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Materia Prima HÉCTOR SANTANA

Materia Prima - Héctor Santana

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Colección de Cuentos

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Materia PrimaH É C T O R S A N TA N A

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Materia Prima

Editora Policrea

Prolongación 27 de Febrero #796, Las Caobas,

Santo Domingo, Oeste, República Dominicana

www.materiaprimainfo.blogspot.com

[email protected]

©Héctor Santana, Marzo, 2014

Todos los derechos reservados para esta edición.

Impreso y hecho en Las Caobas,

Santo Domingo, Oeste, República Dominicana

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Una de las cosas que odio de las clases de biología es al Núcleo. Se

incorpora delante de todos con un sombrero de bombín. Hace una

reverencia que más bien parece una kata y nos dice:

Buenos días citoplasmas.

Nosotros nos miramos:

Buenos días Núcleo, ripostamos desde nuestros duros asientos.

El profesor coloca el sombrero sobre la mesa. Ese pedazo de

madera rectangular es un ecosistema en donde todo funciona a la

perfección. Recoge con la punta de los dedos los restos de los insectos

rostizados por la lámpara que cuelga en el techo, depositándolos

luego sobre una servilleta de papel.

Membrana, dice el profesor mientras va dejando la mesa libre

de alimañas:

Por qué no hizo el saludo como los demás.

Una neurona

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No me considero parte de su célula. Quizás sea parte del

recurso que permite el paso de los fluidos de una parte a otra

de la célula. Al núcleo lo considero parte de una jerarquía, que

como todas es obsoleta. En resumen querido Núcleo, maestro

meritísimo del círculo de los darwines constipados, odio las

monarquías.

Me parece bien, pero se hace imperioso que recuerde que solo

con xilema y floema no se hace una planta.

Es cierto, como tampoco con el núcleo y el citoplasma.

Al decir la última palabra cerró la puerta dejando un dedo

en el marco. Introdujo el dedo índice en la boca asegurándose que

ninguno de la clase le viera. Membrana era el único varón y, al

igual que a mí le molestó ser tratado de esa forma. Le apodaron

membrana por su hábito de formar grupos de distintos elementos:

Niños de primer año con niños del último que según el profesor

separaban la clase en pequeñas capas que luego de un tiempo se

autodestruían.

Cuando debimos entregar la práctica final volvieron a discutir,

esta vez porque Membrana colocó dentro del sombrero el mechero

para que no se apagara y se incendió. La clase terminó antes de que

las nubes sucias se desgranaran sobre los cristales.

Al otro día la lluvia había limpiado todo. Los cristales habían

adquirido un brillo que reflejó muy bien nuestro rostro. Una vez

que el profesor entró dejamos de hacer katas frente a los cristales.

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Una vez escuché sobre un extraño descubrimiento en el lago,

prorrumpió el Núcleo. Esta vez con un sombrero rosado en forma

de hongo, un microorganismo con todas las funciones celulares

resumidas en el núcleo y la membrana. Le llamaron Quisqueyae

Enrriquillense. Se alojaba en los cocodrilos asimilando la excesiva

salinidad del agua lo que le redoblaba en el animal su poder de

desplazamiento llegando algunos a mermar la población de

cormoranes cada vez que incursionaban en su territorio.

Tu problema es que confundes la regla con la excepción, dijo

Membrana.

No lo hago.

Claro que sí. Lo normal es que una célula tenga todas sus

partes, por eso es célula y no otra cosa.

Entonces, por qué no encajas.

Claro que encajo.

Tú debes ser un ejemplar muy elaborado del Quisqueyae

Enrriquillense.

Ofendido Membrana se levantó. Núcleo dejó que deambulara

por el aula. Para provocar giró de manera brusca el fémur del

esqueleto próximo al globo terráqueo. Después hizo una raya roja

en el globo que unía Puerto Príncipe con Paris y otra más delgada,

con Washington formando un triángulo que impactó al resto de

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la clase provocando que una de las jóvenes, la mangadora de los

libros de genética, diera la voz de alarma como si se tratara de una

conflagración. Luego Membrana usó la regla como espada y dio

una estocada al sombrero. El bombín cayó en manos de una de las

compañeras que lo miró como si se tratara de un misil aire-tierra-agua.

Núcleo, apuntó Membrana, tiene usted un mosquito muerto

en el hombro.

Y usted una neurona.

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Vendemos sillas, sillas fuertes y resistentes a buen precio.

(Favor no sentarse)

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Debió ser 2 de enero. Regresaba de Puerto Príncipe y un inspector

anuló mi visa.

El polvo del camino se metió por todos los orificios de su

cuerpo en finas capas que prometían abrazarlo todo. Sus gafas de

sol de cristal agrietado, la camisa de algodón con un ojal roto y un

macuto lleno de sueños era cuanto tenía. La prisa en llegar vino

después. A decir verdad, al momento de ocurrir su salida nunca

pensó retornar. La nueva ciudad le atraía más que la humilde

colección de casuchas y el vudú en Juana Méndez. Decía que seis

meses no eran tiempo suficiente para hacerlo. En realidad, desde

que atravesó la frontera tenía pensado regresar el treinta y uno

pero un hecho lamentable le hizo tener que salir el día dos.

Queré una eplicasión, señó.

Su visa está vencida, dijo el agente 19 sin quitarse sus gafas

metálicas de la vista.

No tá vendía.

Última capa de la cebolla

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Vencida, he dicho, respondió dando media vuelta para tomar

un formulario, dejando ver su arma.

Me quedá un me má.

Ese no es un tiempo reglamentario, aseguró dando ligeros

toques con la yema de los dedos sobre el arma.

Uté me dejá crusá.

Necesita tres meses como mínimo.

Tené que i a trabajá.

Es imposible dejarlo cruzar con esa situación, señor Misá.

Misá le quitó el polvo a las gafas cuando el agente lo apartó

colocándolo al lado de la caseta cerca del zafacón para hablar con

el agente 37. Llegó desde la parte de atrás de la aduana. El sudor y

el polvo corrían por su uniforme formando grandes medialunas en

la parte inferior de las axilas.

Llaman a una joven el agente 19 y 37. El agente empapado

se va. La joven haitiana se aproxima. Cruza sin que el agente le

pida documentación. Echa una mirada a Misá quien permanece

petrificado. En este punto la joven parece decirle algo a 19 que lo

avispa contra Misá.

19: Es él, le pregunta al 37.

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37: Si queremos mantener nuestros puestos debemos capar al

perro.

La joven asiente. Misá observa. Retrocede unos pasos hasta

quedar de espalda a la caseta. El sudor comienza a aflorar en su

camisa de algodón. No es un sudor copioso como el del agente 37

pero moja casi con la misma intensidad.

¿Pol qué no pedí papel a esa, diecinuevé ni treinta y siete?

Ese no es su problema. Usted no puede venir aquí a dictar la

forma de proceder de los agentes.

Ese se mi problem. Yo queré í a la capital.

Diciendo estas palabras. Misá saltó la baranda de aduanas,

petrificado en el tiempo y en el inerte espacio inundado de polvo

como si la mano negra le sujetara.

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–Está muerta, dijo ella quitándose la cutícula con la boca.

–¿Cómo lo sabes?

–Nada ni nadie la resucitará.

–Eres muy exagerada, mujer.

–Es que no te das cuenta. El sol la mató.

–Sí, como no. Desde que te aficionaste a leer cuentos, no te

siento bien. La comida se te quema en el microondas y no me llevas

café al porche como antes.

La mujer miró la lámpara Tiffany en el techo como si

despertara de un sueño.

–Carajo, chepe, indicó ella mientras el hombre se desploma

como fulminado por una piedra.

Sin memoria

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Hoy más que nunca siento que mi vida ha sido un rodar y

rodar, hasta que se desploma, con todo y silla, por un barranco.

Mokotic es un hombre. Enfatizo, en mi beneficio y en el tuyo

propio, el sentido que irradia esa palabra, si es que las prostituidas

lo tienen. Piense en pene como el suplió que padece un alma a la

que el destino no ha dado reposo o en su acepción de miembro.

Hasta el dios de las palabras comete sus errores.

Quiero que quede claro, más allá de lo que pueda parecer,

lo es. Es un hombre. Al menos para mí. No soy una conocedora

de esos asuntos contrario a lo que muchos de ustedes puedan

pensar. Por mi condición, pido que me perdonen la inmodestia.

Mokotic lo es. Con sus seis pies y dos pulgadas de sabiduría, con esa

biblioteca de músculos que te hacen creer que van explotar delante

de cualquiera que le pase cerca.

Lo conocí en el parque cerca del reloj de arena un día que

rodaba por ahí, mientras esperaba que mamá saliera del baño.

RLTM

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Mamá pidió permiso en un restaurant. No quise entrar. Por lo poco

que vi era uno de esos en estilo minimalista: paredes en blanco con

mobiliario de igual color con unas inmensas bolas negras colgando

del techo. Mokotic era encantador. Dirigía con acierto un grupo

que luchaba por la preservación de una extraña criatura que vivía

en los Haitises. Cuando no está en eso permanece recluido. A veces

como una monja de clausura.

Regularmente se interna en el baúl, la habitación donde su

padre vivió sus últimos tres años. Era un lugar sin ventanas. Una

puerta angosta pintada de rojo que olía a silla eléctrica flanqueaba

la entrada.

La primera vez que entré me asusté. Sentí algo terrible, a una

la secuestran, luego despierta amarrada en la cala de un barco que

te lleva a lo largo de un viaje de cuatro semanas con doscientas

almas que no conoces, sin posibilidad de ningún movimiento.

Tan pronto Mokotic escuchó el grito saltó a mi lado. Me

abrazó. Por momentos fue como volver dejar una pesadilla.

Tiempo después estuvimos sentados en la salita. Él le quitó el

polvo a una foto que colgaba en el centro.

–Mira con esto trinché mi primer trozo de carne, dijo con los

ojos como dos lunas llenas. Tenía casi cuatro años cuando papá me

lo dio. Era un día especial: San Rafael.

–¿Tu padre era religioso?

–¿Quién?

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–Tu padre. No dices que guardaba a San Rafael.

–Es cierto, pero no porque fuera religioso.

–Mamá no cree en religiones.

–Papá adoró toda la vida a San Rafael, ¿eres atea?

–No sé. Me inclino por pensar en un dios que no sea cruel, que

no sacrifique sus hijos. Un dios que dé albedrio verdadero. Sueño

con una religión en donde los feligreses puedan hacer lo que les

venga en gana, digamos por ejemplo, creer en un dios distinto.

–Y no te parece peligroso.

–Peligrosos son los esclavistas, los inquisidores, la gente que

linchó en nombre de Dios.

–Pero, Dios no es dictador.

–No lo es pero dictó todas las cosas.

Mokotic levantó el tenedor de plata que parecía acabado de

pulir: largo con dientes como cañas. Con una inscripción en el

mango: RLTM o algo así. Cierto día mientras disfrutaba de la cena

utilizó la vajilla de porcelana con los bordes de oro.

-Mi madre amaba las vajillas. Su colección era la envidia de

todos. Solo la usábamos el día de San Rafael y en Navidad cuando

venía el jefe de papá y pasaba las noches con nosotros mientras

papá se encargaba de alguna misión peligrosa en la frontera. La

última vez vino distinto. Tres de enero. No quiso que le hablaran

del jefe bailando con mamá pasada la media noche. Casi siempre

mamá le decía que le gustaba bailar Compadre Pedro Juan. A

mamá le gustó el paseo todo el tiempo. Decía que nadie lo bailaba

como el jefe, porque papá era Zurdo de los dos pies. Mamá lo decía,

con un nivel de convicción rotundo como si hablara de un milagro

o de la foto de centro del hombre con bicornio. Los vi bailar desde

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las escaleras hasta que Mamalila me llevó a la cama.

–Brechando no se aprende a bailar, dijo.

El día de Reyes papá salió temprano. Mamalila se levantó como

siempre. Puso el desayuno. Pasó un paño al bicornio porque junto

a la vajilla eran dos cosas que debían permanecer impolutas. Al ver

la tardanza de mamá tomó el desayuno. Llevó la taza con migas

por todos lados. Se preguntó apuntando con el platillo, qué tiene de

lindo el afeminado bicornio. A su regresó descubrió a mamá con

la vajilla sobre su vientre. Estaba rota. Rota sobre su vientre, Jesús.

Esa tarde, luego de la tragedia familiar Mokotic se entretuvo

quitándome los restos que habían quedado en mis labios. Haber

llegado al postre fue un éxito. Mokotic no se quitaba el tema de la

boca. Era una fijación. Al terminar la guayaba, dijo que mis labios

eran como la miel de vieja. Me reí. Él sacudió la silla de manera

brusca. Dejé de reírme. A seguidas, se acarició el pelo. Abrió sus

ojos de luna esta vez en cuarto creciente:

La porcelana en la que comiste jaibas al coco era de papá.

Y qué importa. Pudiste haberla brindado en jícaras.

Para no importunarlo, tomé una pieza. Al voltearla vi que

decía: RLTM.

–¿Qué significa?

–No sé. Creo que es la inscripción del jefe de mi padre.

–¿Cuál jefe, si tu padre era guardia?

–Aun así, lo tuvo.

–No sabía que los generales los tuvieran. Suena raro, un

guardia con rango de general que tiene jefe, colecciona vajillas y es

devoto de San Rafael. Solo falta que me digas que lanzó a su esposa

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por las escaleras para que sea un hombre perfecto.

–Nunca dije que fuera devoto.

–No hace falta que lo digas. La gente es lo que hace no lo que

dice. No se hace misa y Hora santa en honor a una dignidad por la

que no se siente nada.

Desde ese día no volvimos a vernos. Seguí como antes de

conocerlo. Asistiendo a tiempo a mis terapias, a inyectarme para

calmar el dolor y a salir los domingos a contemplar los cambios de

hora en el reloj de sol como se hizo en casa desde que papá se fue a

vivir a España y desposó una manchega.

Una tarde el terapeuta me coló en la sala de estar. Pedí que

me dejara para realizar el trayecto sola. Mamá nunca lo permitió.

Aceleré. Crucé cerca del área de prótesis, quise entrar a la sala de

fósiles y recordé que mamá me dijo que una vez un pterodáctilo la

estuvo mirando. Ese día llegó a casa con el vestido en jirones. Seguí

hasta la alfombra. Una rueda se enredó con el borde de la alfombra

roja. Me incomodo. Un seguridad levanta la rueda. Para mi suerte,

un señor con una prótesis en el brazo derecho me empuja hasta

llegar al piso vidrioso de la sala de estar. Salí al pequeño jardín para

observar una planta florecida. Del otro lado la ciudad se ahogaba

con los intervalos de la luz roja. Mokotic me ve. No lo veo porque

estoy embebida en la flor y en el lirio que protegía la ruda, lo que

provocó que la tarde se llenara del encanto que experimentamos

cuando vivimos un segundo de felicidad.

Quitó el seguro. Volteó de manera suave sobre el eje izquierdo.

–Quiero que me acompañes.

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–¿Cómo que te acompañe?

–Hoy tenemos una rueda de prensa.

Llamé a mamá para que no fuera a buscarme y recordé,

cuando el teléfono sonó sin que obtuviera respuestas, que

estaba fuera. La rueda de prensa de las criaturas que protegía

se desarrolló en un hotel de lujo en donde era notorio un exceso

de estilo, combinaba obras fauvistas con Pop Art y una se

sentía sobre una palma con una lata de sopas Cambel. Mokotic

se adelantó. Yo miré de lejos su biblioteca. Mokotic sobresalía

de la muchedumbre. El micrófono en sus manos era una pieza

diminuta. Habló con calma sobre la protección de las criaturas.

Mostró un documental en el que arengó a todos a preservar un

tipo de solenodonte que llegaba a alcanzar el tamaño de un cerdo.

Los periodistas, al final tomaron notas, formularon preguntas y

un montón de cosas más.

En un momento de fuga me acerco a Mokotic. Levanto la vista

del suelo. La cicatriz del cuello está empapada. Retiro el cabello

mojado. Recuerdo la inyección de las nueve aunque Mokotic me

ha dicho que los fines de semana no se ingieren medicinas. Cuando

una de las periodistas se coloca delante de mí hace un alto:

-Déjela pasar, dijo. La periodista con un afro en el que se

podría perder un recién nacido lo mira. Abrió paso abriendo sus

amplios labios con una sonrisa.

-Creo que esta campaña será un éxito, prorrumpe mientras

saca dos lápices de su pelo.

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Media hora más tarde rodamos a su apartamento. Recuerdo

que mamá está en un asunto de trabajo en el DF. Siempre asustada,

a lo mejor la agarra un mariachi y le da un toquecito. Es terrible,

la menor muestra de deseo la enfría con un no. Considero que es

lo único que sabe decir. Está programada. Si sale de su rutina la

vida no tiene sentido. En principio no entendí su actitud, tampoco

ahora. Ruedo hasta mi cuarto y duermo como dos troncos. A la

mañana siguiente, sin haber recuperado el aliento del día, pienso

en la pesadilla del barco. Despierto en el momento en que Mokotic

me lanza por las escaleras de su casa sobre un mar de porcelana,

todo como un sueño resoñado.

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Héctor Santana es el autor de los libros Por los caminos del

Ensayo y Poesía Práctica, además a compilado las antologías:

Ejercicios de Escritura Súbita y Los Nadie. Es el ganador del

vigésimo concurso de cuentos de Radio Santa María en el año

2013 con el cuento “Ungry Young Girls”, además es el ganador

del primer lugar de Concurso para Talleristas de más de 35 años

en el renglón de poesía y del segundo lugar en Cuento en el 2012.

También ha sido coordinador de los talleres literarios Los Nadie

y Narradores de Santo Domingo. Sus textos aparecen en distintas

antologías: Santo Domingo No Problem, Summer Writing Institute

Anthology in New Hampshire, A Viva Bosch, En el Fondo del Iceberg.

El autor realiza una importante labor de difusión de la literatura

Dominicana. También desarrolla talleres de Escritura Creativa en

el Politécnico Madre Rafaela Ybarra. Ha sido profesor invitado

para la realización de talleres en el marco de la Feria Internacional

del libro y profesor de Escritura Creativa y de ensayo en la

Universidad Unibe.

Sobre el autor

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Materia Prima se terminó de imprimir en el mes

de marzo de 2014 en la editora Policrea en Santo

Domingo, Oeste, República Dominicana.

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