9
LA FÁBRICA Daniel Moyano

Moyano, Daniel - La Fabrica

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Cuento de Daniel Moyano

Citation preview

  • LA FBRICA Daniel Moyano

  • La palabra surgi de pronto en todas las bocas con un sentido mgico. Nadie

    haba visto una fbrica en su vida, pero all estaba la palabra para asegurar su

    existencia. La haba trado un alemn. Segn algunos, la haba pronunciado en

    un bar, sin conviccin alguna, mirando su vaso de cerveza, como si se le

    hubiese escapado de la boca. Era duro de lengua y en realidad no dijo fbrica

    sino fabrik, cuyo sonido era tenso como un vidrio. Nadie comprendi al

    comienzo el hechizo que acababa de producirse. Aquella noche los labradores

    siguieron bebiendo en silencio su vino cotidiano y se acostaron sin ningn

    presentimiento.

    El alemn se march al da siguiente, pero volvi dos meses despus para

    reparar el molino de los Morillo. En aquel pueblo no haba mecnicos, pero el

    alemn vena a menudo en su Overland modelo 30 con la carrocera llena de

    caos, morsas, terrajas, llaves y repuestos para molinos. La palabra que l haba

    pronunciado un par de meses antes se haba convertido ahora en una especie de

    oracin cotidiana. Todo el mundo hablaba de la fbrica y de sueldos increbles,

    todo el mundo tena la esperanza de poder ir all algn da y ganar sumas

    fabulosas.

    Cuando el alemn volvi y los labradores le preguntaron sobre la fbrica,

    respondi afirmativamente, pero sin conviccin, como la primera vez, cuando

    anunci el prodigio. Dijo que era cierto y que efectivamente se ganaba mucho.

    Entonces nadie vacil ms.

    Pero haba varias leguas hasta la ciudad donde estaba la fbrica y el viaje

    era muy costoso. A pocos meses de la segunda entrada del alemn, uno solo,

    Ceballos, haba logrado partir. Todos lo envidiaban y hablaban de sus defectos,

    pero tiempo despus comenzaron a elogiar su decisin y a atribuirle poderes

    absolutos sobre las mujeres, las bebidas caras y los lugares prohibidos. Y nadie

    lo vea ya como haba sido, con su sombrero de trapo, cuyas alas caan sobre su

    frente como el ruedo de un vestido; pero tampoco podan imaginarlo de otro

    modo porque un buen traje y un buen sombrero eran muy poco para el poder

  • fabuloso que otorgaba el hecho de trabajar en la fbrica. De manera que

    Ceballos era un hombre invisible que exista sin embargo y que all lejos

    dominaba el mundo a su antojo.

    Nadie hablaba de la fuga que se preparaba, pero todos haban decidido

    partir secretamente, ganar la delantera por si fallaba algo. Tema cada uno para

    s que la fbrica no pudiese albergar a tantos, de modo que casi nunca hablaban

    del asunto, y si lo hacan jams mencionaban la posibilidad de partir. Pero,

    reunido el dinero para el pasaje, salan subrepticiamente. Bastaba tener el

    dinero para el viaje solamente, porque sin duda todo lo dems quedaba a cargo

    de la fbrica.

    Una maana, en el apeadero ferroviario, que estaba a poco menos de un

    kilmetro del pueblo, Alcntara esperaba impaciente la llegada del tren. Al fin

    partira, como Ceballos, hacia la riqueza. El tren pasara a las cinco de la

    maana. Le quedaba casi media hora para regocijarse a sus anchas. Cuntas

    cosas diran de l al otro da! Sera un hroe. Ahora trabajaba en la fbrica. En

    eso vio moverse una sombra en el camino. Era Antnez, que traa una valija

    bamboleando en la mano. Se sorprendieron al comienzo y se miraron con

    desconfianza, pero no tardaron en urdir una especie de complicidad. Despus

    de todo el trabajo sobrara. Las fbricas eran grandes. En seguida, uno por uno,

    llegaron Pereyra, Gmez, Ramos, Buitrago, Camao y Charaviglio. Entonces

    lleg el temor. Todos se sentan sustituidos, traicionados, y el desaliento los

    sobrecoga. Pero Buitrago, armado de valor, encomi la grandeza de la fbrica.

    Aquello era algo monumental. No haba por qu tener miedo porque el trabajo

    no faltara. Todos creyeron al pie de la letra, como suelen creer los

    aterrorizados. Buitrago, naturalmente, no tena la menor idea sobre lo que

    poda ser una fbrica. Y aunque todos saban que hablaba por hablar, que lo

    que deca no tena ningn fundamento cierto, aceptaron a medias sus

    conceptos. Despus que habl Buitrago llegaron todava Rodrguez y Argello,

    que alcanzaron a or las ltimas palabras del discurso. Los ltimos fueron

    Santucho, Velrdez, Sandoval y Pacheco.

    Cuando bajaron del tren empezaron a caminar como ebrios. Antnez

    miraba hacia arriba como buscando la fbrica. Cerca de la estacin, en una

    especie de playa, haba un camin reluciente. Cuando pasaron por all, mirando

    hacia los cuatro puntos, el conductor del camin, maravillosamente vestido, los

    llam con un movimiento de la mano. Poco despus estaban todos en la

    carrocera del vehculo viajando, por los ltimos suburbios de la ciudad, hacia

    la fbrica. Santucho no quera explicarse, como otros, ese encuentro milagroso

    con el camin, que les permita ahora estar viajando hacia la fbrica sin dudas

    ni bsquedas de ninguna naturaleza, y desechando toda explicacin lgica

    pensaba que todo se deba al poder absoluto de la fbrica.

    El camin haba salido de la ciudad y se hallaba ahora en campo abierto.

  • No se detuvo en la garita policial. El polica, viendo que se trataba del camin

    de la fbrica, hizo una venia respetuosa y lo dej pasar; el conductor levant

    apenas una mano del volante para saludarlo. Claro, es la fbrica, pensaba

    Santucho e imaginaba que ella era como un ser humano con atributos tales

    como ternura, bondad, generosidad y paciencia.

    Estaban en pleno campo y la fbrica no apareca. El camino era de

    cemento, impecable, limpsimo, construido por la fbrica para su uso exclusivo.

    Alcntara, alto y flaco, estiraba el cuello de vez en cuando como para atisbarla.

    El camin comenz a subir una cuesta. No le daba trabajo subir, pese a la carga

    que llevaba, y pareca deslizarse suavemente hacia abajo. Sin embargo suba.

    Cuando el camin lleg a la cspide el deslumbramiento fue total. All estaba,

    imponente, eterna, poderosa, una mole de hierro y de cemento que turb el

    nimo de todos. Pacheco sinti que el corazn lata fuertemente y que tena

    miedo. Siempre que haba amado algo, tambin lo haba temido.

    El primer da no hicieron casi nada. Los llevaron por diversas

    dependencias, pincharon sus venas, desnudaron sus cuerpos (quizs no seamos

    totalmente hombres, pensaron algunos con temor), les preguntaron por sus

    padres y por sus abuelos, fotografiaron por dentro sus huesos y sus vsceras,

    firmaron montones de papeles y finalmente conocieron el campamento donde

    dormiran desde esa noche.

    Los das pesaban ms dentro de la fbrica, pero la idea de las sumas

    fabulosas que cobraran a fin de mes pesaba mucho ms. Pareca una locura

    ganar tantos pesos por da, pero era cierto y as lo quera la fbrica. Un da

    Sandoval tuvo algunas dudas y quiso averiguar la verdad. Quera saber por qu

    ganaban tanto, hablar con alguien que pudiera explicarlo todo. Pero en la

    puerta de la oficina que le indicaron deca Do not slam the door, que l tradujo

    inmediatamente por No se permiten preguntas, y se volvi explicndose a s

    mismo lo que iba a preguntar, es decir, no explicndose nada, porque ahora se

    daba cuenta de que si hubiese entrado no habra sabido qu decir finalmente.

    La leyenda de la puerta, pensaba Sandoval, coincida con las respuestas

    que, segn Pacheco, daba la muchacha de la entrada principal. Pacheco fue el

    nico que vio la entrada principal de la fbrica. Todos haban entrado

    directamente por la planta de trabajo, de modo que no conocan todava el

    frente del edificio, que sin duda sera imponente. Pacheco, durante el ir y venir

    del primer da, se desvi en un momento dado de los pasillos por donde los

    conducan y se encontr de pronto ante una inmensa fachada de aluminio. Vio

    muy poco, porque para ver todo hubiera necesitado alejarse unos cien metros,

    pero poda imaginar el resto. Cuando quiso entrar no encontr la puerta por

    donde haba salido, camin unos metros y se hall en una inmensa sala de

    vidrio salpicada de guardianes uniformados. Cuando uno de ellos le dijo que se

    retirara, l haba alcanzado a ver y or a una joven bellsima que saba a la

  • perfeccin cuanta pregunta se hiciera sobre la fbrica. Pareca una mujer

    ednica explicando a los que quisiesen las maravillas del mundo. Sus

    respuestas eran siempre breves y perfectas. Los que acudan a ella lo hacan

    generalmente para pedir algo, y ella responda siempre con frases tales como

    No damos tal cosa, o bien Damos tal cosa. Al lado de la muchacha (y esto lo

    advirti Pacheco mucho tiempo despus de haberlo visto) haba un joven

    exactamente igual a ella en belleza y donaire. Su aspecto general era el de un

    Adn perfecto, cinematogrfico, y al verlos juntos haba que pensar

    inmediatamente en un idilio. Sin embargo se detestaban. Escasamente hablaban

    entre ellos (salvo cuando se consultaban para poder brindar un servicio mejor)

    y sus miradas tenan rasgos fugaces de una ira velada y contenida. En realidad

    eran un solo ser perfecto, apenas separados por el sexo, suavemente lejano.

    El da de pago se acercaba rpidamente y costaba acostumbrarse a la idea

    de cobrar tanto dinero a fin de mes. Pareca mentira, y Pacheco crea a ratos

    que, aunque fuese cierto, algn suceso imprevisto evitara a ltimo momento

    esa certeza. Por la noche sacaba cuentas y se deca que tanto dinero por mes

    significaba muchos pesos por da muchos pesos por hora, y hasta por minuto, y

    ahora estaba ganando dinero, en ese minuto, el dinero se acumulaba

    inexorablemente, sin trmino, y el solo hecho de existir significaba dinero. Y

    pensaba que los sbados por la tarde y los domingos no trabajaban, de manera

    que la fbrica les pagaba tambin el descanso. Ella haba tomado sus existencias

    y les pagaba por todos los minutos de vida. Hasta la muerte estaba prevista en

    unas planillas, donde constaba que al morir ellos sus herederos cobraran cierta

    cantidad de dinero.

    La seccin donde trabajaba Pacheco era una pieza de dos por tres, con

    muchos estantes y cajones llenos de tarjetas. Su tarea era mantener o guardar el

    orden, pero se trataba de un puro principio, porque todos sus jefes saban que

    all no poda haber orden y que no lo haba habido nunca, salvo el primer da,

    cuando se abri la fbrica. Era una especie de oficina de desperdicios

    administrativos, con numeraciones ms bien falsas y documentos fingidos. El

    orden era simplemente visual. Aunque los cajones fuesen iguales, adentro,

    entre las tarjetas, figuraba el principio de un caos. Se saba que era imposible

    evitarlo por la propia naturaleza de los documentos que all haba, pero l deba

    tratar de hacerlo, quizs por respeto a alguna ley ntima de la fbrica. Si

    despus de largos esfuerzos lograba restablecer parcialmente el orden al cual se

    aspiraba, un papelito ms que llegara destruira todo lo hecho. Y eso no

    significaba en modo alguno que l fuese intil, como lo haba pensado muchas

    veces, y que tuviesen que echarlo, porque justamente para ese juego imposible

    lo haba empleado la fbrica. Quizs l tuviese que ser, en todo caso, una simple

    presencia del orden. Lo trasladaron a esa seccin desde que los capataces

    advirtieron que era un poco atolondrado y que una gra le haba rozado la

  • cabeza. El ltimo da del mes estaba prximo, el dinero estaba muy cerca de

    ellos, pero ellos eran otros. En tan poco tiempo la fbrica los haba

    transformado. Pacheco advirti el cambio. Senta que soaba menos y que

    hablaba de otro modo. Atribuy el cambio al hecho de haberse desnudado el

    primer da. Por eso se haba convertido en un hombre de la fbrica. Pero la

    certeza de ser otro la tuvo cuando recibi la carta de su mujer. Durante los

    primeros das Laura segua siendo para l ese cuerpo clido que con su

    desnudez lo protega de la fbrica y que lo esperaba all lejos para cuando

    terminaran los das nuevos con sus infinitas imposiciones, pero ahora haba

    perdido la percepcin de aquella intimidad clara y transparente. La carta y las

    cosas que en ella deca su mujer eran cosas anteriores al conocimiento de la

    fbrica, y parecan superfluas.

    El da anterior al pago fue deprimente. Todos andaban silenciosos, como

    secretamente cmplices de algn acto reprochable. Pacheco, desde su piecita,

    poda observarlos detenidamente mientras iban y venan por la planta, y los

    vea como mutilados. A Santucho, por ejemplo, le faltaba una pierna; a

    Charaviglio, un brazo; a Antnez, los dientes; a Pereyra, una oreja. Hasta

    Argello, que todos los das se asomaba para decirle as que a fin de mes va a

    haber plata, con una reiteracin obsesiva, pas ese da sin decir nada, y solo atin

    a guiar un ojo. Y no era que hubiesen variado las cosas, que hubiera algo que

    temer: la fbrica era siempre la misma y cumplira con su promesa de pagarles,

    segua siendo esa entidad poderosa que haban presentido cuando el alemn

    pronunci la palabra. Pero era terriblemente sorda, inconmovible, y jams

    hubiera podido equivocarse, o ser una simplificacin o la medida de sus

    necesidades. Ella superaba sus sueos y sus clculos, incluso sus facultades

    receptivas. Era desmesuradamente cierta cuando ellos hubieran preferido que

    no fuera tan poderosa, que tuviera algn instante de debilidad.

    De manera que era cierto, y al da siguiente cobraran, tendran en sus

    manos una cantidad de dinero que de otra manera hubieran tardado aos en

    reunir. Esa noche, agitados en sus catres, no podan dormir. Iban a ser

    poderosos, iban a poder hacer muchas cosas vedadas, ni siquiera presentidas.

    Velrdez juraba que comprara por lo menos cien velas para San Cayetano, que

    encendera simultneamente junto a un gran cuadro que hara hacer del santo.

    Gmez temblaba pensando que todos le robaran, los muy malditos le robaran

    el dinero que l haba ganado en la fbrica. Ramos tendra todas las mujeres que

    hubiera, se acostara con dos juntas cada noche, para eso pagaba. Pacheco senta

    que en realidad no necesitaba ese dinero. Laura se lo haba dicho unas horas

    antes de partir: Vamos a tener que estar separados, por un poco ms de plata.

    Pero era absurdo or esa frase despus de haber estado en la fbrica. Eran

    palabras tontas, infantiles, como las de la carta. Nunca hubiera imaginado que

    Laura fuese tan tonta.

  • A las diez de la maana Alcntara asom la cabeza por la ventana de la

    pieza donde trabajaba Pacheco. Cobraste?, pregunt. Cerr con llave y se fue

    a cobrar. Le dieron el sobre y firm una planilla. Eso era todo. El dinero estaba

    all, en sus manos. Despus lo contara.

    Esa tarde, en el campamento, decidieron ir a la ciudad. Mientras se vesta,

    Pacheco pensaba en el instante en que bajaron del tren. La ciudad era ya la

    fbrica, el deslumbramiento, el orden, la riqueza, pero l extenda los ojos y no

    la vea por ninguna parte. Quizs fueran puras invenciones del alemn y de

    todos ellos; quizs fuese solamente la palabra. Sin embargo haban cobrado y

    ahora tena el dinero en el bolsillo: dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...

    Un camin de la fbrica los llev hasta la entrada de la ciudad y volvi

    inmediatamente. Todava era de da y haba algunos negocios abiertos.

    Charaviglio compr un traje nuevo y tir el otro en un baldo. Velrdez compr

    zapatos y guantes, pero conserv los zapatos viejos, que llevaba bajo el brazo

    atados con un hilo. Y casi todos ellos, por un capricho unnime, compraron

    sombreros de paja que correspondan a una moda en desuso pero que un turco

    previsor guardaba en polvorientos cajones. En todas partes les preguntaban si

    eran de la fbrica. Antnez responda con severidad, de acuerdo con el respeto

    con que formulaban la pregunta. Alguien a quien conocieron en un bar cntrico

    prometi llevarlos adonde haba mujeres, les habl de baos turcos y de casas

    de juego. El hombre pareca conocer maravillosamente bien todos los lugares

    donde uno poda entregarse a algo distinto, donde poda gastarse largamente y

    olvidar el zumbido de la fbrica. La idea los entusiasm un rato, pero

    prefirieron seguir por su cuenta, descubrir ellos mismos esos lugares

    codiciados. De modo que lo incorporaron al grupo para utilizarlo a su debido

    tiempo. El hombre, flaco pero robusto, siempre risueo y servicial, beba

    alegremente. Todo lo haca complacido y aclaraba a cada rato que l no tena

    dinero. Ya van a ver cuando estemos en La Gruta, con pocas luces y muchas

    mujeres, deca, pero los otros entraban a cuanto tugurio encontraban, los ms

    feos y sucios, y lo obligaban a participar de sus alegras pueriles, de sus

    pequeos placeres, de sus chistes tontos e inocentes. El hombre se desesperaba

    a ratos y les deca que estaban desperdiciando la plata, perdiendo cosas mejores

    y gastando el tiempo en bolichitos de mala muerte. En eso Argello lo llam

    seor mago y todos ellos festejaron la ocurrencia con risotadas.

    Hacia las dos de la maana llegaron a un bar suburbano, grande y sucio,

    ubicado cerca de una estacin de ferrocarril. El mago se desesperaba. Cunto

    mejor hubiera sido estar en La Gruta, entre mujeres cimbreantes! El tocadiscos

    automtico tocaba un tango, y un japons dormitaba con la cabeza apoyada en

    el mostrador. Dejaron los sombreros sobre una mesa grande y juntando tres o

    cuatro de ellas se sentaron alrededor. Por indicacin del mago pidieron cerveza,

    que neutralizaba los efectos del vino. Pacheco beba y se deleitaba oyendo el

  • ruido de la mquina de preparar caf. Era un mido reposado, como si la

    mquina, ya dormida, respirara suavemente. La oa a travs de las voces de sus

    compaeros y de los tangos melosos que cantaba Charaviglio. El mago haca

    gestos de disgusto y engulla grandes cantidades de papas fritas. Haban

    llegado a la saciedad, pero permanecan all como para ver qu haba ms all.

    Tena que haber algo mejor sin duda alguna.

    Pacheco apoy la cabeza contra la mesa. Haca un buen rato que senta los

    efectos del alcohol. Con todo lo bebido, apenas haba gastado cien pesos. Y

    cunto dinero le quedaba todava! Cerr los ojos y vio que ms all de la

    saciedad haban matado al japons. Tena dos venas al aire. Por una brotaba

    sangre y por la otra el mago le echaba vino con una botella. Velrdez caminaba

    por el techo y Antnez orinaba una por una las botellas de los estantes. Alguien

    haba amontonado todas las mesas en el centro del saln y con ellas y los

    sombreros encendan una gran fogata. Entonces venan mujeres desnudas para

    apagar el incendio, pero en vez de arrojar al fuego el agua de los cntaros

    danzaban con ellos, mientras un italiano, sentado sobre la mquina del caf,

    tocaba una guitarra larga hasta el suelo.

    Alz la cabeza y mir. Casi todos sus compaeros dormitaban, borrachos,

    inclinados sobre las mesas. Se levant. El aire fresco lo reanim y empez a

    caminar despacio. Cuando se acord haba salido de la ciudad. Unas malezas

    duras le rozaban los tobillos. Camin mucho en la oscuridad hasta que vio

    brillar la luna. Al rato oy el rumor lejano de la fbrica, a la izquierda. Avanz

    entonces en direccin contraria, para no or, pero el rumor, aunque

    debilitndose, persista.

    Estaba en medio del campo, rodeado de horizontes, con el dinero en el

    bolsillo. Meti la mano para contarlo otra vez: mil, dos mil, tres mil, cuatro

    mil... El rumor de la fbrica se haba perdido, pero le quedaba el recuerdo en los

    odos. Se sorprendi queriendo contar otra vez el dinero. Se acord de pronto

    de una historia leda en una revista de historietas. Se llamaba El ahorcado.

    Era la narracin de un hombre que perda mil pesos ajenos y se ahorcaba. Lo

    rodeaban hombres jvenes y alegres que bailaban debajo de un rbol, entre una

    lluvia de billetes. El ahorcado y el dinero y el rbol tambin bailaban. Dos mil,

    tres mil, cuatro mil, cinco mil...

    Se detuvo. Haba andado mucho y tendra que caminar rpido para llegar

    antes de que sonara el pito de la fbrica. No saba qu hora era, pero el pito

    comenzaba a sonar cuando el cielo estaba como ahora.

    El cielo estaba muy claro cuando lleg al bar. Un instante antes de entrar

    vio a Charaviglio cantando dentro del tocadiscos, sin cabeza. Todos estaban

    ahorcados. El japons y el mago y las sillas y las mujeres desnudas y las

    baldosas y las mesas bailaban. Una lluvia de billetes rosados y azules caa desde

    el techo. En un atad enorme, en medio del saln, yaca Laura. Todos sus

  • compaeros, a manera de homenaje, haban depositado sobre el cajn sus

    sombreros de paja. Cuando entr por fin, Argello, desde lo profundo de su

    cara tostada, gui un ojo. Era el nico despierto. Los dems dorman sobre las

    mesas. Algunos tenan los sombreros puestos. Charaviglio roncaba con la boca

    abierta. El japons barra el piso. Entonces Pacheco comenz a despertarlos

    sacudindolos en sus sillas y sealando la hora en el reloj de la pared. Eran las

    seis menos cuarto y sin duda ya no tendran tiempo para llegar a la fbrica. Sin

    duda los despediran a todos por llegar tarde. No queran despertar, pero

    cuando alcanzaban a ver la hora saltaban de sus sillas como resortes. La idea de

    llegar tarde los sobrecoga.

    Salieron a la calle y oyeron un rumor suave y rtmico entre la oscuridad

    indecisa, como un gran animal que respiraba en su cueva. Se acercaron. Era un

    camin de la fbrica, que los esperaba. Cuando subieron todos, sin asombro, el

    conductor encendi los faros y apret el acelerador.