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¡Venga Tu Reino!

Manual de Moral y Mandamientos

©COPY RIGHT

Todos los derechos reservados Centro de Promoción Integral, A.C.

www.demisiones.com

Manual de Moral y Mandamientos

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Índice

I. La vida en Cristo 5 Introducción 5

1. Dios se revela 6 2. La persona humana escucha y acoge 7

II. La Moral y sus desviaciones 8

1. Las principales fuentes de la moral 8 2. La moralidad de las pasiones 10 3. La moral en el Catecismo de la Iglesia 10 4. Las líneas de la moral cristiana 10

III. El hombre está llamado a ser feliz 12

1. La vocación 12 2. Las Bienaventuranzas 12 3. Las respuestas al deseo de felicidad 15

IV. Los actos humanos y la libertad 17

1. Los actos humanos 17 2. División de los actos humanos 18 3. Los actos morales 18 4. La moralidad de los actos humanos dependen de tres elementos

fundamentales 18 5. La libertad y la moral 19 6. Los obstáculos del acto humano 20

Conclusión 21 V. La libertad del hombre 22

1. Existencia 23 2. Lesión y consolidación de la libertad 23 3. Alcance de la libertad cristiana 24

VI. La Ley, una guía en nuestro camino 26

1. La ley moral 26 2. La ley eterna 27 3. La ley natural 27 4. La ley divina revelada 28 5. Las leyes civiles 28

VII. La conciencia, el lugar de encuentro con Dios 31

1. ¿Cómo se llega a deformar la conciencia? 33 2. Tipos de conciencia 34 3. ¿Cómo podemos darnos cuenta de que nuestra conciencia está

deformada? 34 4. ¿Qué podemos hacer para formar nuestra conciencia? 35

VIII. La gracia, Dios presente en nosotros 37

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1. El Hombre Nuevo 37 2. La gracia 37 3. Necesidad de la gracia 38 4. Clasificación de la gracia 39 5. Las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo 39 6. Conclusión 40

IX. El misterio de la gracia 41

1. Naturaleza y división de la gracia 41 2. Necesidad que el hombre tiene de la gracia 41 3. La predestinación 42 4. La predestinación y la libertad 42 5. La eficacia de la gracia y la libertad humana 44

X. La virtud, la respuesta positiva del hombre 45

1. Diferencias entre virtud y valor 45 2. Tipos de virtudes 46 3. Virtudes cardinales 48 4. Pecados contra la prudencia 48 5. Pecados contra la fortaleza 50 6. ¿Cómo adquirir las virtudes? 50 7. La santidad cristiana 51

XI. El pecado, la respuesta negativa del hombre 52

1. ¿Cuál es la causa del pecado? 52 2. Pero, ¿por qué pecamos aún cuando conocemos la verdad? 55 3. La tentación 55 4. ¿Puedo perder el cielo por dejarme llevar por el ambiente? 56

XII. La fe, fundamento y fuente de la vida moral 57

1. Definición y naturaleza de la fe 57 2. Deberes que la fe impone 58 3. Pecados contra la fe 59

XIII. La esperanza, confiar en Dios 61

1. Definición de la esperanza 61 2. Pecados contra la esperanza 62

XIV. La caridad, virtud reina del cristianismo 64

1. Pecados contra el amor a Dios 65 2. El amor al prójimo 65 3. Las obras de misericordia 66 4. Pecados contra el amor al prójimo 66

XV. Los Mandamientos, el camino que Dios nos muestra 68 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas 68 2. No tomarás el nombre de Dios en vano 68 3. Santificarás las fiestas 69 4. Honrarás a tu padre y a tu madre 69 5. No matarás 70

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6. No cometerás actos impuros 70 7. No robarás 70 8. No dirás falsos testimonios ni mentiras 71 9. No consentirás pensamientos ni deseo impuros 71 10. No codiciarás los bienes ajenos 71

XVI. Primer Mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas 73

1. El Decálogo 73 2. La virtud de la Religión 75 3. ¿En qué creen los hombres de hoy? 77 4. ¿Por qué los hombres han caído en el error de sustituir a Dios? 78 5. Los pecados contra el Primer Mandamiento 81

XVII. Segundo Mandamiento: No tomarás el nombre de Dios en vano 82

1. El nombre de Dios 82 2. Pecados contra el Segundo Mandamiento 84

XVIII. Tercer Mandamiento: Santificarás las fiestas 85

1. ¿En qué consiste el descanso? 85 2. Pecados contra el Tercer Mandamiento 87 3. Y, ¿si estoy enfermo? 87

XIX. Cuarto Mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre 89

1. Vocación divina 89 2. El diálogo 90 3. La donación incondicional 90 4. La ayuda mutua 90 5. Procreación y educación de los hijos 91 6. Los deberes de los hijos hacia los padres 91 7. Los deberes de los padres hacia los hijos 92 8. La comunidad política y la Iglesia 94

XX. Quinto Mandamiento: No matarás 96

1. Visión cristiana de la vida corporal 96 2. La vida corporal vista desde la ley natural 97 3. Abusos contra la integridad de la propia vida 98 4. Abusos contra la vida de los demás 99 5. Respeto de la vida naciente 102 6. Sentido cristiano del sufrimiento y del dolor 102

XXI. Sexto Mandamiento: No cometerás actos impuros 104

1. Visión actual de la sexualidad 104 2. Dimensión antropológica de la sexualidad 105 3. La virtud de la castidad 106 4. Dimensión de relación en la sexualidad 107 5. Visión cristiana de la sexualidad 108 6. Significado de la concupiscencia 111

XXII. Séptimo Mandamiento: No robarás 112

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1. Significado del Séptimo Mandamiento 113 2. No sólo el que roba es ladrón 115 3. ¿Cómo cumplir con el Séptimo Mandamiento? 116

XXIII. Octavo Mandamiento: No dirás falsos testimonios ni mentirás 119

1. Los pecados contra la verdad 121 XXIV. Noveno Mandamiento: No consentirás pensamientos ni deseos impuros 123

1. El significado del Noveno Mandamiento 124 2. La imaginación 124 3. Pecados contra el Noveno Mandamiento 125

XXV. Décimo Mandamiento: No codiciarás los bienes ajenos 126

1. ¿Cómo vivir el Décimo Mandamiento? 127 XXVI. Los Mandamientos de la Iglesia 128

1. Oír Misa entera los domingos y fiestas de guardar 129 2. Confesar los pecados graves cuando menos una vez al año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar 129 3. Comulgar por Pascua de Resurrección 130 4. Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Iglesia 130 5. Ayudar a la Iglesia en sus necesidades 130

XXVII. La moral y la santidad del Hombre Nuevo 131

1. El Hombre Nuevo 131 2. La acción del Espíritu Santo 132 3. Los Sacramentos y la vocación a la santidad 133 4. La cruz y el sacrificio en la vida cristiana 133 5. Vivir en obediencia y amor al Papa y al Magisterio de la Iglesia 134 6. Moral de la caridad 135

Anexo 1: La abstinencia 137

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I. La vida en Cristo

Introducción

Hoy el género humano vive un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su actividad creadora; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre su modo de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes vive. Es esto tan claro, que ya se puede hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también sobre la vida religiosa.

Como ocurre en los casos de crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades. Si bien el hombre amplia extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo.

Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria, y son muchos los que caminan sin rumbo y no encuentran la felicidad. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entre tanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psíquica.

En el interior del hombre existe un afán de felicidad y de realización, que es parte de la naturaleza humana, una necesidad de trascender, de conocer al Ser Supremo, es por eso que en su naturaleza está inscrito el llamado a vivir en comunión con ese Ser Supremo, con Cristo (las personas están llamadas a vivir en comunión con Cristo). Instintivamente, el hombre busca un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente en su desarrollo espiritual.

La inquietud atormenta al hombre, y se pregunta, entre angustias y esperanzas, respecto a su felicidad y a la actual evolución del mundo. La turbación actual del hombre y la transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una evolución global más amplia.

Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. Esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la política y la interpretación de las ciencias humanas y de la historia.

Esto explica la perturbación de muchos, y en concreto, la infelicidad del hombre. Todos y cada uno de los hombres pasan la vida buscando la felicidad eterna, el ser siempre felices. Se busca algo que nunca se acabe, una felicidad infinita que sea capaz de llenarle. Esto trae como consecuencia la necesidad de certezas, de algo en qué agarrarse. Unos desisten y otros desesperan.

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Como esta felicidad tan ansiada, este amor que no cesa es difícil de encontrar, muchos se desvían en su búsqueda poniendo la felicidad en bienes materiales, en cosas, o personas que nunca le van a dar la satisfacción plena.

Cree la Iglesia que el hombre está llamado a vivir en comunión con Cristo. Únicamente el amor de Dios puede llenar al hombre completamente. Igualmente cree, que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro. Solo Cristo, puede darle al hombre la tan ansiada felicidad. (Documentos Completos del Vaticano II).

San Agustín dice: “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

1. Dios se revela

Confiesa el sagrado Concilio que “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas” (Rom. 1, 20).

Dios, conoce nuestra dificultad y ama al hombre con un amor infinito, busca al hombre para ayudarlo a encontrar el verdadero camino hacia la felicidad, hacia el amor eterno. Se revela en Jesucristo invitándolos a llevar una vida de comunión con Él. Para ello, Dios se le revela al hombre, para que lo conozca a Él y su Plan para con Él. Se va dando a conocer a través de la Revelación.

El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).

Hay quienes piensan que el cristianismo es una ideología o una doctrina filosófico-teológica. Otros lo equiparan con las demás religiones que son intentos del hombre para acercarse a Dios. El cristianismo no es una creación de la mente humana, ni siquiera una doctrina moral, es la auténtica revelación de Dios que se hace hombre por amor al hombre para abrirle el camino a la vida eterna, le infunde fuerzas y le enseña cuál debe ser su conducta. La religión cristiana nace por iniciativa de Dios. El cristianismo es la respuesta del hombre a Dios que se revela en Cristo.

La Revelación comienza cuando Dios escoge a un pueblo, haciendo una alianza con él, dándole muestras de amor. Este pueblo de Israel le servirá para manifestar su amor. A este pueblo elegido le da alimento, bebida, pero en especial le da los diez mandamientos, que son el camino a la felicidad, la guía para vivir en comunión con Dios. Como a pesar de las manifestaciones del amor de Dios, el pueblo sigue siendo infiel, Dios envía a su Hijo para que el hombre entienda.

Jesucristo es el culmen de la Revelación. En Él podemos palpar la bondad de Dios y su Amor infinito al hombre. La persona puede y debe vivir en amistad con Cristo, puede participar de la vida divina, por medio de la gracia de Dios, y del Espíritu Santo que da vida y alimenta. El cristianismo es un compromiso personal con Jesucristo, en respuesta al amor eterno que Dios le tiene al hombre.

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Pero ¿cómo conocer al cristianismo?, ¿cómo saber qué es lo que enseña? Para responder a estas interrogantes, Cristo funda la Iglesia a través de la cual aprendemos a seguir a Jesús. Este seguimiento de Jesucristo, a través de la Iglesia fundada por Él es la respuesta que el hombre le da a la iniciativa de Dios, es la respuesta a la llamada de amor que hace Cristo.

Esta respuesta de amor debe ser real, eficaz, concreta, siempre respetando todas las ayudas que Cristo ha dejado; sacramentos, Iglesia, normas de vida, etc. (Cf. Jn, 14. 15. 21; Jn. 15, 14). El amor ha de manifestarse externamente a través del comportamiento. El que se dice cristiano y no ama y vive lo que Cristo ama, realmente no se realiza en su vida. El verdadero cristiano ama y vive como Cristo.

2. La persona humana escucha y acoge

El hombre, ante la invitación al amor, descubre su dignidad (Cf. Catecismo nn. 1701-1715). Fue creado a imagen y semejanza de Dios, pero la imagen fue alterada por el pecado, siendo regenerada y restaurada por Cristo, dándole una nueva dignidad “ser hijo de Dios”.

La persona humana es aquella que posee un alma espiritual, goza de inteligencia y voluntad, que unida a su cuerpo forma una unidad e identidad única irrepetible.

En el alma encontramos el principio de la vida, creado e infundido directamente por Dios en el hombre. Aquí residen las facultades de la inteligencia y voluntad. Por la inteligencia puede conocer a Dios, su Revelación, escuchar lo que le dice su conciencia, etc. Por la voluntad tiene la capacidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo. El hombre es libre, es decir, es capaz de tomar decisiones y responsabilizarse de ellas. Es capaz de amar, de luchar por descubrir la verdad, de distinguir entre el bien y el mal. “A este hombre es a quien se le presenta el plan de salvación de Cristo, pero todavía está herido por el pecado y no puede lograrlo por sí solo. Por ello, para alcanzar el designio que Dios le ofrece necesita de la gracia. Solamente en Cristo, siguiendo su ejemplo, viviendo en amistad con Él puede lograr la santidad, la plenitud del amor.

Para profundizar: La experiencia moral, llamada de Dios la hombre del libro "La Moral.... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda.

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II. La moral y sus desviaciones

La moral es aquella por la cual la Teología estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural. La moral ayuda al hombre a guiar sus actos, es una ciencia práctica. El hombre necesita de una norma objetiva que le indique lo que debe hacer y lo que debe evitar para poder alcanzar su fin: la salvación.

Los actos humanos que se pueden valorar moralmente son aquellos que el hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad. Se valoran su moralidad sobrenatural porque son los que acercan o alejan al hombre de su posibilidad de alcanzar la vida eterna.

La moralidad de los actos humanos depende del objeto elegido; del fin que se busca o la intención; de las circunstancias de la acción. El objeto, la intención y las circunstancias forman los elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos. El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno.

“No se puede justificar una acción mala por el hecho de que la intención sea buena” (S. Tomás de A., dec. Praec. 6). El fin no justifica los medios. No está permitido hacer un mal para obtener un bien.

Hay actos cuya elección es siempre ilícita en razón de su objeto (por ejemplo, la blasfemia, el homicidio, el adulterio). Su elección supone un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral, que no puede ser justificado en virtud de los bienes que eventualmente pudieran derivarse de ellos.

1. Las principales fuentes de la moral a. La Sagrada Escritura es la primera y principal fuente de la moral. b. La Tradición que son aquellas enseñanzas de Cristo que fueron transmitidas

oralmente. c. El Magisterio de la Iglesia quien por deseo expreso de Cristo posee la autoridad y la

infabilidad para imponer leyes a los hombres.

Ahora bien, si observamos a nuestro alrededor vemos que hay diferentes tipos de comportamientos entre los hombres, lo que hace que en ocasiones se pierda la brújula y se tengan conductas basadas en presupuestos morales equivocados.

Veamos algunos de estos presupuestos morales equivocados:

a. El relativismo: tendencia a considerar que todos y cada uno tienen la razón, aún cuando esta verdad vaya en contra de la doctrina. Todo es relativo. Pero sabemos que no todo es relativo, existen valores fundamentales innegables. Esto es muy común en el New Age.

b. El idealismo que no es otra cosa que la filosofía de las cosas bonitas, de los grandes ideales, pero nunca se aterriza. Se cree conocer todo lo que está mal, pero no se hace nada por remediarlo.

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c. La libre interpretación de la Biblia, cada quien interpreta las cosas como quiere. Para leer la Biblia hay que hacerlo en su contexto global, con fe, no con el intelecto únicamente, siempre con referencia a Cristo y con la guía de la Iglesia.

d. La vivencia de la religión como sentimiento, se vive según se siente, lo que resulta agradable se acepta. Lo difícil de aceptar o de entender se rechaza, así se elimina la revelación de dios en los aspectos difíciles de entender. El sentimentalismo es un gran enemigo de la vida espiritual.

e. El racionalismo, de origen filosófico, solo se acepta lo que se puede entender con la razón, lo que se puede comprobar, no hay nada sobrenatural. El hombre debe de reconocer sus limitaciones, su incapacidad para comprender muchas cosas, no es Dios.

f. Materialismo o secularización que no es otra cosa que el olvido de Dios. Dios no es parte de la vida diaria, solamente se le recuerda en la Iglesia o en ciertos ambientes. Se vive como si Dios no existiera. En este olvido generalizado se presenta una nueva moral donde no hay que dar cuentas a nadie de lo que se hace.

g. Mala información religiosa, Dios se reduce a ser un salvavidas, es alguien a quien recurrir en momentos difíciles, cuando hay problemas, no existe una relación de amor con Él, ni con los hombres.

h. Moral pragmática, solamente se cumple con lo que sirve o es útil. Cuando la vivencia de la moral es difícil se deja a un lado. La moral no es un capricho de unas personas, por lo tanto no se puede tomar lo que es útil, hay que vivirla en su totalidad.

i. Moral de apariencias, solamente se cumple con las normas externas, hay que aparentar ser bueno, no importa crecer en santidad.

j. Perfeccionismo moral, se da en personas que no se pueden aceptar a sí mismas, tal como son. Hay que lograr la perfección moral por sí mismo sin contar con Dios. Es la moral del que siente dolor al pecar porque está demostrando ser imperfecto.

k. Moral independiente, vivir la moral como dicta la conciencia, aunque ésta esté deformada o equivocada. Es una moral católica sin Iglesia católica.

l. Indiferentismo, pasividad, como no se pueden resolver los grandes problemas del mundo, no se hace nada, cómo no se puede vencer al pecado, sigo haciendo lo mismo. Olvido de la ayuda de Dios.

m. Moral slogan es la moral en la que no se razona, se toma aquello que resulta atractivo, sin profundizar en su bondad o maldad.

n. Moral de ¿hasta dónde?, se busca cumplir o hasta donde tengo que hacer. Es la moral del mínimo esfuerzo. La auténtica vida cristiana debe buscar imitar más a Cristo.. La auténtica moral cristiana no está basada en evitar el mal.

o. Moral del sexto y noveno mandamiento, se reduce al campo de lo sexual únicamente. Nada cuento mientras se cumpla con el sexto y noveno mandamiento.

p. Moral negativa, se limita a lo que no hay que hacer, sin pensar en el por qué. No se fija en hacer el bien, sino en evitar el mal, no robar, no mentir, no matar, etc.

q. Moral evolucionista, es aquella que piensa que la Iglesia debe modernizarse, que debe ser más comprensiva, más liberal. No se piensa que lo ha cambiado es la forma, lo accidental, pero el hombre sigue siendo igual que siempre.

r. Moral de actitudes, lo importante no son los actos, sino la actitud habitual. Esto es una influencia del protestantismo.

s. Moral de situación, la bondad o malicia de un acto no depende de una ley universal o inmutable sino que es determinada por la situación en que se encuentre el hombre.

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2. La moralidad de las pasiones

Las pasiones son los afectos, emociones o impulsos de la sensibilidad, componentes naturales de la psicología humana, que inclinan a obrar o a no obrar, en vista de lo que se percibe como bueno o como malo. Las principales son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la cólera.

Las pasiones en cuanto a impulsos de la sensibilidad, no son en sí mismas ni buenas ni malas; son buenas, cuando contribuyen a una acción buena; son malas, en caso contrario. Pueden ser asumidas en las virtudes o pervertidas en los vicios.

La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84, 3).

3. La Moral en el Catecismo de la Iglesia La moral ocupa la tercera parte del Catecismo, el cual presenta la moral como una respuesta al llamado que el hombre recibe. La moral es la respuesta del hombre a una llamada personal que Dios le hace. Este llamado esta vocación implica vivir según el Espíritu. Los Diez Mandamientos constituyen la gran revelación de Dios, son también el centro de la predicación de Jesucristo en el Sermón de la Montaña (Cf. Maeto , 7) y la base de la enseñanza moral de los apóstoles. Podemos decir que en este discurso se encuentra toda la norma de la moral cristiana. El Catecismo divide los mandamientos en dos partes: “amarás a Dios sobre todas las cosas” (Mandamientos 1 al 3) y “al prójimo como a ti mismo” (Mandamientos 4 al 10). El Catecismo es un texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica, es una norma segura para la enseñanza de la fe. 4. Las líneas de la moral cristiana

Es una moral cristológica, es decir, Cristo es el centro y el modelo de la vida moral cristiana. Él debe ser el criterio esencial del actuar cristiano.

Las personas en la actualidad hacen grandes esfuerzos por imitar a los grandes del deporte, el cine, la música. Se imita la forma de hablar, de actuar, de vestir, etc, pero cuando se trata de imitar a Cristo, se ve como un imposible porque Él es Dios. Siendo que la imitación de Jesucristo está al alcance de todos, el Evangelio marca el camino, a través de las virtudes de la humildad, la mansedumbre, el amor, la sinceridad, etc.. Además se cuenta con muchas ayudas como son la gracia, los sacramentos, la oración, la Escritura, etc.

El imitar a Cristo no implica llegar a tener una vida sin defectos en poco tiempo, sino que debe ser un trabajo constante. Este esfuerzo debe de estar orientado a pensar sentir, querer con la mente, la voluntad y el corazón de Cristo.

La moral cristiana se apoya en la oración y se extiende por el apostolado. Por la oración el cristiano enriquece su vida interior, es el medio por el cual se descubre a

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Dios, se crece en el amor a Él y se reconocen las inspiraciones del Espíritu Santo (Cf. Catecismo 2558-2578). Todos estos dones que se reciben en la oración deben de ser transmitidos y dados a los demás mediante el apostolado, no es válido quedarse con todo. El apostolado es una consecuencia del amor y se vive a través del servicio a Dios y a los hombres por el amor. Por medio de él se va construyendo un mundo mejor.

a. La moral cristiana es una moral vivida en la Iglesia. Si se ama a Cristo, se ama a la Iglesia fundada por Él. No se puede amar a Cristo y no amar a Su Iglesia. Ella es el medio que Cristo escogió para encontrarnos con Él.

b. Es la moral del amor. La vivencia interior de la moral cristiana exige una motivación en el amor. El cristianismo es la religión del amor, del seguimiento de Cristo por amor y en el amor no se puede ser mediocre.

Los cristianos deben conocerse por la vivencia del amor, tal como los primeros cristianos. El amor es radical; o se ama a Dios y al prójimo o se ama al “yo” y a sí mismo. Al final de la vida, el día del juicio seremos juzgados según el amor que vivimos. Para profundizar: Veritatis Splendor.

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III. El hombre está llamado a ser feliz 1. La Vocación

El hombre es espíritu y cuerpo, es una unidad total, no se puede separar uno de lo otro. La única diferencia es que el alma es inmortal y el cuerpo sí se acaba, es mortal. El hombre es “la única creatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”. Por lo tanto, no puede encontrar su total realización si no es entregándose a los demás. Desde el mismo momento de su concepción, está destinado a la bienaventuranza eterna, a la felicidad.

En el momento del Bautismo, entre muchas otras cosas, Dios le da al hombre su Espíritu mismo. Él es el único capaz de hacerlo. Y es el Espíritu de Dios quien guía y le da fuerza al hombre para que, a través de la razón, comprenda cómo deben ser las cosas, para qué son, cuál es su fin, para qué fueron creadas por Dios.

Una vez que las conoce, entonces la voluntad del hombre se mueve hacia su verdadero bien, porque busca lo que le da la verdadera felicidad. La persona se va perfeccionando a medida que busca y ama la verdad y el bien.

La inteligencia del hombre hace que conozca la voz de Dios que le dice: “haz el bien y evita el mal”. Todos los hombres del mundo, no importa su color, sus creencias, su sexo, conoce este mandato. Todos lo llevan impreso en su interior. Esta ley de la conciencia se realiza mediante el amor a Dios y al prójimo.

Gracias a la obra salvadora de Cristo que venció el pecado, quién cree en Cristo tiene una nueva vida en el Espíritu Santo. Cuando se lleva una vida recta, moral, ayudada siempre por la gracia, el hombre podrá alcanzar su plenitud, la vida eterna.

2. Las Bienaventuranzas

La bienaventuranza consiste en la visión de Dios en la vida eterna, cuando seremos en plenitud “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4), de la gloria de Cristo y del gozo de la vida trinitaria. La bienaventuranza sobrepasa la capacidad humana; es un don sobrenatural y gratuito de Dios, como la gracia que nos conduce a ella.

Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21-23), la entrada en el Descanso de Dios (Hb 4, 7-11). “Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y, qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?” (S, Agustín, civ. 22, 30).

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad que tiene el hombre. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia El, el único que lo puede satisfacer: “Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no de su asentimiento a esta proposición

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incluso antes de que sea plenamente enunciada” (S. Agustín, mor. Eccl. 1, 3, 4). “Sólo Dios sacia (S. Tomás de Aquino, symb. 1)

Si se conoce lo que es el hombre y se descubre su vocación por medio de Cristo, entonces, Él es el modelo. Únicamente, imitando a Cristo es cómo se alcanza la bienaventuranza, la felicidad eterna. Este seguir a Cristo puede traer momentos difíciles, dolor, sufrimiento y alegrías, Jesucristo venció a la muerte, al pecado, al demonio, pero no convirtió la vida personal de cada uno en un lecho de rosas. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16, 24 ).

La gracia alcanzada por medio de la Redención hace posible seguir el ejemplo de Cristo. Permite actuar correctamente y hacer el bien. Y así llegar a la bienaventuranza, a la plena realización de la vocación del hombre, que no es otra cosa que vivir unido a Dios. Entre más unidos a Cristo, más santos.

Jesús en el “Sermón la Montaña” toma las leyes que Moisés recibió en el Sinaí y las enfoca a la oportunidad de poseer el Reino de los Cielos. En estas “leyes”, por así llamarlas, que da Cristo, se encuentran todas las actitudes que se deben de tener para poder ser un verdadero discípulo de Él.

Las Bienaventuranzas son unos nuevos mandamientos realistas y verdaderos que Jesús entregó en el Sermón de la Montaña.

Las Bienaventuranzas enseñan la fe y la valentía, haciendo que en el corazón nazca una nueva esperanza, dan una gran fuerza que sostiene en las pruebas, en los problemas, por muy duros que sean, y de esa forma llegar a verlos con alegría y gozo por Cristo.

Las bienaventuranzas que Cristo nos enseña son:

Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos

Esta es la primera bienaventuranza y cuesta entenderla, ya que, en muchas ocasiones, se cree que la pobreza a la que se refiere es la pobreza material. Hay muchas formas de pobreza, la material, la moral, la espiritual, religiosa. La pobreza evangélica es la virtud de las personas que viven desprendidas de todo lo creado..

El ser pobre de espíritu no quiere decir que hay que vivir en la pobreza material. Tampoco significa miseria. Porque la pobreza material no hace ser más feliz que la riqueza, ni que por tener bienes no se puede entrar en el Reino de los Cielos.

Cristo enseña que hay que darle buen uso a las cosas, no dice que hay que carecer de ellas. La pobreza que hay que vivir es la interior, donde se pone todo al servicio de los demás, cosas materiales, el tiempo, los conocimientos, etc. Una persona puede tener mucho, y no estar apegada a ello, Otra persona puede poseer muy poco y estar muy apegada a lo poco que tiene.

Los pobres de espíritu son aquellos que han aceptado valientemente la presencia de cualquier tipo de pobreza en sus vidas y han llegado a amarla. La pobreza es mensajera

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de la fe, ante el aceptar o no aceptar, la fe en Dios, la esperanza que conlleva y el amor a Él, serán los que permitan elegir y aceptar los momentos difíciles.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra La mansedumbre es la aceptación amorosa de la vocación personal a la que llama Cristo, con sus momentos de consuelo y sus momentos de dificultad. Aceptar no quiere decir soportar. Aceptar es recibir con agrado lo que nos mandan. La mansedumbre hace posible ver todos los acontecimientos desde la esperanza. La mansedumbre va asociada a la bondad, a la paciencia, a la humildad, a la pobreza. Esta virtud encierra una gran fuerza. El hombre manso es aquél que se posee a sí mismo, que tiene dominio de sí, posee la fuerza que le viene de Dios. No se deja llevar por sus pasiones, sus sentimientos, su cuerpo. Si la caridad es la reina de las virtudes, la mansedumbre es su primera sirviente. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Esta bienaventuranza es una de las menos comprendidas, porque en cierta forma, va en contra del pensamiento común. ¿Cómo qué el que llora? La mayoría de las personas piensan que la felicidad está en no tener penas.

Hay que aceptar las alegrías y las penas. El hombre valiente es el que saca provecho de todo. Si alguien hubiese preguntado por el instrumento que Dios escogería para llegar a todos los hombres, a nadie se le hubiera ocurrido pensar que sería el sufrimiento y mucho menos que el Hijo de Dios tendría que sufrir.

Pero, el sufrimiento era el mejor instrumento para Dios, únicamente el sufrimiento es universal, todos sufren, los poderosos y los débiles, los sabios y los ignorantes, los generosos y los egoístas. Dios escogió este instrumento porque no hace ningún tipo de distinción. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados Cuando se dice “hambre y sed”, se refiriere de forma concreta al deseo que hay en el corazón del hombre y que anima sus actos, el deseo de ser feliz (que no es otra cosa que la felicidad). A este deseo responden las bienaventuranzas. El hombre no puede evitar tener hambre y sed de felicidad, este deseo lo ha puesto Dios en él. Hay que conocer a donde llega y darle una correcta orientación. La intención de esta bienaventuranza es formar en los hombres el hambre y sed, características de los pobres, de los mansos, de los humildes. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia La misericordia es uno de los grandes temas de la Biblia, siempre se muestra como uno de los rasgos más característicos de Dios.

En la vida de Jesús se manifiesta en sus sentimientos hacia los pecadores, los enfermos, la piedad hacia las multitudes. Él invita a practicarla a imitación de la misericordia de Dios.

Para que la misericordia triunfe, es necesario que se tome el mal del otro como si fuera propio y hacer un esfuerzo por aliviarle. Es una faceta de la caridad. Lo malo es que muchas veces los propios problemas acaparan la atención y no se perciben las necesidades del otro.

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Esta virtud se ejerce, sobre todo, en el perdón. Para el misericordioso lo peor no es sufrir una injusticia sino ser injusto. Nunca hay que cansarse de perdonar. Dios nos manifestó su inmensa misericordia por medio de Jesucristo que murió por los pecadores, sin haber nunca pecado. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios La predicación de Jesús se basa en la línea de la pureza interior, criticando la pureza hipócrita de los fariseos. Insiste mucho en la pureza de corazón. La pureza tiene su fundamento en la sinceridad, la verdad, la rectitud de corazón delante de Dios y del prójimo. Va unida al amor a Dios y al prójimo, a la justicia. La pureza es obra del Espíritu Santo. La pureza, en su sentido amplio, es una virtud importantísima y característica de la vida cristiana. No hay que tenerla como algo abstracto, sino que entendida bajo la luz del amor es una cualidad y una exigencia de amor del cristiano. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios Cuando Cristo curaba a los enfermos o perdonaba sus pecados, solía decir “Vete en paz”, que implicaba la salud recuperada y la reconciliación con Dios.

La paz consiste en la reconciliación de todos por amor a Cristo, asociada a la justicia, a la caridad, y a la felicidad, es uno de los frutos del Espíritu Santo. No es un sentimiento, es una auténtica virtud cristiana.

¿Quién no desea la paz? Tanto la paz exterior, el llevarse bien con todos, como la paz interior que es el alivio de todas las inquietudes, de las preocupaciones. Es la lucha con la victoria asegurada en Dios, es encontrarle un nuevo sentido al dolor, es encontrar a Dios en todas nuestras circunstancias de vida, lo que le dará un nuevo sentido, una nueva alegría de vivir.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos Esta es la última bienaventuranza en el Evangelio de san Mateo. En ella se juntan todas las demás bienaventuranzas, el perseguido conoce la pobreza, es manso ante la violencia a la que es sujeto, sufre, siente hambre y sed de justicia, es misericordioso, su corazón es puro, busca la paz y no la guerra. Quizás, a causa del amor de Cristo, sea mucho lo que se tenga que renunciar, pero si verdaderamente, se ama a Cristo, se hará con alegría. En las Bienaventuranzas se encuentra resumida toda la moral cristiana. Entonces, se puede decir, que la moral no es una serie de obligaciones y prohibiciones, sino todo lo contrario, es la búsqueda de la felicidad, por mucho que sorprenda. 3. La respuesta al deseo de felicidad

Las bienaventuranzas son el centro de la predicación de Jesús; recogen y perfeccionan las promesas de Dios, hechas a partir de Abraham. Dibujan el rostro mismo de Jesús, y trazan la auténtica vida cristiana, desvelando al hombre el fin último de sus actos: la bienaventuranza eterna.

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Las Bienaventuranzas son la respuesta de Jesús, de Dios mismo, al deseo de felicidad que tiene el hombre. Ellas ayudan a caminar hacia Dios, quien es el único que puede satisfacer el deseo de felicidad. Esta respuesta se encuentra bajo la forma de unas promesas y advertencias. Cada una de ellas indica un camino que conduce hacia la verdadera felicidad, Dios.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor.

Las Bienaventuranzas dan un enorme consuelo, ya que prometen la felicidad que tanto ansía el hombre. Ellas indican toda la felicidad que el hombre puede esperar: poseer el reino de los Cielos. Las Bienaventuranzas le descubren al hombre el objeto de su existencia, el fin último: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Aunque este llamado es personal, no podemos apartarnos del conjunto de todos aquellos que pertenecen a la Iglesia, pues ellos han acogido la promesa de la felicidad y viven de ella en la fe. Para profundizar: Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1716-1729.

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IV. Los actos humanos y la libertad

El hombre posee una dignidad muy especial que le fue dada por Dios, es el dueño de la Creación. Es el único ser con inteligencia y voluntad, puede tener iniciativas y decidir como actuar. Dios quiso dejar que el hombre por propia decisión (Cf. Catecismo 1730), buscara a su Creador, para obtener la salvación libremente.

La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad. La libertad del hombre es finita y falible. Desde el principio, de hecho el hombre se equivocó y libremente pecó. Esta primera alienación engendró multitudes alienaciones.

Pablo expresó muy bien su tesis sobre la liberación y la salvación del hombre: “Para ser libres nos libertó Cristo”.

El hombre es racional, y por ello semejante a Dios: fue creado libre y dueño de sus actos (S, Ireneo, haer. 4, 4,3).

La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

1. Los actos humanos

El hombre realiza muchas actividades de formas muy diversas., pero en cuanto se refiere a la moral sólo interesan algunas de estas actividades, sólo nos interesan aquellos actos de los que el hombre es responsable.

Los actos humanos son los que proceden de la voluntad deliberada del hombre. Es aquél que el hombre realiza consciente y libremente y del cual él es responsable. Lo realiza con conocimiento y libre voluntad. Primero interviene el entendimiento, no se puede desear o querer algo que no se conoce. Es decir, con la razón el hombre conoce el objeto y delibera si puede o debe tender hacia él, o si no puede o no debe. Es un acto que el hombre conoce y quiere hacer. Una vez que lo conoce, la voluntad se inclina hacia él o lo rechaza por no ser conveniente.

El hombre es dueño de sus actos solamente cuando intervienen el conocimiento y la voluntad, lo que lo hace responsable de ellos. En este caso es que es posible una valoración moral.

No todos los actos del hombre son propiamente “humanos”, también pueden ser: a. Meramente naturales, son aquellos en que el hombre no tiene control voluntario. Ej. La

digestión, la respiración, la percepción visual o de los otros sentidos, la circulación, etc.

b. Actos del hombre, cuando falta el conocimiento (niños pequeños, distracción total, locura) o la voluntad (amenaza física) o ambas (el que duerme).

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2. División del acto humano a. Bueno o lícito si esta de acuerdo con la ley moral. Ej. Dar limosna. b. Malo o ilícito, si va en contra de la ley moral. Ej. Decir una mentira. c. Indiferente, cuando no es ni bueno, ni malo. Ej. Hablar. 3. Los actos morales

El acto moral es el que el hombre ejecuta libremente y con advertencia de la norma moral. Es libre porque es un acto consciente y querido. En este caso se considera si es bueno o malo. La advertencia debe ser doble, conocer el acto en sí y su moralidad.

Los elementos constitutivos de un acto moral son la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad. La advertencia puede ser plena o semiplena. Ej. No es lo mismo lo que sucede estando despierto que estando dormido. Solamente los aspectos conocidos de la acción son morales. El conocimiento no debe ser únicamente teórico, hay que percibir la obligatoriedad moral que el acto conlleva.

Una vez conocido el acto debe ser voluntario, es decir, que haya posibilidad de actuar de otra forma. El consentimiento lleva a querer realizar el acto que se conoce, buscando un fin. El acto voluntario puede ser perfecto o imperfecto, según sea con pleno o semipleno consentimiento. También puede ser directo e indirecto. El acto voluntario indirecto es cuando al realizar una acción voluntariamente, hay un efecto adicional, que no se pretende, no es un fin en sí mismo sino consecuencia del acto voluntario que es inevitable. Un ejemplo sería el caso de una señora que necesita operarse por tener cáncer en la matriz. La operación es necesaria por motivos de salud, el fin que se busca es su curación. Ahora bien, al extirparle la matriz ya no podrá tener más hijos, esto será una consecuencia que no se pretende, mas es inevitable.

En este caso se trata de acto voluntario de doble efecto. En los casos de doble efecto es necesario que haya un fin bueno – voluntario directo – y puede haber un fin malo como consecuencia – voluntario indirecto – bajo ciertas condiciones. Nunca se justifica hacer un mal para obtener un bien. Ej. Mentir, jurar en falso, aunque al hacerlo se consiga un bien. El fin no justifica los medios.

4. La moralidad de los actos humanos dependen de tres elementos fundamentales a. El objeto del acto, que se elige y se realiza, visto desde un punto de vista moral. b. Las circunstancias, en que lo realiza. c. El fin que la persona se propone alcanzar, o la intención.

Estos tres elementos son los elementos constitutivos de la moralidad.

• El objeto es la materia de un acto humano, si el objeto es malo, el acto será malo o ilícito, si el objeto es bueno, el acto será bueno, dependiendo de las circunstancias o el fin. Es el bien al cual deliberadamente tiende la voluntad. El acto depende fundamentalmente de la decisión, más que de las circunstancias. La acción de “hablar” puede tener varios objetos morales: se puede mentir, insultar, bendecir,

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alabar, difamar, calumniar, rezar, etc., puede ser un acto bueno o malo, dependiendo de lo que se hable.

Siempre hay que hacer el bien y evitar el mal.

Las circunstancias, son los elementos secundarios que rodean la realización de un acto, pudiendo agravar o atenuar su moralidad. De hecho no pueden modificar la calidad de los actos, pero sí la moralidad de los mismos. Son elementos secundarios de un acto moral. Ej. La cantidad de dinero robado, actuar por miedo a la muerte.

Hay que considerar:

∗ Quién realiza la acción. Ej. Un mal ejemplo de la autoridad es más grave. ∗ Qué cosa, es decir la cualidad del objeto. Ej. Si es algo sagrado, el monto de lo

robado. ∗ Dónde, en qué lugar. Ej. El pecado cometido en público es más grave, por el

escándalo. ∗ Con qué medios. Ej, fraude, engaño, violencia, etc. ∗ El modo como se realizó. Ej. Rezar con atención o distraídamente, castigar a hijos

con crueldad. ∗ Cuándo se realizó la acción. Ej. No ir a Misa el domingo, no es igual que no ir a

Misa entre semana.

• El fin o la intención es el fin que la voluntad pretende al realizar un acto. Es un elemento esencial en la calificación moral de un acto.

El fin no justifica los medios, es decir, no es válido ayudar a alguien con el fin de obtener la fama o para quedar bien, se brinda ayuda sin buscar una ventaja. Tampoco es válido hacer un mal para obtener un bien. Cuando un acto es indiferente, es el fin el que lo convierte en bueno o en malo. Ej. Pasear, pero con idea de planear un robo. Un fin bueno nunca podrá convertir en bueno un acto malo. Ej. Robar al rico para darlo a los pobres, abortar por bien del matrimonio.

Actuar poniendo el placer como fin rompe la jerarquía de valores. El placer debe de acompañar al acto como un efecto secundario, no como un fin en sí mismo.

Para que un acto sea moralmente bueno, tanto el objeto como las circunstancias y el fin, deben ser buenos.

5. La libertad y la moral

La libertad es el poder radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. Es la capacidad de auto dirigirse, según le dicta la razón. La libertad en el hombre es una fuerza de crecimiento y madurez. La libertad alcanza su perfección cuando está orientada hacia Dios. La libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Es un don que Dios le ha dado al

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hombre, ha compartido con él algo que es exclusivo de Dios. La elección del mal y de la desobediencia nos lleva a la esclavitud del pecado (Cf. Catecismo 1731).

El hombre es libre, pero la libertad no es su último valor, está regida por la responsabilidad, el deber, etc. El ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona.

Hay diferentes tipos de libertad:

a. Libertad física, el animal salvaje. b. Libertad interior o capacidad de decisión c. Libertad moral, escoger según los valores morales. d. Libertad evangélica, librarse del demonio y del pecado, a través de la gracia y del Esp.

Santo. e. Libertad religiosa, el derecho de cada hombre a practicar su religión.

Resumiendo el hombre es libre, pero su libertad está condicionada por los derechos de Dios y del prójimo. Como consecuencia cuando libremente rompa esos derechos comete pecado.

6. Obstáculos del acto humano

Existen unos obstáculos que pueden impedir el debido conocimiento de la elección y la libre elección. Unos afectan la advertencia y otros afectan el consentimiento.

a. Obstáculo que afecta el conocimiento: la ignorancia que significa falta de conocimiento de una obligación. Es una ausencia de conocimiento moral que se podría y se debería tener.

La ignorancia puede ser vencible o invencible. • La ignorancia vencible es la que se podría y debería superar. Se divide en:

∗ Simplemente vencible si se puso algún esfuerzo por superarla, pero no lo suficiente.

∗ Crasa o supina, si no se hizo nada o casi nada por superarla, grave descuido. ∗ Afectada cuando no se quiere hacer nada por superarla, esto es tremendo.

• Ignorancia invencible es aquella que no puede ser superada, ya sea por ignorancia

o porque ha tratado de salir de ella y no lo logró. Esta ignorancia no se presupone cuando la persona tiene educación humana y escolar, casi siempre será una ignorancia vencible en estos casos.

b. Existen unos principios morales sobre la ignorancia:

• La ignorancia invencible quita toda responsabilidad ante Dios. Ej. No peca un niño pequeño que hace algo malo.

• La ignorancia vencible siempre lleva culpa en mayor o menor grado, según sea su negligencia por salir de ella.

• La ignorancia afectada, lejos de disminuir la culpa, la aumenta.

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Hay la obligación de conocer la Ley Moral. Es un deber salir de la ignorancia, es obligatorio. c. Los obstáculos que afectan la libre elección de la voluntad son las pasiones, la

violencia, los hábitos. • Las pasiones o sentimientos son emociones o impulsos de la sensibilidad que

inclinan a obrar o a no obrar en virtud de lo sentido o imaginado como bueno o como malo. En si son indiferentes, la respuesta es la que hace que algo sea bueno o malo. Ej. La ira es santa si lleva a defender las cosas de Dios, el odio al pecado es válido. Las pasiones son parte del psique humano. Deben de estar guiadas por la razón. Los sentimientos y las emociones pueden ser aprovechados por las virtudes o pervertidos por los vicios, que es el hábito de obrar mal. La persona no se debe dejar llevar únicamente por la voluntad debe de estar regulada por la razón.

• La violencia es un factor exterior que nos lleva a actuar en contra de nuestra voluntad. Puede ser física (golpes) o moral (promesas, halagos,).

• Los hábitos que son costumbres contraídas por la repetición de actos que nos llevan a actuar de una manera determinada. Cuando estos hábitos son buenos se convierten en virtudes, cuando son malos se conocen como vicios. Hay que luchar contra los hábitos malos, hay que combatir las causas. Los vicios pueden disminuir la culpa cuando ofuscan la mente, pero sigue existiendo la responsabilidad de haberlos adquiridos.

Existen otros factores que pueden obstaculizar la voluntad como son los de tipo patológicos o ambientales. Conclusión El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre “sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales” (CDF, instr. “Libertatis conscientia” 13). Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Hay que conocer la ley moral, educar y encauzar la libertad, para poder actuar escogiendo siempre lo bueno. Hay que orientar la vida hacia Dios. Para profundizar: La estructura antropológica de la moralidad tomada del libro “La Moral... una respuesta de amor”, P. Gonzalo Miranda.

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V. La libertad del hombre

El concepto de Libertad es muy superior a lo que hoy se entiende por "libertad", circunscrita sólo al campo político. El libre albedrío, la libertad de arbitrio, de los católicos contrasta con la esclavitud espiritual que suponen el predeterminismo protestante y el fatalismo musulmán. En este artículo se incluyen los argumentos de su existencia, lesiones y consolidación de la misma así como su alcance.

Se entiendo por libre albedrío, o libertad de arbitrio -que es la que propiamente se atribuye a la voluntad humana-, la facultad de determinarse a obrar, es decir, la facultad de querer o no querer, o querer una cosa más que otra. Sólo hay libertad cuando el hombre no está determinado por una causa o un motivo interno (temor invencible, obcecación, pasión, etc...), ni por una causa o un motivo externo (coacción). Consiste, pues, la libertad en una decisión personal; o, como dicen los filósofos, en un obrar intrínseco, en la capacidad del hombre de decidir por sí mismo.

La libertad es un acto u operación de la voluntad humana. La voluntad es una facultad apetitiva propia del ser inteligente; tiene por objeto y fin el bien. La posibilidad de elegir el mal es un defecto de la voluntad humana, que acoge falsamente como bueno lo que de suyo es un mal. La verdadera libertad consiste en la elección del bien.

La libertad del hombre está debilitada a causa del pecado original. El debilitamiento se agrava aún más por los pecados sucesivos. Pero Cristo “nos liberó para ser libres” (Gal 5, 1). El Espíritu Santo nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo.

La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad. En consecuencia, por el libre arbitrio, cada uno decide por sí mismo obrar o no obrar, hacer esto o aquello, elegir entre el bien y el mal, y de ejecutar acciones deliberadas.

La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en la medida en que éstos son voluntarios; aunque tanto la imputabilidad como la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso anuladas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia soportada, el miedo, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales.

El hombre verdaderamente libre es también sabio, respeta todo, venera todo, de tal manera que en su interior no da curso libre a actitudes agresivas ni posesivas. No juzga, no presupone, nunca invade el terreno de las intenciones. En suma, reconoce la dignidad y la humanidad del otro, es sensible hasta sentir como suyos los problemas ajenos y es capaz de tratar a los demás con la misma comprensión con que se trata a sí mismo.

El derecho al ejercicio de la libertad es propio de todo hombre, en cuanto resulta inseparable de su dignidad de persona humana. Este derecho ha de ser siempre respetado, especialmente en el campo moral y religioso, y debe de ser civilmente reconocido y tutelado, dentro de los límites del bien común y del justo orden público.

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La libertad, como enseña León XIII, es

«el bien más noble de la naturaleza, propia solamente de los seres inteligentes, que da al hombre la dignidad de estar "en manos de su propia decisión" y de tener la potestad de sus acciones» (León XIII, Libertas Praestantissimum, DS 3245; CE 63/1; DP-II 225/[1]).

1. Existencia

Frente a los que niegan la existencia de la libertad humana (deterministas), el Magisterio de la Iglesia enseña que la razón natural puede probar con certeza la existencia de la libertad del hombre (cfr Pío IX, Decr. de la S. Congr. del Indice, 11-VI-1855, DS 2812 [1650]).

En esa demostración suelen darse tres argumentos.

a. El primero es de orden psicológico: está basado en el testimonio de la conciencia. La conciencia de cada individuo experimenta que es dueño de muchos de sus actos, queridos de tal modo que se hubieran podido no querer, o querer otros actos diferentes en su lugar. La historia refuerza el testimonio de la conciencia al mostrar que los pueblos han atribuido a los hombres normales la responsabilidad de sus actos y, consiguientemente, castigan o premian a los que hacen el mal u obran el bien.

b. Otro argumento está basado en el orden moral. Si el hombre no tuviese libertad, carecerían de sentido los mandatos y las prohibiciones morales, el mérito y el demérito, los premiso y las sanciones, pues sin liberta del hombre no sería responsable.

c. Por último, también se aduce un argumento de orden metafísico. El objeto al que tiende de modo propio la voluntad humana es el bien; en otras palabras, el bien es el objeto formal de la voluntad. Es cierto que el hombre quiere necesariamente lo que se le presenta como bien. Pero los bienes particulares y concretos que se presentan a la voluntad, o sea los bienes creados y los actos que el hombre puede realizar, son bienes finitos, imperfectos. Es decir, se presentan al mismo tiempo como objetos que contienen elementos de bien y elementos de mal; son ambivalentes, sin posibilidad de mover a la voluntad de modo necesario. Por ese aspecto mixto (bien-mal) que presentan, la voluntad puede aceptarlos y puede rechazarlos; en otros términos, los quiere de modo libre.

Propiamente, sólo Dios, bien absoluto, sería capaz de mover necesariamente la voluntad humana; pero el hombre lo conoce tan imperfectamente, que su voluntad puede rechazarlo.

2. Lesión y consolidación de la libertad

El Magisterio de la Iglesia defendió siempre la existencia de la libertad en el hombre y ha condenado todo atentado a la libertad.

«Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó... La libertad del albedrío la perdimos en el primer hombre, y

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la recuperamos por Cristo Señor nuestro; y tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado por la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado de la gracia, y por la gracia fue sanado de la corrupción» (Conc. de Quiersy, DS 621 y 622 [316 y 317]).

Con el pecado original, el libre albedrío del hombre quedó atenuado en sus fuerzas e inclinado, pero no extinguido (cfr Conc. de Trento, «Decreto sobre la justificación», cap. 2, DS 1521 [793]: Cfr DS 378 [181]. Por eso, el hombre permanece en su libertad de hacer el bien con la gracia o de elegir el mal rechazándola (cfr Ibid, DS 1525s [797s]; Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap 3, DS 3010 [1791]).

Así, pues, con el pecado original, la libertad del hombre quedó herida, lesionada, inclinada al mal. Pero con la Redención de Jesucristo la libertad del hombre ha adquirido una nueva dimensión.

Por el bautismo el hombre adquiere la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21-23), pues , como nos enseña Jesucristo,

«si permanecéis en mi doctrina... conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres... Si el Hijo os da la libertas, seréis verdaderamente libres» (Juan 8, 31-36).

Esta libertad es objetiva y germinal; con la gracia de Dios, el hombre debe desarrollarla y aplicarla a todos los campos de su existencia.

La libertad que Cristo nos ha ganado consiste en la liberación del pecado (Rom. 6, 14-18) y, en consecuencia, de la muerte eterna (Apoc. 2, 11; Col 2, 12-14; Rom 5, 12) y del dominio del demonio (Juan 12, 31; Col 2, 15; 1 Juan 3, 8); en fin, Cristo nos ha reconciliado con Dios y con los demás hombres (Col 1, 19-22).

3. Alcance de la libertad cristiana

«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cfr Ecles 15, 14) para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a Este, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Gaudium et Spes, n. 17).

En esta enseñanza se encuadra perfectamente el concepto y la orientación de la libertad humana, así como su alcance salvífico; pues el constitutivo de la libertad no está en elegir un contenido contrario al fin del hombre, conocido por la razón natural y revelado por Dios, sino en una decisión propia, personal, por la que el hombre busca en todas las cosas de su vida a Dios; una decisión por la que libremente el hombres se adhiere a Dios, y así realiza su ser en la plenitud a la que Dios le llama.

«La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal, y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien, y procura para ello los medios adecuados, con esfuerzo y eficacia crecientes» (Ibid).

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No es, por consiguiente, libre el hombre cuando se deja llevar por las pasiones y, bajo una concepción falsa de su autonomía, elige contenidos pecaminosos, que le separan de su fin, que es Dios, y, por tanto, de la salvación. Por el contrario, expresa en grado sumo su libertad, cuando, apoyándose en la gracia divina, da fruto a los talentos recibidos y se abandona sin reservas a la Providencia, buscando, consciente y comprometidamente, su identificación con la voluntad divina.

«La vocación divina del hombre exige de él que dé una respuesta libre en Jesucristo. el hombre no puede no ser libre. Pertenece de lleno a su dignidad y oficio el observar la ley moral natural y sobrenatural, con un pleno dominio de sus actos, y adherirse al Dios que se revela en Cristo. La libertad del hombre caído ha quedado de tal modo herida, que ni siguiera puede cumplir las obligaciones de la ley natural durante un largo periodo de tiempo, sin la ayuda de la gracia de Dios. Pero con la gracia, de tal manera se eleva y fortalece su libertad, que lo que vive en la carne, lo vive santamente en la fe de Jesucristo (cfr Gál 2, 20)» («Catequesis [Directorio General Catequético]», n 61).

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VI. La Ley, una guía en nuestro camino En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta, a la cual debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón advirtiéndole que debe amar, practicar el bien y evitar el mal.

Las expresiones de la ley moral son diversas y todas están coordinadas entre sí: la Ley eterna cuya fuente es Dios; la ley natural; la ley revelada en el Antiguo y Nuevo Testamento y finalmente, las leyes civiles y eclesiásticas.

El Papa León XIII, también enseñaba que la ley natural está inscrita y grabada en el alma de todos y cada uno de los hombres, porque es la razón humana que ordena hacer el bien y prohíbe pecar. Pero que esta prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley, sino fuese la voz y el intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben ser sometidos.

Vivimos en una época de grandes avances científicos y tecnológicos: la radio, el teléfono, la televisión, los aviones, etc. Todos estos avances que ha realizado el hombre los ha tenido que realizar respetando ciertas leyes que están inscritas en la naturaleza y por ello, alcanzaron el éxito.

El hombre, cuando respeta la naturaleza propia del ser humano, alcanza la felicidad y la plenitud. Cuando va en contra de su naturaleza, cae en el vacío. Su vida pierde sentido, como le sucede, por ejemplo, a una persona adicta a las drogas.

Pero, la pregunta es: ¿con respecto a qué? ¿Cuál es la norma o el criterio para saber si algo es bueno o malo?

La respuesta es el bien moral, que regula y mide los actos humanos en orden a su fin último. El bien moral es lo que mejora a toda la persona y no solo a una de sus partes, por ello es diferente al valor que sólo mejora alguna parte de la persona. Es el bien que está por encima de todos los demás bienes.

El “bien moral" es el que le da valor a todos los actos del hombre.

La ley moral nos guía para conseguir el bien moral que abarca a todo el hombre, que hace que éste actúe de acuerdo a su dignidad y sea un reflejo de la bondad de Dios.

Existen diferentes tipos de leyes:

1. La Ley Moral

Es una llamada divina a participar en la misma vida de Dios, un mandato que Dios da para indicar el camino que se debe seguir para alcanzar la vida eterna. Es una orientación para la propia libertad. La ley moral con principios generales y normas particulares, es percibida por la conciencia, aparece en la Sagrada Escritura o por medio de los hombres.

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2. La Ley Eterna

Cuando Dios creó el universo, le dio unas leyes concretas que garantizaban su perfecto funcionamiento y para que se cumpla su propio fin. Por eso, Santo Tomás define la ley divina como “el plan de la divina sabiduría que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden del bien común de todo el universo”. Todo lo creado ha sido orientado hacia el hombre, que es el único ser libre que convive con todo lo creado, a pesar de ser criatura también. Al hombre, que por su libertad es el único ser que rompe la ley eterna, Dios le ha dado una ley de comportamiento, misma que se encuentra grabada en su corazón: la ley moral natural La ley moral es eterna porque es anterior a la creación; es ley porque es una ordenación normativa que hace la inteligencia divina para el recto ser y obrar de todo lo que existe. Es inmutable y es universal porque es para siempre y abarca a todos los seres creados según su naturaleza.

3. La Ley Natural

La ley natural es la ley eterna en lo que se refiere al hombre. Ley para orientar su libertad hacia su realización perfecta como seres espirituales. Se llama natural porque se refiere a la misma naturaleza del hombre. Es un designio amoroso de Dios. Existen ciertas leyes y normas que rigen el Universo. Son leyes que no han sido fabricadas por el hombre, sino que están inscritas en la naturaleza. Son tan “naturales” como la ley de gravedad, por medio de la cual sabemos que siempre que soltamos un objeto, éste caerá al suelo. Nosotros, sin necesidad de estudiar nada, sabemos que los objetos se caen, que el agua moja, que el fuego quema. Gracias a nuestra libertad, podemos elegir bañarnos o no bañarnos, pero si nos metemos a un chorro de agua, no podemos elegir mojarnos o no mojarnos, como tampoco podemos evitar caernos si sacamos todo nuestro cuerpo por la ventana desde el tercer piso de un edificio. No podemos evitar que la Tierra se mueva alrededor del sol, ni que cada día dure 24 horas. Estas leyes que rigen el universo son inmutables y universales y no queda más remedio que aceptarlas y adecuar nuestro comportamiento a ellas. De la misma manera en que hemos descubierto estas leyes que rigen el Universo sin que nadie tuviera que explicarnos el por qué son así, también podemos descubrir dentro de nosotros otras leyes que están ya inscritas dentro de nuestra naturaleza humana, compuesta de alma y cuerpo. Pensemos en nuestro cuerpo: si no comemos, nos da hambre; si no dormimos, sentimos sueño; si hacemos ejercicio nos da sed. Respiramos y nuestros pulmones purifican la sangre que el corazón bombea a todo nuestro cuerpo sin que podamos hacer nada para impedirlo. Son leyes que no podemos cambiar sin poner en serio peligro nuestra vida. En nuestra alma también encontramos una ley que nosotros no hemos escrito y que tampoco podemos cambiar sin hacernos daño. Esta ley nos dicta hacer siempre el

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bien y evitar el mal. La conocemos desde siempre. Nadie nos la tuvo que decir o explicar pues ya estaba dentro de nosotros. Esta Ley natural también es universal e inmutable, como la ley de la gravedad, es decir, es aplicable a todos los hombres y no cambia con el paso del tiempo. Dentro de esta Ley natural están todos los preceptos universalmente válidos, como el “no matarás”, “respeta a los otros y a sus bienes”, “defiende la verdad”, “lucha por la justicia”, etc. Toda ley está enfocada a buscar un bien, y así como la ley de la gravedad conserva el equilibrio en el universo, así también la Ley moral natural está encaminada a que todo lo que hay dentro de nosotros funcione correctamente y no se rompa el equilibrio planeado por Dios desde el principio.

4. La Ley Divina Revelada

Parece increíble, pero Dios sabía que no era suficiente el habernos dado la luz de nuestra conciencia y la ley natural. Dios sabía que el hombre, al hacer uso de su libertad, iba a intentar violar aún estas leyes universales e inmutables, con el riesgo de hacerse un daño irreparable. Por esto, Él mismo se comunica con el hombre y le transmite “instructivos” exactos y precisos que debe respetar para llegar a su fin último, a encontrar el “tesoro escondido” que es la felicidad plena y eterna junto a Él. Este instructivo lo conocemos con el nombre de Ley Divina Revelada y está plasmado en la Sagrada Escritura. Dentro de ella están los Diez Mandamientos, el Mandamiento de Amor, las Bienaventuranzas y todas las normas de comportamiento que nos dio Jesucristo con sus palabras y su ejemplo. Si leemos el Evangelio, encontraremos en él cientos de consejos que te da Jesucristo: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Al que te pida el manto, dale también la túnica. Ama a tus enemigos y ora por los que te persiguen. Todos estos consejos son “pistas” que Dios nos da para que realmente encontremos nuestro tesoro y no nos quedemos perdidos a la mitad del camino.

5. Las Leyes Civiles

Aparte de las pistas, Dios ha querido escoger a ciertas personas como “guías”, conocedores del camino, y les ha dado la autoridad para guiarnos, para dictar leyes que nos indiquen con claridad el camino más seguro para llegar a nuestro fin. Las leyes civiles, dictadas por hombres con autoridad, son necesarias e indispensables para que podamos vivir en armonía. ¿Te imaginas el desastre que sería la vialidad, si no existieran leyes de tránsito y cada quien circulara por donde se le antojara?.

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Todas estas leyes y normas, nacen de la razón humana y son dictadas por las autoridades para buscar el bien común. Estas leyes no son universales, pues están dictadas sólo para un grupo determinado de individuos, de un país, de un estado, de una determinada profesión, o que cumplen determinadas características. De esta manera, las leyes de tránsito sólo afectan a aquellas personas que manejan o transitan por la calle y el código civil mexicano no es válido para los que viven en otro país. Estas leyes tampoco son inmutables, pues están dictadas para un momento determinado y pueden cambiar cuando cambien las circunstancias actuales. Así, podemos ver que las leyes que existían en el siglo pasado para el tránsito de carretas y caballos por las calles, desaparecieron. Dado que son hombres los que dictan las leyes civiles, no son infalibles y pueden equivocarse voluntaria o involuntariamente. Es muy fácil descubrirlo, basta que siempre tengas en mente que las leyes positivas son obligatorias sólo cuando son legítimas y justas, es decir, cuando:

• Están dirigidas al bien común, al bien de la comunidad y sus individuos. Esto

quiere decir que una ley no debe buscar solamente beneficiar a una persona o a un grupo determinado, sino a toda la sociedad por igual.

• Han sido dictadas por una autoridad legítima. Esto significa, por ejemplo, que

nosotros, aunque tengamos autoridad sobre nuestros hijos, no podemos dictar una ley válida para todo el país, a menos que fuéramos el Presidente de la Nación. Tampoco serían válidas las leyes dictadas por alguien que haya alcanzado el puesto de autoridad por una vía ilícita, como podría ser el caso de un loco.

• Son buenas en sí mismas y en sus circunstancias. Esto significa que deben estar

de acuerdo con la Ley eterna, la Ley natural y la Ley revelada. Así, no puede ser válida ninguna ley que vaya en contra del respeto a la vida o del respeto a los demás, pues sería tan ilógica como una ley que te obligara a desafiar la Ley de la gravedad.

• Son impuestas a cada individuo en las debidas proporciones. Una ley no puede

ser válida si exige algo fuera de las posibilidades del individuo, como podría ser una ley que obligara a trabajar a niños o ancianos.

Si una ley es injusta porque no cumple con alguna de las condiciones anteriores, no estamos obligados a obedecerla y si acaso una ley va en contra directamente de la ley natural, nuestra obligación es desobedecerla, pero tenemos que saber con claridad el porqué de las leyes, de este modo, siempre obedeceremos las leyes buenas y no seguiremos aquellas que por diferentes motivos puedan ir en contra de la dignidad de la persona humana. Algunas personas podrán decir que cada uno puede interpretar la Ley de Dios a su manera. Recordar que Dios dejó una Iglesia y un “instructivo” muy claro que son las

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Sagradas Escrituras en la cuales se encuentran los Diez Mandamientos, el Mandamiento de Amor, las Bienaventuranzas y todas las normas de comportamiento que nos dio Jesucristo con sus palabras y su ejemplo. En la Iglesia, Dios está presente en el Papa que es el vicario de Cristo en la Tierra y está asistido por el Espíritu Santo.

Para profundizar: Dios llama desde la ley moral natural, tomado del libro "La Moral .... una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda, LC.

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VII. La conciencia, el lugar de encuentro con Dios

La conciencia es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que hacen está bien o mal. Es el conocimiento intelectual de los actos propios.

Es innegable que la inteligencia humana conoce los principios primarios del actuar; "haz el bien y evita el mal", no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan". El hombre en lo más profundo de su conciencia descubre la ley, que no se ha dado a sí mismo, sino a la que debe obedecer y que resuena en su corazón, diciéndole que siempre debe amar y hacer el bien.

"La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, donde está solo con Dios". GS 16.

El hombre prudente cuando escucha su conciencia puede oír a Dios que le habla. San Agustín recomendaba: “Retorna a tu conciencia, interrógala…retornad hermanos al interior, y en todo lo que hagáis mirad al Testigo Dios”.

La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza…La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo (Newman, carta al duque de Norfolk 5).

La conciencia no es una potencia más, unida a la inteligencia y a la voluntad. Podríamos decir que es la misma inteligencia cuando juzga la moralidad de un acto, basándose en los principios morales innatos de la naturaleza humana. Esas leyes inscritas en el corazón y dadas por Dios. Además, la conciencia es una facultad natural del ser humano, no es una parte de la vida religiosa del hombre.

En la actualidad los movimientos de tipo psicológico, como el New Age, hablan de una conciencia como el íntimo conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y de sus actos. Esta sería una conciencia vista desde el punto de la psicología, no una conciencia moral.

La conciencia que nos interesa es la conciencia moral, que es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o la maldad de un acto.

Juicio porque la moralidad juzga un acto. Es práctico porque aplica en la práctica, en cada caso en particular y concreto lo que la ley dice. Sobre la moralidad de un acto es lo que la distingue de la conciencia psicológica, pues en este caso lo propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente.

La conciencia funciona cuando juzga si un acto es bueno o malo, de una manera práctica, es decir, aplica en cada caso particular y concreto lo que la ley dice. Nos ordena en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal.

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Se puede decir que la conciencia moral es un juicio de la razón por la cual la persona reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho.

Cuando hacemos algo bueno, la voz de nuestra conciencia nos aprueba, cuando hacemos algo malo, esta misma voz nos acusa y condena sin dejarnos en paz. La conciencia no sólo da un juicio después de que ya hicimos algo, sino también antes de tomar una decisión.

Ella es testigo de nuestros actos y para dar su sentencia como juez, se basa en las leyes naturales que Dios ha escrito en el corazón del hombre.

Es la facultad que descubre el valor de los principios de la ley moral y los aplica a una situación concreta. Juzga nuestras acciones concretas aprobando las buenas y denunciado las malas. Ordena siempre que dejemos el mal y que hagamos el bien.

Cada persona debe de prestar mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de la conciencia, es una exigencia de interioridad.

El ser humano debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. No es lícito actuar en contra de la propia conciencia, ya que ésta es la voz de Dios.

Actuar en contra de la conciencia es actuar contra uno mismo, de las convicciones más profundas y de los principios morales.

Obedecer a la conciencia es obedecer a Dios, por eso es importante seguir siempre lo que ella nos dicta. Todos debemos prestar mucha atención a nosotros mismos para poder oír y seguir la voz de la conciencia. La dignidad de la persona exige que tengamos una conciencia moral recta.

Por la conciencia podemos asumir la responsabilidad de nuestros actos. Cuando elegimos libremente llevar a cabo un acto, la libertad nos hace responsables de los actos que, voluntariamente y siguiendo a nuestra conciencia, hemos realizado.

Ahora bien, no todas las conciencias son iguales, pues solemos tener ciertas deformaciones, aunque sean pequeñas.

La conciencia se puede formar o deformar.

Una conciencia bien formada siempre nos invitará a actuar de acuerdo con nuestros principios y convicciones, nos impulsará a servir a los hombres.

La conciencia recta y veraz se forma con la educación, con la asimilación de la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Se ve asistida por los dones del Espíritu Santo y ayudada por los consejos de las personas prudentes. Además, favorecen mucho la formación de la conciencia tanto la oración como el examen de conciencia.

La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida que garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

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La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1, 5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).

Sin embargo, el desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Una conciencia deformada puede equivocarse y presentarnos por bueno, lo malo. Esto puede suceder por ignorancia, por los criterios del ambiente en el que vivimos, por criterios falsos que hayamos interpretado como verdaderos o por debilidades repetidas.

1. ¿Cómo se llega a deformar la conciencia?

Nuestra conciencia no se deforma de un día para otro, generalmente es fruto de malos hábitos:

Nosotros podemos deformar nuestra conciencia poco a poco, sin darnos cuenta, si aceptamos voluntariamente pequeñas faltas o imperfecciones en nuestros deberes diarios.

Si todos los días vamos haciendo las cosas “un poco mal”, llega un momento en el que nuestra conciencia no hace caso de esas faltas y ya no nos avisa que tenemos que hacer las cosas bien. Se convierte en una conciencia indelicada, que va resbalando de forma fácil del “un poco mal” al “muy mal”.

También puede suceder que nosotros deformemos nuestra conciencia a base de repetirle principios falsos como: “No hay que exagerar”. Se convierte así en una conciencia adormecida, insensible e incapaz de darnos señales de alerta. Esto se da, principalmente, por la pereza o la superficialidad.

Podemos convertir nuestra conciencia en una conciencia domesticada si le ponemos una correa, con justificaciones de todos nuestros actos, cada vez que nos quiere llamar la atención, por más malos que estos sean: “Lo hice con buena intención”, “Se lo merecía”, “Es que estaba muy cansado”, "es que él me dijo",etc. Es una conciencia que se acomoda a nuestro modo de vivir, se conforma con cumplir con el mínimo indispensable.

También, puede darse una conciencia falsa, es decir, que nos dé señales erróneas porque no conoce la verdad. Esto puede ser por nuestra culpa o por culpa del ambiente en el que vivimos. En este caso los juicios se hacen sin bases, ni prudencia.

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2. Tipos de conciencia a. Según el objeto

• Verdadera que es la que juzga la acción en conformidad con los principios objetivos de la moralidad. Por ejemplo: sé que estoy en pecado mortal, por lo tanto no puedo comulgar.

• Errónea" que es la que juzga la acción equivocadamente, es decir, confunde lo malo con lo bueno. Juzga sin bases y sin prudencia. Un ejemplo de esto, es cuando se piensa que si alguien fue violada, es lícito que aborte. Esta conciencia se divide en dos formas: ∗ Venciblemente errónea cuando no se desea o no se ponen los medios para

salir de su equivocación. ∗ Invenciblemente errónea cuando la persona no puede dejar el error, o porque

no sabe que está en él, o porque ha hecho todo lo posible por salir de él, sin conseguirlo.

b. Por razón del modo de juzgar

• Conciencia recta Este tipo de conciencia siempre juzga con fundamentos y prudencia.

• Falsa. En este caso se juzga sin bases, sin prudencia y puede ser: ∗ Conciencia estrecha es la que actúa con ligereza y sin razones serias, afirma

que hay pecado donde no lo hay o lo aumenta. Este tipo de conciencia juzga a una persona por un simple comentario.

∗ Conciencia escrupulosa. Para este tipo de conciencia todo es malo. Es opresiva y angustiante pues recrimina hasta la falta más pequeña, exagerándola como si fuera una falta horrible. Siempre piensa que hay obligaciones morales donde no las hay.

∗ Conciencia laxa. Es lo contrario de la escrupulosa. Este tipo de conciencia minimiza las faltas graves haciéndolas aparecer como pequeños errores sin importancia. En este caso, se actúa con ligereza, se niega el pecado cuando lo hay o lo disminuye.

∗ Conciencia perpleja es la que ve pecado tanto en el hacer algo o en el no hacerlo. Es muy común ante las decisiones económicas o políticas. Es la que piensa quiero ayudar a los damnificados, pero si lo hago voy a quitarle algo a mi familia.

∗ Conciencia farisaica. Es la que se preocupa por aparentar bondad ante los demás, mientras en su interior hay pecados de orgullo y soberbia. Es hipócrita, quiere que todos piensen que es buena y eso es lo único que le importa.

c. Según la firmeza del juicio

• Cierta siempre juzga sin temor a equivocarse. • Dudosa juzga con temor a equivocarse, o simplemente, ni se atreve a juzgar.

3. ¿Cómo podemos darnos cuenta de que nuestra conciencia está deformada? Hay tres reglas importantes que debe seguir toda conciencia recta:

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a. Nunca justifica el mal para obtener un bien. b. El fin no justifica los medios. c. No hacer a otros lo que no quiere que le hagan o trata a los demás como le gustaría

que le trataran. Respeta siempre los actos de los demás y los juicios de su conciencia. Esto quiere decir que la conciencia no debe juzgar los actos de los demás, sino únicamente los propios: “Cree todo el bien que oye y sólo el mal que ve.” Si nos damos cuenta de que nuestra conciencia viola alguna de estas reglas y no nos avisa en el momento adecuado, ni nos recrimina por ello, es muy factible pensar que está desviada o deformada. Al percibir esto, lo mejor es poner enseguida manos a la obra para mejorar, teniendo en cuenta los siguientes tres aspectos: • Tenemos obligación de formar nuestra conciencia de acuerdo con nuestros deberes

personales, familiares, de trabajo y de ciudadano; los mandamientos de la Iglesia, los mandamientos de la Ley de Dios y todas las responsabilidades que hayamos contraído libremente. Esta obligación es nuestra y nadie la puede cumplir en nuestro lugar.

• Es necesario que actuemos siempre con conciencia cierta, es decir, que los juicios de nuestra conciencia sean seguros y fundados en la verdad. Por ello, debemos poner todos los medios para salir de la duda o del error.

• Nunca olvidarnos que si nuestra conciencia está deformada, podría ser porque alguien nos aconsejó con criterios falsos, entonces la responsabilidad de nuestros actos es menor. Pero, si nuestra conciencia está deformada por nuestra propia decisión o negligencia, por no poner los medios para formarla, entonces la responsabilidad de nuestros actos y la culpabilidad es mayor.

4. ¿Qué podemos hacer para formar nuestra conciencia? • Estudiar el Evangelio, informarnos de qué tratan los documentos del Papa y de la

Iglesia. Recordemos que el pretexto de “nadie me lo había dicho”, no sirve como excusa ante Dios, pues es propio de una persona madura formarse e informarse de las normas que deben regir los juicios de nuestra conciencia.

• Reflexionar antes de actuar. No nos debemos guiar por nuestros instintos o por lo que oímos, sino por convicciones serias y profundas. Tampoco se vale argumentar: “Creí que estaba bien porque todo el mundo lo hace”.

• Pedir ayuda y consejo a alguien que esté bien formado. Puede ser un sacerdote. Nada mejor que un buen examen de conciencia seguido de una buena confesión. Si nos confesamos frecuentemente, nuestra conciencia se irá haciendo más delicada y más sensible a las pequeñas faltas.

• Ser sinceros con nosotros mismos y con Dios. Llamar a cada cosa por su nombre, sin tratar de justificar lo que hacemos o de darle nombres disfrazados que aparentemente le quitan importancia a los actos.

• No nos desanimemos ante los fallos. Aprender siempre de las caídas para comenzar de nuevo.

• Formar hábitos buenos, programando nuestra vida y nuestro tiempo, sin permitirnos fallos voluntariamente aceptados.

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• Tener una vida de oración y de sacramentos para poder obtener las luces necesarias para la inteligencia y las gracias para fortalecer la voluntad.

La Palabra de Dios es una luz para nuestros pasos. Es preciso que la asimilemos en la fe y en la oración, y la pongamos en práctica. Así se forma la conciencia moral. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1802 Para profundizar: Dios llama en la conciencia, tomado del libro "La Moral ......una respuesta de amor", P. Gonzalo Miranda.

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VIII. La gracia, Dios presente en nosotros

Dios creó al hombre y a la mujer por amor, en un estado de absoluta felicidad, viviendo en su presencia. Ellos, por su soberbia, quisieron hacerse dioses y cometieron el pecado original. A partir de ese momento perdieron la amistad con Dios.

El pecado original es el primer pecado cometido por la primera pareja humana, mismo que es transmitido por herencia a todos sus descendientes. Adán y Eva transmitieron a toda su descendencia la naturaleza humana herida, es decir con las consecuencias del pecado original, privada por tanto de la santidad y de la justicia original. Desde ese momento todos los hombres nacen con el pecado original (Cf. GS n. 22).

Como consecuencia del pecado, la naturaleza humana quedó debilitada de sus fuerzas, sometida al sufrimiento, a la ignorancia, a la muerte, e inclinada al pecado (Cf. Catecismo n. 418). Con el pecado original todos los hombres pierden la Vida Divina y la imagen de Dios queda deformada.

1. El Hombre Nuevo

En el Bautismo Cristo nos hace hombres nuevos, dando como resultado que, el hombre hasta ahora averiado, quede restaurado, sin pecado original. No sólo le borra la falta, sino que le añade algo nuevo, le da su Espíritu, una vida nueva, Su vida. Así el hombre se convierte en un hombre nuevo.

Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo (2Co 5, 17-18).

Este hombre nuevo tiene unas nuevas fuerzas, puede vivir la ley de la caridad, Puede conocer a Dios por la fe y esperar su ayuda. Pero, estas fuerzas nuevas no le privan de tener que luchar contra el demonio y las tentaciones. En él persiste la inclinación al mal (la concupiscencia) como un residuo del pecado. De hecho los protestantes lo igualan al pecado.

Una diferencia fundamental entre católicos y protestantes es que los católicos sabemos que el pecado queda totalmente borrado con el Bautismo y para los protestantes únicamente está cubierto, pero sigue ahí, se podría decir que para ellos es como si le pusieran un velo.

2. La Gracia

La amistad con Dios perdida por el pecado original, sólo se puede recuperar por medio de la gracia. Es un don sobrenatural que Dios concede para alcanzar la vida eterna, y se recibe, principalmente por los sacramentos. Es un regalo de Dios, nadie ha hecho nada para obtenerla por mérito propio. Dios siempre da el primer paso. Es don sobrenatural porque lo que se está comunicando es la vida misma de Dios. Este regalo de Dios exige la respuesta del hombre.

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La gracia es una participación gratuita de la vida sobrenatural de Dios (Cf. Catecismo nn. 1996-1997). Inicia con el Bautismo y se pierde cada vez que se comete un pecado grave. Ahora bien, la gracia puede perderse o aumentarse, a pesar de ser gratuita, el hombre puede favorecer su recepción o impedir su fruto.

Por medio de la gracia somos introducidos a la vida Trinitaria: se participa por el Bautismo de la gracia de Cristo, somos hechos hijos adoptivos de Dios, por lo que se puede llamar “Padre” a Dios, y se recibe la vida del Espíritu que infunde la caridad y que forma la Iglesia. La vocación a la vida eterna proviene de la iniciativa gratuita de Dios, sólo Él es capaz de revelarse y de darse, por lo tanto es sobrenatural porque sobrepasa las capacidades de la inteligencia y la voluntad humana. El cristiano no puede actuar rectamente si no cuenta con la ayuda de Dios.

3. Necesidad de la gracia

La gracia es absolutamente necesaria, sin ella es imposible alcanzar la salvación, la vida eterna. La justificación implica el perdón de los pecados, la santificación y la renovación. Es la que arranca al hombre del pecado contrario al amor de Dios y purifica su corazón. Es una acogida de la justicia de Dios por la fe en Cristo, merecida por la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

La justificación es la obra más excelente del amor de Dios. Es la acción misericordiosa y gratuita de Dios, que borra nuestros pecados, y nos hace justos y santos en todo nuestro ser. Somos justificados por medio de la gracia del Espíritu Santo, que la Pasión de Cristo nos ha merecido y se nos ha dado en el Bautismo.

La justificación se le concede al hombre por medio de la gracia, en virtud de los méritos de la redención de Cristo. Pero no se le da sin hacer nada por merecerla. El hombre debe disponerse a recibirla mediante el ejercicio de la virtud.

Decía San Agustín “la justificación del impío es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra, porque el cielo y la tierra pasarán, mientras la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán”. Implica la santificación de todo el ser.

“Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin El no podemos hacer nada”(S. Agustín, nat. et grat. 31).

“Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman… a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

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En el siglo V, los seguidores de Pelagio, decían que sin la gracia el hombre se podría salvar, pues se basta a sí mismo y no necesita de la ayuda de Dios. Esta es la llamada “herejía de Pelagio” o pelegianismo. Esta herejía está muy difundida en la actualidad por el New Age.

Los protestantes en el siglo XVI decían el hombre desde el pecado original no puede hacer nada nuevo, pues quedó totalmente corrompido. Exaltaban tanto la gracia que caían en el extremo de anular la libertad del hombre.

4. Clasificación de la gracia

La presencia de Dios en la vida del hombre debe de ser continua, porque en Él ”somos, nos movemos y existimos”. Para ello se cuentan con diferentes tipos de gracias:

a. Gracia santificante: Es un don sobrenatural infundido por dios en nuestra alma – merecida por la Pasión de Cristo – que recibimos por medio del Bautismo, que nos hace, justos, hijos de Dios y herederos del cielo. El Espíritu Santo nos da la justicia de Dios, uniéndonos – por medio de la fe y el Bautismo – a la Pasión y Resurrección de Cristo (Cf. Catecismo nn. 1996ss). Es una disposición sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de obrar el bien. Sus efectos son: • Borra el pecado • Hace posible que Dios habite en nuestra alma • Nos hace hijos de Dios y herederos del cielo

b. La gracia actual es ese don sobrenatural, pasajero, otorgado por Dios, que ilumina la inteligencia y mueve la voluntad para que el hombre sea capaz de realizar acciones sobrenaturales. Es un don de Dios concedido temporalmente en una circunstancia precisa.

c. La gracia habitual, don sobrenatural que permanece en el alma cuando se vive en amistad con Dios, sin cometer ningún pecado grave. Es una disposición permanente para vivir y actuar según la voluntad de Dios.

d. Gracia sacramental, gracia propia de cada sacramento. e. Gracias especiales, carismas o dones gratuitos de Dios para el bien común de la

Iglesia. f. Gracia de estado es la fuerza necesaria para cumplir con las responsabilidades

propias según el estado de vida de cada quien o su vocación. Son influjos, en la inteligencia o en la voluntad, por los cuales el hombre percibe lo que debe de hacer o dejar de hacer y se siente atraído para conseguirlo, recibiendo las fuerzas para lograrlo.

Los carismas son gracias especiales del Espíritu Santo, están ordenados a la gracia santificante y son para el bien común de la Iglesia.

5. Las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo

Dios concede unas ayudas especiales para facilitar el proceso de la relación del hombre y Él. Con estas ayudas, las virtudes teologales se participa con mayor intensidad de Su vida, se obtiene una mayor docilidad a Él, logrando así una unión más íntima. Las virtudes teologales son: fe, esperanza y caridad.

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Otras ayudas que se reciben son los dones del Espíritu Santo. Estos dones permiten adquirir el gusto por las cosas de Dios, conocer profundamente las verdades de fe, apreciar en su justa dimensión las cosas de este mundo, poder hacer juicios con rectitud, otorga las fuerzas para hacer el bien, una mayor relación con Dios, rechazar el pecado por amor a Dios.

Estos dones son:

• Sabiduría: comunica el gusto por las cosas de Dios. • Inteligencia: que comunica el conocimiento profundo de las verdades de fe, dando la

capacidad para entenderlas. • Ciencia: que enseña la recta apreciación de las cosas terrenas. • Consejo: que ayuda a formar un juicio sensato sobre las cosas prácticas de la vida. • Fortaleza: da las fuerzas necesarias para trabajar con alegría por Cristo. • Piedad: relaciona con Dios como Padre y Creador. • Temor de Dios: hace que se tenga temor de ofender a Dios, rechazando el pecado

para mantener la unión con Él, siempre por amor a Dios.

Viviendo la vida conforme a la voluntad de Dios, junto a los dones encontraremos los frutos del Espíritu Santo: caridad, alegría, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. 6. Conclusión La vida espiritual del hombre es superior a la vida material, de ahí la necesidad de todas estas ayudas. El hombre debe armonizar la vida material y la espiritual. Cuando hay conflicto debe escogerse siempre el bien mayor. No hay que confundir la moral natural con la moral cristiana. En la primera existe un código de conducta que el hombre conoce en su interior, en la moral cristiana, es Dios quien revela al hombre cómo debe de actuar y le da todas las ayudas necesarias para vivirla. Para profundizar: • El gran regalo, la gracia. • Gaudium et spes, n. 17. • Veritatis Splendor, nn. 103-105.

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IX. El misterio de la gracia

La Encarnación restableció la unión entre Dios y el hombre, que el pecado había roto; la Redención reconcilió al hombre pecador con Dios ofendido y la muerte del Redentor, ofrecida por todos los hombres, tuvo eficacia y mérito más que suficientes para salvarlos a todos; pero, es preciso que se nos haga partícipes de los frutos de la Encarnación y Redención y el agente de la comunicación de los méritos de Cristo al alma es lo que se llama gracia.

1. Naturaleza y división de la gracia

Este nombre, en general, significa un don gratuito que se nos otorga sin ningún mérito de parte del que lo recibe. En sentido teológico, en el cual lo tomamos ahora, quiere decir: "Un don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente, en virtud de los méritos de Cristo, para conducirnos a la vida eterna".

La gracia es la participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria. La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida por la fe. Una de las más bellas ilustraciones de esta actitud se encuentra en la respuesta de Santa Juana de Arco a una pregunta capciosa de sus jueces eclesiásticos: “Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: “si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si esto, que Dios me quiera conservar en ella”” (Juana de Arco, proa.).

La Iglesia y los teólogos distinguen dos suertes de gracia: una llamada gracia actual, y otra gracia habitual. La gracia actual, como su nombre lo indica, es transitoria; es un del momento por el cual Dios nos excita y nos ayuda a evitar el mal y obrar el bien. Este socorro divino, que se nos otorga en tiempo oportuno, es una luz que ilumina nuestra inteligencia, una excitación dada a nuestra voluntad, en fin, un buen movimiento, que nos ayuda, pero que no lo hace todo sin nosotros: para obtener su fin, la gracia actual necesita de nuestra cooperación. Si correspondemos fielmente a ella, adquirimos un mérito; si la hacemos ineficaz por nuestra voluntad, somos culpables. La gracia habitual, que también se llama santificante, permanece en nuestra alma y la hace santa y agradable a Dios. No es un socorro transitorio, sino un influencia permanente divinamente difundida en el alma. Por esto la Escritura designa comúnmente a esta gracia con el nombre de vida. Ella es, en efecto, la vida sobrenatural del alma. También se la llama estado de gracia y caridad.

2. Necesidad que el hombre tiene de la gracia

La gracia es necesaria al hombre para todos los actos sobrenaturales; pues, como dijo Jesucristo: "Sin Mí no podéis hacer nada" (San Juan, XV, 5); y San Pablo: "No somos capaces de formar por nosotros mismos ni un buen pensamiento: sólo Dios es quien nos da este poder" (II Corint. III, 5); y el Concilio de Trento: "Sin la gracia de Jesucristo, el hombre no podría ser justificado por las obras que ejecuta ayudado de sus fuerzas naturales. La gracia divina no se le concede sólo como un auxilio útil, sino como un

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socorro necesario. Sin la ayuda del Espíritu Santo, el hombre no podría creer, esperar, amar, arrepentirse, como es necesario, para merecer la santificación" (Ses. VI, can. 1-3).

Pero si la gracia es necesaria para las operaciones sobrenaturales del alma, Dios, en su misericordia, concede a todos los hombres los auxilios que necesitan para obtener su fin: y, como dice el Concilio de Trento: "Dios no ordena imposibles, pero cuando manda nos advierte al mismo tiempo que hagamos lo que podemos y que pidamos lo que no podemos y Él nos ayuda a poder" (Ses. VI, cap. 11). Ya antes había dicho San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"(I Tim. II, 4).

Por consiguiente, Dios jamás niega las gracias necesarias a los justos para cumplir sus mandamientos; ni a los pecadores, por ciegos y endurecidos que estén en la maldad, para arrepentirse y salir del estado de culpa; ni a los infieles, aun a aquellos que no tienen ningún conocimiento de la fe, para salir de su infidelidad.

Sin embargo, como las gracias de Dios no siempre obtienen el efecto que el Señor pretende, los teólogos las dividen en suficientes y eficaces.

Gracia suficiente: es el auxilio que Dios envía al alma, pero no obtiene resultado porque el hombre la resiste.

Gracia eficaz: es el auxilio que obtiene realmente el efecto para el que Dios le comunica. Esta eficacia deja siempre a salvo la libertad humana: el hombre, puede, en cada instante, seguir el impulso de la gracia o rechazarlo, consentir a las inspiraciones del Espíritu Santo o resistir a ellas. La gracia no arrastra necesariamente y los actos sobrenaturales que lleva a cabo la voluntad con el auxilio divino son actos libres.

3. La predestinación

Otro carácter, no menos misterioso de la gracia, es el que resulta de la predestinación. Se llama predestinación el acto por el cual Dios nos prepara su gracia en el tiempo y su gloria para la eternidad.

De aquí que los teólogos distingan dos suertes de predestinación, una a la gracia y otra a la gloria. La segunda presupone la primera, porque nadie puede salvarse sin la gracia; pero la primera no lleva consigo la segunda, porque desgraciadamente hay quienes, después de haber recibido el don de la fe y de la justificación, no perseveran en el bien y mueren en desgracia de Dios.

Sin embargo, la Iglesia afirma con el Concilio de Trento (Ses. VI, can. XII, XVII), que nadie es predestinado al pecado ni al infierno; los que se pierden, se pierden libremente; se pierden por elección, por obstinación, por efecto de una perseverancia voluntaria en el mal; se pierden a pesar del mismo Dios, que quiere su salvación y que les prodiga hasta el fin los medios para obrar bien.

4. La predestinación y la libertad

La enseñanza católica, que acabamos de resumir respecto de la gracia, y, en especial, la eficacia de la gracia divina y el dogma de la predestinación, dan lugar a uno de los

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problemas más difíciles que tienen que resolver la razón humana y la teología: tal es la conciliación de la acción eficaz de la gracia y de la predestinación con la libertad del hombre.

Los que Dios ha predestinado a la gloria, diremos con Cauly, serán infaliblemente salvos: esta verdad es de fe. Por otra parte, la predestinación no destruye la libertad: esto es, igualmente de fe. ¿Cómo conciliar estas dos verdades? Repitamos primero con Bossuet: Es preciso no abandonar dos verdades igualmente ciertas porque no veamos el nexo que las une.

"El decreto beatífico o reprobador nos e ha dado sino en vista de los méritos o deméritos del hombre. Dios destina eternamente a la gloria a aquellos que prevé que aceptarán y conservarán la gracia. No es su presciencia lo que determina la elección y asegura su suerte; sino que su presciencia se ejerce a causa y en consecuencia de su elección, y da el decreto de gloria a causa y en consecuencia de esta presciencia" (Besson, Les Sacrements, 2a. Conferencia) (Presciencia: carácter eterno del saber de Dios, sin embargo este no coarta en absoluto las acciones futuras. “Así como tú con tu recuerdo no fuerzas a ser las cosas que ya fueron, tampoco Dios con su presciencia fuerza a que sean las cosas que serán en el futuro” (cfr. San Agustín)). Así, la predestinación a la gloria o al castigo sería cronológicamente ulterior a ella, porque Dios ha visto los méritos o deméritos del hombre libre antes de predestinarlo al cielo o al infierno. Sin duda, el decreto providencial surtirá necesariamente su efecto, porque Dios, en su presciencia, no puede ver las cosas de distinto modo de lo que han de ser; pero el decreto en sí no es más que la consecuencia de nuestras obras.

¿Qué se ha de pensar, pues, de esta objeción?: "Si estoy predestinado a la gloria, me salvaré infaliblemente; si estoy predestinado al infierno, me condenaré indefectiblemente. Luego, es inútil que trabaje; no me queda sino esperar la ejecución de mi predestinación".

Nada hay más falso que este raciocinio y nada hay tampoco más absurdo. Nada hay más falso, puesto que la predestinación, no destruye para nada la libertad, sino al contrario, la respecta y la supone. El Cielo es una recompensa, el infierno un castigo, que nos esperan con certeza. ¿Pero sabemos cuál es respecto de nosotros el decreto de la Providencia? De ningún modo, y el justo no menos que el pecado más obstinado, no tiene conocimiento de él. Lo que sabemos es que Dios es justo y que somos libres; que nuestras obras buenas merecerán el Cielo y nuestros crímenes el infierno. En nuestra mano está ganar el Cielo, haciendo, con el auxilio de la gracia, todo el bien que podamos; de nosotros depende el trabajar por evitar el infierno; pues obrando así estamos ciertos de que no somos del número de los réprobos.

El raciocinio del fatalista no solamente es falso sino también absurdo. En efecto, Dios no ha previsto solamente desde la eternidad lo que concierne a nuestra suerte en la vida futura, sino que juntamente ha previsto todos los acontecimientos de la vida presente. Sabe que tal enfermedad será mortal o no, que tal proyecto debe realizarse o fracasar, que tal trabajo será fructuoso o estéril, que tal hombre será rico o pobre. ¿Y por este solo razonamiento "Dios sabe con ciencia cierta lo que sucederá", el enfermo va a renunciar a los cuidados del médico, el hombre de negocios o de labor a su proyecto o a su trabajo? No; todos se acuerdan prácticamente de la frase de La Fontaine: "Ayúdate y el Cielo te ayudará", y obran, en la medida de sus fuerzas, para llegar al fin que desean. Así debe

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hacerse en orden a la salvación. El cristiano sabio y prudente se esfuerza por preparar su destino, sabiendo que Dios se lo dará tal cual sus obras lo hayan merecido.

5. La eficacia de la gracia y la libertad humana

El problema de la armonía entre la eficacia de la gracia y la libertad humana, no es más insoluble, a pesar del misterio que a menudo le envuelve. A la luz de la eternidad todas las tinieblas habrán desaparecido; en este Mundo quedan algunas sombras. Cualquiera que sea la opinión teológica que se admita sobre la causa real de la eficacia de la gracia, no es por eso menos cierto que la libertad humana queda entera en todas las circunstancias y condiciones en que la gracia puede obrar.

La gracia de Jesús no se opone de ninguna manera a la libertad de la persona, cuando ésta corresponde al sentido de la verdad, del bien y de la justicia que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.

En efecto, tres estados de presentan en que el alma se halla particularmente bajo la acción de la gracia. Ahora bien, sea que se trate de pasar de la infidelidad a la fe, o del pecado al estado de justicia y santidad, o bien que sea cuestión de la perseverancia del alma justa, la libertad humana permanece intacta.

El infiel es libre en todos los actos que preparan su conversión; si cree en la palabra de Dios, si confía en sus promesas, si comienza a amarle, si se arrepiente, si cambia de vida, tiene conciencia de que ejecuta estos actos libremente. Lo mismo sucede con el pecador: la justificación no la recibe sino mediante un acogimiento espontáneo y libre hecho a la gracia que le previene; la idea de volver a Dios, el arrepentimiento, la confesión, la reparación, otros tantos actos absolutamente libres. Y en fin, el alma justa que persevera, practica de un modo enteramente libre todos los actos que aumentan su santidad y su recompensa, si bien bajo la influencia de la gracia. Su oración, sus limosnas, sus actos de virtud, todo es libre: y esta alma tiene conciencia de que bajo el influjo de esta misma libertad puede en un momento, por un solo acto, por una palabra, un pensamiento, un deseo de hacerse rebelde, comprometerlo todo.

Es, pues, cierto que la conciliación de la gracia y de la libertad, aunque a veces sea misteriosa, no es imposible ni irracional, y esto es lo que debíamos demostrar.

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X. La virtud, la respuesta positiva del hombre

El hombre fue creado por Dios para vivir eternamente en amistad con Él. Por lo tanto, el hombre está destinado a la vida eterna y debe vivir de cara a ella.

Para alcanzarla se necesita la gracia que Dios nos otorga. En otras palabras, Dios es quien da la santidad. Pero como Dios, siempre, va a respetar la libertad, alcanzar la santidad implica una respuesta de parte del hombre.

La santidad es la identificación con Cristo en el cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios, mediante el ejercicio de las virtudes.

Las virtudes son hábitos buenos que nos llevan a hacer el bien. Podemos tenerlas desde que nacimos o podemos adquirirlas después. Son un medio muy eficaz para colaborar con Dios, pues implican que hemos decidido, libre y voluntariamente, hacer el bien, es decir, cumplir con el plan de Dios.

La virtud es la disposición habitual y firme de hacer el bien y se adquiere por repetición de actos o por un don de Dios.

“El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San Gregorio de Nisa).

La virtud permite a la persona no sólo hacer el bien, sino dar lo mejor de sí misma. La persona debe de superarse siempre como hombre y como cristiano.

La vida virtuosa no es un perfeccionismo, donde la persona elimina defectos porque considera que no debe de tener tal o cual falla, esto sería un vanidoso mejoramiento de sí mismo. Tampoco es un narcisismo de verse bien, que todos piensen que es lo máximo. La virtud no es una higiene moral por la cual limpio mi persona.

Las virtudes son hábitos operativos, es decir, hay que actuarlos. No se trata de tener buenas intenciones, "pensar tengo que ser más ordenado", hay que ser más ordenado.

Por ello es que el hombre debe encauzar las pasiones para ser un hombre íntegro. Porque las virtudes de adquieren por medio de actos virtuosos.

La perfección de la que hablamos es un crecimiento armónico de toda la personalidad, por eso al crecer en una virtud crecen las demás porque el ejercicio de una virtud implica la práctica de otras. La laboriosidad exige ser ordenado, responsable, etc. La paciencia implica la tolerancia, la aceptación, la flexibilidad, etc.

1. Diferencias entre virtud y valor.

Hoy en día se admira a las personas que ganan mucho dinero, a las grandes estrellas de la televisión o de la música, a los grandes deportistas.

Todas estas personas realizan actos buenos. Estos actos son buenos en sí mismos y tienen un fin bueno, pero no nos hacen crecer como hombres. No podemos asegurar que

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un jugador de basquetbol de fama mundial sea mejor persona que nosotros, únicamente porque él sabe meter canastas de tres puntos y nosotros no.

Las habilidades físicas, deportivas o intelectuales, ciertamente son dones que hay que desarrollar con esfuerzo, pero que por sí mismas, no nos convierten en personas mejores, sino únicamente en mejores pianistas, deportistas o matemáticos.

También, hay que distinguir las virtudes de los valores humanos. Los valores están orientados al crecimiento personal por un convencimiento intelectual: sabemos que si estamos limpios, seremos mejor aceptados por los demás; sabemos que si mantenemos ordenadas nuestras cosas, podremos encontrarlas cuando las busquemos.

Los valores son bienes que la inteligencia del hombre conoce, acepta y vive como algo bueno para él como persona.

Las virtudes son acciones que nacen del corazón y están orientadas directamente a un bien espiritual. Estas nos hacen crecer como personas, a imagen de Dios.

Las virtudes nos llevan a la perfección, pues disponen todas nuestras potencias, todas nuestras cualidades, nuestra personalidad entera, para estar en armonía con el plan de Dios; orientan toda nuestra persona, no sólo nuestros actos, hacia el bien.

Para entender mejor la diferencia entre valor y virtud, analicemos cómo cambia un valor de acuerdo con las circunstancias que lo rodean. Son diferentes:

a. Una persona que cuida a su tía enferma porque quiere su herencia. b. Una persona que cuida a su tía enferma porque ésta le cae muy bien. c. Una persona que siempre está dispuesta a cuidar a cualquier enfermo, aún sin

conocerlo, por amor a Dios y a los hombres.

Aunque la acción es la misma en los tres casos, solamente la tercera es una virtud, por ser habitual y permanente. En los otros dos casos, la persona vive el valor del servicio. En el tercero, la persona tiene la virtud del servicio.

Las habilidades están orientadas a “hacer bien” algo específico. Nos hacen ser mejores en algo, pero no mejores como personas.

Los valores humanos son un bien que la inteligencia humana toma como tal. En sí mismos son neutros, y dependen del uso que les demos. Puestos en práctica, los valores nos hacen crecer como personas. Las virtudes están orientadas a cumplir el plan de Dios. Su fin es hacer siempre el bien, independientemente de las circunstancias. Nos hacen crecer como personas, nos perfeccionan, nos santifican y edifican la sociedad por ser algo habitual y permanente. 2. Tipos de virtudes a. Virtudes humanas: son rectos comportamientos según la ley natural. Perfecciones

habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Se adquieren

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mediante el esfuerzo humano. Ej. Lealtad, orden, diligencia, solidaridad, respeto, gratitud, etc. Pero para alcanzar la salvación no bastan las virtudes humanas naturales, alcanzar la vida eterna no es posible sin la ayuda de Dios y la acción del Espíritu Santo.

b. Virtudes cardinales: son las virtudes humanas más importantes. Se llaman “cardinales” porque son los ejes en torno a los cuales giran las demás. Cardine en latín, significa el eje de la puerta. Son: la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza.

- La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia,

nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.

- La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que es debido.

- La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la

práctica del bien.

- La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.

- La templanza es a menudo albada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás

de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18,30). En el Nuevo Testamento es llamada moderación o sobriedad. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).

c. Virtudes cristianas: Son rectos comportamientos según el ejemplo de Cristo en el

Evangelio. Podríamos mencionar la mansedumbre. d. Virtudes teologales: son las que se reciben de Dios por su acción sobrenatural en el

alma. Fe, esperanza y caridad.

- Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.

- Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la

vida eterna y las gracias para merecerla.

- Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el “vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.

e. Virtudes evangélicas: son especiales acentos del Evangelio entre muchas virtudes que

practicó nuestro Señor Jesucristo. Por ejemplo la humildad, la castidad, la pobreza.

Todo lo que sea contrario a la virtud son malos hábitos, que llamamos vicios.

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Los vicios son hábitos perversos que oscurecen la conciencia e inclinan al mal. Los vicios pueden ser referidos a los siete pecados llamados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.

3. Virtudes cardinales a. Prudencia: es la capacidad de conocer, en cada circunstancia, lo que se debe hacer o

evitar para conseguir un fin bueno, y elegir medios apropiados para realizarlo. Para guiar el juicio de la conciencia, aplica los principios morales al caso particular. El hombre prudente decide y ordena según este juicio. Esta es la virtud por excelencia. Para ejercer la prudencia hay 8 partes integrales que son muy importantes. Cinco pertenecen a lo intelectual y tres a la práctica: • Memoria: recordar los éxitos y fracasos del pasado ayuda a orientar sobre lo que

hay que hacer. La experiencia es madre de la ciencia. • Inteligencia: conocer el presente nos ayuda a discernir sobre lo bueno o malo,

conveniente e inconveniente. • Docilidad: saber pedir y aceptar consejo de personas que saben más. Nadie

puede saber todas las respuestas. • Sagacidad: disposición para resolver los casos urgentes cuando no hay tiempo de

pedir consejo. • Razón: cuando después de una meditación madura se resuelven casos por sí

mismos. • Providencia: parte principal de la prudencia, igual a providencia, es fijarse en el fin

que se pretende. Para actuar con prudencia hay que ordenar los medios al fin. • Circunspección:es tomar en consideración las circunstancias para juzgar según

ellas, si es conveniente o no hacer o decir algo. Hay ocasiones en que lo que se pretende es bueno y conveniente, pero debido a las circunstancias, puede resultar negativo. Ej. Corregir a alguien cuando hay personas ajenas presentes.

• Cautela o Precaución: ante los impedimentos externos que pueden ser obstáculos para conseguir lo que se pretende. Ej. Evitar la influencia de las malas compañías.

Habrá momentos en que se podría prescindir de alguna de estas cosas, pero si lo que se pretende es importante se deben tomar en cuenta todas ellas. ¡Cuántas imprudencias se cometen por no tomarse el trabajo de hacerlo!. La prudencia se ejerce no solamente en lo personal, sino que también tiene una parte social que se dirige al bien común y abarca el gobierno, la política, la familia y lo militar. 4. Pecados contra la prudencia • No buscar a Dios como valor supremo.

• La imprudencia que se divide en tres:

∗ La precipitación que es actuar inconsiderada y precipitadamente, guiados por la pasión o capricho.

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∗ La inconsideración por la cual se desprecia o se descuida el atender las cosas necesarias.

∗ La inconstancia que es abandonar los propósitos por motivos sin importancia. La imprudencia nos puede llevar a aceptar una circunstancia que nos aleja de Dios. O a buscar a Dios en un medio que no conduce a Él.

• La negligencia que supone la falta de interés por actuar eficazmente en lo que debe hacerse. Es diferente de la inconstancia porque en ella no hay ni siquiera el interés por actuar. Cuando se refiere a algo pertinente a la salvación, el pecado de negligencia es grave. No toda negligencia es pecado contra la prudencia.

El don del Espíritu Santo que corresponde a esta virtud es el don de consejo. b. La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le

es debido. Es la virtud que equilibra nuestro trato con las demás personas. Es una virtud muy compleja, una madeja con muchos hilos.

Para que se diga que alguien es justo hay que apartarse de cualquier mal que dañe al prójimo o a la sociedad y hacer el bien debido al otro. No basta con no hacer un mal, sino que hay que darle lo que se merece. Tipos de justicia: • Conmutativa: dar a cada uno lo que merece. Y lo puede merecer por contrato o

por derecho adquirido. • General o legal: dar a la sociedad lo necesario para obtener el bien común. Ej.

Pagar impuestos para que haya hospitales. • Distributiva: dar lo necesario a cada miembro de la sociedad, según sus derechos

naturales o adquiridos. • Social: proteger los derechos naturales de la sociedad y de sus miembros. Es

decir, ni defender tanto a la sociedad que se perjudique a los ciudadanos, ni defender tanto los derechos de los individuos que perjudiquemos a otros y a la sociedad.

• Vindicativa: restablecer la justicia lesionada. Porque quien perjudica los derechos de otros tiene el deber de repararlos.

El don del Espíritu Santo correspondiente a esta virtud es el don de piedad. c. La fortaleza: es la virtud que asegura la firmeza y la constancia en la búsqueda del

bien, superando los obstáculos que se presentan en el cumplimiento de las propias responsabilidades. Cualquier hombre de bien puede tener esta virtud, pero en el caso del cristiano esta virtud tiene que estar cimentada en el amor a Dios.

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5. Pecados contra la fortaleza • La pereza, que es madre de todos los vicios. • La comodidad excesiva, la ley de menor esfuerzo. • La impaciencia, la inconstancia, la terquedad, la insensibilidad o dureza de juicio,

la ambición, la vanagloria, la presunción, la pusilanimidad. El don del Espíritu Santo que corresponde a esta virtud es el don de la fortaleza. d. La virtud de la templanza es la virtud que modera la atracción de los placeres y

procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. Cuando decimos moderar nos referimos a controlar, no a reducir la cantidad. No hay templanza en emborracharse sólo una vez cada tres meses, sino en saborear el alcohol sin perder el dominio sobre sí mismo. Hablamos de equilibrio, porque hay sistemas espartanos que llevan a la excesiva rigidez y provocan verdaderos trastornos en la personalidad. Los medios que ayudan a vivir la virtud de la templanza son: • Vigilar: porque los instintos no mueren. • Orar: porque el pecado original nos ha desequilibrado y la concupiscencia actúa. • Sacrificio, porque los instintos hay que disciplinarnos con esfuerzo y continuidad.

Hay que caminar por la “senda derecha”. El don del Espíritu Santo que corresponde a esta virtud es el don del temor. “Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza)” (S. Agustín, mor. Eccl. 1,25,46). 6. ¿Cómo adquirir las virtudes? Las virtudes no se adquieren de un día para otro, sino mediante el esfuerzo diario, la repetición de actos buenos que nacen del corazón, pero no sólo eso: forzosamente necesitamos de la ayuda de Dios, pues es muy fácil que, debido al ambiente o la distracción, las utilicemos sólo para nuestra propia conveniencia y nos quedemos sólo en los valores humanos. Es cuestión de proponérnoslo y trabajar en ello. No nos dejemos vencer por la cobardía, por los fracasos, por el respeto humano. Necesitamos ser tenaces y perseverantes, esforzándonos continuamente por superarnos. Confiando y aprovechando las gracias que Dios nos puede dar.

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Si hacemos esto todos los días, nos daremos cuenta, de pronto, de que ya hemos alcanzado las virtudes que tanto deseábamos y muchas otras que ni siquiera habíamos imaginado. Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes, Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal. Algunas personas te podrán decir que las virtudes son propias de los santos pero no de las personas como nosotros. Que Dios ayuda a los santos y como magia se convierten en personas virtuosas. Recuerda que las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Requieren de nuestro esfuerzo y constancia. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1803-1845).

7. La santidad cristiana

Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es Maestro y Modelo, a todos y a cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

“Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40).

Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol:” Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes. 4, 3; cf.Ef 1, 4).

Para alcanzar esa perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos (LG 40).

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: “El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tiene fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. In Cant. 8).

Lectura complementaria: Lumen Gentium nn. 42 y 65.

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XI. El pecado, la respuesta negativa del hombre

El Papa Juan Pablo II, hablando con los jóvenes en Santiago de Compostela, España, en 1989 les decía: “Estoy seguro de que a ustedes, como a casi todos los jóvenes de hoy, les preocupa la contaminación del aire y de los mares. Les indigna el mal uso de los recursos de la Tierra y la creciente destrucción del medio ambiente. Y tienen razón. Hay que actuar, de forma coordinada y responsable, para cambiar esta situación antes de que nuestro planeta sufra daños irreversibles. Pero, queridos jóvenes, también hay una contaminación de las ideas y de las costumbres que pueden conducir a la destrucción del hombre. Esta contaminación es el pecado”.

Efectivamente, como nos dijo el Papa Juan Pablo II, debemos estar atentos a la contaminación moral del ambiente, causada por el pecado, cuyos efectos podemos ver claramente:

• Miles de niños abandonados en las calles. • Millones de inmigrantes en las fronteras. • Violencia sistemática, tormentos al cuerpo y al alma. • Miles de jóvenes atrapados en la droga, la pornografía o el alcohol. • Miles de familias destruidas por la infidelidad, el adulterio y la falta de respeto.

Todas estas situaciones tienen una causa común: el pecado.

1. ¿Cuál es la causa del pecado?

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una misión específica: asegurar su felicidad terrena y eterna a través del cumplimiento de las leyes que Él mismo le ha dado y con la guía de su conciencia recta.

Pero, desde el momento en que Dios creó a un ser libre, se hace posible el pecado. Para que esto no sucediese, forzosamente Dios tendría que privar al hombre de su libertad y reducirlo a un estado semejante al animal, en el que sería incapaz de amar.

Dios nos da la vida, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la conciencia y las leyes para que cumplamos con nuestra misión.

Dios no puede ser responsable del mal uso que hagamos de aquello que nos ha dado. El pecado es, por lo tanto, una iniciativa del hombre, es una negativa a colaborar con el plan de Dios en una circunstancia determinada.

El no querer colaborar con el plan del Autor generará forzosamente desorden en la obra de Dios y las consecuencias de este desorden se revertirán contra el mismo hombre que peca y contra sus semejantes, tal como ya hemos visto.

El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su Santo Creador. Al

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negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último y también toda su ordenación, por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con toda la creación.

El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.

Estar en el pecado es vivir en la falsedad y esta situación no le permite entrar en los caminos de Dios. El camino que conduce a la libertad está lleno de obstáculos. Las guerras se gestan en la mente y en el corazón humano, es ahí donde tendrá que iniciarse la búsqueda de la libertad.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como atado entre cadenas.

Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al “príncipe de este mundo” que le retenía en la esclavitud del pecado (Jn. 12, 31).

“Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, serm.169, 11, 13) La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (Jn 1, 8-9).

Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito (DeV 31).

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta. En palabras de San Agustín, el pecado es “toda palabra, acto o deseo contra la ley de Dios”, también lo define como “dejar a Dios por preferir las criaturas”.

La definición clásica de pecado es: “la transgresión”: es decir violación o desobediencia; “voluntaria”: porque se trata no sólo de un acto puramente material, sino de una acción formal, advertida y consentida; “de la ley divina”: o sea, de cualquier ley obligatoria, ya que todas reciben su fuerza de la ley eterna.

El pecado es, por tanto, la mayor tragedia que puede acontecer al hombre: en pocos momentos ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. A causa de un capricho pasajero. Es una desobediencia voluntaria a la Ley divina. Es una alteración del orden.

En todo pecado se ve una rebeldía querida y libre del ser creado contra su Creador.

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Al hablar del pecado hay que señalar que son dos los elementos:

a. Alejamiento o aversión a Dios: es su elemento formal, y propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pecado.

Cuando se rompe el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios, y sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador sé de cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios. En todo pecado mortal hay una verdadera ofensa a Dios por múltiples razones:

• Porque es el supremo legislador, que tiene el derecho a imponernos el recto uso de la razón mediante su ley divina, que el pecador rompe advertida y voluntariamente. Porque es el último fin del hombre y éste al pecar se adhiere a una criatura en la que de algún modo pone su fin.

• Porque es el bien sumo e infinito, que se ve rechazado por un bien creado y perecedero elegido por el pecador.

• Porque es gobernador, de cuyo supremo dominio se intenta sustraer el hombre, bienhechor que ve despreciados sus dones divinos, y juez al que el hombre no teme a pesar de saber que no puede escapar de Él.

El pecado y la amistad con Dios son como el agua y el aceite: incompatibles. No pueden estar ambos en el mismo corazón. Por eso, todo pecado significa el alejamiento o aversión a Dios, aún cuando el que lo comete no odie a Dios y ni siquiera pretenda ofenderlo.

b. La conversión a las criaturas: cuando el hombre peca, generalmente, más que querer ofender a Dios, toma por bueno o mejor un bien creado o una persona, piensa que el pecado es algo que le conviene, le da una felicidad momentánea, sin darse cuenta que solamente es un bien aparentemente que al final de cuentas lo llevará al remordimiento y la decepción. Se puede decir que es un rechazo de Dios y un mal uso de algo creado. Santo Tomás en la Suma Teológica dice: “el pecado es una verdadera estupidez”, cometida contra la recta razón, pues por escoger un bien finito, se pierde un bien infinito.

Además el pecado lesiona el bien social, la inclinación al mal que existe desde el pecado original, que se agrava con los pecados actuales, influyen en la sociedad. Las injusticias del mundo son producto del pecado del hombre, ya sean de carácter, político, social. Es lo que conocemos como pecado social, todo pecado tiene una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano tiene una orientación social.

Reconciliación y Penitencia, Juan Pablo II, n 16

Todo pecado lesiona al cuerpo místico de Cristo, por lo tanto, repercute en la Iglesia.

Juan Pablo II nos dice en su exhortación apostólica “que se puede hablar de la comunión del pecado”, por el que un alma se abaja, abaja consigo a la Iglesia y en cierto manera a

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todo el mundo. “No existe pecado alguno, aún el estrictamente individual, que afecte exclusivamente al que lo comete”.

Además de ofender a Dios, el pecado degrada al hombre mismo, pues cambia su dignidad de “dueño de la creación”, por el de “esclavo de las criaturas”. El pecado hace perder de vista el fin infinito al que está llamado y hace poner la voluntad y la inteligencia en cosas caducas y terrenas..

2. Pero, ¿por qué pecamos aún cuándo conocemos la verdad?

Hay tres factores que nos hacen muy vulnerables al pecado:

a. El principal es el demonio, que nos presenta realidades desfiguradas como si fueran algo deseable y bueno, aunque realmente sean malas.

Es un espíritu opuesto a Dios, con un objetivo opuesto al de Dios. Si el objetivo de Dios es el bien, su objetivo es el mal. Actúa en coherencia con su objetivo y pretende su gloria y no la de Dios. Provoca al hombre tentándolo. Es un ser inteligente y, por ello, engaña al hombre para que se acerque al mal y no al bien. Su vida está dedicada a apartarnos de Dios.

Debemos afrontarlo por medio de la santidad, sí él es opuesto a Dios, se aleja de allí donde está Dios (oración, sacramentos).

b. Otro factor que nos hace pecar es lo negativo del mundo y su ambiente: la falta de educación, la ociosidad, los malos ejemplos, los problemas familiares, las modas, los estereotipos sociales, etc. Y también sus atractivos: el poder, las riquezas, la situación social, que son buenos en sí mismos, pero tomados como fin y no como medio, nos llevan fácilmente al pecado.

c. Por último, está “la carne”: instintos humanos que no están sometidos a la inteligencia, los vicios o hábitos malos y el simple egoísmo que nos hace buscar sólo nuestra propia satisfacción.

3. La Tentación

• La tentación, es sólo una inclinación y que no hay que confundir con el pecado, pues en este último se da el paso. No es lo mismo “sentir que consentir”.

• Sentir es una reacción de los sentimientos ante algo que provoca atracción o rechazo. • Consentir es un acto de la voluntad, es una decisión.

No es pecado sentir. Para que haya pecado tiene que intervenir la voluntad. Sólo cuando decidimos aceptar la invitación hay pecado.

La tentación es una sugestión interior, que por causas internas o externas, incita al hombre a pecar. Actúan engañando al entendimiento con falsas ilusiones, debilitando a la voluntad, haciéndola floja a base de caer en la comodidad, la negligencia, etc., instigando los sentidos, principalmente la imaginación, con pensamientos de sensualidad, de soberbia, de odio, etc.

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Por ello hay que huir de toda ocasión de pecado, es decir las situaciones que favorecen la aceptación del pecado.

4. ¿Puedo perder el Cielo por dejarme llevar por el ambiente?

El ambiente nos puede arrastrar a cometer muchos pecados de pensamiento, palabra, obra u omisión, pero nuestras conciencias, si están bien formadas, nos ayudarán a distinguir si nuestros pecados son lo suficientemente graves como para haber roto la amistad con Dios.

Los pecados mortales, que rompen la amistad con Dios y nos convierten directa e inmediatamente en merecedores del infierno, son aquellos que cumplen con tres condiciones:

a. Materia grave. Esto se cumple cuando vamos directamente en contra de la ley de Dios, cuando rompemos con el orden establecido por Él. No es que nos desviemos, sino que vayamos exactamente en sentido contrario a las indicaciones que Dios nos da a través de nuestra conciencia y de la ley.

b. Pleno conocimiento. Sabemos que la materia es grave, sabemos que es una rebeldía contra Dios y aún así elegimos hacerlo.

c. Pleno consentimiento. Usamos nuestra libertad y nuestra voluntad para hacerlo. Lo queremos realizar conscientemente y no porque algo o alguien nos obliga.

Cuando falta alguna de las condiciones anteriores, entonces se trata de un pecado venial. No nos hace merecedores del infierno, pero debilita la amistad con Dios y nos hace más débiles para luchar con las tentaciones del demonio, del mundo y de la carne.

Un hombre que se habitúa al pecado venial es muy fácil que se acerque al pecado mortal.

Lecturas complementarias:

• Veritatis Splendor, nn. 69-70. • Gadium et Spes, n. 13 • Dives in Misericorida, n. 8. • Reconciliatio et Poenitentia

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XII. La Fe, fundamento y fuente de la vida moral

1. Definición y Naturaleza de la Fe Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13). Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales son un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8).

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Le dan vida a todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para que por medio de ellas, el hombre sea capaz de actuar como hijo suyo y de ese modo alcanzar la salvación. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en el ser humano. Por la fe el hombre se entrega libremente a Dios y por ella se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. Por eso se dice que la fe es el fundamento de la vida moral ( Catec. n 2087). Es el don más grande que puede recibir el hombre, es más grande que la vida. De hecho, la fe da sentido a la vida, enseña a comprender el dolor y el sufrimiento, da sentido a lo cotidiano, llena la vida con la presencia de Dios. “El justo vivirá por la fe (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6). La fe, que es la virtud sobrenatural por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado y que la Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Es decir, es la virtud sobrenatural por la que creemos ser verdadero todo lo que Dios ha revelado. Es imposible sin tener fe, tener un contacto íntimo con Dios. Es una virtud que nos viene dada por Dios (virtud teologal) pues casi todas las verdades que creemos exceden la capacidad natural de la mente humana y hace falta una gracia especial de Dios para que se pueda dar el asentimiento. Nos es dada en el Bautismo. La fe es un requisito fundamental para alcanzar la salvación. Todo el que cree en Cristo se salvará, esto nos dice el Evangelio en Mc. 16,16: “el que creyere y fuere bautizado se salvará y el que no creyere se condenará”. Pero, hay que tener cuidado en no caer en la visión protestante de que sólo la fe basta, las obras no importan. Así como el que carece de fe no se salva el que, teniendo fe, no las convierte en obras, tampoco se salva. “Como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras”. Sant. 2, 26. La fe es decir sí a las verdades reveladas por Dios. La fe no es un simple sentimiento de la presencia de Dios en la vida, sino fiarse de Dios, confiar en Él. No tiene como fin primario capacitar al hombre para su tarea en este mundo, sino iniciarle a la vida divina que sólo alcanzará su perfección en la vida eterna.

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La fe es adhesión de la inteligencia a la palabra de Cristo (Evangelio) y entrega confiada a Él de toda la persona. Tiene, por tanto, un carácter intelectual y una dimensión existencial (que abarca a toda la existencia en sus múltiples facetas). Por tanto, en la fe entran la inteligencia y la voluntad; los actos de fe son actos humanos. Por ello no podemos reducir la fe sólo a sentimientos o a emociones, ni considerarla como algo irracional o absurdo que simplemente obedecemos sin buscar su significado profundo o su coherencia interna. La fe es racional aunque a veces al hombre le cueste encontrarle sentido. La dificultad, en este caso, no es de la fe sino de la limitación humana. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33). 2. Deberes que la fe impone Los deberes que impone la fe al que la posee son: conocerla, confesarla y preservarla de cualquier peligro. Conocerla No sólo saber de que se trata sino que también hay que interiorizarla. Todo hombre dependiendo de su estado y condición tiene el deber de conocer las principales verdades de fe. Es un deber gravísimo. Cuando menos hay que conocer:

• Los dogmas fundamentales, contenidos en el Credo. • Lo que es necesario practicar para salvarse: los Mandamientos de la Ley de Dios y de

la Iglesia. • El Padrenuestro. • Los medios de salvación: Los sacramentos.

Estos apartados coinciden con las cuatro divisiones del Nuevo Catecismo de la Iglesia Confesarla

• Manifestándola con palabras y hechos. Así, por ejemplo, al recitar el Credo conscientemente estamos haciendo una confesión de fe en las verdades fundamentales que nos ha revelado Dios. Al hacer una genuflexión ante la Eucaristía, manifestamos nuestra fe en la presencia de Cristo bajo las especies de pan y vino. Muchas veces, estos gestos sin la presencia de la fe resultarían incomprensibles o grotescos.

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• A través de la coherencia entre lo que creemos y hacemos en la propia vida, por medio de las obras. En nuestra vida cotidiana, en nuestras palabras y, si es necesario, en la confesión clara y explícita, aun a costa de la propia vida, debe manifestarse nuestra fe. En determinadas ocasiones se podrá ocultar o disimular la fe (ante la persecución, por ejemplo), pero nunca es lícito negarla.

En los tiempos actuales en que la fe se debilita en muchos hombres, en que el paganismo avanza y parece ponerse de moda el vivir como si Dios no existiese, los católicos tenemos un deber especial de extender el Evangelio, de predicar, de utilizar todos los medios a nuestro alcance para iluminar a los hombres con la revelación de Cristo igual que hacían los primeros cristianos. Esto supone una vivencia auténtica de la fe, un verdadero amor a Cristo y una justa valoración de lo que significa la salvación de una alma.

· Por la práctica del apostolado, que nos lleva a hacer partícipes a otros del don que poseemos. Preservarla Es obligatorio evitar todo lo que la pueda poner en peligro o debilitarla por ser la fe un don sobrenatural de inmensa riqueza. Una manera de preservarla es cumpliendo fielmente los mandamientos y demás compromisos del cristiano. Las crisis de fe son generalmente crisis de conducta. El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc. Trento: DS 1545). 3. Pecados contra la fe Se puede pecar contra la fe por negarla interiormente, por no confesarla exteriormente y por exponerla a peligros. Por negarla La fe puede ser negada de varias maneras (Catec. n. 2089):

• Incredulidad: es la carencia culpable de la fe ya sea total (ateísmo) o parcial (falta de fe). Supone El rechazo del principio y fundamento de la salvación eterna.

• Por negligencia en la instrucción religiosa; • Por rechazar o despreciar positivamente la fe después de haber recibido la instrucción

religiosa básica. • Apostasía: abandono total de la fe cristiana recibida en el bautismo. No es una pérdida

paulatina, como en la infidelidad, debida al desprecio, a la vida de pecado o a la negligencia en la propia formación, sino una opción clara y global: cambio de religión o adhesión intelectual al panteísmo, racionalismo, marxismo, masonería...

• Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna verdad definida como dogma de fe. En realidad, la herejía, al rechazar una verdad de fe, está rechazando toda la fe y está rechazando implícitamente la autoridad de dios que revela. Es, por tanto, un pecado gravísimo pues se rechaza formalmente a Dios. Por eso, la Iglesia denuncia las herejías para proteger a los fieles.

• Dudas contra la fe. Si estas dudas se vencen sometiendo humildemente nuestro entendimiento a la revelación, a Dios, hacemos un acto virtuoso. Sin embargo, si estas

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dudas son admitidas deliberadamente o no se ponen los medios para salir de ellas, se está incurriendo en una falta contra la fe.

Por no confesarla externamente por vergüenza o temor Este defecto consiste en la vergüenza de confesar externamente la fe por miedo a la opinión que los demás puedan formarse sobre mí. Puede llevar a omitir preceptos graves (por ejemplo, no voy a Misa el domingo por temor a que se enteren mis amigos con los que estoy pasando el fin de semana), o a veces puede suponer desprecio de la religión o ser causa de escándalo (por ejemplo, no responder ante un ataque al Papa en una conversación). Por exponerla al peligro Es el pecado de los que no se apartan de todo lo que puede hacer daño a la fe. Se puede presentar de muchas formas: conversaciones, lectura de libros contrarios a la fe, películas, conferencias, negligencia en la formación religiosa, supersticiones (la guija, espiritismo, etc). Cuando se perciba alguna ocasión de peligro para tu fe, conviene acudir a un director espiritual o confesor fiel a la Iglesia y consultarle sobre las dificultades o los peligros que puedan aparecer.

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XIII. La Esperanza, confiar en Dios

Todos los hombres en un momento u otro de su vida se enfrentan a momentos dolorosos como el sufrimiento, la muerte, la enfermedad, etc. Es sólo gracias a la Esperanza, la segunda virtud teologal, que estas realidades adquieren un sentido, convirtiéndose en medios de salvación, en un camino para llegar a Dios. La Esperanza nos da la certeza de que algún día viviremos en la eterna felicidad.

“El Espíritu Santo que El derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

“Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3).

1. Definición de la esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10, 23).

La virtud de la esperanza consiste en confiar con certeza en las promesas de salvación que Dios nos ha hecho. Está fundada en la seguridad que tenemos de que Dios nos ama. Y está basada en la bondad y el poder infinito de Dios, que es siempre fiel a sus promesas.

La virtud de la esperanza corresponde a ese anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

Es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el momento del Bautismo. Nos da la firme confianza en que Dios, por los méritos de Cristo, nos dará las gracias que necesitamos aquí en la Tierra para alcanzar el Cielo.

Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, “que penetra…a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20).

Sin esperanza, el hombre se encierra en el horizonte de este mundo y pierde la visión de la vida eterna. Lucha solo contra las dificultades prescindiendo de la ayuda de Dios.

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Pero sabemos que el hombre está destinado a la vida eterna y debe vivir de cara a ella. La esperanza es la seguridad en algo futuro. Confiando en Dios no hay futuro incierto. La esperanza cristiana se funda en la fe, porque nace de creer en las promesas que Dios nos ha hecho (Cfr. Gal. 3, 1).

Uno de los ejemplos más claros de lo que es la esperanza lo encontramos en Job, que a pesar de todo lo que le sucedió seguía creyendo en Dios. Su esperanza nunca se perdió, por más que le decían, él seguía siendo fiel.

Ahora bien, la esperanza en Dios no elimina un cierto temor a Dios, un temor sano, pues los hombres sabemos que así como Dios es siempre fiel, los hombres sabemos que muchas veces somos infieles y hacemos caso omiso a la gracia, lo cual nos conlleva el riesgo de condenarnos.

Debe haber una proporción entre la esperanza y el temor porque:

La esperanza sin temor es presunción.. Sin embargo una esperanza con temor de hijo de Dios es una esperanza real. Por otro lado, una esperanza con un temor excesivo nos lleva a la desconfianza.. El temor solamente, es decir, sin esperanza, no es otra cosa que desesperación.

2. Pecados contra la esperanza

a. Desesperación: desconfianza en Dios, por lo que nos abandonamos al abismo de nuestra propia inseguridad. Es el pecado de Caín y de Judas (Cfr. Gen. 4, 13; Mt. 27, 3-6). Con la desesperación estamos negando la fidelidad de Dios a sus promesas y su infinita misericordia, y nos puede llevar a muchos excesos, incluyendo el suicidio. Es un pecado gravísimo. La persona desesperada siente y piensa que Dios no le puede perdonar, que nada que haga va a cambiar la situación.

b. La presunción: confiar en obtener la vida eterna sin la ayuda de Dios, porque nos bastamos a nosotros mismos. Es el caso típico del autosuficiente que se “no necesita de nada, ni de nadie, sólo él basta”. Es un exceso de confianza que nos hace pensar que vamos a obtener la salvación aún prescindiendo de los medios que Dios nos da. Es decir, sin la gracia, ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo. Se piensa que no importa lo que se haga, de todas maneras se obtiene la salvación.

Existen diferentes maneras de pecar por presunción:

Los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin la ayuda de la gracia de Dios Herejía Pelagio.

Los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras. Protestantismo. Los que viven pensando que ya habrá oportunidad de convertirse en el momento

de la muerte, y viven un estado habitual de pecado. Los que siempre están pecando “ a fin que Dios siempre perdona”. Los que se exponen con mucha facilidad a las ocasiones de pecado, pues piensan

que son capaces de resistir la tentación.

Es pecado grave esta presunción, pues se está abusando de la misericordia divina y despreciando su justicia. Es una confianza excesiva y totalmente falsa en Dios.

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c. La desconfianza: se tienen dudas en la misericordia y fidelidad de Dios, aunque se tenga cierta esperanza.

d. La irresponsabilidad: dejar toda nuestra salvación en manos de Dios y no poner los medios que corresponden a nuestra colaboración.

La esperanza es una virtud poco conocida o muy confundida. No se piensa en ella como algo sobrenatural, referente a nuestra vida eterna, sino que se piensa que la esperanza concierne en alcanzar diferentes cosas aquí en la tierra.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

Lecturas complementarias:

Lumen Gentium, n. 41. Gaudium et spes, n. 21. Apostolicam Actuositatem, n. 4

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XIV. La Caridad, virtud reina del cristianismo

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella “no soy nada” y “nada me aprovecha” (1 Co 13, 2-3). El Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 1856 señala la importancia vital de la caridad para la vida cristiana. En esta virtud se encuentran la esencia y el núcleo del cristianismo, es el centro de la predicación de Cristo y es el mandato más importante (Cfr. Jn. 15, 12; 15, 17; Jn. 13, 34). No se puede vivir la moral cristiana haciendo a un lado a la caridad. La caridad es la virtud reina, el mandamiento nuevo que nos dio Cristo, por lo tanto es la base de toda espiritualidad cristiana. Es el distintivo de los auténticos cristianos. La caridad es la virtud sobrenatural por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Es la virtud por excelencia porque su objeto es el mismo Dios y el motivo del amor al prójimo es el mismo: el amor a Dios. Porque su bondad intrínseca, es la que nos une más a Dios, haciéndonos parte de Dios y dándonos su vida (Cfr. 1 Jn. 4, 8). La Caridad le da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para que éstas se dirijan a Dios, Ej. Yo puedo ser amable, sólo con el fin de obtener una recompensa, sin embargo, con la caridad, la amabilidad, se convierte en virtudes que se practica desinteresadamente por amor a los demás. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas. El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: “la caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. (1 Co 13, 4-7). La caridad no termina con nuestra vida terrena, en la vida eterna viviremos continuamente la caridad. San Pablo nos lo menciona en 1 Cor. 13, 13; y 13, 87. Al hablar de la caridad, hay que hablar del amor. El amor “no es un sentimiento bonito” o la carga romántica de la vida. El amor es buscar el bien del otro. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino. La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión: “La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en el reposamos” (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).

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Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt22, 40; Rm 13, 8-10). Existen dos tipos de amor: a. Amor desinteresado (o de benevolencia): desear y hacer el bien del otro aunque no

proporcione ningún beneficio, porque se desea lo mejor para el otro. b. Interesado: amar al otro por los beneficios que esperamos obtener. ¿Qué es, pues, la caridad?. La caridad es más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, algo del mundo divino. La caridad es poseer en nosotros el amor de Dios. Es amar como Dios ama, con su intensidad y con sus características. La caridad es un don de Dios que nos permite amar en medida superior a nuestras posibilidades humanas. La caridad es amar como Dios, no con la perfección que Él lo hace, pero sí con el estilo que Él tiene. A eso nos referimos cuando decimos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, a que tenemos la capacidad de amar como Dios. Hay que amar a Dios sobre todas las cosas. Si el objeto del amor es el bien, es decir cuando amamos, buscamos el bien, y si Dios es el “Bien” máximo, entonces Dios tiene que ser el objeto del amor. Además, Dios mismo es quien nos ordena y nos recompensa con el premio de la vida eterna. Este tipo de amor, el más grande lo puede ser de tres tipos: a. Apreciativo, cuando la inteligencia comprende que Dios es el máximo Bien y esto es

aceptado por la voluntad. b. Sensible, cuando el corazón lo siente. c. Efectivo cuando lo demostramos con acciones. Para que sea verdadero amor es necesario que sea apreciativo y efectivo, aunque no sea sensible, ya que es más fácil sentir las realidades materiales o físicas, que las espirituales. Nos puede doler más una enfermedad, que el haber pecado gravemente. 1. Pecados contra el amor a Dios a. El odio a Dios, que es el pecado de Satanás y de los demonios. Y se manifiesta en la

blasfemias, las maldiciones, los sacrilegios, etc. b. La pereza espiritual, que es cuando el hombre no le encuentra el gusto a las cosas de

Dios, es más las consideran aburridas y tristes. Aquí se encuentra la tibieza y la frivolidad o superficialidad. El amor desordenado a las criaturas, que es cuando primero que Dios y su Voluntad están personas o cosas. En todo pecado grave se pierde la caridad.

2. El amor al prójimo El amor al prójimo es parte de la virtud de la caridad que nos hace buscar el bien de los demás por amor a Dios. Las características del amor al prójimo:

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a. Sobrenatural: se ama a Cristo en el prójimo, por su dignidad especial como hijo de Dios.

b. Universal: comprende a todos los hombres porque todos son creaturas de Dios. Como Cristo, incluso a pecadores y a los que hacen el mal.

c. Ordenado: es decir, se debe amar más al que está más cerca o al que lo necesite más. Ej. A el esposo, que al hermano, al hijo enfermo que a los demás.

d. Interna y externa: para que sea auténtica tiene que abarcar todos los aspectos, pensamiento, palabra y obras.

3. Las obras de misericordia La caridad si no es concreta de nada sirve, sería una falsedad. Esta caridad concreta puede ser interna, con la voluntad que nos lleva a colaborar con los demás de muchas maneras. También puede ser con la inteligencia, a través de la estima y el perdón. Otra forma concreta de caridad es la de palabra, es decir, lo que llamamos benedicencia, hablar siempre bien de los demás. Y la caridad de obra que se resumen en las obras de misericordia, ya sean espirituales o materiales. Siendo las más importantes las espirituales, sin omitir las materiales. De ahí la necesidad de la corrección fraterna, el apostolado y la oración. La corrección fraterna nos obliga a apartar al otro de lo ilícito o perjudicial. Siempre haciéndola en privado para no poner en peligro la fama del otro. El no hacerlo por cobardía, por falso respeto humano, sería una ofensa grave. Pero, siempre hay que tomar en cuenta la gravedad de la falta y la posibilidad de apartar al prójimo de su pecado. Estamos obligados al apostolado porque cualquier bautizado debe de promover la vida cristiana y extender el Reino de Dios, llevando el Evangelio a los demás. Si yo amo a Dios, es lógico querer que los demás lo hagan también. El apostolado se desarrolla según las circunstancias de cada quien. Puede ser que en algunos casos el cambiar los pañales de un hijo sea una forma de apostolado o el escribir, o el predicar, etc. Ahora bien, la causa y el fin de la caridad está en Dios no en la filantropía (amor a los hombres). La caridad tiene que ser siempre desinteresada, cuando hay interés siempre se cobra la factura, “hoy por ti, mañana por mi”. Obviamente tiene que ser activa y eficaz, no bastan los buenos deseos. Tiene que ser sincera, es una actitud interior. Debe ser superior a todo. En caso de que haya conflicto, primero está Dios y luego los hombres. 4. Pecados contra el amor al prójimo a. El odio: desearle el mal al prójimo, ya sea porque es nuestro enemigo (odio de

enemistad) o porque no nos es simpático (odio por antipatía). La antipatía natural no es pecado, salvo cuando la fomentamos, es decir es voluntaria y la manifestamos en acciones concretas.

b. La maldición: cuando expresamos el deseo de un mal para el otro que nace de la ira o del odio.

c. La envidia: entristecerse o enojarse por el bien que le sucede al otro o alegrarse del mal del otro. Es un pecado capital porque de él se derivan muchos otros: chismes, murmuraciones, odio, resentimientos, etc.

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d. El escándalo: acción, palabra u omisión que lleva al prójimo a ocasión de pecado. Y puede ser directo cuando la intención es hacer que el otro peque o indirecto cuando no hay la intención, pero de todos modos se lleva al otro al pecado.

e. La cooperación en un acto malo que es participar en el pecado de otro. f. Otros pecados: los altercados, riñas, vandalismo, etc. No olvidemos que es mucho más importante la parte activa de esta virtud. Hay que aplicarse a hacer cosas concretas, no tanto en los pecados en contra. Las casas se construyen “haciendo” y no dejando de destruir. Al final seremos juzgados por lo que hicimos, por lo que amamos, no por lo que dejamos de hacer (Cf. Mt. 25, 31-46). Lecturas complementarias: • Apostolicam Actuositatem, nn. 3 y 8. • Lumen Gentium, n. 42. • Gaudium et spes, n. 38

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XV. Los Mandamientos, el camino que Dios nos

muestra

A través de las generaciones, la conciencia del hombre se ha pervertido y este ya no sabe distinguir entre el bien y el mal. Para el hombre de este siglo el pecado no existe, todo se vale. Por eso, hoy en día, muchas personas han eliminado a Dios de su vida. Como que en ocasiones nos estorba y preferimos borrarlo, en vez de sentarnos a reflexionar por qué nos pide ciertas cosas. Unas de las cosas que Dios nos pide es cumplir con los mandamientos que Él nos entregó. Los Mandamientos son un camino para llegar al Cielo y ser felices. Cuando los cumplimos, vivimos en paz.

Al joven que le pregunta “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”, Jesús responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”, y después añade: “Ven y sígueme” (Mt 19, 16). El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos.

Los tres primeros mandamientos de la ley de Dios nos enseñan cómo debe de ser nuestra actitud para con Dios y los siete siguientes nos enseñan nuestra actitud hacia el prójimo, con los que nos rodean.

Los mandamientos de la ley de Dios son los siguientes:

1. Amarás a Dios sobre todas las cosas. Este mandamiento nos dice que Dios debe ser lo más importante en nuestras vidas, debemos amarlo, respetarlo y vivir cerca de Él. Esto lo podemos hacer a través de la oración y los sacramentos. Debemos creer, confiar y amar a Dios sobre todas las cosas: a. Creer en Dios que es mi Padre, me ha dado la vida y me ama. b. Confiar en Dios porque es mi Padre y me ama infinitamente c. Amar a Dios más que a nada y a nadie en el mundo. Para saber si cumplimos con este mandamiento, nos podemos preguntar: • ¿Estoy amando a Dios como un hijo ama a un padre? • ¿Vivo sólo para las cosas temporales, de la tierra? 2. No tomarás el nombre de Dios en vano. Este mandamiento nos manda respetar el nombre de Dios y todas las cosas sagradas. Para cumplir este mandamiento, debemos usar el nombre de Dios con mucho amor y respeto. Debemos de cuidar y respetar todas las cosas que tienen que ver con Dios, así como respetar al sacerdote y a las personas consagradas a su servicio. Para saber si cumplimos con este mandamiento nos podemos preguntar: • ¿Uso el nombre de Dios de una manera cariñosa y con respeto, sin jurar en vano el

nombre de Dios? • ¿Respeto las cosas de Dios (capilla, Biblia, rosario, etc.)?

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• ¿Trato de manera respetuosa a los sacerdotes y personas consagradas al servicio de Dios?

• ¿He cumplido con las promesas que he hecho? • ¿He jurado en falso? • ¿He cumplido las promesas que he hecho a Dios? 3. Santificarás las fiestas. Este mandamiento nos manda dedicar los domingos y los días de fiesta a alabar a Dios y a descansar sanamente. Para cumplir con este mandamiento, debemos ir a Misa todos los domingos y fiestas que la Iglesia e indique y celebrar el amor de Dios y todo lo que ha hecho por nosotros. Debemos aprovechar los domingos para rezar más y estar cerca de Dios, así como para descansar sanamente y ayudar a que otros descansen. También, debemos dedicar este día a las cosas de Dios y a la familia. Para saber si cumplimos bien con este mandamiento, podemos preguntarnos: • ¿Voy a Misa los domingos y fiestas que manda la Iglesia? • ¿Hago un esfuerzo por estar muy cerca de Dios durante la Misa y escuchar lo que me

quiere decir? • ¿Pienso en Dios los domingos? • ¿Ayudo a los demás para que puedan descansar? Los días en que se debe de asistir a Misa, además de los domingos, son marcados por la Conferencia Episcopal de cada país. 4. Honrarás a tu padre y a tu madre Este mandamiento nos manda honrar y respetar a nuestros padres y a quienes Dios le da autoridad para guiarnos y cuidarnos en nuestras vidas. Para cumplir este mandamiento, debemos escuchar, respetar y amar a los padres y a aquellas personas que tengan autoridad sobre nosotros (abuelos, tíos, sacerdotes, maestros, autoridad civil). Esto no quiere decir que los padres deben de olvidarse de sus deberes y obligaciones para con los hijos. Para saber si cumplimos con este mandamiento podemos preguntarnos:

• ¿Ayudo material o espiritualmente a mis padres? • ¿Soy agradecido con mis padres? • ¿Los acompaño en su vejez? • ¿Les demuestro amor? • ¿Soy agradecido con ellos? • ¿Los acompaño en sus enfermedades?

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5. No matarás

Este mandamiento nos manda respetar nuestra propia vida y la del prójimo, cuidando de la propia salud, porque la vida humana es sagrada. Se trata de no lastimar ni atentar contra la vida propia o ajena, física o moral.

Para cumplir este mandamiento, debemos servir a la vida cuidando nuestra salud, para no caer en vicios como el alcoholismo o la drogadicción. El suicidio es un atentado contra la propia vida.

Con respecto a la vida de otros, debo evitar las críticas y el dar a conocer a todos los defectos ajenos, es decir, las calumnias. El maltratar físicamente a las personas, atenta contra la vida ajena. El aborto es dar muerte a una vida en el vientre de la madre.

Para saber si estoy cumpliendo con este mandamiento me puedo preguntar:

• ¿He hablado mal de los demás? • ¿He maltratado a alguien físicamente? • ¿He caído en algún vicio? • ¿He atentado contra mi salud?

6. No cometerás actos impuros

Este mandamiento nos manda conservar la pureza del cuerpo y del alma.

Para cumplir con este mandamiento, debemos procurar la limpieza interior de nuestro cuerpo y de nuestra alma ya que es un tesoro muy grande que debemos conservar. Nuestro cuerpo es un templo del Espíritu Santo.

Para saber si cumplimos con este mandamiento, nos podemos preguntar:

• ¿He cometido adulterio o fornicado? • ¿He visto algún tipo de pornografía? • ¿Me he permitido tener pensamientos y deseos morbosos? ¿He dominado mis

pasiones? • ¿He practicado la homosexualidad? • ¿He practicado la masturbación?

7. No robarás

Este mandamiento nos manda respetar las cosas de los demás y utilizar las nuestras para hacer el bien. También, nos manda respetar y cuidar la Creación.

Para cumplir este mandamiento, no debemos apropiarnos de lo que no sea nuestro y debemos evitar causar daño a lo que tienen los demás. Respetar la Creación y usar las cosas para hacer el bien. Pagar lo justo a las personas que empleo y cuando soy empleado cumplir con el trabajo para el que fui contratado.

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Para saber si cumplimos con este mandamiento, nos preguntamos:

• ¿Devuelvo las cosas que encuentro y no son mías? • ¿Cuido las cosas que me prestan? • ¿Cuido las cosas que tengo? • ¿Cuido y respeto la creación? • ¿Comparto mis cosas con la gente necesitada? •

8. No mentirás

Este mandamiento nos manda ser sinceros y no mentir. Nos pide decir siempre la verdad. Mentir es decir algo falso, es engañar.

Para cumplir este mandamiento, debemos decir la verdad y no engañar a los demás ni hablar mal de ellos.

Para saber si cumplimos con este mandamiento, me puedo preguntar:

• ¿Estoy acostumbrado a ser sincero? • ¿Acostumbro resolver mis problemas sin mentir? • ¿Hablo bien de las demás personas?

9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros.

Este mandamiento nos dice que no debemos pensar ni desear cosas inmorales. Nos pide pureza de corazón para ver todas las cosas con los ojos de Dios. Pureza de corazón, sea yo soltero(a) o casado(a).

Para poder vivir este mandamiento, necesitamos vivir la virtud de la pureza. Esta virtud nos lleva a respetar el orden establecido por Dios en el uso de la capacidad sexual a fin de vivir un amor humano más perfecto. Practicar la castidad, cuidando lo que vemos, lo que oímos, lo que decimos, etc. Cuidar el corazón de todo aquello que lo pueda manchar.

Para saber si cumplimos con este mandamiento, nos podemos preguntar:

• ¿He tenido pensamientos inmorales? • ¿He vivido la virtud de la castidad en mi vida? • ¿He cuidado la pureza de mi corazón? • ¿He propiciado situaciones que me pongan en peligro para tener pensamientos y

deseos impuros?

10. No desearás los bienes ajenos

Este mandamiento nos manda ser generosos y no dejar lugar a la envidia en nuestros corazones. Para poder cumplir este mandamiento debemos ser felices con las cosas que tenemos y no tener envidia si alguien tiene más que nosotros. Disfrutar y agradecer lo que tenemos.

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Para saber si estamos cumpliendo con este mandamiento, nos podemos preguntar:

• ¿Soy feliz con las cosas que tengo? • ¿Agradezco y cuido las cosas que tengo como un regalo de Dios? • ¿Me pongo feliz por mis amigos cuando consiguen algo que yo no tengo? • ¿Me pongo feliz cuando a los demás les pasan cosas buenas?

¡Al cumplir los mandamientos vamos a estar cerca de Dios y vamos a vivir más felices! Los Diez mandamientos son el mejor camino para llegar al Cielo.

Recuerda que para ser feliz nos conviene cumplir con los Diez Mandamientos que Dios le entregó a Moisés. No olvides que seguir las huellas de Cristo es imitarlo en su perfecto cumplimiento de las leyes de su Padre. Los católicos, además, seguimos el mandato de Cristo: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo y, predicar el Evangelio a todas las personas.

Para profundizar: Para Salvarte, P. Jorge Loring, S.J.

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XVI. Primer Mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas

“Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto” (Ex 20, 2-5; cf Dt 5, 6-9). “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10).

1. El Decálogo

El pueblo de Israel vivió como esclavo en Egipto. Dios eligió a Moisés para liberarlo y llevarlo a la tierra prometida. En el camino, Moisés subió al Monte Sinaí y ahí Dios le dio dos tablas de piedra con diez mandamientos de la ley de Dios. En los mandamientos está escrito todo lo que debemos hacer para llegar al Cielo. Son un regalo que nos ha dado Dios para poder estar con Él.

La palabra “Decálogo” significa literalmente “diez palabras” (Ex 34, 28; Dt 4, 13; 10, 4). Estas “diez palabras” Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria. El don de los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad.

Las “diez palabras” resumen y proclaman la ley de Dios: “Estas palabras dijo el Señor a toda vuestra asamblea, en la montaña, de en medio del fuego, la nube y la densa niebla, con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra y me las entregó a mí” (Dt 5, 22). Por eso estas dos tablas son llamadas “el Testimonio” (Ex 25, 16), pues contienen las cláusulas de la Alianza entre Dios y su pueblo.

“Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1).

“En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad” (S.Buenaventura, sent. 4, 37, 1, 3).

El hombre tiene un fin, darle gloria a Dios su creador y obedeciéndolo en la tierra, para luego gozar en plenitud con Él en la gloria.

Dar gloria a Dios es la razón de nuestra existencia, cumpliendo en todo momento su voluntad. Para ello, hay que comenzar por cumplir los mandamientos. Con el fin de facilitarnos el conocer Su voluntad, Dios nos dio el Decálogo.

Recordemos este pasaje: “En esto se le acercó uno y le dijo: Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?. Respondióle: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Mt. 19, 16-17

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El joven en cuestión esperaba recibir un instructivo o un manual de procedimientos. Los fariseos por su parte, creían ventilar el asunto con dar diezmos de mostazas y cominos (Cfr. Mt. 23, 23). Todos erraban, porque a Dios se le alcanza mediante el cumplimiento amoroso de su voluntad, expresada en el Decálogo.

Como pertenece a la revelación divina, contiene una expresión privilegiada de la ley natural. Dios los escribió con su propio dedo (Cfr. Ex. 31, 18).

Tiene formas de normas concretas. No es sólo un conjunto de normas morales naturales. Sería reducirlo a un simple código civil. Es verdad que el Decálogo coincide con la ley natural, pero las normas del Decálogo no son simple fruto de la sabiduría humana, sino que tienen el valor de normas reveladas por Dios. Es comprensible que procediendo de Dios, coincida con las normas de la ley natural, que también proceden de Dios.

El Decálogo fue enriquecido por Jesucristo. No sólo fue aceptado por Él, sino que le dio una nueva dimensión. Superó la formulación anticotestamentaria, que según la mentalidad hebrea antigua tenía demasiados acentos exteriores. Jesucristo insistió en el aspecto interior (Cfr. Mt. 5).

El Decálogo tiene forma negativa por un lado por que favorecen la libertad, es decir, deja libertad para hacer cuanto deseemos, mientras no hagamos lo que se prohíbe; pero por otro lado y más importante, expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios. El cumplirlos es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias.

Los Diez Mandamientos que promueven los grandes valores humanos, obligan porque han sido promulgados por Dios. Son el camino necesario para llegar a nuestra meta. Son un excelente resumen de los deberes morales, si añadimos el mandamiento del amor dado por Jesucristo.

En el texto del Evangelio que mencionamos se nos recuerda que los mandamientos no son opcionales, son camino y condición de salvación. Por eso son definitivos, básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes (Cfr. Cat. 2072).

Los mandamientos resumen y enuncian todos los deberes del hombre para con Dios y a la vez, explican la respuesta de amor que el hombre está obligado a dar a Dios.

Finalmente hay que recordar que el Decálogo forma un todo en el que cada mandato remite a los demás y al conjunto. Eso quiere decir que se condicionan recíprocamente porque forman una unidad orgánica en la que transgredir un mandamiento es quebrantar toda la ley (Cfr. Cat. 2079).

Para poder vivir los mandamientos hay que conocerlos bien, y tenemos la posibilidad de vivirlos por medio de la gracia. Cuando el cumplir uno o varios mandamientos nos cuesta, seguramente, hemos dejado a un lado la oración, la vida sacramental, etc. Dios no nos pide imposibles. Bien decía San Agustín: “Dios no manda imposibles; te avisa que cumplas lo que puedas, y pidas lo que no puedas, y Él te dará la gracia para que puedas”.

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2. La virtud de la religión

Bien conocido es el pasaje del Evangelio en el cual un doctor de la Ley le pregunta a Jesús sobre cuál es el principal mandamiento de la Ley y la respuesta: “Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento”. Mt. 22, 36-38.

Ya en el Antiguo Testamento, encontramos el mandato de Dios: “Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí”. Ex. 20, 2

Este mandato lleva como consecuencia la necesidad de vivir la fe, la esperanza y la caridad. Así como la virtud de la religión.

La virtud de la religión es la virtud moral, por la cual el hombre tributa a Dios el culto que le es debido en justicia, como Creador y Ser Supremo.

Amar a Dios como al Ser supremo es una virtud. Podemos definir la virtud de la religión como el hábito de amar a Dios por encima de todo. Se exterioriza por medio de los actos de culto y por el cumplimiento de los Mandamientos.

El culto: son las acciones a través de las cuales el hombre expresa su relación de amor y respeto a Dios.

Existen diferentes tipos de culto:

• Interno: culto que se rinde a Dios en la conciencia, en el corazón, en la inteligencia y la voluntad. Es el fundamento de la virtud (Cfr. Mt. 15, 8). Como pueden ser la devoción, es decir, la disponibilidad y la generosidad ante lo referente al servicio a Dios, y la oración.

• Externo: manifestaciones externas en actos visibles, de la relación que se vive con Dios.

Hay diferentes categorías de culto:

• Adoración: culto interno y externo que se tributa a Dios y que en sentido estricto solo se debe a Él, porque como criaturas sólo existimos por Él. Se llama de “latría”.

• Veneración: culto que se tributa a los santos. A ellos nos encomendamos para que nos alcancen por su intercesión las gracias de Dios. Este culto se llama de “dulía”.

• Una veneración especial: reservada a la Santísima Virgen por su dignidad de Madre de Dios. A este culto se le llama de “hiperdulía”.

El culto a las imágenes sagradas, fundado en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios, no es contrario al primer mandamiento (Cfr. Catec. 2141). El que venera una imagen, venera en ella al modelo, a la persona que representa. Es una veneración respetuosa no una adoración que sólo corresponde a Dios (Cfr. Catec. 2132).

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Para saber si estoy cumpliendo con este mandamiento me puedo preguntar si estoy amando a Dios como un hijo ama a un padre o si vivo para las cosas del mundo.

El Primer Mandamiento responde a la necesidad que tiene el hombre de creer, de esperar, de amar. Saber que existe un Ser Supremo que lo ha creado, que le brinda seguridad, que lo ama desde siempre y para siempre.

El hombre es un ser que, así como necesita comer y dormir, también necesita creer en algo o en alguien superior que responda a sus interrogantes. A lo largo de la historia de la humanidad podemos constatarlo. No ha existido ninguna cultura en la que las divinidades no se hagan presentes: Zeus, Júpiter o Quetzalcóatl. El hombre es un ser religioso por naturaleza.

El Primer Mandamiento no lo inventó Dios cuando le entregó las tablas a Moisés. Está escrito en el corazón del hombre desde siempre. Dios puso esta necesidad en el hombre al crearlo a su imagen y semejanza y sabe que Él es la única respuesta. Por esto, le da un mandato al hombre: "Amarás a Dios sobre todas las cosas", no porque Dios necesite ser amado, sino porque el hombre necesita amar a Dios.

Entonces, ¿por qué existen los ateos?

La palabra ateísmo designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputan como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites de las ciencias positivas, pretenden explicarlo todo sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta.

Hay quienes exaltan tanto al hombre que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios, por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios porque al parecer no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso.

Además el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida de carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios.

Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y por tanto no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno original, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar la reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual en esta génesis del ateísmo puede tener parte no pequeña los propios creyentes en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la

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exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Cristo.

La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto requiere necesariamente un prudente y sincero diálogo, e invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo. La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano, cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello de “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (S. Agustín, Confes. I 1:Pl 32, 661).

(Documentos Completos del Vaticano II)

El ateísmo es algo con lo que convivimos todos los días: Dios ha muerto para muchos hombres. Si miramos a nuestro alrededor,¿cuántas de las personas que conocemos toman en cuenta a Dios antes de tomar una decisión? ¿Cuántas voltean hacia Él antes de iniciar una actividad? ¿Cuántas le agradecen el don de la vida, de la sonrisa, de la amistad?.

La mayoría de la gente, aún algunos que se dicen creyentes, piensan, sueñan, sienten, viven "en ateo", es decir, al margen de Dios, olvidándose por completo de Él.

Pero esto no significa que el hombre haya dejado de ser un ente religioso. No significa que el hombre ya no sienta la necesidad de creer en algo, sino que ha sustituido a Dios queriendo llenar ese vacío con otras cosas.

3. ¿En qué creen los hombres de hoy?

El hombre cree en el progreso, ha querido sustituir la fe por la ciencia y quiere encontrar en ella todas las respuestas a sus interrogantes.

El hombre cree en el bienestar, en la comodidad, deseando cambiar la esperanza por la seguridad que le dan las compañías aseguradoras o las cercas eléctricas. Cree en la diversión y en el placer, pensando que en ellos encontrará la felicidad que espera. El hombre cree en la eficacia, en lo útil, en lo práctico; desea llenar sus deseos de paz y descanso, comprando aparatos electrodomésticos cada vez más sofisticados.

Por último, el hombre de este siglo, al igual que todos sus antepasados, ¡que poco original!, cree en el dinero: ante él se descubre, lucha por él, sueña con él, lo busca, lo ama.

El hombre ha sustituido muchas veces a Dios por el egoísmo, pone a su "yo" como centro, criterio y modelo de vida, y enfoca todos sus esfuerzos a: "yo quiero ser más inteligente"; "yo quiero tener más"; "yo quiero sentirme cómodo"; "yo quiero sentirme contento"; "yo quiero ser famoso".

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Puedes encontrar cientos de revistas, libros y asociaciones que promueven el culto al "yo", haciendo creer a los hombres que en ello encontrarán la felicidad que buscan y que, en realidad, sólo Dios puede llenar.

4. ¿Por qué los hombres han caído en el error de sustituir a Dios?

Encontramos cinco actitudes fundamentales en el mundo:

• Los que viven como si Dios no existiera.

Son aquellos a los que la misma vida moderna no les deja tiempo para los problemas del espíritu y no les permite entrar en sí mismos, ni preguntarse sobre el sentido de la vida; ni mirar, cara a cara, a la muerte o a su destino eterno. Viven sumidos en la acción, la diversión, la música, el ruido y la distracción.

¿Qué sentido puede tener hablar de Dios en una vida de vértigo que no me permite siquiera darme cuenta que tengo necesidad de Dios? ¿Qué sentido puede tener darle respuesta a unas preguntas que el hombre no ha tenido tiempo de plantearse?

Este tipo de ateos viven sin creer en Dios, pero nunca han querido cuestionarse su existencia, ni siquiera han llegado a dudar… ¡porque no han tenido tiempo! Estos hombres viven la mitad de su vida, pues viven con el cuerpo, pero no se han dado cuenta de que tienen alma. Llenan su vacío de felicidad con cosas y afanes superficiales y esto acapara todo su tiempo.

Al final de su vida se darán cuenta de que vivieron sin creer en Dios, que fueron ateos, sin saber que lo eran.

• Los que dicen que Dios no existe

Hay muchos que dicen no creer en Dios, pero si hablamos con ellos nos damos cuenta de que no es que no crean en Dios, sino que no creen en la idea que ellos tienen de Dios. Se hacen una imagen desfigurada de Dios por falta de formación religiosa o porque quienes los formaron no supieron explicarles la verdad.

Se les ha presentado la imagen de un dios aburrido, envuelto en largas ceremonias, letanías incomprensibles, los ojos en blanco, largos e incómodos ropajes y olor a incienso, sin explicarles la diferencia entre el fin y los medios. Se les ha presentado un dios justiciero, que está atento y vigilante para castigar al que ose ofenderle. Se les ha presentado un dios que se complace en el sufrimiento, con las rodillas sangrantes, silicios y torturas.

Se les ha presentado un dios demasiado pequeño, que llena sus aspiraciones más profundas y se niegan, con toda razón, a creer en él. ¡Si estos hombres conocieran al verdadero Dios! ¡Qué razón tienen para no creer en un dios tan extraño, irreal, lejano, deformado!.

• Los que buscan algo más…

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En los últimos años se ha registrado un renacimiento del interés en la espiritualidad del hombre. Los mismos que unos años antes vivían tranquilos, como si no existiese nada más que lo material, ahora empiezan a escribir libros acerca de fenómenos espirituales y deseos de felicidad infinita.

Por desgracia, muchas de estas almas inquietas pueden buscar ese "algo" que les hacía falta en lugares incorrectos. Dan por hecho que en la religión no lo encontrarán y van a otros lugares a buscarlo. Así, vemos a jóvenes que se inscriben a escuelas de "meditación trascendental", porque ahí les prometen encontrar su propio "yo" en sintonía con el Universo. Vemos a otros que van buscando el camino a la felicidad y acuden a magos y adivinadores para que les lean la mano, el café, las cartas, la pupila o el aura. Encontramos a gente que duerme bajo una pirámide de cristal o sobre placas de un color determinado, o con cristales de cuarzo en la frente para llenarse de "energía positiva".

Otros más cuelgan ajos en la cocina, esconden papas debajo del colchón, lavan su casa con hojas de muérdago y traen en el cuello infinidad de objetos: semillas, amuletos, figuras de ángeles, de ojos, de manos…, porque "alguien" les ha dicho que eso les ayudará a alejar el mal de su vida.

Por último, hay otros que, buscando a Dios, sin saberlo ni quererlo, han caído en las manos del demonio. Empezaron jugando a la "quija" para invocar a los espíritus y han terminado afiliados a sectas satánicas.

El demonio no pierde la oportunidad y generalmente es el primero en asistir a estas sesiones de espiritismo para causar el mayor daño posible a las almas.

Todas estas prácticas: la superstición, la magia, la brujería, el espiritismo, son faltas graves al Primer Mandamiento.

Pretenden cambiar la fe y la esperanza en Dios... por la confianza en una semilla, en una hierba o en una piedra de cuarzo. Pretenden cambiar la voz de Dios que se manifiesta en la conciencia, por los consejos de la bruja o del horóscopo.

• Los que si creen…

La cuarta actitud es la que distinguimos en aquellos que reconocen que todos los grandes dones que poseen: la vida, la fe, la salvación, los recibimos de la bondad de Dios. Sabemos que Dios quiere enriquecernos con su gracia y establecer con nosotros una relación personal y correspondemos a ella. Esta relación mutua de amor se llama religión.

La religión es la forma concreta de cumplir el Primer Mandamiento e incluye todas las virtudes teologales, pues nace de la confianza y el deseo vivo de agradecer y corresponder a Dios por todos los dones recibidos. La religión es un acto de justicia debido a Dios por su dignidad. La virtud de la religión se expresa mediante actos internos y externos que, unidos, forman lo que se conoce con el nombre de culto.

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Estos actos son:

Reconocer a Dios como Creador y Salvador; Señor y Dueño de todo lo que existe; reconocer con respeto y sumisión lo poco que somos junto a Él. Este acto es la adoración y por ella alabamos a Dios, lo exaltamos. Y, al hacerlo a Dios, nos liberamos del egoísmo, del pecado y de la idolatría del mundo, pues reconocemos que sólo Dios es la respuesta a todas nuestras aspiraciones y a todos los interrogantes de nuestras vidas.

Elevar el espíritu hacia Dios, platicar con Él para alabarlo, agradecerle o suplicarle en cada momento de nuestra vida. En la oración manifestamos a Dios que lo amamos.

Amar a Dios es tomarlo en cuenta en nuestras decisiones, proyectos y problemas. Hacer sagrados (sacrum fácere) todos nuestros pensamientos, acciones y deseos, ofreciendo a Dios nuestro trabajo y nuestras diversiones; nuestros sufrimientos y alegrías; nuestro descanso y nuestras preocupaciones, para unir nuestro sacrificio al sacrificio de Cristo y a su misión salvadora.

Cumpliendo con las promesas y votos que le hayamos hecho. Nosotros hemos hecho promesas en el Bautismo y en la Confirmación. Los casados, en el matrimonio. También, puede ser que hayamos prometido algo por devoción: un acto, una oración, un sacrificio… La fidelidad a las promesas que le hayamos hecho a Dios son una manifestación de que reconocemos y respetamos su Majestad y de que lo amamos con un amor fiel.

• Los que no creen porque no les permiten creer

Por último, nos encontramos con un grupo más o menos grande de personas que creen en Dios, pero las leyes de su país les prohíben rendir culto externo a Dios.

Estos hombres, por el hecho de obedecer las leyes de su país, no actúan necesariamente en contra del Primer Mandamiento, pues los actos propios de la religión, aunque se expresan externamente, siempre sobrepasan el espacio y el tiempo, pues van dirigidos a Dios. Por eso, ni los gobiernos ni las organizaciones políticas o sociales pueden impedir o eliminar el recto ejercicio de la religión. Aún cuando lograsen desterrar toda forma exterior de culto, el hombre seguirá viviendo, si él quiere, esa relación íntima de amor con Dios que es el fundamento de esta virtud. Sin embargo, tales leyes son un obstáculo más en la vida de los cristianos. Todos los gobiernos deberían respetar el derecho a la libertad religiosa, sin ejercer ninguna coacción externa sobre los individuos.

Vale la pena aclarar que la libertad religiosa, no implica la libertad para adherirse al error. ¡Imagínate a alguien que diciendo que su religión se lo pide, ofreciera a su dios corazones humanos!

El derecho a la libertad religiosa existe pero debe estar regulado siempre por la justicia, en miras del bien común y siempre enfocado a la búsqueda de la Verdad, que es una sola.

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Por eso, los católicos tenemos una forma más de expresarle nuestro amor a Dios y es "ser luz del mundo", mostrando a los demás el camino correcto a través de nuestras palabras y acciones, dándoles a conocer al único Dios Verdadero, Creador del Cielo y de la Tierra y la única solución a las cuestiones fundamentales de la vida.

5. Los pecados contra el primer mandamiento

Básicamente todos los pecados que atentan contra la fe, la esperanza, y la caridad son pecados contra este mandamiento. Así mismo, los pecados contra la virtud de la religión.

• La superstición, es decir, dejarse llevar por la superstición. Que es tratar a una criatura natural elevándola al nivel sobrenatural, creer en poderes superiores de un objeto natural. Ej. Pata de conejo que libra de un accidente de coche. Es una desviación del sentimiento religioso y pérdida de la confianza en la divina providencia. Y más profundamente, atribuir eficacia a la sola materialidad de las oraciones y de los sacramentos, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen. Como si fueran mágicos.

• Caer en idolatría:, dando culto a una criatura como si fuera Dios. Es divinizar lo que no es Dios. (Ej. La falsa concepción de la ecología extendida hoy día por el New Age, vuelta al panteísmo o divinización de las fuerzas de la naturaleza).

• Guiarse por adivinos o magias, tratando de manejar alguna fuerza natural esperando que dé resultados sobrenaturales. La lectura de las cartas o del café para saber el futuro, confía en la supuesta capacidad de manejar poderes que superan la capacidad humana por encima de Dios y de la libertad del hombre.

• Pecados de irreligión: Como el tentar a Dios poniendo a prueba su Bondad y su Omnipotencia, el sacrilegio que es profanar personas o cosas o lugares consagrados a Dios y la simonía o compraventa de cosas espirituales. Señor, si me curas te prometo…..

• Ateísmo Vivir conscientemente a espaldas de Dios. Aquí encaja tanto el que niega a Dios (ateo teórico), como el que vive como si Dios no existiera (ateo práctico). Lo que es un hecho es que cuando pecamos contra cualquiera de los otros mandamientos, es porque no estamos convencidos del primero. Si amáramos a Dios sobre todas las cosas, no pecaríamos.

Para profundizar: Para Salvarte, P. Jorge Loring, S.J.; Dignitatis Humanae n.3; Sacrosantum Concilium nn 7, 47-48; Lumen Gentium n 11.

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XVII. Segundo Mandamiento: No tomarás el nombre de Dios en vano

“No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios” (Ex 20, 7; Dt 5, 11). “Se dijo a los antepasados: No perjurarás…Pues yo os digo que no juréis en modo alguno” (Mt 5, 33-34).

En ocasiones vemos como, para algunas personas, el segundo y tercer mandamiento son mandamientos de relleno, parecería que no tienen importancia. Sin embargo, estos mandamientos poseen una gran riqueza moral. Nos enseñan el lugar que Dios debe de ocupar en nuestra vida.

1. El nombre de Dios

“Señor, Dios Nuestro, ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!” (Sal 8, 2).

Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en El; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. “El nombre del Señor es santo”. Por eso el hombre no puede hacer mal uso de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf Za 2, 17). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (cf Sal 29, 2; 96, 2; 113, 1-2).

En el Antiguo Testamento vemos como el hombre tenía miedo de pronunciar el nombre de Dios y utilizaban los nombres de algunos atributos de Dios para mencionar a Dios. De ahí el escándalo de los judíos cuando Cristo llama a Dios “Padre”.

“Los sentimientos de temor y de lo “sagrado” ¿son sentimientos cristianos o no? Nadie puede dudar razonablemente de ello. Son los sentimientos que tendríamos, y en un grado intenso, si tuviésemos la visión del Dios soberano. Son los sentimientos que tendríamos si verificásemos su presencia. En la medida en que creemos que está presente, debemos tenerlos. No tenerlos es no verificar, no creer que está presente” (Newman, par. 5, 2).

Para los judíos el conocer el nombre de alguien significaba tener dominio sobre él, conocerlo en su intimidad, pensaban que el nombre y la persona eran lo mismo. Cristo al decirle ”Padre” quería enseñarnos que Dios era nuestro Padre. No hay que evitar nombrar a Dios sino hay que respetarle y amarle como Padre (Cfr. Mt. 6, 7-15).

Siempre existe una relación entre el nombre y la persona que lo lleva. En la Biblia cuando Dios le da una misión especial a alguien, también le da o le cambia el nombre, Abraham se convierte en Abraham, Saray en Sarah, Simón en Pedro, etc. Por lo tanto, debemos de ser siempre respetuosos cuando mencionamos el nombre de alguien.

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Dios es santo, entonces su nombre también lo es. Cuando mencionamos la palabra Dios, no estamos repitiendo una palabra de cuatro letras, sino que estamos mencionando a Dios, Uno y Trino. El mismo Cristo nos lo dice cuando nos enseña a rezar el Padrenuestro: “…. Santificado sea tu nombre……”.

El mandamiento de “No tomar el Nombre de Dios en vano” pertenece a la virtud de la religión y regula el uso de la palabra respecto a las cosas santas. Manda a respetar el nombre de Dios, usándolo sólo para bendecirlo y alabarlo. Nos pide cultivar el sentido de lo sagrado. También nos manda, por lo tanto es un deber, dar gloria a Dios con todos los actos de la propia vida y expresar de pensamiento, palabra y con acciones, la alabanza debida a su nombre.

“No jurar ni por Creador ni por criatura, si no fuere con verdad, necesidad y reverencia” (S: Ignacio de Loyola, ex. Spir. 38).

El invocar y anunciar el nombre de Dios es otro deber de este mandamiento que incluye formas externas de reverencia y formas de apostolado. Incluye el testimonio, la educación en la fe, la catequesis, etc. En el segundo mandamiento se nos exige que siempre respetemos el nombre de Dios, así como respetar todo aquello que está consagrado a Dios, como son:

• Los lugares sagrados: iglesias y cementerios, las cuales siempre debemos de respetar y actuar dignamente.

• Las cosas sagradas: cáliz, altar, patena, copón y otros objetos dedicados al culto. • Las personas sagradas: los ministros de Dios – sacerdotes y religiosos – que merecen

todo nuestro respeto por lo que representan y por ende, nunca debemos hablar mal de ellos.

Así también hay que respetar los compromisos contraídos con Dios que pueden ser de diferentes formas:

• Conjuro: consiste en apelar a la voluntad ajena, apoyándose en la autoridad de Dios (“no hagas tal o cual por Dios”). Puede ser negativo o positivo depende del carácter moral del acto. Debe de limitarse a situaciones excepcionales y acciones positivas. Tiene como fin tocar la conciencia del otro para ponerla ante Dios y su voluntad.

• Voto: que es una promesa hecha libremente por la que una persona se obliga delante de Dios a hacer lo posible y mejor u omitir algo. Esta promesa tiene que ser formal: es decir el compromiso de cumplirlo se hace expresamente, considerando que hacemos un voto delante de Dios y no un mero propósito. Tiene que ser deliberado, no porque se me ocurrió de repente. También tiene que ser libre, no puede haber coacción ninguna. Y lo prometido tiene que ser posible y razonable, tiene que ser algo mejor que lo contrario. Dentro de los votos se encuentran los votos religiosos. Es más que una promesa es un compromiso con una valoración moral. (Cfr. Código de Derecho Canónico c 1191).

• Juramento: poner a Dios como testigo y garantía de veracidad de una afirmación. Se puede jurar de varias maneras: invocando a Dios, a la Virgen, o algún santo, nombrando algo que denote perfección como el cielo, la Iglesia, etc. y jurando sin pronunciar palabra, poniendo la mano sobre la Biblia, etc. Para que un juramento sea lícito tiene que ser veraz, afirmando sólo lo que es verdad y prometiendo sólo lo que se tiene intención de cumplir, debe ser por necesidad, cuando es realmente

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importante que se crea, o cuando lo exige la autoridad civil o eclesiástica. También debe ser hecho con justicia, afirmando o prometiendo algo lícito, nunca algo ilícito.

De todos modos, es conveniente acostumbrarse a hacer propósitos que nos ayuden a mejorar y no a hacer votos o juramentos, a menos que sea por Voluntad de Dios o absolutamente necesario.

2. Pecados contra el segundo mandamiento a. Confesar irreverentemente el nombre de Dios. Ej: bromas o chistes sobre cosas

sagradas. Normalmente son veniales. b. Blasfemia: palabras o gestos que injurien a Dios, la Virgen, los santos o la Iglesia:

• Estos pueden ser directos cuando se dirigen a Dios. • Indirecto cuando se refiere a la Virgen, los santos o cosas sagradas. • Herético, cuando hay algún error contra la fe. Ej. ¡Dios es injusto conmigo!. • Execratoria, cuando hay odio a Dios. La blasfemia siempre es pecado grave cuando va acompañada de pleno conocimiento, pleno consentimiento.

c. Perjurio: juramento falso para avalar una promesa que no se tiene intención de cumplir, una vez hecha no la mantiene o invocar a Dios como testigo de una mentira. Hay grave irreverencia en poner a Dios como testigo de una mentira. Es grave ofensa utilizar el nombre de Dios al jurar algo que no es lícito, se falta a la justicia. No se puede jurar sin prudencia o por cosas sin importancia. Si hay escándalo o peligro de perjurio puede ser mortal, al igual que cuando la materia es grave.

d. Incumplimiento del voto emitido válidamente. Su gravedad depende del compromiso adquirido y de la actitud con que se quebranta.

Cuando es costumbre jurar por algo insignificante, hay que eliminar este vicio, aunque normalmente no pase de pecado venial.

Con este mandamiento, al igual que con el tercero, sucede que no nos damos cuenta de lo que implican, pero si son mandamientos que poseen muchas exigencias.

Además, aunque en el Antiguo Testamento la relación del hombre con Dios está caracterizado por el temor, en el Nuevo Testamento, Cristo nos enseña a amarle y respetarle como Padre.

Para profundizar: Para Salvarte - 2° mandamiento, P. Jorge Loring, S.J.

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XVIII. Tercer Mandamiento: Santificarás las fiestas

“El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Ex 31, 15).

“El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Mc 2, 28).

“El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27).

“Los que vivían según el orden de cosas antiguas, han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por El y por su muerte” (S. Ignacio de Antioquia)

Reafirma S. Tomás de Aquino: “La celebración del domingo cumple la prescripción moral inscrita en el corazón del hombre, de dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular bajo el signo de su bondad universal hacia los hombres”.

“Nos reunimos todos el día del sol porque es el primer día (después del sábado judío, pero también el primer día), en que Dios, sacando la materia de las tinieblas, creó al mundo; ese mismo día, Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos” (S. Justino, Apol. 1, 67).

“El domingo…ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, 1).

“El domingo y las demás fiestas de precepto… los fieles se abstendrán de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo” (CIC can. 1247).

Hoy en día hemos entendido el descanso como algo que no tiene nada que ver con Dios. Nuestras diversiones y pasatiempos en ocasiones están muy alejadas de Dios y de la convivencia familiar. A veces, incluso, no podemos asistir a Misa porque no nos dio tiempo sabiendo que el domingo es "día del Señor".

La Iglesia, en su esfuerzo por ayudar al hombre, establece un mínimo indispensable que consiste en asistir a Misa y no realizar trabajos que impidan el culto a Dios o el debido descanso. "Santificar las fiestas" es dar un sentido de unión con Dios al descanso merecido y a la necesaria convivencia familiar.

En tu tiempo de descanso debes tener siempre dos prioridades: la atención a tu familia y las cosas de Dios. La atención a la familia es importantísima, pues en los días de trabajo, hoy en día, sabes que es muy difícil que todos los miembros de la familia puedan estar reunidos, debido a los diferentes horarios de estudio y trabajo y a las diversas actividades que cada miembro debe realizar. Es necesario aprovechar los fines de semana para platicar, convivir y conocerse mutuamente.

El cultivo del espíritu, la atención a las cosas de Dios, se hace necesario, como ya dijimos, en un mundo en el que todo pasa de prisa. Los domingos y días de fiesta debemos aprovecharlos para conocer más a Dios y saber qué vamos a hacer para alcanzar la felicidad eterna.

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Lo ideal es inventar actividades en las que se reúnan las dos prioridades, como puede ser ir al campo para admirar la Creación, leer juntos una frase del Evangelio, visitar en familia a alguna persona enferma o necesitada.

1. ¿En qué consiste el descanso?

Descansar no significa estar sin hacer nada. La misma naturaleza del hombre se rebela en forma de aburrimiento cuando éste no realiza ninguna actividad.

Las actividades deportivas, recreativas, culturales y apostólicas en familia nos darán más descanso corporal y espiritual que una mañana entera viendo televisión.

La ociosidad es la madre de todos los vicios. Si no ocupamos nuestra mente y nuestro tiempo en cosas buenas, el demonio se encargará de llenarlos de cosas malas.

Lo mejor es programar nuestro descanso incluyendo momentos para recuperar el sueño, pero también con actividades que relajen la mente y el cuerpo: deporte, lectura, pintura, visitas turísticas, convivencia familiar, escuchar buena música, ver una buena película, etc.

Ahora bien, debemos de santificar toda la vida, sería incorrecto santificar las fiestas y vivir el resto de la vida alejados de la santidad.

Todas las cosas profanas pueden hacerse santas en el momento en que las utilizamos para dar gloria a Dios. Ej. El coser, el cocinar, etc. Es elevarlo todo al nivel de Dios. La vida del hombre puede santificarse o dejarse en el simple nivel natural. Dios nos pide que santifiquemos las fiestas en el tercer mandamiento. Y Cristo lo amplía pidiéndonos que santifiquemos todas las áreas de la vida (Cfr. Jn. 4, 21-24).

Hay que alabar a Dios con culto exterior, visible y público.

La santificación del trabajo. El trabajo es una actividad humana que se destina a la consecución de los medios de subsistencia y a la realización personal. Cuando el ser humano dedica su energía para lograr los bienes materiales que necesita para sí y para sus familiares, está realizando un acto de gran sentido cristiano. Cuando omite el trabajo para dedicarse a Dios (Misa) o por los demás (apostolado y caridad) está enriqueciendo su tiempo por una vía no material. Por eso el descanso dominical representa un modo de santificación de las fiestas, pues es dedicar el tiempo de trabajo a beneficios espirituales y caritativos, y no a beneficios materiales.

Esto no quiere decir que quien tiene la necesidad de trabajar en domingo, esté pecando. Siempre se puede ofrecer a Dios y cuando las razones son poderosas se puede trabajar. Esto no quiere decir que el asistir a Misa quede dispensado, hay diferentes horarios de Misas para poder hacer ambas cosas. Son los casos en que es por el bien común que se tiene que trabajar. Ej: policía, médicos, personas que laboran en los servicios públicos esenciales, etc.

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2. Pecados contra el Tercer Mandamiento

Pueden existir actitudes internas que busquen un descanso inmoral, realizando actividades peligrosas para el alma:

• Es importante distinguir el descanso como fin y no como medio, cayendo en el pecado de pereza o sensualidad.

• Si se dedica demasiado tiempo al trabajo, descuidamos a la familia, la salud física y mental, y a Dios.

• No debemos faltar a Misa el domingo o las fiestas de guardar.

El origen del domingo como día del Señor se encuentra en el Sabath judío, durante el cual ellos descansan recordando la Creación que, como seguramente recuerdas, terminó el séptimo día cuando Dios descansó.

Después de la Resurrección, los cristianos decidieron cambiar el sábado por el domingo, para recordar que ese día había resucitado Jesucristo.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos se reunían el domingo para recordar todos juntos la Resurrección del Señor, como lo vemos en la primera carta de Pedro: "En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los ha salvado por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (I Pe 1-3 ).

El sentido de asistir a Misa es reunirnos con muchos otros cristianos para celebrar juntos la Resurrección de Jesús. Por esto, decimos que el domingo es día de fiesta.

3. ¿Y si estoy enfermo?

Hay algunos casos en los que la Iglesia dispensa de la obligación de asistir a Misa el domingo, como puede ser la enfermedad, el estar de viaje en un lugar donde no hay iglesias o el no poder asistir por tener que cuidar a algún enfermo.

Sin embargo, es indispensable evitar sentirnos libres del compromiso con facilidad. Antes de ir a un lugar donde no hay iglesias, podemos planear nuestro descanso asegurando que podremos ir a Misa en algún momento; antes de faltar a Misa por estar enfermos debemos ver si realmente nuestra enfermedad es tan grave, pues puede ser que nos sintamos bien para ir al cine y no para asistir a Misa; antes de faltar a Misa por tener que cuidar a alguien, debemos buscar a otra persona que nos pueda reemplazar durante una hora.

Para cumplir con este mandamiento debemos ir a Misa todos los domingos y fiestas que la Iglesia nos indique y celebrar el amor de Dios y todo lo que ha hecho por nosotros. Debemos aprovechar los domingos para rezar más y estar cerca de Dios, así como para descansar sanamente y ayudar a que otros descansen.

Para saber si estamos cumpliendo con este mandamiento debemos preguntarnos: ¿Voy a Misa los domingos y fiestas que manda la Iglesia?; ¿Hago un esfuerzo por estar

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muy cerca de Dios durante la Misa y escuchar lo que me quiere decir?; ¿Pienso en Dios los domingos?; ¿Ayudo a los demás para que puedan descansar?.

Para profundizar:

• El Día del Señor carta apostólica de S.S. Juan Pablo II • Para Salvarte - 3er. mandamiento, P. Jorge Loring, S.J. • Laborem Exercens, Carta encíclica de S.S. Juan Pablo II

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XIX. Cuarto Mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre

El Señor Jesús recordó la fuerza de este “mandamiento de Dios” (Mc 7, 8-13). El apóstol enseña: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. “Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra” (Ef 6, 1-3; cf Dt 5, 16).

“Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12).

“Vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51).

En el Plan de Dios, un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos, una familia. Dios ha instituido la familia y le ha dotado de su constitución fundamental. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. Entre los miembros de una misma familia se establecen relaciones personales y responsabilidades primarias. En Cristo, la familia se convierte en Iglesia doméstica, porque es una comunidad de fe, de esperanza y de amor.

La familia es la célula original de la sociedad humana, y precede a cualquier reconocimiento por parte de la autoridad pública. Los principios y valores familiares constituyen el fundamento de la vida social. La vida de familia es una iniciación a la vida de la sociedad. La sociedad tiene el deber de sostener y consolidar el matrimonio y la familia. Los poderes públicos deben respetar, proteger, y favorecer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, la moral pública, los derechos de los padres, y el bienestar doméstico.

El Cuarto Mandamiento contiene toda la riqueza de la familia cristiana. Es el primer mandamiento que se refiere al amor al prójimo. Jesús dice a sus discípulos: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34). Su enunciado es positivo, no nos habla de no hacer algo, sino de vivir sus exigencias y deberes.

Para cumplir este mandamiento se debe escuchar, respetar y amar a los padres y a todas aquellas personas que tengan autoridad sobre uno, incluyendo la autoridad civil. Por lo tanto, este mandamiento implica y sobreentiende los deberes de los padres, tutores, maestros, jefes, magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una autoridad sobre otros o sobre una comunidad de personas.

1. Vocación divina

El hombre normalmente nace en el seno de una familia. Es ahí donde recibe la educación en las virtudes y adquiere los diferentes comportamientos, se inicia en la fe, donde aprende sobre el amor. El hombre desde su nacimiento necesita vivir un clima de amor, un niño que crece en un ambiente de amor aprenderá a amar, si su infancia se desarrolla en un clima donde el amor no existe, no sabrá amar cuando sea adulto.

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El fundamento de la familia es el “amor”. Cuando un hombre y una mujer se aman construyen “una comunidad de amor”. Por medio de este amor colaboran con Dios dando vida y dándola en abundancia. No hay que olvidar que la familia es una comunidad de vida, tanto porque se da vida, como porque se entrega la propia vida al servicio de los demás miembros.

El matrimonio es la alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos. Tiene una dignidad de sacramento entre bautizados (Cfr. Código de Derecho Canónico n. 1055). Teniendo todas las características de una vocación divina, exige fidelidad, es un medio de santificación y requiere una entrega total para toda la vida.

Desde el principio Dios creó al hombre y a la mujer para amar y ser amado. El matrimonio es una institución natural que Jesucristo elevó a la dignidad de sacramento donde se reciben las gracias necesarias para llevar a cabo esta vocación. Concibiendo a la familia como el marco natural donde llevar a cabo ese amor, ésta debe estar basada en las características del amor; donación incondicional, diálogo, pensar en los intereses del otro ante que en los propios. Esto no será posible sino se pone a Dios en el centro de la relación, porque Dios es amor (1 Jn. 4, 7-8).

2. El diálogo

El papel del diálogo es fundamental, no se puede hablar de un amor auténtico entre dos personas que no se conocen a través del diálogo, esta comunicación entre dos personas por medio de gestos y palabras, es donde se participa con toda la personalidad propia, con una actitud de entrega y de aceptación.

En el diálogo la persona es escuchada y a su vez escucha. Para que esto se logre es imprescindible el ejercicio de dos virtudes: la humildad y la caridad. Por la humildad se escucha al otro y por la caridad se aceptan otros puntos de vista, se acoge al otro tal cual es, respetándolo siempre.

Ahora bien, el diálogo no es fácil, muchas veces se interponen las pasiones o los resentimientos, lo que hace que surjan los conflictos. En el diálogo hay que buscar la verdad por encima de cualquier interés personal y buscar el bien del otro, dejando a un lado las pasiones, los sentimientos, etc.

3. La donación incondicional

La condición del verdadero amor es el desinterés, se ama sin buscar satisfacer un interés propio. Tiene que existir un amor de benevolencia, es decir, querer el bien del otro, olvidándose de sí mismo. Sólo de la donación mutua nace la comunión matrimonial, base de la familia. El amor mutuo es uno de los fines del matrimonio. El ejemplo de Cristo que se entregó por nosotros nos ha de motivar para alcanzar ese amor.

4. La ayuda mutua

La ayuda mutua es un elemento fundamental en la relación matrimonial que debe actualizarse en todos los momentos de la vida diaria, sin olvidar el campo espiritual, pues

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el hombre y la mujer se santifican juntos y colaboran en la salvación de sus almas. Los esposos viven juntos (Cfr. Mt. 19, 5), para ayudarse a cumplir mejor su misión y dar gloria a Dios.

5. Procreación y educación de los hijos

La fecundidad es una característica del amor conyugal. Con esto no queremos decir que el amor no exista entre aquellas personas donde el tener hijos ha sido un imposible, recordemos que la maternidad y la paternidad son un don de Dios, no un derecho. El matrimonio es la institución humana donde se acoge la vida, aquellos que ponen a Dios en el centro de su vida y viven guiados por el amor a Él, siempre estarán abiertos a la vida.

La procreación y educación de la prole es un deber que los casados contraen ante Dios y ante la Iglesia (Cfr. Familiaris Consortio n. 28). Quedando obligados a los actos propios de la generación, ahora bien, esto no impide que de mutuo acuerdo se abstengan temporalmente de la actividad sexual por causas justificadas. Cuando esta situación se convierte en sistemática y no existen causas justificadas se va en contra del sentido de la vida conyugal y se opta por una actitud muy egoísta. El uso de métodos anticonceptivos es un acto ilícito siempre (Cfr. Humanae Vitae n. 16), mientras que el uso de métodos naturales que se rigen por los períodos de fecundidad, son lícitos, siempre que exista una causa justificada.

El hombre vive del amor y no del instinto y comprende la responsabilidad que conlleva dar vida a un nuevo ser, no olvidemos que la unión produce el cuerpo, pero Dios crea el alma de cada quien. La fecundidad matrimonial es un modo de colaborar con Dios.

Sobre la educación podemos decir que es un deber fundamental del padre y de la madre, el cual se debe realizar en conjunto y no es materia que se puede delegar a otros, las instituciones educativas serán un apoyo para los padres, pero nunca llegarán a ser sustitutos. Para una recta educación se precisa ante todo de un clima familiar propicio, estable y donde reine el amor.

6. Los deberes de los hijos hacia sus padres

“El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su madre quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre” (Si 3, 2-6). Hoy está muy difundida la idea de que los hijos tienen muchos derechos, pero ninguna obligación. Los hijos tienen grandes derechos, tales como; el derecho a la educación, a la vida, a la alimentación, etc, pero también tienen grandes deberes como son el amor, el respeto, la obediencia, la ayuda, etc. • El amor

La primera razón por la que hay que amar a los padres es por justicia, reconocer los beneficios que nos han alcanzado; la vida, la fe, el apoyo, sus sufrimientos y desvelos, etc.

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Otro motivo es por agradecimiento. Los padres como intermediarios de Dios nos han dado grandes dones, los cuales hay que agradecer. Podemos constatar como existen en ciertos casos ancianos que son abandonados por los hijos, demostrando una gran falta de justicia, agradecimiento y sobre todo de amor. El amor a los padres debe ser interno y externo, una actitud interna expresada en obras. El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. “Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?” (Si 7, 27-28). ”Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre… en tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti; conversarán contigo al despertar” (Pr 6, 20-22). Los padres tendrán que entender que según crece el hijo, hay que ir aflojando en el ejercicio de la autoridad, los hijos tienen que aprender hacer uso de su libertad.

• Ayudarlos en sus necesidades

El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos puedan, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7, 10-12).

“Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no lo desprecies en la plenitud de tu vigor… Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre (Si 3, 12-13, 16).

Los hijos tienen el deber de ayudar espiritual, económica y socialmente a sus padres en la medida que les sea posible. Esto implica darles tiempo, escucharlos, atenderlos, ayuda económica cuando sea posible y necesaria. La ayuda espiritual se la podemos dar siempre, rezando por ellos.

7. Los deberes de los padres hacia los hijos

Es un hecho que los padres quisieran que los hijos fueran perfectos y los hijos que los padres fueran perfectos, lo cual es imposible, cada quien es cómo es. Esto pone en peligro la relación entre padres e hijos. Hay que entender que los hijos son cómo son, no se puede elegir el carácter que han de tener, ni su manera de ser. Lo que se necesita es estar abiertos para aceptarlos con sus cualidades y defectos, descubriendo todo lo que existe en su interior para poder educarlos y encauzarlos.

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“Padres no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor” (Ef 6, 4).

“El que ama a su hijo, le corrige sin cesar… el que enseña a su hijo sacará provecho de él” (Si 30, 1-2) . • Amor Considerando que el amor es buscar lo mejor para aquel a quien se ama, hay que eliminar todo egoísmo. Cuando los hijos son pequeños el amor es instintivo, pero según van creciendo, sin darse cuenta, se va buscando que devuelvan el amor que se les dio. Se trata de hacer de los hijos objetos de autosatisfacción. Inclusive, en ocasiones, sin darse cuenta los padres pretende que los hijos satisfagan todo aquello que ellos no alcanzaron o deseaban alcanzar. Un padre o una madre que ama a su hijo deberá tener la preocupación del bien espiritual y humano del hijo, tratando de encontrar lo que más le convenga, sin egoísmo alguno. Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: “El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49). Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal. • Formación Los padres tienen el deber de proporcionarles a los hijos una educación humana, corporal, intelectual, espiritual y social. La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más tierna infancia. Esta educación se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan a crecer en la fe mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el Evangelio. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las otras formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen la misión de enseñar a sus hijos a orar y a descubrir su vocación de hijos de Dios (cf LG 11). La parroquia es la comunidad eucarística y el corazón de la vida litúrgica de las familias cristianas; es un lugar privilegiado para la catequesis de los niños y de los padres. Los hijos, a su vez contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad (cf GS 48, 4). Todos y cada uno deben otorgarse generosamente y sin cansarse el mutuo perdón exigido por las ofensas, las querellas, las injusticias y las omisiones. El afecto mutuo lo sugiere. La caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 4). La formación humana debe abarcar muchos ámbitos, la conducta social, la conciencia, la voluntad, el temperamento, etc., tratando de lograr que el niño tenga una visión positiva de las cosas basada en la fe, enseñarlo a ser paciente y tener dominio de sí mismo desde

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pequeños; a ser sinceros ante todo, saber comunicarse, no dejarse llevar por los caprichos, saber tomar decisiones aceptando las consecuencias, etc.

Muy importante es saber educar a los hijos en el correcto uso de la libertad. Y la comunidad política tiene el deber de honrar a la familia, asistirla y asegurarle la libertad en todos los ámbitos para un desarrollo correcto de la persona. Dentro de la formación espiritual, que resulta la más importante, tenemos la formación moral, donde la conciencia es muy importante y el testimonio de los padres en este punto es de vital importancia. Aquí hay que tratar de introducir al niño en las virtudes fundamentales, en la autoconvicción, etc. Esta formación se puede resumir como enseñar el recto uso de la libertad, escogiendo los más altos valores. La formación religiosa, parte de esta formación espiritual, es hacer que lo recibido en el Bautismo de frutos. Esto lo logramos enseñándoles a orar, presentándoles modelos de vida cristiana, el testimonio, la autenticidad, etc. Esta formación debe de llevarse a cabo desde los primeros años hasta la juventud. Sólo así se logrará que el hijo ame a Dios y al prójimo.

• Asegurar su porvenir

Los padres tienen el deber moral de poner todos los medios necesarios para prepararles el mejor futuro posible en todos los campos. Siempre encauzar sus intereses respetándolos a toda costa. No nos referimos a un porvenir “económico” solamente, pues muchas veces se piensa que hay que darles a los hijos “cosas”, logrando con frecuencia que sea unos verdaderos inútiles, olvidando otras cosas más importantes como su relación con Dios. A pesar de ser una obligación de los padres, los hijos deberán de esforzarse por conseguir un buen porvenir. Como vemos, este mandamiento obliga no sólo a los hijos, sino que obliga a los padres también. Además de que abarca la autoridad civil que ha de promover a la familia y por otro lado, las personas han de acatar las leyes justas promulgadas por la autoridad.

8. La comunidad política y la Iglesia

La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La Iglesia “respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos” (GS 76, 3). Pertenece a la misión de la Iglesia “emitir un juicio moral incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones” (GS 76, 5). Esto quiere decir que la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia para bien de todos cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuente de las circunstancias de lugar y tiempo. La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad. El deber de los ciudadanos es

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cooperar con las autoridades civiles en la construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Para profundizar:

• Para Salvarte 4° mandamiento, P. Jorge Loring, S.J. • Gaudium et Spes, nn 47-52 • Familiaris Consortio, nn 18 y 21 • Centesimus Annus, n 39

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XX. Quinto Mandamiento: No matarás

“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con su creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (CDF, instr. “Donum vital” intr. 5).

“Y yo os prometo reclamar vuestra propia sangre… Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo él al hombre” (Gn 9, 5-6).

La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: “No quites la vida del inocente y justo” (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro, y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes.

“Habéis oído que se dijo a los antepasados: “No matarás” (Ex 20, 13); y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22).

En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: “No matarás”, y añade el rechazo absoluto a la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cf Mt 5, 22-39), amar a los enemigos (cf Mt 5, 44). El mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cf Mt 26, 52).

Las personas tienden a celebrar, por lo general, su cumpleaños. ¿Por qué? Porque es algo bueno, es un acontecimiento alegre, de felicidad, de acción de gracias. Entonces podemos deducir que el nacimiento de una persona es un bien. En el aniversario del nacimiento de una persona e celebra el inicio más pleno de la vida humana que comienza desde el momento de la concepción. Aunque siempre existirán personas que, en un momento dado, consideran la vida como un mal, pero son reacciones a un sentimiento, normalmente pasajero, a consecuencia de algo que no anda bien.

La vida es un bien y un derecho, y es el derecho más alto en el orden natural. Es un don de Dios, es decir, un regalo. Nadie es capaz de crear su propia vida. La vida no nos pertenece, al ser un don tenemos la obligación de cuidar de este regalo. Esto no se logra si no se aprecia la vida desde su comienzo, desde el momento de la concepción.

Sólo Dios da la vida, por consiguiente, sólo Dios puede quitarla. Quitarle la vida a un ser humano inocente no tiene privilegios ni excepciones.

1. Visión cristiana de la vida corporal

En el Quinto mandamiento el mandato de Dios es muy claro: No matarás

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El hombre ha sido creado por Dios. Todo lo que Dios ha creado es bueno. Luego el cuerpo es un valor. La dignidad del hombre radica en ser creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gn. 1, 26-28).

Dios ha puesto todo lo material bajo el dominio del ser humano (Cfr. Sal. 139; Hech. 17, 24-28). Por eso, el hombre puede utilizar todo lo creado para fines buenos, para darle un correcto uso.

El hombre es una unidad de cuerpo y alma. Luego ambos aspectos - el material y el espiritual - son buenos, existiendo una jerarquía entre ellos donde el espiritual es prioritario (Cfr. Mt. 10, 24-28; Rm. 7, 22-24). No podemos perjudicar el alma en beneficio del cuerpo.

El hombre toma decisiones espirituales, pero las materializa en actos exteriores corporales. Por eso deben tenerse en cuenta ambos aspectos para juzgar la moralidad de un acto (Cfr. Gadium et spes n. 49). Dios se encarnó en un cuerpo, luego el cuerpo ha sido revalorizado por la acción de Dios. Más aún, Dios lo ha glorificado con la resurrección. De ahí, el cuerpo debe ser santificado como todo lo humano.

El alma fue creada por Dios por lo que es imposible aceptar la teoría de la evolución descrita por Darwin. El Papa Pío XII ya lo decía en Humani Generis. La vida humana se transmite únicamente por la unión sexual del hombre y la mujer. Por lo tanto, los padres al unirse están cooperando con Dios que crea el alma en el momento de la concepción de una vida nueva.

En la actualidad a causa de la pérdida del sentido cristiano de la vida, se ha llegado a una mentalidad anti – vida, donde se niega el valor trascendente de la vida humana.

2. La vida corporal vista desde la ley natural

Los principios morales también se deben establecer a partir de los datos que nos ofrece la ley natural. De este modo tendremos una visión más completa de la correcta orientación que debe darse a la problemática ética de lo referente a la vida corporal y a la bioética.

La ciencia y la técnica están al servicio de la persona humana y deben orientarse a la mejora integral de la persona, tanto física, como espiritual o moralmente. El hombre debe de ser tratado como hombre, cuando es adulto y cuando es menor de edad. Si no admitimos manipulaciones en la vida de un adulto, tampoco debemos permitirlas en un menor de edad o minusválido.

La vida física es el valor fundamental de los valores corporales, pues sobre ella se apoyan y desarrollan los demás. Por eso no se puede subordinar la vida a otros aspectos (económicos, artísticos, científicos, etc.).

La vida física debe de ser respetada siempre, no sólo cuando –esta vida - es notable o importante. Desde el punto de vista del valor de la persona todos somos iguales. Y la vida no depende del desarrollo del ser humano, ni de sus capacidades. También un óvulo fecundado es vida humana iniciando su proceso de desarrollo. La vida del hombre es sagrada e inviolable porque desde un principio comporta la acción creadora de Dios (Cfr. Evangelium vitae n. 53).

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Hemos dicho que el hombre es una unidad de cuerpo y alma. Defender la vida es defender cuerpo y alma. No es lícito al hombre despreciar la vida corporal (Cfr. Gadium et spes n. 14) como tampoco lo sería el desprecio de lo espiritual, se deben desarrollar todas las capacidades que tiene su alma: inteligencia, conciencia, vida espiritual, etc.

El hombre debe poner los medios ordinarios que estén a su alcance para su conservación: los accesibles económicamente, que no comporten sufrimientos excesivos, no degraden al cuerpo y tengan posibilidad de éxito. No hay obligación moral de sujetarse a medios extraordinarios que rebasen estas condiciones (Cfr. Catecismo n. 2278). La salud es un gran valor, pero no el valor supremo.

3. Abusos contra la integridad de la propia vida a. Pecados contra la sobriedad: La sobriedad es la virtud que tiene por objeto moderar,

de acuerdo con la recta razón iluminada por la fe, el uso de la comida y las bebidas. b. Drogas. La gravedad no está en la cantidad consumida sino en el daño grave que

causa al individuo por sus efectos irreparables. Ocasionalmente se pueden utilizar para fines curativos bajo control y prescripción médica y si no conlleva a la adicción. El uso de cualquier tipo de droga es ilícito, sean drogas blandas o drogas duras. La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y las drogas. El uso de la droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas; constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ley moral.

c. Bebidas alcohólicas: el exceso no distingue lo bueno y lo malo, y lleva a graves pecados y males. Los pecados cometidos en estado de ebriedad, aunque en sí no llevan culpa por carecer de sano juicio, no se justifican, pues pudieron evitarse al eliminar la causa, es decir no bebiendo en exceso.

d. La gula, - exceso en el comer y en el beber - es normalmente pecado venial, pero puede causar graves estragos a la salud y entonces se convierte en pecado mortal.

e. Suicidio. Siempre es ilícito porque se atenta contra un derecho divino y se pone en juego la propia salvación (Cfr. Catecismo nn 2280-2283). Diferente es exponer la vida por una causa heroica y justificada (Cfr. Evangelium vitae n. 66).

Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No podemos disponer de ella.

El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo.

El suicidio puede ser directo: cuando se busca esa finalidad, o indirecto cuando no se busca exactamente esa finalidad, pero se pone la vida en peligro por actuar imprudente y voluntariamente. Nunca será lícito exponer la vida sin una causa justificada.

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f. Mutilación: Es ilícita porque el individuo no es dueño de su propio cuerpo. Solamente puede justificarse en función del todo por razones de salud. Ejemplo de ello sería la extirpación de un riñón porque de no hacerlo se pondría en peligro la vida de la persona. Eliminar un órgano enfermo para bien de toda la persona es válido por el principio de mal menor. Eliminar un órgano que deteriora a la persona (en su dimensión psíquica, física o personal) es inmoral, porque no beneficia a toda la persona. Tal es el caso de la ligadura de trompas o vasectomía. Aunque beneficia algunos sectores de la persona, perjudica a otros (priva de un bien como es la capacidad de procrear).

g. La eutanasia: (Cfr. Catecismo nn 2276-2279). Proceso que produce la muerte a alguien. Si se le quitan los medios extraordinarios que le mantenían con vida no es eutanasia pues nadie está obligado a los medios extraordinarios. Las personas enfermas o disminuidas deben de ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible. Son amorales los que inducen directamente por voluntad propia o ajena, la muerte del enfermo (Cfr. Evangelium vitae nn 64-67). El dominio que el hombre tiene sobre sí mismo no es absoluto, sino ministerial, es administrador del plan establecido por Dios (Cfr. Humanae vitae n. 13). Dios pide cuentas del hombre al hombre (Cfr. Gn. 9, 5), su vida es inviolabley el que la viola, viola los derechos de Dios. Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferman no pueden ser legítimamente suspendidos. Analgesia, el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con el riesgo de acortar su vida, puede ser moralmente conforme a la dignidad de la persona si la muerte no es pretendida, ni como fin, ni como medio, sino prevista y tolerada como inevitable, es una manera de eliminar dolores a quienes se encuentran en una fase terminal. Los cuidados paliativos son una manifestación de la caridad.. La eutanasia eugenésica que tiene por objeto eliminar a las personas con una vida sin valor, nunca es permitida. Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre.

4. Abusos contra la vida de los demás

a. Asesinato: Es producir deliberadamente la muerte a otra persona. Es una acción inmoral, porque se priva de la vida a una persona.

b. La esterilización: es la intervención quirúrgica que suprime, en el hombre o en la mujer, la capacidad de procrear. Además de ser un caso de mutilación que implica atentar contra el propio cuerpo.

c. La esterilización terapéutica es la que se lleva a cabo cuando hay que salvar una vida o conservar la salud, es lícita porque su finalidad es el bien del todo. Siempre y cuando la enfermedad sea grave, sea el único remedio para recobrar la salud o conservar la vida, y que la intención sea la de curar.

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d. La esterilización directa es cuando se tiene como único fin el hacer imposible la procreación, siempre es ilícita. Ligadura de trompas, vasectomía.

e. Aborto: es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento. Tiene los agravantes de premeditación, ventaja y alevosía, contra una criatura débil, inocente que no puede defenderse y que está totalmente confiada a la protección de su madre (Cfr. Evangelium vitae n. 58).

“Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado Jr 1, 5; cf Jb 10, 8-12; Sal 22, 10-11). Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral. “No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido” (Didajé, 2, 2; Bernabé, ep. 19, 5: Epístola a Diogneto 5, 5; Tertuliano, apol.9). Actualmente hay falsos argumentos sofistas, no científicos, como quien justifica el aborto afirmando que el que la mujer puede decidir sobre su propio cuerpo es un derecho humano o quien sostiene que el aborto clandestino es una explotación de la mujer en dificultades, el cual entraña muchos riesgos y la única forma de combatirlo sería su reglamentación, legalización o liberalización. También se habla de “interrupción voluntaria del embarazo” o se utilizan otras formas de expresión confusas que enmascaran la realidad de la eliminación de un ser humano vivo en los primeros estadios de su desarrollo. De todos modos, hay que proclamar, absolutamente, que ninguna de estas razones puede jamás dar objetivamente derecho para disponer de la vida de los demás, ni siquiera en sus comienzos. La vida es un bien demasiado fundamental para colocarlo en una balanza frente a otros inconvenientes, incluso más graves. Desde el momento de la concepción está presente todo el valor de la persona humana porque la persona es persona corporal y desde ese momento hay corporeidad. De todas formas, para quienes siguen expresando sus dudas acerca de la identidad humana del embrión, queda un principio fundamental de la ética y es que, en caso de duda, hay que buscar el comportamiento más seguro, es decir, que evite el posible mal; abstenerse del acto probablemente malo. Por tanto, si hay duda acerca de si el embrión es o no persona, la solución no está en permitir el aborto, pues sería exponerse al riesgo de suprimir una vida humana, sino de evitarlo. (Norberto Rivera Carrera, Onceava carta)

f. Faltas contra la dignidad de las personas: Son todas aquellas faltas, que aunque no atentan contra la vida ajena, dañan al otro en sus derechos fundamentales; el derecho a la vida, a una vida decorosa, a la fama, a la verdad, a la educación, al trabajo, al culto, a escoger el estado de vida, etc.

g. La muerte moral es el asesinato de la fama del otro. Este es un pecado que atenta gravemente contra la dignidad de la persona y no se le da mucha importancia. Aquí está considerada cualquier tipo de crítica: la difamación, calumnia, juicios temerarios e injustificados, etc. Siempre hay que hablar bien de los demás.

h. El Escándalo: es una falta de respeto al alma del prójimo (Cfr. Catecismo nn 2284-2287).

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Existen otros pecados contra el quinto mandamiento, como son los pleitos, los ataques verbales o físicos, los insultos, las bromas pesadas. Es decir, todo lo que busca hacer un mal al otro, todo lo que va en contra de la caridad atenta contra la dignidad de la persona. También prohíbe todo aquello que va en contra del respeto a la intimidad y a la vida privada.

i. Casos especiales • Legítima defensa: siempre hay el deber de defenderse de la agresión violenta que

pone en peligro la propia vida. Es lícito pero no siempre obligatorio (Cfr. Catecismo nn 2263-2276). Legítima defensa a veces puede ser un deber grave, para el que es responsable de la vida del otro, del bien común de la familia o de la sociedad. En defensa propia puede ejercerse la violencia e, incluso quitar la vida a otro, siempre y cuando sea necesario recurrir a este medio. No se aproveche malintencionadamente para matar a otro.

“Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita… y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro” (S. Tomás de Aquino, s. th. 2.2, 64, 7).

• Pena de muerte: Caso extremo aplicando el principio de la legítima defensa de la sociedad, y como último recurso (Cfr. Catecismo nn 2266-2267).

• Guerra: Tiene que ser una legítima defensa de la acción militar (Cfr. Catecismo nn 2307- 2317).

Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras. Sin embargo, “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa (GS 79, 4). A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, debemos hacer todo lo que es razonablemente posible para evitarla. La Iglesia implora así: “del hambre, de la peste y de la guerra, líbranos Señor”. “La carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable” (GS 81, 3).

• La paz: La paz terrenal es imagen y fruto de la paz de Cristo, el “Príncipe de la

paz” mesiánica (Is 9, 5). Por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne” (Ef 2, 16; cf Col 1, 20-22), reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios. “El es nuestra paz” (Ef 2, 14). “Bienaventurados los que construyen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).

• Clonación:

Los científicos que están experimentando con la clonación de seres humanos olvidan que el hombre no se reduce a su componente biológico. El alma espiritual, como parte esencial de cada sujeto perteneciente a la especie humana, es creada

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directamente por Dios y de ninguna manera puede ser engendrada por los padres, ni producida por la fecundación artificial, y menos aún por medio de la clonación. La clonación es una terrible consecuencia de una ciencia sin valores y signo del profundo malestar de esta civilización. No todo lo que es científicamente posible es éticamente correcto, ni todo lo que implica progreso está a favor del ser humano. El hombre de este siglo deberá elegir entre transformar la tecnología en un instrumento de liberación o en su defecto, convertirse en esclavo de nuevas formas de violencia y profundos sufrimientos. Frenar el proyecto de la clonación humana es un compromiso moral que debe traducirse también en términos culturales, sociales y legislativos.

5. Respeto de la vida naciente La vida nace naturalmente en el matrimonio según las leyes de la naturaleza. Buscarlo fuera del matrimonio es inmoral porque está fuera de la ley natural (Cfr. Instrucción sobre el respeto de la vida naciente y la dignidad de la procreación). Son lícitas las intervenciones terapéuticas sobre embriones respetando su vida y su integridad, que no los expongan a riesgos desproporcionados y que vayan dirigidas hacia la mejora o curación. (Cfr. Evangelium vitae n. 63). Los embriones obtenidos “in vitro” deben ser respetados desde el primer momento de su existencia. Es inmoral producir embriones humanos destinados a ser explotados como material biológicos de pruebas experimentos o comercio. La sociedad debe proteger a todo embrión, porque el derecho inalienable a la vida de todo ser humano desde su concepción es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Cuando el Estado no pone su fuerza al servicio de los derechos de todos, y en particular de los más débiles, entre los que se encuentran los concebidos y aún no nacidos, quedan amenazados los fundamentos mismos de un estado de derecho. Los intentos de fecundación entre gametos animales y humanos o la implantación de embriones humanos en animales son inmorales porque van en contra de la dignidad del hombre y lesiona su derecho a ser concebidos y nacer dentro del matrimonio humano. La fecundación artificial entre gametos diferentes a alguno de los cónyuges es inmoral porque priva a los hijos del derecho a nacer en y del matrimonio. La maternidad sustitutiva es contraria a la moral porque va contra la unidad del matrimonio. La fecundación artificial de gametos de los mismos esposos y la inseminación artificial son inmorales porque separan la relación natural entre unión conyugal y procreación. 6. Sentido cristiano del dolor y el sufrimiento La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal o el dolor. Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. “Nada es, pues, más propio para afianzar nuestra fe y nuestra esperanza que la convicción

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profundamente arraigada en nuestras almas de que nada es imposible para Dios” (Catech. R. 1, 2, 13). De esta fe, María es el modelo supremo: ella creyó que “nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: “el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre” (Lc 1, 49). Cristo no suprimió el sufrimiento y no ha querido desvelar enteramente su misterio; lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor. La única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de brindar un alivio sin engaño: la fe y la unión al Varón de dolores, a Cristo, Hijo de Dios, crucificado por nuestros pecados para nuestra salvación. He aquí la ciencia cristiana del dolor, la única que da la paz. Para todos aquellos que sienten más pesadamente el peso de la cruz les recordamos: que no estamos solos, ni separados, ni abandonados; sabemos que no somos inútiles; somos los llamados por Cristo, su viva y transparente imagen. (Documentos Completos Vaticano II) El corazón del hombre se mide por la forma de acoger el sufrimiento. El sufrimiento, puede ablandarlo, purificarlo, mejorarlo, irritarlo, deteriorarlo. El dolor es inevitable, pero hay dos caminos, aceptarlo, creciendo en el amor o rechazarlo y crecer en la amargura. Cristo lloró, padeció y murió por nosotros, a partir de entonces el hombre ve el sufrimiento como algo que lo asemeja a Cristo, le da un sentido diferente, se convierte en un paso hacia la salvación. Cuesta, pero la certeza de que Dios nos espera nos hace más fuertes para aceptarlo. El sufrimiento, el dolor y la muerte para un cristiano tiene un sentido de redención. Para profundizar: • Salvicis Doloris, Carta apostólica de S.S. Juan Pablo • Mater et Magistra nn 185 - 199 Carta encíclica de S.S. Juan XXIII • Para Salvarte 5° mandamiento P. Jorge Loring, S.J.

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XXI. Sexto Mandamiento: La maravilla del amor humano

“No cometerás adulterio” (Ex 20, 14; Dt 5, 17).

“Habéis oído decir que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).

La tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana. La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro.

En la encíclica Humanae vitae se estudian algunos problemas relacionados con la vida y la sexualidad humana. Este documento fue y sigue siendo objeto de muchas polémicas debido a una visión y una concepción errónea de la sexualidad y del hombre en sí. Por lo que debemos de ver lo que es la sexualidad humana.

1. Visión actual de la sexualidad

En la actualidad predomina una concepción prioritaria del sexo como placer. El sexo es trivializado y reducido a desahogo de un instinto de dominación. La sexualidad es algo que va junto con el automóvil, la casa, las vacaciones que hacen sentirse felices y realizados.

Ante esta visión deformada de la sexualidad el hombre se convierte en un animal, quizás en un animal superior. Su única directriz válida que guía su comportamiento es: disfrutar de lo agradable, huir de lo desagradable. El placer ante todo.

La sexualidad se ve reducida a su función fisiológica, desligada del amor, de la familia, y de las demás facetas de la personalidad como son sentimientos, voluntad, afectos. Es una búsqueda frenética del placer, un medio para realizarse.

El sexo no se ve como fruto o complemento de una relación personal: el otro cuenta como objeto que produce placer, a lo sumo como compañero de placer. No es esposo o esposa, sólo mi partner, mi pareja.

El uso del sexo afecta al cuerpo, como si fuera algo parecido al aparato digestivo o al aparato respiratorio, nada tiene que ver con el alma. Hay quienes dicen que abstenerse de tener relaciones sexuales, sea por la causa que sea, lastima al hombre, le ocasiona un sin fin de males.

Luego se piensa que el individuo es dueño de su cuerpo, nadie puede ponerle restricciones al uso de las facultades, nadie lo puede reprimir, u orientar, según las ideas más modernas. Lo que trae como consecuencia el pensar que cualquier tipo de relación sexual es correcta, incluso entre personas del mismo sexo.

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Con esta visión de la sexualidad, el amor se reduce a la genitalidad, perdiendo los valores propiamente humanos de la sexualidad.

2. Dimensión antropológica de la sexualidad

El hombre está constituido por una unidad de dos elementos: cuerpo y alma, el cuerpo no es un añadido del alma. Esto hace que el cuerpo, al igual que el alma, tenga una dignidad especial. Cuando actúa el cuerpo, actúa el “yo”, la persona.

El hombre es una unidad bien estructurada (Cfr. Gadium et spes n. 14). El elemento exterior del hombre, el cuerpo es la expresión del elemento interno, el alma (Cfr. N. 49), es decir el cuerpo refleja la interioridad, el hombre manifiesta lo que hay en su interior por medio del cuerpo: miradas, gestos, palabras, expresa su personalidad. No se puede separar la psique del cuerpo; el cuerpo siempre debe de expresar la verdad y la dignidad humana. Esto es de gran importancia para fundamentar filosóficamente la visión cristiana de la sexualidad, pues la actividad sexual del cuerpo deberá ser reflejo de la interioridad; el amor, la responsabilidad, la entrega, el compromiso y no el egoísmo, las pasiones exaltadas o al simple placer.

La sexualidad del hombre involucra siempre a la totalidad del individuo; a todos los aspectos de su personalidad. La sexualidad humana está ordenada a la procreación responsable en función de la familia.

A diferencia de la sexualidad animal que está dirigida por un ciclo hormonal, la del hombre es siempre activa, regida por la razón y la voluntad. Su cauce es el amor no el instinto. La tendencia más común es equipararlas. La sexualidad humana sería una parte de su ser “animal”, no de su ser “racional”.

Lo específico del hombre es su alma, su espíritu. El cuerpo es común con el animal. Por lo tanto, la sexualidad es común con los animales. Este esquema es falso. El ser humano no es una simple suma o yuxtaposición de dos partes. Es una unidad. Su cuerpo y su espíritu están unidos de modo que no se pueden separar. Hay actividades que son sólo materiales (digestión) y actividades que son sólo espirituales (fama). Pero, muchas otras participan de ambas partes. Así es la sexualidad, que, tiene una parte corporal y otra psíco-espiritual. Esta afirmación tiene mucha importancia en la moral sexual. El sexo no es sólo algo animal. Hay una sexualidad humana. El sexo, tiene algo específico (espiritual) en el ser humano.

Por ello, en el trato hombre-mujer, hay dos tipos posibles de relación:

a. Relación sexual: con actividad genital. b. Relación sexuada. Sin ejercicio de la acción genital, pero sin dejar de lado la

estructura diferencial.

El plan de Dios sobre el hombre y la mujer desde el principio fue que fueran fecundos y poblasen la tierra (Gn. 1, 26-28). Para ello instituye el matrimonio, por eso el uso de la sexualidad fuera del matrimonio, es ilícito.

Como el placer es parte de la sexualidad, Dios nos da dos mandamientos para poder orientar el instinto sexual.

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Uno de ellos es el “sexto”, no cometerás actos impuros, que implica todos los pecados externos, y el “noveno”, no consentirás deseos impuros, que implica todo pecado interno.

Para facilitar el cumplimiento de el mandato divino de creced y multiplicaos, Dios asoció al acto sexual, el placer. Pero como buscar el placer por sí mismo, va contra el plan divino, se necesita vivir la virtud de la castidad.

3. La virtud de la castidad

La castidad es la positiva integración de la sexualidad en la persona. La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada de manera justa en la relación de persona a persona. La castidad es una virtud moral, un don de Dios, una gracia y un fruto del Espíritu.

La castidad es la virtud que modera el uso de la sexualidad según la razón y la fe. Cuando decimos moderar no nos referimos a “usarla un poco”, sino a encauzar, orientar su uso. No equivale, tampoco, a la supresión de la fuerza de la sexualidad (en ese caso los eunucos serían los más castos) sino que busca guardar su potencialidad para el momento oportuno. La castidad adopta diversas formas, tiene diversas exigencias según el estado de vida de cada individuo.

Son numerosos los medios de que disponemos para vivir la castidad: la gracia de Dios, la ayuda de los sacramentos, la oración, el conocimiento de uno mismo, la práctica de una ascesis adaptada a las diversas situaciones y el ejercicio de las virtudes morales, en particular de la virtud de la templanza, que busca que la razón sea la guía de las pasiones.

Hay diversos medios sobrenaturales para vivirla (CFr. Catecismo n. 2340):

a. Vida sacramental b. Oración frecuente c. Cercanía y devoción a la Virgen d. Sacrificio y mortificación e. Dirección espiritual

Como también hay medios naturales que ayudan

a. La formación del carácter y de la personalidad. b. Educación de la voluntad c. Selección de amistades d. Evitar ocasiones de pecado e. Descanso adecuado y diversiones sanas

Hay un principio moral que dice que la persona humana es el valor mayor de todo lo creado, por lo tanto, no debemos confundirnos, dejándonos llevar por los criterios del mundo.

El hombre debe armonizar la vida espiritual y la vida material, pues aunque el espíritu, por ser trascendente, es más importante, este eleva lo material a un plano más alto.

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El hombre debe fortalecer su voluntad para vivir rectamente, entonces es muy importante ejercer esta virtud. La castidad obliga a todos. Existe una tendencia a pensar que solamente las personas consagradas a Dios o los solteros están obligados a vivir esta virtud, los casados deben ser castos, también.

Dentro de la virtud de la castidad, podemos encontrar dos maneras de vivirla: a. La virginidad

Muchas veces pensamos que la castidad y la virginidad es lo mismo. Nada más lejos de ello, son dos cosas totalmente diferentes. Todos tenemos que ser castos, más no todos tenemos que ser vírgenes. La virginidad es la consagración de la sexualidad y renuncia al uso de la misma por un ideal superior, viviendo en continencia perfecta. Puede tener motivos naturales (servicio a los demás, desempeños sociales, etc.) o motivos sobrenaturales (dedicación a Dios o a la Iglesia) (Cfr. Mt. 19, 12).

b. El pudor Parte muy importante de la castidad es el pudor, que no es otra cosa, que un mecanismo psíquico de autodefensa de la propia intimidad. Es un recurso natural, no una virtud. Es obvio que puede haber excesos y defectos en la educación del pudor, pero esto no elimina la utilidad y necesidad de educarlo.

4. Dimensión de relación en la sexualidad

La dimensión de relación es la característica de la psicología de la persona que determina su actitud en el trato con los demás. Es claro que el tipo de vida sexual que lleva cada persona determina el modo como trate a los demás. Para comprenderlo más tengamos en cuenta que: La sexualidad es un diálogo. Hay un dar y un recibir. Por eso quien sólo da (prostitutas) o quien sólo recibe (egoísta) llega a deformaciones psíquicas.

Cuando no hay diálogo en el ejercicio de la sexualidad (masturbación) es frustrante y aislante. En vez de llevar al diálogo lleva a la incomunicación y al trauma.

La sexualidad es una expresión psicosomática que se manifiesta en lenguaje corporal de gestos. Luego puede darse en la sexualidad la sinceridad y la mentira, favoreciendo la autenticidad en el primer caso y la doble personalidad en el segundo.

Las ofensas a la castidad

La lujuria, es un deseo o un goce desordenado del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión.

La masturbación, por masturbación se ha de entender la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. “Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado” (CDF, decl. “Persona humana” 9).

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La fornicación, es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos.

La pornografía, consiste en dar a conocer actos sexuales, reales o simulados, puesto que queda fuera de la intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada. Ofende la castidad porque desnaturaliza la finalidad del acto sexual. Atenta gravemente a la dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, público), pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer rudimentario y de una ganancia ilícita Es una falta grave.

La prostitución, atenta contra la dignidad de la persona que se prostituye, puesto que queda reducida al placer venéreo que se saca de ella. El que paga peca gravemente contra sí mismo; quebranta la castidad a la que lo comprometió su bautismo y mancha su cuerpo, templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6, 15-20). La prostitución constituye una lacra social.

La violación, es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Atenta contra la justicia y la caridad. La violación lesiona profundamente el derecho de cada uno al respeto, a la libertad, a la integridad física y moral. Produce un daño grave que puede marcar a la víctima para toda la vida. Más grave todavía es la violación cometida por parte de los padres (cf incesto) o de educadores con los niños que les están confiados.

La homosexualidad, designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27, 1Co 6, 10; 1Tm 1, 10), la tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsicamente desordenados (CDF, decl. “Persona humana” 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.

5. Visión cristiana de la sexualidad

Según los planes de Dios, hombre y mujer forman una sola carne (Cfr. Gn. 2, 24) y constituyen un nuevo proyecto de vida (Cfr. Mt. 19, 4-6). La sexualidad es el modo que tiene el hombre para comunicar el don de la vida, don recibido de Dios.

La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento. Cristo elevó la unión de hombre y mujer a la dignidad de sacramento. El amor sexual se sobrenaturaliza convirtiéndose en expresión de la caridad teologal.

“Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud” (GS 49, 2).

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“El Creador… estableció que en esta función (de generación) los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Si embargo, los esposos deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación (Pío XII, discurso 29 de octubre 1951).

Las ofensas a la dignidad del matrimonio

El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf Mt 5, 27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio (cf MT 5, 32; Mc 10, 11; 1 Co 6, 9-10). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría (cf Os 2, 7; Jr 5, 7; 13, 27).

El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres.

El divorcio, es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura; el cónyuge casado de nuevo se haya entonces en situación de adulterio público y permanente: “Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha traído a sí al marido de otra (S, Basilio, moral. Regla 73).

La unión libre, se da cuando el hombre y la mujer se niegan a dar forma jurídica y pública a una unión que implica la intimidad sexual. Esta expresión abarca situaciones distintas: concubinato, rechazo del matrimonio en cuanto tal, incapacidad de unirse mediante compromisos a largo plazo (cf FC 81). Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el sentido de fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto sexual debe de tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental.

La poligamia, “niega directamente el designio de Dios, tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo” (FC 19; cf GS 47, 2).

La educación sexual

La información sexual no debe de reducirse a hablar solo de las funciones biológicas, debe tocar los valores éticos, antropológicos y psicológicos que comprenden la personalidad sexual del individuo.

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El conocimiento de la vida sexual y de los datos básicos sobre su funcionamiento y significado es fundamental para evitar errores y tergiversaciones. Es preferible llegar antes. Sin embargo, se exige equilibrio para no adelantar etapas innecesariamente y provocar curiosidad y experiencias inmaduras en quien no está preparado suficientemente. Lo más útil, para actuar al ritmo natural del niño, es el diálogo constante papás-hijos (siempre que hay una pregunta es signo de que hay un avance en la maduración del niño y la necesidad de aportar nuevos datos). También ayuda el conocimiento del niño (no todos los hijos de una misma familia son iguales) y la vigilancia para descubrir las nuevas inquietudes y dificultades, sobre todo a medida que avanza la adolescencia y aumenta el hermetismo.

Diálogo padre-hijo, madre-hija. En la medida que hay confianza y apertura entre padres e hijos se consiguen mejores canales de información y de motivación para ayudar a los jóvenes. Dado que con el avance de la adolescencia y juventud la brecha de comunicación crece y la dificultad de apertura en los hijos aumenta, es muy importante iniciar el hábito de la comunicación íntima y sincera desde mucho antes. Es necesario comprender que, de cuánto decimos, se destaca el papel insustituible de los padres como los mejores educadores de la sexualidad en los hijos, pues en el ambiente familiar la sexualidad es más espontánea y natural (aunque en muchos ambientes prevalezca todavía algo de “tabú” para hablar sobre el tema).

Educación de la voluntad. La sexualidad es una pasión muy atrayente, porque satisface muchos aspectos de la persona (relación social, experiencia táctil y auditiva, afectividad, emotividad …). Por eso requiere que se le contraponga una fuerza muy decidida. Además, es una pasión que nace dentro de la persona misma. Por eso requiere una fuerza que no sea simplemente exterior o impuesta. La fuerza que puede controlar la energía potente de la sexualidad es la voluntad firme y decidida. Es una fuerza personal profunda e interior. Por eso, ayudan la disciplina personal, el trabajo responsable, las motivaciones sólidas naturales y sobrenaturales.

Compensar la liberación de energías físicas. El joven tiene gran vitalidad. Necesita desfogar su vigor. De lo contrario orientará su exuberancia vital por causes de desenfreno sexual. El deporte, el trabajo físico, la actividad creativa y dinámica son excelentes medios para eliminar las tensiones físicas.

Educar a seleccionar pensamientos, las lecturas humanistas llenas de valores, los espectáculos sanos, el control de los estados de ánimo, etc. son vitales. Pueden ayudar el contacto con la naturaleza (sobre todo para los que viven en la ciudad), el trabajo físico, los “hobbies” educativos, etc.

Criterios dados. Es necesario tener principios humanos y cristianos bien definidos. Distinguir lo que es correcto de lo que es perjudicial a la totalidad de la persona. Educar hábitos de pudor y control de las reacciones para vivir dominando la vida y que la vida no nos domine.

Autoconvicción. No vivir envidiando a los desenfrenados y aguantando un control que, en el fondo, es impuesto y no deseado. Conseguir que la virtud de la castidad sea amada y no soportada, mediante el descubrimiento de los valores que entraña y la experiencia de los beneficios que aporta en la vida cristiana y en la vida humana.

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Consecuencias de no vivir la virtud de la castidad

a. Enemistad con Dios: lo que hace que se ponga en peligro la posibilidad de la salvación.

b. Ceguera y hace más difícil el entender las cosas espirituales. “El hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios” (Cfr. 1 Cor. 2, 14). Santo Tomás: “La lujuria nos impide pensar en lo eterno”.

c. Produce un aburrimiento, un tedio muy profundo por la vida. Los placeres en los que se tenía puesta la felicidad, se acaban, defraudan.

d. Va llevando a todo tipo de pecado y desgracias. Se llega a arruinar la familia, a los hijos, las pasiones hacen que se sacrifiquen muchas cosas.

e. Trae consigo un desgasto físico y emocional. f. Falta de carácter y personalidad, intranquilidad y falta de alegría.

La castidad, por el contrario, nos lleva a un amor a Dios más profundo, fortalece el carácter y hace crecer en la reciedumbre, la paz interior y la alegría.

6. Significado de la concupiscencia

Dios nos creó y nos hizo hombres formados de alma y cuerpo, con inteligencia, voluntad y libertad. En algunas ocasiones de la vida, dejamos de usar la inteligencia para actuar. Nos dejamos llevar por alguna cosa que nos llama la atención, nos dejamos llevar por lo que nos dictan los sentidos y los sentimientos. Haciendo que la concupiscencia aparezca, es decir, que el cuerpo y sus sensaciones manden sobre la inteligencia y sobre el alma, dejándose llevar por los sentidos y por las cosas terrenales.

Aquí la persona ya no está usando su inteligencia, sólo se está dejando llevar por sus sentidos, sin medir las consecuencias.

Al dejar que la concupiscencia aparezca, el hombre se rebaja (se "animaliza") y no ve más allá. El hombre olvida que es un ser llamado a la felicidad eterna y empieza a buscar la felicidad en los placeres y sensaciones del cuerpo, quedando atrapado en ellas.

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XXII. Séptimo Mandamiento: No robarás: el respeto a la propiedad

El hombre tiene derecho a cuatro clases de bienes: la vida, la fama, el honor, y los bienes materiales. En el quinto mandamiento vimos la vida, en el octavo mandamiento veremos la fama y el honor. Aquí veremos lo referente a los bienes materiales en el séptimo mandamiento.

En el libro del Génesis 1, 28 y siguientes, encontramos que Dios le dijo a Adán y a Eva: Dominen sobre las aves del cielo y sobre los peces del mar y sobre todo ser viviente que se mueva sobre la tierra. Que todas las hierbas y todos los árboles que crecen sobre la tierra les sirvan de alimento.

Dios creó a todos los seres de la tierra para el bien del hombre, no de un solo hombre, sino de todos los hombres.

De acuerdo a esto, todo hombre tiene derecho a tomar de la tierra lo que necesite para vivir. Pero, en la realidad vemos que esto no pasa así ya que nos encontramos con que unos cuantos son dueños de la cosecha del maíz o de la avena. Hay personas que tienen muchos animales y otros, apenas una vaca.

¿Es justo que unos tengan más que otros? ¿Es lo que Dios ha querido?

Dios quiere que todo hombre tenga las cosas necesarias para poder sobrevivir. Este derecho a "tener" es a lo que llamamos propiedad privada.

Nos podemos preguntar ¿tener qué? Podemos habla de tener una casa, tener comida, vestido y los medios materiales necesarios para vivir como una persona digna.

¿Cómo se logra tener todas estas cosas tan importantes para poder vivir?

Trabajando. El trabajo es la manera justa de conseguir lo necesario para sobrevivir. Desde el principio, Dios quiso que el hombre trabajara. En el Génesis 2,15, dice:"amó pues Dios al hombre y lo puso en el paraíso para que lo cultivase y guardase."

El trabajo es algo bueno y querido por Dios.

San Pablo escribió en una ocasión: "El que no trabaja, que no coma". Segunda Carta a los Tesalonicenses 3, 10.

¿Pero, por qué no todos ganamos igual?

Hay quienes tienen más y quienes tienen menos, dependiendo de su trabajo y de su capacidad física e intelectual. Estas diferencias son naturales y buenas.

Sería totalmente injusto que recibiera de la tierra lo mismo, aquél que trabaja que aquél que no hace esfuerzo alguno; aquél que ha estudiado con empeño que aquél otro que no se ha esforzado nunca por aprender.

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El mandato de Dios es: No robarás (Cfr. Ex. 20, 15; Ex. 20, 17).

El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener los bienes del prójimo injustamente y perjudicarle de cualquier forma en sus propiedades.

Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudaren el ejercicio del comercio (CFDT 25, 13-16), pagar salarios injustos (cf Dt 24, 14-15; St 5, 4), elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (cf Am 8, 4-6).

Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privado de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación.

Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo (Lc 19, 8) Los que de manera directa o indirecta se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlos o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado, planeado, ayudado o encubierto.

Para poder vivir estos mandamientos es necesario desterrar cualquier rastro de envidia en el corazón humano.

1. El significado del Séptimo Mandamiento

El séptimo mandamiento nos prohíbe adueñarnos de los bienes ajenos. Pero, ¿qué son los bienes materiales? Son todas esas cosas materiales que proceden de Dios y que están bajo el dominio del hombre. En sí, son moralmente indiferentes. Su bondad o su maldad depende del uso que les dé el ser humano, de la intención con que los utilice.

Los bienes materiales están destinados a las personas humanas, en plural, pues tienen un destino universal, no individual.

Los pecados contra este mandato se presentan de diversas formas: robo, hurto, fraude, rapiña, usura, saqueo, etc.

Resumiendo, es todo tipo de usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. Esto es la visión positiva de estos mandamientos que se viven a través de la virtud de la pobreza.

Robar significa adueñarse injustamente de algo que pertenece a otro o causar daño al prójimo en sus pertenencias.

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Existen diversos tipos de robo:

a. Hurto. Es tomar ocultamente los bienes que pertenecen a otro.

b. Rapiña. Es adueñarse de lo ajeno por medio de la violencia. Por ejemplo, un grupo de jóvenes, que se juntan en pandilla para entrar a la casa de un viejito enfermo, al que lastiman entrando con violencia y le quitan sus bienes.

c. Fraude. Se peca de fraude de diferentes maneras: haciendo mal el trabajo, vendiendo mercancía defectuosa o mala, aprovechando que el comprador no conoce el producto, vendiendo a un precio más elevado, engañando en los contratos, no cumpliendo con las especificaciones determinadas, falsificando documentos, etc.

d. Usura. Es cobrar demasiados intereses por una cantidad prestada, aprovechando la necesidad del otro.

e. Retención. Es aplazar, no pagar a tiempo el salario de los trabajadores o los servicios de proveedores para ganar intereses en el banco. Por ejemplo, un patrón que se retrasa varios meses en pagar a sus empleados porque tiene el dinero metido en el banco para su beneficio personal.

f. Acaparamiento. Es guardar, para la propia conveniencia, una gran cantidad de artículos de primera necesidad en tiempos de escasez o devastación. Por ejemplo, cuando se da un desastre natural, como un desborde de río. Sé que faltará agua embotellada y la compro para luego, cuando los demás la necesiten, venderla con un sobreprecio.

g. Avaricia. Es tener demasiado y querer siempre tener más, sin dar oportunidad a otros de trabajar para tener también. Por ejemplo, soy una persona que tiene lo necesario para vivir y un poquito más, sin embargo, no me conformo con lo que tengo y quiero tener mucho más.

h. Consumismo. Es comprar cosas superfluas e innecesarias, en vez de utilizar ese dinero para ayudar, creando fuentes de trabajo para las gentes que no tienen siquiera lo indispensable para sobrevivir.

i. Dañar bienes ajenos. Maltratarlos o destruirlos por ira, odio, venganza o descuido. Por ejemplo, aquel que, por descuido, perdió el libro que le prestamos y que era tan importante para nosotros.

j. Despojo: es robarse bienes inmuebles, casa, terrenos, etc.

k. Plagio: es robar derechos o bienes intangibles, como decir que uno es el compositor de una música que fue compuesta por otro.

El robo es pecado grave contra la justicia, pero existe parvedad de materia. NO es lo mismo robar algo de poco valor que no rompe gravemente el derecho ajeno, ni la caridad.

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2. No sólo el que roba es ladrón.

Son ladrones también los que mandan robar, los que están de acuerdo en que se robe, los que participan de lo robado, los que pudiendo prohibir el robo no lo hacen, los que no denuncian los robos y los que prestan ayuda a los ladrones.

Robar por necesidad

Cuando la necesidad es verdaderamente grave, es decir, cuando está en peligro la vida y no hay otra manera de conseguir lo que necesito, entonces es válido tomar, aunque pertenezca a otro, aquello que necesito para sobrevivir.

Es válido tomar lo ajeno por hambre cuando no existe ninguna manera, y se han agotado todos los medios, para conseguir el dinero necesario. Esto es como en tiempo de guerra y después de la guerra, en los que no hay empleos ni comida.

Sin embargo, esto no es válido cuando a la persona a quien se lo quitó, la dejo también en una gran necesidad o en peligro de muerte.

• Para cobrar una deuda, si es que no hay otra forma de cobrarla y se han agotado todos los medios humanos, civiles y judiciales para hacerlo. Entonces es válido tomar lo que en justicia nos pertenece, aún cuando el otro se oponga. Esto se llama compensación oculta

En lo que se refiere a fraudes al fisco, tema muy actual, el problema es muy complejo, pero podemos decir:

La autoridad tiene todo el derecho de imponer tributos. Las leyes a este respecto obligan en conciencia. Si se rompe la ley, se falta a la justicia y por lo tanto se tiene que restituir.

No es lícito retener, sin un motivo legítimo, lo que es del otro. Tales como, quienes se niegan a pagar sus deudas, los que no devuelven lo que se les ha prestado.

Los que engañan en las cuentas. Los que encuentran algo perdido y lo guardan sin hacer el intento de encontrar al dueño.

También dañan injustamente, quienes por malicia o por culpable negligencia, dañan y perjudican gravemente al prójimo en sus bienes, ya sea destruyéndolos o deteriorándolos.

Los que por chismes hacen que una persona pierda el empleo, o la fama.

Los que descuidan las obligaciones de sus cargos. Un ejemplo sería los médicos que no cumplen con sus obligaciones.

Para reparar el pecado de robo

El robo, por el daño que causa en los demás, exige para su reparación devolver lo que se quitó al otro o la reparación de los daños causados.

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3. ¿Cómo cumplir con el Séptimo Mandamiento?

Tres formas de cumplir el Séptimo Mandamiento:

La austeridad, la justicia y la generosidad.

a. Austeridad. Es el justo equilibrio entre el lujo y la miseria. Es tener lo necesario y lo suficiente para cumplir, de la mejor manera posible, con la misión que Dios nos ha encomendado, de acuerdo con el estado y condición de vida de cada persona.

Los bienes materiales son buenos. Dios quiere que los tengamos y los usemos para llegar a él, pero debemos usarlos solamente como medio y nunca verlos como un fin en sí mismos. Por ejemplo, trabajamos para ganar dinero y poder satisfacer nuestras necesidades y las de la familia pero no para tener cada día más y más y poder tener cosas que no son necesarias ni indispensables para nuestra vida.

La austeridad es una virtud que se debe estudiar personalmente, en conciencia, pues cada persona tiene una misión diferente y por lo tanto, necesidades reales diferentes. Un coche, por ejemplo, puede ser una necesidad real para alguien que necesita transportarse de un lugar a otro, pero puede ser un lujo innecesario para alguien que tiene cinco coches más estacionados en su casa y que compra otro "sólo por que lo vio y le gustó". El tipo y el modelo de coche necesario también es algo individual, pues puede haber alguien que lo único que necesita son cuatro ruedas y un volante, mientras puede haber personas que lo que necesitan de un coche sea la comodidad, otros la elegancia, otros la velocidad, otros el tamaño y otros, sólo el transporte.

Es importante aclarar que no podemos juzgar a nadie. Sólo nosotros y nuestra conciencia podrán decidir cuando exista una necesidad real o cuando se está cayendo en el pecado del consumismo, la avaricia o el acaparamiento.

Una vez que el hombre cubre sus necesidades reales, la austeridad le indica poner todo lo que le sobra al servicio de los demás, creando fuentes de empleo o apoyando obras de caridad.

b. Justicia. Es saber dar a cada persona lo que se merece. La Virtud de la Justicia nos ayudará a saber administrar correctamente nuestros bienes materiales, usándolos para nuestro propio bien y el de los demás. La justicia nos ayudará a conocer cuáles son nuestras necesidades reales y cuáles han sido creadas por las trampas de la publicidad, haciéndonos creer que necesitamos algo que realmente no necesitamos.

La justicia nos ayudará a saber pagar lo justo por los servicios que los demás nos presten, sin querer estafarlos o engañarlos.

c. La generosidad. Es la virtud que nos ayudará a desprendernos de los bienes que poseemos en favor de los otros. La Virtud de la Generosidad nos lleva a compartir "más allá de la justicia", sacrificando tal vez alguna necesidad real, pero no indispensable, para ayudar a alguien que no tenga siquiera lo necesario para sobrevivir.

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d. Las obras de misericordia, son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (CF Is 58, 6-7;Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espirituales, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cfMt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cfTb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4).

“El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3, 11)

“Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11)

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús”.

“Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12, 8)

¿Qué nos dice la Iglesia sobre el correcto uso de los bienes? Ella nos recuerda a través su Doctrina Social cómo se debe de comportar cristiano en la sociedad.

La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, “cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (GS 23, 1).

La enseñanza social de la Iglesia contiene un cuerpo de doctrina que se articula a medida que la Iglesia interpreta los acontecimientos a lo largo de la historia, a la luz del conjunto de la palabra revelada por Cristo Jesús y con la asistencia del Espíritu Santo (cf SRS 1, 41).

La doctrina social de la Iglesia, como desarrollo orgánico de la verdad del Evangelio acerca de la dignidad de la persona humana y sus dimensiones sociales, contiene principios de reflexión, formula criterios de juicio y ofrece normas y orientaciones para la acción.

Se oponen a la doctrina social de la Iglesia los sistemas económicos y sociales que sacrifican los derechos fundamentales de las personas, o que hacen del lucro su regla exclusiva y fin último. Por eso la Iglesia rechaza las ideologías asociadas, en los tiempos modernos, al “comunismo” u otras formas ateas y totalitarias de “socialismo”. Rechaza también, en la práctica del “capitalismo”, el individualismo y la primacía absoluta de las leyes del mercado sobre el trabajo humano.

La doctrina social de la Iglesia se desarrolló en el siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad industrial moderna, sus nuevas estructuras

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para producción de bienes de consumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad. El desarrollo de la doctrina de la Iglesia en materia económica y social da testimonio del valor permanente de la enseñanza de la Iglesia, al mismo tiempo que del sentido verdadero de su Tradición siempre viva y activa (cf CA 3).

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XXIII. Octavo Mandamiento: No dirás falso testimonio ni mentirás

“No darás testimonio falso contra tu prójimo” (Ex 20, 16).

El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral; son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza.

El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad (cf Pr 8, 7; 2S 7, 28). Su ley es verdad (cf Sal 119, 142). Puesto que Dios es el “Veraz” (Rm 3,4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad (cf Sal 119, 30)

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), él es la “luz del mundo” (Jn 8, 12), la Verdad (cf Jn 12, 46).

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y atestiguarla: “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas…, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respeto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias” (DH 2).

EL discípulo de Cristo acepta “vivir en la verdad”, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. “Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad” (Jn 1, 6)

El cristiano debe dar testimonio de la verdad evangélica en todos los campos de su actividad pública y privada; incluso con el sacrificio, si es necesario, de la propia vida. El martirio es el testimonio supremo de la verdad de la fe.

Vivimos en una sociedad dónde cuenta más la imagen y la apariencia, por ello, es muy común ver cómo se deforma la realidad.

El octavo mandamiento prohibe decir mentiras y todo lo que atenta a la fama y al honor del prójimo. El mandato dice: No levantar falso testimonio, ni mentirás. En otras palabras: “No mentirás”.

Este mandamiento nos prescribe los deberes relativos a:

La veracidad, el honor, la fama.

a. Siempre hay que decir la verdad. El hombre debe obrar íntegramente bien en cada acto.

b. Verdad: Adecuación o correspondencia entre la realidad y lo que pensamos. La verdad es la relación adecuada entre la mente y el objeto.

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Verdad objetiva es la relación adecuada entre mente – objeto y sin obstáculos. La verdad subjetiva es cuando la relación mente – objeto no es adecuada, por

causa de algún obstáculo. En muchas ocasiones puede haber errores y la persona no se da cuenta de ellos, o tener la verdad objetiva entre multitud de equivocados.

Ahora bien, Sto. Tomás nos dice que la verdad es algo divino porque Dios en Sí mismo es la Verdad. Por lo tanto, este atributo tienen que vivirlo las creaturas.

El hombre tiene la capacidad de expresar y comunicar sus pensamientos y sentimientos y esto lo hace a través de las palabras.

Para hacer uso de estas facultades se necesita vencer dos tendencias:

La dificultad para discernir lo verdadero y lo falso. La inclinación a deformar u ocultar la verdad.

Emplear bien la palabra es un deber de justicia, pues todo hombre tiene el derecho de no ser engañado, y como consecuencia de su dignidad de persona, tiene el derecho a la fama y al honor.

La virtud que tiene por objeto lo anterior es la veracidad: que nos inclina a ser siempre fieles a la verdad.

Cuando no se expresa la verdad con las palabras, lo llamamos mentira: que es decir lo contrario de lo que se piensa con la intención de engañar (Cfr. Catecismo n. 2508).

Cuando no se expresa la verdad con gestos, lo llamamos simulación.

Cuando no se expresa la verdad con todo el comportamiento, lo llamamos hipocresía: que es la vivencia de lo contrario con o que se predica o piensa (Cfr. Mt. 23, 24-28).

La falsedad es afirmar algo estando equivocados por no conocer con exactitud un dato, es diferente a la mentira.

La necesidad de la veracidad es muy clara: Las palabras son la manifestación externa de las ideas, por lo tanto no se puede expresar lo contrario al pensamiento porque esto rompería el orden de las cosas que Dios ha puesto. Además, la veracidad es necesaria para la vida social, si no hay confianza entre los hombres, no hay convivencia. Por ello, nunca está permitido quebrantar la verdad directamente.

Jamás es lícito mentir. Este principio está basado en la naturaleza de la misma. No está prohibida porque sea algo malo. La malicia de la mentira consiste en el desacuerdo entre lo que se piensa y lo que se dice, no tanto en la falsedad de las palabras. Para que haya mentira no hace falta engañar a los otros, basta con que haya una falta de adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice. La gravedad de la mentira depende del daño que se puede causar.

La mentira se divide en:

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a. Mentira jocosa: una broma.

b. Mentira oficiosa: cuando se dice para favorecer a una persona o comunidad o ideología.

c. Mentira dañosa: mentira calumniosa, daña la imagen de alguien.

La gravedad de la mentira depende del tipo de mentira. La jocosa y la oficiosa normalmente son leve. La mentira dañosa puede ser grave. La mentira en cuestiones de fe es pecado mortal.

1. Los pecados contra la verdad a. Mentira: dar información falsa, intencionalmente deformada. Esto entraña el deber de

reparar el mal causado. “La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (S. Agustín, menú. 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre el diablo…porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de adentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

b. La simulación: mentira que se verifica con hechos. Un ejemplo sería simular que estoy haciendo algo, cuando en realidad no lo estoy haciendo.

c. La hipocresía: aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la aceptación de los demás.

d. Adulación: exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho. e. La ligereza al hablar, con el consiguiente peligro de apreciaciones inexactas o injustas.

Conlleva el peligro de caer en la difamación o calumnia. f. La maledicencia: divulgar una verdad que perjudica a otro, sin razón objetivamente

válida. Ejemplo: Manifestar los defectos ajenos a otras personas. Lo contrario sería la benedicencia, es decir, hablar bien de quien se está hablando.

g. La calumnia: destruye la reputación y el honor del prójimo y lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

h. La manipulación. Deformar la verdad con falsedades cuando hay obligación de decir la verdad. La sociedad tiene el derecho a una información fundada en la verdad, la libertad y la justicia (Cfr. Catecismo n. 2494).

i. Violentar la intimidad: Espionaje que entra en la vida íntima de las personas. La ingerencia en la vida privada de las personas es condenable en la medida que atenta contra su intimidad y libertad (Cfr. Catecismo n. 2492).

j. Juicio temerario: considerar como cierto una maldad en el prójimo sin motivos suficientes. Es la aceptación firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente. Es de pensamiento.

k. La vanagloria o jactancia, constituye una falta contra la verdad. l. La ironía, es también una falta contra la verdad porque trata de ridiculizar a una

persona caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento. m. El halago o la complacencia, es una falta grave porque alienta y confirma a otro en la

malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta.

Hay ocasiones en que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En estos casos es lícito ocultar la verdad, mas no decir una mentira. El prójimo tiene derecho a que se le hable con la verdad, pero no tiene derecho a que le sea revelado lo que puede ser materia de legítima reserva. Lo prudente en estos casos es callarse o contestar “no hay nada que decir”.

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Una manera de ocultar la verdad es la restricción mental que es dar una explicación con un significado oculto para el que lo escucha. Se aplica la ley de doble efecto. Ejemplo. Contestar el teléfono y decir “no está”, cuando en realidad es “no está para ti” la restricción mental se debe de utilizar lo menos posible porque en muchos casos de todas maneras sería una mentira o se puede llegar a abusar de ella. Hay que usarla con gran cautela.

En cuanto al secreto que es una ocultación de la verdad, podríamos decir que es la reserva de algo que no debe manifestarse a quien no tiene derecho de saberlo. La prudencia puede aconsejar no revelar una información que puede perjudicar al prójimo (Cfr. Catecismo n. 2489). Poner ejemplos de secreto profesional.

El secreto de confesión es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto (Cfr. Catecismo n. 2490). Existen otras profesiones que implican un secreto profesional y que deben ser respetados.

¿Cómo equilibrar el derecho al secreto y la obligación de decir la verdad?. Manteniendo el respeto equilibrado entre dos puntos.

La propia dignidad (no todo se dice) El amor (se dice todo lo que el otro necesita)

Existe otro punto que hay que tomar en cuenta, la discreción que consiste en no revelar lo que no es necesario o lo que puede ser malentendido. Ayuda a respetar la dignidad e intimidad de cada hombre.

Ahora bien, el derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional (Cfr. Catecismo n. 2488). Las situaciones concretas estiman si conviene o no revelar la verdad a quien la pide: (Bien común, bien y seguridad del prójimo, respeto a la vida del otro, evitar un escándalo). Nadie esta obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla.

En cuanto el honor de una persona es decir el testimonio exterior de la estima que se tiene a los demás hombres, todo el mundo tiene el derecho a que se le respete el honor. Este derecho se quebranta con la injuria, que es un insulto sin justicia hecha en presencia del ofendido, de palabra o actos.

La burla es un modo de echarle en cara los defectos a los demás para avergonzarlo delante de otras personas. La gravedad se mide según el tipo de burla y a quien o que se refiere.

Los pecados contra este mandamiento no sólo son de pensamiento y de palabra, sino que también existe el pecado de oído. Cuando se escucha con gusto la crítica, la calumnia, la murmuración, aunque no se diga nada, al aceptarlo se está cooperando con el pecado de otro.

En resumen, para evitar el pecado contra este mandamiento es necesario educarse en la sinceridad interior y exigencia de la práctica de la caridad en el uso de la palabra.

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XXIV. Noveno Mandamiento: No consentirás pensamientos, ni deseos impuros

“No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Ex 20, 17).

El noveno mandamiento exige vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos y en los deseos. La lucha contra esta concupiscencia supone la purificación del corazón y la práctica de la virtud de la templanza. El noveno mandamiento prohíbe consentir pensamientos y deseos relativos a acciones prohibidas por el sexto mandamiento.

San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf Jn 2, 16).

Mencionamos ya que el placer es parte de la sexualidad, y que Dios nos da dos mandamientos para poder orientar el instinto sexual.

El sexto y el “noveno”, no consentirás deseos impuros, que implica todo pecado interno.

¿Cómo son tus pensamientos?

El medio ambiente que nos rodea y los medios de comunicación, en muchas ocasiones, nos hacen creer como bueno lo que no lo es. Lo cual nos puede llegar a confundir.

No olvidemos que, a raíz del pecado original, el hombre quedó marcado por la concupiscencia, es decir con una inclinación al mal.

¿Qué es la concupiscencia?

En sentido etimológico, la concupiscencia puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol S. Pablo la identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu” (cfGa 5, 16. 17. 24;Ef 2, 3). Procede da la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (cf Cc Trento: DS 1515).

El corazón es la sede de la personalidad moral: “de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones” (Mt 15, 19)

La sexta bienaventuranza proclama; “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un prójimo; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo como un templo del Espíritu Santo, una manifestación

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de la belleza divina. El hombre, en efecto, realiza su verdadera y plena felicidad en la visión y en la bienaventuranza de Aquél que lo ha creado por amor, y lo atrae hacia sí en su infinito amor.

1. El significado del Noveno Mandamiento

Con el Noveno Mandamiento, Dios nos pone en guardia contra los peligros del camino que nos pueden atraer y alejarnos de Él y de nuestra felicidad. No consentirás pensamientos y deseos impuros significa:

No permitas que nada ni nadie te haga olvidar que estás llamado a ser feliz al lado de Dios. No te estaciones, sigue caminando hasta llegar a tu meta.

Por ejemplo, Dios en el matrimonio nos permite ser felices disfrutando de una vida sexual en la que las sensaciones juegan un papel importante.

Si somos unas personas normales, es natural que reaccionemos ante los estímulos que se nos presentan en el mundo.

Los sentimientos y sensaciones, no son malos de ninguna manera. Son prueba de que somos normales Pero, éstos deben ser controlados por la razón. No nos deben hacer esclavos o dependientes.

El bautizado, con la gracia de Dios y luchando contra los deseos desordenados, alcanza la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación, y con la asistencia de la oración.

La pureza exige el pudor, que, preservando la intimidad de la persona, expresa la delicadeza de la castidad y regula las miradas y gestos, en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. El pudor libera del difundido erotismo y mantiene alejado de cuanto favorece la curiosidad morbosa. Requiere también una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad de las costumbres, basada en un erróneo concepto de la libertad humana.

2. La imaginación…

Seguramente, alguna vez habremos escuchado una estación de radio en la cual, de pronto, se mete una onda de electricidad que no nos permite escuchar nuestra canción favorita. Esto sucede en la vida real con la imaginación: podemos tener muy claro nuestro fin, pero de pronto, al ver una imagen, nuestra imaginación empieza a "meter ruido" en nuestro cerebro y puede suceder que, de un momento a otro, perdamos contacto con nuestra inteligencia y con Dios. Y, seguramente, terminemos haciendo las locuras que nuestra imaginación nos dicte... con las consecuencias que ello nos traiga.

La imaginación es una herramienta maravillosa, un don de Dios al que debemos en gran parte el desarrollo científico, artístico y tecnológico del mundo, pero "desatada" es un verdadero peligro:

Puede convertir un ruido en la oscuridad en una historia de terror.

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Puede convertir una fotografía en una historia de lujuria y sensualidad. Puede convertir un error humano en un verdadero drama, pues no mide, no se limita,

inventa y juzga a su antojo. Puede hacer ver correcto lo que no lo es.

No en vano Santa Teresa llamaba a la imaginación "la loca de la casa". La imaginación, fuera del control de la inteligencia, puede hacernos ver como atractivas algunas cosas que no lo son en realidad.

En el Noveno Mandamiento Dios nos aconseja que pongamos "riendas" a nuestra imaginación y que no permitamos que se "desboque" ante cualquier estímulo que reciben nuestros sentidos.

Es importante a cualquier edad y estado de vida, cuidar lo que vemos, lo que oímos, lo que leemos para no caer en tentación.

Algunos medios prácticos para cumplir con el Noveno Mandamiento:

Busquemos siempre lo mejor para nosotros y para los demás comportándonos de acuerdo a nuestra dignidad de cristianos, siendo un ejemplo de pureza y grandeza de alma. ¿Cómo?

Seleccionando cuidadosamente nuestras amistades y la manera de divertirnos. Alejándonos de las situaciones peligrosas. Evitando ponernos en peligro asistiendo a

espectáculos o lugares sospechosos.

3. Pecados contra el noveno mandamiento

Cuando se busca el placer sexual cómo un fin en sí mismo, es decir, buscarlo fuera del marco natural deseado por Dios, se pueden cometer pecados contra este mandamiento.

Hemos dicho que los pecados que atentan contra el noveno mandamiento son actos internos, por lo cual, generalmente, son pecados de pensamiento que alientan deseos, imaginaciones, recuerdos, emociones con el fin de procurar un placer sexual.

Estos deben ser consentidos que significa que van más allá de una simple impresión de placer de algo que pasa por la mente sin haberlo deseado o buscado.

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XXV. Décimo Mandamiento: No codiciarás... nada que sea de tu prójimo

Este mandamiento, que complementa al precedente, exige una actitud interior de respeto en relación con la propiedad ajena, y prohíbe la avaricia, el deseo desordenado de los bienes del prójimo y la envidia, que consiste en la tristeza experimentada ante los bienes del prójimo y en el deseo desordenado de apropiarse de los mismos. Cuando la Ley nos dice: “No codiciarás”, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: “El ojo del avaro no se satisface con su suerte” (Si 14, 9) (Catec. R. 3, 37). El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo inmoderado de apropiación de los bienes terrenos y del poder. El Evangelio nos enseña cuál debe de ser la actitud del hombre ante las riquezas y los bienes de este mundo. Recordemos que dónde tenemos puesto el corazón, ahí encontraremos nuestro tesoro. Si el precepto más importante es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, entonces el tesoro del hombre debe ser llegar a poseer a Dios, por tanto, nuestro corazón debe estar puesto en Dios y en el servicio a los demás. No olvidemos que las riquezas, los bienes de este mundo son únicamente una ayuda para que cada quien pueda llevar a cabo su misión.

Cuando el corazón se desvía y en lugar de tender a Dios y buscar el bien de los demás comienza a desear sólo poseer riquezas, se rompe la recta jerarquía de valores y los criterios ya no son los del Evangelio.

“Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21).

Se desean los bienes del otro, aparece la envidia, la sospecha. Se sufre cuando el otro goza de sus bienes, cuando, en realidad, se debería sentir alegría.

La envidia no es otra cosa que la tristeza que se siente ante el bien del otro que conlleva un deseo desordenado por apropiárselo, es un pecado capital. Este mandamiento exige desterrar de nuestro corazón cualquier rastro de envidia.

“La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo” (cf Sb 2, 24).

San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia (ctech. 4, 8). “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (S. Gregorio Magno, mor. 31, 45).

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A medida que este sentimiento va creciendo, va tomando posesión de la persona, lo que trae como consecuencia, comportamientos más graves, llegando a cometer grandes injusticias sólo para tener más.

La envidia procede con frecuencia del orgullo. El bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia y ha de esforzarse por vivir en la humildad: “¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado, se dirá, porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros” (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7, 3)-

Vivimos en una época donde el tener se ha convertido en una obsesión, el ser, parecería que no tiene gran importancia. siendo que debería de ser todo lo contrario.

La obsesión por los bienes materiales nos impide el acercarnos a Dios, el alma se olvida de lo único necesario, Dios. Los bienes se convierten en fines y no medios, perdiendo su justa dimensión.

1. ¿Cómo vivir el Décimo Mandamiento?

El Décimo Mandamiento se cumple viviendo la virtud de la liberalidad, y se transgrede con los pecados de avaricia y prodigalidad.

a. La liberalidad es la virtud que regula el amor a las cosas materiales y hace que se empleen según el deseo de Dios.

b. Al moderar el amor a las cosas materiales, se actúa en contra de la avaricia. c. Al emplear las cosas según el deseo de Dios, se actúa contra la prodigalidad. La avaricia es el deseo desordenado de las cosas materiales. Es un pecado “capital”. La avaricia puede adoptar la forma de tacañería, es decir, escatimar los gastos razonables. También puede adoptar la actitud de codicia, que trata de acumular más y más riquezas. La prodigalidad es el vicio que lleva a gastar el dinero de manera inconsiderada y desmesuradamente.

El alcance doctrinal del Séptimo y Décimo Mandamientos se completa con la dimensión social de los bienes creados.

“Todos los cristianos… han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” LG 42).

“Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3)

El Verbo llama “pobreza en el Espíritu a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia: el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros” (Co 8, 9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).

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XXVI. Los Mandamientos de la Iglesia

Dios en su infinita misericordia nos envía a su Hijo para darnos la posibilidad de la salvación. Cristo padeció, murió y resucitó por nosotros, con ello, nos obtuvo la redención. Con el fin de continuar su obra redentora, funda la Iglesia, que es la designada por Él como guardiana de los medios de salvación.

Escogió a los apóstoles para que gobernaran la Iglesia y les transmitió sus poderes. Les dijo: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Mt. 19,16.

Los poderes que Cristo les transmitió a los apóstoles son:

Enseñar con autoridad la doctrina de Cristo. Por ello, siempre debemos estar atentos a lo que el Magisterio nos dice. La Iglesia nos va enseñando el camino a seguir para obtener la salvación.

Santificar por medio de los sacramentos. La Iglesia es la encargada de administrar los sacramentos, Ella es en sí misma, sacramento de salvación. Todos tenemos necesidad de la gracia para salvarnos, solos no podemos, por tanto, no podemos rechazar esta función de la Iglesia.

Gobernar mediante leyes que obligan en conciencia. Siempre debemos obedecer al Magisterio en cuestiones de fe. Por esta autoridad que le viene del mismo Jesucristo, la Iglesia puede y debe promulgar leyes que ayuden a los fieles en su camino hacia la Casa del Padre.

La Iglesia tiene un doble fin:

Un fin último que es la gloria de Dios

Un fin próximo, la salvación de los hombres.

La Iglesia es la comunidad donde el cristiano acoge la Palabra de Dios y las enseñanzas de la “Ley de Cristo” (Gal 6, 29; recibe la gracia de los sacramentos; se une a la ofrenda eucarística de Cristo, transformando así su vida moral en un culto espiritual; aprende el ejemplo de santidad de la Virgen María y de los santos.

La Iglesia, como Madre y Maestra que es, para cumplir con su misión da normas para ayudar a los cristianos a cumplir y vivir mejor los mandatos de Dios. Entre estas leyes o normas se encuentran los Mandamientos de la Iglesia. Todas las personas que pertenecen a Ella están obligados a cumplir con ellos.

El Magisterio de la Iglesia interviene en el campo moral, porque es su misión predicar la fe que hay que creer y practicar en la vida cotidiana. Esta competencia se extiende también a los preceptos específicos de la ley moral, porque su observancia es necesaria para la salvación.

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La infalibilidad del Magisterio de el Romano Pontífice, de los obispos y de los pastores se extiende a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas.

Los mandamientos de la Ley de Dios son inmutables, no pueden cambiar por estar basados en la naturaleza humana, obligan todas las personas, pues están inscritos en la conciencia.

El carácter obligatorio de las leyes positivas promulgadas por la autoridad eclesiástica tiene como fin garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral.

La vida moral de los cristianos es indispensable para el anuncio del Evangelio, porque, conformando su vida con la del Señor Jesús, los fieles atraen a los hombres a la fe del verdadero Dios, edifican la Iglesia, impregnan el mundo con el espíritu del Evangelio y apresuran la venida del Reino de Dios.

Los mandamientos de la Iglesia son aquellos preceptos dados por la Iglesia para promover el acercamiento a los sacramentos y a la vida litúrgica de todos sus hijos y así ayudarles a participar activamente en la vida de la Iglesia, a cumplir sus deberes con Cristo y beneficiarse de los dones de salvación que Él nos entregó.

Los mandamientos generales son:

Oír Misa entera los domingos y fiestas de guardar. No realizar trabajos y actividades que puedan impedir la santificación de estos días.

Todos tenemos la obligación de emplear parte de nuestro tiempo para consagrarlo a Dios y darle culto, esta es una ley inscrita en el corazón. Es ley natural darle culto a Dios, y la Misa es el acto fundamental del culto católico. De este modo la Iglesia concreta el tercer mandamiento de la Ley de Dios y el deber de los cristianos es cumplirlo, además de ser sobre todo un inmenso privilegio y honor.

Este mandamiento exige a los fieles participar en la celebración eucarística, el día en que se conmemora la Resurrección de Cristo y en algunas fiestas litúrgicas importantes que conmemoran los misterios del Señor, la Virgen María y los santos (cf CIC can. 1246-1248; CCEO can. 881, 1. 2. 4). El no cumplirlo es pecado grave para todos aquellos que tienen uso de razón y hayan cumplido los siete años. Para cumplir este precepto hay que hacerlo el día en que está mandado, no se puede dejar de cumplir. Implica una presencia real, es decir, hay que estar ahí y hay que escucharla completa.

La Misa o sacrificio eucarístico del cuerpo y la sangre de Cristo, instituido por Él para perpetuar el sacrificio de la Cruz, es nuestro más digno esfuerzo que podemos hacer para acercarnos a Dios, y más útil para conseguir el aumento de la gracia.

Confesar los pecados graves cuando menos una vez al año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar.

Hay que acudir a este sacramento – como todos los demás, signo sensible eficaz de la gracia, instituido por Cristo y confiado a la Iglesia – (para confesar los pecados mortales al

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menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar) asegurar la preparación para la Eucaristía mediante la recepción del sacramento de la Reconciliación, que continúa la obra de conversión y de perdón del Bautismo (cf CIC can. 989; CCEO can. 719). No basta con acudir, sino que hay que cumplir con todos los requisitos que el sacramento impone. El asistir sin cumplir con los actos del penitente, se convierte en una confesión sacrílega. Esto no implica que la confesión frecuente no sea recomendable, sino todo lo contrario, para quienes quieren ir perfeccionando su vida, confesarse con frecuencia es uno de los mejores medios.

Comulgar por Pascua de Resurrección.

Este mandamiento garantiza un mínimo en la recepción del Cuerpo y la Sangre de Cristo en relación con el tiempo de Pascua, origen y centro de la liturgia cristiana (cf CIC can. 920; CCEO can. 708-881, 3). Siempre hay que comulgar en estado de gracia y cumplir con el ayuno eucarístico. Se debe de recibir la comunión dentro de la Misa, los enfermos incapacitados para asistir a Misa deben de recibir el viático.

Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Iglesia.

Esto asegura los tiempos de ascesis y de penitencia que nos preparan para las fiestas litúrgicas y contribuyen a adquirir el dominio sobre nuestros instintos y la libertad de corazón (cf CIC can. 1249-1251; CCEO can. 882). No implica que hacer penitencia durante todo el año no sea de provecho.

La abstinencia es una práctica penitencial por la que se le ofrece a Dios el sacrificio de no tomar carne u otro alimento, recordando así y uniéndose a los dolores de Cristo por nuestros pecados (Cfr. Anexo 1: La abstinencia).

Ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

El mandamiento señala la obligación de cada uno según sus posibilidades a ayudar a la Iglesia en sus necesidades materiales (cf CIC can. 222), para poder continuar con su misión. Las necesidades de la Iglesia son muchas.

La Iglesia fue querida por Nuestro Señor Jesucristo, su fundador. Ella vela por el bien de los fieles, su misión es ayudar a alcanzar la salvación. Como católicos debemos sentirnos parte de Ella, amándola y defendiéndola siempre.

Lectura complementaria: Para Salvarte - Mandamientos de la Iglesia, P. Jorge Loring, S.J.

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XXVII. La moral y la santidad del Hombre Nuevo

El centro del mensaje cristiano, tal como lo enseñó Jesucristo es el amor a Dios y al prójimo (Cf. Mt. 22, 34-40). Si se opta por este principio la vida humana se verá influenciada por él, se irán concretando nuevos comportamientos, configurando al Hombre Nuevo que vive según Dios, que imita a Jesucristo.

En ocasiones puede parecer muy difícil encarnar este Hombre Nuevo, parecería que es una tarea imposible, pero el hombre no está solo para la realización de este proyecto, cuenta con Dios que actúa desde dentro de cada bautizado, además del apoyo que la Iglesia le brinda a través de a oración, de sus enseñanzas y los sacramentos.

1. El Hombre Nuevo

El ser humano tiende a buscar un modelo de comportamiento. El problema de hoy en día es que muchas veces, el joven o el adulto buscan ídolos, que no lo son, se imitan a deportistas, artistas, etc. No tenemos mas que ver las modas que estas figuras implantan, ropa, cortes de pelo y demás.

Lo curioso es que cantar como Ricky Martin, Plácido Domingo o cualquier otra persona, es casi imposible de lograr, pero aún así hay una insistencia tremenda por parecerse, pero cuando ponemos a Jesucristo como modelo, la respuesta que recibimos es “eso es imposible, pues Él era Dios”.

No nos damos cuenta que imitar a Cristo es más fácil, lo único que se necesita es tomar el Evangelio y ver que todo es cuestión de virtudes, desde las humanas hasta las morales, sinceridad, amor, mansedumbre, vida interior, etc. Normalmente pensamos que todo esto es muy difícil, nos olvidamos de que contamos con muchísimas gracias; los sacramentos, la oración, el ejemplo de los santos. Al lograrlo obtendremos mayores frutos; paz, felicidad, etc y sobre todo la vida eterna.

No hay que pensar que esta imitación la vamos a lograr en poco tiempo, pues es una lucha que dura toda la vida, aunque se logren ciertos avances, ni tampoco significa una vida sin defectos, siempre será un esfuerzo, un trabajo constante. Además esta imitación no es un asunto privado entre Dios y yo, sino que hay que compartirlo y darlo a los demás.

Si queremos vivir verdaderamente la moral cristiana tenemos que imitar a Cristo en la vida ordinaria. No esperemos a las grandes oportunidades u ocasiones, la mayoría de las personas no tienen esa oportunidad. Puede ser que cuando nos llegue estemos tan desacostumbrados a imitarlo que no sabríamos cómo hacerlo. No siempre será fácil descubrir lo que Cristo haría en las diversas situaciones de la vida, para ayudarnos a vislumbrarlo tenemos el Magisterio de la Iglesia.

Cristo en su infinita bondad y para no dejarnos solos, con el fin de que todos sepamos actuar nos deja a la Iglesia para que nos gobierne, enseñe y santifique.

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Todos los hombres estamos llamados a la santidad, por lo tanto, la santidad es algo posible. Para alcanzarla necesitamos construirla sobre las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, hasta que lleguen a ser parte de nuestra vida diaria.

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos (LG 40).

El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio divino de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios en primer lugar, y a la colaboración del hombre en segundo lugar. “Los méritos de nuestras obras son dones de la bondad divina (cf Cc. De Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido…los méritos son dones de Dios” S. Agustín, serm. 298, 4-5).

La caridad de Cristo es en nosotros fuente de todos nuestros méritos ante Dios. Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia. “Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la patria, pero no quiero amontonar méritos para el Cielo, quiero trabajar sólo por vuestro amor… En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo… (S. Teresa del Niño Jesús, ofr.).

2. La acción del Espíritu Santo

El Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al padre y a su intercesión por el mundo entero.

Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; más el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). Por eso contamos con la ayuda del Espíritu Santo Col 3, Ef 4 que es quien nos da el don maravilloso de la santidad. Él es quien la edifica, al hombre sólo le toca corresponder.

El meollo del asunto se encuentra en que los hombres nos olvidamos que no podemos hacer las cosas por nuestras propias fuerzas, que necesitamos ayuda para alcanzar la santidad. Nadie puede avanzar en el seguimiento de Cristo, en la verdadera vivencia del cristianismo sino cuenta con la ayuda del Espíritu Santo. Por eso es necesario estar abiertos a la acción del Espíritu Santo en nosotros, escucharle, dejándolo hablar en nuestro interior y actuar según nos dice.

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Por medio del Bautismo, por la acción del Espíritu Santo nos hacemos lo que se denomina Hombre Nuevo, es decir el hombre regenerado por el sacrificio de Cristo que se convierte en hijo de Dios y miembro de la Iglesia.

Para ser Hombre Nuevo hay que nacer por obra del Espíritu Santo. Él con sus gracias va reforzando al hombre que vive guiado por Dios. Desgraciadamente, en la actualidad, como consecuencia de una vida acelerada, sin reflexión, superficial, muchas veces no se hace un poco de silencio interior para escuchar la voz de Dios, en ese lugar íntimo que pertenece a Dios y a cada hombre.

Sólo desde ahí se conocen en profundidad las grandes incógnitas de la vida: el dolor, la muerte, el sentido de la vida, la felicidad, el amor, el pecado, la donación al prójimo, la relación con Dios Padre, sólo así el hombre se descubre a sí mismo, pudiendo apreciar la vida de otra manera, con los ojos del amor y de la moral. La Iglesia le reza al Espíritu Santo para que ilumine a los hombres.

3. Los Sacramentos y la vocación a la santidad

El cristiano por el Bautismo entra a formar parte de la Iglesia, se hace hijo adoptivo de Dios y comienza en él una vida nueva, la vida del Hombre Nuevo. Para ello se le otorgan todas las gracias necesarias. Dejando atrás todo lo que las consecuencias del pecado trae y comienza el seguimiento de Cristo.

El Sacramento de la Confirmación lo refuerza dándole las gracias necesarias para poder ser un auténtico testigo de Cristo en todo momento, en especial, en aquellos momentos difíciles, dándole fuerzas y valentía.

Estos dos sacramentos lanzan al hombre hacia la santidad, edificando la vida según los planes de Dios y expresados por Jesucristo. A partir de ellos, se busca la verdadera santidad, la imitación de Cristo.

El sacramento de la Eucaristía tiene gran influjo en la vida moral del hombre nuevo. En él se logra la unión más íntima con Jesucristo y este sacramento es la mayor fuente de gracias que recibe el cristiano. Por ello, hay que aprovechar todas estas gracias, viviendo conscientemente la participación en el banquete, con un gran deseo de corresponder a este don de Dios.

El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos, los santos misterios, y, en El, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

4. La cruz y el sacrificio en la vida cristiana

El “amor hasta el extremo” Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Ningún hombre aunque fuese el más santo está en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos.

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Por su obediencia amorosa a su Padre, “hasta la muerte de cruz” (Flp 2,8), Jesús cumplió la misión expiatoria (cf Is 53, 10) del Siervo doliente que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos” (Is 53, 11; cf Rm 5,19).

Jesús nos muestra que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz.

El sacrificio de María se manifiesta particularmente, en la hora de la pasión de Cristo. La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27) (LG 58)

Cristo murió en la cruz por los hombres y su redención. Pudo haber escogido cualquier otro tipo de muerte, pero quiso mostrarnos su Evangelio, encarnando el amor y llevándolo hasta el extremo. Al mismo tiempo con su muerte le da un nuevo sentido al sufrimiento del ser humano. El sufrimiento es algo real en la vida del hombre, todos los hombres sufren en un momento u otro. Le es muy difícil encontrar un consuelo y es en Jesucristo donde se puede encontrar una motivación, un ejemplo de aceptación con alegría y esperanza.

Si leemos el pasaje del Evangelio del Buen Ladrón Lc 23, 9-43, vemos que el buen ladrón fue el primero que comprendió el valor del sufrimiento unido a Cristo. También aparece en este pasaje la manifestación de aquellos que en el sufrimiento se rebelan contra Dios. Para estas personas el dolor es pura amargura, no tiene sentido.

El sufrimiento sigue siendo un misterio para la mayoría de los hombres, pero para los cristianos tiene un valor, está ordenado a la salvación eterna. Por eso ofrece sus sufrimientos a Dios y obtiene gracias para él y los demás, completando y uniéndose al amor infinito y al sufrimiento de Cristo. Se puede decir que el cristiano al contemplar en sí mismo el sufrimiento y los dolores de Cristo descubre en ellos al Cristo de la pasión y de la resurrección.

5. Vivir en obediencia y amor al Papa y al Magisterio de la Iglesia

El hombre nuevo debe vivir en obediencia y amor al Papa porque sabe que es su Vicario en la tierra y la cabeza visible de la Iglesia y es vínculo de unión entre todos los cristianos. En el Evangelio encontramos el fundamento dele amor al Papa como consecuencia del amor a Cristo Mt 16, 13-20. En este pasaje se encuentra contenida la revelación sobre el papel y la auténtica identidad de su Vicario. Cristo desea que se le reconozca su identidad divina, sus poderes y explica su misión.

Además por la fe sabemos que el Papa es el encargado de guiar a su Pueblo. Por eso, es obligación del cristiano leer los escritos del Santo Padre, difundir su doctrina, obedecer fielmente y defenderlo ante cualquier crítica a su persona o a su imagen.

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Junto al Papa, se encuentra la Iglesia desarrollando su función de guía.

“El depósito sagrado” (cf 1 Tm 6, 2º; 2 Tm 1, 12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. “Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la Eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida” (DV 10)-

El Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. El cuerpo apostólico, junto con su Cabeza el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema t plena potestad sobre la Iglesia universal, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice.

El Señor puso solamente a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt 16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (Jn 21, 15ss); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar (Mt 16, 19), consta que lo dio también al colegio de los apóstoles unido con su Cabeza (Mt 18, 18; 28, 16-20).

Entre los oficios principales de los obispos se destaca la predicación del Evangelio. Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben se respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica. Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la inhabilidad, sin embargo, si todos ellos aún estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo.

Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de conducta, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la fiel custodia y exposición. Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del colegio episcopal, en razón de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de conducta en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles, a quienes ha de confirmarlos en la fe (Lc. 22, 32).

(Documentos Completos del Vaticano II)

6. Moral de la Caridad

El cristianismo es comparado con otras religiones o con ideologías o con doctrinas filosófico-teológicas. En realidad el cristianismo no es nada de eso, no es creación de la mente humana. “El cristianismo es una auténtica revelación de Dios que se hace al hombre por amor al hombre para abrirle el camino a la vida eterna y mostrarle un ejemplo de conducta”.

El cristianismo es la respuesta del hombre a la llamada de amor de Cristo. Esta respuesta del hombre es una respuesta de amor real, eficaz, concretado en un respeto y veneración a toda la herencia que Cristo nos ha dejado.

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Este amor no es algo externo sino que nace del corazón, del interior del hombre y se manifiesta en sus obras. El cristianismo es la religión del amor, del seguimiento de Cristo. Y este amor exige radicalidad, no se puede ser mediocre: o se ama a Dios y al prójimo o se ama al yo, a sí mismo.

Al final de la vida seremos examinados en el amor y sólo contará lo que hayamos hecho por Dios y los demás.

Lectura complementaria: Catecismo de la Iglesia Católica nn 2012-2016, 2044-2046 y Apostolicam Actuositatem Sobre el apostolado de los Laicos.

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Anexo 1: La abstinencia

La obligación de guardar todos los viernes del año, es decir, de no comer carne durante esos días, viene establecido por el Código de Derecho Canónico en el número 1251: “Todos los viernes, a no ser que coincida con una solemnidad deben guardarse la abstinencia de carne, o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal; ayuno y abstinencia se guardarán el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo”.

El cuarto mandamiento de la Santa Madre Iglesia, recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica, también hace referencia a esta prescripción: “Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo mande la Iglesia asegura los tiempos de ascesis y de penitencia que nos preparan para las fiestas litúrgicas; contribuyen a hacernos adquirir el dominio sobre nuestros instintos y la libertad del corazón.”

Hacemos penitencia no por deporte o para guardar la línea, la figura esbelta, como quien se mete a régimen de dieta por algún tiempo. Queremos hacer penitencia para demostrar nuestro amor a Dios y para prepararnos a una conversión del corazón, que no es otra cosa sino una ruptura con el pecado, una aversión al mal, una repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Con la abstención de la carne estoy demostrando mi amor a Dios, venciéndome a mí mismo. La Iglesia nos dice que una forma de demostrar ese amor a Dios es vencerse en los instintos sin hacer daño a nuestra salud.

Por eso, ella misma establece que cada una de las Conferencias Episcopales, es decir, la reunión de los obispos de cada país, determinen con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, incluso el que puedan sustituirlo en todo o en parte por otras formas de penitencia, especialmente por obras de caridad y prácticas de piedad.

Es verdad que la obediencia, aún a las cosas más ilógicas manifiestan y ejercitan el amor que tenemos a Dios. La obediencia es principio de muchas otras virtudes, sobre todo la obediencia a lo irracional. Porque la mortificación de la razón supera a la de la carne.

Muchos católicos predican con inseguridad, incredulidad o incomodidad el asunto de la abstinencia de la carne de res, porque su razón no confirma tal práctica. Señalan que la simple abstinencia de la carne es un símbolo de la abstinencia de otros pecados. La escritura condena el sacrificio vacío, "no quisiste sacrificio ni oblación" y "ayuno de pecar es lo que quiero".

En este punto es necesario recalcar la importancia de la mortificación, no solo como una forma de obediencia y caridad, sino como un instrumento eficaz para la santidad. La mortificación del cuerpo dentro de la obediencia, es necesaria y eficaz para purificar el espíritu de los apetitos de la carne.

Lo que Dios le pide a sus fieles por medio de la Iglesia es muy pequeño, porque Dios ha visto prudente no mortificar al feligrés con privaciones mayores. La Iglesia nos pide ayunar dos veces al año y no existe una regla fija para este ayuno, algunos se privan de una comida, otros de dos, otros comen frugalmente. En resumen es muy poco.

Algunos dicen que el privarse de la carne es una costumbre de un pueblo pesquero, sin sentido hoy. En realidad, la abstinencia de carne, aunque no es en sí un gran ayuno, es

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un gran sacrificio en la vida familiar. Aunque una familia coma un delicioso y costoso pescado, el hecho es que se encontró en la necesidad de modificar su rutina, y sus costumbres por obediencia a la Iglesia, lo cual es en si una mortificación que es buena para el alma.

La cuaresma es un espacio para la conversión, por otro lado debemos de ayunar de pecar en cualquier momento del año. El alma dejaría de pecar, si pudiera, en cualquier mes, pero no puede y en cuaresma viene el pequeño ejercicio del ayuno y abstinencia para reforzar estos esfuerzos.

No debe minimizarse el ayuno y la abstinencia cuaresmal siendo ya bastante mínimas, porque parezcan irracionales, o porque sean meros símbolos o un tipo de masoquismo. Cierto que los santos reprueban los excesos en las prácticas ascéticas, pero aquí estamos muy lejos del exceso, sino en el borde de abolir estas pequeñas mortificaciones y mandatos.

La Iglesia no busca un masoquismo, haciendo que nos sacrifiquemos por el mismo gusto del sacrificio. Quiere que en el sacrificio demostremos nuestro amor a Dios sin hacernos daño a nosotros mismos. Por ello establece, por ejemplo que la abstención de comer carne comience desde los 14 años, pues considera que antes de esa edad, el consumo de ese alimento es necesario para un adecuado desarrollo. De igual manera, la Iglesia ha determinado que las personas de la tercera edad no están obligadas a cumplir con el ayuno y la abstinencia cuaresmal.

De igual forma, para las personas que son alérgicas al pescado, abre la posibilidad de que puedan ofrecer otro sacrificio los viernes, sustituyendo el pescado por otro alimento o mediante la práctica de obras de caridad o prácticas de piedad. La Conferencia Episcopal de su país podrá orientarlo adecuadamente sobre la sustitución del pescado. Es muy probable que su párroco o los catequistas de su parroquia posean esta información y la quieran compartir con usted.