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87 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017 MARIE NOËL NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA Thérèse De Scott ( 1 ) Hace unos veinte años Marie Noël (1883-1967) volvió, poco a poco, a formar parte de mis lecturas y lo hizo en forma de pregunta. Fue mi compañera durante un tiempo, e incluso llegué a equipararla con Marcel Légaut. No como poeta, sino como pensadora y como cristiana. ¿No se trataba, en su caso, de una «mutante» que escapa de un cristianismo estrecho, muy marcado por el sigo XIX, y que se aventura, muy temerosamente, hasta los umbrales del siglo XXI? Marcel Légaut, con un itinerario muy diferente, llamó «delicada emancipación» a las iniciativas intelectuales y a los compromisos orientados a distanciarse de lastres semejantes. Trabajó hasta el final para preparar el terreno de un renacimiento espiritual sin preceden- tes. Así fue como se convirtió en un cristiano de Occidente y del siglo XXI. A su manera, Marie Noël, femenina y secretamente, ¿no había caminado por las sendas de una aventura espiritual parecida? Tal era el horizonte de mi pregunta. Cuatro señales concretas, aparecidas en un breve plazo de tiem- po, llamaron mi atención cuando estaba animando unas sesiones en torno a la obra de Légaut en Marsanne, en la Drôme: una postal, una voz proveniente de la pequeña pantalla, un libro “fatigado” y un álbum de arte recién editado que cayeron en mis manos. La postal, enviada desde Auxerre, la ciudad de la poeta en la Borgoña, reproducía una acuarela de un pintor local, Roger-Marcel Bizot: una dama anciana, vestida de negro y apoyada en un bastón, bajaba por una calle estrecha, dominada por la torre de una catedral. ( 1 ) Comunicación en la abadía de Brialmont, cerca de Lieja, con ocasión de un encuentro de los grupos Légaut de Bélgica, el 27 de febrero de 1999.

NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA

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NACIMIENTO Y DEVENIR DE LA POETA Y DE SU ESCRITURA
Thérèse De Scott (1)
Hace unos veinte años Marie Noël (1883-1967) volvió, poco a poco, a formar parte de mis lecturas y lo hizo en forma de pregunta. Fue mi compañera durante un tiempo, e incluso llegué a equipararla con Marcel Légaut. No como poeta, sino como pensadora y como cristiana. ¿No se trataba, en su caso, de una «mutante» que escapa de un cristianismo estrecho, muy marcado por el sigo XIX, y que se aventura, muy temerosamente, hasta los umbrales del siglo XXI? Marcel Légaut, con un itinerario muy diferente, llamó «delicada emancipación» a las iniciativas intelectuales y a los compromisos orientados a distanciarse de lastres semejantes. Trabajó hasta el final para preparar el terreno de un renacimiento espiritual sin preceden- tes. Así fue como se convirtió en un cristiano de Occidente y del siglo XXI. A su manera, Marie Noël, femenina y secretamente, ¿no había caminado por las sendas de una aventura espiritual parecida? Tal era el horizonte de mi pregunta.
Cuatro señales concretas, aparecidas en un breve plazo de tiem- po, llamaron mi atención cuando estaba animando unas sesiones en torno a la obra de Légaut en Marsanne, en la Drôme: una postal, una voz proveniente de la pequeña pantalla, un libro “fatigado” y un álbum de arte recién editado que cayeron en mis manos.
La postal, enviada desde Auxerre, la ciudad de la poeta en la Borgoña, reproducía una acuarela de un pintor local, Roger-Marcel Bizot: una dama anciana, vestida de negro y apoyada en un bastón, bajaba por una calle estrecha, dominada por la torre de una catedral.
(1) Comunicación en la abadía de Brialmont, cerca de Lieja, con ocasión de un encuentro de los grupos Légaut de Bélgica, el 27 de febrero de 1999.
«¿Te acuerdas de Marie Noël?», me escribía una antigua condiscípula. Apenas la recordaba. ¿Cómo decubrimos a esta sonriente Marie Noël, en el tiempo de nuestras clases finales de los años 40?
Con voz patética, una actriz interpretaba a “Cortège” en la pequeña pantalla, un extracto de su «Oficio para un niño muerto». Murmullos y gritos de dolor, de rebeldía violenta: era el drama de la propia Marie Noël cuando encontraron a su hermano de doce años, muerto en su cama, la víspera de Navidad de 1904… Me encontraba sola en Bruselas cuando escuché esta emisión televisada una tarde.
En cuanto al libro «fatigado», lo había ojeado por casualidad, estaba en una vitrina abierta, de una biblioteca en vías de desapari- ción. Eran las Notas Íntimas (2) de quien, a los 76 años, decía ser «her- mana» y dirigirse a las «almas inquietas» de sus potenciales lectores. Su dominio de la prosa para pensar y expresar la condición humana era admirable. Publicado tardíamente, este libro había pasado desa- percibido antes para mí.
Por último, un álbum de fotos, Auxerre y Marie Noël, editado por los monjes de «La Pierre-qui-vire». Fue el regalo de una amiga y fue el que alentó mis exploraciones. Enseguida me di cuenta de que tenía que desmontar los prejuicios de aquellos para quienes la poeta de Auxerre sólo era una mera «picardía angelical», tal como había opi- nado, a primera vista, Henri Bremond, el ilustre autor de la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia, antes de que, pese a todo, viera en ella otra cosa: un genio verdadero más que un talento.
¿Por qué escribir? Esta pregunta me interesaba. Cuando redescubrí a Marie Noël había una exposición en París sobre la génesis de la escri- tura en las antiguas civilizaciones de Oriente Medio. Durante mile- nios, la escritura había producido creaciones asombrosas. Me planteé esta pregunta en relación con la escritura poética de Marie Noël.
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(2) Notes intimes, París, Stock, 1959.
Me parecía que, en su caso, escribir le había servido de refugio, que la luz de la escritura la había ayudado a realizar su vida, y tam- bién a creer. Durante tiempo y tiempo, Marie había chocado con la cuestión del Dios-Creador, al que interpretaba no como la causa pri- mera sino como la primera de las causas segundas, lo que la llevaba al gran problema del mal y de la muerte.
Escribir, en el caso de otros autores que entonces leía (Rainer María Rilke, Primo Lévy, Vaclav Havel, Marcel Légaut), ¿no significa tratar de conectar con la fuente que, en el fondo de uno mismo, murmura algo único e imperioso? Hay que escribir. Pero, ¿qué? La respuesta permanece oculta durante mucho tiempo. Hasta que, un día, el escritor se sorprende pensando que el don que comparte y del que vive se convierte, por su escritura, en fuente dentro de otro, o mejor, que por su escritura, su fuente se une a la fuente secreta de otro. Porque la escritura es un don, igual que se dice que la fe es un don. Como don, hay que acogerlo, quererlo y alimentarlo. Si cree- mos el dicho «Nascuntur poetae, fiunt oratores» (los poetas nacen, los oradores se hacen), ser poeta es un don desde el nacimiento, mien- tras que un orador sólo llega a serlo al cabo de un largo esfuerzo. Don de un arte que se expresa, de un genio que se domina, la escri- tura del poeta es vida que se entrega y que pasa a hacer confesiones sin ser indiscreta. Su belleza formal brilla con un resplandor secreto, el del ser humano que se alcanza a sí mismo: fruto y alimento de una tierra que reverdece.
Pero el decir del poeta supone un importante trabajo sobre su verbo; igual que importa entregarse y no reservarse. Mediante su labor y puesta en obra, se va hilvanando el acto de libertad en que todo el ser se concentra y llega a ser creador. Escribir, escribir bien – y hablar bien también– es una actividad eminentemente humana que proviene de tiempos muy lejanos y que se convierte en espiritual en unas condiciones muy precisas.
Escritura literaria y poética; escritura musical; escritura pictórica también; y además, escritura escultural e incluso arquitectónica: cada una a su manera y según sus códigos, se inscribe en el espacio y en el
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tiempo, jugando con lo vacío y lo lleno, el sonido y el silencio, el ritmo y las proporciones, inscribiendo estructuras complejas, durade- ras o volátiles, surgidas de la intuición, enmarcadas por la razón, bajo el soplo de la inspiración.
Durante mucho tiempo el hombre ha atribuido a Dios la propia experiencia de tornarse creador. Así se ha representado la transcen- dencia y se ha expuesto la misteriosa actividad de las Escrituras. Así procedía Marie Noël cuando describía la génesis de un poema.
Las fuerzas de la naturaleza –la pasión es una de ellas– no son, en la Creación, más que fuerzas dominadas. Toda la armonía del mundo reside en esta victoria: un caos que encuentra su dueño.
Y Dios dijo al mar: « – No irás más lejos. » La armonía del hombre es su victoria, el dominio sobre el caos. No hay obra de arte sin dominio del espíritu. Al principio es el caos, la contienda oscura de riquezas infusas. Después, el viento sopla sobre el abismo, suscita los pensamientos, sacu- de las emociones, da ritmo a las palabras interiores. Es la inspiración. La inteligencia sobreviene, selecciona, elige, separa, ordena. Da a cada elemento su nombre, su lugar, sus límites: « – Aquí el agua, aquí la tierra… No irás más lejos. « – Aquí el día, aquí la noche… No durarás más tiempo. « – Aquí este pensamiento, este rasgo, esta palabra, este sonido. Y fene- ce, tú, que estás de más. Y sé tú la última, tú que te presentaste la pri- mera, demasiado diligente. Y desnúdate. Tú, demasiado engalanada, abstente. Aplícate las disciplinas. (3)
Estamos en el tiempo (1920-1933) de sus primeras obras –Las can- ciones y las horas, Los cantos de las Gracias–, publicadas por editores menores. Marie tiene cuarenta años.
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(3) Notes intimes, p. 20.
Marie Noël, cuyo verdadero nombre era Marie Rouget, nació en Auxerre, junto al Yonne, el 16 de febrero de 1883. La mayor de cuatro hermanos y la única niña. Falleció en su ciudad natal, en su casa, la antevíspera de Navidad de 1967. Toda su vida se desarrolló en la Borgoña, salvo algún viaje a París, a Bélgica, a casa de sus familiares, a casa de su padrino, Raphaël Périé, antiguo condiscípulo de su padre, que era Inspector de la Academia, gran aficionado a la poesía, que vivía en Blois y que se jubiló en Nyons, en la Drôme.
Pero en la vida hay otros viajes: los que se hacen en el olvido más sordo y más mudo del Castillo interior. […] En aquella profundidad fue donde se dio el único gran viaje de mi vida: mi descenso a los abismos, mi aven- tura, mi peligro. Allí fue donde tuve que ir para después volver, cargada con el destino humano, en lugar de haberme quedado para siempre, pura y adormecida, en mi pequeño jardín, al resguardo de la Cruz. (4)
Auxerre, ciudad de provincias, al borde del río Yonne y a la sombra de su catedral de St. Étienne, tan estimada, tales fueron las raíces de Marie Noël.
Su sensibilidad extrema, elemento sin duda decisivo de cara a su despertar poético, y su gran vivacidad de mente, no sin relación con un equilibrio frágil, nervioso y físico, le impidieron una escolarización regular durante la niñez. Por eso parte de sus clases, las recibió en su pro- pio hogar, hasta su primera comunión a los once años. Luego, salvo los dos últimos años, también asistió con irregularidad al liceo de Auxerre.
Su padre, Louis Rouget, agregado de filosofía, enseñaba filosofía e historia del arte en el colegio y en el liceo. Era de una gran habilidad manual para la carpintería y la ebanistería. Un ser honesto, justo, disci- plinado, racionalista y profundamente agnóstico, «impregnado de Kant y de Spencer», según Raymond Escholier, biógrafo de Marie (5).
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(4) Notes intimes, p. 104, 1933.
(5) R. ESCHOLIER, Marie Noël, La nieve que arde, p. 33 (reeditado en 2010).
Esta generación de profesores «eran laicos militantes», según el jesuita André Blanchet, estudioso de Marie Noël. Su idea era «sustituir a Dios, que decían que había muerto, por la Ley, que siempre lo estu- vo. Estos nuevos clérigos, vestidos de negro como los curas a los que relevaban, enseñaban una obediencia que sabían que carecía de ale- gría: obediencia no a una persona y por amor, sino a la razón y sólo por lógica. La imaginación y la fantasía, enemigos de la razón, no eran de fiar. La Poesía sólo se admitía con las alas recortadas en los progra- mas de Educación. […] En una palabra, estos universitarios conserva- ron la tendencia jansenista de la tradición religiosa francesa» (6). Louis Rouget era «tan lúcido que daba miedo» recuerda su hija.
Uno no podía equivocarse ni un minuto con él. Aquella lucidez aguda suya, dañaba los sueños. Cuando le contaba una historia, me decía: «Fantaseas!... Suprime las fantasías!» […] – ¡Ah! ¡déjame defenderme hoy, papá: fuiste injusto contigo y con todos los demás! No te mentía; yo veía, veía la verdad que nadie percibía. (7)
Marie Noël nos cuenta, acerca del agnosticismo de su padre, que éste, previamente, había empleado todo su vigor intelectual en bus- car a Dios con la máxima honestidad de su alma.
Había leído y releído el Evangelio (en griego), y también santo Tomás de Aquino, los Padres de la Iglesia… Y no lo había encontrado. (8)
También la hija comulgaba con esta búsqueda inacabada de su padre. La inquietud metafísica de su padre había acabado por con- quistarla. En 1914, Marie escribió un poema, titulado «Tinieblas», que le desaconsejaron publicar. Marie hace suyas en él las dudas de su padre. Así es como comenta su poema «Tinieblas», en unas notas inéditas:
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(6) A. BLANCHET, Marie Noël, Poetas de hoy, París, Seghers, p. 31.
(7) Ibid. p. 32.
En aquel momento (…) yo enseñaba el Evangelio a las chicas del pue- blo y escribía los Cantos de las Gracias por compasión por la miseria humana, pobre entre los pobres, enferma entre las enfermas, moribun- da con los moribundos, muerta, si se puede decir así, con los muertos. Tal vez por eso penetré demasiado pronto en la angustia del Mal… en la inquietud metafísica de mi padre… y de algunos más. ¿Quizá esta angustia estaba ya antes en mí (pues las hijas y los padres se parecen)? ¿Quizá respiré en exceso su pensamiento, escuché demasiado, leí y supe demasiado? (9)
Esta búsqueda desembocó en una crisis religiosa de extrema gra- vedad, que la llevó a las puertas de una enfermedad mental que la obligó a ingresar, durante un tiempo, en una casa de salud.
Mientras que los Rouget eran familia de confiteros, la familia de la madre, Emilie Barat, prima hermana de su marido, eran contrama- estres, viticultores y pilotos de gabarras. Emilie era una mujer activa y alegre, la viva imagen de la Francia profunda. Emilie solía llegar tarde a misa los domingos porque las largas homilías la aburrían. Se sabía de memoria las viejas canciones francesas y le gustaba cantarlas. Disfrutaba haciendo asonancias: «Enrique reclamaba un pequeño fusil…» – «que sea gentil», terminaba mamá. «Un pequeño sombre- ro…» – «que no sea muy feo», terminaba también. (10)
Emilie Barat era del mismo pueblo y época que Péguy. « En mi época –decía Péguy– todo el mundo cantaba… cantaba e improvisaba» (11). La canción popular, «que de año en año traía hasta nosotros, medio en broma, una enorme carga de tristeza», fue el despertador de esta poeta que
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(8) Citado por R. ESCHOLIER, p. 24.
(9) R. ESCHOLIER, p. 244.
(10) « Henri réclamait un p’tit fusil, »…« Qui soit gentil ! » achevait la maman. « Un p’tit chapeau / qui soit très beau ! ».
(11) A. BLANCHET, p. 12.
había nacido para su poesía. Marie Noël sentía tan intensamente la melancolía de algunas canciones que se descorazonaba y ya las pri- meras notas desencadenaban una crisis aunque luego, enseguida, todos en la casa dejaran de cantar.
La canción popular fue, al principio, la patria de Marie, que reco- piló un gran número de ellas, tomadas tanto de viejas colecciones como de sus contactos con las mujeres mayores de los barrios pobres. El ritmo era lo más importante para su alma sensible a la música.
Estaba poseída por el ritmo. Era un verdadero demonio. Él fue quien me desgastó el corazón.
Un redoble de tambor, un repique de campanas, dos o tres notas escan- didas, una simple frase con cadencia y me sumergía en la danza y mi corazón empezaba a batir. Había que pararlo y que tranquilizarlo, tenía que hacerme dueña de él.
A los dieciocho años, cuando me emocionaba o me encolerizaba, mi palabra enseguida ritmaba. Mi padre, al oírme, me imponía silencio… En resumidas cuentas, como ninguna otra muchacha, mi ser era bailarín hasta la médula de mis huesos (12)
Su abuela paterna, Marie-Théodorine Barat, fue una persona importante en la niñez de Marie Noël. Era una cristiana de base, «gran habladora», como decía su nieta. Esta abuela sabía muchas his- torias de personajes del pasado, y también muchas anécdotas de la familia. En un pasaje, Marie recuerda cómo su abuela la llevaba, a los nueve años, a la catedral de Auxerre, durante la Semana Santa y el Día de Todos los Santos:
Era, para mí, como entrar en un mundo sublime, distinto del otro, donde Dios y el hombre intercambiaban palabras sorprendentes que no tenían sentido en otros lugares. (…)
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(12) A. BLANCHET, p. 17-19.
En la torre doblaban las campanas… esas admirables campanas de la catedral de Auxerre, grupo trágico de campanas profundas que estalla- ban bruscamente en sollozos –cinco o seis notas desgarradoras– para volver a caer en el silencio, de donde resurgían de nuevo después de algunos minutos de angustia con lágrimas tenebrosas que habían ido a sacar de no sé qué pozo de tristeza y de temor.
Esperaba temblando cada regreso de estas campanas conmovedoras… Sin embargo, con los sacerdotes cantábamos los salmos de David, las lamentaciones de Job. Allí escuché –a los nueve años– el inconsolable grito del hombre. Fue entonces cuando entró en mí, para nunca más salir.
Creo que este Job, este David, fueron mis verdaderos, mis primeros Padres entre todos aquellos que son para nosotros, los Poetas, Profetas y Genios. (13)
Para la poeta que nacía en ella, para la tímida joven de veinte años, un encuentro y una amistad decisiva fue la de su padrino, Raphaël Périé. Condiscípulo de su padre en la Escuela normal supe- rior, y después colega suyo en el liceo de Cahors, se había casado casi el mismo día que él. Louis Rouget era todo razón y Raphael todo fantasía. Había abandonado la enseñanza para ser inspector de Academia en Constantine, Chambéry, y después en Blois. Raphaël Périé, su padrino, fue quien descubrió el don de su ahijada; él fue quien la animó, la orientó y la aconsejó. El día de su muerte en sep- tiembre de 1938, Marie evoca, en sus Notas Íntimas, «toda lo huma- nidad» que él le aportó; la gracia humana que había en ella y que él le reveló.
El viejo sabio con su hermosa cara de jeque árabe que, en algún momen- to, me reveló la felicidad del mundo. ¡Qué ignorante era sin él!
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(13) Notes intimes, (1940) p. 306-307.
En aquel tiempo yo era joven y tenía sed; él me dio de beber. Era joven y además fea; él me hizo creer que era hermosa. Era buena y tenía frío; él me permitió ser un poco loca y sentir calor. Tenía miedo y temblaba; él me dio ánimos. Temía a Dios, temía a la gente, temía a mi padre y a mi madre; él me tranquilizó. Me escondía dentro de mí, me escondía en la sombra, me escondía en Dios para no ser encontrada; él me cogió y me devolvió a la tierra al pleno sol. Tenía una gracia, una flor apretada, en el corazón, que no osaba abrirse; él hizo que se abriera en el umbral de su puerta. Tenía en el corazón una canción; él la echó a volar y la abrió al mundo. (14)
Digamos algo más sobre la música. Marie Noël había aprendido piano y armonía. Le gustaba tocar el piano con su primo Julien Barat cuando pasaban juntos algunos días de vacaciones en Auxerre. Julien tenía una voz de barítono bonita y haría carrera como cantante. Marie evoca sus recuerdos de adolescente cuando escucha la música de los versos de Verlaine: «Escuchad la dulce canción / que llora para agrada- ros…» (Écoutez la chanson bien douce / Qui ne pleure que pour vous plaire) y, sobre todo, la música de Fauré, Débussy, Bach, Beethoven y Mozart. Durante las vacaciones de Pascua, después de los oficios, los dos primos se reunían junto al piano:
Volvíamos con nuestros genios queridos… Bach, Beethoven, César Franck, a veces Wagner, de quien lamentábamos que nos faltaran muchas partitu- ras. Y más íntimo, nuestro Schubert, su «Viajero» , su «Rey de los Elfos», su «Sonámbula bajo la luna». Más alucinante todavía, nuestro Schumann: la inspiración épica de los «Dos granaderos», el vals demente de «Pobre Pedro», el ritmo apasionado, el choque de espadas en los «Hermanos ene- migos». ¡Qué movimiento! ¡Lo rompíamos todo!… Y de repente, reposo en el cielo –la pura y lenta contemplación de la noche estrellada. Salvaje o tierno, tranquilo o loco, todo era bello para nosotros, todo era una voz.
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(14) Notes intimes, (1936-1940) p. 224-225.
Pero Mozart era el que sentíamos más cerca, Mozart, en el juego delicio- so (y hasta en la pasión misma), nuestro más puro camarada de entre todos los cantores terrestres y celestiales. Julien, que hablaba todos los idiomas, lo cantaba en italiano, igual que a Schubert y Schumann en ale- mán. Aunque yo era una ignorante en cuestión de idiomas, cuando él cantaba, lo comprendía todo. Mozart… Las Bodas… Don Juan… Cuando tocábamos a Mozart, la gente, atareada en otros rincones de la casa, interrumpía su trabajo y venía a escucharnos (15).
No voy a demorarme en las lecturas de Marie Noël, ricas y de gran calidad –pasión de toda su vida. Su padre la había introducido en los clásicos. Su padrino la había hechizado leyéndole poemas de todos los países. Por sí misma, ella frecuentaba a los poetas y a los escritores con- temporáneos, presentes en los estantes de la biblioteca. Marie escribió sobre Valéry, Colette y Mallarmé algunas impresiones de una fineza impecable. Poetas y ensayistas la ayudaban a pensar y, en ocasiones, a salir del embrujo de la música de las palabras, además.
Cuando escribo, a veces me viene un verso o dos cuyo encanto me embruja, me emborracha, me mece, me adormece. Estoy tan musicali- zada que ya no hay forma de pensar en otra cosa, de forzar que las pala- bras vengan. Tengo que detenerme, distraerme, hacer un gran esfuerzo para desprenderme del canto que me tiene presa y recobrar el sentido de mi obra, sin el que todo se disolvería en el silencio. En esos momentos de música –deliciosos– puedo muy bien escribir sin darme cuenta de cometer algún disparate. Pero luego había que llamar a la vigilante para tomar medidas de disciplina. (16)
Lo mismo le ocurre cuando piensa en temas serios como el Mal, la soledad, Dios y el hombre: se siente presa de vértigo y de embriaguez:
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(15) Notas inéditas, citadas por R. ESCHOLIER, op. cit. p. 69.
(16) Notes intimes, p. 75.
Osar pensar, disfrutar de pensar, a veces… Felicidad de poder pensar con toda la mente, con altura, amplia, libremente, en todas las direccio- nes, como respirar a pleno pulmón, hasta el límite, no dentro de una habitación cerrada sino al aire libre, incluso aunque el viento, sin miedo ante nada, trajese, mezclada en el cielo alguna miasma, o derribara algu- na vieja estancia. (17)
Marie tenía cuarenta años.
El encuentro con dos sacerdotes fue decisivo para que la obra de Marie Noël saliera de su confidencialidad y para que su vida alcan- zara su verdadera dimensión. Primero, el abbé Mugnier, de 1918 a 1944, al que R. Escholier, en connivencia con nuestra poeta, llama «el salvador», «el consolador» ; y después el abbé Henri Bremond (18), de 1924 a 1933. Bremond, como académico, la introdujo ante el gran público, sobre todo católico. Uno y otro, «marginados» en la Iglesia, sacaron a la poeta y a su obra de la sombra.
El abbé A. Mugnier era sacerdote diocesano y había sido depuesto de sus funciones de vicario de una parroquia parisina, Sto. Tomás de Aquino, por haberse pronunciado en una polémica a pro- pósito de un sacerdote casado en secreto, y también por haber invi- tado a comer a su casa a un sacerdote fundador de una «Iglesia gali- cana». Nombrado capellán de las Hermanas de San José de Cluny en París, vivía en la calle Méchain, cerca de Bremond. Su ocio for- zado y sus contactos lo habían orientado hacia una especie de ministerio informal en los medios literarios, artísticos y de la noble-
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(17) Notes intimes, (1931) p. 79.
(18) Henri Bremond, amigo de los modernistas, especialmente del Padre Tyrrell, jesui- ta como él, dejó la Compañía de Jesús en 1904. En la época de su encuentro con Marie Noël, acababa de ingresar en la Academia francesa y aún trabajaba en su gran obra: Historia literaria del sentimiento religioso en Francia. Aunque vivía retirado en Arthez d’Asson gran parte del año, en París tenía un apartamento en calle Méchain, cerca del abate Mugnier.
za. Rehabilitado al final, fue canónigo. Durante sesenta años llevó un diario lleno de interés. (19)
Según afirma el Prefacio de su Diario, Mugnier «fue el último superviviente del Sermón de la montaña. Sólo él en París podía dar la impresión de haber presenciado y bebido de la fuente del noble e irrealizable amor al prójimo, algo que, para la mayoría, había sido relegado a ser una imagen sin significado alguno».
En los salones parisinos más distinguidos, el abbé Mugnier ofrecía el aspecto desconcertante de un cura de pueblo, con sus grandes zapa- tos cuadrados y su sotana gastada. Si se había impuesto era por las cua- lidades más inadecuadas para un mundo como aquél: modestia, sen- sibilidad, frescura de alma. Además, amaba la literatura… Un día le dijo a la princesa Bibesco: «Descubro demasiado pronto el Bien».
Marie Noël, con 35 años, escribe a Mugnier por primera vez para pedir el «permiso del Índice», es decir, una autorización para poder leer ciertos libros prohibidos, inscritos por la Iglesia en su famoso Índice (20); permiso para el que la competencia de su confesor en Auxerre no alcanzaba, según éste le había dicho. Luego, Marie, un día de una gran angustia interior, se atrevió a pedirle ayuda. La res- puesta se hizo esperar. Pero al fin llegó y su tono fue afectuoso y fra- ternal: se verían en París.
Mugnier la ayudó en el plano moral y personal. Y también fue quien reconoció primero el valor de sus poemas y luego la puso en contacto con Bremond, lo cual, para ella, fue el comienzo de una auténtica notoriedad. Además, la animó vivamente a escribir: hacerlo era para ella su misión, su deber, según Mugnier. La correspondencia que intercambiaron ambos aún no se ha publicado pero el libro de R. Escholier, confidente y amigo durante los últimos años de Marie, contiene muchos ecos.
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(19) Diario de l’abbé Mugnier (1879-1939), Mercure de France, 1985.
(20) Índice: Catálogo de libros prohibidos por la Santa Sede por motivos de orden doctrinal o moral.
«Desarróllese. Dése la libertad que necesita para respirar intelec- tual y literariamente. ––Quédese satisfecha pero espere todavía más. Entregue al máximo sus cualidades intelectuales y Dios la amará aún más» (21) .
E insistía: «Piense, ame, escriba… Dios es vida. Ego sum via, veritas et vita… Quiero que su éxito poético sea cada vez mayor, entonces quedaré satisfecho». Y como Marie le había confiado alguna angustia y duda de tipo religioso, Mugnier le envía esta bella frase: «La forma de probaros Dios a usted es crear obras bellas que, quiérase o no, son un acto de fe y de oración» (22).
Cuando Marie Noël, por recomendación de Mugnier, fue a ver al abbé Bremond en 1924, éste le dijo: «Mademoiselle, vous avez du génie! (Señorita, ¡hay genio en usted!» (23). Y esto que Bremond sólo había podido leer entonces sus primeras obras, como Las canciones y las horas, todas aún de una gracia incipiente. Con todo, Marie tenía ya entonces un sentido profundo de lo trágico de la existencia, de la soledad fundamental, de la angustia que trabaja el corazón humano. Esta verdad, Mugnier la pudo sentir en los Cantos y salmos de otoño, que no aparecerían hasta 1947. Cuando ella fue a leer a aquel anciano casi ciego, su largo, pesado y musical poema «Juicio», sólo habían pasado quince o veinte años desde que atravesó los graves aconteci- mientos que resonaban estremecedoramente en su interior. Lo mismo ocurriría con «Aullido» y con «Oficio para un niño muerto», una especie de «poema-blasfemia» donde Marie evocaba la muerte súbita de su hermano menor y la desesperación de su madre (24).
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(21) Diario del abbé Mugnier, p. 208, 225.
(22) Ibid. p. 220.
(23) Notes intimes, (Souvenirs sur l’abbé Bremond), p. 333-353.
(24) Ver Marie Noël. La obra poética, ed. Stock, p. 374 y ss.; 453 y ss.
Pese a ir en aumento el éxito de su poesía, Marie nunca fue una «mujer de letras». No quería serlo. También era una gran prosista. Fue Mugnier quien, a partir de 1920, le aconsejó llevar una especie de dia- rio. Sus Notas íntimas, redactadas para ayudarse a sí misma en su sole- dad, nos permiten ahora conocerla mejor.
Todo el encanto que tenía, toda la gracia recibida de Dios –escribe en 1933– la he entregado en mis canciones… Aquí, en estas notas, vierto todo lo malo que tengo, como en un rincón secreto de la parte trasera de la casa… aquello que hay en mí de duro, de seco, de demasiado lúcido, los guijarros agudos de mi pensamiento, que tengo que romper uno a uno para librarme de sus aristas. Si hubiera tenido a alguien que me hubiera ayudado desde el fondo de mí misma, no hubiera necesitado acudir a un cuaderno como refugio. Pero ni siquiera el sacerdote ha sabido ir lo bastante lejos como para poder alcanzar en mí, el mal esencial. Él se pronuncia y aconseja, y yo obedezco. Pero el mal permanece. […] Aquello que es lo más «suyo» en un hombre, otro no lo puede digerir. (25)
Este inestimable cuaderno no era sólo su refugio. Le servía para fijar impresiones, pensamientos, rebeldías. También contiene peque- ños dibujos de trazos seguros, donde la mano convierte en signos lo que la mirada «ve» y medita sobre la conexión entre la obra creada y el tiempo. Leamos sus apuntes sobre una tarde de verano en el campo; las frases respiran al ritmo de algunas repeticiones que ento- nan la marcha lenta del hombre y su obra:
He aquí un momento admirable de cada tarde: el regreso de los bueyes arrastrando el carro de la cosecha. Conducidos por un prisionero alemán taciturno, con el torso desnudo, que les precede con un paso cadencioso, y les pincha con la aguijadora sin siquiera volver la cabeza, los bueyes tienen todo el aire –lentos, majestuosos– de salir de la eternidad.
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101 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(25) Notes intimes. p. 124.
Quizá Booz los vio así. Y quizá sea éste el ritmo del trabajo verdadero, el que Dios quiso para el hombre, con este porte magnífico y este paso poderoso y sin prisa. Quizá nuestras Catedrales fueron concebidas y construidas también sin precipitación ni fiebre, con la segura tranquilidad del cerebro y de las manos, y con la única pena vigorosa que le basta a cada día. Quizá toda obra humana, ya sea que pertenezca al alma o al cuerpo, necesita, para su belleza, tomar prestada del tiempo la grandeza. (26)
Y he aquí una lúcida reflexión suya sobre la actividad creadora, la parte que corresponde al genio y al talento, según las edades de la vida:
Hay un tiempo en que la fuerza creadora y la violencia del joven genio se lo lleva todo. Pero el talento mal madurado lo traiciona por defecto. Después viene un tiempo en el que el genio se atempera y el talento logrado lo domina con alegría. Es la hora no del deseo, tampoco de la concepción, sino del alumbramiento, del hijo, de la Obra. Al final, hay un último tiempo de experiencia en el que el talento puede con todo lo que quiere. Pero el genio, cansado, ya no alumbra ningún hijo. (27)
Para escribir, hace falta tiempo, silencio, soledad. Marie Noël tuvo que luchar, a menudo sin éxito, para conseguirlos. Tras la muer- te de su padre en 1923, y a medida que su madre iba envejeciendo, Marie tuvo que hacerse cargo de la casa así como gestionar otras casas propiedad de la familia. Hubo tiempos en que tuvo que renun- ciar a escribir, no sin un gran dolor. No podía negarse a aquel servi- cio, ni pasar por encima de la vida de otros y proseguir su camino como poeta. Cuando se quejó de esto al abbé Bremond, de una manera conmovedora, éste exclamó:
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102 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(26) Notes intimes, agosto 1946, p. 276.
(27) Notes intimes, 1940, p. 260.
– ¡Qué lástima! ¡Ah! ¡Qué lástima! – Fue lo primero que dijo. Yo trataba de disculparme: – Monsieur l’abbé, he hecho cuanto he podido, me he mantenido al margen lo más posible. He tratado de aprovechar el tiempo minuto a minuto. Todo este tiempo perdido, que le haría falta a mi obra, he reza- do novenas por él como si lo hubiese hecho por un alma en peligro… Pero, cuanto más rezo, más crece mi malestar. ¿Quizá quiere Dios que el canto se retire de mí? Como M. l'abbé no decía nada, seguí defendiéndome: – Monsieur l’abbé, creo que no hay ninguna religiosa en ningún con- vento que haya renunciado a sí misma tanto como yo he renunciado a mí misma en mi casa cuando acepto –acepto– no ser ya poeta… – Sí. – contestó muy serio. – Monsieur l’abbé, a los ojos de Dios, cuando se realiza una obra con todo el corazón, ya sea poeta o sirviente quien la haga, ¿no vale tanto la una como la otra? – Sí. Tiene usted razón, tanto vale lo uno como lo otro… Entonces, al escuchar el tono de su voz, comprendí que me respondía desde la altura de su alma. También él, el conquistador, también él aceptaba… (28)
A Marie, sus obligaciones familiares le robaban aquella soledad sagrada. A veces trágico, a veces furioso, a veces cómico, su lamento aún perdura.
Me siento cada vez más víctima de un desorden de cosas al que no puedo poner remedio. Mi anciana madre, enferma todo el invierno, la criada poco normal, una gran casa como las de antes –doce habitaciones. Y tenemos otras casas con doce inquilinos. Lo gestiono todo muy mal. Las casas son pobres y están viejas. Siempre tengo que ir detrás del albañil, del fontanero. Y además está toda el marasmo del papeleo. […]
Miro hacia atrás. Éste es el crimen de mi vida: he traicionado mi Soledad.
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103 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(28) Notes intimes, p. 348-349.
Aquellos que poseen una Soledad –no todo el mundo la posee– deberí- an defenderla con violencia, deberían sacar todas sus espinas, como la aulaga o el acebo salvaje, para protegerla y defenderla.
Yo no tenía espinas… ¡Sí tenía! Pero las había vuelto hacia mi interior, en contra de mí misma por temor a arañar a «los otros» que querían recoger flores o fruta de mí.
«Los otros» vinieron en tromba, me invadieron. Todo tipo de «otros», pero sobre todo los más cercanos, los más habituales, los que creen que tienen derecho sobre todas mis horas y no pueden contentarse con algún momento perdido. […]
Llegará el aislamiento de la noche… la habitación vacía y el dolor de las ausencias, pero la Soledad sagrada, aquella en la que el Ser se acerca y fecunda el Alma, la divina Soledad de las nupcias creadoras, ya nunca más me será dada. ¡Demasiado tarde! Habré muerto. (29)
En otro fragmento, Marie se compara con André Chénier, el poeta guillotinado durante la Revolución francesa. A ella, la «decapi- tó» su familia.
Pero, a pesar de todo, su obra llegó a su cumplimiento. Marie lo reconoce al final de su vida. Su consagración como poeta fue en torno a sus 70 años, cuando la Editorial Stock publicó, en 1956, lo esencial de su poesía. Al año siguiente, Raymond Escholier publica: Marie Noël. La nieve que arde, una rica recopilación de sus memorias, fruto de los senderos de la confianza y de la amistad entre ellos. Tres años después, Marie decide publicar gran parte de sus Notas íntimas, el Diario que había ido escribiendo durante cuarenta años, aunque con distinto ritmo según las épocas. Luego vendrán los premios, las traducciones e incluso, en 1965, un reportaje para la televisión fran- cesa que aún se puede encontrar.
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104 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(29) Notes intimes, p. 229.
Hoy, cincuenta años después de su muerte, Marie Noël parece olvidada… Pero no, no lo está. Hay partes de su obra que aún siguen editorialmente vivas en Francia, y aparecen además algunos estudios sobre ella. La Asociación que lleva su nombre, fundada al día siguien- te de su muerte por iniciativa de R. Escholier, prosigue un trabajo de calidad mediante la publicación de los Cuadernos Marie Noël, la orga- nización de Coloquios y de algunas representaciones y recitales.
En una publicación extra, consagrada al conjunto de su obra poé- tica, Marie-Françoise Jeanneau afirma que se trata de «un gran momento de la literatura espiritual francesa del siglo XX» (30). Poco a poco, Marie Noël va entrando en obras colectivas sobre autores espi- rituales del siglo XX, donde, por razón de cronología y de orden alfa- bético, no está lejos de Marcel Légaut.
¿Cómo concluir este esbozo acerca de mi descubrimiento de Marie Noël sino meditando su poema «La isla» (31), imagen del tor- mento escondido de su soledad de poeta? Les invito, pues, a leer, a recitar, a traducir este poema de gracia rebelde y de altos vuelos.
LA ISLA
Soledad al viento, oh sin país, mi Isla, que las barcas de lejos rodean de ímpetus y de llamadas, bajo el vuelo gris de las gaviotas. Mi Isla, mi lugar sin puerto, ni muelle, ni villa, mi Isla donde se alza en secreto la montaña, la más alta a la que Dios da un golpe de talón y rechaza… Oh, Sola entre los aquilones
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105 Cuadernos de la Diáspora 29 Madrid, AML, 2017
(30) De la angustia a la serenidad; un camino de poesía. Introducción a la lectura de Marie Noël (1883-1967), París, 2002
(31) Marie Noël, tomado de «Cantos de tiempos irreales». Obra poética, París, Stock, 1969, p. 519-520.
que sólo tienes al mar salvaje como compañía. Tiempo en que se lamenta el aire en eternos preludios. Mi Isla donde el Amor me llamó desde el borde de un camino de cielos, que descendía a muerte. Espacio donde los vuelos se rompen, Soledad, Soledad, Espacio de emoción del Corazón inmenso que sin cesar lanza al aire sus pájaros, sin cesar por encima de aguas infranqueables, sin cesar perdiéndolos, sin cesar recomenzando. Desolación real, tierra loca que mece el abismo entre sus brazos macizos, Mi Isla, tú guardas un Silencio cautivo que en vano interroga el oleaje de las palabras.
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