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Magos del silencio interiores - loqueleo.com · Al día siguiente, shas-shas-shas, cayó un aguacero y en toda la isla, tic-tac tic-tac, las horas y los días, casi en silencio, transcurrieron

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Y el DICTADOR de aquella isla, que ya había decretado que todo su nombre se escribiese en mayúsculas, decidió, entonces, dizque para modernizar el país, prohibir la música por ser esta —según sus asesores— espanto del trabajo y enemiga del correcto vivir.

Y el pueblo, tun tun, se empezó a callar. El DICTADOR, que no era militar sino civil, mandó quemar guitarras, cajones, violines y trom-bones; también, mandó quemar partituras, arreglos, composiciones e instrumentaciones.

Con los contrabajos… ordenó hacer…¡Mascarones de proa para nuestras barcazas!

Con los pianos… (mesas para su Palacete)y… con los tambores… (maceteros para sus jardines)

Y el pueblo, tun, tu, t…quedó callado.

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Al día siguiente, shas-shas-shas, cayó un aguacero y en toda la isla, tic-tac tic-tac, las horas y los días, casi en silencio, transcurrieron.

Durante semanas, tan sólo el doblar de las campanas, din-don din-don, y el rumor de la lluvia, shas-shas, se escucharon. Hasta que un día, ni siquiera las campanas, din, do, d…, volvieron a sonar.

El Burundrún, el paciente buen volcán al pie del cual había que —algún día— morir, dejó de humear y el fiehhhh del viento, al pasar por entre las ramas de los árboles, se dejó de escuchar. Y, shas, sha, sh…, tampoco llovió más.

Y pasaron los meses... ...y pasaron los años... …y todo fue silencio.

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Hasta que un día, el 29 de febrero de un año que no debió ser bisiesto, llegó al mundo, guaaaaaaá-guaaaaaá, en el pueblo de San Miguel de los Tambores de aquella misma isla, un niño al que pusie-ron por nombre José María.

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El nuevo bebé era el tercer hijo de don Plácido, el que fuera fabrican-te de guitarras y por entonces enterrador, y doña Camila, la otrora dueña del son y por entonces buena obrera.

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El bebé, agú-agú muaaá-muaaá, pedía mucho de comer y doña Camila con el pecho, señhuup señhuup, le daba de mamar. Pasaba un rato y, mua-mua-muá mua-mua mua-mua-muá mua-mua, no paraba de llorar.

¡Cuánto hubieran querido don Plácido y doña Camila cantarle una canción de cuna! Mas, en silencio, mirándose en el cuarto a media luz, hacían como si no supieran ninguna.

El DICTADOR había prohibido tanto el canto como el susurro. De vez en cuando, sin embargo, Plácido y Camila, en complicidad sonreían, al oír que el llanto, para su espanto y alegría, a algún rico ritmo les sabía.

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