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Mi percepción del siglo XXcnh.gob.ve/images/mi percepcion SXX 1 1.pdfA mis sobrinos, que siempre me dieron su amor y res-paldo en todo sentido. También los veo como mis hijos y actualmente

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  • MINISTERIO DEL PODER POPULAR PARA EL DESPACHO DE LA PRESIDENCIA

    Y SEGUIMIENTO DE LA GESTIÓN DE GOBIERNO

    Pedro CalzadillaPresidente del Centro Nacional de Historia

    Rosario SotoDirectora del Centro Nacional de Historia

    © Centro Nacional de Historia /// 2018

    MI PERCEPCIÓN DEL SIGLO XX - JUAN J. BETANCOURT R.www.cnh.gob.ve / Twitter:@cnh_ven / Facebook: Centro Nacional de Historia

    Edición al cuidado de /// Simón Andrés Sánchez

    Corrección /// Miguel Raúl Gómez

    Diseño de colección /// Aarón Mundo H.

    Diagramación /// Luis Alexander Gil C.

    Imagen de portada /// El autor, Juan Betancourt, con su padre el primer año de escuela Cortesía del autor

    Hecho el Depósito de Ley

    Depósito Legal No /// 2019000227

    ISBN /// 978-980-419-059-9

    Final Av. Panteón, Foro Libertador, edif. Archivo General de la Nación,

    Ofc. Centro Nacional de Historia. PB. Parroquia Altagracia, Caracas.

    Telf.: 0212 - 5095824 / 5826 / 5829 / 5831.

  • La voz y la acción del pueblo siempre se han

    escuchado, visto y sentido en el barrio, en

    el caserío, en el cumbe, en la faena colectiva

    del conuco, de la hacienda o de la fábrica, en

    la rebelión, la insurrección y su insumisión

    ante los poderes opresores. Sin embargo, en

    el relato de sus hechos apenas si aparece.

    Invisibles, inaudibles, solitarias, nuestras

    voces. Aunque potente, esa voz colectiva y

    hermosa no ha llegado a nuestro tiempo,

    aunque se asome siempre, soterrada como

    los cantos de los negros de la serranía de

    Coro en 1795, cuando se cantó la revolución,

    la Patria, la República, por primera vez en

    estas tierras. A esas voces no se les habían

    dado respiraderos para expresarse y mucho

    menos para empoderarse. Una historio-

    grafía excluyente, racista, sexista, clasista y

    centralista sacó al pueblo del relato de sus

    hechuras y hazañas para justificar el lugar

    privilegiado de las clases dominantes de

    ayer y de hoy.

    El pueblo cuenta su historia es un programa

    nacional del Gobierno Bolivariano para que

    el pueblo se apropie de su pasado, de su

    presente y su futuro, a partir del autorreco-

    nocimiento de su origen, identidad y sentido

    de pertenencia, bases fundamentales en la

  • construcción de la Patria y de la

    Matria socialista.

    La colección que presentamos lleva el

    mismo nombre que el programa: El pueblo

    cuenta su historia. En ella hay tres series:

    Insurgencia Popular, Diversidad Cultural

    y Misiones. Con ellas creemos abarcar el

    amplio espectro de las organizaciones

    y movimientos sociales desde las que el

    pueblo podrá contar su historia, no solo en

    forma escrita sino utilizando, además, todos

    los medios de comunicación a su alcance y

    todas las manifestaciones artísticas, de las

    que es creador.

    Estas series, que deben traducirse también

    en programas de radio, televisión, periódicos,

    revistas, murales, grafitis, obras de teatro,

    micros, audiovisuales, películas, canciones,

    poesías, relatos, crónicas, etc., tienen

    la finalidad de abrir esos respiraderos

    historiográficos a todos los movimientos y

    organizaciones sociales, culturales, comu-

    nales y políticas para que cuenten su historia

    y la historia de su país, dando cuenta de la

    vocación insurgente, soberana y responsable

    de un pueblo amante de la paz, de la unidad

    latinoamericana y caribeña, de la igualdad, de

    la libertad y de la felicidad plena.

    La Revolución Bolivariana, el Gobierno Re-

    volucionario, ha abierto espacios chavistas,

    inclusivos, libertarios, integrales, diversos,

    totales, patrios: nuestros. ¿Qué son las mi-

    siones si no los pulmones de la Revolución

    Bolivariana? Misiones-respiraderos: alimen-

    ticios, sanitarios, educativos, habitacionales,

    culturales, humanos… históricos.

    Ayer con el general Bolívar, hoy con el

    comandante Chávez, el corazón colectivo

    del pueblo, unido al corazón del líder, en

    esa mezcla inexorable de afectividad y

    pensamiento, esto que llamamos corazón

    venezolano, en este tiempo preciso, es

    capaz de grandes hazañas y hechuras.

    Tomar la palabra es tomar el poder. Enton-

    ces, que tome la palabra el pueblo actor y

    protagonista de su historia, que cuente sus

    hazañas y sus miserias. Nuestros votos

    por el éxito de un programa que empodere

    al pueblo de su historia y contribuya a la

    construcción de la mayor suma de felicidad

    en la patria socialista.

    ¡Independencia y Patria socialista: Viviremos y Venceremos!

  • 11

    Agradecimiento

    A mis padres, por darme la vida y las bases correctas que sirvieron para armar mi modo de actuar.

    A Inés, por haber ayudado a salvar del desastre al grupo formado por mis hijos y mi persona, entregando para eso todo el resto de su maravillosa vida. Es mi amiga, mi novia, mi esposa, mi amante, mi consejera, mi secretaria, mi socia, mi copartidaria, mi compinche y quien me acompaña en mis locas aventuras. En gran parte la tranquilidad con que estoy viviendo mi última etapa, se debe a su incondicional apoyo y compañía. Y como si fuera poco, soporta con una sonrisa de resignación mis repetidos chistes e historias.

    A Humberto, mi querido hermano, por haber sido mi principal maestro para poder tener hoy en día la absoluta convicción de que la única solución para el mundo es el so-cialismo. Por estar siempre pendiente de ayudarme cuando lo he necesitado sin pedir jamás nada en contraprestación. Por ser un ejemplo para toda mi familia con su brillante y transparente vida, como esposo, padre, hijo, hermano, amigo, trabajador y ciudadano.

    A Mario, mi hermano y “compinche”, por haberme acom-pañado en mis aventuras, demostrando un eterno y mara-villoso cariño, a pesar de las diferencias que siempre fueron corregidas. Yo también lo quiero mucho.

  • 12

    A mi consentida y única hermanita, que siempre adornó el hogar paterno y materno, produciendo junto con Cons-tanza mucha felicidad a nuestro adorado padre e hizo rabiar a uno que otro. Te quiero Fanny.

    A mis adorados hijos, por ayudarme a demostrar a la po-drida sociedad que, en medio de tanta dificultad e injusticia, se puede perfectamente educar a todos los hijos como per-sonas dignas, honestas, productivas y confiables, como han salido todos ustedes para mi máximo orgullo, sin estar pen-dientes del mortífero arribismo, manteniendo un deseo de progreso a base de paciencia, constancia, estudio y mucho trabajo honesto. Ustedes saben que así nunca serán ricos, pero podrán tener lo necesario para que sus vidas sean muy satisfactorias para todo el grupo familiar y para la sociedad. Por haberme rodeado de tanto amor y apoyo en todo mo-mento. Ustedes han sido lo más grande que me ha pasado en mi vida.

    A mis sobrinos, que siempre me dieron su amor y res-paldo en todo sentido. También los veo como mis hijos y actualmente son para mí un ejemplo de vida.

    A mis cuñadas Mercy y Josefina, por el constante cariño y generosidad. Muy especialmente a Rossi, a pesar de las pro-fundas diferencias entre ella y yo en el modo de ver la vida, y de algunos tropiezos en nuestra relación; con una gran ge-nerosidad y un amor ilimitado, se ha convertido en el ángel protector de este par de viejos. También puede contar con nuestro inmenso amor agradecido.

  • 13

    A mis muy queridos y recordados compañeros de es-tudio, Isaac Sánchez Gutiérrez, Jorge Monroy Granados, Rubén Darío Prieto Pinto, Patricio Salcedo Lora, Reinaldo Buendía, Pedro Serrano Gómez, Alberto Medina Tovar, Ismael Enrique Rojas Munevar, Ramón Guillermo García Montero, Leonidas Vargas y a los 28 restantes, que a través del intrincado camino de la vida, nos hemos distanciado y perdido la huella, pero siempre estarán en mi memoria. Para todos ellos, mi más emocionado agradecimiento por el incondicional apoyo de que fui objeto durante los dif í-ciles momentos de la histórica huelga en nuestro querido Instituto Técnico Central.

    A mi inolvidable grupo de trabajo en la IBM, encabezado por mi maravilloso maestro Carlos Torres; Jorge Monroy, mi eterno hermano; Rubén Darío Prieto, Patricio Salcedo y Rei-naldo Buendía. Este equipo enseñó, dentro de una empresa que no respeta al ser humano, que lo más importante es tra-bajar con toda la honestidad, convirtiendo el trabajo en una mística, sin esperar que nos pagaran tanto esfuerzo a favor de la empresa, pues como es natural, dentro del capitalismo no se reconoce el valor sentimental del ser humano.

    A Nelkis, Amábili y los demás trabajadores de Campo Caribe, por haberme acompañado en las desiguales luchas para salvar este paraíso, sin importarles trabajar de día o de noche con el agua en el cuello y esperar con una paciencia infinita su pequeño y supermerecido salario, cuando por irresponsabilidad de los propietarios se ha tardado en llegar a sus necesitadas manos.

  • 14

    A Aura y su esposo Jorge, por la amistad sin límites que nos brindaron desde que llegamos a Campo Caribe.

    A Adelaida Medina, por su muy profesional trabajo en la edición de esta obra, hecho todo con dedicación, cariño y mucha eficiencia.

    A Venezuela, a los venezolanos, a la Revolución, a nuestro muy querido comandante Chávez, por habernos recibido con los brazos abiertos, cuando mi patria, Colombia, nos cerró las puertas y nos negó el futuro digno que aquí con-seguimos con creces. Ofrezco mi vida, que es lo único que poseo, para ayudar, con mucha humildad, a que este proceso salga adelante, ya que es la única manera de salvar al ser hu-mano y a nuestro bello planeta.

  • 15

    Breves palabras preliminares

    No quiero dejar pasar la ocasión, para expresar, como es-posa del autor de este libro, mi admiración, respeto y orgullo por él y por el contenido de su escrito, ya que recoge todas sus vivencias desde muy temprana edad, además de todo lo experimentado a lo largo de su maravillosa vida; por su constancia, tenacidad y sobre todo su honestidad en su labor diaria. Cuenta su vida personal, familiar, política y religio-sa, relatando su verdad, sus tristezas, alegrías y amores en la forma que tan solo él lo puede expresar.

    Formo parte de esas vivencias, y me siento afortunada de ha-berlo acompañado en buena parte de sus hermosas aventuras.

    Inés Bernal de Betancourt

    Campo Caribe, 28 de noviembre de 2009

  • Primera parte

  • 19JUAN J. BETANCOURT R.

    Capítulo I

    MIS GENERACIONES ANTERIORES

    A las 5:30 a.m. del 16 de septiembre de 1935, en la pobla-ción de Venadillo, Tolima, Colombia, nací en el hogar de Juan Betancourt Vargas y Josefina Rodríguez Zárate de Betancourt.

    De la generación anterior, solamente vivía mi abuela materna, Mercedes Zárate; persona de mucha cultura, de enormes principios morales católicos y aunque era simpa-tizante del Partido Liberal, agrupación política en ese tiem-po de avanzada, ella era muy conservadora y reaccionaria en la práctica, por la influencia de la Iglesia ultraconserva-dora y una sociedad llena de prejuicios y tabúes, producto del enorme e injusto distanciamiento entre las clases socia-les y económicas que hasta ahora han regido a Colombia.

    Murió cuando yo tenía cuatro años y toda mi vida he tenido el pequeño pero nostálgico recuerdo de ella, pues me hubiese gustado disfrutar de la presencia f ísica de mis abuelos, escuchando sus historias: unas reales y otras fantásticas, que es la mayor riqueza que un ser humano puede tener: sus recuerdos...

    Su esposo, mi abuelo materno, Miguel Rodríguez, muer-to muchos años atrás, fue un hombre muy amado por su generosidad y también por su acrisolada y reconocida ho-nestidad. Aunque tuvo una buena fortuna, la perdió, por-que nunca supo decir que no cuando le requerían favores y no faltaron quienes se aprovecharon de su buen corazón.

  • 20 Mi percepción del siglo XX

    Ya mayor y enfermo, le dieron el puesto de Tesorero Municipal.

    Mi abuelo paterno, Juan Betancourt, fue un hombre de una gran fortuna que consistía en varias haciendas en el Toli-ma; lo recuerdan con cariño, ya que siempre se preocupó de que las familias de sus trabajadores tuvieran casa dentro de sus propiedades y escuela —sostenida por él— para todos, sin excepción, para sus hijos, los niños de los empleados y de los vecinos. Liberal radical, anticlerical, su liberalismo era el original de la Revolución francesa y sus principios eran: libertad, igualdad y fraternidad, que cumplía en su vida real.

    No aceptaba la hipocresía de los “curas” que pregonaban y pregonaban, pero en la práctica siempre estaban de parte de los gobiernos reaccionarios y de la cada vez más poderosa y despiadada clase burguesa, producto de la misma Revolu-ción francesa.

    En Bogotá conoció y se enamoró de una joven muy bella, que compartía con él su ideología. Lo malo era que ella pertenecía a la familia Vargas, de la capital de la República; familia inmensamente rica, con todos los títulos nobilarios heredados desde la Colonia, profundamente religiosa y, ló-gicamente, no permitían (al precio que fuera) que una de sus hijas se uniera a un “satánico” liberal; porque, además, mi admirado abuelo estaba excomulgado y no tenía derecho a ningún sacramento. Por lo tanto, no podía casarse por la Iglesia, único medio “legal” para instituir una familia, pues el matrimonio civil no existía en Colombia.

    Como hecho insólito destaco que únicamente se podía sacar la cédula de ciudadanía mediante la presentación de

  • 21JUAN J. BETANCOURT R.

    la Partida de Bautismo Católico. Si no se bautizaba, no exis-tía legalmente como ciudadano. Esto y muchas barbarida-des más, producidas por el concordato más retrógrado del mundo entre el Vaticano y el Gobierno colombiano, firmado por el oscuro doctor Concha como presidente de Colombia, quien puso a la Iglesia en el poder. Este exabrupto y leonino contrato, mediante el cual el Vaticano se devoraba a Colom-bia, duró hasta el gobierno de Lleras Restrepo, en la década de los 60.

    El precio más elevado lo pagó mi bella abuela, Amelia Var-gas, al fugarse de su casa con mi abuelo, fijando su residencia en la hacienda Buenos Aires en el Tolima. La familia Vargas la borró de su historia. Jamás ella pudo ver a ningún parien-te, castigo que continuó con su descendencia. En verdad, nosotros no conocemos ningún vínculo con esa “nobiliaria” y retrógrada familia. De esta novelesca y maravillosa unión nacieron cuatro hijos: Ana Joaquina, Juan, Francisco y Amelia. La primera fue maestra toda su vida y murió en el año 1998. Después vino mi padre Juan, seguido de Francisco, cariño-samente Pancho, quien siendo un excelente hermano, estu-diante destacado y gran persona, con solo doce años murió de una enfermedad violenta. Por una coincidencia de la vida, era amigo inseparable de Mario, hermano de la que vino a ser esposa de mi padre muchos años después, quien a los pocos días fue aniquilado por esa maligna y desconocida enferme-dad. También tenía doce años. Qué triste y lamentable. Quién sabe qué enfermedad los acabó. A lo mejor hoy día hubiera sido algo muy fácil de curar. Al nacer Amelia, lamentablemen-te murió su madre, mi muy admirada abuela. Amelia trabajó toda su vida como secretaria, viviendo junto a Ana Joaquina (Quina) y ninguna de las dos se casó. Falleció en el año 2004 bajo los cuidados superespeciales de mi hermano Mario.

  • 22 Mi percepción del siglo XX

    Con ellas (Amelia y Quina) vivió desde siempre Emma, quien fue para nosotros como otra tía. Se cree que era una hija “natural” del abuelo, pero nunca supimos la verdad, pues jamás se confirmó. Murió en Ibagué en 1990, también señorita.

    De muy niño recuerdo a otro hermano de mi padre, Juan Betancourt Vargas, hermano “medio”, hijo del abuelo (picarón), quien vivió y murió en Venadillo, en el año 1950, sin pena ni glo-ria. Se llamó Pepe. Los hijos “naturales” o hermanos “medios” eran, hasta hace muy pocos años, totalmente discriminados, porque debemos recordar que tampoco existía el divorcio.

    La Guerra de los Mil Días, llamada así por su duración, fue una guerra civil entre los gobernantes ultraderechistas del Partido Conservador y el Partido Liberal. Como toda guerra, fue espantosa. Los “godos”, conservadores compues-tos por la burguesía, el clero, los reaccionarios, los idiotas útiles, etcétera y las armas; los liberales eran el pueblo des-esperado por tanta injusticia y desigualdad, pero sin apoyo financiero de nadie y sin armas. En todo el país se formó el Ejército Liberal, como lo hizo mi abuelo el coronel Juan Betancourt; agrupó a todas las familias de sus trabajadores en sus fincas, junto con las familias de los voluntarios que quisieron luchar bajo su mando. Y con machetes, escope-tas, una gran disciplina y una supermotivación, empezaron a atacar los campamentos muy bien equipados del ejército conservador, de noche, por sorpresa y sin camisa. Con sólo tocar el pecho, se sabía si era enemigo o no. De esta manera se fueron armando, pero la lucha fue muy larga. Mi abuelo, de su propio bolsillo, sostenía este inmenso gasto. Fue hecho prisionero y llevado a una cárcel en Bogotá, de donde logró fugarse con varios compañeros y regresó al norte del Tolima, donde tenía su pequeño ejército y continuó la lucha desigual.

  • 23JUAN J. BETANCOURT R.

    El comandante en jefe de los liberales era el general Ben-jamín Herrera, el cual fue invitado por los norteamerica-nos al barco Wisconsin, encallado en la costa colombiana, quienes le dieron el “recado” del presidente gringo Teodoro Roosevelt, de que lo ayudarían con dinero y armas para que ganaran los liberales la guerra, a cambio del istmo de Pana-má, para ellos hacer el canal. La contestación de Benjamín Herrera fue: “La Patria por encima de los partidos” y se mar-chó. Entonces llamaron al Wisconsin, a los godos, quienes aceptaron encantados. Se perdió la guerra y con ella la po-sibilidad de hacer una democrática Federación, de donde se hubiera excluido lógicamente del poder a la nefasta Iglesia, perdiendo de paso a Panamá, que hasta ese momento era un Departamento de Colombia. Mi abuelo no se quiso entregar y continuó peleando de alguna manera.

    Cuando murió mi abuela Amelia, mi abuelo quedó con cuatro niños muy pequeños a quienes tenía en la hacienda Buenos Aires, que al parecer era la mejor de todas, pero su problema principal era la educación de sus hijos. Como en las películas, comenzó la rotación de institutrices, quienes salían huyendo de las “maldades” de los niños, acostumbra-dos al monte, pues todos los profesores venían de la ciudad.

    Hasta que un día llegó Clementina Quijano: mujer fas-cinante, simpática, alegre, cómica y supercariñosa con los niños; de una gran cultura y muy liberal, aunque su familia era conservadora. Los niños se “enamoraron” de esa perso-na, quien se convirtió en su madre, maestra y compañera de aventuras; tocaba guitarra y les cantaba, en fin, como en la “Novicia Rebelde” también mi abuelo sucumbió a sus en-cantos y la hizo su esposa. Se pudieron casar por la Iglesia, gracias a que acababa de ser nombrado obispo de Ibagué,

  • 24 Mi percepción del siglo XX

    monseñor Ismael Perdomo, famoso en su época por sus ideas “liberales”. Aceptó hacer la ceremonia “por poder”, es decir, el novio no podía asistir a la boda y solo la novia con un representante del contrayente hacía de “parejo” en la igle-sia. Esta práctica era muy usada antigüamente por la enorme dificultad para transportarse y también porque los padres de las novias no iban a permitir que la novia viajara con su novio sin estar ya “benditos” por la religión. El hogar funcio-nó a las mil maravillas, y en su escuela estudiaban los hijos y vecinos, dentro de una gran igualdad.

    Pero un día, al tener mi padre seis años de edad, mi adorado abuelo almorzó con todos y mi padre me decía que alcanzaba a recordar, que mi abuelo, al terminar de comer, se fue al baño a vomitar... Por la tarde lo estaban velando. Murió envenenado. Por fin lo pudieron eliminar los godos. Muchas sospechas, pero ningún responsable. Los dueños de la Justicia eran los asesinos de uno de los hombres que yo más he admirado. Los curas no dejaron que lo enterraran en el cementerio y nadie sabe dónde están sus restos.

    Comenzaron las fiestas más lujosas en la casa de “Buenos Aires”, donde los invitados por varios días (pues el transporte se hacía a caballo) eran el gobernador, el obispo y los más altos dignatarios del Departamento. Rodaban los licores, la gran comida, el dinero, el placer... y todo con la bendición eclesiástica. Y los niños, al margen de esa alegría.

    Nombraron albacea (encargado de los bienes) a un her-mano de mi abuelo, el tío José, quien tenía la fama de ser muy bueno y generoso, pero era pobre. Por un lado, Clementina despilfarrando; y por el otro, el tío José regalándole a todo el

  • 25JUAN J. BETANCOURT R.

    mundo mercados y lo que cualquiera necesitara. Después, Clementina tuvo una hija, Stella, a quien todos queremos mucho por ser gran persona. Por justicia debo hacerle un homenaje, pues siempre ha estado pendiente de mis tías y de la familia, para ayudar cuando se ha necesitado. Duran-te su existencia la ha acompañado un complejo, pues dice que su apellido Betancourt no se lo merece. Y yo digo que se lo merece más que muchos otros, pues se lo ha ganado con su digna vida y con el amor infinito que nos ha regalado. Mujer de una gran simpatía y belleza, no quiso unirse a nin-gún hombre, prefirió la libertad. Yo también pienso igual: los hombres son un problema. Stelita: eres de las parientas que más quiero.

    El tío José siguió pobre, no tomó nada para él, pero con los cuatro niños, únicos y verdaderos propietarios de lo que quedaba, se convirtió en un miserable. No les quería gastar nada y la madrastra (Clementina), comenzó a cambiar el trato hacia ellos, a tal punto que un día mi padre se defendió con una escoba, de una paliza que le iba a propinar. Ese día se escapó a un pueblo cercano, Lérida, al hogar de una tía, quien lo recibió con afecto.

    Siguió estudiando y un día fue por sus hermanitas, deján-dolas con la tía; se fue de noche a “Buenos Aires”, agarró unas bestias, las cargó de café y luego las vendió. Con este dinero viajó a Ibagué, capital del Departamento, y en el mejor co-legio de la ciudad, San Simón (fundado por Santander en 1822), le entregó al rector todo el dinero, pagando así el in-ternado por un año. Después, al final de cada año, repetía el “robo”, hasta que un día llegó la policía al colegio, para dete-nerlo y el rector los sacó a empujones, pues él sabía que los que estaban robando eran otros, ya que el dueño era mi Papi.

  • 26 Mi percepción del siglo XX

    Mi padre siempre veló por sus hermanitas y con mucho esfuerzo logró llegar a la Universidad Libre de Bogotá; pero en el segundo semestre de Ingeniería tuvo que dejar los es-tudios para irse a poner al frente de la hacienda “La Honda”, único bien que quedó de esa gran fortuna. La encontró con más deudas que lo que valía, pero con mucho trabajo y orga-nización la salvó.

    Del hogar de mis abuelos maternos nacieron cuatro mu-jeres y cinco hombres. Una de ellas, linda, elegante, llamada Josefina, muy inteligente y gran trabajadora social; de una rectitud total; es, para mi orgullo, mi madre. Más adelante hablaré de ella. Los otros tíos míos fueron:

    Laurita: bella mujer, pero con un carácter muy pobre; se enamoró de un abogado muy buenmozo, pero muy sinver-güenza, irresponsable y supremamente mujeriego. Con ella procreó seis hijos. Laurita, después de una vida de privacio-nes y sufrimientos, murió en casa de su hija Mariela, aproxi-madamente 35 años después de su esposo. Ella lo acompañó hasta su muerte. Dicen que fue santa; yo creo que fue una tonta. Víctima de una educación victoriana.

    Rosalba: también muy linda y muy inteligente. Para su época fue una rebelde contra el sistema “machista” que la so-ciedad y la religión aplicaban a las mujeres. Cometió el delito más “grave” que en ese tiempo se podía hacer: ¡se enamoró de un sacerdote católico! Pienso que, en un pueblo tan pequeño (Piedras, Tolima), en donde una joven bella, que no tenía pre-tendientes a su nivel, era apenas lógico que el único joven, bien parecido, con una cultura superior y que a pesar de ser cura, por encima de sus votos y sus creencias, era hombre y hay que tener en cuenta que un ser humano no puede rebelarse contra

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    su naturaleza. Uno de los crímenes más crueles de la Iglesia católica es obligar a sus ministros hombres y mujeres a no tener un compañero(a), o sea, a no tener sexo. Y también uno de sus más grandes fracasos; porque todos sabemos que casi sin excepción lo practican, pero muchas veces en una forma desviada, por tener que hacerlo a escondidas, por ser pecado algo que es tan natural, como defecar o dormir, y tan necesario para el verdadero equilibrio psíquico.

    La familia la eliminó de su árbol genealógico. Ella “no exis-te”. Yo no la conozco pero sé que tuvo varios hijos. Se separó de su primer esposo y luego se volvió a casar. Me he entera-do, y me siento orgulloso de ella, de que es una de las más im-portantes lideresas de la lucha por los derechos humanos en Cali. Ha sido y es una persona luchadora, a quien los golpes de la vida no la han doblegado. ¿Qué más fuerte que perder a sus padres, hermanos y el resto de la familia? Lamento pro-fundamente no haberla conocido, pues después de viejo fue que supe de ella.

    Su “delito” es lo más común hoy día y, ahora sí, la socie-dad lo admite sin reparos. La Iglesia no. Falta el asesinato de varios papas, como Juan Pablo I, para que por fin la Igle-sia acepte el matrimonio de sus ministros, lo mismo que la igualdad de la mujer con el hombre, que ellas puedan ser sa-cerdotisas; por otro lado, la planificación familiar, que cada pareja pueda tener los hijos que quiera y pueda educar y no los que Dios quiera, porque todos sabemos que después Dios no los mantiene, ni educa y al no poder hacerlo los padres, tenemos el “caldo de cultivo” para los futuros delincuentes. Esto es un derecho inalienable de cada pareja. También se deben controlar las desbordadas riquezas que, en nombre de Dios, amasan en el Vaticano y sus subsidiarias, sin importar

  • 28 Mi percepción del siglo XX

    que “el fin justifique los medios”. Como Pío XII al asociarse a la mafia italiana y a Hitler para aumentar el dinero en las san-tas finanzas y muchos, pero muchos casos que se estudian en la historia verdadera. Y después, el papa Juan Pablo II reco-rrió el mundo repetidas veces, recogiendo riquezas de una manera compulsiva. Todos lo saben, pero lo callan. Y ahora el nuevo papa, Benedicto XVI, militante de las SS de Hitler cuando joven, ha puesto en el poder al Opus Dei, organi-zación criminal ultrafascista y pro imperialista obviamente.

    Desde mi retiro en Campo Caribe y de una manera muy humilde pero muy apasionada y con profunda emoción, sa-cando fuerzas de la honestidad que mi padre y mi madre me inculcaron para mi felicidad, rindo homenaje a mi bella tía Rosalba y ofrezco disculpas en nombre de mis parientes ho-nestos y le pido que entienda que quienes así actuaron contra ella, estaban “intoxicados” y saturados por unas mal inten-cionadas y muy equivocadas doctrinas. Estaban ciegos; no lo hicieron por maldad. También hay que entender que, en esa época, esa acción era realmente mala. Pues lo que decía la Iglesia era la ley. Estoy seguro de que ya los ha perdonado, porque una persona como ella no puede albergar rencor.

    Mario: como ya lo dije, su mejor amigo fue Pancho, her-mano de Papi. Fue un gran estudiante y mejor pariente y amigo. Como todo lo bueno no dura, murió a la edad de doce años. ¿Es esa la justicia de arriba?

    Mercedes: la menor; vivió al lado de su madre hasta que ella murió y luego se mudó a nuestro hogar, donde Papi y Mami la acogieron como una hija más. Creo que ella y mi mamá fueron las más bonitas y de jóvenes eran muy pare-cidas. Yo la quería mucho, pero también nos peleábamos,

  • 29JUAN J. BETANCOURT R.

    tenía cinco años... Se enamoró de Antonio Zambrano, un personaje de Honda, Tolima. Vivíamos entonces en Mar-quetalia, Caldas, cerca de Honda. Antonio tenía fama de ser muy “enamorado”, lo que hizo que mis padres no quisie-ran esa unión. El era muy especial conmigo y cada vez que venía de visita, el mejor regalo era el mío: bicicleta, proyec-tor de cine, violín, etcétera. Otros galanes rondaban cerca, pero yo estaba siempre pendiente y amenazaba a Merce-ditas de contarle a Antonio cualquier cosa que pasara. Fui su gran defensor; cómo no iba a serlo, si me había echado al bolsillo. Fue una gran inversión comprar mis regalos, pero en realidad me conquistó con su cariño y porque con-versaba conmigo como si yo fuera grande. Era un hombre muy simpático; en las reuniones siempre se convertía en el centro de atracción, a pesar de ser feo y chiquito, pero muy divertido, galante con las damas, y de una vasta cultu-ra general. Lo quise mucho. Se casaron en Marquetalia en 1943. Lo que más recuerdo de esa ceremonia fue la torta (ponqué) de varios pisos. Los recién casados se fueron en la mañana siguiente, a caballo, pues el invierno había dañado la carretera. Todos quedaron muy tristes y se recostaron a llorar; yo también, llorando, le dediqué mi vida entera a la torta: casi me muero de una indigestión.

    Se radicaron en Ibagué, “Capital Musical de Colombia”. Procrearon cuatro hijos que fueron como nuestros hermanos.

    Antonio tenía una mente creadora privilegiada; fue fun-dador del Club del Comercio, la Fábrica de Aceites del Toli-ma (Aceitol) y varias otras empresas, que las ideó, las luchó, todo de su bolsillo, pero cuando funcionaban, siempre que-daba fuera de ellas. Lo único que le quedó fue una casa, al ser el promotor de la urbanización donde hoy vive su viuda. Lo

  • 30 Mi percepción del siglo XX

    que realmente ganó de esa casa fue el derecho al financia-miento. No hubo ganancia tampoco.

    Pertenecieron siempre a “la sociedad” de Ibagué, la cual, como la de todas partes, era y es regida por el “qué dirán” y por la hipocresía social de nuestras cúpulas económicas, que lo que les importa es la cuenta bancaria de las personas, sin saber el origen legal o no de la fortuna. Fueron siempre liberales, leales al partido que cada día se fue corrompiendo y alejando de su inicial filosof ía.

    Uno de los problemas más graves de Colombia es la falta de politización real del pueblo. La gente piensa que al ser liberal o conservador y votar sumisamente por el candida-to que impone la Dirección Nacional y nunca “voltearse”, es decir, nunca cambiar de partido, está cumpliendo con la Patria. Y no ven que los dos partidos han sido utilizados para mantener el dominio casi feudal de la oligarquía colombiana, la cual perpetúa la enorme diferencia de clases, de razas, el poder económico, la educación elitesca, un ejército de corte fascista y una concentración de capitales, cada día mayor, haciendo más ricos a los adinerados y “gente bien” y más po-bres a los que no pertenecen a ese privilegiado grupo. Los pobres son más del 95% de los colombianos. Los partidos políticos hicieron “la violencia”, que ha sido un maravilloso negocio para la oligarquía tanto liberal como conservado-ra, acabando con un pueblo bueno, trabajador y sufrido por tantas injusticias. Si alguien del clero se levantaba a protestar contra todo eso, como el sacerdote y héroe Camilo Torres, inmediatamente era catalogado como comunista y condena-do a muerte. La guerrilla es un fenómeno lógico, producido por toda esa descomposición. Primero, guerrilla liberal, des-pués guerrilla marxista, y ahora... yo mismo no sé qué pensar.

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    Y como si fuera poco, emergió de las entrañas del infierno el narcotráfico, el cual fue bien recibido por muchos grupos de la oligarquía, del ejército, de la policía y, como es lógico, por algunas personas del pueblo: tenían hambre. Y, entonces, de un útero satánico nacen los paramilitares, formados por un matrimonio maldito de los mafiosos de la droga y el ala de-recha, fascista del ejército. Su ideólogo y actual jefe se llama Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y principal lacayo de los yanquis en Latinoamérica. Todos tienen dinero, todos disparan, todos tienen poder. Y los gobiernos dicen mucho de la paz, pero les falta lo más importante: la real voluntad de encontrar lo que todos conocen: los profundos cambios económicos para eliminar, al menos en parte, la injusta dife-rencia entre las clases sociales en Colombia. Ese día volverá la paz y la alegría a la casa de los niños y Colombia será como antes: una comunidad tranquila, trabajadora y bella...

    Y el pueblo, entonces, votará por las personas que él mismo decida en su base y no en las cúpulas de los partidos, ya podridos. Y las “batallas” serán en las urnas, y los “enfren-tamientos” serán ideológicos, pero pacíficos. Y será por fin cuando comprendan las palabras de Bolívar: “... si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión...” Y entonces, la vida seguirá siendo dif ícil, pero posible. El pueblo podrá sentir la felicidad que hace mucho tiempo le robaron unos pocos miserables adinerados.

    A Antonio le faltó ser más práctico y objetivo, y de eso se contagió Merceditas, pues quedó viviendo de la pensión que dejó su esposo. Muy cuidada, de lejos, por sus hijos (espe-cialmente Carlos Antonio, el mayor), sola en su casa, leyen-do a diario las cartas de Antonio cuando novios, y dice que habla con él. No acepta el segundo esposo de su única hija,

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    Aura Stella, porque es muy feo, viejo y de ñapa fue casado, es decir, vive en el tiempo de la Inquisición. Por lo tanto, todos la queremos, pero de lejos...

    Jorge Tulio: fue el tío que más admiré y quise, cuando niño. Alto, fornido, bien parecido, simpático, generoso. Para mí era la imagen de “Juan Charrasqueado”: mujerie-go, toma trago, y era de los que duraban hasta dos meses bebiendo. Las muy pocas veces que logré verlo “en ac-ción”, pues vivíamos en lugares distantes, parecía un ele-gante llanero, sombrero “cowboy” marca “Steetson” inglés, zamarros de cuero, botas finas, linda silla de montar colo-cada sobre un “paso fino”, siempre enorme, brioso y bello caballo. En un bolsillo de sus zamarros llevaba una botella de aguardiente; y en el otro, un “Smith & Wesson” calibre 38. Cuando necesitaba aguardiente, entraba a las cantinas con todo y caballo. No había muchacha que, al menos, en el fondo de sus ocultos deseos, no quisiera tener algún “affaire” con el “galán de Venadillo”. Y muchas lo tuvieron.

    Siempre tuvo negocios de ganado, pero malgastaba su dinero, que producía en cantidad. Se casó con Otilia, contra la voluntad de mi abuela Mercedes, ya viuda, por-que ella (Otilia) no pertenecía al nivel social de la familia. Nacieron siete varones y dos hembras del matrimonio, a los cuales sistemáticamente les negó el estudio, porque como “a él no le había hecho falta, para qué perdían el tiempo”. Tulio fue enviado a estudiar a los mejores cole-gios de Ibagué y Bogotá, pero cada año, cuando se acer-caban las fiestas de los pueblos del Tolima, San Pedro y San Pablo, se escapaba de los internados, pues él tenía que ser el mejor torero y galán de las fiestas. Sus hijos no le perdonan ese espantoso error: dejarlos sin estudio. Pero

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    desde muy niños les enseñó a trabajar, pero a trabajar bien y laboraron para él.

    Después de los 60 años, tuvo una niña fuera del matri-monio. Hoy día, Norma es una de las mujeres más lindas que conozco y se casó con un personaje de la industria de las radiocomunicaciones de Colombia. Se divorció y volvió a casarse con un magnate que tiene una cadena de restauran-tes gigantesca. Suerte que tiene mi prima.

    A los hijos de Tulio siempre los admiré porque eran muy grandes, fuertes, dominaban los caballos y las bicicletas y yo era un niño mimado y de contextura delgada. Pero ellos fueron, y son hoy día, muy especiales conmigo. Les tengo un gran cariño y admiración, porque a pesar de la falta de opor-tunidad para estudiar, hoy todos han hecho su vida a un nivel alto, sobre todo Mario, que es ahora uno de los hombres más ricos del Tolima (y no ha sido narco...).

    Otilia, su esposa, le “aguantó” toda la vida su desorden. Cuando peleaban, Tulio se emborrachaba y pasaba en el carro al frente de la casa, lleno de mujeres de las “buenas”, porque él era “macho”. Cuando Tulio enfermó —tenía cáncer en la lengua—, ella lo abandonó y se fue a vivir con sus hijos, quienes ya podían darle una vida cómoda y tranquila.

    Yo pienso —en este caso que respeto mucho y en otros que conozco— que no es justo. Porque si de joven el marido no reúne las condiciones, déjelo. Pero no espere al lado de él mientras puede producir, hasta que los hijos la puedan mantener, para patear al marido que ya está vencido. No es noble.

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    Tulio rodó de casa en casa de los hijos, pero no podía con-geniar con las nueras. Muchos años atrás, su hijo Jorge se casó con una muchacha buena, pero humilde. Tulio no la aceptó y nunca la trató. No tenía el nivel de la familia. ¿Sufría de amnesia?

    Ya no tenía donde estar a gusto. Un día llegó la esposa “humilde” de Jorge y le suplicó que aceptara ir a vivir a su casa. Fue mejor que una hija, hasta su muerte. Es increíble, ver las vueltas que da la vida y las enseñanzas que de ella recibimos, haciendo sentirnos avergonzados de nuestras ac-ciones pasadas.

    Lo visité en la casa “humilde” antes de venirme a vivir a Ve-nezuela; fue mi despedida. Lloraba a toda hora. Hablaba de su profundo arrepentimiento. Yo todavía no sabía por qué.

    Miguel: siempre estuvo retirado de la familia. Lo vi unas tres veces. Que yo sepa, nunca hizo nada malo. Fue por mu-chos años inspector de policía de un pequeño pueblo, cerca de Alvarado, llamado Doima (Tolima). Nunca visitó a Madre ni a Merceditas, ni se preocupó por sus hermanas. No se casó y parece que no tiene hijos. Murió en una casa para ancianos en Ibagué, costeado por Flor, hija de Darío, otro tío mío. También lo ayudó Mario, el hijo de Tulio. Fue una vida sin pena ni gloria, como dicen. Es posible que haya hecho cosas importantes, pero su alejamiento familiar impidió que lo supiéramos.

    Jesús: alto, moreno, simpático, siempre lo recuerdo ha-blando de sus increíbles hazañas de peleas contra muchos enemigos, todos armados y él desarmado. Que yo sepa no fue borracho; negociante no muy claro en sus tratos: a mi

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    padre le vendió un almacén y el negocio no fue muy bueno para Papi. Jesús (Chucho) fue otra víctima, como sus herma-nos, de la vida en un pequeño pueblo en donde imperaba el machismo (tipo mexicano), aplastado por los tabúes de la religión, que siempre afectaba a las mujeres, pero había cier-ta complicidad por parte de los curas con los “machos”. Ade-más de esto, la falta de buenos colegios, bibliotecas, cines o cualquier medio que divulgara la cultura y una educación positiva. Sólo existían cantinas, billares, burdeles y juegos de azar, que inexorablemente llevaban a la juventud al abismo.

    Jesús se casó con Nina; tuvieron tres hijos: dos hembras muy lindas y un varón (Chuchito). Siempre vivió pobre y con proyectos fantásticos, pero fuera de la realidad. Orgulloso de tener dos hogares paralelos, pero con celos enfermizos. En cuanto a Nina, en los últimos años de su vida, le dio por-que era una iluminada del doctor José Gregorio Hernández y “curaba” enfermos. Murió y desde entonces no he vuelto a saber nada de Chucho.

    Darío: no escapó al ambiente; muy inteligente, aprendió la contabilidad y, según me cuentan, las empresas de la re-gión se lo peleaban para que les trabajara, mientras estuviera en su sano juicio. Siempre ocultó a la familia, que nunca vi-sitaba, la existencia de su hogar. No conocí a su esposa, pero milagrosamente sus tres hijos, dos hembras y un muchacho, que conocimos ya grandes, resultaron maravillosas perso-nas. Las muchachas, Flor y Constanza Estela, estudiaron y se fueron a Bogotá a trabajar y se relacionaron con personas de calidad y resultaron muy buenas parientes y amigas. Aunque nosotros no tuvimos la culpa de no conocerlas en su niñez, que pienso debió ser terrible, sería apenas lógico que nos guardaran cierto resentimiento negativo, pero, por el con-

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    trario, sólo nos han llenado de cariño y generosidad. Cuando alguien ha llegado a necesitar ayuda, la han brindado con alegría. Honor a quien honor merece.

    Después que las hijas de Darío se establecieron en Bogotá, trajeron a su padre, lo trataron con todo esmero, pero el trago no lo pudo dejar. Era muy simpático y narigón. Recuerdo una anécdota: una noche se organizó una fiesta en casa de mis papis; una fiesta familiar, con toda la etiqueta del caso. Lógi-camente, Flor y Constanza sus hijas, fueron invitadas, pero Madre, que es muy clara, les dijo que si Darío se compro-metía a no tomarse ni una sola copa, podría venir. Y así fue. Pasaban las bandejas llenas de licor para todos, menos para Darío. Yo me sentía incómodo por esa situación, pero en el fondo era saludable para él, pues, según decían, en sano jui-cio era una persona muy educada y simpática, pero borracho ¡era espantoso! Ya bien avanzada la noche, Darío me llamó aparte, hacia el garaje, y me dijo que me quería mucho y que, por favor, le aceptara un trago. Tenía dentro de su chaqueta, dos medias botellas bolsilleras y estaba demostrándonos que también podía tomar con altura. En toda la noche nadie se enteró de que él estaba bebiendo licor.

    Resultó con un cáncer en la garganta y murió rodeado por sus tres hijos y los parientes de Bogotá.

    Haciendo un resumen analítico de este grupo familiar, podemos observar que los hombres actuaban como si las hermanas no existieran y, lógicamente, las trataban como seres inferiores.

    De un hogar formado por dos personas muy buenas, mis abuelos maternos, con las mejores intenciones al darles una

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    educación cristiana, pero muy subjetiva, llena de metas inal-canzables, con soluciones irrealizables, donde la más mínima necesidad del ser humano es pecado y que cuando un joven quiere que le expliquen lo que no entiende, le dicen que es un “misterio” y que por ser humano no lo puede entender, pero como es “dogma de fe”, tiene obligatoriamente que aceptarlo, bajo la pena terrible de ir al infierno y por miedo tendrá que aceptarlo u omitirlo.

    Como si esto fuera poco, la absoluta falta de comunica-ción entre padre e hijos, sobre todo en lo referente al sexo. Todos los placeres eran prohibidos a las mujeres, pero los hombres, mientras más “gozaban” eran mejor vistos, “por-que ellos eran hombres”.

    Por eso y muchas otras cosas es que digo que todos fue-ron víctimas y de un hogar en donde había todo para que se levantara una familia unida, estudiosa y productiva en todo sentido para la sociedad, lo que salió fue algo muy triste como grupo.

    Y si la familia es el núcleo primario de la sociedad, cómo podremos tener una patria homogénea, con metas objeti-vas, alcanzables para todos, con igualdad de oportunidades; que los problemas los aprendamos a solucionar sin preocu-parnos por lo que los demás nos critiquen, sin temores a lo desconocido y que todos veamos que mientras más se estu-die, se trabaje, se organice, llegarán resultados reales en su vida diaria. Sin tanta injusticia orquestada por las personas poderosas pero sucias, los partidos políticos corruptos, las instituciones que “van a salvar al mundo”, pero que lo hun-dieron con la época del oscurantismo, cuando tuvieron todo el poder para sacarlo adelante.

  • Mis padres, Juan Betancourt y Josefina Rodríguez, con mi hermana Fanny

    El autor con dos años de edad

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    Capítulo II

    NUESTRO HOGAR

    Cuando mi padre se le enfrentó a la hacienda La Honda para salvarla, pues, como ya dije, era lo único que les quedó a los tres legítimos herederos, él venía frecuentemente a Venadillo (pueblo más cercano a la finca), para adquirir lo necesario y vender los productos de sus tierras.

    En esas poblaciones pequeñas todo el mundo se conoce, pero como había estado mucho tiempo afuera estudiando, no había visto a esa linda niñita llamada Josefina, después de convertirse en una muy atractiva y elegante mujer. Al verla, mi pobre padre quedó prendado y trastornado, y por lo visto, contagió a la bella joven de este fatídico pero maravilloso “virus” llamado amor.

    Fue un noviazgo bastante diferente a los noviazgos de hoy día: las visitas eran con la presencia de mi abuela y si salían, iban con uno o dos hermanos, que por ser muy jóvenes, to-davía vivían en casa de sus padres. Bueno, cuando a mí me tocó el noviazgo formal, no era muy diferente de esos tiem-pos (en los años 50). El respeto del novio hacia la novia era total. Mi padre habló primero con mi tío Tulio, que por ser el mayor ya era independiente, y como mi tío conocía el juicio y rectitud del aspirante a convertirse en su cuñado, se volvió su aliado. Mi abuela Mercedes, ya viuda y anciana, dependía económicamente de Josefina, mi madre, quien trabajaba con el señor César Falla, tesorero municipal. También mantenía a mi tía Merceditas, muy joven aún. Aquí podemos apreciar

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    que desde muy jóvenes, los hijos varones eran irresponsa-bles con la obligación que tendrían con su anciana madre y su pequeña hermana. Aunque la que fue mi madre tenía solamente 18 años, manejaba la oficina con la capacidad que siempre ha demostrado en todo, a través de su vida. Y, en-tonces, ¿cómo podría casarse? Pues convenció a don César Falla, su jefe, de que ella podía entrenar poco a poco a Mer-ceditas, para que la pudiera reemplazar en su empleo. Don César era, según dicen, un hombre de un gran corazón y no sólo aceptó, sino que puso todo de su parte para que la muy joven tía pudiera con el peso de la oficina. Y pudo.

    En una bella y cálida mañana del mes de agosto, el 5, del año 1934, unieron sus vidas Juan Betancourt Vargas de 28 años (que más parecía un galán de una película) y Josefina Rodríguez Zárate de 18 años, con porte de reina y belleza sin par; unión muy linda y muy fuerte, porque su amor era inmenso. Toda la vida fue así: enorme. Siempre fue ho-nesto. Lo único que supe de su luna de miel fue que en el viaje, por el lógico nerviosismo de mi muy querido Papi, fue atormentado por una tremenda diarrea... pobrecito. De modo que yo fuí procreado con un inmenso amor, en un momento postdiarreico.

    Se radicaron en Venadillo y desde el pueblo, mi padre administraba la hacienda La Honda. Fue nombrado perso-nero municipal. Vivían al frente de la casa de mi abuela y Merceditas, desde donde velaban por ellas, porque los hijos “machos”: bien, gracias.

    Como mi padre aprendió mucho sobre el café, la empre-sa alemana Gibsone, que compraba el café en Colombia y lo exportaba para Alemania, le ofreció trabajo, para que se

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    encargara del manejo de sus oficinas. Debemos recordar que esto sucedió antes de la Segunda Guerra Mundial. Su trabajo consistía en visitar las distintas agencias en los pueblos ve-cinos a Venadillo, llevando una cantidad enorme de dinero, para las compras de café, supervisando la calidad y toda la operación del negocio. La empresa tenía una total confianza en la honorabilidad de mi padre. Esta honorabilidad fue re-conocida por todas las personas que lo trataron a través de su vida, hasta su final. En ese tiempo el transporte se hacía a caballo.

    Un día, como muchos, a las seis de la tarde, salió de la casa para la cordillera, a Junín, San Rafael, El Mirador y Santa Teresa, que quedaban en el municipio del Líbano. El destino inicial era Junín, que estaba a cuatro horas. En un caserío in-termedio llamado La Sierrita, encontró un grupo de amigos que estaban emparrandados y lo convencieron de bajarse de la bestia, para acompañarlos con unas cervezas. Era una noche de luna llena, que iluminaba como si fuera de día.

    Como a las once de la noche, resolvió continuar su cami-no y a pesar de que los amigos le insistieron mucho en que se quedara, a pesar de la hora, siguió su viaje, solo, a caballo, por caminos sin ningún tipo de protección.

    Antes de continuar este relato, tomado de las memorias de mi Papi y también escuchadas por mí, a través de mi vida, provenientes de parientes y amigos, sería interesante hacer-se una pregunta: ¿Por qué viajaba de noche en su trabajo? Hoy día, un ejecutivo hace un viaje en avión y debe descan-sar al día siguiente, pues llega “agotado”. La respuesta es: para ganar tiempo útil en cada sucursal y el tiempo “perdido” de viaje se hacía mientras los demás dormían. Nunca la empre-

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    sa exigía eso. Mi padre lo hacía porque era su forma honesta de elaborar las cosas más allá del deber.

    Y continuando con esta anécdota, esa iluminada noche del año 1934, con las alforjas llenas de dinero, habiendo ca-balgado unos 15 minutos loma arriba hacia Junín, al llegar a una curva llamada la Vuelta del Toro Josco —el camino era un canalón con peña a lado y lado—, la mula se paró en seco moviendo las orejas de un lado a otro. Mi padre comprendió que algo anormal estaba sucediendo y se preparó, agarrando la rienda adecuadamente, pies seguros en los estribos y sacó los dos revólveres calibre 38.

    De un pequeño matorral que había en la parte alta del peñón, cayó al camino un bulto negro. La luz de la luna era suficiente para analizar que ese raro objeto que se levantaba cada vez más, estaba envuelto en algo, pero la sombra dibujó un par de piernas. Definitivamente, no era un espanto. Era un ser humano y con seguridad no venía a saludarlo. Mi valiente padre le gritó una orden de hacer alto, con voz lo más fuerte que su valor le permi-tiera, ayudado un poquito con los tragos recientemente tomados. El deforme mamarracho se despojó de su en-voltorio y, con la luna de fondo, surgió un hombre con un machete en la mano, que se abalanzó sobre él. El primer revólver retumbó y cuando el segundo dejó escuchar su explosión, el hombre saltó por un boquete hacia el monte. Pero no estaba solo, como es lógico. Saltaron dos hom-bres armados de machetes. La mula se paró en las patas traseras, y dando la vuelta, salió a todo galope hacia el lugar de donde mi Papi no se había querido quedar. Pero esos caminos de herradura en las cordilleras andinas tie-nen muchas curvas y, por un atajo, los dos bandidos le

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    salieron adelante nuevamente en ese encajonado camino. Los revólveres volvieron a actuar hasta acabar la carga. La mula, desesperada y acorralada en ese espantoso fragor, al sentir que uno de ellos se le vino por detrás, le dio un par de patadas, sacándolo del camino. ¡La patada de una mula es terrible! Al ver el camino libre, la mula salió disparada hacia La Sierrita, pero con tanto brinco, la baticola se re-ventó y la silla se corrió hacia la nuca. Mi padre perdió el control de la rienda, montado sobre el cuello del animal y sin dejarse caer de la bestia desbocada, llegaron hasta el pueblo, donde los vecinos noctámbulos lograron dominar la asustada mula, que resultó con una perforación de bala en la oreja. No faltaba ni un solo centavo.

    Al día siguiente fue con las autoridades al sitio de los he-chos y pudieron constatar que había un rastro de sangre hasta bien abajo del monte. Aparentemente, el herido fue el primer atacante y los otros dos “angelitos” se lo llevaron y nunca se supo nada de ellos.

    Después de este descomunal susto, mi padre le exigió a la empresa un buen aumento de sueldo y un seguro de vida, acor-de al riesgo que se corría. Estuvieron muy de acuerdo y cuando llegó la notificación de la oficina principal con los montos, re-sultaron tan ridículos que mi padre renunció en el acto.

    Inmediatamente, otra empresa alemana competidora, llamada Hanseática, le dio la representación de sus nego-cios en el oriente del departamento de Caldas y su primera base fue una pequeña y cálida población, muy insalubre, llamada Victoria.

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    Pero antes de este traslado y aún viviendo en Venadillo, sucedió algo que siempre me ha importado. Tal como lo dije en la primera página: nací yo. Pero no me acuerdo de nada...

    Dicen que no era llorón; ahora sí lo soy. Sobre todo si veo sufrimiento provocado. Me duele mucho la injusticia a que está sometido el ser humano, por algunos poderosos que a su vez son ladrones.

    Cuentan que un día llegó a casa mi padre y encontró a todo el mundo consternado, pues el bebé (yo) no paraba de llorar. Me quitó la ropita y me sacó al patio a la luz del sol para examinarme todo y vio un brillo pequeño en mis regordetas piernas. Era una aguja de coser. Al ver eso, mi tía Emma se dio cuenta que le faltaba la aguja que siempre cargaba en el pecho y que al cargarme, simplemente la aguja cambió de lugar.

    Otro día me fueron a acostar en mi cuna y como no existía la luz eléctrica, se usaban velas de esperma. Como la vela la llevaba Emma en la mano, alcanzó a prenderse el mosquitero de tul, ocasionándose un incendio. Claro que me sacaron, porque si no, no estuviera contando estos chismes.

    Aunque la relación con Emma era a veces “accidentada”, yo la quise mucho porque era muy buena, cocinaba rico y me hizo un experto en sobrevivir bajo graves riesgos.

    En el año 1937 llegamos a Victoria. Había mucho paludis-mo. Mi muy querida Mami lo contrajo estando ya embara-zada de una niña. Obviamente la perdió y después también perdió otro niño.

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    Mis primeros recuerdos, aunque muy vagos, son de Vic-toria; del parque... Buscando mejor salud, al poco tiempo, más o menos al comienzo del 39, nos trasladamos a Marque-talia. Pueblo pequeño, cafetero, más fresco, ultraconserva-dor, muy atrasado, pero muy rico por el café y la agricultura.

    Al poco tiempo de estar allí, mi madre perdió a su cuarto hijo. Y yo seguía sobreviviendo, gracias a Emma.

    Mi padre hacía un excelente trabajo para la empresa ale-mana, comprando café de muy buena calidad. Pero un día, un próspero conocido y “honesto” comerciante de Manzanares (el siguiente pueblo hacia Manizales, la capital de Caldas), le vendió a la Hanseática un importante lote de café. Como siempre se hacía, mi padre le giró el dinero y Luis Aristizábal no envió el café. Lo vendió por otro lado. Era la primera vez que sucedía, pero sucedió.

    La angustia de mi Papi fue horrible. No fue posible em-bargar al ladrón. Se insolventó. Era mucho dinero. Entonces mi Papi hizo una tontería: se reunió con sus hermanas y de común acuerdo vendieron la última hacienda que les que-daba. Gesto impresionante de amor y desprendimiento de mis tías Quina y Amelia. Con este dinero devolvió la plata a la empresa, la cual se negó a reconocer que había sido una pérdida de la compañía, pues fue a través de una transacción para la época absolutamente normal, que estafaron a la Han-seática. Pero el único que perdió todo lo que le quedaba fue mi padre junto con sus hermanas.

    Decepcionado de la empresa, Papi renunció; al poco tiem-po, el gobierno entró en guerra con Alemania y sacó del país a todas las compañías alemanas. Ya mi papá era muy cono-

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    cido en la región y entonces, un muy importante hombre de negocios, el señor Luciano Cortez, le ofreció hacer sociedad y fundar un almacén de mercancías. Para surtirlo se hizo un viaje, para mí, inolvidable, a Medellín, capital del departa-mento de Antioquia. De Marquetalia, un carro hasta Dora-da, pasando por Victoria y Honda. En Dorada, importante puerto del río Magdalena, que es el río más importante de Colombia, existía en esa época un importante tráfico fluvial de Dorada a Barranquilla. Nos embarcamos, por el río, en el barco David Arango. Era un buque como los que muestran en las películas del río Misisipi: impulsado por una gigantes-ca rueda de paletas, movida por vapor. Tenía orquesta, la co-mida era deliciosa y los paisajes del río en sus atardeceres me fascinaban. Es tan linda nuestra tierra... El viaje por río fue hasta Puerto Berrío, puerto de Antioquia. Continuamos por tren hasta Medellín. Recuerdo como algo especial el paso por el túnel de La Quiebra, uno de los más largos del mundo.

    Medellín es una ciudad hermosa, con un clima medio como el de Caracas (26ºC), poblado por una gente realmente especial. El antioqueño no conoce la mediocridad: o es muy bueno para todo, honesto, supertrabajador y generoso; o es el peor de los humanos: lleno de maldad y con una capacidad enorme, compuesta por una gran inteligencia, acompañada de una tenacidad impresionante. Para ellos no existe la flojera.

    Es la segunda ciudad de Colombia, en tamaño e impor-tancia. Tiene las industrias más grandes del país. Su comida es deliciosa y están acostumbrados a comer mucho. Yo diría que demasiado. Sus desayunos deberían estar en el Libro de Récords de Guinnes: un plato sopero de avena caliente, pero antes, un jugo de frutas; un buen pedazo de carne con huevos, acompañado de ricas arepas. Una taza grande de

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    chocolate con buñuelos, queso y pan, mantequilla, merme-lada, mazamorra y ¿quieren más? A un antioqueño lo puedes invitar a comer a la casa, pero que el popó lo haga en la de él, pues se pueden tapar las cañerías. Yo les rindo un homenaje a los nacidos en Antioquia. Siempre los he admirado.

    Y siguiendo con la historia, comenzaron las compras. Era increíble la atención de los vendedores mayoristas. Yo fui el gran ganador, pues en todas las tiendas me daban un buen regalo.

    Entonces se fundó el mejor almacén de mercancías de Marquetalia, atendido por mis papis y Merceditas, mi tía, que para entonces, era una linda muchacha muy parecida a mi Mami. Las confundían. No creo que mi Papi alguna vez las haya confundido.

    El negocio comenzó a progresar, debido a una excelente gerencia ejercida por mi madre, quien a su vez era dirigida por mi padre, dentro de un constante diálogo en igualdad de condiciones. Esto es bueno analizarlo.

    En esa época, el machismo era peor que hoy en día, aun-que aún existe disfrazado; la mujer sólo podía ejercer el mando de la casa y su servidumbre. Los negocios eran para los hombres. Y una esposa no debía viajar sin su esposo y mucho menos a efectuar negocios.

    Se turnaban para viajar a Honda, Medellín y Bogotá, a traer mercancía, una vez mi padre, otra vez mi Mami y ense-ñaron a Merceditas. Otra vez el ganador era yo. Siempre me llevaban a todos los viajes. Todos me conocían como “Nené Betancourt” y seguían los regalos. Fue una época muy feliz

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    para mí; pero —siempre en la vida hay un “pero”— no tenía hermanitos. Todos los niños que veía tenían en su casa mu-chos compañeritos con quienes jugar.

    En ese pueblo, sin agua ni luz, la higiene de la gente brilla-ba por su ausencia y la total ignorancia hacía que los “moda-les” de la niñez fueran pésimos.

    En ese sentido, el perdedor fui yo, pues mi mamá no per-mitía que jugara con los otros niños. Sufría mucho por eso. Tenía los juguetes, pero tenía que jugar solo. Mi educación de cuna fue con mucha disciplina y exagerada en los cui-dados. Siempre tenía niñera y no se me permitía poner las manos en el suelo. Mis modales ante los demás y en la mesa tenían que ser “perfectos”, lo que hacía que en los viajes, efectivamente, me distinguiera y todos me observaban, unos con admiración, otros con burla y otros con rabia, porque además todo lo preguntaba y si no se me explicaba bien o no entendía, no me callaba hasta quedar satisfecho. Complica-dito el niño, ¿no?

    Por esa época, llegó a pasar unos días con nosotros una prima, hija de mi tía Laura, llamada Gloria. Ellos vivían en una población enclavada en la orilla del río Magdalena, en el Alto Magdalena, pues este río que nace en el Macizo Co-lombiano, situado al sur del país, de donde se desprenden las tres cordilleras, la Occidental, la Central y la Oriental, recorre todo el centro de Colombia, para ir a desembo-car al mar en Barranquilla. Desde su nacimiento al sur de Huila hasta Honda, ciudad histórica situada en el Tolima, es el Alto Magdalena; y de Honda a Barranquilla, es el Bajo Magdalena. Para dividir el río en dos existe un “salto”, una caída en su nivel que produce unos “rápidos” que lo hacen

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    innavegable. Por eso, la navegación pesada se hacía desde Dorada, localizada en el departamento Caldas, pero muy cerca de Honda, hasta Barranquilla. Y en el Alto Magda-lena la navegación era menor, pues el río no pasaba por ninguna población importante y la profundidad y el ancho eran pequeños.

    Ambalema se llama el pueblo donde nacieron y vivieron su niñez mis primos, hijos, como dije, de Laura, hermana de mi madre y de su esposo “Jotasan”.

    La educación de Gloria no estaba al nivel de la mía y en la primera comida observé con horror que a veces agarraba los alimentos con la mano y eso no lo podía callar. ¡Eso era inaudito! Con mucha educación le dije que así no se comía y le indiqué cómo era lo correcto. Sé que Gloria me odió con toda su alma. Sin embargo, muchos años después, volvimos a vernos y ya ella usaba muy bien los cubiertos y desde en-tonces, nos quisimos mucho. En verdad, a todas mis primas las he apreciado mucho, pero a la que más quise, indiscuti-blemente, fue a Gloria.

    Como el almacén funcionaba a las mil maravillas, mi padre le compró la parte alta de la hacienda La Esperanza a su socio, don Luciano Cortez. Quedaba a seis kilómetros de Marquetalia hacia Manzanares, donde hizo una siembra de fique (sisal). Esta mata produce a los cuatro años de ser sem-brada. Como la extensión era muy grande, la desyerbada era muy costosa a mano y no se podía hacer a máquina, porque era un terreno muy inclinado. Esto se solucionó poniendo muchas ovejas, que se comían el monte, pero no dañaban las pencas de las matas de fique. Las matas se sembraban cada dos metros entre sí, formando bellas calles en todos los

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    sentidos. Se hizo una construcción para la piscina, en donde “bañaban” las ovejas para quitarles las plagas y comenzó la producción de lana, la cual se empacaba en bultos y se vendía a las textileras en Medellín. A raíz de esto, mi padre compró un telar y un huso. Este era para hacer la hebra de lana, y el telar, para hacer cobijas, ruanas, etcétera. Yo lo aprendí a manejar. Era manual. Hice algunas cobijas y otras pocas cosas; fue como otro juguete para mí. La primera cobija fue pequeña, para mi querida y recién nacida Aura Stella, prima e hija de Merceditas, mi tía.

    Mientras el fique crecía, mi papá fundó una empresa de transportes. No existía transporte organizado de Marqueta-lia a Honda, ni a Manzanares. En verano se viajaba en camio-nes y en invierno a caballo, por los derrumbres, pues la ca-rretera era pésima. Se llamó Transocal (Transportes Oriente de Caldas), Esta empresa también creció.

    Paralelamente a esto, mi Papi, que era el único liberal pre-parado en la región, fue elegido al Concejo Municipal. Todos los demás concejales eran “godos”. Es decir, conservadores, retrógrados, rezanderos e ignorantes. Muy pronto, mi Papi se convirtió en el líder.

    De este liderazgo y con mucha ayuda de su propio bolsillo, se construyó el acueducto, la planta eléctrica y el hospital.

    Cuando ya estaba a punto de producción el “fical”, se em-pezó la construcción de la casa de habitación, sencilla pero muy cómoda y bella; la edificación de la planta desfibradora, que era para quitar la pulpa de la penca y dejar los hilos de fique. Para este montaje se contrató a un ingeniero alemán, don Juan Plas, quien vivía en una hacienda cercana a Victoria

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    (Caldas), llamada Hamburgo y propiedad de varios alema-nes. En ese momento estaba intervenida por el gobierno, por hallarse Colombia en guerra con Alemania (1939-1945, Segunda Guerra Mundial).

    Se trajeron maquinarias, que para el momento eran las más adelantadas, todas importadas. Me acuerdo de la marca del motor enorme diesel: Blackston-Listter. Yo al-morzaba todos los días a las 10 a.m. y arrancaba a pie los seis kilómetros hasta El Fical (así se llamó), para llevarle el almuerzo a mi Papi. Disfrutaba tanto del paisaje de la mon-taña. Para ese momento tendría siete años. Llegaba a las 12 m. y regresaba a pie, a las 4 p.m., con mi adorado padre. Teníamos caballos y carros, pero a los dos nos encantaba caminar. A veces el recorrido lo hacíamos a caballo. Papi tenía un caballo “palomo”, blanco como la nieve, muy gran-de y brioso; era un paso fino. Mi madre, que de paso era una gran amazona, tenía una yegua paso fino, super brio-sa, color marrón y también enorme. Yo poseía un caballito poni, como los de los indios, galopero, al que me encantaba cabalgar. Nunca iba al Fical en carro, porque Papi se negó de por vida a manejar. Los carros tenían chofer y eran para servicio público. Para pasar el tiempo durante las tardes en el Fical, tenía dos juegos: uno era una carretera de 5 cm de ancho por todas las peñas cercanas a la planta desfibradora. Todos los días tenía que quitar los derrumbes y acomodar los puentes para poder transitar mis camioncitos cargados de lo que fuera. Y el otro juego consistía en los potes me-tálicos de leche: les pasaba un eje y les perforaba la parte redonda, para ponerle una especia de cucharas, hechas de lata, que al colocarlas debajo de un chorro de agua, giraban. Una “Pelton”. El juego consistía en colocarle poleas a su eje, que unía con cabuyas y hacer que con fuerza hidráulica se

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    movieran muchos ejes, que con ruedas de diferentes colo-res, me producían una gran alegría.

    Estos recuerdos me llenan de nostalgia, pues es una edad en que no existen responsabilidades, rodeado de un inmenso amor que me brindaban mis padres. Pero “sufría” porque no tenía hermanitos.

    En las mañanas, a las 7 a.m. comenzaban las clases en mi casa. Tenía un pupitre y un tablero o pizarra, con la mejor maestra que tuve en mi vida: mi madre. Ella me enseñó a leer y a escribir, pudiendo entrar en agosto de 1944 a tercero de primaria. Y no sólo me enseñó la parte intelectual. Me enseñó lo que es digno y honesto. Tener dignidad y nunca arrastrarme ante nadie; tampoco sentir miedo, porque si se ha vivido con verdadera honestidad, nadie puede, con razón, atacarlo a uno, y si alguien lo intenta, se puede y se debe de-fender con toda la energía, porque el otro no tiene la razón. Es elemental defensa personal.

    Se terminó la construcción de la planta desfibradora. La inauguración fue muy concurrida; vino el gobernador de Caldas, el obispo, el secretario de Agricultura, etcétera. Yo la pasé felíz, porque veía a mis padres felices y porque había mucha comida. Misa, bendición, discursos, alabanzas, li-sonjas, trago; bebieron, comieron y se fueron con la panza llena, y con una sonrisa hipócrita, jurando una amistad que estaban lejos de sentir, porque la envidia y el egoísmo les te-nían corroída el alma. Su veneno haría efecto más adelante... Como la pulpa que salía de la penca, al ser desfibrada, era muy contaminante, mi padre llevó al químico Alberto Hur-tado, de Ibagué, quien era el gerente técnico de la fábrica de licores del Tolima y fabricante del muy famoso aguardiente

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    Tapa Roja, para que comenzara los estudios sobre la produc-ción de jabón y alcohol etílico a partir de la pulpa del fique. Los estudios de factibilidad fueron positivos y se comenzó a trabajar en el proyecto de la fábrica.

    Mientras tanto, se empezó a producir en cantidad el fique. Después de desfibrado, se lavaba y luego se extendía en ten-dederos de gran extensión, para que se secara y blanqueara. El espectáculo era muy bello: grandes hileras blancas. Des-pués lo peinaban y empacaban en bultos, que se apretaban con prensas mecánicas grandes. Los camiones lo llevaban a Medellín, a la Fábrica Nacional de Empaques.

    También tenía mi papá en mente el proyecto de fabricar los costales o sacos, es decir, el producto terminado.

    Un día nos fuimos para Honda en donde había un gran hospital y nos internaron a Madre y a mí: ¡estábamos em-barazados! Por el alto riesgo que para ella representaba por las repetidas pérdidas, mi Papi la internó un mes antes de la fecha del parto. El hospital era dirigido por hermanas de la Caridad. Fue una linda experiencia. Me convertí en el consentido de todas las monjas y enfermeras. Mi comida era especial. Me mandaban al cine con alguna enfermera. Me daban helados, postres, etcétera. A todas estas, yo no entendía qué pasaba, pues yo era un “niño inocente”, es decir, ignorante de todo lo que tenía que ver con el sexo. Para mí, el pipí era S.P.O. (sólo para orinar); por lo tanto, no sospechaba que por fin venía en camino lo más grande de mi vida: un hermanito.

    Las monjas me hacían escribir cartas al Niño Dios, pi-diendo el “milagro” de un hermanito.

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    Y llegó el día. Se realizó el “milagro” como todos los milagros que suceden, sobre la base de un engaño a la gente ignorante.

    En la mañana, mi Papi me sacó a la calle para hacer di-ligencias y cuando regresamos al hospital al mediodía, en-contré un gran revuelo y las monjas me llevaron a ver una sorpresa: “Dios me había oído”.

    Parecía un muchacho de tres meses; los ojos muy abiertos y con la mirada lo seguía a uno. Realmente era lindo. ¡Pero no podía creerlo! ¡Era un hermano mío! Yo no sabía qué hacer. Creo que ha sido una de las más grandes emociones que he sentido en mi vida: la llegada de Humberto. Y ese inmenso amor que se despertó en mí por ese extraordinario bebé, ha permanecido hasta hoy y durará mientras yo tenga vida.

    Mi vida cambió totalmente. Nació el 29 de abril de 1944; el plena Guerra Mundial.

    Todo escaseaba: no había llantas (cauchos) para carros, repuestos ni nada importado. Para los carros de mi padre, re-mendaban como podían las llantas y fabricaban los repues-tos, porque todo el caucho y las fábricas estaban dedicados a hacer material de guerra. Tampoco se producían carros.

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    Capítulo III

    EL ESTUDIO EN BOGOTÁ

    En este medio pasé hasta el 7 de agosto de 1944, cuando fui llevado a Bogotá, al Liceo José Alejandro Bermúdez, anexo al Colegio Antonio Nariño, en donde el primo de mi Papi, el doctor Manuel Ignacio Ruiz Betancourt, era el vicerrector.

    En ese tiempo, esto era normal, porque en los pueblos no existían colegios y las familias “pudientes” enviaban sus hijos a estudiar a las ciudades.

    Para mí, eso fue espantoso. Dejar a mi hermano de cua-tro meses, el amor de mis padres, la sobreprotección de mi madre, con la cual no estaba muy de acuerdo mi Papi, los juguetes de mi casa y del Fical, mi niñera... tanta comodidad, todo para entrar a un viejo, frío y enorme edificio. Para esa época, el único pariente que tenía en Bogotá era Manuel Ig-nacio y no lo conocía. Yo aún no había cumplido los nueve años y el compañero de internado más cercano a mi edad, tenía 12 años y era un costeño de apellido De la Oz, malo y matón con los más pequeños: yo.

    En mi casa yo tenía mi dormitorio; ahora mi cama era una de las 40 de un gran salón, en donde dormían muchachos de todas clases. En esa edad, por lo general, los niños son malos cuando están en grupo. Y en medio de todo eso, yo tenía un “pequeño” problema: me orinaba en la cama todas las noches. Trataba de ocultar lo inocultable. Me insultaban, me pegaban, se burlaban y me hacían toda clase de maldades

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    y como a mí nunca me dijeron que algunas personas golpea-ban a las otras, no sabía defenderme de los golpes, insultos y burlas. En la noche, cuando apagaban la luz, después de me-terme en esa cama mojada, helada y mal oliente, esperaba en total silencio hasta que todos dormían, entonces me tapaba la cara con la almohada y lloraba hasta quedarme dormido.

    El alumno se internaba en febrero y salía en noviembre. Era un encierro de 10 meses.

    En los primeros días de clase (muy diferentes a los que tenía con Madre) me costó mucho acostumbrarme y recuer-do que un día nos repartieron a todos los alumnos, de 1º de primaria a 6º de bachillerato, una hoja con muchas pregun-tas sobre diferentes problemas que se podían presentar en la vida y cómo los resolvería uno. Yo había entrado a 3º de primaria en el mes de agosto y el año venía desde febrero. Contesté lo que se me ocurrió; un jurado compuesto por profesores y psicólogos analizó todos los trabajos y no sé qué pasó, pero resultó ganador el mío. Nunca supe debido a qué, pero eso me comenzó a ayudar con los compañeros, pues hi-cieron un acto muy lindo y recibí, por primera vez, muchos aplausos. ¡Qué emoción tan grande!

    Los domingos por la mañana, después de misa, venían los padres y representantes por sus muchachos y se los llevaban a pasar el día fuera. Yo tenía que agarrar mis cuadernos y libros para sentarme frente al enorme y elegante escritorio de madera de la oficina del vicerrector y durante toda la ma-ñana tenía que explicarle hasta la perfección todo lo visto durante la semana. Por lo tanto, me convertí en un destaca-do estudiante, el segundo, porque el primero siempre fue un externo de apellido Medellín, quien era infinitamente más

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    inteligente que yo. En ese momento yo odiaba a Manuel Ig-nacio, porque les ordenó a los profesores que me exigieran más que a los demás.

    Nos levantaban a las 5 a.m. con una temperatura de 2 ºC, a trotar en el patio, y el profesor Sarmiento iba detrás, con una rama, pegándole en el pompis al último de la fila. Como yo era el más pequeño, por supuesto, que me dejaban atrás y cuando sentía el golpe en mis flacas nalgas, pasaba a tercer o cuarto, pero me volvían a pasar, porque con ese frío el golpe dolía. Después un duchazo con agua helada. Y también lo odiaba, porque en vez de ir a un parque el domingo, me obli-gaba a convertirme en un brillante alumno.

    Pero me orinaba en la cama... Muchos remedios, amena-zas; pero así hubiera evitado en el día entero tomar líquidos, hacer pipí al acostarme, orinar sobre ladrillos calientes, etcé-tera., apenas me dormía, ¡zas! me orinaba.

    Como me convencí de que esto no iba a acabar pronto (me duró hasta los 17 años) y que a los golpes jamás domi-naría a la jauría de compañeros fastidiados y con toda razón, comencé a intentar ganarme el cariño de ellos, siendo ama-ble, educado, servicial; les explicaba que lo que yo tenía era una enfermedad y no una suciedad. Poco a poco fue dando algo de resultado. Me pagaban menos y más “pasito”...

    Pasó algo, que también me ayudó un poco: un sábado en la tarde estaba haciendo un mapa de Colombia en el cuader-no de mapas. Primero lo hice con lápiz y luego con plumilla y tinta china. Cuando lo estaba terminando, el ya nombrado compañero costeño De la Oz me empujó deliberadamente el brazo y me daño el mapa y la plumilla. Me volvía a empujar y

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    me desafiaba a pelear. Me decía: “mión, cobarde y maricón” (yo no sabía qué era maricón). Me sequé las lágrimas, arran-qué la hoja y comencé de nuevo a hacer el mapa. Cuando iba a finalizarlo, repitió la “hazaña” el “siete machos”. Sin pensarlo, se me salió el tolimense, agarré el frasco de tinta china negra, destapado y se lo puse con toda mi fuerza en la frente. ¡Escán-dalo general! Todo el mundo quedó manchado de tinta y la frente del costeño maluco, chorreando un color negro y rojo. Cómo lloraba y gritaba, pidiendo que viniera un profesor.

    Llegó el director de internos a averiguar lo que sucedía. De la Oz decía que él estaba quieto estudiando y que yo lo había atacado. Yo solamente lloraba aterrado, de ver que le había sacado sangre a una persona. Los demás compañeros dijeron la verdad y el “siete machos” quedó castigado por dos meses y más nunca me volvió a molestar y mucho menos a pegar.

    Por primera vez en mi corta vida, me di cuenta de que yo podía generar violencia y que a veces es necesario defender-se de las injusticias.

    Para septiembre me llamó Samuel, el portero, diciendo que me necesitaban en la portería. Corrí como loco y cuan-do iba entrando a la sala, alguien me puso zancadilla y entré patinando boca abajo hasta los pies de Papi, Mami y mi her-manito, quienes habían hecho un largo viaje, para ver al nené (yo). Durante tres noches dormí en el hotel con mis adorados padres y pude ver a Bogotá de noche. ¡Qué días tan felices!

    En noviembre fui a casa. Disfrutaba cada minuto. Hum-berto tenía siete meses y era increíblemente adelantado. Le gustaba ver revistas y hojearlas. ¡Qué lindo era!

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    Esas vacaciones pasaron como en un minuto. En febrero regresé al internado. Todo continuó más o menos igual. Aún me pegaban, pero no mucho. Lo que sí pude observar fue la relación con mis compañeros había mejorado.

    Como en abril se presentó una tremenda sequía en Bo-gotá, cerraron el internado. Un hermano de Manuel Igna-cio, llamado Octavio, vivía a un costado del Parque de la Independencia, en Bogotá. Junto a su esposa y su suegra me alojaron por varios días. Cómo sufrí por mi “humedad noc-turna”. Fueron muy buenos conmigo.

    Una fría mañana pasé al parque a caminar y un señor me llamó. Me ofreció dulces, pero no lo recibí. Insistió en acom-pañarme en mi caminata, a lo que no le vi nada de malo. Pero más adelante, donde existía una espesa vegetación, me dijo que le tocara una cosa grande y dura. La toqué y salí corriendo y vine a parar dentro de la casa de Octavio, que afortunadamente quedaba muy cerca. Yo no entendía nada. Mi ignorancia continuaba igual. No tenía ni idea del peligro con los homosexuales. Yo creo que lo que me salvó fueron mis hormonas, pues me repugnó el contacto con ese “enor-me instrumento”, pero en ningún momento tuve conciencia del peligro que corría.

    Aquí entra nuevamente la religión y la sociedad con sus falsos pudores. Son culpables de millones de tragedias, por enseñar las cosas como no son, por ocultar verdades, por tergiversar hechos, es decir, por imponer sus doctrinas em-pleando el engaño. Para la Iglesia, siempre “el fin ha justifica-do los medios”. Yo hubiera podido ser víctima de una viola-ción, porque la religión dice que los niños deben permanecer “inocentes”, y me gustaría saber quién sería el responsable de

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    tamaña estupidez. ¿No son acaso, los que escribieron estas “verdades” (porque fueron hombres, no Dios) y los que la enseñan a través de sus libros y púlpitos?

    ¿Por qué los seres humanos, que todos los días ven tanta falsedad y reciben, por lo tanto, enormes daños, siguen dando credibilidad a estos señores, que les niegan el de-recho de igualdad a las mujeres y que la mayoría vive en palacios, a costa del dinero que le sacan a los creyentes, en vez de buscar a los pobres, que son la mayoría, para trabajar con ellos, enseñarles a defenderse de los que los humillan y maltratan (sean ricos o no), para tratar de hacer una socie-dad menos injusta?

    Ahora, resulta que unos pocos religiosos empezaron, en Brasil y otros países, a practicar la Teología de la Liberación, que es básicamente lo que estoy diciendo, pero fueron aplas-tados por el Vaticano, por Juan Pablo II.

    En el mes de mayo de 1945 se terminó la II Guerra Mun-dial. Nos llevaron a ver los desfiles y se veía mucha alegría por la victoria de los Aliados sobre el fascismo. Sí. De haber triunfado los nazis, el desastre hubiese sido espantoso. Pero de esta guerra quedó algo grave: los estadounidenses se apo-deraron de la tecnología alemana para hacer la bomba ató-mica y se convirtieron en los amos del mundo.

    Afortunadamente, con errores y defectos, la Unión So-viética también se hizo potencia, produciéndose para ese momento un equilibrio que evitó que los gringos atrope-llaran sin límite a los pueblos débiles. Porque siempre han atropellado hasta donde han podido; ya que sus intereses económicos están en todos los países del “Tercer Mundo”

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    y sus mejores aliados son los gobernantes corruptos, que permiten sumisamente que roben sus riquezas al pueblo tan necesitado.

    Bolívar lo advirtió desde el siglo pasado: “... en nombre de la democracia y la libertad...”

    En noviembre regresé a Marquetalia, de vacaciones. ¡Que felicidad! Humberto tenía un año y siete meses. Ya podía jugar con él. Era impresionarte la facilidad para hablar y su forma de razonar.

    Pero era mayor su capacidad para querernos... qué niño tan tierno y querendón. Y lo mejor es que nunca ha cambiado.

    Disfruté esas vacaciones intensamente, pues había encon-trado la perfección... un padre cariñoso y fuerte, una madre amorosa y complaciente y un increíble hermanito. Ahora podía valorar lo grande que era el hogar paterno, después de haber pasado por esa durísima, pero muy necesaria expe-riencia. Una de mis diversiones favoritas era montar mi ca-ballito, pero mi Papi, para contrarrestar tanto consentimien-to, me exigía que yo fuera solo al potrero, que de paso era muy grande, a traer mi caballo. No permitía que me ayudara ningùn empleado. El pasto casi era más alto que yo y cuando ya estaba llegando al caballo, el “porquería” salía corriendo y paraba a 200 o 300 metros de distancia y me miraba con gesto burlón. Muchas veces con lágrimas en los ojos deseaba fervientemente olvidarme de la bendita montada a caballo, pero el solo pensar en llegar totalmente derrotado donde mi padre, me permitió con mucho orgullo volver siempre con mi caballito. Y entonces disfrutaba mucho más ese paseo, después de sentirme muy feliz, cuando Papi me sonreía y

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    daba una efectuosa palmadita en el hombro. Porque él sabia lo que me había costado cumplir esta misión.

    Comenzaba a entender que lo que uno quiere en la vida, si es honesto, cuesta muchos esfuerzos, sacrificios y hay que tener mucha constancia, porque las personas que cambian de rumbo cada vez que encuentran una dificultad, jamás al-canzan ninguna meta y, por lo tanto, tampoco conocerán los verdaderos placeres que producen los logros y siempre serán seres frustrados, amargados, tratando de encontrar los culpables de su fracaso, porque jamás van a aceptar que son ellos los únicos responsables por su comodidad, flojera, co-bardía y ambición, porque lo que se labora con honestidad, produce ganancia pequeña.

    Con mi padre, el primer año que ingresé al internado en Bogota

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    Capítulo IV

    EL ESTUDIO EN IBAGUÉ

    Por motivos que no entendí, me cambiaron de colegio y me enviaron en febrero a Ibagué, capital del Departamento del Tolima, “ciudad musical” de Colombia, al internado del colegio Tolimense, al lado de la Catedral y dirigidos por sa-cerdotes católicos.

    Mi tía Merceditas vivía con Antonio Zambrano en Ibagué y con su primera hija Aura Stella de las Mercedes y María, quienes serían para mí el único consuelo.

    Pero para mi mala suerte, en el internado no hubo ni com-pasión, ni comprensión, ni mucho menos ningún tipo de ayuda, por parte de los curas. La propia “Inquisición”. Nadie podía fallar en nada.

    Aparte de la rigidez dolorosa de los curas me quedó el recuerdo de otro intento de violación por parte de un em-pleado. A estas alturas todavía no sabía cómo era el mecanis-mo del sexo... seguía ignorante al respecto. Pero por lo visto al menos, era “atractivo para los amantes del redondel”. El sistema me ofrecía la posibilidad de una lucrativa profesión para mi vida... “marico”. Pero un marico inocente y de muy buena familia. Me volvieron a salvar mis hormonas. Fue en un salón de clases un sábado y gracias a mi agilidad, saltando sobre los pupitres, logré escapar con mi rabo a salvo.

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    Debo reconocer el inmenso amor de Merceditas, mi tía y Antonio, pues todas las tardes me enviaban con la em-pleada del servicio, llamada turupe, un vaso de avena con bizcochos al internado, lo que se convirtió en la única cosa linda del día, pues, de paso, siempre tenía hambre. Eterna-mente les agradeceré.

    Debo explicar la palabra turupe. Es la forma como deno-mina a las “domésticas” mi querida prima Aura Stella, quien se destaca como “luchadora” por la igualdad social. “Turu-pe... protuberancia en el cuerpo humano producido por un tumor benigno o, tal vez, maligno”.

    Como Ibagué era más cerca de Marquetalia que Bogotá, en los diez días de asueto de la Semana Santa pude ir con Antonio a visitar mi adorada y añorada casa.

    El día que se terminaron las vacaciones y en el momento de abordar el bus de mi padre en compañía de Antonio para regresar al internado, me derrumbé. De rodillas me abracé a las piernas de mi Papi delante de mucha gente, suplicando a gritos que me permitiera quedarme. Estaba aterrorizado.

    Porque en el internado de Bogotá había seres humanos que me atropellaban, pero en el internado de Ibagué no eran seres humanos... eran representantes de Dios.

    Mi padre era muy rígido, pero más humano. Y pudo en-tender que mi problema era muy, pero muy grave. Me alzó, me besó y me dijo que no me preocupara. Que me quedara.

    Continué las clases en casa con mi madre y algunos pro-fesores de la escuela, Llevaba el almuerzo a Papi al Fical, que

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    estaba en plena producción, jugaba hasta el agotamiento con mi adorado hermanito, pero comencé a tener problemas de resfríos muy frecuentes y decidieron operarme de las amíg-dalas en Ibagué. Con anestesia local. Mi padre le dijo al doc-tor que si no decía ni “ay” le informara, porque m