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MI Pueblo Durante La Revolución - Volumen I

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esta obra se publicó por primera vez para conmemorar el 75 aniversario de la gesta revolucionaria, y luego de estar agotada por varios años, ahora se encuentra a disposición del público en una reedición, publicada en tres volúmenes, la cual tiene un mayor número de páginas y algunas fotografías de la época proporcionadas por la Fototeca Nacional.Mientras que la primera consistía sólo en la transcripción de los testimonios, sin fotografías, y un diseño bastante sencillo de pastas rústicas blancas, característica que tenían las publicaciones del INAH de aquel entonces.

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Mi pueblo durante la revolución

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Divulgación

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inSTiTuTO naciOnal DE anTROPOlOgÍa E HiSTORia

Alicia Olivera SedanoCoordinadora

Mi pueblo durante la revolución

voluMen i

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Mi pueblo durante la Revolución / coordinadora alicia OliveraSedano. México: instituto nacional de antropología e Historia, 2010. 230 p.: fotos; 21 cm. (colección Divulgación).

iSBn: 978-607-484-126-8 Obra completa iSBn: 978-607-484-127-5 volumen i

Reimpresión conmemorativa con motivo del centenariode la Revolución Mexicana.

1. México – Historia – Revolución, 1910-1917 – Relatos personales. 2. México – Historia – Revolución, 1910-1917 – centenario. i. Olivera Sedano, alicia, coord. ii. Serie.

lc: F1234 M56 2010 v. i

Portada: Revolucionarios zapatistas, ca. 1911. © (núm. inventario 33833)

conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

Primera edición: 1985

Segunda edición: 2010

D.R. © instituto nacional de antropología e Historia

córdoba 45, col. Roma, 06700, México, D.F.

[email protected]

iSBn: 978-607-484-126-8 Obra completa iSBn: 978-607-484-127-5 volumen i

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción

total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia

o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los titulares

de los derechos de esta edición.

impreso y hecho en México.

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Índice

Presentación de la segunda edición Alicia Olivera Sedano 9

Mi pueblo durante la Revolución: un ejercicio de memoria popular

Guillermo Bonfil Batalla 15

San Miguel Xicalco en la Revolución Marcial Martínez Becerril 25

viendo llover balas: la Revolución en la capital

Jesús Colín Castañeda 35

las historias de los viejos Manuel Servín Massieu 43

El asalto a los “empeños”, una explosión popular Ramón G. Bonfil 71

ayotzingo durante la RevoluciónRafael Pozos Acatitla 77

El México que yo viví Ángel Miguel Tovar 87

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De Tlalayote a MéxicoLuis Ríos Montañez 105

los “carranclanes”

Miguel y Spencer Lara Ruiz 127

la ciudad de México de 1900 a 1920Eduardo Vargas Sánchez 165

Recordando un poquito de mi vida Ignacio Méndez Alonzo 205

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En 1985, se publicó la primera edición de Mi pueblo durante la Revo-lución en tres volúmenes, resultado del concurso también titulado “Mi pueblo durante la Revolución” que en 1984 fue convocado por la Subsecretaría de cultura de la Secretaría de Educación Pública. (sep) a través el Museo nacional de culturas Populares, del insti-tuto nacional de antropología e Historia (inah)a través de la Di-rección de Estudios Históricos y con el patrocinio del consejo na-cional de Fomento Educativo (conafe).

El propósito de dicho concurso era, por una parte, conmemorar el 75 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, de tal forma que fuese un instrumento útil y también novedoso para el estudio de lo que fue la Revolución de 1910; por otra, interesar a la pobla-ción adulta que quisiera recordar y dar testimonio por escrito o verbalmente de vivencias, costumbres, anécdotas o sucesos históri-cos ocurridos durante los años de 1910 a1920. Se recibieron testi-monios de casi todo el país, treinta de los cuales fueron premiados y coeditados por el Museo de nacional de culturas Populares y el instituto nacional de antropología e Historia.

ahora, en 2010, su reedición es pertinente para conmemorar el centenario de la Revolución; la edición que se hizo en 1985 está casi agotada, pero también porque con la publicación de estos materia-les, en aquel momento, se permitió a los historiadores tener una perspectiva distinta, para comprender en forma mucho más rica y viva lo que fue la Revolución Mexicana. con este concurso se pre-tendió animar a un sector popular para participar en la recuperación de la memoria de una época muy importante para el país. En esta

presentación de la segunda edición

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tarea no sólo nos interesaban los datos, sino mostrar a los propios participantes que lo que sabían y recordaban era muy valioso para otras personas y para la sociedad mexicana en su conjunto.

Era frecuente que se negara la existencia de una cultura popular, se pensaba que la cultura la hacían sólo los artistas, filósofos o inte-lectuales y que había que llevar la cultura al pueblo. nosotros pen-samos que todos los sectores populares y todas las comunidades tienen una valiosa cultura que les ha permitido sobrevivir en cir-cunstancias menos favorables. Debemos reconocer que esa cultura es nuestra herencia, que tenemos capacidad para desarrollarla y actualizarla, porque es nuestra, y en este momento aún es funda-mental para nuestro país.

Todos los testimonios reunidos en la obra tienen varios niveles, desde el emotivo hasta el histórico y el literario. casi todos los parti-cipantes en el concurso eran niños en aquellos años y nos hablan de cómo transcurría su infancia en el campo o en las ciudades, cómo funcionaba la cultura popular, cómo tenían que esconderse cuando llegaba a su comunidad una fuerza o la otra. cómo podían sobrevivir gracias a su conocimiento de las plantas y de los caminos; cómo fun-cionaba la solidaridad familiar y comunal por encima de las diferen-cias de bando durante la Revolución. cada uno de los relatos tiene una riqueza, un detalle, una anécdota que son fascinantes.

algunos se preguntarán, ¿en qué benefician estos relatos al pueblo mexicano? Existen muchas fuerzas que se beneficiarían con el hecho de que pudiéramos perder nuestra memoria histórica, porque un pueblo que no la tiene, que carece de una conciencia de su pasado, difícilmente puede tener un proyecto de su futuro. Por eso es funda-mental acercarnos a nuestra historia, a nuestra cultura, al desarrollo de nuestra sociedad, no solamente a través de textos académicos y oficiales, sino fundamentalmente mediante la forma como nosotros mismos vivimos y recordamos esos hechos. Esto nos ayudará a tener una comprensión más clara de nuestra realidad actual, nos devolverá la confianza en nosotros mismos y nos ayudará a formular un proyec-to de sociedad futura viable, real y nuestra, a diferencia del modelo que se nos ha impuesto durante tantos años y que en este momento demuestra estar en una crisis final absoluta.

Hemos querido conservar la excelente introducción que el doc-tor guillermo Bonfil realizó para la primera edición, en la que se

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refiere al desarrlollo del proyecto en su totalidad y a todas las per-sonas que llevaron a cuestas la dura tarea logística con todo detalle; en él señala que la coordinación del proyecto estuvo a mi cargo.

En esta introducción a la nueva edición de la obra que actual-mente también he coordinado me referiré, por lo tanto, a algunos detalles de cómo se planearon tanto el proyecto como el concurso y cómo se llevaron a cabo pese al poco tiempo del que dispusimos antes de realizarlos, por lo que recurriré a mi memoria, para con-signar esos detalles que son interesantes, para que no se pierdan.

la idea inicial fue del doctor guillermo Bonfil, que en aquél momento dirigía el Museo nacional de culturas Populares y me llamó para comentar sobre un proyecto en el que pudieran resca-tarse testimonios de sobrevivientes de la Revolución. Yo disponía de un año sabático y de acuerdo con el entonces Director de la dirección de Estudios Históricos del inah, doctor Enrique Flores-cano, tuvimos una plática inicial en la que nos pusimos de acuerdo para realizar el proyecto, por lo tanto el trabajo debería iniciarse cuanto antes, porque teníamos el tiempo encima.

cuando elaboré el proyecto, convinimos que la convocatoria de-bería ser concreta y fácil de entender y enviarse a toda la República, a través de los centros locales y Regionales del inah, para que fuera dado a conocer a través de todos los medios que estuvieran a su al-cance: escuelas públicas, mercados, plazas, cines, radio, templos, etc., de tal manera que pudiera ser conocido por el mayor número de personas. Por mi parte me trasladé personalmente a algunos de los centros regionales a entregar ejemplares de la convocatoria impresa, en número suficiente, para que pudieran ser distribuidos.

Propuse además que nos pusiéramos en contacto con el entonces director del instituto nacional de la Senectud, doctor Euquerio guerrero lópez, para que nos permitiese entrenar a algunas traba-jadoras sociales, que guiaran y explicaran a cada persona de las ahí asiladas, y que eran oriundas de diferentes partes del país, para que durante lo que ellos llamaban las “horas de trabajo ocupacional”, lo dedicaran a grabar o escribir lo que ellos recordaban de lo que vivieron en aquellos años. Se puso énfasis en que lo que pretendía-mos era no indicarles qué temas queríamos que abordaran —-que de algún modo serían sólo nuestros intereses—-, sino lo que para ellos hubiera sido más significativo e importante. Desde luego en

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la convocatoria se hacía una breve explicación sobre temas genera-les, mencionaré solo algunos: cómo era la vida diaria, cómo se en-frentaban las personas a aquellos sucesos, qué tipo de participación tuvo la gente de su localidad durante la lucha y después del triunfo de la Revolución, y qué cambios ocurrieron en el lugar donde vivían (ranchería, pueblo, barrio, ciudad etc.).

Se les convocaba al concurso de Relatos “Mi pueblo durante la Revolución” y se daban a conocer las bases que deberían observar-se para poder concursar, señalaré sólo algunas de las más importan-tes: Se participará con relatos —escritos o grabados— de todo lo que se haya vivido, presenciado u oído sobre lo ocurrido localmen-te sobre la Revolución Mexicana, pero de ninguna manera son obligatorios ni deben limitar a los concursantes, los relatos pueden complementarse con fotografías, artículos periodísticos, volantes, corridos y otros documentos que se refieran a los acontecimientos que se narren, y los relatos pueden presentarse en castellano o en cualquier lengua indígena del país.

las anteriores bases que resumí, nos explican porqué algunos testimonios agregan la transcripción de telegramas, cartas, corridos o versos; algunos se lanzaron a hacer transcripciones de entrevistas realizadas entre los viejos de cada localidad, para enviarlos junto con el suyo, como nos lo demuestra en especial la enviada por el escritor, recientemente desaparecido, Macario Matus gutiérrez, que reunió varias entrevistas interesantísimas con protagonistas del movimiento, que tituló, “la Revolución en Juchitán, Oaxaca”, como homenaje a José F. gómez, el famoso ché gómez, que aportan datos muy inte-resantes sobre cómo se desarrolló el movimiento en esa localidad, de la cual se ha escrito poco. Está también otra participación muy importante, la titulada “las historias de los viejos”, de Manuel Servín Massieu, con relatos de distintos parientes y otros personajes que él conoció, que ofrece datos curiosos e importantes.

los volantes para difundir las bases fueron elaborados en papel color rosa, con la reproducción de la calavera Revolucionaria, del famoso impresor y grabador José guadalupe Posada. Se difundieron en toda la República y tuvimos una respuesta muy amplia y por fortuna de muchas localidades de todo el país.

En general los testimonios nos informan sobre cada detalle y describen situaciones tan vívidas, que casi nos trasladan al momen-

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to en que están ocurriendo. los temas son también innumerables, sólo para mencionar algunos: las “fiestas del centenario” y el lugar que ocupó cada sector de la población en aquella celebración; la Decena Trágica; el “año del hambre” y el hambre en todas sus formas. Sobre las tropas revolucionarias, tanto de los carrancistas, de los villistas o de los zapatistas. De la leva, del desconcierto ante la emi-sión de distintas monedas, como los “bilimbiques”, las “sábanas za-patistas”, que perdían su valor casi el mismo día en que se emitían, de los “dos caritas”, los “revalidados” o hasta los llamados “infalsifi-cables” lanzados por el gobierno constitucionalista de venustiano carranza. De los asaltos a las casas de empeño, etc.

algunos dan a conocer periódicos revolucionarios que circularon en aquel tiempo, emitidos por editores anónimos “arengando al pueblo a luchar denodadamente para no permitir la instauración de una nueva dictadura”, como El 30-30, importante periódico que se repartía entre los campesinos y obreros de toda la República, o La Voz del Indio que traducía el Plan de guadalupe al náhuatl. En fin, son muchos los temas tratados por los que acudieron a nuestro llamado al concurso. una literatura que en ocasiones alcanza con su realismo, a los relatos rulfianos que nos asombran o nos horrorizan.

las experiencias que tuve al realizar esta tarea fueron muy enriquecedoras, conocí a personas extraordinarias dispuestas a colaborar con mucho entusiasmo. Percibí que algunos ancianos estaban ansiosos por relatar sus experiencias y sus recuerdos y por dejar testimonio de sus vivencias; los más viejos sabían que morirían pronto y no querían que sus recuerdos se perdieran, “para no morir del todo”. un asilado del instituto nacional de la Senectud(insen), don Miguel villegas Oropeza, que tituló, “Tapando agujeritos de la historia de la Revolución”, ciego de un ojo y con parálisis del párpado con el que veía bien, quiso escribir sus recuerdos y nos remitía cada semana un cuadernillo de esos escolares de forma italiana, escrito por él; trabajaba intensamente para escribir sus memorias, que fue-ron publicadas en la primera edición, “tratando de ganarle tiempo al tiempo” y no irse sin haberlas relatado. Otros escribieron igual-mente desde lugares lejanos y también enviaban periódicamente sus cuadernillos escritos, con letra clara, que denotaba el trabajo de sus maestros de primeras letras para enseñarles caligrafía y ortografía, labor que ya no hacen los maestros actualmente.

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Muchos las enviaron grabadas en casetes, seguramente por sus nietos y las enviaron con alguna persona. la labor de transcripción que realizaron los compañeros del Museo nacional de culturas Po-pulares, fue intensa y difícil, asimismo la de traducción de los testi-monios enviados en zapoteco y náhuatl que requirieron de especia-listas. Ellos también se dedicaron a la tarea de su organización y clasificación.

los trabajos fueron evaluados por un jurado, integrado por repre-sentantes del Museo nacional de culturas Populares y del instituto nacional de antropología e Historia, entre ellos la que escribe esta nueva Presentación, que otorgó treinta premios, consistentes en cincuenta mil pesos cada uno y la publicación de su texto. con ellos se elaboraron los tres tomos de la obra.

Debo agradecer al doctor guillermo Bonfil por haber pensado en mí para coordinar el proyecto en 1983, porque con su realización obtuve muy intensas experiencias, que han sido determinantes en la práctica de mi labor en la investigación histórica. a José Mariano leyva Pérez gay, por animarme a realizar la coordinación y el proyecto de la reedición, a María Teresa M. Bonilla, que llevó a cuestas la tarea de capturar los textos para digitalizarlos y, desde luego, al instituto nacional de antropología e Historia, y a la Dirección de Estudios Históricos, que actualmente dirige el doctor arturo Soberón Mora, por proporcionarme los medios necesarios para llevarlo a cabo.

Desde luego, mi reconocimiento muy sincero a todos los con-cursantes que, desde donde se encuentren actualmente, deben estar seguros de que el valioso testimonio que aportaron en forma tan entusiasta no quedará enterrado, porque todos, absolutamente todos, aportan algo valioso a la historia social de nuestro país.

Espero que nuestra tarea, sirva y auxilie en sus investigaciones a los nuevos estudiosos de la Revolución Mexicana, que encontrarán en ellos información nueva y de primera mano, aún más valiosos porque muchos de los concursantes ya no viven y esta tarea no podría repetirse.

Alicia Olivera SedanoDirección de Estudios Históricos del

Instituto Nacional de Antropología e HistoriaMéxico, D. F. septiembre de 2009

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Recuperar la memoria, no como una actividad académica que ocu-pa sólo a los especialistas, sino como una práctica social en la que participan las mayorías, es un ejercicio necesario; recuperar la me-moria: tener presente los aconteceres que han hecho a un pueblo tal como es, para que cada generación sienta y sepa que pertenece a una historia, que es un eslabón más, ligado al pasado lo mismo que al futuro. Recuperar la memoria, porque sin la presencia del pasado es imposible alcanzar una certera conciencia del presente o formular un proyecto hacia delante. Hay mucho que aprender, sin duda, si se recupera la memoria. ni todo tiempo pasado fue necesariamente mejor ni lo de hoy supera, sólo por ser lo actual, lo que hubo ayer.

con el propósito de contribuir a recuperar la memoria de ciertas historias ha encaminado algunas de sus incipientes actividades el Museo nacional de culturas Populares. la que ha tenido una orien-tación más neta en esa dirección fue la convocatoria al concurso “Mi pueblo durante la Revolución”, que se lanzó en agosto de 1984. Se buscaba estimular la participación, ante todo, de quienes fueron testigos de los acontecimientos que ocurrieron entre 1900 y 1920, aproximadamente. Se les pedía que hurgaran en sus recuerdos y contaran, cada quien a su manera, cómo pasaba la vida en el lugar en que les tocó vivirla, en “mi pueblo”. Era previsible que la mayor parte de los testigos presenciales de la Revolución serían solamente niños o adolescentes en aquella época, nacidos en los últimos años del siglo xix o a principios del xx; gente que andaba, al lanzarse la convocatoria, por encima de los ochenta años de edad. la últi-

Mi pueblo durante la revolución: un ejercicio de MeMoria popular

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ma oportunidad para rescatar esos recuerdos directos: un lustro más y los sobrevivientes, en menor número que ahora, sólo por excepción conservarán las facultades para recordar y narrar lo que recuerden.

¿Qué se pretendió con este concurso? ¿Simplemente alimentar la curiosidad y la nostalgia o recabar algunas minucias para los historiadores? la intención iba más lejos. Se trataba de obtener información testimonial que diera cuenta del acontecer cotidiano durante aquellos años, en los más diversos puntos del país, tanto en el medio rural como en las pequeñas ciudades y en los distintos barrios de la capital. no los grandes hechos de la guerra, narrados sólo por excepción, sino la vida diaria, las mil maneras de sobrevivir, lo que significaba para los muchos el ir y venir de los contingentes militares, la leva, el que los hijos se enrolaran en “la bola”, las pe-nurias, la muerte, la esperanza o el desconcierto que despertaba en cada quien la lucha que incendiaba al país entero. Hay un propósito institucional en todo ello: reunir la información que permita, en un futuro próximo, dar a conocer mediante exposiciones, publica-ciones, documentos audiovisuales, charlas y cualquier otro medio de comunicación, las características de la cultura popular, en esas décadas que sin duda marcaron, por la hondura de las transforma-ciones que ocurrieron, un momento de cambio general en la vida de los sectores populares.

Pero más allá del interés propio del Museo se buscaba recuperar un punto de vista sobre la Revolución: el de quienes la vivieron desde abajo, ni héroes connotados ni villanos, sólo participantes, a veces indirectos, como tantos millones de mexicanos. un punto de vista que complemente la historia heroica, modelada en estatuas y escrita con letras de bronce; una visión más particular, que matice las gruesas generalizaciones; un conjunto de testimonios que nos diga de alegrías, sufrimientos y motivaciones que no siempre coin-ciden con lo que hemos aprendido a pensar sobre la Revolución Mexicana. algo más rico, la carne que recubra y dé forma a la osa-menta del gran movimiento social que mutó estructuras y conllevó transformaciones en todos los órdenes de la vida económica y po-lítica del país. la vivencia real, de gente con nombre y apellido, aunque ese nombre y ese apellido no sean los de calle alguna. En fin, la historia de una revolución de a deveras, la experiencia indi-

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vidual, única y a la vez común. Sin estos testimonios es difícil com-poner una idea cabal de lo que fue la Revolución Mexicana.

Ese propósito también es coherente con el proyecto fundador del Museo: convertirse, cada vez más, en canal de expresión de los sectores populares; dar la voz a quienes no la han tenido. como aspiración última se pretende que no sea el investigador, el técnico, el museógrafo —el museo, en fin—, quien opine y califique sobre la cultura popular. Que todos los recursos disponibles lleguen a ser instrumentos de expresión de los sectores populares, para que ellos muestren su propio rostro y canten su propia canción. un Museo que sea, al mismo tiempo, espejo que refleje con fiel dignidad las capacidades culturales del pueblo, de los pueblos; que dé noticia de una inventiva permanente, de la forma en que echa mano de recursos culturales forjados y transformados al paso de los siglos, para identificar y analizar los problemas que el propio pueblo en-frenta, para construir ilusiones y proyectos y para, con aquellos recursos, resolver los unos y convertir en realidad los otros. al afir-mar la existencia de la cultura popular, se afirma su validez en tanto esquema orientador y repertorio para conducir la vida coti-diana, tanto como para imaginar el proyecto de sociedad futura.

El concurso era pertinente, además, como iniciativa para conme-morar, de otra manera, el 75 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana. En este sentido se trata de ofrecer materiales nuevos que harán posible una reflexión más profunda sobre esos acontecimien-tos. voces diferentes, otros datos. una contribución testimonial para comprender mejor la primera gran revolución de este siglo.

El esfuerzo demandaba colaboración. Se encontró, y muy amplia. El instituto nacional de antropología e Historia comisionó a la historiadora y maestra alicia Olivera para que se hiciera cargo de la coordinación del proyecto. Su gran experiencia en la recopilación de testimonios de historia oral y su conocimiento sobre la Revolución resultaron un aporte fundamental para el diseño de la convocatoria, la evaluación de los textos presentados y la organización general del trabajo. a ella se debe, además, haber logrado la entusiasta colaboración del instituto nacional de la Senectud, gracias a la cual fue posible recopilar muchos de los testimonios obtenidos. con ella colaboró Héctor Madrid, quien tuvo a su cargo la lectura y primera evaluación de gran parte de los manuscritos. Por otra parte, el

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consejo nacional de Fomento Educativo, gracias al empeño de su director, el doctor Renato iturriaga, financió los premios y algunos costos del proyecto, además de involucrar a sus promotores comu-nitarios en la difusión de la convocatoria. En esa tarea de promoción participaron también la Dirección general de culturas Populares, el instituto nacional para la Educación de los adultos, la Dirección general de Educación indígena. El instituto nacional indigenista, el Fondo nacional para el Fomento de las artesanías (Fonart), el cREa, varios gobiernos estatales y municipales, Radio Educación, Radio universidad y muchas radiodifusoras regionales, así como otras entidades públicas, sociales y privadas; una sólida red de apo-yo que hizo posible dar a conocer la convocatoria a grandes sectores de la población nacional. El personal del Departamento de Difusión del Museo nacional de culturas Populares, encabezado por la li-cenciada María Esther Echeverría, tuvo la responsabilidad de orga-nizar la distribución de las convocatorias, recibir y clasificar los trabajos y atender las frecuentes consultas del público interesado. Para facilitar la participación, se advertía que serían aceptadas gra-baciones de casete, con lo que se alentaba a testigos que no supieran o ya no pudieran escribir. Se recibieron varias grabaciones, pero también muchos trabajos que evidentemente fueron escritos, a mano o en máquina, por personas que no eran los propios testimoniantes —algunos lo dicen así en la presentación de sus escritos.

la respuesta colmó ampliamente las expectativas más optimistas: se recibieron casi 250 trabajos procedentes de toda la República, aunque la distribución por estados fue desigual. Predominan los testimonios de personas que hoy viven en la ciudad de México, pero que en su mayoría pasaron aquellos años en otro lugar. los estados del norte están representados por debajo de lo que sería deseable. Hay algunos otros, como Quintana Roo y campeche, de los que no se recibió ningún testimonio.

El jurado estuvo integrado por la maestra alicia Olivera, los doc-tores luis gonzález, y gonzález Héctor aguilar camín, el licenciado antonio Saborit y el escritor carlos Monsiváis. ante la dificultad práctica de que cada uno de ellos leyera todos los trabajos concur-santes, se hizo una preselección a cargo del equipo del Museo y se remitieron para su lectura los ochenta testimonios considerados de mayor calidad e interés; el jurado seleccionó a los treinta premiados

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y recomendó la publicación de muchos otros, que se recogerán en esta serie, coeditada por el instituto nacional de antropología e Historia y el Museo nacional de culturas Populares. como se ve, la tarea de los miembros del jurado no fue fácil; sin embargo, lo-graron acordar sus decisiones por unanimidad. Sirva esta mención para agradecerles su entusiasta colaboración. En los primeros tres volúmenes, que ahora se publican, se presentan los treinta trabajos premiados; en volúmenes de próxima aparición se darán a conocer los demás testimonios recomendados por el jurado.

la memoria colectiva, sobre todo en las comunidades rurales, se transmite primordialmente en forma oral; de padres a hijos, de abue-los a nietos; de los mayores, en todo caso, a las nuevas generaciones, pasa el relato y la interpretación de lo acontecido, de lo que merece ser recordado porque explica la situación de hoy, porque mantie-ne vivas las demandas y las aspiraciones ancestrales, porque sirve siempre como ejemplo y norma de conducta, porque fundamenta la conciencia de identidad colectiva. Y así, oralmente, se mantiene el relato, seguramente alterado consciente o inconscientemente por cada uno de quienes intervienen en su transmisión y que de alguna manera introducen palabras, situaciones, valores e interpretaciones que corresponden a su propio momento y que actualizan la función de la memoria histórica. Hoy, en México, existen también testimo-nios escritos en muchos pueblos: rara vez falta un cronista o histo-riador local que asienta en humildes cuadernos escolares los hechos viejos y los nuevos recuerdos. Pero todavía la forma predominante para mantener la memoria social es la tradición oral. además del relato, hay otras formas de registro más sistematizadas. El corrido, en gran parte del país, es una de las más importantes. Esa manera de narración versificada y musicalizada, cuyo corpus constituye la más extraordinaria canción de gesta del pueblo, tuvo un momento de auge precisamente durante la Revolución Mexicana, es decir, en relación con muchos de los acontecimientos y situaciones que ahora se registran a través de estos testimonios. Es muy probable que existan versiones en corrido de algunos hechos aquí narrados y, sin duda, sería de interés comparar, en forma y fondo, los testi-monios versificados, hechos en el momento con el fin de transmitir la noticia y sus detalles, con el recuerdo tal como se presenta más de medio siglo después.

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Desde el punto de vista lingüístico, esta colección de testimonios tiene, indudablemente, un gran interés. los autores proceden de muy diversas regiones del país y tienen ocupaciones y formaciones escolares diferentes. la impronta de ciertas tradiciones educativas puede rastrearse en estos textos: la influencia de la escuela porfiria-na, en algunos casos, transmisora de aquel lenguaje anfibológico tan visible en muchas “bolas surianas” de guerrero y Morelos, que estaba de moda a principios del siglo y que recurre siempre a la mitología clásica y nunca al lenguaje local (una tendencia que cambia radicalmente con los corridos zapatistas) y, desde luego, la huella de la escuela rural vasconcelista, en la que probablemente se formaron varios de los autores que aquí se incluyen; hasta rasgos aparentemente inevitables del lenguaje de hoy (léase el de la radio y la televisión), aparecen de pronto en estos relatos de hechos que sucedieron hace sesenta años o más. una veta riquísima para filó-logos y lingüistas que podrán decirnos mucho sobre la forma en que el lenguaje refleja, en su interior, el acontecer de la historia.

Desde luego, el valor principal de los testimonios reside en su importancia para la historia, sobre todo para la historia social de la Revolución Mexicana. El conjunto que se publica, como ya se anotó, comprende casi ochenta textos, que ocuparán varios volúmenes de esta serie. Son recuerdos de infancia, en su mayoría, aunque varios autores, pese a su extremada juventud en aquellos años, participaron en la lucha armada. Sin embargo, el cúmulo de datos precisos que se recuerdan es sorprendente. De pronto, gracias a estos testimonios, sabemos muchos nombres de ese pueblo anónimo que fue el prota-gonista real de la Revolución. aparecen, junto a los grandes caudillos nacionales y regionales, cientos de nombres más de personas que merecieron el recuerdo expreso de algún sobreviviente: jefes locales, gente que realizó acciones de combate excepcionales, héroes de lo cotidiano, mujeres que asumieron responsabilidades que eran ajenas a su condición, muertos sin motivo conocido, desertores, enrolados por convicción, muchachos a los que se llevó la leva, hermanos y padres que desaparecieron en la “bola”, ancianas y ancianos que no quisieron abandonar el pueblo devastado; y niños, muchos niños que padecieron los avatares de la guerra sin comprender, o que por eso comenzaron a comprender. la revolución anónima va adqui-riendo sus innumerables nombres.

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Hay aquí muchos detalles de la vida diaria en diferentes rumbos del país. costumbres, personajes, las cosas y sus nombres: una vasta documentación para quien desee acercarse a la vida popular de aquellos años. con mucha frecuencia, los autores comparan ese ayer con el presente (la mención de los precios es común), lo que añade elementos de comprensión, por contraste. Entre lo cotidiano está la muerte y la violencia en todas sus formas, y se narra sin más, como otro hecho, se diría que con aterradora frialdad, ¿sólo a cau-sa de los años transcurridos, de la lejanía temporal de aquellas muertes?, ¿o, tal vez, precisamente a causa de su presencia cotidia-na, que volvió a la muerte familiar, conocida de siempre, sin posi-bilidad ya de provocar asombro?

Otra constante: la solidaridad. Por encima de partidos y bande-rías, a veces circunstanciales, a veces reflejo de oposiciones profun-das, aparece la solidaridad, una solidaridad que se manifiesta en las más variadas formas y con toda la gama de matices. En algunos re-latos parece como si todos los adultos fueran padres y madres de todos los niños: siempre hay un apoyo, un refugio, una advertencia oportuna, alguna tortilla para engañar el hambre. Y al perseguido generalmente se le protege, sea cual sea la causa de su huida.

la traición, la delación, se recuerdan sobre todo en las rivalida-des entre los cabecillas, en la lucha por el poder, no en la lucha diaria por sobrevivir. Es notable la fuerza que adquieren los lazos familiares y de vecindad: en la trashumancia obligada que arrojó a decenas de miles de familias de un lugar del país a otro, siempre aparece el refugio del hermano, el compadre, la gente del mismo pueblo que tomó la delantera. nunca falta con ellos un techo para cobijarse, alguna relación para encontrar empleo —y mientras, donde comen dos comen tres—. Sólo esa extensa y multiforme red de solidaridades explica la sobrevivencia de tantas familias en aque-lla turbulencia de lustros.

En muchas de estas historias, que se desarrollan en el ámbito concreto e inmediato de una localidad o una pequeña región, el conocimiento del medio se revela como un recurso cultural de primera importancia. Tanto para sobrevivir día tras día, como para huir oportunamente o para llevar a cabo una táctica militar adecua-da durante los combates, el conocimiento del medio es indispensa-ble. Hombres, mujeres y niños lo manejan a perfección. Se sabe

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adónde ir y por dónde, a quién recurrir y para qué. Se conocen las veredas, los senderos, los refugios naturales. cuando se está en el cerro, lejos de la milpa y la casa, se pueden localizar aguajes, iden-tificar yerbas comestibles para adormecer el hambre y raíces para curar las heridas. Hay siempre sitios adecuados para observar los movimientos de las tropas: está llegando o ya se va “el gobierno”; ahora son los rebeldes. Toda una tradición cultural compartida ampliamente permite que se mantenga la vida en las comunidades rurales, que se aprovechen al máximo los recursos disponibles, por escasos que sean. la cultura popular se manifiesta con todo su vigor, su validez y su importancia para la vida de las grandes mayorías.

Y, en medio de los horrores y los errores, el humor omnipresen-te, que le resta sordidez a los acontecimientos, a la violencia, a la muerte. un refrán oportuno, una descripción irónica, un chiste, saben darle a los hechos más descarnados y crueles una apariencia familiar, manejable. El cabecilla que abandona el pueblo después de que sus tropas hicieron desmán y medio, le deja un recado a su viejo amigo, que fue una de sus tantas víctimas: “Díganle a don abraham que dispense las carretadas, por lo bronco de los bueyes...”

la Revolución se personaliza en los rebeldes: siempre son al-guien, con rostro, nombre y apellido; el hijo de don tal, que vive en el rancho fulano, o el sobrino de doña zutana, que trabaja con... Pero las fuerzas federales son impersonales y se les nombra simple-mente “el gobierno”; en ellas aparecen individuos particulares sólo cuando son parientes o vecinos que fueron enrolados en la leva.

a fin de cuentas se trata de testimoniar la vida del pobrerío. Son ellos los que deben hacer “avanzadas” durante la noche, en las orillas del pueblo, para que los que viven en el centro puedan dor-mir tranquilos, a salvo de la sorpresa de cualquier ataque rebelde que los tome desprevenidos. Surgen a cada instante las convicciones y los prejuicios, como el de aquella madre que nunca acepta inver-tir sus pobres ahorros en una parcela, un caballo o una vaca, sólo por el “qué dirán”. giros idiomáticos, formas de expresión de uso cada día más raro, un lenguaje olvidado que refleja con rotunda fidelidad esas formas de vida social que alcanzan la síntesis de un proverbio.

no es una, son muchas las imágenes de la Revolución que se encuentran en estos testimonios, como piezas de un rompecabezas

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interminable, complejo, abigarrado, ajeno y rebelde a cualquier simplificación. Esos vistazos desde abajo nos hablan de las muchas patrias unidas en la misma lucha, atadas a los mismos sistemas de explotación e injusticia que ya resultaban intolerables, aunque cada quien lo padeciera a su manera. vidas al día, sin seguridad alguna. Por eso la huella permanente de haber visto a Zapata echar una mangana en un jaripeo improvisado, darle la mano a algún general, o ver al candidato en la estación del ferrocarril o en el balcón de algún Palacio Municipal olvidado. Ellos son los que encarnan la historia grande, la que de alguna manera le da otro sentido a las penas y penurias cotidianas; en ellos está la razón de tanto joderse. El relato llega con frecuencia al fin de la lucha armada, cuando se regresa al pueblo sin nada, igual que como se salió unos años atrás, adolescente, para irse a la “bola”. Pero la desilusión no cuaja: tal vez de eso se trataba, y nada más. la promesa sigue en pie, igual que la decisión de volver a tomar la carabina, llegado el caso. Y queda el orgullo de haber hecho la Revolución. Tal vez repartan las tierras. Tal vez construyan una escuela, un camino, una clínica. En alguna medida, los hijos vivirán otra vida. Durante la ceremonia de entre-ga de premios del concurso, uno de los ganadores, general retirado que mostraba orgulloso su uniforme y sus medallas, habló fogosa-mente de una Revolución que no siempre ha cumplido sus princi-pios, de un ejército popular que nunca debió llegar al 2 de octubre, de reivindicaciones no alcanzadas, a veces traicionadas. Y cuando el anciano militar evocaba las luchas y las ilusiones de los suyos, con voz vibrante y quebrada, los presentes supimos y sentimos lo que fue la convicción revolucionaria.

además de la información puntual, que enriquece nuestro co-nocimiento de aquellos años, hay aquí un mensaje inocultable que le da sentido actual al sentido de la historia. Estos ancianos que hoy recuerdan, niños aún, con sus familias grandes, hicieron historia, hicieron la historia. Sin sus actos cotidianos (de ellos, de tantos otros), actos sin el rango de gesta pero orientado (ahora podemos verlo) siempre en el sentido de reivindicar una causa popular, la Revolución no hubiera sido. Esa conciencia de que nuestros actos y nuestras abstenciones son la historia, de que cotidianamente ejercitamos la facultad de estar construyendo la historia, es una conciencia indispensable; siempre, pero tal vez hoy más necesaria

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que en otros tiempos, porque en las épocas difíciles no hay manera de estar al margen —y se participa mejor si estamos conscientes de ello—. Estos testimonios nos ayudan en esa tarea.

En estas historias hay material para muchas historias; para histo-rias diferentes de una Revolución que se justificó. Podemos tener una visión más equilibrada, menos broncínea y ecuestre —aunque con mucha frecuencia se haya vivido a caballo—. ¿Qué mejor ho-menaje a esa matrona de 75 años que dar el testimonio de quienes se acuerdan de ella, de los que no reniegan de haberla cortejado? Son los que no reclaman sus muertos ni sus hambres y reconocen, a fin de cuentas y al cabo de tantos años, que su saldo es positivo. valió las penas, pues.

Guillermo Bonfil BatallaAvándaro, México, junio de 1985

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nací el 3 de julio de 1908 en San Miguel Xicalco, en ese entonces pequeño pueblo situado arriba de San andrés Totoltepec, al sur de Tlalpan, Distrito Federal,

En ese tiempo los moradores de Xicalco no llegaban a 300, y para finales de 1913 parecía que todos vivían en paz, no obstante que la Revolución Mexicana ya había empezado.

Mi padre, José Martínez lópez, se encargaba de los terrenos y de los pocos animales que teníamos, y mi madre, victoriana Becerril chávez, se encargaba de la casa. Para entonces yo había cumplido cinco años y medio y ya tenía cuatro hermanas, dos mayores y dos menores que yo. la mayor, llamada gertrudis, me llevaba diez años de edad; mi hermana luz, la que seguía, me llevaba tres años; la más pequeña, María, era menor que yo cuatro años, y a la otra, concha, yo le llevaba dos años.

Y llegó 1914. victoriano Huerta, después de traicionar y asesinar al mártir Madero, tal vez creyó que con él nacía otro hombre tan poderoso como Porfirio Díaz. Pero cuando los ejércitos del varón de cuatro ciénegas (carranza) ya lo venían derrotando por el norte, el chacal recurrió a la leva para reclutar gente a la fuerza.

El pueblo de San Miguel Xicalco fue víctima de esa acción y la mañana en que llegaron los soldados huertistas a tomar por sorpresa a los campesinos de mi pueblo, la mayoría de éstos (entre ellos mi padre) logró escapar. Se hicieron zapatistas y se remontaron a la serranía a engrosar las fuerzas revolucionarias de valentín Reyes, ge- neral zapatista (valentín Reyes había poblado el ajusco con toda su gente, en dos barrios que se llamaron San Miguel y Santo Tomás).

san Miguel xicalco en la revolución

Marcial Martínez Becerril

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volviendo con nuestra historia, después de la primera llegada de los huertistas mi pueblo vivía con zozobra. Todos sentían miedo de ellos, que a veces regresaban al pueblo.

los hombres que habían quedado, poco a poco desaparecían; era que también se iban de zapatistas. la mayoría de las mujeres, no sé cómo, también se fueron con sus hombres; se reunieron con ellos en la serranía. Muy pocas bajaron a refugiarse en otros pueblos. Mi madre nos llevó para Tepepan; la pobre hacía milagros para mantenernos, haciendo quehaceres por aquí y por allá.

El pueblo de Xicalco fue incendiado en su totalidad no sé por quiénes, pues como se sabe, Zapata no la llevó bien ni con Madero ni con carranza, porque nunca le hicieron caso.

Ya de grande me enteré que personas de los pueblos cercanos llegaban hasta las tropas que entraban al Distrito Federal, para co-municarles que los campesinos de mi pueblo eran zapatistas y bandidos, y tal vez por eso lo quemaron.

Tiempo después (no sé en qué año) mi padre (tampoco sé por qué medios) mandó un recado a mi madre en el que le decía que, para nuestra seguridad, teníamos que reunirnos con él. Mi madre entonces se puso en contacto con otras señoras que quisieran partir, y se organizó la marcha. (aunque he dicho que no sé en qué año sucedió lo que escribo, es de suponerse que fue en los años en que los revolucionarios ya se habían dividido, porque el huertismo es-taba derrotado. Entonces Zapata, pensando siempre en sus deman-das, seguía de rebelde contra carranza.)

Pero siguiendo con mi relato, la ciudad de México, lo mismo que todo el Distrito Federal, estaba ocupado por enemigos de Zapata, y para emprender la marcha tuvimos que hacerlo de noche. Se hizo la caravana y partimos, guiados tal vez por el que trajo la noticia de que nos esperaban en la serranía. Yo tendría siete años y medio, algo así, y como ya estábamos muy pobres, me había quedado sin zapatos y sin huaraches y andaba descalzo.

la noche de nuestra partida era fría. Mi madre tomó a mi her-mana más pequeña y nuestras pocas chivas, y mi hermana mayor se encargó de la otra; mi hermana luz casi no llevaba nada. Y juntos todos los de la caravana emprendimos la caminata por las faldas del ajusco, protegidos con las sombras de la noche.

El frío era invernal. la humedad que existía en las pocas veredas

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que encontrábamos, se había convertido en hielo, quedando como pedazos de vidrio, los cuales, al triturarse con nuestros pasos, hacían un ruido como si, en vez de hielo, pisáramos tostadas. como iba yo descalzo, el frío que sentía en los pies era terrible, pero no me quejaba; además no me serviría de nada. Y caminaba detrás de mi madre y de mis hermanas, entre toda la demás gente. Y caminamos así toda la noche y casi todo el día siguiente.

como a las cuatro o cinco de la tarde encontramos a mi padre que venía a nuestro encuentro, y descansamos. Yo tenía sueño y hambre. Mi madre no llevaba alimentos y mi padre no los tenía. En nuestro exiguo equipaje sólo se encontró un poco de maíz y un pedazo de hoja de lata que sirvió de comal, en el que mi madre tostó el maíz, y comimos y cenamos maíz tostado.

Días después ya era yo revolucionario, puesto que ya estaba entre revolucionarios.

a veces comíamos y a veces no, porque mi padre, al regresar de los combates generalmente no traía nada de comer; y nos platicaba que el general Zapata había dicho a su gente que no hiciera desma-nes en las poblaciones donde entraban.

Entonces comíamos hierbas, a veces no comestibles, y de milagro no nos envenenamos. El agua también nos faltó; hubo ocasiones en que saciábamos nuestra sed en los charcos donde bebían y orinaban los caballos.

un día mi padre se hizo de un burro y a mí me gustaba montar-lo y llevarlo a pastar. Este burro nos sirvió para llevar a cuernavaca (cuando ya se pudo) algo de leña para venderla y comprar algunos alimentos.

Mi hermana gertrudis se juntó con un guerrillero y ya no vivía con nosotros.

así vivimos un tiempo, no sé cuánto. Quizá el ejército zapatista se situó mejor; el caso es que los reyistas y no sé si también otros zapatistas, pudieron entrar a cuernavaca.

Ya estando en cuernavaca (nosotros por las orillas) vivimos tranquilos algún tiempo. Mi padre le platicaba a mi madre que al-gunos generales zapatistas, entre ellos Pacheco1, hacían reuniones

1 El general. Francisco Pacheco, zapatista, operó con las fuerzas del ajusco y del Estado de México.

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con generales carrancistas. Más tarde me di cuenta que esas reunio-nes eran para arreglar la terminación de la lucha armada.

Pero los reyistas no estaban bien informados y una mañana, cuando mi padre le daba de comer a su burro, de pronto, por el camino que llegaba a la ciudad de México, algunas decenas de za-patistas venían a galope tendido, gritando que detrás de ellos los perseguían las tropas carrancistas.

como todos estaban desprevenidos y dispersos, corrieron cada quien por donde Dios les dio a entender. Mi padre huyó y nosotros no sabíamos qué hacer. Mi madre, con el miedo y sorpresa por los acontecimientos, nos llevó casi al centro de la ciudad, y una señora nos dio acomodo en un cuarto grande en cuya puerta, que daba a la calle, la bondadosa dueña vendía fruta. Y ahí nos amontonamos no solamente nosotros sino también otras familias reyistas que co-rrieron a refugiarse, temiendo lo peor. así vimos pasar al ejército carrancista y a nuestro burro que lo llevaba un soldado, pues al verlo abandonado se lo avanzó.

Tropas zapatistas, © (núm. inventario 64232) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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luego se supo que la revolución armada había terminado, pero que los arreglos los habían hecho malos zapatistas, pues éstos en-tregaron la plaza de cuernavaca. Zapata, se supone, no estuvo de acuerdo, pues con muy poca gente siguió por las montañas. Sea como haya sido, quedamos en paz y buscamos dónde vivir.

no supimos más de mi padre y mi madre se dedicó a vender tortillas entre la tropa y algún tiempo después, además de mante-nernos, ya tenía ahorrada cierta cantidad.

vivíamos aparentemente tranquilos pero veíamos a mi madre preocupada porque no sabíamos nada de mi progenitor; sin embar-go por fin supimos de él. alguien le dijo a mi madre que mi padre ya estaba en el Distrito Federal, por el rumbo de Xochimilco, en un pueblito llamado Xochitepec. Y nos preparamos para regresar a nuestro rumbo, y un día tomamos el ferrocarril que nos trajo hasta Mixcoac, pues ahí nos bajamos. Y caminamos toda la tarde hasta lle- gar a coyoacán, donde mi madre tenía una hermana que vivía allí desde hacía muchos años.

al día siguiente nos fuimos para Xochitepec, en donde encontra-mos a mi padre enfermo de los “fríos”, es decir, de paludismo. Tal vez contrajo esta enfermedad cuando andaba por Morelos. Entonces no había medicinas y todo quedaba a la bondad de Dios. Mi madre iba acabando con lo poco que traía, y para empeorarse más las cosas, ella, mi madre, también se enfermó de los “fríos”.

Mi hermana luz y yo no sabíamos qué hacer. Se acabó todo y nada teníamos para comer. no sé si alguien les dio algún remedio o por lo menos yo no lo supe, el caso fue que mis padres se aliviaron pero quedaron tan débiles que casi no podían andar. Mi hermana luz y yo seguíamos sin saber qué hacer. un día los dos subimos al cerro que está a un lado de Xochitepec a buscar leña para llevarla a vender a Xochimilco, y sólo encontramos varas muy delgadas, “varañas” como les dicen por allá; no había más, pues el cerro estaba pelón. De todos modos hicimos nuestro montón de leña y la bajamos.

al día siguiente nos fuimos a Xochimilco a vender nuestra leña. Ya en el mercado nadie compraba nuestra mercancía. Pasaba el medio día cuando llegó una señora que nos compró nuestra leña, tal vez por compasión. Se arregló con mi hermana y la señora dijo que se la llevara a su casa, y se fueron las dos; pero antes mi herma-na me había dicho que la esperara ahí donde estaba sentado; tal

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vez había visto lo mal que me encontraba, pues el hambre ya estaba por acabar con mi humanidad, y aunque hubiera querido ir con ella, no lo hubiera podido hacer.

Morir de hambre creo que no es doloroso. Se sufre cuando se siente hambre y a medida que van pasando las horas y los días, porque apenas si se come; pero cuando el cuerpo no soporta más, todo disminuye; la luz ya no es luz y hasta no se siente dolor.

Yo me fui recostando en el piso donde me había quedado; perdía toda noción. cuando llegó mi hermana, apenas a tiempo, me dio un jitomate, y con ayuda de ella absorbí un poco de jugo del (para ese momento) divino fruto. cada chupada que hacía me costaba trabajo, pues me dolían las quijadas y las sentía duras, de tal mane-ra que no podía abrir la boca; era que ya mis carnes se estaban volviendo cadavéricas. Pero cuando ya tuve un poco de jugo de ji-tomate en el estómago, fui regresando a la vida. Poco a poco fui terminando el jitomate y me comí otro.

Y así un jitomate me salvó y no me fui, o tal vez porque todavía no me tocaba. Me levanté y ya pude caminar. Tomamos nuestro rumbo, y por el camino mi hermana compró pan y me dio un pam-bacito; al masticarlo, me dolían las quijadas todavía; pero el pan me acabó de revivir.

Ese día hubo alimento para todos; poco pero hubo. Después siguieron las penurias. a veces salíamos a pedir limosna y en muchas ocasiones la gente se reía de nosotros en vez de socorrernos. Enton-ces me di cuenta de que hay más gente mala que buena.

Mis padres se fueron recuperando, cómo y con qué no lo sé; tal vez con el bien de Dios. Xochitepec era entonces un pueblo chico y pobre; por eso, cuando mis padres estuvieron mejor nos traslada-mos a Tepepan. no nos íbamos para nuestro pueblo, San Miguel Xicalco, porque mi padre no había quedado bien y no podría tra-bajar los terrenos, y porque además se tendría que volver a hacer toda nuestra casa, pues, como he dicho antes, todo el pueblo de Xicalco fue quemado. Otra razón sería que los habitantes de los pueblos vecinos veían hostilmente a los campesinos de Xicalco, pues no olvidaban que habían sido zapatistas.

a la mayoría de los ciudadanos del Distrito Federal se les quedó grabado, y por muchos años, el concepto de que Zapata era bandido, cuando en realidad sólo pedía justicia para los explotados campesinos.

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Ya en Tepepan nos conseguimos un jacal deshabitado y ahí nos ubicamos. Me di cuenta de que este pueblo no había sufrido nada en lo absoluto con la Revolución. lo veía hasta riquito. Tal vez sus moradores fueron listos y en tiempo de los huertistas decían que eran huertistas, y con carranza decían que siempre fueron carran-cistas; y a lo mejor muchos lo hicieron así.

Mi padre a veces encontraba algún trabajo que podía desempe-ñar y otras no, y a mi madre le pasaba casi lo mismo.

Yo ya estaba grande, quizá tendría ocho años, pues no sé en qué año pasaba esto. Me consiguieron un trabajo que consistía en cuidar una vaca que tenía su becerro; y además por la mañana, muy tem-prano, mi obligación era ir a “raspar” dos magueyes que estaban como a dos kilómetros arriba de Tepepan. Me daban un jarro me-diano en donde debería traer el líquido; otro jarro chico con el que

avanzada zapatista en los alrededores de Xochimilco, 1914. © (núm. inventario 5700) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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sacaba el aguamiel del cajete del maguey, y el raspador, una especie de cuchara con mango.

luego de un tiempo me consiguieron otro trabajo donde todos eran muy buenos; me trataron de maravilla. ahí, después de ayudar a barrer el establo, llevaba yo la mayor parte del ganado a pastar en los terrenos que tenía la familia, arriba de Tepepan.

Por allá, en el campo, encontré otro chamaco un poquito más grande que yo, que en los llanos vecinos cuidaba tres vacas y un caballo.

nos hicimos amigos y nos contamos nuestra historia, y resultó que también era refugiado en Tepepan. Me dijo el nombre del pueblo de donde era, pero no recuerdo, y que a su papá se lo lle-varon de leva los huertistas, porque lo sorprendieron cuando anda-ba en la calle, pero que había regresado.

le platicó su papá que solamente tuvo un combate. Todos los soldados reclutados a la fuerza iban bien vigilados y a la hora de los combates los echaban adelante, en primer lugar, y el que que-ría huir lo mataban. El ejército donde iba el papá de mi amigo, al hacer contacto con los carrancistas, entabló la batalla, y al término de ésta, las tropas huertistas fueron diezmadas; sólo quedó un grupo de unos cincuenta hombres, entre ellos el papá del que me platicó esto. Entonces el que comandaba esta tropa, un huertista de verdad, los quiso obligar a luchar hasta morir, pero todos se rebelaron y lo mataron, y luego uno de ellos se quitó la camisa para hacer una bandera blanca y pedir la rendición. Se rindieron y los carrancistas inmediatamente se dieron cuenta que eran gen-te reclutada a la fuerza, por un detalle: a los hombres que se lle-vaban de leva los pelaban al rape para distinguirlos de los verda-deros huertistas; esto lo sabían hasta los mismos revolucionarios, pues eso salvó la vida a los cincuenta hombres; es decir, estos hombres se salvaron por pelones. les ofrecieron un sueldo (no recuerdo la cantidad) y su caballo a los que quisieran ingresar al ejército revolucionario, y a los que no aceptaran podían regresar a sus casas; todos optaron por lo último, no sin antes escuchar la advertencia de que si los volvían a encontrar en esta forma no los perdonarían.

Y a propósito de esta gente, en películas y relatos algunos “histo-riadores” han mencionado a los soldados huertistas, sin distinción

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alguna, con el nombre de “malditos pelones”, ignorando que los pelones eran los pobres hombres reclutados a la fuerza para llevarlos en montón a servir como carne de cañón. los verdaderos historia-dores deben poner más cuidado en sus investigaciones, para que los mexicanos sepamos la verdad en cuanto a detalles se refiere, porque a veces pequeños detalles determinaron grandes cosas.

continuaré ahora con mi historia. como a los ocho días ya no volví a ver a mi amigo. Me había contado que su papá trabajaba de peón y que tan luego juntara algunos centavos, se iban para su pueblo. Tal vez sus familiares ya habían resuelto su problema y se habían ido.

Poco tiempo después mi padre se sintió mejor y también nos fuimos para mi pueblo, San Miguel Xicalco. Para entonces muchos del lugar habían regresado y tenían ya sus chozas y cultivaban sus terrenos.

Mi padre, con muchos trabajos, dio principio a la construcción de nuestro jacalito, y con la ayuda de mi madre y mía (mis hermanas menores estaban muy pequeñas) terminamos nuestra casa.

luego de algún tiempo en nuestra nueva casa, mi padre no se componía del todo, y con lo que se había sembrado no alcanzaría para nuestra alimentación. además, en la época de elotes, los sol-dados que siempre andaban por allí se robaban precisamente los elotes y por las noches hasta los animales que algunos campesinos tenían. Y esto no era lo peor. los soldados, que tal vez pusieron para cuidar, encontraron una buena forma para tener limpia su “hono-rabilidad”: calumniando a los hombres del pueblo; decían que los que robaban eran los mismos vecinos del lugar.

un día mi padre amaneció más débil que de costumbre, pues aparte de su precaria salud, en la noche había estado agripado. Pues ese día precisamente llegaron unos soldados acusándolo de que en la noche anterior había robado no sé qué en el pueblo de San an-drés Totoltepec, y se lo llevaron sin fijarse en las lágrimas y súplicas de mi madre.

Se supone que un ladrón no debe estar enfermo, pues debe contar con todas sus facultades físicas para correr en caso necesario. Mi pobre padre, que apenas podía con su humanidad, y que por tal motivo no había sembrado sus terrenos, resultó un ladrón de la noche a la mañana por obra y gracia de los que representaban la Revolución.

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no sé el tiempo que estuvo detenido; pero al regresar mi padre llegó con el semblante triste y más enfermo.

la situación no podía continuar de esa manera, así que mis pro-genitores se pusieron de acuerdo y nos fuimos a vivir a coyoacán. Mi padre empezó a trabajar en una granja avícola, la cual era pro-piedad de un estadounidense apellidado lancaster, y allí duró varios años pues este trabajo sí podía desempeñarlo. Yo trabajé de mozo en dos ocasiones. Y en 1919, cuando cumplí diez años y medio, entré a la escuela, y con ayuda de mis progenitores terminé la primaria.

En se año de 1919, cuando asesinaron a Emiliano Zapata, aquel hombre que dio verdadera expresión social a nuestra Revolución, mi padre lloró como un niño.

Hoy, a pesar de que muchos enemigos han dicho que la Revolu-ción es obsoleta o que ha fallado, para mí la Revolución Mexicana ha sido una de las grandes revoluciones que se hicieron en este siglo. la Revolución no ha fallado; los que han fallado son los hombres, porque son humanos. la Revolución sigue viva, iluminando con sus postulados, y sostenida por tres grandes columnas de granito que son Madero, carranza y Zapata.

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Para mi mamá la Revolución empezó con la “Decena Trágica”. antes de eso no fue más que ver pasar primero a don Porfirio y después a Madero. De este último se acuerda mejor porque cuando entró a la capital hubo un temblor bastante fuerte.

El día que empezaron los combates, mi bisabuela iba con mi tía de la mano, a ver a mi tío Benito, que vendía encajes y listones en el portal de mercaderes. iban cruzando el zócalo cuando empezó la balacera. las dos corrieron sin saber cómo, hasta uno de los al-macenes cercanos que, claro, se llenaron de gente. cuando pasó todo y salieron vieron el zócalo sembrado de muertos; “como bo-rregales”, dice mi mamá. Hasta la fuente grande estaba roja con la sangre de los que habían caído adentro; la mayoría, curiosos, como siempre.

Después vinieron los diez días de combates. Se oía día y noche el ruido de las ametralladoras; los tiros de los máusers y el fuego de artillería.

Mi familia vivía en la calle de Bravo, cerca de la iglesita de San antonio Tomatlán, que todavía existe; y aunque el duelo de artille-ría era en el centro, algunas granadas caían cerca de ahí. un día las mujeres de mi familia estaban en un rincón de la vecindad, con una vecina que tenía un cristo antiguo y con otras vecinas, rezando, cuando una granada dio contra el tinaco de la misma vecindad; entonces salieron corriendo lo más aprisa que pudieron, y en la calle vieron, mientras corrían, a una señora tendida boca abajo, con

viendo llover balas: la revolución en la capital1

Jesús Colín Castañeda

1 Dedicado a los que murieron sin saber por qué ni para qué.

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un niño amarrado a la espalda. El niño estaba vivo, pero nadie se detuvo y ahí quedaron.

Después se mudaron a otra casa que tenían en valle gómez, pero iban al centro porque de todos modos tenían que vender, si no, ¿de qué comían? cuando acabaron los combates hubo repique de campanas en todas las iglesias.

Dice mi mamá que después vino el hambre, porque los espa-ñoles cerraron las tiendas (yo pienso que era también porque los zapatistas tenían casi cercada la capital). cuando, tiempo después, llegaron los zapatistas, abrían las tiendas a culatazos, tomaban una parte del maíz para sus necesidades y repartían el resto a la gente.

En esos días, cerca de la estación de San lázaro repartían a veces caldo de habas, y aunque mi tía la regañaba, mi mamá se formaba varias veces para llevar a la casa. una vez hubo reparto de bolillos, y hubo tanta (dice ella) que ya la estaban asfixiando, pero algunas gentes la sacaron como pudieron.

Salían y entraban tropas carrancistas, villistas, zapatistas. Era como una cena de negros decían cada vez que se oía gritar ¡ahí vienen las avanzadas! Tras los disparos entre ambos bandos, la gente corría a refugiarse en los almacenes. una de esas veces, mi papá y otros amigos se refugiaron, con mucha gente, en una pastelería; después del tumulto, los dueños les preguntaron si no habían visto quién se

la gente huye durante la Decena Trágica, febrero de 1913. © (núm. inventario 5664) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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había llevado pasteles, porque habían faltado como noventa pesos de los mismos

Recuerda mi madre que los rebeldes, y también los soldados del gobierno, andaban “muy distraídos” (mal vestidos y muy flacos). ahora, cuando pasa por el Palacio nacional, se asombra de los uniformes tan lujosos que tienen los guardias y lo bien alimentados que están. Pero en ese tiempo se alojaban en mesones cerca de San lázaro; claro, había sitios (todavía) donde se bebía y se bailaba, y donde, como era casi normal, había discusiones y balaceras, y ahí quedaban en la calle recordando a sus familias.

También iba la gente, entre ellos mi mamá, a ver fusilar prisio-neros o desertores en el convento de la Merced; aunque a veces les formaban cuadro en la banqueta misma del Palacio y ahí los mata-ban. unos llamaban a su mamá, otros a su mujer, antes de que les dieran el tiro de gracia (en la cabeza).

los gendarmes se veían en apuros, pues cuando cambiaba de manos la ciudad, como no sabían quién venía, si se quedaban con el uniforme y los que llegaban eran rebeldes, los mataban; si se lo quitaban y eran del gobierno los que venían, entonces los fusilaban por zapatistas, porque debajo del uniforme vestían de blanco, como los campesinos. así es que quién sabe cómo le harían.

Otra plaga era la leva. los soldados andaban en la noche dete-niendo al que hallaban en la calle y se lo llevaban al cuartel más próximo, donde lo enlistaban, es decir lo uniformaban, y lo man-daban a pelear al norte contra los villistas, o al sur contra los zapa-tistas; como quien dice, muerte segura. El marido de mi tía, un hombre muy industrioso, que juntaba rizadores y otras cosas de lámina usadas, las limpiaba hasta dejarlas como nuevas y las vendía, desapareció un día y lo dieron por perdido. lo volvieron a ver mucho tiempo después, cuando vino con los federales, con su ca-pote verde y su fusil; entonces se arriesgó: se deshizo del equipo y desertó. Tuvo suerte pues no lo buscaron.

Por esos días mi papá vendía cigarros en la Tlaxpana y en las noches se iba al teatro; era tan aficionado que, estando en el Prin-cipal, durante el intermedio salía a comprar el boleto para el otro teatro. cuando terminaba la función se iba en el tranvía, si había en la estación; si no, se iba caminando hasta el pueblo de Tacuba, donde vivía. los conductores de los tranvías ya lo conocían, y aun-

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que el tranvía viniera para el zócalo, le decían: “súbete, muchacho; por ahí anda la leva. cuando nos crucemos con el de ida, te pasas”. así se salvó muchas veces.

Él sí vio la lucha más de cerca, pues aunque vivía con mi abuelo, se salía temprano a vender y regresaba a la hora que quería o no llegaba, aunque le costaba una buena paliza.

al empezar la Decena Trágica, él estaba tomando pulque en la alcaicería (5 de Mayo, creo) cuando vio pasar los carruajes con heridos amontonados como reses. Entonces, vendiendo a ratos, se dedicó a observar el asunto. una vez me enseñó en Bucareli una casa muy vieja y me dijo que, al ir pasando por ahí, una bala perdi-da pegó en la puerta, a unos centímetros sobre su cabeza. Otro de esos días, estando sin comer, vio un montón de arroz en un pedazo de periódico, y aunque se veía bien guisado y limpio, no se decidió a comerlo y se fue de ahí.

Él decía que aunque Huerta dijo que Madero y Pino Suárez fueron muertos “accidentalmente” allá por la penitenciaría, en realidad los ejecutaron en Palacio.

le tocó ver la carga suicida de los rurales a la ciudadela, orde-nada precisamente para eliminarlos (qué sucia es la política).

los felicistas combaten desde una azotea, febrero de 1913. © (núm. inventario 37216) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Pero no era tan fácil andar de curioso, aunque algunos se arries-gaban a recoger los casquillos de las granadas de cañón, porque los gringos daban diez pesos por cada una.

una vez uno que estaba observando junto a él en una esquina, dijo: “Mira, mira; ya van a tirar de la ciudadela”, y cayó sin hablar, con la cabeza destrozada por una bala expansiva.

Otra vez estaba viendo un cañón apostado afuera de la panade-ría del Portillo de San Diego, que hacía fuego hacia la ciudadela, cuando de ésta partió un tiro (de cañón, claro) que dio en la rueda del cañón; la despedazó y uno de los rayos se clavó en la frente del artillero y lo mató. Mi papá decía que el otro artillero apuntó a tapar el cañón, pero por un ligero error de puntería dio en la rueda; de todos modos hizo efecto. aunque yo me pregunto, ¿cómo supo mi papá la intención del otro artillero? Pero, en fin.

Me contó también que en la calle de Balderas, que estaba siendo barrida por el fuego de todas las armas, había una casa rica cuyos habitantes no habían podido salir desde que empezó la lucha; y gritaban a los que veían cerca que les llevaran un litro de leche y una bolsa de pan, ofreciendo diez pesos por el servicio. como negocio era bueno, pues las dos cosas no valían ni un peso; pero ¿quién iba a arriesgar el cuero por nueve pesos y centavos?

También, después de los combates, se halló en una casa daña-da por la artillería el cadáver de un licenciado y dos muchachas provincianas con su niño cada una, sanas y salvas. Resultó que un

Fusilamiento, ca. 1914. © (núm. inventario 625344) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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ranchero se las había confiado para que las metiera en un colegio, y de cuando en cuando le daba más dinero para los gastos. ¡ah qué licenciado!

Sin embargo no todo era lucha. El mercado de San Juan fue rodeado por soldados del 23° batallón de infantería, y sus soldade-ras lo saquearon a gusto. la gente las veía salir con las canastas o los rebozos bien cargados de comida; pero nada más las veía, porque los “Juanes” no dejaban pasar a nadie. Esto no lo he visto en los libros, pero mi papá lo vio.

Él hablaba también de cómo el general Felipe Ángeles estaba atacando en serio la ciudadela con su artillería, cuando con un tiro voló parte de la torre de la misma. Huerta le quitó el mando. aho-ra ya sabemos por qué.

al terminar la Decena Trágica, para evitar epidemias los muertos fueron quemados en los llanos de Balbuena. Después, como iban y venían tropas, mi papá y mi abuelo vendían agujetas, hilos y otras cosas a los soldados. una de esas veces quisieron comprar una pier-

El general Felipe Ángeles.© (núm. inventario 287497) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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na de barbacoa en setenta y cinco centavos, pero el vendedor no quiso recibir el dinero (cada ejército imprimía sus billetes y, claro, sólo valían en la región que controlaban; eso fue un lío). Entonces mi abuelo se quejo con un sargento; éste fue con un soldado arma-do, y como el vendedor insistió en no vender, el sargento le dijo a mi abuelo: “¡llévate la carne; el señor te la regala!” algunos comer-ciantes aceptaban todo el papel moneda, pero le daban más caro que si usted pagaba con oro o plata. listos, ¿no?

cuando llegaron los villistas, uno de los dorados (la escolta de villa) se metió a una casa y violó a la hija de la familia. la mamá fue a quejarse al mismo villa, quién formó a sus dorados. identificado el culpable, recibió 50 cintarazos delante de las tropas, y fue además degradado a soldado raso. Entonces villa tomó un fajo de billetes de su camión imprenta y se lo dio a la señora diciendo “Yo sé que esto no remedia nada, pero de algo le ha de servir”.

Mi papá y mi abuelo también se iban a vender a los pueblos como cuautitlán, y en los caminos donde entonces cruzaban puestos de guardia, cuando oían la voz de “¿quién vive?”, respondían: “comer-ciantes”, hasta que un día un oficial les dijo: “ya no anden por aquí; tenemos orden de reclutar gente, y un día le van a quitar al mucha-cho”. Desde entonces dejaron de andar “rancheando”.

Tiempo más tarde, cuando Obregón llegó a la capital traía mu-chos yaquis que peleaban con mucha bravura y sin cubrirse; en

los artilleros preparan el ataque contra la ciudadela, febrero de 1913.© (núm. inventario 37280) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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parte, porque así eran y también porque, decía mi papá, Obregón les había dicho que aunque murieran, sus médicos eran tan buenos que resucitarían en Sonora. Estos indios tuvieron parte importante en la victoria sobre la División del norte, en Trinidad, cerca de león y no en celaya, como se conoce. Esto me lo dijo un villista que co-nocí en un tren y que vio además la explosión que dejó manco a Obregón. Según dijo, el artillero villista apuntó a matar a Obregón, pero, por otro de esos errores mínimos pero de grandes efectos, el disparo mató al caballo y le voló el brazo al general Obregón.

Mi papá vio a uno de estos yaquis meter una bala en la nuca de un herido que se alejaba con dificultad. El yaqui disparó con el arma apoyada en la cadera, diciendo: “Pa’qué sirves, vale”.

los revolucionarios también se divertían con ganas. un día, es-tando mi papá en el teatro, la mayoría del respetable era militar, y empezaron entonces a gritar pidiendo que las artistas se aligeraran de ropa. Se les explicó que estaba prohibido y se castigaba con detención y multa por la autoridad. Entonces, oficiales y tropa hi-cieron llover billetes y monedas sobre el escenario, y las artistas se apuraron a recogerlo; después siguió la función a gusto del público, aunque al terminar ya estaban los carros de la policía esperando a toda la compañía. nadie sabe para quién trabaja.

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el soMbrero texano

Desde chico me acostumbré a ver a mi padre con sombrero. Era desde luego la moda de los treintas y cuarentas, cuando fui niño. Yo notaba sin embargo que la colección de sombreros de mi padre era muy amplia; los tenía de todos tipos y colores. Hasta revisando fotografías viejas de cuando él era soltero, se le veía invariablemen-te con sus amigos y portando una cachucha, como de golfista, o bien un sombrero de paja que creo que le llamaban “carrete”. al-guna foto de mi padre cuando adolescente lo mostraba con una gorra de fieltro de piquitos, de las que usaban los voceadores de periódicos.

Ya bien entrados los años cincuentas, mi padre seguía usando sombrero. Era público y notorio que estaba pasado de moda; surgía el México de la posguerra, de la industrialización y de la descarada influencia gringa.

Yo de plano ya no me aguanté, y un día, al verlo tranquilo y le-yendo, le aventé la pregunta a boca de jarro, ¿oye padre, por qué sigues usando sombrero? ¿Qué no has visto que no se usa más? Él levantó la mirada y se quedó muy callado... Yo pensé que “la había regado”. Pero no fue así. Después de reflexionar unos minutos mi padre cerró el libro y finalmente me explicó:

—la mera verdad no me había fijado y mucho menos pensado en esa pregunta. —Sonrió y me dijo—: creo que para mí el som-brero representa más que eso: dar sombra o mantener la cabeza caliente en el invierno. Siento que para mí es algo simbólico, algo que no puedo dejar de usar, aunque por ahí dicen que se pone

las historias de los viejos

Manuel Servín Massieu

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calvo el que lo usa, y yo, ya lo ves, estoy calvísimo. Yo creo que es algo que se remonta a mi infancia. así de primera intención, creo que tiene que ver con un hecho que me ocurrió durante la Revo-lución.

vivíamos en Torreón, coahuila; debe haber sido allá por 1914 o 1915. Yo tendría unos diez u once años y mi padre, Bernardo, recién había perdido su empleo. Mi madre aurelia y todos mis hermanos y hermanas pronto nos trasladaríamos a laredo; ahí le ofrecían empleo a papá, y lo aceptaban aunque fuera masón del grado 33. como recordarás por sus fotos, era un hombretón de unos cien kilos de peso y 1.90 metros de altura pasaditos. Muy derecho, muy libre y ágil de pensamiento; pisaba y hablaba recio. usaba un bigotazo a la antigua como muchos hombres en el norte y no salía a ninguna parte sin su sombrero estilo texano. En cierta ocasión mis hermanos mayores Bernardo y gabriel habían salido de casa, contra las recomendaciones de mi madre, pues a un estanquillo cercano había llegado para la venta tabaco picado y papel de arroz

Revolucionarios villistas durante un embarque de tropas, guanajuato, 1915.© (núm. inventario 33268) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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para cigarrillos. Pudo más el vicio que la prudencia, ya que se decía que ese día llegaría a Torreón una avanzada de villistas para preparar la llegada del general a la ciudad. no se sabía cómo se pondrían las cosas y las familias optaban por encerrarse. Para colmo, vivíamos como a cuatro o cinco calles de la estación de ferrocarril. Pero pri-mero debo aclararte que, como muchos jóvenes de clase media de aquella época, en aras de la moda mis hermanos también dejaron de usar los sombreros tipo texano; muchos incluso ya no querían usar nada. Fueron por su tabaco y ya no regresaron, y lo que debió haber sido veinte minutos de ida y vuelta, se volvió una hora. Mi padre, no resistiendo la tensión, se levantó, se abotonó el chaleco, se echó el texano a la cabeza y salió a buscarlos.

un poco titubeante, yo me le pegué, y él a regañadientes aceptó, para que en su caso, regresara a avisarle a mamá cualquier cosa que se ofreciera. a las cuantas calles casi desiertas, efectivamente llega-mos a una bolita de revolucionarios que rodeaban a dos individuos. Eran mis hermanos. El contraste de indumentarias de ellos no podría ser mayor, unos pelones y otros sombrerudos.

—¡viva villa, rotos hijos de la...! ¡Mueran los pelones! ¡a gritar viva villa, cabrones!— y los empujaban como pelota de aquí para allá, en medio de puras picardías. como un relámpago mi padre se plantó en el centro de la bolita. Recuerdo que su sombrero texano destacaba por encima de todos. En el cinturón de su impresionan-te humanidad se dejaba ver la cacha de una pistola (pistola que por lo demás no hubiera podido hacer frente, de manera alguna, a los diez o doce 30-30 Winchester que empezaban a blandirse entre dedos inquietos).

—¿Qué pasa aquí? —gritó mi padre jugándose el todo por el todo, como nos explicaría después sofocado y sudoroso; volvió a gritar una vez más y señalando a mis hermanos vociferó—-¿Quiénes son estos jijos...?, —dirigiéndose a sus propios hijos, quienes lívidos del susto no atinaban a pronunciar palabra. —nada, mi comandan-te, —le dijeron un tanto desconcertados los mismos de la bolita—; estos cabrones rotitos que no quieren gritar viva villa... —¿Que qué?, —exclamó mi padre, aparentando no conocerlo, —¡cómo que no gritan viva villa! —y desenfundando la 0.38 les ordenó airado—: ¡Ora hasta le bailan!, —y pum, pum, y mis hermanos bailando y gritando viva villa. afortunadamente habían captado el mensaje.

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a empellones y balazos cuidadosamente medidos mi padre los orientó a casa apresuradamente, en medio de los gritos y risotadas de todos los que ya en ese momento componían la pelotera. —¡Que viva villa!, pum, pum. ¡Que viva!

En llegando a casa, agitados y resollando, coincidimos todos en que la salvación... y la vida, no se la debían a la pistola, ¡sino al sombrero!

Desde entonces, para mí el sombrero fue siempre un símbolo, un pase de salvación, me decía mi propio padre al contarme el hecho que le había tocado presenciar de chamaco.

¿Será por eso que yo también desde entonces me fijo siempre en los sombreros para caracterizar a las personas?

el pozo

Bibi, lupita, óscar mi primo, yo y mis hermanos rodeábamos a celedonia en las tardes de lluvia. Sus relatos y anécdotas de la épo-ca de la Revolución en su natal Zacatecas nos mantenían embele-sados y en suspenso durante horas.

De esa manera y para nuestra sorpresa, en nuestra mente de niños de pronto nos enterábamos que celedonia sí había sido una joven y también bella campesina... ¡Era increíble!; todos los niños de casa creíamos que celedonia siempre había sido vieja. Y ella, al oír esto, soltaba la carcajada mostrando sus blanquísimos dientes. nos decía siempre: “¡Déjenme decirles; les voy a contar lo sucedido allá en mi rancho, el de la Dulce, cerca de guadalupe, Zacatecas, aquel verano de 1916...!: Durante la bola nosotras, es decir yo, Francisca, Jesusita, Juana y Felícitas estábamos una tarde sacando agua del pozo, cerca de la casa, para lavar los trastes de la comida, riendo y jugando despreocupadas de la vida; del rancho, sólo Matías se había ido a la bola a echar abajo el gobierno de un tal Porfirio que decían era una dictadura... ¿Pero qué era eso de dictadura? ¡Pos quién sabe!, pues hasta entonces los relatos de la Revolución sólo los oíamos de trasmano allá en el rancho y no los entendíamos bien. Éramos solamente unas jovencitas. Esa tarde pasó Zacarías montan-do en el burro de don chon. iba como alma que lleva el diablo, grita y grita... —¡Que vienen los alzados! ¡ahí vienen los villistas!— Y nosotras, como éramos puras chamacas, sólo lo mirábamos con la boca abierta; al rato, llegaron los papás de Felícitas y Jesusa, todos

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pálidos y asustados; no los míos, pues se habían ido a guadalupe y yo me quedé con mi abuela. En medio de gritos y sombrerazos, nos hicieron bajar inmediatamente por la escalera de palo que llegaba hasta la primera repisa del pozo, como a unos ocho metros pa’abajo del suelo, todas apretadas y temblorosas; ahí ya nos dio miedo. abajo estaba el hoyo negro del pozo, en el cual una piedrita tarda-ba como hasta el diez antes de chocar con el agua. arriba, nos quedaba el espanto producido por todos los horrores que los viejos del pueblo ponían ante nuestros ojos: —¡Que se las van a llevar! ¡Que se las roban y las toman por la fuerza! ¡las matan y luego las tiran a un lado del camino!

casi sin tiempo para pensar y ya bajando la escalera de tierra y palos del pozo, nos aventaron los rebozos y algunas tortillas, y tapa-ron el hoyo con tablas y tierra.

Pronto estuvimos todas como pichones, con mucho frío, acurru-cadas y temblorosas en un rincón de la repisa, sin poder encender ni una vela. Esperando, angustiadas; con la muerte abajo y con la muerte arriba.

Todavía después de que se dejaron de oír los retumbos de la caba-llada nos quedamos ahí adentro un ratote. Salimos ya hacia el ano-checer y con el ruido de los chapulines, entumidas y temerosas.

así nos escondieron los muy endinos otras dos o tres veces, has-ta que acabó la insurgencia y entendimos lo que era la bola... Para las mujeres, la bola era el miedo.

Manos libres

—cuando la Revolución tocó a nuestra puerta allá por San Juan del Río, mi padre nos tomó de la mano a mí y a mi hermano mayor y nos dijo: “vámonos a la lucha”. Yo era todavía un chamaco de unos quince años —Y sonriendo, don Pedro me siguió relatando sus múltiples peripecias.

—Mire usted. Yo estuve en casi todo el Bajío durante la gesta, de celaya a guadalajara, a lagos de Moreno, a San luis Potosí, Zacate-cas y Torreón... Fui herido aquí en la frente —me decía a la vez que, tomando mi mano, me hacía palpar una tremenda cicatriz arriba de la ceja—. creo recordar que fue un culatazo. —Y con sorprendente memoria para sus ochenta y cuatro años, me relataba los pelos y se-ñales de sus andanzas, desde cómo salvó la vida fingiendo estar

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muerto, hasta cómo siguió de cerca la carrera de su comandante, que con el correr de los años llegaría a ser el renombrado general núñez, mucho tiempo presidente del equipo de futbol atlante.

—Después de la batalla de celaya, a finales de abril de 1915, todo mi destacamento llegó a no sé qué pueblo en las afueras de león... Yo estaba en el grupo obregonista que después de dos días de bala-zos y pelea nos estábamos replegando a descansar... El jefe del ba-tallón nos dijo al llegar a la placita: “Tienen dos horas de manos libres. Regresen a tal hora”. Eran como dos horas en que uno podía hacer lo que quisiera; unos dormían, otros bebían y muchos buscaban mujeres. a mí me tocó ver de cerca la aventura que se corrieron dos compitas de mi pelotón, aventura que los curó de espanto... y de mujeres, ¡por muchas semanas!.

—a la orden de manos libres, Margarito y el chepe se fueron a tomar a una especie de tendajón o cantina que encontraron abierto y, al salir, ya después de un rato vieron de lejos a una monja que caminaba apresuradamente por la calle. Se notó mucho porque todos en el pueblo se habían encerrado a piedra y lodo. la siguie-ron, y al acercarse casi corriendo, vieron que estaba rete chula y joven, y ellos, pues estaban muy ganosos. la vieron tocar en una casa que quedaba junto a una herrería, la cual estaba cerrada. llegaron entonces los dos muy broncos a toca y toca el portón. Ya para romper una ventana y meterse a la fuerza, les abrió una mu-jer medio viejona, a la que empujaron para meterse. atropellán-dose preguntaron: “¿Ont’á la monja que entró aquí?” la mujer les respondió: “¡no está!” “¡Que sí está!” dijeron ellos. “¿Dónde jijos está?” Y ya para no hacerle el cuento largo —me decía don Pedro—, oyeron a una criaturita llorar y vieron que en el cuarto de junto estaba una mujer parturienta echada en un petate y bien cobijada. Sospechando que se habían cambiado lugares la señora y la monja, para proteger a esta última, los dos cabrones medio asustados, medio apresurados y muy tomados se quitaron cananas y pistolas y... ¡se echaron a la señora que les abrió y que era la verdadera parturienta! la violentaron a la fuerza en medio de sus protestas y jalones, después de amarrar a la que estaba acostada junto a la criatura.

—abandonaron la casa corriendo, y agarrando los caballos lle-garon doblados de la risa al jolgorio y a la fogata donde todos ha-

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cíamos el balance de las dos horas de manos libres. como siguió el trago y la guitarreada, fue hasta la madrugada cuando, a punto de partir del pueblo, Margarito y el chepe se dieron cuenta que la pistola del primero había sido olvidada en la casa onde la monja. al galope regresaron al pueblo y vieron que la casa estaba toda

artillería constitucionalista en celaya, 1915. © (núm. inventario 33597) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

Tropas obregonistas antes de la batalla de celaya, abril de 1915. © (núm. inventario 41497) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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cerrada y silencia. al ver su escandalera frente al portón, los de la herrería inquirieron sobre el motivo de su inquietud, pues según ellos esa casa estaba abandonada desde algunos años atrás. “¿cómo chingaos puede ser? ¡imposible!”, gritaban los dos airados y nervio-sos compas. “¡anoche estuvimos aquí, carajo!”, y a invitación de los herreros la oxidada chapa fue forzada. al ver el montón de telarañas en el quicio de la puerta no pudieron contener un escalofrío inex-plicable. Penetraron en la habitación por ellos visitada y lanzaron una sonora imprecación. asombrados vieron, hacia un extremo, el esqueleto descarnado de una persona amarrada junto a otra más pequeña, ambas polvosas y con telarañas, y al otro extremo de la habitación, un esqueleto más, en iguales condiciones. Junto a este último y en sorprendente contraste de brillo y limpieza, se encon-traba la pistola de marras. Según contaron después mis dos compa-ñeros, todo fue ver la escena y empezar con una temblorina incon-tenible de rodillas; antes de que los herreros pudieran percatarse de lo que ocurría, mis dos cuates habían desaparecido al galope como alma que lleva el diablo ¡no pararon hasta llegar al destaca-mento! Justo cuando nos poníamos en marcha.

—Durante días, semanas, meses (y quizás años), los dos jura- ban y perjuraban que así les había sucedido. Hasta enflacaron y

Soldados del general Obregón en la batalla de celaya, abril de 1915. © (núm. inventario 39263) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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dejaron de beber. Desde esa ocasión, cuando los jefes decían “ma-nos libres”, los dos se quedaban en el campamento, sacaban su baraja española y muy silencitos se ponían a jugar. les decíamos que se portaban tan bien como dos hermanas de la caridad.

el Milagro

Siendo mi madre todavía una niña, vivió en la ciudad de México los últimos meses de la Revolución. Fue la mayor de nueve hijos que tuvieron mis abuelos. Él, general brigadier del cuerpo de ingenie-ros egresado del colegio Militar; ella, ama de casa consagrada a su familia después de ser hija de una conocida familia potosina de fi-nales del siglo xix.

al abandono del país por don Porfirio, mi abuelo, como muchos militares de carrera, quedaba institucionalmente bajo el mando del gobierno de Madero. Posteriormente, frente a la insurrección Fe-licista de 1914, el abuelo fue herido en un brazo al defender el Parque de ingenieros, sito en el edificio de la antigua cárcel de Belem. El presidente Madero personalmente le hizo un reconoci-

El general Felipe Ángeles. © (núm. inventario 5087) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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miento y le otorgó un ascenso... Fue sólo hasta después de la caída de victoriano Huerta y el advenimiento del ejército constituciona-lista que se licenció a la tropa y clases del ejército federal.

Mi abuelo se quedó sin ingreso a causa del licenciamiento, y careciendo de bienes de fortuna, tuvo que encerrarse en su casa. la realidad era que casi tenía que vivir en el clandestinaje, compar-tiendo el primer piso de una casa con otra familia.

a la periferia de la ciudad entraban y salían los bandos y grupos en pugna, haciendo tropelía y media. Robaban y mataban a todos aquellos que se les opusieran. los distintos grupos tenían un deno-minador común: entraban a la ciudad buscando “pelones”, es decir, militares de carrera del antiguo ejército, cuya característica primor-dial consistía en ostentar un corte de pelo casi al rape; era la disci-plina militar.

los “pelones” tenían varios caminos a elegir. uno era unirse a cualquiera de las causas y/o bandos en pugna; otro, y si había re-cursos, era huir del país. El tercero, después de haberse negado a sí mismos a matar hermanos mexicanos, consistía en intentar cam-

El general Ángeles y la caballería, ciudadde México, ca. 1910. © (núm. inventario 287496) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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biar su fisonomía, indumentaria y hábitos con la esperanza de pasar desapercibidos, y mal buscar acomodarse en algún modesto empleo de civil, que eran escasísimos, pues la economía se desplomó.

Me contaban mi madre, María, y mi abuela, que en esa época el ambiente en la casa de mi abuelo Wilfrido había pasado a ser de gran sufrimiento. En el curso de unos cuantos meses la relativa estabili-dad económica de la familia se había destruido, y con ello se había convertido en el triste hogar de un hombre que no recibía salario, es decir los haberes de militar; con la barba crecida y el cabello largo se mantenían con la ayuda de algunos familiares. Todos los hijos de su familia, particularmente los pequeños, se encontraban en un estado de franca subalimentación, lánguidos y amedrentados.

Pese a los esfuerzos de la abuela, los frijoles y las verduras no alcanzaban; muriendo dos de los niños a causa de la desnutrición y el tifo... Mi madre nunca olvidó los sufrimientos y las carencias de esa época. Ella, aunque siendo niña, era la mayor de las hijas y debía ayudar en todo menester. Ocupada la abuela en el cuidado de los mayores, mi madre pronto devino en ser una madre sustituta para sus hermanos menores, particularmente para guillermo que era el más pequeño y desvalido de todos.

El abuelo, al fin ingeniero, ayudaba a los suyos con la fabricación doméstica de unas parrillas o cocinillas de barro y lámina que me-diante una resistencia eléctrica producían calor. los hijos mayores salían a venderlas por el barrio.

Recuerdo vivamente que al calor de la charla, mi madre y mi abuela vibraban de emoción recordando las angustias y sufrimien-tos de esos años de penuria. En particular un recuerdo las agitaba, referente a la circunstancia en que salvó su vida “milagrosamente” el abuelo Wilfrido.

una mañana llegó corriendo y temblando por la ansiedad uno de los hijos mayores, diciendo que una partida de hombres a caballo iban revisando de portón en portón en busca de “expelones”, ¡oh, infortunio! la reja de la casita que ocupaban permitía ver desde la calle la calesa que usara mi abuelo durante sus años de servicio, y que, aunque abandonada, polvosa y desvencijada, además con una rueda rota, lo delataría rápidamente.

los niños, aleccionados desde tiempo atrás para no expresar nada que pudiese delatar la presencia de su padre, corrieron a es-

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conderse. El abuelo, tenso y ahora en peligro, observaba de reojo detrás de una ventana al grupo de hombres que revisaban casa por casa. Presos de una gran tensión, todos escuchaban el resonar de cascos en el empedrado. En un rato de desesperación la abuela tomó la imagen de San Francisco de asís y la plantó en el asiento de la calesa (mirando hacia la calle). conteniendo una viva emoción se dirigió a la imagen diciendo: “¡Por lo que más quieras ayúdanos; por los seres más queridos que tuviste en vida protege a mi peloncito y no dejes huérfanos a los siete que me quedan!”

los niños, escondidos y temblorosos, y el abuelo en una espera como de tigre al ver amenazado su territorio, con la abuela llorosa al lado, todos escuchaban los cascos de los caballos y el ruido de voces cada vez más cerca...

De pronto se escuchó un clarín; los caballos se detuvieron. En medio de gritos y exclamaciones agitadas se escuchó una voz de mando, ya justo frente a la casa: “¡Regrésense, cabrones; se están venadeando a los nuestros desde el campanario! ¡vayan a reforzar-los jijos de la...!”

Mi abuelo se había salvado.

los biliMbiques

Mi madre me contaba cómo ella y sus hermanos vieron pasar la Revolución desde la reja de su hogar. con hambre, angustiados y sin comunicación con el mundo confuso de afuera, todo era tener que interpretar constantemente los rasgos en la cara de los padres para saber cómo andaban las cosas.

Me contaba, lamentándose, cómo siempre los adultos han trata-do a los niños en épocas de crisis, como si no entendieran, siendo que ellos todo lo reciben. Pegada a la reja, ella y sus hermanos menores veían cómo el padre, desempleado y antes impecable en su atuendo, hoy vestía desaliñado y andaba barbón; salía éste en busca de sustento y algo de alimento qué proporcionar a los niños. Era penoso para todos verlo regresar con la manos vacías. la situación era difícil y pasaban hambre y frío. no había dinero en casa.

Desde la reja veía mi madre cómo todos los días, a la misma hora, pasaba un viejecito harapiento, sucio y demacrado, recogiendo al-gunos desperdicios y papel de desecho que encontraba en la calle; lo poco que hallaba lo ponía en un carrito que, con ruedas chirrian-

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tes, iba jalando. así lo veían todos durante meses y meses, hasta que un día ya no pasó...

Transcurrido el tiempo, nuevamente se le vio por el barrio, aun-que completamente transformado. ¡Hoy iba rechoncho y bien vestido! Todos se enteraron que había obtenido un dinero de ma-nera inesperada. Él mismo hablaba del producto de un modesto pero lucrativo negocio. En la fonda de la esquina charló con aque-llos que le habían ayudado en sus tiempos más difíciles, y al mismo abuelo llegó a comentarle que había pasado para él el tiempo de recoger varitas y que hoy podía echar cohetones al vuelo.

como tantos otros recuerdos de esa época, fue solamente pasados los años, y ya siendo adulta, cuando mi madre llegó a comprender las causas del horror que le produjo aquella otra mañana en que, ante sus ojos de niña, le tocó ver cuando el súbitamente próspero don lencho, fue ahorcado de manera inmisericorde en el árbol de la plaza... Horror al ver que don lencho, era llevado a empellones por varios hombres que le echaron la soga al cuello hasta dejarlo colgante y exánime a la vista de todos. El cuerpo de aquel viejo tan familiar en el barrio debería servir ahora de escarmiento para todos.

Pese a sus gritos, el súbitamente rico y súbitamente desgraciado hombre fue colgado “¡Yo no sabía que hacerlos era malo... Yo no sabía que era un daño a la Patria... no me lo dijo el que me pasó la maqui-nita!” Y así, en medio de imploraciones de piedad, fue ahorcado.

Mi madre nunca llegó a comprender de niña por qué la abuela con el ceño fruncido y con energía, la apartó con todo y sus herma-nos de la reja; ni comprendió en ese momento el significado de aquella rara palabra que escuchaba por primera vez. Fue sólo ha-biendo crecido que comprendió el significado y contexto de la frase de la abuela que, al alejarlos de aquel triste suceso, con sólo siete palabras explicaba la muerte fulminante de aquella figura tan familiar “¡don lencho se puso a hacer bilimbiques!”

el haMbre

Recuerdo que uno de los aspectos de la Revolución que más había impresionado a mi madre, que de niña la vivió en la periferia de la ciudad de México, era el concepto del cambio y de la violencia extrema, que aparecía y desaparecía súbitamente, sin aviso previo y en cualquier parte.

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El hambre frecuentemente iba ligada a esos cambios. a ella le tocó verlos de cerca y ver morir por esa causa a dos de sus herma-nitos, después de haber sido una familia acostumbrada a vivir, si no holgadamente, sí con los mínimos necesarios, cubiertos con los haberes que recibía su padre como militar del ejército antes de la Revolución. De pronto llegó el día en que el abuelo recibió su li-cenciamiento del ejército y se quedó sin ingresos. la economía familiar se fue al traste y no había empleos ni fuentes de trabajo.

Tocó a mi madre sufrir las angustias de ver a su madre rodeada de menores que alimentar y que atender, pero careciendo de todos los medios para ello. El diario observar esta pena la llevó a tomar una decisión: salía de casa casi todos los días de ciertos meses del año, muy de mañana, a recorrer las afueras de la colonia Roma, hacia el sur, y que en ese entonces era campo abierto. ahí recogía quelites o quintoniles que llevaba religiosamente a la mesa de su hogar.

una tarde, al regresar con su morral repleto de verduras, y sin saberlo, el hambre y la muerte se cruzaron en su camino. a la vuel-ta de una esquina vio a una turba correr rumbo a su barrio, cien o doscientos personas airadas y vociferantes se apiñaban a la entrada de la casa amarilla con el portón de madera, por donde ella pasaba diario de regreso a casa “¡comida, comida! ¡Harina, maíz! ¡abajo los gachupines acaparadores!”, gritaba la multitud.

Fila para comprar los artículos de primera necesidad, ciudad de México, ca. 1915. © (núm. inventario 5538) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Me contaba mi madre que no pudo acercarse mucho, parte por temor a la multitud vociferante y parte por la reprimenda que le darían en casa al enterarse. Recordaba que ante sus ojos de niña los hechos se sucedieron con gran rapidez. alguien había delatado a los gachupines de la casa amarilla como acaparadores, puesto que ya desde tiempo atrás se sospechaba que tenían en su poder costales repletos de arroz, harina, frijol y azúcar. Su tienda, mucho tiempo ha cerrada, había sido tapiada y sin embargo todos en la casa de los gachupines, anexa a la tienda, continuaban saludables; se les veía coloraditos, alegres. los niños —comentaban algunos adultos suspicaces— hasta se ven más gorditos que antes. Qué raro, pues todos los demás del barrio están demacrados y tristes. Era común que a algunos niños se les cayera el pelo y hasta se les pusiera rojizo. Ella recordaba que algunos adultos habían llegado a comentar que de esa casa no salían niños a buscar comida, ni adultos a atrapar gatos, ni nada. ¿Qué comerían?, se interrogaban todos. no llegaba nadie ahí con nada.

Durante la Revolución, recordaba mi madre, había también desconfianza entre vecinos de la ciudad.

Su mente aún recordaba los gritos de aquella multitud enardecida cuando arremetió con piedras y empujó el portón gritando a viva voz, mientras los gachupines desde la azotea disparaban hacia el montón. los disparos, recordaba, la sacaron de su asombro, pudo ver cómo finalmente, en medio de gritos, empellones y súplicas, la gente sacó arrastrando los costales, y arremetieron todos contra los objetos de la casa y hasta con sus moradores. Sí se encontró comida... ¡y mucha! un doble piso hacía las veces de bodega. la violencia y el griterío aumentaron, y después que la confusión cesó, sin poder apartar la vista del lugar y paralizada por una mezcla de terror y curiosidad, con sus ojos de niña, mi madre vio cómo quedaron tirados en esa calle cuatro o cinco cadáveres mezclados con frijol y azúcar regados en el suelo. unos viejitos jalaban los cadáveres de los pies para poder re-coger más desperdicios de comida.

Finalmente ella pudo continuar su camino; llegó a casa y vació su morral en la cocina. Me dijo que sin chistar y a pesar del ham-bre, se retiró a su cuarto por el resto del día. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en esa ocasión no quiso probar bocado.

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capÍtulo i

Si pudiera sintetizar en pocas palabras el recuerdo que la Revo-lución dejó para siempre en la mente de mi madre, diría que fue el del hambre y la muerte tomadas de la mano.

el coñac

Para el abuelo Wilfrido fui, durante muchos años, el primer nieto, el mayor. Él siendo un hombre importante compartía su mesa los domingos con toda la familia y gran cantidad de amigos y colabo-radores. Era la aurora del instituto Politécnico nacional en el sexenio cardenista; todo luz. Mi abuelo fue su primer director ge-neral. al término de la comida, como en un rito de orden cíclico, se pedía café y empezaba la sobremesa, el abuelo me llama y con-migo sentado en sus rodillas, él centraba la conversación.

En su juventud estudió en el colegio Militar, haciendo posterior-mente una brillante carrera como ingeniero. Su vida estuvo siempre llena de anécdotas y relatos del México pre y posrevolucionario. algunos pasajes de la misma Revolución salían invariablemente a colación durante las sobremesas de los domingos. Evidentemente,

las mujeres de la capital tratan de conseguir alimentos, ca. 1915. © (núm. inventario 6348) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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a los pocos minutos de que yo, al fin y al cabo un niño de pocos años, escuchaba la conversación, me empezaba a sentir aburrido y me inquietaba. El abuelo sonreía, me bajaba al piso y sacando del bolsillo del chaleco una moneda de dos o cinco centavos, según el caso y con carácter de “domingo”, me despachaba a comprar golo-sinas al estanquillo de a la vuelta.

Había una anécdota, sin embargo, que me encantaba escuchar del principio al fin y más del fin que del principio. anécdota que, hoy lo recuerdo, no entendía yo a mis seis o siete años de edad; de los de antes. Y que a pesar de que no la alcanzaba a comprender, me hacía sonreír precisamente con las risas y carcajadas de los adultos que la escuchaban a la hora del café y la copa de licor. Siempre aburridos y discurriendo cosas serias, con esta anécdota del abuelo todos los adultos, hasta entonces para mí más o menos adustos, soltaban la risotada, sobre todo los “nuevos” de ese domingo. Y ese fenómeno de ver a todos los adultos riendo me fascinaba.

Detalles más, detalles menos, relataba mi abuelo que estando en campaña en el noreste, después de la caída de Madero y antes de ser licenciado del ejército, defendía la plaza de Monterrey después de varios días de enconado combate. Particularmente una madrugada fue muy húmeda y extremadamente fría, como suelen ser algunas épocas en el norte. Recordaba cómo esa madrugada salió de la tienda de oficiales, se echó encima el gabán y procedió a recorrer el acampado de sus tropas, inspeccionando aquí y allá.

—Juancho, ¿recibiste por fin la carta?—Pedro, ¿por qué no se preparan un café?Y así, caminando, llegó hasta el pelotón a donde estaba asignado

Juan, su asistente, y le preguntó:—¿Qué pasó, Juan, qué tal el frío? ¿Se les ofrece algo?Juan se aprestó a contestar que si no tendría algo para el frío

(todo buen militar llevaba algo para curar heridas del cuerpo y heridas del espíritu).

—Mi general, ¿no tendrá algo de aguardiente para aguantar la helada?

a lo que mi abuelo contestó: —lo siento, Juan, sólo traigo en mi ánfora un resto del coñac

que recibí el mes pasado.

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—¡ni modo, mi general, pos... qué le vamos a hacer, nos echare-mos aunque sea un coñac!

Y en esa parte de la sobremesa, después de contar la anécdota, todos los grandes reían a carcajadas, y yo de niño me reía de ellos, pues no entendía cabalmente cuál era la causa de la risa; pero su alegría me contagiaba.

los telegraMas

al morir mi abuelo Wilfrido en marzo de 1944, mi abuela María sufrió mucho y lo lloró bastante tiempo, pero sin desesperación. Yo la admiré siempre pues no perdía su prestancia fácilmente. a pesar de habérselas visto muy difíciles con su marido, siempre estuvieron unidos. En las duras y en las maduras ella siempre amó a su “pelon-cito”. Yo a veces pensaba que ella había tomado su viudez por una separación más, como cuando en la Revolución su esposo se iba en campaña; como si fuera una separación natural... y temporal.

Ella murió en 1960 y siempre la recordaré chaparrita, con sus ojos claros y su cabello brilloso y blanco, perfectamente recogido en una es-pecie de chongo hacia arriba, como indudablemente fue la moda en su juventud. lucía tan guapa como en sus retratos de principios de siglo.

cuando yo cumplí 21 años, en 1951, la abuela me invitó a tomar café a su modestísimo departamento; me abrazó y muy solemne me dijo que me haría un regalo muy especial, de mucho valor familiar y de escaso conocimiento por parte de los demás. Se levantó, abrió su ropero, como correspondía a toda abuela de las de antes, y me entregó un paquete sin moño. Yo, que estaba francamente conmo-vido, recibí dos cosas, unas hojas de papel amarillento conteniendo copias de telegramas de la campaña del abuelo en el área de Mon-terrey, en el año de 1914, y el ejemplar de un libro con la extensa biografía del general Felipe Ángeles, maestro admirado de mi abue-lo tanto por sus magníficas dotes de hombre como por las de genial artillero de fama internacional.

Parte de dichos telegramas los presento a continuación trans-critos, en atención al posible valor documental que puedan repre-sentar. Para el suscrito representan también mucho de valor huma-no; un poco como ver una película antigua sin sonido, o fotografías de tiempos ya idos y lejanos. Su valor humano es una invitación a imaginar los pensamientos y las emociones de los protagonistas.

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Estoy convencido de que frente a las versiones oficiales de la Revolución y frente a la historia a base de personajes con estatuas en las avenidas, existe “otra” historia más humana; una historia paralela en la que participaron o se vieron participantes miles de seres humanos que con el movimiento armado vieron de pronto sus vidas cambiadas, sus destinos truncos o sus infancias marcadas. Es evidente que la Revolución hizo coincidir inesperadamente a seres con diversas historias personales, con diversos antecedentes, trayectorias y sentimientos. coincidencias de lugar, de fecha y de hora. Muchos destinos se cruzaban.

las emociones, esa parte no objetiva de nuestro ser, pero parte al fin de todo ser humano y causa o efecto de las circunstancias, invitan en este caso a ser adivinadas con la imaginación al recorrer el amable lector con los ojos los textos a continuación presentados y al reflexionar, por un momento precisamente, sobre las emociones y el contenido humano de los telegramas.

Felipe Ángeles y su estado mayor desfilan por el Zócalo de la capital, 12 de junio de 1914. © (núm. inventario 6010) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Primer díavillaldama, abril 18, 1914general W. Massieu, MonterreyTiene esta línea de fuerzas ochocientos hombres. Dos ametralla-doras, sin tener en que conducirlas lo mismo que ciento veinte mil municiones. una sección cañones americanos malos. Espero noticias de usted y determinación que quedó de comunicarme.atentamente. general M.B. Álvarez

villaldama, abril 18, 1914general W. Massieu, Monterrey.(Muy urgente) Me es urgente saber con qué elementos cuenta esa Plaza.atentamente. general M.B. Álvarez

Monterrey, abril 18, 1914general M.B. Álvarez, villaldama.Tengo dos mil cuatrocientos hombres combatientes, ocho ametra-lladoras y diez cañones.atentamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 18, 1914general T. Quintana. laredo.Es de todo punto urgente se sirva usted ordenar venga general Álvarez, podrá fácilmente romper línea enemigo puesto Salinas hay sólo mil hombres que se desmoralizarían al verse atacados por retaguardia; te-niendo ya ocho mil rebeldes que amenazan atacarme por otros rumbos.Favor extractar éste al c. Secretario de guerra.Ruego contestación.Respetuosamente. general Massieu

laredo, abril 18, 1914general W. Massieu. Monterrey.El general Álvarez manifiesta no poder con sus elementos atravesar una línea enemiga sin ser destrozado, en consecuencia le he ordena-do esté listo para auxiliar a esta plaza en su oportunidad. Salúdolo atentamente y deseole un brillante resultado.general T. Quintana

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Monterrey, abril 18, 1914general T. Quintana. laredo.Ruego a usted. Enterarse de este mensaje y transcribirlo a la Secre-taría de guerra. Tengo a seis kilómetros de ésta, tres partidas rebel-des por distintos rumbos. Prevéngome a ataque.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 18, 1914general T. Quintana. laredo.“urgente.” Me avisan se oye fuerte cañoneo por rumbo hacienda del canadá. Estimaré a usted se sirva decirme si vienen fuerzas del general Álvarez en esa dirección.Respetuosamente. general W. Massieu

laredo, abril 18, 1914general W. Massieu. Monterreyno tengo noticias de que haya salido el general Álvarez ni alguna otra columna federal rumbo ésta.atentamente. general T. Quintana

Monterrey, abril 18, 1914general T. Quintana. laredoacaba de llegar a cadereita Jesús carranza con cuatro mil hombres para atacar esta plaza ruego a usted comunicarlo a la Secretaría de guerra.Respetuosamente. general W. Massieu

México, abril 18, 1914general W. Massieu. MonterreySirvase usted informar situación esa plaza.Blanquet

Monterrey, abril 18, 1914general Secretario de guerra. México. (vía galveston.)Enemigo no ataca a fondo. Por el norte hace dos días combate. Tengo noticias de que los del oriente y sur esperan hombres villistas para atacarnos. Sería muy conveniente que lo más pronto posible viniese una columna de las tres armas para así abatirlos.Respetuosamente. general W. Massieu

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Rinconada, abril 18, 1914general W. Massieu. Monterrey“urgente.” Según parte que vino a dar cabo de vía de Ojo caliente, en estos momentos se encuentra una partida numerosa de rebeldes destruyendo la vía en dicho lugar. De ésta a la estación referida dista aproximadamente 25 kilómetros.Respetuosamente. capitán 2° Tolentino garcía

Monterrey, abril 18, 1914general Secretario de guerra. México(vía galveston.) Úrgenme quinientos mil cartuchos mausser.Respetuosamente

Segundo díaMonterrey, abril 19, 1914general Secretario de guerra. México.Hónrrome participar a usted que hoy desde las ocho a.m. hasta estos momentos que son las tres p.m. estoy combatiendo al norte y noroes-te de esta ciudad con muy favorable resultado para nuestras fuerzas, pues el enemigo ha retrocedido bastante; no lo persigo porque la partida más numerosa está al suroeste distante veinte o veinticinco kilómetros. He evitado lográndolo hasta hoy no combatir dentro de la ciudad. nuestras pérdidas en vidas no son muy grandes. comuní-canme vienen rebeldes reparando la vía de victoria a cadereita.Respetuosamente. general W. Massieu

México, abril 19, 1914general W. Massieu. México.Enterado su mensaje cifrado en que comunica ha principiado el combate en esa plaza y favorable resultados para nuestras fuerzas; felicítolo muy sinceramente así como a las tropas de su mando. Esperando que la solución sea completamente favorables dado el valor y abnegación de todos.a. Blanquet

Tercer díaMonterrey, abril 20, 1914Secretario de guerra. (vía galveston)

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Desde las seis de la mañana estoy batiéndome fuertemente por noroeste, sureste y este.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914general alberto l. guajardo. c.P. DíazRuégole comunicar Secretaría de guerra que he rechazado ya re-beldes por un rumbo cogiéndoles al bandido cabecilla crispin Treviño. Esta guarnición llena de entusiasmo y patriotismo lucha heróicamente vitoreando Supremo gobierno.Úrgeme parque Mausser.atentamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914Secretario de guerra. México. (vía galveston)Hónrrome participar a usted que a las dos treinta de la tarde es atacada nuevamente esta plaza habiéndole causado ya numerosas bajas al enemigo entre ellas otro cabecilla. Esta guarnición en bri-llante estado de ánimo se bate heróicamente cubriendo de gloria al Ejército nacional por lo que me permito enviar a usted mis res-petuosas felicitaciones, rogándole ordenar se me remita parque por los medios más rápidos posibles.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914general a.l. guajardo. c.P. DíazBatiéndome aquí, llegó enemigo de cadereita.

ciudad Porfirio Díaz, abril 20, 1914general W. Massieu, Monterrey.Enterado con gran satisfacción contenido sus telegramas que son trans-mitidos a Secretario de guerra. lo felicito cariñosamente esperando un brillante resultado. Esté muy pendiente Barrio San luisito, municio-nes y vecindades carrancistas que ahí existen. acepta cariñoso abrazo.general a.l. guajardo. coronel c. castro

Monterrey, abril 20, 1914general a.l. guajardo. c.P. Díaz

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Mucho agradezco a usted y a castrito su felicitación y frases cariño-sas. Estoy prevenido. no olvido a mis queridos hermanos de la in-olvidable columna Mass.atentamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914general a.l. guajardo. c.P. DíazRuego a usted comunicar Secretaría de guerra, segundo ataque a esta plaza fue de dos treinta y cinco p.m. enemigo con grandes bajas entre ellas otro cabecilla, fue rechazado y toma grueso el rumbo a cadereita, supongo que amunicionarse para volver a atacar, experimento gran satisfacción por el intachable comportamiento de jefes oficiales y tropa que defienden esta plaza.atentamente. general W. Massieu

villaldama, abril 20, 1914general W. Massieu. MonterreyPor el telegrafista militar lanbdin se tienen noticias que se oyen al sur de Salinas fuertes cañonazos. Particípolo a usted para su cono-cimiento.atentamente. general M.B. Álvarez

Monterrey, abril 20, 1914general M.B. Álvarez, villaldamacañonazos que oye telegrafista de lanbdin son los del combate que libramos en estos momentos en esta plaza.atentamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914general a.l. guajardo. c.P. DíazRuego comunicar Secretaría de guerra tuve un tercer combate de seis a siete y media. Fueron muertos el cabecilla ceferino gonzález y Eulogio gonzález, con nombramientos de capitanes por el titula-do coronel Teodoro Elizondo.general W. Massieu

Monterrey, abril 20, 1914general a.l. guajardo. c.P. Díaz

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Ruego decir Secretaría de guerra urge parque ochenta tipo ligero y setenta de montaña pues se está agotando.atentamente. general W. Massieu

laredo, abril 20, 1914general W. Massieu. MonterreyEn nombre de los generales, jefes, oficiales y tropa de esta guar-nición doy a usted y a todos los elementos de su mando mi vehe-mente felicitación por triunfos alcanzados lamentando las pérdidas inevitables.atentamente. general T. Quintana

Cuarto díaMonterrey, abril 21, 1914general J. Mass, SaltilloHónrrome participar a usted que hasta estos momentos once quince de la noche continúanme atacando, siendo ya diez y nueve horas las que estoy combatiendo. Se ha luchado con heroicidad y no obs-tante tener inútiles seis cañones y dos ametralladoras, la aguerrida guarnición en buen estado de ánimo. ayer tuve general Mancilla herido levemente y entre muertos, heridos y dispersos como sesenta bajas, lamentando muerte coronel ismael Tamez. Hoy el número de bajas debe resultar mayor y cuéntanse entre muertos varios oficiales. Quisiera, mi general que por la vía más rápida recibiera yo parque, pues angústiame sólo el pensar que llegara a verme sin tener con qué defender esa plaza.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 21, 1914general J. Mass, Saltilloconfirmo mensaje anterior y tengo la honra de manifestar a usted que sólo tengo cincuenta mil cartuchos para combatir con dos mil quinien-tos hombres en un perímetro de cinco leguas y media. Este parque cuando menos me alcanzará hasta mañana a las doce del día.Respetuosamente. general W. Massieu

Saltillo, abril 21, 1914general W. Massieu. Monterrey

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(Muy urgente.) En el tren de trabajo van trescientos mil cartuchos para fusil, doscientas granadas para cañón de montaña de setenta y cinco mm. cuatrocientos para cañón de ochenta mm tipo ligero. Sírvase usted enviar medios para transportarlos a tren que mande de allá.atentamente. general jefe de la división J. Mass

Monterrey, abril 21, 1914general J. Mass, SaltilloQuedo enterado de su telegrama relativo. Yo no puedo mandar tren, la vía está destrozada y rebeldes que me atacan rodean esta plaza. Úr-geme parque puesto aquí y una columna de refuerzo, si usted no tiene ahí creo sería preferible traer toda la guarnición de Monclova y que general Álvarez de villaldama también venga. Mi gente está toda en buen estado de ánimo, pero tengo seis cañones y dos ametralladoras inútiles. Parque agotándoseme. la vía de laredo destruida al sur de Morales, rebeldes trayendo su parque y hombres por vía victoria que tienen reparada hasta muy cerca de Monterrey.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 21, 1914general T. Quintana, laredoParticipo a usted que desde las cuatro a.m. estoy combatiendo. ca-becilla crispín Treviño traía en bolsillo plan de campaña para esta plaza y en él figura cesáreo castro; por lo que aseguro a usted este cabecilla se encuentra aquí, lo que tengo la honra de comunicar a usted, haciendo referencia a una pregunta que sobre él me hizo el general Álvarez.Respetuosamente. general W. Massieu

Monterrey, abril 21, 1914general a.l. guajardo. c.P. Díazcreo mis telegramas por vía galveston no llegan a su destino. Esti-maré a usted dirigirse directamente a Secretaría de guerra por el parque que estoy pidiendo.atentamente. general W. Massieu

ciudad Porfirio Díaz, abril 21, 1914general W. Massieu, Monterrey

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Transmitidos todos sus telegramas. Ya me dirijo señor presidente sobre salida Señor general Álvarez sobre ésa.atentamente. general a.l. guajardo.

Quinto díaSaltillo, abril 21, 1914general W. Massieu, MonterreyYa se remite la orden al general Álvarez de villaldama para que inmediatamente marche a esa con todos sus elementos. Sale de esta columna fuerte llevándole municiones de fusil, mande usted a toda costa un tren hasta donde esté buena la vía para embarcar esa co-lumna.atentamente. general J. Mass

abril 21, 1914Quedó interrumpido el último hilo telegráfico por Monclova.

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Este escrito no tiene pretensión de ser una investigación histórica, ni siquiera de ser una aportación para precisar o esclarecer hechos importantes de la etapa armada de nuestra Revolución. Es simple-mente el relato de una escena que me impresionó vivamente cuan-do niño, ya que fui testigo y en cierta medida actor de ella, y cuyo recuerdo no se me ha borrado a lo largo de muchos años. Por ello no me cuido de precisar fechas ni personajes, y simplemente narro los hechos como los recuerdo.

los años de 1914 y 1915 estuvieron, para quienes vivíamos en la ciudad de México, llenos de peligros y privaciones, sin importar la edad ni condición social: el abandono de las labores agrícolas y ganaderas, por una parte, habían disminuido lógicamente los víve-res disponibles, y por otra, las diversas facciones en pugna acapara-ban granos, carnes, frutas y semillas en las zonas que permanente o temporalmente controlaban, a fin de abastecer a sus tropas o simplemente para impedir que el “enemigo” los utilizara en su provecho. además, las comunicaciones, vale decir los ferrocarriles, se ocupaban preferentemente para movilizar tropas y eran objeto de frecuentes “voladuras”, por lo que la capital de la República sufría de escasez de alimentos, al grado de que pan, tortillas y frijo-les eran artículos de lujo, y obtenerlos, tarea que ocupaba horas e incluso días formando “colas” interminables para conseguirlos en cantidad reducida.

Por lo demás, los asaltos a mano armada, el allanamiento a do-micilios particulares, el cierre de empresas con el consiguiente aumento de desempleo y la alarmante elevación de los precios,

el asalto a los “eMpeños”, una explosión popular

Ramón G. Bonfil

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hacían punto menos que imposible la vida en la capital. a todo ello se aumentaba la abundancia de papel moneda devaluado y que cada facción emitía y hacía circular para cubrir sus gastos, llegándose a encontrar en el mercado “sábanas” zapatistas “dos caritas” “revali-dados”, y emisiones de bancos estatales, carentes de valor, y que en ocasiones se nos daban a los niños para jugar.

la mala alimentación y las privaciones favorecieron la aparición de enfermedades como la escarlatina, la viruela “negra” y el tifo; la carencia de medicinas aumentó las defunciones y en el jardín de loreto, lugar en que se abordaba “la gaveta”, tranvía popular para transportar los cadáveres a la fosa común en Dolores, se formaban hileras de éstos, frecuentemente envueltos simplemente en un petate, que en ocasiones estaban ahí dos o tres días, no obstante que el tranvía estaba acarreando muertos todo el día.

la ciudad cambiaba de autoridades continuamente, pues tan pronto estaba en poder de los villistas, como de los zapatistas, de los “convencionistas” de Eulalio gutiérrez o de Roque gonzález garza, o de los carrancistas de Pablo gonzález o de Álvaro Obregón. cada facción abandonaba la capital cuando los atacantes eran su-periores en efectivos o en armamento o simplemente por medidas tácticas; pero todos buscaban reconquistarla, porque en el interior del país y en el extranjero “ocuparla” era signo de superioridad y daba prestigio. no siempre el cambio de autoridades se llevaba a cabo para impedir la carencia de ellas por algunas horas, y por lo mismo había lapsos en que la capital estaba desguarnecida.

Yo era un niño que cursaba el cuarto año y que antes de las ocho de la mañana me encaminaba a la escuela, para regresar a las doce y volver a clases de tres a cinco.

una mañana, posiblemente durante el mes de agosto de 1915, en mi camino diario encontré una agitación y una multitud arre-molinada en torno al “empeño” de la calle, los “empeños” eran casas de préstamos que iban desde un peso o fracción hasta miles de pesos, según la calidad de las prendas a empeñar. generalmen-te la planta baja de los edificios se destinaba a mostradores en donde se concentraban las operaciones, y los pisos superiores eran bodegas en donde se clasificaban y conservaban los artículos empe-ñados. los intereses eran crecidos y los plazos no mayores de tres meses; pero así y todo, los “empeños” eran un alivio a las condicio-

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nes de extrema pobreza que sufría el pueblo, que en ocasiones es-peraba que abrieran el empeño para obtener algún dinero y poder costearse el desayuno o los alimentos del día. generalmente los propietarios de los empeños eran españoles.

En fin, como niño que era, me sumé a la muchedumbre y traté de averiguar el motivo de la terrible agitación: multitud de hombres y mujeres forcejeaban por trasponer las puertas del empeño, mientras otros salían cargando los más diversos objetos que los que perma-necían afuera trataban de arrebatarles. Desde los pisos superiores, por los balcones, algunos hombres arrojaban a la multitud cobijas, ropas, cuadros y hasta ¡instrumentos musicales! que, por supuesto, al caer se hacían pedazos, no obstante lo cual eran objeto de rebatiña. El colmo de esta “juria” fue cuando entre dos hombres, desde el balcón, balacearon una máquina de coser y la arrojaron, haciendo que la gente se replegara y la máquina se estrellara en el piso.

Yo participaba en el acto buscando las orillas para no verme envuelto en las olas de gente que avanzaban y se replegaban conti-nuamente; pero me sumaba a las exclamaciones y a los gritos que arrancaban los envíos de las bodegas y las pugnas de la calle. Por supuesto que tenía pocas oportunidades de apropiarme de alguna prenda, pues los más fuertes se imponían y aun despojaban de sus ganancias a quienes ya las habían adquirido. Repentinamente ad-vertí que una gran libreta con lomos de gamuza estaba tirada en la banqueta y nadie le hacía caso; la recogí y ya con mi botín regresé a mi casa, porque la muchedumbre crecía minuto a minuto y, según corría el rumor, todos los empeños, y eran muy numerosos, habían sufrido la misma suerte que el de San antonio Tomatlán.

El recibimiento en mi casa no fue nada agradable, sino una re-primenda por haberme detenido en el escándalo del asalto al empeño y sobre todo por haber recogido la impresionante libreta de lomo de gamuza, que era, naturalmente, para la contabilidad de aquel negocio.

la gente que iba por las calles, sin más objeto aparente que participar en los hechos del día y recoger informaciones, comenzó a correr el rumor de que las tropas de Pablo gonzález habían to-mado la ciudad y que se desplegaban, armadas, para imponer el orden y contener los saqueos que se habían generalizado en toda la ciudad. Efectivamente, poco después del medio día comenzaron

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a recorrer casa por casa piquetes de soldados exigiendo las facturas de máquinas de coser, muebles y objetos de valor; quienes no tenían esos documentos para creditar su propiedad, ésta era decomisada y los poseedores conducidos al cuartel más próximo. Esto prendió una alarma exagerada en todas las casas, pero particularmente en mi madre, que me suponía, no sin razón, uno de los participantes en la rapiña y buscaba la manera de deshacerse de mi lujosa libreta de contabilidad. al fin me ingenié para subirla a la azotea, donde se estaban haciendo obras de resanado y había montones de arena, debajo de uno de los cuales escondí mi hurto. Pasó el piquete de soldados, revisó mi casa y no encontró ningún objeto de valor, por lo que se retiró y tranquilizó un tanto a mi madre.

Hacia las tres de la tarde, como la agitación del pueblo no cesa-ba, salí a escondidas a la calle y, a dos cuadras de mi casa, sobre la calle de San antonio Tomatlán, presencié un hecho insólito: un cargador de los llamados “de número”, que cargaba una pesada máquina de coser, fue detenido por un piquete de soldados que le exigía la factura de ésta; el pobre hombre se deshacía en explica-ciones de que había sido contratado para llevar la máquina a un domicilio que llevaba apuntado, pero tras una breve alegata, el cabo

En la estación del ferrocarril la gente espera provisiones, ciudad de México, 1915. © (núm. inventario 5523) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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que mandaba el piquete de soldados ordenó que se pusiera frente a la pared y dio la orden de “fuego”, fusilando a aquel infeliz que no tenía más delito que alquilar su trabajo. la gente manifestó in-dignación, pero el cabo ordenó que se apuntara con los máuseres a los inconformes, quienes a regañadientes se dispersaron, dejando tirado en la banqueta el cadáver del cargador y procediendo a “de-comisar” la máquina de coser.

Todo el día la ciudad estuvo en efervescencia; los atropellos se multiplicaron por todas partes; mucha gente fue despojada de sus legítimas pertenencias; los objetos arrebatados a los empeños fue-ron recuperados en gran medida, pero no volvieron a sus legítimos dueños. corrió el rumor de que al iniciarse los asaltos, los espa-ñoles dueños habían salvado gran parte de las joyas empeñadas, que se dieron por perdidas. la consecuencia importante de este esta-llido de la ira popular fue que se cancelaron los permisos y desapa-recieron para siempre los empeños que se habían multiplicado por todas partes.

El hambre asoló la ciudad de México, ca. 1915. © (núm. inventario 5999) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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ayotzingo siempre se distinguió de sus pueblos vecinos porque sus habitantes se lanzaron a la lucha armada en el bando zapatista. Por este motivo el pueblo fue quemado dos veces por las tropas federa-les, fusilados varios hombres y ultrajadas sus mujeres, y como com-plemento se suprimió el municipio, pasando a formar parte de chalco2, injusticia que no ha sido reparada por los gobiernos revo-lucionarios.

Durante la Revolución, ayotzingo se convirtió en un sangriento escenario. los daños fueron cuantiosos por parte de los federales; las víctimas nunca más verían llegar el triunfo. asimismo, el saqueo, la destrucción y la miseria no se quedaban atrás. las lágrimas y el dolor angustioso de los niños mostraban los dramáticos aconteci-mientos de incertidumbre y desolación que ocurrieron en la Revo-lución Mexicana.

esta es la parroquia

Esta es la parroquiacon sus figuras bonitasla cual fue tomada

1 aportaron datos para la elaboración de este artículo las siguientes personas: Domitilo Ruiz cortéz, cronista de ayotzingo; Juan de Dios Zámano, Maximina granados Pozos, Fortino Ortiz Silva, Ángel Tenorio leyte y Rufina Ortiz Beltrán. asimismo se consultaron los siguientes documentos: archivo Histórico cassasola; Benito Juárez. colección Delegaciones Políticas, 2, 1984; ex convento agustino de ayotzingo y el libro Teutli.

2 Municipio formado por dieciséis poblaciones.

ayotzingo durante la revolución1

Rafael Pozos Acatitla

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y también utilizadapor las tropas carrancistas.

Fue convertida en cuartelpor estas gentes guerrerasy las imágenes ultrajadaspor las mujeres malvadas:las ingratas soldaderas.

Desvestían a los santosy se ponían su ropa yqué contentas andaban.de la torre subían y bajaban.

varios combates tuvieroncon Zapata el temerarioy empezaban las descargascon miles y miles de balasque salían del campanario.

Desde arriba combatíancon valentía y con ganas

Soldados federales en ayotzingo después de vencer a los zapatistas, enero de 1913. © (núm. inventario 36857) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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y hasta ahora se observany todavía se conservantraspasadas las campanas.

ayotzingo fue zapatistacon hijos de buena matay todo el tiempo que peleabantoda la vida gritaban:¡viva Emiliano Zapata!

Juan de Dios Sámano A.

la señora Maximina granados Pozos fue la primera persona que entrevisté, y me relató al respecto, lo siguiente:

En aquella época tendría unos catorce años, y recuerdo que mi hermano Francisco me mandó a la tienda a comprarle sus cigarros. Salí de la casa y me dirigí a la tienda; de pronto miré mucha gente con sombreros grandes y pies descalzos, con armas unos y otros montados a caballo, vestidos de charros. Me dio tanto miedo que ya no entré a la tienda por los cigarros y asustada corrí de nuevo a mi casa y le dije a mi hermano Pancho que no le había comprado sus cigarros porque afuera de la tienda mucha gente no dejaba entrar, y como había caballos qué tal si uno me fuera a patear. in-mediatamente todos salimos a la esquina y fue como supe que eran los zapatistas, que llevaban dos estandartes, uno con la imagen de nuestra señora de guadalupe, con letras que decían “viva la virgen de guadalupe”, y otro con el rostro del caudillo del sur, don Emi-liano Zapata, que decía “viva Zapata”.

cuando pasaron frente a nosotros gritaron ¡viva la virgen de guadalupe! ¡viva Zapata! Si algún señor tenía un sombrero puesto, se lo quitaba y todos decíamos a coro ¡viva, señores! algunos em-prendían la marcha con ellos y así el bando zapatista se hacía más grande. la gente decía: “cuántos van cuántos no vendrán”, y dán-doles la bendición se ponían a llorar.

aquel tiempo nunca lo olvidaré. nuestra comida eran dos torti-llas con sal y un jarro de agua. El pueblo estaba hambriento y los animales se estaban muriendo; todo se encarecía y el maíz y el frijol poco a poco desaparecían. cuando entraban los federales al pueblo, huíamos para el monte para que no nos fueran a matar, y pasábamos

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a esconder algunas cosas en los tenocholes3, porque todo lo que les gustaba se lo llevaban. nosotros nos jalábamos las vacas, los borregos, para que no se los llevaran, y cuando el camino era muy largo nos sentábamos bajo la sombra de un árbol y en ocasiones la sed, el hambre y el cansancio mataban a las personas ya grandes; luego nada más por allá los pasaban a enterrar, envueltos en un miserable pe-tate; dos varas de árbol era la cruz, y ya era todo. como había desta-camiento, pues no podíamos bajar a enterrarlos como Dios manda.

la señora Maximina, llorando, agrega: la iglesia fue quemada y tomada como cuartel cuando nos fuimos

al monte para que los federales no nos fueran a matar. Bajamos al pueblo hasta después y fuimos a la iglesia. ahí encontramos a los santos desnudados; nada más un papel envuelto los cubría; uno que otro quemado; quitaron “las guachas”, que eran las soldade- ras que traían los federales.

Ya pedíamos a Dios, nuestro señor, porque los perdonara de todo el mal que hacían.

3 Montones de piedra.

los zapatistas de la división Pacheco desfilan por el Zócalo, diciembre de 1914. © (núm. inventario 6134) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Se sabe que ayotzingo fue quemado varias veces, de las cuales dos fueron las más catastróficas. Es así como este hecho desentraña varias incógnitas en la plática que realicé con dos grandes señores de una edad ya muy avanzada. Ellos son Ángel Tenorio Méndez y Fortino Ortiz Silva.

Don Ángel dice: las casas de antes no eran como las de aho- ra; antes eran de bardas de adobe o piedra, y cañuelas y paja del monte como techo. Me acuerdo que cuando fue la quemazón en todo el pueblo, a los federales no les costó trabajo quemarlo. Ese día mi mamacita se escondió en el pesebre de las vacas y a mí me dejó sentado en el cuarto; era todavía muy chico y me acuerdo que como el fuego consumía toda la casa al mismo tiempo, ya no pude salir, y la paja ardiendo se caía casi quemándome; como los federales se retiraron pronto, mi mamacita corrió a sacarme. Ese día los federales se llevaron tres vacas con todo y crías, y mi pa-pacito había ido a trabajar, o sea que estábamos solos y llorando veíamos arder un poco de maíz que teníamos en un castillo.4 las

Zapatistas en la capital, ca. 1914. © (núm. inventario 6049) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

4 lugar donde almacenaban el maíz.

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calabazas que estaban en el techo del cuarto nomás tronaban. El fuego consumió todo”.

Por su parte, el señor Fortino cuenta cómo la tienda de raya del patrón granados fue quemada y saqueada por los federales.

El señor Jesús granados era un hacendado muy rico y la gente del pueblo lo llamaba el patrón. la tienda era tan grande que ahí podía uno encontrar desde guaraches, arados, sombreros, gabanes, palas, azadones, bieldos, cobijas, maíz, frijol, haba, una botica, una panadería con dos hornos para fabricar pan de sal y pan de dulce.

Desde aquel tiempo para nuestros días, esa importante tienda de raya en donde era muy común encontrar gente de los pueblos de chalco, Mixquic, amecameca, Juchitepec, entre otros, surtiéndose de mercancías para el consumo de su población o bien para su hogar, jamás volvió a abrir sus puertas a los mercaderes; y a causa de la Re-volución mucha gente se fue a vivir a la gran ciudad de México para poner a salvo sus vidas. Y poco a poco ayotzingo se fue perdiendo en el mapa, el desarrollo cultural, político y social después de una época llena de espelendor, decae. Es así como nuestro pueblo pier-de colorido, fama y tradición.

la señora Rufina Ortiz Beltrán nació en ayotzingo en el año 1898; ella relata: Yo estuve de sirvienta en la casa de don venustiano carranza. allí estaba de cocinera, pero duré muy poco, casi como un mes, porque la Revolución estaba en su mero apogeo y por temor a que nos fueran a llevar de soldaderas, mejor me salí y regresé a ayotzingo con mis padres. Pero la Revolución estaba muy dura y un día entraron los carrancistas al pueblo y la mayoría de la gente del pueblo huíamos para el monte, rumbo al estado de Morelos.

un día todos nos juntamos para hacer un ranchito pensando en que los carrancistas no entrarían hasta allá arriba; y así estuvimos tranquilos unos días; pero un día, cuando menos esperábamos, llegaron los federales y por poco ya nos andaban matando, porque hubo tiroteo. a nosotras nos adelantaron para bajarnos y llevarnos con ellos, y a algunos hombres los iban a bajar para fusilarlos. Ya cuando veníamos de bajada para el pueblo, los carrancistas nunca imaginaron que ya habían avisado a los zapatistas, y más abajito, en una barranca, los zapatistas estaban esperando que pasaran, y cuan-do pasaron mataron a todos los federales, y a nosotras nos regresa-

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ron de nuevo para el monte para llevarnos al pueblo de Tlayacapan, Morelos, por orden de mi primo, el general antonio Beltrán.

ahí la pasamos bien por un día, porque al otro día entraron los carrancistas al pueblo, y a más muchachas que estaban en un tla-panco5 las ultrajaron y las tomaron prisioneras. Después de dos días de no haber comido salimos a buscar a ver qué había para comer; pero después no nos hallábamos, y no podíamos regresar a ayotzin-go porque en las inmediaciones había una tropa carrancista vigi-lando que nadie subiera ni bajara. En aquella tropa federal estaba mi primo Margarito Beltrán, primo hermano de mi primo antonio Beltrán, sólo que uno era zapatista y el otro carrancista, y cuando supo que no podíamos bajar habló con el jefe de la tropa, y a tanto insistirle nos dieron paso. al llegar al pueblo la situación seguía peor y mejor nos fuimos a vivir a la ciudad de México. Ya después me casé y de nuevo nos vinimos a vivir a ayotzingo, pero ya había pasado todo.

ayotzingo regó mucha sangre durante la Revolución, motivo que segó la vida de tantos habitantes que aprestaron sus energías y su contingente para el triunfo de su causa, que finalmente cristalizó el 5 de febrero de 1917 con la constitución Mexicana. En ella se plasman las demandas de justicia social, reparto agrario y democra-cia de la Revolución.

intercalo unos cuantos relatos referentes al señor cura Román Jiménez Osorio, quien por su gran labor educativa, que duró cua-renta años, transformó el vivir de los habitantes del pueblo de Santa cristina ayotzingo, dando además su apoyo moral a la causa agraria iniciada por el general Emiliano Zapata.

El ya desaparecido licenciado Román Badillo, en una de sus novelas dedicadas a la lucha agraria, habla calurosamente del sacer-dote, diciendo que era un orador sagrado, poseedor de una gran cultura y además un latinista notable. También dice que en los primero años de la Revolución de 1910 tuvo mucho ascendiente sobre los revolucionarios zapatistas, como lo fueron los generales antonio Beltrán, de quien trataré más adelante, Everardo gonzález, y amador Salazar.

5 antetecho de maderade una casa.

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Eran de verse aquellos aguerridos revolucionarios hincarse ante él, besarle la mano con mucho respeto y, cuando su azarosa vida se los permitía, asistir a misa, dejando a la entrada de la iglesia sus armas y penetrando tan sólo con sus carrilleras terciadas. constituía un espectáculo imponente ver a aquellos hombres malicientos, con su camisa y calzón raídos, sus semblantes duros y tostados por el sol de las montañas, postrarse en la iglesia con devoción, implorando la protección divina para que los salvara de los peligros de la lucha.

no menos impresionante era la indumentaria de los generales: vestidos de charro, con carrilleras al cincho y cananas terciadas, tocados con amplios sombreros que algunos de ellos adornaban con calaveras como acostumbraba el general amador Salazar o bien con imágenes de santos, para que los librara de los peligros de la Revolución

El día del santo del sacerdote, que era el 4 de octubre, llegaban los generales zapatistas con sus bandas de música a darle las maña-nitas, para después desayunar y comer en su compañía. Él, por su parte, los aconsejaba y en ocasiones su influencia moral salvó la vida de algunos vecinos, condenados al paredón por el grave delito de traición.

cuando el pueblo fue tomado por los carrancistas el 28 de fe-brero de 1915, fue buscado activamente por éstos para fusilarlo, pero él ya había huido por los montes del pueblo rumbo a Morelos. al escapar de la persecución carrancista, se estableció en la ciudad de México y poco después fue destinado para el curato de Otumba, Estado de México; pero las continuas llamadas de sus feligereses de ayotzingo lo hicieron regresar, quedándose en este lugar hasta su muerte, acaecida en el mes de octubre de 1927.

nativo de ayotzingo fue el general antonio Beltrán, quien mili-tó en las tropas del general Emiliano Zapata y participó en muchos combates hasta que el caudillo del sur fue asesinado en la hacienda de chinameca.

al venir la amnistía dada por el general Obregón, le fue recono-cido su grado debido a su participación en los combates de irapua-to, por lo que fue ascendido a general de brigada, murió en 1945.

los escenarios y personajes quedarían inmortalizados en el ma-terial reunido por el famoso casasola. Su aportación de imágenes es no sólo retrato, sino fuente primaria que rescata aquellos dramá-

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ticos cuadros. abundan en éstos las caras sufridas que parecían añorar, o también esperar; unas queriendo regresar al pasado, otras, esperanzadas, confiando en el cambio.

Junto con las estampas de ayer, es paralelamente importante el material sonoro que hoy ha rescatado la historia oral; los sobrevi-vientes de la Revolución, a través de su palabra. nos dejan una his-toria de la vida, su recuerdo, su pasado.

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el México que yo vivÍ

Ángel Miguel Tovar

1 Sendos por grandes.

En 1906 mi padre tuvo que venir de Puebla a la ciudad de México, pues por ser antirreeleccionista lo querían aprehender. grave ame-naza recibió el jefe político de allá.

llegamos mi padre y yo (de seis años) a vivir en la cuarta calle de ayuntamiento (hoy es un hotelito), con mis abuelos y dos tías. la calle estaba empedrada. Pasaba por ahí un tren de mulitas cuya terminal estaba en la esquina de avenida chapultepec y arcos de Belem, siguiendo por la calle ancha (hoy luis Moya) hasta el mer-cado de San Juan. El carrito tendría cupo para unas seis personas, sentadas unas frente a las otras. El cochero-arriero era un tipo ves-tido con pantalón ajustado y sombrero de charro (charro pobre, de veras pobre); sendos1 bigotes muy “machos” y en la diestra un látigo muy largo con el cual azuzaba a la mula a la par de un léxico no muy académico. al llegar a la terminal desenganchaba la mula y la pasaba al lado contrario. Todo un espectáculo. Este vehículo sólo transitaba de día.

como a los tres años vinieron de Puebla mi madre y hermanas. Entonces vivimos en el número 21 de la calzada de la Piedad (hoy avenida cuauhtémoc). Hasta allí, por un canal que seguramente venía de Xochimilco, llegaban canoas con verduras y flores; ama-polas en grandes cantidades (hoy prohibidas).

En 1910 mi papá era jefe de bodega del Ferrocarril Mexicano: entonces vivíamos en la sexta calle de guerrero; era y es una vecin-

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dad muy espaciosa; cada vivienda tenía cuatro piezas, azotehuela y cocinita; baño, cero, y pagábamos doce pesos mensuales. nos alum-brábamos con velas de parafina y una lámpara de petróleo que había en la sala(?).

En ese año de 1910 se conmemoró el centenario de nuestra in-dependencia. Don Porfirio Díaz invitó a “todo el mundo”. vinieron embajadores de todo el orbe. Hasta a los cuicos (gendarmes) les pusieron polainas blancas: parecían moscas en leche. Mi mamá nos llevó al desfile: don Porfirio Díaz, con uniforme impecable y el pecho lleno de medallas; doña carmen, superelegante, con sendo som-brero; los diplomáticos, con cascos y botas relucientes. Todo como de zarzuela. los ministros no parecían mexicanos, todos de tez y barba blancas (así los escogió don Porfirio Díaz; quería que parecieran europeos). los cadetes del colegio Militar llevaban penachos muy altos y blancos, como queriendo imitar a la guardia del rey Jorge v. nuestro pueblo, sólo mirando de lejitos, con su pobreza, sus huara-ches, calzones de manta y sombrero de petate. Entonces no había clase media; sólo ricos y pobres; pero pobres de veras.

El general Porfirio Díaz, ca. 1980. © (núm. inventario 287319) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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como algo curioso de la época paso a relatar lo siguiente: Mi padre, en compañía de un norteamericano (Mr. long), hizo una especie de catálogo con fotografías, principalmente de los palace-tes de los ministros, así como de edificios de la época. Para editar-lo y venderlo necesitaban la aprobación de don Porfirio. Mi padre, en sus memorias, describe así la entrevista: “Después de hacer antesalas, por fin un ujier, con vestimenta al estilo europeo (medias y toda la cosa) nos paso con el dictador. vestía traje oscuro, de saco corto. El color de su rostro era rojo vivo. la diestra caía a lo largo de su cuerpo, en previsión de tenderle la mano al visitante o, en caso necesario, de defensa. la izquierda recogida hacia atrás; su rostro altivo y ojos centelleantes, aunque fijos los párpados. Todo le daba el aspecto de un águila en acecho. Su cuerpo descansaba sobre su pie izquierdo y adelantado el derecho. Tenía la postura marcial del soldado en descanso. una mano nervuda y recia acep-tó mi saludo. Monopolizó la conversación hablando de él, de su hijo, de su esposa, de sus hazañas y de los hijos de Porfirito; menos habló de la patria. Descubrió al hombre que ha llegado a la senec-tud. la chochez ya se encubría. aunque su vista era sagaz, ya le faltaba el oído. le pedimos, y nos concedió, tomarle una foto. al día siguiente regresamos. Su silla destacaba: era de ébano, alto el respaldo, con el remate de la figura del águila. Era la silla tan de-seada por los ambiciosos, la que tanta sangre ha costado y tantas guerras y tantas lágrimas y tanto dinero. la ambicionada por mu-chos...” etcétera.

un hecho innegable que viene a demostrar la forma fácil en que nuestro territorio ha sido saqueado es el siguiente: había en cana-nea un norteamericano que compraba el oro de México, como tierra; sí, así como suena. los gambusinos le entregaban pequeños costales de tierra; él los analizaba y les pagaba cualquier cosa. la tierra, por supuesto, tenía un alto porcentaje de oro y plata. Esta maniobra la hizo durante muchos años y estoy seguro que a sabien-das de las autoridades de este lado.

cuando iba a la escuela pasaba por la calle de Rosales. Era una calle empedrada, muy quieta; de cuando en cuando pasaba una carretela. allí vivía un ministro de don Porfirio: Jorge vera Estañol. Tenía un gran auto francés, chofer y ayudante uniformados. al subir o bajar del automóvil, el ayudante se bajaba y cachucha en

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mano abría o cerraba la portezuela. Todavía era tiempo de lacayos y servidumbre. Herencias de la colonia.

En vacaciones mi papá me metió a trabajar con un carpintero. una vez llegó con mi “maistro” una señorona (la mujer del ministro vera Estañol) y le dijo: “Maestro, mándeme mañana a este mucha-chito (se refería a mí) para que vaya el sábado por la tarde a mi casa. voy a repartir juguetes a los niños”. Era el 6 de enero y naturalmen-te fui sin falta. En el camino me iba haciendo ilusiones: será un caballito, un carrito de cuerda... y así por el estilo. llegué y la seño-ra decía: “los niños se forman aquí; las niñas allá”. Entraron las niñas y cuando iban saliendo llevaban un rebocito. cuando nos tocó a nosotros nos dieron un jorongo de tela de jerga y un tompiatito con tejocotes y cañas. Seguro que en la sección de Sociales salió que la señora tal y tal repartió juguetes y golosinas.

una costumbre que venia desde la colonia eran las carrozas fúnebres que pasaban a cierta hora de la tarde, para recoger gra-tuitamente los cadáveres que llevaban en cajas, sábanas o petates. Esto explica la Revolución bendita.

ahora paso a relatar un hecho insólito de honradez y rectitud: mi padre fue nombrado tesorero del gobierno del Distrito Federal; como gobernador fungía el general césar lópez de lara. Resulta pues que como el general lópez era de Tamaulipas y quería ser gobernador de su estado, mandó hacer un recibo por diez mil pesos que usaría para su propaganda. Mi padre, como tesorero, tenía que firmar ese recibo, pero se rehusó. lo mandó llamar el gobernador y le dijo: “¿Sabe usted con quién está hablando?” “Sí, señor —res-pondió—; con el general césar lópez de lara, gobernador; pero este recibo no lo firmo y aquí está mi renuncia”. Por poco y lo man-da fusilar.

creo difícil que la gente de ahora se dé cuenta de las circunstan-cias de entonces. Hechos tales como el que una vez sacaron de la cárcel a comerciantes abusivos a barrer las calles; y otra vez, cuando estaban en la capital las fuerzas de villa, se desató una epidemia de robos. villa mandó hacer una redada. los embarcó en un carro rumbo a Mazatlán y de allí a las islas Marías. Se acabaron los rateros. Fácil remedio, ¿verdad?

Por el año de 1910, a un costado de la alameda central había un sitio de automóviles de alquiler; creo que eran como ocho en

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total. El único sitio de la ciudad: los autos manejados por norteame-ricanos, uno por un francés y los otros por nativos. Entonces todos los autos (en su mayoría europeos) tenían un ayudante cuyo traba-jo consistía en darle al crank, poner los toldos, cambiar llantas, poner cadenas a las ruedas para los caminos (?) y demás. cobraban seis pesos la hora; los domingos siete, pues era el día en que los señores ricos iban a su casa de campo en Tlalpan o San Ángel.

una tarde llegaron al sitio unos jóvenes. Dijeron que eran estu-diantes de medicina (llevaban unos bultos) y que les urgía que los llevaran a Tezcoco. aceptaron el precio sin chistar y salieron. no bien habían salido de la ciudad, cuando le dijeron a mi padre: “Somos revolucionarios y nos tiene que llevar por la buena o por la mala a Puebla. así es que cargue bien su tanque y vámonos”. Mi padre les dijo: “Pues fíjense que yo soy también revolucionario y conozco muy bien el camino. viví muchos años en Puebla”. Y salie-ron. los paquetes que llevaban eran armas. Entonces no había ca-rretera y llegaron como a la media noche a Puebla. Tenían que pasar frente al cuartel. Ellos querían que mi padre diera la vuelta por otras calles, pero él les dijo: “no, es preferible que pasemos frente al cuartel. ustedes griten como si fueran borrachos”. así lo hicieron y pasaron sin novedad. adelante ya no pudieron seguir. Había grandes piedras. Mi padre les indicó por dónde debían seguir. Se iban a unir con el general Tapia. le firmaron un vale que decía: “Por un viaje a Puebla, pagadero al triunfo de la Revolución”. Fir-maba: J. almazán.

Pasaron los años y una noche, en Bellas artes, estaba mi padre sentado en luneta. En el entreacto llegó un oficial y le dijo: “Dice mi general que están en el palco allá arriba, que por favor pase usted a verlo”. Mi padre subió al palco. Se levantó el general Juan andreu almazán y le dijo: Estoy en una gran deuda con usted; pí-dame lo que quiera”. constestóle mi padre: “gracias, general; fue mi aporte a la Revolución”.

Por los años de 1910 y 1911 hubo dos grandes acontecimientos: la aparición del cometa de Halley y la entrada de Madero a la ciudad.

Muy brillante comenzó a aparecer el cometa. cada noche fue creciendo (?) hasta casi llenar la bóveda celeste (puede que de niño se vean los objetos mayores de lo que son). una noche anunciaron que su cauda iba a tocar la atmósfera de la tierra. la gente decía

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que iban a chocar. Esa noche se llenaron las iglesias. casi todo el mundo se metió a rezar. Era el fin del mundo, decían.

cuando Madero entró triunfal, mi madre nos llevó a ver el des-file al “caballito”. Ejército no era; era gente armada. los zapatistas, sombrerudos y calzonudos; los villistas, sombrero tejano y buenos caballos. En la madrugada de ese mismo día tembló. la gente se hincaba y rezaba; otros gritaban y lloraban; hubo mucho pánico.

y vino la decena trágica

vivíamos en la séptima calle de ayuntamiento, cerca de la ciu-dadela, todavía con mis abuelos y dos tías. Era domingo. como a las ocho de la mañana acompañé a mi madre a comprar el pan, frente al Reloj chino de Bucareli. De repente vimos que la gente corría en todas direcciones. Es que estaban los soldados montando sus ametralladoras para funcionarlas. comenzaron a disparar. En eso vimos a un hombre caminando como borracho; cogiéndose el estómago se fue de bruces, saliéndosele los intestinos. Por mu-cho tiempo tuve pesadillas. Tenía trece años. nos regresamos corriendo y sin pan. Mi padre no estaba en la casa pues había sa-lido temprano a recoger su auto de alquiler a la calle de Balderas.

Francisco i. Madero a su llegada a Palacio nacional, 9 de febrero de 1913. © (núm. inventario 37186) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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En esa calle corrieron ríos de sangre. Mataron como a doscientos rurales entre dos fuegos. ni un caballo quedó. cuando llego a la casa mi padre, llevó a mis abuelos y una tía a casa de su hermano; a la otra tía y dos hermanas mías a un colegio particular donde mi tía era subdirectora. a mi mamá y hermana chica a la calle de violeta (por guerrero), a casa de una amiga. Pensó que duraría unas horas; duró diez días.

Frente a nuestra casa estaban a caballo victoriano Huerta, Félix Díaz y Mondragón. unos niños y yo, tendidos en el suelo de un balcón de una vecina, los estuvimos viendo mientras hablaban, se-guramente, sobre sus planes a seguir. Huerta tenía uniforme de campaña, anteojos gruesos y oscuros, paliacate en el cuello; Mon-dragón, traje militar, bien vestido; Félix Díaz iba como figurín; lo recuerdo perfectamente: saco café oscuro, pantalón de montar café claro, botas negras brillando, sombrero corto con una pluma; todo muy fino, muy elegante.

al domingo siguiente decretaron una tregua. aprovechamos mi mamá y yo para ir a la casa a recoger ropa y otras cosas. Tremendo impacto me causó cuando entramos: todos los pájaros y un loro grande, muertos; todas las macetas (eran muchas), secas. Todo olía a pólvora. nos regresamos corriendo, pegados a los muros, pues ya

Tropas zapatistas, ca. 1914. © (núm. inventario 4234) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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había vuelto la balacera. lo que sucedió después ha sido profusa-mente narrado y muy bien comentado.

Por ese entonces, 1914, en la ciudad de México hubo un hambre tremenda. la gente hurgaba en los basureros, para comer cáscaras. Se acabaron los perros y gatos. los caballos de las carretelas, flacos, sólo llevaban dos pasajeros y a distancias cortas. Mi papá nos llevó a Orizaba; allá había de todo en abundancia. Seguíamos en las noticias de los periódicos (todavía no había radio) los avances de los revolucionarios. Teníamos un retrato de don venustiano escon-dido; lo pusimos en la ventana cuando llegaron los carrancistas.

una vez acompañé a mi padre a la estación de Buena vista. Me dejó por los andenes mientras él entró a alguna oficina. Me puse a caminar. Estaba “formado” un tren con soldados; todos callados; seguro estaban tristes por su destino. Habían sido llevados de leva; así los engañaba Huerta haciéndoles creer que iban a pelear contra los gringos que estaban en veracruz. En algún crucero los mandaban al norte para combatir a los rebeldes. al ir caminando oí que me gritaban: “Tovar, Tovar”. Me asomé al carro de donde procedía la voz y vi a mi compañero de clase sentado con uniforme de soldado: azul oscuro, de paño corriente y grueso; el rifle entre las piernas. con la vista, pues se me fue el habla por la impresión, le pregunté por qué. Me dijo: “ni modo, me agarraron de leva”. Se apellidaba carmona. Era de Sonora: alto y fuerte, aparentaba mayor edad. Me dolió en el alma. lloré.años más tarde supe de las hazañas de un general carmona. ¿Sería él? Quién sabe. nunca lo supe.

como seguían buscando a mi padre, tuvo que salir del país; se fue a El Paso, Texas, donde vivió con su hermano. allí trabajó como “lector”: estaba sentado en una silla alta en un salón grande en donde había hombres y mujeres (en su mayoría cubanos) enro-llando puros, y desde ahí les leía los diarios y revistas. un trabajo singular.

Mi madre quedó con nosotros, chicos, y muy poco dinero. vivía-mos con el sueldo de mi hermana (de diecisiete años), que traba-jaba como meritoria en la Secretaria de gobernación. le pagaban por decena (así pagaban entonces) creo que ocho pesos. no recuer-do bien. algunos objetos de valor los iba vendiendo mi madre; otros los empeñaba. Entonces no había Monte de Piedad; había empeños cuyos dueños eran unos “gachupines” (españoles) que prestaban

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lo mínimo y cobraban unos intereses muy altos. una ocasión mi madre, no teniendo ya qué empeñar, llevó la bandera mexicana. Era de seda, muy fina. El empeñero le dijo: “Señora: ¿qué no sabe que la Enseña nacional no se empeña?”, y mi madre le dijo: “¿Qué no sabe usted que tengo que darle de comer a mis hijos?”

a fines de 1914 se trasladó el gobierno de don venustiano a veracruz. nosotros éramos carrancistas y nos fuimos al puerto. Mi padre, que había regresado de El Paso, y mis hermanas, trabajaban en el gobierno; mis hermanas en la Secretaría Particular del Primer Jefe; la mera secretaria era celia Espinosa (por cierto que al pasar los años, celia instaló una escuela particular a la que le puso el nombre de “varón de cuatro ciénegas”. Eso se llama fidelidad).

En veracruz teníamos unos tíos. con ellos nos fuimos a vivir, pues con tanta gente de México había escasez de alojamiento. El malecón y el café de la Parroquia, siempre llenos. Por las noches en el zóca-lo, a la vuelta y vuelta. la banda de marina tocando danzones. Fue entonces cuando yo entré a la Revolución. acababa de cumplir catorce años: nunca estuve en los frentes de batalla.

José Delgado, victoriano Huerta, Ángel garcía Peña y Felipe Ángeles discuten el ataque a la ciudadela, febrero de 1913 ca. © (núm. inventario 287406) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Era jefe o director de los almacenes generales de artillería mi coronel alberto cuevas. Dichos almacenes se encontraban al final de El Paseo de los cocos (hoy avenida Díaz Mirón), frente a lo que es hoy la terminal de los autobuses de pasajeros. El coronel necesitaba un empleado y mi hermana me recomendó. Fui al día siguiente. Me preguntó si sabía escribir en máquina; claro que le dije que sí. ¡En mi corta vida había visto una máquina! Me dictó un oficio y se fue. como pude metí el papel en la máquina y comencé a buscar las letras, comas, ectétera. Me acabé casi la goma de borrar. al fin saqué el oficio y ¡oh, decepción!, había metido el papel carbón al revés. al final fui a la oficina de mi hermana y lo escribió en tres minutos. cuando se lo presenté al coronel dijo que estaba perfec-to; que me considerara su empleado, con sueldo de 3.50 pesos y grado de sargento. Me dije: “Yo llegaré a oficial”. lo logré en unos cuantos meses, pues me fueron ascendiendo por serles de mucha utilidad y porque cumplía todas las órdenes que me daban. llegué a teniente con sueldo de seis pesos diarios. un general brigadier ganaba 23 pesos.

Yo ya había cursado la primaria. Entonces en quinto y sexto enseñaban materias que hoy enseñan en secundaria (entonces no había secundaria); de sexto se pasaba a la preparatoria. Por eso, no obstante mi corta edad, tenía suficientes conocimientos; de inglés, sobre todo.

Dos o tres veces llegaban al puerto barcos procedentes de Estados unidos con armas, municiones, uniformes, ropa interior, zapatos, sombreros, etcétera. Yo estaba encargado de recibir la mercancía. Para el efecto, con una fajina (soldados sin armas) recibía la mer-cancía de los barcos, la transportaba a un carro-caja y la llevaba a mis almacenes. las listas de la mercancía que llegaban venían en inglés. Yo “checaba” con lo que iban desembarcando; para mí era “pan comido”. En la tierra de los ciegos el tuerto es rey. Todos los oficiales y hasta generales se habían hecho en las batallas; no eran de “banqueta”. la mayoría había “pasado de noche” en las escuelas. Pero eso sí, a ellos se debió el triunfo de la Revolución, a ellos de-bemos los beneficios derivados de su sacrificio.

Por aquel entonces se libró la batalla de celaya. El general Obre-gón pedía parque y más parque. De día y de noche le mandábamos sin cesar. como se sabe, esa batalla fue crucial. ganó el constitucio-

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nalismo. unos más, otros menos, pero todos contribuimos a derro-car al villismo. Yo como la mosca, “arando”.

El uniforme que yo usaba era “tamaño de hombre”. Yo era flaco y casi me salía por el cuello.

casi por cualquier cosa me arrestaban; aunque el arresto era relativo: no dejarme ir a casa. En los mismos almacenes vivía el coronel con su familia. Me daban de cenar y demás.

una noche oímos ruido en el gran almacén donde se guardaban todos los implementos. Fuimos el sargento de guardia y yo a ver qué pasaba. “usted quédese en la puerta me dijo el sargento (sólo había una)”, yo llevaba un mauser de caballería. las cajas de parque (balas de máuser de 7 mm) estaban apiladas a una altura como de dos metros y como cincuenta centímetros entre pila y pila; íbamos brincando ente ellas. Entonces me dio la orden de que fuera por la puerta. Se oyeron carreras y a poco apareció un muchacho tipo raterillo. apunté sin apuntar y disparé. Fácil hubiera sido matarlo. no pude... no quise.

una vez, con motivo de alguna fiesta nacional, don venustiano, al pronunciar un discurso en el Edificio de Faros (eran sus oficinas), dijo más o menos lo que sigue: “Y no olvidéis, mexicanos, que algún día iremos a reconquistar los territorios que nos pertenecen” (se refería al sur de Estados unidos).

como ya el general Obregón había tomado la ciudad de México, don venustiano le ordenó traer a ésta al resto de los empleados. Se formó un tren como de cinco carros, de primera y pullman. lleva-ban una escolta como de treinta elementos al mando de un capitán. Mi padre iba en ese tren. Todos eran amigos o conocidos, pues habían convivido varios meses en veracruz.

al día siguiente, por telégrafo le informaron al Primer Jefe que ese convoy había sido volado y descarrilado, y sus ocupantes, lleva-dos presos o fusilados. Pedimos a don venustiano que nos informa-ra de nuestro padre, que viajaba en ese tren. Ordenó que le man-daran listas de muertos, presos, heridos y sobrevivientes. En ninguna lista estuvo el nombre de mi padre. Entonces mandó un ayudante para que le trajera datos precisos. Este ayudante telegrafió que mi padre estaba con vida y que ya regresaba a veracruz para informar. Este asalto tuvo lugar entre las estaciones de Muñoz y apizaco.

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llenos de alegría fuimos a recibirlo, y al preguntarle cómo se había salvado, nos contó que todos iban felices de regresar a la capital y, de repente, como a las diez de la mañana se oyó como una explosión y el tren se paró en seco. la escolta se bajó y les hizo frente a los asaltantes. Todos murieron. luego, gritos, gemidos, lloros. Eran los heridos. un compañero tenía parte de un carro encima. Pedía que lo remataran. los asaltantes se apearon de sus monturas y comenzaron a robar, despojando a los muertos. Era algo dantesco. gentes heridas, mujeres, hombres, niños gritando de terror. los asaltantes (zapatistas), robando y ultrajando. un grupo como de doce hombres, entre ellos mi padre, corrieron; pero fueron alcanzados, pues los asaltantes iban a caballo. los obligaron a que se arrimaran a una saliente del terreno y comen-zaron a fusilarlos, uno a uno. cuando casi le tocaba su turno a mi padre, se quitó el abrigo y vio donde iba a caer. Había suciedad de caballo. Se hizo a un lado, se puso a orar y pensó en su madre, esposa e hijos. Estaba listo.

Entre los que estaban fusilando había un hombre de espaldas a los asaltantes (después se supo que era un mayor vestido de paisano). Estaba cargando su escuadra 45 para vender cara su vida cuando le llegara su turno. cuando le llegó, se volteó y dando brincos de un lado para otro comenzó a dispararles a los bandidos que iban a caballo. no duró mucho; una bala le dio en la espalda, y dando un giro cayó. los asaltantes se apearon de sus monturas y comenzaron a robarle zapatos y todo lo que pudieron. Este instante aprovecharon los que estaban formados para ser fusilados (entre ellos mi padre) y corrieron en todas direcciones. Mi padre y un amigo encontraron un arroyito y se tiraron en él, se cubrieron con yerbas que arranca-ron. En ese momento un hombre que estaba subido a un poste (como vigía) gritó: “¡ahí vienen los carrancistas!”. Después se supo que era un tren de carga. los bandidos huyeron a carrera y los so-brevivientes se salvaron.

En los almacenes donde yo estaba, recibíamos armas de todo tipo y clase. algunas de la época de la colonia y también de la inter-vención Francesa. a cambio de estas armas, se les daba un máuser de 7 mm que entonces se usaba; también había 30-30. Por cierto, por Martínez de la Torre todavía se ven “güeros”, descendientes de soldados franceses que se quedaron por allá.

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Muchos oficiales y hasta generales obtuvieron sus grados, porque al darse de alta aportaban un contingente considerable o cierto grado de cultura. Estos grados les fueron reconocidos al triunfo de la Revolución a los que afortunadamente no perdieron la vida en combate.

la mujer, como es sabido, fue parte vital en el movimiento revo-lucionario. no sólo combatían armadas hasta de tres o cuatro cana-nas, mostrando indomable valor, sino que llegaban en avanzada y obtenían en cualquier forma bastimento para los soldados, que al llegar encontraban listo su “rancho”.

El gobierno ya estaba consolidado y don venustiano ordenó que de veracruz regresara todo el resto de los empleados que se habían quedado. Se formó un tren.

a mí me ordenaron presentarme a las siete de la mañana en la estación del ferrocarril, pues debía de ir en el “tren explorador”. ni idea tenía de lo que era ese tren. Me presenté armado a la hora ordenada, y me encontré con un conocido que iba a ser mi compa-ñero, veracruzano, por cierto, con grado de capitán segundo.

Preguntamos cuál era el tren explorador y un garrotero nos lo señaló: era una máquina de vapor a la que estaba enganchado un carro-caja. Sólo un carro.

cuando supe cuál iba a ser nuestra misión se me achicó el estó-mago. los exploradores, como su nombre lo indica, van al frente del grueso de la columna, por si el enemigo, por ejemplo, quita un riel o afloja unos durmientes, o pone una bomba o cualquier obs-táculo para su descarrilamiento y exterminio. Para completar el panorama, no llevábamos ni agua; menos comida. nadie nos había alertado al respecto. al llegar a Orizaba se detuvo nuestro tren para poner agua a la máquina y aproveché la parada para ir en busca de algo para comer: sólo había camarones secos. los compré. Fue nuestra única comida en el viaje. En la estación de Maltrata se volvió a detener el convoy. Se desprendió la máquina de nuestro carro para ir a tomar agua. De repente comenzamos a notar que nuestro carro se deslizaba suavemente. como estaba en bajada, comenzó a tomar velocidad. un garrotero nos vio y corriendo se subió al techo de nuestro carro y comenzó a frenarlo. nos salvamos en una tablita. vino la máquina en reversa, nos enganchó y seguimos como si nada.

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Me presenté en mi cuartel de la ciudadela (creo que ahora es una escuela de artes y oficios). allí empezaron otros episodios. casi todos los soldados eran viejos; de soldados sólo tenían el uniforme. Seguro habían sido enganchados de leva y otros sacados de San Juan de ulúa, donde purgaban penas por haberse “echado” a algunos cristianos. una vez, como ya me sentía todo un oficial, arresté a un soldado por alguna falta. a los tres días que salió del arresto se puso a limpiar su pistola, pero apuntando hacia mí. En eso pasaba un mayor, le quitó la pistola, le dio de fuetazos (se usaba) y lo arrestó. creo que otra vez mi ángel de la guarda estuvo listo. Se lo platiqué a mi papá y me dijo: “usted deja de ser soldado y se me va a la es-cuela”. nada más esperaba mi último pago para salirme.

Pero sucedió que una tarde de diciembre me ordenaron llevar en una góndola (eléctrica) unas cajas de dinamita a la casamata2 que estaba en Santa Fe, arriba de Tacubaya. la dinamita iba en cajas manuables y la góndola era abierta, sólo cerrada por los cuatro lados. la manejaba un motorista que cuando salimos de la ciuda-dela me dijo: “Jefe, tenemos que ir a indianilla, pues anda mal de las balatas y no agarran bien los frenos. usted sabe que es pura su-bida y con la “carguita” que llevamos, pues usté dirá...” claro que fuimos a indianilla (allí era el taller y depósito de los tranvías). como a la ocho de la noche salimos rumbo a Tacubaya. allí se bajó el motorista y me dijo: “Yo vivo por aquí; voy por una cobija y a echar-me un cafecito”. al rato llegó y me trajo una cobija y un jarrito de café con “piquete”. Se debió de haber compadecido de mí, pues yo sólo llevaba pantalón de montar y camisola. Me senté en un rincón. comenzamos a subir y como la corriente era muy baja, la góndola subía a “empujones”. De cuando en cuando caían chispas sobre las cajas, producidas al pasar el troley sobre las juntas. Hasta allí todo iba bien. como a las diez de la noche llegamos. El motorista nunca había ido por allá. al parar, quitó el troley y atoró la góndola con piedras para evitar que se “chorreara”. “creo que por allí es la en-trada”, me dijo. Y haciendo de tripas corazón me bajé con la pisto-la lista y comencé a caminar.

Por ese entonces, entre San Ángel y contreras había gavillas de zapatistas. Era una noche de luna llena. a los lados había grandes

2 lugar donde se guardaban explosivos.

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magueyes que se movían cuando soplaba el viento. En cada maguey yo esperaba un zapatista. nada pasó. De repente, oigo un grito fuerte y ronco: “¡alto! ¿Quién vive?”. las piernas se me hicieron de atole. casi se me fue el habla, y con voz que quiso ser fuerte le di el “santo y seña”. Se acercó para reconocerme y me indicó por dónde era la entrada.

Ya casi llegando, oí decir al general tal y tal que por qué hasta esas horas llegaba la dinamita. Fuete en mano me vio de arriba abajo; se dio cuenta de que era un muchacho (diecisiete años) asustado. Firme me cuadré. no dijo nada.

De regreso, el motorista quería llegar pronto a su casa; así que bajamos como alma que se lleva el diablo.

En la azotea de la ciudadela estaba el campo de tiro. la barda que la rodeaba era alta y gruesa. allí subía todo el mundo a probar pistolas, rifles y ametralladoras. Para subir había un angosta escale-rita de caracol. una tarde subimos a tirar con una ametralladora; me acompañaba un joven teniente y otro subteniente; el primero, originario de chiapas o Tabasco, sí había estado en verdaderos combates. Tendría unos diecisiete años. nos pusimos a tirar los tres por turno: uno se sentaba en el asiento que era como el de las bici-cletas y jalaba el gatillo, otro metía la cinta con las balas y el otro jalaba la cinta suavemente, para que no se atorara el casquillo que “escupía”. Sucedió que en un momento se atoró la cinta y salió el casquillo con fuerza tal que se incrustó en la ingle del chiapaneco. Se le hizo un boquete. con su propio chaquetín tratamos de dete-nerle la sangre. con mucho trabajo lo bajamos, pero al llegar ya había muerto. Fue algo que me impactó muchísimo; lo sentí deve-ras. nadie sabía quién era, ni menos su nombre. ningún dato. Sólo se sabía que era chiapaneco por su modo de hablar.

Este fue el final. Pues bastaría con no regresar al cuartel para que se me considerara dado de baja.

asÍ acabó para MÍ la revolución

Por el año de 1917 vino de Sonora el general calles a la ciudad de México. Entonces era gobernador de Sonora. Mis hermanas aún trabajaban en la Secretaría Particular del gobierno. nos llamó y nos dijo: “Mañana salimos para Sonora. Saldremos a las siete de Buenavista. Estén puntuales”.

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Puntuales estuvimos para salir. El tren se componía como de cinco carros-caja y al último un carro de primera. En los carros-caja llevaban pertrechos de guerra y sobre los techos soldados con sus familias (así se usaba entonces). calculo unos doscientos.

En el último carro de primera íbamos el general calles, el inge-niero luis león, otro general con su esposa, mis dos hermanas y yo. También iban tres aviadores que eran el capitán segundo Ro-berto Díez Martínez y los tenientes Samuel Rojas y Rafael Ponce de león. nos dirigíamos a Manzanillo, para de allí embarcarnos a Mazatlán; la tropa a guaymas; destino final: Hermosillo. los avia-dores nos iban platicando sus últimas hazañas. acababan de gra-duarse como pilotos. los aviones eran biplanos. Samuel Rojas nos contó cómo hizo su primer looping.

así íbamos charlando cuando de repente oímos una explosión muy fuerte; se levantó una polvareda y el tren se paró bruscamente. la escolta se bajó rápidamente y en línea de tiradores esperaban a los posibles asaltantes. a lo lejos se veían muchas gentes que poco a poco se fueron acercando; resultaron gente pacífica, campesinos de paseo. Era domingo. venían acercándose por curiosidad.

lo que pasó fue que los rieles cedieron al peso del tren en una curva. unos carros se ladearon, recargándose en un talud. ventu-rosamente fue así, que si se han volteado al lado contrario, hubiera sido una catástrofe. algunos soldados, mujeres y niños sufrieron heridas. como pudimos los curamos. En lugar de alcohol, “sotol”, y por algodón, trapos, y sucios.

Entretanto calles se reunió con la escolta. los aviadores, que iban armados, bajaron para proteger al general.

los aviadores iban estrenando pistolas escuadra 45 que les habían obsequiado al terminar su carrera. las llevaban en previsión por si caían con los yaquis; sabían que éstos mutilaban a los prisioneros y preferían darse un balazo. nunca, ni bombardearon ni mataron yaquis. En Hermosillo se dedicaron a desfiles y festejos. Eran muy solicitados por las sonorenses.

como la locomotora quedó al otro lado de los carros no voltea-dos, estaba intacta. En esa se fue el general calles a Tepic (estábamos cerca) para traer otros carros vacíos y pasarnos todos.

llegamos atardeciendo a Manzanillo; nos estaba esperando el cañonero Vicente Guerrero que nos llevaría a Mazatlán, y a la tropa e

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implementos, a guaymas. nosotros, de Mazatlán seguiríamos por tren. Éste estaba ordenado y esperándonos.

Zarpamos al anochecer. El buque iba muy cargado. la tropa e implementos, sobre cubierta. nosotros en el comedor, apiñados y sentados en el suelo.

Sería como media noche cuando comenzó un incendio. los ma-rineros corrían brincando entre la tropa con mangueras y baldes, apagando el incendio. nosotros, como dicen las viejecitas, “con el Jesús en la boca”. lo apagaron.

al día siguiente todo iba viento en popa; eso sí, muy poca comida. un atardecer precioso. los marinos decían que estuviéramos listos para ver el rayo verde. Este rayo verde, intenso, aparece una fracción de segundo en el preciso instante en que se oculta el sol. Yo no vi nada, unos decían que lo habían visto, tal vez... quién sabe...

llegó la siguiente noche y, para variar, como a la media noche se pararon las máquinas. Estábamos frente a cabo corrientes, justo en la punta del estado de Jalisco. El barco daba vueltas. Todos está-bamos en el comedor, rezando, pues en esos momentos caía una tormenta con tal cantidad de rayos que iluminaban perfectamente el agua, donde veíamos las toninas que nos venían acompañando. Pasaron tal vez unas tres o cuatro horas, a mí se me hicieron como cuarenta; volvimos a oír los motores; nos sonaban como a música celestial. años después ese mismo barco zozobró, justo en ese lugar y en las mismas circunstancias. El actual cañonero, con el mismo nombre, es otro. casualmente conocía a algunos oficiales que fue-ron por él a España.

como a las siete de la mañana llegamos a Mazatlán. nos estaban esperando. En el hotel, en un corredor-comedor, había mesas con platones con huevos revueltos, bisteces, frijoles y altos de tortillas de harina. como verdaderos náufragos nos “echamos” sobre la comida. El hambre es canija.

allí en Mazatlán el general calles recibió un telegrama de Hermosillo, le informaban que en nogales se estaban tiroteando soldados americanos y mexicanos. Ordenó una máquina con un carro. le dijo al maquinista: “Pida vía libre a nogales y píquele a todo lo que dé la máquina, y si se para lo mato”.

cuando llegó a nogales tuvo pláticas y todo volvió a la normali-dad. luego supimos que de veras estuvo muy serio; que por poco

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intervienen los soldados americanos. Ya estaban formados y listos para entrar.

al llegar a Hermosillo, mis hermanas y yo comenzamos a buscar casa. Encontramos una grande, antigua: entrada para coche (de caballos), patio y traspatio, cuatro grandes piezas; espacioso corral para animales y gallineros. Todo muy amplio y espacioso. los muros, gruesos como de sesenta centímetros. los vecinos nos dijeron que en esa casa espantaban. les dijimos “nosotros no creemos en espan-tos”. creo que rentaba dieciocho pesos al mes.

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Se iniciaba el año 1913 y ya en esta capital se rumoraba la inminente caída del gobierno presidido por don Francisco i. Madero. Efectiva-mente, antes de terminar el mes de febrero de ese año ocurrieron los lamentables acontecimientos que se conocieron como la Decena Trágica, o sea los días en que se consumó la traición de victoriano Huerta, general del ejército federal a quien el presidente de la República había confiado la defensa de las instituciones y conse-cuentemente la de su propia vida, sin sospechar que la ambición de Huerta por el poder lo pondría en manos de sus verdugos.

Pero retrocedamos un poco. Desde principios del presente siglo, mi padre don Francisco Ríos Montañez, manejaba un bien monta-do taller de carrocerías en el cual se construían tranvías de tracción animal, popularmente llamados de mulitas. Este tipo de vehículo fue muy solicitado en la época por hacendados que contaban con pequeños ferrocarriles particulares que salían de sus haciendas a la estación de apan, Hidalgo, por donde pasaba el ferrocarril mexi-cano México-veracruz.

las actividades de mi padre lo relacionaron con varios ricos propietarios de haciendas del estado de Hidalgo y muy especial-mente con los señores alfredo l. Méndez y carlos velasco, dueños de la hacienda de Tlalayote, el primero, y de las alcantarillas el segundo, haciendas que en esa época eran verdaderos emporios de riqueza, pues producían diversos productos agrícolas como cebada, frijol, maíz y principalmente el rico pulque de los llamados de apan, que se producía además en las haciendas de Santa cruz, Espejel, Buenavista y otras de la región.

de tlalayote a México

Luis Ríos Montañez

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las relaciones comerciales de mi padre con los señores alfredo l. Méndez y carlos velasco prosperaron en tal forma que, a la pos-tre, mi padre fue invitado por dichos señores a establecer un taller de construcción de plataformas y furgones en la hacienda de Tla-layote, ya que necesitaban un buen número de ellos para el trans-porte del pulque y otros productos hasta la estación de apan.

El taller de mi padre, situado en el número 254 de la calle del ciprés, en la colonia Santa María de la Ribera, ocupaba un terreno de aproximadamente cinco a seis mil metros cuadrados, dentro del cual, aparte del taller de carpintería y pintura en donde construían las carrocerías para los tranvías de pasajeros y plataformas para carga, existía un taller de fundición de hierro y bronce, además del taller de forja en donde se fabricaban gran parte de las piezas me-tálicas de los erucks, como chumaceras, retrancas, varillaje de frenos, zapatas, etcétera.

no obstante que su negocio caminaba viento en popa, mi padre se dejó seducir por los “cantos de sirena” de los señores velasco y Méndez, con quienes para entonces ya había contraído un lazo es-piritual al aceptar su padrinazgo, primero con mi hermano Eduar-do y luego conmigo: le ofrecieron un contrato para trabajar en la

Barriles de pulque enel patio de una hacienda, ca. 1905. © (núm. inventario 33479) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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hacienda de Tlalayote, en un local apropiado para su taller, habita-ción para su familia y, en fin, el oro y el moro, todo con tal de tener en un plazo determinado los furgones y plataformas que requerían para el transporte de los productos de sus haciendas.

así, mi padre consideró conveniente cerrar el taller de esta ca-pital y llevarse artesanos y herramientas hasta la hacienda de Tlala-yote, aprovechando las facilidades que los contratantes le daban. además, al construirse, los mencionados carros quedaban automá-ticamente sobre la vía que corría hasta la población de apan, aho-rrándose tiempo y fletes.

De gran tristeza para mi madre fue el día que tuvo que despedirse de parientes y amistades y abandonar esta capital. Mi hermano Emi-lio y yo brincábamos de gusto al llegar a la estación del ferrocarril mexicano para abordar el reluciente y confortable vagón en que nos trasladaríamos hasta apan. Este ferrrocarril, a pesar de la razón social que ostentaba, era en realidad una empresa británica que se enorgullecía de ser una prolongación, en este continente, de los fe-rrocarriles ingleses, pues tanto su equipo de material rodante como su personal ofrecían al usuario un servicio impecable y puntual.

una breve parada en la estación de San Juan Teotihuacán fue aprovechada por mi padre para mostrarnos, desde la ventanilla del carro, un tranvía de “mulitas” de los construidos por él mismo y que siempre esperaba la llegada del tren de veracruz, para condu-cir a los pasajeros que iban a visitar la zona de las pirámides. Este tranvía operó durante muchos años desde la estación de San Juan hasta el Museo de arqueología que desde entonces ha existido en esa zona.

En el andén se encontraba mi padrino, alfredo l. Méndez, acom-pañado de dos mozos de la hacienda y del “plataformero”, que era el conductor o arriero a cuyo cargo iba el pequeño tranvía en que íbamos a hacer el viaje de dos o tres kilómetros hasta Tlalayote.

Ese día de nuestra llegada a apan era domingo y mi madre, que fue siempre una ferviente católica, pidió a mi padre y a mi padrino que concurriéramos a la misa de doce que se celebraba en la parroquia de la población. Mi hermano y yo íbamos de sorpresa en sorpresa; aun cuando ya habíamos presenciado en México un desfile militar, sólo teníamos conocimiento “de oídas” del cuerpo de guardias rurales; pero no los conocíamos, y esa fue nuestra sorpresa:

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la población de apan se encontraba, en esa época, guarnecida por un regimiento de guardias rurales, mismo que, según oímos decir a mi padrino, había sido reforzado con nuevos elementos, ya que se rumoraba que diversas partidas de rebeldes merodeaban por el estado de Hidalgo. En esos momentos, el cuerpo de guardias rurales, que usaba el típico traje de charro, hacia algunas evoluciones frente al Palacio Municipal y se oían voces de mando y toques de clarín.

ruMbo a tlalayote

nuestra estancia en apan se prolongó hasta cerca de las 4 de la tarde, pues durante la visita que hicimos a la casa de unas amistades de mi padre, la familia Plata, don carlos, que así se llamaba el jefe de la familia, invitó a mis padres y a mi padrino a quedarse a comer, pues al mismo tiempo estaba deseoso de conocer los acontecimien-tos que habían tenido lugar en esta capital durante la Decena Trágica. los periódicos como El Imparcial y La Nueva Era, que se editaban en esos años, llegaban con mucho retraso, cuando llegaban, así que las noticias y acontecimientos de la capital se conocían más bien por los viajeros que iban y venían entre apan y México.

cuerpo de rurales bajo las órdenes de carlos Rincón gallardo embarcan los caballos rumbo a aguascalientes, ciudad de México, 18 de mayo de 1914. © (núm. inventario 6345) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Serían más o menos las cinco de la tarde de ese día domingo cuando el pequeño tranvía se detuvo ante una monumental reja de hierro que cerraba el paso hacia el gran patio de la hacienda, en donde quedaba el andén de cargo del tinacal. la fachada de la hacienda contaba con dos grandes puertas: una a través de la cual tenían acceso la vía del ferrocarril y vehículos de carga, y la otra, hacia el poniente de la primera, que daba acceso a la casa de la hacienda, una magnífica construcción de dos pisos cuya fachada principal veía hacia el sur. En los extremos oriente y poniente de la fachada se levantaba un portal de tres arcos coronado por dos torrecillas que se distinguían a gran distancia. al centro de la fa-chada se encontraba el cubo del zahuán de la entrada principal y sobre el mismo una terraza cubierta e iluminada por tres grandes balcones. a uno y otro lado de esta terraza había cuatro balcones y abajo de cada uno de ellos, correspondiendo a la planta baja del edificio, ventanas con férreos enrejados que correspondían a la casa del escribiente, el señor. Martínez, y a la oficina del administrador. En fin, la arquitectura era de gran belleza, completando el conjunto una explanada en la que se admiraban fuentecillas protectoras de arbolitos, pintadas en colores rojo y blanco simulando caramelos.

al día siguiente de nuestra llegada, mi padre se ocupó de ocu-rrir a la estación de apan para desembarcar mobiliario y perte-nencias. En esos días las actividades en la hacienda comenzaban a las cuatro de la madrugada bajo la luz de las linternas de petró-leo; mientras el mayordomo del tinacal daba órdenes a sus subor-dinados de llenar barriles y más barriles y colocarlos en las peque-ñas plataformas del convoy, el maquinista y el fogonero se ocupaban de calentar la caldera de la locomotora y de revisar cuidadosamen-te su mecanismo. a las cinco de la mañana ya todo estaba listo y se daba la orden de salida con un largo silbido de la locomotora. los plataformeros, que en este caso se convertían en garroteros, tomaban su puesto en cada plataforma, y estaban instruidos para aplicar los frenos de mano en caso necesario, ya que el convoy no contaba, como los ferrocarriles de mayor tamaño, con frenos de aire interconectados. Ya casi amaneciendo, los tlachiqueros ento-naban el “alabado sea el Señor”, que acostumbraban cantar a las seis de la mañana, al inicio de labores, y a las seis de la tarde, al terminar éstas.

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la hacienda se podía considerar autosuficiente en materia ali-menticia, pues se cultivaba en las milpas frijol, hortalizas y algo de chile, aunado esto a la carne proporcionada por los animales como la res, el cerdo y las aves de corral, que también proporcionaban huevo; la leche de las vacas, etcétera. En cuanto a alimentación para el ganado, se contaba con una cosecha de cebada, otra de alfalfa y suficiente rastrojo y olote de las milpas.

a la hora del desayuno ocupamos nosotros nuestros asientos y lo hicieron después mi padrino y su familia, e inmediatamente nos invitaron a rezar un padre nuestro antes de tomar alimento. cuando terminamos se inició la conversación entre mayores y naturalmente se tocó el tema de los acontecimientos que habían tenido lugar en la capital: la muerte de don Francisco i. Madero, la toma de posesión como presidente de la República de victoriano Huerta y algunos otros comentarios sobre personajes como Francisco villa y Pascual Orozco, que ese año de 1913 combatían en el norte del país. Mientras, Emilio y yo, con los hijos de mi padrino tratábamos de investigar a qué juegos o entretenimientos se entregaban ellos en la hacienda, y si ahí había alguna escuela a donde concurrir.

Serían más o menos las diez de la mañana cuando una sirvienta de la hacienda se acercó a nosotros y, dirigiéndose a los hijos de mi padrino, les dijo que la señora avelina, madre de ellos, la enviaba para avisarles que había llegado su profesor y que ocurrieran al despacho que fungía como aula. Posteriormente también nosotros asistiríamos con ellos a tomar las lecciones.

ecos de la revolución

En la estación de apan, mientras mi padre gestionaba la entrega del resto de nuestras pertenencias que habían llegado de México, arribó el tren de Puebla, llegando en él el administrador de la hacienda, señor Severiano Ordóñez, su esposa y tres hijos, por lo que se unió a nosotros para llegar a Tlalayote. En el trayecto pudimos escuchar la conversación entre mi padre y el señor Ordóñez, la cual versó sobre los acontecimientos revolucionarios que se estaban desarrollando en el norte de la República. aun cuando mi corta edad no me permitía darme cuenta cabal de la trascendencia de esa conversación, oía yo expresiones como: “ahora sí, don Panchi-to, pronto nos llegará la lumbre a los aparejos”, y comentaba el

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señor Ordóñez que los carrancistas venían de triunfo en triunfo a las órdenes de don venustiano carranza, de Álvaro Ogregón y de villa, por lo que las horas o días del gobierno de victoriano Huerta estaban contados. Sin embargo sí recuerdo que para entonces el estruendo de la Revolución aún no llegaba a apan ni a Tlalayote, como aconteció después.

los días y meses de ese año de 1913 pasaron con gran rapidez. la vida en la hacienda era tranquila, no obstante que ya se conocía que en diversas regiones del país los “alzados” cometían todo géne-ro de tropelías; que los zapatistas “volaban” trenes en el estado de Morelos y que los villistas y carrancistas tomaban ciudades y pobla-ciones derrotando a las fuerzas huertistas. los habitantes de la población de apan y de las haciendas pulqueras de la región aún no conocían el olor de la pólvora ni el estruendo de las piezas de artilleria.

el caballito de troya

En noviembre de 1913 llegaron a la población de apan y conse-cuentemente, por su cercanía, a Tlalayote, noticias de la toma de Torreón por las fuerzas villistas, y se tuvo conocimiento de que villa había impuesto un préstamo forzoso a los habitantes de Torreón y especialmente a los españoles, para cubrir los haberes de sus tropas y para gastos de guerra. aun cuando esto pasaba a miles de kilóme-tros, en el norte de la República, no dejó de causar cierta inquietud entre hacendados y comerciantes, pues recordaban el adagio po-pular que dice: “cuando veas las barbas de tu vecino pelar, echa las tuyas a remojar”. comprendían que en el momento en que los “alzados” llegaran a la región procederían en la misma forma para hacerse de elementos, como en realidad ocurrió más tarde.

villa inició el ataque a la capital de chihuahua el mismo mes de noviembre de 1913, según noticias que se publicaron en El Imparcial y El Demócrata, periódicos principales de la época. chihuahua estaba defendida por las fuerzas huertistas al mando de los generales Pas-cual Orozco, Salvador Mercado, Marcelo caraveo y otros connotados jefes del ejército federal. los villistas sufrieron una terrible derrota en la batalla por la toma de la plaza, pero el jefe de la División del norte, que era de una audacia inconcebible, supo que un tren de carga que venía de ciudad Juárez se aproximaba a chihuahua y

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mañosamente dejó que el tren arribara a las goteras de la ciudad, para luego apoderase del convoy, obligando a la tripulación que se reportara a ciudad Juárez telegráficamente diciendo que “por estar la vía levantada y haber rebeldes, no podía continuar”, y que pedían “autorización para regresar a Juárez”.

Entonces ordenó villa a gran parte de sus tropas, sin cejar en el ataque a chihuahua con otro contingente, que abordara el convoy de carga, teniendo cuidado de que todos los hombres fueran en el interior de los furgones aparentando que se trataba solamente del convoy que regresaba a Juárez por las razones expuestas. El truco dio resultado y villa se apoderó de ciudad Juárez sin resistencia, pues la confiada guarnición huertista ni siquiera se dio cuenta de la llegada de las tropas villistas.

Pasados los primeros meses y ya ambientados mis padres con la vida de la hacienda, nuestra vida se deslizó feliz hasta diciembre de 1913, en que, estando próxima la venida de la cigüeña a nues-tro hogar y dado que mi padre consideró que ahí no había ningu-na comadrona (partera) que se hiciera cargo del caso, decidió regresar a México para que mi madre fuera asistida por doña carmelita, comadrona que ya había recibido a tres miembros de nuestra familia.

al cabo de dos horas de viaje arribamos a la estación de Buena-vista y abordamos una “calandria” que nos condujo hasta la casa de mi tío andrés que habitaba en la calle de Medinas (hoy cuba), pues-to que nosotros ya no contábamos con residencia en esta capital.

El hecho de que la Revolución siguiera su avance rumbo a la capital, mientras los combates en el norte de la República se alter-naban con triunfos ya de parte de las fuerzas federales, ya de los carrancistas o de los villistas, y que el recuerdo de los sucesos del febrero pasado enlutaba los hogares de muchas familias capitalinas, no fue obstáculo para que la temporada de “posadas”, que era tra-dicional año tras año, se celebrara con la acostumbrada feria de la alameda. al lado norte de este parque capitalino se instalaba una serie de barracas hechas de lona o manta, en las cuales se vendían piñatas que representaban todo género de personajes y animales. Había charros, indios, payasos y como una muestra de que a los capitalinos les importaba “un pito” la Revolución, se hicieron piñatas simulando zapatistas con calzón blanco, gran sombrero de charro

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y sus dos cananas cruzadas sobre el pecho. no faltaban tampoco piñatas con uniforme de carrancista, que consistía en sombrero texano, guerrera y polainas o “tacos”, pues en la época la bota “fe-derica”, que se usó años después por los oficiales de caballería, no se acostumbraba.

la feria se encontraba pletórica de capitalinos que adquirían todo género de golosinas o artesanías. ahí había de todo: preciosa alfarería de Oaxaca, jícaras de Michoacán, sarapes de Saltillo, ca-motes de Puebla, cajetas de celaya, los incomparables ates de Morelia; en fin, había para todos los gustos y para todos los bolsillos. los cohetes y luces de bengala también eran indispensables para la celebración de las posadas y todo el mundo adquiría una buena cantidad para quemarlos en casa. Recuerdo que entonces todavía se acostumbraba fijar el precio de muchos artículos en reales.

El tío andrés tenía dos hijos que frisaban uno, andrés, los 22 años, y Ricardo, los 20. Ricardo trabajaba como telegrafista y sentía simpatía por villa y sus hazañas. En cambio andrés admiraba a carranza y a Obregón.

De cómo Ricardo se las arregló para viajar al norte e incorporar-se a las hordas villistas y convertirse en el telegrafista de confianza de Pancho villa no puedo dar cuenta, pues ni su mismo padre supo cómo ocurrió lo que él llamaba su “mayor desgracia”. En cambio de andrés sí puedo hablar, pues me enteré perfectamente de cómo se convirtió en activo carrancista.

El tío andrés manejaba una agencia teatral que se ocupaba de contratar artistas nacionales y extranjeros para presentarlos en los teatros de la capital, frecuentando los teatros Principal, colón y lírico. En el primero de éstos hacía temporada la compañía de María conesa, conocida como la Gatita Blanca, y a las famosas tandas del Principal concurrían altos empleados del gobierno y militares de alta graduación. Fue así como mi tío hizo amistad con un gene-ral llamado alfredo Flores alatorre que, según supe años después, era nada menos que el jefe del Estado Mayor de don Pablo gonzá-lez, personaje ligado a don venustiano carranza.

El citado general Flores alatorre, que era invitado frecuentemen-te a cenar a la casa de mi tío, tenía un asistente a quien decían “la teniente”. Dicho asistente se presentaba con el uniforme del carran-cismo, es decir, guerrera con cuello alto, pantalón de montar y

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polainas, sombrero tejano y un enorme pistolón que pendía de la fornitura.

la apariencia de “la teniente” era la de un jovenzuelo no mal pa-recido, de tez ligeramente morena y grandes ojos negros de mirada penetrante. Para un adulto hubiera sido muy fácil reconocer que se trataba de una mujer, por la prominencia y redondez de sus glúteos; pero para mí, entonces niño, fue difícil saber que se trataba de una muchacha, hasta el día en que curioso pregunté a mi tía aurora por qué, siempre que se referían al asistente del general, decían “la teniente”. Ella me descifró el misterio: el asistente ¡era mujer!

al conocerla, mi primo andrés, que estaba ansioso de aventuras, se admiró de que una mujer anduviera metida en “la bola”, como vulgarmente se le denominaba a la Revolución, y decidió él tam-bién enrolarse y “entrarle a los cocolazos”. así que no solamente convenció a mi tío andrés de que lo dejara ir con los carrancistas, sino que materialmente lo obligó a que hablara con el general Flores alatorre para que lo nombrara su segundo asistente. Pocos días después andrés se presentaba en la casa uniformado como carrancista y debidamente equipado, luciendo orgulloso insignias de teniente y pistola al cinto.

Francisco villa y su estado mayor en la hacienda de canutillo, chihuahua, ca. 1920. © (núm. inventario 33427) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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las tropas de don Pablo gonzález salían ese día al frente de la República para entrar en campaña, y mis tíos, con lágrimas en los ojos, no tuvieron más remedio que verlo partir, teniendo la confian-za de que al estar cerca de un alto jefe militar, como era el general Flores alatorre, no tendría que llegar a la línea de fuego, aun cuan-do esto fue una vana esperanza de mis tíos, según el relato que el mismo andrés nos hizo más tarde, después de haber participado en varias acciones de guerra y regresando al seno de la familia por haber contraído el tifo en filas.

En la familia se comentaba y se deploraba que teníamos villistas y un carrancista en la familia; esto no estuvo tan mal mientras las fuerzas de villa estuvieron aliadas a los carrancistas; pero como es ampliamente conocido por las crónicas de la época, el general villa pronto desconoció la suprema autoridad de don venustiano carranza, pues cada quien aspiraba al mando supremo, comenzando entonces enfrentamientos entre ambos mandos.

una vez transcurrido el mes de diciembre de 1913 y recuperada nuestra madre de la visita de la cigüeña, lo cual ocurrió terminado el mes de enero del siguiente año, mi madre anunció nuestro re-greso a Tlalayote.

Hicimos el viaje hasta apan sin novedad alguna, pero durante el trayecto a la hacienda se le informó a mi padre que había rumores de que algunas partidas de “alzados” merodeaban por la región, pero aún no habían sido vistas.

de vuelta en tlalayote

nuestro regreso a la hacienda fue de alegría para Emilio y para mí, que pensábamos en nuevas excursiones por los alrededores; en cambio para mi madre, a pesar del gran recibimiento que le hicie-ron, fue de tristeza o de resignación, pues presentía las angustias que pronto íbamos a pasar si los revolucionarios llegaban a la ha-cienda.

Mi padre estaba encantado y comentaba con mi madre que no en balde había clausurado el taller en México, y sus ilusiones llega-ban al grado de pensar que la hacienda de Tlalayote podría ser en un futuro no muy lejano la sede de un gran emporio industrial, pues en la región había mano de obra barata, aun cuando habría que educar a tlachiqueros y peones para convertirlos en obreros;

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además tenía el apoyo de los señores Méndez y velasco y el crédito de casas alemanas como Koppel y cía. y christian Michel y cía., que lo alentaban para que en el país se construyeran carros de ferroca-rril de vía ancha. El avance de la Revolución detuvo el proceso y nos obligó a abandonar la hacienda; pero treinta años después mi padre pudo ver que lo que él deseaba muchos años atrás, se llevó a efecto en la misma región de los llanos de apan cuando se construyó el complejo industrial de ciudad Sahagún, y aun cuando a él no le benefició directamente, sí a nuestra patria.

Pasó pronto el año de 1914, durante el cual casi no se supo de la Revolución más que “de oídas”, es decir, por las noticias que llevaban los que viajaban a la capital y por lo que informaban El Imparcial y El Demócrata, que de tarde en tarde llegaban a manos de los que vivían en la hacienda. Pero llegó 1915 y con él las primeras incursiones de zapatistas y villistas por la región. un buen día se presentó a todo galope El Moro, que era el caballerango de confian-za de la familia Méndez y quien cotidianamente se trasladaba en un hermoso caballo negro a apan con el fin de recoger el “correo”, y previno a mi padre: “Don Panchito, los villistas han llegado a apan y probablemente vengan pa’cá”.

las incursiones de los “alzados”, bien fueran villistas, zapatistas o carrancistas, tenían como principal objeto hacer requisa de ca-ballos para sus tropas, al mismo tiempo que sabedores de que las haciendas de la región producían pulque en abundancia y tenían ganado vacuno, obligaban a los administradores a que mataran algunos animales para que la tropa se “banqueteara” y que se les proporcionara el blanco licor para saciar su sed.

Mi padre buscó al administrador, el señor Ordóñez, y convinieron ambos en que era necesario enviar la mayor parte del ganado vacuno y la caballada al monte, dejando solamente algunos borregos y co-chinos y uno que otro caballo, y sí proporcionar abundante cantidad de pulque a los que llegaran para hipócritamente lisonjearlos.

Ordóñez y mi padre, en ausencia del “amo”, el señor Méndez, asumían la responsabilidad en los asuntos graves de la hacienda, y con la rapidez que el caso requería libraron órdenes a varios vaque-ros para que reunieran el ganado que pastaba en los alrededores de la hacienda y lo condujeran a un lugar supuestamente secreto que El Moro ya conocía.

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Dos o tres de los vaqueros, en sus respectivas cabalgaduras, des-alojaron los macheros de mulas y caballos arreándolos hacia la parte trasera de la hacienda con sus peculiares gritos mezclados con algunas majaderías, y agitando sus lazos a la manera charra lograron pronto alejarse de la hacienda rumbo a Santa cruz.

la orden de proteger el ganado se hizo extensiva a los pastorcillos que cuidaban a algunos rebaños de ovejas y cabras, y también alejaron de los alrededores de la hacienda a sus animales, bien ocultándolos en las milpas que para entonces estaban bien altas, o bien llevándo- los a los cerros cercanos, y se les dieron instrucciones de que ese día no regresaran a la hacienda al caer la tarde, como era la costumbre.

los temores de El Moro no fueron infundados, pues alrededor de la una de la tarde se divisó por el rumbo de la hacienda de Espejel una gran polvareda, y Macario y José, a quienes mi padre había habilitado como vigías, anunciaron: “¡ahí vienen, y son muchos!”

En el despacho de mi padrino existía un gran telescopio astro-nómico que en muchas ocasiones era usado por la familia para observar la luna y las estrellas, y era una de las diversiones acostum-bradas en la hacienda. Mi padre se dirigió al despacho y enfocó el telescopio en dirección de la polvareda que se observaba en la distancia. comprobó que eran villistas los que se acercaban y se dirigió a nuestras habitaciones para informar a mi madre y a la es-posa del administrador, quienes hincadas ante una imagen de la virgen de guadalupe imploraban la protección divina y habían encendido una cera “milagrosa” que, decían ellas, nos libraría de los desmanes de los “alzados”.

aun cuando los muros de la hacienda podrían compararse con los de una verdadera fortaleza por su solidez, y contando con un buen número de tlachiqueros y peones, muchos de los cuales estaban aleccionados para usar armas de fuego, además de que se contaba con carabinas 30-30 y parque suficiente para repeler un ataque, tanto mi padre como el señor Ordóñez decidieron recibir a los villistas en un plan de paz, agasajarlos con unos cuantos barriles de buen pulque y sacrificar algunos cochinos y aves de corral.

a los cuantos minutos arribaron a la hacienda unos doscientos o trescientos jinetes bien armados y pertrechados y, como no se había cerrado la gran reja de fierro que daba acceso al patio del ferrocarril, éstos entraron en perfecta fila de dos en dos, invadien-

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do todo el patio y ante la expectante mirada de las mujeres y peones y tlachiqueros que habitaban en la parte baja de la hacienda.

Desmontaron dos o tres villistas que fungían como jefes del nu-meroso grupo y preguntaron por el administrador a un peón que se encontraba cerca. El señor Ordóñez y mi padre aparentaban gran tranquilidad, y de pie en el andén de embarque del pulque, señalados por el peón, esperaron a los tres villistas que habían echado pie a tierra.

—¿De quién es esta hacienda? —interrogó a Ordóñez el que fungía como jefe principal, que ostentaba las insignias de coronel

—De la familia Méndez —contestó el interrogado.—¡Quiero hablar con el dueño! —repuso el coronel.—El dueño se encuentra en la capital —contestó mi padre—,

pero podemos atenderlos en lo que ustedes ordenen.—Queremos agua para la caballada y pulque para la tropa —afir-

mó el coronel con un tono cortés, al darse cuenta de que mi padre y Ordóñez “se ponían a sus órdenes”.

Ordóñez indicó en dónde se ubicaba el “jagüey” y el coronel dio orden a su asistente para que, a su vez, ordenara a la tropa conducir la caballada al abrevadero.

Pasados unos minutos mi padre invitó al coronel y a los dos ofi-ciales que lo acompañaban a conocer la hacienda y astutamente ordenó a un mozo que subiera a nuestras habitaciones y dijera a mi madre que tenía un invitado a comer, además de ordenar al mayor-domo del tinacal que depusiera unas cuantas castañas de pulque para que, al terminar de abrevar la caballada, proporcionara cuan-to pulque quisiese la tropa. al oír esto, el señor Ordóñez compren-dió que mi padre deseaba granjearse la buena voluntad de aquellas gentes. Muchas de las mujeres de los tlachiqueros y peones se apres-taron a proporcionar tortillas calientitas y frijoles con chile a todo aquél que lo apeteciera, aun cuando algunos hombres dijeron que “ya habían echado rancho”, muchos de ellos sí aceptaron y se “atran-caron” de tortillas y tacos de chile bien rociados con el blanco y magnifico neutle que se producía en la hacienda.

la sorpresa de mi madre fue grande cuando recibió el recado de mi padre de que se sirviera la mesa para otras tres personas; pero comprendió lo que mi padre planeaba y, tomando una botella con agua bendita la regó en el comedor musitando una oración y enco-

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mendándose a Dios para que todo saliera bien y “esos bandidos”, como ella los llamaba, se retiraran sin hacer daño a nadie.

Después de una breve visita por los macheros y corrales para que el coronel se diera cuenta de que no había ganado de ninguna especie, subió mi padre a nuestra vivienda, en donde ya se había dispuesto una mesa para que el coronel y los dos oficiales “compartieran el pan y la sal con nosotros”. Mi padre cedió la cabecera de la mesa a “su invitado de honor”, como lo dijo al pronunciar un pequeño brindis, y nos reunimos en la mesa el coronel, mi padre y mi madre, el señor Ordóñez y su esposa, los otros dos oficiales, Emilio y yo.

las tres sirvientas de que se disponía en nuestra casa se afanaron por dejar complacidos a los “invitados”, y en un ir y venir de la cocina al comedor traían tortillas calientitas en abundancia y las viandas que mi madre había dispuesto para la comida de ese día.

Si grande fue la sorpresa de mi madre al recibir el recado de que preparara mesa para invitados, ésta fue mayor al presentarle mi padre al coronel: un mocetón de tipo norteño, de gran estatura y tez blanca, dotado de amplias espaldas y puños de hierro. usaba bigote al estilo káiser, que estaba de moda en la época, y su indumentaria consistía en chamarra de cuero con flecos, pantalón de montar y polainas de lona con vistosas presillas. Su sombrero era al estilo de los usados por los oficiales norteamericanos de la época. Es decir, de anchas alas casi circulares y cuatro pedradas en la copa.

lo que acabó de tranquilizar a mi madre fue la forma en que tanto el coronel como los dos oficiales que lo acompañaban se comporta-ron desde antes de sentarse a la mesa, pidieron permiso a mi madre para lavarse las manos en un aguamanil que se encontraba en uno de los rincones del comedor; cuando mi madre los invitó a tomar asiento, dijeron: “después de usted, señora”. En el transcurso de la comida se comportaron con todas las reglas de urbanidad deseables, pidiendo el salero “por favor” y, en fin, dando muestras de no ser tan “pelados” como mi madre los había imaginado.

Desde nuestra llegada a la hacienda y sabedor mi padre de que el agua del lugar no era de la mejor calidad, tuvo un arreglo con una tienda de apan para que semanariamente le enviaran una caja de cervezas, y era lo que se consumía en la mesa, por lo que los invitados vieron con muy buenos ojos la invitación de mi padre para consumir unas cuantas cervezas en lugar de pulque.

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Terminada la comida mi padre invitó al coronel y a los otros dos oficiales a que pasaran a la sala para tomar un café, y los obsequió además con unos buenos puros habanos que nunca faltaban en la casa, pues mi padre era asiduo fumador de éstos.

alrededor de las cuatro de la tarde el coronel manifestó sus deseos de retirarse, agradeciendo cortésmente todas las atenciones recibidas, y ordenó a sus dos oficiales que bajaran al patio de la hacienda y reunieran a la tropa, pues consideró que ya habían descansado y bebido suficiente y tenían que hacer una jornada pesada, sin manifestar a dónde se dirigían.

a los pocos minutos de haber abandonado la sala de la casa los dos oficiales, oímos un toque de clarín que mi padre nos explicó que significaba “reunión”; es decir, que las tropas debían reunirse y prepararse para partir. Bajaron mi padre y el coronel al patio de la hacienda y se despidieron todos cordialmente, y dada la orden del clarín, se pusieron en marcha rumbo a la hacienda de Santa cruz.

varios días después mi padre se enteró del porqué del buen comportamiento de los villistas en su visita a la hacienda: uno de los hermanos de mi padrino lauro Méndez se había afiliado a la causa villista y se le había otorgado el grado de general, por lo que mi padre dedujo que el coronel ya sabía de antemano a dónde llegaba; aun cuando también quedó decepcionado al visitar los corrales y cerciorase de que no había caballada ni animales que arrear para utilizarlos como provisiones de boca.

Este general lauro Méndez fue fusilado tiempo después por el mismo villa, acusado de traición, sin que pueda yo aportar mayores datos, que debe haber recogido la historia de la Revolución Mexi-cana. lo único que sí puedo decir es que, desde hace muchos años, una de las principales calles de la ciudad de apan fue bautizada con el nombre de este general y actualmente sigue ostentándolo.

aun cuando el desenlace de esta primera incursión de los “alza-dos” fue feliz para todos los que habitábamos en la hacienda, no por ello dejó de causar un tremendo impacto psicológico en mi madre y en el ánimo de la esposa del administrador, la señora Her-minia de Ordóñez, que no se cansaba de dar gracias a Dios y a la Santísima virgen de guadalupe, y pregonar a voz en cuello que había sido un verdadero milagro el a que nadie se le hubiese cau-sado daño.

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Esa misma noche, durante la cena, mi madre expresó sus deseos de regresar a la capital en compañía de sus hijos, pero mi padre argumentó que tenía a medio construir varios carros de ferrocarril y otros trabajos de reparación que debía entregar en plazo próxi-mo, y prometió a mi madre que tan pronto estos trabajos fuesen terminados, se consideraría seriamente la conveniencia de abando-nar la hacienda y regresar a nuestra vida en la capital.

Tanto mi padre como el administrador de la hacienda escribieron a mi padrino informándole de los acontecimientos. El señor don carlos velasco, propietario de la hacienda de las alcantarillas y cuñado de mi padrino, a su paso obligado por Tlalayote manifestó a mi padre que como se anunciaban nuevas incursiones de villistas y zapatistas a las haciendas de la región, había decidido ya no regre-sar por la región hasta que el país se hubiese pacificado y no hubie-ra ningún peligro ni para él en lo personal ni mucho menos para su familia. lo mismo hizo mi padrino, dejando el cargo a mi padre y al señor Ordóñez.

aún no había pasado un mes de los sucesos relatados cuando mi padre se vio obligado a hacer un viaje a la capital para tratar algunos asuntos con la compañía alemana christian Michel, que lo proveía de material rodante, dejando a mi madre y a nosotros al cuidado de la familia del señor Ordóñez, cuya esposa, dama de reconocidas virtudes, había estrechado sus lazos de amistad con mi madre. al abandonar la hacienda mi madre le recomendó a mi padre que sólo se tomara el tiempo necesario para el arreglo del asunto que lo llevaba a la capital, rogándole repetidas veces su pronto retorno, pues temía nuevas incursiones de rebeldes y reconocía que mi pa-dre, aparte de su sangre fría para afrontar momentos de peligro, tenía dotes diplomáticas muy especiales.

Efectivamente, mi padre tenía un don de gentes tan especial que se le facilitaba de una manera prodigiosa hacer amigos, ya que no solamente dentro del círculo de la “clase media”, a la que pertenecía nuestra familia, sino de todas las clases sociales tuvo amigos: cultivó relaciones de amistad con don venustiano carranza, con el general Álvaro Obregón, con don Pablo gonzález y con el general alfredo Flores alatorrre, a quien ya he mencionado antes por las visitas que hacía a la casa de mi tío andrés. Sus relaciones con la entonces lla-mada “aristocracia pulquera”, es decir la que se consideraba una

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casta de hacendados del estado de Hidalgo, provinieron de sus re-laciones comerciales con ellos, al proveerlos de carros y plataformas para sus haciendas.

Pasaron así los primeros meses de 1916 sin que se registraran nuevas incursiones de los rebeldes, pero en el mes de abril de ese año nuevamente cundió la alarma entre hacendados y comerciantes de apan, se decía que diversas partidas, ahora de zapatistas, cometían todo género de tropelías.

Pero volviendo a 1915, recuerdo también que el ejército consti-tucionalista, con don venustiano carranza al frente, había ya hecho su entrada en la capital y de hecho dominaba en todo el país, por lo que la guarnición militar de apan ya estaba constituida por tropas carrancistas.

Mi padre aprovechó nuestra estancia en apan para obtener in-formes de algunos jefes militares sobre la situación general en el estado de Hidalgo, siendo informado de que, aun cuando el domi-nio carrancista era evidente, aún no desaparecía el peligro de que en cualquier momento se presentara en la hacienda una partida zapatista para apoderarse de ganado, no descartando la posibilidad de excesos con sus habitantes, como lo habían hecho ya en otras haciendas de la región.

alarmado por estos informes y dado que los trabajos a que mi padre se había comprometido estaban terminados y entregados, decidió ese mismo día abandonar la hacienda y regresar a México, tomando de inmediato las providencias necesarias para ese fin.

Ese Sábado de gloria, después de haber regresado de apan, llamó a El Moro a nuestras habitaciones y, sin decirle que nosotros abandonaríamos la hacienda esa misma noche, le ordenó que en la madrugada enganchara caballos al cupé y se dirigiera a la hacien-da de Espejel.

alrededor de las ocho de la noche organizó una pequeña cara-vana compuesta por mi madre, cargando a mi pequeña hermana adelina, él mismo portando su sombrero de petate y un jorongo tipo campesino, yo, mis pequeños hermanos Emilio y Eduardo y dos de las sirvientas, Trinidad y Rosa. nos dirigimos a pie, siguiendo la vía del ferrocarril, a la hacienda de Espejel, en donde pernoctamos. a las cinco de la mañana mi padre nos despertó al oír ruido de un carruaje y cascos de caballo, era El Moro cumpliendo con las instrucciones

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recibidas la noche anterior y llevando un colchón que mi padre le ordenó recogiera en la casa. abordamos el carruaje y, haciendo un rodeo para no tocar la población de apan, llegamos hasta la estación de acopinalco para abordar el tren que venía de veracuz.

nuevaMente en México

Otra vez tuvimos que hospedarnos en casa del tío andrés, hermano de mi padre, y su esposa aurora, hermana de mi madre, que nos recibieron con gran alegría, y mayor fue ésta al saber que ya no volveríamos a la hacienda.

aquí en la capital, a pesar de que había habido entradas y salidas de fuerzas villistas y zapatistas y Pancho villa y Emiliano Zapata se habían dado el gusto de retratarse en la silla presidencial, no se ha-bían registrado combates ni encuentros entre los diversos bandos y la capital restañaba aún sus heridas causadas por la Decena Trágica.

Sin embargo, especialmente los zapatistas protagonizaron algu-nos actos vandálicos al retirarse, pues en algunas residencias vacías de la colonia del imparcial que habían invadido como cuarteles durante su breve estancia en la capital, causaron grandes destrozos arrancando lavabos y retretes y dejando las paredes en un estado lastimoso al escribir todo género de leperadas contra carranza.

Muchas familias de esa colonia habían abandonado sus residen-cias al saber la proximidad de las fuerzas zapatistas, lo que fue causa de que las invadieran y ocuparan con sus soldaderas, llegando al grado de arrancar puertas de madera para encender hogueras y guisar en ellas.

una hermana de mi madre, que habitaba una de estas casas en la hoy avenida azcapotzalco, tuvo que abandonarla y trasladarse a la esquina de la calle ancha (hoy luis Moya) y nuevo México (hoy artículo 123), no sin ciertos temores por estar este punto cercano a la ciudadela, pues ya durante la Decena Trágica, cuando habitaba en la esquina de avenida Morelos y Bucareli, había presenciado la destrucción del famoso reloj, aunque ella no había sufrido nunca daños personales.

cabe mencionar que en los años de la Revolución los autores mexicanos se ingeniaron para escribir algunas obras teatrales de carácter político, como “las calles de don Plutarco” “la huerta de don adolfo” y “El país de los cartones”. Esta última criticaba el

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lanzamiento, por el gobierno, de pequeños cartoncitos o boletos que sustituían a las monedas de cinco, diez y veinte centavos, y que circularon durante algún tiempo junto con billetes llamados infal-sificables, emisión hecha por el gobierno constitucionalista presi-dido por don venustiano carranza.

El apremio de mi madre, que estaba ansiosa por restaurar su hogar, hizo que mi padre tomara en arrendamiento la casa número 160 de la calle de Sabino, en la colonia Santa María de la Ribera, y lo llevara a informarse de que, al día siguiente de nuestra salida de Tlalayote, una partida zapatista había asaltado la hacienda y como en ella no había ninguna autoridad ni administrador que procedie-ra como cuando llegaron los villistas, la horda zapatista se entregó al más desenfrenado saqueo.

Por la información anterior mi padre dedujo que no había nin-guna esperanza de recuperar ropa o mobiliario que habíamos lle-vado a la hacienda, ni tampoco la herramienta de su taller, por lo que decidió primero restaurar nuestro hogar y en segundo lugar ver la posibilidad de emprender un nuevo negocio para sobrevivir.

Primero fue a entrevistar a la persona a quien había dejado el local del taller, para tratar de recuperarlo, pero al no lograr su ob-jetivo, decidió comprar dos chasíses y, con la ayuda de Macario y José, que ya habían regresado de Tlalayote, construyó dos carroce-rías de camión, y los puso a trabajar, uno en la línea de Santa María y el otro en la colonia de San Rafael.

Pero en esa época en la que la capital sólo contaba con una po-blación de medio millón de habitantes el negocio camionero no era muy bueno que digamos. El pasaje sólo costaba diez centavos y, si consideramos que la capacidad del vehículo era de diez pasajeros más dos que iban al lado del chofer, el producto de cada vuelta, como le llamaban entonces a un viaje de subida y bajada los camioneros, rendía 2.40 pesos. Si el camión lograba dar diez “vueltas” en el día, su producto bruto era de unos 24 pesos al día. De este producto bruto había que descontar el sueldo o comisión del chofer, gasto de gasolina y aceite, etcétera, quedando al propietario una ganancia de unos diez pesos diarios, lo cual era muy poco considerando que con el tiempo había que reponer llantas y otras refacciones.

Después de un poco de tiempo de experimentar con el servicio de pasajeros, mi padre decidió transformar sus camiones en trans-

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portes de mudanzas, fundando una pequeña agencia que casi du-plicó el producto rendido por los camiones de pasajeros.

así llegamos hasta el año 1918, en que en pleno régimen carran-cista se suscitaron algunos desórdenes populares con motivo de la carestía de los alimentos y de que la devaluación del papel moneda emitido por el gobierno era tal que se llegó a pagar por un sifón de agua gaseosa la respetable suma de quince mil pesos. También hubo gran escasez de víveres, con gran descontento del pueblo.

Hay un adagio árabe que a la letra dice: “lo que ha de ser, será”, o sea que el destino de los hombres y de los pueblos está escrito y que nunca nadie, ni pueblos ni hombres, podrán variar su destino. así vemos cómo, inexplicablemente, todos los próceres de la Revo-lución Mexicana murieron asesinados, uno en una forma, otro en otra, pero ninguno de ellos, a pesar de sus ideales y del bien que quisieron para su patria pudo librarse de su trágico destino.

aquiles Serdán, que momentáneamente se había salvado de la búsqueda hecha por los esbirros porfiristas, escondiéndose debajo del piso de la casa en donde había iniciado los primero disparos de la Revolución, fue descubierto por un inoportuno estornudo y fue sacrificado. Francisco i. Madero creyó en la lealtad de un hombre al que había favorecido y colmado de honores y riqueza, y ¡ese hombre fue su verdugo! Después, en 1919 y en la hacienda de chi-nameca, cayó Emiliano Zapata, traicionado también por guajardo, que le fingió amistad. En el año de 1923, en una sucia celada ten-dida por Salas Barraza, cayó el centauro del norte. Pancho villa, después de decirle a un pequeño que le previno del peligro: “¡no ha nacido el hombre que matará a Pancho villa; vete tranquilo!”, momentos después caía abatido por las balas asesinas. antes, en mayo de 1920, le había tocado su turno a don venustiano carranza, a quien muchos denominaban el “varón de cuatro ciénegas”, también víctima de la traición y del descuido de sus guardianes, diría yo; pero... ¡era su destino!

años después, Álvaro Obregón, el Manco de celaya, habiendo logrado la primera magistratura del país y disfrutando todos los ho-nores inherentes a ella, enriquecido y dispuesto a retirarse a la vida privada, insistió en probar las mieles del mando y fue abatido por las balas asesinas de león Toral. Se había cumplido el adagio árabe.

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Sí, les decían “los carranclanes”, y todavía hoy la gente, para decir “me robaron”, dice: “me carrancearon”, y es que quienes andaban en “la bola” —fueran villistas, zapatistas o carrancistas— entraban a un pueblo, lo tomaban y se apoderaban de todo: comida, dinero, lo que hubiera. Si no, ¿de qué iban a vivir?, los soldados no tenían salario y la lucha fue larga.

los que después fueron carrancistas, antes habían sido maderis-tas y más antes liberales, y por sus ideas muchos de ellos perdieron la vida. Entre las filas de los carrancistas hubo personas humildes que sacrificaron su vida y hasta la de sus mujeres e hijos por defen-der sus ideales.

Mi padre, el señor isidro lara, impresor de oficio, propietario de un pequeño taller de imprenta, también se lanzó a la lucha; no con las armas, sino con la palabra escrita. Editaba unas hojas sub-versivas contra el usurpador Huerta, arengando al pueblo a luchar denodadamente para no permitir la instauración de una nueva dictadura. “carta abierta a las chusmas envilecidas”, “viva la Revo-lución”, “Sufragio efectivo, no reelección”, “Madero no ha muerto”, eran algunos de los encabezados de sus hojas.

no mataron a mi padre quién sabe por qué, porque cuando muere Madero e imponen al general victoriano Huerta, él, incon-forme, edita por primera vez un periódico al que llamó El 30-30.

1 “con ese nombre nos distingue nuestro enemigo, pero a la vez ese nom-bre es sinónimo de energía, de carácter, de virilidad, de consciente” El 30-30, Orizaba, octubre 17 de 1915.

los “carranclanes”1

Miguel y Spencer Lara Ruiz

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En ese periódico hace un artículo en el que pone del asco a Huer-ta y denuncia que su régimen viene a destruir todo lo que se había logrado para independizarnos de la dictadura de Díaz.

Yo creo que mi papá formó parte de los círculos liberales que se organizaron durante el porfiriato y para los cuales Madero significó una esperanza. Por eso, cuando matan a Madero, mi padre junto con los otros correligionarios, forman un grupo. En ese grupo se encon-traba un señor venezolano que se llamó luis Ramón guzmán.

Ese señor guzmán había participado en un movimiento armado en contra del que era presidente de venezuela, el general vicente guzmán, por lo que había adquirido parque y algunas ametralla-doras en Estados unidos. Y como él y sus compatriotas fueron descubiertos, el señor guzmán se puso en contacto con gustavo Madero con el fin de colaborar en el movimiento que se estaba dando en México contra Díaz.

no sé cuál habrá sido el objetivo de este señor guzmán, el caso es que él se comprometió, con el grupo en el que estaba mi padre, a conseguir armas para los revolucionarios. Mi padre, por su parte, se comprometía a editar El 30-30, y otro señor, Samuel Bravo, se

venustiano carranza entra en Querétaro, noviembre de 1916. © (núm. inventario 33427) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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responsabilizaba de la distribución del periódico. Entre ellos habían llegado el acuerdo de que si por alguna razón uno de ellos caía en manos de la policía, debería echarse la culpa de todo.

un día, el señor Bravo le dijo a mi padre que había conocido a un revolucionario de hueso colorado que quería formar parte del grupo. Este señor, llamado Severino Herrera Moreno, decía tenía medios de información que podían ser útiles a la causa. Pero resul-tó que ese señor Herrera, que en realidad era un espía de Huerta, delató a mi padre como el editor de El 30-30, que ya circulaba en muchas partes de la República entre campesinos y obreros. Se decía que había campesinos que traían escondido algún ejemplar en los huaraches para que no se los vieran.

años más tarde, en 1916, Severino Herrera Moreno cayó en manos de la justicia carrancista, acusado de haber delatado, en 1913, a los diputados renovadores, ocasionando con ello que el diputa-do Pastelín fuera asesinado por Huerta. En esa ocasión salió en El 30-30 2 un artículo recordando cómo este espía huertista se había infiltrado en el grupo clandestino al cual pertenecía mi padre y cómo los había traicionado. la noticia decía así:

alMas infernales

En poder de la justicia revolucionaria ha caído un cobarde, un traidor: Severino Herrera Moreno.

Se le acusa de haber traicionado a los diputados renovadores propiciando, con esta conducta, el que Huerta hubiera mandado asesinar al diputado Pastelín.

Desconocemos los detalles relativos a la traición que se llevó a cabo con el diputado Pastelín, pero vamos a dar a conocer al lector la que observó con el director de El 30-30.

El 19 de agosto de 1913, Severino Herrera Moreno, amparándo-se con el título de revolucionario, sorprendió al entusiasta propa-gandista Samuel Bravo, único a quien el señor isidro lara, director de El 30-30, confiaba las hojas subversivas que, en aquel año del terror, estaba haciendo.

Entusiasmado el señor Bravo con el primer número de El 30-30, había logrado colocar 28,000 ejemplares, de los cuales, el señor

2 Fechado en México, D. F., julio 13 de 1916.

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Severino Herrera Moreno, había comprado, sin pagarlos, 600 ejem-plares.

El día 26 del mismo mes de agosto, al tiempo que Bravo entraba a la casa del señor lara, Herrera Moreno se colaba también, no dando tiempo a tomar precauciones, alardeando de un enérgico revolucionarismo.

El día 27, el señor Bravo fue a comunicar al Señor lara, que cinco personas le habían manifestado que Herrera Moreno era traidor, por lo que el Señor lara, ese mismo día, a las dos de la tarde, fue a buscar a Herrera Moreno, por la Secretaría de guerra, lugar en que el tenía seguridad de encontrarle y con el que entabló el siguiente diálogo.

—Señor Herrera, ¿cree usted que soy un hombre honrado?—¡cómo no!, don isidro.—¿cree usted que tengo palabra?—Sí señor; así lo creo.—Bueno, pues apoyado en la creencia que usted tiene formada

de mí, vengo a decirle que yo desconfío de usted.Se desconcertó Herrera, titubeó un poco, y contestó.—voy a explicar a usted lo que pasa —y guardó silencio.El señor lara le dijo:—Mire, señor, yo no vengo a explicaciones, vengo a saber si usted

comulga con mis ideas o va contra ellas, si es esto último, vengo a ponerme a sus órdenes para que proceda, en contra mía, desde luego.

Son las intrigas de mis enemigos personales que tengo entre los revolucionarios, porque como mi esposa es amiga de la familia del doctor urrutia, y yo estuve curándome en su sanatorio, han corrido el rumor de que yo traiciono.

—¿Eso es verdad?—Sí, don isidro.—Deme usted la mano en señal de ser honrado y cumplir su

palabra.le estrechó la mano efusivamente al señor lara y se despidieron,

citándose al día siguiente para ponerse de acuerdo en la propagan-da de El 30-30, en la esquina de las calles del Seminario y la Moneda. Debían concurrir a la cita el señor Moreno, el señor Bravo y el se-ñor lara.

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Moreno manifestó que en vista del peligro que había, por ser bien conocidos, como revolucionarios, iba a invitar a su esposa para que no infundiera sospechas el grupo de las cuatro personas. (Su esposa era también policía reservada y la llevaba para que conocie-ra a los señores lara y Bravo.)

El día 28 a las 6:30 de la tarde se reunieron los cuatro, Bravo iba de compañero de la esposa de Herrera, y éste de compañero del señor lara.

Se habló de las personas que se habían comprometido a tomar 5,000, 3,000, 1,000 ejemplares, y otras cantidades de El 30-30, pero en el trayecto con rumbo a la casa de Herrera, el señor lara dijo a éste:

—Señor Herrera, ¿ha medido la magnitud de lo que hacemos y lo expuestos que estamos?

—Sí, don isidro, cómo no.—le voy a pedir un favor —le dijo el señor lara—, si por des-

gracia mía, me aprehenden estos hombres, sé que me tienen que asesinar y, en ese caso, quiero que usted me haga el favor ya que tiene algunas relaciones, que se encargue de emplear a mis hijos mayores, ulises y Spencer (de trece y de nueve años, respectivamen-te) de mozos, de papeleros, de lo que se pueda, para que ganen para sostenerse y la madre, con los tres niños pequeños que tiene, se pueda defender, sin que le sean una carga los dos más grandes.

—¡ni piense así, don isidro!, pero si tal caso sucede, yo le ofrez-co que estaré pendiente de ellos.

El día 2 de septiembre aún estábamos dormidos cuando escuchamos unos fuertes toquidos en el zaguán de la casa.

Mi madre, quien ya presentía lo que iba a suceder, tomó los documentos que mi padre le confiara con la consigna de que si él llegara a encontrarse comprometido los destruyera. Fue y retacó los documentos en el excusado hasta que se perdieron; después tomó el busto de Madero que teníamos en una repisa y lo escondió entre las cenizas del brasero.

Mi padre ya tenía preparadas, en la imprenta, las galeras del segundo número de El 30-30, por lo que fue adonde estaba la com-posición tipográfica que él había hecho y la empasteló, es decir, la revolvió para que no la encontrasen. Todo esto en minutos.

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Seguían tocando el zaguán y mi padre fue a abrir.—¿Por qué no abría?—Estaba buscando la llave.—¿Es usted isidro lara?—a sus órdenes, señor.—Pues en nombre de la ley, está usted preso.El señor Francisco chávez, inspector de policía, y siete policías

más se introdujeron a la casa; se apostaron en las puertas. uno custodiaba a mi padre y otro a mi madre. los demás se dedicaron a catear la casa ¡Hasta las macetas que teníamos en el patiecito las rompieron, buscando algo que por fortuna, no encontraron.

chávez, sacando un ejemplar de El 30-30, se dirigió a mi padre pidiéndole los originales.

—no hay originales —contestó.—¿usted hizo este periódico?—Sí, señor; pero yo acostumbro tomar mi componedor, ir pen-

sando e ir haciendo la composición.—¿Quién le ha ayudado a usted en esto?—nadie.

El general venustiano carranza, ca. 1916. © núm. inventario 33427) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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—¿Quiénes le han ayudado a propagar El 30-30 y estas otras hojas? —y le mostraba tres “hojitas subversivas”.

—nadie, señor. Yo lo he pensado; he parado la composición; lo he impreso y lo he repartido.

—¿Y cómo pudo usted hacer esto?.—Muy sencillo, al oscurecer salía de mi casa y en las iglesias, en

los cines, en las cantinas, en los zaguanes, en las ventanas y donde podía, lo repartía.

—¿Por qué está usted entonces a disposición del doctor urrutia y del general Blanquet? ¿cómo lo supieron?

—no lo sé.Francisco chávez se quedó pensando y después de unos minutos

dijo:—¡Está usted fundido! Dése por preso y acompáñeme.Parados en el sitio donde habían detenido a mi padre, vimos

cómo los agentes lo tomaron fuertemente de los brazos y se lo lle-varon.

al pasar junto a nosotros, nos miró y le dijo a mi madre:—cuida a la niña y ve por un médico.alfita, mi hermana, tenía fiebre. cerramos el zaguán y nos que-

damos muy tristes y desconcertados. Mi madre le dijo a ulises:—ve a ver al señor Ortega y dile que se llevaron a tu papá.El señor Ortega era la única persona a quien podía recurrir mi

madre. Después de mucho tiempo regresó ulises.—¿lo viste? —le dijo mi mamá.—Sí, mamá.—¿Qué te dijo?—nada; me dio esto —al tiempo que le entregaba a mi madre

un dinero.Hago este relato a partir de lo que vi y de lo que viví al lado de

mi madre y mis hermanos; mas los hechos y las circunstancias que ocurrieron hasta la liberación de mi padre, que continúo narrando, nos los contó él mucho tiempo después.

De la casa condujeron a mi papá a la inspección de policía y lo entregaron al jefe de la policía secreta.

De ahí se lo llevaron a la “sexta” y lo tuvieron con centinela a la vista, recluido en un cuarto oscuro. Pasaron muchas horas; no había desayunado ni comido y le dijo a su custodio.

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—¿no podría conseguirme algo de comer?nos contó que le dio tres pesos que traía en la bolsa y pasado un

rato le trajo dos tortas y un pocillo con agua.Perdió la noción del tiempo; cuando lo sacaron de su encierro

vio el reloj, ya eran las seis de la tarde. lo subieron a un coche; caminaron mucho, mucho tiempo. iba al centro de dos guardias y con los ojos vendados, oyendo el monótono rodar de las ruedas sobre el empedrado, pensando mil cosas, esperando de un momen-to a otro el golpe asesino. Porque así se acostumbraba. Por fortuna no pasó eso, sino que lo llevaron frente al ministro de gobernación, el doctor aureliano urrutia, introduciéndolo en su despacho.

urrutia le preguntó:—¿Por qué usted denigra en su periódico al general victoriano

Huerta?—Señor —le dijo mi padre—. Me encuentro frente al ministro

de gobernación, si yo pidiera hablarle al doctor urrutia, muchas cosas le diría.

—Pues háblele al doctor urrutia.—Mire, señor, yo me siento orgulloso de que en México tengamos

una eminencia científica como lo es usted. Sé de una operación milagrosa que hizo, y por eso lo admiro y lo respeto, pero usted, como ministro de gobernación de un depravado y asesino como lo es Huerta, sinceramente ¡lo detesto!

—Bueno —dijo urrutia—, eso es una cuestión de conviccio-nes.

Y le ordenó a chávez que se llevara a mi padre a la prisión de Santiago, y a nosotros, para que no sufriéramos, al hospicio.

En el trayecto del Ministerio de gobernación a la inspección de Policía chávez le dijo a mi padre:

—De veras que tiene usted pantalones, mi amigo. Yo he visto presos que se hincan frente al ministro pidiéndole que les salve la vida. —Y agregó —: ¿Sabe usted? Severino Herrera Moreno es un miserable, porque sin ser policía está haciendo méritos con el doc-tor urrutia. Es él quien denunció a Samuel Bravo, a luis Ramón guzmán y a usted.

al señor guzmán lo detuvieron también, tres días después que a mi padre; el mismo día que detienen a otros revolucionarios como atenor Sala, al licenciado Manuel calero y a la señora Juana gutiérrez.

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la noticia fue publicada en el diario El Imparcial del 5 de septiembre de 1913 y mi padre conservó el recorte como recuerdo.

nos contaba mi padre que a él no lo pusieron en la galera de los presos comunes, sino que lo tuvieron en una celda solo. no me acuerdo cuántos días estuvo allí, lo que sí me acuerdo es que mi madre le mandaba comida con mi hermano mayor, ulises, y que dentro de las tortas le ponía unos recados para que estuviera entera-do de lo que pasaba afuera. Hasta que una vez regresó ulises con su canasta y le dijo a mi mamá que mi papá había mandado decir que ya no le mandara comida, que lo iban a trasladar a la penitenciaría.

Fue una noticia desconsoladora para mi madre, y ahora que estoy haciendo este relato, pasados tantos años, pienso y recuerdo... ¡que situación!: mi padre preso, mi madre angustiada y mi hermana alfita muy grave.

nunca nos faltó la ayuda del señor Ortega. como la casa estaba constantemente vigilada, se disfrazaba de cura para ir a ver a mi madre y le dejaba unos centavos.

nos contaba mi padre que en cierta ocasión, como a las diez de la noche, estando en su celda de la penitenciaría oyó que corrieron el cerrojo, entraron dos hombre y le dijeron:

—¡vámonos!Mi padre se incorporó y comenzó a ponerse los zapatos; nos

decía que le temblaban las manos.—apúrese, amigo.—¿Para qué quiere que me apure? ¿Para llegar más pronto a la

muerte?Estaba en mangas de camisa, por eso tomó su sarape.—a dónde lleva eso—Pues no sé a dónde me llevan.—Deje eso y póngase el saco, que va a ver al ministro.Dice mi papá que sonrió, balbuceando: ¡al ministro, al ministro!caminaron corredores muy largos, llegaron a un patio, lo subie-

ron a un coche y partieron. la misma angustia de la otra vez. Pen-saba que en el camino lo iban a asesinar, pero no fue así.

llegaron a gobernación, lo bajaron y se encontró en un patio rectangular muy grande. Ya había oscurecido. Traspusieron varios corredores y llegaron a una oficina, entraron, y ¿cuál sería su sor-presa? ahí sentado estaba Severino Herrera Moreno.

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Tras de su escritorio un hombre adusto, moreno, de pelo lacio, fisonomía indígena; era el doctor urrutia nuevamente.

Mi padre, pálido, desaliñado, pero soberbio, erguido frente al ministro.

El doctor urrutia se le quedó mirando y le preguntó:—¿Qué ha pensado usted en estos días de reposo?—He pensado en mi mujer y en mis hijos.—Pues en nombre de sus hijos, le perdono a usted la vida. Pero

eso sí, señor lara, mejor agarre usted una 30-30 y váyase a la Revo-lución y no siga sacando ese periódico con el que perjudica más.

Salieron de su despacho y chávez lo entregó a los dos agentes que lo habían llevado y les dijo:

—Este hombre está en absoluta libertad.Mi padre no lo creía. lo llevaron a la puerta que queda a espal-

das de Bucareli y allí lo soltaron.Ya era tarde; comenzó a caminar por la banqueta enlosada. Sólo

el farol de la esquina alumbraba. Siguió caminando, pero le tem-

El licenciado Miguel calero, ciudad de México, ca. 1912. © (núm. inventario 11446) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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blaban las piernas. un miedo interior lo sobrecogió, esperando la descarga por la espalda.

Pensaba: “Todo es mentira, me engañan y van a aplicarme la ‘ley fuga’, como a tantos otros”. Pero no, nada pasó. llegó a la esquina de Bucareli y dio vuelta a la izquierda; siguió caminando. Eran las once de la noche cuando llegó al zaguán de la casa y tocó.

Mi madre estaba velando a alfita, que seguía muy mala. El doctor ya la había desahuciado; tenia fiebre tifoidea. Desesperada, unas horas antes, había ido a sacar el busto de madero que se encontra-ba debajo del fogón, en la cocina. Recuerdo muy bien que se hincó frente a él y le dijo:

—Si por tu causa van a matar a mi esposo, ¡sálvamelo!Eso fue como a las siete de la noche, y algunas horas después, a las

once, ¡la sorpresa maravillosa! Fue llegando mi papá. cuando entró, mi madre lo miró, lo tentó, flaco, demacrado, como un espectro.

—¿Eres tú? ¡Bendito seas! —dijo.Pensaba que estaba soñando. nadie creía que se había salvado.

los mismos licenciados que habían tomado su caso quedaron sor-prendidos cuando supieron que estaba libre, porque se decía que de urrutia no había quién se salvara. Todos los revolucionarios que por alguna razón caían prisioneros, él los condenaba a la muerte. les aplicaba la “ley fuga” o, lo que es lo mismo, “mátalos en caliente”.

Era tan increíble su liberación, que me parece que por eso mi papá quiso retratarse al otro día. Él mismo no lo creía.

Ya después el señor Ortega le ayudó a mi padre a establecer otra vez su imprenta en las calles de República del Salvador y callejón de Humboldt. ahí se dedicó a trabajar, pero siguió con su idea de hacer algo para derrocar a Huerta.

Me acuerdo que se iba a trabajar de las nueve de la noche a la una de la mañana, para seguir sacando sus “hojitas subversivas”:

¡pueblo alerta!cobardemente ha huido el traidor y asesino victoriano Huerta, ya lo sabéis, pero no cesando en su labor de perversidad e intriga, nos ha dejado en manos del afeminado Francisco carbajal, el fantoche de los científicos, el que ha servido para proteger a sus verdugos.

Recuerda pueblo, que este menguado fue quien patrocinó la salida del tirano Porfirio Díaz, para que después de sus crímenes, saliera ileso al extranjero a gastarse los millones que robó a la nación, oprimiendo al

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obrero y dando amplias concesiones a los extranjeros y a los científicos para enriquecerlos y enriquecerse. Pueblo, recuerda que éste a quien se te quiere obligar a que lo respetes como Primer Jefe de la República, fue quien impidió que la ley se cumpliera castigando a los corruptores del ejército, Bernardo Reyes y Félix Díaz, y este mismo bailarín es el que se presta a las indicaciones del criminal Huerta para seguir en la infame tarea de opresión y bajeza en que desde hace tanto tiempo estás viviendo.

¡Pueblo despierta! ¡Defiende tus derechos! ¡no permitas más ultra-jes! levántate como lo han hecho nuestros hermanos los valientes del norte, para que no se diga que el pueblo de la metrópoli, es un pueblo de eunucos y desgraciados. valor, a las armas, pueblo valiente, si no las hay, sí hay piedras, y también hay fuego, éste todo lo purifica.

“la libertad no se pide, se toma”¡Muerte y exterminio para todos los traidores!

¡bájese, “pelado”!En el año de 1910 se celebró el centenario de la independencia de una forma majestuosa; los gobiernos de todos los países habían mandado sus representaciones, para estar presentes en el acto con-memorativo. Yo tendría unos siete años, y debo de haber ido en primero o en segundo de primaria, pero recuerdo que todos los niños participamos en ese evento.

En las escuelas, con uno o dos meses de anticipación, se comen-zaron a ensayar los número que íbamos a representar en la Plaza de la constitución. nos habían dicho que debíamos ir vestidos de blanco y nos dieron un distintivo tricolor para prenderlo en el pecho de nuestra camisa.

llegado el día de la celebración, que fue el 15 de septiembre de ese año, alumnos de todas las escuelas nos reunimos en la Plaza de la constitución. a mí me tocó estar frente a la catedral metropolitana, por lo que pude ver pasar de cerca la carroza donde iba don Porfi-rio Díaz, tirada por tres troncos de caballos, atrás venían los diplo-máticos de todos los países. los niños cantamos un himno que decía “¡Oh, santa bandera...!”; no sé qué más.

las fiestas se celebraron con toda pompa y lujo. En Palacio se ofreció una comida a todos los diplomáticos que habían venido. Recuerdo que dos días después mi padre nos llevó a mí y a mi her-mano ulises, para que viéramos los vestigios de la fiesta que se había celebrado. ahí se veían las sillas, las mesas todavía con sus manteles blancos y las botellas que aún no habían levantado.

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Mi padre nos contaba que habían formado un cerco que abar-caba ocho o diez cuadras alrededor de la Plaza, para impedir que los indios —que vestían calzón de manta y sombrero de petate— pu-dieran pasar dentro de ese cuadro.

Ese acontecimiento fue como una burla para el pueblo. Sin em-bargo, en todas partes había kermeses, bailes, venta de comida: atole, tamales, buñuelos, fruta, etcétera, y en la noche del 15, como es costumbre, sonó la campana de Palacio, en recuerdo del grito de Dolores, tirada por el general Porfirio Díaz. Siguieron, como siem-pre, los castillos y otros juegos pirotécnicos que en aquella fecha fue-ron muy especiales por tratarse del centenario de la independencia.

al día siguiente hubo la formación del ejército y mi papá nos llevó a verla. vimos pasar a los cadetes y oficiales del Heroico cole-gio Militar, vestidos elegantemente, con sus quepís y sus sombreros con hilo dorado. También llamaba la atención el paso de “los rura-les”, con su marcha acostumbrada.

Estas fiestas se alargaron todo el mes de septiembre. Hubo re-presentaciones en todos los teatros y las plazas; en los jardines había música y números especiales.

En esa época, antes de la Revolución, en el centro de la ciudad no vivían indios. Si ya nosotros, por ejemplo, pagábamos rentas de ocho y quince pesos mensuales en Pino Suárez, ¡dónde iba a poder pagarlas esa pobre gente!

Se daba el caso de que cuando un “pelado”, es decir, una perso-na de calzón de manta y sombrero de petate, al caminar por la acera se cruzaba con un “señor” vestido de traje y con sombrero de bombín o sombrero boleado, y no se bajaba, entonces el señor le decía: “¡bájese pelado!”, si acaso no lo hacía, lo llevaba con el gen-darme de la esquina y lo acusaba de insulto. Entregaba su tarjeta al policía y le decía: “Remítame a este hombre a la Demarcación. Me ha insultado”. En cada esquina había un gendarme vestido de azul y con un garrote. Si por alguna razón detenían a una persona y la tenían que remitir a la Demarcación, se la entregaban al gendarme de la esquina y éste, a su vez, la llevaba a entregar al de la esquina siguiente, y así, hasta que llegaban a la Demarcación.

El agua que se usaba para beber venía del Desierto de los leones y tenía una apariencia café por el barro que arrastraba. las familias la dejaban asentar y luego la decantaban para que el lodo quedara

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abajo. no se hervía, le echaban adentro un carbón de encino bien prendido, para purificarla. Quien tenía medios la filtraba con filtros de piedra. Por esta razón muchas personas mejor tomaban pulque.

Esta falta de agua y los piojos hacían que la gente se enfermara de tifo o de otras enfermedades. cuando una persona se enferma-ba de tifo, en la puerta de la vecindad se ponía un letrero que decía: “enfermo de tifo”, y se quedaba en cuarentena, o sea vigilada por Salubridad durante cuarenta días.

El enfermo de tifo no comía nada, nomás estaba a base de jugo de naranja, nada de leche ni de comida, porque era como infección del estómago. En ese entonces sólo se le daba una medicina que se llamaba calomel, que era una especie de desinfectante, por cuatro periodos. El primer periodo era a los siete días; si no moría, se es-peraban hasta los nueve; de los nueve a los trece, y de los trece, a los veintiuno. Si a los veintiún días no sanaba, se moría.

así vivía la gente humilde en esos tiempos, la gente del pueblo. un artículo de El 30-30 3 decía lo siguiente:

Ya que nos ha tocado no caer vencidos en la lucha, debemos comparar la época de ayer con la de ahora, es decir, el año 1910 con 1916.

En 1910, con qué afán, con qué anhelo pidió la mayoría del pueblo la no reelección y el 26 de junio de ese año, nos disputamos las casillas

3 Fechado en México, D.F., 13 de agosto de 1916.

los cadetes del colegio Militar desfilan durante los festejos del centenario dela independencia, ciudad de México, 16 de septiembre de 1910. © (núm. inventario 33670) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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electorales. ¿Por qué deseábamos destruir la reelección?, porque en el ánimo de cada mexicano había el deseo de cambiar costumbres, y cambiar de vida; porque en la celebración del centenario de nuestra inde-pendencia, se hizo derroche de rebajamiento de la dignidad del pue- blo, para que se destacara mejor el despotismo de los protegidos del tira-no, para que se hiciera patente la miseria de los despojados con los relumbrones de los despojadores que estaban dispuestos a vencer o a “llegar hasta la ignominia” si era necesario.

Y de aquí parte nuestra lucha, con todas nuestras inexperiencias, y de aquí surge nuestro primer presidente, elegido por la voluntad del verdadero pueblo, es decir, de las multitudes que tanto desprecio y horror causaban a nuestros nobles(?) aristócratas. como un recuerdo de esa época, traemos a colación la catástrofe de Tacubaya, en 1913, producida por una góndola cargada de pólvora fina que al hacer explosión derrum-bó cuatro manzanas a la redonda. una “virtuosa” dama de la aristocracia, atraída por la curiosidad, fue a ver los estragos de la explosión, dando entre otras cosas con una vecindad ocupada por familias humildes, y después de contemplar... exclamó:

—Si sólo fueron pelados, creía que se trataba de personas decen-tes.

asÍ era Mi papá

Mi papá nació el 15 de mayo de 1869 en el barrio de la Palma, allá por la Merced, núcleo de artesanos humildes, zapateros, talabarte-ros, yeseros, aguadores y cargadores. Su padre era Miguel lara y su mamá concepción aguilera.

Fue hijo de una familia muy humilde, pues su padre era zapate-ro de oficio; eso sí, muy cumplido en su trabajo y no era borracho. Fueron tres hijos: mi tía Margarita, mi tía adela y mi papá, isidro lara; era el menor.

nos contaba mi papá que cuando eran niños, por ser protestan-tes los demás compañeros de escuela solían gritarles:

—¡ateos!¡Protestantes!como mi tía Margarita era la mayor, agarraba una piedra en la

punta de su rebozo y con él correteaba a los chamacos, para darles de rebozazos.

cuando mi padre tendría unos doce años murió su mamá y no tenían con qué enterrarla; entonces salió a la calle, llorando, y se encontró a una señora vestida de negro, con un velo negro también sobre la cara, quien le preguntó:

—¿Qué te pasa, muchacho?

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—Señora —le dijo mi papá— se murió mi madre y no tenemos con qué enterrarla. Entonces la señora sacó cincuenta pesos y se los dio. cuando mi padre volteó la cara ya no la vio.

Siendo muy chico, entró a trabajar a una imprenta, como apren-diz. nos contaba que después de trabajar ahí como un año o año y medio, fue y le dijo a su mamá:

—Oye mamá, dicen que si me saliera de esa imprenta y me fue-ra a trabajar a otra, podría ganar más.

Y su mamá le decía:—no, hijo, sigue ahí.—Pero mamá, gano ahí muy poco y ya puedo trabajar como

cajista en otro lado y ganar más.Y ella le insistía:—Tu sigue allí, sigue allí.Y ahí siguió trabajando hasta que duró como doce años. cuando

vendieron esa imprenta, la compró un señor Schmidt, que no ha-blaba español, y como mi padre hablaba inglés y conocía bien la imprenta, lo nombró gerente.

nos contaba que cuando trabajaba con Schmidt, como era ge-rente, andaba muy bien vestido, de levita y con sombrero boleado. ahí fue cuando conoció a mi mamá.

Mi madre era de Querétaro; su padre se dedicaba a vender libros de un pueblo a otro. visitaba a los curas, a los médicos, a los licen-ciados... Y en su gira podía durar uno o dos meses. Resulta que se empeoraron las cosas en su negocio, y tomó la decisión de venirse a México a establecerse, por lo que vendió todo lo que tenía allí y puso un estanquillo en la capital, donde comenzó a vender mer-cancía. Mi madre y su hermana se vieron obligadas a trabajar y entraron de dobladoras a la imprenta en donde trabajaba mi papá.

a los dos meses de trabajar ahí, mi papá se informa dónde vive y el día menos pensado va a visitar a la familia y les dice a sus papás:

-—vengo a visitarlos para decirles que me he enamorado de su hija y, aunque ella no lo sabe, quiero casarme con ella.

no sé si mi papá habría hablado antes con mi mamá insinuán-dole que se interesaba por ella, el caso es que mi mamá llega a su casa y encuentra a sus papás con unas caras largas, muy serios, y le dice su papá:

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—¿cómo iba a creer que nomás hiciste de entrar a trabajar y en dos meses ya estás para casarte?

—¡cómo! ¿Quién te dijo eso?—Ya vino el señor lara a pedirte.al mes, o dos meses, mis papas se casaron.Mi papá no era una persona severa, por eso le teníamos mucha

confianza. nunca nos pegó, siempre por convencimiento nos hacía reflexionar. no era muy dado a llenarnos de juguetes o de regalos; el día de nuestro cumpleaños hacíamos una comidita especial, nos reuníamos con la familia, y nos regalaba alguna ropa o algo que nos sirviera para vestirnos. Siempre nos tomaba en cuenta y nos consideraba como sus colaboradores.

En su periódico escribía las ideas que tenía sobre la mujer; decía que estaban sometidas a una educación porfiriana y religiosa que hacía que fueran inútiles y mochas. Por eso abogaba para que las mujeres estudiaran y trabajaran. También escribía sobre el indio; incluso ya en 1916 comienza a imprimir artículos en náhuatl que traduce un amigo suyo, el señor Sixto Tlapanco, y publica el Plan de guadalupe en náhuatl. Más tarde saca un periódico que se llamó La voz del indio.

criticaba mucho a los que vivían a expensas del pueblo. Decía que los enemigos eran: el “hombre sorbete”, el “hombre machete” y el “hombre bonete”. El primero es el que debiendo ser un servidor de la nación, se convierte en un hombre servil, encubridor de fraudes y pro-tector de abusos al pueblo, con tal de disfrutar un sueldo miserable. El segundo es el que utiliza el uniforme para amedrentar a los civiles, olvidando su deber. Pero el “hombre bonete”, según él, era el más nocivo, porque “encubriéndose hipócritamente con la sotana, oculta su inmoralidad y vive a expensas de todos, especialmente del pueblo”.

De ODa a atenas a el 30-30no sé qué estudios habrá tenido mi papá, el caso es que tenía como amigos a unos muchachos que estudiaban en la universidad; algunos de ellos muy cultos, como la señorita laureana Klenhjas, un señor galza aldape, que en el tiempo de victoriano Huerta ocupó varias carteras y fue ministro de gobernación después del doctor urrutia, y otra persona, la señora anastasia Portillo, que ocupaba un puesto en la Secretaría de Educación.

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Mi papá era obrero impresor, por eso me llama la atención el por-qué se rozaba con estas personas; tal vez por sus ideas. Seguramente fueron ellas quienes lo iniciaron en la masonería. Porque mi padre fue masón y pertenecía a la gran logia Masónica del valle de México, que tenía su local en las calles de gante. llegó a ser venerable maestro o grado 33, que es el máximo grado dentro de la masonería.

Yo pienso que mi padre estuvo ligado a los grupos liberales de aquella época, y por los trabajos que desarrollaban, una vez se vio inmiscuido en un caso que le costó que lo llevaran a prisión, pues lo sorprendieron participando en una velada en la cual se leyó y después se repartió una obra que se llamaba: Oda a Atenas.

la Oda a Atenas tenía varios versos; uno de ellos decía algo así:

Madre Patria, levanta la cabeza,sacude tus dormidos sentimientos,enerva esos mortales velos somnolientos,que ocultan tu poder y tu grandeza.

Precisamente el trabajo de mi padre era hacer unos anuncios para los teatros, de esos que se pegan en las paredes. como en las noches salía a recorrer los teatros, para saber qué programa tenían para el día siguiente, entonces aprovechó para repartir la famosa Oda a Atenas, y la policía, al investigar, se lo llevó a la cárcel. ahí se identificó como obrero impresor y dijo que lo habían invitado a repartir esas hojas, pero él ya sabía que incitaban a la Revolución y estaba de acuerdo. El juez le dijo:

—nosotros sabemos que usted es inocente, pero va a quedarse aquí ocho días para que sirva de escarmiento a los demás mucha-chos.

Esto debe haber sido en el año 1885, cuando mi papá habrá tenido unos diecisiete años. Ya se ve aquí, desde entonces, que él tenía ideas liberales y que, precisamente a través de esos contactos que tenía en la universidad, conoció a las personas con las cuales, más tarde, cola-boraría para derrocar primero a Díaz y después a Huerta.

no sé de qué manera mi papá habrá aprendido el inglés, pero en la imprenta del señor Schmidt yo creo que se acabó de perfec-cionar. Tampoco sé cuántos años habrá durando con Schmidt, el caso es que después se fue a trabajar a la imprenta de un señor lacó,

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que estaba en las calles de la academia. Después de trabajar varios años ahí, un día lacó le presentó al señor Schneider, que iba a trabajar en la imprenta como subgerente. a mi papá esto no le pareció, pensó que lacó trataba de imponerle a este subgerente para después sacarlo. lacó le decia:

—no, don isidro. a mí me interesa este señor porque tiene muy buenas relaciones.

Este señor Schneider estaba muy bien relacionado con compañías petroleras, con bancos, y mi papá más bien se dedicaba a adminis-trar el trabajo de la imprenta; pero a mi papá esto no le pareció y se salió.

Sin embargo, ahí conoció a un doctor que era cliente de la im-prenta y que lo quería porque miraba que mi papá era un hombre muy serio que tenía ilusiones de trabajar. un día lo llamó a su casa y le dijo:

—Mire, don isidro, le voy a regalar esta prensita y este peinazo de cajas para que usted vaya formando su imprenta.

Esta imprentita la tenía embodegada en la casa en donde vivíamos y era muy chiquita.

luego, cuando murió otro amigo suyo que se llamaba gabriel Ramírez y era grabador, mi padre quedó como tutor de sus hijos y como encargado de su taller. Siguió atendiendo la misma clientela del señor Ramírez y metió su prensita. Más tarde pone ya su impren-ta y la del señor Ramírez en las calles de Santo Domingo, esquina con Donceles. ahí se hace de otros elementos para trabajar de manera independiente por algún tiempo. Esto viene siendo por el año de 1907 hasta 1910, o sea que antes de la Revolución mi papá ya tenía su imprenta y no le iba mal, no padecíamos. comenzamos a padecer durante la Revolución, porque mi papá pierde toda su clientela y se dedica a participar.

una de las tareas que realizó mi papá antes de que estallara la Revolución, por el año 1910, fue una edición popular de la consti-tución de 1857, explicaba artículo por artículo por vicente aldana, para que fuera comprensible a la gente más humilde. En esa época, tal cosa se consideró un acto subversivo y por ello pusieron a mi padre a disposición de la justicia.

un día mi papá nos llevó a donde estaba el caballito, más o menos por donde estaba la lotería nacional, a ver la entrada triun-

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fante de don Francisco i. Madero. venía montado en su caballo y seguido por una multitud de gentes del pueblo que llenaban todo el ancho del Paseo de la Reforma.

Recuerdo como hecho sobresaliente la Decena Trágica, porque en ese tiempo nosotros vivíamos en la calle de Flamencos, que hoy se llama Pino Suárez. En muchas vecindades cercanas las bombas habían volado el tanque de agua, o una descarga de cañón había atravesado las paredes. una granada fue a estallar en la casa de una prima mía, atravesando las paredes al punto en que ya iba a llegar a la recámara adonde estaban durmiendo. no acostumbrados a ello, todos estábamos en zozobra.

Mi papá trabajaba en su imprenta en forma muy reservada: de noche y con vela para que nadie se diera cuenta. nomás se oía el ruidito de la máquina, chas-chas-chas, despacito. una vez sí tocó la policía y le dijimos que estábamos sacando un trabajo atrasado.

Tuvo que quitar su imprenta de ahí de Santo Domingo porque le pidieron la casa, quizá porque ya no podía pagar la renta, y la metió a una de las piezas de nuestra casa. Teníamos tres piezas, una era la imprenta, otra la recámara y la otra cocina y comedorcito. Más tarde tuvo que vender el tórculo, una máquina para imprimir grabado; lo compró un señor que después se dedicó a falsificar bi-lletes allá en el estado de colima. Se quedó nada más con la pren-sita de pie y el peinazo de cajas y tipo que le había regalado el doctor. Es ahí donde saca su primer número de El 30-30, al principio de sólo cuatro páginas tamaño media carta.

En ese tiempo mi papá le hacía unos anuncios a un señor Helt, norteamericano. Este doctor iba periódicamente a dar consulta a varias ciudades de provincia y se anunciaba con anticipación para que la gente supiera el lugar donde se iba a hospedar y atender a los enfermos. Mi papá le haría unos cinco mil anuncios y dentro de los paquetes de los anuncios aprovechaba para mandar la propa-ganda subversiva.

En el lugar a donde iba este doctor había un correligionario que re-cogía los anuncios y repartía la propaganda. Me imagino que el doctor estaba de acuerdo y de esa manera colaboraba con la Revolución.

El ambiente en este momento era muy difícil; había una vigilan-cia extraordinaria; tenían que cuidarse mucho de lo que hablaban y de no ser escuchados, porque había “soplones” por todas partes.

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Dentro del grupo al que pertenecía mi padre, y que trabajaban cada uno por su lado para lograr el mismo fin, había una señora Ruero, que tenía un taller de zapatería. como no podían reunirse siempre en el mismo sitio, porque podían causar sospecha, tenían que cambiar el lugar de reunión constantemente por distintos rumbos. En estas reuniones se comunicaban los triunfos que venía obteniendo carranza y se ponían de acuerdo para repartir la pro-paganda.

En una ocasión hicieron una reunión por la villa de guadalupe, a la cual invitaron pura gente de absoluta confianza. En ella parti-ciparon los hijos de la Ruero, según platicara ella misma a mi padre. Decía que estando reunidos ahí cerca de veinticinco personas, al-guien los denunció. como les encontraron la propaganda y papeles que los comprometían, sin más ni más los sacaron, los formaron y ahí mismo los fusilaron. claro que la señora Ruero platicaba esto desesperada, llorando, y todo ello causaba mucho temor.

En esas fechas uno no podía hablar nada sobre la Revolución, había mucho “soplón”, mucha policía reservada. Por eso todo era velado, clandestino.

Sabíamos que mi papá era masón, pero no sabíamos con quiénes se reunía. nosotros nada más sabíamos que mi papá había ido a una junta y que daban las once o doce de la noche y no llegaba, y mi mamá, preocupada. Y es que no nos decía dónde iba ni le contaba a mi mamá, porque en aquella época el clero estaba muy metido, e inclusive había mujeres que en la propia confesión platicaban en qué andaban sus esposos y de esa forma, sin quererlo, los delataban. Por eso mi papá sólo decía que había estado en una junta. Había casos de grupos de amigos que podían estar platicando confiada-mente, sin saber que uno de ellos era “soplón”.

un día estando en el cajón (tienda) de ropa el señor Ortega, mi papá y nosotros, llegaron unas personas y le dijeron a mi papá.

—Don isidro, están unas personas en su casa y parece que son policías, y quieren hablar con usted.

El señor Ortega no era político pero quería mucho a mi papá; entonces le dijo:

—Espéreme, don isidro. voy a ver de qué se trata. agarró su bicicleta y se fue a ver quiénes eran; al llegar, le dicen

los policías:

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—¿El señor lara?—Dígame —les dice.Pues es que esto y esto y esto otro; puras amenazas. Entonces el

señor Ortega les dice:—Oigame, yo también lo vengo a ver; me confundieron.Regresó al cajón y le contó a mi papá qué le habían dicho.Otra cosa que también causaba mucha angustia es que pasaban

por las calles y se llevaban a los muchachos a la leva, precisamente para combatir a carranza. un día que estábamos en la imprenta con mi papá, como a eso de las cinco de la tarde, lo acompañé a tres o cinco accesorias delante de donde estaba la imprenta, a una hojalatería que tenían los hermanos Belmonte, también maderistas simpatizantes de la causa. cuando estábamos ahí llegó la esposa de uno de los señores Belmonte, gritando:

—¡cierren la puerta que ahí viene la leva!inmediatamente cerraron la puerta, apagaron la luz y todos nos

quedamos en silencio. Mi papá estaba preocupado porque mi her-mano ulises se había quedado solo en la imprenta. Es que entraban, sacaban a dos, tres, cuatro muchachos, los echaban en medio de la calle, y los iban tirando los “montados” con una cuerda, amenazán-dolos con su carabina. así hasta que juntaban 200 o 300 personas. Por fortuna no le pasó nada a mi hermano.

En otra ocasión, a mi padre lo invitó uno de sus amigos, el señor Palacios, a que fueran a dar una vuelta y a tomar un café. Estando ahí reunidos se presentó un piquete de soldados y cerraron el café. Resulta que las botellas de vino que estaban allí, estaban llenas de cartuchos de bala. Por tal motivo, todos fueron apresados e interro-gados, por lo que tuvieron que pasar toda la noche en prisión hasta hacer las averiguaciones.

Todo esto demuestra que habían tomado el poder las fuerzas contrarrevolucionarias, pero que el pueblo no lo admitía y seguía luchando por su libertad. Por eso, cuando triunfó carranza mucha gente lo siguió, entre ellos mi padre.

“Orizaba, un pueblo grandote, feote y con pretensiones de ciudad”Fue una mañana, no recuerdo de qué mes. nuestra casa ya estaba vacía; era muy temprano. Ese día mi mamá nos dio de desayunar sólo café negro y tamales.

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Salimos a la calle y tomamos un carro de caballos que nos llevó rumbo a Buenavista.

¡Qué espectáculo! ¡Qué aglomeraciones! Miles de gentes tratan-do de salir; soldados carrancistas por toda la estación con sus 30-30 a la mano; militares dando órdenes, a voz en cuello, y en los ande-nes la gente tomando los trenes por asalto.

los carros del ferrocarril iban llenos al máximo; gente hasta en los techos, gritos, peleas, insultos, hasta que un ruido estrepitoso acalló el murmullo con un ¡vaaamonos!, y nos fuimos con carran-za rumbo a veracruz.

Seis meses antes de la salida de carranza para veracruz, en la ciudad de México el ambiente era muy tenso. comenzaban a faltar los alimentos y era necesario irse a formar a las “colas” desde las once de la noche hasta las seis de la mañana para poder conseguir pan y leche.

la escasez se fue haciendo más grande, al grado de que ya no po-día conseguirse nada. En lugar de pan de trigo, empezó a hacerse pan de haba. la cosa era intolerable. llegó a ser tal la situación que en las casas tenía uno que quitar las puertas o las duelas para poder hacer leña y cocer los alimentos, porque ya no se conseguía carbón.

Estando así las cosas, muchas personas comenzaron a almacenar harina, azúcar, frijol, maíz, manteca, lo necesario para que si la si-tuación se ponía más dura, pudieran alimentarse. Pero el pueblo denunciaba esto para que las autoridades intervinieran.

¡cómo sería la cosa! que había quien en su casa levantara un muro falso, cortando un metro de alguna pieza, para esconder ahí los víveres que habían conseguido. Hacían una puerta simulada para poder entrar.

En plena escasez, se podía ver pasar diez o quince carros tirados por caballos, con víveres que los acaparadores escondían con el objeto de venderlos después más caros.

En una ocasión, un amigo de mi padre, el señor Belmonte, vio pasar por la calle que hoy es República de El Salvador, una avalan-cha de carros cargados de mercancía que llevaban a las bodegas de la Merced. no sé cómo hizo para parar el carro que iba hasta ade-lante, pero él y sus hermanos se subieron y con un cuchillo rasgaron los sacos de alimentos y los aventaron al suelo para que la gente del pueblo se surtiera.

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la Revolución no había terminado. El hecho de que el señor carranza hubiera sido nombrado Primer Jefe no quería decir que los enemigos de la Revolución no buscaran recuperar el gobierno.

la estabilidad de los poderes en la ciudad de México era muy insegura; había la amenaza, además, de que Zapata entraría a la ciudad, por lo que carranza decidió irse para veracruz.

la imprenta de mi padre en ese tiempo se encontraba precisa-mente en la esquina de República de El Salvador y el callejón de Humboldt. En la calle de Humboldt había un negocio de una vie-jita que vendía cosas de barro. Justamente cuando el señor carran-za se iba para veracruz, esta viejita escuchó en la noche la plática de dos vecinos, que señalando la imprenta de mi padre comentaron que uno de los que se encontraban en las listas negras para ser fu-silado por Zapata era el señor isidro lara. ¿Quién sabe si fuera cierto o no? El caso es que esto influyó para que mi papá tomara la decisión de irse con carranza a veracruz.

venustiano carranza en Palacio nacional, 20 de agosto de 1914. © (núm. inventario 5698) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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como mi padre conocía al ministro de gobernación, el señor adolfo de la Huerta, por haber convivido con él en varios momen-tos de su vida revolucionaria, fue a verlo y le dijo:

—Señor, ¿cómo es posible que ustedes se van y me dejan a mí, aquí solo?

Don isidro, lo conozco a usted bien, pero es que en esta ocasión me es penoso decirle que el gobierno no garantiza nada a nadie.

—lo sé, pero creo que es mi deber estar con carranza; yo no puedo quedarme aquí.

—Está bien, pero dígame, ¿qué necesitaría usted?—Pues, señor, yo necesito un furgón para trasladar mi maquina-

ria, y unos pases para mi familia.—¿Sabe don isidro?, usted no irá para veracruz, se irá a Orizaba.

Este es un centro fabril y ahí sería más oportuna su labor. El Dr. Atl también va para Orizaba. ¿Qué me dice?

—Que me voy para Orizaba.En seguida el señor De la Huerta dio órdenes a su secretario, el

señor Dueñas, para que le dieran a mi papá los pases. le dieron catorce pases para toda la familia. inclusive se fueron con nosotros dos de los operarios de la imprenta de mi papá: el señor Márquez y el señor Pardo. Mi papá les había dicho:

—¿Quieren irse conmigo?Y como no tenían trabajo se fueron con nosotros. uno de ellos

jaló hasta con su familia.la resolución que tomó mi padre fue muy desconcertante para

mi mamá, para el señor Ortega y para todos sus amigos. nos íbamos para Orizaba, pero al azar.

como esto tenía que hacerse de inmediato, mi papá, con la ayuda de algunos amigos, desarmaron la imprenta y en una noche la trasladaron al ferrocarril y la subieron a un furgón.

llegamos a la estación y nos subimos al tren. Era una bola tre-menda de gente la que iba. los trenes iban repletos y escoltados por soldados. Ya cuando arrancó el tren, mi padre busca en sus bolsas su cartera y resulta que se la habían robado. Él llevaba algo así como setecientos pesos. Sólo le habían dejado una carta que uno de sus amigos, Miguel Palacios, le había dado para un medio hermano suyo que vivía en Orizaba y que se llamaba Manuel anda.

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cuando nos bajamos del tren, en Orizaba, caía un aguacero fuertísimo que no nos permitía salir de la estación. Pero como la fábrica de cerveza la Moctezuma estaba enfrente y ahí trabajaba el hermano del señor Palacios, mi padre se atravesó, corriendo bajo la lluvia, a ver si le daban razón de él.

ahí los obreros le indicaron dónde estaba y lo localizaron. Mi papá le presentó la carta que llevaba y le contó lo que nos había pasado en el tren. El señor anda le dijo:

—Mire usted, yo no le puedo ofrecer otra cosa que el que se venga a vivir a mi casa.

nosotros éramos: mi papá, mi mamá, mi hermano ulises, mi hermana Josefina, mi hermano Miguel, mi prima Queta y yo. los obreros, ya estando allá, cada uno se fue por su lado.

al día siguiente mi papá fue a ver al venerable maestro de la ma-sonería en Orizaba, el señor Emilio Jara, padre de don Heriberto Jara, que después fuera gobernador de veracruz. Este señor era algo así como administrador en la Secretaría de Hacienda. Mi padre le contó la situación en la que se encontraba y él, para ayudarlo, le dijo:

—Bueno, ¿qué trae usted a la mano que pueda venderme?Mi padre le contestó:—Pues, señor, yo traigo solamente unos diecisiete mil sobres

tamaño oficio, en blanco.Entonces el señor Jara le dijo:—Hágame una factura y yo se los compro.Mi papá le llevó los sobres y con el dinero que le proporcionó

pudimos mejorar un poquito.la población de Orizaba, al saber que se habían ido para esa

ciudad muchos de los carrancistas que venían de México, nos em-pezaron a llamar “arribeños”. nadie nos quería proporcionar una casa o un cuarto en renta donde vivir.

Estuvimos unos cuantos días con el señor anda, quizá como un mes, y durante ese tiempo comenzó a haber una situación realmen-te difícil para los comerciantes e industriales del lugar, porque no había comunicaciones con México. la capital estaba sitiada y no se permitía que nada entrara ni saliera para veracruz.

Había una fábrica de cigarros El Progreso, que por esa situación ya no tenia cajetillas para envasar los cigarros. Sus dueños, sabiendo que mi papá traía una imprenta, fueron a verlo y le dijeron:

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—Señor nosotros sabemos que usted trae una imprenta en el ferrocarril.

—Sí, señor —les contestó mi padre— Pero yo no tengo elemen-tos con que sacarla.

Entonces ellos le dijeron:—¿usted podría hacernos estas cajetillas?Mi papá las vio, parece que las marcas eran: Excelentes, la Ori-

zabeña, la luna y la guerra, y les dice:—cómo no.—Bueno —le contestan—. Pues nosotros necesitamos que se

vaya usted para veracruz a comprar todo lo que necesite: papel, tinta, grabados, etcétera. Mientras usted va —le dijeron— nosotros vamos a ver dónde le instalamos su imprenta.

Efectivamente, en la calle de Dolores, frente a la iglesia también de Dolores, le alquilaron una vivienda y un local, y le instalaron su imprenta. la armaron, la conectaron; esto es, la pararon para poder usarla. inmediatamente comenzamos a hacer las pruebas de impre-sión de esas cajetillas y nos las aprobaron. Entonces ya nos dedicamos a trabajar para esa fábrica, yo creo que por término de un año o año y medio.

nosotros todos trabajábamos ahí y también los obreros que se habían ido con mi papá. Miguel, que habrá tenido unos cinco años, le daba vuelta a la platina de la máquina de imprimir.

un día se llevaron la imprenta del Museo de México para Oriza-ba, y como encargado el Dr. Atl. Él también era carrancista, por eso fue a ver a mi padre para pedirle que colaborara con la edición de un periódico que parece se llamaba La Vanguardia. no me acuerdo si era diario o semanario, pero mi papá se hizo cargo de su publi-cación.

Mi padre comenzó a relacionarse con personas más o menos afines a sus ideas, dentro de la logia y también dentro de las fábricas de tejidos de Orizaba, de nogales, veracruz, y de otros pueblos cercanos. los obreros lo apreciaban mucho. Entonces comenzó a sacar otra vez su periódico, a veces semanal y a veces quincenal. Para él era un motivo de satisfacción colaborar con el movimiento revo-lucionario.

la “sociedad” de Orizaba nos despreciaba. Fuera de los obreros amigos de mi papá, nosotros no teníamos amigos, porque ¡imagí-

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nese!, los mismos revolucionarios, llegando a Orizaba se metieron a la iglesia de Dolores y sacaron todo para instalar allí la imprenta del Dr. Atl. Sacaron incluso a los santos y en la calle los fusilaron. luego, cuando se sabía de algún triunfo de Obregón, nosotros mismos íbamos a treparnos al campanario y tocábamos las campanas en señal de júbilo. además, la gente sabía que nosotros no íbamos nunca a la iglesia.

Mi mamá vivía muy sola ahí y muy angustiada, porque mi papá se salía a ver a sus amigos, los de la logia o los obreros, y luego iba llegando a la una o dos de la mañana. Por el ambiente que había contra nosotros, se preocupaba por lo que nos pudiera suceder, y de allí puede decirse que a todos los revolucionarios los traían entre ojos; sabían todos sus movimientos, a dónde iban, qué hacían, a qué horas llegaban.

un día, un colaborador del periódico de mi papá, el licenciado corro, escribió un artículo en El 30-30,4 en primera plana y a siete columnas, que tenía como encabezado un título más o menos así: “Orizaba, un pueblo grandote, feote y con pretensiones de ciudad”,

4 Fechado en Orizaba, 2 de diciembre de 1915.

gerardo Murillo, el Dr. Atl, ca. 1910. © (núm. inventario 64036) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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haciendo en él una crítica a la mochería de toda la población, en especial de las mujeres.

no hablamos por hablar simplemente. Hablamos por fijar la calidad de revolucionarios... El credo político, religioso y psicológico de esta ha-cienda grandota y feota que se hace llamara la “ciudad” de Orizaba, con pretensión de quién sabe qué otras zarandajas... que pueden resumirse en la proposición de fanatismo estético y atávico y por consecuencia imbécil, enemigo radical de los altísimos ideales de la Revolución cons-titucionalista...vamos a pintar la filiación de las mujeres indignas del pueblo de Orizaba.

Son feas, son mochas, son traidoras a la causa revolucionaria porque no pueden conformarse con la honradez, verdaderamente moral... [de] este gran ejército invencible que lucha por la reivindicación de la gran patria mejicana [sic].

a las mujeres malas de Orizaba, a las catrinas pérfidas, a las que presumen de saber tocar, en pianos desafinados, piezas grandes, para que se las crea aristrócratas... damas de guante blanco; a las que oyen misa y comulgan para hacerse de la simpatía del fraile insolente... a esas degeneradas nos permitimos dedicar estas líneas, para hacerles ver que su labor es estéril como ellas mismas; que su labor de indignas, no podrá nada ante las balas constitucionalistas.

El clero y los comerciantes de Orizaba movieron sus influencias y pidieron la aprehensión de mi papá. El caso es que fueron por él y lo llevaron, por media calle con un pelotón de soldados, a un lugar en donde lo dejaron absolutamente incomunicado mientras se resolvía declararlo formalmente preso.

como reguero de pólvora corrió la noticia entre los obreros y correligionarios de mi papá, quienes forman una manifestación de protesta pidiendo su libertad. como no se la dan, salió un grupo a entrevistarse con el general Millán, gobernador de veracruz, y le cuentan lo que ha pasado con él.

Para esto, la supuesta cárcel a donde habían dejado a mi papá fue muy chistosa, porque el encargado de ella, un señor isauro colín, en cuanto se fueron los que lo habían detenido, le dice:

—Don isidro, usted no está preso ni incomunicado. Salga de ahí.

lo pasa a un lugar lleno de uniformes y cobijas para los soldados, y le dice que se tape y se acueste; pero claro, él no lo podía dejar salir.

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El general Millán dio la orden de que lo dejaran en libertad; entonces, como a eso de las dos o tres de la mañana, la comisión con la orden fue a ver al juez de Orizaba a su misma casa.

Para esto el licenciado corro ya había escrito otro artículo en El 30-30, denunciando la detención de mi padre y diciendo que el juez tercero de primera instancia había decretado “la detención de un valiente gladiador de la Revolución constitucionalista, violando con esto la ley en perjuicio de un hombre altamente demócrata que luchaba por una causa justa, sagrada, sacratísima, cuyo delito había sido publicar El 30-30 en una ciudad reaccionaria como lo era Ori-zaba”.

a unos cuantos días de que mi padre había sido puesto en liber-tad, saca un artículo5 que dice así:

al pueblo de OrizabaRespetables ciudadanos:con motivo de haber publicado en el número 24 de El 30-30, un artícu-lo dedicado a un grupo de mujeres, que amparándose con las fórmulas religiosas, supimos que hacen política en contra de nuestro gobierno, esto nos obligó a ser duro con ellas y alguien corrió la voz de que se había insultado a la ciudad de Orizaba.

Es verdad que hemos estado presos, pero esto lo consideramos un percance que fue inevitable al haber sido sorprendida tanto la sociedad, como la autoridad. una comisión nombrada por los gremios de obreros, otra por el Partido liberal y otra por la logia masónica de Orizaba, se dirigieron al c. gobernador del Estado y habiéndose hecho la averigua-ción respectiva se arregló nuestra libertad.

nosotros damos con esto por terminado este incidente para poder seguir trabajando por nuestra causa, que es nuestra misión y el espíritu único que nos guía al publicar El 30-30.

Si creemos un deber dar las más sinceras y expresivas gracias al humil-de y humanitario pueblo así como al Partido liberal, que con hechos ha demostrado tanto a nuestra familia como a nosotros, el cariño y respeto que nos profesan. Este lazo nos obliga a manifestarles que El 30-30 es de ellos, y sólo que vuelva a aparecer la época del terror dejará de publicarse a la luz del día, pero mientras las armas del constitucionalismo que son el símbolo de la equidad y la justicia, amparen su existencia, estará con el Pueblo, para hablarle de sus derechos, así como de sus deberes.

la redacción

5 El 30-30, Orizaba, 17 de diciembre de 1915.

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cuando mi papá fue a ver al general Millán para darle las gracias. Millán se quitó la pistola que traía al cinto y le dijo:

—llévese esto, don isidro, para que se defienda.con todas las cosas, mi madre y nosotros vivíamos siempre pre-

ocupados; por eso, al saber que carranza se regresaba a México y también el Dr. Atl y otros compañeros suyos, mi padre decidió que volviéramos a México. Sin embargo todavía nos quedamos medio año más en Orizaba.

al saber los obreros que mi padre se regresaba, fueron a verlo y a ofrecerle que lo nombrarían presidente municipal y que a nosotros nos mandarían a veracruz a estudiar. claro que esto era muy hala-gador para mi padre, pero no iba con sus ideas, así que decidió seguir a carranza y nos regresamos a México.

Regresamos de Orizaba en muy malas condiciones. la imprenta de mi papá tuvo que quedarse embodegada en un furgón de ferro-carril mientras nosotros nos fuimos a vivir a la casa del señor Palacios, hasta que el gobierno de carranza, para ayudar a mi papá, le pres-tó una casa que estaba incautada, allá por el cine Mariscala. viviría-mos ahí unos dos años, hasta que se la regresaron a sus dueños; entonces le prestaron a mi papá unas oficinas de la Prisión de Belén para que viviéramos. En una celda metió parte de su maquinaria; la prensa mecánica la llevó a donde estaban las oficinas de El Demó-crata, que dirigía un señor amigo de mi papá, al que le decían Rip-Rip, y ahí pudo otra vez sacar su periódico. El primer número que salió, ya estando en México, decía así:6

la localidad no nos preocupa, estando dentro de la República, con un espacio a donde pongamos unas cuantas cajas de tipo y una prensa, eso nos basta, porque lo que ambicionamos es que los humildes hijos del pueblo, prueben la vida del hombre libre.

Estábamos tan mal de dinero, que yo me acuerdo que mi papá iba a ver a la salida del trabajo a los obreros de El Buen Tono, y como lo conocían muy bien, el señor Palacios y sus amigos le daban unos centavos para ayudarlo.

un día que se encontró por la calle al señor Dueñas, quien había sido secretario particular de De la Huerta, éste le dijo:

6 El 30-30, México, D.F., abril de 1916.

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—¿cómo le va, don isidro?—Pues ando muy fregado —le contesta mi papá—. con decirle

que no tengo ni para comer.—Pero, hombre, don isidro. Es que usted se nos pierde ¡vén-

gase!lo llevó con el ministro de gobernación; lo presentó, y De la

Huerta le dijo:—¡cómo no voy a conocer a don isidro, si él es un gran revolu-

cionario! ¿Qué necesita usted?—Pues, señor, yo necesito que me den papel y tinta para seguir

sacando mi periódico.—Mire, don isidro, le vamos a dar papel y tinta, y para que pue-

da usted ayudarse, quiero que se vaya usted a la cámara como jefe de taquígrafos.

al cabo de quince días, o un mes, que mi papá estuvo yendo a la cámara, le dijo al señor Dueñas:

—Mire, señor. Yo le agradezco que me quieran ayudar, pero realmente no estoy acostumbrado a que me paguen por no hacer nada.

—Pero don isidro, entienda. Eso se lo da el señor De la Huerta para que usted tenga tiempo para hacer su periódico.

—no, señor. Si me quieren ayudar, proporciónenme papel y tinta y con eso es suficiente.

le siguieron dando el papel y la tinta, pero ¡cómo estaríamos de mal, que a veces mi papá se veía obligado a vender el papel para tener con qué vivir!

un año después, o año y medio, el señor Ortega invitó a mi papá a ver una accesoria; le dijo:

—¿Qué le parece esta accesoria?Muy bien, está muy bonita, pero yo no sé para qué la quiere usted

utilizar.—Pues es de usted, ya se la alquilé para que ponga su imprenta.—Pero yo no tengo dinero para rentarla, señor Ortega.—no se preocupe. vamos a sacar su imprenta de donde la tiene

y la vamos a traer aquí.así mi papá pudo dedicarse nuevamente a hacer trabajo comer-

cial, sin dejar de sacar su periódico. Esta imprenta se llamó la Prensa nacional

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a finales de 1916 el gobierno de carranza convocó a elecciones para elegir a los diputados que irían al congreso constituyente. Esto tenía que llevarse a cabo en diciembre de ese mismo año. uno de los requisitos era que “ninguno de los que de algún modo hu-biese servido a los enemigos del constitucionalismo podía ser ele-gido”. Mi padre entonces escribió varios artículos en su periódico haciendo un llamado al pueblo para que se prepare a elegir ciuda-danos que no sean “lumbreras”, pero que sean honestos y que no permitan que se cuelen falsos revolucionarios.

Para estas fechas me imagino que ya había diferencias entre los mismos constitucionalistas, porque entre los que lanzan sus candi-daturas se forman partidos. Mi padre no era un hombre que le gustara “la política”; tenía sus ideales, coincidía con los constitucio-nalistas, pero él era un hombre muy sencillo, un hombre del pueblo. Él decía: “la Revolución no es política; la primera sigue fines de-terminados, la segunda persigue fines personales”; y escribe un artículo en estos términos:7

Son clubs nuestros partidos, señores reaccionarios, porque de otra suerte sería muy favorable el campo para ustedes y nos dividirían... Hacemos ejercicio de nuestros derechos cívicos, pero ninguno de los que nos estimamos de revolucionarios, nos desviamos del camino que nos ha trazado la Revolución...

Estos clubes se reunían de manera independiente, y llevaban a cabo una convención en los teatros Hidalgo y alarcón. ahí reunidos, por espacio de unos ocho días, discutían a quién iban a proponer. Tomando en cuenta la calidad de la participación revolucionaria de sus miembros y su compromiso con el constitucionalismo, elegían a los candidatos que les parecía representarían mejor los intereses del pueblo. Mi padre resultó propuesto en esta convención, como diputado propietario para el décimo distrito electoral.

una cosa que sí es de notar es que la prensa comercial no dio publicidad a los trabajos de esta convención, ni dio a conocer a los candidatos que propusieron estos clubes. lo que me hace pensar que se trataba de grupos realmente independientes, que sus candi-

7 El 30-30, México, D.F., 12 de octubre de 1916.

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datos no eran políticos que figuraran en la vida nacional, sino más bien hombres sencillos del pueblo que, como mi padre, no tenían aspiraciones personales sino que su intención era contribuir a la Revolución dándole a la sociedad una ley más justa que mirara por los obreros, por los campesinos y por los indios.

al final de las elecciones mi padre resultó electo diputado su-plente, según pudo leerse en la carta que le extendiera la Junta computadora del Onceavo Distrito Electoral, el 28 de octubre de 1916, y que comprendía “las municipalidades de Tlalpan, coyoacán y San Ángel del Distrito Federal”.

Yo creo que la gente más bien votó por aquellas personas cultas, preparadas; porque pensaban: “¿cómo un peón, un obrero que apenas sabe leer y escribir, va a poder elaborar o redactar una ley para toda la nación?” Y claro, eligieron a muchos que no tenían ninguna trayectoria revolucionaria.

En esos días llegaron varias cartas dirigidas a mi padre para que las publicara en El 30-30, denunciando ante el congreso la presen-cia de personas que se habían infiltrado, haciéndose pasar como revolucionarias siendo caciques, explotadores de la época profiria-na. Mi padre escribió un artículo que incluso puso en un recuadro y que tituló: “ni están todos los que son, ni son todos los que están”, haciendo ver que entre los que fueron a Querétaro había quienes “aspiraban a mejorar al pueblo”, y otros que sólo “persisten en vivir a expensas del pueblo”.

Me parece, por lo que dice un artículo de El 30-30,8 que había quienes estando en el congreso manifestaban una actitud servil aprobando sin discusión ni crítica todas las leyes que había enviado carranza (por eso les pusieron “los carrancistas”) y otros que tenían posiciones más independientes. El artículo se llama: “Somos revo-lucionarios, no incondicionales. El Primer Jefe no es infalible; tampoco es tirano”, y dice así:

como los “científicos”, los que ahora se denominan “carrancistas” (por incondicionales) pretenden que todo un congreso constituyente debe aprobar de la manera más servil las iniciativas del Ejecutivo. ¿El que no está conmigo, está contra mí?

8 México, D.F., 22 de diciembre de 1916.

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Para mi padre primero estaban los principios, los ideales y, aun-que yo creo que él admiraba a carranza, jamás escribía artículos adulándolo o ensalzándolo. no en balde el lema de El 30-30 fue “Por el principio, todo; por el personalismo, nada”.

Desconozco el motivo por el que El 30-30 dejó de salir, en enero de 1917, pero cuando reaparece, en agosto del mismo año, ya cam-bia de lema, y entonces dice en un lado del periódico: “Por el prin-cipio, por el deber, por la justicia”, y enfrente, dice “Por el deber, por la ley y con la ley”. Tal vez tenga que ver con el hecho de que ya había una constitución.

cuando el gobierno editó por primera vez la constitución, mi papá va a ver al ministro de gobernación y éste le regala un ejemplar. Entonces mi papá le pregunta que si le autoriza hacer una publica-ción que esté al alcance del pueblo, y obtiene el permiso. Hizo una edición de cien mil ejemplares y los mandó a los sindicatos, a los gobernadores y a los presidentes municipales. Él no lo hacía con fines de lucro, sino para que la gente la conociera. luego le man-daban pedir que mil, que quinientos ejemplares; hasta que se agota la primera edición y tiene que imprimirla otra vez.

Más tarde, en 1918, cuando se van a elegir los diputados para el congreso de la unión, los vecinos de la segunda demarcación, conociendo la labor de mi padre lo postulan como diputado pro-pietario, y al señor Román Rosas y Reyes, como su suplente. Pero la tendencia de mi padre siempre fue la de no figurar ni reconocer sus méritos, por eso prefiere que el señor Rosas y Reyes quede como propietario y él como suplente, siendo que este señor era muy joven y no tenía ninguna trayectoria revolucionaria. Yo creo que él tenía algún cargo en el sindicato de los ferrocarrileros y éstos lo apoyaron para que lanzara su candidatura, aprovechando la popularidad que mi papá tenía en ese barrio.

como parte de la campaña electoral se hacían mítines y veladas musicales en algún cine, con el objeto de que el pueblo pudiera escuchar estas audiciones y ahí mismo presentaran su programa político.

Yo me acuerdo que el que hablaba en los mítines era mi papá, porque él tenía más experiencia, por lo mismo que estaba acostum-brado a escribir en su periódico. Se subía a algún lugar, y en los mercados, en la calle, ahí hablaba.

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un día antes de que se hiciera uno de los mítines, mi papá esta-ba afónico. Entonces alguien le dijo que se untara en el cuello aceite con aguarrás, y sí, al día siguiente ya amaneció perfectamen-te aliviado y pudo hablar en el mitin.

cuando se verifican las elecciones, no triunfa la planilla de mi padre. al respecto, uno de los funcionarios del gobierno de carran-za, que conocía bien a mi papá, le dijo:

—Señor lara, usted está acostumbrado a trabajar de manera independiente. Se aparta de nosotros y por eso no podemos tomar-lo en cuenta. Ya lo creo que tiene usted más méritos que muchos de los que figuraron entre nuestros candidatos, pero es que usted se va con un grupo que no tiene fuerza. Si usted hubiera estado con nosotros, lo hubiéramos tomado en cuenta.

con esto se ve una vez más que mi padre no era una persona que le gustara estar entre los privilegiados; le gustaba estar siempre entre la gente del pueblo. no le gustaba aceptar ningún puesto o aprovechar las influencias de la gente que lo conocía y tenía algún cargo importante para obtener algún beneficio personal. Todas esas gentes que hacían de la política su medio de vida le parecían indignas. Por eso escribe en un artículo9 algo que dice así:

ayer fuimos rebeldes, hoy somos ciudadanos, jamás debemos ser poli-ticastros

como una caravana, van pasando por nuestro recuerdo los aconte-cimientos que se han sucedido desde 1910; unas veces animan nuestro espíritu, otras dejan una tristeza indecible, al ver que por más esfuerzos sinceros y honrados que las multitudes, las masas de hombres honrados hacen para ser comprendidos, la maldita raza de bestias, que se titulan a sí mismos redentores, ríen y burlan esas esperanzas, estos deseos, estos propósitos...

Después del asesinato de carranza, que prácticamente es una asonada, mi padre sufre una decepción, como pasa también con muchas personas sencillas, obreros o campesinos que habían par-ticipado en la Revolución y que ven que ya no pueden hacer nada; se apartan de las actividades que tenían y se dedican ya a trabajar fuera de las cuestiones políticas. Mi padre sigue simpatizando con

9 El 30-30, México, D.F., agosto de 1917.

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la Revolución, pero ya no toma parte activa como lo hizo en el pe-ríodo de Madero y carranza. Sin embargo, por los años treinta in-tervino activamente en la organización de la cooperativa de colonos Plutarco Elías calles, que fue la que hizo los trabajos de urbanización de la colonia Ex Hipódromo de Peralvillo y que dotó de terrenos a muchas personas humildes.

Ya después en Peralvillo encontramos a varias personas que ha-bían participado en la Revolución y se habían decepcionado. co-nocimos a un señor vidalitos, que era sastre, y a otro señor, Rome-ro, que tenía una casita en donde enmarcaba cuadros. Este último había sido camarero del señor carranza, y cuando carranza se va a la convención de Querétaro, le deja una talega de dinero para los gastos que tuvieran que hacer durante su ausencia. cuando regresa, el señor Romero le dice:

—aquí está el dinero que dejó; no hubo necesidad de utilizarlo.Eso demuestra que en la Revolución hubo mucha gente humilde

y muy honesta. Pero la gente se fue dispersando porque, terminada la lucha armada, vinieron las gentes “preparadas”, gentes “capaces” para ocupar los puestos de mando.

En conclusión, pienso que otros hombres, como mi padre, pres-taron sus esfuerzos por un ideal, no importándoles los sacrificios de sus familias o la desatención de sus deberes hogareños, pasando épocas completamente críticas. Y al recordarlo, creo que todo fue un sueño, una ilusión.

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a los que nacimos con el siglo xx se nos decía que era el “Siglo de las luces”: lo mismo le habían dicho a los del siglo xix, pero la realidad nos demostraba todo lo contrario, o sea que la “humanidad” vivía en su mayoría en las tinieblas de la ignorancia, la miseria, la carencia de amplias posibilidades para instruirse; en la verdad de la lucha de clases, agravada por el flagelo de la guerra.

El siglo xix había agonizado con la feroz guerra chino-japonesa, a la que siguieron en este siglo la ruso-japonesa, los bóer luchando heroicamente por su independencia contra el imperio inglés; Espa-ña enfrascada absurdamente en su larga guerra con Marruecos y peleando por la posesión de cuba con Estados unidos; colombia sufriendo el zarpazo que le arrancó un pedazo de su corazón, Pana-má; cuba, que peleando por su liberación del dominio español, acabó cayendo en las garras del imperialismo yanqui, y México, re-poniéndose de su eterna lucha contra los tiranos de Europa y cica-trizando todavía las heridas que le segregaron más de la mitad de su territorio; lo más rico; placeres de oro en la alta california, inmen-sas extensiones propicias para la agricultura y la ganadería; riqueza minera en general, abundantísima en hidrocarburos, etcétera.

Este era el panorama social, político y económico mundial, cuyos efectos lógicamente se resentían en México, país que se ha pasado su vida independiente luchando siempre por su soberanía y su autodeterminación política.

los ideólogos europeos decían: “Que nadie carezca de lo estric-to mientras otros tienen lo superfluo”. Don José María Morelos y Pavón, cuyo pensamiento era “Moderar la opulencia y la miseria”,

la ciudad de México de 1900 a 1920

Eduardo Vargas Sánchez

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y don Miguel Hidalgo y costilla soñaron en crear el primer institu-to agrario ¡hace ciento setenta y cuatro años!

En efecto, Morelos, genio militar de la guerra de independencia, proclamó: “la tierra libre para todos los mexicanos”, muchos años antes, y el eco de su proclama sigue siendo la médula de la Revolu-ción en 1910.

Desde el año 1908, los domingos, en los llanos de San lázaro, en la vaquita, pequeño llano, y en los anzures, se reunían los que se autodenominaban “reservistas”, y que lucían un clavel rojo para ostentar su filiación política: decían, cuando lo consideraban no peligroso: “somos reyistas y llevaremos al poder al general Bernardo Reyes para derrocar al dictador Porfirio Díaz y al odiado vicepresi-dente Ramón corral”. los corralistas lucían un clavel blanco en la solapa del saco.

Todo esto lo veíamos los niños de entonces como una represen-tación teatral y los adultos como discordia política: era curioso ver y oír a esa especie de micos imitadores que éramos nosotros, los

Manuel Mondragóny Félix Díaz calculanlos tiros de la artilleríasobre la ciudadela, © (núm. inventario 37429) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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chiquillos o “mocosos”, como nos decían despectivamente los adul-tos, actuando en forma partidista y peleando en los barrios para sorpresa de nuestras madres, porque unos grupos se decían porfi-ristas (lógicamente los hijos de quienes habían sido muy favorecidos por el largo Porfiriato) y otros se decían reyistas (porque, decían, el general había gobernado muy hábilmente en nuevo león).

Durante los trágicos sucesos del cuartelazo en la ciudadela por los felicistas (así se autodenominaron quienes iniciaron un levantamiento encabezado por el general Félix Díaz, sobrino del dictador Porfirio Díaz, que entonces se encontraba en el exilio voluntario en Francia), cuya acción armada comenzó con la pre-tensión de adueñarse del Palacio nacional en la madrugada del 9 de febrero de 1913, los sublevados se apoderaron del edificio de la ciudadela y calles circunvecinas, y desde allí, durante diez días que se calificaron como Decena Trágica, se dedicaron a disparar en dirección de donde suponían podían desalojarlos de eso que no llegaba a ser una fortificación, ya que sólo eran unos almace-nes de material de guerra. Pero Félix Díaz en realidad no quería expulsar a los sublevados, pues ocultamente estaba de acuerdo con el traidor general victoriano Huerta, quien simulaba estar de-fendiendo al gobierno constitucional de don Francisco i. Madero, surgido de las elecciones más limpias y populares que registra la historia nacional.

En esa Decena Trágica, algunos edificios de la ciudad de México fueron destruidos por la artillería, pero esa destrucción no fue com-parable con los horrores que sufrió la población, obligada a perma-necer en sus casas. De día y de noche se escuchaba el tableteo de las ametralladoras y los disparos de fusil, así como las detonaciones intermitentes de la artillería. Se avisaba de una tregua de una o dos horas para que los habitantes salieran de sus casas a buscar alimen-tos y se pudieran incinerar los montones de muertos que había en muchas calles, principalmente en la de Balderas, donde fue masa-crado el cuerpo de Rurales (que era maderista por su origen cam-pesino), que había sido enviado intencionalmente por esa avenida, por órdenes del criminal general victoriano Huerta, de quien ya anoté que simulaba estar defendiendo al régimen constitucional, pero que ya tenía fraguada su traición y planeado durante esos té-tricos días, con la cooperación del también criminal embajador de

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Estados unidos, Henry lane Wilson, el asesinato del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez.

los estudiantes de trece años o menos, que nos escapábamos de la casa durante las treguas, pudimos ver cómo los montones de cadáveres en las calles se movían al ser incinerados lentamente con petróleo o gasolina. abrían los ojos, movían los brazos y piernas, los dedos de las manos, por el efecto del fuego en los músculos y en las articulaciones.

Fue una absurda y temeraria osadía de mi señora madre el que con mi sola compañía se atreviese a ir hasta la cárcel de Belem, a cuyo costado derecho estaba el cuartel del batallón de seguridad al que pertenecía su hermano, mi tío Roberto. Esta decisión la tomo mi madre sin reflexionar en el terrible peligro a que nos exponía-mos, porque el lechero que nos surtía de ese alimento fue a avisar que no podría hacerlo; pero que más le había preocupado comu-nicarle que parte del batallón de seguridad, encabezado por mi tío, no se quería rendir a los felicistas que desde enfrente hacían un fuego terrible sobre los leales; que el mayor del cuerpo, que era su amigo, se había cruzado la calle para convencer a los leales al go-bierno del señor Madero que se rindieran, pero ya lo habían parti-do casi en dos con el fuego de las descargas que hacían tras de una alta barda que tenía el cuartel, los que no querían rendirse, y que temían que si no lo hacían no quedaría uno vivo, y a él lo que más le dolería era que mataran a don Roberto. nosotros, como toda la ciudad de México, habíamos sido despertados por el tiroteo que se inició en la Plaza de la constitución, pero no sabíamos de qué se trataba.

Mi madre, sin reflexionar en el peligro, me ordenó acompañar-la, y desde lo que era la calle de comonfort pasamos por la espalda de la Prisión Militar de Santiago, donde había unos grandes corralo-nes de lo que fue la aduana, cuidándonos del fuego que hacían los soldados que custodiaban la Prisión Militar sobre los reos que se estaban fugando por allí. vimos el espectáculo de gentes que supo-nemos eran familiares de los que escapaban, quienes les entregaban ropa para que se cambiaran por la ropa rayada de reclusos que llevaban al escapar, quedando tirados algunos en su loca carrera, heridos o muertos. Todo eso se podía presenciar porque era una especie de enorme portón que había quedado sin puertas desde

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que la aduana de Santiago había sido suprimida. Mi madre también llevaba ropa de paisano para mi tío, ya que en aquella época nunca la tenía el militar ni la podía usar sin previo permiso, solicitado por escrito y manifestando el motivo poderoso por el cual se cambiaba el vestuario militar por el traje de civil, al comandante de la guar-nición que lo concedía si lo consideraba conveniente.

Desde el sur de la ciudad y pisando cables del servicio de luz derribados por los disparos, caminando en dirección norte, llegamos a una de las calles de la ya existente aunque muy despoblada colonia de los Doctores. Mi tío, que ante el ruego de mi madre de que se vistiera de paisano y huyera y lo inútil de la resistencia, autorizó a sus subalternos a que se quitaran las guerreras y quepís, dejándose sólo el pantalón, que era gris como la guerrera, y la camisa, para que pudieran pasar por civiles. Eran las tres y media de la tarde cuando la tregua que se avisó duraría dos horas, se interrumpió y comenzó de nuevo el tableteo de las ametralladoras y la detonación intermitente de las piezas de artillería, que se tuvo como pesadilla durante diez días a partir de ese nefasto 9 de febrero de 1913.

En el angosto callejón donde estaba la puerta del cuartel, y en la acera misma y enfrente, había numerosos cuartos con las puertas abiertas, llamados popularmente accesorias, que se notaba habían sido abandonados presurosamente por sus habitantes, mujeres de mal vivir, sobre todo las importadas de Francia; calles esas por las cuales los niños teníamos prohibido transitar. En uno de esos tugu-rios tuvimos que refugiarnos hasta que llegó la noche, y entre las tinieblas, pues todo el alumbrado público estaba apagado por dis-paros de uno y otro lado, caminamos como fantasmas por las calles de Balderas, saltando sobre cadáveres de caballos y de los rurales masacrados. al llegar al edificio ocupado por la asociación cristia-na se nos marcó el alto, pero seguimos caminando casi de puntillas, dando vuelta por las calles de nuevo México, hasta llegar a las de Bucareli, y ya cuando llegamos a Puente de alvarado, el miedo que nos había acompañado todo ese día y parte de la noche, pareció disminuir, aun cuando el tableteo de las ametralladoras y los dispa-ros de fusil, acompañados de las detonaciones de los cañones de artillería, no disminuían.

a los tres días comenzaba a herir el olfato la carne a medio inci-nerar de los montones de muertos tirados en la vía pública; cadá-

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veres de combatientes y no combatientes, estos últimos padres o madres de familia que habían salido a buscar alimentos en las treguas que se interrumpían inesperadamente. además de estas víctimas más inocentes que quedaban sin quien las recogiera, los curiosos, que fueron muchos, hacían más trágicos los acontecimientos.

la cruz Blanca neutral (así le pusieron para que no le dispara-ra ninguno de los bandos) y la benemérita cruz Roja no se daban abasto con sus ambulancias para llevar a los hospitales a los nume-rosísimos heridos, y algunos quedaban desangrándose hasta morir. Había personas tan bondadosas que arriesgando sus propias vidas cargaban a los heridos que veían y los curaban como podían.

con el ruido de las incansables ambulancias, el estruendo de los disparos, el hedor intolerable de los muertos no incinerados, la ciudad de México era un verdadero pandemonio; capital de un imaginario infierno donde no sólo reinaba el desorden y la corrup-ción de los muertos, lo pestífero de la pólvora, sino también la co-rruptela o corrupción del medio castrense (militar), del medio político, del medio diplomático encabezado por el embajador Wil-son, cómplice de los que desataron la contienda.

Pero veamos algunos acontecimientos ya posteriores y más ge-nerales, para tratar de borrar un poco la imagen tan deprimente que pudiera haber causado el relato anterior. En 1918, cuando es-

los miembros de la cruz Blanca recogen heridos en un vehículode El Buen Tono, ciudad de México, febrero de 1913. © (núm. inventario 37214) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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taba a punto de llegar a su epílogo y Estados unidos había estado presionando a México para que participara en la contienda contra alemania y sus aliados, don venustiano carranza, presidente cons-titucional, tuvo la suficiente entereza para no admitir ese compro-miso y México permaneció neutral; con el inconveniente de que nos tacharan de germanófilos. Pero ante la situación mundial toda-vía confusa, fue ordenada una preparación militar hasta en la niñez y juventud escolar, creándose para ese cometido un Departamento de Militarización a cargo de un general de apellido garza, que siempre vestía de levita negra. Se tomó tan en serio dicha actividad, que hasta fueron organizados simulacros de combate, con planes estudiados y como siempre se hace en este tipo de maniobras, hubo dos bandos con dos colores distintivos; en ellos participaron todas las escuelas oficiales de segunda enseñanza, dentro de las que se incluían los quintos y sextos años de la primaria superior. Estos si-mulacros tuvieron verificativo en los llanos de Balbuena, empleán-dose para ello balas de madera blanda. Pero cierta ocasión unos malvados, que jamás se supo quiénes fueron, abastecieron los fusi-les con auténticos cartuchos de guerra, que tampoco se supo quién se los proporcionó; el resultado de esa maniobra criminal fue que hubo niños y jóvenes muertos y heridos (nunca se supo si se trató de manos internacionales o del país), y tuvieron que suspenderse

Enfermeras de la cruz Blanca Mexicana, ciudad de México, febrero de 1913. © (núm. inventario 33670) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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ese tipo de prácticas; aunque siguió muy intensa la instrucción militar de orden cerrado y disperso, pero sin abastecimiento de municiones. Estábamos en esa fervorosa militarización por necesi-dad, pues se temía, justificadamente, que se nos atacara por esa supuesta germanofilia.

En esos complicados días tuvo la peregrina ocurrencia de visitar México el escritor español Blasco ibáñez, autor de la novela Sangre y arena, con tema de tauromaquia; pero daba la casualidad de que don venustiano carranza había suspendido las corridas de toros por considerarlas un espectáculo cruel y salvaje, lo que tenía inco-modado sobremanera a ese señor. no obstante, y como era conoci-do por ser un escritor, se le hizo un gran recibimiento oficial y po-pular. Se hospedó en el Hotel Regis, situado en la avenida Juárez, muy cerca de la alameda central; miles de mexicanos, taurófilos y no taurófilos, y aficionados no sólo al toreo sino también a la lite-ratura española, le hicieron gran fiesta por la noche en forma de serenata, hasta con luces pirotécnicas y castillos con luces también de colores. Mas ese señor, que no debió ser de aquellos españoles de Bailén y Zaragoza, ni menos como los que en el Ebro defendieron heroicamente a la España que amamos, lejos de agradecer tan ex-cepcional recibimiento, escribió poco tiempo después un libro in-titulado Militarismo mexicano, para congraciarse con los que llevaban la política internacional en Estados unidos y en una postura anti-militarista muy discutible, porque no comprendió que en nuestra Revolución Mexicana, hecha por el pueblo mexicano, tuvieron que participar hombres con cultura y hombres sin ella, y con la intención también de desprestigiar a ese movimiento, históricamente el pri-mero de esa calidad en américa y en el mundo entero, iniciado en 1910 y continuado en 1913 para derribar a un usurpador y culminar con una nueva constitución, la de 1917, convertida en realidad con las armas en la mano y por la mentalidad de ideólogos que afirma-ron en sus más sobresalientes artículos la soberanía de nuestra patria mexicana. Ese documento histórico también afirmó la autodeter-minación de los pueblos para darse el gobierno de su voluntad so-berana; y en su aspecto legislativo todo daba fisonomía de país li-berado a México, y otorgaba a las clases productoras de las ciudades y del campo: obreros y campesinos, derechos que en muchos países tenidos por civilizados se les negaban.

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Pues bien, dicho escritor, en un comentario humorístico decía textualmente: “El general urbalejo era un león en los combates, pero, ¡hay!, como todos los leones, no sabía leer”. no supo com-prender que nuestra Revolución en esas dos fases fue eminente-mente popular, y que por serlo precisamente, en su seno tenía que haber hombres analfabetos pero con una gran intuición para las causas justas.

con esa crítica y en momentos como esos, este señor enseñó el cobre como se dice vulgarmente; pero ese cobre no eran sino bille-tes o monedas de plata dólar. Desdichadamente siempre hemos sido víctimas de la incomprensión, de la calumnia y de la burla, y hasta de difamaciones pagadas.

Don venustiano carranza, con la sana intención de que los cosos taurinos fueran utilizados no para espectáculos bárbaros, sino cul-turales, fomentó y apoyó que en lugar de corridas de toros, aprove-chando su gran cupo, se dieran funciones de ópera gratuitas; en ellas vimos y escuchamos con deleite al gran caruso, a la extraordi-naria Rosa Raisa y al gran barítono Tita Rufo. Sólo esas voces tan potentes, en un coso de esas dimensiones, podían ser escuchadas cuando aún no se usaba la amplificación del sonido.

¡cuántas cosas e ideas originales del todo pudo enseñar al mun-do de esos días la Revolución Mexicana! cultura en general; poesía con un mensaje de amor y de paz; leyes laborales y agrarias que daban al mexicano deberes y derechos que lo elevaban a la condición de haber sido liberado de toda opresión. los que éramos militares teníamos a orgullo decir: soy un ciudadano armado. actitud ente-ramente distinta a la que nos atribuyó Blasco ibáñez. antes que soldados éramos ciudadanos.

así arribamos al año vigésimo del siglo xx los que habíamos nacido con él, cuando en mayo de ese mismo año se suscitó el pleito político entre quienes apagaban el fuego del afán civilista de don venustiano carranza, porque querían llevar al poder al general Álvaro Obregón, y quienes sí comprendían ese afán, sin ignorar la popularidad que el sonorense había comenzado a adquirir por sus triunfos en las batallas de celaya y león, en las cuales los errores tácticos de villa le dieron la oportunidad de capitalizarlos a su favor. al respecto, es necesario recordar que antes de esas dos fases de la batalla de celaya, villa mandó un mensajero a decirle a Obregón

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que, no queriendo dañar la ciudad y a sus habitantes, lo invitaban a salir a pelear a campo raso; pero Obregón, que era un zorro más zorro que villa, había dado órdenes de perforar aspilleras en bardas y casas, en la dirección donde se esperara el ataque, y de cavar nu-merosas trincheras en las cuales fueron a caer jinetes y caballos de los arrojados villistas absurdamente lanzados a la carga a caballo.

la ciudad de celaya debe un monumento a villa por ese noble intento de querer sustraer del peligro a sus habitantes, al pedir a Obregón la pelea en campo abierto; como caballeros de la Edad Media cuando luchaban lanza en ristre y aprovechando la velocidad y masa de la cabalgadura.

Obregón, que se inició en la Revolución constitucionalista como teniente coronel irregular en 1913, se había puesto a estudiar algún texto de táctica; sabía que la carga a caballo había desaparecido como maniobra táctica desde que aparecieron las armas de fuego de gran potencia, como la ametralladora y los fusiles de carga múltiple.

En celaya sucumbieron numerosos obreros de los batallones rojos afiliados a la casa del Obrero Mundial y organizados tanto en la ciudad de México como en guadalajara con gerardo Murillo, el famoso pintor conocido como Dr. Atl. El primero, segundo y tercer batallón se formaron con obreros de la ciudad de México, y el cuarto en guadalajara. Fue tanta la desorientación política, que es un caso penoso que en celaya y león hayan combatido obreros contra campesinos, como eran la mayoría de los combatientes vi-llistas. los obreros porque tenían la aspiración de que en la nueva constitución se incluyeran leyes laborales en el medio fabril, y los campesinos porque villa tenía todo un proyecto agrario para bene-ficio campesino y había reconocido el valor en la lucha revolucio-naria del Plan de ayala defendido por Emiliano Zapata, con el que había hecho ya causa común.

En este trabajo, en el que me he metido varias veces a la máqui-na del tiempo para volver al pasado y me sigo metiendo, quiero aclarar que cuando se ha rebasado con varios años el octogésimo aniversario del natalicio de uno mismo y se está narrando lo vivido, lo visto con los propios ojos, lo escuchado con los propios oídos y dicho por personas que nos merecen veracidad, y aún se conserva mente lúcida para recordar y razonar, se atropellan los recuerdos de tal manera que es necesario hacer verdaderas regresiones en la

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narración, y en esto de narrar lo visto y oído por uno mismo, se incurre en la posibilidad de que se nos pueda ofender con el llama-do “yoyismo”, ya que se tiene que hablar casi siempre en primera persona del singular. También se nos puede ofender con el califi-cativo de “momiza”, por tratarse del hecho real de un anciano, su-poniendo que estamos ya momificados en el pensar y el hacer, tratando con ello de resucitar el conflicto generacional que sí pa-decimos y que fue también una palanca que nos levantó en armas en la Revolución Mexicana y que en ocasiones nos hizo exclamar: lo viejo debe morir, porque la generación que tenía el poder no nos comprendía en nuestros anhelos de una vida mejor para los jóvenes, para los niños y para los adultos, que no eran pasivos ante los abusos represivos de los viejos con autoridad oficial o social.

con la Revolución Mexicana sentimos como un rejuvenecimien-to de la ciudad de México y de todo el país, y viene al caso un hecho verídico ocurrido en 1908 que revela que el tirano Porfirio Díaz ya no era el héroe del 5 de mayo como Zaragoza, ni el héroe del 12 de abril, ni siquiera el de la carbonera; era ya efectivamente una momia en el poder y con la obsesión de Lex est dura lex, que hay que cumplir aun cuando uno se deshumanice y haga del autoritarismo un perjuicio social y moral.

los batallones Rojos en celaya, abril de 1914. © (núm. inventario 39268) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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El Imparcial y El País, los diarios más conocidos, informaban y esa información no nos iba a pasar desapercibida a los incansables lec-tores infantiles: “El capitán cota mata en plena Sala de Banderas a un Mayor”, decía el encabezado, y el texto informaba que ese oficial había cometido los delitos de abandono de servicio y homicidio del superior en defensa de su honor, porque el mayor X trató de violar en su domicilio, que quedaba muy cerca del cuartel, a su esposa; que avisado el capitán de lo que ocurría en su hogar, abandonó el servicio y llegó a su casa en el momento en que el mayor saltaba la barda y huía, refugiándose en la Sala de Banderas como si fuera un lugar apropiado para esconder su infamia. allí llegó el capitán cota pistola en mano, y le disparó causándole la muerte. Enjuiciado el oficial que en esos momentos de tan justa indignación no veía a un superior jerárquico sino a un malvado que trató de mancillar su honor, fue condenado a muerte por el consejo de guerra. ante esta situación, su padre, el ameritado general cota, pidió audiencia al dictador general Porfirio Díaz, para rogarle que teniendo en cuen-ta los servicios que había prestado él a la nación, le concediera a su hijo el indulto de la pena de muerte, y haciendo uso de las faculta-des que sólo él tenía como Jefe de Estado, le conmutara la pena por treinta años de prisión. El déspota se negó y el general cota, que lo había acompañado en las batallas del 5 de mayo, del 2 de abril y de la carbonera, rompió su espada en su presencia y le dijo: “desde este momento no me considero a su servicio porque usted no es un ser humano”, y que si quería hacerle aún más daño, humillarlo más, lo pusiera a disposición de un tribunal.

a los pocos días fue fusilado el capitán cota y, según el tirano, quedó limpio el honor de ese ejército de opresión formado de leva y cómplice obligado por la disciplina a callar y obedecer, y siempre al servicio de los intereses de la camarilla porfirista y de la plutocra-cia nacional del campo y de la ciudad.

Otro caso, presenciado a principios de 1909: nos llevaron a los escolares de quinto y sexto año a una ceremonia muy importante, según el director de nuestro plantel, de apellido Rivera (muy porfi-rista). Fue en el llamado popularmente Zócalo (Plaza de la consti-tución). nos colocaron en fila abajo del balcón principal del Palacio nacional, entonces de dos pisos, con fachada pintada con pintura de aceite, de color claro, y con unas rayitas como para marcar divi-

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siones de ladrillos (esa fachada fue cambiada por el gobierno de la Revolución, dándole un aspecto decoroso cuando ya fue de tres pisos, porque el Palacio nacional se veía enano comparado con la gigantesca catedral. Primero tuvo fachada de tezontle, pero más tarde se le cambió por cantera, porque según los arquitectos, el te-zontle sólo era apropiado para patios interiores). como el edificio era chaparro se trataba de que oyéramos lo que se iba a decir desde el balcón. En cierto momento vimos, con gran expectación, llegar por la calle que entonces se llamaba del Reloj (hoy argentina), un numeroso contingente de tropa en estado lamentable en su vestua-rio, casi descalzos, llenos de polvo, barbones los que no eran del todo indígenas; en el balcón alguien empezó una especie de discurso patriótico diciendo más o menos: “Estos son los valientes y abnegados soldados que están recién llegados de la campaña contra los salvajes indios yaquis, que ya fueron vencidos y ya se sometieron al supremo gobierno”. alguien por ahí aplaudió; era un individuo que tenía bombín, saco y chaleco de las telas más baratas; “rotitos” les decían a quienes trataban de ostentar prendas así; el pueblo, del que había muy poca asistencia, ni por casualidad intentó aplaudir al orador; ni menos un grupo cercano al profesor varela que casi gritó: “Son los asesinos de los verdaderos dueños de Sonora: los indios yaquis”. Ya para entonces esos soldados casi harapientos se habían colocado alrededor del centro de la Plaza, que entonces estaba muy arbolada, y repentinamente apareció el presidente Díaz. Se mandó presentar armas y él comenzó una especie de arenga en la cual, al estilo de Oaxaca, no acentuó la última sílaba sino la primera diciendo: “El páis está ya entrando a una era de paz y de progreso”; al oír lo de páis todos saltamos en nuestro lugar, ya que se nos exigía, de una manera casi tiránica, hablar y escribir estrictamente dentro de las normas de la gramática; hacíamos práctica antes de entrar a clases, los martes y los jueves en el patio, y como un concurso los quintos y sextos de primaria superior, de analogía, sintaxis, prosodia y or-tografía, se nos insistía que esa práctica era la lengua nacional (?)

El salto que dimos fue lo de menos; lo sorprendente, con gran indignación del director y profesor Rivera, muy porfirista como asenté antes, fue que como si hubiéramos preparado una porra, que entonces no se usaban, todos o casi todos exclamamos a voces: “el presidente no sabe gramática”, y esa exclamación infantil, hecha

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sin premeditación, se oyó en casi toda la gran plaza. Hubo como un largo silencio y todos los escolares estábamos semi asustados por lo que habíamos dicho, cuando un coronel, que parecía di- rigir la ceremonia, ordenó a un corneta que mandara descansar armas, y en ese preciso momento llegaba a caballo un oficial con algo como un mensaje que fue subido por el mismo coronel al presidente Díaz y que luego repitió a toda la tropa más o menos en estos términos: “los indios yaquis han vuelto a sublevarse, así que ordena el señor presidente que estas tropas contramarchen y regresen a la campaña del yaqui”. vemos a aquellos infelices sol-dados como si se encogieran en sus mugrosos y viejos uniformes, y sucedió que sólo alguien elevó una fuerte voz de protesta en estos términos enérgicos: “¡los soldados son de hule, con las tripas de mecate!” un silencio sepulcral durante algunos minutos y todos sentimos como si rebotaran contra el déspota y los que lo acompa-ñaban cientos de maldiciones, y cuando aquella tropa, cabizbaja y enormemente cansada y triste, comenzó a desfilar después del toque de atención y del de fajina, un niño lloraba y ese era yo, pues quien se había atrevido a lanzar ese grito de protesta era mi tío Roberto, y a mi mente infantil vino el recuerdo del asesinato legal castrense del capitán cota por defender su honor, que lo obligó a ser un homicida. “no llores”, me dijo compungido el profesor varela. le dije: “lloro porque también lo van a matar como a él”, contesté. no lo procesaron ni se atrevieron a asesinar-lo “legalmente”; pero cuando volvimos a verlo, en 1913, nos contó que cuando regresaron a la campaña del yaqui, sus superiores tenían orden de que siempre estuviera con su unidad a la vanguar-dia, para que lavara su honor militar manchado por su humanista protesta; mas no le tocó sucumbir.

veamos ahora cómo ocurrió lo que yo considero una verdadera tragedia nacional: el desmembramiento del ejército constituciona-lista, con la escisión encabezada por Francisco villa, de la División del norte, que fue quien realmente rompió la columna vertebral del ejército al servicio del usurpador general victoriano Huerta en la batalla de Zacatecas; escisión que quiso evitarse en la convención de aguascalientes y ya se pudo paradójicamente aplicar el caudillis-mo a cada facción, denominándonos a los que insistíamos en lla-marnos constitucionalistas, por estar en la facción de carranza como

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Primer Jefe que siempre fue del ejército constitucionalista, carran-cistas (lo que nos molestaba), a la facción en que se convirtió la División del norte, villistas, y a las fuerzas revolucionarias del sur, que siempre jefaturó hasta su asesinato Emiliano Zapata, zapatistas. Ese desmembramiento de las fuerzas armadas de la Revolución Mexicana llenó de satisfacción a quienes desde el exterior siempre han soñado con la hegemonía sobre México.

Es una verdad histórica, comprobada por investigadores acucio-sos de nuestra historia, que a villa como jefe del ejército conven-cionalista (así se llamó la fusión villista-zapatista) se le hicieron ofrecimientos de toda clase de elementos de guerra y hasta de di-nero, en conferencias especiales y personales con enviados del gobierno de Estados unidos, y al último agente, de nombre Duval West, tuvo que contestarle: “imposible, míster West, porque yo no soy el dueño de México”. El cínico agente pedía a cambio la cesión de Baja california; esa actitud de villa demostró cuál era su verda-dera personalidad, tan desvirtuada por sus enemigos.

como es lógico suponer, en la ciudad de México existía enorme confusión, ya que en la convención de aguascalientes se suponía quedarían resueltos todos los problemas y se verificaría una verdade-ra unificación revolucionaria; pero ocurrió todo lo contrario, o sea que a pesar de que llegaron hasta a firmar un convenio con sangre que tomaron algunos de sus venas, la pugna fue mayor y se preparó la marcha sobre la capital de lo que era ya el ejército convencionista, simultáneamente con el avance desde el sur de las fuerzas zapatistas, y se estaba preparando la evacuación de los que ya habíamos queda- do con el mote de carrancistas, debido a que don venustiano carran-za, cuando se rompió por el usurpador el orden constitucional, había quedado como depositario de los poderes en tanto se acababa de dar forma a una nueva constitución Política de los Estados unidos Mexicanos y se celebraban elecciones generales.

El pueblo, como siempre, desinformado, era atraído por uno y otro bando. los agentes secretos, como se llamaban los actuales g-Man, sembrando la cizaña en los dos bandos; los políticos opor-tunistas buscando colocarse y los militares con honor, actuando y caminando por la línea más corta y recta: con el depositario de los poderes, aun cuando las simpatías estuvieran, si eran de origen campesino, con Zapata y con villa. los obreros, a través de la casa

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del Obrero Mundial, al lado de carranza por las promesas de que en la nueva constitución se establecerían derechos laborales. los des-clasados, que no pertenecían ni a la clase obrera ni a la campesina, como papalotes al aire, porque no había quién los orientara.

cuando era inminente el ataque villista por el norte de la ciudad y el zapatista por el sur, los poderes se trasladaron al puerto de veracruz, recientemente desocupado por las tropas yanquis que lo habían tenido después de bombardearlo, del 21 de abril al 24 de noviembre de 1914.

como la evacuación de la ciudad de México por las tropas cons-titucionalistas de carranza se había verificado desde el 25 de sep-tiembre y aún permanecían en el puerto de veracruz los invasores, antes que éstos recibieran la orden de reembarcarse, tanto carran-za como villa y Zapata comunicaron al gobierno de Estados unidos que si no terminaba su absurda invasión se unirían los cincuenta mil hombres del Ejército de la convención (villistas y zapatistas) con los que formaban el Ejército del noroeste, que mandaba el general Pablo gonzález, que juntos sumaban más de cien mil hom-bres, y los sacarían por la fuerza. Esta intimidación surtió los efectos deseados, pues ya un contingente de ciento cincuenta mil hombres imponía respeto, con mayor razón cuando la artillería a las órdenes del general Felipe Ángeles contaba con excelentes cañones 75 de tiro rasante, con buenos comandantes de batería. además, Europa ya estaba enfrascada en la que se llamó Primera guerra Mundial, desde el primero de agosto de ese año de 1914, y se rumoraba in-sistentemente que Estados unidos se vería pronto involucrado en esa contienda, por lo cual resultaba para ellos muy peligroso seguir provocando una guerra con México.

Puede pensarse que las cifras que doy son exageradas en cuanto a las tropas mexicanas, pero la verdad es que esas cifras no pueden estar exageradas, ya que el campo mexicano se había quedado, en la contienda civil en que degeneró la pugna interna, casi abando-nando en sus cultivos, y de la ciudad de México y de varias capitales de las entidades federativas, obreros, estudiantes y hasta profesio-nistas estaban incorporados a esas tropas de los dos bandos, según sus simpatías.

cabe aclarar que mientras salían los invasores del puerto de veracruz, don venustiano carranza tuvo que permanecer en cór-

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doba, y es el 5 de diciembre cuando queda declarado el puerto de veracruz capital de la república, por estar allí los poderes deposita-dos con el que fue Jefe del Ejército constitucionalista antes de la escisión revolucionaria.

Me veo obligado a hacer todas estas narraciones históricas, para que quienes no vivieron en esa época puedan tener una idea de los padecimientos de la ciudad de México y sus habitantes, pues en cada salida y entrada de una u otra fuerza, hubo daños a personas y edificios; el papel moneda que emiten unos, al entrar los otros ya no tiene valor; hay hambre porque los comercios no son abastecidos, etcétera. Ya en otro esfuerzo de memorización daré a conocer otros pormenores de esa clase de desorden y sufrimientos que ocasionan las llamadas guerras civiles.

En fin, la disputa por el poder, la sana intención de un nuevo orden social y la acción de las fuerzas retardatarias llevaron a las dos terribles fases de la batalla de celaya y la de león, en que fue pre-ciso hablaran su lenguaje tétrico las armas de fuego, cuando en lenguaje de quienes no son belicosos podía haber estado la solución pacífica de algo que era eminentemente social y político.

Pero pudieron más las pasiones humanas que el raciocinio paci-fista y guanajuato se ensangrentó con los miles de muertos y de heridos, y otras entidades también, de aquéllos que habían venido luchando por los mismos ideales y acabaron matándose.

Hay algo que no quiero que escape de mi memoria: se nos or-denó a un joven subteniente, casi un niño, que era yo (perdón por el “yoyismo”), y al teniente alejandro cuevas gómez, que ya tenía sus veinticinco años, que nos quedáramos a ver la entrada del Ejército de la convención, y que tomáramos nota de todo lo que viéramos y oyéramos y después nos incorporáramos a veracruz. Que pusiéramos mucha atención en el armamento que portaran y si estaban bien municionados. anotábamos en un cuadernillo, no permaneciendo en el mismo sitio, sino cambiando de lugar para no ser notados: buena artillería calibre 75 de campaña, varios morteros; unos jovencitos, casi niños como yo, tripulando unas motocicletas Harley Davidson con ametralladora implantada en lo que se llamaba en inglés side-car; detrás venía un numeroso grupo también de jovencillos, a los que llamaban dinamiteros los curiosos que veían el desfile; poca infantería, pero sí numerosa

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caballería muy bien equipada, luciendo sombreros texanos con excelentes jinetes norteños, todos muy bien municionados. Era tremendo el contraste con las fuerzas del sur: los zapatistas, casi todos campesinos de huarache, camisa y calzón largo, y sombrero de petate, luciendo algunos de ellos una imagen de la virgen de guadalupe prendida en el sombrero. Su armamento era una mez-cla de fusiles de infantería, cortos de caballería y hasta de fusiles Rémington y carabinas 30-30. Muy mal municionados. algunos llevaban en las cananas solamente diez, doce o cuando más veinte cartuchos. Zapata, vestido de charro, y algunos más que supongo eran su Estado Mayor.

Zapata, el indiscutible apóstol del agrarismo, se notaba como triste o acomplejado por la pobreza de vestuario, equipo y municio-nes de sus tropas. anotamos que vimos mucho entusiasmo popular al pasar villa con su escolta de “dorados”.

Dada nuestra inexperiencia, no alcanzamos a hacer mayores apreciaciones y por lo tanto nos dedicamos a deambular por toda la ciudad y los suburbios durante cuatro días. En el centro vimos algo asombroso e increíble: los zapatistas, calumniados por los potenta-dos como “bandidos”, cuidando los “bancos” afuera de sus puertas, durmiendo en las banquetas, comiendo en el suelo, en humildes cazuelas de barro, frijoles con chile y tortillas duras, cuando adentro había dinero para darse suculentos banquetes. a los cinco días aprovechamos que una máquina del ferrocarril hacía movimiento en la dirección de veracruz, y nos colgamos del cabús, pero no llegó más que a la estación de lechería. De allí, unas veces en burro, otras en mula o caballo, llegamos a córdoba y le informamos al general urquizo, quien ordenó: “Háganlo por escrito y lo más claro y amplio que sea posible”. Me tocó hacer ese informe-parte y cuan-do lo entregué al general urquizo me dijo: “una vez que estén los poderes en veracruz, se va a organizar una división que se llamará Supremos Poderes. contará con un batallón de señaleros y telefo-nistas, y allí lo voy a incorporar a usted que está muy joven”.

Y así fue, creado ese batallón se le dio el mando al coronel e ingeniero de nombre Fernando Ramírez, y ese fue el antecedente histórico de las transmisiones militares de nuestro ejército.

Entonces solamente tenían sistema telegráfico morse y el servicio pagado las estaciones del ferrocarril; nosotros éramos señaleros con

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banderas, una roja y otra blanca, aparatos telefónicos, carretes de alambre para transmisión, pinzas y lo necesario para trepar rápida-mente a los postes de telégrafos y de teléfonos para cortar las líneas e interrumpir esos medios de comunicación cuando esto convinie-ra a las operaciones militares, o reanudar las comunicaciones cuan-do el enemigo hubiera cortado dichas líneas, reparándolas. Para esa tarea se nos denominaba celadores o sea vigilantes, para que dicho servicio y el de manejar los conmutadores del cuartel general se cumplieran estrictamente. la mayoría éramos menores de edad, hasta los oficiales.

veracruz estaba de fiesta por la reciente desocupación de los invasores yanquis. Más que el lugar de una fiesta parecía un mani-comio, pues se cometió el error de trasladar de la ciudad de Méxi-co no sólo los poderes, sino todo lo que se pudo, inclusive algunos tranvías eléctricos; este latrocinio no nos gustó a los que éramos nativos de la ciudad de México, ni menos la despedida que hizo adolfo león Osorio, que se decía coronel maderista, cuando el apóstol de la Democracia ya tenía casi dos años de sepultado después de su criminal asesinato; esa despedida, que fue publicada en el diario El Dictamen, decía textualmente: “¡allí quedas, ciudad levítica!, con tus templos y palacios; refugio de reaccionarios...”, etcétera.

años más tarde le reclamé a este militar ocasional, medio poeta, muy enamorado y medio loco, cuando se vio seriamente enjuiciado por haber cometido un homicidio pasional, la razón de por qué había confundido la situación geográfica de la ciudad de México con una ciudad israelí, donde los levitas celebran precisamente ceremonias levíticas, y que también había cometido un error racial respecto de que los nativos de la ciudad de México fuésemos israe-líes levitas; como buen cubano-mexicano me respondió riendo:

Errores literarios, chico... ahora, si te refieres al uso de la levita, sola-mente correspondió a quienes se la pongan por lujo, pero en la ciudad de México, como sabes, ya ni los soldados de caballería la usan, ni se acostumbra ya cantar esa cursi canción de “Soy soldado de levita de esos de caballería”.

Y volvió a reír adolfo león Osorio, quien suponía tal vez, por esa despedida a mi ciudad nativa, que ya jamás iba a volver a ser la capital de la República.

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Pero cuando volvió a serlo, y después de las derrotas de villa en celaya y león, al replegarse el centauro al norte quedaron restos de una brigada que se decía villista y que había mandado un chia-paneco de apellido cal y Mayor; ese grupo armado y los zapatistas asediaban de día y de noche la capital; dañaban los dínamos en la parte sur de la ciudad, que a falta de corriente eléctrica, también amanecía sin agua. a la una o dos de la madrugada asaltaban necaxa y los manantiales de los cuales se surtía de agua la capital. Primero la oscuridad y después de un breve tiroteo se recuperaba necaxa y los manantiales y comenzaba a bombearse agua.

En esos tiroteos había bajas de ambos lados y en los manantiales quedaban cuerpos humanos que se iban descomponiendo. Yo tuve la ocurrencia de mandar conseguir unas largas tiras o varas de las que en las vecindades pobres utilizaban para tendederos de la ropa lavada, y con ellos y una especie de arpón lográbamos sacar a los menos pesados. cuando un batallón yaqui, me parece que fue el 20 de Sonora, que mandaba el general amarillas, desde los Reme-dios nos mandaba refuerzos y sus gigantescos soldados caían muer-tos al fondo de los manantiales, nos era imposible sacarlos, pues además estaban acostumbrados a traer dos cananas con cartuchos, cruzadas del hombro izquierdo a la cadera derecha y del hombro derecho a la cadera izquierda, más dos en la cintura, lo que aumen-taba demasiado su peso. De esa agua consumía la ciudad y comen-zaron las enfermedades de todos tipos.

a pesar de ese asedio, se ordenó conservar la capital a toda costa, con lo que aumentaron los sufrimientos de sus habitantes y de las tropas que estábamos destacamentadas y propiamente atrincheradas en zanjas que se llenaban de agua y lodo y posteriormente de piojos blancos que originaron la epidemia de tifo que asoló al país entero. así duramos en esas inmundas trincheras que se extendían desde Topile-jo, Milpa alta, San Pablo Oztotepec, etcétera. la gente caía muerta de inanición en las calles. Del centro y del norte del país llegaban pocos alimentos; del sur nada. las tiendas abiertas, pero vacías.

así duramos desde julio de 1915 hasta diciembre de ese mismo año, soportando ataques generales en el valle de México, pues el enemigo se nos metía por el sur, por el norte, por el poniente, por el oriente, hasta la plazuela de Mixcalco. En tranvías de Peralvillo los combatíamos desde la Plaza de Santa ana hasta la villa de gua-

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dalupe; llegamos a estar tendidos a lo largo del río del consulado varios días, nosotros en un borde y ellos en el otro.

Y siguió la lucha hasta el 6 de diciembre de 1918 contra el Ejér-cito libertador del Sur, como llamó Emiliano Zapata a sus fuerzas netamente campesinas formadas por nativos del Distrito Federal, la mayoría originarios del estado de Morelos y algunos del estado de guerrero, con el lema: “la tierra es de quien la trabaja”.1

Para someter a los zapatistas se le había dado el mando de 40 000 hombres al general Pablo gonzález, quien sembrando el terror desde Topilejo y Milpa alta hasta el cuartel general zapatista en Tlaltizapán, incendió poblados de zapatistas y no zapatistas, como lo hiciera el general victoriano Huerta cuando simulaba ser un fiel servidor del presidente Madero, a quien Zapata había desconocido por no cumplir las promesas del Plan de San luis, ni menos tomar verdaderamente en cuenta el arma política del zapatismo, el Plan de ayala, con verdaderas reivindicaciones agrarias.

Ya antes, a principios de 1916, ese mismo general Pablo gonzález había destacado a toda mi brigada, la Ramos arizpe, que mandaba el general ignacio Flores Farías. a mi batallón, que era el tercero, le tocó cubrir Xochimilco, Topilejo, Tres Marías, etcétera. la noche en que tomamos Topilejo, en mi brigada y particularmente en mi batallón, hubo muchas deserciones, porque nos tocó llegar como retaguardia, y ya por órdenes del mismo Pablo gonzález estaban fusilando en el atrio de la iglesia a numerosos prisioneros zapatistas, entre los que había niños hasta de diez años, a los que los sombreros de palma para adultos se les metían casi hasta el pescuezo. los proyectiles con que los ejecutaron eran de bala expansiva y sus sesos quedaron estampados en las paredes del templo. nuestros deserto-res eran de origen campesino y lógicamente no soportaron tales excesos con sus hermanos de clase.

alrededor del valle de México, como ya asenté antes, duramos seis meses en trincheras asquerosas, y durante la noche escuchába-mos un corrido que nos cantaban a grandes voces para que lo escu-cháramos, pues siempre estaban de noche cerca y que de tanto oírlo se me quedó grabada su letra y su música. la letra decía así:

1 El lema en realidad fue “libertad, justicia y ley” y posteriormente “Tierra y libertad”.

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Y soy rebelde del estado de Morelos,que ando peleando las promesas de San luisy soy rebelde y lucharé contra el gobierno,que por fin nada ha de cumplir.con mi treinta, mi caballo y tres cananas,como escudo la virgen del Tepeyac,he de morir pero exclamando con firmeza:¡viva Zapata! ¡vivan las fuerzas del sur! ¡viva Zapata!

Y vuelven a atropellarse en mí los recuerdos sin orden cronoló-gico, y regreso a esas trincheras asquerosas donde nos llevaban como todo alimento unas bolas de garbanzo o haba semicocidas y sin sal; con las inditas de Xochimilco comimos varias veces tortillas retiradas del comal y envolviendo charales o chapulines, pero allí en Topilejo amanecíamos con la posibilidad de comer sólo algo más mientras llegaban las bolas que acabo de mencionar, porque el capitán chávez Zubia se ingeniaba para raspar magueyes y recoger aguamiel que revolvía con harina que nos llevaban en un costal los que entregaban las dichosas bolas; amasaba esa combinación y hacía una especie de panes cuyo cocimiento realizaba en una especie de horno, en un agujero; unas baquetas de fusil formaban una especie de parrilla encima de la cual ponía un pedazo de lámina que no supe de dónde adquirió, y allí se obtenía ese original pan. los solteros nunca sabía-mos cuándo íbamos a comer, pues nunca tuvieron idea clara nuestros generales, sin cultura castrense, de la absoluta necesidad de un verdadero servicio de subsistencias. los casados, en su mayoría de origen campesino, habían cargado con su mujer, sus hijos y hasta con el perico en las zonas tropicales, ya que de quedarse su familia en zona enemiga, corría peligro; pero más que nada por el amor de esas estoicas y heroicas mujeres mexicanas como soldaderas, que aun en medio del mayor peligro les llevaban alimentos a sus Juanes, como ellas les decían. ¿De dónde los sacaban?, de algún corral, de algunas casitas que veíamos a distancia, unas veces pagando si había con qué, otras expropiando por la suprema ley de la necesidad.

De esas asquerosas trincheras, llenas de agua cuando llovía, con-seguimos primero reumas, mientras las medio cubríamos con ramas de árboles cercanos; de la mala agua que ingeríamos, disentería; nos dio paludismo que nos curaban con una cápsula de medio gramo o de gramo de quinina, y desde el primer día en que las ingeríamos

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nos zumbaban los oídos de día y de noche; cuando se desató la epidemia de tifo, que comenzó o mejor dicho se originó en esas trincheras llenas de piojos blancos y causó miles de defunciones en la siempre mártir ciudad de México, y se extendió por todo el país, tuvo que establecerse dictadura sanitaria, y para evitar la propagación del tifo. En cuanto se descubría un caso se recogía del hogar, sin que lo pudiera evitar la familia, al contagiado, y se le llevaba al Hospital Juárez. Tuvieron que improvisarse hospitales. a mí y a otros más nos trajeron al Hospital Militar, que estaba entonces en la calle de caca-huatal, hoy calle Escuela Médico Militar, donde aún subsiste, en la misma calle, el Hospital Juárez, pero ya no cupimos ni en los patios y se nos dejó en el suelo en la Plaza de San lucas, detrás de ese Hospital Militar. Íbamos inconscientes por la elevada temperatura que origina el tifo; completamente dormidos durante el traslado; algunos, como yo, alcanzamos camilla; los más en petates. cuando momentáneamente desperté, oí debajo de mí una voz desconocida que me dijo: “Mi teniente, no vaya a quedarse otra vez dormido; mire hacia aquella esquina y le pasara lo mismo”. En la esquina, mal alumbrada, pues esto ocurría de noche, distinguí el tren de mulitas que se conservaba por tradición, y en el cual, en dos o tres platafor-mas, se ponían en una especie de catafalco cajas para que las perso-nas absolutamente carentes de recursos pusieran a sus difuntos y de allí fueran conducidos por ese tren de mulitas al Panteón de Dolores, hasta donde llegaba la vía de ese trenecito. El espectáculo era terri-blemente macabro: varios hombres ponían, como si se tratara de leños, cuerpos humanos que aún se movían, para llevarlos aún vivos pero inconscientes a la fosa común. Se había perdido todo senti-miento de conmiseración. Eran un peligro y tal vez fueran incurables; además estaban inconscientes, y aprovechaban ese momento de vulgar eutanasia, individuos que hoy no me explico por qué habían aceptado esa tarea tan peligrosa para ellos mismos.

a pesar de la calentura, mi mente fue martillada con estos versos que vinieron a mi memoria:

¡odieMos la guerra!

Odiemos la guerra, los campos desiertos,sin yuntas, sin plantas, sin vacas ni ovejas,tan sólo con tristes guiñapos de muertos.

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con cruces, con niños de harapos cubiertos,con llantos de viudas, con duelo, con quejas.

lo que antes fue choza es ahora ceniza;donde antes fue un templo se venescombros, vitrales deshechos y en alta cornisafatal agorero cantando horroriza.¡Ha muerto el trabajo! ¡Ha muerto el taller!

En vez de canciones de paz y ventura,en vez de sonrisas de dicha sin fin,se escuchan las voces de cruel desventura,se advierten suspiros; todo es amarguraque envuelve a la patria de uno a otro confín.

los cantos fabriles se tornan en vocesla rabia salvaje; el arma fatallas manos empuñan, se oxidan las hoces,los montes repiten clamores atroces.¡Se adueña del mundo el hado del mal!

Ya no se contemplan desde los tejadoslas luces alegres que lanza el hogar;el hombre guerrero dejó abandonadossus hijos, su esposa, sus seres amadosque el hambre los hace gemir y llorar.

los roncos cañones rugientes detonansembrando la muerte, la ruina, el dolor.las fieras en cuerpos infectos se enconan.las muertes de hermanos mil tumbas pregonany lanza el incendio su rojo fulgor.

no se oye en la escuela del niño la risa;los bellos santuarios de ciencia y de luzhoy son los cuarteles de Marte. agonizala paz y el progreso y se inmortalizala lucha sangrienta con negro capuz.

Odiemos la guerra: la guerra de hermanosque siempre destruye mirajes de amory sólo en la guerra pensad mexicanos,cuando otros países pretendan villanos,manchar de la patria el límpido honor.

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Y si el abolengo de bravos nos vienede tiempos remotos hagamos saberal mundo, que bravo es quien tienepor lema el trabajo y firme mantienecon honra a su patria, siendo ella su fé.

uniéndonos siempre potentes seremos; Dejemos la lucha que espanta, que aterra;dejemos los odios, las armas dejemos; abramos escuelas, los campos labremos,abramos talleres y odiemos la guerra.

¿De quién eran tan luminosos versos, inspirados en medio de las tinieblas, de la maldad, de la crueldad y del falso entusiasmo que pro-vocan en las contiendas los guerreristas? criminales que consideran que la especie humana necesita de las guerras para progresar, para que dominen y sobrevivan los más fuertes a costa de los débiles; cuando la guerra, como lo dice el poeta, es muerte, dolor, sufrimiento, epidemias como la del tifo que desataran esas infectas trincheras.

a mi mente venía el recuerdo de cuando nos tocó, en el invier-no de 1915, estar en los cerros del Teutli y del ajusco y ver llorar a algunos de frío, casi siempre de caqui y unos capotes que no abri-gaban pues eran de tela que ni de casualidad tenía lana. los estoi-cos zapatistas que, como la mayoría de la gente de ese rumbo, vestían de calzón largo y camisa de manta y muy pocos tenían un jorongo para abrigarse; huaraches en pies desnudos, todo ello denunciando la miseria de nuestra clase campesina... y en medio de esa especie de delirio motivado por la calentura, recordaba haber visto muy niño, en guanajuato, a los semidesnudos mineros descender a las entrañas calientes de la tierra y salir a la superficie en medio de esos vientos helados que soplan también en los mine-rales de Zacatecas y Real del Monte, cubiertos con algo que me pareció oír llamaban “patio”, colocado en la entrepierna y afian-zado en la cintura. Esa fue la mísera vestimenta de trabajo de los que extraían el oro y la plata antes de la Revolución de 1910. cam-pesinos y mineros que siempre han dado riqueza al país y vivido siempre en la miseria, pensaba... y como un acto defensivo ante tan deprimentes recuerdos y amargas realidades, vino a mi memo-ria algo que fue chusco, pero que demuestra lo ingenuos que hemos

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sido los mexicanos ante el empeño de los extranjeros que nos en-cajan una mercancía, así se trate de personas de luengas barbas como era don venustiano carranza. Ocurrió que cuando estuvo ya muy bien organizado ese batallón de señaleros y telefonistas de la división Supremos Poderes, se nos uniformó decorosamente a aquellos jovencitos, casi niños; el uniforme era color aceituna, con franjas verdes en el pantalón, gorra con visera que entonces se lla-maba moscovita y la cual tenía como escudo bordado un poste te-lefónico con dos alambres dorados que simulaban estar cortados; en el cuello de la guerrera se nos pusieron dos letras a cada lado, la S y la P mayúsculas, que significaban Supremos Poderes; nos veíamos bien como siempre se ven bien los jóvenes esbeltos, pero ocurrió que un condenado comerciante judío que compraba y vendía de todo, aprovechó la circunstancia de que para borrar el recuerdo de la injusta agresión al puerto de veracruz, invitaran a una corporación de la división Supremos Poderes para que fuera a desfilar a San antonio Texas con motivo de una celebración na-cional y para el caso fue escogido el batallón de señaleros y telefo-nistas. Muy hábil y convincente fue el vendedor, pues sostuvo que se vería muy bien si el batallón, como un rasgo de compañerismo, desfilara con uniformes iguales a los de los soldados de Estados unidos, que entonces eran amarillos canario, y de caqui con pe-queñas polainitas y zapatos de gruesas suelas y peludos sombreros tipo tejano corriente, de fieltro, que llamaban panza de burro, ador-nados con una toquilla de cerdas grises que daba la vuelta a la copa del sombrero. El general urquizo, que era el jefe de la división, supongo que no hubiera aceptado ese uniforme ni menos ese som-brero, pues él era muy afecto al quepí francés y en cuanto le fue posible se lo impuso a toda la división. Pues bien, así fue como el judío, por vender, hizo que fuéramos a desfilar. En el desfile nos aplaudieron, pero al regreso se desató un torrencial aguacero y las mangas y los pantalones, que todavía no se sanforizaban, se nos encogieron; las mangas hasta el codo y los pantalones se zafaron de las polainillas y se encogieron casi hasta las rodillas; pero lo que sí fue el colmo de la burla del judío, fue que aquellos zapatos que nos gustaron por sus gruesas suelas, se abrieron en varias capas, pues las suelas eran de cartón, y el sombrero panza de burro se volvió el tocado más ridículo que pueda imaginarse, por efecto también de

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la lluvia tan intensa. afortunadamente los que nos habían aplaudi-do por nuestra marcialidad al desfilar ya se habían retirado por el aguacerazo, si no hubieran reventado de risa como estaba casi ocu-rriéndome a mí en esa noche que fue de pesadilla calenturienta, y de la que me sorprende cómo he podido reconstruir todo lo que en ella recordaba, pues tal parecía que me estaba ocurriendo lo que, según piensan algunas personas, pasa a quienes están casi agónicos y repasan en minutos los sucesos que más les han dejado huella en su memoria; porque enseguida vino a mi memoria la se-gunda entrada que hicimos a la ciudad de México, el 11 de julio de 1915, incorporada mi brigada y batallón al cuerpo del Ejército de Oriente, al mando del general Pablo gonzález, pues Obregón ha-bía tenido que evacuar la ciudad en marzo. Éramos tantos que los pocos y horrorosos cuarteles que había tenido el porfiriato y el huertismo (con excepción de Teresitas, que era el mejor presenta-do) eran insuficientes, y tuvo mi batallón que instalarse en el que fue panteón del doctor Río de la loza y que ya no estaba en servicio, pero conservaba su oficina de administración como un museo. Tenía dos grandes galerones, uno a la izquierda y otro a la derecha de la puerta de entrada: y para colocar las cuatro compañías de mi batallón tuvieron que recorrerse hasta el fondo de cada galerón los centenares de calaveras y huesos humanos que había en ellas. con la amenaza zapatista por todos los puntos cardinales, teniendo la cooperación de restos de villistas, se tenía que marcar el alto desde el toque de silencio (nueve de la noche) en cada guardia de pre-vención. Se preguntaba: “¿Quién vive?”; la respuesta tenía que ser: “carranza”.

Enfrente había casas habitadas, pues era la calle de arcos de Belem. la noche que me tocó la primera guardia como comandan-te, estaba de centinela un chino (ya se reclutaba a todo el que se presentaba, pues la sangría en tiroteos y combates era constante y mayor el fallecimiento por enfermedades que por balas); ese chino, desde que oscureció comenzó a estar nervioso porque al fondo de lo que había quedado del enorme panteón comenzaban a verse los fuegos fatuos; ya a las diez de la noche todo el fondo era como una cantidad bastante grande de pequeñas velitas, y el chino, que casi no hablaba castellano ni casi podía entenderlo, gritaba cada rato para no estar solo en la puerta: “cacuatlo” (quería decir cabo cuar-

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to. Hoy se dice “de turno”; las veinticuatro horas se dividían en cuatro turnos). “¿Qué le pasa al chino?”, preguntaba yo que estaba dentro del improvisado cuarto de banderas, y el cabo me contesta-ba: “Está asustado por esos fueguitos”, y al poco rato fue a comuni-carme: “El chino ya se desertó y dejó el fusil recargado en la verja”, de la cual tuvimos que abrir las puertas hacia fuera.

lo del chino apenas si tenía importancia; lo grave fue cuando vino corriendo el capitán chavira, que estaba de servicio como ca-pitán de cuartel, y me dijo:

Yo ya no entro de noche a esa maldita pieza de la administración. llegué y la puerta se abrió sola; creí que había sido el aire, pero me acordé que el zoquet encendedor estaba a la derecha, y cuando iba a tocarlo encendió sola la luz. Entonces, ya nervioso, traté de fumar; saqué un cigarro, me lo puse en la boca; saqué de la bolsa derecha el encendedor, cayó y se fue de mi mano y me encendieron el cigarro, y el encendedor cayo al suelo y yo salí corriendo hasta aquí; y allá no vuelvo solo. Quiero que me acompañe usted y lo confirme, o sea que el encendedor quedó en el suelo, y de paso voy a llevarme dos soldados armados o desarmados, da lo mismo para el caso, pues yo no sé que los muertos disparen.

Fuimos a la administración ya con los dos soldados desarmados; la luz estaba apagada y el encendedor en el suelo. ¿Quién apagó la luz? chavira no lo hizo. lloviznó ligeramente esa extraña noche. En las casas de enfrente unos chiquillos cantaban jugando una melodía de la que sólo me grabé una parte de la letra: “Mambrú se fue a la guerra, do, re, mi, fa, sol, la...” y se interrumpió una parte para mis oídos porque el centinela tenía que correr la voz, con otro de la imaginaria, que estaba en la cuadra de la primera compañía. la voz era “centinela alerta”; el de la imaginaria debía contestar: “dos alerta”, y esto cada cuarto de hora. Ya no oí de los chiquillos sino la parte final: “entre cuatro oficiales lo llevaban a enterrar, do, re, mi, fa, sol, la”.

Por el rumbo de Tlalpan, al sur de la ciudad, se oía un tiroteo; por el rumbo de San lázaro también; al oriente, y por el norte hacia la villa de guadalupe, otro, y la chiquillería había seguido cantando hasta que los metieron a sus casas. al día siguiente todos los soldados amanecieron mojados y afuera de los grandes bodego-nes donde se les improvisaron las cuadras, y a los tres días comenzó

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el desertadero, pues todos juraban no haberse salido por cuenta propia, ni menos a mojarse, porque había estado lloviendo en las noches. la situación se puso tan seria que fue necesario pedir la intervención de la Secretaría de guerra, que estaba a cargo de un general Pesqueira, si la memoria no me falla a este respecto, quien ordenó, en vista de esos fenómenos inexplicables, que nos trasladá-ramos a lo que fue el convento de San Pedro y San Pablo, ubicado en la esquina que forman las calles del carmen y San ildefonso. narro esto sin comentario por haber sido verídico, y porque a los que ya no éramos reclutas nos habían tocado situaciones de dormir incluso sobre placas de sepulturas, porque en situaciones apuradas los panteones de los pueblos son buenos lugares de refugio y resis-tencia, y como decía la voz popular, ya estábamos acostumbrados a velar muertos con cabezas de cerillo.

Esta digresión que aquí he hecho, motivada por el afán de re-cordar, también la tiene que hacer aquel yo que estaba tendido en una camilla en la plazuela de San lucas. Después de ese enorme esfuerzo mental que debo haber hecho para recordar lo que acabo de narrar, debo de haberme quedado profundamente dormido, porque cuando desperté levanté la vista hacia el techo de donde estaba encamado y vi un raro artesonado; pregunté a alguien que pasaba y parecía una enfermera, “¿dónde estoy?”, y esa persona me contestó: “Está usted, señor, o mejor dicho joven oficial, en el la-zareto de Tlalpan”. “¿cómo —le dije—; pues qué estoy leproso?” “no —me contestó muy amablemente—, está usted tifoso y en vías de curación”. veía en mi piel muchos puntitos negros.

Y esa curación fue algo serio, pues en esa clase de tifo quedaba uno tan débil que había que comenzar a gatear en la cama antes de pretender caminar.Era un espectáculo grotesco ver caminar en esa enorme sala a los pocos supervivientes del tifo, a gatas sobre las camas.

cuando por fin salimos estábamos aún tan débiles que no po-díamos sostenernos en pie a bordo de los tranvías que se dirigían de Tlalpan a la Plaza de la constitución, convertida entonces toda ella en una gran central tranviaria, pues a ella arribaban, como a una terminal, todos los tranvías urbanos y suburbanos. De allí caminé, casi apoyándome en las paredes, hasta mi cuartel por las calles del carmen, hoy correo Mayor, y vi cómo en la delegación

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de policía se aventaban al pueblo hambriento billetes y cartones de cinco, diez y veinte centavos emitidos por el gobierno y de circula-ción forzosa. Ya comenzaba a poder comprarse con ellos algunos alimentos que llegaban del centro y del norte del país, y es un hecho curioso que con un cartón de diez centavos se podía tomar un desayuno en los cafés de chinos que funcionaban de día y casi toda la noche. a propósito de estos laboriosos asiáticos que elabo-raban ellos mismos el pan y hasta pasteles, no entiendo cómo pudieron siempre obtener harina y leche, cuando las familias te-nían que hacer cola días y noches enteras para obtener esos ali-mentos; las señoras se llevaban pequeñas sillas para ir caminando en la cola y sentándose por momentos. Hubo quienes tuvieron que permanecer dos o tres días con sus noches, porque cuando arribaban a la puerta del expendio, se había acabado la existencia y tenían que esperar hasta que llevaran más pan o leche. Esto era parte de los sufrimientos de los habitantes de la ciudad de México. con la llegada de alimentos, como ya dije, del centro y del norte del país, comenzó la especulación de los comerciantes inmorales y para someterlos fue nombrado un señor de apellido Patiño, que tenía el cargo de preboste en el cuerpo del Ejército de Oriente (denominación impropia, pues era el jefe de una comunidad en época antigua, y quien tenía la facultad de ejercer el prebostazgo; cierta forma de justicia, como un funcionario de ese ramo).

como estábamos en situación preconstitucional, pues había sido roto el orden constitucional por el usurpador victoriano Huerta y se estaba en espera de la nueva constitución, que fue la de 1917, Patiño aplicó sanciones de su propia inventiva, comenzando por las más vulgares: multas, multas y más multas; pero como no suspendían sus delictivas actividades los especuladores, que eran monopolizadores a la vez de los productos que llegaban, no sé si la última medida, que fue muy eficaz, nació de él o fue sugerida por don venustiano carran-za (que era el Primer Jefe del Ejército constitucionalista y así se hizo llamar hasta que se restableció el régimen constitucional y él asumió la presidencia de la República, comenzando a regir la constitución de 1917). Esa eficaz medida fue mandar detener a los ricos especuladores que ya lo eran en medio de tanta miseria, y ponerlos a barrer las calles de México; así contemplamos un espectáculo matinal del que yo creo no ha podido disfrutar el pueblo explotado de muchos países. los

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señores barrenderos, elegantemente vestidos, tocados la mayoría con bombines y amenazados de seguir barriendo las calles de la ciudad si seguían en su criminal actividad. Por los periódicos nos habíamos en-terado de que en Rusia, al tomar el poder los bolcheviques, fusilaban a los especuladores por considerarlos los más grandes criminales. En la sufrida ciudad de México no hubo necesidad de llegar a ese extremo, pues a nuestros elegantes barrenderos les dio vergüenza desempeñar tan honrada ocupación, y a las veinticuatro horas los precios de los artículos de primera necesidad volvieron a su precio justo y pagándoseles con cartones de cinco, diez y veinte centavos y con los billetes emitidos por el gobierno preconstitucional.

El licenciado don luis cabrera, que hacía las funciones de secre-tario de Hacienda, sostenía el criterio de que había que tomar el di-nero de “donde lo haya”; y no fue sino hasta que se restableció el orden constitucional cuando volvió a circular la moneda de plata y oro, y en 1919 el billete de un peso, llamado infalsificable, pues antes de esto se tuvo una verdadera plaga de falsificadores de bille-tes y de cartones moneda, juntamente con otra plaga de asaltantes de domicilios particulares, que hacían comedias de cateo por orden del cuartel general del cuerpo del Ejército de Oriente, con órdenes también falsificadas. Esa mafia fue denominada por el pueblo “Del automóvil gris”, y con ellos sí hubo tremenda dureza, fusilándose al jefe, de apellido granda, y a otros más.

cuando volvió a circular la moneda de plata era algo curioso lo que ocurría en los mercados, donde las vendedoras tenían más esti-mación por los pesos de plata y a las compradoras les ofrecían dieciocho o diecinueve pesos “por su azteca”, decían despectivamen-te las vendedoras. Esto nos hace pensar que la ciudad de México ha sido siempre la ciudad de las paradojas y de las cosas más raras.

Y siendo nativo de la ciudad de las cosas raras y de las paradojas, estaba pensando en el profesor Escudero, quien nos tenía al tanto de todos los abusos en el largo porfiriato y por quien supimos algu-nos pormenores de la huelga de cananea, que fue ahogada en sangre y en cuya acción represiva actuaron hasta tropas yanquis a las órdenes de un capitán de apellido Rynning, conocido de él y odiado por su mala voluntad con los trabajadores mexicanos. Ese capitán asesinó a hombres, mujeres y niños de la Mesa y el Ron-quillo, sometiendo con sus trescientos soldados yanquis, mediante

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ese genocidio, a los huelguistas. El dictador, general Porfirio Díaz, que ya no era el patriota del 5 de mayo, ni del 2 de abril, tuvo el deshonor de agradecer oficialmente al gobierno de Estados unidos la colaboración de quienes, violando la soberanía nacional, pasa-ron la frontera y asesinaron obreros, sus mujeres e hijos. El profesor Escudero fue de los pocos que protestaron por esa infamia y jamás volvimos a verlo, porque fue enviado a las tinajas de San Juan de ulúa; pues como también había protestado por la huelga de Río Blanco en enero de 1907, lo consideraban elemento muy peligroso. nos hizo Escudero amar la memoria de lucrecia Toriz, la heroína de esa huelga, cuya imagen y personalidad me parecía reflejarse en cada abnegada soldadera. En el periódico El Imparcial, del 9 de enero de 1907, leímos, esos chiquillos que todo leíamos, que el gobierno felicitaba a la empresa por haber obrado con toda energía. Esa energía, según Escudero, fue la causa de la muerte de docenas de obreros y sus familias, que habían sido citados con sus familias dizque para llegar a un acuerdo favorable a sus peticiones de jorna-da de labores de ocho horas, aumento de salarios y la prohibición de hacer trabajar a los niños, y cuando estuvieron reunidos, repen-tinamente abrieron fuego contra ellos los empleados franceses y la policía que pagaba la empresa. Días antes, los obreros ingenuamen-te habían solicitado al dictador que fuera el árbitro en su problema; falló a favor de los empresarios franceses, que fueron tan sádicos que celebraron la matanza con brindis en un banquete verificado mientras se recogían los cadáveres de los asesinados. También la criminal empresa fue felicitada por su energía contra los trastorna-dores del orden público.

Haber conocido todas estas infamias de boca de personas como Escudero, incapaces de mentir y presenciar nosotros el terror implantado por el usurpador victoriano Huerta, nos llevó a los estudiantes de las ciudades e hijos de obreros y campesinos, al movimiento revolucionario llamado constitucionalista, encabeza-do por don venustiano carranza, gobernador de coahuila; y éra- mos muchos los jóvenes y soldados niños en el Ejército constitu-cionalista.

Hay algo que no quiero dejar pasar de mis recuerdos, y es que en la Revolución Mexicana, así como se luchó por mejorar a los obreros y campesinos con leyes laborales y agrarias en su beneficio,

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se creó otro concepto de la educación oficial en los planteles esco-lares. Se formó el Ejército nacional con servicio voluntario y de origen popular, abriendo planteles militares al pueblo. Se fomentó el nacimiento de la aeronáutica. a este respecto yo creo que en pocos países del mundo existía en aquel entonces el enorme entu-siasmo por la aviación que se sentía en México. Desdichadamente más tarde se prohibió, en los Tratados de Bucareli, la construcción de motores de combustión interna, y ya no se logró lo que quería-mos: una Secretaría de aeronáutica y la creación de la industria de la aeronáutica; de no haber existido una cláusula en ese sentido, en esos tratados impuestos por los intereses monopolistas de Estados unidos y su gobierno, México habría alcanzado un extraordinario progreso industrial en transportación aérea y terrestre. la juventud de entonces (1919) soñábamos con tener esa Secretaría y con una industria de motores automóviles y aéreos. Don venustiano carran-za, con la asesoría de los hermanos Salinas, sus sobrinos y pioneros de la aviación mexicana, apoyaba todo esto con enorme entusiasmo, y se hubiera realizado si no se asesina al ilustre varón de cuatro ciénegas, quien desde 1915 había apoyado la creación de la nacio-nal de aviación.

Ya para 1919 habíamos tenido los primeros muertos en ese ideal de vencer a las fuerzas de la gravedad y surcar los cielos, como el lamentable suicidio de Felipe carranza, uno de los hijos de ese plantel en los sucesos de mayo de 1920, cuando en cumplimiento del deber militar acompañábamos al presidente carranza otra vez al puerto de veracruz, a establecer los Poderes nacionales, por la sublevación de 80 por ciento del ejército que fue corrompido so pretexto de que carranza quería imponer a un civil como presiden-te de la República. no se interpretó la política civilista de ese coahuilense que había derrotado a los autores de un cuartelazo en 1913 y deseaba se acabara con el caudillismo y los cuartelazos, y fue víctima de uno más, provocado por ruines ambiciones políticas. la gente progresista de esa época y él como representante en el poder de esa gente, deseaba que los elementos castrenses se ocuparan de sus tareas profesionales bien capacitados para ello, por eso creó la academia de Estado Mayor, como antes había creado la Escuela nacional Militar de aviación; ordenó reabrir el colegio Militar e invitó a ingresar en esos planteles a quienes no tenían cultura cas-

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trense profesional y habían participado en la lucha armada. De esos planteles egresaron brillantes oficiales, pero enteramente despoli-tizados en el conocimiento de lo que había costado la creación de un estado de derecho, por lo que fueron fácilmente envueltos en ese movimiento subversivo, y por ello hubo traidores a la virtud militar más importante para la supervivencia de un régimen insti-tucional o sea la lealtad.

Se llegó, como había ocurrido con el presidente Madero, hasta el asesinato. Para asesinar al presidente carranza se utilizaron ham-pones con uniforme, de un mal llamado general Herrero, que había sido uno de los jefes de las guardias blancas que tenían sustraída a la soberanía nacional la zona petrolífera en beneficio de las empre-sas imperialistas yanquis e inglesas, quienes los tenían armados con armamento traído de Estados unidos. cuidando esos intereses es-taban los que se decían de las fuerzas de ese llamado general He-rrero y un tal Peláez, que se decía también general, y el maromero de la política nacional: general Juan andreu almazán, que fue maderista, después zapatista y más tarde general huertista, con el dipsómano usurpador victoriano Huerta, y en 1920 se hizo obre-gonista, porque era un verdadero aventurero de la política. Men-ciono a este almazán con relación a mi ciudad nativa, porque mu-chos de mis paisanos sufrieron persecuciones y algunos perdieron la vida por ese mal mexicano, en su campaña como candidato a la presidencia de la República; probablemente porque no conocían sus actividades antipatrióticas en la zona petrolífera, de la que salió huyendo al ordenar don venustiano carranza la recuperación de esa zona sustraída a la soberanía nacional. En su huida a través del estado de veracruz, se internó a chiapas con algo así como trescien-tos hombres, que dejó abandonados en la selva; algunos tuvieron que comer hasta changos (sarahuatos les llaman en chiapas), y otros murieron de hambre, según relataron los supervivientes al general Salvador alvarado. El aventurero almazán se internó en centro-américa y de Panamá se dirigió a Estados unidos, donde permane-ció hasta 1920, año en que se unió a los que desestabilizaron al gobierno de carranza.

En este ir y venir de los recuerdos propios y ajenos, de personas que nos merecen credulidad, no quiero dejar pasar lo que en rela- ción al ataque villista a columbus me contó el extinto general

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vallarta chávez: que villa no entró a columbus; que ese aconteci-miento que trascendió a todo el mundo, comentándose con diver- sos criterios, ocurrió así:

villa, que había quedado casi sin municiones después de las ba-tallas de celaya y león, y con poco armamento, envió al judío-ame-ricano Samuel Rabel, que siempre lo había provisto de municiones y vendido armamento, nueve millones de pesos y varios miles de cabezas de ganado caballar y vacuno, para que le mandara muni-ciones y armas que necesitaba; pero el bribón judío-yanqui le robó el dinero y el valor del ganado, y tuvo el descaro de mandarle decir que no le devolvería nada, puesto que el gobierno de Estados unidos ya había reconocido como gobierno de facto al de carranza, y a él lo había declarado un bandido. El judío se sentía muy protegido por la línea divisoria; mas villa, indignado ante ese insulto y robo, ordenó el ataque a columbus al general candelario cervantes, con cuatrocientos hombres divididos en tres columnas, y que le trajeran al judío vivo o muerto y le incendiaran sus propiedades, que eran un hotel y varios comercios. Esa fue la causa de la incursión a co-lumbus; como protesta por el proteccionismo oficial al vendedor de armamento que lo burlaba.

Supimos, también por vallarta, que el judío huyó avisado por algún agente aduanal, que solamente estuvieron a punto de apresar al hijo, pero que éste rápidamente montó a caballo y al agarrarle una bota se quedaron únicamente con la espuela; que villa, cuando lo declararon bandido, recordando el genocidio que contra los mineros de cananea habían realizado los explotadores de ellos, detuvo en una ocasión el tren en Santa isabel, chihuahua, y ordenó la ejecución de todos los ricos mineros industriales yanquis que habían tenido que ver con dicho genocidio.

lo de columbus estuvo a punto de originar un conflicto bélico entre México y Estados unidos, pero carranza, recordando una vieja ley en vigor todavía, que autorizaba, según convenio, el paso de tropas de ambos países hasta cierto límite o distancia de la fron-tera, tuvo que autorizar lo que se llamó expedición punitiva, en busca de los foragidos que habían asaltado columbus. Mas esa ex-pedición punitiva en busca de un Francisco villa oculto por estar herido, fue propiamente una invasión de un ejército de 18 000 hom-bres al mando del general Pershing, quien más tarde, en la Prime-

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ra guerra Mundial, tuvo el mando del ejército de Estados unidos, pero que fracasó en la persecución contra villa.

la ciudad de México, con todos estos sucesos, estaba verdadera-mente conmocionada, ya que se supo que Estados unidos había concentrado cien mil hombres cerca de la frontera.

Estoy anotando estos datos relacionados con la investigación histórica, cuando a mi mente viene el recuerdo de cuando en la escuela vasco de Quiroga, Manuel lugo y yo nos sentimos poetas, y Manuel, que era del estado de Hidalgo, compuso la poesía más hermosa que he conocido sobre la triste y dolorosa vida de los mineros y fue perseguido como los demás de nuestro grupo, cuan-do supieron que los más decididos y que fuimos los de trece, cator-ce y quince años, nos habíamos ido a la Revolución. Se dedicaron con mucha saña a los que se habían quedado y quienes procuraron esconderse con sus parientes; lugo tuvo que esconderse en Real del Monte, Hidalgo, con un tío que tenía una botica, y hasta allá llegaron los esbirros para llevarlo a asesinar cerca de la iglesia, donde lo enterraron clandestinamente junto con otros jóvenes que no supimos quiénes eran cuando, años más tarde, en compañía del extinto profesor de historia Rafael Ramos Pedrueza, y su esposa Elisa, fuimos a exhumar sus restos, que reconocimos porque cerca de los huesos de la mano derecha tenía un rollito de papel casi destruido, del temario para un reconocimiento escolar. El tío de Manuel nos informó cuando nos dio a conocer lo que habían hecho con su sobrino, que los llamados agentes secretos, en su afán por sembrar el terror entre el estudiantado, mandaban al domicilio de sus padres, exclusivamente con la madre, a un individuo con aspec-to respetable, quien decía textualmente: “El señor presidente de la República, general victoriano Huerta, me envía personalmente a hablar con usted para expresarle su gran pena de que su hijito esté fuera del hogar, y él quiere que usted le informe el domicilio don-de se encuentra, para girarle el dinero que sea necesario si tiene que gastar en transportación. Esto lo hace el señor presidente, porque comprende lo que sufre una madre que se encuentra en el caso de usted”. algunas madres ingenuas, como ocurrió con la madre de Manuel lugo, se ponían a llorar, porque ese individuo de aspecto irreprochable las enternecía; caían en la trampa y llori-queando todavía daban el domicilio del pariente o amigo donde

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estaba refugiado su hijo, y jamás volvían a verlo. a mi madre también la visitó ese enigmático sujeto, y ella con toda franqueza le dijo: “Yo supe que mi hijo se fue a luchar contra el mal gobierno, y si yo fuera hombre también lo haría”. El odioso visitante se encasquetó furioso el bombín y se arremangó la cola del levitón que llevaba puesto, para dar mayor solemnidad a su infame tarea, y bajó las escaleras como perseguido. así se enfrentaban las personas valien-tes entonces.

Y a propósito de personas valientes, esos jovencillos convertidos en revolucionarios y soldados niños habíamos presenciado, la noche del 15 de septiembre de 1910, en la Plaza de la constitución, exac-tamente en la esquina donde estaba El centro Mercantil, cómo se enfrentaba el pueblo de la represión policiaca gritando “¡viva Ma-dero! no queremos ceremonias lujosas por el centenario de la iniciación de la guerra de independencia. Queremos libertad y democracia. ¡abajo el tirano! ¡Mueran los científicos!” (absurda-mente llamaban así a los miembros del gabinete, entre los que es-taba limantour y otros afrancesados). no había científicos, sino hombres tan serviles como el que exclamó: “con usted señor pre-sidente Díaz, hasta la ignominia”.

El continuismo del Porfiriato había creado una especie de aris-tocracia de la que toda persona que no pertenecía a esa especie humana se burlaba llamándola aristocracia pulquera, porque todos ellos habían conseguido autorización del dictador para explotar el vicio de tomar cotidianamente esta bebida, que producían en las haciendas pulqueras de apam y varios otros lugares de Hidalgo, del Estado de México, de Puebla, etcétera.

cuando el dipsómano general victoriano Huerta se adueñó del poder (él bebía sólo cognac; coñac, castellanizándolo), fue curioso que en los portales de la plaza de Santo Domingo, donde estábamos acostumbrados a ver solamente escribanos llamados evangelistas por el vulgo y que escribían desde una carta de amor hasta cualquier documento de importancia, se establecieron dos elegantísimas pulquerías, llenas de espejos y hermosos cuadros con temas mito-lógicos en mosaicos de colores en las paredes; a una le pusieron la Fanfarinfla y a la otra la Farifanfla. Fueron inauguradas en solem-ne ceremonia. Se trataba de embrutecer al pueblo aumentándole su tendencia a embriagarse con el pulque, que era muy barato.

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Pero quisiera ahora hacer notar un hecho que fue muy impor-tante porque le dio carácter de obligatoria a la vacunación contra la viruela, y es que debido a su incultura, mucha gente no quería vacunar a sus hijos a causa de una pertinaz campaña de quienes se decían naturistas y eran enemigos de la vacunación. Por esa criminal campaña sucumbieron numerosos niños. la obligatoriedad de la vacunación fue uno de los méritos de los funcionarios de salubridad pública en los gobiernos que fueron dentro del régimen de la Re-volución Mexicana, y el mérito también de haber creado toda una Secretaría de Estado para atender la salud de los habitantes del país. Hasta 1912 las únicas medicinas de patente eran las siguientes: Emulsión de Scott de aceite de hígado de bacalao; vinos tónicos como el de San germán, para los anémicos; para lo que llamaban fiebres intermitentes (paludismo), vino de Quina laroche; la apli-cación en las articulaciones de brazos y piernas de una pomada hecha a base de grasa animal y polvos de quina; para las señoras compuesto vegetal de lydia Pinkmam; vino de Wintersmith; vomi-tivos, purgas como la de aceite de ricino; sal inglesa; parches para el pecho, parches para la espalda; parches negros con un ungüento oscuro que se plantaban en las sienes para el dolor de cabeza; par-ches, parchezotes y parchecitos, y sólo faltaban parches para la conciencia de los que los recomendaban.

Esto que voy a narrar a continuación ocurrió en 1919 y tiene relación con el asesinato del apóstol del agrarismo, Emiliano Zapa-ta. Estaba un día en el despacho del general Francisco l. urquizo, subsecretario de guerra y Marina encargado del despacho (así se denomina a los que no tienen el puesto titular), cuando le llegó un telegrama urgente que me pidió le leyera; más o menos decía así: “ayer en combate fue muerto el eterno rebelde Emiliano Zapata”. urquizo, como hombre digno que era, se mostró muy disgustado y comentó: “Don Pablo gonzález, que quiere ser presidente, ya se salió con la suya, y debe haber sido algo sucio; el señor presidente carranza se va a sentir también como yo, indignado por la forma como se trató de pacificar el sur, con un asesinato”. Después todo México se enteró precisamente de que había sido un asesinato co-metido por orden de un coronel guajardo, quien citó a Zapata a una conferencia para ponerse de acuerdo con él sobre la forma en que se seguiría peleando contra el gobierno de carranza, y Zapata

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asistió a dicha cita porque guajardo, para engañarlo respecto a que abrazaba su causa, llegó a la felonía de atacar varios destacamentos y a aniquilar a los de las propias fuerzas del gobierno. El plan se supo elucubrado por el general Pablo gonzález y por guajardo, y consistió en una trampa mortal: recibir a Emiliano Zapata con guardia formada y corneta con órdenes de tocarle las tres llamadas de honor que corresponden a la jerarquía del general de división, y en ese momento preciso del toque de corneta, la guardia dispa-rara toda una descarga en la cual debía de caer muerto Zapata y sus inmediatos acompañantes; esa “guardia de honor” debía pasar rápidamente de la posición de presentar armas a la de tirador en pie y disparar de inmediato para que Zapata no pudiera escapar de esa vil celada que fraguaron esos dos cerebros de criminales y políticos corruptos.

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Era el 31de julio de 1906, cuando en un jacal miserable nacía un niño al cual pusieron por nombre ignacio. Ese chamaco fue el que escribe la presente, y nacía, como se dice hoy en día, siendo un hijo no deseado.

la vida de mi familia, como la de muchos en este pueblo de ayotzingo, era triste y miserable, ya que todos carecíamos de ins-trucción elemental, siendo este servidor un analfabeto hasta 1960, año en que por necesidad y por el ánimo de saber algunas cosas, aprendí a leer y a escribir.

Sí, por aquellos años de 1913, por acá la vida era muy dura; los jornaleros apenas si ganaban sesenta centavos por día, de seis a seis y media de la tarde, siendo muy maltratados por los capitanes de las haciendas, llegaban incluso a golpearlos.

Por aquellos años ya se oía mucho de la guerra. los mayores decían que estaba en San luis Potosí, en chihuahua, en Jalisco; pero por acá no pasó sino hasta 1914.

Mientras tanto por acá seguíamos nuestro destino, con falta de ropa, de casa, y lo más importante, de comida, casi siempre por falta de dinero.

El tiempo transcurría; los rumores de la Revolución crecían, por lo que mucha gente dejó la planicie para ir a hacer sus jacales en la falda del cerro. Por las noches era digno de verse: muchas lámparas, o mejor dicho, botes de lata con sebo, petróleo o pa- rafina, se veían a lo largo del cerro. Este hecho había de traer muchos problemas a nuestro pueblo, pues en pocos meses se corrió la voz en los pueblos vecinos de que ayotzingo estaba

recordando un poquito de Mi vida

Ignacio Méndez Alonzo

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plagado de rebeldes, los cuales, decían, se protegían en el cerro de ese pueblo.

Muy seguido venían destacamentos de soldados a averiguar acerca de los supuestos rebeldes, a pesar de que la gente les decía que no había tales, que era gente pacífica que, temerosa por lo que se decía de la Revolución, había buscado refugio en el cerro, sin-tiéndose allá más seguros. Ellos decían creerlo, aunque yo estoy seguro de que nunca fue así, ya que jamás se aventuraron a subir al cerro y descubrir que clase de gente vivía ahí.

los meses seguían pasando y en mi casa había de pasar algo que acarrearía susto y sobresalto a la familia: mi hermano Jesús, mayor que todos (tenía entonces veinte años), cometió el delito de abusar de la hija de un señor llamado Eliseo, que en paz descanse; ella tenía trece años y él la ultrajó por la fuerza.

El señor Eliseo era persona pudiente y por lo mismo influyente en el pueblo, por lo que, después de ser juzgado mi hermano, fue sentenciado a ser fusilado en el término de un mes.

Fue entonces, siendo el mes de agosto de 1914, cuando como a las cinco de la tarde empezaron a llegar gentes de pueblos algo retirados. Todos venían con los rostros cenizos, muertos de hambre y de sed.

—¿Qué pasa señores? —las gentes les preguntaban.—¡vienen matando a chicos y grandes! —respondían.—Bueno. Pero ¿quiénes?—¡los soldados! —nuevamente repetían.—¡Es la Revolución que viene! —decían otro. —Y son tan hijos

de... que no respetan mujeres, ancianos o niños.—lo mejor que podemos hacer —decían— es huir donde no

nos alcancen, y ustedes hagan lo mismo o los matan a todos.algunas gentes del pueblo les daban a aquellas gentes agua y

unos tacos con frijoles que ellos comían, aunque sin desaparecer la angustia de sus caras.

así se llegó la noche, y cuando ya todos en mi casa dormíamos, de pronto oímos golpes suaves en la destartalada puerta de nuestro único cuarto. “¿Quién es?”, preguntó candelario, el hermano segun-do en edad, acercándose a la puerta con un garrote en las manos.

Se oyó la voz de Jesús que decía:—Soy yo; ábreme pronto pen...

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—¡chucho, hijo! —gritó mi madre corriendo a abrazarlo.—¡cállate, Micaila! ¿no ves que si alguien te oye me puede volver

agarrar?así le dijo Jesús a mi madre; él era igualado y mal hablado con

ella.—Pero, hijo, ¿cómo fue que te saliste si estabas preso?—¡aproveché el borlote que hizo esa gente que vino! conseguí

un cuchillo y abrí un agujero en los adobes de la cárcel. nomás vine a avisarles que me voy de rebelde en la bola, porque lo que es a mí, nadie me fusila.

—Pero, hijo; en la guerra también te van a matar.—no, Micaila; se mueren los tarugos; yo cuando vea que viene

una bala, me agacho y no me pasa nada.Eso decía mi hermano en su ignorancia, ya que ni él ni nosotros

habíamos tenido un arma de fuego en nuestras vidas.—Que Dios te cuide y te bendiga —dijo mi madre dándole su

bendición.Mi hermano Jesús se fue y durante mucho tiempo nada supimos

de él.El despertar del día siguiente fue realmente de espanto. allá,

muy lejos, ya se oía el ruido de los disparos de los cañones; y ya como a las ocho de la mañana, más gentes que venían de lejos “huyendo”, nos decían.

—corran, señores; escapen ahorita que todavía es tiempo! Otro que había estado cerca de unos soldados, decía:—Dicen los sardos que este pueblo está lleno de rebeldes en el

cerro, pero que en cuanto lleguen refuerzos lo van a tomar a sangre y fuego.

—¡Pero si son gentes que por miedo se han ido a vivir allá! —dijo uno del pueblo.

—Pues ellos están seguros que son rebeldes y por eso van a ata-car.

Dicho esto y con el miedo que ya teníamos casi toda la gente del pueblo, echamos a correr dispersándonos por el monte. Entre unas cincuenta gentes íbamos mi madre y nosotros cinco.

En el camino encontramos a un señor que había matado muchos guajolotes, pollos y hasta un puerco, y los estaba cargando en dos burros que tenía.

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—ayúdenme a cargarlos —nos dijo—. ustedes ya se van y no llevan nada; cuando tengan hambre a ver qué van a comer.

Pero nadie quiso ayudarlo; a lo lejos ya se escuchaban el clarín de órdenes, el estampido de las carabinas y el tropel de los caballos. lo que queríamos era huir, sin pensar en lo que habría de pasar después: así que dejamos a aquel hombre con sus ensartes de ani-males, y pienso que seguramente lo alcanzó la tropa.

no sé cuánto tiempo llevaríamos corriendo; sólo recuerdo que nuestros pies sangraban por los tropezones que nos habíamos dado, así como también llevábamos infinidad de rasguños y las ropas desgarradas.

—¡Parecen rebeldes cobardes! —gritaban los sardos.—no que muy gallos y valientes —volvían a gritar.Pero lo que no sabían o no querían entender era que perseguían

y mataban a hombres, mujeres y niños indefensos, que de guerra nada sabían y lo único que deseaban era salvar sus vidas.

como en un sueño recuerdo a dos muchachos que iban a un lado delante de nosotros, los cuales sólo oí que lanzaron un gemido y cayeron uno sobre otro atravesados quizás por la misma bala.

Esos son los horrores de la guerra, que cobra vidas inocentes, que tal vez con otra suerte habrían sido alguien para su patria.

Pero siguiendo el relato, poco después de lo de esos jóvenes, yo, con mi corta edad y la fatiga, había vencido mi cuerpo.

—¡Ya no quiero correr! —decía—. —¡Déjenme que me maten!, pero ya no corro.

—¡no manito, no! —decía candelario —corre porque si no nos matan.

—¡Pos déjame que me maten! —decía yo, y recuerdo que me dejé caer, llorando.

Entonces mi hermano, que tenía diecisiete años, cortó un palo en forma de horcón; me levantó, y metiéndome en medio, a la al-tura de la cintura, me empujaba para que siguiera corriendo.

así seguimos corriendo un poco más; sin embargo yo ya no podía más, por lo que nuevamente caí y no quería levantarme más.

—¡Déjalo ahí y sigue tú corriendo! —le gritaba mi madre a can-delario, que cansado como ya estaba parecía que iba a hacerle caso.

Mi madre de por sí poco me quería; si por ella hubiera sido me habría abandonado. Sólo que Dios no quería que así sucediera, y

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pasó que una señora a la cual le habían matado el burro en que iba montada, dijo:

—-no, señora; cómo vamos a dejar al niño para que lo maten. Yo no estoy muy cansada porque venía en mi burro y diciendo esto me puso su rebozo en las caderas y me cargó en su espalda.

Seguimos corriendo, y recuerdo que al llegar a una barranca, que cruzamos como conejos, entre zacate de monte y muchos encinos cimarrones, casi nos tropezamos con una pequeña cueva, en la cual, al fondo, estaba una caja metálica apenas cubierta por unas piedras.

Entre candelario, Domingo (mi otro hermano) y otro señor quitaron las piedras, y al abrir la caja todos vimos que estaba llena de monedas de oro y plata ¡imagínese el lector!, nosotros que en nuestra vida habíamos tenido jamás un puñado de monedas, ver de pronto tanto dinero junto.

Pero eso fue solamente una ilusión, ya que los tiros de las cara-binas nos volvieron a la realidad y entonces, pues a seguir corriendo. Sólo recuerdo que mi hermano y otros más sólo tomaron dos o tres monedas y nuevamente echaron a correr.

En esta forma llegamos a unos montes que después supimos pertenecen a Tlalnepantla, Morelos, y ahí nuevamente, en una barranca bien honda, nos metimos todos los que íbamos en aquel grupo.

allí pasó algo que aún recuerdo con espanto, ya que fue verda-deramente horrible: al meternos a dicha barranca, en medio de muchísima madera, sucedió que un señor no se fijó dónde se para-ba y puso los pies en un montón de víboras que andaban en brama, las cuales le picaron.

Deben saber que las víboras cuando andan en celo se enredan todas juntas sin que a simple vista se pueda saber ni cuántas son, y que su mordedura es más venenosa de lo que de por sí es.

la muerte de aquel hombre fue horrible, pues fueron víboras de las llamadas “nexcuas”, que son más venenosas que las de casca-bel comunes y corrientes.

alguno de los presentes, con una navaja le abrió las heridas y le chupó el veneno; pero tenía tantas que el pobre hombre murió entre gritos y convulsiones horribles.

En aquella barranca descansamos por algunas horas, en que la mayoría de nosotros nos quedamos dormidos.

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nuevamente nos vino un sobresalto cuando empezamos a oír pisadas de muchos caballos, y poco después veíamos allá arriba y al borde de la barranca en que estábamos, que pasaban muchos sol-dados que aún nos perseguían. Todos nos mirábamos con temor, ya que si nos descubrían nos matarían como a conejos.

con ese miedo estábamos cuando una viejita que iba con noso-tros dijo:

—¡Miren, allá va Everardo! ¡Sí. Sí es él! —decía entusiasmada.Después supe que Everardo era uno de los cinco o seis rebeldes

que había en el pueblo, y que la señora que gritaba era su madre.—¡voy a gritarle! —dijo otra vez la señora.—no; ¡no lo hagas! —le decía otra—. ¡Por la lechecita que te dio

tu madre, no lo hagas! ¿Qué no ves que si lo haces nos matan a to-dos?

—¡Pero es Everardo!, y si él me reconoce ya verán que ya no nos hacen nada.

Y a punto estaba de gritarle cuando uno de los presentes le tapó la boca. la señora gemía y pataleaba, pero aquel señor no dejó que gritara, sino hasta mucho después de que pasó la tropa. Entonces la viejita lloró; lloró mucho porque no la dejaron gritarle al que creía que era su hijo.

ahora, a muchos años de distancia, pienso que aquel señor que le tapó la boca hizo bien, ya que la señora confundió a su hijo, porque no pensó que si su hijo era rebelde nada tenía que hacer vestido de soldado y precisamente con los soldados. Pienso que de haberla dejado gritarle, ahí hubiera habido una matanza, pues cansados e indefensos como estábamos, seguramente nadie se hu-biera escapado.

las horas pasaban; algunos querían salir de aquel abismo y seguir el incierto camino, pero la mayoría les aconsejaba esperar un poco más.

los niños llorábamos de hambre, de miedo y de frío. Pedíamos una tortilla con sal, ya que no entendíamos que ahí nada teníamos y por lo tanto nada había.

algunas personas llevaban masa de maíz cruda y así, al igual que si fuéramos animales de corral, ya que no se podía ni encender una lumbrada, nos empezaron a dar bolitas de masa cruda para calmar el hambre.

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Tal vez haya quien crea que exagero, pero créanme que lo que hoy narro es bien poco comparado con lo que a otras personas les sucedió.

casi oscurecía y yo empecé a llorar de miedo, pues estaba solo y sólo veía pasar muchas gentes que nunca había visto en mi vida.

—¿Por qué lloras? —me preguntó una señora.—Es que no encuentro a mi amá.—¿Por dónde la dejaste?—Por ahí veníamos corriendo; pero la perdí —le volví a decir,

llorando.—Ya no chilles —me dijo— vente conmigo porque ya está oscu-

ro y te vas a quedar solito.Ella me agarraba de la mano y me jalaba para que yo la siguiera;

pero eso me dio más miedo y empecé a gritar y a llorar más fuerte.—¡Yo quiero irme con mi amá; yo no quiero irme con usté; yo

quiero irme con mi amá!—¡Pero niño; si no te voy a hacer nada!—¡no; yo no me voy con usté que!En eso estábamos cuando apareció mi hermano candelario.—¡Manito, manito! ¿Qué te pasa?—Esta vieja que me quiere llevar —le dije.—¡vieja jija de...! ¿Por qué se quiere llevar a mi hermano?—Muchacho; yo no me lo quiero llevar; es que lo vi tan solo y

llorando que quise ayudarlo.Debo decir que en aquel tiempo, ignorantes como éramos, eso

nos llevaba a ser necios y malagradecidos; por eso en vez de pensar que aquella buena señora sólo quería ayudarme, nosotros lo toma-mos a mal y por eso mi hermano la injurió.

Pues bien, mi hermano me encontró y me dijo:—Estábamos con el pendiente de ti; esperábamos que llegarías

con la demás gente a la plaza de este pueblo, pero al ver que no llegabas, mi amá me mandó a buscarte.

—¿Dónde esta mi amá? ¡Quiero verla! —dije entusiasmado.—vamos donde están todos— dijo él.cuando salimos de aquel lugar, caminamos sin rumbo fijo, pues

para todos cualquier vereda daba lo mismo.así nos adentramos monte abajo; pero de pronto nos salieron

gentes corriendo, y decían:

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—¡corran, corran por sus vidas, que ahí vienen los pelones!Y otra vez a correr espantados y olvidándonos del cansancio que

teníamos.En esa ocasión me perdí de mi madre y mis hermanos, ya que

con los que íbamos y luego toda la cantidad de gente que encon-tramos, era casi imposible permanecer juntos.

Yo corrí y corrí junto con aquellas gentes, hasta que llegamos a un pueblo que después supe era Tlayacapan. ahí, a la entrada de ese pueblo y a la orilla del angosto camino, me quedé esperando y esperando a ver si madre o alguno de mis hermanos llegaba.

Y ahí estaba parado cuando un fulano que pasaba me dijo:—¡a ver, escuincle; dame ese rebozo que tienes que lo necesito

pa’ mi vieja!Era el rebozo que me había tapado mi hermana Dominga allá

en la barranca.—¡no me lo quite, señor; no me lo quite, que es de mi hermana!

—así le dije llorando.—¡Me importa una...! —así me dijo mientras me lo jalaba, y yo

que no se lo quería dejar, por lo que me arrastró unos tres me-tros.

ahí me dejó llorando y se fue.Debo decir que aunque en la bola perseguían a gente que casi

toda era inocente y honrada, hubo también mucha que le sirvió de pretexto para cometer robos y barbaridades. Por eso, y como siem-pre, también entre los que huíamos se imponía la rapiña de los más fuertes.

el rÍo

¡El río canta! ¿no le oyes?¡Dice que viene de lejos,dice que nació en el mar!Dice que un día muy lejanoEn el cauce de sus aguas,¡miró miles de soldados!al frente iba un general.

Dice que más adelantey también sobre sus aguascaminaba mucha genteque de algo quería escapar.

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noMbre del autor

En eso llegó la tropay los empezó a matary un niño que iba entre ellosasí gritó al general.

¡Por qué nos mata, asesino,si nunca le hicimos mal!¡Por orden del presidente!él nos manda y nada más

¿Es por eso que nos mata?¿Por las órdenes de él?¡Él que nos mata del hambre!¡Y usted tan malo como él!

El general en su enfadono supo qué contestar,más en el fondo de su almaquería eso mismo gritar.

Dio la orden de partidaprometió no regresar, el río siguió tinto en sangrepero no podía llorar.

Tomás Méndez Romero

el soldado

¡Soldado carreón! ¡Presente!Pasando la lista estánestamos encuartelados,pronto iremos a pelear.

vamos contra campesinos,a una lucha fratricida,mas llevamos las ventajasque la disciplina da.

algunos no volveremosporque eso es muy natural¡Mas cientos, miles de hermanostendremos que asesinar!

¡viva el Supremo gobierno!,nos hacen así gritar.

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capÍtulo i

¡Qué mueran los revoltosos!,a esos hay que aniquilar.

Y así parte nuestra tropamuchos con contrariedad¡Esto será una masacre!,muchos quisieran gritar.

Mas sin embargo seguimos,por instinto o por lealtad,¡la razón siempre es del pueblo!,mas nunca se la darán.

Tomás Méndez Romero

En la plaza de aquel pueblo de Tlayacapan, Morelos, se encon-traba junta mucha gente; algunos de ellos del mismo pueblo de nosotros y muchísimos más que nunca habíamos visto en nuestra vida.

ahí estaba mi madre y mis otros hermanos.—¿Dónde te habías metido, condenado escuincle? —dijo mi

madre.—Es que cuando corrimos ya no los vi —le dije.—¿Y mi rebozo, dónde lo dejaste?—un señor me lo quitó.—¿cómo que te lo quitó; zonzo éste?—¡Yo no se lo quería dar!, pero me pegó y me lo quitó a la

fuerza.—¡Eres un...! —me dijo dándome un pellizco que me quitó el

pellejo.como ya antes dije, mi madre muy poco me quería; por eso en

vez de darle gusto que mi hermano me encontrara, yo creo que hasta se molestó.

En eso estábamos cuando oímos un alboroto. algunas gentes fueron a preguntar qué pasaba.

—¡Es que viene el general Beltrán! —dijeron.Efectivamente, a poco rato llegó hasta la placita donde estábamos

un buen grupo de soldados rebeldes. al frente de ellos venía el mentado general antonio Beltrán, que era un tipo de uno sesenta y cinco de altura más o menos; un poco grueso, moreno; enérgico pero al mismo tiempo bonachón.

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noMbre del autor

—ustedes son rebeldes —dijo dirigiéndose a nosotros.—no, señor —dijeron algunos de los mayores—. Somos gente

pacífica; pero venimos huyendo para que no nos maten.—¡Pues yo soy el general antonio Beltrán! —nos dijo—. —Quiero

decirles una cosa. Sean gente pacífica o no, de todos modos corren peligro, por lo que yo les invito a los que quieran unirse a mi gente, a que lo hagan. no los obligo a que me sigan; el que quiera viene y el que no que siga su camino.

—¡Hijajay! —gritó la gente que aceptó desde luego aquella pro-posición, ya que era mejor tener armas y morir peleando a que nos mataran como conejos.

—Bueno —dijo el general—. Ya estamos de acuerdo y por lo pronto acomódense y descansen en donde puedan; aquí los pelones no nos hacen nada. Ya mañana veremos qué se hace.

Serían las seis de la mañana del día siguiente cuando algunos rebeldes nos fueron a despertar.

—¡Despierten. vamos. ¡Despierten ya! El general quiere que coman algo, y por eso nos manda decirles que nadie se vaya.

—¡Hijajay! —gritó la gente contenta, ya que hambrientos como estábamos, aquellas palabras nos sonaban a gloria.

caballos de los zapatistas decomisados por los federales, Tlayacapan, Morelos,marzo de 1912. © (núm. inventario 6173) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Y así al poco rato llegó una carreta con dos novillos que habían sacrificado durante la noche, y el general ordenó que la gente se formara para recibir su parte.

Entre los cientos de gente que éramos no nos tocó gran cosa, pero al menos un trozo de carne ya nos daba nuevas fuerzas para seguir el camino.

Se hicieron grandes lumbradas y allí la gente asaba su carne, y la devorábamos con ansiedad.

Serían las nueve de la mañana cuando se empezó a correr la voz de que en el pueblo vecino de Totolapan se encontraba el general Emiliano Zapata, por lo que al poco rato llegó el general Beltrán y nos dijo:

—Quiero que todos nosotros nos encaminemos a Totolapan, ya que tengo noticias de que mi general Zapata se encuentra ahí y necesito verlo para saber qué dispone.

Después de un tiempecito, más o menos como a las doce del día, nos encontrábamos en Totolapan, y ahí vimos gentes con ánimo de día de fiesta, y no era para menos, ya que por órdenes del general Zapata se preparaba un gran jaripeo, que era su afición favorita.

ahí estábamos mucha gente; todos los que corríamos por temor, pero que viendo a los rebeldes, gente del pueblo al igual que noso-tros y que nos habían acogido con ellos, pues como que nos sentía-mos con seres igual que nosotros; por eso, cuando veíamos al gene-ral Zapata echar una mangana, lo mismo que al general Beltrán, todos gritábamos emocionados.

nos pasamos una tarde de lo más felices después de tantos temo-res y cansancios.

cuando la corrida acabó, vimos que el general antonio, al igual que muchos allegados al general Emiliano, se iban con él a una cena especial.

nunca supimos de qué se trató en aquella cena; pero lo que sí oímos fue lo que decían los que estuvieron cerca de Zapata aquel día.

—¿Se fijaron? —decía uno— ¿Se fijaron que al general Zapata le falta el dedo chiquito?

—así es —decían otros—. Pero es que dicen que al general siempre le ha gustado la charriada, y por eso un día, lazando, perdió el dedo chiquito de la mano izquierda.

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Esto que ahora escribo sólo lo oí contar, así que no puedo estar seguro de si era o no cierto lo que decían. Pero de lo que sí estoy seguro es que el general Zapata era un charro de a de veras. Si mi memoria, a pesar de tener ocho años entonces, me faltara, mis hermanos mayores no me dejarían mentir.

como antes dije, nunca supimos qué se dijo en aquella reunión. nosotros, después del festejo, fuimos ordenados marchar al lado del general Beltrán.

aquellos tieMpos

Tiempos aquellos señoresno quisiera recordarla vida era tan inciertaque ni se sabía mañanaqué cosa habría de pasar.

unos eran bandoleros, otros hombres de verdad

El generalEmiliano Zapata,ca. 1915. © (núm. inventario 63438) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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unos buscaban justiciay otros, ¡otros sólo su rapiña!buscaban siempre saciar

la historia se queda cortaen quererlos comparar¡los soldados del gobierno!,de esos, mejor ya ni hablar.

Rebeldes arrebataban,gobierno quitaba y ya. los primeros por justiciay los otros,¡los otros por intocables y ya!

Tomás Méndez Romero

Durante meses que anduvimos al lado del general Beltrán vivimos, si no bien comidos, al menos no nos moríamos de hambre. En un combate que sostuvieron en un pueblo del estado de Puebla y en el cual salieron victoriosas las fuerzas de don antonio, ahí se apo-

Emiliano y Eufemio Zapata, ciudad de México, ca. 1914. © (núm. inventario 186440) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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deraron de muchas cabezas de ganado, de las cuales después mata-ban una cada dos días para alimentar a la gente.

cuando digo las fuerzas del general no estoy contando a las mujeres ni a los niños que éramos en ese tiempo, ya que él nunca permitió que mujeres y niños tomaran parte en los combates; sólo los hombres grandes eran los que peleaban y a nosotros nos dejaba en la retaguardia o bien en un campamento seguro.

así nos traían aquel pequeño grupo de rebeldes: un día acá, otro día allá; unas veces corriendo y otras en las plazas de los pueblos, festejando el triunfo.

un día y en otro rumbo, llegamos al pueblo de Tepetlaztoc. Íbamos cansados, hambrientos, pues poquito tiempo antes había-mos sufrido una gran derrota. Muchos hombres murieron y mu-chos iban heridos; el ganado que había para que comiéramos ya se había terminado, por lo que en aquella ocasión el general mandó una avanzada a aquel pueblo, pidiendo ayuda y un poco de comer.

Soldaderas con sus hijos, ca. © (núm. inventario 33036) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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la gente de aquel pueblo no sólo se negó, sino que a punto es-tuvo de matar a nuestra avanzada.

El general, cuando lo supo, se enojó muchísimo; pero él no era gente aprovechada y dijo:

—vamos a entrar a este pueblo. vamos a pedirles ayuda por la buena; pero si nos la niegan o nos atacan, les doy permiso para que agarren a fuerza lo que quieran.

Se hicieron grupos de diez o quince rebeldes, y la gente que no combatía nos repartimos con ellos.

nuestro grupo llegó a una casa de bardas altas de adobe, zaguán grande y con tejado por techo.

uno de los nuestros tocó; tocó muchas veces hasta que una se-ñora gorda salió a ver quién era.

—¡Buenos días, señora! —dijo el que había tocado.—venimos a verla para ver si nos puede ayudar dándonos algo

para nuestra gente, que...—¿Qué, que qué? —dijo la señora—. vayan y... su... madre; ban-

didos desgraciados. vergüenza habían de tener andar pidiendo. Trabajen si quieren tragar.

Revolucionarios zapatistas, ca. 1911. © (núm. inventario 33833) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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—Señora —volvió a decir nuestro hombre—. Tenemos hambre y muchos heridos. ¡ayúdenos, por favor!

—¡Ya les dije que no les doy nada. lárguese antes de que llame a mis peones que los corran a patadas!

En ese momento se dio el grito de:—no quisieron darnos por las buenas. órale, muchachos; todo

lo que agarren es suyo.Entonces supimos algo de la barbarie de la guerra. nosotros

entramos en tropel a aquella casa. la señora que no nos dejaba entrar y llamaba a su gente, fue apartada de un culatazo en su ca-beza. Sus peones salieron unos con hoces, otros con puñales, y como no entendieron razones, también fueron sacrificados.

Después llegamos a la cocina y, como no nos querían abrir, los hombres grandes tiraron la puerta a patadas y culatazos. ahí aden-tro estaban tres muchachas que temblaban de miedo en un rincón, y en el brasero estaban unas ollas con comida y un gran chiquihui-te de tortillas.

—¡órale, mis gentes —dijo uno de los nuestros—. Éntrenle que todo es de gorra!

Todos nos lanzamos sobre la comida. las muchachas nos miraban temblando de miedo y fue entonces cuando alguien dijo:

—¡Ya tenía yo hambre, pero nomás de ver estas chuladas, ya sé mejor lo que voy a comer!

—no. —dijo una señora que iba con nosotros—. ¡Pobres mu-chachas, no les vayan a hacer nada!

—¡usté cállese, viejita!; mejor coma y no se meta porque con usté acompletamos.

Y diciendo esto agarró a una de las chamacas que lloraba pidien-do auxilio; otros más lo siguieron y arrastraron a las pobres a un cuarto donde poco después oíamos sus gritos y su llanto.

Entonces sucedió algo terrible: como eran dieciséis o dieciocho los rebeldes grandes que iban con nosotros, y ya despiertos sus bajos instintos; y como nomás eran tres las muchachas que había en esa casa, pues se volvieron contra las cuatro mujeres jóvenes que iban con nosotros, entre ellas mi hermana Dominga.

Ellas no querían, pero les dijeron:—no queremos pegarles; o lo hacen por la buena o les damos

sus... y de todos modos lo hacen.

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aunque llorando, ellas obedecieron y fueron llevadas a donde estaban las otras.

Yo entonces no comprendía lo que pasaba; era un niño y sólo oía a las mujeres que lloraban y maldecían a los hombres. Después, ya de grande, me di cuenta de que fueron violadas por nuestra gente.

aquello nunca había pasado, pues el general no permitía que se cometieran abusos, y cuando eso pasaba y lo sabía castigaba dura-mente a los culpables.

Pero como en esa ocasión Tepetlaztoc nos recibió muy mal, y con la derrota poco antes sufrida, tal vez por eso el general andaba de mal humor y permitió toda esa barbaridad.

Pocas horas después, cuando ya nos íbamos de ese pueblo, en unas casas de la orilla, en un alto que hicimos para esperar a los últimos que faltaban, de pronto oímos cantos de gallos pero muy lejanos, como si salieran de debajo de la tierra.

algunos de los grandes se hicieron señas, bajaron de sus caballos y, mañosos como ya eran, se pusieron a buscar por el suelo. al fin uno de ellos gritó:

—¡aquí es! —dijo pegando su oreja junto a un montón de za-cate.

los demás le ayudaron a quitar el rastrojo y, efectivamente, ahí estaba una puerta de madera con alambrada. los hombres la abrieron y ahí, a manera de sótano, se encontraba el gallinero más grande que he visto en mi vida.

—¡Miren nomás! —dijo el general—. cuántos animales tan bo-nitos íbamos a dejar.

—¡a ver, muchachos; métanse y carguen con todo!Entonces nomás se oyó el cacareo y los manojos de gallos y ga-

llinas comenzaron a salir; los cuales, los de a caballo cruzaban en las sillas de sus caballos, y vámonos.

aquello fue la rapiña más grande que he visto. Poco después los hombres platicaban entre risas y groserías todo lo que habían hecho, y por eso supe que todos habían hecho lo mismo; matar, robar y violar.

casi al año de andar en la bola, cierto día, cuando llegamos a un pueblito encontramos a un paisano nuestro que nos dijo:

—Por boca de algunas gentes que hace días me encontré, me he enterado que en el pueblo ya todo está tranquilo. Me dijeron que

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por casualidad pasaron por allá y se dieron cuenta de que está abandonado y sólo algunas gentes quedan en él.

cuando supimos eso nos dio mucha tristeza, pero a la vez nos entró un deseo de regresar, y así se lo hicimos saber al general en cuanto hubo una oportunidad de hacerlo. nos juntamos las diez o quince gentes que quedábamos del pueblo, aunque había algunos más, pero ellos eran hombres que no quisieron volver.

—¿Para qué volvemos? —dijeron—. Ya no tenemos familias, ni tierras, ni nada ¡Mejor seguimos aquí en la bola!

así que nosotros fuimos con el general, que al saber nuestra decisión dijo:

—¡Muy bien, señoras y señores! Yo no puedo obligarlos a que-darse conmigo; vayan a su pueblo y que Dios les ayude. Si él lo permite, tal vez algún día nos veamos por allá nuevamente.

Y así, como pudimos, preguntando cómo hacerle para llegar, emprendimos el regreso. Muchos días pasaron para que pudiéramos llegar; no tanto por lo lejos que estábamos, sino porque todo estaba muy cambiado: en los lugares donde había pasado de lleno la bola, sólo quedaban escombros, y en donde habían respetado los pueblos, la gente no comprendía la tragedia de los que no habíamos tenido esa suerte.

adolescentes zapatistas, ca. 1914. © (núm. inventario 63634) conaculta. inah. Sinafo. fn. México.

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Por fortuna algunos de los que regresábamos habían tenido la precaución de guardar unas monedas que seguramente se habían robado en alguna parte por donde habíamos pasado, pero que en esos días nos sirvieron para comprar la comida que de otro modo tendríamos que haber robado.

al fin, después de mucho caminar avistamos nuestro pueblo. De él sólo podía verse la torre de la iglesia, la cual hasta hoy existe tal cual era entonces. cuando llegamos a las orillas, las mujeres que iban en el grupo comenzaron a llorar. a decir verdad, no era para menos, ya que de aquel ayotzingo humilde pero muy bonito que era antes de la entrada de la bola, sólo quedaban la iglesia y diez casuchas cuando más. Todo era desolación; y las grandes matas de gigantón y la maraña que formaban las matas de chilacayote, hacían ver a nuestro pueblo como un fantasma.

cada quien agarró por su lado, tratando de encontrar el peda-cito donde había estado su casa. nosotros: mi madre, candelario, Dominga y yo, que éramos los que quedábamos de la familia, ya que mis otros dos hermanos habían muerto en nuestras andanzas y de Jesús nunca supimos nada. nos encaminamos adonde había-mos vivido un año antes. a nuestro paso salían corriendo los cone-jos, ya que como sólo unas cuantas gentes se quedaron, tenían campo más que suficiente para hacer sus madrigueras en los ma-torrales.

al llegar y reconocer nuestra casita de piedras y zacate, nos ex-trañó encontrarla en buenas condiciones y con señas de estar habi-tada.

—¿Quién vivía en ella? —se preguntaba mi madre.—¡Pos sea quien sea se la quitamos! —dijo candelario.nos sentamos en unas piedra a esperar que llegara el que vivía

en nuestra casa, y como al cuarto de hora y por una vereda que vemos quién llegaba.

—¡Omá —dijo mi madre con sorpresa—. Omasita linda! —volvió a repetir corriendo a abrazarla—. nosotros pensábamos que la habían matado, y gracias a Dios está usté buena y sana.

—Sí, mi hija —dijo mi abuela llorando—. cuando ustedes se fueron yo no quise correr. Ya estoy vieja y pensé que si me habían de matar mejor que fuera en mi pueblo y no en otra parte; así que me quedé y gracias a Dios y a lo vieja que estoy, no me pasó nada.

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—¡Pero han de traer hambre! ¡Y yo que no tengo nada! Pero orita les hago estos chilacayotitos que fui a cortar, para que coman, y muelo un poquito de nixtamal para hacerles unas gordas.

Entre mi abuela, mi madre y mi hermana hicieron las tortillas y asaron los chilacayotes, y comimos con un gusto que hacía mucho no teníamos.

luego mi abuela nos platicaba.—cuando ustedes se fueron, yo dejé mi jacal y me vine a vivir

aquí. Desde entonces y dos o tres veces a la semana, me ponía a hacer gordas y frijoles por si ustedes regresaban. a veces pensaba que a lo mejor habían matado a todos y ninguno volvería; entonces me ponía a llorar yo solita; pero al otro día otra vez tenía la espe-ranza de que volverían, y volvía a preparar algo para ustedes; y ya ven, ora que sí llegaron me encontraron sin nada.

Entonces preguntó por Felipe, Jesús y Doroteo, mis otros her-manos.

—Doroteo y Felipe están muertos —dijo mi madre—. —De Jesús no sabemos nada desde que se fue de rebelde.

ahora lloró mi abuela y lloramos también nosotros al recordar a nuestros familiares.

así empezamos nueva vida en nuestro pueblo. Recuerdo que como al mes de que llegamos, llegó una gavilla de rebeldes yaquis que se posesionaron del pueblo, y siendo la iglesia el único lugar bueno para ellos, la tomaron como cuartel, ya que no había cura ni quién la cuidara.

allí hicieron tropelía y media. Sus mujeres, a las que decían “guachas”, subían y tocaban a lo loco las campanas, haciendo que éstas se rajaran, y los yaquis tomaron la sacristía como caballeriza, y cometiendo sacrilegios impusieron el toque de queda, siendo éste a las siete de la noche.

Recuerdo una ocasión en que mi hermano candelario se salió a emborrachar, y ya era de noche y no llegaba. Mi madre me dijo que la acompañara a buscarlo y fui con ella. Serían las ocho de la noche más o menos, y cuando íbamos pasando por la calle a un lado de la iglesia, un yaqui gritó:

—¡Quién vive!Mi madre, asustada, gritó.—¡Soy una señora, señor. Por favor no me vaya a matar!

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—¡Qué señora ni qué nada!; se dice “México”. váyase a su casa y no salga en la noche si no quiere que le pase algo.

asustados, mi madre y yo regresamos a nuestra casa y nos encon-tramos con que mi hermano ya había regresado.

—Re canijo —dijo mi madre—. nosotros buscándote y tú por dónde llegas, briago hijo de...

—¡Ya, ya, madre! no me regañe si no quiere que le diga feo —dijo candelario, medio tartamudo de ebrio.

así paso un mes más o menos, y fue cuando mi abuela Pepa, o Josefa como se llamaba, se enfermó y se murió. Fuimos a ver a un señor que algo sabía de carpintería, y con unas tablas viejas que tenía hizo una caja grotesca en la que pusimos a la abuela, y nos pusimos a velarla. nos acompañaban algunas gentes. Pusimos una lumbrada en el patio y como era y es aún la costumbre, le empezamos a can-tar alabanzas fúnebres. Serían como las nueve de la noche cuando llegaron unos diez soldados yaquis a investigar qué pasaba.

—Es que mi abuela se murió y la estamos velando —dijo cande-lario a los recién llegados.

—¿Y de que se murió? —dijo el que mandaba.—De tifo —dijo candelario—. Eso no era cierto. Mi abuela había

muerto más por su edad que por sus achaques; pero mi hermano dijo lo primero que se le ocurrió.

—¿De tifo? —dijo aquel yaqui entornando los ojos de miedo—. vámonos pronto —dijo a los otros—. Esto es peste.

Se largaron y nosotros velamos a mi abuela en paz. Pero como después se supo que los yaquis le tenían miedo a las epidemias, las gentes del pueblo dejaron correr la voz de que había epidemia de fiebre tifoidea y hasta simulaban velorios y entierros.

la treta dio resultado, ya que los yaquis se espantaron y no qui-sieron saber más del pueblo, y se largaron, gracias a Dios y en buena hora, ya que la gente ya no aguantaba sus abusos, junto con los escándalos de sus “guachas”.

Pasaron nuevamente los días y seguíamos viviendo en la miseria; ahora más por falta de trabajo y de alimentos, ya que por haberse ido la gente, en el campo no se había sembrado nada y por lo tanto no había ni qué agarrar.

Para nuestra fortuna, por aquellos días sucedió que un tío nues-tro que trabajaba en una hacienda cercana a la que se le conoció con

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el nombre de axalco, vino a buscarnos y nos dijo que si queríamos trabajar en ella. nosotros vimos la gloria, pues ya no hallábamos qué hacer; así que nos fuimos a la hacienda de axalco a trabajar como “bolleros” o pastores, cuidando vacas, caballos, cabras y borregos.

De esta hacienda, que les digo todavía existe el casco con sus anchas y grandes paredes de adobe y piedra, y junto con la hacien-da de San Juan de Dios, que ahora se llama instituto Damián, donde estudian seminaristas, fueron las únicas de la región que se salvaron del saqueo de la “bola”; aunque tiempo después la gente del pueblo vecino, San Pablo atlazalpan, peleó con el dueño de una y de la otra y lograron quitarles las tierras.

como decía, en la hacienda ya no pasamos hambres, pues lo que sobraba era maíz, frijol, haba y leche, aparte de que, como eran trescientos animales los que había en los corrales, pues casi una o dos veces por semana había un borrego o un cabrito que moría pisoteado por las vacas o los caballos, y el dueño nos lo regalaba a nosotros para comerlo. Y a veces, como mi hermano y yo andábamos pastoreando, a diario matábamos dos o tres conejos.

El tiempo que ahí vivimos lo pasamos como ricos, ya que para comer sólo había que agarrar lo necesario y nuestro sueldo era aparte. Recuerdo que ganábamos mi hermano candelario un peso por ser ya grande y yo sesenta centavos como coleador.

Teníamos dos meses en la hacienda cuando una tarde, al regre-sar de pastorear, nos llevamos una sorpresa: nos encontramos con que mi hermano Jesús ya estaba en la hacienda, y con su esposa. El tío antonio, que así se llamaba el que nos llevó a trabajar, nos con-tó que al ir a la ciudad de México por unas herramientas que le encargó el patrón don Francisco granados, por las calles de isabel la católica encontró a Jesús, y nada menos que ¡pidiendo limosna!

—¡Ya. voy a creer, esque pidiendo limosna! —le hacíamos burla a Jesús—. ¿Qué no podías trabajar?

—¡Y en qué! Si de lo que yo sé hacer allá no me servía. además, perdiendo la vergüenza, se come y se vive pidiendo limosna

—¿Y ella? —dijimos señalando a la señora que estaba con él.—Es mi vieja —nos dijo—. la encontré en la bola y, como le

mataron a su marido, pues yo la agarré para mí.luego nos contó que cuando se fue de rebelde, en el primer

combate, y ya con la carabina en la mano, temblaba de pies a cabe-

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za viendo cómo caían sus compañeros como moscas, y las balas que nomás silbaban a su alrededor.

—Yo pensaba que las balas se podían ver, y que al ver que venían con agacharse o hacerse a un lado bastaba. Pero ya en combate sólo veía que mis compañeros pegaban un salto o daban un pujido y se quedaban tiesos y ensangrentados. Entonces me entró un miedo terrible y me puse a temblar, y no podía ya ni cargar mi carabina; fue entonces que cayó herido un contrario cerca de mí; se me que-dó viendo con fiereza y yo seguía temblando.

Entonces el capitán, que estaba cerca, se acercó y me dijo:—¡Que esperas, hijo de... Mátalo!—¡no puedo, mi jefe! ¡Tengo miedo!—¡O lo rematas o yo te mato a ti! —dijo enojado.—Y así temblando agarré mi carabina y le di el tiro de gracia.—¡ahora quítale las botas: rápido!—¿Para qué, jefe?—¡Tú quítaselas y no estés fregando!—Me hizo quitarle los zapatos y lavarme las manos con su sangre

y darle tres palmadas fuertes en las plantas de los pies del muerto. Ese es un secreto para el valor, ya que después de aquello sólo sen-tí que me hormigueó la cara, sentí un calor extraño, dejé de temblar, de oír el silbido de las balas y de ahí en adelante no supe a cuántos maté.

—¿Y tu mujer, también peleaba en la bola?—¡claro que sí!, la Plácida me cargaba las armas y me curó las

tres veces que caí herido.—¿Tres veces caíste herido?—Tres veces —y quitándose la “yompa” que traía nos enseñó las

cicatrices de las balas.—Eres de cuero duro —dijo candelario—. a mí nomás una vez

me dieron y ya mero me llevaba la pelona.—Suerte que tiene uno —dijo Jesús, y con aquello nos fuimos a

dormir porque ya era muy noche.

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Mi pueblo durante la Revolución, Volumen Ise terminó de imprimir en octubre de 2010en los talleres gráficos del instituto nacional

de antropología e Historia.Producción: Dirección de Publicaciones de la coordinación nacional de Difusión

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