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Edgardo Cozarinsky EN AUSENCIA DE GUERRA

MAQ. En ausencia de guerra 2 - PlanetadeLibros · 2015. 2. 3. · mí donde no quería reconocerme, un yo que no correspondía a la vida que deseaba, al papel que en ella aspiraba

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Edgardo Cozarinsky

EN AUSENCIADE GUERRA

Una carta de 1977 encontrada en 2013 den-tro de un libro de segunda mano... La llave de una caja de seguridad en un banco suizo, reci-bida de una persona muerta... De la pesadilla de la Historia resurgen los sueños traicionados y la corrupción de los años de plomo argenti-nos. En un presente donde todo se ha converti-do en mercancía, los fantasmas de aquellos años convierten en vengadores a un escritor escépti-co y a su amante, una joven anarquista. Cómpli-ces improvisados, se internan en una trama de venganzas heredadas, siguiendo entre Ginebra y Montecarlo la pista del dinero sucio, ya ateso-rado, ya despilfarrado. Lo que pareció empezar al amparo de Henry James se les va tornando ob-sesiva novela negra e ingresan en un territorio donde impera la violencia reprimida que llevan dentro de sí.

Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) se ins-taló en 1974 en París y, desde 1988, alterna su residen-cia entre Buenos Aires y la capital francesa. Cineasta además de escritor, ha dirigido numerosas películas que bordean los límites entre fi cción y documental y que han merecido premios y homenajes en el mu-seo del Jeu de Paume en París y en las cinematecas internacionales más exigentes. De su obra literaria destacan los ensayos El pase del testigo (2001), Museo del chisme (2005) y Blues (2010) y los volúmenes de relatos Vudú urbano (1985) –prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante–, La novia de Odessa (2001) y Tres fronteras (2006), así como las novelas El rufi án moldavo (2004), Maniobras nocturnas (2007), Lejos de dónde (2009, Premio de la Academia Argentina de Le-tras 2011), La tercera mañana (2010) y Dinero para fan-tasmas (2012), las tres últimas publicadas por Tusquets Editores.

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En ausencia de guerra EDGARDO COZARINSKY854

Ilustración de la cubierta: © John Mason – LensModern.com.

www.tusquetseditores.com PVP 17,00 € 10120985

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1.ª edición: marzo de 2015

© Edgardo Cozarinsky, 2014

Diseño de la colección: Guillemot-NavaresReservados todos los derechos de esta edición paraTusquets Editores, S.A. – Av. Diagonal, 622-624- 08034 Barcelonawww.tusquetseditores.comISBN: 978-84-9066-046-1Depósito legal: B. 1.139-2015Fotocomposición: Víctor Igual, S.L.Impreso por Limpergraf S.L.Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribu-ción, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obrasin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

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Escribo estas notas en el avión donde pasaréla noche deseando dormir, temiendo soñar. Hacepocas semanas cumplí cincuenta y cinco años.Desde hace algún tiempo, cuando duermo enun avión, me visitan los muertos. No son agresi-vos, pero su sola presencia, aun afable, reanimamomentos que hubiese deseado archivados parasiempre, me pone frente al que fui. Mis muertosno lo están necesariamente para el estado civil.Están muertos para mi afecto, para el diálogo.Cuando era joven, recuerdo, los viajes me pro-metían una vida imaginaria. En otro país, enotro idioma, esperaba dejar atrás un reflejo demí donde no quería reconocerme, un yo que nocorrespondía a la vida que deseaba, al papel queen ella aspiraba a tener. En mi primer viaje sen-tí rotas todas las ataduras, creí posible borrar ladistancia que me separaba de expectativas másreales que la vida cotidiana. El joven que fui

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durmió poco en aquel viaje y nunca soñó. Suvigilia era un sueño despierto.

Con los años, en cambio, siento que viajocargado con todo lo que hace a una vida ya im-posible de relegar, y esa carga se adhiere a todadecisión, aun a todo sentimiento. Así como losinnumerables caminos abiertos ante el joven sevan estrechando cada vez que elige uno de ellos,el viajero adulto solo recupera por momentosefímeros, volátiles, un recuerdo de aquella li-viandad perdida.

Viajo de Buenos Aires, la ciudad donde nacíy ahora vivo, a París, una ciudad con la que fan-taseaba en mi adolescencia y donde más tardeviví más años de los que hubiese debido. Estono me impide gozar de los primeros días quepaso en ella cada vez que vuelvo. En el reen-cuentro hay una magia leve que es frágil, lo sé,pronta a disiparse. Y esto la hace más preciosa.

Como esas delgadas hojas de mica plateadaque en mi infancia intentaba separar de las pie-dras a orillas de un arroyo en Córdoba. Se que-braban en minúsculos fragmentos al tenerlas enla mano.

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Todo empezó en literatura.Llegué a París una tarde de principios de sep-

tiembre y preferí no llamar a ninguno de los co-nocidos que conservaba en la ciudad. Me sentícontento sentado ante una mesa de café, en lavereda, viendo pasar a esa gente que duranteaños había sido mi frecuentación cotidiana; aho-ra, después de haber vuelto a vivir en BuenosAires, descubría algún interés en su aspecto me-nos llamativo, los observaba como espectáculo.

Esa misma tarde, o al día siguiente, esperé elcrepúsculo recorriendo los muelles, deteniéndo-me ante las cajas de los bouquinistes. Aunque mehabía prometido no comprar más libros —misestantes porteños desbordaban de volúmenes queprometían compañía segura para un futuro sinfecha— el «vicio sin castigo» despuntaba ante lapromesa de un descubrimiento. Esta vez fue ellibro de poemas de una vieja amiga, creo que

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uno de sus primeros: L’Année sans sommeil. Elprólogo firmado por el respetado poeta de losaños cuarenta, al revisarlo sumariamente, me pa-reció más sincero que cuando lo había leído añosatrás, sabiendo que una relación sentimental lohabía motivado. El ejemplar había estado dedi-cado: faltaba la primera página, precaución ha-bitual de quien vende libros que no desea con-servar; en la segunda no había quedado ningunaincisión delatora, privilegio de años anteriores aluso del bolígrafo, que hoy imprime una huellaprofunda; además, ¿podía imaginarla a ella usan-do algo que no fuera pluma y tinta?

Habría devuelto el libro al purgatorio de lacaja, fosa común de tantas ambiciones, si al ho-jearlo no hubiese descubierto una carta plegadaentre sus páginas, dos delgadas hojas de lo quese llamaba «papel de vía aérea» antes de que In-ternet decretase caduca esa forma de comunica-ción. Había algo tácitamente femenino en eseenvío que aun no podía leer: papel color crema,desgastado en los pliegues, tinta que conservabaun color azul intenso. Decidí que esa carta ha-bía sido escrita por la poeta y enviada a un hom-bre, aquel a quien había dedicado el libro.

No abrí la carta. Cerré el libro apresurada-mente para no llamar la atención del vendedor

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hacia un hallazgo que pudiese despertar su codi-cia, pagué los cuatro euros que estaban marcadosen la primera página y me dirigí al café de la es-quina de la rue Bonaparte para poder leer, no lospoemas —francamente, no me interesaban—sino la carta. Cruzaba mi camino quién sabecuántos años después de haber sido escrita, acasoantes de que yo conociera a la autora, personajeya crepuscular de un mundo menos legendarioque irremediablemente fechado: esos «argentinosde París» que a mediados del siglo XX habían sus-citado un momento de curiosidad.

No me había equivocado. La carta estaba fir-mada por Delia y redactada en un francés preci-so, elegante sin afectación, un francés hoy pocofrecuente; el que yo le había escuchado hastapocos años atrás. La carta estaba fechada en oc-tubre de 1976 y dirigida a un tal Michel. Deliale pedía ayuda para rescatar a sus hijos, militan-tes de una organización armada, secuestrados enSanta Fe por un grupo parapolicial. Era eviden-te que el destinatario debía ocupar un cargo im-portante en la política o en la diplomacia fran-cesas, y que Delia tenía con él una clara relaciónde amistad, aun cierta intimidad: se dirigía a élsin rodeos, pidiéndole una gestión que no supo-nía ajena a sus posibilidades.

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Recordé entonces el destino aciago de esospersonajes secundarios. Del hijo de Delia no seconocieron las circunstancias de su muerte, aun-que las fechas y los nombres de los lugares dedetención por donde pasó permiten suponer queestuvo entre los cientos de cuerpos drogados,arrojados en vuelos nocturnos al Río de la Plata.La hija, en cambio, para desdicha de su madre,sobrevivió. Desde la adolescencia había cultiva-do el rencor ante la belleza no heredada de laprogenitora; poco más tarde, unas lecturas so-meras de la llamada teología de la liberación,prestadas por las monjas del instituto religioso alque familias conservadoras e incautas habíanconfiado la educación de sus hijas, le permitie-ron traducir ese sentimiento en odio de clase:eligió ver a su madre solo como una burguesaintelectual, europeizada, promiscua.

Al volver al poder el sistema electoral, la in-demnización del Estado ganada en su condiciónde víctima le permitió rehusar con altivez todaayuda de la madre; insatisfecha con este gesto, sereservaba un golpe mayor, simbólico: el robo deun cuadro de Torres García. (El pintor uruguayo,se decía, había sido el primer amante de Deliay se lo habría regalado en el momento de clau-surar una relación que la sociedad de su tiempo

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consideraba anómala entre una adolescente y unhombre maduro.) El amigo encargado de visitarperiódicamente el departamento porteño durantelos meses que la poeta pasaba en Europa, revisarla correspondencia y pagar las facturas, advir-tió la desaparición y la denunció. Una gestiónamistosa permitió recuperar el cuadro a puntode ser enviado a Sotheby’s y ahorrarle a la hijaun nuevo encuentro con la policía, esta vez des-provisto de toda aureola heroica.

«Le ruego que escuche este pedido de unamadre e intente rescatar a dos jóvenes cuya ilu-sión fue la de creer posible lograr por las armasla creación de una sociedad menos injusta.» Enesta frase final me pareció que la sinceridad aso-maba a través de la retórica. Pobre Delia, pensé,a final de los años setenta todavía tenía aman-tes, acaso menos prestigiosos que los artistas ypoetas que la habían asediado en décadas ante-riores, pero no tan insignificantes como para des-pedirse de lo que alguna vez le oí llamar «lavanidad de los sentidos». Y en esos años de men-guante brillo mundano había actuado como loque su hija nunca entendió que podía ser: unamadre.

¿Qué edad tendría hoy? ¿Noventa años? Más,creo. Ella se declaraba, con una sonrisa, «hija del

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armisticio», sugiriendo como fecha de nacimien-to 1918; alguna amiga pérfida, no siempre unamujer, le regalaba cuatro años, comentando envoz baja «hija de Sarajevo, más bien».

Yo ya había empezado a sentir que las per-sonas mayores que me había sido dado conocerno iban a permanecer indefinidamente en estemundo, que no debía descuidarlos si quería res-catar algún atisbo de lo que había sido su expe-riencia en tiempos anteriores a mi curiosidad denovelista. Yo mismo empezaba a recibir llama-dos de jóvenes que me pedían un testimonio deepisodios y personajes que para mí eran anéc-dotas de un ayer cercano, para ellos retazos deprehistoria…

Decidí llamar a Delia al día siguiente.

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