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Cuentos para dormir Luis Rafael A mis hijos Luis Onelio y Rafael Felipe, que inspiraron estos cuentos La Rana y los dos mosquitos Una rana salió de su piedra y se puso a cantar: —Crua crua Un mosquito pasó cerca de ella zumbando: —Zumz zumz La rana estiró el cuello y —¡Up! –se lo tragó. El mosquito, que era muy distraído, siguió su vuelo como si nada. —Zumz zumz –zumbaba viajando por el estómago oscuro. —Crua zumz crua zumz –dijo la rana y se percató de que el mosquito no la dejaría cantar a gusto. “¿Cómo me libro de él?”, pensó. Y tuvo una idea brillante... —Crua zumz crua zumz –decía saltando hasta el charco más próximo. Acercándose al agua, la rana abrió su gran boca y —Glu glu glu glu glu glu –no paró hasta secar el charco. —Glu zumz glu zumz –zumbaba el mosquito a punto de ahogarse dentro de la barriga de la rana. Pero tuvo una idea brillante... —Glu zumz, ¡pic! Clavó su aguijón en el estómago inundado. —¡Ay, crua! Tanto tanto dolió su picada, que la rana orinó toda el agua... —Zumz zumz –zumbó el mosquito su victoria, volando cómodamente dentro de la barriga de la rana. Pero ella estaba furiosa, así que —¡Up! –se tragó a una mosquita que por allí pasaba. —Zimz zimz –zumbó la mosquita dentro del estómago de la rana. —Zumz zumz –respondió el mosquito, alegrándose de tener compañía. —Crua crua zimz zum –protestó la rana— ¡Es el colmo! Ni cantar como debo me

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Cuentos para dormir

Luis Rafael

A mis hijos Luis Onelio y Rafael Felipe,

que inspiraron estos cuentos

La Rana y los dos mosquitos

Una rana salió de su piedra y se puso a cantar:

—Crua crua

Un mosquito pasó cerca de ella zumbando:

—Zumz zumz

La rana estiró el cuello y

—¡Up! –se lo tragó.

El mosquito, que era muy distraído, siguió su vuelo como si nada.

—Zumz zumz –zumbaba viajando por el estómago oscuro.

—Crua zumz crua zumz –dijo la rana y se percató de que el mosquito no la dejaría

cantar a gusto.

“¿Cómo me libro de él?”, pensó.

Y tuvo una idea brillante...

—Crua zumz crua zumz –decía saltando hasta el charco más próximo.

Acercándose al agua, la rana abrió su gran boca y

—Glu glu glu glu glu glu –no paró hasta secar el charco.

—Glu zumz glu zumz –zumbaba el mosquito a punto de ahogarse dentro de la

barriga de la rana.

Pero tuvo una idea brillante...

—Glu zumz, ¡pic!

Clavó su aguijón en el estómago inundado.

—¡Ay, crua!

Tanto tanto dolió su picada, que la rana orinó toda el agua...

—Zumz zumz –zumbó el mosquito su victoria, volando cómodamente dentro de la

barriga de la rana.

Pero ella estaba furiosa, así que

—¡Up! –se tragó a una mosquita que por allí pasaba.

—Zimz zimz –zumbó la mosquita dentro del estómago de la rana.

—Zumz zumz –respondió el mosquito, alegrándose de tener compañía.

—Crua crua zimz zum –protestó la rana— ¡Es el colmo! Ni cantar como debo me

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dejan estos mosquitos majaderos.

Y comenzó a saltar para que los mosquitos se callaran.

Pero la mosquita tuvo una idea brillante...

—Zimz zimz –susurró al oído de su amigo el mosquito.

—¡Zumz zumz! –aprobó él, entusiasmado con el plan de su compañera.

Cuando la rana estaba más concentrada de su salto, imaginando que era una gran

acróbata...

—¡Pic!

—¡Pic!

Al mismo tiempo la picaron los dos mosquitos.

—¡¡Ay, crua!!

Tanto tanto dolió la doble picada que una corriente gaseosa, apestosa y sonora,

escapó del estómago de la rana... Y con ella los dos mosquitos.

—Zumz zumz. ¡Al fin libres! –dijo el mosquito.

—Zimz zimz –zumbó alegremente la mosquita.

Y se fueron volando juntos como novios.

—Crua crua. ¡Nunca más me como un mosquito! –dijo la rana y siguió su camino,

saltando y croando de lo más feliz.

Un Pollito

Un huevo salió rodando de su nido y rodó y rodó hasta topar con un gato que

estaba durmiendo.

La punta del huevo se rompió y del cascarón roto brotaron un piquito, dos ojos

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brillantes, una cabeza amarilla, dos alitas de plumón fino y las patas de un pollito.

—Miau —dijo el gato.

—Miau —respondió el pollito

El gato dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres un gato —le dijo—. ¡Vete de aquí!

El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a un perro.

—Jau —dijo el perro.

—Jau —respondió el pollito.

El perro dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres un perro —le dijo—. ¡Vete de aquí!

El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a un chivo.

—Bee —dijo el chivo.

—Bee —respondió el pollito.

El chivo dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres un chivo —le dijo—. ¡Vete de aquí!

El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a una vaca.

—Muu —dijo la vaca.

—Muu —respondió el pollito.

La vaca dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres una vaca —le dijo—. ¡Vete de aquí!

El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a una pata con sus

paticos.

—Cuac —dijo la pata.

—Cuac —respondió el pollito.

La pata dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres un pato —le dijo—. ¡Vete de aquí!

Pero el pollito le contestó:

—¡Yo si soy un pato porque tengo piquito y alitas y paticas igual que ustedes!

La pata no supo qué responder y continuó su camino con sus hijos. Detrás, camina

que camina, los siguió el pollito.

La pata y sus paticos comieron lombrices entre las piedras.

Y también el pollito.

La pata y sus paticos tomaron el sol entre las yerbas.

Y también el pollito.

La pata y sus paticos se metieron en el estanque.

Y también el pollito.

...Pero él no podía nadar como ellos:

—Glu glu glu glu... ¡Socorro! Glu glu glu glu... ¡Me ahogo! —gritó el pollito.

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La pata y sus paticos lo sacaron del agua, mojado y alicaído.

Enseguida pasó por allí una gallina con sus pollitos.

—Cocococó —dijo la gallina.

—Cocococó —respondió el pollito.

La gallina dio un salto de asombro.

—No, no, tú no eres una gallina —le dijo—. ¡Tú eres un pollito!

—Pío, pío —decían sus hermanitos.

El gato maulló.

El perro ladró.

El chivo berreó.

La vaca mugió.

La pata y los paticos graznaron.

Era tal la algarabía que el gallo, subiéndose a la cerca del corral, impuso silencio:

—¡Kikirikí! ¡Kikirikí! —cantó estirando el cuello como una melodiosa flauta.

—Ya vez —advirtió la gallina—, así de fuerte cantarás cuando crezcas.

Entonces el pollito se alegró de ser quien era, porque de pequeño haría "pío, pío"

como sus hermanitos y cuando fuera un gallo de coronada cresta, deslumbraría a

todos con su hermoso "kikirikí".

La Gallina picona

Erase una gallina grifa, de plumas erizadas, malacara, malcriada, malgeniosa y

malhumorada. No tenía amigos porque a todos desagradaba. No se reía porque

siempre estaba brava.

Las demás aves del corral evitaban su presencia no fuera a ser que salieran con un

picotazo como los pollones y los pollitos, a quienes la malvada no perdía

oportunidad para castigar por el más mínimo motivo con su afilado pico.

Una tarde persiguió por todo el gallinero a un pollito que se había tropezado con

ella sin querer y no descansó hasta capturarlo y propinarle un par de picotazos.

—¡Gallina Picona! —exclamó el pobrecito y se fue llorando a refugiar entre las

plumas de su mamá.

Desde entonces en el corral la llamaban “gallina Picona”, a sus espaldas, claro está,

porque nadie quería buscarse una bronca. ¡Hasta el gallo hace tiempo se hacía el

de la vista gorda para no tener que fajarse con ella!

—¡Gallina Picona!

—¡Gallina picoooona!

Gritaban las pollonas y los pollitos, escondidos tras las raíces de los árboles o entre

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las piedras, en venganza por los tantísimos sustos que les había propinado. Pero a

la Picona parecía no importarle lo que pensaran sobre ella y se pavoneaba con sus

plumas erizadas y su afilado pico pintiparado y bien preparado para agredir a quien

osara aproximársele.

Un polloncito a quien apenas se le anunciaba la cresta, andaba tras un gusano que

se había desgajado de la mata de limones y tuvo la mala suerte de pisar una pata a

la gallina Picona.

—¡Ahora vas a ver! —cacareó engrifando su plumaje y la emprendió contra el joven

pollo, que terminó huyendo.

El gusanito no conocía a la Picona, por eso le dijo:

—¡Gracias por defenderme!

—¿Por qué? ¿Pretendes hacerme pasar por guanaja para que no te coma? ¡Ahora

vas a ver!

En cambio, el gusanito corrió a subirse por el tronco de la mata de limones y la

Picona no pudo alcanzarlo. Desde su refugio en lo alto de una rama, el gusanito le

dijo:

—¡Eres una maleducada! —y enseguida agregó para enfurecerla—: Jamás me

dejaría comer por ti, gallina grifa, plumierizada, malacara, malcriada, malgeniosa y

malhumorada.

—¡Ahora vas a veeeeer! —gritó la Picona pegando un salto, pero no logró atraparlo.

Entonces escuchó mil risas y comentarios a su espalda:

—¡Ja, ja, un gusanito se burló de la Picona!

—¡La gallina Picona que dice poder más que el gallo no logró cazar un simple

gusanito!

No, qué va, ella no podía perder su prestigio de mala—mala por culpa de un

chiquitín tan chiquilín como el gusanito...

—¡Aquí me quedaré de guardia hasta que bajes y te comeré! —exclamó para que la

escucharan y enseguida volvieron a hacer silencio.

¿Cuánto demoraría el gusanito en caer del árbol directo en el pico de la Picona?

¿Cómo un ser tan insignificante se atrevía a desafiar a la terrible gallina? Incluso el

gallo estaba interesado en el desenlace del desafío...

La Picona demostró que era de armas tomar, porque no se movió de su sitio ni

siquiera cuando echaron el maíz en el gallinero. Tampoco pegó un ojo esa noche. Si

se dormía o acudía al comedero, corría el riesgo de que el gusanito escapara. ¡Ella

no se dejaría derrotar y menos engañar por un bicho tan pero tan contestón!

Entretanto, era grande el alborozo de las aves de corral porque al fin podían

pasearse por el gallinero en paz. Los pollitos estaban contentísimos de comer sin el

peligro de recibir un golpe por cualquier motivo. Hasta el gallo cantaba más fuerte

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sabiendo a la Picona busca pleitos inmóvil bajo el árbol, vigilando a su presa.

El gusanito había construido una casa con hojas del limonero y llevaba días sin

dejarse ver. Pero la gallina continuaba vigilante, segura de que se trataría de una

treta para engañarla. “¡Pobre gusanillo, piensa que escondiéndose hará que me

olvide de él! De aquí no me muevo hasta comérmelo enterito. Voy a cacarear para

que acudan todos y me vean devorarlo de un solo bocado.”

Sin embargo, pasaron los días y la Picona fue debilitándose por estar tanto tiempo

sin dormir y sin comer. Debajo de su plumaje grifo sentía que disminuían las carnes

y hasta que sus huesos se iban consumiendo lentamente. Pero no era de las que se

rinden y soportó impávida hasta el mañana en que la casa de hojas se fue

abriendo...

Creció la expectación en el gallinero. Nadie quería perderse el desenlace del duelo

entre la gallina y el gusanito. ¡Había llegado el gran día y la Picona sonrió pensando

en su victoria!

Por fin, al suelo cayó la marchita casa de hojas y unas alas llenas de color se

agitaron entorno del delgado cuerpo del gusanito. ¡Qué gran sorpresa! ¡Se había

transformado en mariposa para escapar por los aires!

En cambio, la Picona no estaba dispuesta a perder. ¡Sí, lo alcanzaría, se lo comería

con alas y todo!

Reuniendo las fuerzas que le daba su orgullo, pegó un salto enorme, grandísimo,

sobrenatural, con el pico abierto para tragarse al fugitivo... Pero el aire la infló

como a un globo y fue suficiente la brisa salida del aleteo de la mariposa para

impulsarla de nuevo hacia la tierra.

“¡Poom!”, explotó al caer sobre las piedras. En medio de una lluvia de plumas

erizadas, las aves del corral vieron al gusanito convertido en mariposa alejándose

por los caminos del aire, lleno de luz y color, y victorioso.

El Pajarito solitario

Un torno de una fuente de cristalinas aguas, crecía un jardín rebosante de rosales,

margaritas, jazmines y amapolas. Allí vivía un pajarito muy pequeño, de alas

zumbates y largo y puntiagudo pico. Habría permanecido siempre alimentándose

del suave néctar de las flores, embrujado por el aroma de las plantas, pero cada

vez se entristecía más porque entre tantas maravillas como lo rodeaban, no

encontraba nada igual o siquiera semejante a él.

Un día intentó tocar su propio reflejo y casi se ahoga dentro de la fuente. Con las

plumas enchumbadas de agua y el corazón angustiado por la soledad, tomó la

determinación de abandonar su paraíso en busca de compañía.

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Volando y volando, poco a poco se alejó del jardín y llegó hasta una arboleda donde

retozaban los gorriones. Emocionado por su descubrimiento, dijo:

—¡Al fin encuentro alguien como yo! Soy como ustedes.

Los gorriones hicieron silencio y lo observaron un instante.

—¡No, qué vas a ser como nosotros!

—Quizás no exactamente como ustedes, pero sí semejante...

—¡Qué va! Eres tan pequeño y tienes unas alas tan frágiles que más bien pareces

una mariposa! Sí, eso debes ser. Anda, no te desanimes, cerca de aquí existe un

lugar donde podrás encontrarlas.

Guiado por los gorriones, el pajarito llegó a un jardín donde había tantas mariposas

como flores.

Asombrado ante aquella belleza movediza y colorida, apenas susurró:

—Dicen los gorriones que soy una mariposa...

—¿Cómo? ¡Qué ocurrencia!

—Si no igual, por lo menos debo ser semejante a ustedes —afirmó sin

desanimarse.

—¿Cuándo se ha visto una mariposa tan grande, con plumas y pico? Tú debes ser

un águila. Anda, no te desanimes, vuela hasta las nubes. Allá en lo alto, donde

jamás podría llegar una de nosotras encontrarás a quienes son como tú.

Haciendo un tremendo esfuerzo, el pajarito agitó sus alas y no se dejó vencer por

la fuerza del viento ni se amilanó ante el mareo. En lo alto del cielo se topó con un

águila de grandes alas y pico amenazante.

—Dicen las mariposas que soy un águila.

—¡Ja, ja, ja, ja! —rió la enorme ave.

—¿Por lo menos somos semejantes?

—Anda, aléjate si no quieres que te coma.

El pajarito huyó atemorizado y no se detuvo hasta que se sitió fuera de peligro,

oculto debajo de las ramas de un naranjo en flor. Todavía tenía el corazón

galopando por el susto cuando vio aparecer un ave pequeña y delicada, de pico

largo y alas zumbantes, que le pareció su propio reflejo.

—¿Será posible? ¡Eres igual que yo! ¿O seré yo igual que tú? —exclamó confundido

por la emoción.

—No somos iguales, sino parecidos...

—¿Parecidos? ¡Jamás vi alguien tan idéntico a mí mismo! Eres como mi reflejo

escapado de la fuente.

—Sí, ya sé que tenemos el mismo piquito largo, el mismo plumaje suave, las

mismas alas zumbantes. Pero hay algo que nos diferencia.

—¿Qué nos diferencia?

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—¡Qué tú eres machito y yo hembra! —dijo riendo la hermosa pajarita.

¡Qué alegres estaban por haberse encontrado! Porque también ella buscaba alguien

igual o semejante. Jugaron y jugaron hasta que se convirtieron en buenos amigos.

Después, acordaron hacerse novios y construyeron un nido de paja en una rama

del naranjo.

Como ya tenían casa, se casaron y la pajarita puso dos pequeños huevos que

cuidaron juntos hasta que se rompieron.

¿Sabes qué tenían dentro? Pues nada menos que dos pajaritos como ellos, claro

que más chiquitines. Pronto hubo tantos iguales, de largo pico y alas zumbantes,

que nunca más se sintieron solos.

Como agitan incansablemente sus alas haciendo zun-zun zun-zun, el nombre que

se le ha dado al pajarito de este cuento es zunzún; y los zunzunes son una especie

de colibrí, una de las aves más pequeñas del mundo.

El Gato y la luna

Un gato comilón descubrió la luna en el

cielo y dijo:

—¡Qué enorme queso! ¡Si pudiera

cogerlo tendría comida para todo un

año!

Y animado por el ronronear de sus

tripas, pensó:

—Construiré una escalera alta como una

palma.

Dicho y hecho.

En cuanto se hizo de noche y apareció la

luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,

dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno

de los escalones, pero...

—¡AAAAh —se estiró—, no alcanzo!

Un perro que por allí pasaba, le dijo:

—Esa escalera no llega a donde está la

luna. Para alcanzarla necesitarás una que sea el doble de alta.

Dicho y hecho.

Animado por el consejo del perro, el gato construyó una escalera el doble de alta.

En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,

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dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno de los escalones, pero...

—¡AAAAh —se estiró—, no alcanzo!

Un ratón que por allí pasaba, le dijo:

—Esa escalera no llega a donde está la luna. Para alcanzarla necesitarás una que

sea el doble de alta.

Dicho y hecho.

Animado por el consejo del ratón, el gato construyó una escalera el doble de alta.

En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,

dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno de los escalones, pero...

—¡AAAAh —se estiro—, no alcanzo!

Y la historia se habría repetido si no fuera porque el gato, impaciente por calmar el

ronroneo de sus tripas, fue en busca del consejo de la sabia lechuza.

—Ninguna escalera te servirá para llegar hasta la luna —aseguró la lechuza—. La

solución es construir una nave espacial.

Dicho y hecho.

Animado por el sabio consejo de la lechuza, el gato construyó una nave espacial.

En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, se puso el cinturón de

seguridad y despegó en un largo vuelo a través del firmamento, entre brillantes

estrellas y oscuros nubarrones.

—¡Luna, luna! ¡Atiéndeme que debo decirte algo importante!

Este que llama a la luna es un niño, quizás tú mismo que has estado vigilando al

gato comilón sin que él se diera cuenta.

—¿Qué quieres? —responde ella iluminándote el rostro.

—Luna, un gato con mucha hambre te confunde con un gran queso y quiere

comerte. Primero hizo una escalera y no te alcanzó, luego otra el doble de grande y

tampoco fue suficiente. Pero ahora viaja en una nave espacial.

—¡Qué miedo! ¿Y ahora qué hago?

—No sé. Quizás esconderte...

Y la luna se ocultó detrás de un nubarrón cargado de lluvias y espeso como noche

sin estrellas.

Justo en ese momento pasaba junto a ella el gato, pero no pudo verla y siguió

directo hasta la Vía Láctea.

¡Chas!, salpicó la nave espacial al caer en medio de su río infinito, y los bigotes del

gato se llenaron de blanca leche.

—¡Qué rica, qué sabrosa, qué fabulosa, leche pura! —exclamó el gato y enseguida

se bebió media Vía Láctea.

Pero, la leche continuaba fluyendo y apenas podía notarse alguna disminución en el

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blanco y luminoso caudal. De manera que el gato engordó y se hizo un sedentario

que ya no pensaba en construir escaleras o naves espaciales para alcanzar a la

luna.

Sin embargo, ella había pasado tal susto que, por previsión, todavía suele ocultarse

de vez en cuando detrás de algún que otro nubarrón oscuro, para despistar a gatos

comilones con vocación de astronautas.

Otra cosa, cuando vayas de paseo de noche, verás que la luna te acompaña

prestándote su luz para que no pierdas el camino. De este modo te agradece por

haberla salvado del gato comilón que la confundía con un enorme queso.

El Tractorcito holgazán

—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán! —gritó furioso el campesino ante la

negativa del tractorcito a trabajar.

Apenas le ponía las dos grandes ruedas de hierro de fanguear el arroz, el tractorcito

protestaba:

—¡No vayas a meterme en el fango, porque me enferma!

Y huía de los diques anegados donde el campesino pensaba sembrar el arroz, si

hubiera podido preparar la tierra...

Otras veces, con el despuntar del sol entre las palmas, el campesino intentaba

conducir al tractorcito a su finca para surcar la tierra, pero en cuanto veía el campo

donde la brisa de la mañana arremolina el polvo, frenando en seco replicaba:

—¡No vayas a meterme en el polvo, porque me enferma!

Y huía del rectángulo de tierra enyerbada, donde el campesino pensaba cosechar

hermosos tomates, si hubiera podido hacer los surcos para sembrarlos...

De manera que un día, cansado de las negativas del tractorcito, el campesino le

dijo:

—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán!

Y por primera vez no hizo caso de sus advertencias y súplicas.

Obligó al tractorcito a surcar la tierra, a pesar de los estornudos que le producía el

polvo. Luego, sin dejarlo descansar ni un poco, lo hizo entrar en el dique lleno de

agua preparado para sembrar el arroz. El fango subía en torbellinos a través de las

ruedas y salpicó todo el tractorcito, tanto que parecía cubierto por un camuflaje del

color de la tierra.

—¡Al fin te hice trabajar! —exclamó el campesino satisfecho, cuando la luz

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comenzaba a escurrirse entre las nubes doradas del horizonte.

Sin embargo, el tractorcito continuaba con los estornudos y de pronto comenzó a

temblar y a temblar.

—¿Qué te pasa? —preguntó el campesino.

—Tengo ¡achus! mucho frío ¡achus! —respondió él estornudando y cada vez con

más temblores.

Enseguida el campesino fue en busca de un doctor, el mejor mecánico de la región.

El doctor de los tractores, en cuanto lo examinó, dijo:

—Está muy enfermo.... Tiene fiebre... Manténgalo seco y protegido del polvo. ¡El

tractorcito es alérgico y le hacen daño el polvo y al fango!

¡Entonces no era holgazán como pensaba el campesino sino alérgico!

Una semana estuvo convaleciente, envuelvo en colchas y sin poder moverse, junto

a un ceibo enorme que lo protegía del sereno de la noche.

Al cabo de este tiempo, los temblores producidos por la fiebre desaparecieron, pero

el tractorcito continuaba enfermo... Sí, enfermo de tristeza, porque él deseaba ser

útil y no veía cómo, si era alérgico al polvo y al fango, ambos inevitables en el

campo. ¿Para qué podía servir entonces?

—¡Compro pareja de caballos! ¿Tiene usted aunque sea un caballo que pueda

venderme para alegrar a los niños? Es que se pasan el día viendo el televisor,

encerrados en sus casas, y quiero construir un coche para llevarlos de paseo por las

calles del pueblo —explicó un viejecito de bigotes largos y torcidos que semejaban

el timón de una bicicleta.

—¡Lo siento, pero no tengo caballos! Creo que no podré ayudarlo —aseguró el

campesino pero viendo la cara de angustia del tractorcito se le ocurrió una

magnífica idea: —Dígame una cosa, amigo mío, ¿tiene usted licencia de

conducción?

—¡Sí, soy un chofer muy responsable!

—Pues entonces creo que podré ayudarlo. ¡Juntos vamos a dar una gran sorpresa a

los niños!

El campesino y el viejecito de los grandes bigotes, pusieron manos a la obra...

¡Qué regalo tan especial! Los niños saltaban de tan alegres, impacientes por subirse

al cómodo y hermoso coche que habían construido para llevarlos de paseo. ¿Y

sabes quién tiraba de él? Pues sí, el tractorcito, reluciente con su pintura fresca.

Tenía dibujados dos girasoles en las ruedas y enredaderas y flores silvestres en la

carrocería. También el coche donde iban los niños estaba primorosamente decorado

y tenía bolsitas con caramelos y monigotes que giraban con la brisa en cuanto el

tractorcito echaba a andar.

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Ahí va, alegre de ser útil por fin, feliz porque hace felices a los niños que antes se

aburrían encerrados en sus casas. Y a nadie se le ocurriría confundirlo con un

holgazán porque jamás se detiene a descansar. ¡Tantos niños esperan por el

tractorcito para dar un maravilloso paseo por los parques y calles del pueblo!

El Abuelo reloj

¿Cuántos años tenía el abuelo reloj? Seguramente muchos, porque todos los

habitantes del pueblo lo habían visto desde siempre en lo alto del campanario,

señalando el avance del tiempo.

El abuelo reloj dejaba escuchar su ¡tan tan tan tan tan tan! marcando las seis de la

mañana y la gente se levantaba de sus camas disponiéndose a salir hacia el trabajo

o a la escuela. Las doce campanadas del mediodía, les avisaban que era hora de

almorzar… Y así, el pueblo vivía atento a los llamados del viejísimo y útil reloj.

Una mañana escucharon crecer el canto de los gallos, el bullicio de los gorriones y

nada del tañido del abuelo reloj. Alguna gente no sabía se levantarse de la cama o

seguir entre las sábanas esperando el llamado. El sol trepaba el firmamento y hace

tiempo que el reloj tendría que haber sonado sus campanadas matutinas.

La vida en el pueblo se paralizó. A lo largo de la mañana la gente se fue reuniendo

en la plaza con preocupación y contemplaba los bigotes inmóviles del abuelo reloj.

¿Se había detenido el tiempo? ¿No transcurrirían más los segundos, los minutos, las

horas, los días? Era algo bien alarmante, ya que el reloj permanecía quieto y

silencioso.

—¿Se murió el abuelo reloj? —preguntó un niño y pronto todos discutían qué sería

del pueblo sin él.

Al cabo de mucho debate, concluyeron que el reloj estaba roto; sí, roto y por eso

debían encontrar el modo de repararlo.

—Propongo que me permitan arreglarlo. Con un par de golpes sobre mi yunque

echará a andar —dijo el herrero con el mejor de los ánimos, pero estaban seguros

de que no era buena idea componer al abuelo reloj como si se tratara de un hierro

torcido. No, desaprobaron su propuesta.

—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo bajaré del campanario y le daré medio

día de calor en mi horno, para que se recupere —dijo el panadero con el mejor de

los ánimos, pero estaban seguros de que no era buena idea hornear al abuelo reloj

como si se tratara de un pan crudo. No, desaprobaron su propuesta.

—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo sembraré en un terreno fértil y lo

regaré cada día. Al cabo de poco tiempo, si no se recupera y retoña, por lo menos

podría nacer un nuevo reloj —dijo el campesino con el mejor de los ánimos, pero

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estaban seguros de que no era buena idea plantarlo como si se tratara de una

semilla. No, desaprobaron su propuesta.

Con el mejor de los ánimos la gente del pueblo hacía propuestas que a los demás

les parecían descabelladas y estaban pensando que sería imposible encontrar una

solución para componer al abuelo reloj, cuando se abrió paso un hombrecito que

llevaba un girasol en el ojal de su traje.

—Si me permiten… No soy del pueblo pero creo que puedo ayudarlos.

—Si es forastero no nos interesa su opinión —exclamó un señor gordo de esos que

miran a cuantos le rodean desde lo alto de su gran barriga.

—Le diré algo más —insistió el hombrecito sin molestarse por su negativa—. Yo soy

relojero y solo un relojero puede solucionar este problema.

—¡Relojero! ¡Qué disparate!

Era la primera vez que oían hablar de un relojero y les pareció algo así como un

hombre reloj… Un disparate sin dudas, ¿podría dar las horas este hombrecito

petulante y sustituir al abuelo reloj en lo alto del campanario?

—¡Escúchenlo! No es un mentiroso, lleva en su ojal un girasol...

—¡Lo que faltaba, un niño opinando en una reunión de mayores!

—¡Un niño y un forastero!

No, no prestarían la menor atención a tamaña locura. Un niño podía ser engañado

por las apariencias y no podía imaginar la gravedad del asunto. Además, un

forastero no tendría ni voz ni voto en el terrible conflicto que estaban sufriendo.

La gente aprobó que no lo dejaran hablar porque cada uno quería que se admitiera

su propia propuesta de cómo reparar al abuelo reloj. Continuaron el debate hasta

que anocheció. Entonces advirtieron que nadie había ido a trabajar ni a la escuela,

que no habían comido en todo el día… Al fin, se marcharon a sus casas

lamentándose porque sin el reloj se les desorganizaba la vida y el pueblo era un

desastre.

Pero el hombrecito que se había presentado como relojero escuchaba los lamentos

del abuelo reloj y no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Esperó a que el pueblo

estuviera dormido y subió a lo alto del campanario.

¡Ay, ay, ay, ay!, escuchaba quejarse al abuelo reloj. Igual que el médico de las

personas, el relojero siente satisfacción cuando se produce el milagro del

restablecimiento de su paciente. Así que pronto sacó sus destornilladores y pinzas y

con gran destreza fue arreglando los desperfectos de la vieja maquinaria.

¡Tan, tan, tan, tan, tan, tan! Todo el pueblo escuchó el llamado.

Con sus gorros de dormir, acudieron a la plaza del pueblo para presenciar el

milagro: ¡el abuelo reloj estaba funcionando de nuevo!

¡Qué alivio sintieron! Era como si hubieran despertado de una pesadilla.

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—¿Quién lo arregló? —quiso saber el campesino.

—¿Acaso estaba roto en realidad? —desconfió el herrero.

—En fin, después de un día de descanso, el abuelo reloj vuelve a trabajar —

concluyó el panadero.

Pero el abuelo reloj tenía un nuevo rostro, llevaba sobre sus bigotes negros el

mágico brillo de un girasol.

El Trencito

En una estación había cuatro trenes. Solo que tres de ellos eran enormes

locomotoras de vapor, con grandes chimeneas y campanas. La restante, por el

contrario, un trencito pequeño que parecía un niño entre tantos trenes adultos.

Mientras el trencito se aburría parado en la estación, pasaban frente a él sus

enormes compañeros.

—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las fuertes locomotoras llevando

interminables filas de carros cargados de mercancías, viajeros elegantemente

vestidos o cañas, que dejaban en la brisa un olor dulce de miel azucarada.

—Puuuú-puuuú —pitaban los grandes silbatos de las locomotoras anunciando su

paso desde lejos.

—¿Puedo echarles una mano? —decía el trencito entusiasmado con la idea de

recorrer interminables caminos de hierro, por campos y ciudades para él

desconocidos.

—No, quédate tranquilo, pequeñín.

—Mejor permanece ahí descansando, enano, que no puedes ni contigo mismo —le

respondían riendo y enseguida chaca-chaca chaca-chaca cruzaban frente a él

conduciendo la caravana de carros cargados, siempre a prisa, siempre abriéndose

paso con sus pitos ensordecedores puuuú-puuuú...

Y el trencito se quedaba triste, solo, imaginando que conducía una fila de carros por

las brillantes líneas.

—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las fuertes locomotoras al pasar por la

estación.

—Puuuú-puuuú —las escuchaba pitar orgullosas de su fortaleza.

En cambio, él pasaba días y más días en la más absoluta inmovilidad. Llegó a

resignarse a que el polvo y las telas de arañas encontraran casa segura entre sus

pequeñas ruedas, dentro de su chimenea, incluso en lo profundo de su hermosa

campana de bronce, ya sin el brillo de la alegría.

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Hasta que hicieron una línea nueva, que subía en zigzag la cordillera.

—¡Yo estrenaré esa nueva ruta! —resopló orgulloso el más grande y fuerte de los

trenes.

Enseguida fue por una larga hilera de coches recién pintados para la ocasión y se

detuvo en el andén, donde aguardaban cientos de personas.

—Puuuú-puuuú —pitó echando un chorro de vapor a través de su silbato y chaca-

chaca chaca-chaca, se perdió a lo lejos llevando su pesada carga.

La línea, nuevecita y reluciente, se estremecía al paso de la locomotora y la fila de

coches llenos de personas emocionadas por la belleza del paisaje.

—Chaca-chaca chaca-chaca, pasaba el tren volando por los rieles.

—Glin-glón glin-glón, sonaba su gran campana ahuyentando a los temerosos

animalitos.

Puuuú-puuuú, chaca-chaca, chaca-chaca, glin-glón, glin-glón. Dejando a su paso

una larguísima columna de humo, trepaba las altas cordilleras, hasta que chaca-

chaca cha-ca- chassss... A medio subir la montaña más alta, la colosal locomotora

se quedó sin fuerzas.

—¡Puede ocurrir un accidente!

—¡Pronto, que venga otra locomotora!

Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra locomotora y empujó por detrás

el largo tren de coches repletos de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss... Pero

con tanto peso también se quedó sin fuerzas.

—¿Dos locomotoras no son suficientes para subir la montaña? ¡Pronto, que traigan

otra!

Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra locomotora y empujó por detrás

el largo tren de coches repletos de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss... Pero

con tanto peso también se quedó sin fuerzas.

—¿Tres locomotoras grandes y fuertes no bastan? ¡Estamos perdidos!

En cambio alguien recordó al trencito.

—¡Pronto, tráiganlo también!

Chiqui-chiqui chiqui-chiqui, acudió a toda velocidad el trencito, escalando la

cordillera piiiií-piiií, por primera vez se escuchó su silbato, glin-glan glin-glan,

anunció su llegada la pequeña campana de bronce.

Reuniendo sus energías, el trencito sumó su fuerza a la de las tres enormes

locomotoras y chiqui-chaca chiqui-chaca, los coches se empezaron a mover, chiqui-

chaca chiqui-chaca, se animó la marcha a través de las líneas chirriantes, chiqui-

chaca chiqui-chaca, empujaban como uno solo los cuatro trenes.

—¡Llegamos a la cima!

—¡Estamos salvados!

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—¡Puuuú-puuuú! —pitaron las grandes locomotoras.

—¡Piiií-piiií! —se escuchó el silbido alegre del trencito.

—¡Perdónanos, nunca más te llamaremos enano porque eres un gran trencito! Sin

tu ayuda no hubiéramos podido subir la montaña —Y en su honor, sus cuatro

compañeros glin-glon glin-glon hicieron sonar sus campanas.

Asomados a las ventanillas de los coches, los niños vieron por primera vez al

trencito.

—¡Qué hermoso trencito!

—¡Queremos montar en el trencito!

En reconocimiento de su hazaña, construyeron unos coches pequeños como él.

—Ahora podrás recorrer el mundo.

—¡Suerte, amigo!

Las tres enormes locomotoras despidieron al trencito tañendo sus campanas glin-

glon glin-glon.

Y él emprendió su largo viaje, por campos y ciudades, por valles y cordilleras,

cruzando ríos y mares a través de infinitas líneas.

Debe haberle dado ya más de cien vueltas al mundo, siempre con sus coches llenos

de niños alegres. Si no le has visto, atento, cualquier día chiqui-chiqui lo

escucharás acercarse piiií-piiií abriéndose paso con su silbato o glin-glan glin-glan

tañendo su campana de bronce, brillante de tanto bailar mecida por el viento.

El Avioncito travieso

Casi tan rápido como los cohetes que viajan hasta la luna, un avioncito travieso

trazaba caminos en el cielo. Con sus alas extendidas se sumergía entre las nubes

para atravesarlas dejando una estela en forma de flecha o dibujar remolinos

blancos que el viento se apresuraba a borrar.

En sus sorpresivas y rápidas apariciones, el avioncito, travieso como era, espantaba

las bandadas de pájaros y causaba azoro a los animalitos que lo confundían con

una enorme avispa, por el zumbido de sus motores.

Una paloma mensajera hacía su ruta distraída, cuando el avioncito salió de una

nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le desplumó la cola con su afilada hélice.

—¡Ay, un ciclón! —exclamó la paloma y huyó despavorida.

—¡Ja, ja! ¡Pensó que era un ciclón! ¡Qué gracioso! —reía el avioncito de buena

gana.

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Un cisne como un papalote gigantesco volaba contemplando el paisaje desde lo alto

del cielo, cuando el avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le afeitó

la blanca cresta con su afilada hélice.

—¡Ay, un meteorito! —exclamó el cisne y huyó despavorido.

—¡Ja, ja! ¡Me confundió con un meteorito! ¡Qué gracioso! —reía el travieso de

buena gana.

Una manada de caballos salvajes galopaba por la pradera, entre los yerbazales y

las arboledas, cuando el avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum,

levantó un remolino de polvo y hojas secas que se alzaba desde la tierra hasta el

cielo.

—¡Ay, un ciclón! ¡Una lluvia de meteoritos! ¡Una tormenta de galaxias! ¡Se

derrumba el firmamento! —exclamaron los caballos y huyeron despavoridos.

—¡Ja, ja! ¡Qué susto les di! ¡Pensaron que el cielo se caía! ¡Qué gracioso! —rió el

avioncito de buena gana, pensando en su divertida travesura.

Pero una tarde, mientras hacía malabares en el aire, zu—zu—uu—uu—un…, el

avioncito se quedó sin gasolina y tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en medio del

campo.

El sol terminaba su recorrido por la órbita celeste, bajando las escaleras hacia su

escondite tras las montañas.

“Necesito avisar al aeropuerto para que me traigan gasolina rápido”, pensó. No le

gustaba nada tener que pasar la noche solo tan lejos de su casa.

Cruzó por allí volando la paloma mensajera.

—Paloma, necesito tu ayuda —gritó el avioncito.

En cambio, la paloma apenas vio quién era siguió su camino como si nada.

Al rato, planeando en las alturas, apareció el manso cisne.

—Cisne, amigo, necesito tu ayuda —gritó el avioncito.

En cambio, apenas el cisne vio quién era siguió su camino como si nada.

Una a una, se desgranaron las estrellas en el cielo de una noche tan oscura que

parecía la garganta de un monstruo gigantesco. El avioncito temblaba de frío y de

miedo, tapándose los ojos con sus frágiles alas, deseando no ver las siluetas

fantásticas que se mecían a su alrededor. El canto de los grillos, el susurro de las

yerbas o el roce de las ramas de los árboles cercanos, lo hacía imaginar malvados

seres capaces de tragárselo de un solo bocado.

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Al fin, el fresco rocío y los rayos de luz anunciaron el amanecer.

El avioncito agitó sus hélices y estiró las alas, y estuvo vigilando el desfile de las

nubes hasta el mediodía, sin que apareciera ni un solo viajero en aquel lugar tan

apartado. Entonces sintió un galope que crecía.

—¡Caballos, amigos míos, necesito ayuda! ¡Por favor! —gritó el avioncito.

Entre relinchos y carreras, se aproximó la mandada.

—¡Ah, miren quién es! —dijo una yegua de larga crin carmelita.

—¡Hum, el avioncito travieso! Y parece que está en apuros…

—Amigos, me quedé sin gasolina y necesito que alguien avise para poder despegar

nuevamente.

En cambio, los caballos no estaban dispuestos a ayudarlo después de haber sufrido

sus bromas. El jefe de la manada, un corcel negro y brioso, le respondió:

—¿Ahora quieres que seamos tus amigos y te ayudemos? La amistad hay que

ganarla y dudo que tengas un solo amigo por tu forma de actuar.

—Les prometo que cambiaré. Nunca más los voy a asustar para divertirme —

aseguró el avioncito.

—¡Sí, claro, eso dices ahora porque estás en apuros! Yo no te creo. Si te ayudamos

lo único que lograremos es que pronto andes escondiéndote entre las nubes para

hacer tus travesuras. Creo que lo mejor será que nunca te encuentren y que te

quedes para nido de los pajaritos —exclamó la yegua de la crin carmelita y se alejó

al galope.

Los caballos salvajes no suelen estarse quietos demasiado tiempo, así que dieron

por concluido el diálogo y arrancaron a correr en estampida.

El avioncito comprendió que desconfiaran y se percató de que jamás había logrado

tener un amigo. Ya se imaginaba lleno de enredaderas y bejucos, oxidado,

resistiendo los aguaceros y el sol de los veranos, convertido en refugio de los

animalitos, de quienes antes se había reído, asustándolos y haciéndolos huir con

sus apariciones sorpresivas y su vuelo en picada desde las nubes hasta bien cerca

de la tierra.

Un potrico lleno de manchas que parecían parches negros, blancos y carmelitas, se

alejó de la manada y regresó junto al avioncito.

—Te creo —le dijo todavía sofocado por el intenso galope—. Confío en ti. Sé que

cambiarás y mereces que te ayude.

El potrico, siguiendo las instrucciones del avioncito, atravesó la pradera, cruzó de

un salto una enorme cerca de piedras, nadó para pasar al otro lado de un río, subió

una alta cordillera y llegó a la ciudad.

La gente se quedaba asombrada al verlo correr por las calles, entre los

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automóviles, hasta que llegó al aeropuerto.

Rápido como el mejor de los emisarios, fue hasta la torre de control y dio el aviso.

Un avión con la barriga llena de gasolina despegó a prisa y seguía al potrico, que lo

guió hasta la pradera donde el avioncito había tenido que hacer su aterrizaje

forzoso.

Gracias a su amigo, el avioncito pudo volver a volar. Desde el aire, salpicándose

con la humedad de las nubes y los rayos del sol, acompañó al potrico hasta que

hallaron la manada de caballos salvajes. Había nacido una amistad valiosa y

duradera.

El Niño y el papalote

Este es el cuento de un niño cualquiera, un niño que pudiera ser tú mismo. ¿Te han

regalado alguna vez un papalote? Pues al niño de esta historia le regalaron uno,

hermoso con sus colores brillantes y su cola inquieta.

—Papá, llévame a empinar mi papalote.

Su papá, como siempre, estaba demasiado ocupado y le respondió con un gruñido

sin siquiera mirarlo.

El niño corrió a la cocina pero no podía acercarse a su mamá parapetada detrás del

fogón y rodeada de calderos, batidoras, licuadoras, ollas, máquinas moledoras y

cuanto utensilio sirviera para encerrarse en su mundo de complicadas recetas.

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—Mamá, llévame a empinar mi papalote —gritó para que lo escuchara, pero era tal

el ruido de las ollas en ebullición y de los aparatos que ponía a funcionar al mismo

tiempo, que ni siguiera advirtió su presencia en la cocina.

El niño se encerró en su cuarto como hacía siempre y ya iba a ponerse a llorar,

arrodillado en un rincón, cuando el papalote lo rozó con la cola, provocándolo. En

cambio, qué sentido tendría hacerle caso si jamás había visto empinar un papalote

y estaba seguro de que sería algo bien complicado que solo su mamá o su papá

podrían lograr...

Pero el papalote insistió: le hacía cosquillas en la nuca con las telitas de su cola y

no paraba de ronronear, agitando el cuerpo de papel con la poca brisa que se

escurría a través de la ventana.

—Está bien, te llevaré afuera pero estoy seguro de que terminarás enredándote en

los cables de la corriente o en las ramas de los árboles.

Al final de la calle existía un terreno donde los vecinos iban a correr o a jugar

pelota. Allí llegó con su papalote y en cuanto lo puso sobre la yerba ¡zicsssssssss! El

viento lo agitó de golpe y lo puso a volar ante la sorpresa del niño, que apenas

podía ir desenrollando la bola de hilo, cada vez más tenso.

¡Qué bien! ¡Qué emoción sentía viendo subir y subir, más y más alto, su hermoso

papalote lleno de colores y tan buen piloto como un avión supermoderno! Si su

papá y su mamá pudieran verlo... ¡Cómo le habría gustado que los vieran, a su

papalote planeando entre las nubes y a él agitando el hilo como un experto! Sin

embargo, sus padres estarían muy ocupados con sus quehaceres.

Una ráfaga de viento levantó una columna de polvo y de pronto sintió una furia

tremenda y deseó escapar volando, lejos de aquellos padres suyos, que no tenían

tiempo para jugar. El torbellino le despegaba los pies de la tierra y enseguida se

sintió flotando, llevado por el papalote hasta las nubes.

Los muchachos que jugaban a la pelota ni siquiera se dieron cuenta porque la

espiral de polvo lo camuflaba. Desde el aire los veía como niños de juguete con

bates y guantes de juguete. El pueblo le parecía una maqueta de esas que hay en

los museos y su casa un cuadradito y un punto lejano que terminó por desaparecer

en el horizonte.

Cuando descendieron llevaba tantas imágenes en los ojos que le pesaban de sueño.

Despertó y todo a su alrededor era risas y juegos. El lugar a donde había llegado

semejaba un gran parque de diversiones donde miles de niños jugaban sin

preocuparse por nada y sin que sus padres estuvieran detrás de ellos llamándolos o

regañándolos. Subió a un pony rallado como una cebra y corrió a través del césped,

luego lo cambió por una maquinita de motor que podía manejar a su antojo en

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cualquier dirección y que aceleraba y frenaba igual que un automóvil de verdad.

Cuando tuvo hambre echó mano a una bolsa llena de golosinas, de las tantas que

había colocadas en las ramas de los árboles, como si fueran sus frutos. Eran tantas

las maravillas de aquel lugar, y lo que más lo sorprendió es que el tiempo no

transcurría porque jamás vio moverse al sol de su sitio en lo más alto del

firmamento.

Por unas gemelas que jugaban al pon cogidas de las manos supo que allí iban a

refugiarse los niños que no querían continuar viviendo con sus padres, además le

dijeron que no temiera fuese a sucederle como a Pinocho porque si alguien debía

transformarse en burro en este cuento serían los padres y no los niños. Así que se

sintió de lo más confiado y jugó a los escondidos, a los agarrados, a las

adivinanzas, a la prenda y a mil cosas más que iban ocurriéndoseles.

Hasta que sitió ganas de empinar papalotes y se percató de que había dejado al

suyo abandonado.

Conque criticaba a sus padres y hacía lo mismo que ellos...

—Papalote, papalotico mío, ¿dónde estás?

A pesar de las tentadoras invitaciones a jugar de los otros niños, él continuó

buscando su papalote y lo encontró, marchito y solo, entre las yerbas.

—¡Ay, mi papalotico lindo, disculpa que me olvidara de ti!

Y el papalote lo perdonó porque no era nada rencoroso. Tan alegre estaba que

comenzó brincar y casi sin advertirlo se elevó y se elevó hacia el cielo.

El niño sujetó el hilo para que no se fuera a bolina dejándolo sin medio en qué

regresar a su casa. Y sintió cómo le crecía dentro el deseo de ver a su mamá y a su

papá, de abrazarlos y decirles lo mucho que los quería.

Agarrado fuertemente al hilo de su papalote, se alejó por los caminos del aire, de

regreso a su pueblo y a su casa. ¡Qué sorpresa iba a encontrarse! Sí, porque el

tiempo había pasado y sus padres estaban llenos de canas y con arrugas alrededor

de los ojos por tanto buscarlo durante demasiados años.

—¡Mamá, papá, soy yo, llegué! —gritó aterrizando en el jardín y sus padres

corrieron a abrazarlo.

Las arrugas de la cara se les borraron con la risa. Como ya no tenían de qué

preocuparse las canas desaparecieron y volvieron a lucir jóvenes.

El niño pensó que todo era igual que antes, incluso que su aventura aérea nunca

habría sucedido, sin embargo, algo tuvo que pasar porque en cuanto su papá le

descubrió el papalote bajo el brazo, dijo:

—¿Quieres que te enseñe a empinarlo?

Su mamá propuso:

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—Preparo una merienda rápida y nos vamos los tres a empinar el papalote.

Y el papalote batió la cola agitando su cuerpo colorido, con el aleteo de un pichón

anhelante por probar la aventura del primer vuelo.

Ilustraciones: Renier Quer (Réquer)