de absoluto. Los puentes que siempre llevan a un todo. “Seguí escribiendo, exorcicé el miedo de

vivir, el miedo de recordar, la nostalgia de tiempos pasados y en ningún caso mejores. Los exorcicé pero los

demonios nunca mueren. Ahí están y duelen”. “…Fue una liberación, un ejercicio de ascetismo. Irse

despojando, purificarse y también bajar hasta el fondo de lo sentido, sufrido, pensado. Clarificar vidas –si es

posible- acercarse a cierta comprensión de los seres y las cosas”.

Yo sé que “El venado de madera”, donde existe, además, la invención de una mitología, no podrá ser

ignorado, así tarden en expresar un reconocimiento. Pero mi entusiasmo no se debe sólo a esta obra

primera, sino además a la inmensa promesa que para la literatura representa Claire Lew en libros que están a

punto de madurar en su talento, en su bondad, en su comprensión del mundo y de sus criaturas, entre ellas

nosotros, los de esta vieja y desvalida raza capaz, no obstante, de arrepentimiento.

“Sentir afecto por el desconocido que cruza en el camino, por la tibieza de un tronco y su alma de sol;

no cercar tu tierra ni tu corazón y el tiempo se abrirá, perfumará tu casa, ninguna flor se marchitará el día de

tu muerte”.

MANUEL MEJÍA VALLEJO

Diciembre 1° de 1988

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I

EL VENADO DE MADERA

EL EXTRANJERO

Me dieron caza como a un pájaro

Los que me odian sin razón.

Lamentaciones 3, 37

Planté la rama de un granado,

No me fue dado verla crecer.

No será una luz para mis ojos.

Madre, madre mía,

El exilio es un largo sufrimiento.

Canto de Kabilia

El extranjero dormita.

Es testigo de su sueño, escucha su voz como si fuera de otro. Sin embargo cuenta su propia historia.

Ha llegado al límite de las tierras desiertas, conoce la extrema soledad, la ha recorrido paso a paso.

En esa franja cercana al horizonte todo hombre es para sí mismo un extranjero.

La infancia lo invita pero es una cuerda floja, es difícil conservar el equilibrio.

El viento, su amigo, lo sostiene. Las palabras fluyen entre sus brazos.

Cuando le falla la esperanza como un pie al borde del abismo el hombre cierra los ojos. Dentro de él

flota un agua fresca, las palmas sueñan. Por el camino de una flauta van llegando sus padres, la abuela.

Todos se sientan. Él también. Toman el té de menta y hablan. Sin prisa.

La voz regresa a su cuerpo. Las palabras –esas flores del silencio- se van abriendo, revelan un amor

no siempre visible, escondido en la timidez, bajo un dolor.

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Quisiera quedarse para siempre en ese lugar pero ellos deben regresar a las sombras de los sueños y

de una muerte.

Abre los ojos: sobre la arena las huellas se van imprimiendo, pasan el horizonte. Tal vez más allá trazan

un camino nuevo.

Ellos le han dado el valor y el amor suficiente para vivir un día más.

No importa cuántos suman al final de una vida.

Cada uno será siempre el penúltimo.

I

El extranjero dormita a orillas de la ventana.

El sol cuela sus ojos oblicuos, quiere jugar: le traza bigotes, se empina sobre su nariz y le salta a la

frente. Pinta lentejuelas multicolores sobre sus párpados.

-Vete, sol, no insista.

No le hace caso, abraza los muros: es piel clara sobre la enredadera, viste el gato y le recorta una

sombra de tigre.

El hombre bosteza, se despereza y sale. El aire dispersa el sol, le da un brillo de guayaba, la frescura

de un ala.

En el corredor, el sillón de la abuela tiene la profundidad de una mano gigante. Ella murió pero,

¿cuándo? Los días no se miden, pueden caber en el puño del solitario cuando recorre a buen paso la loma

lluviosa o desplegarse en horas soñolientas y las nubes enamoradas de hierba los cosechan sin prisa.

El hombre dormita: el sueño devuelve la libertad al cuchillo, al trozo de madera, escapan a sus dedos

entreabiertos, ya no arrullan el venado a medio tallar.

La brisa mece los sueños y en ella el extranjero encuentra una sonrisa perdida, una sandalia y media

huella, la mano en busca de su frente, suspiros y besos.

-¿Eres tú, madre?

El sueño en brazos de la brisa la detiene a su lado y ceñudo se va.

Sí, ya sé, amigo. Ella está muerta pero siempre podemos recordar.

Los árboles fueron niños, han crecido y se han hecho fuertes. Le ponen sus palmas florecidas sobre los

hombros, lo ayudan a vivir y lo protegen. El viento está de guardia, impide el paso a los fantasmas

acurrucados en la casa pero no ahuyenta a los que vienen del mar.

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II

El extranjero sueña al sol de la tarde en el corredor.

Tiene ocho años y busca cangrejos por una playa. El cielo tiembla entre las hojas y el viento se baña,

abraza pescados voladores azules de olas. Hamaca recuerdos en la noche fresca. Nísperos, almendros: cada

nombre es una fruta, la saborea. Las ramas invocan una ciénaga de brazos requemados.

Fui ese niño, me empujaba el viento hacia el mar. Poseía su inmensidad al estrechar entre las piernas el

espacio reducido de su sangre.

Mi madre me hace señas:

-Hijo, ven a comer.

Fui ese niño en un jardín sembrado de arenas desérticas entre cortos sin sed aparente:

-Hijo, refresca las matas.

Crece la hierba al son del tambor. Los pelícanos almacenan soles en sus gargantas, sacuden los peces

en el aire. Mueren de asombro a esta pregunta:

-¿Cómo pueden los pájaros emborracharse de cielo?

Fui ese niño en la cocina, la falda de mi madre esa ancla tibia.

Su voz y el agua, frescuras inseparables.

-Niño, ¿vamos al pozo?

Y en los limones nacieron peces diminutos.

-Mamá ¿ estamos solos?

-No por mucho tiempo, hijo. Tu padre y la abuela están buscando una casa en las montañas. No

tardarán.

-¿Por qué la buscan?

-Se prohibe a los extranjeros vivir a orillas del mar.

-¿Podrán huir?

-Sí, hijo.

-¿Te ayudo con la trenza?

Se sentía menos solo: el pelo era un animal tierno, enroscador, oloroso.

Además el búho lo llamaba:

-Es mi amigo, madre. Le tiembla el agua en la garganta.

Las sillas, el mar abierto a una libertad grisosa.

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La madre y el niño abrazados, profundos de noche, se alejaban de las piedras en murallas a espaldas

de una playa errante y las velas de un sueño pasaban el horizonte.

Fui ese niño, una mañana igual a otras. La trenza sin vida enredada en el croto silenciado.

-Mamá, ¡despierta!

Ni la noche pudo. El niño tenía esperanza. La arrastró hasta la silla, le tomó tiempo sentarla, dar al

cuerpo la curva de una brisa, su movimiento. La cabeza se obstinaba, meditaba entre los pechos.

Pudo sentarse como siempre en sus rodillas, abrió el espacio de un nido. Se quedó quieta: el velero

llegaría, viajaría por la mirada escondida, tocaría un horizonte donde lo esperaría de pie, diminuta. Era un

juego más.

Las arenas movedizas de cangrejos se bebían el mar. Ninguna vela se hinchó de sueños.

Llegaron los pájaros negros en vuelo pesado.

-¿Váyanse, no la toquen !

Querían arrancar de su cara la noche escondida.

El niño empujó la silla, la madre pesaba. La entró a la cocina, clausuró la casa. Una guardia de plumas

se agitaba detrás de las paredes, contra los postigos. Murmuraban en el níspero, en el almendro. Los negros

frutos pensativos oraban.

-¡Váyanse!

La trenza creció, tuvo el ancho y la redondez de un pulgar infantil.

El niño salía cuando los nísperos negros dormían. Recogía limones, azahar, pétalos de rosa. La iba

cubriendo. Ella se alargaba, absorbía piel y carne. Era una barca reseca, las velas demasiado anchas ya no le

servirían para alejarse. Entonces tomó una decisión: cubrió la mecedora con el mantel blanco y abrió la

puerta.

El mar no sabía nada. La arena siempre absorta en juegos, ofrecía su corazón húmedo a un cangrejo

joven. Los nísperos y almendros estaban libres de frutos de pluma.

Respiró hondo, corrió hacia la playa y se clavó en el mar. Una tortuga más allá del afán, nadaba en una

vejez sabia. En sus ojos el conocimiento de la muerte, una risa en la punta de su nariz redonda. ¿Entonces

eso era todo? Una risa entre los labios del mar y del cielo siempre por besarse.

-Mamá ¿te fuiste?

No era cierto. Los brazos húmedos del mar, un cuerpo de playa tibia estrechaba al niño de ocho años.

Entonces recordó:

-Te enterraré.

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Escogió una parte seca entre dos rocas, el mar la visitaba de noche. Cavó y la tierra se ahuecó, se

preparó. Arrastró la silla liviana, trazó surcos en la arena. Inclinó el respaldar y el cuerpo cayó. La tela se

cubrió de flores.

Veló dos días y una noche.

Estuvo en paz.

III

El extranjero sueña en el corredor. Un sol diminuto pisa sus párpados, recorta dos siluetas sobre su

brillo rojizo: el padre y la abuela.

Un recuerdo lo toma del brazo, lo zarandea:

-¿Dónde está tu madre, dón-de, dón-de?

El niño se suelta, huye por la huella de la mecedora. El viento se interpone, le murmura:

-“Tu padre y la abuela están buscando una casa en las montañas”.

-¿Entonces ya regresaron, Viento?

Van y vienen los trajes negros, rozan el suelo, las sombras largas a cuestas. Podrían ser árboles

partidos por un rayo.

Los trajes negros frente a frente como si rezaran:

-Murió mi esposa, madre.

-Así es. Nos llevaremos a mi nieto.

Fue un largo viaje, más allá de las murallas, por montañas y ríos.

El niño seguía suspendido en un revuelo de gaviotas, inseparable de una tumba entre dos rocas. Las

montañas se hicieron sólidas, los ríos, brazos de un mar soñado. Él preguntaba a escondidas:

-Madre, ¿estás ahí?, no te veo.

El viento y sus dedos tiernos, unas huellas diminutas a la sombra de un mango, el aullido de un perro

extraviado portador de noticias le confirmaban su presencia.

Llegaron a una casa de piedra lejos del mar pero ciertos días un cielo sabe vestirse de mar.

-Vigilarás el sendero, nieto.

Lo mantuvo limpio de maleza, brilló las piedras con aceite. Esperó a alguien.

-¿Quién vendrá, abuela?

-Los hombres del pueblo. Se llevarán a tu padre por ser extranjero.

La mano pecosa espanta el ala de una mosca pálida de amanecer.

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-Repite tu nombre, tu apellido. Jamás debes olvidarlos.

Son complicados. El búho hubiera necesitado toda la lluvia de un invierno en su garganta para

pronunciarlos.

-Está bien, nieto. ¡Ojalá pudiera registrarlos en el pueblo!

-¿Y por qué no, abuela?

-Sólo registran a un Juan Puerta o Pedro Álvarez.

-¿Es difícil llamarse Juan Puerta o Pedro Álvarez?

-Es imposible para un extranjero.

El niño se sonroja. Ha cometido una falta y se disculpa por algo equivocado que ignora.

Eso es ser extranjero: una distancia, una diferencia. Jamás se borra, jamás se perdona.

El niño camina aquí y allá. Entre ambos no es extranjero. ¿ Las matas acaso lo son cuando el viento las

trae de lejos? Pisará esta tierra durante años, la amará, será suya. El viento lo entiende, es viajero. También

suspira, silba, bufa, ruge.

Es bueno conversar con él.

-Abuela, ¿ qué dice el viento?

-El viento no habla.

Pero brisas, Viento y te canto. Ruges en tormento y permanezco en silencio. Alzo los brazos y soy un

pequeño árbol. Buscas refugio en mi oscuridad de ramas. Te acercas cansado, desgarrado, te rehaces a lo

largo de mi estrecho cuerpo. Recuestas la cabeza y yo, un niño, te sostengo.

-Es amigo mío, abuela.

-Me alegro.

Al amanecer un viento plateado de palomas te revive. Les enseñas las letras que no conozco. En el

cielo los trazos se hacen y deshacen con mucha propiedad.

-¿Qué escriben, abuela?

-Reza, nieto, arrodíllate.

Una noche de cansancio apoyaste una tristeza tibia en el hombro pequeño y te quejaste, Viento.

-No tengo voz propia, soy lamento de la cañada, rezo de la hoja al silencio.

El niño no supo qué decir pero en sueños el hombre le contesta:

-No es cierto. Eres canto de pájaro, furia del mar, el paso suave de una calma. Tu voz es la nuestra.

Desde la cama de cobre el fantasma de la abuela hace señas al hombre dormido en el sillón del

corredor. Cruje el colchón de paja, espanta soledades. El niño está despierto en el hombre, la oye. Se reclina

hacia esa mujer envuelta en un cabello cobrizo. Los ojos son verdes por las hojas de laurel.

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-Remójalas, nieto.

Le entregaba las hojas tiesas. Cuando habían tomado bastante agua se ablandaban. El niño las

pescaba sin quemarse, las tendía a la abuela recostada. Se las aplicaba sobre los ojos abiertos. Entonces

adquirían un brillo oscuro, aceitoso. Los había contagiado ese material vegetal. Necesitaba ese color verde

para enfrentar el día.

-Ayúdame, nieto.

Quería caminar pero le costaba trabajo por el peso. Ponía los pies diminutos en la baldosa, se

extrañaba de no haberlos perdido. Esperaba resoplando, se enderezaba, alisaba siempre su vestido, las

manos en el talle. Un vestido negro de falda ancha, un chal negro en la cabeza. A veces se embozaba y las

palabras se abrían un camino entre siglos de tejidos oscuros hilados a mano.

-Toma agua, abuela.

Bebía, irrigaba sus pulseras de carne. Entonces daba unos pasos cuidadosos para no reventarlas. Sus

brazos en jarra no tocaban el cuerpo y los terminaban unas cortas manos volteadas hacia adentro. Cualquier

movimiento le arrancaba gritos y risas.

-¿Por qué te ríes, abuela?

-Porque me duele.

Sus labios, sus mejillas se contraían en ríos pequeños, mapa antiguo de una tierra reseca.

-Sacude el arpa, nieto. Desempolva la tetera.

No había hojas de té que echarle pero en el agua hervía el recuerdo.

-Ahora pon el Libro sobre el atril, nieto. Lávate las manos primero.

Se demoraba, apresaba un círculo de quebrada.

Levantaba el Libro forrado de cuero viejo. Pesaba. Volteaba las páginas en alas de mariposas tatuadas,

estudiaba pequeños dibujos hechos por garras de pájaros en la arena de un desierto.

-Así serían, abuela, si tuvieran tinta en ellas.

El nieto se quedaba en el umbral de esas páginas, se asomaba a un templo.

La abuela leía en voz alta, se mecía como si llorara frente a un muro antiguo.

“Han esparcido ceniza en sus cabezas,

se han vestido de saco;

doblegan su cabeza hasta la tierra…”

-No entiendo, abuela.

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Las palabras pertenecían al libro. Un dios las había escrito y era obligación de los fieles leerlas en su

idioma. Ellos lo eran, ¿pero él? Se sentía solo. No había niños que las cantaran con él ni templo dónde

reunirse. El calor de la oración pronunciada entre vecinos no sostenía ninguna bóveda en arco.

Su padre, enorme, vestido de negro entraba. Nunca estaba en casa pero tan pronto como abrían el

Libro aparecía. ¿Cómo lo sabía? Se sentaba entre ellos, se ponía el pañolón de las plegarias, el quipa y

salmodiaba:

Retira de mí tu mano

y no más me espante tu terror.

Salía de su boca un vuelo de pájaros negros y el niño regresaba a la playa, al lado de su madre muerta:

-Los nísperos y sus frutos de pluma, padre.

-No te distraigas, repite, hijo:

“El hombre nacido de mujer,

corto es de días y harto de miserias.

Brota como la flor, se marchita luego.

Huye como sombra sin parar”.

Huía el viento. Los ojos del padre espiaban rápidos, lo picaban. La brisa nunca encontró su sonrisa. Las

manos enormes amenazaban los sueños, golpeaban los troncos hermanos o se anudaban insoportables y

quietas.

-Necesito un sillón, hijo.

-Tu nieto puede hacerlo.

Y se iba el padre, sus vestidos negros amordazaban el viento.

-No puedo, abuela, no cortaré los árboles del solar, son mis hermanos.

-Tontería.

-La noche los asusta, ¿no oyes, abuela?, buscan el viento por un silencio del campo. Los nidos están

dormidos, se sienten solos.

-Estás loco, nieto. Como tu madre. Vete, trae la madera.

El niño se sentaba en la cocina y recordaba las noches tendido en la estera al pie de la cama de cobre.

El piso crujía, lo sostenían las raíces hermanas, se contraían. Al amanecer habían abierto entre las piedras

del piso una sonrisa en estrella a espaldas de la araña Mendoza mientras trotaba por el borde de las

paredes.

-Abuela, tengo muchos amigos.

-¿Cuáles?

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-El viento, la araña Mendoza y los árboles.

-…

-Toma tu jugo, araña.

Tres veces al día baja por el hilo, se balancea a media asta. El niño puede tocarla. Esconde los ojos

astutos, sueñan con ser turpial. Esas voces por las fisuras de las paredes la alientan: “Si tomas jugo de

mango tal vez puedas volar”. Planea, extiende las patas flexibles en alas. Se posa y concienzuda bebe.

Cuando termina es dorada. Se empluma de negro y amarillo, su vuelo acerca las montañas. Se aplica y borda

en su tela mangos entre hojas alargadas. Es muy aplicada la araña y la mecen cantos grises de pico largo.

-Abuela, los pájaros escriben en las frutas maduras y caen.

-Arrodíllate, nieto, reza.

Hace días un pájaro negro amaneció en una rama cercana al tronco, le hizo una hinchazón temblorosa.

El ojo triste de los que no volverán a sentir la inmensidad entre las plumas o el polvo de un sendero bajo los

pies descalzos.

-¿ Adónde vas con esa agua, nieto?

-El pájaro tiene sed.

No puede morir: lo sostiene el recuerdo de una brisa de un pichón vacilante. Las alas débiles toman

impulso: la ilusión del primer vuelo se cumple en ese último. El cielo se apaga redondo, clava el pico en el

suelo. Tiene una ancha herida, una muerte al hombro.

-¿Qué haces, nieto?

La abuela, las manos tensas, asomada a su propio fin.

-Lo entierro.

El hombre envidia al pájaro invisible y atento, hecho tierra.

Cuando ya no esté me fundiré con la tierra, no estaré solo.

Ser hombre, ¿es eso? Un llamado al viento, a los cantos entre la hierba, a las nubes inalcanzables

siempre de paso.

Un llamado y ninguna respuesta.

Soy menos que un pájaro negro, soy extranjero.

He salido de casa, he admirado las montañas amplias alrededor del valle. Me he sentado.

He dejado mi puerta, he caminado hacia ellas y sobre una piedra he descansado.

He bajado senderos, alcanzado el límite de las tierras planas.

Un águila navegó por el cielo y la frescura de un árbol me dio sombra.

Mil veces mil atardeceres.

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Se han acumulado los fuegos rojizos, los flecos anaranjados, los trazos oscuros de azul. Me han

cegado, han iluminado la noche de mis ojos cerrados.

Son eternos, se contemplan a sí mismos.

No me han confortado, no tenían voz humana.

El niño no presta atención al hombre. Sigue sentado al pie del mango. Ya enterró al pájaro negro. Su

mano distraída echa la tierra como si sembrara y da al pequeño montón la forma de un hombro.

Ahora se levanta, entra a la casa:

-¿Dónde está papá, abuela?

-Se lo llevaron.

-¿Cuándo?

-Ayer por la noche. No quiso despertarte, sin embargo fue a tu estera y se despidió de ti. Él nunca supo

dar un beso, nieto. Ninguno de nosotros. El dolor los seca antes de tocar al que amamos. En fin, caminó

hasta el bosque, ahí lo esperaban.

-¿Quiénes?

-Los hombres del pueblo. Se lo llevaron para matarlo. Es la ley: “Todo extranjero será sacrificado”.

-Entonces los hombres del pueblo son malos.

-Es la ley.

Ella cerraba el Libro, reprochaba algo a la tetera: su silencio y el del Libro.

-¿Dónde está Dios?

-En las páginas.

-Están muy gastadas.

-Abre la ventana, nieto, ¡aire!

Saltaba del sillón, se asfixiaba. De brinco en brinco alcanzaba la cama. Los brazos en jarra, esperaba el

impulso de las manos del nieto. Su enorme cuerpo flotante oscilaba, se desplomaba. Envolvía su cabeza en la

frazada para no asustar la noche. El niño la ayudaba a tenderse y quedaba impregnado de su olor a vela

rancia.

-¿Y el aire, abuela?, te vas a ahogar.

Se reía a grandes quejidos, lo asustaba.

Todavía duerme ahí aunque le haya cavado una fosa detrás del mango al lado del pájaro negro. Sigue

flotando hinchada, sostenida por el silencio de los últimos días. Se expande por las noches. Le oprime el

pecho. Los muertos nunca se alejan, necesitan la sombra de un cuerpo tibio de memorias.

-¿Por qué, por qué se lo llevaron?

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Desde la cama va subiendo despacio hasta el techo la desaprobación de la abuela; una flor gigante,

ligera, dulzona.

No hubiera debido preguntar. Ya no tiene ocho años.

El hombre hace un gesto hacia la cama de cobre sin moverse del sillón en el corredor.

-Está bien, abuela, cálmate. No preguntaré más.

IV.

El extranjero está despierto, sacude las hojas dormidas en su regazo. La noche se desliza por el escote

profundo de una montaña, se asienta, encuentra calor y refugio. EL hombre la admira. Ayer o hace años pasó

una muchacha. No era Ana. Una mujer de ojos infantiles que negaban su cuerpo demente.

-¿Qué haces, mujer?

Se abalanzó, lo enlazó. Los ojos quedaron a dos pasos, tenían esa mirada asombrada, recién nacida.

La rechazó: un gesto suave de agradecimiento y ternura.

-No puedo, mujer. No te conozco ni te amo. ¿Ves esos árboles?, son mis hermanos, no entenderían.

Ella tampoco: su cuerpo se retorció, su boca le gritó algo. Lo sintió por ella, un poco por él mismo pero

los ojos de niña lo confortaron. No pudo olvidar esa sorpresa fresca y violenta.

Al día siguiente, reconoció el cuerpo en las montañas, en el riachuelo musgoso. Dibujó sus manos entre

la hierba, estrechan el sendero.

Ahí se tiende cuando la soledad late fuerte.

Ana tiene cuerpo de niña y la mirada de aquella mujer. Con ella se siente tranquilo. La ama.

La noche lo invita a pasar. Prende una vela, la deja detrás de la ventana y el viento le peina el copete

ahumado.

-Espérame, amigo.

Inventa un perfil. No tendrá el rostro definido, los ojos emboscados, la boca cruel de su padre. No

espantará como la abuela. Cabe en la llama y tiene el color de una timidez. Cuenta historias de hermanos y

padres. Una familia se extiende por dentro con raíces, ramas y hojas. Esconde un hogar.

Siempre deja una vela prendida detrás de la ventana. Le da el valor de regresar. Entonces entra y deja

afuera el viento, viejo gato en descanso al calor de las tejas.

El día terminó.

El terror ronda pero el hombre no está solo: estrecha entre sus brazos al niño que fue. Se tiende en la

estera.

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Las páginas del Libro, mariposas de papel, susurran en un lento movimiento de labios.

-¿Eres tú, padre?

Tal vez no podías cambiar esa voz terrible. Tus ojos desconfiados esperaban los pasos en el sendero.

Habías perdido para siempre la sonrisa, te la quitaron cuando pisaste la costa. Sin embargo tus manos

enormes supieron crear un venado. Tuvo la delicadeza de una ternura.

-¿Y ese venado, abuela?

-Tu padre lo talló para ti, nieto.

Me contestaste, abuela, y en tus ojos lloraba una gaviota. Recibí un beso tuyo, el único. Rozó mi mejilla,

voló por la ventana.

Padre, no me hablabas, no hubieras encontrado las palabras. Sólo sabías las del Libro y no son de

amor. Mi madre no había tenido tiempo de enseñarte pero cuando tus manos acariciaban el venado recién

nacido de la madera, pensabas en tu hijo. Ahora lo sé: hubiera podido amarte.

V

Los Muertos son los únicos en compartir mi vida. Hablo siempre con ellos, ningún horizonte separa los

sueños de la vigilia. Se acorta el paso entre la vida y la muerte.

Frases antiguas navegan desde las islas del tiempo sobre tu voz, madre:

“Recuerda los tiempos pasados,

Considera los años de edad en edad.

Pregunta a tu padre que te lo cuente

a tus ancianos, ellos te dirán…”

La voz tuya, madre, me lleva al silencio de la noche, a sus pozos amarillos.

Yo, Ilya, el niño tembloroso entre los brazos del hombre maduro, me levanto y salgo.

Me esperas afuera, padre.

Me siento en el sillón de la abuela, saco un trozo de madera de la pila contra la pared y tu cuchillo.

Empiezo a buscar la figura. Está escondida entre las vetas. La persigo y mientras tanto hablo contigo. Me

contestas. Son pocas las palabras, no importa. Nos vamos conociendo. Ciertos días son de silencio, esa lluvia

frágil. Días nublados de nuestro amor. Un amanecer soleado te hace voluble y trabajo más aprisa. Me

preguntas por mi madre, la mano se detiene en el afecto y la madera arrulla el venado: “Mira, padre, se ha

dormido”. He hecho un segundo sillón, he puesto a su lado una madera y un cuchillo. Cuando me siento lo

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haces también. Cada objeto, cada ser tiene una sombra. Trabajas una madera, vas juntando figuras que no

puedo ver. Tengo que esperar los pasos en el sendero. Te llevaron y regresarán por mí. No me asustan.

Nuestro amor ha nacido lento y asombroso como una talla de madera.

ANA

Me voy de sueño como se va de viaje, libre, las manos vacías, por campos y quebradas. Amanece y una

puerta se abre despacio en el horizonte. Me invita antes de cerrarse. Jamás alcanzo a pasar por más que

corra. Me condena y permanezco un día más en casa, junto a mi madre. Hoy quedó abierta y me fugué al

amanecer. Un águila picoteaba la montaña, se sentía solo. El sol se fue de paseo por un camino recién

descubierto y el cielo me preguntó: “¿ Qué color me pongo hoy?”.

Siempre está triste, no puede hablar. Su mano en mi hombro me invita: “¿Te acompaño, Ana?”. Baja

conmigo, se recuesta a orillas del río, canta la hierba: es la voz del silencio.

Me desvisto, tanteo el agua, entro. Los dedos fluidos del río pulsan mis muñecas, esposan mis tobillos.

Es un viejo malicioso de pelo verde. Me deslizo, los ojos abiertos bajo el agua. Son lotos morados y los peces

curiosos se asoman a ellos. El río me abraza, me cree suya. De un salto me pongo boca arriba y lo

sorprendo. Me suelta. Floto a la deriva sobre ese espejo. Las mujeres del pueblo deben estar frente al suyo.

Buscan un cuerpo a través de las ropas con esperanza y temor de encontrarlo vivo.

El río es fluir del recuerdo, por él corre la voz de mi madre:

-Hija, se llevaron a tu padre en la madrugada.

-¿Por qué, mamá?

-Por ser extranjero.

-¿Y nosotras?

-No se llevan a las mujeres, la ley lo prohibe.

El silencio y el viento recostados a orillas del río. Entre ambos el espacio seco de una memoria:

-Hija, cierra la puerta.

Me quedé un instante afuera. Ahí estaban mis ocho años. Obedecían las órdenes del pechirrojo,

seguían un camino de viento por la pradera, asistían a los ritos de los grillos entre la paja, los atraía el canto

de mi padre desde la copa de un árbol. Se resistían a entrar.

-Cierra para siempre.

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Los llamé, entraron. No hubiera podido vivir un solo día sin ellos. El tiempo y las palabras adquirieron

peso. Se fueron hondas al fondo del pozo de las horas.

-Papá cantaba bajo el árbol de guayabas. Las partía eran rojas. Adentro vivían los gusanos. Me daban

asco.

-Me traía algunas. Se arrodillaba y me tentaba. Contaba los pasos. Cuando lo llevaron me faltaba cinco

para alcanzar la puerta.

Mi madre y yo: trepadoras furtivas cara a cara.

-Quería salir contigo, mamá.

Pero tus ojos ciegos hacían sombra al guayabo, teñían de noche medio mundo.

-Quería encandilarme.

-No, aprenderte a reconocer las frutas, guiar tu mano hacia la pluma del azulejo, sentarse contigo al pie

del viento en la colina.

-Tenía miedo.

-Miedo de amarlo.

-…

-No lo sabrá, se ha ido.

-Te equivocas, no era eso.

No puedo darte la razón en voz alta. Temías esa voluntad de hombre: apoderarse, hacer las cosas a su

modo aunque fuera por amor.

-¿Qué dices?

-Hablaba sola.

-Coleccionaba piedras de colores, las sacaba del río.

No te regaló ninguna. No le ayudabas. No te asombraba un verde, un anaranjado veteado de negro.

Sobre los colores extendías el gris de tu ausencia.

-No lo sabía.

-Regalaba las más pequeñas.

Así empieza el distanciamiento: por un secreto. Le siguen el rechazo de una mano, de un cuerpo en las

tardes cuando la soledad se hace flexible y busca.

-¿A quién se las regalaba si estamos solas? ¿Acaso a otra mujer? Hubiera debido caminar aprisa hacia

esa puerta, arriesgarme al dolor de un sol en los ojos. ¿Había otra?

-Las regalaba a un hombre enorme vestido de negro. Se sentaban en la hierba, revisaban las piedras.

-Jamás me contó.

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Tenías otra vida. Tal vez le confiabas ese vacío que abrían mis besos, mis caricias. Era tu amigo. Te

ibas, le dabas a la luz la forma de una puerta. Tu cuerpo, las piernas apartadas daban a la sombra una

cerradura.

-El hombre terminaba un venado de madera para su hijo y quería ponerle ojos de colores. Hablaban

poco.

-¿Estás segura?

No le contó nada, ¿ o habían llegado a un silencio? No el nuestro, otro. El silencio es una llanura, no se

puede recorrer de una vez. Nosotros nos deteníamos bajo los primeros árboles. Tú mirabas a los pájaros:

“La hembra evita y busca el macho. Termina dejándose amar, indiferente. Tú, mi amor, te dejas como ella” .

Una tristeza de pájaro macho. Pero con ese hombre terrible vestido de negro las palabras no eran

necesarias. Jamás pudimos. Tal vez por nuestro amor.

-Mamá, ¿ en qué piensas? Estaban tristes: podían llevárselos el mismo día o el siguiente. Los

separarían de los suyos y nada podrían hacer. Sólo les quedaba el silencio.

-Tal vez.

No es fácil levantarse y saber que hoy y todos los días debes vivir y nada puedes hacer. Un amor entre

ambos incapaces de sentir al otro como uno mismo. Siempre una distancia y las palabras, ¡malditas sean!,

equivocadas, torpes, hirientes. El cansancio de explicarse, entenderse. El silencio.

-Te amaba. En el camino hacia el pueblo te recordaría, te hablaría. No por estar lejos te llevaba menos

hondo.

-Ahora tendría palabras para decirle lo que siente pero ya es tarde.

-Es más fácil para una hija. No están los cuerpos de por medio. Sólo el afecto, el juego, los

descubrimientos: el deseo de una brisa suspendida sobre la flor, el paso de una nube, la vuelta canela y un

alma de hierba. Una hija se coge en brazos, se alza, se tira hacia arriba. Sólo pesa el recuerdo, el salto de

olvido en olvido.

Empezamos a desconfiar. Cada una envidiaba los silencios de la otra. Ellos abrigaban secretos que

vestían al mismo hombre. ¿Acaso es posible entenderse, ser amigos, marido y mujer, madre e hija? Poco

importan el lugar de nacimiento, una casa compartida. Ni siquiera el idioma nos reúne.

-¿De mí que sabía?, esos túneles oscuros, esas vergüenzas…

Todos somos extranjeros. Siempre.

Un día la punta de una bota empujó la puerta.

Apresúrate, niña, trae agua fresca.

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Era un hombre del pueblo. Dio un paso adelante y la oscuridad lo tomó por sorpresa. Puede ser tan

cegadora como la luz extrema.

Se acercó a mi madre, le dio vuelta. Tuvo un gesto: lo había visto en mi padre cuando cuidaba una

trepadora y quiso dar apoyo a un brazo verde suelto en el aire.

Se sentó.

-Aquí tiene su agua, señor.

-…

Pasaron las horas.

-¿Se quedará, señor?

-…

-Mamá, ¿se va a quedar el señor?

-…

El rayo oblicuo del sol me hizo señas por la puerta entreabierta. Algo se desprendió del rincón oscuro,

¿una hoja?, alcanzó el umbral, flotó y se perdió.

Entonces tuve una esperanza. Volvería a ser como antes. Grité, rompí la ley del suspiro. Corrí.

-Padre, ¡espérame! Soy yo, Ana.

No éramos extranjeros. Te amaba y eso bastaba para quitar el silencio de la tierra. Nos hacía nacer en

el mismo país, vivir en la misma casa, hablar el mismo idioma. El viento conocía las palabras y las cantaba. No

necesitábamos pronunciarlas. Nos sentaríamos en la piedra redonda del charco, comería las guayabas y los

gusanos. Por ti. Nos tiraríamos desde la colina, rodaríamos hierba abajo envueltos en gritos y risas. Te

contaría del muchacho que talla madera, Ilya.

Me detuvo el sol. Lo había olvidado. Extendió un desierto de luz, me cegó.

Me senté en la arena. Había perdido su nombre al no ser pisada.

-Eres la arena.

La nombré en voz alta y fue creada.

Toqué la hierba, ese fresco pelo de la tierra. Recobró su nombre al ser acariciada.

El sol se retiró. Dejó que a mí vinieran las sombras.

Los meses han pasado. El hombre se ha quedado, enamorado de mi madre. Le pregunto acerca del

pueblo.

-Tal vez ya no sepa cómo es. Uno se aleja y en el camino hacia el olvido se borran los afectos, los

dolores. Ciertos días el viajero se detiene a orillas de un recuerdo. Sufre. Entonces se queda quieto, espanta

el pasado con un sueño.

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-Pero no lo veo con precisión. No estoy segura de que existe. Si no fuera por ti, por mi padre…

La voz del hombre recita:

-El Primero vive detrás de las montañas. Nadie lo ha visto.

-Entonces, ¿ cómo lo sabes?

Es un rito. Las mismas palabras, el mismo tono. El relato debería juntar las piedras en casas, dejar una

ventana abierta sobre el olvido gris de una cama y lento, crear la sombra de un cuerpo, una memoria de

voces.

-Los corredores traen mensajes. Algunos mueren y entregan parte de una frase o una sola palabra a

otros apostados en el camino. Cuando llegan al Tercero, mi jefe, ya no tienen sentido.

-¿ Entonces?

-El sentido no importa. El Tercero necesita las palabras. Son mágicas.

-¿Y los extranjeros?

-Es nuestra única ley escrita: “Todo extranjero morirá”.

-¿Por qué?

-Es un rito. Se nos dijo que su sangre fertilizaría los campos, alejaría las sequías. Las mujeres serían

más fecundas. Se fijó el mes de noviembre, cada año.

-No pareces convencido.

-He salido del pueblo, he conocido a tu madre. Soy tu amigo. Tienes los ojos rasgados, el pelo negro,

lacio hasta la cintura, la piel amarilla y sin embargo no eres distinta. Podemos conversar, me ayudas a

recoger plantas medicinales, te hago falta a ratos y tú a mí. Si todos los extranjeros son como tú, ¿ por qué

los sacrificamos en el mes de las lluvias? Podríamos salir del pueblo, conocer a la gente del campo en vez de

recluirnos.

-Sí, ahora sé por qué tu pueblo está hecho de niebla. Jamás juegan los niños en las calles ni hablan los

habitantes en las plazas. No pasean, no cantan. Las casas tienen sus puertas cerradas. No puedo ver

adentro. Sólo me hablas de números: el Primero, el Segundo. Gobiernan. De mensajeros que van y vienen

con palabras sin sentido. Ningún árbol tiene nombre, los pájaros no anidan en ellos. Ahí vive el miedo, se

alimenta de sangre, la nuestra.

Me iba corriendo

Entonces el hombre del pueblo bajaba la cabeza.

Siempre volvía: me sentaba a su lado, le pedía el lápiz y media hoja de papel blanco. Ya no tenía

palabras sueltas que escribir en ellas. Me enseñaba a dibujar. Volvía la confianza. Opina que podríamos llegar

a ser padre e hija cuando esté muy viejo y se ríe. Ciertas tardes sus dedos menos precisos en el dibujo

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retienen todavía el cuerpo de mi madre, sus mejillas, sus piernas delgadas. Últimamente le hace amplios

flancos como si llevara una cría.

-Quisiera que tu madre pudiera salir y ver las montañas, las flores. Por mis ojos. Ellos se las acercarían.

El amor en el pueblo se menciona en voz baja. Ahora sé lo que es. Tiene que ver con el exilio. Uno se

enamora, prepara un viaje. Se dispone a seguir al otro por un camino: puede dar la vuelta a una pieza. Es un

exilio interior. Aún si no has visto el mar lo sabes ahí, esperas su ola profunda. Aún si no has estado cerca de

un incendio lo sabes ahí, esperas ser abrasado. Después se retiran las olas, quedan las cenizas. Estás solo

en una playa desconocida a kilómetros de toda población. Sin un amigo. Eso es el amor.

-No lo sé todavía. Tal vez no importar estar solo, más bien el camino recorrido, el mar y el incendio.

-Algo queda: ya no eres indiferente. Pasaste veinte veces cerca del tronco musgoso pero a partir de

aquel día te detienes, observas esos hongos anaranjados. Forman una escalera a lo largo del tronco y por

ella van brincando los pájaros. Ya los pájaros no son todos iguales, buscas esos frutos de colores – así los

llamas – de rama en rama. Te recuestas en la hierba, jamás lo hacías y descubres un lago en el cielo y un

enorme lagarto de espaldas en una nube. Hasta puedes contar sus dientes puntudos, sonríen.

Eso también es el amor.

Jamás se pregunta si mi madre lo ama. ¿Acaso existe el amor?, o es simplemente una soledad

demasiado pesada en busca de un cuerpo, de unos ojos claros. Una promesa nunca cumplida de un

entendimiento más allá de ese cuerpo, de esos ojos. Y a la vuelta del camino, el regreso hacia uno mismo. La

soledad.

-¿Recibiste la carta de tu jefe?

-Sí.

-¿Te matarán?

-No. El contrato estipula en una letra menuda que en casos extremos de sed se permite entrar a una

casa extranjera para que no peligre la misión. Es una cláusula debilitada por falta de uso. No contempla el

castigo, sólo el destierro.

-¡Si supieran que te has enamorado!

-¡La muerte no bastaría para un crimen tan espantoso!

Se ríe, los ha burlado.

-¿Oíste?

-¿Qué, Ana?

-Escucha: la hierba canta cuando el viento la besa, solloza cuando la abandona.

-Ana, ¡estás enamorada!

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La hierba nos hace sentir menos solos, el pájaro picoteando una piedra, un amanecer de colores

sorpresivos.

-¿Sólo nosotros los hombres y las mujeres somos tristes y siempre iguales?

-Si no estamos lo bastante enamorados para ver lagartos en el cielo. Si tu madre quisiera salir…

Tiene esperanza. Tal vez algún día pueda amarlo y saldrá. Aprenderá a ver. Así empieza el amor.

Lo dejaba pensativo. Salía corriendo como si miles de pisadas pudieran borrar el pueblo. Siempre cogía

el mismo camino. Iba a casa de mi único amigo.

Jamás he entrado. Me escondo y lo espío. Es joven, alto, ojinegro, de barba rojiza. Vive recostado en su

huerta, perdido en el paso de las nubes.

La primera vez le dije:

-¿Por qué silbas, señor?

-¿Quién eres?

-Ana.

-Acércate.

-No. ¿ Por qué silbas?

-Los pájaros me contestan.

Fue la primera visita. Tal vez empezó a murmurar mi nombre. Los pájaros en hojas soñolientos, la

babosa en la piedra lenta del río lo repitieron.

La segunda vez:

-¿Eres tú, Ana? Sal de ahí, no te veo.

-No.

-Ven, come las frutas.

Se levantó, las recogió y las dispuso en fila a buena distancia. Escogí una naranja pero no me acerqué.

-¿Qué tienes ahí contra la pared?

-Un arpa.

La tocó y sus dedos levantaron el vuelo por las cuerdas.

-¿Cómo te llamas?

-Mi madre me decía Ilya.

-¿Qué haces todo el día?

-Vigilo el sendero. Espero a unos hombres, vestirán de negro. La abuela me advirtió: “Están en camino

desde que naciste”. No demorarán.

-No, Ilya.

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Estamos en noviembre y no lo sabes. Los meses del año pasan sin ser vistos. La lluvia, el viento, el sol

en sus viajes los recuerdan. Noviembre, el mes de las lluvias.

-La abuela me dijo: “Están en camino desde que naciste”.

Pensé en la herida del pájaro negro. Nació con ella pero no se veía, la llevaba entre sus plumas todo el

tiempo.

Se hicieron más frecuentes mis visitas. Lo observé. Podría dibujar la nariz curva, la ligera calva en la

frente, la sonrisa respingada sobre dientes pequeños, los ojos redondos y negros, legado del pájaro antes

de morir.

-¿Qué tallas?

-Un venado. Mi padre hizo uno para mí pero no alcanzó a regalármelo. Le puso ojos de colores. No sé

dónde conseguía las piedras. Tenía una bolsa llena. Las voy poniendo a los míos.

Ana, quisiera contarte cuánto lo amo desde que se fue pero tal vez no me entenderías. Estás tan lejos,

asustadiza. Soy un hombre, debo tener valor, caminar por el sendero hacia los hombres negros pero

no lo tengo. Ni siquiera podía mirar a mi padre. Estoy asustado, Ana.

-Siémbralos.

-¿Qué?

-Siembra los venados a orillas de la hierba.

Entra a casa y la sombra absorbe su cuerpo. Tal vez existe sólo en el dolor de la ausencia. Regresa, un

canasto entre los brazos.

Se arrodilla, traza una zanja estrecha y la cava. Los va sembrando.

Las patas se mantienen firmes. Nunca nos vimos tan bien. No se fija en su trabajo, me aprende de

memoria. Se aplica. Está serio, le tiemblan los labios. Duele enamorarse, Ilya, las mujeres lo sabemos desde

siempre.

Se aleja, ha terminado.

Me acerco, los acaricio. Ninguno es igual a otro: los hay recostados, en un galope, la cabeza baja

comiendo hierba, el cuello estirado hacia la luna. Uno tiene los ojos grises, los tuyos cuando las nubes dejan

la huella de un paso en ellos.

-Todos están tristes.

-No son libres. Llevan una herida al hombro y nada se puede hacer. Me harán falta, no encontrarán la

puerta de los sueños. Antes era fácil, saltaban del canasto y se refugiaban en mis brazos. Aquí tendrán frío.

-Sólo me llevo uno, recién nacido. Recójalos.

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Sonríe, alarga la mano, llena el canasto. Va hacia la casa, se detiene: dibuja un cuerpo en el aire, lo

acaricia. Podría ser el mío: un pelo largo, poca cintura. Lo abraza, siento sus manos. Se obligan a la

paciencia. Los pulgares siguen la línea de mis pómulos altos, aprenden la forma de mis ojos sesgados. Ahora

se reclina –sin soltarme, debo doblarme un poco- estruja una hierba y da a mis pupilas un color verde. Sus

besos delinean mi nariz recta.

-Me estoy enamorando de ti, Ilya.

-¿Qué dices?

-Nada, tengo que irme.

-Adiós, Ana.

Fue la última vez que nos vimos. El día de una siembra de venados.

Ahora estoy lejos de mi casa, de la tuya. Sigo una trocha, el rastro de una serpiente. Ni las preguntas

de un pájaro a otro, ni la risa del río contra la piedra pueden apartarme del camino.

Voy derecho al pueblo.

La puerta de mis sueños quedó abierta el día que te llevaron. Me apresuro, quiero estar entre las

mujeres del pueblo a tu llegada. Descubriremos juntos que todos llevamos una herida, la lucidez de un sol al

hombro.

Mientras me alejo crecen en mí las palabras y las caricias que retuve. Cuando me tiendo sobre la tierra

vuelta noche, el venado de ojos grises entre mis brazos, el viento me espera, mantiene la memoria tuya a

medio abrir. Entro y te abrazo.

Ya no pregunto si existe el amor.

ÉRASE UNA VEZ UN PUEBLO

El abuelo está sentado, las manos quietas sobre la vejez, la ventana y sus divisiones de hierro lo hacen

parpadear: ojo, corazón entre plumas. Sonríe, respira a fondo. Desaparecen ventana y vejez. Se va abriendo

el ancho campo de un pasado.

La tierra nació cuando abrió los ojos y junto con ella fue cumpliendo años. Ahora tiene diez y sabe

hablarle: pocas palabras en espigas, una rectitud de surco. El árbol desmenuza el cielo en hojas, la niebla se

guardó las montañas. Esperan la tarde, les recortará un perfil.

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Las hermanas se arrodillan, un escalofrío castaño trenzado en la espalda. Sacuden una manta y

recuestan el recién nacido. Lo asolean y le peinan el cabello húmedo. El niño se ríe, atrapa sonrisas frescas

entre sus dedos.

La madre viste colores claros para no entristecer el día. Un atado de ropa equilibra su cuerpo, insinúa

el camino de un río. Las manos baten la tela, amontonan los cantos en las piedras.

Las niñas muelen el maíz, arman las arepas en pequeños soles. Arreglan el almuerzo del padre. Un

hermano lo lleva, prolonga los besos de un amanecer. El hermano es él.

-Aquí estás, pequeño bandido.

El padre lo abraza, lo deja escapar. Es difícil retener a los bandidos.

A la noche el niño pregunta:

-Padre, ¿mañana vamos a Palmitas?

El tiempo no gasta las voces, detiene la edad, conserva los vestidos. Los plancharon ayer. En las

mismas aguas es posible bañarse más de una vez. Las aguas del recuerdo.

Ensillaban “La Dormilona” y “Coscorrones”. Salían cuando todos dormían. Quizás los demás no

despertarían antes de su regreso y no harían preguntas. Las respuestas obligaban a despojar el día de una

magia que no podía ni quería expresar.

Un trote rápido, el niño muy despierto entre la guardia de pinos húmedos, un olor a pimienta, a hierba

recién cortada. Le crecían bigotes-antenas, era un gato a lomo de mula. Se arqueaba y maullaba pasito. Un

gato mareado. El padre seco, erguido sobre la yegua; el niño diminuto y el balanceo de la mula flaca. Un

amanecer de niebla asustada por una brisa, la montaña recién levantada. En el valle las águilas merodeaban,

remontaban hacia los picos, enderezaban la trocha.

El frío de un charco, abajo.

-¿Nos bañamos?

Desmontaban. Los animales bajaban el cuello, arrancaban hierba, los ojos locos siempre vigilantes.

Se quitaban la ropa, la dejaban sobre las rocas. Chapoteaban. Los animales y sus gastados dientes

amarillos se reían.

Madrugaban al mercado vecino pero no traían nada para vender. Ni siquiera era domingo. ¿Y Palmitas,

dónde quedaba? Nadie sabía. Cuando ambos sentían la urgencia de estar solos, de compartir el verano de

unas horas, se declaraba día de mercado en Palmitas.

Después del baño, el padre iba a la yegua y aflojaba las cinchas. Desataba una jaula de mimbre, la

abría entre la hierba. Etelberto, el pájaro regalado por un tío, picoteaba un maduro. En su canto repetía:

“Almitas”, de ahí el viaje a Palmitas.

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Etelberto, recién llegado:

-Sobrino, te lo regalo. Canta en mayo.

-No tiene colores, tío. Es feo.

Etelberto agachaba la cabeza pelada. Tenía el ojo agresivo, también malicioso.

-¿En qué mes estamos, mamá?

-En abril.

-¿Falta mucho para mayo?

-Muy poco.

-¿Llegó mayo, papá?

-Sí, hijo.

-¿Y Etelberto?

El niño le abrió, quitó los barrotes al cielo y Etelberto voló derecho al naranjo. Escogió las plumas

salpicadas de pintura, las esculcó. Las jaló y se resignó. Manchas de cielo.

Cantó.

-Mamá, mamá, ¡ya vino mayo!

Ahora se llevan el pájaro de paseo. Abren la jaula y se sientan a dormitar a la sombra de esas rocas

blancas, enormes.

-¿ De dónde vienen, papá?

-Del cielo.

-Son nubes duras.

-Son piedras. Antes había un lago, ahora está seco. Dormían en el fondo.

-¿Por qué dijiste del cielo?

-Hablaba de las rocas negras.

-Con puntos de plata.

-Son pedazos de estrella, se entierran en los campos.

El niño callaba. Cuando soñaba se protegía con el brazo para que no le hirieran pedazos de estrellas.

Pasaban suaves, le rozaban la mano.

Etelberto no llamaba a los pájaros. No los atraía hacia la jaula. Comía el plátano, los granos. Se

aventuraba afuera, volaba entre las ramas. Iba de visita.

-Etelberto no volverá.

-Siempre lo hace.

-¿Y si no vuelve?

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-Lo esperaremos.

Caía la noche y se guardaba a Etelberto en una rama. Cantaba para Mayo. Era bonita, gris con copete

negro. Muy delgada.

-Etelberto está enamorado.

-Esperaremos.

Palmitas era el pretexto de un día lejos de casa. Etelberto y sus amores, de una noche afuera, tendidos

en la hierba, mareados de estrellas.

-Ve por las mantas.

-¡Te acordaste!

-Etelberto alarga los viajes. Tú sabes…

-La yegua está triste sin el potro blanco.

-Es demasiado pequeño, no hubiera podido seguirnos.

Solos en la noche cantada. Las patas de los grillos la raspaban. La lechuza la deshacía en lluvia, un

pájaro obstinado la trinaba. Fraccionaban el silencio en pequeñas muertes. Se purificaban en la soledad.

Dolía sentirse tan cercanos.

El niño se escondía de las estrellas, se posaban en las ramas y aleteaban sobre sus párpados.

-Abuelo, despierta.

La ventana recupera sus divisiones. Los pájaros sólo cantan cuando encuentran su mayo, los hombres

también.

-¿Sí, hijo?

-Pensé que habías muerto.

-Sólo puedo vivir los ojos cerrados.

-Duele abrirlos, abuelo.

-Cada día duele más.

-Se murió mi pequeña María. No pude hacer nada por ella.

-Tenía sólo cinco años.

-Hubiera querido tomar esa fiebre, las telas blancas en su garganta. Salvarla.

-No podías, nadie puede salvar a nadie.

-Tuve una esperanza, pidió su muñeca.

-Hablaba con ella, eran hermanas. Le contaba, sentada al pie del mango: “¿Ves el tigre en el tronco, el

tigre manchado?, ¡ suelta al pájaro! Lo asusté, era un tigre malo”.

-Se enfrentaba con los tigres, los niños son valientes.

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-Ayer fui a verla, tomaba leche: “Abuelo, ya no me habla la vaca, llévame”. La arropé en la manta

blanca, la cargué. Pesaba menos que el pájaro cogido por el tigre. La vaca le habló, un mugido suave. Se

despedían.

-Soñaba los puños cerrados, apretaba el vaso. Los niños se dan por entero. Pasaba el perro, se iba de

fiesta con él. Le subía al lomo: “ Arre, caballo, arre!” Era todo un jinete.

-Una noche trepamos al guayabo:

-Abuelo, atrápame una estrella.

-¿Cuál quieres?

-La más pequeña.

No fui capaz de alcanzarla, ella hubiera podido. Le negué una estrella.

-Nada era imposible para ella.

-Nosotros vivimos rodeados de imposibles y jamás salimos de ellos. Hasta la vejez. Entonces volvemos

sobre los pasos, un cansancio de lo vivido. Nos espera la infancia, sentada con la inocencia por el camino.

-Cuando el toro se enojó, aquella vez, y vino derecho hacia nosotros, batió las manos:

-Papá, el toro tiene un tigre grande por dentro y se le ven las manchas por fuera.

No temía a los toros con tigres manchados por dentro.

-Prefería los animales grandes pero le asombraban las hormigas. Las desviaba con una rama, les

proponía otros caminos.

-Abuelo, siempre vuelven al árbol hueco. No quieren cambiar de casa.

-Hace un mes encontró una lagartija muerta en la cocina, la puso sobre su palmas y le dibujó un

sendero helado. La arrulló:

-Barriga rosada y lomo gris. Ojo negro todo reseco.

La envolvió en una hoja de novio. No tendría frío y se pondría verde. La enterró bajo pétalos rojos.

-Abuelo, los vecinos murmuran. No quieren sacrificar a otro extranjero. Se preguntan; “¿De qué eran

culpables mi hijo, mi mujer, mi amigo?”.

La epidemia les abrió los ojos.

-Nuestros muertos y los difuntos extranjeros se unieron. Hicieron las paces. Desfilan por el sendero,

entran en nosotros, pesados como las piedras que les hemos tirado. Antes la cobardía desviaba ese camino

o nos encontraba dormidos.

-Otro extranjero está en camino. Llegará mañana.

-¿ Cuántos años tiene?

-¿ Por qué preguntas, acaso importa?

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-Yo tengo ochenta, quiero saber cuántos le voy a quitar?

-Somos peores que la enfermedad.

-La sangre no es un abono, el único rito de fertilización de una tierra es el trabajo de los brazos. En

cuanto a matar…

-Matar debería purificarnos de todo mal. ¿ No te parece que hay una pequeña contradicción?

-En otra época uno podía trabajar su tierra en paz, tener amigos, una familia, prestarse las

herramientas, las semillas.

-¿Cuándo fue eso?

-Yo era muchacho.

-Algún día terminarán los extranjeros. Ya no están llegando. ¿ Qué van a hacer?

-Escoger entre nosotros.

-Jamás.

-¿Entre ellos, eso crees?

-Me obsesionan los ojos de los muertos - brillan más que cuando vivían – el gesto que tuvieron el día

anterior al partir el pan, su valor.

-Los he visto en las mañanas del sacrificio: caminan en silencio. La atrocidad calla el viento.

-Juan se esconde entre los surcos, agacha la cabeza al sembrar, evita las piedras. Está loco. Su mujer

lo encuentra en un hueco, los cava en la tierra para esconderse. Se queja: “Hoy me dieron tres veces, mujer,

¿tengo la cabeza partida?”.

-Ellos lo alcanzaron, las manos vacías.

-Despierto sobresaltado, abuelo. Me duelen las manos, el pecho. Quisiera morir.

-Y no puedes: tienes que madrugar a recordar, cargar tu vida a cuestas hasta el final.

-Los envidio, no se destruyen con el amanecer.

-Nos queda la voluntad de terminar con eso.

-Si María no hubiera muerto, no me hubiera decidido a hablar contigo.

-Ella no tenía por qué morir. Ellos tampoco. Pero algún día hubieras reflexionado al verla correr detrás

de un pájaro. ¿Acaso tenías el derecho de legarle esas piedras? Como si le abrieras la mano, le pusieras la

piedra y le dijeras: “Pequeña mía, apunta bien y lánzala contra ese hombre”.

-Me hubiera preguntado: “¿Por qué, papá”.

-¿Le hubieras contestado: “Porque es un extranjero” a esos ojos que no mienten, ven un tigre en el

toro y son capaces de asustarlo sin herirlo? Esa gente chiquita todavía cree en la fuerza de la palabra.

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-Por eso no dejan que asistan al sacrificio. Mi mujer ya no tiene la cara fresca. No está enamorada de

mí, es indiferente, dura. Camina, lenta, se queja de una piedra en el costado. Me reprocha: “El pan sabe a

sangre”. Yo mato a un extranjero para que las espigas se nutran de su sangre.

-Bastarían las frutas, los conejos del monte, ahorrar semillas. Un tiempo de hambre –esta vez de

purificación – y el pan no tendría sabor a sangre, los niños no tendrían miedo encerrados en las casas, el día

del sacrificio.

-Entonces está decidido. Hablaré con todos. Debe terminar.

-Cuenta conmigo. La vejez puede ser cierto asco de sí mismo. Tal vez se me quite. Podría pasear por la

huerta, ir hasta el río…

-Sabes, María...

-¿Sí?

-Habló antes de morir: “El abuelo es un niño sentado en una mula muy flaca. Lo sigo en un potro

blanco y peludo sin ojos. Se llama Topocho. Vamos a Palmitas con Etelberto, el pájaro enamorado de Mayo” .

Deliraba.

-No. Estaba conmigo, lo soñaba. Iba de paseo con mi padre cuando ella murió. Me seguía el potro. No

era tan débil después de todo, lo montó María. En la muerte nos encontramos con los que más nos han

querido. Estuvimos de viaje en Palmitas.

-¿Adónde?

-No importa, muchacho.

El abuelo está sentado, la silla de lado contra la ventana. Nadie lo ve, sólo el viento. El viento y la noche

cogidos de la cintura. Se alejan, dejan a María con el abuelo. La pequeña en brazos de su amigo. Conversan.

Van cayendo rocas negras del cielo, pasan y los rozan. En las manos de María dejan una estrella, la más

pequeña. Etelberto vive con Mayo, más allá de del naranjo. La noche le tiñe las canas. La yegua corre en

redondo, el potro blanco relincha y le gana una carrera. La vaca se acerca y le muestra a María la huella de

sus dedos: “Sí, fue ayer cuando te despediste de mí”. Un lagarto en abrigo gris forrado de rosado trepa

lentamente por la pierna de la niña. Da vuelta en su regazo, podría ser un gato de ojos, muy aterciopelados.

Se acomoda sobre la estrella. Un tigre pequeño y manchado ronca al pie de la silla. Entre sus garras un

pájaro dormita, el pico bajo el ala, un sueño entre los ojos.

-¿Falta mucho, abuelo?

-La vuelta de una hormiga para llegar al árbol hueco.

-¡Llegamos, abuelo, llegamos!

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-Sí, mi amor.

-Ahí viene Paco mi perro. La vieja Susana, ¡dijeron que habías muerto! Abuelo, ¡mi casa!, ¿la empujaron

todo el camino hacia Palmitas?

-No, María. En Palmitas están todas las casas del mundo.

EL RITO

Precipitaron mi vida en una fosa

Y tiraron piedras sobre mí.

Lamentaciones, 3, 37.

Estamos terminando un venado. Mi padre no me contesta, está sacando un exceso de madera en los

flancos. Al mío le afino las patas.

Ahora es más fácil conversar contigo, padre: los muertos no gritan, sus palabras tienen la paciencia de

una eternidad. Si pudieras mirarte en el agua de la quebrada – la misma de tus abluciones- tus ojos se

extrañarían. Ya no viven en sus cuevas, no se esconden, no fulminan. Se atreven a acariciar la noche, el

recuerdo de mi madre, el venado entre sus manos, la palabra “hijo”. Las promesas del sol en un día claro te

hacen sonreír.

Ahora te conozco como eres y no te tengo miedo.

Te amo, padre.

El viento pasa entre nosotros, huye en un zumbido de abejas.

Te pregunto:

-Padre, ¿los oyes?

Y tú, sin prisa, desde el lugar que habitas en tu muerte:

-Son los hombres del pueblo, hijo.

-Pisotean el viento.

-Te esperan en el sendero.

-Me hacen señas, padre.

-Vamos, hijo. No temas.

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Jamás tuviste un gesto de afecto hacia mí cuando vivías. Me levanté, sentí una niebla fresca sobre mi

hombro.

Era tu mano, padre.

El pájaro era negro. Tenía entre las plumas una mancha roja, grasosa. El pico enterrado, el ojo y una

franja de pelusa clara. El viento la acariciaba. El ojo no veía nada a través de la muerte. ¿Qué se ve, padre?

Las patas enfundadas en un cuero gris. Las garras apretaban una esperanza de rama. En el cuerpo de la

abuela un arco tenso. ¿Hacía qué se tendía, padre? Ojos mezquinos y la ferocidad de una pared eterna. La

ventana abierta, el cielo empujado por las nubes, ¿apresurados hacia qué, padre? La abuela quieta, las

manos cruzadas. No quería soltar algo, ¿la vida, padre? Duele la herida al hombro, ¿ a mí, a ti, al pájaro? A

todos.

Estos hombres han venido por mí. Son todos iguales, el pelo claro ondea en banderas suaves, ojos casi

blancos. Han pisado todas las abejas, han callado el viento.

-Abran un espacio en el centro de la fila. Ponte ahí, muchacho. No tengas miedo, nadie te hará daño.

Vamos al pueblo. Adelante, al trote.

-Padre, flotamos.

-El polvo traza el sendero, hijo.

-¿Hasta dónde, padre?

-Hasta la muerte, hijo.

Madre, la tumba tuya es un barco, mece una ola. Los árboles, el mar, las nubes son eternas. Tú, yo,

siempre en movimiento entre la huerta, la casa. Cien pasos en círculo. Para seguirle los pasos al tiempo

volteabas un reloj de arena. Nunca se detenía. ¿Quién voltea el de nuestras vidas, a quién se le olvida?

Antes te preguntaba, madre y tus respuestas satisfacían mi infancia, florecieron mi soledad de hombre

joven. Me insolaba y tus dedos tejían una ramada fresca, la luz tenía nostalgia de sombra. Entre tus palmas

un oasis bebía las lágrimas de una flauta. Un ciego tocaba en el aire puro de tu infancia. Perdóname, madre,

la flauta es cada vez más distante. Ahora necesito a mi padre, lo han llevado, lo han matado. Alcanzamos

juntos cierta vejez. Él puede contestarme, es el único.

-¿Cómo me matarán, padre?

-¿Importa?

-Sí.

-¿Tendrás menos miedo?

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-No.

-Entonces morirás dos veces.

-El miedo es aún vida. Después viene la angustia. El pájaro se enreda las alas, se desgarra, boquea. El

dolor vigila desde el cerro. Un parpadear y muere el pájaro. El parpadear no tiene nombre y en él están

contenidos el horror y la injusticia de la muerte.

El sol va a la mitad de su viaje.

-Deténganse y acuérdense: es nuestro huésped y nuestra esperanza. Tú, quita el cascajo, tiende la

manta. Acerca esta piedra, pon las frutas frescas encima. ¿Las lavaste? Bien. Siéntate, muchacho, come.

¿Cómo te llamas?

-El Extranjero.

Padre, estas frutas crecían en la huerta, las sembraban el viento, mi amigo. La lluvia las regaba. Ahora

desde esta piedra me amenazan.

-Come sin miedo, muchacho. ¿Con quién hablabas?

-Con otro extranjero.

-¿Qué frutas quieres? La naranja. Te la pelo en círculos, los suelto y tienes una espiral. La escondo

entre mis manos, ya la tienes de nuevo.

-Pero vacía.

-Come, muchacho, te espera un largo camino.

Ana escogía siempre la naranja cuando alineaba las frutas. Las picoteaban sus dedos, después se

volaba.

-Padre, ¿ estabas enamorado de mi madre?

-No he perdonado a las montañas, le sobrevivieron. No perdono a las gaviotas sus revuelos, sus

cantos. No perdono al mar cuando besa la tumba entre dos rocas. No te he perdonado los meses pasados

con ella a solas. Oíste palabras que no puedo recordar.

-¿Por eso nunca me hablabas?

El sol da la hora a un árbol.

-Doblen la manta. Sigamos. Falta mucho para llegar. Muchacho, a tu puesto en la mitad de la fila.

Espera: tienes arena en el cuello. Quítensela, te arderá con el sudor. Refresca tu pelo, anuda este pañuelo.

Es mío.

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Siempre al trote. Me duele la herida al hombro aunque mi piel no esté desgarrada. Todos somos

pájaros negros. Caemos en pleno vuelo. Mis ojos son dos piedras y no veo. Los hombres huyen del sol,

corren hacia la noche, hacia el pueblo.

-Tengo miedo, padre.

-…

-¿Cómo moriste?

-…

-¡Padre!

La noche nos salió al encuentro. Ya se tragó la montaña, recoge uno por uno los pájaros de un día, los

esconde detrás de la luna. Tal vez podría esconderme.

-Es hora. Busquen un refugio. ¿Dónde quieres dormir, muchacho?

-Bajo el mango.

-Podríamos comer las frutas, te refrescarían. Trépate, hombre. Tú no, muchacho. Él. Túmbalas con un

palo.

-¿Cuántas van?

-Diez con ésta.

-Cinco para el muchacho, tendrá sed. Baja todas las que puedas.

Nos detuvimos bajo el árbol de mis sueños. Mecías las ramas, madre.

-¿Madre? No te oigo bien. Tu voz ya no está cerca, toma tiempo. Es tan lejana como una infancia y un

futuro que no puedo soñar.

-Duerme, hijo.

-El miedo no me deja, su canción me vuelve loco.

-Llega la noche, es tibia. Abandónate. Se abre y resbalas. Viene la ola, te llevará.

-Hablas de tu muerte, madre. Tan parecida a tu vida. La mía tiene los ojos abiertos, camina hacia mí sin

descanso pero tal vez me alcance por la espalda. Sólo conocen sus muertes, no podrían hablar de la mía,

¿es por eso, padre?, nunca me contestas cuando te pregunto. Nadie puede. ¿Acaso pueden hablar de mi

vida? Entre ambos extremos avanzamos nos tambaleamos. Pájaros caídos, alas recortadas y pies torpes en

arenas mojadas. La vida, una trampa. El silencio tuyo me despertó a menudo, madre. Como si gritaras. Una

soledad detrás de un tronco. Se aleja hacia las montañas, hacia el pueblo del sacrificio. Tiene prisa, cruje su

falda de hojas, huye de mí.

Todos me han abandonado.

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El pájaro enfermo temblaba, ni la brisa puedo con el miedo. Es una sed y nada la calma.

-El miedo, madre, ¿es entender que la brisa, la rama, la montaña seguirán existiendo entre lluvias y

nieblas aún cuando se apaguen en nosotros el brillo de la luz, las hojas, el azul del monte, el pico del pájaro

en el guayabo?

Tal vez ha sido una suerte verlos y de estas suertes está hecha la vida. Al amanecer el sol cambia de

sitio, reconoce la montaña, juega al escondidijo. Todos los días nos pasea de un lado a otro y se va pero

volverá. Nosotros desaparecemos y jamás volvemos. ¿No es injusto, madre, no es una burla? Puedo reír,

hablar, amar, tener miedo, recordarte pero la montaña me sobrevivirá. Pueden quitarme la vida en un

segundo pero la una de la tarde recobrará eternamente una sombra. Se paga un precio por estas suertes: el

desespero de morir.

-Ahora trotamos más rápido, estamos llegando al pueblo.

-Toquen las trompetas, anuncien la llegada del extranjero.

-Ordenen la fila. Es día de fiesta. Cambia tu camisa por ésta, extranjero. Es nueva. Alisen sus trajes

arrugados. Lávate las manos, muchacho. ¿Puedes trotar? Estas cansado. Ayúdenlo, podría resbalar.

Cuando salí de la casa era un hombre asustado. Corría a esconderme en el niño que fui.

Los hombres del pueblo vinieron, sólo bordearon nuestro destino, árboles blancos sembrados a

distancia fija. Yo dibujaba el camino paso a paso hacia la muerte como cualquiera.

En mí llora un niño, yo le hablo:

-No llores, la vida es caminar hacia la muerte sin conocer su rostro. El último juego, pequeño. Sonríe.

Está bien. La cabeza en alto, los ojos abiertos.

Los hombres del pueblo se detuvieron. Se arrodillaron ante mí, hablaron de esperanza.

A mis espaldas no había nadie.

Interrogué sus ojos: el dios tenía mi rostro y había muerto.

Llegamos al pueblo.

-¿Así lo viste, padre?, entre sudor y cansancio, a través de una lluvia gris. ¿Son casas o rocas? Un río

estira sus músculos líquidos, pone a prueba su fuerza y vigila la ciudad.

-Padre, quiero volver al mar, nadar hacia la niñez.

-Hijo, pesan las montañas en los hombros pero hay que enderezarse y buscarle un canto a la vida.

-¿Lo encontraste?

-No siempre.

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-Padre, ¿moriste ahogado?

-No, hijo.

-Entonces, ¿cómo?

El puente levadizo baja sin prisa, tiende su mano gigantesca. Entramos y detrás de nosotros vuelve a

cerrarse una trampa. Las ventanas transparentes están ciegas. Nadie en las casas. Una sola calle, una

subida a la plaza. En el centro de una tarima, un hombre sentado y perros. Sobre sus rodillas un bastón.

-El Tercero.

Dos hombres montan guardia detrás de él. Jamás había visto hombres tan blancos, son transparentes,

vacíos. El bastón es de cuero de serpiente, la cabeza y los colmillos intactos son símbolos de mando.

Empieza el interrogatorio: El Tercero murmura las preguntas al oído de uno de los hombres:

-¿Cuál es tu nombre?

-El Extranjero.

-¿Dónde vives?

No contesto. Si fueron por mí ya lo saben. No vivimos sobre la misma tierra, ¿qué podría señalar? Unos

muros de piedra gruesa, un pavimento sin hierba sorprendida por la lluvia, colores grises. No entenderían el

viento y su hamaca tendida entre dos montañas, el canto de un pájaro en la copa de una nube, el sol de

paseo por una quebrada de sombra al atardecer, el pájaro negro, enorme, dormido sobre la luna.

Eres culpable de envenenar el aire, el agua que baja de tu quebrada.

-No soy culpable. Vivo lejos y el agua está en un pozo, canta bajo el suelo. Si canta no ha sido

envenenada.

-Danos los nombres de tu abuelo, bisabuelo, tatarabuelo materno y paterno.

-No puedo. Pronunciar un nombre es revelar el espíritu. No deben tener poder sobre él.

-¿Cómo cultivas el trigo, qué carnada utilizas para la sabaleta, con qué cazas el cerdo salvaje?

-Conforme a su ley, no cultivo, no pesco, no cazo. Aunque fuera uno de vosotros, seguiría sin pescar,

sin cazar.

-Poco importan tus respuestas y tus razones. El interrogatorio es símbolo de nuestro poder como lo es

tu presencia entre nosotros. Un rito sin apelación de ninguna clase.

El Tercero levanta lentamente el bastón. La serpiente da el fallo.

Los perros sentados ladran. La han confirmado.

Me sentencian a muerte.

No son muchos los asistentes a mi juicio. Entre ellos está Ana.

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Nos dirigimos al sendero –debe ser el del sacrificio- en pleno campo. Siempre estuve en medio de los

habitantes del pueblo. Me escoltan, árboles severos de pelo blanco y ojos claros como si todos fueran hijos

de una vejez preñada en un camino vecino, muerta hace años.

Sentí tu mano en la mía, Ana. Una ala tibia sobre mi palma.

Me diste valor, Ana. El valor de morir.

Flotas sobre la hierba, ave salvaje de ojos rasgados y plumas amarillas. Tan distinta de los del pueblo.

Ana, se darán cuenta, te matarán.

Vete. Pero nada puedo decir, el miedo late en mi garganta, voz de pájaro negro aprisionada. Corazón

delirante entre miles de plumas heladas.

Ana, mi amor silencioso.

Están recogiendo una por una las piedras del camino. Las van guardando en bolsas profundas,

colgadas de sus cuellos. Ahora camino solo, se repliegan. Tengo frío. Ana se abre paso, corre hacia mí y

juntos nos alejamos. Su mano tiembla en la mía. Entonces la hago pasar adelante, mi cuerpo la protegerá.

Cabe entera en mi sombra. Quédate ahí, mi amor, en la sombra de mi cuerpo. La única vida que se nos

permite.

Ahora sé, padre, cómo moriste: los movimientos fueron lentos, las manos subieron a las bolsas,

sacaron la primera piedra. Tal vez caminaste aprisa pero qué puede un solo hombre contra la voluntad de

algunos. Poco importa el número o el arma. Basta una voluntad.

Tus manos colgaron, ya no supieron de los venados de madera. Manos hábiles y tiernas con la madera

y el cuerpo de mi madre. Manos de hombre, oración agradecida al tocar la cabeza de un hijo, el flanco de

una mujer, los retoños en los surcos, la pata del perro enfermo.

Fuentes de agua pura cogida del río, espejo borroso de un rostro sin importancia. Sólo los gestos son

actos y memoria.

Vacilaron tus ojos inquietos, fueron redondos: los de un pájaro negro, en busca de un abrigo contra la

tormenta, el rayo, el granizo.

Los de un pájaro humano en busca de un abrigo contra la ferocidad de una flecha, una piedra, un

cuchillo.

Caíste, padre, como yo ahora, como el pájaro. Un charco pequeño se creyó sol caído. No puedo esperar

la muerte, padre. Debo proteger a Ana. Ya llegan presurosos, sacan la pequeña vasija ritual que todos llevan

a la cintura y se agachan, recogen las primeras gotas de mi sangre.

Me voy corriendo, alcanzo a Ana, inmóvil en el camino.

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De ti, padre, no quedó nada excepto una sombra parda derramada. A la noche se inclinó un ave negra,

buscaba su alma en ella.

Ana, mi amor. No puedes hablar ni necesitas hacerlo. ¿Adónde me llevan tus ojos de niña con tanta

ternura? Al final del sendero nos esperan otros hombres y mujeres. No podemos escapar. También llevan

bolsas llenas de piedras y la vasija ritual. Ana, se reducen las casas a una montaña oscura, a un puñado de

tierra. Los campos son retazos de colores, tal vez la frazada de la abuela.

Llueve la primera piedra hacia nosotros, viene de frente. La lanzó una mano de mujer sin fuerza, hecha

para mecer a un hijo. Como si lanzara una semilla en el campo.

Una segunda piedra más grande. Tampoco nos alcanza. Viene sin fuerza, sin ira. Ahora todos corren

hacia nosotros. Debemos huir, Ana, por este camino, entre campos amarillos y rojos, color sangre. Huir,

amor, Ana, ¿por qué me obligas a correr hacia ellos, por qué? Esos hombres y mujeres nos hacen señas, nos

invitan a acelerar el paso, ¿por qué Ana, por qué?

Ahora podemos tocarlos pero son ellos quienes lo hacen. Me palmotean la espalda herida.

-Tranquilo, muchacho, todo terminó. Estás a salvo.

Lo último que vi fue un letrero derribado, pisoteado. Decía: “Vive tu muerte y muere tu vida”. Ningún

sacrificio entregaría la inmortalidad. Osiris jamás volvería a ser uno.

II

No sé dónde estoy. Voces extrañas tiemblan a mi alrededor, leves cortinas de lluvia. La espalda me

quema. Soy el pájaro negro, tirito de fiebre. Murmullos de lluvia. Voy corriendo por un sendero, los árboles

me hacen señas, me agarran sus dedos oscuros, filudos. Las ramas se abanican, van y vienen las hojas. El

bosque se pone en marcha y las manos llenas de piedras se enfrentan con los hombres del pueblo.

-Descansa, Ilya, tienes fiebre.

Su voz. No puede ser. Sí, fiebre, volver al principio, destejer los hilos de colores de un pasado. Fiebre,

fiebre…

-Vamos a cambiarle la sábana, lo refrescará. Ayúdanos, Nicanor. ¿Y tu fuerza? Ciertos hombres son

unos buenos para nada.

Las montañas no se pueden franquear. Uno nace y lo van cercando. No le dejan escoger un camino. De

todos modos sólo hay uno sin importar cuántas vueltas dé. Alguien espera al final, las manos llenas de

piedras. Más allá está Él.

-¿Quién, hijo?

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-Padre, ¿dónde estabas?, me dejaste solo. No sé quién es Él. No lo veo bien. Falta luz.

Canta pasito, pequeña. El extranjero tiene fiebre, está herido. Más pasito. Así canta la chapola a su

pequeño cuando se quema las alas con la vela. Así, en un susurro.

¿Cómo te llamas?

Ana.

-El señor, ¿con quién habla?

-La fiebre es como el calor sobre las piedras. Vas caminando, atraviesas ese temblor al ras del suelo y

al otro lado encuentras a la Gente del Pasado.

-¿Quiénes son?

-Los Muertos.

Atravesamos la ciudad desierta al trote, padre. El viento se asoma a las puertas, sacude las ventanas.

Se ríe por los corredores, escucha su propia voz con espanto. Me hace señas: “Sube, amigo, te llevo”.

-No, Viento, no puedo acompañarte. Esperan mi sangre para salvarse. Una ciudad desierta, padre. Tus

pasos y tu valor me precedieron pero se adelantaron demasiado. No pude alcanzarlos. ¿Eso es morir? El

abandono de un paso amigo, de tu mano, de un brazo de viento al rodar por la colina, de una voz de pájaro

meciéndose en la copa de un canto. Un vacío. Un no-sentir, no imaginar.

-Habla demasiado, se agita. Le duele el hombro, se queja. Tal vez tiene la enfermedad. Dale agua de

cidrón.

-¡Cómo la pesa la cabeza! Cuidado. Pásame la almohada fresca, escurre el paño, pónselo en la frente.

Toma, muchacho, te aliviarás. Estás a salvo.

-Sí señor, nos engañaron. Tampoco había niños. Sólo un puñado de hombres y mujeres durante años,

asustados por la epidemia. Sacrificaban a los extranjeros para librarse de ella y conjurarnos. Ahora está

llegando gente de todas partes: blancos, amarillos, negros, cobrizos. Se detienen o siguen un camino. Rezan

al oriente, al occidente o no rezan. Estamos en familia.

-Dentro de una hora estará dormido o habrá muerto pero lo hemos salvado, es hijo nuestro.

-Antes nos hacía creer que la sangre de un extranjero nos daba vida y nunca me he sentido mejor.

-¿Y te lo creías?, no te hagas el inocente. Cualquier sangre que se quite a un cuerpo recae, se riega por

el sendero, se cuela bajo la puerta. No quieres verla porque eres cobarde. Lavas con agua de la quebrada

pero la mancha persiste.

-No lo creía pero me escondía detrás de ti, amigo. También tenías las manos llenas de piedras. Otros se

escondían detrás de mí. No sentíamos menos solos y se echaba la culpa a todos y a ninguno.

-Gritabas y disimulaba mi voz en la tuya. Todos lo hacíamos.

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-Una sola fiera y miles de pequeñas escondidas dentro de nosotros. Dormían tranquilas todo el año, no

se movían. Eran dóciles, no ocupaban espacio. De vez en cuando suspiraban, bostezaban. Tenían hambre. Y

el día fijado crecían, se volvían gordas. No había quién las atajara.

-Pero bastaron dos hombres sensatos: aquel viejo y su hijo.

-No bastaron: hacía falta la angustia que muerde el sueño y obliga a despertar.

-¿Ya se pavonearon bastante? Que es hijo nuestro, que lo salvamos…¿No les da pensa? Deberían

callarse. Sólo hicimos lo debido y muy tarde.

-Y estas pequeñas fieras escondidas dentro de nosotros, ¿crees que algún día puedan volver?

-Cállate, Nicanor.

-Rápido, el agua. Llegamos rendidos. Destruimos el puente, rellenamos el foso. Todos juntos por

primera vez.

-Sembraremos y bailaremos en ese lugar una vez al año para recordar.

-Mantenían el puente levadizo el alto como si fuera un dedo acusando el cielo. Que no lo culpen de los

sacrificios. Somos los únicos culpables.

-Hablen pasito, suda menos, se apacigua.

-Hubiera querido contar eso a María, lo hubiera entendido, abuelo.

-Mejor que tus manos llenas de piedras, hijo.

-No quiero morir. Los perros están sentados, la mirada fija, la mandíbula apretada, la cabeza erguida.

Los hombres del pueblo también.

-Vengan, ¡está hablando claro! Muchacho, ¿me oyes?, estás recordando el juicio.

-No le grites. Delira pero no está sordo. Tiene razón: así eran los hombres del pueblo. Enjuiciaron a un

perro y lo condenaron a muerte: había sonreído al rascarse. Era imposible adiestrarlo, hubiera tenido malos

pensamientos.

-Sonreír: el delito mayor.

-Dejaban que fallaran los perros, interpretaban los ladridos.

-Siempre sentenciaban a muerte.

-Las piedras rebotaban sobre las cabezas, caían los pensamientos.

-De noche alumbraban el sendero, se dispersaban hacia las casas en el campo.

-Nos acosaban.

-¡Y ni siquiera eran nuestros!

-Pero poco a poco lo fueron. Un pensamiento tiene vida propia.

-Ilya, Ilya, ¿me escuchas? , soy yo, Ana.

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-¿Ana?, tu pelo largo. Ana, no digas mi nombre, se irá el espíritu, volará y moriré.

-Caminaste mucho al sol y tienes fiebre. Los habitantes del campo te salvaron. Sólo te alcanzaron

algunas piedras.

-Nosotros cogimos las del camino. Eran para ti, muchacho, pero levantaron el vuelo en dirección

opuesta. ¡Lo que pueden las piedras maduras!, pero no hirieron a los hombres del pueblo. Cayeron al suelo

y fueron las primeras semillas en un campo recién arado.

-Los hombres del pueblo huyeron, les bajamos el puente y lo cruzaron corriendo. Ellos están

sentenciados, tienen la enfermedad. No durarán mucho pero no matamos a ninguno. No se puede poner fin a

los sacrificios con nuevas víctimas.

-¿Y estas pequeñas fieras dentro de nosotros? No cree que algún día…

-¡Cállenlo o…!

-¿No ven? , las pequeñas fieras asoman las orejas.

-¡Fuera, Nicanor!

-No seas iluso, tiene razón. Las pequeñas fieras volverán.

-Un pueblo de ojos blancos nos dominará, vendrá la epidemia, nos devolverá la conciencia y

empezaremos de nuevo…

-De batallas en derrotas.

-Pero entre ambas siempre habrá un día como hoy.

-Mi única pregunta es: ¿Cuánto tiempo me queda?

-El de una vida: una semana, un mes, tres años. Un solo día. Suman los momentos vividos a gusto. El

resto no cuenta o te destruye.

-En una hora la recuerdas toda.

-Si tienes ochenta años. Si tienes veinte cabe en un minuto.

-No es verdad. No importa cuánto viviste, importa cómo: ¿has amado, has sido justo, trabajaste en lo

tuyo como se debe?

-Quisiera pasear una sola vez en paz. Dentro de mí, claro está. Es lo difícil.

-Más allá de la montaña, ¿habrá un dios?

-Me conformo con los hombres.

-Un día sin asco, sin miedo…

-El venado de madera, Ana.

-Lo tengo, Ilya. Sus ojos son más claros. Duerme enroscado y no tiene frío. Lo cuido.

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-Ya no vigilaré el sendero. Llega siempre cuando uno la espera. Tu voz, Ana, tan lejos. La de esos

hombres y mujeres, sin nombres como si fueran todos a dar a una misma quebrada.

-Allá van a dar. Por eso te salvaste, Ilya.

-Hijo, no olvides: voltea el reloj de arena.

-¡Padre!

-Es fácil: lo detiene el olvido.

Lo difícil es vivir, padre, seguir volteando el reloj de arena para cada uno, tomar la decisión de no

quebrarlo. Ese reloj, padre, ¿te asomaste a sus paredes transparentes, viste a todos los hombres: el negro,

el amarillo, el cobrizo, el blanco? Sus manos trazan infinitas sombras, anulan el tiempo. Sombras leves sobre

el surco, los hijos y sus rondas, las mujeres pesadas de futuras cosechas. Sombras claras en el vidrio opaco.

Relojes de arena, desiertos de cristal, fuentes de metal bajo las dunas.

EL VENADO DE MADERA

El viento sale del bosque de pinos, rasca sus largos brazos grises. La niebla se aleja del charco donde

pasó la noche, sacude las lentejuelas verdes atrapadas en sueños. El viento se detiene, la saluda. La niebla

es frágil y llorona, se queja horas por un desgarrón en su velo.

La niebla en brazos del viento, su novia.

Van al mismo sitio.

Sale el armadillo, sale el conejo. Los pájaros dejan los surcos a medio trazar, la vaca sacude bigotes de

hierba.

Todos cogen un camino propio pero van al mismo sitio.

Las hojas conversan de árbol en árbol, tiemblan sus bocas de sol.

Se agitan pájaros y hojas, viento y niebla, los martillos en las casas, el maíz en el pilón, los perros al

trote, las mujeres en el río.

-¿Qué dicen?

-Ya terminó el venado de madera.

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Los perros corren, también el viento libre de niebla. Rodean al hombre joven, alto, ojinegro, de barba

rojiza. Los niños sentados sobre troncos juegan con virutas. Las niñas las cuelgan de sus orejas, brincan las

risas y los sonajeros de semillas. Los perros agarran huesos de madera entre las patas, les irritan los dientes

y gruñen. Los gatos afilan las uñas, estiran cuerpos flexibles de rayas. El pájaro carpintero perfecciona un

círculo en un árbol vecino y se asombra:

-No encuentro nada en la madera, sólo vacíos redondos.

Ladea la cabeza, se fija en el hombre diminuto del tamaño de su ojo, una ancha herida al hombro,

fresca de piel recién nacida.

Y su trino:

-¿Por qué mi pico no puede despertar un venado de madera?

El viento hace reír las hojas, se vuelven parlanchinas. Se inclinan:

-En el árbol vivía ese venado. Dormía, el hocico entre las patas.

En épocas de tormenta poníamos nuestras manos de hojas sobre tu boca, Viento. El pequeño seguía

durmiendo. Tal vez estiraba una pata, fruncía la nariz.

Y el sol:

-Lo sabía escondido, calentaba el tronco. ¿Se fijaron en sus ojos? Los cruzan una veta anaranjada.

Y la luna:

-Te equivocas. El sereno los tiñó de azul. El viento ha escondido entre el pelo de sus flancos el mapa de

mis montañas. Si lo acaricias a contrapelo lo encontrarás.

El pájaro carpintero, la voz aguda, se obstina y se desespera:

-Si estuvo todo el tiempo en el tronco, ¿por qué no asomó un ojo cuando picoteaba la madera? Soy

hábil, lo hubiera sacado sin despertarlo. Hubiera sido el primero de mi familia en descubrir un venado.

Pero el viento juega con el copete rojo del carpintero:

-Sin un soplo de viento no hubiera nacido. Observa la pelusa liviana, la nariz. Olfatea los olores que le

traigo. Si no fuera por mí lo devoraría el tigre.

-¿El tigre?

-Has viajado, pájaro, ¿ y no conoces el tigre? A él le señalo el venado si estoy de humor. Ambos

dependen de mí para sobrevivir.

El hombre joven, alto, ojinegro, de barba rojiza sonríe. Siempre ha sentido el soplo del viento en la

punta de sus dedos mientras trabaja. Caen al suelo más virutas. La tierra alimenta raíces invisibles con los

desechos remojados en lluvia. Otros árboles crecerán. En ellos dormitarán venados y tigres. La mano de un

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hombre los encontrará, les dará vida. El soplo del viento los advertirá de una pradera a otra, por encima de

todos los ríos.

Las palomas se contonean en el palomar. Festejan el nacimiento del venado de madera. Alzan un vuelo

jubiloso y se abre en miles de palmas grises.

-¿Las viste, Ilya?

-Tienen la flexibilidad de tu falda cuando bailas. Tu mano podría recoger la punta de ese vuelo,

desplegarlo, dar vueltas y vueltas.

Ana, Ilya entre perros, gatos y pájaros. Los niños van llegando: son cortezas bailarinas, nietos del

guayabo cobrizo, del mango de piel oscura, beso lento de la fruta amarilla en una piel tibia, sueño blanco del

yarumo contra una mejilla.

El abuelo se acerca a pasos pequeños, la vejez retiene cada uno de ellos: un préstamo, una vida

siempre escanciada por un tacaño.

-Abuelo, ya terminé el venado.

María tenía una muñeca que hablaba por ella. No supimos su nombre, tenía miedo de revelarlo y

matarla al pronunciarlo. El nombre era vida. La muñeca hubiera acariciado el venado, una mano de trapo

sensible.

-Mi madre creía en esa magia. Tal vez sólo ella y Ana tienen el amor suficiente para no gastarlo, hacerlo

morir y matarme.

-Muchos niños murieron en la epidemia. También María. Detrás de las puertas cerradas nacieron

preguntas: “¿De qué eran culpables, acaso el extranjero lo es, tiene que morir? “ Se hicieron fuertes,

corrieron por los senderos, se deslizaron bajo las puertas y nos tiñeron los pies de sangre. Mi hijo fue

valiente y contestó:

-Ninguna razón justifica una muerte, jamás.

Lo dijo en voz alta. Por María, su hija.

Los niños se han sentado en los troncos caídos después de la tormenta. Los consuelan y si se escucha

con atención se oyen ronronear. Las palmas pequeñas recorren los grabados y serán parte de su memoria.

Los troncos reviven porque hacía tiempo no los acariciaban.

Desde que fueron gente.

El abuelo toma su puesto en el sillón mágico. Podría ser el de la abuela, hasta tiene el cojín floreado.

Cierra los ojos para ver mejor. Su cara también es de madera, de un árbol antiguo que ha sufrido tormentas y

mutilaciones. Las palabras son hojas, vuelan pero no caen. Los niños las recogen, las guardan por dentro y

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tendrán un bosque tibio donde pasear y soñar. Antes de escuchar necesitan quitarse los zapatos si los

tienen, refrescarse los pies en la hierba húmeda, espantar la rasquiña de la arena entre los dedos. Tosen, se

frotan la nariz y son conejos. Cuando se han movido bastante y rascado harto se aquietan. Son pájaros

atentos, han bajado de los árboles. Ahí viven de día entre los nidos. También son peces. Uno pasa cerca del

río, los oye reír pero ya no son risas de gente, son coletazos suspirados entre el agua.

Eso son los niños y mucho más. Entienden el abuelo.

Los mayores también están ahí pero no recuerdan haber sido pájaros y peces. Tampoco conejos. La

voz del abuelo los va conduciendo hacia la niñez y tal vez les sea posible volver al camino que todos,

siempre, han encontrado en sueños.

El silencio se recuesta en la hierba, bosteza sin ruido. Es muy discreto, amigo de perros y gatos. Les

deja por dentro piedras diminutas y muy preciosas cuando están a su lado, pensativos. El gallinazo toma su

puesto en el árbol, recoge las patas, se emboza de negro. El carpintero tiñe su copete rojo de azul para ser

menos visible. La vaca rumia pasito. El viento se sienta a horcajadas en el mango, la mano en el hombro del

pájaro negro.

Entonces el abuelo suspira en el sillón mágico, se acomoda sobre las flores de mango tejidas por la

araña Mendoza en un sueño de turpial.

Podría ser el amanecer de un mundo.

Y les parece que, tal vez, el viento dijo algo:

-Antes, todos éramos gente.

El abuelo empieza:

-Los dioses vivían en el cielo. Dormían mucho y no veían bien. Era siempre de noche y la luna era muy

vieja. No alumbraba casi.

Había un dios chiquito, muy travieso. Gritó:

-Estoy aburrido. Todos duermen, no hacen nada. Que se haga una luz brillante mientras la luna se

esconde en la noche. Que se haga el sol.

Antes la palabra y la cosa eran una sola. Decías: “Perro”, y aparecía. Ese dios aunque chiquito tenía

mucha magia. Entonces los dioses parpadearon, lloriquearon, se pusieron las manos sobre los ojos. El dios

chiquito cantaba, saltaba, corría todo el día de un lado a otro del cielo. Perseguía al sol.

Los dioses viejos entreabrieron los dedos un poco. Cada día más y terminaron por gritar, cantar, saltar,

correr detrás del sol. Les dolían las piernas pero ya no se sintieron viejos.

-Hagamos esas figuras que vemos detrás de las nubes cosquillosas.

Hablaban de montañas, árboles y ríos.

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Dijeron las palabras y fueron creadas.

Después volvieron al cielo y descansaron. Se durmieron pero de allá abajo llamaron:

-He visto nacer ríos, oí los pájaros conversar con los árboles desde el cielo, pero nadie ha venido a mí.

Hablaba la montaña.

Y los árboles:

-Hemos caminado por los valles, trepados montes, echado raíces en los desiertos. Y jamás, jamás ha

venido alguien a descansar a nuestra sombra.

El dios chiquito pisó a los dioses viejos, los sacudió, los pellizco y les gritó en los oídos. Se

sobresaltaron:

-¡Qué fue, qué fue!

-La montaña, el río, los árboles están muy solos.

Tuvo que repetir cuatro veces diez dedos. Eran demasiado sordos. Por fin se sentaron a pensar:

-Faltan dioses pequeños sin magia para recorrerlos, hablar de ellos, y temerlos.

Bajaron y del árbol sacaron figuras.

Fueron los hombres de palo. Cayeron al suelo.

Hicieron otros de maíz. Vinieron el afrechero, las loras, los gulungos, los cusumbos, el pájaro negro y

las chiricas. Habían bajado del cielo y los picotearon, los desgranaron y se los comieron.

De la tierra y del agua hicieron una mezcla de barro. Entre sus manos quedó rojiza. Fueron los

hombres de barro.

El dios chiquito, ya aburrido con tanto ensayo, murmuró algunas palabras muy importantes y muy

secretas. Entonces no se cayeron al suelo ni fueron picoteados. Fueron gente de carne.

Muchos pedazos de barro con sangre quedaron por el suelo. El dios chiquito canturreó y sacó de ellos

los venados y los tigres. A los venados les puso un susto bajo la piel. Por eso corren tan rápido. A los tigres

el valor y sobre todo un gusto por la sangre.

El primer tigre se cortó la pata, lamió la herida y le supo bueno.

Después se enteró de que todos los animales tenían sangre y los fue buscando pero prometió:

-Sólo comeré cuando tenga hambre.

Los venados y muchos animales caminaban en dos patas antes pero los hombres no resultaron

buenos. El dios chiquito era muy travieso y las palabras muy importantes y muy secretas no eran del todo

decentes –tuvo que crear a las mujeres- ni del todo buenas.

Eso opinaron, mucho después, los hombres de todos los tiempos.

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Al dios chiquito le tocó poner cuatro patas a todos los animales de pelo para que fueran veloces y

pudieran huir del hombre. Llegaron muy cansados la tortuga y el armadillo – antes llamado El Mueco -.

Hablaron al mismo tiempo:

-Me han pisado, me han cogido por las patas. Hicieron una sopa con mi abuela. Me arrancaron uno por

uno los pelos de la nariz.

Entonces el dios chiquito hizo un armazón distinta para cada uno.

La tortuga y el armadillo jugaban con los niños en las casas pero ya no quisieron ser gente. Por temor

a los hombres.

La serpiente que bailaba en las fiestas, muy alegre, apoyada en la cola, se replegó, se deslizó entre las

hierbas. No quiso ser gente. Por temor a los hombres.

Todos se escondieron, no volvieron a hablar y los hombres olvidaron que lo habían hecho.

Una vez, mucho antes: todos éramos gente.

Rafael el más pequeño de los niños se levanta. Va al abuelo y se sienta sobre sus rodillas:

-Abuelo, quiero contar.

-¿Cómo se llama tu historia?

-El dios chiquito y la luna.

-Cuenta, hijo.

-A veces el dios chiquito trepaba hasta la luna y se quedaba dibujando montañas con un dedo sucio.

Ella no lo regañaba porque no era su mamá.

Él le dijo:

-Luna, date prisa, te disfrazas de mico y te llevo al hombro.

La luna contestó:

-Espérame no más, ya voy.

La luna fue a su casa. No se ve, queda detrás de la noche. Tiene colgados muchos vestidos: de venado,

de tigre, de gente. Se puso la piel de mico y se fueron a pasear a la tierra. La luna escuchaba:

-Mamá, la luna se fue y tengo miedo.

-Niño, fíjate a ver si estamos en menguante.

Las abuelas preguntan eso todo el tiempo.

-Mamá, mi hermano se volvió tigre y me mordió. Por la luna llena.

La mamá salió, buscó la luna. No estaba y pegó al tigre.

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La luna tenía puesta la piel de mico y pudo saltar de un árbol al cielo.

Nunca más estuvo triste porque hacía falta a la gente.

El bastón resbala, Rafael se desliza y lo recoge. El abuelo se agacha: el pelo del niño tiene el color y el

perfume de la miel. Juan, mientras tanto, corre a la casa vecina y trae un jugo de lulo bien frío. Rafael recibe

su beso y el abuelo toma un sorbo. Pone el vaso en el suelo y la hierba lo cuña, lame las gotas dulces.

Juan trepa a las rodillas del abuelo:

-¿Cómo se llama tu historia, Juan?

-El arco iris, abuelo.

-Cuenta hijo:

-Antes la montaña, el río, la hierba, los árboles, los animales eran grises. Los dioses viejos hicieron todo

del color de sus barbas. Eran muy sucias y gastadas. Un día el dios chiquito hizo llover pero se le olvidó

esconder el sol. Nació el arco iris. El dios chiquito batió las manos, gritó, cantó, corrió. Lanzó las flores el

arco iris y se tiñeron de todos los colores. Algunas volaron alto y se quedaron suspendidas. Se volvieron

mariposas. Entonces ese día la montaña se vistió de señora y dijo:

-Tengo que salir, pásame mi bastón. Mis piernas no han caminado hace años. Mi sombrero, por favor.

El río se vistió de niño. Se puso una camisa y nada más. Dijo:

-Tengo que salir, no me esperen para jugar.

Hablaba con los peces.

Todos se fueron rápido hacia el arco iris y lo saludaron de muy buena manera:

La señora dijo:

-Quisiera, si no fuera mucha molestia, Excelentísimo señor, pintor de nubes, que me regalara un

color.

-¿Cuál quiere, señora?

-Éste.

Pero temblaba tanto que señaló el verde, el anaranjado, el azul. Por eso cambia de color y los tiene

mezclados.

-Le agradezco mucho y para siempre.

El árbol dijo:

-He oído decir que usted, enteramente generoso, regalaba algunos colores a sus mejores amigos.

Soy uno de ellos y tal vez, si fuera posible y en nada molesto…

-Escoja el que quiera.

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Le tembló el bastón. Osciló y mostró el amarillo, el rojo, el verde, el anaranjado.

-Soy servidor suyo y si de pronto piensa descansar tengo un chinchorro a su disposición.

El niño pasó de último porque siempre se ha hecho así con los mayores.

-Quiero un color mágico, del todo nuevo, único. Para mis peces.

Y después de un tiempo:

-Por favor.

El arco iris lo pensó unminuto. Se agitó y dijo:

-Dame tu mano.

Le dejó una piedra transparente.

-Cuando llegues tírala al agua.

Y desapareció.

El niño volvió corriendo y se clavó en las aguas. Por eso tienen un color de luna.

La señora volvió a la montaña pero como era tan gorda tuvo que detenerse donde Sofía mi tía.

Hablaron y hablaron tanto que los colores empezaron a desteñir. Pidió ayuda a Pedro mi tío. La llevó cargada

y la dejó al pie de su casa. Desde entonces él sufre del corazón.

El señor fue más rápido. Saludó a los niños, pidió permiso para patear la pelota una sola vez –siempre

lo había deseado- y se despidió. Entró al tronco de guayabo, le dio un color cobrizo. Mandó en una hoja de

plátano los otros colores para que escogieran los demás árboles.

Así fue como todo quedó color de arco iris.

Juan va bajando. Felisa llega corriendo. Es una niña pequeña, nada flaca, el pelo dividido en cholitos,

los ojos negros, la piel morena. Sus dientes: un guiño del sol entre arenas oscuras:

-A mí me toca. Voy a contar la historia de los pájaros.

Se apoya contra las rodillas del abuelo, crujen y los niños se ríen. Él la toma bajo los brazos, la alza y la

acomoda contra su pecho. Un abrazo estrecho, arrullador; el de un pájaro a la luz del día, antes de

recogerse.

-Los pájaros vivían con los dioses. Eran muy livianos y los únicos animales que podían vivir en el cielo.

No muy cerca del dios chiquito porque era muy travieso y les arrancaba las plumas como mi hermano Juan.

-¡Sapo!

-Abuelo, ¡me dijo sapo!

-Sigue, Felisa.

-Tenían mucho trabajo. Remendaban las nubes, cosían vestidos muy complicados, hacían bolsas

livianas para cargar cosas. Tejían con el pico, es como una aguja. Tejen la paja, la hierba, el algodón. Brincan

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en sus nidos para ensayarlos, así no caen de noche y las serpientes no los devoran. Los dioses les

encargaron una escalera para bajar a la tierra y pasear entre las casas de los hombres.

Eran muy viejos los dioses y no querían gastar su magia. Podían morir. Bajaron y los hombres fueron

curiosos: quisieron subir al cielo.

Corrieron todos, se pelearon, se encaramaron. La escalera se rompió, todos cayeron. Los pájaros del

cielo también habían bajado. No pudieron regresar. Sus alas no les sirvieron para volar tan alto. El viento no

pudo ayudarlos, no tenía permiso. Lloraron pero los dioses viejos son muy sordos como papá Francisco.

Cada uno inventó un canto. Los dioses eran muy bravos, no quisieron escucharlos.

Ahora no tienen quién les haga vestidos nuevos. Las nubes siguen sin remendar, son ventanas abiertas

al cielo. Los dioses ya temen a los hombres. No volvieron a la tierra. Los pájaros sólo tejen sus nidos. Ponen

huevos manchados. En los árboles están cerca del cielo y vuelan los ojos muy abiertos para recordar.

Felisa chupa dedo y finge dormir. El sol le deja un arete entre el pelo. La risa del abuelo la sacude y ella

termina riendo. Fernando le jala la falda:

-Bájate, es mi turno.

-Siéntate, hijo, ¿qué vas a contar?

-Cómo nacieron las serpientes.

-Te escuchamos.

-A un dios muy tembloroso, casi ciego se le escapó un poco de barro con sangre. Hablaba solo:

-No es nada, un poco de barro rojizo.

El barro oyó y se enojó:

-¿Que no soy nada?

Respiró hondo, se infló y reventó. Volaron miles de cueros en el aire. Empezó a correr la sangre que

estaba adentro.

-Hormigas, ¡ayúdenme!

-Las hormigas salieron del campo, de la selva. Treparon por los árboles y recogieron uno por uno los

pedazos de piel. Cuando los tuvieron todos, los llevaron a las arañas. Ellas babearon mucho y sacaron hilos

brillantes de sus bocas. Los cosieron. Entonces hicieron las serpientes.

Si los pájaros las hubieran cosido no se comerían los huevos en los nidos. Algunas quedaron bravas

por lo que dijo el dios. Esas tienen veneno. Las otras han olvidado y sólo se deslizan.

El abuelo toma otro sorbo, da una vuelta con Fernando para despertar sus piernas. Van cogidos del

brazo y conversan, tal vez del nacimiento de las lombrices. Regresan. El abuelo tose y toma la palabra:

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-Los dioses no volvieron a la tierra. Una que otra vez pero se sentían desganados. Hasta el chiquito. La

palabra ya no era la cosa, creaba una sombra deformada y los hombres se acostumbraron a vivir entre ellas.

La verdad huyó, se hizo pequeña en brazos del silencio. Las flores , los árboles, los animales no cambiaron

pero se volvieron desconfiados, no quisieron ser gente. Pocos se dejaron acariciar.

Los hombres empeoraron. El hermano mató al hermano, vinieron venganzas y guerras. Se rodearon de

montañas de ladrillos y piedras, cavaron fosos y los ríos vigilaron. Pasaron el tiempo inventando armas y las

ensayaron. Cayeron hombres y animales. Más allá de líneas invisibles trazadas en la hierba sin memoria, se

habló distinto. Importaron el color de la piel y los dioses venerados. Las tribus se hicieron más numerosas y

sus leyes se enfrentaron. Ya nadie entendió a los vecinos al otro lado de la montaña, del río, ni quiso

entenderlos aunque usaran las mismas palabras.

Los hombres no respetaron a las mujeres, les gritaron, les pegaron.

Las mujeres pegaron a los niños y ellos a los animales.

Entonces los hombres sólo fueron barro con sangre.

Ya no supieron hablar con los árboles, los pájaros, los ríos, las montañas que los habían acogido en su

cansancio, alegrado, refrescado como si fueran madre y familia. También habían sido gente y ellos tal vez

pájaros, venados, hormigas y armadillos. Lo olvidaron.

El dios chiquito hizo un fuego en el cielo. Quiso quemar las palabras mágicas porque no eran del todo

buenas ni del todo decentes –eso opinaron, mucho después, los hombres de todos los tiempos para

disculpar sus actos -. No hubiera debido pensar en quemarlas: ser del todo bueno es muy aburridor y fue

muy imposible reducirlas a cenizas. Renacían. No pudo quemar la ternura del creador por su obra.

Dejémoslo sentado sobre cenizas. José, ¿no vas a contar la historia de los gallinazos? Ven, siéntate

conmigo.

José vive al pie de la quebrada, pasa horas sentado en una piedra en medio del agua. La sombra lo

cubre de plumas negras, termina su nariz con un pequeño gancho. Se queda tan inmóvil que los pájaros

negros lo rodean sin miedo, hablan con él, así le contaron una mañana muy fría esta historia:

-Los gallinazos también eran gente. Se asomaban por el cielo y buscaban entierros. Se ponían vestidos

negros con un borde blanco en las mangas. Se peinaban seguido para verse mejor y quedaron calvos. Con el

permiso de los dioses bajaban muy serios, se quedaban de pie en los corredores. Tomaban tinto, daban un

beso a la viuda y le apretaban la mano. Después se acercaban, abrían la ventanita del ataúd y miraban al

muerto. Lloraban de verdad, se sentaban y cuando era hora lo seguían hasta el cementerio. Vivían aburridos

en el cielo, nadie moría.

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Cuando los pájaros no pudieron subir de nuevo al cielo ni siquiera lo intentaron. Eran demasiado

pesados. Ahora vuelan alto porque se han esforzado. Se preguntaron:

-¿Qué vamos a comer si no podemos volar en los árboles?

-No sé. No me gusta la mazamorra ni el cuchuco de cebada.

Fueron a las casas donde habían acompañado entierros pero no les dieron nada. Los echaron a gritos.

No iban vestidos de gente.

Se fueron a la selva. El tigre comía y les dijo:

-Yo primero.

Como papa en la casa.

Los tigres comieron y comieron. Los gallinazos esperaron y esperaron.

Por fin se fueron los tigres y pudieron comer. Les supo bueno.

Desde entonces siempre comen carnes viejas. Prefieren el campo, comen más ligero. No hay tigres.

Cuando quisieron quitarse los vestidos de plumas, uno dijo:

-Es de noche, hace mucho frío.

Los guardaron puestos y se les fue pegando. Los secan al sol cuando extienden las alas. Abrazan

sueños abandonados en las nubes.

-Ya terminé. ¿El gallinazo la habrá escuchado, abuelo?

-Llega puntual, planea y baja, las patas flojas. Viene a recordar.

-¿El dios chiquito tuvo ternura para los gallinazos cuando los creó?

-Sí, hijo.

-Y yo la tengo cuando hablo de ellos. ¿Lo sabe el del árbol?

-La siente. Contar es también crear y ciertas palabras son caricias.

El gallinazo es tímido, esconde la cabeza, sacude las plumas.

Los niños sacuden las suyas, quiere jugar. La hierba los invita a rodar por pequeñas pendientes y los

cantos suavizan las caídas.

Los mayores se estiran, crujen los huesos, se agitan las lenguas.

El abuelo da unos pasos. José le presta su hombro y juntos caminan hasta la quebrada.

-¿Sabes, abuelo?, antes de dormir pienso en las historias y los animales asoman en sueños. Me hacen

señas y preguntan: “¿Por qué no hablas de mí, soy muy feo?” Prometo hacerlo y entonces la danta, el

armadillo, el yacaré, todos ellos me cuentan sus vidas. La de antes cuando eran gente.

-Te he visto con ellos, hijo.

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El abuelo nunca está muy lejos cuando sueñan. Los cobija si tienen frío –hay sueños muy helados- les

sostiene la cabeza si tosen –la tos vive por allá, lleva un sombrero de musgo -. Los niños saben que él está

ahí. Los abuelos viven mucho en los sueños. Mañana se reunirán en el Bosque de los Cuentos –mañana o

más pronto -. Se sentarán sobre el árbol caído, en el claro. Lo acariciarán. Al árbol caído siempre se le debe

acariciar y cantar. Volverán las palabras escuchadas. Hablarán para los animales escondidos entre los

árboles, los lejanos del llano y de la selva. No olvidarán a ninguno. El viento llevará las palabras a los más

apartados, los pájaros las escribirán y la lluvia coserá los cuadernos de hojas.

Todos, todos, volverán a ser gente.

José y el abuelo regresan al lugar de la reunión. El gallinazo levanta un vuelo pesado de sombra. El

pájaro carpintero aprovecha una caricia del viento a las hojas y vuelve a casa.

Una voz toma tiempo, busca en su propia noche y le duele.

-Mi padre talló un venado. Era para mí pero nunca me lo dio, nunca me habló. No hubiera sabido cómo.

Las palabras suyas vivían encerradas en la madera. Tenían su olor fresco, la ternura de la obra hecha para el

hijo. Supe que me había amado.

Él y los suyos venían de un pueblo errante. De sus pasos pensativos las arenas fugitivas heredaban una

sabiduría pero el viento les negaba el derecho a la historia. No admitía pueblos de piedra, hería su libertad.

Sólo veneraba el ala en descanso de una tienda sobre el amanecer nómada. Los hombres fueron más

implacables que el viento: prohibieron las tiendas y un mayor número de pueblos está vagando: niños,

mujeres, enfermos trazan laberintos sangrientos entre las dunas. Las palabras de entendimiento, de amor se

ocultan en pozos profundos. Son débiles sus cantos, temerosas las voces que los van repitiendo, sin

embargo siempre se escuchan a través de los siglos. Nunca callarán.

Los míos emigraron. Colocaban el bastón en el rincón de una casa, no lo perdían de vista. Cualquier día

deberían empuñarlo y volver al camino si no los mataban antes. Se escondieron a menudo en los bosques,

huyeron junto con el venado asustadizo, perseguido por la fiera y el hombre, condenado a muerte y

resignado. Mi padre empezó a tallar venados. Yo seguí: los míos están también condenados pero sin

resignación. Tienen una decisión, una esperanza en sus patas delgadas, una avidez de viento, de frutas

maduras de sol. Sus cuerpos se tienden hacia la niñez de un bosque recién sembrado, un río bañado en

cielo. Y los disfrutan. Viven entre cantos de grillos en la hierba alta enamorada de viento, vestida de lluvia.

Ser venado, llegar a ser hombre.

Regresar a un tiempo cuando palabra y cosa, hombre y surco eran uno solo. Sentir que la tierra no es

un suelo pisado sino un cuerpo tibio, viviente, una promesa de germinación. Tocar un hombro, acercarse a

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un niño y dejar que la ternura duela hondo. Levantarse, pasar la puerta de la casa donde duermen los

nuestros y descansan de paso los amigos y dejar que las montañas, los campos, las aves tomen posesión de

nuestros ojos, se bañen en ellos, los hagan suyos sin temor. Como al amanecer del mundo.

Entonces la muerte será la caída de un árbol en el camino entrañable, un silencio donde venados, niños

y hombres vendrán a refrescarse.

Los ojos de piedra clara veteada de naranja tiemblan. Los acarició la luna. La noche se duerme en el

lomo del venado. Una estrella chupa dedo. El anciano se levanta, cruza por la hierba cantarina. Su caminar

pesa sobre los años ya enterrados bajo el bastón. La ruana, pájaro tibio de las montañas al atardecer,

despliega inmensas alas. Envuelve cantos y niños, una vez peces y plumas entre las hojas.

Antes de entrar a la sombra –tal vez la última- el abuelo se detiene. Se aquietan los niños, los mayores,

el viento en la copa del árbol, gatos y perros camino al hogar. La estrella deja de chupar dedo.

Esperan las palabras, vienen lentas y la luna las redondea:

-En la noche descansan los colores, las hojas buscan la tibieza de un nido, el cielo emboza la montaña

y la deja reposar en su hombro. La luna sueña. Todo se funde en la misma respiración.

El día despierta el sol: se baña en un mar apretado de peces claros y trepa por el filo de la montaña.

Llega a la cima. Reinventa al niño y sus padres, la montaña y su lomo pardo. Cada ser, cada animal, cada

cosa recobran color y figura. Se animan los dibujos, varían y en la multiplicidad cada uno es único.

A Felisa la busca el sol, se ríe en su pelo rizado –le hace cosquillas- cuenta sus dientes pequeños y

parejos uno por uno. Duerme en el hoyuelo tibio de su mejilla. Conoce a sus padres: vinieron de la tierra de

los hombres de madera, nacieron al pie del caucho azul, allá en África.

La luna duerme en malocas cuando está cansada. Oyó cantar a los padres de José, brilló el pelo lacio

de su abuela, le ayudó a juntar plumas del ave de paraíso para un collar. La luna juega con la selva, se

hamaca en sus jardines colgantes.

Los ojos de Ana son oblicuos, tienen la curva de las canoas tejidas en papiro: iban y venían sobre el

mar y quedaron presas en su mirada.

Los padres de Ilya “iban de nación en nación, de un reino a otro pueblo diferente”. Se encontraron: él

venía del país de la nieve donde los lobos cantan alrededor de sus huellas como si fueran un fuego mágico.

Ella de un desierto y su piel sabía a arena tibia.

Su cuerpo pertenecía a las dunas altas desplazadas por el viento. La Cruz del Sur en sus noches de

desvelo talla las más hermosas mujeres en ellas.

Y nació Ilya: medio lobo, medio zorro del desierto del cual heredó el pelaje rojo. Los ojos redondos y

negros fueron un regalo del ancestro del pájaro negro. Lleva su ancha herida al hombro.

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Todos y cada uno tenemos nuestra historia, nuestra belleza y una ternura. Todos y cada uno somos

únicos, capaces de una magia superior a la del dios chiquito y de todos los dioses.

Ser hombre es la más alta magia.

Sentir afecto por el desconocido que cruzas en el camino, por la tibieza de un tronco y su alma de sol;

no cercar tu tierra ni tu corazón y el tiempo se abrirá, perfumará tu casa, ninguna flor se marchitará el día de

tu muerte.

La ternura del creador por su obra no pudo ser quemada. Era la esencia del dios chiquito, ahora es la

nuestra. Estaba en las manos del padre de Ilya cuando talló el venado de madera para su hijo, estuvo entre

las nuestras cuando te protegimos y te cuidamos. Aletea entre las palmas de los niños, se posa en la mejilla

de la madre. El perro la siembra en sus huellas cuando trota por el camino de un afecto.

El viento agita el sonajero de semillas, los mayores se desgranan por el campo. Es hora de volver a

casa.

El abuelo y los niños entran despacio a la noche. Los estaba esperando. Los arropa y caminan por su

oscuridad. Huele a hierba fresca, a orquídea en tierra húmeda. El tiempo no vive a sus orillas y las piernas no

se cansan.

Llegan al Bosque de los Cuentos, ella aparta las ramas y todos se asoman desde la profundidad de sus

brazos. El viento se aleja, lo acompaña el silencio. La noche espera y cuando van subiendo la loma entra al

claro. Invita al abuelo y a los niños:

-Acérquense, recójanlas.

-¿Qué son?

-Las flores del silencio.

En la flor del silencio crecen angustias: la del solitario sin nadie con quién hablar, del perseguido

alcanzado, del condenado a morir, del perro moribundo echado en el flanco del camino, del niño los ojos

recién nacidos al abandono, del pájaro negro herido al hombro. Y miles más.

Los niños se reclinan, las arrullan para quitarles el dolor y prometen al silencio hablar por él cuando

sean mayores.

Algunos lo harán, lo liberarán por un tiempo. Otros tendrán miedo y se esconderán pero en algún

momento la soledad les saldrá al paso. Los niños que fueron volverán al Bosque de los Cuentos. Temblarán,

recogerán de nuevo las flores del silencio y las palabras despertarán al ser tocadas.

Cuando salgan del claro cumplirán su promesa: hablarán de la magia consciente y dolorosa de ser

hombre. Abrirán incontables puertas en muros antes infranqueables y ene ese eterno ir y venir entre los

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suyos oirán algo más que su propio paso por los senderos. Los árboles serán de una misma madera sin

importar el color de la corteza y no se sentirán tan solos en los bosques de la inmensa tierra.

II

CUENTOS DE UNA SELVA

Y DE UNA CIÉNAGA

EL ÚLTIMO ATAJO

Galopamos por el mar abierto del llano, dejamos atrás palmeras y matas de monte, sus faros. La Noche

nos corta el paso, convierte la prisa en inmovilidad, aparta del camino distancia y tiempo, suspende las

palabras de un peón solitario, un relincho, la melodía de un arpa. Andamos buscando un samán, ella lo

detiene frente al caballo y encuentra una semejanza entre la copa y el sombrero, el tronco y el cuerpo

erguido. Crecieron derecho, son actos llevados a cabo sin vacilación como lo requiere el sol. Nos dirigimos

hacia los cuatro palos quemados –alguna vez sostuvieron un techo- nuestra presencia crea de nuevo la

casa, cuelga matas bajo un alero, despierta voces, amarra el chinchorro en el sitio acostumbrado. El peso de

un cuerpo, un caballo en descanso, la sabana en fuga. El vaivén de una memoria en la Noche atenta.

I

Venías de lejos, Raúl Tarquí. Llevabas a cuestas un cansancio antiguo de hombre sin hogar cuyos

pasos vacilan en vivir. El samán te hizo una seña. Mediste el ancho del tronco, acertaste la edad. Envidiaste

sus raíces. La tierra se había deslizado siempre bajo tus pies, los de tu familia. Los corría hacia el sur.

Aprovechaba un galope, las manadas viajeras. Su libertad hacía retroceder el horizonte. Huía del hombre.

Si un árbol pudo aferrarse aquí, yo, Raúl Tarquí, también puedo.

El hambre es afilado: corta cuatro palos, los techa, da motivo al machete. Desmonta pajonales,

siembra, levanta cosechas.

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Tu perro perseguía serpientes, brotaban entre la maleza, fuentes de agua viva. No se creía capaz de

una caza mayor pero un día atrapó un marrano. Esta suerte aumentó el tamaño de sus sueños: en ellos

corría una quebrada y lo mantenía sin sed. Una noche sorprendió a un animal todo gris, de patas recortadas

en tronco. Bebía. Una cola de mentiras colgaba de su trasero arrugado, meneaba los flancos y bailaba alegre

contando pasos. Tu perro lo silbó y se dio vuelta: no tenía nariz, agitó un trozo de serpiente sin ojos. Se

desplazó, ola gris, lenta. Llegó al borde del sueño, se detuvo. No cabía.

Otilia, tu mujer, quería echar el marrano. Tendría dueño. Además se alimentaría de esperanzas recién

germinadas. Román, tu hijo, insistía en conservarlo. Se levantaba a escondidas, intentaba jinetearlo. Hiciste

una cerca de guaduas para el animal. No se llevaría las raíces de la sabana. No podías resistir a esta primera

riqueza. El viento traía frescura de la quebrada, la bebías represada en tus palmas. Te sentabas bajo las

matas, confiabas en las promesas del viento. Carmela, tu hija, dormía en tu hombro. Retoñaba tu sonrisa.

-Mamá, no quiero un marrano negro.

Carmela despertaba asustada, tenía sospechas. La esperanza es de otro color. Seguiste desmontando

tierra, Raúl Tarquí. Tus pasos se alargaban, algún día tendrían la medida de una confianza. Carmela y Román

crecían en el reflejo del machete. Tu perro ya no cabía, los sueños le habían inflado las manchas y espigado

las patas. Otilia se encorvaba.

Ladeabas el filo, la encontrabas en la punta del hierro, el vestido azul, pálido de luna.

-Otilia, un río aplacador.

Te gustaba tenderte a su orilla o nadar aguas adentro.

El sol arreaba vuelos de garzas, la sabana huía entre las plumas. No te dejabas vencer: sembrabas la

obstinación. Te enjugaba el sudor: te acercaba un horizonte tembloroso.

Hasta aquel día.

Una sombra alta trastocó las horas, tapó tu sembrado, el machete. Tapó tu vida. Montado en un caballo

que bailaba al andar , te preguntó:

-¿De dónde sacaste el marrano?

“Brujo” tenía la respuesta, la gritó al caballo de la sombra. Tal vez lo amenazó con el samán de piel

gris. El látigo abrió un camino en el flanco de tu perro y elevó en el aire las mitades e un gusano. Le buscaste

un rostro a la sombra. Sólo brillaron dientes de oro.

-Perdoná, hombre, el caballo tropezó y el látigo se enredó.

Esa voz se arrastraba por tu piel, te desollaba. No la olvidarías. La rabia desbrozó una tierra muy

adentro de ti, llevabas la sabana metida en tu cuerpo. El machete anidó en tu mano.

Y la sombra mayor a otra más pequeña:

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-Quémale el rancho a este ladrón y llévate a las mujeres.

-Sí, don Jácome.

Alzaste un vuelo protector hacia la tierra, el rancho, los tuyos. Una ave expulsada del surco, las alas al

ras del suelo. Tu perro enseñó los colmillos para protegerte. El machete tuvo rabia, ¿acaso tu mano era su

vaina? Te rajó, te obligó a regresar. Enfrentaste la sombra. El látigo se aferró a tu cuello, una lengua bífida.

Te apretó y te privaste.

Los galopes sembraron fuego, la noche ardió en círculo. Tu perro se tendió, gimió. Disparó su primer

aullido hacia la luna. Los llantos de Otilia y Carmela, los gritos de Román huyeron a caballo. La sabana los

repite en días de tormenta.

Despertaste sobre una inmensa piel de marrano negro. Llamaste a los tuyos. El machete había perdido

su reflejo, no los encontraba. En el samán un pedazo de tela blanca. Carmela llevaba una blusa de ese color,

de ese género. El escapulario de Otilia había caído entre las raíces. No había rastro de Román.

Fuiste a la quebrada, te sentaste, las palabras a medio camino como una cosecha malograda. El

machete del hambre, de la rabia, de la venganza, inmóvil sobre los muslos. Quisiste tener un rostro que

odiar, te encandilaban unos dientes de oro. Las sombras nunca enfrentaban el sol, no conviene a sus actos.

II

Tenías un amigo: Arturo Cumaral, tu compadre. El Viento le llevó las noticias y te lo trajo:

-No es fácil seguirle el rastro a una sombra, Arturo.

-Lo es cuando tiene nombre: Jácome Guarinuma, El Rejo Guarinuma. La venganza es buen rumbero,

Raúl. Lo buscaremos.

Jácome Guarinuma tenía oficio: explotaba la selva. La tierra era su presa, no la compartía. Por ella

mataba. Tu perro cazó un pretexto, Jácome Guarinuma nunca dejaba a nadie instalarse en esa tierra. Por ahí

pasaba su ganado, su contrabando. También la muerte.

-Mataré a Jácome Guarinuma.

-Iré contigo.

Tu mano iba y venía por el hocico de “Brujo”, tu perro. Entre el pelo encontrabas un mapa en la selva,

te detenías, te encarnizabas. Tu perro no te mordía, entendía. Su odio era una piel inmensa, se aferraba a

ella, la jalaba. Quería estirarla, cubriría el llano. Caía patas arriba pero no se rendía. Era listo. Se había

culebreado por el sueño y un animal gris le había confiado su nombre y su secreto: “Me llamo Komba y

quisiera ser gacela. Lo soy cuando tomo el agua de tu quebrada”. Eran muy amigos y vencerían juntos.

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Te alejaste, Raúl Tarquí, y te siguieron Arturo Cumaral y “Brujo”. Los pasos se hicieron llano y

venganza. En Morichal buscaban hombres para trabajar la selva. Mojaste la esperanza en cerveza tibia, la

dejaste prendida hasta el último cigarrillo. Oíste un caballo, pisaste la colilla, saliste machete en alto. No era

Jácome Guarinuma, era una crueldad de pequeño tamaño, la sostenía el caballo. Te tocó envainar la hoja,

escuchar una imitación de la voz rastrera:

-Mujeres.

Dieron un paso adelante, dos niñas temblorosas iban de ñapa. Pensaste en Otilia y Carmela,

acariciaste la herida de tu cuello. El pueblo entregaba una cuota y confiaba en recibir tranquilidad. A la hora

del silencio los habitantes sacaban las sillas. Las volvían a entrar: el viento se lamentaba, colgaba los

quejidos de esas mujeres, de esas niñas entre los árboles. Flotaban, melenas desconsoladas y verdosas.

Entonces todos cerraban las puertas. No podían creer que la tranquilidad estuviera tan inquieta ni

pudiera tener mala conciencia.

-Hombres y motivos.

Abotonaste la camisa rasgada, ajustaste el cuello sucio. No se invocaron la falta de trabajo, el hambre,

los hijos, un amor perdido. La pequeña crueldad quedó satisfecha: encabezaba una fila de forajidos. Acarició

el borde de su sombrero y una sonrisa cayó en ala. Brilló un diente de oro, le faltaban muchos muertos para

igualar al jefe.

Empezaste la búsqueda del Rejo Guarinuma por la selva.

-Es peligroso cazar el tigre, Arturo Cumaral, a lo mejor resultamos cazados.

-No importa, Raúl Tarquí. El tigre también cae en la trampa.

Hablabas con la selva, llegaste a tutearla, tal vez a quererla.

Multiplicaba animales, ríos, troncos y locuras; criaba enfermedades, espantos. Se defendía sus armas

envuelvas en hojas tenían el poder y el misterio de un conjuro. De no ser así hubiera muerto. La codicia

extiende desiertos. La selva no se resignaba, aguantaba heridas y bajas pero galopaba, tocaba el hombro

rezagado. Un güío, un temblón asesinaban en el río, mataban las fiebres.

-Otilia y Carmela no están en Tres Troncos, Arturo. Tampoco Jácome Guarinuma.

Nunca mencionabas a Ramón. Los Muertos deben tener paz. El espíritu se inquieta al oír su nombre, se

desespera por la vida. Necesita un tiempo de reconocimiento como si diera el primer paso en una casa

desconocida y tuviera que encender un fuego, repasar memorias e imprimirlas en paredes nuevas.

-Tranquilízate, Raúl, los encontraremos.

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El Rejo Guarinuma había nacido en un campamento. Su ferocidad había crecido con el orgullo y la

ambición. En toda mujer despreciaba a su madre, necesitaba convencerse de que ninguna era mejor que ella.

Entonces sufría menos. No había esperanzas para las que raptaba.

Preguntabas por los tuyos al cazador detenido por la noche, al comerciante de pieles. Te creían loco,

Raúl Tarquí.

-¿Han visto a una mujer sin escapulario, un río tranquilo?

“Brujo” entreabría el hocico, quería beber las respuestas pero sólo conocían raudales, el río de aguas

rojas. Empezaste a rascar la marca de tu cuello.

-¿Una niña cuya blusa era blanca, la falda azul oscuro y la risa una caricia del arpa llanera?

Tu perro contenía un gemido. Sólo conocían la lluvia, el rastro de la niebla sobre el río. No tocaba el

arpa.

Tu mano se ensañaba con la marca de tu cuello.

-¿Un varón? Tiene un lunar de siete años en la pierna.

La selva se reía desde sus quince o cuarenta metros de troncos, sus miles de años. Las hojas tenían un

destello de pirañas.

-¿Cuánto tiene la niña?

Te lo preguntó un cazador. Se prendieron velas en sus ojos. Masticó la última palabra, la escupió. Una

buena puntería, una mancha morena en el suelo. Quisiste arrancar la marca, te ahorcaba. Te obligaste a

contestar:

-Unos diez años.

-Como aquella, la del chinchorro. Ya no podía caminar. Escuchabas su voz lejana, olvidada en una

maloca. Observabas las manos:

-Acaricia el recuerdo de un mico pequeño, Arturo.

Lloraba Ariza, un quejido enroscado y tú, Raúl, llorabas por tu hija. Fueron días tensos, de sequía. Te

llevabas las manos al cuello, llorabas por liberarte.

III

Llovía aquel día pero reconociste los pasos en el lodo.

-¿Estuviste en La Tigrera, Arturo, encontraste a Otilia y Carmela?

-No.

-¿Qué tiene “Brujo” ?

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-Hambre de danta.

-Este dolor me tiene humillado, Arturo.

Tenías el muslo al descubierto. En la llaga una gusanera. La taya siempre gana. No te sirvió tajarte el

pedazo con el machete. No te sirvió el rezo de Arturo Cumaral, el bebedizo de aguardiente y hiel de

serpiente.

Tu perro iba y venía, jalaba el chinchorro. Quería llevarte a alguna parte.

-¿Qué pasa, Compadre?

Ya sabías la respuesta.

Arturo Cumaral te enjugó el sudor, acarició tu pelo ensortijado parecido al de su ahijado. Meció los dos

cuerpos en un solo recuerdo, una mueca a la vuelta de los labios. Te abandonaste a un maizal arrullador, a la

brisa de la quebrada. Otilia reclinaba su anochecer tibio. ¿De eso se trataba, desmontar la vida sin saber

cómo iba a ser la tierra? Todos encontraban atajos, hacían el camino más llevadero. A costa de los demás,

de ti. Te había tocado el terreno árido pero de rodillas habías visto germinar las esperanzas. La risa subió

por tu cuerpo, una ola rizada, fresca. No alcanzó tus labios. El puñal llanero se clavó en tu garganta, un poco

más arriba del latigazo. Te indicó sin que abrieras los ojos cuál había sido la suerte de tu mujer, de tu hija.

Supiste que era mejor no verlas. Diste las gracias a tu amigo.

Arturo Cumaral limpió sin prisa la hoja contra el chinchorro, observó tus manos en descanso. Se alejó

cuando la sangre borró la marca de tu cuello y te liberó. Su paso no era tan firme y sin embargo había

cumplido un encargo justo. Matar jamás se olvida, matar es una soga atada al cuello. Y empezaste a llevar

una marca, Arturo Cumaral, tu mano la acarició por primera vez, aquel día. Con el tiempo se hace más

profunda, una alambrada que el pasado aprieta.

En los ranchos celebraban una doble ración de aguardiente y la diversión prometida: mujeres de la

Tigrera. Ariza trataba de sentarse, miraba a Carmela. Tal vez no se les habían agotado las palabras.

Las mujeres arrastraban los pies gastados por trochas sin regreso. La selva puede ser una palma

cerrada.

Tu perro seguía a una mujer, ladraba, saltaba, lamía su mano. Jaló el ruedo del vestido azul. Otilia se

agachó, acarició el hocico bueno, apartó las orejas como si fueran el pelo de un hijo. Preguntó por ti, Raúl

Tarquí. “Brujo” se sentó, se erizó, aulló. Se callaron en los ranchos. Tu muerte pasó cerca. Todos la

sintieron. Iba camino a la selva.

IV

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El bueyero da las tres de la mañana al cielo sabanero. La noche se aparta de mí, libera distancia y

tiempo. En el arpa se enredan palabras sin dueño, un relincho. No tengo prisa. Mi tiempo se detuvo con el

tuyo, Raúl Tarquí. Paso el día en busca de la noche, me permite mecerme a tu ritmo, en tu pasado. No he

podido olvidar tu risa fresca a orillas de una muerte. ¿Tenía derecho a matarte, adelantar la hora sin

consultarte? No me contestas desde la selva helada que habitas. Los ojos de Otilia fueron dos piedras en una

quebrada seca. Fue al chinchorro, se sentó a tu lado. Fuiste un hijo dormido arrullado en un silencio. Las

gotas de tu sangre aprovecharon ese vaivén de péndulo para trazar una media esfera en el piso. Intentaban

revivir un antiguo reloj, poner en marcha una vida interrumpida. La brisa los cosechó, florecieron la punta de

sus dedos.

Te alejabas. Detrás de tu muerte tu casa te esperaba, recién pintada, al pie del samán. Tus hijos

cargaban un cachorro orejón y tu mujer llevaba besos frescos hacia tu mesa.

En el amanecer Otilia sonrió sin dejar de mecer tu recuerdo.

Te lo he quitado todo, amigo.

Nos enseñan a matar. Es nuestra respuesta al odio, al amor, al miedo.

Tal vez hubieras hecho lo mismo por mí. No nos enseñaron a amar.

Los caminos son todos iguales entre las orejas de un caballo, una estrecha vía enmarcada por esos

pequeños arbustos peludos y móviles.

Me reuniré contigo, Raúl Tarquí, tu muerte fue perdón.

Sabes, la marca del Rejo Guarinuma es ahora mía. Mis uñas la mantienen profunda y fresca. Mi sangre

la borrará y me liberaré como tú pero no he sufrido bastante por tu muerte. Debo esperar.

Siempre regreso al samán, tu guía. Quiero escuchar tu voz:

-Este árbol me dio el valor de echar raíces. Lo he observado, también es un libro abierto a los pájaros.

Lo escriben a picotazos. Algún día escribirán la nuestra, Arturo.

Tu voz es el principio de la mía. Vamos conversando y la Noche, el Viento, amigos nuestros intervienen.

Sabes, Raúl Tarquí, una muerte puede convertirse en única vida cuando el remordimiento y el afecto se

sientan en el camino y te cierran el paso. Los saludo, me devuelvo y ya no estás solo en la sabana que

cultivas allá lejos. Me siento contigo –cuando no estoy tan triste- fumamos un tabaco. Otilia envejece y los

muchachos están nadando en la quebrada. Román trepa en mis hombros y nos vamos a pescar la luna en el

lomo de un pez. Las risas son mangos maduros, irrigan la amistad.

Es hora de irme, Raúl Tarquí. El caballo me llama, me necesita para encontrar un camino, justificar la

canción de sus cascos sobre las piedras. Me despido del samán pero no voy lejos. Estaré de regreso esta

noche.

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Los pájaros están escribiendo nuestra historia. Me consultan y les he confesado la verdad:

-Yo, Arturo Cumaral, he firmado la de Raúl Tarquí con mi puñal llanero.

Siguen escribiendo, las alas sangran. Un destino de pájaros y hombres.

TARDASTE, COMPADRE

Arturo Cumaral tenía costumbres de tigre y dormía encaramado en un árbol cuando la noche lo cogía

en la selva. Llegó temprano a Tres Troncos pero el chinchorro de Raúl Tarquí, su amigo, estaba vacío.

Los cazadores empacaban un resto de mico muquiado, se tragaban el último puñado de fariña.

-¿Vieron salir a Raúl Tarquí?

-No.

Arturo Cumaral revisó los cuatro fuegos de palo sembe alrededor del campamento, movió las cenizas

con el pie. El Fuego es sabio y un hombre precavido lo consulta. Le sugirió algunas preguntas:

-¿De qué hablaron ayer?

Los cazadores tomaban un trago de aguardiente:

-De un hombre muerto.

-Porque faltaba una piel.

-Y te dije: “¿Uno tiene que reponer el faltante con la propia?”

-Y te contesté: “Así es Jácome Guarinuma”.

-¿Guarinuma está en La Tigrera?

-Llegó ayer.

El Viento dio las gracias por Arturo Cumaral. Siempre lo acompaña, aún en tiempo de sequía cuando los

ríos lloran lágrimas chiquitas. Los cazadores tocaron a escondidas el diente de yacaré colgado de sus

cuellos. Salieron con rumbo opuesto, podía salarles la cacería.

I

Arturo Cumaral caminaba por la pica. “Brujo”, el perro, se entretenía, un trote ligero, de broma,

despreocupado. Se fue tras un olor a cafuche, un hambre sin edad le apretaba el costillar. Un silbido le llamó

la atención y regresó a la pica. Encontró unas migajas de fariña entre la maleza. Había caído de la provisión

de Raúl Tarquí. Festejó el hallazgo, se paró, las manos en un simulacro de aplauso. Herencia de un abuelo

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acróbata. Un gruñido nada humano lo echó a correr en sus cuatro patas. El hombre podía transformarse en

tigre cuando se enojaba.

Arturo Cumaral era flaco pero tenía anchas las espaldas. El pelo castaño, la nariz en pico, ojos

amarillentos. Cuando estaba observando despertaba el águila siempre al acecho en su rostro. Le esponjaba

las espaldas, el pelo en la frente. Extraños picos de roca gris salían a flote en el centro de sus ojos. Cuando

soñaba se iba retirando en su perfil, plegaba las alas, escondía la cabeza y dormía. El hombre no era

silencioso de nacimiento. Había adquirido ese hábito en la soledad. Por dentro era locuaz, dado a la risa,

correteaba como Perro. Era malabarista de palabras, juglar selvático. Tenía un modo de recordar de reojo

como si el pasado se mantuviera esquinado, agazapado. Mientras caminaba lo retaba a salir:

-Cuando vine de la ciudad…

traje un collar de palabras tuertas y engarrotadas, una muela de perro, una esquirla de vidrio y un sol

herido, un paso tras otro, horas iguales, la palabra hambre y su carga de ladrillo.

El pasado saltaba fuera del ojo, acompañaba cada palabra con una mímica.

-Pasé por el llano…

y las palabras mejoraron de la vista, se desentumecieron. La muela encontró a Perro, atrás presente y

el sol se puso bueno. Mi paso liberó las horas, el hambre tiró el ladrillo, cogió la soga y se fue detrás de las

palabras.

El pasado brincaba, coleó algunas palabras.

-Llegué a la Selva. Es una dama atrayente pero firme. Me cerró el paso. Aquí no servía el pasado. La

palabra debía nacer cada día, aprender a nombrar y revelar la tierra del Ronquido, del Canto, del Silbido,

buscar El Tiempo antes de su tiempo. El águila se liberó, me enseñó a ver. Ahora oscilo entre Palabra y

Silencio. Eso dice el Viento.

El pasado volvió a la cueva del ojo, refunfuñó.

Perro sabe cuando el hombre sueña y aprovecha para desviarse. Coge un atajo hacia el río. Su

estómago obsesionado le da la victoria sobre la danta gigantesca profetizada por una leyenda de la Selva,

conocida solamente de la especie canina. Es el Gran Perro. El silbido del rumbero lo trae de regreso, humilde.

-Despierta, perro, busquemos el árbol del Enlazador, el Rejo Guarinuma. Por aquí debe estar.

Terminó la pica, empieza un terreno nuestro, sin explotar. Una selva intacta, sospechosa en esta región

de campamentos. Hombre y Perro: dos rumberos de sentimiento, nacidos en ciudades, lejos de la selva.

Soñadores enfrentados con ese principio de mundo. Ser Hombre, ser Perro significa ir más allá de sus límites

como lo hicieron el árbol descomunal, el río-mar, el camino sin principio ni fin. Tambi{en significa vivir entre

leyes que no contemplan el castigo ni el pecado, donde la muerte tiene motivos claros: el hambre, una actitud

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amenazante, una desigualdad de fuerza y sin embargo camina entre los árboles, por los caños, envuelta en

su misterio.

Arturo Cumaral y “Brujo”: la misma tensión en el cuerpo, animales sobre una pista. Han encontrado el

paolo de macapá de tres abarcaduras. Lleva una fea incisión negruzca y la pulpa desborda la herida.

-La marca del Rejo Guarinuma. La Tigrera está cerca.

“Brujo” espera al pie del árbol mientras Arturo Cumaral da la vuelta. Detrás del palo se abre un paso

casi invisible como si soplaran las pisadas a repelo. Conduce al río. “Brujo” encuentra huellas frescas, estira

el cuello, las huele a distancia. Tiene la delicadeza y el fervor de un coleccionista cuyos hallazgos pueden ser

tan impalpables como las pisadas. Siempre camina de este modo al reconocer el rastro de Raúl Tarquí.

Preserva la imagen del amo, no la empaña.

Arturo Cumaral se mueve de lado para no quebrar unos peines tejidos en la palma de caraná: dibujos

de serpientes, murciélagos y hormigas congas. Protegerán al hombre sorprendido por el Rejo Guarinuma si

se transforma en esos animales. Arturo no necesita esos conjuros. Lleva uno de carne y sangre muy hondo

por dentro. Tiene el nombre de un ahijado tal vez muerto.

“Brujo” se detiene, la pata interrogante. Arturo Cumaral se agacha, tira lejos el cadáver de la taya

macheteada, observa el rastro de sangre, lo palpa.

-Apresúrate, Perro. Raúl Tarquí está en apuros. Lo picó la taya.

Desaparecen en dirección opuesta a La Tigrera. Desandan sus pasos.

II

La Selva se hamaquea, hace pereza en sus tejidos bordados, hinchados de humedad. La interrumpe el

Hombre. Se golpea contra sus procesiones de troncos. Se desploma entre las aspas de un palo bamba. Lo

marean los brazos en plegaria, un oleaje de bejucos.

La Selva echa un vistazo a este árbol enfermo, sin corteza en el muslo, la piel del rostro como un revés

de hoja seca, tensa sobre sus nervaduras. Los ojos enormes son de un animal nocturno encandilado. Por ahí

crujen las hojas, se apartan las ramas. Ella no ve a nadie pero Raúl Tarquí suspira:

-Tardaste, Compadre.

Las palabras no son el fuerte de Arturo Cumaral, es cierto. Pueden precederlo un quejido de suelo

mojado, una rama quebrada por descuido. Tiene una presencia vegetal.

Raúl Tarquí voltea la pierna macheteada, tose para desperezar la voz, encaminarla por un recuento de

horas:

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-No quise esperarte esta mañana, Arturo. Esta venganza es mía.

La Selva se entromete:

-También tu compadre, Raúl Tarquí, ¿acaso el niño tuyo no es su ahijado? La venganza tiene muchos

lazos de sangre.

-Siempre me has ayudado, Arturo, pero ahora me toca solo.

La venganza es un asunto de hombres. La Selva se dirige al compadre, ella puede hablarle en cualquier

parte: “ Así que vinieron tras un hombre para quitarle la vida. Eso es la venganza. Quieren adelantarse al

destino, ¿o él los ha enviado? Tienen sentimientos y motivos. Ya sé. El Viento escribe cuentos de hombres,

me leo las hojas sueltas. Figuras en uno, Arturo Cumaral: “El último atajo”. El Viento ha escrito la primera

parte. La segunda y la tercera están en borrador. No se han cumplido todavía. Aunque eso no cambiará

nada. Todo lo que escribe resulta cierto. Él se reconoce en tu paso profundo heredado del llano, en tu forma

de entrar y salir del horizonte sin lastimarlo. Como tú, Arturo Cumaral, el Viento es un rumbero”.

Allá lejos del palo bamba pero camino a él, “Brujo” husmea las huellas, Arturo Cumaral asiente.

Entiende la Selva cuando le habla. Ella suspira y prosigue: “Me asomo al llano, Arturo y contemplo ese vecino

para refrescarme los ojos, quitar un límite a mis pensamientos pero es engañoso. Tanta luz cría espantos. Mi

oscuridad también pero los prefiero. Después de todo los conozco”.

Allá lejos, Arturo Cumaral levanta las cejas. Único comentario a las palabras de la Selva.

Y ella: “Sí, ya sé, dudas de mi temor a los espantos y tienes razón. Se me olvidaba contarte de Perro.

Le rogó al Viento: “Habla en tu cuento del afecto y de la paciencia anudados en las manos de Arturo

Cumaral”. Punto de vista perruno, desde luego. El Viento es bueno y muy amigo mío. Hizo una pequeña

nota…”

Raúl Tarquí interrumpe la Selva. Tiene la obstinación del cafuche por el monte:

-Cogí por la pica que trazamos hace un mes.

Es del compadre estar cerca y lejos, hacer creer que se recostó al pie del palo bamba cuando en

realidad se apresura hacia él. Tiene extensión y sabiduría de la Selva. Jamás llega antes ni después, sólo a la

hora requerida. Es visto y no lo es.

En su delirio y porque la amistad es una sombra que cobija hasta cuando el amigo está lejos, Raúl

Tarquí le confiesa:

-Cogí por la pica porque no tengo maña con los ríos, me conoces.

Arturo Cumaral sí sabe brujearlos. La Selva le toca el codo, allá lejos, y le musita la oración que

acostumbra pronunciar antes de confiarse a ellos: “Río, camino de vida, prolongación del árbol caído, naciste

del primer trazo de un ala por la selva. Tú que nada olvidas porque no envejeces, endereza mi rumbo,

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concédeme tu protección”. ¿Ves, Arturo Cumaral?, tengo tan buena memoria como el Río y tampoco

envejezco”.

Y Raúl Tarquí:

-Además el Rejo Guarinuma tiene gente apostada en las orillas, Arturo.

Mencionar ese nombre es despertar el aullido del Viento herido a bala, el llanto atigrado, sollozos

maniatados sacados a empellones de las malocas. Es recordar a la Selva sus troncos cercenados, su carne

hurgada hasta sus venas de oro.

-Jácome Guarinuma.

La Selva sueña hacia atrás como cualquier ser humano: “ Le quemó el rancho y la tierra a Raúl Tarquí,

le robó a la mujer y a la hija, del ahijado no sabes nada. Por eso viniste a mí, Arturo Cumaral, para no

abandonarlo con esa venganza a cuestas. Le alumbra los ojos, le da hambre. Le ha dejado un alma

calcinada. Tú sabes mejor. Tu amigo no tendrá que matar a Jácome Guarinuma. Se ha trazado su destino de

un latigazo. Yo lo bajé de su montura –no soy tierra del caballo- y le cerré el horizonte. Está atrapado”.

La voz de Raúl Tarquí prosigue, terca, el recorrido por el estrecho corredor de su razón

-Al final de la pica encontré el palo de macapá con la marca del látigo.

El Hombre lleva una marca similar en el cuello. El Rejo Guarinuma no hace diferencia entre un árbol y un

hombre. Sangra y mata a ambos.

La Selva es curiosa, pasa un dedo de niebla por la cicatriz. El látigo tiene una lengua bífida. Ciertas

lunas traen fiebre y el Hombre se desgarra como si fuera posible arrancar una desgracia.

La taya muerta ha dejado su poder en la pierna herida. Vivirá mientras se irrigue el veneno. Como el

látigo de Jácome Guarinuma.

-¡Dueleeee, Compadre!

Es del compadre tomar entre sus manos el dolor y la angustia, deshacer con paciencia y ternura el

nudo que atormenta –está cerca o allá lejos donde lo acompaña la Selva- Ella envidia el cuerpo de Perro, la

piel humana. Quisiera que la acariciaran.

-¿Qué te decía, Arturo?, sí, encontré el paso detrás del árbol.

-Tu amigo no tiene ojos de rumbero, Arturo Cumaral –y la Selva le hace un guiño- ni siquiera se fijó en

los conjuros. Aunque de nada sirven. El Rejo Guarinuma tiene una maldad que no es magia, sólo la fuerza de

un cobarde.

-Tuve vergüenza, Arturo, ya no sé cómo eran la mujer, la niña y Román. Tal vez ya no sienta nada por

los míos.

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La tristeza es un matapalo, acaba con el cuerpo. Es del compadre pensar lo pensado por el Hombre –

está cerca o no tan lejos, La Selva le abre un camino hacia su amigo-. Le envía por el delirio a la mujer en su

vestido azul. Abraza al hombre como ella sola sabe hacerlo. Lo lleva río adentro. La Selva tiene los ojos muy

abiertos. Cuando regresa a la orilla aparece Carmela, su hija. Viene corriendo, da la mano a una fiebre de

pequeño tamaño y de mal aspecto. La suelta, se sienta de un brinco entre los brazos de su padre y regresan

a las noches del llano cuando ahuecaba su hombro y anidaba la cabeza.

Mientras duerme, Román, el hijo de siete años, cabalga un sueño de palo, le soba la cabeza de

mazorca. Desmonta y sus manos borran la cicatriz del látigo.

Tironean los afectos, solloza el Hombre. La Selva le echa sobre los hombros una manta de hojas

frescas y se pregunta: “¿Por qué habré hecho esto?”. Y la respuesta es muy tibia:

-No, Arturo, no los he olvidado.

-¿Y tu, Arturo Cumaral? –La Selva mueve las hojas bajo sus pasos -. Te he visto arrodillado, interrogas

la memoria de agua. En su transparencia estás con el niño, pescan risas ahogadas, toman leche en un plato

de luna. Escuchan los silencios del Silencio. Salen de paseo, cruzan el horizonte y vuelven tarde. El niño

dormido bajo un sombrero de noche, bamboleante sobre sus hombros de árbol enlunado. Yo soy como

perro, me asomo al río y sólo veo pirañas y el ala de un murciélago muerto. Esa memoria de agua es la tuya,

Arturo Cumaral, y ese dolor. La mía se limita a registrar amputaciones y violaciones. Tal vez debo aprender a

querer”.

Y la voz del Hombre obstinada. Va por el relato como si al callar se durmiera su vida.

-Nunca llegué a La Tigrera. No sabré si tienen a mi mujer y mis hijos. Me escondí, venía gente. Ahí

estaba la taya enchipada, pelando los colmillos.

No muy lejos ahora, suspira el compadre, suspira la Selva atormentada por los hombres.

-No los entiendo, Arturo Cumaral, ¿por qué se mochan una mano para salvar el brazo, el muslo para

hacer trampa al veneno en vez de buscar mi oscuridad para morir, por qué se tiran al turbión y rescatan a un

desconocido como si fuera cría propia? Sí, tienes razón. Porque son hombres.

-Aquí termina la historia, Arturo. Te diré la verdad: tampoco me alcanzaba el valor.

Ningún tigre confesaría semejante vergüenza. Un vómito marea al Hombre. Se abandona a una voz, ¿la

del compadre o del Viento?

La Selva se lima las uñas con el estridular monótono de las chicharras, entrelaza sus interminables

dedos, adormece las alturas florecidas de sus jardines colgantes pero está pensativa.

El compadre es distancia y proximidad, lleva una brisa rasgada sobre los hombros porque hace frío,

salva un nido de la caída, lo cuña con un bejuco.

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-Ayúdame, Arturo, tenemos que volver al campamento. Se hizo tarde.

Raúl Tarquí se endereza, lo sostiene el tronco. Vacila, se para. Los pies no pesan, saltan en pata sola y

la niñez se ríe en su boca desdentada. Acerca la distancia a sus ojos, busca al compadre. No hay nadie.

Todo el tiempo ha estado solo al pie del palo bamba, en medio de la selva.

III

Raúl Tarquí retrocede. La Muerte da un paso adelante, vestida de sombra. Le cabe en los ojos después

de tirar los recuerdos, los miedos, la venganza y la esperanza que nunca se pierde. Se lleva su vida pero de

tanto recortar muertes y juntar bordes es más bien una piel de ardilla.

Es del compadre andar sin ser visto, estar cerca cuando lo creen lejos, aparecer a la hora requerida

con la ayuda de la Selva.

Estrecha al Hombre, sus sollozos, su espanto, recoge los recuerdos, los miedos, la venganza y la

esperanza que nunca se pierde. Asusta a la Muerte. Arrulla a Raúl Tarquí en ese chinchorro que lleva colgado

muy dentro para los suyos. Lo va recostando, revisa la herida, le da el bebedizo de aguardiente y hiel de

serpiente. Raúl Tarquí se aferra a sus manos como si de ellas tomara la vida. No importa si sabe amargo.

“Brujo” está sentado, le tiemblan balbuceos de cachorro, espera una señal de Arturo Cumaral.

Entonces festeja a Raúl con baile de patas y risa de perro inversa a la del hombre por ser llanto. Le lame una

oreja y le promete que la señora vestida de sombra no volverá. Raúl Tarquí palmotea el lomo devoto, se

apoya en el silencio del compadre, cierra los ojos y constata, tranquilo:

-¿Ya ves?, tardaste…pero llegaste.

El Viento anotará todas las palabras en su cuento. La Selva las leerá. Tal vez pidan al Pájaro que cante

la fe del Hombre en el amigo. Entonces se apoyará en el silencio y cerrará los ojos.

POR EL AMOR DE UN COLIBRÍ

Las nueve de una mañana nos reunió frente a tu puerta, Nataniel. Mis hermanas tocaron. Los golpes

despertaron el silencio dormido en la madera. Empujaron la puerta, pasaron la cabeza, se empinaron. Dos

pájaros curiosos. Entraron y la decisión enderezó sus cuerpos:

-Se fue.

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-¿Para dónde?

Me hicieron esa pregunta y no esperaron la respuesta que ignoraba. Ellas nunca escuchan a nadie, sólo

su propia voz.

-Se voló sin plata, sin ropa.

Esta vez tenía una explicación:

-A los pájaros les bastan las alas.

Ofelia levantó una ceja. Ligia sacudió la manta y el tigre tejido. Movió las patas, tal vez gruñó. Un

impulso en el cuerpo, una ondulación, la esperanza de una libertad. Las hierbas pintadas temblaron en el

intento de fuga.

Fueron al armario, se miraron en el espejo. Les estiró los brazos, las tomó de la cintura y revolotearon,

lentas, soñolientas. Yo, Laura, escapé al espejo. “Anatema”, me decías, Primo.

El espejo las soltó, se rió de las manos en revuelo por los sacos, los pantalones doblados, escuchó la

música de los ganchos metálicos. Un leve viento burlón, un murmullo de telas. Los zapatos empolvados,

trocados, pertenecían a un animal de mil patas.

-¿Llevaría las botas?

-Los pájaros no las necesitan.

¿Cuáles fueron los zapatos de tu fuga, Nataniel, los de un ensueño, de siete leguas, de lona? Azules

como los ojos del abuelo, cielo entre nubes de un camino.

Esculcaron los cajones: las fotos de mujeres les ofrecieron la dedicatoria de una sonrisa. Leyeron cartas

de amor, promesas del espesor de un pliego. Se sentaron sobre el tigre aplacado, movieron los labios sin

asombro.

-Mujeriego.

-Descarado.

-Los pájaros…

-¡Cállate, Laura!

Se levantaron, sobresaltaron al tigre. El colchón le dio un impulso. No fue suficiente. Un gruñido suave,

desesperanzado. Pasaron las manos sobre los muebles. La soledad se vistió de nubecillas, la pieza bailó.

-¿Jamás sacudía?

-Sacudió las alas y levantó el vuelo, ¿qué más quieren?

-Siempre estuviste de su lado, Laura, aún cuando pensaba casarse con esa mujer…

-Ni lo menciones, Ofelia.

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La pieza no se extrañó. Sabía el secreto. A pesar de tener tantos inquilinos una se apega. Le leía

cuentos en voz alta o soñadora cuando la noche se asentaba sobre las paredes y buscaba afecto. Noche,

lagarto de las sombras. De las palabras salían hombres, mujeres, animales o simplemente objetos – como

yo, Pieza -. Iban, venían, se sentaban. Los muertos suspiraban, eran los más ansiosos de vivir. Luchaban:

“Me mataste, está bien. Así lo decidiste pero habla de mí, déjame recordar: amar, sentir, camina por una

hoja, nada más”. Nataniel se sentaba, escribía y los muertos agradecidos volteaban las páginas del cuento.

Tal vez nadie más las leería, ni serían impresas pero tenían vida propia en esos pequeños mundos dentro del

otro, indiferente.

Yo te rogaba, Nataniel: “Cuéntame, las palabras son magia”.

Las primas hablan de ti, te resucitan y te cambian. Así son las palabras: pueden decir la verdad,

distorsionarla, callarla.

-Un descarado, un bueno para nada.

-Un mujeriego.

-Un pájaro recordando cómo volar.

La pieza las olvida, se entrega a un sol enamoradizo. Recorre sus paredes y ella tiembla.

-¡Tantos libros!

-Lo trastornaron. Es malo para el cerebro.

Pasan la mano sobre los lomos, oponen una protesta acartonada. A él lo conocían: una mano tierna, el

amor alisaba las páginas. La respiración en vuelo suspendido cuando sentía una ola de gozo, una

hermandad de sueños, la tristeza de una hoja terminada demasiado pronto.

El muchacho suspiraba. El libro se sentía preferido, esperaba de nuevo a que se le diera vida. Cabía

entre otros de un mismo soñador. Se reunían, formaban una tertulia. Los libros hablan pasito, el polvo

ensordece sus cantos. Conversaban en los estantes, recordaban sus nacimientos, los días pasados de

inspiración evasiva, los de regocijo, cuando la creación subía – velero delicado – los días de revisión, de

poda. Días de miedo, de inseguridad y preguntas. Caminos siempre abiertos a una perfección y a una

satisfacción inasibles. Acto amoroso de la escritura: abrazo a un ser esquivo. La medida del hombre.

-Leyendas amazónicas.

-Por esa mujer de pelo lacio y ojos rasgados. Siquiera regresó a su selva.

-El cuento de Fisido.

-¿Fisido?

-El colibrí en Huitoto.

-¿Ella era Huitoto?

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Mujeres listas, esculcadoras de vidas ajenas como si fueran gavetas de un simple mueble. Despectivas.

Caminaban por su propia verdad, sin dudas, sin ternuras. Hacia un desierto.

-Adiós, Primo.

-Adiós, descarado.

-Adiós, Nataniel.

Acaricié la manta pero el tigre vio venir mi mano, se asustó. Después se aquietó: mi caricia era un

recado para ti, Nataniel, un afecto. De Laura.

Hasta el tigre pintado lo entiende. Lamió mi mano.

Antes de salir, me despedí de la pieza, de los libros. Te querían. Una tarde me dijiste que te hablaban.

II

Mis zapatos de lona destiñeron, las nubes se les pegaron. Son buenos compañeros, suaves, viejos,

hechos a la piel que los llena. En mi morral verde - diminuta montaña aferrada a mi espalda- una muda de

ropa y el colibrí pintada en la frazada de dulce abrigo. Por ti, Suruma, mi amor. Se llevaban bien el colibrí y el

tigre de la manta. Llegaron contigo. El tigre pesaba y tuve que dejarlo allá en la ciudad. Los colibríes no se

quedan quietos, ni en una frazada, ni en una casa, menos en una ciudad. Tuvo que huir. Contigo, Suruma.

-Cuéntame de los tigres, allá en la selva.

Me quedaba a orillas de la palabra, a orillas de tu boca. Sabía de árboles agrupados, fuertes. Una

población de ellos protegía la última posibilidad de mundo recién creado, bravo, hostil.

-Los tigres.

Tu mano, Suruma, dibujaba el tigre sobre mi cuerpo, le daba forma.

-Eres demasiado flaco.

Ensanchabas el tigre sobre la cama, ahora yo cabía adentro como si me hubiera devorado.

-Puede tener metro y medio de alzada.

Me quedaba grande el tigre.

-Una piel blanca bajo los sobacos, el resto manchado. Se le erizan los pelos cuando está herido. Si es

amarillo con negro le dicen amapola.

Se encogió el de la frazada. Era un tigre-cebra. La hierba había desteñido sobre su cuerpo, era verde.

-Ronca fuerte.

Eso nos emparentaba.

-¿ Cómo yo?

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-Más.

Me aventajaba en todo.

-Se pone de pie y zafa los micos en las trampas.

Hasta tenía manos y caminaba en dos patas.

-Pela los colmillos.

No insistí. Dejé la sombra del tigre dibujada en la cama. Me dediqué solamente a ser hombre. En eso tal

vez le gané al tigre. Ya no estoy seguro.

-Huyó el tigre, sembró una mancha en la selva.

-¿Cómo lo sabes, Nataniel? Cuando pierde una pelea, siembra una mancha. Si se le acaban, cae

muerto.

No volvimos a hablar de él. Lo poníamos en peligro. El colibrí parecía sin historia.

-No creas: nos trajo el fuego, es muy mañoso. Su nombre es Fisido.

Se convirtió en fruta, navegó por el río – era muy liviano – y recuperó su forma una vez llegado a la

maloca del abuelo de antigua, dueño del fuego. Lo acompañaba una nieta y ella salvó al pájaro – no sabía

nadar -. Se encariñó con él y pidió permiso para conservarlo. Le fue concedido.

Una noche el abuelo dormía y cantaba en sueños. El colibrí aprovechó: se tragó unos tizones y nos

trajo el fuego.

En tu mundo, Suruma, no cabía la mentira, palabra y cosa eran una sola. El colibrí, el morrocoy, la

danta, el jaguar, el venado, el sol, la luna, el río, el árbol hababan, iban y venían. Eran hombres, mujeres y

niños. Murmuraste: “Una vez todos fueron gente”.

Encontramos un nido, un tejido gris, suave. En el fondo, dos plumas diminutas. Ahí pusiste mis gafas.

Me diste la espalda, me dijiste.

-Por allá son objetos mágicos, las monturas son de paja. No necesitan lentes. Vuelven invisibles.

Te callaste.

Corrí hacia ti, te abracé. Me lancé de tu orilla, caí al vacío de tu cuerpo. Raíces aéreas, risas tuyas:

galope de un venado, pasos tuyos; río cobrizo esquivo y tú, siempre más allá de ti misma, inalcanzable. Venía

la noche, mar ascendiente. Subí del vacío de tu cuerpo, grité: “Surama” y te alcancé en el vértice de tu

nombre.

Te fuiste, llevo quince días caminando por la palma abierta del llano. Busco un colibrí, el corazón de

Suruma. He dejado el asfalto, no es buen terreno para sembrar pisadas, no tienen la terquedad de una raíz

de árbol pero sí el ritmo de un pensamiento. El viento se lleva algunas, las deja entre las ramas, ahí los

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pájaros desmemoriados harán su nido. Los perfumes maduros de sol caen en ellas y diminutos seres

hambrientos devoran las restantes.

He caminado por el campo: la hierba retiene un paso, lo examina. Tiene memoria. El viento es la voz de

la hierba y ciertas tardes canta, embruja las flores ya por dormirse, los pájaros bajo el ala de una hoja. El

llano tiene sed de palabras, está solo. Es un gigante plano. Trata de abrazar un horizonte huidizo, se aferra

al cascoteo de los potros salvajes, galopa tras ellos pero un espejismo lo encierra en una torre. La soledad

es distancia hecha silencio. Inventa espantos, se alimenta de cuentos susurrados. El llano habla consigo

mismo como cualquier solitario. Pasito. Así sobrevive. Palabras y voces: el viento las encuentra y las imprime

en la piel de una flor.

-Levantaré el techo a medias. Ahí descansaré. Suruma, te amo.

La noche asiente, el amor aclara su luto. El murciélago pasa una ronda, se extraña agudamente y

vuelve a la quebrada. Un barco de papel oscuro al ras del agua. Más allá le cuidan a sus hijos dormidos en

un mundo al revés. El canto del murciélago es una invitación: Nataniel corre al agua, se desviste y atrapa la

luna entre sus manos. La bebe.

-Sería mejor dormir, el sereno…

Un murmullo lo aconseja: es prudente, algo quieren de él. Obedece.

Considera los cuatro palos, el techo ladeado, sombrero llanero. Algo le contará la tierra pisada, algo

recordará:

-Te espero, te sueño, Tierra. Suruma, te amo.

Abre el morral, saca la frazada, acaricia el colibrí. En la imagen está el dios. Se despide del tigre pintado

y allá en la ciudad, le contesta un ronquido tierno. Se acomoda y llega la Tierra.

III

El muchacho está quieto pero no dormido. Amaneció. Los sueños mueren de día, son flores de una

noche. Algunos sobreviven, espantan. Bajo la frazada y el colibrí sin vuelo, la oscuridad cabecea.

El muchacho se deja, las palabras de la Tierra retoñan, algunas florecen.

Río de los sueños, flores viajeras.

-Mamá, ¿por qué es negro el marrano?

Las voces dan la edad de un cuerpo, éste no pasa de los diez años.

-“Brujo” la cazó.

¿Un perro?, ningún ladrido corretea por el sueño.

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-La primera cosecha, mija, cambia la suerte.

Un suspiro, un agradecimiento del hombre a la mujer. También es cosecha, tierra buena, agradecida.

-Te hice un caballo, hijo.

-Tiene un hocico de mazorca, ¡arre, caballo, arre! Se le cayó un ojo.

-No importa, préstale los tuyos.

-Papá, galopa tanto el caballo, me cansé.

Afilaban una hoja, cortaban guaduas. Ponían el silencio a cantar. La vida pasaba, quebrada fresca.

El muchacho aparta la frazada, necesita el sol para poner el sueño a prueba. Se levanta, recorre la

tierra. Se agacha. Una voz oída en sueños le grita:

-¿De dónde sacaste el marrano?

El sol está de frente, también tiene sueños, obligan a cerrar los ojos.

Una sombra a caballo lo parte a la mitad.

Trozos de cañas, un corral, cenizas. El viento las dejó: deben atestiguar.

-Entonces soñé una verdad. Quemaron la tierra.

No se extraña: la verdad vive en sueños. La han perseguido tanto, es su único refugio.

-Quémale el rancho a este ladrón.

Así fue: le quemaron el rancho a una familia. Por un marrano negro robado o encontrado, quien sabe.

En sueño sintió un dolor en la palma, una herida caliente.

Empujones, telas desgarradas, llantos. Sonidos cada vez más débiles alrededor de los cuatro palos

quemados, del techo derruído. Y en viento insinuante, obsesivo:

-El Rejo Guarinuma, Jácome Guarinuma.

-¿Quién, Viento?

-En Morichal están enganchando.

-Vámonos, compadre. Ven “Brujo”.

El muchacho recoge el morral, dobla la frazada, enjaula al colibrí. Se baña en la quebrada y al regresar

le parece que –tal vez- el samán dijo algo:

-Hay caminos obligados en el llano, en la vida. En todos te espera un colibrí.

La voz profunda del llano alimenta sus raíces milenarias. A ella van a dar las palabras abandonadas a

orillas del camino.

IV

-¿Morichal?

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-No tiene perdedero. Siga derecho.

-¿Están enganchando?

-¿Quiénes?

-Los que enganchan.

-Tal vez.

Voces reales, esquivas, voces de sueño. “Tal vez” puede ser una afirmación. El muchacho seguía

derecho.

-Hay caminos obligados en el llano. Todos van a Morichal.

-¿Morichal?

-Falta poco, joven. Siga derecho.

Ancianos apostados, ¿duendes? Desaparecerían una vez pronunciadas las palabras rituales. Nunca se

volteó. Sus pasos trazaban un surco obstinado, abrían un camino. Otros dormirían bajo cuatro palos

quemados y un techo caído. Buscarían un colibrí, un sentido con plumas a la vida. Pasos que no se recogen,

palabras pronunciadas una vez por todas, actos sin enmienda.

-¡Morichal?

-Lo está pisando, joven.

-¿Dónde enganchan?

-Bajo el samán.

Árboles, manos tendidas, señas en la noche de un camino.

En la casucha los hombres tomaban el silencio. Era tibio. Espantaban el sudor, esas moscas líquidas.

En el vaso de cerveza pasó un colibrí. Lo espantó un caballo:

-Hombres

A gritos salieron y se filaron.

-¿Y tú?

-¿Sí?

-No eres de aquí. Tus manos.

Extendió las manos, palmas arriba.

-Ni machete, ni azadón. ¿Para qué sirves?

-Para hacer cuentos.

-Cuentas, querrás decir.

-Algo así.

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Para hacer collares de cuentas transparentes. En cada una duerme una palabra y miles de ellas hacen

un cuento. Sí, cuentas.

El caballo bailó, trenzó la sombra. Pasos complicados, enamorados de la arena.

-Mujeres.

-Ni una.

-¿En Morichal?

-Sólo las viejas.

-¡Eh, tú!, ven aquí. ¿Sabes quién soy ?

-Nicómedes Pacoa.

-¿Quién soy?

-Trabaja con Jácome Guarinuma.

-Soy su mano derecha aunque zurdo.

Enlazó al anciano, apretó y aflojó.

-Cierra la boca, abuelo. Tu vida cabe en un bostezo. La próxima vez que haya mujeres para llevar. Dos

niñas –les gustan a los cazadores- y otras…

Sonrió, brillaron cinco dientes de oro.

-¿Ves, abuelo?, ahora tengo cinco estrellas en la boca. Voy subiendo. El Rejo Guarinuma tiene treinta y

dos. Algún día las tendré pero antes obedecerás.

El caballo pisoteó su sombra, la fila se alejó. El muchacho iba de último.

-Colibrí, voces pavorosas llevan a tu canto. Suruma, te amo.

Descubrieron que mis cuentas no eran las suyas. Llevo la marca del Rejo Guarinuma al cuello. Me

aprisiona, lenta, me desespera. Tu maloca de sueño, Suruma , se borra en el desvelo.

Una niña canta en el chinchorro, nunca duerme. Su mano cuelga, planta pálida, suspendida. La he

cogido entre las mías, le voy dando forma. Mano tuya, Suruma, cuando niña. Pluma de ave. Murmullo tuyo en

el de Ariza, la niña. Tierra tuya, ríos rojizos, árboles asustados en la sombra verde. Sueños míos y tuyos

abrazados, remados hacia una esperanza.

Lágrimas tuyas, amor. Los tigres las esperan, la cabeza levantada. Conjuran el miedo y jamás pierden

sus manchas. Lenta, vestida de selva, te levantas al amanecer, trepas conmigo al árbol de leche. Tu mano

tiembla la mía, lo sangramos. Volvemos al campamento, tomo un puñado de fariña. Nunca había matado

árboles. Una vez fueron gente.

Suruma, mi amor.

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-¿Vamos amigo?

Arturo Cumaral me espera. Bajaremos juntos hasta el río y nos separaremos.

-Adiós, Ariza.

Beso su mano, planta secreta.

-¿Quieres llevarte a “Brujo” ?

-No es mío.

-Su amo ha muerto.

-Pero te sigue y “Brujo” adora su sombra.

-Tal vez.

La Selva enseña:

-Las hojas tienen un revés. Fíjate siempre en él. Nada te contará el derecho, es sólo apariencia.

Ella es lista, se refería a los hombres.

Arturo Cumaral mató a su amigo. No es un criminal. La Selva me tocó el hombro:

-Fue por exceso de amistaad.

Quiso ahorrarle una pena. La muerte lo hace. ¿Qué pueden una mujer, una niña robada contra el Rejo

Guarinuma? Tuvieron que obedecer.

Y la Selva, los dedos cruzados en un regazo de musgo:

-Los cazadores prefieren pieles finas, de animales jóvenes. A los otros se les dejan presas ya maduras.

Y lloraste, Selva. Por Ariza, Carmela, Otilia y otras sin nombre, torturadas entre tus raíces. Lloraste por

mí, por Arturo Cumaral y Raúl Tarquí y otros sin nombre. Tus lágrimas son las nuestras, velas temblorosas en

manos del viento.

-Toma la canoa, amigo. Baja hasta las primeras piedras y oríllate. Agarras un bejuco y trepas por las

rocas. Ahí empieza la pica. Cinco días de camino y habrás llegado.

Te acercaste, Arturo Cumaral, rezaste el río:

-Río, camino de vida, prolongación de árbol caído, naciste del primer trazo de un ala por la selva. Tú

que nada olvidas porque no envejeces, endereza el rumbo de mi amigo, concédele tu protección.

Desapareciste.

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V

Ahora estoy solo. El sueño de toda canoa es encontrar su otra mitad por el río, alcanzar la orilla y

formar el árbol que fue. No importa si queda hueco. Nunca está solo. Ahí viven, sueñan los murciélagos, el

búho, las alamás, el mico nocturno, las ardillas y la rata.

La lucha de todo viajero es impedir ese sueño.

Tengo miedo. Los espíritus de animales muertos luchan bajo el agua, quieren liberarse de los cuerpos

y vivir entre los árboles, reunirse con las manadas. Atascan los remos, los quiebran.

-Suruma, mi amor.

Los lobos de agua pescan. Se adentran y se hunden. Nadan rápido hacia la orilla, tiran el pescado.

Otros vigilan. No me vieron, el viento está a mi favor.

-Las piedras, Suruma, las verás primero.

El río acelera su curso. Son los espíritus furiosos, se debaten. Ríos, potros salvajes. Han estirado las

piernas, los brazos del río-abuelo de antigua. Lo desgarran y nunca más podrá reunir sus miembros

dispersos.

-Las piedras, Suruma, no las veo.

El río se lleva las horas y las ahoga. El sol pesa sobre el cuerpo de la selva reclinada. El río de aguas

rojizas. Los bejucos cuelgan de las paredes, entre las rocas. Arriba, un camino tallado por la costumbre.

Atrapo los bejucos, me tienden la mano. Me abren la piel, me arrastro contra las rocas sin soltarlos. Me

cortan los pies, Suruma, mi amor.

Abajo el agua truena, echa espumas. La víctima le escapa. Las olas quieren atraparme, lamen mis

piernas. Un esfuerzo más. Mis manos heridas pierden fuerza. Es difícil retener esas cuerdas vegetales. Selva,

supiste hablarme, sálvame. Suruma, mi amor.

Ya llegué, estoy a salvo. Cinco días de camino, así dijiste Arturo Cumaral. Rezaste el río, sabías de los

espíritus furiosos a la espera. Querían el mío para conducirlos o andar rezagados buscándote, Suruma, mi

amor. Un colchón de hojas gruesas, frutas de caimo y cananguchos. Agua y sal, un puñado de fariña.

Dormir, las palmas heridas en un rezo de hojas. Había un árbol en el solar de mi casa cuando niño, iba

a verlo de noche: rezaba a la luna, plegaba las hojas. Cuando niño, Suruma, el viento de las montañas

trazaba un camino en mi pelo, me cogía de la mano, me enseñaba los milagros sencillos del chupaflor: cómo

reversaba, cómo cantaba el pico en un corazón morado. Perseguíamos vuelos de mariposas amarillas, se

querían entre la hierba.

Como nosotros, Suruma.

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Me sentaba con el abuelo a trenzar canastos. Sus ojos gastados vivían lejos, entre una vaca manchada

y un caballo bayo. Era fácil tomar leche y trepar las lomas. Sólo tenía que mirar sus ojos. En ellos encontré mi

primer afecto – es de color azuloso – una charca fresca se extiende, profunda, hacia el corazón anciano.

Suruma, mi amor, el camino de una muerte lo bordea como éste, encima de las rocas. Uno cae tantas veces

con el dolor. Los ojos de mi abuelo ya se cerraron. La charca es invisible pero un día la sentí, tomó un

espacio amplio, se extendió hasta mi corazón. Mis ojos fueron adquiriendo cierto color de tiempos pasados.

Un azul borroso. Y duelen, duelen todas las charcas. Te bañaste en aquella, la mía, Suruma, mi amor. Se aleja

en una distancia de tiempos conjugados en reversa. La muerte me la acercará, y tus ojos ya serán los del

abuelo. Regresaré al solar de mi casa cuando niño, me sentaré a ver el árbol de las plegarias. Cuando niño,

Suruma, el viento trazaba un camino entre mi pelo. Ahora me coge de la mano, me lleva al fondo de la

charca. Se hunde la canoa, Suruma. No vi las piedras, no pude coger los bejucos y caminar por el sendero

arriba de las rocas. Nunca llegaré a ti, Suruma. ¿Sabes?, el colibrí se liberó de la frazada, vuela hacia la

maloca. Es igual a tu dibujo y en su cuerpo tiembla un tizón. No lo dejes apagar, Suruma. Es mi amor por ti.

EL SECRETO DE LA DANTA

La danta es vieja. Se siente morir. Las abuelas reúnen siempre a los nietos para una última historia, la

que jamás habían terminado. Recuesta su cuerpo arrugado, inclina la pequeña trompa hacia el suelo. Las

orejas no tienen fuerza para alejar las moscas pero no se da por vencida, tiene todavía buena voz y

excelente memoria.

-Abuela, cuéntanos la historia de la guacamaya.

Una sonrisa tiembla bajo la trompa.

-Había una guacamaya friolenta en el azul de su capa. Iba y venía para calentarse, soñaba con el ibis

rojo. Un perezoso ascendió lento por la misma rama:

-Tú, ¡la de las plumas!, arrúllame. Una canción de cuna, rápido, me desvelo.

Y se apresuró a dormir. Es la única prisa que tienen. Puso la cabeza abajo, las patas arriba como un

murciélago.

La guacamaya abrió el pico, sacó una lengua negra:

-Rrrr…

El perezoso abrió la mitad de un ojo, murmuró la mitad de una frase:

-Rrrr…

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-No sabes cant…

-Rrrr…

-He visto…

Y se durmió. Siempre lo hacen con la cabeza abajo –ya se lo había dicho- para ver llegar desde arriba

las águilas harpías, sus enemigas.

-Habla duro, no te oigo.

-Rrrr…

La guacamaya se puso furiosa. Agitó su pico y mordió el aire. La ira le coloreó las mejillas y despintó

sus rayas negras. Sacudió la rama:

-Rrrr…

-Bien, te decía…

El perezoso se durmió. Un ronquido le esponjó el pelo, dio sueño a una mariposa. La guacamaya bajó y

le gritó al oído. Despertó:

-Tú, ¿de nuevo?, te lo diré: tienes un pariente pequeño de plumas cortas y todo verde. Puede arrullar

a…

-Rrrr…

-Puede arrullar a cualquiera. Se llama LORA y HABLA.

Por la selva corrió la voz:

-La guacamaya tiene mucha pluma pero no sabe hablar.

-Tal vez no tiene cabeza.

-La tiene emplumada por dentro.

Y se rieron las hojas, las raíces aéreas, el tigre, el oso hormiguero y las sombras de la selva. Nacieron

miles de brisas pequeñas en todos los animales. Por eso la guacamaya es tan brava.

-Abuela, ¡otra!

-¡La del caimán y el cazador de danta!

La danta hurga en la tierra con sus cuatro uñas, ¿o son tres? (Son cuatro en las patas delanteras y tres

en las patas traseras). Es señal de impaciencia y cualquier danta por niña que sea lo reconoce. Su voz, un

viento tímido siempre perfumado de plantas acuáticas, estremece su trompa. Las dantas aunque abuelas,

son siempre tímidas y muy estremecidas.

-Yo fui amiga…

-¿De Jacún el Moja?

-¿Por qué preguntas si ya lo sabes? Déjenme descansar, mi undécimo nieto les contará.

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La pata ensancha el hueco en la tierra. Las nietas dantas fruncen la nariz, los nietos dantas gruñen. El

sabelotodo se recuesta de lado. Muestra arrepentimiento.

Y la abuela:

-En aquella época los hombres cazaban la danta y se la comían todos los días al desayuno, al almuerzo

y a la comida. Algunos iban a robar los últimos pedazos cuando la luna duerme detrás de una nube. Una

carne tierna, una caza fácil.

-¿Y ahora, abuela?

-Les toma tiempo.

-Y somos menos.

-Una mañana me bañaba entre los cañaverales. No conocía el sol. Los árboles lo hacen bailar de una

copa a otra, los pájaros lo picotean. No baja a la selva. Tiene miedo, lo espera el chupasangre.

-¿Y que pasó, abuela?

-Me bañaba a la sombra de mi madre. Me repetía:

-Hunde el cuerpo, refréscalo. Deja sólo la punta de la nariz afuera. Si oyes un ruido te zambulles.

Oímos el ruido pero ella no se zambulló. Me protegió, después flotó. La empujé: “Húndete, mamá, te

van a ver”. No conocía la muerte. Supe de un ojo quieto, una sonrisa que el río no se llevaba ni borraba.

Estaba callada, la trompa de lado. Ya no tenía sombra. Me alzaron y no me valieron las patadas ni los

ronquidos.

-¿Te cargaron?

-Me colgaron de las patas y cargaron el palo. Salimos de la selva hacia un claro. Los árboles florecían el

cielo, los habían sembrado al revés en tierra azul. Me pesaba la barriga, estallaban mis pezuñas. Nunca

recobré del todo la cabeza.

-No, abuela, nunca.

La pata cava otro hueco. Las nietas dantas fruncen la nariz, los nietos dantas gruñen. El sabelotodo se

queda patas arriba para mostrar arrepentimiento mayor y sufrir como la abuela.

-Undécimo nieto, puedes irte si te aburres.

-No, abuela. El calor me hace cosquillas bajo la lengua y ella habla.

-Está bien… Me balancearon durante una semana.

-¿Qué es una semana?

Los gritos de una danta preguntona no son muy agradables. Menos cuando las trompas de sus

hermanos golpean y golpean. Después de todo para eso están hechas. Para castigar.

-Ya puedes seguir, abuela.

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-Tal vez necesitan una aclaración: una semana es un centenar de patas al galope, la luna detrás del sol

de un lado a otro del cielo. Si la luna gana lo devora.

-¿Adónde la llevaron, abuela?

La abuela queda dormida como el perezoso del cuento. Las nietas dantas y los nietos dantas son bien

educados. Echan una siesta en el barrizal y no la despiertan. Algunos van al río. El preguntón hace burbujas

en el agua. Otros se quitan el barro. Una danta es muy limpia y muy bañadora.

La voz despierta:

-Llegamos a una maloca.

Las patas cortas se apresuran por la ribera fangosa. Se sientan de nuevo.

-¿Y conociste a Jacún?

-Era un niño. Acariciaba a un caimán y le conversaba.

-¿Con todas esas crestas puntudas?

-Con todos esos dientes al aire.

-¿No te iban a matar, abuela?

-Eso pensaban. Descargaron el palo, vi el mundo de lado como ese nieto danta echado hace un

momento. Acercaron un cuchillo.

-¿Para abrirte la barriga?

-Para cortar las ataduras de mis patas.

-¡Huiste!

-Jacún se acercó, el caimán también todo alto en sus patas torcidas.

-¿Te habló Jacún?

-Me habló el caimán. Trituraba las palabras como si fueran huesos. No me gustaron sus ojos verdes

pero lo escuché: querían hacer algo con su piel y Jacún lo salvó. Que le hablara.

-¿Lo hiciste, no tuviste miedo?

-Le hablé como a vosotros. Entonces ese pequeño de hombre se agachó y me tocó las orejas.

-¡Esta vez huiste!

-Eran dedos suaves, alas de oropéndola.

-Te quedaste.

-Los hombres quisieron saber si tenía mucha grasa. La maloca dio vueltas, los niños desnudos se

pusieron de cabeza, el cielo juntó los árboles. Estaba mareada. Era una danta flacuchenta y eso me salvó.

Jacún dijo: “Sólo tiene huesos. Su mamá no la alimentaba bien. Sin duda estuvo enferma. Déjenmela. Ya

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cazaron bastante”. Ese pequeño tenía una calma de árbol mayor. Las plumas se pusieron atentas entre las

ramas. Me dejaron.

-¿Qué hizo Jacún, abuela?

-Me pellizcó y me guiñó un ojo. Pasó la mano por mi piel como si buscara un camino. Lo encontró: es

frío y caliente, recorre todo mi cuerpo. Después dejamos la maloca.

-Danta, no te van a comer. Serás amiga mía y me seguirás. Makui también y para siempre.

Jacún se fue al río. Le cantó. Los caimanes se acercaron, les puso la mano en el belfo. Tal vez sintieron

frío y calor. Las guacamayas florecieron los árboles de amarillo, rojo y azul. Ya no les importó no poder

hablar. El urogallo, su pelo negro alborotado, la boca roja de mentiras quiso imitarlo. El moco dio dos vueltas

a su larga cola, la lanzó y le tapó la boca. El oso juntó las manos y sonrió. La tortuga mata mata viajó con

todos sus problemas: tenían dos, cuatro y cinco años. Estuvimos todos y ninguno. Tal vez se nos cayeron

plumas, pieles, escamas y caparazones. Nos elevamos, fuimos en cielo hacia el sol.

Por un canto de Jacún.

A los pocos días vinieron por él.

¿Lo acompañaron?

-Cumplió su promesa, nos llevó.

-¿Para dónde?

-El santuario del Sol. No me gustó. Ya estaba acostumbrada a la maloca, me recostaba entre los niños.

Los viejos cortaban flechas y me hablaban. Masticaban hojas y me hablaban. Tal vez no me veían, hablaban

con el espíritu de una danta.

-¿Por qué se lo llevaron?

-Para ser Moja.

-¿Qué es?

-Es un niño que será sacrificado al Sol a los quince años. Es un honor. El Sol es un dios. Reina por

encima de la selva, seca las lluvias, hace crecer las plantas y los hombres pueden comer. Son agradecidos y

le ofrecen cada año el corazón de un Moja.

-¿Jacún sabía que iba a morir?

-Sí. Una danta no lo sabe. Una flecha la alcanza y la sorpresa la mata. Él tuvo mucho tiempo para ver

llegar la flecha.

-¿Y no le dolió?

-Pequeña danta, pequeña trompa móvil, la muerte duele. Al otro lado de la noche quedan la selva, el

río, los amigos. Llega de repente pero siempre alcanzas a ver su sombra.

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Las nietas dantas, los nietos dantas se mueven intranquilos, se arrastran con disimulo hasta rozarse.

No dejan espacio para una sombra.

-Después de su muerte el viento dejó de cantar a mi oído, no me traía su voz, su risa. Nos pusimos en

camino, yo y Makui. La selva era lo más cercano a la cueva donde pasamos la última noche. No queríamos

ver el sol.

Troto por las riberas, sigo comiendo pero ya no estoy. He llorado tanto que el aire se ha enfermado

entre los árboles. Makui me ha invitado y he aceptado.

-¿A qué te ha invitado, abuela?

-Danta preguntona y muy castigada no te lo diré. Contaré el último día de Jacún porque su vida, la de

una danta corren siempre hacia la muerte como el río hacia el mar. Y tal vez sea importante, más aún que su

curso.

Dibujaré las casas de los hombres, su piel de algodón, los conejos, los venados, la rana del collar de

Yakua y tal vez el calor te haga menos cosquillas bajo la lengua.

Te los dibujaré mi danta pequeña, tan preguntona como tu abuela, te los dibujaré y florecerán del

suelo.

Detrás de los llantos de una danta siempre se escucha un canto de mar. Yo amé a Jacún.

II

Aquel día, el último, madrugamos al bosque.

-Danta Yoku, caimán Makui, mañana no estaré.

Pasó una mano por mi pelo, por las escamas de Makui y los años vividos se escaparon hacia las

montañas.

El amanecer estaba detrás de los árboles. La ocarina, esa concha torneada y vacía lo buscó. Mataron al

animal que vivía adentro. Desde entonces pregunta por su cuerpo a los ríos y las montañas muy de mañana.

Vive triste. Su voz llega al mar, abuela de todos los ríos. Ahí van a descansar, pero olvidan quiénes fueron y a

qué vinieron. Por eso la ocarina nunca encontrará su cuerpo y el río seguirá muriendo en el mar.

Las montañas, pequeñas dantas, son montones de tierra. Los pájaros los trajeron en sus garras y la

fueron depositando para volver al cielo cuando estuvieran bien altas. Pero se cansaron.

El llamado despertó a los hombres en sus casas, nos refrescó en el bosque.

-¡Los conejos!

-Tienen miedo, son muertes pequeñas en dos patas. Deben ser sabrosas.

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-Se limpian el hocico, Makui.

-Me gustaría probar los venados.

Makui habla poco, tiene esa risa como un cuerpo atravesado entre los dientes.

-Pero vuelan, Makui, no podrías atraparlos. Son flechas disparadas sin arco.

-Quisiera probarlos. Si los llamas a orillas del río, me los acercas, tal vez…

Makui cerró del todo la boca, se tragó la sombra del cuerpo atravesado. Tenía muchos huesos.

-El día está claro como el ojo de Makui, recién hecho como el mundo porque lo veo por última vez.

Estabas triste, Jacún. Quise ayudarte:

-Acaríciame.

Lo hizo, fue un llanto silencioso por mi piel.

-Bajemos al río, danta Yoku, caimán Makui.

Makui agitó la cola, se deshizo en varios pedazos como si fuera a regalar partes de su cuerpo a la

hierba.

Estabas triste, Jacún. No podía ayudarte. Cada uno camino vestido de su muerte. No es una piel de

algodón. Nadie puede quitártela y ponérsela.

Jacún entró al agua, se lavó con unas frutillas. Quiso hacer lo mismo conmigo pero me escapé la trompa

en alto. Me persiguió y nos tiramos agua. Makui flotó sobre su espalda. Jacún tuvo cuerpo y cabeza de Makui,

brazos y piernas de hombre. Un agua fresca, recién nacida porque se bañaba por última vez en ella.

Nos enseñó a silbar con una hoja pero no tenemos mano. Makui se la tragó y no le supo bueno. Yo la

mantuve un segundo en mi trompa, estornudé. Jacún se rió.

Y debía morir al otro día.

Volvimos al pueblo, despacio. Cruzamos la sementera, entramos a la fragua. Ahí el sol se deja hilar,

transformar. Nacen balsas, ranas, hombres pequeños y muy serios. El sol vive también en las rocas y lo

llaman oro. Toquí se acercó. Era un sacerdote anciano. Un padre para Jacún. Los hombres duran mucho más

que una danta. El pelo se les pone blanco, caminan a pasos pequeños para no gastarlos. Se apoyan sobre

una rama y la necesitan. ¡Traten de caminar en dos patas y verán! La vejez les trepa por las piernas, enlaza

el tronco, nubla los ojos. Se bañan en ella desde que nacen pero lo ignoran y los ahoga.

Toquí habló, una voz de danta viejísima.

-Jacún, te he buscado.

-Fuimos a despedirnos del bosque, de los conejos, del río.

Jacún cogió su último trabajo: era una balsa, un sueño de oro. Cuando duermo se desliza por el río

nuestro, me trae el llamado de Jacún. Pronto me reuniré con él.

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Toquí resbaló. Tal vez dejó de respirar un instante. Makui abrió muy grande la boca y sus ojos verdes

no me gustaron. El aire se quebró. Jacún tendió los brazos y quedaron como colibríes a medio vuelo.

-Toquí, no puedes dejarme hoy.

Entendí muy bien. Necesitaba a sus amigos. Lo protegíamos del miedo, de la soledad. No de la muerte.

Le sostuvo la cabeza y el afecto lo envejeció.

-Jacún, mañana.

Eran dos caminos en una selva: uno corto como éste y otro que da muchas vueltas antes de llegar al

río. Ambos terminan al pie del mismo árbol.

Salimos. Toqui caminó solo en busca de aire. Tomaron hayo. La muerte da sed de niñez. Fueron a la

fuente de los sueños. Jacún regresó en voz baja a la maloca.

-Cuando llueve las risas gotean, la sangre mece el chinchorro, lenta. El río atraviesa los ojos sin prisa.

Alguien está detrás de los árboles;

-Jacún, hijo mío, mañana.

Es mi madre.

Un hombre sonríe sin verme. Sus ojos están todavía pegados, la muerte no los ha curado. Yo lavaba las

costras, se las llevaba el río. ¿Sí, padre?

-Jacún, mañana.

Todos inmóviles en la selva del recuerdo.

El día antes de su muerte, Jacún se despidió de los suyos: de los vivos y de los ya fallecidos. Dantas y

hombres tienen esta costumbre.

Después abrió los ojos: mucha gente subía por el camino.

Despertaron a Toquí. Cargaban palos hacia el terreno vacío, cantaban:

-El dios nos ayudó, lo vimos: mitad oso, mitad hombre. Tomó chicha.

Construyen una casa nueva para el cacique. Cuatro muchachas lo siguen: Adira, Seukun, Yakua y Yoru.

Jacún acaricia un brazo:

-Yakua, ten valor. Mañana estaremos juntos.

Ella sonríe, arrastra las palabras. Es una danta pesada, no podría nadar.

-Sí, Jacún, mañana.

Se toca el cuello, lleva una rana de oro atrapada por un hilo. Yoru la obliga a seguir. Toman sus

puestos en cada hoyo. Beben datura, les dolerá menos. Crujen los palos, se inclinan y ellas mueren bajo la

tormenta de una selva reclinada.

-¿Te acuerdas de Yakua, danta?

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-Te robó la rana que llevaba puesta.

Suspira como las dantas cuando están muy enamoradas. Entonces estrego mi nariz contra su pierna.

Trato de consolarlo. Lo mejor en esos casos de enamoramientos y desconsuelos es ocuparse en algo. Le

tiendo la pata. Se agacha y toma su tiempo. Me quita dos callos. Le tiendo la otra pero se ríe:

-Con una me has consolado… por el momento. Sólo me queda un día. Podemos hacer algo más. Ya no

tienes callo. En ninguna pata, señora danta.

Toquí le hace una seña. Quiere enterrar las ofrendas regaladas al Sol. Jacún carga la jarra llena de oro.

Caminamos hasta la cueva. Es largo. Los murciélagos nos reciben.

Los hombres se recuestan en una roca. Toquí se desespera, lleva por dentro los llantos de una danta

atrapada. No puede morir por Jacún su amigo. Conversan. La noche pegada de las piedras recoge las

palabras. Yo sólo oigo el canto tembloroso.

Tal vez se duermen. Nosotros también, no muy lejos.

La ocarina nos busca, la montaña nos encuentra en su cueva.

Una danta sabe de muertes. Toquí tiene mucho frío, está inmovil. El cuerpo ha perdido su sombra como

el de mi madre. Jacún lo mece, le canta. Sus espaldas se entristecen, lloran.

Una danta sabe de llantos.

La ocarina insiste. Jacún carga el cuerpo. Es liviano, la risa era lo que pesaba. Llegamos al templo,

Toquí descansará en un tendido de madera, el sueño de oro a su Lado. Podrá viajar en él, esperar a su

amigo a la vuelta del río en la eterna oscuridad.

Tomamos el camino del monte. Todo el pueblo espera. Nos abren paso con respeto. La música solloza

en las cañas ahuecadas.

Jacún se tiende sobre la piedra, el cuchillo se levanta.

Esconde el sol.

Yo estaba cerca. Jacún sufrió, el aire me lo dijo. Por esa sombra sobre el sol. Entendió que su muerte

no significaba más que la de una danta. Entonces gritó. El aire se desgarró. Mi voz lo cubrió. Nadie debía

saber de ese dolor, de esa duda. La montaña me ayudó, lo distorsionó en miles de carcajadas.

No fue solo dolor. El grito tuvo cuerpo. El de Yakua.

Un moja no debe enamorarse. No lo mató el cuchillo. Fue el desespero de haberse equivocado.

III

La danta es vieja. Las abuelas reúnen siempre a los nietos para una última historia. Ya la ha terminado.

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Las nietas dantas, los nietos dantas, la sostienen. Camina hacia el río entre caricias de trompas jóvenes

y murmullos de afecto suspirado. Se detiene.

Baja por la ribera. Sola. El río la invita: es una danta joven, tímida, busca a su madre para aprender a

nadar. También es una danta vieja, y pronto ya no tendrá sombra.

En la otra orilla entre las hojas, un movimiento ágil. Makui se desliza en el agua. Yoku nada hacia él.

Los ojos verdes nunca le gustaron pero le ha prometido reunirla con Jacún. En eso nunca mienten. Ambos se

hunden.

Las dantas se dispersan por la selva. No podrían ni deben quedarse. Buscan la soledad. Se reúnen más

tarde, se acomodan bajo un árbol.

Ni la luna, ni el sol llegan a ellas.

Sólo la noche.

Se acercan a las dantas hembras. Murmuran. La noche es curiosa, se arrodilla, aparta su pelo largo,

escucha atenta. Tiene oído de tigre. Se esfuerza pero no puede descifrar el nombre que repiten enamoradas

y las hace temblar en sueños.

Cuento Finalista en la Casa de la Cultura de San Andrés, Colombia, 1989.

LA NAVE DEL IBIS ROJO

El río toma un descanso en la ciénaga. Orbaneja abre la ventana del altillo, observa las hojas redondas

y verdes sobre las aguas. Se sienta frente al caballete: pinturas de espaldas femeninas desnudas trepan por

las paredes, cabalgan hasta el techo en un obsceno intento por sobrevivir, multiplicarse. Las llama “mis

damas” y a las amigas de su madre les jura que visten sedas bordadas. Les tiene una corte: máscaras en

picos de aves, hocicos perrunos chatos, bocas pintarrajeadas.

En la cama descansa una sirena escamosa de cabello negro y dientes de mico. Orbaneja le conversa

mientras acaricia los inmensos pájaros de dulce abrigo negro que se balancean de las vigas.

-¿Te habré contado del ave marina?, el que entró por mi ventana. Venía de lejos y tú también tomaste

la vela por un faro. Desperté bajo ese cuerpo tembloroso, salado. Había caído sobre mi cama. Se quejaba.

Sabes, querida, la rama paterna ha estado siempre bajo el signo del Ave.

Aquí interviene la mujer sentada a orillas de la ciénaga, está escribiendo parte de esta historia e

intercala lo que sabe del padre:

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-Era marinero, había navegado por aguas que perdían el nombre al adquirir un tamaño descomunal.

Repelían las tierras a medida que los barcos se acercaban, se convertían en cielo sembrado de escollos.

Había regresado de esa nada líquida, comerciado de una isla a otra sin tocar jamás el continente pero el

barco se había entrado por ese río moribundo. Sin despedirse de sus compañeros caminó hasta el pueblo,

las perlas en los bolsillos. Entró al almacén del abuelo, se sentó y tomó jugo de tamarindo. La bienvenida

ocre, pimentada, ofrecida al viajero en vaso profundo. No mostró prisa ni interés en devolverse o seguir

adelante. La noche resbaló sobre el techo, acampó alrededor del almacén, esperó sentada a horcajadas en

el borde de la ventana la consumación de la vela y entró. Borró la mesa, el vaso, al abuelo y a la hija

recostados en sus piezas, al forastero entre máscaras de carnaval, juguetes, conchas oscilantes y sonoras,

disfraces, pelucas y bigotes. Se bañó en un fuerte olor a guinda.

El día siguiente los resucitó. El forastero un poco pálido, la piel gruesa de engrudo medio seco. El

abuelo le señaló el pozo y dócil el hombre fue. Tomó agua y la escupió a las tortugas diseminadas por la

hierba. Trataron de esconder la cabeza pero siempre les ganaba. Los lagartos erguidos sobre sus patas

torneadas seguían el juego –al vez apostaban- los cuellos en perpetuo vaivén entre la boca del hombre y el

“hhiisss” prolongado de las víctimas. El abuelo, de pie en el corredor, vio en la perfecta puntería un

ofrecimiento de lealtad. Se acercó y en voz alta - medio pueblo oyó e informó al resto -.

-Te ofrezco la mano de Lilia. Tómala o déjala y vete.

El último escupitajo cegó la anaconda somnolienta sobre el sol tendido en muro y firmó el pacto.

Las perlas escondidas surgían a diario en la mesa del desayuno para lo que se ofreciera. Formaban un

triángulo lechoso y tres perlas negras cerraban los vértices.

Después del tinto, los camarones fritos y la arepa de huevo, el hombre ahora apodado “Morgan” subía

al corredor del primer piso, se sentaba en la mecedora, arrullaba palabras cuyo canto reunía pájaros de paso

a otras regiones como si fuera un idioma indispensable a la migración y revoloteaban encima de la barandilla

sin tocarla.

Ese rito de alas fortalecidas por el abaniqueo, una obstinación y ferocidad en los ojos redondos les

hacían tocar las tierras prometidas sin haber viajado. El agradecimiento los impulsaba a arrancarse las

plumas de colorido fuerte y el anochecer planeaba sobre flores ligeras, anaranjadas, esmeraldas y obres.

Orbaneja había nacido primero y soñaba contra toda lógica que fuera un ave de paraíso. Después vino Ofelia.

Ambos nombres habían sido garabateados en un trozo de papel al primer vagido de las criaturas. Los ojos

de Morgan habían bailado, alegres, al preguntarle la madre el por qué de esos nombres poco usuales en el

pueblo. La respuesta fue larga para el hijo:

-“Orbaneja” se llamaba un pintor que conocí en Ubeda, en otros tiempos. Un muy amigo mío había

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vendido muchas fanegas de tierra para hacerse al primer libro de caballería existente y le hice el favor de

acompañarlo. Ese único ejemplar estaba en manos del moro Vellorín, hermano de un escritor: El Cide

Hamete, el cual quedó tan prendado de mi amigo que relató sus aventuras en una corta obra cuyo título no

puedo recordar. La respuesta para la hija cupo en dos renglones:

-“Su barco era cual la nieve ;

su cabello como el lino”.

Le había tomado tiempo al abuelo descifrar la letra y había perdido la esperanza de entender el sentido

junto con la vida. Los nombres fueron considerados en las reuniones del parque como patrimonio sentimental

de un viejo marinero.

El hijo resultó ser pintor y se presumió que alguna barca sería determinante en la vida de su hija.

Orbaneja acompañaba a su padre en el corredor, escupía a las tortugas y a los lagartos a muy

temprana edad. Ofelia cogía la falda de su madre, retorcía la tela a media pierna y la chupaba. Acostumbraba

dormir de pie, los ojos abiertos para no retener bajo los párpados las pesadillas que veía de día. Ese sueño

limpio recordaba a Morgan las aguas sin nombre.

La mujer cambia de hoja, se abriga bajo un tamarindo, voltea la cabeza hacia el altillo.

-Orbaneja considera el lienzo: le da vértigo. Empezar un cuadro causa miedo. El vacío opone su

blancura, una pared lisa. Toca revelar las grietas, sacar a flote los trazos escondidos, las visiones ya

presentes antes de nacer. El lienzo lucharía, se resistiría a liberar sus obsesiones o las distorsionaría.

También lo atraería: dentro de esa blancura, ese vacío, se encontraba otro mundo inmóvil, definitivo, con olor

dulzón a cementerio. Un mundo tejido del olvido.

La madre sube por la escalera, hace una pausa y espanta las palpitaciones. Ya está detrás de la puerta,

el oído pegado. Esta pieza es puesto de vigía erguido sobre la ciénaga. Ahí respira otro forastero: su hijo.

-Ven, ayúdanos.

Orbaneja se detiene, el lápiz a medio camino hacia la tela burlona. La nieve debe tener esa risa, allá en

los lugares inaccesibles.

Pellizca la sirena y sigue a su madre. Acaricia la puerta de su padre. La madera también es cuerpo,

cierra los muros y sólo algunas partes pueden divisar la ciénaga y están atrapados dentro de un cuerpo, de

la casa, del aire, del agua. Dentro de su historia, del mundo.

Grita:

-¡La puerta, la puerta!, me ahogo, madre.

Se rasga la camisa, bebe el aire en sus manos.

-Camina, perezoso, no me engañas.

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Lo coge de la muñeca, lo arrastra. Flotan el vestido negro, el pelo.

-¡El ave marina, el ave!

Orbaneja se suelta, resbala por la escalera, se pone de pie y huye antes de que lo alcance el aleteo

tembloroso y el quejido profundo entre las plumas. Entra al almacén.

-¡Por fin!, cuelga los disfraces, lelo. Apúrate.

La tía está agachada, la grupa fuerte. Apila máscaras de carnaval: engrudo blanco para los negros,

engrudo negro para los blancos. Bocas estiradas, labios colgantes y rojos, narices picudas, curvas, antifaces

negros, cejas gruesas, salpicaduras de sangre en las mejillas, en las barbillas. Calaveras gastadas,

mandíbulas batientes, sandías en medias lunas, dientes podridos. Máscaras risueñas, burlonas, pensativas,

bestiales, nacidas de los delirios del hombre.

-Afánate, lelolelolelo.

La tía agita la grupa, el ojo de Orbaneja la desnuda: es el segundo lienzo de la izquierda en la pared del

altillo. Una espalda gorda y peluda. Retrocede y se topa con el ave marina. Tiene los ojos de su madre.

Empieza recoger los disfraces, sin verlos, los pisotea.

-Inútil como tu padre, tu hermana. Locos. Si mi padre viviera… aunque él también…

Orbaneja saca el montón de telas una seda rayada, un velo rojo, chales de encajes, un organdí tieso de

años. Los cuelga del alambre. Se pone un gorro de cascabel, tira al aire un muñeco de trapo, se infla de vida

y se desmaya entre sus brazos.

-Orbanejalelolelo, orbanejalelolelo.

Lo empujan la madre y la grupa negra. Una sonrisa estúpida se le pega, una máscara que jamás, jamás

podrá arrancarse.

Cae.

Y Ofelia pasa, lo roza, los pájaros negros de sus muslos perdidos en su falda. Perfume de cananga.

Vaivén, veniván, vaivén, veniven.

Se hace noche en su cabeza.

II

Despierta.

Uno siempre despierta cuando no tiene el honor de estar muerto, ¿o la muerte también sueña?

Despierta.

El ojo trepador por sus cuadros, los carnavales atrapados en las telas como en la vida.

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Un silbido a su lado, la mano seca en garra de pájaro.

-¿Tú?

Otro silbido, la gama trinada paterna. Más precisa que un discurso.

-Me trajiste, me arrancaste a esas brujas ?

Los pájaros no saben reír pero a veces se les estrangula una lágrima en la garganta.

-Brujas todas, menos Ofelia.

El trino alcanza el soprano, tal vez más allá. Notas que no figuran en el registro humano y menos en los

instrumentos hechos a la imagen de su voz.

-Ofelia. Por qué tenía que ser mi hermana.

Nada de trino. Advertencia del silencio.

-Sí, ya sé. Lo es pero preferiría…

El trino se enfurece, prohibe, toca tierra, arrastra el ala.

-Tranquilo, padre. Es mi hermana, ya lo sé.

Un gorjeo a medialuz, las manos en revuelo por la sombra: los pulgares anudados, los dedos sueltos,

alados, sombras chinas para niños.

-Sí, padre. Jamás la tocaré pero sueño…

Un silencio entre los dedos, un guiño en las manos en movimiento de nuevo. El hijo silba, silba hasta el

cansancio. Notas bajas, confusas, enmascaradas. Nada es sencillo. Una hermana es sagrada. Pero, ¿quién

me querrá, me entenderá como ella? Quién tendrá su gracia, el ala de una risa en los ojos, las manos suaves

cuando la fiebre agitadora me tiende en el piso, me revuelca y escupo una baba que no daría con la tortuga

mocha, el lagarto panzudo.¿ Quién espantará el Ibis Rojo y apartará su ala de mis ojos?

-El carnaval empieza hoy, padre.

El trino cesa, las manos pierden altura, tropiezan con una roca en el aire, caen heridas a los costados.

Morgan va hacia la ventana, se asoma, moja el índice, interroga el este, el oeste.

-El horrible carnaval. Todos se vuelven locos. Me dan miedo. ¿Y si llegara la Brisa después de cincuenta

años?, tal vez sería mejor, podríamos huir.

Los lagartos alzan la cabeza hacia el altillo. Trinos del forastero, gris triste, los ojos rosados. Una garza

los dejó caer cuando miraba el cielo, allá sobre las aguas sin nombre. Ojos de garza albina.

III

Los pájaros se han escondido en el tamarindo. La música penetra el aire. La guitarra es un caimán, la

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flauta travesera un matarratón florecido, el clarinete un cangrejo tejido por una tía piadosa, el bombo tiene el

cuerpo embutido en un vestido estuche, la trompeta vacila sobre tacones altos. Un harapiento chorrea algas

lustrosas y toca los platillos, una medusa agita la pandereta. El carnaval de la Ciénaga de las Brisas

comienza. Los instrumentos reclaman, exigen aire, frescura del mar. La Brisa estuvo de paso por el pueblo

hace cincuenta años. La leyenda lo cuenta. Acarició el pelo de los niños, rozó el lomo de los lagartos, entornó

sus ojos. Las camas se refrescaron y los cuerpos se juntaron. Rizaba crestas en los lomos humanos. El

primer ancestro de ojos dorados renacía en las invocaciones agitadas. Van y vienen preguntas entre los

enmascarados.

-¿Has visto a Lorenzo?

-Soy Lorenzo.

Cuerpos trocados de sexo, ojos vidriosos en las máscaras. Todos al abrigo del disfraz, sueltos en la

locura de un día.

-¡Bésame¡

-¿Quién eres?

-¿Importa?

Cuerpos enloquecidos, libertad en organdí, encaje, seda. Libertad embozada, gritona, ensordecida. El

celoso en busca de un lugar, una mano, un anillo. Locura a la deriva, profunda bajo las máscaras, ¿o acaso

son verdaderos rostros a flote una vez al año? Risas en sombras, bajo los árboles enmudecidos de pájaros.

Silencio de la tierra, de la ciénaga.

-¿Estarán ahí mi madre, la tía?

-El trino –si lo hubo- no se oye.

-¿Ofelia?

En el corredor Ofelia se sienta. Son tres los locos frente a la cordura en su día de fiesta.

-¿A quién entierran, Ofelia?

-A Lucas el joyero.

Honras fúnebres: hombres con medallas de plumas llevan el féretro.

Banda, campanas tocadas al azar, discursos inaudibles, pronunciados a gritos, reverencias, bailes y

risas.

-¡Qué tragedia morir un día de carnaval!

-¡Qué tragedia morir !

Los tres están sentados en sillas d ecuero, las manos cruzadas sin rezar.

-¡La bendición, lelolelo!

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Las manos de Ofelia cubren su rostro de alas.

-Samba, samba briseña, samba, saba brisera, brisa, brisa sambreña…

Ritmo, tambor, ritmo. Pasos sincopados. Ellos tres en el corredor, inmóviles. Abajo el carnaval se anilla.

Algunos se detienen o estas existencias suspendidas los retienen. Llegan otros y más. Se enchipan bajo el

balcón, se estiran, se contraen. Las raíces de la casa tiemblan.

Carnaval y muerte: cada danzante carga su propio esqueleto a cuestas y no pesa.

El muro ataja la fuga. Son tres insectos clavados. El susto araña el vacío de un silencio. Abajo brincan,

saltan, ladran y piden sangre.

El sacrificio redime. Los monstruos van y vienen, se acercan y retroceden, máscaras de yeso y oropel.

Entonces ellos tres le ruegan a la mujer que tiene sus vidas en el mar sin nombre de la hoja en blanco:

-Libéranos del pueblo, revive la leyenda de hace cincuenta años.

-Que pase el barco.

-¿No puedes hacer llover, calmar volcanes?

-Una brisa aún niña bastaría.

Ella sigue escribiendo, ellos mueven las sillas en forma de letras y todos, todos, resbalan de renglón en

renglón, de sueño en sueño. El pueblo se acerca, algunos ya treparon. Saltan al corredor.

-Apúrate, mujer, ya vienen.

Ella, ellos, buscan una salida a esta vida, ¿ o a esta muerte que sueña, inventa, resucita?

Vigilan el progreso de su mano, deletrean.

Entonces ella se apresura y escribe:

Por primera vez en cincuenta años la Brisa se acuerda del pueblo. Viene del manglar y la acompañan

los cuatro Vientos Cruzados. Prometen tres días frescos y la leyenda nunca miente. La sorpresa descuelga

los cuerpos trepados, el delirio tira los instrumentos. Llueven llantos. Se precipitan al encuentro de la Brisa.

-¿Cómo es posible, después de cincuenta años?

Los Cuatro Vientos se apoderan de los hombres y la Brisa pasa por el corredor. Ahí están los tres, se

dan la mano. Los abanica, los examina, levanta un párpado, verifica el nivel de sangre, escucha un corazón

apurado. Está bien, resistirán el viaje.

Ahora Brisa y Vientos se toman las calles, acarician los lagartos, se sientan a lomo de tortuga, viajan

hacia la cocina y espantan a los cangrejos. Los Vientos son dulceros, prueban la pulpa de tamarindo, dejan

huellas en la jalea de mango. La Brisa saborea las postas de sábalo, las colas de lebranche.

Por la ciénaga pasa un barco cuando hay brisa. La leyenda lo cuenta y nunca se equivoca. Va de

pueblo en pueblo, baja por el río, se dirige al mar. Lo espera un extraño cargamento. Es la Nave del Ibis Rojo.

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IV

El sol se baña en la ciénaga después del carnaval. Los Vientos Cruzados tienden una cortina y la Brisa

lo besa. Se eleva, calienta el lagarto escurridizo, la tortuga de viaje en un sueño de carey. Está listo para dar

la bienvenida al Barco.

El carnaval se ha ido. Los ancianos toman el sol en pocillo grande, fuman el tabaco. El ojo, voluta de

humo. Los niños persiguen los micos amarrados de una pata, el lagarto saltarín. Cantan, dibujan risas en la

arena. Las mujeres lavan sus pecados frescos cerca de los pozos, los enjabonan, los enjuagan, les dan

contra una piedra. Salen las manos limpias, el corazón agitado por un recuerdo tendido en el manglar.

Entonces vuelven a lavar hasta que nada quede. Sólo un estremecimiento, una brisa secreta. El oro

encontrado en la batea entre la arena de todos los días.

Y cantan.

Los hombres hacen cuentas en el ábaco, verifican el saldo de una mercancía. La sonrisa fumada entre

los labios.

Y acechan a las mujeres.

Un suspiro, un grito, un llanto los vuelve a tomar entre sus brazos. Una palabra de amor u otra…

El humo los esconde y se estremecen detrás de esta máscara fina, gris, color ciénaga perturbada.

No se fijan en los tres muñecos serios, de ojos volteados hacia su locura, un día entre tantos.

Los habitantes no pierden de vista el río. Por las memorias ancianas baja un velero pintado de blanco.

La proa hace tiritar las carnes dormidas: ese torso de mujer desnudo, erguido en sueños, flexible y esquivo

como un mar. Quisieran ser “ellos”, subir y acariciarlo, colgarse del cuello de l mujer, fresco de brumas

acuchilladas al amanecer. Tal vez es un privilegio estar loco.

-¡Ya viene el barco!

-¿Lo viste, niño?

-Lo vio Risón.

La madre abofetea al pequeño. El perro Risón no es confiable.

-¡Y viene!

-¿Lo viste, mujer?

-Mi prima mandó un recado. Acaba de pasar por Caimito.

-¿ Cómo es?

-Cómo lo soñaron los ancianos.

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El pueblo da un paso adelante, construye una baranda nueva bajo el corredor, una baranda de cuerpos

tímidos, olvidados del carnaval. Entregar a tres de los suyos trae la sombra de un remordimiento, entorpece

los gestos.

-¿Están listos?

-Listos.

Contestó la madre. La tía repite:

-Listos.

Los tres muñecos despegan del muro y el tiempo toca el suelo. Recobran la vida, se levantan uno tras

otro. Están de pies juntos, serios.

Los locos de siempre consideran a los locos de ayer, no entienden cómo pueden acomodar este mundo

al dolor de vivir.

El forastero trina bajito. Las aves migratorias van saliendo del almendro, del níspero, el tamarindo. Su

hijo lo acompaña, un quejido escondido en la trama de un lienzo. Ofelia recoge su falda. No deja escapar los

pájaros negros enjaulados, su perfume de cananga. Canturrea una melodía del espesor de una nube. Uno de

los Vientos Cruzados la arropa y deja caer su cabeza como un broche.

V

El velero ha llegado. Los ancianos cierran los ojos, dejan que la mujer cuyos pechos se yerguen en la

proa vaya tomando posesión de sus cuerpos. Los hombres la memorizan y resbalará por sus vidas hasta que

se disuelvan en el mar. Las mujeres la maldicen y los niños:

-Mamá, la señora no tiene camisa de la tía Leonor.

La Nave del Ibis Rojo, pasa, la detienen los hombres del pueblo. La costumbre amarra las sogas al

pontón. El velero parece vacío, ¿ya no hay locos en el mundo?, o están tan locos que se creen cuerdos.

Suben los tres: el padre con paso recordado de antiguo marinero, el silbido atravesado entre los

dientes. El hijo vacilante, el cuerpo arqueado, sostenido por los cuatro Vientos Cruzados. Ofelia apoyada en

la Brisa, el cabello desplegado, vela castaña.

Se van sentando en cubierta mientas la Brisa reúne fuerzas y aleja el velero.

El hombre recuerda un amor: tomaba agua fresca de su boca, cantaban en la playa y aprendió de su

cintura en movimiento el idioma de los pájaros.

El hijo pinta lienzos en un amanecer sin blancura, sin vacío. Los dibujos nacen, los borra de un

parpadeo, los pinta de nuevo. Va surgiendo una Ofelia de dos narices, los ojos desnivelados, vista de perfil y

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de frente a la vez. Vista de mil formas y siempre, siempre la misma Ofelia.

Ella viaja por los años pasados. Está en el manglar, recién casada. Su marido es un chino de trenza

larga, túnica bordada y ojos oblicuos. El amor los estiraba, los subía hacia las sienes, los cerraba sobre el

gozo. Trazaba complicados signos en la arena y la sencillez de su amor los borraba. Lo mataron sin esperar

el carnaval ni la Nave del Ibis Rojo. Tanto amor impedía la llegada de la Brisa, el aire pesaba, enamorado. Un

exceso de amor en el aire puede empujar un pueblo a matar.

La nave rompe las amarras, viaja solemne, elegante por los ojos de los asistentes. En una curva se

pierde. Entonces los tres se levantan de un salto: rodean a la mujer en cubierta, le ponen la mano en el

hombro, se reclinan y verifican la exactitud de las palabras escritas. Piden una lectura total. Debe

corresponder a lo vivido y lo soñado. Ella se disculpa: los atrajo al vacío de una hoja, tal vez no deseaban

vivir en esas olas de letras, recordar. Las memorias lastiman.

Le dan palmaditas, se ríen:

-Todos viajamos por esas aguas a orillas de la cordura, sin tocarla jamás. Tú, mujer, por tus hojas: Yo

por mis lienzos, nosotros ahora entre tus letras. Pero hemos hecho lo soñado. Vivimos.

V

Pescadores de perlas rumbo al continente afirman haber subido a bordo de un viejo barco, tal vez

abordaron un sueño.

Juran haber encontrado a un anciano. Los pájaros habían hecho nidos en su pelo todavía abundante,

ponían huevos en sus palmas. Picoteaban sus labios con obstinación como si quisieran arrancarle el último

trino.

Un joven estaba sentado, de espaldas a la proa, la mano tendida, el índice y el pulgar apretados. Tal

vez habían sostenido una ilusión de punta fina. Flotaba una sonrisa.

Ella tenía el pelo castaño trenzado en la espalda, el vestido abotonado hasta el cuello, las manos en

paz cruzadas sobre una falsa esperanza. Un olor dulzón a fruta madura.

Por la leyenda navega un barco. Un ibis rojo le da vueltas, no lo deja tocar tierra, lo orienta por esas

aguas que ya no tienen nombre. Viaja eternamente en busca del puerto extraviado y todos, todos, alguna

vez, hemos estado a bordo.