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ISSN 1018-1563Número 57-58
Mayo-Diciembre 2005
DirectorEnrique Jaramillo Levi
Corresponsales InternacionalesJaime García Saucedo (Colombia)
Ana Cristina Rossi (Costa Rica)Ángela Romero Pérez (Inglaterra)Fernando Burgos (Estados Unidos)
Julio Escoto (Honduras)Miguel Huezo Mixco (El Salvador)
Martín Jamieson Villers (Argentina)Mempo Giardinelli (Argentina)
Viviane Nathan (Israel)Lauro Zavala (México)
Floriano Martinz (Brasil)Rogelio Rodríguez Coronel (Cuba)
Francisco Alejandro Méndez (Guatemala)Manlio Argueta (El Salvador)Vidaluz Meneses (Nicaragua)
Diseño Gráfico y DiagramaciónSilvia Fernández González
PortadaJuan Anibal Upegui
(507) 652 23 [email protected]
Ilustraciones interiores (tinta china y alto contraste)
Enrique Jaramillo Barnes
MAGA ES UN ESFUERZO EDITORIAL SIN FINES DE LUCRO UNA COEDICIÓN DE LA
UNIVERSIDAD TECNOLÓGICA DE PANAMÁ CON LA FUNDACIÓN
CULTURAL SIGNOS.
Prohibida la reproducción total o parcial del material impreso sin autorización escrita de los editores. Se reciben colaboracio-nes no solicitadas con firmas responsables y números de cédu-la. No se devolverá el material. Nos reservamos el derecho de seleccionar los textos y material gráfico que habrá de publicar-se. Los autores de los textos son los únicos responsables de las ideas que expresen.
MagaREVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
MAGA EN LA WEB
www.utp.ac.pa/revistas/maga_actual.htm
Editorial
Entrevista a Carmen González Hugnet, Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” 2004-2005
Palabra de diosaCarmen González Hugnet
Cinco escritores centroamericanos reflexionan sobre el cuentoA. Monterroso; S. Ramírez; R. de Vallbona; H. Castellanos; J. Escoto.
PoesíaAlberto Destéphen (Honduras)Carola Brantome (Nicaragua)Francisco Ruiz (Nicaragua)Diana Espinal (Honduras)
CuentoIn memoriamLorena Flores (Guatemala)
La tía SofiWaldina Mejía (Honduras)
Lluvia del trópicoClaudia Hernández
En dosCarmen Naranjo (Costa Rica)
Cuatro ensayos centroamericanosLety Elvir; Aída Toledo; Mario Gallardo
PoesíaSusana Reyes (El Salvador)Francesca Randazzo E. (Honduras)
CuentoMúsica del silencioJulieta Pinto (Costa Rica)
La familia de MatildeFrancisco A. Méndez (Guatemala)
La Línea NegraJavier Mosquera (Guatemala)
MiradasGuillermo Fernández (Costa Rica)
LilithAna María Rodas (Guatemala)
Sala de cineMaurice Echeverría (Guatemala)
Una historia cualquieraRonald Flores (Guatemala)
Muchacha sin nombre (frag.)Mendez Vides (Guatemala)
Difunta labiosrojosRocío Tábora (Honduras)
El huéspedSalvador Canjura (El Salvador)
Te hemos traído el marUriel Quesada (Costa Rica)
Un amor posibleDorelia Barahona (Costa Rica)
MisceláneaPolíticas del desarrollo editorialÁlvaro Garzón
CuentoLlamadas a larga distanciaSilvia Fernández González
“Invisible” y “Agua”Carlos Oriel Wynter
ReseñaLa orilla africana de Rey Rosa
Un sueño compartidoIrina de Ardila
Papeles de la Maga•Elfriede Jelinek, Premio Nobel de Literatura•Poetas salvadoreños arrasancon el Premio Sinán•U.T.P. presentó 4 nuevos libros
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Muestra de literatura centroamericana actual
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CUPÓN PARA SUSCRIPCIÓN A “MAGA”REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Nombre DirecciónTeléfonoApartado postalCiudad PaísDeseo recibir la revista Maga a partir del número
Suscripción tres (3) números por año
Nacional US$ 10.00 (cheque de gerencia)Internacional US$ 20.00 (giro postal/money order)Favor de enviar cheque o giro postal a nombre de Enrique Jaramillo LeviApartado postal 0815-00596, Panamá, Panamá. Email: [email protected] fax: 264 3597
FOTOCOPIE ESTE CUPÓN NO RECORTE SUS REVISTAS.... COLECCIÓNELAS
La Universidad Tecnológica de Panamá y la Asociación de Escritores de Panamá agradecen el apoyo de los
siguientes patrocinadores del CONGRESO DE ESCRITORAS Y ESCRITORES DE CENTROAMÉRICA
(3 al 7 de octubre de 2005)
• La Estrella de Panamá• KW Continente• Café Sittón• Supermercados Riba Smith• Onearrow: Información y Tecnología• Camilo Porras, S.A.• Universal Books• Alianza Francesa• Fundación Emily Motta• Dr. Mario Galindo, abogado• Sra. Graciela de Eleta• Sra. Carmen de Diego• Lic. Alma Montenegro de Fletcher• Lic. Ramón Fonseca Mora• Ing. Ramón Varela Morales
• Cooperativa de Ahorro y Crédito de los Empleados de la Caja del Seguro Social (COACECSS)• Alcaldía de Panamá• Instituto Nacional de Cultura• Instituto Panameño de Turismo• Hotel Torres de Alba• Banco UNO• Banistmo• Banco Centroamericano• Banco Internacional de Costa Rica• Editorial Santillana / Alfaguara• Restaurante Tinajas• Corporación Medcom• Editorial Panamá América S.A.• El Siglo
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 3
El Congreso de Escritoras y
Escritores de Centroamérica
que se celebra del 3 al 7 de octubre en esta ciudad auspiciado por
la Universidad Tecnológica de Panamá y la Asociación de Escritores de Panamá, es un hecho trascendental entre las iniciativas culturales realizadas a principios del siglo XXI en la región. Su ambiciosa y compleja organización, la obtención de patrocinios que de diversas maneras permitieran atender sus detalles, la participación de solidarias personas amigas en las diferentes comisiones de trabajo, y la decidida voluntad de ha-cerse presentes en nuestro país manifestada desde el principio por un alto número de creadores literarios del área, hacen posible este necesario evento de confraternidad e intercambio de información, ideas, obras literarias, proyectos y debate crítico durante cinco días. La preparación de este número especial de MAGA, revista panameña de cultura, dedicado a ofrecer una muestra de la poesía, la narrativa y la ensayística que se produce en Centroamérica –no quisimos incluir en esta ocasión a la literatura panameña, motivo central de nuestras páginas desde su nacimiento en 1984–, es una de las muchas aristas de la entusiasta organización de dicho Congreso.
La selección de los textos que ofrecemos juega, hasta cierto punto, con el azar, y por tanto entraña un considerable grado de arbitrariedad. No se trata de una revista académica en la que los criterios provienen de una meticulosa investigación. Más bien hemos procurado ejercer un método aleatorio y ecléctico, sin duda afincado en
editorial
4 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
el gusto personal que nutre a toda antología o compilación, pero que sin embargo refleja tendencias estéticas, géneros literarios, contemporaneidad del material en rela-ción a su publicación original en los libros de los que ha sido extraído y cierto grado de representatividad en cuanto a los cinco países da la región (excluyendo como ya se dijo a Panamá, así como a Belice por motivos culturales). En la práctica, y ante la inminencia del Congreso, hubo necesidad de trabajar con los materiales que por diversos motivos teníamos más a mano.
Por supuesto, faltan aquí muchos más talentosos autores actuales que los que se in-cluyen: Pese a los ancestrales problemas de subdesarrollo social, político, económico y cultural del área, la sorprendente creatividad de los hombres y mujeres de letras de Centroamérica –sobre todo en poesía y cuento– da para una recopilación vastísima, heterogénea y de alta calidad. Esta es una verdad insoslayable, que más temprano que tarde la crítica y la historiografía literaria habrán de constatar. Así como en el Con-
greso de Escritoras y Escritores de Centroamérica convergen en Panamá la frater-nidad, el deseo de unión gremial a través del conocimiento mutuo, la defensa de los intereses y derechos de los creadores literarios y la voluntad de implementar nuevas estrategias de promoción editorial regional, este número doble de MAGA representa no una síntesis de tales ideales, sino uno de sus puntos de encuentro.
Al redactar estas palabras –un mes antes de la efectiva realización del Congre-so– resulta imposible saber si el principal objetivo de su convocatoria inicial (julio de 2004, en Tegucigalpa) podrá lograrse. Una y otra vez relegada por diferencias ideo-lógicas, antipatías, la indisciplina organizativa propia de los artistas y su tradicional recelo de trabajar en equipo por el bien común, el anhelado gremio de escritoras y escritores de Centroamérica todavía es una pregunta abierta. Ojalá que las diversas ponencias sobre temas de interés literario y gremial, las múltiples presentaciones de libros de reciente publicación y la participación en los recitales poéticos colectivos que ocuparán el tiempo y las energías de más de 100 escritores de Guatemala, Hon-duras, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica y Panamá reunidos durante la primera semana de octubre sean un feliz antecedente de la gran Asamblea Plenaria del último día de sesiones del Congreso, en el que habrá de decidirse la conveniencia de crear dicho gremio, darle forma e implementar su eficiente organización y proyectos en beneficio de todos los escritores y escritoras del istmo centroamericano.
E J LPanamá, 31 de agosto de 2005
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“El soneto es inmortal”Entrevista a la escritora salvadoreña
Carmen González Huguet, ganadora del Premio Centroamericano de Literatura
“Rogelio Sinán” 2004-2005
¿Qué representa el haber ganado el Premio “Rogelio Sinán”?
No quiero ofender a nadie, ni que suene a una grosería lo que voy a decir, pero no me imaginé que tendría un impacto tan grande. Es que, en primer lugar, aunque tenía la esperanza, no creí ganar. Envié la obra a Panamá en diciembre, el último día, como buena salvadoreña, y luego sucedieron tantas cosas inesperadas que sencillamente me olvidé. Todavía conservo cierta incredulidad. No me lo creo. Pero ha sido muy gratificante. No tienes idea.
¿Cómo se resuelve en tu ánimo la alegría y satisfacción de este logro con la realidad de no poder viajar a Panamá a recibir el premio debido a tu estado de salud?
Eso fue frustrante. Me habría encantado estar en Panamá y conocerlos a ustedes. Pero mi condición actual de salud me ha enseñado a tener paciencia. Todo va despacio y vivo un día a la vez. Tengo que recordar a cada paso que estoy viva y que a partir de eso, cualquier otra cosa es un don adicional y, por supuesto, inmerecido. En los últimos días, a partir del momento en que recobré la conciencia luego de la operación de corazón abierto, he tenido que volver a aprender a respirar, a comer, a caminar, a realizar sin ayuda esa multitud de pequeños gestos que constituyen la vida cotidiana. Desde que me llamaste y me dijiste que había ganado, comprendí que no podría ir a Panamá, dadas las circunstancias, pero tengo la esperanza de ir más adelante, cuando esté mejor.
Háblame de Palabra de Diosa. ¿Cómo escribiste el libro y cuándo, su sentido profundo?
Por Enrique Jaramillo Levi
Desde los años 70 había venido leyendo mucha literatura sobre género. Algunas de las obras que leí fueron muy disímiles, como El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir y El Rostro Materno de Dios de Leonardo Boff, que aunque es un libro de teología, aborda de algún modo esta cuestión. Creo que los pueblos que vivimos en la periferia tenemos nuestro inconsciente muy colonizado por la cultura occidental, y otro tanto nos pasa a las mujeres, que también tenemos un lugar subordinado y marginal en las distintas culturas y sociedades. Lo interesante es que muchos cambios originales se están dando no en los centros sino en las orillas, en esa marginalidad frecuentemente denostada o “ninguneada”. Hoy, muchas mujeres nos preguntamos acerca de nuestra propia identidad, no como una esencia sino como un proceso de crecimiento y desarrollo a través del cual afirmamos nuestra existencia. Y eso permea toda la experiencia humana, incluida la religiosidad, que es una forma específica de espiritualidad. La espiritualidad es muy importante, eso es insoslayable. Pues “Palabra de Diosa” es un libro muy marcado por esa búsqueda que obviamente no ha terminado y que para mí es muy importante.
Pocos poetas escriben hoy sonetos; los tuyos tienen una gran perfección formal que no coarta sin embargo la emoción de su fuerte carga amorosa. ¿Por qué el soneto?
Tendría que hablar del proceso de aprendizaje y de búsqueda que he desarrollado a lo largo de toda mi vida y no sé si hay espacio. Escribo desde que era niña, pero inicialmente me negué a escribir poesía. Fui narradora primero. A la poesía le tenía un respetuoso temor, y no entré a ella sino hasta la adolescencia. Tuve la suerte de contar con maestros que me introdujeron al verso clásico, y durante mucho tiempo mis lecturas frecuentaron sobre todo a los clásicos del Siglo de
Muestra de literatura centroamericana actual
6 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Oro, así que supongo que el gusto por el soneto era inevitable; aunque de vez en cuando me burlo también de él y me gusta subvertirlo. Creo que la poesía clásica es muy importante porque da un conocimiento profundo del idioma, y fuera de un academicismo a ultranza, es bueno conocer las reglas. De hecho, es imprescindible para poder subvertirlas. Pero primero hay que conocerlas bien.
Por otro lado está la tradición literaria salvadoreña: Hemos tenido grandes cultivadores del soneto, como Raúl Contreras, Hugo Lindo, Claudia Lars, Pedro Geoffroy Rivas, y en los últimos años David Escobar Galindo. David lanzó la idea, que retomamos María Cristina Orantes y yo, con la entusiasta anuencia de Federico Hernández Aguilar, de hacer una antología del soneto salvadoreño. Tenemos ya dos años trabajando en el proyecto, en verdad difícil porque a medida que avanzamos nos damos cuenta de que la obra es interminable.
Creo que el soneto es inmortal. A mí me encanta porque tiene una versatilidad única. En él se pueden abordar todos los temas. Y sobre todo, me fascina el reto que implica su brevedad. El tener que plantear, desarrollar y concluir un tema en tan pocos versos es quizá su mayor dificultad pero también uno de sus mayores encantos. El otro es su música, sobre todo en el soneto clásico, el de versos endecasílabos.
Pero en el mismo libro congregas también poemas en verso libre, algunos de versos muy cortos y ceñidos...
Lo que sucede es que cada obra viene dada en su propia forma, ya que son inseparables. Desde la primera oración -a veces desde la primera palabra- ya se sabe si aquello va a ser cuento, poema en verso libre, monólogo teatral, novela o soneto. Los poemas breves de Palabra de Diosa surgieron así, a pesar de que los poemas breves en versos cortos no se me dan con frecuencia. Creo que también hay preferencias. A mí me encanta la sonoridad del endecasílabo. En cambio a mi maestro Francisco Andrés Escobar le fascinan los alejandrinos. ¿Por qué? Quién sabe.
¿Cuándo nace la poeta y cuándo la cuentista que señala tu currículum?
No lo sé. Lo que puedo decirte es que desde niña fui ratona de biblioteca y que la lectura me llevó, inevitablemente, a la escritura. Pero antes que nada fui narradora. Es ineludible. Estamos rodeados de historias, algunas fascinantes, otras repelentes, pero la necesidad de contar es muy fuerte, sobre todo en nuestros países, donde hay escasa memoria, o donde la historia frecuentemente es manipulada por diversos intereses.La poesía es una necesidad también pero por otras razones. En una realidad tan deshumanizada y deshumanizante, la poesía sirve para recordarnos, para retrotraernos a lo que aún nos queda de humanos. Y es curioso, porque nos han dicho muchas veces que a la gente no le interesa la poesía, que no la entiende, pero acá en El Salvador, cuando se dan lecturas de poesía la gente asiste con un respeto y una receptividad muy grandes, y estoy segura de que, aunque tal vez no capte todo el
sentido de un texto, o éste no sea del todo inteligible, la carga emocional del poema logra abrirse paso e impactar a la gente. Y es increíble lo ávidos que están de ese impacto.
¿Tiene El Salvador una arraigada tradición poética? Si es así, ¿a tu juicio quiénes serían sus representantes más señeros?
En El Salvador contamos con una línea de poetas ininterrumpida desde el siglo XIX. Si se busca en los periódicos de ese siglo, nos encontramos con que los dos temas predominantes eran la lucha política y la poesía. Sin embargo, hoy día los poetas no gozan en El Salvador del prestigio que sí gozan, por ejemplo, en Nicaragua. Decir en El Salvador que uno es poeta es un tanto vergonzante. Y sin embargo, es increíble la cantidad de gente que escribe poesía y que está interesada en conocer más sobre el tema, a pesar de que varias universidades han cerrado la carrera de Letras.
En el siglo XIX probablemente el escritor más importante fue Ignacio Gómez, que no sólo fue poeta sino que además desarrolló una intensa labor diplomática, jurídica y política, y que fue el abuelo del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Los escritores del siglo XIX dan la impresión de que, al darse cuenta de que todo estaba por hacerse en nuestros países, quisieron hacerlo todo. Hay un afán intelectual casi enciclopédico en ellos, y al decir esto pienso en David Joaquín Guzmán, que fue médico, botánico, investigador incansable cuyo nombre ostenta el Museo Nacional de Antropología, y que además escribió un poema en prosa, la Oración a la bandera, que hoy recitan todos los escolares de El Salvador. y pienso también en Francisco Gavidia, con quien varios críticos inician el estudio de la literatura salvadoreña.
Creo que Gavidia es uno de esos escritores señeros. No fue el primer dramaturgo, pero sí el fundador de un teatro que ya se puede llamar nacional. Y fue además un narrador que rescató la tradición oral más autóctona y a la vez un humanista de corte clásico que le dio a Rubén Darío las armas métricas para que éste iniciara la renovación de la poesía iberoamericana. De la misma generación de Gavidia es Alberto Masferrer, uno de los escritores más valientes, más elogiados, más denostados y menos leídos de El Salvador.
De la siguiente generación creo que los más importantes escritores son Salarrué, Claudia Lars, Miguel Ángel Espino -con quien surge una concepción moderna de la novela-, Pedro Geoffroy Rivas y Hugo Lindo. Posteriormente nació la llamada “Generación Comprometida”, de la que formaron parte Roque Dalton, Roberto Armijo, Ítalo López Vallecillos, Manlio Argueta, José Roberto Cea, Waldo Chávez Velasco, Irma Lanzas, José Napoleón Rodríguez Ruiz y otros.
Sin duda el trauma de la guerra afecta enormemente la vida de la gente en tu país, pero, ¿cómo incide en la literatura…, en los escritores?
Demográficamente el país padece un vacío, una ausencia generacional causada por la guerra. Hay mucha gente que nos falta, ya sea porque murió durante el conflicto -como Alfonso
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 7
Hernández, caído en combate- o porque emigró, o bien porque abandonó la literatura en forma definitiva. Eso explica por qué hay -relativamente- pocos escritores nacidos en los años 50: Horacio Castellanos Moya, Miguel Huezo Mixco, Mario Noel Rodríguez; e incluso en los 60.
El fenómeno social más importante derivado del conflicto -que paradójicamente aún no se manifiesta mucho en la literatura pero que de seguro va a tener su impacto más temprano que tarde- es la migración. El 25% de la población salvadoreña vive fuera del país. Sólo en Los Ángeles hay cerca de un millón de salvadoreños. Son los emigrantes los que sostienen la economía con sus remesas.
Pero la guerra y la crónica situación de pobreza han hecho que los salvadoreños nos concentremos en las cuestiones más inmediatas. La mayoría de la población tiene un concepto de éxito muy distinto al del “sueño americano” El éxito, para los salvadoreños, es sobrevivir. Por eso, para la generación que se está educando ahora, las metas son también inmediatas. Es raro encontrar a un joven que tenga un proyecto vital y que esté luchando por cumplirlo. A lo más, aspiran a irse a EUA y conseguir mejores condiciones de vida, pero no tienen claro qué es lo que quieren hacer con su vida, cuál es su vocación, y no tienen una idea de sí mismos de aquí a diez o veinte años. Lo cual es al menos curioso, porque muestra cómo vivimos en un eterno presente. Y esa es una de las más terribles herencias de la guerra: la idea de que sólo el aquí y el ahora importan y que el mañana no existe. Con esa mentalidad, estructurar una obra literaria no es fácil.
Volviendo atrás, retomo el tema del Premio Rogelio Sinán para preguntarte lo siguiente: en nueve años que lleva de existir este certamen regional, tres salvadoreños lo han ganado: Miguel Huezo Mixco, Jorge Ávalos y ahora tú. Los tres son poetas, si bien Ávalos, que gana el Premio el año pasado, lo obtiene como cuentista. ¿Qué piensas al respecto?
Es curioso. Cuando fui editora, la mayoría de los manuscritos que me presentaban eran de poesía. Incluso me preguntaron en una entrevista por qué se publicaban más libros de poesía y yo respondí que eso era lo que llegaba a mis manos. Y aunado a lo que me dices, creo que la poesía sigue siendo el género más cultivado en El Salvador, a pesar de que desde el siglo XIX, en el mundo la narrativa parece haberse convertido en el género más popular. No sé por qué.
Creo que sólo hay, en estos momentos, otros dos concursos regionales significativos: los Juegos Florales de Quetzaltenango en Guatemala y el “Mario Monteforte Toledo”, de novela, del mismo país. ¿Cómo evalúas la importancia de estos certámenes, de los concursos literarios en general?
Estos premios son importantes sobre todo para la difusión de la obra, porque implican la publicación, y sobre todo la publicación fuera de las fronteras salvadoreñas. Es terrible lo que voy a decir, pero creo que es exacto: antes de publicar fuera de El Salvador, un escritor salvadoreño no existe. No existe afuera porque no lo conoce nadie, pero además se da un fenómeno de lo más malinchista, a veces tampoco existe dentro del país hasta que no recibe el reconocimiento de esos premios en el extranjero. Ahora bien, es preciso matizar y poner las cosas en su justa dimensión: la mayoría de los premios literarios son una lotería. Por encima de cierto nivel de calidad, hay un margen siempre subjetivo en el juicio del jurado. A veces el escritor tiene la fortuna de encontrar un jurado con el cual su
obra sintoniza en estilo y en gusto. Palabra de Diosa no fue premiado en Xela, ni en Costa Rica. Y sin embargo, yo siempre le tuve fe.
La necesidad de promover la unidad y el intercambio entre los escritores centroamericanos, inexplicablemente aislados entre sí y del mundo, me parece indudable -no sé a ti qué te parezca el tema-, y de ahí la iniciativa panameña de organizar en nuestro país, durante la primera semana de octubre de este año, un magno Congreso de Escritoras y Escritores de Centroamérica, en el cual habrá mesas redondas sobre temas de interés literario regional, recitales poéticos colectivos, presentaciones y venta de libros centroamericanos publicados durante el
último año y medio, así como la intención de crear una federación regional de escritores. ¿Cómo ves esa iniciativa? ¿Qué podemos hacer para afianzar y enriquecer su organización y proyecciones?
Me parece necesario y qué bueno que ustedes tienen esa iniciativa. Ahora contamos con recursos que facilitan la comunicación y que pueden contribuir a ella. Tal vez se podría crear, a partir del congreso, una página web en la que los escritores de cada país pudieran tener sus datos y alguna obra.
¿Existe interés en El Salvador por este proyecto, o al menos cierta divulgación?
Es la primera noticia que tengo, pero hay que tomar en cuenta que he estado fuera de circulación varios meses. Creo que hay gente que se mostraría interesada.
El hecho de que, en términos generales, el escritor -el artista- no suele ser muy sociable ni dado a pertenecer a gremios y organizaciones, ¿podría ser un impedimento para el éxito de este proyecto?
No lo creo. Más bien podrían ser un impedimento las diversas “capillas” que siempre existen. Pero un esfuerzo gremial conviene a todos.
8 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
¿Qué le dice la poeta a la cuentista cuando Carmen González Huguet siente deseos de plasmar emociones, ideas, experiencias, fantasías convirtiéndolas en lenguaje?
Es que no viven separadas: son la misma. Salvando las distancias -porque no me creo a su nivel-, me acuerdo de Salarrué, que sólo escribió un libro de poesía: Mundo Nomasito. Sin embargo, toda su narrativa está impregnada de poesía.
Háblanos de tus proyectos inmediatos y a más largo plazo, además -claro- del más evidente de recuperar la salud.
Bueno, el 20 de mayo sale de la imprenta mi novela corta El Rostro en el Espejo. Va a ser una edición pequeña, pasta dura, lo que la encarece un poco, pero espero más adelante hacer una a precio más accesible. La estoy traduciendo al inglés con la idea de hacer una edición, que ojalá salga en noviembre.
Sigo trabajando en la antología del soneto, pero muy despacio porque me canso mucho. Cuando regrese a la Universidad me voy a involucrar en un proyecto de apoyo a jóvenes talentos literarios. También hay otro proyecto de rescate de la tradición oral que me interesa mucho, y por supuesto, mis clases y mis alumnos. Tengo a medias otra novela corta que quisiera concluir este año y me gustaría escribir otra obra de teatro, pero no tengo ideas claras todavía.
C ARMEN GONZÁLEZ HUGUET (El Salvador)
Palabra de diosaPremio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” 2004-2005
I
Mi delicada flor se abre.
Tu luz penetra:
Gozo
II
Soy la aguja,
Tú el hilo:
Borda.
III
Este es mi cuerpo.
Este
El río de mi sangre.
Te envuelvo en él, sumerges
Tu propio río oculto.
Naces de nuevo,
Sales hacia el mundo.
En mí crece la dicha.
IV
Todo sale de mí.
Doy a luz a este mundo
Y cada día mi vientre
Pare de nuevo al Universo.
En mí la vida tiene
Cauce y manantial.
Todo hasta mí regresa.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 9
Todo vuelve
Al descanso final
entre mis huesos.
Y sin embargo,
Desafío a la muerte cada día.
El mundo entero cabe en mi vagina.
Todo penetra mi ser, todo fecunda
Mi cuerpo.
Yo soy la tierra,
La materia, la luz,
Soy la energía.
Estoy en cada uno de tus nervios,
Debajo de tu lengua
y en tus dedos.
En todo lo que fluye de tus manos.
Soy la piel y el polvo de tus pasos.
Tu mirada.
No te podrás librar de mí:
Yo soy tu sombra.
La otra que te mira en el espejo.
Tu próxima enemiga.
Tu amante más oscura.
Soy tu hija, tu madre, los latidos
De la sangre meciéndote la vida.
Soy plenitud, vacío.
Silencio, voz y eco.
Soy el significado que te llena,
Palabra.
Sonido que te eleva
Y consagra.
Soy tuya, soy ajena, soy de nadie:
Tu propia imagen soy,
Tu propia esencia.
Mírame bien,
Reconóceme:
Soy tú mismo.
V
De ti vengo:
Gota en el mar.
Tu semilla llevaba
Implícitas
Mi raíz y mi flor.
De mí vienes:
Soy mar en el que nadas,
Pez indómito.
Hoy que al fin
Navegas por mis venas
Soy fruta henchida,
Manantial, cauce, estero
Donde la vida fluye
Su viaje interminable.
Ven,
Naufraga conmigo
Una,
Y otra,
Y otra vez,
Hasta anegar al mundo
10 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
VI
Los vocablos se encuentran
Y se besan:
Nace el sentido,
La poesía sonríe.
Tus labios y los míos
Se encuentran,
Dialogan:
La dicha llaga
Cuerpo y alma.
Esta palabra alada, ahora,
¿te besa?
VII
Cada vez que camino,
Mis caderas mecen
la cuna del mundo.
VIII
Nueve lunas
tejiéndote en mi vientre.
Y tú toda la vida
Queriendo regresar.
IX
Esta palabra soy: Contiene
todo mi ser.
Plena y colmada
rebosante de mí,
me derrama en tu boca.
Cuando dices mi nombre
Te beso en cada sílaba, tus labios
Besan mi carne, me recorren,
Penetran en mi oído, me poseen.
Toda soy
Una extensión quemada por tu voz.
X
Tu imagen
Tu reflejo
Tu sombra:
El reverso de ti: moneda,
Palabra.
La tierra que va
Debajo de tus pasos.
El aire que respiras
Y te besa
Por dentro y por fuera.
El agua que te moja,
Te rodea,
Penetras,
Te bebe.
Si yo muero,
Tú mueres.
Si tú mueres,
Yo muero.
¿Cómo pretendes sobrevivir
cada vez que me matas?
Sin mí, no hay vida.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 11
y si a pesar de todo sobrevives,
Pobre de ti.
Huérfano definitivo.
Palabra sin sentido.
Eco sin voz.
Ausencia sin olvido.
Silencio sin sonido.
Órbita ciega.
Fuego sin luz.
Noche sin término.
Tiempo inexorable
Exilio sin otro objeto que la muerte.
Sin mí, no hay salvación.
XI
El deseo tiene garfios de hierro,
Dedos de mar
Raíces.
Con ellos se aferra a la carne
Como el árbol al borde del abismo.
En él la vida afirma
Su inquebrantable voluntad
De no cesar.
Sigue lloviendo, entonces,
Incontenible
Como el huracán más olvidado
Como la tormenta más ciega
Que habita
En el fondo de la gota de rocío.
Sigue lloviendo, amor,
Sin pausa,
Hasta que entienda el mundo.
XII
Redondo es este anillo.
Redonda mi cintura
Rebosante de vida.
Redonda la órbita que tejo en el camino.
Redondo
El Universo que te contiene
y pueblas.
Ven, planeta.
Por una vez, conviértete en satélite dichoso.
Ven, por fin:
Gira conmigo
Hasta la dicha.
* Tomado de: Carmen González Huguet. Palabra de diosa y otros poemas. Géminis,
S.A. /U.T.P., Panamá, 2005.
12 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
La UNIVERSIDAD TECNOLÓGICA DE PANAMÁ y la ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE PANAMÁ, organizadores del
Congreso de Escritoras y Escritores de Centroamérica (3 al 7 de octubre de 2005), damos la más cordial bienvenida a nuestro país a los
destacados escritores centroamericanos que participan en este singular evento cultural.
Nicaragua
Sergio Ramírez, Vidaluz Meneses, Feliz
Javier Navarrete, Francisco de Asis
Fernández, Carola Brantome, Marta
Leonor González, Erick Aguirre, Isolda
Hurtado, Francisco Ruiz Uriel, Christian
Santos, nicasio Urbina, Juan Carlos
Vilchez, Luis Rocha, Eneyda Morraz
Arauz, Henrie A. Petrie, Abelardo
Baldizón, Rodrigo Peñalba Franco.
Costa Rica
Anacristina Rossi, Óscar Núñez
Olivas, Magda Zavala, Ronald Bonilla,
Vilma Vargas Robles, Carlos Manuel
Villalobos, Leda García, Rodolfo Dada,
Helena Ospina, Marco Tulio Mena.
Guatemala
Javier Mosquera Saravia, Carolina
Escobar Sarti, Mario Roberto Morales,
Juan Carlos Lemus, Lorena Flores,
Vicente Antonio Vásquez, Francisco
Alejandro Méndez, Margarita Carrera,
Carmen Matute.
Honduras
Claudia Torres, Julio Escoto, Helen
Umaña, Armando García, Marta
Susana Prieto, Galel Cárdenas, Diana
Espinal, Rigoberto Paredes, Lety Elvir,
Alberto Destéphen, Waldina Mejía,
Salvador Madrid.
El Salvador
Manlio Argueta, Silvia Elena Regalado,
Carlos Clará, Susana Reyes, Carlos
Cañas Dinarte, Jorge Ávalos, Miguel
Ángel Chinchilla, Carlos Alberto
Soriano.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 13
5 escritorescentroamericanos
reflexionan sobre el cuentoAUGUSTO MONTERROSO (Guatemala/México)
EL ÁRBOL
El cuento posee cierta superioridad sobre la novela, incluso sobre el poema EDGAR ALLAN POE
Con frecuencia me pregunto: ¿qué pretendemos cuando abordamos las formas nue-
vas del relato, del cuento, corto, breve o brevísimo? ¿De qué manera enfrentamos
esa vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia este género inasible que a
lo largo de las edades permanece obstinadamente al lado de los otros grandes géneros literarios
que parecen perpetuamente opacarlo, anularlo? Sé que de muy diversos modos: transformán-
dolo, cambiando su sentido, su configuración; dotándolo de intenciones diferentes, a veces
reduciéndolo sin más al absurdo, y aun disfrazándolo: de poema, de meditación, de reseña, de
ensayo, de todo aquello que sin hacerlo abandonar su fin primordial –contar algo–, lo enri-
quezca y vaya a excitar la imaginación o la emoción de la gente. En pocas palabras, ni más ni
menos que lo que los buenos cuentistas han hecho en cada época: darle muerte para infundirle
nueva vida. En algún día de algún año del siglo IV de nuestra era, en su casa de la ciudad de
Burdigala, la actual Burdeos, el gran poeta latino Décimo Magno Ausonio escribió lo que en
aquel tiempo se llamaba un epigrama y hoy me atrevería a llamar un cuento:
14 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Puedo ver, de pie, al retórico Ausonio, el
poeta inmortal de la caducidad de las ro-
sas y de la vida, pidiendo a sus jóvenes y
aristocráticos discípulos que ese día desarrollaran
una composición, en prosa o en verso, con aquel
argumento lleno de posibilidades para imaginar y
describir largamente el origen, la condición y el
carácter de aquellos dos extravagantes personajes
que en tan escasos minutos cambian radicalmen-
te sus destinos como consecuencia de un simple
azar. “Hoy algunos, y yo entre ellos, preferirían
quedarse con el escueto enunciado, y dejar que
sea el lector quien ejercite su fantasía creando por
su cuenta los posibles antecedentes y consecuen-
cias de aquel hecho fortuito. En honor de la bre-
vedad, es cierto; pero también de muchas otras
cosas. Pues no se trata tan sólo de una superficial
cuestión de forma, de extensión o de maneras.
Cualesquiera de éstas que el escritor adopte a tra-
vés del tiempo, de los cuentos que logre perdura-
rán únicamente aquellos que hayan recogido en
sí mismos algo esencial humano, una verdad, por
mínima que sea, del hombre de cualquier tiem-
po. Y de ahí su dificultad y su misterio. Ningu-
na innovación, ninguna ingeniosidad narrativa,
ningún experimento con la forma que no estén
sustentados en la autenticidad de los conflictos de
cada personaje, consigo mismo y con los demás,
harán por sí solos que determinados cuentos y sus
autores se establezcan y perduren en la memoria
literaria.
A mediados del siglo pasado, en los Estados
Unidos, Edgar Allan Poe perseguía el horror –y
también el ridículo: con frecuencia se olvida que
Poe escribió cuentos humorísticos–, el horror
escondido en lo hondo de cada ser humano: lo
buscaba en su propio interior, ahí lo encontraba
y lo ofrecía tal cual; en Rusia, Anton Chejov, por
su parte, llevaba dentro de sí la melancolía, la re-
conocía en las vidas y en las relaciones de quienes
lo rodeaban, eso recogía y eso daba, con humor
y con tristeza; Guy de Maupassant, en Francia,
tendía a lo insólito y lo pintoresco y, ciertamente,
no pocas veces también al horror que en todo ello
pueda haber, y eso nos legó, y su herencia es muy
grande.
Nunca agotadas del todo estas posibilida-
des, el escritor de hoy retoma lo que queda de
ellas, y con ellas trabaja; pero aunque en oca-
siones recurre además a los avances de la psi-
cología en su sentido de ciencia más estricto,
intenta ir más allá, y para ir más allá recuerda a
Baudelaire y sus poemas en prosa, y un mundo
se le abre, y por ahí comienza una vez más a
explorar; y de esta manera el cuento se acerca a
una nueva sinceridad, a una nueva eficacia en
su búsqueda de la alegría o la tristeza escondi-
das en los seres vivos y en las cosas y hemos de
creer que a veces lo logra.
La imaginación y la realidad nos dan genero-
samente la materia, las situaciones, las tramas de
los cuentos; pero es sólo la elaboración artística lo
que puede infundirles vida. El mundo, este día,
este momento, están llenos de pequeños y gran-
des sucesos, reales o imaginarios, que el trabajo
SOBRE UNO QUE ENCONTRÓ UN TESORO CUANDO QUERÍA
COLGARSE DE UNA SOGA.
Un hombre, en el momento de colgarse de una soga, encontró oro y en el lugar
del tesoro dejó la soga; pero quien lo había escondido, al no encontrar el oro, se
ató al cuello la soga que sí encontró.
(Traducción de Antonio Alvar Ezquerra.)
Ninguna innovación, ninguna ingeniosidad narrativa, ningún experimento con la forma que no estén sustentados en la autenticidad de los conflictos de cada personaje, consigo mismo y con los demás, harán por sí solos que determinados cuentos y sus autores se establezcan y perduren en la memoria literaria.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 15
puede convertir en cuentos; pero son muy pocos
los que he hecho míos. La vida es como un árbol
frondoso que con sólo ser sacudido deja caer los
asuntos a montones; pero uno puede apenas reco-
ger y convertir en arte unos cuantos, los que ver-
daderamente lo conmueven; y éstos son para unos
cuentistas y aquéllos para otros; y gracias a eso hay
tantos cuentistas en el mundo, cada uno traba-
jando en el suyo, o los suyos; y lo bueno es que el
árbol no se agota nunca; no se agotaría aunque lo
sacudiéramos todos al mismo tiempo, aunque al
mismo tiempo lo sacudiéramos entre todos.
Para hablar de la creación literaria quisiera
empezar con algo que parece el símil de
mi oficio: un mueble. Puede que resulte
un ejemplo un tanto arbitrario, pero mi abue-
lo materno era ebanista por afición; del trabajo
cuidadoso de sus manos conservo una hermosa
mesa de roble, amplia superficie y patas torneadas
como airosas cariátides sin rostro, que sostienen
su arquitectura simple pero firme. Esta mesa, es
la mesa sobre la que está la computadora en que
escribo, los libros que ahora consulto, cuadernos
de apuntes.
Con este ejemplo, pues, quiero recurrir a todo
lo que de fábrica, artificio, factura, tiene la escri-
tura de ficciones, máquina de variada invención
como se decía en tiempos de las novelas de caba-
llería. Para fabricar un mueble se parte de una idea
de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre
la abigarrada y oscura multitud del bosque. Es ne-
SERGIO RAMÍREZ (Nicaragua)
SECRETOS DE COCINA
cesario elegir uno de ellos, apreciar su fuste, las ru-
gosidades de su corteza, la extensión de sus raíces,
la solemnidad de su estatura, la frondosidad de su
ramaje y entonces, hay que cortarlo. Y después de
cortarlo, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas,
darles una forma; cuidar que las junturas no dejen
luces – entre juntura y juntura no puede pasar la
luz–; y por fin tallar, lijar, pulir, barnizar.
Nada sobrevive de aquella forma de árbol, pero
es el árbol. Entre el árbol y el mueble, entre la
materia del árbol y la transformación de la ma-
teria mueble, queda de por medio la apropiación
de esa materia, apropiación es el proceso de con-
vertir la realidad en imaginación y la imaginación
en lenguaje; un proceso que requerirá de diversas
herramientas, como las del carpintero que era mi
abuelo: plomada, escoplo, buril. Y rigor, disci-
plina, sentido de las proporciones, medidas de la
estética, amor de la perfección aunque la perfec-
ción se vuelva siempre inaprensible. Volver a lijar,
volver a pulir. Tachar, sustituir, desechar. No dejar
luces en las junturas.
También podría utilizar el ejemplo de una
prenda de vestir, que me permite hablar de los
procedimientos ocultos, esos que nunca pueden
exhibirse a los ojos del lector porque conspiran
contra la credibilidad del artificio, como serían las
costuras de un traje. O el revés de un bordado.
Voltear la tela al revés para examinar las costuras,
es solamente un vicio del lector que lee como es-
critor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la
revés de la tela, donde se esconden los secretos del
procedimiento. Pero ésta es una deformación del
oficio, que no le deseo a nadie que emprenda la
lectura de un libro de imaginación por el gusto y
el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón
de que existan los libros.
Voltear la tela al revés para examinar las costuras, es solamente un vicio del lector que lee como escritor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la trama de revés de la tela, donde se esconden los secretos del procedimiento. Pero ésta es una deformación del oficio, que no le deseo a nadie que emprenda la lectura de un libro de imaginación por el gusto y el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón de que existan los libros.
16 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Entrar en la lectura de un libro es entrar en la
novedad que no debe ser mancillada. La costum-
bre, la familiaridad, pueden terminar matando la
sensación, o la ilusión de novedad, cuando uno lee
como escritor para advertir los procedimientos,
las mecánicas de relojería del libro, sus costuras,
la trama al revés del bordado. Es la familiaridad la
que permite descubrir, en la sala de la casa ajena
que nos ha seducido la primera vez, tras repetidas
visitas, las sombras de humedad en las paredes, la
rotura de la alfombra, la insistencia de la presen-
cia de determinados objetos que si nos maravi-
llaron al principio, ahora nos resultan demasiado
pobres, un desorden y un descuido que antes no
estaban allí. Es la desilusión de la intimidad la que
se apodera del ánimo, y en esa desilusión empie-
zan a habitar también ruidos, voces, olores, con su
presencia incómoda. En la introducción de Tom
Jones (1749); Bill of Fare to the Feast [minuta para
el festín], Fielding advierte que el autor no debe
verse a sí mismo como un caballero que ofrece un
festín privado, sino como el patrón de una fonda
donde todos los clientes son bienvenidos porque
pagan. Si se trata de una comida privada, los invi-
tados nada podrán protestar contra aquello que se
les sirva. Por el contrario, el cliente de la fonda tie-
ne el derecho de exigir de antemano la carta, para
saber qué puede esperar. Y sólo hay allí un plato
a escoger: la condición humana –human nature–;
el huésped no deberá ofenderse porque tenga una
escogencia única: más fácil sería para un cocinero
agotar todas las especies animales y vegetales en
una multitud de platos, que para el novelista ago-
tar todas las variantes y variables de la condición
humana. Lo demás, es asunto de cocina.
Nadie debe penetrar en la cocina. Pero sólo del
autor dependerá que esa presencia, con sus rui-
dos, sus cacerolas sucias y sus desechos, deje de ser
obvia a lo largo de toda la lectura. No hay nada
más decepcionante para quien se sienta en la fon-
da de Fielding que una mirada, aún involuntaria,
al interior de esa cocina cuando en el ir y venir de
los camareros la puerta voladiza deja percibir el
tráfago y el desorden que reinan dentro, señales
molestas de lo inacabado, de lo imperfecto. O de
lo fallido.
Por eso he insistido en la verosimilitud de los
procedimientos, de los que depende la eficacia de
la narración. La congruencia. Nadie olvidó nun-
ca después de los siglos que Cervantes a su vez
olvidó que a Sancho le había robado el jumento
en la Sierra Morena el famoso ladrón Ginés de
Pasamonte, librado de la cadena de galeotes por
Don Quijote, y que en el siguiente párrafo del
mismo capítulo aparece Sancho montado a la
mujeriega en el mismo borrico (Don Quijote, 1
Parte, XXIII). No lo había olvidado tampoco el
bachiller Sansón Carrasca y por boca suya Cer-
vantes quiere desquitarse de su error, pidiéndole
al propio Sancho que explique el olvido (II Parte,
III, IV). Pero vuelve a errar Cervantes cuando ha-
bla Sancho y cuenta otra vez, como si fuera una
novedad, quién le había robado el jumento.
Robert Graves encuentra varias de estas in-
congruencias de La Odisea en Omer’s Daugther
(1955); cuando Ulises huye de la isla de los Cí-
clopes, Homero olvida que el barco tiene, en dos
momentos, el timón en la proa, y en la popa; que
hace falta más de tres hombres para ahorcar a una
docena de mujeres de una sola vez, con una sola
cuerda, como ocurre con las criadas después de
la matanza de los pretendientes; que con las doce
hachas a través de las que dispara Ulises con el
arco, y que nadie recogió, los pretendientes pu-
Entrar en la lectura de un libro es entrar en la novedad que no debe ser mancillada. La costumbre, la familiaridad, pueden terminar matando la sensación, o la ilusión de novedad, cuando uno lee como escritor para advertir los procedimientos, las mecánicas de relojería del libro, sus costuras, la trama al revés del bordado.
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dieron haberse armado de sobra; que no se corta
madera de un árbol vivo para fabricar un barco; y
en fin, que los halcones no devoran a su presa en
pleno vuelo.
Pecata minuta. Gotas de olvido en un mar
inconmensurable de memoria. Pero los olvidos
que se vuelven incongruencias perturban el de-
seo de participación del lector, causan malestar,
despiertan impaciencia. Recuerdan el artificio,
dejan entrever los afanes de la cocina. Una mosca
en la sopa en la fonda de Fielding y la suma de
olvidos, incongruencias, desajustes de tiempo y
lugar, ausencias, errores –aun los sintácticos y los
ortográficos– demuestran la inconstancia y la falta
de pericia en el manejo de las herramientas y en
el uso de los materiales. Exhiben el no saber. No
hay cosa más difícil que manejar un sombrero en
la mano de un personaje, me ha dicho Gabriel
García Márquez; y es verídico. Se requiere de una
gran pericia para no olvidar, a cada paso, qué debe
hacer ese caballero con su sombrero. Si colgó el
sombrero de un perchero no podría aparecer lue-
go con él en la cabeza paseando por la calle, como
Sancho a la mujeriega en su burro robado por Gi-
nés de Pasamonte. La solución más práctica la da-
ban los viejos seriales de cine de los años cuarenta,
donde gángsters y detectives se liaban a golpes sin
botar nunca el sombrero, por muy enconada que
fuera la pelea, sujeto a la cabeza por algún pega-
mento de zapatos de probada resistencia. El mue-
ble que deja ver luces en las junturas, el que no se
asienta bien sobre el piso, el que acusa rugosida-
des extremas en la superficie, el de las gavetas que
se pegan. De esa suma de imperfecciones resultan
los libros prescindibles, contra los que se levanta
el rencor, y el propio olvido del lector, castigo fi-
nal de las malas mentiras. A los malos mentirosos,
ni Dios los quiere.
Digamos entonces que en la mecánica de la
lectura hay un juego de correspondencias visibles
e invisibles entre el escritor y el lector que no de-
ben ser interrumpidas por los defectos; o que sólo
permiten un número muy reducido de defectos.
Es una operación delicada porque depende de
percepciones, en un proceso que va de la men-
te a la mente, una cadena de imágenes pasando
continuamente por el filtro de las palabras. En ese
proceso debe crearse una correspondencia armó-
nica de imágenes, aunque no necesariamente una
identidad visual. La torpeza en el procedimiento,
o los defectos en el lenguaje, son capaces de frus-
trar toda la operación y volverla tediosa, o ininte-
En la mecánica de la lectura hay un juego de correspondencias visibles e invisibles entre el escritor y el lector que no deben ser interrumpidas por los defectos. Es una operación delicada porque depende de percepciones, en un proceso que va de la mente a la mente, una cadena de imágenes pasando continuamente por el filtro de las palabras.
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ligible. Frustrar la imagen, desconcertarla.
El escritor imagina, y el lector también imagi-
na. Y mientras el escritor imagina, también ima-
gina al lector leyendo. De alguna manera se está
creando una dependencia de futuro. Hay algo que
al lector podría no gustarle, no seducirlo, y esa
idea de censura crea una modificación de la es-
critura. Estos son momentos críticos del proceso.
Si el escritor se deja arrastrar por el qué leerán,
como quien se deja llevar en la vida por el qué
dirán, entraría a pelear su batalla en un territo-
rio ajeno, el de los gustos, las preferencias y las
apreciaciones del momento. En términos con-
temporáneos, es cierto que un lector lee en cada
momento; pero es más cierto que nunca desprecia
la suma de momentos sucesivos que forman el
verdadero gusto, la preferencia de fondo. Existe
una correspondencia de imágenes entre escritor
y lector, aunque no una identidad, porque hay
tantos escenarios y rostros como lectores. En la
mente del autor que concibe, hay un solo tipo, un
solo modelo, aunque complejo, de composición
de escenas y personajes cuando imagina. El filtro
de las palabras deberá probar ser lo suficientemen-
te eficaz para que la escritura recoja si no todas,
la mayor parte de sus ideas imaginativas. Entre
la mente que imagina y la palabra que copia, se
produce entonces un trámite de fidelidades. Pero
de allí en adelante, entre lectores, el modelo se
dispersa en copias disímiles, correspondientes
pero no idénticas. Los modelos universales, ba-
sados en propiedades homogéneas, solamente los
obtenemos a través de la imagen directa, no de las
palabras. Hay una imagen universal, entendida,
de Don Quijote y de Sancho porque se ha creado
en la plástica un arquetipo, gracias a los grabados
de Gustave Doré, sobre todo, y existe hoy todo
una imaginería de estampas, esculturas, dibujos
que nos refieren a esas figuras reconocibles más
allá del hecho de la lectura. Alguien que lee por
primera vez Don Quijote sólo confirma, reconoce
esas figuras.
¿Cuántas Madame Bovary hay en las mentes?
Sin el cine, su número sería infinito, como en el
siglo XIX. El cine es el verdadero rasero de la ima-
gen. Cualquier joven señora provinciana podía
imaginar su libertad encarnándose en un perso-
naje al que ponía rostro, su propio rostro. Pero
el cine somete al ensueño a una servidumbre de
modelo, reduce los modelos. Entonces, ¿cuántas
Madame Bovary? ¿el rostro en blanco y negro de
Jennifer Jones en la película de Vincent Minelli,
o el de Isabelle Huppert en la película de Claude
Chabrol? Pero, ¿es ése de verdad el rostro? ¿o so-
breviven, por el contrario, pese a todo, los rostros
de la imaginación?
Hay que imaginar la imagen, es la más esplén-
dida de las tareas del lector. Imaginar el mundo
como toca un ciego el sueño, prestando a Joaquín
Pasos las palabras del poema Canto de Guerra de
las Cosas (1946). Sólo la literatura es capaz de esa
riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una
escena, un escenario para cada quien con prodiga-
lidad. A la más minuciosa descripción de una casa
de Balzac, a la más detallada descripción de un
rostro, de un cuerpo desnudo de D. H. Lawrence,
responderá siempre un estallido, un chisporroteo
múltiple de casas, rostros, cuerpos cada vez que
alguien lee. El menú de Fielding tiene un plato
único, pero sus variantes son infinitas.
Hay que imaginar la imagen, es la más espléndida de las tareas del lector. Imaginar el mundo como toca un ciego el sueño, prestando a Joaquín Pasos las palabras del poema Canto de Guerra de las Cosas (1946). Sólo la literatura es capaz de esa riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una escena, un escenario para cada quien con prodigalidad.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 19
Emitir una opinión definida acerca de
los elementos esenciales en la creación
del cuento, es tarea muy atrevida. Sobre
todo cuando un maestro cuentista tan original
como Julio Cortázar declaró en una ocasión que
se trata de un género difícil de definir, pues es
huidizo “en sus múltiples y antagónicos aspectos,
y en última instancia tan secreto y replegado en sí
mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de
la poesía en otra dimensión del tiempo literario”. 1
A lo anterior hay que agregar que yo me es-
trené con la novela: ya había escrito tres (una de
ellas todavía inédita) cuando por falta de tiem-
po me propuse incursionar en la narrativa corta.
Pese a todas las teorías sobre este género, entre
las que descuellan las de Horacio Quiroga en su
“Decálogo del perfecto cuentista” y “La retóri-
ca del cuento”; pese también a que los relatos
e ideas de Julio Cortázar me tenían fascinada,
mis primeros cuentos, los de Polvo del camino,
quizás porque yo seguía a la sombra de la nove-
la, no lograron acomodarse al principio esencial
que fui haciendo mío a duras penas y a pequeños
pasos: el de contar una historia con la precisión
de la flecha que va a dar directo en el blanco de
un desenlace inusitado.
RIMA DE VALLBONA (Costa Rica)
DE ESCRITURAS Y CUENTOSPara mí todo autor debe lanzar su imaginación sin retaceos. Es verdad que todo autor intenta romper con el pasado, matar a sus antepasados, no sólo nacionales, sino universales, porque en el fondo hay un afán de diferenciación, de alcanzar una voz personal, un estilo propio, temas exclusivos. Pero en materia de formasyo creo que es lícito recurrir a cualquiera de ellas, siempre que sirvan para expresar lo que queremos decir. Roberto Cossa
Joven, saber debes a tiempo / do se alza el sentir y el espíritu! / La musa sabe acompañar, /pero no sabe cómo guiar. Goethe
No acierto a señalar los elementos esenciales
que requiere un cuento para atrapar la atención
del lector, porque cuantos llevo escritos, han naci-
do y han ido creciendo en mi mente, mientras iba
realizando mis deberes de madre de cuatro hijos,
esposa, ama de casa, docente en la University of
St. Thomas de Houston y también de candidata
al doctorado, con muy pocas horas de descan-
so. Cuando alcancé cierto dominio del género,
en algunos textos de mi libro Mujeres y agonías,
comprobé lo indispensable que era arrancar con
una frase gancho que desde el principio retenga
el interés de los receptores. Importantísimo para
mí es el desarrollo de escenas narrativas que sos-
tengan y hasta subrayen la trama en un manteni-
do y creciente suspenso hasta llegar a un remate
inesperado. En mi caso, en general, sé dónde y
cómo comenzar; sin embargo, incontables veces,
durante el desarrollo de algún texto, un personaje,
un diálogo, un elemento cualquiera del discurso
narrativo, cambian totalmente la dirección y el
final de mis cuentos. A veces, yo misma me sor-
prendo de cómo acabé rematando algunos, como
me ha ocurrido con “Caña hueca”, “Penélope en
sus bodas de plata”, “Beto y Betina”, “La tejedora
de palabras”, entre otros. Siempre he dicho que
Importantísimo para mí es el desarrollo de escenas narrativas que sostengan y hasta subrayen la trama en un mantenido y creciente suspenso hasta llegar a un remate inesperado. En mi caso, en general, sé dónde y cómo comenzar; sin embargo, incontables veces, durante el desarrollo de algún texto, un personaje, un diálogo, un elemento cualquiera del discurso narrativo, cambian totalmente la dirección y el final de mis cuentos.
20 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
toda mi obra arranca de la realidad; hasta lo que
parece fantasía lo he sacado del corazón de la rea-
lidad: un objeto, una frase, una noticia periodística
o televisada, un suceso cualquiera, una confidencia,
el nombre de alguien, la vida o el aspecto físico de
una persona, sucesos en el vecindario, hablillas y
consejas de la servidumbre, algún personaje his-
tórico que me haya impresionado, mis vivencias
y lecturas, han sembrado en mí ineludibles y fe-
cundas obsesiones. Bien podría aquí parafrasear
a Turgueniev repitiendo que “jamás he podido
crear nada que saliera únicamente de mi imagina-
ción. Para hacer un personaje, necesito un hom-
bre vivo”; yo le agregaría que para desarrollar la
historia, también necesito de situaciones vividas,
experimentadas por mí o por los otros.
A partir de ese retazo de realidad, sigo elabo-
rando mentalmente mis relatos, agregándoles una
dosis de imaginación, de onirismo y de poesía;
esas reducidas porciones de realidad las ensancho
a veces con los mitos clásicos greca–latinos o con
los indígenas de Mesoamérica, o con los bíblicos.
Otras, los contamino con mis conceptos existen-
cialistas o con mis protestas contra las estructuras
socio–político–económicas; aquí vale mencionar
las palabras del dramaturgo Roberto Cossa, las
cuales son válidas para todos los géneros: “Hay
que introducirse en el hecho político directamen-
te. Si no, corremos el riesgo de aislarnos, de caer
en el error de suponer que mediante una obra es-
tética (…) podemos gravitar en el proceso”.
No sería exagerado decir que a lo largo de toda
mi narrativa corre a veces también un debilísimo
hilo autobiográfico; en cambio, el hilo es más
definitivo en mis novelas, pues mis páginas son
el resultado de una catarsis; o de una subversión
contra las estructuras sociales. Además, están sal-
picadas de mis ansias de solidaridad y de mitigar
lacras, dolores, injusticias. Creo que todos los
escritores, de una manera u otra, vuelcan en sus
textos algo de sí mismos; Borges, quien se nos ma-
nifiesta tan objetivo y distanciado de sus relatos,
en una ocasión confesó que su “obra es pudorosa-
mente autobiográfica”.
Ilustran los párrafos anteriores relativos a mi
poética del cuento, entre muchas otras, las siguien-
tes narraciones mías: “El Nahual de mi amiga Ire-
ne”, “Augusto discípulo de Pitágoras”, “Una vez
más Caín y Abel”, “Penélope en sus bodas de pla-
ta”, “Bajo pena de muerte”, “La tejedora de pala-
bras”. A continuación pretendo demostrar de qué
manera los últimos tres, sacados al azar, represen-
tan lo que vengo diciendo. “Penélope en sus bo-
das de plata”, por ejemplo, se inspiró en una carta
publicada en el epistolario sentimental de “Dear
Abby”. En esa carta, una señora, quien no salía de
su asombro, contaba que en la celebración de sus
bodas de plata la festejada se subió a una tarima
y reveló a los invitados que ésa era la fiesta de su
independencia porque a partir de aquel momento
se declaraba libre del yugo del matrimonio. Por
supuesto, contado así, no tiene temple, eficacia, ni
interés como cuento. Fue la perspectiva desde el
punto de vista del hijo, lo que le dio carácter lite-
rario a esa historia. Tanto que ha figurado en múl-
tiples antologías. Cuando sólo era un manuscrito,
Marco Denevi, el excelente cuentista argentino, lo
recibió de manos de un amiga y sin pérdida de
tiempo me escribió alabando en especial el “len-
guaje sabroso y plástico que no sé si no se deja oír
antes que leer, lo que para mi gusto constituye el
mayor de los méritos de cualquier estilo”.
A propósito de estas palabras de Denevi, me
detengo a considerar otro punto esencial para la
Hasta lo que parece fantasía lo he sacado del corazón de la realidad: un objeto, una frase, una noticia periodística o televisada, un suceso cualquiera, una confidencia, el nombre de alguien, la vida o el aspecto físico de una persona, sucesos en el vecindario, hablillas y consejas de la servidumbre, algún personaje histórico que me haya impresionado, mis vivencias y lecturas, han sembrado en mí ineludibles y fecundas obsesiones
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elaboración del cuento: el discurso narrativo; éste
necesariamente no ha de ir cuajado de metáforas
ni de imágenes líricas; pero en su conjunto, en el
ritmo de las frases, en la economía de la expresión,
yo me exijo a mí misma y trato de dar a mis histo-
rias un tono poético. Esto ocurre aún cuando de
tanto en tanto uso una palabrota en los diálogos
o monólogos.
Cabe aclarar que aunque éste sea un principio
que intento poner en práctica en mis textos, en
general no lo considero imprescindible. Lo im-
portante es no distraer la atención del lector con
ninguna superflua ornamentación lingüística, ni
con escenas que se desvían del núcleo central del
relato. Lo que sí rechazo definitivamente es la ten-
dencia que se ha puesto de moda de contaminar
el discurso narrativo con vocablos soeces, y de tra-
tar los temas eróticos al desnudo, sin dejar nada
a la imaginación; la muestra de esta tendencia se
observa en una porción de la narrativa española
actual, la cual está en plena demanda y desafor-
tunadamente para el prestigio (desprestigio) de la
literatura hispánica, algunas de sus producciones
han alcanzado la categoría de “Best Sellers”. Lo
que acabo de decir no significa que yo no haya
tratado temas escabrosos como incesto, adulterio,
homosexualismo, lesbianismo, el del travestís y
otros más; creo que he logrado expresarlos abier-
tamente y sin tapujos, pero tratando de mante-
nerme a respetable distancia de obscenidades y de
situaciones ofensivas. Si lo he logrado, los lectores
son los jueces. Hablábamos de mi cuento “Penélo-
pe en sus bodas de plata” y me desvié en un largo
paréntesis sobre el discurso narrativo. Este cuento
representa muy bien mi modo de aplicar los mitos
greco–latinos: en él nunca se da el nombre de la
protagonista, pero el título y el misterioso e in-
terminable tejido de ella hacen que una realidad
contemporánea y cotidiana se acomode al relato
homérico. Tiene como variantes de dicho modelo
el hecho de que la espera de la mujer acaba en
un rechazo al marido–Ulises; ella no desteje, sino
que guarda y guarda sus tejidos (sus intenciones
de acabar con el “yugo matrimonial”); y en el re-
mate del cuento, “todo fue más irreal cuando ella
comenzó a sacar las prendas que llevaba tejidas,
lana blanca, blanca, blanca y las fue repartiendo
entre los invitados... “ Otro de mis cuentos que
conjuga realidad y mito es “Bajo pena de muerte”,
el cual fue inspirado por lo que vivió mi suegra
durante la Guerra Civil española: una noche el
“coche rojo de la muerte” se llevó a su marido,
Lo importante es no distraer la atención del lector con ninguna superflua ornamentación lingüística, ni con escenas que se desvían del núcleo central del relato. Lo que sí rechazo definitivamente es la tendencia que se ha puesto de moda de contaminar el discurso narrativo con vocablos soeces, y de tratar los temas eróticos al desnudo, sin dejar nada a la imaginación...
22 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
un prominente juez nacionalista y católico con-
servador de la ciudad de Granollers, Barcelona,
el cual no regresó más a su casa. Desesperada y
convencida de que había sido fusilado, su esposa
salió con uno de los hijos a buscar el cadáver du-
rante tres días con tres noches. Para darle univer-
salidad al cuento, superpuse a la dolorosa realidad
el mito de Antígona; ésta había desobedecido la
fatal orden de su tío Creón de no sepultar el cadá-
ver de su hermano Polinice, quien murió durante
el ataque a Tebas. La osadía de Antígona le costó
la vida. Mi cuento queda abierto (otro punto im-
portante y hasta casi imprescindible para mí: el de
la apertura de la historia). La universalidad de este
cuento se puede apreciar en el hecho de que los
críticos a menudo interpretan que tal suceso ocu-
rre en el espacio de un país hispanoamericano, o
una geografía cualquiera que sufre por una guerra
o revolución. En la actualidad, bien podrían ser
Kósovo, o El Salvador, o Colombia... “La tejedora
de palabras” en verdad nació a raíz de las confi-
dencias que me hizo un alumno mío acerca de
una caduca profesora que vivía asediándolo con
cartitas amorosas y toda clase de trucos con el fin
de seducirlo. Como he tratado mucho el tópico
de la mujer víctima, se me ocurrió darle vuelta a
la tortilla y tratar el tema de la mujer como per-
vertidora de menores. Lo que da a este relato una
amplitud universal es la superposición del mito
homérico de Circe, la embrujadora de hombres,
a un hecho real y actual. Debo confesar que este
cuento me sirvió de catarsis, pues la revelación de
mi discípulo me había provocado mucha inquie-
tud por el peligro que él corría. Además, estimo
que el narrador y cualquier escritor nunca deben
dejarse llevar por la seducción de la fama o de la
codicia, las cuales inducen a tratar temas de moda
o más vendibles. Hay que escribir con convicción
y escribir sobre lo que esté muy cerca de nosotros.
El mundo mío, por ejemplo, ha girado alrededor
de las mujeres; por lo mismo comencé a desarro-
llar y sigo desarrollando mi narrativa en relación
con el tema femenino: la adolescente y sus proble-
mas, la pareja, la mujer oprimida y maltratada, el
amor fracasado, etc., predominan en mis páginas.
Al principio no me daba cuenta de esa tendencia.
Fue uno de mis editores quien me abrió los ojos
y me hizo ver que mi obra entera estaba domi-
nada por la presencia de la mujer. Otros temas
predominantes en mis textos se relacionan con mi
obsesión por la muerte, la soledad, el horror de
la nada y lo absurdo de la vida; por mi ansiedad
ante la dudosa Zona entre el sueño, lo otro y lo
real. También los conflictos fundamentales del ser
humano y las interrogantes metafísicas recorren
mi narrativa desde mi primer libro. Además, me
obsesiona el escritor y su creación literaria.
Bien puedo afirmar que entre tales temas se
destaca el de la rutina como un verdadero infier-
no; éste constituye la médula de mi pensamiento
y de mi vida entera y por lo mismo no podría
faltar en mi escritura. El rechazo a la rutina se hizo
carne de mi ser cuando muy joven tuve que aban-
donar mis estudios universitarios para pasarme
día tras día, ocho horas seguidas, tecleteando la
máquina de escribir en oficinas de gobierno, mal
pagada. De ahí que un símbolo constante en mi
narrativa sea la trágica figura de Sísifo en su inútil
y repetido esfuerzo por subir la piedra. En suma,
puesto que ya expresé mis ideas acerca del cuento,
y comencé este texto citando a Julio Cortázar, creo
factible y hasta saludable, reunir aquí más bien los
consejos que él da sobre el tema: “el cuento parte
de la noción de límite, y en primer término, de lí-
Hay que escribir con convicción y escribir sobre lo que esté muy cerca de nosotros. El mundo mío, por ejemplo, ha girado alrededor de las mujeres; por lo mismo comencé a desarrollar y sigo desarrollando mi narrativa en relación con el tema femenino: la adolescente y sus problemas, la pareja, la mujer oprimida y maltratada, el amor fracasado, etc., predominan en mis páginas.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 23
mite físico”. Según él, este género representa “una
aparente paradoja: la de recortar un fragmento de
la realidad, fijándole determinados límites, pero
de manera tal que ese recorte actúe como una ex-
plosión que abre de par en par una realidad mu-
cho más amplia, como una visión dinámica que
trasciende espiritualmente el campo abarcado por
la pluma”. Asimismo, el cuentista argentino reco-
mienda evitar los elementos gratuitos, meramen-
te decorativos y eliminar las ideas o situaciones
intermedias y los rellenos. Su consejo es que se
debe “trabajar en profundidad, verticalmente, sea
hacia arriba o hacia abajo del espacio literario”.
Para provocar una apertura necesaria a este géne-
ro, señala que “el tiempo del cuento y el espacio
del cuento tienen que estar como condensados,
sometidos a una alta presión espiritual y formal”.
También asegura que se consigue “el secuestro
momentáneo del lector” mediante un estilo basa-
do en la intensidad y en la tensión. Ésta, según él,
debe manifestarse desde las primeras palabras o las
primeras escenas. Además, agrega que no existen
temas buenos ni malos, sino “solamente un buen
o mal tratamiento del tema”. y concluye alertan-
do a los narradores contra la “fácil demagogia de
exigirse una literatura accesible a todo el mundo”.
Y para finalizar, confieso mi deseo de poder hacer
realidad en mis textos narrativos, aunque sea en
parte, los valiosos preceptos de Cortázar, auténti-
co maestro del cuento. l’ Julio Cortázar, “Algunos aspectos del cuento”, Casa de las Américas (La Habana) 15–16 (noviembre, 1962 – febrero, 1963) pp. 3–14. Todas las citas relacionadas con las ideas de Cortázar, proceden de este texto.
Empecé a escribir cuentos sin proponér-
melo. Apenas alcanzaba mis veinte años,
escribía poemas y me consideraba poeta;
la narrativa me parecía algo ajeno. Supongo que el
hecho de vivir en el fragor de una guerra civil me
intoxicó de realidades contundentes, de historias
que no cabían en el verso, de ansias de contar. De
pronto, pues, me encontré escribiendo cuentos
como si fuesen poemas, con la misma sensación
de asombro, con la misma espontaneidad, sin la
racionalidad del narrador que todo lo planifica. Y
desde entonces asocio la escritura de cuentos con
la magia de la poesía, con un invisible que moldea
la historia y la convierte en verbo seductor, con un
invisible que teje a partir de anécdotas y sólo me
usa para plasmarlas en papel.
No concibo el cuento como un ejercicio de ra-
cionalidad. Pensar en él, definirlo, diseccionarlo,
buscarle sus secretos, me parece mortal. Al me-
nos ésa ha sido mi experiencia. Hace un par de
años, por necesidades económicas, decidí dar un
taller de cuentos. Y me apasioné con la cirugía,
con el desmontaje pieza a pieza de un género que
según yo me pertenecía. Lo que yo no sabía, lo
que estaba fuera de mis previsiones, es que ese co-
nocimiento me aniquilaría, que fisgonear en los
secretos del oficio acabaría con mis posibilidades
de ejercerlo. Y desde entonces no escribo un solo
cuento, como si por hurgar en los cofres privados
de mi amada ésta hubiera decidido abandonarme.
Porque el cuento huyó de mí como antes lo hizo
HORACIO C ASTELLANOS MOYA (Honduras/ El Salvador)
EN LOS LINDEROS DEL ASOMBRO
No concibo el cuento como un ejercicio de racionalidad. Pensar en él, definirlo, diseccionarlo, buscarle sus secretos, me parece mortal. Al menos ésa ha sido mi experiencia. Hace un par de años, por necesidades económicas, decidí dar un taller de cuentos. Y me apasioné con la cirugía, con el desmontaje pieza a pieza de un género que según yo me pertenecía.
24 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
la poesía; y he quedado en el desamparo, enamo-
rado, a la espera de su regreso.
La memoria que mantiene viva mi pasión, lo
que me seduce, es el placer de lo maravilloso, ese
instante en que se rasga la cotidianidad y lo que
era una historia cualquiera, un hecho que en otra
situación pasaría desapercibido, se transforma en
el punto de partida de un relato que se inventa
y reinventa; lo maravilloso, que en otras ocasio-
nes es un personaje que me ronda una y otra vez,
un personaje que no me explico por qué entra a
mansalva en mi mente en los momentos más in-
esperados, hasta que uno de sus rasgos se convier-
te en el detonante para la escritura del cuento; lo
maravilloso que también puede ser la frase que se
mastica y se mastica, esa frase que zumba dentro
de mi oído y que gracias al viejo olfato intuyo que
esconde el comienzo de algo, esa frase que de sú-
bito desencadena el torrente de palabras. Ahora
escribo en tiempo presente, pero ya lo dije: es el
recuerdo de ese instante que me excita.
Me he sentido más cómodo al escribir cuentos
cuya historia me es lejana, donde no me agazapo
detrás de un personaje, donde la trama no par-
te de algo que he padecido, de una vivencia de-
masiado untada a mi piel de una herida reciente.
Prefiero esas historias que me llegan de manera
lateral, oblicua, que apenas escuché al pasar, que
“entreví con el rabillo del ojo” (la frase no es mía,
lo sé). Entre más lejos de lo autobiográfico, más
libre me he sentido para fabular. Pero eso no niega
que algunos de mis cuentos se originen en viejas
cicatrices: el dejo a ajuste de cuentas entonces per-
manece en el paladar, ajustes de cuentas que tam-
bién causan regocijo. La emoción con la que es-
cribí estos cuentos tiene otra textura, nacida, casi
perversa, que suelta una poca pelusilla de culpa.
A veces me pregunto si mi actual imposibili-
dad de escribir cuentos tiene que ver con cierta
influencia de ese nefasto modelo del novelista de
éxito, el escritor de mamotretos que fascinan a las
editoriales y a las agencias literarias (el pavoroso
mínimo de los 200 folios, por Dios). Si así fuera,
si por querer entregarme mercantilmente a la no-
vela el cuento me hubiera abandonado, bien me-
recido lo tendría. Y mis esperanzas de recuperar el
asombro no serían más que farsa, impostura. Pero
una chicuela con aire conocido ha comenzado a
aparecer en mi mente con singular insistencia. Y
una frase está zumba que zumba en mi oído...
En el cuento como en la novela mi ma-
yor preocupación es la tensión. Tiene
que darse un momento permanente de
expectativa, espera de algo, situación de inevita-
ble desenlace, no importa si éste al final deviene
en rompimiento del equilibrio o simplemente en
regocijo del estatus preanunciado.
Mantener al lector en vilo en torno a la anéc-
dota, cualquiera que sea, es mi reto más grave,
difícil swing de equilibrista mientras pasa de una
cuerda a otra. Aun así el salto es lo de menos:
se espera, se aventura, se considera que una vez
iniciado el desafío debe haber forzosamente una
solución y el fulano pasará de un palo a otro, es-
tremecerá al público que lo ve volar sin red desde
el caño principal al secundario; eso es solamente
parte del suceso.
JULIO ESCOTO (Honduras)
DEL CUENTO Y VUELOS
IMPOSIBLES
Me he sentido más cómodo al escribir cuentos cuya historia me es lejana, donde no me agazapo detrás de un personaje, donde la trama no parte de algo que he padecido, de una vivencia demasiado untada a mi piel de una herida reciente. Prefiero esas historias que me llegan de manera lateral, oblicua, que apenas escuché al pasar, que “entreví con el rabillo del ojo”...
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 25
Lo realmente provocador del evento narrativo
es revelar cuánta masa crítica de esperanza o fa-
talismo, redención segura o tragedia, placidez o
miedo (placidez es una palabra prohibida para na-
rradores y equilibristas, que es decir lo mismo) se
aglomera, acumula, reserva y bulle en la mente del
personaje hasta hacerlo titubear en el segundo su-
premo o empujarlo a volar. El cuento, o la novela,
demandan esa insípida ratificación del quiebre de
la estadística: si hasta ahora ningún hombre voló,
esta podría ser, por qué no, la ocasión inicial (vul-
gar elaboración de la metáfora de Hammurabi y
borgiana a la vez, por otra parte).
Así, pues, el cuento es más que una descripción
de exterioridad. Ésta es parte del relato, desde lue-
go, pero la peripecia carecería de sustancia si no es-
tuviera acompañada del estremecimiento visceral.
El revolucionario que va a morir ante el paredón,
el cuatrero irredento que será linchado, la dulce
ninfa que amoneda durante su violación la gran
venganza de matrimoniarse con el violador, para
hacerle expiar durante toda la vida el arrebato de
un momento, serían situaciones inútiles si no se
entrara en la conciencia de ellos. ¿Qué imagina el
hombre que va a morir, qué fortaleza lo delata? ¿Es
premio o castigo llegar al último instante sólo para
encontrar que ese periplo era el obligado tránsito
para conocer el arrepentimiento? La niña ultraja-
da, ¿cómo pudo haber desarrollado tan imprevis-
tamente una larga visión de tortura administrada
contra su ofensor, sólo por haber sido tocada con
el soplo del deseo inverso en el minuto errado?
Tras esa anécdota, ¿cuáles más inexploradas se es-
conden? El cuento es en síntesis la búsqueda de lo
aún no trascendido u ocurrido, más que pintura
de verdad o la realidad, es decir, la aceptación, la
anuencia de lo que puede ser, y no sólo aconteci-
miento periodístico o sustancialmente autentica-
do. Resumen de esperanzas abiertas más que de
hechos conclusivos. Cuando comenzamos a escri-
bir el cuento, el virus que debe afectarnos es sólo
el de la posibilidad. Desde luego que la tensión es
imposible sin el conflicto. Iba a escribir, ahora, el
conflicto “humano” pero olvidaba la antigua fá-
bula, donde los animales, no forzosamente com-
portándose como humanos, desarrollan polaridad
de intereses. El conflicto es la esencia misma de la
razón de ser del cuento pues no puede darse rela-
to sin disimilitud de posición entre los actores o,
Greimas–style, actantes. Como en la descripción
crudamente técnica y científica (un maremoto,
por ejemplo) en que la yuxtaposición de fuerzas
y poderes (más bien, potencias) podría dar lugar
a una curiosa y amena narración. El conflicto, así
a secas, especifica de súbito la obligada necesidad
de resolución pues dos o más “actores” se disputan
un espacio innegociable, circunstancia compro-
metida, temporalidad circunscrita. Uno de ambos
debe prevalecer, se descarta la convivencia. Y no se
trata sólo de ingeniosidad para sobrevivir, mayor
o menor viveza en un protagonista que el otro,
capacidad sabia o adquirida de permanencia, sino
del giro violentamente suspensivo que el espacio
particular de la literatura crea para ambos. Es de-
cir, de la atmósfera intrínsecamente original que
la literatura factura para los dos, la cual no obe-
dece forzosamente a reglas consuetudinarias. Re-
medios la Bella vuela a pesar de la imposibilidad
terráquea de hacerlo; en Caracol Beach lo que se
anuncia que va a suceder sucede (corifeos griegos
de por medio) a pesar de que nosotros los lectores
desearíamos que no acontezca; Abundio concluye
reconciliándose con su sangre (en Pedro Páramo)
al derramarla pese a que vaticinamos otra variante
El cuento es en síntesis la búsqueda de lo aún no trascendido u ocurrido, más que pintura de verdad o la realidad, es decir, la aceptación, la anuencia de lo que puede ser, y no sólo acontecimiento periodístico o sustancialmente autenticado. Resumen de esperanzas abiertas más que de hechos conclusivos.
26 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
de solución. Esa obligatoriedad de acontecimien-
to trasciende cualquier expectativa pues ellas son
fuerzas propietarias de su inmanencia, figuras de
su controlada o descontrolada tensión, entidades
en un escenario que no podemos vaticinar. Saber
que allí, en el reducido espacio de la página final
nos espera lo inesperado es la magia maravillosa
de la literatura.
Para esa tensión carece de importancia la cir-
cunstancialidad (¿abrirá ella la puerta del león o de
la dama?), el tiempo (¿disfrutará físicamente Cloe
de Dafnis al final?), el espacio (¿el desbrujulado
Moisés hallará la tierra místicamente prometida?),
la heroicidad (¿sobrevivirá alguno de los complo-
tados para exterminar al lúbrico chivo Trujillo...?).
No importa, honestamente puede señalarse que al
relator no le interesa si el héroe o heroína, aunque
se lo merecen, gozarán de la siesta recomponedo-
ra de fuerzas tras haber triunfado en los retos del
odio y del amor. Su propósito es más bien revelar
el tránsito, la epopeya o miseria allí narradas. El
devaneo del espíritu, el conflicto del ánima de-
cidiendo entre bien y mal (no como categorías
éticas sino vivenciales), la duda entre avanzar a
un estrato superior (de cambio) o retroceder, es
decir entre la luz y la sombra. Cuando se escribe
el cuento lo que se quiere es reflejar precisamente
la tensión producida entre el espacio voluminoso,
violentísimo de la claridad de sol que vivifica la
experiencia humana, o bien su contrario, la numi-
nosidad nocturna y su rara afición para concertar
viciosos apetitos.
Y la tensión sería inútil sin la pasión, siendo el
cuento rezumo de ambos. No se puede hablar de
la sangre sin provocarla, es imposible convocar al
espíritu sin tocar sus filamentos gnósticos; quién
puede hablar del hombre sin aludir a su vulne-
rabilidad. Peces de estanque constricto, flores de
jardín bifurcado, aves de vuelo largamente ima-
ginado pero de aire corto, retratar al ser humano
en el cuento es en verdad precisar sus debilidades.
Hasta donde quiero llegar y no puedo: cuán largo
es mi horizonte y tan breve mi potencial de volar,
mi imaginación sin límites que encuentra en lo
terráqueo fronteras: el narrador desborda verosí-
milmente tales obstáculos sin parecer obviamente
fantástico (excepto desde luego en Las mil y una
noches).
De allí que en el panorama de la tensión huma-
na se introduzca forzosamente ese otro elemento
ígneo y vaporoso a la vez, aglutinante, que se lla-
ma la pasión, sin ella no hay literatura, llama sin
fuego, fuego sin humo, humo sin aire. De nada
sirve la tensión sin pasión por contrariarla, pues
la pasión es exactamente motor, cláusula primera,
causa fundamental. El personaje (entidad univer-
sal o local) debe estar imbuido de tal pasión (que
es decir energía) por variar la circunstancia de su
situación, que no se pueda contener. Pavorido por
los hados, incluso así se arriesga a provocarlos.
Frente a lo inmedible y lo incontrolable, lo que
lo salva es un gesto de su propia voluntad. Presen-
te ante el enigma, debe ser incapaz de ignorarlo,
sino de conciliar con él. Lo cual es precisamente
la razón de la experiencia humana: asumir un de-
safío, salvar un obstáculo, redimir la paciencia (de
la muerte), apacentar la velocidad. El personaje
choca y se estrella contra las cuatro paredes de la
narración, se desboca, golpea y hace daño, sangra
de tanta imposibilidad de sobrevolar la palabra,
lo atenaza su savia íntima de pasión propia, que
es decir de tensión literaria. Aguantado allí, cons-
treñido al escaque de nuestro ajedrez regulado, no
permitirle escapar o bien dejarlo fugar sabiendo de
Y la tensión sería inútil sin la pasión, siendo el cuento rezumo de ambos. No se puede hablar de la sangre sin provocarla, es imposible convocar al espíritu sin tocar sus filamentos gnósticos; quién puede hablar del hombre sin aludir a su vulnerabilidad.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 27
su mortal y breve condición, es el oficio doloroso
del narrador. El actor que se nos suelta de la mano
y reclama hacerse señor de novela, sabiendo noso-
tros que apenas si pertenece a un cuento, ese que
con tantos méritos y medallas al pecho nos mues-
tra su extensa condición para continuar, y que
nosotros, por el contrario, decidimos mantenerlo
en el territorio de la narración breve, implica en el
narrador una sabia escogencia curricular: este per-
sonaje (pensamos) presume de perdurabilidad, se
alarga como baobab rijioso, podémosle las plumas
de las alas o dejémosle estar. Todo depende de su
subversividad pasional.
El mílite Gavilán, por ejemplo, nace en la gran
novela de Gabo pero salta a otra de Carlos Fuentes
(donde resurge) y a una más modesta novela mía
(Bajo el almendro... junto al volcán); ¿y quién no
ha tenido la tentasión de revitalizar a Melquíades,
como bien lo hace Sergio Ramírez en el espacio de
Tiempo de Fulgor?; ¿o pensar al gaviero de Mutis
y a su insondable anonimidad?, ¿acaso Pedro Pá-
ramo no es pariente sanguíneo de don Segundo
Sombra, o del carácter duro, similar, del padrón
genético de los cuentos de ese prodigioso y mala-
mente ignorado narrador nicaraguense, Lizandro
Chávez Alfaro, calidad de Nóbel, en sus cuentos
de Columpio al aire?
Amarrar al personaje a la reja del cuento o a la
gran prisión de la novela es una voluntad poca-
mente maligna y más llena de amor y solidaridad:
saber del héroe y de su biografía más que él mis-
mo para encaminarle su propio destino. Entonces
actuamos con la misma línea de fidelidad de dios
(que es decir de impertinencia) y lo liberamos o
lo conservamos. Pero no a él, sino a su disponibi-
lidad de pasión y a su potencialidad para generar
conflictos. El conflicto es la razón propia de la na-
turaleza, del equilibrio sideral y de la raíz primige-
nia del cuento. Pues el cuento es sólo una pequeña
forma de extendernos en la verdad, de subvertir
lo exuberante, de podar las raíces profundas de
nuestra imaginación creativa. Cápsula consciente,
el cuento es sólo una sucinta forma de mostrar la
dialéctica de la realidad.* Tomada de: Fernando Burgos. Los escritores y la creación
en Hispanoamérica. Editorial Castalia, Madrid 2004.
28 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
ALBERTO DESTÉPHEN (Honduras)
Pasos en el techo
Suenan pasos
En los techos de mis anhelos,
Lanzas que emigran de la mujer
Que da brasas a los versos.
Voy a la sabiduría del agua;
Añoro palabras líquidas
Que fluyan
A la corriente de su cuerpo.
Extraña ternura
Pulsos microscópicos
sin ojos ni rostro;
extraña forma que duele.
Acumulo lenguajes,
liviandad para expandirme
en el misterio del olvido.
Atrapo los besos prisioneros,
las estrellas se derriten.
Bajo
y mi alma tiene forma,
un cuerpo
que mis manos tocan.
Manzanos del Edén(fragmento)
No eran los pinos de intenso color,
ni el río que cruzaba una sola vez,
en donde las sombras de nuestros deseos
enlazaban nuestras manos y besos.
Eran tu mirada y la mía,
alambres en el viento
donde los pájaros sostenían
su concierto estival.
No era el agua que caía de tu boca,
ni la curva de tu vientre,
donde lentamente
fluía el dolor de mis manos.
Era la serpiente, la serpiente del edén,
que nos daba el secreto de Dios
mientras los ángeles dormían.
...........................
Ven, vamos
a las líquidas señales.
A la lozanía de las vertientes,
a los aromas,
al agua de los arroyos.
A los pájaros azules de los ríos,
a los pechos de la luna,
a las lunas de tus pechos.
Al agua que está cayendo
En mis manos,
Del agua de tus manos.
* Poemas tomados de: Alberto Destéphen. Manzanos del Edén. Ediciones Estoque, Tegucigalpa, 2005.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 29
C AROLA BRANTOME (Nicaragua)
El café de Carmen
Para Carmen Naranjo
Carmen, ayer te dije
que haría un poema con este título,
un poema que luego podamos
contarle a una niña.
Sencillo, como una taza de café,
simple, cariñoso, un poema tan claro
que vos en vez de leerlo,
se lo podás contar a una amiga.
El café de Carmen es eso nada más,
sin ninguna intención,
ni interpretación intrínseca,
alojada en los intersticios
de la significación.
Carmen, nada más,
con el vasito de café en la mano,
dejando encargado su bolso a Luz.
Carmen, sin oír,
que le dije que iba a escribir
un poema para el café de Carmen.
Carmen, después oyendo leer su poema
escrito para su café.
Carmen, contando su poema a una amiga.
Explicándolo a una niña.
Lluvia en Matagalpa
Para las matagalpinas: Tathiana Sequeira y Angie Largaespada
Hay una quietud,
un encantamiento.
Todo se transfigura
y parece hecho esta tarde.
Veo los dones de la tierra,
el mango enternecido,
y las ramitas del jocote, florecer.
Escucho el canto de las cigarras
tendido sobre el río.
Es el silencio que preludia la lluvia,
a la hora en que baja de los cerros
un airecito que va nublando Matagalpa.
Poniéndola azul,
como una aparición.
Pequeña, íntima,
como un sentimiento.
Es la lluvia que hace charquitos
en los ladrillos quebrados de las aceras.
La lluvia que en la noche
parece traer voces perdidas.
La lluvia que en la madrugada
deja ver las casas y las iglesias
como fantasmas desprevenidos.
30 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Mama grande Para Socorro Brantome
En aquellos días atravesandocaminos de polvo y sol iban las carretas de toldo,la yunta de bueyes pausados bajaban las hondonadas, la niña sentada con los pies colgados,mirando, el perro detrás,piñuelares a un lado y otro del camino.Las mujeres adentro,las ollas, los motetes de ropa.Los hombres bolos riéndose.Y la mama grande, con su pañuelo en la cabeza,fumando silenciosa, patrona y matrona,de todo lo que tuvieronvida o no a su alrededor,ordenando todo, pensando en todo,sentada en el tabureteadentro de la carreta,con los ojos pequeñitosviéndolo todo,con sus manos gordas y grandes,haciendo gestos de mando. A medio camino decidía parar el viaje,encender fuego y calentar comida. Hacen café. El perro brinca alegre. La niña se ríe. Bajaban a la mama grande con todo y el taburete y le buscaban sombra. Las mujeres comenzaban a trabajar, los hombres en cuclillas encendían sus puros. La mama grande con su puro en la mano, con sus ojillos entrecerrados,
observaba todo.
Arroz con leche
Al mediodía del domingo,
el arroz y la leche han circunscrito
el paladar. Bajando las escaleras
se puede sentir el olor de la leche
que comienza a evaporar
su jugo soterrado. A fuego lento
la mano mueve despacio
con la cuchara de madera
que se adentra en la blancura espumosa.
Paso a paso, el tiempo imprime
cuerpo al arroz enjugado en leche.
El hervor agita círculos de vapor.
Embebido el clavo de olor,
adormecerá la lengua.
La casta canela regala su olor al aire.
El zumo del limón, agota su acidez
en irisada entrega.
Se puede ver el humo suave,
extenderse sobre la palangana
como una manta gris que huye.
El arroz y la leche vueltos un sólo cuerpo,
azucarado está.
Y acordamos servir en platos de vidrio,
color rosa viejo.
* Poemas tomados de: Carola Brantome. Si yo fuera una organille-ra. Asociación Nicaraguenses de Escritoras, Managua, 2003.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 31
FRANCISCO RUIZ UDIEL (Nicaragua)
Alguien muerde en mi voz
Cuando la vi
abandonada en las cañerías,
mirando de un lado a otro
con demencia de búhos,
con tetillas escurridas de traiciones
y con piernas enterradas en el fango,
supe entonces que buscaba ensayar su hambre en mí,
alimentarse de cualquier
trozo viviente que no estuviera
infestado de rabia.
Puso en los míos sus ojos,
intentó ladrar,
no pudo,
entonces mi boca se quedó asestada,
ahogando el denso aire que respiran los ciegos
en el vacío.
Alguien teme despertarte
A Alejandra Ortega
Temo despertarte
pues andás sonámbula en mis sueños
y hacerlo sería prolongar tus ojos,
tu imagen de sórdidos pies,
tus piernas abriéndose
como una libre avenida mojada.
Temo además que girés
el rostro de ángel inmortal para verte
frente a un espejo que duerme,
mas no temo mi oscuridad hurgada por tus manos,
tampoco que tus ojos queden blancos de amor,
ni que con uñas enterradas sobre mi cabeza
me crucifique tu sexo.
Temo despertarte,
pero más abrir los ojos
y ver cómo el sueño camina con sus manos
hacia adelante, hacia vos
hacia todas partes.
Yo soy Lynndie EngIand
Yo soy Lynndie England
cuando permanezco distante
ante el estrujamiento contra el pueblo de lrak
soy Haydar Sabbar con mordaza
y una capucha mientras me escupen
el cuerpo desnudo
y sobre mis genitales
alguien apaga un cigarrillo
soy un perro anónimo
que arrastran por el suelo de un pasillo
soy la humanidad llagada por la guerra
un ser que convulsiona en un sueño
y amanece con las manos amoratadas de torturas
soy tantas muertes en un tiempo
donde Dios prepara su acto en este Zoológico humano
soy un hombre convencido de mis cuatro patas
pero soy también Nick Berg
decapitado por un hombre con un puñal en su mano.
Sobre el puñal,
puedo ver a alguien que se asemeja
cada día a mi áspero rostro de ser humano.
32 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Ficciones para morder la manzana de los mudos
Me encontrarán
con dos monedas en otra patria
y mi memoria se cerrará
como el silencio
que invade una sala
donde ni las sillas puedan verse
una frente a otra,
pues el miedo abrirá
rendijas en su espalda.
Vaciaré mis ojos
y no esperaré más rostros
que me duelan,
ni traficaré con migajas de esperanzas
en el vano aire.
Me he vuelto inmune a mí mismo,
olvidé cuándo fue la última vez
que mordí la despiadada indiferencia
con que el vacío nos trata.
*Poemas tomados de: Francisco Ruiz Udiel. Alguien me ve llorar en un sueño. Anamá Ediciones, Managua, 2005.
DIANA ESPINAL (Honduras)
5
Ante la demasía
de tenerte injerto en el alma
se rasgan
ovoides
envueltos en anémonas perezosas
Mírame
en tus sueños
de arenas movedizas y pedernal
evapórame
con tus besos de tijera enmudecida
y no temas
ante mi presencia
porque
los engendros
incendian
la palabra
tiempo
10
Todavía no empieza la lluvia
y ya hueles
a valle mojado
El hábito
de olerte en la distancia
semeja urgentes
andadas anaranjadas
adosadas
a una resistencia amarilla
los galeones internos
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 33
nos dicen
que nuestras penumbras
pronuncian
la palabra
ternura
en el ala gris de una mariposa
29
Siento atardeceres con pezones y clarinetes
retozos
y
aguas mascadas
entre las llamas tendidas
las gredas
y
un sepulcro con cara de corcho
Mezclo
remos con ritmos
hojarascas con hongos
hachas con hechos
suicidios
trajes noctívagos
y
con la piel de la farola
me convierto
en terror incandescente
en fragmento de collage
en espina
con cara de axioma
*Poemas tomados de: Diana Espinal. Tras los hilos. Tegucigalpa, 2004.
LORENA FLORES (Guatemala)
In memoriam I am all pain and no memory
Anais Nin Para ti que no escuchas corazón alguno
ME GUSTARíA ESTAR EN OTRA PARTE. EN UNA
donde mi pasado no esté ligado a nada ni a nadie; pero sigo
acá, en la misma ciudad en donde ocurrió el “hecho”. Fue en
el mes de mayo. No lo documenté de inmediato porque temí
que al escribirlo reviviría la historia; me desgarraría con cada
palabra y el papel no aguantaría. Sin embargo, ahora necesito
contarlo. Alguien más debe saberlo. Fue atroz. Y, aclaro, al es-
cribirlo no busco conmover a un tercero, ni ganarme la simpa-
tía de alguien; mi único objetivo es que, al contar la historia,
ésta se convierta en cuento.
I
¿Has estado alguna vez en el consultorio de un ginecólogo?
Si lo has hecho conoces el leve temblor que recorre el cuerpo.
Te tiemblan las piernas, los brazos, el costado, el vientre, el pe-
cho, la espalda. El temblor sube por la espina dorsal y termina
en un indescriptible escalofrío en la nuca. La sala de espera es
un submundo. Una zona secreta. Temporalmente habita un
grupo de mujeres compartiendo su historia mientras esperan.
Sin sospecharlo, aunque no quieras, aunque internamente
te niegues, en cuanto entras te conviertes en una de ellas. La
complejidad de la sala es aún mayor de lo que a primera vista
parece. La habitación está dividida en bandos: las mujeres em-
barazadas, las que quieren estarlo, las que no quieren y otras
dudosas a cuál pertenecen. Son mujeres de carne y hueso con
historias de amor, dolor, esperanza y resignación. ¿Quieres que
te cuente una de ellas? Una historia de amor, dolor, esperanza
y resignación. ¿Quieres que te cuente mi historia?
II
Algo extraño sucedía en mi cuerpo. En busca de consejo
acudí a una amiga que me refirió a su médico. Tomé el telé-
fono e hice una cita: –”¿Le parece bien el jueves a las tres?”
– preguntó la secretaria. “–Sí, está bien”– respondí.
El jueves, al cuarto para las tres, entré por primera vez en
aquella sala de espera. Estuve allí solo unos minutos. La enfer-
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mera me hizo pasar al consultorio. Fue tanta la ansiedad, que
aún recuerdo el temblor de mi cuerpo y cómo se agudizó a
medida que me acercaba hacia la puerta.
III
De eso hace casi un año. Casi terminaba el mes de abril y el
viento perdía su calidez. Caminé deprisa del estacionamiento
a la clínica; tomé el ascensor; pulsé el quinto piso, en segun-
dos me encontraba en el pasillo. Divisé una puerta abierta de
donde salían muchas voces. Al entrar sonreí; por un momento
las mujeres callaron y me devolvieron el saludo. La secretaria
me hizo llenar el formulario de rutina. Fue un rápido viaje por
mi vida: niñez (sarampión, paperas...), adolescencia (primera
regla, SPM...) edad adulta (relaciones sexuales, anticoncepti-
vos...). En cuanto terminé y entregué mi hoja de vida me con-
vertí en una de ellas. Mi historia fue almacenada en el mismo
nicho.
El doctor fue muy amable. Aún así, me sentí indefensa,
nerviosa, vulnerable. Reviví la sensación de estar en un con-
fesionario. La incomodidad de revelarle a otro ser humano
mis secretos con la angustia de que no me exoneraría de mis
pecados. Luego de un cortés saludo me dijo: ¿qué te sucede?
La pregunta era muy sencilla, sin embargo; mi respuesta des-
encadenó muchas preguntas más, las cuales respondí sonro-
jándome. Mostrando cierta simpatía él tomó mi mano y dijo:
no te preocupes, todo estará bien. Arrancó una hoja y anotó
una serie de exámenes que debería hacerme ese mismo día. Me
pincharon sin clemencia.
IV
Pensé que la segunda visita sería más fácil, pero no lo fue.
El temblor recorrió nuevamente mis piernas. A pesar de estar
entre mujeres, entre amigas, me sentía marginada. Me senté en
una solitaria esquina y saqué las Pequeñas Infamias de Carmen
Posadas. Inútilmente traté de leerlo, la conversación del resto
me envolvió. El bando de la esquina comentaba los efectos
secundarios de los anticonceptivos y qué método era mejor.
En el centro hablaban de los primeros meses de embarazo, las
náuseas, el sueño y el cansancio. Otras se quejaban del sobre-
peso, las interminables idas al baño por la noche y el dolor de
espaldas de los últimos meses. El grupo cerca del baño hablaba
muy quedito. Querían ser madres y llevaban meses intentán-
dolo sin éxito. Había otro grupo que gritaba apocando la voz
de las demás. Eran madres y le contaban a las primerizas sobre
la labor del parto, las contracciones, el momento de pujar, la
emoción cuando la cabeza del bebé salía, el llanto, lo maravi-
lloso de tenerlo en brazos y amamantarlo... Entonces me lla-
maron, era mi turno.
Los escalofríos me recorrían de principio a fin mientras lo
observaba hojear mis exámenes. Finalmente se detuvo, se sacó
las gafas, levantó la vista y sonriendo dijo “felicitaciones, espe-
ras un bebé”. Mi cabeza no podía asimilar aquel palabrerío y
las náuseas estaban empezando. ¿Qué sucedía? Sin percatarse
de mi confusión proseguía con su jerigonza: tu embarazo tie-
ne ocho semanas, el bebé tiene el tamaño de una pelota de
baseball. ¿Ocho semanas? ¿Del tamaño de una pelota? ¿De ba-
seball? Por último dijo, “ven recuéstate, vamos a escuchar su
corazón: Tuc, Tuc, Tuc”. Latía acelerado. No necesitaba mayor
explicación. Mi bebé nacería en noviembre. Únicamente fal-
taban siete meses.
V
Mientras esperaba el ascensor, lo llamé. Un timbrazo, dos,
al tercero contestó. En cuanto dijo ¿Aloooó? Supe que no po-
dría decírselo. Lo saludé como siempre y me despedí rápida-
mente con el pretexto que la señal se perdía. Bajé en el primer
piso; salí a la calle y me senté en el primer café que encontré.
Sentada leí el informe: POSITIVO. POSITIVO. POSITIVO.
Me armé de valor y volví a llamarlo, pero sólo el contestador
respondió. Después del tono dejé un mensaje. Habla M. no
es nada urgente, si puede devuélvame la llamada. Permanecí
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 35
unos minutos más sentada esperando su llamada, pero no lle-
gó. Caminé a casa sintiéndome la más dichosa de las mujeres.
El viento agitaba mi cabello y yo sonreía.
Aprovechando que todos estaban sentados a la mesa me
escabullí al dormitorio. Me cambié de ropa, arreglé mi cabello
e intenté llamarlo una vez más, sin suerte. Bajé radiante, saludé
y me senté a la mesa evitando cruzar la mirada con nadie. No
quería que vieran mis ojos brillar. No sabría cómo explicarlo;
así que durante la cena me dediqué a mirar fijamente el plato.
VI
Pasé la noche despierta tratando de imaginar cómo sería mi
bebé, qué nombre le pondría, a quién se parecería. Deseaba
que tuviera su boca, sus manos, el timbre de su voz. Me dor-
mí con la mano en el vientre, soñando con los latidos de su
corazón. Aquella fue la última noche de tranquilidad. De allí
vino la zozobra, el llanto, las ganas de morir, la desesperanza, el
desamor, lo inimaginable, el adiós. Al día siguiente me levanté
temprano; me maquillé y pinté las uñas de los pies y las manos
de rojo. Era domingo y con el pretexto de ir a misa salí de casa
y fui en su búsqueda. Hubiera deseado que no hicieran falta
las palabras, que al verme lo adivinara, pero no fue así. Tomé
su mano, me incliné a darle un beso y me despedí. Aquel día
callé, también el día siguiente y la semana después.
VII
Jamás se lo dije a nadie, absolutamente a nadie. El “hecho”
ocurrió en el mes de mayo. No lo escribí inmediatamente por-
que temía que al escribirlo jamás lo olvidaría... Sólo una vez
escuché su corazón. No supe qué sería, a quién se parecía, el
color de sus ojos o de su cabello. No supe qué era pujar. No
llegué al momento en el que con todas mis fuerzas tendría que
hacerlo. Tampoco conocí los dolores del parto; por lo menos
no los que todo el mundo conoce. Los míos estaban llenos de
tristeza, me desgarraban por dentro y hacían saltar las venas de
mi sien. Tuve contracciones, espasmos intensos y eternos que
me hacían gemir, pero jamás di a luz. En medio de mis piernas
sólo salió sangre y materia. No escuché ningún llanto que no fue-
ra el mío, ni ningún otro corazón que el mío a punto de estallar.
VIII
Mi vientre estaba ligeramente abultado y mis ojos tenían
un brillo especial; pero no lo vio, no lo sintió... Por la calle
caminaba feliz, sonriente, con la cara al sol y la mano en el
vientre. Pero luego vino el día veintisiete y tendida en la mesa
blanca, mi vientre perdió su forma. Se desinfló lentamente
ante mis ojos. Los cuales se secaron después de tanto llanto. Mi
columna se partió en dos, se venció ante el peso de la pérdida
y el dolor. Infructuosamente traté de retenerlo. La sangre salía.
Se escurría en hilillos y se depositaba sobre la mesa. No hubo
aviso alguno. No me di cuenta que mi bebé moría dentro de
mí día con día. Soy la peor de las mujeres, tierra estéril, árbol
que no da fruto. Deberían quemarme, ahora que el cordón
umbilical se ha roto.
IX
Tengo que contarlo... fue atroz: existió y murió. Con esto
no busco conmover a un tercero... Aún tengo pesadillas. Me
veo pujando con todas mis fuerzas sin poder sacar de mis en-
trañas al hijo de mis sueños. Llena de angustia me despierto.
Sentada entre las sábanas y tirando de mi cabello me pregun-
to si llegado el momento hubiera tenido las fuerzas necesarias
para hacerlo. Nunca lo sabré. Lo odio por no tomar mi mano,
porque no supo de su existencia, ni escuchó su corazón. Estu-
vo trece semanas en mi vientre y sólo yo lo vi salir entre mis
piernas convertido en sangre y materia.
XI
Ojalá todo fuera un mal sueño o en el peor de los casos
un cuento, en donde el personaje central no hubiera muerto.
El veintisiete de mayo a las quince horas y veintiún minutos
me nació un dolor para siempre. Se murió mi ilusión. Ojalá
pudiera reescribir la historia y convertirla en una gran tragedia,
en donde yo muriera con él. Que entre mis piernas también
hubiera salido mi vida. Pero no puedo cambiar la historia. Ya
se escribió el final. Estoy sobre la mesa blanca encogiendo mis
piernas, tratando de mantenerlas alzadas para que el médico
haga su trabajo. Entreabierta, agotada y destrozada salí de la clí-
nica. Era tarde, filas interminables de autos recorrían las calles.
Sin duda es una gran ciudad con luces muy brillantes. Mientras
caminaba, calle abajo, sentí pequeñas y afiladas punzadas entre
las piernas, la anestesia estaba perdiendo su efecto...
*Tomado de: Lorena Flores. Desnudo reposo. Letra Negra Editores. Guatemala, 2005.
36 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
USTED ME DICE QUE LE CUENTE DE TÍA SOFI,
porque siempre la menciono cuando vengo a las citas con us-
ted. Yo quería ser como mi tía Sofi: ella era linda, lindísima:
tenía la piel muy blanca con un pelo negro y brillante que le
caía en ondas naturales sobre los hombros y unos ojazos verde
profundo en medio de unas pestañas también negras y espesas;
boca pequeña y linda, con labios gruesos, no delgaditos como
las gringas; y el cuerpo... yo que la vi desnuda. le digo que era
precioso. No se me olvida en el ataúd, su cara flaca y larga. su
piel seca, sus ojos hundidos y con ojeras. pero linda todavía,
y el señor Pedro, con los ojos aguados a pesar de lo que hizo
tía Sofi, y mi primo Miguel, el hijo de ambos. llorando a todo
llorar, y nosotros igual, porque nosotros también la queríamos
mucho.
La queríamos, casi casi era nuestra hermana mayor, porque
mi mamá la terminó de criar como pudo cuando mi abuela se
murió y mi abuelo no les daba ni para comer... Tía Sofia del
Carmen era la más joven y también la más linda de todas las
tías. Cuando vivía con nosotros le llovían los pretendientes
y había buenos y con pisto también. Una vez se le juntaron
cinco la misma tarde. y nosotros, espiando detrás de la puerta,
viéndola tan campante atendiendo a todos como que si nada...
Participaba y ganaba en todos los concursos de novias de belle-
za y hasta se metió al concurso de “miss” de la ciudad. Como
yo era la mayor, me contaba de sus novios y de sus pretendien-
tes y me enseñaba cómo caminar y cómo pintarme y me regaló
mi primer brasier; luego, cuando pudo volver a la casa, me
enseñaba cómo coquetear; y cuando tuve mi primer novio en
el colegio, fue tía Sofi quien me aconsejó y me dijo qué hacer.
Eso sí, mi mamá nunca se enteró de todo esto, porque nos
habría regañado a las dos.
Cuando tía Sofi se fue de la casa, mi mamá se enojó mu-
chísimo y dijo que así era la familia de desagradecida y que la
tonta ni siquiera había terminado de estudiar y otro montón
de cosas que mejor ni digo... Tampoco a mí me dijo por qué
se fue, y me hizo mucha falta pues yo tenía como doce años
y era mi mejor amiga. Lueguito resultó que tenía marido, el
señor Pedro, que era casado, y mi mamá no volvió a dejar que
entrara en la casa hasta como un año y pico después, cuando
la perdonó –mi mamá siempre perdonó a sus hermanos, hasta
al tío bolo que llegó una noche a insultarla y gritarle a la casa
que no los ayudaba y que para eso ella era la que tenía pisto
y mi papá le tuvo que dar un par de cachetadas y mandarlo a
volar– y por eso no sé por qué no me perdona a mí... Tía esta-
ría conmigo... ella me ayudaba siempre; a mi segundo novio lo
dejé rápido, por consejo de ella, cuando le conté que me había
pedido “la prueba”; me dijo que yo estaba aún muy joven y
que me esperara, que no fuera a meter las patas como ella. Y
lo dejé. Pero fue la primera vez que me pareció que tía Sofi no
era feliz con don Pedro.
Pues el señor Pedro nunca nos dio confianza y sólo lo cono-
cí hasta el velorio de tía Sofi, pero le puso una casa linda hasta
con piscina en una colonia de las buenas, y tenía trabajadoras y
un carro precioso con todo y chofer, y hasta un perro y un gato
finos que le costaron más de dos mil cada uno y que le vendió
la hermana de don Pedro, doña Mery, con la que se llevaba
súper y hasta hablaban mal de la esposa de don Pedro. Todos
mis hermanos querían también a mi tía porque nos mandaba
a traer con el chofer para ir a bañamos a la piscina y a comer
cosas riquísimas en su casa, aprovechando que don Pedro no
estaba, y nos contaba del dineral que gastaba en esto y aquello
porque don Pedro le daba de todo y la llevaba de viaje a las Ba-
hamas, a Cancún, a Maiami y a donde quisiera. Pero cuando
salió embarazada de Miguel –Máicol, como le decía ella– ya no
pudieron viajar tanto porque no le vieran la panza y después
por la crianza de mi primo, aunque contrataron una enfermera
para que lo cuidara cuando era chiquito. Lo que ahora me pre-
gunto es por qué no abortó, porque me parece que eso era lo
que quería don Pedro..., tal vez mi tía pensó que así obtendría
más del panzón del tata... pero ella misma me dijo una vez que
los hijos sólo amarran a los hombres buenos..., a lo mejor por
eso empezaron a llevarse un poco mal, pero la verdad es que
no sé por qué mi tía se metió con aquel fulano que hasta pobre
era, porque tía Sofi siempre dijo que ella quería tener pisto y
que sólo se iba a casar con un rico para arriba, y yo pensaba
que por eso estaba muy contenta con don Pedro. Y cuando el
cachudo de don Pedro se dio cuenta, chaz!, le dio un cortón
salvaje, aunque después nos dimos cuenta de que él tenía más
WALDINA ME JÍA (Honduras)
La Tía Sofi
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 37
amantes, le dio un cortón salvaje: la sacó de la casa, le quitó
todo y sólo le daba para la comida y el alquiler de una casita en
un barrio peor que el de nosotros, y por Máicol, porque para
ella nada de nada, y el fulano, cuando mi tía quedó así, pues
se perdió del mapa.
Ya no volvimos a ver a tía Sofi. Ella ya no quería venir, creo
que le daba vergüenza ya no poder contarnos de sus gastos y
viajes y que la mirara a pata algún conocido de su vida de rica;
pues entonces no sé por qué no fue ni al centro de salud, que
le quedaba cerca, cuando le agarró aquella infección de riñones
y se quedó en su casa, hasta que los vecinos nos avisaron que
Máicol lloraba y lloraba. Mi mamá se fue disparada para allá y
era que tía ya no se levantaba ni para darle de comer a Máicol.
Entonces la llevó al hospital público, pero ya no pudieron sal-
vada porque la infección se le había regado por todo el cuerpo.
Ahora dirían que a lo mejor agarró SIDA, pero entonces poco
se oía de esta enfermedad.. . , y nunca se me olvida en el ataúd,
su cara flaca y larga, su piel seca, sus ojos hundidos y con ojeras,
pero linda todavía. Y el señor Pedro con los ojos aguados, y mi
primo Miguel llorando a todo llorar, y nosotros igual, porque
nosotros también la queríamos mucho... A Máicol no lo vol-
vimos a ver, don Pedro se lo llevó en cuanto acabó el entierro;
pero dicen que se encargó de él doña Mery, porque le dio pesar
que ese niño tan lindo y zarco fuera a parar a saber dónde. Ya
debe estar bien grande... Yo lloré mucho en el entierro y lloro
siempre que me acuerdo de ella, especialmente ahora que soy
yo la que a lo mejor me muero también de “septicemia”, como
le dijeron a mi mamá. Tal vez por eso menciono más de la
cuenta a tía Sofi, aunque, la verdad, la quise mucho..., si ella
estuviera viva a lo mejor me habría aconsejado y no estaría yo
aquí, muriéndome tan joven...
* Tomado de: Waldina Mejía. La Tía Sofí y los otros cuentos. Tegucigalpa, Honduras, 2002.
CLAUDIA HERNÁNDEZ (EL SALVADOR)
Lluvia de trópico
NOS DESPERTÓ EL OLOR A CACA, A CACA DE
animal, no de hombre. A caca de perro.
Estábamos durmiendo, arrullados por el ruido de la llu-
via, cuando la peste se metió hasta nuestros cuartos. Yo fui el
primero en abrir los ojos. Dudé. Podía no ser cierto. Ya antes
había tenido sueños vívidos, de ésos en los que uno se ve y se
siente triste y se despierta porque tiene la almohada llena de
llanto o cosas así. Por eso pensé que a lo mejor no pude con-
trolar mis intestinos durante el sueño.
Abrí los ojos en medio de la oscuridad y permanecí en cama
durante un rato más, moviendo las piernas para detectar si ha-
bía algo entre ellas. Pero no. No había. Decidí, con vergüenza,
salir al baño a revisarme. Todo es posible –me dije–; si hasta mi
abuelo, en plena juventud, se ha zurrado en los calzones, no va a
pasarme a mí, que estoy entrado en años.
Cuando salí al corredor, ya mis hermanos estaban afuera,
sentados en la sala y con la luz encendida, esperándome. No
fui al baño. Entendí que no era yo quien producía el olor.
Ni yo ni ninguno de mis sueños más vívidos. Mis hermanos
me vieron y supieron que no se trataba de una broma mía.
Ellos tampoco lo habían provocado. Ni uno de nosotros era
culpable.
El olor era denso. Teníamos que taparnos la nariz con una
mano y, con la otra, tratar de espantarlo. Intentábamos, ade-
más, respirar por la boca, de modo que apenas sí podíamos
discutir la situación. ¿Hablar o respirar? No podíamos dejar de
respirar por la boca únicamente para quejarnos o preguntar de
dónde llegaba el maldito olor ese.
Jorge dijo entonces que debíamos buscar al culpable, que,
obviamente, no era alguien de nuestra casa. Todos asentimos.
–Esto huele a caca de perro. A mí se me hace que la culpa es
de la vieja de al lado –exclamó a media voz Julio.
Y era posible, sí. Esa mujer era capaz de cualquier cosa,
incluido regar olor a caca de perro para molestarnos. Ya nos
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lo había demostrado cuando llevó uno de esos animales a su
patio: pasó ladrando toda la noche y dormimos muy mal.
También la noche siguiente y la siguiente, y la siguiente y la
siguiente, y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Tuvimos
que decie: señora, calle a su perro, no nos deja dormir.
Quizá si se lo hubiéramos pedido dulcemente ella se habría
avergonzado y disculpado con nosotros por la molestia; pero,
como se lo dijimos con nuestras voces de siempre, trajo al día
siguiente veinte perros más a vivir en su casa para que llenaran
la noche de ruidos y no nos dejaran conciliar el sueño, aunque
ella tampoco pudiera dormir.
Era posible entonces que el olor lo estu-
vieran causando sus veintiún perros, por or-
den de ella. Por eso comenzamos a pensar en
cómo hablarle –sin tener que fingir nuestras
voces de siempre– para que cesara el ataque,
porque el ruido, al final de cuentas, podíamos
soportarlo con tapones de goma en los oídos,
pero no hay manera de evitar los olores, mucho menos ése, tan
denso que casi podíamos tocarlo con las manos.
Escogiendo las palabras estábamos cuando sonó el timbre
del teléfono. Era la dueña de los perros. Nos pedía disculpas
por el ruido de los animales, nos decía que habíamos ganado
la guerra y nos proponía deshacerse de los perros si a cambio
retirábamos el olor.
–¿De qué habla, señora? Nosotros no lo hemos provocado.
Creíamos que era obra suya y de sus animales.
–No, señores, yo no llego a tanto.
Aún era de madrugada. Eliminada nuestra principal sospe-
chosa, fuimos descartando de nuestra lista a los vecinos que fue-
ron llamando para averiguar si nosotros éramos los causantes.
Nadie nos llamaba nunca y, de pronto, hasta gente de la
que sólo habíamos escuchado nos estaba telefoneando: todos
querían saber quién era el culpable. y llamaban por teléfono a
cada uno de los que aparecían registrados en las guías telefóni-
cas. Sólo nosotros no llamábamos a nadie. Esperábamos a que
amaneciera para abrir las puertas de nuestra casa (que, como
todas las casas de este mundo, tiene muros gruesos y rejas) para
salir a investigar por nuestra cuenta de camino al trabajo.
El ruido de la lluvia cesó, así que dedujimos que no necesi-
taríamos impermeables o mantas para cubrirnos. No correría-
mos riesgo alguno, ni nosotros ni nuestras ropas planchadas.
Cuando mucho, debíamos llevar cubiertos los pies para evitar
que se nos colara un resfriado en el cuerpo.
Esperamos.
A las siete de la mañana, ni un minuto más ni un minuto
menos, abrimos todas las puertas, como todos los días, noso-
tros y nuestros vecinos (era la primera vez que veíamos a algu-
nos de ellos). Y ahí estaba la causa. En nuestras aceras, en las
calles, salpicada en nuestras puertas. Era caca. Caca de perro,
con restos de grama incrustados.
Había caído durante la noche y había inundado nuestro
lugar. Solamente a nuestras casas (que, por
suerte, en este rumbo tienen muros gruesos y
rejas) no se había colado. Todo lo demás es-
taba cubierto. Era como una nevada, pero en
café: una nevada de trópico. y apestaba.
Intercambiamos miradas de asombro con
los vecinos. La noche anterior, cuando el fino
goteo comenzó –tin..., tin..., tin...–, no ima-
ginamos que se tratara de eso. Quizás debimos sospecharlo
cuando comenzaron a caer gotas más gruesas –grush..., ploj...,
grush...– que sonaban a lo que eran: copos de caca. No de
hombre, sino de animal. Caca de perro. Las calles estaban al-
fombradas. Había entre las ramas de los árboles, en el pasto
de los arriates, en el aire y, ahora, en nuestros zapatos. Alguien
debía remover esa sustancia de donde estaba. Nuestros auto-
móviles no podían salir. Se hacía tarde para llegar al trabajo.
Entramos en la casa. Cuando volvimos a salir, después de un
plazo prudencial, nadie había retirado el excremento, ni de
las calles ni de las puertas de sus cocheras. Tampoco nosotros.
Decidimos ir al trabajo a pie; perderíamos mucho tiempo en
retirar la caca endurecida de las cocheras y las calles. Todos ca-
minábamos. Nosotros, los vecinos y la gente de otros rumbos.
Todos íbamos con pañuelos en la nariz. Los más exagerados se
cubrían el rostro por completo, pero resultaba poco práctico
porque no lograban distinguir los lugares más seguros para pi-
sar y no hundirse en el pantano de estiércol.
Nosotros, además del pañuelo, llevamos un paraguas, por
si acaso.
Con el olor ese trabajamos. Nadie almorzó. Los que lo in-
tentaron no pudieron digerir un bocado. Era imposible.
Ya para la tarde el sol había endurecido lo llovido y pudi-
mos caminar más tranquilamente. Entonces observamos que
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 39
la vista era igual por todos lados: no había paisaje, sólo una
pasta café que lo cubría todo.
Cerca del final del día, los vehículos más ligeros comen-
zaron a circular. Pero entonces, debido al peso, la pasta que
alfombraba las calles se agrietó y dejó escapar el olor a caca de
perro. No nos molestó tanto como al principio; ya nos había-
mos acostumbrado, de modo que pudimos cenar abundan-
temente (no habíamos comido durante todo el día) mientras
mirábamos por televisión las noticias, que sólo era una: las
medidas para contrarrestar los efectos de la lluvia.
Durante los diez días siguientes, por decreto oficial, la cir-
culación de los vehículos fue prohibida. Agrietaban el falso pa-
vimento y, de acuerdo con los informes, impedían la solución
de lo que dieron en llamar «enfermedad ambiental». A Dios
gracias, siempre había un desobediente que sacaba su auto-
móvil y dejaba escapar el olor sin el cual ya se nos dificultaba
respirar. El gobierno se dio cuenta y mandó a clausurar las
cocheras. Las mujeres fueron nuestra salvación. Con los taco-
nes de sus zapatitos, perforaban el suelo para que el olor esca-
para. Así subsistíamos, hasta que el gobierno expropió a todas
las mujeres sus zapatillas altas y confiscó las de los almacenes,
bodegas y mercados, así como todo objeto que pudiera servir
para el mismo fin. Y comenzaron a limpiar nuestra caca.
Cuando por fin la retiraron por completo, algunos comen-
zaron a enfermar, mi hermano Julio entre ellos. Y es que el aire
ya no era igual. Le faltaba algo, y no había manera de recuperar
ese algo. No volvió a llover caca de perro.
Quienes tienen animales de ésos ya no los sacan a defecar
a las calles; los dejan en casa todo el día y cuidan de que haya
en ella olor suficiente. Los que tienen muchos perros (pues hay
quienes han instalado enormes criaderos) han hecho negocio
vendiendo a altos precios los perros y la caca. La gente paga lo
que pidan. Ahora todos llevan la caca a todas partes, en peque-
ños recipientes o en mascarillas, y siempre hay un depósito en
las salas de las casas, en los comedores y las recámaras, y en el
sistema de aire acondicionado de las oficinas.
A nosotros nos sale gratis gracias a la vecina del lado, que
triplicó la cantidad de perros en su jardín. Eso sí: el ruido si-
gue siendo insoportable, pero ya casi nos acostumbramos; uno
termina acostumbrándose a todo.
*Tomado de: Claudia Hernández. Mediodía de Frontera. Concultura, El Salvador, 2002.
1
LA LLUVIA AZUL BAÑÓ LA CASA AL TIEMPO QUE
la iba pintando. Azul oscuro se puso el cielo, azules las monta-
ñas, azules las calles, hasta azul salió la luna.
Ella se alegró y pensó en un poema, una canción, un cuen-
to, una pintura. No pensó todo al mismo tiempo y no hizo
nada, se quedó contemplando el color desde la ventana.
Hay momentos en que descender al infierno es bastante
posible y hay momentos en que ascender al cielo parece un
camino abierto. Estaba en este último estado con las manos
azules, azul la cara y especialmente su espíritu.
No era oportuno ahora hacer recuentos, inventariar la vida.
Cada quien tiene puntos favorables y algunos negativos. Se
vive con la capacidad que en cierta forma se reviste de destino.
Muy pocos pueden superar sus límites y otros ni hacen el es-
fuerzo por alcanzarlos.
¿Esfuerzos? Siempre tantos esfuerzos y casi todos ellos se
esfuman con inmensa facilidad sin dejar rastros de utilidades.
Pero, ¿se debía medir la vida por resultados, tal como se hace
con las cosas materiales? Suena bastante mal hasta pensarlo.
No, no debía tocar ese campo velado de los sentidos, de los
signos, de las sumas y de las restas. Ese síntoma maligno de
por qué yo, de por qué usted y de por qué los otros. Debía más
bien examinar las limitaciones y su engarce con las torpezas.
El mundo es siempre muchos mundos paralelos y total-
mente diferentes. Poco sabía de cómo se vive en China, en
Oriente, en África, en Europa. En algunos lugares preveía algo
primario y en otros una extremada sofisticación. Y en todas
partes la vida semejante en los puntos esenciales: nacer, crecer,
decrecer y morir. Además lo común de las historias persona-
les, la soledad, la angustia, la incertidumbre, el juego que de
repente enseña la sangre, el trabajo con su eterno ciclo de lo
mismo, el desafío con la enseñanza inmemoriada de que era
mejor el silencio y hacer sólo lo indispensable. Pensó que tam-
bién por dentro estaba azul como el ambiente y esa lluvia con
tantos sonidos azules. Algo en ella había cambiado y eso tiene
relación con la otra.
C ARMEN NARANJO (Costa Rica)
En dos
40 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
II
La normalidad y el buen humor reinaban por aquellos días.
Surgió como un pacto familiar para facilitar la vida. Los niños
estaban dispuestos a ayudar, el marido también. No había que-
jas, ni regaños, menos voces reclamantes. Atrás quedaron los
rencores, las riñas por nada, las cóleras internas, las rabias de
por qué yo y no ése, las estrategias de las peleas como juegos
para combatir el aburrimiento. Pero el pacto de reconciliación
había traído cierto signo muy marcado
de indiferencia, de apatía, de cierta re-
signación a no ser como se era. Entonces
casi no se veían y se hablaban apenas lo
necesario y si no era indispensable ha-
cían los signos de sí y de qué vamos a ha-
cer. El lenguaje se empobreció, cada uno
se metió dentro de su silencio a pedalear
su ánimo, a medir incansablemente su
sacrificio. Por esos días comenzó a llo-
ver constantemente y la lluvia caía azul
azuleando los árboles, los pájaros, las
flores, sus manos y hasta sus almas. Fue
entonces que la otra tocó la puerta y se
las agenció para entrar en la casa con
una urgencia imperativa como de vida o
muerte. Llevaba una encuesta en mano
y debía ver enseguida a la señora de la
casa. La pasó solemne y desconfiada a la
sala. Siempre desconfió de los extraños y
de no haber sido sorprendida, le hubie-
ra negado la entrada. La otra habló sin
parar de democracia, derechos humanos, la situación de los
países vecinos y la suerte de estar en un territorio de libres
elecciones y de respeto a las decisiones mayoritarias. Gracias a
Dios, pensó ella, no vende nada y sólo quiere que le responda
a unas cuantas preguntas.
La primera fue ¿es usted feliz? Pero, ¡qué rabia!, ¡qué inmen-
sa rabia! Desechó las ganas de ponerla de puntitas en la calle.
Era educada y siempre existe la alternativa de responder men-
tiras. Su enorme timidez se concentró en bajar la cara, espe-
cialmente los ojos, y hablar con una voz automática Y apagada.
¿Siente que la ama su esposo? Me quiere y me estima. Pero
¿amar? No entiendo la diferencia. Ajá, esto pinta mal. ¿Cuán-
tas veces le hace el amor en la semana? No sé, con frecuencia
confundo una semana con otra. La rabia le iba creciendo y su
única defensa era bajar más la cabeza y evitar, como si estuviera
construyendo una muralla, encontrarse con los ojos de la in-
terrogadora. ¿Le da placer hacer el amor? No, prefiero dormir
tranquilamente. ¿Por qué? A veces siento la necesidad de en-
contrar esa inocencia que abundaba en mi infancia y juventud.
¿Qué le da placer? Quedarme quieta hasta que una luz azul
me ilumine por dentro. ¿Qué le da dis-
placer? Preguntas como las que me hace
usted. Hubo una pausa y se oyó la lluvia
agobiante. La otra se avergonzó y qui-
so disculparse. Mire, no la quise hacer
sufrir, es sólo una encuesta anónima al
azar, su nombre nunca se sabrá. Además,
le juro que habría contestado lo mismo
que usted, la historia personal de las mu-
jeres es siempre triste, las mujeres sólo
servimos para sufrir. Ya no pudo más, la
rabia la hacía temblar. Levantó la cara
decidida y sus ojos transparentaban la
furia. Se encontró que había perdido su
seguridad de mujer toca puertas y entra
casas. Lágrimas corrían por sus mejillas
y estaba también temblando de congo-
ja. ¡Váyase, por favor, con la intimidad
no se juega! La otra se levantó torpe y
derrotada. Nunca busqué angustiarla,
perdone, perdone.
Ella sólo encontró la salida y cerró la
puerta tan levemente que pareció haberse quedado adentro.
La otra se levantó de su asiento, buscó su viejo chal, la lluvia
había enfriado el ambiente y se sentó en su silla preferida para
caer en una profunda vejez de tantos y tantos años acumulan-
do sólo desperdicios. Recordaría siempre a la otra entrando in-
tempestivamente, bochornando su intimidad, quitándole tanto
velo de manera muy dolorosa e impactante. Llegó a pensar en
ella sin pena alguna y se convenció de que si volviera a entrar la
abrazaría muy fuerte y se pondría a llorar en su hombro las lá-
grimas azules que había escondido desde mucho tiempo atrás.
* Tomado de: Carmen Naranjo. En Partes. Farben/ Grupo Editorial Norma. Costa Rica, 1994.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 11
LET Y ELVIR (Honduras)
¿EXISTE UNA LITERATURA FEMENINA?
Todos somos en parte nuestros antepasados, como todos somos, en parte hombre y en parte mujer Virginia Woolf
Antes de iniciar a escribir sobre esta interrogante, dio vueltas y vueltas en mi cabeza la idea de que estaba a punto de plantear argumentos ya conocidos; que no era com-parable con la labor docente de redescubrir con cada grupo nuevo de estudiantes la
transparencia o la no transparencia del signo lingüístico, por ejemplo, o en las escuelas tratar de demostrar cada año que la tierra es redonda y que se mueve; que quizás sería más factible comparado con las noticias sobre la crisis económica de Centroamérica, sus hambrunas, co-rrupción, impunidad, sed de justicia; situación por demás conocida y sufrida por la mayoría, por tanto, no son noticias y –se supone– no deberían ser ninguna causa de sorpresa si no de cambio. Sin embargo, bajo ese supuesto ningún discurso liberador, transgresor, ningún poema, ninguna denuncia, ninguna defensa, ninguna creación artística tendría razón de ser porque ya fue escrito y/o hecho antes, ya lo dijo Homero, Safo, Cristo, San Pablo, Sta. Teresa, Virginia Woolf, las escritoras latinoamericanas, estadounidenses, francesas, etc.
Bajo el mismo supuesto, también habría de esperarse que las actitudes de la sociedad hacia las mujeres escritoras hubieran cambiado; pero continuamos escuchando o leyendo dentro y fuera de Honduras frases, construcciones peyorativas, intolerantes y juicios despectivos; valga aclarar que en nuestras latitudes las críticas no se publican, a menos que la escritora ya haya muerto o se sospeche que la muerte se aproxima; en este caso, y por quedar escrito, tal vez se salve de ciertos epítetos, de lo contrario, casi siempre se queda en conversaciones de cafetín, pasillos, cubículos universitarios o en tertulias de pequeños círculos de amigos que entre sorbos de café, nicotina y alcohol transforman el mundo e imponen su canon, el canon literario. Claro
4 ensayos centroamericanos
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que también están los que defienden o intentan de-fender la importancia de la participación femenina en la literatura so pena de recibir lluvia de piedras por ser “traidores”, “alcahuetes” y “andarse inven-tando un montón de mujeres que están despresti-giando la literatura”. No es casual que suceda este tipo de situaciones en nuestra sociedad patriarcal, entendiendo el concepto de patriarcado como con-junto de relaciones sociales entre los hombres que les permite dominar a las mujeres y cuya base mate-rial es el control de su fuerza de trabajo; imponien-do la supremacía masculina que se manifiesta por la exclusión de las mujeres del poder en la sociedad, y la sistemática devaluación de los roles y característi-cas que la sociedad les asigna a las mujeres (Arantxa Rodríguez: 2000). Tampoco es casual ni tan nuevo la inquietud, el debate y el torrente de preguntas y respuestas que genera la escritura de mujeres: ¿tiene sexo la literatura?, ¿tiene sexo el lenguaje?, ¿literatura de mujeres, literatura femenina, escritura femenina o feminista? “solo existe literatura escrita por muje-res y literatura escrita por hombres”, “no existe lite-ratura de hombres ni de mujeres, sólo buena y mala literatura”, ¿las mujeres tienen un lenguaje propio?, ¿existe diferencia entre literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres, cuáles son las característi-cas?, ¿hay géneros y estilos literarios femeninos? ¿ad-jetivar la literatura producida por mujeres, no será desvalorizar su creación artística?, ¿la conciencia y la subjetividad femenina es diferente a la masculina a la hora de crear literatura?, etc. y es que hablar de “la mujer” como sujeto y ya no sólo como la musa inspiradora –el objeto de la escritura– ha resultado un escándalo, incomprensión de muchos; ahora es ella misma haciendo literatura, ocupando espacios, rompiendo estigmas, singularizándose, tomando la palabra, hablando, narrando en primera persona, siendo leída y escuchada, asumiendo el riesgo de ser estigmatizada de loca, puta, suicida, igualada, lesbiana, mala madre, mala esposa, neurótica, his-térica, feminista... Yo no pretendo dar respuestas a todas estas preguntas en una sola jornada, ni siquie-ra me atrevería a asegurar que las tenga. No basta ser mujer para pensarse como tal, para diferenciar lo injusto de una práctica social incivilizadora y de-nigrante de lo femenino; de la misma manera que los hombres no nacen con un pensamiento, ni len-guaje discriminador para lo femenino, eso se hace,
se aprende, se asimila y se reproduce, pero también podemos, mujeres y hombres, desaprender, subver-tir un discurso, un estado de cosas que no hace feliz a nadie. Mencionaré, entonces, posibles puntos de partida, de aclaración para un repensar y un reva-lorar la participación de las mujeres, la otra mitad de la vida, –la otra mitad del amor. En el princi-pio sólo eran mujer y hombre, ella y él, después se creó la historia, la filosofía, la política, las guerras, el matrimonio, el celibato, la propiedad privada, las academias, los diccionarios, lo público y lo privado, los derechos, y solamente quedó el hombre, él era el humano, lo humano, representaba lo masculino y lo femenino, pero no era mujer. Ella había desapa-recido, la habían desaparecido, mientras, un pájaro enjaulado cantaba desde una habitación.
Así nació El Hombre para nombrar lo universal, así se invisibilizó a la mujer para nombrar lo par-ticular, lo diferente y se llenaron los diccionarios de estorbillos, conceptos que buscaban explicar lo inexplicable: mujer. Bastó el 4% de una página del diccionario de la Real Academia de la Lengua Espa-ñola para definirla: mujer: Persona del sexo femeni-no/La que ha llegado a la edad de la pubertad/. La casada, con respecto al marido/... mujer del arte, de la vida airada, del partido, de mala vida, de mal vi-vir, o de punto, mujer mundana, perdida o pública, ramera. Ser mujer: haber llegado una moza a estado de menstruar.
Mientras en el mismo diccionario (edición de 1970) para conceptualizar hombre fue necesario utilizar cerca del 70% del espacio de una página, la claridad, la fluidez de palabra para esta designación no se hizo esperar, por supuesto que no lo repetiré todo por razones obvias. Hombre: Animal racional. Bajo esta concepción se comprende todo el género humano/ Varón, del sexo masculino./ El que ha lle-gado a la edad viril o adulta/ El que en cierto juego de naipes dice que entra y juega contra los demás./ El hombre público: el que interviene públicamente en los negocios políticos./ No tener uno hombre: no tener protector/ De hombre a hombre no va nada: expresión familiar con que se denota arrojo, valentía y nada de temor./...Queda claro la diferencia entre hombre y mujer, sobre todo, entre mujer pública y hombre público; entre mujer de partido y hombre de partido (cualquier actividad de la mujer fuera del rol y espacio asignado es sinónimo o sospechoso de
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 13
prostituta), ¿quién designa lo universal y quién lo particular, lo “anormal”? Pero, quién inventó este lenguaje, un lenguaje sexista; el mismo lenguaje que desde la mirada patriarcal decidió que lo femenino sería desprestigiado y discriminado, reducido a la mínima expresión, el lenguaje que no permite que lo femenino sea universal, en el mismo nivel jerárquico que lo masculino, por eso es que el lenguaje y “las palabras tienen en cierto modo un sexo escondido y ese sexo es valorado de forma desigual según sea masculino o femenino... El verdadero problema no está en las imágenes de lo femenino que el idioma construye mediante sus metáforas..., sino que es anterior: estas imágenes no son más que la consecuencia figurativa de una organización posicional de dos términos (masculino y femenino) que ya ha sucedido en un nivel más pro-fundo de la organización semántica” (citado por Laura Preixas:2000).
En esta misma línea y razones va la negativa de la mayoría de mujeres poe-tas a ser llamadas poetisa por ser este un nombramiento discriminativo, igual que lo es la clasificación retórica de los versos en arte mayor y arte menor, asociándoles lo masculino y femenino respectivamente. Violi, Patricia (citada por Preixas: 2000) considera que “La relación de la mujer con el lenguaje es intrínsecamente contradictoria por-que el lenguaje la empuja a emplear un sistema de representación y expresión que la excluye y la mor-tifica...”
El habla ha rebasado una vez más las reglas y en-casillamientos de conceptos y designaciones, pero los que no se atreven a decir fuera de lo no esti-pulado como correcto por las Academias, seguirán imponiéndonos apelativos aunque nosotras, sujeto nominalizado, no nos queramos llamar así, porque lo que vale es lo correctamente político ¿o acadé-mico? no vaya ser que se les acuse de violadores del idioma, aunque para ello se lleven de encuen-tro los argumentos ideológicos y lingüísticos de las personas que no hacemos fila para esperar que las Academias por fin incluyan nuestras peticiones y necesidades porque consideramos que el proceso debe ser y es al revés: es el habla quien define, es lo vivo, lo flexible y no la regla, ni la camisa de fuerza, ni el afán de apresar.
LOS MALDICIENTES Y LOS DEFENSORES DE LAS MUJERES
¿De dónde viene, cuál es el origen teórico del discurso excluyente? Al respecto, Robert Archer, en su libro Misoginia y defensa de las mujeres, muestra textos con discursos de ataque o defensa que ideoló-gicamente han dejado huellas profundas en la con-ciencia moderna, retomo algunas fuentes, relativa-mente recientes, a manera de pistas:
Aristóteles, (384–322 a.C.) decía que la mujer es un hombre imperfecto, un macho mutilado y sus
menstruaciones son esperma, aunque no puro, pues no les falta más que una cosa, el principio del alma.
La Biblia, fuente de autoridad más importante para la doctrina ha tenido tanta influencia sobre las actitudes mi-sóginas aunque en su seno también se encuentra un discurso doble, negativo y positivo sobre la mujer pero se ha divulgado más el negativo.
Juvenal (s.II) decía que las mujeres literatas son insoportables: “Más inaguantable es ésta que, apenas tumbada a la mesa, ensalza a Virgi-lio,... hace paralelismo con los poetas, los compara; en un platillo coloca a Virgilio y en el otro a Ho-mero. Pone en retirada a los gramáticos, vence a los retóricos, todo el mundo calla, ni un abogado, ni un pregonero, ni otra mujer, pueden decir ni una pala-bra, tal es la verborrea que suelta; parece que suenen al mismo tiempo calderas y campanas.”
Además aconseja a su amigo Póstumo (quien pronto se casará) que más le valdría tirarse de un puente que casarse: “dime: qué culebra te persigue ¿puedes soportar una tal servidumbre... cuando cer-ca de tu casa se te ofrece el puente Emilio? Pero si ninguna de estas fatales soluciones te agrada ¿porqué no piensas que es mejor dormir con un amigo? Un cualquiera que no riña por la noche, que no te exija ningún pequeño regalo cuando descanse a tu lado?
También le dice que las mujeres son infieles, que las ricas abortan y “menos mal” porque si no los niños saldrían negros, y le sugiere a los hom-bres que ellos mismos den brebajes abortivos a sus mujeres:”Alégrate pobre hombre, y presenta por ti mismo a tu mujer lo que es preciso que beba... pu-dieras acaso resultar padre de un etíope y después
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este negro heredero... te hará llenar tus tablillas tes-tamentarias”.
Tertuliano (l60–225) aporta a las ideas que se iban formado en relación con la mujer durante los primeros siglos de la era cristiana un punto de vis-ta ascético que se traduce en la visión de la mujer como un ser moralmente peligroso: “ ... tú fuiste la puerta por donde se mandó el demonio, para salir al mundo, la que quebró con un golpe tan fácilmente la imagen de Dios. Por la muerte que tú te merecis-te, obligaste a que el hijo de Dios muriese.
¿ Y tienes, cargada de tantas culpas, ánimo para guarnecer con otros recamados y bordaduras, las vestiduras de pieles que te cortó Dios?”
Cátulo, Marbodo de Rennes, Torroella, Petrar-ca, Boccaccio y otros coinciden en llamarla “... un sexo envidioso, liviano, irascible, avaro, vengativo, esconde sórdidos secretos, mentiroso y procaz, la-drón, inconstante, desobediente, rebelde ante lo prohibido. Incapaz de sentir amor por un hombre, inconsecuente con su palabra, hipócrita, con vien-tre pero sin cabeza; lujuriosa, borracha, charlatana, habladora, soberbia... provoca la caída del hombre, ...arruina al mundo”.
Siglos después, Nietzsche (1844–1900) declara
que el peor error de Dios fue haber creado a la mu-jer. Yo me pregunto si será por eso que mató a Dios. En esta misma dirección podríamos seguir citando textos y autores más recientes, pero me limitaré al Premio Cervantes 2000, el español Francisco Um-bral, quien el 27 de abril del 2001, cuatro días des-pués de haber recibido el Premio de manos del Rey de España, en Alcalá de Henares, publicó un artícu-lo (La vaca sentimental) en el cual hace referencia a las enfermedades de las vacas europeas y al error histórico que cometió el Rey Juan Carlos en su dis-curso de entrega del mencionado Premio literario, al decir “El idioma español nunca ha sido impuesto” lo que reabrió heridas y generó todo un debate en la sociedad española por la diversidad de idiomas hablados en ese país. Pues, este señor, aprovecha este artículo para discurrir su sapiencia sobre la literatura de los hispanohablantes de América, particularmen-te sobre las escritoras latinoamericanas y de manera muy especial de las poetas hondureñas, cito: “ A lo más que llega una vaca es a espongiforme, pero nun-ca a poetisa latinoamericana (como consecuencia de una imposición lingüística del Rey Juan Carlos). Por culpa de esa imposición y de otras anteriores, tene-mos las revistas de poesía y las colecciones de novela
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llenas de novelistas femeninas y australes. Y es que las imposiciones se pagan, jefe. Aunque uno no sa-bría si llamar castellano a lo que escriben esas damas de todo aquel continente, a base de “riesgoso”, “li-mitante”, “desparejo”, “es por esto que”, “novedoso y abarrotero”. Pero lo que sus ancestros impusieron no tiene nada que ver con lo que redacta una poetisa hondureña al caer de la tarde y el menstruo.”
Y, a punto seguido agrega: “ Sólo se puede violar el castellano para mejorarlo, como Borges y Neru-da. Pero nuestras vacas santanderinas y por ahí, aun-que han afinado su hipersensibilidad de Delgadas... nunca llegarán a poetisas hondureñas. Y, por otra parte, uno no entiende para qué quieren nuestros vaquerizos una vaca versificadora”
Finaliza su artículo de una manera aparentemen-te resignada: “Cuando uno está condenado a vivir entre vacas, lo menos que se puede hacer es darles un poco de Diazepam para que se vayan afinando y adquieran modales”.
Pienso que las alusiones misóginas contra las es-
critoras latinoamericanas y las hondureñas son ob-vias, como obvio es nuestro derecho a la defensa (para más información ver mi artículo Respuesta a la vaca sentimental. Madrid 3 de mayo, 2001) sin embargo, algunos no sólo no lo pueden ver sino que coinciden, les parece inofensivo, divertido y digno de ser celebrado por su capacidad de juego y parale-lismos semánticos. Además, cómo no coincidir con una autoridad, con un genio y señor de la literatura que por algo lo dice, que él sabe lo que hace. Por lo demás, no hay que ser imprudente, sino refinarse y aprender buenos modales. Coinciden porque asu-men que la literatura de mujeres, en prosa o verso, es de baja o ninguna calidad, “se les nota en el esti-lo”, salvo excepciones “escriben bien, con virilidad e inteligencia”, porque son “capaces de evitar que se descubra a simple vista que quien lo escribió fue una mujer”. Valga decir que las mujeres españolas, organizadas, realizaron marchas y plantones de pro-testas frente a la Real Academia de las Letras por la concesión del premio a un hombre que – según el comunicado firmado por más de cuarenta asocia-ciones del Estado y Latinoamérica, y un millar de mujeres a título individual– “en numerosos de sus escritos ha incitado a la violencia contra la mujer, por lo que queremos dar respuesta a lo que conside-
ramos una agresión contra todas nosotras y contra la sociedad en general” .
En este manifiesto, las mujeres señalaron que La Academia y el Ministerio de Educación y Cultura habían premiado a “un sistema que discrimina a las mujeres, que las considera inferior a los hombres, que las humilla, las insulta, las agrede y, peor aún, que se enorgullece de hacerlo”. El mismo, fue acom-pañado por algunas de las frases más “celebres” de “tan insigne escritor”, por ejemplo: “A uno, la viola-ción le parece el estado natural/ sexual del hombre” o “ la hembra violada parece que tiene otro sabor, como la liebre del monte. Nosotros ya sólo gozamos de mujeres de piscifactoría”.
No sé si haber rastreado un poco la historia de la literatura será suficiente para confirmar que todo este discurso misógino es producto del miedo a la otra mitad de la humanidad, de la intolerancia e ig-norancia de sus detractores y no está demás decir que varios autores lo hicieron o lo hacen por circunstan-cias puramente personales motivados por rencores al ser rechazados por una mujer molestada por sus atenciones o intentos de conquista, despecho, tal como lo confiesan alguno de ellos o se develan en sus propios textos: “Mira, mi Lesbia, hasta dónde llegó por tu culpa mi alma/ cómo se ha echado a perder.../ ya no podría quererte por más que inten-tases ser buena/ ni, hagas lo que hagas, podrá nunca dejarte de amar./ (Catulo 87–54 a.e.: Algunos ver-sos más desvergonzados) Diego de Valera (s. XV) en el Tratado en defensa de las mujeres nos cuenta que “cuando Juan Boccacio escribió este libro Corbacho era enamorado de una dueña florentina, y como él fuese en edad aborrecible para ser amado, ella bur-laba mucho de él y amaba a un otro mancebo flo-rentín... por causa de una, así osadamente de todas maldecía”.
Juan Rodríguez del padrón, refiriéndose también a Bocaccio dice: “el no menos lleno de vicios que de años Boccacio, que a todas las donas, porque una, de virtud usando, no quiso hacer su deshonesto querer, componiendo malicias no pensadas jamás, fingiendo con viciosa pasión, ofendió.”
Pere Torroella, el mismo que había atacado a las mujeres en sus coplas, escribe una defensa de las mu-jeres en prosa para contestar las críticas que había recibido por escribir sus coplas, recurre a una expli-cación biográfica, similar a las anteriores. “Confieso
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yo a vos, las mujeres y mis siempre señoras que, con desatiento de enamorada pasión movida y creencia sin causa y venganza sin injuria, compuse las coplas aquellas que de mujeres mal dicen” .
Bernat Metge, este autor del siglo XIV, en su libro Sueño hace una defensa a la mujer. Este libro se de-sarrolla en forma de diálogos: Metge:... con tu venia proseguiré, y para abreviar tocaré superficialmente algunos de los principales vicios que, según has di-cho, dominan a las mujeres... “ Dices que no son limpias... Mas, creo que las mujeres son más incli-nadas que los hombres a limpiar las cosas inmundas. Las has acusado de pintarse y de ir tras galas y modas nuevas... Admitiendo que fuese como tú dices, de este pecado con agua bendita deben de ser absueltas tanto más si la culpa de él es de los hombres, pues teniendo en cuenta su condición hacen peor que ellas. ¿ Quién podrá decir que ellos, por llevar sus cabellos parecidos a hilos de oro, ensortijados y rizados, no usan de todas aquellas cosas que has dicho hacen las mujeres, y que sus cabellos blancos testigos de ve-jez, no los hagan volverse negros como carbón para que las mujeres los crean jóvenes? Cierto, en esto las sobrepasan. No es menor cosa que el pintarse de las mujeres el rapado que con frecuencia hacen de sus barbas, y el hacerse repelar para que la cara les quede más lisa, y el depilarse el lugar donde sus cejas se juntan, y la algalia, ámbar, perfumes y aguas olorosas que usan.
De la superfluidad en ataviarse y componerse de las mujeres nadie es culpable, sino ellos, que cada día descubren modas nuevas, deshonestas y suntuo-sas. Unas veces van tan largos que no se les ve los pies, otras tan cortos que muestran las vergüenzas; unas veces barren las calles con las mangas, las llevan a medio brazo, otras veces van vestidos con tejidos lisos... y lo que más vergüenza debería darles: llevan alcandoras bordadas y perfumadas como si fuesen don-cellas que buscasen marido...
Las has motejado de avariciosas y de poca firmeza y de presunción ¡Oh! ¡En cuánta culpa has incurrido con semejantes palabras! ¿Ignoras tú que las mujeres han de ser un poco tacañas por carecer de medios de ganar y porque desean alejar la miseria? ...
¿Quien podrá hablar lo bastante sobre la avaricia de aquellos, su inconsistencia y presunción? Pocas cosas existen que no hagan hoy por dinero: logrear, lisonjear, hacer contratos ilegales, espiar, matar, en-
gañar, difamar, testimoniar en falso, robar, acusar, mentir, pelear, favorecer a gente malvada y pleitos injustos, descarriar con su ingenio mujeres y donce-llas y pasárselas a otros, sean de ello testigo. Nadie puede fiarse de ellos: ahora demostrarán una inten-ción, después otra, cuando se meterán en el lecho prometerán una cosa y cuando se levanten nada ha-brá de lo dicho, no se avergonzarán de negar lo que habrán prometido y jurado. Cada uno de ellos se cree capaz no de regir un reino sino el mundo en-tero, y por poco que posean, con tal de poder pasar el tiempo sin mucho trabajo no querrán hacer nada ni enseñar a sus hijos ciencia o arte con que puedan vivir, y se envanecerán de que vayan bien vestidos, lleven bordados y posean caballos, como si fuesen hijos de grandes maestres, y de que se diviertan y disfruten del buen tiempo mientras dure, después tendrán que robar o mendigar con gran confusión o vergüenza.”
Con este breve recorrido por las ideas que han marcado la historia y el pensamiento de nuestra era resulta fácil explicarnos la vigencia de su discurso, los datos estadísticos que nos estremecen: el 70% de los pobres del mundo son mujeres/ 9 millones de mujeres fueron exterminadas durante los siglos XVI y XVII por la Santa Inquisición bajo el argumento de ser Brujas, herejes (las mujeres sabias, transgreso-ras, poseedoras de poder y conocimientos medici-nales o estrategas como Juana de Arco o empresarias como las llamadas brujas de Salem eran un peligro para la sociedad porque el genio femenino debe mo-rir, y fueron lanzadas a la hoguera o crucificadas o silenciadas que es lo mismo que estar muertas).
¿PERO EXISTE UNA LITERATURA DE MUJERES?
Primero deslindemos a qué se le llama literatura femenina:
Cuando la mujer irrumpe espacios y oficios ex-clusivos para el hombre surge una nueva situación y habrá que asignarle un nombre: coronela, capitana, abogada, ingeniera, jueza, etc . Pero más difícil y arbitrario resulta en el campo de la retórica, tanto es así que la crítica y las criticadas no siempre pueden diferenciar o ponerse de acuerdo al respecto, para algunos la literatura femenina es la escrita por, para y/o sobre mujeres; en este sentido también se le lla-ma literatura femenina a los libros escritos por hom-
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bres, cuyo argumento es sobre las mujeres y éstas son los personajes protagonistas. No obstante, para otros, literatura femenina son solamente los libros escritos por mujeres; para otros, no existe.
Entonces, ¿existe o no existe? Depende de lo que entendamos por tal. En el siglo XIX se hablaba in-distintamente de literatura de mujeres, no habían distinciones porque las obras de mujeres eran dema-siado escasas para constituir un grupo; “se quebró después porque las escritoras empezaron a querer romper el confinamiento que la literatura femeni-na suponía” (Freixas: 2000) pues, ésta al ser escrita por mujeres se daba por supuesto que carecía, de proyección universal y de aspiraciones artísticas; respondía a una división de esferas entre hombres y mujeres. Freixas, lo ejemplifica claramente con la opinión de Unamuno en su artículo A una aspirante a escritora, fechado en 1907: “El público que aspira a conquistar la escritora es un público masculino y no un público femenino. Porque no hemos de tra-tar ahora de esas señoras y señoritas que escriben libros para las de su sexo o dirigen revistas de moda o de lectura para las hijas de familias respetables y de buena sociedad. A las tales no se les puede conside-rar como escritoras.”
Ese era el motivo principal, como bien lo señaló Virginia Woolf, de que algunas mujeres adoptasen seudónimos masculinos para escapar a la tiranía de lo que se esperaba de su sexo “así honraron la con-vención... de que la publicidad en las mujeres es de-testable. La anonimidad corre por sus venas” (Una habitación propia, p. 71). Los distintos apelativos que se les aplicaban denotaban que sólo podían al-canzar ese estatus dejando de ser mujeres, ocultando su ser genérico. La característica más visible de la literatura de las mujeres ha sido la autorepresenta-ción. La interrogación sobre la identidad femenina se percibe en la literatura escrita por mujeres: novela autobiográfica y poesía confesional, pero también obras protagonizadas por amigas o por Madres e hijas, o por hermanas; aparición del personaje de la artista o escritora, o de la aspirante a serlo; revi-sión crítica, desde el punto de vista de la mujer, de la pareja, la sexualidad, los roles atribuidos a cada sexo, la indagación del pasado a través de la novela histórica (donde los personajes femeninos también son visibles, y tienen voz propia). Es decir, las obras escritas por mujeres han convertido por primera vez
en personajes literarios a las mujeres por sí mismas y entre ellas, en vez de presentarlas siempre a través de sus relaciones con los hombres.
Ya lo observaba Virginia Woolf: “Supongamos que los hombres sean representados en la literatura sólo en tanto que amantes de las mujeres y nunca como amigos de los hombres, soldados, pensado-res, soñadores: ¡qué pocos papeles en las obras de Shakespeare podrían serle asignados!, ¡Cómo sufri-ría la literatura! “ (Un Cuarto Propio). En este as-pecto –personajes y argumentos–, no hay duda de que las escritoras han aportado nuevos elementos. En lo que respecta a la poesía, la característica más sobresaliente es utilizar tropos que tradicionalmente simbolizaban lo femenino y darles otro sentido.
En cuanto al lenguaje, el hecho de que se permi-ta a los hombres el uso de un léxico abiertamente sexual, mientras que en las mujeres se cultiva el re-finamiento y el eufemismo, parece reflejarse en las obras de unos y otras. Aunque esto está cambiando recientemente. Algunas autoras estudiosas de la lite-
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ratura escrita por mujeres han observado el predo-minio de otros sentidos: tacto, olfato, gusto, oído por encima de la vista.
APUNTES PARA UN ESTUDIO DE LA LITERATURA CENTROAMERICANA
ESCRITA POR MUJERES
Antes de plantear las conclusiones diré que todo lo dicho anteriormente es válido para explicar la li-teratura centroamericana escrita por mujeres, pero no basta; es necesario contextualizarlo más, partien-do de su ubicación geográfica, geopo-lítica y económica como región del llamado tercer mundo. Esas y otras razones hacen que nuestra literatura, escrita por hombres y mujeres (recor-dar que lo marginal no es lo universal sino lo invisibilizado) sea desconocida fuera de nuestras fronteras, salvo casos excepcionales originados o visibles bá-sicamente por los procesos revolucio-narios y otras guerras recientes en esta región. Sin quitar el mérito a los aportes hechos por los investigadores e investigadoras de nuestra litera-tura. El acceso de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad centroamericana ha crecido en las dos últimas décadas, particularmente en la producción literaria, sin embargo se ha encontrado con los mis-mos obstáculos:
–Sus escritos casi siempre estarán bajo la sospecha de ser de mala calidad, bajo la mirada del que nos critica desde su género y poder.
–La dificultad y casi imposibilidad de publicar sus obras porque las direcciones editoriales contes-tan: “ya no publicamos poesía, peor si es de mujeres porque no se vende”.
–Inexistencia de editoriales y librerías de mujeres. Excepto en Costa Rica, aunque desconozco las polí-ticas de publicación.
–La invisibilización de lo femenino que impide que las autoras y sus obras sean tomadas en cuenta a la hora de elaborar antologías mixtas, dicciona-rios de escritores hondureños, centroamericanos o estudios literarios en general. Y si las incluyen, es en proporciones ínfimas. Las estadísticas fluctúan entre el 0 y el 9%. Por eso es que no es necesario hacer antologías masculinas. Y en realidad no lo hacen por maldad, generalmente es un acto inconsciente, del
inconsciente universal. –En igual proporción han recibido los Premios
Nacionales de Literatura, en el caso de Honduras so-lamente lo han recibido 3: Argentina Díaz Lozano, Clementina Suárez y Helen Umaña.
–La incorporación de mujeres a las Academias de la Lengua es también inferior: en Honduras sólo hay una socia de número en función: Alba María Nieto, y una socia correspondiente: Helen Umaña. Me parece interesante dos aspectos: a. Ha sido apro-bada la incorporación de dos mujeres más, aunque
no han sido juramentadas: una como Socia de número: Ada Luz Pineda y otra, de número: Sara Rolla; b. Algu-nas mujeres que también son o fueron miembras de la Academia se han auto aislado y otra, cuya incorporación también fue aceptada, no continuó sus trámites para dicho objetivo, en-tonces me pregunto ¿hasta dónde las mujeres podemos auto aislarnos ¿Has-ta dónde influye la condición de ser
mujeres para no asumir ciertos reconocimientos y responsabilidades? Esto será objeto de próximas in-vestigaciones. Por ahora, puedo resumir que en la Academia hondureña hay 12 hombres y 1 mujer.
–Si bien es cierto que en C.A. no hay conflictos marcados entre generaciones de escritores, también es cierto que la poesía y la narrativa escrita por jó-venes a veces es mal juzgada, y casi nunca valorada positivamente por la crítica literaria, la cual dicho sea de paso es raquítica y poco preparada para tal responsabilidad.
–En C.A. debemos crear espacios de mujeres, mixtos; los escritores jóvenes – hombres y mujeres podrían interesarse más por participar en concursos literarios sin que ello implique esperar o depender de premios locales o internacionales para publicar su obra. Además, es necesario crear formas de co-municación, intercambio e integración literaria de las escritoras centroamericanas.
Ahora imaginen una larga lista de nombres de es-critoras centroamericanas, todas ellas merecen nues-tro agradecimiento, respeto y admiración. Pedí que se la imaginaran porque son muchas y tuve temor de omitir algún nombre. Es bastante lo que falta por estudiar de la literatura escrita por mujeres, así es que he decidido dejar en blanco este espacio que en
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 19
su momento será llenado con algunos nombres de escritoras centroamericanas y sus respectivas obras publicadas en la década del 90 y lo que va de ésta. Y no es sesgo, sino una delimitación para futuros estudios de la literatura centroamericana de inicios del siglo XXI y, como dice Julia Kristeva en su libro El genio femenino... “Nuestro siglo ha hecho que esta emancipación sea accesible al gran número, por lo menos en los países llamados desarrollados, y todo lleva a pensar que en Asia, África o América Lati-na las mujeres se preparan para recorrer un camino análogo. El nuevo siglo será femenino, para bien o para mal. El genio femenino, tal como se nos apare-ce aquí, permite confiar en que no será para peor”.
–Pero no sólo hay obstáculos, también hay pasos positivos, trascendentales: a pesar de la negativa de publicar obras de mujeres y de escritores jóvenes en general por parte de las editoriales institucionaliza-das los libros están saliendo a luz poco a poco, hay iniciativas de crear sellos editoriales, talleres literarios con diversidad de estilos y propuestas literarias, etc.
ALGUNAS POSIBLES CONCLUSIONES
Podemos concluir diciendo que el sujeto definido por el humanismo, lo que conocemos como el hom-bre, sólo aceptaba y expresaba, de sí mismo, lo que pudiese estar amparado por la razón, con la escritura de mujeres hay una nueva modalidad expresiva, que no separa el mundo de los afectos del mundo de la realidad “se puede responder que ese subjetivismo es una característica no sólo de las obras de las mujeres sino de la postmodernidad en general; pero tal vez ello se debe a la creciente influencia de las muje-res en la producción de cultura...” (Laura Freixas: 2000).
Lo anterior no debe llevarnos a creer que las obras literarias de las mujeres son indiferenciables entre sí o que sólo escriben sobre mujeres; sería un error
porque cada persona, cada mujer tiene su propia historia de vida, su ideología y todo lo demás que singulariza a cada ser humano como sujeto único e irrepetible a pesar de la clonación.
No debe causarnos sorpresa que las mujeres es-cribamos sobre el tema de nuestra propia identi-dad, al igual que otros grupos discriminados como los homosexuales, los bisexuales, los transexuales, los negros, los indígenas, los sin papeles o ilegales en Estados Unidos o Europa. Es lógico explorar la identidad que a cada quien se le adjudica.
El acceso de las mujeres a la cultura ha sido blo-queado por un imaginario negativo, una representa-ción indigna de sí mismas: poetisas, preciosas ridí-culas, igualadas, feministas histéricas..., pero cuando los sujetos marginados acceden al poder y a la pro-ducción cultural, esa representación intolerable de sí mismos se convierte en acicate y en tema principal, por eso hay una “literatura de mujeres”, por eso sí existe una literatura femenina.
La participación de las mujeres en el mundo li-terario, científico, político ha sido importante por sus innegables aportes. Cualquier proyecto político, económico, cultural, educativo, o de crítica literaria que ignore la historia y las teorías feministas, de gé-nero, continuarán cometiendo los mismos errores del pasado, sosteniendo la cuerda de la intolerancia. Por último, quiero decir que es una falacia patriarcal decir que los hombres y mujeres que estudian, de-velan, denuncian, hablan y escriben sobre mujeres, son traidores o mujeres que odian a los hombres. Las mujeres escritoras o no, feministas o no, seguiremos amando a los hombres, por eso seguiremos siendo las madres de la humanidad a pesar de la ciencia y la clonación; sólo queremos salir de la barbarie, cons-truir un mundo equitativo, tolerante, respetuoso de las diferencias; un mundo donde no sea necesario adjetivar lo distinto, un mundo de mujeres y hom-bres libres y este mundo es posible.
Bibliografía
Amorós, Celia: Hacia una crítica de la razón patriarcal. Editorial Anthro-pos. Barcelona, 1991 Archer, Robert: Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales. Ediciones Cátedra. Madrid, 2001 Echevarria, Lucía: La letra futura. El dedo en la llaga: Ediciones Destino. Barcelona, 2000 Freixas, Laura: Literatura y mujeres. Ediciones Destino. Barcelona, 2000 Gold, Janet N. Volver a imaginarlas. Editorial Guaymuras. Tegucigalpa, 1998
Kristeva Julia: El genio femenino. Editorial Paidós. Buenos Aires, 2000 Mendoza, Breny: Sintiéndose mujer, pensándose feminista. La construcción del movimiento feminista en Honduras. Editorial Guaymuras. Honduras, 1996 Rodríguez, Arantxa: Opciones alternativas. Reflexiones desde la izquierda ante un nuevo siglo. Editorial Los libros de la catarata. Madrid, 2000 Woolf, Virginia: Una habitación propia. Editorial Seix Barral. España, 2001. * Tomado de: Revista Esfinge, No. 1, 2003 (Revista de la Maestría en Lite-ratura Centroamericana, Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Tegucigalpa, Honduras).
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Entre el indigenismo y la contemporaneidad: la narrativa de
Mario Monteforte Toledo
Mario Monteforte Toledo (1911)* pertenece cronoló-gicamente a la llamada Generación del 30 en Guate-mala. Vivo y activo, literariamente hablando, Mon-
teforte simboliza físicamente ese período escritural que ha ido quedando como parte de la historiografía literaria. Desde sus primeros trabajos creativos abordó el asunto indígena, pero des-de una perspectiva mucho más vivencial que Asturias, por ejem-plo. Su interés siempre estuvo sobre el indígena contemporáneo, no el mítico asturiano; sus primeras obras señalan un registro que se ha dado en llamar “indigenista” o “criollista”, por la visión descriptiva, desencantada y realista de los personajes indígenas o campesinos que se encuentran en sus relatos y novelas.
Al igual que Asturias y Augusto Monterroso, de quien se hablará más adelante, sufrió exilio político y pasó a vivir y tra-bajar en México. Los tres autores que esta disertación plantea como antecedentes quizás sorprendentes del filón marginalizado de autores guatemaltecos, salieron de Guatemala en la primera mitad del siglo XX y han vivido fuera del país por un espacio de tiempo prolongado: en México en el caso de Monterroso y Monteforte, en tanto Asturias vivió también en México y por más tiempo en Argentina, Rumania, Italia y Francia.
Lo cierto es que este factor de exilio y su militancia en la izquierda otorgaron a la obra de Monteforte un perfil que fue característico de gente de su generación, como el grupo Tepeus, cuyos rasgos temáticos también giraron alrededor del indige-nismo inicial que se ha señalado en la obra de Monteforte y la preocupación por la tierra que es uno de los puntos de partida de su obra narrativa. Monteforte, sin embargo, iba a desarro-llar como los otros dos narradores hacia otro registro mucho más urbano, preso de los cambios epocales que naturalmente sintió en la Ciudad de México durante su estancia allá. De los tres escritores mencionados dentro de este contexto literario guatemalteco, Monteforte es el menos conocido en el exterior. Una de las razones está en relación a los efectos que el exilio provocó en la obra literaria nacional: los escritores e intelectua-les tuvieron que dedicarse a los mil y un oficios dejando la li-teratura en un plano subordinado. Más importante, sin duda, fue el hecho de que la obra narrativa de Monteforte de corte indigenista se vio afectada por los prejuicios provenientes de la estética de las obras del Boom que, como dice Dante Liano, eran “tendientes a desprovincializar la literatura latinoamerica-na siendo ampliamente difundidas”. Las etiquetas de “indige-nista” y “criollista” (o sea, realista y regionalista) se le pegaron y, junto con una política cultural deficiente dentro del país y la falta de nuevas ediciones, pueden situarse como algunas de las
AÍDA TOLEDO (Guatemala)
DOS ENSAYOS
causas del período oscuro vivido por la obra de Monteforte en el lapso que va de 1954 a 1975.
Sin embargo, la obra de Monteforte ha sido revisitada re-cientemente, ya que a partir de las décadas del 80 y 90 los temas que abordó a mediados de siglo tienen actualidad –la cuestión étnica es un tema de la postmodernidad latinoamericana– en un momento en que los cambios en la estructura política, eco-nómica y social guatemalteca llevados a cabo alrededor de la búsqueda de la paz reproblematizaron el asunto indígena. Los grupos indígenas guatemaltecos ahora autodenominados “ma-yas” polemizan constantemente en la esfera pública alrededor de su identidad postcolonial y la necesidad de que sus lenguas sean reconocidas como lenguas habladas permanentemente en sus comunidades a la par del español. Las primeras obras de Monteforte se insertan fácilmente en esta nueva situación en donde los grupos indígenas han ido ganando más espacios.2
Entre la piedra y la cruz (1947) es la obra de Monteforte en donde el protagonista que es indígena se encuentra en la disyuntiva de integrarse a la realidad nacional ladina o seguir ligado a su cultura nativa. En este sentido la narración está li-gada a la novela de Luis de Lión, El tiempo principia en Xibalbá (1972), en donde el narrador indígena aborda el mismo tópico desde su perspectiva nativa y en donde la disyuntiva no existe, habiéndose convertido en la problemática del sujeto indígena contemporáneo como resultante del proceso de colonización que ha durado 500 años. El dilema que Lu Matzar, el indígena montefortiano, se plantea, representa y manifiesta los deseos de la Generación del 44 en su proyecto político, y al final del relato el indígena decide hacerse militante revolucionario.3 Es interesante que dentro de la ideología política y sociológica de Monteforte, además de haberse enlistado en la guerrilla como una búsqueda más de la construcción de la nación, su prota-gonista decide casarse con una ladina (asunto tratado también en El tiempo principia en Xíbalbá, pero de muy diferente ma-nera). En la obra de De Lión, el protagonista principal que se ha ladinizado y luego ha tenido que volver a su comunidad, se reencuentra con su mundo indígena sin poder volver a ser quien era antes. El pueblo se convierte en una Xibalbá, una especie de infierno, en donde debe dilucidar su identidad por haberse contaminado. En este sentido rechaza los postulados ladinos planteados por la revolución del 44, desde su perspec-tiva indígena.
Es indudable que la figura de Monteforte responde a la del escritor comprometido con la realidad circundante, cuyos postulados proclamaba el Grupo Saker Ti.4 Como ya se ha mencionado, la incursión que Monteforte hizo en el mundo indígena fue experimental y vivencial, ya que convivió en Na-hualá y San Pedro la Laguna con habitantes oriundos del lugar cuando eran poblaciones totalmente indígenas. Aprendió y practicó las costumbres y se casó con una mujer indígena. Más allá de su estatuto de testimonio de una época, Entre la piedra y la cruz tiene actualmente una importancia renovada dentro de un nuevo contexto, en que se busca discutir las propuestas de los grupos indígenas de este nuevo siglo. Los relatos de La cue-va sin quietud (1949) son textos que anticipan algunas de las estrategias narrativas que Monteforte desarrollará en su narra-
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tiva posterior más ampliamente y en donde el tema indígena va a persistir; se pueden observar similitudes en el tratamiento de los relatos que, estéticamente, recuerdan El llano en llamas de Juan Rulfo. Uno de los relatos, “Un hombre y un muro”, cuenta el fusilamiento de un indígena que ha osado trastocar el orden social de la comunidad, decisión que es tomada por los ladinos del lugar. Se ha dicho que el cuento escapa a la rigurosa crítica del hombre del campo y se abre a un espectro más humano, personificado no sólo por los personajes, sino por la combinación con el lugar, Nahualá. Esta prosopeyiza-ción del lugar es también trabajada por Luis de Lión, en cuya novela la fantasmagoría indígena de la comunidad (San Juan del Obispo) forma parte de los componentes estructuradores de la novela. En Una manera de mo-rir (1957), Monteforte abandona el incipiente criollismo de la etapa an-terior y, para sorpresa de la crítica, abandona los motivos más típica-mente “guatemaltecos” como la tie-rra, la pobreza, el abuso de los ladi-nos, las candelas, etc., para trabajar una obra en que el registro parece haber variados. Elabora una aguda crítica desde dentro de las filas de la izquierda guatemalteca, evidencian-do los vicios y los excesos del poder dentro de sus organizaciones. Mon-teforte explica lo siguiente respecto a este libro y sus intenciones:
“Tal vez por mi vocación de he-reje (de “religioso endemoniado”, como me llama un crítico), nunca sufrí en lo personal la tortura de las ortodoxias políticas; pero seguí paso a paso sus síndromes en dos o tres amigos muy queridos. Era la única manera de verlos literariamente sin enajenación ni ocultacio-nes, y tal vez por piedad. El libro resultante se llama Una ma-nera de morir y exhibe las ortodoxias laicas y religiosas y el regreso a ellas después de la inútil búsqueda de la libertad de los que han sido alienados.”6
En el tratamiento de este tema es inevitable traer a referen-cia la novela de Marco Antonio Flores (1937), Los compañeros (1976), que precisamente trabaja ese estado de desánimo pro-vocado por la evidencia de los errores de las organizaciones y en donde el motor de arranque narrativo es la desilusión y la frustración al haber tenido que abandonarlas. Tanto Monte-forte como Flores, con una distancia de escritura de casi veinte años, elaboran una visión desencantada proveniente de dos generaciones distintas dentro de las filas de la izquierda guate-malteca. No podemos descartar entonces que los escritores del filón político hayan leído a Mario Monteforte en las variantes que su obra temprana representa, aunque todos ellos, natural-mente, tuvieron sus propias experiencias de militancia política y desilusión. Sin embargo, exactamente como en el caso de Asturias, hay otro Monteforte más olímpico, más dedicado a
la escritura misma, el Monteforte de Los desencontrados (1966) y Llegaron del mar (1976). Los últimos cuentos compilados en La isla de las navajas (1993) son relatos en donde los persona-jes indígenas ya no privan. Por ejemplo, el cuento “El extraño vientre de los dioses” narra o relata con estilo totalmente con-temporáneo los horrores de la represión, la tortura y la impu-nidad a través de la descripción de los objetos de trabajo de un torturador oficial. Las tonalidades narrativas que se observan en este relato parecen estar en sinfonía con la obra de autores como Rodrigo Rey Rosa, Adolfo Méndez Vides y Franz Gali-ch, cuyos personajes, sujetos subalternos, viven, vagan, sobre-viven en la ciudad, y cuyas experiencias son el producto de la guerra y la postguerra en Guatemala. Sobre este cuento tam-
bién incluido en la edición de Aya-cucho, ha comentado Monteforte: “La figura del Verdugo es tan fami-liar para las sociedades tercermun-distas que no resistí la tentación de imaginar su intimidad; el Cuento aúna lo sagrado con lo horrendo y no costaría mucho insertado en la ciencia–ficción” 7.
La obra narrativa de Monteforte constituye en la tradición guatemal-teca un punto de apoyo muy fuerte, inclusive para las expresiones realis-tas de la literatura del testimonio antes y después de la firma de la paz.8 Sin embargo, su obra también ha trazado un largo giro postmo-derno y va penetrando actualmente otros temas “post” Como el muy específico guatemalteco del pano-rama político, social y cultural de la postguerra.
De esta forma asume dentro de las distintas líneas imaginarias de la tradición literaria un punto de amarre con los narradores más jóvenes, de quienes él es el mayor promotor en este momento.
Los últimos cuentos compilados en La isla de las navajas (1993) son relatos en
donde los personajes indígenas ya no privan. Por ejemplo, el cuento “El extraño vientre de
los dioses” narra o relata con estilo totalmente contemporáneo los horrores de la represión,
la tortura y la impunidad a través de la descripción de los objetos de trabajo de un
torturador oficial. Las tonalidades narrativas que se observan en este relato parecen estar
en sinfonía con la obra de autores como Rodrigo Rey Rosa, Adolfo Méndez Vides y
Franz Galich, ...
1 La nota #1, de otro tema, está en el breve texto introductorio del libro de la autora, Vocación de herejes (2002), de donde fueron toma-dos estos dos ensayos (Nota del editor)2Dante Liano, Visión Crítica..., 132.3 Mario Monteforte Toledo, Entre la piedra y la cruz (Guatemala: Edi-torial El libro de Guatemala, 1948). 4 Grupo cultural ligado a las izquierdas guatemaltecas que se dedicó a promover la literatura y el arte después de los movimientos populares del 44. Véase Francisco Albizúrez Palma y Catalina Barrios, Historia de la literatura guatemalteca, 14. 5Menton, Historia crítica, 301.6 Mario Monteforte Toledo en Los desencontrados, Llegaron del mar, Siete Cuentos (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993), xii–xiii.7 Monteforte Toledo, Los desencontrados, xiv. 8 Para establecer estas comparaciones, ver los tomos, de Guatemala, memoria del silencio (Guatemala: Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999). * Mario Monteforte Toledo falleció en 2003 (Nota del editor)
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Augusto Monterroso y la costumbre de convertir el texto en un exigente campo
minado para lectores desprevenidos
Augusto Monterroso (1921)* ha marcado visiblemente con su corta obra narrativa el trabajo de los escritores de la generación del 70.9 Las tonalidades epigramáticas y por ende irónicas de su obra reflejan –de manera mucho menos ambiva-lente que en los casos de Asturias y Monteforte– los cambios acontecidos a una de las vertientes de la narrativa guatemalteca desde 1946, época en que escribe sus primeros cuentos. Estos, sin dejar de tener contenido político –ya que su literatura ini-cial refleja su compromiso con la ideología de las izquierdas–, utilizan nuevas estrategias narrativas, desacralizantes y ausen-tes de la mortal seriedad y el didactismo de la literatura del compromiso. 10 El registro de este autor guatemalteco estaría en mayor consonancia latinoamericana en esa época con un autor como Jorge Luis Borges, sobre todo en los cuentos de su primer libro, Obras completas y otros cuentos (1959), que lleva implícito desde el título el absurdo. Monterroso parodia con el nombre del libro el deseo del nuevo escritor de verse publicado en una antología de su obra completa, sin que ésta exista –y con el agravante en su caso de poseer una obra breve y concisa, en tanto el estilo de la literatura del compromiso por esa época era la densidad y la longitud. Aquí aparece “El dinosaurio”, texto brevísimo ya clásico que contiene un nivel explícito de sugerencia y que consta de dos momentos que in-cluyen un tercero que no se encuentra escrito pero que existe; y “Leopoldo (los trabajos)”, uno de los relatos más largos (23 páginas) que Monterroso ha escrito. El nivel simbólico de “El dinosaurio” está en directa relación con la idea borgeana de la circularidad del tiempo y la existencia. Nos encontramos con un narrador que inicia el discurso narrativo en el momento en que el individuo se despierta y descubre al dinosaurio. Las lec-turas inducen a pensar en la idea de ser soñado por el animal, pero la idea de ser soñados por un ente prehistórico indica de la manera más categórica la imposibilidad de ser real. 11 De hecho, toda su obra demuestra la relatividad de los diferentes acercamientos a lo real. 12 En “Leopoldo (los trabajos)”, Mon-terroso trabaja la frustración del escritor que por miedo al pro-ceso creador participa de un subproceso de calentamiento de la escritura, tomando notas y pretendiendo investigar acerca de los elementos que conforman un relato: en suma, haciendo de su tiempo un tiempo estéril. Sin embargo, la penetración y la observación de la conducta humana es llevada a sus últimas consecuencias, dado que el relato conlleva una fuerte carga au-tobiográfica y que el autor plantea la inversión del proceso a través de la ironía respecto a las especulaciones del personaje y su acto creativo.
Con estos dos textos Monterroso abre un nuevo registro narrativo en el contexto de la literatura guatemalteca aunque indudablemente tiene lejanos antecedentes, en su propia tra-dición literaria, en un escritor del siglo XIX como José Batres Montúfar. Acerca de esto Ángel Rama ha señalado que, “al elegir la precisión para acompañar la ironía, al poner la obser-
vación aguda al servicio del humor frío, [Monterroso J vino a descubrirse pariente de Batres Montúfar que como él nació guatemalteco, sólo que a un siglo de distancia”. 13 Al aludir al humor frío, pero no así al humorismo, Rama precisa una de las características que relaciona a Monterroso con la Genera-ción del 70 y el 80 y que se encuentra muy bien ilustrado y en íntima asociación con los relatos de Dante Liano en Jornadas y otros cuentos (1978), con las tonalidades de Velador de noche, soñador de día (1988) de Luis Eduardo Rivera, y con la obra híbrida de Eugenia Gallardo, No te apresures en llegar a la Torre de Londres, porque la Torre D Londres no es el Big Ben (1999). El autor ha expresado que le interesa más ser visto como un escri-tor realista cuya vena vaya en directa conección con lo lúdico (más que con lo cómico), comentario que trae a la memoria los textos de Julio Cortázar.14 Así, en esa búsqueda del relato híbrido, lúdico, satírico, mordaz, Monterroso crea un nuevo género al que él mismo llama “movimiento perpetuo”.
Con esta fundación, Monterroso aporta a la concepción del cuento un elemento esencial con el cual agota las potenciali-dades genéricas de la marginalidad literaria.15 y cuando decide reutilizar o refuncionalizar la escritura de formas clásicas con otros propósitos, escribe La oveja negra y demás fábulas (1969). Conocedor del género, va a invertir, cambiar y dislocar algu-nos de los sentidos moralistas y didácticos de que habían sido investidas las fábulas por los famosos escritores de la antigüe-dad y sus paisanos del siglo XIX en Guatemala, Rafael García Goyena, Fray Matías de Córdova y Simón Bergaño y Villegas. El tratamiento que había dado al “dinosaurio” era una especie de adelanto para lo que haría con otros animales. Crearía su propio “bestiario” en la búsqueda de subversión del texto na-rrativo latinoamericano contemporáneo.16
Es necesario leer más de una vez los textos del autor guate-malteco, porque en cada una de ellas hay virtualidades múlti-ples. Monterroso es un artífice de generadores de significación, maquinitas que producen constantemente significados, y su innovación narratológica consiste en parte en exagerar la ca-pacidad sinóptica del texto.17 Así, en cada una de las fábulas el autor elabora una pieza que deja de contener inicialmente la moraleja. Las fábulas están despojadas del sentido didác-tico porque sus mensajes son visiones oblicuas de la función tradicional de esos textos. En entrevistas le han preguntado el porqué de retrabajar un género como ése, en el cual el lector constantemente insiste en reencontrar la moraleja, a lo que Monterroso ha respondido:
¿Se ha hablado de eso? Desde luego que no; si alguien quie-re extraer de ellas alguna moraleja, está en su derecho y puede hacerlo. Corregir las malas costumbres de la gente es una tarea demasiado fácil que hay que dejar a las autoridades. l8
Y aunque el comentario sea cáustico, Monterroso en va-rias ocasiones ha explicado que el uso de los animales como protagonistas19 se le ocurrió cuando, reflexionando acerca de su idea de cuento moderno, pensó que ningún escritor con-temporáneo se atrevería a hablar de cosas elevadas, porque ya se consideraba de mal gusto: de allí que atribuirle ideas ele-vadas a un animal podía ser aceptado por todo el mundo sin correr el riesgo de ser tachado de antimoderno, tal y como
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ocurrió con sus fábulas. Irónicamente sus fábulas funcionaron en doble sentido de nuevo, ya que se consideraron lecturas “inofensivas”, “fabulitas”, lecturas para niños y jóvenes que no contenían peligrosidad dentro del pensum de la literatura na-cional. Así fue que una literatura de sí política y subversiva, diseñada de forma que no existe la posibilidad de reflexionar en sentido religioso o social conservador en torno a sus temas, entró como lectura oficial con el disfraz de la fábula en décadas de gran represión política, siguiendo la lección de los clásicos griegos y latinos.20
De alguna manera, entonces, las fábulas monterrosianas abren su espectro de acción a temas subyacentes de la cultura occidental en países del Tercer Mundo: al abordados invirtien-do los sentidos de la lógica occiden-tal, logran penetrar en el imaginario de una sociedad como la guatemal-teca en donde, aún ahora, es muy fuerte la presencia de la tradición mestiza–ladina y en donde la fuerza comunitaria de los grupos indígenas logra tamizar las impostaciones de la cultura occidental en suelo nacio-nal. Según Dante Liano, el desarrollo literario de los textos oblicuos de la fábula conducirá al autor a la crea-ción del nuevo “texto narrativo”, con fuerte impacto en autores como Luis Eduardo Rivera, Dante Liano y Eu-genia Gallardo. Esta nueva escritura que, como ya se ha explicado, consti-tuye un “movimiento perpetuo” dis-cursivo, aparece en su forma paradig-mática en el libro del mismo nombre, Movimiento perpetuo (1972).21 Es que las ideas de Monterroso respecto a la narración están en directa conección con lo que él denomina la libertad del texto: considera que las narracio-nes poseen leyes o reglas que rigen a los textos narrativos mínimamente, y cuando un cuentista es leído por lectores de otras épocas y el texto aún funciona para ellos y provoca cierto entusiasmo, es porque contenía esas le-yes mínimas. En una entrevista de 1977 sostenía la idea que cualquier texto literario, inclusive el “cuento tradicional”, está determinado por la forma en que el autor maneja la verdad, la credibilidad, la verdad literaria, esa capacidad del escritor de hacer creíble incluso hasta lo absurdo.22
La personalidad literaria de Monterroso posee una carac-terística más que lo conecta con los escritores de las últimas generaciones mencionadas, pues en distintas ocasiones ha ex-presado su desacuerdo con la función social y política de la literatura tal y como se esperaba de parte de las organizaciones políticas. Ha sido consecuente con esa idea, escribiendo úni-camente alrededor de lo que siente y vive, poblando su obra de seres anónimos, pequeños, insignificantes, algunas veces animales, en donde la alegoría entra a funcionar fuertemente.
Sus lecturas son, sin duda, ideológicas e incluso “políticas”, pero de una manera muy oblicua e indirecta. En entrevista con Josefina e Ignacio Solares ha expresado lo siguiente:
No sé por qué tiene tanto prestigio, ni por qué a veces a los escritores se les pide y en muchos casos se les exige que hagan novelas como editoriales o poemas para derrumbar al tirano. Otra cosa es que el novelista o el poeta o el ensayista quieran hacerlo, para estar de acuerdo con el dicho (siguiendo este tono vulgar que he empleado hasta aquí) de que soñar no cuesta nada.23
Monterroso ha repetido varias veces a lo largo de las entre-vistas en Viaje al fondo de la fábula que la literatura no es un medio por el cual los escritores puedan cambiar la situación
política, pero sí es importante tratar temas que están lastimando su sensi-bilidad, como parte integrante de so-ciedades abatidas por la represión, la muerte y el exilio. De esta idea parte el que el autor vaya a veces directa-mente a tratar las miserias humanas, la complejidad de la conducta en sociedades azotadas por la violencia, como es el caso de las sociedades la-tinoamericanas y particularmente la guatemalteca. “Uno de cada tres”, texto del primer libro, es una sáti-ra del autor sobre “lo humano”, esa inexplicable fuerza de comunicación de las miserias de unos a otros. Su agresión lleva el relato a la ridiculiza-ción de una sociedad pacata y necia que insiste en la queja de su propia tragedia. Una visión hiperbólica si-milar será una de las armas de cons-trucción de Velador de noche, soñador de día de Rivera, en donde el prota-gonista, el soledoso latinoamericano que vive en París trabajando en un hotel de citas, vive su propia tragedia
y se regodea alrededor de ella.24
Otro texto interesante de Monterroso en relación a los au-tores nacionales sucesores es “Diógenes también”, en donde el nivel trágico del ser humano es visto a través de la alegoría de la vida del perro. El autor crea una serie de paralelos entre la realidad humana representada y la conducta animal en cuan-to a los instintos; además los niveles de autorreferencialidad y metaficción son abordados por Monterroso desde estos cuen-tos del libro del 59, y se conectarán y adquirirán vigencia en las obras de los autores del filón marginal.
A lo largo de tres décadas la narrativa de Monterroso irá paulatinamente acusando una libertad genérica cada vez más fuerte,25 desestabilizando el relato narrativo de concepción tra-dicional, aunque no será sino en Lo demás es silencio (1978) cuando el autor practique en forma más prolongada el ejerci-cio de la parodia en el sentido que tiene dentro del contexto latinoamericano.26 Según Robert Parsons, Lo demás es silencio
Es que las ideas de Monterroso respecto a
la narración están en directa conección
con lo que él denomina la libertad del
texto: considera que las narraciones
poseen leyes o reglas que rigen a los
textos narrativos mínimamente, y cuando
un cuentista es leído por lectores de otras
épocas y el texto aún funciona para ellos
y provoca cierto entusiasmo, es porque
contenía esas leyes mínimas.
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9El trabajo de investigación sobre la Generación del 70 aún no se hace. En este grupo es posible insertar las figuras de Dante Liano y Luis Eduardo Rivera, dos de los autores del corpus principal de esta investigación. Un tanto mayores que Rivera y Liano, también parti-ciparon de las tertulias literarias y de las publicaciones de la Revista Alero de la Universidad de San Carlos Marco Antonio Flores, Mario Roberto Morales, Ana María Rodas y Luis de Lión.10Jorge Ruffinelli comenta que Jorge Luis Borges y Augusto Monte-rroso son para él escritores cautelosos, que han preferido escribir for-mas narrativas oblicuas, en lugar de directamente narrativas, porque se han sentido intimidados por la literatura y la historia. Así se expli-caría de alguna manera la escritura de esas piezas a las que este traba-jo llama “piezas híbridas”, ya que el género puede estar definido como cuento o fábula, y no ser estrictamente eso, sino un ente nuevo al que Monterroso bautiza como “movimiento perpetuo”; Ruffinelli en Au-gusto Monterroso, Viaje al fondo de la fábula, (México D.F.: Ediciones Era, 1989) 10.11 Saúl Sosnowski en La literatura de Augusto Monterroso (México D.F.: Universidad Autónoma de México, 1988), 150. 12 Dante Liano, Visión crítica..., 211. 13 Ángel Rama en La literatura de Augusto Monterroso, ed. Saúl Sos-nowski (México D.F.: Universidad Autónoma de México, 1988), 136. 14 Augusto Monterroso, Viaje al fondo de la fábula, 43. 15 Monterroso con la publicación de los tres libros, las fábulas, Obras com-pletas y Movimiento perpetuo, acaba con el mito del tropicalismo literario, según Ángel Rama en La literatura de Augusto Monterroso, 134.16 “La mayor parte de la literatura hispanoamericana que le es con-temporánea elabora una gran fiesta del exceso, de la experimentación, en un torrente incontenible de invención y fantasía. Hay gongorismo y churrigueresco en la novela de esa época. La novedad de Monterro-so no está en salirse de ese barroco, sino en verlo desde el otro lado de la medalla”. Dante Liano en Visión crítica ...,204.
ellas la de pastiche. Fusiona y mezcla estilos literarios informa-les y populares que funcionan, según Parsons, para cuestionar la sinceridad de los ritos de halago público y para restar valor al sentimentalismo o afectación nostálgica. 29 Personajes, au-tores, lectores y críticos son a la vez instrumentos y objetos de la parodia que adopta, en forma general, la apariencia de comentario irónico y perspicaz acerca de las tradiciones lite-rarias y críticas.
17Dante Liano, Visión crítica..., 205. 18 Augusto Monterroso, Viaje al fondo de la fábula, 38–39. 19 Desde los fabulistas del siglo xix en Guatemala existe una tradición en el uso de protagonistas animales que Rafael Arévalo Martínez re-funcionalizó antes que Monterroso, con un tratamiento distinto que planteaba el zoomorfismo, o sea la relación que se establece entre el temperamento de una persona y la similitud de rasgos físicos que ésta tiene con un animal. 20 “La oveja negra es un libro que no ofrece seguridades, ya que mezcla citas apócrifas con citas eruditas haciendo vacilar la propia cultu-ra, hay una insistencia en la relatividad del conocimiento, en la supremacía de la apariencia sobre la sustancia, en la insistencia de los defectos humanos ante cualquier circunstancia”. Dante Liano en Visión crítica..., 206. 23 Monterroso, Viaje al fondo de la fábula, 37. 24 Jorge Najar en “paris todavía es una fiesta”, Revista La Ermita (1996): 39–40.25 Wilfrido Corral en “Lector, sociedad y género en Monterroso”, Centro de Investigaciones Lingüístico Literarias, Xalapa (1985): 193–94.26 Para entender cómo la narrativa de Monterroso constituye la rup-tura entre él y otros escritores guatemaltecos, y cómo se puede obser-var una continuidad con el corpus de autores de este trabajo, habría que revisar la opinión de Elzbieta Sklodowska respecto a lo que deno-mina, “la canonización de lo marginal y la marginalidad del canon”. Ver La parodia en la nueva novela hispanoamericana, 15. 27 Robert Parsons, “Parodia y autoparodia en Lo demás es silencio de Augusto Monterroso”, Refracción, Augusto Monterroso (México: UNAM, 1995), 110–11. 28Robert Parsons, “Parodia y autoparodia...,” 119. 29Robert Parsons, “Parodia y autoparodia...,” 120. * Augusto Monterroso falleció en 2003 (Nota del editor)
es en muchos aspectos el texto más importante de Monterroso, precisamente porque su parodia incluye comentarios irónicos sobre su propia obra previa y porque saca a colación tópicos tales como el poder autoral y la relación entre autor, personaje y lector.27 El libro tiene una estructura atípica para el concepto tradicional de “novela”, ya que se arma a través de una serie de testimonios que pretenden dar una visión del personaje, Eduardo Torres. Más adelante la segunda parte, “Selectas de Eduardo Torres”, enfrenta al lector directamente con textos supuestamente escritos por el personaje en donde éste escri-be sobre el Quijote y Góngora y elabora posteriormente un decálogo de 12 puntos sobre la tarea del escritor; allí aparece una serie de dibujos infantiles y una reseña crítica bastante malintencionada sobre un libro de Augusto Monterroso. Una serie de aforismos, refranes y dichos forman la tercera parte del libro, cuya autoría por supuesto es de Torres. La mayoría de estos textos son convincentes, genéricamente hablando, pero, más que sabias reflexiones y agudos ingenios, ofrecen un con-tenido absurdo. La cuarta parte se forma sólo de dos temas y allí la intertextualidad vuelve a funcionar. Monterroso está constantemente desdoblando los roles de autoría, interpre-tación y recepción. Así, esta parte es claramente una parodia tanto de la literatura metaficcional como de la retórica y la terminología crítica que a menudo se usa para describirla.28 En la quinta parte, finalmente, Torres reflexiona sobre sus propios escritos y no deja de mencionar en la obra que va a publicar al-gunos escarnios más contra la obra de Augusto Monterroso. La parodia monterrosiana adopta una variedad de formas, entre
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MARIO GALLARDO (Honduras)
HONDURAS, MAGNIFICA y TERRIBLE
APUNTES PARA UN CANON
DE LA NOVELA NACIONAL
“Todo escritor deberá desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinar/as; tener el mayor respeto al lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es posible; no hacer concesiones a nadie y menos al poder o a la moda, y plantearse en su tarea los retos más audaces
que le sea posible concebir”. Sergio Pitol, Soñar la realidad.
La idea del canon –o “catálogo de libros preceptivo” – ya existía en la antigüedad, pero cogió nuevos aires entre la comunidad literaria a mediados de la década de los años
90, impulsada por la publicación del libro de Harold Bloom: El canon occidental (1994). En este libro, el polémico crítico estadounidense propone su lista de libros canónicos: aquellas creaciones cuya lectura es imprescindible para conformar el imaginario estético de la humanidad.
La escogencia de Bloom provocó grandes discusiones: al-gunos criticaron que haya colocado a Shakespeare en el centro de su canon, mientras que otros colegas se sintieron aludidos cuando les echó en cara su sometimiento al “fragmentarismo” de las teorías literarias de moda –que destacan apenas una punta del iceberg significativo de una obra– abandonando la lectura humanística planteada desde una perspectiva integral.
Para mayor escándalo, les señaló que “los profesores univer-sitarios y sus aliados en el mundo periodístico se han apartado ampliamente de la percepción de la lectura seria” “Es decir”, añadió, “se han olvidado de que su función es reverenciar a Shakespeare, Proust, Cervantes y Borges”.
Este concepto –desarrollado por el profesor de Yale al con-testar la interrogante: ¿Quiénes son los grandes escritores oc-cidentales?– ha sido asumido como punto de partida en este trabajo para precisar las obras fundamentales que definen el canon novelístico hondureño.
Tal empeño lleva implícito un componente controversial, en vista de lo antojadizo que para algunos pueda resultar cual-quier selección, sin embargo, el intelectual palestino Edward Said –en su libro Cultura Imperialismo (1993) –esbozó algunos parámetros para evaluar la obra literaria y establecer juicios de valor más allá del plano meramente subjetivo, que sirven de base a esta reflexión. Said definió seis elementos: “munda-nidad” (es decir, trascendencia del texto a su referencia real), “amateurismo” (opuesto a un profesionalismo o especialismo reductor o embotado), “laicidad” (una ética ilustrada), “afilia-ción” (a una tradición literaria), “rigor crítico” (frente a los na-
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imperado hasta entonces, anulando para siempre el cliché que contraponía lo vital que debía ser lo nuestro, a lo intelectual, lo estetizante, lo tabú, que debía ser lo extranjero. En suma, estas obras, que constituyen un auténtico punto de partida para establecer un canon de la novela nacional, reflejan y cues-tionan el imaginario colectivo del ser hondureño y, a través de productos estéticamente válidos, son respuesta contundente al tópico citado al inicio de estas reflexiones. Gestadas a través de la diaria experiencia de sufrir una realidad desgarrada, violenta y contradictoria, filtrada por el tamiz de la observación dete-nida y el análisis esclarecedor, estas novelas de Julio Escoto, Marcos Carías, Galel Cárdenas, Roberto Quesada y Roberto Castillo son auténticos murales polifónicos cuya lectura recrea una y otra vez a esa Honduras “magnífica y terrible”, como la definiera con sentida precisión el poeta Jorge Federico Travie-so. El hecho, ciertamente paradójico para aquellos que abogan por la novela vista como espejo de la realidad, es que estas narraciones –que rastrean la ruta hacia ese aleph donde conflu-yen las experiencias personales y el ser colectivo del hondureño a través de los senderos aparentemente contradictorios de la imaginación lograron “captar” la esencia de esa identidad que otras intentaron “reproducir” sin éxito.
EL ÁRBOL DE LOS PAÑUELOS
En El árbol de los pañuelos (l972), Julio Escoto lo logra por la vía del acercamiento a la historia, estableciendo las raíces de la identidad nacional a través de la descodificación de hechos obliterados por la crónica oficial, como de la desacralización del “texto” al replantearlo a través de un enfoque inédito. A partir de la historia familiar de los Cano en el siglo XIX, el texto de Escoto indaga la esencia del hondureño en su nada heroica faceta de traidor, de hecho, es el tema del “hombre como lobo del mismo hombre” magnificado en la hipérbole narrativa de la venganza de Balam. Las claves narrativas de la obra quizás están en el doble nivel de intertextualidad: el su-perficial, a partir de la anécdota que ya había utilizado Amaya Amador en Los brujos de Ilamatepegue, y el profundo, donde la influencia del lenguaje rulfiano está presente, pero como un fantasma que no se materializa, cediendo siempre ante la ori-ginalidad de la depurada voz narrativa de Escoto.
En una frase central de su estudio sobre este libro, Helen Umaña apunta que “Escoto refleja el doloroso sedimento y también la realidad actual de un proceso de mestizaje parti-cularmente y todavía no resuelto”. La percepción de Umaña es incuestionable, pero se diluye un tanto al utilizar el térmi-no “refleja”, que tiene una obvia connotación estática, cuando más bien la obra posee un sentido dinámico que plantea y cuestiona, en una sincronía total, los dilemas del mestizaje, la exclusión y la intolerancia. En conclusión, a lo largo de toda la obra percibimos el sentido del elemento definido por Said como “mundanidad”, sobre todo en la medida que el texto de Escoto trasciende a su doble referencia real: tanto a la presen-cia histórica de los Cano como al antecedente de Los Brujos de Ilamatepegue.
El autor también ha refrendado su independencia creativa,
cionalismos fundados en el odio y la exclusión), y “resistencia” (frente a las presiones políticas o las modas)”.
Cualquier análisis que tome estos parámetros como punto de partida debe ir aparejado a una relectura prolija y sistemá-tica de la producción novelística nacional. Este “repaso” es in-eludible, y nos ha mostrado, en primera instancia, la absoluta falta de validez del tópico tan citado cuando se habla de la narrativa hondureña: “Honduras, novela sin novelistas”.
No obstante, esta frase –aunque grosera– aludiría a la es-tética que, salvo significativas excepciones, ha imperado en el quehacer narrativo nacional, donde la calidad literaria se ha visto supeditada, generalmente, a un criterio mimético, autóc-tono y regional.
Prácticamente desde sus inicios, la narrativa, y más especí-ficamente la novela nacional, ha estado asignada por la inten-ción de reproducir aquello que nos diferenciaba, que nos sepa-raba: de Centro América, del resto del continente, del mundo, en una suerte de obtuso chovinismo.
De tal suerte se estableció una tendencia a destacar aquello que nos hacía hondureños, que nos lanzaba de cabeza al inte-rior de nuestro país con nombre de abismo, legitimando una insularidad intelectual de la cual no nos hemos podido sustraer desde 1821.
Más de cien años después, a partir de 1950, la aparición de Prisión Verde impuso un realismo social que también levantó barreras que nos aislaron. La obra más conocida de Ramón Amaya Amador prefiguró, de hecho, una variante de dicha es-tética narrativa anclada en lo nacional, en los denominados “problemas importantes” de la sociedad que era urgente resol-ver. Este realismo a ultranza también impuso un criterio duradero y engañoso: La novela debía ser ante todo, ade-más de inconfundiblemente nuestra, “importante y seria”, un instrumento que fuera útil en forma directa para el pro-greso social.
Ya en la década de los 80 la nota predominante fue la de-nuncia y la utilización de formatos fuertemente politizados, estableciendo criterios que valoraban, por sobre otros elemen-tos, la llamada “identidad nacional” de las obras publicadas.
Este empobrecedor criterio mimético –y además mimético de lo comprobablemente nuestro: pobreza, corrupción, raza, paisaje, dependencia, doctrina de la seguridad nacional, repre-sión, desaparecidos, etc.– se transformó en la vara de medir de la calidad literaria, oponiendo trabas al surgimiento de una novelística vigorosa, imaginativa e independiente basada en el respeto absoluto a la libertad del creador.
Sin embargo, y este es el objetivo central de estos apuntes, otros escritores optaron por emprender búsquedas más ori-ginales y significativas; sin evadir la presencia avasallante del local, orientaron su talento e imaginación, aunado a una sabia utilización de formatos provenientes del “boom”, pero asumi-dos con criterio, inteligencia y propiedad, a la construcción de una auténtica voz narrativa que les permitiera cartografiar su aldea con precisión tal que la volvieron universal. Estos auto-res descubrieron que esta manera de hacer literatura, de nove-lar, era la forma más contundente de rebatir el romanticismo costumbrista, cargado de la fuerte coloración social que había
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su nexo con la imaginación al señalar que: “mi novela encie-rra un mundo mágico, o lo pretende. En ese sentido hay un propio punto de vista de la realidad, pero no de la cotidiana sino del envés de la realidad...Hay igualmente una simbología que aspire a ser hondureña y universal, ofrecida por medio de un juego múltiple (palabras, planos, conjuntos) que de tan cerrado ha escondido aún cierta oscuridad. Y sobre todo hay introspección, búsqueda de las motivaciones, de las causas, de los orígenes de las reacciones del ser humano. No digo que lo he encontrado, pero bien sé que lo intenté afanosamente”.
UNA FUNCIÓN CON MÓBILES Y TENTETIESOS
Otros elementos son los que utiliza Marcos Carías Zapata en Una función con móbiles y tentetiesos (1980), el vigoroso fresco narrativo donde subyace la Tegucigalpa de hace unos 30 ó 40 años atrás. Bajo la obvia influencia de la teoría de la novela que Cortázar plasmara en Rayuela y 62 Modelo para armar, Carías apela a la participación del lector como la única posibilidad de completar su atrevida propuesta na-rrativa, donde el lenguaje es el gran personaje.
Texto de múltiples voces, UFMT abandona no sólo la linealidad anec-dótica sino que se atreve a apostar por un caos narrativo que sólo se justifica en la medida que se entien-da como la única manera de recrear a una urbe igualmente caótica, he-cha de retazos: de inmigrantes, de burguesía neocolonial, de arribismo avant la lettre, de ideas conservadoras, de aspiraciones revo-lucionarias. Y es que UFMT no “cuenta” nada, precisamente porque aspira a contarlo todo, a cuestionar desde abajo, desde su esencia misma, la idiosincrasia y la “identidad” –si es que la tiene– de la capital hondureña, virtual caleidoscopio de un país en formación.
De hecho, el autor ya había establecido que “se trata de una novela situacional, sobre lo que está pasando. El problema es que no está pasando nada. Sin embargo, hay huelgas, mitines, conflictos sentimentales... El lenguaje tiene mucho de sub-consciente”. Las cosas que se dicen no son las que literalmente se han dicho. Y se abusa de frases hechas y muletillas que se repiten. Todo viene a ser reiterativo”. Hasta ahora, tal vez el estudio más agudo que se ha hecho sobre UFMT es el titulado “Marcos Carías: Pactos retóricos, concierto de voces barrocas”, del guatemalteco Arturo Arias, que aparece en su libro Gestos Ceremoniales (Editorial Artemis, Guatemala, 1998). De en-trada, Arias califica a UFMT como “la novela más ambiciosa que se ha escrito en Honduras”, para después advertir que su
lectura es difícil y eso la ha hecho ser “poco leída y bastante menos criticada”.
El estudio de Arias –quien utiliza en su trabajo elemen-tos procedentes de teóricos que van desde Riffaterre hasta Foucault, pasando por Genette– concluye en algo que debe-ría ser tomado como punto de partida para cualquier análisis posterior de UFMT, y es que la novela cuestiona “la premisa misma en la cual se ha basado la narratividad tradicional: el principio de causa y efecto que une los elementos tempora-les en una secuencia narrativa”. Luego añade otro elemento fundamental para entender la novela de Carías, y es que “nos confronta con los límites establecidos en el marco del lenguaje oral, que aquí es sin duda más importante que el lenguaje es-
crito, y nos confronta con los límites de la comunicación que cuestionan la realidad de Tegucigalpa, su iden-tidad, su visibilidad o invisibilidad, su fin sin ilusiones, porque al fin y al cabo, en dicha ciudad “no pasa nada”.
Entonces, habría que preguntarse a qué se juega en UFMT, porque la novela de Carías también maneja un lúdico; quizás se apuesta a llenar los vacíos, esos “silencios del texto” que deberán ser colmados por el lector o por el crítico que se atrevan a sumer-girse en una experiencia textual que implica bucear sin escafandra entre esa marejada de voces. Al señalar la ironía de UFMT, a la vez canto de amor a Tegucigalpa que mordaz denuncia de su vacuidad, Arias la emparenta con el Ulises de Joyce y el Petersbugo de Bely, sin embargo, más allá de la referencia citadina, su estructura lingüística también tie-
ne un regusto inconfundible a Beckett, sobre todo el de El innombrable. En suma, UFMT es, por sobre todas las cosas, una aventura verbal que descree del recurso de lo evidente y sustituye al espejo por un laberinto de espejos, donde podre-mos atisbar de cuándo en cuándo una porción de ese territo-rio que, con enorme vanidad, nos hemos atrevido a llamar “la ciudad”.
ZONA VIVA
En Zona viva (l991), Galel Cárdenas retoma la senda de Ca-rías y se instala de nuevo en el ámbito citadino de Tegucigalpa. Escrita en medio de la resaca provocada por los horrores de la “década perdida”, la obra recrea un día en la vida de Demetrio Arambú, sus angustias y azares de profesor desempleado, su deambular por la capital, el hilo subjetivo de sus recuerdos de infancia y de su relación con una mujer excepcional: Feli-pa. Esta novela de Cárdenas se estructura básicamente a partir de dos elementos: los recursos narrativos popularizados por el
Bajo la obvia influencia de la teoría de la
novela que Cortázar plasmara en Rayuela
y 62 Modelo para armar, Carías apela a
la participación del lector como la única
posibilidad de completar su atrevida
propuesta narrativa, donde el lenguaje es
el gran personaje.
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“boom” y la influencia más atenuada de novelistas como Mi-ller y Joyce, a los que el autor intentará –con menor éxito– in-corporar un sentido poético–barroco a lo Lezama Lima.
De corte desigual, con elementos que sobran, como los nueve “retazos” que anteceden a algunos de los doce capítulos, escritos en una jerga seudo–científica, que bien pudieron su-primirse sin menoscabo del resultado final, Zona viva plantea, sin embargo, verdaderos aciertos en cuanto al ritmo narrativo, el manejo del tiempo y, sobre todo, por la hondura sicológica del protagonista.
Profesor caído en la desgracia del desempleo, Demetrio es un ser desgarrado, verdadero héroe problemático, según la es-tética lukácsiana, agobiado por las exigencias existenciales, a quien la técnica empleada por el narrador en su caracteriza-ción le reviste de una condición de ser poliédrico, de múltiples facetas, en las que se diluye cualquier posibilidad de caer en maniqueísmos o gastados esquemas de personajes–pancarta, tan comunes a la narrativa hondureña de esa época. Otro de los elementos que caracteriza a Zona viva es la manera en que el autor hace uso de distintos puntos de vista para definir al protagonista en contrapunto con el medio que le oprime. En su búsqueda por perfilar a Demetrio, el autor realiza un corte de la sociedad capitalina a distintos niveles: a veces, como en el capítulo “Ocho”, utiliza el del “micrófono abierto” que tan buenos resultados le diera a Carías; en el “Doce” se auxilia del recurso del carnaval, donde es una fiesta la que le sirve de sustrato para mostrar su teoría acerca de la esencia de las contradicciones en la izquierda criolla y para revelar algunos de los clichés que en esa época manejaban grupos como los intelectuales y pintores.
Aquí destaca la lucha entre la visión romántica de la “re-volución” que deja entrever Boris, con la desesperanza de De-metrio, quien ve todo perdido, sobre todo por causa de las diferencias individuales; de hecho es aquí donde Zona viva también se define como una suerte de “canto del cisne” de la narrativa de denuncia en Honduras, que desafortunadamente se estancó en producciones estéticamente endebles, a las que la historia ha condenado a un temprano anacronismo.
Luego, de la fiesta deriva el desenlace de la novela, pero aquí habría que señalar que la muerte de Demetrio ocurrió antes: cuando pierde a su madre, cuando pierde a Felipa, cuan-do pierde su empleo, cuando “se sabe” un paria en su propia tierra. No obstante, es en esa desazón, en este rictus existencial, en esta superación de lo meramente discursivo, donde está la clave de Zona viva, donde el personaje trasciende al estereoti-po, donde la literatura se vuelve vida. Finalmente, hay que re-conocerle a Zona viva –aunque no alcance los niveles de cues-tionamiento de Castellanos Moya en La diáspora– el hecho de que por vez primera en una obra literaria se desacraliza a la izquierda nacional, que en la mayoría de los ejercicios narra-tivos de esa época había sido tratada a través de un insufrible romanticismo que la idealizaba a rajatabla, sin dejar espacio para la crítica.
MADRUGADA, REY DEL ALBOR Nacida al costado de una investigación histórica, Madru-
gada, rey del albor (1993) es uno de los intentos más serios por hacer novela “sobre” Honduras. La ambición de Escoto de lograr un mural histórico, un texto polifónico integrado por las voces que definen el universo ontológico del hondureño, es evidente. Pero al momento de plantearse el problema de la estructura, opta por añadir un recurso contrapuntístico: alter-nando una narración lineal de 18 capítulos al mejor estilo de las aventuras de espías al estilo de James Bond y ambientada en los años 80, con una serie de “textos” –ordenados en un or-den cronológico regresivo– que conforman los nueve capítulos imprescindibles de una inédita historia nacional.
A la primera narración, protagonizada por el Dr. Quentin Jones, no le falta ninguno de los elementos que definen a los formatos de intriga y suspenso, ahí encontraremos espiona-je y contraespionaje, documentos cifrados en computadora, túneles secretos y, por supuesto, contras y guerrilleros, prota-gonistas de primer orden de la “década perdida”. Un elemento que no debe pasarse por alto es la tensión erótica que maneja este relato alrededor de dos mujeres, Sheela y Érika, personajes muy bien perfilados, que en su relación con Jones establecen una atmósfera de gran sensualidad, siempre justificada por las exigencias internas de la narración. Sin embargo, ya en el con-texto general de la obra, esta narración finalmente se revela como su estrato epidérmico, si la comparamos con la “pro-fundidad” de los nueve capítulos aparentemente accesorios, donde finalmente se refunde una visión paradigmática de la hondureñidad, vista y entendida como un proceso dinámico que aun no ha llegado a cuajar.
EL HUMANO Y LA DIOSA
El ancestral tema de la inútil lucha del hombre contra el destino constituyen, según Helen Umaña, “la clave interpre-tativa” de la segunda novela de Roberto Quesada, El humano y la diosa (1996), “cuyas situaciones fundamentales llevan im-plícita esa confrontación que el autor subraya a través de una simbología recurrente”. Por otra parte, no puede soslayarse el innegable parecido que esta obra mantiene con El Túnel, de Ernesto Sábato, sobre todo a nivel de la obsesión que El Equi-librista manifiesta por Ivonne, su “diosa”, tan enfermiza como la de Juan Pablo Castel por María Iribarne.
No obstante, esta influencia “sabatiana” no desmerece la calidad de El humano y la diosa; de hecho, Bloom advierte que “no puede haber escritura vigorosa y canónica sin el proceso de influencia literaria, un proceso fastidioso de sufrir y difícil de comprender”, para después agregar que “la angustia de la influencia no es una angustia relacionada con el padre, real o literario, sino una angustia conquistada en el poema, novela u obra de teatro. Cualquier gran obra literaria lee de una manera errónea –y creativa– y por tanto malinterpreta, un texto o tex-tos precursores” . “Hay que arrastrar la carga de las influencias si se desea alcanzar una originalidad significativa dentro de la riqueza de la tradición literaria occidental. La tradición no es
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sólo una entrega de testigo o un amable proceso de transmi-sión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria o la inclusión en el canon”, enfatizó más adelante. Lo cierto es que Quesada nos ofrece en El Equilibrista a un personaje complejo y contradictorio que ha logrado “superar” –al menos a nivel de independencia económica– los mil y un contratiempos de una existencia azarosa; pero, signado irremisiblemente por las huellas de su infancia de “niño ruleta”, deberá enfrentar al destino de tragedia griega que con tanto afán buscó elu-dir, sin éxito. Siempre en torno al protagonista, Julio Escoto (“Sobre humanos y diosas”, El Heraldo, 22 de septiembre de 1997) ha señalado que: “La novela de Quesada tiene todavía un sutil aroma a reconveniencia ética...Haría falta un poquito más –digámos-lo así– de maldad dentro de la psiquis de El Equilibrista... como personaje es todavía demasiado plano, al igual que sus congéneres o familiares; no rompen drástica, demasiado violentamente, con su naturaleza interior y con la sociedad; el temor de algo (la ley, el orden) los contiene y margina”.
Sin embargo, este juicio –quizás in-édito en la historia de la teoría de la no-vela– no tiene justificación: en primer lugar, no existe ninguna ley narrativa que obligue al novelista a construir sus narraciones basado en seres de reconocida maldad; por otra parte, tampoco es im-perativo que el protagonista o sus familiares (si los tuviere) rompan con su “naturaleza interior” y con la “sociedad”, por el contrario, y como bien lo señala Paul Ricocur en History and Truth: “un personaje es verdadero cuando su coherencia interna, su completa presencia en la imaginación, domina al creador y convence al lector”.
Y es precisamente en esta coherencia interna, o en la cohe-rente perturbación de El Equilibrista, donde reside la clave es-tructural de esta novela, que plantea –desde la perspectiva del narrador protagonista– el dilema existencial de un ser humano atormentado por su entorno y sus contradicciones, y llega a cuestionar hasta la esencia misma de la tradicional relación en-tre el Hombre y Dios.
BIG BANANA
Ya liberado de algunos lastres autobiográficos –aunque re-tornará su experiencia de inmigrante en New York para adere-zar esta nueva novela– Roberto Quesada apuesta en Big Bana-na (2000) por consolidar su condición de escritor “crossover” (etiqueta infame y antiétnica creada por el talento discrimi-natorio de los estadunidenses) con aspiraciones de lograr una pos moderna universalidad. De hecho, la voluntad del autor por alcanzar el mercado yanqui ya había sido expresada por un hecho inusual en el mercado literario: esta novela apareció en su traducción al inglés y bajo el título. The Big Banana, en la editorial Arte Publico Press de la Universidad de Houston
en 1999. Algo de esto habrá percibido el crítico español Josan Ha-
tero, (“Lo “latino” vende”, La Razón, p. 42, 16 de diciem-bre de 2000), quien afirma que “en Big Banana, Quesada ha construido una novela irónica, paródica, autocrítica, de fácil lectura, entretenida pero revelando la dura y alienada vida de los emigrantes latinos en los racistas Estados Unidos, en un momento histórico en que la etiqueta de “latino” vende como nunca” (El subrayado es mío).
Luego Hatero añade: “podría objetar que, en detrimento de la credibilidad de la historia, los personajes caen a menudo en el cliché; la búsqueda de la burla socava la verdad del argumen-to. Falla, quizás, el equilibrio entre intención y resultados”.
Y es que pese a la persistente rei-teración del recurso humorístico –que en más de alguna ocasión suena forza-do– la riqueza de Big Banana está en la polifonía: pluralidad de voces y con-ciencias independientes que se entre-cruzan en diversos espacios temporales para mostrarnos una de las múltiples caras de una New York que aún pre-sumía de su World Trade Center. Otro rasgo que aporta la gran urbe a esta novela es su velocidad, en Big Bana-na el ritmo narrativo es intenso: Los personajes se mueven con la celeridad
del metro y sus pensamientos marchan aun más rápidamente; viven el día a día de su lucha por sobrevivir como inmigrantes, pero enfrentan este reto con la energía y el humor típicamente latinoamericanos.
En resumen, más que en ninguna de sus obras anteriores. Big Banana desnuda el esfuerzo de su autor para no quedarse paralizado en un rincón de su aldea, empeño con el que no po-demos menos que sentirnos identificados, al igual que cuando leemos estas frases que el filósofo Cioran enviara a su traductor en España, Fernando Savater: “Nunca me han atraído los es-píritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer exclusivamente a una comunidad”.
LA GUERRA MORTAL DE LOS SENTIDOS
Largamente esperada, La guerra mortal de los sentidos (2002), confirma la sólida andadura narrativa de Roberto Cas-tillo, que ya había sido prefigurada por sus impecables colec-ciones de cuentos, y nos devuelve la fe en la supervivencia de la novela como género que apunta no sólo a la descripción, sino a examinar el drama del hombre, su condición, su existencia; hecho que se ve revalorizado en la época actual, donde impera el reino de lo “light”, fruto de dogmas posmodernos mal dige-ridos. Otra búsqueda no menos intensa campea en la páginas de esta magnífica novela, y es la del absoluto, expresada con claridad por el “narrador del año 2099”, Illán Monteverde, quien encontrará en la novela esa herramienta con experiencia propia que le permitirá” ser todas las cosas, vivir todas las vidas
...la riqueza de Big Banana está en la polifonía: pluralidad de voces y
conciencias independientes que se entrecruzan en diversos espacios
temporales para mostrarnos una de las múltiples caras de una New York
que aún presumía de su World Trade Center
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y expresar todas las voces”. Antítesis de la receta posmoderna de lo políticamente correcto, vindicación de la novela como metarrelato, La guerra mortal de los sentidos revela no sólo a un narrador en pleno dominio de su arsenal técnico, sino al filó-sofo irónico, que descarga con lucidez sus críticas sin permitir-se siquiera un asomo de conmiseración; la pluma de Castillo (perdón, de Illán) se desliza con mordacidad y agudeza y no deja títere con cabeza: “Vuestras discusiones intelectuales dan pena: sin ninguna referencia a libros que estén centralmente vinculados a los temas, sin perspectiva de nada, sólo saturadas de dogmatismo y necedad; pareciera que el único estímulo que empleáis para el espíritu fuera la pereza mental. Cuando os reunís para debatir ideas no hacéis otra cosa que no sea repe-tir la misma pregunta de todas las veces y aplaudir al final. Y es que no tenéis la costumbre del verdadero intercambio que enriquece a las partes que se relacionan en el comercio verbal y mental”.
Más adelante, arremete sin piedad contra una de las “mo-das” más detestables del mundillo seudointelectual hondureño al agregar: “Eso se ve claramente en las presentaciones de li-bros, donde lo que realmente presentáis es la cultura de hacer concesiones a la ignorancia, tan arraigada entre vosotros. Allí es raro que alguien intervenga en relación con el tema, y lo normal es tener que oír una sarta de letanías que los presentes aplauden imbecilizados”.
No menos importante es el de la reflexión sobre el pasado que se desliza a lo largo de las páginas de La guerra mortal de los sentidos que ha sido destacado por Rolando Sierra –en el en-sayo que presentara durante el pasado Simposio de Literatura Centroamericana, realizado en Tegucigalpa en agosto de 2002 quien incluso afirma que con esta novela de Roberto Castillo “se acerca para Honduras, sin lugar a dudas, en este inicio de siglo un nuevo tiempo para la novela en general y para la nove-la histórica en particular” (el subrayado es mío). Sierra va más allá al advertir que “esta novela puede interpretarse como la novela de la intrahistoria de Honduras, ya que el autor vuelve legible la realidad del hondureño”.
Lo cierto es que Castillo se planteó desde el inicio la cons-trucción de una estructura diacrónica, que parte desde un fu-turo lejano (2099) para indagar en las raíces históricas de una región, El Gual, pero advierte (Illán dixit) que su mano ha difuminado esa identidad (la del Hablante Lenca y su comuni-dad natal) a lo largo y ancho de las páginas, “para sacarle de la historia y hacerle habitar en la patria sin límites de la ficción”.
Esta es, indudablemente, el arte poético que rige las 53l páginas de esta novela excepcional–por lo bien escrita y por la densidad de su mensaje– con la que Roberto Castillo consolida su oficio de narrador y nos demuestra que “los grandes textos son siempre reescritura o revisionismo, y se fundan sobre una lectura que abre espacio para el yo, o que actúa para reabrir viejas obras a nuestros recientes sufrimientos”.
San Pedro Sula, agosto de 2002.
* Tomado de: Revista “Esfinge”, No. 1, 2003 Tegucigalpa, Honduras.
SUSANA RE YES (El Salvador)
1
Huyo de la soledad
que se derrama tras la puerta,
su rostro está esparcido
en cada esquina
sediento, irónico
cayendo como lluvia
en las ventanas que se resignan
a padecer las calles
y los pasos eternos en las avenidas.
El infinito es el fin de la distancia
donde el tiempo y el espacio se separan.
No basta evocar tu presencia
para hacerle una cruz a la soledad
“la fe te valga”
me dice a veces mientras se ríe
y corre a la esquina más próxima
para agazaparse y burlarse de mi miedo.
II
Mi piel se empecina en robarle calor
a tu espalda indiferente
no sé qué me mantiene
de pie ante la ventisca
no sé qué brebaje alimenta mis venas.
Afuera hace frío
y desconozco los caminos
la estepa es un enigma
que mis pies ignoran deliberadamente.
No sé qué me mantiene aquí
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 31
si cuando el claro olor del horizonte
hiere mis ojos
mis piernas sienten el deseo
de recorrer aquel viejo camino.
III
Me duele tu nombre
y los pájaros de la tarde
lo recuerdan como al mejor de los lamentos.
No sé cuándo aprendieron a cantarlo
si son los mismos que cada tarde
quiebran la mudez de los parques.
Camino y las calles saben a tus ojos
a esa ausencia interminable
que he inventado.
No tengo excusa para llorar,
ni siquiera una razón pactada
para exigir tu regreso.
Marcharse es borrar la historia
que la piel ha grabado
sin permiso y sin miseria
sin motivo aparente
como llamas de hielo
perforando la risa o la mueca
que mi boca remeda.
El día es la dimensión interminable
el encuentro, la comunión y la soledad
al mismo tiempo.
Cada amanecer hiere más que el sol
que se marcha por las noches
porque me ofende
con la esperanza
y yo sólo sé mojar estas hojas
que el día seca así por así
como retándome a olvidarte.
IV
Podré por fin escapar del silencio
si acaso me permites merodear
los huecos en el espejismo.
Mi mano y mi voz están cansadas
de dibujar en vano los espacios
de saltar suicida las barandas
que me llevan más allá de tus ojos.
Leo tus palabras con un eco desconocido
imagino la voz de tu piel
como un antojo infinito
de abrigarme en tus poros adolescentes.
La habitación llora,
y el sol afuera se derrite impúdico.
V
Quedó vacío el arcón de los momentos felices.
La presencia es sólo una esfera
rodando triste en los pasillos.
Nadie llora la partida,
el silencio en estos casos
es el más temido de los invitados.
Alguien se marcha
y la casa ahueca su corazón
que cambia de color ante la partida.
32 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
VI
Podés dejar todo
pero llevate la memoria
para que el escándalo de sol
me encuentre en total transparencia
y no deba contar a nadie del pasado,
así me evito la tentación
de recordarte y llorar
porque no cabrás en mi transparencia
y no sabré más
de cataplasmas para el dolor de alma.
La memoria es la única
maleta frágil
que no puede sufrir registros
en los aeropuertos o estaciones.
Quizá valga la pena que la lleves
tal cual
ingrávida en las bolsas,
lo demás puede quedarse
pues sin vos perderá la trascendencia
serán objetos
objetos sin nombre, sin pasado, sin olor
que me obligue a sentir, guardar
o alterar lo que quede de tu ausencia.
VII
Creí que sobreviviría a tus caricias
y que las horas compartidas
correrían como el agua indiferente en los paredones.
Pensé reír y encogerme de hombros
cuando me dijeras que te ibas
porque mi casa ya no era suficiente.
Supuse que te llevarías
el color de los pasillos,
el olor de la mañana
y el sabor de la luna en tu espalda.
O que simplemente te daría un beso
y te diría hasta más tarde...
Pero aquí sigo, en la puerta
con el corazón afilado
esperando que aparezcas
con un beso eterno e infinito.
VIII
El invierno es duro
y el pecho tirita para no abandonar
su fingida hoguera
la mano que antes fue cálida
muda su mueca hasta teñir el suelo
no habrá más veranos, anuncia,
el sol ha perdido su batalla.
* Tomado de: Susana Reyes. Historia de los espejos. Concultura. San Salvador, 2004.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 33
FRANCESC A RANDA ZZO EISEMANN (Honduras)
mala aria XVII
Al cerrar los ojos
se abre el mundo negado en el día.
La luz permite
colocar las sombras,
las noches opacan las manos
y sólo los sueños tienen lámparas.
De tanto gastar símbolos
cotidianamente,
la oscuridad se despoja
y el baúl de disfraces
se vacía.
Surgen entonces criaturas desnudas.
En mis sueños
no hay monstruos o incoherencias,
todo sigue una fría
lógica de vigilia.
Las veinticuatro horas
son reino
de los mismos personajes,
no hay fantasía
ni inconsciente
que salve mi estado de alerta.
piélagosXXII
piedras y cenizas
fascinantes desoladas
hipnotizan los mares
y restituyen las heridas
agua menguanteXXIII
una a una
rompemos las aves
que tejen el espacio
de las piezas
que no encajan
pequeñas partículas
sin esperanza de unidad
buscan el contacto
de la piel nueva
aero blusxxv
esta noche
se vuelve loca
en su afán de ser vana
de hacer como que no cuenta
coinciden
solitarias lunas
del mismo planeta
mirame mañana
en otra oceánica fuga
en busca de nuevos altares
hoy
sigilosa
voy a escuchar tu piel
34 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
luminosa telaraña
XXXI
mientras seguimos esperando
que alguien
nos vea
y reconozca
que podemos tener sentido
la conciencia inmediata
de los hechos
no se queda
olvidamos
arreglar todos los días
el último día
para poder irnos
sin menospreciar lo que nos dieron
lo que estaba allí
que nadie nos dió
entregar por fin
aquello que en nuestras manos
tiene sentido
* Tomados de: Francesca Randazzo Eisemann. A mar abierto. Pez dulce, Tegucigalpa, 2000.
trastecitos
XXVII
cansada
de ser la mujer de sus vidas
de acomodarme
para hacerlos felices
jugando
esta burda secular comedia
cansada de esta repetición
de tazas que llenan y posan
que toman y olvidan
cansada de la caricia metálica
colmada de azúcar
y el movimiento de unos cuantos
giros mecánicamente repetidos
cansada
simplemente
del plato que acompaña la taza
de la alacena que amontona
todo lo necesario
para saciar el hambre
cansada
de los accesorios
sin boca ni oído
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 35
JULIETA PINTO (Costa Rica)
Música del silencio
UN SILENCIO TAN DENSO QUE
permite escuchar hasta el aire detenido,
me recibe al penetrar el recinto de la ca-
tedral.
La bruma de la tarde se destila por
los vitrales arropando imágenes en man-
tos misteriosos. Las figuras se defienden
de las miradas entre jirones de niebla, y
veo solamente sombras reptando desde
la oscuridad. Busco en el recuerdo algo
que calce en esta atmósfera que se ale-
ja hacia un punto de confluencia con la
noche, y sólo encuentro luces, colores,
rayos oblicuos en iglesias pequeñas, con
santos risueños y vírgenes piadosas. Aquí
existe la posibilidad de estar en un sueño
que puede conducir a cualquier sitio des-
conocido y evaporar los muros para dar
paso a la noche. No sería extraño ver el
descenso de las imágenes convertidas en
seres vivos y su desaparición a través de
las puertas cerradas.
Giro hacia la derecha, siluetas recli-
nadas en las bancas de madera se ocul-
tan detrás de las columnas góticas. No
sé si son fieles inmóviles en la fe de sus
palabras, o espectros acercándose al re-
fugio de unos muros protectores. Sien-
to temor, volveré otro día para admirar
la belleza de una catedral afamada en el
mundo entero.
Camino hacia la puerta cuando una
cascada de arpegios me detiene. La mú-
sica parece enredarse entre las sombras
con movimientos envolventes, retorna
en cadencias impregnadas de la nostalgia
de un tiempo desaparecido, que al partir
usurpó afecto y caricias dejando mutilada
la alegría. Ahora la música intenta despo-
jarme de mis recuerdos y tambaleante me
apoyo en la pared. Sé que voy a encontrar
la frialdad de una piedra que padece en
sus entrañas la decadencia de un tiempo
detenido en la argamasa de los muros, y
una tibieza inesperada acoge mi cuerpo.
Buscan mis dos manos la causa insólita
de su calor y el muro entero participa de
ese hecho incomprensible. La sorpresa
queda rezagada en la línea ficticia entre
la realidad y el sueño, y me integro a ese
ambiente que marca los límites de mi
conocimiento en los extraños signos. di-
bujados por la niebla. No me sorprenden
los ojos brillantes de las figuras en la pie-
dra; facciones dulcificadas, temblor de
mantos agitados por la cadencia repen-
tina de un latido. La fe que desconocía
el agobio del conocimiento y la urgencia
de desentrañar el misterio, surge prístina
como en los días de mi infancia y se do-
blan mis rodillas y mi voz dice oraciones
que creí haber olvidado y se une a las ple-
garias que surgen de las figuras hincadas.
Un sonido, agudo como el desper-
tar imprudente de un sueño cuando la
sensación es el único recuerdo, se trans-
forma en arpegios de chispas doradas un
instante, luego la esperanza de la luz se
desvanece frente a la danza de las som-
bras. Hilos invisibles me unen a ellas, a
ese sentimiento compartido donde nada
me liga a la realidad. Creo estar en un
recinto de gruesos muros y sin embargo,
la certeza de espacios abiertos predomina
36 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
sobre las demás sensaciones.
¿El tiempo? Había quedado detenido
en el cruce de líneas divergentes donde
señorea el olvido. Intento extender mis
pensamientos hacia atrás, hacia esa rueda
móvil de fechas y de imágenes fijas en la
memoria, pero la música, en el contraste
de sus notas esparcidas, paraliza mi ca-
pacidad de recordar. ¿Es la música? Algo
así como un instante de terror quiere ges-
tarse al vislumbrar la posibilidad surgida
de la pregunta, pero también desapare-
ce entre las notas voraces de concierto.
Diluyen mi ser en una amplitud tan ex-
tensa, que no hay posibilidad de que sus
componentes se integren, sino que sus
partículas, huyendo del centro, se ale-
jan más y más. También el sentimiento,
exacerbado por el sonido, parpadea entre
confusas sensaciones.
La música sigue su curso sin impor-
tarle las consecuencias de su locura, crece
hasta el grito para descender en mur-
mullos de distancia, mezcla desaforada
de todo lo viviente en amalgama con lo
indescifrable, donde el tiempo anula la
inquietud de su partida y el espacio quie-
bra límites de distancia.
Súbitamente, el silencio. Se integran
las partículas dispersas, los muros, las
imágenes severas, el órgano cerrado, y las
sombras parpadeantes ocupan su lugar
entre las naves de la iglesia. Me acerco
a la pared. Está fría, con la frialdad de
las piedras que han soportado siglos de
inmovilidad en su prisión, y camino ade-
lante, hacia la puerta, con la humildad de
los que han vislumbrado algo más allá de
lo conocido...
*Tomado de: Julieta Pinto “Detrás del espejo”. Euna. Costa Rica, 2000.
A MATILDE LE OCURRIÓ ALGO
parecido a lo que le ocurrió a Cleo, pero
al revés: fue su padre quien murió y no su
madre. La verdad es que ni yo misma lo
entiendo. Tal vez sea porque soy chiqui-
ta. Bueno, así es como mamá se expresa
cuando con su mano acaricia los colochos
de mi cabeza y con resignación sonríe:
––Algún día lo entenderás mi’jita...
Matilde es una niña rubia. Sus ojos
tienen el mismo color que los de la gata
de los Maldonado. Llegó a vivir con su
familia a la casa que queda justo enfrente
de nuestra tienda. El día que el camión
llevó los muebles y los juguetes de Matil-
de, mis hermanas y yo curioseamos por
la rejas de la ventana.
Mamá nos regañó a todas, pero yo me
percaté que ella estuvo observando a los
hombres vestidos de azul, que vaciaron
el camión y llenaron de muebles la casa
de Matilde.
El papá de Matilde era policía. Te-
nía una Yamaha 400, que lavaba todos
los sábados por las mañanas vestido con
pantalón corto, una playera floja y te-
nis. Una vieja pistola semidescubierta lo
acompañó cada vez que lo observé atis-
bando a través de la ventana.
La mamá de Matilde es una mujer
muy linda. Creo que Matilde va a ser
igual a ella cuando sea grande. Tiene
dos hoyitos que se le dibujan en el rostro
cuando sonríe. Cada vez que mi madre
regresa de visitarla nos cuenta que ella
llora por Matilde. Por Carmen y Ana-
bella, casi no pregunta. Seguramente
porque son menores que nosotras. Faltan
años quizá para que ellas comprendan lo
que sucedió.
Nosotros no teníamos noticias de esa
familia hasta que una tarde Xiomara (así
se llama la madre de Matilde) vino a la
casa a pedirle un favor a mamá. Antes de
atreverse a hablarle, pidió dos litros de
leche en bolsa, un quetzal de pan francés
y una docena de bananos. Después, y al
ver la cara de confianza que tiene mamá,
le contó que estaba empecinada en traba-
jar, pero su esposo no se lo autorizaba.
Es muy celoso, fíjese señora. Es muy
lindo porque me ama por sobre todas las
cosas, pero yo necesito trabajar. Él dice
que en cualquier sitio donde me emplee
siempre va a existir una persona que me
quiera para su mujer.
En esa ocasión, mi madre, como que-
riendo sacarle información, le preguntó
de qué barrio provenían, cuánto pagaban
de alquiler por la casa donde vivían antes
y en qué cuerpo de la policía estaba asig-
nado su esposo.
No me diga que ahora paga esa tre-
menda cantidad de dinero por la casita
esa. Figúrese que aquí recto, a dos cua-
dras, alquilaban una más grande y por
FRANCISCO ALE JANDRO MÉNDEZ (Guatemala)
La familia de Matilde
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 37
menos renta. Lo único es que en una de
las tres habitaciones dicen que se ahorcó
el abuelo de don Carlos. Él ha intentado
alquilarla, pero como que nadie se ani-
ma. Dicen que los jueves a las doce de la
noche se observa luz y se escuchan cade-
nas en el patio. Y eso que no vive nadie.
Santísimo...
Xiomara se ganó la confianza de mi
madre. Le contaba que Héctor era un
buen policía. Muy respetuoso con los
demás y probablemente lo ascenderían
a sargento porque uno de sus supe-
riores estaba de candidato a alcalde
para las elecciones que se realiza-
rían en los próximos treinta días.
Me adora. Me quiere mucho.
Es muy bueno con Matilde, Car-
men y Anabella. Aunque las tres
no son hijas de él, las ama. Ahora
bien, doña Chuchita, a mí es a quien
más me demuestra su amor. Eso sí. Le
cuento. Los celos me tienen al borde del
estrés. No puedo trabajar. Tampoco me
deja salir a la calle. Ahorita estoy sin per-
miso. Me escondió mi cédula y cada vez
que regresa a la casa me huele de cabo a
cabo como que fuera aspiradora el muy
condenado.
Esperé el momento propicio para que
el tema de conversación entre Xiomara y
mamá fuera el de las hijas para pregun-
tar por Matilde. Ella me explicó que me
la presentaría en la primera ocasión que
tuviera. Me contó que Matilde tenía los
mismos años que yo tengo. Que le en-
cantaba jugar con muñecas, con tierra de
las macetas y rayar hojas en blanco con
crayones de cera.
Recuerdo que una mañana llegó Xio-
mara a visitar a mi madre. Le habló que-
do al oído. Fue casi un susurro. Luego
regresó con Matilde, Carmen y Anabella.
Le dio un beso a cada una de las niñas y
entre torpes pasos rápidos se perdió en la
parada de autobuses.
Mi madre entró a las niñas al patio.
A Matilde y a mí nos encargó a las más
pequeñas. Ese día inició nuestra amistad.
Entre las dos cuidábamos a Carmen,
Anabella y a mis dos hermanas, porque
desde esa ocasión Xiomara las llevaba to-
das las mañanas.
Cuando Xioma-
ra llegaba a la tienda por las tres niñas, yo
me ponía muy triste. Era época de va-
caciones, por lo que no iba a la escue-
la. Cuando Xiomara entraba a su casa,
mamá le manifestaba a papá que sentía
lástima por las cuatro.
La pobre mujer trabajaba a escondidas.
Dice que Héctor es muy celoso y, si se en-
tera que está trabajando, de seguro la va a
trompear o quizá hasta la podría matar.
Yo voy a hablar con ese Héctor Ci-
priano Benavente para que se deje de
cuentos y deje trabajar a la pobre mu-
chacha esa, decía mi padre, pero, claro,
nunca se atrevió.
Mi padre era un hombre de carácter
fuerte. Parecido al del director de la es-
cuela. Además de enojado, es cascarra-
bias. Pataleaba cada vez que mi madre le
contaba las aventuras de los Benavente.
Sin embargo, nunca hizo nada, ni siquie-
ra el día en que todo se terminó para esa
familia.
Las quejas de Xiomara aumentaron
y mi amistad con Matilde también.
Aunque ella era reservada, permitía que
le preguntara sobre su verdadero papá,
quien había muerto en el baño de su
casa. Ella no comprendía de qué enfer-
medad se trataba, pero lo cierto es que
fue un misterio sin resolver. Nunca
supo dónde lo enterraron, aunque
en un sueño alguien le contaba que
estaba enterrado en el baño de su
anterior casa.
Un día le pregunté el nombre de
su padre y me respondió que era Rubén
Benavente. Yo le dije que los apellidos
eran iguales que los de Héctor, pero a ella
no pareció interesarle. A mamá, sí.
Con Matilde jugábamos muñecas.
Cortábamos hojas, flores del jardín y
preparábamos comida, ensaladas y los
más ricos banquetes para Carmen, Ana-
bella y mis hermanitas. Todas eran nues-
tras invitadas. En una ocasión les dimos
de comer salsa de tomate con tierra de
una maceta de la que colgaban helechos.
Pasaron dos días enfermas del estómago.
Nunca le contamos a mamá de nuestra
travesura.
Doña Chuchita, quiero agradecerle
por lo que ha hecho por mí y las niñas,
le sollozó Xiomara a mamá y le ofreció
un billete de a veinte quetzales. Mamá
le dijo que no, chula, cómo va a pensar
usted y le devolvió el dinero.
Un sábado yo salí a jugar bicicleta a la
banqueta de la cuadra. El padre de Matil-
38 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
de, como de costumbre, lavaba su moto
con un cepillo de raíces y un guacal verde
de plástico. Se me quedó viendo como si
yo fuera la responsable de haberle hecho
algo a su hija y desde su casa me roció
agua con la manguera. Me volví a casa y
entré llorando. Le expliqué a mamá que
me había caído de la bicicleta y me fui a
mi cuarto a continuar lagrimeando. Por
eso dejé de salir los sábados a pasear. Él
siempre estaba en el mismo sitio lim-
piando las llantas de su Yamaha y con la
pistola en la cintura.
Comencé la época de estudios, así que
ya no miraba a Matilde por las mañanas.
Xiomara continuaba llevándolas a casa.
Según entendí por labios de mamá, tra-
bajaba como secretaria en un partido po-
lítico. Le ofreció a mi madre un carné. Si
el partido ganaba las elecciones, de segu-
ro le pondría un supermercado y tiraría
la tienda a la basura.
Mire, doña Chuchita, cuando llegue-
mos al poder todo va a ser diferente. Es-
toy pensando pedirle el divorcio a Héc-
tor. Ya no soporto. Creo que han sido
los seis años más tristes de mi vida. Yo lo
quiero muchísimo. Cuántas veces se lo he
expresado. Sin embargo, doña Chuchita,
ahora tengo la oportunidad de progresar
y seguramente Héctor se opondrá.
Luego de las cortas y clandestinas
conversaciones con Xiomara, mi madre
arrugaba la frente. Después, conversaba
con la Virgen del Socorro que bendecía
la tienda. Nunca comprendió por qué
Héctor era tan celoso y hacía hasta lo im-
posible para que Xiomara no saliera de
la casa.
Hola, doña Chuchita. Deme una
Coca y dos panes de manteca, por fa-
vor. Cómo está de bonita su patojita.
De seguro va a ser miss Guatemala cuan-
do usted menos lo piense ––sonrió con
sarcasmo a mamá, la tarde que Héctor
irrumpió en la tienda. El policía también
preguntó si Xiomara estaba empleada en
algún lugar o si abandonaba la casa du-
rante el tiempo que él hacía sus turnos
en la jefatura.
Mi madre no le contestaba. Nunca
cruzó una mentira por su mente. En
cambio, sí tenía licencia de la Virgen
cuando se trataba de inventar una men-
tira piadosa.
No, don Héctor. No la he visto en la
calle. Solamente viene a comprar la leche
y el pan, pero de allí no sale de su casa,
que yo sepa.
La desconfianza y los celos de Héc-
tor hacia Xiomara aumentaban cada vez
más. Una tarde divisamos con mamá una
patrulla que merodeó en varias oportuni-
dades la cuadra. Dos policías bajaron del
auto y tocaron con insistencia el timbre
de la puerta. Ninguno salió a recibirlos.
Tampoco escucharon bulla dentro de la
casa. Uno de ellos, el más bajo de estatu-
ra, sonrió, pero el otro, un policía cano-
so, seco y con un bigote como de brocha,
dio de patadas al portón. Luego con su
puño izquierdo golpeó el derecho como
señal de que ya la habían pillado. Mamá
le suplicó a la Virgencita que ayudara a
Xiomara. Seguramente los dos agentes le
contarían a Héctor que no había nadie
en la casa y que su mujer a saber en dón-
de andaba.
Doña Chuchita, fíjese lo que es la
vida. Uno de los candidatos a diputado
por el partido apareció muerto en su
casa hace dos días. ¿Vio los periódicos?
Los bomberos descubrieron su cuerpo
acuchillado en la cama. El ministro de
gobernación dijo a la prensa que fue un
crimen pasional. Yo no lo creo, pero no
es eso lo que le quería contar. Me propu-
sieron en su lugar, fíjese doña Chuchita.
Xiomara llegó con los ojos morados,
unas curitas en la cara y con una mano
tapada por una venda. Mi madre lloró
con ella y le dijo que mejor se saliera
del partido porque varios policías la es-
tuvieron buscando durante las mañanas.
Con seguridad era su esposo quien había
montado un operativo para descubrir su
ausencia en casa.
Imagínese si gana, Xiomara. Todos lo
van a saber a través de las noticias de la
prensa. Entonces su esposo la va a gol-
pear más o hasta le puede ocurrir algo
peor. Ni quiera Dios.
Matilde me dejaba regalos con mamá.
En realidad no eran caramelos sino pa-
peles con los que envuelven los dulces,
pero con piedras adentro. Era un lindo
gesto. Ella no tenía el dinero suficiente
para comprármelos. Por eso ahora que ya
no veo a Matilde, guardo las piedras den-
tro de una cajita que tengo en la cabecera
de mi cama.
Una tarde, Xiomara llegó a contarle
a mamá que Héctor se había enterado
de su participación en el partido polí-
tico. Detalle con detalle le relató cómo
el departamento de policía cooperó con
él para recabar la información hasta dar
con el partido de Xiomara. Para colmo de
males, el partido en el que participara la
madre de Matilde era el revolucionario.
Xiomara estaba muy asustada y lo que
más la desconcertaba era que su esposo
no le había reclamado nada, ni tampoco
le había vuelto a pegar.
No sé qué hacer, doña Chuchita, por-
que creo que Héctor está planificando
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 39
algo peligroso. Yo conozco bien sus in-
tenciones. Estoy segura que planea hasta
matarme.
Mi madre se persignaba dos y hasta
tres veces luego de despedir a Xiomara y
cerrar la puerta. No me decía nada, pero
con sus gestos y su cara de tristeza no te-
nía por qué explicármelo.
Xiomara no volvió a llegar a la casa. Tam-
poco Matilde. Mamá trataba de no hablar
de ello en la mesa. Mi padre, con enojo y
con un gesto parecido al de los jueces cuan-
do dictan una sentencia, fruncía el ceño y
preguntaba a mamá por los Benavente. Ella
evitaba cualquier comentario y le explicaba
que Héctor ya no la dejaba visitar la casa ni
tampoco a las niñas.
El papá de las niñas es celoso. No so-
porta que Xiomara salga a la calle y que
platique con otros hombres. El colmo de
todo es que tampoco la deja salir y plati-
car conmigo o con otras muchachas del
barrio. No sé si sea tanto amor. La última
vez que Xiomara vino a casa fue sorpresi-
vamente rápida. Me explicó que me iba a
contar algo relacionado con su matrimo-
nio, pero no se animó. Pobrecita, pero es
mejor que permanezca en su casa para
que Héctor no continúe azotándola.
Una mañana que no fui a estudiar
pasó algo extraño en la casa de los Be-
navente. Mi madre no abrió la tienda y
mi padre no fue a trabajar. Toda la cuadra
estaba rodeada por radiopatrullas. En las
esquinas, policías apostados en los autos
apuntaban con pistolas hacia todos los
puntos. Todos cerraron ventanas y puer-
tas. Los que tenían terraza observaban
desde ese sitio y quienes no, atisbaban a
través de los cerrojos de las puertas para
enterarse de los hechos.
Dos policías rompieron a patadas la
puerta de los Benavente. Entra-
ron a toda prisa y lanzaron un ar-
tefacto que escupió humo hacia
el interior. A los pocos minutos
Xiomara salió con los brazos es-
posados en la espalda y con gol-
pes en la cara. Las tres niñas salie-
ron cargadas entre los brazos de
un policía, quien las cubrió con
una colcha. Luego las transporta-
ron a un vehículo particular que
arrancó a toda velocidad.
No hubo ningún disparo. La
cuadra quedó en silencio de la
misma manera que ocurre en las
películas del oeste cuando conclu-
ye un duelo entre dos pistoleros.
A los pocos minutos llegó una
Suburban blanca en la que se leía
un letrero que decía juez de paz
de turno. Un señor con anteojos
oscuros, vestido con traje verde,
corbata rosada y una barba descuidada
bajó del auto.
Junto a otros tres que lo siguieron,
penetró a la casa, pero antes se quitó los
anteojos de gota que le cubrían buena
parte del rostro. Los vecinos vencieron el
miedo y comenzaron a salir de sus casa
tímidamente. Mamá abrió la tienda. Mi
padre agarró su lonchera, en la que guar-
daba para la refacción panes con huevo,
que aún permanecían tibios. Metió una
galleta salada y un paquete de Tortrix.
Junto a mamá caminó hacia la patrulla
donde tenían encerrada a Xiomara y co-
locaron la lonchera en sus piernas, que
estaban llenas de una sangre a punto de
ponerse negra.
Ella no dijo nada a mis padres. Ellos
tampoco, pero tras dejarle la comida y
emprender la retirada el juez salió sorpre-
sivamente de la casa de Matilde y con el
índice derecho los llamó. Mis padres ti-
tubearon pero no tuvieron más remedio
que aproximarse hacia él. Con la cabeza
negaron todo. El hombre, que en ese ins-
tante tenía el rostro descompuesto, pero
en la boca se le dibujaba una risa maca-
bra, les enseñó un martillo manchado
con sangre que estaba metido dentro de
una bolsa plástica. Seguidamente sacó de
otras dos bolsas plásticas una vieja cédula
y el uniforme de agente de policía, que
seguramente era el de Héctor. Mis pa-
dres abrieron los ojos al mismo tiempo.
Asombrados, voltearon la mirada hacia
Xiomara. Ella derramó unas lágrimas, y
bajó la cabeza.
De la casa salieron dos policías car-
gando el cuerpo sin vida de Héctor. En-
tre otros vecinos que se aproximaron a
40 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
presenciar de cerca el incidente, personal
de una funeraria y curiosos, los agentes
trasladaron el semidestrozado cuerpo
dentro de una ambulancia que se perdió
calle abajo.
El juez se puso los lentes oscuros y en-
tró a la Suburban blanca. El auto arrancó
tras la ambulancia que también se perdió
calle abajo.
Mamá entró a la tienda y me abrazó.
Mi padre la siguió y cerró la tienda. Yo
tenía todo el panorama claro: Xiomara
no soportó el asedio de Héctor, así que
desesperada le dio muerte.
Sin embargo, estaba y no estaba en
lo cierto. Xiomara había dado muerte a
Héctor, quien era una mujer con traje de
policía y de esposo. El juez se lo comen-
tó a mis padres cuando los llamó. Revisó
el cadáver de Héctor, pero resultó que era
una mujer hecha y derecha. Yo lo escuché
cuando mamá lo platicó en quedito con
papá.
Pero, te imaginás mi’jo, él no era
hombre sino una mujer. Cómo pudieron
vivir así tantos años y cómo se pudo ena-
morar Xiomara de la hermana de su pri-
mer esposo. Es decir, de su único esposo.
Eso no lo concibo yo, ni quiera Dios.
Sí, mamá, pero lo peor de todo es que
entre los dos mataron al verdadero Be-
navente o sea al hermano de Rubén Be-
navente. Decidieron fugarse y vivir como
cualquier pareja. Bueno, como cualquie-
ra no, porque ella era más celosa que
cualquier otro hombre, gruñó mi padre.
Mis padres no me dijeron nada. Cla-
ro, mamá tarareaba su famosa frase de
que yo era chiquita y que esto y lo otro.
Días más tarde mamá visitó a Xiomara
en la cárcel. Ella le contó con todos los
detalles cómo la hermana de su esposo
la acosaba. Cómo se habían enamorado
y por qué decidieron eliminarlo y poner-
se a vivir juntas. Ellos eran gemelos, por
lo que no les costó tomar su puesto en
la policía. Mamá se persignaba cada vez
que se lo contaba a mi padre. También
le contó que los miembros del partido
revolucionario contrataron un abogado
para Xiomara. Ella alegó demencia y fue
trasladada al manicomio. Allí permane-
cerá hasta que los médicos decidan.
Matilde y sus hermanas la llegan a vi-
sitar. Eso me ha contado mamá. Matilde
y sus hermanas están bien. Consideran
que su madre está loca. Xiomara no lo
cree, pero prefiere permanecer en el ma-
nicomio. Allí conoció a otra paciente que
tiene complejo de policía.
Mamá me contó de Cleo, una niña
que llega a visitar a su madre al mani-
comio. Ella llega a visitarla los jueves y
trata de convencerla de que no es policía.
Cada vez que mamá visita a Xiomara, en-
cuentra a Cleo y a su madre jugando de
policías y ladrones.
*Tomado de: Francisco Alejandro Méndez, Reinventario de Ficciones, catálogo marginal de bestias, crímenes y peatones. Editorial Letra Negra. Guatemala, 2004.
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 41
SE QUEDÓ PARALIZADO AL VER
su imagen en el espejo. Una línea ne-
gra atravesaba su frente de lado a lado.
Tomó el jabón y se frotó. La raya seguía
allí. Repitió la operación tres veces sin
resultados. Intentó con otros jabones,
limpiadores y detergentes. Todo lo dis-
ponible en la casa presidencial. Se frotó
apasionadamente. Se frotó descarada-
mente. Se frotó frenéticamente. Se fro-
tó desesperadamente. Nada. La línea lo
marcaba sin pudor ni remedio. Llamó al
secretario privado. El funcionario menor
entró precipitadamente al despacho pre-
sidencial. Intuyó la urgencia en la voz del
mandatario.
–Buenos días mi general –el militar
estaba sentado de espaldas al escritorio–
¿algún asunto de urgencia?
El presidente volteó de prisa.
–Míreme –ordenó–, ¿nota algo extraño?
–La verdad, no mi General –contestó
el secretario.
El presidente olvidó que tenía la gorra
puesta. Se la quitó rápidamente Y volvió
a preguntar.
–¿Y ahora?
El empleado no pudo ocultar la sorpresa.
–¿Desde cuándo tiene... eso? –balbuceó.
–Desde hoy en la mañana –respondió
molesto el dignatario.
–Enseguida llamo al doctor. Esto
puede ser de consideración.
–Pero no se le vaya a ocurrir armar un
alboroto. Vea que si se entera la prensa lo
fusilo más rápido que decirlo –advirtió.
En el consultorio del hospital militar
el doctor examinó la cabeza del general
con detenimiento. Tomó un papel y or-
denó una serie de exámenes. El dignata-
rio tuvo que aceptar la humillación de
ver invadido su cuerpo por toda clase de
objetos. Agujas en los brazos, tubitos en
el trasero, paletas en la boca. Orinó en
un frasquito y cagó en otro. Tuvo que en-
señar el culo a una docena de enfermeras.
Su malhumor iba en aumento. Soportó
porque la línea negra en su cabeza lo obli-
gaba, lo intimidaba. Pero cuando el doc-
tor le informó, después de cuatro horas,
la imposibilidad de explicar aquel pade-
cimiento, su paciencia se agotó. Ofreció
paredón a todas las enfermeras, tiró las
bandejas, pateó los urina1es. Su cólera
no disminuyó hasta que el secretario le
susurró al oído que el escándalo estaba
trascendiendo. Acto seguido le aseguró
haber contactado a un especialista en el
extranjero para resolver el problema.
Tres días pasaron en los cuales nadie
pudo ver al general, excepto el incondi-
cional, quien tuvo que hacer uso de todo
su ingenio para inventar excusas, razones
e historias. Aun así algunos rumores so-
bre un posible golpe de Estado, muerte
repentina o problemas de alcoba, circu-
laron en la ciudad. Nada serio. Todo se
pudo controlar a tiempo.
El especialista extranjero ordenó los
mismos exámenes y agregó otros, más so-
fisticados. Así el general fue introducido
en máquinas come–hombres, amarrado
a una camilla, indefenso. Un instante
pensó en los calabozos y los capturados...
Alejó su mente de esos asuntos. No con-
venían en el estado de salud en el que se
encontraba. Y lo peor, todo el sufrimien-
to para nada. El especialista no pudo dar
una respuesta definitiva. Recomendó
trasladar al presidente al extranjero en
donde se podría saber a ciencia cierta el
origen del extraño mal.
Con el mayor secreto se organizó el
viaje (sólo se enteraron los miembros del
Estado Mayor y los ministros). El secre-
tario acompañó al general en un avión
privado. El pobre funcionario tuvo que
sufrir la cólera del militar. Insultos, em-
pellones, doscientas treinta amenazas
de fusilamiento, hasta escupidas... Fue
un alivio para el empleado instalar en la
cama del hospital a su omnipotente jefe.
Y por tercera vez indignaron al dig-
natario. Con el agravante, en este caso,
de no permitirle gritar al personal, mu-
cho menos exigir o insultar. Recordó los
tiempos en los que era nadie, cuando
debía lamer botas a diestra y siniestra y
vivía con los ojos pegados al suelo. Se
sintió indefenso y desarmado. Ni siquie-
ra el incondicional estaba a su lado. El se-
cretario debió regresar al país para sa1irle
al paso a cualquier intento de golpes o
levantamientos.
JAVIER MOSQUERA SARAVIA (Guatemala)
La Línea Negra
A un anónimo inventor de chistes.
42 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Ocho días después el mismo avión
privado traía de vuelta a suelo patrio al
presidente. Pero no era el mismo hom-
bre... El semblante amargo y sin esperan-
za. La cólera pasó de orgullo prepotente
a impotencia crónica.
–¿Cómo se siente general? –preguntó
el secretario.
–¿Cómo cree, hijueputa? –respondió
después de descubrirse diez segundos la
frente.
Los coroneles (en el país no había
más general que el presidente) exigían
explicaciones, los ministros mostraban
preocupación. Uno que otro diputado
envalentonado empezaba a cabildear en
busca de consenso acerca de la necesi-
dad de adelantar elecciones. El manda-
tario seguía sin aparecer en público. La
celebración de la independencia patria
empezó a convertirse en una especie de
límite, de día decisivo.
El general intuía consecuencias si no
aparecía en público. Los coroneles deci-
dieron tomar cartas en el asunto si lo del
presidente no se aclaraba para las fiestas.
Los ministros sospechaban de las reunio-
nes de los coroneles. Los diputados se
preparaban, debido a la sospecha de los
ministros, a quedar bien con el futuro
elegido. El secretario revolvía su cerebro,
hacía consultas, indagaba, con tal de en-
contrar la solución y que los diputados
detuvieran los preparativos, los ministros
terminaran las sospechas, los coroneles
no hicieran nada. Lograr que el general
apareciera en público para las fiestas. Al
resto de la gente realmente no le impor-
taba mucho el movimiento. De todos
modos nada iba a cambiar.
Un día antes de la fecha límite el se-
cretario entró al despacho presidencial.
Ante situación tan desesperada, había
que recurrir a soluciones radicales.
–General, me permite... –preguntó
tímidamente.
–¿Qué mierdas quiere? Le dije que
viniera únicamente si tenía buenas no-
ticias –respondió el militar con los ojos
llenos de odio. No soportaba depender
de aquel idiota funcionario a quien des-
preciaba en silencio.
–Precisamente, general. Hay una so-
lución. Pero es, digamos, no muy con-
vencional.
–Déjese de tanta mierda y dígame.
–Me enteré que en el kilómetro cator-
ce hay un brujo que dicen cura cualquier
cosa.
–¡Ahora sí lo fusilo! ¿Aparte de
hijue1agranputa y estúpido se volvió
loco? ¿O se le secó el cerebro acaso?
–Es en serio mi general. Mandé a
averiguar acerca de ese curandero y hasta
ahora he recibido sólo elogios y nadie se
ha quejado de él. Dicen que es milagro-
so. Además recuerde que mañana es. ..
–Ya sé, no tiene que recordármelo.
¿No hay más remedio? –preguntó resig-
nado.
–No, general. Ya no hay tiempo –con-
firmó el secretario.
–Está bien. Voy a ir a donde ese brujo
sólo porque no hay para dónde. Pero ay
de usted si…
El brujo los recibió en una estancia
muy común. No parecía una casa donde
se realizaran toda suerte de encantamien-
tos. El curandero no se sorprendió ni se
intimidó ante la presencia del dignatario.
De hecho, todo indicaba que lo estaba es-
perando, que de algún modo se enteró.
–¿Cuál es el problema, general?
–El militar se quitó la gorra y señaló
con el dedo. El brujo examinó breve-
mente la línea y luego dijo:
–El problema es de fácil solución. Sin
embargo el remedio es un poco molesto.
Al general le brillaron los ojos.
–¿ Y cuánto se va a tardar en borrar-
me esta mierda? –preguntó.
–Como diez minutos –aseguró el
brujo–. Pero ya le dije, el remedio es un
poco molesto. Precisamente tiene que
ver con la mierda.
–El dinero no es problema –interrum-
pió rápidamente el secretario.
–No es cuestión de dinero, aunque,
por supuesto, deberán pagar por ade-
lantado. El asunto es molesto por otra
cosa...
–Dígame de una vez qué tengo que
hacer y ya déjese de molestias, ya veré yo
si me conviene o no –aseguró impaciente
el presidente.
El brujo escribió en un papel el precio
del remedio y salió de la casa. Se dirigió
a un chiquero que tenía en la parte de
atrás y recogió los pedazos más grandes
de mierda que encontró. Se dirigió luego
a donde tenía una vaca y procedió de la
misma manera en la recolección de ex-
cremento. Por último, destapó la fosa
séptica y sacó un poco de agua. Revolvió
muy bien el contenido de la cubeta hasta
conseguir una mezcla espesa y hedionda,
capaz de ser bebida. Regresó a la casa. So-
bre la mesa estaban los billetes del pago
de la cuenta. El brujo los tomó. Ofreció
la cubeta al militar y dijo: – Tómeselo
todo. El general se llevó la mano al cinto
y sacó la escuadra.
–Mire, hijo–de–puta. No estoy para
bromas.
–Ése es el remedio, general. Usted sa-
brá si lo toma o no –respondió el brujo
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 43
sin pestañear y sin miedo. El mandatario
cargó la escuadra. ¿Matar al brujo o hacer
el sacrificio? Dudó unos instantes. Miró
al curandero y éste seguía inmutable y
seguro de su remedio. Al fin entregó el
arma al secretario.
–Apúntele a la cabeza. Si intenta mo-
verse lo mata.
Levantó la cubeta, respiró profundo y
engulló como pudo la mayor parte del
contenido. Hizo esfuerzos sobrehuma-
nos para no vomitar el remedio.
–Véase en el espejo –aconsejó el brujo
después que el general terminó la ope-
ración.
La línea negra se desvaneció lenta-
mente de abajo hacia arriba. El general
y el secretario observaron incrédulos. El
brujo ofreció un vaso de fresco de tama-
rindo “para el mal sabor”. El presidente
bebió de prisa sin comprender lo que ha-
bía sucedido.
–Vámonos a la mierda, imbécil–or-
denó.
Al día siguiente un vehículo tipo agrí-
cola con los vidrios oscuros se estacionó
frente a la casa del brujo. De él bajaron
cinco hombres con trajes baratos, mala
cara, armas en las manos y no muy bue-
nas intenciones. Derribaron la puerta.
Después de diez minutos salieron, con
peor cara, y preguntaron en las casas
vecinas si sabían de la persona que vivía
allí. Nadie dio razón del curandero. Sólo
dijeron que la tarde anterior lo vieron sa-
lir de prisa, con una maleta.
* Tomado de: Javier Mosquera Saravia. Dra-gones y escaleras y otros …cuentos. F y G edito-res, Guatemala, septiembre 2002.
EL CHOFER LO HABÍA ESTADO ESPERANDO DURANTE TREINTA
minutos y ya casi se había dormido. Cuando se abrió la portezuela se levantó del
volante como si lo hubieran hallado en falta.
-¡Creí que eras el gerente! Cristóbal se restregó los ojos con desidia y arrancó el
auto. La claridad de la mañana era invitadora. Los niños estaban de vacaciones y
algunos de ellos se veían con patines jugando en las aceras. En el cielo transitaban
aisladas nubes de fulgor tenaz.
-Cuando salen de clases es un peligro -reclamó. Valenciano ajustaba la cámara con
esmero. También, del fondo de un sobre extraía varias fotos sobre las cuales hacía
ceños dubitativos o asentidores.
-¡Nos falta una foto! -farfulló.
-¿Ah, sí? ¿Solo una? -preguntó Cristóbal sin interés, mientras veía a un grupo de
mujeres jóvenes con minisetas que exponían al aire sus ombligos. Hizo una mueca
como si jamás hubiera visto algo así. Siempre esas modas picantes.
-Sugerí un lugar -murmuró Valenciano-. Creo que tengo la mente en blanco. He
hecho posar a tantos viejitos que ya no sé cómo ponerlos. Mirá estas fotos.
Valenciano empezó a exhibir sus fotografías mientras Cristóbal las reojeaba con
disgusto y trataba de conducir, al mismo tiempo, con prudencia en el bello día.
-Ya tenemos a la ancianita con sus matas y su gato preferido. A la pareja nona-
genaria de enamorados. Al anciano incansable en el huerto. A la viejita que zurce
una camisa... La verdad, ya se me secó el cerebro. El almanaque debe estar listo para
dentro de tres días. La agencia desea distribuirlo a la mayor brevedad.
-Se habrán cansado de las modelos -reveló Cristóbal para quien el tema de los
ancianos era inexplicable.
-No, hombre. Es la moda. Mañana volverán a los semidesnudos.
Cristóbal tuvo la visión del almanaque del último año. Brenda Berlanga, la mejor
modelo del país, había salido posando una variedad de biquinis con bolitas, a rayas,
de un solo color, muy breves, mojados por las olas del mar, lujuriantes, falsas hojas.
“Deberían haberla presentado ahora en traje de noche. ¡Es que no tienen imagina-
ción!”, pensó. Hasta él podría haber inventado algo mejor sin ser el creativo de la
agencia de publicidad.
GUILLERMO FERNÁNDEZ (Costa Rica)
Miradas
44 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
Valenciano proseguía mirando las fotos y no podía decidir-
se entre unas y otras.
-Creo que la anciana del gato es muy convencional, pero
tiene que ir. ¿Verdad? Veamos... veamos...
Al decir esto arrojó el paquete en una gaveta y se asomó por
la ventanilla del pick up. Lanzó una mirada hacia una intersec-
ción donde algunos vagabundos y vendedores se apostaban a la
par del semáforo. Vio a un anciano bastante singular, barbudo
y de una tristeza infinita que alargaba la mano sin que pudiera
llegar a nadie.
Como se apoyaba sobre un simu-
lacro de bastón, era imposible que se
extendiera hacia las ventanillas de los
autos. Otros, sin embargo, podían des-
plazarse de un carro a otro con pron-
titud. Algunos vendedores ofrecían sus
chucherías indescriptibles con toda di-
plomacia. Un limpiador de parabrisas,
con su equipo de limpieza en mano, era
el más atento. Nadie se le comparaba en
destreza. ¿Dónde había aprendido a in-
clinarse como un caballero medieval?
Valenciano le ordenó al chofer que se orillara. Cristóbal fre-
nó lentamente.
-El viejo apoyado en el bastón es mío -promulgó el fotógrafo.
No esperando que se detuviese el pick up se arrojó a la ca-
rretera y corrió directamente hacia el pordiosero. Cristóbal,
que ya estaba harto de andar en busca de ancianos glamorosos
o misérrimos, esperó en la cabina. Prendió la radio para escu-
char los comentarios deportivos, pero recordó que su equipo
había perdido recientemente, y que sólo de eso se hablaba.
“Que se vaya el entrenador. Con la mitad de lo que gana hasta
yo podría sacarlos adelante.”
Llevado tal vez por el masoquismo buscó la emisora con
ansia. El vozarrón de un comentador deportivo entró en la
frecuencia. Se echó para atrás, observando a Valenciano que
apartaba al viejo hacia la orilla de la carretera. Se le ocurrió un
muchacho demasiado estúpido haciendo el papel de fotógrafo
como si fuera un gran director de cine.
Valenciano había conseguido convencer al mendigo para
tomarle unas fotos. Iba a presentar el último tema como An-
ciano en el camino. Le prometió darle cinco mil colones des-
pués de las tomas.
-¿Me dará cinco mil colones por tomarme unas fotos?
-Claro. Y saldrá en un almanaque muy importante. Hasta
el Presidente tendrá uno en su despacho. Cuando llegue di-
ciembre -hay un personaje por cada mes, ¿entiende?, y usted
será el último- lo mirará a usted apoyado en su bastón y se dirá:
“Este país le debe todos sus valores a ancianos como este.”
A la afirmación del fotógrafo el mendigo esbozó un gesto
de no haber comprendido. Tenía demasiado cansancio. Tenía
hambre, pero no podía comer debido a una hinchazón que le
bajaba y le subía por el estómago.
Hizo todo lo que le pidió el joven
bien vestido y oloroso a fina colonia.
Sonrió sin gusto. No había tenido ra-
zones para hacerlo durante años. Son-
rió de nuevo porque era necesario que
rectificase la sonrisa. Representó a un
mendigo que caminaba en forma difí-
cil. No había nada que representar por-
que eso era él. Y se sentó en la cuneta,
con la mirada perdida en el suelo, alu-
diendo patetismo.
Cuando Valenciano completó las tomas, le hizo señas muy
afectadas a Cristóbal para que encendiera el carro, rebuscó algo
en su bolsillo y le extendió al anciano un billete de mil colones.
El anciano, reconociendo el arrugado billete, reclamó:
-Usted dijo que eran cinco mil.
-Ni una modelo gana cinco mil en veinte segundos.
-Fue algo más.
-Nos vemos... Valenciano dijo esto último observando con
rapidez al viejo. Lo que vio fueron dos ojos con cataratas. Uno
casi anegado en una nube. Después corrió hasta el pick up y le
dijo al chofer que arrancara de inmediato. Cristóbal obedeció
con prisa. Ya estaba harto de ancianos.
El anciano los siguió aguzando la vista, con dificultad, hasta
que desaparecieron en una intersección. No tenía suficientes
fuerzas ni para maldecir al mentiroso. Depositó los mil pe-
sos que apresaba una de sus manos en algún sitio de su ropa
harapienta y analizó que lo más prudente era retirarse de la
zona. No estaba para más engaños ese día. Con esfuerzo cami-
nó en dirección al centro de la urbe, sólo guiado por el sentido
Emil Nolde, Gloomy Man´s Head, 1907
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 45
común, porque el mundo se le había vuelto un estanque de
aguas turbias. Cada vez que cruzaba una calle los conductores
se veían forzados a detenerse. El viejo quiso acelerar el paso,
pero no pudo. Lo mejor era tener paciencia.
Avanzó con visible pesadumbre un gran trecho hasta una
avenida tumultuosa. No dejaba de pensar en el fotógrafo.
Escuchaba su voz. Sus órdenes. Toda esa impulsividad había
sido suya, también, alguna vez. No recordaba con quién había
sido impulsivo. Realmente no recordaba gran cosa. A veces,
al despertarse sobre una cuneta se decía: “Entonces no me
he muerto, carajo. No me he muerto
todavía...” Y se incorporaba como en
una pesadilla que no ha terminado.
Los transeúntes se le apartaban. Las
muchachas. Los jóvenes. Los ejecuti-
vos. Las señoras. Él se olvidaba a veces
por qué el mundo entero se abría a su
paso. La memoria le fallaba. No po-
día rastrear ni siquiera el timbre de su
propio nombre. Sabía que debía elevar
la mano en todos los sitios y que esa
acción se había convertido en parte de
sus últimas fuerzas.
Abrumado en cavilaciones se de-
tuvo para tomar aliento. A un lado de
la acera, a través de la ventana de una
tienda de artesanía, sintió que se movía
una figura. El hombre se acercó al vidrio,
con un rescoldo de curiosidad, y vio los contornos de lo que
parecía ser una joven. Acaso ninguna de sus líneas en detalle.
Ella se desplazaba a lo largo de un mostrador, sacaba ob-
jetos de las urnas y los limpiaba. El anciano aguzó la mirada
como quizá hacía mucho tiempo no lo hacía. Poner en orden
la poca luz de su visión le produjo una sensación dolorosa en
los ojos. La joven parecía molesta por la intromisión del polvo
en todas partes. Había ennegrecido una toalla al quitarle la
mugre a un reloj. Sus movimientos eran enérgicos pero tam-
bién delicados.
Captar la presencia del viejo tras la ventana la hizo estreme-
cer. No sabía que la había estado mirando. Una de sus compa-
ñeras, que hasta ahora no se había visto porque estaba inclinada
desempacando otros objetos en el piso: pinturas sobre motivos
folclóricos, estatuillas de madera y collares, al incorporarse vio
al anciano desastroso y explotó en una risa nerviosa. El viejo,
asustado, siguió su camino..
-¿Qué fue eso, Valencia? -preguntó desprevenida.
-¿Qué sé yo? Un mendigo.
Valencia no había sido impresionada tanto como su com-
pañera pese a que la mirada había sido dirigida a ella. Los ojos
del anciano la persiguieron por un instante como piedras apa-
gadas rodando por una pendiente.
-Te veía muy raro... ¿no te dio miedo? -insistió la mujer.
-Era solo un viejito. Decrépito.
El resto del día se movió mu-
cho. Entraron y salieron turistas
con sus recuerdos del país. Aco-
modó cajas. Volvió a limpiar las
estatuillas de madera. A interva-
los pensaba en los ojos del ancia-
no que la observaban. Eran unos
ojos que no tenían interés en ella
sino en una propiedad de sí mis-
ma. En algo que a ella le pintaba
juventud y que a él lo hacía más y
más invisible.
A las seis de la tarde llegó el
joven que recién había conocido y
fueron al cine. La película le gus-
tó tanto que sus ojos lagrimearon
un poco en la salida. Pablo, conmovido, le dio un beso en el
lóbulo de su oreja.
-Por dicha las historias no siempre terminan de esa forma
-filosofó profundo.
-¿En la muerte de los amantes?
-En la muerte.
Luego la invitó a comer en un buen restaurante. Mientras
comían y comentaban la película, Valencia también le narró el
incidente con el viejo.
-Tengo los ojos del pordiosero aquí -dijo poniéndose el te-
nedor en la frente.
-Pensá en la película. Te podés soñar con él -rió Pablo.
-No es miedo. Es por lo que vi en sus ojos. Ni siquiera
es lástima.
Edward Munch, Jealousy (detalle)
46 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
-¡Compasión! -especuló el muchacho.
-¿Quién sabe? Es como la sensación de que no hay paredes
y que todos nos damos la mano en algún lugar del universo.
-¿Y después?
-Después nadie es ajeno ni extraño ni inferior. Para expri-
mir el jugo a la última hora del encuentro, ambos jóvenes ca-
minaron por algunas calles de la ciudad. Especularon sobre
el alto precio de la ropa en las vitrinas. Se burlaron de la des-
nudez impoluta de un maniquí que esperaba lucir al otro día
una lujosa vestimenta. Se besaron frecuentemente en algunos
rincones propicios. Después de la promesa de volverla a ver,
Pablo la dejó en el umbral de su casa y partió silbando.
La noche parecía el fondo de una mina llena de cristales.
Valencia vio alejarse a Pablo, con las manos enfundadas en los
bolsillos de su chaqueta. Sus pisadas se escucharon a la distan-
cia. Era un joven de expresiones concisas. Guapo. Estudioso.
No era de muchos recursos, pero eso no era lo fundamental.
Ella no entró de golpe a la casa porque la noche era digna
de verse. Siempre le había gustado permanecer algunos minu-
tos rodeada por el silencio del campo.
El poste de alumbrado público, límite entre su casa y el
inicio de los potreros, ahuyentaba la oscuridad hasta un límite
donde parecía que las cosas tomaban las formas del misterio,
pero, sobre todo, de ciertas licencias extrañas. Muy lejos se
veían, entre brazos nudosos de árboles, luces que indicaban
el avance paulatino de la ciudad, la muerte de la noche y la
continuidad de un día falso. Sin bellos espíritus.
El aire pasaba respirando la soledad inmensa. Olía a pas-
to quemado. Una frescura invadía el rostro, penetraba por los
orificios de la nariz, navegaba hasta los sitios más recónditos
del cuerpo.
Pudo haber flotado en un sosiego adormecedor, desde el
pórtico, si el gato no hubiera saltado hasta la calle desde algún
escondite. Allí se desparramó con pereza y se lamió a gusto.
Ante una indefinible percepción, el felino adoptó una ac-
titud de defensa. ¿Cómo es que no se había percatado de la
presencia de la mujer? Valencia le extendió su mano. El gato
se le acercó, fascinado, por lo que veía brillar en el abismo de
sus ojos.
*Tomado de: Guillermo Fernández. Efecto Invernadero. Ed. Costa Rica, 2001.
ROBERTO DESPERTÓ Y UNAS MARIPOSAS SE LE
metieron al estómago. Volvió a ver hacia la pared y el reloj mar-
caba casi las nueve y media, pero la oscuridad, dentro y fuera de
la habitación, lo desconcertó. Se levantó trastabillando y fue al
baño a echarse agua en la cara. Con el agua recordó cómo había
empezado su día.
Ángel estaba sentado a la orilla de la cama y el sol amarillito
le brincaba por el pelo claro y bien peinado. Roberto no sabía
qué hacer, acababa de oírlo decir que se iba.
-¿Por qué?, preguntó Roberto sintiendo miedo de la respuesta.
-Porque estoy enamorado.
-¿De quién?
-Eso no importa. De todas formas, ya hacía tiempo que que-
ría irme.
Ni las súplicas, ni las amenazas de suicidio surtieron efecto.
Ángel lo miraba como quien ve a un animal desconocido
mientras hacía maletas y llenaba cajas con sus pertenencias. Ro-
berto suplicaba, gritaba y por último, corrió a meterse al baño,
encerrándose por un rato para ver si Ángel reaccionaba. Al cabo
de media hora de estar llorando de la pura cólera, decidió salir y
lo vio metiendo en una caja un aparato de sonido
-¡Eso no te lo llevás! ¡Yo lo compré para los dos! Gritó Rober-
to, tirándose encima de Ángel que lo esquivó y dejó la caja en el
suelo. Comenzó a bajar el equipaje al primer piso y Roberto se
metió en la cama que empezaba a odiar porque Ángel ya no iba
a dormir en ella.
Oyó la puerta que se abría y unas voces apresuradas le lle-
garon de manera muy opaca. Fue a la ventana y miró a la ca-
lle, justo en el momento en que alguien se metía al asiento del
conductor de un carro rojo. No pudo discernir muy bien si era
hombre o mujer. Era joven, eso sí, porque logró atisbar unas
piernas largas y ágiles enfundadas en un jean. Ángel terminó de
cargar cosas en el baúl, abrió la portezuela del asiento de atrás y
metió allí las últimas cajas. Después se sentó al lado del conduc-
tor, que en ese momento arrancó el automóvil. Pasó la mañana
mordido por los celos. A ratos pensaba que Ángel se iba a vivir
con una mujer, a ratos creía que con un jovencito.
ANA MARÍA RODAS (Guatemala)
Lilith
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 47
Imaginaba a Ángel en la cama, su hermoso cuerpo broncea-
do abrazando ya a una mujer, ya a un hombre, murmurando
quedito las cosas que le había dicho a él en las noches ardorosas
de los pasados años. Se aferraba a las almohadas, que guardaban
el olor de Ángel y sentía que las entrañas iban a rompérsele. Por
fin a media tarde decidió hacer algo. Buscó en el botiquín pero
sólo encontró aspirinas, unos ungüentos y tres o cuatro cápsulas
de un antibiótico que había vencido dos años atrás.
Echando saliva por la ira bajó a la cocina y destapó una botella
de ron. Se sirvió un vaso entero y al rato estaba llorando como
idiota. Fue hacia la sala y comenzó a tirar al suelo las cosas que
Ángel le había regalado: el tecolote de cerámica que le dio para un
cumpleaños, un grabado, otro grabado, un vaso de cristal, varios
libros que trató de despedazar sin mayor éxito. Después pasó por el
comedor y en un arranque de ira pateó el trinchante, lastimándose
el tobillo. Rompió vasos y platos y fue a servirse otro trago. Sonó el
teléfono y se apresuró a contestar, pensando que podía ser Angel,
pero era la voz de un amigo al que respondió con un insulto antes
de colgar violentamente. Se sentó a la mesa de la cocina y llorando
y bebiendo se quedó dormido.
Se miró al espejo y halló unos ojos hinchados, rojos, en un ros-
tro barbado y sucio. El pelo revuelto y la piyama arrugada comple-
taban el retrato de un hombre que hasta ayer había sido seductor
y elegante. Que iba al cine y a las exposiciones y a los conciertos,
provocando murmullos de envidia o de admiración por él y por
aquel joven guapísimo que lo acompañaba. Los dos impecables,
sonrientes, amables, de modales mesurados, atentos a encender
un cigarrillo, a explicar el significado de un cuadro. Exquisitas las
fiestas que ofrecían, a la luz de velas, con la música adecuada o
perfecta, en una casa decorada con dinero y buen gusto.
Salió del baño y se topó con los destrozos de la sala y el come-
dor. Sorteando como pudo los vidrios rotos, tomó otra botella
y subió al dormitorio. Bebiendo y fantaseando con el regreso de
Ángel volvió a quedarse dormido.
Esta vez, antes de abrir los ojos sintió un vago olor dulzón
que le recordaba algo. Por la ventana abierta entraban el aire frío
y la luz de la luna. Se levantó a cerrarla y cuando iba de regreso a
la cama, se sobresaltó. Una mujer vieja estaba sentada en la silla
junto al lecho. Deliro, pensó y levantó la botella al trasluz.
-¿Qué es eso?,preguntó la vieja.
-Ron. No iba a oponerse al delirio; total, ya no impor-
taba nada.
-Sírvame un poco, ordenó ella. y como él titubeara, le arran-
có la botella de las manos, se la llevó a la boca y escupió el líqui-
do al suelo. Roberto retrocedió espantado, al mismo tiempo que
lo dulzón le llegaba más fuerte.
-¿No tiene vasos? Es verdad que los rompió. Vaya a buscar
algo. y si puede, traiga vino, que es lo que a mí me gusta.
Encontró dos copas limpias, cogió dos botellas de vino y
subió de nuevo a su cuarto. La mujer había apagado la luz y
permanecía sentada al lado de la cama. La luna metía su rostro
ancho por la ventana y la estancia permanecía bañada en una luz
irreal. Destapó una botella y sirvió el vino.
-¡Ah! Está bueno, dijo ella quedito y por primera vez él notó
que su voz tenía acentos agradables. La miró, mientras bebía
y se dio cuenta que no podía calcularle la edad. Tenía el pelo
canoso, recogido en un moño y sobre los arrugados párpados
y mejillas, chorretones de pintura. Vista de cerca era patética.
Una vieja gorda y pintarrajeada, vestida con un traje café, como
hábito de carmelita.
-Ángel no va a regresar, musitó la mujer mientras Roberto
volvía a llenarle la copa.
-¿Y usted qué sabe?
-Yo sé muchas cosas. Demasiadas –afirmó bajando la cabeza
y viendo tristemente al suelo– Estoy cansada.
-¿Cómo entró aquí? ¿Qué sabe usted de Ángel?
-Yo sé muchas cosas, repitió la mujer. Preferiría no saber nada
y dormir. Descansar. Ahora la luz de la luna iluminaba su cara,
que a él le parecía una máscara bajo la cual se ocultaba otro
rostro.
-Voy a acostarme a descansar, dijo la vieja y se sentó al bor-
de la cama. De pie junto a ella, Roberto la vio quitarse unos
zapatos de tacones bajos y subir las piernas, cubiertas por unas
medias blanquecinas que parecían reflejar el brillo de la luna en
la oscuridad.
-¿Quién es usted?, preguntó Roberto.
-Yo soy la mujer de Babilonia, dijo ella y justo en ese momen-
to, Roberto reconoció el olor del tomillo, de la albahaca, del ro-
mero y la cebolla, y arrodillándose al lado de la cama sepultó su
rostro entre los pechos, grandes y fofos de la mujer. El jardinero
lo encontró al día siguiente dentro de la bañera, con un tajito
así, en la muñeca izquierda, sumergido en un agua roja, roja.
* Tomado de: Ana María Rodas. Mariana en la tigrera. Editorial Artemis Edinter. Guatemala, 1996.
48 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
NUNCA HABÍA REALMENTE CELEBRADO LA NAVIDAD.
Tenía vagos recuerdos de cuando su madre, antes de morir, le
convidaba regalos y le daba besos, o le urgía con una sonrisa
conmovida a arreglar el árbol con ella -ese árbol improvisado,
ese árbol sin rasgos-, y hasta cocinaba un pavo extraño en la pe-
queña cocina (sólo entonces cocinaba, sí). Y aquello le parecía
como un alud luminoso y pasado, detenido en lo más íntimo,
en lo casi doloroso de la memoria. En realidad su recuerdo de
esas navidades -tan pocas fueron, tan remotas- eran más bien
impresiones, y estaba demasiado pequeño, demasiado cerca
del sueño, como para decir que realmente las había vivido.
Luego, cuando creció, se fue alejando de cualquier forma
de celebración, y en especial navideña, quizá un tanto -especu-
lemos- como reacción o revuelta a la arrancada muerte de su
madre. Nunca pudo volver a sentir aquello que sentía cuando
estuvo ella, y nunca otra vez una navidad cobró eso fulgurado,
esa ebriedad y esa dicha.
En los últimos años, había decidido pasar la navidad en
un cine, sin llevar a nadie, debidamente solo. Viendo alguna
película vieja o pornográfica, cualquier cosa en realidad, en
una sala barata. Es de pensar que era una forma de alejarse
de su propia biografía, y de no invitar el recuerdo remoto -no
abstracto- de su madre.
Nunca había nadie, en el cine, o sólo un borracho inocuo
y a lo mejor dormido.
Esta vez entró y la sala estaba vacía. “Qué bien”, se dijo. Se
dispuso en el asiento. Comprobó que tenía los cigarros con él,
pues le molestaba tener que salir a media película a comprar-
los. Y ya no por la película en sí, que siempre era mala, pero
por el hecho de romper una secuencia, una razón íntima.
Tardó tanto en empezar el film. Ya comenzaba a desesperarse
cuando de súbito se apagaron las luces, y un haz de luz se pro-
yectó con una suerte de inercia o letargo en la pantalla. Nada
entonces le daba más placer, y podía dejarse llevar con entera
displicencia, con un placer indiferente, y podía seguir sin dema-
siada ocupación los avatares irrelevantes de la proyección.
Veinte minutos después de iniciada la historia, entró, como
furtivamente, una señora.
Al principio no le puso demasiada atención. Siguió viendo
las imágenes, ajeno a su presencia. Pero luego, por un efecto
de curiosidad o mero azar se detuvo en su figura. Estaba ella
delante, delante y a un lado, y podía ver la espalda, y el cabello
blanquecino y un poco del perfil. ¿Podría ser? Y cada vez que se
detenía a observarla se convencía de que sí, de que esa señora
que estaba delante era su madre.
Trató de cavilar con mil razones, trató de acudir a lo más
lógico, trató de fingir, pero el perfil, el perfil era exacto, y la
mano, cómo confundir la mano, una mano ligera, delicada-
mente digna, griega, reservada. Y fue entonces cuando notó el
anillo, y un vértigo, una niebla giratoria le aturdió la cabeza.
Se quedó unos minutos detenido, sin saber muy bien qué
hacer. La pantalla del cine hospedaba imágenes, una y otra,
y era imposible darle a todo eso una fisonomía, una idea de
progresión. El malestar, la angustia quizá: encendió presurosa-
mente un cigarro. El humo veleidoso levitaba y tomaba cuerpo
por entre la luz de la proyección. Las butacas estaban extraña-
mente vacías. Sólo eran él y su madre.
Y se levantó. No quiso más tener que vivir ese momento
insensato, como si él fuese el que estaba en una película remota
y fatigada. La miró otra vez, salió.
En la sala quedaron los tres o cuatro espectadores que mira-
ban la trama de la película. Hubo alguien que preguntó indig-
nado a su acompañante:
-Pero ¿por qué no habló con ella? Navidad, y nosotros mi-
rando esta película de mierda.
El otro alzó los hombros, indiferente.
* Tomado de: Maurice Echeverría. Sala de espera. Magna Terra Editores. Guatemala, 2001.
MAURICE ECHEVERRÍA (Guatemala)
Sala de cine
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 49
LLEGÓ A LA CAPITAL MESES DESPUÉS DE SU PRI-
mera sangre. Quería salir del pueblo, superarse, llegar a ser
alguien. Ya la rondaban los muchachos. Era cuestión de días
antes que uno de ellos le llevara un atado de leña hasta la puer-
ta de su rancho y ella no quería casarse todavía. Sabía que si
se quedaba más tiempo su destino iba a ser al costado de un
comal, parir hijos hasta que se le secara el cuerpo, velar bo-
rracheras y aguantar golpes. Sus padres no la querían dejar ir,
pero era indomable. Además, otras patojas ya habían hecho lo
que ella quería hacer. No era como si fuera a abrir brecha. Ni
le dieron permiso, ni se escapó. Su familia sabía que ella se iba
a ir y ella que ellos no querían que lo hiciera. De todos modos,
se marchó.
En la ciudad, vivía su prima, que trabajaba de sirvienta en
casa de una familia pudiente. Al llegar lo primero que hizo fue
visitarla para pedirle trabajo, pero no había. Que consiguie-
ra algo por sus propios medios, le recomendó la prima; que
buscara algo rápido para no quedarse sin dinero, que ella con
gusto pero no tenía ni dónde alojarla.
Le recomendó una casa donde alquilaban cuartos, ella mis-
ma había vivido ahí un tiempo. Preguntando, la encontró.
La casa estaba ubicada por la línea del ferrocarril, cerca del
centro, en un sector peligroso. A pocas cuadras, quedaba la
Aduana y la famosa calle de las prostitutas para los albañiles,
los borrachos y los ladrones de poca monta. Le alquilaron un
cuarto pequeño, de paredes de adobe y techo de lámina. Tenía
que compartir cocina y había un solo baño para la docena de
cuartos en alquiler, para las más de treinta personas que vivían
como inquilinos en esa casa. Pagaba ciento cincuenta al mes,
cuota que no incluía agua y luz, tarifas que se repartían entre
todos, sin importar el consumo individual. Se asentó y comen-
zó a buscar trabajo. Pasó un par de semanas saliendo temprano
y regresando tarde, con las manos vacías y los pies hinchados,
comiendo un solo tiempo para ahorrar los pocos centavos que
tenía y que cada vez se iban haciendo menos.
Al fin, logró que la aceptaran en una maquiladora porque
estaban contratando urgentemente operarios sin experiencia;
ofrecían pagar el salario mínimo y las prestaciones de ley; el
horario de trabajo empezaba a las siete de la mañana y termi-
naba a las seis de la tarde, si habían cumplido la cuota.
Se presentó a su primer día de trabajo minutos antes de la
hora indicada. La dejaron entrar. Unos hombres le hicieron
formarse en una fila junto con otros empleados; el capataz le
asignó un lugar y una tarea. Le indicó que ésta consistía en
pegar a los zapatos los ojetes de metal, por donde pasan las
correas. Cuatro por zapato, sesenta pares diarios: la cuota. No
tenía posibilidad de equivocarse: si echaba a perder uno sólo
de los ojetes tendría que pagarlo; si lo pegaba mal y echaba a
perder la pieza, tendría que pagarla íntegra. Así era la cosa, así
que valía más hacerlo con cuidado y paciencia, con exactitud y
precisión. Le indicó que tenía veinticinco minutos al mediodía
para almorzar e ir al baño, que no tendría tiempo para refac-
cionar y no habría ningún descanso hasta terminar la cuota.
Así, el capataz fue explicándole una a una en qué consistía
su trabajo. Cuando hubo terminado, salió del recinto, echán-
dole llave. Advirtió que no volvería sino hasta que fuera hora
de almuerzo y que si alguien sentía necesidad de ir al baño,
tenía que aguantarse hasta entonces.
Trabajó con esmero las cinco horas siguientes, casi sin des-
prender su atención de su labor, sin separarse de la máquina
que tenía que manejar. Básicamente su trabajo consistía en
trabar debidamente el ojete en una especie de clavo, colocar la
pieza a la altura en que éste caía sobre la mesa y sostenerla de
manera fija y tensa para que no fuera a moverse al impacto y
quedara bien la abertura, apuntar y pisar un pedal para que el
artefacto funcionara, cayera el clavo sobre la pieza prensándole
el ojete. El pedal era duro, quizá estaba poco aceitado.
Cuando llegó la hora del almuerzo, se desprendió de su
mesa de trabajo con dificultad, estuvo a punto de caerse. Tenía
las piernas dormidas, los músculos de los hombros engarro-
tados. Llevaba veinte pares de zapatos listos; le hacían falta
cuarenta pares, el resto de la tarde. Al llegar la hora de salida,
no había terminado más que treinta, la mitad de la cuota. El
capataz les dijo que estaba bien por ser el primer día pero que
entonces les pagarían la mitad del jornal por haber hecho sólo
la mitad del trabajo, que comprendieran. Aceptó, no tenía de
otra. Se fue para su cuarto. Le costó caminar; tenía las piernas
hinchadas de golpear el pedal que fijaba el ojete con necesidad
RONALD FLORES (Guatemala)
Una historia cualquiera
50 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
primero, rabia después, hastío por último.
Se presentó al día siguiente a pesar de tener las piernas infla-
madas y un dolor en la espalda baja que la punzaba al doblarse
hacia delante como si se fuese a partir como una rama seca.
Trabajó con esmero, dedicación, pretendió hacerlo con rapi-
dez, para cumplir con la cuota. Fue inútil. No logró más que
los treinta pares otra vez.
Así les sucedió durante su primera semana a los recién con-
tratados. A la siguiente, el capataz les advirtió que tendrían
que realizar un mayor esfuerzo, pues de lo contrario, se verían
obligados a despedirlas, que si no terminaban a la hora de sa-
lida se quedarían hasta cumplir porque no había otra manera
de cumplir con el pedido que tenía la empresa. Además, les
recordó que siempre había que presentarse a las siete de la ma-
ñana en punto, so pena de despido, no importando la hora en
que se retirasen.
Esa noche salió a los dos de la madrugada y minutos. Cami-
nó el trayecto entre la maquila y la casa, a pie, sola, temiendo
cada sombra, sospechando de cada ruido. La mañana siguien-
te, a las siete de la mañana en punto, se presentó en el des-
velo haciéndole lagrimar los ojos, bostezando, sintiendo que
se caía del sueño. Cumplió con su cuota unos minutos antes
que la noche anterior. Toda esa semana, ese fue su horario. La
siguiente, debido a la experiencia y práctica acumuladas, logró
retirarse un poco más temprano: alrededor de la media noche.
Para motivarlas, el capataz les ponía música de los Broncos o
de los Bukis cuando pasaba la “hora de salida” y llegadas la
once, les servían un vaso de atol; además les anunció que ha-
bría una excursión, a cuenta de la empresa, a fin de mes.
Aunque parecía un sueño inalcanzable, convertido en pe-
sadilla, cumplió su primer mes de trabajo. Recibió su primer
salario y lo usó para pagar su cuarto y las deudas que había
contraído, especialmente con su prima, con quien se reunía
los días domingos.
Se realizó la excursión. Montaron a los empleados en dos
buses y se los llevaron a la playa. No conocía el mar y verlo
le produjo una alegría enorme. Estaba emocionada. Se quería
meter al agua y así lo hizo, como lo hubiera hecho en el río de
su pueblo: en sostén y calzón, casi desnuda. Al hacerlo, lució
su piel morena; sus senos redondos y rebosantes debajo del
sostén que le quedaba apretado; sus piernas endurecidas por el
trabajo. Bonita, no era; pero era agraciada y, más que todo, era
joven. Como para pasar el rato, le gustó al capataz, que la veía
de lejos, desde el rancho donde estaba bebiendo.
Para regresar, no montó ninguno de los buses. El capataz le
pidió a su segundo que le dijera que se viniera con ellos, en el
carro de la empresa. Ingenua, temerosa, sin saber por qué, ac-
cedió. Se marcharon sus compañeros, sus compañeras. Ella es-
taba poniéndose su vestido en un rancho cuando el capataz se
le acercó. La tumbó. Le arrancó el sostén, le quitó el calzón. La
agarró de las muñecas. La forzó. No había conocido hombre,
se asustó. Temblaba. Cuando el capataz se le montó encima,
apretó los dientes. Sintió un dolor fuerte, indescriptible. No
supo más de sí y si lo hizo, prefiere no recordar.
Ya en la ciudad, de nuevo en la rutina, cuando terminaba la
jornada, el capataz o su segundo le ofrecían irla a dejar en ca-
rro. No había manera que terminara su cuota antes de las diez,
aunque quisiera salir a la hora, no la dejaban, las puertas tenían
candado. La hacían quedarse ahí, hasta que la terminara. Si
no aceptaba el jalón en carro, la seguían por las calles desola-
das, desiertas. En algún lugar oscuro, la subían a la fuerza, le
hacían lo que se les antojara. La amenazaron, si se quejaba, si
renunciaba, si decía algo... Hubo más excursiones. Pasaron los
meses. Quedó embarazada. La despidieron.
- Por puta - le dijo el capataz mientras le tiraba la puerta de
la maquiladora en la cara.
No quería regresar al pueblo. No tenía ni siquiera los quin-
ce, ya estaba embarazada y no sabía de quién, si del capataz o
de su segundo. Su familia jamás la aceptaría de vuelta así. Tenía
que hacerle frente sola. No había de otra. Se puso triste. Dejó
de comer. Ya no tenía trabajo y con esa panza, le dijeron, no le
iban a contratar en ningún lado. Tenía algún dinero que había
ahorrado. Le serviría para pagar un par de meses de comida y
alquiler, más no.
Se encerró en su cuarto; pasaba el día acostada. A veces, de
la cólera, de la culpa, de lo sucia que se sentía, se golpeaba la
barriga con los puños, se lanzaba en contra de la pared.
De pronto, pasó en el inodoro toda la mañana, sangrando.
Se desmayó. Una de las inquilinas la llevó a la emergencia del
Hospital General. Se quedó internada. A las horas, le informa-
ron que había sufrido una pérdida; para ella, eso era un gozo,
no un sufrimiento.
Fue domingo. Llegó su prima a verla; era día de descanso.
Lloraron. Su prima le contó que se iba a casar y a regresar al
Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA 51
pueblo. Ella le pidió un último favor. Le dijo:
- Si te preguntan por mí, deciles que no me has visto, que
me tragó la ciudad, invéntales una historia cualquiera.
*Tomado de: Ronald Flores. Errar la Noche. Artemis Edinter. Guate-mala, 2000.
EN MAZATENANGO NO HAY ESPECTÁCULO MÁS
bello que el de las mujeres recostadas en los mostradores, con
vestidos a rayas y escotes de acuerdo a los instintos de cada
quien. Pedro José no se perdía una, se fijaba en todas y le entra-
ba la comezón por todo el cuerpo, esa molestia que es tan agra-
dable cuando uno anda paseando por el parque o cuando, ya
alrededor de las seis, se sienta en la grada de entrada de alguna
tienda o miscelánea, para mirar piernas desde abajo en lo que
se va pudiendo, calculándoles por las rodillas el tamaño del ce-
rebro, apostando a lanzar una ficha al aire para ver si resultaba
cara o escudo, hasta que una de ellas llega molestando con que
quiere pasar adelante y hay que dejarla transitar, corriéndonos
apenas lo necesario para que circule pegadita, con los muslos
exudando esos humores tan propios de por aquí. Por lo demás
el paisaje es la techumbre de lámina, un horizonte perpetuo sin
nada más arriba de las copas de los árboles o los alambres de la
iluminación eléctrica.
-Si no existieran ustedes, la gente no vendría a Mazatenan-
go; hasta nos las arreglaríamos para construir otra carretera
para no atravesar la ciudad, evitaríamos el bullicio de los estu-
diantes y los choques con las casas, trataríamos de no queda-
mos sin gasolina por estos lares, por prevención llenaríamos el
tanque en Santa Lucía Cotz viniendo, o en Coatepeque yendo
hacia la capital; y de estar transportándonos en autobús prefe-
riríamos dar la vuelta por tierra fría, sin temor a los cuatreros,
y mareados por las curvas -la empleada de la pensión lo escu-
chaba atenta, incrédula, pensando que todos los hombres son
unos farsantes lengua larga.
-¿Se le ofrece algo más? ¿Qué va a querer?
La empleada de día del hotel ya era mayor de edad, no le
creía a nadie nada y menos aún a los hombres como nosotros
que sólo llegamos por días: «todos hablan idéntico» pensaría
ella, «sobrios o borrachos». Por la cara se le supuso que Pedro
José era medio falso, de ésos que les cantan susurrantes a las
mujeres al oído, que les regalan perfumes y bisutería, y que eso
sí, jamás confunden los nombres de una por otra, cuidadosos e
interesados en no herir el amor propio de sus amigas.
-A ti ya te he mirado en otras ocasiones por aquí, eres de los
que vienen por cosas de señoritas. ¿ Verdad? Cantan, bailan,
juegan con micrófonos y creen ser felices.
Pedro José era así siempre, contento y enredador. Le dio
la vuelta al mostrador, quería apreciarla de cuerpo entero y
comprobar que no tuviera camotes de campesina, para definir
cuál iba a ser el trato según la apariencia, presentes las palabras
de alguien que le había anticipado que la muchacha andaba
en otro planeta, que según se decía apenas tenía un rato libre
se quitaba los zapatos para andar descalza por donde fuera,
incómoda con las hormas de los zapatos, extrañando la cos-
tumbre.
-Antes de seguir platicando dejáme mirar si valés la pena -le
dijo ya agachado para mirar mejor por debajo, a la sombra.
-¡Pendejo! -exclamó ella levantándose el vestido hasta la
cintura para facilitar el levantamiento topográfico.
Le caía mal ese trato, que la anduvieran midiendo como
que si fuera ganado. Era fácil imaginárselo a él a todas horas
en cualquier parte, mirando pasar mujeres unas con las faldas
cortas, blancas, subidas en trancos de zapatos de otra dimen-
sión; riéndose de las que deslizan al pisar cáscaras de banano;
fijándose en mayores que todavía se cuidan, que no se las ha
terminado de comer el clima; sintiendo lástima por las que
se pasean como que si fueran a permanecer vivas toda la vida
y lo supieran con exactitud. En las tiendas a veces hay mesas
pintadas de azul donde acomodarse a mirar desde la ventana
el desfile de mujeres, mientras se aprovecha para tragar cerve-
za por docenas a pique de botella. Todos platican. Las niñas
aparecen a su tiempo en pantaloncitos de caricatura a pavo-
nearse como las mayores, predispuestas a recorrer las calles de
un lado al otro justito cuando les llegue su fecha, adaptadas a
la fatalidad.
-La fiesta de hoy en la noche va a estar espléndida.
MÉNDEZ VIDES (Guatemala)
MUCHACHA SIN NOMBRE
(fragmento)
52 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
-Igual que siempre, la orquesta tocando, músicos soplando
las trompetas para incomodarnos los oídos, y todos los hom-
bres tragándonos con los ojos, inmersos en el alcohol y con
el cigarrote en la boca. Cuando se atreven nos piden un bai-
le, quieren juntar los cachetes, hacen boquitas. Después ni se
acuerdan.
Apachaba un botón en la caja registradora, se volvía, se bus-
caba reflejada en el espejo de la vitrina, sacaba un cuaderno del
mueble y revisaba algunos apuntes. «Lástima que a esta hora
no se vea bien todavía subirla a los cuartos», pensaba Pedro
José. Por otra parte estaba cansado, con el humor apenas para
mirarlas andar mostrándose, enseñando el contoneo, empi-
nándose para identificar a alguien que acaba de cruzar por la
esquina.
-Tú debes pertenecer a las murciélagas, las que hablan y
hablan en contra de los hombres, que se quejan del calor todo
el día, que no están de acuerdo con lo que se gana en los ofi-
cios, pero que apenas andan libres se van a Retalhuleu o Xela y
allí cambian, se visten distinto, caminan mejorcito, se tiñen el
pelo con agua oxigenada y hacen lo que corresponde hasta que
regresan, con la cara de convertidas en otra gente.
Pedro José pensaba en otros asuntos mientras se la iba ima-
ginando adentro del vestido justito, por ejemplo, bañándose
en Tulate, alquilando una calzoneta que le quedaba muy gran-
de y cada vez que llegaban las olas casi se la arrancaban. Allí
podía ser igual que todas, espantar las moscas, soplarse adentro
del escote para sentir el fresco, morirse de la risa.
-Mejor dejame trabajar -suplicó la cajera.
El sabio sabe reconocer que es entonces cuando se ponen
blanditas, cuando cuentan su nombre, explican más o menos
hasta dónde les toca caminar a la salida, de regreso a la casa,
qué árboles quedan cerca, qué puente, qué riíto, dibujando el
mapa en una servilleta para que el afortunado pueda apreciar
bien lo cuidadosa que es al pintarse las uñas, orgullosa porque
no tenía ni un solo padrastro en la ribera de las uñas, a pesar
del calor, ni señas de que se los arrancara con los dientes, no
señor, de ninguna manera, ella usaba tijeras, se bañaba con
jabón de olor y mentía sobre la familia completa. Si Pedro
José la quería llevar a la fiesta esa noche no podría ser, nunca,
pero no estaría mal visto que la invitara a bailar ya adentro,
porque de todos modos ella iba a llegar, igual que todas las
mujeres, porque qué otra cosa se puede hacer en la costa, pero
acompañada por las demás mujeres del barrio, y así debían de
regresar, en grupo completo, a menos que Pedro José se ofre-
ciera voluntariamente para conducirlas a casa, a una por una
en el camión, dejándola a ella de último. «Adiós» se despediría
de la amiga moviendo la mano, guiñándole el ojo. Pedro José
bostezó de aburrimiento, aunque de veras siempre es llamativo
el buen olor, el cuidado de las manos a pesar de hacer de ofi-
cinista, de mesera y de cajera y de organizadora del cambio de
sábanas en aquella cafetería de un hotel en el fin del mundo,
esa notoria pensión a donde llegábamos a dar todos los artistas
en gira porque existían arreglos, compromisos ya hechos entre
la propietaria y las empresas patrocinadoras. Con el tiempo
todos se acostumbran y después hasta se torna cómodo debido
a la ubicación frente a La Terminal, enfrente están los mejores
comedores, próximo al cine, bajo el semáforo venden platani-
nas, con la posibilidad de bajar en la mañana, atravesar la calle
asfaltada y comprar pasta de diente pasada de México de con-
trabando a mejor precio, más grande el tubo, o algunas me-
dicinas. Al mismo Pedro José le encargaban los familiares que
aprovechara el viaje para llevar de vuelta una nueva cubrecama
con dibujos alegres, envases con flores o pájaros, toallas playe-
ras con pinturas de parejas dándose besos en el mar, de las in-
mensas. Pero él prefería sentarse nada más a mirar a las mujeres
que pasan, interesado hasta en las más viejas, las que arrastran
los zapatos pero van rápido, cargando bolsas, encaramándose
en las partes de atrás de los pickups, sintiendo esa comezón
en todo el cuerpo a pesar del desvelo, porque la noche ante-
rior no había dormido casi nada, porque ya había desayunado
y la muchacha del mostrador poco a poco iba suavizando su
horror, bastante porque le encantaba sentir el aroma mezclado
del ron con el café de la mañana. «Huele delicioso» debe haber
pensado, «como que si le doliera todo el cuerpo».
El reloj quedaba sobre su peinado y ya era tarde, casi la hora
del almuerzo y de la siesta: se lo recordó para ver si se animaba
a acompañarlo, a abandonar toda la parafernalia e ir con él a
otra parte, aunque después le pesara o le descontaran el tiempo
en el empleo.
-Si ni siquiera le ha llegado bien el café al estómago...
-¡Qué importa!
Ella no accedió de todas maneras, no era ni «sis» ni «nos»,
sólo se movía siguiendo el ritmo que llevaba dentro, pensando
en el patio de la casa donde habitaba, en el monte, en la pila,
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en las ganas que le estaban entrando de bañarse y quedarse
después tirada, asoleándose sobre las lajas.
Fue entonces cuando aparecí yo viniendo de los cuartos,
con el ánimo revuelto, retumbándome en los oídos el ruido de
los autobuses y las voces de los ayudantes, sin fijarme siquiera
en la muchacha sin nombre. De pura entrada Pedro José me
invitó a que nos fuéramos por allí de almuerzo. Yo miré hacia
la calle y pensé: «éste se trae algo, quiere contarme o pregun-
tarme», y nada más, sin ganas, pero estaba bueno.
-Viste que me resultaste maricón -dijo la empleada a Pedro
José, retándolo para que no se marchara y siguiera acosándola
con las promesas.
Pedro José se carcajeó, le tocó levemente las nalgas para
pedirle perdón y luego me empujó por la espalda para que
nos fuéramos. El sol nos pegó duro en los ojos. Allí, ya entre
el mismo ruido, era diferente. Los camiones pasaban cerca,
con cordeles plásticos amenazando con darnos riendazos a los
que caminábamos descuidados, de goma, muy en la orilla. A
unos cien metros estaba la inspección repentina de guardias
de hacienda y soldados, bajando a la gente de los transportes,
pidiéndoles que mostraran la cédula, comparando a viejos con
fotos de muchachos de no más de dieciocho años, peleándo-
se con los que tocaban la bocina y que por impertinentes se
tenían que ir quedando de último. Mientras mirábamos de
lejos, Pedro José contó las fichas que cargaba y se sorprendió
por lo que le hacía falta. Todavía quedaba un largo recorrido
por tierra fría; de allí viajarían a Quetzaltenango, San Marcos
y Huehuetenango. No le alcanzaría el dinero. Tendríamos que
empezar a invitarlo.
-Vamos a la casa de los seviches.
Me recomendó que de ahora en adelante nos anduviéramos
con mucho tacto, que no dejáramos dinero suelto adentro de
los pantalones en la pensión, porque esa empleada buenísima
le inspiraba mala espina.
-Te apuesto lo que querrás a que esa mujer es ladrona.
«Tiene la facha», pensé, mientras nos fijábamos en el tráfi-
co, «idéntica a su cantante de la otra noche».
*Tomado de: Méndez Vides. Las catacumbas. Magna Terra Editores.
Guatemala, 2001.
54 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
SIEMPRE EVITO ASISTIR A LOS VELORIOS, porque al acercarme al ataúd donde descansa el muerto o al dar mi más sentido pésame a los do-lientes, me entran unas incontrolables ganas de reír. Al último velorio al cual asistí fue al del Licenciado Ramiro, que en paz descanse, director general de Inversiones en tiempos de la Junta militar, muer-to en accidente de tránsito hace dos años. Tuvieron que sacarme entre dos primas que me acompañaban porque no podía parar de reír, hasta me oriné al salir de la sala velatoria. Al día siguiente fui a disculpar-me con la viuda, le dije que reía de puros nervios y que en definitiva Don Ramiro estaba ya en mejor vida. No sé si me creyó, pero me pareció que no le había dado mayor importancia a mi falta de respeto con la familia, a lo mejor la que había pasado a me-jor vida era ella.
La segunda vez me sucedió cuando tu Mamá... me había jurado a mí misma que no volvería a suce-der, pero fue imposible contener mi fatal risa cuan-do ella murió... este día tampoco puedo hacerlo.
Hace dos años, después de las elecciones internas, como a eso de la siete de la mañana, cuando avisa-ron que tu madre había fallecido de un sorpresivo ataque al corazón, te pusiste pálido y saliste rápida-mente hacia la casa de tu madre. Yo no pude acom-pañarte, pues no tenía con quién dejar a los niños que aún dormían, ¿ recuerdas?
A las dos horas llamaste indicándome la dirección de la funeraria donde preparaban a la difunta. Esta-ba en tremendo aprieto ¿cómo no asistir al velorio de mi suegra? Me entró un cosquilleo en el pecho, asomándose la risa a mi garganta.
Una vecina se hizo cargo de los niños; saqué mi único vestido negro, era un vestido de fiesta, recién estrenado en la celebración del triunfo del partido. Me puse un saco encima para que no se le notaran las pelotitas brillantes y el escote de la espalda. A medida que me iba vistiendo pensaba en la forma en que podría disimular la risa, cosa difícil ya que mis experiencias anteriores resultaron sumamente desastrosas.
Me coloqué unas gafas gigantes y un sombrero de ala ancha que ojalá me ocultara toda la cara y salí hacia la funeraria.
Cuando entré, todas mis cuñadas lloraban enci-ma de ti, su único hermano varón. Luego empeza-ron a llegar todos los parientes, amigos cercanos de la familia, correligionarios, hasta el diputado por el departamento hizo acto de presencia robándose las miradas de los presentes y hasta solícita y compun-gida atención. En medio del dramático escenario, la risa se iba apoderando de mí, saqué un pañuelo, lo pasé por los ojos para que mi agitación pudiera pasar como un estertor doloroso más.
Cuando el ambiente empezó a serenarse y a car-garse del silencio y dramatismo de velorio, llenándo-se el ambiente de susurros lastimeros sobre lo buena gente que era la muerta y los comentarios sobre la vida ajena, se me hizo más complicada la estadía en el lugar. Disimulaba yendo de un lado a otro con el pretexto de buscar una pastilla para alguien o a llamar por teléfono y preguntar por los niños. Me atragantaba con los panecillos, café, vinos y galletas que tan finamente servían los empleados de la fune-raria, pero era imposible contro1arme, tenía todos los síntomas que me indicaban que estaba a punto de llegar a los momentos más intensos de mi proble-ma de risa en los velorios.
Entré a los baños a desahogarme un rato, me reí tanto que hasta las mandíbulas me dolían por apretadas para ahogar el ruido de mi propia risa y como dicen que de la risa al llanto hay un solo paso, cuando tu hermana mayor entró demacrada y me vio en ese estado, me abrazó y dijo que no tenía por
ROCÍO TÁBORA (Honduras)
Difunta labiosrojos
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qué esconderme para llorar y que no se imaginaba que yo quisiera tanto a su madre como para estar tan descompuesta.
Al momento del entierro temblaba al par tuyo, no ibas a perdonarme ni un leve asomo de risa en ese duro momento, tu creías distinguir mis llantos de mis risas. Hice un esfuerzo supremo por conte-nerme, el Padre bendijo por última vez los restos de tu madre, todo se agitó alrededor, un llanto intenso se extendió entre los asistentes, la risa se me salía de las gafas negras y para colmo un golpe de viento me botó el sombrero. La tierra sonó seca sobre el ataúd y yo caí al suelo contorsionándome del llanto.... lo juro, estaba llorando, no estaba riéndome. Pero la gente y sobre todo tú que conocías mi problema no me lo creíste nunca, para ustedes era un real y since-ro ataque de risa contenida, pero lo juro, esta vez no me reí, lloraba anticipando mi propia muerte, esa que me empeñaba en mirar con disimulo, mientras terminaba de esparcirse por mis venas.
Después del entierro de tu madre todo aconteció
muy rápido, nos divorciamos, te llevaste los niños y yo me fui quedando en aquella cama hasta llegar a la etapa final cuando tuvieron que sacarme de la casa para traerme hasta este sitio habitado por mo-ribundas.
Supe cuando ingresé a este sitio que sólo saldría sin vida y que hasta entonces tú no me volverías a ver. Por eso hice prometer a mi hermana, que al mo-rir pintara mis labios de rojo intenso. A ti te gusta el rojo más por razones políticas que por otra cosa, porque puesto en mi boca te parecía un color im-púdico.
Hoy por fin te veo de cerca, te has superado, vi-niste rodeado de seguidores, como si este fuera un asunto de campaña... algo te pasa... te veías tan bien hasta hace unos segundos, observándome callado a través del vidrio, como a punto de exclamar uno de tus honorables discursos...
Hasta te sostienen entre dos, estás tan pálido y to-dos tan pendientes de tu rostro,... lo sé, es por culpa de esta boca roja que sonríe inevitable en los velorios y que juraste no volver a soportar.
* Tomado de: Rocío Tábora. Guardarropa. Tegucigalpa, Honduras, 2001
56 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
ba por la puerta de enfrente y caminaba por la sala; subía las escaleras y enfilaba hacia una alcoba. Víctor pudo observarse durmiendo, mientras René se acer-caba a la cama y sigiloso, temiendo importunarlo, le tocaba el pie para despertarlo.
Fue en ese momento en que sintió disminuir bruscamente la temperatura de su piel, como si un viento gélido lo golpeara. Despertó y miró hacia el extremo de la cama. Ahí vio a René, en la misma po-sición que lo había soñado. Vio su mano como una mancha borrosa; la recordaba pálida, sin brillo.
Víctor se encogió cerca de la cabecera, contrajo sus piernas y se escudó en la delgada sábana. Quiso gritar, pero no pudo. Su cuerpo temblaba. Transcu-rrieron algunos segundos antes de que pudiera arti-cular unas palabras.
-¿Qué hacés aquí? -preguntó en un susurro. -Necesito tu ayuda -respondió René. -¿Qué querés? -dijo Víctor; su voz aún era muy
frágil. Su corazón latía muy rápido y sus manos su-daban en abundancia.
-Quiero que me hagás un favor. Necesito escon-derme en tu casa unos días -calló, se sentó en la cama y prosiguió-. Alguien quiso matarme el mes pasado, esos pistoleros tenían órdenes de asesinarme y lo disfrazaron como un intento de robo.
René comenzó a enumerar una serie de razones por las cuales creía que un hipotético enemigo suyo pretendía eliminarlo. Recordó que ejerciendo su profesión de abogado había conocido gente de la peor calaña; algunos de ellos habían jurado matarlo. La mañana del incidente, vio en el retrovisor de su carro el pickup de modelo reciente que se aproximó rápidamente por su izquierda y le cerró el paso en una callejuela. Un hombre fornido salió del vehí-culo por la puerta del conductor y otro, más bajo y delgado, por la del pasajero; lo encañonaron con escopetas y le gritaron que se bajara.
-Yo no les hice caso, traté de retroceder; ellos se dieron cuenta. Después escuché los disparos -se tomó por los hombros, estremeciéndose-. Eso es lo último que recuerdo con claridad, todo lo demás es
VÍCTOR DORMÍA DESNUDO. HACÍA FRÍO; se revolvía en la cama bajo las sábanas. Sus pupilas saltaban nerviosas, su respiración era agitada. Tenía una pesadilla, la misma que lo había estado acosan-do desde el mes anterior. Era perseguido por una jauría de perros en un parque solitario, tenebro-so; corría entre los árboles. Aspiraba bocanadas de aire frío que herían su pecho inerme. Los perros se acercaban cada vez más, podía escuchar sus jadeos ansiosos. El sueño terminaba siempre de la misma manera: encontraba una pared de proporciones in-finitas que le impedía el paso; daba media vuelta, con el tiempo necesario para ver las fauces grotescas, los ojos demoníacos y las narices húmedas que lo habían rastreado hasta darle alcance. Sentía cómo lo despedazaban, arrancándole el corazón. Eso era lo último que recordaba; despertaba sudoroso, pren-dido en fiebre, gritando. Corría hacia la ducha para aliviar el calor que lo abrasaba; se tiraba en el suelo y dejaba que el agua lo envolviera hasta que lentamen-te sus miedos se disipaban. Sus pesadillas habían comenzado unos días después del asalto que había sufrido René, su amigo de muchos años. Se resistió a los ladrones y éstos le encajaron tres balazos en el pecho y el cuello. Víctor temía correr la misma suerte; su salud empezaba a deteriorarse, no lograba concentrarse en el trabajo a causa del cansancio.
Esa noche, que no difería de otras en las que ha-bía sufrido la persecución en sus sueños, regresó a su alcoba y buscó una toalla. Secó su cuerpo y retornó a la cama, temiendo que se presentaran nuevamente los cazadores rabiosos. Se quedó dormido en un par de minutos. Media hora después tuvo otro sueño; en él reconoció su casa, entre neblinas. René entra-
SALVADOR C ANJURA (El Salvador)
El huésped
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muy vago. ¿Qué más recordás de esos días? -preguntó Víctor.
Su temor se iba diluyendo. –Creo ver una camilla en que me transportaban,
bolsas con sangre para una transfusión, un largo pa-sillo de hospital, luces de neón. Escucho una máqui-na que indicaba mis latidos -se levantó de la cama y fue hacia la ventana, miró a través de ella. Había un apagón en la ciudad, muy pocas zonas lucían ilu-minadas-. Todo es muy confuso. La cabeza me da vueltas cuando me esfuerzo.
No supo cuándo salió de la crisis; vio a sus fami-liares rodeándolo, tomando sus manos, orando. Lo demás estaba oculto en un velo impenetrable por el que no lograba atisbar. Quizá no le agradaría saber lo que encontraría.
-Vengo porque sé que sos mi amigo -dijo René, dio media vuelta y empezó a pasearse por la habita-ción, con las manos entrelazadas a su espalda.
Víctor encendió la luz, saliendo del estado de pá-nico en que lo había sumido la inesperada visita. Se sentó y buscó algunas ropas en una gaveta del mueble de su cabecera; se vistió. Su respiración fue haciéndose menos agitada. Clavó la mirada en el suelo.
-¿Por qué me buscaste a mí? -dudó un poco an-tes de hablar- No es que no te quiera ayudar, pero me extraña que no hayás acudido a algún pariente tuyo.
-¡Qué sé yo, loco! -dijo René, parándose frente a Víctor-. Sólo se me ocurrió.
Se habían conocido en la adolescencia, acudieron al mismo colegio, fueron compañeros de aula. Co-incidieron nuevamente en la universidad, tomaron algunos cursos en común. Siempre que podían se reunían en la cafetería para platicar. Así fue cimen-tándose una amistad que los había unido hasta mu-cho tiempo después que se convirtieran en profe-sionales.
-No me has respondido -dijo René, luego que Víctor se quedara pensativo por unos segundos– ¿Puedo quedarme en tu casa unos días?
-Sí... No hay problema... Quedate cuanto tiempo querás -dijo Víctor, distraído. Esa noche le habría concedido cualquier favor que le pidiera.
-Gracias -sonrió, después miró hacia la puerta-, ahora dormí, yo voy a quedarme leyendo.
Víctor volvió a acostarse y apagó la luz del dor-mitorio. Escuchó a su amigo bajar las escaleras y en-trar al estudio. Le sorprendió que quisiera matar el tiempo con la lectura, nunca fue un gran aficionado a ella. Siguió pendiente de los sonidos que prove-nían del primer piso; poco a poco fue quedándose dormido. Por la mañana bajó a desayunar, sin lograr zafarse de la modorra. Entró al estudio y descubrió a René sentado en el suelo, con un grueso libro de historia a sus pies. Muchos ejemplares más, concer-nientes a diversos temas, yacían regados en el piso.
-Es increíble lo que me he perdido estos años -dijo René, sin despegar la vista de los libros-. Temís-tocles fue un genio al convencer a los persas para que le dieran asilo.
-Algo he escuchado -dijo Víctor, frotándose los ojos y estirándose para desperezarse.
-Es fascinante -añadió René. Poco tiempo después Víctor se dirigió al trabajo.
Mientras conducía el carro pensaba en su huésped. Su entrada imprevista aún lo tenía impactado. Ese día no logró apartarlo de sus cavilaciones por más de dos minutos. Era una situación bastante delicada, no sabía cómo terminaría el embrollo en que René lo había inmiscuido. Hizo unas llamadas telefónicas e indagó que la policía había descartado todo móvil del percance que no fuera el hurto. Estaban tras la pista de una banda de ladrones que se mantenían en el área en que se originó la balacera; su modus operandi había sido identificado y no dudaban que los capturarían de un momento a otro. Visitó a la esposa de René, ella no pudo confirmar si éste había sufrido amenazas en los días anteriores al asalto.
-Prefiero que la policía se haga cargo del asunto -dijo ella. Sus ojos estaban a punto de romper en llanto-, ya tengo muchas preocupaciones, no nece-sito otras.
58 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
-¿No has recibido alguna llamada anónima? -pre-guntó Víctor. Quiso hacerlo con un poco de tacto, pero sus palabras fueron demasiado directas.
-No, ninguna -contestó ella. Se acercó a una mesa y tomó un cenicero de cristal; estaba tan nerviosa que, sin advertirlo, lo limpió con sus dedos. Por la noche, Víctor volvió a casa y encontró a René en pe-numbras, escuchando en la sala un disco de música andina a un volumen muy bajo.
-Es curioso -dijo René, sentado cerca del aparato de sonido. Su pierna se balanceaba al compás de la melodía, tenía los ojos cerrados. No parecía que le molestara la luz recién encendida-, antes no había tenido deseos de escuchar esta música; me parecía aburrida. Ahora siento que me relaja.
-¿Cuánto tiempo tenés de estarla oyendo? -No sé, quizá dos horas. Pasé leyendo toda la ma-
ñana. Después estuve en el jardín, mirando las flores -abrió los ojos y observó a su anfitrión–. ¿Por qué nunca has comprado un televisor?
-Nunca he tenido paciencia para sentarme fren-te a él -dijo Víctor. Se encogió de hombros-, pre-fiero hacer otras cosas: visitar a los amigos, leer una
revista. No sé. -Quizás es mejor así -añadió René. Se su-
mergió de nuevo a escuchar el disco, tara-reando las notas de la zampoña.
Durante las siguientes semanas, sus con-versaciones giraban en torno a los progresos de la investigación. Víctor salía a trabajar y reservaba algún tiempo para hacer averigua-ciones en los juzgados o en los periódicos. Deseaba estar al corriente de cualquier nue-va pista en el caso del asalto a René. Éste, mientras tanto, se entretenía en la biblioteca de su amigo; escuchaba sus discos con unos audífonos o se sentaba en la sala a mirar las pinturas y el mobiliario. De vez en cuando tenía el deseo de llamar a casa de su familia para preguntar cómo estaban todos, aunque nunca tuvo el valor para hacerlo -tal vez fue sólo el temor a que los teléfonos estuviesen
intervenidos-. A veces subía a los dormitorios y pa-saba revista a las camas, armarios y gabinetes. No salió de la vivienda un sólo día; temía comprometer su seguridad y la de su anfitrión. Corría las cortinas y eludía permanecer mucho tiempo cerca de las ven-tanas. Por la noche Víctor lo encontraba a oscuras, esperándolo para encender las luces.
-No ha habido nada nuevo en tu caso -dijo Víctor una noche. Se sentó frente a él y se frotó las manos. Tenía frío.
-¿Qué cuenta la policía? -preguntó René. -No mucho, dicen que van a seguir investigando. Callaron. No sabían qué decir. Escucharon el me-
canismo del reloj de pared, su marcha paciente. -¿Has leído los diarios? -preguntó Víctor. Sentía
que debía decir algo, cualquier cosa. -Para nada –contestó René. Se recostó en la silla
con fastidio, subió los pies en una mesa vecina–. Ya no tengo interés en saber cómo se siguen jodiendo la vida todos. Mejor que no tengás televisor.
-Sí -dijo Víctor, sin mirarlo a los ojos-, es mejor. Charlaron hasta la medianoche. Luego Víctor fue
a su dormitorio y René se encerró en el estudio para
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leer. En la madrugada, Víctor sufrió una nueva pesa-dilla. Desde que su amigo se hospedaba con él había finalizado la tortura con la jauría; ahora entraba en un teatro repleto de espectadores. El escenario es-taba iluminado por un sólo reflector que delataba una silla y una guitarra acústica. Sus vecinos eran desconocidos, hombres y mujeres de diversas eda-des, vestidos de gala; guardaban un silencio riguro-so. Estaba sentado en la última fila de la primera planta, tal vez había llegado tarde. Súbitamente, otro reflec-tor se encendió. La luz blanca de éste se movió al extremo de-recho del tablado y acompañó en su recorrido hasta el centro a un hombre joven, que vestía un traje oscuro, elegante. Tenía una larga cabellera negra que le llegaba a la cintura. Saludó al público y se sentó; tomó la gui-tarra y empezó a afinarla mien-tras la gente aplaudía. Víctor se dio cuenta de ello porque veía el movimiento de cientos de manos, repitiendo dicha secuencia durante varios segundos; pero no pudo escuchar el sonido que debería acom-pañarlo -de hecho, no oía nada–. Observó al hombre de cabellera larga comenzar su interpretación. Las notas musicales no llegaban a sus oídos, se levan-tó de su asiento y caminó por el pasillo central. Se detuvo en la primera fila, su sordera persistía. Miró hacia atrás y se dio cuenta que nadie le reprochaba su conducta, era como si no existiera. Empezó a ha-blar, luego a gritarles, no pudo escuchar su propia voz. Se llevó las manos a la garganta; volvió a ver al guitarrista, quien continuaba su concierto mientras los espectadores disfrutaban con su pericia. Víctor quiso subir al escenario, no advirtió un foso y cayó adentro de él.
Justo en ese momento despertó, sobresaltado. Víctor se levantó y caminó hacia las escaleras;
bajó al primer piso, no quiso continuar más allá del
primer escalón. Desde allí miró la rendija bajo la puerta del estudio: estaba iluminada. Su amigo con-tinuaba leyendo, o quizá sólo reposaba. Días antes, René le había confesado que le temía mucho a la oscuridad. Sus horas más angustiosas eran las que transcurrían entre el ocaso y la vuelta de Víctor a casa, mientras permanecía con las luces apagadas por temor a levantar alguna sospecha. Por eso le ro-gaba que volviese temprano, para no tener que pur-
gar durante mucho tiempo entre las tinieblas.
Víctor recibió una llamada telefónica un sábado por la tarde, era la madre de René. Le informó que habían cap-turado a uno de los implica-dos en el asalto, ella le pidió que llegara a su casa para dar-le más detalles.
-Voy a salir -dijo Víctor al colgar el auricular-, regreso en un par de horas.
-¿Quién era? -preguntó René.
-Tu mamá. Dice que ya atraparon a uno de los que te disparó.
Víctor volvió con René dos horas y media des-pués. En el trayecto de regreso ideó lo que debía de-cir a su amigo. Entró pensativo a la sala, olvidó por completo lo que había planeado, le pareció comple-tamente inverosímil. Decidió ser lo más espontáneo que pudiese.
-¿Qué pasó? -preguntó René, ansioso-. ¿Qué te dijeron?
–Que agarraron a uno. Al otro lo mataron. Comenzó el relato sin alterar una palabra, tal y
como le había sido confiado: los ladrones habían tratado de asaltar a una persona que conducía un vehículo de lujo, no muy lejos del sitio donde había sido interceptado René; lo tenían cercado cuando una patrulla de la policía los sorprendió. Se origi-nó una persecución escandalosa que finalizó varios
Jerry Uelsmann, Sin título, 1971
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minutos después; alcanzaron el pickup de los asal-tantes y se armó una balacera en la que murió uno de los fugitivos. El otro, malherido, se entregó a las autoridades. Faltaban por realizarse las pruebas de balística, pero creían que los análisis comprobarían que las armas eran las mismas que habían utilizado contra René; los calibres coincidían y la forma de efectuar la operación era idéntica.
-Tienen un testigo que vio cuando te disparaban -dijo Víctor, sus palabras eran secas-, ya identificó a los dos hombres. Los primeros interrogatorios no han sido muy profundos, pero no creen que en tu atentado existiera otro móvil fuera del robo.
-Lo más probable es que el caso se cierre dentro de unos días, ¿verdad? -preguntó René, desconsola-do.
Sus manos en la cintura daban la apariencia de aceptar la derrota.
-Sí, sólo faltan algunas averiguaciones, como buscar el sitio donde desmantelaban los carros o alteraban los números del motor.
René escuchó con gran tristeza las palabras de Víctor. Aún se aferraba a la teoría de que hubo una razón oculta para atentar contra su vida. Se sintió defraudado, y al mismo tiempo temeroso de enfren-tarse a la realidad.
-No puede ser -dijo René, después de un instante de reflexión–. No puede ser tan sencillo como ellos dicen. ¡Tiene que haber algo más!
-Están seguros de que eso es todo -dijo Víctor, resignado-. Te digo: están a punto de cerrar tu caso.
-¡No pueden hacerlo! -dijo René, exaltado. Em-pezó a caminar por la sala, mirando hacia el suelo-. Nadie puede asegurar que no tratarán de matarme cuando salga de aquÍ. ¡Tienen que seguir investigan-do!
-No creo que lo hagan -dijo Víctor; caminó tras René, tratando de alcanzarlo-. Ellos creen que se trató de un robo. Y, para ser sinceros, yo también lo creo.
René volvió a verlo; se detuvo. Sus palabras lo enco-lerizaron.
-¡O sea que vos no me creés! -gritó, mirándolo con furia–. ¡Pensás que estoy inventando todo!
-No sé si estás inventando algo -dijo Víctor, vi-siblemente nervioso-. Sólo sé que estás demasiado alterado para pensar con calma.
-¡No jodás! Mejor me voy de aquí y veo qué hago por mi cuenta.
Se dirigió a la puerta con enfado. Víctor lo atajó, interponiéndose en su paso.
-¿Para adónde vas? –dijo Víctor-, ¡no podés salir de aquí!
–¿Y por qué no puedo? -bramó René-. ¿Por qué putas no puedo salir?
Víctor perdió el control. Liberó los temores y du-das que había acumulado durante esas semanas de convivencia con René:
-¡Porque estás muerto! ¿Qué no te das cuenta? ¿Por qué creés que no podés dormir, o comer?
-¿Qué estás diciendo? -vociferó René, trastorna-do.
-¡Te vi morir en el hospital! ¡Fui a tu entierro! -Víctor se echó a llorar–. No sobreviviste más de dos días a los balazos que te dieron. ¡Estás muerto! ¡Todo este tiempo he estado hablando con un fantasma!
Calló, necesitaba aire con urgencia. Las venas de su frente palpitaban. Miró hacia adelante; su amigo estaba desorientado, abrió la boca y no dijo nada. Daba la impresión de que también empezaría a llo-rar; agitó los puños con violencia. Víctor creyó que René iba a lanzarse sobre él para agredirlo, por gri-tarle la verdad a la cara, pero no ocurrió nada de esto. Por el contrario, contempló con asombro cómo la imagen de René iba desvaneciéndose; era como una luz tenue que languidecía apresuradamente. Se pre-guntó si lo que había visto en las últimas semanas había sido una pesadilla. Observó la luz que, confor-me transcurrían los segundos, marchitaba su brillo. Luego quedó el vacío.
*Tomado de: Salvador Canjura. Prohibido vivir. Istmo editores. El Salvador, 2000.
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URIEL QUESADA (Costa Rica)
Te hemos traído el mar
HACE DIEZ AÑOS QUE NO VOY AL MAR. Tengo tantos deseos de verlo que esta mañana le rogué a mamá hasta hacerla romper en llanto. Lo recuerdo muy bien, a pesar del tiempo y de lo pe-queño que era cuando lo conocí. Casi percibo su movimiento acompasado, el sonido como si estu-viera masticando la arena, los botes a lo lejos sube y baja sobre la grupa de las olas.
Tenía seis años en aquel entonces; fue la primera vez que lo vi, y papá me prometió regresar los ve-ranos siguientes sin cumplirlo. Luego vinieron los dolores, las jaquecas, el día de octubre cuando por primera vez no pude sostenerme en pie. Estos abu-rridos y largos años en cama ocupados en inventar y creer promesas que, como la de regresar a la playa, nunca serán realidad. Recuerdo una a una las más importantes: primero curarme, después la maestra para completar mis estudios, la silla de ruedas para salir a la calle, el sillón largo para que no estuviera siempre en la cama, los libros con dibujos grandes, el radio portátil. Pronto me ofrecerán un sacerdote para ponerme en paz con Dios y sé que no lo trae-rán. ¿Alguien con tanto tiempo alejado del mundo, preso sin culpa, sin oportunidad de escapar de un cuar-to viejo, qué daño o mal pudo causar a nadie?
Sin embargo no debo ser malagradecido, algo me han dado sacrificándose en su pobreza para hacer soportable mi invalidez. Convencidos de la inefi-ciencia de la Seguridad Social, pagaron un par de consultas privadas a un neurólogo, con la esperanza de que el diagnóstico estuviera errado. Oí cuando el doctor les dijo que lo único por hacer era esperar y pedir un milagro al Señor. Respiré más tranquilo, el doctor se despidió diciendo que no regresaría, así no tuvieron que admitir que no tenían plata para
continuar el tratamiento.También me han comprado algunos caprichos
inservibles para mí: unos anteojos oscuros, una bola de baloncesto, un par de latas de melocotones y un turrón importado de España. A cambio les recibí una Biblia, los dejé que me llevaran a los actos de Semana Santa y a hacer una promesa a la Virgen.
Los santos no nos han escuchado, ni Dios. Mi familia se ha empobrecido más de lo que estaba y todos se han privado de muchas cosas por alegrar mi lenta agonía.
Sofi y Lalo trabajan, Cuyo quiere abandonar la escuela para seguirlos. Papá toma mucho más ahora y en algunas ocasiones lo he escuchado decir que es por mí. Mamá ya no necesita llorar tanto como antes. Sus ojos se han hundido y hasta sus sonrisas tienen una amarga impaciencia y resignación: tal vez fue lo único que Dios nos concedió.
Ya no leo la Biblia, ni siquiera la parte de Lázaro ni la del ciego ni la del endemoniado; sólo quiero morirme. Sé que voy a morirme, ellos no me lo han dicho pero lo sé. Se siente en la casa, se ve en sus ges-tos, en sus susurros. Llevo tantos años sufriendo que ya me acostumbré al dolor, no necesito las pastillas ni los jarabes. Hace meses que no los tomo, tiro los remedios por las hendiduras del piso para que crean que sigo el tratamiento. No me engaño, lo que de-seo es morirme. Sonrío, no me quejo, los complazco con mi entusiasmo piadoso, pero ya no me queda ninguna esperanza, sólo estoy seguro de morir y lo deseo pronto, hoy, ahora mismo.
Como una última ilusión, me encantaría ver el mar. Durante el sueño entró en mí ese anhelo, ese imposible, esa burla, porque cualquiera, menos yo, puede llegar al mar con sólo dos horas de viaje. Es como un impulso por romper alguno de los muros de estos años. Le rogué a mamá que me llevara hasta que ambos nos separamos llorando. Porque, ¿cómo llegaré allá?, ¿quién estaría dispuesto a la aventura de trasladar a un moribundo desde aquí hasta la costa? ¿De dónde sacarían ellos la plata para llevarme, si tar-daron un mes en comprar los melocotones y tuvieron
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que privar a Cuyo de la cobija que tanto necesitaba?Llegó el mediodía sin que mamá dejara de sollo-
zar, no arregló la casa ni preparó el almuerzo. Los tíos llegaron con papá y mis primos. Al otro lado de la pared los oí discutir antes de que entraran los ma-yores a intentar convencerme, a decirme que pidiera otra cosa. No es solamente cuestión de colones, dijo papá, no aguantarías un viaje tan pesado.
Insistí hasta creer que los conmovía. Se fueron en busca de un carro y todos colaboraron con algo de dinero, pero cuando vino el sopor de la una no se sentía la más remota posibilidad de viaje. Antes de dormirme, los primos pequeños se acercaron para preguntarme si en realidad quería ver el mar. Yo les respondí soñoliento que sí, que era lo más anhelado.
Estoy nuevamente despierto. Mamá ha entrado en el cuarto. Tiene el rostro pálido, una línea amo-ratada alrededor de los ojos. Tiembla.
He vivido lo suficiente para escuchar a mi madre decir un “no” rotundo: no hay automóvil, no hay dinero, no puede viajar en tren, no habrá viaje hoy, pero tal vez mañana. . .
-¿Y si mañana es muy tarde?Mamá se ha ido a llorar de nuevo a la sala y la casa
está silenciosa porque los tíos no quieren entriste-cerse con su llanto.
Quiero ver el mar, repito a voces, quiero ver el mar.Entonces entran los primos pequeños, de nuevo.
Uno se ha quedado en la puerta, vigilando; otro ha abierto la ventana y junto con las niñas arrastran el camastro para que vea el cielo limpio, descubriéndo-
me porque la brisa va entrando. Otros han tomado una sábana hasta tensarla, produciendo un sonido acompasado que conocemos todos los primos. He sentido en mi boca el gusto salado del agua mientras los niños imitan gaviotas o las sirenas de los barcos. Luego, la más pequeña de las primas se me ha acer-cado con una concha que encierro en mis manos y un caracol para poner junto a mi oído. En nombre de todos, ha dicho:
-¿ Ves?, te hemos traído el mar. Ahora, si querés verlo, solamente hay que cerrar los ojos.
* Tomado de: Uriel Quezada. Ese día de los temblores. Costa Rica, 1985.
DORELIA BARAHONA (Costa Rica)
Un Amor Posible
Al animal más bello del mundo.In memoriam
« Suspiro la palmera del ocio en el alma,las sandalias iniciales de la contemplaciónel ungüento de la quimera en la frentebebo del pecado.Mártires lujuriosos me sirven la mesade marea y espumas las aguasde algas y miel los manjaresdoblo la servilleta del deseo sobre las piernas.Dispuesta a palidecer de placer,engullo océanos y el sortilegio de las sombras.Brindo por ti, reconstruyendo mi tesoro en esta tina».
MIRANDA ESCRIBE CON FURIA SOBRE EL cuadernillo, después lo tira y hunde su cabeza de-bajo del agua jabonosa, queda así unos segundos, sintiendo el frío del agua sobre su cuerpo extendido,
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luego se incorpora en un solo movimiento gimnás-tico, toma el paño y se seca frente al espejo. !De qué otra forma podía escribir!, ahora que había cruzado el umbral, ahora que por fin sabía lo que era la pa-sión y que se había dejado llevar por ella hasta las últimas consecuencias, hasta romper la pared con la cabeza cien veces mientras gritaba el nom-bre de Raúl.
Se acerca al espejo y observa su cara, limpia y roja, marcada aún por los besos, rallado el men-tón. Apretó la quijada y deslizó los dedos por su garganta, imaginó a Raúl lamiéndola como la no-che anterior en el hotel, cuando en silencio reco-rrían sus cuerpos mien-tras se decían «siervos de una pasión imposible».
Se viste de prisa mien-tras toma el vaso de jugo de naranja, escoge un ves-tido de flores corto y ligero, el viaje hasta la costa es largo y no había mes del año más caluroso que abril. De modo que sabe que tendrá que sudar minuto a minuto la distancia que la separa de su marido.
Solía conducir rápido, huyendo del propio polvo que dejaba el auto, huyendo de los edificios y los barrios elegantes, de los semáforos y los basureros. Nunca le hizo falta nada de la ciudad, ni el cine, ni las fiestas. Tenía una casa preciosa mecida por las olas, una excelente biblioteca. Tenía a su marido que solía contarle exóticas historias por las noches y tenía a sus caballos, con los que solía desahogar sus tensiones, galopando sobre la arena cuando la marea bajaba.
Después de atravesar los cerros que separan la ciu-dad del campo, se extendía la llanura, donde crecía por encima de la piedra caliza un pasto amarillento
y tristón. Conforme se adentraba en ella, Miranda veía cómo todo empezaba a transformarse; las gran-des palmeras se convertían en mamuts de piedra, la señora y sus hijos en momias pompeyanas, el motoci-clista en estatua de tiza, los pueblos en escenografías
para películas mexicanas de tercera, su carro, en una lata que insistía en caminar deseando que en lugar de ella lo con-dujera Cantinflas. Los rayos de sol eran ahora claves para llegar al par-naso, oculto detrás del nubarrón eternamente amenazante. «Siempre Dios vigila los cemen-terios», pensó, viendo cómo el tanque del agua borboteaba herrumbre y polvo a través de la tapa del motor. Se fijó en el medio centenar de mos-quitos aplastados contra
el vidrio. Bajó la velocidad. Un enorme furgón con cornamenta niquelada le regaló una nueva ración de polvo y grava, ¿para qué cerrar la ventana si ya era parte del mausoleo?, tendría, como de costumbre, que lavarse la cara antes de comer. Ahora una vaca, poseída por Krisna, descansaba en mitad de la calle, la saludó con la mano y se hizo a un lado. Casi de inmediato sintió la ráfaga de viento dejada por dos pick-ups cargados de enormes tablas fosforescentes; luego, un par de rubios y altos mormones, adquisi-ciones recientes del mausoleo, salieron de entre la maleza, cargando su conocido maletín caza-fieles.
Ahora apareció un hombre en bicicleta, hombre color cemento, bicicleta color mármol. Luego Mi-randa ve a una gringa bonita perseguir a un moreno colochudo, «solo le falta el arpón», pensó.
Más adelante cruzó el puente de las banderas rojas, cada bandera un niño que se ha ido entre
Heinz Hajek-Halke, Sin título, 1931-1932
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los huecos.Se detuvo en el palenque acostumbrado, donde
el hombre sin dedos en la mano le sirvió su agua de pipa, todo muy folclórico:
– Un bistec encebollado, papas fritas...– ¿Cómo anda el negocio, macha?– Ahí, ahí vamos, ¿ me consigue un poquito de
jabón para lavarme la cara?– Será del de la cocina, macha.– Ni modo.El bistec encebollado era grande y estaba muerto,
como el perro, como la iguana, como el gato, como la culebra, como el perezoso que empastaba la ca-rretera.
– ¡Vaya por la sombra! – y el hombre se río mien-tras agitaba desde el palenque la mano que parecía un puño.
Miranda sabe que tiene el brazo izquierdo más quemado que el derecho, como los camioneros. Se saluda con ellos « piii, puuu,...».
No hay que dormirse, es la hora fatal, la hora en que se liberan las sombras. Dos focos, dos grandes e incandescentes focos la atraen. Le gustaría besar al trailer con su carro. «Puuu», el sonido transoceánico de la chimenea la despierta. En realidad le gustaría besar a la luna que es como un gran foco en medio de la noche, y a su madre y a su abuela.
Es ya la hora en que las cantinas cortan los limo-nes y echan agua en el ron. También le gustaría ser uno de esos muchachos que ve ir hacia la cantina, dispuesto a embriagarse con la camisa limpia. No la muchacha que se la plancha mientras ve la teleno-vela. Enciende la radio. Ahora se oye con claridad la estación de La Cordillera, Gilberto Hernández le parte el alma. La noche empieza a oler a humo y aceite de palma, tiene delante de ella un auto con placas «rent», lo maneja un hombre de pelo gris y saco oscuro, le sobrepasa, sabe que es Borges y le da miedo. Odia los ataques trascendentales en medio del mausoleo.
Oye un golpe, mira la carretera por el retrovisor,
siente lástima por la tórtola que acaba de chocar contra su puerta. Abre el vidrio y el aire le seca las gotas de sudor sobre los labios, se imagina a San Juan Bautista chupándole el sudor con la boca, di-vino amor.
Dan paso las mecedoras con hombres sin camisa, mujeres amamantando, niños tirándole piedras al auto. Siguen sucios aunque la noche les esconda el polvo de los lagrimales.
Un hombre lleva una iguana colgando del hom-bro. Huele a corvina destazada.
Sabe que después estará el puente y después el estero con sus mierdas flotantes y sus señales de No al Cólera. Ese estero es como la vida, pensó: «lo uno y lo otro, la aceptación y la negación, la posibilidad y la imposibilidad, la prohibición y el pecado». Y de esa prohibición se nutría también ella, visualizó a Raúl, después pensó en su marido.
Allí estaba el derruido arco que daba inicio al puerto, fin del mausoleo.
Siempre hacía lo mismo. Salía de la ciudad y em-pezaba a construir su épica. Sí, necesitaba de una épica con que azotar la inercia de la vida, con que entretener las horas, los hondos vacíos del tránsito. Aunque nunca la escribiera. Era tan sólo un simple juego, y como siempre, el desenlace era el mismo: ¡Qué diablos le faltaba si todo lo tenía! ¿Por qué la ansiedad, si había logrado satisfacer todos sus de-seos? Incluso el que había sentido por Raúl cuando lo vio por primera vez,
- Cariño, te presento a Raúl, va a trabajar con nosotros.
Y cuando siguió viéndolo, cada mañana, con la bandeja y el jugo junto a su cama. Cada mediodía, cuando comía con un apetito voraz, sentado en los escalones de la baranda, sin dejar de ver el mar, mientras contaba historias increíbles y hacia llorar a las muchachas de la limpieza. Al atardecer, cuando metía a los animales en la caballeriza hablándoles como si fueran sus hermanos y luego corría hasta el mar cantando viejas rancheras y ella lo oía desde la
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biblioteca y también su marido, que sonreía com-placido sin dejar de leer el periódico y Raúl aparecía de nuevo dos horas después, diciendo que la cena estaba servida, sin verla nunca a los ojos y ella sentía que se le subía la temperatura cuando lo veía cami-nar de espaldas, y después olía a su colonia hasta el pollo y el brandy que compartía con su marido, mientras Raúl le preguntaba:
- Don Elías, ¿cuánto cree que se atrasen las lluvias este año? ¿Usted cree que realmente tendremos un terremoto?, me contaron que hasta Monseñor He-rrera se compró un condominio en Miami.
Le encantaba ir descubriendo su propiedad desde el camino, las bugambilias rojas, los pejivalles, los narcisos.
El portón de hierro, la escalinata.El reino de la Iguana, propiedad enclavada en un
farallón al estilo «Rebeca» y cuyo nombre se debía a la pasión que Don Elías sentía por Ava Gardner, po-seía una casa de cuatro plantas, en cuya última, Mi-randa y sólo Miranda, miraba el mar desde la baran-da, blanca y de estilo art decó. También escribía en cuadernillos azules, mientras observaba de tanto en tanto a Paquirri, el mapache que había adoptado.
– ¿ Qué tal te fue en la ciudad, querida? Cada vez que Elías le hablaba así, no sabía si
odiarlo o sentirse halagada. Era tal la pasión que su marido sentía por las viejas películas, que reprodu-cía todos los «darling» y «charming» posibles a lo largo del día.
– Perfecto, mi amor. Mamá está mejor y mira, (le enseña un paquete) me compré tres pares de sanda-lias, dos blancas y una dorada – Miranda no puede evitar en ese momento recordar a Raúl quitándole con sumo cuidado las sandalias, mientras le besa los dedos de los pies – . Voy a cambiarme, quisiera na-dar un poco, estoy entumecida.
– Cuando vuelvas te invito a un aperitivo en la terraza.
– De acuerdo.
Y recorrió de nuevo el cuerpo de Raúl con la me-moria mientras nadaba. Su firme y tostada piel, sus dientes de carne de coco, sus ojos amarillos y ses-gados por diminutos rayos verdes. El olor a sudor, canela y espuma de afeitar. Pensó en lo bien que se veía su cuerpo al lado del suyo, tan a la medida. Las piernas entrelazadas, la distancia perfecta entre las bocas y los sexos. Una cadencia conocida, un pene erguido que la penetraba hasta no dejar una burbuja de aire al vacío y que ella recibía como si en su va-gina el agua tibia estuviera ya lista para curarle de todos los males, para hervir media docena de bibe-rones y limpiar las armas de dos mil años de hom-bres al pie de la batalla. Después, durante dos horas fueron uno solo, deshidratados, de la cama pasaban a la silla, al suelo, al baño. De nuevo a la cama, hasta que los moretones y el cansancio les hicieron recor-dar que ella se llamaba Miranda y él Raúl, y que no se pertenecían.
Sabía que el muchacho llegaría al día siguiente. Le había pedido permiso a Elías para ir a ver a su familia.
Tendría tiempo para pensar. ¿Hasta cuándo du-raría aquella situación? ¿Seguiría actuando de ma-nera tan irracional? ¿Era realmente irracional todo aquello? ¿Qué significaba para ella?, ¿un juego?, ¿un desgarramiento? ¿Era eso lo que buscaba? ¿A quién amaba?, ¿a Elías?, ¿a Raúl? ¿o a sí misma por ser la dueña de dos pasiones, por ser la única en saberlo? ¿A ella, sabiéndose en la cama con dos hombres, ha-ciéndolos gemir hasta que del hombre no quedaban más rasgos que los años, todo lo demás era un niño que gritaba y deseaba? ¿Era eso lo que quería?, po-seer los sentimientos, los miedos, los cuerpos, o sim-plemente amar con la despreocupación de un siglo que se iba.
Se tomó la piña colada de un sorbo y pidió otra. Su marido le encendió el cigarrillo con su usual cortesía. Sonrió. Realmente eso le gustaba de Elías. Había luchado por alcanzar su sueño y lo había con-
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seguido. Logró que sus personajes e ídolos bajaran a formar parte de su vida. Ella jamás podría hacer eso, se sabía con demasiados prejuicios para hacerlo. En cambio Elías se dedicó a construir su castillo, y parte de éste era ella.
Por eso había decidido que, precisamente ella, tenía que ser su esposa. Por su parecido con la se-ñora Gardner, parecido que ella reconocía ante el espejo, y por ser, además, silenciosa, y estar siempre dispuesta para el amor.
Miranda recuerda el día que Elías llegó a su de-partamento con una sortija y unas llaves. «Las llaves de mi reino para la reina», le había dicho, y ella las tomó, hechizada por el discurso de aquel hombre casi genial que de seguro llenaría su vida de imagina-ción y confort. Porque, como a Elías, le encantaban las cosas lindas, y era capaz de verlo recorrer durante horas con un dedo los mapamundis que tenía en la biblioteca, buscando un nombre para ponerle a un nuevo caballo, y porque se regocijaba con su cuerpo grande y pesado, inclinado sobre el papel, mientras las canas crecían entre su pelo negro y ella recordaba su respiración de animal después que hacían el amor y caía rendido y ella cerraba los ojos e imaginaba, sobre su pecho, que era un calamar gigante del Mar Egeo .
– Hoy se ha puesto el sol más tarde, dijo Elías, sa-cándola de sus recuerdos, mira, son las seis y media y aún no se ha hundido del todo entre el agua.
– «Suspiro la palmera del ocio en el alma (Mi-randa empieza a declamar lentamente), las sanda-lias iniciales de la contemplación, el ungüento de la quimera en la frente, vivo del pecado...» ¿Te gusta?, lo escribí hoy en la mañana– le pregunta sin verlo. Mira, al igual que Elías, el mar.
– Me preocupa... piensas demasiado.– ¿Tú no?– Creo que dejé de pensar cuando tenía tu edad.– ¿Y ahora?
– Ahora vivo. Elías mece el licor de la copa, Miranda fuma.
Cenaron en silencio y subieron casi de inmediato a sus habitaciones.
Elías había decidido que tuvieran dormitorios se-parados, en parte por su amor por la década del cin-cuenta, en parte porque consideraba más excitante el juego de policías y ladrones que establecían entre las puertas y el pasillo.
Esa noche fue Miranda la que tocó la puerta de Elías. No quería dormir sola. Sentía unas ganas te-rribles de sentir de cerca el cuerpo de su marido, de oír su respiración y alejar con su olor una sensación de pérdida que había empezado a sentir desde que puso los pies en la casa.
Alzó la sábana y se deslizó junto a Elías en silen-cio.
– Vivamos, Miranda, vivamos – le dijo suave-mente Elías al tiempo que se volteaba y la tomaba en sus brazos, como seguro estudió que Clark Gable lo hacía y no en balde, porque esa forma de abrazar la hacia olvidar todo, y probablemente fue lo que es-tuvo haciendo durante los diez años de matrimonio. Olvidando su pasado, su futuro. Refugiándose en un paraíso que, ahora se daba cuenta, nunca fue del todo suyo. Elías se lo concedía, se lo prestaba.
Ella era en realidad sólo una parte del elenco, y así había vivido. Disfrutando del aire salobre, de la música de jazz, de las miradas lentas y seductoras que le lanzaba su marido durante las comidas, de la ropa interior de seda que le compraba Elías para ponérsela y quitársela como a una muñeca, mientras le hacía el amor en su cuarto, lleno de espejos, don-de después la bañaba y le lavaba el pelo sin dejar de mirarla a los ojos, introduciéndose en su alma hasta hacer que desapareciera su triciclo, su mamá empe-ñada en hacerla caminar y su osito de peluche.
Y allí estaba, de nuevo dejándose desnudar una
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vez más por Elías, deseando, más bien, que la po-seyera como la noche anterior lo había hecho Raúl. Quería ahora sentir su semen por encima del de Raúl, como la noche anterior había querido sentir el de Raúl por encima del de Elías.(¿Qué buscaba al seguir ese extraño juego de intercambios?). Quería sentir el peso de su cuerpo mientras le abría las pier-nas y le decía «encanto, ahora vas a saber lo que es bueno»; y después, ya dentro de ella, la alzaba y recorría la habitación con ella enredada en la cintu-ra, mientras la atraía y la alejaba, hasta que ella le decía que quería estar de nuevo en la cama para sentirlo sobre ella. Porque deseaba seguir siendo su víctima. De alguna manera la actriz pagada, la muñequita prostituida. y cuando pensó esto ya no pudo más. Cerró los ojos y un par de embestidas más de Elías le hicieron tener un or-gasmo maravilloso.
Salió del cuarto de Elías deseando un cigarrillo. Subió a la biblioteca y corrió las puertas de vidrio que separaban la mesa y las estanterías, de la terra-za. Se apoyó en la baranda y fumó, observando a la luna, que esa noche no tenía un aspecto muy bon-dadoso.
En realidad ¿por qué quejarse si se sentía plena? Si todas las noches de todas las mujeres fueran como las mías, pensó, se disminuiría en un ochenta por ciento el consumo de somníferos, calmantes y al-cohol. Se quedó mirando el cielo. Luego hizo una reverencia. – Gracias, Venus, por haberme hecho mujer- dijo en voz alta.
La estrella relampaguea, después se esconde.
Miranda se peina en el tocador donde tiene orde-
nados por tamaño sus perfumes y cremas. Se mira y no puede dejar de cuestionarse. ¿Soy inmadura?, sí, soy inmadura. Gozo y soy inmadura. ¿Es realmen-te impostergable esto de la responsabilidad? ¿Qué dirías tú, mamá?, ¿estoy jugando mal? ¿Puedo que-
rerme así a pesar de todo?, porque sabes, me quiero, sí, me quiero mucho (Mi-randa se acerca al espejo). Y disfruto, sí, de todo, pero más de mí.
Y si me preguntas si realmente amo a Elías, te diré que sí y si luego me preguntas si amo a Raúl, también te diré que sí. Pero soy contradictoria y a veces no amo a nadie. Como ahora que soy libre de hacer muecas y estar sola conmigo y este espa-
cio en el que sé que amane-ceré sola, estirando mis brazos hasta tocar los bordes de mi cama, felizmente vacía donde por la mañana me preguntaré: «Buenos días Miranda, ¿tuvo lindos sueños?».
Le gustaba dormir con la cabeza en el lugar de los pies, instintivamente creía que dormir así, con la cabeza en los pies, la educaría. Sometiéndose a algún extraño criterio de realidad, buscaba la tierra, sus orígenes. Algo que la hiciera perder aire y ganar futuro.
Esa noche Miranda soñó con un apartamento pequeño y oscuro. En un cuarto estaba su madre, en bata y desarreglada, esperando ansiosa la hora en que llegaba su amante. El lugar estaba sucio y des-ordenado, la cocina era vieja, con una nevera que escurría herrumbre. El baño olía a orines y su her-mano, aun bebé, lloraba en la cuna. Miranda tam-bién esperaba la llegada del amante de su madre. Era el único momento del día en que su madre se vestía
Jaques Henry Lartigue, Paris, Florette, 1944
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cabeza. – Estás espléndida esta mañana, querida; cual-
quiera diría que eres Ava en persona.– Entonces, ¿lo hice bien? ¿ Te parece que el
atuendo es digno de ella?– Por supuesto, es casi exacto al que usaba en La
Condesa Descalza.– Excelente. Fue la última vez–. Miranda lo mira
sin emoción, con el cansancio que tendría cualquier actor después de haber representado el mismo papel un centenar de veces.
– No te comprendo.– Fue la última función, Elías -. Miranda se dirige
a la escalinata que da al jardín. – ¿Qué quieres decir?, ¿qué haces? – No me llevo nada, ni siquiera mi ropa, como
ves, salgo del escenario vestida como tu favorita. Quizá la misma Ava saldría de la vida de alguno de sus hombres así.
– Pero.. ¿que quieres decir con esto Miranda? – Que como tú, ya no pienso, ahora empiezo a... – Pero esa frase era un juego, no seas niña. No
deberías tomarme tan en serio. – Chao, encanto.– ¡Miranda!– ....grita Elías.Miranda agita la mano de manera cursi y camina
despacio hasta el auto, saca las llaves, los anteojos os-curos. Se los pone con suavidad y enciende el motor, al tiempo que introduce en el tocacassettes «Simply the best» de Tina Turner.
El viaje a la capital es largo, no obstante el camino es seguro. Quedan atrás las palmeras de piedra y las escenografías de películas mexicanas de tercera. Su auto responde bien y hay brisa. Una perfumada y fina brisa que se cuela entre la extensa y verdísima plantación de caña.
* Tomado de: Dorelia Barahona. Noche de bodas. Costa Rica, 1994.
y mostraba una sonrisa. Sabía que irían a comprar pasteles y se los servirían en una gran bandeja frente al televisor y ella se sentaría allí y se los comería uno tras otro, mientras veía a Mister Ed y después a Los Tres Chiflados y luego Perdidos en el Espacio, hasta que su madre y el amante salieran del cuarto.
Pero esa noche el amante no llegó y su madre entonces encendió la radio y con la música hubo un poco más de luz en la habitación. Su hermano entonces dejó de llorar y su mamá por fin lo alzó y con él en los brazos le subió el volumen a la radio y empezó a bailar.
Miranda entonces cruza la pequeña sala y abre la ventana que nunca antes ha abierto. Afuera se ex-tiende una enorme plantación de caña de azúcar. Da un paso afuera y se encuentra en una gran terraza, más grande aún que el apartamento. El piso es de mármol rosa y su baranda, estilo art decó, es blanca. De sus paredes cuelgan grandes espejos con marcos dorados, y allí, de frente al verolís que se mece con el viento, Miranda empieza a bailar, dando tímidas vueltas primero, luego largas rondas que la acercan a los espejos. Ella sonríe ante la imagen de una niña con vestido azul y la saluda con la mano, invitándo-la a bailar. El sueño termina ahí. Miranda bailando con Miranda junto a la baranda.
A las diez de la mañana Raúl toca la puerta. Lleva una bandeja con el jugo de naranja y el periódico. Inicia una sonrisa cuando oye que el llavín da vuel-tas. Miranda le abre por primera vez lista, peinada y vestida ya para salir. Le sonríe y toma el jugo, be-biéndoselo allí mismo, de pie, y de un solo trago.
– ¿Te encuentras bien?- le pregunta Raúl.– Como nunca. Gracias Raúl, el jugo estaba deli-
cioso. En realidad todo estuvo delicioso.Miranda toma un pequeño bolso y baja las es-
caleras. Lleva un vestido azul ceñido y un collar de perlas, medias de seda y sandalias blancas de tacón alto. Encuentra a Elías en la terraza. Inclinado so-bre la mesa, busca alguna palabra en el tomo E de la Enciclopedia Británica. Al oírla, Elías levanta la
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des de comunicar, buscando proteger la utilización del texto escrito, los sonidos, las imágenes fijas y en movimiento en un mundo de apertura, de desregularización y de globalización económica y cultural.
Aunque no se puede afirmar que lo anterior sea válido con la misma inten-sidad para todos los países del mundo, pues los industrializados y los países en desarrollo afrontan, cada cual por su lado, situaciones de índole diferente, si-gue vigente un común denominador en la solución de los problemas en ambos casos: la participación, a veces conflicti-va, a veces armoniosa, del Estado y del Sector Privado del libro en la concepción y puesta en marcha del entorno legal y administrativo que viene a condicionar la vida de las empresas editoriales. El resultado de este diálogo o de este en-frentamiento se materializa en una “una política nacional del libro”.
Las páginas que siguen tratan de di-secar los diversos aspectos de esa relación Estado-Sector del libro a la luz de algunas de las experiencias que han tenido lugar más que todo en el ámbito ibero-ame-ricano, contexto que implica especiales características de unidad linguística y di-ferencias geográficas muy sui-géneris.
Quizás no sobraría aclarar que la for-mulación de una política de desarrollo del Sector editorial supone, además de la voluntad política que la haga posible, la culminación de mil debates de carácter filosófico, histórico y socio-cultural sobre el libro y la lectura que pueden resultar de gran riqueza intelectual. Sin embargo, en gracia a la brevedad, el presente docu-mento los da por conocidos y se limita a tratar de manera esquemática los ele-mentos estructurales de una política del libro y sus posibles manera de ponerla en práctica.
El libro: ¿conflicto de competencias entre el Estado y el sector privado?
En casi todos los países del mundo -y más desde que la globalización de la eco-nomía ha tocado también a los países en desarrollo- la producción y distribución de libros aparece como el resultado de una iniciativa privada y adopta las carac-terísticas propias de una industria simi-lar a las demás industrias denominadas “culturales”, “del conocimiento” o “de la información”.
Lo que distingue una industria cultu-ral de las demás industrias es su natura-leza “híbrida” pues en ella conviven, por una parte, las exigencias de rentabilidad propias de toda industria en el marco de las economías de mercado y, por otra, los aspectos insoslayables inherentes a los “contenidos culturales” de sus productos. Por otra parte y aunque los libros sean el producto de una iniciativa privada, in-dustrial y comercial, el segundo aspecto, el de los contenidos, hace que los gobier-nos, a la luz de sus estrategias educativas y culturales, piensen que lo relativo a la producción y distribución del libro les incumbe de manera directa. La enorme importancia del libro como herramienta insustituible de la alfabetización, como instrumento de la educación en general, justifica este interés. Algunas veces, ani-mado sin duda de las mejores intencio-
INTRODUCCIÓN
La edición de libros, una de las más antiguas y tradicionales indus-trias culturales, ha ido asimilan-
do provechosamente, al hilo de los siglos, los cambios de la evolución industrial. A pesar de ello, al comenzar el siglo XXI, por el momento es una de las que más han acusado el impacto reciente de las nuevas tecnologías de la comunicación y la que con mayor dificultad se ha aco-modado a las nuevas situaciones creadas en el comercio internacional debido a la inclusión de los productos protegidos por la propiedad intelectual dentro de las demás categorías de mercancías.
El texto se ha salido del papel para pasar al soporte electrónico, su difusión internacional se hace cada vez menos a través de los libros, venerables merecedo-res de las preferencias aduaneras, que por los caminos invisibles de la compresión numérica y del ciber-espacio; el editor, cuyo producto era el final de una cadena, se ha convertido en proveedor de mate-ria prima para el multimedia y la propie-dad intelectual -el nervio económico de la edición-, cojea con mucha dificultad detrás de toda esa explosión de facilida-
MisceláneaLas políticas
nacionales del desarrollo editorial
ÁLVARO GARZÓN
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nes, el Estado se vuelve inclusive Editor y produce y distribuye libros didácticos y afines gratuitamente o a bajo precio.
Por su parte, el Sector privado del li-bro preferiría que en vez de convertirse en editor, el Estado tomara una serie de me-didas tendientes a facilitar el desarrollo de la actividad editorial privada. En efec-to, los profesionales del libro encuentran una especial dificultad para navegar entre leyes y disposiciones administrativas con-cebidas para regular la producción y el comercio de otras mercancías diferentes del libro, reglamentos que aplicados a su caso producen con frecuencia distorsio-nes debido a la especificidad del produc-to libro. Una política del libro debería poder armonizar la estrategia educativa y cultural del Estado con el desarrollo industrial del Sector editorial. Pero ello implica, además de la voluntad guberna-mental de hacerlo, el poder definir clara-mente los objetivos de tal política. Para identificarlos, es condición indispensable conocer por dentro la estructura del Sec-tor editorial y establecer un diagnóstico ajustado de las necesidades de cada uno de sus componentes. Sólo un diálogo sincero y bien intencionado entre los dos protagonistas (Estado y sector privado) puede concebir las medidas de fomento del libro y luego cristalizarlas en una le-gislación apropiada.
Objetivos de una política nacional del libro.
El gran objetivo de una política na-cional del libro es lograr que todos los niveles de la sociedad puedan acceder más fácilmente a los libros. Para alcan-zar esta meta es necesario trabajar con la compleja estructura cultural, indus-trial y comercial que media entre el autor y el lector.
De ahí que la formulación de tal po-lítica deba identificar y ordenar una serie de objetivos parciales correspondientes a cada uno de los protagonistas de esa ca-dena, según el contexto de cada país.
De manera general y en el contexto de los países iberoamericanos, esos obje-tivos parciales han sido hasta ahora: 2
• el estímulo a la creación literaria; • la promulgación de leyes de protec-
ción del derecho de autor; • la creación de incentivos fiscales,
crediticios y administrativos para la in-dustria editorial;
• la agilización de la distribución na-cional del libro y de su libre circulación internacional;
• la creación de redes nacionales de bibliotecas;
• la introducción de nuevos métodos de enseñanza de la lectura;
• la formación de recursos humanos en los distintos oficios del libro.
La puesta en marcha de la política nacional del libro implica poder articular todos esos elementos, velar por su armó-nico desarrollo y asegurar su convergen-cia hacia metas previamente estableci-das. La mejor manera de cristalizar esa política eficazmente consiste en reunir todas las medidas preconizadas en un solo cuerpo legal, que suele ser designado como la “ley del libro”.
LA ESTRUCTURA DEL SECTOR EDITORIAL
El primer paso que puede dar el Es-tado hacia la definición de una política es tratar de comprender la estructura del Sector editorial que, a primera vista, presenta una cierta complejidad porque conjuga en su seno la actividad de gran número de disciplinas: el autor, el editor, el impresor, el distribuidor y el librero, el lector y las bibliotecas son las piezas de un complejo mecanismo, especie de vasos comunicantes cuya labor sumada, a pesar de la individualidad de cada uno, hace que el libro pueda existir.
De manera general, la mentalidad, el tipo de actividad y los intereses de cada uno de estos componentes no sólo son distintos sino que con frecuencia son di-
vergentes y hasta opuestos. Ensayemos una especie de « retrato-robot» de cada uno de los elementos de la cadena del libro, a sabiendas que no se pueden dise-car actividades humanas tan ricas y varia-das, anotando de paso que las siguientes características toman muy en cuenta las realidades de los países en desarrollo:
El autor -cuya creación es la verdadera « materia prima» de esta industria- está casi siempre de espaldas a las preocupa-ciones económicas de los otros eslabones de la cadena. Con frecuencia el carácter individual y solitario de la creación no es propicio a la actividad asociativa en defensa de su gremio. A veces ignora la protección que le brinda la legislación de su país en materia de propiedad inte-lectual y sus derechos en el contexto del contrato de edición. Su supervivencia como escritor depende de la fuerza de la infraestructura editorial que lo rodea.
El editor cumple esencialmente tres funciones:
• Decide qué libros se publican ; • Corre con los riesgos financieros
de la edición; • Coordina, como un director de
orquesta, las funciones del autor, traduc-tor, ilustrador, impresor, la promoción y la distribución. Personaje híbrido, espe-cie de centauro, mitad hombre de letras y cultura, mitad hombre de negocios que debe montar problemas de financiamien-to y rentabilidad, su tarea es tan diversi-ficada que el « editor» es cada vez menos una persona y cada vez más un equipo complementario de profesionales. .
El impresor pertenece a un universo diferente. Aunque históricamente el li-bro nació de las manos de los impresores, hoy día con frecuencia la impresión de libros es sólo una parte, a veces pequeña, de la actividad gráfica. En este aspecto de la fabricación industrial del libro es en donde los contrastes entre países indus-trializados y países en desarrollo son más grandes, tributarios éstos últimos de tec-
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nología y materias primas importadas. El distribuidor, el librero cumplen
obviamente la labor de comercializar el libro cuya distribución presenta caracte-rísticas muy particulares. La actividad del distribuidor está ligada a la comercializa-ción de fondos editoriales, ya sea por el canal tradicional de la librería, ya en los llamados espacios no tradicionales que son cada vez más numerosos: kioskos, supermercados, comercios mixtos, ven-tas a través de clubes, por correo, puerta a puerta, etc., cada uno de los cuales con-lleva una logística particular.
El distribuidor, mayorista o librero, debe contar con la lenta amortización del capital y jugar permanentemente con la dualidad del libro (bien cultural y producto manufacturado) ante las admi-nistraciones que regulan permisos de im-portación, la disponibilidad de divisas, las reglamentaciones aduaneras, las tari-fas de correos, y asegurar el transporte de los libros al punto final de venta. Cierta producción editorial, generalmente liga-da a la explotación de un « holding» de comunicación, hace que el libro sólo sea una parte de un «paquete» que incluye material audiovisual, juguetes, « gadgets », gorras y camisetas alusivas al mismo tema, modalidad que reviste desde luego otras características de comercialización. Otro tanto puede decirse de la venta de libros por Internet que supone otra lo-gística (modalidades de promoción, in-cluyendo la puesta provisional del texto integral « on line », operación de transac-ciones comerciales con tarjeta de crédito, etc.)
El lector, las bibliotecas, aunque se mencionan al final de la cadena, son en realidad la razón de ser de todo el pro-ceso que no tendría sentido sin ellos. El trabajo de todos los actores del libro tiene como finalidad el encuentro del texto publicado con el lector. El lector, cuyos hábitos, intereses o necesidades de lectura se averiguan poco, quizás por la
dificultad de realizar costosos estudios de mercado para un producto de consumo tan individual y sujetivo como es el libro y en el marco de una industria en la que -como en la industria farmacéutica- cada producto es diferente y no totalmente sustituíble por otro parecido. El editor, en especial el editor de literatura, ante la carencia de instrumentos científicos e indicadores fiables de mercado, utili-za su intuición, su « olfato» para saber qué tipo de libros, qué contenidos, con cuáles especificaciones formales y a qué precio conviene producir con destino a determinados estratos culturales y eco-nómicos de la sociedad, consumidores potenciales de libros además de la clien-tela habitual de las librerías. En esta área es muy importante el papel que desem-peñan los profesionales de la lectura, des-de los métodos de enseñanza de la lecto-escritura, la formación de los hábitos de lectura en los niños, hasta el tratamiento y clasificación de fondos bibliográficos y su puesta a disposición eficaz a la comu-nidad. De hecho, una biblioteca de servi-cio público, tanto en los países industria-lizados como en los países en desarrollo, es más que un simple servicio de lectura y puede llegar a convertirse en un centro de animación cultural para niños y jóve-nes y, por extensión, para toda la comu-nidad. Hoy día los países en desarrollo están tan preocupados por sus problemas de analfabetismo en cuya eliminación no siempre consideran la explosión audiovi-sual como un aliado, como los industria-lizados con sus problemas de iletrismo o analfabetismo funcional.
*** Sólo si se logra aproximar una lente
de aumento a las características de cada uno de los elementos de esta cadena del libro y a los problemas que afronta cada uno, se podrán apreciar las interacciones que existen entre ellos y comprender me-jor las dinámicas internas que animan al sector editorial. De la observación objeti-
va y respetuosa de las necesidades de cada cual nacerá entonces un diagnóstico de la situación general del sector y sólo enton-ces se podrá pensar en una legislación de fomento sectorial eficaz y acertada.
El diagnóstico y la definición de la política
El diagnóstico servirá para identificar los problemas más protuberante s que aquejan a cada componente del Sector del libro. La situación ideal de la formu-lación de la política se da cuando, me-diante un diálogo entre las autoridades educativas, culturales y económicas del gobierno con los representantes del Sec-tor, las soluciones legales y administrati-vas se vertebran en un solo cuerpo legal o ley orgánica del libro. Esas soluciones corresponden generalmente a las caren-cias endémicas de cada profesión, por ejemplo:
En los países en desarrollo, con fre-cuencia los autores necesitan los estí-mulos a la creación que pueda crear el gobierno y en todos los países es indis-pensable la promulgación de una ley de protección de la propiedad intelectual capaz de combatir eficazmente la pirate-ría y la adhesión a los instrumentos inter-nacionales de protección.
Los editores, por su parte, aspiran a beneficiarse de incentivos fiscales, credi-ticios y administrativos que faciliten el ejercicio de su profesión y a que se adop-ten medidas de fomento a la exporta-ción. Están concientes de la necesidad de implantar el sistema ISBN así como de la utilidad de gestionar colectivamente los derechos reprográficos. Consideran que el Estado debería adoptar una política de textos escolares que le dé trabajo a la edición local (En contraste con los con-cursos para la producción masiva de tex-tos escolares con destino a países en de-sarrollo que se otorgan casi siempre a las multinacionales de la edición. Esas edi-ciones son financiadas con préstamos de entidades internacionales de crédito que
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el país en cuestión debe naturalmente reembolsar. El editor local, en la medida de sus alcances de competitividad, aspira a participar en esa operación que afecta lo que él considera su mercado natural.)
Los impresores, en aquella parte de su actividad relacionada con la impresión de libros, experimentan muchas veces una gran dificultad en satisfacer los requeri-mientos de calidad y precio competitivos debido a los cortos tirajes y, en el caso de los países en desarrollo, a los altos costos arancelarios de la importa-ción de parque gráfico y materias primas. La tendencia observada en algunos países, donde cada organis-mo del Estado considera útil poseer su propia imprenta, no mejora esta situación y sólo una política ade-cuada en la producción del texto escolar podría devolverles a los im-presores nacionales por lo menos una parte del mercado nacional del libro escolar y educativo.
Los distribuidores y libreros expresarán su anhelo de que se le otorgue al libro un tratamiento di-ferente al de las demás mercancías, tanto desde el punto de vista de cré-dito bancario como en el régimen tributario y en las tarifas aéreas y de correo. Las modalidades de impor-tación y exportación de libros tanto en lo que se refiere al otorgamiento de divisas como a los trámites aduaneros sólo po-drán tornarse favorables al libro median-te medidas específicas complementadas con la adhesión del país a los instrumen-tos internacionales que propician su libre circulación. internacional. Para un sector editorial (cada vez más cercano por fuer-za de la edición multimedia) la manera como el gobierno de su país negocie la aplicación de las normas comerciales in-ternacionales en el seno de la Organiza-ción Mundial del Comercio (OMC) es de vital importancia.
Los profesionales de la lectura ..,por
su parte, no cesan de llamar la atención de las autoridades sobre la necesidad de modernizar los sistemas de enseñanza de la lectura, disciplina indispensable en la formación del análisis crítico del niño y destreza básica en la adquisición de todo conocimiento, incluso aquél imparti-do mediante las nuevas tecnologías de la comunicación. Dotación de redes de bibliotecas escolares, públicas, universi-tarias, especializadas, de investigación,
etc. Interconexión con servicios bibliote-carios de reconocido prestigio y riqueza, creación de sistemas de documentación, investigaciones sobre hábitos y necesida-des de lectura, etc. Otros tantos jalones que son de profundo interés para la es-trategia educativa del gobierno y que re-presentan a la vez el futuro mercado del sector editorial.
*** La problemática de los gremios profe-
sionales del libro que acabamos de enu-merar presenta casi siempre una necesi-dad que es, común a todos ellos: se trata de la formación de recursos humanos en las distintas disciplinas y a todo nivel. En
la cadena del libro, los impresores y los bibliotecarios suelen beneficiarse de una formación académica institucionalizada que puede alcanzar niveles profesionales muy altos. En cambio los mecanismos de formación de editores y libreros son más escasos aún en el mundo industria-lizado. En la aplicación y seguimiento de una política nacional del libro es indis-pensable prever la formación de jóvenes en los distintos oficios del libro y las
actividades de actualización de los que ya trabajan en el sector. Dadas las características de ciertos niveles profesionales requeridos, para ase-gurar su formación se suele apelar a la cooperación bilateral o multi-lateral.
UNA ESTRATEGIA EN EL TERRENO
La formulación y puesta en mar-cha de una política nacional del li-bro debe ser orquestada por alguien que merezca la confianza tanto del Gobierno como del Sector privado. De ahí la importancia de organis-mos de carácter técnico como la UNESCO a nivel mundial o el CERLALC a nivel de hispanoamé-rica. Lo anterior porque la clave del éxito de una operación de este gé-
nero se escalona en tres momentos: a) el convencimiento y la voluntad po-
lítica de hacerlo por parte del Gobierno; b) la cooperación del Sector privado
en el diagnóstico; c) el diálogo sincero y objetivo que
se pueda establecer entre los dos prota-gonistas hasta identificar el compromi-so entre las necesidades del Sector y las posibilidades de concesión por parte del Gobierno. El resultado será la política del libro y su cristalización será la Ley del libro.
a) No siempre resulta obvio para un Gobierno que el libro merezca prioridad
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alguna. Por ello es importante distin-guir los valores a destacar y el lenguaje que se debe utilizar según se hable con las autoridades educativas y culturales o con aquellas responsables de los aspectos económicos. Para las primeras, la impor-tancia del libro como instrumento de la educación y la cultura será obvia a riesgo de menospreciar los prosaicos aspectos de su economía. Para las segundas, sin descalificar la importancia espiritual del libro, será sin duda más atractivo considerar las posibilidades de crear. empleos mediante el fomento de la pequeña y mediana industria y me-dir las ventajas comparativas entre lo que se deja de percibir por exone-ración fiscal comparado con lo que se prevé recaudar por concepto de exportaciones.
Sólo si las máximas autoridades del Gobierno a nivel ministerial están convencidas de su necesidad, será posible instrumentar los deta-lles de la política del libro a nivel operativo, tanto en los sectores edu-cativo y cultural como en los en-cargados de la fiscalidad, aduanas, tarifas etc.
b) Aunque parezca raro, no siempre el Sector privado está dispuesto a entablar un diálogo con el Gobierno, aún con la perspectiva de lograr el bene-ficio de medidas de estímulo. Existe una cierta desconfianza y el temor de que la atención que súbitamente demuestran las autoridades por las necesidades del Sector más bien se traduzca al final en un aumento de medidas de control y fiscali-dad. Por otra parte, “el Sector del libro”, como ya se vió no es nada homogéneo y cada profesión tiene la tendencia a dialo-gar a solas con la autoridad que le es más afino En realidad, esos temores desapare-cen si se logra establecer una agenda en donde el Sector privado pueda tener el
protagonismo que merece y en donde se plantee la permanencia futura de su in-tervención ante el Estado en el marco del “Consejo Nacional del Libro” o entidad similar como organismo de ejecución de la Ley del libro. Por otra parte, pronto se hace evidente que el Estado reacciona muy diferentemente cuando se le plan-tea la política del libro como parte de su estrategia global del desarrollo y que ciertas medidas puntuales de fomento
antes denegadas aisladamente no sólo son aprobadas sino que el mismo Estado las considera incluso insuficientes en el contexto de una política global.
c )El proceso de conversaciones entre el Gobierno y el Sector privado del libro puede contener aspectos muy delicados que es importante saber manejar: en efecto, en ese contexto salen muy fácil-mente a la luz las deficiencias de los ser-vicios del Estado en materia cambiaria, aduanera, postal y de trámites de toda índole. En realidad hay que comprender que -salvo los casos flagrantes de censura rara vez se legisla “contra el libro” . Lo
que pasa es que la mayoría de las trabas que encuentra corresponden a medidas que regulan la producción industrial y el comercio de las mercancías en gene-ral. El carácter tan particular del Sector editorial hace que sea víctima de disposi-ciones que no están forzosamente dirigi-das contra él pero que ante la carencia de un tratamiento especial- vienen a afectar negativamente la producción y la circula-ción de una mercancía cuya importancia
cultural trasciende el mero aspec-to económico. Por otra parte, los Gobiernos están cada vez más ma-niatados para conceder subvencio-nes y exoneraciones internas a los productos culturales debido a los compromisos que adquieren en las instancias reguladoras del comercio internacional. Aunque pudieran hacerlo, muchas veces por falta de información los Estados no hacen uso de los privilegios a que tienen derecho en su calidad de países en desarrollo.
Por su parte, el Sector privado debe dejar muy en claro que las medidas de fomento solicitadas no tienen como fin el enriquecimien-to de una clase industrial sino que se reflejarán en un acceso más fácil de toda la sociedad al libro, lo cual
en la práctica implica una revisión tanto en la política editorial como de la estruc-tura de costos incluyendo los precios al consumidor.
Reviste especial importancia que este diálogo, que la mayoría de las veces se inicia por primera vez en las jornadas de diagnóstico, se instituya en el futuro de manera permanente. Las personas cam-bian y las circunstancias políticas, así como los fenómenos económicos y so-ciales de un país varían con el tiempo. Es necesario pues que los profesionales del libro y los responsables gubernamentales de la política del libro y la lectura pue-dan mantener un diálogo que les permi-
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ta mantener al día es política en función de la coyuntura del momento. Esa es la razón de ser de 1 “Consejo Nacional del Libro”, mecanismo que debe hacer parte de la Ley del libro y que está llamado a perpetuar este intercambio y a institucio-nalizar la relación entre los dos sectores.
El resultado del proceso: la Ley del
Libro Cuando se estudia cuidadosamente el
número de organismos del Estado que tienen que ver directa o indirectamente con el ejercicio de la profesión de los au-tores, editores, impresores, distribuidores y libreros, bibliotecarios y profesionales de la lectura, es fácil contar una veintena o más. Aún en el supuesto de vivir un momento privilegiado en el cual hipoté-ticamente cada uno de esos organismos consintiera en otorgar un tratamiento es-pecial a las profesiones del libro y tomara las medidas administrativas para ponerlo en práctica, es fácil imaginar que el me-nor cambio de personas o más aún, un cambio de gobierno, dejaría al Sector del libro en la situación de recomenzar desde cero una labor de convencimiento de las nuevas autoridades.
Por ello es importantísimo que el re-sultado de los diálogos, las conclusiones del diagnóstico y los acuerdos a que lle-guen el Sector gubernamental y el Sector editorial, tomen fuerza de ley y se tra-duzcan en una serie de medidas viables y relativamente permanentes a la luz del contexto constitucional y administrativo vigente. Para ello, ese texto legal debe-rá tener en cuenta las orientaciones del marco constitucional, las costumbres legales y la jurisprudencia así como las normas administrativas que en cada país determinan legalmente un programa de incentivos (declarar la actividad editorial “industria”, de “utilidad pública” etc.) Una garantía de éxito en el seguimiento de la política es la creación, en el mis-mo texto legal, del Consejo Nacional del Libro o entidad similar como organis-
mo de aplicación de la ley. Este órgano mixto está integrado por una parte por representantes de los autores, editores, impresores de libros, distribuidores y li-breros, bibliotecarios y profesionales de la lectura y por otra, por los representan-tes gubernamentales de la educación, la cultura, el Banco Central, los impuestos, las aduanas, los correos, el derecho de autor, la Planificación Nacional, etc. En este foro de intercambio se ventilará en el futuro toda la problemática que afecte la producción y la distribución del libro y en el mejor de los casos, la pugna ya no se producirá entre el Estado y el Sector de la edición sino que las energías de ambos estarán enfocadas a lograr o a mantener una posición del país dentro del contexto internacional de la edición.3
A GUISA DE CONCLUSIÓN
Cualquiera que sea la evolución fu-tura de los medios de comunicación incluyendo aquellos que amenazan la existencia del libro en su forma actual) no aparece por ahora en el horizonte algo que pudiera reemplazar verdaderamente la “cultura de lo escrito”. Es verdad que la facilidad de “consumo” cultural propia de lo audiovisual ha arrastrado ingentes partes del mercado cultural, especialmen-te entre los jóvenes. La expresión audio-visual tiene su propio lenguaje y trata los contenidos que están a su alcance (que son muchos); sin embargo, en la mane-ra de “consumirla” no ha reemplazado el análisis crítico propio del mensaje leído ni sus contenidos han podido hacerle competencia a aquellos mundos intangi-bles (y verdaderamente interactivos) del intelecto a los que sólo se puede acceder mediante el mensaje leído.
Como ha sucedido hasta ahora, cada nuevo medio de comunicación va en-contrando su especificidad en el merca-do, incluso en el tipo de contenidos que le es propio.
Así las cosas, no parece de ninguna
manera obsoleto preocuparse por el futu-ro de la industria editorial. Esto es obvio en los países no industrializados, donde la educación de los recursos humanos es la condición “sine qua non” de su desa-rrollo económico y donde el tablero, la tiza y el libro siguen siendo los instru-mentos privilegiados, a veces los únicos, de la alfabetización.
Pero reviste igualmente importancia en los países industrializados, en donde el consumo masivo del audiovisual le ha hecho perder a la juventud las destrezas de la lectura y en donde las editoriales tradicionales están abocadas a diversificar sus soportes si quieren sobrevivir. En am-bos casos, y más en el contexto de una le-gislación de alcance mundial del comer-cio de bienes culturales, la producción y la distribución de libros no se puede de-jar al azar de la legislación común a otras mercancías. Es necesario encauzar el vie-jo conflicto entre el Estado y el Sector privado alrededor de la producción del libro bajo cualquiera de sus formas por-que, además del interés económico que representa, esa industria debe ser consi-derada como estratégica en el contexto de la planificación del desarrollo econó-mico y cultural. A la expresión de esta preocupación es a lo que se ha llamado “una política nacional del libro”.
(Mayo de 2000)
1Director, hasta noviembre de 1999 de la Sección del libro y las industrias culturales de la UNESCO.2 Desde la creación del CERLALC a comien-zos de la década de los 70, con el apoyo de la UNESCO se han formulado y aplicado polí-ticas nacionales del libro en la mayoría de los países latinoamericanos. 3 Las numerosas legislaciones del libro adopta-das por los países latinoamericanos en los últi-mos 20 años han permitido decantar un mo-delo de « Ley-tipo» del libro, llamada también la «Ley de Guayaquil »
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-“ESTÁ USTED HABLANDO A CASA DE LA familia Rubio, por favor deje su recado después del tono…biiip”
– Comadre, ¡me da gusto oír su voz! ¿Cómo está? Es la tercera vez que llamo desde que regresé de vacaciones, pero me había contestado el compadre, que por cierto, figúrese con lo que me salió ese marido suyo tan callado pero que cuando habla, la deja a una pensativa. Con sus ojitos tan azules, su porte tan elegante, tan derechito al caminar…ay comadre, usted sí que se casó con un buen partido, hasta parece artista de cine, de esos como los que nos gustaban a nosotras, muy varoniles: Clark Gable, Humphrey Bogart, y ese italiano tan guapo, Vittorio Gassman…. en aquella oscuridad del cine, yo sentía que estos hombres me miraban sólo a mí. ¡Qué época! Le he de confesar una cosa. Aunque han pasado tantos años, cuando miro al compadre, como que vuelvo a sentir esas cosquillitas que me provocaban los galanes de cine, no me lo tome a mal, ya sabe que ese señor suyo no tiene ojos para nadie más que para usted, y siempre tan decente; en cambio el mío…ay comadre, si usted ya sabe la historia, al parir a mi quinto hijo, que dicho sea de paso, ya está por entrar en la universidad, el desgraciado de mi esposo se fue de la casa, y sin dejarnos ni un recado siquiera. ¿Lo recuerda? Cómo lo va a olvidar, si en cuanto me dieron de alta, usted me ayudó cuidándome a los hijos mientras el compadre me acompañaba de hospital en hospital buscándolo, y hasta la estación de policía y la cárcel visitamos para ver si lo encontrábamos. ¡Cómo le lloré! Usted siempre apoyándome, escuchando mis lamentos tal
como ahora lo hace. Recuerdo muy bien que fue el compadre quien un día, sin decir muchas palabras, me ubicó en mi realidad: “Ya estuvo bueno de llanto. Mi compadre no va a regresar con usted. Se fue. Mi esposa y yo le ayudaremos en lo que podamos”. Ay, tan buenas personas ustedes, siempre juntos, se querían tanto…por eso no puedo creer lo que me ha dicho el compadre, que usted lo dejó, que se le fue ¿Por qué ha hecho eso? Bueno comadre, ya mañana me cuenta los detalles, porque ahora mi nieta acaba de despertar y ya le toca la leche-.
* * * * * *
El silencio deambula por la casa, sus pisadas pesan y su aroma comprime el corazón. Las palabras se han ido en busca de un recuerdo. El padre y la hija llevan horas callados alrededor de una pequeña urna de madera que desde hace una semana ocupa el centro de la mesa del comedor. La madre vuelta cenizas – extraña naturaleza muerta-. Suena el teléfono. Ninguno de los dos tiene ánimo de levantar el auricular. Se activa la contestadora con un mensaje que grabó la ausente desde el mismo día que la compraron: “Está usted hablando a casa de la familia Rubio, por favor, deje su recado después del tono…biiip”
- ¿Comadre? Soy yo de nuevo, qué gusto oírla. Fíjese que ayer cuando llamé contestó su hija mayor e insistió en convencerme de que usted se fue para siempre, pero de pronto se le quebró la voz y colgó. Ya ve cómo son los hijos…y yo pensé, no puede ser que se haya ido si su voz se oye tan clarita cuando contesta el teléfono ¿Cómo voy a dejar de hablar con usted? Más de treinta años de llamarnos casi a diario, de compartir nuestras alegrías, nuestras penas, nuestras dudas. Ellos no entienden. Pero no se preocupe, mientras me conteste su voz, yo voy a seguir telefoneándola. Si está en el cielo, pues desde allá me escuchará y dejaré el recado grabado por si quiere volver a oírlo, total, ahora tiene todo el tiempo del mundo. ¿No es así comadre?
Silvia Fernández González (México)
Llamadas a larga distancia
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Carlos Oriel Wynter (Panamá)
Invisible
NO SOY LA QUE PIENSAN. EL AGUA AÚN me hace recordar un momento triste de la niñez. Todavía siento aquel frío. Aún lloro por mis masco-tas muertas y siento cariño por insectos guardados en frascos.
El llanto llegaba sin pudor frente a mis padres y hoy podría estallar igual sino fuera porque apren-dí a contenerme. Sí, el agua me sigue provocando tristeza y el animal más insignificante todavía me incumbe.
El señor Smith, que es un hombre manco, pasa junto a mí sin darse cuenta que existo. No es su culpa: no me muestro. Cuando fuimos a Inglaterra, aprendí el idioma y las costumbres en pocas sema-nas; en Ghana, no tuve contratiempos para com-portarme de acuerdo con las normas sociales. Antes no tenía esa facultad, es una maña que he adquirido con los años.
Noto que el señor Smith, como yo, ha ganado pe-ricias con el tiempo. Aunque no tiene brazos, sirve café caliente en una tasa sin derramar una gota. Es como los ciegos que agudizan el resto de los sentidos para superar las limitaciones. Es como yo que me hago invisible.
Me gustaría invitar al señor Smith a mi casa y mostrarle mis insectos y mascotas. Pero es un deseo riesgoso porque soy muy débil en mi cuarto. Es el único lugar en el que no hay truco que sirva. Si el señor Smith fuera ahí tosco, me dolería mucho.
Hoy en la tarde me han dicho que iremos al ex-tranjero. Es un asunto estrictamente profesional. El señor Smith querrá que sonría en las cenas de negocios. Querrá también que me olvide del frío y que sea agradable. Querrá que aprenda el idioma en pocos días. Y es que esas cualidades se han vuelto indispensables para nuestras obligaciones.
A veces siento que el señor Smith es muy duro conmigo. Todo lo quiere a su modo. No se completa un viaje y ya prepara uno nuevo. Creo que le sirvo bien y sin embargo no me da reconocimiento algu-no. Pero él sí enfatiza sobre lo bien que maniobran sus muñones. Resalta su capacidad de hacer. Cada día inventa retos diferentes con niveles de dificultad cada vez más altos. Me pregunto si llegará el día en que pueda acariciar a alguien.
Ha ocurrido lo que en secreto anhelaba: el Señor Smith derramó café. Lo he visto y él ha escondido los ojos. Me pareció que lloraba. Entonces, solo en-tonces, me he dado cuenta que también se hace in-visible. No puedo esperar para mostrarle mis masco-tas porque sé que le dolerá, igual que a mí, la muerte de un escarabajo cualquiera.
Agua.
UN OJO DE AGUA SE OCULTA TRAS LO verde del bosque. Por la tarde, se oye el canto dul-zón de grillos y ranas. Casi podemos paladearlo. El sol que cae se refleja en la lagunilla y en los árboles, y crea destellos celestes. Entre los arbustos de chaveli-tas se deshace el ocaso. Y entonces nos damos cuenta que todo renace a cada momento.
Flor hace una pregunta:¿De dónde surge el musgo de las piedras?Del agua, Flor, del agua.¿Solo del agua? ¿De dónde viene la semilla?Supongo que del viento.¿Del viento? De otra cosa debe nacer el musgo de
las piedras.Flor tiene ojos de laguna. Sus labios son carnosos
como frutos. Toda ella es entreverada: ni amarilla, ni negra, ni blanca. Y es amarilla y negra y blanca. Es de tierra. Es como el bosque al atardecer. Es una flor colorida que nace del agua. Es el reflejo en la superficie de un lago de tiempo. Cuando me miran sus ojos enormes, sé que es perfecta.
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se mete en mi boca. ¿Es un pez? No estoy seguro. Dejo que se agite.
Salimos del agua. Nos sentamos pegados a la ori-lla. Sé que, ahora, soy diferente. Busco mi reflejo en el lago y me doy cuenta que mi boca tiene labios carnosos; son los labios de Flor. Me los toco con placer tranquilo. Los dedos húmedos sobre los la-bios húmedos son un beso. Entreabro la boca y dejo que mi lengua se asome. Las puntas de mis dedos se remojan como animales abrevándose.
Flor está ahí, a mi lado, con parte de mi rostro en su cara, con mis labios simples como si fuera yo mismo. Del agua nacen flores diversas, tan diversas como Flor.
Yo no puedo regresar a mi casa con los labios de otro. ¿Por eso decía mi padre que no debía irme sola con usted? ¿Por eso tenía yo vedado el bosque?
Sin embargo, nos quedamos mirando el lago como si nada pasara, como si el tiempo no existiera. Es ella la que propone:
Capaz que el agua nos devuelve las bocas.Yo solo me quedo junto al lago quieto. Yo solo
miro a Flor, veo su expresión desarmada y no me puedo contener: la beso y es como si fuéramos solo agua.
* Tomados de: Carlos Oriel Wynter, Invisible. Panamá 2005.
¿Por qué las hojas son verdes?Porque ese es el color de las plantas, todas son
verdes.Eso lo sé. Pero por qué no han nacido anaranja-
das o azules.Sepa Dios. Supongo que verde es el mejor color
para las hojas de las plantas.Me gustan los labios de Flor. No sabría besarla o
la besaría sin saber. No sabría cómo empezar. Así me pasa cuando acerco a mi boca un marañón robusto: no me decido.
El sol se inclina un tanto más. Estamos inmóviles y por eso el tiempo pasa rápido. El sol se inclina un tanto más y me parece que Flor se irisa como si fuera una gota de rocío.
¿Nos metemos al agua? – pregunta después de un tiempo.
No traigo con qué. Si me mojo la ropa, no tendré con que vestirme cuando salga.
Silencio. El bosque es el único que susurra. Entonces Flor dice:Yo tampoco puedo mojar mi ropa.Me quito la camisa. Ella desabotona su vestido.
Me quito el pantalón y ella se saca el traje por la cabeza. Quedamos casi desnudos. Hace fresco y el escalofrío nos llega como vuelo de pájaro. Una ma-riquita revolotea alrededor de mi cara, se para en mi oreja; no la evito, disfruto sus patitas tenues en mi piel.
Por fin me levanto y me quito la ropa interior. Se ha llenado de tierra así que la sacudo. Flor también se desnuda. Parece una niña mientras dobla su pan-ty y lo pone sobre una rama caída. Sus senos no son grandes y tiene poco vello púbico. Si se acostara, sería un breve montecillo en el sendero.
Miro un instante los arbustos de chavelitas que cercan el lago. Flor se mete al agua y la sigo.
En el agua todo es confuso. No sé dónde está Flor. Siento fugaces coletazos de peces; entreveo renacua-jos, plantas acuáticas y bruscas vegetales; el agua se mete en mi boca, se escapa. No sé dónde está Flor. La busco. Y mi cuerpo tropieza con su cuerpo. Algo
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La esperanzadora progresión y construc-ción como escritor que algunos críti-cos esperaban en 1994 de Rodrigo Rey Rosa se ha consumado. La orilla africana condensa y amplía desde distintas pers-pectivas las cuestiones que apuntaban como características de su narrativa. Sus primeros volúmenes de cuentos, sobre todo El cuchillo del mendigo/El agua quie-ta, están impregnados, como se sabe, de una violencia que es especial y adquiere connotaciones no usuales. Posee un ca-rácter ritual casi metafísico o existencial. Se trata de una violencia que existe en el interior de los hombres, no como un sentimiento individual y personal, sino como una fuerza abrumadora y desper-sonalizada; no es una fuerza de la natu-raleza sino la misma naturaleza. Se aspira como la fuerza primitiva, ancestral e in-norninada de los primeros sacrificadores. De acuerdo con ello, los personajes se aparecen difusa e indistintamente como objetos o agentes a la vez de esta violen-cia carente de identificación. La violen-cia pura radica en que no da ocasión al sufrimiento. No existe, por tanto, cruel-dad, como no existe sufrimiento, como no existe reflexión ni, en consecuencia, moralidad. Se percibe en estos primeros cuentos una afinidad con la narrativa de Paul Bowles, que Luis Antonio de Ville-na, en una crítica a Que me maten si..., de Rey Rosa, calificó de “existencialis-mo exótico”. Volveremos sobre ello. En Que me maten si..:, Rey Rosa amplía el alcance de esta violencia hasta el límite de la reflexión moral, en la que sin em-bargo no entra. Aparece en esta obra el hilo que, a mi juicio, se desenreda de esta
consideración intuitiva de la violencia y lleva a Rey Rosa a un tema obviamente desgajado de éste y que no tiene más re-medio que desprenderse de una manera natural: el universo de los hechos, el des-tino, la causalidad y el azar. En Que me maten si..., los personajes llegan, todos, a una muerte en cierto modo absurda, buscada por el desarrollo voluntario de sus vidas, pero derivada de un destino de algún modo ineludible, generado por la violencia de unos hombres sobre la que no se da ninguna explicación. En sínte-sis, el tema es: la vida son los hechos que ocurren, vengan de donde vengan, se de-ban a lo que se deban. La orilla africana lleva más allá todas estas formulaciones. Hamsa, un joven pastor marroquí, ve su vida cruzada con la de Ángel Tejedor, un colombiano de turismo en Tánger, a causa de una lechu-za que los dos quieren poseer por distin-tos motivos. La lechuza será el nexo de unión de estos dos hombres, a los que, sin embargo, no lleva a cruzar, pues sólo se encuentran una vez y brevemente, sin saber que sus vidas y destinos han esta-do marcados por el mismo objeto, la le-chuza. A partir de aquí, se nos muestra la vida, expectativa y destino de los dos hombres, y las consecuencias de estos he-chos sobre ellos.Otra característica de la narrativa de Rey Rosa asoma en La orilla africana, asenta-da ahora sólidamente: la oposición entre culturas no explicitada, el poner cara a cara culturas diferentes, en suma, una cierta hibridación cultural. En todas sus obras aparece el primitivismo, por una parte, el contacto con culturas y pueblos
más pobres (ese “exotismo” de Villena), y una cultura occidental, europea para más señas, de ciudades y escenarios dife-rentes, europeos y latinoamericanos. Esta característica procede, sin duda, de la vida y personalidad del mismo autor, en contacto con una cultura rica pero más primitiva, con el sufrimiento de un país atacado por la violencia y otros males, y con su propia educación occidental. Así se entiende la comprensión del mundo rural, bucólico en cieno modo y primi-tivo de Hamsa, y, a la vez, la perfecta descripción de la vida que intuimos del colombiano, su falta de raíces, su falta de estabilidad en ese otro mundo.
Los hechos que gobiernan la vida en Que me maten si... vuelven a gobernar ahora el mundo entero y las vidas en una red que se trenza de hechos concatenados, ‘y que toma la forma del azar. Un azar que es ahora la expresión máxima de la violencia innominada y natural, y que se erige como la fuerza poderosa que rige el mundo. Un mundo en el que los hombres y los mismos hechos son como átomos dispersos entrecruzándose. La violencia, por otra parte, que era tema de las anteriores obras, es ahora, en La orilla africana, forma total, en el sentido de que es violencia sobre el mismo tex-to. En un relato aparentemente lineal, se quebranta la linealidad interiormen-te, puesto que llegamos a la conclusión de que el relato no tiene argumento. No hay un por qué ni un para qué ni un por eso... Rey Rosa ataja el relato por donde quiere, para formar un bucle en espiral donde se enreda la red de los hechos. Por otra parte, la “sequedad del lirismo” que se ha atribuido a su prosa adquiere aquí su mayor expresión. No viene derivada de ninguna prosa poética -nada más le-jos de su intención-, sino de la asepsia y sobriedad de la expresión, que trae como resultado un destacar contrastado y claro de la descripción, las sensaciones y los sentimientos. Rodrigo Rey Rosa es sobrio y preciso, y es exacto. Su mirada es cinematográfica, se posa sin hablar so-bre los hechos y el escenario, y enfoca sin palabras lo que quiere destacar. El resul-tado es la concreción perfecta de la fa-mosa máxima del guionista Jean-Claude Carriere: “El cine es hacer significativo lo visible y la literatura es hacer visible lo
ReseñaRODRIGO REY ROSA La orilla africana
(SEIX BARRAL, Barcelona, 1999) Raquel Luzárraga
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significativo”. La orilla africana nos hace visible -de ahí lo poético- todo lo signi-ficativo. Decir que La orilla africana es una bue-na novela es poco. Ese “existencialismo exótico” tiene aquí, de una manera intui-tiva, sin definir, una presencia. Los hom-bres no están abandonados a sí -según el existencialismo sartriano- sino que están abandonados porque sí. De poco sirven sus reflexiones, y de hecho tampoco sus acciones. Los hombres están enlazados unos a otros, como objetos y átomos, conformando una especie de conglome-rado, por otra parte irreductible, confor-mando un cierto existencialismo “pos-moderno”. La fascinación que desprende La orilla africana proviene de la combinación y, sobre todo, la tensión entre lo telúrico y la suspensión. El mundo es telúrico y los hombres -Hamsa, en especial, pero tam-bién Tejedor- pertenecen a la tierra y a su tierra, a todo lo apegado de sus vidas, a lo terreno de su pequeña e individual dimensión. En contraste, el azar, el des-tino, lo que está por encima de nosotros, no conocido y no aprehensible, eleva a todos los elementos, hombres y hechos -no acciones- a un plano superior y sus-pendido. Ése es el escenario y la atmós-fera en que está escrita La orilla africana, una novela que trasciende por la palabra y por la mirada. Una excelente novela. No hay duda de que Rey Rosa es uno de los mejores escritores del momento.
ENTREVISTA A
RODRIGO REY ROSAPor RAQUEL LUZÁRRAGA
RODRIGO REY ROSA (Guatemala, 1958) ha adquirido una sólida reputa-ción en muy poco tiempo, por la calidad de su narrativa y también por la intensi-dad de su producción. Empezó a escribir narraciones breves, Cárcel de árboles/El salvador de buques, y El cuchillo del men-digo/El agua quieta (Seix Barral, 1992), para pasar después a relatos más extensos y a la novela, con Lo que soñó Sebastián (Seix Barral, 1994), El cojo bueno (Seix Barral, 1996), Que me maten si... (Seix Barral, 1997), Ningún lugar sagrado (Seix
Barral, 1998) y su última obra, que supo-ne su plena consagración como novelis-ta, La orilla africana (Seix Barral, 1999). Su literatura refleja un mundo interior propio, de tensiones e intuiciones, que . no observa al hombre sino su existencia en sus desgarros más profundos o, sobre todo, en el mero transcurrir de esa exis-tencia.
Usted hizo estudios de cine en Nueva York y después se dedicó a la literatura. ¿Cómo se realizó este proceso?
Me encontraba estudiando en Nueva York y puedo decir que abandoné el cine por accidente. Lo tenía todo, tenía una cámara, un proyector, una mesa de mon-taje; me había costado comprarlo. Una noche, cuando llegué a mi casa, me lo ha-bían robado todo, y entonces abandoné la carrera. No tenía dinero para volver a comprarlo y, además, vi en ello una espe-cie de predestinación. Tengo tendencia a ser supersticioso en algunas cosas. Me di cuenta de que aquello no era mi destino. O preferí pensar que no lo era, en aquel momento. Ya había escrito algo y estaba vacilando entre una actividad y la otra. El cine es un medio muy seductor, como sabes, y me enamoré de él, pero escribir también me gustaba. Sin embargo, no hubiera podido producir una película, no tenía tanto dinero ni trabajo allí. Yo estu-dié cine como curiosidad, como cultura general, porque me parece que el cine forma parte de la educación. Se trataba de conocer el cine que no había podido conocer en Guatemala, no con afán de ser director o productor, porque nunca hubiera dispuesto de medios económicos para eso. Sabía que como escritor no iba a ganar dinero y pensé que escribiendo para el cine ganaría algo y luego podría escribir lo que quería. Después me di cuenta de que el guión no me gustaba. He adaptado un par de cosas, pero nunca he escrito guiones; es como escribir con una camisa de fuerza, por el tiempo, el estilo que impone y la presión. Me gus-taría hacer un día una película, sí.
Después marchó a Tánger; donde conoció a Paul Bowles.
Lo conocí dos años antes, durante un
curso de verano en Tánger, al que fui con la escuela de cinematografía. Le enseñé lo que había escrito y le gustó mi trabajo, pero no se convirtió en mi tutor, como se ha dicho, sino en mi traductor. Él me sugirió traducir los cuentos que le había mostrado, El cuchillo del mendigo y algu-nos otros, y empezamos una amistad por correspondencia, porque me mandaba las traducciones a Nueva York, donde se publicó el volumen. Pero nunca me re-comendó lecturas ni esas cosas, no tenía ninguna voluntad de maestro. Me pidió que le mandara lo que fuera escribiendo y desarrollamos una amistad.
Sus personajes viajan mucho. En sus obras aparecen distintos paises y en las novelas largas, varios paises a la vez. En El cojo bueno intervienen Guatemala, Nueva York y Tánger; los cuentos de Ningún lu-gar sagrado transcurren en Nueva York; en Que me maten si..., en Londres, Paris y Guatemala, y en La orilla africana, en Tánger y Colombia. De hecho, se da una confrontación de culturas. Todos son paises en los que ha vivido. ¿ Esta trashuman-cia ha supuesto una hibridación cultural? ¿Cómo entiende el viaje?
Creo que no podría entender Guate-mala como la entiendo si no hubiera vivido fuera, pero eso es anecdótico: la comprendería de otra manera. Para mí viajar es muy importante. Pero lo era desde niño; soñaba y me imaginaba viajando a la India, o a Alaska, fabu-laba con que me iba. No nos dejaban ver la televisión y me pasaba el tiem-po leyendo. Mi imaginación no era localista. En cuanto al viaje, para mí no entraña ningún sentido metafísico sino, al contrario, físico. El desplaza-miento físico me causa placer; si subo en un tren o me siento en el coche, me estoy moviendo. El viaje no tiene nin-gún objetivo, ninguna meta; se consu-ma en el hecho mismo de desplazarse, es la misma trayectoria. No necesito viajar para escribir, como es el caso de algunos escritores; me encuentro me-jor quieto. Es una experiencia placentera. Me he pasado mis veinte años de adulto via-jando. En cuanto a eso de dejar algo atrás, yo no dejo nada atrás, más bien,
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al volver, lo voy encontrando. ¿La intención de Que me maten si’... era retratar la situación de Guatemala?
Sí, reflejar la situación y destacar la bru-talidad y la corrupción en Guatemala. En Que me maten si..., mi intención era hacerme eco de un montón de literatura que se está produciendo ahora, pero qui-se hacer una denuncia desde la distancia, sin tomarme en serio a mí mismo. Pre-tendía escribir en ese estilo, en ese géne-ro, digamos. Hacer esa literatura de gé-nero pero de una manera muy personal, sin denunciar algo concreto, sino sólo utilizando noticias de los periódicos, que están al alcance de todos y que explican hechos reales que aquí soriinimaginables y extraordinarios, y, en cambio, allí re-sultan cotidianos: el tráfico de niños, los asesinatos, la desaparición de personas? En Guatemala, entonces, los periódicos presentaban . todos los días sucesos así, y más atroces incluso.
¿Cómo vive la situación que atraviesa Guatemala?
La vivo como un espectador más, con cierta paranoia y con pesimismo. Ahora el país se encuentra en un momento de transición en el que el pueblo ha elegido a un partido de extrema derecha militar. Después de un ensayo de paz el resultado es ése, lo cual no resulta muy positivo ni muy alentador. Siguen dándose corrup-ción y crímenes. No me parece que haya solución, al menos a corto plazo.
De Emilia, en Que me maten si…dice que se hallaba entre las brumas morales de su clase social? y se siente culpable. Us-ted pertenece a una familia acomodada de Guatemala. ¿Hay algo personal en esa de-finición?
No lo hay, pero sí que corresponde a la situación de una clase social. No es que yo me convierta en Emilia, pero me iden-tifico con ella en esa responsabilidad que sienten algunas personas de esas clases sociales. Si naces en una familia rica, o te identificas con el poder o lo haces con la justicia y la gente oprimida, que está ahí, es un elemento que forma parte de la sociedad. Muchos hombres y mujeres
del país se hacen curas o monjas, o se de-dican a trabajos de caridad. De hecho, la mayor parte de los intelectuales en acti-vo de la izquierda guatemalteca que hoy destacan y participan proceden de clases acomodadas. No sé cuánto elemento de culpa hay en cada individuo,pero creo que cualquier persona decente -como intento retratar en Emilia- debería tener sentido de la responsabilidad, cuando menos. Nacer en una familia rica no debe implicar que se sustente ese status quo, sino que uno debe preguntarse has-ta dónde es su responsabilidad sanar las injusticias que son flagrantes. Por un mí-nimo de decencia se hace preciso actuar de algún modo para reparar ese... tejido enfermo, lo llamaría yo.
¿Estamos hablando del compromiso político moral del intelectual? Se trata de la famosa discusión sobre si el intelectual o el artis-ta deben reflejar en sus obras la denuncia social.
No, no. No se trata de eso. De ningu-na manera pienso que el intelectual deba hacer denuncia social. Ha de desarrollar su tarea lo mejor posible, pero sin esca-motear su obligación. Yo siento una res-ponsabilidad muy profunda por haber nacido allí, y me parece fatal en parte, y una suerte, en cierta manera. Pero para cumplir con esa responsabilidad no creo que deba hacer denuncia social. Siempre se van a presentar situaciones en que de-bas escoger de qué lado te sitúas como intelectual. El intelectual tiene la misma responsabilidad moral que cualquiér otra persona durante toda la vida. Pero un ar-tista, y yo me considero más artista que intelectual, ¿cómo va a expresar un com-promiso social? Un pintor abstracto, un músico... Mi compromiso moral en esos casos no guarda relación con lo que diga de más o menos político o social dentro de la obra, sino que se cumple con mi pronunciamiento, con el hecho mismo de escribir la obra.
El sentimiento de culpa puede producir la reacción contraria, negar el sentido de la responsabilidad. Además, hay muchas per-sonas que no se sienten culpables.
Lo inmoral está en escamotear incluso
los pensamientos. Cualquier persona normal en Guatemala o en cualquier lu-gar del mundo tiene estos conflictos mo-rales’ y ha de sentirse culpable, y percibir la injusticia de vivir en una bandeja de plata mientras a su lado los niños mue-ren de hambre. La persona iinnoral niega eso. No es que no sienta la culpa sino que después de sentirla la niega, y llega a no tenerla. Sí que es lá reacción contraria. En determinado momento dicen: “Yo no quiero pensar en eso”. La negación de ese sentimiento es el acto inmoral.
En todas sus obras me parece advertir la presencia de algo personal suyo. Es obvio que los novelistas crean ficción, pero algu-nos autores” cuadran” una ficción, como algo autónomo, desde el principio. En cam-bio, su ficción no es un “acto de ficción” au-tónomo, en este sentido. En su literatura me parece advertir el pálpito del sentimiento o la idea que lo empuja a escribir; y que aparece alli plasmada.
En ese sentido soy bastante práctico y por ello trato de usar todo lo que me sale, desde fuera y desde dentro. Pero además, con el tiempo, no es que haya intentado ser más autobiográfico, pero sí más personal, escribir sobre cosas que me son familiares. Quiero hacer énfasis en.. que en absoluto mi intención es hacer autobiografía. Quizá en una de las no-velas, El cojo bueno, sí que hay un afán de autobiografía, pero yo diría que ses-gada, con una distancia. Está hecha de guiños, de rasgos autobiográficos, pero la historia es absolutamente inventada. En mis primeros ensayos de novela más lar-ga usé elementos más familiares, no au-tobiográficos sino familiares, porque me sentía impulsado por un afán de verosin-rilitud. Quería que todo se creyera, que pareciera natural, en parte porque me estoy preparando para un final que haga efecto. Deseo crear cierta tensión en un momento determinado, y si el lector está convencido de que lo que le cuento es cierto y lo llevo a creer que lo que narro es de la vida real, algo natural, el efecto va a ser mayor. Es algo deliberado, no involuntario ni que quiera hablar de mí, sino un recurso técnico. Juego con una aportación, con ese jirón de mí mismo para que me crean. Después me siento li-
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bre de actuar como quiera, por supuesto, porque sé que lo que estoy haciendo es escribir ficción, y no me siento compro-metido con la realidad sino con el texto y con producir un efecto. Hay una cons-ciencia del artificio con el que trabajo, de que hay truco, pero esto forma parte del gozo de escribir una novela.
En muchas de sus obras la acción se sitúa en una ciudad concreta, y, además, en ciu-dades donde ha vivido. ¿Entraña eso una intención de realismo?
Mis primeras obras no están situadas en ninguna ciudad ni ningún país concreto, de manera deliberada. En algunas de las narraciones cortas, Cárcel de árboles y El salvador de buques, sí se menciona una ciudad concreta. Lo que ocurre es que la novela corta, por su parte, pide más que un realismo “moderado”, como es el realismo hoy. Ahí, lo más natural es decir dónde estás, sería artificioso no decirlo. Yo busco la naturalidad posible porque, ya de por sí, el acto de escribir es la fic-ción. Además, me parece más económico y más práctico situar la novela en ciuda-des reales conocidas por mí.
Ha mencionado varias veces la palabra “naturalidad”.. Esa naturalidad, ¿ en qué consiste? Pere Gimferrer habla en el prólogo de La orilla africana de “transparencia” y “diafanidad”. ¿ Podrían venir de la “na-turalidad”?
Eso no lo sé. Naturalidad sería lo contra-rio de la pose, ¿no? Me parece la forma más cómoda de ser, de existir, y de escri-bir también. Cuando estoy escribiendo algo forzado me siento mal, vamos, ya no lo hago. Al empezar a escribir quería crear una voz, pero uno empieza imitan-do, copiando a los maestros. Eso es falso. Yo aprendí a matar a ese... loro ¿no?, que podía seguir usando pero que no me sa-tisfacía porque no era yo el que hablaba. Lo único que puede satisfacer es la pro-pia voz hablando.
¿Cuál sería y qué entiende por su “voz na-rrativa”? Sus obras son bastante dispares entre sí y, sobre todo, precisamente, en lo que vendría a ser la voz narrativa. A mí me resulta difícil separar voz de téc-
nica, realmente. Creo que la voz narrati-va es una metáfora que lleva a confusión. No sé lo que es, en realidad, voz narra-tiva. Cada cual se oye pensar y supongo que ésa es su voz.
¿Dice que cada uno se oye pensar?
Sí... yo me oigo pensar. Me oigo contar, en voz baja, y ésa es mi voz. A veces cues-ta un poco de trabajo reconocer que ésa es tu voz y decirla, y no forzarla. Más allá de eso, no sé lo que es la voz narrativa. Si se oye esa voz, ya no hay que traba-jar con la técnica. Sí oigo esa voz, para mí ya es sólo tomar el dictado. Antes de contar, ya se tiene que saber el truco. Yo no hablo de “trucos” en el sentido de es-tar haciendo juegos de magia, sino que tienes que creerte el pretexto y la idea, y luego te engañas a ti mismo. Si uno no se cree sus ficciones no imagino que pueda hacer que alguien las crea realmente. Es un poco una auto hipnosis. Por eso ne-cesito estar aislado cuando escribo, para poder estar yo mismo contándome sin interrupción durante horas. No siem-pre es contar, a veces es ver. Ántes ves la historia, luego la traduces a palabras y ya estás escribiendo, realmente.
Hablando de ver, se ha referido algunas veces a la influencia de sus estudios cine-matográficos. Marguerite Duras, que era guionista, es uno de los paradigmas de in-fluencia de la imagen, de lo visual, en la palabra. No veo un peso de las imágenes plásticas en su narrativa. ¿ En qué cree que le influye el cine?
No pienso que yo escriba como un guio-nista. Me parece que no. La literatura, antes del cine, también era muy visual. Si se lee a Conrad, se observa que es muy visual. En mi caso, la influencia del cine me ha servido para armar las novelas, para editar en el sentido en que se monta una película. Yo monto una estructura. Lo escribo todo de un tirón y luego lo corto y lo monto como si estuviera ha-ciendo una película ¿sabes? Lo corto y lo coloco allí usando el criterio del montaje cinematográfico. Yo escribo siempre mu-cho y linealmente, después pienso cómo organizo la nove1a más tarde. Ahí sí uso
lo que aprendí, lo poco que aprendí, va-mos, estudiando cine. y creo que afecta a la manera en que se lee. Hubiera sido antes director de cine o montador que guionista. Ya he dicho que escribir guio-nes no me gustaba y por qué, me parece una tortura, detesto la idea.
Me parece que, de alguna manera, el hilo de La orilla africana empieza ya en Que me maten sí…; en ambas obras destaca la inexistencia de vínculos causales entre los hechos, éstos existen como algo que se abate sobre las personas, en forma de destino o del azar, que es el protagonista y la temática única de La orilla africana.
Para mí cada libro es un poco la reacción del anterior. Trato de hacer algo que no hice o que me hubiera gustado hacer. Sí, efectivamente, ambas novelas tienen en común que no tienen historia. Lo que se presenta es una superposición de situa-ciones, no una historia. Carecen de una trama tradicional, en el sentido de que ¿Fulano hace esto y pasa esto, y por eso? En Que me maten si el azar tiene menos importancia, es un azar dirigido. Ellos mueren, pero los matan, no mueren. Se trataría del destino de ellos. En La orilla africana el azar se mira con microscopio, es lo que sustenta todo, no hay nada más.
Lo que los críticas han llamado “sombras” y “elipsis” en sus novelas, y que se corres-ponden con la manera en que trama los argumentos, da como resultado una cierta ruptura existencial en los personajes y una atmósfera” desolada “, de regusto existen-cialista, sobre toda la novela.
Esa sensación de “sombra” proviene de los cortes. La violencia de mis relatos no está hecha de la brutalidad o violen-cia misma que contienen, sino de que la situación se ataja, y ya está. No se trata del corte de que alguien acuchille a otro, sino del corte que hago en la historia. En efecto, es una violencia máxima que me hago a mí mismo y al discurso narrativo, quizá. Porque cuando se está escribiendo una historia se quiere seguir. Pero a ve-ces la termino más allá y la corto antes porque veo que el resto ya no importa,
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o el resto es un impulso mío después de comprender la historia, que, por otra parte, a lo mejor no tengo derecho a comprender. El hecho de darle el final, la clásica conclusión es una tentación tras-cendentalista, metafísica o religiosa, por-que verdaderamente la historia se acaba antes, se acaba cuando alguien muere o cuando se termina la tensión. Para mí se ha convertido en una técnica, no tengo ningún reparo en cortar cuando advierto que se ha interrumpido la tensión. No hay nada que saber más que mis conclu-siones, lo que yo opine, lo que yo piense, yeso no interesa, no guarda relación con el hecho, la historia. Si lo contara otro personaje, tal vez pudiera introducir esa opinión, pero si se trata del protagonista de la historia, no; no tenemos ese lujo, no nos vemos después de la muerte. Eso es mi técnica: yo cuento las historias de cada uno desde adentro; ellos no pueden verse a sí mismos, no tienen tiempo de verse.
Su tipo de escritura es muy distinta del de la actual narrativa hispanoamericana.
Sí, estoy de acuerdo. Supongo que es porque no he leído mucha literatura his-panoamericana. Aparte de Borges, por supuesto, que tampoco es muy hispano-americano, y Bioy Casares, que son mis dos referentes. Sí leí mucha literatura la-tinoamericana del siglo pasado; Martin Fierro es una lectura que me apasionó, pero es otro tipo de literatura. De la li-teratura del boom, por ejemplo, he leí-do poco, pero es que soy muy perezoso. Hablaría de autores que me han gustado, Conrad, James, Stevenson, y más atrás Poe, Swift. De literatura francesa leí. La náusea muchas veces, Camus, Proust, pero es una influencia muy tardía para mí, son textos que leí a los treinta años. También una influencia tardía, pero que me agradó, fue la de la literatura fran-cesa del siglo XVI, los aforistas, La Ro-chefoucauld, La Bruyere. Me siento más afín a esto.
A propósito de sus “maestros”. En Que me maten si dice: “La brutalidad en este país era una juerza impersonal, una fuerza jue-ra del control de los hombres, implacable y desinteresada”. Hay cierta similitud entre
ese azar de La orilla africana, el destino que guia Que me maten y cierto tono de fatalidad y violencia inevitables que flotan en la obra de Bowles. Usted era amigo suyo, además. ¿ Le viene alguna influencia direc-ta de Paul Bowles?
No era influencia, sino afinidad. Le gustaron las primeras cosas que yo ha-bía escrito porque eran muy violentas, muy crudas, y él siempre escribía sobre la muerte. Teníamos en común esa fas-cinación por describir la violencia, yeso como ejercicio literario te da un tono algo especial, un tono sentencioso qui-zá. Puede que eso es lo que perciba como algo que tenemos en común. Una afini-dad estilística, pues a ambos nos interesa-ba la violencia como tema narrativo. Su obra ya me motivaba antes de conocerle. Yo escribía sobre violencia porque tenía violencia dentro de mi cabeza. Para ex-plicarlo más sencillamente, cada vez que iba a escribir sobre algo, lo más fácil, lo primero que me venía a la cabeza era la violencia, una guerra, una lucha con pu-ñales o un asesinato. ¿Por qué? Me parece que así trabaja mi psique, mi cerebro. De adolescente, de joven, tenía siempre esas visiones violentas en mi cabeza. Como mucha gente, me parece. Esas fantasías violentas eran naturales para mí, y me parecía el material literario más a mano.
¿ Tiene esto relación con la violencia que veía en su pais? ¿ O la violencia es conna-tural al hombre?
Allí ves y oyes y respiras violencia todo el tiempo. Te vuelves insensible a eso pero te fascina a la vez. Pero aquí se ve tam-bién, y en los juegos de los niños, que son violentos. No me cabe la menor duda de que la violencia está en el ser humano y de que la vida es violenta. En mi caso, la violencia se encontraba en mí, dentro de mi cabeza, antes de que la sacara; la soñaba; como una violencia obsesiva, repetitiva, con algo de ritual. Te ves pe-gando siempre de la misma forma yeso se repite, hasta que al final ya no tiene interés, estético por lo menos. Escribirlo es una forma de liberarse de ello, de que ya no te moleste.
En La orilla africana esta violencia desaparece.
Desaparece o está contenida. Lo que es-toy explicando no es de ahora, sucedió hace veinte años. En La orilla africana hay cierta violencia retenida, como en la parte en que quieren matar a Ángel Tejedor, por ejemplo. Para mí esa breve escena fue en cierto modo una pequeña regresión, sí, me sentía ahí completa-mente a gusto.
En consecuencia, parece que ha tratado de retratar la realidad con arreglo a sus fan-tasmas personales.
Bueno, no, más bien al revés. Tal vez traté de adecuar mis fantasmas personales a la realidad. Otra vez esas ansias de verosimilitud para tener o lograr efecto. Es una cosa muy básica, si no, uno ya no lo cree. Me parece que en narrativa, sobre todo, ya no tiene sentido, hoy, estar hablando de algo que no interesa, que no se cree. Si uno ya sabe que lo que está contando no se corresponde a una realidad -no te quiero decir “la realidad” porque no creo que exista-, que es... una historia mental de uno, no del otro, entonces aburre, a mí me aburre. En relatos breves, en poesía, sí puede darse menos esta verosimilitud, pero cuando acometo un texto de más de cien páginas, no.
Eso quiere decir que al escribir piensa en un destinatario, siente la presencia del otro, de alguien que va a leerle como quiere que le lea.
Sí, siento la presencia del otro en textos largos. No cuando escribo poemas en prosa, porque es un Juego verbal, pero en narrativa estoy creando un objeto, un objeto que quiero que funcione. Cuan-do alguien toque aquí, este aparato tiene que funcionar y producir el efecto que yo quiero. Para eso tengo que ser un poco traslaticio, tengo que ponerme en el lu-gar de un hipotético lector y ver qué es lo que le puede afectar.
En sus novelas se advierte la existencia de un telón de fondo de pensamiento profun-do, casi filosófico. Se ha dicho de su prosa
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que ofrece una “sequedad del lirismo”, pero yo creo que la palabra que se le puede apli-car es un cierto “ascetismo”. ¿Ha estudia-do filosofia?
No he hecho estudios, pero me gusta mucho como lector, y leo habitualmen-te filosofía. Si tuviera que hablar de eso, diría que mi subtexto filosófico viene de Wittgenstein. No quiere decir nada, pero sí puede explicar algunas cosas...Quizá esa... tendencia a la sencillez, que es witt-gensteiniana ¿no? No soy filósofo, pero creo que pensar en las líneas que él traza es muy fecundo. Para entender la vida, pero casi sólo, sobre todo, para dejar de engañarse, para dejar de pensar grandi-locuentemente, lo cual es difícil porque estamos llenos de palabrería por nuestra cultura, me parece. Es curioso, porque Pere Gimferrer menciona a Wittgenstein en su prólogo y yo había puesto una cita suya como inicio en una de mis obras. Le pregunté si lo había leído y me respondió que no, lo había percibido así y era algo completamente casual.
¿Ha escrito alguna vez poesía? En sus nove-las no hay el menor rasgo de simbolismo, ni alegoría, ni metáfora.
No he escrito nunca poesía, ni medio verso, jamás. En cuanto a lo otro, en ab-soluto. No tengo la menor intención de alegorías ni de simbolismos. En realidad, es que no sé para qué sirven. Es algo que aprendí de Borges muy temprano: ¿para qué decir algo que simboliza otras cosas si lo puedes decir directamente? Me pa-rece innecesario pensar en simbolismos y alegorías, hoy en día, a lo mejor en otro momento era útil. Hoy formaría parte de esa palabrería que te he mencionado. Si yo quiero hablar del amor, ¿para qué voy a hablar de la mujer que encarna el amor? Puedo hablar de mi enamoramiento por esa mujer, o del amor como una relación con esa mujer, pero ¿para qué voy a em-plear un término más en la ecuación? ¿Para confundirlo? Al contrario, se trata más bien de eliminar los elementos in-necesarios. De buscar el término medio entre la comprensión y el concepto ¿Para qué voy a inventar un concepto que con-funda las cosas?O sea que estamos otra vez ante la búsque-
da de la realidad, de la naturalidad y de la verdad.
-¿La búsqueda? No, digamos la “rela-ción con” la verdad. Y la naturalidad me parece nada más que una forma de ser. No pienso la naturalidad como un ideal, sino simplemente como un no hacer las cosas de una manera artificial. O sea que no es que esté buscando la naturalidad, la naturalidad ya está. Que la verdad ya esté es más complejo, porque la verdad es la relación entre el discurso y la realidad. La verdad se da o no se da. Se trataría más bien de intentar ser lo más directo posi-ble, obtener la mayor consecuencia entre esos dos polos. Lo subjetivo, lo que pasa por la cabeza de un personaje, puede ser verdadero sin que sea real.
¿ Qué cree que podrá escribir después de La orilla africana?
No tengo la menor idea. Quizá me dedi-que a intentar una obra más larga. Todo el mundo me decía al principio que por qué no escribía textos más largos. Al pasar de las cinco páginas a más me di cuenta de que todo cambiaba, los ele-mentos cambiaban, todo. Era una aven-tura distinta. Ahora he llegado ya a las ciento treinta, bueno. Tengo curiosidad por ver qué pasa alcanzando las doscien-tas. Quizá sea mi próximo proyecto. No lo sé.
Es usted parco en habla, y tiene tal ex-traordinaria precisión en la palabra, antes escrita y ahora veo que también oral, que asusta.
Bueno, no hay que introducir elementos que confundan la ecuación tampoco en esto. Hablo intentando que tú me com-prendas lo mejor posible y yo también. Se trata siempre de eso ¿no?
Irina Nemchénok de Ardila
UN SUEÑO COMPARTIDO
El sueño que soñamos a solas, es solamente un sueño. Cuando de-seamos algo que sólo se quede en
nuestro corazón y no lo compartimos, pierde su legitimidad, no sale de la con-dición de ser solamente un sueño. Pero, si soñamos junto con alguien y compar-timos lo soñado, el sueño se vuelve ver-dadero, real y objetivado.
Y bien ¿en qué consiste un sueño compartido?
Unamuno decía que “solo el sueño de dos es verdadero”. Esta confirmación vi-tal es lo que busca a toda costa Enrique Jaramillo Levi en la Compilación His-tórica de Cuentistas Panameños 1892 -2004.
En la Introducción al “Sueño Com-partido” Enrique Jaramillo apunta que “Una recopilación de naturaleza histó-rica, no aspira al estricto rigor selectivo que exige una antología, lo cual no sig-nifica que se haya descuidado la premisa de calidad que debe tener toda selección en la que rescatan valores literarios y se busca una generosa representatividad de épocas, de tendencias estéticas e ideoló-gicas y de orden generacional.”
Gracias a esta observación me siento en pleno derecho de sostener que la com-pilación histórica de cuentistas paname-ños: 1892-2004, titulada “Un Sueño compartido”, constituye una verdadera antología cronológica. Quizás la ambi-güedad entre compilación y antología surge como resultado de la misma defini-ción de antología, que significa “florile-gio”, que más bien pretende no a lo com-pleto, sino a lo especializado; porque la recolección de “palabras flores” literarias, en la mayoría de los casos denota que el compilador no tendrá al alcance de su mano todas las flores. Por lo contrario, se topará con una “florecita”.
Antiguamente se hablaba de “florile-gio” como colección de trozos selectos
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de materias literarias. En los círculos re-ligiosos, las antologías reúnen oraciones y cantos para ser entonados en las fiestas solemnes. La etimología de la palabra está relacionada con la idea de “escoger flores” (anthos, flor; legein escoger).
Los expertos generalmente no expli-can que elaborar una antología supone un acto de poder. Lo ejerce quien hace la escogencia. En los florilegios religiosos es evidente que los himnos seleccionados son los que la autoridad desea poner en boca de los fieles. De igual forma, en las compilaciones literarias, el antólogo y la entidad que patrocina la publicación im-ponen unos criterios y unos textos para que sean leídos como “clásicos”, como “los mejores” o “los más representati-vos”.
La representatividad de la compila-ción sigue siendo materia muy personal, y cada reseñador tendrá siempre un libro de quejas y sugerencias.
Hoy me atrevo a afirmar que el autor de este compendio de cuentos ha logrado con creces el carácter representativo de la selección.
A los ojos de la crítica, el que compila es a veces un criminal literario, que cose-cha los laureles en un campo de virtudes. El compilador Enrique Jaramillo Levi es, ante todo, el diseñador y arquitecto de la obra que hoy presentamos. Él está entre-gado en cuerpo y alma a la literatura. Su vida de compilador y antólogo es audaz iniciativa y revisión eterna; está saturada de fotocopias y separadores de páginas, búsqueda en los periódicos amarillentos y revistas polvorientas, inquietud por los emilios ya enviados y esperas febriles de las respuestas.
El compilador puede sentirse demiur-go por una hora, erigiendo, como el se-ñor de sinos literarios, la arquitectónica de su concepto partiendo de textos de otros. El es preso de citas, cautivo de la conciencia ajena, e ingeniero de las al-mas lectoras. Esta es en realidad la fun-ción de la crítica y de la historiografía literaria: establecer (o discutir) el canon y elegir el corpus. Se funda una literatura o se reconstruye una tradición a partir de actos críticos de selección.
No podemos hablar de literatura si es-tamos ante un conjunto de obras sueltas, como no podríamos hablar de biblioteca
ante un montón de libros en desorden sobre un andén. Al introducirnos en el Sueño Compartido de Jaramillo Levi, la primera pregunta que podemos formu-lar tendría que ver precisamente con la cuestión del canon. ¿Cuáles fueron los criterios de selección?
Se necesita un canon que organice, que permita la escogencia y la interpreta-ción; que sirva para probar o rebatir una tesis. Generalmente el antólogo explica en la introducción el canon utilizado. Las posibilidades son muchas. Puede ele-gir por el tema. O tomar las fechas de nacimiento de los autores, tal ocurre con el llamado “método de las generaciones”. Si se utilizan las formas del estilo, sería posible congregar textos románticos, iró-nicos, fantásticos o realistas. Considera-ciones sobre lo social o histórico permi-tirían antologías sobre la colonización, la violencia, lo urbano o lo posmoderno. El ánimo de la compilación cronológica es de conjuntar un panorama representati-vo de diversas perspectivas.
El único criterio que se utilizó en esta
selección, al margen de la inherente cali-dad literaria, fue el hecho de reunir a los cuentistas en orden cronológico, en dos tomos de más de 800 páginas.
Organizar colecciones de cuentos re-sulta un derecho de atrevimiento. El que sugiere una idea prepara su refutación. Y aun así, seguimos opinando. Esta “com-pilación” no es una refutación. Pretende acaso una mirada desde otro ángulo.
Jaramillo Levi no quiso apelar al método temático, ni al generacional; se adscribió para ello a un método doble-mente agotador que es el cronológico, con el cual abarcó un poco más de una centuria.
No es siempre la necesidad de llegar a profeta lo que secunda al “compilador” sino un mero ademán estético; lo cual ya es admirable. Los cuentos de estos dos tomos proponen una manera más pa-ciente de literaturizar.
Aunque Enrique Jaramillo Levi niegue que sea una antología, en esencia él pone de manifiesto su opinión. Ni el propio Jorge Luis Borges, que insistió en que las mejores selecciones las hace el Tiempo, sabría explicarnos cuánto dura la posteri-dad; es decir, hasta cuándo aquellas obras
que hoy alabamos a través del manto de las décadas --- o las centurias--- seguirán considerándose imprescindibles. Tienen una permanencia, pero, ¿son eternas? ¿Lo es la memoria humana, aún en sus variantes de papel, de celuloide o de mi-crochips?
Jaramillo Levi vuelve a subrayar en la introducción que el criterio fundamen-tal de la selección ha sido la búsqueda de calidad literaria; tratando de ser equili-brado y objetivo, así como amplio en los parámetros de representatividad.
Como se sabe, la elaboración de com-pilaciones es una tarea desagradecida. Si ustedes no lo creen - pregunten a su ver-dadero dueño. Probablemente no existe ni una sola compilación, que no fuera objeto de exclamaciones críticas e inclu-so de invectivas (filípicas) enojadas.
Cualquier colección puede convertir-se en la razón del descontento para los críticos, puesto que su tarea principal consiste de conceder al lector tal ángulo visual, con el cual se vean mejor las co-nexiones literarias de la época.
En esta ocasión, Enrique Jaramillo Levi nos ofrece una obra de incalcula-ble valor literario, una “compilación” histórica de cuentos panameños de 134 autores. Son cuentos que no defraudan al lector, porque poseen una gran virtud ética y estética.
Gracias a la incansable labor de una verdadera arqueología literaria durante 17 años, dentro y fuera de nuestras fron-teras, ha hecho de Enrique Jaramillo Levi el que mejor conoce la cuentística pana-meña, tanto en el ámbito histórico como actual, de los creadores que van surgien-do en el panorama literario nacional.
Su conocimiento y la posibilidad de estudiar los cuentos panameños, le per-mitieron realizar esta selección. Asimis-mo, vale la pena señalar que esta antolo-gía, integrada por autores de reconocida trayectoria y por otros hasta ahora desco-nocidos, está destinada a ser un punto de referencia en la literatura panameña, tan injustamente rezagada en el ámbito de la literatura universal.
Entre los cuentistas que pertenecen al siglo XIX se destacan Edmundo Botello, Samuel Lewis, Ernesto Jaramillo Avi-lés, abuelo paterno de Enrique Jaramillo Levi, Guillermo Andreve, José Oller , Ri-
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cardo Miró, Temístocles Ruiz, Enrique Genzier, Gaspar Octavio Hernández, en-tre otros.
Es de notable interés que en este com-pendio aparecen, por primera vez, cuen-tos rescatados de Guillermo Patterson jr., Enrique Ruiz Vernacci, Darío Jaén, Aní-bal Ríos, Santiago McKay y José Huerta, casi todos ellos olvidados hoy.
El siglo XX tiene una nutrida pre-sentación de autores. Con todo y eso descubrimos cuentos impregnados de imaginación de autores cuya obra no ha tenido mayor difusión; tales como Jo-vanna Benedetti, Cáncer Ortega Santizo, Herasto Reyes, Claudio De Castro, Pe-dro Correa.
Me parecen interesantísimos los casos de Consuelo Tomás y Bertalicia Peralta, quienes viniendo de la poesía - no digo que habiéndola abandonado -, dotan a los asuntos que antes se nos daban como inevitablemente trágicos con una pátina de lirismo y con referencias culturales que mantienen su vigencia en nuestras estéticas de lectores. Inclusive, una mis-ma generación no siempre escribe igual. Tácitamente o no, los cuentistas se van transformando y en esta antología nos demuestran la variedad de estilos y temas del cuento panameño en los que se dis-tingue la madurez, la garra (¿son estos es-critores unas fieras?) y la posibilidad del nada desdeñable placer.
Esta antología permite que aparezcan nombres nuevos con un reconocimiento creciente. Su calidad de escritura, en su mayoría, es excelente; además, los mis-mos testimonian que en Panamá esta-mos en los mejores momentos de crea-ción literaria; donde podemos observar movimientos muy ricos, muy vivos, muy dinámicos.
Esta compilación se ha convertido en un espacio común donde consagrados y no consagrados comparten marco lite-rario. Los de más larga trayectoria sus-tentan la iniciática carrera de los menos experimentados en las lides literarias y, éstos, a su vez, aportan frescura y nuevas formas de expresión que ‘rejuvenecen’ la narrativa nacida recientemente.
Mi impresión es que uno de los sen-tidos fundamentales de esta compilación es que los autores menos conocidos se apoyan sobre los más conocidos. Ese es
uno de los valores intrínsecos de El Sue-ño compartido.
Una compilación no ha de ser una jerarquización, y en ese aspecto me pa-rece muy correcto el trabajo de Enrique Jaramillo Levi. Al lector no se le crea una idea, sino que se ofrecen pistas para que él mismo se haga una composición del país representado.
El compendio nos ofrece una visión de conjunto que ya tiene una tradición, y por lo tanto sirve de vivero y nutriente de cosechas futuras.
El antólogo ha incluido en la com-pilación unas breves notas biográficas a través de las que se intenta no tanto el conocimiento directo de los autores, de los que apenas se trazan unos apuntes, sino incitar el conocimiento a través de la lectura de sus obras. En entrevis-ta sostenida con Edward Waters Hood, en 1998, el escritor Enrique Jaramillo Levi caracterizó el cuento así: “Creo que el cuento más bello del mundo es aquél que logra una fusión perfecta entre un momento de gran plenitud humana con una forma plena, armónica, inevitable con que esa plenitud se exprese. En ese sentido, generalmente un cuento bello es un cuento lírico, es un cuento donde hay mucho trabajo con el lenguaje, donde se usan metáforas, metonimias, compara-ciones, en fin las figuras retóricas que le puedan dar un cierto vuelo. Los cuentos más imaginativos suelen ser cuentos poé-ticos porque la única forma de expresar el vuelo de la imaginación es a través de un lenguaje más elevado, más trabajado, más elaborado.”
Los cuentos reunidos no defraudan al lector porque poseen una gran virtud éti-ca y estética. Esta nueva publicación de la editorial panameña Universal Books representa una ventana para el acerca-miento a la insondable realidad de nues-tro Panamá, este Panamá real y mítico, pleno de riquezas, de similitudes y dife-renciaciones regionales.
Entre los escritores seleccionados en el segundo tomo descollan: Ernesto En-dara, Carlos Chuez, Rosa María Britton, Pedro Rivera, Dimas Lidio Pitty Bertali-cia Peralta, Claudio De Castro, Beatriz Valdés, Juan Carlos Ansin, Isis Tejeira, Consuelo Tomás, Ariel Barría Alvarado, Bolivar Aparicio y el propio compilador
de la antología, Enrique Jaramillo Levi. Los cuentos de autores contempo-
ráneos no evaden eso que se llama rea-lidad, pero han querido distanciarse del sustrato elemental de lo que se considera una literatura pobre. No proponen, en consecuencia, un manojo de cuentos que andan por las ramas, sino que, en mi opi-nión, han visto el hecho literario como algo obligado a prever otras esencias y a complicar su búsqueda. Son textos sus-tentados en lo alucinatorio, lo picaresco, la parábola, el humor y la aventura del lenguaje, caricatura política y reflexiones filosóficas, curiosidad y asombro ante los descubrimientos científicos.
Algunos cuentos reunidos son el ini-cio de una nueva y vigorosa vertiente en las letras de Panamá. Puede afirmarse que el regionalismo comenzó a quedarse atrás. El tema vernacular desaparece casi por completo. A lo barroco, a lo pinto-resco de la narrativa anterior, se impone el lenguaje directo del nuevo cuento, en su más viva esencia, incorporadora del habla nacional y la temática completa-mente urbana. El problema, la situa-ción del hombre de la ciudad, complejo, enigmático, acosado y torturado en sus múltiples facetas, desplaza al enredo pue-blerino, a las habladurías de comadres y beatas, al típico truhán de la picaresca criolla. Esa es la impresión que me han dejado los cuentos de escritores jóvenes: Héctor Collado, Carlos Fong, Melanie Taylor, Roberto Pérez Franco y otros.
De modo general, ¿es el cuento en Pa-namá un género saludable? Sí lo es.
Volviendo a la antología, puedo repe-tir junto con otros, que es el instrumento de más libre y aleatoria utilización, que se usufructúa a los saltos, ya sea para ve-rificar, o para descubrir.
La idea no podía ser mejor. Una pro-ducción literaria desperdigada y casi in-hallable allende de nuestras costas y, para que ocultar, en la Patria también, como tantas otras, de este modo se nos aparece como ya lista para la canonización; es de-cir, exhibida, requerida: le ahorra trabajo a los lectores futuros, a los profesores de literatura en Panamá y en el extranjero. De algún modo es también un llamado de atención para que esta obra comience a rodar por carriles más transitados.
“Si un autor ha de permanecer”, pen-
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saba Jorge Luís Borges, al menos que sea por lo mejor de su creación.”
Siguiendo con las reflexiones de Bor-ges podemos entender en qué se diferen-cia una compilación de un catálogo de textos, colección de autores o literatura temática.
Una buena compilación, además, pulcramente editada, es en sí, una obra: la labor creativa de quien realiza - a ries-go personal -, un recorrido histórico de una literatura para exponer sus rasgos fundamentales y épicos. La edición de este compendio es, en este sentido, un acontecimiento importantísimo dentro de nuestro circuito literario. De cierta manera, esta antología “renueva o funda un canon literario”. Ahora, si el antólogo es también un autor de renombre, como Enrique Jaramillo Levi, cada inclusión, es vista como una bendición.
Casi por definición, pocos géneros gozan de un consumo más asegurado, más fácil y más agradable que las antolo-gías. Esta suma de virtudes y felicidades es la que hace levantar las cejas inmedia-tamente al lector con pretensiones, el que aspira a la severidad en sus juicios y a la dificultad en sus lecturas. Tal vez la desconfianza encuentre su fundamen-to en aquellos florilegios que buscan la simulación del todo por sus partes, el turismo por un macrocosmos reducido a diminuto museo de Madame Tussaud: la poesía lírica castellana en cien mane-jables poemas, la literatura fantástica en otras tantas cómodas piezas. Nada de ello ocurre en la compilación de Ja-ramillo Levi. Su creador reunió textos en un universo cuyas reglas no pueden postularse ni deducirse, sólo encontrarse en un descubrimiento tan repetido como inapelable.
En la introducción Enrique Jaramillo Levi da al lector una razón válida para reunir en un mismo paquete a tantos au-tores, muchos de los cuales imprecarían ante la sola idea de saberse cohabitantes, a perpetuidad, del mismo espacio que ocupan colegas suyos con quienes “no hacen química”.
Entonces, ¿cuál es la razón para hacer un trabajo de este tipo?
La respuesta no está en altos tratados filosófico-literarios, sino en la vox popu-li: “cada cabeza es un mundo”, y en este
libro hay ciento treinta y cuatro mun-dos, ciento treinta y cuatro formas de ver, entender y sentir la vida en Panamá.
Y ese es el espíritu que anima este es-fuerzo: presentarle al lector una muestra completa del quehacer narrativo pana-meño, para permitirle enriquecer su ex-periencia vital a través de una expedición al mundo de la ficción literaria, ficción que - de una u otra manera - lo acercará a esta realidad en cualquiera de sus múl-tiples y tan diversas dimensiones, con ese toque tan misterioso que se llama “goce estético”.
De cada autor se dice únicamente lo necesario, citando sólo sus libros de cuentos o sus premios y experiencias en el ámbito narrativo y profesional. Esta edición, aparte de presentar una bio-bi-bliografía y fotografía de cada uno de los autores consignados, contiene una intro-ducción de Enrique Jaramillo Levi, que es un riguroso ensayo de historia de la literatura panameña.
¿Algunos de ustedes se preguntarán, si esta compilación ofrece al lector lo mejor de cada autor? No sabemos ni podemos saberlo. Sería muy difícil y azaroso ha-cer una afirmación tajante, porque en la apreciación de estos cuentos intervendrá mucho el gusto de cada lector.
Por más códigos estéticos que se ma-nejen, definir un cuento como “el mejor” a veces equivale a imponerle al que lee el gusto del crítico. Sin lugar a dudas, lo que sí se ha procurado es que cada cuento elegido sea representativo de su estilo, es decir, que en el pueda verse, en general, el modo particular en que el cuentista suele aprehender y realizar estéticamente su realidad.
¿Qué más decir? Que los cuentos se-leccionados en esta antología son dignos ejemplos de esa multiplicidad de estilos, tendencias y caminos de la narrativa pa-nameña.
La presente compilación permitirá al lector medio (e incluso al especialista) aproximarse a algunos textos poco di-fundidos.
El prólogo funciona como excelente introducción a esta compilación antoló-gica. Sólo cabe señalar la dificultad que plantea antologar cuentos cuya línea ar-gumental es tan diversa. Por eso son muy útiles para el lector, las notas biográficas
de cada autor, así como la bibliografía tan exhaustiva.
Este libro recorre la historia completa del cuento en Panamá desde sus orígenes hasta el último cuento escrito ayer, cuyas últimas líneas todavía no se han secado.
Los cuentos seleccionados en esta compilación antológica asedian este gé-nero desde muy diversas perspectivas.
A través de los cuentos recopilados, el lector percibirá un órgano vital literario que se ha ido desarrollando.
El propósito de este libro, más que recoger una constelación de cuentos de todos los cuentistas panameños, es ofre-cer una visión completa de un cuerpo en movimiento, a lo largo de más de un si-glo, que se estaba quedando en olvido.
Concluyo con unas estrofas del poe-ma “Despertar” de Jorge Luis Borges que a mi parecer sintetizan la idea y el objeti-vo de este libro.
DESPERTAREntra la luz y asciendo torpementede los sueños al sueño compartidolas cosas recobran su debidoy esperado lugar…Jorge Luis Borges
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Desde la primera entrega del Pre-mio Nobel de Literatura en el año 1901, un total de diez mu-
jeres y de ochenta y nueve hombres han recibido la más importante distinción literaria del mundo. En el año 2004, se honró con el premio a la austriaca Elfrie-de Jelinek, una entre doce escritores de habla alemana hasta el momento, una de-cisión que no ha sido poco controversia!. Jelinek es considerada una de las escrito-ras y autoras de teatro más incómodas en el ámbito de la lengua alemana. Su labor abarca la poesía, la prosa, el teatro, el ra-dioteatro y los guiones cinematográficos. Entre sus obras más conocidas se en-cuentra la novela La pianista, de 1983, la cual le valió el sello de “feminista”: En la novela Die Kinder der Toten (Los hijos de los muertos), de 1995, Jelinek hace ha-blar a los cómplices austriacos del terror nacionalsocialista. Desde entonces se le insulta acusándola de echar piedras sobre su pro tejado. ¿Pero acaso Jelinek encaja de manera acrítica en esta clasificación?
Encontrar un juicio propio resulta di-
fícil para lectores que no bien la lengua alemana. Y es que el lenguaje de Jelinek es consi-derado muy difícil de traducir. En el ám-bito hispanohablante pocas las obras de esta autora que han sido publicadas. En es sentido, resulta tanto más importante la aproximación argentina a No importa. Una pequeña trilogía de la muerte (Ma-cht nichts. kleine Trilogie des Todes), 2000, que presentamos desde el punto de vista del director.
Ciertos rumores habían estado divul-gando ya que esta vez la Academia Sue-ca honraría a una mujer con el Premio Nobel de literatura, pero Elfriede Jelinek no estaba en la lista de las posibles candi-datas. Puede decirse que su elección fue tan inesperada como valiente y justa, y que no ha tenido segundas intenciones relacionadas con la política interna-cional. y es que, si bien esta autora de cincuenta y siete años, que vive a caba-llo entre Viena y Múnich, se ha pronun-ciado reiteradas veces contra las fuerzas
nacionalistas y reaccionarias de Austria, su país natal, en sus obras no nos vemos ante una literatura comprometida. Toda su sensibilidad estética contradice lo que todos comprenden y lo psicologizante. La decisión de otorgarle esta distinción a Elfriede Jelinek significa un triunfo del principio poético sobre el político.
En esta ocasión, no sólo se honra a una de las escritoras más radicales y consecuentes que han escrito en lengua alemana, sino que se rinde un homenaje también al principio de la vanguardia, algo que, además, ocurre por primera vez en la historia del Premio Nobel de litera-tura. Yeso, en este caso específico, signifi-ca el principio de la negatividad. Ya que esta autora ha puesto su obra en manos de fuerzas ciertamente oscuras: el odio, la obscenidad, lo grotesco, la monotonía, la muerte.
“Es una autora que con su ira y su apasionamiento estremece a sus lectores en sus más profundos fundamentos”, de-cía el vocero de la Academia Sueca. “El
Gloria tardía de la vanguardia:
Elfriede Jelinek recibe el Premio Nobel de
Literatura
Papeles de la Maga
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“Precisamente porque he buscado refugio en la escritura, el len-guaje, que me parecía un refugio seguro, se vuelve contra mí. No es para asombrarse. Desconfié de él desde el principio. ¿Qué clase de camuflaje es ése que existe para evitar que uno no se haga invisible, sino cada vez más nítido?”
Elfriede Jelinek, discurso de aceptación del Premio Nobel, 10 de diciembre de 2004
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Premio Nobel de literatura 2004 es otor-gado a la austriaca Elfriede Jelinek por el flujo musical de voces y contravoces en novelas y piezas teatrales, las cuales, con su singular pasión por el lenguaje, desvelan lo absurdo y el poder forzoso de los clichés sociales”. Por muy acerta-da que sea esta alusión a la musicalidad de su lenguaje, la escritora que como fille terrible comenzó a escribir en la década de 1970, desde el espíritu de un agresivo pop art, ha sido mucho tiempo, a decir verdad hasta su distinción con el Nobel en diciembre (ceremonia a la que la auto-ra no compareció por razones de salud), una artista muy controvertida, y ha te-nido que soportar mucha incompren-sión, muchos gestos de desaprobación y mucha ignorancia en el transcurso de su incesante carrera.
Nacida el 20 de octubre de 1946 en Murzzuschlag, en la región de Estiria, Elfriede Jelinek creció en Viena junto a una madre cuya ambición implacable ha pasado a formar parte de su literatura. Y aun Jelinek vivió con ella bajo un mismo techo hasta que falleció, jamás ha tenido pelos en la lengua para describir esa rela-ción opresiva madre la “adiestró” como una niña prodigio. Desde temprana edad la Jelinek comenzó a recibir clases de todo tipo: de ballet, de órgano y de violín. Al terminar el bachillerato en la escuela de un convento, a la que puede atribuirse su aversión hacia los hipócri-tas representantes de la Iglesia católica, Jelinek estudió piano y composición en Conservatorio de Viena.
Su novela tal vez más conocida, La pianista (1983), llevada al cine por Mi-chael Haneke con Isabelle Huppert en el papel protagónico atribuía la masoquista deformación sentimental de la profesora de piano vienesa Erika Kohut (una mu-jer que al final termina automutilándo-se) a la agobiante y posesiva energía de una madre dominante. Allí, en el estilo cortante, casi en stacatto, de la Jelinek, se dice: “1a madre lo quiere todo más tarde. Nada quiere de inmediato. Pera a la niña quiere tenerla siempre. Y siempre quiere saber dónde puede localizarla, en caso de emergencia, si a la madre le amenaza un infarto”.
A menudo se ha dicho que Elfriede Jelinek es una escritora feminista. Nada
más ajeno a la verdad. En su obra, no son solamente hombres los arrastrados por el torbellino de una estética de la fealdad, sino también las mujeres; amantes, ma-dres e hijas en igual medida. Piénsese, si no, en las novelas experimentales wir sind lockvögel, baby! (¡Somos señuelos, nena!), de 1970, o en Las amantes, de 1975 es-critas entonces todavía en minúsculas (algo contrario a la norma de la lengua alemana de escribir todos los sustantivos en mayúsculas), piénsese, también, en una fulminante novela policíaca juvenil que emprendía contra la pequeña bur-guesía austriaca, Die Ausgespen (Los des-ahuciados), de 1980, la cual nos remite permanentemente a la herencia nacio-nalsocialista; o en la comiquísima pieza teatral Krankheit oder moderne Frauen (Enfermedad o mujeres modernas), de 1987, en la que un ser humano de sexo femenino da a luz una plancha. En toda estas obras, las mujeres son seres estúpi-dos o malvados sin remedio. Son cómpli-ces tácitos que ni siquiera se cohíben ante el asesinato.
La autora, a la que le gusta inmiscuirse rompiendo las reglas del juego (Disculpe, el error es mío), jamás se identifica, sino que se muestra fría como el hielo. De he-cho, su tono apremiante -cáustico, ágil- no puede descifrarse sin las pulsaciones de la música. Jelinek es tan celebrada-detestada por su tratamiento lúdico del lenguaje, su distorsión de las palabras y sus retruécanos como lo es por esa dife-rencia de géneros notoriamente malin-terpretada y presumiblemente insupera-ble; una diferencia de géneros que a el/a, estudiosa del psicoanálisis, le incumbe más desde un punto de vista teórico que moral. En todo caso, puede decirse que cualquier lectura “del contenido” intere-sada en buscar una consistencia psicoló-gica fracasaría de manera estrepitosa ante esta autora. El mejor ejemplo de el/o nos lo ha dado el renombrado crítico litera-rio Marcel Reich-Ranicki, quien en !uno de sus primeros programas televisivos de “El cuarteto literario” se acaloraba a causa de la novela Placer. Según Ranic-ki, en esta obra de Jelinek la unión de hombre y mujer suena como si “se in-trodujese un lápiz en un estuche de plu-mas”. Ranicki echaba de menos en esta obra los sentimientos, tan importantes a
su parecer para representar el amor, pero ignoraba, a su vez, que Jelinek, en todo su quehacer literario y dramático, escri-be precisamente contra todo sentimien-to, lcantra el amor, contra la naturaleza (que no existe). Uno de sus títulos, Oh Wildnis, oh Schutz vor íhr (Oh, vida salvaje; oh, protección ante ella), es un programa en su obra.
El tema de Jelinek no es la opresión de la mujer por parte del hombre, sino el vacío de sentimientos, el automatis-mo de la carne. Es justamente en la re-presentación de la sexualidad donde la Jelinek se revela como una heredera del Marqués de Sade. Por otra parte, esta cultísima autora, que en la vida es capaz de sentir admiración auténtica, ama a Robert Walser, a Thomas Bernhard y a Peter Handke. Pero también ha hereda-do algo de su compatriota ‘ngeborg Ba-chmann: la última novela publicada por Jelinek, Deseo (2000), termina con una cita tomada de la novela Malina, de la Bachmann: “Fue un asesinato”. Son las enfermedades mortales (no solamente femeninas) las que cautivan a E/friede Jelinek. También la libido extenuada de la esposa de un industrial, que es poseída alternadamente por su marido y por su amante, es una enfermedad que conduce a la muerte. Con ello, Jelinek no sólo ha sacado de quicio a algún que otro lector, también ha puesto a rabiar a algunos no lectores.
A pesar de su elevado grado de abs-tracción, el libro se convirtió en un éxi-to de ventas. Cuando apareció Placer en 1989, poco antes de la caída del Muro de Berlín, mientras predominaba toda-vía el antiguo orden mundial, el arte de Elfriede Jelinek para salir a escena como figura pública se encontraba en su punto culminante. Presentada como una diva, la autora declaró que había pretendido escribir un “libro pornográfico femeni-no’: pero que había “fracasado” en el in-tento. Por suerte, las sentencias más bien moralistas de la misantrópica Jelinek no forman tanto parte de su obra literaria como del lado mediático de su existen-cia. y es que no cabe duda de que esta au-tora es un fenómeno mediático. En una ocasión en que debía participar en un de-bate sobre el placer en el club “Docks” de Hamburgo, hizo esperar a sus adeptos, a
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la manera de una gran estrella del rock, hasta que éstos, tras una larga espera, comenzaron a corear Foto: Isolde Ohl-boum su nombre. Sólo entonces apare-ció ella, la gran dama Jelinek, inaccesible, demostrando de forma concisa, elocuen-te y perfecta sus conocimientos teóricos y desapareciendo de nuevo, como una sombra poética.
Elfriede Jelinek es una autora profun-damente europea, un ser humano cons-ciente y una crítica implacable de la cul-tura. Siendo joven, fue miembro del Par-tido Comunista de Austria. Su lenguaje ha seguido siendo una provocación casi constante, un lenguaje que se descarga en el retruécano, en el odio a todo lo aus-triaco, en el asco a todo lo provinciano, en el desprecio por la naturaleza, en la sospecha de fascismo, en su repugnancia por los medios de comunicación y el de-porte y todo lo que se le parezca. Como todos los grandes escritores, no es capaz de librarse de sus propias obsesiones.
Elfriede Jelinek, que ya ha recibido los premios literarios alemanes más im-portantes, entre ellos el Premio Buchner, se convierte, tras Nelly Sachs (1966), en la segunda escritora en lengua alemana que recibe el Premio Nobel de literatura, el premio literario de carácter internacio-nal más prestigioso.
Esta vez el Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” que-
dó completamente en El Salvador. Tanto la poeta ganadora -Carmen González Huguet, con su poemario “Palabra de Diosa y otros poemas”, como las dos Men-ciones Honoríficas otorgadas a Salvador Juárez, por su obra “Poesía Varia”; y a Al-fonso Fajardo, por “Claroscuro: Infierno y Paraíso”; resultaron ser salvadoreños. El Fallo de esta novena versión del Premio Sinán fue dado a conocer el martes 19, a las 2:45 p.m., en el Hotel Torres de Alba, por el Jurado Calificador, integrado por la poeta Luz Lescure y la Profesora Iri-na de Ardila (panameñas) y por el poeta mexicano Efraín Bartolomé.
Este Fallo señala acerca de “Palabra de Diosa y otros poemas”, de Carmen Gon-zález Huguet: “Consideramos que la obra combina estructuras tradicionales de factura impecable con formas con-temporáneas de la poesía. Esta sabiduría en el dominio de las formas permite que más allá de la mera ramazón artesanal salte con frecuencia la tigresa Poesía. A lo largo del libro se hace patente una fina sensibilidad que muestra a un autor en pleno dominio de su capacidad expresiva gracias al conocimiento de la tradición y el diestro manejo de las herramientas de su oficio”.
CARMEN GONZÁLEZ HUGUET
Nació en la ciudad de San Salvador, el 15 de noviembre de 1958. Es-
tudió Química en la Universidad de El Salvador (1978-1980), carrera que no concluyó debido a que el ejército cerró la Universidad ese último año. Luego de algún tiempo de trabajo, sin estudiar,
volcó sus intereses personales hacia la literatura, campo en el que alcanzó los títulos de profesora en Educación Media (1991) y licenciada (1992) por la Uni-versidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA, San Salvador). Hizo una pasantía en Educación Radiofónica (San José, Instituto Costarricense de Edu-cación Radiofónica, ICER,1991). Fue también miembro del Coro de la UCA de 1985 a 1989. Ha trabajado en la do-cencia (Escuela Americana, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” UCA, Universidad “Dr. José Matías Del-gado”), en publicidad (B & M Saachi & Saachi Publicidad, Publica y Publinter), y en los medios (Radio Cadena Hori-zontes) . Fue directora de Publicaciones e Impresos (CON CULTURA, Ministe-rio de Educación, 1994-1996) y trabajó como investigadora literaria (CONCUL-TURA, 1997-1999).
Ha recibido numerosos premios en certámenes de literatura celebrados en El Salvador, incluso una mención de honor en el Certamen Nacional UCA Editores (San Salvador, 1989), con su poemario Testimonio (San Salvador, DPI-CON-CULTURA, 1994). En 1999 ganó los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango, Guatemala, con su poe-mario Locuramor. Ganó mención de ho-nor en el mismo certamen en 2000 con Epitalamio.
Ha publicado además Mujeres (cuen-tos, San Salvador, UNESCO, en el vo-lumen de las ganadoras del II Certamen Centroamericano de Literatura Femeni-na, 1997) y Jimmy Hendrix toca mientras cae la lluvia, monólogo teatral con el que ganó los Juegos Florales de San Miguel,
Poetas salvadoreños
arrasan en el Premio “Rogelio Sinán”
120 Maga REVISTA PANAMEÑA DE CULTURA
en 2003. El 30 de agosto de 2002, la Universidad Tecnológica de El Salvador le publicó, el poemario Oficio de mujer. En la actualidad, tiene en prensa, con la Editorial Rubén H Dimas, la novela cor-ta El rostro en el espejo. Diversos artículos y poemas suyos han aparecido en publi-caciones periódicas salvadoreñas, como ECA, Taller de letras, Cultura, suple-mento cultural Tres mil, Semana, Aper-tura, suplemento cultural Búho, Tenden-cias, Gente, Ahora, Revista de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad “Dr. José Matías Delgado” y otras. Publica en internet en La tertulia en Mizar. Sus trabajos de investigación incluyen el libro San Salvador en las alas del tiempo (San Salvador, TACA Interna-tional Airlines, 1996, en coautoría con Carlos Cañas-Dinarte), la compilación, notas y estudio introductorio de los dos tomos de la Poesía completa de Claudia Lars (San Salvador, DPI-CONCULTU-RA, 1999), la investigación Historia de la radiodifusión en El Salvador (1999, inédito). Actualmente se desempeña como catedrática de Historia del Arte, Redacción Periodística y Literatura His-panoamericana en la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad “Dr. José Matías Delgado, donde ade-más tiene a su cargo la coordinación de las publicaciones de la escuela.
Hasta la fecha, los trabajos académi-cos más completos dedicados a su obra literaria son los ensayos: La otra mujer. Borges, psicoanálisis y construcción de géne-ro en Carmen González Huguet, incluido por el doctor Rafael Lara Martínez, de la Universidad de Nuevo México en Albur-querque, en su libro La tormenta entre las manos. Ensayos sobre literatura salvadoreña (San Salvador, DPI-CONCUL TURA, 2000, págs. 265-275); y De lo femenino y la historia en Centroamérica: contar y re-cordar en Carmen González Huguet, po-nencia presentada por la doctora Nilda Villalta, de la Universidad de Maryland, en la reunión 2000 de la Asociación de Estudios Latinoamericanos.
SALVADOR JUÁREZ, uno de los dos poetas salvadoreños que obtuvieron Mención Honorífica, nació en Apopa, Departamento de San Salvador, en 1946. Es poeta y periodista. Ha obtenido diver-
sos premios nacionales e internacionales de poesía. Ha publicado los siguien-tes poemarios: “Al otro lado del espejo”; “Tomo la palabra”; “Desenterramientos y otros temas libres”; “Sin oficio ni beneficio” “Veinte poemas de rigor y una canción des-perdigada”; “De sismos y cismas”; “Testa-mento inconcluso”; “Camino al copinoEs-taciones”.
ALFONSO FAJARDO, el otro sal-vadoreño que obtuvo Mención Honorí-fica, nació en 1975 y también ha gana-do varios premios nacionales e interna-cionales, entre éstos el reconocimiento Gran Maestre en la rama de poesía y el premio hispanoamericano de los Juegos Florales de Quetza1tenango (Guatema-la) en 2002. Aparece en antologías de su país e internacionales. Ha publicado un solo poemario: “Novísima Antología” (1999).
La Ceremonia de Premiación del Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” 2004-2005, se realizó el lunes 25 de abril -”Día de la Escritora y el Escritor Panameños”-, en la Biblioteca Nacional “Ernesto J. Castillero Reyes”, a las 7. 00 p.m., ante numeroso público.
LA U.T.P. PRESENTÓ 4
NUEVOS LIBROS
El miércoles 17 de agosto, en el Salón de Actos (tercer Piso) del Edificio
de Postgrado del Campus “Victor Levi Sasso” de la Universidad Tecnológica de Panamá (Ave. Universidad Tecnológica, Cerro Patacón), a las 7:00 p.m., se realizó la presentación colectiva de los 4 más re-cientes libros de autores panameños pu-blicados por esta institución.
Se trata de las obras: Cuando conversé con ellos (entrevista a escritores), de Lea-dimiro González; Punto final (cuentos), de Annabel Miguelena; Fragmentos de un naufragio (cuentos), de Carlos E. Fong;
y, La mujer en el jardín y otras impredeci-bles mujeres ( cuentos), de Isabel Herrera de Taylor.
Estas obras han sido editadas por la U.T.P. entre enero y julio de 2005, en un afán de la Vicerrectoria de Investiga-ción, Postgrado y Extensión por apoyar a los escritores y enriquecer la bibliografía nacional. A principios de año se habían publicado también: Por ti no pasa nunca el tiempo (poesía), de Javier Alvarado y Las esferas del viaje (cuentos), de Moravia Ochoa López. Este año aparecerán otras seis obras de panameños publicados por la U.T.P., con lo cual esta universidad se ha convertido, de hecho, en la entidad que más libros de autores nacionales edita al año.