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D esarrollo DE LA I dea de R oma EN SU SIGLO DE ORO ANTONIO MAGARIÑOS

Magariños, Antonio - Desarrollo de La Idea de ROMA en Su Siglo de Oro

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ANTONIO MAGARIÑOS - DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA EN SU SIGLO DE OROPara comprender de una manera exacta la crisis que dió origen al siglo de oro de Roma, es necesario enfrentar los momentos históricos en que a su comienzo se encontraban los dos pueblos fundamentales de la época: Grecia y Roma. El tener en cuenta este punto nos ahorrará muchas equivocaciones y nos hará comprender alguna de las reacciones que de otra manera quedaría sin explicar. En principio, podemos dar una serie de fechas que sirven para escalonar los momentos iniciales del encuentro de estos dos pueblos: victoria de T. Quinto Flaminio en Cinoscéfalos en el año 197 ( a. C.) contra Filipo de Macedonia, por la que se declaró la libertad de los estados griegos dependientes hasta entonces de Macedonia; batalla de Magnesia, con la derrota de Antíoco de Siria, en el año 190 (a. C.), por L. Escipión y Publio Cornelio, el Africano; en el año 183 (a. C.), muerte de Aníbal y Escipión, su adversario; en el 168 (a. C.), batalla de Pidna, en que el rey Perseo de Macedonia fue vencido por Paulo Emilio, y en el año 146 (a. C.), destrucción de Cartago.Si miramos los acontecimientos del lado romano, podemos señalar la muerte de Aníbal, con la que Roma liquidaba los restos de la segunda guerra púnica, victoria-eje en su historia, y la destrucción de Cartago, con la que borraba todas las posibilidades de resurrección del único rival que por entonces podía impedir su tránsito de pueblo simplemente libre a pueblo dominador. Si nos trasladamos al lado griego, el hecho de que la caída de Macedonia supusiera el aniquilamiento del único poder que hubiera sido capaz de ofrecer todavía una dura resistencia, nos da a conocer claramente que en Grecia eran ya meras sombras las ciudades creadoras de su viejo esplendor. SUMARIOCapítulo I.—Precedentes — II.—Primer encuentro de Grecia y Roma — III.—El círculo de Escipión — IV.—Luchas sociales — V.—Lucrecio — VI. Catulo - VII.—Primera época de Cicerón — VIII.—Surgen Catilina y César — IX.—Primer triunvirato. Guerra civil — X.—Cicerón. Su concepción de Roma — XI.—César — XII.—Cleopatra — XIII. Augusto — XIV.—Virgilio — XV.—Horacio RESUMEN Y EJEMPLO

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D esarrolloD E LA

I d e a d e R o m aEN SU SIGLO DE ORO

A N T O N I O M A G A R I Ñ O S

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTIFICAS I n s t i t u t o « S a n J o s é d e C a l a s a n z » d e P e d a g o g í a

MISIONES PEDAGOGICAS

DESARROLLO DE LÄ IDEá W

ROMA EN SU SI6L0 DE OROP O R

ANTONIO MAGARIÑOS

C o l e c c i ó n C A U C E

M A D R I D

1 9 5 2

Armauirumque
Armauirumque
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Núm. 6

I IVI P It E S O li N

TALLERE S GRAFICOS MONTAÑA

M A D R I D

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S U M A R I O

P á g i n t i s

C a p ítu lo I .— Precedentes .................................................................. 9— II.— Prim er encuentro de Grecia y roma ............ 21— III.— El círculo de Escipión ........................................ 31— IV .— Luchas sociales .......................................................... 41— V .— Lucrecio ......................................................................... 55— VI. Catulo ................................................................................... 65

V II .— Primera época de Cicerón ................................... 77— V III.—Surgen Catilina y César ....................................... 98— IX .— Primer triunvirato. Guerra civil ........................ 109— X .— Cicerón. Su concepción de Roma .................. 127— X I.—‘César .............................................................................. 147— X II.— Cleopatra ........................................................................ 161— XIII. Augusto ............................................................................. 173— X IV .— Virgilio ........................................................................... 195— X V ,— Horacio ............................................................................ 207

R esumen y ejemplo .................................................................................... 217

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CAPITULO I

PRECEDENTES

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P R E C E D E N T E S

Para comprender de una manera exacta la crisis que dió origen al siglo de oro de Roma, es necesario en­frentar los momentos históricos en que a su comienzo se encontraban los dos pueblos fundamentales de la épo­ca: Grecia y Roma. El tener en cuenta este punto nos ahorrará muchas equivocaciones y nos hará compren­der alguna de las reacciones que de otra manera que­daría sin explicar. En principio, podemos dar una serie de fechas que sirven para escalonar los momentos ini­ciales del encuentro de estos dos pueblos: victoria de T. Quinto Flaminio en Cinoscéfalos en el año 197 ( a. C.) contra Filipo de Macedonia, por la que se declaró la libertad de los estados griegos dependientes hasta en­tonces de Macedonia; batalla de Magnesia, con la de­rrota de Antíoco de Siria, en el año 190 (a. C.), por L. Escipión y Publio Cornelio, el Africano; en el año 183 (a. C.), muerte de Aníbal y Escipión, su adversario; en el 168 (a. C.), batalla de Pidna, en que el rey Perseo de Macedonia fué vencido por Paulo Emilio, y en el año 146 (a. C.), destrucción de Cartago.

Si miramos los acontecimientos del lado romano, po­demos señalar la muerte de Aníbal, con la que Roma liquidaba los restos de la segunda guerra púnica, vic­toria-eje en su historia, y la destrucción de Cartago, con la que borraba todas las posibilidades de resurrección del único rival que por entonces podía impedir su tránsito de pueblo simplemente libre a pueblo dominador. Si nos trasladamos al lado griego, el hecho de que la caída

Momento his­tórico de Gre­cia y Roma aï

enfrentarse.

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10 AN TO N IO M AGAIUÑOS

de Macedonia supusiera el aniquilamiento del único po­der que hubiera sido capaz de ofrecer todavía una dura resistencia, nos da a conocer claramente que en Grecia eran ya meras sombras las ciudades creadoras de su

Helenismo. viejo esplendor. Los nombres de Macedonia, Siria, Fi- lipo, Antíoco, Perseo nos llevan a la última época de la historia de Grecia: el Helenismo. Grecia supone ya con la Macedonia de Filipo el Grande y Alejandro, mu­cho más con las herencias del reparto de los Diadocos, con que entonces luchó Roma, una saturación desbor­dante. La Κοινή desde el punto de vista lingüístico, el imperio creado por Filipo, la avalancha de Alejandro sobre Oriente, esto es, la sustitución de la Ciudad-Estado por un imperio de amplias fronteras, marca el período de expansión de la cultura griega. El reparto que siguió a la muerte de Alejandro fragmentó políticamente aquel im¡perio, pero la grandeza de los siglos de creación griegos sustentada por el nuevo instrumento de la Κοινή y removida por el injerto oriental y las nuevas preocupaciones, sobrevivió a la debilitación política. En realidad, los griegos no pueden sustraerse a la influencia oriental. Alejandro fué en la tradición el símbolo de esta mezcla de culturas. El mismo Dionisos, su contrafigura, recibió en sí elementos legendarios de Oriente, que hicieron de él un Dionisos heroico, no sim­plemente el de la Gigantomaquia, sino el vencedor en la tierra y, más concretamente, dominador en la India. El vago sentimiento de fronteras lejanas, que coincidiría con los límites del sol poniente, tuvo que ser además un fuerte excitante para la imaginación de un pueblo que hasta entonces había crecido dentro de los muros de sus ciudades. Esa irradiación ilimitada de lo griego, hasta entonces limitado, unida al contacto con el tono sensual de Oriente, ha de llevar consigo una nota romántica, de vaguedad cósmica, característica de todo romanticismo; de exaltación patética, que confluyó

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 11

por otro lado con una sensación de nostalgia del gran pasado, al que no es, sin duda, ajena la aparición del libro. Con éste surge la posibilidad de resurrección de los antiguos géneros, aun fuera del medio que les dió vida, por tanto con un tono artificioso, que, por otra parte, está acentuado por las exigencias artísticas de los nuevos tiempos de una mayor elegancia y rigidez de formas. Un cierto sincretismo religioso (helenización de la religión oriental, orientalización de la religión anti­gua), el erotismo, el carácter libresco, un doble sentido romántico, y el rebuscamiento de estilo quedan, pues, como los signos característicos de la poesía alejandrina que (y esto es sintomático) recibió su nombre de Ale­jandría, fundada por Alejandro, verdadero centro in­telectual del mundo, precisamente, y más que nada, por su Biblioteca.

En esta civilización epigónica no tienen ya la direc­ción los instintos artísticos, sino el pensamiento y la investigación racional; hay dominio, por tanto, de la prosa sobre la poesía, especialización, independencia de las ciencias particulares frente a la filosofía. El predomi­nio de la comedia (la ática nueva de Filemón y Menan­dro) con sus finales felices, su mundo estrecho y moral­mente despreocupado, «ilustrada», sin ideales, frente al grandioso desgarrarse de la vieja tragedia, símbolo de la valentía de una época que no huye, sino que afron­ta ; la muerte de la epopeya, que sólo vive arropada pol­la elegía, de tema exclusivamente erótico en forma de balada; la floración de la didáctica, muy en consonan­cia con ese carácter de «ilustración» que tiene todo este período, connpletan la impresión de la situación literaria de la época. Los nombres de Filitas, Calimaco y Teó- crito son los más característicos de este momento. Fili­tas polariza la elegía en el sentido amoroso; Calimaco, poeta erudito, ingenioso y cortesano, formado cientí­ficamente en Atenas, pero adaptado en Alejandría don­

Literatura he­lenística.

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12 AN TO N IO ¡UAGAIUÑOS

F i l o s o f í a e Atenas.

de fué llamado por Tolomeo II, Filadelfo, es, por esas mismas cualidades, un hijo de su época. Teócrito, el creador de la poesía bucólica, en que introduce la sen­cilla e inocente vida de los pastores, subraya con esta nostalgia del primitivismo y sencillez de la naturaleza el hastío de cultura de las grandes ciudades. Y nótese aquí de paso, para evitar confusiones, que la gran ciu­dad es en su misma naturaleza algo muy distinto de la Ciudad-Estado que constituye el nervio de la vieja Gre­cia. Mientras ésta es un foco de irradiación, un núcleo de desarrollo, con vida exuberante, que rechaza o ad­mite y jerarquiza sus componentes con un criterio de se­lección, la gran ciudad es un centro de atracción, una Caríbdis que engulle indistintamente al selecto y al arri- vista y desarraigado. En su aluvión es más difícil el an­claje de un criterio que nos ¡permita mantenernos. De ahí esas tendencias románticas que hemos señalado más arriba que se orientaron, por un lado, en el movimiento hacia las viejas ciudades y, por otro, hacia la natura­leza simple y jrara que acabamos de indicar en Teó­crito.

La Filosofía, por el contrario, florece en Atenas. La Academia, el Liceo, el Pórtico, el Jardín de Epicuro y el Gimnasio de Cinosarges (1) ofrecen sus soluciones al mundo desde Atenas. Esta manifestación múltiple puede, en un afán por una catalogación más simplista, quedar reducida a una monumental lucha entre las soluciones positivas y el escepticismo. La tendencia científica del Peripato, por un lado, y las miras prácticas de los cí­nicos, ipor otro, dejaron a estas dos sectas fuera del cam­po de batalla. Quedaron, por tanto, como representantes máximos de la gran angustia el Estoicismo y el Epicu­reismo, de la parte positiva, enfrente la Academia Me­dia, alejada de Platón y mordida por el escepticismo.

(1) Donde enseñaba Antístenes, fundador de la escuela cínica.

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROM A 13

Epicuro liabía unido con la física atomista la doctri­na de Aristipo sobre el placer, pero con la diferencia de que considera como bien sumo, 110 el placer sensible y momentáneo, sino el durable bienestar del alma, la paz del espíritu, semejante a la calma del mar.

Por otra parte, Zenón de Chipre ( 326-246), el funda­dor del Estoicismo, unido en cuanto a la doctrina cos­mológica a Heráclito, creó una ética de matices religio­sos : la Providencia existe y es para el hombre una obli­gación moral el obedecer la voz de Dios que habla en su corazón. Quien lo hace sin vacilar, es un sabio y será dichoso, como Zeus, en todas las circunstancias de su vida, hasta en los tormentos, porque el sufrimiento fí­sico no es un mal a los ojos del sabio, para quien sólo el pecado es malo.

Frente a ellos el escepticismo académico, bastardean­do el pensamiento platónico, deja entrar en el orden inteligible el agnosticismo que Platón admitía en el sensible.

No quiere esto decir que estos fueron los hombres con los que trató Roma a su llegada a Grecia, sino que los hombres que encontró se desenvolvían en alguna de estas corrientes. Más adelante, y en lugar oportuno, des­tacaremos alguno de los representantes que llegaron a un contacto más íntimo con el pensar romano y hare­mos especial mención de sus características. Comenza­mos este capítulo con la indicación de los momentos en en que se encontraban Grecia y Roma al establecer con­tacto; la simjsle mención de Macedonia y Siria nos llevó a señalar para Grecia una situación avanzada en años, más rica en reflexión que en espontaneidad, en artificio de forma que en riqueza creadora. Si adecuamos estas cualidades a la vida humana, podríamos hablar de ve­jez. Grecia, en verdad, caminaba a la muerte, aquella maravillosa vida iba a extinguirse, no sin antes haber dado sesudos frutos de su reflexión en las ciencias par­

Epicureismo.

Estoicismo.

E s c e p t i c i s m oacadémico.

Vejez griega.

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14 AN TO N IO M AGARIÑO S

Inexper ienc iaromana.

S u p er io r id a d moral de loa

ro7 n a n os.

Rasgos origi- nales de la li- Icraiura latina

primitiva.

ticulares y haber rebuscado con la filología (Escuela de Alejandría y Pérgamo) los momentos gloriosos y, haber prostituido por otro lado, con la retórica asianista, la tradición oratoria de Atica.

Para Roma habíamos señalado, por el contrario, un momento juvenil: las victorias sobre Cartago y sobre Macedonia. Era nn pueblo que empezaba. Cicerón ha­bla repetidas veces ( al comienzo de las Tuscidana)» y 'del Brutus) del retraso que el pueblo romano llevaba en relación con el griego en los órdenes del arte, de las ciencias y de la literatura. Homero y Hesíodo son ante­riores a la fundación de Roma; Arquíloco, contempo­ráneo de Rómulo. «Fué en el año 510 de Roma, cuando Livio, griego de origen, dió su primera obra teatral al público ; el año siguiente nació Ennio, anterior a Plau­to, y Nevio.» «Pero somos superiores, dice, en institucio­nes políticas, en valor militar, en pureza de costumbres, en gravedad, en firmeza, en grandeza de alma, honra­dez, lealtad.» «Nadie puede compararse en virtud con nuestros mayores», afirma en el comienzo de las Tuscu­lanaA Ya en estas mismas palabras podríamos atisbar una diversa concepción de vida, a la que haremos re­ferencia más adelante. Sin embargo, si bien es verdad que la literatura latina y, en general, el pensamiento la­tino ofrecía ese profundo atraso, comparado con el grie­go, no quiere esto decir que sus primeros momentos fueran en absoluto carentes de originalidad. Maravillo­samente certero es en este sentido el ¡Junto de vista de Augusto Rostagni en su obra La Letteratura di Roma républicain ed augustea (Instituto di Studi Roniani, Li­cinio Capelli, 1939, Bolonia). Prescindiendo de Livio Andrónico, que representaba una decidida influencia griega dentro de lo latino, nada sorprendente por su nacimiento y educación, el resto de los autores latinos acusan ya algunas tendencias que hacen de ellos, pol­lo menos en algunos puntos, autores originales. Nevio,

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DESARROLLO DE LA IDEA DE BOM A 15

Ennio, Plauto habían producido ciertamente algunos te* mas originales, pero sobre todo es importante notar que esta mayor o menor originalidad estaba impregnada de orgullo vital. Mientras que la Epica y Tragedia griega tomaba sus asuntos de la más remota Antigüedad, bus­caba en la Mitología y en los tiempos heroicos sus ¡pro­tagonistas, la Epica latina, lo mismo que su Tragedia, pero sobre todo aquélla, tomaba de los romanos con­temporáneos los asuntos de sus cantos. El Bellum Pu­nicum, la Alimonia Romuli 6t Remi, Clastidium de Ne- vio, los Annales, el Rapio de las Sabinas, Ambraccia, de Enni'o elegían sus héroes incluso de sus propios amigos. Es más, del mismo Plauto, ä pesar de sus títulos y asuntos griegos, al preguntarse Rostagni qué podía significar aquel representar delante del público romano del siglo m y II personajes y usos de la sociedad griega y greco- oriental y, en general, forastera, dice que «era la expre­sión del afán de conducir las mentes a un mundo de aventura y de ensueño más que de experiencia ordinaria, a un mundo capaz de ser coloreado de maravilloso y grotesco, de ser acogido con sonrisa y entusiasmo. Era el mundo de las conquistas militares entonces en uso, del comercio que se extendía con nuevo impulso hacia Oriente ; era la sociedad equívoca y turbia, avanzada y disoluta a la que se enfrentaban entonces los Romanos» (página 93 de la obra cit.).

Quizá desde el punto de vista literario haya mucho de ingenuidad en esta tendencia, pero es indiscutible que, desde un punto de vista vital, la posición de la li­teratura romana era especialmente prometedora. Y es de profunda significación que, mientras en los tiempos a que aludíamos al comienzo de este capítulo, el pueblo romano apenas podía presentar algunas producciones originales frente al inmenso bagage literario de los grie­gos, pudiera, sin embargo, con enorme ventaja desde el punto de vista nacional, mostrar con el dedo a los pro-

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16 AN TO N IO MAGAHIÑOS

Reconocimien­to de superio­ridad griega .

Primer concep­to de la Histo­

ria.

¡agonistas de aquellas obras o a sus inmediatos descen­dientes, teniendo muy en cuenta que no fué sólo una indulgencia patriotera la que los llevó a la elección de sus héroes.

A pesar de todo, es necesario reconocer que no es esta la única tendencia que podemos apreciar en la lite­ratura romana; ésta'se encuentra, en términos genera­les, sujeta a la imitación de lo griego. Ennio mismo, en el comienzo de los Annales, presume de ser una reen­carnación de Homero ; la mayoría de las tragedias tie­nen su título y asunto tomado de los autores griegos. Sólo el genio de Plauto rompe, a pesar de todo, con su jocundez y su capacidad creadora en el lenguaje, el hielo de la imitación. Es más, si es verdad, como afirma Klingner (1), que de las condiciones de la Historia podemos sacar conclusiones en cuanto a los valores de un pueblo, no¡ deja de ser aleccionador que los primeros historiadores de Roma, prescindiendo de los anales de los Pontífices, que si no eran historia al menos tenían valor histórico, Fabio Pictor, L. Cin­cia Alimento, P. Cornelio Escipión Africano, el pa­dre adoptivo del destructor de Cartago, A. Postumio Albino y C. Acilio escribieron sus obras en griego. No se trata simplemente de un caso de filohelenismo a ul­tranza, como muy bien afirma Gud'emann, Historia de la Literatura latina, Col. Labor, pág. 63; estas histo­rias, salvo quizá la de Postumio Albino, estaban conce­bidas con un hondo sentido nacional: los escritos de Fabio Pictor, que desde luego debía tener algo más que material, en cuanto fueron utilizados por Polibio, esta­ban dirigidos a Grecia como defensa de los romanos. Sin embargo, este mismo hecho supone la aceptación de

(1) Römische Geisteswelt, Leipzig, Dieterich, 1943, pá­gina 64.

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DESARROLLO DE I,λ IDEA M i ROMA 17

una posición inferior, hasta cierto punto de reo, que contrasta un poco con la independencia que acusaba aquel orgullo por las hazañas de sus héroes.

T odo lo liasta aquí diclio no constituye más que unos pre­supuestos que nos conducen a la época fundamental de Roma. Si quisiéramos caracterizarlos con un ju icio de conjunto, p o ­dríamos hablar de una indeterminación de adolescencia. Por una parte, comienzos de afirmación de personalidad, afán de protagonizar; por otra, imitación, temores (timidez) ante el juicio de la Grecia cuajada ya y un poco pasada, que muy bien podría mirar con una despectiva condescendencia los esfuerzos de su joven seguidora.

Resumen.

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CAPITULO II

PRIMER ENCUENTRO DE GRECIA Y ROMA

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PRIM ER EN C U EN TR O DE G R EC IA . Y R O M A

Hacia la mitad del siglo n (156-5 a. de J.'C:), las cir­cunstancias políticas llevaron a Roma una embajada compuesta por el académico· Carnéades, el peripatético Critoláo y el estoico Diogenes. La habilidad ateniense, conocedora, sin duda, del favorable ambienté que para la filosofía griega debía existir entonces en Roma, con­sideró de gran utilidad ¡Dara su gestión el encomendar al prestigio de tres filósofos ei éxito d'e su conflicto con Roma. Previamente había sido dejado en Atenas, en vista de las medidas tomadas poco antes contra los maes­tros del Epicureismo, Alcio y Filisco, que fueron ex­pulsados en el año 173 (a. de J. C.), el representante.de esta escuela tan naturalmente sosjiecho sa para los Pa­dres del Senado.

Que él terreno estaba bien abonado para la recepción de esta embajada lo prueba el hecho de que el poeta Eñnio, que tenía una estrecha relación con personajes de elevada categoría, había tomado de las tragedias de Eurípides aquellas que tenían un mayor carácter filo­sófico, había introducido enseñanzas pitagóricas en sus Annales y había dado explicaciones racionalistas de los dioses, bien ¡desde el punto de vista histórico, bien des­de el punto de vista natural. Philosophari est mihi ne- cesse, paucis; nam omnino haud placet (1), su famosa expresión, puede considerarse programática para los ro­

(1) «Necesito de la Filosofía, pero en pequeñas dosis, pues no me gusta la entrega total a ella.»

Legación ate­niense de f i ló ­sofos en Roma.

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22 AN TO N IO M AGARIÑO S

Posicioúes an­te ella.

P rep ond era n­cia de la noble­

za romana .

manos y nos da idea tanto de la inquietud entonces exis­tente en Roma, como de las medidas restrictivas que le cortaron los vuelos (en el año 161 a. de J. C. se facultó al pretor para expulsar en caso de necesidad a los re­to-res y filósofos).

■ La juventud se agolpó alrededor de aquellos maes­tros, principalmente de Carnéades cuyas enseñanzas lle­garon a tener una larga y ¡peligrosa resonancia.

Como no podía menos de. suceder, frente a este éxito inicial, hubieron de surgir reacciones que filtraron aquel torrente de entusiasmo. En consonancia con ello pode­mos señalar ún; triplo aspecto a la actitud que tomaron los distintos grupos de los romanós ante la arrolladora sugestión de lo griego:.''®) enemiga absoluta, cuyo re­presentante es Catón; b) adhesión entusiasta, que en un primer momento- no produce nombres sobresalientes y que algo más tardé podemos personalizar en Lucrecio, y c) aceptación ponderada de lo que en Grecia podía ha­ber de útil y saludable para el ser romano: movimiento que debemos concretar ?en el círculo de Escipión.

Ya en la época que estudiamos había empezado1 a manifestarse una cierta disensión entre Roma y su no­bleza, y el resto dé las ciudades de Italia. Hasta entonces la situación de estas poblaciones había sido soportable en cuanto, no tenían más dependencia de Roma que las prestaciones de armas ÿ -personales en tiempos ¡de gue­rra ; además entre ellas no existía ningún vínculo* que les permitiera actuar frente a la superioridad de la urbe. Por olio lado, con las continuas guerras había decre­cido la población rural y con ello su importancia, au­mentando consecuentemente el poder de la nobleza ro­mana. Esto- acreció también la intromisión de Roma en el resto de las ciudades itálicas, llegándose a una rela­ción de señor a subordinado, que hizo subir considera­blemente el valor del derecho de ciudadano romano. Más tarde daría esto lugar a las guerras sociales; por

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 23

el momento sólo se dejarían ver los primeros brotes de este antagonismo al encontrarse con una personalidad fuerte que podía enfrentarse con la nobleza romana y aun salir airoso en la. luchas-Nos referimos a Catón el Viejo. Sin embargo, para dar a este encuentro su ver­dadero valor, es necesario percatarse de que no sólo se enfrentaban unos pruritos de dominación en unos y de independencia en otros: en el fondo había algo* pa­recido al encuentro de dos concepciones de vida.

Polibio había afirmado que el momento más glorio­so de la organización de Roma se había alcanzado en tiempos de Aníbal con el equilibrio de las tres formas posibles de gobierno : Cónsules = Monarquía ; Senado = Aristocracia ; Pueblo = Democracia. La armonía de estos tres elementos era lo que había hecho fuerte a Roma y le había dado la capacidad de resistencia frente al car­taginés Aníbal. Muy bien hace notar León Homo en su Historia de Roma (pág. 123 ss.) que hay una cierta in­exactitud en está, apreciación de Polibio. La realidad es que la segunda guerra púnica estuvo a punto de perderla el pueblo con sus representantes : Flaminio, causante de la derrota de Trasimeno ; Minucio, maestre de la caba­llería que puso en peligro la táctica de Fabio Cuncta­tor, y Varrón, el culpable de la derrota de Cannas. Por el contrario, la victoria se consiguió gracias a los re­presentantes de la aristocracia: Fabio, que quebrantó en Italia la ofensiva de Aníbal, y Escipión,, que en la batalla de Zama salvará definitivamente a su patria en Africa.

«La segunda guerra púnica, podemos decir con León Homo, al consagrar el hundimiento de la democracia, lia preparado1 el advenimiento del régimen oligárquico» (1). Se llegó a él, en primer lugar, por la concentración del poder en manos del Senado, y, en segundo lugar, por la

Catón.

La aristocracia vencedora en la. prin era guerra

púnica.

Oligarquía.

(1) L. H om o, ob. cit., pág. 128.

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24 AN TO N IO M AGARIÑOS

Su desliimbra- m i e n t o p o r

Grecia,

Contrapeso po ­pular

y rural.

formación en el seno mismo de esta aristocracia, de una oligarqüía más estrecha que gradualmente va a trans­formar el gobierno en un monopolio en provecho propio.

Esta oligarquía que conquista y ejerce la dijjlomacia no podía sustraerse, dada la peligrosa rapidez de su encumbramiento, a las influencias extrañas de los países sometidos. Entre todas estas influencias des­taca y anula las restantes la de Grecia. Sin em­bargo, como muy bien observa Kligner, Römische Geisteswelt ■ (página 3.1), tuvo el doble inconvenien­te dé ser desiumbradora y superficial. En el pensa­miento griego podían encontrar los romanos en princi­pio una diversión, pero no probablemente formación. La consecuencia de este primer enfrentamiento había de ser una mezcla ele refinamiento superficial y de barbarie con todos los inconvenientes de la una y de la otra. El contacto había sido demasiado rápido· para ser hondo.

Toda la influencia de la literatura griega transmitida por Livio Andrónico, Nevio, Ennio, Terencio, era en principio algo postizo, extraño al ser romano. De ella no sacaron más que el encanto de un refinamiento que les era absolutamente ajeno, que no había nacido de· su propio ser y ni siquiera de parecidas condiciones vitales. Por ello no es extraño que surgiera un·movimiento con­trario, de reacción nacional, que ya se hábía visto apun­tar en tiempos de Plauto (Mostellaria 22). El pueblo, cansado de tanto tipo y modelo griego, fortificó ‘el par­tido de lös enemigos del Helenismo; pero no fué de la plebe de Roma de donde les vino el mayor refuerzo. Qui­zá pudiéramos pensar que de ella surgiera una especie de casticismo·, más o menos útil como instruníento com­bativo; pero el movimiento antihelénico para que pu­diera. tener eficacia necesitaba anclar en más firmes hon­duras. Esto es lo que debió al viejo Catón. Pará ello tenía éste la ventaja de no haber nacido en Roma, sino en Túsculo. Esto le convertía en'el representante de la

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 25

parsimonia y duritia cahipesina de Italia que reclamaba una conceptuación de sus virtudes. Su odio a la nueva nobleza de Roma, que despreciaba a la gente del cam­po, le llevó a la; exaltación de la vita· y disciplina de Ita­lia, de sus pueblos y ciudades, algunas más viejas que la misma Roma, que de ellas había sacado sus podero­sos soldados. En sus Origines no sólo cuenta la histo­ria de Roma, sino también las de aquellas ciudades: «Italia, dice, no Roma, la habitan gentes que se llama­ban aborígenes». Es la primera vez que de esto se habla, pero no se trata de una exaltación fanática, esta fuerza de la pureza campesina volverá a jugar un papel en la historia de Roma para establecer el concepto de Im­perio en Virgilio. Entonces constituye un avance que, para ajustarnos a una manera de hablar moderna, pu­diéramos llamar «tradicionalista», que exigía un acre- ditniento de la visión esjmcial de la historia de Roma, en lucha con la amplitud de horizontes progresiva que, como ejecutoria propia, reclamaban los partidarios de las nuevas influencias griegas. Por eso el odio contra éstas fúé acusadísimo en Catón. Plutarco cuenta a con­tinuación del párrafo citado anteriormente, su reacción ante la embajada del año 156-155: «Catón, a quien des­de el principio había sido poco grato el que fuesen cun­diendo en la ciudad la admiración de la elocuencia, por temor de que los jóvenes, convirtiendo a ella su afición, prefirieran la gloria de hablar bien a la de las obras y hechos militares, cuando llegó a tan alto punto en la oiiidad la fama de aquellos filósofos y se enteró de sus primeros discursos, que a solicitud y a· instancia suya tradujo ante el Senado Cayo Acidio, varón muy respe­tables tomó ya la resolución ele hacer que con decoro (dice el texto griego) fueran despedidos de la ciudad to­dos los filósofos. Presentándose, pues, al Senado, re­convino a los cónsules sobre (pie estaba detenida, sm hacer nada, una embajada compuesta de hombres a

C alón contra los embajado­

res filósofos.

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26 AN TO N IO M AGARIÑOS

Valor verdade­ro de Catón.

Nueua concep­ción de la H is ­toria en Calón.

quienes era muy fácil persuadir lo que quisieran, por tanto, que sin dilación sé tomara conocimiento y deter­minación acerca de su embajada para que, volviendo éstos a sus escuelas, instruyesen a los hijos de los grie­gos, y los jóvenes romanos sólo oyesen, como antes, las leyes y a los magistrados.»

En realidad, la posición, de Catón es demasiado uni­lateral para ser cierta, pero no para ser útil. Kligner, que afirma la superficialidad de la primera influencia griega, encuentra, ipor ello, razonable la tenacidad de Catón, que no limitó sus bases tde ataque a noticias de segunda mano, sino que, para tenerlas directas estudió a fondo la lengua griega. Según él, debemos tener cono,- cimiento de su literatura, pero no hacerla propia sangre Dicam.. '. quod bonum siU illorum litte a inspicere, non perdiscere (Plinio 29,14). Sus libros no fueron en rea­lidad escritos sino para hacer inútiles los griegos.

De todas formas, con estas dos actitudes, sin contar las influencias que hayan podido quedar en su lengua y en sus noticias, ha necho más por la aclimatación de las posibilidades griegas, que muchos que se han con­cretado a una imitación superflüa, «de la misma manera, tîioe. Klingner (op.- cit., pág. 61), que dote vidas se com­penetran más profundamente cuando su primer encuen­tro es una lucha, lucha que en nuestro caso no es ex­clusivamente eiterna, puesto que él en sí mismo es un campo de batalla: enemigó de la literatura y gran es­critor, odiador de la litëratura griega y almismo tiem­po lector de más obras griegas que los más entusiastas helenófilos». Ύ es que en el fondo de todo late la incon­fesable necesidad1 de superar un complejo de inferio­ridad frente a Grecia (Kligner, pág. 73). Por ello su historia no tiene matiz de defensa de Roma ante Gre­cia, ya no está dirigida hacia fuera, es una exaltación del propio valer, dedicada al pueblo romano. Es una defensa de lo romano frente a lo griego, pero no des-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 27

de el punKO' de vista griego^ como Fabio, sino desde el punto de vista romano.

Insistiendo en lo basta ahora dicho en este ca­pítulo, encontramos un antagonismo entrei una acep­tación irreflexiva, eai su afán innovador, de la influen­cia griega por parte de la aristocracia romana, y el tra­dicionalismo campesino enemigo al mismo tiempo de la aristocracia romana y de la influencia griega por ella reforzada. Ambos movimientos excesivos, pero utiliza- bles. Grtecia era una hetaira demasiado vieja para que de su uniron con la juvenil Roma resultara un fruto vi­goroso. Difícilmente podía ser otra la consecuencia que un encandílamiento estéril y enervante ide una acción jo ­ven. Quizá desde ese punto de vista podría ser muy sig­nificativo lo que sucedió con la oratoria. En el capítulo anterior hablábamos de que en Grecia no era más que un artificio de retórica asiática sin posible vMa en un mundo die decadencia democrática, que inclus»· había pasado por el tamiz anulador de la Sofística; en Roma era, ipor el contrario, un instrumento vivo de gobierno y justicia. Ponerlo en contacto con el escepticismo académico o con la retórica sofista defendiendo indistintamente dos posiciones antagónica® era algo parecido a decide a un niño que no existen los Reyes Magos, o a un joven que no existe el amor. Por eso el esfuerzo de Catón, que puede parecemos ridiculamente terco e incluso nega­tivo en algunos de sus puntos, es de una eficacia insos­pechable. Hay momentos en la vida de un pueblo, como en la vida de un hombre, en que es más interesante ur­gir la ilusión de vivir que descubrirle la inevitabilidad de la muerte. No en todas las edades se puede adquirir el pesimismo heroico necesario para continuar viviendo activamente.

El movimiento de Catón ayudó a centrai· las posibilidades de maridaje con lo griego, dió al pueblo romano, al sentirse

Resumen.

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211 AN TO N IO ■ M AGABIÑOS

cómo era, capacidad de elección. Con la exaltación del -er romano y desprecio de lo griego, sustrajo a Roma de los p e­ligros de ¡una entrega ciega a todo lo que se presentaba del lado helénico. Su idea de que con la invasión del pensa­miento y literatura fjiu i p netraría en Roma la ruina e~, como antes dijim os, notoriamente exagerada, pero sirvió para hacer ver que en la conjunción de estos dos pueblos 110 sólo había que tener en cuenta el lado extraño, sino que también e l factor receptivo presentaba unas exigencias que 110 era lícito pasar por alto.

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CAPITULO III

EL CIRCULO DE ESCIPION

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EL CIRCULO DE ESCIPIO N

En una obra recientemente publicada (Viktor Pöschl, Grundwerte römischer Staatsgesinnung in den Geschichts­werken des Sallust, Berlín, 1940) se señala como fun­damental para la explicación de la grandeza de Roma el discurso de Catón el joven en la Conjuración de Ca­tilina, de Salustio. El discurso viene a ser en este his­toriador como el de Pericles en Tucídides, y, en gene­ral (para Roma, un canon de sus características. Pues bien, Catón el Joven, del que más adelante tendremos ocasión de hablar de una manera directa, pone los orí­genes de la grandeza de Roma en la induistria, la mode­ratio y el imperium iustum; De estas tres, quizá la única que ríos presenta el autor como virtud claramente romana vieja es la industria. Viktor Pöschl, en la pá­gina 13 de su obra, da con las equivalencias-¿nJ«s¿r¿« = virtus — hibor = patí\entia la significación fundamental : «actividad en soportar el trabajo» (Aktivität in Erträ­geni); esta virtud que no es la αρετή gi'iega (aquella es fuerza del alma no del espíritu) toma su punto de par­tida de la guerra, pero sirve también para la paz, p o l­lo que quizá puede acertadamente decir el autor que la actitud militar se convierte en actitud romana (pági­na 21). : Si nosotros aceptamos esta idea, que óasa muy bien con la duritia y parsimonia de Italia; que consti- túía en el caso de Catón el Viejo, la reserva espiritual de Rloma, nos encontraremos con que de las posibilidades que la vejez griega ofrecía al nuevo pueblo no había más que una qué sintonizara con su manera de ser: el es-

Virtud, funda­mental del ro­

mano.

Coi n c id en c ia con la duritia

de Calón.

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32 A N TO N IO M ACARIÑ O S

C o in c id e n c ia toicismo. «El Sabio nada sabe de temar o tristeza, decon el csioias- compas¡¿n 0 perdón»: así hablan también, las viejas en­

señanzas de los estoicos que se remontan a Zenón, cfr. Windelband, Geschichte der abendländischen Philosoph ie im Altertum, pág. 232. Pero nótese que decimlos sólo que existe un mismo tono, que. reside principalmente en su parte ética, no una igualdad de (principios. Los viejos ejemplos de virtud romana a que nos tienen acostum­brados las escuelas, nos'presentan'al romanó, al menos en su concepto popular, como el tipo más auténtico de la άκαΟεία ·. , .

Un rigorismo filosófico establecerá sus distingos, pero en la realidad de la vidá es imposible sustraerse a la per­cepción de esa tónica similar. De ella pudo surgir la chispa con valor-positivo: para el futuro *de¡ Roma, que no se. hubiera producido del-simple-contacto-de los dos pueblos clásicos,'sino sólo en tanto el pensamiento grie­go supusiera un aupamiento de las fuerzas latentes de Roma.

Panceta. El·'estoicismo llegó a ella principalmente por Paneciode Rodas: (180-110 antes dé Cristo), uno de los compo­nentes!del círculo de Escipión, al que acompañó incluso en sil, misión a Oriente y a Alejandría. En el año 129 sucedió, a AntipatrlO! en la jefatura de la escuela en Ate­nas. Sobré su doctrina es conveniente notar, sobre todo, que ya no tenía la acritud de los primeros estoicos. Si­guiendo, una corriente-de aproximación a-las restantes escuelas filosóficas (la-Academia y Aristóteles, princi­palmente),·-en. la- que ya le habían precedido sus maes­tros'Diógenes y Antipatro, es el, fundador de la llamada Stoa, Media, y con su discípulo: Posidonio de Apamea, el principal representante. ,

Stoa Media.’ . Para' la- Stoa.Media,1, en términos genérales,, Platón y Aristóteles, Xenócrates y - Teofrasto no tienen menor significación qua los fundadores y primeras cabezas de la Stoa Antiqua. Panecio, baj,oLla fuerte influencia de

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 33

la Skepsis, de Carnéades, introdujo una cautela previ­sora, transformando el Estoicismo en un sentido racio­nal y naturalista. Desechó el entusiasmo por la mántica, por la inmortalidad del alma y la ecpyrosis, y con Aris­tóteles se inclinó a la admisión de la eternidad1 del mun­do, mientras que en la ética se ocupaba con mayor in­terés de las obligaciones que tienen valor para los hom­bres corrientes, admitiendo para ello una dulcificación de la apatía.

Si nosotros queremos resumir en una palabra lo ca­racterístico de las enseñanzas de Panecio frente a la Stoa Antiqua podemos decir que en él se acentúa una mayor adaptación a la realidad. El pueblo romano, que nunca perdió la cabeza en excesivas nieblas teóricas, había de agradecer a Panecio este portillo de entrada que le abriría la posibilidad de encuadrarse teórica­mente sin perder sus características naturales.

Panecio convirtió al Estoicismo a las principales figu­ras romanas de aquella época, los componentes del círcu­lo de Escipión, entre los cuales constituyen cabezas de­finitivas en la dirección de los asuntos de la Roma de en­tonces, P. Escipión Emiliano, el hijo del vencedor de Pidna, Paulo Emilio, que trajo c;omo botín de guerra y utilizó para la educación de su hijo la biblioteca de la ciudad de Pérgamo, y Lelio, el del sobrenombre de Sa­piens. El prestigio, estrictamente romano, de aquellos hombres, principalmente de Escipión Emiliano, el des­tructor de Numancia y de Cartago, hubiera bastado para convertir en aceptable la influencia griega, aunque para ello no hubiera confluido el acierto de la elección del medio.

No plodemos, desld'e luego, hablar de aceptación consciente. Sin embargó, nadie puede olvidar el senti­do nacional y patriotismo de aquellos hombres; a no preterir este raigambre nacional no poco debió contri­buir también el esfuerzo de Catón el Viejo; la enemiga

Influencia de Panecio en el círculo de E s ­

cipión.

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34 AN TO N IO MAGARIÑOS

E l círculo de Escipión influ­ye a su vez en

los griegos.

Polibio .

Tercer concep­to de la Histo­ria de Roma.

que profesó a los primeros Escipiones como represen­tantes de la oligarquía ciudadana tocada de helenismo tuvo manifestaciones prácticas que indudablemente de­bieron influir en una cierta ¡precaución selectiva del in­jerto griego.

Sin embargo, el círculo de Escipión el joven no fué simplemente üii elemento receptivo ; también supo ejer­cer labor captadora en los griegos. En este sentido es de un gran valor la figura de Polibio de Megalopolis (201- 120 a. de Ci), hijo del estratega aqueo Lycostas, que llegó a Roma entre los mil aqueos nobles que fueron internados en ella como rehenes durante diecisiete años a raíz de la derrota de Perseo de Macedonia. Introdü- cido en el círculo de Escipión el Joven, se convirtió de enemigo en leal admirador de la política y estado ro­manos.

Su concepción de la historia da valor a la previsión del hombre inteligente, aunque concede un margen de influencia a un factor irracional al que él, como Tucídi- des, llama la Tyché (el azar). Sin embargo, tan gran importancia como a las personalidades (X 21, 3) atri­buye Polibio a la constitución del estado, y es aquí donde radica su preocupación por lo romano. Según él, queda aquélla sometida a una ley orgánica ( ccmkyklosis) de sucesión de tres formas fundamentales: Monarquía, Aristocracia, Democracia, cada una con sus consiguien­tes degeneraciones: Tiranía, Oligarquía, Oclocracia; sin embargo, frente a ellas existe la posibilidad d'e una constitución mixta manteniendo el equilibrio de las dis­tintas fuerzas. Roma, según ¡opinión de Polibio, ya antes expresada, alcanzó el esplendor de la forma mixta, aun­que vertebrada a base de la aristocracia (el Senado), en los tiempos de la guerra con Aníbal. Desde Pidna, sin embargo, nota Polibio, como Catón y la nobleza, aunque desde distintos puntos, signos de decadencia. La posición temperada de Roma puede perder ese su

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DESARllOLLO DE LA IDEA DE ΚΟΛΙΛ 35

equilibrio y entrar de nuevo en la anakyklosis con todas sus consecuencias de degeneración y hundimiento. La doctrina, pues, del equilibrio de fuerzas, ejemplificada ya por Dicearco y Panecio a base de Esparta, alcanza en Roma y por obra de un griego, rehén de Pidna, su más elevada consagración. El núcleo de la obra de Poli­bio que abarca cuarenta libros está constituida por la representación del desarrollo del poder romano (desde 221 a 168), precedido por la prehistoria de Roma y Cartago. De toda la posición encomiástica de Polibio es, con todo, lo más significativo la afirmación de que las formas temperadas de gobierno alcanzan por su mis­ma naturaleza una mayor consistencia y duración. Es quizá , esta la primera insinuación de una creencia que, fortificada más tarde por el sano fanatismo de sus ciuda­danos, que creen ya en la Roma eterna·, les dará fuerza para no inundar de desaliento la zozobra de la nave patria.

Si nosotros comparamos los avances señalados en este capítulo sobre la situación que nos atrevíamos a descubrir al final del primero, encontraremos que aque­llas indeterminaciones de Roma ante Grecia se van dilu­yendo en afirmaciones merced a dos pasos de gigante: el de Catón, que mira con aparente desdén a los valores de Grecia reforzando la presencia de Roma en la his­toria, y el del círculo de Escipión, que por una parte introduce en Roma con el Estoicismo no una influencia extraña que moldeará su ser algo cajírichosamente, sino una explicación de ese mismo ser. Esto es, en Roma n\o prosperó el Estoicismo en virtud de la sugestión de Panecio, sino, porque Roma era de antemano un cam­po propicio, encontró la semilla estoica posibilidades de desarrollo. Por otra parte, el círculo de Esci­pión (políticos, guerreros) captó de una manera típica­mente romana el pensamiento, en este caso el pensa­miento griego representado por Polibio, para refren­

Ojeada a los 1res p r im e r o s

capítulos.

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36 AN TO N IO M AGARIÑOS

Resumen.

dar su propia grandeza. No quiero con esto amenguar­los méritos de Grecia; el dar conciencia a un hombre o a un pueblo de su auténtica personalidad es probable­mente el mayor refuerzo que puede apuntalar su acción. Con Grecia adquirió, pues, aquella adolescencia ide Roma de que hablábamos en la página 27 una tonificación adecuada que le pondrá en condiciones die generar. Sue­le decirse en materia de educación juvenil que más que planes, guías e instrucciones, necesita el viajero, al emprender su aventura, la exaltación de su vitalidad, la vigorización de su carácter, de su serenidad, de su iniciativa, y la inestimable capacidad de idealizar la realidad no desfigurándola, sino ennobleciéndola con su más elevada significación y con sus más finos mati­ces. Pues bien, ése fué el papel de Grecia: agregar a los impulsos ciegos de Catón el espaldarazo de una doctrina que les diera prestigio en sí mismos y en la realidad ambiente.

Reunido lo dicho en el capítulo anterior con las indicacio­nes presentes, podemos dejar firme el siguiente esquema :

Catón= acción política y guerrera sobre preocupación l i ­teraria.

H elenofilia=preocupación literaria ante todo.

( Panecio.I Preocupacionesj Pensamientoj

Círculo de Esci- teóricas..........j form a.Terenlio“ ' ^pión=síntesis j: ! 1 : : ■' ; ¡

/ ¡ política-Lelio.\ acción.! militar (sin excluir la polílica)-

( Escipión.

Para la idea de R om a se ha ganado :1,° La utilización del Estoicismo com o base teórica del

ser romano.2.“ Conquista del pensamiento griego con Polibio e insi­

nuación de la idea de eternidad de Roma.

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CAPITULO IV

LUCHAS SOCIALES

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LUCHAS SOCIALES

Habíamos señalado una preponderancia oligárquica como resultado del éxito en la dirección de la segunda guerra púnica del sector aristocrático tras el rotundo fracaso de los dirigentes populares; sin embargo, esta preponderancia no ipodía tener efectos duraderos en cuanto había nacido al conjuro de circunstancias excep­cionales: el acto heroico no supone una capacitación para un gobierno continuado, principalmente cuando se pierde el sentido de medio que también tiene ieste últi­mo. En realidad, las dificultades económicas y políticas que llevaba consigo el desgaste por la conquista del mundo exigían en los gobernantes, una tensión conti­nuada de dureza y desinterés, que la lejanía del peligro hacía difícil conseguir. Aníbal era un peligro inmediato, las consecuencias del desequilibrio a que habían llevado las últimas guerras junto con las dificultades del trán­sito de ciudad libre a dominadora, ;de que antes hablá­bamos, no se presentaban nunca, o muy raras veces, con carácter de urgencia.

A lo largo del siglo II, tres fenómenos reclaman la atención del Historiador con carácter apremiante: 1.°) supresión de la clase campesina, 2.°) aumento de la plebe, 3.°) aparición del capitalismo.

La desaparición de la clase campesina tiene dos mo­tivaciones: a) la sangría de las guerras, principalmente de la segunda guerra púnica y de la conquista de Grecia.

b) Las condiciones de inferioridad en que quedaba por un lado frente a los latifundios que entonces se

D e s a p a r ic ió n de la clase cam­p e s i n a : m o -

íi DOS.

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40 AN TO N IO M AGARIÑOS

Aumento de la plebe.

C r ea c ió n del capitalismo.

creaban en el camp.o italiano, por otro, frente a la competencia con el bajo precio del trigo que producían las nuevas tierras recientemente conquistadas.

Con todo, el mayor de los males que siguió a esta desaparición de la clase campesina no fué el económico. Roma, en principio había sido una república de agricul­tores; el único injerto de patriotismo que se hizo en Roma en tiempo de la euforia que siguió a la segunda guerra púnica fué hecho por Catón a base de la sani­dad de los principios tradicionales del campesino (pá­gina 24). Pues bien, todo esto no sólo se hallaba en peligro de desaparecer, sino que sus componentes pasa­ban a engrosar la gran masa de la plebe de Roma, des­arraigada, sin amor de profesión o espíritu, con moral de derrotados, dispuesta a venderse al mejor postor en la lucha política y, lo que es peor, con peso definitivo en ella. Su degradación ha quedado consagrada con la famloea expresión panem et circenses. Con esta frase queda trágicamente subrayado el segundo de los fenó­menos que aparecen en el siglo n, como dignos de especial recuerdo.

El tercero es la creación del capitalismo. El engran­decimiento de Roma por la conquista determina la apa­rición en la ciudad de este elemento económico nuevo. Su actividad se ejerce especialmente en tres direcciones: arrendamiento de impuestos, abastecimientos públicos y banca; pero la gravedald1 de su presencia se hace pa­tente con su intervención en política. En principio, «sta nueva clase había surgido del antiguo orden de los caba­lleros, el ordo equester, que procedía de las primitivas dieciocho centurias de caballeros constituidas por 1.800 hombres que recibían sus caballos para la guerra a ex­pensas del Fisco (équités romani equo publico). Al re­sultar insuficiente este número se admitieron caballeros voluntarios que se costeaban el caballo (equites romani equo privato): hecho que significaba, naturalmente, su

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 41

pertenencia a clases relativamente acomodadas. Cuando se prohibió a los senadores la intervención en las gran­des empresas comerciales de ultramar y en el arriendo de los impuestos (en el año 218 a. de C. el plebiscito claudiano prohibe a todo senador o hijo de senador que equipe un navio de tonelaje superior a 300 ánforas) que­daba este campo, el de más porvenir, completamente li­bre para esta segunlda clase de ciudadanos, que podían aportar a estois negoatos una cierta cantidad1 de dinero y unos extraordinarios deseos de compensar con oro su postergamiento ciudadano.

Su presencia en política tuvo una manifestación ca­racterística en la cuestión «judiciaria». Los crecientes problemas que planteaba en todos los órdenes el engran­decimiento de Roma hicieron necesaria la creación de unos tribunales especializados: quaestiones perpetuae. El primero (de pecuniis repetundis), establecido en el año 149, se refería a la exacciones de los gobernadores de provincias. Como es natural, la creación de este tri­bunal pretendía cortar los abusos realizados en las pro­vincias, con lo que quedaban amenazados fundamental­mente los hombres de dinero, los capitalistas de cuya si­tuación acabamos de hacer mención, en sus actividades, que por el arrendamiento de los impuestos y por la banca estaban interesados en la explotación de las pro­vincias. Pero lo que aún hizo más grave la cuestión es que el Senado resolvió que el jurado se compusiera ex­clusivamente por senadores. Con ello, el ordo equester quedaba entregado de una manera absoluta al poder, en el mejor de los casos, o al odio de la clase senatorial. De esta manera el orden patricio se había creado el pri­mero y más importante de sus enemigos. Con el creci­miento de la plebe de la urbe y con el enfrentamiento del ordo equester la situación oligárquica se iba a en­contrar con problemas quizá superiores a lo que la al­tura de alguno de sus hombres era capaz de soportar.

P r e s e n c ia en política del ca­

pitalismo.

O rdo equester frente a la oli­

garquía.

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42 AN TO N IO ftU G À R IN O S

Ines tabi lid adpolítica.

Intentos de re­forma.

León Homo ( op. cit., pág. 142) resume, muy acertada­mente, aquella situación con la§ siguientes palabras: «esta transformación acarrea dos consecuencias de or­den práctico tan deplorables la una como la otra. En primer lugar la desaparición de toda mayoría estable. La presencia de tres elementos irreductibles condena a Roma a mayorías de coalición, o, ¡jara emplear una expresión de hoy, a gobiernos de concentración ; en el terreno social, clase senatorial y clase ecuestre, dios par­tidos de ricos, contra la plebe, en que senadores y caba­lleros se oponen; clase ecuestre y plebe— esta coalición entre la democracia y la alta finanza de que la historia romana no tiene el monopolio— contra la oligarquía que está en el poder. Se llegará a ver la coalición de los ex­tremos: nobleza senatorial y plebe contra el orden ecues­tre, realizada una vez, pero sin buen éxito duradero, por el gran reformador Livio Druso. La historia cons­titucional del siglo· il y la mitad del i no será otra sino la alternancia y la sucesión de estas coaliciones en el poder. En segundo lugar, la impotencia gubernamen­tal: no se funda nada sólido en la coalición y en la con­centración. La historia de Roma del siglo il y i sumi­nistra la prueba evidente de esto. A través de una suce­sión de crisis, el Estado Romano va derecho a la pará­lisis integral.»

No quiere esto decir que no hubiera entre la oligar­quía figuras capaces de darse cuenta, por encima de sus intereses de clase, de la realidad del problema y de la urgencia de una solución. Del mismo círculo de Esci­pión y de uno de sus más ilustres representantes, de Cayo Lelio, cónsul el año 140, salieron los primeros intentos de reforma, al solicitar inútilmente que se re­partiesen los territorios ocupados y todavía no cedidos legalmente. Quizá esta vanidad del intento le libraría del destino que hubieron de sufrir sug más animosos seguidores: los hermanos Tiberio Sempronio Graco y

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 43

Cayo Sempronio Graco. También pertenecían éstos a la más rancia nobleza: nietos por línea materna de Esci­pión el Viejo, por su hermana eran cuñados de Esci­pión Emiliano. Buena muestra de su exquisita educa­ción y del cuidado que su madre puso en ella son las palabras que a ésta se atribuyen: «¿Cuánto tiempo he de seguir todavía siendo conocida por la hija de Afri­cano y no por la madre de los Gracos? »

El hermano mayor, elegido tribuno el año 133, pro­puso la realización de las leyes agrarias de Licinio según las cuales nadie podía tener más de 500 yugadas de tierra (125 hectáreas) y se prohibía apacentar más de cien cabezas de ganado mayor o 500 de menor. Con esto se recobrarían tierras que serían repartidas entre ciudadanos pobres en parcelas de treinta yugadas con la prohibición de alienarlas en el futuro. Los que en­tonces poseían las tierras serían indemnizados debida­mente y conservarían en propiedad1 definitiva 500 yuga­das de tierra. Para la aprobación de esta ley contaba Tiberio con una mayoría en el Senado en la que se encontraban figuras tan relevantes como Licinio Craso, P. Mucio Scévlola (el amigo de Lelio), Appio· Claudio y Quinto Metelo. El grupo intransigente del Senado, al encontrarse shi salida, ganó para si a Cneo Octavio, uno de los tribunos, que con su veto cortó en seco la discusión de la ley. Sempronio consiguió destituirle ima­ginando un recurso al pueblo en vista de la disensión de sus representantes, los tribunos. La ley, aunque so­cavada por una hipócrita acusación de inconstituciona- lidad, siguió adelante con la designación de los tresviri cigris dandis, adsigmndis, iudícctndis (el mismo Sem­pronio, Appio Claudio y Cayo Sempronio Graco, el hermano del primero). Pero aquella acusación fortifica­da con el intento de Tiberio ¡de conseguir su reeleción, intento si no legal, al menos desusado, produjo la muer­te del ardoroso y desinteresado tribuno.

Los Gracos.

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44 AN TO N IO M AGARIÑOS

Los optimates, temerosos de las consecuencias de una supresión a rajatabla de la ley, se limitaron por el mo­mento a invalidarla por medio de una propuesta de Es­cipión Emiliano, que, aunque no era adversario ¡de la reforma, quizá atemorizado por sus consecuencias, volcó su prestigio de vencedor de Numancia y de Cartago en apoyo de una limitación de las atribuciones de los tres­viri en favor de los cónsules. Por eso, al intentar Cayo Sempronio, el menor de los Gracos en el año 123 la re­novación de la reforma, lo primero que hizo fué pre­cisamente hacer votar una ley por la que se volvían a los tresviri las atribuciones que les había quitado la proposición de Africano el Menor. Sin embargo, com­prendía perfectamente que nada podía esperarse ¡de la reforma, mientras se mantuviera sin debilitarse la pre­ponderancia de la clase aristocrática. Muy hábilmente pretendió minarla con la propuesta del reparto perió­dico de trigo a la plebe de Roma a un precio bajo, con lo que desaparecería la exclusiva dejpendencia de aquélla de la generosidad de los optimates, y con la de reformar la composición del jurado que intervendría en las cues­tiones Se pecunis repetundis a base de reclutar sus miem­bros entre los caballeros. Desligándole la plebe y enfren­tándole ¡el ordo equester, la supremacía aristocrática que­daba profundamente quebrantada.

Los optimaies no encontraron más solución que des­virtuar las ventajas que ofrecía Cayo Graco mediante la promesa de otras mucho más elevadas, aunque sin ga­rantías, por medio de Livio Druso. Con ello y con la ausencia de Cayo en Cartago para instalar una colonia, se debilitó la popularidad del menor de los Gracos, al que no costó después demasiado hacer desaparecer por medio del cónsul L. Opimio, al que los partidarios de Graco habían matado un lictor. Con ello¡ moría la posibi­lidad de mantener la reforma, que fué anulada paulatina­mente, mientras el partido oligárquico recobraba la su-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 45

premacía que había de conservar aún durante trece años.La lucha de los Gracos estaba hasta cierto punto en- Guerras ¡láií-

lazada con la cuestión de las guerras contra los fede- cas- rados. Ya en la propuesta del segundo de los reforma­dores se pretendía acallar las protestas jiosibles de algu­nos poseedores de ager publicus itálicos con la conce­sión del derecho de ciudadanía romana. A ello se opu­sieron, como es natural, no sólo la clase elevada de Roma, sino todos los estratos sociales que disfrutaban de los privilegios de la ciudadanía.

Los itálicos entonces que, como dice Willrich, Cicero und Caesar, página 18, desde un punto de vista cultural eran iguales a los romanos, pero que desde el punto de vista militar eran superiores, se prepararon a conseguir por la fuerza lo que tan obstinadamente se les negaba.Los rebeldes apoyados por la mayoría de los habitantes de la Italia central y meridional, con la capital en Cor­finium, obtuvieron algunas ventajas el primer año de guerra, quebradas más tarde por las hábiles concesio­nes de las leyes Iulia· y Plautia Papiria. Esta última, para ser declarado ciudadano romano, establecía la con­dición de tener domicilio legal en Italia y de presentar­se en Roma en el plazo de dos meses. Esta urgencia su­ponía naturalmente la dislocación de los ejércitos rebel­des. Sila se encargó más tarde de apagar los últimos restos de la sublevación.

Quizá, insistimos de nuevo, nos hayamos extendido más de la cuenta en la explicación de todos estos suce­sos, principalmente en comparación con nuestras rápi­das referencias a los triunfos externos de Roma. La explicación está en que, prescindiendo del mayor co­nocimiento que de ellos se tiene, no determina tam­poco ninguno un cambio fundamental sino en cuanto repercuten en Roma, su centro de conciencia. Por el contrario, la historia interna de Roma va a representar una serie de problemas que no podían darse en un

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46 A N TO N IO M AGARIÑOS

Consecuencias.

clima exclusivo de triunfos gloriosos, por muchos que fueran, sin contrapeso alguno de amarguras internas.

Si analizamos los hechos expuestos podemos encon­trarnos con los siguientes resultados:

1.° La despoblación de Italia por los latifundios y la consiguiente afluencia en Roma de una multitud' de desarraigados traerá a ella las características que en la página 12 señalábamos como propias de las ciudades helenísticas. Es decir, Roma se convierte de ciudad al viejo :estílo heîénico, en gran ciudad al estilo helenístico. Siti embargo, hemos de mantener siempre 'la- salvedad de que las victorias externas de Roma la hacen diferir fundamentalmente de la decrepitud que es característica de aquéllas.

2." La fórmula oligárquica, útil en las guerras púni­cas, en el momento de peligro, e indiscutiblemente efi­caz en una política estrictamente ciudadana, de πολι ς, pierde eficacia cuando esta ciudad ha de gobernar un mundo. La marcha de éste no puede atemperarse a mez­quindades de camarilla. Si Roma no se hubiera encon­trado con un mundo cansado, le hubiera sido muy di­fícil hacer compatibles sus problemas particulares con la solución de los que le planteaba por su parte el resto del mundo. Debemos, sin embargo, reconocer que Roma no ¡jodía, desde luego, dedicarse a otros problemas mientras no fijara la solución de los propios. Pero aun dentro de las soluciones posibles en la misma Roma, quizá la oliga<rquía\ fuera entonces por un desgaste de pequeños horizontes y un mayor apego a los privilegios, la m enoindicada [para superar dificultades.

3.° Esta crisis de Roma hacia la gran ciudad se agra­va considerablemente con la extensión de los derechos de ciudadanía a todos los itálicos que habitaban al sur del Po. Nada dice en contra de ello el que la situación de los itálicos en cuanto a la dirección de los asuntos fuera en un primer momento nula, la importante es que

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 47

con ella salía Roma de su estrechez y a pesar de la de­rrota de sus principios se consagraba con ello la reali­dad de que una ciudad, había dado forma a un pueblo. Si hemos de valorar posteriormente la presencia de un mundo latino, que también en tiempos de Caracalla re­cibió el espaldarazo de la ciudadanía y que aún actual­mente es una realidad en el mundo, no podemos pasar por alto aquel primer embrión que un día recibió tam­bién sus derechos de ciudadanía. Es el exponente de una capacidad misional de Roma.

4.“ El problema económico ha llevada consigo la desaparición de la clase media campesina. Con ello se ha debilitado una de las fuentes de renovación virtuosa de Roma. No deja de ser notable que de las tres tenden­cias que en el segundo capítulo señalábamos en Roma, la primera, la de Catón, con la exaltación de salud mo­ral campesina sufre una fuerte crisis y deja de existir como movimiento independiente, aunque todavía Va- rrón, injerto de erudito y campesino, no se olvide de las glorias de las virtudes del campo.

Estamos, pues, en rna situación crítica, indefinida, en que, junto a factores positivos que ayudarán posteriormente a cuajar la idea de Rom a, liay todavía una indeterminación que nos hará comprender, sin duda, los intentos de dos de las más grandes figuras de la literatura romana, Lucrecio y Ca­tulo, a los que dedicamos los capítulos siguientes.

Antes, sin embargo, por si la com plejidad de problemas ha creado alguna confusión en lo expuesto, añadimos el siguiente cuadro explicativo que fije la situación :

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48 AN TO N IO MAGAR1ÑOS

ante el la ­tifundio.

Crisis de la oli-1 garquía (p or l tanto crisis de Roma) de) c i u d a d = πόλιζ a ciu­dad helenís­tica ................

\por las reform as de los Gracos.

/qu e representa el elem ento capita- i lista enfrentado con la oligarquía, ) principalm ente por la cuestión ( jud icia l.

que reclam an para sí el derecho de i ciudadanía: con ello dism inuye la

im portancia de la ciudadanía ro - I m ana y de la oligarquía en K om a

............ dom inante.

por parte d e l ordo equester. .

por parte de las ciu ­dades itá-

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CAPITULO V

L U C R E C I O

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L U C R E C I O

Quizá una de las más grandes figuras de la poesía ro­mana sea Lucrecio. Dentro de Roma supone con todo una contradición, y aun dentro de la poesía clásica. Muy escasos son los puntos en que queda a ella ajus­tado. Quizá podamos comprenderlo mejor ahora que nuestro pensamiento ha pasado por las angustias de la concepción fáustica de la vida. Creo realmente que nada hay tan equivocado como ponerlo, de la manera que hace George Santayana (1), como representante de la época clásica—movimiento de simplicidad, autonomía y mo­deración en todas las cosas, desde el modo de vestir hasta la religión— enfrentado con la Divina Comedia del Dante y el Fausto de Goethe. En primer lugar,

porque es muy difícil, repetimos, evitar los entrecruza- mientos en la vida, siempre de mayor complejidad de la que conviene a nuestras clasificaciones, y, en segun­do lugar, porque dentro del mundo clásico representa una de las mayores rebeliones, quizá la más grande, frente a ese concepto antropomórfico, que hemos dado en señalar como característico de las culturas clásicas.

Porque entendemos así a Lucrecio y nos cuesta mu­cho trabajo encasillarlo en los cánones clásicos es por lo que vemos con menos suspicacia que los eruditos (Cfr. p. ej., Ernout en el prólogo de la ed. de Lucrecio en «Les Belles Lettres») la historia de su locura y de su

(1) Tres poetas filósofos, Editorial Losada, Buenos Ai- res, 1943.

Lucrecio y lo clásico.

Su locura.

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52 AN TO N IO M AGARIÑOS

Diferencia en­tre Lucrecio y

Epicuro.

suicidio. Nada sabemos de su nacimiento y de su vida, sólo algunas suposiciones sobre su familia, probable­mente patricia; amplio margen para hipótesis de los historiadores. La leyenda, sin embargo, que gusta más de redondear sus tipos, nos habla, a través de San Jeró­nimo, de un filtro amoroso que le hizo perder la razón y darse muerte. Acertadamente observa Schanz-Hosius (1), sin .embargo, que, jjrescindiendo del filtro amoroso, muy bien pudiera aceptarse la locura. No es difícil saltar las débiles fronteras que separan el genio de la demencia: los nombres de Hölderlin, Lenau, Raimund, Schumann, Nietzsche son traídos, con muy buen acuer­do, en favor de esta afirmación. Es más, las condiciones de la poesía de Lucrecio pueden suministrarnos no sólo motives' d¡e posibilidad, sino quizá razones positivas. Partir del horror a la muerte para sentirse perdido en la inmensidad de la doctrina de los átomos de Demócrito no es, en verdad, cuando se tiene un alma apasionada como la de Lucrecio, motivo de sosiego y paz. Porque hay entre Lucrecio y Epicuro, su admirado maestro, una diferencia fundamental: la vida de Epicuro, como testimonia San Jerónimo, está llena de hierbas, frutos y abstinencias. Había en ella un silencio parecido al desamparo. Era una filosofía de decadencia, una filoso­fía de negación y huida del mundo. Su sistema moral, el Hedonismo, recomienda el placer que no produzca exci­tación ni desemboque en riesgos. Este ideal es modesto e incluso casto, pero no vital. Quedaba muy bien en la época de descenso de la grandeza de Grecia en que surgió. El problema de Lucrecio era precisamente el opuesto. Se encontraba en medio de un pueblo joven que empezaba a sentir el entusiasmo de su engrandeci­miento. El tono del pensamiento de Epicuro tenía que

(1) Geschichte der röm ischen Literatur, 1.a parte C. H. Beck’ sclie Verlagsbuchhandlung, München, 192T, pág. 272.

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 53

cambiar en boca de Lucrecio de una manera radical; tenía que adaptarse de doctrina para un pueblo que muere en doctrina para un pueblo que madura.

En una página llena de aciertos George de Santayana (Ob. cit., pág. 39 s.) expone lo que sería la contrafigura de Epicuro en unas condiciones de vida diametralmente distintas. Antes de llegar a una conclusión lanza, como precedente, unas afirmaciones de dos de los naturalis­tas más grandes de todos los tiempos: Spinoza y Nietz­sche. La piedad y el arrepentimiento, dice el primero, son vanos y malos; lo que aumenta el poder y la ale­gría de un hombre, aumenta también su bondad. El na­turalista, afirma Nietzsche, confiará en cierta crueldad; se inclinará, siguiendo el carácter desdeñoso de la risa de Demócrito, a cierto desprecio. Será un imperialista, arrebatado por la alegría de obtener algo.

En resumen, concluye Santayana, el tono moral del materialismo en una época de desarrollo o en un áni­mo agresivo será aristocrático e imaginativo; pero en una época decadente o en un alma que renuncia a todo será, como lo fué en Epicuro, humanitario y tímidamen­te sensual.

Con estas caracterizaciones, en que no hay más que personalizar, como ya lo vemos en Santayana, en el pri­mer caso con el nombre de Lucrecio y en el segundo con el de Epicuro, no hace más que volver a asomar ei más, importante de los problemas que en nuestro primer capítulo planteábamos como consecuencia natural del en­cuentro entre Grecia y Roma. Vejez y desengaño sólo en un sentido peligroso pueden ser maestros de juven­tud e ilusión. La prudencia del viejo no es tanto resul­tado de un razonamiento como de debilidad de fuerzas. Lucrecio expone, pues, las doctrinas ide Epicuro con una acometividad y un celo que no es, ni muchísimo menos, la resignación del que está de vuelta. En la doctrina de Epicüro amasada en siglos de vida y pensar, encontre-

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AN TON IO MAGAfUÑ'OS

mos el final de un proceso, lleno de selección. Paro­diando las palabras que Nietzsche ponía en boca de Esquilo: «Cuánto ha tenido que sufrir este pueblo para ser tan bello» podríamos nosotros decir pensando en Epicuro: «Hasta qué punto ha tenido que sufrir este pueblo para tener tal miedo a la vida.»

Lucrecio, jjor el contrario, viene de un pueblo joven. En un salto de gigante es capaz de comprender a Epicu­ro, pero es ya más difícil que él y Epicuro puedan en­contrar una comprensión en Roma. Quizá un pesimis­mo transitorio hubiera podido nacer al socaire de las luchas de plebeyos y patricios, pero precisamente el encono de esa lucha radica en que todos creen fanática­mente en algo. El mismo tono agresivo que da Lucre­cio a su obra no está dirigido a aventar cenizas, ni sus palabras son las del que camina sobre ruinas y bracea entre sombras, es el tono inquieto, insultante del que no puede aniquilar. No es la suave luz de luna que ilu­mina acariciando sino rayo de sol que remueve y quema.

Frente a la serenidad que imaginamos en el epicúreo ideal, Lucrecio se nos presenta como un atormentado incluso por aquello misma de que pretende aparecer des­preocupado. Ejemplo característico de ello es su obsti­nación en fingir descuido por la muerte. El mismo amontonarse de los argumentos en el libro III, corona­do con su legendario suicidio, nos deja de Lucrecio una imagen de grandiosidad trágica. Las circunstancias en que Lucrecio se desenvuelve, acometiendo contra los dioses, contra todas las esperanzas de pex'vivencia, in­cluso contra la manera de ser de una sociedad, hacen de él un Prometeo de Esquilo: es un hombre que aguan­ta y padece. Las condiciones en que surgió Epicuro en Grecia hacen de él, sin amenguar el interés de su figura, un holgazán. No tenía más que dejarse llevar.

Lucrecio camina decidido, sin defensa y lenitivos. Por un momento asoma algo parecido a la doctrina del re-

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Ionio eterno de Nietzsche, pero el ñero romano no se deshace en lágrimas, como el filósofo de Weimar, con­solado por la lejana esperanza:

«Aunque el tiempo reuniera nuestra materia des­pués de la muerte y de nuevo la situara como ahora lo está, aunque otra vez recibiéramos la luz de la vida, nada significaría para nosotros el que esto se realizara, puesto que ha quedado interrumpida la cadena de nuestros recuerdos.»

Parece como si tuviera una cierta complacencia en desechar todas las ventajas que pudieran tintar de con­cesión la blanca desnudez de su creencia ; espera a que el enemigo esté levantado para derribarlo; pero nos­otros sabemos que en el embite también a él se le irá la fuerza y quedará tan sin pulso como espera dejar a su rival. El empuje juvenil romano de Lucrecio, está en que mientras Epicuro se somete blandamente a la muer­te, él pretende someterla, sin querer reconocer que el diálogo con ella es muy difícil.

De todas formas, no toda la pasión que Lucrecio pone en su trabajo se dirige a escudar las doctrinas de Epi­curo. Es posible que en ella resida un primer atisbo me- siánico en Roma, que después tendremos ocasión de exponer más largamente: Epicuro no es para él un filósofo, es el salvador del mundo:

«Tú, padre, eres el que has penetrado en el cono­cimiento de las cosas, tú el que nos das lecciones paternales; de tus libros, maestro glorioso, como abejas que liban en montes floridos, se alimentan nuestras almas de palabras de oro, dignas de vida perpetua.»

Así dice la invocación con que comienza el libro III, dirigida a Epicuro, al que no pretende emular, sino sólo imitar amorosamente. No se trata, pues, de una cons­trucción filosófica más, sujeta a enmiendas o discusio­nes. La posición de Lucrecio ante su maestro es la de

DESARROLLO DR LA IDEA DE ROMA 55

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56 AN TO N IO M AGAIU ÑOS

un apóstol propagador de una idea salvadora. Su pasión tiene, por tanto, un lado positivo: no es el simple ata­que en un ambiente que le es odioso ; es la consagración de una idea grande cuyo poder redentor es necesario anunciar al mundo.

No se crea, sin embargo, que se trata aquí de un caso de paipanatismo romano ante un deslumbramiento grieg.o. Aunque por lo dicho parece que la pasión divul­gadora, el celo activo, aun consumiéndose en una idea negativa, es la aportación auténticamente romana, el entusiasmo por el maestro es común a todos los epi- euros que lo trataron. Epicuro es, permítasenos la expre­sión, una especie de Buda griego con todos los recortes que en éste tenían que realizar la serenidad y el sen­tido humano helénicos: sus discípulos veneraban sus reliquias como las de un santo extraordinario, defendie­ron obstinadamente sus recuerdos, cuando Memnio, pro­bablemente el mismo a quien va dirigida la obra de Lu­crecio, demolía la casa del maestro para hacer en su lugar otras edificaciones, o rehusaba la entrega de sus recuerdos.

Si nosotros, por tanto, quisiéramos hacer un rápido diseño de Lucrecio, habíamos de retener las palabras: atomismo de Demócrito, posición antirreligiosa, miedo a la muerte enmascarado de despreocupación, pasión (locura, suicidio·?), idea mesiánica de Epicuro; sentido misional.

Prescindiendo, pues, de su categoría poética, que, aun en caso de aislamiento, exigiría para él un puesto de pri­mer rango en cualquier historia del pensamiento no sólo de Roma, sino del mundo, y aun descontando que con él llenamos un puesto en la continuación de las corrientes cuyo seguimiento dejaba marcado Grecia en su ocaso, es de especial importancia señalar que el poeta latino que por la doctrina que acepta (abstención) está menos dentro del momento romano, no ha podido por menos

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DESARBOLLO DE LA lUIiA UE ΚΟΜΑ 57

de salpicar de influencia de éste aquella misma doctrina que le era contraria. Ya esto solo significa· que el ser ro­mano supone una serie1 de características definidas capa­ces de resistir, aun en las condiciones más adversas, las superiores oleadas del influjo helénico. Con él nos en­contramos ya con una sustancia de Roma, que irá poco a poco convirtiendo en accidente lo que de Grecia le venga. Hay ya raíces capaces de sostener y fijar la va­guedad de las dunas de la influencia extraña. Lo había­mos visto desde el campo de Escipión y de su círculo, pero hay que tener en cuenta que al emparejar con el Estoicismo, el espíritu romano marchaba entonces a fa­vor de corriente. Al aceptar el Epicureismo como funda­mento de vida, Roma podía tomar un camino opuesto al que le trazaba su tradición, podía entrar en vía muer­ta sin haber llegado a su destino final y aun a poco de haber dejado su estación de salida. Pero ya Rostagni (ob. cit. págs. 215-216) afirma que el alma del poema de Lucrecio es romana. Por todo él campea una ansie­dad política y un ardor de acción lleno de vigor que es más romano que griego.

Nada estaría más fuera de lugar en aquel momento histórico de Roma (discordias civiles, intentos de re­formas democráticas, transfondadas por un mundo que se le sometía) que la predicación de una abstención po­lítica. Lucrecio era demasiado inteligente para exigirla a rajatabla. Sólo se atreve a expresar el deseo de que duerman tranquilas las feroces obligaciones de la mili­cia; no es posible estar con ánimo tranquilo en medio de las zozobras de la patria; es más, a Memnio no le permite su ilustre ascendencia sustraerse al trabajo de la común salvación (Santayana, págs. 45-46). Si compa­ramos estas afirmaciones con las anteriores de Cicerón sobre la superioridad de Roma en instituciones y polí­tica, con la glorificación de los seres nacionales en la historia y en la ética, con los exabrujptos de Catón con-

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tra la ingerencia del pensamiento griego, podremos sos­pechar cómo de estas ideas su-eltas, por el momento aún vagas e imprecisas, va formándose poco a poco una espe­cie de constante romana de exaltación de L· acción, de la política, de la consagración a fo patria, con la que no se atreve a romper ni el propagador del mayor pe­simismo y de la doctrina más negativa. Es más, este celo por la acción parece que encuentra un sustitutivo en su apasionante exposición del Epicureismo y en la eleva­ción a la categoría de salvador del mundo de su fun­dador. De esta manera adquiere carta de naturaleza en Roma una insatisfacción mesiánica y un ansia misional, por el momento desviadas de la idea de Roma, pero que al menos son el exponente de una pujanza.

Y así también la tercera tendencia, de admisión in­condicional de lo griego, que insinuábamos en la pág. 22 toma un carácter de abstención en el quehacer de Roma. Esta corriente no se agrupa alrededor de Lucrecio, por un lado, porque su mismo sentido negativo no1 sufre banderas, y, por otra parte, porque probablemente la época ide Lucrecio no había llegado. Roma necesitaba desengaños mucho mayores para comprender a Lucre­cio. Por eso es extraordinariamente significativa la va­loración extraordinaria que de él se hizo, aun por en­cima de Virgilio, en la decepcionada época de Tácito, en la que seguramente habían disminuido esos puntos de resistencia que frenaron la primera aparición de Lu­crecio.

Resumen. Por el momento nos interesa significar que la Roma quese estaba haciendo había ya recibido la suficiente cohesión para aguantar el alud que pudiera destruirla. E l alma romana que asoma, quizá a su pesar, en Lucrecio, nos habla ya de madurez de personalidad.

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CAPITULO VI

CATULO

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C A T U L O

Cuando hicimos el primer capítulo-resumen de la si­tuación del Helenismo, tuvimos cuidado de señalar dos direcciones distintas del pensamiento griego. Por una parte, continuaba en Atenas un movimiento filosófica­mente, al menos, de gran altura y de cierto carácter tras­cendental. Por otra, mencionábamos las orientaciones artificiosas de las grandes ciudades helenísticas. No que­daron ninguno de los dos faltos de representación en Roma, aunque quizá podamos hacer notar que no se produjeron hasta que las circunstancias en cierto modo los ambientaron. En el tercer capítulo ofrecíamos la figu­ra de Lucrecio, aislada, contenida en límites de since­ridad y verdad. Sólo en parte es hijo de las circunstan­cias, se trata de un jjoeta genial, y el genio no exige tan­to el cultivo del mddio; puede anticiparse y aun vivir solitario, esperando durante mucho tiempo que se pro­duzcan las circunstancias que reclamaban su poesía. Con Lucrecio se incorporó a Roma, aunque ésta no ponga nada de su -parte, una tendencia, hasta cierto punto con­temporánea, de Grecia: el Epicureismo de Atenas. Has­ta el momento que estudiamos no se ha dado ningún brote importante alejandrino en la literatura latina ni en su pensamiento. Los poetas de la época llamada ar­caica se han nutrido, en general, del mundo clásico grie­go: de imitaciones de la Epopeya, de la Tragedia, de la Comedia. Fué necesario que se produjeran las con­diciones que señalábamos al final del capítulo IV para que surgieran los primeros retoños del alejandri- nismo en Roma.

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C a va cte r ís i i - cas de las nue­vas tendencias.

Cuando se ha de pretender caracterizar las direcciones de esta nueva moda literaria (ya Cicerón los llamó los νεοιτεροι) hay que tener en cuenta algún presupuesto interesante que puede ayudarnos a explicar su presencia. Por lo general, representan un injerto céltico en la lite­ratura latina; casi todos, entre ellos el mismo' Catulo, proceden de la Galia Cisalpina, que aún no había re­cibido la ciudadanía romana. Es natural que esta proce­dencia marcara una brecha para la entrada de senti­mientos en nada relacionados con la patria y el bien común. Además hemos de tener en cuenta que ya ha­bían tenido lugar las guerras itálicas y, por tanto, que aun aquellos pueblos de Italia que no habían recibido la ciudadanía tenían los ojos bien abiertos y habían destruido en parte el ídolo Roma.

Si nosotros recurrimos para enumerar sus caracterís­ticas a la maravillosa síntesis que de las cualidades de las nuevas direcciones nos hacen Schanz-Hosius en su Geschichte der römischen Literatur, pág. 285, encontra­remos la más exacta coincidencia con la§ que apuntá­bamos en la pág. 11 para la poesía helenística: los antiguos clásicos dejaban de ser modelos ipara dar paso a los alejandrinos Calimaco, Euforión; algunos de ellos, como Partenio y quizá Filodemo, llegaron a entrar en contacto con la nueva escuela romana. Desapareció el gusto por el gran Epos: el μέγα βιβλίον μέγα κακόν de Calimaco servía también para ellos, mientras Home­ro y Ennio eran olvidados. No gustaban los argumen­tos ricos en acción; si se elegía un tema épico, había mayor preocupación por el sentimiento que por el agun­to. Del gran mito se recogían sólo los pequeños episo­dios y a los ¡personajes se los hacía portadores de vivos sentimientos de amor, de odio, de triunfo y desespera­ción. De esta manera entró en lugar del Epos el epilio. Ahora bien, tanto más creadoramente se experimenta­ban los movimientos del corazón ajeno, tanto más se

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DESAEBOLLO DE LA IDEA DE ROMA 63

hacían conscientes del propio sentimiento. Con esto se explica en parte la floración lírica de aquella época, ci­mentada en amor y amistad, que por otra parte consti­tuye el efugio de una vida ciudadana que empezaba a ser poco grata. Con aquélla se crean los círculos litera­rios de amigos, en lugar del antiguo Colegio ¡de poetas y actores. Aun las obras más pequeñas son trabajadas meticulosamente, incluso a lo largo de los años, en afán de sorprender y maravillar. De esta manera el poeta no es ya un producto espontáneo, sino un resultado de selección y estudio; nos encontramos con el doctus poeta (parte de ellos son gramáticos), que se retira a sus villas para «trabajar» cargado de libros. Se atiende ya a la colocación y elección de palabras, entrecruza- miento de miembros ¡de la frase y simetría. Se buscan medidas métricas raras apoyándose en Safo, pero prin­cipalmente en poetas alejandrinos casi desconocidos: As­clepiades, Gliconio, Phalecus.

Como código de la nueva escuela podríamos poner, m código de ¡a como acertadamente hace Rostagni en su Letteratura di nueva escuela. Roma republicana ed augustea, pág. 186, el carmen de Catulo dedicado' al poema Zmyrna de Cinna:

Zmyrna mei Cinnae nonam post denique messem quam coepta est nonamque edita post hiemem,

milia cum interea quingenta Hortensius uno <anno certarit scribere versiculum >

Zmyrna cavas Satrachi penitus mittetur ad undas,Zmyrnam cana diu saecula pervolvent.

At Volusi Annales Paduam morientur ad ipsam et laxas scombris saepe dabunt tunicas.

Parva mei mihi sint cordi monumenta < P h il ita e > , at populus tumida gaudeat Antimacho (1).

{Catulo, C. XCV.)

(1) «La Zmyrna de m i Cinna, aparecida despues de nueve recolecciones y nueve inviernos desde su com ienzo, mientras Hortensio se esforzaba en escribir quinientos versos en un solo año, la Zmyrna será enviada hasta las profundas aguas

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64 AN TO N IO M ACARIÑ O S

Si descomponemos las distintas ideas, ya el mismo tí­tulo y asunto de la obra alabada supone una posición. Es la descripción de los incestuosos amores de la infeliz Zmyrna por su padre Cmira, rey de Chipre, y su meta­morfosis en el árbol de su nombre: argumento rebus­cado, morboso, fuera de lo común, de tipo marcadamen­te oriental. En los dos versos primeros nos hace notar la necesidad de un meticuloso trabajo: nueve años fren­te al fa presto Hortensio con sus quinientos mil versos en un año. En los versos 7-8 nos habla con desprecio de unos Anales del poeta Volusio ; no tenemos de él más conocimiento que por Catufo que también lo menciona en la poesía XXXVI, con un tono todavía más despec­tivo ; pero el nombre de Anuales adquiere en este lugar un valor profundamente simbólico : con su mención pe­yorativa queda borrada de un solo golpe la figura hasta entonces cumbre de la literatura latina : Ennio. Aún en los versos 9-10, insistiendo en las primeras ideas, con­trapone los parva monumenta y el tumidus Antimacho (otra vez el μέγα βιβλίον μέγα κακόν de Calimaco).

En cuanto a las figuras de la nueva moda literaria, a través de varios nombres no muy populares (Valerio, autor de Lydia y Dictynna, Licinio Calvo, el amigo de Catulo, y con el que se le suele comparar en cuanto a semejanza y paralelismo de su vida y obras, autor de lo y Quintilia; Furio Bibáculo y P. Terencio Varrón Atäcino, que antes de su consagración a las nuevas ma­neras habían pagado su tributo al quehacer romano, el primero con unos Annales de la guerra de los galos y el segundo con el Bellum Sequanicum) llegamos al nom­bre de Catulo1.

do Satrachus, y abrirán su rollo por mucho tiempo los siglos encanecidos. Pero los Annales de Volusio morirán junto a la misma Padua y servirán de lacias túnicas a los caballos. Que mi corazón se deleite en los pequeños monumentos de mi Fi- litas, mientras se goza e l pueblo en el ampuloso Antím aco.»

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DESARROLLO DE LA. IDEA DE ROMA 65

A primera vista parece que con ello indicamos que hemos encontrado el símbolo del momento literario. Sin embargo, antes de entregarnos a una consecuencia de este estilo, es necesario marcar ciertas reservas pasando la vista por todos los rasgos de su personalidad.

Si nosotros atendemos a las reales particularidades de Catulo, podemos ver en él dos tendencias: una, la de las poesías breves; otra, la de los poemas alejandrinos.

Las primeras tienen un tema fundamental: sus amo­res con Lesbia. Si podemos hacer coincidir este nombre, como se hace corrientemente, con la persona de Clodia, la mujer de Q. Cecilio Metelo, gobernador de la Galia Cisalpina y hermana del tribuno P. Clodio Pulcer, el retrato que de ella nos traza Cicerón en el Pro Caelio, el orador Celio Rufo, su amante por ella misma acusado, aim disminuido en lo que por encima de la realidad au­mentaría el oficio de defensor, nos basta para darnos idea de que el joven Catulo se encontró con una mujer de extraordinaria belleza, amante del baile y de la poe­sía, que parece ser que ella misma practicaba, gustosa del talento y del ingenio que cultivaba en reuniones y fiestas, y también del amor de sus poseedores. Aunque constituyera durante algún tiempo «la mujer de quien se habla», no quiere esto decir que fuera un tipo aislado de mujer. El tránsito de la primitiva Roma a Roma gran ciudad tuvo que producir muchas semejantes (1). Quizá podamos pensar en un fenómeno paralelo al de la crisis de la gloria por las antiguas virtudes, sustituida por la gloria literaria. Como los hombres desconfiaron de la peryivencia de un nombre unido a gestas políticas y aun guerreras y refugiaron sus ansias de perennidad en un renombre literario, menos sujeto a los vaivenes de la política, tampoco las mujeres, arrastradas por el am­biente, debieron ser más escrupulosas en el manteni-

Catulo.

Poesías breves.

(1) Cfr. Salustio, Conj. Cat., X X IV y X X V .

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Pasión de lulo.

miento de los viejos principios. El mismo nombre de Clodia, forma popular de Claudia, venía a ser como una ruptura de compromisos tradicionales con la noble fa­milia de los Claudios, al modo como expresamente lo había hecho su hermano, el enemigo de Cicerón, para convencer a la masa de su completa identificación coji ella, renunciando a la forma originaria de su glorioso apellido. Si a esto añadimos que en la época del encuen­tro con Catulo era aquella diez años mayor que éste, no nos será difícil explicarnos la extraordinaria pasión del joven veronés.

En Roma vemos, pues, a mediados del siglo primero, un mundo ajeno a todo lo que había constituido los an­tiguos ideales. Las luchas políticas y las guerras civiles los han desprestigiado. Celio, el joven ingenioso y des­preocupado, orador con escepticismo amasado en es­cuelas retóricas, de buena presencia, elegante y vicioso, puede ser con la ligera y brillante Clodia, el símbolo de una Roma que ciertamente en la creación de su idea permaneció al margen, pero que no dejó de morder en sus actores.

La política no quedó excluida de aquellas reuniones de hombres de ingenio, muchos de ellos personajes po­líticos: de ella salían los epigramas más hirientes con­tra César y Pompeyo. Sin embargo, el carácter de sus relaciones era absolutamente negativo. Sus intervencio­nes en política o en guerra, cuando existen, tienen la mezquina finalidad de hacer carrera. Tal es el caso del mismo Catulo, que tomó parte en una expedición a Oriente en los años 57-56, a las órdenes del propretor Cayo Memnio, también amante de la poesía erótica y, precisamente, el destinatario de la gran obra de Lu­crecio.

Ca- A pesar de todo, hay algo que distingue a Catulo de aquel grupo. Frente a las uniones complacientes y transitorias tan del tono de la época, la pasión de Ca-

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tulo no admite concesiones. Apasionadamente se lamen­ta de la versatilidad de su amada, a la que él se mantie­ne fiel. «Si algún placer recibe el hombre con el recuer­do de sus antiguos beneficios, cuando piensa que él es piadoso, que no ha violado la fe jurada, que en ningún momento ha abusado del poder de los dioses para en­gañar a los hombres, entonces muchos son los goces que te esperan, Catulo, por muy larga que sea tu vida, por este ingrato amor. Pues todo el bien que los hom­bres han podido decir o hacer a alguien, todo esto lo has hecho y dicho tú, pero todo ello se perdió en la ingratitud de un alma.»

No se trata en el amor de Catulo por Lesbia (nombre poético de Clodia) de un capricho al que se puede re­nunciar fácilmente, es la motivación de una vida. Si comparamos esto con la ligereza con que Celio habla de sus aventuras amorosas en carta dirigida a Cicerón ( Ad fam. VIII, 7) encontraremos que son dos mundos distin­tos en los que se mueven. Como a Arquíloco, todavía las penas de amor se le clavan a Catulo a través de los huesos. Hay en él una inercia virtuosa, que realmente ha perdido pie, pero que todavía conserva ímpetu. Su tendencia es como una flecha lanzada, que sabemos que ha de caer irremisiblemente, pero cuyo vuelo y rapidez puede vencer y herir al reposado de las aves.

Unos años aciagos de crisis en Roma han hecho po­sibles el alejamiento de las antiguas creencias y prin­cipios. En Lucrecio y Catulo ya no existe el viejo dog­ma, pero el sustitutivo conserva todavía un cierto vigor, no quizá el que surja realmente de su propio ser, sino el que les presta el deseo de relevar sin desventaja. Son una especie de arílyjátas que no quieren desmerecer ante la elegancia de solera. En el momento en que vive Ca­tulo hay que defenderse para continuar viviendo con la ironía, como con la infinita absoluta negatividad, o con un sistema ; lo sorprendente es poner en aquélla el fana-

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tismo que escolta a éste. Por eso es quizá interesante la observación de Boissier sobre la rudeza de ía sociedad romana de entonces, al censurar a Catulo el que despeda­zara con epigramas groseros a la que le había inspirado versos tan hermosos. Lo que en realidad sucedía es que Catulo proyectaba sobre la sociedad.contemporánea pa­siones que para ella resultaban pasadas. Es.o explica el acetum italicum de sus versos, de los cantos difamatorios de los fescenninos, de los carmina triumphalia, que des­tilaban sus versos a pesar de las finezas estilísticas y de los contactos con el alejandrinismo. En realidad, en Ca­tulo se sobreponían dos elementos: un romanticismo sincero que está en sus sinceros pesares por el desvío de Clodia y, en general, en sus poesías breves y en su maravilloso epitalamio (61) de carácter netamente ro­mano, y por otro lado un sometimiento a la última moda

Poesías largas, literaria en sus poesías largas: en su traducción de Cali­maco, la Cabellera de Berenice, en su poema Attis, en que describe un extraño proceso psicológico; en las Bodas de Peleo y Tetis, en que el tema del epitalamio, tan del gusto de Catulo, se extiende en forma narrativa, a manera de epilio, conforme a la más estricta técnica alejandrina, hasta el punto que sobre el tema mítico principal se superponen otras narraciones secundarias. Si nosotros queremos establecer un cierto paralelo cro­nológico entre Grecia y Roma a este respecto, tendría­mos que acudir a la época de las luchas políticas en Grecia en los siglos vu y VI. De manera parecida a la que nos ocupa en Roma, también entonces el paso de la monarquía a la aristocracia y el de ésta a la democracia, muchas veces con el intermedio de la tiranía; la crisis religiosa, las angustias de la guerra; las luchas econó­micas producidas por el paso de la economía natural a la monetaria: todo esto, dice Nestle (1), fué parte de una

(1) Historia de la literatura, griega. Col. Labor, pág. 59.

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aceleración de vida afectiva, del desencadenamiento de pasiones violentas y profundas y de la formación de per­sonalidades enérgicas y conscientes. Surge entonces la lírica como un efugio, como una posibilidad de evasión, y nos encontramos con la maravillosa floración de la elegía, del yambo, del melos, y junto a las figuras de Calino, Tirteo, Solón surgen las de Minnermo, Teognis,Arquíloco, Semonides, Alceo y Safo. Una crisis similar a esta es la que encontramos entonces en Roma; por eso no es extraño que para las primeras poesías de Ca­tulo se suponga la influencia de Arquíloco y Safo ( cfr. el prólogo de la edición «Les Belles Lettres», pág. XXI).La influencia lírica de estos autores en el lírico Catulo constituiría el paralelo a la de la épica de Homero en Ennio a la de los grandes trágicos en Accio y Pacuvio y aun a las reminiscencias aristofánicas de Plauto (cfr.Rostagni, ob. cit., pág. 96).

En la poesía de Catulo confluyen, pues, dos tenden- p osib le expii- cias: una que constituye la continuación de lo que sus cación de dos antecesores romanos liabían representado y que res- faceia ‘le Ca~ ponde a las circunstancias en que en el devenir se en­contraba, es decir, Homero es a Ennio, Eurípides a Ac­cio y Pacuvio y aun al mismo Ennio, Aristófanes a Plauto, como Safo y Arquíloco al Catulo de las poesías breves y del amor eterno :por Lesbia. En tal asjaecto está encajado dentro de su momento histórico, entre otras cosas, porque ¡Jara llegar a enlazarse con aquellos modelos griegos no necesitaba apartarse mucho de un sincero fondo romano e itálico que le era natural (los fesceninos, los mimos, la atelana). Es decir, en la marcha de Roma, la manera de ser del Catulo de Lesbia no su­pone un salto en el vacío: es un paso hacia adelante, normal, que no desequilibra su avance.

Por otra parte, la concesión al alejandrinismo del Catulo de los poemas largos es una necesidad del cre­cimiento de Roma y del contacto con las grandes ciu-

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711 ANTON IO M ACARIÑOS

Resumen.

dades de mundo helenístico, pero su valor es profunda­mente perturbador desde el punto de vista histórico. Es un avance de siglos. El proceso biológico (permítasenos la expresión, que podía coincidir con términos de Po­libio) ha adquirido una precocidad peligrosa. Esto nos explica las censuras de Boissier: Roma, efectivamente, no está preparada para ciertas exquisiteces; Catulo se subleva y acomete a la mujer que le ha traicionado. Lo que está por ver todavía es si el índice de salud de un pueblo está en Catulo o en la censura del francés Bois­sier.

Sin embargo, un espectador puede apreciar en la le­janía que todo aquel movimiento helenístico no se ha producido en balde. El cincel estilístico de Virgilio, y más aún el de Horacio, no hubiera sido posible sin el paso de la preocupación de la forma que atenazó a los alejandrinistas.

Por los intersticios de la perfección estilística de Catulo, se derrama la exuberancia de una vitalidad romana no tanto individual, com o de un pueblo, que aún cree en el amor, en la fidelidad y en la virtud, frente a la indiferencia de la vejez helenística por estos prejuicios.

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CAPITULO VII

PRIMERA EPOCA DE CICERON

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PRIMERA EPOCA DE CICERON

Sobre ninguno de los personajes de que hasta ahora hemos hecho mención, hemos dado minuciosa cuenta de su vida. Dos rasgos, (la locura y un amor apasiona­do) han bastado para caracterizar a Lucrecio y separar a Catulo. La pronunciada acusación de esas dos caracte­rísticas en cada uno anula sus restantes cualidades. En Cicerón, de quien vamos a empezar a tratar en este capí­tulo, hay indecisiones, dudas, que no permiten la carica­tura de un solo rasgo. No es una personalidad completa­mente definida. En todos sus problemas flota una ten­sión entre lo que quiso ser y no fué, y entre lo que debió ser y no supo ser. Si a esta doble tensión le añadimos un fondo de dificilísima vida ciudadana, en la que la fuerza del ambiente y la brillantez de sus condiciones le hizo figurar en primer plano, podemos comprender que para reproducir la figura de Cicerón hemos de recurrir a un complejo de detalles, de rasgos accidentales, de sombras y luces, que más nos lleva a la necesidad del dibujo a plumilla que al trazo grueso de la caricatura.

Por otra parte, los tiempos en que transcurrió la vida de Cicerón exigirían por sí solos, dentro del plan que hemos idado a nuestro trabajo, una descripción indepen­diente que sirviera de enlace y preludio de los momen­tos posteriores. Esto nos obliga a tomar el hilo de la narración en el punto en que la dejamos en el ca­pítulo IV.

El final de las guerras itálicas coincidió con el mo­mento de la máxima acritud en la lucha de los patricios y plebeyos, que se iba a polarizar en el caudillaje de

C o m p le j id a d de Cicerón y

su época ,

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u AN TO N IO M AGARIÑOS

Sila.

Cinna.

Cicerón y el círculo de Ev-

cipión.

dos de los generales vencedores en aquéllas: Mario, jefe de la plebe, y Sila, de los aristócratas.

Se encontraba éste todavía en el asedio de la ciudad de Ñola, último reducto de los itálicos, cuando se 'pre­sentaron dos oficiales procedentes de Roma para hacer­se cargo de.su ejército, que había de ser entregado a Mario, al que, por designación violenta dirigida por Servio Sulpicio, había pasado el mando de la lucha con­tra Mitrídates, rey del Ponto, que anteriormente se ha­bía asignado a Sila. Las legiones de éste, integradas ya, por las necesidades de la guerra y por obra de Mario, por soldados profesionales en vez de por ciudadanos como anteriormente, no vacilaron en dirigirse contra Roma, que por primera vez en su historia, y, bajo la dirección de Sila, fué convertida en campo de lucha por sus· propias legiones. Doce jefes del partido democrático fueron decapitados, Mario escapó, pero Servio Sulpicio encontró su muerte en la huida. Para evitar mayores males en la Ciudad, procuró Sila llevar sus legiones cuanto antes a Grecia, para oponerse además al peligroso avance de Mitrídates. Incluso consintió la elección ¡para cónsul del año 87 del popular L. Cornelio Cinna, al que hizo jurar que nada intentaría contra unas disposiciones por él dadas y encaminadas a fortificar la autoridad de] Senado contra los ataques de los populares durante su ausencia. . ·

Nada más embarcadas las tropas de Sila, rompió Cin­na su juramento y, aunque expulsado de la ciudad por su compañero de consulado Cn. Octavio, consiguió reunir algunas tropas con las que, aumentadas además con las que a toda prisa reclutó Mario en Africa, volvió a apo­derarse de la Ciudad, matando a un gran número de miembros del partido de los optimates, entre ellos el orador Antonio.

Este y el también célebre orador L. Craso, muerto el año 91, fueron los dos personajes a los que venía re­

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fliiSA niïO i.L O 1)1! Ι.Α IDEA DK ΜΙΛΙΑ η

comendado el padre de Cicerón, para que orientaran la educación de sus hijos: Marco Tulio, el futuro gran orador, y su hermano Quinto. Craso era yerno del au­gur Scévola, en cuya casa no sólo escuchó Marco Tulio las lecciones del viejo jurista, sino que tuvo ocasión de tratar a su esposa, una hija de Lelio el amigo de Esci- pión Emiliano, y con él uno de los focos del círculo ¡de Escipión de que hablábamos en el capítulo III. Allí en­contró también al que después fué amigo de toda su vida, Tito Pomponio Atico. «Todos estos hombres per­tenecían a la nobleza, habían llevado con honor la inves­tidura del consulado o de la censura, y guardaban pia­dosamente las tradiciones del círculo formado alrededor de Escipión y Lelio. No sólo les unían a ellos vínculos de parentesco, sino también la misma concepción polí­tica, el elevado sentimiento del deber, un serio esfuerzo para la formación, una elevación sobre lo común, que comenzaba entonces a filtrarse en la aristocracia roma­na. Allí había auténtica nobleza unida a amplitud de ho­rizontes y finas conversaciones» (1). Los primeros con­tactos de Cicerón con Roma estuvieron, pues, bajo los auspicios del recuerdo de Escipión Emiliano y de Lelio. Estas impresiones nunca hubieron de borrarse de la me­moria del hombre de Arpinas. Con ellas surgió en la persecución de que fué objeto Marco Antonio, el orador, un primer movimiento de aversión al predominio de los populares, sin que esto quiera decir que su reflejo le lanzara al extremo opuesto.

La victoria de Sila en Coronea, la muerte de Mario en el año' 86, la expedición a Grecia de su sustituto L. Valerio Flacco, para quitar a Sila su ejército y conti­nuar la guerra contra Mitrídates ; la muerte de Valerio Flacco en un motín promovido> por Fimbria, que tomó en su lugar el mando de las legiones; las nuevas victo­

Vuelta de Sila.

(1) W illrich, Cicero und Cäsar, Göttingen, 1944, pág. 24.

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76 AN TO N IO M AGARIÑO S

C o n s t i t u c i ó n de Sila.

rias de Fimbria y de Sila sobre el rey del Ponto, que gracias a las rivalidades de los jefes enemigos, debidas principalmente a la intransigencia de Sila, consiguió huir en una nave y alcanzar del caudillo de los patri­cios, de nada tan deseoso comoi de deshacerse de los populares, una paz ventajosa que le permitió, tras cier­tas indemnizaciones, conservar su imperio, salvo las nuevas conquistas, fueron los acontecimientos de aquella campaña acabada en el año 85, que hubieran sido no­tables, si no hubieran de palidecer ante el inmediato en­frentamiento de patricios y plebeyos. El anuncio de la vuelta de Sila, un poco prematuro pues había de ordenar anbee los asuntos de Asia, hizo marchar a Cinna con un ejército para salir al encuentro del general vencedor en el oriente del Adriático, pero un motín de sus soldados, que ge negaron a embarcar para luchar con sus com­pañeros, dió al traste con los proyectos del cónsul y con su vida. Sus sucesores, incapaces de organización, permitieron el desembarco de Sila con 40.000 hombres en Italia. Las victorias de éste sobre los cónsules G. Nor­bano y L. Cornelio Escipión, facilitadas por las partidas que organizaron por su cuenta algunos jóvenes aristó­cratas, entre ellos Pompeyo, el después famoso general; posteriormente sobre los nuevos cónsules, Cn.· Papirio Carbo y el joven Mario, y sobre los samnitas, lanzados a la devastación de Roma, delante de la Puerta Colina, dejaron el año 81 a Roma a disposición de un nuevo y terrible señor.

Comenzó entonces la famosa época de las proscrip­ciones. El número de los senadores sacrificados apenas llega a 50, pero el de los caballeros, antiguos enemigos de Sila, asciende a 1.500 (1). La investidura de dictador y una nueva constitución de tono eminentemente aristo­crático, cercenando de una manera especial los derechos

(1) Ninguna ile Ins dos cifran son seguras.

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 77

de loa caballeros y de los tribunos de la plebe, son las contribuciones del cruel general a su patria. De ella son de destacar, sin embargo, dos disposiciones de es­pecial importancia : una de ellas, la creación del impe­rium* proconsulare, esto es, que los cónsules y pretores, una vez terminada su misión, habían de salir a las pro­vincias para en ellas ejercer el impe'rium.o mando mi­litar en calidad de pro-oonsute, pro-praetore. La segunda era la duplicación ( de 300 a 600) del número de los se­nadores, teniendo en cuenta el aumento de los problemas a que habían de dedicarse. Estas dos disposiciones, así como la consolidación del ejército profesional, creado por Mario, constituyen el paso definitivo en que Roma salta de los límites ciudadanos para convertirse en po­tencia dominadora de pueblos, pasa de πόλις , cerrada en sí misma, a capital del mundo- entonces conocido. Es cierto que esta descentralización ha de ofrecer después serios peligros, perol con ella se inicia de u m manera explícita la preocupación de Roma por tai organizacmn de los pueblos sometidos.

Cicerón mientras tanto, que por parte de los maria- nos tuvo que sufrir la pérdida de alguno- de sus maes­tros, pasó con tranquilidad, aunque probablemente ate­rrado y desde luego disgustado, el triunfo de Sila y la época de sus proscripciones. Aun se permitió el lujo de defender en uno de sus discursos, en el Pro Roscio Ame­rino, los derechos del hijo de un proscripto’, víctima de los manejos de varios desaprensivos con los que estaba relacionado un poderoso influyente en Sila: el liberto L. Cornelio Crisógono. En este discurso, en el que ob­tuvo su primer gran éxito, advertía ya a los aristócratas que se previnieran contra el mal uso del poder nueva­mente ganado. Sus aproximaciones, de que acabamos de hablar, al círculo aristocrático de Escipión, no eran des­de luego, como acentuaremos inmediatamente, compa­tibles con los horrores del aristócrata Sila.

Cicerón duran­te Sila.

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78 AN TO N IO MAGATUÑOS

R e t i r a d a de Sila .

Su aportación a Roma

Una sorpresa general aguardaba, sin embargo a to­dos, tanto amigos como enemigos, cuando en el año 79 no sólo no quiso el dictador ser elegido cónsul, sino que renunció espontáneamente al poder dictatorial y se retiró de todos los asuntos políticos. César había de censurar esta actitud diciendo de él que no conoció jamás el A B C de la política. A pesar de todo es difícil juzgarla y aún más a la distancia que nosotros nos en­contramos. La creemos, sin embargo, perfectamente jus­tificada, por un lado, por los escrúpulos legales, todavía válidos, que se oponían a una detentación de la dicta­dura, según los cuales podía ser incluso un acto lauda­torio esta renuncia al poder cuando todo le estaba per­mitido al que lo ejercía, y, por otro, por una tendencia epicúrea de Sila que no sólo le hacía amante de la con­versación y trato con literatos y artistas, sino también muy gustoso de toda clase de placeres, tanto admisibles romo ilícitos. En ellos pasó en su villa de Púzzoli, en Campania, el último año de su vida.

Si nosotros pretendemos enjuiciar su obra prescin­diendo de la antipatía que personalmente se le pue<la profesar, encontraremos, frente a las reformas perdu­rables que antes mencionábamos, dentro de la consti­tución romana, que su obra sucumbió por un doble ar­tificio: el primero fue creer que una estabilización y renovación ä ultranza de los privilegios oligárquicos podría supóiier una base duradera de solución para la insatisfación política de Roma. El crecimiento de los desheredados no podía enjugarse cerrando el cuadro de los afortunados en una defensa intransigente de sus posiciones. Probablemente podemos decir que la cons­titución de Sila pecaba por mirar demasiado hacia atrás. Pensar que los movimientos generosos de los Gracos, surgidos del seno de la más noble aristocracia, y los mismos excesos de Mario y Cinna fueron surcos en el mar que podían morir sin huella ni rastro, eran concep-

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DESARROLLO DE T,A IDEA DE ROMA 79

ciones demasiado miopes de la situación. En sus limita­ciones no hubieran caído, ni aun sesenta años antes, los mismos componentes del círculo de Escipión; prescin­diendo de éste, que a pesar de ser el instrumento anu- lador, no era en el fondo adversario· de la reforma agra­ria de Tiberio Graco, no debemos olvidar que fué C. Le- lio, el íntimo amigo idel destructor de Cartago, el que, en su consulado del año 140, solicitó, aunque inútilmen­te, que se repartiesen los territorios ocupados y todavía no cedidos de una manera legal. Aquel ambiente de «li­beralismo aristocrático», como lo llama el Dr. Julius Koch (ob. cit., pág. 102), que, por su cuidado de las bellas letras y buenas maneras, pudiéramos paralelizar con el movimiento de la «Ilustración», del siglo xvm, coincidía desde luego con el dictador sólo en cuanto a inquietudes culturales, pero a éste, hijo por su época, de la lucha, le faltó la generosidad de los indiscutibles como Escipión. Por eso debemos muy bien pensar que el deno­minador común de «aristocracia» no podía cubrir las profundas diferencias que separaban a los seguidores del círculo de Escipión (aristócrata, pero estoico) y a los si­carios de Sila (aristócrata con ciertas tendencias epicú­reas). Probablemente estas dos últimas palabras nos dan el toque de la oposición de movimientos. Los silanos no pueden sufrir serenamente la desaparición de los privile­gios que orlaban su vida de bienestar, mientrasi.os esci- pionistas se sentían sujetos a algo más amplio que su propia clase, con derecho a imponer sanciones para ellos incluso desagradables. No nos queda más por añadir sino que Cicerón, educado en un ambiente de nostalgia de Lelío, se encontraría más bien entre los últimos.

El segundo artificio consistía en la falta de persona­jes de talla que pudiesen continuar su trabajo. La exis­tencia de unos pocos (Ofela, Craso y Pompeyo) podía hacer pensar que tratarían de borrar en su provecho la lenta rotación de la tex anndis, que normalmente no- po-

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día beneficiar más que a los oscuros supervivientes de las matanzas de los populares.

La muerte de Sila, acaecida en el año 78, abría la puerta a este viento de peligros. Así los intentos demo­cráticos de M. Emilio Lépido, cónsul el año 85, vencido por Cátulo y Pompeyo, la resistencia de Sertorio en Es­paña, aunque segada por Perpena, pero aprovechada por Pompeyo, y la sublevación de los esclavos al mando de Espartaco, también dominados por Pompeyo y Cra­so (73-71) , son unos acontecimientos que, aunque supe­rados, suponen un cuarteamiento de la constitución edi­ficada por Sila, que fué por fin anulada en el año 70, restaurándose la constitución de los: Gracos precisamen­te en el consulado de Pompeyo y Craso : el primero, fa­vorito de Sila, al que había ayudado en sus¡ horas di­fíciles; el segundo, enriquecido gracias a las proscrip­ciones de Sila.

Es en esta turbia época, en que va perfilándose el triunfo de estos dos seguidores del dictador, cuando- se afianza ya por su parte la figura de Cicerón y, a favor de las circunstancias, empieza a levantar cabeza el pro­tegido de Mario, Julio César. ;

Formación de Sus viajes de estudios por Grecia (79-77) habían ale- Cicerón. jado a Marco Tulio Cicerón de Roma, quizás por mo­

tivos de formación, aunque muy en nuestr-O' derecho es­tamos si nos -damos a pensar que lo ahuyentó el ambien­te poco propicio a su carrera política. Además, el con­tacto directo con Grecia debió ser uno de loa deseos que levantara en -su ánimo el trato con los ilustres persona­jes que frecuentó a su llegada a Roma. Ya antes de su marcha de la ciudad había oído las lecciones del epi­cúreo Eedro, que no le fueron demasiado agradables, y las del académico Filón, discípulo de Clitómaco, que acordaron bastante más con gusto. También los estoi­cos estuvieron representados en su formación por Dio­doro, que se contaba entre sus familiares, aunque por el

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momento parecieron más a propósito para sus ambicio­nes oratorias las tendencias escépticas de la Academia. Ya en Atenas, se fortificó su displicencia por los epicú­reos después de haber oído a Zenón y, por segunda vez, a Fedro, su primer maestro en Roma. También allí ha­bía recibido lecciones del académico Antíoco. Sus via­jes a Asia y a Rodas le permitieron conocer a fondo, por un lado, el estilo barroco de la oratoria asianista, y, por otro, temperar sus primeras inclinaciones en este sentido con las enseñanzas de Molón de Rodas, que ya antes había sido su maestro en Roma. Posiblemente en esta isla conoció también a Posidonio, el maestro de la Stoa Media, de que hablábamos en la pág. 32, a quien po­demos atribuir sobre él si no una influencia de princi- pios, sí, al menos, de tono y tendencias. Enderezados sus gustos retóricos y su-· posibilidades de selección en sus preocupaciones filosóficas que, a pesar de su afición natural sólo tenían para él un valor instrumental tanto en su actividad oratoria como en la política, volvió a Roma, donde el año 75 fué nombrado cuestor de Sicilia, a los treinta y un años de edad. Su desinteresada gestión que le ganó el corazón de sus súbditos y ide sus: subordina­dos, sus frecuentes envíos de trigo a Roma, muy oportu­nos por la carestía en ella dominante, le hicieron esperar un triunfal retorno a su patria. Pero quizá nada más significativo que el amargo diálogo, que él mismo nos cuenta, en su camino de regreso a Roma:

— ¿Qué hay de nuevo en Roma?— le preguntó un conocido.

A la respuesta de Cicerón de que no venía de Roma, sino de la provincia:

—-¡Ah, sí; de Africa!— respondió su interlocutor.— ¿Pero es que no sabes que ha sido cuestor en Si­

racusa?— terció uno, que pretendía estar bien infor­mado.

El suceso, aparentemente anodino, quedó muy graba­

DKSAKKOU.O DK I.A IDUA DK ΚΟΛ1Λ í i l

Cuestor en Si­cilia. Desenga­

ño

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82 AN TO N IO M ACARIÑ O S

Proceso contra Verres. S igni­

ficado.

do en Cicerón, que desde entonces comprendió que «los romanos tienen oídos sordos, pero ojos agudos, y por eso quien en ellos quiere influir, no puede abandonar por largo tiempo la ciudad». Probablemente podríamos contar entre los grandes defectos de la vida de Cicerón, el no haber podido superar las amarguras de aquel in­cidente.

No fueron tan ingratos a su gestión los» sicilianos: frente a los saqueos de Verres (años 73-71) no encon­traron acusador más de su confianza que el cuestor del año 75. El rapidísimo' triunfo que siguió a su primer discurso contra aquél no representa, sin embargo, un éxito aislado: Verres era el símbolo del partido aristo­crático que veía en su condena una infamia de cuerpo. El fracaso de los manejos de los aristócratas p.or diferir el juicio para el año siguiente, en que unos cónsules más propicios a los optimates podían diluir la acusación, dió pie a una reacción en la que los colegios de los juradoä que habían pasado· íntegramente en tiempos de Sila a manos de los patricios, fueron reformados, por la ley de L. Aurelio Cotta, en el sentido de que quedaran cons­tituidos por un tercio de senadores y dos tercios de ca­balleros. Así, pues, en el año- 70, con el triunfo de Craso y Pompeyo y la restauración de la Constitución de los Gracos con el consiguiente restablecimiento de la po­testad tribunicia, el fracaso de los patricios en el juicio contra Verres y la reincorporación de los caballeros a los jurados puede decirse que quedó fundamentalmente liquidada la Constitución de Sila en lo que en ella había de ser necesariamente transitorio. A esta revisión no ha­bía sido ajeno Cicerón, que quedó con ello en una ma­ravillosa situación para el futuro.

. Dos problemas externos acuciaban por aquel entonces al Senado: el de Mitrídates, rey del Ponto (vencido ya el año 72 por Lúculo en Cabira), pero que aliado últi­mamente con Tigranes, rey de Armenia, recuperaba y

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 83

aun aumentaba su antigua fortaleza, y el de los corsarios del mar que, impidiendo el tráfico marítimo tanto desde el punto de vista comercial como desde el militar, repre­sentaban un serio peligro para la estabilidad del impe­rio y amenazaban con el hambre a Roma e Italia.

Ambos problemas! estaban desde luego relacionados, pues consciente de las indiscutibles dificultades que para el sostenimiento de la guerra suponía la carencia del do­minio del mar, Mitrídates no perdonó medio1 para ayu­dar a estos corsarios que tan graves problemas podían crear al enemigo. Por lo demás, la derrota de Lúculo en Armenia ponía la cuestión en inminente crisis. El nom- Pompajo . bramiento de Pompeyo como procónsul del mar en el año 67 (ley Gabinia) y su rápida victoria sobre los pi­ratas marcaron una vía de solución para el problema de Oriente: la entrega al victorioso general del mando su­premo de las fuerzas de aquel sector. Ya la designación de Pompeyo como procónsul del mar no había pasado sin una fuerte resistencia de los patricios, que veían en ella el peligro de una dictadura. El pueblo por el con­trario, principal artífice de la designación, vió satisfe­chas sus esperanzas e hizo de Pompeyo su ídolo. Surgió entonces una propuesta del tribuno del pueblo Cayo Ma­nilio (ley Manilia), recabando también para Pompeyo el mando de la guerra de Oriente. Los optimates, con Quinto Cátulo y Quinto Hortensio, el mejor orador de su época, a la cabeza, se dispusieron a presentar una nueva resistencia, que quizá hubiera tenido éxito a no ser por la presencia en la tribuna, apoyando la ley Ma­nilia, del pretor de aquel año, Marco Tulio Cicerón (año 66).

Si queremos analizar los motivos que pueden haber llevado a Cicerón a una tal defensa, podríamos señalar tres principales: el primero, la convicción de que aquel nombramiento supondría el final de la vergüenza de la prolongada resistencia de los reyes de Armenia y el Pon-

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Μ AN TO N IO MACAJÍIÑOS

Posición polí­tica de Cice­

rón.

Significado del t r i u n f o de

P om p eyo .

to; en segundo lugar, un deseo de congraciarse con Pompeyo, el entonces árbitro de los destinosi de Roma, y, por último, un cierto resentimiento contra los patri­cios, del homo no,vus, sin antecedentes políticos fami­liares, al que no sería extraño el deseo de conquistar el favor del pueblo en lo que era lícitamente admisible. La presencia al mismo tiempo de resoluciones contra los populares por parte de Cicerón (entre ellas la condena de G. Licinio Macer) no nos da derecho a pensar, como han hecho algunos autores, en una orientación primiti­vamente democrática de Cicerón, que sólo cambiaría a partir del año 64, en las inmediaciones de su elección para cónsul. Como muy bien indica Richard Heinze (Von Geist des Römertuns, Cicero's politische Anfänge, Leipzig, 1939), en Cicerón hay una línea política recta, que consiste en la aversión simultánea a la arbitrariedad de los paucí y a los excesos de la demagogia. La realidad de estas afirmaciones nos hace pensar para Cicerón en el deseo de realizar una política de equilibrio : conviene que por el momento caractéricemosi así su ¡posición, de la que quizá más adelante no lo veamos alejado, sino en plan de contrapesar los excesos.

Que los propugnadores de Pompeyo no se habían equivocado en su proposición, lo prueban las victorias de éste en el Po2ito y la sabia organización que allí des­plegó después; el doctor Julius Koch afirma en su His­toria de Roma, Col. Labor, 1930, pág. 137, que bien pudiera decirse que llevó la prosperidad a los países orientales, tan agobiados por largas guerras.

Estos hechos, cuya original inconstitucionalidad se di­luyó en su eficacia, ofrecen tres consecuencias: 1.a, que no se podía jugar en Roina, a 'escarceos políticos de es­paldas a la urgencia de fas realidades de las provincias. Era tal la fuerza de éstas que había ya veces en que con­vendría sacrificar a sus necesidades incluso el bien pa-

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WSSAHHOLLO DE LA IDEA »E KOMA

recer del bello equilibrio de las fuerzas de la escena de Roma. El poder de Pompeyo se afirmó fuera del palen­que de las luchas de la ciudad. Como una madre que re­nuncia a su propio ornato en aras de las exigencias filia­les, debía Roma dejar de pensar en sí misma y en sus preocupaciones internas para dar paso a los problemas que la planteaban sus conquistas. Pompeyo fué en este sentido el símbolo de un posible cambio de conducta que se había iniciado con la preocupación que llevó a Sila a la creación del imperium proconsulare. 2.a, que la oligarquía que reforzada por Sila trataba de opo­nerse a este cambio de conducta, suponía una fuerza ne­gativa, posiblemente con valor compensatorio· y fiscali- zador y como entronque con el pasado, pero sin una vi­sión dominadora de los acontecimientos. 3.a, que en esta crisis Cicerón representa una posición ambi­gua, temeroso por un lado del alejamiento de la ciudad, por entender que perdía con él la resonancia de sus bue­nas acciones, de acuerdo con la anécdota de su vuelta de Sicilia, y perfectamente consciente, por otro, de que no cabía eludir la presión de las circunstancias, aunque quizá en esto último más bien obró a la zaga, arrastra­do, que conduciendo previsoramente los acontecimien­tos (1).

Enlazando estas últimas afirmaciones con la complejidad R e s u m e n .

de los acontecimientos antes enumerados, podremos jalonar lo expuesto con los siguientes puntos :

1.° La oligarquía acude para mantener sus privilegios al recurso de la dictadura, que queda en manos de Sila. Este impone una constitución de tinte aristocrático de la que sólo queda con valor perdurable la institución del proconsulado, que implica una preocupación de Roma por las provincias.

(1) Sobre esta incapacidad de Cicerón, cfr. Jérôme Car- copino, Les secrets de la correspondance de Cicerón, Pa­rís, 1947.

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86 AN TO N IO MAGAHIÑOS

2.° La elevación de Pom peyo com o general jefe en la guerra contra Mitrídates y los piratas supone la victoria de la preocupación por la eficacia en las provincias sobre los problemas de camarilla de Rom a.

5.° Cicerón en esta época tiende a una política honrada, de equilibrio entre los populares y los optimates, sugestio­nado por el ejemplo de los descendientes de Lelio, el amigo de Escipión, y con él el principal representante de su círculo. Cicerón, que ayudó a Pom peyo por razones de eficacia, va­lora, sin embargo, personalmente, más a la política de Roma que a esa misma eficacia en el gobierno de las provincias, desengañado por el poco aprecio hecho en Rom a a su pre­ocupación por Sicilia.

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CAPITULO VIII

SURGEN CATILINA Y CESAR

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SURGEN CATILINA Y CESAR

En el capítulo anterior, el primer plano político esta­ba ocupado por Pompeyo, apoyado por los populares y temido por los patricios. Un segundo término, menos brillante, pero no menos eficaz puesto que contaba como instrumento con el dinero, pertenecía a Craso. Hasta cierto punto, ambos representaban un ligero predominio del elemento popular sobre los apagados aristócratas. Junto a aquéllos, sin embargo, empezaban a despuntar algunos de los jóvenes que más tarde habían de hacer sentir su influencia de una manera más enérgica. Pres­cindiendo de Cicerón, al que hemos dedicado preferen­temente nuestra atención, porque en él más que en nin­gún otro encontramos la explicación de la Roma de en­tonces y, lo que, es más, de la Roma de todos lo§ tiem­pos, empieaan a sonar por aquella época los nombres de César y, salvadas siempre las distancias, de Catilina.

Nacido el primero el 13 de julio del año 100 antes de Cristo, era hijo de Cayo Julio César y de la espiritual Aurelia. Su primer acto de audacia fué su boda con Cor­nelia, la hija de Cinna; comenzó el servicio militar con el propretor Minucio Termo, en Asia, probablemente hu­yendo de las cercanías (de Sila. Vuelto a Roma en el año 78 se hizo notar por una acusación contra Dolabela por concusión en la provincia de Macedonia por él gober­nada en el año 80. Completó su formación oratoria con Molón Rodas y fué nombrado cuestor en el año 67, y en el 65, edil curul. Fué en este año cuando tuvo lugar la primera conjuración de Catilina con Publio Autronio

Catilina.

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90 AN TO N IO M A G A fil O S

Oportunismo.

Peto y Publio Cornelio Sila, sobrino del dictador, cón­sules para el año 65, destituidos por cohecho y susti­tuidos por Lucio Aurelio y Lucio Manlio Torcuato. El plan de los conjurados era asesinar a los cónsules el día de su toma de posesión solemne y reivindicar para sí el honor del cargo. Un aviso a tiempo, y las precau­ciones consiguientes, libraron a los cónsules de la muer­te, que fué diferida por parte de los conjurados para el día 5 de febrero, con el mismo resultado negativo.

Si nosotros examinamos los sucesos que rápidamente vamos enumerando desde la muerte de Sila, podemos apreciar una especie de compás de espera, en el que empiezan a surgir posibles candidatos a la sustitución del general vencedor de Mario, pero sin que ninguno de ellos se hubiera atrevido a una acción directa, hasta que surge esta primera conjura >d'e los cónsules fracasados y de Catilina. Pero si nosotros continuamos el examen, encontraremos que, mientrag en los Gracos hubo un aliento ideal mal interpretado por el egoísmo ambiente, mientras en las feroces luchas de Mario y Cinna contra Sila, a pesar de que empezaron a mezclarse ambicio­nes personales, había una auténtica posición tomada con todas sus consecuencias, aun en medi'o de las ho­rribles ferocidades de ambos partidos, en las luchas que ahora comienzan, hemos tropezado primero con una no­table defección: son dos de los más entusiastas benefi­ciarios 'del triunfo de Sila los que derogan su constitu­ción a los pocos años de muerto el dictador, recorriendo con cierta desaprensión la enorme distancia que va de organizador de partidas armadas en favor de Sila a la de halagador de los populares. Es indiscutible que un fino olfato político tenía obligación de percibir los cam­bios, y nadie podía dudar que se producía una rever­sión hacia las tendencias democráticas después de la fuerte tirantez de Sila ; sin embargo, dentro del concep­to de hombres de una pieza que tenemos del tipo ideal

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DESARHOLLO DE LA IDEA DE KOMA 91

romano, resulta un poco fuera de lugar esta aparición del oportunismo (1). Si esto vemos en Pompeyo y Craso, ¿cómo nos vamos a extrañar que sucediera lo mismo a Catilina, a quien, si hemos de hacer caso al retrato que de él nos han dejado Cicerón y Salustio, sus exigencias económicas le ponían en la urgencia de buscar en la política una salida a su falta de recursos? Salustio ca­racteriza de manera terminante ese oportunismo en el capítulo V de La conjuración, de Catilina: ñequeid, quibus modis adsequeretur dum sibi régnum pararet, quidquam pensi habebat (2). Cierto es que ha habido una época de Catilinarismo, en que se lian considerado exa­geradas todas las descripciones que de su personalidad se nos habían dado y se ha llegado a pensar que tendría­mos en él un heroico defensor de los derechos del pue­blo. Prescindiendo de que, si esto fuera así, hubiéramos podido leerlo entre líneas, como nos sucedió con los Gra- cos y de que, si hubiera habido algo en este sentido, no hubieran coincidido de manera tan terminante autores de tan diversas tendencias, y aun personalmente enemigos, como Cicerón y Salustio, yo creo que en unas sencillas palabras de éste podemos encontrar una confirmación definitiva del mal concepto que tenemos de Catilina: ln tanta tamque coflfupta cháfate... empieza Salustio el Capítulo XIV de su Conjuración de Catilina: en estas palabras está explicado todo. Lo raro sería que en la Roma de entonces no hubiera surgido tal producto. El testimonio de sus contemporáneos nos ha hecho per­sonalizar este producto natural, en Catilina. Las coinci­dencias están tan llenas de sentido que resulta ridículo sustraerse a ellas. Catilina desde el punto· de vista del oportunismo político, prescindimos del moral, es un re­

tí) También sobre el oportunismo de Cicerón, cfr. Car- copino, ob. cit., passim..

(2) «N i se preocupaba de qué m odo conseguiría esto, con tal de hacerse con el poder.»

P o s i b i l i d a d del Catilina-

rismo.

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02 AN TO N IO MAGAIUÑOS

sultado típico de su época, lo mismo que Pompeyo y Craso ; la diferencia consiste en que aquellos podían des­lizarse cómodamente desde arriba, mientras Catilina de­bía abrirse paso a codazos. Esto explica sus dos inten­tos de apoderarse violentamente del consulado. Al prime­ro ya hemos hecho referencia. El año 64 volvió Catili­na a presentar su candidatura para el consulado al mis­mo tiempo que Cicerón y Cayo Antonio. Catilina iba apoyado por Craso y por César, que ya se atrevía a ma-

Consuiado de uifestarse como claro jefe de los populares. Estos re- Cicerón. fuerzos quebraron los escrúpulos de los optimates a fa­

vor de un hama itovus y junto con los caballeros die­ron el triunfo a Cicerón por una abrumadora mayoría; en segundo lugar salió el incapaz Antonio, creándose con ello una situación muy propicia para Cicerón, pero muy desagradable para César. No era éste, como polí­tico nato, hombre fácil para renunciar ante una repulsa semejante, y aún no había comenzado el mandato de Ci­cerón, cuando ya por boca de un tribuno, Servio Rulo, presentó un proyecto de ley agraria fundamentada en la expropiación forzosa. Algo debió desgastar al nuevo cónsul la hábil maniobra de César y quizá también de Craso, principalmente entonces en que aún estaba sin estrenar su mandato, en cuanto éste tuvo que recurrir en su impugnación al espectro de los diez tiranos en que se convertirían los diez hombres que se eligieron para po­nerla en práctica y al menosprecio que supondría su realización para Pompeyo, a quien el pueblo había ele­vado a los más altos honores.

La proposición fué rechazada, pero aún César susci­tó otra cuestión, por medio de Labieno, en el famoso proceso sobre Rabirio. Tratábase en él de condenar a este senador ya anciano, porque se decía que cuarenta años antes había intervenido en la muerte de los suble­vados con el tribuno Saturnino en el consulado de Ma­rio en el año 100. Según Labieno contra un ciudadano

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D E S A r m O L I .O U K L A [D E A d e IÍOiM A 93

110 se podía emplear la pena de muerte. En el fondo lo que se pretendía conseguir era la supresión del senatus­consultum ultimum, según el cual el Senado autorizaba en caso de peligro a los cónsules a tomar las medidas necesarias para que no sufriera daño alguno el Estado. Cicerón por su parte defendió que, aunque Rabirio hu­biera realizado la muerte de que se le acusaba, en reali­dad no había hecho más que cumplir las órdenes del cónsul en defensa de la patria. Un segundo fracaso siguió a este nuevo intento de César; sin embargo, pa­rece ser que su situación política no sufrió una merma muy- considerable, en cuanto fué elegido pontifex maxi­mus aquel mismo año y pretor para el siguiente, junto con el hermano de Cicerón.

Con estos preámbulos nos acercamos a un momento de la historia de la Roma de aquellos tiempos, que, aun­que desde luego no tiene la importancia con que su pro­tagonista, el cónsul Cicerón, lo quiso revestir, es extra­ordinariamente significativo por las fuerzas que en él tomaron parte. Se trata de la conjuración de Catilina. Prescindiendo del afán protagonizador de Cicerón en sus propios escritos, Salustio, no tan directamente inte­resado, nos da cuatro figuras: Cicerón, Catilina, Catón, César; sólo en el fondo la siniestra figura de Craso con su dinero. Catilina, como el tribuno Servio Rulo, como Labieno, no es otra cosa posiblemente más que un ins­trumento ciego, quizá útil, porque gracias a él se vió hasta dónde se podía llegar, y con qué fuerzas convenía contar y a cuáles despreciar. La despreocupación con que Catilina y los suyos descubrían su juego, la insis­tencia del primero en seguir siempre el mismo camino, sin fijarse si las cosas estaban o no aún maduras, re­presentan una ingenuidad tan infantil, que muy bien podemos congratularnos de que haya significado muy poco en la historia de Roma, salvo un afianzamiento de la posición de Cicerón y por tanto un prudente retardo

‘ onjuracíón deC a i U i n a .

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94 AN TO N IO M AGAIUÑOS

I n t e r v e n c i ó n de César.

Catón.

de la venida de César. En éste y Catón, sitúa Salustio los dos extremos de la tensión de aquellas difíciles ho­ras. Cuando el cónsul, mediante una serie de habilida­des, cuya alabanza sólo nos hace regatear su constante insistencia en recordarlas, y entre las que ha de contar en primera línea la desorientación producida por la mar­cha die Roma de Catilina, provocada por el Quousque tandem famoso, ha conseguido detener a los conjurados que quedaban en la ciudad, les ha convencido de su crimen, por lo que aparece ante sus ciudadanos como salvador de Roma y recibe por ello el título de «padre de la patria» y el homenaje del pueblo, llega entonces el momento decisivo ide que el Senado decrete las penas a que se ha dig someter a los conjurados hechos prisio­neros. Los cónsules designados y los consulares votan unánimemente por la última pena. Esta unanimidad se quiebra en el pretor designado para el año siguiente, Cayo Julio César. En su intervención flota el espíritu de la maniobra contra Rabirio: no era lícito matar a un ciudadano. Hábilmente hacía notar que podía ser más grave castigo una vida alejada de la Ciudad y con­fiscados sus bienes, que una muerte inmediata en la que quedarían rápidamente saldadas sus cuentas. La im­presión del discurso de César o quizá más bien el miedo a las consecuencias fué decisivo. El propio hermano del cónsul, Quinto, también pretor designado para el año siguiente, se adhirió a la opinión de César. La primi­tiva unanimidad se deshacía. Parece ser que entonces intervino Cicerón para subrayar la legitimidad de cual­quiera de las dos soluciones, dadas las condiciones ex­cepcionales en que se encontraba la república, aunque manteniéndose al margen de la discusión. Pero la olea­da producida por la opinión de César fué pronto sose­gada por la intervención contraria de Catón. Realmente fué ésta su primera manifestación, aunque no la única

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 95

eficaz. El Dr. Julius Kocli (1) dice de él que al lado de su gran antecesor el gran estadista de la tercera guerra púnica, el descendiente era una caricatura El que una pulcritud excesiva de conciencia le llevara a no some­terse a las reglas, no precisamente pulcras, que eran de comercio corriente, no da derecho a hablar de alcances limitados. Podemos opinar sobre su ineficacia en el sen­tido que lo hacía Cicerón, cuando decía de él «se cree en la república de Platón y no en el lodo de Rómulo» ; pero aun con todo, nunca dejará de haber constituido la contrafigura de César. Este hábil, despreocupado de medios, ambicioso, triunfador, gustador epicúreo de la vida; aquél rectilíneo, renunciador de honores a costa de cohecho, vencido, estoico. El hacer digna y posible la réplica de César es un servicio hecho a la humani­dad. En el caso que nos ocupa, frente a la defensa de los conjurados como de unos ciudadanos, Catón los acusa como enemigos: «Por todas partes estamos sitia­dos, Catilina con su ejército nos aprieta la garganta, aún tenemos otros enemigos en el seno de la Ciudad, nada podemos preparar ni consultar ocultamente». Este argumento, apoyado por las noticias que se recibían del campo de Catilina, dieron la victoria a su propues­ta. Sin embargo, de todo el discurso de Catón nada nos puede sonar tan terriblemente como aquellas palabras que caracterizan la época y sus crisis: inter bonos el malos discrimen nullum. Si hay algo que pueda señalar­se como el jugo de aquellos tiempos, como el resultado de aquellas luchas ciudadanas, a las que primero la pa­sión ciega y después el frío cálculo hicieron perder toda conexión con una finalidad noble, es esta falta de crite­rio. En las antiguas luchas entre Catón y los Escipio- nes aún tremolaba y se imponía el bien patrio como últi­ma invocación; en los momentos que comentamos el ho-

Crisis de p rin ­cipios.

(1) Ob. cit., pág. 137.

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96 AN TO N IO M íVGAIUÑOS

mónimo del viejo censor y pretendido continuador de sus maneras se debatía contra el fantasma de la próxima heroificación de los levantados en armas. Catón y Cé­sar, decíamos, representan los extremos de una tensión : privilegios, tradición, anquilosamiento, por un lado, re­volución y un salto audaz, un poco ciego, en el otro. Nosotros sabemos desde la altura lejana en que los con­templamos, que, como en una carrera de relevos, lo an­tiguo, lo tradicional, próximo al final de sus facultades, tiene que detenerse para que se lancen a la carrera las fuerzas de refresco; pero para que aquella carrera sea válida, es necesaria la entrega de la antorcha; si entre una y otra fuerza se produce una solución de continui­dad, la marcha hacia el triunfo se quiebra. Por eso no es lícito ensañarse contra Catón. Es muy cómodo desco­nocer su pajpel, agriarse contra sus tenacidades, pero en eso y en la presencia de una virtud que derramaba luz y era capaz de operar, aunque desde luego nunca con la soltura de la audacia sin escrúpulos, está su mérito. Salustio, probablemente con alguna parcialidad1, nos ha escamoteado en aquella sesión-eje la presencia de Ci-

Papei de ci- cerón. Un poco de barato podríamos pensar de él en un cerón. puente entre lo viejo y lo nuevo. No nos engañemos:

si recordamos lp que con respecto a Cicerón decía Hein- ze (1) de que su línea recta consiste en una aversión simultánea y continua a la arbitrariedad de los pauci y a los excesos de la demagogia, podemos ver que se trata de una posición de asepsia, pero de un valor abso­lutamente negativo o, por lo menos, pasivo. Podía com­prender el avance mejor que Catóa, pero no contribuir directamente a él. Tanto él como Catón, se movían en límites demasiado estrechos; parodiando su frase so­bre Catón, podríamos decir que si éste no se manchó con el lodo· de Rómulo, Cicerón no supo salir de su cié-

(1) Cfr. ob. cit, pág. 88.

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DESARROLLO n ii LA IDEA DE ROMA 97

naga. No comprendió los anchos límites del Imperio. Poco después de ser elegido cónsul, y para deshacer los contactos de Antonio, su compañero de consulado, con Catilina, le ofreció la provincia de Macedonia, que le correspondía para el gobierno del procónsul para el año siguiente, porque no pensaba salir de Roma. Sobre él gravitaba aquel desengaño de la vuelta de Sicilia, cuan­do encontró que nadie tenía noticia de sus méritos. Fué un lastre del que no se supo desprender. Quizá en el fondo respondiera a una limitación de facultades. El no se sentía «general». En su nostalgia por la manera de ser del círculo de Escipión, pretendía conservar para sí el papel de Lelio, el cónsul y gobernador de Roma, mientras Escipión hacía las campañas militares. En su caso el papel de Escipión lo dejaba para Pompeyo. Es decir, por falta de aptitud se sentía incluso inclinado a desechar esa conjunción político-militar, que constituía la característica de los altos cargos de Roma: el impe­rium de los cónsules y pretores. Cicerón no era, pues, un puente hacia César; también estaba infectado por estrecheces ciudadanas, si no oligárquicas. De ahí su falta de perspectiva ¡jara medir la magnitud de sus projpios hechos, de que hablamos inmediatamente. En el célebre Juicio de los conjurados de Catilina, el Senado votó al fin la pena de muerte. Al cónsul corres­pondía ejecutar la orden. Muy acertadamente Maffio Maffi escoge para darnos idea de aquellos momentos la descripción que de ellos hace Plutarco (1):

«Salió en seguida del Senado hacia los conjurados, pues no estaban todos reunidos en un solo lugar, sino cada uno vigilado por un pretor distinto, y tomando primero a Léntulo en el Palatino lo condujo a través de la Via Sacra y de la plaza, rodeado y defendido por

(1) M affio M affi, Cicerón y su drama político, Barcelo­na, 1942, pág. 125.

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los hombres más eminentes, en medio del temor del pueblo que dejaba hacer en silencio, sobre todo de los jóvenes, a los que parecía que eran iniciados, en medio de la admiración y del temor, en los misterios patrios de una aristocracia poderosa. Cicerón atravesó la plaza y llegado a la prisión entregó a Léntulo al verdugo. Des­pués condujo al suplicio a Cetego y a cada uno de los otros conjurados. Como viera que un gran número de cómplices de la conjuración permanecían reunidos en la plaza, aún desconocedores de lo que se había hecho, y que esperaban la noche para liberar a los conjura­dos pensando que aún vivían, gritó en alta voz: Vi­xerunt (1); pues esta era la manera cómo los romanos significaban el morir, cuando no querían pronunciar palabras de mal agüero.»

Leyendo entre líneas en lo arriba transcrito, podemos inferir una tensión, propicia a cualquier estallido por parte del pueblo; como diría Tácito, es el silencio de las grandes cobardías o de las grandes resoluciones. Su existencia, en medio del pasar vigilante de los sena­dores, no define más que una crisis de indecisión, un volteo en el cuerpo a cuerpo de la lucha, sin valor ter­minal. Por otra parte, la multitud que le acompañó aquella noche, entre ovaciones y antorchas, proclamán­dole Padre de la patria, en contraste con el vacío silen­cio que dió resonancia al teatral vixerunt, prueba la turbulencia de aquella época en que confluían dos· ria­das en lucha encrespada, que paralizará el natural avan­ce de la corriente, en tanto que no remita ese su primer encuentro en una más suave síntesis.

Es verdad que en la vida de Cicerón constituyen aquellos días un momento culminante; también es cier­to que en todo ello jugó un papel decisivo y qué, si nos atenemos a las descripciones que de Catilina y sus

(1) «Han cesado de vivir.»

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROM A 99

cómplices nos hacen el mismo Cicerón, pero principal­mente Salustio, juez imparcial, liberó a la ciudad de un gran peligro. Todo esto es cierto, pero el afán de Ci­cerón de dar a aquella acción el valor de un quicio de la historia de Roma, aun en medio ¡de las calamidades que en ella se desarrollaron en los años siguientes y pasan­do por alto la creación del primer triunvirato, aparte de resultarnos ridículo, como ya sucedió a sus contem­poráneos (recuérdese la expresión de Bruto en la carta Ad Brutum I 17, 1) descalifica a Cicerón como político. La inclusión en su vanidad sin atención a que lo que se tramaba en el mundo romano era no tanto un desquicia­miento como la busca de una salida natural de aquel ba­che en que se estaba desde Sila, que el mundo continuaba su marcha después de la terminación de su consulado, y que incluso podía olvidar los méritos circunstanciales por él obtenidos, tenía algo de la absurda actitud burguesa del catedrático, notario juez, que considera como hito de su vida el haber ganado brillantemente unas oposi­ciones, sin pretender sacar de ellas más que el benefi­cio de un escalafón. Cicerón políticamente no pasó de ahí y terca, obstinadamente, luchó para que no se pa­sara de ahí. De nuevo Cicerón con su título de salva­dor de la patria no hacía más que confirmar una acti­tud negativa, jmrificadora, pero que sólo podía conte­ner por algún tiempo las oleadas del barro de la ciéna­ga de Rómulo.

El año del consulado no terminó, sin embargo, sin que se hiciera sentir al cónsul saliente la realidad de la velada amenaza de César sobre los peligros de haber condenado a muerte a ciudadanos sin apelación al pue­blo. Fué su primer debelador el tribuno Q. Metelo Ne­pote, hermano menor de Metelo Célere, uno de los ofi­ciales de confianza de Pomtpeyo, cuya procedencia (aca­baba de llegar de Asia) podía muy bien hacer pensar que sus actos estarían más o menos directamente inspirados

Filial (leí con- suicido de C i­

cerón*

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100 AN TO N IO M AGARINOS

Λ i' i i tu d de Pompegn.

por Pompeyo. Ya en la primera asamblea tribunicia se lamentó de los procedimentos extraordinarios adoptados sin el consentimento del pueblo. Pero la más grande ve­jación hubo de sufrirla Cicerón cuando al final de su año consular, tuvo que suprimir, ante el veto de los tribunos, su discurso de despedida al pueblo. Sólo se le permitió el juramento ide ritual de que nada había he­cho en contra las leyes. 'Cualquiera que haya repasado la literatura ciceroniana, sus suspicacias, sus preocupa­ciones, podrá imaginarse su dolor en aquel momento que él esperaría apoteósico. Es verdad que una gran multitud le acompañó entre ovaciones, pero pudo ya muy bien sentir cómo la previsión y energía con que acudió a sofocar la conjuración, y de las que él mismo con razón hubo- de hacer gala, iban a ser, no ya barridas por el olvido, ingrato, pero humano, sino manejadas como censura contra su crueldad; y lo que es más aún: esa acusación iba a venir de Pompeyo, aquel «Es­cipión» del que él aspiraba a ser el «Lelio».

Si hacemos un ligero balance del final del año 63 a. de C., consulado de Cicerón, podemos decir que al lle­gar a él tenía en su contra a las tres grandes figuras del futuro : el tortuoso Craso, el audaz César y el orgulloso Pompeyo. En la actitud de éste, además, muy bien pu­diera pensarse en una respuesta despechada por la, se­gún él, fría actitud con que se acogieron en la Ciudad sus triunfos contra Mitrída’tes. En el fondo, sería esta una manifestación de ese antagonismo que empezaba a sentirse entre la Ciudad y el imperio en el que nosotros, quizá por la distancia, joodemos percibir ya el absurdo de que hablábamos en la pág. 85 s., de que un mundo pudie­ra estar paralizado por los problemas internos de una ciudad, que sólo en un sentido perjudicial podían dejar sentir su influencia en aquél.

En la pág. 65 hablábamos de la crisis de la gloria. Quizá ningún suceso puede ser más aleccionador que

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 101

este rápido descenso de la gloria de Cicerón. El mismo dice que la gloria es el alimento de los príncipes, la fuente de sus acciones. Fiel seguidor en esto de Pane- cio cree en su realidad y en su eficacia, y, sin embargo, él mismo de honrado patriotismo, del máximo escrú­pulo legal, tuvo que bajar de la tribuna rostral sintien­do como demérito aquello mismo a que le había llevado el amor sincero a su patria. Cicerón es también con ello una figura clave de su época.

El resumen cíe este capítulo puede hacerse con las siguien­tes palabras : crisis de principios, oportunismo, por tanto, crisis de la gloria. Aires del im perio traídos por PomjDeyc a la πόλις en la que se encerraban con estrecho criterio Cicerón y Catón. Una tercera fuerza, indefinida aún, surge en el fondo representada por César, con valor por el m o­mento negativo. Esta fuerza es anunciada por el negro pre­sagio de Catilina, que no es sólo una aberración individual, sino el producto de la crisis del sistema de la πόλις

R e s u m e n .

Armauirumque
Armauirumque
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CAPITULO IX

PRIMER TRIUNVIRATO. GUERRA CIVIL

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PRIMER TRIUNVIRATO. GUERRA CIVIL

Los años posteriores al consulado de Cicerón lleva­ron para éste la amargura de la persistencia de la po­sición despectiva de Pompeyo para su «gesta». Sólo fríos comentarios en una carta. (En la contestación de Marco Tulio es donde se expresa aquel deseo de ganar junto a Pompeyo una posición semejante a la que unía a Lelio con Escipión.) Sin embargo, no sólo era el olvi­do el que amenazaba a Cicerón.

Al final del cap. VIII señalábamos la tensión Craso- César-Pompeyo, inclinados a los populares, frente al Senado con Catón y Cicerón. El hecho de que estos dos, continuador el uno de las furias de su antecesor (pág. 95), y el otro representante, basta cierto punto, de unas tendencias similares a las del círculo de Esci­pión, que en su tiempo marcaron orientaciones dispa­res, sean ahora aliados y coincidentes, supone que sólo un motivo negativo puede ser el aglutinante. Esto con­firma también la importancia de la amenaza que podía venir del otro lado. En efecto, el primer acuerdo entre los tres jefes del partido popular, a despecho de las es­peranzas de Cicerón de desviar a Pompeyo, tuvo lugar el año 60. Este acuerdo dió para el año 59 el consulado de C. Julio César y M. Calpurnio Bibulo. La retirada de éste, representante de los optimates, convirtió aquel año en el del consulado de «Julio y César», como insi­diosamente decían sus enemigos. En verdad los obstácu­los que a la ley para asentar a los veteranos de Pom­peyo encontró César en los senadores, capitaneados por

Prim er triun­virato.

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106 AN TO N IO ¡VUGAKIÑOS

Cloclio.

Catón y su propio colega utilizando todos los procedi­mientos de obstrucción a mano por ingenuos que fue­ran, le forzaron a romper escrúpulos, incluso religio­sos, no demasiado arraigados éstos, a pesar de su inves­tidura de Pontifex Maximus, y a lanzarse a una rápida ejecución mediante la asamblea del pueblo. La actitud de reserva de su colega, que renunció a toda actividad, salvo a poner en la picota la conducta total de su com­pañero por medio de edictos, dió amplias facilidades a la ley Vatinia, por la que se concedía a César el gobier­no quinquenal de las Galias. Con ello quedaba consa­grada la divergencia a la que ya liemos hecho alusión repetidamente entre Cicerón y César. Mientras aquél rehusó el encargarse de una provincia al final de su consulado, César se preparaba al mando de otra duran­te chico años. Con ello, con la confirmación de las dis­posiciones de Pom¡peyp en Oriente y con la reducción del tanto por ciento de las sumas que se debían abonar al Estado por parte de los publicanos (como pedía Craso), quedaban satisfechas todas las pretensiones de los triunviros. Algunos halagos aparentes a Cicerón, en realidad intentos de meterlo en vía muerta, dan indicios del prestigio personal del gran orador. Pensaba éste, fiado también en algunas promesas más o menos explí­citas, en capear el temporal y en defender, si no su actividad pretérita, sí, al menos, su honorable ostra­cismo actual.

Sin embargo, la agitación, provocada ya al final de su consulado por el tribuno Quinto Metelo Nepote y has­ta cierto punto contenida, no ha dejado de filtrarse por los estratos populares. No pasó mucho tiempo sin que es­tos hilillos ocultos se reunieran en un gran torrente de odio hacia Cicerón. Personalizó esta postura el tribuno del año 57 (elegido, por tanto, durante el consulado de César), Clodio. Ya indicábamos (pág. 66) cómo su mis­mo nombre suponía un afán de ruptura con sus prece-

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DESA1ÍK0LL0 DE LA IDEA DE ROMA 107

denles aristocráticos. La significación de este hecho sube de punto, si recordamos que en la ceremonia que para ello tuvo lugar intervino el propio Pompeyo como augur, con lo que la actitud hostil de éste hacia el cónsul del año 63 quedaba ya perfectamente delineada en esta especie de juadrinazgo. Sin que el hecho en sí de que el antiguo favorito de Sila se prestara a una tal intervención tenga otro valor que la culminación de la serie de contradic­ciones y de oportunismos que jalonaron aquella época, quizá no haya dejado de ser conveniente subrayarlo como prólogo de la iniciación a la fama del temible tri­buno, instrumento de los populares y como escalón pre­vio al «oportunismo» de César que tuvo su más descara­da manifestación con el «escándalo» de Clodio.

Los sacrificios que en favor del pueblo se ofrecían a la Buena Diosa podían tener lugar sólo entre mujeres y de la casa en que se celebraban debían estar ausentes los varones. En el año 62 hubieron de cele­brarse en la casa de César. La ausencia de éste consti­tuía una ocasión, quizá la única segura, de poder llegar a Pomjponia, su mujer, sin peligro de la presencia del marido. Clodio, aventurero y enamorado, no quiso des­aprovecharla y se introdujo en aquellos misterios disfra­zado de mujer. Un extraordinario escándalo siguió a la audacia del gallardo joven: sacrilegio y adulterio pare­cían suficiente motivo para truncar su futura carrera po­lítica. Todo debía hacerlo esperar así, menos el propicio ambiente de la éppca ; y, en verdad, de aquel gran revue­lo sólo quedó el repudio de la, con toda seguridad, ino­cente Pomponia y la famosa frase de que la mujer de Cé­sar no sólo ha ide ser casta, sino parecerlo. Esta postura de honor «exquisito» no fué sin embargo, acompañada de una fiera enemistad contra el ofensor, cuyo valor instrumental como paqueador desaprensivo era muy es­timable para agujerear la nave del Arpinata, mientras César podía mantener su papel deferente, ofreciendo

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108 A N TO N IO M AGARINO S

O e s i i e r r o Cicerón,

cargos consolatorios al cónsul del año 63, cuyo testimo­nio fué el único que, frente a las corrupciones y conce­siones de jueces y testigos, se mantuvo inútilmente acu­sador frente al alibi del reo. Clodio fué absuelto. Cice­rón no tardaría en pagar las consecuencias.

No menor impresión que esta injusta derrota debió de producir al maestro Marco Tulio el matrimonio de Pompeyo con Julia, la hija de César. Suponía esto una segura garantía de perdurabilidad en la desagradable situación de entonces.

Con tan negros auspicios entró Cicerón en el año 58, consulado de Lucio Calpurnio Pisón y A. Gabinio, que nada debió extrañarle la promulgación de la ley Clodia condenando a todo aquel que sin previo juicio ante el tribunal del pueblo hubiera condenado a muerte a un ciudadano romano. La ley señalaba abiertamente a Cicerón por haber hecho- ejecutar a los conjurados de Catilina. Cicerón abandonado de los cónsules y de Pom­peyo partió para el destierro a fines del mes de marzo. Después de una permanencia en Tesalónica fija su resi­dencia en Dirraquio, mientras que la situación de Roma, que seguía ávidamente, podía hacerle concebir algunas esperanzas. Ya en el año anterior Cicerón, quizá llevado más bien por la agudeza de la frase, a la que tan aficio­nado fué, algunas veces con perjuicio propio, que por la realidad, había observado que nada era tan popular en Roma como el odio contra los populares. El año> 58, afirma Wilrich, ob. cit., pág. 97, se hizo para César más comprometido que para Cicerón. Aquél escapó a tiempo amparado en su oficio proconsular, mientras que los excesos de Clodío contra Cicerón, cuyos bienes hizo confiscar, no pudieron por menos de hacer más real la supuesta impopularidad de los populares. Una propuesta, partida de Pompeyo, acogida entusiásticamente por to­das las ciudades de Italia determinó al cónsul Léntulo a

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D E S A R R O L L O DE H IDEA DE R O M A 109

presentar una moción en el sentido de llamar a Cicerón para que volviera del destierro.

Su vuelta a Italia, principalmente su desembarco en Brindis, donde acudió a recibirle su hija, el amor de su vida, su recorrido hasta Roma y su entrada triunfal en la Ciudad resarcieron en parte al impresionable Cice­rón de las amarguras pasadas. Si nosotros atendemos a ello y a una relativa contemporización entre el orador y los triunviros, a cuyo favor llegó a intervenir alguna vez, podríamos pensar en una especie de normalización de la vicia en Roma. Sin embargo, persiste un fondo de lucha de las bandas armadas: frente a la que Clodio conservaba desde su tribunado, probablemente pagada por el innoble Craso, se alza ahora la de Mílón, tribuno del año 57, constituido en campeón de los optimates y de Cicerón; Pompeyo, temeroso por su vida, se orga­niza por su parte una guardia personal, mientras César continúa al frente de sus legiones. El mismo acuerdo de los triunviros empieza a cuartearse. A ello no deja de contribuir Clodio, quizá subterráneamente inspirado por Craso. Incluso ante las acusaciones de violencia de Clo­dio contra Milón y su banda por un encuentro en el que aquel había llevado la peor parte, apareció Pompeyo para defender a Milón. Famosas son de entonces las al­garabías de los clodianos, que atacaban a sus enemigos respondiendo a coro a las preguntas de su jefe:

— '¿Quién quiere hacer morir al pueblo de hambre?— Pompeyo— respondía el cor o.— ¿Quién quiere hacerse enviar a Alejandría?— Pompeyo.— ¿A quién queréis vosotros enviar?— A Craso.

El tortuoso plutócrata escuchaba complacido las in­vectivas que aquí y en el Senado se lanzaban contra sus compañeros de triunvirato, molesto sin duda por el pa­pel secundario que le había tocado representar.

Vuelta de Ci- cerón.

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110 A N T O N IO M AGABIÑOS

A c u e i'do de Luca y cam­pañas de César

Derrota de Ca­rras.

El miedo a que el año 55 fuera elegido cónsul Do- micio Ahenobarbo, continuando de esta forma y de una manera alarmante la serie de altos cargos enemigos de los populares elegidos contra la voluntad de los triun­viros durante los últimos años, movió a César a buscar la aproximación de Pompeyo y Craso entre sí y el so­siego del desatentado Clodio.

Una entrevista celebrada en abril, en Luca, a la que asistió también Appio Claudio Pulcher, hermano mayor del turbulento Clodio, aunó voluntades, a costa del amor propio herido, para oponerse al avance de los opténa- fes: Craso y Pompeyo serían cónsules el año siguiente y César obtendría una nueva prórroga, por seis años, de su mando en la Galia.

Los años siguientes marcan un período de relativa tranquilidad. César se dedica a sus campañas en la Ger­mania y Bretaña. Craso parte para Siria después de ha­berse acercado a Cicerón. Este tiene algunas intervencio­nes forzadas por indicación de César y Pompeyo ( 1). Sus mismas condescendencias van acompañadas de desaso­siegos y temores. Se refugia en sus libros, que quedan impregnados de la nostalgia de los tiempos anteriores a las guerras itálicas y a la lucha de Mario y Sila. La conciencia de su superioridad oratoria le consuela en De oratore de su presente situación política: no se es­peran alteraciones y él mismo se preocupa, de tener con­tento a Pompeyo. Es la época de la composición de los libros sobre la República, de resignado ostracismo. La muerte de Craso en lucha contra los partos en Carras, y la de Julia, hija de César y mujer de Pompeyo, va a dejar a estos dos frente a frente, sin intermediario que almohadille sus disensiones. El asesinato de Clodio el 18 de enero del año 52, a manos de las bandas de Milón,

(1) Tam poco Cicerón queda exento de oportunismos; so­bre ello, cfr., en general, la obra citada de Carcopino, am|iu· algo se debe atenuar su acritud. ·, <

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DESARROLLO DE LA IDEA DE BOMA 111

puede muy bien ofrecer una tendencia al equilibrio de fuerzas, aliviando así, aunque por poco tiempo, las pre­ocupaciones de Pompeyo, cónsul por tercera vez el 52 (a. de C.), con Q. Cecilio Metelo, año que marca tam­bién la terminación de la conquista de la Galia por Cé­sar, única compensación, digna de tal nombre, de la derrota de Carras, cuya tragedia se deshace en los re­covecos y vericuetos de las pasiones ciudadanas.

Empalma esta culminación de la actividad guerrera de César en una provincia con el comienzo de la acti­vidad proconsular de Cicerón en Cilicia (el año 51) a los once años de su consulado. Difícilmente creo que se pueda encontrar en la vida de Cicerón nada llevado tan a disgusto como esta misión. En casi ninguna de las cartas de aquella época falta la manifestación de este disgusto, o la petición a sus amigos de que no se prolongue más de un año el tiempo marcado para su proconsulado. Cum et contra voluntatem meam acci­disset, dice ya en su primera carta dirigida a su ante­cesor Appio Pulcher, el hermano de Clodio. A Celio, en carta fechada el 6 de julio, le dice que todas sus pre­ocupaciones estriban en que no se prorrogue su mando más de un año (in ea mihi sunt omnia)·, a Atico, el 5 de agosto, le anuncia su resignación con tal que no dure más de un año (feremus dum sit ant{uus); «consideraré que he conseguido de ti todas mis ambiciones, si haces que alguien me suceda cuanto antes», dice al cónsul Marcelo en los comienzos de septiembre. En términos parecidos escribe al cónsul designado Paulo. Insiste en lo mismo con Celio, nombrado edil curul; se horroriza ante la posible prolongación de su proconsulado en carta dirigida a Atico en 13 de febrero del año 50. Mirum me tenet desiderium Urbis, dice a Celio en 4 de abril del mismo año. Es tanta su impaciencia que confía la pro­vincia, antes de que llegue su sucesor, en manos del cuestor Celio. Sin embargo, esta impaciencia por volver

P rocon su la d o de Cicerón en Cilicia. Im pa­

ciencias.

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1 1 2 AN TO NIO MAGA1UÑOS

a Roma 110 ea incompatible con una escrupulosa admi­nistración (volvió tan pobre de la provincia como a ella había marchado) y con una habilidad guerrera que le permitió aligerar la gravedad de la amenaza de los partos después de la derrota de Craso en Carras. A pesar de ello, sale apresurado, en parte, explica en carta a Celio, porque sus hombros están hechos para cargas más importantes, en parte por miedo a la vida. En la misma carta a Celio habla del peligro de una guerra con los partos, de la que «esperamos escapar, dice, si nos apartamos en la fecha fijada» ( Ad jam. I l, 11). Se reproduce en la primera razón la equivocación funda­mental de la vida de Cicerón: dar mayor importancia al triunfo en Roma, que a los éxitos en las provincias; en la segunda se afianza esa timidez, que puede presen­tirse ya en sus condescendencias políticas, pero que en esta circunstancia da a su vida un matiz superficial, que sería egoísta si no envolviera un reconocimiento' tá­cito de limitación de facultades ; pero, desde luego, des­de el punto de vista político, no puede menos de pare- cernos profundamente censurable la actitud de Cicerón, que procura .escurrir la posibilidad de vengar una de las derrotas más vergonzosas de Roma, para llegar a ella a tiempo de tomar parte en sus cabildeos.

Podríamos pensar que Cicerón con sus acciones 110 intentaba más que comprar a bajo precio una burguesa tranquilidad de conciencia. A la terminación de su ges­tión militar, en la que quizá no pesara poco la ayuda de bu hermano Quinto, adiestrado con César en la guerra de las Galias, fué ovacionado como imperator en el mis­mo campo de batalla por sus propios soldados. Cicerón, coleccionador burgués de distinciones, en el que a ve­ces pesaban las apariencias más de la cuenta, no quiso desaprovechar la ocasión de coronar su vida con la en­trada triunfal en Roma. Movió todas sus influencias en ese sentido, y para más presionarlas apresuró su lie-

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DESAItnoLLO DE LA IDEA DE ROMA 113

gada a las cercanías de la ciudad, donde no podía en­trar por su condición de general con mando. Allí le La guerra ci- salió al encuentro, es su propia frase, «el incendio de la υίι guerra civil».

Las relaciones entre César y Pompeyo, no demasiado entrañables desde la muerte de Julia, se habían torcido de manera definitiva con la boda de Pompeyo con la hija del caudillo aristócrata Escipión. Otra vez el opor­tunismo, estrella guía del general vencedor de los pi­ratas y de Metelo, volvía a morder en sus actos. El vi­raje era demasiado enérgico y su popularidad, ya mer­mada por sus medrosidades, fácilmente sobrepasadas por las audacias de César, quedó profundamente resen­tida ante la plebe, que, como las rameras vulgares gusta ■ de gestos marchosos y aire decidido. Todo el viaje de Cicerón había estado ya acompañado por los más tris­tes anuncios. Si no hubiéramos sido testigos por sus cartas, de su deseo, a toda costa, de volver a Roma, hu­biéramos podido creerle, cuando asegura que fueron las funestas noticias que de Roma llegaban uno de los motivos de su apresurada marcha de Cilicia.

A su llegada a Roma, Pompeyo se hace cargo de la defensa del Senado. Frente a César, lanza éste su sena- tusconsultum ultimum (el caveant consules). César pasa el Rubicón, vence en Corfinio donde encontró una débil resistencia y se apresura a perseguir a Pompeyo, que después de abandonar Roma se prepara a embarcar en Brindis. Cicerón, encargado por Pompeyo de la vigi­lancia de la costa de Campania, se retira a su casa de campo.

La carta Ad Attic. VIII, 3, en que Cicerón pide con- La caria Ad sejo a su amigo sobre cuál será la resolución más acer- Attic. viu ,3 . tada, es un documento iio sólo de las inquietudes de Cicerón, acuciado más que nunca por el miedo a deci­dirse, sino de la situación en que se encuentran las co­sas de Pompeyo. Sin embargo, de este proceso, cada

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114 A N TO N IO M AGARIÑOS

vez más agudo, de confusión a que van llegando los asuntos de Roma no podremos encontrar un testimonio más dramático que esta carta, escrita en una sincera per­plejidad, que muy bien pudiéramos erigir en símLolo de una época. Por esta razón, hemos decidido transcri­birla íntegra ; su lectura nos exige una comprensión más indulgente para las dudas de Marco Tulio. Es verdad que se resistió a comprometerse demasiado, pero no es menos cierto que tampoco había nada que justificara un compromiso a ultranza.

Dice así la carta:«Sumido en una turba de profundos y muy tristes

cuidados, ya que no tenía posibilidad de deliberar con­tigo personalmente, quise no desprenderme al menos de tu consejo. El nervio de la deliberación está en saber qué es lo que tú piensas que debo yo hacer, en caso de que Pompeyo salga de Italia, como me parece que son sus proyectos. Y para que más fácilmente me puedas dar tu consejo, desarrollaré brevemente, cuáles son los argumentos que vienen a mi mente en favor de una y otra parte.

»No sólo los grandes méritos de Pompeyo en orden a mi salvación y la intimidad que con él tengo, sino también la misma causa de la república me inducen a pensar que mis resoluciones y fortuna se han de em­parejar a las suyas. A esto se añade que, si permanezco y dejo aquella compañía de ciudadanos mejores y más ilustres, he de someterme al poder de uno solo. Y aun­que éste me manifiesta de muchos modos que quiere ser mi amigo (y de que ello fuera así ya me cuidé yo pre­visoramente ante la sospecha de una tempestad seme­jante a la que nos amenaza), sin embargo, se ha de ponderar en primer término la fe que se ha de prestar a su? palabras, y aun en el caso de que quede satisfac­toriamente probada la seguridad de su amistad, todavía queda por pensar si es propio de un hombre esforzado

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DESARROLLO DE LA IDEA DE KOMA 115

y honrado permanecer en aquella ciudad en la que des­pués de haber desempeñado los más altos honores y cargos, después de haber realizado las más gloriosas ha­zañas y de haber ejercido una muy ilustre función sa­cerdotal, no ha de ser ya el que fué, y aun ha de quedar sometido a peligro, con una mayor deshonra en el caso de que Pompeyo volviera a ocupar el poder. Estos son los argumentos de este lado, mira ahora los que mili­tan del otro lado. Nada ha hecho Pompeyo a derechas, ni de una manera esforzada, y he de añadir que nada ha hecho que no estuviera contra mi consejo e indica­ción. Y jjaso por alto cosas antiguas: el que él fué el que lo crió, lo engrandeció y lo armó ; él fué su instiga­dor para promulgar leyes violentamente y contra los auspicios; el que añadió la Galia Transalpina a su gobierno, él fué su yerno, augur de la adopción de P. Clodio ; más afanoso por rehacerme después de hun­dido, que por liberarme del hundimiento ; prorrogó su mando en la provincia, Te ayudó en todos sus asuntos durante su ausencia; el mismo que en el tercer consu­lado, aun después de haber comenzado á ser el defen­sor de la república, patrocinó a los diez tribunos de la plebe que apoyaban el que se tuviera en consideración su candidatura para el consulado, aun en su ausencia, lo que sancionó con una ley propia; y el que se opuso al cónsul Marco Marcelo que señalaba el final de su mando en la provincia de la Galia para el día primero de marzo. Pero para omitir lo demás, ¿hay algo más deshonroso, más desordenado que este su alejamiento de la Ciudad, para no llamarlo vergonzosa fuga? ¿Qué condición no debió aceptarse antes que el abandono de la patria?

»Confieso que las condiciones son malas ¿pero hay algo peor que esto? Se me objetará que recuperará el poder. Pero, ¿cuándo?, ¿qué preparación se ha hecho para ello? ¿No se ha perdido el Campo Piceno?, ¿no se

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116 AN TO N IO M A G A M Ñ O S

lia dejado al descubierto el camino hacia Roma?, ¿no se ha entregado al enemigo todo el dinero público y pri­vado? Por lo demás, no existe causa, ni fuerzas, ni campamentos donde se reúnan log que quieren la de­fensa de la república. Se ha elegido la Apulia, la parte más pobre de Italia y la más alejada del centro de la lucha; parece que se busca a la desesperada la opor­tunidad de una huida por mar. No me hice cargo de Cajpua, no porque quisiera, sustraerme a esa carga, sino porque en una causa en la que no hay jerarquías, nin­guna auténtica indignación de los particulares, de los buenos sólo algunos que constituyen una masa amorfa, como suele suceder y yo mismo he tenido ocasión de experimentar; donde los más bajos se inclinan a la parte contraria; donde la mayoría nada desea sino el cambio de la presente situación; en una causa en tales condicones yo hube de decirle que de nada me había de encargar sino con fuerzas y dinero.

»Y así me abstuve de actuar porque desde el primer momento vi que nada se buscaba sino la huida. Si en ella le sigo, ¿adonde? No con él, pues una vez puesto en camino me enteré que en aquellos parajes se encon­traba ya César, de manera que no podía llegar seguro a Luceria. He de navegar por el Mediterráneo, sin ruta fija, en lo más crudo del invierno. Es más, ¿iré con el hermano, o sólo con mi hijo?, pero, ¿de qué manera? De una forma o de otra tendré grandes dificultades y sufriré amargos dolores. ¿Cuál será su reacción contra nosotros, ausentes, y contra nuestros bienes? Más» acer­ba que contra los demás, pues juzgará que en nuestra jjersecución le seguirá el favor popular. Además, ¡qué molesto es sacar de Italia esta impedimenta de los fas­ces laureados! ¿Dónde podemos estar tranquilos, su­poniendo que tengamos una mar tranquila para llegar a él? , ¿por dónde, adonde?, nada sabemos.

»Mas si resistiera y tuviera acomodo en este campo,

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DESAIUIOU.O 1)H IA IDEA Dli KOMA 117

habré hecho lo mismo que Filipo en la dominación de Cinna, lo que L. Flacco, lo que Q. Mucio, cualquiera que hayan sido los resultados de su acción. Solía decir éste que él preveía que había de suceder, lo que en realidad tuvo lugar, pero que lo consideraba preferible a acercarse en armas a los muros de la patria. Quizá sea mejor el proceder de Trasíbulo, aunque lo más puesto en razón es la opinión de Mucio. También existe la posibilidad de someterse en la necesidad a las cir­cunstancias, y de no dejar perder la ocasión, cuando s¡e presente. Pero en ello subsiste el inconveniente de los fasces. Pues supongamos que contamos cotí su amistad, lo que no es seguro, pero admitámoslo ; nos concederá entonces el triunfo. El no aceptarlo será peligroso, el aceptarlo nos hará odioso a los buenos. ¡Ya jnuedes de­cir que es un asunto difícil e inextrincable !, y, sin em­bargo, hay que darle solución. ¿Qué puede hacerse? Pero no pienses que estoy más inclinado a quedarme, porque he dado más argumentos en este sentido: puede muy bien suceder, como acontece en muchas cuestiones, que una posición sea más propicia para ser defendida oralmente y, sin embargo, la otra más cercana a la ver­dad. Por eso quisiera, reflexionando objetivamente, como en asunto de la mayor impprtancia, me dieras tu opinión. Tengo una nave preparada en Caieta y otra en Brindis.»

La carta termina dando algunas noticias sobre la po­sición de los ejércitos y los posibles planes de Pompeyo, para subrayar al final su afán de objetividad.

Parece que con esta carta hemos puesto un paréntesis demasiado largo a la secuencia de nuestros pensamien­tos, paro tengamos en cuenta que nuestro intento en es­tos tres últimos capítulos no es otro que hacer ver que los asuntos y problemas de Roma habían llegado a un tal grado de desquiciamiento que hacían imposible el afincarse a todo aquel que no estuviera dispuesto a do­

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Π β AN TO N IO Λί AG AHÍ ÑOS

V a c i la c i o n e s de P o m p e y o .

D e c i s i ó n de César.

minarlos a cualquier precio, con la seguridad de que cualquier vacilación, cualquier inhibición daría lugar al arrastre del auriga tras los desbocados caballos de los acontecimientos. En este sentido la carta es de un valor incalculable. Tengamos en cuenta que en ella nos enfrentamos con una de las inteligencias más nobles de Roma. Que en ella se enjuicia desfavorablemente la conducta llena de indecisiones del general Pompeyo, que estos dos, con César, eran las únicas figuras de la Roma de entonces y que mientras aquéllos han perdido el timón de sus deseos, César se presenta embalado a lomos de sus difíciles victorias en la Galia. Nosotros no podemos caer en una cruel incompresión de la situa­ción de Marco Tulio, a veces un poco ridicula, como en el asunto de los fasces laureados, donde otra vez asoma su incorregible vanidad: de ello nos defiende nuestra época que tantas veces ha tenido que percibir la trage­dia de no saber dónde está la patria. Pero tampoco de­bemos pasar sin apercibimiento el hecho de que no hay libertad de opción. Ni Pompeyo ni Cicerón nos ofrecen soluciones. La misma descripción que del campo pom- peyano nos hace Cicerón, nos habla de que en él no existe la pasión por una bandera, si es que realmente hay en él bandera. En lo único en que no ha vacilado su jefe es en el abandono de Roma, el símbolo. Cicerón hubiera preferido la muerte heroica entre sus ruinas; pero ni para morir ha habido alientos. En las palabras de Cicerón resuena insistentemente la obsesión de la huida. Es cierto que estratégicamente el plan de Pompe­yo no parecía censurable, sin embargo, el hecho de que no hubiera sido capaz de suscitar fe alguna en sus se­guidores, le hace perder si no valor militar, sí, al menos, efectividad política. Mientras tanto, César cabalga de­cidido; quizá no sepa del todo el punto fijo que busca, pero sabe hacia dónde va: llegará hasta donde pueda, pero sin perder las riendas. Las vacilaciones hacen bro-

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»E SARH O M .O DE f,A IM5A UK KOMA

tar en el campo de Pompeyo anatemas y amenazas, pero César tusca a Cicerón, primero por cartas propias o de sus amigos (Celio o Trehacio) pidiéndole su pre­sencia en Roma o su neutralidad, últimamente (el 28 de marzo) acude personalmente a entrevistarse con él en Formio.

Allí hizo ver César a Cicerón la necesidad de su pre­sencia en Roma para el día primero de abril en que había convocado el Senado. Su ausencia podría pare­cer como una condenación de sus actos. A la contesta­ción de Cicerón de que su situación era distinta de la de los demás,

— Ven, pues, dijo César, y habla en favor de la paz.— ¿Tal como yo lo considere justo?— ¿Es que debo hacerte indicaciones sobre ello?— Entonces, contestó Cicerón, yo defenderé que el Se­

nado desapruebe la marcha a España, el transporte de las tropas a Grecia; aparte de esto expresaré mi senti­miento por el destino de Pompeyo.

— Pero yo 110 quiero que se digan tales cosas, res­pondió César.

— Ya me lo figuraba, contestó Cicerón, (por eso no quería ir al Senado, porque o no debo ir en absoluto, o mi presencia me obligará a decir lo que bajo ningún concepto debo callar.

Una invitación a la reflexión fué por parte de César el apuntalamiento de aquella conversación que moría.

Junto a la carta anteriormente transcrita de las an­gustias de Cicerón, de tono negativo, en cuya negrura puede beber su explicación tanto la ausencia acomoda­ticia de Pomponio Atico, el epicúreo amigo· de Cicerón que fijó durante la guerra su residencia en Atenas, como las evasiones al amor, la filosofía o la poesía, ofrece esta conversación un maravilloso contraste de figuras y tiempos: Cicerón = fórmula (gobierno de con­centración), compromiso, paralización; César = utiliza­

Ctcerón y Cé­sar frente a

frente.

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1 2 0 AN TO N IO M A CARlÑ O S

R e s u m e n .

ción inteligente de un prestigio al servicio de su acción ; desbordamiento de lastre y de fórmulas, claridad. Muy bien pudiéramos caracterizar las tendencias de ambos con aquella oposición que ofrecía Ortega y Gasset en su libro El Imperio Romano, vida como libertad-vida como adaptación. En Cicerón resiste aquella, en César se impone ésta.

Y, sin embargo, no podemos menos de decir que la incorporación de Cicerón a Pompeyo nos parece el des­arrollo lógico de los acontecimientos. En primer lugar porque con ella adquiere Cicerón un t.ono heroico que le fué negado hasta en los momentos cumbres de su vida. Es necesario tener muy dentro del alma el agui­jón de la responsabilidad, para decidirse a volcar todo su prestigio a favor de la causa que se derrumba. Y en segundo· lugar porque en cualquier momento de la his­toria hay que saber ser, incluso bellamente, el broche que cierre un capítulo.

A l final del capítulo anterior señalábamos una incógnita en la actitud de César. Por lo acabado de narrar podemos ya calificar su postura de eficaz : una eficacia (aun a trueque de escrúpulos) que rompe el estrecho molde de Rom a, des­bordándose por el campo virgen de las provincias. La pará­lisis de la máquina de la πόλις amenaza con paralizar tam­bién la del im perio. Era necesario un expediente, y ese expediente que había insinuado su urgencia en Sila, P om ­peyo y quizá Catilina, rompe al fin a la vida con la eficien­cia de César. A l borde del camino quedan Cicerón y Catón lanzando sus voces cargadas de escrxipulos, frenando el ím ­petu de César y, por tanto, tampoco del todo ineficaces.

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CAPITULO X

CICERON. SU CONCEPCION DE ROMA

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CICERON. SU CONCEPCION DE ROMA

Dos largos capítulos liemos dedicado a los tumultosos años que precedieron a la guerra civil. En el último ha­blábamos de cómo la inconsistencia política podría ex­plicar muchas actitudes de evasión de tipo consciente­mente helenístico: Catulo, Lucrecio son un buen ejemplo de ello. Sin embargo, tanto en el uno como en el otro, esta evasión se produce sin lucha. Sólo una resistencia en el subconsciente, que explicaría esas inercias roma­nas que acusábamos en sus obras. En el primero, su pasión y sentido misional; en el segundo, la imposi­ción de una sinceridad juvenil, lejos del artificio con­temporáneo. Pero en ambos es una manifestación ciega de su momento. De otra manera debemos mirar a Cice­rón. Sus primeros contactos con Roma le acercaron al pensamiento de Escipión y. Lelio. Suponían éstos una tendencia a la síntesis de lo griego y lo romano, o, por mejor decir, un afán de injertar en la actividad romana la selección teórica griega. En los alrededores de su círculo se habían producido dos fenómenos de capital importancia: la asimilación del Estoicismo por Roma a través de Panecio y la victoria del quehacer romano en la historia admirativa de Polibio. Roma entró, pues, en el mundo griego escogiendo lo que iba bien a su ma­nera de ser; no marcha tras una ciega asimilación. Ci­cerón recoge este espíritu. Sus primeras ocupaciones fueron la oratoria y la política, y la primera sólo en cuanto. instrumento de la última. Esta culminación de sus preocupaciones en la vida ciudadana queda dentro

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El P ro Archia.

de las más severas exigencias de 3a vieja Roma. La filo- sofía, la historia, la gramática, soti instrumentos del bien hablar, y éste del bien obrar político. Ptor eso su viaje por Grecia huyendo de los malos vientos silanos, dieron como resultado su oratoria de equilibrio entre pasión y raciocinio. Necesita éste para transmitirse a la multitud calores de emoción. Boissier observa muy bien que la oratoria era para aquellos tiempos lo que en los nuestros la prensa: un poder político de primer orden. El privar, por tanto, a la oratoria de pasión sería como fundar en nuestros tiempos un periódico para minorías selectas: en el mejor de los casos una versallesca victoria a largo plazo, que sólo entrará en realidad en función de instrumentos más apasionados. La oratoria, pues, de Cicerón se deshizo del mal gusto asiático, pero frenada por la necesidad política no ad­quirió tampoco la sequedad de la oratoria ática. En tales condiciones, acomodando teorías a finalidades reales, vino a Roma y comenzó su vida política. Su palabra, su honradez y su patriotismo se impusieron, pero a la larga estas armas eran espadas de madera frente a los con­vincentes aceros de sus enemigos, hechos a todas las audacias. Cicerón tuvo que retirarse políticamente. Su eterno afán de equilibrio, de ser el elemento coordina­dor, le exponía indefenso· a los punterazos de todas las pasiones políticas. Cicerón se retiró y escribió. Las obras de este primer ostracismo están salpicadas de este culto por la acción, en la que está el predominio de Roma sobre la teórica Grecia. Ya en un discurso pronunciado poco después de su consulado·, cuando la embriaguez de sus acciones no se ha remansado en el hielo de los ata­ques enemigos, en el Pro Archia, establece una jerarqui­zaron de estas dos características : de una manera termi­nante dice en VII, 15: «Sostengo, además, que más frecuentemente vale para la gloria y la virtud la natura­leza sin cultura literaria, que ésta sin la naturaleza.»

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 125

No es, pues, la cultura un elemento de primer orden dentro de la vida humana, sin embargo, añade a aquélla una especie de resplandor (quid praeclarum ac singu­lares). Confirma todo esto con el ejemplo de Escipión, de Lelio, de Furio, incluso del mismo Catón el Viejo, del que dice que no se hubiera dedicado a las letras, si de ellas no se hubiera seguido un mayor conocimento y cultivo de la virtud. Es más, en la exaltación de la vir­tud, que de las letras procede, esto es, en la gloria, está la utilidad principal de éstas como instrumento de alta política. Esa gloria, por la que Cicerón se confiesa primordialmente movido, no tendrá consis­tencia, si a perpetuarla no acudieran los poetas e historiadores. «Si no hubiera existido' la Ilíada, el mis­mo túmulo que cubrió la tumba de Aquiles, hubiera también arruinado su nombre». Las letras, el otium, que es lo que los griegos representan en el mundo en el momento en que Cicerón nos habla, no es ya una cosa nefasta, como, a pesar de sus claudicaciones, afirmaba exageradamente Catón: el otium es admisible como instrumento y templanza de la gravitas romana, pero sin sustituirla; entre los dos, como expondremos más adelante, debe predominar ésta. En estas afirmaciones encontramos la confirmación ¡de nuestra hipótesis sobre la posición del círculo de Escipión frente a Grecia: tomar de ella lo que sin perjudicar al ser romano, pue­de, por el contrario, contribuir a su perfección. Esto es lo que se suele llamar Humanitas. Sin embargo, nótese bien que esta Humanitas no implica, como normalmente se supone, una abjuración de las esencias romanas en aras del pensar griego, sino una agregación de éste con categoría de ornato al viejo obrar romano. Quizá esto nos lo expliquen de una manera ejemplar unas líneas perdidas en ese discurso de Cicerón, que se considera como la proclamación de los derechos de Ia Humani­tas, el Pro Archia ya citado: en la oposición del nostri

Sentido de la H um anitas ro ­

mana.

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126 AN TO N IO M AGAKIÑOS

illi jorfes viri, sed ru-stici ac milites (se refiere a los soldados de Pompeyo) frente al dulcedine quadam glo­riae commoti, están los extremos de esta tensión: lo ro­mano varonil, fuerte, rústico y militar se conmueve por la dulzura de la gloria, en este caso representada por Teofanes de Mitilene cantor de las gestas de su general. La misma insistencia en las virtudes agrias de los roma­nos constituye una afirmación de la robustez romana he­redada de los antepasados. En esta posición, que va a ser la clásica de Roma frente a Grecia, han quedado equilibrados la resistencia de Catón y los excesos de

Conciencia de los helenófilos a ultranza. Es la misma línea de Escipión, la posición ro- jjero que en Pro Archia ha adquirido plena conciencia,

mana. g s ej gran pag0_ £ n realidad, para llegar a ella Cicerónno ha tenido que entregarse a un esfuerzo creador, sino recoger lo que en cierto modo estaba en el ambiente. Roma creía aún en la virtud, en el amor. El mismo apa­sionamiento de Lucrecio, de Catulo constituía, como hemos dicho, una prueba en el mismo sentido. En tér­minos generales todo ello era una resistencia a la cadu­cidad. Es cierto que esta actitud de Cicerón sufrirá cambios según las variaciones de sus circunstancias de vida, pero siempre mantendrá la superioridad natural de los romanos, frente a la literaria de los griegos ( iam illa qitav natura, non Uttpris assecuti sunt, neqiie cum Qraecia, ñeque ulla cum gente sunt conferenda, dirá al

De república, principio de Ia Tusculanas, una de sus últimas obras).Pero es en los libros De República donde las relaciones de esta doble tendencia, concretada ya la praxis corrien­te en la política (pensamientos de Catón, pág. 25), con­siguen un análisis más detenido; por otra parte, las cir­cunstancias en que fueron escritos los convierten en una obra de plenitud. Por eso, aun a trueque de repetirnos, vamos a constatar en él todas las afirmaciones con que hemos empezado este capítulo. El año 54 debe marcar en líneas generales el comienzo de la obra, cuyo final debe

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 127

situarse en el año 51, en que la leyeron Atico y otros muchos (Ad Attic. V, 1 2 , 2; Ad fain. VIII, I, 4). El año 51 es el de su marcha a Cilicia (31· de julio), en que de nuevo la vida pública le deparó actividad y honores, pero ya tamizados por su edad (más de cincuenta años), por las persecuciones de años anteriores (principalmente el año 58) y por la formación del primer triunvirato que le convierte en figura de segundo término (en el 59 tuvo lugar el primer acuerdo). Su ingenua vanidad del tiempo del Pro Archia había pasado por una intensa purificación que le hacía mirar su pasado con cierta amarga resignación y su futuro con muy discretas es­peranzas. Varios puntos conviene subrayar en esta su obra eje. El primero es la debida valoración de su pro­tagonista: Escipión el Menor no sólo constituye el entronque con el pasado, sino hasta cierto punto el mo­delo del romano, según lo veía Cicerón. Escipión Emi­liano hace compatibles sus quehaceres guerreros y po­líticos con la preocupación literaria al modo griego. Ya en sí tiene un valor de síntesis. Este protagonis­ta está además diseñado con el cariño de quien está haciendo su autorretrato. La discutida figura de Ci­cerón se esconde tras la indiscutible grandeza del menor de los Escipiones. Esto da a sus palabras ca­lor de vida. Con ello también la mirada hacia Grecia es compatible con las victorias fundamentales de Roma, como es la destrucción de Cartago. Sin embargo, no se sitúa ante Grecia en la actitud de sumiso oyente, sino acusando su personalidad y su contribución. Ya Macro­bio en su comentario al Sweiño de Escipión, al estable­cer el parangón entre el libro sobre la República y su modelo, al menos ocasional, griego,la Πολιτεία de Platón afirma la diferencia fundamental entre ambos libros con las siguientes palabras: Ule rempublicttn ordinavit, híc retulit; alter qualis esse deberetί, alter qualis esset, a medo-

Diferencia en ­tre el De R e - p u blica y la Π ο λ ι τ ε ί α cie

Platón,

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128 AN TO N IO M AGARIÑOS

Constante r mana.

ribus instituta·, disserunt ( 1 ), palabras que, como ya he afirmado-en mi prólogo al Sueño de Escipión, no son más que la formulación rápida de aquella otra frase de Cicerón en De República, II 1 , 3: facilius autem quod est propositum coiu<e'quar, si nostram rempublicam fir­mam atque robustam ostendero, quam st mihi aliquam, ut apud Platonem Socrates, ipse finxe?-o (2). Cfr. tam­bién De Rep., II 3, 54.

Esta frase nos muestra un tema común: la re­pública; una diferencia: Platón = república ideal (uto­pía), Cicerón = la realización en Roma de esa república

o- ideal. Esta posición producto de un exacerbado orgu­llo nacional, no tiene, a decir verdad, su origen en Cice­rón; en realidad no es sino la trasposición a la filoso­fía de aquella característica de los romanos, que indicá­bamos en el primer capítulo, y que hacía que éstos, cons­cientes de su supremacía moral y guerrera, hicieran de sí mismos los héroes de sus epopeyas, sin buscar, corno los griegos, sus protagonistas en los personajes de le­yenda de las viejas mitologías. En Nevio y Ennio cons­tituía esto, sin duda, un impulso natural, hijo de ujia exuberancia de su vida que les empujaba a protagonizar. Es más, Salustio acusa la desproporción entre los he­chos gloriosos realizadlos por los romanos y su escasa resonancia en las letras, frente a la exaltación que de sus hechos hicieron los Atenienses, cuya perfección li­teraria ensalzó, por encima de la realidad, las acciones de sus ciudadanos. Pues bien, en parecida disposición a la en que frente a las acciones griegas se presenta el

(1) «aquél hizo la ordenación de la república, éste una narración; el uno nos dice cómo debe ser, el otro cóm o fué establecida por nuestros antepasados».

(2) «Más fácilmente conseguiré m i propósito, si presento a nuestra república en su nacimiento, en su crecimiento y juventud y, por último, firme y robusta, que si yo mismo imagino alguna, como hizo Sócrates en Platón.»

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DESAltKOLLO DK LA IDEA DE 110MA 129

heroísmo romano en la épica, acude Cicerón a contra­poner la realidad de la ciudad de Roma frente al en­sueño platónico. Pudiéramos pensar en una constante romana, que en Cicerón llega a adquirir, como indicá­bamos antes, plena conciencia. Viene a ser como la de­fensa de la personalidad de Roma frente a la superiori­dad teórica de los griegos. El romano se dió cuenta de que oon la vieja Grecia no podía competir ni en cien­cias, ni en filosofía, ni en poesía. De esta inferioridad no le podía sacar más que la exaltación de sus virtudes propias, exacerbadas por su condición de pueblo joven frente a la decrepitud helénica. De Roma, que por otra parte se sentía vencedora, no podemos esperar una en­trega sumisa a lo que representaba su fugaz adversaria en las armas; por el contrario, se afianzó en su moda­lidad e hizo de sí misma una representante de la praxis en oposición al bello otium, que deslumbraba desde Gre­cia. Pero entiéndase bien que esta posición no fué sim­plemente un producto de un movimiento de reacción. Existía ya en Roma, como lo hemos señalado repetidas veces al hablar de Lucrecio y Catulo que, incluso sin querer, eran romanos. Hemos dicho que al establecer el contacto con Grecia, Roma anclada en sus virtudes, se dedicó a seleccionar, a analizar. Cicerón habla ya clara­mente en su obra De República de ello; pero la tarea fundamental consiste no en la lucha, sino en la sumi­sión del otiwn a la praxis. Ya hemos visto cómo queda­ba así establecido en el Pro Archia al valorar la supe­rioridad de la naturaleza virtuosa sobre la formación li­teraria, pero en el principio del libro III (3) del De República, donde se plantea, esta vez referida a la polí­tica, la posibilidad de opción, se pronuncia de manera terminante por la consagración a las obligaciones ciuda­danas: «si hay que elegir, dice, uno de estos dos ca­minos de prudencia, aunque a alguno le pueda parecer más feliz aquella tranquila ratio vitae que estriba en el

C icerón con­c i e n c i a de

Roma.

La praxis po­lítica sobre el

otium .

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AN TO N IO M AGARIÑOS

estudio de las más bellas artes, sin embargo, es más digna de alabanza y gloriosa esta vida civil.»

Esta oposición adquiere mayor detalle y vitalidad en el conjunto de los seis libros que constituyen la obra.

c i a s e s de De su lectura podemos concluir la existencia de 'dos cla- otm m . ses ¿ e 0 fou m : 1 .a, la dedicación a la contemplación de

las leyes cosmológicas, y 2 .a, la entrega al estudio de la ratio vivendi al estilo de Sócrates, esto es, un otium cosmológico y otro ético. Supuesta la superioridad de la dedicación a la vida ciudadana, tienen, sin embargo, ambos aspectos un profundo valor subsidiario. Tube- rón, uno de los actores del diálogo, al escuchar la des­cripción admirativa que se hace por Filo, uno de sus compañeros, de la esfera de Arquímedes (I, 14), hace notar a Escipión la posible utilidad .de los estudios cos­mológicos como medio para un fin más alto, como es el desprecio de los bienes terrenos. La ratio vivendi pue­de, por su parte, demostrarnos la eternidad del alma. Encaramada ésta en aquellas regiones maravillosas que le puso como escabel la teoría cosmológica, puede apre­ciar le deleznable pequeñez de la tierra; pero toda la exposición está exclusivamente encaminada al pensa­miento de que, por tanto, las ingratitudes de la vida política no nos han de apartar de ocuparnos en sus pro­blemas, misión la más alta que puede tener un hombre (cfr. Sueño de Escipión, 2 y final de 5).

Ampliando, pues, los pensamientos que transcribimos del Pro Archia, podemos afirmar que Cicerón conviene en la perfección que a la vida política da la vida con­templativa, pero sólo en un sentido complementario, y en esto mismo insiste en el párrafo final de El Sueño de Escipión (capítulo- final del De República) al afirmar que- con la práctica de la vida política volará más rá­pido a aquellas regiones superiores, pero que lo hará aún más rápidamente, si ya entonces, cuando todavía está encerrado en el cuerpo, se eleva fuera y, contem-

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DISSAIUIOLLO DE LA IDEA DE IlOMA 131

piando lo que allí está, se abstrae lo más posible del cuerpo.

Las condiciones de la vida de Cicerón al escribir esta obra, de las que hablábamos al principio, le prestan un dramatismo de experiencia vivida. Cicerón ha tomado el pensamiento griego para hacer de él un filtro mara­villoso que calme sus amarguras y· que sostenga, no su evasión, sino su quehacer ingrato. En Cicerón es la vida política la que se encuentra en el ápice superior. Es ésta una manifestación del genio romano frente a las concesiones que a la vida contemplativa hicieron los filósofos griegos y aun el mismo Aristóteles, que enten­dió la jerarquía de la vida procediendo de lo inferior a lo.superior en el siguiente orden: vida sensual, política y contemplativa.

No es problema por el momento el lanzarse a una éxé- gesis de precedentes de Cicerón en cada una de sus afir­maciones, pero sí es interesante destacar algunas de las divergencias de Cicerón con sus supuestos predecesores en el estudio de la concepción estatal, principalmente Polibio y Platón.

La más sorprendente alteración que Cicerón ha in­troducido en Polibio, de cuya doctrina de la anakyklosis y de las concepciones estatales temperadas hablábamos en el capítulo III, la ha previsto hasta cierto punto Leo (Cfr. Pöschl, ob. cit. pág. 72): non exponit statum et instituta republicae romianae ut facit P'olybius, sed his­toriam enarrat. En realidad no ofrece la dualidad histo­ria y sistema, como Polibio, sino que hace una historia a través de la cual establece en cierta manera al mismo tiempo un sistema de la concepción romana. En este sentido son muy significativas las palabras de Escipión en De república (II) donde habla del concepto de Ca­tón, según el cual no era Roma la obra de un hombre genial (podríamos entender, como Licurgo en Esparta),

D i i) ergenc ias entre Cicerón ij sus p reced en ­

tes.

De Polibio.

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132 AN TO N IO ¡VIACARIÑOS

De Platón.

E ter n id a dRoma.

sino de todos sus miembros. Por eso es profundamente notable la importancia que da Cicerón a las virtudes ro­manas. Para él, el recto sentido de la antigua teoría del Estado no se puede separar de lo moral. Abundando en esta idea observa muy bien Viktor Pöshcl (o. c. págs. 90- 91) que, mientras en Platón y Aristóteles se da una im­portancia decisiva a las instituciones y leyes, en Cice­rón hay una mayor preocupación por los hombres, y mientras aquellos dan indicaciones para los legisladores, Cicerón trata de orientar a los políticos. Si nosotros qui­siéramos comparar las concepciones de Platón y Cice­rón podríamos decir que la utopía de Platón es pro­ducto de un desengañado malhumor, mientras que la adecuación de Roma y el optimus status en Cicerón no es más que producto de un optimismo patriótico. Por eso, nos podemos explicar perfectamente la distinta jiosi- ción que cada uno de ellos toma frente a la concepción temperada del estado, en el que se equilibran la mo­narquía, la aristocracia y la democracia, caso de Roma : para Platón es un sustitutivo real de la forma ideal del Estado que es la monarquía ; para Cicerón, que aún en el primer libro presenta rasgos de este punto de vista, constituye posteriormente, aureolada por la idea de la justicia, una sintonización con la justicia que gobierna el mundo, como expresión de una ordenación del Cos­mos. La ley de la justicia domina en el mundo de la misma manera que en el estado romano. Así es como entra Roma en diálogo (probablemente por primera vez)

de con la ley del mundo, con el Cosmos. Con ello la eterni­dad se convierte en una exigencia del Estado (III, 24): Debet enim constituta sic esse civitas, ut aeterna sit: ita­que nullus interitus est reîpublicae naturalis ut hominis, in quo mors non modo necessaria est, verum eiiam οψ- tanda persaepe, civitas autem, 'non tollitur, deîétur, extin- guitur, simile est quodam inodo, ut parva magnis confe-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 133

ramus, ac si omnis hic mundus intereat et concidat (1). Esta idea de la eternidad del estado no sólo está en con­tra de la opinión de Polibio ( 2) y de Aristóteles sino aun del mismo Platón. «Por primera vez, dice Viktor Pöschl, (pág. 1 0 1 ), ha llevado Cicerón a sus últimas consecuen­cias la analogía encontrada por Platón del microcosmos, del mesocosmos y del macrocosmos, al conceder al Es­tado, a Roma, la eternidad de que disfrutaban el alma y el Cosmos. Pero esta idea de la eternidad de Roma no procede de fuentes griegas, ni es un resultado de la analogía platónica. Es originariamente romana, pero no procede de la época augústea ni aun de Cicerón, pues la inmortalitas re ¿publícele (no como feliz destino, sino como misión perdurable), era una idea existente ya en los romanos, como lo prueba el hecho de que Cicerón en sus discursos, no siempre dirigidos a medios selec­tos, hablara de ella como de moneda corriente y admi­tida. La eternidad del Estado es una creencia radicada en lo más profundo del alma nacional, a la que da par­ticular colorido un fuerte rasgo religioso».

La eternidad de Roma es un valioso medio de ideali­zación, pero no se trata de una idealización romántica ; por el contrario, Roma es el prototipo del Estado ideal imaginado por Platón, y así como en éste la ciudad ideal es la fuente de acción para el filósofo, en los ro­manos la idea de la antigua Roma es el principio diri­gente para su continua realización.

La proyección de la filosofía griega sobre el ser ro­

(1) «La ciudad debe estar constituida de tal forma que sea eterna ; así la república por naturaleza no es mortal com o el hombre, en el que la muerte es no sólo necesaria, sino tam­bién muchas veces deseable ; pero la ciudad no desaparece, no se destruye, no se extingue; es en cierto m odo semejan­te, comparando lo pequeño con lo grande, com o si todo este mundo se arruinara y destruyera.»

(2) A pesar de que en él vemos iniciada la de su larga duración.

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S ig n i f i c a c ió n de Cicerón.

El Sueño de E scipión ,

mano lia irisado de posibilidades la frialdad escolás­tica. Como un bello atardecer no se produce sólo con el sol, sino que es necesario el contraste con las nubes, así la obra de Platón, que no fué capaz de contener la ruina de Atenas, no ha encontrado vida hasta que Ci­cerón no la unió con la realidad romana; con él se ha llegado a una síntesis llena de eficacia para la posteri­dad. Se da .de barato la idea de que el salvaje romano se rindió de pies y manos a los encantos de hetaira de la bella Grecia. El siglo xix de predominio femenino, gozábase de la ruina de aquel Sansón en manos de esta enervante Dalila. No es exacto. El encuentro de Grecia (en su parte helénica) y Roma fué una casta conjun­ción, en la que conservando cada uno de sus componen­tes su personalidad1, se hizo posible una procreación llena ide humanidad y de equilibrio.

Si ahora nos reducimos a la significación de Cicerón en este movimiento, podemos afirmar que su labor es una continuación de la iniciada por el círculo de Esci­pión con Panecio y Polibio, pero sustraída al peligro de entrega a Grecia por el injerto de resistencia del primer Catón. En este sentido el carácter impresio­nable y un poco indeciso de Cicerón fué extraor­dinariamente eficaz. Su fina sensibilidad percibió las razones de todos: las de Grecia y las de Roma, las de Escipión y Catón, y aun penetró en su obra lo que entre su tiempo y el de aquellos se difundió por Roma: la renovación pitagórica. Donde mejor queda resumida esta síntesis es en el Sueña de Escipión, último capítulo del sexto libro de De República y que por su interés mereció ser desgajado de la obra y comentado y publi­cado aparte ya desde la misma antigüedad. Influencias platónicas, pitagóricas, de la Stoa Media se funden en forma de oráculo por boca de Escipión el Viejo anun­ciando a su homónimo el joven, la eternidad del alma, la grandiosidad del universo, sometiendo todas estas

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descripciones de la filosofía teórica a una’ mayor efica­cia en la vida política, la más alta dedicación, el oficio similar en la tierra al de Dios en el mundo, de cuya incer- tidumbre no nos ha de apartar ni la ingratiud de los hombres ni incluso su menosprecio, de los que sólo podríamos esperar un modesto premio. a nuestros tra­bajos a los que, por el contrario, espera una recom­pensa eterna en el más allá, desde el que son puntos insignificantes los lugares y tiempos a que puede alcan­zar nuestra gloria. La luz del universo, la armonía de las esferas diluyen en su grandiosidad la amargura del político perseguido. Es el caso de Cicerón. La obra general, impregnada ya de preocupaciones por la posi­ble decadencia de Roma desde la época de los Gracos, adquiere en este capítulo un tono personal, que traspa­sa la impersonalidad de su precedente en la obra de Platón: la narración del soldado Er hijo de Armenio de las penas y castigos que encuentran los humanos por encima de las fronteras del mundo.

Porque resulta muy elocuente, para confirmar las ca­racterísticas de este enfrentamiento de lo griego y lo romano, el ir siguiendo las divergencias entre los dos fragmentos. Ya lo he hecho en otro lugar (Cfr. mi in­troducción al Sueño de Escipión en los clásicos Emérita). La extensión de esta obra sólo nos permite un ligero resumen, al que no nos podemos sustraer por la espe­cial significación del tema: en la narración de Er, hijo de Armenio, Platón insiste en los castigaos, Cicerón en su Sueño habla de premios; en aquél el protagonista es un soldado innominado, en Cicerón es la figura más grande, hasta entonces, de la historia de Roma, por lo menos en el concepto de Cicerón. Termina éste su obra con exhortación a la vida política activa; Platón al re­coger en labios de Er las enseñanzas de su anterior discurso, nos presenta a Ulises desertando de su po­

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Posición selec­tiva .

sición, en una vida anterior, de jefe de hombres, para convertirse en un particular ajeno a los negocios (ÍSioyrcm άπράγμονος Πολ 0200): todas estas diferencias ofrecen la distancia de una afirmación a una nega­ción, de utopía pesimista a realidad optimista, del filó­sofo al político, en resumen, de Grecia y Roma.

Con lo· hasta ahora dicho, hemos pretendido poner de manifiesto la posición que hace característico a Cicerón. Nótese, sin embargo, que en él no se trata de una po­sición adversa producto de un complejo de inferiori­dad. Más bien, insistimos, hemos de pensar en una po­sición selectiva. Grecia con sus distingos de escuelas pareció a los romanos, más cargados de sentido prác­tico un arroyo que va perdiendo corriente y caudal ra­mificándose en hilillos de agua. En la misma Grecia se comprendió esto así y se inició una tendencia de com­promiso, principalmente representada por Panecio y Po­sidonio, en la que se pretendía evitar el estancamiento1 de las posiciones cerradas. Ya la entrada de esta co­rriente sincretista en esos >dos jefes sucesivos de la es­cuela estoica, el baluarte más firme de la posición dog­mática, no quedó sin influjo en el escepticismo acadé­mico. Antíoco defendió la necesidad de tener una base firme de seguridad en que afianzar los esfuerzos de nuestra vida. Filón mismo quiso tender un puente entre su escepticismo y el dogmatismo estoico, pero perma­neciendo en la idea de que la única alegría posible del hombre que busca la ciencia era la que le proporciona­ría el hallazgo de lo verosímil. Cicerón, dentro de esta filosofía de compromiso, mantuvo en la teoría del co­nocimiento la posición de Filón, pero tanto más se acer­caba en la discusión de problemas al aspecto práctico, ético y político, tanto más adquirían sus afirmaciones un carácter dogmático y tendía a alejarse de la inhibi­ción escéptica. Sobre este punto-, afirma Pohnlez frente

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 137

a Zielinski ( 1), no se trata de un tránsito de la posición escéptica a la dogmática en Cicerón, sino de una dis­posición de ánimo basada en claras motivaciones. Así en el establecimiento de la enseñanza de los deberes no piensa en lo más mínimo en abdicar teóricamente de su escepticismo académico, como afirma con toda determi­nación en Or. II, 7, 8 y III, 20 ; y por otra parte, como sostiene Pohlenz, basado en discrepancias de contenido en una misma obra, por ejemplo Las Tusculanas,, no he­mos de hablar de dos grupos de escritos separados: teórico-escéptico y práctico-dogmático. Por el contrarió, creemos que no sería descabellado pensar otra vez en una exuberancia de vida joven, de conciencia romana de acción que desborda, rompiéndolo, el hielo escolás­tico que lo cubre. En la misma obra De república he­mos tenido ocasión de ver el presente angustioso ‘ de Roma (desde los Gracos) como fondo que entenebrece la serenidad de las discusiones de Escipión y sus ami­gos. Ese fondo llena de pathos el enmarque escolástico de la utopía platónica. Probablemente nada más signi­ficativo en este sentido que el comienzo de De finibus (I, 23). En este capítulo, después de varios argumentos para refutar la doctrina de Epicuro, contra la cual, como dijimos, tiene una natural aversión, de la que no se liberó ni aun bajo la influencia de su amigo Atico, afirma de una manera tajante que la naturaleza los ha engendrado y formado para empresas más grandes: «aunque puede suceder que me equivoque, dice, estoy firmemente convencido que ni aquel Torcuato, el pri­mero que tuvo este cognomen, arrancó aquel collar al enemigo para recibir algún placer en su cuerpo o luchó en su tercer consulado con los latinos en Vesere por puro placer. En cuanto al haber quitado a su hijo

(1) En el prólogo de la edición de las Dipulationes Tuscu­lanae, Teubner, Berlin-Leipzig, 1912.

Rom a: supre­ma razón.

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la vida con un hacha parece que le privó de muchos placeres, al poner, por encima de su amor natural de padre los derechos de su -dignidad y autoridad militar. Es más, ¿puede creerse que T. Torcuato, el que fué cónsul con Cn. Octavio, pensó en sus propios placeres cuando hizo uso de tan gran severidad contra su propio hijo, al que había emancipado en favor de D. Silano? Ante las acusaciones de los legados de Macedonia de haber tomado dinero en la provincia durante su pretu­ra, lo mandó comparecer ante sí, y, oídas ambas partes, determinó que no se había ajustado su actuación du­rante su mando- a la limpieza de sus antepasados y le prohibió volver a presentarse ante su vista».

En toda esta argumentación, un poco atravesada de palabras, queda resplandeciente una verdad, la de Roma y sus héroes, que podían arruinar con su peso heroico los señuelos filosóficos de la decadencia griega. Esa an- tirromanidad ide los principios epicúreos nos explica la pasión de Lucrecio, cuyo espíritu, que no pudo dejar de ser romano, rompía el molde de los mismos princi­pios a que pretendía acomodarse. También esta antirro- manidad nos hace comprender -el contraste que ofrecen Catón el Joven y el mismo Cicerón siguiendo a Pompe­yo, en quien no creen, dispuestos a todas las conse­cuencias frente al epicúreo Tito Pomponio, el amigo de todo el mundo, que pasaba en Grecia las épocas turbu­lentas de su patria, asido- a su cómodo sobrenombre de Atico. Cicerón en la angustiosa perplejidad, que refleja la carta, que anteriormente transcribimos, escrita entre los avances de César y la huida de Pompeyo, pudo abs­tenerse, pudo no obrar, César mismo recababa insisten­temente su neutralidad; pudo refugiarse, pero el con­cepto de misión, de quehacer político inherente a todo romano le envolvió en el torbellino de los aconteci­mientos que habían de acabar con él.

Sobre la figura de Cicerón ha pesado, y aún pesa, la

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animadversión de los catilinistas, de los partidarios de César, de Augusto. El calificativo peyorativo de «bur­gués», arruina el reconocimiento de sus buenas in­tenciones. Otros, exageradamente, fian pasado por el lado contrario a pensar que en Cicerón y principalmente en aquellas palabras del Sii‘0¡ño de Escipión: dictator constituas rempubücam o\pprtet. («conviene que como dictador organices el estado», refiriéndose a Escipión), debemos ver un presentimiento del Principado, de la reunión en una sola mano de todos los resortes de la república. Otto Seel pone en claro en su obra Römische Denker und römischer Staat, Leipzig, 1937, pág. 8, que Cicerón no era un monárquico, sino que simplemente pensaba en la necesidad de una dictadura temporal que fundamentara la restitutio reipublicae. Políticamente no representa más que un ligero apuntalamiento, un remien­do en la situación de Roma que se deshacía en jirones. Por eso no triunfó y su misma apasionada intervención en los sucesos que siguieron a la muerte de César, consi­derada desde un ¡junto de vista político, no tiene más va­lor que la de ahogar su recuerdo envuelto en la decrepi­tud de los optimates, aunque negativamente adquiera la significación, como ya liemos dicho, de fuerza retarda­taria que garantiza la normalidad del parto del tiempo futuro.

Desde el campo del pensamiento, su posición en la cima de cuatro vertientes (Grecia, Roma, Repúbli­ca, Imperio), que también nos explica ese interno des­garramiento, de que nos habla Akzert, realzada por su impresionabilidad y su afán de equilibrio, hacen de él un sensible catador de las posibilidades de cada uno de esos cuatro elementos. Grecia es utilizable, pero no pue­de anular a Roma, que debe, sin embargo, aprovechar­se de las ventajas que aquella le regalaba. La república contemporánea le disgusta, presiente la necesidad de una honda reforma. Su timidez le impedía ser el reformador,

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Resumen.

pero su espíritu clásico le obligaba a fustigar a César y a Antonio. La historia le ha dado la razón. Ni el uno ni el otro podían representar íntegramente el movimiento salvador. Podían ser precursores, significar un tanteo afortunado, el primero de ellos genial; pero, como ve­remos más adelante, ambos adolecían de una misma co­jera, que les impidió ser definitivos. En este sentido pu­diéramos hablar de valores negativos, jjero su concep­ción de la significación de Grecia y de Roma y de sus posibles relaciones no solamente nos hace de él el trans­misor de la cultura de Grecia, como es el sentir vulgar. Grecia ha llegado a nosotros a través de Cicerón, es cier­to, pero tamizada por el sentido romano. No fué un vehículo pasivo. Esta actividad, que no se dió en él en primer lugar, fué en él en el que adquirió conciencia. Posteriormente se afianzará en los augústeos, haciendo de esta posición una aportación al mundo.

Cicerón da ya la definición de Roma. Superado el deslum­bramiento ante Grecia, de que hemos hablado en el primer capítulo, o la indeterminación que constituía el tema del se­gundo así com o la terquedad defensiva del primer Catón, Ci­cerón hace suya conscientemente, dándole fundamentación teórica, la posición de síntesis de lo romano y lo griego, a que instintivamente se entregó Escipión y su círculo.

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CAPITULO XI

CESAR

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C E S A R

En todo momento de crisis suelen darse dos razones en lucha. Precisamente lo trágico de la vida es que los dos antagonistas sean razones. La tragedia griega cuyo p«~ thob radica en destacar la carencia de solución de tales situaciones, tiene una pieza símbolo de esas crisis en la Antigona de Sófocles. Un soplo de inspiración divina impulsa a la heroína a dar sepultura al cadáver de su hermano Polinices, contraviniendo las disposiciones del rey Creón, que, apoyado en razones de Estado, ha or­denado el abandono a los cuervos del cuerpo de su ene­migo. El coro apoya en ondas de vacilación las dos ra­zones. Un oleaje sin tendencia turba las almas de los modestos que necesitan apoyo para su vida, a los que el entusiasmo, la inspiración del dios no ha marcado definitivamente la ruta y ven tambalearse los principios a que había acomodado su obrar. En el caso de Antigona el impulso romántico nos lleva hacia la he­roína. Quizá la reflexión fría nos pusiera al lado de Creón, si no mediara la propia vida de la protagonista que queda en juego en su empeño. Es este jugarse la vida lo que da valor a su empresa. El vulgo mira ya con terror supersticioso aquello por lo que sacrificamos la vida: muy grande tiene que ser su valor cuando· para conseguirlo tenemos en poco lo que para él constituye el único bien. Una tensión parecida es la que preside toda revolución. La de César se inició incluso con una frase enormemente significativa: alea jacta est, «los da­dos están en el aire». Aunque su gesto no hubiera re-

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AN TO N IO MAGAIUJÑOS

V e n ía ;a s de César sobre

Sila.

Monarquía de tono helenísti­

co.

sultado, su decisión de no· reservar nada, de echarlo todo en una puesta era una garantía de simpatía ante el vul­go. Sin embargo, César no era sólo un audaz. Se había dado cuenta que el aire de camarilla de la organización entonces vigente en Roma era incapaz, en su limitación, de abarcar todos los problemas que al mundo interesa­ban. La organización de Sila había significado un apun­talamiento del ruinoso edificio, acertado quizá, pero de poca consistencia. La muerte del dictador llevándose con­sigo la llave de la reforma, daba a entender bien cla­ramente que era su personalidad la que sostenía aquella edificación, a la que pudo derribar en muy poco tiempo el sentido acomodaticio' a las nuevas auras, de sus am­biciosos herederos (Pompeyo y Craso). Sin embargo, el gobierno de César contaba con una ventaja sobre el de Sila : diez años más de discordias civiles después del fracaso de aquél, y su procedencia : Sila reforzó la aris­tocracia, César se apoyaba en el elemento popular. Po­día éste poseer tan escasas virtudes como la aristocra­cia, pero, desde luego, tenía mayor ímpetu, ese studium que echa de menos Cicerón en su carta llena de inde­cisiones. Ambas circunstancias podían muy bien prestar a César una ]Dosibilidad de éxito de la que careció Sila. Pero adviértase también que el fracaso de Sila exigía al nuevo reformador una mayor preocupación por la consistencia de su obra. En términos generales, parece ser que la idea de César fué la de que la monarquía mi­litar necesitaba convertirse también en reino universal, que sería transmitido a César de manos del Senado y del pueblo, investido de un halo de divinización semejante al ide las monarquías helenísticas. Sin embargo, por muy urgente que fuera la presencia de una monarquía, re­vestía caracteres de imposibilidad el intento de hacérsela aceptar de nuevo a los romanos, acibarada además con los atributos hereditarios y divinos en que pretendía en­marcarla César. El carácter extranjero de esta modali­

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dad y la triste figura que en la ciudad habían hecho los representantes de estas monarquías hereditarias y divi­nas en su pobre papel de reyes vencidos y mendigos ver­gonzantes de la omnipotente Roma no podían por me­nos de agravar las dificultades de los deseos de César. Ya de suyo era muy difícil en Roma el olvido de las abo­minaciones que siglos de tradición aristocrática, dehela­dora incluso del nombre real, habían acumulado sobre la cabeza de los reyes. Parece ser que César necesitó repeti­dos intentos para lograr la aquiescencia de su pueblo. Quizá nos podamos explicar de una manera más clara las razones de esta resistencia comparando esta situación con la de los tiempos de los Gracos ; si cuesta arriba fué hacer pasar a los romanos por la aceptación del derecho de ciudadanía para los pueblos itálicos, que tan directa contribución habían prestado a las victorias y cultura romana, la dificultad se convertiría en poco menos que insuperable, si nos fijamos en el carácter universal que habría de tener la nueva monarquía, en que serían pue­blos vencidos y decrépitos, o salvajes y, por tanto, en uno y otro caso·, despreciables para el momento político ele Roma, los que hubieran salido beneficiados con un gobierno que cobijara en plan de igualdad a tan dis­tintas naciones y razas. Desde Roma era difícil pensar de otra manera, pero años continuos de permanencia en campaña entre pueblos sometidos, la ayuda a veces de­finitiva que de ellos recibió (en la Galia, en Farsalia, en el Nilo), junto con la posición adversa de lo que pudie­ra considerarse como quinta esencia de la ciudadanía ro­mana, habían creado en principio en César una corrien­te de simpatía hacia aquellos pueblos, muy propicia para la.inmediata labor de asimilación que hubo de empren­derse, que por otra parte resultaba absolutamente in­comprensible para hombres como Cicerón, por ejemplo, para los que la estancia en aquellos dominios no era más que un breve escalón en sus burguesas aspiraciones.

Su im popu la ­ridad en Roma

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Posibilidad de un mundo la­

tino .

Razón perso ­nal de César,

E l precedente de Alejandro.

La visión de que había que hacer con los pueblos so­metidos a Roma lo mismo que hubo de hacerse, como consecuencia de las rebeliones de los Gracos, con los pueblos de Italia, por tanto la posibilidad de un mundo latino, de un receptáculo del pensamiento griego y ro­mano·, no se dió más que con César. Con él se inició la resaca del centripetismo de Roma hasta entonces domi­nante. Es más, quizá desde el punto de vista de las am­biciones personales de César fuera su proceder funda­mentalmente inexcusable. Desde los tiempos de Escipión el Viejo había constituido una línea política de la aris­tocracia quitar a los talentos todas las posibilidades de imponerse a sus conciudadanos. En estas condiciones es natural que la continua poda de los sobresalientes se convirtiera en una victoria de la rutina. Por eso, el trance critico a que llegó el mundo romano desde la época de Sila, con sus continuas guerras y levantamien­tos, significaba quizá la inquietud, por lo menos a ve­ces, de los mejores por zafarse de la capa de hielo que les imponía la mediocridad ambiente de la aris­tocracia.

Los procedimientos que César decidió utilizar para dominar aquella situación pueden, pues, parecer absur­dos, pero esto sólo sucede si los miramos desde el punto de vista de Roma y de sus sentimientos políticos. Pea-o para esa visión .de César, que no se concretaba a los lí­mites del pomoerium, se ha de considerar el problema desde un ángulo completamente distinto. Las auras de helenismo que había podido recoger en sus viajes y lec­turas ahuyentarían los viejos escrúpulos romanos. Las Cortes orientales de Siria, Pérgamo, Antioquía, Alejan­dría, compatibles con la cultura m᧠avanzada, podrían dar un matiz intelectual, que sustentara no ya su am­bición, sino también la utilidad práctica que su maravi­lloso sentido político tenía que hacerle prever en ellas. Desde luego, no era extraño a estas ambiciones el ejem-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 147

pío de la grandiosa figura de Alejandro. Prescindiendo de la fácil anécdota, que se sitúa en nuestra patria, ©η Cádiz, según la que la contemplación de una estatua de Alejandro hizo exclamar a César apesadumbrado : «Ale­jandro en treinta y tres años conquistó tierras inmen­sas, yo no he tenido aún ninguna gloriosa victoria» ; prescindiendo, digo, de esta anécdota, cuya invención misma, en caso de que no fuera real, ya es de suyo sig­nificativa, está fuera de duda que las hazañas de Alejan­dro, su grandiosidad, hubieron de dejar sentir su influen­cia en la embriaguez victoriosa de César ( 1).

La grandeza de Napoleón irradiando ambiciones en nuestra época, nos puede explicar la contaminación de César por Alejandro, de la que ya nos habló larga­mente Plutarco.

Todas estas observaciones están encaminadas a ha­cer comprender el camino e intenciones de César y, por tanto, su significado. César representa una madurez en la serie de intentos de poder personal que comienza con Sila y triunfa en Augusto. La urgencia de una nueva or­ganización y su sentido político maravilloso, capaz de comprenderla, lo constituyen en fundador del imperio. La obra de Augusto· se limita más bien a retocar, a ve­ces a paliar lo que estaba va en César. Frente a sus an­tecesores tiene éste la ventaja de una visión más amplia, mayor ambición : desde ella queda disminuida la gran­deza de la vieja Roma, empequeñecida la superioridad de su gastada aristocracia. De esta manera es ya posible hacer una revolución. Cicerón, políticamente, nunca supo mirar a la aristocracia desde una mayor altura; su com­plejo dé homo 'nomis le persiguió siempre atenazadora- inente. Su evolución quedó anclada en la admiración por

(1) Sobre eslo, muy interesante, Angel Montenegro, Ln política de Estado universal en César y Augusto, a través de la Eneida de Virgilio, en Revista de Estudios políticos, 1950, X X X III, págs. 57 ss.

César cu lm i­nación de una tendencia nece­

saria.

Cicerón tj Cé­sar.

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E x t r a o r d i n a ­ria activ idad

de César.

los Escipiones y sus amigos; el homo novus se sintió co­hibido ante su exquisitez. Desde su condición de Arpina- ta la sugestión de Roma le clavó paralizadoramente sus faros. A la misma Grecia llegó con espíritu anacrónico, no pudo superar, constreñido por los estudios de los teo­rizantes griegos, el concepto de ciudad-estado. Platón, a quien tantos beneficios debemos a través de Cicerón, le jugó, sin embargo, esta mala pasada, tan perniciosa para su patria. Políticamente Cicerón, y con él hasta cierto ¡junto Roma quedó encarcelada, aplastada contra sus propios muros.

César de origen noble y romano, jjodía permitirse el lujo de tener .en poco estas dos ventajas (esto represen­ta su inclinación popular y pretensión de trasladar la capitalidad del Imperio), o de utilizarlas como catapul­ta para volar más alto (tendencia a la monarquía y a la divinización). César, por nacimiento, tenía ganados a Cicerón treinta y dos años, los que éste necesitó para vencer la frialdad de la nobleza y conseguir, aunque arropado por circunstancias fortuitas, la investidura con­sular. Podríamos comparar la jjosición de ambos a la del menestral que pone su ambición .en un traje nuevo, en cuya consecución ha de gastar numerosas fuerzas, y la del noble aristócrata, que puede permitirse el lujo de regalar un traje irreprochable a cualquiera de sus cria­dos, porque la posesión desde nacimiento de este pri­vilegio le ha hecho perder el aprecio de sus ventajas.

Porque esto es así, pudo establecer la reforma judi­ciaria a favor de los caballeros que desde ahora en ade­lante habían de ser jurado en compañía de los patricios ; porque el derecho de ciudadanía era para él, desde su altura genial, un insignificante privilegio, se pudo per­mitir el lujo de intentar superar el abismo que separaba a la nación dominadora de los pueblos subordinados, mediante una generosa concesión del derecho* de ciu­

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dadanía (1). Quizá porque se había sentido con fuerzas para dominar todo el mundo, no retrocedió ante la ur­gencia de legislar favoreciendo la natalidad entre los ciudadanos antiguos, sus posibles enemigos, no permi­tiendo' que los varones en condiciones de engendrar per­manecieran más de tres años seguidos alejados de Italia, aunque fuera en servicio militar. Tampoco tomó actitud contraria al Senado, cuando tan popular hubiera sido el dejar que, por sus propias fuerzas, cayera en el mayor de los descréditos. La seguridad en sí mismo le permitió ser clemente. Sus propios enemigos de la guerra civil volvieron a Roma autorizados por su clemencia: esa Clemencia (con mayúscula) de probable matiz griego que sirvió de fórmula para su divinización con la edifi­cación de templos no ya a César sino a la Clementia Caesaris. Su decisión no se embotó ni aun cuando tuvo que proceder, él, eminentemente popular, contra la mis­ma plebe, como aconteció en la supresión de los Colle­gia, asociaciones profesionales cuyas reuniones de gente baja ofrecían un peligro para la vida pública, y dismi­nuyendo los repartos de trigo, arma antiguamente tan populachera. Su dinamismo l:e permitió ocuparse de la compilación de leyes; de la creación de una biblioteca latina y griega en Roma, que confió al cuidado del eru­dito Varrón; del adelanto de la técnica j^ara mejorar la economía del imperio; de la canalización del Tiber hasta Roma, de la conversión de la rada de Ostia en puerto, de la creación de una vía desde el Tiber sobre el Apenino hasta el Adriático; del canal de Corinto para acortar el camino entre la metrópoli y los puertos orientales; de la desecación de los pantanos pontinos, de la creación de un canal desde la desembocadura del Annio hasta el Tiber (más allá de Tarracina) que diera a Roma una segunda salida al mar; de la moderniza­ción de la Ciudad tan retrasada en comparación de las

(1) A las regiones septentrionales del Po.

DESARKOLLO DE LA IDEA DE ROMA 1 4 9

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150 AN TO N IO MACAKIÑOS

ciudades orientales que había tenido ocasión de admi­rar en sus continuos viajes; de la ampliación del Cam­po Vaticano (Estrabón, V, 12); de la creación de colo­nias fuera de Italia, con lo que unos 80.000 ciudadanos ¡cobres adquirían la posibilidad de fundar familias dig­nas y de disminuir considerablemente la «hez de Ró­mulo». Hasta llegó a constituir un objeto de sus preocu­paciones la reforma del calendario, que había llegado a ser en manos de los pontífices un instrumento al servi­cio de los hombres influyentes, que hacían quitar o po­ner fechas a su conveniencia.

Sus primitivas tendencias, que ya vemos frenadas en la distribución del trigo y en la limitación del ingre­so al Senado de los suyos, confirman también el tono de prudencia de sus leyes en la disminución de un cuarto de las deudas en vez de la anulación total, lugar común de todo revolucionario que se estimara; por otra parte, la supresión de la esclavitud por deudas y la prohibición de acaparar una cantidad superior a 60.000 sestercios en oro y plata, para evitar el estanca­miento de la moneda, son medidas tan humanas, que muy bien pudiéramos pensar que no hacen más que con­sagrar la actividad de César frente a la inercia republi­cana, que no supo llevarlas a ejecución.

Toda esta enumeración da una impresión de capaci­dad política extraordinaria, cuya eficacia es difícil dis­minuir por lo turbio del origen. Al principio del capi­tuló hablábamos de una inspiración. Como en los poetas también en la política ha de surgir a veces un iluminado que se atreva a romper moldes: sobre él caerá el filis- teísmo con sus armas y bagajes; entonces su pioblema no se ventilará con componendas. Habrá que jugarse todo a una puesta, y la de menor importancia será en­tonces la vida; es la pervivencia en la posteridad que se nublará con el fracaso; el horror de haber produ­cido entre sus conciudadanos una conmoción inútil. Es

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IIKSARltOI.l.O HE f.A IDEA Dii ΚΟΜΑ

posible que baste a veces la conciencia de la propia su­perioridad, pero rodeada de ruinas, tendrá siempre, aun­que exista, las características de una paranoia. La efica­cia había redimido a César de todas esas sombras. Por eso, las idus de marzo, que acabaron con la vida de César, sellaron también el arca de esperanzas de los optimates y sus colaboradores, entre ellos el mismo Ci­cerón. Las vacilaciones de los asesinos y de sus entu­siastas, el bronco rugir del pueblo que velaba alerta el cadáver de su jefe, hicieron salir a Cicerón del blando ronroneo de las ironías a los alaridos de las Filípicas. Con un fácil calificativo : «el canto del cisne», se pre­tende retorizar la importancia de estos maravillosos dis­cursos. En realidad, son la contraprueba de la razón de César. Hubo momentos que, como en Demóstenes, pare­cía que la palabra de un hombre era capaz todavía de en­derezar los escurridizos acontecimientos, pero éstos con­tinuaron rodando por la pendiente de la tiranía. No era sólo el capricho, un deseo de cambio de postura: eran razones más íntimas las que exigían una mudanza de re­gímenes. Es más, si nosotros creemos que la fe en Roma era un valor positivo, entonces no podemos me­nos de hacer la comparación entre la preterición del desastre de Carras por los magnates republicanos (in­cluso por Cicerón mismo, que en su campaña de Cilicia no intentó más que una ligera operación que alejara el peligro, huyendo lo antes posible de la supuesta inmi­nencia de éste), y la preocupación de César de saldar sus cuentas con los Partos en aquel grandioso1 periplo que la muerte le impidió efectuar, que partiendo de los Balcanes, los Partos, el mar Caspio y la ribera norte del Ponto y del Danubio y tras la sumisión de todos los pueblos que encontrara en su camino a través de Germa­nia, le llevara otra vez a Roma por la Galia. Si Roma había de significar un paso en la historia del mundo, 110 podía encerrarse en el peligroso esquizoidismo de

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Resumen.

los optimates. De él le intentó sacar César; si sus in­tentos no tuvieron feliz resultado no fué falta del fin, sino de métodos. El capítulo· correspondiente a Augusto nos permitirá demostrarlo.

Afianzando lo anteriormente dicho, con César se sale del estancamiento de las Incluís intestinas, dando a las provincias categoría de preocupación fundamental e instrumento de pri­mer orden para abatir privilegios ciudadanos. La superación de formulismos desemboca en una brillante actividad, desco­nocida en los últimos diez años de bizantinismos internos. Esa fiebre activa barrió incluso sus propios prejuicios.

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CAPITULO XII

CLEOPATRA

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CLEOPATRA

Cuando la historia se aleja, van desapareciendo con­tornos y detalles minuciosos. Sólo quedan los edificios señeros, los únicos, además, que se coronan con los esplendores del atardecer o con las sombras de la no­che en contraposición con su propia luz. Estos con­traluces pueden ser en nuestro caso una contribución posiblemente algo extraña pero que unidos a la autén­tica masa del edificio, forman un todo que se convierte en símbolo. De todas las ciudades tenemos una imagen fantástica hecha de estos dios elementos, la primera y última impresión que nos dan sus torres y cúpulas inmersas en sol o en sombras. En los vericuetos de la vida la luz de la leyenda va aureolando con su brillo la verdad de la historia. En la lejanía sólo las moles de ésta continúan recibiendo la luz de aquélla; la unión de ambas constituirá para ©1 viajero, para el historia­dor, el cliché de aquel momento, de aquella ciudad, más verdad, en cuanto símbolo, que la ruda objetivi­dad de las piedras.

De Roma nos han llegado muchas de sus figuras en coturno de leyenda. Podemos a veces dejarlas al des­nudo ; pero existe en este su vestir tal cantidad de ansias, de afectos, de prejuicios valorables, que su des­nudez a fuerza de ser sincera se nos convertiría en falta de carácter. De esas figuras hay una con un valor negativo enorme: es Cleopatra, la reina de Egipto. Re­ducida a objetividad histórica, dejaría sin pasión las preocupaciones de sus enemigos los romanos.

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Cleopatra. Cleopatra VIII Philopator, la hija de Ptolomeo XIAuletes subió al trono de los Faraones a los diez y siete años, casada con su propio hermano, Ptolomeo XII, de diez años, de acuerdo con las disjDosiciones testamenta­rias de su padre. Hablan algunos autores de su belleza extraordinaria ( tantae pulchritudinis ut, multi noctem, illius morte emerunt), otros, quizá más cercanos a la verdad, que por otra parte \parece confirmada por las efigies que de ella nos han quedado, nos hablan de otros encantos maravillosos que suplían con creces a la in­existente belleza: una conversación subyugante, un en­cantador timbre de voz, una irresistible atracción de todo su ser, en un ambiente sin normas morales, todo ello firmemente dirigido hacia fines propuestos, eran instrumentos valiosos de casi infalible efecto.

César ij c i eo - La llegada de César a Alejandría coincidió con elpaira. enfrentamiento de los dos hermanos-esposos en una lu­

cha que llevaba todas las desventajas para Cleopatra expulsada incluso de la ciudad. Un previo sondeo por medio de embajadores y un encuentro nocturno ador­nado· con la romántica llegada de la reina a Palacio del lado del mar, oculta en una pequeña barca, decidieron a César al mantenimiento del testamento de Auletes y, por tanto, al acuerdo de los dos hermanos. La natural inconsistencia de esta resolución dió lugar a la guerra alejandrina, ya calificada por mucho® historiadores de la antigüedad como inútil, sin gloria y llena de peligros, sin otra motivación que el amor de Cleopatra. Sin em­bargo, no tardaron en llegar la victoria y la paz con la muerte del rey y el subsiguiente matrimonio de Cleopa­tra con el más joven de sus hermanos, Ptolomeo- XIII, a los que César entregó el reino. Siguió a esta victoria el libre entretenimiento de César con Cleopatra, con el nacimiento de Cesarión, cuya discutible paternidad pa­rece resolver el nombre consentido por César y el pos­terior reconocimiento como hijo.

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ΠΟΜΛ 1 5 7

El verano del año 46 conoció la llegada de Cleopatra y su hermano-marido a Roma para la conclusion de un tratado de amistad, y aún se hallaban en la ciudad el funesto día de las idus de marzo del 44, el del asesinato de César, en cuya ejecución fué parte muy principal la soberbia e influencia de Cleopatra, tan dolorosa para el pueblo romano que veía en ella el peligro de la ruina de la hegemonía de Roma a favor de una ciudad orien­tal (Suetonio Caes. 79, 3).

La muerte de César y el inestable equilibrio posterior mantuvieron a Cleopatra a la expectativa. Difiriendo sin rehusar consiguió llegar a la fecha de Filipos, sin ha­ber negativo frente a los vencedores, pero con una actua­ción entenebrecida de sospechas. Para responder de ellas fué llamada a Tarsos por Antonio, quizá picado también de recuerdos amorosos de su juventud, cuando el año 55 como jefe de la caballería a las órdenes de A. Gabi­nio tuvo ocasión ¡de ver a la entonces todavía joven reina.

Según las noticias que de aquel encuentro tenemos, no perdonó la reina ninguna habilidad para disolver con su esplendor las sospechosas suspicacias del antiguo lu­garteniente ide César. Ella sabía que Antonio se hacía festejar en las ciudades del Asia Menor como Διόνυσός y que gustaba de representar con interior satisfacción el papel del turbulento dios. En una esplendente galera con popa dorada, velas de púrpura y remos de mango de plata emprendió su viaje. Flautas y cítaras acompaña­ban el batir de los remos, mientras ella vestida de Afro­dita y rodeada de Amores, Nereidas y Gracias, aparecía reclinada en baldaquino de oro. Todo Tarsos acudió al encuentro de Afrodita y de Dionysos. El triunfo de Cleo­patra fué tan definitivo que arrastró tras deç sí a Antonio a Alejandría. Fué entonces cuando comienza aquella «incomparable» vida de que nos habla Plutarco (Ant. 28). Si la unión de Cleopatra y Antonio no tuvo

A n t o n i o y Cleopatra.

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158 AN TO N IO ¡UACARIÑOS

otro motivo que la ambición en el uno de hacer suyo un viejo imiperio, en la otra de llegar a ser la esposa del dueño del mundo, hay qtxé reconocer que Cleopatra supo montar la escena con las decoraciones más simi­lares al amor; jugaba con él a los dados, bebía, cazaba con él, asistía a sus ejercicios atléticos e incluso le acompañaba, disfrazada de sierva, en sus correrías noc­turnas en busca de aventuras. Sus amores se cubrían a veces con el velo de una relación espiritual, a veces aparecían desvelados en la más desnuda desvergüenza.

Guerra de P e - Nada tiene de extraño el descuido de Antonio durante rusa. es[a época por la guerra de Perusa, mantenida por

su esposa Fulvia, quizá con la esperanza de nublar con sus abnegados méritos los encantos de la amante.

El tratado de Brindis (septiembre del 40) por el que se concedía a Antonio el dominio de Oriente fúé sella­do, muerta ya Fulvia, con el matrimonio de la hermana de Octavio, superior en belleza a la reina egipcia, según el testimonio de Plutarco {Ant., 57, cfr. 31), unión que le mantuvo alejado de Cleopatra durante tres años.

El recuerdo de la reina o el deseo de legitimar su dominio sobre Oriente mediante el matrimonio con la auténtica heredera del imperio macedónico le llevaron al abandono de esta unión. Quizá en el fondo se im­ponía también como en César la sombra de Alejandro. A finales del otoño del año 37 se reanudaron en Siria las

M a t r i m o n i o interrumpidas relaciones entre Antonio y Cleopatra. El de Antonio y a¡í0 36 casó Antonio con ella sin haber deshecho su

Cleopatra. matrimonio con Octavia; de esa forma aceptaba el de­recho del príncipe a la poligamia, como ya había hecho en su tiempo César, y tomaba consideración principesca en una monarquía helenístico-oriental. Floro (Epit. IV, •3, 4) dice un poco melancólicamente amore Cleopatrae desd'sit in regem. También el año 36 nació el tercero de los hijos de Cleopatra y Antonio. El verano del misino

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año nos presenta a Cleopatra acompañando a Antonio hasta el Eufrates en su campaña contra los Partos. Su fracaso en esta guerra le lleva de nuevo a brazos de Cleopatra y al momento crítico de sus relaciones con ella. La habilidad de Octaviano enviando a su hermana y mujer de Antonio con dos mil hombres y provisiones le puso en la disyuntiva de someterse y aceptar o entre­garse al de otro .modo inevitable conflicto. La demacra­ción, tristes escenas y amenazas de suicidio de Cleopa­tra empujaron a Antonio por el único camino ya hono­rablemente posible. Antonio rehusó e indicó por carta a Octavia la conveniencia de no continuar su viaje. La segunda guerra contra los Partos (del año· 34) limitada a una campaña contra Astavardes de Armenia, a cuya traición achacaba Antonio el fracaso de la primera ofen­siva, permitió un paseo triunfal en Alejandría y la atri­bución de honores divinos a Cleopatra sentada en un trono de oro. Pocos días más tarde, la multitud reunida en el Gran Gimnasio pudo contemplar también el espec­táculo de Cleopatra y Antonio en tronos de oro, sobre estrados de plata, rodeados de los príncipes (Cesarión, Alejandro Helios, Cleopatra Selene y Tolomeo Filadel- fo) acomodados en otros asientos más bajos. La acuña­ción de monedas con los bustos de los dos amantes, la erección por Cleopatra de un templo en honor de An­tonio, y los honores divinos a éste y a Cleopatra confir­maron el matiz helenístico-oriental de la monarquía re­cién fundada.

Con destacar los errores y excesos de la real pareja (principalmente el reparto de provincias romanas como reinos para sus hijos) y acentuar la>5 virtudes contrarias auténticamente romanas y la indignidad de los ciudada­nos sometidos a extraños poderes quedaba marcado el camino que racionalmente había de seguir la propagan­da de Augusto, segura de su eficacia proselitista.

Aun antes de avecinarse el gran choque, existió un

Monarquía he - leníslico-orieii'-

tal.

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160 AN TO N IO MAGATUÑOS

Rom a o mo­narquía hele - n ís t i c o -o r i e n -

ial.

T e s t a m e n t o de A n t o n i o .

cambio de cartas entre los dos futuros rivales: de parte de Antonio la defensa de su unión con Cleopatra ; ide par­te de Octaviano censuras por su matrimonio, por la legi­timación de sus hijos, por el referido· reparto de pro­vincias romanas el año 34 y aun por el reconocimiento de Cesarión que Antonio justificaba apelando al recuer­do de César.

Después, apresurada preparación guerrera en Efeso, aumento de la influencia ide Cleopatra: los escudos ro­manos llevaban su nombre, acompañaba a Antonio a las reuniones, incluso a las sesiones de tribunal, su co­nopeo señoreaba los estandartes de guerra de los roma­nos: quizá todo· ello exagerado, pero esta exageración jugó un papel real en las exigencias de contrapeso en el lado contrario; pues ya entonces no se trataba de la rivalidad de dos poderosos, sino que la cuestión se pola­rizaba en las posibilidades de imposición sobre el mun­do, del ser de Roma o dé un poderío helenístico-oriental.

Los buenos oficios de Cn. Domicio Ahenobardo y de T. Munacio Planeo y M. Titio intentaron el aleja­miento de la reina de los alrededores del cuartel gene­ral con ánimo de mantener indefinidamente la persis­tencia idel equilibrio de los dos poderes; pero la habili­dad de Cleopatra, con el pretexto· de los ánimos que su presencia podía infundir en los marineros egipcios de la flota de Antonio, supo forzar su regreso. Este éxito acució su insaciabilidad cuando ya en Atenas consiguió de Antonio que le fueran concedidos los mismos hono­res que se había tributado a Octavia, y aun alcanzó el que su amante cortara el último vínculo que le unía a Roma enviando su carta de repudio a la bella herma­na de-Augusto. La acentuación de la ruptura con su patria privó: a Marco Antonio de dos de sus mejores hombres,: amargados además por el fracaso de sus com­ponendas, Munacio y Titio. Consigo llevaron a Octavio la noticia del lugar donde se conservaba el testamento

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de Antonio, arma maravillosa de la que aquel supo apo­derarse para revelar al Senado con documentos fidedig­nos la voluntad de Antonio sobre los hijos de Cleopatra, y lo que aún fué de mayor peso, su propósito de que a su muerte, aunque tuviera lugar en Roma, fuera llevado su cadáver a Alejandría para descansar sepultado junto a ella.

El fervor de Roma estalló entonces en busca de la reso­lución definitiva. Los instintos nacionales romanos del Occidente latino del Imperio se inflamaron hasta la exaltación guerrera contra la mitad oriental griega, su dominador, olvidado de sus deberes, y su liviana aman­te. La coincidencia de los poetas imperiales, así como la de los escritores de época posterior, hace pensar que las acusaciones de Roma no estaban desprovistas de fundamento. En verdad, si hubiera vencido Antonio, hu­biera sucumbido también el Occidente ante el poderoso imperio helenístico que se había fundado en Oriente. La fuerte personalidad de Cleopatra amenazaba otra vez, como en tiempos de César, la romanidad en su misma esencia. Buenos amigos de Antonio llegaron de nuevo a Atenas con la pretensión de apartarlo del camino empren­dido, alejando al menos a la reina de su lado. Para ello marchó, Genicio a Atenas, pero la acusación de Cleopatra de que se trataba de un enviado de Octavia y la ira de Antonio, por aquélla alimentada, hicieron vana su pre­tensión. Este cuidado de no confundir la maldad .de Cleojjatra con la ingenuidad de Antonio sugestionado por ella, orientó la hábil declaración de guerra del Se­nado contra la reina egipcia en la segunda mitad del año 32, sin que en ella se (deslizara ninguna mención de Antonio. Cuidaba el Senado de que la guerra que había de estallar no tuviera carácter de lucha civil, sino de guerra nacional contra un monstruoso enemigo exte­rior: los eunucos de Cleopatra. La superioridad estraté­gica de Agripa puso en difícil posición a las fuerzas

Declaración de guerra a Cleo­

patra.

CAU CE .— 1 1

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162 A N TO N IO M AGARIÑO S

Batalla de A c ­cio.

Muerte de A n ­tonio.

de choque de Marco Antonio, dificultad que abocó a la retirada de Accio, no tan triunfal para los octavianos, como para que pudieran'pensar que la guerra había terminado, ni tan provechosa para los seguidores de la real pareja que pudieran parecer oportunos los cantos triunfales que acompañaron el regreso de Cleopatra a Alejandría: ni los unos ni los otros consiguieron todo lo que deseaban, aunque en la realidad el partido ante­mano había llegado a una situación tan difícil que las numerosas defecciones que siguieron a la batalla, adqui­rieron el carácter de desbandada general. Una teoría de projDuestas y contrapropuestas, algunas de ellas se­cretas entre Octaviano y Cleopatra, que hicieron conce­bir a ésta la esperanza de conservar su reino a base de la entrega de Antonio, sucedieron a aquellos indecisos momentos. Con oriental perfidia, empezó a dar la reina facilidades a los progresos de las tropas de Octavio y a invalidar la bravura de Antonio, que había rechazado la caballería enemiga en su avance hacia Alejandría. Los propios soldados de Antonio, menos sus legiones de veteranos, encontraron en las órdenes de Cleopatra un fácil puente para su defección hacia Octavio.

La seguridad de traición por parte de su amada, a la que todo había sacrificado, y la falsa noticia del sui­cidio de Cleopatra, precipitaron a Antonio contra su propia esjDada. La piadosa lentitud de su muerte le per­mitió aún suavizar en brazos ide Cleopatra la amargura de sus perdidas esperanzas de gloria y amor. Esta sen­timental escena tuvo por romántico escenario el mismo monumento funeral qu« Cleojuatra se había hecho cons­truir y al que se había retirado con sus tesoros para dar a Octavio la sensación de que su intransigencia le pri­varía del mayor de sus deseos: llevar a Roma como prisionera en su cabalgata triunfal a la tortuosa reina de Egipto. A sus intentos de contacto personal con Octa­vio, no llevaron los enviados ;de éste más que vagas es-

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peranzas que entretuvieron su ilusión de obtener algu­nas ventajas para sí o para sus hijos. Uno de aquéllos,Proculeyo, consiguió mediante una escala introducirse en su estancia y apresarla viva. Sometida a vigilancia estrechísima en su propia tumba, pudo tributar ella mis­ma a Antonio los últimos honores. Más tarde, fué tras­ladada al palacio. Los temores por su suerte (oú θριαμ- βεόσομαι exclamaba apasionadamente), y más aún por sus hijos, se traducían en agobiantes súplicas por la en­trevista con Octavio. Al fin, accedió éste a dirigirse al palacio. Dos versiones tenemos de lo entre ellos suce­dido: Plutarco (Ant'. 83), probablemente más obje­tivo, nos habla de cómo Cleopatra yacía febril sobre un saco de paja, vestida de un simple clitón. Al sentir la presencia de Octavio saltó de la yacija y se arrojó llorando a sus pies. Las heridas que se había hecho en los funerales de Antonio, en el rostro, aumentaban su aspecto compasivo. Nada consiguió del frío Octavio, ni por exjjlicaciones, ni por súplicas, ni por promesas.

Más teatral es la versión que entonces cundió por A u g u s io -c ieo - Roma: Cleopatra, desplegando sus encantos de suges- paira. tiva cortesana, intentó por última vez el juego que tan buenos resultados le había deparado con César y Marco Antonio. Enfrente de ella Octavio, símbolo de la firmeza virtuosa, resistía valerosamente sus insinuaciones.

La más elemental objetividad histórica se inclinará por la primera versión ; sin embargo, la segunda, expre­sión de aspiraciones y concepciones de la Roma de en­tonces, tiene un valor simbólico extraordinariamente su­perior: es la conêmfigura de la romántica muer He de Antonio en brazos de Cleopatra. Esta última estaría co­reada por todos los elegiacos, cuyas noches de amor em­pezaban a esfumarse con la poesía de luz ,de sol de Vir­gilio y Horacio. La firmeza de Octavio adquiere su con­sagración poética <en las blancas velas de los barcos de Eneas que se alejan presurosos, en cumplimiento de la

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R e s u m e n .

voluntad de Zeus, del apasionado amor de Dido, la reina de Cailago. Richard Heinze lia hecho notar el paralelismo de las situaciones. Eneas es el prototipo de Augusto: pietate insignis et armis. (Richard Heinze, Die augusteische Kultur, Leipzig, Barlin, 1939, pági­na 155).

Por el contrario, la presencia .de Cleopatra en la tum­ba de Antonio para despedirse y hacer sobre ella las li­baciones rituales rectificó sentimentalmente aquel sím­bolo que corría el peligro de desviarse. Su muerte, que privó a Octaviano de la redondez de su triunfo, fué acompañada de la agonía de los elegiacos. Dionysos, dios de noche y tirsos apasionados, personalizado por Antonio, iba a ser sustituido por Apolo, orden, clari­dad, Sol, dios predilecto de Augusto.

Cleopatra representa la decrepitud del Helenismo. En la

selección de medios que Bom a lmbo de hacer para conti­nuar su vida, fué la reina de Egipto el símbolo de la Anti- Rom a, que polarizó los odios de la m oderación y pureza de Roma. César y Marco Antonio sucumbieron ante el sím­bolo antirromano ; Augusto y su virtud constituían la ban­dera de la única Roma que podría prevalecer.

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CAPITULO XIII

AUGUSTO

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AUGUSTO

En la persona de Augusto hemos de marcar dos mo­mentos: el primero es el anterior a la batalla de Filipos; el segundo abarca el resto de su vida. Entre el uno y el otro hay una diferencia fundamental que no· se ex­plica simplemente por la adquisición del fin. Hasta Fili­pos, la vida de Augusto no tiene más que un sentido: lá conservación de la herencia de César. El Senado y en su nombre Cicerón, su jefe por prestigio, ve en él un posible aliado contra los excesos de Antonio, incluso un dócil instrumento para la limitación del peligro que suponía su persona. Antonio fué ya en tiempos de César un elemento cuyas intemperancias hubo que frenar. Ci­cerón en su época de espera antes de volver a la gracia de César, lo consideró su más terrible peligro·. De su ca­rácter audaz y expeditivo, podían esperarse las más crue­les decisiones, incluso las que pudieran contrariar la «clemente» voluntad ¡de su jefe. Por eso, frente a él las pretensiones de Octavio de ser el continuador y el heredero de César encontraron, gracias al pavor que las genialidades de Antonio levantaban en el Senado, el más fácil camino para conseguir la ayuda de éste. El Senado· no podía realmente gustar del título de «here­dero de César» con que Octaviano se presentaba, si no fuera porque a su trueque podría quizá frenarse la inminente tiranía de Antonio. La sombra de la eficacia de éste y de sus decisiones hace bien sentir a Augusto y a Cicerón que aisladamente nada podrían contra él. En verdad, la unión de ambos no tuvo más que un

Epocas de su vida.

C icerón ij O c ­taviano.

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sentido negativo. Nada menos congruente podría supo­nerse que la conjunción del heredero de César con los asesinos de su padre adoptivo. Si la historia de la Roma de entonces y nuestra propia experiencia de ahora no hubiera acorchado nuestra sensibilidad, la hubiéramos tachado de «monstruosa». El encallamiento moral a que ambas nos han conducido, nos permite suavizar el epíteto calificándola simplemente de «política». Cartas cada vez más apremiantes ;de Octaviano invitaban a Ci­cerón a una conversación de la que pudiera surgir una inteligencia. Atico, el acomodaticio amigo de Cicerón, al que su posición abstencionista en la política de Roma le exige un menor bagaje de ilusión y, por tanto, un ma­yor acercamiento a la realidad, cuya urgencia en nada le atañe, ve el peligro de que con el triunfo de Octavio se vigoricen los acta Caesaris. El posibilismo de Cice­rón se refugia en el mayor peligro que supondría el señorío de Antonio. El contubernio tiene todos los ma­tices ¡de la más rastrera política: Cicerón exige de Octa­viano, el heredero de César, que deje entrar sin protesta en su cargo de tribuno del pueblo a P. Servilio Gasea, que fué el primero que había levantado el puñal contra César. El abandono de sus veteranos, a los que la pro­ximidad de la lucha con sus antiguos compañeros que permanecían en los campos de Antonio les inclinaba a la deserción, obligó a Octaviano a aceptar condición tan degradante para salir rápidamente de Roma en bus­ca de nuevas tropas que cubrieran las bajas de los de­sertores. Esta vez sus éxitos en la consecución de pro­sélitos, aun a costa del mismo Antonio, obligaron a éste, que mientras tanto desde Roma motejaba al ausen­te con el eficaz sobrenombre de nuevo Espartaco, a una mayor prudencia en sus ataques.

En este tiempo, aún pudo Cicerón conseguir de Dé­cimo, procónsul en la Cisalpina, que resistiera a las presiones de Antonio para apoderarse de aquella región

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desde la que intentaría hacer fuerza sobre Roma y el Senado. «Si Décimo resiste a Antonio en la Galia Cis­alpina y se consigue poner a las tropas de Octaviano de parte del Senado, si se levantan levas, puede muy bien esperarse que los cónsules nuevos unidos a Octa­viano ataquen a Antonio por la espalda y aseguren con ello la salvación de la República.» Tal es el pensamiento de la tercera Filípica, que con la cuarta, apunta una situación optimista para la causa de la libertad, y que también acaba con las aclamaciones a Cicerón como salvador de la patria; pero ya la quinta Filípica es la respuesta airada a una proposición del consular Q. Fufio Caleno que defendía el envío de una delegación a An­tonio: menos optimista, pero confiando siempre Cice­rón en una buena disposición del joven César, que, a su vez, pensaba de manera tan distinta a su antecesor. Ciertamente, desde nuestra lejanía, parece que Cicerón pecó de ingenuo en sus esperanzas, pero si bien se mira, la grave situación de los optimates no tenía salida sino apoyada en las ventajas que la popularidad del heredero de César podría reportarle. Sin embargo, el Senado enre­dado en escrúpulos legales se decidió por el envío de la embajada a Antonio contra el parecer de Cicerón.

La situación, pues, de aquellos días puede resumirse en las siguientes posiciones:

1." la de Cicerón, de enemiga absoluta frente a Anto­nio,, cuyo aniquilamiento defendía a ultranza.

2." la del Senado (bajo el consulado de Hircio y Pansa) nadando en contemplaciones, de las que era muestra en un sentido el envío a Antonio de una emba­jada invitándole a la inteligencia, y por otra, el con­sentimiento a la propuesta de Cicerón de declarar im­punes a todos los que del bando de Antonio pasaran al campo de Octaviano, Décimo o de los cónsules Hircio y Pansa.

3.“ la de Antonio respondiendo con soberbias cuntía-

S i t u a c i ó n d e l momenío .

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propuestas a las indicaciones del Senado transmitidas por sus legados.

4.a la de Bruto, que se apuntaba bastantes adquisi­ciones en Oriente y constituía a la sombra del' árbol filosófico ateniense lo que más tarde poidríamos llamar la generación de Filipos, cuyas principales figuras serían el hijo de Cicerón y Q. Horacio Flaco, el hijo del liberto.

5.“ la dificilísima posición de Augusto, obligado a apoyar a Décimo, uno de los asesinos de su padre adoptivo, frente a Antonio, su más eficaz lugarteniente.

6 .a la sombra de César pesa definitivamente en la ba­lanza política como moneda de concesiones por medio de los acta Caesaris (disposiciones de César) de las que no se discute ya la validez, sino a veces la autenticidad. La falta de escrúpulos del antiguo secretario de César y de Marooi Antonio justifican esa distinción, que podía muy bien servir de pretexto para impugnar algunos de los acta reales tachándolos de inauténticos.

Este equilibrio tenso podía quedar roto por la acción audaz de cualquiera de sus componentes. Cicerón espe­raba, y en esta espera le sorprendieron los aconteci­mientos, la llegada de Bruto· y Casio con los ejércitos que habían podido reunir en Oriente para poner fin a las bravatas de Antonio y a las posibles vacilaciones de Octaviano.

Ventajosa po - Puede decirse, sin embargo, que en principio la po­sición del Se- sjción más favorable era la del partido del Senado y de

Cicerón. Contaban éstos, además de con las fuerzas de Bruto y Casio, con las de Q. Cornificio en Africa, de Asinio Polión en la Hispania Ulterior y de L. Munacio Planeo en la Gallia Comata, aparte de que el mismo Lépido no se atrevía a tomar una resolución abiertamen­te hostil al Senado y que la resistencia de Décimo en la Cisalpina era más enérgica de lo que sus enemigos, los Antonianos, podían esperar.

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Pero, con todo, la política del cónsul Pansa vacilante entre su fidelidad a César y su animadversión a Anto­nio, proponiendo el envío de una segunda embajada, con la que dió al traste la XII filípica de Cicerón; los esfuerzos de Antonio por romper la unión antinatu­ral de Hircio y Octaviano con el Senado ; la indecisión de éstos en atacar a los sitiadores de Décimo, principal baluarte del Senado, así como las debilidades de Bruto frente al hermano de Antonio, al que aun llegó a reco­nocer el título de procónsul, pueden hacernos compren­der por dónde se ha de resquebrajar aquel amasijo.

Una inicial victoria de Antonio sobre Pansa, al que p

quería impedir la unión con los ejércitos de Hircio, fué compensada con creces por la victoria de éste sobre los desprevenidos soldados de aquél, excesivamente des­preocupados por su primer éxito. Aun se reforzó esta ventaja con la derrota de Antonio frente a Módena, que, a jjesar de todo, consiguió escapar con parte de sus le­giones y con cinco mil caballeros, después de dar muer­te al cónsul Hircio y de haber puesto en peligro las tro­pas del mismo Octaviano que tuvo que emplearse a fondo, para salir airoso. Las bajas de los dos cónsules (Pansa había sido inutilizado en el primer encuentro con Antonio) dejó sin aglutinante a dos figuras irrecon­ciliables: Décimo, uno délos asesinos de César, y Octa­viano, su heredero. Si ya había sido difícil que luchara éste a las órdenes de Hircio, que era uno de los fieles seguidores de César, ¿cómo se podía esperar que fuera posible la alianza con Décimo, al que por otra parte debía quedar sometido por su inferioridad en rango y en experiencia guerrera, principalmente, teniendo en cuenta que es muy probable cjue ya antes Octaviano había rehusado, basado en la oposición de sus vetera­nos, las propuestas de Décimo para emprender juntos el aniquilamiento de Antonio, que en el primer mo­mento hubiera resultado bastante fácil? Dentro de las

V im eras lu­chas.

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Ambiciones de Octaviano.

habilidades (políticas de Octaviano entró siempre la de hacer forzado por sus subordinados aquello que el mis- mo deseaba más ardientemente realizar.

Este momento crítico fué aprovechado por Antonio que consiguió reunir y reparar sus fuerzas que unidas a las de Ventidio, que venía en su auxilio, le permi­tieron no presentarse como un naufrago ante Lépiclo, en cuya ayuda tenía muy fundadas esperanzas. Frente a esta capacidad de reacción, la inercia del Senado re­chazó incluso la fórmula para llevar a vía muerta al triunfador Octaviano mediante la concesión de la ovatio o pequeño triunfo, que llevaba consigo automáticamente la cesación del imperium, y, por tanto, la reintegración al Senado de sus tropas. Creía éste en su burgués opti­mismo tener en sus manos todos los resortes de la si­tuación y creyó poder limitarse a la concesión de los máximos honores de triunfador a Décimo, al que al mismo tiempo nombraba jefe supremo, sin prestar nin­guna atención a la valiosa ayuda guerrera y más aún política del hijo adoptivo de César. Con ello, es verdad, no hacía más que someterse a las ásperas admoniciones de los que de una manera perfectamente consecuente rechazaban todas las reclamaciones sobre la herencia del tirano muerto, y que muy justamente advertían que para ello no merecía la pena haberlo hecho desaparecer.

Mientras tanto es natural que, consumada la traición de Lépido a favor de Antonio, las ambiciones de Octa­viano empezaran a adquirir cuerpo. Octaviano quiere ser cónsul; sus tropas, empujadas por el deseo de me­dro, azuzan esta ambición. La edad del candidato ( a pesar de la dispensa de diez años que le había sido concedida anteriormente) supone todavía una dificul­tad casi insuperable, pues no hay en el Senado quien se: atreva a sugerir una nueva dispensa. Parece que há­bilmente propone Octaviano a Cicerón el compartir con su experiencia los honores de un primer consulado. La

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA

resistencia del Senado, aunque algo dulcificada por in­genuas compensaciones, se lia llenado de tranquila con­fianza y, consecuentemente, de peligrosa inacción con la liberación del cerco de Módena. Décimo ipor una parte y Cicerón por otra tratan de turbar su pereza con quejas el uno y con activas propuestas el otro. Pero el Senado, por el contrario, espera poder liquidar el ejér­cito de Octaviano con diversas medidas, entre las que el intento de tratar directamente con las legiones a espal­das de su jefe exasperó la fidelidad de las tropas por este hasta mostrarse dispuestas a seguir sus deseos aun contra la voluntad del Senado.

En este punto las cosas, sólo las buenas relaciones de Cicerón con el heredero de César hubieran podido mi­tigar la acritud de estas actuaciones, pero la afición del célebre orador por la frase ingeniosa tras la que se dispara inocentemente toda su prudencia política, había paralizado la corriente de amistosos efluvios que antes los unía ; a los campamentos ide Octaviano había llega­do noticia de la frase: laudandum adolescentem, or­nandum, tollendum en que refiriéndose al joven general y jugando con el doble sentido de la palabra tollendum («levantar» y «suprimir») descubría sus secretos desig­nios sobre el porvenir de Octavian o. Por mucho que pudiera aguantar la astucia política de éste, tuvo con todo esto que llegar el momento del estallido.

A raíz del descubrimiento de su auténtica situación y de la buena disposición de los soldados para con su persona, decidió Octaviano lo que, sin duda, debía cons­tituir un viejo proyecto en su hacer: el romper con los pompeyanos antes ;d'e que éstos pudieran conseguir un aumento decisivo en sus fuerzas con los éxitos que pu­dieran obtener Bruto y Casio.

Para tantear la situación dejó escapar a Ventidio, el antiguo lugarteniente de Antonio, que tenía prisionero, y empezó a tratar con toda clase de consideraciones a

I l í t e n l o s de a prox im a ción de Oclauiano

con Antonio .

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los oficiales y hombres capturados en Módena. Incluso permitió a uno de los más altos oficiales trasladarse con Antonio y cuando el hombre preguntó si debía pro­ponerle algo, lo' despachó con la respuesta de que el pensamiento de Octaviano quedaba ya suficientemente claro, que ahora era Antonio el que tenía que decidir lo que se debía hacer.

Con una mayor rapidez, aunque sin llegar a la crisis definitiva, fueron desarrollándose los acontecimientos posteriores: unión de los ejércitos de Décimo 'y Plan­eo tras el precipitado pase de éste a través de los Alpes ; silencio de Octaviano y desesperación de Planeo y Ci­cerón porque Bruto no resolvía el paso de sus legiones a Italia para hacer fuerte la posición dé los amigos del Senado. Sin embargo·, ese silencio de Octaviano, que por sus tanteos cerca de Marco Antonio no era tan pasivo como hubieran apetecido sus enemigos, se en­contró con la ventaja de que sus legiones, con la natu­ral furia de la masa, sobrepasan, muy a gusto, sus pro­pias aparentes indecisiones. De este cómodo «dejar ha­cer» de Octaviano surgió la expedición de cuatrocientos centuriones a Roma para pedir al Senado el consulado para su jefe, la gracia para Antonio y sus compañeros y para ellos mismos el ¡Jago de sus haberes. La amenaza de un centurión impaciente que desenvainando su espa­da exclamó dirigiéndose a los padres: «Si no le dais el consulado, será la espada la que lo consiga» y la natural negativa idel Senado no dejaron otra posible solución que el que Augusto «cediera» a la presión de sus soldados que le señalaban el camino de Roma.

Oùiaviano en A ella llegó y en ella recibió el saludo de muchos de Roma. sus personajes ilustres, entre ellos el mismo Cicerón,

mientras las tropas de España y Galia se unían a los nuevos vencedores, salvo Décimo que cayó en manos de unos bandidos al intentar pasar a Bruto con los restos de las tropas que habían querido seguirle.

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La muerte de Cicerón, impuesta por Marco Antonio, contra la resistencia de Octaviano, como prenda del se­gundo triunvirato (formado por Antonio, Octaviano y Lépido) y la victoria de Filipos contra los asesinos de César, liquidaban una época de la historia de Roma.

Pero al darle esta expresión, en manera alguna que­remos indicar una muerte estéril: de lo que moría ha­bía mucho que podía utilizarse; siempre es muy difícil que en algún momento se pueda hacer tabla rasa del pasado. El anticiceronianismo de nuestros tiempo® y el de los tiempos que siguieron a la muerte del gran orador 110 pueden borrar el hecho· de que con él se encauzara el pensamiento romano hacia el imperio de Augusto. Tal es la teoría sostenida por el profesor Knoche de Hamburgo en el Congreso d'e Estudios Clásicos de Ber­lín en 1941. Además tampoco puede desconocerse el hecho de que los dos pensadores que sustentaron teórica­mente sus resoluciones o, al menos, las aureolaron de esa luz especial con que decía Cicerón que la teoría iluminaba la praxis, pertenecían los dos a un campo extraño al de los vencedores: Horacio era un tribuno de los derrotados en Filipos; Virgilio, uno de los des­poseídos de sus tierras para solucionar el problema de los veteranos de Augusto. Y es curioso subrayar que ninguno de los dos tuvo que renunciar a su pasado. Más adelante, en los breves capítulos a ellos dedicados, estableceremos la tesis de su sinceridad, absolutamente indispensable para dar al empeño de Augusto un va­lor casi taumatúrgico. Pero, para que podamos com­prender la existencia de ese trasvase, es necesario des­cubrir que, antes de las reacciones de estas dos gran­des figuras, hubo de operarse un cambio categórico en el mismo Octaviano. El Octaviano de los oportunismos de antes de Filipos no hubiera tenido fuerza moral para llevarse tras de sí a un hombre tan imbuido de preocu­paciones morales y de espíritu crítico como Horacio. Si

Filipos.

Segunda época de Octaviano.

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■Aiigmsio se ha­ce estoico.

La fieles base del principado.

nosotros repasamos lo que hasta ahora hemos dicho de Octaviano y de sus procedimientos, que intencionada­mente hemos descrito con excesiva meticulosidad, reco­noceremos que, salvo por la falta de habilidad, es muy difícil distinguirlos de los empleados por su ambicioso padre adoptivo, y que quizá estén, más cerca de la pi­caresca de un Pompeyo o de un Craso. Si en el fondo de todo ello no hubiera la necesidad de un expediente de urgencia vital, habríamos de reconocer que la For­tuna se había excedido .en su predilección en favor del sobrino de César. Por eso, antes de pasar a estudiar la época de consolidación de Augusto, es necesario sub­rayar un profundo cambio en su persona, lleno de posi­bilidades para la nueva orientación política. Zielinski, en una obra de no excesivas pretensiones, Horace et s\o'n Hemps, París, 1938, en la que por una mayor libertad del dato erudito es más fácil el deslizamiento de explicacio­nes naturales y humanas, hace un especial hincapié en la transformación de Augusto a raíz de la victoria de Fili- pos, o mejor aún, después de la guerra de Perusia contra la mujer y hermano de Antonio: se trata de su conver­sión al estoicismo. Hasta el año 40 este sistema no fué para él más que una teoría que despreciaba, de la que quizá se mofaba ; desde entonces, y en virtud de la in­fluencia de su maestro Arius, se convierte para él en la palabra de orden de toda su vida. Muy acertadamente insiste Zielinski en estos puntos de vista para hacer com­prender que el posterior acercamiento de Horacio, entre otros, a Augusto, no fué tanto* hijo de unas urgencias extrañas como de una sincera comprensión por la nue­va actitud del joven general.

Esta nueva disposición de alma conscientemente acep­tada, constituye la base de su prestigio, de la fieles, que en opinión de Heinze forma el nervio del principad'o. El princeps, tendría sobre sus conciudadanos una supe­rioridad que le impondría sobre ellos de la misma ma-

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ñera que la del patronus sobre su clientela. Como ésta, no estaría en principio basada sobre ninguna ley, sino en una relación de servicios mutuos lealmente prestados y devueltos. Esta institución, eje de la sociedad romana, adquiriría entonces a base de la más amplia personali­dad del príncipe, un carácter ciudadano por encima del familiar que hasta entonces había tenido1. Paul L. Strack, en su trabajo Der augusteische Staat de la serie Proble­me der ausgusteischen Erneuerung, nos habla también de la auctoritas. Augusto quería saber entendida su in­fluencia como un caudillaje del primero y más autoriza­do entre la sociedad noble que sostenía el Estado, un caudillaje que obligaría por ese su prestigio a la acepta­ción y al seguimiento. Si esto es así, y así lo vemos con­firmado en el libro de Von Premerstein ( 1), entonces el principado de Augusto quedaría basado en una ins­titución de profundo carácter romano cimentada en las excelencias personales del princeps, que previamen­te habían sido encauzadas en una orientación de ori­gen griego, pero que ajustaba perfectamente en el modo de ser romano: el estoicismo.

El principado de Augusto, a diferencia del de Sila, al que encontramos el fallo de su gusto por la vida, y del de César, que a pesar de la defensa de Paul Strack, 1. c., que dedica a ello una larga nota, tenía un carácter me­nospreciativo de lo auténticamente romano o, por lo menos, así pudo parecer a sus contemporáneos, se en­cuentra, pues, afincado dentro de la más auténtica se­cuencia romana. ( Cfr. Heinze, Die augusteische Kultur,Berlín 1939, pág. 13.)

Establecida, pues, la persona de Augusto con una ma- s i t u a c ió n ge- yor consistencia, si procedemos ahora a un examen de neral e""2c l0~ las fuerzas que goteaban su influencia más o menos pú~ ipos y blicamente entre la batalla de Filipos y la de Accio, po­demos señalar las siguientes direcciones :

(1) Vorn Werden und Wesen des Prinzipats, Munich 1937.

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178 AN TO N IO M AGARlÑ O S

1.“ Antonio, su principal antagonista, una vez pues­to en vía muerta el otro triunviro, Lépido, en el año 36, con el cargo de pontifex maximus y anulado en ese mis­mo año el último defensor de la República, Sexto Pom- peyo.

2.“ La aristocracia romana, añorando la libertad per­dida.

3.il Los desengañados en Filipos, cuya juventud les hacía audibles, a pesar de la derrota.

4.a La hartura da luchas civiles.Nótese de antemano que frente a las concreciones

personales de las tres primeras orientaciones, usamos en la última una denominación abstracta, qúe signifique de una manera más amplia su carácter de grandiosa ava­lancha dispuesta a engullirse en sus fauces insensibles para exquisiteces y matices todas las reliquias del nau­fragio de las demás ideas. En la obra pacificadora de Augusto es necesario no olvidar la presencia de esta fundamental negación amasada en veinte infortunados años de luchas intestinas.

Si proyectamos sobre cada uno de los restantes una lente de aumento, veremos que Antonio representaba con Cleopatra, convertida en símbolo, la degeneración hele­nística, lo monstruoso, los matrimonios incestuosos y los crímenes entre hermanos. La hábil propaganda precur­sora de Accio convirtió este aspecto en banderín de en­ganche. El hecho de que Horacio mismo, un derrotado de Filipos, interviniera en esta propaganda, prueba que la campaña contra Antonio podía tener un sentido in­cluso entre los primitivos enemigos de Augusto, y, desde luego, un sentido más hondo que el de una simple ve­leidad política.

La aristocracia de Roma, por su parte, no represen­taba ya realmente ningún valor actual ; a primera vista, quizá hubiera que pensar en su liquidación; sin embar­go, era la historia. La aristocracia había sido en ver-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 179

Jad la vencedora de las guerras púnicas, y éstas cons­tituían el escalón crítico de la grandeza romana. Cuan- de un movimiento o un momento histórico quiere pre­sumir en una nación de autenticidad, no puede dejar de reconocer a sus antecesores. Lo que no puede hacer es abandonar su propia pujanza en su senilidad; lo más hábil re, en la mayoría de los casos, un honorable re­tiro. Por otra parte, cuando se pretendía un símbolo que antagonizara la decadencia de las grandes ciudades helenísticas, siempre era más fácil erigir a Roma y su historia en relicario1 de viejas virtudes que repentizar una bandera sin antecedentes de gloria.

Los derrotados de Filipos eran por una parte un pre­supuesto de todo intento de síntesis pacífica; por otra, una fuerza de mayor valor positivo incluso que la se­natorial. Quizá pudiéramos decir, utilizando términos modernos, que representaba el sector intelectual, pero, como tal, más útil como fertilizante que como factor decisivo en el momento crítico. De su contribución ha­blaremos a propósito de Horacio y Virgilio, aunque éste no pertenecía realmente al grupo.

La actuación de Augusto se había de concretar, por tanto, a destruir el primer factor, incorporándose a los otros tres. Los diez años que median entre Perusia y la batalla final, los hemos contemplado- desde Cleopatra en el capítulo a ella dedicado ; han sido años de tanteos para el golpe definitivo ; pero en esos tanteos Augusto ha tenido la habilidad de marcar los límites de Roma y de la Anti-Roma. En la época cjue precedió a Farsalia, Cicerón podía dudar con razón de la existencia de una mejor bandera (esto es lo que da un valor trágico a la carta arriba transcrita) en la de Accio no· se podía dudar. Cuando llegó el momento, la disposición de los ánimos bahía sido tan diestramente trabajada, de acuer­do con la realidad, que todos tenían la conciencia de que no había otra alternativa que Roma con Augusto o

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180 AN TO N IO IYIAGAIUÑOS

Anulación del Senado.

A t r i b u c i o n e s de A u g u s t o . Etapas de su

concesión.

caer torpemente bajo el dominio de Cleopatra. Un poco ligeramente dice Zielinski que de parte de Antonio y Cleopatra estaba la poesía, de la parte de Augusto el honor. Esta expresión, que sin duda encierra una es­pecie de concesión al ambiente en que se daba la con­ferencia, París, nos indica bien a las claras que la im­posibilidad de elegir daba una fuerte consistencia a la posición de Augusto, principalmente tratándose de un pueblo de una conciencia moral tan rigurosa. En reali­dad, esta oposición reaparece en la de epicureismo-es­toicismo, elegía-nueya poesía.

Los puntos más difíciles lo constituían la captación de los derrotados y la anulación del Senado, sin levantar suspicacias. De lo primero nos ocuparemos a ¡aropósito de Horacio, caso* típico ; en cuanto a lo segundo, creemos de necesidad hacer ahora un pequeño estudio, no tanto por el hecho en sí, como por el significado que adquie­ren los procedimientos.

Paul Strack, en el citado trabajo Der augusteische Staat, pág. 5, hace notar como un elogio de la grandeza de Augusto el becho de que a través de los siglos aún no se ha podido llegar a una explicación definitiva so­bre la concepción de su régimen. El autor del trabajo, después de; examinadas las tres propuestas de aclaración (monarquía constitucional o militar, restablecimiento de la república y diarquía del Príncipe y del Senado, que es la explicación de Mommsen), establece la reali­dad de una nueva forma, que no se amolda a ninguna de las anteriormente existentes.

Antes ¡d'e penetrar en su significado, señalaremos las principales etapas de sus atribuciones, jalonándolas con las siguientes fechas :

1) Año 36, concesión de la sacrosanclitas, lal como la gozaban los tribunos de la plebe.

2 ) Año 30, atribución de los derechos tribunicios del ius auxilii (ayuda contra los excesos burocráticos)

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y ius intercessionis (reclamación contra las resoluciones del pueblo y del Senado).

3) Año 29, concesión del título de Imperator, que había tenido que deponer después de las fiestas triun­fales.

4) Desde el año 27, su dirección del Estado estaba basada:

a) en la investidura de cónsul renovada anualmente por elección popular, que compartía con alguno de sus amigos más fieles;

b) en el imperio proconsular durante diez años so­bre España, Galia y Siria, y el dominio de Egipto, lo que en realidad implicaba el mando sobre la mayoría de las legiones romanas.

5) El año· 23, con la conspiración de Varrón Mu­rena, compañero de consulado en aquella fecha de Au­gusto, que había atentado contra la vida de éste y ha­bía calificado de monarquía la renovación anual de su consulado, y con el proceso a ella siguiente se había mostrado una tan resuelta oposición a esta permanen­cia de Augusto en el consulado que se decidió a la re­nuncia de sus poderes consulares. Como con ello perdía también el derecho de convocatoria del Senado y la prelación para dar su opinión en las reuniones senato­riales (ius primae relationis), le fueron concedidos am­bos privilegios por una resolución excepcional de los Padres. También de una manera especial se le conce­dió el derecho de ejercer el imperium (mando militar) dentro y fuera de la ciudad, prerrogativa que había per­dido con la renuncia al consulado, que fué acrecida ade­más con una supervisión sobre los representantes del Senado en sus provincias (imperium proconsulare ma­ius)·. este imperium concedido de por vida, no fué ad­mitido por Augusto más que por plazos de cinco años.

Muy acertadamente hace notar Paul Strack, ob. cit., pág. 9, la divergencia de criterio entre los antiguos y

»R S A R R O F J .O DI! [.Λ IDEA DF, R O M A I f i l

R e f o r i n a d e l año 23.

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182 AN TO N IO MAGARIÑOS

La distinción d o ni i n i i 1 i -

t ia cc j i i e .

modernos al valorar esta acumulación de poderes en Au­gusto. Para nosotros se trata evidentemente de los há­biles pasos hacia una tiranía efectiva; por el contrario, los antiguos la vieron como una debilidad de Augusto, al cpie incluso en tiempos de necesidad urgieron repeti­damente a que recobrara el consulado, anual o vitali­cio, o se hiciera nombrar dictador. La diferencia de criterio la resuelve el autor del referid'o artículo con la separación de domi y militiae, esto es, el ámbito ciuda­dano, y todo lo que queda fuera de él. Dentro de la es­fera de la magistratura, en el círculo burocático del domi, la renuncia a la dignidad consular, hasta enton­ces renovada, significa en principio una fuerte dismi­nución 'd'e la plenitud de poderes del príncipe que no eran compensados de una manera completa por los nue­vos derechos tribunicios. En la nueva regulación del año 23 no fué percibido por los contemporáneos como esen­cial el aumento de los poderes en el campo de la pro­magistratura (militiae) sino la disminución en la esfera de la magistratura (domi). Este mayor peso del círcu­lo de la Ciudad determina el pensamiento político del tiempo y la separación d'e las dos antiguas demarcacio­nes administrativas domi-militiaeque es el presupuesto para la comprensión no sólo de la situación en aquel momento, sino en general del Principado.

La posibilidad de esta separación parece como in­concebible para el sentir moderno, acostumbrado a leer entre líneas la realidad de las relaciones, pero para el romano de cuño medio el imperio, las provincias y sus pueblos eran sólo- objetos del dominio romano, cuyo monárquico señorío no impedía la igualdad y libertad de los ciudadanos. Por eso los gobernadores aristocrá­ticos de las provincias romanas eran casi señores ilimi­tados de su dominio comparables a reyes, aunque al mis­mo tiempo, dentro del ámbito de la ciudad romana eran sólo miembros en igualdad de condiciones con el resto

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DESARROLLO DE Ι,Λ IDEA DE KOMA

de la sociedad aristocrática. Esta polarización está la­tente en la antinomia que señalábamos entre César y Cicerón : César con una comprensión para las provin­cias a costa de Roma; Cicerón, con despego de ellas frente a la Ciudad. Durante distintos capítulos de este trabajo he insistido sobre esta diversa concepción, aten­to a preparar el ánimo para este momento. El enclaus- tramiento en Roma era detener la historia encerrada en los limites de la vieja polis, inservible ya, cuando los ho­rizontes son amplios. Esta dualidad es la que nos per­mite comprender las aberraciones de la aristocracia en el proceso contra Verres y los deseos de Cicerón de volver a Roma dejando lo antes posible su proconsulado de Cilicia, así como sus lamentaciones al abandonar Pom- peyo la ciudad en los comienzos a'e la guerra civil. Por el lado contrario nos da una medida para va­lorar la visión del futuro de los políticos romanos: de Sila con la organización de la promagistratura, de Pom- peyó con su sabia administración del Asia Menor y su desvalorización de Roma ante el empuje de César, y de éste mismo con su visión alejandrina del Imperio. En este punto fué también Octaviano un continuador de su padre adoptivo, pero la ventaja que dió duración a su realización estriba:

a) en esa su comprensión de que no debía crear obstáculos a la misión de fuera de Roma, daíído oca­sión a zancadillas ciudadanas, como la que de parte de la aristocracia costó la vida a César. Este quebrantó con el poder traído de fuera los privilegios ciudadanos, mien­tras que Octaviano condescendió con los pujos de in­dependencia del pueblo y nobleza romana, liándole la ilusión de que no· le mermaba sus derechos.

b) pero además hubo una segunda razón que dió perdurabilidad a sus esfuerzos. En su misión imperial, las preocupaciones de Octaviano se dirigieron, al con-

A h g u si o s e p r c o c u p ó dc l

Occidente.

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AN TON IO MACAKIÑOS

trario que las de César, más a Occidente que a Oriente. Quizá hubiera en este cambio de dirección una mayor conciencia de la decrepitud oriental, ¡cuesta de mani­fiesto de una manera especial en los errores de Antonio. En este sentido es profundamente significativo incluso el hecho de que Augusto no, se preocupó de los Partos y Armenios, sino para hacer con ellos la paz, frente a la gran campaña de venganza por la derrota de Carras que preparaba César a su muerte. Por el contrario, Oc­taviano cuidó de incluir en el imperio a los pueblos .d'el Norte y del Occidente. Straclc cree que se trata con ello de una ampliación del mismo tono raeial del núcleo itá­lico, cuyas virtudes sostuvieron la lucha contra el Orien­te de Antonio. ' Sería, por tanto, un proceso· de expan­sión de la civilización romana en círculo concéntrico más amplio que el que había producido la unidad itá­lica. ¿No podían los celtas del pueblo galo, se pregun­ta Strack en la página 16, d'e la misma manera que los celtas ide las llanuras del Po ; los pueblos ilíricos del sur del Danubio, lo mismo que los ilíricos de la costa orien­tal de Italia, y las razas ibéricas de Hispania, lo mismo que las razas con ellas emparentadas de la costa ligúrica de Italia llegar a ser verdaderos itálicos? Intencionada Q no la realidad afianzó el instinto de Augusto, que de­rramó la cultura que había d'e llamarse clásica sobre la llanura virgen de Occidente, olvidando el viejo intento de llevarla río arriba anegándola en la saturación hele­nística.

Pero este intento de expansión en Occidente supone que la fuerza civilizadora había de ser no la helenística, sino la romano-itálica llegada ya a su madurez. En el fondo late aquella idea de plenitud de los tiempos, id’e que habla Teodoro Haecker, a propósito de Virgilio y su Eneida y que se cruzará más tarde con el pensamien­to cristiano.

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DESAKItOU.O HE I.A IDEA DE ROMA 185

Resumiendo, podemos subrayai· en todo lo anteriormen­te dicho tres ideas fundamentales :

1.a Antes del advenimiento de Octaviano liabía una si­tuación de hecho en Roma que exigía un expediente para que continuara viviendo. La habilidad de Octaviano es ha­ber comunicado a esa misión de circunstancias un carácter transcendental, elevándola a la altura de síntesis de la vida del pueblo romano y griego.

2.a La paz la conquistó Octaviano no sólo a punta de lanza, sino también apoyado en el valor negativo de su ad­versario ; la fortificó con su habilidad del imperium procon­sulare y de la tribunicia potestas, que calmó las suspicacias de la aristocracia romana, permitiéndole utilizar sin con ­trariedades a Roma com o símbolo frente a las ciudades he­lenísticas, y le dio enjundia con la sugestión que pudo ejer­cer en el sector intelectual.

3.a Esta enorme tarea la hizo posible con la presencia de cualidades que eran características de Roma :

a) por su conversión al estoicismo ;b) por su exaltación de las virtudes y pureza itálicas

frente a la hybris helenística, representada por Antonio ;c) por el sentido de misión y plenitud, que había tenido

su primera manifestación en la concesión del derecho de ciu­dadanía a los itálicos.

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CAPITULO XIV

VIRGILIO

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V I R G I L I O

Es afirmación ya repetida que las obras geniales se distinguen porque tienen tal consistencia que son ca­paces de desafiar los más opuestos cambios de gusto, sin que dejen de tener vigencia, por lo menos, alguna parte de sus presupuestos. Tal es el caso de Virgilio. Ni la primitiva Patrística, ni la Edad Media, ni aun menos el Renacimiento, ni siquiera el Romanticismo con su des­pego por lo clásico dejaron de mirar a Virgilio. Ni aun entre los griegos, en los que el desprecio por lo romano era postulado de superioridad, faltó la admiración por el poeta de Mantua, que, junto con Cicerón, es el autor latino que mayor número de lectores ha conseguido en Grecia. (Cfr. Reichmann, Römische Literatur in grie­chischer Übersetzung. Leipzig, 1943, pág. 10.)

Naturalmente que lo que cada época ha visto en él varía según las preocupaciones que sobre cada una pe­saba. También, según los tiempos, han variado las obras objeto de predilección. Para no fijarnos más que en lo que más cerca nos llega, el Virgilio romántico estaba hecho a base de las églogas, del sentir amoroso de sus pastores, de la desgracia amorosa de Cornelio Galo, el poeta abandonado de su amada en seguimiento de un soldado. Aun de la Eneida el pasaje del suicidio de Dido, que pierde a su desamorado héroe, era el más propicio para una admiración romántica. Por lo demás, Virgi­lio, según ellos, era insincero, un instrumento de la tira­nía de Augusto, que le obligaba a cantar temas políti­cos o históricos, en todo ajenos a su especial sensibili-

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190 AN TON IO íMAGAIUÑOS

Revalorización de Virgilio.

dad propicia a la melancolía suave y a la naturaleza.Pero no era este sólo el daño inferido a Virgilio, tam­

bién ha tenido que sufrir el martirio a que se encuentra sometido todo escritor notable por los eruditos. Es raro el caso de los eruditos poetas y, por el contrario, es muy frecuente1 el de eruditos cuya documentación es in­versamente proporcional a su sensibilidad, cuyo mayor solaz es encontrarle un precedente, por remoto que sea, al pobre poeta de turno, al que, asignándole su propia manera de ser, atribuye más erudición que fuerza creadora. Virgilio sufrió la plaga de precedentes y que­dó nublado por Teócrito, por Homero; así, pues,'hasta el año 1930, fecha de su himilenario, podemos bien de­cir que se le trataba como a un poeta malogrado por la tiranía y ahogado por su afán imitador ; en resumen, a duras penas lograba con bastante dificultad un puesto entre los poetas de primera categoría. Todas estas indi­caciones no están, ni muchísimo menos, hechas al aire. Los nombres de Herder, Goethe, Niebuhr suponen un testimonio de fuerte peso: el primero lo consideraba como una representación de lo artificioso cultural, del destino de Roma, cruel y sanguinario, frente al libre juego de las fuerzas naturales. A Goethe, anclado en la exaltación individual, resultaba incomprensible esa or­denación del hombre en un Cosmos superior. Su mismo amigo Schiller tuvo apenas comprensión más que para la tragedia de Dido y Eneas.

Fué Richard Heinze el que en su libro Virgils Epis­che Technik ha comenzado la revalorización de Virgilio. La tesis de este libro es que Virgilio ha renovado la téc­nica del Epos y que se atreve a competir con lo más alto, sin sacudirse su herencia. En Homero hay una su­cesión de hechos, de acciones particulai^es; en Vfirgilio hay una ordenación a un fin. Este movimiento, que re­cibió ciertamente consagración en esta gran obra, ha­bía tenido su iniciación, años antes, en unas conferen-

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cias del mismo autor, dadas el año 1918 en Bucarest, al calor de la tragedia de la primera guerra mundial, ante soldados, poco fáciles, como es natural, a aceptar exquisiteces vacías. (Heinze, Die augusteische Kultur, Teubner, Berlín, 1939.)

Esta revalorización de Virgilio se acentuó en los múl­tiples trabajos que se publicaron con motivo del bimi- lenario. Coincidió también con ellos un paralelo de cir­cunstancias históricas, que hacían más comprensible la actitud del vidente Virgilio y clé su participación en el destino d'e Roma.

Klingner, en la obra tantas veces citada Römische Geistesweit (pág. 151 ss.), es partidario e insiste macha­conamente en la demostración de la unidad de la obra de Virgilio. De que esto sea verdad comprendemos que depende en ¡jarte la afirmación de la sinceridad d'el poeta en sus últimas obras; sin embargo creemos que en las Bucólicas hay todavía una ligera indecisión que le lleva, por una parte, a los caminos elegiacos, mientras que por otra muestra ya poesías como la primera y la cuarta en que se insinúan las tendencias que se afian­zan ya posteriormente en las Geórgicas y en la Eneida. Aunque ya se había admitido que en Virgilio había una ordenación y animación de las cosas de que ca­rece en absoluto Teócritp, este hecho le independiza en gran manera de su predecesor. Esta divergencia es naturalmente fruto de rasgos romanos que, en cuanto tienen fuerza para rescatarlo del primitivo ambiente (elegiaco y helenístico), adquieren una exigencia de especial atención, bien se los considere hijos del mo­mento o padres de su desarrollo, tanto más, cuanto que estos primitivos brotes de desviación ganan firmeza con la orientación de sus obras pasteriores.

Describe la primera égloga los estados de felicidad y amargura de dos pastores: uno de ellos autorizado a permanecer en sus tierras, y el otro forzado a abando­

Eglogas: inde­cisión entre lo e l e g i a c o ij e l n u e v o zu o u i -

míenlo.

Egl ogaru: primer con­tado con la rea ­lidad histórica.

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Egloga cuarta: p lenitu d ; m e -

sianismo.

narlas para dejarlas a los veteranos de Augusto. Virgi- lio ha llenado además la voz de los pastores con su propia vida (también él había sido desposeído d'e sus tierras). Ni en el asunto ni en la preocupación queda ya nada de Teócrito. Un matiz helenístico (de evasión, cfr. pág. 1 2 ) se transforma de esta manera en algo muy romano, mientras el mundo pastoril, que en sí carece de perspectiva histórica, se encuentra con la histórica realidad de Roma.

Aparece en la segunda de las églogas que hemos men­cionado una preocupación que ya había apuntado en las letras romanas (en Lucrecio, por ejemplo), pero que en Virgilio recibe ya esa plenitud que los tiempos y la sensibilidad del poeta dieron a su obra : se trata del ad­venimiento· de un salvador de Roma y, con ella, del mundo· El traería de nuevo la paz y la justicia que se había perdido desde la época de Saturno. Las ca­racterísticas mesiánicas están tan exactamente dibuja­das por el ansia del poeta, que los antiguos padres de la Iglesia pudieron llegar a considerarla como una pro­fecía del Salvador, proveniente del lado pagano, que por una gracia especial de Dios había sido concedida a la pureza de vida del poeta de la Eneida. El hecho de que realmente trata la poesía es muy limitado, quizá el pa­rabién por el nacimiento de un hijo del cónsul del año 40, Asinio Polión; queda, sin embargo, como símbolo de una situación de inquietud que se había impuesto en el mundo desazonad» por las continuas luchas y de­seoso de una estabilización de la paz. En páginas an­teriores hemos dado, quizá porque de ninguna otra ma­nera pudiera apreciarse el contraste de Octaviano, una imagen pesada, pero necesaria, de las continuas revuel­tas que no sólo hacían imposible la vida en Roma, sino la vida de Roma. De ellas pudo· surgir la necesidad de evadirse (las Eglogas son, según la calificación de Kling- ncr en la obra tantas veces citada, una Arcadia de eva­

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sión, aunque siempre con una ventana abierta al espí­ritu romano, que penetra con sus desgarrados vientos), o también, que es lo auténticamente romano, la nece­sidad de actuar con conciencia de superioridad, a des­pecho del disfavor de la plebe (recuérdese el Sueño de Escipión), en un pitagoreísmo¡ o neopitagoreísmo tinta­do de toques estoicos. Así, mientras que en la poesía au­ténticamente elegiaca hay una clara huida de todo lo que represente preocupación cívica o guerrera, Virgi­lio, que ve en esta égloga acercarse por segunda vez los tiempos de Saturno, ordena ya al niño, a quien va dirigida la poesía, la dedicación a las tareas políticas: adgredere o magnos aderit jam tempus honores.

A hombros de una concepción pitagórica entró, pues, en esta poesía una exaltación del campo, la herencia de Saturno, y un optimismo en el porvenir de Roma. La descripción de la nueva Roma estaba, sin embargo, llena de dorados de fantasía; pero ya las Geórgicas, escritas por indicación de Mecenas, no son una exaltación ge­neral, aunque sincera, del campo, son la auténtica Ita­lia campesina, en la que descansa la grandeza de Roma, cuya decadencia amenaza por haberse apartado de aque­lla vida que, en lo que de ella permanece, es una pervi- vencia de la antigua pureza. Estas ideas (recordemos a Catón) son una herencia típicamente romana, pero· al mismo tiempo suministran la base para la oposición Oriente-Occidente (Antonio-Octaviano), entre las luju­rias de aquél y la simplicidad de la vida campesina de Italia, que, por su misma naturaleza, está destinada a ser un país de medida y, por tanto, a defender la idea de moderación frente a la exuberancia oriental.

Una crítica ya pasada, y que ahora puede parecer barata, pero a la que esta cualidad no restó la posibili­dad de imponerse, manchó la concepción de la Eneida con la burda calificación de habilidad. Según ella, el encubrir las alabanzas de Octavio en las lejanas visio-

Geórgicas: pu­reza campesina

de Italia.

Eneida: Roma eje de la orde­nación divina

del mundo ,

C A U C E .— 1 3

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194 AN TO N IO M A G A M Ñ O S

nes de Eneas y de su padre Anquises sobre el futuro de Roma era una manera diestra de huir la glorificación directa del «odioso» tirano. Prescindiendo de que si así hubiera sido, ningún trabajo hubiera costado al em­perador hacer enmudecer para siempre la obra de su poeta favorito, que, por lo demás, había dejado encar­go expreso de que se la hiciera desaparecer por no ha­ber podido hacer las últimas correcciones, una visión desapasionada de la obra hace comprender que Virgi­lio ha elegido un trasunto histórico en el que, en ger­men, quedará contenido el mundo y misión de Roma. El hacerlo así d'a a las figuras y objetos de la Eneida una resonancia que hasta entonces había sido extraña al Epos, incluyéndolas en el destino romano mirado con veneración religiosa e incluso en el plano divino del mundo. Muy bien observa Klingner que los padecimien­tos de Ulises en Homero se completan con la vuelta a su patria ; los de Eneas sólo en parte terminan con la vic­toria de Turno, pues en realidad no acaban sino con la fundación y engrandecimiento de Roma y, finalmente, con la soberanía de Augusto. Así la profecía de Tire­sias en la Odisea se refiere al porvenir particular de Uli­ses y los suyos, la profecía de Anquises en la Eneida al porvenir de Roma. Eneas actúa, pero su pietas (su res­peto a los dioses) hace que sea el plan divino del' mundo el que actúe, que culmina en Augusto y en su ordena­ción de las c.osas : muy acertadamente termina el mismo autor sus distintos estudios sobre Virgilio. c¡on las si­guientes palabras: «El τέλος que domina la obra toda de Virgilio es la idea del destino de Roma, de la crisis de los tiempos y de Augusto, divino1 salvador y cumpli­dor del destino de Roma» (Klingner, ob. cit., pág. 171).

Esta frase, que resulta de una excesiva densidad, creo que puede ser ilustrada con uno de los pasajes más po­pulares de la Eneida. Me refiero al episodio de Dido y Eneas, quizá el que mayores censuras ha hecho caer

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 195

sobre el carácter del ;pío Eneas. La enamorada Dido ha confesado a su hermana su pasión por el héroe de Troya y con ello su esperanza de matrimonio. Juno, la pode­rosa enemiga de la ciudad vencida, se propone fomen­tar estos amores que destruirán los proyectos de los tro- yanos sobre Italia. Una cacería y una tempestad, que dispersa a los demás cazadores, reúne amorosamente a Dido y Eneas en una gruta. Por indicación de Iarbas, rey de los Gétulos y prometido de Dido, envía entonces Júpiter a su emisario Mercurio a Eneas para recordar­le su obligación de abandonar Libia siguiendo las ór­denes de los destinos. Ni reproches, ni lágrimas, ni ame­nazas logran apartar al piadoso Eneas de la misión que le ha impuesto el hado. Las quejas de Dido culminan en el verso 308 del libro IV: «Te nec moritura tenet cru­deli funere Dido?y> «¿No basta para retenerle mi muerte próxima en cruel hoguera?» «Hic amor, hic patria est», responde Eneas refiriéndose a las costas de Italia.

Con habilidad de trágico griego no ha hecho Virgi­lio que triunfara esplendorosamente la razón de ningu­no de los dos: hay dos fuerzas humanas en lucha y Virgilio, en una poética objetividad, no· quita a ninguna d'e ellas ni la menor de sus defensas. Es difícil no asen­tir a los reproches de Dido, pero la vida es algo más que ternuras amorosas: es una ordenación impuesta p o l ­los dioses, que todos respiramos, que puede convertir en monstruoso lo que ide ella nos aparta. La aurora ilumi­nando las blancas velas de Eneas y mezclándose con las llamas de la hoguera de Dido, resuelve la tensión a favor del orden impuesto por el dios supremo.

Que esta evolución de la Elegía al Epos no es una po- Lc sición aislada ni una apasionada interpretación de la de crítica moderna salpicada de influencia política, lo prue- es ba un artículo reciente (33. Romussi, Philologus, XCIV,175 ss.) sobre una de las figuras de la poesía elegiaca, sobre Propercio. Gustaba este poeta de ser llamado «el

e v o lu c ión Virgilio noun hecho

aislado.

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Divina sereni­dad.

Calimaco romano)). Bajo este título se escondía un afán de coincidencia con la poesía helenística (cfr. pág. 1 1 , evasión, erotismo exacerbado). Los tre§ primeros libros de sus poesías están efectivamente encuadrados en esa exaltación del amor, característica de los auténticos ele­giacos: el amor es el supremo de los bienes, por en­cima de normas y obligaciones morales ; pero el cuarto libro introduce ya el tema del matrimonio fructífero, de la amada que espera al soldado que marcha a la guerra: el amor sometido a un orden con enraizamien- to religioso. Pera aún Virgilio y Propercio no son los únicos; en el mismo sentido hablaremos más tarde de la conversión de Horacio y aún debemos ver la misma orientación en el camino recorrido por Ovidio ( aunque a la fuerza, justo es confesarlo) desde los Amores hasta los Fastos.

Podremos, por tanto, hablar de un tono de la vida de la Koma de Augusto, cuyo definidor principal es Vir­gilio ; pero además este valor de oráculo está lleno de serenidad divina. No es el avasallamiento triturante de Lucrecio: «se trata, en verdad, de una naturaleza rica en sensibilidad», «de una tal intimidad con la divina ar­monía, que es ésta la que lo abarca todo, y está siempre presente en el curso de su existencia. Una armonía no forzada, que realmente se ha de llamar belleza». «En Virgilio se pasa sin forzar del asunto inmediato, que nos toca directamente, a los problemas fundamentales, como el destino de Roma y la divina ordenación del mundo· y de la existencia» (Klingner, ob. cit., páginas 145, 150).

En la primera égloga, antes citada, en la que, como en todas las églogas, hay, por tales, una nostalgia ar- cádica, el triste diálogo de los pastores que desciende hasta el dolor de la cabra recién parida sobre una roca y el abandono de su cría, sube después en pausada e insensible gradación sobre la ciudad cercana, a cuyas

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D E S A R R O L L O D E L A ID E A D E ROMA 197

ferias acostumbran a asistir, sobre la grandiosidad de Roma eterna, hasta Augusto, dios, cuya naturaleza no se define, pero cuya potencia gravita sobre los protago­nistas, en uno como losa de desgracia, en otro como principio de redención: Roma y su caudillo quedan así ensartados en el ingenuo pasmo de los dos pastores.

Esta fundamentación d'e Roma en lo eterno, teoriza­da por Cicerón, queda afianzada por la perfección poé­tica de Virgilio. Desde entonces se acudirá a sus pala­bras para aislar de peripecia el dogma de la patria. Cuando Macrobio quiere encontrar algo que antago- nizara las Divinas Escrituras, es a Virgilio, de frase es­culpida, al que acude. Sobre el sector pagano, que cen­sura, en la disputa del Altar de la Victoria frente a San Ambrosio, el elemento disolvente que en la eternidad de Roma se había introducido con el Cristianismo, pesa aún (años más tarde) el nombre de Virgilio como ban­dera de la ciudad que no debía morir. Hay desde lu ago en ello una excesiva obstinación, porque de todos los poetas y pensadores paganos es, desde luego, Virgilio el que está más cerca d'el tono cristiano, pero es intere­sante destacar cómo tres siglos de desengaño primero, de inquietudes después, y de guerras siempre, no han borrado, cuando las fronteras se pierden en lejanías bárbaras que nutren emperadores, el valor aglutinante de Virgilio. Por eso, cuando1 en el pensamiento cristia­no se ha superado· la concepción de Roma sub specie Babylonis, antagónica del Cristianismo, y se ha sobre­pasado la id'ea de Roma penitente de tiempos de San Dámaso, se insinúa el concepto de Roma precursora del Cristianismo con el estado de Augusto ; concepción que después de vencer la crisis agustiniana de Roma, contrafigura de la Ciudad de Dios, se impondrá en la Edad Media en la síntesis de Dante en la Divina Come­dia, en que la Roma pagana asciende a las cercanías del Santa Sanctorum de los cristianos simbolizada en el má­

V irg i l io d e f i ­nidor de la Ro~

ma eterna.

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Resumen

gico poder de la sincera pureza de Virgilio. «En esta sín ­tesis vivió la Edad Media, y cuando las fuerzas analí­ticas dieron al traste con ella quedó la gran idea despe­dazada. Parece como si a ello hubiese seguido como cas­tigo el caos. La mirada hacia Roma hace participar en la grandiosidad de la vida en ella edificada, en su sa­biduría y en su armonía».

Todo esto nos puede hacer mirar a V irg ilio com o el gran río que acoge con serena grandeza los tumultuosos cursos de sus afluentes.

1.° En él se reproduce la exaltación de la acción como elemento fundamental de la vida de Rom a (pensamiento de Catón y Cicerón). En él se manifiestan las características que señalábamos com o distintivas de la literatura romana :

a) sus héroes no son legendarios (com o en Nevio y Ennio).

b) la obra literaria es un adorno de la praxis funda­mental, en este caso la ordenación de Augusto, de acuerdo con el pensamiento ciceroniano, heredado del círculo de Es- cipión.

2.° M isión de Rom a, consecuencia de sus virtudes, fun­damentadas en la pureza campesina de Italia (pensamiento de Catón y Verrón) y en su eternidad, definida por Cicerón.

Plenitud de tiempos que constituye un postulado previo de la acción de Augusto, aunque en realidad sea una con ­secuencia de su triunfo político. Esta idea de plenitud, apor­tación del neopitagoreísmo y latente en los deseos de Ci­cerón, es el bagaje fundamental de V irg ilio , que sirvió, p ro ­videncialmente, de puente hacia el Cristianismo.

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CAPITULO XV

HORACIO

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H O R A C I O

Difícil es pretender darse una idea de Horacio sin de­dicar previamente un recuerdo a su estancia en Atenas, enviado por su padre para perfeccionar su educación, y a su encuadramiento, con otros jóvenes, entre ellos el hijo de Cicerón, en el círculo formado alrededor de Bruto, uno de los asesinos de César. Las aficiones filo­sóficas de aquel grupo, engrasadas ¡primero en el amor a la libertad de la tierra que los acogía en su destierro y hundidas después en la derrota de Filipos, en la que Horacio fué tribuno, por la opresión de los tiranos par­tidarios d'e César, exigen naturalmente para Quinto Ho­racio Flaco una disposición de disgusto para todo lo que le rodea a su vuelta a Roma. Pero no por eso po­demos pensar en que su aversión tuviera principalmente signo político. Por el contrario, se extiende a lo litera­rio y es en este punto en el que radica su primer con­tacto con el mundo de Augusto, que se impondría más tarde.

El tono de la desesperanza política que hemos en­contrado alrededor de Catulo, se exacerbó en la persis­tencia de las inseguridades civiles que continúan a su muerte; y aquella evasión de lo político de que hablá­bamos en la pág. 65, como consecuencia de la crisis de la gloria ciudadana para refugiarse en la belleza y mayor seguridad de los lauros literarios, trae, ayudado por la influencia alejandrina, la presencia del grupo de los elegiacos. Son entonces Tibúlo y Propercio las prin­cipales figuras que de él pasaron a la Historia literaria.

Posición cinlL- elegíaca de H o ­

racio.

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2 0 2 A N TO N IO M AGARIÑO S

Predominio de personalidad.

Una crítica superficial ha hecho de Horacio a propó­sito de la Epist. I, 4 y de la oda 33 un tierno ami­go de Tibulo ; pero a poco que leamos cuidadosamente, y en ello insistiré en otra ocasión, sus versos y repase­mos sus relaciones con otras poesías (Epod. 15 y C. II 9) veremos con toda claridad que lo que realmente hay allí es una posición adversa de Horacio ante las lamentacio­nes elegiacas, de las que se muestra saturado (vost qui­bus est virtus, muliebre tollite luctum, Epod, 16 49). Klin. gner (ob. cit., pág. 194) dice que entre las características d'e Horacio se encuentra una virilidad superior que le enfrenta a la poesía elegiaca llorosa y enclenque de sus contemporáneos. Quizá haya más bien en ello la natural reacción de una juventud que empieza contra la generación que le precede; pero desde luego esta crisis estaba favorecida por el carácter de Horacio no dema­siado propicio a concesiones al ambiente; mientras en Virgilio hay una compasión (Mitleben en su sentido etimológico) con las cosas y los hombres, que permitió que la luz que le salvó en el momento de la desgracia le viniera de fuera y él mismo haya procurado exten­der esta luz alrededor de sí y penetrar con ella todo el mundo- histórico; mientras en Virgilio-, repetimos, hay una subordinación hiperestésica al mundo que le rodea, es en Horacio una de las necesidades esenciales el dar libre curso a la alegría por su propia manera de ser, tocar con el rico instrumento que le dió la natu­raleza, hacer influir con alegría su interior movilidad. Este predominio de su personalidad1 no podía lógica­mente ser captado con la misma rapidez que lo fué Vir­gilio por la emoción del ambiente. Esto nos explica el tono crítico de sus primeras obras: las sátiras y los epodos. La amistad y favor de Mecenas y la finca de Sabina fueron más tarde el primer puente hacia el mundo: puente que se completa en la lírica con el triunfo de Augusto. Con ella, en los alrededores de los

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DESARROLLO d e LA IDEA DE ROMA 203

treinta años, desaparece aquel humo de protección con que hasta entonces se había defendido del mundo que le rodeaba, y toma su poesía un signo positivo, En su manera de ser se perciben entonces como concomitan­cias positivas! lo que antes no era más que reacción ante el exceso meloso de los elegiacos el acercamien­to a Arquíloco o a Lucilk» (predomináte en las críticas de sus sátiras y de los epodos) es sustituido por la apro­ximación a Alceo y a los demás líricos de la época glo­riosa de Grecia. Con las odas entran también nuevos temas: los dioses y la dignidad de su propia poesía.

Esa mayor relación con los dioses no está simplemente motivada por el género poético que escoge, sino que imprime realmente una posición a su vida. Su célebre oda I, 34, en que proclama su vuelta a I05 dioses, no es quizá tanto la expresión d'e una situación más o me­nos persistente, como la percepción del allanamiento de una discrepancia. Horacio no se encuentra ya en conflicto, como hasta entonces se hubiera podido dedu­cir de su confesado epicureismo', con el tono estoico y de renovación religiosa de sus contemporáneos· Es más, Erich Burck en un trabajo titulado Altromische Werte in der augusteischen Literatur, recogido en el tomo so­bre Probleme der augusteischen Erneuerung, pág. 47, ha­bla más expresamente de un fondo romano de Horacio rompiendo a través del hielo sistemático del epicureismo. Quizá en realidad debemos pensar en una reminiscencia de la hondura romana latente en los antecedentes cam­pesinos de Horacio, excitada por el ambiente augústeo a ella favorable y sellada después con el triunfo de Accio. Todavía podemos asegurar que nada debió con­tribuir tanto a la agregación de los disidentes, princi­palmente de los derrotados en Filipos, a la causa de Augusto, como la impresión de desboque que daba la unión a ultranza de Antonio y Cleopatra. Hay que te­ner en cuenta que, a pesar de todo, desde un punto de

L a s u p u e s t a c onvers ión de

Horacio .

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Antonio razón i u n d a m e n ta l en la incorpo­ración de A u ­

gusto.

vista ligero nada podía recordar tanto la parte odiosa de la figura de César como la continuación de su anti­popular contubernio con Cleopatra.

En la animadversión a Antonio podemos pensar que confluían ya en Horacio dos tendencias: una la anti- elegíaca, con la desvalorización del amor como pre­ocupación fundamental de la vida; otra la anticesa- riana, en lo que los reales o ficticios proyectos de Cé­sar sobre la orientalización del imperio tenían de in­aceptables para el sentir romano. Así en nada nos debe­mos extrañar cuando Horacio avisa simbólicamente con el ejemplo de París y Helena contra los nefastos amo­res d'e Cleopatra (Oda, I, 15), ni tampoco cuando en su oda I, 37 (nunc est bibendum) se incorpora a la alegría general por la muerte de la reina egipcia. «En esta poesía, dice Hans Oppermann en su trabajo Horaz ais Ditcher der Gemeinsschaft (pág. 71 del libro Proble­me der aug. Erneuerung), comprende Horacio la vic­toria de Accio como la resolución definitiva de una gran lucha entre Oriente y Occidente, como la liberación de la nación romana del asedio amenazante del Este, que se encarna en Antonio y Cleopatra y su horda de es­clavos cargados de vicios antinaturales.» En principio es el mismo pensamiento de Virgilio y el que vemos intentado en la propaganda de Augusto. Las primitivas desesperanzas de los años 40-39 señaladas por Kligner, ob. cit. págs. 231, 232, se han transformado ya en una participación decidida.

Erente al tópico, pues, d'e hace unos años, de la de­formación de Horacio por imposiciones tiránicas ve­mos claramente que su incorporación a la política :de Augusto es hasta cierto* punto un resultado del poder de aglutinación de la resistencia a las violencias de Antonio, parecido a la aproximación de Cicerón y el Se­nado a Augusto años atrás, aunque salvadas las distan­cias, pues ya ahora no se trata en éste del joven opor-

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DESARROLLO DE LA IDEA DE KOMA 205

tunista de aquellos tiempos, sino del maduro convertido de que hablábamos en la pág. 176. Sin la sombra de An­tonio quizá no hubiera podido nunca dibujarse tan rápi­damente el perfil de Roma que nos legó el imperio de Au­gusto, ni seguramente se hubiera llegado a la culmina­ción en Octaviano de la síntesis romana con acogimiento en ella, sin distinción de matices, de toda la labor romana anterior. Horacio, al percibir esa posibilidad d'e sínte­sis, pudo sentirse cómodamente instalado en el seno de Augusto, en el que podían tener cabida aun los, como él, derrotados en Filipos, con la conciencia de una aportación positiva al quehacer romano. Una muestra bien clara de ello es la mención que en su oda I, 12 hace de Catón de Utica, el antagonista de César, entre las figuras jalonares d’e Roma (entre los de Rómulo, Numa, Tarquinio, Régulo, los Escauros, „Paulo, Fabri­cio, Curio, Camilo, Marcelo, César y Augusto).

Todas estas afirmaciones llevan consigo la seguridad de que Horacio no se encontró desencajado dentro del ambiente que siguió a la batalla de Accio. Por eso está lleno de naturalidad su paso a las odas romanas, las primeras del libro· III, de clara exaltación nacional. Hans Oppermann en el trabajo arriba citado, págs. 72- 73, tiene una indicación que las sitúa perfectamente en las preocupaciones del poeta por la transitoriedad de la vida. En la aniquilación que acecha y amenaza al individuo hay algo permanente: la comunidad del pueblo. El proceso del pensamiento, dice Kligner ob. cit, pág. 462, a propósito de la oda LU, 4, conduce en cierto modo por círculos cad'a vez mayores, siempre hacia la altura, en una visión cada vez más amplia, de escalón en escalón de la existencia, primero en el campo del poeta, después en el tránsito hacia Augusto y finalmente hacia los dioses. En esta equilibrada orde­nación coinciden el dominador y los poetas Horacio y Virgilio, aunque si comparamos la de aquél con el pro-

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ceso de la Eneida podemos darnos cuenta, basados pre­cisamente en esta poesía, del distinto camino que en la página 202 señalábamos como característico de cada uno de los dos poetas: Horacio, más humanamente laborio­so, parte del individuo, mientras que Virgilio, en poeta extraordinario, percibe la existencia de un todo con el que relaciona al hombre (Klígner, op. cit., pág. 237). Pero esta diferencia no amengua la participación del poeta venusino en el momento histórico. Su captación es, desde luego, más difícil; Horacio ha de encontrar en sí mismo el camino libre que le aproxime a ese final ; pero el camino existe ; ya hemos señalado antes las dos cualidades negativas que hicieron posible el acercamien­to, mas aún dentro del camino positivo de relación están las cualidades que, desde siempre y sin forzar,

A rm o n ía mo- se han considerado características de Horacio: su pro­ra i. pia armonía moral, que en realidad no es más que un

aliento hacia lo sano con su evitación del Scylla de las pasiones y del Caribdis de la seca filosofía, y su eclecticismo filosófico dentro del sentido auténticamen­te romano del valor instrumental de la filosofía, mons­truoso· quizá desde el punto de vista griego, pero que casa perfectamente con la herencia del círculo d'e Esci- pión y Cicerón, recogiendo el nervio campesino de Ca-

Serena fuerza, tón y Varrón reflejado después en las Geórgicas. Las palabras de equilibrio y serena fuerza aplicadas como características de la poesía de Horacio armonizan con el tono apolíneo1 que Augusto, en contraposición a la hybris de Antonio, pretendía imponer al mundo en nombre de Roma. La identidad es tal que algunos auto­res han discutido si en realidad no fué el pensamiento de Augusto el que estuvo influido por el de sus poetas. El hecho· de que los panegiristas de Octaviano (Cfr. Erich Burck ÄUrömische Werte in der augusteischen Literatur, pág. 29, en la colección arriba citada de Pro­bleme dies ausgusÉeischen Erneuerung) consideran esto

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROMA 207

improbable dada la personalidad del fundad'or del im­perio, no resta valor a la realidad de la coincidencia.Pero, además, la posibilidad de la tesis contraria a un so­focamiento de la poesía en Augusto1, queda aún fortifi­cada no sólo por el eterno éxito d’e sus poetas, a veces menos valorados de lo que en justicia se les ha reco­nocido a partir de los bimilenarios, principalmente Vir­gilio, sino· más que nada por sus aportaciones positivas a la Literatura. Dos son las que podemos asignar a El ujot. Horacio: la insistencia primero en el ofrecimiento del yo a los lectores, con sus virtudes y defectos, iniciado ya ipor Cicerón y considerado como la principal apor­tación de la literatura latina a la cultura humana (Ros- tagni, ob. cit., pág. 17) y en esta misma línea la imagen de su libertad, no una libertad caprichosa d'e hacer ono hacer algo que se desea o de la participación enciertos derechos, sino un equilibrio del alma en medio de las cosas que amenazan tanto internas como· exter­nas, en el que no se trata tanto del resultado de ense­ñanzas filosóficas, como de una libertad del alma viva.

La segunda aportación es el equilibrio de fond'o y Equilibrio deforma: ambos van juntos en Horacio hasta tal punto fondo (/forma.que en su lectura es necesario· prevenirse contra la pre­terición del significado o situación en el texto de una sola palabra. Sus odaa principalmente, como señaló Klingner (obra citada, ¡página 207), exigen un análisis semejante al que reclama una composición musical, en la que el fallo de una nota o de una frase destroza la belleza del conjunto'. Esta perfección se impondrá como espuma de la cultura antigua tamizada por Roma. Con ella hemos podido llegar a la conclusión, como apunta el mismo Klingner, d'e que una obra poética romana no es en su menor parte un proceso de movimientos transformado en palabras (ob. cit., pág. 207). Pero esta perfección de forma, principalmente en las odas, está íntimamente relacionada con el concepto elevado

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208 AN TO N IO M AGARIÑO S

El poêla intér­prete di Dios.

Resumen

que de su propia poesía tenía Horacio y que liemos tocado de pasada en páginas anteriores. La idea de dignidad de su arte, de lo divino apareciendo en la maravilla de la propia poesía y en la ordenación de su alma, del entusiasmo poético en su más puro sentido etimológico llega en algunos momentos a convertirlo en intermediario entre lo divino y la comunidad, en un momento en que la ordenación estatal le permitía to­mar pujos sacerdotales, aunque en una posición menos elevada que la del Epos y la Tragedia. En el fondo es el sentido de plenitud misional de la época augústea del que hablábamos en Virgilio. Roma asume en la tierra la representación de Dios, de cuya eternidad es un reflejo y el poeta queda en medio como intérprete del sentido divino. Como dice Klingner es necesario retroceder a Píndaro para encontrar un poeta con un sentido más elevado 'de su propia misión. En nuestro punto de vista, esta grandeza de sacerdocio fué perci­bida por Horacio como digna de Roma. Con ella queda incluido este poeta en la conciencia de superioridad de Roma, que hemos podido ver en Cicerón y Virgilio, superioridad que podrá parecemos ilusa desde las cla­ridades de San Agustín en la Ciudad de Dios, pero que es fundamental para el ¡desarrollo majestuoso de un pueblo.

Horacio que viene de un camino distinto del pisado por Augusto, al incorporarse a él siguiendo un impulso íntimo que rechazaba lo elegiaco y la hybris de Antonio, confirma que la concepción octaviana es algo más que un nuevo m o­vimiento transitorio : sin perder su personalidad y el equi­librio de su «yo» se encontró encajado en el mundo que le rodeaba com o intérprete del sentido divino que percibía en su alma.

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RESUMEN Y EJEMPLO

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RESUMEN Y EJEMPLO

Hemos recorrido el largo camino de la gran crisis del pueblo romano. Esta crisis parte del encuentro con Grecia, y su desarrollo, aquejado d'e indecisiones en un principio, va perfilándose lentamente hasta llegar a una especie de concre­ción definitiva en Augusto.

Para conseguir una mayor claridad damos ahora el si­guiente esquema, que, creemos, abarca suficientemente lo que hasta aquí hemos expuesto:

1.° Los primeros contactos de Roma y Grecia ofrecían el peligro de la conjunción de vejez y juventud (caps. I y II).

2 ° Este encuentro produce tres actitudes: a) la de aver­sión absoluta (Catón, basado en las virtudes itálicas, capítu­lo II); b) d'e sometimiento, representado más tarde por Lu­crecio y Catulo, y c) de aceptación condicionada, en cuanto la teoría de Grecia podía sustentar el quehacer romano·: esta es la posición adoptada por el círculo de Escipión (capítu­lo III). Con él se establece el Estoicismo en Roma, que real­mente es la explicación teórica de su propio ser y enlaza in­cluso con las virtudes defendidas por Catón, y queda sentada la superioridad política d'e Roma, a la que su concepción mix­ta del Estado le asegura, según Polibio, una cierta estabilidad. Con esta actitud panegirista del historiador griego, se sitúa privilegiadamente Roma como modelo de acción (conforme a la definición de Cicerón, página 14, y a los deseos de Catón, página 26).

3.° La crisis de la oligarquía asentada en Roma hace tambalear esa estabilidad política tan ensalzada por Polibio y el equilibrio a que se había llegado con el círculo de Esci-

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pión, en que, inconscientemente aún, se había conjugado el tesón patriótico de Catón con la aceptación del Estoicismo, que podía dar la explicación de la manera de ser de Roma. Todo- esto peligra con las luchas sociales, que, en realidad, son el tributo que Roma paga en su tránsito de ciud'ad-po&i a ciudad helenística (capítulo IV). Es en esta crisis cuando sur­gen realmente Lucrecio (capítulo V) y Catulo (capítulo VI) que, aunque sometidos al pensamiento griego, dejan percibir, aun sin querer, lo que en ellos hay todavía de romano-: en uno, el ímpetu misional; en otro, la creencia en el amor. La crisis persiste, a pesar del intento de Sila (capítulo VII), que no fué más que un remedio -temporal, aunque inició preocu­paciones por las provincias en la creación del proconsulado. Sin embargo, tanto éste como los Gracos y el oportunista Pompeyo no dejan de ser ensayos de una monarquía, que, sin dud'a, es exigida por la nueva condición dp ciudad capital de imperio-, de la gran Roma que surgía.

4.“ En esta época, Cicerón, que políticamente no perci­bió esta crisis, como tampoco la urgencia de las provincias que no debían quedar sometidas a los juegos ciudadanos (pá­ginas 81 y 1 1 1 ), dió, sin embargo, una definición consciente de lo romano = acción frente a lo griego = teoría = otium, con el sometimiento de éste a la mayor eficacia del ser romano (ca­pítulo X). En él ya la estabilidad de la Roma de Polibio se ha transformado en la eternidad de Roma, no como feliz destino, sino como misión perdurable (pág. 133).

De esta forma se establecen ya conscientemente las ideas del círculo de Escipión (capítulo III).

5.° Sin embargo, no se dió cuenta de que el mundo que dependía de Roma, sus provincias (capítulo VII), exigía la desaparición de los bizantinismos de la vieja Roma y una efi­cacia que los ahogara en bien de un mundo. Tras de esa efica­cia se habían lanzado Sila, los Gracos, Pompeyo, quizá Ca­tilina y, desde luego, César. Este (capítulo XI) acertó a dar una importancia relativa a Roma frente a las provincias, pero tuvo dos errores:

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DESARROLLO DE LA IDEA DE ROM A 2 1 3

a) no guardar las formas, hiriendo la susceptibilidad de los romanos, cuyo valor de símbolo no debía dejarse morir,

b) y entregarse en su desprecio por el símbolo, lo mismo que su sucesor Antonio, en brazos de Cleopatra (cap. XII), que representaba la parte del Imperio menos capaz, por su vejez, de renovación y que, por el contrario, podía condu­cir a la muerte de la virtus romana.

6 .° La habilidad de Augusto (capítulo XIII) consiste en haberse sobrepuesto a la sugestión d'e la reina de Egipto en nombre de la pureza itálica, que volvía sus ojos a Occidente, como posible receptor de su herencia de virtudes, y del Estoi­cismo, al que se había convertido después del oportunismo de su primera época, y en haber sabido guardar las apariencias frente a Roma, que pudo de esta manera continuar siendo el símbolo, entre los inciensos de Virgilio, el profeta de la eter­nidad, de la plenitud y de la misión de Roma en el mundo, ápice de todo el pensamiento y quehacer anterior (cap. XIV). Horacio, por su parte, constituye la prueba de que es Roma y sus virtudes lo que se siente representado en la actuación de Augusto (capítulo XV).

Aún pudiéramos conseguir una mayor claridad de lo en estos seis puntos resumido, haciendo' simplemente notar que, a lo largo de los X V capítulos del libro, sólo hemos pre­tendido destacar la gran lucha entre el modelo griego que trata de imponerse y el pueblo romano que defiende su ori­ginalidad. Esta lucha se resuelve en el sentido de que este úl­timo no acoge del pueblo maestro más que aquellas de sus teorías que dan seguridad a su marcha, y apoyo, permítasenos la expresión, a su personalidad. Lo decadente helenístico no deja en él más huella que la perfección de su estilo; sus prin­cipales adquisiciones las hace, en ¡principio, en el campo de la gran época de Grecia, que es la que se adapta al momento que vive. Porque en la gran lucha de Roma y Grecia es la vida de Roma la que se impone para escoger lo griego que se adapta a su necesidad de acción, y aun para arruinar la teo­ría griega, si ésta no acierta a explicar o está en contraposi­

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ción con la fortaleza de su vida. Esta fortaleza se muestra arrolladora en Catón, tiende al compromiso en el círculo de Escipión y Cicerón, pero· planteándose aún en este último la presencia de una escisión, para quedar en Virgilio y Horacio en la más perfecta de las conjunciones, sin que en ellos pueda ya apreciarse ningún resto de la antigua sutura. Todo en ellos es liso y armónico. Es mediodía en punto, un poco más tarde se impondrá ya la malevolencia de Tácito· ensombreciendo la gran ilusión.

Esto explica también la limitación de nuestra labor a una parte de la historia de Roma, que es realmente la que abarca la época de sus mayores inquietudes y de la gran cristaliza­ción de la Roma amorfa, de inmensas posibilidades, en la grandiosa Roma que quedó a la muerte de Augusto. Es el Siglo de Oro de Roma. Quiero· quedarme al fin de él. Pudiera parecer que con esta limitación sigo· un poco procedimientos de hábil comediógrafo que termina su obra en boda, seguro éxito de público, al que sustrae una probable tragedia poste­rior. Sin embargo· no es el miedo a la cuesta abajo el que me detiene. Es la creencia que en la vida de un pueblo no todas sus épocas son capaces de generar. Lo acabamos de ver en Grecia. Roma despreció la mayoría de su última época, por­que no le empujaba a vivir. Se avalanzó sobre Homero, Aris­tófanes, Safo, Alceo, Arquíloco, los trágicos, Platón, y sólo acogió el gran esfuerzo por vivir de los estoicos, cuya ener­gía contra corriente se fundió con la dura marcha de la Roma cotidiana. Es la gran lección del Siglo de Oro de Roma, que contra historicismos relativistas nos hemos atrevido a acotar, como· hacemos con los momentos de madurez de la vida de un hombre: lo anterior son tanteos, lo que sigue, muchas ve­ces, elucubraciones seniles. Es el gran momento que en la vida humana caracteriza la posibilidad de los hijos. Una lección que aún podría contar para nuestro momento presente.

Hace algunos años, en plena fiebre de «años decisivos» (1935), cuando se veía como una pasarela fatal, ineludible, la imposición de ciertos pueblos e ideas, un ilustre profesor, al

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repasar el panorama ya aparentemente inevitable del mundo futuro, insinuó la idea de que el paralela que mostraba Spen­gler entre el mundo moderno y el mundo romano (Mundo An­tiguo : Roma : : Mundo Moderno : Alemania), no era exacto sino mucho más probablemente habría que sustituir el nombre de esta última por el de Estados Unidos. La catástrofe en que acabó el poder alemán me ha hecho recordar posteriormente el fracaso de la ¡primera proporción por equivocación en su último término.

La Historia, cuya vista panorámica sólo puede ser abarcada por Dios, se complace muchas veces en d'ejarnos por un cier­to tiempo ciegos del deslumbre de su luz inmediata y nos obli­ga a lanzarnos a algunos pasos sin haber percibido los con­tornos de las cosas que nos rodean y que pueden con su cho­que acabar secamente con nuestros tanteos. Tal fué el caso de la hipótesis de Spengler. Creer que Europa estaba en de­cadencia era un acierto; sin embargo, pensar que era de su propio fondo, quizá del compartimiento menos ingenuo, de dond'e podía sacar las fuerzas renovadoras, era una ilusión demasiado pueril. También Germania estaba herida de muer­te. El espejo de las virtudes de la Germania de Tácito frente a la Roma de los Césares no podía utilizarse veinte siglos des­pués con la misma fuerza purificadora. Precisamente fué Ale­mania la que dió el símbolo del mal de Occidente: el Fausto. Si algún papel era posible a Alemania no era el d'e la Roma imperial aunando el mundo antiguo, sino el de Esparta frente a Atenas (eri este caso, París). Por eso más acertados estuvie­ron los que en ella encontraron una explicación de la manera del ser germánico. Recordemos a este propósito la obra de H. Liidemann, Sparta, Lcbensordnung und Schicksal, Leipzig, 1939, en la que brotan ideas y temas de la Alemania nacional­socialista, la Bauertum, la firmeza militar, la dureza un poco agresiva de su vida. En los alemanes este pensamiento llegó a tener valor de consigna, y no era extraño oírlo así incluso a personajes alemanes de mediana cultura.

En las mismas consideraciones alemanas sobre la época de

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Augusto y César menudean las alusiones a su gran previsión: la de cambiar el centro de gravitación del mundo desde el Me­diterráneo· al Atlántico. Este hecho, que es cierto, alcanza, como es natural, su consagración con el descubrimiento de América. La rapidez moderna hace después del Gran Océano un simple lago, más breve aún que su predecesor, el viejo Mediterráneo. Alrededor de él podemos muy bien asentar pun­tos de nuestro problema. La carcoma decadente no ha podido detenerse en las fronteras alemanas, pero puede muy bien sua­vizarse en las costas del Atlántico. Al otro lado es d'onde se encuentran todavía pueblos jóvenes capaces de ver la vida con un tono menos negro- del que la ha tintado nuestra vejez. Como en Roma, su ingenuidad ha querido quitar incluso de nuestras viejas teorías todo sentimiento contemplativo y ne­gativo ; el activismo es un producto netamente americano que no¡ hubiera podido producirse ya en estos tiempos en nuestra Europa; lo mismo que el sentido práctico que los lleva a las ramas d'e las ciencias que están más contagiadas de la acción : la Pedagogía, por ejemplo, y la Psicología experimental, fren­te a la maravillosa floración estrictamente metafísica de nues­tra gran filosofía. La misma palabra eficiencia, durativa, fren­te a nuestra eficacia, de valor momentáneo, expresa un re­godeo en la acción, en su desarrollo, que choca con nuestro- afán de llegar al descanso final de la eficacia. Su mismo des­precio por los convencionalismos tiene un aspecto similar a la falta de comprensión de Memmio por la piedad de los dis­cípulos d'e Epicuro, a los que negó los recuerdos de su maes­tro, que destinó por el contrario a los fines más extraños. Es indiscutible que en todo ello hay una posición sincera, más cerca de los principios elementales, menos artificiosa, quizá también menos encantadora, como lo es siempre la desnudez frente a los artificios ¡del ropaje. Rilke decía: «Se debería es­perar a cosechar alma y dulzura durante una vida entera, a ser posible durante una vida larga, y después, al fin, muy tar­de, quizá se pudieran escribir esas diez líneas que podrían ser buenas.» Pudiéramos trasladar este pensamiento a parte de

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los valores de la vieja Europa. Sin embargo, nof de todos: como en el viejo mundo oriental que precedió a Roma, pu­diéramos distinguir dos clases de valores en Europa : uno que no ha sobrepasado los límites de lo< humano, que ha quinta­esenciado, pues no en balde han pasado sobre ella veinte si­glos, las inquietudes humanas, depurándolas incluso de sus fealdades, de sus deformidades; otro valor de hastío mons­truoso, de capricho absurdo, de pirueta singularizadora, d’e evasión en el vicio. En el viejo mundo anterior a Roma po­dría quedar representado esto último por las ciudades hele­nísticas. El éxito de Roma fué el de saber elegir lo más apro­piado a su ser y lo de más consistencia de vida. De Grecia sólo extrajo lo que podía ser jugo para su vida y lo que no destrozaba sus propias cualidades. Su tendencia activa ganó con la reflexión griega una madurez de síntesis capaz de edu­car a sus pueblos hijos. Lo que ha hecho el Occidente no ha sido Grecia sino la síntesis que supo crear Roma.

Ahora el Occidente está a su vez en crisis. Quizá una há­bil prestidigitación podrá escabullimos la triste realidad, pero más tarde o más pronto se impondrá su dureza. Europa está en crisis, pero es un orgullo ridículo el pensar que su crisis arrastra también a América como a un satélite. Por el con­trario, la juventud de América se halla ante Europa en un período de selección. En su acierto está quizá la solución del mundo futuro. Con ojos abiertos, muy abiertos, ha de con­templar América al viejo mundo que cae. De él ha de tomar sólo lo que tiene valor pujante, positivo, los principios que pueden calificarse de eternos. Lo otro, la hojarasca, ha de ser considerado como lastre, quizá, con el tiempo, bueno para una investigación extraña, más lejos aún como una año­ranza de épocas paralelas, pero no como principio infor­mador.

Parecería deducirse de esto una idea pesimista del pre­sente de Europa. Sin embargo, la realidad nos habla de lo contrario, el legar nuestra herencia a un pueblo joven nos exige una actitud tensa, hasta cierto punto también de selec­

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ción por nuestra parte; tomando1 la comparación tópica de las relaciones de Grecia y Roma, la actitud d'e Europa ha de ser la de amante pasiva, pero apasionada, que busca el re­salte de sus encantos ante la proximidad del amado. Hasta cierto punto podemos decidir desde nuestra banda la elección del ¡pueblo joven. No ha acabado, por tanto, nuestra presen­cia en el mund'o, aún nos queda algo más por hacer que ser campo de batalla, pero esto necesita entrega, desinterés, un concepto paternal de misión.

Podemos tener la seguridad de que cualquiera de nues­tras inquietudes puede ser definitiva. El tono tenso, eficaz, que demos a cualquiera de ellas puede decidir su erección en prin­cipio salvador, en esa nueva revelación d’e cuya urgencia tanto se nos habla. De ese coro de posibilidades, ningún rincón, ningún pueblo queda excluido. Cuando el gran pueblo roma­no impuso sus principios al mundo entonces conocido·, fué de un rincón de su Imperio, del más despreciado, de donde nació el grano d'e mostaza que había de dar sabor a aquella misión de Roma.

Armauirumque
Armauirumque