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MASSAUA de Arnoldo Rosas

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¡Adiós, paloma turca! Amaneciste con la curiosidad alborotada, ¿no? ¡¿Qué si me acuerdo?! ¡Clarito! La primera vez que trepé a una motocicleta fue en abril del treinta y cinco. Una Guzzi GT 17 de 500 cc, de tres velocidades, verde oliva, monoplaza, con placa militar en el guardabarro delantero y parrillera trasera con alforjas de cuero. En Massaua, al atardecer de mi vigesimo sexto cumpleaños. Un soldado italiano me retó entre gritos y gestos: ¡Eh, margariteño, diez liras a que no la montas sin caerte! Él estaba aburrido y buscaba diversión. Nosotros, abandonados a nuestra suerte, pasando más penurias que ratón en ferretería, trabajábamos caleteando en el muelle y de caporales en el almacén del ejército, percibiendo apenas veinticinco liras por jornada cada uno, rebuscando el dinero para mantenernos y ahorrar todo lo posible para los pasajes de regreso, así fuese a Marsella, y, como verás, diez liras no era mucho, pero era algo. Patricio Fernández me miró con susto - yo era el más joven del grupo y el más atolondrado – y con los ojos me decía: ¿Te volviste loco? Quédate quieto. ¿Y si te caes? No podemos perder diez liras. Pero los demás me aupaban, sin hablar, con el cuerpo, moviendo la cabeza: dale, pues, roblero, que queremos los reales. Y, de verdad-verdad, yo me mataba por montarme en aquella belleza. Había visto a los bersaglieris jineteándolas, paseando o haciendo sus recorridos por el puerto, a la carrera, acelerando, tomando las curvas, salpicando el agua de los pozos estancados sobre el macadán de las calles.

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Debía ser extraordinario sentir esa sensación: el trepidar de la máquina entre las piernas, el tronar del motor a mi mando, la vibración del manubrio en los brazos, el golpe refrescante del viento en la cara. ¿Qué tan difícil podía ser? No más que montar en burro, o correr bicicleta, o bucear con escafandra a varios metros de profundidad. Y yo había montado en burro, desde muchachito, de Los Robles a Porlamar, muchísimas veces, llevando cargamentos de leña para la venta, y nunca, en todos esos años, me había caído ni resbalado. Y estaba más que acostumbrado a correr por las calles polvorientas del centro de Porlamar - la Mariño, la San Nicolás, la Zamora, la Miranda, El Progreso - en la bicicleta de los Ávila Guerra, a la tardecita, cuando salía de mi trabajo de dependiente en la Farmacia Phénix del doctor Lorenzo Ramos en la calle Guevara, para redondearme los ingresos, haciéndole mandados a los Ortega, a los Rosario, a los Gómez, a los Rodríguez, sin haber tenido jamás traspiés alguno. Y, ¿no me había sumergido exitoso ya, en enero, en las costas de Norah, en las aguas de las Islas Dahlak, con Cirilo Lozada de cabo de vida, cuando Mercedes Alfonzo se enfermó? Más complejo que todo eso, imposible. ¡Voy!; le disparé altanero al soldado. Él sonrió contentísimo y pícaro. Tenía un cigarrillo a medio camino en el costado de la boca, con la ceniza pirueteándole en la punta. Entrecerraba los ojos por el humo que lo hacía lagrimear. Se terció el fusil a la espalda y el sombrero con la pluma de urogallo se le corrió, pero la ceniza intacta, como si la tuviera pegada con cola de almidón. Me sostuvo la moto para que me montara. La encendió y me dio unas instrucciones que no entendí. No las

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palabras, sí las señas, que si de algo saben los italianos es de gestos y morisquetas. ¡Andiamo! La cara de Patricio no podía ser peor: pálida, con los ojos brotados de lo abierto que los tenía, y la quijada temblándole de pánico, si es que no rezaba entre los dientes. Me susurró: despacio, muchachito, despacio. Los demás estaban eufóricos, agitando las manos como quien apuesta en una gallera, gritándome arengas que no escuché. ¡Vengan esas diez liras!; me dije, y aceleré, y levanté los pies, y sentí el trepidar de la máquina entre las piernas, el tronar del motor a mi mando, la vibración del manubrio en los brazos, y el golpe durísimo que me dí en la frente al estrellarme contra una pared de tablas de madera que no pude esquivar. De boca en el suelo, entre astillas y charcos de aceite, sangraba y lloraba a moco tendido. Veía estrellitas que giraban a mi alrededor, y pajaritos piando, y, al voltearme, la ceniza estática del cigarrillo del italiano que, muerto de la risa, me ayudaba a incorporar. Patricio, fúrico, al constatarme vivo, sin esperar a que me levantara, casi me asesina. Si serás irresponsable, roblero. ¿Y ahora? ¿Dónde vas a conseguir las diez liras para pagar? Los otros compañeros ya no reían, contemplándome así maltrecho, con la frente empegostada de sangre, la nariz llena de mocos, los ojos llorosos, y regañado; se buscaban en los bolsillos a ver con cuánto podían contribuir para honrar la deuda, que deuda de juego es sagrada como sabe todo el mundo. Mario, así se llamaba el italiano, de hinojos a mi lado, sacó un pañuelo y lo usó como compresa. Ajeno a la reprimenda de Patricio, me observó con preocupación,

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con la ceniza equilibrista casi del largo del cigarrillo; palpándome el cuerpo para comprobar que no había huesos rotos, y estimar cuán profunda era la hendija en la frente. Pero todo fue más bulla que la cabuya. Sangre, sí. Y moco. Y lágrimas. Sólo eso. Me levanté aún mareado, apoyándome en el hombro del italiano, apretándome la herida con el pañuelo, y comencé a buscarme en la faltriquera a ver si completaba con lo que los muchachos me ofrecían. Los que estaban, digo: Mercedes, Chuíto, Licho, Luis Manuel, Hilario, Cruz, Moncho, Goyo, Perucho, Rafael, Nicasio, Lipe; que los otros cuatro - Miguel, Augusto, Cirilo y Luciano - aún no regresaban de despachar los camiones. Mario nos hacía señas negativas con los índices de ambas manos mientras iba a recoger la moto y estacionarla; y sacudía los brazos como diciendo que dejáramos eso así, que fue jugando, que él también tenía la culpa, que se le había olvidado darme el casco y los lentes, que lo del dinero no tenía importancia, que él se había divertido mucho, y que qué bueno que yo estaba bien y todo no fue más que un susto, y nos perdonó la deuda, y nos invitó a unas cervezas en un bar cercano. Una cantina de marineros y soldados con mesas de madera de embalaje y piso de tierra que olía a orines y sudor, como hedía todo en el puerto. Alzó el brazo y un hombrecito con apenas dos dientes en la boca nos trajo, de un solo tiro y sin azafate, tres botellas de cerveza y quince vasitos de vidrio grueso. Se fue después que el italiano le dio unas monedas y lo despidió con un ademán despectivo. ¡Vafanculo, vai! Mario aluzó los vasos, comprobó que estaban

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limpios, y sirvió en ellos la bebida con la maestría del conocedor, deslizando el líquido por las paredes para que no espumara demasiado o se derramara inútil sobre la mesa, y entendimos que había sido mesonero en un negocio de Palermo, Sicilia, su tierra natal. Lipe Suárez lo llamó tonto. Que si yo no me hubiese caído, le habríamos cobrado hasta el último céntimo, así hubiéramos tenido que meterlo preso. Él se carcajeaba. Simpático el italianito. Cuando supo que era mi cumpleaños, invitó otra ronda y algo para comer: unas aceitunas, unas almendras, pan con ajo, aceite de oliva y jamón. Lo habían destacado allí hacía poco y con frecuencia nos veía trabajando en el muelle, caleteando, despachando los camiones del ejército y sirviendo en el almacén, y tenía curiosidad por saber quiénes éramos, que de qué parte de España son los margariteños, que qué hacíamos ahí sin hablar ni italiano, ni francés, ni inglés, ni árabe, ni tigriña, ni tigré, ni dahlik, ni afar, ni beya, ni blin, ni saho, ni kunama, ni nara, que eran las lenguas que se oían por esas tierras. Pero no le dijimos. Ni siquiera le aclaramos que los margariteños no somos de España, como él creía, sino de la isla de Margarita, Estados Unidos de Venezuela, Suramérica. No ese día, por prudencia. Después sí, cuando amistamos. Él me enseñó a manejar la moto. Las veces que le tocaba ronda por los almacenes y sabía que no había ningún cabo o sargento o carabinieri cerca, o que ninguno de sus compañeros lo iba a chivatear. Cinco lecciones de veinte minutos cada una. Después me la prestaba para que paseara por los alrededores, sin alejarme mucho y sin hacer alboroto, para evitar

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problemas. Y, fíjate tú, cómo son las cosas, gracias a eso, poco menos de un año más tarde, terminé ganándome la vida y levantando una familia.

¡Cómo no vas a saber dónde está Massaua! En Eritrea. En África. En el Mar Rojo. En lo que llaman el cuerno africano. ¿Te ubicas? Es el puerto de aguas profundas de mayor importancia en la zona. Si traes un papel y un lápiz, te lo dibujo. Desciendes derechito hacia el sur, desde la costa este de Egipto. Pasas por Sudán, y llegas a Eritrea. Imagina un dragón que asoma la cabeza hacia el mar, y arribaste a tu destino. Esta línea semicóncava es la nuca. Sube y baja hasta la testera, con sus dos pequeños cachos, y cae por el hocico a las fosas nasales que es por donde el animal arroja los candelazos: el montón de islas próximas a sus riberas. Tiene la boca abierta. Entre sus fauces: la bahía. Arriba y abajo, dos penínsulas. La superior: Abd el Kader. La basal, la que sería la quijada: Gherar. Con todo y su barbilla hirsuta e irregular, como mal afeitada; o, también puede ser, copiosa baba que rezuma; porque el monstruo tiene hambre. A nivel del pecho escorzado, lanza su garra a las aguas: quiere atrapar a los botes o a las aves marinas que a puños se arremolinan en sus playas. Así se cierra una ensenada calma, casi rectangular, como una piscina. El brazo del dragón es un largo puente de concreto con amplias calzadas que une la costa con el pulgar, la isla de Taulud, y de allí otro puente más corto la engarza con la palma abierta de perfil: la Isla de Massaua, donde originalmente se fundó la ciudad. Y muelles por todas partes, y dársenas, y atracaderos, y

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espigones. Muy activo. Con una algarada que no cesa ni de día ni de noche. Y si crees que Margarita es caliente, no has visto llaga: pura peladura. Massaua es de los sitios más ardientes de toda la bolita Tierra: cuarenta a cincuenta grados a la sombra. Pertenecía al Reino de Italia desde 1885. Mucho tiempo atrás, había sido colonia de Portugal y, de seguidas, parte del Imperio Otomano. Tras casi 300 años de ocupación, los turcos se la transfirieron a los egipcios, manteniendo, tú sabes, el control, que Egipto estuvo bajo la égida de Turquía hasta 1882, año en que los británicos invadieron Alejandría so pretexto de aplacar una revuelta anti-europea y cobrar sus deudas, y se quedaron “protegiendo” a Egipto hasta 1922. Según afirmaba Hilario Brito - que era galeronista de afición y, para poder competir exitosamente en esas artes, tenía que leer mucho y saber de cuanta cosa existe -, Italia, desde que se unificó en 1861, estaba ávida por tener una colonia. Y es que cualquier país europeo que se respetara tenía las suyas. España, por todas partes. Portugal, por supuesto. Alemania y los austro-húngaros, también. Los turcos, ni se diga. Francia, como arroz picado. En el Imperio Británico nunca se ponía el sol. Hasta Bélgica, Rusia y Holanda poseían. La pobre Italia, qué va. Eso era vergonzoso. ¿Cómo podía influir en la política mundial sin presencia más allá del Mediterráneo? Comenzaron por adquirir, en 1870, un puertico al sur del Mar Rojo: Assab. Un lugar inhóspito y estéril que la Sociedad Rugantino de Navegación usó como punto de reabastecimiento de carbón para sus barcos y de base para las caravanas de intercambio comercial con Etiopía. Les costó 6.000 florines austríacos; me figuro que cada uno de

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ellos con la efigie de Francisco José Primero estampada en el anverso - nos decía Hilario, poniéndose altanero y de perfil, como si él fuera la imagen del emperador en la moneda -. Para custodiar al puerto, enviaron cuatro carabinieris. Así de grande era la posesión. Chiquitica. Pero el camino más largo empieza con el primer paso. Durante los tres años siguientes, el ejército anglo-egipcio estuvo inmerso en aplacar una revuelta por los alrededores de Sudán, dirigida por un tal Mohamed Ahmed, llamado “El Mahdi”. Un islamita radical que se autodefinía “El enviado de Mahoma”, obseso en acabar con cuanto infiel se encontrase en el camino y liberar a su tierra de extranjeros - fuesen turcos, franceses, alemanes, ingleses, egipcios o marcianos -. Por cierto, dicen que este hombre era custodiado por un exclusivo grupo de “Derviches Giradores” que danzaban a su alrededor, rotando sobre ellos mismos, defendiéndolo noche y día con terribles y certeras cimitarras. Imagínate, ese pobre señor “El Mahdi” estaría mareado de tanto ver a ese gentío dando volteretas sin parar en torno suyo. Y debe ser verdad que lo protegían: en ninguna batalla padeció herida alguna, y ningún complot para asesinarlo logró su objetivo. Terminó muriendo de tifus en la tranquilidad de su cama en el palacio de Jartum. Pero bueno, esa es otra historia. El hecho es que, en ese zaperoco, Francia aprovechó para ampliar sus territorios africanos, apropiándose de Obock y varias localidades en el Golfo de Tajura, la esencia de lo que después sería la Somalia Francesa. Inglaterra, preocupada por la expansión de su principal competidor comercial, para frenarlo, alentó a Italia a tomar presencia en el Mar Rojo. Otros dicen que no. Que fue una viveza de los

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italianos. Que Francia estaba ocupadísima atendiendo un problema en China, y los Ingleses de lleno en Sudán, donde la gente de “El Mahdi” había matado al gobernador británico, general Charles George Gordon, arrancándole la cabeza, luciéndola en procesión por toda Jartum, pateando y acribillando a punta de lanza el cuerpo desmembrado; y ese crimen merecía una venganza ejemplar. Si fue así o asá, no importa; igualito Italia se adueñó de Massaua sin echar un tiro. En febrero de 1885, el coronel Tancredi Saletta viajaba hacia Assab y, en el trayecto, recibió órdenes de cambiar la ruta y ocupar Massaua. Al hombre no le gustó la idea. Carecía de las cartas de navegación de la zona - tan llena de bajos de arena y coral - y no contaba con soporte de artillería. Si el ejército egipcio, bien apertrechado y con cañones Krupp, no los recibía con cordialidad, quedaban destrozados. Mas, órdenes son órdenes, y hay que tragar grueso y ejecutar, ¿no es así? Para su contento, no encontró oposición alguna. Hay quienes señalan que el suspiro de alivio que soltó fue de tal talante que se escuchó en toda la ribera oriental de África, y provocó que la temporada de tifones se adelantara en el Mar del Japón, y hubiese naufragios en Australia. Lo cierto es que ocupó el puerto y se estableció en sus playas de lo más tranquilo con mil quinientos hombres. Los egipcios, con el apoyo de los turcos, protestaron ante Europa. La respuesta: ¿Massaua? ¿Massaua? ¿Cómo se come eso? Y, nada pasó. A la semana llegaron otros mil soldados; y en menos de tres meses, Italia ocupaba toda la línea de la costa, desde Massaua hasta Assab. Tú sabes, en río revuelto, ganancia de pescadores.

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Inicialmente, el territorio italiano en África era sólo esa escueta franja árida que, a no ser por la sal, carecía de riquezas naturales y de cuanto es necesario para vivir apropiadamente, incluyendo alimentos y materiales para la construcción, que era menester importar desde Italia. Poco a poco fueron expandiéndolo hacia el interior, hacia los valles y montañas, ampliando sus fronteras con acuerdos e invasiones, enviándole más tropas e inmigrantes desde la península, hasta constituir una primera gran colonia que llamaron Eritrea. Desde allí también ocuparon parte de Somalia y, a finales de los mil ochocientos, siempre buscando extender su presencia en el África Oriental, por las buenas o por las malas, tuvieron una fuerte confrontación con el país vecino, Abisinia, y salieron con las tablas en la cabeza. Como la ambición no tiene límites, y la suerte premia a la constancia, en 1912 se adueñaron de Libia; y en 1915 se metieron de lleno en la Gran Guerra, aliados con Francia e Inglaterra, bajo la promesa de recibir tras la victoria, a cambio de su apoyo efectivo, parte de los territorios alemanes y austro-húngaros en África. Pero ahí no les cumplieron. Al llegar nosotros, en enero del 35, entre administradores y soldados, sólo unos cuatro o cinco mil italianos vivían en Eritrea; y lo que más se comentaba con orgullo y múltiples detalles era del amarizaje, la mañana del 19 de octubre de 1934, del hidroavión de ala triseccionada Cant Z. 501, tripulado por Mario Stoppani y Conrandino Corrado, que, al cubrir en veintiséis horas y media, y sin escalas, los cuatro mil ciento cuarenta y dos kilómetros que separan a Monfalcone, Trieste, de Massaua, estableció un nuevo record de distancia para

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esa clase de aeronaves, otorgándole gloria y prestigio a la aviación italiana. También, como si fuera noticia fresca, se hablaba de la visita de siete días que dispensó el rey Víctor Manuel Tercero en octubre del 32. De la ofrenda floral que tan conmovedoramente hizo en el Monumento de los Caídos en la Guerra y, en el cementerio, ante la Tumba de los Muertos de Adua; así como de la inauguración de la vía férrea en Agordat, que presidió, y de su viaje a Asmara, la capital, donde recorrió las plantaciones de café. Al puerto apenas arribaban dos correos mensuales desde Italia, un par de barcos griegos o británicos de cabotaje, uno que otro vapor japonés que cargaba sal para las Indias, y algunos veleros que traficaban con Arabia. Pero, aprovechando que el negu de Abisinia, Hailé Selassié – “El Poder de la Santísima Trinidad” en su idioma -, un cristiano copto que se decía descendiente directo del rey Salomón y la reina de Saba, había estado importando una cantidad cuantiosa de armamento, y apostó en la frontera algo así como cuarenta mil tigriñas, ochenta mil amharas y otro tanto de ahoanos; el Reino de Italia se había apresurado a traer tropas y obreros, al punto que, ya en febrero del mismo año de nuestro arribo, la historia era otra, y más de cien mil italianos estaban radicados en Eritrea; y se invertían sus buenos reales para construir nuevas rutas de ferrocarriles y el teleférico Massaua – Asmara; y más carreteras y acueductos, y proveer a la región de luz eléctrica y teléfono y cable; y tenían una red de almacenes de suministro desde la costa hasta el valle y las montañas; y granjas de cabras y ovejas; y el puerto estaba nuevecito y a todo meter, con tan sólo cinco años de haber sido refaccionado y reinaugurado, tras la destrucción que había sufrido durante el terremoto

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del 21. Y es que Benito Mussolini, Primer Ministro de Italia, tenía la idea de llevar la civilización adonde imperaba la salvaje naturaleza, aportando progreso y modernidad a los más apartados rincones del planeta, donde sólo habían materias primas y riquezas sin valor hasta que la mano del europeo las tocase - o al menos eso era lo que sugería en su propaganda-, y Massaua era la cabeza de playa fundamental para desarrollar sus planes. Si un día cualquiera te asomabas al puerto, y dabas una rápida ojeada a los vapores y cargueros y paquebotes que desde Nápoles llegaban a diario saturando los muelles y desperfilando el horizonte; y a la cantidad de camiones, y carros de asalto, y tanques, y metralletas, y municiones de todo calibre, y aviones para ensamblar, y paracaídas, y fusiles, y pistolas, y granadas, y explosivos, y caballos, y mulas, y arreos, y heno, y paja, y maquinaria, y conservas enlatadas, y combustible, y asfalto, y alambre, y espino, y bebidas de diversas clases, y medicinas, y tiendas de campaña, y camas de lona, y cigarrillos, y herramientas, y uniformes, y enfermeras, y médicos, y técnicos, y oficiales, y bersaglieris, y marineros, y carabinieris, y alpinis, y obreros y tropas que desembarcaban a montón; no tenías que ser muy avispado para concluir que Italia se aprestaba, con entusiasmo y desvergüenza, no sólo a disuadir a Hailé Selassié y convencerlo de que se quedara tranquilito en su casa luciendo sus ya famosas batolas negras, sino a llevarle la civilización y el progreso a la Abisinia, el único país independiente del África, al que le tenía ganas desde aquellos primeros pasos coloniales. Por eso Mario estaba allí. Cumpliendo el servicio militar. Dispuesto, como comentaba con orgullo y altanería - entre cerveza y cerveza, preservando intacta

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la ceniza del cigarro -, a derramar la sangre por el engrandecimiento de su patria, y salvar de ellos mismos a esos pobres negritos africanos tan necesitados de todo.