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Jimena García Caro 1º C ESO MI ABUELO Y YO Son las diez en punto de la mañana. Estoy mirando tras la cortina del salón; oigo unos pitidos fuertes y seguidos. Mi abuelo ha llegado en su coche verde y está tocando el claxon para que salga rápido. Nos vamos a hacer surf a la playa. Mi “güelo” es una persona maravillosa, siempre está ahí cuando le necesito, solo tengo que llamarle por teléfono y él viene rápido. Cuando me ve, lo primero que hace es mirarme con esos preciosos ojos grises, dibuja una amplia sonrisa en su cara y me dice: -“Hola chuli” - Me da un fuerte abrazo, un beso, y yo empiezo a contarle mil historias. Él me escucha atentamente mientras hacemos el camino hasta la playa. Me ayuda a sacar la tabla y el traje, bromea conmigo y me dice que es mi mayordomo surfero. Mientras yo estoy en el agua él se queda en la orilla atentamente, mirando cómo me peleo con el mar y, cuando cojo una buena ola, le observo cómo celebra con orgullo ese pequeño triunfo que es surfear. Mi abuelo fue nadador y ganó muchas competiciones. También salvó vidas como socorrista, y se mueve, aunque sea 1

Mi abuelo y yo

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Relato de Jimena García Caro, 1º ESO

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Jimena García Caro1º C ESO

MI ABUELO Y YO

Son las diez en punto de la mañana. Estoy mirando tras la cortina del salón; oigo unos

pitidos fuertes y seguidos. Mi abuelo ha llegado en su coche verde y está tocando el claxon

para que salga rápido. Nos vamos a hacer surf a la playa.

Mi “güelo” es una persona maravillosa, siempre está ahí cuando le necesito, solo

tengo que llamarle por teléfono y él viene rápido. Cuando me ve, lo primero que hace es

mirarme con esos preciosos ojos grises, dibuja una amplia sonrisa en su cara y me dice:

-“Hola chuli” - Me da un fuerte abrazo, un beso, y yo empiezo a contarle mil historias. Él

me escucha atentamente mientras hacemos el camino hasta la playa. Me ayuda a sacar la

tabla y el traje, bromea conmigo y me dice que es mi mayordomo surfero. Mientras yo

estoy en el agua él se queda en la orilla atentamente, mirando cómo me peleo con el mar

y, cuando cojo una buena ola, le observo cómo celebra con orgullo ese pequeño triunfo que

es surfear.

Mi abuelo fue nadador y ganó muchas competiciones. También salvó vidas como

socorrista, y se mueve, aunque sea mayor, como un delfín en el agua. Él me enseñó a nadar

cuando yo era muy pequeñita. Yo siempre imagino a mi abuelo como al rey Neptuno

saliendo del mar con un gran bastón.

He vivido días maravillosos con mi abuelo. ¡Han sido tantos…..!

A él le encanta la naturaleza, me lleva al campo y me enseña los nombres de los

árboles, de las plantas, pero lo que realmente le entusiasma son las setas. Hemos ido a

muchos bosques de Cantabria y, mientras caminábamos, me enseñaba los hongos y me

explicaba cuáles eran venenosos y cuáles no. Tenía una gran imaginación y, entre seta y

seta, me contaba historias de duendes y de pequeñas hadas que vivían entre la vegetación.

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¡Cuenta tan bien estas historias, que yo llegué a oírlos y casi a verlos!

Joaquín, así se llama mi abuelo, me ha enseñado a disfrutar de muchos pequeños

momentos. Recuerdo que un día, mientras paseábamos, me dijo: -“Para, no te muevas”- y

yo me quedé casi paralizada. Después me dijo en voz muy baja: ¡Escucha!. Era el sonido

del río y de fondo todos los pajaritos cantando, parecía que hacían una gran orquesta.

Estuvimos en silencio casi diez minutos. Fue un momento mágico, y tras ese instante me

dijo: -“Esto es una maravilla, aprende a disfrutarlo”.

“Güelo” tiene una huerta pequeñita, y yo voy con él y con nuestra perra Kika muchas

tardes. Yo quiero ayudarle y lo que más me gusta es ponerme sus botas de goma, que me

quedan enormes, coger la manguera y regar todas las plantas. Me enseña cómo se hace,

porque no todas las plantas se riegan igual. A los pimientos se les riega por encima como

agua de lluvia, y a los tomates con un chorrito por el tallo, pero lo que más me gusta es

cojer las verduras para llevarlas a casa. Mi abuelo se ríe cuando me ve pringada de tierra y

con esas botas que me llegan casi hasta la cintura. Cuando terminamos solemos comer fruta

o un bocadillo y charlamos casi hasta que se pone el sol.

A mi abuelo le gusta mucho conducir y viajar. Me ha llevado a muchos sitios, pero

uno muy especial para los dos es el pueblo de Mogrovejo, en Liébana. Este pueblo tiene

una gran torre, y me contó toda su historia. Él todo lo hace divertido, y lo adorna con

leyendas de guerreros y princesas, hasta el punto de que me creía la protagonista del cuento.

Le encanta caminar, y yo nunca me canso a su lado. Después paramos en el único bar

del pueblo y tomamos un refresco y unas patatas fritas. ¡Qué rico sabe todo en este lugar!

“Güelo” me enseñó a pescar. Me regaló una caña y aprendí a poner las gusanas y a lanzar el

anzuelo. Tuvo un pequeño barquito, me paseaba en él, me enseñaba la ría, las marismas y

las aves.

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Recuerdo que un día tuvimos mucha suerte porque vimos una pareja de garzas

reales. Eran preciosas, pero de lo que más me acuerdo era de la cara de mi abuelo

observándolas. Mi abuelo tiene una mirada muy especial. Cuando mira el paisaje y las

montañas, parece que se pierde en ellas, y a mí, me gusta mirarle a él.

Siempre me ha gustado estudiar con mi abuelo, es un hombre que sabe mucho, y le

encanta leer. Me pregunta las lecciones y las hace amenas porque me cuenta anécdotas y

cosas nuevas que no vienen en los libros. Quiere que yo estudie mucho y que sea una

persona preparada para tener independencia. Pero, lo que más me llama la atención de todo

lo que me dice, es cuando me habla sobre la libertad. Siempre me dice que una persona con

cultura, será una persona libre. Y cuando me ve la cara que pongo al escucharle, se ríe y me

dice que a medida que vaya creciendo lo entenderé mejor.

Recuerdo muchas frases de mi abuelo, y el momento en el que me las dijo.

A veces soy caprichosa, y mi abuelo se enfada un poco, pero muy poco y, en vez de

regañarme me dice: -“No es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita”-. Ahora

entiendo mejor esta frase.

Podría escribir mucho más sobre mi abuelo y yo. A medida que escribo estas palabras

me vienen un motón de recuerdos…

* * *

Mi abuelo Joaquín ya no está con nosotros, se fue el pasado septiembre, casi de repente.

Ya no le puedo ver, ni tocar…, pero mi “güelo” está aquí conmigo, en mi mente y en mi

corazón, por eso le escribo en presente. Le veo en todo lo que él me enseñó. Ahora es un

pajarito, un delfín, un árbol….

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Mi “güelo” es el mar, las olas y el cielo que veo todos los días. Es el rey Neptuno.

Mi “güelo” es la música que a él tanto le gustaba; mi “güelo” es mi abuela, a la que le doy

todo mi amor por quererme tanto. Mi “güelo” forma parte de mí y vive en mí, porque todo

lo que aprendí de él vivirá siempre conmigo.

“Güelo”, te quiero con todo mi corazón.

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Sara García Fernández4º D ESO

RESPETO POR LAS CANAS

Mi abuelo es para mí un referente en la vida. Siempre me he sentido en deuda con él. El

primer recuerdo que tengo de él es de cuando yo tenía tres años. Estaba jugando con su

perro, Jacky, cuando de repente me mordió. Yo me puse a llorar, como es lógico, y mi

abuelo se acercó a mí. Me dio un beso y desaparecieron mis lágrimas, y con mis

lágrimas mi dolor, y con mi dolor mi tristeza. Entonces una larga riña mi abuelo

empezó. Me dijo que, si el perro me había mordido, seguro que era porque yo le había

hecho enfadar o le había molestado. Me quedé contemplándolo, sentada en el suelo,

pensando por qué nunca se enfadaba de verdad, por qué, aun cuando le sacaba

de quicio, siempre terminaba sonriendo y dándome un fresco caramelo de menta recién

sacado de su bolsillo. Cual paloma blanca, siempre llevaba la paz donde había guerra,

como cuando mis primos se peleaban. Solía susurrarles a oído una suave sintonía que

les sosegaba.

Vivía con mi abuela en una agradable finca, donde la verde hierba parecía estar siempre

fresca. Yo adoraba ese sitio, al igual que él. Fue allí donde me enseñó todo lo bueno que

tiene la naturaleza: los árboles, las plantas, la fruta, los animales, la tranquilidad, la

paz… e infinidad de cosa. Yo era como una esponja por aquel entonces y

aprendía rápido. Todo lo que me decía me resultaba interesante y útil. Me encantaba dar

de comer a las gallinas que tenía en un pequeño corral y ver cómo se movían ansiosas a

por el grano. Entre semana siempre estaba deseando que llegase el domingo para poder

ir a visitarle, y pedirle que me leyese un cuento, y oírle leer al calor de la chimenea en

invierno, y verle hablar con mi abuela para pedirle que nos hiciese un bizcocho, y oler el

dulce aroma de esa delicia irresistible, y pensar: “¡Dios mío, me encantaría quedarme

aquí para siempre!”

Todos los días que subía a su casa me decía que yo era su niña favorita, que yo era

como un sueño hecho realidad. Por ello, su finca tenía mi nombre y siempre me dijo que

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algún día mía sería. Tenía muchos nietos, tres por parte de mi tía y dos por parte de mi

padre, pero yo era su favorita, según él. Siempre supo que yo era muy inteligente, ya

que cuando aún no sabía leer, podría decirse que él me enseñó. Después de leerme un

libro dos veces, me lo daba y yo se lo leía a él, pero no porque supiese leer, sino porque

me lo aprendía de memoria. Y así libro tras libro, hasta que me aprendí de memoria

todos los libros infantiles que tenía mi abuelo en casa. Desde ese momento, él supo que

mi futuro eran las letras, aunque le hubiese encantado que fuesen las ciencias.

Mi abuela, mujer feliz que siempre estuvo dispuesta a hacer lo que fuese por su familia,

murió cuando yo tenía cinco años. Desde entonces los ojos de mi abuelo, gélidos y

grises como el hielo, se tornaron en una sombra casi permanente. La alegría de la casa

despareció para instaurarse el silencio y, sobre todo, la soledad. La cara de mi abuelo

expresaba la tremenda alegría que se había llevado al tener que despedir de

su vida a la mujer más amable que pisaba la tierra. Por supuesto, esa felicidad se

extendía a todos los miembros de mi familia paterna. Desde entonces, siempre que

llegaba a su casa y abría la puerta, un sonido suave, como el zumbar de una abejilla,

acariciaba mis oídos.

Un día, cuando yo tenía ocho años, sucedió algo inesperado. Estando yo dibujando en el

jardín le vi irse por la verja sin decir adiós y sin avisar. Pasadas cuatro horas yo estaba

de los nervios. Sentía miedo, pavor, terror, pánico ¡Qué sé yo! Presa de un ataque

histérico, salí a buscarlo con Jacky. Eran las nueve de la tarde y empezaba a anochecer.

Atacada por el nerviosismo, me puse a hablar con el viejo perro:

-¿Tú crees que lo encontraremos?

El perro se me quedó mirando, inquieto.

-¿Qué se supone que miras?- le espeté, enfadada.

-¡Guau!- fue su respuesta.

De pronto se puso a llover. Era una lluvia tan intensa como si no hubiese llovido en un

mes y que me caló hasta el tuétano. Me cobijé con Jacky debajo de un tejadillo y rompí

a llorar. Me sentía impotente. Mi abuelo me había dejado sola, llevaba horas

buscándolo, estaba cansada, tenía a Jacky bajo mi responsabilidad (el dichoso perro no

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se estaba quieto), no paraba de llover, estaba mojada, tenía frío y lo peor de todo: estaba

perdida. Con tanta lluvia me había desorientado y no sabía cómo volver a la finca. El

viento soplaba con fuerza y jugaba con las tejas viejas del techo que nos protegía del

temporal. Yo solo sabía llorar, llorar, llorar y llorar. Cuando ya pensé que todo estaba

perdido, me dejé vencer por el agotamiento y me quedé dormida, acurrucada junto a

Jacky. Cuando me desperté, estaba tumbada en el sofá de casa de mi abuelo. Al

principio estaba aturdida y no entendía nada. Poco a poco me fui dando cuenta de

donde estaba. Mi dulce finca. Mi abuelo se encontraba sentado a mi lado, con la cara

muy seria. Cuando se dio cuenta de que me había despertado, me dio un cálido abrazo,

me pidió perdón por haberse ido y me dio uno de sus ya famosos caramelos de menta.

Cuando le pregunté por qué me había dejado sola, me dijo que necesitaba reflexionar y

se había ido a dar un paseo. Al volver me vio tumbada en el suelo con Jacky y se asustó

mucho. Se culpó por haberse ido sin mí y me prometió que no volvería a hacerlo nunca

más. Y así fue. Por eso tengo tanto que agradecerle. Porque siempre ha estado a mi

lado; porque es la persona que mejor me entiende de este mundo; porque contar con él

siempre puedo; porque me hace sentir especial cada vez que hablo con él; porque

siempre que me escondo, él sabe donde encontrarme; porque es la persona más buena

del mundo; porque ama todo lo que hace y todo lo que tiene; porque respeta a todo

bicho viviente. Y, simplemente, por ser quien es, cúmulo de generosidad que irradia vida,

estoy agradecida de que forme parte de mi vida. No quiero otro mejor; él es perfecto.

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Irene Gómez Arce2ºA Bachiller

“Cómo conocí a tu abuelo”

Hace algunos años, cuando tenía once, yo pensaba que las personas que hasta

entonces vivían a mi alrededor, como mis padres, mis abuelos, primos… “venían conmigo

de serie” para toda la vida, tan sólo por nacer. A partir de esa fecha fui consciente de que

muchos de mis acompañantes ya no estaban conmigo y me lamenté de no haberles

preguntado y escuchado más de lo que lo hice. Pero sobre todo, de lo que más me

arrepiento, es de no haber guardado los recuerdos de mi abuela, los muchos que me contó y

otros muchos que se llevó con ella.

Lejos del estereotipo de la “abuela batallitas”, mi abuela siempre consiguió

atraparnos con sus “chismes”, unas veces explicándonos una exquisita receta de tarta de

manzanas, otras revelándonos un viejo remedio casero para el resfriado, o entonando una

habanera de sus años mozos para demostrar que “eso era cantar de verdad y no lo de

ahora…” Pero lo que más esperaba de ella, sin disimular mi impaciencia, era la tertulia

alrededor de la mesa tras las comidas relajadas de los fines de semana. Allí, hijos y nietos

permanecíamos expectantes para escuchar un nuevo capítulo de nuestro pasado familiar. O

aquellas tardes lluviosas, en las que no nos quedaba más remedio que quedarnos en casa

con el único consuelo de poder alquilar un estreno del videoclub, y que cambiaban por

completo cuando ella nos las llenaba con su memoria.

Otras tardes entre semana, mientras mi madre trabajaba, mi abuela se convertía en mi

niñera y ambas nos dedicábamos a sacar una vieja caja de cartón del armario del salón.

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Estaba llena de fotografías: fotos viejas, fotos nuevas a todo color, fotos en blanco y negro,

cuando no de unos deslucidos colores sepia; unas grandes, otras pequeñas, algunas

agrietadas, y otras de formatos raros para mi gusto. Aquella caja que con tanto cariño

conservaba, y que guardaba la historia de mis antepasados en imágenes, se convertía

entonces en el guión de sus recuerdos.

Las que más abundaban eran las que retrataron durante años a mi madre y a mis tías.

Unas cuantas recordaban bodas o fiestas familiares; otras, bastante más escasas, mostraban

escenas de la infancia y juventud de mi abuela y sus hermanos o de sus amigos. Con estas

últimas me solía entretener especialmente, y a veces conseguía que mi abuela se enojase un

poco cuando me reía de los trajes y peinados con los que posaban para la posteridad.

Mi abuela me había contado una historia de casi todos los personajes que aparecían

representados en dichas fotos, aunque yo ahora no sabría hacerlas corresponder con sus

protagonistas. Pero otras me quedaron tan bien grabadas que aún hoy podría repetirlas

usando sus mismas palabras.

Una de las historias que mejor recuerdo, es la que me contó tras preguntarle por una

foto de su boda:

- ¿Cómo os conocisteis el abuelo y tú?

Entonces ella se acomodó en su sillón y la melancolía humedeció sus ojos. Creo que no

le costó nada retroceder en el tiempo porque comenzó a hablar como si yo no estuviera allí,

y ella… ¡Ella había regresado a sus diecisiete años!

- Siempre habíamos vivido en el mismo pueblo.- dijo ella, comenzando la historia-

En barrios alejados, sí, pero en el mismo pueblo. Todo comenzó un día de San Juan,

en la romería. Las fiestas populares eran, sin duda, lo mejor de aquellos veranos

para entablar conversación con los chicos con los que habitualmente no hablabas.

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- ¿Nunca habías hablado con él?- le pregunté.

- No- contestó ella-. Yo apenas tenía diecisiete años y él me llevaba tres… -se detuvo

un momento y enseguida continuó-. Él era un buen bailarín y siempre tuvo

admiradoras que esperaban ser su pareja de baile.

- Y tú, abuela ¿bailaste con él?

Mi abuela mostró una pequeña sonrisa en su rostro al oír aquella pregunta:

- Lo cierto es que nunca tuve muchas esperanzas. Entonces me sentía como un “patito

feo”. La belleza de mi madre la heredaron mis hermanas. Y tampoco heredé su

porte… yo era tan delgada, que lo disimulaba con dos sayas bien almidonadas bajo

el vestido. Pero sí, a pesar de todo, él me invitó a bailar, y yo, con las mejillas

encendidas, le dije que sí.

- ¡Qué emocionante! – exclamé, con ganas de saber más sobre la historia de mis

abuelos.

- Bueno, realmente fue un poco desconcertante. Todas las parejas comenzaron a

bailar al ritmo de una canción siguiendo un conocidísimo ritual: el hombre cogía

con la mano izquierda la mano derecha de la mujer, colocando a su vez su mano

derecha en la espalda de ésta, y la mano izquierda de la mujer en el hombro derecho

del hombre. Después el hombre movía su pie izquierdo hacia la izquierda, hasta 

que él y su pareja sintonizaban el ritmo, y entonces él avanzaba con su pie izquierdo

hacia adelante y la chica con su pie derecho hacia atrás, y  así sucesivamente.

- ¿Y qué tuvo de desconcertante? – pregunté a mi abuela sin entender muy bien que

me estaba queriendo decir.

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Ella paró un momento. Necesitaba beber un poco de agua. Después, me miró, sonrió, al

recordar ese momento tan feliz con mi abuelo, y prosiguió:

- Pues que nosotros empezamos al revés. Tu abuelo se sentía más cómodo bailando

así y yo me dejé llevar… titubeando al principio… uno, dos, tres, pasos adelante…

uno, dos, tres pasos hacia atrás… Y bailamos toda la tarde… y otras tardes que

vinieron después.

- ¿Y así comenzó todo? ¡Qué bonito! – dije a mi abuela, entusiasmada.

- Bueno,- continuó - no todo fue bonito, las herencias de las guerras son unos

obstáculos muy difíciles de superar. Y nosotros habíamos salido de una hacía

apenas unos años….por lados diferentes.

- Pero…viendo donde yo estoy… eso no os separó.- dije orgullosa de mi existencia.

- No. Pero al principio no fue fácil.- dijo, con un tono algo más serio - La semilla de

esta guerra dio como fruto un gran rencor, familias enfrentadas… En definitiva, una

realidad dolorosa.

La sonrisa de oreja a oreja de mi rostro desapareció. Estaba desconcertada por la

situación, sin entender muy bien qué pasaba con sus familias, y quise resolver mis dudas.

- ¿Las vuestras se enfrentaron? – pregunté.

- No, enfrentamiento no hubo. – me dijo ella, dándome la mano. - Pero nos lo

pusieron difícil. Sin embargo, a pesar de todas las complicaciones, nosotros

continuamos con nuestro “baile”, unas veces para un lado y otras para el contrario;

demostrando que con respeto se puede convivir, aun pensando diferente.

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Hubo un momento en que enmudeció y decidí no interrumpir sus pensamientos. Mi

abuela tenía la costumbre de ausentarse unos instantes para recordar con exactitud lo que

quería decir o simplemente para permanecer a solas con sus pensamientos.

- Sin embargo,- prosiguió tras una pequeña pausa- a pesar de los años, mucha gente

aún se empeña en convertir aquello en una enfermedad latente para la que no hay

tratamiento…

Luego me miró, y una mueca de tristeza quiso convertirse en sonrisa, sin mucho éxito:

- Ya ves. Esto fue el principio de una larga historia. Y cuando la cuentas ves que el

tiempo pasa ante de ti con la fugacidad de una estrella.

Me quedé observándola, me apoyé sobre su hombro y noté cómo poco a poco, perdía el

hilo de su historia, mezclando pasado y presente, aunque ella hacía tiempo que se había

instalado en el atardecer de su vida.

Mi abuela no fue abogada, ni empresaria, ni enfermera. Ni tan siquiera era una abuela

moderna con quien “chatear” o jugar a la “play”. Pero sabía transmitir esa gran experiencia

que llevaba a sus espaldas convirtiéndose en la mejor “contadora” de historias y, para mí, la

mejor abuela del mundo.

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