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MIGUEL GUERRERO LOS ULTIMOS DIAS DE LA ERA DE TRUJILLO Santo Domingo República Dominicana

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MIGUEL GUERRERO

LOS ULTIMOS DIAS DE LA

ERA DE TRUJILLO

Santo Domingo

República Dominicana

1991

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7TRUJILLO SALE DE SU TUMBA

“Así pasa con las reliquias: todo está en ellas tan revuelto y confuso, que no se podría adorar los huesos de un mártir sin el peligro de adorar los huesos de un pillo o ladrón, o bien de un asno, o de un perro, o de un caballo”.

CALVINO

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Para los escasos testigos que de manera casual se encontraban

en los alrededores del puerto de Andrés, Boca Chica, a 25 kilómetros

al sureste de Ciudad Trujillo, en la tarde del viernes 17 de noviembre,

no podía existir otro espectáculo semejante. Con sus enormes velas

izándose al tibio viento crepuscular, la gigantesca silueta del yate

Angelita moviéndose en las quietas y claras aguas del Caribe, ofrecía

una visión inolvidable, con un aspecto casi fantasmal. Arquímedes

González, mecánico de factoría del ingeniero azucarero el poblado, no

recordaba haber visto antes nada igual en sus 37 años de existencia.

Ni él, ni ninguno de sus tres compañeros de mesa, pudieron

concentrar la vista en la partida de dominó, en el bar situado a tres

cuadras de los muelles, hasta tanto el buque se situó a marcha lenta,

en el antepuerto.

Desde su puesto de observación, González y sus amigos de

tragos pudieron ver, pese a la distancia, el insólito movimiento de

despedida en el buque. El ajetreo comenzó desde muy temprano en

la mañana, pero al caer la tarde, adormecido por el exceso de

alcohol, ninguno de ellos pudo distinguir con claridad qué sucedía

realmente.

El acceso a los muelles estaba restringido desde hacía meses y

las medidas de seguridad parecían más estrictas en los últimos días.

Pero desde la tarde anterior resultaba imposible acercarse un paso

más allá del bar en donde bebían y jugaban escandalosamente, como

de costumbre, sin ser molestados.

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Los cuatro jugadores de dominó en el bar de la zona portuaria

de Andrés, no eran los únicos sorprendidos. Más tarde, mientras

paseaba por la cubierta echando una mirada final al poblado, Andrés

Alba Valera (Papito) no salía de su asombro. Con una mezcla de

tristeza e incertidumbre en sus vivaces ojos azules, Alba, a pesar de

la oscuridad, alcanzó a divisar su residencia, contigua a la de su

íntimo amigo y pariente Ramfis, con quien apenas había tenido

tiempo de hablar al despedirse unos minutos antes.

Todo para él resultó una sorpresa. Veinticuatro horas atrás le

hubiera costado imaginarse allí, con su familia, custodia de un

extraño y valioso cargamento, protagonista de una historia digna de

una novela de ficción. La familia Alba subió al buque a las 17:20,

luego de que desatracara del muelle para fondearse en el antepuerto.

A medida que la silueta de la costa iba disminuyendo ante él y le

resultaba más difícil divisar los contornos de su casa, se fue

percatando de que la realidad no podía ser más deprimente.

Este viaje inesperado podía ser sin regreso. Todo lo que había

logrado acumular a lo largo de su vida, quedaba atrás. A sus 33 años

podía sentirse un hombre realizado. Ahora sentía la impresión de que

necesitaría comenzar de nuevo. La perspectiva de una larga e

incierta estadía en el extranjero no le hacía la menor gracia. Por

fortuna tenía a su esposa Clement, sus cinco hijos y sus suegros junto

a él, en apariencia seguros. Pero no tenía otra razón para sentirse

satisfecho. Alba cerró los ojos un instante y trató de disipar todos los

pensamientos negativos que se arremolinaban en su mente confusa.

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Como un relámpago pudo reconstruir mentalmente la insospechada

experiencia de las horas anteriores.

Casi exactamente a la misma hora del día anterior, Ramfis le

había pedido en un tono demasiado neutral para el caso, que se

hiciera cargo de llevar el cadáver de su padre, el Generalísimo

Trujillo, a Cannes, Francia, a donde él se proponía más tarde dirigirse.

Alba hubiera querido leer en los ojos de su primo y amigo, pero la

oscuridad de la noche naciente y los saltos del automóvil, en marcha

a toda velocidad, no se lo permitieron. Ramfis apenas volvió hacia él

su rostro afectado por la falta de sueño y los excesos de las noches

anteriores. Quitó la vista del paisaje y escuchó atentamente las

instrucciones de su primo.

Entre ambos existía una vinculación que trascendía la relación

familiar. Su padre y la madre de Ramfis, María Martínez viuda Trujillo,

eran primos hermanos y, sobre todo, muy allegados. Andrés le

llevaba un año y tres meses de edad a Ramfis, pero desde que éste

tenía seis meses lo acostaban en un mismo cuarto y habían crecido

así juntos.

Momentos antes habían partido de Boca Chica. Pero en lugar

de dirigirse directamente a San Cristóbal, destino final de su viaje,

fueron primero a la base aérea de San Isidro, a recoger al coronel Luís

José León Estévez, en la residencia oficial construida para Trujillo y en

la que aquel vivía con su esposa Angelita desde el asesinato del 30 de

mayo. El coronel Juan Disla Abréu, jefe de seguridad de Ramfis, se

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había encargado de todos los detalles relativos a esta operación

secreta.

El hijo del dictador estaba excitado pero tranquilo. En parte su

excitación provenía de la espera inútil por uno de los invitados a

tomar parte en ella. Al ponerse el sol, Ramfis decidió que la tardanza

de su amigo de infancia Pedro Pablo Bonilla (Pepé) podía echar a

perder sus planes y dio orden de partir sin él. De todas maneras,

Bonilla no haría falta esa noche.

La distancia entre Boca Chica y San Isidro fue cubierta en pocos

minutos y Ramfis permaneció en total silencio, sumido en sus

pensamientos, durante todo el trayecto. Sólo otros tres vehículos,

incluyendo una camioneta, formaban parte del séquito. A excepción

de unos cuantos amigos de su círculo íntimo, nadie sabía el propósito

de esta extraña y nocturna movilización, que constituía el nervio

central de los planes personales que se había trazado ya Ramfis y que

cambiarían el curso de la historia dominicana.

En el trayecto de la base a San Cristóbal, Ramfis pareció de

pronto locuaz y explicó en detalles a Alba el papel que él le había

asignado en el drama. Lo había escogido a él para trasladar en el

yate Angelita al día siguiente, viernes 17, el cadáver de su padre a

Europa “porque no confío en nadie más para esta tarea tan especial y

delicada”.

Alba sintió un nudo en la garganta y sus labios secarse de

pronto cuando le respondió aceptando la encomienda como una

ineludible obligación familiar. El único problema consistía, le dijo, en

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la prisa en que hubo que decidir todo esto tan complicado. Pero

probablemente, para el éxito y felicidad de todos, convendría tomarse

un poco más de tiempo. Creía que Ramfis necesitaba reunirse

previamente con los militares de más confianza. De hecho tales

reuniones estaban previstas en la agenda discutida desde semanas

atrás en los almuerzos y citas nocturnas de tragos con sus amigos

más cercanos.

Precipitar la retirada podía desatar problemas. Nadie estaba

en condiciones de garantizarles que al saberse de una salida

precipitada, un viaje incógnito e ilegal del cadáver del jefe, no

provocaría estallidos de violencia. Lo que le preocupaba

principalmente era que Ramfis, según acababa de manifestarle, no se

iría hasta la noche del sábado 18, la siguiente a la partida del cadáver

que ahora se disponía a desenterrar. Eran solo horas de diferencias,

pero los acontecimientos se desarrollaban a demasiada velocidad

como para no temer lo peor en ese breve interludio. De nada

valieron sus argumentos.

Ramfis parecía decidido a no volverse atrás en sus planes y

todo estaba ya preparado. La noche anterior, miércoles 15, Ramfis le

había confiado a él y a otro de su círculo: “Me voy”, con una

seguridad que nadie puso en duda.

La caravana de cuatro vehículos se detuvo silenciosamente

frente a la puerta trasera de la iglesia de la Consolación de San

Cristóbal, en la calle 19 de Marzo. No se veía un alma a su alrededor,

a excepción de los soldados dispuestos por el coronel Disla desde

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temprano en la tarde. La verja de hierro de la escalera que conduce

al sótano del templo, había sido previamente abierta por el sacristán

Manuel Paulino Rodríguez (Manueleco), de 16 años, que ya estaba

acostumbrado a estas inesperadas visitas nocturnas, desde que el

cuerpo de Trujillo fuera sepultado cinco meses y medio atrás.

Sin embargo, las medidas previas de seguridad y la sorpresiva

llegada de Ramfis, acompañado de tantos oficiales, despertaron su

curiosidad. En medio de tantos hombres con ametralladoras, el

sacristán se dijo a sí mismo que algo más grande todavía que el

entierro del Benefactor estaba a punto de producirse.

El delgado y asustado sacristán se persignó y alzó sus ojos

hacia el altar mayor de la iglesia, cuando vio entrar a varios oficiales

cargando un ataúd increíblemente similar al que portaba los restos de

Trujillo. El eco de las pisadas de los militares, calzados con gruesas

botas, retumbaba por todo el templo. El joven sacristán no era el

único impresionado. Alba no recordaba haber visto antes nada tan

macabro.

Trujillo fue enterrado allí abajo el 2 de junio, tres días después

de su asesinato. No hubo nada de extraño en ese hecho. El había

nacido 70 años atrás frente al lugar donde después hizo construir la

iglesia. En el parque situado frente al templo se levantó un

monumento, denominado Piedra Viva, que se cree ubicado

exactamente donde estuvo la casa en la cual nació. Construyó la

iglesia sólo para hacer dentro de ella su propio cementerio. Debajo

del altar mayor hay una capilla cerrada con dos nichos protegidos por

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una reja. En el del lado derecho estaba él enterrado. El otro estaba

destinado para su madre, doña Julia Molina viuda Trujillo. En el

estrecho corredor de enfrente se construyeron otros diez nichos,

cinco de cada lado. Estaban destinados a sus hijos y hermanos. Con

excepción del nicho en que fue sepultado Trujillo, ninguno de los

demás ha sido utilizado.

Los oficiales se movían de un lado a otro, nerviosos. Ramfis,

Alba y Luís José León Estévez bajaron al sótano, necesitando la ayuda

del sacristán para abrir la puerta de hierro que protegía la tumba.

Pero sólo los tres primeros permanecieron allí abajo durante la

operación de traslado del cadáver. Dos hermanos de León Estévez,

Antonio Manuel y Alfonso, coroneles de la aviación Militar, ayudaron a

bajar el ataúd vacío que luego depositaron en la cripta, sobre la cual

superpusieron la pesada tarja de cemento y mármol que la cubría y

que había quedado partida en dos mitades irregulares.

Un extraño y desagradable olor se impregnó del ambiente al

remover el ataúd. Ramfis se inclinó sobre el féretro y abrió la

cubierta de arriba. Sus compañeros le oyeron proferir algunas

maldiciones.

El cuerpo, ligeramente ennegrecido por el formol, parecía

empequeñecido unas pulgadas. La impresión sobrecogió al reducido

grupo, que se apresuró en cerrar la tapa casi inmediatamente. En la

más extraña de las procesiones, el féretro fue subido lentamente por

la escalera semicircular. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de

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Alba, mientras ayudaba a llevar la carga con las manos casi

entumecidas de frío, a pesar del calor sofocante.

Un retrato de la Virgen de la Altagracia, colocado en la pared

detrás del féretro, es sustituido por uno muy similar. Los militares

cargan también con la bandera que cubría el sarcófago. Terminada

la operación, Ramfis subió a grandes zancadas y abandonó el lugar.

Manueleco, el sacristán, bajó apresuradamente las escaleras de

nuevo y se lanzó sobre la cripta, donde sólo encontró una caja vacía.

En ese momento se le unió el padre Frank Amamlio Fernández,

párroco de la iglesia, a quien los soldados arriba no querían dejar

pasar. El joven mostró la tumba violada y al tratar de cubrirla

nuevamente la punta de la tapa de cemento le cayó sobre la mano

izquierda, de uno de cuyos dedos comenzó a manar sangre. El

sacerdote abrazó a su sacristán y así, juntos suben los peldaños y se

retiran después de cerrar la iglesia.

Afuera podían oírse los ecos de los martillazos sobre la tapa.

Por las rendijas de las ventanas cerradas del vecindario, algunos ojos

trataron de indagar a través de la oscuridad.

Rafael Tulio Pérez de León, estudiante de 21 años de la

facultada de Derecho de la Universidad de Santo Domingo, se dirigía

a su casa, la número 116 de la Avenida Constitución, cuando fue

interceptado por dos soldados, uno de los cuales le apuntó en el

pecho con su ametralladora. El joven aspirante a abogado estaba

medio atontado por los tragos ingeridos en una fiesta, pero el

espectáculo que tenía ante sí le despejó rápidamente la mente.

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La escena a corta distancia no la olvidaría por el resto de su

vida. A pesar de la fuerte luz de un reflector sobre su rostro, pudo ver

más allá, en los alrededores del parque, frente a la iglesia, varios

Mercedes Benz, y soldados situados por doquier en actitud vigilante.

Los residentes de San Cristóbal estaban acostumbrados a los

inconvenientes de la vigilancia permanente del templo, desde el

entierro del cadáver de Trujillo.

Pero esa noche a Pérez de León le pareció que algo inusual

estaba sucediendo. Los soldados que le habían detenido en su

marcha hacia su casa, no le dejaron moverse hasta tanto una

pequeña caravana de vehículos, estacionada en la parte posterior de

la iglesia, arrancó a poca velocidad, tomó la calle Padre Ayala, dos

esquinas al sur y dobló a la derecha rumbo a la carretera.

Alba abordó el mismo asiento en el vehículo de Ramfis con el

coronel Luís José León Estévez y suspiró profundamente. Ramfis se

acomodó de nuevo sus gafas oscuras de sol y concentró su mirada al

exterior, abandonado a sus pensamientos. La operación además de

macabra había resultado condenadamente tediosa.

El pesado ataúd conteniendo los restos del Generalísimo había

sido colocado cuidadosamente en la parte trasera de la camioneta

Chevrolet que venía inmediatamente detrás de ellos. Al pasar

rápidamente revista a los acontecimientos de las interminables horas

anteriores, Alba echó una ojeada a la caravana a través de la densa

oscuridad. En los demás vehículos le seguían los otros dos hermanos

León Estévez, el coronel Manuel A. Robiou, jefe del cuerpo médico de

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la Aviación Militar y el omnipresente coronel Disla Abréu, siempre

hermético.

Ahora sin prisa, la caravana se dirigió directamente al puerto de

Andrés, donde horas antes se había dispuesto el retiro de la

tripulación del yate Angelita, sin ofrecer explicaciones a la oficialidad.

El comandante del yate, capitán de navío Moisés Eleodoro Cordero

Puente, había recibido órdenes de desalojar por completo el buque,

incluyéndose él mismo, lo cual cumplió estrictamente. El cambio de

tripulación se operó el miércoles 15, cuando el contralmirante

retirado Ramón Julio Didiez Burgos asumió el control del buque. Pero

al día siguiente, jueves 16, se les ordenó abandonarlo hasta la tarde

del día siguiente.

El recorrido de 35 minutos desde la iglesia de San Cristóbal fue

hecho en casi completo silencio. Alba sentía el intenso y

desagradable olor a muerto que emanó del ataúd al ser destapado,

adherido a sus narices.

En la cubierta del yate esperaba impacientemente,

impresionado por el crujir de los mástiles y el piso de madera a causa

de los ligeros vaivenes de la corriente nocturna, el mayor Julio César

Ramos Troncoso, graduado de oficial en una academia militar de

Venezuela. El coronel Luís José León Estévez, su superior inmediato,

le había instruido hacerse él sólo cargo del yate y él esperó,

sobrecogido por la oscuridad, desde temprano en la tarde, con la

única compañía de su fusil ametralladora de mano. Los soldados del

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coronel Disla cuidaban en tierra de no dejar aproximar a nadie al

barco.

A pesar de esto, un marinero borracho, miembro de la

tripulación, logró colarse antes de la medianoche. Ramos escuchó los

gruñidos y el forcejeo de aquel tratando de subir a bordo por la

cubierta y le apuntó con su Fal en los ojos. A la orden de que se

retire, el marinero obedeció a toda prisa con el rostro descompuesto

por el susto. “Le vi alejarse corriendo, prácticamente ya sobrio. Del

susto se le quitó la borrachera”, recordaría Ramos Troncoso.

La llegada de la caravana aquietó al oficial, que bajó a recibir a

sus ocupantes. Sin mediar palabras, abrieron la portezuela trasera de

la Chevrolet y con extremo cuidado se dispusieron a subir el ataúd al

yate, por la oscilante y estrecha escalerilla que daba directamente a

las facilidades de cubierta. Dos oficiales toman el pesado féretro,

cubierto por una caja mayor de madera, mientras Ramos Troncoso y

Alba lo agarran por abajo. Uno de los oficiales flaquea al subir y el

ataúd se desliza peligrosamente. La punta de la caja golpea en

ambos extremos al oficial y al primo de Ramfis y éstos deben

esforzarse para evitar que la famosa carga caiga en las oscuras y

turbias aguas del puerto.

Las órdenes de Ramfis son la de entrar el “cargamento” en el

bar de cubierta, para mantenerle bajo estricta protección, pero las

dimensiones de las puertas y ventanas de éste no permiten hacerlo.

Alguien sugiere enviar por el ebanista de más confianza, el español

Pascual Palacios Bailón, con los primeros rayos del sol. Entre tanto, la

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enorme caja de madera es depositada a la intemperie, en medio de la

cubierta, después de abrir, por segunda vez esa noche, la tapa

superior del féretro. A Ramos Troncoso todo esto le parecía “muy

grimoso, fantasmal”.

Horriblemente exhausto y perseguido por el extraño y

penetrante olor del cadáver, Alba se despidió del grupo y se dirigió

rápidamente a su casa, a escasa distancia, subiendo a uno de los

vehículos de la escolta. Al consultar su reloj comprueba que son

cerca de las tres de la madrugada del viernes 17. La actividad

apenas comienza para él. En las escasas horas siguientes, debe

concentrarse en la tarea de preparar su marcha con toda la familia.

Tras descansar unas horas, se dirigió en la mañana a Ciudad Trujillo

para dejar arreglado sus asuntos personales.

Como administrador-tesorero de la empresa Molinos

Dominicanos, el monopolio de la harina propiedad de su familia y de

Trujillo, tenía cosas que resolver. La persona a quien recurrió en ese

momento difícil fue su tío, Luís Arturo Valera Reyes (Tuturo), de la

firma importadora Navarro Cámpora y Compañía, una de las más

acreditadas y antiguas del país en el negocio. Poco después del

mediodía, llamó a Clement su esposa para decirle que de su parte

todo estaba arreglado. A ella correspondía preparar al resto de la

familia para el viaje.

Sumido en sus recuerdos de apenas horas antes, Andrés Alba

Valera se entregó al disfrute de la suave brisa marina, observando

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desde cubierta los lejanos contornos de la tierra que abandonaba en

circunstancias tan especiales, sin saber por cuánto tiempo.

Mientras Alba ultimaba en la ciudad los detalles previos a su

viaje inesperado, dos oficiales al frente de una patrulla fueron en

busca de Pascual Palacios Bailón, a su taller de la calle Paraguay,

entre dos prostíbulos. A sus 74 años, don Pascual era un activo

ebanista. Nacido en Aragón, España, vivía en el país desde los años

20.

Como siempre que se le requería para estos trabajos urgentes

de la familia Trujillo, a los que ya estaba acostumbrado, don Pascual

no hizo demasiadas preguntas, sólo las indispensables para

prepararse para realizar su trabajo. Después de una consulta

telefónica de uno de los oficiales, tomó unas reglas, martillos y piezas

de madera y llamó a su asistente, un ebanista dominicano de apellido

Vicente, con quien abordó uno de los vehículos oficiales en dirección

desconocida.

Gonzalo Guemes Naut, estudiante de ingeniería de 21 años,

tomó con un gesto de desagrado la hora de la partida y la anotó en

una libreta. Eran las 7:45 de la mañana. A Gonzalo no le hacía gracia

alguna esta inesperada visita. Odiaba todo lo que oliera al Gobierno

por razones muy personales. Su padre, Gonzalo Guemes, emigrante

español socio de Palacios y de otro carpintero español Fernando

Aznar, había sido deportado en diciembre de 1960, por las

actividades antitrujillistas de uno de sus hijos, Idelfonso, quien había

sido arrestado en noviembre de 1959 acusado de pertenecer al grupo

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clandestino La Nueva Trinitaria. Del matrimonio de don Gonzalo con

la maestra de escuela Fiordaliza Naut, en San Juan de la Maguana,

nacieron tres hijos, Gonzalo, Idelfonso y Sara. A idelfonso le

condenaron a 30 años de cárcel por conspirar contra el régimen y al

pago de una multa de un millón de pesos. En la audiencia, don

Gonzalo, indignado por la sentencia, no pudo reprimir un gesto de

contrariedad y le gritó al juez:

-¡Ni juntando los pelos del c… podría yo conseguir esa suma!

Trujillo indultó posteriormente a Idelfonso quien obtuvo permiso

para viajar a España donde se reunió a su padre. Gonzalo, a su

temprana edad, debió ocupar el puesto de su progenitor en el

negocio.

Aquel estaba todavía furioso porque días antes, unos oficiales

habían venido al taller con la extraña solicitud de que se les hiciera

un ataúd con unas características muy específicas. Su primera

reacción fue la de rechazarles diciendo que allí no se hacía ese tipo

de trabajo. Los oficiales insistieron que se trataba de una orden

superior y don Pascual intervino y se los llevó a un lado. Después

regresó donde Gonzalo y le dijo:

-¡No te quejes, coño, que este jodido ataúd te librará de muchos

problemas y además cobrarás muy bien por él, puñeta!

Era un sarcófago sencillo, tapizado por dentro, que Palacios hizo

en menos de un día, en base a medidas muy precisas, y por el cual el

taller cobró la suma de 2,500 pesos, muy alta para el encargo y

mucho dinero para la época. El pago cubría una enorme caja de

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caoba, brillantemente lustrada, en cuyo interior cabía perfectamente

el féretro.

Del taller de ebanistería, Palacios fue conducido directamente al

puerto de Andrés e introducido al yate. Ramfis le mostró la enorme

caja de madera hecha por aquel unos días antes y un ataúd pintado

de gris muy similar al que había hecho entonces, pero algo rayado y

carcomido por el tiempo. La labor para la que se le ha requerido con

tanta urgencia y misterio consiste en introducir, sin lastimar el

contenido, la caja colocada en la cubierta dentro del bar del piso

superior del yate.

Palacios tomó rápidamente las medidas de la puerta y ventas

de la habitación bar y se puso a trabajar. Con la ayuda de Vicente, su

ayudante, desmontó los marcos de la puerta y algunas tablas

aledañas y al cabo de unas horas logró entrar el ataúd,

horizontalmente, dentro de la habitación. Después se entregó a la

más ardua tarea de sellar en el piso la caja superior, dentro de la cual

estaba guardado el féretro. Sobre esta caja protectora colocó una

todavía mayor, para proteger el cadáver de los vaivenes de la

travesía y del salitre. Fijada la caja con tornillo sobre el piso de

madera, Palacios y su ayudante se entregan ahora a la tarea de

reconstruir la puerta y ventanas desmontadas.

Concentrado en su trabajo, no alcanza a darse cuenta de que el

yate desplaza lentamente y que se encuentra ya alejado del muelle

mientras empieza a oscurecer. Palacios sale a cubierta y comienza a

lanzar improperios contra todo a su alrededor, hasta que el

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comandante de la nave, el contralmirante retirado Ramón Julio Didiez

Burgos, le tranquiliza y ordena que un bote le lleve de regreso al

puerto. “Se dio el susto de su vida cuando se vio alejándose de la

costa, sin poder hacer nada”, recordaría su hijo el ingeniero Eduardo

Palacios, quien heredó el negocio de su padre.

Cuando el resto de la nueva y depurada tripulación abordó el

yate, Palacios había concluido su trabajo. El técnico de refrigeración

Eugenio de Marchena Santamaría (Pulún), de 21 años, observó que

desde las recámaras privadas hacia la popa, la circulación estaba

restringida. De hecho, el yate había sido dividido en dos áreas.

Alba no le prestó ninguna atención especial al pequeño bote

que trasladaba a Palacios de regreso a tierra. Se encontraba

demasiado absorto en sus pensamientos para percatarse de esas

minucias. Su reloj marcaba las 21:30 cuando el yate enfiló en la

oscuridad mar adentro.

Los detalles del desenterramiento del cadáver de Trujillo y la

partida del yate Angelita con la familia Alba Custodiando el féretro,

fueron reconstruidos tras una revisión muy minuciosa de diferentes

y extensas versiones de personas y testigos vinculados a la

operación. Las contradicciones entre las versiones de algunos

protagonistas y el silencio obstinado de otros hizo esta tarea

probablemente la más difícil de este libro. De las entrevistas con el

sacristán de la iglesia fueron descartados aquellos pasajes y

detalles rechazados por otros entrevistados y que el autor

consideró más propios de una fábula para turistas.

Luís José León Estévez insistió, en la primera de nuestras

entrevistas, que a la iglesia había ido él solo con sus dos hermanos

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y que Ramfis prefirió aguardar en Boca Chica. Esta versión

contradecía la ofrecida y reiterada en diferentes oportunidades por

Alba Valera. La imposibilidad de conciliar los recuerdos de dos

testigos de excepción de esos hechos resultó un verdadero

rompecabezas. Pero con el tiempo, pude comprobar que Alba

sostenía con una asombrosa precisión los detalles de su relato,

mientras que entre mi primera conversación con León Estévez, el

domingo 16 de diciembre de 1990, en su residencia, y la última, el

miércoles 20 de marzo siguiente, en el restaurante Aubergine, pude

detectar lagunas en sus recuerdos. Su admisión final de que no

podía precisar algunos detalles, me obligó a profundizar mucho más

en la investigación de este episodio. Mi decisión desesperada de

confrontar la versión de uno y otro, finalmente dio resultados.

Además era probable que por la manera en que estas horas

decisivas cambiaran el curso de la vida de Alba y las experiencias

que le tocarían vivir días después con su familia en el yate, fijaran

más detalladamente en su memoria estos hechos.

Otros relatos de fuentes diversas me permitieron reconstruir

esta historia sobre bases rigurosamente verídicas. De las decenas

de personas consultadas para esta parte del relato, sólo el hoy

general retirado Juan Disla Abreu, prefirió guardarse sus

experiencias. Mi viaje a su finca en Río Verde, La Vega, sin una cita

previa tras fracasar todos los intentos de conseguirla por teléfono,

no fue en todo caso en vano. A pesar de su hermetismo, escuchó

pacientemente mis razones y su rostro, agradable aunque severo,

fue lo suficientemente expresivo como para permitirme establecer

cuando estaba en buen camino y cuando no, por lo menos en cuanto

a él se refería. Por otra parte, la razón de que Pedro Pablo Bonilla

no llegara a tiempo a la residencia de Ramfis en Boca Chica para

acompañarle a la iglesia de San Cristóbal a desenterrar el cadáver

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del Jefe, fue fortuita. Bonilla había acordado con su esposa Olga

que ésta lo llamaría tan pronto como llegara a Nueva York, adonde

había viajado esa tarde con sus hijos. Olga no encontró, al parecer,

una comunicación rápida, nada extraño en esa época, y Pepé no

estuvo a la hora acordada, pues debía cubrir primero la distancia de

25 kilómetros de la ciudad a Boca Chica.

Una nueva huelga, ésta de 48 horas, estremece al Cibao tras

conocerse el regreso de Negro y Petán Trujillo. Sin sospechar cuán

cerca se encuentra la nación de un gran desenlace político, José

Augusto Vega Imbert es enviado por el Comité Provincial de Unión

Cívica a Ciudad Trujillo con instrucciones de informar a la dirección

nacional que toda la región se encuentra lista para una huelga

general y que la capital debía movilizarse y precipitar los

acontecimientos.

Provisto únicamente de un salvoconducto emitido por la propia

organización, el joven abogado abordó un automóvil y cubrió en poco

más de dos horas el largo trayecto de 155 kilómetros.

Federico Carlos Álvarez, el único miembro del comité provincial

integrante del comité ejecutivo central con sede en la capital, le

anotó los números privados del cónsul norteamericano John Calvin Hill

para en caso de una emergencia. Álvarez, quien se aprestaba a

cumplir otra delicada misión en Ciudad Trujillo, tenía la corazonada de

que algo grande habría de reproducirse en el fin de semana.

En el local de la UCN, Vega Imbert no encontró a nadie ese

mediodía por lo que decidió llamar al doctor Antinoe Fiallo, quien le

invitó a pasar de inmediato por su residencia, próxima a la Catedral,

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en la zona colonial de la ciudad. El hermano de Viriato admitía que la

situación se tornaba grave y que por eso se había convocado a una

reunión de emergencia en el local de la calle El Conde, a las 6:00 de

la tarde, a la cual él, Vega Imbert, debía asistir para poner en

conocimiento de la situación al resto de la dirección en el Cibao.

Graves diferencias habían surgido entre Ramfis y sus tíos, creía Fiallo,

y una crisis estaba a punto de estallar.

Vega Imbert consultó su reloj. Faltaban horas para la reunión

así que se dirigió al cercano Hotel Comercial donde se registró.

Desde allí marcó los números privados del cónsul Hill, quien para su

sorpresa le invitó a pasar sin pérdida de tiempo por sus oficinas en la

embajada.

El enviado santiagués no conocía a Hill y su primera impresión

fue la de encontrarse ante un hombre al borde del agotamiento. Hill

se percató de la sorpresa de su visitante y le explicó que tenía cerca

de 72 horas en vela, tratando de convencer a Ramfis de que hiciera

salir a sus tíos antes de él mismo abandonar el país, para evitar que

éstos intentaran un golpe de fuerza para quedarse con el poder. Sus

ojos, faltos de sueño, parecían dos enormes bolas de fuego,

recordaría Vega Imbert, subrayadas por una incipiente y desarreglada

barba de varios días.

Hill parecía dominado por una sensación de angustia y sus

palabras tenían un extraño tono de súplica. Creía que la UCN debía

ponerse en contacto de inmediato con el general Rodríguez

Echavarría ante la inminencia de la partida de Ramfis. Desde el

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regreso de sus tíos, le dijo, Ramfis se había refugiado en Boca Chica

entregado a la bebida “y en una permanente orgía”.

Sus esfuerzos por convencerle de la posibilidad de una

“debacle” si dejaba actuar a Negro y Petán habían caído en el vacío.

Por eso, Unión Cívica debía convencer ahora al general comandante

de la base aérea de Santiago para actuar tan pronto como Ramfis se

fuera.

Excitado por estas noticias, Vega Imbert apenas se despidió del

cónsul norteamericano y se dirigió a toda prisa al local de la UCN

donde ya se procedía a iniciar la reunión convocada de emergencia.

El joven delegado santiagués rindió un informe de su

conversación con Hill y los delegados decidieron entonces llamar a

Santiago. Como resultado de esta llamada, se acuerda que otro joven

abogado, Ramón Tapia Espinal, se traslade al día siguiente a Ciudad

Trujillo. La elección obedecía a que Tapia Espinal, de todos los

dirigentes de Unión Cívica, era el que mejores relaciones de amistad

tenía con Rodríguez Echavarría.

–0--

El automóvil gris de cuatro puertas, adornado con una bandera

blanca de la Cruz Roja, se detuvo con un ligero chirrido de

neumáticos, en la marquesina de la número 46 de la calle Pasteur, en

el exclusivo sector residencial de Gazcue. Su único ocupante, el

doctor Jordi Brossa, se apeó apresuradamente y tocó con insistencia

el timbre de la puerta frontal. La prisa del joven médico no tenía

nada que ver con su profesión. El símbolo de la Cruz Roja adherido a

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su auto tampoco se relacionaba con una misión humanitaria. Se

trataba de una simple precaución de índole política.

Brossa había recibido un encargo importante, de cuya

realización dependía el éxito de todos los esfuerzos realizados por la

Unión Cívica para modificar el estado de cosas. La bandera de la

organización internacional tenía como único propósito –debido a lo

avanzado de la hora y la tensión reinante- llamar la atención sobre su

condición de médico en el caso de que fuera interceptado por una

patrulla militar.

La escasa luz de la galería de la residencia de la calle Pasteur

no alcanzaba a ocultar la palidez del rostro de Brossa, cuando, al

cuarto timbrazo, la puerta se abrió lentamente y dejó ver en el

umbral la figura adormilada de Ramón Cáceres Troncoso. Brossa le

hizo rápidamente a un lado y penetró al interior del amplio vestíbulo.

Cáceres se restregó los hinchados ojos faltos de sueño y consultó su

reloj: era exactamente la una de la madrugada. Una hora poco

común aún para la visita de un amigo. El joven abogado hizo un

ligero ademán para ahuyentar cualquier presagio e invitó a su

inesperado visitante a tomar asiendo en un cómodo sofá.

Aquella madrugada del sábado 18 de noviembre, Cáceres,

miembro del Comité Central de Unión Cívica Nacional, tenía sobradas

razones para sentirse excitado. A sus 30 años era ya un abogado de

fama. Soltero, residente en la casa de su padre, el licenciado Marino

Cáceres, cabeza de una de las familias más distinguidas de la alta

sociedad, corría por sus venas la sangre de varias generaciones de

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políticos. Su abuelo, Ramón Cáceres (Mon) había sido Presidente a

comienzos de siglo. Siendo muy joven, Mon Cáceres había

contribuido a cambiar el curso de la historia dominicana. Su mano

apretó el gatillo que disparó una de las balas que segó la vida del

tirano Ulises Hereaux (Lilís). La familia había atesorado con amor y

fidelidad casi fanática la fama que esa gesta histórica había añadido

al prestigio de sus apellidos. Ramón mismo había sufrido el precio de

la oposición a la dictadura. En 1960 fue arrestado junto a cientos de

jóvenes dominicanos por actividades contrarias al régimen trujillista y

sometido a bárbaras torturas físicas.

Brossa había ido a comunicarle los resultados de una reunión

celebrada en la embajada de Estados Unidos, momentos antes. El

cónsul general Hill, el funcionario de más alto nivel en la misión, sabía

que Ramfis había enviado una carta de renuncia al Presidente

Balaguer, con fecha 14 de noviembre, que éste no hacía pública

todavía. Las informaciones de la embajada daban como segura la

salida inmediata de Ramfis y Hill quería que UCN apoyara

públicamente a Balaguer, para evitar el caos y facilitar el proceso

hacia una salida democrática.

No podía perderse tiempo y el pronunciamiento debía

producirse de inmediato. Ramón Cáceres sintió un súbito torrente de

adrenalina correrle por las venas. No titubeó. Corrió al teléfono, sin

guardar las precauciones que solían tomarse para evitar

interferencias de los servicios de seguridad, y discó pacientemente

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uno por uno los números de los miembros del Comité Central

disponibles.

Todos los convocados acudieron a la cita a la casa de la Pasteur

a la hora fijada. A las 7:00 de la mañana se dio inicio a la reunión,

tras completarse la llegada del último de ellos. Algunos lo hicieron de

la forma más insólita, caminando y en los autos de amigos, que nada

sabían de la trascendencia de esta cita.

Para evitar sospechas, otros dejaron sus automóviles a

considerable distancia de la casa a pesar de los riesgos. Cáceres

llamó a cada uno de los convocados por su nombre, como si pasara

lista: Ángel Severo Cabral, Manuel Baquero Ricart, Antinoe Fiallo,

Minetta Roque, Osvaldo Peña Battle (Cocó), Rafael Alburquerque

Zayas Bazán, Manuel Emilio Castillo (Melo) y César de Castro. Sólo

faltaban el doctor Viriato Fiallo, líder de UCN, Luís Manuel Baquero,

José Fernández Caminero y Carlos Federico Álvarez. Los tres

primeros se encontraban en Washington, tratando de impedir que la

OEA levantara las sanciones hasta tanto no salieran los Trujillo del

territorio nacional. Álvarez estaba en camino desde Santiago, donde

residía, para cumplir otra misión previamente planeada. Brossa, que

había provocado esta inesperada reunión, no tenía porque estar. No

era miembro del comité central de UCN.

No les tomó demasiado tiempo. A los cuarenta y cinco minutos,

el grupo decidió acoger la propuesta del cónsul norteamericano, con

una condición: apoyaría decididamente a Balaguer, siempre y cuando

los Trujillo, hasta el último de ellos, abandonara el suelo dominicano.

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Es la única salida posible en tales circunstancias. Lo contrario, es

decir, dejar a su propia suerte a Balaguer, puede crear un profundo y

peligroso vacío de autoridad que de origen a un golpe de connotación

trujillista.

La ciudad estaba siendo alterada por rumores insistentes de

que Negro y Petán se proponían derrocar a Balaguer y provocar un

baño de sangre, para recuperar los poderes perdidos. Informes de

una extensa lista de candidatos a la muerte presagiaban la

posibilidad de una Noche de San Bartolomé, en la eventualidad de

que ese golpe se produjera.

Brossa fue informado de la decisión y corrió a la embajada a

poner al corriente al cónsul Hill. Ramón Cáceres cumplió otra

encomienda. Tomó de nuevo el teléfono y llamó esta vez al Palacio

Nacional.

Felipe Osvaldo Perdomo, subsecretario de la Presidencia,

respondió de inmediato la llamada. Balaguer no estaba todavía –eran

las 7:50 de la mañana-, pero no tardaría. Tan pronto se presentara a

su despacho, como regularmente lo hacía a las 8:00 de la mañana, le

comunicaría la urgencia de los directivos de la UCN en visitarle.

Minutos después el timbre del teléfono rompió la tensa espera en la

residencia de la familia Cáceres. Balaguer los recibiría a las 8:30 de

esa misma mañana.

Mientras tenía lugar esta importante reunión, la llegada esta

vez de un grupo de asustadas damas, vino a aumentar la inquietud

que envolvía a los dirigentes de la UCN. Luís Manuel Cáceres, tío de

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Ramón, se presentó sin avisar a la residencia, en compañía de las

esposas de cinco de los seis acusados del asesinato de Trujillo que

guardaban prisión en la penitenciaría de La Victoria, un poblado

ubicado a unos veinticinco kilómetros al noreste de la ciudad.

La razón que motivaba la súbita visita, era un informe

confirmado en diversas fuentes de que sus esposos –Salvador Estrella

Sadhalá, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz y Pedro

Livio Cedeño, además del otro prisionero Manuel Cáceres Michel

(Tuntin), el único soltero del grupo- iban a ser trasladados

sospechosamente de la cárcel para simular un descenso en el lugar

en que había sido acribillado Trujillo. La orden era un pretexto para

asesinarles. La preocupación que ensombrecía los rostros de las

señoras Urania de Estrella, Blanca de Pastoriza, Landín de Tejeda,

Leda Montaño de Díaz y Olga Despradel de Cedeño, estaba

justificada. La inminente salida de Ramfis y los rumores de un golpe

trujillista permitían sospechar cualquier cosa.

La delegación de cinco miembros de la UCN que había sido

escogida para ir a ofrecerle el respaldo de la organización a Balaguer,

estimó como válido incluir en su portafolio hacer de portavoz de esta

queja.

El grupo, compuesto por Cáceres, Severo Cabral, Brossa,

Antinoe Fiallo y Baquero Ricart, no tuvo que esperar nada para pasar

al despacho del Presiente. Balaguer los esperaba de pie ante su

escritorio. La conversación fue amable y exenta de formalismos.

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Balaguer agradeció el gesto pero expresó que la salida de

Ramfis y la renuncia que éste había presentado a su cargo de Jefe de

Estado Mayor General Conjunto de las Fuerzas Armadas, implicaba un

peligro enorme para la institución. Los oficiales de alto rango, dijo,

eran leales a Ramfis. La salida de éste podía conducir al caos.

Severo Cabral, que hacía de portavoz de la comisión ucenista, le

respondió que en la eventualidad de que eso ocurriera él, Balaguer,

podía contar con el respaldo de oficiales con fuerte arraigo, como los

generales de brigada Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavrría y

Andrés Alfonso Rodríguez Méndez. El primero era el jefe de la bien

dotada base aérea de Santiago, la segunda mejor equipada del país.

El otro era un piloto con muchas simpatías entre los jóvenes oficiales

de San Isidro. Por sus muy abiertas simpatías hacia la UCN había sido

recientemente relevado de su cargo de comandante de la base aérea

de Barahona, a unos doscientos kilómetros al suroeste, que seguía en

importancia y poder de fuego a la base de Santiago. Rodríguez

Méndez no tenía mando específico ahora, pero según UCN, estaría

dispuesto a actuar en favor de una salida democrática.

El Presiente insistió que la presencia de Ramfis era

“imprescindible” a la unidad militar. Creía que si éste persistía en su

posición de dejar el mando, podía producirse una situación de

incertidumbre. Su obligación era disuadirlo.

En conclusión, Balaguer agradecía el respaldo, pero disentía en

cuanto a la salida del hijo del dictador. Balaguer ofrecería su propia

versión de esta entrevista. Se le preguntó si él estaría dispuesto,

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para frustrar “las maquinaciones de los que patrocinaban la reacción

contra el orden constitucional a solicitar una intervención armada de

los Estados Unidos de América”. En su libro Entre la Sangre del 30 de

Mayo y la del 24 de Abril, sostiene que rechazó tal posibilidad por

considerarla “ignominiosa” y que, por el contrario, era el deber de

todos “evitarla a todo trance”.

La reunión no despejaba las brumas que ensombrecían el futuro

ni había contribuido a superar las distancias que separaban a la UCN

de Balaguer. Pero al menos había establecido algunas reglas, que

permitirían esclarecer cosas probablemente más inmediatas. El

Presidente sabía al menos que en las horas siguientes, cuando se

produjera el desenlace inevitable, podía contar con un respaldo

político importante. Ya él podía percibir que, por lo menos en una

primera prueba, sobreviviría al derrumbe definitivo de la Era de la

que había formado parte casi desde sus inicios, treinta años atrás.

Por su parte, la UCN sabía a qué atenerse. Su apoyo en tan difícil

coyuntura a Balaguer, en modo alguno implicaba un compromiso.

Tanto Balaguer como los dirigentes de la UCN que habían ido a verle

tan temprano esa mañana del sábado 18 de noviembre, comprendían

que el camino de la confrontación que los situaría inexorablemente

en aceras opuestas estaba señalado. Era cuestión de esperar.

La despedida fue igualmente cortés. Antes de abandonar el

despacho, Cáceres recordó la preocupación de las esposas de los

complotados. En un breve aparte, hizo un resumen a Balaguer de la

situación y expresó el temor de que los seis detenidos fueran

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asesinados, como temían sus esposas, que aguardaban por una

respuesta en la residencia de los padres de Cáceres, en la calle

Pasteur.

Dando señales exteriores de consternación, Balaguer hizo un

gesto de incredulidad con las manos, señalando que tenía informes

de que el traslado de los presos se debía a que iba a tomarse una

película. Descartaba la posibilidad de que Ramfis o algunos de los

suyos fuera capaz de cometer otra “monstruosidad” como esa. De

todas formas apreciaba el valor de la información. Su impotencia

quedaba de manifiesto con su recomendación para que el grupo fuera

a ver al periodista norteamericano RoberT Berrellez, de la AP,

hospedado en el hotel El Embajador y denunciaran esta posibilidad,

en la esperanza de que el escándalo pudiera evitar una locura.

Severo Cabral le comentó a la salida a Fiallo:

-Este hombre es demasiado cínico o demasiado blando.

Ramón Cáceres fue el último en despedirse. Sabía que, inmerso

como realmente estaba en medio de una feroz lucha por sobrevivir él

mismo, Balaguer no estaba en condiciones de hacer mucho por lo

demás. Por más que intentara oponerse a los crueles designios de

Ramfis y sus allegados, él no podía hacer materialmente nada. Un

sentimiento de simpatía hacia aquel hombre solitario y tenaz le

dominó interiormente.

--0--

En la tarde de ese mismo día, una comisión del PRD

encabezada por Bosch visitó también al Presidente para ofrecerle su

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apoyo ante las tentativas de un golpe regresionista por los Trujillo.

Bosch era también opuesto a una intervención militar

norteamericana.

El recrudecimiento de la represión, sobretodo después de los

acontecimientos del día 20 de octubre en la calle Espaillat y sus

alrededores, determinó que la UCN y el Catorce de Junio decidieran

denunciar la gravedad de la situación del país directamente ante la

OEA. El propósito era impedir el levantamiento de las sanciones, en

el entendido de que los beneficiarios serían los herederos de Trujillo,

aún en el poder, y no el pueblo.

Un día, a principios de noviembre, se presentó a la residencia

donde vivían los dos principales dirigentes del Catorce de Junio –el

doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo y el ingeniero Leandro Guzmán-

el joven Rafael Fabio, hijo del doctor Viriato Fiallo. El emisario les dijo

que el comité ejecutivo de UCN había decidido invitar a los principales

líderes de la oposición a viajar a Washington para exponer ante la

comisión especial de la OEA, que había visitado la República

Dominicana a comienzos de junio, “la real situación del país”. La

misión era urgente y necesaria ante los informes, cada vez más

persistentes, de que la comisión se proponía recomendar el

levantamiento de las sanciones, a condición de que Balaguer y Ramfis

iniciaran una etapa democrática, excluyendo a los demás miembros

de la familia Trujillo.

Idéntica propuesta le había sido planteada a Bosch. Pero éste,

les dijo el hijo de Fiallo, se negó a formar parte del grupo por

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considerar que la misión “se pondría de mojiganga”. Bosch era de

opinión que las sanciones serían de todas maneras eliminadas porque

ésta era una decisión tomada ya de antemano por el gobierno de los

Estados Unidos.

A Washington debían ir únicamente Tavárez y Guzmán, porque

la UCN había decidido limitar su representación a sólo dos miembros,

Luís Manuel Baquero y el propio Fiallo. Un tercer integrante sería el

médico José A. Caminero, cuya militancia era tanto cívica como

catorcista. El comité ejecutivo central del partido aprobó la

invitación, pero añadió a un tercer miembro, el ingeniero Vinicio

Echavarría.

La comisión viajó a Washington, vía San Juan, Puerto Rico, en un

vuelo de Pan American, dos días después. Cientos de exiliados

dominicanos, entre los que se encontraban Yuyo D’Alessandro y el

psiquiatra Antonio Zaglul, acudieron al aeropuerto de Isla Verde a

recibirles. El gobernador Luís Muñoz Marín les daría un trato especial

ofreciéndoles una cena en su residencia antes de que partieran a

Washington esa misma noche. Muñoz mostraría su extrañeza por la

ausencia de un representante de Bosch, al que definió como “su

amigo íntimo”.

En horas de la madrugada el grupo llegó a Baltimore. Allí le

esperaba una delegación de personalidades ligadas a la lucha contra

Trujillo, entre los que se encontraban los doctores Antonio Bonilla

Atiles, Baquique Puig, pediatra residente en Washington, Donald Reid

Cabral y el estudiante Camilo Lluberes, con quienes se trasladaron en

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automóvil a la capital norteamericana. Al día siguiente serían

recibidos por el secretario general de la OEA, José A. Mora, en su

residencia contigua a la sede de la organización. Mora llevó después

a los delegados ante la comisión especial que trataba el caso

dominicano.

En esta como en posteriores reuniones con funcionarios

norteamericanos, entre ellos el Secretario de Estado adjunto

Woodward y Morales Carrión, los dirigentes de la oposición creyeron

ver en las exposiciones de éstos la intención norteamericana de

auspiciar un gobierno de transición en la República Dominicana,

presidido por Balaguer e integrado por las diferentes fuerzas políticas

del país. La tarea de ese régimen sería la de organizar elecciones

libres en un plazo no mayor de un año. El Catorce de Junio se opuso a

tal posibilidad. Entendía que históricamente no le correspondía jugar

ese papel y que, además –como diría Leandro Guzmán treinta años

después al autor- su lucha era en favor de “libertades absolutas para

el pueblo dominicano dentro de un proceso democrático en el que no

estuvieran presentes ninguno de los remanentes del trujillismo”.

Fiallo compartía este sentimiento aunque no era ésta la posición

de otros dirigentes de UCN que veían la participación de Balaguer

entonces como “muy transitoria”. Estos creían que una vez instalado

dicho gobierno no les resultaría difícil desplazar a Balaguer y asumir

el liderazgo de la transición. Al surgir estas diferencias, los miembros

del Catorce de Junio se separaron del grupo y se dirigieron a Nueva

York.

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8RAMFIS ABANDONA EL PAIS

“El carácter es la virtud de los tiempos difíciles”.

CHARLES DE GAULLE

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MAPA DE RUTA SEGUIDA POR EL YATE “PTE. TRUJILLO”

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Ramfis permaneció gran parte de la mañana del sábado 18 en

su casa de playa en Boca Chica, que había convertido en residencia

oficial. El ajetreo de los preparativos de la partida del yate la noche

anterior, con el cadáver del Generalísimo, y la juerga posterior con

sus amigos del círculo íntimo, le habían dejado exhausto. Las horas

siguientes debía ahora dedicarlas a una tarea más delicada e

importante: su propia salida del país.

Por razones de seguridad debía evitar que una indiscreción o un

paso equivocado trastocara sus planes. No se podía descartar que

algunos altos oficiales muy comprometidos con el régimen, que iban

a quedar a su propia suerte, presentaran problemas de último

momento. Salvo su círculo más íntimo, nadie sabía de su partida

preparada para esa misma noche. Ni siquiera sus tíos, Negro y Petán,

habían sido informados. Ellos sospechaban y tenían noticias

provenientes de sus propias fuentes de inteligencia, pero Ramfis no

les había comunicado nada con carácter oficial e ignoraban los

detalles.

De todas maneras, Negro y Petán se habían convertido en un

escollo. Ramfis estaba decidido a irse y los hermanos de su padre le

habían estado presionando para que actuara con más energía.

Además contaban con sus propios planes. Si Ramfis se iba, incapaz

de hacerle frente a la situación, ellos ocuparían su lugar y

restablecerían las cosas a la forma en como estaban antes del 30 de

mayo. Las pocas semanas de exilio forzoso, al que dieron fin con su

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regreso indeseado apenas unos días atrás, le mostraron a ambos las

inconveniencias de ser obligados a vivir en el exterior. Fuera del país

sus medallas, títulos y poderes no les servirían de nada. El viaje por

las Bermudas les enseñó que el dinero no lo constituía todo.

Personas como ellos, acostumbradas a los placeres y ventajas del

poder absoluto, difícilmente se acomodarían a las restricciones que

les esperarían en el extranjero. Así que si Ramfis finalmente se iba,

ellos actuarían por él.

El hijo de Trujillo tenía todavía cosas urgentes por resolver. La

hora de la salida ya estaba decidida y por igual la forma. Ramfis dio

órdenes para que el comandante del yate Presidente Trujillo, antigua

fragata 101 de la Marina de Guerra, lo tuviera todo preparado para

partir desde el puerto de Haina, a once kilómetros al suroeste de la

capital y a unos treinta y tres kilómetros en total de su residencia en

Boca Chica, tan pronto como él arribara a la nave, al caer la tarde. El

yate Angelita había salido del puerto de Andrés, cuyos atracaderos él

podía divisar desde diferentes ángulos dentro de su residencia.

A media mañana, Ramfis fue informado de que la fragata

estaría lista para él en cualquier momento en la tarde. A pesar de

todos los problemas, las cosas estaban saliendo bien. Sin pérdida de

tiempo, ordena a su jefe de escolta, el fiel y circunspecto Disla Abreu,

que no se le moleste innecesariamente y se encierra en su despacho

con dos de los oficiales de su más íntima confianza, los coroneles Luís

José León Estévez y Gilberto Sánchez Rubirosa (Pirulo).

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Inoportunos visitantes, algunos de los cuales habían estado

compartiendo la noche del jueves en lo que muchos, ignorantes del

viaje habían calificado como “una fiesta de despedida”, se

presentaron esa mañana del sábado 18 a la residencia de Boca Chica,

sin poder verle. Uno de los primeros fue su vecino, Pedro Pablo

Bonilla (Pepé), ingeniero y amigo de infancia.

Bonilla poseía una casa de veraneo contigua a la de Ramfis y le

visitaba con mucha frecuencia. Era de los pocos amigos cercanos a

quien la compañera de las últimas semanas de Ramfis, una atractiva

rubia alemana llamada Hildergarde, corista del Lido de París, recibía

en la casa con una sonrisa. Disla atendió a Pepé mientras éste

aguardaba ante la verja de entrada. Tras una breve espera recibió

instrucciones de regresar al mediodía para el almuerzo. Pepé estaba

enojado porque se había enterado a través del asistente personal de

Ramfis que éste estaba preparando su viaje de partida. César Saillant

le había dicho medio en broma:

-Ramfis se va y tú no estás en la lista.

Saillant había partido la tarde del viernes 17 en el mismo avión

que su esposa Olga hacia Nueva York. El propósito de su viaje era

adquirir en Martinica los pasajes que Ramfis utilizaría para volar de

Point a Pitre a París, con un grupo de íntimos. Y efectivamente Pepé

no figuraba entre ellos.

El enojo de Bonilla no obedecía a esta omisión, probablemente

voluntaria. Lo que le molestaba, como a muchos otros de sus amigos,

era que no se le hubiera informado. Estaba convencido de que este

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viaje tendría que producirse, pero no tan pronto. Aunque no se

atrevían a admitirlo, él y los demás excluidos se sentían traicionados

por Ramfis.

Decepcionado pero dispuesto a regresar al mediodía, Pepé se

disponía a retirarse cuando otro visitante inesperado llegó al portal.

El general Rodríguez Echavarría, jefe de la poderosa base de

Santiago, se apeó tranquilamente de un automóvil, mientras el

conductor lo estacionaba en la calle. El brigadier observó el vehículo

oficial del mayor general Sánchez hijo (Tuntín) en la marquesina,

quien había llegado antes y pidió al coronel Disla que informara a

Ramfis que él también quería verle. Mientras esperaba por una

respuesta, otro vehículo militar con el general Virgilio García Trujillo,

jefe de Estado Mayor del Ejército, entró sin problemas en la casa. Las

sienes del general Rodríguez Echavarría latían con fuerza mientras

iba en aumento su impaciencia. La respuesta de Ramfis le enfurece

aún más.

-El general está ocupado ahora, pero le espera esta tarde en

San Isidro. Ramfis no tenía intención de ir esa tarde a la base aérea

como se comprobaría luego.

Rodríguez Echavarría apretó fuertemente los puños y se dirigió

con pasos rápidos a su automóvil. Pepé escuchó perfectamente cómo

le decía, hablando más bien para sí mismo:

-Si éstos pendejos creen que me van a joder a mí, van a saber

quién soy yo.

Bonilla no olvidaría nunca estas palabras.

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De Boca Chica, el general Rodríguez Echavarría fue

directamente a la base de San Isidro. Pero él no fue el único oficial y

amigo personal de Ramfis que experimentó una profunda decepción

esa tarde del sábado 18 de noviembre, cuando el jefe de Estado

Mayor General Conjunto no concurriera a la base aérea. Decenas de

oficiales, especialmente entre los pilotos, su cuerpo élite, quedaron

en suspenso, temerosos de la proximidad de grandes

acontecimientos que escapaban a su control e inclusive a su

entendimiento.

Pese a la ausencia de Ramfis, el general Sánchez hijo estuvo en

cambio muy activo esa tarde. Sánchez convocó a numerosos oficiales

a su despacho para dar nuevas instrucciones y reiterar otras. De

apenas 28 años, Sánchez era el oficial de más alta graduación en la

base después de Ramfis. Hijo del general del mismo nombre, fue

promovido rápidamente hasta alcanzar el más alto nivel del escalafón

militar. Estaba vinculado a la familia Trujillo por lealtad y vínculos

sanguíneos. Fue originalmente un oficial de carrera del Ejército,

cuerpo al que llegó a la jefatura de Estado Mayor, posición desde la

cual fue llamado por Ramfis, después de asesinado Trujillo, para

comandar la aviación.

Los pilotos no sentían simpatías muy profundas por este oficial

surgido de un cuerpo ajeno al suyo. Pero aceptaban su autoridad

como algo normal en la vida militar y reconocían sus innegables dotes

de mando.

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Durante toda la tarde, el recinto se convirtió en un verdadero

hervidero de rumores de todo tipo. La entrada y salida de oficiales de

la más alta graduación de todos los cuerpos –Ejército, Marina y

Policía- intensificó la inquietud entre la oficialidad más joven. Algunos

oficiales, guiados por su instinto, se valieron de distintos pretextos

para enviar a sus esposas e hijos a la ciudad, previendo que podrían

correr riesgos en sus casas del barrio de oficiales, en la eventualidad

de hechos mayores. Esta precaución les permitiría a muchos dormir

tranquilos y actuar más libremente horas después, al producirse un

desenlace que nadie imaginaba esa tarde.

Uno de los oficiales convocados a la reunión la noche de ese

día, fue el mayor general Francisco González Cruz, secretario de las

Fuerzas Armadas. En teoría este era el militar más importante, pero

su poder era simplemente ceremonial. En realidad, González Cruz

más que militar era médico. Antes de ser designado en el cargo, el

oficial médico general y cirujano con un postgrado en urología en

Washington, había sido uno de los médicos personales de Trujillo.

Fue él precisamente el jefe del grupo de facultativos que embalsamó

el cadáver de Trujillo, con la asistencia de los doctores Abel González,

propietario de una clínica privada del mismo nombre, el doctor José

Sobá y el doctor Bergés. La operación había tenido lugar en una de

las habitaciones de la tercera planta del Palacio Nacional, al día

siguiente de su asesinato.

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Después de muerto el Generalísimo, Balaguer haciendo uso de

sus facultades como Presidente, le llamó un día a su despacho y le

dijo:

-General, he decidido nombrarle al frente de la cartera de las

Fuerzas Armadas.

El tranquilo oficial de 51 años, que era vecino suyo en la

avenida Máximo Gómez, trató de protestar con un razonamiento muy

propio de su lógica de profesional consagrado a la medicina.

-Señor Presidente, yo lo que soy es médico. Yo podría serle

más útil en la Secretaría de Salud Pública.

Con la parsimonia que se haría luego legendaria, Balaguer le

palmó los hombros.

-No se preocupe, General. Yo le necesito ahí.

González Cruz había sido convocado mediante una llamada

telefónica al promediar la mañana. El hecho de que él fuera llamado

a San Isidro sin conocimiento de lo que allí se trataría, subrayaba el

carácter estrictamente protocolar de su mando. En situación normal,

él, como secretario de las Fuerzas Armadas, debía dar las órdenes y

fijar las reuniones. Este por supuesto no era el caso. Como hombre

realista aceptaba tranquilamente esta ironía de su vida militar.

Cuando llegó a la base, alrededor de las ocho de la noche, no se

le permitió entrar a ella. El oficial superior teniente coronel piloto

Ángel Ramos Usera, le informó que la reunión había sido cancelada y

que no se recomendaba su presencia allí a esas horas. Podía ser

inconveniente para su propia seguridad. El mayor general González

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Cruz recordó los rumores de que los Cocuyos de Petán proyectaban

atacar a San Isidro y se retiró sin protestar.

Tampoco pudo penetrar al recinto otro de los más altos oficiales

de las Fuerzas Armadas, el general Pedro V. Trujillo Molina, tío de

Ramfis, que fue devuelto con el mismo pretexto. Ramos Usera se

vería precisado a dar idéntica explicación, a la entrada del recinto

fuertemente custodiado, a numerosos oficiales que se apersonaron

allí casi uno detrás del otro.

La reunión de altos jefes militares había sido parcialmente

cancelada por el general Sánchez después de su encuentro con

Ramfis en los muelles de Haina, para despedirle en la cubierta del

yate Presidente Trujillo. A la misma sólo se permitiría la participación

de un grupo de oficiales seleccionados.

Sánchez me dijo, en una entrevista celebrada después del

mediodía del 30 de noviembre de 1990, en el restaurante Vizcaya en

Santo Domingo, que hasta ese momento desconocía los planes de

Ramfis para abandonar el país. Esta versión es difícil de creer si se

analiza el papel que el general Sánchez desempeñara en las horas

siguientes y anteriores a ese encuentro de despedida en el yate. La

razón por la que se suspendiera la reunión de oficiales de esa noche

del 18 de noviembre de 1961 era porque se creyó innecesario dar

participación en los planes a tanta gente.

Obviamente, los planes habían sido cambiados. Los Trujillos no

podían confiar más en Balaguer y éste tendría que ser sacado del

Palacio Nacional. “Habían dudas con respecto a ciertas cosas de

Balaguer” confiaría Sánchez casi 30 años después. Sin lugar a dudas

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las acciones a tomar ahora, ya Ramfis fuera, no podían ser confiadas

a determinados oficiales.

Sánchez dio instrucciones para dispersar los aviones llevando la

mayoría de éstos a diferentes puntos del país. La idea era evitar que

una sola guarnición tuviera demasiado poder de fuego para frustrar

por sí misma los planes de golpe de estado. Esta orden insólita

favorecía los propios planes de quienes habían estado tratando por su

cuenta la posibilidad de iniciar acciones para cambiar favorablemente

las cosas.

Para los tenientes coroneles Manuel Ramón Durán Guzmán, José

Nelton González Pomares y Raymundo Polanco Alegría y el coronel

Santiago Rodríguez Echavarría, el momento parecía haber llegado.

Ido Ramfis no sería difícil convencer de una acción al general

Rodríguez Echavarría. Sin él era poco lo que podía hacerse, ya que se

requería de una base de operación y ésta no podía ser otra que la de

Santiago.

Pero la noticia de que Ramfis se había embarcado hacia el

exterior, no se conocería en San Isidro hasta después de las ocho de

la noche. Sánchez convocó a los pilotos de más alta graduación a su

despacho. Antes tuvo una reunión en privado con el licenciado Emilio

Rodríguez Demorizi, secretario de Educación, amigo personal y asesor

de Ramfis. San Isidro necesitaba un discurso para justificar el golpe

contra Balaguer, a lo que seguiría el asesinato de líderes de la

oposición. Supuestamente el objetivo era provocar un caos de tal

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magnitud que convenciera a los norteamericanos de la necesidad de

un regreso definitivo de Ramfis, bajo términos más auspiciosos.

Sánchez me dijo que él no tenía conocimiento de una lista de

políticos que iban a ser asesinados. Sin embargo, admitió que existía el

propósito de separar del cargo a Balaguer, lo que no se hizo por la

debilidad e indecisión de Negro Trujillo. Aparentemente el plan debió

ejecutarse esa misma noche, sábado 18 de noviembre. La negativa de la

misión militar norteamericana a respaldar una acción de este tipo disuadió

finalmente a los organizadores. Sánchez me dijo que advirtió a Negro que

si no se actuaba contra Balaguer, él y los demás se verían precisados a

irse en pocos días.

Aunque no pudo ver a Ramfis, el general Rodríguez Echavarría

sí pudo reunirse con el general Sánchez, su superior inmediato. Un

grupo cada vez más grande de oficiales con tropas bajo su mando,

colmó el amplio despacho del jefe de Estado Mayor de la Aviación

Militar. El general de brigada Félix Hermida hijo, del Ejército, y el

coronel Marcos Jorge Moreno, ex-ayudante militar de Trujillo, jefe de

la Policía, figuraba entre ellos.

Por el aparato de radio colocado en el mueble detrás del

escritorio del general Sánchez, los presentes se enteran oficialmente

de la salida de Ramfis. Se hace un silencio pesado en el ambiente y

los oficiales se interrogan con la mirada.

Rodríguez Echavarría, que ya ha tomado una decisión, le espeta

señalando con la mano derecha al radio:

-General ¿es que nos estamos volviendo locos?

Sánchez le responde que la noticia se había difundido en

cumplimiento de una orden del propio Ramfis. Rodríguez Echavarría

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comenta que aquel ha incurrido en una “traición” a sus amigos

oficiales. Aprovechando la confusión, sale momentáneamente a la

sala de espera, y ordena al teniente primero Daniel Torres Alfonso, su

co-piloto, que preparara su Beechcraft, para una salida inmediata y lo

colocara a la cabeza de la pisa, con los motores encendidos, tras

cerciorarse de cómo estaba el tiempo sobre Santiago.

Sintiéndose acorralado, Rodríguez Echavarría comprende que

no hay tiempo que perder. Si Petán se hace con el poder, él estaría

liquidado.

Existía entre ambos una rivalidad muy vieja que él pudo salvar

sólo por su amistad con Ramfis. Rodríguez Echavarría, “Chavá”,

como le llamaban sus subalternos, era un oficial cascarrabias muy

exigente y duro, que solía ser comprensible, sin embargo, con sus

oficiales. Su carácter y apego a las normas militares eran legendarios

en las Fuerzas Armadas.

En más de una oportunidad se la había jugado en defensa de

sus principios. Los pilotos le tenían en muy alta estima porque

durante los días posteriores a la invasión guerrillera de junio de 1959,

que puso en serios aprietos al régimen de Trujillo, se había tratado de

presionar a los aviadores para que golpearan a los prisioneros

detenidos en la pequeña base de Constanza, convertida en el centro

principal de operación aérea contra los expedicionarios. Rodríguez

Echavarría enfrentó a su superior, reclamándole que los pilotos

estaban hechos para volar y atacar desde el aire, no para esa clase

de trabajo, saliéndose con la suya.

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Alrededor de las 8:45 de la noche, el general Sánchez da por

terminada la reunión con un bostezo. “Yo me voy”, dice. Rodríguez

Echavarría no puede quedarse callado: “Yo también” y el salón se

vacía rápidamente.

Nadie estaba dispuesto a apostar qué sucedería. En toda su

carrera militar, ninguno de los oficiales allí reunidos, en medio de una

situación tan delicada y tensa, había sentido como en esa noche la

sensación de incertidumbre colectiva que los embargaba.

Cada uno sintió, era cierto, preocupación por sí mismo. Pero

también los desconcertaba lo que pasaría en las Fuerzas Armadas.

Habían pasado su vida ahí dentro y no se imaginaban cómo sería ésta

fuera de esos recintos.

Un solo oficial no parecía abrumado por los detalles de dicha

reunión. Era el coronel Ed Simmons, jefe de la misión militar

norteamericana, que se había estado moviendo de un lugar a otro en

las últimas horas por toda la base.

Simmons abordó su automóvil pero no se iría de inmediato del

recinto. Todavía hablaría con otros oficiales.

El teniente coronel Raymundo Polanco Alegría, comandante del

Escuadrón Caza Ramfis, vio penetrar al general Rodríguez Echavarría

a la jefatura de Estado Mayor y le siguió, uniéndose al numeroso

grupo de oficiales que atestaba el amplio despacho. El aparato de

aire acondicionado estaba encendido pero el calor era sofocante.

Polanco entró a tiempo para escuchar cuando la radio anunciaba la

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salida de Ramfis y decidió esperar afuera, bajo el aire fresco de la

noche clara.

Terminada la reunión, Polanco Alegría persuade a Rodríguez

Echavarría a subir a su auto, un Oldsmobile negro modelo 1956, que

abordaba también su acompañante, el mayor Pericles Peralta, oficial

de infantería de puesto en Santiago. En el trayecto por el interior de

la base le pregunta:

-¿Qué vamos a hacer?

Aquel permanece callado, como sumergido en sí mismo.

-Chavá, por Dios, ¿qué vamos a hacer?

La respuesta fue ahora rápida y tajante.

-¡Tú sabes lo que tienes que hacer. Háblate con Chaguito!

Los dos oficiales se despiden, pero el general no sube

inmediatamente al avión, sino que aborda otro vehículo, el que le

había sido asignado ese día, y se dirige al Escuadrón Caza

Bombardero y allí ordena al teniente coronel Federico Fernández

Smester llevarse un par de escuadrillas (ocho) de aviones Vampiro

MK-5, los más rápidos, para Santiago, con los primeros rayos del sol.

“La suerte está echada”, le dice, dejando desconcertado al oficial.

Luego invita al coronel Luís Beauchamps Javier a trasladarse

esa misma noche a su puesto de mando. El jovial y tranquilo oficial le

responde que lo haría al día siguiente, porque había venido

manejando su propio carro desde Barahona, distante a doscientos

kilómetros.

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-¿Qué jodido piloto eres tú, Luís, que andas en auto?-, le

reprochó. Beauchamps sonríe de buena gana ante la ocurrencia de

Chavá y decide aceptar el consejo.

Después de hablar con Fernández Smester, Rodríguez

Echavarría se dirigió a la pista y se contraría al no encontrar allí su

avión listo para el despegue. Estaba todavía en el estacionamiento,

cerca del hangar de su Escuadrón. Preguntó allí por Santiago, su

hermano, pero a quien ve es al teniente coronel González Pomares, a

quien dice:

-Dile a Chaguito que se lleve el mayor número de aviones para

Santiago, porque si no le va a llover mierda.

González Pomares sonríe, por entender que finalmente

Rodríguez Echavarría se ha sumado al movimiento.

Un pasajero inesperado subiría al Beechcraft con el comandante

de la base de Santiago a su regreso a esa ciudad. El capitán Pedro

Julio Guerra Ubrí (Tingo), de 22 años, ascendido apenas esa misma

mañana, tenía órdenes del general Sánchez de irse en el avión con

Rodríguez Echavarría, para hacerse cargo del comando del Quinto

Escuadrón de Seguridad de Base, con asiento en Santiago. En el país

existían sólo cinco de esos escuadrones, tres en San Isidro, uno en

Santiago y otro en Barahona.

Guerra recibió el día anterior en su puesto de comandante de

unidad de caballería del Batallón Blindado de la base de Barahona,

una comunicación de la jefatura ordenándole presentarse al día

siguiente, sábado 18, a media mañana en San Isidro ante el general

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Sánchez. Su compañero de promoción, el también primer teniente

Riccio Schiffino Saint Amand, recibió una comunicación similar. La

nota no decía de qué se trataba, por eso Guerra Ubrí quedó

agradablemente sorprendido cuando el jefe de Estado mayor le hizo

alzar la mano derecha para imponerle el ascenso. Sus nuevas

instrucciones eran la de subir al avión con Rodríguez Echavarría para

asumir sus nuevas funciones en Santiago.

El oficial había dejado su pequeño automóvil Zephir 6, inglés, de

color azul celeste, a la entrada del recinto, frente a la casa de

guardia, porque creía que iría a regresar ese mismo día a Barahona.

Ahora, como desconocía la hora de vuelo del general Rodríguez

Echavarría, se pasó todo el largo y caluroso día yendo de un lado a

otro de la base, cuidando de no perder el avión, ya que esa

posibilidad podía costarle su nuevo puesto.

Cuando el comandante de Santiago se presentó ante el aparato

él estaba allí esperando desde hacía horas. El general no puso

objeciones cuando Guerra Ubrí le dijo cuáles eran sus instrucciones.

Cuatro oficiales abordaron el Beechcraft esa noche: Rodríguez

Echavarría, su asistente el mayor Pericles Peralta, el co-piloto primer

teniente Danilo Torres Alfonso y el flamante capitán trasladado desde

Barahona.

Este hecho involucraría a Guerra Ubrí en acontecimientos que

afectarían su ascendente carrera militar.

Beauchamps también tenía cosas que hacer antes e trasladarse

a su puesto en Barahona, como por ejemplo saludar a algunos pilotos.

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Uno de ellos es el coronel Santiago Rodríguez Echavarría, subjefe

técnico de la aviación. En el Club de Oficiales encuentra de nuevo a

su hermano Chavá y al coronel Simmons. El segundo señala con una

regla sobre un mapa de la costa

El general Rodríguez Echavarría saluda cortésmente a

Beauchamps con estas palabras:

-Luís, eso que acabas de ver, te lo guardas ahí-, haciendo una

señal obscena sobre el trasero.

Beauchamps despega momentos después en un AT-6 piloteado

por él mismo. Diez minutos más tarde, el Beechcaft alza vuelo con

destino a Santiago.

El teniente coronel Ramos Usera comprueba la hora de salida

de éste último, las 10:20 de la noche. Como oficial superior debía

tener conocimiento previo de ese despegue y no lo tenía. Llamó a la

torre de control y es informado de que Rodríguez Echavarría había

salido piloteando él mismo el aparato para su base. Como era su

deber, Ramos Usera dio cuenta al general Sánchez de la novedad y

éste no pareció darle demasiada importancia al hecho.

El ruido del avión sobre Santiago alarmó a Esperanza, la esposa

de Ramón Tapia Espinal, abogado de 33 años. No era común a esa

hora, pasadas las once de la noche. Inquieta despertó a su esposo

que había estado muy agitado durante todo el día de una reunión

política a otra. Tapia no tuvo dudas de que era Echavarría, que

regresaba de San Isidro. Había pedido a su esposa que llamara a

Lolín, la esposa del oficial, para indagar si éste había regresado, antes

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de recostarse y quedar dormido por el cansancio de una jornada

intensa.

La causa de la espera angustiante de Tapia tenía una larga

historia detrás. El joven abogado de tez mestiza y más de seis pies

de estatura, mantenía una estrecha relación con Antonio de la Maza,

uno de los participantes directos en la emboscada en que pereció

Trujillo. Habían compartido muchas ilusiones y tragos en otros

tiempos. Cuando el dictador dispuso la muerte de Octavio de la

Maza, hermano de Antonio, y piloto militar, Tapia le comentó a su

esposa: “Hasta aquí llegó (De la Maza) con Trujillo”. Tenía la

seguridad que su amigo no le perdonaría jamás dicho crimen al

Generalísimo.

En la Navidad de 1960, De la Maza se le acercó para informarle

del complot para matar a Trujillo. Podían contar con él. Tapia ejercía

la abogacía en Santiago en la misma oficina con Luís Mercado y

Francisco Augusto Lora. El primero era un inquieto joven que escaló

posiciones muy rápidas desde la caída en desgracia del general José

Estrella, dueño y señor de Santiago por años. Lora, compadre suyo,

estuvo preso en 1934 por haber tomado parte en un complot, en los

tiempos de consolidación de la Era. En sus años universitarios, Tapia

participó en actividades clandestinas contra el Jefe formando parte de

Juventud Democrática en 1946.

Un día le visitó en su oficina de abogado el doctor Luís Gómez

Pérez, uno de los principales forjadores del Catorce de Junio, para que

se adhiriera a este movimiento de resistencia clandestino. El interés

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de Gómez era ponerse también en contacto con otras personas en

Santiago en las que se pudiera confiar políticamente. Tapia le puso

en contacto con Carlos Aurelio Grisanty (Cayeyo), quien también

había sido de Juventud Democrática.

El descubrimiento de las actividades conspirativas de este

grupo desató una de las mayores olas de represión de toda la historia

de la Era de Trujillo. Pero Tapia no fue arrestado, como ocurrió en

cambio con cientos de jóvenes en todo el país, los cuales fueron

sometidos a salvajes procedimientos de tormento físico. Muchos de

ellos fueron asesinados y sus cadáveres desaparecidos para no dejar

huellas de tanta barbarie.

Los del Catorce de Junio que no fueron detenidos pasaron a

formar parte de un nuevo movimiento denominado inicialmente

Frente Cívico de Unidad Nacional, cuyo primer gestor en el Cibao lo

fue el doctor Ángel Severo Cabral. Este estaba muy vinculado al

licenciado José Tapia Brea, pariente de Ramón Tapia, quien,

naturalmente, se asoció al nuevo grupo, en los inicios de su gestación

a mediados de 1960. En este naciente movimiento fueron enrolados

jóvenes profesionales de Santiago, La Vega, Moca y San Francisco de

Macorís, entre ellos los doctores Salvador Jorge Blanco y Carlos

Federico Álvarez. En la finca del padre de éste último, en Licey al

Medio, se celebraron las primeras reuniones. Los asistentes más

asiduos y decididos en esa primera etapa eran el doctor José Augusto

Vega Imbert, René Alfonso Franco, cuyo antitrujillismo provenía de los

años de Juventud Democrática, Víctor Franco Santoni, los hermanos

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Hugo y Rubén Álvarez Valencia y Guillermo Sánchez Gil, entre

muchos otros.

Naturalmente Tapia no solo estaba debidamente informado del

complot contra Trujillo por De la Maza, aunque no conocía la

identidad de los implicados, sino también a través de Severo Cabral,

quien formaba parte de la conjura. Cabral había gestado el

consentimiento del Frente Cívico de Unidad Nacional para poyar a los

conjurados, luego de cometido el magnicidio.

Días después de la muerte de Trujillo, Vega Imbert visitó a

Tapia en su oficina. Era un sábado al mediodía. Si el Frente Cívico no

salía a la luz pública, le dijo el visitante, pasaría lo mismo que en

Nicaragua luego del asesinato de Anastasio (Tacho) Somoza: se

quedarían los Trujillos gobernando.

El razonamiento le pareció correcto y el tema fue planteado a la

jefatura del Frente que estuvo a su vez de acuerdo. Así surgió la

Unión Cívica Nacional, nombre sugerido por Manuel Lama Mitre, que

había sido dirigente del Catorce de Junio y pasado algún tiempo en

prisión por actividades contra el régimen. El acuerdo trascendental,

adoptado el 12 de julio de 1961 en la residencia del doctor Viriato A.

Fiallo, en la capital, sólo pudo ser logrado tras superar un impasse

relacionado con el nombre del movimiento, al que pertenecerían, sin

renunciar a las obligaciones con su grupo, la gente del Catorce de

Junio.

La amistad de Tapia con Rodríguez Echavarría venía de la época

en que ambos eran estudiantes del bachillerato, en los primeros años

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de la década de los 40, en la Escuela Normal de La Vega. Uno siguió

la universidad y el otro ingresó a la milicia como cadete de aviación.

La amistad volvió a reanudarse, como si el tiempo no hubiera pasado,

cuando el último fue designado comandante de la base aérea de

Santiago. A pesar del historial político de Tapia, se veían con

frecuencia por las tardes para jugar al dominó en el Santiago Tennis

Club, situado en la calle Colón, próximo a la salida hacia Puerto Plata,

aproximadamente a un kilómetro de la base.

Ya muerto Trujillo, Tapia y el general restablecieron sus

relaciones de forma tan íntima que el tema de la salida de los demás

funcionarios del régimen dominaba sus conversaciones entre partida

y partida de dominó, cuando podían hablar sin ser escuchados,

retirándose a cierta distancia de la mesa de juego, mientras otros

compañeros los reemplazaban en sus turnos de perdedores. Ambos

estaban conscientes de que para esa época los norteamericanos

confiaban en la capacidad de Ramfis para permanecer al frente de las

Fuerzas Armadas, temerosos de que su salida produjera un gran vacío

de autoridad y llevara al país hacia el caos militar y político.

Rodríguez Echavarría compartía esa apreciación y se abstendría de

tomar parte en cualquier movimiento mientras estuviera Ramfis en el

país. Tapia comprendió que convencerle tomaría algún tiempo,

aunque no sería imposible.

Un día, a comienzos de septiembre, Tapia fue requerido por la

alta dirigencia nacional de UCN en Ciudad Trujillo con carácter de

urgencia. La cita era en la casa de Viriato Fiallo, en la esquina de las

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calles Padre Billini y 19 de Marzo, en la zona colonial, con quien le

unían estrechos vínculos. Ramón había sido compañero de

promoción de Rafael, un hijo de Fiallo. Pero ese día, no se trató

ningún tema familiar. Fiallo quería que Tapia fuera inmediatamente a

la residencia de Alfredo Lebrón, en la calle Pasteur, para entrevistarse

con el coronel Ed Simmons, de la embajada de los Estados Unidos. Le

adelantó su creencia de que el agregado militar le trataría acerca de

una eventual salida de Ramfis y la “preocupación” norteamericana

respecto a quien le sustituiría en caso de producirse.

Simmons, oficial de Infantería de Marina de poco más de 40

años, era un hombre muy alto y delgado, de penetrantes ojos azules

y pelo rubio cortado casi al ras. Su traje militar parecía confeccionado

a la medida. Simmons le dijo a Tapia que era casi segura la próxima

salida del hijo del dictador y que su ausencia sólo podía ser llenada

satisfactoriamente por un oficial de aviación. Este era el cuerpo

mejor dotado de las Fuerzas Armadas ya que poseía los aviones, en

cantidad que sobrepasaba el centenar, los tanques y piezas de

artillería más modernos. Los agregados militares norteamericanos

creían que entre Rodríguez Echavarría y el general Rodríguez Méndez,

comandante de la base de Barahona, podía estar ese sustituto,

aunque en condiciones de elección preferirían al primero.

Negro y Petán estaban planeando algo macabro, le informó

Simmons, para tan pronto como se fuera su sobrino asesinar a toda la

alta dirigencia de UCN, en especial a la del Catorce de Junio, que

formaba parte del movimiento manteniendo su identidad como

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partido, para hacerse ellos con el poder. Simmons quería determinar

si podía contar con UCN en los esfuerzos por reclutar a esos oficiales.

Tapia regresó a informar a Fiallo y partió de regreso a Santiago esa

misma tarde.

Inmediatamente abordó a Rodríguez Echavarría en el Tennis

Club, quien se mostró incrédulo con respecto a la salida de Ramfis.

Tapia insistió si él estaría dispuesto a evitar el plan de los Trujillos, en

la eventualidad de que fuera cierto, que incluía la eliminación física

de Balaguer. Rodríguez Echavarría reveló que él también podía ser

eliminado, porque no se llevaba bien con los tíos, y tras un breve

silencio le aseguró que actuaría “enérgicamente” si Ramfis se iba. En

ese caso podían contar con él. Era todo lo que Tapia necesitaba

saber. Le agradeció al general y le dijo:

-Sé que un biznieto del prócer Santiago Rodríguez no se va a

dejar vencer por el miedo.

Tapia volvió a la mañana siguiente a Ciudad Trujillo para

informar a Fiallo y reunirse de nuevo, en la misma casa de la calle

Pasteur, con el coronel Simmons. Pasarían muchas semanas antes de

que volviera a verle.

La mañana del sábado 18 de noviembre, mientras procedía a

desayunar, Tapia recibió otra llamada requiriéndole presentarse a la

casa del doctor Antinoe Fiallo para algo “muy importante”. La

situación era grave. Ramfis se iba definitivamente y sus tíos querían

asaltar el poder. La “cacería humana” planeada comenzaría esa

misma noche. Tapia debía ir nuevamente a la casa de la Pasteur para

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hablar con Simmons, quien le repitió que Ramfis se iba esa noche. El

oficial sabía de la presencia de Rodríguez Echavarría en una reunión

de altos oficiales en la Base de San Isidro. Como medida de

precaución, los Estados Unidos estaban acercando su flota del Caribe

a las costas dominicanas para evitar la consumación del golpe

trujillista.

Recomendaba Simmons el regreso inmediato de Tapia a

Santiago porque entendía que la reunión de San Isidro estaba al

terminar y él debía convencer a Rodríguez Echavarría a actuar con

rapidez. Tapia no poseía automóvil y había viajado a la capital en un

vehículo de la Línea Duarte. Vega Imbert y Federico Carlos Álvarez,

que estaban en la ciudad, le informaron que José Vega, tío del

primero, y su esposa Virginia, que era ciudadana norteamericana,

regresarían a Santiago esa misma tarde y él podía irse con ellos. El

vehículo llegó a Santiago en la tarde.

Informada ya de los acontecimientos, la directiva provincial de

UCN se hallaba reunida de urgencia. Tapia fue primero a su casa a

cambiarse de ropas. Esperanza le dijo que doña Lolín, esposa de

Rodríguez Echavarría, le había llamado muy alarmada porque éste,

que salió de madrugada para San Isidro, no retornaba todavía. Ella

estaba muy preocupada por las noticias que corrían de boca en boca,

y temía que Tapia hubiera involucrado a su marido en alguna acción

de tipo político.

Optó por no llamar a Lolín porque sabía que su teléfono estaba

intervenido por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y se dirigió al

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local de la UCN para informar al pleno de los resultados de su misión,

sin omitir detalles. Los planes de acción fueron aprobados sin

demora y el presidente de la directiva, licenciado Manuel Ramón Cruz

Díaz, encargó otra misión a Tapia y a su amigo Alejandro E. Grullón

Espaillat, en extremo peligrosa por la hora, pero vital para el éxito de

los planes.

Los dos amigos debían dirigirse a Moca, La Vega y San

Francisco de Macorís para poner a los dirigentes cívicos al tanto de lo

que iba a suceder.

Grullón, de 32 años, era un próspero empresario, miembro de

una de las familias más conocidas de Santiago. Formó parte del

grupo exclusivo de personalidades que fundara la UCN. Tenía a su

cargo una oficina casi personal, llamada por él La Coordinadora,

encargada de mantener debidamente informado a los demás comités

de las directrices del comité provincial de Santiago. La verdadera

razón de su militancia política había sido el asesinato por órdenes de

Trujillo, en noviembre de 1960, de las hermanas Mirabal, una familia

muy apreciada de Salcedo. Ese asesinato causó una profunda

impresión en el joven hombre de empresa que pensó que había que

hacer algo para derrocar al régimen. Alejandro Grullón había estado

vinculado por tíos y primos a movimientos antitrujillistas en el

pasado. Aunque su familia no estaba tildada como enemiga del

gobierno, sí se le consideraba como “indiferente”.

Cuando Trujillo fue asesinado en una emboscada el 30 de mayo,

Grullón tenía ya forjada una idea muy precisa sobre los métodos

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represivos de la dictadura. De manera que a la primera oportunidad

se enroló en un movimiento para derrocarla.

De la sede provincial de UCN, los dos amigos salen hacia la casa

paterna de Alejandro –don Manuel Grullón Rodríguez Objío y

Amantina Espaillat, tía de Manuel Enrique Tavares Espaillat, preso

desde comienzos de junio por complicidad en la muerte del

Generalísimo. Alejandro vivía al lado de sus padres, en la avenida

Franco Bidó (más tarde Duarte), cerca del lugar conocido como La

Junta de los Dos Caminos, que dividía la carretera en dos vías hacia

Tamboril y Moca. Después de informar a sus padres acerca de su

misión fuera de la ciudad, Alejandro se despidió de su esposa

Dinorah, y le dijo a su chofer Roberto Crespo, de 25 años, que

condujera.

Horas después, Grullón dejó a Tapia de vuelta en su casa y éste,

cansado por el ajetreo del día, se acostó casi rendido por el sueño.

Esperanza llamó de nuevo a Lolín para indagar si Rodríguez

Echavarría había regresado. Todavía le estaba esperando. Tapia

consultó su reloj. Eran las 10:30 de la noche. Tenía apenas media

hora recostado cuando su esposa le despertó alarmada por el ruido

del avión sobre la ciudad.

Toda la noche estuvo Polanco Alegría buscando al coronel

Santiago Rodríguez Echavarría, por la base, cuidándose de no

despertar sospechas. El hermetismo del hermano de éste, a quien

habían otorgado el comando de la operación, en la víspera de los

acontecimientos, despertó en él una preocupación profunda. La vida

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de ellos dependía de un hilo y la más ligera equivocación o indecisión

podía resultarles cara.

Finalmente encontró a Chaguito en su habitación alrededor de

las 4:00 de la mañana del domingo 19. La operación debía comenzar

en minutos y había que ponerse en marcha.

Con el fin de precisar lo planeado, Polanco Alegría le cuenta la

conversación sostenida horas antes con el general. Pasan revista a la

situación y Chaguito le recomienda que vea de nuevo a su hermano.

Eso implicaba un cambio en los planes, puesto que él tenía previsto

trasladarse directamente a Barahona. Por su parte, Santiago

Rodríguez Echavarría se iría a la base bajo el mando de su hermano

en un C-46, para que en la eventualidad de un fracaso todos los

pilotos pudieran ponerse a salvo volando a Puerto Rico.

Años después se utilizaría ese dato para endilgarle a Rodríguez

Echavarría que él tenía planeado abandonar el país con sus

familiares, a quienes había congregado en la base de Santiago en la

madrugada del domingo 19 de noviembre, sin importarle la suerte

de sus compañeros pilotos comprometidos en el levantamiento. La

acusación nunca pudo ser probada. La verdad es que el C-46 se

utilizaría para proteger la vida de los pilotos. Los familiares de

Rodríguez Echavarría saldrían, en el caso de un fracaso, en otro

avión similar que se había reservado para tales fines. Esta

contingencia estaba prevista, pero fue desechada en las primeras

horas de la mañana del 19, cuando se hizo claro que el triunfo de la

sublevación estaba asegurado. Finalmente, Chaguito no voló a

Santiago en el C-46. Por razones nunca explicadas, a última hora

decidió hacerlo en un Vampiro MK-5. Poco antes de morir en un

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accidente de aviación, a finales de 1990, me dijo que el cambio de

avión no respondió a ningún plan específico. “Simplemente me

decidí por un Vampiro, porque me pareció que era la vía más rápida

para llegar a Santiago”.

El anuncio radial acerca de la partida de Ramfis se expandió

rápidamente por todo el recinto de la base, creando un ambiente de

incertidumbre y expectación. Pero las nuevas preocupaciones del

teniente coronel González Pomares tienen relación con un cambio de

orden.

Después de leer por tercera vez la tirilla, descuelga el teléfono

de su escritorio y disca el número de Durán.

-¡Ven inmediatamente. Hay un problema!-, le dice.

Durán abordó velozmente su auto y se dirigió a la oficina del

comandante del Escuadrón Caza Bombardero, situado exactamente

debajo de la de Ramfis, en el edificio ubicado en un punto central de

la base, que también aloja a la jefatura de Estado Mayor, donde

momentos antes el general Sánchez había reunido a los oficiales

superiores de distintos cuerpos.

El coronel Rodríguez Echavarría estaba ya junto a González

Pomares cuando Durán llegó al despacho de éste último, con notoria

excitación. El jefe de la base de Santiago había despegado ya en su

Beechcraft y el coronel Beauchamps estaba en vuelo hacia Barahona

en un AT-6. Tenían que tomar una decisión sin detenerse a pensarlo

mucho. Las horas pasaban y el temor a una acción golpista de los

familiares de Ramfis crecía a medida que avanzaba la noche.

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La última orden del general Sánchez de dejar los seis mejores

aviones Vampiros MK-5, en la base de San Isidro, podía prestarse a

infinidad de interpretaciones. Sánchez instruyó a los jefes de

escuadrón y a comandantes de operaciones dispersar los aviones de

combate a los diferentes campos de aviación controlados por la

fuerza aérea. Una semana antes se había cumplido una tirilla en ese

sentido, disposición que fue revocada casi inmediatamente después.

El grupo de Durán llegó a la conclusión entonces de que se trataba de

una operación simulada para garantizar el traslado efectivo cuando la

jefatura lo considerara necesario.

El objetivo de dispersar los aviones entraba en los planes del

general Sánchez y los tíos Negro y Petán de dejar la base de San

Isidro libre de oposición, para cuando estuviera dispuesto el golpe. La

salida de Ramfis parecía la señal esperada y los jóvenes coroneles

disponían ahora sólo de su habilidad y su capacidad para proceder, en

abierto desafío a la jefatura, con el fin de impedir una catástrofe.

La última orden del general Sánchez dificultaba sus propios

planes de aprovecharse de la orden anterior de dispersar los aviones,

para hacerlo de acuerdo con sus objetivos. Habían acordado

despachar los aparatos más veloces para Santiago y Barahona,

enviando los demás a otros lugares, a fin de poder actuar al día

siguiente sin temor a una reacción de sus compañeros pilotos, que en

un momento de indecisión y en apego a la disciplina, probablemente

se pondrían del lado opuesto. El apoyo obtenido del general

Rodríguez Echavarría tenía como propósito fundamental evitar

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asimismo una reacción adversa de Santiago. Y contar, además, con

una eventual base operativa, en caso de que las cosas no salieran

como estaban planeadas. Su plan era llevarse fuera de San Isidro

“todo lo que sirviera”. La nueva orden del general Sánchez planteaba

pues un inconveniente grande e inesperado.

Durán encontró la solución.

-Eso no es problema- dijo-, porque el capitán Marino Polanco

Tovar es de los nuestros.

Polanco Tovar sería el líder de esa cuadrilla de Vampiros. Lo

que debía hacerse entonces era darle instrucciones de inmediato para

que estuviera listo a las primeras horas de la madrugada con cinco

pilotos de su mayor confianza. Desobedeciendo la orden del jefe de

Estado Mayor esos seis Vampiros volarían temprano en la mañana del

día siguiente a Santiago.

Como la mayoría de los pilotos y demás oficiales de la aviación

de puesto en San Isidro, los tenientes coroneles González Pomares y

Polanco Alegría vivían con sus esposas e hijos en el barrio para

oficiales del recinto.

La tarde del sábado 18, el primero tuvo la precaución de

trasladar a su esposa Gazhir y a sus dos hijos, Mabel, de 5 años, y

José Nelton, de 2, a la residencia de un familiar en el barrio Ciudad

Nueva. Su compañero llamó a su esposa Fadua Chey, en la

madrugada para decirle que antes de las 8:00 de la mañana de ese

mismo día, domingo 19, obligatoriamente debía estar con sus dos

hijos, de 7 y 2 años, cruzando el puente que divide a la ciudad en dos

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zonas. Ninguna de ellas, ni Gazhir ni Fadua, hicieron preguntas a sus

esposos.

Por diferentes razones, muchos otros oficiales hicieron lo

mismo, sin sospechar qué se estaba fraguando.

El Beechcraft piloteado por el general Rodríguez Echavarría

aterrizó suavemente sobre la pista y todavía con él encendido, en

marcha mínima, le dice a los oficiales que corrieron a recibirle en la

rampa:

-¡Hay una invasión en camino!

La información era falsa, pero el comandante de la base

necesitaba una justificación a las medidas que se proponía adoptar en

las próximas horas. Transpirando excesivamente por la excitación, el

calor y el nerviosismo, mandó a llamar a su despacho a uno de sus

oficiales de mayor confianza, el primer teniente Rafael Hernández

Beato, de 28 años, jefe de mantenimiento del Comando Norte con

sede en la base. Desde el punto de vista operacional, este era un

oficial clave. De él dependía el armamento de los aviones y tenía

autoridad para escoger las armas que se colocarían en los aparatos

en caso de una emergencia. Hernández Beato era un fiel servidor de

su superior y no puso objeción alguna cuando éste le ordenó sacar los

cohetes y bombas y tenerlos listos para tan pronto él dispusiera la

orden de combate, si fuera necesario.

Seguidamente mandó a dejar sin comunicación telefónica a las

dos compañías de infantería de que estaba dotada la base, para

evitar que se delataran sus preparativos, y cerró las oficinas del SIM,

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contiguas a la base, ordenando que fueran arrestando sin

contemplaciones a los miembros de ese odiado servicio a medida que

se fueran presentando.

La noche apenas había comenzado para el joven y gallardo

general de 37 años, que tomó el teléfono de su oficina e hizo varias

llamadas. Una de ellas a su amigo Ramón Tapia.

A esa hora de la noche, el yate Presidente Trujillo navegaba

hacia un punto indefinido del sur, llevando a Ramfis y a un grupo de

acompañantes.

Poco después de las 6:00 de la tarde, seis camionetas llenas de

maletas, archivos y cajas de diferentes tamaños, se detuvieron en el

muelle frente al buque mientras se subía la carga a bordo. Oficiales

pertenecientes a la escolta del hijo del dictador tomaron posiciones

estratégicas dentro de la nave, mientras varios pasajeros se

acomodaban en sus camarotes.

Ramfis se hacía acompañar de los coroneles Luís José León

Estévez, esposo de su hermana Angelita, quien se encontraba fuera

del país desde agosto, Gilberto Sánchez Rubirosa, Marcos Gómez hijo

y la joven rubia alemana, Hildergarde, con la cual se le veía desde

septiembre. El capitán Gil García se dio cuenta que él y los demás

miembros de la tripulación eran virtuales prisioneros.

El coronel Disla Abreu colocó discretamente oficiales armados

de ametralladoras frente a la cabina de mando y ante los camarotes

de los oficiales. También los puso en la oficina de comunicaciones y

en la sala de máquinas. Tan pronto como el yate enfiló mar adentro,

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se ordenó sacar las armas personales de los oficiales del

santabárbara, donde se guardaban las municiones, las cuales fueron

trasladadas en un saco al camarote de Ramfis. Un marinero que

hacía de camarero dijo secretamente al comandante Gil García que

había visto cómo uno de los guardaespaldas de Ramfis las echaba al

mar, minutos antes. El capitán de la nave pensó que eran ya

demasiado sensaciones fuertes para tan poco tiempo.

El yate había zarpado sin rumbo final desde Haina poco después

de las 7:00 de la noche. La orden recibida por el comandante era la

de dirigirse hacia el este. Más o menos a la misma hora en que

Rodríguez Echavarría tocaba pista en Santiago en su Beechcraft,

Ramfis llamó a su camarote al capitán del yate.

Gil García desplegó un mapa de navegación del Mar Caribe

sobre una mesa y con un compás trazó un rumbo de 70 millas al sur,

a la pregunta de Ramfis respecto a qué distancia podían navegar sin

ser interceptados por la Marina de Estados Unidos. En esa ruta no

despertarían sospechas. Ramfis dio su consentimiento. Gil García

regresó a su puesto, informó a sus oficiales subalternos y al trazar el

nuevo rumbo, enfiló en la dirección acordada.

No podía borrar de su mente, sin embargo, la mala impresión

que le dejara el comportamiento del hijo del Benefactor, con su

metralleta debajo del brazo como apuntándole descuidadamente,

mientras él le explicaba el rumbo a tomar.

La noticia de la partida de Ramfis, difundida por la radio y la

televisión, estremeció a la capital dominicana. En San Isidro, los

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oficiales pilotos que habían sido informados de la reunión de los

oficiales de más alta graduación en el despacho del general Sánchez

hijo, fueron a sus casas en el barrio, situado dentro del recinto, para

advertir a sus esposas y familiares.

En la ciudad, improvisadas multitudes comenzaron a

congregarse, sin convocatoria previa, en plazas y calles para celebrar

la ocasión. Los automovilistas hacían sonar sus claxones, al ritmo de

“libertad, libertad”. Los vecinos de los alrededores del Palacio

Nacional, sede del gobierno, pudieron escuchar el ruido de tanques

movilizándose dentro de la inmensa área protegida por una cerca de

hierro y concreto. Las celebraciones se prolongarían hasta la

medianoche, pero no hubo informes de choques con fuerzas militares

o policiales.

Debido al acuartelamiento general, el patrullaje disminuyó

sensiblemente esa noche.

Un Mercedes Benz con matrícula de la Aviación Militar, se

detuvo poco antes de la medianoche ante la casa de Ramón Tapia.

Se le mandaba a buscar con tres oficiales de confianza, el teniente

coronel piloto Alfredo Imbert McGregor, subjefe de la base; el teniente

coronel Elías Wessin y Wessin, jefe del Batallón de Blindados y el

capitán Simó. Tapia bajó apresuradamente las escaleras del edificio

de dos plantas en cuya primera funcionaba un almacén de

provisiones.

Rodríguez Echavarría enviaba por él para informarle de los

resultados de la reunión en San Isidro y de su decisión de actuar.

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Quería el respaldo de la UCN. Acordaron redactar una proclama

informando al pueblo del levantamiento y el apoyo a la permanencia

de Balaguer en la Presidencia, como un paso necesario hacia la

celebración de elecciones y la instauración de una democracia

verdadera. Por recomendación de Tapia se unió al grupo más tarde el

licenciado Rafael F. Bonelly, para revisar la proclama.

El patrullaje dispuesto por la ciudad tenía como objetivo evitar

el ingreso de tropas de otros campamentos a Santiago. Por eso se

colocaron obstáculos en las entradas de la ciudad y en las principales

avenidas se situaron vehículos viejos y troncos de árboles para

impedir el paso de blindados o carros de asalto. Tapia estaba

concentrado en el análisis del documento, que debería leer el general

en las primeras horas de la mañana, y éste se hallaba entregado a su

labor de impartir órdenes en todas las direcciones, cuando se

presentó el capitán Alicinio Peña Rivera, jefe local del SIM, escoltado

por varios oficiales metralleta en mano.

El comandante de la base tenía su pistola encima del escritorio.

-Peña, lo siento- le dijo-, pero tú mejor que nadie sabes que yo

estaba en San Isidro cuando tú recibiste la orden con la lista de las

próximas víctimas. Así que dame esa arma.

Peña Rivera hizo la intención de entregar el arma con un

ademán que parecía que iba a usarla y el teniente coronel Imbert

McGregor, de 32 años, le encañonó con su ametralladora. Rodríguez

Echavarría desarmó personalmente al temido oficial del SIM y ordenó

su detención, junto a la de otros agentes que le acompañaban.

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El arresto del jefe del SIM creaba una situación que Rodríguez

Echavarría debía afrontar de inmediato, para mantener la cohesión de

los oficiales a su alrededor. Todo el movimiento de esa noche había

sido justificado con el pretexto de que el país estaba amenazado de

una invasión, sin más detalles, a pesar de las noticias de la partida de

Ramfis. La detención de los agentes del SIM le obligaba a dar la

información que deseaba reservarse hasta el final. Entonces reúne a

Wessin y a los demás oficiales, principalmente los de infantería de

cuya lealtad no estaba del todo seguro, y les dice que Ramfis ha

abandonado el país y que sus tíos se proponen hacerse con el poder

provocando un baño de sangre. Su propósito es el de evitar que esos

designios tiránicos se cumplan. La oficialidad promete apoyarle y

algunos insisten en que se fusilen a los calieses. El responde:

-No debemos comenzar esto con un baño de sangre.

Después de convencerse que su situación era hasta ese

momento segura, Chavá procedió a garantizar la de sus familiares

más cercanos, quienes fueron trasladados a la base. Su atención

podía ahora dedicarse a la misión en que estaba involucrado. La

proclama redactada por Tapia debía imprimirse, pero antes hacía

falta un grabador para difundirla por el programa de la UCN. El hecho

de que se eligiera ese programa –Atalaya Cívica-, que se difundía por

Radio Hit Musical, tenía una motivación política, convencer a la gente

de que se trataba de un movimiento digno de confianza. Para ello

había que conseguir también a Ramón Lorenzo Perelló, el locutor que

tenía a su cargo el programa. La voz de Perelló le era familiar a todos

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los opositores al Gobierno trujillista y era la persona ideal para

introducir la proclama.

Bonnelly trajo consigo un grabador pero trató de introducir a

última hora una modificación en el texto de la proclama. Rodríguez

Echavarría le dijo, en tono cortante:

-Licenciado esto es asunto nuestro. ¡No se meta!

Tapia, autor del texto, no confronta problemas para convencer

a Bonnelly de que lo apruebe, debido a la hora.

Algunas misiones igualmente importantes estaban todavía

reservadas para Tapia. Con el texto de la proclama en sus manos fue

en compañía de los mismos oficiales que habían ido a buscarle a su

casa, a la residencia de Milton Fernández, miembro del comité de

UCN de la ciudad, y administrador de la imprenta de don Hipólito

Cruz, situada en la calle Máximo Gómez, casi al frente de los talleres

de La Información, el diario de la ciudad, para que buscara a esa hora

de la madrugada al personal de los talleres que habría de imprimir la

proclama. Protegido de una fuerte escolta militar, les tomó varias

horas reunir al personal. Tapia fue seguido en busca de Perelló, pero

su hermana Camelia, que respondió asustada al toque de la puerta,

les informó que aquel había salido horas antes.

Estaba amaneciendo. Sobre la ciudad comenzaban a posarse

los primeros rayos del sol.

Perelló fue finalmente localizado por su tío, el licenciado

Federico Carlos Álvarez padre. El locutor ucenista estuvo

escondiéndose durante casi todo el día. En horas de la tarde, un

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grupo de agentes del SIM se presentó a la residencia de sus padres,

en la calle Independencia esquina España, con órdenes de trasladarle

a Ciudad Trujillo.

El jefe del grupo era un conocido de la familia, propietario de

una fábrica de calzados, que entró con confianza en la casa y

permaneció hablando con sus hermanas y su madre, doña Ceita,

mientras Ramón Lorenzo escapaba por una puerta lateral y se iba

caminando despacio por la acera, frente a las narices de los agentes.

Sabiendo que su vida corría peligro se escondió en la clínica del

doctor Luís Bonilla, a una cuadra de su casa, en la calle

Independencia esquina Duarte, quien le tenía siempre reservada una

habitación para casos como ese.

Allí estuvo “hospitalizado” hasta que fue a buscarle Álvarez,

quien tenía su bufete de abogado frente a la misma clínica, para

decirle que le estaban procurando para leer la presentación de una

proclama anunciando el levantamiento de la base de Santiago en

contra de los Trujillo. Con su tío se dirigió a la base donde se entregó

a su trabajo con entusiasmo.

Después de Rodríguez Echavarría, el oficial de más nivel en la

base de Santiago era el general de brigada Andrés Alfonso Rodríguez

Méndez, de 35 años. El brigadier no era miembro de la dotación

había llegado a la base de una manera casi fortuita. Pero su adhesión

al movimiento era bien vista por todos. Rodríguez Méndez era un

oficial con muchas simpatías entre los pilotos y, además, se le tenía

por un seguidor de los planteamientos de UCN.

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A comienzos de noviembre había sido relevado, sin explicación,

de su puesto de comandante de la base de Barahona y reemplazado

por su segundo, el coronel Luís Beauchamps Javier, casado con una

sobrina del Generalísimo. La orden de sustitución incluía un traslado

a la base de San Isidro sin asignación de funciones. Ramfis le envió a

decir con el general Sánchez hijo que le haría bien un descanso, por

lo cual debía quedarse en la capital. Sus compañeros creían que su

aparente caída en desgracia se debía a sus conocidas simpatías por la

oposición y a la forma conciliatoria con que trataba a los dirigentes

políticos de Barahona, donde la efervescencia antitrujillista parecía ir

en aumento. Los oficiales de línea dura consideraban a Rodríguez

Méndez demasiado blando con los políticos revoltosos.

En cambio, él sostenía que actuaba así en fiel cumplimiento de

los deseos del hijo del Benefactor, que le había hablado de la

necesidad de avanzar hacia un sistema “más democrático”. Ramfis le

dio instrucciones de trabajar “con todos los partidos” en interés de

evitar desórdenes y preservar la tranquilidad e la población. El

general no sabía a qué atenerse.

El viernes 17 fue llamado al despacho del general Sánchez hijo,

quien le pidió que fuera a Dajabón para hacer un estudio topográfico

del campo de aviación militar de esa población fronteriza, con la

finalidad de ampliar la pista de aterrizaje. Aunque no puso objeciones

a la orden, pensó que no era el momento adecuado para una

ampliación de esa pista. La orden carecía de lógica.

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Del despacho del jefe de Estado Mayor, el general fue

directamente a la oficina de Santiago Rodríguez Echavarría, con quien

se reunió en compañía de otro oficial de su más absoluta confianza, el

teniente coronel Polanco Alegría. Junto con los tenientes coroneles

Durán Guzmán y González Pomares, formaban el grupo que estaba

tramando desde hacía meses cómo producir un golpe contra la

jerarquía de las Fuerzas Armadas y aupar un gobierno que propiciara

elecciones libres. Los tres analizaron la situación y concluyeron que

acatar la orden de ir a Dajabón podía ser una trampa.

El jefe de la guarnición de Dajabón era el general Alcántara, un

viejo y tosco militar famoso por su lealtad ciega y fanática hacia

Trujillo. El relato de sus hazañas podían llenar páginas enteras de un

libro. Ir a Dajabón sería ponerse en las garras de un despiadado. De

manera que Chaguito y Polanco Alegría le recomendaron que no

fuera. Esto equivalía a una insubordinación, que se podía pagar con

la degradación o la cárcel.

Rodríguez Méndez volvió donde el general Sánchez. Le sugirió

que en vista del mal estado de la carretera, debía irse en avión, como

forma de tantearlo. Este permaneció inflexible: tenía que trasladarse

por tierra. El brigadier piloto comprendió que sus días estaban

contados. Escogió personalmente cinco soldados de su escolta y se

dispuso aparentemente a cumplir la orden de traslado. Sin embargo,

había decidido quedarse en Santiago, camino de Dajabón, y

esconderse por unos días en la casa de sus padres en Gurabo, a unos

cuatro kilómetros del centro de la ciudad. En el trayecto, uno de sus

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guardaespaldas notó que eran seguidos por un Volkswagen, los

famosos automóviles del SIM, hasta mucho después que intentaran

burlar la vigilancia desviándose por La Vega y recorriendo las calles

de dicha ciudad por unos quince minutos para despistarlo.

En su desesperación, Rodríguez Méndez tenía decidido tomar

un avión e irse para Puerto Rico en caso de que no le quedara más

remedio que trasladarse a Dajabón. Prefería la deserción y el exilio

antes que entregarse a un esbirro de la dictadura. La base de

Santiago era una buena opción en la eventualidad de que tuviera que

hacerlo. Por eso optó por quedarse en Gurabo.

Al día siguiente, su chofer, al que envió a llenar el tanque de

gasolina de su automóvil, regresó con la información de que Ramfis

se había marchado. El general no lo pensó dos veces y se dirigió a

gran velocidad a la base. El comandante del recinto no había

regresado aún de San Isidro, pero el teniente coronel Imbert

McGregor lo recibió amablemente. El informe sobre Ramfis había

creado una enorme confusión e incertidumbre entre los oficiales.

Muchos creían que se trataba de uno de sus frecuentes viajes al

exterior y que estaría de regreso pronto. McGregor había sido

alumno de Rodríguez Méndez y él le había bautizado su primer hijo,

Alfredito. Así que no tuvo problemas para convencerlo de que le

permitiera permanecer en la base mientras llegaba Rodríguez

Echavarría.

Alfredo Imbert no necesitaba de muchos argumentos para ser

convencido de la necesidad de un cambio en la situación política.

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Había sido trasladado a la base de Santiago por órdenes expresas de

Ramfis después de la muerte de Trujillo, como una forma de

protección. Por su parentesco con Antonio Imbert, el muy buscado

matador de Trujillo, el traslado constituyó en su momento una forma

deponerle a salvo de la represión de los organismos de seguridad del

régimen. Imbert McGregor estaba agradecido de Ramfis, pero una

vez ido éste no tenía razones para seguir apoyando al régimen.

El día anterior, viernes 17, el doctor Rolando Haché, consultor

jurídico de la Aviación Militar, se trasladó a Santiago con una carta de

Ramfis, leída a toda la oficialidad en formación, en la que resugería

que éste caería en su puesto con sus oficiales “como los elefantes

que mueren en un mismo cementerio”. Para los oficiales que

escucharon esta arenga era el indicio de que el hijo del hombre que

había regido el país por tres décadas no abandonaría a su gente.

Pero Ramfis se había ido horas antes y él, subjefe de la base de

Santiago, no se sentía comprometido con lo que aquel dejaba.

Inmediatamente después de esa reunión, Rodríguez Echavarría

se le acercó, poniéndole el brazo derecho en su espalda.

-¿Y si Ramfis se va, qué tú crees?-, le preguntó su superior

inmediato.

-Algo habría que hacer-, le respondió.

-No se puede permitir que Petán se haga cargo del Gobierno-,

añadió el general Rodríguez Echavarría.

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9UN ATAQUE CON BOMBAS Y

COHETES

“Yo no he podido hacer ni bien ni mal. Fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos. Atribuírmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco”.

SIMON BOLIVAR

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CROQUIS

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Parecía una mañana estupenda para una revolución. Los

primeros y fulgurantes rayos del sol llenaban el firmamento con su

esplendor a espaldas suyas, como pocos amaneceres en ese

noviembre. El teniente coronel González Pomares no estaba, sin

embargo, para contemplar paisajes matinales. Se sentía tenso y

necesitaba dominar sus nervios para la difícil y peligrosa misión que

se disponía cumplir. Su vida y la de otros muchos compañeros pilotos

dependían de él.

Las condiciones del tiempo estaban a favor suyo. Un cambio en

las condiciones metereológicas lo hubiera echado todo a perder.

Necesitaban de un cielo despejado para poder actuar con la libertad

que el caso ameritaba. La brillante luz del amanecer era un buen

augurio a pesar de que él no se detuviera a contemplarla camino del

hangar donde le esperaba su avión, un Vampiro MK-5, con el tanque

lleno de combustible, pero sin municiones de ningún tipo.

Este último detalle era relevante. La masiva movilización de

aviones que tendría lugar inmediatamente después de su partida,

simulaba un cumplimiento de la orden de la jefatura de Estado Mayor

de dispersar los aparatos y el personal de vuelo a diferentes

aeródromos. La ejecución de la orden quedaba a cargo de ellos, y

pon ende, se utilizaría para contrarrestar la tentativa de golpe

reaccionario y apoyar el pronunciamiento que se proponían llevar a

cabo con el respaldo de la dotación de Santiago. En la eventualidad

de una acción militar, ellos contarían de todas formas con los mejores

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aviones y dispondrían de los pertrechos que habían sido

meticulosamente trasladados a Santiago.

La Aviación era el cuerpo élite de las Fuerzas Armadas y muy

pocas fuerzas aéreas del Caribe e inclusive de otras partes de

América Latina podían contar con un número tan proporcionalmente

elevado de aviones de combate en relación con su número de

habitantes. En perfectas condiciones operativas poseía unos 45

Vampiros y unos 60 Mustang P-51, adquiridos en Suecia. No eran los

aviones más modernos en servicio en el mundo, pero se mantenían

en condiciones inmejorables con sus pilotos en constante actividad,

listos para enfrentar cualquier contingencia. Poseía además P-47, B-

25 y B-26, helicópteros artillados, AT-6, bombarderos Mosquitos y

muchos aviones de transporte. Los Vampiros y los Mustang eran la

base del poder de fuego de la aviación, que contaba en su arsenal

con los mejores tanques, los AMX adquiridos apenas dos años antes

en Francia, orugas y carros de asalto. Los P-51 tenían más autonomía

de vuelo que los Vampiros. Con un tanque adicional los MK-5 podían

volar una hora y media, pero los P-51 podían hacerlo durante cuatro

horas y algo más. La velocidad del Vampiro, a reacción, era de unas

300 millas por hora, 50 millas más que la del P-51, de hélice. Pero la

ventaja real del Vampiro sobre el otro era su enorme flexibilidad de

desplazamiento. Durante un ataque podía cerrar en giro en un

ángulo mucho más estrecho y moverse con más soltura.

González Pomares se acomodó en su cabina de vuelo, chequeó

los instrumentos, encendió los motores y se dirigió hacia la cabeza de

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la pista. Debido a su creciente excitación podía oír los latidos de su

corazón a pesar del infernal ruido de la turbina. Mientras el aparato

corría velozmente por la pista, vio a muchos pilotos dirigirse

tranquilamente hacia la larga hilera de aviones listos para el

despegue. La fugaz escena le tranquilizó. Sus compañeros, el

coronel Rodríguez Echavarría y el teniente coronel Polanco Alegría,

estaban haciendo muy bien su parte.

En un punto intermedio en su trayecto hacia Santiago,

calculando que un buen número de pilotos debía haber alzado ya

vuelo, González Pomares llamó por radio a los líderes de escuadrilla,

teniente coronel Fernández Smester y capitán Polanco Tovar, para

ordenarles que en lugar de dirigirse a Dajabón, como habían anotado

en los planes de vuelo falsos, se dirigieran a la base de Santiago, sin

hacer preguntas. Cumpliendo otras instrucciones de vuelo, los pilotos

apagaron sus radios.

En la hora y media siguiente, la segunda base aérea del país

registraría la mayor actividad de su historia, para sorpresa y

preocupación de los más de mil oficiales y soldados que componían

su dotación.

El descenso no fue todo lo perfecto que fue su vuelo. Al tocar

tierra, el Vampiro del teniente coronel González Pomares se atascó en

medio de la pista por un desperfecto mecánico. El general Rodríguez

Echavarría envió un jeep a buscar al oficial y ordenó que un grupo de

soldados retirara inmediatamente el aparato a un lado, empujándole,

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para permitir el aterrizaje de oleadas de aviones que vendrían más

tarde.

Creyendo ver en ese percance un presentimiento, el general

consultó a su padre, Pedro Antonio Rodríguez, refugiado desde horas

antes con otros familiares en la base.

-Comenzamos con mal pie, papá.

-No te preocupes, mi hijo. Valor. Esas cosas suceden.

El segundo avión en despegar fue un C-47, piloteado por el

mayor Mario Imbert McGregor, de 33 años. La misión que se le había

encargado nada tenía que ver con la operación en marcha. Era un

simple vuelo de rutina, llevado a cabo día tras día. La noche anterior,

el coronel Rodríguez Echavarría introdujo un cambio en la rutina, para

evitar que esta misión de patrullaje pudiera volverse en contra de su

grupo.

Imbert McGregor se alejó, como estaba previsto, a unas 50

millas de la costa este para informar de las novedades en el litoral.

En el punto más lejano de su plan de vuelo, alcanzó a divisar la flota

norteamericana acercándose a las aguas territoriales dominicanas.

Siguiendo al pie de la letra las instrucciones el coronel subjefe

técnico, de no volver bajo ninguna circunstancia a San Isidro, giró

hacia el norte y no prestó atención a la llamada de la torre de control:

“1311 –número de su avión- regrese a base. 1311 conteste”. Imbert

McGregor bajó discretamente el volumen de la radio para que su co-

piloto no captara el mensaje y respondió:

-No se escucha bien. Tengo interferencia.

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Sin pensarlo más se desvió por Sabana de la Mar, volando a

baja altura -entre mil y seiscientos pies- para eludir una persecución.

Al pedir pista en Santiago escucha la voz de su hermano Alfredo,

teniente coronel subjefe de la base aérea, que subió a la torre de

control para autorizarle el descenso.

Alfredo corrió a la pista a recibirle con un fuerte abrazo.

Ninguno de los dos hermanos tomaría parte en más vuelos ese día.

El ruido ensordecedor de los aviones despegando desde las

primeras horas de la mañana, despertó a centenares de oficiales y

soldados de los batallones de Infantería y Blindados, adscritos a la

Aviación Militar, con sede en el perímetro de la base. Muchos de ellos

asumieron que probablemente no tardarían en ser llamados para una

emergencia. Desde antes del asesinato de Trujillo, los cuarteles

militares se encontraban en vigilia permanente, bajo estado de

acuartelamiento, ante la posibilidad de una reacción venezolana.

Las sanciones impuestas el año anterior al país en la

conferencia ministerial de la OEA en San José, Costa Rica, por el

atentado perpetrado por el dictador dominicano contra el presidente

Rómulo Betancourt, no descartaban, según la propaganda difundida

en los recintos militares, la posibilidad de un ataque sorpresivo

venezolano. El despegue incesante de oleadas de aviones, que se

prolongó por alrededor de dos horas, revivió en muchos ese temor.

Al primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), de 24 años,

sub encargado de planes y encargado de instrucción del Centro de

Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), aquello no le causó buena

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impresión. Toda esa espectacular exhibición aérea parecía anormal.

Un presentimiento de que algo “grande estaba a punto de ocurrir” le

dominó, mientras apuraba una humeante taza de café, en su puesto

de servicio de oficial de guarda, a punto de concluir.

El segundo teniente Marino Almánzar, de 26 años, jefe de

mantenimiento del Batallón Blindado General Felipe Ciprián, contiguo

al barrio de oficiales de la base, fue uno de los primeros en ser

despertado por el ruido. Tras contemplar el despegue de los

aparatos, Almánzar creyó que estaba siendo testigo de una

evacuación general “la más grande que jamás hubiera visto”. Su

primer pensamiento estuvo dirigido a su mujer, Josefina, y su hija

recién nacida. Por espacio de casi una hora permaneció, fascinado,

observando uno por uno los aparatos tomar altura, a través de las

ventanas de su habitación en el pabellón de oficiales del Batallón

Blindado.

El capitán Amable Bueno, oficial de comunicaciones, se dirigía a

su puesto en el mirador de la torre de control, cuando los primeros

aparatos alzaron vuelo. Un leve sentimiento de angustia le recorrió el

cuerpo, mientras aceleraba el paso hacia su puesto de servicio. El

sería el primero en encontrar la respuesta final a todo este alboroto

inusitado.

Grampolver Medina, de 28 años, capitán comandante de la

Compañía de Infantería Blindada, no le asignó demasiada importancia

al hecho. Aunque no era una actividad normal, estaba acostumbrado

al despegue matinal de los aviones. Obedeciendo a un impulso

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mecánico inició el conteo de los aparatos. Al cabo de varios minutos

dedicó su atención a otros asuntos. Tenía muchas obligaciones ese

día, domingo 19 de noviembre, y no iba a perder su tiempo en las

distracciones cotidianas de los pilotos.

Su compañero, capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, de

28 años, comandante de la compañía de tanques AMX, de fabricación

francesa, tampoco sintió razones de alarma especial por la salida de

los aviones. El también tenía demasiadas obligaciones para ocuparse

de estas cosas. Como todas las mañanas, desde la orden de

acuertelamiento meses atrás, ya estaba despierto para el servicio a

las 5:00 de la mañana.

José Antonio Santana (Santanita), de 32 años, sargento

mecánico de primera clase del Batallón Blindado, sí tuvo en cambio

una corazonada. La oleada aérea le sorprendió camino al comedor,

donde se cruzó con el segundo teniente Herminio Vásquez,

comandante de tanques.

-Dios quiera, teniente, que esos pilotos no nos hagan una

jugarreta.

-¡No seas loco, Santanita!- le respondió.

La despreocupación de su superior, no levantó el ánimo del

sargento. No pasaría demasiado tiempo para ver que su

preocupación estaba más que justificada. Santana no toleraba

realmente a los pilotos. Los creía muy engreídos.

Margot de Fernández, esposa del teniente coronel piloto

Federico Fernández Smester, no experimentó ninguna intranquilidad

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cuando vio, desde su casa la número 13 del barrio de oficiales, la

estela de los primeros Vampiros alzarse hacia el cielo. No creía que

su esposo estuviera en uno de ellos. Federico estuvo la noche

anterior en la casa para recoger algunas cosas personales y no le

informó de nada en particular. De manera que tratábase de una

operación de rutina. Tenía muchas cosas que hacer y en qué pensar.

Así que el despegue incesante no le despertó ninguna sospecha.

Entre las cinco de la mañana, en que se despertó, y las siete, en que

se dirigía al hospital, próximo a su residencia, y a poca distancia del

Batallón Blindado, despegaron más de sesenta aviones. En

circunstancias diferentes, Margot hubiera sentido razón para

alarmarse. Su preocupación estaba esa mañana en otro lugar. La

causa de que se dirigiera a hora tan temprana al hospital era que su

hijo, Federico, de 7 años, estaba allí internado aquejado de hepatitis.

El padre Andrés Guerrero, de 28 años, párroco de la iglesia de

San Isidro, fue despertado por la primera escuadrilla de Vampiros y

dio gracias al Altísimo porque ese domingo debía estar temprano en

el templo. El paso interminable de los aviones, sin embargo, le

intranquilizó de inmediato. Toda la noche anterior estuvo visitando

las casas de sus amigos oficiales y había observado un sentimiento

de inseguridad en la mayoría de las esposas de éstos. La inusitada

actividad aérea le recordó una breve conversación a la que había

otorgado escasa importancia. En su habitual recorrido sabatino por el

barrio de oficiales, vio a Mamá Tula, la suegra del general Rodríguez

Echavarría. Esta le dijo que el oficial había llamado excitado por

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teléfono a su esposa Lolín, desde la base a la casa en Santiago, para

decirle que “la situación se está poniendo difícil”.

El capitán Rafael Emilio Luna Peguero, comandante de batería

de morteros de 120 milímetros del CEFA, vio también claramente las

escuadrillas tomar altura en perfecta formación, una tras otra, con

escasos minutos de diferencia, desde su puesto de oficial del día.

Bajo las primeras luces del amanecer de aquel domingo, la salida de

los aviones ofrecía un espectáculo maravilloso.

Nilka Antonia Mendoza de Abreu, llamada Hilda por todos sus

conocidos, se persignó varias veces seguidas al sentir sobre su casa

en el barrio de oficiales, a gran altura, el paso de los aparatos. Su

esposo, el mayor piloto Felipe Neris Abreu, estaba de puesto desde

hacía días en el aeropuerto internacional de Cabo Caucedo, con otros

aviadores de Vampiros, y ella comenzaba a sentirse nostálgica, lejos

de su natal Mayagüez, Puerto Rico.

Abstraída en sus pensamientos y con la preocupación puesta en

sus hijos Miguel, de 12 años, y César, de 9, estaba lejos de sospechar

la experiencia atormentadora que pasaría ese día junto a sus dos

seres más queridos.

El oficial de leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, de 33

años, no concedió demasiada importancia al sucesivo despegue de

aparatos, mientras hojeaba el libro de novedades en la casa de

guardia, al aproximarse el fin de su servicio como oficial del día. Sólo

tendría que llamar a cualesquiera de los dos oficiales auxiliares de

puesto para anotar la novedad más tarde. Su responsabilidad sería la

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de registrar únicamente cuanto hubiera ocurrido y firmarlo. El libro

sería revisado más tarde por el comandante de puesto,

conjuntamente con un informe de las novedades escrito a maquinilla.

Horas más tarde, el oficial abogado no tendría que molestarse

en cumplir con ese estricto requisito de la disciplina militar. Nadie

tendría tiempo y ánimo para dedicarse a esas cosas.

Todos los aviones despegaron conforme a los planes. En la

jefatura nadie notó ninguna anormalidad en esta actividad aérea. De

hecho, la salida de los aparatos se ceñía a las disposiciones

emanadas del alto mando.

El último en despegar lo fue el teniente coronel Durán Guzmán,

en un B-25 capitaneado por el teniente coronel Octavio Balcácer,

oficial asignado al servicio de inteligencia en la cárcel del kilómetro 9.

Balcácer no figuraba en los propósitos del grupo, pero marginarlo esa

mañana hubiera implicado un riesgo, por las sospechas que

despertaría. El propósito de Durán al tomar asiento al lado de aquel,

era la de prevenir una reacción suya en el aire.

Poco más allá de la mitad del trayecto a Santiago, entre las

ciudades de La Vega y Moca, Durán divisó a considerable distancia la

primera escuadrilla de Vampiros que volando en elemento –formación

de dos- se dirigía de regreso a San Isidro. Durán tuvo un sobresalto,

que no percibió su compañero de vuelo. Los Vampiros llevaban

cohetes y bombas y habían despegado de San Isidro sin municiones.

Con toda seguridad se proponían atacar y ese no era el plan

que él y sus compañeros habían previsto. El movimiento consistía en

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un pronunciamiento. El llevaba una proclama redactada por él mismo

en su portafolio.

A las 7:50 de la mañana, Durán desconocía por completo que

otra proclama había sido ya leída por una emisora de Santiago por el

general Rodríguez Echavarría. Mucho menos podía imaginar que

decenas de miles de hojas impresas con el texto de dicha proclama

estaban siendo lanzadas desde el aire en Santiago y Ciudad Trujillo,

por órdenes de Rodríguez Echavarría. El saber que las consignas del

levantamiento iban a ser difundidas por un programa político le

hubiera horrorizado. Durán no simpatizaba con la Unión Cívica

Nacional.

Durán detestaba el desorden y la indisciplina. Su amor casi

fanático por la autoridad provenía de su instrucción en el seminario

de jesuitas y su formación militar. En una de las muchas entrevistas

que tuvimos me habló acerca de sus intenciones: “Yo deseaba un

régimen como el de Trujillo, sin los Trujillo y, naturalmente, sin sus

métodos represivos, con lo bueno que pudiera tener su política

económica. Un día pasaba por la avenida Independencia y estaban

saqueando la casa de Japonesa Trujillo. Llamé alarmado a Chaguito

y él me dijo que era el pueblo que había que dejarlo”. Durán creía,

sin embargo, que el pueblo podía ser “mejor encauzado”. El plan

que él esbozó con sus compañeros contemplaba un gobierno

“estable que propiciara elecciones”. Durán consideraba que el

papel de los militares en ese proceso de transición tenía que ser

relevante.

Después que Rodríguez Echavarría grabara en el aparato

portátil con Ramón Lorenzo Perelló la proclama escrita por Tapia y

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enviara a éste en compañía de varios oficiales de absoluta confianza

a imprimir el documento, ordenó tocar formación en cuadro de la

tropa. Eran exactamente las seis de la mañana, cuando se paró ante

ella, con el rostro hinchado por la falta de sueño y la ropa pegada al

cuerpo por el sudor de las intensas horas de tensión y vela.

La formación en cuadro no era un capricho del oficial.

Tratábase de una preocupación. De esa forma quedaría protegido

por la propia tropa en el caso de que alguien intentara dispararle, en

desacuerdo con el levantamiento. No podía desdeñarse que muchos

oficiales eran todavía ciegos admiradores de Trujillo y que otros

estaban seriamente comprometidos con crímenes y atropellos

cometidos en los últimos años. No podía estar seguro de que no

hubiera algunos de esos entre la oficialidad bajo su mando.

Alzando la voz e infundiéndole el mayor tono de autoridad

posible, Rodríguez Echavarría arengó a la tropa diciéndole que Ramfis

se había ido y que sus tíos, Negro y Petán, en complicidad con otros

generales, intentaban dar un golpe de estado para derrocar al

presidente Balaguer y asesinar a los líderes de la oposición. El deber

de los militares era evitar que esa tragedia, que desataría un baño de

sangre, se consumara. En esa hora suprema, esperaba que los

hombres bajo su mando cumplieran con su responsabilidad como

soldados de la patria y siguieran sus pasos.

Un silencio de muerte domina la situación. Cuando se retira,

empuñando su ametralladora de mano sobada, el general siente un

sudor frío recorrerle la espalda, temeroso de un disparo a traición.

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Controlando sus propias angustias, sus pasos son cortos pero firmes y

lleva el pecho erguido como corresponde a un general en la guerra.

Cuando traspasa el umbral del edificio de oficinas de la comandancia

de la base, en dirección a su despacho, siente que es dueño de la

situación y que los oficiales y soldados de puesto en la base, están

dispuestos a seguirle. El momento más difícil ha pasado, aunque

todavía debe superar otros peligros.

El paso siguiente es asegurarse la adhesión de los comandantes

de otras guarniciones de la misma ciudad y de poblaciones cercanas,

como La Vega, Moca, San Francisco de Macorís y Mao. Para ello es

imprescindible enfrentarlos a una situación de hecho. La difusión de

la proclama no se hace esperar y un AT-6 es despachado hacia la

capital para arrojar los primeros paquetes entregados por la

imprenta.

El teniente coronel Polanco Alegría y su co-piloto, el capitán José

Francisco Rodríguez Núñez, tuvieron tiempo de ver el avión arrojar la

primera oleada de panfletos, cuando atravesaban la ciudad en

dirección a Santiago en su C-47. Ellos serían de los últimos en salir,

después de haberse asegurado del despegue sin dificultades de los

demás pilotos.

Sólo faltaba ahora apoyar con la acción el pronunciamiento. A

las 7:45 de la mañana, la torre de control autorizó el despegue de los

primeros cuatro Vampiros, que el primer teniente Hernández Beato

aprovisionó con suficiente gasolina y municiones. Ya en el aire, la

escuadrilla se dividió en formación de dos elementos. En el primero

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Gonzáles Pomares lleva al lado suyo, en otro MK-5, al capitán Polanco

Tovar. El teniente coronel Fernández Smester va escoltado del

segundo teniente Julio Sánchez, veterano a sus 26 años de edad,

graduado como piloto en 1954 y famoso entre sus colegas por su

temeridad en el aire.

La misión que se les ha encomendado carecía de precedentes.

Pero ya no podían echarse atrás, aunque quisieran. Sólo quedaba

seguir adelante y rogar a Dios para que todo saliera bien, como

hicieron mientras los cuatro individualmente piloteaban sus aparatos

bajo el resplandeciente y despejado cielo increíblemente azul.

Todo ocurrió demasiado rápido. Aún así, el capitán Amable

Bueno vio desde su posición privilegiada del mirador de la torre de la

jefatura de San Isidro, la llegada de los aviones. Embelesado observó

cómo se separaban en giro y comenzaban a disparar. Con la agilidad

que le permitían sus 30 años, bajó corriendo las escaleras rumbo a la

jefatura de Estado Mayor, en el mismo edificio.

El primero en disparar fue González Pomares, que escogió como

blanco el Batallón Blindado, donde estaban los tanques. Soltó

primero un cohete, que estalló en la marquesina de la oficina del

comandante de la unidad, coronel Roberto Figueroa Carrión, hiriendo

al raso mecánico Cornelio Veras, de 27 años, que en ese momento

revisaba los frenos del automóvil de su jefe. A seguidas el piloto

accionó los cuatro cañones de 20 milímetros dejando una estela de

destrucción abajo.

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Fernández Smester disparó sobre el Batallón de Artillería, a

poca distancia de la unidad de tanques, también con cohetes y

ametralladora. Los otros dos Vampiros dispararon casi al mismo

tiempo. El teniente Sánchez lo hizo contra los tanques. Lanzó sus

ocho cohetes desde muy baja altura, desafiando el fuego e

ametralladoras antiaéreas que, superaba la sorpresa del ataque

inicial, se pusieron en funcionamiento, a pesar de la confusión y el

desorden provocado por el fuego de los aviones.

Desde el aire, en cada giro para un nuevo bombardeo, podían

ver soldados corriendo por todo el recinto de la base. Algunos

oficiales disparaban inútilmente con sus armas de reglamento a los

reactores. Abajo los blancos alcanzados ardían. Las instrucciones de

los atacantes eran la de tratar de ocasionar el menor daño posible.

Sus objetivos eran, además de los tanques y la artillería, el comando

antiguerrilla. Estos constituían los focos que podían ofrecer

resistencia al levantamiento. El poderoso batallón de tanques estaba

comandado por el coronel Figueroa Carrión, quien hasta hacía poco

estuvo al frente de la cárcel del kilómetro 9 y era un hombre muy

comprometido con la dictadura.

Pero a pesar e las precauciones, el ataque había sido

demasiado duro y los daños eran muy grandes, aunque no alcanzaron

destruir ninguna unidad blindada. Columnas de humo surgían por

doquier. En un segundo ataque, el teniente Sánchez pasó rasante

casi tocando los hangares de los tanques, tomó altura de nuevo para

lanzar una bomba, tomando la velocidad y el ángulo de tiro precisos.

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Soltó el artefacto e hizo blanco en uno de los hangares produciendo

un estruendo tremendo.

El ataque duró unos quince minutos. Fernández Smester dirigió

su fuego también sobre Contra Guerrillas, cuidando de no alcanzar el

hospital. Abajo podía ver en cada cruce un solitario defensor

disparando continuamente con una antiaérea. A la enorme velocidad

en que actuaban le era imposible identificarlo.

De regreso a Santiago sueltan fuego de ametralladoras sobre el

Campamento 27 de Febrero, del Ejército, fiel a Negro y Petán.

Fernández Smester fue el primero en divisar la llegada e una nueva

escuadrilla para continuar el ataque sobre San Isidro.

El recinto de la base se convirtió en un verdadero infierno. El

teniente coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez, de 30 años,

comandante interino del CEFA desde el día anterior, desayunaba

tranquilamente en su despacho en compañía de otros dos oficiales de

su más absoluta confianza: el mayor Francisco Alberto Caamaño Deñó

y el capitán Rafael Fernández Domínguez. El estruendo de los

primeros cohetes los puso rápidamente en movimiento.

Hernando Ramírez puso de inmediato en vigor un plan de

defensa, ordenando a los dos oficiales dirigirse a sus puestos. El se

encaminó a los batallones de Blindados y Artillería. Todo allí era un

caos. El oficial había hecho cursos de entrenamiento en Venezuela y

sabía que la fuerza aérea de ese país poseía Vampiros. Al ver dos de

éstos lanzar cohetes, pensó inicialmente que se trataba de un ataque

venezolano, hasta que el teniente Miguel Salcedo, de la unidad de

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artillería, logró explicarle que había podido distinguir las insignias de

la Aviación Militar Dominicana en los aparatos atacantes. Una bomba

hizo explosión cerca de ellos y los obligó a lanzarse al suelo, dentro

de una pequeña zanja.

A escasa distancia, el sacerdote Andrés Guerrero, capellán

teniente, se disponía a iniciar la primera de las dos misas de la

mañana de domingo, en la iglesia del CEFA, al otro lado de la

carretera que la separa del perímetro de la base, cuando los primeros

cohetes estremecieron los alrededores. La iglesia estaba atestada de

fieles, en su mayoría civiles, familiares de los oficiales y soldados.

Pero también de muchos alistados, recién llegados a la base desde

diferentes puntos del país. Era gente que jamás había visto disparar

un arma ni tenía idea de lo que era un bombardeo aéreo. La misa a

la que asistían los oficiales y el resto del personal militar sería, como

de costumbre, a las 10 de la mañana. Pero no llegaría a celebrarse.

El sacerdote se disponía a colocarse las últimas vestiduras para

dar inicio al oficio religioso, cuando el sonido de las bombas

estremeció, con un ruido pavoroso, todo el interior del templo. El

pánico se apoderó de los fieles que abandonaron el lugar, con

empujones y saltando por encima de los bancos, corriendo

despavoridos en busca del refugio por todos los alrededores.

El coronel Figueroa Carrión, de 35 años, estaba en su oficina de

comandante del Batallón Blindado, cuando hizo su entrada el segundo

en mando, Manuel Antonio Cuervo Gómez, para llevarle el informe

rutinario de las actividades del día anterior.

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-¡Cierra la puerta!- le ordenó-. No vaya a ser que alguien pueda

pararse ahí y dispararnos.

-¿Tan mal estamos…?-, comenzó a responder Cuervo Gómez,

sentado frente a su superior, cuando una explosión, seguida de un

enorme fragmento de cohete, sacude la oficina levantando a varios

pies de altura un escritorio de caoba, ubicado en el costado opuesto

de la habitación. Instintivamente se lanzan ambos debajo del

escritorio y con ello logran salir ilesos. Pistola en mano, corren hacia

distintas direcciones. Figueroa se dirige a la jefatura donde espera

encontrar al general Sánchez hijo, a pesar de la hora. Cuervo Gómez

toma el camino de los hangares.

El capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, comandante de

tanques, con los quince AMX bajo su mando, se estaba afeitando en

su habitación del segundo piso del dormitorio para oficiales del

batallón. A pocos pasos de él, el segundo teniente Jacinto Corteza

Peynado, de 20 años, su compañero de cuarto, se disponía a

cambiarse de ropas, después de haber concluido su servicio de

guardia desde la noche anterior. Pichardo era uno de los oficiales

más competentes y queridos por sus compañeros de armas y él,

particularmente, sentía un profundo aprecio por su joven camarada

de cuarto, recién llegado de España, donde había realizado un curso

avanzado de blindado en la Escuela Militar e Valladolid.

La explosión se escuchó tan cerca y el estruendo fue tan

poderoso, que Pichardo creyó que su habitación estaba siendo

atacada directamente. Una bala calibre veinte milímetros de Vampiro

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cayó a pocos pasos de él, perforando una ventana. El joven teniente

Forteza Peynado creyó que había explotado el polvorín del

campamento. El primero con la cara llena de jabón todavía y el

segundo desnudo del torso, con la camisa y la pistola en la mano

derecha, descendieron rápidamente las escaleras.

Las escenas abajo no podían ser más desgarradoras. La

marquesina y la sala principal estaban envueltas en llamas, según

pudo observar el capitán Pichardo Gautreaux. Forteza vio a varios

soldados cargar a dos heridos, bañados en sangre. “Parecía un

infierno”, recordaría Pichardo.

Guiados por un instinto, corrieron en dirección a uno de los

hangares, desafiando el fuero aéreo incesante, no tanto para

protegerse como para entrar en combate.

El capitán Grampolver Medina recibió muy temprano en la

mañana la visita de un amigo, el teniente Pedro Manuel Cabrera

Ariza, hermano del coronel piloto Guarién Cabrera. El oficial vino a

comentarle la desgracia que significaba el que Ramfis saliera del país

el día anterior abandonando a sus amigos. El capitán Medina

acababa de concluir la revisión de correspondencia como oficial del

día y se disponía a efectuar la primera inspección ordinaria a las

unidades, cuando al aproximarse al hangar número uno, vio una

escuadrilla de Vampiros acercándose desde el oeste. El capitán

Medina no podía creer lo que contemplaban sus ojos, cuando los

reactores rompieron formación en preparación previa de un ataque.

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Su primera reacción fue la de ponerse a salvo, pero corrió

instintivamente hacia la jefatura.

Como muchos otros oficiales, el segundo teniente Marino

Almánzar, técnico de blindados, a cargo del mantenimiento de los

tanques AMX, se encontraba en el pabellón de los dormitorios,

cuando las balas y cohetes del ataque inicial alcanzaron las

instalaciones del recinto. Y como decenas de ellos corrieron a poner

a salvo las unidades expuestas al fuego inclemente.

Desde su puesto de oficial del día, el comandante de batería de

morteros del CEFA, capitán Rafael Emilio Luna Peguero, sintió un

estremecimiento al observar los aviones en picada arrojar sus cargas

mortíferas. Los ataques no estaban dirigidos a su campamento. Así

que en lugar de correr a ponerse a salvo, llamó a la base desde donde

le confirmaron que unidades de la propia Aviación, con base en

Santiago, estaban llevando a cabo el despiadado ataque.

Luna procedió en seguidas a hacer lo que correspondía de

acuerdo con las instrucciones de guerra, poner a su guarnición en

estado de alerta. En previsión de un intento de ocupación o asalto

terrestre, siguió las órdenes del teniente coronel Hernando Ramírez

de establecer una defensa perimétrica, acantonando elementos y

unidades en lugares vulnerables con armas largas, nidos de

ametralladoras y elementos anti-tanques, incluyendo bazookas y

cañones sin retroceso. Y después hizo una segunda llamada

telefónica. Esta vez fue a la clínica San Rafael, donde su esposa

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Emilia Caridad Pichirilo de Luna, acababa de dar a luz su primer hijo,

al que llamaría como él mismo, Rafael Emilio.

Al mayor piloto Juan Tejera López le sorprendió el bombardeo

visitando a su madre enferma en el hospital de la base. Desesperado,

al ver como la onda expansiva de los cohetes y bombas rompían las

ventanas del hospital, cargó a su madre en brazos y salió corriendo

fura del edificio. La montó en su automóvil, estacionando en el

parqueo, y salió a toda velocidad.

Su hermano Salvador, raso mecánico de 18 años, estaba en la

línea de vuelo de los Vampiros que aún quedaban en la base. Había

chequeado varios de los aviones que despegaron desde temprano,

para lo que entendía sería un ejercicio de rutina. Cuando vio llegar

los primeros reactores pensó que sus tareas concluían o simplemente

retornaban por fallas mecánicas. Al verlos atacar, creyó que era una

invasión ya que Venezuela tenía aparatos del mismo tipo. Echó a

correr como todo el mundo sin saber dónde guarecerse.

Lo primero que hizo Margot de Fernández Smester fue salir a

toda prisa del hospital en busca de su otro hijo, Fernando, el más

pequeño, de cuatro años, llevando en brazos al mayor, Federico, que

estaba enfermo de hepatitis. Carmen Luisa, su amiga y vecina,

esposa del teniente coronel Juan de los Santos Céspedes, lo había

trasladado ya a la ciudad, según le informaron otros vecinos

alarmados. Un oficial de infantería, el primer teniente Pedro Manuel

Cabrera Ariza, se ofreció a llevarla fuera de la base en su viejo

Cadillac, que tenía el moffler dañado. Ni Margos ni el teniente

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Cabrera Arza sospechaban que el teniente coronel Fernández

Smester era el piloto de uno de los Vampiros atacantes.

Carmen Luisa Freites de De los Santos tomó la decisión de

llevarse al hijo de su amiga Margot, cuando no dio con esta después

de buscarla afanosamente por todo el barrio. Un cohete cayó en el

patio de una casa cercana y no vaciló entonces un minuto más tomó

ella misma las llaves del carro del coronel Fernández Smester y subió

al mismo con Johnny, su único hijo, de un año de edad, y otras ocho

personas, entre mujeres y niños. Lo que dejó detrás al abandonar a

toda prisa la base era un verdadero pandemonium. No reparó, ni le

importó un bledo, que su casa quedaba abierta y totalmente

abandonada.

Un fuerte estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Dolores

Domínguez de Fernández, esposa del capitán Vinicio Fernández

Pérez, quien tomó a sus cuatro hijos pequeños e intentó llamar en

vano a su esposo, de puesto en la base de Barahona desde hacía

apenas dos semanas. Tras rezar de rodillas una oración se dijo que

este podía ser “el fin del mundo”.

La escena quedaría grabada para siempre en la mente de un

niño. Juan R. Folch Hubieral, de siete años, hijo del teniente coronel

piloto Juan Nepomuceno Folch Pérez, se estaba cepillando los dientes,

acabado de levantar, cuando cayeron los primeros artefactos. Su

madre acababa de salir a visitar a una amiga, a una cuadra de la casa

en el barrio de oficiales. El niño salió afuera, ajeno al peligro, y captó

a la gente corriendo, los vuelos rasantes de aviones y el movimiento

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apresurado de los tanques. Juan, en su inocencia, creía estar

presenciando una película.

Para el primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), fue

como si “estuviera comenzando una guerra verdadera”. Estaba

saliendo de su puesto de oficial de guardia, en el recinto del CEFA,

cuando sintió la tierra “estremecerse” debajo de sus pies. Fue

directamente a la comandancia del centro y de allí fue a ordenar al

personal del equipo antiaéreo subir a sus puestos de defensa. El

oficial descubriría más tarde que “ninguna de las anti-aéreas estaba

en condiciones de ser usadas “debido probablemente a un sabotaje”.

El ataque tomó al sargento José Antonio Santana, mecánico de

primera clase, a punto de iniciar la reparación del sistema de

transmisión hidráulico del tanque L60 número 328, de fabricación

sueca, en el interior del hangar principal, próximo a las oficinas del

batallón. Un fragmento del primer cohete, que hirió a su compañero

Cornelio Veras, le alcanzó de refilón el lado izquierdo de la nariz al

agacharse para reparar el tanque, pero él no se percató de ello hasta

que vio su camisa llena de sangre y comenzó a sentirse mareado.

Guiado por un impulso, el sargento Santana, llamado Santanita por

sus compañeros, subió a otro tanque L60, con dos sargentos que se

habían escondido debajo del mismo para protegerse. Santana puso

en marcha el blindado y se llevó de encuentro la puerta de malla

ciclónica que delimitaba el recinto, internándose en los matorrales

vecinos.

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Fue el primero de los vehículos puesto a salvo por medio de

esta maniobra. A los pocos minutos, mientras los aviones seguían

castigando las instalaciones de tanques, artillería y contra guerrillas,

un número mayor de unidades blindadas burlarían el ataque

escondiéndose en los montes contiguos.

La difusión de la proclama tuvo un efecto explosivo en la

población. Las calles y plazas de Santiago y la capital se llenaron de

manifestantes pidiendo la inmediata salida de los Trujillo. Los

odiados militares, que el pueblo identificaba con la parte más sombría

de la dictadura, se convirtieron de improviso en héroes. Barricadas

improvisadas con toda clase de objetos fueron levantadas en las

principales vías públicas de un ataque de las fuerzas que pudieran

permanecer todavía leales a la dictadura.

La proclama, redactada por un prominente dirigente de la UCN

reflejaba más en el fondo las ideas ucenistas que los propósitos de los

militares. La referencia al “noble y sufrido pueblo”, que era la

consigna con que se identificaba el grupo antitrujillista, no dejaba

dudas respecto a la notable influencia política de este grupo en la

acción. Rodríguez Echavarría no (CUATRO PAGINAS DE FOTOS)

parecía un hombre apegado a las ideas que movían a la UCN. Pero

necesitaba de un sólido respaldo político para salir airoso. Los cívicos

no creían que el general era el hombre para llevar adelante un

verdadero proceso democrático. Ambos se necesitaban, eso era

todo.

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Por otra parte, el respaldo que la UCN ofrecía a Balaguer era

sólo coyuntural. Lo prioritario y fundamental consistía en echar del

país a las figuras más connotadas del trujillismo. Logrado esto,

Balaguer no representaría mayores inconvenientes. Sin el respaldo

de Ramfis, difícilmente, creían, el Presidente podría sostenerse. La

lucha política realmente empezaba ahora.

En Santiago, centenares de personas de todas las clases

sociales se presentaron a la base en señal de respaldo, llevando

consigo alimentos y agua potable para los soldados. Los actos de

retaliación y vandalismo compitieron con las demostraciones de

júbilo. La furia de la multitud se volcó con saña contra los símbolos

del terror y la tiranía que habían dominado la sociedad de Santiago

durante décadas.

La Policía no resultó suficiente para controlar los desmanes y las

fuerzas militares, comprometidas en el levantamiento, no estaban en

condiciones de suplir refuerzos para aplacar los excesos. Turbas

armadas de palos asaltaron residencias y oficinas pública, causando

destrozos y entregándose al pillaje. Una columna de unos cien

manifestantes penetró por la fuerza a la residencia de Jaime Sued, en

la intersección de las calles Independencia con Duarte, dejándola

convertida en escombros. La vivienda de Luís Sued, escasamente a

una cuadra, en la calle Restauración con Duarte, también fue presa

de la acción depredadora de las turbas. Luís era el padre de Víctor

Sued, amigo y compañero de Ramfis. Pero sus hermanos no tenían

mucha vinculación con el hijo del Generalísimo. Nadie los relacionaba

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con atrocidades. Por el contrario, muchos residentes de la ciudad

reconocían que ellos habían intercedido ante Trujillo a favor de mucha

gente perseguida por el régimen. No serían estos los únicos casos de

barbarismo registrados ese día en medio de la euforia popular.

La proclama en sí misma no esbozaba ningún plan de carácter

político. El texto, como se verá a continuación, era una simple

justificación del pronunciamiento militar.

“Como consecuencia de la férrea dictadura que como todos

sabemos ha usurpado el poder durante 32 años, el noble y sufrido

pueblo dominicano se ha visto humillado, vejado y arruinado, tanto

moral como físicamente, y cuando comenzábamos a ver los albores

de un nuevo sistema de gobierno, gracias a la nobleza y grandeza del

Honorable Señor Presidente de la República, dos insaciables

personeros de esa dictadura, para decirlo en términos más claros, los

señores Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo –Petán-

regresan al país desde el extranjero con el maquiavélico plan de dar

un golpe de estado y simultáneamente asesinar a todos los presos

políticos y opositores, que más que opositores son verdaderos

ciudadanos que luchan por el establecimiento en el país de una

auténtica democracia.

“En vista de la grave y precaria situación por la que atraviesa el

país, los oficiales pilotos, secundados por oficiales de infantería y

demás ramas de las Fuerzas Armadas, conscientes de su

responsabilidad histórica, han resuelto respaldar sin reservas al

gobierno legalmente constituido que preside el doctor Joaquín

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Balaguer, por considerar que el mismo es el que sigue la senda de la

libertad a base de la democracia, por tanto tiempo esperada.

“Hacemos expresa advertencia a los militares que custodian al

Presidente Balaguer que la vida del Primer Magistrado de la Nación es

sagrada y deben por tanto garantizarla; de lo contrario actuaremos

sin vacilaciones contra quienes se atrevan a atentar contra la misma.

“Asimismo, exigimos la inmediata salida del país de los señores

Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo Molina.

“Pedimos al pueblo dominicano conservar la más absoluta

calma, en una actitud de valiente apoyo a nuestros propósitos,,

dándoles la seguridad de que aplastaremos cualquier fraticida

intento por alterar el orden público en esta suprema hora histórica

en que está en juego la vida misma de la Patria”.

La noche del viernes 17, sin aparente explicación, se había

dispuesto un cambio en la escolta del Presidente. En adición a los

términos de la proclama acerca de la seguridad del mandatario, la

mañana del domingo 19, el general Rodríguez Echavarría llamó al

coronel Rafael de Jesús Checo, nuevo encargado de la protección de

Balaguer.

-¡Usted responde con su vida si algo le pasa al Presidente!

Mientras los aviones incursionaban sobre San Isidro y el general

Rodríguez Echavarría consolidaba su posición en Santiago, dos altos

dirigentes de UCN cumplían una misión no menos peligrosa en Ciudad

Trujillo.

El licenciado Federico Carlos Álvarez, secretario general

adjunto, se había trasladado desde Santiago el día anterior. De

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común acuerdo con la dirigencia de la organización, estableció un

original sistema de comunicación telefónico para burlar la

interferencia de la inteligencia militar. Álvarez pernoctó ese sábado

en la residencia de su tío, el doctor Juan Pablo Mella, en el número 65

de la calle 16 de Agosto, a pocas cuadras al norte del Parque

Independencia y a una distancia ligeramente mayor al este del

Palacio Nacional. En la madrugada del domingo, Álvarez recibió una

llamada en clave de Santiago informándole que la operación “está en

marcha”.

Después de colgar, discó el número privado del doctor Severo

Cabral, quien no tardó en procurarle, manejando él mismo un carro

pequeño para no despertar demasiada atención. Los dos dirigentes

cívicos se dirigieron a la emisora radial HIZ. Cabral apuntó con un

revólver al locutor obligándole a leer una proclama diciendo que se

había producido un levantamiento militar y que aviones rebeldes

atacaban en esos momentos a la base de San Isidro.

La toma de la emisora duró unos minutos. En medio de la

transmisión, Álvarez descolgó un cuadro de Trujillo colocado en un

salón para visitas bautizado con el nombre del humorista Paco

Escribano. Acto seguido lo lanzó al piso con todas sus fuerzas,

haciendo añicos el marco y desparramando los restos del vidrio por

toda la habitación.

En el preciso momento en que huían, se aproximó a toda

velocidad un automóvil Volkswagen perteneciente al Servicio de

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Inteligencia Militar, que le pasa por el lado y se detiene bruscamente

en el edificio de la estación de radio.

El C-47, con capacidad de carga de 6,500 libras y treinta

personas, en que iban el teniente coronel Polanco Alegría y su co-

piloto capitán Rodríguez Núñez, aterrizó sin problemas en la base de

Santiago acreedor de las 8:15 de la mañana. Las primeras misiones

se estaban ya cumpliendo rigurosamente sobre San Isidro. El general

Rodríguez Echavarría salió personalmente a recibirles, cuando el

avión se detuvo exactamente frente al edificio principal, pero no les

preguntó por los repuestos que traían.

Polanco notó al general muy excitado, “natural en un momento

tan difícil”, diría después. “¿Qué buscas aquí?, le inquirió con

brusquedad, diciéndole que le hacía en Barahona. La respuesta del

oficial fue igualmente brusca, recordándole su conversación de la

noche anterior e informándole de la recomendación de su propio

hermano, de que se dirigiera antes a Santiago. El general les ordena

entonces que se dirijan sin pérdida de tiempo a Barahona, donde ya

ha enviado al general Rodríguez Méndez con instrucciones de asumir

el mando de esa base.

Con un montón de ejemplares de la proclama ya leída por

Rodríguez Echavarría en el programa radial de Unión Cívica, Polanco

Alegría y Rodríguez Núñez parten de inmediato para la base sureña.

Allí lo aguardan lo que ambos considerarían después como los

momentos de mayor aprieto de su carrera militar hasta entonces.

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El segundo teniente piloto Alfredo Hernández Díaz, de 26 años,

oficial adscrito al Escuadrón Caza Bombardero, siguió al dedillo las

instrucciones de llevar seis AT-6 a la pista de aterrizaje de Consuelo,

a unos cincuenta kilómetros al este de San Isidro. Era un aeródromo

rústico, situado en el área del ingenio azucarero del mismo nombre,

que la Aviación Militar tenía bajo su control. Ni Hernández Díaz ni

ninguno de los demás pilotos tenían la más remota idea de cuál era el

propósito de su misión. Se les había ordenado simplemente llevar los

aviones al lugar.

El comandante del ejército de puesto en el ingenio fue quien les

informó más tarde sobre las noticias del levantamiento del general

Rodríguez Echavarría y su ataque aéreo a San Isidro. Estaban

desconcertados.

A media mañana, el mayor Juan Tejera López, de 35 años,

intendente de abastecimiento aéreo, en compañía de su hermano

Salvador, raso mecánico de avión, llegaron a la pista conduciendo el

primero un jeep militar. Estaban provistos de paracaídas y

reclamaron la entrega de un AT-6 para unirse al levantamiento en

Santiago. El mayor Tejera acababa de trasladar a su madre del

hospital de la base aérea a una casa en el poblado de Mendoza y de

allí volvió al recinto en busca de su hermano.

Después llamó por teléfono al coronel Rodríguez Echavarría,

quien ya se encontraba en Santiago. Este le confirmó la versión del

levantamiento agregando que actuaban “guiados por una causa

justa” tras explicarle la situación. Tejera le dijo que se uniría a ellos.

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Pero no encontró disponible ningún avión. Entonces se enteró de que

seis AT-6 estaban en Consuelo. Tomó un vehículo y fue directamente

al ingenio.

El teniente Hernández Díaz, en obediencia al rango, le entregó

uno de los aviones y cuando éste apenas levantaba vuelo se dirigió a

los demás pilotos diciéndolos que él también se uniría al movimiento.

Los que no estuvieran de acuerdo, les dijo, podían dirigirse al este. Al

cabo de una hora aproximada de vuelo podrían aterrizar en la base

norteamericana Ramey, en Puerto Rico, y ponerse a salvo.

Desde el aire, Hernández Díaz pudo ver, a distancia, los buques

de la armada norteamericana y detrás de él, los otros cuatro AT-6

volando en dirección a Santiago. Todos habían decidido seguirles.

El teniente primero Juan Rafael Lockward Torres se levantó

como venía haciendo desde hacía varias semanas, a las seis de la

mañana, y se dirigió directamente al club a desayunar, en compañía

del también teniente primero Larrauri González. Después de un

desayuno pesado de huevos con plátanos y chocolate, el oficial de 25

años llamó a su esposa para saber de ella y sus dos hijos, Elbys

Rafael, de dos años, y Annie, de meses, ya que había dormido en la

base.

Los dos oficiales estaban entre los ocho pilotos sentados en la

amplia antesala del Escuadrón Caza Bombardero, comentando

intrigados la partida de tantos aviones, cuando el estruendo de la

primera oleada de cohetes estremeció las paredes del edificio.

Movidos como por una fuerza oculta, todos, al unísono, corrieron en

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dirección a los hangares. Quedaban en la línea de vuelo unos diez

aviones, pero pronto se darían cuenta que algunos habían sido

saboteados.

Lockward Torres saltó raudamente sobre la cabina de su

Vampiro, pero éste no encendió. La cara de frustración del teniente

coronel Ángel Ramos Usera rivalizaba con la suya,, cuando los

motores del otro Vampiro, al lado suyo, tampoco respondieron. A

corta distancia al norte, a unos cuatro o cinco mil pies de altura,

divisaría media hora después un B-26 volando en círculo. El

bombardero, que había despegado de la base de Santiago, buscaba

exactamente el lugar en los densos matorrales donde se escondieron

los tanques y los carros de asalto del Batallón Blindado y de la

Artillería.

Varios aviones pudieron, sin embargo, despegar sin poder hacer

nada contra los atacantes. El teniente primero Octavio Alba Minaya

en un P-51. Convencidos de la inutilidad de su acción, regresaron a

los pocos minutos de haber alzado vuelo. Una de las balas

disparadas por un antiaérea en el Batallón de Artillería perforó la cola

al P-51, pero Alba Minaya consiguió aterrizar sin dificultad.

Otros aviadores persiguieron a los atacantes de regreso a su

base, hasta las proximidades de Bonao, en un punto equidistante

entre la capital y Santiago. Regresaron para evitar ser atacados por

refuerzos de la base rebelde. Uno de los pilotos regresó con la

información de que eran sus propios compañeros de cuerpo.

González Pomares le había dicho por radio desde su Vampiro que el

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asunto no era contra ellos y les pedía unirse al movimiento. El

objetivo del ataque eran los batallones de Blindado y Artillería y otras

fuerzas de tierra, que Rodríguez Echavarría temía podían plegarse a

un golpe planeado por Petán y Negro Trujillo.

Como intendente de abastecimiento aéreo, el mayor Tejera

López había estado cumpliendo las instrucciones del coronel

Rodríguez Echavarría de despachar pedidos anormales de

combustible a la base de Santiago. Cuando arribó en un AT-6 para

unirse en compañía de su hermano Salvador al levantamiento, le

reprochó al general por no haber confiado lo suficientemente en él

como para informarle de antemano de lo que se proponía hacer.

Rodríguez Echavarría le echó el brazo derecho sobre la espalda

empapada de sudor y le dijo:

-¡Qué buen pendejo tú eres! ¿Por qué crees que te hice nombrar

en la Intendencia y te pedía gasolina?

Wessin desplazó los tanques y carros de asalto dentro y en los

alrededores de la base, mientras el general Rodríguez Echavarría

enviaba por el coronel Grampolver Dujarric, comandante de la

fortaleza del Ejército en la ciudad y su segundo, el teniente coronel

Ney Garrido, éste último muy amito de Tapia Espinal.

La conversación se desarrolló en una atmósfera tensa. El

general le explicó sus objetivos y le urgió a abstenerse de adoptar

medidas ofensivas en su contra, so pena de someterse a un fiero

bombardeo aéreo. Dujarric abrió los brazos para dar fuerza a su

expresión:

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-Pero general, la tropa no sabe nada. Déjeme ir a la fortaleza a

explicarles.

-Está bien-, consintió Rodríguez Echavarría-, pero déjame aquí a

Ney.

Dujarric se retiró y al poco rato le llama de vuelta diciéndole:

“OK, general”. El jefe de la base queda en duda acerca del alcance

de esta expresión, aunque no encontraría resistencia de parte de la

dotación del Ejército. El otro problema por resolver es la Policía, al

frente de la cual se encontraba un oficial muy adepto a Petán Trujillo.

Con soldados fuertemente armados, apoyados por un tanque, el

general envió por él.

-¿Qué sucede, general, por qué ese trato?-, se le queja el oficial

de policía.

-No te hagas el pendejo. Tu eres amigo de Petán y me puedes

joder.

-Aquí están mis armas.

Rodríguez Echavarría le permitió quedarse con ellas, pero

ordenó mantenerle detenido en la base mientras tanto.

Ahora debe asegurarse la adhesión de las guarniciones de Mao

y de otras localidades como La Vega, Moca y San Francisco de

Macorís, que de plegarse al general Sánchez hijo, podrían ponerle en

serio peligro. Al primero a quien llama es al general de brigada

Miguel Rodríguez Reyes, jefe de la Fortaleza de Mao. Quien toma la

llamada es el coronel Elio Osiris Perdomo, segundo en mando. Le

hace preguntar si reconocen a Balaguer como Presidente. La

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respuesta es positiva. “Esto no será como antes”, replica Rodríguez

Echavarría, “que Balaguer daba las órdenes y se seguían las de Negro

y Petán”. El oficial asiente de nuevo. Pero en vista de que el general

Rodríguez Reyes no toma directamente el teléfono, le ordenó colocar

en el patio de la guarnición toda la artillería, con los cañones hacia

abajo, en muestra de apoyo al levantamiento y de que no atacarían a

Santiago.

Acto seguido, despacha un AT-6 a observar. En lugar de hacer

lo solicitado, el general Rodríguez Reyes evacua su tropa hacia unos

tupidos platanales cercanos y hace fuego de fusilería contra el avión,

alcanzándole sin consecuencias. El piloto de la alarma y Rodríguez

Echavarría envía entonces al teniente coronel González Pomares y al

capitán Polanco Tovar a “resolver esta situación de inmediato”.

Los dos oficiales alcanzan la fortaleza en sus reactores en

menos de seis minutos y arrojan un par de cohetes sobre el recinto.

Uno de ellos atraviesa la misma casa de guardia y da muerte a un

soldado que estaba aún allí. Rodríguez Reyes llama minutos después

a Santiago y acepta sumarse al levantamiento.

Vuelos rasantes de Vampiros y P-51 doblegan las iniciales

reservas de los comandantes de Moca, La Vega, Salcedo y San

Francisco de Macorís. El capitán Polanco Tovar cumplió otra misión

esa misma mañana. Seguido, para evitar el paso de tanques, ante

informes de que San Isidro preparaba un ataque por tierra. Dos

cohetes caen sobre el mismo puente y los pilotos regresan a su base.

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Simultáneamente, el teniente coronel Renato Malagón es

enviado a destruir un puente en las afueras de Bonao, pero la bomba

de quinientas libras cae en el río sin dañar la vía. A media mañana

del domingo 19 de noviembre, apenas horas después e lanzar su

proclama, el general Rodríguez Echavarría parecía haber superado los

peores inconvenientes. La rebelión prometía ser todo un éxito.

El teniente coronel Renato Malagón fue de los pocos renuentes

a hablar con el autor sobre estos episodios. Con mucha amabilidad

me dijo, ante mi insistencia: “Todas mis experiencias militares las

tengo guardadas en una caja fuerte para cuando muera mi familia

haga uso de ellas como mejor crea”.

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10EL EXILIO DE LOS TRUJILLOS

“La gloria se parece al mercado: a veces, cuando permanecen en él algún tiempo, los precios bajan”.

FRANCIS BACON

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Las cosas no marchaban en Barahona tan bien como le iban al

general Rodríguez Echavarría en Santiago: Cuando el C-47 en que

volaban Polanco Alegría y su co-piloto Rodríguez Núñez aterrizó en la

base de aquella ciudad, los oficiales se encontraban reunidos bajo

una terraza, donde funcionaba el club, un poco alejado de los edificios

del comando.

Polanco captó inmediatamente la atmósfera de tensión y bajó

con su ametralladora Thompson en la mano derecha. Rodríguez

Núñez se quedó relegado en el avión llenando el libro de vuelo. Un

jeep condujo al teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante

de las tropas de infantería de la base, ante el mismo aparato para

recoger a sus ocupantes. Al llegar a la terraza, Polanco alcanzó a ver

al general Rodríguez Méndez, rodeado de oficiales, quien le dice, con

voz trémula:

-Compadre, estoy preso. ¡Me han desarmado!

La expectación era grande y resulta difícil distinguir lo que

alguien decía, ya que todos hablaban casi a la voz y en voz alta. En

un lado de la pista, Polanco observó los ocho Mustang P-51

despachados horas antes desde San Isidro. Sumaban con ellos diez y

seis los aviones de ese tipo en la base. El oficial pensó que si la

dotación resistía, se suscitarían graves inconvenientes.

La consigna era convencer a la oficialidad que la partida de

Ramfis creaba una situación que sus tíos y otros personeros de la

dictadura pretendían aprovechar mediante un golpe de fuerza que

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incluiría el asesinato de líderes de la oposición y el destierro o muerte

del propio Presidente. El propósito de Rodríguez Echavarría era evitar

que esa catástrofe se consumara. Sin embargo, el general Rodríguez

Méndez no había sido convincente. Tan pronto como aterrizó en las

primeras horas de la mañana piloteando él mismo un AT-6, trató de

asumirle mando imponiendo su rango sobre el comandante de

puesto, coronel Luís Beauchamps Javier. Ese fue su error.

Nadie, ni el coronel Beauchamps, sabía lo que estaba pasando y

las primeras informaciones transmitidas por la radio, contribuyeron a

aumentar la confusión. La oficialidad de puesto en Barahona se

debatía entre su lealtad al mando de San Isidro y la lógica del

razonamiento en que se sustentaba el levantamiento militar del

general Rodríguez Echavarría. En el cuerpo de infantería de servicio

en Barahona estaban algunos de los oficiales más leales a Ramfis,

entre ellos el coronel Veras Toribio, de 34 años, su compañero en el

equipo de polo.

Beauchamps estaba muy excitado y se oponía a que se le

leyera la proclama traída de Santiago. En el transcurso de media

hora tuvieron lugar varias llamadas telefónicas con San Isidro y el

general Sánchez hijo dio instrucciones de impedir el despegue de los

aviones. Veras Toribio bloqueó la pista con un tanque y un carro de

asalto se situó en frente de la hilera de los Mustang apuntándoles con

sus dos ametralladoras de pesado calibre. Si alguien intentaba subir

a un avión sería fulminado.

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Beauchamps también llamó a su hermano, Juan René, teniente

coronel comandante de la fortaleza del Ejército en Azua, a unos 50

kilómetros al este, en dirección a la capital, para pedirle que cerrara

la carretera y no dejara pasar ninguna tropa sin su consentimiento.

Después de varios intentos, logró comunicarse con Balaguer. La

respuesta del Presidente le hizo presumir que hablaba bajo presiones.

-Señor Beauchamps, puede venir con sus aviones a San Isidro.

Tiene garantías.

-No, señor Presidente, nosotros le apoyamos a usted y sólo

recibimos órdenes suyas.

Los oficiales, muchos de los cuales tenían a sus esposas e hijos

en San Isidro, estaban alarmados y molestos por el bombardeo a

dicha base. El capitán Vinicio Fernández Pérez, de 38 años, del

Batallón de Blindados, pensó en Dolores, su esposa, y en sus cuatro

hijos, que vivían allá. El no protestó cuando alguien propuso que se

atacara por aire a la base de Santiago en represalia.

Rodríguez Echavarría había advertido acerca de su intención de

bombardear el campamento si no se plegaba al pronunciamiento. La

situación era en extremo delicada. El momento “más difícil” para el

teniente coronel Polanco Alegría llegó a continuación, cuando trató de

imponerse leyendo la proclama. El teléfono de la terraza del club de

oficiales timbró de nuevo. Beauchamps lo tomó, pero Polanco,

situándose semi de espaldas a éste, colocó un dedo sobre el

interruptor. Beauchamps no escuchó a nadie del otro lado de la línea

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y cerró de golpe. Después se sabría que la llamada era del general

Sánchez hijo.

La llegada inesperada de un oficial relaja la situación. El

capitán de navío Martínez Velásquez, comandante de la base naval de

Barahona, irrumpe en la reunión, alzando los brazos: “Señores,

tengan calma, hay que hablar”. Los oficiales gritan: “Si, hay que

hablar”.

-No quiero oír pendejadas. Aquí lo que hay es un complot-

protestó Beauchamps.

La voz del teniente Osvaldo Dujarric se deja oír:

-Coronel, déjelo hablar, para ver qué dice.

Polanco Alegría, presidente entonces que puede dominar la

situación e intenta leer de nuevo el documento. Beauchamps

propone subir a su oficina y todo el grupo le sigue, la mayoría de ellos

con sus revólveres martillados en el cinto y portando metralletas de

mano.

Tan pronto alcanzaron la oficina, lo primero que hizo Polanco

Alegría fue desconectar el teléfono “para que no interrumpan las

llamadas. Vamos nosotros a conversar primero”. La tensión baja

después que el texto de la proclama es leído y se acuerda llamar al

Presidente Balaguer para comunicarle que están de parte suya. El

teléfono es conectado de nuevo y pasa de los oídos de un oficial a

otro. Balaguer les agradece el apoyo. El último en hablar es el mayor

Ramón Tatis Núñez, del personal de infantería, y miembro del clan de

Ramfis.

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Luego Beauchamps comunica a Rodríguez Echavarría la

adhesión de la base y se retira a su casa. El oficial estaba casado con

Silveria, hija de Aníbal Trujillo, hermano del Jefe, quien según se decía

había sido asesinado por órdenes de éste. Silveria nunca gozó del

status de otros miembros de la familia Trujillo. Educada en los

Estados Unidos trabajaba como profesora de inglés, un empleo casi

indigno para un pariente cercano del dictador. Beauchamps era uno

de los oficiales más apreciados por los pilotos. Esto quedó de

manifiesto cuando –después de entregar el mando de la base al

general Rodríguez Méndez- la totalidad de los oficiales fue a visitarle

para decirle que no se preocupara que a él nada habría de pasarle.

Silveria les preparó café y abrazó a cada uno de los oficiales con

lágrimas en los ojos.

Mientras esto ocurría, en la capital los acontecimientos se

desarrollaban rápidamente. Petán fue a visitar temprano al general

Sánchez hijo a la base. El bombardeo le sorprendió bajando las

escaleras del edificio de la jefatura de Estado Mayor.

El teniente coronel piloto Miguel Atila Luna Pérez, de 32 años,

intendente de la Aviación, dormía cuando se produjo el primer

ataque. Como la mayoría de los oficiales se acostó tarde, aturdidos

por la noticia de la huida de Ramfis. Su conversación de medianoche

con el teniente coronel Ismael Emilio Román Carbuccia, denotaba el

cambio operado en muchos oficiales y su poco entusiasmo por seguir

apoyando a la familia Trujillo.

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“¿En qué estas?”, le había preguntado. Su compañero fue

tajante: “No voy a pelear por los otros. Por el único que lo haría sería

por el Presidente”.

Al sonido de los primeros cohetes, Luna Pérez corrió con su

paracaídas hacia su avión y encontró a Ramos Usera tratando en

vano de encender un Vampiro. Al comprobar que fueron saboteados

corrieron hacia la jefatura, en medio de un caos general y el trepidar

de las bombas y las ametralladoras.

Los dos oficiales encontraron al general Sánchez junto a Petán y

el coronel Simmons, de la embajada de Estados Unidos, al pie de las

escaleras. Otros oficiales se les habían acercado, en busca de

información e instrucciones. Petán increpaba duramente al oficial

norteamericano oscilando nerviosamente su ametralladora Thompson

frente a su rostro. Le acusaba de ser el responsable. La embajada

norteamericana, gritaba, lo había organizado todo. Su excitación

estaba fuera de toda proporción, pensaron Ramos Usera y Luna

Pérez. El hermano del dictador apuntó de pronto con su arma a uno

de los Vampiros que pasó a enorme velocidad por encima del edificio

y disparó una ráfaga. Luna Pérez le grita:

-General, deje eso. ¡Esa arma no tumba un avión!

Entonces caen dos bombas de 500 libras en el Batallón de

Artillería. El ruido es ensordecedor. Petán se echa de bruces en su

carro y ordenó al chofer conducir a toda velocidad fuera de la zona.

Otras dos bombas similares, lanzadas por un Mustang, que formaba

parte de una segunda oleada de ataque, caen sin explotar en la

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explanada próxima al polvorín. Luna Pérez respira aliviado. Si

hubieran hecho explosión, se dice a sí mismo, nadie habrá podido

imaginar el desastre.

En esos momentos de excitación y peligro, uno que procedió

con serenidad, dentro de las circunstancias fue el general Sánchez,

que aprovechó la presencia de los tenientes coroneles Ramos Usera y

Luna Pérez para ordenarles preparar un plan de contraataque. Les

dijo que Rodríguez Echavarría se “ha vuelto loco y se ha proclamado

Presidente en Santiago”.

Con una unidad móvil de radio, que le trajera el capitán Bueno,

el general Sánchez desde su jeep Land Rover, parqueado en la

marquesina de la jefatura, establece comunicación con el B-26 que

sobrevolaba el perímetro en busca de los carros blindados. Le insta a

descender y a abandonar “la locura” en que estaba envuelto.

El piloto le responde que si aterriza “ahí mimo me fusilan”, pero

les dice que no deben preocuparse. El ataque no es contra ellos, sino

contra los carros de asalto y los tanques.

Un cohete cae sin explotar, entre tanto, en el patio de la

residencia del teniente coronel Joaquín Nadal Lluberes, que

permanecía al lado de Sánchez. El oficial corrió a cerciorarse al barrio

de oficiales, mientras Sánchez subía al jeep para realizar un recorrido

de evaluación de los daños.

El proyectil permaneció varios días en el traspatio de la residencia de

Nadal Lluberes. Fue retirado por especialistas en explosivos luego de

superada la crisis.

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Apenas unos minutos después de que el general Sánchez

saliera, se presentó a su oficina el teniente coronel Hernando

Ramírez, tal como el primero le solicitara momentos antes por la

radio.

El teléfono sonó varias veces y el oficial tomó la llamada. Era el

Presidente personalmente inquiriendo por el jefe de Estado Mayor.

Hernando Ramírez se identifica y le dice que se están preparando

para un contraataque a Santiago, según las órdenes por él recibidas.

Balaguer, pausadamente, le pide que diga al general que desea verle

en el Palacio Nacional junto al general Petán Trujillo “porque la

situación se puede arreglar”.

Sánchez regresa momentos después y el oficial le comunica los

deseos del Presidente. Sánchez sale de nuevo mientras Hernando se

dirige a su oficina en el CEFA donde le esperan el mayor Caamaño

Deñó y el capitán Fernández Domínguez, a quienes ha dado ya

instrucciones de preparar un plan de ataque contra la base de

Santiago.

Momentos antes, en medio del bombardeo, el capitán Pichardo

Gautreaux se dirigió directamente hacia los hangares de sus tanques

AMX, situados a la derecha del pabellón de los dormitorios de

oficiales. Los cohetes seguían cayendo y los aviones castigaban

fieramente las instalaciones del Batallón Blindado con fuego de

ametralladoras. Los destrozos se veían por doquier. Al paso rasante

de un reactor, se lanzó debajo de un escritorio en el salón de billar del

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edificio contiguo, por donde había penetrado para acortar distancia y

no exponerse al fuego corriendo a campo traviesa.

Tirado en el suelo, con restos de muebles y de hierros torcidos a

su alrededor, alcanzó a ver al capitán Grampolver Medina en igual

posición, quien regresaba a su puesto tras ir a la jefatura en busca de

información. En su calidad de comandante de infantería, Medina

tenía bajo sus órdenes 24 carros orugas Half Track, dotados cada uno

de dos ametralladoras gemelas. Mientras aguardaban con la

respiración entrecortada que amainara el ataque aéreo para correr de

nuevo hacia sus puestos, Medina toca el hombro de Pichardo

Gautreaux, casi gritándole para dejarse oír sobre el ruido de los

disparos y cañones.

-¡No se preocupe, compadre. Esas niñas las criaremos como

Dios manda!

Dada la coincidencia de que a ambos les había nacido una niña,

exactamente en la misma fecha, dieciocho días antes. Debido al

acuertelamiento no habían tenido oportunidad de celebrar la feliz

ocasión.

El teniente Forteza Peynado se había separado del capitán

Pichardo Guatreaux, al pie de las escaleras. En el desorden reinante,

él salió por la puerta trasera del edificio. Un oficial le gritó señalando

un Vampiro que se acercaba con intenciones de seguir atacando. El

joven teniente recién llegado de España vio las ametralladoras del

reactor disparar casi en frente suyo, mientras giraba a una velocidad

meteórica. Con la misma rapidez con que había salido se devolvió y

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decidió sacar las unidades del batallón hacia otro lugar, a fin de

protegerlas.

Pichardo Gautreaux recordaría orgulloso el proceder de este

joven oficial, que en medio del peligro se movía con decisión

haciendo “lo que las circunstancias mandaban”. Particularmente

recordaría cómo bajo el ataque le instaba a contraatacar la base,

haciéndole señales a distancia para dirigir los tanques hacia la base.

Pichardo Guatreaux razona para sí que allí solo hay gente inocente

que nada tiene que ver con el ataque: “!Olvídese de eso, teniente!”,

le grita.

Los dos compadres –Pichardo Gautreaux y Medina- lograron

cruzar a los hangares, pero éstos se encontraban ya totalmente

vacíos. Al primer ataque, el personal había reaccionado adecuada e

inteligentemente, sacando los vehículos de los hangares, donde

hubieran quedado a expensas del bombardeo aéreo. Los tanques

rompieron las puertas de acceso, internándose en los bosques, una

maniobra ensayada rutinariamente muchas veces antes. La segunda

oleada de aviones no encontró prácticamente ningún blindado en su

lugar.

El capitán Pichardo Gautreaux respiró confiado ahora en su

posición. Aunque el peligro no había pasado todavía y aún no se

tenía idea del alcance de la agresión, el oficial comandante de los

AMX pensó que camuflajeados y protegidos por la tupida maleza que

bordea el campamento, el potencial ofensivo de sus carros y tanques,

es suficiente para repeler un nuevo ataque.

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La habilidad para reaccionar guiados por el instinto y la

instrucción militar, salvó esa mañana la vida de muchos oficiales y

soldados de infantería. El teniente Marino Almánzar saltó a un tanque

en movimiento y ayudó a guiarlo hacia los bosques circundantes. Su

entrenamiento sobre AMX en el Batallón Bravos de Apures, en la base

aérea de Maracay, Venezuela, durante la dictadura de Marcos Pérez

Jiménez, por fin le valió de algo. Hubiera apostado que jamás

necesitaría de esas tácticas para escaparse de un ataque de sus

propias fuerzas.

Alrededor del mediodía, cuando ya había cesado la acción

aérea, los tanques dejarían la espesura y se internarían por una

pequeña carretera que conducía a la Cruz de Mendoza y Alma Rosa,

dos barrios mayormente habitados por militares. Una vez allí

arrimarían cada vehículo a las marquesinas de las viviendas,

haciendo una especie de escudo defensivo.

Una figura solitaria, tambaleándose, recorrió el trayecto de unos

seiscientos metros de distancia entre el Batallón Blindado y el

hospital de la base aérea. Es el sargento de primera clase José

Antonio Santana, herido en el rostro por un fragmento de cohete.

Con la ropa cubierta de sangre y a punto de desfallecer, pudo con

grandes esfuerzos llegar hasta el centro médico.

Los impactos del bombardeo dejaron rotas las ventanas del

edificio y las camas se hallaban desparramadas. Equipos médicos

aparecían por todas partes, en medio del desorden y la destrucción.

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El ataque no había alcanzado directamente el hospital, pero sus

efectos se dejaban sentir por doquier. Aquello parecía un

“manicomio”.

Santana sería trasladado esa misma mañana al hospital público

del ensanche Luperón, en la zona noreste de la ciudad. Con él sería

llevado Cornelio Veras, raso mecánico, herido mientras reparaba el

automóvil, del coronel Figueroa Carrión Veras, raso mecánico, herido

mientras reparaba el automóvil del coronel Figueroa Carrión. Veras

quedaría inválido para el resto de sus días. Por lo menos otros treinta

soldados heridos serían atendidos precariamente en las primeras

horas de la mañana.

Fue el sentido del deber lo que llevó al padre Guerrero

directamente de la iglesia, ubicado dentro del perímetro del CEFA, al

hospital. Pero antes debió superar un breve inconveniente. El

capitán Luna Peguero, oficial del día, le interceptó, advirtiéndole que

no podía exponerse al peligro. El sacerdote insistió y el oficial le dijo

de la manera más cortés:

-¡Padre, yo soy responsable de su seguridad. Si intenta salir,

lamentablemente tendré que detenerle!

El sacerdote no tuvo más remedio que esperar. El oficial de

leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, quien también estaba de

servicio, parecía muy afectado por los sucesos, diría el sacerdote

después. Al rato, se detuvo un jeep ante la casa de guardia. El

mayor Eladio Marmolejos, comandante de Boca Chica y encargado allí

de la protección de la casa de Ramfis, inquirió desesperado sobre lo

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que estaba sucediendo. El capitán Luna Peguero le explicó

parsimoniosamente y el oficial volvió al jeep y se retiró a toda

velocidad del lugar. En una pausa del ataque, el capitán accede

después a los ruegos del sacerdote y le deja salir.

Lo que encuentra el padre Guerrero al llegar al hospital le deja

trastornado. Hasta allí fue el sacerdote caminando. Pasó el edificio

de la Academia Batalla de las Carreras, cruzó la carretera, traspasó el

barrio de alistados y pasó el club de oficiales hasta llegar al hospital,

un trayecto de alrededor de un kilómetro. El párroco de San Isidro no

encontró a mucha gente en su recorrido, que cubrió en pocos

minutos, pareciéndole todo “desierto como un cementerio”. La gente

estaba metida dentro de sus casas, pegada a los aparados de radio.

En el hospital lo que encuentra “es un verdadero desastre”. Los

restos de las ventanas de vidrio se hallaban esparcidas por todas las

habitaciones y pasillos. Los enfermos andaban arrastrándose por el

piso, debajo de las camas, algunos todavía con sueros, recién

operados.

El director del establecimiento, coronel médico Fulgencio

Santana, le invitó a bajar al jardín donde se había estacionado un

tanque. La presencia de ese blindado ponía en peligro la seguridad

del centro. Su director consideraba que este solo hecho podía

convertir al hospital en un objetivo militar. El peligro era en verdad

grande. El mando del tanque estaba bajo el capitán Billy García

Kundhart, hijo del jefe del Ejército, mayor general Virgilio García

Trujillo.

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Insistía el oficial en quedarse, pero el director y el padre

Guerrero a su vez creían en que debía alejarse de allí lo más pronto

posible. García Kundhart había roto la verja ciclónica que protegía el

hospital para entrar en el área, pero accedió finalmente a irse.

Normalizada, dentro del caos general, la situación dentro del

hospital, el sacerdote se encaminó hacia el barrio de oficiales.

Matilde, esposa del teniente coronel Nadal Lluberes, estaba muy

nerviosa por el cohete que acaba de caer en el traspatio de su casa,

sin explotar. No entraría de nuevo ahí mientras no retiraran el

artefacto.

El sacerdote pudo comprobar que a pesar de todo, las cosas

estaban bien dentro de las viviendas de oficiales a los que tenía en

mucha estimación: los coroneles Elbys Viñas Román y Juan Disla

Abreu, jefe de la escolta de Ramfis; así como la del mayor Mario

Imbert McGregor, contiguas a la de Nadal Lluberes. Las mujeres

lloraban. Unas porque sus esposos estaban en Santiago y

participaban en el bombardeo. Otras porque temían ser alcanzadas

por las bombas.

Desde su oficina de subjefe de Estado Mayor del Ejército

Nacional, con sede en el campamento 27 de Febrero, en Sans Souci,

al lado este del río Ozama, el general de brigada Félix Hermida hijo,

de 37 años, escuchó pese a la distancia el eco del bombardeo. Salió

de prisa al patio y comprobó que su orden de evacuación, dada

minutos antes, se estaba cumpliendo. El teniente coronel David

Kushner Castellanos, oficial ejecutivo del campamento, actuaba con

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presteza moviendo rápidamente, pero en forma organizada, a la

tropa, de cerca de ochocientos hombres, hacia los tupidos farallones

próximos al lugar señalado para la construcción de un Faro a Colón.

Hermida tuvo fortuitamente noticias anticipadas del ataque.

Había llamado minutos antes de las ocho de la mañana al coronel

Papín de León Grullón, comandante de la dotación del Ejército en

Constanza, una población enclavada en un valle a cuatro mil pies

rodeado de montañas en el centro del país, para encargarle una

madera para un trabajo particular en su casa. El oficial le informó

que se había podido captar una conversación en la estación de Alto

de Bandera, que merecía su atención. Las voces parecían la del

general de brigada Rodríguez Méndez, desde un avión, y la del

teniente coronel Alfredo Imbert McGregor, desde la torre de la base

de Santiago. Los dos oficiales hablaban de un bombardeo a San

Isidro y al Campamento 27 de Febrero. La conversación había sido

captada alrededor de medio hora antes.

Hermida llamó de inmediato al despacho del general Sánchez,

pero éste no se encontraba y advirtió al oficial superior de servicio

sobre la posibilidad de un ataque sorpresa. Todo ocurrió demasiado

de prisa a partir de ese momento. La evacuación abarcaba a todo el

personal, excepto el de cocina y los encargados de accionar los nidos

de ametralladoras.

El cielo claro y despejado permitía ver a distancia. Hermida

alzó la vista y divisó una escuadrilla de Vampiros aproximarse desde

la base aérea. El teléfono de su oficina timbró y él salvó la corta

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distancia para tomar el aparato. El secretario de las Fuerzas

Armadas, mayor general González Cruz, es quien llama para saber

qué pasa. Hermida comienza a informarle cuando un fuerte

estruendo retumba en todo el edificio de la jefatura del campamento.

Las ametralladoras responden al fuego.

De inmediato, Hermida decidió trasladarse al pabellón de

oficiales, separado por una amplia explanada antes del cual se

encontraban el depósito de municiones, la iglesia y los tanques de

gasolina. Tras abordar su automóvil Mercedes Benz azul oscuro, para

superar la distancia, alcanzó a escuchar nuevos sonidos de cohetes y

bombas sobre la distante base aérea.

Por el espejo retrovisor, el general pudo ver perfectamente un

Vampiro acercándose a toda velocidad en dirección a su auto. El

piloto, teniente coronel Fernández Smester, regresaba a Santiago tras

cumplir su primera misión sobre San Isidro. Desde los arrecifes hizo

un giro para atacar por igual al campamento y se situó en dirección al

auto en movimiento. Hermida entró instintivamente el brazo derecho

que descansaba sobre la ventana derecha del sillón delantero

mientras gritaba a su ayudante que acelerara y buscara protección

bajo un edificio. Fernández Smester accionó los cañones y dos hileras

de fuego de ametralladoras bordean el Mercedes Benz sin alcanzarle

por escasas pulgadas. El Vampiro toma altura y se aleja en dirección

norte, mientras Hermida toma el guía del carro y lo hace estrellar

contra una pared para evitar que se deslizara por una pendiente, al

acercarse a los farallones.

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Esta escena fue confirmada al autor tanto por Hermida como

por Fernández Smester. El oficial piloto dijo que al accionar los

cañones sólo respondieron los de afuera y que los del ángulo

cerrado se atascaron. De otra manera hubiera destrozado el

Mercedes Benz y dado muerte a Hermida. Días después, cuando

ambos coincidieron de nuevo en la base de San Isidro, hicieron

mención de este hecho. Fernández, que tenía un profundo aprecio

por Hermida, le abrazó con lágrimas en los ojos.

Del campamento, Hermida corrió a la guarnición contigua,

donde funcionaba el Centro de Enseñanza del Ejército. Su

comandante, el mayor General Pedro V. Trujillo Molina, tío de Ramfis,

de 60 años, estaba en la galería ensimismado ante el espectáculo.

Por un “milagro”, pensó Hermida, no le alcanzó una ráfaga de un

Vampiro. El oficial le pidió que ordenara evacuar las tropas del

recinto y las preparara para si se fuese necesario entrar en acción. El

hermano del desaparecido dictador, asintió y acató la orden como si

proviniera de un superior.

Después de la primera oleada de ataque y tras conocerse los

propósitos del levantamiento, muchos pilotos que quedaron

rezagados en San Isidro, tomaron aviones para unirse al general

Rodríguez Echavarría.

El general dispuso una protección permanente de los cielos de

Santiago, en previsión de una represalia aérea. El capitán Pedro

Héctor Dipp Medina, de 26 años, no sólo tomó parte ese día en

incursiones a San Isidro, sino que tuvo a su cargo la defensa aérea del

centro de operaciones del movimiento.

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Cada vez que la torre de control de la base de Santiago recibía

el aviso de la aproximación de un avión, Dipp Medina y otros pilotos

alzaban vuelo para obligarlos a mostrar sus intenciones antes de

permitir que se aproximaran demasiado. La señal solicitada era la de

enseñar el tren de aterrizaje, que les obligaba a disminuir la velocidad

y les impedía además usar sus armas, y dirigirse desde distancia así

hasta la base.

El teniente coronel Juan de los Santos Céspedes recibió

instrucciones del general Sánchez hijo de regresar con sus AT-6 desde

Constanza. Pero en lugar de ir a San Isidro, De los Santos hizo el viaje

más corto hacia Santiago. Rodríguez Echavarría le ordenó a Dipp

Medina que lo interceptara y si era necesario abriera fuego contra el

avión. El joven oficial, colérico por la forma en que se le dio la orden,

le dijo que nunca dispararía contra sus compañeros y le entregó la

pistola. Entonces el general ordenó su arresto.

Entre Rodríguez Echavarría y Dipp Medina existía una relación

muy íntima de superior y subalterno. El segundo había estado de

servicio en la base de Santiago durante tres años, al servicio directo

del general. Seis meses antes de estos acontecimientos consiguió

su traslado a San Isidro. Dipp Medina fue uno de los primeros

aviadores en llegar esa mañana a Santiago, con el grupo del capitán

Polanco Tovar. Su arresto en la mañana del domingo 19 de

noviembre, no alteró las relaciones entre ambos y Dipp Medina

volvió a ser oficial asistente de Rodríguez Echavarría días después,

al regreso de éste a San Isidro como vencedor.

Otros oficiales confrontaron problemas similares. Uno de ellos

fue el capitán Pedro Julio Guerra Ubrí (Tingo) , tras cuyo ascenso el

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día anterior, recibió orden de trasladarse a Santiago en el avión del

general Rodríguez Echavarría. Cuando se enteró del ataque a los

tanques y la artillería, Guerra pensó en el peligro que correría su

hermano, José Antonio, primer teniente del CEFA, y dejó saber su

descontento por la acción.

Se le desarmó y encerró en su habitación por el resto del día.

Esa misma tarde se le explicó que nada había pasado a su hermano y

la mañana siguiente, lunes 20 de noviembre, hizo turno de guardia,

como oficial del día.

La torre de control informó a media mañana que un P-51 se

acercaba. El teniente Alfredo Hernández Díaz lo interceptó con un

Vampiro MK-5, situándose sobre él. Era su amigo, el también

teniente Gustavo Larrauri González, que iba a sumarse al

levantamiento. Hernández le advierte por radio:

-Mira hacia arriba para que te cagues. Si no sacas el tren te

derribo. Larrauri González reconoce la voz y le responde:

-Pei, soy yo, Gustavo.

-No tengo que ver quien eres. Si no bajas inmediatamente el

tren te derribo.

El piloto del Mustang obedeció y fue escoltado hasta Santiago.

Como todos los domingos, desde que asumiera la Presidencia,

Balaguer asistió esa mañana a la iglesia del Palacio Nacional,

separada del edificio central sede del Ejecutivo, por un prado verde

bien cortado. El Presidente subió primero a su despacho y bajó luego

en compañía del subsecretario Felipe Osvaldo Perdomo, su joven

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secretario particular Rafael Bello Andino y oficiales de su escolta,

cubriendo la distancia de pocas yardas sin detenerse.

La misa de media hora concluyó a las 8:30 de la mañana. En

medio de la ceremonia, un ayudante le susurró al oído las últimas

novedades. Balaguer permaneció tranquilo y esperó que el oficio

terminara.

La impaciencia parecía dominar a los asistentes, civiles y

militares. El Presidente se permitió todavía gastar unos minutos para

saludar a algunos de los fieles, en su mayor parte funcionarios del

Gobierno y amigos.

Nadie podía imaginar, al seguir sus pasos tranquilos hacia su

despacho, que el mensaje susurrado a su oído en la iglesia era de que

se había producido un levantamiento y que un fuerte bombardeo

estaba estremeciendo la base élite de las Fuerzas Armadas

dominicanas. Ningún rictus en su rostro impertérrito, ninguna señal

de emoción exterior, dio indicación de que las graves noticias habían

alterado a este hombre de baja estatura y anatomía endeble.

Sus ayudantes, detrás de él, parecían en problemas para seguir

sus pasos, largos y firmes.

El primer contacto entre el líder del levantamiento y el

Presidente se produce poco después de las diez e la mañana. Es

Balaguer quien le llama pidiéndole una tregua.

En las primeras horas de la mañana de ese domingo, el

Presidente estuvo sometido a muchas presiones de los partidarios de

los Trujillo. El general Sánchez y el coronel Figueroa Carrión fueron a

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verle. Sánchez creía que podía dominar la situación. Su evaluación

estaba basada en la presunción de que la base de Santiago carecía

de municiones, repuestos y combustible para una ofensiva o

resistencia prolongada en caso de un contraataque. El jefe de Estado

Mayor ignoraba que en las últimas semanas, Rodríguez Echavarría

había estado recibiendo de todo ello en partidas extraordinarias.

La noche anterior, después de despedir a Ramfis en el puerto

de Haina y reunirse con los oficiales superiores en su despacho,

Sánchez visitó a Negro Trujillo para proponerle la expulsión de

Balaguer de la Presidencia. El Generalísimo estaba muy confundido y

preocupado por los acontecimientos posteriores a su regreso tras su

breve exilio en Bermudas y necesitaba tiempo para decidir sobre

estas cuestiones. Sánchez se fue a dormir a la base decepcionado y

seguro de que para ellos se iniciaba una cuenta regresiva. Las

indecisiones del ex-presidente Héctor Bienvenido Trujillo Molina

resultarían fatales. En esto Sánchez no se equivocaba.

Balaguer tuvo un aliado decisivo en esas horas cruciales. La

presencia en el Palacio Nacional del cónsul norteamericano John

Calvin Hill y la proximidad de la flota estadounidense, desalentaron

los planes en su contra. Mientras el Presiente despechaba en su

oficina de la segunda planta y recibía las visitas sucesivas de oficiales

y de los propios tíos de Ramfis, el cónsul de los Estados Unidos

permanecía activo en la planta superior.

Después de escuchar al Presidente, el general Rodríguez

Echavarría aceptó una tregua con la salvedad de que “hay misiones

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en el aire”. El oficial tenía sus dudas. Muy respetuosamente había

dicho al Presidente:

-Usted es el comandante en jefe, pero me cuesta obedecer esa

orden, ya que no puedo saber si me está hablando bajo presión.

En efecto, el general Sánchez y otros oficiales leales a los

Trujillos se encontraban en esos momentos en el despacho

presidencial.

En una entrevista, Sánchez me dijo que él había llamado del

despacho del Presidente a Barahona, aunque no mencionó a

Santiago. Cuando le pregunté si Balaguer había autorizado la

llamada, me dijo cortantemente: “No se si quería que llamara”.

En la media hora siguiente, una serie de hechos anularían

los efectos de esa tregua precaria. A las misiones que se refería el

jefe militar eran los bombardeos de puentes y de la antena de La Voz

Dominicana, propiedad de Petán, que aún transmitía proclamas

contra el movimiento. Del otro lado, los informes de que los tanques

de San Isidro se habían reagrupado en Alma Rosa con el propósito de

preparar una contraofensiva terrestre, alarmaron al general

Rodríguez Echavarría.

En una nueva conversación telefónica, Balaguer se quejó

después de informes de que los sublevados “están destruyendo

Bonao”. El general le advierte que está siendo “engañado” por el

general Sánchez y su gente y que en vista del giro que ha tomado la

situación, el Presidente debe deportar a todos los Trujillos, no

solamente a Negro y Petán, como había reclamado inicialmente. En

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la lista tenían que ser incluidos todos, sin excepción, entre ellos el

general Sánchez, cuya destitución debía producirse de inmediato.

Rodríguez Echavarría se echó hacia atrás en su sillón y tomó

una lista manuscrita de oficiales generales y personeros del régimen

que habían preparado Ramón Tapia Espinal y los tenientes coroneles

Elías Wessin y Alfredo Imbert McGregor, y leyó cada uno de los

nombres allí escritos.

Balaguer asintió calmadamente del otro lado de la línea.

El ambiente de aparente tranquilidad en el Palacio Nacional, no

parecía guardar relación con los sucesos que tenían lugar en San

Isidro. A excepción del nerviosismo de los oficiales de servicio, nada

parecía indicar ninguna situación anormal. Balaguer llegó a la hora

de costumbre, pese a ser domingo, y permanecía tranquilamente en

su despacho, laborando como un día cualquiera.

De pronto, la violenta llegada de los hermanos Trujillo a la sede

presidencial alteró el ambiente. Negro y Petán, como solían hacerlo,

entraron por la puerta trasera de la Avenida México. No tuvieron

tropiezos para traspasar la custodiada verja posterior que esa

mañana tenía guarda redoblada.

El exhausto oficial de puesto marcó la hora exacta de la llegada

de los Trujillo –10:45 de la mañana- y se cansó de contar la larga cola

de guardaespaldas, grotescamente ataviados, aunque fuertemente

armados de fusiles y armas blancas. El tristemente célebre ejército

de Cocuyos de Petán parecía esa mañana más numeroso que nunca.

El teniente de la Guardia Presidencial calculó que más de ochenta

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hombres armados siguieron a Petán a su ingreso a los predios del

Palacio Nacional.

Sin rumbo fijo, los Trujillo subieron a la tercera planta. En el

Salón de Embajadores, desde donde podía contemplarse, en

lontananza, la presencia de la flota de buques norteamericanos,

Negro y Petán encontraron al cónsul Hill. Tras una agria discusión

sobre lo que estaba ocurriendo en San Isidro, Petán encañonó con su

ametralladora Thompson el pecho del cónsul norteamericano,

gritándole que le consideraba responsable de cuanto estaba pasando.

Petán lucía fuera de sí. Negro haciendo acopio de sangre fría

desvía el arma de su hermano, espetándole:

-¿Te estás volviendo loco? ¿No te das cuenta de que esta gente

(los norteamericanos) ya no quieren saber de nosotros? ¡Veámonos

de aquí!

Hill respiró aliviado, y los dos hermanos bajaron rápidamente

las escaleras contiguas al ascensor que comunica con el pasillo que

daba al despacho del Presidente, en la segunda planta.

Este incidente fue presenciado por varios testigos. Uno de

ellos, el doctor Tesmístocles Messina, Secretario de Justicia, pero

simpatizante de UCN, se lo contó al doctor Ramón Cáceres ese

mismo día. Cáceres se encontraba escondido en la residencia del

doctor Messina desde la noche anterior, sábado 18 de noviembre.

Después del enojoso incidente con el cónsul Hill, Negro y Petán

se dirigieron al despacho presidencial, al que entraron sin anunciarse.

El subsecretario Perdomo contempló la escena estupefacto.

Petán marchaba a la cabeza, con el rostro parecido al de un

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“demonio” por la furia. Perdomo se adelantó y se detuvo ante la

puerta de la oficina, cuando los hermanos irrumpieron en ella en

forma abrupta.

El coronel Figueroa Carrión, que había entrado antes, escuchó

gritar a Petán, metralleta en mano, desde la puerta dirigiéndose al

mandatario:

-¡Traidor!

El Presidente se levantó tranquilamente, dio la vuelta del lado

izquierdo del escritorio y se paró de espaldas al mueble, apoyando la

mano derecha en él. Petán continuó gritando, oscilando su arma por

unos minutos. Balaguer esperó pacientemente. Cuando estimó que

aquel había terminado se dirigió a ambos, diciéndoles que debían irse

del país de inmediato, para evitar estallidos más graves de violencia.

Cualquier tentativa de cambiar el curso de los acontecimientos

por la fuerza, sólo provocaría un baño de sangre. El Presidente les

advierte que los norteamericanos no consentirían un retroceso

político en el país.

Los Trujillo oponen resistencia inicial, pero Balaguer sigue firme.

Negro interviene y le dice que no tienen dinero para irse. Balaguer

responde que eso no es problema, se les dará. Negro advierte que es

domingo y el banco no abre. Eso tampoco debe ser problema,

responde Balaguer.

Negro entonces apacigua a Petán y ambos se retiran. Ajeno al

tremendo desorden afuera de su despacho, el Presidente retorna a su

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escritorio y se entrega de nuevo a sus labores, como si nada hubiera

ocurrido.

Uno no puede imaginarse un final menos glorioso para la Era

que controló la vida del país en forma absoluta durante 31 años.

Acerca de estos últimos minutos de su existencia, se han tejido

muchas versiones, pero se ha escrito en realidad muy poco. El

propio Balaguer es increíblemente parco en sus Memorias de un

Cortesano de la Era de Trujillo y se limita a narrar lo siguiente:

“El día 19 de noviembre de 1961, después del bombardeo a la

Base Aérea de San Isidro y de turbulencias que estuvieron a punto

de cubrir de sangre a todo el país, me reuní en una sala del Palacio

Nacional, presidida aún por la fotografía de Trujillo, obra del pintor

español López Mezquita, con el generalísimo Héctor B. Trujillo, con

el general Pedro Rafael Rodríguez Echavarría y con el encargado de

los asuntos de la misión diplomática de los Estados Unidos, señor

John Calvin Hill, una especie de agente secreto que se había

distinguido en el desempeño de misiones difíciles en distintos

países. El tema que se puso en discusión fue el de la salida de

todos los miembros de la familia Trujillo como único medio de evitar

una guerra civil y de calmar los ánimos peligrosamente exaltados.

El generalísimo Héctor B. Trujillo, después de varias horas de

dramática expectación, accedió a abandonar el territorio

dominicano, bajo la condición de que se le pusiera a su orden la

suma de un millón de dólares y de que se le garantizara la

conversión, varios días después, de doce millones de pesos más en

moneda norteamericana. El señor John Calvin Hill tomó la palabra y

expuso que su gobierno avalaría los compromisos que en ese

sentido hicieran con la familia Trujillo las autoridades dominicanas.

Otros miembros del clan familiar, entre ellos el general José

Arismendy Trujillo Molina, alias Petán, se mostraron más reacios a

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aceptar esa propuesta, pero al fin optaron por someterse a ella con

las mismas garantías, tanto del Gobierno dominicano como del

Gobierno de los Estados Unidos”.

Esta versión tiene evidentemente algunas imprecisiones. El

general Rodríguez Echavarría no abandonó la base de Santiago

durante todo el domingo 19 de noviembre. Es posible que Balaguer,

se confundiera y hubiera querido referirse al coronel Pedro Santiago

Rodríguez Echavarría, hermano del general, quien sí le visitó en el

Palacio Nacional en compañía del licenciado Rafael F. Bonnelly.

Pero esta reunión se produjo el lunes 20 en horas de la mañana,

cuando ya se había destituido al general Sánchez y la decisión de

extraditar a los Trujillo del territorio nacional estaba tomada.

Negro y Petán, en efecto, abandonaron el país la noche del 19 de

noviembre. El hermano del general Rodríguez Echavarría y Bonnelly

descendieron en un helicóptero en los propios predios del Palacio

Nacional, cuando era ya evidente que todas las guarniciones

militares aceptaban el pronunciamiento del comandante de la base

de Santiago y no existía posibilidad de una reacción militar de parte

de los Trujillo y sus partidarios. Las distintas versiones recogidas

durante la investigación para este libro, coinciden en que el

encuentro de Balaguer con Negro y Petán Trujillo tuvo lugar en su

despacho y no en otra sala del Palacio Nacional, como aquel

escribiera en sus Memorias. Es curioso que la participación de

Petán en ese incidente aparezca en el libro citado como algo

marginal.

El coronel Figueroa Carrión recordó “perfectamente” la

irrupción violenta de los dos hermanos y los gritos histéricos de uno

de ellos, Petán. El oficial me dijo que había corrido después del

primer ataque a San Isidro al Palacio Nacional a informarle del

respaldo de su Batallón Blindado al Gobierno. El general Sánchez

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alegó, en cambio, que no recordaba nada de ese incidente. Sin

embargo, doña Mercedes, viuda de Felipe Osvaldo Perdomo,

Subsecretario de la Presidencia en esos días, me relató que su

esposo le solía contar que, efectivamente, los dos Trujillo habían

penetrado en forma poco usual al despacho del Presidente y

entablado allí una conversación tensa. Con algunas diferencias en

los detalles, la versión de la viuda Perdomo y la del coronel

Figueroa Carrión concuerdan en sus puntos esenciales. Hubo

muchos otros testigos. Uno de ellos fue el alférez de fragata –

segundo teniente- Jesús de la Rosa, de 23 años, oficial de una

barcaza de desembarco (BDI Sirio) de la Marina de Guerra, con

puesto en Barahona. Ese día, De la Rosa viajó temprano a la capital

para resolver varios asuntos en la jefatura de Estado Mayor,

ubicada en el edificio de las Secretarías de las Fuerzas Armadas en

la Feria de la Paz, que había organizado Trujillo en 1955 con motivo

de los festejos del 25 aniversario de su Era. Cuando se enteró del

bombardeo a la base, De la Rosa se dirigió por curiosidad al Palacio

Nacional en busca de informaciones, para “poder contarle” luego a

sus compañeros en Barahona. Nadie le preguntó al entrar a la sede

presidencial, donde vio un gran desorden y muchos oficiales

caminando de un lado a otro. De la Rosa asegura haber visto a

Negro y Petán entrar al despacho presidencial de mala manera.

Con el tiempo ha cobrado tintes de leyenda la versión de que

Balaguer amenazó a los dos Trujillo señalando a través de las

ventanas de su oficina hacia el sur, para mostrarle la presencia de

los buques norteamericanos. Es probable, sin embargo, que una

escena similar se produjera en la planta superior, cuando los dos

tíos de Ramfis discutían con el cónsul de los Estados Unidos. Es

posible, asimismo, que Balaguer sostuviera luego alguna reunión

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con Hill y Negro Trujillo en otra sala del palacio presidencia, lo cual,

en parte, explicaría la versión que aparece en sus Memorias.

En el mismo libro Balaguer se refiere a ello, sin aclarar el

misterio por completo, al señalar: “Cuando la crisis se agudizó, tras

el golpe militar encabezado por Rodríguez Echavarría el supuesto

Cónsul General (John Calvin Hill) llegó a ofrecerme, en nombre del

Gobierno de su país, la intervención de los barcos norteamericanos,

surtos a poca distancia de nuestras aguas territoriales, para

constreñir a la familia Trujillo a abandonar el territorio dominicano.

Esas insinuaciones fueron desde luego rechazadas y entonces todos

los esfuerzos de ambos gobiernos se encaminaron a convencer al

generalísimo Héctor Trujillo y a los demás parientes a salir por su

propia voluntad con rumbo a un país situado fuera del continente

americano”.

Balaguer insiste que “en las reuniones” celebradas en el

Palacio Nacional con “ese objeto”, el cónsul Hill se limitó a

“respaldar los ofrecimientos y los puntos de vista del Gobierno con

respecto a la familia Trujillo”.

Muchas otras personas –ex-oficiales y antiguos funcionarios-

que aseguraron haber estado esa mañana en el lugar, ofrecieron

versiones distintas, a veces coincidentes con las narradas en este

libro. El autor prefirió desecharlas ante la insistencia de que no se

les mencionara o citara detalles que pudieran contribuir a

identificarlos.

Del Palacio Nacional, Figueroa Carrión fue a su casa, la número

9-A de la calle Pasteur, a cambiarse de ropas. Su esposa Flor

Malagón de Figueroa, de 34 años, uno menos que él, quedó

impresionada por su aspecto. Normalmente atildado y elegante, lucía

esta vez desaliñado, con las ropas sucias y arrugadas, mojadas de

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sudor. El oficial apenas permaneció el tiempo requerido para

mudarse de traje.

A pesar de su aspecto inusual, Figueroa no parecía excitado.

Flor no pudo notar nada raro en él salvo el estado de sus vestimentas

militares. Aún cuando en parte el ataque a San Isidro estaba

motivado por el temor que oficiales como él inspiraban a los rebeldes,

Figueroa tenía problemas con algunos de los Trujillos. Sus

dificultades con Petán, por ejemplo, se remontaban a la lejana época

en que él fue cadete. Un incidente de entonces había motivado que

le enviaran a estudiar a la Argentina, donde hizo cursos de infantería

y estado mayor y adquirió, además, la nacionalidad de ese país.

Muchos de sus subalternos sentían hacia él una gran admiración que

provenía de su capacidad militar y de su trato personal hacia sus

tropas.

Poco antes de salir, ya completamente cambiado de ropas, el

oficial le dijo a su mujer:

-¡Prepara las maletas y a los tres niños que nos vamos todos!

Flor no le hizo preguntas, mientras le veía marcharse en su

automóvil. Figueroa se dirigió de nuevo a la base de San Isidro.

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11LA PAZ VUELVE A SAN ISIDRO

“Al nacer el hombre escoge uno de los tres caminos de la vida, y no hay otros: vas hacia la derecha y los lobos te comen, vas hacia la izquierda y tú te comes los lobos, vas derecho y te comes tú mismo”.

ANTON CHEJOV

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A media mañana del domingo 19, el yate Presidente Trujillo se

encontraba ya en ruta hacia las islas francesas de Guadalupe. La

radio del barco logró captar una transmisión acerca de los últimos

acontecimientos en la República, que incluían distintas versiones

sobre la partida de Ramfis que, a esa hora, todavía permanecía en su

camarote.

El capitán Gil García fue llamado de nuevo a las habitaciones

del general. Con la mirada ausente y el rostro cansado por una mala

noche, Ramfis le inquirió:

-¿Estamos aún al alcance de los aviones?

-¿De cuáles aviones, general?-, pregunta el oficial. Ramfis le

lanzó una mirada fría y cortante.

-¡De los nuestros, por supuesto!

El capitán asiente. Entonces, Ramfis le ordena armar las

ametralladoras y preparar los cañones de la fragata, para en caso de

un ataque. Gil, ignorante de cuanto ocurre en el país, no puede creer

que aviones de combate dominicanos agredan a un buque de la

marina nacional.

La tensión dentro de la nave crece al hacerse más ostensibles y

molestas para la tripulación las medidas de seguridad adoptadas por

la guardia de Ramfis. Los hombres armados de metralletas colocados

frente a la cabina de mando lucen a los oficiales a bordo más alertas.

Entre tanto, los equipos de comunicación permanecen en (total

silencio) para la tripulación. Ramfis había ordenado que durante todo

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el trayecto, desde la salida de Haina la noche anterior, se mantuviera

al capitán y a los demás oficiales del yate, incomunicados del resto

del mundo.

Media hora más tarde, timbra el teléfono privado de la oficina

presidencial del yate. Era el general Sánchez hijo para dar un informe

a su jefe y ponerle al habla con Balaguer. La llamada se produce

desde el despacho del Presidente en el Palacio Nacional. Ramfis se

ofrece regresar, en un tono poco convincente, para ponerse a las

órdenes del mandatario.

-No hace falta, general- le responde con voz queda y tranquila

el Presidente-. Todo está bien. Tenga buen viaje y descanse.

Para el general Rafael Trujillo Martínez, jefe de Estado Mayor

General Conjunto de las Fuerzas Armadas, hijo mayor y predilecto del

Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina, se iniciaba en realidad

un largo y definitivo exilio. Jamás pisaría de nuevo tierra dominicana.

En la tarde de ese mismo día, el camarero del yate, Carlos Ruiz

Pillier, se acercó a su amigo el sargento oficinista José Dolores

Guerrero, de 29 años, con un pedazo de papel arrugado en las

manos. Pillier parecía nervioso cuando le hizo entrega de la hoja.

-¿Qué es esto?-. le preguntó intrigado.

-Lo encontré en la recámara del general.

El sargento leyó detenidamente el texto del radiograma

recibido por Ramfis: “Fracasamos. Echavarría se viró. Firmado

Sánchez hijo”. Asustado, devolvió inmediatamente el papel a Piller,

mirando hacia todos lados:

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-Mira muchacho. ¡Ve y pon esto donde mismo lo encontraste!

Los temores del general Rodríguez Echavarría con respecto a la

posibilidad de un contraataque terrestre, no estaban infundados. Las

fuerzas blindadas y de infantería tenían suficiente capacidad para

emprender una contraofensiva exitosa. Quedaban aviones en San

Isidro y una acción combinada aire-tierra podría generar un conflicto

prolongado.

A medida que avanzaba la mañana, su posición parecía ir

consolidándose. Pero algunas adhesiones de viejos generales con

mandos de fortalezas del Ejército en poblaciones como San Juan de la

Maguana y Azua, en el lejano suroeste; Bonao, La Vega y Moca, en el

Cibao central, eran sólo el producto de la convicción de aquellos de

que había poco que hacer. Si surgía de pronto una fuerte resistencia,

cabría la posibilidad de suponer cambios en muchas de esas

adhesiones de conveniencia.

Cuando exigió a Balaguer la deportación inmediata de una larga

lista de generales e influyentes miembros de la familia y el clan

trujillista, pretendía sobre todo eliminar este escollo tan peligroso.

Sabía que ya no se trataba solamente de salvar su honor como líder

del levantamiento. Sus vidas y las de sus familias estaban en juego

también. Era ya cuestión de sobrevivir a toda costa y a cualquier

precio. Muchos de los generales que habían adherido sus cuarteles al

movimiento, figuraban en la lista leída por el general Rodríguez

Echavarría al Presidente.

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Para la mayoría de los oficiales situados del otro lado, la

situación era muy similar, aunque por diferentes motivaciones. El

bombardeo a los batallones Blindado, de Infantería y Contra Guerrilla

había sido ejecutado ante el temor de que esas fuerzas, dirigidas por

miembros del clan reinante, respaldaran el golpe planeado con el fin

de perpetuar la dictadura. Sin embargo, en su mayoría tratábase de

jóvenes oficiales de carrera sin compromisos con el pasado. Muchos

de ellos estaban tan aturdidos como los oficiales pilotos que soltaron

sus cohetes y bombas contra las instalaciones de tierra. Desde sus

propias perspectivas, eran el cuerpo élite de las Fuerzas Armadas.

Los recelos y distanciamientos con sus compañeros pilotos estaban

fundamentados en la creencia de que éstos los consideraban como

oficiales inferiores. En cambio eran tan buenos en sus especialidades

como los aviadores, y decenas de ellos habían cursado estudios en

escuelas militares del exterior obteniendo notas sobresalientes. La

oficialidad de los batallones Blindado y de Infantería se resistía a ser

estigmatizada por un prejuicio de casta militar. A fin de cuentas ¿qué

se creían éstos pilotos? A los que consideraban simples “choferes de

aviones”, sin ningún concepto de la estrategia de la guerra moderna.

Ellos, los oficiales de tierra, constituían la verdadera élite

menospreciada del ejército dominicano.

Les dolía principalmente la suposición de que siendo tan

jóvenes y bien preparados, quisiera acusárseles de estar atados a

compromisos políticos con el “pasado” a los cuales parecían

amarrados, en cambio, muchos de los políticos que ahora blandían

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estandartes democráticos. La UCN era un buen ejemplo de

comparación.

El ataque aéreo los había enfurecido. Era además injusto,

pensaban. Los cohetes y bombas de 500 libras pudieron haber

causado una enorme mortandad, por más que se alegara que no

existía el propósito de dañar a nadie, sino simplemente disuadirlos a

no respaldar un golpe regresivo. Sólo el instinto bien desarrollado de

conservación y la aplicación de las tácticas de combate aprendidas en

las academias militares les habían permitido salir bien de este ataque

duro de sorpresa.

No obstante, el capitán Pichardo Gautreaux desechó todos los

demás pensamientos y se concentró en la forma de sacar a sus

tropas y blindados de la espesura. Los bosques sirvieron de

excelente protección a sus fuerzas, pero se imponía ahora un

reagrupamiento para pasar a la ofensiva. El teniente Forteza

Peynado estaba molesto porque en la confusión nadie pensó en la

utilidad de la comunicación por radio. Los AMX poseían modernos

equipos de comunicación, pero ninguno los empleó para establecer el

contacto tan indispensable para unificar las órdenes y someter las

acciones a una línea adecuada de mando.

En la huida apresurada, los carros fueron trasladados a ambos

lados de los bosques. Los aviones seguían realizando ataques

esporádicos y dos bombarderos sobrevolaron las áreas tratando de

determinar la ubicación exacta de los tanques. Salir a la claridad

implicaba asumir sus riesgos.

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De la misma manera que no existía una comunicación entre los

propios comandantes de tanques, tampoco la había entre éstos y la

base de Santiago. Escondidos entre la maleza, luchando por

sobrevivir a una agresión inesperada, los oficiales de infantería y de

blindados estaban al mediodía completamente ajenos al curso de los

acontecimientos. Carecían de la más mínima información confiable

respecto de la marcha de las gestiones político-militares de las

últimas horas. Abandonados a su suerte, primaba en ellos

únicamente el instinto de sobrevivir y estaban dispuestos a

conseguirlo.

Todavía les esperaban horas de enorme inquietud y peligro.

Aturdidos por el sofocante calor y la tensión de las últimas horas, el

deseo de regresar a sus hogares sanos y salvos los dominaba cuando

la interminable hilera de tanques y orugas abandonó, durante un

receso de la actividad aérea, la relativa seguridad de los montes. La

columna se internó por un camino semi construido que unía a la base

con el barrio Alma Rosa, donde residen cientos de oficiales y

soldados.

Detrás dejaban una estela de destrucción. Los ataques aéreos

habían dañado las instalaciones de sus batallones. Los tres hangares

de tanques “parecían coladores”, como comprobaría más tarde el

capitán Pichardo Gautreaux. Todas las ventanas quedaron

pulverizadas. La destrucción podía verse por doquier. El hospital

contiguo ofrecía una visión deplorable.

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El gran momento llegaba. Durante años recibieron instrucción

para sobrevivir a este tipo de situación. Ahora sus vidas dependían

de la habilidad que pudieran ellos mostrar para aplicar esas

enseñanzas.

Pichardo Gautreaux ordenó a las unidades de su compañía de

AMX unirse a la columna de carros. Los oficiales superiores del

batallón no aparecían por el lugar desde los primeros ataques. De

manera que su seguridad personal y la de su propia gente dependía

de su capacidad para imponerse a las circunstancias.

El oficial observó la determinación de su joven asistente, el

teniente Forteza detrás suyo en un AMX y dedicó algunos segundos a

rememorar los momentos anteriores de peligro. El sargento González

no tenía idea clara de cuáles eran sus pensamientos cuando le oyó

decir, en voz alta:

-¡Claro que podemos hacerlo!

Los AMX eran las unidades insignias de las fuerzas de tierra de

la Aviación Militar. Quince en total, fueron adquiridos a finales de

1959, como resultado de la expedición armada de Constanza, Maimón

y Estero Hondo, el 14 de junio de ese año. De manufactura francesa,

figuraba entre los equipos de su género más versátiles de las fuerzas

de la OTAN en Europa. Tratábase de tanques totalmente nuevos,

que inclusive habían sido armados en los talleres de la propia base. A

pesar de sus 13 toneladas de peso, eran vehículos de una gran

movilidad y destreza, dotados con cañones de 75 milímetros y dos

ametralladoras de 7.62 milímetros.

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Eran unidades tan útiles y modernas que todavía si quedaban

destruidos o inutilizados durante un combate, podían separárseles las

ametralladoras y ser usadas independientemente. Portaban

explosivos, perforantes y fumígenos, cohetes de camuflaje para crear

cortinas de humo y permitir maniobras del tanque ante ataques

sorpresas de corta distancia.

Estos tanques reforzaron una dotación que contaba ya con

otros 13 carros blindados Linx, de fabricación sueca, con cañón de 20

milímetros y tres ametralladoras cada uno de ocho milímetros.

Existían también 18 tanques L60, suecos, con cañones de 37

milímetros y ametralladoras del mismo calibre que los Linx.

Estaban igualmente otros 50 carros blindados llamados Half

Track, con extracción de gomas delanteras y orugas atrás, armados

con ametralladoras de 50 milímetros. El arsenal blindado incluía dos

tanques norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial M3A1, con

cañón de 35 milímetros y ametralladora de 50, ya antiguos y

obsoletos, pero en perfecto estado y muy valiosos por su enorme

capacidad de fuego.

Las piezas de artillería de diversos calibres superaban en

número todas estas unidades. No se requería de un gran ejercicio

mental para entender la preocupación de la base de Santiago ante la

posibilidad de una contraofensiva terrestre a cargo de estas unidades

y piezas.

El teniente Marino Almánzar, a cuyo cargo estaba el

mantenimiento diario de estos equipos móviles, no tenía duda acerca

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de la efectividad de una acción terrestre bien coordinada. Su

compañero, el teniente Ernesto González González (El Gato), tenía

ganas irrefrenables de entrar pronto en acción. Si habían sido

atacados a mansalva y sin previo aviso, les correspondía de buena ley

responder con todos los medios a su alcance.

Por eso no puso objeción a la sugerencia de algunos oficiales de

tomar en rehén a las esposas e hijos de los pilotos y hacerles saber

que un nuevo ataque pondría en juego la vida de éstos.

Las misiones aéreas continuaron aún después de la primera

conversación telefónica entre el Presiente y el general Rodríguez

Echavarría. Una de ellas estuvo a punto de provocar la

insubordinación de uno de los oficiales más activos del movimiento.

Alrededor de hora y media después de haber tomado parte en la

primera de las incursiones sobre San Isidro, el teniente coronel

Fernández Smester recibió instrucciones de preparar dos Vampiros

con bombas de 500 libras.

Como todas las anteriores ese día, la operación tenía sus

inconvenientes. La pista de Santiago era más pequeña que la de San

Isidro. Con sus dos bombas bajo las alas, el peso de la resistencia

para el despegue era mayor. Los Vampiros se desplazarían en tierra

a menos velocidad y requerirían por ende una superficie más larga

para poder despegar. El oficial estaba concentrado en ese problema

técnico, cuando un jeep llevó al teniente Hernández Beato hasta la

cabeza de la pista con instrucciones del general Rodríguez Echavarría

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de destruir La Voz Dominicana, que seguía transmitiendo a favor de

Petán Trujillo.

Fernández Smester apagó inmediatamente su avión e hizo

señas al piloto del segundo reactor, el capitán Vinicio Morales

Bobadilla, de 29 años, para que hiciera otro tanto. La Voz

Dominicana estaba ubicada en un sector muy populoso de la zona

norte de la ciudad y un ataque allí con bombas podía ocasionar

muchas víctimas inocentes.

Los dos pilotos tenían, además, razones personales muy

poderosas para negarse a cumplir esa misión. Fernández Smester

piensa que si su esposa Margot ha logrado salir de la base,

seguramente ha buscado refugio en casa de su padre, propietario de

una farmacia próxima a la calle Doctor Delgado, en las cercanías de

la estación televisora. Las razones de Morales Bobadilla, son

similares. Su esposa, Melania García de Morales, de 19 años, se

encontraba desde la tarde anterior en casa de su madre, en la calle

Barahona, también por los alrededores de la televisora. Se habían

casado en 1957, cuando ella apenas tenía 15 años. No tenían hijos.

En 1959, tuvieron una niña que murió ocho horas después de haber

nacido. A esa hora de la mañana del domingo 19 de noviembre,

Morales Bobadilla piensa que Melania puede estar en el teatro de La

Voz Dominicana viendo, como solía hacer, Buscando Estrellas, su

programa favorito. Nada, pues, le haría cumplir una orden tan

descabellada.

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Al notar la indecisión de los pilotos, el coronel Rodríguez

Echavarría corrió ante ellos y le pide una explicación a Fernández

Smester de porqué ha apagado el Vampiro. El oficial le explicó. El

otro llamó entonces a su hermano y éste cambió la disposición

ordenando arrojar las bombas nuevamente en el Batallón Blindado y

los Vampiros despegan.

Los dos pilotos tenían una cosa en común, el número de sus

aparatos. Fernández Smester volaba preferentemente el Vampiro

2718 y el 2713, porque nació un 18 de diciembre y porque su madre

había muerto un día 13. El creía que éste último debía darle suerte,

pese al maleficio, aunque esa mañana volaba el primero. Morales

siempre prefería el 2728 y el hecho de estar dentro de él en una

misión tan peligrosa le parecía una buena señal.

Rodríguez Echavarría no desechó la idea de silenciar La Voz

Dominicana.

El teniente Julio Sánchez despegó momentos después en otro

Vampiro con instrucciones de derribar la antena de la emisora, en la

parte alta de la capital, o la torre del transmisor en el Santo Cerro de

La Vega.

Sobre esta última, Sánchez arrojó sus bombas. La emisora

continuaría, empero, trasmitiendo hasta mucho después durante ese

día, a favor de los Trujillo.

El teniente coronel Juan Nepomuceno Folch Pérez, de 34 años,

tenía ya tres días de servicio en el aeropuerto internacional de Cabo

Caucedo, a cuatro minutos de vuelo de San Isidro, y comenzaba a

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aburrirse. Los otros tres oficiales de su escuadrilla no tenían cómo

pasar el tiempo.

Las noticias de la sublevación en Santiago y del ataque a la

base donde tenían a sus familias, aumentaron el nerviosismo que se

apoderó de ellos desde temprano. El mayor Felipe Neris Abreu y el

capitán Persival Peña estaban ansiosos por entrar en acción. La

llamada telefónica del teniente coronel Luna Pérez ordenándoles

dirigirse a San Isidro, les levantó el ánimo, pero les hacía falta una

planta para encender los aparatos. Esta no tardaría en llegar.

La escuadrilla despegó y al hacer el pitch out (rotura) sobre la

pista 03, en el aproche final, listo para el descenso, Folch Pérez divisó

dos B-26 sobrevolando la zona boscosa contigua. Ordenó a los otros

tres pilotos que aterrizaran, mientras él aumentaba la velocidad para

situarse detrás de los dos bombarderos, a unos 1,500 pies de altura.

Los B-26 continuaron girando en busca de los blindados y Folch

permaneció detrás hasta que uno de ellos lo vio y trazó rumbo

inmediatamente a Santiago.

Folch los escoltó hasta cerca de Cotuí y luego retornó a la base.

Antes no por el cañón de Bonao, como si procediera del norte, desde

Puerto Plata. La ruta era indudablemente más larga y conllevaba

riesgos adicionales. Pero calculaban que los sublevados esperarían

una represalia por la ruta más corta. De esta manera eludirían tener

que enfrentar los aviones de Rodríguez Echavarría antes de llegar a la

base. Las posibilidades de éxito les parecían así mayores.

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La idea consistía en bombardear la pista por sorpresa para

inutilizar el poderío aéreo concentrado en dicha base. Buena parte de

los pilotos se había llevado los mejores aviones uniéndose al

levantamiento, pero aún quedaban ocho Vampiros en San Isidro y

otros cuatro bajo el mando del teniente coronel Folch, recién llegado

de Cabo Caucedo. Tratábase de un plan lleno de peligros, pero

factible. Luna Pérez y Ramos Usera deliberadamente retardaron su

aplicación, pues no estaban dispuestos a comprometerse por el

general Sánchez y la familia Trujillo, habiéndose ido ya Ramfis.

La impaciencia de Sánchez se hace notoria con sus constantes

apremios para que se pusiera en ejecución el plan. Alrededor del

mediodía, Ramos Usera dijo a su compañero que acababa de

escuchar en la radio la noticia de la destitución del general Sánchez y

un discurso del Presidente informando que el levantamiento es en

respaldo de su Gobierno.

-¡Vamos a buscar preso a Tuntín!-, le dijo Luna Pérez al otro

oficial. Cuando llegaron ambos a la jefatura ya el general Sánchez

hijo no se encontraba en su despacho. No volverían a verle.

Después que los tanques fueron puestos a salvo en los bosques

contiguos a la base y Rodríguez Echavarría accedió al pedido

telefónico de Balaguer de hacer una tregua en el ataque, un grupo de

padres, hermanos, esposas e hijos de pilotos son traslados a una casa

campestre de madera, en una finca cercana a Boca Chica.

Milka Antonia Mendoza Reyes de Abreu, de nacionalidad

puertorriqueña, esposa del mayor Felipe Neris Abreu, bajo el mando

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del teniente coronel Folch, recordaría esta experiencia como una de

las más tristes de su vida. Rodeados de soldados, fuertemente

armados, estuvieron virtualmente prisioneros hasta muy avanzada la

tarde.

La casa donde fueron encerrados era propiedad del general

Rodríguez Méndez, pero éste, unido al movimiento en Barahona, no

sospechaba nada de esto.

Mientras vagaba de un lugar a otro, tratando de ayudar allí

donde resultara útil, en medio del caos creado por los ataques aéreos,

y la ola de rumores que siguiera a la acción, el padre Guerrero tuvo

tiempo para reflexionar respecto a una experiencia personal a la que

no había prestado hasta entonces su verdadera dimensión. El 30 de

agosto, muy temprano en la mañana, había sido instruido por la

Jefatura de Estado Mayor de trasladarse a la cárcel del kilómetro 9.

Dos de los encargados de ese centro de la represión trujillista,

el coronel Octavio Balcácer y su segundo el capitán Ismael Palmo,

eran amigos suyos. Los seis acusados de participar en el asesinato

de Trujillo pidieron ver a un sacerdote y él fue escogido para

atenderles. Las presiones internacionales sobre el régimen, eran

cada vez más intensas, y Ramfis persuadido por Balaguer, accedió a

abrir las prisiones a la inspección de organismos internacionales. La

visita del padre Guerrero a los matadores de Trujillo se enmarcaba en

los esfuerzos de Ramfis para proyectar apariencias de tolerancia ante

observadores extranjeros.

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El sacerdote estuvo casi medio día reunido con Salvador

Estrella Sadhalá, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz,

Pedro Livio Cedeño y Manuel (Tunti) Cáceres. Al principio la

conversación estuvo dominada por la desconfianza. Pero luego la

atmósfera cambió. “Cuando se convencieron de que era en verdad

un sacerdote, me hablaron sin miedo”, relataría después. “Fue una

experiencia magnífica para mí, que cambió mi manera de pensar”.

Como la mayoría de los miembros de las Fuerzas Armadas, el

padre Guerrero era un fiel trujillista. Estaba convencido de que “todo

lo que era bueno para Trujillo lo era para la nación”. Había nacido en

ese ambiente, escuchándolo sin cesar desde pequeño. El,

particularmente, estaba convencido de la grandeza del Benefactor.

Creía que esa grandeza radicaba en haber convertido una finca, lo

que era el país antes de su ascenso a la Presidencia en 1930, en una

República floreciente. La conversación de ese 30 de agosto, sin

embargo, le permitió ver las cosas de otra manera. Pareció descubrir

de pronto que podían existir personas serias y bien intencionadas

realmente que no estuvieran de acuerdo con Trujillo.

El sacerdote improvisó una misa en la pequeña sala de la

prisión en que los habían dejado solos. Los seis acusados se

confesaron y comulgaron, ya que el padre fue preparado para el

oficio. Y luego les hizo un ruego sorprendente. Ya que se cumplían

tres meses exactos de la muerte de Trujillo, por qué no hacían allí una

breve oración por él.

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Estrella Sadhalá acalló el intento de protesta de sus

compañeros y accedió, diciendo que debían demostrar que habían

actuado por patriotismo “y no solamente por un sentimiento de odio”

hacia el dictador.

Nadie los interrumpió cuando el sacerdote rezó el Padre

Nuestro por el alma de Trujillo junto con los matadores de éste.

Esta extraña y conmovedora historia me fue contada por el

propio sacerdote, cuando le entrevisté en su sede de la casa

parroquial de la iglesia de Coamo, del obispado de Ponce, Puerto

Rico, del que ahora es monseñor y Vicario Pastoral. La entrevista

tuvo lugar al mediodía del sábado 11 de octubre de 1990, en la sala

de la casa parroquial y fue recogida en cinta magnetofónica. Al

despedirse de los prisioneros, uno de ellos, Huáscar Tejeda, le

solicitó el favor de llevarle un mensaje a su esposa Lindín, una joven

de Higuey, hermana de un amigo del sacerdote. Nunca cumplió su

promesa de llevarle el mensaje a la mujer desesperada por noticias

de su esposo. Concentrado en sus recuerdos de esa mañana del 30

de agosto, el párroco de San Isidro no sospechaba el domingo 19 de

noviembre que Lindín jamás vería a su esposo vivo. El

incumplimiento de la promesa formulada a Huáscar Tejeda

atormentó al padre Guerrero durante años. En nuestra entrevista

me dijo que jamás había hablado de esto con nadie. A finales de

enero o comienzos de febrero de 1962, el sacerdote tuvo

oportunidad de saludar a Lindin al término de una misa por las

almas de esos prisioneros, oficiada por él mismo en la iglesia San

Carlos, del sector del mismo nombre, en Santo Domingo. Pero

tampoco tuvo valor para hacerle el relato.

Al hablarme del caso, el padre creyó haberse quitado una carga

de conciencia.

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Hubo gente bien informada que fue tomada desprevenida. Uno

de ellos fue el doctor Marino Vinicio Castillo (Vincho), un brillante

abogado de 30 años. Como todas las mañanas, sin hacer distinción

del feriado de finales y comienzos de semana, Vincho inició ese día

sus actividades bien temprano. Después de desayunar encendió la

radio y escuchó, en su residencia en San Francisco de Macorís, la

proclama leída por el general Rodríguez Echavarría.

No esperó escucharla por completo. Abordó su automóvil oficial

correspondiente a su rango de Subsecretario de Estado del Trabajo y

pidió a su chofer, un sargento de la Aviación Militar, dirigirse a gran

velocidad a Santiago.

Su decisión distaba de ser un arrebato. Vincho tenía razones

muy poderosas para creer que su puesto en ese momento crítico

estaba en la base aérea de la segunda ciudad del país. Como otros

muchos jóvenes profesionales e intelectuales prometedores, Castillo

pasó a tomar parte del Congreso Nacional como diputado, por

decisión personal de Trujillo, en el ocaso de su Era.

A raíz del asesinato de éste, Balaguer lo atrajo a su lado

designándole subsecretario del Trabajo. Castillo fungía más que nada

como un asesor del Presidente y su principal y más importante área

reacción nada tenía que ver con las esferas correspondientes a su

nombramiento. Con suma frecuencia almorzaba con el Presiente y

discutían temas relacionados con la situación militar. De hecho, y sin

estar amparado en ningún mandato especial, Castillo se convirtió en

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una especie de enlace entre el poder civil, representado

simbólicamente por Balaguer, y los mandos militares.

Debido a su capacidad de observación, que el mandatario tenía

a buen aprecio, y a su íntima amistad con oficiales de alta

graduación, tuvo oportunidad de prever la inminencia de cambios

cercanos. En varias oportunidades este fue el tema de sus

conversaciones de almuerzo con el Presidente y sus apreciaciones

estaban basadas en hechos concretos no en conjeturas vacías.

A pesar de su vasta experiencia administrativa, Balaguer era

totalmente ajeno a la vida militar. Con las muy contadas excepciones

del círculo alrededor de Trujillo, que había podido tratar muy

protocolar y superficialmente en sus años en el Palacio Nacional,

primero como secretario y vicepresidente y después como presidente

decorativo designado, Balaguer quedó marginado totalmente de las

intrigas militares. Sacando a aquellos generales muy próximos a la

familia Trujillo, apenas podía identificar por sus nombres al resto de la

jerarquía castrense.

La utilidad del doctor Castillo se medía así en función de su

capacidad para ayudarle a compenetrarse indirectamente en los

complejos vericuetos del mundo militar, para él prácticamente

desconocido.

Aunque la proclama del general Rodríguez Echavarría le tomara

desprevenido en su residencia en San Francisco de Macorís, a unos 40

kilómetros de Santiago, el joven abogado tenía fuertes vinculaciones

con el levantamiento que acababa de producirse. Unos días antes,

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visitando a su amigo el teniente coronel Alfredo Imbert McGregor,

subcomandante de la base, el general le convidó a dar un paseo por

la pista en su Mercedes Benz oficial, para mostrarle los aviones.

Deteniéndose ante una hilera de Mustang, armados con

bombas en sus alas, Rodríguez Echavarría le observó:

-¿Ves que tienen las espuelas puestas?

Intrigado, le respondió:

-General, hasta ahora lo que ha habido son disturbios y

problemas de manifestaciones callejeras…

El militar tenía otra opinión. Por eso le interrumpió.

-No. Eso es lo que se ve. Entre nosotros, las cosas no están

muy claras. Tan pronto como pudo hablarle a solas a su amigo

Imbert McGregor, Castillo dejó sentir la preocupación que le

embargaba.

-Gringo- le dijo-. Va haber un lío, según veo.

Los vínculos de Castillo con el general Rodríguez Echavarría

provenían de afectos familiares muy antiguos, que se fortalecieron a

raíz del traslado de Imbert McGregor a la base de Santiago como

segundo al mando. Tras la muerte de Trujillo, Alfredo y su hermano

Mario, oficiales pilotos, cayeron en desgracia por sus nexos de sangre

con Antonio Imbert, uno de los principales ejecutores del dictador.

Rodríguez Echavarría intercedió personalmente Ramfis a favor de los

hermanos pilotos y logró llevarse a Alfredo. Este y Castillo eran

amigos de infancia, habían estudiando juntos y jugado para un mismo

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equipo juvenil de béisbol, el primero como receptor y el segundo

como lanzador.

Camino a Santiago, Castillo pudo observar la intensa agitación

promovida por el levantamiento de apenas momentos antes. A todo

lo largo del trayecto, por la carretera, captó la creciente

efervescencia entre la gente movilizándose a favor del movimiento.

A su llegada al recinto, no tuvo dudas de que se encontraba en

medio de una revolución. Las cosas, se dijo, no serán ya las mismas.

Vincho se dirigió directamente al despacho del general Rodríguez

Echavarría, donde estaba su amigo Alfredo Imbert McGregor, el

Gringo.

Solo un hombre en Santiago parecía verdaderamente molesto

por el curso de los acontecimientos. El teniente coronel Manuel

Durán Guzmán estaba convencido de que el general Rodríguez

Echavarría distorsionaba los propósitos del movimiento. El grupo

original le había asignado el mando en atención a su rango y ante la

necesidad de contar con una base de operaciones. Pero Durán no

estaba de acuerdo con las operaciones militares llevadas a cabo.

Tampoco compartía la manera en que la UCN parecía escudarse

detrás de la acción.

Lo que le enfurecía interiormente era el carácter despótico y

unilateral que el general comandante de la base estaba dando al

levantamiento. El teniente coronel González Pomares había estado

sumamente ocupado en acciones aéreas. Le notó agotado y tenso y

no le creía en condiciones de analizar desde una perspectiva más

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amplia y objetiva lo que él, desde su puesto de observación, podía

notar ya con absoluta claridad.

Durán creyó estar presenciando ya, al mediodía del domingo 19

de noviembre, el surgimiento de un nuevo dictador. Había que

detener a Rodríguez Echavarría ahora que podía haber tiempo. Lo

que Durán no alcanzaba a comprender era que este tipo de

razonamiento no tenía cabida en la mente de gente cuya prioridad

parecía ser en ese momento su propia supervivencia.

Los éxitos iniciales y rotundos del movimiento, la capacidad

analítica y de decisión que Rodríguez Echavarría estaba demostrando,

lo hacían parecer como un auténtico líder entre su gente. Las

presunciones de Durán podían ser vistas como puras conjeturas

carentes de base en tales circunstancias. Pero él estaba demasiado

indignado para darse cuenta de esto.

Subió a la torre de control de la base y pidió comunicaciones

con el general Rodríguez Méndez y el teniente coronel Polanco Alegría

en Barahona. La base sureña se había unido ya al levantamiento.

Durán urgió a ambos oficiales a trasladarse de inmediato a

Santiago ante su percepción de que el general se había apoderado

del movimiento y adoptaba medidas que contradecían el espíritu de

la conspiración que ellos tejieron pacientemente durante meses.

Los dos oficiales estaban demasiado preocupados por sus

propios papeles y se sentían todavía expuestos a peligros personales.

La respuesta de ambos no pudo ser más desconsoladora para Durán:

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-No te preocupes. Tú sabes bien como es el viejo Chavá. Eso

se le pasará en dos o tres días.

El timbre del teléfono sacó al general Hermida de sus

reflexiones. El reloj de pared marcaba poco más de las doce del

mediodía. El secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general

González Cruz, le invitó a escuchar el decreto del Presidente

designándole interinamente como jefe de Estado Mayor de la Aviación

Militar, en sustitución del general Sánchez hijo, a quien no se le

atribuían nuevas funciones.

La destitución de Sánchez era una de las exigencias planteadas

por Rodríguez Echavarría a Balaguer. Y sería la primera de una serie

de medidas de orden militar adoptadas esa tarde por el mandatario

para superar la crisis y consolidar su débil posición. A este decreto

siguieron otros despojando a generales de sus mandos y anulando

recientes designaciones en los estamentos militares y diplomáticos.

Hermida pertenecía a una familia de gran tradición militar. Su

padre, el general Félix Hermida, había sido jefe de Estado Mayor de

tres cuerpos –el ejército, la aviación y la policía- y había ocupado,

además, la Secretaria de las Fuerzas Armadas. Su hermano Mario

Emilio Hermida, fue un excelente piloto, instructor de escuela de la

mayoría de los oficiales activos de ese cuerpo. Su muerte, ocurrida

en un accidente automovilístico el 5 de abril de 1950, camino de San

Cristóbal, consternó a la oficialidad militar dominicana. Debido a

estos antecedentes, había llevado muy buenas relaciones con los

oficiales de todos los cuerpos. Su designación al frente de la

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Aviación, a la que no pertenecía pues era oficial del Ejército de tierra,

en las presentes circunstancias, seguramente no encontraría muchas

objeciones.

Tan pronto como fue informado de sus nuevas funciones,

Hermida se dirigió con sus ayudantes a la base aérea, después de

asistir a la juramentación del general Luís Román como nuevo jefe del

Ejército, en reemplazo del mayor general Virgilio García Trujillo.

Fue recibido en la marquesina de la jefatura por un grupo de

oficiales e inmediatamente se dio a la tarea de buscarle término a la

confrontación militar, estableciendo contacto con el general

Rodríguez Echavarría.

Las horas siguientes le parecerían las más largas de su

existencia.

Toda su vida, José Gómez Peralta deseó tomar parte en una

guerra. Cada noche hacía barcos y aviones de papeles y simulaba

batallas sobre el colchón, a la hora de ir a la cama. Pero sus fantasías

de infancia apenas le hicieron gracia cuando vio aproximarse los

tanques, precedidos de una larga columna de sudorosos soldados en

traje de faena, y temió que por una primera vez se cumplieran sus

sueños.

A sus 19 años, José, mecánico de autos y estudiante, no sintió

ningún regocijo ante su primera y real visión de la guerra. Había visto

en el cine escenas similares. Sin embargo, el sonido de los blindados

sobre el pavimento de las calles de su apacible sector de Alma Rosa,

era demasiado tétrico. En comparación con sus juegos nocturnos, la

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guerra que parecía presentarse próxima ante sus ojos aturdidos era

en extremo peligrosa. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda

desnuda, manchada de grasa, polvo y sudor. Dejó a un lado las

herramientas y se puso de pie para contemplar el paso de los carros,

hasta que la cabeza de la columna se detuviera varias cuadras más

adelante.

El joven mecánico-estudiante no fue el único en alarmarse por

tan repentinos visitantes. Tras la primera impresión de miedo, las

ventanas y puertas de las residencias del tranquilo sector residencial

de clase media, comenzaron a abrirse para permitir la salida al

exterior de centenares de curiosos. En adición al sentimiento de

temor, que compartía con los demás residentes del sector, apareció

en su rostro una expresión de enfado. Se percató que la situación de

anormalidad derivada de la presencia inusual de esas máquinas de

muerte le impediría satisfacer un deseo apremiante. A todo lo que

anhelaba ese día era poder asistir a una cita más tarde con su novia,

a la que quedó en recoger en el otro extremo de la ciudad. Sin hacer

muchas cavilaciones, se dio perfecta cuenta de la imposibilidad de

satisfacer ese deseo.

Como si se prepararan para una batalla inminente, los tanques

y carros de asalto, en número que José Gómez Peralta estimó en más

de cuarenta, se situaron estratégicamente bajo árboles y dentro de

marquesinas de viviendas, para ocultarse además de una posible

vigilancia aérea. El capitán Grampolver Medina recorrió a paso

marcial toda la extensión de la columna y dejó escapar un soplido de

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conformidad. A pesar de todo estaba seguro de que en medio de la

confusión y el pánico inicial, habían procedido de acuerdo con las

reglas.

Un sentimiento similar dominó al capitán Pichardo Gautreaux.

Después de inspeccionar los tanques e intercambiar impresiones con

sus oficiales se sintió por vez primera tranquilo consigo mismo. No se

sentía tentado de apostar a su suerte, pero creyó que a un nuevo

ataque podían esta vez responder con arreglo a los manuales

aprendidos.

Entonces dedicó los siguientes sesenta minutos a tranquilizar a

sus soldados y a los vecinos del sector. Alzó la mirada y comprobó

que la hora marcada por su reloj, las 3:30 de la tarde, respondía a la

posición del sol. Ni él ni los demás habían tenido oportunidad de

comer o tomar agua. El hambre y la sed angustiaban a la tropa alerta

en sus puestos.

Grande fue su satisfacción cuando, en forma voluntaria, los

vecinos comenzaron a dar de comer y beber a los soldados. Ahora

podía entregarse a un ligero descanso. Cerró la escotilla de su AMX y

se recostó al lado del largo cañón, protegiendo sus ojos del sol con el

casco protector que tenía dentro del carro.

Las negociaciones avanzaban rápidamente. Las medidas

adoptadas por el Presidente Balaguer contribuían a despejar la

posibilidad de un conflicto militar prolongado. Las destituciones de

los principales mandos castrenses evaporaron los temores de alguna

resistencia militar al pronunciamiento de Santiago.

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Sin embargo, el general Rodríguez Echavarría tomó todavía

algunas precauciones. Mientras encomendaba al teniente coronel

Gonzáles Pomares la peligrosa misión de discutir en la base de San

Isidro los detalles de un arreglo bajo sus condiciones, cuidó de

protegerse contra un eventual ataque terrestre.

En efecto, la destrucción de puentes y la obstrucción de la

autopista de acceso a Santiago en algunos puntos entre Bonao y La

Vega, tenía por objeto impedir la llegada de tanques desde Ciudad

Trujillo y otros puntos. Hasta él llegaron informes de un posible

traslado de carros de asalto en patanas. Escuadrillas de Vampiros,

Mustang y AT-6 continuaban incesantemente patrullando esas zonas.

Ninguna de las misiones encargadas al teniente coronel

González Pomares ese día pareció tan preñada de peligros como esta

última que a las 5:15 de la tarde se disponía a cumplir esta vez a

bordo de un AT-6, completamente solo. Pero había estado tan

expuesto en las últimas horas a la muerte, que no vaciló en cumplir

esta nueva encomienda.

Debían aterrizar en San Isidro, que él había atacado con

cohetes y bombas de quinientas libras durante la mañana, y aclarar la

posición de la nueva jefatura de Estado Mayor. Rodríguez Echavarría

reclamaba al general Hermida situar los tanques en un lugar visible

de la pista con las armas hacia abajo, en señal de la voluntad del

segundo de acceder a las exigencias del primero. En caso contrario,

los bombardeos continuarían hasta una rendición incondicional. Esto

último podía significar el inicio de una verdadera guerra civil.

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Consciente de los riesgos de su nueva misión, González

Pomares tomó su pistola 45, la rastrilló, lista para su uso, y la colocó

entre sus piernas. Sorprendido de su propia serenidad y sangre fría,

el oficial desechó cualquier pensamiento ajeno a su peligrosa misión

al alzar vuelo de espalda a los declinantes destellos crepusculares.

En Alma Rosa, entre tanto, la columna de blindados inició el

camino de regreso a la base. Temerosos de que la movilización

implicara la reanudación de hostilidades, cientos de personas se

aglomeraron alrededor de los vehículos en movimiento, pidiéndoles

que no se lanzaran a la muerte. La gente que había dado de comer y

beber a los soldados y oficiales e intimado con ellos en las tensas

horas previas, ignoraba la existencia de un parlamento.

Llorando, exhibiendo efigies de Cristo y rezando en voz alta,

con relicarios entre las manos, la multitud creía que la movilización

era la señal de un ataque de tanques contra la base, donde muchos

de los vecinos tenían parientes de servicio. Los rostros de los

oficiales estaban demasiado tensos como para convencerlos de lo

contrario.

Cuando la columna avanzó sobre la autopista hacia San Isidro,

en las proximidades de Hainamosa, una escuadrilla de aviones

supersónicos norteamericanos procedentes del portaviones Bóxer,

rompió en formación sobre ella y los carros se desperdigaron a ambos

lados de la vía, ocultándose en la espesura. Los oficiales llamaron a

la base y los aviones se perdieron a gran altura en el horizonte. Los

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blindados reanudaron su marcha y penetraron unos quince minutos

después al recinto de la base aérea.

Siguiendo las instrucciones de la nueva jefatura de Estado

Mayor, los comandantes de compañía dejaron los tanques y carros de

asalto a un lado de la pista de aterrizaje y se retiraron a sus unidades,

deteniéndose primero en sus casas de los barrios de oficiales y

alistados del recinto.

En previsión de un nuevo ataque sorpresa, ninguno de ellos

dormiría esa noche en sus habitaciones. Lo harían a la intemperie,

dentro de los bosques, sometidos a una fuerte presión.

Desde su cabina de piloto de un AT-6, González Pomares divisó

a distancia los carros blindados colocados a un lado de la pista y

aterrizó tras efectuar dos giros en torno a la base. Eran poco más de

las 5:40 de la tarde, cuando el jeep conducido por el teniente coronel

piloto Guarién Cabrera fue a recibirle casi ante el mismo aparato.

Antes de descender, enfundó la pistola que traía entre las piernas,

tomando la precaución de mantenerla martillada con la canana

abierta, por si le fuera necesario usarla. Apenas intercambió unas

cuantas frases de saludo con Cabrera en el corto trayecto hacia la

jefatura, donde aguardaban impacientes miembros de la alta

oficialidad de la Aviación Militar.

En el atestado despacho del jefe de Estado Mayor, González

Pomares distinguió al nuevo titular, general Hermida, al coronel

Figueroa Carrión, a los tenientes coroneles Ramos Usera y Luna

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Pérez, y a un espigado oficial de Estados Unidos, identificado como el

coronel Ed Simmons, y un asistente de éste, vestido de paisano.

Su mensaje era de que bajo las nuevas circunstancias, todos los

miembros de la familia Trujillo así como sus allegados más cercanos

debían salir de inmediato al exilio. Figueroa Carrión reaccionó con un

ligero mohín, imperceptible para la mayoría de los presentes:

-¿Significa que yo debo salir también?- preguntó.

-Yo no he mencionado nombres- le respondió.

Simmons intervino para reprocharle el haber atacado la base

sin dar cuenta antes e sus propósitos. Su contestación sorprendió al

propio González Pomares.

-Ustedes los norteamericanos sabían lo de Pearl Harbor y no

dijeron nada.

La tensión que caracterizó los primeros minutos del encuentro

amainó rápidamente. San Isidro accedió a los reclamos del general

Rodríguez Echavarría y su enviado regresó a Santiago con el último

laurel del triunfo en sus manos para aquel, que así se convertía en la

primera figura militar del país, en su verdadero hombre fuerte.

Todo el poder que Ramfis en los últimos meses concentrara

para sí, pasaba ahora a manos suyas.

De la reunión, el coronel Figueroa Carrión, comandante del

Batallón Blindado, fue a unirse a las fuerzas de su guarnición que

habían optado por pernoctar en los bosques contiguos a la base,

alrededor de su campamento. En la que sería su última noche como

oficial activo, prefirió compartir la ingrata suerte de sus compañeros

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en lugar de la confortable tranquilidad de su hogar de la calle Pasteur,

donde le esperaban Flor, su esposa, y sus tres hijos pequeños, con las

maletas preparadas para un largo viaje al extranjero.

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12UN FINAL LUCTUOSO PARA

UNA ERA DE SANGRE

“No esperéis el Juicio Final: tiene lugar todos los días”.

ALBERT CAMUS

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A pesar de la confrontación militar, el grueso de la atención se

concentró al mediodía en el Palacio Nacional, sede de las decisiones

políticas. Luego de las reuniones con los dos hermanos Trujillo y el

cónsul de los Estados Unidos, el Presidente se preparó para decir un

discurso al país. Comprendía la importancia de aprovechar al

máximo el tiempo. El poder, y tal vez su vida misma, dependían de

cómo él pudiera sacar el máximo provecho de cada minuto de las

horas siguientes.

Tras analizar brevemente los últimos hechos, Balaguer exhortó

a los dominicanos a unirse ante una “situación difícil” y anunció a una

nación sorprendida, su decisión de asumir la dirección suprema de las

Fuerzas Armadas, en virtud del artículo 54, inciso 13, de la

Constitución de la República. El país se encuentra, dijo, al borde de la

guerra civil “como consecuencia de las pugnas” surgidas en el ámbito

militar.

Ese hecho podría desembocar, en el curso de las horas

siguientes, en lo que él describía como una posible “intervención

militar extranjera”. Esa posibilidad planteaba un riguroso respaldo al

gobierno presidido por él para evitar la “catástrofe nacional” que

significaría esa intervención que no podría provenir de otro país que

no fuera, dadas las circunstancias, los Estados Unidos, al que no citó,

empero, por su nombre.

Tan dramático e inesperado discurso, pronunciado desde el

Salón de Embajadores de la tercera planta del Palacio Nacional,

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donde horas antes se escenificara el incidente entre Petán y el cónsul

norteamericano, y difundido por radio y televisión, dio un giro a los

acontecimientos. Balaguer hablaba de salvar la soberanía, pero

parecía ostensible que al hacerlo con tanta seguridad, contaba con el

apoyo soterrado de la embajada norteamericana. La intensa

actividad del cónsul Hill esa mañana en el Palacio Nacional no

permitía otras conclusiones.

Otras decisiones importantes se anunciaban en ese discurso.

Balaguer suprimía el cargo de Ramfis y a partir de ese momento

todas las cuestiones concernientes a los militares serían canalizadas a

través de la Secretaría de las Fuerzas Armadas. En un “gesto

patriótico que los enaltece”, añadía, Negro y Petán abandonarían el

territorio nacional –esta vez para siempre- dentro de escasas horas.

Esto último, esperaba, ahorraría a la nación “nuevos derramamientos

de sangre”.

También hacía pública varias designaciones en el campo militar,

que reforzaban su voluntad de llevar a cabo un nuevo proceso de

cambios. Por ejemplo, el mayor general Virgilio García Trujillo

quedaba relegado de sus funciones de jefe de Estado Mayor del

Ejército y trasladado a Washington, mediante un mismo decreto,

como Representante ante la Junta Interamericana de Defensa.

Hermida pasaba interinamente a la jefatura de la Aviación, mientras

el general Luís Román se hacía cargo del Ejército. Estas medidas

estaban en vigencia de inmediato y concluían una reorganización de

los mandos militares. Cinco días antes, el 14 de noviembre, el

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contralmirante Enrique Valdez Vidaurre había asumido la jefatura de

la Marina en sustitución del también contralmirante Luís Ambrioso

Facundo Esteva, puesto en retiro.

Las medidas fortalecieron la posición del general Rodríguez

Echavarría, quien recibió una llamada de Hermida.

-Todo por el Presidente Balaguer- le dijo.

El discurso de Balaguer y los hechos que le precedieron

parecían haberle puesto en control de la situación, con el apoyo ahora

público de los altos mandos militares. No obstante, la crisis

continuaba latente. En Santiago seguían abrigándose temores de una

contraofensiva terrestre.

Pero en el campo político la creciente rivalidad entraba en una

fase de conciliación, cuya duración resultaría sumamente breve. Los

partidos se apresuraron a hacer pronunciamientos de apoyo al

Gobierno. La noche anterior, Balaguer había recibido a una comisión

del PRD, encabezada por Bosch y completada por el secretario

general Ángel Miolán y el licenciado Humbertilio Valdéz Sánchez que

le ofreció su apoyo ante los nuevos acontecimientos. El Presidente

decretó el estado de emergencia “con todas sus consecuencias

constitucionales”. El artículo dos de la disposición advertía que en

virtud de la misma “quedan suspendidos los derechos humanos, con

excepción de la inviolabilidad de la vida”.

En su letra y espíritu, el decreto número 7283 que imponía el

estado de excepción no dejaba de resultar una ironía. El país

celebraba en comunicados el nacimiento de una nueva era política.

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El propio discurso presidencial pretendía ser una expresión viva y fiel

de esa expresión colectiva. Sin embargo, la disposición llevaba el

sello de la Era ignominiosa que costara tantos dolores. Como tantas

otras medidas oficiales, terminaba con la rutina obligatoria: “Dado en

Ciudad Trujillo, Distrito Nacional, capital de la República Dominicana,

a los 19 días del mes de noviembre de 1961, año 118 de la

Independencia, 99 de la Restauración y 32 de la Era de Trujillo”.

Para los fines prácticos, el decreto no significaba nada. Las

protestas del pueblo que habían conducido durante meses a la

situación actual, tenían como finalidad la restauración de las

garantías que la citada medida alegaba suspender y que, por más de

30 años, no existieron nunca.

Podía deducirse, empero, que el respaldo al Gobierno no era

total. Radio Caribe, la emisora a través de la cual se lanzaban tantos

vituperios a la oposición, insistía en su denuncia de que un complot

internacional había forzado la salida de Ramfis el día antes, lo cual

atribuía a “organismos y gobiernos extranjeros”. Desdeñar la opinión

de este santuario del anacronismo trujillista constituía una

equivocación. Tales minorías estaban constituidas por personeros

responsables de muchas atrocidades y era todavía temprano para

deducir cuán lejos estuvieran dispuestos a llegar para defender sus

privilegios y prejuicios.

Más cauta fue la primera reacción pública norteamericana. La

agencia de noticias UPI atribuía en Washington a un portavoz del

Departamento de Estado haber declarado que “no hay pruebas

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inmediatas” de que sus tíos hubieran impuesto la salida forzosa de

Ramfis. Ahora les tocaba a ellos –Negro y Petán- irse.

En cuestión de horas, las calles de Ciudad Trujillo, ya agitadas

por las noticias del levantamiento, se llenan de manifestantes. Y

mientras el yate Presidente Trujillo se aleja en aguas internacionales

con Ramfis y su círculo íntimo, reactores norteamericanos del tipo A4-

D, pertenecientes al segundo escuadrón de Marina de los Estados

Unidos VMA 224, sobrevuelan las costas frente a la capital

dominicana.

Formaban parte de la dotación de una flota compuesta por un

portaviones, el crucero Little Rock y tres destructores, que se

aproximaban a las cercanías de las aguas territoriales dominicanas.

Los saqueos comenzaron esa misma tarde. En la capital,

residencias de conocidos personeros trujillistas fueron destruidas por

turbas que cargaron mobiliarios en presencia de agentes de policía,

inmóviles ante los desmanes.

En Santiago, las multitudes incendiaron el local del Partido

Dominicano, de Trujillo, y destruyeron fotos, bustos y archivos del

dictador. Los bomberos intervinieron cuando la labor de destrucción

quedó consumada, únicamente para evitar la propagación de las

llamas a otros edificios contiguos. Un jeep usado para hacer

propaganda del partido oficialista es incendiado en una cancha

interrumpiendo un partido de voleibol. El local de la Asociación de

Veteranos de las Fuerzas Armadas, tenida como leal a Trujillo,

también es víctima de la ira de las turbas. Las oficinas regionales de

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la Cédula de Identidad Personal, la Secretaría del Trabajo y de otras

dependencias oficiales, corren la misma suerte. La sede del

Ayuntamiento, de donde surgieron tantos pergaminos y homenajes al

Generalísimo es apedreada por la muchedumbre.

Pasiones que permanecieron acalladas de pronto afloraron con

toda su ominosa carga de presagios. El nacimiento de la tan

anhelada era de libertad se producía preñada de violencia. El caos

podía, si llegaba a apoderarse de las vías públicas, temían algunos

líderes, frustrar la marcha serena hacia una democracia estable y

confiable.

En medio de la celebración podían observarse señales muy

peligrosas.

Mientras los Trujillo preparaban apresuradamente sus equipajes

y se dirigían, dejando atrás valiosas propiedades, para abordar un

avión de la Pan American que los esperaba en medio de severas

medidas de seguridad, tenían lugar otros importantes

acontecimientos.

Superando esa noche diferencias que comenzaban a

distanciarlos, los comités centrales de la UCN y del Catorce de Junio

celebraban una reunión informal en la residencia del dirigente

ucenista Luís Manuel Baquero, en la calle Casimiro de Moya, en

Gazcue. Este no se encontraba presente, pero había dado su

consentimiento a la reunión mediante llamada telefónica desde

Washington, donde acompañaba en misión política al presidente de

UCN, Viriato Fiallo.

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El propósito de esta cita era conciliar los pasos a dar ante la

inminente salida de los Trujillo y el vacío dejado por la partida de

Ramfis, la noche anterior. Los hechos del día exigían de ellos una

acción rápida y determinante. La causa que los juntaba esa noche

era la avidez común de noticias. Inquietos ante la tardanza de

informaciones, los dos grupos encargaron a Ramón Cáceres Troncoso

y a Manuel Baquero Ricart, ambos de UCN, trasladarse a la embajada

de Estados Unidos en búsqueda de buenas nuevas.

Más tarde, en compañía del cónsul Hill, muy activo en el

teléfono esa noche, les llegó la noticia por todos esperada. El aparato

de Pan Am con los Trujillo a bordo finalmente había despegado,

después de una larga espera en la pista, exactamente a las 11:30 de

la noche. Hill los invitó a pasar de la oficina a la residencia de la

embajada, a escasos pasos de distancia, para celebrar la ocasión con

un brindis de champaña. El cónsul descorchó una botella y escanció

la espumante bebida dentro de tres copas para brindar por el “futuro

democrático dominicano”.

Cáceres y Baquero Ricart vacían la mitad de sus copas y se

despiden. Les esperan sus compañeros ansiosos de noticias y deben

prepararse para las horas críticas que se avecinan.

La gigantesca mole de concreto del lado oeste de la embajada,

que sirvió como una de las residencias preferidas del Benefactor, y en

la cual pernoctaba su viuda doña María Martínez de Trujillo, apenas se

percibía. La oscuridad que rodeaba la majestuosa mansión de treinta

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habitaciones, subrayaba el fin de una Era de sombras que se extendió

por 31 años.

Luís Ramón González, ingeniero recién llegado de los Estados

Unidos, interrumpió al locuaz esposo de su hermana Maritza, en el

momento más alegre de la celebración de su cumpleaños. Obtenido

el silencio requerido, concentró su atención en la noticia que difundía

la radio.

“Cumpliendo las instrucciones del Gobierno del Presidente

Balaguer”, dijo el locutor de la radio televisora oficial, “los principales

miembros de la familia Trujillo, y su más íntimos colaboradores,

partieron esta noche al extranjero, poniendo así término a tres

décadas de terror. La República Dominicana inicia una nueva etapa

democrática”.

El joven profesional no supo cómo dominar los impulsos que

hacían latir su corazón a un ritmo acelerado. Lanzando al piso su

copa de ron, gritó con todas las fuerzas que se lo permitían sus

pulmones: “!Libertad!” y echó a correr sin rumbo fijo.

El ambiente se llenó de pronto de un ruido ensordecedor,

proveniente de toda la ciudad. El sonido de los claxones de vehículos

en las calles y de cacerolas dentro de los hogares lo impregnó todo.

En escasos minutos, miles de personas abarrotaron los restaurantes,

las plazas y las calles, palmoteando alegremente al ritmo que había

caracterizado las protestas en los últimos meses: “libertad, libertad”,

“abajo la dictadura”. En la más grande de las improvisadas

manifestaciones de júbilo, toda la capital dominicana pareció esa

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noche dispuesta, pese a la hora, a celebrar sin inhibiciones de ningún

tipo, la caída de la tiranía.

En las estrechas callejuelas de la zona colonial y en las

populosas vías del sector Ciudad Nueva, escenario semanas antes de

violentas confrontaciones, la multitud se confundió con los militares

en un abrazo que parecía dejar atrás el resentimiento provocado por

la furia de represalias recientes. Por todas partes, se oía el clamor de

la celebración.

En el corto trayecto de la embajada a la residencia de Luís

Manuel Baquero, donde esperaban ansiosos los dirigentes de UCN y

del Catorce de Junio, Ramón Cáceres y Baquero Ricart, pudieron

observar la magnitud del júbilo público. La prisa no les permite

conceder mucha atención por el momento al hecho de ser testigos y

actores de un gran acontecimiento histórico.

Alrededor de las nueve de la mañana del lunes 20 de

noviembre, un helicóptero militar descendió en los jardines del

Palacio Nacional y sus dos pasajeros se dirigieron, escoltados por una

comisión de altos oficiales, al despacho presidencial.

Los dos emisarios del general Rodríguez Echavarría –su

hermano, el coronel Santiago Rodríguez Echavarría y el licenciado

Rafael F. Bonnelly- cumplían la encomienda de reiterarle la total

adhesión de la base al Gobierno. La reunión duró aproximadamente

una hora, al cabo de la cual el oficial regresó en el mismo helicóptero

a Santiago, mientras Bonnelly, en cambio, se trasladaba en automóvil

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a su residencia en la capital, donde ya le esperaba un grupo de

amigos y dirigentes ucenistas.

Uno de ellos era el doctor Vega Imbert, quien había visto

descender el helicóptero desde la casa de su tío, el doctor Julio Vega,

un antiguo funcionario de Trujillo, donde durmió la noche anterior. El

mensaje que Bonnelly transmitió a Balaguer se lo resumió a sus

amigos en una breve frase:

-¡Joaquín, te manda a decir Echavarría, que ya tú eres

Presidente. Que actúes, que tienes todo su respaldo!

Bonnelly no se sorprendió de la reacción imperturbable de

Balaguer, quien tras escucharle pacientemente se limitó a sonreír

musitando una apenas perceptible expresión de agradecimiento.

A pesar de los contactos realizados a través de Ramón Tapia

Espinal y de la importante participación ucenista en los sucesos de la

noche del sábado 18 y de toda la mañana del domingo 19 en la base

de Santiago, el primer contacto formal de Unión Cívica con el general

Rodríguez Echavarría vino a producirse el martes 21. Temprano en la

mañana de ese día, una misión oficial de la organización fue a verle a

su puesto de comandante.

Encabezado por el doctor Severo Cabral, el grupo es portavoz

de un mensaje personal del doctor Fiallo. A la comisión se unen dos

importantes dirigentes de Santiago, Tapia Espinal y Federico Carlos

Álvarez.

En la reunión no se trató nada relacionado con el papel que la

UCN atribuye a Rodríguez Echavarría en el futuro gobierno. El grupo

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se concreta a expresar al jefe militar el reconocimiento del país por su

decidida actuación de los días anteriores. Este a su vez reiteró su

apoyo al Presidente y los exhortó a unirse a Balaguer en los esfuerzos

por reencauzar a la nación por nuevos y “prometedores” senderos.

Les recordó que el país se encontraba bajo un estado de emergencia

y que las autoridades procederían con extrema energía si fuera

necesario para aplacar la acción depredadora de las turbas.

Después de la reunión, el grupo se trasladó a la residencia de

Álvarez, donde estaba citado el comité provincial en pleno, con

algunas otras personalidades de la ciudad, como Bonnelly. Severo

Cabral le expresó a éste último su satisfacción de encontrarle ya que

tenía para él un mensaje personal del doctor Fiallo. Este abrigaba la

idea de encargar a Bonnelly de la dirección del diario El Caribe, una

vez el gobierno pasara a manos de UCN. En los últimos años, le dijo,

el periódico se convirtió en un instrumento de la tiranía. Fiallo creía

que Bonnelly, quien había servido a Trujillo desde diversas posiciones,

era el hombre indicado para hacer ahora de ese medio un nuevo

vehículo para el fortalecimiento de la democracia.

El rostro de Bonnelly pareció ir transformándose, a medida que

escuchaba a Severo Cabral. Hundiéndose en la cómoda butaca de

piel, le dijo, cruzando los brazos:

-¡Escucha bien esto, Severo. Dile a Viriato que en este país yo

no aspiro a ser ni alcalde pedáneo!

Menos de dos meses después, Bonnelly sería el Presidente.

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El curso de las relaciones entre el nuevo estamento militar y la

UCN quedó marcado desde un principio, a despecho del respaldo

inicial ofrecido por esta organización al movimiento del 19 de

noviembre.

Estando en San Juan, Puerto Rico, en la última etapa e su gira

política para persuadir a los Estados Unidos a mantener las sanciones

contra el régimen, el doctor Viriato A. Fiallo cometió una ligereza al

referirse, en conversaciones con periodistas, al levantamiento de

Santiago. Al responder a una pregunta, Fiallo se refirió a Rodríguez

Echavarría en los términos siguientes:

-Yo no lo conozco. Debe ser uno de esos generalotes de Trujillo.

La carta de respuesta no tardó en llegarle. “Yo no soy un

generalote”, le reprochaba. Detrás de él, alegaba, habían dos

generaciones de militares, que se remontaban a la gesta

independentista de Capotillo. La carta, redactada por el doctor

Marino Vinicio Castillo, sellaría el futuro inmediato de las relaciones

entre el nuevo líder militar y la principal fuerza opositora.

No pasarían muchos días antes de que la afloración de estas

nuevas fricciones estremecieran el ambiente político con renovados

ímpetus.

Una extraña y silenciosa procesión despertó al mediodía del

martes 21 de noviembre, la atención de los transeúntes de la

populosa calle El Conde, del sector colonial. Ataviados en sus

llamativos uniformes azul y rojo, una columna de bomberos

descendió a paso marcial de su Cuartel General, ubicado al final de la

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calle Palo Hincado con la avenida Mella, hasta el Altar de la Patria, en

el punto exacto en que termina El Conde.

Tras recorrer la distancia de poco más de ciento cincuenta

metros, el grupo se detuvo ante la lámpara de donde arde

permanentemente una llama en honor a los restos de los tres

fundadores de la República: Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario

Sánchez y Ramón Matías Mella. Con una solemnidad inusual para un

acto que no ha sido ensayado antes, el pequeño grupo de bomberos

despegó pacientemente una pesada tarja de bronce en homenaje a

Trujillo, adherida a la pared de antiguos ladrillos, y regresó al cuartel

al mismo paso.

Decenas de curiosos se acercaron para cerciorarse con sus

propios ojos. En el lugar donde la adulación extrema colocó años

antes una tarja para conocer al dictador un lugar similar en la historia

al de los próceres de la Independencia quien dio la orden de revocar

físicamente esa injusticia histórica.

Pero esto era sólo un indicio de los nuevos vientos de cambio.

En forma menos ritual, exaltados manifestantes derribaban letreros,

bustos y retratos de Trujillo de parques, plazas, escuelas, puentes,

carreteras y hospitales. Las señales físicas de la dictadura de 31 años

comenzaban a desaparecer a paso vertiginoso.

El gran y definitivo paso no tardaría en llegar. El Congreso

Nacional aprobó el 24 de noviembre un proyecto de ley restaurando a

la capital dominicana su antiguo nombre de Santo Domingo.

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Balaguer subrayaría la dimensión exacta de ese momento

histórico en un discurso: “La Era de Trujillo ha terminado”, dijo. “El

momento no es oportuno para responsabilizar a nadie, ni para

someter al escrutinio público las faltas irreparables que han dado

lugar al desplome definitivo de la dictadura. No es hora de rendición

de cuentas, sino de liquidación de lo que ya no puede sostenerse

porque es el pueblo ahora el que decide y nada ni nadie puede

oponerse a la voluntad popular”.

Ciertamente el país requería de paz para emprender la enorme

tarea que el derrumbamiento de la tiranía y el surgimiento de la

democracia le ponían por delante. Pero al implorar contra cualquier

intento de retaliación, Balaguer se defendía a sí mismo de cualquier

eventual señalamiento que pudiera debilitar su de por sí precaria

situación personal.

Esto era importante, principalmente ahora que podía

considerarse auténticamente como un Presidente.

Una anciana de 96 años en silla de ruedas es llevada por una

pareja cabizbaja hasta la puerta del avión de Pan American detenido

en la rampa. Un silencio se adueñó de empleados y pasajeros que al

enterarse momentos antes el anuncio de la partida de otro miembro

de la familia Trujillo habían planeado una manifestación relámpago de

repulsa.

El avión aterrizó dos horas después en el aeropuerto

internacional de Miami y tras cumplir los trámites de migración y

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aduana, la anciana fue trasladada en una ambulancia a una

residencia en Coral Gables. Sólo dos personas fueron a recibirla.

Ajena por completo a cuanto sucedía a su alrededor, doña Julia

Molina viuda Trujillo, madre del Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo

Molina, se unió esa noche a sus hijos en el exilio. En su huida

apresurada la noche del domingo 19 de noviembre, ninguno de sus

hijos y nietos reparó su ausencia.

Acosado por las presiones, Balaguer trató de mantener las

apariencias de normalidad designando nuevos funcionarios en cargos

importantes de la Administración. Uno de ellos vendría a resultar

clave en el desarrollo de los acontecimientos que sorprendería a la

nación esa misma semana.

En efecto, la designación del hacendado Silvestre Alba de Moya,

de 51 años, en la gobernación del Banco Central en reemplazo de

Manuel V. Ramos tendría más tarde una trascendencia imposible de

predecir en ese momento.

Ese mismo día, una pequeña información periodística de

provincia, daría la señal de aviso de una pronta y fantástica

“aparición”. Escondida en sus páginas interiores, El Caribe

especulaba en un despacho fechado en San Cristóbal, acerca de la

posible “sacada” el país del cadáver de Trujillo.

Alba de Moya no podía imaginarse, mientras se juramentaba

como gobernador del Banco Central de la República, la importancia

del papel que desempeñaría en los días siguientes frente al regreso

de Trujillo, ya hecho cadáver, a su Patria.

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En el viaje de regreso, las comisiones del Catorce de Junio y la

UCN que se habían separado en Washington, coincidieron

nuevamente en San Juan, Puerto Rico. Allí fueron informadas de la

partida de Ramfis. Ante este giro de los acontecimientos, olvidaron

momentáneamente sus diferentes para retornar de inmediato al país,

en un vuelo especial de la línea aérea norteamericana Caribear.

Las calles estaban colmadas de manifestantes que celebraban

la partida de los Trujillos, sin darle mucha importancia al hecho de

que aviones de los Estados Unidos habían sobrevolado el territorio

nacional. Tavárez Justo fue directamente del aeropuerto a las oficinas

principales del Catorce de Junio en la calle El Conde esquina Hostos,

desde cuyos balcones denunció esa “violación” a la soberanía

dominicana.

Mientras continúan las demostraciones de júbilo en las calles

dominicanas, en Washington, el Departamento de Estado anunciaba

la admisión temporal de Negro, Petán y otros veintisiete parientes y

amigos de Trujillo. El permiso era sólo por tres meses. Algunos de

ellos viajaban amparados en designaciones diplomáticas, como la de

Pedro V. Trujillo y Pedro José Trujillo Nicolás, nombrados ministros

consejeros en las misiones en Bonn y las Naciones Unidas,

respectivamente. Estos nombramientos no durarían mucho. Serían

revocados en su mayor parte por el propio Balaguer en los días

siguientes.

Las repercusiones internacionales son intensas. Por ejemplo,

TASS, la agencia oficial del gobierno soviético, acusó en un despacho

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fechado en Londres al gobierno norteamericano de intervenir en los

asuntos domésticos dominicanos. “La verdadera razón de la

interferencia en los asuntos de aquel país, tan sufrido, es el reciente

movimiento del pueblo por reformas democráticas”, destaca TASS al

difundir los sentimientos del gobierno en Moscú. Sin hacer mención

alguna de esto, en Norfolk, Virginia, sede de la flota naval del

Atlántico, se anunció que otras cinco naves de la fuerza anfibia fueron

despachadas para unirse a los buques que ya se encontraban en las

cercanías de las costas dominicanas.

El lunes 20 de noviembre, un despacho de la Associated Press

atribuyó en Washington a fuentes de la Marina haber declarado que la

flotilla de buques, permanecerá en aguas de la nación caribeña por

varios días. La movilización incluye una fuerza especializada de

desembarco de mil ochocientos marines. Entonces apenas se sabe

que la concentración ha sido ordenada luego del regreso de Negro y

Petán Trujillo, la semana anterior, por la amenaza que ello

representaba a la estabilidad del Gobierno del Presidente Balaguer.

Ramfis escucharía la información por radio de onda corta a

bordo del yate Presidente Trujillo, en ruta hacia Guadalupe. Sus tíos

la leerían ese mismo día en las páginas del Diario Las Américas, de

Miami, horas después de su llegada a Fort Lauderdale, para un exilio

por el resto de sus días.

Para tener una idea de la nueva situación surgida, bastaban dos

hechos. En la capital dominicana, las principales organizaciones de

oposición, la UCN, el PRD y el Catorce de Junio, en comunicados

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firmados por Luís Manuel Baquero, Juan Bosch y Feliz María Germán,

reiteraron su respaldo al Presidente. En Washington, el vocero de

prensa de la Casa Blanca, Lincoln White, expresó el parecer de que

“el Gobierno dominicano se ha fortalecido”, confirmó la presencia de

buques en las cercanías y afirmó no saber “hasta cuándo estarán

allí”.

Entre tanto, la OEA anunciaba su decisión de enviar una

comisión de nueve miembros al país tan pronto como ésta pueda

completar “los trámites del viaje”. La idea es investigar los avances

en materia política con vista a una decisión sobre las sanciones

multilaterales. La comisión queda integrada por delegados de

Colombia, Chile, Ecuador, Panamá y Estados Unidos, según revela el

embajador Augusto Arango, presidente de la Comisión de Sanciones

del organismo hemisférico.

El proceso de normalización que estas informaciones

tranquilizadoras sugieren, queda de pronto pasmado con una

desgarradora información periodística. El martes 21 de noviembre, la

prensa nacional, todavía bajo el control gubernamental, reveló que

los seis implicados en el asesinato de Trujillo se habían fugado la

noche del sábado 18, mientras eran transportados de regreso a la

penitenciaría de La Victoria, tras un descenso al lugar donde tuvo

efecto el asesinato del dictador.

Tres agentes policiales, agregaba la nota de El Caribe, habían

sido asesinados. La primera indagación indicaba que algunos de los

fugados se encontraban heridos. Los tres agentes victimados

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custodiaban a los reclusos. Por los menos dieciséis huellas de

disparos podían contarse en la camioneta cerrada, matrícula 0-1530,

encontrada dos días después abandonada a un lado de la carretera.

La crónica, oculta en una esquina de la página 7, identificaba a los

policías muertos como Pedro María Romero Alcántara, conductor;

Félix Calderón y José Fabriciano Cruz Cuaba. A continuación citaba

los nombres de los fugados: Ingeniero Roberto Pastoriza Neret, Pedro

Livio Cedeño Herrera, Luís Manuel Cáceres Michel (Tuntin), Modesto

E. Díaz Quezada, Huáscar Tejeda Pimentel y Luís Salvador Estrella

Sadhalá.

De acuerdo con la nota periodística, los seis presuntos fugados

habían sido trasladados a la autopista donde murió Trujillo el 30 de

mayo, para un descenso judicial con el propósito de completar los

datos del proceso. El asalto a la camioneta debió haberse producido

a unos cien metros de una curva de la carretera, próximo a un

callejón que divide dos propiedades. Los asaltantes habrían huido en

un automóvil de la policía.

La verdad, nunca aclarada por completo, era que Ramfis había

ordenado el traslado de los acusados con el pretexto de realizar un

descenso, para poder llevar a cabo una venganza, antes de

abandonar el país.

Treinta años después, un velo de misterio rodea todavía este

sangriento episodio con que Ramfis sellara el final del largo período

encabezado por su padre. Sin embargo, se ha podido establecer que

de su residencia de Boca Chica, Ramfis fue directamente a una casa

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del coronel Gilberto Sánchez Ruborosa, en Arroyo Hondo. De allí se

trasladaron a la residencia campestre de Hacienda María, en las

cercanías del poblado de Nigua. San Cristóbal, donde la familia

poseía la mayor de sus fincas ganaderas. Allí, medio ebrio, Ramfis y

algunos de sus compañeros dispararon a sangre fría contra los

reclusos, después de amarrarlos en palmas y cocoteros cercanos a la

playa. Los cadáveres de los seis hombres asesinados nunca serían

localizados. Versiones concurrentes asegurarían después que habrían

sido lanzados al mar o enterrados en un lugar desconocido.

De la Hacienda María, Ramfis y su grupo irían directamente a

los muelles de Haina, distante a pocos kilómetros para abordar el

yate que los conduciría de inmediato al exterior.

Pero ¿qué sucedió realmente? La más difundida de las

versiones, recogida en infinidad de documentos y declaraciones, es la

siguiente:

El mayor de la Policía, Américo Dante Minervino, jefe entonces

de la penitenciaria de La Victoria, según lo declaró él mismo al juez

de instrucción, doctor Fernando A. Silié Gatón, el 13 de abril de 1962,

recibió del jefe de la Policía órdenes de trasladar a los seis acusados

para realizar una inspección del sitio donde tuvo lugar el asesinato de

Trujillo. Después de llevarlos donde se produjo la emboscada,

Minervino condujo a los prisioneros hasta la Hacienda María, donde

les esperaban Ramfis y sus amigos. Una vez perpetrado el asesinato,

el oficial trasladó de vuelta a los policías que servían de escolta y en

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medio del trayecto éstos fueron asesinados a su vez, para eliminar así

testigos comprometedores.

Días después, cuando se publicó la noticia de la presunta fuga

de los acusados, el procurador fiscal del Distrito Nacional, doctor

Fabio T. Rodríguez C., hizo una declaración. Alegó que a las

instrucciones que le diera el jefe de la Policía, coronel Marcos Jorge

Moreno, para que encabezara el traslado de los reclusos, él respondió

diciendo que el proceso había quedado cerrado por el juez de

instrucción. Por ende, una orden como esa sólo podía darla el juez de

la Primera Cámara Penal, a cargo de dicho expediente, en ocasión de

una audiencia o a pedido de las partes o de oficio. Al ser informado

de que los acusados habían sido ya sacados del penal, el fiscal fue a

la residencia del procurador general, doctor Porfirio Basora, para

quien la noticia resultabas “también una sorpresa”.

“En vista de que ya los presos se encontraban en esta ciudad”,

continúa la versión del fiscal Rodríguez, “asistí al lugar del traslado,

no porque yo, o la justicia lo hubiera ordenado, sino porque

consideramos en ese momento que debía asistir, no sólo porque yo

había sido requerido para ello por el jefe de la Policía, sino también

para controlar lo que allí se realizara y levantar el acta que fuera

procedente, y todo por motivos que las circunstancias del caso, antes

señaladas, requerían y justifican por demás”. El fiscal afirmaba que

“en su oportunidad quedará demostrado lo útil y conveniente que

resultó mi asistencia al sitio del traslado”.

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Aún cuando no se tenía conocimiento del hallazgo de cuerpos

que pudieran confirmar la presunción de que el grupo hubiera sido

asesinado, muy pocos, incluido como se desprende de esta

declaración el propio fiscal, abrigaban esperanzas de encontrar a

algunos de ellos con vida, ese viernes 24 de noviembre, seis días

después de la partida de Ramfis. En su declaración, el fiscal señalaba

que al haber escuchado con anterioridad denuncias de que existían

planes para aplicarles la ley de fuga a los reclusos, decidió acudir al

lugar del descenso en compañía de tres abogados ayudantes, de un

secretario y de dos agentes de la Policía al servicio de su Despacho,

ocho en total con su chofer.

La orden del traslado había emanado directamente de la oficina

de Ramfis y el jefe de la Policía, coronel Jorge Moreno, puso en su

momento objeciones a tales instrucciones, según consta en un

memorandum dirigido el jueves 17 de noviembre al coronel Sánchez

Rubirosa. El texto de ese memorandum reflejaba la preocupación

que la orden citada creaba al oficial de 33 años, que había sido

asistente militar del Generalísimo hasta la hora de su muerte.

“Cortésmente infórmele que hablando con el Procurador

General de la República me expuso lo siguiente: Que el Juez de

Instrucción ya concluyó la instrucción del proceso y dictó su

correspondiente providencia. Por esa razón ni el juez de Instrucción

ni el Procurador General de la República pueden intervenir en este

asunto. Corresponde entonces al Tribunal de Primera Instancia

apoderarse del caso en virtud de las providencias calificativas del Juez

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de Instrucción y ordenar en el curso de la vista de causa un traslado

al lugar de los hechos cuando lo considere conveniente para formar

su convicción, esto es a requerimiento de él, de los acusados o del

Fiscal. La causa podría fijarse para una fecha muy próxima. Esto ya

no es competencia del Procurador General de la República ni de la

Suprema Corte”.

Obviamente, ni los argumentos persuasivos del jefe de la Policía

ni la obstinación del Fiscal iban a detener los designios de Ramfis.

Tan pronto como se hizo evidente la farsa de la fuga de los

reclusos, Balaguer, asediado por las denuncias, dispuso una

investigación de tales hechos “para que se apliquen a cuantos

resulten responsables del mismo las sanciones a que se hayan hecho

acreedores”. Sobre los magistrados llamados a intervenir en

Instrucción, el Presiente recargaba la “gran responsabilidad de

demostrar al país que son dignos de ejercer la más alta potestad que

puede cumplir el hombre: la de administrar justicia”. Por su parte, el

Procurador General Basora, negaba la información resaltada por El

Caribe y La Nación, de fechas 20 y 21 de noviembre, en el sentido de

que él había ordenado el descenso al lugar del asesinato del Jefe y

disponía, al propio tiempo, una investigación paralela de la

Procuraduría. Ninguna de esas pesquisas sacaría nada en concreto

como tampoco lograrían determinar dónde fueron arrojados los

cadáveres.

De todas partes surgen críticas contra el manejo de la

información por El Caribe. El diario se defiende diciendo que había

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recibido los datos en que basó su crónica de fuentes de la Policía que

no identificó nunca. Tampoco identificó el origen de las fotos de la

camioneta cerrada abandonada a un lado de la carretera que había

publicado con la información.

Ese mismo día, retornó al país el primer grupo de exiliados

antitrujillistas. Uno de ellos, el doctor Germán E. Ornes, reclamaría y

obtendría más tarde la propiedad de El Caribe. Ornes había

comprado el diario a Trujillo y en uno de sus viajes como director del

mismo decidió exiliarse, manteniendo una tenaz campaña individual

contra la dictadura. Su regreso marcaría el comienzo de una etapa

real de independencia periodística.

La euforia creada por la salida de Ramfis y la alegría

desbordante emanada de los primeros destellos de libertad

verdadera, acallaron el sentimiento de consternación provocado en

toda la sociedad por la desaparición de los matadores de Trujillo. No

existían indicios de los cadáveres y el silencio oficial, arrojó un manto

de misterio sobre el caso. La resignación popular quedó empero de

manifiesto en el editorial leído en el programa radial de UCN, Baluarte

Cívico: los seis Héroes del 30 de Mayo, habrían sido masacrados y sus

cuerpos desaparecidos.

Cuatro años después, Ramfis, Sánchez Rubirosa y Luís José

León Estévez, fueron condenados en contumacia a 30 años

acusados de este asesinato masivo. Por virtud de dicha sentencia,

dictada el 4 de febrero de 1965 por la Primera Cámara Penal del

Distrito Nacional, fueron hallaos cómplices del mismo delito y

condenaos a 20 años de trabajos públicos, el general Sánchez hijo,

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Federico Cabral Noboa y José Alfonso, hermano de León Estévez.

Sin embargo, ninguno de ellos cumplió condena alguna. El 20 de

noviembre de 1987, la Fundación Héroes del 30 de Mayo, creada

para honrar la memoria de los seis asesinados, denunció

públicamente en un comunicado dirigido a la Procuraduría General

de la República, la presencia “ilegal” en el país de Luís José León

Estévez, pidiendo al mismo tiempo la ejecución de la sentencia

dictada a comienzos de 1965. El autor entrevistó por primera vez a

León Estévez en su residencia en Arroyo Hondo el domingo 16 de

diciembre de 1990, sin poder sacar nada en limpio sobre estos

hechos. En una segunda entrevista, el miércoles 20 de marzo de

1991, me dijo que nunca escribiría sobre eso porque “la verdad

afectaría a muchas personas influyentes que aún viven”.

En cambio, Sánchez hijo, en nuestra primera entrevista,

realizada en el restaurante Vizcaya, me dijo que al despedir a

Ramfis en Haina, éste le informó del asesinato diciéndole que

“había eliminado a esos bandidos”. Cuando yo le observé si se

refería a los que en el país se conocen como los Héroes del 30 de

Mayo, Sánchez apartó su vaso de whisky de los labios y me

respondió tranquilamente: “El (Ramfis) me lo dijo así: esos

bandidos”.

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13¡CARAJO! ¡CON LO GRANDE

QUE ERA ESE HOMBRE!

“!Desgraciado el pueblo que necesita héroes!”.

BERTOLT BRECHT

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(MAPA CON RUTA SEGUIDAPOR EL YATE ”ANGELITA” QUE

TRANSPORTABA EL CADAVER DE TRUJILLO

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Con evidente disgusto, el jefe de Estado Mayor de la Marina de

Guerra, contralmirante Enrique Valdez Vidaurre, de 34 años,

interrumpió su partido de billar con el capitán de fragata Frank

Amiama Castillo, en el club de oficiales de la institución, situado en la

quinta planta del edificio de la Secretaría de las Fuerzas Armadas, en

la Feria de la Paz, para escuchar el mensaje urgente que le trae un

marinero. Aquella noche del martes 21 de noviembre, no había dado

indicios de que algo pudiera alterar la rutina de una nueva jornada de

acuertelamiento general. El billar era uno de sus hobbies favoritos y

Amiama Castillo, uno de los oficiales subalternos más confiables y

competentes.

Sin embargo, la interrupción, con lo interesante que estaba

convirtiéndose el partido, vendría a alterarlo todo. Lo que el marinero

quería poner en conocimiento del jefe de Estado Mayor era lo que

había podido observar la tarde del viernes anterior. El pudo ver

perfectamente cómo oficiales de la Aviación Militar habían llevado al

yate Angelita, poco antes de que zarpara, un gran cargamento de

archivos y maletas. Lo que más le había impresionado era lo que

parecía un enorme sarcófago y unas veinte cajas, presumiblemente

cargadas de dólares y oro: el tesoro de los Trujillos. Valdez Vidaurre

escuchó atentamente al marinero y le ordenó después retirarse a su

puesto, bajo la orden de guardar absoluto silencia acerca de lo

tratado.

Razones no quedaban ya para continuar jugando billar. El

contralmirante Valdez Vidaurre acuerda con Amiama Castillo que éste

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viaje en helicóptero a primera hora del día siguiente a Santiago para

poner en conocimiento al General Rodríguez Echavarría de la

situación. Amiama Castillo llega ante el nuevo líder militar con una

carta de navegación del Atlántico para mostrarle la posición exacta

del yate Angelita y del destructor D-101, que había sido enviado a

escoltar al primero en su viaje a Cannes. Ambos buques debían hacer

un rendevouz (punto de encuentro de dos naves desde diferentes

lugares) a más tardar el día siguiente, miércoles 22 de noviembre.

Al mando del D-101, denominado Trujillo, iba el capitán de

navío Francisco Rivera Caminero, al frente de una tripulación de 120

hombres. Este era el navío de guerra más grande de la dotación de la

Marina. Había sido adquirido en 1948, en Inglaterra, junto a otros

buques que constituían la fuerza principal del cuerpo, en el que más

confiaba el dictador. Estas unidades habían servido en la Segunda

Guerra Mundial en las reales Armada británica y canadiense. El

destructor D-101 había sido el Hotspur, y el D-102, ahora

Generalísimo, era el Fame. Ambos navíos habían inscrito sus

nombres en Dunquerque y librado grandes batallas contra los

alemanes. El D-101 con sus 323 pies de eslora y 33 de mangas, con

un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía desarrollar una

velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de 60 kilómetros

por hora, con un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía

desarrollar una velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de

60 kilómetros por hora, con un radio de acción de 6,000 millas y

capacidad para una dotación límite de 145 hombres. Los ingleses lo

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habían botado el 25 de marzo de 1935 e incorporado a la Real

Armada Canadiense el 29 de diciembre de ese mismo año.

Navegando a toda velocidad, el D-101 tenía una autonomía de

cuatro días y su consumo de combustible era mucho. De hecho su

velocidad era dos veces superior a la del yate Angelita, cuya

capacidad de desplazamiento era de 15 nudos. Por consiguiente, el

contralmirante Valdez Vidaurre, siguiendo órdenes “superiores”,

había dispuesto días antes que el destructor zarpara primero que el

yate, con rumbo a Saint Thomas, donde recogería combustible

adicional, en tanques colocados en la popa.

El jefe de la Marina tomó la decisión de hacer regresar al D-101

el lunes 20, antes de que se encontrara con el Angelita en el punto

previamente acordado en el Atlántico. El pretexto que había dado al

Presidente Balaguer, a través del general González Cruz, Secretario

de las Fuerzas Armadas, era de que no existían argumentos para que

un navío de guerra, con una tripulación militar en activo, atracara en

un puerto europeo.

(CUATRO PAGINAS CON FOTOS)

De manera que el Angelita navegaba sólo, sin custodia de

buque alguno, la mañana del martes 21 de noviembre, cuando

Amiama Castillo va a ver al general Rodríguez Echavarría por

instrucciones del jefe de la Marina. Cuando le muestra la posición del

yate en la carta de navegación tendida sobre el escritorio, Rodríguez

Echavarría le pregunta a que distancia de su trayectoria aquel se

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encuentra. A la mitad aproximadamente, le responde, casi a un día

de navegación para llegar al denominado punto de no retorno, de

acuerdo con las informaciones disponibles. El jefe de la base de

Santiago le pregunta que piensa la jefatura de la Marina. “Hacerlo

regresar”, le dice:

-“! Pues háganlo de inmediato!”, ordena con voz imperativa.

Pero toma el teléfono directamente y llama él mismo al Palacio,

tras expresar su conformidad con la orden de regreso del D-101.

Rodríguez Echavarría quería asegurarse personalmente de que

sus instrucciones se siguieran al pie de la letra. Por eso, en adición a

las órdenes dadas al jefe de la Marina, hizo una llamada especial al

jefe de comunicaciones del Estado Mayor General Conjunto, capitán

Amable Bueno, quien hasta la partida de Ramfis trabajaba

directamente para las órdenes de éste. Rodríguez Echavarría era sólo

comandante de la base de Santiago. Sin embargo, desde el éxito de

la sublevación del domingo 19, se había convertido virtualmente en el

jefe militar del país. Todos los oficiales esperaban su nombramiento

como secretario de las Fuerzas Armadas de un momento a otro y

como tal se le tenía ya. Por eso no debía extrañar que Valdez

Vidaurre, con mayor nivel teórico en la escala de mando dada su

condición de jefe de la Marina, recurriera a él antes de disponer el

regreso de Angelita.

El capitán Bueno estaba en su oficina, llamada El Mirador por

sus ventanas de vidrio, en la cúpula del edificio de la jefatura de la

aviación, cuando recibió la llamada del comandante de Santiago.

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Desde su privilegiado puesto de observación, él podía chequear toda

la base, de un extremo a otro, con tan solo desplazar sus ojos

alrededor, como si trazara una circunferencia.

Bueno no tenía comunicación alguna con el yate, cuya

tripulación seguía al pie de la letra las instrucciones de navegar con la

radio apagada. El oficial no encontraba explicación al hecho de que a

él no se le ordenara viajar en el yate como jefe de las

comunicaciones, como por lo regular hacía cuando Trujillo o

cualquiera de sus hermanos o hijos salían en él o en el yate

Presidente Trujillo.

El oficial trató de explicar este inconveniente al general

Rodríguez Echavarría.

-No disponemos de medios para establecer comunicación,

general-, le dijo.

-Pues será mejor que consiga comunicarse-, le respondió de

mala manera el general, sin darle tiempo a responderle. Cuando

alcanzó a decirle:

-Está bien, señor, haré el esfuerzo-, ya nadie le escuchaba del

otro lado de la línea.

Después de agotar varios intentos, el capitán Bueno recurrió a

un truco muy antiguo. Hizo un sinfín, grabando una pequeña cinta

que empató en dos puntos y la puso a rodar indefinidamente, en una

alta frecuencia de 16,600 kilociclos: “Yate Angelita, respondía. Aquí

una llamada urgente. Responda”.

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Durante las cinco horas siguientes, el general Rodríguez

Echavarría le llamó no menos de siete veces para inquirirle respecto a

los resultados.

Pero no fue hasta la mañana siguiente, del miércoles 23,

cuando se recibió una débil y primera respuesta. El capitán Bueno

corrió rápidamente a la radio y se puso a la escucha, cansado y con

los ojos hinchados por toda una noche en vela. Una voz apenas

audible, responde por fin: “Adelante, adelante”. Bueno cree

reconocer, a pesar del bajo tono, la voz del sargento Carlos Peguero

de la Cruz, telegrafista de la Marina, a quien ordena mantenerse en

frecuencia, a la espera de instrucciones.

Rodríguez Echavarría instruye al capitán Bueno que transmita la

orden al segundo oficial a bordo, el capitán de corbeta (mayor) Jorge

Alejandro Brady Berrocal, que asuma el mando con el rango de

capitán de fragata (teniente coronel)” por las buenas o por las malas”

y haga regresar la nave inmediatamente a puerto dominicano. Al

cabo de unos minutos llega la respuesta del oficial de más de seis

pies de estatura:

-¡Me estoy devolviendo!

Dentro de la nave, la tripulación se mantenía al tanto de los

acontecimientos a través de la radio. Alba Valera llevaba un enorme

Zenith transoceánico en el que podían captar perfectamente La Voz

de los Estados Unidos y la radio oficial dominicana. Por medio de

esas transmisiones se habían enterado de las versiones de que en el

equipaje se transportaba una enorme fortuna, que algunas

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informaciones periodísticas situaban en decenas de millones en

dólares y lingotes de oro.

Uno de los oficiales a bordo, el capitán de corbeta, asimilado,

Albert Becker, ingeniero alemán de 27 años, había escuchado

casualmente el llamado de regreso desde San Isidro, al pasar por la

sala de comunicaciones. El telegrafista se levantó a toda prisa y llevó

el mensaje radial al capitán Brady Berrocal. Becker bajó a la sala de

máquinas y comentó a sus subalternos:

-Está pasando algo raro. Creo que nos vamos a devolver. Hay

que estar preparados.

Becker, jefe de ingeniería del yate, era oficial asimilado de la

Marina y encargado técnico de los Astilleros Dominicanos. Había

supervisado la reconstrucción de las máquinas del Angelita en Moblé,

Alabama, Estados Unidos, tres años antes, en 1958, por órdenes de

Trujillo, a un costo superior al millón y medio de dólares. El yate tenía

originalmente máquinas alemanas ya que había sido construido en

los famosos Astilleros Krupp en 1918, como un buque escuela para la

marina turca. Adquirido años después por el millonario

norteamericano Joseph Davies, quien luego sería embajador ante la

Unión Soviética, el yate prestó servicios a la Marina de los Estados

Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.

Davies compró el yate en 1935 y lo bautizó con el nombre de

Sea Cloud (Nube Marina), que mantuvo hasta el 1956 cuando fue

adquirido por el gobierno de Trujillo. Durante la guerra, la marina

estadounidense le despojó de su arboladura de cuatro mástiles y

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vergas para 29 velas, convirtiéndole en un barco auxiliar del Servicio

Metereológico, en el Océano Atlántico. Una vez finalizado el conflicto,

el yate fue trasladado al puerto de Charleston, donde fue

acondicionado nuevamente como un navío de lujo.

El Jefe quedó maravillado de su impresionante silueta en una de

las muchas visitas que el yate hiciera a Ciudad Trujillo al mando del

capitán John McGuire y no descansó hasta comprarlo. Entre muchos

otros galardones, el Sea Cloud conquistó en 1937 en Francia un

concurso por su mascarón de proa, considerado entonces como el

más artístico entre los yates famosos del mundo. Otras

características hacían de este buque algo excepcional. Sin incluir el

bauprés, medía 316 pies, con un desplazamiento de 2,323 toneladas

y pudiendo desarrollar una velocidad de hasta 15 nudos con un radio

de crucero a máquina de 20,000 millas. Su tripulación es de 70

miembros y sus cuatro mástiles miden, 164.0 pies de altura, el palo

trinquete; 190.6 pies, el palo mayor, 168.0 pies el palo mesana y

131.0 el palo de socaire. Sus 29 velas abarcan un área de 34,000

pies cuadrados, con un calado de 22 metros y una manga de 29.2.

Pocos navíos de su género en el mundo podían reunir todas esas

características.

Brady Berrocal asume el mando después de ordenar el arresto

del contralmirante retirado Didiez Burgos, quien no opone

resistencia y se retira, bajo vigilancia, a su camarote. Después de

casi cinco días de navegación, el Angelita se encontraba exactamente

en la latitud 28.00 Norte y longitud 40.25 Oeste, a 1535 millas de la

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República Dominicana, cuando el nuevo comandante a bordo reúne a

la tripulación para explicar las órdenes recibidas por radio.

Hasta entonces, la travesía había sido tranquila. Andrés Alba

Valera, primo de Ramfis y custodia del cadáver de Trujillo, no había

confrontado problemas de ninguna especie abordo. Como los días

anteriores, la mañana, con su cielo despejado, prometía otro día de

sosiego y mar apacible. Sus relaciones con la oficialidad se

mantenían en un punto elevado de confianza. Los conocía a casi

todos y ellos le habían dado muestras de solidaridad a él y a la

familia, durante el trayecto. No tenía razones para quejarse. Esa

mañana, Alba había considerado la posibilidad de desechar

definitivamente todos los malos presentimientos que le dominaron al

emprender este viaje.

Después de almorzar temprano, rayando el mediodía, en

compañía de su esposa Clement Luna de Alba, sus cinco hijos, Julia

Dolores, de 6 años; Andrés Antonio, de 5; Vivian María, de 4; Aurorita

Mariana, de 3 y Sandra, la más pequeña, de sólo 10 meses de edad, y

los padres de su esposa, Papito es informado por la niñera Andrea

Jiminián, que había cuidado de sus hijos desde que el primero de ellos

naciera, que el capitán le esperaba en el puente de mando. Alba no

sospechó nada, puesto que todos los días le citaban allí para

mostrarle, por medio de un barquito electrónico en una pantalla, el

curso de la travesía. Por el contrario, estaba deseoso de saber cuán

lejos se encontraban este mediodía del miércoles 23 de noviembre de

su punto final de destino.

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Otro ambiente distinto fue el que encontró Alba Valera al llegar

al puente de mando. Todos los oficiales, unos ocho en total, con los

rostros serios y sus pistolas sobadas con las cananas abiertas y

portando ametralladoras de mano, le aguardaban impacientes de pie,

pegados unos a otros. Alba tuvo una ligera sensación de miedo al no

ver al contralmirante Didiez Burgos entre el grupo. A su pregunta

respeto de qué sucedía, Brady Berrocal le explicó que había asumido

el mando por órdenes superiores y que debían regresar, lo que

estaban haciendo en ese preciso momento.

Consciente del peligro de un retorno en las circunstancias

prevalecientes, Alba intentó convencer a Brady Berrocal de seguir el

rumbo original. Ramfis, que solía ser generoso, le recompensaría por

ese gesto, le dijo. El oficial le replicó que había sido ascendido y que

no tenía opción. Quería asegurarle, sin embargo, que nadie le

molestaría y que las instrucciones impartidas con respecto a él y su

familia en nada cambiaban.

Alba recurrió a un último y desesperado intento de persecución,

diciéndole que en el yate se trasladaban cincuenta y dos importantes

archivos cerrados que contenían los papeles personales de Trujillo,

toda la historia íntima y secreta de la Era de Trujillo. Ese bagaje era

de la más trascendental importancia para Ramfis. A él no le cabían

dudas de que ponerlos a salvo en Cannes constituiría un gran motivo

para una buena recompensa. Brady Berrocal cambió la conversación

y pidió a su amigo que hiciera entrega de las armas a un oficial que

iría con él a su camarote. Alba se despojó de un revolver calibre 38

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cañón corto que portaba debajo de su jacket, ceñido al cinturón de

sus pantalones cortos, estilo bermudas. Brady exhibió una leve

sonrisa y le dijo en tono complaciente:

-¡Todas las armas, Papito!

Como aficionado a la cacería, Alba había incorporado a su

equipaje varias armas de diferentes calibres, que pensaba utilizar en

su larga estadía en Europa. Molesto fue a su camarote y entregó al

oficial subalterno varios revólveres y rifles y dos escopetas de

cacería, con sus respectivas municiones.

El curso de su vida había cambiado por segunda vez en menos

de una semana. Aún cuando se le ofreció seguridad de que nada le

pasaría a él ni a su familia, tenía la convicción de que se había

convertido de pronto en un preso de confianza; con todas las

comodidades posibles, pero preso al fin. A despecho de tales

seguridades, él no podía estar seguro, en su fuero interno, de

encontrarse fuera de peligro.

Un cambio repentino en las condiciones atmosféricas aumentó

su pesimismo y afectó su humor. Hasta el momento en que se decide

hacer retornar el yate, la travesía había sido buena, con un tiempo

formidable. Esa noche, sin embargo, el yate entró en una zona de

turbulencia. Mareado por los fuertes oleajes, Alba y su esposa

Clement podían contemplar horrorizados desde las ventanas de su

camarote, las gigantescas velas inclinarse casi horizontalmente de un

lado a otro. Un fuerte sacudión les arroja a ambos a los extremos de

la habitación. Clement profiere un grito al quedar agarrada en los

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dedos de las manos de una claraboya, sin que Papito pudiera hacer

nada para auxiliarla. “Fue la peor noche de mi vida”, confesaría Alba

al autor.

La tormenta duraría toda la noche y parte de la madrugada.

Pero el tiempo mejoró y la travesía de regreso se hico en el plazo

previsto.

Los pasajeros de otro yate, el Presidente Trujillo, que conducía a

Ramfis y a varios de sus más íntimos colaboradores a las islas

francesas de Guadalupe, tuvieron mejor suerte.

El lunes 20 de noviembre en la madrugada, el buque alcanzó el

puerto de Basse-Terre, a las 5:00 A.M., donde desembarcaron el

coronel Luís José León Estévez y Marcos A. Gómez hijo. La nave

continuó ruta hacia Point-a-Pitre el mismo día con los demás

pasajeros, llegando allí al día siguiente. A las 18:00 horas del martes

21, todos los pasajeros abandonaron el navío de la Marina de Guerra

Dominicana, para abordar horas después un avión de Air France con

destino a París.

Tras haber desembarcado a todos los pasajeros, exactamente a

las 21:30 de la misma fecha, el capitán César Gil García dispuso el

regreso a puerto dominicano, según informaría oficialmente después

la Jefatura de la Marina en un comunicado. Sin tropiezos de ningún

género en su travesía de retorno, la fragata llegó a la base naval de

Las Calderas, al suroeste de la capital, a las 8:30 de la mañana del

sábado 25 de noviembre, dos días después que la radio del yate

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Angelita captara las primeras señales de la orden de regreso en pleno

Océano Atlántico.

Después de haber recorrido 3,130 millas, en once días, 8 horas

y 30 minutos, el yate Angelita llegó al fondeadero de la base naval de

Las Calderas “sin tocar ningún otro puerto nacional o extranjero”,

según informaría la Marina días después, a las 5:30 de la mañana del

miércoles 29 de noviembre. La noche anterior, el Presidente

Balaguer designó una comisión de altos funcionarios, oficiales

militares de los tres cuerpos y representantes de los principales

grupos políticos para realizar una inspección al buque y determinar la

veracidad de versiones, muy propaladas, de que en él los Trujillo

habían escondido una enorme fortuna.

La imaginación llegaba a situar el tesoro en más de 90 millones

de dólares en billetes norteamericanos y barras de oro y esta versión

había encontrado eco en la prensa internacional. Todavía no se

conocía en la República Dominicana la decisión de hacer regresar el

yate. Pero preocupado por la falta de noticias sobre su paradero,

Ramfis hacía todavía esfuerzos para recuperar el cadáver de su padre

y el resto del valioso cargamento, en especial los archivos personales

del Generalísimo.

Ramfis se encontraba en la clínica de un siquiatra en Bruselas

cuando se ordenó regresar el yate, dijo Luís José León Estévez al

autor. Desde allí llamó a su cuñado, quien estaba hospedado junto

a su esposa Angelita, Doña María y Radhamés Trujillo, en el hotel

George V en París, para que llamara a Balaguer en su nombre y le

pidiera que se revocara la orden. Fue entonces, según León

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Estévez, cuando Balaguer se enteró de que en el yate estaba el

cadáver de Trujillo. El Presidente le dijo que no podía complacer a

Ramfis en ese punto porque la situación del país “es difícil”, pero le

prometió que tomaría todas las medidas necesarias para la

devolución inmediata del cadáver.

Tras agotar varios intentos para comunicarse con la

comandancia del buque mediante el sistema de teléfono internacional

usado por la Marina para localizar barcos en alta mar, Ramfis encargó

a su asistente Víctor Sued ponerse en contacto en Santo Domingo con

amigos en el gobierno, quienes le informan que el yate reencuentra

camino de regreso. A partir de ese momento, Ramfis emprende una

serie de iniciativas encaminadas a lograr una transacción que

permitiera revocar la orden de regreso para así poder recobrar todas

sus pertenencias.

Según lo relatara Sued 25 años más tarde a Servicios Españoles

de Radiodifusión (SER), el hijo mayor de Trujillo le ordenó trasladarse

a Montreal, Canadá, para iniciar contactos con ese fin a través de un

funcionario del Consulado en Nueva York, a quien se atribuían

muchos vínculos con el nuevo poder militar en República Dominicana.

Dicho funcionario, que había ocupado también importantes posiciones

durante el régimen de Trujillo, le propuso, de acuerdo con el relato,

verse al día siguiente en Toronto. La reunión habría tenido lugar y

aquel le transmitió a Sued una oferta: por la suma de cinco millones

de dólares en efectivo se permitiría al yate continuar su viaje hacia

Europa. El funcionario le dijo a Sued que se trataba de una buena

propuesta, pues el yate guardaba una fortuna de 90 millones de

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dólares en billetes y lingotes. Para dar tiempo a una decisión, la nave

regresaría a marcha lenta a tierra dominicana. Ramfis habría

desestimado la oferta.

Estas no fueron las únicas gestiones encaminadas por la familia

Trujillo con el fin de recuperar el cadáver y el yate. Mientras se

ultimaban los detalles para poder enterrar el cuerpo de Trujillo en el

cementerio parisino de Pére La Chaise, Radhamés, el hermano menor

de Ramfis, de 19 años, cifró personalmente un mensaje dirigido al

Presidente Balaguer desde la embajada dominicana en París, cuyo

texto él mismo no podía recordar 29 años después. Los hechos

siguientes indicarían que Balaguer no se mostraría insensible a estas

peticiones.

En las primeras horas de la mañana del día 29, todo estaba

preparado para la requisa dispuesta por el Presidente dentro del yate.

La comisión estaba encabezada por el licenciado Carlos Goico

Morales, presidente de la Cámara de Diputados y el licenciado Emilio

Rodríguez Demorizi, Secretario de Estado, en representación del

Gobierno. Los delegados militares eran los tenientes coroneles

Braulio Álvarez Sánchez, del Ejército, y José Nelton González Pomares,

de la Aviación, mientras que el capitán Frank Amiama Castillo

representaba a la Marina. Por los partidos políticos habían accedido

el licenciado Humbertilio Valdez Sánchez, del PRD, y el licenciado

Manuel Horacio Castillo (Melo), de la Unión Cívica. El Catorce de Junio

no mostró interés alguno en integrar este grupo.

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Los comisionados llegaron a Las Calderas casi a una misma

hora, en la mañana, pero por muy distintas vías. Rodríguez Demorizi

había despertado en la madrugada a Goico Morales para hacer el

viaje juntos en automóvil, con escolta militar. El coronel González

Pomares había abordado un helicóptero piloteado por el mayor

Wilfredo Medina Natalio, con el que fue a buscar a Amiama Castillo a

la base naval 27 de Febrero, en Sans Souci. Álvarez Sánchez prefirió

trasladarse por tierra. Los dirigentes de oposición lo hicieron por sus

propios medios.

Hacía un día espléndido y la silueta majestuosa del yate

fondeado a media milla enfrente de la punta de la base, entre Punta

Salina y Punta Calderas, ofrecía un espectáculo singular. Debido a su

calado, el yate no podía atracar en los muelles. El comandante de la

base naval, Julio Read Santamaría, les recibió personalmente y

mientras se esperaba la llegada completa del grupo, les sirvió café en

su oficina. Aproximadamente a las 8:00 de la mañana los

comisionados abordaron un bote para trasladarse al yate.

Amiama Castillo fue el primero en entrar. Se dirigió

directamente al comedor y empujó la puerta, alcanzado a ver a los

esposos Alba abrazados a sus hijos en un sofá. La irrupción del alto

oficial alarma a Clement, la esposa de Alba, quien protegió a sus

hijos situando su cuerpo delante de ellos. Ni Papito ni su mujer

podían distinguir la identidad del visitante. Sólo veían su alta y

fornida figura, ametralladora en mano, y vestida de verde olivo, en el

umbral, con el rostro bajo un manto de espesa sombra debido a los

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intensos rayos del sol. Amiama se identificó y ambos emitieron un

profundo soplido de tranquilidad.

El comandante Brady Berrocal, quien los recibe, no tiene un

buen semblante. Goico, al presentarse e informarle acerca de la

misión que el Gobierno le ha encomendado al grupo, hace una broma

a costa de su visible cansancio:

-¡Despierte, capitán, que este es un asunto muy serio y usted

va a tener que conducirnos por todo el barco!

Brady confiesa a la comisión que en el trayecto de regreso ha

abierto las maletas donde había dinero dominicano y que las guardó

en su camarote para una inspección oficial. Rodríguez Demorizi

propone entonces trasladar de inmediato el equipaje y todo el

cargamento a la capital, para proceder allí a un registro más

minucioso. Pero Goico sugiere en cambio que en vista de que las

maletas han sido abiertas previamente, se sellen mientras se buscan

dos notarios para levantar un acta de todo cuanto ellos revisen. Les

recuerda que la buena fama de todos ellos debe quedar a buen

resguardo. Los demás dan su consentimiento y mientras se ordena al

piloto del helicóptero que había traído a González Pomares y a

Amiama volver a Santo Domingo en busca de los notarios, los

comisionados se sienten ante una enorme mesa a desayunar.

Los comisionados interrogaron al contralmirante retirado Didiez

Burgos, quien les hace entrega de la casi totalidad de los treinta mil

dólares que recibiera de Ramfis para los gastos del viaje. Didiez era

un marinero veterano que Trujillo nombró muchos años atrás como su

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primer jefe de Estado mayor tras una reestructuración de la Marina de

Guerra. Se hallaba en retiro cuando Ramfis envió por él para

encargarle el mando de la nave para conducir el cadáver de su padre

a Francia. El resto de la tripulación estaba constituido por personal

activo.

Luego Rodríguez Demorizi llama a presencia de la comisión a

Andrés Alba Valera y le inquiere por el dinero. Este cree que se

refiere a lo que él lleva consigo y le muestra 300 pesos dominicanos y

120 dólares que extrae de sus bolsillos. “Papito”, le dice. “Estoy

hablando de dinero, de los dólares y el oro que trae el yate”.

A seguidas, un oficial de la tripulación pariente lejano de Goico,

el alférez Sergio Morales, se le acerca y le confía que en el regreso

habían tenido una navegación “pesada, porque a bordo viene un

muerto”. Para, probablemente, la mayoría de los miembros de la

comisión, ésta fue la primera noticia de que el cadáver de Trujillo se

encontraba dentro del yate. El comandante Brady confirmó la

información y el grupo entró al bar de cubierta para proceder a

inspeccionar el ataúd.

Ya los notarios habían llegado y a petición de Goico se procedió

a abrir la caja que guardaba el féretro. Los representantes de UCN y

el PRD creían que allí dentro podría estar guardado la fortuna de que

se hablaba. No cabe duda de que Balaguer y el mismo Rodríguez

Echavarría tenían noticias previas de que allí se encontraba el cuerpo

del Jefe. Pero obviamente este dato no fue comunicado antes a los

integrantes de la comisión que fue a inspeccionar el yate Angelita.

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Para abrir la caja, ceñida al piso con más de un centenar de

tornillos, fue preciso acudir a la ayuda de carpinteros de la

tripulación, que quitaron pacientemente todos los amarres de hierro.

Debajo de esa enorme caja de caoba, había otro envase de zinc y

madera que cubría el ataúd. La excitación detuvo de hecho el trabajo

para una consulta. ¿Debía abrirse o no el féretro? Los

representantes de los partidos insistieron en la creencia de que allí

dentro podría encontrarse algo de valor. El féretro tenía una tapa

posterior que al abrirse permitía ver el rostro del cadáver. Cuando

esta tapa fue levantada un murmullo colectivo de sorpresa inundó la

sala. Sobrecogidos por la impresión, todos reconocieron de

inmediato, sin embargo, el cuerpo de Trujillo.

Los recuerdos de algunos de los comisionados, al ser

entrevistados casi 30 años después, dan una idea de la manera en

que ellos quedaron impresionados por tan sorpresiva visión del

cuerpo inerte del que fue el hombre fuerte de la República por más de

tres décadas. Goico sintió una fuerte sacudida interior, que trató de

disimular, al reconocer el rostro ligeramente ennegrecido, “como el

cuero de un animal”. Vio claramente una entaponadura de la frente

“con un color diferente al resto de la piel” y pensó que por ahí le

había penetrado, la noche del asesinato, el tiro de gracia. Rodríguez

Demorizi no pudo mantener la vista fija sobre el cadáver y fue

directamente al teléfono a llamar al Presidente. “Eran sus mismas

facciones”, diría Amiama al recordar el “mal olor, a cadáver viejo”

que despedía. También él notó la faz oscura y las huellas de disparo

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en el rostro. Después de dominar su asombro preparó su pequeña

cámara Kodak que había tenido la precaución de llevar y tomó

algunas fotografías del cuerpo, pero éstas se dañarían en el revelado.

González Pomares observó la piel negrusca del rostro y los

pequeños puntos blancos “como rellenos de algodón”, con un

“medallón púrpura” alrededor de su cuello. Álvarez Sánchez, hijo de

Virgilio Álvarez Pina (Don Cucho), uno de los más íntimos y leales

servidores de Trujillo a lo largo de la dictadura, prestó atención al

Gran Collar de la Democracia que le pendía del cuello, debajo de una

piel “que se había vuelto completamente oscura”. También él vio con

pesar que la cara del Jefe sólo conservaba el color que tenía en vida,

en un pequeño círculo alrededor de un punto blanco en la frente

“donde se podía ver que había sido taponado”.

A ningún otro, quizás, la visión había causado una impresión tan

profunda como al coronel Álvarez Sánchez, entre ellos, creían

encontrarlo unas pulgadas reducido. El resto de los testigos,

incluyendo oficiales de la tripulación, se miraron entre sí y guardaron

silencio durante varios minutos, visiblemente conmovidos por la

escena.

Rodríguez Demorizi informó entonces que el Presidente ha

dispuesto el traslado inmediato del cadáver a Barahona en un buque

de la Marina, donde le estará esperando un avión para llevarlo a San

Isidro. De allí sería montado, junto a los miembros de la familia Alba,

en un avión de Pan American alquilado por el Gobierno que los

conduciría a París, vía San Juan, Puerto Rico. Pero el cadáver del

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Benefactor no descansaría todavía. Le esperaban aún algunos

inconvenientes, como si lo que sus compatriotas no fueron capaces

de reclamarle en vida lo trataran de cobrar ahora, después de

muerto.

Los restos del dictador fueron trasbordados poco después del

mediodía al patrullero P-105 Independencia, que se situó al lado del

yate, y con su fúnebre carga y los nueva miembros de la familia Alba

se dirigió a toda velocidad hacia el puerto de Barahona, después de

levantarse un acta del hallazgo del cadáver, que firmaron todos los

comisionados.

Una vez realizada esta operación, se procedió a inventariar el

voluminoso equipaje parte del cual el comandante Brady había dicho

que él mismo abrió durante el trayecto de regreso. La tarea fue lenta

y fatigosa, prolongándose hasta avanzada la tarde. Cuando el sol

comenzó a ocultarse por el oeste y las declinantes luces del

crepúsculo anunciaban la próxima llegada de la noche, el grupo

decidió dar por terminada su tarea y trasladar todos los archivos y

maletas al Banco Central, para ser guardados en sus bóvedas.

En las cinco maletas revisadas, los notarios actuantes,

licenciado Hipólito Sánchez Báez y doctor Rubén Suro, certificaban

que se habían encontrado en billetes nacionales de diversas

denominaciones, $4,560,937, además de una enorme cantidad de

condecoraciones, medallas y otros objetos de valor, así como

numerosos archivos, conteniendo libretas de taquígrafos, escritas de

ambos lados, que enumeraban muchos de los actos más importantes,

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en su mayoría secretos, de la Era de Trujillo. El cargamento fue

trasladado en un convoy militar a la sede del Banco Central, donde

fue guardado en una bóveda sellada que fue abierta al día siguiente

para proceder a un nuevo conteo del dinero, esta vez en máquinas.

El mal estado de la mayoría de los billetes dificultó esta tarea.

Rafael Acosta Cabral, estudiante de derecho de 22 años y

auxiliar de mecanografía de la Junta Coordinadora de Exportación e

Importación del Banco Central, tuvo que trabajar horas extras esa

noche. La llegada de “todo un ejército” de oficiales y soldados

cargando enormes cajas y maletas que se depositaron ante

funcionarios de la institución que luego las colocaron, bajo inventario,

en una bóveda sellada con una cinta adhesiva alrededor, que un

grupo de oficiales y civiles de rostro cansado firmaron después, le

sacó de su aburrimiento.

Acosta no tuvo dudas de que estaba presenciado un momento

histórico de la vida dominicana.

La operación había sido previamente coordinada. Goico

Morales, presidente de la comisión revisora del yate, llamó antes de

salir de Las Calderas al hacendado Silvestre Alba de Moya, de 51

años, recién designado Gobernador del Banco Central, para que se

permitiera el uso de las bóvedas para guardar los objetos

encontrados en el Angelita. Alba de Moya designó una comisión de

técnicos y altos funcionarios, encabezada por los licenciados

Diógenes Fernández y Luís Manuel Guerrero, para recibir el

cargamento. El contenido no fue verificado esa noche.

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El 16 de diciembre, el Gobierno hizo público el valor de los

objetos y dinero incautado en la revisión del yate Angelita. Los

documentos incluían certificados de depósitos en el exterior por

US$24,270,328.53 más US$3,960,300.00 dólares en cheques. Los

agentes eran los bancos Nova Scotia y Royal Bank, ambos de

Canadá. Según el comunicado oficial, los cheques y certificados

estaban a nombre de Rafael Trujillo hijo, Ramfis, y de tres

corporaciones propiedad de su madre. Los cheques estaban

endosados por Ramfis a favor de las empresas de su madre y

procedían de compañías privadas dominicanas y de bancos. Fidel

Méndez, administrador de la recién designada Junta de

Recuperación y Control de Fondos propiedad de la familia Trujillo y

asociados, dijo que la incautación de los documentos garantizaba

que los Trujillo no podían tocar esos recursos en el exterior.

Para el teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante de

las tropas de infantería de la Aviación Militar en la base aérea de

Barahona, nunca antes hubo una orden tan difícil. A sus 34 años, el

curtido oficial, y compañero de partidos de polo de Ramfis, debía

enfrentarse a la más molesta de las misiones, con tal que ella no

representaba peligro alguno.

Balaguer le había hecho llamar para instruirle que adoptara

todas las medidas necesarias, por drásticas que resultaran, para

proteger el traslado del cadáver del Generalísimo a San Isidro, que

debería arribar al puerto a lo sumo en una hora. Dos aviones de

carga de la base de San Isidro descenderían en Barahona para

hacerse cargo de tan importante cargamento. Su responsabilidad

consistía en velar porque el traslado por tierra del puerto a la base,

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un recorrido no mayor de cinco kilómetros, se cumpliera sin dificultad

y dentro del mayor hermetismo. El Gobierno temía que se hiciera

pública la información de que el cuerpo del Jefe se encontraba de

nuevo en el territorio dominicano. La sola infiltración de esa noticia

podía desatar graves disturbios y crear una nueva crisis política de

consecuencias probablemente imprevisibles.

Sin salir todavía de su asombro, con un profundo sentimiento

de malestar y pena interior, el teniente coronel Veras Toribio,

procedió a poner en ejecución las instrucciones. A pesar de sus

estrechas vinculaciones afectivas con Ramfis y su hondo sentimiento

de adhesión a la causa de su padre, cuyo cadáver debía proteger

ahora de una posible ira popular, él era, sobre todo, un militar de

carrera y un “buen dominicano”. Después de todo él había perdido la

última oportunidad de obtener de la familia a la que había servido

durante años, alguna recompensa material por sus entregas y sólo

por su culpa. La mañana del viernes 17 de noviembre había podido

ver a Ramfis en su residencia de Boca Chica. “Caballo”, le dio éste,

“¿tienes casa?”. “No, general, vivo en la base”. Ramfis sonrió y le

citó para esa misma tarde en la cancha de polo el hotel El Embajador.

Veras, que tenía una cita romántica esa tarde en Barahona, se

disculpó diciéndole que debía estar allí inaplazablemente a las cuatro.

Ramfis le observó por un instante con simpatía y poniéndole un brazo

sobre los hombres le despidió: “! Está bien, vete!”. Cuando escuchó

el domingo 19 las noticias sobre la partida el día anterior de un

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amigo, se dio un puñetazo en la cabeza y se dijo:”! Por jodón mira lo

que has perdido!”

Moviéndose a gran velocidad y con la discreción debida, Veras

coordinó con el comandante depuesto de la Marina, un recibimiento a

la altura del “distinguido visitante”. Cuando el patrullero atracó en el

puerto, dos hileras de oficiales, impecablemente ataviados, se

encontraban alineados a todo lo largo del muelle de madera. Alba

bajó de los primeros y pudo ver con satisfacción que estaban siendo

objeto de un virtual recibimiento con honores. Los militares lucían

“nerviosos”, como si estuvieran “erizados” en sus rígidas posiciones

de atención.

Alba tenía su enorme radio Zenith en los brazos, mientras la

tripulación procedía a sacar el féretro y el resto del equipaje para

llevarlo a la puerta de entrada donde esperaban varios vehículos.

Veras saludó a su viejo amigo y le dijo: “!Me trajiste un regalo, qué

bien!”, a lo que el pasajero le responde “!El radio es tuyo,

consérvalo!”.

El comandante de tropas de la base supervisó él mismo la

colocación de las cajas y equipaje y decidió poner la enorme caja con

el féretro en el único camión cubierto disponible. Es un vehículo

propiedad del ingenio azucarero, situado en las cercanías del muelle,

que él ha requisado para esta operación, donde por lo regular se

traslada ganado. Toda la parte trasera luce llena de estiércol y restos

de caña; el aspecto y las condiciones son definitivamente apestosas.

Varios soldados colocan cuidadosa y rápidamente la carga en el

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interior del camión, tras lo cual Veras se cuadra ante el ataúd,

rodeado de excremento de vaca, y musita:

-¡Carajo! ¡Con lo grande que era ese hombre!

Inmediatamente, ordena que un jeep salga primero, seguido del

camión y la larga fila de vehículos que forman la extraña caravana. El

aborda un jeep junto a Alba y su esposa. Los niños y el resto de la

familia del viajero ocupan otros vehículos más atrás.

Todas las puertas de acceso al puerto habían sido

herméticamente cerradas al público y en la ruta trazada para

alcanzar la base se habían colocado soldados y vehículos militares.

La población apenas se percató, sin embargo, del paso a excesiva

velocidad de este cortejo por el centro de la ciudad.

Los vehículos se detuvieron en la cabeza de la pista donde ya

aguardaban, con los motores encendidos, dos C-46. En el primero de

ellos fueron colocados el féretro y el resto del equipaje. La familia

Alba se acomodó en el segundo avión, que despegó apenas dos

minutos después de haberlo hecho el primero. Veras comprobó la

hora, 5:15 de la tarde.

-¡Misión cumplida!- dijo y se retiró a su oficina.

El DC-10 de la Pan American, fletado por el Gobierno, que debía

llevarlos por fin a París, aterrizó en San Isidro apenas unos minutos

después de que lo hicieran los dos C-46 que transportaban desde

Barahona a la familia Alba y el cadáver de Trujillo. Pero no

despegaría hasta pasada las once de esa noche.

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Antes de subir el féretro al nuevo avión, se procedió a efectuar,

en plena pista, una última inspección del cadáver, la quinta desde

que se dispusiera el regreso del yate Angelita al país. El coronel

Ángel Ramos Usera, y otro oficial de alto rango, ordenan al coronel

Disla Abreu destapar la inmensa caja. Tan macabra operación se

realizó en la misma cabeza de la pista 05, pista sur a norte, de la

base, ante la mirada estupefacta de la tripulación de la Pan American

y tomó algún tiempo. Después de haber destapado las dos cajas

superiores y cuando se disponían abrir la tercera caja que contenía el

cuerpo, los coroneles, que habían visto el rostro de Trujillo por la

ventanilla de la tapa superior del sarcófago, ordenan de pronto

detener ahí la operación. Disla insiste, enojado, “¿Por qué ahora que

está casi abierta? ¡Vamos a terminar!” “!No, No!”, responden los

oficiales, según recordaría Alba. “!No hace falta!”

Ramos Usera dijo que el rostro de Trujillo “lucía oscuro” y

recordaba perfectamente el gran collar que pendía de su cuello, con

lo cual coincidió con los demás que pudieron ver el cadáver durante

el registro ese mismo día del yate Angelita, en Las Calderas. Alba

sostuvo que los dos oficiales parecían muy inquietos y nerviosos

mientras destapaban el sarcófago.

La orden de despegar se produjo poco después de las once.

Pero antes, Alba preguntó por las cajas selladas de los archivos del

Jefe que no aparecían entre el resto del equipaje:

-¡Olvídese de eso!, le respondieron.

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El avión debió hacer escala en San Juan, Puerto Rico, donde se

procedió a dotarles de alimentos y frazadas para el viaje

interoceánico de 15 horas sin escala hasta París. En todo el tiempo

que tardaron para aprovisionar el aparato, ninguno de los pasajeros

salió a la Terminal. A través de las ventanillas Alba y su esposa

pudieron distinguir, entre el grupo que se había congregado para

protestar por su presencia y la del “cuerpo” del dictador, a muchas

caras amigas que meses antes compartían en las fiestas de Trujillo el

apogeo y esplendor de la Era que había tocado a su fin.

El jueves 30 de noviembre, al día siguiente de haberse

procedido a requisar el yate Angelita y guardado en una bóveda del

Banco Central el dinero y los objetos de valor allí encontrados por la

comisión designada por el Gobierno, tiene lugar un incidente que

pone de resalto el interés que esos “tesoros” han despertado.

Silvestre Alba de Moya, gobernador del Banco, recibe temprano en la

mañana una llamada telefónica del ahora mayor general Rodríguez

Echavarría, Secretario de las Fuerzas Armadas.

El funcionario escucha pacientemente la extensa explicación

del jefe militar. Ramfis, decía, le había llamado a San Isidro desde

París para pedirle que abriera algunos de los paquetes y archivos

incautados en el yate, y así salvar una documentación que él,

deseaba conservar. A juzgar por la insistencia del ex-jefe de Estado

Mayor General Conjunto tratábase de documentos muy importantes.

Por consiguiente, él enviaría a uno de sus hermanos en compañía de

otra persona de su confianza, de reconocida seriedad ambos, a

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recoger esos papeles. Todo lo que tendría que hacer Alba de Moya

como gobernador era disponer que se abriera la bóveda, ya que sus

emisarios se encargarían de hacer un inventario para el banco de los

bultos a retirar.

Alba de Moya le respondió que él carecía de autoridad para

disponer la apertura de la bóveda donde se habían guardado los

documentos “porque el Presidente Balaguer designó una comisión

para que maneje todos estos asuntos”. Su intervención se limitaba

únicamente a facilitar el uso de las bóvedas. Rodríguez Echavarría

alzó la voz para espetarle:

-¿Cree usted que yo actuaría sin el consentimiento del

Presidente de la República?

A esto último, Alba de Moya contestó:

-En ningún momento he pensado eso, general. Ni tampoco he

dudado de su palabra. Pero el Presidente actuó por decreto al

nombrar la comisión y en consecuencia para desconocer a la

comisión que él mismo ha designado, debo esperar otro decreto.

Hubo un tenso momento de silencio del otro lado de la línea.

Sin añadir más palabras, el general Rodríguez Echavarría cerró con

fuerza el teléfono.

El jefe militar no volvió a tocarle este tema al gobernador del

Banco Central ni éste hizo referencia alguna de ello al Presidente.

Varios días después, la comisión fue convocada, se designaron

notarios públicos y se procedió a realizar un nuevo y definitivo

inventario de los objetos y el dinero encontrados a bordo del yate

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Angelita. Con el levantamiento de una nueva acta se dio por cerrado

este caso.

El sábado 2 y el domingo 3 de diciembre, Amiama e Imbert

salieron respectivamente de sus escondites. Era el cumpleaños de

Imbert y no podía haber escogido mejor fecha para reincorporarse a

la vida normal. La familia Cavagliano le despidió con un abrazo en la

puerta de la residencia, en un gesto emotivo que conmovió a las

personas que fueron a recoger al sobreviviente del atentado del 30 de

mayo.

Amiama salió en la sola compañía de su hermano Fernando, a

las 9:30 de la mañana, en dirección a la oficina del general Rodríguez

Echavarría, en la Secretaría de las Fuerzas Armadas, para una visita

de cortesía. En el camino se les unió el doctor Jaime Guerrero Avila,

amigo de mucho tiempo.

El nuevo líder militar les recibió fríamente en su despacho, casi

sin mirarles a la cara. Después de un intercambio de saludos, el

general señaló las pistolas calibre 45 que los hermanos Amiama

llevaban consigo.

-¡Esas son armas de guerra, Amiama. Y deben entregarlas!

Sin mediar palabras, los dos hermanos se levantaron de sus

asientos y se despidieron. Guerrero Avila tuvo que apresurar el paso

para darles alcance.

Una vez en la casa de Luís, éste dijo a Fernando que necesitaba

tres mil pesos. Fernando corrió a la residencia de Marino Auffant, un

próspero comerciante importador, y obtuvo el dinero. Luís hizo

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llamar entonces al nuevo jefe de la Policía, coronel Tapia Sessé, y le

dijo:

-Necesito dos agentes de confianza. Tengo aquí tres mil pesos.

Toma dos mil y búscame a esos hombres.

Luís situó a los dos policías en lugares estratégicos de su

residencia y le comentó a Fernando que no entregaría su arma por

nada del mundo.

Imbert cumplió una promesa hecha meses atrás al padre

Marcial Silva. Tan pronto como salió de su escondite fue a la iglesia

de San Miguel a oír misa.