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maqueta historia de córdoba

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José Manuel VENTURA ROJAS: Historia ilustrada de Córdoba, Almuzara, Córdoba, 2005.

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JOSÉ MANUEL VENTURA

HISTORIAILUSTRADAD E C Ó R D O B A

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JOSÉ MANUEL VENTURA

HISTORIAILUSTRADAD E C Ó R D O B A

© José Manuel Ventura Rojas, 2004© Editorial Almuzara, s.l., 2004

Reservados todos los derechos. “No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright”

Editorial AlmuzaraColección Andalucía

Director editorial: Antonio E. Cuesta López

Fotografía: José Carlos NievasDiseño y preimpresión: TalenbookImprime: Proyectos GasmathCórdoba (España)I.S.B.N. 84-96416-12-7Depósito Legal: CO-1432-04

www.editorialalmuzara.com - [email protected]

DICIEMBRE, 2004

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n el mundo intelectual la pluralidad y la diversidad suelen identifi carse con la riqueza. Pero la reconstrucción del pasa-do de Córdoba hecha en estas páginas no es una más. Es la

caracterización de su fi sonomía urbanística debida a un profesional. Desde el inicio de la obra resulta, así, ostensible el afán de síntesis de unos procesos socioculturales trazados con tanta puntualidad informativa como rigor analítico. El intimidatorio desafío de captar en muy reducido número de páginas la evolución de una de las ciudades de mayor densidad espiritual de todo el Occidente aparece envidiablemente superado por el autor. La armonía, el equilibrio en el estudio de los distintos capítulos de la andadura de la que fuera durante casi una centuria capital de un Estado de estatuto y rango semiimperiales, presiden todo el quehacer de José Manuel Ventura Rojas, sorteando con éxito los peligros del especialismo así como los del anecdotismo fácil.

Todo se ofrece, pues, en esta versión de la milenaria trayectoria cordobesa como sustancia vivifi cante de un legado civilizador de orden superior y, en algún momento, casi único. Tal labor, ya se entiende, sólo resulta hacedera a plumas como la de José Manuel Ventura, abastadas de saberes bien asimilados y dotes literarias descollantes. Ninguno de los lectores de la obra que ahora em-prende su aventura dejará de comprobarlo.

La fl amante editorial Almuzara, de tan loable ambición an-daluza, hace, pues, con la publicación de la obra, una sólida apuesta por una historia de Andalucía en que la socialización de su conocimiento se acometa desde el enfoque más exigente y la sensibilidad más tremante.

José Manuel Cuenca Toribio

Córdoba, 6 de junio de 2004

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DE LA PREHISTORIA A LA CÓRDOBA ROMANA Y VISIGODA

VESTIGIOS DE LA CÓRDOBA PRERROMANA

emontarse a los orígenes de la ciudad de Córdoba su-pone entrar en un terreno que se pierde en las brumas del pasado. Los restos materiales prehistóricos hasta

ahora encontrados en la comarca circundante nos dan una idea aproximada de la antigüedad de la presencia humana en la región. Seguramente no alcanzan a dibujar completamente toda la complejidad de la vida de los hombres de la época. La lejanía en el tiempo, el nomadismo y los cambios climáticos del período, así como la fragilidad de los restos de su cultura material contribuyen a difi cultar la labor de los investigadores. Ello no quiere decir que la provincia sea pobre en hallazgos paleolíticos. Baste con señalar que uno de sus vestigios humanos más antiguos se halló en las cercanías de la ciudad, en el arrollo del Tamujar, junto a Alcolea. Hablamos del cráneo del que en su día se llamó, entusiástica y algo ingenuamente homo fosilis cordubensis, perteneciente a un Neandertal y que debe datar del período post-musteriense (en torno al 32.000 antes de Cristo, para fechas tan remotas nos moveremos entre aproximaciones). Los materiales hallados en un estrato más superfi cial del yaci-miento atestiguan que, en el tránsito hacia el Epipaleolítico y el Neolítico (VI-IV milenios a. C.) se establecieron campamentos cada vez más prolongados en la zona.

Todos los autores coinciden en señalar el origen de esa presen-cia humana tan temprana debido a la estratégica situación de la

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actual ciudad: junto a un río importante como el Guadalquivir, en un punto fácilmente vadeable de su curso medio, y a caballo entre los recursos que podían ofrecer la campiña y Sierra Morena, que cada vez se harían más atractivos a medida que se fueron desarrollando las actividades agrarias y la metalurgia. Por ello, el núcleo allí fundado tuvo garantizada su continuidad.

La fecha más segura para la fundación del primer asentamiento defi nitivo en el territorio que ocupa hoy Córdoba capital se sitúa a me-diados del III milenio a. C., en pleno período Calcolítico. Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo entre mediados de la década de los 60 y los 70 del siglo XX nos han mostrado que esta fundación tuvo su emplazamiento en la zona denominada «Colina de Quemados», hoy ocupada por el Parque Cruz Conde: una elevación del terreno de entre 15 y 20 metros de altura (actualmente menos perceptible por la urbanización) y que discurre paralela a la orilla del río, en sentido Noreste-Suroeste, con aproximadamente kilómetro y medio de longi-tud, aunque el asentamiento ni mucho menos ocupaba toda aquella extensión. El nivel más antiguo (de los 18 que se han excavado) muestra un poblado formado por reducidas aglomera-ciones de cabañas hechas con ramaje, adobes y zócalos de piedra y una cerámica bastante pobre, hecha a mano, típica de una comunidad cuya economía era esencialmente agropecuaria. Pero la ya mencionada ventajosa situación, en un punto desde el cual era fácil defenderse y controlar el territorio y un importante nudo de comunicación, iba a favorecer su desarrollo

posterior, recibiendo además infl uencias externas: durante el II milenio a. C., el ámbito andaluz vivió manifestaciones culturales tan singulares como el megalitismo, la cultura del «vaso campaniforme» o los poblados metalúrgicos argáricos, conviviendo gentes dedicadas a la agricultura y ganadería y a la explotación de los metales.

En el período del Bronce Final o precolonial de Tartessos (1100-750 a. C.) debió ir desarrollándose el asentamiento cordobés, al cobrar cada vez mayor importancia la explotación minera de la zona. La metalurgia del hierro, que comenzaba a darse en el Mediterráneo oriental, aún tardaría en llegar al oeste. Poco a poco, los poblados como el de Colina de Que-mados fueron estableciendo contactos y recibiendo infl uen-cias de otros núcleos habitados que proliferaban en torno al curso bajo del Guadalquivir (Carmona, El Carambolo, Cerro Macareno, Cabezo de San Pedro, La Joya, Niebla, en las ac-tuales provincias de Sevilla y Huelva). En esta última zona se encontraba Tartessos, considerado el más culto y desarrollado de los pueblos ibéricos y que, según parece, contaba con una monarquía que alcanzó un dominio e infl uencia más o menos extensos sobre el Sur de la Península Ibérica. De su poder y su fama nos han llegado retazos en forma de diversos restos arqueológicos e historias semilegendarias recogidas por autores grecorromanos posteriores.

A partir del 750 a. C., continuó el crecimiento de los nú-cleos de población campiñeses y se fue haciendo cada vez más presente la infl uencia semita y, en general, del Mediterráneo oriental. Este Período Orientalizante (siglos VIII-VI a. C.) se caracterizó por el desarrollo material debido, en buena medida, a las aportaciones que fundamentalmente los fenicios introdujeron de modo gradual en el ámbito andaluz, fruto de los intercambios comerciales y culturales con los tartesios y el resto de poblaciones de la zona. La presencia griega (sobre todo focense) fue más limitada, reducida y tardía, haciéndose visible a partir de la primera mitad del siglo VI a. C. Aparte

“...Córdoba, ciudad famosa,madre de famosos hijos,

de Sénecas y de Lucanos,capitanes y caudillos,

fue del romano Marceloilustre y claro edifi cio,por lo fértil del terreno

y lo admirable del sitio.”

Juan Rufo,

Romance de los Comendadores

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debe mencionarse también la infl uencia indoeuropea, prove-niente del norte peninsular, de comunidades célticas.

Este infl ujo orientalizante fue decisivo para la transfor-mación de aquella sociedad hacia una mayor diversifi cación económica. Se cree que los fenicios pudieron introducir el cultivo del olivo (tan importante para el futuro de la región), pero es una hipótesis no confi rmada. Lo que sí resulta evi-dente es que dicha práctica vino a enriquecer las actividades agrarias indígenas tradicionales: sobre todo el pastoreo y la apicultura. Además, la acumulación de riquezas en manos de las élites tartesias se tradujo en la proliferación de monu-mentos y objetos de lujo, símbolo de su poder y prestigio.

Los tesoros de la Aliseda (Cáceres) y el Carambolo (Sevilla) son los máximos exponentes de ello. Pero en el territorio de la actual provincia de Córdoba apenas hay vestigios de esos productos suntuarios, fruto de la explotación de los recursos del territorio y del comercio. No sabemos si no ha habido suerte en las excavaciones o, más probablemente, se deba a que no vivía allí una aristocracia tan importante como la de la zona onubense y del Bajo Guadalquivir (que demandaba y podía permitirse lucir dichas riquezas). Lo que sí está claro es que se incrementó la actividad minera, cuya producción se destinaba al comercio con los mercaderes fenicios. Desconoce-mos hasta qué punto este desarrollo fue iniciado por aquellos

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colonizadores o por tecnología e ideas autóctonas. Oro, plata y cobre eran los productos fundamentales, extraídos de las minas situadas en torno a Cerro Muriano, pero también de yacimientos más adentrados en el corazón de Sierra Morena. Los minerales en bruto, despojados de impurezas, serían trans-portados a lomos de caballerías hasta el poblado de Colina de Quemados, y allí, parte del mineral era fundido en lingotes para transportarlo por el río hasta los talleres especializados del bajo Guadalquivir. No parece que hubiera entonces una elaboración de objetos metálicos manufacturados en la anti-gua Córdoba. Sí atestiguan las fuentes que el bronce tartésico era muy apreciado: mezcla del mencionado cobre autóctono y el estaño traído de lugares tan remotos como las Islas Casi-térides, actual Gran Bretaña. El transporte marítimo y fl uvial abarataba los costos y permitía aquel tráfi co, que resultaba más pesado y de menor volumen si procedía de yacimientos demasiado adentrados en el interior del continente.

Las aportaciones orientales en la zona cordobesa también se notaron en otras aplicaciones prácticas. Se introdujo el

uso del torno rápido de alfarero, aunque lentamente, pues pervivió durante cierto tiempo la cerámica nativa hecha a mano. En el nivel 12 de Colina de Quemados (siglo VII a. C.) comenzaron a aparecer las importaciones de infl uencia semita. Y en el siguiente se hizo defi nitiva la introducción de la cerámica a torno, encontrándose magnífi cos objetos junto a imitaciones de peor clase hechas por artesanos locales. Mas en el estrato 10 (siglo VI a. C.) puede hablarse de una «fase orientalizante local» en la que se confunden importaciones con creaciones autóctonas, evolucionadas hasta tal punto que habían mimetizado perfectamente el estilo extranjero, haciéndose prácticamente imposible, o casi, distinguirlas.

La construcción de viviendas mejoró en el siglo VI a. C., consolidándose las plantas rectangulares o cuadradas sobre las circulares y haciéndose paredes más sólidas, con peque-ños cimientos y pavimentos más esmerados. También se desarrollaron de modo destacable las murallas en los oppida o ciudades fortifi cadas, siendo buen ejemplo Ategua, antigua localidad emplazada cerca del actual pueblo de Santa Cruz, en la campiña cordobesa. En aquel yacimiento se han localizado

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hallazgos importantes, destacando una estela perteneciente a la categoría denominada «de guerreros» (siglos VIII-VI a. C., conservada hoy en el Museo Arqueológico de Córdoba). Representa esquemáticamente a un soldado de cierta impor-tancia con sus armas y un carro, en lo que podría ser una ceremonia de inhumación. Esta manifestación, junto con lo ya dicho, nos informa de la progresiva infi ltración, y no invasión, de grupos extranjeros, cuya presencia desentonan frente al ambiente pacífi co de las manifestaciones artísticas del ámbito ibérico de la época. Quizá aquellos individuos llegaron y ejercieron como mercenarios para defender a las poblaciones tartesias o a quienes con ellos comerciaban. Su origen es más probable que fuese del Mediterráneo oriental en este caso, pues los detalles de su armamento son más propios de aquel ámbito que del indoeuropeo.

En la segunda mitad del s. VI a. C., tuvo lugar una crisis socioeconómica en la zona onubense y el Bajo Guadalquivir que afectó en mucha menor medida a la antigua Córdoba. En torno al 500 a. C. el imperio tartésico experimentó un colapso, visible en la súbita desaparición de sus riquezas, pero dejó una huella cultural imborrable que recogerían las leyendas, y en cierta medida sus herederos los turdetanos. Aquel ocaso pudo deberse al establecimiento por parte de los griegos de rutas alternativas a través del Ródano y su colonia de Massalia (Marsella) para comerciar con el estaño del Norte de Europa, y por otro, a la crisis de las metrópolis fenicias, en la costa de Palestina y Líbano, que estaban siendo conquistadas por el imperio babilonio de Nabucodonosor. Los cartagineses, antigua colonia fenicia, se encargaron en adelante de tomar el relevo.

Como podemos apreciar, desde sus inicios el asentamiento cordobés, a pesar de su modestia, estuvo situado junto a las corrientes de cambio de la historia, en una encrucijada desde la cual pudo ir recibiendo las novedades de todo el Mediterrá-neo, bullente crisol de diversas culturas cuyas infl uencias iban a enriquecer el futuro de la ciudad. Durante los siglos V y IV a. C. se sitúa el período álgido de importaciones de cerámicas griegas en el mundo ibérico, sobre todo del famoso tipo de fi guras rojas. Colina de Quemados es uno de los yacimientos donde se han localizado. Además, se encuentran indicios de la llegada de pueblos célticos, procedentes del Norte, a la zona andaluza. Y cada vez está más probada la labor de mejora de la infraestructura agrícola meridional por parte de los cartagineses, potenciada aún más por los romanos cuando se asentaron en Hispania.

Hasta la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.) los cartagineses se habían limitado a establecer contactos comer-ciales en los puertos de la costa andaluza y levantina. Pero tiempo después del confl icto decidieron ocupar el interior para explotar mejor sus riquezas. Amílcar, al mando de la

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expedición que desembarcó en Gades en el 237 a. C., pensó que sería fácil por la división de tribus, pero el avance por el valle del Guadalquivir no fue tan rápido como se esperaba por la resistencia turdetana. Las luchas entre Roma y Cartago por la hegemonía del Mediterráneo llevaron a ambas potencias a la Península Ibérica, que fue sede de algunos de los episodios más importantes de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a. C.). Su resultado, a favor de la primera, selló el futuro del territorio y, en concreto, de la evolución de la ciudad que nos ocupa. Conviene recordar estas motivaciones de la presencia romana en Hispania para comprender la importancia que

aquel territorio, y en concreto Corduba, tuvieron para el im-perio de la Loba, y, a su vez, valorar igualmente el impacto de la cultura latina en el solar hispano. Roma ya no abando-naría el territorio una vez expulsados sus enemigos al fi nal de la Segunda Guerra Púnica. Primero por razones de índole estratégica, pero también porque fue dándose cada vez más cuenta de la riqueza y variedad de recursos que albergaban aquellas tierras.

La Corduba indígena prerromana no aparece prácticamente en las fuentes antes de la fundación llevada a cabo por Clau-dio Marcelo, que veremos en el siguiente apartado. Por ello y

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por los vestigios arqueológicos, suponemos que hasta después de la conquista romana, la Córdoba Turdetana no tuvo mucha im-portancia, y probablemente dependía de otra ciudad más importante, como Carmo (Carmona).

CO N Q U I S TA RO M A N A Y CO R D U B A D E L PERÍODO REPUBLICANO

El terreno infi rme de la escasez de testi-monios y las hipótesis aún por confi rmar es el que continuaremos pisando en el presente apartado. La destrucción que sufrió la urbe a fi nes de este período acentúa la limitación de los vestigios materiales que han llegado hasta nosotros de esa primera época de presencia romana (218-45 a. C.). Añádase a ello la irre-gularidad y ambigüedad de los testimonios escritos con los que contamos que aluden a la ciudad, exclusivamente greco-latinos.

Claudio Marcelo es el primer personaje conocido asociado a Córdoba, ya que puede considerarse su probable fundador. Perte-neciente a una familia romana de prestigio militar (era nieto del conquistador de Sira-cusa en la Segunda Guerra Púnica), ejerció las dos preturas hispánicas en 169 a. C. En el 152 a. C., habiendo sido elegido cónsul por tercera vez, volvió a Hispania para apaciguar una rebelión celtíbera. Ambas fechas cuentan con argumentos de cierto peso en su favor, pero sigue sin haber una respuesta defi nitiva sobre cual de ellas vio el nacimiento de la urbe. No parece probable que hasta la visita

de Claudio Marcelo hubiera un asentamiento romano fi jo, ya que ni los colonizadores latinos se atrevían a establecerse tan al norte, ni las legiones contaban con campamentos permanentes, sino que se iban desplazando estacionalmente y según lo requiriesen las necesidades militares de cada mo-mento y lugar. Estrabón atribuyó al personaje la «fundación» de la urbe (utilizó un término bastante ambiguo para referirse a ello) y afi rmó que fue la primera «colonia» del territorio, aunque no está muy claro de qué tipo (latina más probable que romana). Además, según parece, la ciudad fue poblada desde un principio con un contingente mixto de indígenas (elegidos de entre los más notables) y latinos-romanos, y constituyó uno de los primeros conventus civium romanorum (reunión político administrativa de ciudadanos romanos del lugar), según las fuentes cesarianas, mas no conocemos ver-daderamente cuando tuvo lugar la concesión.

Suponemos que durante cierto tiempo coexistieron el po-blado de Colina de Quemados y la nueva Corduba fundada

[EL NOMBRE DE CORDUBA]

Precisamente iba a ser el nombre indígena el elegido

por los romanos para su nue-va fundación. Se supone que Corduba es una designación

de origen ibero-turdetano. El sufi jo “-uba” era típico

de ciudades meridionales. Y “Cord-” tal vez relativo al río

Guadalquivir (Certis según Tito Livio, Baetis o Betis en

latín), o forma alternativa de “Tord-” o “Turd-”. Sería,

pues, aproximadamente algo así como “ciudad del

Guadalquivir” o “ciudad de los turdetanos”. Pero como ya hemos dicho, se trata de

especulaciones no probadas.

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por los romanos, en régimen de lo que suele llamarse dípolis. Pero, con el paso del tiempo, el antiguo núcleo iría siendo abandonado hasta desaparecer, acontecimiento que debió desarrollarse en el tránsito del siglo II al I a. C. A partir de esa época, el aspecto más bien modesto de la urbe romana fue cambiando hacia un engrandecimiento y ennoblecimiento de sus elementos y su imagen. Las construcciones de adobe, ladrillo y madera cedieron paso a la piedra, aunque el periodo de mayor monumentalidad no llegaría hasta el siglo I d. C.

La investigación arqueológica, especialmente en los últi-mos años (gracias a los trabajos conjuntos de especialistas de la Universidad de Córdoba), nos ha revelado nuevos datos para tratar de reconstruir la morfología de Corduba, aunque como ya hemos dicho, las destrucciones del fi nal del período republicano mermaron los vestigios con los que contamos, más abundantes durante la época altoimperial. Para el asen-tamiento de la nueva ciudad se eligió otra pequeña colina (o más bien terraza cercana al río), de forma que se pudiera controlar el territorio circundante y el tránsito entre la sierra y los vados del Guadalquivir. La planta urbana presentaba una forma hexagonal, por las mencionadas necesidades de adaptarse a las irregularidades del terreno. Su perímetro era de más de dos kilómetros y medio, y su superfi cie de unas 47 hectáreas. Parece que la ciudad nació con el carácter de asentamiento fortifi cado o propugnaculum, con un trazado similar al de otras fundaciones romanas en Hispania. Sus murallas discurrían: al norte, en la línea de la actual aveni-da de Ronda de los Tejares, con un ligero quiebro desde la Puerta de Osario hasta la del Rincón; al oeste, a lo largo de la hoy llamada avenida de la Victoria, hasta el número 49 (ligeramente al sur de la entrada a la calle Lope de Hoces); al sur (el tramo menos conocido), desde el mentado punto hasta los Altos de Santa Ana y de allí a la confl uencia de las calles Diario Córdoba y San Fernando (formando este lado un ángulo similar al del lienzo norte, a lo largo del borde

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de la terraza en que se asentaba la urbe); y al oeste, desde la Puerta del Rincón, por las calles Alfaros, Capitulares y Diario Córdoba. Este perímetro estaba formado por unos sistemas defensivos que fueron perfeccionándose poco a poco. Cons-taban de un doble muro: el exterior de una anchura de 2 a 3 metros, construido con grandes bloques de piedra calcarenita, y el muro interior, más bajo y estrecho (entre 0,60 y 1,20 metros) y de aparejo más irregular. Entre ambos se situaba un espacio (agger) de unos 6 metros, que estaría relleno de mampostería, cantos rodados y similares, formándose un camino elevado e inclinado a la parte interior. Estas defensas, de unos 10 metros de anchura (entre muros y agger) se com-plementaban al norte-noroeste, más expuesto al encontrarse

en llano, por un foso artifi cial de 15 metros de anchura y 4 de profundidad. En la zona occidental el problema quedaba resuelto por haberse construido la muralla siguiendo el curso del arroyo del Moro. Mientras que los lienzos meridional y oriental quedaban ya bien defendidos sobre las elevaciones del terreno notablemente más pronunciadas en aquellos lu-gares (aún constatables en las cuestas que describen las calles que se dirigen desde los altos de Santa Ana a la Ribera). Se han encontrado además tres torres, dos de las cuales eran de planta semicircular, y una cuadrada (esta última parece pos-terior). Las puertas de la muralla debieron situarse: al norte en la actual Puerta de Osario, al este en la de Roma o Puerta de Hierro (llamada entonces Porta Praetoria, en la plaza del

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Salvador); al oeste en la de Gallegos (Porta Decumana) y al sur, no bien localizada, en la confl uencia de las calles Ángel de Saavedra y Blanco Belmonte.

En su interior la ciudad se organizaba con un trazado más o menos regularizado, estructurado, como solía ser en el ámbito romano, por dos calles principales que se cruzaban perpendi-cularmente en el centro del polígono: Cardo Maximus o eje norte-sur y Decumanus Maximus en dirección este-oeste. A partir de aquellas se orientaban calles secundarias, cardines y decumani, formando manzanas cuadradas o rectangulares, según los casos. Por supuesto que estos postulados teóricos tenían que adaptarse luego a las condiciones prácticas de cada solar. En Corduba el Cardo Maximus se localizaba junto al discurrir de las actuales calles Osario y Ramírez de Arellano, pasando por la actual plaza de las Tendillas hasta el fi nal de Ángel de Saavedra. Por su parte, como en otros casos, no existía un Decumanus Maximus, sino dos decumani, cuyo trazado no estaba alineado (como tampoco las puertas en las que desembocaban), sino que discurrían en paralelo: el de la zona oriental, por la actual calle Alfonso XIII; y el occidental ligeramente al norte de las calles Gondomar y Concepción. La pavimentación de la red viaria no debió acometerse hasta la primera mitad del siglo I a. C.

Como en toda ciudad romana, el foro era el centro de la vida pública, plaza con edifi cios destinados a asuntos políticos, administrativos y religiosos. Su emplazamiento en Corduba parece localizarse en la zona en torno a la confl uencia de las actuales calles Cruz Conde y Góngora. Asimismo, bajo la actual iglesia de San Miguel pudo haberse ubicado el templo principal de la colonia. Una anécdota recogida por Cicerón sobre L. Calpurnio Pisón, pretor de la provincia Hispania Ul-terior entre el 113 y 112 a. C. cuenta cómo aquel, estando una vez impartiendo justicia en el foro de Corduba y habiéndose roto su anillo, mandó llamar a un orífi ce para recomponer la pieza en el mismo lugar y a la vista de todos. A partir del

relato constatamos, pues, que existía ya el foro (aunque ni las fuentes literarias ni la arqueología nos dicen mucho de su as-pecto), el asentamiento en la ciudad de un tribunal del pretor y la existencia de una artesanía orfebre local. Una actividad esta última que en Córdoba registra una extensa tradición hasta nuestros días. Otro hecho curioso a este respecto es la acuñación de una serie de monedas con el nombre de la urbe, en el paso del siglo II al I a. C..

Tanto la ciudad como en general la Península Ibérica co-braron cada vez mayor importancia. En Hispania numerosos patricios romanos desarrollaron su carrera política a través de los cargos desempeñados en la provincia, y labraron sus fortunas explotando los recursos del territorio. Para ello, un elemento importante fue el apoyo de aliados o redes cliente-lares indígenas de cierto poder, cuyo alto status debían, a su vez, a su cooperación con los conquistadores. La cultura y usos de estos últimos iba extendiéndose con el llamado proceso de «romanización». Por todo ello no es extraño que, cuando la república romana entró en crisis, fuese uno de los escenarios decisivos de las guerras civiles que se desencadenaron, y más concretamente Corduba.

Ya durante la fase de penetración en la Hispania interior y sometimiento de las tribus de la Meseta, la ciudad se había convertido en un enclave estratégico, punto de apoyo en la retaguardia para las legiones. Según cuenta el borroso testi-monio de cierta fuente, Viriato trató de sitiar Corduba en torno al 143-141 a. C.

En el período de crisis de la República, en las guerras entre el bando de los senadores conservadores y el de los demócratas partidarios de Sertorio y su legado Hirtuleyo, herederos de los ideales de Mario y Cinna (80-71 a. C.), Quinto Cecilio Metelo, quien luchaba contra los segundos, debió establecer sus cuarteles de invierno en Corduba. Ser-torio llegó a amenazar Ucubi (Espejo), pero las operaciones militares se desarrollaron fundamentalmente en Lusitania y

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Celtiberia, quedando Corduba a salvo de las secuelas de la confrontación. No obstante, durante una de las invernadas de Metelo con sus legiones (hacia el 76 a. C.), cuentan el his-toriador Salustio y otras fuentes que se produjo un terremoto en la ciudad, de severas consecuencias por la mortandad y destrucciones materiales.

La zona de lo que posteriormente sería la provincia Bética fue un territorio adicto a la causa de los generales senatoriales (Metelo y Pompeyo) quienes, según testimonio de Cicerón, contaron ya en Corduba con un círculo de poetas locales que celebraron sus hazañas en un latín de peculiar pronunciación (persistente en época de Adriano, uno de los emperadores hispanos, cuando el acento de uno de sus discursos provocó las risas de los senadores). En el 74 a. C. Metelo fue recibido entusiástica y lujosamente en la ciudad por su victoria sobre los sertorianos.

Durante el conflicto entre cesarianos y pompeyanos, ambos bandos tuvieron apoyos en la ciudad y el resto de la provincia. Julio César ya había sido cuestor de la Ulterior en el 69-68 a. C. y propretor entre el 61-60 a. C. y aprovechó aquellas estancias para establecer lazos de amistad y buscar apoyos políticos y económicos en las aristocracias de Gades (los Balbos) y de Corduba (según testimonio de Séneca el Viejo), capital de la provincia. Tiempo después, tras desen-cadenar la guerra contra Pompeyo y llegar aquella a Hispania (49 a. C.), el conventus de ciudadanos romanos cordobeses decidió cerrar las puertas al legado pompeyano Varrón. La ciudad quedó en manos de César, y antes de marchar para continuar la persecución contra sus enemigos, dejó al mando de la provincia a Quinto Casio Longino. Pero quedaban en la ciudad y resto del territorio notables y parte del pueblo que no querían adherirse a su causa. La sublevación de estos últimos no se debió exclusivamente, como apuntan las fuentes escritas (procesarianas), a la mala gestión de Casio Longino, que incrementó los impuestos y mandó destruir terrenos y edifi caciones de la ciudad al sur del Río tras sufrir un atentado en el foro de Corduba en el 48 a. C. Su sustitución por Trebo-nio no solucionó el problema, y cuando Cneo y su hermano Sexto Pompeyo organizaron la resistencia de su bando tras la muerte de su padre, consiguieron hacerse con el control de la capital y otras ciudades de la provincia Ulterior. César regresó a Hispania a fi nes del 46 a. C. y sitió Corduba, sin llegar a tomarla. Fueron las victorias del cerco de Ategua y la batalla de Munda (cerca de Écija, 45 a. C.) las que le dieron el triunfo defi nitivo sobre sus adversarios. La capital de la Ulterior pagó un alto precio por la defensa a ultranza de la causa pompeyana. Volvió a ser sitiada y fue asaltada, saqueada y sometida a graves destrucciones tanto por los atacantes como por autoinmolación de la misma urbe, consciente de que no cabía albergar esperanzas de condiciones en la rendición. La cifra de 20.000 ejecutados puede ser exagerada, y tal vez

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COLONIA PATRICIA CORDUBA Y EL ESPLENDOR DEL ALTO IMPERIO

Sin embargo, tan aciagos acontecimientos fueron el punto de arranque de una nueva etapa de mayor esplendor para la ciudad. Tras alcanzar su victoria, César debió de premiar a sus partidarios, indígenas y romanos, así como licenciar a buena parte de sus tropas. Una porción de ellos se asentó en Corduba, que poco a poco fue cicatrizando sus heridas. El confl icto recién acabado no había hecho otra cosa que revalidar su posición estratégica e importancia como nudo de comunicaciones y enclave desde el cual controlar los recursos de los alrededores. Por ello, en el 43 a. C., tras la muerte de César y durante la época del segundo triunvirato (de Marco Antonio, Lépido y Octavio-Augusto), la urbe recuperó su papel de centro político de la Ulterior. Años después, ya

asentado en solitario Augusto, en el 27 a. C. tuvo lugar una reorganización de las provincias hispanas. Se creó la Bética, administrada por el Senado y se designó a Corduba como su capital. También lo sería de uno de los cuatro conventus jurídicos o subdivisiones provinciales (el cordubensis, junto al hispalensis, astigitanum y gaditanum). Gobernaba desde allí la Bética un procónsul, del que dependía un cuestor, que entendía de labores hacendísticas, y un pretor para administrar justicia. Además, la ciudad cambió su nombre, recibiendo el título de Colonia Patricia hacia el 25 a. C. Se produjo una «refundación», confi rmándose como colonia de ciudadanos romanos, recibió el rango senatorial y tal vez una deductio o asentamiento de veteranos de las guerras cántabras (29-19 a. C.) en su suelo.

Durante el siglo I d. C. la ciudad experimentó un notable crecimiento. En el cambio de era tuvo lugar una expansión hacia el sur del recinto amurallado, llegando junto a la orilla del río, y ceñido al este y oeste al trazado de las calles San Fernando y Cairuán respectivamente. Se añadieron 31 hec-táreas y la urbe pasó a ocupar una superfi cie total de 78 ha. También aumentó el número de puertas, otras cuatro, para formar un total de ocho: una nueva al sur, bajo la actual Puerta del Puente; otra al norte (en la confl uencia de las que hoy son avenida del Gran Capitán y Ronda de los Tejares); dos al este (en torno a la Cuesta de Luján y la confl uencia de las calles Cardenal González y San Fernando), y dos al oeste (cerca de la Puerta de Almodóvar y a la zona del Alcázar).

El trazado de la ampliación quedaba confi gurado de la siguiente manera: de la puerta meridional republicana partía una bifurcación del Cardo Maximus. Una de las calles (coin-cidente con el trazado de la actual Rey Heredia) descendía en dirección sureste, delimitando el lado oeste de una zona triangular que había de constituir un barrio en cuyo lado septentrional, junto a la antigua muralla meridional, derrui-da para construir una escalinata que salvase la pendiente,

César no llegó a permitir que los supervivientes se vendieran como esclavos; pero todo ello es una muestra de la severidad del trato dispensado por los vencedores.

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se ubicaba el teatro. Por el tercer lado, al este, discurría un lienzo de muralla, prolongación de la republicana, que se-guía su trazado a lo largo de la actual calle San Fernando. El brazo oriental de la bifurcación del Cardo Maximus tomaba una dirección noreste-suroeste, pero pocos metros más allá cambiaba hacia el noroeste-sureste, fi nalizando cerca de la actual Puerta del Puente. Otros cardines o calles de menores dimensiones se orientaban en direcciones paralelas, y al cru-zarse perpendicularmente con nuevos decumani formaban manzanas rectangulares más o menos iguales.

Las calles de la zona republicana experimentaron procesos de ampliación y mejora de sus elementos. Se extendió la pavimentación con losas irregulares de piedra (pudinga), y mejoró el alcantarillado. El Cardo Maximus se amplió hasta los 22 metros de ancho, y se le dotó de dos grandes cloacas. Se supone que a ambos lados de su recorrido había pórticos, del mismo modo que se han documentado arqueológicamente en ciertos tramos de los decumani.

No sabemos cuáles serían las divisiones en barrios o sec-tores según los grupos sociales que poblaban la urbe, pero sí que podían encontrarse desde lujosas domus o mansiones aristocráticas, hasta las insulae o bloques de varios pisos, con pequeños apartamentos habitados por los trabajadores y gentes humildes. Lógicamente, nos han llegado muestras más numerosas y frecuentes del primer tipo, como en los casos de las viviendas halladas bajo el palacio de los Marqueses del Carpio, el de los Torres Cabrera o la Casa Castejón. También se ha encontrado alguna fuera de las murallas. La mayoría eran modelos de casas con atrium (patio central) y peristilum (patio ajardinado más grande), decoradas con pavimentos de mosaico y pinturas de hermosos diseños. En los siglos siguien-tes, este modelo básico de la casa señorial sirvió de base para las viviendas de época islámica y cristiana, que aportarían al esquema sus propios elementos.

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La vida pública continuó orbitando en torno al antiguo foro que, como ya comentamos, se situaba en la confl uencia de las calles Cruz Conde y Góngora. En esta nueva fase ex-perimentó un proceso de monumentalización, que acrecentó su prestigio como centro del poder provincial. Se extendió su enlosado sobre el anterior recinto, excavándose en la piedra un canal de desagüe que discurría alrededor de la plaza. Parece que parte de su pórtico debió desaparecer, conservándose por lo menos en su lado septentrional, mientras que en el meridional se alzaba un gran muro y una escalinata que daba acceso a diversos edifi cios. La insufi ciencia de espacio, debido al importante desarrollo de la vida pública, condujo, entre los períodos de gobierno de Augusto y de Tiberio (14-37 d. C.),

a una ampliación inmediatamente al sur, denominada forum adiectum. Se estructuraba en torno a una gran plaza porticada, pavimentada con losas de piedra caliza de dimensiones más reducidas. La presidía una estructura similar al famoso Ara Pacis de Roma, y formaba parte del entorno una rica decora-ción escultórica, destacando una enorme estatua loricata (con armadura) que se ha interpretado pudo representar al héroe Eneas huyendo de Troya, una de las fi guras tutelares y padre fundador del pueblo romano. Recuérdese que algunos años atrás Virgilio componía La Eneida para ensalzar su poder y glorifi car la ascendencia romana en general y de la familia imperial, los Julio-Claudios, en particular. Una estructura y un programa iconográfi co el de este forum adiectum cordobés muy similar, pues, al del Foro de Augusto en Roma.

Otro espacio público, que debió cumplir la función de foro provincial, se ubicaba en altos de Santa Ana. Se han encontrado numerosos pedestales de estatuas dedicados por fl amines (sacerdotes del culto tradicional y, sobre todo, a los emperadores divinizados), así como algunos retratos de miembros de la familia imperial. Parece que también hubo en la zona una plaza porticada y un templo dedicado a la diosa Diana. Por lo demás, no conocemos demasiado sobre los recintos sagrados de Colonia Patricia. Aparte de los pocos detalles que tenemos de los situados bajo las actuales iglesias de San Miguel y del colegio de Santa Victoria, conocemos inscripciones que aluden a los consagrados a Ceres, Cibeles, Minerva, Apolo, Hércules, Vesta o Tutela; pero no la ubica-ción de la mayoría de ellos.

En época del emperador Claudio (41-54 d. C.) se llevó a cabo la construcción de otro espacio monumental de im-portancia, dedicado al culto imperial. Se trata del edifi cio romano más visible y mejor conservado de la ciudad actual, cuyas columnas hoy se alzan junto al ayuntamiento y la calle Claudio Marcelo, en el mismo lugar y aproximadamente a la misma altura que entonces. El conjunto estaba formado

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por una plaza elevada sobre un gran podio sobre la muralla. Con una columnata y techado en tres de sus lados, su centro lo ocupaba un gran templo hexástilo (de seis columnas fron-tales), pseudoperíptero, de 32 por 16 metros de planta y más de 15 de altura (dimensiones similares a la famosa Maison Carrée de Nîmes). Frente a éste, con su cabecera al otro lado de la actual calle Capitulares, y extendiéndose a lo largo de la manzana del antiguo convento de San Pablo, se hallaba el circo de la ciudad. Debía de ser impresionante la visión de aquel conjunto, que debieron tener quienes circulaban por la Vía Augusta (calzada que discurría más o menos sobre la actual calle San Pablo) y arribaban a la Porta Praetoria (situada en la hoy plaza del Salvador), dejando a su lado izquierdo el colosal edifi cio circense y hallando frente a ellos la muralla y el magnífi co templo aupado sobre su terraza. Símbolo del poder y el prestigio de una de las capitales más notables de todo el Imperio Romano.

En efecto, podemos imaginar la ciudad de entonces con sus calles principales y plazas públicas, e incluso tramos viarios inmediatamente extramuros, adornadas con multitud de estatuas, diseminadas conforme a programas iconográficos encaminados a honrar a los dioses tute-lares locales y del imperio, a la fi gura del emperador y su familia, a los altos cargos político-administrativos de la provincia y los municipios, y a los aristócratas y notables que los ocupaban y llevaban a cabo donativos y obras públicas de diverso tipo, con el fi n de cimentar su poder y su prestigio. A pesar de las des-trucciones posteriores (especialmente de las esculturas metálicas, de la que prác-ticamente apenas quedan muestras), los restos que nos han llegado en multitud de hallazgos, diseminados en un amplio radio de acción urbano, nos dan una idea de la gran calidad, diversidad y elevado número de aquellas estatuas. Sobre todo el Museo Arqueológico cordobés, junto con algunas colecciones particulares, albergan hoy y cuidan de este notable patrimonio, símbolo del elevado estatus de la ciudad en uno de los momentos estelares de su historia.

Entre las actuales Puerta del Puente y Custodio de San Rafael se ubicaba otro punto destacado, concentrado en las labores fi scales y comerciales. Se trataba de un espacio porticado, construido a mediados del siglo I d. C. Un arco tri-

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ple y unas escalinatas en su lado sur conducían a la orilla del río. No olvidemos la importancia de Córdoba como puerto fl uvial desde antiguo, y del Guadalquivir como una vía de comunicación fundamental. Durante la época republicana debió haber existido un pontón de madera sobre el río, aun-que la evidencia más antigua de algo similar data del 45 a. C., según el testimonio de la obra Bellum Hispaniense. Pero a comienzos del siglo I d. C., coincidiendo con el proceso de ordenación de la vía Augusta, se construyó un puente de sillares de piedra. La parte romana que hoy se conserva son los sillares internos de los contrafuertes, pues durante su historia sufrió numerosas roturas y reparaciones. Empero, su trazado, estructura y aspecto se han conservado más o menos hasta la actualidad.

Por otro lado estaban las comunicaciones terrestres. De este a oeste, la vía Augusta (cuyo trazado corresponde más o menos a la actual carretera Nacional IV) era un eje principal, reforzado por dos rutas secundarias paralelas a las dos riberas del Betis: la vía Corduba-Hispalis, en su orilla derecha, y hacia Castulo (Linares), fuera del término municipal. En dirección norte sur existían dos vías principales y dos secundarias para cada sentido: en la zona septentrional, la más importante de Corduba a Emerita (Mérida), y la menor, Epora-Solia (Monto-ro-¿El Guijo?); y al otro lado del Guadalquivir, las que iban en dirección a Malaca (Málaga, la principal) e Iliberris (Granada, vía secundaria). Se mantienen hoy pocos restos originales de calzadas en las cercanías de Córdoba, y algunos puentes, como el del arroyo de Pedroche (el mejor conservado junto con el de Villa del Río) y el Puente Mocho sobre el Guadalmellato (como en el caso del de la capital, está muy reformado y sólo los cimientos son romanos).

En la periferia urbana se situaban instalaciones industriales como alfares, hornos, fundiciones, vertederos, etc. También a extramuros se hallaban los cementerios, al comienzo de cada una de las líneas de comunicación que salían de la ciudad, conformando una serie de vías sepulcrales, como era tradición en el mundo romano. Desconocemos las necrópolis de época republicana, pero sí se han localizado las imperiales, por sus concentraciones en ciertas áreas y por lo destacable de algunas de sus edifi caciones, como los altares funerarios junto a la actual Torre Malmuerta y otros lugares, o los monumentos funerarios de familias aristocráticas hallados bajo el Palacio de la Merced (el edifi cio de la Diputación hoy en día) y la calle de la Bodega y los situados frente a la Puerta de Sevilla, en el Camino Viejo de Almodóvar, y Puerta Gallegos. Estos últimos son los más espectaculares: dos torres circulares, de las cuales se ha reconstruido una, y que dan una idea del poder, riqueza y refi namiento de los poderosos de la ciudad.

[PUENTE ROMANO Y SUS REPARACIONES]

A pesar de haber conservado en general su trazado, estructura y aspecto, el Puente Roma-no ha pasado por diversas épocas de desmoronamientos y reparaciones. Construido en piedra a principios del siglo I d. C. (suponemos que debió existir un pontón de madera en época republicana), el puente tenía una longitud de 223 metros de largo y 16 arcos. Ya estaba parcialmente derruido en la época visigoda. Durante la dominación musulma-na en la época emiral se hicieron reparaciones (719-20 y 724); pero la reconstrucción más importante la llevó a cabo el califa al-Hakem II en el 971, tal y como nos cuenta Ibn Hayyan. Con la disolución del califato el puente volvió a sufrir desperfectos, y tras la conquista cristiana, se realizaron nuevas reformas: en 1362 y entre 1421 y 1684. En 1876 se efectuó una reparación general, recalzándose los estribos. Y en el siglo XX se restauraron algunas de sus partes.

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El crecimiento de la población condujo a que, entre los siglos I y II d. C., surgieran diversos barrios fuera de las mu-rallas (vici). Conocidos actualmente de modo parcial, se han localizado, generalmente, junto a las puertas y vías de acceso a la ciudad: al noroeste, a la salida de la Puerta Gallegos; al norte, a lo largo de la franja de las manzanas septentrionales de Ronda de los Tejares; al noreste de la actual plaza del Salvador; al sureste, en torno a la plaza de la Corredera y su entorno y hasta las calles Lucano y Lineros; y al otro lado del río, el asentamiento llamado Secunda (Campo de la Verdad, así llamado por estar situado en la segunda milla del tramo de la vía Augusta a su paso por aquel lugar). Estos vici se despoblaron hacia el siglo III, pero hasta entonces contaron con redes de infraestructura y comodidades similares a las de los barrios intramuros.

Constituye este último uno de los capítulos más destacados del mundo romano. El ingenio de aquel «maravilloso pueblo de artesanos» consiguió establecer un notable nivel de vida para la época gracias a sus obras de ingeniería. Tanto las re-des de alcantarillado como las de abastecimiento de agua a fuentes y viviendas fueron aportaciones decisivas para la vida

urbana, heredadas y refor-madas durante el período islámico posterior. Partieron de la base de la riqueza de acuíferos subterráneos y arroyos del asentamiento y su territorio, de los cuales se sirvieron sus habitantes en época republicana mediante pozos. Más tarde, Colonia Patricia contó con hasta tres acueductos. El primero fue Aqua Augusta (después denominado Aqua Vetus, y más tarde acueducto de Valdepuentes), construido durante el mandato del pri-mer emperador, y que hacía llegar el agua a la ciudad desde la zona noroeste, en la sierra (arroyo Bejarano, caño del Escarabita y venero de Vallehermoso). El gran caudal de agua que aportaba permitía abastecer, tanto las casas, como las numerosas fuentes públicas instaladas por iniciativa y con dinero particular de un generoso patricio en época de Tibe-rio. El crecimiento urbano impulsó, a fi nes del siglo I, la construcción de un nue-vo acueducto, Aqua Nova Domitiana Augusta, que se

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abastecía del arroyo de Pedroche, al noreste. Un tercero, más pequeño (Aqua Fontis Aureae), fue erigido entre los siglos II y III fundamentalmente para surtir a la zona residencial de poniente y al complejo palatino de Cercadilla. De este modo, la ciudad quedó como una de las mejor abastecidas de toda Hispania. Benefi ciadas de este efi caz sistema de aprovisio-namiento de agua resultaron las termas o baños públicos, complejos de ocio e higiene, y de los que aún conocemos poco en Córdoba. Uno de ellos se ha hallado en la actual calle Concepción.

La existencia de edifi cios de espectáculos (ludi) se ha constado desde época de Augusto, cuando la ciudad alcanzó defi nitivamente el rango de colonia romana, y por tanto se hacía obligatorio establecer su calendario de festejos y juegos. Ya hemos mencionado el circo, situado frente al templo de la calle Claudio Marcelo, que estuvo en activo hasta fi nes del siglo II a. C., momento en que fue abandonado por proble-mas estructurales. Al atestiguar las fuentes que entonces y después siguieron celebrándose carreras de carros, se piensa que debió construirse un segundo circo. Por otro lado estaba el anfi teatro, recinto para las luchas de gladiadores y fi eras, ubicado hacia poniente, fuera de la muralla, en los terrenos de la antigua Facultad de Veterinaria (avenida de Medina Azahara). El eje mayor de la elipse de su planta medía algo más de 178 metros, y era de un tipo similar al de Mérida, anterior al modelo del Coliseo de Roma. En cuanto al teatro, su centro (cavea) se encontraba en la actual plaza de Jerónimo Páez, en tanto que su graderío abarcaba los solares al noroeste de la misma, incluyendo la Casa de los Páez, actual Museo Arqueológico. Sus notables dimensiones son buen ejemplo de la enorme importancia de la ciudad: la cavea medía 124,23 metros de diámetro, 6 metros menos que el teatro Marcello de Roma. Sólo las gradas inferiores se apoyaban sobre el desnivel del terreno, y el resto se elevaban artifi cialmente mediante una serie de estructuras. Asimismo, a ambos lados

del teatro había escalinatas para permitir salvar la pronunciada pendiente de la zona. El edifi cio estuvo en funcionamiento hasta después de mediados del siglo III, cuando un terremo-to dañó seriamente su estructura. A partir de entonces, fue convertido poco a poco en cantera de materiales, sustraídos para otras construcciones.

Se nos escapan muchos detalles de la vida en la ciudad, pero los datos que hemos examinado prueban la importancia que Corduba llegó a alcanzar. La patria de fi guras tan notables como los dos Sénecas (Marco Anneo «el Retórico» y Lucio Anneo) y Lucano, quedó marcada con el sello de la idiosin-crasia romana, además del carácter de los pueblos que en los siglos siguientes vivieron en ella.

DEL BAJO IMPERIO A LA CÓRDOBA VISIGÓTICA

La crisis de mediados del siglo III también llegó a los do-minios de la Bética, aunque no de modo tan grave como en otros lugares. Una prueba de ello es que, a pesar de la impor-tancia que cobró Hispalis en el gobierno provincial, Corduba siguió siendo un centro de poder muy destacado. Durante la época de Diocleciano, entre el 294-296 aproximadamen-te, se construyó en la ciudad un complejo arquitectónico o Palacio en la zona de Cercadilla. Parece que fue una de las sedes imperiales durante la Tetrarquía (proyecto de mejorar el gobierno de Roma mediante la descentralización), de las cuales hasta ahora no se había localizado ninguna en occidente (las más cercanas eran las de Tréveris y Milán). El emperador Maximiano Hercúleo, con quien Diocleciano compartía el poder, debió ocupar esta sede durante su estancia en His-pania, entre el 296 y 297 d. C., para dirigir su campaña de pacifi cación que se extendió al Norte de África. A las enormes proporciones del edifi cio (planta de 400 x 200 metros) se une un diseño original, único en su tipo. A partir de una estructura semicircular soterrada llamada criptopórtico, se levantaba una

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gran terraza horizontal con una galería porticada que daba acceso a las diversas dependencias adosadas en torno a su trazado curvo. Salas de audiencias, recintos administrativos y residencia privada componían aquel conjunto situado al occi-dente de la ciudad (junto a la actual estación de ferrocarriles AVE). Entre fi nes del siglo IV y V el palacio fue abandonado y fue deteriorándose, pero algunas partes fueron reconvertidas para otras funciones: fundamentalmente el culto cristiano y enterramientos. La sala de tres ábsides septentrional se reconvirtió, hacia mediados del siglo VI, en una basílica que muy bien pudo ser la de San Acisclo, uno de los mártires (de la época tetrárquica) más renombrados en la ciudad. Se han encontrado además testimonios de dos obispos cordobeses: una inscripción de Lampadio y el anillo-sello de Sansón.

Uno de los aspectos más interesantes de la época, por su importancia y la de sus futuras consecuencias, fue el desarro-llo del Cristianismo. Su difusión en la Bética, como en otros lugares, se extendió a diversos niveles y condiciones sociales, pero sobre todo encontró gran acogida entre los habitantes urbanos, los magistrados municipales y los nuevos ricos. A ellos se debe la creación de los magnífi cos sarcófagos que nos han llegado, que no podrían haber sido realizados sin la fi nanciación de unas clases adineradas, refi nadas y cultas, que

formaban parte fundamental de las congregaciones cristianas. Por otro lado, muchos campesinos y grandes propietarios rurales, en general personas de mentalidad conservadora, persistieron en el paganismo durante largo tiempo (por lo menos hasta principios del siglo IV).

Personaje de los más destacados de la época fue el obispo Osio (h. 256 - h. 357). Se desconocen sus orígenes, aunque era costumbre en la época elegir a los jerarcas eclesiásticos entre los candidatos nativos de su propia localidad. Fue íntimo consejero del emperador Constantino y uno de los impulsores del Edicto de Milán (313). Más que por su asis-

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tencia al concilio de Iliberris, destacó por su enfrentamiento contra la corriente arriana, condenada como herejía en el Concilio de Nicea (325). Sus últimos años, viejo y cansado, fueron confusos. No se sabe si llegó a claudicar de su postura antiarriana, vencido por las presiones a las que fue sometido. Otra «herejía» en torno a la que se desataron polémicas en la Bética fue el priscilianismo. Junto a Osio, también destacaron como fi guras religiosas los primeros mártires, populares desde el siglo IV. Prudencio citó a los cinco conmemorados en el santoral cordobés en época visigoda: San Acisclo, San Zoilo y los llamados «Tres Coronas» o «Tres Santos» (Fausto, Genaro y Marcial). Por su parte, en las fuentes de la ciudad no aparece mencionada una Santa Victoria, compañera de pasión de San

Acisclo, que sí cita el Martirologio de Lyon. Por otro lado, la única persecución de la que tenemos constancia por fuentes es la de época de Diocleciano (284-305) y es probable que las primeras persecuciones decretadas por anteriores gober-nadores no encontraran apenas eco en la Bética.

La difusión del cristianismo supuso un cambio en las mentalidades y ciertas costumbres. Se generalizaron las in-humaciones, que llegaron a ser lo corriente, al tiempo que se abandonaba la tradicional incineración de cadáveres del mundo romano. Los más acomodados podían permitirse notables sarcófagos de piedra con relieves, algunas de cuyas muestras han llegado hasta nosotros, sobre todo del siglo IV. Asimismo, los enterramientos tendieron a concentrarse, no ya en los cementerios extramuros, junto a las vías de comu-nicación, sino en torno a los edifi cios religiosos, a las iglesias consagradas a santos y mártires, a menudo situadas fuera del recinto amurallado y surgidas del reaprovechamiento de antiguos templos y basílicas u otros edifi cios paganos. La continuidad del poblamiento en Córdoba y la superposición de otros edifi cios ha sido uno de los obstáculos que nos han impedido conservar la mayoría de sus restos, romanos y visi-godos. Conocemos la situación de algunas de ellas gracias a excavaciones: la ubicada bajo la actual iglesia de San Andrés (San Félix o San Zoilo); la de las Tres Coronas, en la actual San Pedro; la de Santa Eulalia de Mérida bajo el convento de La Merced; Santa Catalina, en el convento de Santa Clara; San Vicente bajo la Mezquita-Catedral; y la de San Acisclo, fruto de la reutilización de una de las salas del Palatium Maxi-miani. Las tres últimas datan del siglo VI. Desconocemos la situación exacta de San Ginés. La tradición local señala varias iglesias intramuros, en las inmediaciones de las Tendillas y en la calle Buen Pastor. Y, por último, se han encontrado restos que sugieren pertenecían a edifi cios de culto cristiano en el Campo de la Verdad, Ciudad Jardín, Avenida del Aeropuerto y Tablero Bajo.

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Aunque el eje del poder político y religioso de la Bética había basculado hacia la vecina Hispalis, durante el siglo IV Córdoba siguió conservando cierta importancia. Ello fue posible gracias, en buena medida, a la riqueza agrícola de la provincia, sobre todo la explotación de aceite, en tanto que la antaño importante minería experimentaba cierto retroceso. En un proceso de cierta ruralización de la vida, cobraron gran relevancia las villas, explotaciones similares a los posteriores cortijos y residencias de notables. Buen ejemplo encontramos en la de «El Ruedo», cerca de Almedinilla, poblada entre los siglos I-VII d. C. Por su parte, la ciudad experimentó una serie de cambios, destacando fundamentalmente el abando-no y desmantelamiento de la decoración y espacios públicos (como el teatro, foro provincial, templo de Claudio Marcelo, etc.), siendo aprovechados sus materiales para residencias privadas.

Tiempos convulsos llegaron más tarde a la región. Años después de la entrada en Hispania de suevos, vándalos y ala-nos (409), estos últimos saquearon Hispalis, y probablemente Corduba. Algunos de aquellos invasores bárbaros no tenían la intención de quedarse, como en el caso de los vándalos, que en el 429 cruzaron el mar hacia África, mas nueve años después volvieron para conquistar territorios, tomando la capital sevillana en el 441, y quizá también Córdoba. Fueron los visigodos los encargados de expulsar a aquellos belicosos intrusos, labor que llevó a cabo el rey Teodorico en 458-9. Pero no hay datos seguros sobre la implantación de su dominio directo y efectivo sobre la Bética hasta el reinado de Teudis (534-48), que fi jó su residencia en Hispalis. La mencionada ocupación no debió ser muy popular, pues durante el reinado de Ágila tuvo lugar un levantamiento de las ciudades de la región, hecho que condujo al asalto de Córdoba en el 550. Parece que las revueltas pudieron tener una intención antia-rriana pues, además, el citado monarca profanó los restos del mártir San Acisclo y usó la iglesia a él consagrada como esta-

blo. En otro orden de cosas, esta población hispanorromana y católica se mantuvo, en un principio, al margen de la lucha del pretendiente Atanagildo contra Ágila, que desembocó en la llegada de ayuda bizantina, solicitada por el primero, hacia el 552. No obstante, dichos habitantes de la Bética aprovecharon la guerra civil y la intervención extranjera para librarse del control político, fi scal y militar de los visigodos. Cuando Atanagildo se asentó en el poder y decidió echar a los bizantinos, se encontró con un fracaso al intentar tomar Corduba (566-7). La ciudad y su territorio permanecieron durante aquellos años en el limes o tierra de frontera, pues tampoco interesaba a las élites ni al resto de la población caer bajo la órbita del rígido sistema impositivo y de gobierno del Imperio Romano de Oriente. Mas por su posición, Córdoba se convirtió en uno de los puentes por los que penetraron sus infl uencias comerciales y culturales.

La rebelión de la capital persistió durante un tiempo, y en el 572 también se alzaron diversas zonas campesinas, contra las que tuvo que luchar y someter Leovigildo. Empero, en aquel mismo año el monarca consiguió tomar Corduba en un mortífero ataque nocturno. La administración visigoda fue desarrollándose y centralizándose, y para combatir a los bizantinos, asentaron en la frontera contingentes de solda-dos-campesinos similares a los que habían introducido sus enemigos. Existía además un dux o jefe de la Bética, que tenía su sede en Corduba. Tiempo después estalló la rebelión del príncipe Hermenegildo, que había sido designado para el mencionado cargo. Algunos nobles visigodos y la aristo-

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cracia hispanorromana de la zona instigaron la rebelión del hijo contra el padre. Leovigildo perdió el control de la región meridional y el insurrecto se proclamó rey en Sevilla, pero la ciudad cayó en el 583 y Hermenegildo hubo de retirarse a Corduba, donde suponemos se hallaban contingentes de tro-pas bizantinas que le ayudaban. Sobornados estos últimos por Leovigildo, al año siguiente caía en su poder la urbe. El pacto de perdón en la rendición del hijo al padre pronto se alteró por las presiones cortesanas, y Hermenegildo acabó siendo asesinado en Tarragona en el 585. Terminaron entonces las continuas secesiones de Córdoba frente al poder visigodo, y la estabilidad se consolidó algo más con la defi nitiva expulsión de los bizantinos, en época de Suintila (621-31).

Tanto la aristocracia meridional hispanorromana como las instituciones eclesiásticas no llegaron a verse muy germaniza-das. Se conservaron la mayoría de nombres grecorromanos y cristianos, y el catolicismo era una de sus señas de identidad fundamentales, frente al arrianismo visigodo, que comenzó a desaparecer desde la conversión de Recaredo (586-601). Costumbres como las afi ciones al teatro y a los espectáculos circenses siguieron conservándose en el seno de algunos notables de la Bética, aunque no conocemos con exactitud la ubicación de los espacios donde se llevaban a cabo. Por su parte, el poder de los monarcas para la designación de obispos era muy grande.

Tema destacable es el de la población judía en Córdoba. Existían importantes comunidades tanto en la ciudad como en Cabra, Aguilar y Lucena. El origen de su presencia en His-pania puede situarse en la época de la diáspora (siglos I-II d. C.), aunque los primeros testimonios del foco cordobés datan del siglo III (inscripciones de matrimonio, etc.). Vivían apar-tados y de modo independiente del resto de la población (los «gentiles»), y mantenían contactos con otros correligionarios de Oriente. Por ello eran frecuentemente temidos y rechaza-dos por el resto de la población, aunque algunos sectores de

comerciantes y artesanos hebreos (actividades que por otro lado no monopolizaban) encontraban apoyos en ciertas capas de la aristocracia y el clero hispanorromanos. Hubo también judíos que trabajaban como colonos, sirvientes o trabajadores de las villae. Las persecuciones visigodas del fi nal del período y los recelos que sus formas de vida despertaban en el resto de población, bien pudieron motivar las situaciones de colabora-cionismo con los invasores durante la conquista islámica.

Las destrucciones acarreadas por los frecuentes enfrenta-mientos ya mencionados, junto con las epidemias, plagas de langosta y crisis cosecheras debieron pesar grandemente sobre la ciudad al concluir el siglo VII. Hasta tal punto fue así, que hicieron disminuir notablemente su población y conformaron el paisaje ruinoso y decadente que hallaron los musulmanes cuando conquistaron la ciudad. Al fi nal de la época visigoda se habían dejado de explotar las antiguas canteras de piedra, y se utilizaba preferentemente ladrillo o tapial. No obstante, hubo una cierta actividad constructiva, especialmente durante el siglo VI. Una de las últimas muestras de ello fue el Palacio que según la Crónica Rotense habitó Don Rodrigo como dux de la Bética, antes de ser nombrado rey (el último de los visigodos). Cuenta al-Maqqarí en una obra muy posterior a los hechos que, a mediados del siglo VII, a un cazador se le escapó su halcón en un bosquecillo junto a la antigua Córdoba, y que en la espesura halló los restos de un antiguo palacio, sobre los cuales se edifi có la mencionada residencia hispanogoda, que en el periodo siguiente se convertiría en el Alcázar andalusí, sede del poder de los dominadores islámicos.

[DECADENCIA DE LA CÓRDOBA TARDORROMANA Y VISIGODA]

«Basílicas, templos, anfi teatros sin destino, medio ocultos entre los escombros, surgirán como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aún enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edifi cios abandonados».

Leopoldo Torres Balbás, Ciudades hispano-musulmanas, Madrid, 1972, pp.

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LA CÓRDOBA ISLÁMICA O ANDALUSÍ

CONQUISTA Y ASENTAMIENTO ISLÁMICOS

na nueva ocasión de enfrentamiento entre facciones visigodas condujo a uno de los bandos a pedir ayuda exterior. En concreto, al otro lado del estrecho de

Gibraltar, al norte de África, hasta donde había llegado la expansión islámica y se había asentado defi nitivamente a comienzos del siglo VIII. Los acontecimientos que siguieron fueron de crucial importancia tanto para Córdoba como para el resto de la Península Ibérica. Una invasión que, al mismo tiempo, iba a sembrar la semilla de un nuevo período de fl o-recimiento. Tratando de no caer en falsas leyendas negras o doradas, ni en tópicos al uso, trataremos de reconstruir el pro-gresivo amanecer, el rutilante y efímero brillo y, por último, el precipitado y dramático ocaso de la etapa andalusí, durante la cual la ciudad alcanzó sus mayores cotas de esplendor. En aquel fenómeno tuvieron parte, tanto las bases sentadas en los lejanos días de la época romana, como las aportaciones de los pueblos nativos y foráneos que la poblaron durante la dominación musulmana.

Después del primer desembarco y exploración de tan-teo de Tarif (710) en la zona de Tarifa (de aquél le viene el nombre) y el Campo de Gibraltar, una segunda expedición árabe-norteafricana, esta vez más numerosa y al mando de Tariq, consiguió vencer a los visigodos en las mismas puertas

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de la Península. Tras la derrota del rey Rodrigo en la batalla de Guadalete (19-VII-711), las tropas islámicas continuaron su ruta hacia el norte. Mientras que el grueso del ejército se dirigían a conquistar Toledo, la capital visigoda, una fuerza al mando de Mugit al-Rumí se concentró en tomar Córdo-ba, uno de los enclaves fundamentales en su ruta hacia el corazón del reino cristiano. Las fuentes nos hablan de una ciudad fortifi cada, aunque bastante maltrecha y mermada de población, pues muchos notables habían huido al conocer el avance invasor. El puente romano se hallaba semidestruido. La crónica Ajbar Mawmúa, muy posterior a los hechos (en torno al siglo XI) nos da una información con elementos no-

velescos y fi cticios, pero un fondo real. Según parece, las tropas islámicas acamparon en la orilla izquierda del Guadalquivir, en un bosque cerca de Secunda, el asentamiento de época romana que corresponde a la zona del Campo de la Verdad, al otro lado del río. Gracias a la ayuda de lugareños y espías, debieron obtener informes del estado de la guarnición que defendía la urbe y los puntos débiles de sus murallas. Se nos cuenta que se lanzaron al asalto en una noche de fuerte lluvia y granizo, trepando algunos soldados a una higuera junto a la Puerta de la Estatua (del Puente), donde había una brecha en los muros. La avanzadilla abrió las puertas y los musulmanes entraron en Córdoba, dirigiéndose al palacio del gobernador

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(en torno al sitio del actual Palacio Episcopal y Seminario). Mas sigue relatando la crónica que aquél ya había huido, con un numeroso grupo de soldados (se habla de medio centenar), por la Puerta de Sevilla (que no correspondía a la actual), y se atrincheraron en la basílica de San Acisclo (los testimonios de su solidez nos llevan a pensar en la zona del Palacio de Cercadilla). Tres meses duró aquella resistencia, hasta que se consiguió cortar su abastecimiento de agua. El gobernador trató de huir, pero fue capturado, y los defensores del reducto ejecutados. Entre tanto, la ciudad había sido ocupada por los musulmanes, seguramente apoyados por los hispanogodos adversarios de Rodrigo. Se dice que Mugit dejó la custodia de la urbe a los judíos que en ella habitaban, que como se vio en el capítulo anterior no debían hallarse muy contentos con los últimos años de la dominación visigoda.

Los conquistadores prosiguieron su rápido avance hacia el norte. Toledo fue tomada en diciembre de aquel 711. Al año siguiente, Musa, gobernador de Ifriqiya (provincia islámica del norte de África, cuya capital era Cairuán), y su hijo Abd al-Aziz, llegaron a la Península para supervisar y reforzar la empresa que estaba llevando a cabo su liberto Tariq. En su camino, además de rendir algunos focos de resistencia, los musulmanes encontraron no pocos señores hispanorromanos y visigodos que pactaron su sumisión a ellos para conservar su poder. Hacia el 716 la Península Ibérica había sido prác-ticamente ocupada, salvo algunos territorios de las montañas cántabras y asturianas.

En septiembre del 714, Musa abandonó defi nitivamente el suelo hispano, dejando a su hijo Abd al-Aziz como emir o gobernador de al-Ándalus (nombre dado al territorio penin-sular ocupado por los musulmanes, tal vez derivado de los vándalos o vandalus, referente a aquel pueblo bárbaro), con sede en Sevilla. El nuevo territorio conquistado quedaba vin-culado a Ifriqiya. Comenzaba una primera etapa de dominio islámico, llamada el emirato dependiente (711-756), en la

cual unos 21 gobernadores ocuparon sucesivamente el mando del territorio. El tercero de ellos, al-Hurr, trasladó la capital a Córdoba en el 716. Una vez más, su posición céntrica y bien comunicada resultó ven-tajosa. De su sucesor, al-Sahm, tenemos noticias de una serie de reformas, destacando la reparación del puente romano entre 719-20, utilizando piedra de la muralla occidental, a su vez recompuesta con ladrillo. También fundó el primer cementerio musulmán al otro lado del río, en el que iba a ser conocido como el barrio o arrabal de Shaqunda (la antigua Secunda). El núcleo de la Córdoba islámica se asentó dentro del recinto amurallado romano.

Uno de los problemas fundamentales de esta primera etapa y de las siguientes lo constituyeron los enfrenta-mientos que surgieron por la diversidad de intereses de cada uno de los grupos que componían la población. Entre los recién llegados, musul-manes, había árabes y beréberes. Los primeros estaban divididos entre los clanes o grupos fami-liares de los qaysíes y los yemeníes o kelbíes, cuyas diferencias, que databan de la época preislámica, pervivieron y se trasladaron con ellos a lo largo de la ruta de sus conquistas. Por otro lado esta-ban las fricciones entre árabes y beréberes, estos últimos norte-africanos recientemente islami-zados, pero considerados de una categoría inferior, despreciados por ello, pero también temidos por su valor, su espíritu sobrio y combativo (por ello habían sido

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escogido como soldados de su ejército) y por ser más nume-rosos que los primeros. Una revuelta de los beréberes hacia el 740 motivó que el emir requiriese la ayuda de tropas sirias al mando de Balch. Estos últimos resultaron vencedores al año siguiente, pero el emir no cumplió sus promesas, por lo cual fue destituido. Sus sucesores procuraron dispersar a los sirios repartiéndolos en diversos distritos de al-Ándalus. Pero muy pronto iban a resultar de nuevo decisivas. La matanza llevada a cabo en el 750 por los abbasíes en Damasco para derrocar a la familia de los omeyas, que ocupaba el califato (jefatura su-prema política y religiosa del mundo islámico), condujo a sus supervivientes al extremo occidental del imperio musulmán. El futuro Abderramán I, que logró escapar de la tragedia en un atribulado viaje a través del norte de África, desembarcó con su séquito en Almuñécar en el 755. Y en mayo del año siguiente derrotó a Yúsuf al-Fihri, último emir dependiente, en la batalla de al-Musara, en las cercanías de Córdoba.

Se proclamó el emirato independiente (756-929), que suponía la autonomía política de al-Ándalus, aunque su religión seguía teniendo un referente superior en Arabia. Desde su llegada, Abderramán I el Inmigrado, se vio obligado a anular y reprimir revueltas y alzamientos que cuestionaban su poder y que enfrentaban a los diversos grupos sociales. Por ello, formó un ejército profesional compuesto de mercenarios beréberes, negros (sudaneses sobre todo) y esclavos proce-

dentes de la Europa que, mayoritariamente, conservaban su credo cristiano (llamados saqaliba o «eslavos», algunas de sus mujeres, vasconas rubias y de ojos claros, perpetuaron esos rasgos de la familia omeya). El equilibrio entre elementos de una u otra procedencia, y su lealtad jurada a los emires fueron pieza clave para mantenerlos en el poder.

La belleza de la Sierra y, en general, el campo cordobés, ha sido desde siempre reclamo para el solaz y entretenimiento de sus habitantes y forasteros. Aunque Córdoba continuaría siendo la capital del territorio, y por tanto lugar de residencia y sede de la corte de los gobernantes de al-Ándalus, los emi-res independientes y posteriormente los califas gustaron de edifi car fi ncas de recreo en las afueras de la urbe. A veces se asentaban sobre los restos de antiguas villas romanas y otras eran de nueva creación. Elemento esencial para permitir el fácil traslado a ellas, así como para sostener los intercambios comerciales y los desplazamientos del ejército, fue la red romana de caminos y calzadas, que se mantuvo y mejoró con nuevas aportaciones. Al pie de la sierra cordobesa (en la zona al oeste de la avenida del Brillante), sobre el Palacio visigodo de Teodomiro, Abderramán I mandó establecer una residencia a la que denominó al-Rusafa (Arruzafa), en la cual se dice que plantó una palmera cuya fi gura le recordaba a su

[LOS EMIRES INDEPENDIENTES DE AL-ÁNDALUS]

Abderramán I el Inmigrado (756-788)Hisham I (788-796)

Al-Hakem I (796-822)Abderramán II (822-852)

Mohamed I (852-886)Al-Mundhir (886-888)

Abdaláh (888-912)Abderramán III (912-929, luego califa)

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añorada Siria natal. También las familias de notables poseían algunas de estas almunias o lugares de descanso. Constaban de edifi caciones para los aristócratas y su servidumbre, así como de jardines con albercas y fuentes, símbolos del gusto por recrear pequeños paraísos privados con abundante agua y vegetación. Como muestra de ese amor fi guran los nom-bres de los ríos españoles, empezando por el Guadalquivir o «río grande», que han permanecido junto a otros muchos topónimos.

Durante este período, el núcleo fundamental de la ciudad de Qurtuba (arabización del latín Corduba) correspondió más o menos a los límites del recinto amurallado de época romana, salvo leves modifi caciones. A aquel núcleo se le dio el nombre de la Medina, y a su alrededor fueron surgiendo poco a poco una serie de arrabales extramuros, aunque el crecimiento de los mismos no alcanzaba la enorme extensión que llegaron a tener en la época califal (siglo X).

Sabemos por las fuentes escritas y la arqueología que la Medina tenía siete puertas: al norte se encontraba la del León o del Judío (posterior de Osario); al sur la del Puente o de la Estatua; al este había dos, la de al-Yabbar, Puerta de Roma o de Toledo (en torno a la calle Capitulares y plaza del Salvador), y la Bab al-Hadid o Puerta de Hierro o de Zaragoza (en la confl uencia de las calles Caldereros y San Fernando, junto a la Cruz del Rastro). Y al oeste se encontraban tres: la Bab al-Amir al-Qurashí («del emir», actual de Gallegos), la Puerta de Bada-joz o Bab al-Yawz («del Nogal», hoy Puerta de Almodóvar), y la de los Drogueros o Bab al-Ishbiliya («Puerta de Sevilla», que no corresponde con la posterior que ha llegado hasta el presente). Por su parte, en las reparaciones de las murallas se emplearon sillares más pequeños e incluso a veces ladrillos. Cada cierta distancia, se situaban torres defensivas.

Al hablar del trazado de las calles de Córdoba hay que tener buen cuidado de matizar los tópicos al uso. Las caracte-rísticas de arabesco urbano, de un plano en el que predominan

la irregularidad, el desorden, laberinto de estrechas y sinuosas callejuelas, no obedecen tanto a una idea premeditada del mundo islámico, como a las realidades a las que tuvo que amoldarse. Como en otros casos, la capital recibió la herencia de las épocas tardorromana y visigoda, durante las cuales se ocuparon diversos espacios públicos para uso privado (funda-mentalmente viviendas), y por tanto, se alteró aquel trazado ordenado de amplias vías principales y calles secundarias. El crecimiento demográfi co, la progresiva ocupación del espacio intramuros, junto a las características de la cultura árabe, die-ron a la Medina una fi sonomía irregular. Como contrapunto que apoya lo afi rmado, los arrabales o barrios extramuros que se edifi caron en los siglos IX y X tuvieron un plano regular y ordenado. Centrándonos en el recinto amurallado, se es-tructuraba en torno a calles principales y secundarias. Entre estas últimas abundaban los callejones estrechos y sin salida o adarves (en Levante azucaques, de al-zuqaq, o zunaq, de al-zunayqat viene el nombre Azonaicas). Aquellos daban acceso a las viviendas, que generalmente agrupaban a individuos de un mismo gremio o familia, y solían tener una verja o puer-

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ta para cerrarlos por la noche, siendo vigiladas sus entradas por una especie de serenos o guardias. Eran frecuentes los jabalcones o saledizos y pasillos elevados que comunicaban casas, estructuras que contribuían a hacer las calles aún más estrechas y oscuras. Con ello, se paliaba el calor propio de estas latitudes. Del mismo modo, apenas había plazas desta-cables, siendo la mayoría meras confl uencias viarias. Ha de considerarse que no había carros y todo el transporte se hacía con animales de tiro o porteadores, que no necesitaban de grandes anchura para circular.

Todo ello derivaba también de la escasez y mayor per-misividad de la legislación que regulaba el urbanismo y la construcción en el mundo islámico. Su concepción de las vías públicas era de mero lugar de tránsito, y de las viviendas como ámbitos privados, ocultando celosamente su interior. Es por ello que las casas se estructuraban en torno a patios, por donde se recibía la iluminación y ventilación, en tanto que eran escasísimas las ventanas que dieran al exterior, a las calles. Los notables poseían sus viviendas particulares, en tanto que la gente modesta a veces compartía espacios como los que a partir de los siglos XII y XIII empezaron a denominarse «corrales de vecinos». Asimismo, en cualquier barrio de la Medina y de otros arrabales, podían encontrarse mezquitas (algunas de ellas eran fundaciones piadosas de las concubinas del emir o notables), alhóndigas (posadas o casas de alojamiento, como luego veremos), baños (hammam, tanto públicos como privados, unos 300 en el siglo X según las fuentes, conservándose restos de los de San Pedro, Pescadería y Santa María), hornos y pequeños mercados.

Las evidencias arqueológicas señalan que sobre todo desde el siglo X, existió un amplio grado de infraestructura urbana, especialmente en materia de abastecimiento y conducción de aguas, en buena medida heredado del pasado romano, renovado y mejorado: acueductos, qanats, norias, aceñas,

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corachas, aljibes y baños. Dicha red procuraba un bienestar impensable en otras latitudes.

Los centros de poder religioso, político y económico de la capital cordobesa se hallaban instalados en la zona meridional, junto al río: la Mezquita Aljama, el Alcázar y el Gran Zoco. En el mundo musulmán, aparte de las pequeñas mezquitas de barrio y oratorios particulares, existía en cada ciudad una Mezquita Aljama o mayor (más o menos equivalente a la catedral cristiana), donde tenía lugar la jutba u oración del viernes. Cuenta ibn Idharí que los conquistadores, como parte de las capitulaciones, expropiaron a los cristianos la mitad de sus iglesias. Entre ellas, la de San Vicente, que formaba parte de un complejo monástico más amplio, y era quizá la más importante intramuros. Al carecer de alminar, al principio el almuédano llamaba a la oración desde una torre del Alcázar, justo enfrente. No fue hasta un cierto tiempo después, entre el 748 y 756, que se levantó una primera mezquita, de la que no se conservan restos y que pronto se quedó pequeña. A fi nales de su mandato, Abderramán I decidió construir un edifi cio mayor, que pudiera dar cabida a los fi eles. Para ello, según cuenta la crónica (no sabemos cuánto hay de fábula y de realidad), compró a buen precio la otra mitad de la basílica de San Vicente a los cristianos y les permitió reedifi car sus iglesias a las afueras de la ciudad que habían sido demolidas durante la conquista. La construcción fue muy rápida, entre el 786 y 787, y para agilizarla se empleó abundante material de acarreo, esto es, se reutilizaron columnas, sillares y otros

elementos romanos y visigodos. La misma iglesia de San Vi-cente, así como los vestigios de edifi cios como el Palacio de Cercadilla, pudieron ser una buena cantera, así como modelo para el sistema constructivo empleado, de pilares sobre co-lumnas y arcos de medio punto sobre los de herradura. Hasta hace poco se hablaba de acueductos (el de los Milagros de Mérida), como modelos de este esquema, pues los soportes también cumplen esta función, sustentando los canalillos que hay en los tejados, que recogen y evacuan las aguas de lluvia al exterior. La planta de la mezquita tenía forma casi cuadrada, de 79 x 78 metros, dividida en dos mitades casi exactas. Una correspondía al patio o sahn (plantado con palmeras, los na-ranjos son muy posteriores) y otro al haram o sala de oración, de 11 naves perpendiculares al muro de la qibla (que orienta la dirección de la oración, generalmente hacia La Meca, al este, aunque este lo hacía hacia el sur). Su sobrio y macizo exterior recordaba a los castillos omeyas de Siria.

Los sucesores del primer emir independiente fueron reto-cando y engrandeciendo este singular monumento, de una sobria belleza y hoy único en el mundo por la originalidad de su conjunto. Hisham I se encargó de rematar los techos con artesonados de madera de pino, construir lavatorios y un alminar o torre (actualmente señalado en el suelo del patio por un recuadro). En el siglo siguiente, Abderramán II

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realizó la primera ampliación de la sala de oración (840-8), prolongándola 64 metros hacia el sur. Se utilizó una peque-ña cantidad de materiales ya labrados ex profeso (algunos capiteles), junto con los de acarreo, y las columnas de esta ampliación carecen de basa. Mohamed I completó la obra con elementos decorativos y una primera maqsura o espacio junto a la qibla reservado para el califa, separado de los fi eles por un cercado o reja. Durante el califato, nuevas labores vinieron a multiplicar su tamaño y riqueza ornamental.

Por otro lado, el centro del poder político de Córdoba y al-Ándalus, residencia de los emires y posteriormente de los califas, se situaba Alcázar andalusí, término más adecuado que el de califal. Como era tradicional, los musulmanes es-cogieron el edifi cio que había sido anteriormente palacio del gobernador (Balat Ludriq o palacio de Don Rodrigo, como vimos al fi nal del capítulo anterior). El concepto islámico de alcázar consistía en un conjunto de distintos pabellones y jardines, cercados por un recinto amurallado que lo sepa-raba de la urbe. Para esto último, también se aprovechaban elevaciones montañosas (como en la Alhambra). En el caso cordobés, su perímetro era de unos 517 metros, más o menos las dimensiones señaladas por al-Maqqarí; y una superfi cie de 39.000 metros cuadrados, muy superior a la de la Mezquita, para hacernos una idea. Los cimientos y parte de su muralla septentrional y oriental aún pueden encontrarse en los mis-mos del Palacio de Congresos y el Episcopal (calle Torrijos). El lienzo de muro meridional discurría por la actual fachada sur del Seminario de San Pelagio, hasta el patio de las albercas del Alcázar de los Reyes Cristianos. De ahí, ascendía hacia el norte, coincidiendo con la fachada este de las Caballerizas Reales. Su ángulo noroccidental coincidía con el de la plaza Campo de los Mártires, donde enlazaba con la muralla de la ciudad (el tramo aún en pie de la calle Cairuán). Precisa-mente en ese punto se sitúan las únicas dependencias que han sido reconstruidas: los llamados baños califales. Del resto de

jardines y pabellones conoce-mos sus nombres (gracias a las obras de Ibn Bashkuwal y el posterior al-Maqqarí) y alguna que otra hipótesis sobre su ubicación: «el Alto» (al-Munif), «el Perfecto» (al-Kamil), «el Maravillo-so» (al-Badi), «el Brillante» (al-Zahr), «el Castillo de la Alegría» (Qasr al-Susur), «el Jardín» (al-Rawda), etcétera. En este último se ubicaba el cementerio de la dinastía omeya andalusí, donde fue-ron enterrados todos los emi-res y califas, salvo Hisham II y sus efímeros sucesores. Salones de audiencias y re-cepciones, despachos para el personal administrativo, biblioteca, una alcazaba militar y un campo de polo, jardines, habitaciones privadas del gobernante y su familia, etc., formaban parte del Alcázar. Los pabellones orientales eran los más antiguos, y cada gobernante añadió una nueva construcción o reforma al complejo. Por ejemplo, fue Abdaláh quien construyó un primer sabat o pasadizo ele-vado y cubierto, que comunicaba el Alcázar con la Mezquita (por la puerta de San Miguel), sin que el emir tuviera que salir a la calle.

El Alcázar tenía una serie de torres y puertas, algunas de las cuales conocemos. En la zona sur la puerta de los Jardi-nes (al-Yinan, en torno a la calle Santa Teresa de Jornet) y la principal, llamada de la Azuda (al-Sudda, cerca del ángulo sureste); sobre esta última se veía una terraza o azotea desde la cual los emires y califas presenciaban desfi les militares,

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ejecuciones y se dirigían a la multitud (en alguna ocasión durante episodios decisivos de la historia de al-Ándalus). En el lienzo norte sólo conocemos la del Baño (Bab al-Hammam) y al noreste la de la Justicia (al-Adl). En la zona oeste, en los extremos del muro oriental de Caballerizas Reales, la del León (Bab al-Siba) y la de Sevilla (Bab Ishbiliya); la primera, así como la torre del ángulo suroeste del Alcázar omeya, hace alusión a la dependencia donde Abderramán III tenía unos leones (el nom-bre aún se conserva en la Torre del León del Alcázar de los Reyes Cristianos).

Aquella puerta de Sevilla aparece mencionada en las fuentes para referirse al Zoco Grande (al-Sud al-Kubra). Su traslado junto al muro oeste del Alcázar tuvo lugar tras el motín del arrabal de Shaqunda (818), pues hasta entonces había estado situado en aquel barrio del otro lado del río. En ese Zoco Mayor trabajaban y vendían sus productos

diversos gremios de artesanos: alimentación, tejidos, manu-facturas comunes, artículos de lujo. Junto a aquél se situaba el arrabal de la Rawda y la Casa de Correos o Postas (allí emplazada hasta que Al-Hakem II trasladó a los tejedores), así como la Alcaicería, mercado de productos caros y valiosos (sedas, joyas, etc.) que se ubicaba en una plaza o en una calle porticada, vigilada y cerrada de noche. Entre los siglos XI y XII, el emplazamiento de esta última, como el del Zoco, se trasladó al interior de la manzana al este del ángulo suroriental de la Mezquita, con acceso por la calle Corregidor Luis de la Cerda. Aún se conservaba su ubicación a comienzos del siglo XIX, como se ve en los planos de 1811 y 1851. Aparte, había otros zocos dedicados a productos concretos, y en diversas vías de la medina y arrabales se agrupaban artesanos dedicados a una misma actividad, como en época cristiana. Almotacenes y zabazoques eran los funcionarios de la administración encar-

gados de supervisar el buen estado, la calidad de los productos, que sus precios y las pesas y medidas fueran los adecuados y evitar hurtos acaparamientos, riñas y litigios. Por su parte las alhóndigas eran almacenes de mercancías y hospederías. En época posterior se denominaría también así a los depósitos de grano. La Posada del Potro cordobesa puede considerarse heredera de la estructura de aquellos edifi cios andalusíes, cuyo único ejemplo que conservamos completo es el Corral de Carbón de Granada (del siglo XIV): edifi cio estructurado en torno a un amplio patio interior y con varias plantas con galerías abiertas a aquél. Había varias alhóndigas en toda la ciudad, estando a veces especializadas en productos concretos. Era el caso de la del vino, situada en el arrabal de Shaqunda. Por ser foco de los bebedores y gente de mala reputación, y debido a las protestas de los alfaquíes, al-Hakem I mandó destruirla, aunque no por ello dejó de consumirse el vino en la ciudad, muy difundido incluso entre los musulmanes.

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Otros espacios públicos importantes eran la musalla y la musara o almuzara. La primera era una explanada que servía como oratorio público a cielo abierto, para ciertos eventos religiosos de gran trascendencia. Existían dos musallas, situa-das en torno a la zona del actual puente de San Rafael, una en cada lado del río y a orillas de éste. En torno a la zona del hoy Jardín Botánico, hacia el oeste del mismo, se ubicaba la musara, gran explanada destinada a ejercicios y desfi les mi-litares. La idea de cierta continuidad en los usos de espacios públicos nos lleva a pensar que pudo elegirse el lugar debido a que en la época tardorromana y visigoda se dieran allí carreras de carros y caballos.

Terminando con los recintos públicos, junto a la Puerta del Puente se ha excavado un edifi cio octogonal de potentes sillares y contrafuertes, identifi cado como la Casa de los Re-henes. Al oeste de la Mezquita estaba la Casa de la Limosna Canónica, institución islámica fundamental para la recauda-ción de dinero y alimento entre los musulmanes y su reparto a los más desfavorecidos. La cárcel para presos de delitos graves estaba en el Alcázar, mientras que los comunes se ubicaban en otros recintos. También existían la Casa de la Moneda o Ceca, y la mencionada de Correos.

Apenas tenemos noticias de dónde se asentaban los cris-tianos o la judería. Se piensa que esta última pudo estar en la zona norte de la Medina, ya que la posterior Puerta de Osario era llamada entonces «del Judío». Con respecto a los cristia-nos, no se cree que vivieran en barrios separados, sino que sus casas estarían mezcladas con las del resto de la población. Parece seguro que no habitaban en la Medina, como tampoco se ubicaban allí sus iglesias (según Menéndez Pelayo seis: San Acisclo, San Zoilo, los tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia). Como en el caso de las sinagogas, se prohibió edifi car otras nuevas. Los cristianos de la ciudad se organizaban bajo la jefatura de un individuo cuyo título era el de conde (comes). Durante los primeros años de la conquista,

a los musulmanes no les preocupó la conversión de judíos y cristianos a su credo. Su legislación toleraba a aquellas «gentes del Libro» o protegidos (dimmíes), siempre y cuando pagasen los impuestos establecidos (la administración percibía una cantidad global, en-cargándose de la recaudación un funcionario elegido por el emir dentro de cada comunidad). Di-versas circunstancias impulsaron a los cristianos a asumir la reli-gión islámica cada vez en mayor número. Aunque hubo algunas conversiones sinceras, la mayoría obedecieron a conveniencias socia-les. Más que por la presión fi scal (variable según las épocas), trata-ban de obtener ventajas sociales, evitando trabas administrativas y las discriminaciones y humi-llaciones de las que podían ser objeto por parte de la población musulmana. Poco a poco, esta última fue creciendo mucho, ya que buena parte de los conquis-tadores árabes y beréberes habían traído consigo a sus familias, y la poligamia, costumbres sobre el parentesco y linaje y legislación favorecían su expansión. Con ello y con las conversiones masivas de antiguos cristianos, resultó que, hacia el siglo X, tres cuartas partes

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de la población de al-Ándalus profesaba la religión islámica. Ofrecemos una aproximación, ya que no hay cifras seguras para cada período.

No obstante, el fenómeno de la islamización presentó numerosas complejidades. Los recién convertidos al Islam o muladíes seguían siendo minusvalorados por los baladíes (musulmanes que habían llegado a la Península Ibérica profesando su religión), en una situación parecida a la de las relaciones entre beréberes y árabes. Es por ello que surgieron confl ictos entre unos y otros, debido a la discriminación ha-cia los muladíes, que seguían a veces bajo la misma presión fi scal. También surgieron algunos individuos y grupos con aspiraciones autonomistas, y a veces independentistas, por todo al-Ándalus. El fenómeno se hizo especialmente virulento fundamentalmente en dos épocas: el tránsito del siglo VIII al IX, y a fi nes de este último.

Tras el reinado más o menos pacífi co de Hisham I (788-796), su sucesor, el enérgico al-Hakem I (796-822) tuvo que hacer frente a diversas revueltas, como la Jornada del Foso de Toledo (797) o los motines de Córdoba en el 805 (una conjura para derribar al emir) y 818. Especialmente el segundo fue muy alarmante, pues la población del arrabal de Shaqunda cercó el Alcázar andalusí. Los artesanos y comerciantes mo-zárabes protestaban por los nuevos impuestos aprobados, y algunos notables y alfaquíes (jueces musulmanes) apoyaban a los insurrectos al verse desplazados en la política del emir. La represión fue muy dura, ordenando al-Hakem a sus tro-pas que saqueasen el arrabal durante tres días. Shaqunda fue arrasado hasta los cimientos y se prohibió todo intento de volver a edifi car sobre aquel solar. De los supervivientes a la masacre, 300 notables fueron ejecutados (crucifi cados, como solía ser costumbre, para escarnio público) y al resto se les per-donó la vida, a condición de que abandonaran para siempre Córdoba. Aquellos exiliados se establecieron en ciudades del norte de África y Creta (un natural de Pedroche estableció

una dinastía que gobernó la isla hasta el 961). Por otro lado, los alfaquíes y sus familias fueron perdonados. El emir y sus sucesores comprendieron que era mejor tenerles de su parte, pues sus poderes jurídicos y religiosos, así como su capacidad oratoria podía ponerles en aprietos.

Fue sobre todo durante la época de Abderramán II (822-852), coetáneo del mítico califa de Bagdad Harún al-Rashid, cuando se acentuaron los procesos de islamización y arabiza-ción en al-Ándalus. El segundo se refi ere a la extensión de la lengua y la cultura árabe a todos los niveles de la población, y tanto entre los musulmanes peninsulares como entre los judíos y cristianos. Estos últimos comenzaron a recibir el nombre de mozárabes, pues sus correligionarios del norte no sometidos al poder islámico notaban una creciente divergencia en sus costumbres y manifestaciones externas. En el fenómeno de la arabización tuvo su importancia la fi gura del músico Ziryab (789-857/8). En realidad no era aquel su verdadero nombre, sino un apodo que le venía del color oscuro de su piel y del tono de su voz, que recordaban al mirlo. De la corte del mencionado califa de Las mil y una noches, partió el músico hasta llegar a al-Ándalus, dicen las crónicas que huyendo de los celos de su maestro. Invitado por al-Hakem I y establecido como cortesano de su hijo y sucesor, Ziryab llegó a convertirse no solamente en un músico rico y famoso (cantor sin igual e innovador, añadiendo una quinta cuerda al laúd), sino además un introductor de estilos, productos y modas y todo un árbitro en cuestiones de etiqueta y buen gusto.

Algunas expediciones guerreras contra los reinos cristianos y la defensa contra las incursiones de los mayyus (nombre que daban a los vikingos, que fueron re-chazados en Tablada, Sevilla, en el 844),

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apenas empañaron el gobierno del sensual Abderramán II. Un emir ávido coleccionista de libros y bellas amantes, como de curiosidades que mandó traer de oriente (joyas árabes, animales exóticos africanos, autómatas bizantinos...). En torno a aquella época llegaron a al-Ándalus toda suerte de maravillas y nuevas técnicas, como la de la fabricación del papel, cristal o la cría de gusanos de seda. El arroz, caña de azúcar, los naranjos y toronjos fueron traídos por los musul-manes, mientras que del sur peninsular exportaban aceitunas, uvas (generalmente pasas) e higos. Córdoba destacó por sus artesanías de orfebrería, marfi l, jade y cuero.

De aquella progresiva arabización en el habla y las costum-bres, también fuera de la corte y entre el pueblo cristiano, se quejaba el círculo en torno a San Eulogio de Córdoba. Este personaje protagonizó junto a Álvaro Cordobés y otros personajes, uno de los episodios más controvertidos de la época: el «martirio voluntario». Con su palabra y escritos, Eulogio incitó a sacerdotes y fi eles cristianos a que declarasen públicamente su fe y la falsedad de la de los musulmanes. En su versión, insistían en la existencia de una provocación previa, debido a la prohibición de construir iglesias y ha-bitar en la Medina, la destrucción de algunas de ellas o la extensión de la lengua y la cultura árabe incluso entre los cristianos, en detrimento de la propia. Los acontecimientos se desencadenaron en el año 850, cuando el monje Perfecto, sosteniendo una charla distendida con algunos musulmanes, comentó que Mahoma era un falso profeta. No ocurrió nada entonces, pero luego se le acusó de blasfemo y se le condenó. La falta de tacto al convertir su ejecución en espectáculo público llevó a la rebelión de un grupo de cristianos, que consideraron a Perfecto un santo. En el 851 fueron detenidos y ejecutados cierto número de mozárabes que habían busca-do el martirio blasfemando públicamente contra la religión islámica. Conocemos el nombre de una quincena de ellos (aunque hubo más), entre los que se encontraban los santos

Isaac, Sisenando, Teodomiro y las santas María de Córdoba y Flora. Esta última, de origen muladí, nos da testimonio de la condición de criptocristianos (ofi cialmente musulmanes, pero practicantes del cristianismo en secreto) de algunos de sus miembros. Eulogio fue encarcelado, junto con el obispo Saulo, pero después liberado. La mayoría de los cristianos no vieron con buenos ojos estos actos, que enrarecían las relaciones con el poder musulmán y hacían peligrar el es-tatus de cierta tolerancia que los emires les habían venido dispensando. Apoyándose en ellos, Abderramán II buscó una salida impulsando la reunión de un concilio en Toledo (852), en el cual se prohibió la búsqueda del martirio. No obstante, los partidarios de Eulogio persistieron, y la casual e inesperada muerte del emir aquel año fue interpretada por ellos como castigo divino. En el 859 Eulogio fue ejecutado por sus reiteradas provocaciones (un año después de haber sido proclamado por sus seguidores arzobispo de Toledo). Mohamed I desencadenó una dura represión, condenando a muerte a los revoltosos y ordenando destruir el monasterio de Tábanos, eje del movimiento. Los alfaquíes promulgaron medidas severas, y se estableció la obligatoria conversión al islamismo de los funcionarios cristianos de la corte. Muchos mozárabes optaron por la emigración, extendiendo en los reinos y condados cristianos su cultura visigoda y mentalidad antiislámica.

Pero los problemas más importantes tuvieron lugar en otros ámbitos, a partir de esa segunda mitad del siglo IX. Entre 864-74, frecuentes años de sequías y plagas de langosta, junto con el azote de epidemias, condujeron a una crisis demográfi ca. Ello impulsó la posterior llegada de nuevos contingentes de población del norte de África, sobre todo beréberes. A ello le siguió una crisis política, de movimientos autonomistas y separatistas respecto al poder emiral, encabezados en buena medida por grupos de muladíes. Fueron los casos de Abderra-mán ibn Marwan al-Chilliquí («el Gallego») en Extremadura

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y del famoso Omar ibn Hafsún en la sierra de Ronda. Desde el fi nal del reinado de Mohamed I (852-886), y sobre todo bajo el gobierno de Abdalláh (888-912) tuvo lugar el mayor grado de descomposición (disidencias de Écija, Carmona, Sevilla, Granada, Almería, Mérida, Toledo, Zaragoza). Pero su sucesor iba a acabar con aquellas revueltas para llevar a al-Ándalus y a Córdoba a su etapa de mayor esplendor.

CÓRDOBA CALIFAL

La descoordinación de los diferentes focos insurrectos, así como la energía de Abderramán III (912-961) permitió con-servar la unidad de al-Ándalus y la victoria sobre los disidentes de aquel joven que, con 21 años, sucedió a su abuelo Adalláh. Otras dos décadas habían de pasar hasta que recobrara su plena soberanía sobre los territorios separados desde el fi nal del siglo anterior. En el 928 logró tomar Bobastro, la capital de ibn Hafsún (muerto once años atrás). Un año después conquistó Badajoz. Y en el 932 entró victorioso en Toledo tras dos años de asedio. Dentro de su programa político, cuidadosamente planifi cado, fi guró su proclamación con los dos máximos títulos islámicos: el de califa y «Príncipe de los Creyentes»; así como la adopción del sobrenombre honorífi co Al-Nasir li-din Allah («quien combate victoriosamente por la Religión de Alá»). Suponía añadir a su autonomía política la religiosa, cortando los últimos y débiles hilos de dependencia respecto al califato bagdadí, cuyo decaimiento vino a ponerse más aún en entredicho al usurpar su dignidad los gobernan-tes fatimíes de Egipto. Para oponerse en plano de igualdad a estos últimos resultaba necesario autonombrarse como único «representante de Alá en la tierra» con la legitimidad que, a su juicio, correspondía a la familia omeya.

Todo ello implicaba la necesidad de un ceremonial que acrecentara el brillo de su fi gura y, por tanto, la hiciera aún más alta y lejana. De ahí la decisión de construir la ciudad-palacio

de Medina Azahara (h. 936-947), a unos ocho kilómetros al noroeste de Córdoba, sobre los restos de una antigua villa romana. La leyenda la atribuye al capricho de la concubina del mismo nombre, extraordinaria-mente amada por Abderramán III. Estaba situada en la falda de la sierra cordobesa, junto al llamado «Monte de la Novia», dominando un hermoso panorama de los alrededores. Ocupaba la ciudad unas 112 hectáreas, cercada por potentes murallas que se extendían un kilómetro y medio de este a oeste y 750 metros de norte a sur, confor-mando su planta un rectángulo, con accesos bien defendidos. Las caracte-rísticas del terreno permitían situar su Alcázar en las terrazas superiores, en el centro del conjunto y junto al borde de la muralla septentrional, elevado sobre la población de la urbe, alojada esta última en barrios de trazado más o menos ordenado (según las zonas). Entre ambos conjuntos había espacios abiertos, que permanecieron sin edifi -car para favorecer las vistas y separar claramente la esfera del gobernante de sus súbditos. El recinto que ocupaba el primero se disponía escalonadamente. En la zona superior oeste del Alcázar estaba la residencia del califa (Dar al-Mulk o Casa Real), y al este las dependencias de sus servidores y los lugares destinados a la administración.

[CALIFAS DE AL-ÁNDALUS]

Abderramán III al-Nasir(califa entre 929-961)Al-Hakem II al-Mustansir Bi-llah(961-976)Hisham II(976-1009 y 1010-1013)Mohamed II al-Mahdi(1009)Sulayman al-Mustain(1009-1010 y 1013-1016)Alí ibn Hammud(1016-1018)Abderramán IV(1018)Al-Qasim ibn Hammud(1018-1021 y 1023)Yahya ibn Hammud(1021-1023)Abderramán V(1023-1024)Mohamed III(1024-1025)Hisham III

(1029-1031)

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Entre estas últimas destacaba el «Sa-lón del Trono». Como lugar donde eran recibidas las embajadas (desde Germania a Bizancio) y símbolo del poder califal, el edifi cio contaba con una abundante y lujosa decoración en sus muros, y a su frente se abrían jardines con diversas albercas. Toda esta magnificencia arquitectónica y el ceremonial de acceso a cada espacio o estancia hasta acceder a la del soberano supremo dio origen a multitud de noticias en las que historia y leyenda se confunden. Al-Maqqarí refi ere testimonios sobre al-Yatima, la gran perla que pendía

sobre una fuente de mármol llena de mercurio cuyos juegos de luces, al ser removida, desconcertaban y llenaban de terror a los visitantes.

La ciudad contaba también con una Mezquita Aljama, situada al sureste, fuera de los muros del Alcázar y junto a ellos, al nivel de la terraza inferior. Su diseño era de 5 naves y su muro de qibla perfectamente orientado hacia La Meca. Posteriormente se construyó un doble muro y un sabat o pasadizo elevado para que el califa pudiera acceder a la sala de oración directamente desde los jardines del Alcázar.

Como sus antecesores y sucesores, Abderramán III tam-bién residió por temporadas en fi ncas de recreo cercanas a Córdoba. Su preferida, que él mismo ordenó construir, era la almunia de al-Na’ura, término que signifi ca «gemidora» y alude al sonido de la noria que poseía. No olvidemos que los musulmanes trajeron desde Persia esta tecnología y dichas ruedas solían servir en más ocasiones para el regadío que como molinos. Se cree que la noria pudo estar en la zona del vado de Casillas y la vivienda en el Cortijo del Alcaide, al oeste de la ciudad y junto al río.

Para mejorar las comunicaciones con la nueva ciudad palatina y con las almunias, se llevaron a cabo reformas y ampliaciones de la red viaria, de los puentes de los alrededo-res (construcción del de los Nogales, en el camino a Medina Azahara, y el de Cañito de María Ruiz, hacia la almunia del mismo nombre), así como en el antiguo acueducto romano de Valdepuentes. Al mismo tiempo, los arrabales extramuros tuvieron como uno de sus ejes de crecimiento aquellos cami-nos hacia Medina Azahara.

Córdoba crecía y se monumentalizaba, aunque conviene precisar reduciendo las exageraciones cronísticas, como la mítica cifra del millón de habitantes. Más probable parece que fuera de alrededor de 200.000 personas, que no es poco y aún así, seguiría muy por encima de las de Occidente. Sólo alguna ciudad oriental, como Bagdad, podría comparársele o

[LA NORIA DE LA ALBOLAFIA]Construida entre 1136-7 por el emir Tashufi n, hijo del califa Alí ibn Yúsuf, constituye un símbolo que ha pervivido para fi gurar en el escudo actual de la ciudad. Se trata de una rueda de madera de unos 15 metros y con cangilones para elevar agua del Guadal-quivir al Alcázar. En fechas posteriores sufrió diversas transformaciones: En el siglo XVI se convirtió en molino o batán, después de haber sido desmontada y desmantelada por orden de Isabel la Católica, cuyo descanso en la temporada que pasó en el Alcázar de la

ciudad, en 1482, se veía perturbado por su sonido.

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superarla. En cuanto a la extensión, tampoco tenemos datos seguros. Sabemos que cuando tuvo lugar la guerra civil y los beréberes sitiaron Qurtuba (1010-13) se construyó un foso que englobaba tanto a la Medina como a todos sus arrabales. Según testimonios de ibn Galib e ibn al-Jatib, medía de 20 a 22 kilómetros de perímetro, rodeando una superfi cie de 5.000 hectáreas. A 100 habitantes por hectárea, daría medio millón, cifra que algunos consideran demasiado elevada. Pero seguramente los barrios no llegaban ni mucho menos a ocupar todo el espacio, entre el cual se encontrarían despoblados, y hay que tener en cuenta que las casas sólo tenían una o dos plantas.

Alrededor de la Medina, más o menos en los mismos espacios de las necrópolis romanas, así como en lugares más lejanos, se encontraban los cementerios, ya que los enterramientos debían llevarse a cabo fuera de las murallas. El primer cementerio o makbara (plural makabir, de ahí al-macabra) de época islámica fue el de Shaqunda, y las fuentes

escritas hablan de hasta 21, que a veces recibían el nombre de la puerta junto a la que estaban, o el de su fundador. Es importante hacer mención a sus peculiares características, pues su aspecto era el de zonas verdes, y no se encontraban en ellos las construcciones conmemorativas ostentosas de otras religiones. Además de ser el espacio donde descansaban los muertos, visitados por sus familiares para rogar por ellos, eran también lugares de paseo y esparcimiento muy concurridos (sobre todo los viernes, después de la oración), en actitud opuesta, como puede apreciarse, a la del mundo funerario cristiano; incluso eran escenario de numerosas citas galantes y frecuentados por seductores. Por su parte, los cristianos si-guieron enterrándose preferentemente en torno a sus iglesias también a extramuros. Poco sabemos de los judíos, que tal vez tenían su lugar de descanso eterno en un recinto junto al de Umm Salama. Este último era uno de los cementerios musulmanes más extensos: comenzaba frente a la Puerta del Judío (hoy de Osario) y se prolongaba hacia el norte por el Campo de la Merced hacia el actual trazado del ferrocarril y avenida de las Ollerías.

En época califal había en Córdoba una veintena de arra-bales según las fuentes, aunque resulta difícil identifi car sus nombres con los vestigios de ellos excavados en los últimos años. La zona al oeste de la Medina fue la más poblada, y la primera que empezó a crecer. Ya los emires al-Hakem I y Abderramán II impulsaron, tras la destrucción de Shaqunda, la creación de algunos barrios allí, cerca de Balat Mugit (el antiguo palacio del conquistador de la ciudad) y al-vanib al-Garbí (nombre genérico de los arrabales del oeste). Los barrios occidentales se extendían, que sepamos, en varias direcciones. Al suroeste, desde la muralla occidental del Alcázar andalusí, sobre la loma del Parque Cruz Conde. En las excavaciones hechas bajo el Hospital General y los Colegios Mayores han aparecido viviendas de estos barrios, bastante pobres, que se concentraban en dicha elevación para evitar las inundaciones

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que sobrevenían con las crecidas del río, quedando separados de éste por la musalla y almuzara. También se extendían estos arrabales desde las Hazas de la Salud a los Polígonos del Fon-tanar y Poniente (mejor urbanizados y de casas que indican un estatus social superior); y hacia el noroeste por las zonas de la actual Ciudad Jardín, en torno al Palacio de Cercadilla y en dirección a Medina Azahara. Los nueve nombres que conocemos de los arrabales occidentales son el de la mezquita al-Rawda (junto al Alcázar califal), el mencionado Balat Mugit (tal vez hacia el Polígono de Poniente), el de la Mezquita al-Shifa, el del Baño o Hammam al-Ilbirí (estos dos últimos en la zona del Fontanar), Hawanit al Rayhani («tiendas de los vendedores de arrayán», entre las Hazas de la Salud y Parque Cruz Conde), al-Siwn al-Qadim («de la cárcel vieja», no es segura su ubicación), y los de las mezquitas de Masrur y de la Cueva o al-Kahf (de situación desconocida). Por último, el arrabal de los Pergamineros o al-Raqqaqin, parece haberse identifi cado con el hallado en la zona de Cercadilla donde, como se recordará, se supone estuvo la basílica de San Acisclo, en torno a la cual había un antiguo barrio cristiano. Buena parte de este crecimiento islámico surgió en torno a asenta-mientos mozárabes como aquél. Del mismo modo, recibían a veces su nombre del edifi cio privado o público alrededor del cual se originaron, como almunias o mezquitas. Algunas de estas últimas eran de nueva construcción, y otras fruto de la transformación de antiguas iglesias. Las fuentes han conservado unos cuantos nombres, y algunos de sus restos integrados en determinadas iglesias que surgieron después, tras la conquista cristiana (véase el capítulo siguiente). Por último, también han aparecido restos de mezquitas en yacimientos, como el de la zona del Fontanar o la moderna estación de Autobuses, en el Plan RENFE.

Al noroeste se encontraba el arrabal de al-Tirazin. Al norte tres: los surgidos en torno a la Arruzafa (desde que fue cons-truida), el de la Puerta del Judío (desde Ronda de los Tejares)

y, al noreste de aquella, el del cementerio y mezquita de Umm Salama (en la zona de Ollerías y Valdeolleros, extendiéndose en dirección a los de la Arruzafa).

Los barrios orientales, llamados genéricamente al-vanib al-Sharqí (asentados en la posteriormente llamada Axerquía), eran seis: Shabular («el Arenal», a lo largo del Paseo de la Ribera hacia la zona del Centro Comercial El Arcángel), Furn Burril («Horno de Borrel», en el recinto de la Axerquía, cerca del arroyo San Lorenzo, cuyo cauce fue posteriormente desviado por los almorávides para que hiciera de foso), al-Burch («de la Torre», referida a la Puerta de al-Yabbar, actual plaza del Salvador, donde había un cementerio desde época romana que las necesidades de espacio llevaron a trasladar a la zona de Edisol y antiguo Cuartel de Lepanto, mientras que el barrio no debió llegar más allá de los muros del Marrubial), arrabales de las almunias de Abdalláh (situada probablemente entre la Huerta de San Pablo y San Andrés) y al-Mugira (en el barrio de San Lorenzo) y el de al-Zahira. En dirección al palacio del mismo nombre de Almanzor y la almunia omeya de Rabanales debieron existir algunos focos de población.

Por último, al otro lado del río estaba el arrabal de Shaqun-da (desaparecido tras el motín del 818) y el de la almunia de ‘Awab (cercana al vado de Casillas).

Estos arrabales estaban también dotados de baños, zocos, mezquitas, etcétera. Dependiendo del nivel social de los habitantes del mismo, en algunas zonas había canalizaciones para el agua y evacuación de residuos, y en otras se recurría a los aljibes y pozos negros. Ahorraremos al lector la enu-meración de las elevadas cifras de edifi cios de diverso tipo que dan los cronistas, exagerado refl ejo de la magnifi cencia de aquella gran ciudad. Abderramán III llevó a cabo, aparte de las obras ya mencionadas, la reconstrucción del Zoco Grande, parcialmente arrasado por un incendio en el año 936 que también alcanzó a la Casa de Correos, objeto de reconstrucción posterior. Pero más destacable que aquellas

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resultó su intervención en la Mezquita Aljama, reformando la fachada de la sala de oración que da al patio; ampliando este último hacia el norte; y construyendo un nuevo alminar (h. 951), con una altura de 42 metros, de dos cuerpos y re-matado con unas bolas doradas y una gran azucena de plata. Hoy no se puede apreciar como entonces, por el deterioro que sufrió con el tiempo y que obligó a reformarlo en el siglo XVI, dándole una nueva imagen; pero podemos hacernos una idea contemplando las torres de las mezquitas de Kutubiyya en Marrakesh o la Giralda de Sevilla, que la tomaron como modelo. El Alcázar también experimentó mejoras.

Hasta la época califal, buena parte de las fi guras y modelos culturales originales vinieron de oriente, pero ya a fi nes del siglo IX comenzaron a surgir personajes autóctonos a la misma altura que los modelos importados. Fue el caso del fi lósofo ibn Masarra y el poeta ibn ‘Abd Rabbihi, muertos poco después de la proclamación del califato de Abderramán III. Entre su mandato y el de su hijo al-Hakem II, las artes y las ciencias alcanzaron cotas de notable esplendor. El segundo llegó a poseer una biblioteca que, según los cronistas, albergaba hasta 400.000 volúmenes. Ni mucho menos era la única, si tenemos en cuenta el notable interés y gusto por los libros en la ciudad (caso del cadí ibn Futays), el activo intercambio de los mismos y la incesante actividad de los copistas, entre ellos no pocas mujeres, entre las que se contaban desde eruditas de nobles familias (los casos de Fátima y Aixa) hasta esclavas instruidas en las artes y las letras. Notables eruditos fueron el biógrafo al-Faradhí, ibn al-Qutiya («el hijo de la Goda», musulmán descendiente de cristianos) o Rabí ibn Zayd (Rece-mundo, obispo de Córdoba) que demuestran la importancia del elemento mozárabe junto a los islámicos. Desde el siglo IX, además de las obras árabes, se recuperaron los clásicos greco-latinos y cristianos (destacar la contribución de San Eulogio). Por otro lado la medicina fue un campo que contó con notables cultivadores en el siglo X, tanto los musulmanes ibn vulwul y Abulcasis, como los judíos Abu Zacaría, Rabí Moisés y Hasday ibn Shaprut.

Esta libertad de pensamiento logró darse durante la época de los dos primeros califas a pesar del rigorismo y aversión a las innovaciones predicados por la doctrina malikí, que imponía la primacía de las tradiciones y los códigos religiosos sobre la actuación de cada juez, la rígida obediencia a unos preceptos sobre el libre albedrío. La teocracia de los alfaquíes o juristas-teólogos llegó a extremos de severidad que condenaban todo atisbo de espíritu crítico. Fue introducida en al-Ándalus en época de Hisham I, y consolidada debido a la comodidad para

[PERSONALIDADES CORDOBESAS DE LA CULTURA Y LA CIENCIA ISLÁMICAS]

Ibn Masarra (888-931), fi lósofo

Ibn ‘Abd Rabbihi († 933), poeta

Al-Jushaní († 971), nacido en Cairuán

Ibn al-Qutiya, Abenalcutía († Córdoba 977) erudito

Abul Qasim ibn ‘Abbas al-Zahrawi, Abulcasis (h. 936-h. 1013), médico

Al-Faradhí (962-1013), biógrafo

Isà Ibn Futays († 1029) alfaquí, erudito

Ibn Hazam (993-1064), poeta, erudito

Ibn Suhayd (992-1035) poeta

Ibn Hayyan al-Qurtubí (987-1070/76), erudito

Ibn Zaydún (1003-1071), poeta, escritor

Abu-Ubaid el-Becri (h. 1040-1094), geógrafo

Ibn Quzman o Ben Guzmán (h. 1086-h. 1156/60), poeta

Ibn Bashkuwal o Aben Pascual (1100-1183), erudito

Al-Gafequi (siglo XII), médico y fi lósofo

Ibn Rushd, Averroes (1126-1198) fi lósofo, jurista, médico

Al-Bitruyi, Alpetragius (Los Pedroches - † 1200), astrónomo

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los emires, que veían con ella justifi cado el orden establecido, así como anuladas las divergencias de criterio que pudieran conducir a enfrentamientos religiosos entre musulmanes. Pero a cambio, los gobernantes debían cuidarse de contentar a los alfaquíes, quienes gozaban de gran poder económico e ideológico. Con todo, siempre hubo jueces que antepusieron la equidad y el buen juicio y rechazaron la avaricia e iniquidad, como probó el cairuanés afi ncado en Qurtuba, al-Jushaní en su Historia de los jueces de Córdoba.

Con al-Hakam II continuó aquella supremacía y esplendor de al-Ándalus, patente en la ampliación que llevó a cabo en la Mezquita Aljama, la más bella y exuberante de todas. La sala de oración fue ampliada 47 metros más al sur, utilizándose los mármoles y materiales más fi nos, exquisitamente labrados, y con la decoración del mihrab (hueco del muro de qibla que orienta la oración) con mosaicos realizados por artistas bizantinos. Se construyó un doble muro de qibla, unido a un nuevo pasadizo elevado que conectaba la Mezquita con el Alcázar. La reparación del puente, la ampliación del Gran Zoco, o las reformas en el Alcázar fueron algunas de sus me-joras para la ciudad.

La situación se mantuvo con su hijo Hisham II (976-1009), aunque no fue debido a él, sino a su tutor y primer ministro ibn Abi ‘Amir, al-Mansur bi-Llah («el victorioso en nombre de Alá») o Almanzor. Gran estadista, ávido de poder, pero muy meticuloso en preservar la legalidad omeya para mantenerse como gobernante, alentó la reclusión del califa en el Alcázar de Córdoba y en Medina Azahara, donde aquél se entrega-ba a numerosos placeres y olvidaba sus responsabilidades. Almanzor, a su vez, hizo construir entre 980-1 su propia ciudad-palacio, una fortaleza que albergaba sus residencias: Medina Al-Zahira (probablemente en las Quemadas, junto a Quemadillas). Su poder y magnifi cencia se puso de manifi esto en la última ampliación de la Mezquita Aljama, tanto del patio como de la sala de oración, hacia el este (aparte de nuevos la-

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vatorios), hasta alcanzar una superfi cie total de 24.000 metros cuadrados. Este tramo del edifi cio se identifi ca muy bien con el carácter de Almanzor: representa, por un lado la ambición (con diferencia, la más grande de todas las ampliaciones); pero también moderación y cautela diplomática disfrazada de humildad. Los modestos materiales empleados no signifi can una decadencia artística o falta de recursos, sino el respeto y sometimiento al soberano, ya que los nobles materiales como los del mihrab de al-Hakem II eran símbolo del califato omeya. Declaraba así que no deseaba usurpar el califato, y con esa sobriedad y rechazo del lujo trataba de congraciarse con los alfaquíes. Otro gesto de acercamiento a aquellos fue el expurgo y la destrucción de los volúmenes considerados heterodoxos de la biblioteca del difunto al-Hakem II. Uno no puede dejar de acordarse de que «cuando se queman los libros, está próxima la carnicería».

OCASO DEL ESPLENDOR ANDALUSÍ

Aquel esplendor de Córdoba se vino abajo con súbita e inesperada rapidez y un dramatismo trágico. En el cambio de milenio se produjo la fi tna (1009-31), época de guerras civiles que condujo al desprestigio y disolución del califato, así como a la fragmentación de al-Ándalus en lo que se conoce como los «reinos de taifas».

Los hijos de Almanzor no heredaron su habilidad para mantenerse en el poder. El primero de ellos, ‘Abd al-Malik al-Muzaffar («el vencedor», 1002-8) al menos siguió las consignas de su padre. Pero murió pronto, dicen los rumores que envenenado por su hermano menor Abderramán, apo-dado Sanchol o «Sanchuelo» (nieto del rey Sancho Abarca de Navarra e hijo de una de aquellas princesas rubias cristianas, como el califa). Su fama de depravado, borracho y libertino, y la ambición desmedida, tanto de él como de sus adversarios, iban a llevar a la ciudad y a al-Ándalus al desastre. Sanchol

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irritó sobremanera a otros miembros de la familia omeya y a los cordobeses cuando consiguió que Hisham II le nombrara en un decreto heredero del califato. Sin reparar en la inminencia de la catástrofe, el segundo hijo de Almanzor partió inmediatamente

al norte para llevar a cabo una campaña contra los reinos cristianos. En víspera de su partida (14-I-1009) impuso en el ceremonial el uso de los turbantes beréberes como atuendo obligatorio de los dignatarios políticos y militares, en vez de los bonetes altos y polícromos de la tradición iraquí. Así, mientras estaba en Toledo, uno de los biznietos de Abderra-mán III, Mohamed ibn al-Chabbar, reunió a un cuerpo de cuatrocientos soldados, con el apoyo de los alfaquíes (que odiaban a Sanchuelo), de la madre de ‘Abd al-Malik y de una masa de popular y de bandidos de los barrios bajos. El 15 de febrero la muchedumbre asaltó el alcázar cordobés, y aquella misma noche Mohamed exigió a Hisham II que abdicara en su favor, siendo proclamado el primero con el título de al-Mahdí bi-llah («el guiado por Dios»). Inmediatamente ordenó el asalto a Medina al-Zahira, que en los días siguientes fue saqueada, incendiada y arrasada por la turba. Sanchol, al saber lo sucedido, retornó a Córdoba, haciendo caso omiso al hecho de que sus partidarios le iban abandonando a medida que se acercaba a la capital. Tras su humillante rendición a Mohamed al-Mahdi, éste lo mandó ejecutar el 5 de marzo.

Por otro lado, el nuevo califa escondió a Hisham II y di-fundió la noticia de que había muerto. Pero Mohamed II se granjeó muy pronto peligrosas enemistades, principalmente la de los beréberes, a quienes también odiaban muchos cordobe-ses. La hostilidad y agresiones físicas contra los norteafricanos forzaron a aquellos a abandonar la capital. Los beréberes eli-gieron como califa a otro príncipe omeya, Suleyman, y con el apoyo de tropas de Sancho García de Castilla retornaron a

Córdoba para cercarla. La maniobra de al-Mahdí de volver a proclamar califa a Hisham II no dio resultado, y en noviembre de aquel 1009 era derrocado, y la capital saqueada por los beréberes. Al-Mahdí huyó a Toledo y levantó allí un nuevo ejército de eslavos y catalanes, que se enfrentó en El Vacar (22-V-1010) a los norteafricanos, derrotando a estos últimos y a su califa Suleyman. Mohamed II volvió a ocupar el trono, pero brevemente (mayo-julio 1010), apenas con tiempo sufi -ciente para ver la derrota y retirada de sus aliados catalanes, e iniciar la defensa de la capital cordobesa ordenando construir un foso alrededor. Los eslavos lo detuvieron y ejecutaron y repusieron al califa Hisham II, que en los tres años siguientes, los últimos de su mandato (VII-1010 – V-1013), demostró una vez más su incompetencia. Los beréberes de Suleyman pusieron cerco durante ese tiempo a Qurtuba, y a comienzos de noviembre del 1010 irrumpieron en Medina Azahara, la saquearon brutalmente y tras habitarla un tiempo, la incen-diaron y abandonaron. Por su parte, los sitiados desvalijaron y desmantelaron el palacio de al-Ruzafa para evitar que Su-leyman pudiera aprovecharse de aquél. Pero el asedio acabó por ahogar a la capital, a la que había acudido la población de la comarca buscando cobijo. El 9 de mayo del 1013 los beréberes rindieron Córdoba, volviendo a castigarla con un azote de destrucción que masacró a unos 20.000 habitantes. El poeta y erudito ibn Hazam, que contaba entonces con unos veinte años y fue testigo de aquel terrible ocaso, nos ha legado, junto a otros autores, algunos de sus testimonios, como lágrimas de quienes nacieron en la «ciudad luz» de occidente y la vieron consumirse súbitamente, con la muerte de amigos y allegados, la destrucción de su patria y el exilio forzoso. Su amigo el poeta ibn Suhayd (modelo de Dante para su Divina Comedia) y el historiador ibn Hayyan (uno de los más grandes del Islam), también cordobeses, formaron parte de ese grupo de fecundos autores rodeados de la esterilidad que produjo la fl or de las guerras civiles, parafraseando a ibn

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Hazam. En cuanto a Hisham II, no se sabe qué le ocurrió, dando pie a imposturas y leyendas. Algunas fuentes dicen que fue ejecutado por Suleyman o por su hijo Mohamed; pero también abundan las historias que afi rman que acabó sus días como un pobre artesano en oriente o en la Península.

En los años siguientes, una serie de califas menores ocupa-ron el poder, viéndose expulsados de su trono por intrigas y asesinatos de diversos grupos rivales. Perdió así la institución su halo de prestigio y soberanía sobre el territorio andalusí. El camino estaba abierto hacia la consolidación de la secesión, de la fragmentación del territorio en diversos reinos de taifas, que se aliaban y enfrentaban unos contra otros, recurriendo cada bando a alianzas con soberanos cristianos del norte.

En Córdoba se formó un reino o taifa (equivalente a una buena porción oriental de la actual provincia), gobernada por los Banu Yahwar (1031-69). Los arrabales occidentales, los más castigados, habían sido abandonados, como de Medina Azahara y otros palacios; se borraron sus huellas, y disminu-yó drásticamente el número de habitantes y el tamaño de la urbe. La ciudad quedó reducida a dos sectores: la Medina y algunos de los arrabales del este que conformaron parte de lo que posteriormente se llamaría la Axerquía o Ajarquía (cuyo contorno discurría, grosso modo, desde la Puerta del Rincón, por la avenida de Ollerías al norte, del Marrubial a Campo Madre de Dios al este y por la Ribera al sur). La conquista de Barbastro por los cristianos (1064) llevó al reforzamiento de las murallas. Por otra parte, el expansionismo de la taifa de Toledo condujo a Córdoba a pedir ayuda a Al-Mu‘tamid de Sevilla, que acabó convirtiéndola en una provincia dependien-te de su reino, salvo entre 1075-8, paréntesis durante el cual los toledanos se hicieron con ella. Pero también hubo lugar para contactos e intercambios culturales constructivos, como en el caso de la estancia en la corte del rey-poeta hispalense del gran escritor cordobés ibn Zaydún, quien dejó su ciudad por

sus fracasados amores con la princesa Wallada. Algunos de sus versos se insertaron, sin citarle, en Las mil y una noches.

Debido a que el empuje cristiano parecía cada vez más fuerte e irrefrenable (toma de Toledo en 1085), los gobernan-tes de las taifas andalusíes pidieron ayuda a los almorávides, que habían fundado su imperio en el norte de África basado en una vuelta a unas esencias muy rigurosas y severas del islamismo. Ello sedujo a los alfaquíes andalusíes, y la mayor parte del pueblo veía con buenos ojos las ventajas fi scales que ofrecían (únicamente las contribuciones prescritas por el Corán, frente a los continuos y múltiples impuestos de cada reino), así como la protección frente a los cristianos del norte, más efi caz que la fragmentación política vigente. Así, se impulsó la decisión norteafricana de incorporar al-Ándalus a su imperio. El 28 de marzo de 1091 las tropas almorávides entraron en Córdoba. Emprendieron algunas construcciones, como ciertos tramos de la muralla de la Ajerquía (hacia 1125), o la emblemática no-ria de la Albolafi a, construida entre 1136-7 por el emir Tashufi n, hijo del califa Alí ibn Yúsuf.

La presencia almorávide, caracteri-zada por un islamismo muy rigorista y la intolerancia hacia otros grupos religiosos, condujo a los cordobeses a sublevarse en 1121. A su vez, en 1126 Alfonso el Batallador de Aragón llevó a cabo una expedición de castigo hasta el sur peninsular, respondiendo a la intransigencia del nuevo poder an-dalusí. Los almorávides reaccionaron deportando a aquellos cristianos en dos

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fases: embarcaron a parte de ellos rumbo a África en 1126; y en 1137 a todos los restantes.

El derrocamiento del poder almorávide en 1143 condujo a unas segundas taifas. La nueva de Córdoba tuvo su im-portancia, ya que pretendió (sin éxito) la restauración del califato. En una incursión para reponer a uno de sus gober-nantes, Alfonso VII permaneció en la ciudad algo más de 9 días del mes de mayo de 1146. Sus guerreros aprovecharon para llevarse una buena porción de objetos artísticos de la urbe. Pero el vasallaje de aquel reino al emperador de Castilla y León duró poco. En 1146, los almohades (imperio sucesor de los almorávides, que pretendían restaurar con mayor in-tensidad el rigorismo religioso, nuevamente relajado en sus antecesores) entraron en Córdoba. Su emir ‘Abd al-Mu‘min asentó allí su capital durante ocho meses, siendo trasladada después a Sevilla. Un último y levísimo fl orecimiento tuvo lugar en la ciudad, aunque la intransigencia almohade, como la almorávide, difi cultó la existencia de los grupos de pobla-ción de espíritu más abierto, pacífi co y tolerante. Lucena, por ejemplo, núcleo del saber judío andalusí en la campiña desde época califal, fue arrasada. Los hebreos huyeron a refu-giarse en tierras cristianas. Otro ejemplo es el de dos genios como el fi lósofo Averroes (caído en desgracia en la corte de Marrakesh) y Maimónides (médico y erudito judío, cuya familia se vio obligada a aparentar convertirse al islamismo y que fi nalmente optó por emigrar a Egipto), cuya fama se sobrepuso a las adversidades por las que atravesaron. Tampoco se olvide al poeta ibn Quzmán, otro cordobés, maestro del zéjel y de composiciones que suponían una síntesis y fusión del árabe culto y el popular andalusí. Contemporáneos suyos fueron el también escritor Judá Leví (judío tudelano afi ncado en Córdoba), el oftalmólogo al-Gafequi (padre de un notable médico) y el astrónomo de los Pedroches al-Bitruyi.

Se llevaron a cabo en Córdoba algunas obras de remoza-miento, como la continuación de las obras de las murallas

de la Ajerquía. Ello no era un mero capricho, ya que entre julio y agosto de 1150 Alfonso VII asedió sin éxito la urbe. Quedaban todavía 86 años hasta que la ciudad cayese en manos cristianas de modo defi nitivo.

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CÓRDOBA BAJO MEDIEVAL Y MODERNA

CONQUISTA Y REPOBLACIÓN CRISTIANA

a conquista cristiana de Córdoba tuvo lugar en unas circunstancias muy parecidas a la islámica del 711, al menos por lo que nos dicen las crónicas. Guiados por

la ayuda de pobladores de la ciudad, que conocían los puntos débiles de sus defensas y pactaron su ayuda, el asalto comenzó en una noche oscura y tormentosa, hacia el 23 de diciembre de 1235. El lugar elegido para atacar fue la puerta frente al actual convento de San Cayetano, al norte de la Ajerquía, más vulnerable y peor defendida. Álvaro Colodro y Benito de Baños, nombres inmortalizados posteriormente en el calle-jero urbano (el primero en la mencionada puerta por donde entraron), fueron los soldados que encabezaron el ataque de las huestes cristianas de Pedro Ruiz Tafur y otros jefes almo-gávares. Enterado Fernando III de Castilla, acudió con sus tropas para apoyar la conquista, al tiempo que el rey ibn Hud, que tenía la ciudad bajo su protección, fue engañado para no acudir en su ayuda. Mientras tanto, los defensores islámicos se habían atrincherado en la Medina, con mejores defensas, pero el cerco del monarca castellano les llevó a capitular. El 29 de junio de 1236, día de los santos Pedro y Pablo, tuvo lugar la entrega de la ciudad a los cristianos. Fernando III desfi ló con sus caballeros y la Mezquita Aljama, al igual que el resto de templos musulmanes, fueron consagrados como

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iglesias. Las huestes fernandinas hallaron una ciudad medio en ruinas, apenas una sombra de lo que fue en su máximo esplendor. No obstante, durante el período bajomedieval, se sentaron las bases para un nuevo resurgimiento a comienzos de la modernidad, aunque esta vez a un nivel mucho más modesto.

Durante sus estancias, en 1236 y 1240-1, Fernando III ordenó que se aprobasen una serie de medidas, empezando por los repartimientos de propiedades a los nobles y caballe-ros, plebeyos, la Iglesia y las órdenes militares. Por desgracia, no conservamos aquel libro, pero otras fuentes lo suplen en parte. Del mismo modo, en 1241 Córdoba se vio dotada de su fuero o legislación municipal. Tomaba como modelo el de la ciudad de Toledo, y no el de Cuenca como en anteriores repoblaciones. Otras regulaciones municipales se fueron aña-dieron en años sucesivos (ordenanzas para tejedores de 1375, y para otros ofi cios y asuntos en 1435, 1485 y 1498). Durante los cinco siglos siguientes a la conquista, estas disposiciones sirvieron como marco de referencia para el gobierno de la ciudad por los diversos cargos (alcaldes mayores, caballeros veinticuatro, etc. Evitaremos entrar en detalles ya que su organigrama experimentó diversos cambios).

Córdoba fue, durante esta etapa, una «ciudad de fron-tera», cercana al reino de Granada y, por ello, sujeta a las amenazas de incursiones islámicas y, a su vez, base para las cristianas. Por ello, se mantuvieron y reforzaron las murallas que la defendían y alcanzaban un perímetro de 7 kilómetros. Se reparaban cada cierto tiempo con piedra y tapial, y en su estructura a veces es difícil distinguir las partes musulmanas de las cristianas. Un camino o adarve corría sobre aquellas, detrás de almenas y merlones alternados, torres defensivas exentas, adosadas o unidas al muro (ejemplo aún existente la de la Malmuerta, de planta octogonal, construida entre 1404-8) y fosos, componían la obra. Dos conjuntos formaban la urbe: la antigua Medina, también denominada Villa a partir

del siglo XIII; y la Ajerquía, arrabales del este amurallados en época almorávide y almohade. La Villa tenía diez puertas: al norte Osario, al este portillo de la Fuenseca (o de Ferrán Iñiguez o posterior del Bailío), Puerta de Hierro o del Salvador (en la plaza homónima), portillo de Corvache (en la calle así llamada, confl uencia con la de la Feria), Puerta de la Pescadería (luego arquillo de Calceteros, en la calle Caldereros con San Fernando); al sur las del Puente y de los Sacos (en la esquina meridional de la Huerta del Alcázar de los Reyes Cristianos, luego tapiada); y al oeste la nueva de Sevilla (de mediados del siglo XIV, cuando se amplió la esquina suroeste de la mu-ralla), de Almodóvar y de Gallegos. Por su parte, el trazado de la Ajerquía partía de la Puerta de Rincón hacia el norte, hasta la torre Malmuerta, y de ahí al este siguiendo la actual avenida de las Ollerías, y al sur desde Ronda del Marrubial hasta la plaza del Corazón de María, haciendo más abajo de

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este punto un giro al oeste, paralelo al sur de la calle María Auxiliadora; y en Arroyo de San Lorenzo (que servía de foso, tras haber sido modifi cado su cauce), un nuevo quiebro en dirección sur, siguiendo Ronda de Andujar y Campo Madre de Dios hasta Ronda de los Mártires y el Paseo de la Ribera, enlazando con la muralla de la Villa en la Cruz del Rastro. Sus puertas eran: la del Rincón (en la confl uencia norte con la muralla de la Villa), del Colodro, la de Alquerque o Excusada (de la Misericordia, tapiada a fi nes del siglo XIII, reabierta en el XVI y modifi cada en el XVIII), de Plasencia (de los Padres de Gracia en época Moderna, en la plaza del Corazón de María), de Andújar (frente a la plaza de la Mag-dalena), Nueva, de Baeza (en la salida de Agustín Moreno al Campo Madre de Dios), de Martos (cerca del molino del mismo nombre) y del Sol (al sur de la villa y lindando con la Ajerquía, no llegó hasta nosotros). Las puertas se abrían al amanecer y se cerraban con el toque de Ave María al ano-checer; algunas permanecían como accesos de guardia hasta la una de la noche, y se abrían hacia las nueve de la mañana (y en verano hasta las dos de la madrugada y las ocho de la mañana respectivamente). Servían también para controlar el acceso de las mercancías (facilitando el cobro de los impuestos establecidos sobre aquellas), así como de personas o productos sospechosos, especialmente cuando tenían lugar las epidemias, siendo necesario guardar cuarentenas.

A su vez, Fernando III estableció la división urbana en 14 collaciones o territorios cada uno bajo la jurisdicción de una parroquia. Había siete en la Villa y otras tantas en la Ajerquía. La de la antigua Mezquita, convertida en iglesia Mayor de Santa María y posteriormente Catedral, fue, sin duda, la más importante, ocupando el 45% del espacio de la antigua Medina, al sur; mientras que las del norte (de este a oeste San Salvador, San Miguel y San Nicolás de la Villa) se extendían sobre otro 40% de la misma, siendo las del sector central (Santo Domingo de Silos, San Juan y Onmium Sanc-

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torum o «Todos los Santos») mucho menores. En la Ajerquía eran mayores las septentrionales (San Lorenzo y Santa Marina, alrededor de un 40% del sector), seguidas de San Andrés y San Pedro (con algo más de un 30%). En la superfi cie restante se asentaban las meridionales: San Nicolás (de Bari y San Eulogio) de la Ajerquía, Santiago y Santa María Magdalena. Por su parte, los barrios constituían una división inferior en tamaño (a veces eran simples calles), caracterizados por alguna peculiaridad de su situación, de la propiedad inicial del suelo y edifi cios, o por el origen de sus primeros pobladores o la dedicación profesional de sus habitantes, aunque esta última era más frecuente a la hora de denominar calles.

El trazado viario de la Medina, heredado de época anda-lusí, se mantuvo más o menos durante la Baja Edad Media. A partir de los siglos XV y XVI comenzó a ir alterándose en algunos puntos, mediante diversos alineamientos de calles y apertura de plazas. No menor complejidad presentaba la Ajerquía, alternando concentraciones de viviendas y descam-pados, vías de época islámica y cristiana; unas principales más

o menos amplias y rectilíneas con otras secundarias, estrechas, y callejones sin salida (estos últimos menos numerosos que en la Villa). De este a oeste existían dos ejes fundamentales heredados de época almorávide y almohade, que unían la Puerta de Plasencia con la de Hierro y la de Baeza con la de la Pescadería, a través de un itinerario que más o menos se ha conservado (de María Auxiliadora a la calle San Pablo y de Agustín Moreno a Lineros y Lucano). De creación cris-tiana fue la vía principal de norte a sur, que discurría junto a la muralla este de la Villa, separándola de la Ajerquía, a lo largo de las actuales calles Alfaros, Capitulares, Diario de Córdoba y San Fernando (o calle de la Feria). El lugar era una explanada sin edifi car, que iba a superar en importancia a la travesía islámica entre los realejos de San Andrés y San Pedro (por la actual calle Gutiérrez de los Ríos). Probablemente esta última era la zona más poblados de la Ajerquía en la época de la conquista. A ella se unieron las primeras urbanizaciones cristianas en el mentado nuevo eje, en torno a los conventos de San Pablo y de San Pedro el Real (también llamado iglesia de San Francisco). El proceso de urbanización se dio entre fi nes del siglo XIII y principios del XV. La concesión de las ferias que hizo el rey Sancho IV (1284) propició que las construcciones se concentrasen, primeramente, a lo largo y junto a aquel tramo de muralla, así como entre la Puerta de Hierro y el portillo de la Fuenseca, al establecerse allí una zona comercial y de servicios (en torno a una de las dos carnicerías concedidas por Alfonso X al obispo de Córdoba en 1281). A principios del siglo XIV se empezó a urbanizar la zona hacia la Corredera (llamada Barrionuevo), en un proceso que se desarrolló hasta el siglo XV.

El concejo o gobierno de la ciudad trataba de regular el transporte y la venta de mercancías y velaba por la limpieza y el mantenimiento en buen estado de las vías y edifi cios (mediante funcionarios y rentas municipales o encargándolo a particulares), sobre todo en los lugares más concurridos y con

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motivo de celebraciones y de períodos festivos. Las normativas de higiene se incumplían frecuentemente, aunque se insistiera en preservar la salubridad y una buena imagen de la ciudad amenazándose con multas y sanciones a los infractores. La red de alcantarillado y abastecimiento de aguas era la heredada de épocas romana e islámica, manteniéndose básicamente el mismo trazado, mejor o peor, con sucesivas reparaciones, hasta los años cuarenta del siglo XX. Estaba más extendida y sus condiciones eran mejores en la Villa que en la Ajerquía. Por ello, en esta última tuvieron mayor impacto las epidemias. Por suerte, las aguas subterráneas apenas se contaminaron por los pozos negros. Por otro lado, arroyos como el de San Lorenzo y de la Fuensanta y aguas estancadas dejadas por el río tras sus crecidas, propiciaban el surgimiento de focos de enfermedades e insalubridad.

En la periferia de la urbe se situaban muladares, ejidos, huertas que abastecían a la ciudad y diversos establecimientos. En primer lugar, los artesanales, donde se obtenían materias primas (tejares, ollerías y demás alfarería); establecimientos de olores y emanaciones desagradables, y actividades muy ruidosas: mataderos, molinos (repartidos en seis paradas, la del Puente —molinos de la Albolafi a, Mediorrío, Pápalo y

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San Antonio—, Alhadra, San Julián o molino de Martos, vado del Adalid, López García y Casillas) y batanes (trece a fi nes del siglo XV, sin contar molinos de cubo o de rodezno situados en cauces de arroyos importantes y varias tahonas o molinos de sangre). También se hallaban extramuros la ata-razana, el puerto fl uvial y el pequeño arrabal al otro lado del puente, junto a la fortaleza de la Calahorra, llamado Campo de la Verdad por la tradición de ser campo donde se dirimían las disputas jurídicas en combate, así como ermitas, algunos conventos u hospitales (San Antón, San Lázaro), etcétera.

Durante las centurias medievales, los centros de poder po-lítico, religioso y económico (Catedral, Alcázares y mercados principales) se localizaban en la zona próxima al puente sobre el Guadalquivir; estableciéndose desde fi nes del siglo XIII una prolongación de los mismos a lo largo de la mentada calle de la Feria. A ambos lados de la cabecera de aquella vía se situaban los que iban a ser núcleos principales también durante la época Moderna: la plaza de la Corredera, las Casas del Cabildo (lo que hoy entendemos por Ayuntamiento, en la calle Ambrosio de Morales), la Plaza del Salvador y el convento de San Pablo (el más importante de los muchos establecidos en toda la

urbe). Desde la Mezquita Aljama hasta la plaza del Potro se ubicaba otra zona de una vida muy activa, donde se situa-ban mercados, artesanías, alojamientos, mancebía, etc.

Hasta mediados del siglo XIV, los mo-narcas castellanos visitaron y residieron muy frecuentemente en las urbes meri-dionales como la que nos ocupa. Una razón importante fue la ya señalada de las campañas de conquista contra los mu-sulmanes. Pero además, por constituirse en enclaves fundamentales de apoyo a diversos bandos en los enfrentamientos

entre castellanos. Cuando Sancho IV se rebeló contra su padre Alfonso X, una de las ciudades que prestaron ayuda al primero fue la de la Mezquita, mientras que el «rey Sabio» quedó atrincherado en Sevilla. El territorio de Córdoba sufrió diversos saqueos y destrucciones durante aquella guerra civil por los derechos a la Corona (1281-4), siendo la urbe cercada. Por ello, Sancho IV (1284-95) le otorgó tras su victoria una serie de privilegios y concesiones, incluyendo la de 5 de agosto de 1284 para celebrar, en lo sucesivo, dos ferias al año (desde el primer día de Cuaresma y en Pentecostés). Otro episodio destacado tuvo lugar hacia 1320, durante el pleito que sos-tuvo la ciudad con la regente María de Molina con el fi n de lograr la libre designación de alcaldes y alguaciles, alentando la polémica con fi nes políticos el famoso infante don Juan Manuel. Al llegar a su mayoría de edad, Alfonso XI (1312-50), también estuvo vinculado a la ciudad. Había pedido ser sepultado en el convento de San Hipólito, fundado en 1343 en una zona entonces despoblada de la parroquia de San Ni-colás de la Villa, y convertido en colegiata en 1347. Pretendió el monarca hacer allí un panteón real, pero sus restos y los de su padre Fernando IV no fueron trasladados allí hasta 1728, habiendo permanecido hasta entonces en la Capilla Real de la Catedral. Otro edifi cio que mandó construir Alfonso XI fue el llamado Alcázar de los Reyes Cristianos. Se tiene noti-cia de que en 1313 una congregación de frailes agustinos se instaló en la zona del denominado Alcázar del Rey, edifi cio que se hallaba en los terrenos del actual Seminario de San Pelagio. Pero la fecha tradicionalmente aceptada del proyecto del edifi cio es la de 1327-8, habiendo ordenado Alfonso XI desalojar a los religiosos (trasladados a la actual iglesia de San Agustín) y extender las construcciones hasta el perímetro que hoy ocupa. No sabemos exactamente cuándo concluyeron las obras, pero en 1359 ya recibía el nombre de Reales Alcázares. Se trataba de un castillo de planta cuadrangular, con torres en sus esquinas y en el centro de sus lados este y sur (poste-

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riormente desaparecidas estas últimas) y un patio central en torno al cual se distribuían las estancias, además de los baños. El edifi cio experimentó posteriormente diversas reformas y transformaciones para otros usos: de residencia real y fortaleza a sede de la inquisición cordobesa (1482-1810), el añadido de una capilla barroca (siglo XVII), cuartel de los franceses durante la invasión napoleónica y cárcel pública desde 1821. Por fortuna, la declaración del edifi cio como Monumento Histórico-Artístico en 1931 permitió su restauración y puesta en valor.

Durante la guerra entre Pedro «el Cruel» y Enrique de Trastámara, Córdoba apoyó al segundo, y debido a ello sufrió violentas represalias en 1367. Habiendo sido rechazado, en 1368 Pedro I asedió la ciudad con ayuda del rey granadino Mohamed V, pero fueron derrotados en la batalla del Campo de la Verdad o de los Piconeros, debido a la decisiva ayuda que se dice prestó en la lucha este gremio de fabricantes de carbón vegetal de los barrios de Santa Marina y San Lorenzo (entre los ofi cios cordobeses más populares entre los siglos XVI-XX). En aquel lugar de la batalla existía una antigua fortaleza islámica que, habiendo demostrado ser una vez más un enclave decisivo para defender el puente y la ciudad, fue reformada por Enrique II y llamada Torre de la Calahorra. Se le añadieron más elementos defensivos en la segunda mitad del siglo XV y a comienzos del XVI. Sus funciones fueron posteriormente redefi nidas, pasando a ser cárcel de la nobleza, cuartel de milicias y escuela de niñas en el siglo XIX, y en el XX cuartel de la Guardia Civil y museo (primero de la ciudad y luego de las tres culturas).

La sede episcopal cordobesa fue creada en 1237 y orga-nizada hacia 1277, dependiendo de Toledo, y no de Sevilla como antaño, hasta el concordato de 1851. Su primer obispo fue Lope de Fitero (1238-45) y su residencia se fi jó en las entonces llamadas casas del obispo (Palacio Episcopal, cuyas reformas más antiguas datan del siglo XV y continuaron en

los siguientes; Museo Diocesano desde la década de 1980), parte del antiguo Alcázar andalusí, al sur del llamado «Corral de Cárdenas» en el cual se asentó en el siglo XVI el Hospital de San Sebastián (actual Palacio de Congresos).

En 1241, como queda dicho, el rey instituyó las 14 co-llaciones de la ciudad. El gesto de Fernando III se limitó a consagrar buena parte de antiguas mezquitas, reconvertidas al culto cristiano. Así lo corroboran los restos que conservan de alminares y otros elementos arquitectónicos las iglesias de San Juan de los Caballeros, San Nicolás de la Villa, San Lorenzo (mezquita de al-Mughira), Santiago (la de Amir His-ham), Todos los Santos (desaparecida, en la plazuela de San Felipe, actual Ramón y Cajal) y San Nicolás de la Axerquía (pervive su fachada en la confl uencia de las calles Badanas y Consolación). También se asentaron sobre antiguas basílicas y

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templos mozárabes, como San Pedro y San Andrés. Después de comenzados los conventos de San Pablo y San Pedro el Real (fundaciones del «rey santo»), hacia la época del obispo D. Pascual (1274-93), suponemos que debió producirse la edifi cación de estas que se han dado en llamar «iglesias fernandinas». No conocemos bien su cronología, pero sí las pautas generales de su estilo constructivo, muy original: tres naves con techos de madera y cabecera con tres capillas abo-vedadas, de construcción sólida con sillares de piedra, gruesos muros, contrafuertes y estrechas ventanas de tipo románico; pero también elementos góticos (rosetones, arcos apuntados, bóvedas y otros elementos) y mudéjares (techos, decoración). Fueron reformadas entre los siglos XVI y XVIII. Sus torres presentan un primer cuerpo medieval, siendo terminadas en épocas posteriores. Este estilo se perpetuó en algunas construcciones del siglo XIV como la iglesia de San Nicolás de la Villa, el monasterio de San Hipólito y el Convento de San Agustín. Menos ejemplos de edifi cios originales nos han quedado en la Villa (San Miguel, San Nicolás de la Villa y la muy restaurada de Santo Domingo de Silos, hoy Archivo Provincial) que en la Ajerquía (Santa María Magdalena, consi-derada la más antigua, San Lorenzo, Santa Marina, Santiago, San Pedro y parte de San Andrés). Su aspecto era entonces de edifi cios exentos, sin construcciones adosadas como a veces hoy presentan, rodeados de sus pequeños cementerios

parroquiales, y orientadores de la repoblación y edifi caciones de sus respectivos sectores de la ciudad.

La ciudad se constituyó como una de las poblaciones con mayor proporción de conventos, buena parte de ellos con numerosas e importantes posesiones rurales y urbanas. Se dio una fuerte implantación de órdenes religiosas tanto mas-culinas (predicadores, franciscanos, trinitarios, mercedarios, agustinos, cistercienses, jerónimos) como femeninas (cister-cienses, clarisas, dominicas, jerónimas). Hubo dos oleadas de fundaciones: justo tras la conquista y a fi nes del siglo XIV y principios del XV. Establecimientos de religiosos masculinos: San Pablo, Santísima Trinidad (ambos fundados en 1241), San Pedro el Real (1246), Santa Eulalia (1262), San Agus-tín (1277), Sancti Spiritus (1282), Santos Mártires (1332) y los extramuros San Jerónimo de Valparaíso (1405), San Francisco de la Arruzafa (1414), el popular Santo Domingo de Scala Coeli (1423), Madre de Dios Remedios (1440) y los Mínimos de Santa María de la Victoria o de las Huertas (1510). Y femeninos: San Clemente (1260), Santa Catalina o Santa Clara (1267), Santa María de las Dueñas (1370), Santa Marta (1464), Santa Inés (1461), la Santa o Vera Cruz (1474), Santa Isabel de los Ángeles (1483-91), Nuestra Señora de la Concepción (1487), Santa María de Gracia (1498),

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Regina Coeli (1499) y Encarnación (1510). Aparte estaban las «beatas», grupos de mujeres que vivían en co-mún, sin votos religiosos ni clausura, dedicadas a los ejercicios espirituales, derivando algunos en congregaciones monásticas; y las «emparedadas», que decidían llevar una vida de reclusa devoción en sus casas. Por último, citar el santuario de Nuestra Señora de Linares, fundado según la tradición en 1236 por Fernando III, adosando a una torre una ermita, conjunto que fue creciendo y se convirtió en uno de los focos de peregrinaciones en

las cercanías de la capital. Romerías y otras fi estas religiosas (destacando la Semana Santa, pero sobre todo la fi esta del Corpus Christi, instituida en 1316, y quizá la más importante en época moderna) señalaban en el calendario los descansos entre los trabajos y los días cotidianos.

Aunque carecemos de datos sobre la población de la Córdoba bajomedieval, podemos establecer una serie de etapas. Según el censo de 1509, la ciudad alcanzaba aquel año algo menos de 25.000 habitantes. La Villa comenzó siendo la más poblada, pero la urbanización de la Ajerquía hizo que, a fi nes del siglo XV, ambos sectores estuvieran más o menos igualados, o con ligera ventaja del segundo. Cuentan las crónicas que Fernando III dejó asentados tras la conquista medio millar de caballeros y un número mayor de soldados de a pie; y que desde aquel año llegaron muchos pobladores de diversos lugares de Castilla y León y otros reinos. La toma de Sevilla (1248) y el avance de la conquista atrajo a algunos de aquellos colonizadores más al suroeste. Ello, junto con las difi cultades económicas e inestabilidades políticas de fi nes del siglo XIII contribuyó a frenar el crecimiento inicial de

la ciudad de la Mezquita. Pero la inseguridad por la cercana frontera con el reino de Granada condujo a la población rural a refugiarse dentro los muros de Córdoba. A mediados del siglo XIV llegó una nueva recesión, con el azote de la Peste Negra. Entre marzo y agosto de 1349 la urbe se vio castigada con mayor intensidad por la epidemia, que volvió en 1363-4, 1383, 1400, 1442, 1458-9, y 1481, que tengamos noticia. También deben mencionarse como episodios catastrófi cos las inundaciones de los años 1403 y 1481. Ello nos da pie para hablar de la red asistencial, que contribuyó a paliar aquellas calamidades. Córdoba tuvo más de 70 hospitales durante el período. Por supuesto que el lector debe abandonar el concep-to que hoy se tiene de estos establecimientos, que en aquella época eran más hospederías de reposo que verdaderos centros terapéuticos. Cada barrio contaba con un cierto numero, generalmente asociados y mantenidos por miembros de un mismo gremio o cofradía, bajo su correspondiente advocación religiosa. A pesar de la ruptura con el pasado de la conquista, la tradición hipocrática cordobesa siguió desarrollándose.

Caballeros y «hombres buenos» (los poderosos), los «me-dianos» y el «pueblo menudo», cada grupo con sus marcadas señas de identidad, desarrollaron su existencia durante el otoño medieval en una ciudad de una incipiente economía urbana, pero con grandes desequilibrios e inestabilidad social. Hubo frecuentes epi-sodios de violencia, debido a la inseguri-dad de la frontera, la pobreza de muchos habitantes (acrecentada por los períodos de carestía); y a las luchas entre faccio-nes nobiliarias. No solamente hallamos cristianos, sino que también minorías religiosas, de judíos y mudéjares.

Durante la dominación almohade, los judíos de Córdoba habían sido expulsa-

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dos o huyeron, sobre todo, a los reinos cristianos. Fue una nueva población la que se asentó en Córdoba desde 1236, llegando tal vez al medio millar a mediados del siglo XIV. El barrio que habitaron ocupaba el terreno desde la puerta de Almodóvar (fuera de ella se situaba un cementerio llamado «Fonsario de los Judíos») hasta la Catedral, en su mayor parte encerrado en su propio recinto amurallado llamado Castillo de la Judería. Este último aprovechaba antiguas construcciones (tal vez el Alcázar del Bustán de Al-Mutamid o una residencia almohade), y su muro oriental coincidía con el occidental del antiguo Alcázar andalusí, llegando hasta la torre de Belén, al oeste. También residieron en algunas zonas fuera del recinto, como en el ángulo suroriental de la Medina, la futura calle Alfonso XIII o el Realejo de San Andrés. Contaron para rendir culto con una Sinagoga. La que hoy conservamos fue construida entre 1314-5, en estilo mudéjar, con un patio como vestíbulo y su interior con la tradicional separación de sexos, ocupando las mujeres las tribunas. Después de la expulsión de los judíos, en 1492, la Sinagoga fue convertida sucesivamente en hospital para hidrófobos de Santa Quiteria,

ermita de San Crispín y San Crispiano (1588) y escuela para niños (siglo XIX), hasta que en 1884 fue rescatada y declarada Monumento Nacional.

Los judíos se dedicaron a la artesanía, pero sus actividades como prestamistas y su religión diferente les hicieron ser odiados por muchos cristianos. Durante dos fechas funda-mentalmente se produjeron ataques contra la comunidad cordobesa. En junio de 1391, siguiendo la estela de las pré-dicas del arcediano de Écija Fernán Martínez y los violentos episodios acaecidos en otros lugares, se produjo el asalto y saqueo de la judería cordobesa. Como consecuencia, tuvo lugar el abandono por parte de la mayoría de los judíos del barrio (aunque algunos quedaron allí), constituyéndose la nueva collación de San Bartolomé (bajo la iglesia del mismo nombre) o del Alcázar Viejo, repoblada desde 1399, aunque a un ritmo muy lento hasta 1492. También tuvo lugar la marcha de otros judíos de la ciudad, o la forzosa conversión de diversas familias al cristianismo. Pero aunque la conversión de algunos de estos últimos hubiera sido sincera (la mayoría seguían practicando en secreto el judaísmo), conservaban la condición de «cristianos nuevos», marginados e impedidos para ejercer diversos cargos públicos. A pesar de todo, judíos y conversos se recuperaron. Mas la crisis económica a fi nes del siglo XV, las luchas nobiliarias y la intolerancia volvieron a desencadenar otro fatídico episodio en marzo de 1473. Su detonante fue el hecho de que, al paso de una procesión por la calle de la Feria, una muchacha arrojó agua sobre el manto de la Virgen de la Hermandad de la Caridad (que sólo admi-tía a quien probara su «limpieza de sangre») desde una casa habitada por una familia de conversos. Inmediatamente se desataron iracundas reacciones en una multitud predispuesta desde hacía tiempo contra los judíos, tergiversándose el hecho y tomándolo como provocación. La casa fue saqueada y un tumulto fue dirigido por un herrero cordobés, lanzando al asalto, robo y asesinato de los judíos y conversos. A pesar de

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la intervención de Alfonso de Aguilar, que mató al cabecilla, los sucesos duraron cuatro días (corrió la falsa noticia que el cadáver del herrero se había movido, proclamándosele mártir al que se debía vengar), quedando como testimonio el monumento de la Cruz del Rastro (el actual es una creación posterior y reubicada). Se pensó en volver a concentrar a la población judía en 1479, pero más tarde acabó por aplicarse una medida más drástica, ya que por el decreto de 1492, to-dos los judíos fueron obligados a convertirse o a abandonar los reinos hispanos. Los conversos, sinceros o no, se vieron obligados a extremar precauciones, por temor a ser acusados ante la inquisición, cuyo tribunal cordobés fue establecido en 1482. Con todo, aún hoy se conservan apellidos de origen judío en la ciudad.

Desde luego, en mayor proporción que islámicos, pues esta última comunidad fue mucho más pequeña. Según las capitulaciones pactadas en 1236, los pobladores musulma-nes se vieron obligados a abandonar la ciudad por haber sido asediada. Durante la repoblación, un pequeño grupo de habitantes debió volver. Mas la expulsión de mudéjares (así se llamaba a los islamitas que conservaban su credo bajo el poder cristiano) tras las revueltas rurales de 1264-66, y la emigración de aquellos hacia el entonces asentado reino de Granada, condujo a la desaparición de las morerías cordobe-sas, salvo las de Palma del Río y la capital. A fi nes del siglo XV había en la de esta última solamente entre 150 y 200 habitantes. Seguramente por ello y por su menor riqueza no fueron objeto de ataques tan violentos como en el caso judío, aunque también debían pagar impuestos y llevar distintivos en su ropa. Tuvieron una mezquita en la plaza de las Dueñas (actual Cardenal Toledo). La aljama cordobesa (aunque hubo quienes residían en otros barrios) estuvo situada, primero en la calle de los Moros (Rodríguez Sánchez) y después en la de la Morería, hasta que en 1502 se promulgó el edicto de conversión forzosa para los mudéjares. Llamados moriscos

por su nueva condición cristiana, muy pocos quedaban en el siglo XVI. Tras la rebelión de las Alpujarras a fi nes de 1568, se decidió que algunos grupos de los moriscos granadinos de-portados de su tierra se establecieran en Córdoba, y habitaron sobre todo en la collación de Santa María, concretamente en la calle que hoy lleva su nombre, hasta el edicto defi nitivo de expulsión de los reinos hispánicos en 1609.

Esta discreta Córdoba, cabeza de un reino que equivalía más o menos a la actual provincia, se asomaba a la modernidad como cuna de notables personajes que salieron de ella: los pintores Bartolomé Bermejo y Alejo Fernández, y el poeta Juan de Mena, autor del Laberinto de Fortuna, nacido en la capital, pero educado y residente en Salamanca e Italia, al contrario que Antón de Montoro, poeta cordobés nacido en aquel pueblo. Pero sobre todo el noble y guerrero Gonzalo Fernández de Córdoba, «El Gran Capitán», fue la fi gura de aquel fi n de siglo que dio mayor fama a su patria.

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DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN

El fi nal del siglo XV vio el desarrollo en esta modesta ciudad de algunos actos de empresas decisivas que marcarían el cami-no de la grandeza de los reinos hispánicos en la modernidad. Después de haber sido sede de la boda de Enrique IV con Dña. Juana de Portugal (21-V-1455) y de las Cortes que abrieron su mandato, la popularidad de Córdoba subió un nuevo pel-daño durante las estancias de los Reyes Católicos. Entre 1482 y 1492, Isabel y Fernando residieron frecuentemente en la ciudad (que ya habían visitado en 1478), fundamentalmente para dirigir las últimas campañas de conquista contra el Reino de Granada. En la ciudad de la Mezquita nació la infanta Dña. María, su hija (que llegó posteriormente a ser reina de Por-tugal), en 1482. Por ello, no es extraño que Cristóbal Colón pasara una larga temporada en Córdoba, para estar cerca de

«El Potro y el Rastro, sitios que Cervantes visitara cuando en sus

notables obras ese primer nombre estampa.» “El Mesón del Potro”

Teodomiro Ramírez de Arellano (comp.), Romances histórico-

tradicionales de Córdoba, Córdoba, 1902, p. 15.

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los monarcas y tratar de convencerles de su proyecto de cruzar la «Mar Océana» de Occidente. Entre tanto, encontró como nueva compañera a la cordobesa Beatriz Enríquez de Arana, con la que tuvo a Hernando Colón, gran erudito y biógrafo de su padre, que viajó por Europa para nutrir su formidable biblioteca hispalense. Otro ilustre personaje de ascendencia cordobesa y que vivió durante algunos años en la ciudad, y otros tantos en Cabra, fue Miguel de Cervantes, el autor del Quijote. Colofón de esta importancia renacentista, y buen motivo para emprender diversas reformas urbanas, fue la vi-sita de Felipe II, que residió en Córdoba entre febrero y abril de 1570 y celebró Cortes para dirigir la campaña contra los moriscos rebeldes de las Alpujarras (uno de los frutos de todo ello fue la creación en aquel año de las Caballerizas Reales). Al año siguiente, festejaba la ciudad los fastos de la victoria de la Santa Liga en Lepanto.

Soslayados los difíciles comienzos del siglo XVI (graves epi-demias y crisis de subsistencias sobre todo en 1506-7 y 1522), la población cordobesa ascendió de 27.500 habitantes en 1530 a unos 49.500 en 1571. La prosperidad y ciertas mejoras de la urbe en este período se debieron, en buena medida, a su condición de discreta antesala a Sevilla, la «Puerta de Indias». La riqueza y monumentalidad del barroco cordobés (tanto de la capital como del resto de la provincia) no hubieran sido posibles sin las notables aportaciones de la riada de metales preciosos que llegaban procedentes de América, así como de los frutos de su comercio y artesanía (durante la centuria fl orecieron los textiles, sobre todo seda y paños, así como el cuero, cordobanes y brocados). Y eso que la crisis del siglo XVII y episodios como los expolios durante la guerra de la Independencia, o las desamortizaciones, no han permitido que todo aquel rico patrimonio haya llegado, en su totalidad e incólume, a nosotros. Por su parte, desde fi nes del siglo XV constatamos la presencia en Córdoba, junto a los mercaderes y artesanos autóctonos, de familias de vizcaínos (vascos) y de

otros puntos de la geografía peninsular, así como genoveses, napolitanos y fl amencos. Entre estos últimos abundaban es-cultores y orfebres, actividad la segunda que alcanzó su cenit durante el siglo XVII.

El reverso de este prometedor panorama era el de la esclavi-tud (ya desde época bajomedieval hubo esclavos en la ciudad, sobre todo negros y mulatos y también moriscos, aunque no en gran número y sus condiciones no eran demasiado penosas, debido a que fundamentalmente se ocupaban del servicio doméstico), la pobreza y miseria de las clases bajas (en aumento con cada periódica crisis), y el de ciertos episo-dios de la crónica negra. Entre estos últimos se encuentra la presencia del inquisidor Lucero en Córdoba, cuyos abusos de poder y ambición de desenmascarar a toda costa a los falsos conversos (acusando de heterodoxia incluso a importantes personajes, se dice que para quedarse con sus fortunas), acaba-ron por desencadenar un levantamiento popular en 1506, que precipitó la caída del siniestramente apodado «Tenebrero». Aquel motín fue dirigido por algunos miembros de la nobleza cordobesa, un episodio que también puede encuadrarse en la serie de rivalidades y disputas por el poder local a las que

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hicimos referencia en el apartado bajomedieval. Desde fi nes del siglo XIV, la «nobleza nueva andaluza», nutrida en buena medida de las concesiones hechas por el rey Enrique II (las «mercedes enriqueñas») había ido ganando terreno junto a la «nobleza vieja» (linajes de los primeros tiempos de la con-quista). La familia más importante desde el siglo XV fue la de los Fernández de Córdoba, dividida en cuatro ramas, cada cual con su señorío: de Aguilar (posteriormente añadirían el marquesado de Priego), los Condes de Cabra, el señorío de Chillón, Lucena y Espejo (de los Alcaides de los Donceles); y el de Montemayor y Alcaudete. Estos dos últimos estaban aliados respectivamente con cada uno de los dos primeros, rivales entre sí por el control de la ciudad. A estos deben añadirse otros señoríos: el de Santa Eufemia, Fernán Núñez, Palma del Río, El Carpio, Luque y Guadalcázar. En el siglo XV los señoríos ocupaban en total en el reino de Córdoba un 25% del territorio al norte del Guadalquivir y un 53% de la campiña. Sus propietarios (familias de los Fernández de Córdoba, Carrillo, Ríos, Bocanegra y Portocarrero, Méndez de Sotomayor, Venegas, Córdoba), constituían un centro en torno al cual giraban otro conjunto de linajes menores, también con tradicional participación en el gobierno de la ciudad, como los Aguayo, Hoces, Tafur, Valenzuela; en total, en torno a trescientos individuos. Residían en la capital, y los más importantes (sobre todo desde el siglo XVII) en la Corte. Por lo demás, los integrantes de la nobleza cordobesa tuvieron fama en todo el país de conservar las esencias más acendradas de los linajes aristocráticos. Ello no quiere decir que fuera totalmente hermética, pues entre los siglos XVI y XVIII tuvo lugar la penetración, en modesto pero innegable volumen, de sangre nueva, la mayoría de las veces mediante el matrimonio con las hijas de familias plebeyas enriquecidas. Ascensos sociales que no signifi caban el cuestionamiento del orden imperante, sino la integración de algunos de estos in-dividuos en la condición nobiliaria. Recurrieron para ocultar

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sus orígenes (no pocas veces judeoconversos) a la invención de genealogías y falseamientos de «estatutos de limpieza de sangre», y a las estrategias familiares para mantener y aumentar su poder.

Su riqueza y prestigio se hacían bien visibles en la deco-ración externa que, sobre todo a partir del Renacimiento, se añadió a la vivienda típica cordobesa con mayor profusión: los blasones y otros elementos que adornaban las fachadas de las residencias y palacios, atisbos de la belleza de sus patios interiores. En efecto, las viviendas perpetuaron el esquema del patio interior vertebrador de las estancias y centro de la vida comunitaria, tanto en las moradas señoriales como en los «corrales de vecinos». Vegetación, fl ores y un pozo o aljibe eran elementos indispensables, desde el más lujoso al más humilde. La mayoría de las viviendas señoriales de las tres primeras centurias tras la conquista sufrieron modifi caciones

desde época renacentista. Y no pocas desaparecieron posterior-mente, como la de los Alcaides de los Donceles (frente a San Nicolás, en lo que es hoy cabecera del Paseo del Gran Capi-tán), de los señores de Aguilar (luego Palacio de la Marquesa del Mérito, Gobierno Civil y hoy Edifi cio Gran Capitán), de Luque (en torno a la calle Fitero), de Fernán Núñez (cerca de San Pedro) y de Guadalcázar (junto a la Puerta del Rincón); perviven en su mayoría las fachadas, como la de la Casa de los señores de Lucena (en la calle Fitero). El estilo mudéjar, más que el gótico, predominaba en época bajomedieval. Del siglo XIV data la Casa de los Caballeros de Santiago (luego de los Valdelasgranas y después de condes de Gavia, hoy colegio); y del siglo XV la llamada Casa Mudéjar, la del Indiano (antigua casa solariega de los Cea), de las Campanas (perteneciente a los duques de Alba, luego casa de vecinos), de las Pavas (fachada renacentista), el palacio del Conde de Cabra (luego convento de las Capuchinas) y la fortaleza del marqués del Carpio (adosada al trazado de la antigua muralla en la calle de la Feria). Teniendo en cuenta que experimentaron remo-delaciones y engrandecimiento en etapas posteriores (hasta el XVIII o después) los mejores ejemplos que arrancan del siglo XVI son el palacio de Viana, el del Bailío (casa solariega de los Cárcamo, luego residencia del Gran Capitán y su familia, posteriormente de los marqueses de Almunia), así como el de Orive (de los Villalones) y la Casa solariega de Jerónimo Páez de Castillejo (hoy sede del Museo Arqueológico); la de los Luna (supuesta vivienda de Hernán Pérez de Oliva, famoso humanista), las fachadas de la Casa de las Bulas (hoy Museo Taurino), de Rodrigo Méndez Sotomayor (hoy Conserva-torio de Música), de los Aguayo (desde 1270, con reformas posteriores, hoy colegio de las Francesas) y el palacio de los Venegas de Henestrosa (hoy Gobierno Militar). Del siglo XVII datan las fachadas y portadas de la Casa Solariega de la plaza de Maimónides (con su típico torreón o mirador), la conocida como de la Condesa de las Quemadas (con blasón

[LOS PATIOS DE CÓRDOBA]

«Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son, como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y fl ores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos, pero las fl ores y las plantas están cuidadas con más amor y verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaria, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras tejen el tapiz con sus hojas entre-lazadas y le tejen con sus fl ores y frutos. Tal vez está cubierto de un frondoso emparrado una buena parte del patio y, en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de fl ores formado por muchas macetas colocadas en gradas o escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albaha-ca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las fl ores también abundan, y, para más primor y amparo de las fl ores, hay encañados vistosos [...] Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el

día. El ruiseñor le da música por la noche».

JUAN VALERA

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de los Fernández de Mesa, hoy escuela de Arte Dramático), la de la Concha, el palacio del Duque de Medina Sidonia (originalmente mudéjar) y la Casa de los Mecías de la Cerda (calle Tomás Conde). Para el siglo XVIII, véanse la Casa de los Manríquez (con una portada barroca), de los Guzmanes (en el Realejo, frente a la de los Luna), del Marqués de Benamejí (cuya fachada fue reformada en siglo XIX, hoy escuela de Artes y Ofi cios, en calle Agustín Moreno), el palacio del Vizconde de Miranda (antigua casa de la familia de los Ríos, marqueses de las Escalonias, fachada de 1766) y el de los Muñices (hoy Colegio Público de San Lorenzo).

Durante el Renacimiento, la ciudad experimentó refor-mas esencialmente cualitativas. Sus límites no trascendieron más allá del recinto amurallado. Muchas puertas medievales fueron transformadas en renacentistas (casos de la Nueva en 1569 y la del Puente en 1572). Gracias a las ordenanzas e intervenciones de los alarifes, se realizaron ensanches de calles (Concepción, Juan de Mesa o del Poyo, Isaac Peral o del Lodo, Deanes) y plazas (de la Judería) y apertura de nuevas vías (Cuesta de Luján, Duque de Hornachuelos, Portería de Santa María de Gracia), al tiempo que eliminaban algunos adarves y callejones sin salida, absorbidos en las manzanas de las que formaban parte, cerrados o quedando como «casas de paso». Hacia 1594 comenzaron las obras para las nuevas casas del ayuntamiento, en las proximidades de la plaza del Salvador, habiendo estado hasta entonces en la actual sede de la Real Academia de Córdoba (calle Ambrosio de Morales).

El nombre de la Corredera ya apareció en la segunda mitad del siglo XIII, tal vez porque allí se hicieran correr caballos en época islámica. La plaza era entonces más pe-queña e irregular, y en el siglo XV ya era un activo foco de la vida comercial y sociopolítica. «Autos de fe» (lectura de sentencias inquisitoriales; el quemadero de herejes estaba en el Marrubial y también se ajusticiaba en el Campo de la Verdad), pero también espectáculos lúdicos como las fi estas

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de toros y cañas tenían lugar allí (desde la segunda mitad del siglo XVIII también se celebraron corridas en las plazas de toros de madera que temporal y sucesivamente se ubicaron en el Campo de la Merced hasta mediados del XIX). En 1584-6 se construyó la Cárcel, obra del arquitecto Juan de Ochoa, en medio del lado sur de la Corredera, junto al pósito o almacén de granos municipal, levantado en 1536. Existía en la plaza un pilar, constatado en las fuentes desde la segunda mitad del siglo XV, que desapareció posteriormente. Dicho sea de paso, una de las fuentes más importantes de la ciudad, junto con la Fuenseca (existente ya en 1495, aumentada en 1760), la del Patio de los Naranjos de la Catedral (siglo XVII) o la de la piedra Escrita (su fecha más segura es la de 1724). Des-de el siglo XIV había 39 veneros de agua en la ciudad y 11 extramuros. La reforma que dio a la Corredera el trazado y disposición que conocemos se inició en 1683, de la mano del arquitecto Ramos de Valdés, por orden del corregidor Ron-quillo Briceño. Supuso la desaparición, entre otros edifi cios, del hospital medieval de la Santísima Trinidad, así como la aparición de nuevas construcciones anexas a la plaza, como la ermita del Socorro, sede en el momento de tres cofradías y foco de enorme devoción desde fi nes del XVII. Más de un centenar de hermandades y cofradías existían en el siglo XVII. Y es que la omnipresencia de la religiosidad cristiana continuó vigente en la urbe durante los siglos modernos. Otra muestra de ello fueron la multitud de retablos ubicados en las calles por toda la ciudad, pequeños focos de devoción popular, suprimidos defi nitivamente en 1841 y depositados algunos en iglesias para evitar que fueran objeto del deterioro natural e intencionado. Queda como vestigio casi único el que aún adorna la esquina de la calle Candelaria. La iluminación que aportaban la miríada de velas en aquellos daba un aspecto fantasmagórico a las esquinas y recodos urbanos en las noches cordobesas, tan oscuras antes de la llegada de la iluminación pública decimonónica.

El centro de la religiosidad cordobesa continuó ubicado en la antigua Mezquita convertida en iglesia Mayor de Santa María. Durante los primeros siglos de la conquista el edifi cio apenas sufrió reformas o adaptaciones. Poco después de con-sagrar como catedral todo el templo islámico, Fernando III fundó la posteriormente desaparecida capilla de San Clemen-te, en la que se rindió culto hasta que en 1275 se convirtió en Capilla Mayor la recién terminada de Villaviciosa, instalán-dose en el lucernario central donde arrancaba la ampliación de al-Hakem II, instalando allí el altar mayor y la sacristía. En 1281 también Alfonso X mandó derribar las tiendas que habían ido adosándose alrededor de los muros externos de la Mezquita, así como engrandecer aquellas calles. En com-pensación, otorgó al obispo don Pascual y al Cabildo las dos carnicerías y las tiendas de Ollerías. En los siglos siguientes varias de las puertas de la Mezquita fueron reformadas en estilo gótico (en el muro occidental, el postigo de la leche, puerta de San Miguel y de la Paloma), renacentista (puerta de Santa Catalina) y dieciochesco (de la Grada Gorda y la septentrional de Caño Gordo); y hacia 1908 Mateo Inurria restauró bajo la dirección de Velázquez Bosco algunas puertas de los muros este y oeste concediéndose ciertas licencias al estilo original. Por otro lado, en la fachada norte Enrique II mandó restaurar en estilo mudéjar la Puerta del Perdón en 1377. Seis años antes el monarca había ordenado completar la Capilla Real, que había sido comenzada en época del «rey Sabio» (1258-60). Por aquellos años también comenzó la habilitación de capillas en las naves junto a los muros de la sala de oración. Una de ellas fue la que temporalmente le fue concedida a Alonso Fernández de Sotomayor frente a la portada del Mihrab, ordenándosele tuviera cuidado de no alterar ni dañar aquella obra. Durante la época de los Reyes Católicos se alteró aquella situación de más o menos respeto a la integridad del templo, y a propuesta del obispo Iñigo de Manrique, se edifi có entre 1486-96 una nave gótica trans-

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versal entre dos de las antiguas, frente a la Capilla Mayor o de Villaviciosa (transformada en presbiterio en 1489). Los tiempos aconsejaban, a juicio de algunos, ocultar aquellas raíces musulmanas con nuevos añadidos cristianos, por lo que el obispo Alonso de Manrique concibió llevar a cabo el gran crucero renacentista. A pesar de la fuerte oposición del concejo que gobernaba la ciudad, el pleito, elevado hasta el emperador, acabó decidido a favor de la reforma. Es bien sabido que poco después, a su paso por Córdoba para celebrar sus esponsales con Isabel de Portugal, Carlos I se arrepintió de su decisión y dijo aquello de «hacéis lo que hay en otras muchas partes y deshacéis lo que era único». Con todo, no hubo vuelta atrás, y entre 1523 y 1607 se levantó el crucero catedralicio, labor que ocupó a las tres generaciones de la familia de los Hernán Ruiz, famosos arquitectos (el primero también rediseñó las galerías del patio en 1510, y el tercero añadió a la torre el cuerpo de campanas), y a Juan de Ochoa (autor este último de trascoro y la bóveda central). Al complejo se añadieron, entre otras muchas obras, el coro (de Pedro Duque Cornejo, 1747-57) y los púlpitos (de Michel de Verdiguier, 1776-8). Por otro lado, a principios del siglo XVII se abrieron unos vanos en forma de balcones en la fachada sur externa; y para resolver los problemas de estabilidad de la torre se construyeron, en-volviendo el antiguo alminar, los cuerpos del Reloj (1616) y de San Rafael (1636), coronando la fi gura del arcángel el conjunto en 1664. Y en 1740, se cubrieron los techos de las naves con bóvedas blancas, incluyéndose dos lucernarios en los extremos de cada nave. Por último, no podemos olvidar las operaciones de restauración que posteriormente realizaron el organista Patricio Furriel (1815), los arquitectos Ricardo Velásquez Bosco (1891-1923), Félix Hernández (1931-36) y, a fi nes del siglo XX, Gabriel Ruiz Cabrero y Gabriel Rebollo. A pesar de las polémicas sobre la alteración del monumen-to original por el crucero catedralicio, tal vez aquél salvó a la Mezquita de un más que probable desmantelamiento y

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saqueo durante los siglos moderno, como ha ocurrido con otros edifi cios.

El espíritu de Trento a su paso por Córdoba quedó se-ñalado con las estancias de San Juan de la Cruz y San Juan Bautista de la Concepción, y la fugaz visita de Santa Teresa. Las construcciones religiosas aumentaron por las nuevas fundaciones de diversas comunidades. A partir de 1564 los jesuitas levantaron la iglesia del Colegio de Santa Catalina (terminado en 1589), y a raíz de su traslado en 1580, los carmelitas calzados edifi caron el templo del Convento situado en las cercanías de Puerta Nueva. En 1571, la ermita de la Visitación de Nuestra Señora del Espíritu Santo se convirtió en parroquia de San José y Espíritu Santo (transformada a mediados del siglo XVIII), del barrio del Campo de la Ver-dad, que hasta entonces había dependido de la Catedral. Pero sobre todo, ha de mencionarse el Seminario de San Pelagio, fundado en 1583, aunque su construcción, empezada en 1610, se vio paralizada hasta 1669. En la centuria siguiente vivió una ampliación.

Otra manifestación conciliar fue el esplendor de la fi esta del Corpus, ya impulsada desde comienzos de siglo, como muestra la custodia de la Catedral, de Enrique de Arfe, es-

trenada en 1518 y una de las más importantes de España. Parece que la feria concedida por Sancho IV y confi rmada por Carlos I no tuvo del todo continuidad. La Feria de la Salud principió verdaderamente cuando en 1665 se encon-tró la imagen de la Virgen homónima en un pozo ignorado, descubierto en una haza próxima a la puerta de Sevilla. En 1673 se inauguró una capilla en aquel lugar para cobijar a la advocación mariana, cuyo culto alcanzó gran popularidad durante el siglo siguiente. También hay que destacar el culto a los santos y Mártires. En 1575 se anunció el descubrimiento en la iglesia de San Pedro de las reliquias de aquellos últimos de época romana (entre ellos los restos de San Acisclo y Santa Victoria), cuestionándose la autenticidad de las que hasta en-tonces se consideraban auténticas, conservadas en el convento de los Mártires de la Ribera. El culto a aquellos alcanzó un mayor fervor en siglo XVII, organizándose procesiones en su nombre. Y fue también en esta época cuando se desarrolló la devoción al arcángel San Rafael. Aunque se decía que ya se había presentado a principios del siglo XIV al Padre Simón de Souza, la tradición señala fundamentalmente al Padre Roelas, a quien se dice se apareció el arcángel en 1578, anunciando las futuras epidemias, cofi rmando que las reliquias de San Pedro eran auténticas y proclamándose custodio y amparo de la ciudad. Créase o no, a gusto de cada cual, lo cierto es que la historia ha quedado recordada de modo duradero en las diversas esculturas dedicadas a San Rafael (la más antigua situada frente al humilladero del Puente Romano en 1651); y, por supuesto, en la extensión de su nombre entre tantísimos cordobeses hasta hoy.

Todas estas creencias se explican mucho mejor a la luz de las difi cultades que atravesó la ciudad desde fi nes del siglo XVI. Pestes y crisis cosecheras azotaron su comarca como al resto de los reinos hispanos, destacando las de 1649-52 y la de veinte años después. Por ello, la población sufrió una severa recesión: de 48.186 habitantes en 1587 a unos 35.000

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[LA CÓRDOBA BARROCA]

“A Córdoba”¡Oh excelso muro, oh torres coronadasde honor, de majestad, de gallardía!¡Oh, gran río y gran Rey de Andalucíade arenas nobles, ya que no doradas!¡Oh fértil llano, oh sierras levantadasque privilegia el cielo y dora el día!¡Oh siempre gloriosa patria mía,tanto por sus plumas como por espadas!¡Si entre aquellas ruinas y despojosque enriquece el Genil y Dauro bañatu memoria no fue alimento míonunca merezcan mis ausentes ojosver tus muros, tus torres y tu ríotu llano y sierra, oh patria, oh fl or de España

LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE

(1561-1627)

en 1668. Aunque el siglo XVIII fue más positivo, la población no llegaría a igualar los niveles renacentistas hasta mediados de la centuria decimonóni-ca. Por su parte, los problemas para mantener los numerosos centros asis-tenciales condujeron desde el Renaci-miento a la unión de las rentas de las cofradías religiosas y de los hospitales de benefi cencia, instituciones inten-samente vinculadas durante los dos siglos precedentes y los siguientes, y que jugaron un decisivo papel, a pesar de que sus recursos anuales no fueron muy abundantes. En 1586 Córdoba contaba con 30 hospitales, de los que un 80% se hallaban a cargo de her-mandades. El más importante fue el Hospital Real de San Sebastián, hasta que en 1704 tomó el relevo el del Car-denal Salazar, concebido inicialmente como colegio de los niños del coro de la Catedral, y que fue centro médico hasta nada menos que 1974 (pasan-do luego a ser sede de la Facultad de Filosofía y Letras). Otro hospital fue el Real de San Lázaro, junto a otros más o menos «especializados» como el de San Bartolomé de las Bubas. En el siglo XVII se consiguió el relativo logro de contarse con un médico por cada 2.000 habitantes.

A pesar de las adversidades, la vida continuó una vez más. Siguiendo la línea trazada en el siglo XVI, encon-tramos el desarrollo de diversas mani-

«El soneto con que su atrabiliario hijo la cantara es también, incuestionablemente, la mejor guía espiritual de la ciudad, que no debe, empero, hacernos olvidar nunca los juegos de la chiquillería, los olores de las pitanzas, los requiebros a las damas, la afi ción por los naipes y el aguardien-te, las rencillas de los eclesiásticos y las nuevas de un imperio que comenzaba a desmoronarse. En fi n, el amor a la vida y a la fugacidad de las cosas que, muy al estilo barroco, pero no menos igualmen-te al estilo de Córdoba, su artista más inmortal, cantó después de un proceso de interiorización de las experiencias de una ciudad con cuyos genios se amistase y compenetrase íntimamente».

JOSÉ MANUEL CUENCA TORIBIO, Historia de Córdoba, Córdoba, 2002, pp. 113-4

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festaciones como la imprenta o el teatro. En el segundo tramo del siglo XVI destacó la presencia del comediógrafo hispalense Lope de Rueda en Córdoba, enterrado en la Catedral. El primer edifi cio que conocemos de la época estuvo ubicado en el número 11 de la calle de las comedias (hoy calle Velásquez Bosco, nº 15), sede de la cárcel hasta que se trasladó a la Corredera. Fue inaugurado en 1602 y permaneció abierto hasta fi nes del XVII. Por otro lado, engro-san la nómina de talentos artísticos de los Siglos de Oro eruditos como Ambrosio de Morales y el Abad de Rute y el viajero Inca Garcilaso de la Vega, el escritor y pintor Pablo de Céspedes, los poetas Juan Rufo y Luis Carrillo de Sotomayor. Por supuesto que quienes querían triunfar en círculos más amplios, debían abandonar el suelo natal, aunque nunca se desligó de su patria chica D. Luis de Góngora y Argote, uno de los mejores poetas del barroco, cuyo redescubrimiento y justa valoración, sin embargo, hubo de esperar al tercer cente-nario de su fallecimiento.

La Iglesia sobrellevó mejor que otras ins-tituciones civiles la crisis del siglo XVII. La demanda de obras de tema religioso, por las razones ya vistas, contribuyó a la creación de un potente foco pictórico cordobés en el siglo XVII. La mayoría de sus integrantes siguieron la infl uencia del maestros Pablo de Céspedes, destacando entre ellos el sello personal de Antonio del Castillo, junto a otros nombres. Máximo exponente del

barroco pleno son los trabajos que Valdés Leal desarrolló en Córdoba. La misma importancia tuvieron, dentro y fuera de la capital, el retablo y la imaginería, con las sobresalientes fi guras de Juan de Mesa y Felipe de Ribas, formados en Sevilla. Por su parte, el convento de los Padres de Gracia (1608, fundado sobre una antigua ermita por Juan Bautista de la Concepción, reformador de la orden trinitaria en 1599) marcó el paradigma del barroco contrarreformista, destacando como elementos más llamativos de su fachada los frontones triangulares. Otros establecimientos erigidos entonces fueron el del Corpus Chris-ti (1608), Santa Ana (fundado por las carmelitas descalzas en 1589 y comenzado en 1608), San Cayetano (1613-56), Cister (ya instalado en 1671 junto al lugar que ocupa hoy la iglesia, construida en 1725) y San Pedro de Alcántara (en la plaza del Cardenal Salazar); el de la Encarnación, monaste-rio cisterciense de 1509, sufrió una gran transformación en los siglos siguientes. Comenzó el XVIII con la edifi cación del Santuario de las ermitas de la Sierra (1703-34). Destacó la actividad desarrollada en época del obispo D. Marcelino Siuri (1717-1731), con el patrocinio y fi nanciación de obras

[ARTISTAS NOTABLES DE LA CÓRDOBA MODERNA]

Juan de Mena (1411-1456), escritor

Hernán Pérez de Oliva(1494-1531), poeta

Ambrosio de Morales 1513-1591), erudito

Pablo de Céspedes(1538-1608), pintor y escritor

Juan Rufo(1547-1620), poeta

Luis Carrillo de Sotomayor(1583-1610), poeta

Luis de Góngora y Argote (1561-1627), poeta

Juan de Mesa(1583-1627), escultor

Antonio del Castillo(1616-1657), pintorJuan de Valdés Leal

(1622-1690), nacido en Sevilla, pintor

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de envergadura como la iglesia de los Dolores y hospital de San Jacinto, la remodelación de la parroquia de San Andrés, de los Conventos del Cister y de las Capuchinas, iglesia del Colegio de la Piedad. También se levantó el ya mencionado Hospital del Cardenal Salazar (1701-24), se reformó profu-samente la colegiata de San Hipólito y se edifi có el nuevo convento de la Merced (sede actual de la Diputación), cuyas obras concluyeron en 1745, año en que un incendio destruyó algunas partes del palacio Episcopal, añadiéndose después la monumental escalera. El de la Trinidad fue un convento fun-dado en 1241, cuya paradigmática iglesia barroca, construida a mediados del siglo XVII y concluida en 1710, se convirtió luego en parroquia de San Juan y Todos los Santos, en tanto que el convento se desamortizó y convirtió en cuartel en el siglo XIX. Tras la expulsión de la orden en 1767, la iglesia del Colegio de la Compañía de Jesús (iniciada en 1564) en la Plaza de la Compañía, se convirtió en sede donde en 1782 se ubicaron las refundidas parroquias de Santo Domingo de Silos y el Salvador (la segunda anteriormente ubicada en la esquina de la futura calle Alfonso XIII con María Cristina). El Colegio se convirtió en 1791 en sede de las escuelas Pías. Del mismo modo, San Nicolás de la Ajerquía fue abando-nada posteriormente y el culto trasladado a la iglesia de San Francisco.

En la segunda mitad del XVIII descendió un tanto el ritmo constructivo, aunque no faltaron intervenciones como la re-construcción de algunas puertas de la muralla (la de Gallegos, por ejemplo, en 1755, dañada en 1711), la reforma de las Caballerizas Reales tras su incendio, la del santuario de Santo Domingo (1758-63), la creación del Sagrario de la iglesia de San Miguel y la capilla de los Santos Mártires en la de San Pe-dro, así como la fachada del convento de San Pedro el Real. La mejor y más temprana muestra del academicismo neoclásico cordobés se encuentra en la iglesia y colegio de Santa Victoria (1761-80), originalmente planifi cada por Dreveton y Ventura

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Rodríguez. Levantada en la casa donde se dice que el Arcán-gel se apareció a Roelas en 1578, la iglesia del Juramento de San Rafael se construyó en unos cánones clásicos, al haberse quedado pequeño el templo que allí existía. Se inició en 1796, y fue consagrado 10 años después. También fue el momento de la creación de los emblemáticos conjuntos escultóricos del Triunfo de San Rafael junto a la Puerta del Puente (1765-81) de Michel de Verdiguier; y el «Cristo de los Faroles», atribuido a Juan Navarro. A su vez, se trató de potenciar la formación local con la fundación por parte del prelado Caballero y Gón-gora, de la Escuela de Bellas Artes a comienzos del siglo XIX. Además de la Iglesia, no hay que olvidar que el mecenazgo de la nobleza siguió constituyendo un cierto impulso en las artes y las ciencias, patente en el ejemplo de la creación de la Sociedad Económica cordobesa de Amigos del País, o en manifestaciones como la construcción de un primer Paseo de la Victoria, a la altura de su confl uencia con Ronda de los Tejares, de acuerdo con las concepciones ilustradas de ocio y de propiciar zonas ajardinadas para así tratar de acercar la naturaleza para disfrute de los ciudadanos.

La fuente adosada a la fachada del nº 29 de la calle de la Feria, frente a la desaparecida ermita de la Aurora (construida en siglo XVIII) señala en su inscripción, fechada en 1796, la visita de Carlos IV a la ciudad. Mas los testimonios de personajes como Ponz (1792) y Moratín (1796) a Córdoba nos la describen entonces con un desalentador panorama de abandono y decadencia económica, punto de partida para el próximo capítulo.

CÓRDOBA CONTEMPORÁNEA

EL SIGLO XIX

os acontecimientos que inauguraron de modo reso-nante el turbulento siglo XIX español apenas si sacaron a Córdoba del letargo en el cual se hallaba sumida y

que se prolongaría durante la centuria siguiente. En su obra sobre la ciudad durante la guerra de la Independencia (1808-13), Ortí Belmonte nos muestra una urbe ensimismada en su rutina, consolidada secularmente, con una economía eminen-temente agraria y una artesanía en franca decadencia, sombra de lo que fue. Con todo, la ciudad protagonizó algunos de los episodios más destacados de la fase inicial de la «guerra contra el francés»: formación de una de las primeras juntas (28-V-1808); la batalla del Puente de Alcolea (7-VI-1808) e inmediatamente después, el violento y feroz saqueo perpe-trado por el ejército al mando del general Dupont, derrotado un mes más tarde en Bailén, cuando trataba de retirarse de Andalucía. Tan infausto suceso pesó en el recuerdo de veci-nos y autoridades quienes, por temor a nuevas represalias, entregaron sin resistencia la ciudad a las tropas napoleónicas cuando aquellas retornaron al mando del general Victor. Entre el 23 de enero de 1810 y el 3 de septiembre de 1812 se desarrolló el gobierno de los prefectos de José Bonaparte. El mismo monarca, hermano de Napoleón, visitó la ciudad tres días después de ser conquistada, siendo agasajado en ella y aclamado por las multitudes, partiendo cuatro días después rumbo a la recién conquistada Sevilla. El corto período del

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dominio francés, y las circunstancias excepcionales impuestas sobre la vida cotidiana por el confl icto bélico peninsular con-trastaron, paradójicamente, con los numerosos esfuerzos de la nueva administración por mejorar la infraestructura urbana: ordenanzas sobre higiene (limpieza de las calles, enterramien-tos extramuros en el cementerio de la Salud), abastecimientos, transportes, reformas urbanísticas (levantamiento del primer plano urbano moderno en 1811 por el barón de Karvinski y Joaquín Rillo, impulso de construcción de paseos y jardines como los de Campo Madre de Dios y los de la Agricultura en la Victoria), iniciativas culturales (creación de la Acade-mia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba en diciembre de 1810 por parte del canónigo Manuel María de Arjona), etc. A pesar de todo lo mencionado, existió una silenciosa disconformidad del pueblo contra los dominadores y «afrancesados». Y es que la presencia del ejército galo, que exigía constantes y onerosas requisas de alimentos y otros re-cursos para abastecerse, fue una pesada carga para la provincia. Tras la retirada de las tropas francesas, se suscitaron numerosas condenas sobre buena parte de los colaboracionistas con el anterior régimen. Y también se manifestaron las pugnas entre las facciones liberal y absolutista. El retorno de Fernando VII al trono español acabó proscribiendo a los defensores de la obra de las Cortes de Cádiz. Al proclamarse la vuelta al absolutismo monárquico (4-V-1814), una muchedumbre lo aclamó, destruyendo lápidas conmemorativas de la Consti-tución de 1812 y asaltando establecimientos liberales como el colegio de la Asunción.

Los confl ictos políticos del primer tercio del siglo agravaron la situación de precariedad e inmovilismo. Apenas tuvieron tiempo de salir adelante las novedades aprobadas durante el Trienio Liberal (1820-23), debido a las luchas entre facciones, y a la represión que al fi nal del mismo inauguró la «Década Ominosa». Fue bajo el reinado de Isabel II (1833-68) cuando en la urbe comenzaron a producirse cambios más destacables,

pero sobre todo más duraderos y conti-nuados. A partir de 1834, según la nueva división territorial de España, la ciudad de la Mezquita se convirtió en capital de una de las 49 provincias. Su territorio equivalía más o menos al del antiguo reino de Córdoba. Además, se reimplantó defi -nitivamente la Diputación provincial, ya ensayada durante las breves experiencias de 1813-14 y del Trienio, habiendo sido abolidas por el absolutismo fernandino.

La vida política se desarrolló de un modo similar a la de otras capitales. El nuevo sistema de partidos y elecciones se compaginaba, salvo en momentos excep-cionales, con una completa desmoviliza-ción del pueblo (que poco podía partici-par en la política isabelina con cifras tan reducidas de derecho a voto) y las prácticas caciquiles fueron nota dominante. Tam-bién hubo espacio para la disidencia, pero el apoyo al carlismo fue muy minoritario, mayormente en el ámbito rural. Con todo, Córdoba fue la única capital andaluza que lograron tomar las fuerzas carlistas de la ex-pedición del general Gómez (30-IX-1836), conservada durante quince días, hasta que tuvieron que retirarse, perseguidos por las tropas isabelinas.

El impacto de las desamortizaciones fue uno de los hechos más notables y de mayor trascendencia: las de Godoy (1798), José I (1810-2), Madoz (1855) pero muy especialmente la de Mendizábal (1836), dada la enorme importancia de

[CÓRDOBA DE LA DESAMORTI-ZACIÓN (1855)]

«Doquiera que vuelvas los ojos, hallarás fachadas sin viviendas, entre cuyos sillares brotan el musgo y la malva, por cuyas ventanas pasan revoloteando los pájaros amantes de las grandes ruinas; monasterios inhabitados, templos desiertos, plazas en donde crece la grama, calles a todas horas silenciosas, merca-dos donde no se trafi ca, talleres donde no se trabaja, tiendas donde no se vende; una pobla-ción, en fi n, inactiva, dormida, mermada, pobre, privada de las delicias de la cultura islamita, divorciada con las dulzuras de la progresiva civilización cristiana, y marcada con el estigma de una dolorosa decadencia de lo material y moral».

PEDRO DE MADRAZO,Córdoba, Barcelona, 1980, p. 493.

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las posesiones del clero cordobés, ya bastante afectado du-rante la dominación francesa por la confi scación de tierras, exclaustración y disolución de diversas órdenes religiosas. Aunque seguiría manteniendo un gran ascendiente espiritual, el poder económico de la Iglesia cordobesa se vio seriamente disminuido. Por su parte, la nobleza y la naciente burguesía aprovecharon la ocasión para consolidar y aumentar su status. Poco interesados en arriesgarse en iniciativas que pudieran dinamizar la comarca (sólo rentables a largo plazo), invirtie-ron mayoritariamente sus capitales en valores más seguros y de benefi cios inmediatos, como la adquisición de aquellos nuevos bienes inmuebles, rurales y urbanos. Se sentaban así las bases de futuras reformas urbanísticas, pero también de la destrucción de buena parte del patrimonio arquitectónico y artístico.

Habiendo perdido sus funciones tradicionales defensivas y de control del tránsito (para prevenir epidemias y cobrar los impuestos de consumos sobre los productos que entraban en la ciudad), el progresivo derribo de las murallas y sus puertas (de la Puerta del Rincón en 1852 a la de Osario en 1904-5, proceso acelerado a partir de 1868) obedeció, más que nada, al deseo de sintonizar con el espíritu de progreso del siglo, y dar trabajo a los desocupados. En su lugar comenzaron a crearse las rondas que circunvalaban el casco urbano. Buena parte de aquellas presentaban zonas verdes para el esparcimiento social: Paseo de la Victoria al Oeste; inmediaciones del ferrocarril y Campo de la Merced (ajardinado desde 1835-6) al norte; Campo Madre de Dios al este (en 1859 se creó un paseo ar-bolado que vino a unirse al dieciochesco del Campo de San Antón, sirviendo además de emplazamiento para la Feria de la Fuensanta); y el Paseo de la Ribera al sur. Apenas se urba-nizaron zonas más allá del antiguo perímetro de las murallas. Los espacios intramuros obtenidos por las desamortizaciones bastaban para dar cabida a la población. Fuera de la ciudad se encontraban los dos cementerios municipales (de la Salud y

San Rafael, construidos en 1811 y 1833-5 respectivamente) y algunos focos artesanales e industriales, localizados fun-damentalmente al norte, en el Campo de la Merced (barrio del Matadero Viejo), la carrera de las Ollerías y, en general, a lo largo de la vía del ferrocarril, cuya primera línea, entre Córdoba y Sevilla, fue inaugurada el 27-IV-1859; seis años después la de Málaga (10-VIII), al año siguiente la que enla-zaba directamente con Manzanares (14-IX); y en 1873 la de Belmez. En los últimos decenios del siglo, se establecieron el Asilo Madre de Dios (1863), el nuevo Matadero municipal (1879, sobre el exconvento de San Juan de Dios), el cuartel de Alfonso XII (1878-1883, posteriormente de Lepanto, ya desaparecido, frente al convento de los Trinitarios) y los de la Victoria y San Rafael (1893-1900 y 1900), ambos en el cami-no de San Jerónimo, la futura avenida de Medina Azahara).

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El mencionado establecimiento de los ferrocarriles aceleró el traslado del centro de gravedad de los poderes institucionales y lugares de residencia de las clases acomodadas más al norte. En la actualidad, dicho emplazamiento sigue ostentando ese papel de eje administrativo y económico: los barrios bajo la jurisdicción de las parroquias de San Miguel, San Nicolás de la Villa, San Juan y el Salvador. Los notables de la ciudad, en su mayoría rentistas y propietarios agrícolas como queda dicho, impulsaron la conformación de un centro social y de negocios inserto en un escenario urbanístico acorde con los gustos de la burguesía de aquel entonces. Su mejor exponente lo constituye el paseo del Gran Capitán. El cierre del convento de San Martín, junto a la iglesia de San Nicolás, en 1836, posibilitó la construcción de un primer paseo ajardinado y cercado, llamado como el antiguo establecimiento religioso, y terminado en 1843. Diez y seis años después, el arquitecto Pedro Nolasco Meléndez propuso el proyecto de abrir una amplia calle en aquel lugar, cuya prolongación llegase hasta la recién inaugurada línea férrea. Expropiados los terrenos necesarios y horadada la muralla en el tramo correspondiente de Ronda de los Tejares, el primer tramo del Paseo del Gran Capitán se inauguró en 1866. El segundo, desde la men-cionada ronda a la estación, tuvo que esperar a 1904-5 para verse materializado.

Podemos hacernos una idea del aspecto de la ciudad isa-belina a través de algunas fotografías conservadas, así como del plano de 1851 de José María de Montis Fernández (y su versión de 1868); y la litografía del francés Alfred Guesdon, fechada en 1860. Completa el panorama para el fi n de siglo el plano topográfi co y urbanístico de Dionisio Casañal (1884). Por su parte, también contamos con los testimonios de auto-res españoles y extranjeros, desde los soldados napoleónicos a los turistas románticos, pasando por las notables plumas (y pinceles) de Richard Ford, George Borrow, Théophile Gautier, Alexandre Dumas, Prosper Mérimée, Gustave Doré y Charles Davillier, Edmundo de Amicis... En mayor o me-nor medida, coincidieron en lo esencial de la imagen de una ciudad provinciana, de un pausadísimo ritmo de vida, deca-dente, de ruinas, monumentos y rincones pintorescos y con un toque exótico, arábigo, oriental. Dicha atracción por las imágenes folklóricas del temperamento romántico (también del realismo literario), no excluía los aspectos más negativos, injustos y vergonzantes de la urbe. Antes bien, formaban parte de muchas de sus obras. Nos referimos al alto número de pobres y mendigos, dependientes de una caridad que la Iglesia y los poderes públicos no podían proporcionar de modo sufi ciente, unas veces por falta de recursos y otras por falta de generosidad y ausencia de un espíritu verdaderamente cristiano. Por lo demás, tampoco eran muy superiores las condiciones de vida de la mayor parte de habitantes. Un 90 % de la población activa urbana lo constituían las «clases bajas», esto es, jornaleros, pequeños artesanos y no pocos individuos sin ocupación ni ofi cio defi nidos. Sus medios de vida eran predominantemente agrarios: casi un 50% de la población activa a lo largo del siglo, en tanto que casi todos los dedicados al sector terciario se encuadraban en el servicio doméstico; y solamente algo más del 20% trabajaban en el secundario, la mayoría pequeños artesanos que a duras penas satisfacían las necesidades de la ciudad (construcción, madera, piel y

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alimentación). Los jornaleros dependían de bajos salarios y ocupaciones laborales temporales (cosecha de la aceituna en invierno y del trigo en verano, con paros estacionales en primavera y otoño). La precariedad de su situación, como la de los pequeños agricultores, se acrecentaba con las periódicas crisis agrarias y dramáticas hambrunas como las de 1802-6, 1811-2, 1824-5, 1834, 1857 ó 1864; o las difi cultades viní-colas por la fi loxera y subidas del precio del pan de fi nales de siglo (como en 1898).

La dinámica de crecimiento de la población capitalina decimonónica fue inferior al del resto de la provincia hasta las dos últimas décadas del siglo (de 40.000 habitantes en 1800 y 42.909 en 1857 a 49.755 en 1877 y 58.275 en 1900). Entre los motivos se cuentan la persistencia del ciclo demográfi co antiguo (alta tasa de nacimientos y defunciones), las defi cien-cias de la infraestructura higiénico-sanitaria (alcantarillado, abastecimiento de aguas y hospitales) y las situaciones de malas cosechas y epidemias (fi ebre amarilla en 1804, cólera morbo en 1834, 1854-6, 1865 y 1885; viruela en 1871-4). El mayor crecimiento de fi nales de siglo se debió más a la afl uencia de población rural a la capital, que a su propia dinámica interna.

En circunstancias más felices que su padre, Isabel II visitó en 14-IX-1862 una Córdoba engalanada para su recibimiento. Durante su reinado prosperaron una serie de iniciativas muy positivas para la ciudad. En abril de 1847 se elevó el Colegio de la Asunción a la categoría de Instituto Provincial de Se-gunda Enseñanza (actual Instituto Góngora). El interés del ecijano Joaquín Francisco Pacheco, presidente del Consejo de Ministros durante aquel año, también impulsó, en el mes de agosto, la creación de la Escuela Especial de Veterinaria. Más adelante, durante otros gobiernos, se crearon las de Agricultura (1857), de Bellas Artes (1866), la Normal de Maestros y la de Maestras, y la Escuela Industrial de Artes y Ofi cios (1869). En 1865 se fundaron la Biblioteca y Museo

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de Bellas Artes, cuyo primer director fue un profesor y pintor de Moguer llegado a Córdoba dos años atrás: Rafael Romero Barros, padre de Julio Romero de Torres (nacido en la capital en 1874) y sus hermanos Rafael y Enrique. Por otra parte, tuvo lugar en aquellos años el fallido ensayo de la Universi-dad Libre de Córdoba (1870-74) y, posteriormente, el de la católica de Fray Ceferino González. Pasaron cien años hasta la inauguración defi nitiva de un centro de enseñanza superior autónomo en la ciudad.

A pesar de todo, no faltaron individuos que mantuvieron vivo el impulso creativo cordobés, aunque sus acciones fueran aisladas y no pocas veces faltas de apoyos y eco. Baste nombrar a dos escritores y políticos de fama como el Duque de Rivas y el egabrense Juan Valera, cuyas obras contribuyeron a una cierta proyección de la ciudad, aunque no residieran gene-ralmente en ella ni participasen en alentar día a día la vida cultural de la urbe. Por otro lado, fi guras dotadas de cierto talento literario, científi co y artístico que vivieron en la capital debieron resignarse a quedar en el discreto segundo plano del localismo: fueron los casos de los escritores Aureliano Fernán-dez Guerra, Antonio Fernández Grilo y del erudito Luis María Ramírez de las Casas Deza, uno de los mejores cronistas de la ciudad, junto con Teodomiro Ramírez de Arellano y sus Paseos por Córdoba. Bibliotecas y librerías, tanto públicas o privadas, eran muy limitadas. De las primeras eran excepción la episcopal y la provincial, y de las segundas existían apenas un par, aunque hacia 1896 José María Valdenebro señalaba cuatro librerías y ocho imprentas en la ciudad. Los libros contaban con escaso público, viniendo a compensar en cierta medida el teatro, el défi cit cultural cordobés. El más veterano de sus establecimientos fue el «Teatro Principal», en la actual calle Ambrosio de Morales, que en el primer tercio del siglo atravesó por diversas peripecias de aperturas y cierres según dictase la legislación de cada época. Un incendio lo destruyó en 1892, pero hasta entonces, en su último medio siglo se vio acompañado por el «Moratín» (abierto en 1862) y el «Gran Teatro» (inaugurado en 1873). Este último se convirtió en el

[ESCRITORES DE LA CÓRDOBA DECIMONÓNICA]

Duque de Rivas (1791-1865), político y escritorJuan Valera (1824-1905) nacido en Cabra, político y escritor

Luis Mª Ramírez de las Casas-Deza (1802-1874), eruditoJosé Amador de los Ríos (1818-1878) nacido en Baena, escritor

Aureliano Fernández Grilo (1845-1906), escritorTeodomiro Ramírez de Arellano (1828-1909), nacido en Cádiz, erudito

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eje de la actividad durante la centuria siguiente, junto a otros como el teatro Circo o el Duque de Rivas o de Variedades (también en Gran Capitán).

El Diario Córdoba (1849-1938), fundado por Fausto Gar-cía Tena, fue la publicación diaria más duradera y destacada de la capital. Nacieron instituciones culturales y asociativas como el Liceo Artístico y Literario (1842), unido en 1856 al Círculo de la Amistad (creado en 1850); los Juegos Florales (1859), el Ateneo Científi co y Literario (1869) o el Centro Filarmónico Cordobés (1878 dirigido por el compositor

Eduardo Lucena). Claro está, reinaba el elitismo y acceso restringido a la mayoría de ellos. Uno de los escasos puntos de encuentro de todos los niveles sociales cordobeses era el de los espectáculos taurinos. Por el histórico Coso de los Tejares (1846-65 y 1868-1965) desfi laron casi todos los toreros de renombre de la época. Entre lo lúdico y lo comercial se de-sarrollaba igualmente la «Feria de la Salud» cada mayo, con la novedad del traslado del recinto, desde 1820, al Paseo de la Victoria y hacia el sur del mismo (remodelado a partir de 1854 y una vez más a fi nales del siglo).

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de Piedad, al que se uniría la Caja de Ahorros en 1878, y la Banca Pedro López.

Los últimos años del reinado de Isabel II, con el aumento del conservadurismo hacia extremos muy pronunciados, fue-ron desaprobados por buena parte de los cordobeses. No es casual que el enfrentamiento decisivo entre los isabelinos y los revolucionarios de la «septembrina», provenientes de Cádiz, tuviera lugar en la segunda Batalla del Puente de Alcolea (28-IX-1868). Se inauguraba un período de cambios durante el Sexenio Democrático (1868-74) El republicanismo federal tuvo en Córdoba apoyos importantes, que motivaron que la urbe fuera escenario de uno de los encuentros de los movi-mientos pimargallianos meridionales (12-VI-1869). También se dieron cita en la ciudad diversos grupos del movimiento obrero, en acontecimientos como el Congreso de 1872, en el cual se consumó el cisma entre las dos corrientes de la Inter-nacional y los bakuninistas triunfaban con su postura anar-quista. Por otro lado, las alteraciones del orden público como consecuencia del aumento del bandolerismo en la provincia, motivaron la designación de Julián Zugasti como Gobernador

[LOS CINCO CALIFAS DEL TOREO CORDOBÉS]

RAFAEL MOLINA, “LAGARTIJO”(1841-1900): entre 1860-93 compartió con “Frascuelo” el favor del público nacional, enfrentándose partidarios de uno u otro con mucho mayor fervor que los de Canovas o Sagasta, los máximos líderes políticos de la Restauración.

RAFAEL GUERRA BEJARANO, “GUERRITA”(1862-1961): ya destacó desde sus comienzos por su peculiar modo de banderillear de frente. Discípulo de Lagartijo en su cuadrilla, le sucedió en el período 1887-98, enfrentado en el favor popular a “El Espartero”.

RAFAEL GONZÁLEZ MADRID, “MACHAQUITO” (1880-1955): uno de los más grandes de comienzos del siglo XX. Formó pareja con Ricardo “Bombita” en los años entre la retirada de “Guerrita” y el triunfo en los ruedos de Belmonte (1900-13).

MANUEL RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “MANOLETE”(1917-1947): celebérrimo perfi l, ascética fi gura de augusta presencia, rey indiscutible del toreo en los años 40, hasta su trágica muerte en Linares frente al toro Islero. Junto con Manuel Benítez y el pintor Julio Romero de Torres, los tres cordobeses de mayor proyección internacional del siglo XX.

MANUEL BENÍTEZ “EL CORDOBÉS”(1937 ): palmeño, revolucionario del toreo por su originalidad y espectaculares gestos, verdaderamente resucitó el interés de la afi ción y el público en general en los años sesenta (1963-1972), levantando pasiones encontradas entre sus rendidos admiradores

y enconados detractores.

En el plano económico, una iniciativa particular de cierta entidad destacó en el discreto panorama ya reseñado. Nos referimos a la Casa Carbonell, establecida por el alicantino Antonio Carbonell y Llacer en 1866, dedicada a la comercia-lización de aceite y otros productos agrarios. Hasta entonces, las pocas empresas e instituciones crediticias autóctonas sur-gidas durante la época isabelina no tuvieron mucha suerte: la fábrica de Sombreros de Sánchez Peña (1846), la «Sociedad Colectiva Fabril y Comercial Sánchez, Reyes y Azpitarte» (1861), «El Crédito Comercial y Agrícola de Córdoba» (1864-67). Excepciones que sí lograron prosperar fueron el Monte

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Civil de Córdoba, quien aplicó métodos expeditivos (como la «ley de fugas») y una dura represión. Años después narró su experiencia en uno de los textos clásicos sobre el tema. La cúspide de la inestabilidad se alcanzó con los sucesos de 1873, que tuvieron especial virulencia en Montilla.

Durante la Restauración canovista (1875-1923), recibida con agrado por las clases altas, se erigieron como cabezas lo-cales de los partidos de turno el Conde de Torres Cabrera por el conservador, y los duques de Hornachuelos y Almodóvar por el liberal-fusionista. Por su parte, los escasos focos repu-blicanos de la capital, más importantes que en la provincia, continuaron muy divididos y apenas disciplinados, alejados por ello del poder.

A pesar de que persistieron lacras como la mencionada inactividad y decadencia urba-na o la pobreza y mendicidad, en el último cuarto del XIX también se introdujeron una serie de mejoras en la infraestructura de Córdoba. Desde 1876 se decretó el adoqui-nado en la progresiva pavimentación. Entre 1878 y 1882 se desarrolló la apertura del primer tramo de la calle Claudio Marcelo, entre el Ayuntamiento y el Arco Real. En 1882 dieron comienzo las obras en las Casas Consistoriales, y la Mezquita fue declarada monumento nacional. En el verano del año siguiente, el paseo del Gran Capitán se

iluminó con luz eléctrica y en 1884 el recinto de la Feria de la Salud. Hasta entonces la iluminación pública se había ido realizando con faroles de aceite (1831), petróleo (1864) y gas (1870). La primera red telefónica se instaló en 1887 para comunicar al Ayuntamiento con otros centros ofi ciales. Y en 1890 fue constituida la empresa Aguas Potables de Córdoba, perteneciente a particulares por aquel entonces. La arquitec-tura es fi el refl ejo de los estilos de la época: la reforma de la

ermita del Pretorio (1872, el mejor exponente de neogótico en Córdoba), los palacetes, desde el del Conde de Torres Cabrera (edifi cado en 1847) al del Duque de Rivas (refor-mado a fi nes del siglo XIX, Casa Carbonell desde 1908); el eclecticismo del interior del Liceo Artístico y Literario (1867) y de la fachada del Gran Teatro (1873); y la arquitectura del hierro del mercado de abastos Sánchez Peña en la Corredera (1887-1896).

Una de los proyectos más importantes, de cuya larga dura-ción se hizo eco un dicho popular, fue el de la construcción del murallón de la ribera. Con aquél se trataba de evitar que las crecidas inundasen los barrios establecidos junto al Guadal-quivir. Las obras comenzaron hacia 1792, pero los trabajos se vieron sometidos a un ritmo intermitente por las vicisitudes de cada momento, y hasta 1854 no se concluyó el primer tramo, desde el molino de Martos a la Cruz del Rastro. La demolición del antiguo convento de los Mártires y la ampliación del Paseo de la Ribera en 1863, impulsó nuevos trabajos, pero el ritmo siguió siendo notablemente irregular, con largos períodos

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de forzada inactividad. En 1891 el ministro de Fomento, el montoreño Santos Isasa, aprobó la realización del proyecto defi nitivo que, concluido en 1905, extendió el murallón desde la Cruz del Rastro hasta el Puente Romano. A este se unió el de la conclusión, en 1907, de la ronda que circunvalaba la capital cordobesa, para que la carretera general pasase por el paseo de la Ribera y enlazase con la Alameda del Corregidor (entre la Huerta del Alcázar y la orilla del río), que a media-dos del siglo XX sería sustituida por la avenida del Alcázar. La fi sonomía de aquel ámbito ribereño experimentó, pues, algunos cambios. Algunos molinos harineros, como el de San Antonio, Enmedio y la Albolafi a fueron cerrados, aunque otros como Casillas, Cucarrón, Hierro, López García, Martos, San José, San Rafael y Papalotierno, seguían funcionando a fi nes del siglo XIX.

SIGLO XX

uando en 1904 Pío Baroja visitó la ciudad de la Mezquita, su perfi l de atonía y estancamiento, típico de una pequeña capital de provincias de la España

interior, no difería demasiado al de treinta y cinco años atrás, época en la que se sitúa su magnífi ca novela La Feria de los Discretos. Y es que, salvando las distancias, los comienzos de este apartado recuerdan un poco al anterior. La ciudad seguía conservándose más o menos en torno a los límites de la antigua línea de murallas que, como hemos visto, poco a poco se había ido descuidando, horadando y derribando durante la segunda mitad del diecinueve. Su exigua expansión (como mostraba el plano de 1910 Córdoba artística y útil), aparte de los arrabales históricos (Campo de la Verdad, de San Antón, Madre de Dios, Ollerías, Matadero y Tejares), comprendía exclusivamente huertas y escasas instalaciones en las rondas, sin que aún existiera una periferia residencial propiamente dicha.

Un nuevo y trágico evento bélico, el «desastre de 1898», abrió las puertas del siglo XX. Las secuelas de los combates sostenidos contra los independentistas cubanos y de la guerra hispano-estadounidense no dejaron de hacerse patentes en Córdoba como en el resto de la península. Aparte de la crisis agraria fi nisecular, el problema más importante del momento fue la repatriación de los civiles que decidieron dejar las po-sesiones de Ultramar, pero sobre todo de los soldados, entre los cuales se contaban muchos enfermos y heridos. Con el fi n de socorrerlos, se organizaron suscripciones públicas, sien-do el organismo que fundamentalmente coordinó aquellos

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esfuerzos la Cruz Roja, que funcionaba en la capital desde 26-II-1893. Empero, hasta 1927 no se aprobó el proyecto para que la entidad se asentase en su hospital de la Avenida de la Victoria, inaugurado en 1933. Por otro lado, los cen-tros sanitarios en funcionamiento resultaban insufi cientes. Y el Hospital Militar de San Fernando, proyectado por la comandancia de ingenieros y que contó con una generosa donación del ayuntamiento cordobés en agosto de 1897, no pudo comenzar a construirse hasta 1902 y terminado en 1928. Entre tanto, los repatriados del 98 tuvieron que ser atendidos en el Hospital de Agudos, en enfermerías improvisadas en el Cuartel de Barracones (de Alfonso XII) y en el Hospital Militar del recién creado Cuartel de la Victoria (XI-1898). Muchos recién llegados y convalecientes quedaban a cargo del transporte y cuidados de civiles voluntarios. Dramas similares volverían a repetirse durante el primer cuarto de siglo, mientras se desarrollaron combates en el protectorado español en Marruecos.

Con todo, la vida sigue: ni «el 98» resultó tan negativo para la economía nacional, ni el sistema de la Restauración había entrado aún en situación de crisis irreversible, aunque su funcionamiento ya presentaba numerosos fallos. De ahí que se agitasen en toda la geografía española los llamados movimientos «regeneracionistas», que proponían y exigían reformas para solucionar los problemas coyunturales y estruc-turales, políticos y socioeconómicos de la nación. En enero de 1899 se publicó el manifi esto de la Unión Conservadora, y exactamente un año después, el Conde de Torres Cabre-ra, presidente de la Cámara Agraria de Córdoba, propuso el proyecto de Unión Agraria Española, órgano que debía instrumentalizar la posición política de terratenientes, agri-cultores y ganaderos. Por su parte, los republicanos federales y fusionistas se erigieron en otra alternativa. Ya desde febrero de 1899 se habían ido desarrollando una serie de iniciativas para la mejora económica (exposición de aceites, ayuda a

las exportaciones, etc.), fi scal (lucha contra el impuesto de consumos y otras contribuciones) y de infraestructuras. Su posterior andadura (dimisión de su líder nacional, falta de acuerdo en las Cámaras de Comercio, fracaso del intento de establecer en Córdoba una Estación Agrícola Olivarera...) hipotecó sus posibilidades de éxito.

A medida que avanzaba el nuevo siglo, la descomposición del sistema se fue haciendo más evidente. Aunque la estructura caciquil y oligárquica seguía ocupando los resortes ofi ciales de poder, las divisiones internas afectaron a los dos partidos de turno, tanto conservadores como liberales. Los cambios constantes de gobierno apenas dejaban tiempo para que pudieran llevarse a cabo proyectos de reforma a medio plazo que la ciudad necesitaba. Entre 1902 y 1923, hubo 12 alcal-des, y hasta 17 mandatos tuvieron lugar, siete de los cuales fueron liberales y el resto conservadores. Los casos de mayor duración en el poder fueron los del conservador Conde de las Infantas (1903-4 y 1907-9), del farmacéutico liberal José García Martínez (1906-7 y 1909-12) y del abogado conser-vador Manuel Enríquez Barrios (1913-16).

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Aparte de aquellas, nuevas fuerzas sociopolíticas se desarro-llaron durante aquel período. Una de ellas fue el PSOE, afi n-cado en Córdoba desde enero de 1893, aunque su evolución registró no pocos altibajos y momentos de debilidad, debido a su reducido número de militantes y a la escasa formación de los mismos (hecho que provocaría frecuentes mescolanzas y confusiones ideológicas). Con todo, en 1899, uno de sus miembros consiguió ser nombrado edil. Posteriormente, los acuerdos con grupos republicanos permitieron alcanzar con-cejalías en algunos pueblos y en la capital. Sus actuaciones se encaminaron hacia las mejoras urbanas. Menor fortuna tuvo el andalucismo, aunque la ciudad de la Mezquita se constituyó en uno de sus ejes fundamentales (volvería a serlo después del Franquismo, con el impulso de los cordobeses José Javier Rodríguez Alcaide y José Aumente). El 13 de noviembre de

1916, Blas Infante pronunció en el Centro Obrero republi-cano de la capital una conferencia que sembró la semilla del Centro Andaluz de Córdoba, presidido por el erudito Rafael Castejón y Martínez de Arizala y como secretario el doctor Manuel Ruiz Maya, redactor jefe de la revista Córdoba. Su desarrollo es un fi el refl ejo de la situación general del anda-lucismo de entonces, constituido por personas de diversos orígenes sociales y tendencias políticas: del conservadurismo y el catolicismo liberal (caso de Rafael y Francisco Castejón) al republicanismo (Eloy Vaquero) y socialismo (Francisco Azo-rín). La escisión entre andalucistas moderados y progresistas se consumó en la Asamblea de Córdoba de marzo de 1919. La cuestión de la reforma agraria fue el punto que suscitó más diferencias entre unos y otros. Precisamente aquellos años, de una gran inestabilidad en la campiña cordobesa, fueron conocidos como el «trienio bolchevique» (1918-20), anali-zados por el notario de Bujalance Juan Díaz del Moral en un pionero y modélico estudio sobre la Historia de las agitaciones campesinas andaluzas.

Desde comienzos del siglo, pero muy especialmente en los años de la Primera Guerra Mundial, la capital de la Mezquita se fue afi anzando como centro de gravedad de la provincia, atrayendo la producción agraria campiñense, las riquezas mi-neras de Sierra Morena y albergando una serie de iniciativas de creación de industrias, uniéndose a las ya existentes, en los sectores agroalimentario, maquinaria agrícola, metalurgia y manufactura. Junto a La Sultana, Serrano, Ruiz y Cía., y Ro-sales Hermanos se unieron empresas como Barranco Damián y Cía. (1904), González Hermanos, S.A. (1906) La Cordobesa y Serraleón (1911), San Rafael (1919), y posteriormente San José (1923), Bernardo Alba e Hijos (1925), etc. Casi todas ellas eran de pequeñas dimensiones y con técnicas más cerca-nas a las del artesanado, salvo la veterana Carbonell y la recién nacida S.E.C.E.M. ó Electromecánica («La Electro», fundada el 14-VI-1917, con capital hispano-francés, y en producción

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desde 1921), dos excepciones fundamentales a la regla, pero impulsadas por inversiones de fuera del ámbito andaluz. También merece destacarse el desarrollo del sector terciario, especialmente del aparato administrativo y ocupaciones laborales características de la «sociedad de masas» que por aquel entonces comenzaba, poco a poco, a implantarse. La neutralidad hispana durante la Gran Guerra permitió un cierto progreso económico, fruto sobre todo de las exportaciones a países beligerantes. Pero la base de aquel fenóme-no no era sólida ni fi rme, porque bajo los benefi cios económicos puntuales persistían los problemas estructurales aún por solucionar. El alza de precios y coste de la vida y la crisis sociopolítica de 1917 lo pusieron de manifi esto en Córdoba como en el resto de España. El sistema de la Restauración se deslizaba por una espiral de anquilosamiento y los ciudadanos se mostraban cada vez más descontentos. El discurso pronunciado por el rey Alfonso XIII en el Círculo de la Amistad cordobés (23-V-1921), dos meses antes del desastre de Annual, expresaba aquella situación que, a su juicio, requería la intervención de un «cirujano de hierro». Estas palabras tomadas del am-biguo discurso costista han sido interpretadas por algunos como vaticinio del golpe de estado que tendría lugar en Barcelona dos años después. La nueva situación fue acogida entre el silencio, la expectación y el entusiasmo, prácticamente sin manifestaciones públicas de oposición (salvo la aislada y tenaz disconformidad del político egabrense José Sánchez Guerra).

En mayor medida que la coyuntura de la Primera Guerra Mundial, la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) se benefi ció de una situación general de cierta prosperidad económica, al tiempo que ponían en pie una serie de refor-mas, sobre todo en lo referente a obras públicas. Todo ello se vio acompañado de un importante aumento de población. Entre 1900 y 1930 la capital vio casi doblarse su número de habitantes (de 58.275 a 103.106), pero la mayor parte de ese crecimiento tuvo lugar en los años veinte. El ritmo se

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aceleró durante la década siguiente, debido al descenso de la mortalidad y, sobre todo, al proceso de emigración desde los pueblos.

Se planteaba, pues, un considerable aumento en las ne-cesidades de nuevas viviendas, llevar a cabo una expansión urbana. Desgraciadamente, los proyectos de ensanche de Diego Serrano Rodríguez (promotor de la creación de una Ciudad Jardín en el barrio hoy conocido por tal nombre), en colaboración con el arquitecto turolense Francisco Azorín Izquierdo, se vieron frustrados, por la muerte del primero en 1917 y el advenimiento del régimen primorriverista. En esta nueva etapa, los intereses municipales se orientaron hacia reformas para la creación de un nuevo centro de negocios y residencia de la alta sociedad cordobesa. Figura fundamental del período fue José Cruz Conde, notable miembro de esta familia de bodegueros cordobeses, comandante del ejército, comisario de la Exposición Iberoamericana de Sevilla proyec-tada defi nitivamente para 1929 y amigo del dictador. Bajo su mandato (entre 1924 y 1926, año en que fue nombrado Gobernador de Sevilla) y el de sus sucesores (entre los cuales se contó su hermano Rafael, en 1927-9) se llevaron a cabo una serie de reformas puntuales (en vez de un proyecto de con-junto, que hubiera sido más armónico y efi caz) ya meditadas y proyectadas en épocas anteriores. Se encargó al arquitecto Félix Hernández la ampliación de la plaza de las Tendillas, que había sido objeto de una intervención de ensanche y re-gulación en 1908, abriéndose una calle que comunicaba con Diego de León. La nueva reforma fue proyectada en 1923, principiada en 1925 y terminada al fi n de la década. Para ello, se remodeló la manzana del célebre Hotel Suizo, comprado por el ayuntamiento en 1918 y comenzado a derribar en 1924. Se construyeron en la plaza nuevos edifi cios, de un his-toricismo renacentista y estilo regionalista en boga, de rasgos similares al hispalense. La actuación se complementó con el ensanche de la calle Concepción, conexión entre Gondomar

y Claudio Marcelo (ya prolongada hasta Diego de León entre 1909-10 y hasta las Tendillas cuando concluyó su reforma); la conversión del paseo del Gran Capitán en avenida (con el traslado del monumento al héroe cordobés, inaugurado en 1923, a su ubicación actual, en 1927); y, sobre todo, la apertura de la calle que acabaría llevando el nombre de Cruz Conde (1925-30, también llamada calle Málaga), con el fi n de mejorar el tráfi co, pero sobre todo para extender sobre dicho cuadrante la zona comercial y de residencia de los acomodados, eliminando los islotes de pobreza y de edifi cios modestos que allí se asentaban (en el antiguo Trascastillo). Los objetivos señalados se cumplieron, y con mayor celeridad de lo acostumbrado, pero las reformas no fueron más allá de la zona céntrica y en el resto de la ciudad continuaron sin resolver los problemas estructurales. Además, para llevar a

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cabo los mencionados proyectos, en 1925 el ayuntamiento había concertado un préstamo de 22 millones de pesetas con el Banco de Crédito Local, y la deuda resultante se convirtió en una pesada carga, paralizante, para las administraciones municipales del período siguiente (la Segunda República).

Por su parte, la urbanización de la periferia quedó en manos de concesiones a la iniciativa privada, que proponían cuando, como y donde querían, por lo cual se careció de una visión de conjunto, de una vertebración ordenada, condicio-nando el desarrollo de Córdoba hasta hoy. Este crecimiento urbano tuvo que ceñirse al río Guadalquivir y las líneas del ferrocarril, dos barreras que lo encorsetaban al sur y al norte, existiendo muy pocos elementos de paso a través de ellas: el puente romano y algunas de las barcas que cruzaban el río; y el viaducto del Pretorio (terminado en 1923 y ampliado en 1951-55) y los pasos a nivel de Santa Rosa y las Margaritas, inapropiados por la peligrosidad al cruzarlos o los embo-tellamientos de tráfi co que producían. Además, surgieron no pocas fricciones entre el ayuntamiento y los particulares sobre la construcción del alcantarillado y pavimentación de las calles. En teoría su realización era competencia de los se-gundos, pero muchas veces endosaron al gobierno local dicha carga, quedando en el entretanto los habitantes de aquellos barrios abandonados a unas condiciones de precariedad e in-salubridad. A mediados del siglo XX aún quedaban no pocas calles terrizas y con severas defi ciencias de abastecimiento y evacuación de aguas. La «Ley de Casas Baratas» y la actua-ción de la sociedad fi lantrópica «La Solariega» impulsada por el obispo Pérez Muñoz, contribuyeron a paliar en cierta medida la escasez de viviendas. La Guía Comercial Pozo de 1927 mencionaba, aparte de las ya existentes, doce nuevas barriadas periféricas: la de la SECEM o Electromecánica, las Margaritas (en ambos lados de la carretera de Trassierra), de la Solariega Cordobesa (S. Cayetano, Campo Madre de Dios y Huerta tras la Puerta o Marrubial), la particular de los Santos

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Pintados (en torno a las calles Bailén, Las Navas y Lepanto), Huerta de la Reina, la de los terrenos de San Luis de Vista Hermosa (carretera de los Arenales), Cerro de la Golondrina, la Fuensantilla, el barrio Gavilán (Olivos Borrachos) y la de Cruz de Juárez (camino de Santo Domingo).

Entre los claroscuros de la tradición y los intentos de modernización, a pesar de las rémoras de pobreza y estanca-miento, no pocas novedades e inventos del siglo llegaron a la ciudad, a veces casi al mismo tiempo que a las capitales de mayor importancia. Fue el caso, por ejemplo, del transporte público urbano de autobuses, inaugurado en noviembre de 1922 por la Sociedad Anónima «Autobús de Córdoba». A pesar de sus difi cultades, el servicio continuó al tomar el re-levo la empresa SATA en 1931. Sus escasas líneas y precarios vehículos comenzaron a circunvalar la ciudad y a conectar con la estación de ferrocarriles, la Electromecánica y la Sierra, al igual que los primeros automóviles. Aunque la propiedad de estos últimos sólo estaba al alcance de unos pocos, los servicios de taxis y autobuses, junto a los antiguos carruajes, permi-tían a muchos cordobeses moverse con mayor comodidad, tanto en sus excursiones dominicales al campo (a las que tan afi cionados eran y son) como por la ciudad, haciéndose sus calles cada vez más insufi cientes, por su estrechez (y a veces algo alborotadas con aquellos «modernos cacharros», por lo que se creó en 1929 la Guardia Municipal de circulación). De 1921 a 1931 la provincia pasó de 344 a 4.718 vehículos matriculados, y en los años treinta, cerca de 400 automóviles de uso público transitaban por la capital (34 de propiedad femenina, otra audaz innovación). Su proliferación permitió la progresiva urbanización de la periferia urbana, sobre todo de la Sierra, donde los chalets aislados se fueron acercando unos a otros con nuevas construcciones, y aquellos a la ciudad. Acompañó al desarrollo del ocio, en sus formas tra-dicionales (teatro, toros, excursiones, romerías) o en nuevas manifestaciones de masas como la radio (en 1932 se fundó

EAJ-24, la primera emisora cordobesa), el cine (hasta hace unos años el Góngora era uno de los más antiguos, asentado en 1929 en el edi-fi cio de la calle Jesús María), o el fútbol, cuyos primeros equipos locales datan de comienzos de los años 20, unidos en 1928 para formar el Racing Fútbol Club de Córdoba, que jugó en el estadio de avenida de América (hasta 1954 no nació el actual Córdoba Club de Fútbol). Otros muchos ratos de ocio de los cordobeses de toda condición transcurrían en las incesantes y variopintas tertulias sostenidas en el Círculo de la Amistad, el Casino de Labradores, el café Suizo o el Mercantil y, por supuesto, en la multitud de tabernas donde la charla, el vino y el cante se daban cita.

Hablamos de la Córdoba de Julio Romero de Torres, el inigualable pintor de la belleza femenina, de los notables de su época y, cómo no, de los rincones de su tierra natal. Su trabajo se desarrolló entre 1890 y 1930, y su fama se proyectó por toda España y el mundo. Aunque tuvo un estudio en Madrid (como correspondía a todo pintor de moda) y realizó diversos viajes, nunca olvidó ni abandonó su ciudad, su gran fuente de inspiración. Los rumores y chismes («los cantares», propagados por envidiosos) y la enteca visión de ciertos críticos desdeñosos no lograron prevalecer, afortunadamente, so-bre las voces que, desde el más humilde hasta el más docto, proclamaron su talento. Fue su preferencia la belleza, mas no dejó de refl ejar la injusticia social ni de denunciar la margina-ción y la pobreza. Más allá de lo meramente pintoresco y localista, la simbología de su

[LA FERIA DE CÓRDOBA]

Que trajín, que algarabíacon el bullir que no cesaen la que contribuíala gracia y soberanía de la mujer cordobesa.

No se puede fi gurarel que aquello lo conocecuando fuimos a comprar la yegua, el rumor de las vocesde la calle Gondomar.

Como regueros de hormigaslas mujeres paseabany en los pechos toas llevabanfl ores en lugar de espigas.

Entre mujeres y fl orespasaban los domadorespor delante de nosotrosluciendo sobre los potroslos atalajes mejores.

Vaya coches, vaya troncosdonde los caballos broncosmostraban todo su bríoiban los cocheros roncosde tanto hablarle al gentío.

JULIÁN SÁNCHEZ PRIETO

Romance a Córdoba

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obra trasciende hacia un sentido universal y complejo de la representación de sentimientos y pasiones encontradas. Pero además, es uno de los mejores testimonios de la Córdoba del momento, junto con las Notas de su más modesto paisano, el periodista Ricardo de Montis. Ya que mencionamos la pren-sa, El defensor de Córdoba y La Voz acompañaron al Diario Córdoba hasta 1936. Después de la guerra civil, un nuevo Diario Córdoba (nacido el 18-II-1941) tomó el relevo de la información diaria, durante la segunda mitad del siglo XX y a comienzos del XXI.

No podemos olvidarnos del escultor modernista Mateo Inurria, cuyo genio bri-lla en el retrato ecuestre del Gran Capitán, la estatua sedente de Séneca, etc. Un gran talento en aquel arte, lamentablemente truncado por su temprana muerte, fue el de Enrique Moreno «el fenómeno», autor del monumento a Eduardo Lucena. Otras obras destacables de la época fueron los conjuntos escultóricos dedicados al Duque de Rivas (Benlliure), a Osio y el Sagrado Corazón de Jesús de las Ermitas (Collaut Valera). En arquitectura destacó, entre otros edifi cios, la

antigua Escuela Superior de Veterinaria (1914-36), de estilo neomudéjar, ubicada en la avenida de Medina Azahara, cuyos terrenos apenas comenzaban a urbanizarse. Otro capítulo de interés artístico fue el nacimiento del Conservatorio de Música en 1902, de la mano de Cipriano Martínez Rücker, notable compositor local como, posteriormente, Ramón Medina (cordobés de adopción). Rondaba la adolescencia el futuro arabista Manuel Ocaña cuando, a fi nes de los años veinte, tuvieron lugar importantes conmemoraciones: el VIII centenario de Maimónides y el milenario del califato, así como el tricentenario gongorino. En 1929 (24-VII) parte del casco antiguo de Córdoba fue incluido en el Tesoro Artístico

Nacional. Personalidades como Baroja, Azorín u Ortega y Gasset visitaron y escribieron sobre la ciudad. Mas, es justo reseñarlo, estos fenómenos repercutían hasta un limitado radio de acción, en tanto que la educación popular sufría de numerosas carencias que el régimen siguiente trató de en-mendar: escasas librerías y bibliotecas, insufi cientes escuelas y alta tasa de analfabetismo.

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La Segunda República (1931-36) llegó en un momento de difi cultades. El marco de la crisis económica mundial y la situación de endeudamiento municipal obstaculizaron los intentos de reforma, aunque no faltaron iniciativas. Prosi-guieron las obras de construcción de alcantarillado, se crearon Comisiones Asesoras Ciudadanas y una parte del Campo de la Merced fue cedido para edifi car la escuela de Ferroviarios. Al año siguiente, se encargó a la Comisión de Ensanche un anteproyecto y se estudió la municipalización de los servicios de alumbrado público y abastecimiento de agua (de 1929 databa la inauguración del pantano del Guadalmellato). Edifi cios como la Prisión Provincial (que estuvo ubicada en el actual barrio de Fátima, entonces despoblado) planifi cada en 1933, no se concluyeron hasta años después; como en el caso de la ofi cina de Correos y Telégrafos (inaugurada en 1948, en la calle Cruz Conde).

Las elecciones del 12 de abril de 1931 dieron mayoría a los antimonárquicos. El nuevo alcalde, el conocido Eloy Vaquero, fue además uno de los diputados a Cortes Consti-tuyentes nombrados en junio de aquel año. En las siguientes elecciones se puso de manifi esto en la capital el predominio de los partidos de signo más progresista. Pero las divisiones entre los grupos de izquierdas y la oposición de una de las derechas más recalcitrantes del país (para nada avenida a los planteamientos más moderados de la CEDA) abonaron el terreno de las disensiones. Por desgracia, los enfrentamientos sociopolíticos desembocando en la guerra civil de 1936-39, uno de los episodios más negros de la historia de la ciudad. Los odios, la delación y las brutales represiones, sentaron el imperio del miedo y la barbarie en la ciudad de la Mezqui-ta. Tras ser tomada la ciudad por las tropas insurgentes del coronel Cascajo, se impuso la sombra del sanguinario Don Bruno. La capital, en tanto, quedó afi anzada para el bando franquista y sirvió como enclave en retaguardia. La distancia respecto a los frentes de batalla evitó posibles destrucciones

signifi cativas en su patrimonio monumental. Pero como en otras ocasiones, la guerra abrió una brecha entre paisanos y hermanos. Tiempo de silencio y de exilios, como el de An-tonio Jaén Morente, que acababa de publicar su Historia de Córdoba, forzado a abandonar su tierra para no volver hasta muchos años después.

Difícil coyuntura fue la de posguerra: aislamiento y autar-quía de la España de los años cuarenta, condicionada por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y el bloqueo interna-cional. Aún así, continuó el notable crecimiento demográfi co de Córdoba capital, debido fundamentalmente a la llegada de inmigrantes de los pueblos de la provincia, mostrando por lo demás un notable grado de ruralismo, estancamiento y penuria económica. Gracias a la iniciativa del nuevo obispo Fray Albino y la Asociación Benéfi ca «La Sagrada Familia», constituida en 1947, pudo empezar a paliarse el problema de la escasez de viviendas. Comenzó a construirse aquel año la barriada de casas unifamiliares para obreros al otro lado del río (junto al Campo de la Verdad); y entre 1950-55 la de

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Cañero (así llamada por la cesión de terrenos por parte del famoso rejoneador), al este, que posteriormente se fusionó con la del Marrubial.

Las reformas y nueva creación de infraestructuras viarias fueron las directrices fundamentales de las alcaldías de Alfonso (1949-51) y su hermano Antonio Cruz Conde (1951-62), sobrinos del anteriormente citado José que gobernó la ciudad en los años veinte. Para paliar la insufi ciencia de comunicacio-nes con las barriadas surgidas en el extrarradio (en la sierra y al otro lado del río), se construyeron, por un lado, el puente de San Rafael (1949-53), que permitía la comunicación directa con la carretera de Sevilla; y, por otro, la ampliación del antiguo viaducto del Pretorio (1951-55). Asimismo, el establecimiento del eje viario norte-sur se realizó mediante las obras que pusieron en conexión la estación de ferrocarril y el puente nuevo sobre el Guadalquivir, mediante la apertura de las avenidas del Conde de Vallellano y del Corregidor (1954), prolongación de los Paseos de la Victoria y la Agricultura. La construcción de viviendas a ambos lados de las mismas en las dos décadas siguientes (incluida una zona de edifi cios para los distintos sectores de la administración pública) comple-mentó el plan. Igualmente, al extremo oriental de la urbe, se proyectó el nuevo acceso desde la carretera de Madrid por la actual avenida de Carlos III, principiadas las obras en 1956 y el asfaltado ya en los sesenta. También se proyectaron tres ejes este-oeste: al norte, arreglando las antiguas rondas, convertidas en avenidas de Obispo Pérez Muñoz (Ollerías) y de América (en una serie de etapas hasta fi n de siglo); al sur, por la Ron-da de Isasa y abriéndose la avenida del Alcázar (1954) para conectar el Puente de San Rafael y la carretera a Sevilla con la de Madrid-Cádiz; y una arteria que se pretendía atravesara el centro histórico y facilitase el acceso al mismo, con el ensanche de las calles Gondomar, Concepción, Abéjar y algunas otras. Se contempló, mas no se llevó a cabo, la apertura de una nueva vía entre el Realejo y la plaza del Salvador.

Acompañaron a estas realizaciones otras de diverso tipo: la larga construcción del nuevo ayuntamiento, cuyo conjunto no sería inaugurado hasta los años ochenta y en cuyos terrenos apareció en 1951 el templo romano. En 1953 tuvo lugar la restauración del Alcázar de los Reyes Cristianos y, tres años después, se estaba reconstruyendo el tramo de muralla de la Puerta de Sevilla. Córdoba pretendía mejorar su infraestruc-tura turística, y fue en aquel 1956 cuando se terminó el Hotel Córdoba Palace (después Meliá), proyecto largo tiempo con-cebido; asimismo, en 1960 se inauguró el Parador Nacional de la Arruzafa. Por otro lado, en 1957 fue aprobado el proyecto de un parque municipal (después llamado Cruz Conde) y ese mismo año se derribó el mercado central de la Corredera (construyéndose uno subterráneo) y comenzaron las obras del murallón de la margen izquierda del Guadalquivir. Un año después se constituyó el pequeño aeropuerto civil, con vuelos comerciales hasta 1983 y ampliado en 1995.

La otra cuestión fundamental para Córdoba era el rápido crecimiento demográfi co que venía experimentando, debido al proceso de inmigración y al descenso de la mortalidad y crecimiento natalicio por las mejoras higiénico-sanitarias: extensión y mejora de la red de alcantarillado y abasteci-miento de agua (creación de la Central de Agua Potable de Villa Azul y los colectores para diversos sectores, 1951-55),

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y la implantación masiva de la asistencia tocológica en las clínicas de la capital. En 1953 se amplió el centro de Cruz Roja (remodelado en las décadas siguientes) y un año después estaba edifi cada la Residencia Teniente Coronel Noreña, reemplazada en los setenta por el Hospital Reina Sofía y la nueva Residencia. Si en los años cuarenta la población au-mentó hasta algo más de 160.000 habitantes, a comienzos de la «década prodigiosa» casi se habían alcanzado los 200.000, a los que se sumaron 37.448 ciudadanos hasta 1970. La cruz de todo ello se manifestó en la necesidad de darles cobijo, proliferando el chabolismo y la precariedad de las viviendas en la periferia durante años. Para evitarlo, en 1958 se aprobó el primer Plan General de Ordenación Urbana, cuyas direc-trices orientarían el futuro de Córdoba durante al menos dos décadas. Con anterioridad al mismo, la expansión periférica podía sintetizarse en cuatro grandes áreas: al oeste las ba-rriadas establecidas junto a Electromecánicas, parque Cruz Conde, las casas unifamiliares de Ciudad Jardín y la zona al noroeste de ella (vestigios las dos últimas del frustrado plan de ensanche de la década de los veinte); al norte las edifi ca-ciones residenciales en la Sierra; al este la barriada de Cañero, y al sur la de Fray Albino. Durante los años sesenta y setenta estas barriadas periféricas, surgidas en torno a los antiguos edifi cios extramuros (iglesias como las de San Cayetano o La Fuensanta) y factorías (Electromecánica, Carbonell, Asland), continuaron creciendo y vieron colmatarse buena parte de los espacios entre ellas: al este los Polígonos de Levante y la Fuensanta-Santuario; el Sector Sur (entre la avenida de Cádiz y la carretera de Granada); y al norte las Moreras, Huerta de la Reina, Valdeolleros, Santa Rosa, el Naranjo, expansión de las Margaritas y el Brillante y el Parque Figueroa (inaugurado en 1970). Aquella corona fue aliviando las necesidades de vivienda, mas sentó una dicotomía frente al «casco histórico», cuya transición resultó difícil armonizar.

En los años setenta, la expansión urbana, se vio frenada de modo brusco. La desaceleración en el ritmo del crecimiento demográfi co fue, junto con la situación de crisis económica, un condicionante de peso. La notable extensión del suelo urbano supuso cierto alejamiento entre buena parte de los nuevos barrios y del centro de negocios y administrativo. La premura de tiempo y la especulación del terreno condujo a una escasez e insufi ciencia de equipamientos y servicios de aquellos, convertidos casi exclusivamente en lugares de habita-ción. Igualmente, tuvo lugar un fenómeno de desplazamiento hacia las afueras de una parte de habitantes más pobres de ciertos lugares del «casco antiguo». Ello supuso el abandono y deterioro de espacios de interés artístico y monumental fuera de la órbita de los núcleos en torno a la Mezquita-Judería y Tendillas-Cruz Conde-Gran Capitán, al tiempo que se agrupaba a los sectores más modestos y elementos marginales alejados del centro de la ciudad, con la creación de barrios periféricos como las Moreras, Palmeras y Polígono Guadalquivir. Por otra parte, se acentuó la debilidad del nunca demasiado pujante sector secundario cordobés, a pesar de la existencia de la iniciativa de algunas empresas (Colecor, Ce-nemesa, Cervezas El Águila, Cepansa), la instalación del polo de desarrollo local (desde 1969) y la creación de polígonos industriales como los de Quemadas o la Torrecilla.

Entre la Córdoba de Manolete y la de los últimos años del franquismo se produjo una gran expansión, y no sola-mente urbana. Desde los difíciles años de la posguerra, fl ore-cieron en la ciudad creadores autóctonos y foráneos, quienes volaron hacia ámbitos culturales más abiertos y cosmopolitas y quienes quedaron en la penumbra de una discreta capital de provincias que, a pesar de su condición, seguía siendo fuente de inspiración. La poesía de posguerra tuvo en el gru-po Cántico una pléyade de notables cultivadores, así como la pintura vanguardista de Equipo 57. Hubo fi guras de primera fi la muy populares incluso fuera de sus círculos, como en el

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caso del torero «El Cordobés», el cantaor «Fosforito», el escri-tor Antonio Gala (ciudadrealeño vinculado espiritualmente a Córdoba), o el psiquiatra e intelectual Carlos Castilla del Pino (gaditano residente en la provincia). Más discretos en el plano mediático, pero no por ello menos meritorios, los escritores de la provincia Mario López, Juana Castro, Leopol-do de Luis, Vicente Núñez, Carlos Clemenson; los trabajos de arquitectos como Rafael de La Hoz; los cultivadores de las artes plásticas Ginés Liébana, Ángel López-Obrero, Rafel Botí, Aurelio Teno; músicos como Marcos Redondo y Pedro Lavirgen (nativos pero no residentes en la ciudad), Luis Bed-mar (granadino afi ncado en Córdoba), Rafael Orozco y Rafael Quero; o la bailaora Concha Calero. Resulta imposible citarlos aquí a todos, y por ello pedimos perdón por las omisiones. Entre estas últimas se cuentan nombres de quienes promovie-ron organismos como el «Círculo Juan XXIII» (fundado en 1963) y el naciente movimiento ciudadano, así como, desde fi nes de los setenta, eventos como los Congresos de Historia de Andalucía. Ya a fi nes del franquismo, Córdoba logró la creación de su universidad (18-VIII-1972); hasta entonces habían ido surgiendo centros como la Facultad de Veterinaria

(1943-4), la Universidad Laboral (1954-6), ETEA (1964), ETSIA (1963), así como nuevos institutos y escuelas.

En las primeras elecciones municipales democráticas (3-IV-1979) el Partido Comunista consiguió mayoría de concejales, convirtiéndose en su única capital de provincia conquistada, y llevando a Julio Anguita a la alcaldía. La mencionada fuerza política (transmutada posteriormente en Izquierda Unida) se mantuvo en el poder durante los años siguientes, salvo el paréntesis 1995-9, de gobierno del Parti-do Popular. Correspondió al equipo del «califa rojo» (apodo que recibió Anguita, derivado del que en su día tuvieron los «azules» Cruz Conde) hacer frente a los problemas con que se encontró la primera corporación democrática. Se desplegaron actuaciones tan importantes como la municipalización de la empresa Aucorsa de transporte urbano de autobuses (creada en 1953) o el impulso de Emacsa y Sadeco en abastecimiento de aguas y recogida de basuras (pionera en labores de reci-claje). Estas y otras mejoras continuaron bajo el mandato de Herminio Trigo (1986-95), Manuel Pérez (1995), Rafael Merino (1995-9) y Rosa Aguilar, aunque no todo haya sido positivo.

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A partir de la segunda mitad de los ochenta, se llevaron a cabo una serie de reformas urbanísticas: inauguración del nuevo Ayuntamiento (1985), arreglo de vías como la calle San Pablo, el Gran Capitán (convertida su mitad sur en paseo), reforma de buena parte de avenida de las Ollerías, inaugura-ción de viviendas en el Polígono Guadalquivir, etc. Lo más trascendente fue la aprobación de un nuevo Plan General de Ordenación Urbana en 1986, cuyas directrices orientaron las grandes realizaciones del decenio siguiente.

Durante los noventa y a comienzos del nuevo milenio, un gran proceso de reforma y ampliación ha cambiado, en buena medida, la faz de Córdoba. El fenómeno no obede-ció esta vez a un notable crecimiento de la población (de 310.488 habitantes en 1991 a 316.564 en 2001), sino a la mejora cualitativa en las condiciones de vida y fi sonomía urbana. Aparte de las intervenciones llevadas a cabo con mayor o menor fortuna en el casco histórico (puesta en valor de monumentos y hallazgos arqueológicos, peatonali-zación de calles), junto a la creación de nuevas viviendas en la periferia se incrementaron los equipamientos y servicios comunitarios, en mayor medida que en décadas anteriores.

A la vista queda en las edifi caciones más recientes, al norte (Tablero Bajo), oeste (Polígono de Poniente) o este (antigua Cepansa). Más allá de la aglomeración urbana, aún queda por resolver la regulación de las condiciones legales y relaciones con el municipio de las parcelaciones. Por su parte, sin haber perdido su vigencia como núcleo administrativo, comercial y de negocios preeminente, parte de esas funciones del llama-do centro de Córdoba han sido repartidas entre las nuevas barriadas. Se ha consolidado con ello una cierta tendencia centrífuga, originada por la importante extensión urbana de la segunda mitad del siglo XX. Esta descentralización parcial se ha producido fundamentalmente en los servicios sociales (centros educativos, cívicos, ambulatorios, jardines, etc.) y en las áreas comerciales: consolidación de determinados sectores del pequeño y mediano comercio (Ciudad Jardín, la Viñuela, etc.) y creación de grandes superfi cies en unas afueras ya en-globadas por el entorno habitado (centros comerciales de El Arcángel, Zococórdoba, La Sierra, polígonos del Granadal, Los Pedroches...). Fenómeno similar en la ubicación de cen-tros culturales, deportivos y lúdicos: Campus universitario de Rabanales, estadio «Nuevo Arcángel» y el recinto ferial de El Arenal (1994), Pabellones de Vistalegre y Fátima.

La creación de nuevas vías de acceso, junto a la renovación de las ya existentes, con motivo de la Exposición Universal de Sevilla de 1992 (línea del tren de alta velocidad, autovía E-5), supusieron un gran benefi cio para una urbe en la cual, producido el desmantelamiento de la mayoría de sus antiguas industrias, presentaba como ocupaciones fundamentalmente de sus habitantes el turismo y demás áreas del sector servicios. El mejoramiento de la circulación interna tuvo que esperar algo más, hasta fi nales de la década, con la apertura de las ya aludidas nuevas rondas urbanas.

En no menos importante lugar, hemos de tener en cuenta los progresos en la liberación de las dos grandes barreras que atenazaban Córdoba: el río y el ferrocarril. En cuanto al

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primero, cuatro nuevos puentes han venido a sumarse a los dos anteriores: el de la Autovía, construido durante el primer trimestre de 1986; el del Arenal (1994); y el de Mirafl ores y el de Andalucía (en la Torrecilla), operativos desde el 2003-4. A ello han de añadirse las mejoras del desarrollo del «Plan Río», aprobado en 1992. Más espectacular ha sido la transformación experimentada por los terrenos donde se ubicaba la línea del ferrocarril. Tras una década de debates, se acabó optando por la mejor decisión: el soterramiento de las vías férreas y la creación sobre los terrenos de RENFE de una nueva ronda norte que, además, actuase como cinturón verde, tan necesario para la ciudad. También allí debían construirse viviendas. El 9 de septiembre de 1994 fue inaugurada la estación AVE de ferrocarril por el rey Juan Carlos I. Cuatro años después, frente

a ésta, comenzó a operar la de autobuses. Se contaba de este como con una centralización de los servicios de transporte por carretera y ferrocarril, justo en el corazón de la zona que bien podría califi carse como «la Córdoba del siglo XXI», que junto al complejo del parque de Mirafl ores y la Ribera ofrecerá una nueva y más moderna imagen de la ciudad.

A pesar de las carencias y «apaños» cotidianos de una urbe que no acaba de salir del todo de su atonía y provincianismo, el panorama que hemos narrado despierta esperanzas y el deseo de los mejores parabienes para esta milenaria ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO el 15 de diciembre de 1994. Es, al menos, el sentimiento de este cordobés que ha tenido el placer de contarles esta historia.

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BIBLIOGRAFÍA

Quedamos sumamente agradecidos al trabajo de los siguientes autores, cuyos libros se han consultado para la elaboración del presente y podrán servir a los lectores para enfocar la historia de Córdoba desde otras perspecti-vas, o saber algo más de aspectos concretos. Sólo recogemos obras generales, tanto las más actualizadas como algunas de las clásicas, imprescindibles a pesar de sus carencias debidas a antigüedad. En ellas podrán encontrarse referencias bibliográfi cas más amplias. El no ofrecerlas aquí, así como las posibles omisiones que puedan hallarse, obedecen a la economía de espacio impuesta a estas páginas, por su condición de breve síntesis.

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