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Luis Maldonado Eucaristía en devenir Santander, 1997 Sal Terrae, Col Presencia Teológica, 87

Maldonado_Eucaristía en devenir_1 Sentido humano del comer

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L u i s M a l d o n a d o

E u c a r i s t í a

e n d e v e n i r

S a n t a n d e r , 1 9 9 7

S a l T e r r a e ,

C o l P r e s e n c i a T e o l ó g i c a , 8 7

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P R I M E R A P A R T E

A p r o x i m a c i ó n a n t r o p o l ó g i c a -r e l i g i o s a

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E l s e n t i d o h u m a n o d e l c o m e r

Hace todavía pocos años, un ilustre teólogo anglicano, el obispo inglés John A.T. Robinson, hablaba de la «sagrada comunión» para referirse no directamente a la eucaristía, sino a algo previo y como más fontanar. Con esta expresión quería sintetizar uno de los principios fundamentales de la teología de la secularización, a saber, la presencia de lo sagrado en medio de lo común; por tanto, la unidad o cercanía de lo sagrado y lo profano.Lo común alude, en esta teología, a lo cotidiano, lo secular, lo profano. Ahí, como en un sustrato trascendente, lecho fluvial misterioso, se encuentra lo sagrado. No hay discontinuidad o separación entre ambas realidades, aunque sí distinción.Desde esta perspectiva se puede recuperar el sentido tradicional, en castellano, de la sagrada comunión; es decir, su sentido eucarístico. Pero gracias a tal contexto podemos enfocar mejor y muy desde el principio lo que es la eucaristía cristiana, a saber, un sacramento hondamente arraigado en la vida humana.Otras épocas han destacado el sentido de algún modo sublime que la caracteriza. La nuestra lo acoge con la misma fe, pero lo «incultura» en su teología secular (no secularista) como un signo profundamente encamado en las realidades cotidianas, comunes; concretamente, en el hecho del comer.La eucaristía es ante todo la comida humana, el hecho del comer, que deviene sacramento dentro de una vivencia de fe en la Palabra dinámica, eficaz, de Jesús.Si se hace un análisis fenomenológico de lo que es el comer, enseguida se percibe la posibilidad de esta encarnación sacramental. Una buena fenomenología antropológica es el requisito indispensable de toda sacramentología. Porque nos permite descubrir los significados simbólicos de los grandes gestos humanos, la densidad semántica de esas acciones primordiales del existir personal que las dispone para acoger el injerto cristiano del nuevo sentido, el sacramental. Son su «praeparatio evangelica».La eucaristía como signo central de la fe arraiga en el simbolismo que ya de por sí posee la comida humana, por el cual remite a lo Trascendente y queda abierta al Misterio.

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Es verdad que ciertas culturas burguesas o ciertas tradiciones maniqueas ven en este gesto algo simplemente material, fisiológico, vegetativo y, por lo tanto, como lo opuesto al espíritu y a lo divino. Por eso la consagración del pan y del vino, el que Cristo se haga presente en la comida y la bebida, ha parecido a diversas teologías o bien una humillación, o bien un supermilagro.Pero cuando, sin esos prejuicios falsamente espiritualistas, se capta la riqueza personal, existencial, del comer y del beber en cuanto acciones que corresponden a la dimensión no sólo corporal, sino también espiri-tual del hombre y la mujer, entonces el hecho sacramental de la euca-ristía, incluida la consagración, aparece como la culminación coherente de un proceso vital que hunde sus raíces en el orden de la creación y que luego madura o culmina en la cristificación. No es algo extraño y paradójico, sino la plenificación, la plenitud de una encarnación que ya se da implícitamente en el orden natural-histórico. Hay en este gesto una especie de «potentia obedientialis», una capacidad de recepción, una disponibilidad y apertura al misterio sacramental, como se afirma de lo natural respecto de lo sobrenatural.

Podemos distinguir como una triple dimensión en el comer. Es, ante to-do, un hecho humano. Pero es también –puede ser– un hecho numino-so, sacral. Finalmente, puede devenir un hecho evangélico.

A esta triple dimensión corresponde un triple sentido: un sentido antro-pológico, un sentido religioso, y un sentido cristiano. He aquí la estrati-grafía que debe analizar una fenomenología teológica para describir esa densidad de arraigo y encarnación que posee nuestro sacramento.

Pero antes de adentramos en esta radiografía de sentido, conviene re-calcar lo ya insinuado sobre la situación de que partimos. No se trata aún de incorporar las aportaciones importantes de la antropología cultu-ral, sino de mencionar someramente ciertos datos más bien sociológi-cos recientes o actuales.

Es muy distinto el acto de la comida en una familia burguesa urbana o en un ambiente campesino de carácter rural. En la cultura burguesa ha estado mal visto el centrar la atención en el hecho del comer. Había co-mo que disimular «manteniendo» una conversación «elevada».

Los campesinos, sin embargo, han sabido darle su importancia incluso al hecho de la masticación y, por tanto, a hablar poco. Es algo aconse-jado por la tradición yóguica y otras tradiciones orientales hoy tan de moda en Occidente.

Por otro lado, actualmente todos lamentan el predominio de las «comi-das de trabajo», del autoservicio, del «fast food», etc., que desfiguran gran parte del significado existencial del comer.

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Desde el punto de vista antropológico, el comer despliega un triple sig-nificado; o, si se prefiere, su sentido simbólico se despliega en una triple dirección. Se ramifica en tres líneas. Pero el movimiento semántico mantiene su unidad.

1. Es y expresa una comunicación con la tierra de la que provienen el manjar y la bebida. Todo comestible, todo alimento, toda nutrición, tie-nen en ella su origen.

Comer es entrar en comunión con las energías y fuerzas cósmicas vehi-culadas por lo que se degusta e ingiere. Es recibir ese «pranna» engen-drado por la naturaleza. Entonces se renueva la vida, se regenera la persona y se experimenta una sensación de plenitud no sólo fisiológica, sino psíquica, existencial.

Ciertamente la Tierra y d Cosmos son a su vez símbolos máximos de Vida, epifanías de una Energía regeneradora a través del campo, su fer-tilidad, sus frutos; a través del sol, de la luna con sus ciclos y estacio-nes, del mar... Están lindando con lo Trascendente y, por tanto, con lo religioso. El sentido religioso no es separable, en último término, del an-tropológico.

Se entra en comunión con toda esta realidad cósmica, primero, a través de la respiración y la recepción de los efluvios del aire por lodo el cuer-po (la piel y sus poros –baño o «asana» yóguica–); luego, a través del baño en las aguas y la recepción través de los rayos solares (baño de sol); finalmente, a través del comer.

Esta «comunión» exige también su concentración, como enseñan la sa-biduría oriental, yóguica, o la campesina: comer pausadamente, parsi-moniosamente, saboreando, masticando, deglutiendo... No es tiempo de grandes discusiones o especulaciones, que pueden venir después.

2. La comida-bebida es expresión de dependencia, de creaturidad. Por esta acción manifestamos y experimentamos que necesitamos salir de nosotros mismos para subsistir. En ella nos encontramos con algo que no somos nosotros, que nos viene de fuera y de lo que tenemos ne-cesidad vital. No podemos sacarlo de nuestro interior. Aquí el inmanen-tismo subjetivista deviene autofagia, autodestrucción.

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Somos solidarios del universo porque dependemos de él. Es nuestra di-mensión cósmica más tangible. Vivimos gracias a los frutos de la tierra. Es una experiencia importante de «la gracia de lo alto». A lo cual co-rresponde, debe corresponder en cada persona, una actitud de humil-dad, de descentramiento, de salir de sí mismo. Este sentido de religa-ción es ya una pedagogía que encamina hacia lo religioso. Recuérdese el salmo 104.

3. El comer es signo eficaz de comunicación interhumana, porque, de por sí, se tiende a comer-con y no a solas. De hecho, la raíz etimológica de nuestra acción es prácticamente la misma que la preposición con, a saber, «com».

La comida es, de raíz, una acción implicativa, empeñativa de comuni-dad, comunión, comunicación. De aquí vienen convite y compañía.

Cuando falta esta dimensión comunitaria, podemos decir que el comer queda reducido a nutrición, a mero acto nutritivo. No es un acto humano integral. De ahí la tristeza contenida que conlleva el comer en solitario.

A la hora de desentrañar la densidad de esta dimensión del comer, po-demos desglosar también tres sentidos o significados.

a) Comer con otros, beber juntos, es expresión de nuestra unidad de origen y de nuestra solidaridad en la condición humana; es decir, en la dependencia. Somos creaturas –estamos diciendo entonces–; somos creación de Dios unos y otras. Unos y otras compartimos un mismo destino, un mismo origen, una misma fuente de vida, un mismo arraiga-miento en la tierra, en el cosmos, en el don divino de los frutos de la na-turaleza.

La solidaridad en la necesidad o indigencia une profundamente.

b) Comer es muchas veces el resultado de un acto de convidar. La co-mida deviene convite. Es un paso más sobre el mero comer juntos. Es un compartir repartiendo, donando. Es un hacer común la vida, un «vivir con» (en la raíz latina: «convivium», «convivan», «convivere»).

De hecho, el convite se desdobla en dos momentos: en un dar de co-mer (invitar a comer) y en un aceptar el comer acogiendo el don, la dádiva. Es un movimiento como circular, muy unitario y unitivo. El que recibe hace posible el don, y el que da hace posible el recibir. Lo expre-sa muy bien nuestra lengua, que usa una misma palabra, a saber, huésped, para el que invita (el anfitrión) y para el que es invitado.

El que convida desde la cordialidad sincera está empleando un lenguaje profundamente expresivo para decirle a su huésped: te doy mi alimento y mi bebida; con ellos te doy, te deseo la salud que ellos producen en mí y ahora en ti; así compartimos la misma vida. Mi vida será tu vida, y mi persona será tu persona; a través de este don fundamental que te re-galo y que hasta ahora era mío, te doy mi amistad, mi propia persona; este manjar y esta bebida son el signo, el símbolo de mi persona, que quiero unir con la tuya como expresión de afecto.

Cuando se dan estas circunstancias, el convite significa siempre unión personal. Por tanto, ya el manjar del convite encierra como una presen-cia personal, la presencia de una persona, la del anfitrión. Tenemos, pues, un anticipo, un vislumbre del misterio eucarístico como sacramen-to de la presencia.

Vista desde esta perspectiva antropológica, la eucaristía, por tanto, no resulta ni extraña ni «milagrera». Es una realidad que hallamos incoada inicialmente en la vida humana cuando realizamos el signo de compartir la mesa.

c) Pero el comer juntos no es sólo el acto de dos personas que se sien-tan a la misma mesa, invitada la una por la otra. Es frecuentemente la acción de un grupo humano. Esta acción colectiva posee nuevas conno-taciones que la enriquecen con un significado complejo y nos introduce en nuevas profundidades antropológicas. Por eso es la que suele estu-diar con más detenimiento la antropología cultural.

Como dicen los antropólogos, el comer juntos significa sellar la unión del grupo (la familia, la aldea, el barrio, la tribu, la “fratría”…).

Puede tener un carácter popular. Pensemos en ciertas fiestas, rome-rías, peregrinaciones. Todos se sientan y congregan en la misma plaza, en el mismo lugar, alrededor del mismo yantar. He aquí un término de gran tradición en nuestra lengua que nos recuerda este carácter popu-lar, comunitario, del comer.

Ese yantar colectivo puede ser la gran sartén, la gran hoguera, un mis-mo cordero, un guiso común para todos... Así, del yantar comunitario o vecinal surge realmente la comensalidad y la convivialidad. Todos tie-nen los mismos manjares, la misma bebida. Quizá la misma copa (o bo-ta o porrón) va pasando de mano en mano. A todos invade un mismo sentimiento de alegría. Se contagian todos de un mismo afecto. Se ge-neraliza el intercambio de confianza. Todos se sienten igualmente ani-mados y animosos ante ese derrumbe de todo muro distanciador.

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El brindis español dice: «a tu salud» o «a la salud de todos». Se expre-sa así el deseo de que todos tengan la misma salud, la misma plenitud de vida. Que corra una misma vida, dicha, felicidad, por todos los que corre una misma copa, un mismo porrón o vaso de vino.

De la comunidad de bebida surge la comunidad del grupo y la comuni-cación. Los antiguos lo llamaban «compotatio» o «symposion». En el plano sacramental, los cristianos hablamos de comunión-eucaristía.

Este sustrato popular del comer y del beber es terreno abonado para que surja y crezca el pueblo de Dios o Iglesia. He aquí un buen trasunto del carácter eclesial de la eucaristía.

Veamos cómo describe el antropólogo español Carmelo Lissón esta di-mensión antropológica de la comida grupal:

«La mesa común con viandas excelentes o consideradas como las más exquisitas es la forma más densa de convivencia familiar o extra-familiar.Al sentarse a la mesa aquellos que están sujetos a los mismos queha-ceres y avatares a lo largo del año, ponen sobre el mantel la identidad de sus problemas.A esa comunión simbólica no pueden acercarse con odios o rencillas internas. La participación en la distribución de la comida vecinal crea un lazo místico incluso entre vivos y muertos (en los banquetes funera-rios); une, aglutina en estrecha interdependencia, obliga a correspon-der, a comportarse como vecino.El yantar vecinal sella el principio de igualdad de los comensales. To-dos gozan de las mismas obligaciones y prerrogativas. Premia y pro-mueve la acción común. Es un aliciente para el trabajo requerido.La comensalidad de vecinos es sinónimo de fiesta, de música, canto y baile.Pero hay algo más profundo: quieren hacer y gozan al hacer lo que tie-nen que hacer. Las pequeñas y autárquicas comunidades aisladas no pueden tolerar la autonomía de cada miembro. Se destruirían.La comensalidad consagra D vecindad. De ahí que toda forma de co-operación vecinal venga coronada por la reunión de todos alrededor de la misma mesa. No sólo comen y beben. Comulgan armonía y confra-ternidad»1.

1 C. LISSÓN, Invitación a la antropología cultural de España. Madrid 1977. 83-84. Son páginas tomadas del capítulo «La aldea».

Otro antropólogo que ha trabajado como pocos en el estudio de la reli-giosidad popular española, W.A. Christian, hace una interesante recons-trucción de la celebración del yantar común en la tradición de nuestras fiestas religiosas. Son datos extraídos de documentos de los siglos XVI y XVII, pero que conservan un frescor admirable. Hasta ahora la teolo-gía no había descubierto la estrecha relación de estas comidas con la misa, igualmente celebrada en estas fiestas populares de la época; la conexión entre pueblo, pueblo pobre y pueblo de Dios. Christian sí la descubre:

«En la fiesta típica de los santuarios, la comitiva de los vecinos se en-camina hacia la ermita. O bien les aguarda allí la imagen, o bien la lle-van ellos en procesión. Van acompañados de músicos y danzantes.

En la ermita se dice misa. Antes se ha buscado al mejor predicador pa-ra el sermón. Luego se corren toros, los mejores que se pueden encon-trar. Los toros son lidiados y sacrificados. Su carne es distribuida entre los asistentes a la fiesta.

Estas fiestas atraían no sólo a los fieles, sino a numerosos mendigos. En el camino se alineaban los pedigüeños, que luego se juntaban en el santuario para participar de la comida gratuita que se servía tras la ce-remonia religiosa...

Los ritos de comensalidad, las caridades, eran especialmente expresi-vos y simbólicos de la comunión de sentimientos y obligaciones”.2

A continuación, nuestro autor transcribe el siguiente documento de la época:

«Por ser populoso el concurso de gentes que aquí se juntan de tantos pueblos, que el verlos comer es muy gran recreación; cada pueblo aparte tiende unos manteles larguísimos en este prado; siéntase a la cabecera el cura, los clérigos, los alcaldes y regidores y después el resto de la gente popular; el Concejo suele dar para todos pan y vino por comunidad, y cada uno en panicular saca su comida. Y ver en un prado treinta o cuarenta pueblos enteros, unos de a doscientos, otros de a trescientos y más hombres, todos juntos por sus ranchos, es de muy deleite a la vista».

La teología se va abriendo cada vez más a estas aportaciones de la antropología cultural; especialmente la exégesis y las ciencias

2 W.A. CHRISTIAN, Religiosidad local en la España de Felipe II. Madrid 1991, 140-148

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bíblicas. En las páginas de los escrituristas es frecuente ver citadas las investigaciones de Lévi-Strauss, Mary Douglas, etc. Suelen recoger el siguiente texto paradigmático:

«En todas las sociedades, desde las más simples a las más complejas, la comida constituye la forma primaria de iniciar y mantener relaciones humanas... Cuando los antropólogos des-cubren dónde, cuándo y con quién es ingerida la comida, prácti-camente ya pueden deducir cuáles son las relaciones existentes entre los miembros de una sociedad... Saber qué es lo que co-me una persona, dónde, cuándo, cómo y con quién lo hace, equivale a conocer el carácter de su sociedad»3.

¿Sabe la teología extraer del análisis de estos hechos antropológicos, tan absolutamente reales y centrales de la existencia, sugerencias e inspiración para su propia reflexión? ¿No tenemos aquí un «locus theo-logicus» olvidado?

Conforme la teología se va liberando del espiritualismo que la aquejaba en los últimos tiempos, se va abriendo cada vez más a estas nuevas ciencias humanas que ayudan a actualizar la Palabra, lo mismo que la filosofía o la metafísica lo hicieron en la Edad Media. Lo veremos pronto en apartados ulteriores de nuestro ensayo.

De momento, incorporemos la siguiente observación para completar nuestro análisis anterior. El comer es un acto, un gesto central en la vi-da humana. Hay otro, ciertamente distinto, pero que presenta unas inte-resantes semejanzas. Por eso se les puede relacionar a los dos y aun emparejar, como hacen algunos antropólogos que hablan de este bino-mio como del más medular del existir humano, a saber, el «convivium» y el «connubium».

Se usan los términos latinos, porque la traducción al castellano es difícil. Nos encontramos con dos grandes gestos humanos, en cierto modo los más originarios, radicales, empeñativos del compartir (compartir la vi-da). Son el comer y el copular. Este último término no es muy feliz en nuestro contexto. Lo usamos para que aparezca la semejanza de la eti-mología Reaparece la preposición «con» en cuanto raíz y núcleo de los dos términos. Hablemos mejor de comensalidad y conyugalidad.

Son dos gestos profundamente materiales y espirituales a la vez. Son ambos síntesis perfecta de vida personal-corporal pues son

3 P. FARB y G. AMELAGOS, Consuming Poisons: The Anthropology of Eating, Boston 1980, 4, 211

unidad de materia y espíritu. No son meramente somáticos. Expresan la unión profunda a través de la mediación corporal (lo material-espiritual).

Tanto el uno como el otro encierran una paradoja. Son a la vez útiles e in-útiles; es decir, son absolutamente necesarios para sobrevivir (el indi-viduo o la especie) y absolutamente gratuitos, en cuanto que expresan una relación personal de afecto y entrega.

Tienen un aspecto lúdico, festivo, placentero, así como una dimensión interesada. En cuanto gratuitos, son fin en sí mismos. No se les puede instrumentalizar. Entonces dejan de ser personales. En cuanto «intere-sados» o útiles, son medios para otra cosa: la salud, la nutrición o la procreación, la continuidad de la especie...

Lo mismo que hemos dicho que ni en uno ni en otro se puede separar lo material de lo espiritual, hemos de afirmar ahora que tampoco se puede separar el carácter útil del gratuito en ninguno de los dos.

Lo que distingue la comensalidad de la conyugalidad es que la primera puede ser grupal, pública, y la segunda es siempre un acto íntimo, bi-personal. También se distinguen en que la unión personal por el comer se realiza a través de la mediación del alimento. La «traditio corporis» o entrega de la persona es mediata. En cambio, en la conyugalidad la en-trega de las dos personas, o unión personal-corporal, se realiza de mo-do directo, sin mediación alguna.

Pero tanto en una como en otra hay la «traditio corporis» personal. Ya lo indicamos antes. De hecho, Jesús en la última Cena habla de entre-gar su cuerpo a los discípulos a través del convite del pan y el vino.

Creo que estas observaciones no son una digresión ociosa, sino un buen complemento para acabar de descubrir todo el denso sentido an-tropológico del comer, gracias a este nuevo contexto en que acabamos de situarlo. Su sentido de comunicación comunión-comunidad queda ahora más precisado.

Nos resta iniciar un último apartado, correspondiente a la cuestión del presupuesto de nuestro comer y beber; a saber, el pan y el vino. ¿Cuál es su significado? ¿No encierran un simbolismo peculiar anterior al de su sentido sacramental-eucarístico, pero que lo prepara y lo apoya des-de el punto de vista antropológico? La eucaristía lo asume, lo transfor-ma, no lo ignora ni lo destruye («gratia non destruit naturam»). En cierto modo lo plenifica.

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Por eso el tomar conciencia de él contribuye a que se comprenda mejor ese significado sacramental.

El pan es –ha sido siempre– el alimento fundamental en la cultura medi-terránea. O bien acompaña la comida de otros platos, o bien es el plato único, nutrición exclusiva. En él tenemos el paradigmático «fruto de la tierra y del trabajo del hombre».

No sólo sustenta la vida de tantas personas, sino que la simboliza por los nueve meses que necesita el trigo de que se compone para crecer y madurar; el tiempo de una gestación. A esa gestación, como símbolo de muerte y resurrección, alude Jesús cuando dice: «Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo. Pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

Luego, esos granos son reunidos, triturados. Surge la harina, que a su vez es amasada para que al fin nazca el pan. La Didajé, en su capítulo ix, ve aquí otro simbolismo: el de la Iglesia formada por la reunión y unión de muchas personas diversas, antes dispersas o alejadas entre sí.

Ya para la Biblia es el alimento esencial cuando pone en boca de Dios aquellas palabras inaugurales de la historia humana: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,19).

Si el pan es la comida esencial en la cultura mediterránea, el vino es la bebida fundamental. Por lo mismo, está cargada de simbolismo. El pan proviene del trigo, cereal que nos recuerda las tierras de secano de donde brota. El vino significa no sólo esa tierra, sino muy especialmente el Sol que caldea la vid, las cepas, los pámpanos, los sarmientos que hacen brotar cada uno de los granos de la uva.

El cultivo de la vid requiere un tiempo más largo que el del pan y sacrifi-cios aún mayores. Su color recuerda a la sangre. Pero el alcohol que encierra evoca el espíritu que anima, alegra, desata las lenguas, movili-za los sentimientos cálidos de efusión, suscita comunicación. Incluso lingüísticamente, el adjetivo «espiritoso» significa en castellano (según el Diccionario de la Real Academia española) la persona animosa, pero también la sustancia que contiene mucho alcohol o espíritu y se evapo-ra fácilmente.

Por eso el vino es imprescindible en toda fiesta. Sin él no hay el ca-lor, el entusiasmo, la cordialidad y la efusividad propias de toda ce-lebración. Por el vino, el hombre y la mujer se liberan de lo coti-diano y experimentan una cierta ruptura de nivel que les permite acceder a estados de ánimo especiales, algo extraordinarios. Sin

llegar a la enajenación de facultades, estado propio de la embriaguez, lo extraordinario no es aún lo extático. Pero ciertamente el vino se ingiere no tanto por su sabor cuanto por ese estado de conciencia que suscita, intensamente experiencial.

Subrayemos el arraigo del pan y el vino en la cultura de nuestro país, su honda «inculturación». Nuestras gentes han recorrido el itinerario de sus vidas, de su historia tanto personal como colectiva, gracias a este alimento y a esta bebida. Por eso ha podido decir el poeta: «Con pan y vino se hace el camino». Por eso también se ha llamado a nuestro sue-lo «tierra de pan llevar». Azorín habla de nuestra geografía como de una «tierra paniega» y alude a los múltiples nombres que el pan ha reci-bido en nuestra lengua.

La población pobre, tan incontable a lo largo de nuestra historia, ha so-brevivido gracias al mendrugo de pan que recibía de limosna y a la «so-pa boba» (pan reblandecido en agua) que le repartían los conventos de frailes o de monjas. Por eso el pan ha sido considerado siempre como algo santo que nunca se tira al suelo o que, si cae, se le recoge con un beso de desagravio. Es lo que expresa admirablemente Pablo Neruda en estos versos:

«Yo mismo en cierta ocasión de esta escena fui testigo:un niño desde un balcónarrojó Pan a un mendigo.Pero su padre, hombre humano, le dijo: ¿no te sonroja?,la limosna no se arroja:se besa y se da en la mano».

Los teólogos de la liberación han sido muy sensibles a este significado del pan que estamos analizando como base previa a toda teología eu-carística.

Enrique Dussel hace una «teología narrativa» relatando dos historias de la época de la conquista4.

La primera tiene como protagonista a Bartolomé de las Casas. Es una narración que recoge el momento epocal de su conver-sión. Tiene lugar en Cuba, donde, tras conquistar violentamente la isla a las órdenes de Pánfilo Narváez, recibe como Pago a sus servicios un grupo de indios que trabajan para él dentro del

4 Para todo lo que sigue, ver E. DUSSEL, «El pan de la celebración, signo comu-nitario de justicia»: Concilium 172 (1982) 236-249

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sistema de «repartimientos» explotando la tierra. Se ordena sacerdote, pero viviendo como propietario. Así transcurren doce años de su vida. Al cabo de este tiempo, un buen día se le pide celebre misa para susti-tuir a un clérigo o fraile que se ha ausentado.

Lee entonces el texto del Eclesiástico 34,18-22, que dice (según la cita que nos transmite Las Casas): «Sacrificios de bienes injustos son impu-ros. No son aceptadas las ofrendas de los impíos. El Altísimo no acepta las ofrendas de los impíos ni por sus muchos sacrificios les perdona los pecados. Es sacrificar al hijo en presencia de su padre robar a los po-bres para ofrecer sacrificios. El pan es la vida del pobre. El que se lo de-frauda es homicida. Mata a su prójimo quien le quita su salario. Quien no paga el justo salario derrama su sangre».

Al leer estas palabras, Bartolomé de las Casas queda paralizado. Des-cubre su tremendo sentido crítico-profético, su actualidad. Se siente hondamente concernido por la Palabra. Ya no se considera digno de ce-lebrar la eucaristía. Libera a sus indios e inicia su nueva vida de profeta del Nuevo Mundo.

Dussel subraya en el texto bíblico el pasaje «el pan es la vida del po-bre». Completando la oración de la presentación de las ofrendas en la actual liturgia eucarística, comenta:

«El pan es producto del trabajo del hombre, pero sobre todo es vida, alimento de vida.

El consumo del producto es negación de negaciones; es matar a la muerte, es don de vida a la vida. Jesús dice: "yo soy el pan de vida" (In 6,35). El pan que alimenta es satisfacción, goce, vida. Es ya el Reino cumplido. Según el Eclesiástico, es vida del pobre. Pobre es el que ha producido o trabajado su producto para satisfacer su necesidad. Pero a veces el pan no regresa a él, el productor. Va al dominador. Éste de-viene rico. El pobre muere. Las Casas descubre que el pan que pensa-ba ofrecer en la misa había sido arrebatado a los pobres. (Los indios debían entregarle como tributo, y bajo la violencia de la dominación, una parte del trigo). Era pan no consumido. Era, pues, asesinar a los indios arrebatarles el fruto de su trabajo. Vio relación entre la liturgia eucarística y el sistema económico de opresión. Vio el pan manchado de sangre».

A continuación, Dussel nos narra otro relato análogo al anterior. Esta vez su protagonista es san Francisco Solano, un francis-cano procedente de Montilla, en la provincia de Córdoba. Fue un gran predicador en Perú y Argentina durante el siglo XVI. Una

vez le invitó a comer un grupo de conquistadores españoles. Al ir a ben-decir la mesa, tomó un pedazo de pan. Lo apretó entre sus manos. En-tonces comenzó a destilar sangre. Asombrado el santo ante semejante signo, exclamó: «Esta sangre es de los indios». Y se retiró a su conven-to sin probar bocado, dejando a los europeos allí presentes confundidos y espantados. El santo dijo después: «Yo no puedo comer en la mesa donde se come el pan amasado con la sangre de los humildes y de los oprimidos». Dussel concluye su «teología narrativa» con esta reflexión:

«En el pan está la vida del trabajador objetivada, su sangre, su inteli-gencia, su esperanza, su amor, su goce, su felicidad, el Reino. Arreba-tarle injustamente dicho pan y ofrecérselo a Dios es lo que rehúsan Bartolomé de las Casas y san Francisco Solano. El pan económico es el pan eucarístico para ser consagrado. Para que ese pan se convierta en el cuerpo mismo del "Cordero inmolado" tiene que ser pan de vida, pan que haya saciado, alimentado, negado la negación de la muerte, de la necesidad, de la dominación, del pecado; pan de justicia. Dios no desea que se le ofrezca la vida del hijo (el pobre) asesinándolo en su presencia. Eso lo desea el fetiche. Dios desea la vida del hijo; quiere como sacrificio que se niegue la muerte del muerto.

El ídolo o fetiche antes de caer mata. Surge el mártir, el Hijo sacrifica-do. Cristo se hace pan de la historia.

La eucaristía sólo se puede celebrar con pan no arrebatado a los po-bres, con pan de justicia, con pan amasado en el compromiso por el in-terés del pobre, con pan de vida».

Hasta aquí la aportación de Dussel, que sobrepasa la consideración meramente antropológica para entrar en el significado teológico y erísti-co del pan. Ciertamente resulta muy difícil no sólo separar, sino incluso distinguir lo antropológico de lo teológico. El hombre y la mujer son ima-gen de Dios, y la huella divina penetra todas las caras de su vida, todas sus facetas, características, dimensiones. No es posible celebrar la eu-caristía sin esta base previa de justicia en el reparto equitativo del pan, es decir, del alimento y de todos los bienes de la creación.

Una interpretación similar hallamos en Jon Sobrino cuando escribe:

«En el reino de Dios tiene que haber pan, símbolo primero de la Buena Noticia hoy. Pero esa misma realidad del pan lleva consigo la pregunta por el cómo conseguirlo, con lo cual se exige algún tipo de actividad, de trabajo.

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Una vez que hay pan, surge la exigencia de que sea compartido —lo ético y lo comunitario—; surge la tentación de no compartirlo —el peca-do— y la necesidad de celebrarlo por el gozo que el pan produce.

El pan conseguido por unos es en sí mismo una pregunta por el pan de otros grupos, otras comunidades, por el pan de todo un pueblo —y sur-ge la pregunta por la liberación.

Y entonces, conseguir pan paa todo un pueblo significa práctica, refle-xión, ideologías funcionales, riesgos, amenazas. Y puede surgir la exi-gencia de arriesgar hasta la propia vida para que el pan no se convier-ta en símbolo de egoísmo, sino de amor.

Y el pan es más que pan, tiene algo de sacramental. Y así se celebra la fiesta del maíz. Y los que se juntan no sólo comen pan, sino que cantan y recitan poemas. Y el pan se va abriendo al arte y a la cultura.

Y nada de esto acaece mecánicamente, sino que en cada estadio de la realidad del pan aparece la necesidad del espíritu, espíritu de comuni-dad para compartir y celebrar, espíritu de valentía para luchar por él y de fortaleza para mantenerse en esa lucha; espíritu de amor para aceptar que el trabajar por el pan de otros es lo más grande que puede hacer un ser humano. Y la buena noticia del pan puede llevar a agra-decer al Dios que lo ha hecho, o a la pregunta del porqué permite Dios que no haya pan abundante para todos. Puede llevar a preguntarse quién es aquel que multiplicó panes para saciar el hambre y, sin em-bargo, le mataron por ello. Puede llevar a preguntarse si la Iglesia se toma en serio el pan como buena noticia y cómo lo relaciona con su misión.

Puede llevar a preguntarse también si hay algo más que pan, si hay un pan de la palabra, necesario y buena noticia incluso cuando no hay pan material; si es verdad que al final de la historia habrá pan para to-dos; si merece la pena caminar y trabajar en esta historia para que así sea, aunque a veces la oscuridad lo penetre todo; si la esperanza del pan para todos es en verdad más sabia que la resignación... La vida es siempre más, y en el pan hay siempre más que pan”5.

Las dos citas anteriores nos han adentrado en el sentido no sólo natu-rístico, telúrico o cósmico del pan y el vino, sino también en el histórico. La antropología debe abarcar ambas facetas.

5 J. Sobrino, «Centralidad del Reino de Dios», en (I. Ellacuría y J. Sobrino [eds.]) Mysterium liberationis, I, Madrid 1990, 467-510, 503-504. Ver también, en esta línea, LB. METZ, «El pan de la supervivencia», en Más allá de la reli-gión burguesa, Salamanca 1982, 40-51

No se puede hacer una reflexión sobre el carácter antropológico del co-mer sin abrirse a estos horizontes de compromiso con la historia. «A for-tiori» hay que afirmar lo mismo de la eucaristía.

Para concluir intentemos una síntesis última de todos estos rasgos. Vol-vamos a nuestra primera consideración sobre el pan y el vino, que enla-zaba con lo que dijimos sobre el comer como hecho humano.

En el pan y en el vino nos llegan los cuatro elementos que constituyen la realidad de esa madre nuestra que es la naturaleza; a saber: la tierra, el sol, el agua y el aire. A través del pan y del vino entramos en contacto con esa naturaleza que nos envuelve y cobija maternalmente. Comulga-mos con ella. De esa comunión surge nuestra humanidad, en la que se encarna el Hijo de Dios. A través de esta unión hipostática entre lo cós-mico, lo humano y lo divino, nace la nueva creación. La comunión al-canza dimensiones cósmico-teológicas. El principio de lo teándrico se impone, se realiza. La cosmo-divino-humanidad se recompone superan-do toda escisión, toda división, toda enemistad. El Todo retorna a la di-námica unitaria del estado edénico. La situación paradisíaca empieza a rehacerse como promesa del porvenir final aún pendiente.

La Biblia, en el Primer Testamento, a través de la tradición deuteronómi-ca, nos va descubriendo realísticamente esta teleología. Además del pan y el vino, menciona otros elementos muy materiales que tienen que ver con la eucaristía, a saber, el cordero y el aceite. El primero dice rela-ción con el cordero pascual, con la pascua del Señor; el segundo con el Mesías o Ungido que llega en la noche de pascua para sanar toda en-fermedad y dolencia.

Hablando de la Alianza, el Deuteronomio nos recuerda que ésta implica un pueblo, una ley y una tierra. Ahora bien, la tierra de la Alianza es la que produce estos cuatro elementos: pan, vino, aceite y carne de corde-ro. He aquí el texto deuteronómico:

«Si guardáis estos mandamientos, el Señor tu Dios mantendrá contigo la Alianza. Te amará, te bendecirá, te multiplicará, bendecirá el fruto de tus entrañas y el fruto de tu suelo: tu trigo, tu vino, tu aceite, las crías de tus ovejas y de tus vacas en la tierra que va a darte según prometió a tus antepasados» (Dt 7,12-13).

«Si cumplís los mandamientos, yo enviaré a su tiempo lluvia a vuestra tierra, lluvia de otoño y de primavera para que puedas cosechar tu tri-go, tu viña y tu aceite. Yo daré a tus ganados hierbas en los campos, y comerás hasta saciarte» (Dt 11,13-15).

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Un teólogo oriental de procedencia francesa, Olivier Clément, ha sabido recapitular admirablemente el sentido cósmico-teo-ándrico que sustenta la realidad del pan y el vino eucarísticos:

«Haría falta haber vivido años enteros en la soledad y el silencio cós-micos, en un desierto, en una playa, en lo alto de un monte, en el cam-po; haber sentido el mundo en torno como un vestido de luz; haber per-cibido que el cuerpo humano no tiene su límite en H "túnica de piel", sino que se prolonga y alarga en los vientos, el sol, los árboles, las nu-bes, las flores, las estrellas.

Entonces, en esa desnudez originaria que es quizá el sentido profundo de la pobreza evangélica, uno empezaría a acordarse del estado origi-nario de la creatura, el estado edénico antes de la caída. Y tal expe-riencia sería como volver a empezar la vida, un segundo nacimiento.

Ésta es la vía que abrieron los Padres del desierto de Egipto y Palesti-na a lo largo del siglo lv y que siguieron san Benito, el movimiento car-melita y san Francisco de Asís en Occidente. Es la vía monástica por excelencia, el camino del monaquismo institucional y del monaquismo interior que está abierto a todos y para todas.

Es la vía que responde a nuestra soledad ante Dios; la vía de la pobre-za desnuda que permite a la belleza del mundo revestirnos de las deli-cias de la primera creación.

Por esta vía no retornamos al Paraíso, pero sí nos encaminamos cier-tamente al Reino, que es su mejor plenitud. El jardín de las delicias, el árbol de la vida, transformado ahora en manjar y bebida eucarísticos, nos abren de nuevo la puerta. Ya no estamos llorando a su entrada co-mo Adán y Eva, según un bello icono oriental. El ángel ya no nos ex-pulsa, no nos exilia de él como apátridas. Según dice un himno de la li-turgia navideña interpretando a Juan 1 ,5 I:

"El ángel de la espada flamígera se aleja del árbol de la vida, la eucaristía".

La eucaristía, en la que el pan y el vino, y tras ellos el sol, el agua, la tierra, el aire, el trabajo humano, se transustancian en el cuerpo de Cristo; es decir, en donde el cuerpo luminoso del Dios humanado, pe-netrándolo, hinchéndolo, impregnándolo todo hasta la médula sustan-cial, vuelve a trasparecer y hacerse translúcido: he aquí nuestro verda-dero reencantamiento.

Lo que en la eucaristía sucede como verdadero éxtasis y punto álgido de transfiguración, se prepara y se gesta en las demás realidades o ex-periencias»6

¿Qué nos quiere decir este texto con su lenguaje poético? A través del alimento eucarístico hay una reconciliación entre el hombre-mujer, la naturaleza y Dios. Hay unión, armonía, «koinonía» entre creación cós-mico-humana y Creador. Hay una reconciliación pacificadora que es co-munión entre humanidad, cosmos y Dios. Se acerca a nosotros la situa-ción edénica, el paraíso, que consiste precisamente en esa comunión o compenetración, en esa plenitud que simboliza el árbol de la vida, y Dios paseando por el Edén junto a nuestros primeros padres (Gn 3,8).

Ahora bien, no es el paraíso del pasado, sino el Reino actual y futuro, el que se nos da en el sacramento. No volvemos en él la el pretérito, sino que avanzamos hacia el porvenir escatológico. En la eucaristía tenemos la compenetración entre el cuerpo la humanidad comulgando con el cosmos (pan y vino) y con el cuerpo del Dios humanado (pan y vino transustanciados). La comida y bebida eucarísticas anticipan la unión universal, el inicio la deificación. Ésa es la gran transustanciación que hace culminar todas las transustanciaciones anteriores, las cuales son como preparación. La transustanciación de la tierra, el sol, el aire, el agua, en el pan y en el vino; la del pan y el vino en el cuerpo del hom-bre-mujer primero, y en el cuerpo de Cristo después, de modo que am-bos cuerpos (miríadas de cuerpos en realidad) se unan en única comu-nión total. Entonces tendremos el «pléroma» de transustanciación y transignificación.

Concluyamos. Creo que el presente capítulo nos ha mostrado que el sustrato subyacente a la eucaristía es una realidad humana que la pre-para y preludia. En el comer y en el beber, en el pan y en el vino, tene-mos unas realidades que, al ser transformadas en el sacramento cristia-no, constituyen un momento de plenitud dentro de esa dinámica que es la encarnación en cuanto proceso realizado por etapas. Aquí se da un paso decisivo en el movimiento unitivo de Dios con su creación. Acaece un tiempo fuerte, estelar, de la transfiguración de lo creado, de la trans-formación del Todo en la nueva creación, la nueva tierra y los nuevos cielos (Ap 21,1).

6 O. CLÉMENT, «La beaute comme revelation»: La Vie Spiriruelle 637 (1980) 251-270

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Pero estos grandes principios tienen una vertiente práctica. De ellos se desprende un imperativo. Todo lo dicho sólo es realidad cumplida si la comida es comida real, si el pan es pan de verdad, si el vino es bebido. Quiere decirse: que sea así y que aparezca también así.

Y justamente tal no es el caso de nuestras misas. Ni el pan parece pan, ni se come realmente, ni se bebe el vino. Las llamadas «formas» que hoy siguen usándose de modo generalizado en nuestras celebraciones son pan desde el punto de vista químico. Pero no lo parecen en absolu-to. Y vino, de hecho, sólo lo bebe el presbítero. La comunión bajo las dos especies apenas se practica.

Todas las bellas ideas desarrolladas en este capítulo parecen derrum-barse y venirse abajo cuando miramos a nuestras misas actuales. ¿Qué hacer? Dejemos la respuesta para más adelante. Pero quede claro ya desde el principio que se necesitan cambios importantes en la praxis imperante para que la eucaristía sea realmente un comer y un beber.

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