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El mundo en que vivimos La Cinemateca reservó para su programación infantil y juvenil dos de los mejores documentales jamás hechos sobre la naturaleza: Microcosmos y Océanos. Por Justo Planas Así se llamaba la asignatura que introducía a los niños cubanos de los 90 en el conocimiento del medio ambiente: “El mundo en que vivimos”. Recuerdo como si fuera ayer la sorpresa que despertaban en mí esos primeros bosquejos del comportamiento de los animales, de la física, que un adulto asume como obviedades y probablemente no guarda en la memoria el momento en que las escuchó por primera vez. No deja de ser curioso que si bien muchos logran incorporar el conocimiento de las ciencias naturales a su desempeño cotidiano, solo unos pocos conservan con el paso de los años la capacidad primigenia de admirarse ante el espectáculo del universo que nos regalan cada día nuestros ojos y orejas. Microcosmos: El pueblo de la hierba (1996) restaura esa actitud al darnos un recorrido por ese ilimitado territorio que, sin embargo, no rebasa la altura de nuestros zapatos y se esconde muy cerca, en nuestro césped. Claude Nuridsany y Marie Perénnou, biólogos de profesión, investigaron 15 años para realizar este documental; demoraron tres en registrar todas las imágenes y sonidos que necesitaban de ese universo, y pasaron seis meses en una cabina ensamblando esos fragmentos de realidad capturada para que adquirieran una nueva coherencia. El resultado es inigualable, porque el documental tiene la virtud de presentarnos la lucha por la supervivencia de estos animales y plantas como una reproducción a pequeña escala de la nuestra. Nuridsany y Perénnou se valen de este recurso para reivindicar la existencia de especies como el mosquito o la araña, a las que generalmente atribuimos una dosis de prejuicios culturales, justificados o no. 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35

Microcosmos y Océanos

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Sobre los documentales con este título.

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Page 1: Microcosmos y Océanos

El mundo en que vivimos

La Cinemateca reservó para su programación infantil y juvenil dos de los mejores documentales jamás hechos sobre la naturaleza: Microcosmos y Océanos.

Por Justo Planas

Así se llamaba la asignatura que introducía a los niños cubanos de los 90 en el conocimiento del medio ambiente: “El mundo en que vivimos”. Recuerdo como si fuera ayer la sorpresa que despertaban en mí esos primeros bosquejos del comportamiento de los animales, de la física, que un adulto asume como obviedades y probablemente no guarda en la memoria el momento en que las escuchó por primera vez.

No deja de ser curioso que si bien muchos logran incorporar el conocimiento de las ciencias naturales a su desempeño cotidiano, solo unos pocos conservan con el paso de los años la capacidad primigenia de admirarse ante el espectáculo del universo que nos regalan cada día nuestros ojos y orejas.

Microcosmos: El pueblo de la hierba (1996) restaura esa actitud al darnos un recorrido por ese ilimitado territorio que, sin embargo, no rebasa la altura de nuestros zapatos y se esconde muy cerca, en nuestro césped. Claude Nuridsany y Marie Perénnou, biólogos de profesión, investigaron 15 años para realizar este documental; demoraron tres en registrar todas las imágenes y sonidos que necesitaban de ese universo, y pasaron seis meses en una cabina ensamblando esos fragmentos de realidad capturada para que adquirieran una nueva coherencia.

El resultado es inigualable, porque el documental tiene la virtud de presentarnos la lucha por la supervivencia de estos animales y plantas como una reproducción a pequeña escala de la nuestra. Nuridsany y Perénnou se valen de este recurso para reivindicar la existencia de especies como el mosquito o la araña, a las que generalmente atribuimos una dosis de prejuicios culturales, justificados o no.

La música de Bruno Coulais y la banda sonora de manera general contribuyen a humanizar ese microcosmos del modo más noble. Así, durante el apareamiento de unas babosas escuchamos el solo de una soprano que convierte la secuencia en poesía agridulce. Nos extrañamos frente a aquella criatura que antes asumimos como repulsiva y en cambio ahora una parte de nosotros descubre en ella motivos de atracción.

Ese mismo recurso, el de representar según nuestra escala emotiva para invitarnos a re-evaluar lo que ya conocíamos, se repite con

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efectividad a lo largo de Microcosmos. Lo encontramos otra vez en la agonía de un escarabajo que arrastra una pesada bolita de tierra, como si se tratara de un Sísifo invertebrado. Y vuelve de nuevo en esa sobrecogedora secuencia donde la lluvia cae sobre las hormigas y otros insectos como si de bombas se tratara, y así se escucha y así destruye el trabajo de semanas quizás, de meses, realizado sin descanso por aquellos animales.

Casi 14 años después, Océanos (2010) recibe por herencia buena parte de las preocupaciones ecológicas y estéticas de Microcosmos. El actor y cineasta francés Jacques Perrin, que produjo aquel documental de 1996, ahora será el director. Y Bruno Coulais continuará ocupándose de la música, después de probar la magnitud de sus habilidades creativas en una película como Los coristas (Christophe Barratier, 2004), nominada a los Oscar y ganadora de un César en esa categoría. En esta película, por cierto, Perrin cuenta con una pequeña aparición.

Pero Océanos es un filme que se desmarca de cualquier categoría de género para ofrecer en conjunto una de las poesías audiovisuales más hermosas que ojo humano haya visto, que clasifica sin duda entre los títulos más valiosos que han emergido a la pantalla grande durante la última década.

Parecería que con todo lo que se ha fotografiado ciertas especies como las ballenas, los tiburones o los pingüinos, un documental de este tipo vendría a llover sobre mojado. Sin embargo, —y he aquí su gran valía— a la par que captura el comportamiento de esos animales, Océanos complace hasta el paroxismo nuestro gusto por las imágenes y los sonidos. Jacques Perrin depuró su obra de modo tal que cada plano es único en su tipo, es hermoso y particular como son las comas y hasta los espacios en blanco en un poema sin tacha.

Después de tanto Discovery educativo, después de tanto cine y tanta televisión, Océanos tiene el mérito de restaurar durante 103 minutos esa sed de ver lo desconocido que sintieron aquellos espectadores de los años 20 cuando Robert Flaherty proyectaba sus imágenes capturadas en el Polo Norte con Nanook, el esquimal.

Pasado casi un siglo, la experiencia de ver y oír es, en cambio, distinta. En Océanos nos conmociona no ya el descubrimiento de nuevas especies, sino la posibilidad de observarlas por la lente de una cámara privilegiada con una excepcional forma de ver el mundo. Están también la edición y el sonido que completan los pilares de un buen filme, y se mantienen a la altura del material recogido.

Basta comparar las tesis de Nanook y Océanos para comprender la situación en que se encuentran hoy ciertas especies. Si en el documental de Flaherty el interés radicaba en entender cómo el

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hombre lograba abrirse paso en un entorno adverso a su existencia; parte de Océanos consiste en verificar cómo se las agencian los animales marinos para llegar al día siguiente a pesar del hombre. Incluso en Microcosmos, puede notarse ese halo de melancolía ante una naturaleza que está dejando de ser.

Tal vez, en pocas décadas, estos documentales sean el último testimonio de ciertas especies. Entonces, se hablará en las escuelas, más bien, de “El mundo en que vivíamos”.

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