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Neil Armstrong el hombre en la lunA

Neil Armstrong - salvat.comY también de la realización de algo que durante siglos había parecido un sueño imposible. Lo hizo real un «héroe reticente» que provenía de las llanuras

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NeilArmstrong

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CMYK Lomo 17 mm Lomo 165 x 236 mm

N E I L A R M S T R O N G (1930-2012) fue el primer ser humano en poner un pie sobre la Luna. Se trató del punto culminante de la carrera espacial que du-rante la Guerra Fría enfrentó a los Estados Unidos y la Unión Soviética. Y también de la realización de algo que durante siglos había parecido un sueño imposible. Lo hizo real un «héroe reticente» que provenía de las llanuras de Ohio, se había curtido como piloto experimental y destacaba por su carác-ter humilde y su temperamento calmado.

La travesía del Apolo 11 para aterrizar en la Luna en julio de 1969 estuvo rodeada de peligros, como prueban los muchos accidentes ocurridos en lan-zamientos espaciales anteriores y posteriores a esa fecha. Pero siguiendo los pasos de Gagarin y Te-reshkova y acompañado por Aldrin y Collins, el sereno Armstrong protagonizó un momento de ex-ploración científica que aún captura la imaginación del mundo.

NEIL ARMSTRONG

EL HOMBRE EN LA LUNA

Laureano Debat

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Nota de los editoresCualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. Está prohibida cualquier forma de comerciali­zación individual y separada de la obra editorial fuera de los canales habituales de los editores que figu­ran en los créditos de los fascículos. Algunos componentes de la colección podrían ser modificados si circunstancias técnicas así lo exigieran.

© 2019 Editorial Salvat, S.L.C/Amigó, 11. 5ª planta08021 Barcelona© 2019 Laureano Debat

Realización editorial: Revista Altaïr SL Diseño de cubierta: Mauricio RestrepoDiseño y maquetación: Revista Altaïr SL

ISBN OC: 978­84­471­9952­5ISBN: 978­84­471­4417­4Depósito legal: B 18326­2019Impreso en España

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El gran salto

«Voy a salir del módulo lunar», anunció el astronauta a su base de operaciones en Houston. Y los miles de millones de seres humanos que seguían en directo por televisión la transmisión del históri­co acontecimiento experimentaron una emoción sin precedentes. Estaban a minutos de ser testigos de un hecho indiscutible, que rompía con todo tipo de especulaciones y de traumas. Y que se produciría en tan sólo unos instantes.

El 20 de julio de 1969 Neil Armstrong pronunciaba una de las frases más célebres de la historia de la humanidad. Y no precisamente porque fuera un buen orador o alguien que amara dar discursos en público, sino porque sería el primer hombre en hablar desde la Luna. Hacía exactamente 4 días, 13 horas, 24 minutos y 20 segundos que la expedición Apolo 11 había despegado de Cabo Kennedy.

Neil Armstrong apoyaba sus botas sobre el polvo lunar, surcaba un nuevo horizonte oscuro y extraño con sus ojos protegidos con el visor del casco y regalaba al mundo unas palabras destinadas a una placa de bronce: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad». Para una humanidad que, por primera vez en su vida, miraba en sus televisores y de manera si­multánea un acontecimiento en vivo y en directo que transcurría fuera del planeta Tierra.

Millones de personas contenían el aliento mientras el astronauta daba sus primeros pasos en la Luna. Todos los técnicos, ingenieros

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y controladores que trabajaban en Houston también viajaban den­tro de los trajes espaciales de Armstrong, Aldrin y Collins. No se perdían detalle de lo que el comandante del Apolo 11 les transmi­tía por radio. Y cuando Neil dio el gran salto y dijo las palabras, la conmoción fue sublime: los gritos colmaron la sala y las lágrimas de emoción no tardaron en aparecer.

Casi un millón de personas se habían congregado en los al­rededores del Cabo Kennedy para ser testigos del lanzamiento. Se encendieron barbacoas por todos los rincones, se desplegaron telescopios y prismáticos de aficionados ávidos por captarlo todo. No había montículo de arena en los alrededores de esa playa don­de funcionaba la base de lanzamientos de la NASA en la que no se congregara gente. Una enorme masa humana era testigo físico de un suceso histórico.

Desde la Unión Soviética asistían en silencio a la evidencia de que habían perdido una batalla clave en la carrera espacial inicia­da con Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Vencido el enemigo nazi, las dos grandes potencias mundiales se repartían el mundo no sólo de manera territorial, sino también moral. Y eligieron el espacio exterior como teatro de operaciones para dirimir sus batallas tecnológicas. Cada uno quería demostrar cuán lejos podía llegar su poderío y entre cuerpos celestes, estrellas y cometas, se libraba una lucha simbólica para que el mundo eli­giera entre el capitalismo o el comunismo como el mejor modelo de sociedad.

Las pesadas botas del astronauta nacido en Wapakoneta se­guían acumulando polvo lunar y las pantallas de los televisores de todo el mundo mostraban el fin de la hegemonía soviética en la carrera espacial. Habían pasado 12 años desde que los soviéti­cos se adelantaran a los estadounidenses y quedaran en la historia

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como los primeros en poner en órbita un satélite artificial, el fa­moso Sputnik I.

La NASA se apresuró a mejorar todo lo que pudo sus progra­mas espaciales, sosteniéndolos con millones de dólares y formando equipos integrados por los mejores pilotos, ingenieros y técnicos, que se convertirían en los primeros astronautas. Neil Armstrong fue uno de ellos y formó parte de un séquito que sobrevivió bajo una competencia individual y feroz por alcanzar la excelencia pero donde el trabajo en equipo en cada misión era lo prioritario. Porque todos dependían de todos dentro de esas pequeñas naves en medio del espacio.

Después del efecto Sputnik, la NASA avanzó con sus investi­gaciones y mejoró prototipos, pero seguía sin ofrecerle al mundo ningún avance digno de propaganda. Por su parte, los soviéticos daban pasos gigantes y seguían ganando con comodidad la ca­rrera espacial. La perra Laika se convirtió en el primer ser vivo en salir de la órbita terrestre, mientras que Yuri Gagarin y Va­lentina Tereshkova, respectivamente, fueron el primer hombre y la primera mujer de la historia en viajar al espacio. Y por si todo esto fuera poco, el 18 de marzo de 1965 la URSS consiguió que Alekséi Leónov fuese el primer cosmonauta de la historia en realizar un paseo espacial.

Pocos sabían, aunque muchos imaginaban, que la NASA tenía guardada su mejor carta, la que le haría ganar la madre de todas las batallas. Llegar a la Luna por primera vez en la historia empe­queñecía los grandes logros soviéticos. Y Neil Armstrong, quizás sin que él lo supiera del todo en aquel momento, decía unas pala­bras que además de quedar grabadas para siempre en la memoria de la humanidad, también definían toda la esencia de la persona­lidad y vocación del primer hombre que pisó la Luna.

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Porque este astronauta que a sus 38 años estaba haciendo historia nunca había imaginado en su infancia algo semejante. Llegar a la Luna, para un niño nacido el primer año de la fatídi­ca y crítica década de los años treinta norteamericana, era algo impensable, un sueño que excedía hasta la imaginación de los lectores del mismísimo Julio Verne.

Neil sólo quería volar. Y cuando al fin pudo convertirse en piloto, comenzó a obsesionarse en saber cómo funcionaban los aviones. Los estudios de Ingeniería Aeronáutica se presentaron en el horizonte de sus expectativas más inmediatas una vez acabada la escuela secunda­ria. Y fue surgiendo en él un hambre voraz de saciar una curiosidad —motivo principal por el que suelen concretarse las grandes aven­turas— que lo fue llevando con los años a preocuparse por aportar su experiencia y conocimiento a que el ser humano pudiera romper todos los límites en la conquista del aire.

Le tocó nacer y desarrollar su vocación en un momento de tran­sición en el que la industria aeronáutica estadounidense se volcaba de lleno con la investigación aeroespacial y en plena competencia frenética contra los soviéticos. La Luna seguía siendo algo impen­sable, pero en este contexto bastante probable. Y ahí estaba, sien­do el hombre que daba ese pequeño paso y que aportaba para ese gran salto que daba la humanidad.

Muchos años después, en su vejez, Armstrong reconocería que la emoción que experimentó los meses previos y durante el viaje a la Luna no apareció sólo por el hecho de llegar ahí. Lo que más le motivaba de la expedición era formar parte del de­sarrollo de los sistemas que permitieron que ocurriera. Hacerlo posible. Conseguirlo.

Como a todo buen viajero y genuino aventurero, le importaba más el camino que la meta. Su obsesión era tanto estar en el aire

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como aportar algo a la innovación tecnológica aeroespacial. Lo que condensa la famosa frase pronunciada por primera vez desde la Luna por un ser humano: que la humanidad diera todos los saltos fundamentales para sobrepasar lo imaginable.

Neil Armstrong era la imagen perfecta que las autoridades de la NASA y el gobierno de Richard Nixon necesitaban para decirle al mundo que habían sido los primeros en cumplir uno de los sueños de Julio Verne. Y para mostrarle a los soviéticos no sólo que ahora Estados Unidos llevaba la ventaja en la carrera espacial sino que también conseguirían que el mundo entero se enamorase de este astronauta rubio y atlético, con dotes de sincera humildad y bue­nas dosis de amor por su bandera y su profesión. Armstrong tenía todo lo que Estados Unidos necesitaba exportar: héroe de guerra, piloto experimentado, ingeniero obsesionado con la investigación, padre de familia, personalidad introvertida y ese desapego a la fama propio de los héroes de cuento.

Sin proponérselo, Neil Armstrong cumplía con una hoja de ruta perfecta, tanto de vida como de trabajo, para recibir un honor sin parangón: ser el elegido para quedar en la posteridad como el aviador que estrenó la Luna.

Un acto sin precedentes merecía una cobertura mediática sin precedentes: el alunizaje de Armstrong fue el primer evento que consiguió captar la atención de todos los rincones del pla­neta, incluida una Unión Soviética que observaba con recelo los lentos movimientos del astronauta sobre la Luna. Nunca antes el mundo había girado su mirada hacia un mismo sitio: y cuando lo hizo, Estados Unidos aparecía como una nación triunfadora. El papel de la superpotencia en las siguientes dé­cadas estuvo en parte justificado gracias al gesto incontestable de su mejor astronauta.

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La Luna ha sido, desde el inicio de los tiempos, objeto de deseo por parte de la humanidad. En todas las épocas, los ciudadanos han mirado hacia el satélite gris que nos observa cada noche. Al­rededor de la Luna se crearon leyendas y creencias; se consideraba un objeto inalcanzable, de condiciones casi sobrenaturales. Luego vino Neil Armstrong, alunizó y, a partir de ahí, todo cambió. El pionero astronauta inspiró más misiones estadounidenses y tam­bién de otras potencias, centradas ahora en volver a pisar la Luna y, quien sabe, eventualmente Marte. Pero nada podrá compararse ya al momento en que Armstrong alunizó y el planeta cambió su mirada hacia el mundo exterior.

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1. Marcado para la aventura

Era una de las tantas batallas que los escoceses libraban contra las invasiones bárbaras a principios del año 1000 en la zona de las bor-derlands. El rey Kenneth III dirigía a sus tropas encima de su caba­llo colosal hasta que una lanza dio de lleno en el pecho del animal, provocándole la caída y posterior muerte. Fueron segundos en los que el soberano escocés temió lo peor hasta que un brazo salvador lo recogió y lo subió a otro caballo.

El héroe de esta historia con tintes sobrenaturales se llamaba Fairbairn y era un soldado raso de las tropas de Kenneth III. El logro ayuda a alimentar el mito y exagera la fuerza de este su­jeto, si pensamos que cargarse al hombro y subir a un caballo a una persona que portaba una armadura tan pesada significa una proeza casi imposible para cualquier persona de cualquier época. La recompensa del rey no se hizo esperar. El salvador recibió mu­chas tierras en esta zona fronteriza entre Escocia e Inglaterra y un apellido asignado directamente por vía real: Fairbairn el del brazo fuerte, o Fairbairn Armstrong.

La historia de Fairbairn fue recurrente durante toda la infancia de Neil Armstrong. Viola, su madre, solía contársela a menudo como uno de sus cuentos favoritos antes de irse a dormir. Algunas noches, Viola incluía variaciones y completaba la historia con lo que sucedió con los Armstrong durante los siglos posteriores a este mito originario del apellido.

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intuir que escondía una doble etimología que marcaba al peque­ño para una vida de aventuras por el aire. En su forma escocesa, Neil deriva del gaélico antiguo Néall, que significa «nube». Y en la versión moderna de esta misma lengua, el significado es «campeón». Tal es así que el 20 de julio de 1936 y con tan solo cinco años, Neil Armstrong se subía por primera vez en su vida a un avión. Y lo hacía en los alrededores de esa misma tierra domesticada por los pioneros de su propio árbol genealógico. Sería en el distrito de Warren y como acompañante de su padre Stephen, quien pilotaba un avión Ford Trimotor apodado Tin Goose (Ganso de hojalata).

La primera vez que Neil Armstrong tuvo contacto con el es­pacio exterior fue en su pequeño pueblo natal de Wapakoneta. Se comentaba en el barrio que el excéntrico Jacob Zint, un veci­no que vivía muy cerca de la familia del futuro astronauta, había montado en su domicilio de tres plantas un observatorio astronó­mico digno de ser visitado.

Corría el año 1946, el joven Neil tenía 16 años y ya formaba parte de 14º Batallón de los Boy Scouts. Una noche se acercó a casa de su vecino junto a otros miembros de su grupo para conseguir una insignia al mérito astronómico, como parte de las metas que se les suelen imponer a los scouts. Jacob Zint tenía armada una bó­veda de un diámetro de tres metros que giraba 360 grados gracias a unas ruedas de patín. Y contaba con un telescopio apuntando a las estrellas y a todos los planetas del sistema solar. Todo el barrio comentaba que su lente era tan estupenda que la Luna podía verse muy cerca.

Este encuentro fue retomado por la prensa durante las sema­nas previas a la llegada de Neil Armstrong a la Luna y durante los meses posteriores al gran suceso. Se especulaba con que esa

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De escoceses a estadounidensesUnos 500 años después, alrededor del siglo xvi, los Armstrong eran el clan de bandidos y asaltantes más famosos de las borderlands escoceses. Entre sus excursiones más alocadas figuraba la quema de 52 iglesias. Esta vez, la realeza escocesa no fue tan benévola con los antepasados de Neil y en 1529 el rey Jacobo V decidió intervenir y reunir a unos 8.000 soldados para amansar a los des­aforados Armstrong. A pesar de los cruentos combates y bajas de ambos bandos, los forajidos del clan permanecerían en Escocia durante otros 200 años hasta que, finalmente, decidieron emigrar a los Estados Unidos.

La primera generación documentada y vinculada directamente con el árbol genealógico de Neil Armstrong fue encontrada en Adam Armstrong, nacido en las borderlands de Escocia en 1638 y muerto allí mismo en 1696. Unas pocas décadas después, serían sus hijos quienes se subirían al barco para cruzar el Atlántico y llegar a América del Norte. Una vez en tierra, emprenderían un duro cruce en carretas por los Apalaches y, después de la guerra de 1812, se instalarían en el noroeste de Ohio, seducidos por su tranquilidad y sus tierras fértiles.

Allí se quedaría instalado el apellido Armstrong. Durante la primera semana de agosto de 1930, cuando los Estados Unidos empezaban a sufrir las primeras convulsiones del crack de la bolsa de Wall Street de octubre de 1929, en una granja de Ohio llegaba al mundo el hombre que casi 38 años después pisaría la Luna por primera vez en la historia.

Neil Alden Armstrong nació el 5 de agosto de 1930. Sus pa­dres, Viola y Stephen, fueron los primeros de sus respectivas fa­milias en bautizar a alguien con el nombre de Neil. Y si bien nunca se supo el origen de la elección, ellos tampoco parecían

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noche de 1946 significó un punto de inflexión en el sueño de Armstrong de ir a la Luna y el propio Zint se encargó de ali­mentar el mito, inventando charlas y encuentros posteriores que nunca existieron.

Una pasión doble: volar y diseñarNunca se sabrá hasta qué punto la visita al observatorio astronó­mico de Jacob Zint fue determinante para que Neil Armstrong se convirtiera en el primer hombre en pisar la Luna. El propio astronauta nunca dijo nada al respecto más allá de reconocer que, efectivamente, una noche visitó a Zint con sus amigos scouts y estu­vieron observando el espacio con su telescopio.

Lo que sí se sabe es que el mito del origen del astronauta hay que buscarlo en su pasión por volar, en su afición extrema por los aviones. A Armstrong no sólo le apasionaba la adre­nalina de estar en lo más alto, sino también la obsesión por saber cómo esos aparatos volaban. A sus 16 años ni siquiera pensaba en ir a la Luna sino en descubrir todos los secretos de la aeronáutica y en pasarse la mayor parte del tiempo posible dentro de un avión. Ya se perfilaba una vocación de ingeniero que sería determinante, más adelante, para que fuera escogido para ir a la Luna.

Un año antes de esta visita al observatorio astronómico del ve­cino finalizaba la Segunda Guerra Mundial y ya comenzaba a visualizarse un mundo bipolar que se repartiría territorial y sim­bólicamente entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El joven Neil Armstrong no imaginaba entonces que, unas décadas des­pués, sería un actor fundamental en el marco de una Guerra Fría bajo la cual se iniciaría una compulsiva carrera espacial que lo colocaría a él mismo como un símbolo mundial.

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¿De dónde surge esta afición por la aviación en Neil Arm­strong? Tal vez habría que rastrearla en una pregunta similar a la que se hizo el propio Heródoto en la Atenas de Pericles, en ese deseo de responder una duda infantil que fue el impulso que llevó al griego a querer saciar su curiosidad de viajero incansable: «¿De dónde vienen los barcos?». La pregunta de Neil Armstrong, pero adaptada al siglo xx de su infancia en Ohio, fue: «¿De dónde vie­nen los aviones?».

Después de esa experiencia primigenia con su padre a bordo del Ganso de hojalata, Neil empezó a interesarse por cómo fun­cionaban esas máquinas increíbles que podían hacer que uno se elevara por el aire. Pidió a su madre que le comprara madera de balsa y papel de seda. Y comenzó a hacer sus primeras maquetas de aviones a réplica.

Fue una obsesión instantánea. Fabricaba muchos y de diferentes modelos, pintados de todos los colores posibles, y luego subía al techo de su casa y los probaba. Algunos conseguían planear, otros se hacían trizas en el suelo y hasta hubo un par de aviones que se quemaron. Pero el pequeño Armstrong seguía con su hobby y las maquetas comenzaban a llenar todos los rincones de su habitación. Paralelamente, el niño leía todas las revistas de aviación que podía conseguir y se decidía por una vocación: la de diseñar aviones.

Enseguida comenzó a pensar en ser piloto por una simple ra­zón: la condición imprescindible para poder diseñar aviones sería saber conducirlos. Cansado de romper maquetas, empezó a pro­bar sus prototipos atados a cuerdas, al mismo tiempo que daba un salto cualitativo y comenzaba a imaginar los primeros modelos con motor y usando gasolina.

El contexto no podía ser mejor: unos padres que potenciaban y estimulaban los intereses de su hijo y los primeros veteranos de

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la Segunda Guerra Mundial que volvían al pueblo y que le daban consejos sobre cómo hacer volar adecuadamente sus aviones. Y un sueño recurrente que lo acompañaría durante muchos años en la cama y que comenzó a presentarse en esa época, tan propi­cia al nacimiento de una vocación. Se imaginaba aguantando la respiración y elevándose por el aire, sin caer jamás, hasta que se despertaba y aún sentía en su cuerpo las vibraciones de sus eleva­ciones oníricas.

A los 15 años comenzó a ahorrar dinero para pagarse las cla­ses de pilotaje. Y al año siguiente, en 1946, antes de obtener su licencia de conducir, Neil Armstrong ya tenía la licencia oficial de piloto de avión y la utilizaba pilotando viejos modelos del ejército, aviones de prueba y monoplanos en un pequeño aeródromo de hierba ubicado en las afueras de Wapakoneta.

Los primeros años de la década del 50 vendrían con un giro fundamental dentro de la industria aeronáutica norteamericana. El primer misil lanzado en Cabo Cañaveral se llamó Mach 9 y, en el año 1950, se convirtió en el objeto creado por un ser humano que más alto se había elevado por aquel entonces. Al año siguiente se creaba el programa ICBM desde las Fuerzas Aéreas, que sería el precursor del Atlas, el programa que pondría a los primeros astronautas en órbita.

En 1952 llegaron dos tecnologías fundamentales para el futu­ro de la industria espacial. En un laboratorio de la Armada en Johnsville, Pennsylvania, se creó una centrifugadora que podía acelerar a seres humanos a velocidades de hasta 40 Gs. Por otro lado, el investigador de la NACA (el antecedente de la NASA) H. Julien Allen solucionó los problemas de calentamiento de co­hetes y naves espaciales reemplazando la forma puntiaguda del morro por una forma roma. Apolo 11, la primera misión espa­

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cial en pisar la Luna y que fue comandada por Neil Armstrong, cumplía con este diseño.

El título de aviador naval le llegó a Armstrong el 16 de agosto de 1950 tras destacar en sus pruebas de maniobras de aterrizaje en portaaviones con un F8F. De manera paralela, estudiaba Ingenie­ría Aeronáutica y comenzaba a perfilar en su futuro lo que habían sido sus obsesiones de niño y adolescente: pilotar aviones y saber cómo funcionan.

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2. Héroe de guerra

La primera gran aventura de Neil Armstrong a bordo de un avión llegó durante la Guerra de Corea (1950­1953). A los tres meses de obtener su licencia de aviador naval, el joven piloto fue convocado a filas. La llamada llegó el 27 de noviembre de 1950 para formar parte del 51º Escuadrón de Cazas de Com­bate. Neil tenía 20 años y ya empezaba a hacer historia dentro de la Armada estadounidense al ser uno de los más jóvenes dentro de un grupo muy selecto. La unidad VF­51 sería el pri­mer escuadrón en estar integrado únicamente por aviones a reacción F9F, la flota más moderna y avanzada del mundo en aquel entonces.

Pero ser el más joven de una plantilla integrada por pilotos ex­perimentados y veteranos de guerra le traería un problema téc­nico: esta sería su primera vez a bordo de aviones a reacción, ya que solo venía conduciendo aviones a propulsión. La diferencia entre uno y otro significaba pilotar cazas de una velocidad mucho mayor y que exigían de parte del piloto un sentido infalible para reacciones rápidas e instantáneas.

Neil pensó que esta carencia jugaría en su contra durante las pruebas de vuelo, pero el joven piloto salió indemne y el 5 de enero de 1951 despegó por primera vez en su vida con un avión Grumman F9F­2B, una sensación iniciática que recordaría toda su vida y que viviría con mucha adrenalina. Mientras continuaba

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con la instrucción y seguía superando más pruebas, cada vez se acercaba más la fecha de entrada en combate.

Es posible que, de todo el escuadrón, él fuera quien más disfru­taba de esas semanas. Lo vivía como una auténtica aventura. Con tan sólo 20 años, Neil Armstrong estaba aterrizando por primera vez en su vida los aviones de combate más avanzados del mundo. Y lo hacía en una de las maniobras aéreas más difíciles para un piloto: sobre un portaaviones. Incluso llegó a probar a ser dispa­rado al aire a través de una catapulta hidráulica H8, el sistema instalado en las cubiertas de los portaaviones que permitía lanzar los cazas a 190 kilómetros por hora en 2 segundos con un sistema de cables bajo la zona de despegue.

Rumbo a CoreaCuando superó las 500 horas de vuelo en diferentes aviones, por fin se estrenó en combate como soldado en la Guerra de Corea y como uno de los aviadores de élite que irían a bordo del portaa­viones Essex. El 28 de junio de 1951, el 51º Escuadrón de Cazas de Combate partió hacia la guerra. Cerca de Hawái, los aviones a bordo del Essex pusieron rumbo al extremo sudoeste de Oahu, la isla más poblada de ese enclave de dominio norteamericano. Dos meses después, el 29 de agosto, Neil Armstrong participaba en su primera misión sobrevolando el puerto de Songjin junto a un avión de reconocimiento fotográfico y, después, como parte de una patrulla aérea de rutina sobre la flota.

Los días posteriores en Wosan y Pu­Chong serían mucho más intensos: se enfrentaría en diferentes oportunidades al fuego ene­migo, resistiendo a potentes baterías antiaéreas a las que trataba de hacer estallar junto con trenes, puentes y depósitos. Su objetivo era debilitar a las tropas norcoreanas y chinas y, por supuesto, sal­

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var su propio pellejo. Mientras tanto, muchos de sus compañeros perdían la vida en unos combates muy duros que se fueron inten­sificando hasta los primeros días de septiembre.

Muchos aviones del escuadrón fueron alcanzados por las ba­terías antiaéreas enemigas. Incluso el propio Neil Armstrong es­tuvo a punto de perder la vida en estos días de Corea. Fue el 3 de septiembre de 1951, durante su séptima misión. Los pilotos del portaaviones recibieron el llamado de prepararse para una nueva batalla urgente y el comandante puso en marcha los avio­nes caza antes de que subieran los pilotos. Se aproximaba un vuelo de reconocimiento armado y la cubierta del barco era un polvorín de gente corriendo y hélices girando. El vuelo sería por una zona a la que la Armada estadounidense llamaba «Green Six», una angosta carretera que comunicaba con la frontera de Corea del Sur.

El objetivo de la misión era derribar algunas zonas de carga y un puente, pero cuando llegaron a la zona candente no ha­bían previsto encontrarse con semejante cantidad de baterías antiaéreas norcoreanas. Fue la prueba de fuego más dura que el avión de Neil Armstrong tuvo que soportar durante la Gue­rra de Corea, tan persistente que una de sus alas fue alcanzada por los proyectiles enemigos y el piloto tuvo que improvisar un aterrizaje de emergencia que, afortunadamente, se dio en territorio amigo.

El 5 de marzo de 1952, Neil Armstrong completó su última misión en Corea y regresó a Estados Unidos con una hoja de ruta que lo dotaba de una experiencia única como piloto de gue­rra para su corta edad. Realizó 78 misiones en total, sumando 121 horas de vuelo en las que hizo prácticamente de todo, desde patrullas de reconocimiento fotográfico de posiciones enemigas

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hasta instrucciones de artillería, además de ataques directos con cazas contra estructuras ferroviarias y baterías antiaéreas.

Con 20 años y el pecho cubierto de condecoraciones militares, Neil Armstrong empezaba a sentir que podía tener el mundo a sus pies. Y decidió seguir con su vocación de piloto y de investigador, siempre buscando el lugar idóneo donde poder combinar ambas obsesiones. No le costó mucho saber que en la NACA estaba pre­cisamente lo que necesitaba.

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3. El riesgo de un piloto de pruebas

Con el fin de fomentar la investigación y estar a la vanguar­dia en avances tecnológicos, el gobierno norteamericano creó en 1915 la agencia federal NACA (National Advisory Comitee for Aeronautics). Este repentino interés por la aeronáutica fue propiciado con emergencia por la Primera Guerra Mundial. Estados Unidos invirtió en el diseño de aeronaves que marca­ran la diferencia en pleno conflicto, siguiendo el mismo modelo que los franceses, los alemanes, los rusos y los británicos, to­dos ellos con un instituto aerodinámico ya en funcionamiento. La influencia de la agencia no pudo tener un peso importante en ese conflicto por falta de tiempo, bien al contrario que en la Segunda Guerra Mundial, donde el papel de la NACA fue tan clave que fue descrita como la fuerza detrás de la supre­macía estadounidense en el aire. Sus dos principales méritos fueron la producción de sobrealimentadores para bombarderos de altura y la creación de alas laminares para el modelo P­51 Mustang. Este comité funcionó de manera sostenida hasta 1958, cuando Estados Unidos se metió de lleno en la carrera espacial y la NACA fue sustituida por la NASA. Hay muchos nombres cla­ve durante estos años de transición entre una institución y otra. Uno de ellos es el de Neil Armstrong.

En febrero de 1955, el futuro astronauta se incorporó a las filas de la NACA para integrar un equipo con otros componentes de

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un perfil similar: la gran mayoría eran pilotos e ingenieros aero­náuticos. Su trabajo consistiría en el estudio científico de diferen­tes problemas de vuelo con prototipos experimentales y con miras a soluciones prácticas. Sus honores en Corea, sus estudios y la cantidad de horas de vuelo en aviones de diferentes modelos lo avalaban.

De esta manera pudo compatibilizar sus dos pasiones princi­pales: pilotar aviones y la investigación en ingeniería aeronáuti­ca. Trabajó en la innovación de sistemas anticongelantes para aviones y estudió la transferencia de calor a velocidades Mach elevadas, lo que sería su primera aproximación al incipiente pro­grama espacial. Sólo había algo que no lo seducía del todo den­tro de esa base militar de Lewis, en Cleveland: redactar muchos informes y no volar tanto como quería.

El salto a la base de EdwardsDespués de cinco meses de mucho aprendizaje y de bastante abu­rrimiento, no dudó en aceptar la llamada de la base de Edwards, bajo la órbita de la Fuerza Aérea y que, en aquel momento, era el mejor sitio posible para todo aquel que quisiera ser piloto de prue­bas. Se trataba del lugar donde en 1947 un avión había consegui­do traspasar la barrera del sonido por primera vez en la historia. Neil llegaba a Edwards con la certeza de que allí se testeaban los mejores aviones del mundo, los más revolucionarios y experimen­tales. Y no dudó en aceptar y en trasladarse a esta base ubicada en el sur de California.

A los ocho meses de su llegada, volvió a enfrentarse a una ex­periencia muy cercana a la muerte. Armstrong iba en el asiento derecho de un avión B­29 modificado y el piloto Stan Butchard estaba al mando. Les acompañaban cinco tripulantes para una

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misión que consistía en llevar un avión de investigación a una al­tura que superase los 9.000 metros y después soltarlo para probar sus cargas de cola verticales.

Consiguieron alcanzar la altura prevista con todo éxito y todo parecía ir muy bien, hasta que uno de los motores del B­29 dejó de funcionar. Butchard le pasó los controles a Armstrong y trató de verificar el origen del problema consultando a uno de los ingenie­ros a bordo. Pensaron que la solución más práctica sería apagar el motor para evitar cualquier peligro, pero una de las hélices empe­zó a dar vueltas frenéticamente y la velocidad del avión aumentó de manera descontrolada.

Ante esta situación, tanto Armstrong como Butchard se en­frentaban a dos opciones: o frenaban la marcha para controlar las revoluciones por minuto de la díscola hélice o aceleraban y se deshacían del cohete que llevaban adosado para la prueba. Op­taron por la segunda vía y el cohete Skyrocket pudo aterrizar con su piloto sano y salvo, aunque las cosas se complicaron más para el B­29, que empezó a registrar defectos en otro de sus motores. Además, la información del comportamiento del resto del avión se perdió por completo al fallar el tablero de control. Tenían que ser rápidos. Decidieron realizar un aterrizaje forzoso y en círcu­los, reduciendo progresivamente la velocidad hasta llegar sanos y salvos al lecho de un lago y sin un rasguño. Pero con un susto que nunca olvidarían.

En un breve lapso de tiempo, poco más de un año, Neil Arm­strong se enfrentó a vuelos muy arriesgados y en los que su vida corrió peligro. La guerra ya no era una excusa: volar aviones era peligroso en cualquier contexto y él lo sabía muy bien. Pese a esto y a otras futuras experiencias de riesgo, siempre supo manejar las situaciones difíciles y extremas con la mayor frialdad. La adrena­

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lina y él ya eran amigos en los años de Edwards y se respetaban mutuamente.

Riesgo supersónicoEn octubre de 1955, su avión F­100 salió disparado en línea recta y cruzó el cielo, pasando de un celeste a un púrpura intenso de manera progresiva hasta que el propio Sol, la Luna y otras estre­llas aparecieron, todos juntos, en el mismo espacio visual, para confirmarle al piloto Neil Armstrong que había traspasado por primera vez en su vida la barrera del sonido y que estaba yendo cada vez más lejos en su afán por surcar el aire.

Cada año en Edwards, Armstrong daba pasos estratégicos como artífice fundamental de la evolución tecnológica en la ae­ronáutica norteamericana. A nivel personal, sumaba hitos para su adicción a la adrenalina aérea y era parte de un grupo de élite que convivía a diario con la muerte. Neil vio morir en Edwards a muchos de sus compañeros, chicos como él de poco más de 20 años y con toda la vida por delante.

Cada piloto de prueba sabía lo que le podía pasar allí pero igual seguía adelante, impulsado por su pasión por volar y su adicción a estar en el aire. Y también por la certeza de saber que formaban parte de un grupo de vanguardia destinado a hacer historia. Pero las probabilidades de morir en uno de estos aviones caza era mu­chas y muy pocos elementos les garantizaban seguridad en esos prototipos experimentales.

Los pilotos veían morir a sus compañeros de aventuras y de bo­rracheras. Pero seguían volando al día siguiente después de enfren­tarse a rostros calcinados y a cuerpos destrozados reducidos a una montaña de huesos. Se subían a esos aviones y los seguían testean­do después de sentir el olor de la podredumbre de la muerte y de

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la carne quemada mezclada con el hierro y el óxido de máquinas destrozadas. Sólo su propia muerte los podía detener.

Porque nada podía compararse a la sensación de subirse a un avión caza y accionar el motor para alcanzar una altura de más de 7.000 metros en pocos segundos. El piloto de pruebas de Edwards era soberano absoluto de toneladas de potencia desde el aire. Al alcanzar la velocidad supersónica, desde tierra se sentía el estruen­do estremecedor del avión, mientras el piloto chupaba adrenali­na y orgullo desde el interior de la cabina y se concentraba cada vez más en su propósito. Muchos pilotos de Edwards estaban tan superados por las emociones que les costaba expresarlas y se las guardaban para ellos, porque quizás no encontraban las palabras adecuadas. Uno de ellos era Neil Armstrong.

Se subían cada día a unas máquinas que hacían un ruido es­pantoso y de las que nada les garantizaba volver sanos y salvos. Ponían a prueba su temple y su concentración, su determinación para hacer frente a diferentes emergencias y siempre intentaban la maniobra perfecta y el mejor aterrizaje posible de todo el grupo. Así, cada día, una y otra vez, sabiendo que si lo lograban estaban haciendo historia en su propio país.

Ser parte de Edwards significaba que no existía nunca el pánico ante las vueltas descontroladas de un prototipo o los tirabuzones o las explosiones o cualquier otro sonido y movimiento. En las grabaciones de audio de los pilotos durante las misiones nunca se escuchaban invocaciones ni a Dios ni a la madre en los momentos de mayor riesgo, sino preguntas a la base de operaciones del tipo: «¿Lo he conseguido?» «¿Qué sigue ahora?» «¿Qué más podemos probar?».

El aviador que más tarde estrenaría la Luna pasó siete años en la base de Edwards, llegando a realizar más de 100 pruebas

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en diferentes aviones experimentales y sumando 2.600 horas de vuelo. La experiencia que adquirió en esos años fue invaluable y clave para su futuro como astronauta, además de para ganar cada vez más confianza en el aire. En el futuro, la NACA pasa­ría a ser reemplazada por la NASA y la innovación tecnológica en el ámbito de la aeronáutica se volcaría de lleno hacia la carrera espacial. La Luna estaba cada vez más cerca para Neil Armstrong.

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4. Comienza la carrera espacial

Durante la Conferencia de Potsdam, en 1945, Truman, Stalin y Churchill, los líderes de los países aliados que habían ganado la Segunda Guerra Mundial, acordaron los castigos para Alemania y establecieron acuerdos para una posguerra en paz. Pasados los meses, comenzó a configurarse un mundo bipolar entre el capita­lismo norteamericano y el comunismo soviético, las dos grandes potencias que tratarían de repartirse el mundo de manera territo­rial y simbólica. Era el comienzo de la Guerra Fría.

En este contexto, cualquier terreno era proclive para dirimir las batallas de una guerra que se llamó «fría» porque nunca lle­gó a combates directos, pero que tuvo en vilo al mundo ente­ro durante décadas, hasta la caída de la URSS en 1990. Con el lanzamiento del primer satélite artificial al espacio se iniciaba la carrera espacial, que significaba que el espacio exterior sería el teatro de operaciones donde americanos y soviéticos tratarían de superarse mutuamente con lo mejor de su tecnología y recursos humanos.

Sputnik I. Los soviéticos golpean primeroMoscú comenzó formalmente la carrera espacial el 4 de octubre de 1957 con la puesta en órbita del Sputnik I, el primer satélite ar­tificial de la historia en volar al espacio de manera exitosa. Desde

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el cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán, una esfera de alumi­nio de 58 cm de diámetro y cuyo modelo había sido tomado de un prototipo de misil balístico, se preparaba para dar inicio a una era espacial inédita en la historia de la humanidad.

El Sputnik I contaba con cuatro antenas y una serie de instru­mentos adheridos para la medición de la temperatura en la capa externa de la atmósfera terrestre. Además, tenía transmisores de radio que emitieron señales durante tres meses y que los radioafi­cionados de todo el planeta se obsesionaban con detectar.

Los periódicos norteamericanos lanzaban portadas en las que se destacaba que el Sputnik I sobrevolaba el territorio completo de Estados Unidos unas 15 veces al día. Las paranoias sobre sabo­tajes y espionajes, en una Guerra Fría plagada de ambos elemen­tos, no tardaron en llegar a la opinión pública. Al principio los estadounidenses pensaban que ese pequeño satélite ruso se caería enseguida, pero pasaban los días y las semanas y el Sputnik I se­guía vigilando al planeta desde el espacio. La Bolsa de Wall Street experimentó una caída importante, el New York Times escribía que el país estaba en una «carrera por la supervivencia» y hasta los científicos pronosticaban que si los rusos podían dominar el espa­cio estaban en condiciones de lanzar cuando quisiesen una bomba atómica desde el cielo.

Pero lo que más preocupaba al gobierno norteamericano era que los soviéticos habían dado el puntapié inicial a una carre­ra que Estados Unidos empezaba perdiendo. Por eso mismo, un año después de que se pusiera en órbita el Sputnik I, nacía una de las siglas más famosas del siglo xx: la National Aeronautics and Space Administration (NASA) comenzaba a funcionar de manera oficial y desplazaba a su antecesora, la NACA.

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Debut en el espacioUno de los protagonistas directos de todo este periodo de transi­ción sería el propio Neil Armstrong, aunque todavía seguiría un tiempo más formando parte de la elite de Edwards, superándose día a día. Durante una de las pruebas en uno de los aviones caza consiguió llegar al espacio propiamente dicho por primera vez en su vida, situándose a los 13.000 metros de altura y superando el umbral biológico en el que un ser humano puede sobrevivir en el aire sin la protección de un traje espacial adecuado. No le importó. Siguió subiendo y alcanzó los 27.000 metros; la tempe­ratura fuera de su cabina era de ‒51º C.

Neil Armstrong estaba en el espacio. Al disiparse la energía de ascenso casi por completo, el caza se detuvo en una posición inclinada y con la cola hacia abajo. El piloto apagó el motor para evitar el riesgo de sobrecalentamiento y experimentó en carne propia algo inédito: durante casi un minuto sintió la sensación de ingravidez. Haber tenido el tino de apagar el motor justo en el momento preciso le dio la estabilidad suficiente como para mantenerse tranquilo y evitó que el avión comenzara a dar ban­dazos. El sistema de presurización del caza completó el trabajo, expulsando chorros de gas comprimido y logrando que el resto del vuelo se mantuviese en condiciones normales y estables.

Bajo la voluntad y la promesa del presidente John F. Kennedy, el primer intento de la NASA por desbancar a los soviéticos en la cima de la carrera espacial fue el proyecto Mercury, anunciado en 1958 y comenzado a ejecutar en 1961. La mayoría de los futuros astronautas eran los pilotos que venían de Edwards.

Ninguno quería quedarse atrás en el avance de la ciencia aero­náutica y sabían que, en medio de una carrera espacial contra los soviéticos, ser astronautas era el honor más grande que podrían

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tener. Pero desconfiaban de los nuevos cohetes y de cuál sería su rol allí, dentro de esas latas llenas de cables y de controles en las que unos pilotos arriesgados y experimentados como ellos no te­nían otra cosa más que hacer que dejarse guiar desde una base de operaciones. Muchos no lo consideraban volar en el sentido es­tricto o, por lo menos, en los términos que ellos habían aprendido y experimentado. Se sentían conejillos de indias a los que alguien más controlaba. Pero no podían rechazar ninguna misión, sobre todo si se trataba de visitar el espacio exterior.

Armstrong se pone a pruebaNeil Armstrong se apuntó como candidato en el programa Mer­cury y superó con estoicismo todas las pruebas físicas y psicoló­gicas, que resultaron ser bastante duras. Fue uno de los pocos en resistir a la centrifugadora de la base de Johnsville, una rueda que giraba a velocidades descomunales y en todos los sentidos y que convertía a esta prueba en algo imprescindible para cual­quier piloto que quisiera ser astronauta: se trataba de verificar si el campo gravitatorio, al momento de lanzar un cohete al espa­cio, afectaba o no en la capacidad del astronauta de desempeñar su trabajo en órbita.

Los aspirantes a astronautas soportaron todo tipo de pruebas con estrés, mareos y vómitos. Era una auténtica tortura, pero aguantaban tumbados boca arriba, atados con cuerdas a la rue­da que giraba y giraba, llegando a aceleraciones de hasta 15 Gs. Nunca ninguno de estos pilotos había experimentado una fuerza gravitatoria semejante.

Si bien tuvo un comportamiento ejemplar en las pruebas físi­cas y psicológicas, Neil Armstrong se quedó fuera del proyecto Mercury; en la selección se dio preferencia a pilotos militares que

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tuviesen un historial más largo que el de Armstrong, de modo que los seleccionadores dispusiesen de más datos sobre ellos. Más tarde integraría el grupo de pilotos asesores del Dyna­Soar, un progra­ma conjunto entre las Fuerzas Aéreas y la NASA, cuyas investiga­ciones resultaron claves para el futuro de los Estados Unidos en su afán de llegar a la máxima excelencia en la industria aeroespacial. Si bien le hubiera gustado ser parte de la aventura Mercury, su pe­ricia como piloto y su formación de ingeniero lo estaban colocan­do en los programas más avanzados del momento. Y lo llevarían a la vanguardia de la carrera espacial más temprano que tarde.

A finales de 1961, el presidente John F. Kennedy anunciaba que Estados Unidos contaba con el mejor avión aeroespacial del mundo, el X­15, propulsado a través de un cohete y al que Neil Armstrong pilotaría unas siete veces, aunque nunca pudo conse­guir superar los 80.000 metros de altura que sí consiguió el pilo­to Robert White. Pero esa no sería una derrota para Neil, como tampoco lo fue quedar excluido del primer grupo de astronautas. Todo era un motivo más para seguir mejorando y queriendo más aventuras.

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5. El aviador se convierte en astronauta

«Queridos amigos, conocidos y desconocidos, mis queridos com­patriotas y a toda la gente del mundo. En los próximos minutos una poderosa nave espacial me llevará a los distantes espacios del universo. ¿Qué puedo decirles durante estos últimos minu­tos antes de empezar? Toda mi vida me parece ahora un único y hermoso momento. Todo lo que he hecho y he vivido ha sido hecho y vivido para este momento». Después de haber sido selec­cionado entre 3.500 cosmonautas soviéticos y tras un durísimo entrenamiento, Yuri Gagarin se preparaba durante la madru­gada del miércoles 12 de abril de 1961 para ser el primer ser humano en viajar al espacio. Y dejaba grabadas estas palabras para toda la humanidad y, de parte del gobierno de la URSS, dedicadas al rival americano, que volvía a perder otra batalla decisiva en la carrera espacial.

El primer héroe soviético del espacioGagarin subía al cohete espacial Vostok, se ataba a su asiento eyectable y comenzaba la travesía. Pero antes, su célebre grito de «¡Poyejali!», que significa «¡Vámonos!», y que desde entonces fue una de las palabras clave de los años 60. Aún hoy muchos rusos la suelen utilizar cuando están por emprender algún proyecto o tra­vesía que implique un cierto riesgo. Hasta para brindar en Rusia se suele decir «¡Poyejali!»

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El vuelo espacial de Yuri Gagarin duró 106 minutos. Des­pués de abandonar el espacio aéreo ruso, atravesó el océano Pacífico, siguió por el estrecho de Magallanes y continuó en el sur del Atlántico. Cuando sobrevolaba Angola, a 8.000 km de distancia del punto donde iba a aterrizar, el cosmonauta activó el sistema automático de su nave con el fin de mantener la cáp­sula alineada y comenzar el descenso disparando los cohetes de retroceso.

Fueron momentos tensos para Gagarin, ya que la cápsula em­pezó a girar de manera descontrolada y estuvo a punto de per­der estabilidad y caer en plena reentrada en la atmósfera. Pero finalmente salió airoso, consiguió desprender los cohetes y el des­censo transcurrió con calma: centro de África, Sáhara, el Nilo y el sudoeste de la Unión Soviética, donde finalmente aterrizó en paracaídas en una zona cercana al Mar Negro, en el pueblo de Smelovka, en la provincia de Sarátov.

Las primeras personas en ver a Gagarin después de su aterriza­je fueron la campesina Anna Tajtárova y su nieta Rita. La imagen que veían estas dos rusas de diferentes generaciones y de la misma granja colectiva las impactó por igual: algo con forma humana y envuelto en un traje de color naranja con un casco blanco y con las iniciales soviéticas oficiales de CCCP. La abuela le preguntó si venía del espacio y Yuri Gagarin le dijo que sí, aunque tuvo que aclarar que era soviético para evitar que cundiera el pánico en toda la granja.

La Unión Soviética asestaba así un golpe dolorosísimo a los Estados Unidos. Lo habían conseguido: uno de los suyos había sido el primero de la historia de la humanidad en salir al espa­cio exterior y, lo que es más importante, volver para contarlo. El cosmonauta nacido en Klúshino culminó la misión, ahondó en la

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herida estadounidense y, quizás sin saberlo, su vida cambió para siempre. Su fama desbordó cualquier predicción que Gagarin pu­diera haber hecho. Y es que, más allá del mérito de su aventura, el dirigente de la URSS Nikita Jrushchov se encargó de exprimir al máximo la figura de su gran héroe nacional y lo convirtió en una figura muy famosa.

De hecho, su fama alcanzó tal dimensión que Gagarin tuvo graves problemas para lidiar con ella. Él mismo terminaría confe­sándolo con sus propias palabras en un libro titulado Veo la Tierra: «Me era difícil pasear por las calles de Moscú y la Plaza Roja sin ser reconocido. La popularidad es una cosa irreparable». También consideró cómo seria de irreparable cualquier daño que la huma­nidad pudiera hacer a su planeta, en el momento en que lo vio desde fuera. «Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos», dijo Gagarin en pleno vuelo espacial.

Todavía faltaban algunos años para que Estados Unidos tuvie­ra un símbolo capaz de competir con el carismático Gagarin, que durante toda la década de los 60 enamoró al mundo entero y en­sanchó la brecha de ventaja que los soviéticos llevaban sobre los estadounidenses en la carrera espacial.

En busca del Gagarin norteamericanoEl vuelo suborbital de Alan Shepard bajo el proyecto Mercury fue apenas un rasguño a los rusos, ya que no consiguió llegar a la órbita, como sí había conseguido Yuri Gagarin 23 días antes. Técnicamente, Shepard se convertía en el primer norteamerica­no en viajar al espacio, pero la efusividad en Estados Unidos no fue tan intensa ya que este vuelo, si bien era histórico para el país, tampoco conseguía torcer si quiera un poco la balanza a su favor; la sonrisa victoriosa de la URSS seguía ensanchándose. No es

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que no hubiera felicidad dentro de la cúpula de la NASA o del gobierno, pero todos sabían que para aventajar a los soviéticos debían ser los primeros en algo y no ir siempre tras su cola y, además, sin siquiera poder alcanzarlos.

El primer gran éxito estadounidense llegaría el 20 de febrero de 1962, cuando el proyecto Mercury culminó otra misión exitosa con el astronauta John Glenn, consiguiendo el primer vuelo orbi­tal de la historia de Estados Unidos. Tardaron meses en empatar la hazaña de Yuri Gagarin y a Glenn no le costó nada desbancar a Shepard como nuevo héroe nacional del espacio. Así eran los tér­minos de la carrera espacial que se jugaba entre los dos bloques: había que superar al otro todo el tiempo y eso significaba que cada país debía superarse a sí mismo. Lo que implicaba que un héroe nacional podía ser reemplazado con facilidad por otro que supe­rase una prueba más difícil que el anterior.

Los desfiles, agasajos, honores y lágrimas que el pueblo nortea­mericano dedicó a John Glenn tras su regreso a la Tierra refleja­ban una cierta esperanza: por primera vez desde que comenzara la carrera espacial, los estadounidenses confiaban en que podían desbancar del trono al antagonista ruso. Pero todavía nadie sabía que faltaban algunos años para que emergiera el gran héroe y símbolo estadounidense de la era espacial.

Justo después de que Yuri Gagarin se transformara en el héroe soviético perfecto y un mes antes de la gran gesta de John Glenn, Neil Armstrong asistió al comienzo de la tragedia más terrible de su vida. Su hija Karen sufrió una caída mientras jugaba en el par­que y fue sometida a diversas pruebas a raíz de un golpe severo en la cabeza. Los médicos identificaron la presencia de un tumor cerebral maligno que acabó con su vida meses más tarde, el 28 de enero de 1962.

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Siempre se especuló sobre la relación entre esta pérdida y el aumento del afán de Neil Armstrong en llegar a la Luna. Incluso se busca relacionar la falta de su hija con su tendencia al ries­go y a estar siempre disponible para cualquier misión en la que no existieran todas las garantías de supervivencia. Pero todo esto quedará para siempre en el terreno de las suposiciones, porque el astronauta siempre guardó el más absoluto hermetismo en torno a esta tragedia familiar. Desde mucho antes de casarse con su mujer Janet y de tener hijos, el aviador que estrenó la Luna había arries­gado el pellejo muchas veces. Y colocarlo dentro de la categoría del suicida que no tiene nada que perder tras una tragedia sería un poco injusto.

Armstrong abandona EdwardsEl 15 de marzo de 1962, seis semanas después del fallecimiento de su hija Karen, Neil Armstrong fue elegido por la NASA y las Fuerzas Aéreas como uno de los seis ingenieros­pilotos del progra­ma Dyna­Soar. Este programa, quizás demasiado adelantado a su tiempo, planteaba la construcción de aviones con capacidad para ascender hasta la órbita terrestre y después aterrizar siendo pilo­tados y no mediante un sistema de paracaidas, como las cápsulas espaciales. Armstrong tenía 30 años, era el más joven de todo el grupo y uno de los que más horas de vuelo acumulaba. Sentía que, poco a poco, iba avanzando en su sueño de ser parte decisiva de la historia aeronáutica estadounidense en varias facetas: saciando su necesidad de adrenalina al sobrevolar el espacio y su curiosidad de ingeniero, investigando y testeando prototipos, haciendo pruebas, aportando sus conocimientos para mejorar día a día.

Disfrutaba mucho de su trabajo como piloto a bordo del fantás­tico X­15 y podría haber seguido haciéndolo a tiempo completo,

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pero entrar en el programa Dyna­Soar implicaba seguir avanzan­do en su otra gran pasión, que era la investigación de élite y, al mismo tiempo, poder seguir pilotando. La tendencia de la aero­náutica estadounidense de los años 60 era el espacio exterior y Neil Armstrong tenía muy claro que quería estar donde se cociera lo más avanzado del momento.

Su decisión no pudo ser más certera, porque al poco tiempo de irse de Edwards el X­15 empezó a fallar y la NASA dejó de verlo apropiado para usarlo como lanzador orbital. Pronto sería descartado y se empezaría a trabajar en otros modelos, al mismo tiempo que se lanzaría una nueva convocatoria para la conforma­ción de un grupo de astronautas que sustituirían a los integrantes del programa Mercury. No se podía perder tiempo tras el vuelo exitoso de Glenn.

Al leer los requisitos de la convocatoria, es bastante probable que Neil Armstrong soltara una risa de autosatisfacción, porque cada punto parecía destinado a él y se le ajustaba a la perfec­ción. El postulante a astronauta debía ser un piloto de pruebas experimentado y que en la actualidad trabajase con aviones de alto rendimiento, que tuviese también experiencia en vuelos ex­perimentales en el sector militar, la NASA o la aeronáutica. Pero esto era solo el principio, porque también se requería un título en Ingeniería o en Ciencias Físicas o Biológicas. Y tenía que ser ciu­dadano de Estados Unidos, no superar la edad de 35 años ni los 1,80 metros de estatura.

Por si todo esto fuera poco, en junio de 1962 Neil Armstrong fue galardonado con el Premio Octave Chanute, un prestigioso reconocimiento concedido por el Instituto de Ciencias Aeroespa­ciales que se otorgaba a aquellos pilotos que más habían aportado a la ciencia aeroespacial durante el año anterior. Era cuestión de

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esperar a que dieran los resultados y nada más, porque estaba más que claro que Neil Armstrong sería nombrado como astronauta de manera oficial en esta convocatoria.

Antes de la confirmación, Armstrong tuvo que volver a some­terse a una serie de pruebas físicas y psicológicas muy duras, esta vez en Brooks, una base que la Fuerza Aérea Estadounidense te­nía en San Antonio. Muchos de sus compañeros no las pudieron soportar. Había algunas, otra vez, que rozaban la tortura, como recibir agua helada en la oreja con una jeringuilla durante un tiempo prolongado o sumergir los pies también en agua helada durante muchos minutos. Las pruebas psicológicas tampoco evita­ban ciertos rasgos macabros, como la que consistía en introducir a los aspirantes durante 2 horas dentro de una habitación cerrada y oscura y preparada para que los sentidos humanos desaparezcan. Una sala totalmente desprovista de sonido, olor y luz.

Había otras pruebas tales como ponerse una máscara de oxígeno y un traje de presión parcial y aguantar dentro de una cámara de presión neumática la simulación de 20.000 metros de altitud. Tam­bién colocaban a los futuros astronautas en un simulador de cuadro de mandos con muchos botones que tenían que accionar según in­dicaran las señales luminosas, pero estas se sucedían tan rápido que ningún ser humano era capaz de mantener el ritmo. Más tarde se enterarían de que esta última prueba no era sólo un test para eva­luar los tiempos de reacción de los astronautas sino también para testear su habilidad de sobreponerse a situaciones frustrantes.

Los Nuevos Nueve. Una generación históricaNeil Armstrong soportó con estoicismo todas las pruebas y el 13 de septiembre de 1962 decidió aceptar la propuesta de la NASA de integrar el nuevo grupo de astronautas estadounidenses, considera­

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do por muchos especialistas como el mejor que hubo en la historia de la era espacial: los Nuevos Nueve. El nivel educativo de todos superaba al de los siete del proyecto Mercury, la mayoría tenían un hándicap de más de 2.000 horas de vuelo y habían conseguido batir récords en sus respectivas misiones.

El gobierno de Estados Unidos había conseguido una élite de as­tronautas en la que podía confiar a nivel técnico, con pilotos seguros de sí mismos y dispuestos a darlo todo por llegar a la victoria en la carrera espacial. Todo ello, con el plus de ser modelos morales per­fectos para venderlos no sólo dentro del país sino alrededor de todo el mundo —todos estaban casados y tenían hijos, ninguno se había divorciado— consiguiendo así que millones de personas se enamo­rasen de ellos y los vieran como los nuevos héroes del espacio.

Una vez conformado el equipo de los Nuevos Nueve, el objeti­vo de los Estados Unidos era concreto: querían adelantarse a los soviéticos en la llegada a la Luna. Ya se había planeado las dife­rentes fases del proyecto Apolo y los integrantes de este equipo, más otros que se sumarían más adelante, serían los encargados en ejecutarlas. La URSS, sacando pecho con su propaganda mun­dial, obligaba a Estados Unidos a acelerar sus investigaciones y poner en marcha cuanto antes un plan superior. Sólo llegando a la Luna rebasarían a los rusos.

Las primeras acciones de los Nuevos Nueve fueron diferentes visitas a las fábricas estadounidenses en las que la NASA estaba construyendo las partes del cohete Titan II para el programa Ge­mini y los módulos para el programa Apolo. Eran viajes largos y extenuantes, pero necesarios para que se fueran familiarizando con las diferentes facetas del proyecto y para que aportaran tam­bién su propia visión sobre las pilas de combustible, los motores de propulsión o los sistemas de escape.

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Algo que cautivaba a esta raza de aventureros era la posibi­lidad de sentar precedente para la humanidad sobre algo de lo que no existían antecedentes. Nadie podía decirles cómo hacer­lo, más allá de explicarles el funcionamiento de algún sistema de navegación o instruirlos sobre cómo reparar averías o solucio­nar algunos problemas durante un vuelo. Pero ¿cómo se llegaba a la Luna? Nadie lo sabía y en eso estaban concentrados todos los esfuerzos de la industria aeroespacial, el gobierno de Estados Unidos y la NASA. Y para aventureros como Neil Armstrong resultaba fundamental tener esta grieta abierta para rellenarla, para investigar y crear nuevos paradigmas que sentaran la base de un objetivo que había que alcanzar como fuera. Todo era un descubrimiento y una aventura desconocida.

Los tranquilizó comprobar con sus propios ojos que se avanzaba lo más rápido que se podía en la construcción de los nuevos mode­los. Y también que después de los viajes y de las visitas a las fábricas, comenzarían con su entrenamiento enfocado en los próximos vue­los espaciales. Las dos cosas iban intrínsecamente de la mano: las nuevas naves fabricadas por la NASA necesitarían de buenos pilo­tos y eficaces ingenieros que pudieran mantener siempre el control de las mismas, algo que daba un salto importante con respecto a los cohetes y módulos fabricados en la era del proyecto Mercury, en donde los pilotos no tenían demasiada intervención ni tampoco contaban con los estudios necesarios para ello.

Además, el entrenamiento de los astronautas incluíauna for­mación de supervivencia en el agua y en entornos desérticos y de jungla. Con esa finalidad visitaron diferentes bases militares en Panamá, Nevada y Florida, donde se les sometió a cursos y pruebas de resistencia pensadas para simular la posibilidad de un aterrizaje de emergencia en terrenos hostiles.

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El 16 de junio de 1963, una obrera de una fábrica textil y afi­cionada al paracaidismo se convertía en la primera mujer en via­jar al espacio. Era soviética. Valentina Tereshkova, además, era la primera que no provenía del mundo militar, a diferencia de Gagarin. Esta ingeniera fue la elegida entre 400 aspirantes para pilotar el Vostok 6 y consiguió completar las 48 órbitas alrededor de la Tierra, superando el vuelo de su antecesor y logrando estar durante tres días en el espacio.

Los Nuevos Nueve sabían más que nadie que se estaba tra­bajando de manera decidida y con muchos recursos para llegar a la Luna antes que los soviéticos. Por eso fueron los únicos en todo Estados Unidos que no se alteraron ni se sintieron humilla­dos cuando la Unión Soviética consiguió otra marca a su favor y estiró aún más la ventaja en la carrera espacial.

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6. La esfera de plata

Tantas décadas después del logro del Apolo 11 y de que Neil Arm­strong se convirtiera en un mito viviente —al igual que Buzz Al­drin o que Mike Collins, pero de mayor impacto por ser el primer hombre en pisar la Luna—, los seres humanos seguimos tratando de dimensionar la magnitud de semejante logro. Ya no tanto por la tecnología que lo hizo posible sino por el símbolo que repre­sentó para la especie humana que uno de los nuestros pusiera por primera vez un pie encima de ese satélite que, hasta ese día, estaba cargado de connotaciones tanto románticas como sobrenaturales. Neil Armstrong cumplía con una utopía que estuvo siempre en la mente de los seres humanos, desde los primeros hombres y muje­res que poblaron el planeta Tierra. Esa esfera blanca y redonda, inalcanzable, imposible, mutable y enigmática, al fin podía ser to­cada por un habitante terrestre.

La diosa de la nocheLa Luna fue siempre una diosa para los seres humanos, des­de los mismos griegos, que la llamaron Selene y la concebían como hija de los titanes Hiperión y Tea. Su nombre derivaba del vocablo selas, que en griego antiguo significaba «luz». Por lo tanto, para los griegos, la garantía de que la noche no estaba sumida en las tinieblas era la aparición diaria, ininterrumpi­da y permanente de Selene. Era la guía de los exploradores

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que viajaban sin descanso durante tantas noches a los territo­rios que la resplandeciente Atenas fue dominando en la época del general Pericles. Los artistas de esa Grecia, donde las artes eran una actividad primordial, pintaron a Selene como una hermosa mujer con un rostro muy pálido, encima de un carro de plata que siempre iba tirado o por un par de caballos blan­cos o por una yunta de bueyes blancos. También la retrataron vistiendo túnicas, con una antorcha y con una media luna so­bre su cabeza.

Era la imagen de una mujer fuerte y virtuosa, capaz de domi­nar a las bestias más salvajes y de brindar protección nocturna contra todos los peligros que acechaban en ese momento. Mucho después, algunos textos y pinturas hablan de que la mítica Selene fue reemplazada por Artemisa, una de las diosas más veneradas del panteón griego, hermana gemela de Apolo y que pasó a ser la diosa de la Luna años más tarde, además de conservar todos los honores que ya tenía como diosa de la caza, la virginidad, los nacimientos y los animales salvajes.

Pero el nombre por el que conocemos hoy a la Luna se lo debe­mos a los romanos, quienes tras ocupar Grecia decidieron, como es bien sabido, quedarse para sí mismos con su mitología y copiar­la en casi todo, cambiando sólo los nombres de los dioses griegos por otros romanos. Y así como Dioniso pasó a llamarse Baco o Zeus fue Júpiter, Selene también cambió su nombre a la lengua romana y pasó a llamarse Luna.

Sólo hay que pensar en cómo vivían su día a día las civiliza­ciones antiguas y no resulta nada extraño que tanto el Sol como la Luna, esas dos esferas enormes y perpetuas en el cielo, hayan sido consideradas dioses o seres sobrenaturales por las culturas de todo el mundo. Es natural que diferentes formas de culto lunar

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existieran más allá de los griegos y de los romanos, y la mitología comparada ofrece la posibilidad de ver cómo se desarrollaron le­yendas y cosmogonías que incluían al satélite nocturno en todas las culturas del planeta.

Las civilizaciones precolombinas han dado muestras suficientes de una adoración a la Luna. Cerca del Caribe, los muiscas llama­ban Chia a la Luna, un nombre que ahora designa a una ciudad muy cercana a Bogotá, la capital de Colombia. Y dentro de la mitología inca, si bien es más conocida la deidad Inti, por el Sol, también se veneró a la Coya Raymi, que es como llamaban a la Luna y que era su principal divinidad femenina, a la que conside­raban la madre de la civilización (el padre era Inti). A orillas del Lago Titicaca, en su parte boliviana, se puede visitar la Isla de la Luna y su templo, en el que vivían las vírgenes a las que el empera­dor escogía como esposas, donde aprendían oficios y eran tratadas como parte de la realeza.

El culto a la Luna en Oriente también fue muy relevante des­de la antigüedad y hay registros en esculturas y grabados de una adoración divina por el satélite terrestre en la ciudad de Uruk, un enclave fundamental a orillas del río Eúfrates para el desarrollo de la temprana cultura mesopotámica. Los fenicios la llamaron As­tarté, los papués de Indonesia le pusieron el nombre de Bimbaio y los egipcios le dedicaron varios nombres masculinos: Jonsu, Iah y Thot, este último también considerado padre de las matemáticas, que tan importantes fueron para la empresa de conseguir, un día, alcanzar el alunizaje.

Y, por supuesto, en todos los países árabes y, por ende, en los de religión musulmana, la Luna adquiere hasta hoy una relevancia total. De hecho, fueron los árabes los primeros en confeccionar los calendarios lunares que se usaron durante la época medieval

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y, aún hoy, este calendario es utilizado para el festejo anual del Ramadán, la gran festividad musulmana, que sirve para marcar con precisión los días de ayuno.

La indagación científicaEl hombre de la Edad Media continuó con la tradición antigua de venerar a la Luna. Fueron los alquimistas quienes empezaron a usar y a creer en los poderes curativos de una piedra a la que llamaban «lunar» y que se trataba de una fina variedad del feldes­pato. Ellos creían que esta piedra se originaba a partir de una gota de luz lunar solidificada y, de alguna manera, les servía para tener el astro un poco más cerca, ya que ni siquiera se imaginaban la posibilidad de que el hombre pudiera llegar alguna vez a su super­ficie y, efectivamente, poder contar con piedras lunares reales que no fueran el reflejo de ninguna luz.

Durante el Renacimiento, las investigaciones obsesivas de Leo­nardo Da Vinci y de Galileo Galilei —cada uno en sus diferentes disciplinas— trataron de tumbar la teoría creada desde la antigüe­dad de que la Luna era el espejo de la Tierra. Este pensamiento se basaba en una idea de perfección absoluta del astro lunar, expli­cando su blancura en el reflejo que generaba la superficie terrestre y los cráteres como reflejo de los mares. Los primeros telescopios rudimentarios que se fabricaron en la Florencia renacentista die­ron por zanjada esta discusión, de manera tímida y casi en secreto, como un legado para la posteridad, teniendo en cuenta que el po­der de la Iglesia seguía siendo predominante y que desde el mismo clero se avalaba la teoría del reflejo.

Tanto Leonardo como Galileo descubrieron que la Luna era, en realidad, una superficie totalmente llana, aunque no consiguie­ron descifrar la presencia de montañas por las obvias limitaciones

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de la tecnología de la época. Pero ambos fueron los primeros en percibir lo que después Neil Armstrong bautizaría como Mar de la Tranquilidad, al aterrizar en la Luna y descubrir que, efecti­vamente, estaba pisando un terreno llano y que no se parecía en nada al planeta Tierra.

Más allá del intento controlador de la Iglesia católica, la astro­nomía en la Edad Media tuvo un desarrollo muy importante y acercó a la humanidad a ese astro de color blanco que se asoma cada noche. La Luna siguió generando fascinación y misterio, por lo menos para la astronomía de las tres culturas monoteístas, la musulmana, la judía y la cristiana, vinculadas estrechamente por el flujo de cultura en el Mediterráneo.

Era una época de verdadera obsesión de muchos estudiosos so­bre el origen de ese cuerpo celeste: a qué distancia estaba, cuál era su función en el origen de las mareas y hasta de qué manera la Luna podía influir en la salud y en el estado de humor de hombres y mujeres. Además, los eclipses lunares dejaban noches enteras en vela a centenares de astrónomos.

Durante el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, la ciencia astronómica avanzó mucho en el estudio de los eclipses, posibilitando a los aventureros de ultramar prever los eclip­ses lunares y planificar sus cartas de navegación de una mejor manera. Incluso al propio Cristóbal Colón este conocimiento le fue útil para sortear un problema durante su cuarto viaje al Nuevo Mundo. Transcurría el año 1504 y la tripulación del navegante genovés había quedado varada en Jamaica, sin agua ni alimentos, a disposición de los pueblos originarios locales, que se negaron a suministrarles los víveres necesarios para so­brevivir. Es aquí cuando Colón demostró que no sólo se nece­sitaba ser arriesgado para ser un buen aventurero y romper los

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límites, sino también acudir al ingenio. Se había traído para el viaje un libro donde constaban todas las tablas astronómicas y pudo observar que en unos pocos días se avecinaba un eclipse lunar. Tuvo suerte, también, porque podría haber sido otra fecha lejana de un inminente eclipse, pero como el calendario jugaba a su favor no perdió el tiempo y pidió reunirse con el líder de los nativos.

En esa charla, Cristóbal Colón le comentó que era consciente de la ira de Dios por su negativa a darles comida y que, si seguían con esa conducta, el mismo Dios haría visible su enfado con una señal. A los pocos minutos se produjo el eclipse lunar, en el cual la Luna quedó de color rojo y los nativos se asustaron como pocas veces. Fue motivo suficiente para que Cristóbal Colón y toda su tripulación accedieran a una copiosa cantidad de alimentos.

La Luna imaginadaEn ningún rincón del planeta y en ninguna civilización humana la Luna pasó desapercibida, sino al contrario. Cada cultura se valió de sus propios recursos y cosmogonías para dotarla de nombres, funciones prácticas, origen y futuro. Es decir, para construir sus propias ficciones y leyendas en torno a ella. ¿Pero en qué momen­to empezó el hombre a preguntarse sobre la posibilidad de viajar a la Luna? ¿Cuándo surgió la curiosidad por saber qué hay en ella, quiénes viven allí, cómo son, si nos ven o si nosotros, en algún momento, podremos verlos? ¿En qué momento de la humanidad nace el deseo de conquistarla?

Es difícil establecer un origen concreto a este tipo de preguntas que, posiblemente, estuvieron siempre en la mente del ser huma­no desde que existe como tal y, por ende, desde que puede ob­servar la Luna. Quizás fuese en el siglo II Luciano de Samósata,

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un escritor sirio que hablaba la lengua griega y es considerado precursor de la ciencia ficción, uno de los primeros en imaginar la posibilidad del hombre viajando a la Luna. En su obra más famosa, Relatos Verídicos, él mismo aparece como personaje en un viaje marítimo en el que, junto a sus compañeros de travesía, son arrastrados por fuertes vientos provenientes de un huracán que les hacen llegar a la Luna, justo en medio de una guerra entre el rey de la Luna y el rey del Sol, ambos luchando por la conquista de la Estrella de la Mañana.

Otra de las referencias más antiguas a la posibilidad de habitar la Luna se encuentra en el erudito inglés Alexander Neckham (1157­1217), precisamente en su libro De Rerum Natu-ris, en el cual dedica unas líneas específicas a esa marca en la superficie lunar que se veía desde la Tierra y que dio origen a múltiples leyendas. En esa obra, el autor menciona a un cam­pesino de la Luna que lleva espinas, una leyenda que muchos escritores ingleses posteriores retomarían, explicando que esas espinas habían sido robadas por este extraño sujeto para cons­truir un seto.

En la mitología medieval alemana aparecen un hombre y una mujer en la Luna. El primero es un ser desterrado a ese lugar como castigo por haber colocado espinas en el camino que hacía la gente a la iglesia, para evitar que pudieran acceder a la misa. La mujer también estaba desterrada por el pecado de hacer mantequilla en domingo, algo prohibido por la Iglesia medieval. Los castigos se propinan con azotes en las espaldas: una buena cantidad de espinas en la del hombre, un palo de batir mantequilla en la de la mujer.

Incluso parte de las historias que aparecen en la Biblia han sido usadas para tratar de explicar esa figura que se reflejaba

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en la superficie lunar y que la humanidad medieval concebía como un hombre habitando la Luna. Muchas leyendas decían que se trataba del famoso Caín, desterrado allí por haber asesi­nado a su hermano Abel.

La joven Kaguya­hime viaja de la Luna a la Tierra para ca­sarse con el emperador en un cuento popular japonés del siglo x. Incluso en la Divina Comedia de Dante aparece la Luna como la esfera más externa del Paraíso y a donde el poeta consigue llegar junto a Beatriz, tras un prolongado relato casi científico de las características del astro. Y su compatriota Ludovico Ariosto, en su famoso poema épico Orlando Furioso, incluye el viaje del ca­ballero Orlando por la Luna, llevado por San Juan Evangelista para que recupere su cordura tras el intento fallido de casarse con una princesa pagana.

Los avances notorios de la astronomía y de todas las cien­cias durante los siglos xvii y xviii trajeron a la humanidad la esperanza de que el hombre pudiera volar, y la Luna seguía apareciendo en muchos textos de ficción. Ese fue un motivo recurrente, sobre todo para la literatura satírica de esos siglos, en muchos pasajes de Cyrano de Bergerac, Francis Godwin o Daniel Defoe, donde en reiteradas oportunidades el humano que viajaba a la Luna se encontraba con seres extraterrestres estrambóticos y fascinantes.

Ya entre los siglos XVIII y XIX comienzan a hacerse visible en la imaginación de los escritores los viajes espaciales, en paralelo al avance de la ciencia y de la tecnología. El escritor emblemático de esta época es Julio Verne, con sus dos novelas De la Tierra a la Luna de 1865 y Alrededor de la Luna de 1870. Después vendrían en 1901 Los primeros hombres en la Luna, de H.G. Wells, y al año siguiente, Viaje a la Luna, un cortometraje con el que Georges Méliès inaugu­

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ró el género de la ciencia ficción en el cine y donde se imaginó a unos astrónomos colonizadores que viajan a la Luna para luchar contra sus habitantes.

Pero ni el cine de Méliès ni los selenitas que habitaban bajo la su­perficie lunar de Wells hubieran existido sin la imaginación de Julio Verne. En su primera novela sobre la Luna, Verne se transporta a los Estados Unidos después de la Guerra de Secesión, con un pro­yecto de fabricación de un cañón gigante que servirá para enviar un proyectil a la Luna. La idea del novelista francés era parodiar el espí­ritu grandilocuente de los norteamericanos de esos años. Dentro del proyectil viajarían tres personas: el presidente del Gun­Club Impey Barbicane, el capitán Nicholl y un aventurero francés llamado Mi­chel Ardan. El proyecto finalmente fracasaría porque el proyectil no lograría alcanzar la superficie lunar: al llegar a la órbita de la Luna, ésta lo absorbería de tal manera que lo convertiría en un satélite. Y los tres astronautas de Verne quedarían dentro y varados.

Unos cinco años después, Julio Verne retomaría la historia en Alrededor de la Luna, donde narra las peripecias de los tres aven­tureros a bordo del proyectil varado en la órbita lunar y cuenta cómo se las ingenian para regresar a la Tierra. Tras minuciosas investigaciones dentro del proyectil y los preparativos del plan de retorno, hay un estallido en la nave a causa del impacto contra un cuerpo celeste y los tres personajes consiguen acercarse lo sufi­cientemente a la superficie lunar como para descubrir la ausencia de vida pero sí restos y ruinas de antiguas civilizaciones selenitas que habitaban grandes ciudades. Al volver a la Tierra, los viajeros espaciales aterrizaban con el proyectil en el mar y eran rescatados por la marina estadounidense.

Muchos años después, en la previa del primer viaje real a la Luna, Neil Armstrong elegiría la historia de Julio Verne, entre

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tantas y tantas que se habían escrito a lo largo de la humanidad, como el antecedente más inmediato y concreto para que el ser humano vislumbrara lo que se avecinaba: que el hombre final­mente llegaría a la Luna y que volvería sano y salvo. Y que se­rían tres astronautas, tal como imaginó Verne, quienes lo harían posible. Y que serían rescatados al volver de la misma manera que en la novela del francés: en la inmensidad de un océano y por un barco.

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7. La muerte acecha

A medida que avanzaban los años 60, la carrera espacial dentro de la Guerra Fría creaba nuevos titanes mitológicos: los astro­nautas estadounidenses y los cosmonautas rusos. Ambos empe­zaban a ser vistos en todo el planeta como semidioses de carne y hueso: héroes nacionales y valerosos patriotas dispuestos a en­frentarse a lo desconocido en pos de la grandeza de sus respecti­vas naciones. Aventureros capaces de romper cualquier límite en el espacio aéreo y llegar a donde ningún ser humano había llega­do antes, arriesgando su vida sin la certeza de volver después de cada misión. El mundo asistía emocionado a este combate inédi­to cuyo ring era el espacio exterior y los luchadores superhéroes que pilotaban cohetes y que iban vestidos con trajes plateados y cascos enormes.

En ese contexto de propaganda y expectativas nacionales, la doble condición de piloto experimentado y de ingeniero bien for­mado le dio a Neil Armstrong la oportunidad de meterse ensegui­da en las instancias de fabricación y diseño de los simuladores de vuelo para las misiones Gemini y Apolo. Ya durante las primeras semanas como parte del segundo grupo de astronautas volvía a unir sus dos pasiones y a trabajar de manera intensiva en todas las fases del desarrollo: diseñaba, daba pautas para la fabricación y probaba como piloto.

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Armstrong asume galonesLa condición fundamental para tener éxito en las misiones era realizar simulaciones, todas las que se pudieran, para reducir al mínimo el margen de error durante la misión propiamente dicha. Esto se planteó de entrada y muy claro en el proyecto Ge­mini —nacido en 1962 como puente entre el Mercury y el Apo­lo— que implicaba la concreción de acoplamientos y encuentros de módulos en órbita. Consistía en garantizar el éxito de una serie de maniobras que la NASA veía como más complicadas y peligrosas que la puesta en órbita de una cápsula. Porque se tra­taba de perseguir objetos en el espacio para abastecerlos de com­bustible o de otros elementos, algo vital y de cuyo éxito dependía el futuro del proyecto Apolo. Es decir, del plan que llevaría por primera vez al hombre a la Luna.

Esta fue la causa por la que las autoridades evaluaron que la experiencia de Neil Armstrong como piloto, sumada a su arduo trabajo de siete años en el testeo de aviones experimentales en Ed­wards, eran razones sobradas para que el nuevo astronauta des­empeñara un papel activo en el desarrollo y en las pruebas de los simuladores de vuelo para Gemini. La NASA ya había construido el Centro de Naves Especiales Pilotadas en Houston, donde se probaban los componentes más importantes para los simuladores de vuelo. Pero el Cabo Cañaveral de Florida, aislado entre las playas y las olas del Atlántico, seguiría siendo la base para los lan­zamientos de cohetes.

Los compañeros de Neil Armstrong en esos años lo recordarán como una persona tranquila y reflexiva. Alguien obsesionado por llegar a comprender el funcionamiento de todos los mecanismos que estaban probando. Nunca hablaba de más y era muy callado, así que cuando él se expresaba todos hacían un silencio casi reve­

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rencial porque sabían que merecería mucho la pena escuchar lo que fuera a salir de su boca.

Pero como también era un hombre de acción, fue elegido junto a Dave Scott para comandar el Gemini VIII, para lo cual se en­trenaron durante seis meses. Era su primera misión como astro­nautas y la que muchos estudiosos consideraron durante décadas como la más compleja emprendida por el programa espacial esta­dounidense. Los dos salvaron su vida de milagro.

Gemini VIII. Al borde de la catástrofeA las 9:41 —hora local— del miércoles 16 de marzo de 1966, am­bos astronautas se abrochaban los cinturones dentro de una nave adosada a un cohete Titan II que estaba a punto de despegar del Cabo Kennedy. El antiguo Cabo Cañaveral había sido rebauti­zado así en 1964 en honor al presidente que prometió a los esta­dounidenses que llegarían a la Luna y que había sido asesinado en Dallas en 1963.

El objetivo de la misión Gemini VIII era conseguir un encuen­tro en órbita y realizar el primer acoplamiento espacial, a partir del cual la nave comandada por Armstrong se uniría al vehículo no tripulado Gemini­Agena. Estos dos objetivos tenían, básica­mente, una meta principal: que la misión sirviera como antece­dente para preparar el futuro alunizaje.

El lanzamiento fue transmitido en vivo y en directo por te­levisión para millones de estadounidenses que aguardaban an­siosos en sus casas el éxito de la misión. Una vez abrochado el cinturón dentro de la nave, Neil Armstrong experimentó una mezcla de ansiedad y de expectación, tan acostumbrado como estaba a que el despegue con aviones se hiciera de manera ins­tantánea y tan poco habituado a una espera que nunca se sabía

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lo que podía durar dentro de una nave espacial. Pero tanto el Titan II como el módulo no tripulado salieron a su debido horario y todo fue bien en el aire durante los primeros minutos de la misión.

A medida que ganaban metros y sobrevolaban la Tierra, am­bos astronautas se deleitaban con el espectáculo de diferentes tonos de azul y verde que veían al pasar por el Caribe y todas sus islas. Unas vistas que no pudieron disfrutar del todo porque estaban más preocupados por verificar que los motores funcio­naran correctamente. A la altura de Hawái se permitieron con­centrarse un poco más en el paisaje y justo cuando sobrevolaban Houston y estuvieron tentados en ubicar sus hogares, desde con­trol les avisaron que se centraran en seguir al Agena, que en ese momento se encontraba en una órbita más alta y a unos 2.000 kilómetros de distancia.

Pasaron más de dos horas hasta que la nave comandada por Armstrong consiguió estar en la misma órbita que el Agena. Una vez allí, los dos astronautas usaron un ordenador de a bordo para establecer cálculos de distancia e índices de recorrido. Hicieron ajustes y calcularon que podrían conseguir el acoplamiento apro­ximándose a una velocidad media y consumiendo la mínima can­tidad de combustible al momento de desacelerar para la aproxi­mación final.

A las tres horas del despegue y cuando sobrevolaban África, Neil Armstrong anunció a Houston que el Agena había entrado en el radar de manera permanente, lo que significaba que estaban listos para iniciar el acoplamiento. El comandante enfiló la nave con el morro hacia abajo y encendió los propulsores de popa. Solo faltaba visualizar el objetivo, que tardó en mostrarse pero que al final pudieron localizar a 120 km de distancia, a través de unas

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luces parpadeantes en la oscuridad que aparecían y desaparecían de manera intermitente.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Neil Armstrong pisó los frenos con cautela, cuidando de no pasarse de largo pero tampoco de no dejar que el módulo no tripulado se les escapara. Fue una maniobra certera y precisa que culminó en un acopla­miento exitoso y que marcó un hito en el programa espacial es­tadounidense. En el centro de control estallaron los vítores y los aplausos, las cadenas de televisión comunicaban el éxito al pueblo estadounidense y la efusividad era total.

El mantenimiento orbital de las dos naves acopladas conti­nuó de manera correcta y todo parecía ir bien para la misión. El Agena se mantenía estable y sin oscilaciones. Hasta que, de repente, el velocímetro dejó de funcionar y Armstrong recibió la orden desde la base de control de que, en caso de que el Agena se descontrolara, debía apagarlo y tomar el control total de la nave, que ahora estaba conformada por los dos módulos acoplados.

Fue la última orden que escucharían los astronautas durante los siguientes 20 minutos, cuando las comunicaciones se interrumpie­ron de manera sorpresiva. Al regresar la comunicación, Houston recibió este mensaje en la voz de Scott: «Tenemos problemas gra­ves. Estamos dando vueltas sin control. Nos hemos desacoplado del Agena». Habían entrado en fase nocturna y la visión del ex­terior era escasa, por no decir nula. Y la decisión de desacoplar la nave del Agena fue del comandante Armstrong, con el consi­guiente movimiento de aceleración brusca para evitar un choque inminente contra el módulo recién desacoplado. Pero este movi­miento significó que ambos astronautas perdieran el control de su nave y que ésta empezara a girar sin control.

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Una vez que consiguieron estabilizarla y retomar los contro­les, tras una maniobra ideada por el comandante —desactivar los sistemas de control traseros y usar solo los delanteros— llegó la orden de Houston de abortar la misión y regresar al Pacífico Oeste: se optó por salvar a la tripulación y a la nave, volver a casa y aceptar la decepción de haber dejado algunos objetivos incumplidos. Neil lo sabía y estaba preparado para afrontarlo, pero igualmente se decepcionó consigo mismo.

Los astronautas iniciaron un descenso estrepitoso y al ingresar a la luz diurna vieron las montañas del Himalaya y sintieron como si toda esta cadena monstruosa se les echara encima en cuestión de segundos. Por suerte, el paracaídas principal de la nave se abrió a tiempo. La cápsula fue descendiendo lentamente y cayó al agua en el mar de la China oriental, a unos 800 kilómetros al este de Okinawa. Enseguida llegó el avión de rescate C­54 y varios buzos de la Armada saltaron al agua, provistos de un collar de flotación con el cual rodearon a la nave.

Dudas y desconfianzaSalvaron su vida de milagro y volvieron tristes, sobre todo Neil Armstrong con su propio desempeño como comandante. No pu­dieron cumplir con el objetivo principal tal como lo hubiesen que­rido. Los medios de comunicación estadounidenses adjetivaban la experiencia con palabras como «pesadilla» o «locura». Y dentro del grupo de los Nuevos Nueve no tardaron en llegar los cues­tionamientos hacia el astronauta Armstrong, en el marco de una competitividad extrema en el que todo el equipo se veía envuelto y donde cada uno luchaba por ser el mejor.

Que si era un piloto civil, que por qué no hizo esto o aquello, que si se apresuró o que no tomó las decisiones correctas. Los aná­

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lisis de este tipo eran muy comunes entre los astronautas después de una misión fracasada, incluso si morían tripulantes. La carrera espacial penetraba en lo más hondo del espíritu de sus principales artífices y no había discusión en la que no salieran a reflotar las críticas y los errores de otros compañeros. El nivel de competiti­vidad era feroz y había que estar preparado mental y físicamente para asumirlo y aguantarlo. Aunque una vez a bordo y en plena misión, todos funcionarían como un equipo perfecto y aceitado, de eso no había ninguna duda.

Tras la misión fallida, desde las altas esferas de la NASA e incluso entre muchos compañeros astronautas rondaba la idea de que en semejante situación de oscuridad poco se podía hacer y que Neil Armstrong, en realidad, tomó las decisiones acerta­das. De lo contrario, estaría muerto. Había opiniones dividi­das, pero el balance de la operación fracasada del Gemini VIII, en lo que respecta a Neil Armstrong, era que había mantenido su temple en una situación de extrema peligrosidad y que había seguido adelante pese a conocer los riesgos que corría. Como buen aventurero que no tiene miedo a nada y que mantiene un carácter de acero para resolver situaciones complejas con total serenidad.

Semanas después de la misión, Neil Armstrong y Dave Scott recibieron de parte de la NASA la Medalla por el Servicio Dis­tinguido. A Neil le aumentaron el sueldo 678 dólares, ubican­do su salario anual en 21.653 dólares y convirtiéndole, en ese momento, en el astronauta mejor pagado de Estados Unidos. Y el premio mayor: un desfile en su Wapakoneta natal, pobla­ción orgullosa de que su hijo nativo fuera un héroe del espacio. Asistió de mala gana junto a su mujer Janet, no tanto porque no disfrutara de la exposición pública —que no lo hacía—,

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sino porque 13 semanas después de que sus vecinos siguieran con emoción el vuelo del cohete por televisión, a él todavía le rondaba por la cabeza el hecho de no haber tenido una misión exitosa. No descansaría en paz hasta lograr la excelencia.

Enseguida fue nombrado comandante de reserva de la mi­sión Gemini XI, otra de las fases importantes de este proyecto puente entre el Mercury y el Apolo. Seguiría este vuelo desde el control de comunicaciones de Houston. Fue una misión su­mamente exitosa, tanto en las maniobras de encuentro orbital como en las de acoplamiento. Además, se alcanzó el récord mundial de altitud con 1.370 kilómetros, superando los 764 que habían conseguido dos meses antes John Young y Mike Collins, uno de los astronautas elegidos posteriormente para la misión de alunizaje.

El último vuelo del proyecto Gemini fue el XII y lo llevaron a cabo Jim Lovell como comandante y el piloto Buzz Aldrin, quien más adelante sería el segundo hombre en pisar la Luna. Consiguieron un encuentro en órbita con 59 vueltas alrededor de la Tierra y una exitosa actividad extravehicular ejecutada por Aldrin en un lapso de cinco horas.

Otra inesperada decepciónYa no había dudas: era el momento estadounidense en la carrera espacial y el sueño de derrotar a los soviéticos estaba cada vez más cerca. El proyecto Gemini fue todo un éxito y cumplió con todos los objetivos esperados de ser puente hacia el proyecto Apolo, el que llevaría al hombre a la Luna por primera vez en la historia de la humanidad.

Con ese ambiente, nadie se esperaba el accidente fatal de finales de enero de 1967, durante la primera misión del programa Apolo.

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La tripulación formada por los astronautas Gus Grissom, Ro­ger Chaffee y Ed White, a bordo del Apolo 1, se preparaba para un último ensayo del lanzamiento que se haría tres semanas des­pués allí mismo, en el Centro Espacial Kennedy de Florida. Se consideraba un ensayo sin peligros, pues la cápsula no estaba co­nectada a ningún depósito de combustible y se habían desactivado las cargas explosivas usadas para abrir la escotilla. Pero cuando estaban atados en sus puestos, Grissom percibió un olor desagra­dable en el aire que circulaba por su traje.

Se detuvo la cuenta atrás. Se hicieron las comprobaciones ne­cesarias y no se descubrió una causa para ese olor extraño —más tarde se comprobaría que no había tenido nada que ver con el accidente—. La prueba siguió adelante, pero minutos después, fueron las comunicaciones las que daban problemas. Tras solu­cionar este nuevo contratiempo, todo parecía listo para proceder. Pero mientras los astronautas repasaban su lista de tareas, una chispa inició una gran explosión. En pocos segundos, los tres estaban muertos.

Las investigaciones posteriores descubrieron que la causa del accidente fue un cable eléctrico desgastado, situado en el com­partimento de la nave. Una chispa del cable entró en contacto con material inflamable y en una atmósfera con un 100 por cien­to de contenido de oxígeno el desastre se desató en segundos. Los tres astronautas murieron asfixiados por inhalación de gases tóxicos.

Este accidente sirvió de precedente para replantear algunas cuestiones técnicas dentro de la NASA. A partir de entonces, en las plataformas de lanzamiento las cabinas tendrían solo un 60 por ciento de oxígeno y un 40 por ciento de nitrógeno. Además, los astronautas respirarían oxígeno con circuitos independientes

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de los trajes y el nitrógeno de cabina se iría eliminando durante el ascenso.

Mientras tanto, el resto del grupo de astronautas llorarían a sus amigos, con quienes compartían vecindario en las afueras de Houston, con quienes habían cenado y bebido copas tantas veces, al mismo tiempo que seguían con la mente puesta en el objetivo: figurar entre los elegidos para protagonizar el primer alunizaje de la historia mundial.

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8. Neil Armstrong como modelo americano

Tal era la obsesión de Estados Unidos por llegar a la Luna que, desde que John F. Kennedy lo asumiera como un compromiso en su discurso como flamante presidente de 1961, la nación desti­naría 5.000 millones de dólares por año a su programa espacial. Este presupuesto se mantuvo tras el famoso magnicidio de Da­llas y en 1967 se calculaba que había más de 400.000 personas que trabajaban en algún aspecto relacionado con el programa Apolo, tanto en la órbita de la NASA como en otras empresas subcontratadas.

Mucho antes de ser nombrado como astronauta de la NASA, Neil Armstrong había hecho una primera aproximación como piloto de prueba para estudiar un futuro alunizaje. El efecto del discurso de Kennedy sobre los esfuerzos que haría Estados Uni­dos por ser el primer país del mundo en pisar la Luna había llegado hasta Edwards. En aquel momento, Armstrong sacó a relucir sus dotes de ingeniero para estudiar cómo conseguir lle­var un vehículo hacia allí y comprobó que la clave del éxito era conseguir sortear un campo gravitatorio completamente diferen­te al de la Tierra.

Ahora, como astronauta afincado en Houston y bajo la vo­luntad de la NASA de fabricar vehículos de entrenamiento, Armstrong retomó sus investigaciones sobre el alunizaje. Y tra­

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bajó de manera constante y sin descanso en el diseño y en la ingeniería de los diferentes modelos que se fueron fabricando, realizando todas las pruebas y testeos correspondientes de cada uno. Incluso muchas de esas pruebas de alunizajes simulados las haría junto a Buzz Aldrin, sin que ellos ni nadie supieran aún que serían efectivamente los primeros hombres de la Tierra en pisar la Luna.

Un carácter moldeado por las experienciasEn uno de esos vuelos en los que probaba un vehículo de entrena­miento, Armstrong estuvo otra vez a punto de perder la vida. Algo que a esta altura de su carrera de aviador y de astronauta parecía ser una constante, pero que nunca lo detuvo en su afán de aventu­rero. Al contrario: reforzó su temple y su frialdad para resolver las situaciones más extremas.

Se trataba de una máquina muy peligrosa y a la que no estaba acostumbrado, sobre todo porque no tenía alas y, por lo tanto, con ella no se podía planear ni aterrizar en caso de que fallaran los propulsores o el motor. Además era una nave que debía subir a una altitud no menor de 150 metros para que la prueba resul­tara efectiva, lo que significaba un riesgo considerable para el piloto.

La prueba se realizó el día 6 de mayo, unos 14 meses antes del alunizaje del Apolo 11. Durante los últimos 30 metros del descenso, Armstrong sintió que perdía el control del vehículo y que este empezaba a desbandarse. No había manera de contro­larlo y tuvo que recurrir al asiento eyectable durante los breves segundos que le quedaban para escapar con vida. Tuvo suerte de que el sistema del asiento eyectable funcionaba a través de cohetes que lo elevaron a una altura suficiente como para que

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pudiera desplegar el paracaídas sin problemas, ya que consiguió salirse a 15 metros del suelo y segundos antes de que el módulo se estrellara y se hiciera añicos.

Al otro día, Neil Armstrong siguió como si nada hubiese ocurrido y en pocos meses recibiría la noticia que cambiaría su vida para siempre. Las fases del programa Apolo estaban en marcha y él sería el elegido como comandante para la misión Apolo 11 junto con Mike Collins y Buzz Aldrin. Si todo iba bien en las fases previas, la misión que comandara Neil Arm­strong sería la que intentaría el primer alunizaje de la historia mundial.

Efectivamente, el vuelo del Apolo 8 transcurrió con todo éxi­to, sobrevolando durante 6 días un total de 2 órbitas terrestres y 10 lunares. El trío de astronautas conformado por Frank Bor­man, James Lovell y William Anders hizo historia: fueron los primeros seres humanos en romper las barreras de gravedad de la Tierra y demostraron que los astronautas eran capaces de re­correr los casi 400.000 km que separaban a la Luna de la Tierra. Además, probaron con éxito maniobras de seguimiento de una nave a mucha distancia y de orbitación de la Luna. El terreno estaba preparado.

Después de este éxito, el Apolo 9 y el Apolo 10 se pautaron como pruebas de investigación para garantizar el alunizaje del Apolo 11. Durante la misión del Apolo 9, la tripulación se dedicó a probar la capacidad del módulo lunar para separarse del módulo de mando, navegar, rotar y volver a a acoplarse, permitiendo que los astro­nautas pasasen de uno a otro módulo. Apolo 10, por su parte, fue un ensayo final completo de la misión en la que iría Armstrong, al que solo le faltó el alunizaje propiamente dicho.

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meros indicaban que Buzz Aldrin tendría ese honor, sobre todo porque en la gran mayoría de las misiones del programa espacial el comandante era el que se quedaba en la nave y su compañero quien se movía. Los periódicos ya anunciaban el nombre de Al­drin y algunos astronautas también lo comentaban off the records con los periodistas.

Pero meses después empezaron a circular otros rumores que contrapesaban la versión inicial y el nombre de Neil Armstrong apareció en todas las oficinas de la NASA y en el Centro de Naves Espaciales Tripuladas de Houston. Lo primero que se dijo —y que después acabó confirmándose— era que el gobierno de Estados Unidos prefería a un civil y no a un militar como la imagen del primer hombre en la historia pisando la Luna.

Mientras el rumor sobre Neil crecía, tanto Buzz Aldrin como su padre Gene —con buenos contactos en la NASA y el Pentágo­no— empezaron a hacer una ronda de llamadas y reuniones para torcer la balanza y convencer a todo el mundo de que Buzz era el indicado para dar el primer gran paso. El astronauta estaba furio­so y desconcertado, al contrario que Armstrong, quien se mante­nía en silencio sepulcral, sin dejar ver sus emociones al respecto.

Aldrin o Armstrong: el debate en la NASALa duda se mantuvo hasta que las autoridades de Houston lo comunicaron de manera oficial, argumentando que la decisión respondía a una cuestión jerárquica: Armstrong era miembro del segundo grupo de astronautas, que iba por delante del de Aldrin y, por lo tanto, era justo que fuera el primero en pisar la Luna. Esto calmó bastante el enfado de Buzz. La ausencia de afán de protagonismo y notoriedad del propio Neil ayudaron también a apagar el fuego de la envidia.

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Preparados para el alunizajeEl 9 de enero de 1969 la NASA hizo pública su decisión de que Armstrong, Collins y Aldrin fuesen los astronautas norteame­ricanos que intentarían el alunizaje. Había mucha confianza en el programa espacial y cada vez menos preocupación por el enemigo soviético, que parecía haberse atrasado después de tantas victorias y que miraba con envidia y recelo el avance estadounidense. No es que los rusos desestimaran la Luna. Por el contrario, después de tantas victorias en la carrera espacial, esperaban una respuesta contundente de parte de los estadou­nidenses y comenzaron a trabajar para ganarles de mano, otra vez. Pero todos sus intentos de alunizaje no serían nada compa­rado con el logro del Apolo 11.

Los soviéticos comenzaron enviando satélites no tripulados. En 1959, el Luna 3 envió imágenes de la superficie lunar y el Luna 9 consiguió alunizar en 1966. Le siguió el Luna 10 como el primer satélite artificial de la Luna. Hasta que llegó el Apolo 11 y esa esfera redonda y blanca que los seres humanos vemos cada noche pasó a pertenecer a los estadounidenses. De todas formas, los rusos lo siguieron intentando con el vehículo robotizado Lunokhod 1, que realizó un alunizaje exitoso el 17 de noviembre de 1970. Pero el éxito de la misión comandada por Neil Armstrong consiguió opacar de tal manera este logro científico ruso que mucha gente ni siquiera sabe de la existen­cia de este satélite, todavía presente en la superficie lunar y que continúa activo después de casi 40 años.

Tras el anuncio de la misión norteamericana para el aluni­zaje, todavía no estaba decidido quién sería el primer hombre en pisar la Luna, por lo que la pregunta obvia de un periodista durante la rueda de prensa quedó sin responder. Todos los nú­

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puertas de oficinas protestando y gritando porque no lo habían elegido a él. Y es bastante posible que los rumores iniciales que dejaron correr antes de confirmar la noticia a los astronautas formaran parte del testeo de ambas personalidades e incidieran en el momento de tomar la decisión final. Como si se tratara de una de las tantas pruebas, como la centrifugadora o la cámara oscura.

Con Mike Collins no había problema porque estaba decidido que él no pisaría la Luna sino que comandaría el módulo de aco­plamiento para que sus compañeros regresaran tras el aluniza­je. La postura de Neil Armstrong respecto a quién debía ser el primero llegar a la Luna ratificó la decisión norteamericana de vender el modelo que querían. Para él no existía diferencia entre los soportes que separaban a los astronautas de la superficie lunar y eran iguales los tres metros de aluminio de las patas con las que aterrizarían en el módulo de navegación que los tres centímetros de suela de plástico de sus botas.

Esto era, precisamente, lo que necesitaba vender Estados Uni­dos a todo el mundo: un héroe sin ego ni ambiciones personales, un norteamericano de clase media que huía de la fama, un ciuda­dano comedido y humilde que reflejaría una empatía inmediata con todo el pueblo estadounidense y, por extensión, con el mundo entero. El gobierno buscaba a alguien con quien el ciudadano me­dio se identificara de forma inmediata. Esto era clave para ven­der su filosofía del American way of life y esa meritocracia de que si quieres algo, sueñas con ello y te empeñas lo suficiente, puedes conseguirlo.

Pese a su reticencia a la fama, Neil Armstrong sí sabía, al igual que Buzz Aldrin, que los aplausos, las lágrimas, las crónicas y los libros irían dedicados en su mayoría al primer hombre en pisar

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Este carácter tan particular de Neil Armstrong también fue clave para que la NASA lo eligiera para ser el aviador que es­trenó la Luna. Reunía una hoja de vida ideal para ser el arque­tipo de hombre americano que Estados Unidos quería vender al mundo: un americano blanco de ojos azules y con el pelo rubio bien corto, una expresión casi siempre inalterable que refleja­ba una personalidad racional y analítica, una tendencia a la ti­midez y el perfil bajo propio de un héroe genuino. Nunca una palabra de más, nunca un intento por figurar en los medios de comunicación ni por tener visibilidad. Un currículum impecable como piloto e ingeniero. Según los cálculos de la máquina pro­pagandística estadounidense, todos esos elementos harían que el pueblo estadounidense y el mundo entero se enamorara de Neil Armstrong.

Había una cuestión técnica también en la elección y que te­nía que ver con la estructura interior del módulo lunar, un cri­terio de ingeniería que también comprendió Aldrin y que im­plicaba que era mucho más efectivo y menos arriesgado que el comandante saliese primero y, minutos después, su compañero. En las maniobras del programa Gemini, el que salía primero a hacer actividades extravehiculares era el copiloto, situado a la derecha de la nave. Pero en las pruebas para el alunizaje, comprobaron que implicaba un riesgo muy grande seguir este protocolo, de modo que redactaron uno nuevo para el progra­ma Apolo.

De todas formas, para muchos de los involucrados en el pro­grama espacial esto era solo un argumento que la NASA creó para acallar las protestas de Aldrin. Porque también era verdad que si la decisión de la NASA hubiese sido la contraria, nadie hubiera visto a Neil Armstrong haciendo llamadas o golpeando

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la Luna. Y que representaba un símbolo que se jugaba dentro de Estados Unidos y en la carrera espacial contra la Unión Soviética. Porque el objetivo no era sólo llegar a la Luna, sino también con­seguir que el mundo se enamorase de Neil Armstrong, tanto o más que lo que lo hizo con Yuri Gagarin.

Por aquel entonces, el cosmonauta soviético ya había fallecido, tras estrellarse con su caza de entrenamiento. Su incapacidad para asimilar tanta fama le había desgastado hasta el punto de tener problemas con el alcohol y empeorar las relaciones con sus perso­nas más cercanas, en especial su esposa. Gagarin murió como un héroe que, aparentemente, no era feliz. Si Armstrong tenía que recoger su testigo como nuevo símbolo del espacio, al menos ya sabía cómo esa aventura podía afectarle si no conseguía lidiar con la fama mundial.

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9. Rumbo a la Luna

Cuando un piloto está volando en un avión y ve pasar algún ob­jeto a su lado es cuando toma una dimensión sensitiva de la ve­locidad a la que transita. En el espacio, los objetos circundantes siempre están demasiado lejos de una nave y un astronauta sólo puede calcular la distancia con respecto a ellos, pero nunca tener una sensación real de la velocidad a la que navega cuando mira a través de la ventana. Mientras tanto, la Tierra se va haciendo cada vez más pequeña a sus pies.

Esta era la visión cósmica que los tres astronautas del Apolo 11 tenían con respecto a nuestro planeta tras el despegue. A medida que ascendían, la visión iba variando: primero el horizonte, des­pués un arco mayor, finalmente la esfera completa. Y el propio Neil Armstrong, al ver por primera vez en su vida a la Tierra en la que vivió toda su vida desde el exterior, al comprobar la redondez de su esfera en vivo y en directo, pensó que no existían razones lógicas para regresar. Es decir, que lo más probable era no hacer­lo. Y que el éxito del regreso dependía de un compromiso con la excelencia, tanto de sí mismo como comandante como de sus dos copilotos.

Porque ni bien comenzaron el entrenamiento para la misión, los astronautas sabían que podrían simular en Tierra muchas de las acciones que luego realizarían en la Luna. Pero también te­nían muy claro que habría otras maniobras que sería imposible

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simular porque, para empezar, no había antecedentes a los que aferrarse. Y uno de esos aspectos que no podían prever era el regreso: nadie había estado en la Luna antes y, por ende, nadie había regresado.

Probar, errar, corregirDurante las pruebas, Armstrong y Aldrin se colocaban los trajes y cascos que usarían durante su actividad extravehicular en la superficie lunar, practicaban la recogida de muestras geológicas y el diseño de todos los experimentos planteados. Lo hicieron las veces suficientes hasta que se sintieron cómodos y seguros de su capacidad de cumplir con éxito la misión. En el alunizaje dependían por completo de la eficacia de los trajes presurizados, de modo que se tomaron todo el tiempo necesario para testear su calidad y acostumbrarse a ellos, hasta alcanzar la comodidad corporal para hacer todo tipo de movimientos —al menos en el falso suelo lunar de grava de las salas de entrenamiento del Cen­tro Kennedy—.

Otra parte decisiva en la preparación de la misión era el entre­namiento en los simuladores de vuelo. Antes de viajar a la Luna, Neil Armstrong pasó 174 horas en el simulador del módulo de mando y servicio y 383 horas en el simulador del módulo lunar. Y fueron solo 34 las horas que pasó probando el vehículo de inves­tigación para el alunizaje. La preocupación del comandante era bastante clara: llegar y regresar.

Utilizaba un sistema de prueba­error que consistía en inten­tar que aparecieran de manera constante todo tipo de proble­mas con los simuladores de vuelo. Era la manera más efectiva de investigar y de aprender de los mismos, con tal de reducir al mínimo el margen de errores durante la misión. Los encar­

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gados de fabricar los simuladores siempre trataban de que se parecieran al máximo a lo que serían los módulos reales y, por lo tanto, evitar cualquier tipo de error durante las pruebas para garantizar su máxima efectividad. Neil Armstrong pensaba en el sentido opuesto y su pericia de ingeniero acabó dándole la razón.

La misión previa al Apolo 11 partió el 18 de mayo de 1969 y duró 8 días. Los protagonistas fueron Tom Stafford, John Young y Gene Cernan, tres veteranos del Gemini. Significó el ensayo perfecto para un alunizaje exitoso y se lograron nuevos records: el primer desacoplamiento dentro de la órbita lunar, el primer acoplamiento de módulos en una trayectoria trans­lunar y el primer acoplamiento tripulado de los módulos en la órbita lunar, clave para la futura misión. Lo único que le faltó hacer al Apolo 10 fue alunizar, aunque seguía habiendo aspec­tos inciertos y desconocidos para los astronautas que irían a la Luna, lo que hacía más peligrosa pero también más cautivante la aventura.

Una enorme expectativa mediáticaEl 5 de julio de 1969, los tres astronautas del Apolo 11 salieron de Florida rumbo a Houston para atender a los medios de comuni­cación. De las 37 preguntas que respondieron, 27 fueron dirigidas al primer hombre que pisaría la Luna. La noticia estaba centrada, evidentemente, en Neil Armstrong, quien ya tenía en mente nom­brar al lugar de alunizaje como Base Tranquilidad, aunque no lo dijo en rueda de prensa, sino que lo comentó a un círculo muy pequeño en la NASA.

Lo que sí se supo en esa rueda de prensa es que un alto comité había decidido que Neil y Buzz dejarían en la superficie lunar al­

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gunos objetos a modo de obsequio. Una placa que inmortalizaba el día que el hombre pisó la Luna y donde se remarcaba que la humanidad llegaba «en son de paz», un disco con la impresión electrónica fotográfica de las cartas de varios jefes de estado y una bandera norteamericana.

Ya estaba dando vueltas entre la opinión pública estadouni­dense el concepto de «descubrimiento» para definir la expedición que iniciaría el Apolo 11. Y muchos no tardaron en comparar la llegada del hombre la Luna con la llegada de Cristóbal Colón a América. Se equiparaban ambas aventuras como dos hechos in­éditos y que marcarían un antes y un después en la historia de la humanidad.

—Creo que vamos a la Luna porque el ser humano afronta desafíos por naturaleza. Es la naturaleza de las profundidades de su alma —dijo Armstrong en aquella rueda de prensa.

Sintetizaba el espíritu aventurero de toda la humanidad y trataba de buscar una explicación filosófica a la inminente mi­sión. Desde ese mismo momento, el astronauta se convertía en uno de los mitos más importantes del siglo xx en Estados Uni­dos, casi a la altura de un oráculo misterioso, una personalidad profunda y difícil de encasillar que pronto sería la primera en pisar la Luna.

Para finalizar, se anunció a la prensa que el módulo lunar se llamaría Eagle —por el águila de cabeza blanca, un símbolo muy estadounidense— y que el módulo de mando sería el Co­lumbia, el mismo nombre de la nave espacial de la novela de Julio Verne en la que el hombre viajaba a la Luna y que se había publicado 100 años atrás. Además, Columbia era el nombre del distrito donde se encuentra Washington, la mismísima capital estadounidense.

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Un texto firmado por Neil Armstrong y publicado en la re­vista Life un mes antes del despegue del Apolo 11 ayudó a ali­mentar su perfil de aventurero. Escribía que esta misión «ilu­minará a la raza humana y nos ayudará a todos a comprender que somos un elemento importante de un universo mucho más grande de lo que normalmente podemos ver desde el porche de casa». Y quedó para la historia su propia definición del pla­neta Tierra como una nave espacial: «Se trata de una muy peculiar, ya que lleva a la tripulación fuera en lugar de dentro. Es bastante pequeña y describe una órbita alrededor del Sol. Sigue un recorrido en torno al centro de una galaxia que, a su vez, describe una órbita y una dirección desconocidas a una velocidad no especificada, pero con una tremenda rapidez de cambio, posición y entorno».

El 16 de julio de 1969 fue la fecha fijada para el despegue del Apolo 11 desde Cabo Kennedy. Y ya desde varios días antes, una franja de gente que se estimó entre las 750.000 y el millón de personas colmaron los alrededores de la base aeroespacial para presenciar en vivo el acontecimiento histórico. Nunca más un lanzamiento espacial congregaría tanta cantidad de gente en un mismo lugar.

Un hasta luego... o un adiósLa noche en la que Neil Armstrong estaba a punto de salir de su casa en Houston para trasladarse a la base espacial del lan­zamiento del Apolo 11, su hijo Ricky tenía doce años y Mark, el pequeño, seis.

Los niños, en teoría, dormían. Janet fumaba y estaba muy nerviosa, mientras lo que pasaba dentro de la mente del padre de familia seguía siendo un misterio: mantenía su temple sere­

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no y su rostro impasible mientras terminaba de armar la male­ta para partir rumbo a su misión.

Según Neil acababa de acomodar las últimas cosas de su equi­paje, Janet se le acercó y le pidió que por favor hablara con sus hijos. Estaba claro que Armstrong pensaba marcharse sin hacerlo, no quería despertarlos o no tenía mucho qué decirles. Ellos eran pequeños pero sabían muy bien los riesgos que corría su padre y que era posible que jamás volvieran a verlo. Ya habían vivido a través de los nervios de su madre las muertes cercanas de otros astronautas. Eran perfectamente conscientes de lo que estaba pa­sando y de lo que podía suceder con Neil.

El astronauta de Wapakoneta creía que estaban dormidos o al menos eso le comentó a su mujer, casi sonando a una excusa, pero no lo estaban. Janet lo sabía y es bastante probable que Neil también. Minutos más tarde, los cuatro integrantes de la familia Armstrong se sentaban alrededor de una mesa con los ojos bien abiertos e insomnes, en los minutos previos a que el astronauta abandonara la casa para la expedición a la Luna. La preocupación de Janet era saber qué probabilidades había de que los niños volvieran a ver a su padre con vida. Y conocía que la respuesta no era segura al ciento por ciento. No quería que sus hijos crecieran sin un padre, como había pasado con los hijos de los astronautas del Apolo 1. Por eso insistió, suplicó, imploró a su marido que hablara con sus hijos antes de partir. Y lo consiguió.

Neil les contó a Rick y Mark que la llegada a la Luna no era del todo segura. Les explicó en qué consistía la cuarentena y respon­dió algunas otras preguntas del más pequeño. Fue Ricky, mayor, más desconfiado, más consciente de la situación, el que fue directo al grano tan solo en su primera pregunta a su padre:

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—¿Volverás?Neil le respondió que tenía mucha confianza en la misión y que

sí, que la idea era volver. Rick contraatacó:—¿Existe la posibilidad de que no vuelvas?Y su padre le dijo que sí. De esta manera, los dos pequeños esta­

ban preparados por si las cosas salían mal para el Apolo 11.Muchos años después y en su época adulta, Rick recordaría

con mucho cariño esa charla con su padre y volvería a ese niño de 12 años que confiaba mucho en la misión, por lo que no había tomado ese momento como una despedida. Y desestimaba la su­puesta frialdad de su padre, considerándolo siempre un compa­ñero presente en su vida y un hombre muy afectuoso y cariñoso con sus hijos.

Mark, por su parte, pensaba que sus padres los habían re­unido en el comedor porque habían hecho alguna travesura y los iban a reñir, ya que ese rincón de la casa solo se usaba para cosas formales y apenas transitaban por ahí. Recordaría a su madre tratando de mostrar la compostura ante sus hijos en todo momento, a pesar del evidente terror que sentía en su fuero interno.

El lanzamientoLos agricultores alquilaban sus terrenos para que los coches pu­diesen aparcar. Algunos vendían pergaminos que imitaban la tipografía Old English y que servían como certificados de asis­tencia. También se podía adquirir por dos dólares con cincuenta céntimos unos bolígrafos espaciales fabricados para la ocasión. El humo de las barbacoas cubría el ambiente caluroso de más de 30 grados en aquella zona costera de Florida. El público colmaba hasta el último trozo de tierra libre y aguantaba los embates del

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sol y los mosquitos. Nadie se lo quería perder. Todos estrenaban flamantes prismáticos y telescopios, nuevos modelos con lentes mejoradas y con los que pretendían ver todos los detalles del lan­zamiento hasta donde pudiesen. En Cabo Kennedy no había pal­mo de arena, embarcadero o escollera que no estuviera cubierto por seres humanos.

Tres horas antes del despegue, Armstrong, Collins y Aldrin eran asistidos por el equipo técnico de la misión y les ajustaban sus respectivos cascos a las anillas de sus cuellos. Oficialmen­te, comenzaba la misión para los tres. Que sus cabezas estu­viesen cubiertas con estos cascos significaba que sus pulmones dejaban de respirar aire exterior y que sus oídos solo podían percibir aquellas voces que penetraban sus trajes espaciales de manera electrónica. El mundo visible estaba filtrado por el re­vestimiento del casco y, a partir de ahora, los olores y sabores que percibirían serían los de las cápsulas alimenticias que la tecnología de la industria aeroespacial había preparado para ellos.

Con los nuevos sentidos alterados, fuera de este mundo y ya mentalmente en el espacio exterior, los tres astronautas salieron caminando con unas botas protectoras de color amarillo y subie­ron a una furgoneta especialmente climatizada con la que recorre­rían los 13 km que los separaban de la plataforma de lanzamiento 39, donde los esperaba el cohete Saturno V.

Armstrong, Collins y Aldrin subieron por el ascensor de la to­rre contigua al cohete, cruzaron la pasarela, echaron una última mirada al cielo desde tierra e introdujeron sus cuerpos dentro de la cabina. Ya no había marcha atrás, solo quedaba esperar. Desde el exterior, todos los espectadores televisivos y los agrupados en Cabo Kennedy contaban en el interior de sus cabezas hasta cero.

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Se activaron los motores del cohete Saturno V y una enorme lla­marada apareció en la base del enorme cilindro puntiagudo. Los últimos brazos de la plataforma que todavía sujetaban el cohete se apartaron para permitir su despegue: todos los pasos salieron según lo previsto.

El Saturno V se elevó en línea recta, apuntando al cielo, cru­zando las nubes a su paso, abriendo camino hacia el mundo ex­terior. Mientras tanto, más de 600 millones de personas frente a un aparato de televisión en todas partes del mundo sentían su piel de gallina al ver el despegue del cohete para la misión lunar. Los soviéticos miraban atentos y seguían esperando el fracaso de una misión que, en caso de resultar exitosa, los relegaría al segundo lugar dentro de la carrera espacial.

A las 10:58, justo dos horas y 26 minutos después del despegue, la base de control dio la autorización al Apolo 11 para iniciar la fase de inyección translunar, lo que significaba abandonar la ór­bita de la Tierra y emprender el viaje por el espacio profundo. El cohete tomó una velocidad de 36.000 km/h y salió disparado a una potencia descomunal de la órbita terrestre.

El ruido del eco de este movimiento resultó bastante insopor­table para los astronautas durante unos 30 minutos. En ese lapso de tiempo, apenas pudieron oír alguna palabra suelta de lo que les comunicaban por radio. Los ejes vibraban y la estabilidad de la nave era un poco débil, pero poco a poco todo se acomodó y el ruido bajó de forma considerable.

El que tenía más trabajo durante la fase de abandono de la ór­bita terrestre era Mike Collins, cuya función de piloto de mando era separar el Columbia del S­IVB, el tercer tramo del cohete. Y, una vez hecho, acoplarlo al módulo lunar Eagle para seguir el viaje. Debía tener mucho cuidado de no dañar el frágil fuselaje del

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de unas fronteras que, desde el espacio, no alcanzó a ver en nin­gún momento. Si viajar ayuda a cambiar nuestra concepción de los lugares, abandonar la esfera terráquea permitió a Neil Arm­strong recalibrar su perspectiva sobre la realidad que le rodeaba. Esa posición privilegiada sobre nuestro mundo era ya suficiente recompensa a todos los esfuerzos que le habían llevado hasta esa misión. Pero Armstrong quería más. De momento ya había visto su querida Tierra desde el espacio, como lo hizo Gagarin. Y aho­ra estaba a punto de ver la Luna desde donde nadie nunca antes la había visto jamás. Y toda la gente que vivía en ese pequeño y colorido planeta que ahora abandonaba seguía los detalles desde la pantalla de sus televisores.

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Eagle y de mantener en condiciones toda su estructura de patas largas, antenas y propulsores.

La labor de Collins fue vital en estos momentos. Si la sepa­ración o el acoplamiento no se producían, no les quedaría más remedio que regresar a la Tierra y abortar misión. Los riesgos de explosión o de colisión entre los módulos existían, pero Neil Armstrong y Buzz Aldrin estaban tranquilos y confiaban en Mike Collins, sobre todo porque ambas operaciones ya se habían he­cho de manera exitosa y sin inconvenientes durante el Apolo 9 y el Apolo 10.

Tanto la separación del cohete como el acoplamiento entre el Columbia y el Eagle se realizaron de manera efectiva. Cuando lle­gara el momento indicado, Armstrong y Aldrin ingresarían en el módulo lunar a través de unas escotillas y un túnel interno que co­municaba ambas naves. El reloj marcaba las 13.43 h, hacía cinco horas y 11 minutos que los astronautas habían despegado. Todo transcurría según lo planeado.

Era momento de poner música. Neil había llevado un casete con la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, un homenaje del compositor checo a los Estados Unidos. También otro con el jazz de Música fuera de la Luna, de Samuel Hoffman. Los tres astronautas fueron escuchando las diferentes melodías mientras miraban por la ventanilla y, antes de salir de la órbita de la Tierra, pudieron disfrutar de las últimas vistas de su planeta: el contorno blanco de Groenlandia, el reflejo del sol en los lagos de África, las nubes que tapaban la Antártida.

Neil Armstrong entendió lo pequeña y frágil que era la Tie­rra, al tiempo que tan colorida y compleja: vista desde el espacio poseía una benigna homogeneidad. Por primera vez en su vida pensó en el absurdo de las guerras y en lo arbitrario del trazado

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10. El aviador que estrenó la Luna

Mientras la nave ingresaba en la órbita lunar, desde la torre de control de la misión seguían expectantes todo lo que acontecía dentro de la cabina del Apolo 11. La gran mayoría de los ope­rarios de Houston guardaba silencio, mientras que la televisión ponía su cuota de dramatismo anunciando que de un momento a otro los astronautas estarían cerca de la Luna. Hasta que llegó el informe de Armstrong desde el transmisor de radio, asegurando que estaban en la órbita planeada; se escucharon las voces de los tres astronautas dialogando entre sí y felicitándose por haberlo conseguido.

El Apolo 11 ya estaba en la órbita lunar y las primeras imáge­nes de la superficie del objetivo se posaron sobre sus ojos. Empe­zaron transitando la parte posterior de la Luna, una zona rocosa y marcada por meteoritos que se fueron estrellando allí duran­te 4.600 millones de años. Se detenían mirando los cráteres y en otros accidentes geográficos, inéditos para su vista. Comentaban y celebraban, estaban los tres muy emocionados. Desde Houston se oían estas frases desde el interior de la cabina:

—Aquí hay un cráter enorme y magnífico. Es precioso —dijo Aldrin.

—¡Qué imagen más increíble! —añadió Armstrong.—Mira las montañas a su alrededor. ¡Dios mío, son mons­

truosas! —concluyó Collins, encantado.

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Siguieron disfrutando de las primeras vistas de la Luna e ingre­sando cada vez más profundamente en la órbita lunar, dejando el planeta Tierra más atrás. Hasta que Houston recibió unas pa­labras en boca del comandante Armstrong y las lágrimas comen­zaban a correr entre todos los que trabajaban en el control de operación: «El Eagle se ha desacoplado. El águila tiene alas». Se iniciaba propiamente el descenso a la Luna, con los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin a bordo del Eagle y con Mike Co­llins esperándolos a bordo del Columbia para un reacoplamiento que los conduciría de regreso a casa.

El vuelo del águila Armstrong y Aldrin pilotaban de pie el módulo lunar. El hecho de no tener asientos le daba a la pequeña cabina una mayor uti­lidad para la operación. Iban atados a un cinturón adosado a un cable con resorte y polea y tenían los pies anclados en el suelo. También había reposabrazos y asideros en caso de que necesi­taran estar más cómodos. En el momento de diseñar la cabina del Eagle se tuvo en cuenta que si los astronautas viajaban de pie les sería más fácil conseguir una adecuada visión de la zona de aterrizaje.

A los 56 minutos de la separación con el Columbia, el Eagle se insertó en la órbita de descenso. Faltaba muy poco para que el hombre pisara la Luna. Como los astronautas no notaban el movimiento, miraron el ordenador a bordo y se aseguraron de que el motor del Eagle estuviese efectivamente en marcha. Subie­ron la potencia de forma muy leve para evitar que una exigencia mayor desviase la frágil y liviana nave del objetivo de aterrizaje. Y cuadraron la posición geométrica precisa para desplazarse a una potencia mayor.

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A medida que aumentaba la velocidad, los astronautas empeza­ron a sentir el movimiento y eso los tranquilizó, porque dos pilotos y aventureros como Armstrong y Aldrin se formaron sintiendo la velocidad en sus cuerpos. Esa sensación en el aire les era familiar y los reencontraba consigo mismos.

Cuando el Eagle se encontraba a una distancia de entre los 600 y los 900 metros de la superficie lunar, sonaron unas alarmas extrañas. Neil Armstrong decidió desestimarlas y tomarlas sólo como una distracción que estaba haciendo más difícil el alunizaje. Mientras seguían sonando las alarmas, el comandante comprobó las altitudes y las velocidades: todos los cálculos eran correctos y el sistema de navegación era normal.

Las alarmas del ordenador seguían sonando y no había tiempo para tratar de averiguar por qué: el Eagle estaba ya muy cerca de la superficie de la Luna y había que aterrizar. El comandante decidió seguir adelante, no abandonó su espíritu aventurero y no abortó misión al tener la certeza de que lo más importante estaba funcionando en óptimas condiciones.

Al principio, Armstrong no veía cráteres reconocibles pero no se preocupó, había estudiado diferentes mapas de la Luna duran­te el entrenamiento y también todas las imágenes tomadas por sonda. Incluso había accedido a una serie de fotografías en alta definición que se tomaron durante el vuelo del Apolo 10 y que servían para marcar el camino adecuado hacia el alunizaje. Pero también pensaba que, tratándose de una superficie desconocida y tan irregular, pretender aterrizar justo en el lugar programado era bastante imposible, por lo que el pragmatismo del astronauta nacido en Wapakoneta volvió a emerger en esta misión. Se con­centró en buscar una superficie lo suficientemente plana y poco peligrosa para aterrizar, sin importar si era la planeada o no.

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Consiguieron divisar un cráter del tamaño de un campo de fútbol y cubierto de rocas del tamaño de automóviles. El coman­dante calculó que si podían aterrizar en una zona relativamente plana y cercana al cráter, la misión ganaría en valor científico y los experimentos pensados cundirían mucho más. Pero al estar a 150 metros de la superficie y al hacerse cargo él mismo de los controles manuales de Eagle, decidió que era una maniobra muy arriesgada y buscó otro sitio para el aterrizaje.

Colocó la nave en posición vertical y empezó a bajar a una velocidad cautelosa mientras buscaba una planicie. Aquí emer­gieron sus dotes de gran aviador, toda su experiencia como piloto de pruebas en tantas horas de vuelo y en tantos prototipos experi­mentales. Porque no sólo se trataba de hacer descender vertical­mente el Eagle hasta dar con la superficie lunar, sino también de avanzar a una velocidad relativamente alta. Siguieron bajando: 80 metros, 70 metros, 60 metros y, al situarse a 50 metros de la super­ficie lunar, Armstrong divisó un terreno perfecto para el alunizaje, situado cerca de un cráter mucho más pequeño que el anterior. Siguió bajando un poco más y el Eagle empezó a levantar polvo lunar: los dos astronautas vieron como el módulo se impregnaba de esta materia y su emoción aumentó. Estaban a nada de ser los protagonistas de un suceso clave en la historia.

A 30 metros de aterrizar, el polvo lunar se fue haciendo cada vez más abundante e intenso y les restó visibilidad. Aun así, con­seguían ver las rocas más grandes y puntiagudas, no con total nitidez pero sí con la suficiente como para no chocar con nin­guna. Pero era muy arriesgado seguir descendiendo en marcha y a los 15 metros de la superficie Armstrong tomó la decisión de dejar caer el Eagle desde esa altura, confiando en la fortaleza de la espuma plegable de las patas de aterrizaje. Porque había

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otro problema: se estaban quedando sin combustible y debían controlarlo.

Al apagar el motor del módulo lunar, los astronautas espera­ban un impacto no peligroso pero sí considerable, pero la espu­ma cumplió con su cometido y tuvieron un aterrizaje más suave del que creían. Tanto, que Neil y Buzz tardaron un momento en darse cuenta de que, efectivamente, ya estaban en la Luna. Fue Armstrong quien comunicó la noticia: «Houston, aquí Base Tran­quilidad. El Eagle ha aterrizado».

El pequeño paso para el hombreLa NASA había dado al comandante del Apolo 11 la potestad de ponerle nombre a la zona de la Luna en la que aterriza­ra. Y ese fue el que eligió Neil, un hombre de pocas palabras que comunicaba dos noticias en una: el hombre colocaba por primera vez en la historia una nave tripulada en la Luna y la zona de aterrizaje se denominaría, de ahora en adelante, Base Tranquilidad.

Eran las 16:17 h del domingo 20 de julio de 1969. La televisión informaba en directo de que el hombre había llegado a la Luna. Los que no se quedaban mudos frente al aparato o en la costa de Cabo Kennedy, aplaudían, gritaban o lloraban. Se abrazaban, brindaban, se besaban. En la URSS blasfemaban e insultaban. Pero nadie en todo el planeta Tierra era indiferente al aconteci­miento.

Dentro del Eagle, Neil Armstrong y Buzz Aldrin se dieron la mano y se palmearon el hombro, tratando de contener la felicidad y concentrándose en lo que quedaba de la misión. Todos sus cir­cuitos nerviosos eran un auténtico festival de emociones bajo esos trajes presurizados y esos cascos enormes. En el Columbia, Mike

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Collins sobrevolaba la Base Tranquilidad a una altura de 100 ki­lómetros. Pero no lograba localizar al Eagle ni siquiera con los pocos datos que le podían administrar desde Houston: sólo veía rocas, cráteres y polvo lunar.

Aldrin y Armstrong esperaban dentro del módulo lunar las ins­trucciones de Houston para seguir con la siguiente fase. Mien­tras tanto, el comandante transmitía lo que veía en la superficie lunar: una llanura relativamente nivelada con cráteres de uno a 15 metros de profundidad, bloques angulares de varios cientos de metros y una montaña enfrente cuya altura le costó calcular, pero que estimó entre 800 y 1.500 metros. También describió con estas palabras el color de la Luna: «Yo diría que el color de la superficie es comparable al que observamos en órbita con este ángulo solar, que es de unos diez grados. Es prácticamente incolora. Es gris y también es muy blanca; como un gris calcáreo si se mira la línea de fase cero, y es considerablemente más oscura, de un gris ceniza, si se mira a noventa grados con respecto al Sol».

De acuerdo con el plan de vuelo, antes de las actividades ex­travehiculares vendrían una comida y un descanso estimado de cuatro horas. Pero tanto Aldrin como Armstrong estaban dema­siado eufóricos como para comer o dormir, todo lo que tenían en su mente era adrenalina de la más pura e intensa y no sopor­taban más las ganas de bajar del Eagle y poner sus pies sobre la superficie lunar. La posibilidad de saltarse lo que denominaban el «periodo de descanso» había sido planteada durante el entrena­miento y el Eagle había aterrizado a tiempo y sin complicaciones. Los dos astronautas no estaban cansados en absoluto. A las 17 h, Neil Armstrong anunció a Houston que iniciarían las operaciones extravehiculares a las 20 h y tras un repaso de todo el plan de tra­bajo. Houston dio el OK.

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Unidos en la carrera espacial y que le quitaba el trono por primera vez desde el Sputnik I.

Después de la gran frase, Neil Armstrong se concentró en recoger las muestras geológicas que consideraba importantes: piedras, polvo, trozos de suelo. Tras llenar las bolsas prepara­das para el muestreo, se dedicó a disfrutar del paisaje lunar, que en ese momento le recordaba a las zonas desérticas de su país y que lo emocionaba con su «belleza austera», tal y como lo transmitía por radio a Houston, donde desde el director de las operaciones hasta el empleado más raso lloraba y se abra­zaba con el que tenía al lado. Todos juntos estaban haciendo historia.

En un momento decidió ver hasta dónde podía lanzar un objeto y cogió una anilla de las bolsas de muestreo y la arrojó muy lejos, teniendo en cuenta la gravedad totalmente diferente de la Luna con respecto a la Tierra. Fue lo último que hizo antes de preparar­se para la salida de Aldrin, a quien le hizo una serie de fotos con la cámara Hasselblad mientras bajaba por la escotilla y durante sus primeros minutos pisando superficie lunar.

Buzz Aldrin tendría sus propias palabras para sus primeras im­presiones in situ de la Luna. Houston recibía por radio la defini­ción de «desolación magnífica». Y los dos empezaron a probar el movimiento corporal en una gravedad desconocida para ellos y que habían simulado durante el entrenamiento. Descubrieron que podían moverse a mucha velocidad y con el mínimo esfuer­zo, dando zancadas y saltos de diferentes profundidades y hacien­do todo tipo de gestos corporales, un poco por juego y otro poco como prueba científica. En la Tierra, con ese traje y esa mochila tan abultada, hubiesen pesado 173 kg cada uno. En la Luna pesa­ban sólo 27 kg.

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Hasta que llegó el momento esperado, que se retrasó aún más de lo que hubiesen querido los astronautas. Neil Arm­strong tiró de la palanca de la escotilla del Eagle y Buzz Aldrin encendió la cámara. Houston confirmó que recibían perfecta­mente la imagen y, en unos minutos, también les llegarían a los 600 millones de televidentes de todas partes del mundo. Desde la escalerilla del Eagle, Armstrong observó que las patas de la nave estaban hundidas a unos 5 cm de superficie y que abajo todo parecía muy fino, motas de polvo infinitas y esparcidas por toda la superficie lunar.

Hasta que dio el salto. Se cogió de la escalera con la mano derecha y su bota izquierda fue la primera en hacer pie en la Luna. El pequeño paso para el hombre empezaba a hacerse rea­lidad. Eran las 22:56 h y el cuarto día de la misión Apolo 11. Aún quedaban muchas más lágrimas que expulsar, brindis por hacer, abrazos por darse y gritos y cánticos de alegría entre todas las personas que recibían en vivo imágenes tomadas a 400.000 km de distancia, desde esa esfera blanca tan lejana que siempre veían por las noches.

Un paseo por la Base TranquilidadWalter Cronkite, desde la CBS, se quitaba sus gafas y con un pañuelo se secaba las lágrimas. Aún le quedaba voz para decir: «¡Armstrong está en la Luna! ¡Neil Armstrong, un estadouniden­se de 38 años, está en la superficie de la Luna! Es 20 de julio de 1969». La humanidad lo había conseguido, ya estaba allí. Un mi­nuto después de tocar suelo, a las 22:57 h, Neil Armstrong diría las palabras para el bronce: «Es un pequeño paso para el hom­bre, pero un gran salto para la humanidad». Y la Unión Soviética asistía a la primera derrota contundente que le asestaba Estados

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Los dos se lo estaban pasando en grande encima de la Luna. Seguían dándose la mano, regalándose palmadas en la espalda y felicitándose, pero la evidencia fotográfica del momento revela una relación siempre tensa entre ambos, una competitividad muy grande y, sobre todo, un pase de factura de Buzz Aldrin por no haber sido el elegido para estrenar la Luna.

El hecho más relevante es que hay muy pocas fotografías de Neil Armstrong en la superficie lunar y muchas de Buzz Aldrin. Y no hay ninguna en las que Aldrin haya mostrado la voluntad de que Armstrong quedara medianamente cuadrado en el plano, sino que en las pocas que hay está espaldas a la cámara, a un cos­tado del plano o bajo un manto de oscuridad, evidenciando un desdén fundado en el más absoluto rencor de parte del copiloto del Apolo 11.

Posteriormente, Aldrin se excusaría diciendo que no lo ha­bían tenido en cuenta durante la simulación, que tampoco se le había ocurrido y que Neil fue quien tuvo la cámara la mayor parte del tiempo. Armstrong, por su parte, siempre cauto y po­líticamente correcto hasta los últimos minutos de su vida, mini­mizó el hecho de que existieran pocas imágenes suyas y hasta llegó a bromear diciendo que Buzz era el más fotogénico de la expedición.

El botín de piedras y de muestras de tierra que los astronautas trajeron de la Luna ascendía a 21,7 kg, la gran mayoría recogidos por el propio comandante Armstrong. Pero esta era sólo una parte de la misión, porque aún les quedaban unos cuantos experimentos por realizar y para los que tenían muy poco tiempo, ya que no po­dían excederse de las 2 horas y 40 minutos pautadas de actividad en superficie lunar. Así que Buzz y Neil se dividieron las tareas y comenzaron con el trabajo científico.

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Midieron la densidad del terreno y el tamaño de las partículas de polvo. Desplegaron un colector solar que recogió iones de argón, helio y neón y que sirvió para ampliar los conocimien­tos humanos sobre el origen del sistema solar. Hicieron pruebas para determinar el comportamiento sísmico de la Luna y otros experimentos más que resultaron claves para las futuras expedi­ciones. Porque el programa espacial también se trataba de eso: nada terminaba nunca en ninguna expedición y aunque se hu­biese alcanzado un hito histórico, cada misión debía preparar el terreno para que la siguiente llegara más lejos.

Los últimos minutos lunaresCuando se agotaba el tiempo en la superficie lunar y se acercaba el momento de volver al Eagle para emprender el regreso, Neil Armstrong se saltó el protocolo y decidió ir a inspeccionar el crá­ter cercano a la zona de aterrizaje, que más tarde se llamaría Cráter Este. Se apresuró en llegar y tomó una serie de fotografías que resultaron ser muy valiosas como documentos. Este movi­miento no estaba planeado y desde la base de control podrían ha­ber interferido por radio para ordenar al comandante que no lo hiciera, pero en Houston estaban muy emocionados y confiaban demasiado en el criterio de Neil Armstrong como para coartar su acción sobre el terreno.

Durante los últimos 20 minutos en la Luna, Armstrong empe­zó a sufrir una disnea severa, que se traducía en dificultades para respirar, lo cual fue notificado a control; pero no llegó a ser un problema grave. Como se trataba de síntomas inéditos para cual­quier otro ser humano, teniendo en cuenta que los estaba expe­rimentando en una superficie extraterrestre, este malestar recibió en nombre del Síndrome de Neil Armstrong por parte del médico

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estadounidense William J. Rowe, quien durante más de 20 años se dedicó a investigar los impactos de los vuelos espaciales en los seres humanos.

De vuelta dentro del Eagle, los dos astronautas que pisaron por primera vez la Luna represurizaron la cabina, confirmaron que todo estuviera correcto en el panel de control, arrojaron basura para alivianar peso y se prepararon para descansar antes del des­pegue de regreso a casa. Estaban hambrientos, así que también se quitaron los cascos y los visores y decidieron comer. A las 2:50 h de la madrugada del 21 de julio, desde control de misión los felicitaron por enésima vez y les dieron las buenas noches. En el Columbia, Mike Collins hacía muchos minutos que dormía plá­cidamente tras ser informado que sus compañeros estaban sanos y salvos dentro del Eagle. Aldrin y Armstrong estaban demasiado cansados para preocuparse de lo incómoda que era la cabina del módulo lunar para dormir. A las 9:32 h los despertó el comunica­dor de cápsula para anunciarles que el despegue se realizaría a las 12 del mediodía.

Neil Armstrong volvió al modo piloto de pruebas, sereno y decidido, muy pragmático. El miedo que acechaba a Mike Coll­ins desde arriba a bordo del Columbia era que el Eagle no con­siguiera elevarse lo suficiente para realizar el acoplamiento. La nave no contaba con tren de aterrizaje, lo que significaba que no podría bajar a por ellos si algo salía mal y tendría que dejar a sus compañeros en la Luna.

Acoplamiento y regresoQuitando los minutos previos al alunizaje, el momento del des­pegue lunar del Eagle fue uno de los momentos más tensos de la historia de la carrera espacial norteamericana. Desde sus te­

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levisores, los millones de televidentes se sumaban al nerviosis­mo globalizado. Pero los primeros instantes del ascenso del Ea­gle transcurrieron con normalidad, mientras Collins contenía la respiración desde el Columbia. Pensaba para sus adentros: «Una pequeña maniobra mal ejecutada y son hombres muer­tos». Pero no ocurrió ningún imprevisto y todo transcurrió de acuerdo a lo planeado: el Eagle y el Columbia se unieron des­pués de unas cuantas maniobras y a las 17:20 h Mike Collins abrió la escotilla y recibió a sus dos compañeros, todavía cubier­tos de polvo lunar.

Los tres ingresaron en la cabina del Columbia para emprender el regreso a la Tierra. A las 18:42 h se desprendieron del módu­lo lunar y a las 23:10 h de ese lunes 21 de julio, Houston dio la autorización al Columbia para iniciar la denominada inyección transterrestre. O, dicho de otra manera, para volver a casa. El 25 de julio, a las 11:35 h, el Columbia ingresaba en la atmósfera terrestre y a las 11:51 h tocaba el agua sostenido por el paracaidas a 1.500 km al sudoeste de Honolulú.

Los helicópteros de la Armada sobrevolaban la zona y el USS Hornet, un portaaviones fabricado en 1943 y que llevaba en ese momento a bordo al presidente Richard Nixon, estaba a 20 km de distancia. Un helicóptero bajó a recogerlos y los trasladó al barco donde serían recibidos como héroes. Después vendrían las prime­ras noches durmiendo en colchones de verdad, las primeras comi­das reales que no eran cápsulas nutritivas espaciales y los 21 días estipulados en el Laboratorio de Recepción Lunar, un protocolo de cuarentena donde tenían chefs a su disposición, salón recreativo y una pantalla con los estrenos de Hollywood más recientes.

Durante este periodo de cuarentena reflexionaron entre los tres sobre cómo gestionarían la fama de ahora en adelante. Sabían que

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11. El humano más famoso del mundo

El refugio en su casa, rodeado de su esposa y de sus hijos, a Neil Armstrong le pareció glorioso. Tras salir de la cuarentena, sólo quería evitar a los periodistas deseosos por conocer más secretos y detalles sobre el primer alunizaje de la historia. Hubiera prolon­gado esta situación durante semanas, pero la opinión pública es­tadounidense reclamaba su presencia y su voz, el aura del primer hombre en llegar a la Luna. La mayor parte de la prensa prometió dejarlo en paz durante unos días, aunque algunos paparazzi ronda­ban por los alrededores de su domicilio. En una menor magnitud pero con la misma insistencia, Aldrin y Collins vivían situaciones similares.

Un baño de masas tras otroEl primer desfile de celebración de los tres héroes del Apolo 11 tuvo lugar en Nueva York y con un despliegue sin precedentes entre los festejos oficiales organizados por el gobierno estadouni­dense. Le siguieron Chicago, Los Ángeles, Houston y otras ciu­dades más en las que siempre se repetían los mismos patrones: miles y miles de personas lanzando vítores, emocionadas por tener cerca a sus héroes del espacio. Mientras Estados Unidos vivía una celebración nacional sin precedentes, la Unión Sovié­tica guardaba silencio o sólo se manifestaba para dudar de que la misión del Apolo 11 hubiese sido real y diseminar el rumor

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nada iba a ser igual para sus vidas privadas y que la visibilidad iba a ser enorme, aunque ninguno de los tres imaginó nunca algo de semejante magnitud. Los tres se convirtieron en mitos vivientes, sobre todo Neil Armstrong. Lo supieron el mismo día que acabó la cuarentena, el domingo 10 de agosto a las 21 h, cuando salieron al exterior después de tantos días de encierro y la marabunta de periodistas y fotógrafos que los esperaba eran tan inmensa y tan insistente, que tuvieron que correr para evitarlos. Sobre todo Neil Armstrong, a quienes todos iban a buscar más que a nadie.

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del montaje. Una idea que aún cunde en algún que otro espíritu conspirativo paranoico pero que surge del más puro recelo de quien se sabe derrotado.

Después de una semana de descanso con su familia en las mon­tañas de Colorado, Neil Armstrong volvió a Wapakoneta, de nue­vo como un héroe pero esta vez gigante. Y ahora sí, cumpliendo con la máxima de ser «profeta en su pueblo». Para garantizar la seguridad del homenaje, unos 500 agentes de policía se desplega­ron ese día, sábado 6 de septiembre de 1969. Las gasolineras del lugar gastaron todo su combustible. La gente que llegaba de ciu­dades cercanas se alojó en un cine que ofrecía hospedaje gratuito. Cada día, el mito se acrecentaba. Y la agenda que le esperaba era frenética.

El 29 de septiembre, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Mike Coll­ins iniciaban una gira mundial propia de una banda de rock, con desfiles, agasajos y lágrimas en muchos idiomas y con millones y más millones de personas. Fueron en total 27 ciudades en 25 países diferentes y en un lapso de 40 días: Madrid, Gran Canaria, París, Ámsterdam, Bruselas, Roma, Londres, Colonia, Berlín, Oslo, Belgrado, Ankara, Kinshasa, Teherán, Bombay, Bangkok, Dacca, Darwin, Sydney, Guam, Tokio, Honolulu, Seúl, México DF, Buenos Aires, Bogotá y Río de Janeiro. Ni siquiera las estre­llas más importantes de la música o del cine o de cualquier otra rama del espectáculo podían permitirse una gira de semejante magnitud.

En el lapso de un año, desde julio de 1969 a junio de 1970, Neil Armstrong hizo 800.000 kilómetros de trayecto de ida y vuelta a la Luna y, durante la gira mundial, casi llega a completar los 170.000 kilómetros en la Tierra. Si a esto le sumamos las 2.600 horas de vuelo completas en la base de Edwards como piloto de

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pruebas de los aviones más peligrosos y potentes del momento, se entiende que Neil Armstrong, después de la Luna y siendo tan jo­ven, quisiera más acción y más aventuras. Porque la mayor parte de su vida se la pasó de esa manera, sumando kilómetros arriba de un avión o de una nave espacial.

El hermetismo que Neil Armstrong guardó siempre sobre sus sentimientos nos impide saber hasta qué punto pudo soportar el peso de ser el hombre más famoso del mundo tras convertirse en el primer ser humano en pisar la Luna. Aquel hito no sólo signifi­caba ser el emblema de la victoria estadounidense sobre los sovié­ticos en la carrera espacial, sino también haber cumplido el sueño que la humanidad estuvo soñando desde la antigüedad y en todas las civilizaciones del planeta. Era una mochila, quizás, imposible de llevar para cualquier persona.

Evidentemente que se trataba de demasiada presión para cual­quier ser humano, pero mucho más para el tímido y callado Neil Armstrong, siempre celoso por mantener su perfil bajo hasta el final de sus días. Y, sobre todo, por mantener a su familia al mar­gen del acoso mediático, los rumores, las noticias falsas y la sobre­exposición permanente.

Janet, la mujer pacienteNeil Armstrong había conocido a Janet Elizabeth Shearon, su primera mujer, al volver de la Guerra de Corea, cuando los dos estudiaban en la Universidad de Purdue. Él tenía 22 años y ella 18. Janet venía de una familia de clase media­alta de Chicago y, casualmente, en esos años universitarios se hizo amiga a tra­vés de la fraternidad Pi Gamma Delta de un tal Eugene Cer­nan, quien muchos años después sería el último astronauta del Apolo en dejar la superficie lunar, tras comandar con éxito la

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decimoséptima misión del programa. En la época universitaria, tanto Neil como Eugene se conocieron por intermedio de Janet y no imaginaban que muchos años después serían astronautas famosos y que ambos pondrían sus pies en la llana y polvorienta superficie lunar.

Neil y Janet se conocieron de casualidad una tarde en el cam­pus. El joven de Wapakoneta no era muy famoso por salir con chicas ni por acudir a fiestas universitarias, siempre concentrado en sus estudios y bastante parco para quien no lo conociera o nunca se hubiera acercado a hablar con él. Toda esta incerti­dumbre en torno a su figura, sumada al hecho de que venía de ser un héroe condecorado en la Guerra de Corea, pertenecien­te a una división de pilotos de elite que manejaban los aviones caza de combate más avanzados del mundo, le sumaba una épi­ca que sin duda cautivó a Janet desde un primer momento. Ella descubrió que detrás de ese rostro poco expresivo e incierto se escondía un hombre tierno, ingenioso y muy gracioso. Él quedó asombrado por la inteligencia y vivacidad de esta pequeña mujer de Chicago que ya lo había cautivado con su belleza a primera vista. Se cayeron bien enseguida, se gustaron mucho y empeza­ron a salir.

En 1955 se comprometieron y al año siguiente, el 28 de enero de 1956, se casaron en la iglesia congregacional de Wilmette, Illinois. Pasaron la luna de miel en Acapulco y, al regresar a Estados Unidos, se instalaron en un piso en Westwood, para que Janet pudiera continuar con sus estudios, ya que estaba cur­sando el penúltimo año de su carrera de Economía Doméstica. Eran los años frenéticos de Neil en la base de Edwards y, por lo tanto, de lunes a viernes vivía en su piso de soltero sorteando a la muerte casi a diario, mientras que durante los fines de sema­

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na regresaba al nido de recién casados para pasar tiempo con su esposa.

Esa dinámica sería una constante en la vida de la pareja. A medida que Neil Armstrong ganaba terreno dentro de la indus­tria aeroespacial norteamericana y, después, dentro del selec­to grupo de astronautas en plena carrera espacial, se mudarían unas cuantas veces por el territorio estadounidense. Pero a Janet nunca le preocuparon los constantes desplazamientos ni a don­de fuera que tuviese que acompañar a su marido. Lo que más la inquietaba e irritaba era esa espera eterna durante unas mi­siones en las que no sabía qué podía pasar con Neil, o si de un momento a otro llegaría alguien vestido como un funcionario, golpearía su puerta y le daría la triste noticia del accidente fatal de su marido. No era nada improbable y lo viviría en reiteradas oportunidades en carne propia, siendo testigo de las pérdidas de las esposas de otros aviadores y astronautas que trabajaban en el mismo sector y en las mismas condiciones que Neil. Había com­partido muchas cenas con futuras viudas y ella no quería ser una de ellas, eso lo tenía muy claro.

La pareja tuvo tres hijos. El 30 de junio de 1957 nació Eric Allen, que pasó a ser el pequeño Ricky. El 13 de abril de 1959 llegó Karen Anne, quien pocos años después fallecería a causa de un tumor cerebral. Mark Stephen, el último hijo de Neil y Janet, llegaría tras la muerte de la pequeña Karen, el 8 de abril de 1963 y después de que la familia se mudara a Houston du­rante el otoño de 1962.

¿Cómo envejece un astronauta?En febrero de 1991, a sus 60 años, Neil Armstrong sufrió un infarto mientras esquiaba en Aspen y tuvo que ser trasladado

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a urgencias. Volvió a salvar su vida, una vez más, pero esta insuficiencia cardíaca era una manifestación orgánica de un es­trés que venía acumulando desde hacía muchos meses. Un año antes, el 3 de febrero de 1990, había muerto su padre, Stephen y apenas tres meses después lo haría su madre, Viola. Los dos tenían 83 años y llevaban unos 60 casados. Y por si todo esto fuera poco, se estaba separando de Janet, quien lo había aban­donado pocas semanas antes de la muerte de Viola. La distancia emocional que venía vislumbrando con su marido se hizo cada vez más grande después de la llegada a la Luna, sumada a los acosos constantes de la prensa y una vida que, definitivamente, no quería soportar.

¿Qué pasó con esa mujer que salió adelante con su marido, los dos juntos, palmo a palmo, del dolor más grande que pueden tener unos padres, que es la pérdida de una hija? ¿Por qué dijo basta tras soportar estoicamente tantas mudanzas y el estrés constante de no saber si su marido volvería de sus misiones espaciales? ¿Por qué Janet no pudo más justo en un momento en el que, en teoría, todos esos fantasmas habían quedado atrás y la pareja por fin podría vivir con total tranquilidad?

Hay que remontarse al año 1971, cuando Neil Armstrong abandonó la NASA y Janet se esperanzó con un nuevo comienzo en Cincinatti. Vislumbró una vida más tranquila para el ma­trimonio en un pueblo pequeño llamado Lebanon, una ciudad dormitorio. En cierto sentido significaba volver a casa, a su Me­dio Oeste natal. Pero el pueblo chico se convirtió en un infierno grande: tanto Rick como Mark tuvieron que soportar muchos meses de bullying escolar por ser los hijos de quien eran, y Janet tardó mucho tiempo en darse cuenta de que sus niños lo estaban pasando mal con esta situación.

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Mientras tanto, la granja de 120 hectáreas en la que vivían los Armstrong no estaba en las mejores condiciones, su estructura era muy bonita, pero del siglo xix y había que hacer muchas remo­delaciones. De manera que durante muchos años, rondaban por la casa pintores, albañiles, electricistas y constructores de diversas ramas. Aun así, los años en la granja de Cincinnati fueron los últimos años felices de la pareja, ya que Neil tenía una vida más o menos organizada y rutinaria como profesor universitario y pa­saba todos los veranos en familia, mientras sus hijos crecían y se hacían mayores.

El problema llegó en la década del 80, cuando Armstrong em­pezó con sus inversiones como empresario y decidió ser el rostro visible de la publicidad de Chrysler, al mismo tiempo que reto­maba el contacto con la NASA a raíz de un pedido explícito del presidente Ronald Reagan. Mark y Rick ya se habían ido de casa y estaban viviendo sus propias vidas de adultos, era el momento ideal para que el matrimonio viviera la vida en pareja, viajara y organizara cosas. Pero Neil tenía la agenda siempre completa: conferencias, reuniones de juntas directivas, actos, mítines. Mien­tras tanto, Janet le proponía vacaciones en la playa, excursiones de esquí, planes de ocio variados, obteniendo siempre una respuesta negativa por parte de su marido.

Hasta que finalmente se cansó y dijo adiós. Un día, al regresar a casa de unos de sus tantos viajes, Neil se encontró en la mesa de la cocina una nota firmada por la propia Janet en la que anuncia­ba que lo abandonaba. Era evidente que los fantasmas del esposo ausente que tuvo que vivir durante los días de piloto de prueba y de astronauta volvían ahora que Neil se dedicaba a otra cosa com­pletamente distinta.

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Con Carol, su segunda esposa, Armstrong sí disfrutó final­mente de la vida en pareja, de la tranquilidad que supone estar retirado y de que tus hijos ya sean grandes, vivan fuera y, por ende, puedan cuidarse solos. Vivió con mucha intensidad la re­lación con sus nietos y se dio el gusto de viajar y de disfrutar del dinero obtenido tras tantos años de esfuerzo y de trabajo. Tal vez, comprendió demasiado tarde lo que Janet le había pedido durante tanto tiempo.

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Neil, Carol, Rick y MarkEl matrimonio de Neil y Janet duró 38 años, hasta el divorcio oficial en 1994. Dos años antes y poco tiempo después de que su primera mujer se fuera de casa, Neil Armstrong había conoci­do durante un torneo de golf a la viuda Carol Held Knight, 15 años menor que él y con quien se acabaría casando en Ohio el 12 de junio también de 1994, justo después de que se consuma­ra el divorcio con Janet. Los allegados al astronauta aseguran que, tras la separación de su primera mujer, Neil Armstrong quedó sumido en una profunda depresión que sólo consiguió mitigar tras conocer a Carol. Tanto Carol como Neil eran de­masiado mayores para tener hijos en aquellos años, por lo que se dedicaron a disfrutar la vida: hicieron muchos viajes juntos y vivieron felices hasta la muerte de Armstrong el 25 de agosto de 2012.

Podría ser difícil crecer a la sombra de un padre que ha al­canzado las cotas de Armstrong, pero sus hijos han tenido vidas razonablemente felices. Rick Armstrong obtuvo la licenciatura en biología en 1979 en el Wittenberg College, trabajó de adiestrador de delfines y leones marinos en Mississippi y vivió unos años en Hawái, actuando en un espectáculo con delfines en Ohio’s Kings Island. Está divorciado de su mujer, tiene tres hijos y suele tocar la guitarra de manera vocacional.

Mark Armstrong se licenció en la Universidad de Stanford en la carrera de Física y allí, además de formar parte del equipo de golf, trabajó en la creación del primer laboratorio de informática. Después de trabajar para la empresa Symantec en Santa Mónica, ingresó en las filas de Microsoft en Silicon Valley, donde estuvo hasta el año 2004, cuando se mudó junto a su mujer y sus tres hijos a Cincinnati. La misma ciudad en la que vive su madre, Janet.

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12. Pasado y presente: de la magia a la tecnología

Pañales desechables. Dispositivos inalámbricos. Sartenes antiad­herentes. Termómetros digitales. GPS. Códigos de barras. Mo­nitores cardiacos. Lentes de contacto. Alimentos deshidratados. Sistemas de aislamiento. Lubricantes. Sistemas de purificación de agua. Láser. Horno microondas.

Todo estos elementos que hoy forman parte de muy diversos apar­tados de nuestra vida cotidiana no existirían si aquel día de julio de 1969 la humanidad no hubiera acompañado a Neil Armstrong en su caminar por la Luna. El programa científico y tecnológico de las misiones Apolo resultó impresionante tanto por su gran coste eco­nómico como por su insospechada velocidad de ejecución; también fue extraordinario a la hora de poner en práctica las palabras del científico británico Arthur C. Clarke, coguionista de la película de Stanley Kubrick, 2001. Una odisea del espacio: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».

Spin-off: transferencia de tecnología espacialNo se trata aquí de confeccionar una lista interminable de inven­tos, aparatos, materiales y desarrollos tecnológicos que son herede­ros directos del viaje de Armstrong a la Luna, pero sí que resulta interesante conocer de forma resumida algunos de esos avances para valorar el impresionante desarrollo tecnológico de la gran aventura humana, aquel viaje del Apolo 11.

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Puede que, como explicó el astronauta Joseph P. Allen, ellos sólo quisieran ir a la Luna «para observar la Tierra desde allí», pero está claro que más allá de razones y motivaciones particula­res, más allá incluso de si Armstrong y sus colegas eran conscien­tes de lo mucho que significaba y significaría para la humanidad aquel paso que dieron, queda muy claro que para que aquel viaje pudiera suceder fue necesario desarrollar abundante tecnología innovadora que, posteriormente, llegaría al mundo civil en lo que se conoce técnicamente como spin-off o transferencia de tec­nología espacial.

Convertir lo extraordinario en ordinarioLa gran paradoja del viaje de Armstrong y la misión Apolo es que, en el fondo y como resumió el escritor J. Bainbridge, solo fue «la historia de ingenieros que intentaron llegar al cielo», y en ese in­tento cambiaron la historia de la tecnología humana para siempre, ya que fueron capaces de convertir el sueño de lo extraordinario en algo ordinario. Así lo demuestran las aportaciones más desta­cables de aquel fantástico viaje.

FuegoUno de los momento más delicados de todas las misiones Apolo se vivió con el trágico accidente del Apolo 1, en el que murieron los tres astronautas de la NASA en un incendio. Para evitar (o minimizar) aquellos terribles incidentes, los ingenieros norteame­ricanos desarrollaron tejidos especiales muy resistentes al fuego y al calor y que, aún hoy en día, se siguen utilizando para proteger a los bomberos; también se usan en otros desarrollos menos conven­cionales relacionados con la confección de los uniformes militares o los tejidos de la ropa deportiva.

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Materiales aislantesGran parte de los materiales aislantes utilizados en nuestras vi­viendas están hechos con unas finas capas de aluminio colocadas sobre mylar, el material que protegió del calor y la radiación a los astronautas del Apolo, y a los instrumentos técnicos y de navega­ción más delicados de las naves. Por si fuera poco, estos materiales se utilizan también en los embalajes de alimentos y en las mantas térmicas de color oro que usan las ambulancias y los servicios de emergencia de casi todas nuestras ciudades.

RopaEn el interior de aquellos aparatosos y espectaculares trajes, los astronautas del Apolo llevaban un sistema de refrigeración que les permitía bajar y estabilizar la temperatura corporal mien­tras caminaban por la superficie de la Luna. Aquel desarrollo tecnológico textil de autorefrigeración interna se utiliza hoy, por ejemplo, en las prendas de los pilotos de carreras de F1, en los equipo de los trabajadores navales, en enfermos de esclerosis y en los trabajadores técnicos de las centrales nucleares y reac­tores atómicos.

Gases y lubricantesDurante muchos siglos, y más allá del olor, no fue nada fácil detectar los escapes de gas hasta que ya era demasiado tarde. Las misiones Apolo ayudaron a construir un detector de gases peligrosos basado en un retroreflector hueco (espejo que refleja la luz y la radiación hacia la fuente) que detecta la presencia de esos gases, por ejemplo, en refinerías, plataformas petrolíferas, industrias químicas o minas. En esa misma línea, gracias al viaje a la Luna se desarrollaron nuevos lubricantes que se uti­

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ComidaHoy se puede encontrar en casi cualquier supermercado normal ejemplos muy variados y diversos de comida liofilizada que no existirían entre nosotros si no fuera por los viajes al espacio. La comida liofilizada resolvió el problema de la alimentación de los astronautas en los viajes de larga duración como las misiones Apo­lo, ya que este tipo de comida conserva los nutrientes y el sabor, además de ocupar menos espacio en la nave y, al no tener agua, pesar mucho menos.

GimnasiaLos cientos de millones de personas que cada día en el mundo acuden a un gimnasio para mantener o mejorar su forma física utilizan unas máquinas muy similares a las que se inventaron para mejorar el estado físico y el ritmo cardiaco de los astronautas en el espacio. De hecho, algunos de los aparatos de gimnasia implemen­tados en las misiones Apolo para la recuperación de los astronau­tas tras sus viajes se siguen utilizando hoy en centros deportivos y hospitales con pacientes en rehabilitación.

AguaUno de los avances más destacables por su uso masivo hoy en día son las tecnologías que durante las misiones Apolo se desarrolla­ron para purificar y limpiar el agua con diversos sistemas de fil­tros. Esa tecnología del programa Apolo permitió el desarrollo de muchas aplicaciones y filtros de agua para eliminar bacterias, virus y algas en los sistemas de abastecimiento de agua, y también en las torres de refrigeración, así como en los sistemas de conduc­ción de aguas potables.

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lizan en los revestimientos de las juntas de las piezas metálicas y que mejoraron mucho la protección de los metales frente al ataque de la corrosión.

ProteccionesUn complejo producto en forma de espuma de poliuretano que fue desarrollada para proteger los revestimientos de las naves de las misiones Apolo se utiliza hoy como aislante para proteger los oleoductos que transportan petróleo y gas; este producto permite controlar de manera muy eficaz la temperatura en el interior de las tuberías, lo que resulta muy importante para mantener la flui­dez en el transporte del crudo o los gases licuados.

AlimentosConservar los alimentos ya cocinados calientes y en buen estado —que no pierdan su valor nutricional— es siempre un gran reto para todos los hospitales del mundo que necesitan alimentar de forma correcta y sana a sus ingresados.

Hoy, muchos centros médicos utilizan un sistema tecnológico basado en circuitos eléctricos que es similar al de la época del programa Apolo de la NASA que, además, ahorra energía en el proceso, porque fue concebido según las estrictas necesidades de dimensiones, peso y consumo de energía del programa espacial tripulado a la Luna.

CalzadoSi hacemos deporte o utilizamos calzado deportivo en nuestra vida cotidiana es más que probable que llevemos en nuestros pies algu­na de las herencias tecnológicas fruto de las botas utilizadas por Armstrong y sus compañeros en aquella misión y cuyo diseño faci­

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litaba el desplazamiento en la superficie lunar: suelas que amorti­guan los impactos contra el suelo, espacios internos de ventilación para que los pies se cansen menos y plantillas que se adaptan a la forma del pie son también frutos comerciales de aquel «pequeño paso para el hombre» en la Luna.

¿Gasto o inversión?Cientos de usos, materiales, aplicaciones tecnológicas, productos y sus desarrollos comerciales prácticos procedentes de las misio­nes Apolo acabaron formando parte de nuestra vida cotidiana de una manera tal que en muchas ocasiones es casi imperceptible en casi todo momento y casi todo lugar: desde el sanitario del baño, a los utensilios de la cocina; de la manera en cómo conducimos un coche, a la forma en cómo nos comunicamos en el trabajo de la oficina. Casi todo tiene algo que ver con el viaje a la Luna y la carrera espacial.

De hecho, los tecnólogos que lo han estudiado calculan que un habitante cualquiera de una ciudad occidental habrá utilizado en promedio, desde que se levanta de la cama en la mañana hasta que cierra los ojos en la noche antes de dormir, unas 40 aplicacio­nes y productos tecnológicos derivados de la tecnología espacial fruto de las misiones Apolo.

Se calcula que hoy en día hay, en el mercado, unos 30.000 pro­ductos muy diversos derivados de desarrollos originales o modi­ficaciones de otros que fueron concebidos para la supervivencia del hombre en el espacio. Son los frutos más tangibles y prácticos de una aventura que algunos siguen considerando un costoso ca­pricho, pero que generó, además de nuevas disciplinas del cono­cimiento humano, una inmensa riqueza económica: los estudios financieros de la NASA aseguran que por cada dólar invertido en

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el programa espacial se generan siete nuevos dólares en forma de aplicaciones tecnológicas y comerciales.

Otro gran avance: la TV en directoFueron unos seiscientos millones de personas. Hoy no es más que una cifra muy inferior a la mitad de todos los usuarios de Facebook, pero hace cinco decenios esos 600 millones eran muchos millones. Mucha, muchísima gente frente a aquella pantalla abombada de aquel aparato llamado televisión que había empezado a colonizar los salones de las casas de medio mundo.

Puede que lo más relevante de aquel suceso no fuera el mismo hecho de que un ser humano dejara la suela de su bota estam­pada en la superficie lunar por primera vez, sino que 500 millo­nes de personas —algo confusas al no saber muy bien qué veían cuando observaban aquella imagen granulada y con interferen­cias— contemplaran un espectáculo, en directo y de forma si­multánea, desde las cuatro esquinas del planeta azul. Neil Arm­strong no solo inició los grandes viajes espaciales sino que dio la orden de salida al fenómeno planetario de las retransmisiones en directo que crean una simultaneidad global: un tiempo común donde todos los habitantes del mundo consumimos lo mismo al mismo tiempo.

El reto técnico de facilitar esta transmisión tenía un origen pro­pagandístico claro —que todo el mundo viera el poderío de los Estados Unidos— pero involucró la actividad conjunta de centros en todos los puntos del globo. La borrosa señal que Houston de­rivó a las cadenas de televisión estadounidense, y que a través de ellas llegó a las demás, provenía de varias estaciones de recepción situadas en ambos hemisferios. Aunque estuvieran en territorio extranjero, todas dependían directamente de la NASA. Se trataba

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de la estación de Goldstone, en el desierto de Mojave de Califor­nia; la de Honeysuckle Creek, cerca de Canberra, en Australia; la de Parkes, también en Australia, junto a Sydney; y la pequeña estación de Fresnedillas de la Oliva, al oeste de Madrid, que se había inaugurado en 1964 mediante un acuerdo conjunto con el gobierno español.

Descubrir los límites de lo posibleCon idea de minimizar todos esos avances, los más críticos sos­tienen aún hoy que el viaje a la Luna fue muy caro y muy poco provechoso: se fue seis veces y ya nunca se ha vuelto. A pesar de esas voces, no se puede olvidar que aquel viaje fue la mayor proeza técnica y tecnológica de la historia de la humanidad: salimos de nuestro pequeño mundo, y entramos en el siguiente, uno que parecía nuevo. 

Es cierto que los astronautas fueron a la Luna y la pisaron; pero después del Apolo 17, en 1972, no regresaron jamás allí. Eso sí, los desarrollos tecnológicos quedan como ejemplo, también, de la rápida manera con la que pueden suceder avances tecnológicos cuando se mezclan los deseos políticos, la geopolítica internacional y los grandes intereses económicos. En poco menos de nueve años, los seres humanos pasaron, gracias al esfuerzo de profesionales como Neil Armstrong, de ser incapaces de volar en el espacio a vivir un ratito en la Luna.

Medio siglo después de aquel gran viaje seguimos sin entender en toda su amplitud los múltiples efectos y las innumerables con­secuencias que produjo en la especie humana el viaje más impre­sionante de la historia. Ahora que el futuro resuena todos los días en nuestros oídos más como amenaza que como esperanza, hoy, cuando casi nadie quiere hablar de aventuras valientes y casi todo

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el mundo parece atenazado por un temor cobarde y una egoísta codicia narcisista, parece más necesario que nunca mirar todos esos inventos y productos tecnológicos que nos trajo aquel viaje y que nos harán mirar a la Luna como una luz que guía el re­cuerdo de un tiempo en el que los seres humanos convirtieron el sueño de ir a la Luna en una realidad. Todo esto fue posible gracias a tipos como Neil Armstrong que siempre creyeron, como escribió Arthur C. Clarke, que «la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá de ellos hacia lo imposible».

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13. El mito

Si Neil Armstrong reunía todas las condiciones para ser el emble­ma del hombre americano modélico, no era nada extraño pensar que mucha gente lo hubiese votado hasta si se hubiese presentado para ser presidente de los Estados Unidos. No tardaron en lle­gar quienes aconsejaron al astronauta meterse en política. Pero el cargo implicaba una exposición pública que Neil nunca toleró ni disfrutó y, evidentemente, requería de ciertos dones de cinismo y de habilidades para las relaciones públicas que él no poseía ni siquiera en mínimas dosis.

Tampoco tardaron en llegar las montañas de cartas de fans, admiradoras y devotos del primer hombre que pisó la Luna. Los meses inmediatamente posteriores a la llegada del Apolo 11, Neil Armstrong recibiría más de 10.000 cartas diarias entre no­tas, postales, telegramas y regalos. Durante el mes de cuarentena pensaba en su repercusión entre la gente, pero no estuvo siquiera medianamente cerca de imaginar que su figura causaría seme­jante furor. Las cartas siguieron llegándole por miles y miles a su despacho en la Universidad de Cincinnati y de manera ininte­rrumpida durante los ocho años que estuvo como docente. Tuvo que contratar a una asistente que, durante muchas horas al día y de lunes a viernes, tenía como único trabajo responder a todas las misivas.

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Privado de su gran pasiónEl problema que se presentó para Neil Armstrong tras el éxito de la misión de alunizaje era si podría soportar una vida sin volar, una rutina de oficina o de laboratorio como ingeniero. Era muy joven cuando volvió de la Luna, ni siquiera había cumplido los 40 años y el horizonte que se le presentaba en su futuro era tan incier­to como amplio. La NASA ya no lo incluiría nunca más en nin­gún otro vuelo arriesgado, aunque siguió contando con él como investigador de nuevos prototipos y como evaluador tras algunos accidentes fatales que hubo en misiones espaciales posteriores al Apolo 11.

En 1970 empezó con sus pruebas de pilotaje por cable y dejó anonadados a un grupo de ingenieros del Centro de Investigacio­nes Aeronáuticas al pedirles un presupuesto destinado a investigar sobre el pilotaje de aviones de manera electrónica. Nadie creía por aquel entonces que aquello fuese posible y, una vez más, Arm­strong se adelantó a todo el mundo. Pero el apoyo presupuestario para programas de este tipo vendría muchos años después y nadie confió mucho en ese momento en la pericia de Neil Armstrong para visualizar el futuro.

Pero lo que más molestaba al antiguo astronauta no era que la NASA ya no le dejara volar cohetes, sino que lo obligara a cumplir con apariciones públicas en la prensa, en mítines, en congresos y en todo tipo de actos públicos. A cambio de tener que soportar elogios y adulaciones en cenas y en fiestas, la NASA dejaba que Neil pilotara aviones en diferentes viajes internos de transporte de materiales. Años más tarde, Neil aprovecharía cada oportunidad que se presentara para subirse a un avión que le interesara o que le despertara curiosidad.

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El programa Apolo continúaEn el mes de abril de 1970, el Apolo 13 sufría un accidente que, afortunadamente, no terminó en tragedia, pero que sí ralentizó el futuro del programa espacial de los Estados Unidos. La NASA podía darse el lujo de investigar la causa de la falla y destinarle un tiempo prolongado, ya que todavía saboreaba la victoria lu­nar contra la Unión Soviética. Cuando los astronautas Jim Lovell, Fred Haise y Jack Swigert iban a mitad de camino con rumbo a la Luna, un tanque de oxígeno que se encontraba en el módulo de servicio del Apolo 13 estalló y provocó que el otro tanque sufriera pérdidas. Los tres tripulantes se racionaron las reservas de oxíge­no y de electricidad, que les alcanzó justo para llegar a la Luna y volver a casa sanos y salvos.

La NASA continuaría con el programa Apolo una vez descu­biertas las causas del desperfecto. Y decidió armar una junta de investigación interna, para la cual convocaron como miembro a Neil Armstrong. Las conclusiones de la junta fueron que el acci­dente se trató de un error de fabricación de la marca encargada en la confección de los tanques, además de una cierta cuota de responsabilidad de la propia NASA por no haber puesto la pericia suficiente en inspeccionar los materiales y módulos que manda­ba fabricar. La comisión también propuso un nuevo modelo de tanque de oxígeno para los futuros vuelos espaciales pero cuya construcción costaría una fortuna.

En ese momento, en el sector político de Estados Unidos cre­cía la tendencia a dejar de apoyar el programa espacial con se­mejante cantidad de millones de dólares. Para los políticos la cuestión era simple y pragmática: Estados Unidos ya había lle­gado a la Luna, el golpe de efecto mundial que supuso la vic­toria contra los soviéticos en la carrera espacial debía ser vista

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como una suerte de estocada final. Ya era insostenible justificar esos presupuestos gigantescos. Al año siguiente del accidente del Apolo 13, esta tendencia se comprobó y se hizo real en el poder legislativo.

El 24 de marzo de 1971, en una controvertida y polémica vota­ción, el Senado norteamericano le negó financiación al programa de transporte supersónico y este se dio por finalizado. Ese mismo año, Neil Armstrong abandonó la NASA y comenzó a dar clases en la Universidad de Cincinnati. Hacía varios meses que el rector Walter C. Langsam venía invitándole a que fuera titular de una cátedra y ofreciéndole todas las comodidades para que hiciera lo que le apeteciera.

El profesor ArmstrongDurante su etapa como profesor universitario, Neil trabajaba de manera intensa durante los nueve meses del ciclo lectivo y tenía tres meses de descanso cada verano. Tuvo que tapar con cartones la ventana de su despacho para que los estudiantes no se acerca­ran a observarlo y siempre mantuvo un perfil muy bajo, con la idea de tener una vida normal y corriente y el deseo de ser tratado como todos los demás profesores. Algo que, evidentemente, sona­ba muy bien pero era imposible.

De hecho, después de su primer día de clases, lo esperaba en el vestíbulo de la Universidad un enjambre de periodistas. Era tal el caos que Armstrong se encerró de un portazo en su des­pacho y se negó a salir. De todas formas, disfrutó muchísimo los ocho años que duró su trabajo como profesor universitario. Tras redactar su renuncia en el otoño de 1979, hecha efectiva el 1 de enero de 1980, dejaba como legado dos nuevas materias de su propia creación (Diseño de aviones y Mecánicas expe­

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rimentales de vuelo) y unas cuantas promociones con cientos de alumnos sorprendidos por la sabiduría y el perfil bajo de su famoso profesor. Y por sus dotes innatas para contar historias cautivantes con las aventuras y epopeyas de los aviadores más famosos del mundo.

En el tercer aniversario de la misión Apolo 11, en julio de 1972, la ciudad natal del astronauta volvía a rendir homenaje a su hijo más famoso con la inauguración del Neil Armstrong Air and Spa­ce Museum de Wapakoneta. El acto reunió a 5.000 personas y contó con la presencia de la hija del presidente, Tricia Nixon, quien donó al museo una de las piedras lunares traídas a la Tierra por la misión y que, según ella, «simbolizaba la capa­cidad del ser humano para materializar grandes logros». Pese a haberse mantenido durante toda la ceremonia dando la im­presión de sentirse profundamente halagado, la verdad era que Neil Armstrong estaba fingiendo felicidad y se encontraba bas­tante molesto porque no le habían consultado sobre el hecho de ponerle su nombre a un emprendimiento privado y del que todo el mundo creía que era algo en lo que Neil había tomado decisiones y le pertenecía, cuando en realidad no había sido así en absoluto.

El salto al mundo empresarialPero de lo que sí fue parte decisiva —para sorpresa de todo el mundo, incluso de la gente que mejor lo conocía— fue cuando decidió ser el portavoz de la empresa Chrysler Corporation, justo después de renunciar al cargo de profesor universitario. Nadie podía creer que estaban viendo en la televisión al parco y hermético Neil Armstrong haciendo publicidad para la fábri­ca automotriz norteamericana y en el marco de la Super Bowl.

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Su imagen recorrió las pantallas de todo Estados Unidos y tam­bién el papel de los periódicos y las revistas de tirada nacional más importantes.

Nadie entendía por qué justamente ahora —y no antes— Neil Armstrong prestaba su imagen con objetivos comerciales. La explicación que dio él era que siempre le había gustado esa marca y que en aquellos años Chrysler sufría una severa crisis económica, por lo que si su imagen podía servirles de ayuda para remontar, él estaba encantado de dársela. Además, la consideraba una empresa clave de la cultura norteamericana y se sentía en la obligación de aportar sus conocimientos como ingeniero para su mejora.

Janet y Neil habían comprado una granja de 75 hectáreas en el condado de Warren, no muy lejos de Cincinnatti. Y fue allí donde Chrysler le envió siete de sus vehículos de reciente fabri­cación para que el ingeniero los probase. Pero, en realidad, el aporte de ingeniería de Neil Armstrong para la marca de au­tomóviles nunca quedó del todo claro y lo que mejoró a la em­presa fue el rostro del astronauta en los anuncios publicitarios. En una década que comenzaba con el despunte de la industria publicitaria, donde los Mad Men se sentían los dueños creativos de Nueva York y donde una imagen empezaba a decir mucho más que mil palabras.

El fin de la docencia coincidió también con el inicio del Neil Armstrong empresario. Primero, como accionista en la Internatio­nal Petroleum Services de El Dorado, en Kansas. Después, como miembro de la junta directiva de la firma fabricante de aviones Gates Learjet, donde además de tomar parte en las decisiones de la empresa también se dio el gusto de probar los aviones sobre los que él mismo, ahora, tenía acciones.

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Su carrera como empresario parecía gustarle. En 1973 se sumó a otra junta directiva, esta vez en la Cincinnati Gas & Electric, una empresa dedicada a la producción de electricidad. Años más tarde, en 1979, siguió extendiendo sus inversiones en la United Airlines. Un año después, en 1980, ingresó en el equi­po de Eaton Corporation, específicamente en la filial AIL Sys­tems, encargada de la fabricación de equipos electrónicos para uso militar. Aquí aprovechó para pilotar el bombardero B­1, al que volvió en 1991 para la serie de TV First Flights. No es que le interesara en absoluto la televisión, pero si eso le permitía subirse a un avión, siempre diría que sí. A petición del mismo programa, probó diferentes modelos de helicópteros, planeadores y todo tipo de aviones que le permitieran estar donde más le gustaba estar: en el aire.

En marzo de 1989, se sumó a la empresa Thiokol, la firma en­cargada de fabricar los cohetes aceleradores sólidos de la lanzadera de la base espacial de Houston. Bajo el influjo de Neil Armstrong, la empresa se incorporó a la órbita de Cordant Technologies y expandió su mercado de Estados Unidos a Europa y Asia, diversifi­cando su producción en la fabricación de componentes para moto­res de aviones a reacción y aumentando su capital en varios cientos de miles de millones de dólares.

También se dio el gusto de hacer viajes de aventura. Sus cre­denciales de aventurero espacial le abrieron las puertas a una in­vitación difícil de rechazar en el año 1985: el guía profesional de expediciones extremas Michael Chalmer Dunn estaba formando un equipo de exploradores para viajar al Polo Norte y ya contaba con sir Edmund Hillary, el primer ser humano en llegar a la cima del Everest, y con Pat Morrow, el primer canadiense en la historia en alcanzar la misma meta. Pero faltaba el primer hombre que

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pisó la Luna. Esta expedición se mantuvo oculta a la prensa con mucha cautela durante aquel momento y nadie se enteró hasta después de que acabara el viaje.

Challenger y Columbia: las tragediasque lo cambiaron todoAntes de iniciar este recorrido por el Polo Norte, Armstrong fue convocado por el presidente Ronald Reagan para formar una co­misión de expertos encargados de diseñar un avanzado programa espacial que llevara a los Estados Unidos al siglo xxi. Reagan in­tentaba volver a poner en agenda y en el presupuesto norteame­ricano los viajes espaciales, a partir de la creación de un grupo de expertos y personalidades como diplomáticos, antiguos astro­nautas y exdirectivos de la NASA. Todo se interrumpió con el accidente fatal del transbordador Challenger, el 28 de enero de 1986, que causó siete víctimas mortales y la caída más drástica de la reputación del programa espacial estadounidense dentro de la opinión pública nacional.

Ronald Reagan le pidió a Neil Armstrong que formara parte de la denominada Comisión Presidencial sobre el Accidente del Transbordador Espacial Challenger, un nombre pomposo con el que se buscaba paliar la crisis de imagen del presidente ante los estadounidenses y hacerles sentir que era prioridad del gobierno nacional llegar hasta el fondo del esclarecimiento de las causas de este hecho trágico.

Muchos años después y bajo la presidencia de otro repu­blicano, en este caso George W. Bush, en 2003, ocurría otro accidente trágico para el programa espacial de Estados Unidos. Después de 16 días de misión y pocos minutos antes de su ate­rrizaje en Cabo Kennedy, a tan solo 62 km de altura, el Co­

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lumbia se desintegró y otros siete astronautas perdieron la vida. La investigación se llevó a cabo dentro de la misma NASA y la Casa Blanca se comunicó con Armstrong para preguntarle si acudiría al funeral del 3 de febrero en el Centro Espacial Johnson de Houston. Neil ya estaba mayor y retirado, no tenía intención de meterse otra vez en otra investigación ni tampoco los directivos de la NASA consideraron necesario incorporarlo, pero asistió al funeral acompañado de su segunda mujer Ca­rol y hasta daría unas palabras a la prensa, algo bastante raro en un sujeto que durante toda su vida huyó de los periodistas como de una plaga.

Sus declaraciones a la prensa tras la tragedia del Columbia no sólo eran la de un aventurero de raza, sino que demostraban que Neil Armstrong seguía siendo ese mismo joven de la base de Ed­wards o del Apolo 11, dispuesto a darlo todo y a asumir que el riesgo es parte inherente en el camino hacia el descubrimiento: «El desastre del Columbia nos ha entristecido a todos y nos re­cuerda que no hay progreso sin riesgo. Nuestro trabajo consiste en maximizar lo primero y minimizar lo segundo. Mientras los seres humanos posean una mente independiente, creativa y curiosa, se­guiremos desafiando las fronteras».

Una fuente de dineroA pesar de mostrarse tímido y reacio tanto a los elogios como a los curiosos, fans y periodistas, todo aquel que se encontrase con Neil Armstrong entre 1970 y 1993 seguramente tenga un recuerdo agradable de él. Porque era un tipo afable, que muchas veces acce­día a tomarse fotografías y que firmaba autógrafos sin inconvenien­te. Pero al descubrir, en 1993, que sus autógrafos estaban siendo subastados en internet y ver que muchas de las firmas habían sido

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devolviera su pelo. Como nada de esto ocurrió, su abogado envió al barbero de Lebanon una carta documentaba donde explicitaba una ley de Ohio que protegía los nombres de las celebridades de ese estado. Pero lejos de inmutarse, el barbe­ro publicó la carta en los medios de comunicación, generando una controversia que duró meses y que despertó el interés en muchos países.

A sus más de 70 años, es posible que Neil Armstrong estuviera harto de la mezquindad del ser humano y de lo que es capaz de hacer para conseguir dinero y fama, sobre todo cuando mucho de eso tenía que ver con gente que usaba su nombre y su figura, que medraba sobre los logros que consiguió tras tantas horas de vuelo y tantos días de riesgo y tantas ocasiones en las que salvó el pellejo de milagro.

Hasta después de su muerte, el aura de Neil Armstrong si­guió generando millones de dólares. En 2017, la casa de subas­tas Sotheby’s vendió por 1,8 millones de dólares la bolsa espa­cial manchada con polvo lunar que el comandante del Apolo 11 usó para su actividad extravehicular. El objeto se convertía en el adminículo espacial más valioso en la historia de cual­quier subasta.

Los últimos años de vidaEn el ocaso de su vida, Neil Armstrong aprovechó el dolce far niente y se dedicó a estar con su mujer Carol en su casa de las afueras de Cincinnati. También pasaba largas temporadas en su residencia de vacaciones en el centro de esquí de Telluride, en las Montañas Rocosas. Y decidió saciar su curiosidad de aventurero viajando mucho, esta vez no por negocios ni por cuestiones diplomáticas, sino por puro placer.

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falsificadas, se negó a seguir firmándolos de una vez y para siem­pre, fiel a su estilo lapidario y determinante. De hecho, hoy en día, siguen circulando en internet objetos firmados por Armstrong y que se venden por un valor mínimo de 10.000 dólares.

En 1994 volvió a tener una disputa por el uso comercial in­debido de su nombre y para fines comerciales, pero esta vez llevada a los Tribunales. La megatienda de regalos Hallmark comenzó a vender unos adornos para árboles de Navidad con la figura de un astronauta y una grabación con la voz de Arm­strong. Sin pedir permiso, la tienda anunciaba su nuevo pro­ducto del siguiente modo: «La Luna brilla como las famosas palabras pronunciadas por Neil Armstrong en aquel momento histórico». Su nuera Wendy, esposa de su hijo Mark, fue la abogada de un caso que se resolvió al año siguiente y por un acuerdo entre las partes de manera extrajudicial. Nunca se co­noció el monto de dinero con que el Hallmark indemnizó a Neil Armstrong, pero sí que toda la suma fue donada a la Uni­versidad de Purdue.

La utilización comercial del mito de Neil Armstrong llegó al nivel del paroxismo en el año 2005, cuando la Marx’s Barber Shop, la barbería del pueblo de Lebanon —que el astronauta había frecuentado durante más de 20 años para cortarse el cabe­llo— vendió unos mechones del pelo de su cliente más famoso a un sujeto de Connecticut por 3.000 dólares. La noticia trascen­dió a los medios y al propio Armstrong luego de que el Guinness World of Records reconociera al comprador con el surrealista título de propietario de la mayor colección de pelo de personali­dades famosas del mundo.

Al enterarse de este absurdo, Neil Armstrong pidió al bar­bero que donara el dinero a alguna causa benéfica o que le

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con todos los honores, tuvo encuentros con universitarios y di­rectivos de las más altas esferas políticas y empresariales y hasta disfrutó del paseo en un barco de vapor fabricado en 1903.

Su última aparición pública fue en el Observatorio Lowell de Flagstaff, Arizona, donde asistió como invitado para dar el discurso inaugural durante la inauguración del Telescopio Discovery Channel. Sus palabras de ese día quedarán para la historia, no sólo por ser las últimas que pronunciara en público en su vida, sino también porque después de décadas se mostró abierto a dar detalles sobre lo que había visto en la Luna al descender en su superficie durante ese glorioso día de julio de 1969.

Este hecho era bastante inusual en él, quizás porque al volver de la Luna lo que más le pedía la gente era que contara detalles sobre su viaje. Y terminó hartándose. Pero ese día en Arizona, en otras tantas vueltas extrañas de la personalidad de Armstrong, reveló aspectos inéditos del alunizaje. Los 730 invitados no se per­dieron detalle de las palabras del mito viviente, reforzadas por unas imágenes de la superficie lunar con una calidad estupenda y que fueron captadas por la sonda LRO de la NASA, que se encar­gó de dejar registro filmado de los seis lugares en los que habían alunizado las misiones del programa Apolo.

Cuando se refería al momento previo del alunizaje, Neil decía lo siguiente: «Las pendientes eran pronunciadas y las rocas pare­cían muy grandes, del tamaño de un automóvil, y no quería ate­rrizar allí, así que me hice con el control manual y me dirigí como si fuera un helicóptero hacia el oeste, para intentar encontrar un lugar más llano (…) Nos encontrábamos a unos cien metros, ob­servando un cráter de treinta metros con unos ocho de profundi­dad. Parecía un tesoro geológico; quería volver a echar un vistazo

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Visitó Israel con Carol, haciendo paradas en Masada y en el Centro Mundial de Conmemoración del Holocausto Yad Vas­hem. Aprovechó para dar unas conferencias en Haifa y en Tel Aviv. Incluso accedió a estar presente en una sesión de preguntas rodeado de un grupo de niños israelíes. En 2008 continuaron sus viajes, esta vez por algunos países escandinavos junto a un grupo de universitarios de Purdue. Y en 2009 —a sus 79 años— fue in­vitado de honor de National Geographic a una exploración de 26 días por la Antártida y las Islas Malvinas.

En sus últimos años de vida, el siempre enigmático Neil Arm­strong asistía anualmente a un encuentro secreto de los denomi­nados Conquistadores del Cielo. Se trataba de una especie de organización privada de directivos de las principales aerolíneas y de pilotos de todo Estados Unidos, fundada en 1937, que se reunían en diferentes puntos del país con el fin de relajarse y de disfrutar de actividades deportivas tales como el juego de la herradura, lanzamiento de cuchillos, la pesca con mosca y el tiro al plato.

Que Neil Armstrong formara parte de este club era un fiel reflejo de su personalidad, que siempre escondió una faceta un poco sombría. Algo que, en realidad, tenía que ver con un desconocimiento de parte de todo el mundo con respecto a su persona. Y que se daba por una simple razón: él no quería ser conocido más de lo que era, de lo que se mostraba. Por decisión propia, Neil siempre decidió abrirse solo hasta cierto punto, no solo con el mundo que estuvo expectante de él tras regresar de la Luna, sino también con su familia y con sus alle­gados más cercanos.

El último viaje del piloto que estrenó la Luna fue a Australia, donde después de conocer Melbourne lo recibieron en Sydney

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cuando estuviera solo (…) Saltó una alarma que indicaba que nos quedaba combustible para treinta segundos. Teníamos que aterri­zar de inmediato».

La charla se cerró con la grabación del Neil Armstrong de aquel entonces y sus palabras a Houston: «De acuerdo. Motor apagado. Houston, aquí Base Tranquilidad. El Eagle ha aterri­zado». Todos los presentes estallaron en aplausos y también co­rrió alguna lágrima de emoción. Pocas semanas después, a causa de una serie de complicaciones derivadas de un cuádruple bypass gástrico, Neil Armstrong moría a los 82 años de edad. Era un 25 de agosto de 2012.

Muere el hombre, vive el mitoSu familia emitió un comunicado oficial anunciando su falleci­miento con estas palabras: «Neil era nuestro afectuoso marido, padre, abuelo, hermano y amigo. Era también un reticente hé­roe estadounidense que siempre creyó que se limitaba a hacer su trabajo». No podía ser más exacta esta definición de «reticente héroe» para explicar la personalidad de un Neil Armstrong que ni bien puso un pie en la Tierra tras su regreso de la Luna y hasta el día de su muerte, hizo todo lo posible para huir de la fama y de las condecoraciones, además de la prensa. El comunicado conti­nuaba: «Siguió siendo un defensor de la aviación y la exploración durante toda su vida y nunca perdió su entusiasmo de infancia por dichas actividades. Pese a lo mucho que protegió su intimidad, siempre agradeció las expresiones de buena voluntad de personas de todas las clases y orígenes».

El mundo entero asistió conmocionado a la noticia del falleci­miento del gran mito viviente del programa espacial norteameri­cano. El hombre modelo que con su sonrisa reflejaba la victoria

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estadounidense sobre el gigante soviético abandonaba la vida y lo hacía, paradójicamente, en su vejez y en la cama de un hospital, luego de haber coqueteado con la muerte durante tantas oportu­nidades arriba de un avión caza, de un prototipo experimental y de un cohete.

En el funeral familiar del viernes 31 de agosto asistió una guar­dia ceremonial de la Armada y un gaitero, ya que Neil Armstrong siempre se preocupó por mantener sus raíces escocesas. De hecho, en un rincón de las borderlands de Escocia funciona el Museo del Clan Armstrong, destinado a recuperar la memoria de esta familia desde los tiempos del épico Fairbairn, que dio origen al apellido de los brazos fuertes, hasta las aventuras del primer hombre en pisar la Luna.

El miércoles 13 de septiembre fue el turno del memorial en la catedral de Washington, que entre sus vitrales contiene un fragmento de roca lunar. El discurso de ese día estuvo a cargo de su gran amigo de los días universitarios de Purdue, Gene Cernan, quien además fue el último hombre en pisar la Luna. Y también habló Charles Bolden, el administrador de la NASA de aquel entonces. Incluso contrataron a una de las cantantes preferidas del difunto, Diana Krall, quien interpretó Fly Me To The Moon.

Podría pensarse que el último deseo de cualquier piloto y astronauta sería que sus cenizas fueran esparcidas al aire. Pero el siempre misterioso y sorprendente Neil Armstrong pidió des­cansar en el mar como última voluntad. El 14 de septiembre, el océano Atlántico a la altura de Jacksonville, Florida, recibía los restos incinerados de Neil Armstrong en una ceremonia cele­brada a bordo del USS Philippines en la que estaban su mujer Carol, sus dos hijos, algunos nietos, su hermana June y su her­

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mano Dean. Un pelotón de la Armada se encargó de disparar varias salvas en su honor mientras el mar se tragaba sus restos para siempre.

Neil Armstrong descansa en ese colchón interminable de agua que lo esperaba en cada vuelo de prueba y que lo recibiría dándole el primer abrazo terrenal después de convertirse en el piloto que estrenó la Luna.

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14. ¿Una nueva casa?

Después del impacto mundial provocado por Estados Unidos al conseguir pisar la Luna por primera vez en la historia de la hu­manidad, el programa Apolo continuaría su curso, de manera intermitente, con mayor y menor apoyo, con accidentes y fallos, pero consiguiendo colocar a varios astronautas más en la super­ficie lunar y obteniendo logros destacados para el programa es­pacial norteamericano. Aunque nunca nada sería comparable con el hito que representaba la misión comandada por Neil Arm­strong y secundada por Buzz Aldrin y Mike Collins. Ningún otro astronauta en la historia alcanzaría el aura que tuvo el coman­dante del Apolo 11. Quizás lo repetirá aquel que ponga un pie en Marte por primera vez, pero todo parece indicar que faltan muchos años para que esto sea posible.

Después del éxito de Apolo 11, los rusos destinaron sus esfuer­zos a construir prototipos robóticos de alunizaje y desestimaron la posibilidad de gastar dinero y recursos humanos en colocar a uno de sus cosmonautas en la Luna. Además de las consideracio­nes técnicas sobre investigación y toma de muestras, ya lo habían hecho los americanos y poco iba a cambiar la relación de fuerzas dentro de la carrera espacial si un ruso conseguía alunizar: hubie­ra sido la primera vez en la historia de la Unión Soviética pero no para el mundo, y lo que se jugaba durante la Guerra Fría era el poder simbólico sobre el planeta Tierra.

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A medida que pasaron las décadas y tras varios accidentes trá­gicos en misiones espaciales estadounidenses, el interés de la opi­nión pública dejó de centrarse en los astronautas y el Congreso de Estados Unidos fue quitando apoyo económico a los programas espaciales. Sí que continuaron destinando presupuesto para man­tener las investigaciones y algunas misiones, pero la suma que se aprobaba cada año estaba muy lejos de esa cantidad de millones que se otorgaron en pleno auge de la carrera espacial.

El hombre en la Luna en el siglo xxi

Pero como la historia de la humanidad es cíclica y hay procesos que siempre se repiten, que vuelven como un bucle y que regresan a la agenda de preocupaciones de la opinión pública, hace algu­nos años se conoció la noticia de que Estados Unidos preparaba un nuevo programa espacial para 2020 y que volvería a poner al hombre en la Luna. El futuro programa de la NASA se llamó Constellation y tenía tres objetivos básicos.

El primero tuvo un origen basado en la necesidad tecnológica: desarrollar una nueva generación de trajes espaciales, cápsulas y lanzaderas, que dieran un salto cualitativo con respecto a todo lo que se había fabricado hasta el momento y que sirviese para faci­litar la concreción de los otros dos objetivos siguientes. El segundo hito era no sólo poner un pie en la Luna en 2020, sino también avanzar en un programa de colonización: destinar durante un tiempo prolongado a un grupo de astronautas que se dedicara a realizar un exhaustivo trabajo científico, que explorara y explota­ra todos los recursos que ofrecía la Luna para el ser humano, y que iniciara una adaptación total en ella. Es decir, que esos astronau­tas sirvieran como modelo para comprobar hasta qué punto el ser humano puede aprender a sobrevivir en otro planeta.

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Este último aspecto llevaba al tercer objetivo del programa Constellation: el envío de tripulaciones de astronautas al planeta Marte. Y esta era la cereza del pastel, un anuncio bastante lógico no tanto por las posibilidades concretas de llevarlo a cabo sino más por su poder propagandístico. Unos 50 años atrás y gracias a la exitosa misión de Apolo 11, la Luna dejó de ser una utopía y se convirtió en algo palpable y real, en un objetivo posible para la humanidad. Y como el ser humano no puede vivir sin utopías, el nuevo destino soñado es el inquietante planeta rojo. Así que era imposible vender al pueblo estadounidense que apoyase un nuevo presupuesto espacial solo para la Luna; había que ofrecerle algo más.

Marte es la nueva LunaLa posibilidad de que la humanidad habite otro planeta, por leja­na que sea, aparece después de desastres naturales cada vez más recurrentes, con un cambio climático que acecha a todos los rin­cones del mundo y donde el discurso global de que la Tierra de­jará de ser habitable en unos cuantos años empieza a hacer cada vez más mella en muchos sectores de la sociedad. Más allá de la fiabilidad de estas teorías, es cierto que la idea de una vida huma­na en otro planeta está generando muchos debates.

Pero los recortes presupuestarios afrontados en 2010 por el en­tonces presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en el marco de la crisis económica mundial, obligaron a cancelar un programa que se proponía fabricar una nueva generación de naves espacia­les que ya estaban planificadas e incluso tenían nombre, como los cohetes lanzadores Ares I, Ares IV y Ares V y la cápsula Orion.

Por un momento, la humanidad creyó que volverían aquellas décadas de misiones espaciales, lanzamientos de cohetes desde

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Cabo Kennedy y alunizajes. Pero se tuvo que posponer y aun­que el Constellation se hubiera hecho efectivo, el mundo bipolar de fines de los años 50 y 60 ya había dejado de existir con la caída de la Unión Soviética y con el derribo del Muro de Berlín. Aunque los resquemores entre Rusia y Estados Unidos siguen vivos, es poco probable que volvamos a vivir una carrera espa­cial con la magnitud con la que se desarrolló en el contexto de la Guerra Fría.

De todas maneras, el Congreso norteamericano nunca discutió ni consiguió votar o decidirse tras el decreto presidencial de Oba­ma. En cualquier caso, desde la NASA han asegurado que se sigue pensando en el primer alunizaje del siglo xxi para el año 2020, de acuerdo a los términos planteados inicialmente para el programa Constellation.

Durante el año 2018, la agencia espacial emitió un comunicado al Congreso de los Estados Unidos en el que informaban del pro­yecto National Space Exploration Campaign y donde aclaraban que se planificaban «misiones de exploración humana y robótica para expandir las fronteras de la experiencia humana y el des­cubrimiento científico de los fenómenos naturales de la Tierra, otros mundos y el cosmos». La NASA justificaba el resurgimiento del Constellation bajo otro nombre y durante la presidencia de Donald Trump en el hecho de que la Luna contiene recursos y una buena cantidad de información valiosa que nos puede apor­tar mucho conocimiento para comprender mejor nuestro propio planeta.

El programa prevé la creación de la plataforma lunar Gateway, que tiene como objetivo albergar a astronautas a una distancia más lejana de la Tierra que nunca. Dicha plataforma se encargará de investigar la reacción de los organismos vivos a la radiación y a

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la microgravedad, en un largo periodo de residencia en el espacio. La idea de la NASA es comenzar con el envío a la superficie lunar de robots que sirvan para preparar el terreno para que, en un fu­turo cercano, los astronautas puedan pasar estancias prolongadas en la Luna. Todo ello, dentro del marco de una decidida inter­vención de la NASA en Marte que ya ha comenzado a hacerse realidad a través el envío de sondas espaciales. Estos dispositivos han obtenido fotografías nunca vistas del planeta rojo y están con­siguiendo dar pasos pequeños pero decididos en el descubrimiento de ese planeta por el momento tan inalcanzable.

En algunas fábricas estadounidenses ya se están fabricando las diferentes partes del prototipo Gateway, en un acuerdo entre la NASA y sus socios comerciales. El principal inconveniente desde siempre para los congresistas es de donde saldrá el dinero para un proyecto de semejante magnitud, cómo decidir si apoyarlo o no, con cuántos millones y cómo será la reacción de la siempre expectante opinión pública estadounidense. Todo ello hace su­poner que el grueso del dinero para la futura misión lunar que comenzaría en 2020 provendría de inversiones del sector privado, lo cual no es nada descabellado si se tiene en cuenta que ya hay millonarios invirtiendo en la nueva tendencia turística mundial: el turismo espacial.

Vacaciones en el espacioEsta modalidad empezó a ponerse de moda en los últimos años y consiste en realizar viajes a más de 100 km de altura de la Tierra, lo que se considera la frontera con el espacio. Solo han podido acceder a ellos multimillonarios o deportistas de elite seleccionados específicamente y tras muchos meses de duro en­trenamiento.

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El primer turista espacial fue el magnate norteamericano Den­nis Tito, ex ingeniero de la NASA. Para ello desembolsó la suma de 20 millones de dólares a la Agencia Espacial Federal Rusa, lo que incluía el entrenamiento, el viaje y el alojamiento en la Esta­ción Espacial Internacional. De esta manera, Moscú iniciaba un nicho de negocio que le procuraba millones. Si bien los días de la competencia espacial con Estados Unidos habían quedado atrás, tampoco les venía mal anotarse un punto en ser los primeros en enviar a un turista al espacio.

El vuelo espacial turístico de Dennis Tito duró ocho días, del 28 de abril al 6 de mayo de 2001. En su momento, la NASA tra­tó de poner todo tipo de trabas a un proyecto que, si bien no les interesaba, tampoco querían regalar a los rusos. Pese a que la Guerra Fría había terminado, los resquemores, como es evidente, continuaban. El administrador del organismo en aquel entonces, Daniel Goldin, calificó al viaje de Tito como «el capricho de un excéntrico». Pero gracias a la insistencia de los rusos, el viaje se llevó a cabo.

La entrada de Tito en la Estación Espacial Internacional se produjo el 30 de abril de 2001. Al inicio fue recibido de manera muy fría por los estadounidenses presentes y tuvo que ser escolta­do en todo momento por dos cosmonautas rusos, aunque al final de su estancia las cosas se fueron relajando entre rusos y america­nos. Al volver a la Tierra, Dennis Tito declaró a la prensa: «Acabo de regresar del paraíso pese a estar agotado, sudoroso y tan débil que no pude salir de la cápsula Soyuz por mi propio pie como sí lo hicieron mis compañeros».

En los años siguientes le seguirían otros turistas espaciales y co­menzaría a crecer el interés norteamericano por invertir en este nicho, no tanto por parte del poder político sino de los sectores

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económicos privados. Desde la fundación X­Prize y sus iniciati­vas por promocionar el turismo espacial hasta la empresas como Space­X o Bigelow Aerospace, que puso en órbita el 12 de junio de 2006 el módulo hinchable Geminis I, que vendría a ser un proyecto de hotel espacial de 3 por 2,4 metros, fabricado en fibra de carbono para resistir impactos de micrometeoritos y de basura espacial. Si bien nunca fue terminado, se estimaba en su momento un coste para el turista espacial de entre 5 a 10 millones de dólares por una estancia de pocos días.

¿Una nueva carrera espacial?La caída del proyecto soviético en los años 90 estuvo acompañada por la emergencia de nuevas potencias económicas que acabaron consolidándose en los últimos años. Los casos más emblemáticos son los de China y la India: ambos países, además de contar con empresas multinacionales con cada vez más presencia en todo el mundo, también han decidido poner sus fichas en las misiones espaciales.

Los chinos ya dieron a principios de 2019 un paso decisivo al colocar una sonda espacial en la cara oculta de la Luna. Se trató de la sonda Chang’e 4 y fue un hito en la era espacial, ya que fue la primera vez en la historia en que se conseguía semejante reto. Después de este éxito, el gobierno chino manifestó su intención de seguir ampliando su programa espacial a través de un pro­yecto de recogida de muestras lunares en 2019 y otro similar en 2020, siempre con el objetivo final de llegar a Marte por primera vez en la historia de la humanidad. Al igual que sucede con Esta­dos Unidos, China cuenta con un buen aporte del capital econó­mico privado para el lanzamiento de nuevas sondas espaciales, de cara a la creación de una base científica china en la superficie

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en investigaciones sobre los posibles trastornos en la salud de los astronautas, sino también en un contexto en que el presupuesto para el programa espacial es más bien escaso o no el suficiente que se necesita para encarar un programa de semejante magnitud.

Según la tecnología de la que dispone hoy el ser humano, una misión espacial en la nave más avanzada del mundo tardaría unos 9 meses en llegar a Marte. Siempre y cuando sus tripulantes pue­dan sortear con éxito todos los riesgos físicos que semejante viaje implica y pueden tolerar el hecho de flotar en gravedad cero du­rante tanto tiempo.

Con el horizonte de Marte, los seres humanos de este siglo tenemos un nuevo motivo para soñar, una nueva utopía espacial que contrasta con el futuro incierto de nuestro propio planeta, amenazado por el cambio climático. A pesar de los riesgos, los límites y los contratiempos, seguimos apuntando nuestros tele­scopios con avidez hacia esa indescifrable cantidad de mundos por descubrir a la que llamamos espacio exterior. Quizás por­que, como dijo Armstrong en aquella rueda de prensa antes de volar hacia la Luna, necesitamos hacerlo igual que los salmones nadan a contracorriente.

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lunar. La idea es empezar a enviar a la Luna misiones tripuladas a partir de 2023.

En la India, por su parte, preparan la misión lunar Chandra­yyan­2, un vehículo que estiman será el primero del país en aterri­zar en la Luna, con la idea de explorar el polo sur de la superficie lunar, investigar sobre la presencia de agua y estudiar su compo­sición mineral. El proyecto incluye un robot que transitará por la superficie lunar y una sonda que planean mantener en órbita du­rante un año. Será el segundo intento indio por llegar a la Luna, tras el primero de 2008 con el Chandrayaan­1 que, si bien no consiguió aterrizar, sí se mantuvo con éxito en la órbita lunar. Al igual que el gigante chino, la India ya hizo su predicción para una misión tripulada propia: en 2021 prometen poner en órbita a tres astronautas durante un periodo de siete días.

Mientras nos acercamos a la segunda década del siglo xxi, los programas especiales vuelven a estar en las agendas de las prin­cipales potencias mundiales y la humanidad asiste a una nueva utopía: la llegada del hombre a Marte. ¿Quién será el primer hombre o mujer en poner un pie ahí? ¿Será estadounidense y tendrá características similares a Neil Armstrong? ¿Cómo será el astronauta mitológico y emblemático de nuestro siglo xxi?

La NASA ya puso fecha para el envío de hombres al planeta rojo, que se encuentra a 225 millones de kilómetros de la Tierra. El hecho de plantearse la posibilidad de un aterrizaje humano allí representa grandes retos tecnológicos y médicos, entre los que se encuentran los riesgos de someterse a una radiación mortal, la pérdida de la visión o la atrofia ósea.

Según la agencia espacial norteamericana, faltan por lo menos 25 años para que el hombre pueda pisar por primera vez Marte. Y no solo teniendo en cuenta que aún queda mucho por avanzar

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Bibliografía

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Recursos digitales https://www.nasa.gov/specials/apollo50th

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Introducción. El gran salto 5 1. Marcado para la aventura 11 2. Héroe de guerra 18 3. El riesgo de un piloto de pruebas 22 4. Comienza la carrera espacial 28 5. El aviador se convierte en astronauta 33 6. La esfera de plata 43 7. La muerte acecha 53 8. Neil Armstrong como modelo americano 63 9. Rumbo a la Luna 71

10. El aviador que estrenó la Luna 8211. El humano más famoso del mundo 9512. Pasado y presente: de la magia a la tecnología 10413. El mito 11314. ¿Una nueva casa? 129

Índice

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CMYK Lomo 17 mm Lomo 165 x 236 mm

N E I L A R M S T R O N G (1930-2012) fue el primer ser humano en poner un pie sobre la Luna. Se trató del punto culminante de la carrera espacial que du-rante la Guerra Fría enfrentó a los Estados Unidos y la Unión Soviética. Y también de la realización de algo que durante siglos había parecido un sueño imposible. Lo hizo real un «héroe reticente» que provenía de las llanuras de Ohio, se había curtido como piloto experimental y destacaba por su carác-ter humilde y su temperamento calmado.

La travesía del Apolo 11 para aterrizar en la Luna en julio de 1969 estuvo rodeada de peligros, como prueban los muchos accidentes ocurridos en lan-zamientos espaciales anteriores y posteriores a esa fecha. Pero siguiendo los pasos de Gagarin y Te-reshkova y acompañado por Aldrin y Collins, el sereno Armstrong protagonizó un momento de ex-ploración científica que aún captura la imaginación del mundo.