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Los trabajos de Persiles y Sigismunda Cervantes, Miguel Publicado: 1617 Categoría(s): Ficción, Novela Fuente: http://es.wikisource.org 1

Los trabajos de Persiles y Sigismunda trabajos de Persiles y... · Acerca Cervantes: Don Miguel de Cervantes y Saavedra ( September 29, 1547 – April 23, 1616) was a Spanish novelist,

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Page 1: Los trabajos de Persiles y Sigismunda trabajos de Persiles y... · Acerca Cervantes: Don Miguel de Cervantes y Saavedra ( September 29, 1547 – April 23, 1616) was a Spanish novelist,

Los trabajos de Persiles y SigismundaCervantes, Miguel

Publicado: 1617Categoría(s): Ficción, NovelaFuente: http://es.wikisource.org

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Acerca Cervantes:Don Miguel de Cervantes y Saavedra ( September 29, 1547 –

April 23, 1616) was a Spanish novelist, poet, and playwright.Cervantes was one of the most important and influential per-sons in literature and the leading figure associated with thecultural fluorescence of sixteenth century Spain (the Siglo deOro). His novel, Don Quixote, is considered as a founding clas-sic of Western literature and regularly figures among the bestnovels ever written; it has been translated into more than sixty-five languages, while editions continue regularly to be printed,and critical discussion of the work has unabatedly persistedsince the 18th century. He has been dubbed el Príncipe de losIngenios (the Prince of Wits). Cervantes, born in Alcalá de He-nares, was the fourth of seven children in a family whose ori-gins may have been of the minor gentry. The family movedfrom town to town, and little is known of Cervantes's early ye-ars. Cervantes made his literary début in 1568. By 1570 he hadenlisted as a soldier in a Spanish infantry regiment and contin-ued his military life until 1575, when he was captured by bar-bary pirates on his return home. He was ransomed by his pa-rents and the Trinitarians and returned to his family in Madrid.In 1585, Cervantes published a pastoral novel, La Galatea. Bec-ause of financial problems, Cervantes worked as a purveyor forthe Spanish Armada, and later as a tax collector. In 1597 dis-crepancies in his accounts of three years previous landed himin the Crown Jail of Seville. In 1605 he was in Valladolid, justwhen the immediate success of the first part of his Don Quixo-te, published in Madrid, signaled his return to the literaryworld. In 1607, he settled in Madrid, where he lived and wor-ked until his death. During the last nine years of his life, Cer-vantes solidified his reputation as a writer; he published theExemplary Novels (Novelas ejemplares) in 1613, the Journey toParnassus (Viaje del Parnaso) in 1614, and in 1615, the Ochocomedias y ocho entremeses and the second part of Don Quixo-te. Carlos Fuentes noted that, "Cervantes leaves open the pa-ges of a book where the reader knows himself to be written. "Source: Wikipedia

También disponible en Feedbooks de Cervantes:• El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605)

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• Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de laMancha (1615)

• Novelas ejemplares (1613)• La Galatea (1585)• Viaje del Parnaso (1614)

Nota: Este libro le es ofrecido por Feedbookshttp://www.feedbooks.comEstricamente para uso personal. En ningún caso puede ser uti-lizado con fines comerciales.

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Preliminares

Tasa

Yo, Jerónimo Núñez de León, escribano de Cámara del reynuestro señor, de los que en su Consejo residen, doy fee que,habiéndose visto por los señores dél un libro intitulado Historiade los trabajos de Persiles y Sigismunda, compuesto por Mig-uel de Cervantes Saavedra, que con licencia de los dichos se-ñores fue impreso, tasaron cada pliego de los del dicho libro acuatro maravedís, y parece tener cincuenta y ocho pliegos, queal dicho respeto son docientos y treinta y dos maravedís, y aeste precio mandaron se vendiese, y no a más, y que esta tasase ponga al principio de cada libro de los que se imprimieren.E, para que de ello conste, de mandamiento de los dichos seño-res del Consejo, y de pedimiento de la parte del dicho Miguelde Cervantes, doy esta fee. En Madrid, a veinte y tres de dec-iembre de mil y seiscientos y diez y seis años.

Gerónimo Núñez de León.

Tiene cincuenta y ocho pliegos, que, a cuatro maravedís,monta seis reales y veinte y ocho maravedís.

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Fee de Erratas

Este libro intitulado Historia de los Trabajos de Persiles y Si-gismunda, corresponde con su original. Dada en Madrid, aquince días del mes de diciembre de mil y seiscientos y diez yseis años.

El licenciado Murcia de la Llana.

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El Rey

Por cuanto por parte de vos, doña Catalina de Salazar, viudade Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación queel dicho Miguel de Cervantes había dejado compuesto un librointitulado Los trabajos de Persiles, en que había puesto muchoestudio y trabajo, y nos suplicastes os mandásemos dar licenciapara le poder imprimir, y privilegio por veinte años, o como lanuestra merced fuese, lo cual visto por los del nuestro Consejo,y como por su mandado se hicieron las diligencias que la pre-mática por nos últimamente fecha sobre la impresión de los li-bros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar estanuestra cédula para vos en la dicha razón, y nos tuvímoslo porbien. Por lo cual os damos licencia y facultad para que portiempo de diez años, primeros siguientes que corran y se cuen-ten desde el día de la fecha della, vos o la persona que vuestropoder hubiere, y no otro alguno, podáis imprimir y vender el di-cho libro, que desuso se hace mención, por el original que en elnuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Ge-rónimo Núñez de León, nuestro escribano de Cámara, de losque en él residen, con que, antes que se venda, lo traigáis anteellos juntamente con el dicho original, para que se vea si la di-cha impresión está conforme a él, y traigáis fee en pública for-ma en cómo por corretor por nos nombrado se vio y corrigió ladicha impresión por su original. Y mandamos al impresor queimprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer plie-go, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, opersona a cuya costa se imprimiere, y no otro alguno, para efe-to de la dicha correción y tasa, hasta que primero el dicho libroesté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y, estandoasí, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho libro, princi-pio y primer pliego, en el cual seguidamente se ponga esta li-cencia y privilegio, y la aprobación, tasa y erratas, so pena decaer e incurrir en las penas contenidas en la premática y leyesde nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que,durante el tiempo de los dichos diez años, persona alguna, sinvuestra licencia, no le pueda imprimir ni vender, so pena que,el que lo imprimiere, haya perdido y pierda todos y cualesquierlibros, moldes y aparejos que del dicho libro tuviere; y más, in-curra en pena de cincuenta mil maravedís, la cual dicha pena

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sea la tercia parte para la nuestra Cámara, y la otra tercia par-te para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para lapersona que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Con-sejo, presidentes y oidores de las nuestras Audiencias, alcal-des, alguaciles de la nuestra Casa y Corte, y Chancillerías, y atodos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes ma-yores y ordinarios, y otros jueces y justicias cualesquier, de to-das las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y seño-ríos, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula, y contrasu tenor y forma no vayan ni pasen en manera alguna. Fechaen San Lorenzo, a veinte y cuatro días del mes de setiembre demil y seiscientos y diez y seis años.

YO, EL REY.Por mandado del Rey nuestro señor:

Pedro de Contreras.

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Aprobación

Por mandado de vuesa alteza he visto el libro de Los trabajosde Persiles, de Miguel de Cervantes Saavedra, ilustre hijo denuestra nación, y padre ilustre de tantos buenos hijos con quedichosamente la enobleció, y no hallo en él cosa contra nuestrasanta fe católica y buenas costumbres; antes, muchas de ho-nesta y apacible recreación, y por él se podría decir lo que SanJerónimo de Orígenes por el comentario sobre los Cantares:cum in omnibus omnes, in hoc seispsum superavit Origenes,pues, de cuantos nos dejó escritos, ninguno es más ingenioso,más culto ni más entretenido. En fin, cisne de su buena vejez,casi entre los aprietos de la muerte, cantó este parto de su ve-nerando ingenio. Este es mi parecer. Salvo, etc. En Madrid, anueve de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis años.

El Maestro Jose¦ de Valdivieso.

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De Don Francisco de Urbina a Miguel deCervantes

insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos,a quien llevaron los terceros de San Francisco a

enterrarcon la cara descubierta, como a tercero que era

Epitafio

Caminante, el peregrinoCervantes aquí se encierra;su cuerpo cubre la tierra,no su nombre, que es divino.En fin, hizo su camino;pero su fama no es muerta,ni sus obras, prenda ciertade que pudo a la partida,desde ésta a la eterna vida,ir la cara descubierta.

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A el sepulcro de Miguel de Cervantes Saavedra

ingenio cristiano,por Luis Francisco Calderón

Soneto

En este, ¡oh caminante!, mármol breve,urna funesta, si no excelsa pira,cenizas de un ingenio santas mira,que olvido y tiempo a despreciar se atreve.

No tantas en su orilla arenas mueveglorioso el Tajo, cuantas hoy admiralenguas la suya, por quien grata aspiraa el lauro España que a su nombre debe.

Lucientes de sus libros gracias fueron,con dulce suspensión, su estilo grave,religiosa invención, moral decoro.

A cuyo ingenio los de España dieronla sólida opinión que el mundo sabe,y a el cuerpo, ofrenda de perpetuo lloro.

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A Don Pedro Fernández de Castro

Conde de Lemos, de Andrade, de Villalba;Marqués de Sarriá, Gentilhombre de la Cámara de su

Majestad,Presidente del Consejo Supremo de Italia,

Comendador de la Encomienda de la Zarza,de la Orden de Alcántara

Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebra-das, que comienzan:

Puesto ya el pie en el estribo,

quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porquecasi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo:

Puesto ya el pie en el estribo,con las ansias de la muerte,gran señor, ésta te escribo.

Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiem-po es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, contodo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y qui-siera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia;que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelenc-ia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si estádecretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de loscielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, ysepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle quequiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención.Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada deVuesa Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo, yrealégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilata-das en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todavíame quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Sema-nas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena

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ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese elcielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien séestá aficionado Vuesa Excelencia. Y, con estas obras, contin-uando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede.De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez yseis años.

Criado de Vuesa Excelencia,Miguel de Cervantes.

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Prólogo

Sucedió, pues, lector amantísimo, que, viniendo otros dos ami-gos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso,una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos,sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa unoque, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostródándonos voces que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegósobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía ves-tido de pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera,valona bruñida y con trenzas iguales; verdad es, no traía másde dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, yél traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.

Llegando a nosotros dijo:-¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a

la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad,ni más ni menos, según la priesa con que caminan?; que enverdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminantemás de una vez.

A lo cual respondió uno de mis compañeros:-El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto,

porque es algo qué pasilargo.Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes,

cuando, apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el co-jín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad camina-ba, arremetió a mí, y, acudiendo asirme de la mano izquierda,dijo:

-¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor ale-gre, y, finalmente, el regocijo de las musas!

Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis ala-banzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas. Yasí, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todopunto la valona, le dije:

-Ese es un error donde han caído muchos aficionados igno-rantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las mu-sas, ni ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa mer-ced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buenaconversación lo poco que nos falta del camino.

Hízolo así el comedido estudiante, tuvimos algún tanto máslas riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en

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el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me de-sahució al momento, diciendo:

-Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda elagua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa mer-ced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose decomer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.

Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejarde beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubieranacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efeméridas demis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domin-go, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesamerced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrar-me agradecido a la voluntad que vuesa merced me hamostrado.

En esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, yél se apartó a entrar por la de Segovia.

Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, misamigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla.

Tornéle a abrazar, volvióseme a ofrecer, picó a su burra, ydejóme tan mal dispuesto como él iba caballero en su burra, aquien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir donai-res; pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá,donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y loque sé convenía.

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos;que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos enla otra vida!

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Parte 1

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Capítulo 1Voces daba el bárbaro Corsicurbo a la estrecha boca de unaprofunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchoscuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y, aunque su te-rrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de na-die eran entendidas articuladamente las razones que pronunc-iaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras enaquella profundidad tenían encerrada.

-Haz, oh Cloelia -decía el bárbaro-, que así como está, ligadaslas manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que desc-uelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; ymira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay algunaque merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cieloque nos cubre y del aire saludable que nos rodea.

Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí apoco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba,en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron asi-do fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y nueveo veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, perohermoso sobre todo encarecimiento.

Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir las espo-sas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos.Luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos depuro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cub-ierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosu-ra, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que paraser sus verdugos le llevaban.

No mostraba el gallardo mozo en su semblante género deaflición alguna; antes, con ojos al parecer alegres, alzó el ros-tro, y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turba-da lengua dijo:

-Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que mehabéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no

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adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de som-bras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desespera-do, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas sontales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.

Ninguna destas razones fue entendida de los bárbaros, porser dichas en diferente lenguaje que el suyo; y así, cerrandoprimero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogien-do al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él ala marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unoscon otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificioles servía, como luego pareció, de bajel en que pasaban a otraisla, que no dos millas o tres de allí se parecía.

Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellossentado al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de ungrandísimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo en él unadesmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con muchapresteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por sublanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar elpecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos grue-sos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timo-nero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla.

El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el gol-pe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretabalos labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentroen su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cer-cano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo.Viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había deser aquel el género de muerte con que le habían de quitar la vi-da, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su co-razón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre en-carada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco, y, llegándo-se a él, por señas, como mejor pudo, le dio a entender que noquería matarle.

En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad delestrecho que las dos islas formaban, en el cual de improviso selevantó una borrasca, que, sin poder remediallo los inexpertosmarineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron enpartes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderoscompuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anega-do, tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos

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las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos vientos, anegá-ronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero almar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impi-diéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle tuviesecompasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y fu-riosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron delos leños, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como lleva-ba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse, ni usar deotro remedio alguno.

Desta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que semostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta dela isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y delfurioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tend-iendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navíoque en aquel redoso del alterado mar, como en seguro puerto,se reparaba. Descubrieron asimismo los del navío los maderosy el bulto que sobre ellos venía; y, por certificarse qué podíaser aquello, echaron el esquife al agua y llegaron a verlo, y, ha-llando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con dili-gencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo ha-llazgo admiración a cuantos en él estaban.

Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse ensus pies de puro flaco -porque había tres días que no había co-mido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo ungran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, conánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorrie-sen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traerconservas y odoríferos vinos, con cuyos remedios volvió en sí,como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendolos ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras síla vista y aun la lengua, y le dijo:

-Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que mehas hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, sino se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis desdichasme tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recom-pensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si sesufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo algunaalabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo mepodrá llevar alguna ventaja.

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Y en esto probó a levantarse para ir a besarle los pies, mas laflaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó y otrastantas volvió a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual el capi-tán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen endos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le vis-tiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir.Hízose lo que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, yen el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantaren pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comen-zó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que pudiese,quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido elefeto que en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excedien-do su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a sudebilidad, que cumplir la voluntad suya.

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Capítulo 2Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, encumplimiento de lo que su señor les había mandado. Pero, co-mo le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sue-ño tomar posesión de sus sentidos, ni menos lo consintieronunos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentacionesque a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas ta-blas de otro apartamiento que junto al suyo estaba. Y, ponién-dose con grande atención a escucharlas, oyó que decían:

-¡En triste y menguado signo mis padres me engendraron, yen no benigna estrella mi madre me arrojó a la luz del mundo!¡Y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes sepuede decir arrojar que nacer! Libre pensé yo que gozara de laluz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, puesme veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quienninguna puede compararse.

-¡Oh tú, quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-.Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuandose comunican suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los es-pacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos; que sien mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.

-Escucha, pues -le fue respondido-, que en las más breves ra-zones te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pe-ro querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, porventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto enunos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros queestán en esta isla, donde habemos dado fondo, reparándonosde la borrasca que se ha levantado.

-El mismo soy -respondió el mancebo.-Pues, ¿quién eres? -preguntó la persona que hablaba.-Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con con-

tarme tu vida, que por las palabras que poco ha que te oí decir,imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.

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A lo que le respondieron:-Escucha, que en cifra te diré mis males. «El capitán y señor

deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dina-marca, a cuyo poder vino por diferentes y estraños acontecim-ientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a miparecer, de tanta hermosura que entre las que hoy viven en elmundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación elmás agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discre-ción iguala a su belleza, y sus desdichas a su discreción y a suhermosura. Su nombre es Auristela. Sus padres, de linaje dereyes y de riquísimo estado.

»Ésta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, sevio vendida, y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y contantas veras la amó y la ama que mil veces de esclava la quisohacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa; y estocon voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las rarasvirtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina me-recían. Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romperun voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, yque no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solici-tasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto hadejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas ima-ginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a lamudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, an-dando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose,no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de co-sarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde.

»El príncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran losmismos que la primera vez se la vendieron (los cuales cosariosandan por todos estos mares, ínsulas y riberas, robando o com-prando las más hermosas doncellas que hallan, para traellaspor granjería a vender a esta ínsula, donde dicen que estamos,la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel,los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadi-dos, o ya del demonio o ya de un antiguo hechicero a quienellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha desalir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; esterey que esperan no saben quién ha de ser, y para saberlo, aq-uel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos loshombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo de

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cada uno de por sí, hiciesen polvos y los diesen a beber a losbárbaros más principales de la ínsula, con expresa orden que,el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que lesabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser éste el queconquiste el mundo, sino un hijo suyo. También les mandó quetuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o compraro robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego albárbaro, cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los pol-vos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadasde ellos, que sólo en esto muestran no ser bárbaros, y las quecompran, son a subidísimos precios, que los pagan en pedazosde oro sin cuño y en preciosísimas perlas, de que los mares delas riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados desteinterés y ganancia, muchos se han hecho cosarios ymercaderes).

»Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que enesta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su almasin la cual no puede vivir, ha ordenado, para certificarse destaduda, de venderme a mí a los bárbaros, porque, quedando yoentre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no esperaotra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concl-uir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la venturaque me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi her-mosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmentesi la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sinpar Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me hasoído, y destos temores las quejas que me atormentan.»

Calló, en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudoen la garganta; pegó la boca con las tablas, que humedeció concopiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio le preguntósi, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubie-se gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otraparte prendada, desdeñase a Arnaldo, y no admitiese tan grandádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vezlas leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de lareligión.

Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo habíapodido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Perian-dro, que la había sacado de su patria (caballero generoso, dota-do de todas las partes que le podían hacer amable de todos

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aquellos que le conociesen), nunca se le había oído nombrar enlas continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni enotro modo alguno.

Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía.Díjole que no, sino que por relación sabía ser el que llevó a

su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Per-iandro, por un estraño acontecimiento, la había dejado.

En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa -queéste era el nombre de la que sus desgracias había contado-, lacual, oyéndose llamar, dijo:

-Sin duda alguna el mar está manso, y la borrasca quieta,pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. ADios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren deser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testi-fiquen esta vanidad e impertinente profecía; que también estosinsolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abra-sar, como doncellas que guardar para lo que procuran.

Apartáronse. Subió Taurisa a la cubierta. Quedó el mancebopensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantar-se. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al mododel que él había traído de lienzo. Subió arriba. Recibióle Arnal-do con agradable semblante. Sentóle junto a sí. Vistieron aTaurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse lasninfas de las aguas, o las amadríades de los montes. En tantoque esto se hacía con admiración del mozo, Arnaldo le contótodos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de loque haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber deAuristela iban bien encaminados.

El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisay de lo que Arnaldo le contaba tenía el alma llena de mil imagi-naciones y sospechas, discurriendo con velocísimo curso delentendimiento lo que podía suceder si acaso Auristela entre aq-uellos bárbaros se hallase, le respondió:

-Señor, yo no tengo edad para saberte aconsejar, pero tengovoluntad que me mueve a servirte, que la vida que me has da-do con el recibimiento y mercedes que me has hecho me obli-gan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de no-bilísimos padres nacido, y al par de mi nobleza corre mi des-ventura y mis desgracias, las cuales por ser tantas no conce-den ahora lugar para contártelas. Esa Auristela que buscas es

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una hermana mía que también yo ando buscando, que, por var-ios acontecimientos, ha un año que nos perdimos. Por el nom-bre y por la hermosura que me encareces conozco sin dudaque es mi perdida hermana, que daría por hallarla, no sólo lavida que poseo, sino el contento que espero recebir de haberlahallado, que es lo más que puedo encarecer. Y así, como tan in-teresado en este hallazgo, voy escogiendo, entre otros muchosmedios que en la imaginación fabrico, éste, que, aunque vengaa ser con más peligro de mi vida, será más cierto y más breve.Tú, señor Arnaldo, ¿estás determinado de vender esta doncellaa estos bárbaros, para que, estando en su poder, vea si está enel suyo Auristela, de que te podrás informar volviendo otra veza vender otra doncella a los mismos bárbaros, y a Taurisa no lefaltará modo, o dará señales si está o no Auristela con las de-más que para el efeto que se sabe los bárbaros guardan, y contanta solicitud compran?

-Así es la verdad -dijo Arnaldo-, y he escogido antes a Taurisaque a otra, de cuatro que van en el navío para el mismo efeto,porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.

-Todo eso está muy bien pensado -dijo Periandro-, pero yosoy de parecer que ninguna persona hará esa diligencia tanbien como yo, pues mi edad, mi rostro, el interés que se me si-gue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela,me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombrosesta empresa. Mira, señor, si vienes en este parecer, y no lo di-lates, que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo pun-to han de andar el consejo y la obra.

Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro, y, sin repa-rar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso enobra, y de muchos y ricos vestidos de que venía proveído por sihallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó, al parecer,la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojoshumanos habían visto, pues si no era la hermosura de Auriste-la, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron ad-mirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso; el cual, a nopensar que era hermano de Auristela, el considerar que era va-rón le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuyapunta se atreve a entrar por las del más agudo diamante: quie-ro decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunquedél se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el

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metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar, paraque de todo en todo de los bárbaros fuesen descubiertos.

La priesa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no con-sintió en que preguntase primero a Periandro quién eran él ysu hermana, y por qué trances habían venido al miserable enque le había hallado; que todo esto, según buen discurso, habíade preceder a la confianza que dél hacía. Pero, como es propiacondición de los amantes ocupar los pensamientos antes enbuscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otrascuriosidades, no le dio lugar a que preguntase lo que fuerabien que supiera, y lo que supo después cuando no le estuvobien el saberlo.

Alongados, pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, ador-naron la nave con flámulas y gallardetes, que ellos azotando elaire y ellas besando las aguas, hermosísima vista hacían. Elmar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías y de otrosinstrumentos, tan bélicos como alegres, suspendían los ánimos;y los bárbaros, que de no muy lejos lo miraban, quedaron mássuspensos, y en un momento coronaron la ribera, armados dearcos y saetas de la grandeza que otra vez se ha dicho.

Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando,disparando toda la artillería, que traía mucha y gruesa, arrojóel esquife al agua, y, entrando en él Arnaldo, Taurisa y Perian-dro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzoblanco, señal de que venían de paz, como es costumbre casi entodas las naciones de la tierra. Y lo que en ésta les sucedió secuenta en el capítulo que se sigue.

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Capítulo 3Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñandolos bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, loque en él venía; y, en señal que lo recibirían de paz, y no deguerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el aire, ti-raron infinitas flechas al viento, y, con increíble ligereza, salta-ban algunos de unas partes en otras.

No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la marbaja, que en aquellas partes crece y mengua como en las nues-tras; pero los bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron apie por la mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con lasmanos. Traían sobre los hombros a una mujer bárbara, pero demucha hermosura, la cual, antes que otro alguno hablase, dijoen lengua polaca:

-A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe, opor mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién sois, aqué venís y qué es lo que buscáis. Si por ventura traéis algunadoncella que vender, se os será muy bien pagada, pero si sonotras mercancías las vuestras, no las hemos menester, porqueen esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos todo lo necesariopara la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte abuscarlo.

Entendióla muy bien Arnaldo, y preguntóle si era bárbara denación, o si acaso era de las compradas en aquella isla. A loque le respondió:

-Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amosno gustan que en otras pláticas me dilate, sino en aquellas quehacen al caso para su negocio.

Oyendo lo cual Arnaldo, respondió:-Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos

el oficio de mercaderes y de cosarios, trocamos lo que pode-mos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hur-tamos; y, entre otras presas que a nuestras manos han venido,

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ha sido la de esta doncella -y señaló a Periandro-, la cual, porser una de las más hermosas, o por mejor decir, la más hermo-sa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efetopara que las compran en esta isla; y si es que ha de salir verda-dero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien podéis es-perar desta sin igual belleza y disposición gallarda que os daráhijos hermosos y valientes.

Oyendo esto algunos de los bárbaros, preguntaron a la bár-bara les dijese lo que decía. Díjolo ella, y al momento se partie-ron cuatro dellos, y fueron -a lo que pareció- a dar aviso a sugobernador. En este espacio que volvían, preguntó Arnaldo a labárbara si tenían algunas mujeres compradas en la isla, y si ha-bía alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a laque ellos traían para vender.

-No -dijo la bárbara-, porque, aunque hay muchas, ningunadellas se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdi-chadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor des-ventura que me pudiese venir.

Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros mu-chos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno quetraía.

Habíase echado sobre el rostro un delgado y trasparente veloPeriandro, por no dar de improviso, como rayo, con la luz desus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima aten-ción le estaban mirando.

Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que elladijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el veloa su doncella. Hízose así. Levantóse en pie Periandro, descu-brió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventu-ra, estendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que,encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él entierra (a lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas,como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, quepensaba ser mujer); y, hablando con la bárbara, en pocas razo-nes concertó la venta, y dio por ella todo lo que quiso pedir Ar-naldo, sin replicar palabra alguna.

Partieron todos los bárbaros a la isla; en un instante volvie-ron con infinitos pedazos de oro, y con luengas sartas de finísi-mas perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entrega-ron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro,

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le entregó al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueñoque dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella, sino tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer sercomprada.

Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casipreñados los ojos de lágrimas, que no le nacían de corazón afe-minado, sino de la consideración de los rigurosos trances quepor él habían pasado.

Hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería, y elbárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos, y en un ins-tante atronó el cielo la artillería, y la música de los bárbarosllenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este apl-auso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los pies en tie-rra Periandro; llegó a su nave Arnaldo y los que con él venían,quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el vien-to no le forzase, procuraría no desviarse de la isla sino lo quebastase para no ser de ella descubierto, y volver a ella a ven-der, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la seña que Perian-dro le hiciese, se sabría el sí o el no del hallazgo de Auristela;y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría traza para li-bertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los bárba-ros con todo su poder y el de sus amigos.

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Capítulo 4Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vi-no con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los másvalientes y más principales de toda la isla, menospreciador detoda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tantocomo él mismo, porque no se halla con quién compararlo.

Éste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo sermujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamientode escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio seprobasen o cumpliesen.

Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárba-ros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infini-ta alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras mu-chas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban pues-tas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos,cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérpretede la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras yen lenguaje que él no entendía le consolaba.

Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la pri-sión, y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer laprueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto, y almismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas,limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, so-bre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía al-guna, diversos géneros de frutas secas; y, sentándose él y algu-nos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a co-mer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese.Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavadoslos ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador sesentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran sospi-ro, volvió las espaldas, y se salió de la tienda.

En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempoque habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión,

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llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujerguardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la co-mida; y, levantándose el capitán, con todos los que allí estaban,acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo queél fue muy contento.

Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la cus-todia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura co-nocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en elmismo estremo en que él se había visto, pero no pudo verle elrostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza,y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pe-ro no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana dela prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y lealborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda enello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiéra-la hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o noen ello; y, así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo es-perando en lo que pararía semejante acontecimiento.

El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar fe-lice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrifica-se aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de laridícula y engañosa prueba.

Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros; sin másceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincarde rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar pa-labra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le habíade quitar la vida. Visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó lavoz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba,comenzó a decir:

-Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varónque mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni serviren cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujerque puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no per-mitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quitenla vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te lapueden guardar y conservar, para que felicemente la goces.

A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe,que ya ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta delarrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las ma-nos y luz a los ojos; y, mirándole con atención, le pareció ver el

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más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunq-ue bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en elmundo podría igualársele.

¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintióPeriandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre!Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasostorcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, te-niéndola estrechamente entre sus brazos:

-¡Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis espe-ranzas, oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi malhallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no pue-de proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.

Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída,y prosiguió diciendo:

-Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muertepara las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruelque sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han libra-do hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de habervisto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.

-¡Ay, hermano! -respondió Auristela (que era la misma quepor varón pensaba ser sacrificada)-. ¡Ay, hermano! -replicó otravez-, ¡y cómo creo que éste en que nos hallamos ha de ser el úl-timo trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suer-te dichosa ha sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugary en semejante traje.

Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradami-ro; y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muertede aquél, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, deter-minó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo incon-veniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Au-ristela y de la otra a Periandro, y, con semblante amenazador yademán soberbio, en alta voz dijo:

-Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de to-car a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía,porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ellalo quiere.

Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, in-dignado e impaciente sobremanera, puso una grande y agudaflecha en el arco, y, desviándole de sí cuanto pudo estenderseel brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al

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diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tantafuria que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se lacerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el al-ma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantosallí estaban.

Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero,que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimien-to; porque un hijo de Corsicurbo, el bárbaro que se ahogó en elpasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies quelas flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán,y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal, que, aunq-ue de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjadofuera.

Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dio con sumuerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y loscorazones de los parientes de entrambos, puso las armas en lasmanos de todos, y en un instante, incitados de la venganza ycólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unaspartes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron lasmanos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin res-petar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como side muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por mu-chas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con lospuñales se herían sin haber quién los pusiese en paz.

Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes yentre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la don-cella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados, y todosllenos de confusión y de miedo.

En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros, delos que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desv-iaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva, queestaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenza-ron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento, que, au-mentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos yabrasados.

Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera,cuanto más siendo escura y tenebrosa. Los gemidos de los quemorían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fue-go, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno,porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí,

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en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse,adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no seolvidó el cielo de socorrerles por tan estraña novedad que latuvieron por milagro.

Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y teme-rosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastantepara divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó aPeriandro, y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida,le dijo:

-Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo laspersonas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si loscielos me ayudan.

No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela,Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisan-do muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro queles guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espal-das, que les servían de viento que el paso les aligerase. Losmuchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitíanque al paso de su guía tendiesen el suyo. Viendo lo cual el bár-baro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hom-bro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, me-nos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta ma-nera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a lamarina, y, habiendo andado como una milla por ella hacia labanda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva,en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvie-ron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose enuna y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, yaagobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron,a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían li-bremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudien-do verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las lucesde los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían,allí llegar no podían.

-¡Bendito sea Dios -dijo el bárbaro en la misma lengua caste-llana- que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se pue-de temer algún peligro, no será de muerte!

En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz,bien así como cometa, o por mejor decir exhalación que por elaire camina. Esperáranla con temor, si el bárbaro no dijera:

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-Este es mi padre, que viene a recebirme.Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar

la lengua castellana, le dijo:-El cielo te pague, ¡oh ángel humano!, o quienquiera que se-

as, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que eldilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.

Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cu-yo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba.Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea,y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en caste-llano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía.

-Padre -respondió el mozo- vamos a nuestro rancho, que haymuchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla seabrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza omedio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por im-pulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárba-ros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro ran-cho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana semuestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temero-sos huéspedes.

Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues cami-nó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que lleva-ba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auriste-la único bien suyo en la tierra.

Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al piede la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quienservían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron conteas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bár-baro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta tr-einta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima.

La una dijo:-¡Ay, padre y hermano mío!Y la otra no dijo más sino:-Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma.La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte,

y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquélla queen la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a preguntar quémisterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar elpadre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pie-les el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando

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a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sa-caron de otra cueva que más adentro se hacía, pieles de cabrasy ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado,y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles.

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Capítulo 5De la cuenta que dio de sí el bárbaro español

a sus nuevos huéspedes

Presta y breve fue la cena; pero, por cenarla sin sobresalto,la hizo sabrosa. Renovaron las teas, y, aunque quedó ahumadoel aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvie-ron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la bárbara ybárbaro pequeños fueron los platos, y unas cortezas de árbo-les, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos.Quedóse Candia lejos, y sirvió en su lugar agua pura, limpia yfrigidísima.

Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más ami-gos son del sueño que de otra cualquiera conversación, porgustosa que sea. Acomodóla la bárbara grande en el segundoapartamiento, haciéndole de pieles así colchones como fraza-das; volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo enlengua castellana desta manera:

-Puesto que estaba en razón que yo supiera primero, señoresmíos, algo de vuestra hacienda y sucesos, antes que os dijeralos míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vues-tros no se me encubran después que los míos hubiéredes oído.

«Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una delas mejores provincias de ella. Echáronme al mundo padresmedianamente nobles; criáronme como ricos. Llegué a laspuertas de la gramática, que son aquéllas por donde se entra alas demás ciencias. Inclinóme mi estrella, si bien en parte a lasletras, mucho más a las armas. No tuve amistad en mis verdesaños ni con Ceres ni con Baco; y así, en mí siempre estuvo Ve-nus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patr-ia, y fuime a la guerra que entonces la majestad del césar Car-lo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella.

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Fueme Marte favorable, alcancé nombre de buen soldado, hon-róme el Emperador, tuve amigos, y, sobre todo, aprendí a serliberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la esc-uela del Marte cristiano. Volví a mi patria honrado y rico, conpropósito de estarme en ella algunos días gozando de mis pa-dres, que aun vivían, y de los amigos que me esperaban. Peroesta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosade mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me de-rribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al pro-fundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumentopara hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado quejunto a mi lugar el de su estado tenía.

»Éste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando enla plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, dondeyo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arro-gante y risueño, me dijo: ``Bravo estáis, señor Antonio: muchole ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque enverdad que está bizarro. Y sepa el buen Antonio que yo le quie-ro mucho''. Yo le respondí: ``Porque yo soy aquel Antonio, besoa vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me ha-ce. En fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a suscompatriotos y servidores; pero, con todo eso, quiero que vue-sa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra aFlandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre.Ansí que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado; y, contodo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa se-ñoría, a quien suplico me honre, como merecen mis buenos de-seos''. Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, medijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: ``Mirad,amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le lla-mamos acá señoría''. A lo que respondió el caballero, antes queyo respondiese: ``El buen Antonio habla bien, porque me trataal modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría''.``Bien sé -dije yo- los usos y las ceremonias de cualquiera bue-na crianza, y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modode Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vosha de ser señoría, a modo de España; y yo, por ser hijo de misobras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier se-ñoría, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espa-da) está muy lejos de ser bien criado''.

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»Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabezamuy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo loque le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fue-se de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo conmi espada desnuda en la mano. Pero, pasándosele la turbación,puso mano a su espada, y con gentil brío procuró vengar su in-juria. Mas yo no le dejé poner en efeto su honrada determina-ción, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de lasdos heridas. Alborotáronse los circunstantes, pusieron manocontra mí, retiréme a casa de mis padres, contéles el caso, y,advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dine-ros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese encobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderososenemigos. Hícelo ansí, y en dos días pisé la raya de Aragón,donde respiré algún tanto de mi no vista priesa. En resolución,con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde volví aservir al Emperador. Allí me avisaron que mi enemigo me bus-caba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese.Temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvíme aEspaña, porque no hay mejor asilo que el que promete la casadel mismo enemigo; vi a mis padres de noche, tornáronme aproveer de dineros y joyas, con que vine a Lisboa, y me embar-qué en una nave que estaba con las velas en alto para partirseen Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses, quehabían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España; y, ha-biéndola visto toda, o por lo menos las mejores ciudades della,se volvían a su patria.

»Sucedió, pues, que yo me revolví sobre una cosa de pocaimportancia con un marinero inglés, a quien fue forzoso darleun bofetón; llamó este golpe la cólera de los demás marinerosy de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme to-dos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos.Retiréme al castillo de popa, y tomé por defensa a uno de loscaballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensame valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caba-lleros sosegaron la turba, pero fue con condición que me arro-jasen a la mar, o que me diesen el esquife o barquilla de la na-ve, en que me volviese a España, o adonde el cielo me llevase.

»Hízose así; diéronme la barca proveída con dos barriles deagua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho. Agradecí

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a mis valedores la merced que me hacían, entré en la barcacon solos dos remos, alargóse la nave, vino la noche escura,halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas,sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contras-tar contra las olas ni contra el viento. Alcé los ojos al cielo, en-comendéme a Dios con la mayor devoción que pude, miré alnorte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe elparaje en que estaba. Seis días y seis noches anduve desta ma-nera, confiando más en la benignidad de los cielos que en lafuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor algunadel contino trabajo, abandonaron los remos, que quité de losescálamos y los puse dentro la barca, para servirme delloscuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen.

»Tendíme de largo a largo de espaldas en la barca, cerré losojos y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo aquien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste aprieto, y enmedio desta necesidad -cosa dura de creer-, me sobrevino unsueño tan pesado que, borrándome de los sentidos el sentim-iento, me quedé dormido (tales son las fuerzas de lo que pide yha menester nuestra naturaleza); pero allá en el sueño me re-presentaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas,pero todas en el agua, y en algunas dellas me parecía que mecomían lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido ydespierto, era una muerte dilatada mi vida.

»Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una fu-riosa ola del mar, que, pasando por cima de la barca, la llenóde agua. Reconocí el peligro; volví, como mejor pude, el mar almar; torné a valerme de los remos, que ninguna cosa me apro-vecharon. Vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido deun viento ábrego, que en aquellas partes parece que más queen otros mares muestra su poderío. Vi que era simpleza oponermi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuer-zas, a su rigor. Y así, torné a recoger los remos, y a dejar co-rrer la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla.Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del marcon las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte,que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena quemis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuán-tos días y noches que anduve vagamundo por el mar, siempremás inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla

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despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que porella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña,que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor delos animales que había visto. Comí del bizcocho ya remojado,que la necesidad y la hambre no reparan en nada. Llegó la no-che, menos escura que había sido la pasada; pareció que elmar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miréal cielo, vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en lasaguas y sosiego en el aire.

»Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de lanoche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de losmismos lobos que en la marina había visto, y que uno de-llos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mipropia lengua: ``Español, hazte a lo largo, y busca en otra par-te tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos pornuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto tedice, sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entrelas mismas fieras''.

»Si quedé espantado o no, a vuestra consideración lo dejo;pero no fue bastante la turbación mía para dejar de poner enobra el consejo que se me había dado. Apreté los escalamos,até los remos, esforcé los brazos y salí al mar descubierto.Mas, como suele acontecer que las desdichas y afliciones tur-ban la memoria de quien las padece, no os podré decir cuántosfueron los días que anduve por aquellos mares, tragando, nouna, sino mil muertes a cada paso, hasta que, arrebatada mibarca en los brazos de una terrible borrasca, me hallé en estaisla, donde di al través con ella, en la misma parte y lugaradonde está la boca de la cueva por donde aquí entrastes. Lle-gó la barca a dar casi en seco por la cueva adentro, pero volví-ala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arrojé della, y, cla-vando las uñas en la arena, no di lugar a que la resaca al marme volviese. Y, aunque con la barca me llevaba el mar la vida,pues me quitaba la esperanza de cobrarla, holgué de mudargénero de muerte, y quedarme en tierra: que, como se dilate lavida, no se desmaya la esperanza.»

A este punto llegaba el bárbaro español, que este título le da-ba sus traje, cuando en la estancia más adentro, donde habíandejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos. Acudie-ron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los demás

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a ver qué sería, y hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldasa la peña, sentada en las pieles, tenía los ojos clavados en elcielo, y casi quebrados.

Llegóse a ella Auristela, y, a voces compasivas y dolorosas, ledijo:

-¿Qué es esto, ama mía? ¿Cómo; y es posible que me queréisdejar en esta soledad y a tiempo que más he menester valermede vuestros consejos?

Volvió en sí algún tanto Cloelia, y, tomando la mano de Auris-tela, le dijo:

-Ves ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo. Yo quisiera quemi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que me-rece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con lasuya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Loque te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quis-iere -que sí querrá- que te veas en tu estado, y mis padres aúnfueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo mue-ro cristiana en la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es lamisma, la santa Iglesia católica romana. Y no te digo más, por-que no puedo.

Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Je-sús, cerró los ojos en tenebrosa noche, a cuyo espetáculo tam-bién cerró los suyos Auristela, con un profundo desmayo. Hi-ciéronse fuentes los de Periandro y ríos los de todos los cir-cunstantes. Acudió Periandro a socorrer a Auristela, la cual,vuelta en sí, acrecentó las lágrimas y comenzó sospiros nuevos,y dijo razones que movieran a lástima a las piedras. Ordenóseque otro día la sepultasen, y, quedando en guarda del cuerpomuerto la doncella bárbara y su hermano, los demás se fuerona reposar lo poco que de la noche les faltaba.

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Capítulo 6Donde el bárbaro español prosigue su historia

Tardó aquel día en mostrarse al mundo, al parecer, más de loacostumbrado, a causa que el humo y pavesas del incendio dela isla, que aún duraba, impedía que los rayos del sol por aque-lla parte no pasasen a la tierra.

Mandó el bárbaro español a su hijo que saliese de aquel sitio,como otras veces solía, y se informase de lo que en la islapasaba.

Con alborotado sueño pasaron los demás aquella noche, por-que el dolor y sentimiento de la muerte de su ama Cloelia noconsintió que Auristela dormiese, y el no dormir de Auristelatuvo en continua vigilia a Periandro, el cual con Auristela salióal raso de aquel sitio, y vio que era hecho y fabricado de la na-turaleza como si la industria y el arte le hubieran compuesto.Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y, a su pa-recer, tanteó que bojaba poco más de una legua, todo lleno deárboles silvestres, que ofrecían frutos, si bien ásperos, comesti-bles a lo menos. Estaba crecida la yerba, porque las muchasaguas que de las peñas salían las tenían en perpetua verdura;todo lo cual le admiraba y suspendía.

Y llegó en esto el bárbaro español, y dijo:-Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi

comenzada historia.Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una pe-

ña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristelale rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aq-uel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que éltraería una gran cruz que en su estancia tenía, y la pondría en-cima de aquella sepultura. Diéronle todos el últimovale; renovó

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el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las delos ojos de Periandro.

En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron to-dos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido,por defenderse del frío que con rigor amenazaba. Y, habiéndo-se sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio, yprosiguió su cuento en esta forma:

-«Cuando me dejó la barca en que venía en la arena, y la martornó a cobrarla -ya dije que con ella se me fue la esperanza dela libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla-, entré aquídentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había he-cho y formado para ser teatro donde se representase la traged-ia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna, sino al-gunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géne-ros. Rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas pe-ñas, y señaléla para mi morada. Finalmente, habiéndolo rodea-do todo, volví a la entrada, que aquí me había conducido, porver si oía voz humana o descubría quién me dijese en qué parteestaba; y la buena suerte y los piadosos cielos, que aún del to-do no me tenían olvidado, me depararon una muchacha bárba-ra de hasta edad de quince años, que por entre las peñas, ris-cos y escollos de la marina, pintadas conchas y apetitoso maris-co andaba buscando.

»Pasmóse viéndome, pegáronsele los pies en la arena, soltólas cogidas conchuelas, y derramósele el marisco; y, cogiéndo-la entre mis brazos sin decirla palabra, ni ella a mí tampoco,me entré por la cueva adelante y la truje a este mismo lugardonde agora estamos. Púsela en el suelo, beséle las manos, ha-laguéle el rostro con las mías, y hice todas las señales y demos-traciones que pude para mostrarme blando y amoroso con ella.Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me es-tuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y decuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba;y, sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, queno era de trigo, me lo puso en la boca, y en su lengua me ha-bló, y, a lo que después acá he sabido, en lo que decía me roga-ba que comiese. Yo lo hice ansí porque lo había bien menester.Ella me asió por la mano, y me llevó a aquel arroyo que allí es-tá, donde ansimismo, por señas, me rogó que bebiese. Yo nome hartaba de mirarla, pareciéndome antes ángel del cielo que

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bárbara de la tierra. Volví a la entrada de la cueva, y allí, conseñas y con palabras, que ella no entendía, le supliqué, como siella las entendiera, que volviese a verme. Con esto la abracé denuevo, y ella, simple y piadosa, me besó en la frente, y me hizoclaras y ciertas señas de que volvería a verme. Hecho esto, tor-né a pisar este sitio, y a requerir y probar la fruta de que algu-nos árboles estaban cargados, y hallé nueces y avellanas y al-gunas peras silvestres. Di gracias a Dios del hallazgo, y alentélas desmayadas esperanzas de mi remedio. Pasé aquella nocheen este mismo lugar, esperé el día, y en él esperé también lavuelta de mi bárbara hermosa, de quien comencé a temer y arecelar que me había de descubrir y entregarme a los bárba-ros, de quien imaginé estar llena esta isla; pero sacóme destetemor el verla volver algo entrado el día, bella como el sol,mansa como una cordera, no acompañada de bárbaros que meprendiesen, sino cargada de bastimentos que me sustentasen.»

Aquí llegaba de su historia el español gallardo, cuando llegóel que había ido a saber lo que en la isla pasaba, el cual dijoque casi toda estaba abrasada, y todos o los más de los bárba-ros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos ha-bía vivos, eran los que en algunas balsas de maderos se habíanentrado al mar por huir en el agua el fuego de la tierra; quebien podían salir de allí, y pasear la isla por la parte que el fue-go les diese licencia, y que cada uno pensase qué remedio setomaría para escapar de aquella tierra maldita; que por allícerca había otras islas de gente menos bárbara habitadas; quequizá, mudando de lugar, mudarían de ventura.

-Sosiégate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos se-ñores de mis sucesos, y no me falta mucho, aunque mis desgra-cias son infinitas.

-No te canses, señor mío -dijo la bárbara grande-, en referir-los tan por estenso, que podrá ser que te canses, o que canses.Déjame a mí que cuente lo que queda, a lo menos hasta estepunto en que estamos.

-Soy contento -respondió el español-, porque me le dará muygrande el ver cómo las relatas.

-«Es, pues, el caso -replicó la bárbara- que mis muchas entra-das y salidas en este lugar le dieron bastante para que de mí yde mi esposo naciesen esta muchacha y este niño. Llamo espo-so a este señor, porque, antes que me conociese del todo, me

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dio palabra de serlo, al modo que él dice que se usa entre ver-daderos cristianos. Hame enseñado su lengua, y yo a él la mía,y en ella ansimismo me enseñó la ley católica cristiana. Diomeagua de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremon-ias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran. Decla-róme su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y enmi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle.Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Es-píritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son unsolo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios elHijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos yapartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente, creo todolo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, regida porel Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario yvisorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, suprimer pastor después de Jesucristo, primero y universal pas-tor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Vir-gen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nues-tra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu San-to, amparo y refugio de los pecadores. Con éstas me ha ense-ñado otras cosas, que no las digo por parecerme que las dichasbastan para que entendáis que soy católica cristiana. Yo, sim-ple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él (merced a loscielos) me la ha vuelta discreta y cristiana. Entreguéle mi cuer-po, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entregoresultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis, queacrecientan el número de los que alaban al Dios verdadero. Enveces le truje alguna cantidad de oro, de lo que abunda esta is-la, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el día,que ha de ser tan dichoso, que nos saque desta prisión y noslleve adonde con libertad y certeza, y sin escrúpulo, seamosunos de los del rebaño de Cristo, en quien adoro en aquellacruz que allí veis.» Esto que he dicho me pareció a mí era loque le faltaba por decir a mi señor Antonio -que así se llamabael español bárbaro. El cual dijo:

-Dices verdad, Ricla mía -que éste era el propio nombre de labárbara.

Con cuya variable historia admiraron a los presentes, y des-pertaron mil alabanzas que les dieron, y mil buenas esperanzas

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que les anunciaron, especialmente Auristela, que quedó aficio-nadísima a las dos bárbaras, madre y hija.

El mozo bárbaro, que también, como su padre, se llamabaAntonio, dijo a esta sazón no ser bien estarse allí ociosos, sindar traza y orden cómo salir de aquel encerramiento, porque siel fuego de la isla, que a más andar ardía, sobrepujase las altassierras, o traídas del viento cayesen en aquel sitio, todos seabrasarían.

-Dices verdad, hijo -respondió el padre.-Soy de parecer -dijo Ricla- que aguardemos dos días, porque

de una isla que está tan cerca desta que algunas veces, estan-do el sol claro y el mar tranquilo, alcanzó la vista a verla, dellavienen a ésta sus moradores a vender y a trocar lo que tienencon lo que tenemos, y a trueco por trueco. Yo saldré de aquí, y,pues ya no hay nadie que me escuche o que me impida, pues nioyen ni impiden los muertos, concertaré que me vendan unabarca, por el precio que quisieren, que la he menester para es-caparme con mis hijos y mi marido, que encerrados en unacueva tengo de la riguridad del fuego. Pero quiero que sepáisque estas barcas son fabricadas de madera, y cubiertas de cue-ros fuertes de animales, bastantes a defender que no entre ag-ua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nuncaellos navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lien-zos que he visto que traen otras barcas que suelen llegar anuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana su-perstición que habréis oído decir que en esta isla ha muchostiempos que se acostumbra, por donde vengo a entender queestas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar grande, yde las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cadapaso.

A lo que añadió Periandro:-¿No ha usado el señor Antonio deste remedio en tantos años

como ha que está aquí encerrado?-No -respondió Ricla-, porque no me han dado lugar los mu-

chos ojos que miran, para poder concertarme con los dueñosde las barcas, y por no poder hallar escusa que dar para lacompra.

-Así es -dijo Antonio-, y no por no fiarme de la debilidad delos bajeles; pero, agora que me ha dado el cielo este consejo,pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estará atenta a ver cuando

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vengan los mercaderes de la otra isla; y, sin reparar en precio,comprará una barca con todo el necesario matalotaje, diciendoque la quiere para lo que tiene dicho.

En resolución, todos vinieron en este parecer, y, saliendo deaquel lugar, quedaron admirados de ver el estrago que el fuegohabía hecho y las armas. Vieron mil diferentes géneros demuertes, de quien la cólera, sinrazón y enojo suelen ser inven-tores. Vieron, asimismo, que los bárbaros que habían quedadovivos, recogiéndose a sus balsas, desde lejos estaban mirandoel riguroso incendio de su patria, y algunos se habían pasado ala isla que servía de prisión a los cautivos. Quisiera Auristelaque pasaran a la isla, a ver si en la escura mazmorra quedabanalgunos; pero no fue menester, porque vieron venir una balsa,y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dio a entender serlos miserables que en la mazmorra estaban. Llegaron a la mari-na, besaron la tierra y casi dieron muestras de adorar el fuego,por haberles dicho el bárbaro que los sacó del calabozo escuro,que la isla se abrasaba, y que ya no tenían que temer a losbárbaros.

Fueron recebidos de los libres amigablemente, y consoladosen la mejor manera que les fue posible. Algunos contaron susmiserias, y otros las dejaron en silencio, por no hallar palabraspara decirlas. Ricla se admiró de que hubiese habido bárbarotan piadoso que los sacase, y de que no hubiesen pasado a laisla de la prisión parte de aquellos que a las balsas se habíanrecogido.

Uno de los prisioneros dijo que el bárbaro que los había li-bertado, en lengua italiana les había dicho todo el suceso mise-rable de la abrasada isla, aconsejándoles que pasasen a ella asatisfacerse de sus trabajos con el oro y perlas que en ella ha-llarían, y que él vendría en otra balsa, que allá quedaba, a te-nerles compañía, y a dar traza en su libertad. Los sucesos quecontaron fueron tan diferentes, tan estraños y tan desdichados,que unos les sacaban las lágrimas a los ojos y otros la risa delpecho.

En esto, vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aque-llas de quien Ricla había dado noticia; hicieron escala, pero nosacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que lacomprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías,sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las

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cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el prec-io con liberalidad notable, sin que en él hubiese tanto máscuanto. Fue Ricla a su cueva, y, en pedazos de oro no acuñado,como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos bar-cas a los que habían salido de la mazmorra, y en otras dos seembarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron re-coger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra seentraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hi-jo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallardaConstanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a des-pedirse de los huesos de su querida Cloelia; acompañáronla to-dos; lloró sobre la sepultura, y, entre lágrimas de tristeza y en-tre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo pri-mero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo,con tierna y devota oración, les diese felice viaje y los enseñaseel camino que tomarían.

Sirvió la barca de Periandro de capitana, a quien siguieronlos demás, y, al tiempo que querían dar los remos al agua, por-que velas no las tenían, llegó a la orilla del mar un bárbaro ga-llardo, que a grandes voces, en lengua toscana, dijo:

-Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, re-coged a este que lo es y por el verdadero Dios os lo suplica.

Uno de las otras barcas dijo:-Este bárbaro, señores, es el que nos sacó de la mazmorra. Si

queréis corresponder a la bondad que parece que tenéis -y estoencaminando su plática a los de la barca primera-, bien seráque le paguéis el bien que nos hizo con el que le hacéis reco-giéndole en nuestra compañía.

Oyendo lo cual Periandro, le mandó llegase su barca a tierray le recogiese en la que llevaba los bastimentos. Hecho esto, al-zaron las voces con alegres acentos, y, tomando los remos enlas manos, dieron alegre principio a su viaje.

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Capítulo 7Cuatro millas, poco más o menos, habrían navegado las cuatrobarcas, cuando descubrieron una poderosa nave, que, con to-das las velas tendidas y viento en popa, parecía que venía aembestirles. Periandro dijo, habiéndola visto:

-Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve asaber de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno agora noverle.

Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Ar-naldo le había pasado, y lo que entre los dos dejaron concerta-do. Turbóse Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnal-do, de quien había dicho, aunque breve y sucintamente, lo queen un año que estuvo en su poder le había acontecido. No quis-iera ver juntos a los dos amantes, que, puesto que Arnaldo es-taría seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, to-davía el temor de que podía ser descubierto el parentesco la fa-tigaba, y más que ¿quién le quitaría a Periandro no estar celo-so, viendo a los ojos tan poderoso contrario?; que no hay dis-creción que valga, ni amorosa fee que asegure al enamoradopecho, cuando por su desventura entran en él celosas sospe-chas. Pero de todas éstas le aseguró el viento, que volvió en uninstante el soplo, que daba de lleno y en popa a las velas encontrario, de modo que a vista suya y en un momento breve de-jó la nave derribar las velas de alto abajo, y en otro instante,casi invisible, las izaron y levantaron hasta las gavias, y la navecomenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía,alongándose de las barcas con toda priesa. Respiró Auristela,cobró nuevo aliento Periandro; pero los demás que en las bar-cas iban quisieran mudarlas, entrándose en la nave, que por sugrandeza, más seguridad de las vidas y más felice viaje pudieraprometerles.

En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quis-ieran seguir si pudieran; mas no les fue posible, ni pudieron

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hacer otra cosa que encaminarse a una isla, cuyas altas monta-ñas, cubiertas de nieve, hacían parecer que estaban cerca, dis-tando de allí más de seis leguas. Cerraba la noche algo escura,picaba el viento largo y en popa, que fue alivio a los brazos,que, volviendo a tomar los remos, se dieron priesa a tomar laisla.

La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro Antoniohizo del norte y de las guardas, cuando llegaron a ella, y porherir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de po-ca consideración, dieron con las barcas en tierra, y a fuerza debrazos las vararon.

Era la noche fría de tal modo, que les obligó a buscar reparospara el yelo, pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro quetodas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y, apiñán-dose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío.Hízose así; y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca,paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando eldía para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieronsaber por entonces si era o no despoblada la isla; y, como escosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno deaquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos, lo cual vistopor el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entre-tener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala no-che, fuese servido de entretenerles, contándoles los sucesos desu vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, puesen tal traje y en tal lugar le habían puesto.

-Haré yo eso de muy buena gana -respondió el bárbaro italia-no-, aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nue-vas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.

A lo que dijo Periandro:-En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensaya-

do y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que ten-gan más de lo imposible que de lo verdadero.

-Lleguémonos aquí -respondió el bárbaro-, al borde destabarca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la vozde mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna, desterrandoel sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al que cuentasus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas.

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-A lo menos por mí -respondió Ricla de dentro de la barca-, ya pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasiónde vuestra corta suerte, del largo tiempo de vuestras fatigas.

Casi lo mismo dijo Auristela; y así, todos rodearon la barca, ycon atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecíabárbaro decía, el cual comenzó su historia desta manera:

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Capítulo 8Donde Rutilio da cuenta de su vida

-«Mi nombre es Rutilio; mi patria, Sena, una de las más fa-mosas ciudades de Italia; mi oficio, maestro de danzar, únicoen él, y venturoso si yo quisiera. Había en Sena un caballero ri-co, a quien el cielo dio una hija más hermosa que discreta, a lacual trató de casar su padre con un caballero florentín; y, porentregársela adornada de gracias adquiridas, ya que las del en-tendimiento le faltaban, quiso que yo la enseñase a danzar; quela gentileza, gallardía y disposición del cuerpo en los bailes ho-nestos más que en otros pasos se señalan, y a las damas princi-pales les está muy bien saberlos, para las ocasiones forzosasque les pueden suceder. Entré a enseñarla los movimientos delcuerpo, pero movíla los del alma, pues, como no discreta, comohe dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corrientelarga traía encaminadas mis desgracias, hizo que, para que losdos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la lle-vase a Roma. Pero, como el amor no da baratos sus gustos, ylos delitos llevan a las espaldas el castigo (pues siempre se te-me), en el camino nos prendieron a los dos, por la diligenciaque su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fuedecir que yo llevaba a mi esposa y ella se iba con su marido, nofue bastante para no agravar mi culpa: tanto, que obligó aljuez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronmeen la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos notan honrados como el mío. Visitóme en el calabozo una mujer,que decían estaba presa por fatucherie, que en castellano sellaman hechiceras, que la alcaidesa de la cárcel había hechosoltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de quecon yerbas y palabras había de curar a una hija suya de unaenfermedad que los médicos no acertaban a curarla.

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»Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonam-iento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca, viéndo-me yo atado, y con el cordel a la garganta, sentenciado al supli-cio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la he-chicera me pidió, de ser su marido, si me sacaba de aquel tra-bajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche deldía que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los ce-pos, y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría enlibertad, y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemi-gos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechi-cera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio. Es-peré la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí, y me dijoque asiese de la punta de una caña que me puso en la mano,diciéndome la siguiese. Turbéme algún tanto; pero como el in-terés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos singrillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par enpar abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueñosepultados.

»En saliendo a la calle, tendió en el suelo mi guiadora unmanto, y, mandándome que pusiese los pies en él, me dijo quetuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones.Luego vi mala señal, luego conocí que quería llevarme por losaires, y aunque, como cristiano bien enseñado, tenía por burlatodas estas hechicerías -como es razón que se tengan-, todavíael peligro de la muerte, como ya he dicho, me dejó atropellarpor todo; y, en fin, puse los pies en la mitad del manto, y ella nimás ni menos, murmurando unas razones que yo no pude en-tender, y el manto comenzó a levantarse en el aire, y yo comen-cé a temer poderosamente, y en mi corazón no tuvo santo la le-tanía a quien no llamase en mi ayuda. Ella debió de conocer mimiedo, y presentir mis rogativas, y volvióme a mandar que lasdejase. ``¡Desdichado de mí! -dije-; ¿qué bien puedo esperar, sise me niega el pedirle a Dios, de quien todos los bienesvienen?''

»En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos,que no son otras las postas de las hechiceras, y, al parecer,cuatro horas o poco más había volado, cuando me hallé al cre-púsculo del día en una tierra no conocida. Tocó el manto elsuelo, y mi guiadora me dijo: ``En parte estás, amigo Rutilio,que todo el género humano no podrá ofenderte''. Y, diciendo

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esto, comenzó a abrazarme no muy honestamente. Apartéla demí con los brazos, y, como mejor pude, divisé que la que meabrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma,me turbó los sentidos y dio con mi mucho ánimo al través. Pe-ro, como suele acontecer que en los grandes peligros la pocaesperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas,las pocas mías me pusieron en la mano un cuchillo, que acasoen el seno traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho ala que pensé ser loba, la cual, cayendo en el suelo, perdió aq-uella fea figura, y hallé muerta y corriendo sangre a la desven-turada encantadora.

»Considerad, señores, cuál quedaría yo, en tierra no conoci-da y sin persona que me guiase. Estuve esperando el día mu-chas horas, pero nunca acababa de llegar, ni por los horizontesse descubría señal de que el sol viniese. Apartéme de aquel ca-dáver, porque me causaba horror y espanto el tenerle cerca demí. Volvía muy a menudo los ojos al cielo, contemplaba el movi-miento de las estrellas y parecíame, según el curso que habíanhecho, que ya había de ser de día.

»Estando en esta confusión, oí que venía hablando, por juntode donde estaba, alguna gente, y así fue verdad. Y, saliéndolesal encuentro, les pregunté en mi lengua toscana que me dije-sen qué tierra era aquella; y uno de ellos, asimismo en italiano,me respondió: ``Esta tierra es Noruega; pero, ¿quién eres tú,que lo preguntas, y en lengua que en estas partes hay muy po-cos que la entiendan?'' ``Yo soy -respondí- un miserable, quepor huir de la muerte he venido a caer en sus manos''. Y enbreves razones le di cuenta de mi viaje, y aun de la muerte dela hechicera. Mostró condolerse el que me hablaba, y díjome:``Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por ha-berte librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cua-les hay mucha abundancia en estas setentrionales partes.Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos comohembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encan-tadores. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristianoque soy católico no lo creo, pero la esperiencia me muestra locontrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transfor-maciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y cas-tigo de los abominables pecados deste maldito género degente''.

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»Preguntéle qué hora podría ser, porque me parecía que lanoche se alargaba, y el día nunca venía. Respondióme que enaquellas partes remotas se repartía el año en cuatro tiempos:tres meses había de noche escura, sin que el sol pareciese enla tierra en manera alguna; y tres meses había de crepúsculodel día, sin que bien fuese noche ni bien fuese día; otros tresmeses había de día claro continuado, sin que el sol se escondie-se, y otros tres de crepúsculo de la noche; y que la sazón enque estaban era la del crepúsculo del día: así que, esperar laclaridad del sol, por entonces era esperanza vana, y que tam-bién lo sería esperar yo volver a mi tierra tan presto, si no fue-se cuando llegase la sazón del día grande, en la cual parten na-víos de estas partes a Inglaterra, Francia y España con algunasmercancías. Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar decomer, mientras llegaba tiempo de volverme a mi tierra. Díjeleque era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sa-bía jugar de manos sutilísimamente. Rióse de gana el hombre,y me dijo que aquellos ejercicios o oficios (o como llamarlosquisiese) no corrían en Noruega ni en todas aquellas partes.Preguntóme si sabría oficio de orífice. Díjele que tenía habili-dad para aprender lo que me enseñase. ``Pues veníos, herma-no, conmigo, aunque primero será bien que demos sepultura aesta miserable''.

»Hicímoslo así, y llevóme a una ciudad, donde toda la genteandaba por las calles con palos de tea encendidos en las ma-nos, negociando lo que les importaba. Preguntéle en el caminoque cómo o cuándo había venido a aquella tierra, y que si eraverdaderamente italiano. Respondió que uno de sus pasadosabuelos se había casado en ella, viniendo de Italia a negociosque le importaban, y a los hijos que tuvo les enseñó su lengua,y de uno en otro se estendió por todo su linaje, hasta llegar aél, que era uno de sus cuartos nietos. ``Y así, como vecino ymorador tan antiguo, llevado de la afición de mis hijos y mujer,me he quedado hecho carne y sangre entre esta gente, sinacordarme de Italia ni de los parientes que allá dijeron mis pa-dres que tenían''.

»Contar yo ahora la casa donde entré, la mujer e hijos quehallé, y criados (que tenía muchos), el gran caudal, el recibim-iento y agasajo que me hicieron, sería proceder en infinito:basta decir, en suma, que yo aprendí su oficio, y en pocos

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meses ganaba de comer por mi trabajo. En este tiempo se llegóel de llegar el día grande, y mi amo y maestro -que así le puedollamar- ordenó de llevar gran cantidad de su mercancía a otrasislas por allí cercanas y a otras bien apartadas. Fuime con él,así por curiosidad como por vender algo que ya tenía de cau-dal, en el cual viaje vi cosas dignas de admiración y espanto, yotras de risa y contento; noté costumbres, advertí en ceremon-ias no vistas y de ninguna otra gente usadas. En fin, a cabo dedos meses, corrimos una borrasca que nos duró cerca de cua-renta días, al cabo de los cuales dimos en esta isla, de dondehoy salimos, entre unas peñas, donde nuestro bajel se hizo pe-dazos, y ninguno de los que en él venían quedó vivo, sino yo.

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Capítulo 9Donde Rutilio prosigue la historia de su vida

»Lo primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otracosa alguna, fue un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol,por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, yluego el miedo me puso delante mil géneros de muertes; y, nosabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las temía y las es-peraba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestrade sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordina-rio, y fue que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndomedesnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, mevestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otrahechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados amedida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Paradisimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por es-tranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entrépor la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire.

»A poco trecho descubrí una gran cantidad de bárbaros, loscuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran prie-sa me preguntaron -a lo que después acá he entendido- quiénera, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondílescon callar y hacer todas las señales de mudo más aparentesque pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabrio-las. Salíme de entre ellos, siguiéronme los muchachos, que nome dejaban adonde quiera que iba. Con esta industria pasé porbárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacergestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera hepasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida,sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua, yaprendí mucha parte de ella, supe la profecía que de la dura-ción de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro, aquien ellos daban gran crédito. He visto sacrificar algunos

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varones para hacer la esperiencia de su cumplimiento, y he vis-to comprar algunas doncellas para el mismo efeto, hasta quesucedió el incendio de la isla, que vosotros, señores, habéis vis-to. Guardéme de las llamas; fui a dar aviso a los prisioneros dela mazmorra, donde vosotros sin duda habréis estado; vi estasbarcas, acudí a la marina; hallaron en vuestros generosos pe-chos lugar mis ruegos; recogístesme en ellas, por lo que os doyinfinitas gracias, y agora espero en la del cielo, que, pues nossacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pre-tendemos felicísimo viaje.»

Aquí dio fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados ycontentos a los oyentes.

Llegóse el día áspero, turbio y con señales de nieve muy cier-tas. Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado lanoche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una,como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica que noacertaron a estimarla, por no agraviar su valor; y la otra, dosperlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas jo-yas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro erangente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad sugentil disposición y agradable trato.

El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por laisla, pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras denieve; y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada,y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donderecogerse del frío que amenazaba y proveerse de los manteni-mientos que presto le harían falta.

Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse to-dos, y pusieron las proas en otra isla, que no lejos de allí sedescubría. En esto, yendo navegando, con el espacio que podí-an prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeronque de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, demanera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, espe-cialmente el bárbaro Antonio el padre, que notó que lo que secantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Callóla voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otrotono de instrumentos que al de remos que sesgamente por eltranquilo mar las barcas impelían; y notó que lo que cantaronfue esto:

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Mar sesgo, viento largo, estrella clara,camino, aunque no usado, alegre y cierto,al hermoso, al seguro, al capaz puertollevan la nave vuestra, única y rara.En Scilas ni en Caribdis no repara,ni en peligro que el mar tenga encubierto,siguiendo su derrota al descubierto,que limpia honestidad su curso para.Con todo, si os faltare la esperanzadel llegar a este puerto, no por esogiréis las velas, que será simpleza.Que es enemigo amor de la mudanza,y nunca tuvo próspero sucesoel que no se quilata en la firmeza.

La bárbara Ricla dijo, en callando la voz:-Despacio debe de estar y ocioso el cantor que en semejante

tiempo da su voz a los vientos.Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuv-

ieron por más enamorado que ocioso al que cantado había; quelos enamorados fácilmente reconcilian los ánimos, y trabanamistad con los que conocen que padecen su misma enferme-dad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían,aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasasea su barca, así por gozar de cerca de su voz como saber de sussucesos, porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentíamucho o no tenía sentimiento alguno.

Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y to-dos los della le hicieron agradable recogida. En entrando elmúsico, en medio portugués y en medio castellano, dijo:

-Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mu-danza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha bre-vedad le dejaré libre de la carga de mi cuerpo, porque las pe-nas que siento en el alma me van dando señales de que tengola vida en sus últimos términos.

-Mejor lo hará el cielo -respondió Periandro-, que, pues yosoy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.

No sería esperanza aquella -dijo a esta sazón Auristela- a quepudiesen contrastar y derribar infortunios, pues, así como laluz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de

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estar más firme en los trabajos; que el desesperarse en ellos esacción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad nibajeza que entregarse el trabajado -por más que lo sea- a ladesesperación.

-El alma ha de estar -dijo Periandro- el un pie en los labios yel otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha dedejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, queno puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitasmisericordias.

-Todo es así -respondió el músico-, y yo lo creo, a despecho ypesar de las esperiencias que en el discurso de mi vida en mismuchos males tengo hechas.

No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antesde anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también des-poblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos y llenosde fruto, que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer.

Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y congran priesa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran ba-rraca para defenderse aquella noche del frío; hicieron asimis-mo fuego, ludiendo dos secos palos, el uno con el otro (artificiotan sabido como usado); y, como todos trabajaban, en un puntose vio levantada la pobre máquina, donde se recogieron todos,supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, parecién-doles aquella choza dilatado alcázar. Satisfacieron la hambre, yacomodáranse a dormir luego, si el deseo que Periandro teníade saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó,si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues nopodían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído.

Era cortés el cantor, y así, sin hacerse de rogar, dijo:

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Capítulo 10De lo que contó el enamorado portugués

-Con más breves razones de las que sean posibles, daré fin ami cuento, con darle al de mi vida, si es que tengo de dar crédi-to a cierto sueño que la pasada noche me turbó el alma.

«Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, ricoen los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Minombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejer-cicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pareden medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de losPereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bie-nes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad desus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermo-sura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Yyo, que, como más vecino de su casa, tenía más comodidad deverla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más du-dosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y,por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían devaler poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de queun pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía,pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, dife-renciábamos en nada.

»La respuesta que trujo fue que su hija Leonora aún no esta-ba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le dabala palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sinhacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombrosde mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejépor esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pre-tensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retira-da en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su reca-to, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis

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servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros,por lo menos no los desestimaba.

»Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitángeneral a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio decalidad y de confianza. Llegóse el día de mi partida, y, pues enél no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolorque consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar lapalabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porqueera discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de suhija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme auna sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el si-lencio. Pasméme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura;quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme alpaladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callary dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista porel padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo,y dijo: ``Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida danlicencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este si-lencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otraretórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo, y vuelva enbuen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a ser-virle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darmegusto, y yo tengo el deseo que he dicho; que con estas tres co-sas, me parece que puede esperar vuesa merced buen sucesoen lo que desea''. Estas palabras todas me quedaron en la me-moria y en el alma impresas de tal manera que no se me hanolvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Nila hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pu-de, como he dicho, decir alguna.

»Partíme a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfación de mirey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura deLeonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino,y estendídose por Castilla y otras partes, de las cuales veníanembajadas de príncipes y señores que la pretendían por espo-sa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus pa-dres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasadoel término de los dos años, volví a suplicar a su padre me ladiese por esposa.

»¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas cir-cunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la

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muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar misdesventuras; que, si así fuese, no las tendría yo por tales!

»Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo veni-dero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltópoco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis par-ientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con to-dos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casa-ba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegóse este día, yyo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monaste-rio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me di-jeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba; que ha-bía sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su des-posorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.»

Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para to-mar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:

-«Llegué al monasterio, que real y pomposamente estabaadornado. Salieron a recebirme casi toda la gente principal delreino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras dela ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de músi-ca, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por lapuerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la prio-ra y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchilla-do con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas conricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro ver-de; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios quedeslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tie-rra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que va-lían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tangallarda y tan ricamente compuesta y adornada que causó invi-dia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decirque quedé tal con su vista que, me hallé indigno de merecerla,por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperadordel mundo.

»Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de laiglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empacha-se, se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él prime-ro la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallar-día y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo quesuele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que di-cen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los

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bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acer-taron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensandoque subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di de-mostración de adorarla. Alzóse una voz en el templo, procedidade otras muchas, que decía: ``Vivid felices y luengos años en elmundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto her-mosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestroamor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las du-dosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invi-dia a vuestros pies, y la buena fortuna no acierte a salir devuestra casa''.

»Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban elalma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pue-blo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por lamano, y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz,me dijo: ``Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padreos dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años,que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yovuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo,viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infini-tos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesíaque por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo enla tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido,como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis.Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y pro-vechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan yentretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, saca-ros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ningunamanera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo noos dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo,que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; aÉl le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de todami voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yoconfieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pud-iera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién co-mo Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dad-me la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, queno habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del cruci-ficado esposo mío''.

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»Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comen-zaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabe-llos. Yo enmudecí; y, por no dar muestra de flaqueza, tuvecuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos, y,hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la be-sé la mano, y ella, cristianamente compasiva, me echó los bra-zos al cuello; alcéme en pie, y, alzando la voz de modo que to-dos me oyesen, dije: ``Maria optiman partem elegit''. Y, dicien-do esto, me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, mevolví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginaciónen este estraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora porla misma causa vengo a perder la vida.»

Y, dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo enel suelo.

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Capítulo 11Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había es-

pirado de todo punto, dejando a todos confusos y admiradosdel triste y no imaginado suceso.

-Con este sueño -dijo a esta sazón Auristela- se ha escusadoeste caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche,los trances por donde vino a tan desastrado término y a la pri-sión de los bárbaros, que sin duda debían de ser casos tan de-sesperados como peregrinos.

A lo que añadió el bárbaro Antonio:-Por maravilla hay desdichado sólo que lo sea en sus desven-

turas. Compañeros tienen las desgracias, y por aquí o por allí,siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser cuando acabancon la vida del que las padece.

Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron; sir-vióle de mortaja su mismo vestido, de tierra la nieve y de cruzla que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era lade Christus, por ser caballero de su hábito; y no fuera menes-ter hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza,pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonardiscreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque lacompasión hizo su oficio, y las sacó de todos los ojos de loscircunstantes.

Amaneció en esto, volvieron las barcas al agua, pareciéndo-les que el mar les esperaba sosegado y blando, y, entre tristesy alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sinllevar parte cierta adonde encaminalle.

Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas olas más despobladas; y las que tienen gente, es rústica y mediobárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes;y, con todo esto, deseaban topar alguna que los acogiese, porq-ue imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores,

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que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y áspe-ros riscos de las que atrás dejaban.

Diez días más navegaron sin tomar puerto, playa o abrigo al-guno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pe-queñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta lamira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pug-naban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor breve-dad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bas-timentos, a más andar, iban faltando. En fin, más con la ayudadel cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llega-ron a la deseada isla, y vieron andar dos personas por la mari-na, a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra eraaquélla, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos.

Respondiéronle, en lengua que ella entendió, que aquella islase llamaba Golandia, y que era de católicos, puesto que estabadespoblada, por ser tan poca la gente que tenía que no ocupa-ba más de una casa, que servía de mesón a la gente que llega-ba a un puerto detrás de un peñón, que señaló con la mano.``Y si vosotros, quienquiera que seáis, queréis repararos de al-gunas faltas, seguidnos con la vista, que nosotros os pondre-mos en el puerto''.

Dieron gracias a Dios los de las barcas, y siguieron por lamar a los que los guiaban por la tierra, y, al volver del peñónque les habían señalado, vieron un abrigo que podía llamarsepuerto, y en él hasta diez o doce bajeles, dellos chicos, dellosmedianos y dellos grandes; y fue grande la alegría que de ver-los recibieron, pues les daba esperanza de mudar de navíos, yseguridad de caminar con certeza a otras partes.

Llegaron a tierra; salieron así gente de los navíos como delmesón a recebirles; saltó en tierra, en hombros de Periandro yde los dos bárbaros, padre e hijo, la hermosa Auristela, vestidacon el vestido y adorno con que fue Periandro vendido a losbárbaros por Arnaldo. Salió con ella la gallarda Transila, y labella bárbara Constanza con Ricla su madre, y todos los demásde las barcas acompañaron este escuadrón gallardo.

De tal manera causó admiración, espanto y asombro la bellí-sima escuadra en los de la mar y la tierra, que todos se postra-ron en el suelo y dieron muestras de adorar a Auristela. Mirá-banla callando, y con tanto respeto que no acertaban a moverlas lenguas por no ocuparse en otra cosa que en mirar. La

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hermosa Transila, como ya había hecho esperiencia de que en-tendían su lengua, fue la primera que rompió el silencio,diciéndoles:

-A vuestro hospedaje nos ha traído la nuestra, hasta hoy, con-traria fortuna. En nuestro traje y en nuestra mansedumbreecharéis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque nohacen batalla las mujeres ni los varones afligidos. Acogednos,señores, en vuestro hospedaje y en vuestros navíos, que lasbarcas que aquí nos han conducido, aquí dejan el atrevimientoy la voluntad de tornar otra vez a entregarse a la instabilidaddel mar. Si aquí se cambia por oro o por plata lo necesario quese busca, con facilidad y abundancia seréis recompensados delo que nos diéredes, que, por subidos precios que lo vendáis, lorecibiremos como si fuese dado.

Uno -milagro estraño- que parecía ser de la gente de los naví-os, en lengua española respondió:

-De corto entendimiento fuera, hermosa señora, el que duda-ra la verdad que dices; que, puesto que la mentira se disimula,y el daño se disfraza con la máscara de la verdad y del bien, noes posible que haya tenido lugar de acogerse a tan gran bellezacomo la vuestra. El patrón deste hospedaje es cortesísimo, y to-dos los destas naves ni más ni menos. Mirad si os da más gustovolveros a ellas o entrar en el hospedaje, que en ellas y en élseréis recebidos y tratados como vuestra presencia merece.

Entonces, viendo el bárbaro Antonio, o oyendo, por mejor de-cir, hablar su lengua, dijo:

-Pues el cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos ladulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin demis desgracias. Vamos, señores, al hospedaje, y, en reposandoalgún tanto, daremos orden en volver a nuestro camino conmás seguridad que la que hasta aquí hemos traído.

En esto, un grumete que estaba en lo alto de una gavia, dijoa voces en lengua inglesa:

-Un navío se descubre, que, con tendidas velas y mar y vientoen popa, viene la vuelta deste abrigo.

Alborotáronse todos, y, en el mismo lugar donde estaban, sinmoverse un paso, se pusieron a esperar el bajel, que tan cercase descubría; y, cuando estuvo junto, vieron que las hinchadasvelas las atravesaban unas cruces rojas, y conocieron que en

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una bandera que traía en el peñolo de la mayor gavia veníanpintadas las armas de Inglaterra.

Disparó, en llegando, dos piezas de gruesa artillería, y luegohasta obra de veinte arcabuces. De la tierra les fue hecha señalde paz y de alegres voces, porque no tenían artillería con queresponderle.

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Capítulo 12Donde se cuenta de qué parte y quién eran

los que venían en el navío

Hecha, como se ha dicho, la salva de entrambas partes, asídel navío como de la tierra, al momento echaron áncoras los dela nave, y arrojaron el esquife al agua, en el cual el primeroque saltó, después de cuatro marineros que le adornaron contapetes y asieron de los remos, fue un anciano varón, al pare-cer de edad de sesenta años, vestido de una ropa de terciopelonegro que le llegaba a los pies, forrada en felpa negra y ceñidacon una de las que llaman colonias de seda; en la cabeza traíaun sombrero alto y puntiagudo, asimismo, al parecer, de felpa.Tras él bajó al esquife un gallardo y brioso mancebo, de pocomás edad de veinte y cuatro años, vestido a lo marinero, de ter-ciopelo negro, una espada dorada en las manos y una daga enla cinta. Luego, como si los arrojaran, echaron de la nave al es-quife un hombre lleno de cadenas y una mujer con él enredaday presa con las cadenas mismas: él de hasta cuarenta años deedad y ella de más de cincuenta; él brioso y despechado, y ellamalencólica y triste. Impelieron el esquife los marineros. En uninstante llegaron a tierra, adonde en sus hombros, y en los deotros soldados arcabuceros que en el barco venían, sacaron atierra al viejo y al mozo, y a los dos prisioneros.

Transila, que, como los demás, había estado atentísima mi-rando los que en el esquife venían, volviéndose a Auristela, ledijo:

-Por tu vida, señora, que me cubras el rostro con ese veloque traes atado al brazo, porque, o yo tengo poco conocimien-to, o son algunos de los que vienen en este barco personas queyo conozco y me conocen.

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Hízolo así Auristela, y en esto llegaron los de la barca a jun-tarse con ellos, y todos se hicieron bien criados recibimientos.

Fuese derecho el anciano de la felpa a Transila, diciendo:-Si mi ciencia no me engaña, y la fortuna no me desfavorece,

próspera habrá sido la mía con este hallazgo.Y, diciendo y haciendo, alzó el velo del rostro de Transila, y

se quedó desmayado en sus brazos, que ella se los ofreció y selos puso, porque no diese en tierra.

Sin duda se puede creer que este caso de tanta novedad ytan no esperado puso en admiración a los circunstantes, y máscuando le oyeron decir a Transila:

-¡Oh padre de mi alma! ¿Qué venida es ésta? ¿Quién trae avuestras venerables canas y a vuestros cansados años por tie-rras tan apartadas de la vuestra?

-¿Quién le ha de traer -dijo a esta sazón el brioso mancebo-sino el buscar la ventura que sin vos le faltaba? Él y yo, dulcísi-ma señora y esposa mía, venimos buscando el norte que nos hade guiar adonde hallemos el puerto de nuestro descanso. Pero,pues ya, gracias sean dadas a los cielos, le habemos hallado,haz, señora, que vuelva en sí tu padre Mauricio, y consienteque de su alegría reciba yo parte, recibiéndole a él como a pa-dre y a mí como a tu legítimo esposo.

Volvió en sí Mauricio, y sucedióle en su desmayo Transila.Acudió Auristela a su remedio, pero no osó llegar a ella Ladis-lao (que éste era el nombre de su esposo), por guardar el ho-nesto decoro que a Transila se le debía; pero, como los desma-yos que suceden de alegres y no pensados acontecimientos, oquitan la vida en un instante o no duran mucho, fue pequeñoespacio el en que estuvo Transila desmayada.

El dueño de aquel mesón o hospedaje dijo:-Venid, señores, todos adonde, con más comodidad y menos

frío del que aquí hace, os deis cuenta de vuestros sucesos.Tomaron su consejo y fuéronse al mesón, y hallaron que era

capaz de alojar una flota. Los dos encadenados se fueron porsu pie, ayudándoles a llevar sus hierros los arcabuceros, que,como en guarda, con ellos venían. Acudieron a sus naves algu-nos, y con tanta priesa como buena voluntad trujeron dellas losregalos que tenían. Hízose lumbre, pusiéronse las mesas, y, sintratar entonces de otra cosa, satisficieron todos la hambre,más con muchos géneros de pescados que con carnes, porque

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no sirvió otra que la de muchos pájaros, que se crían en aque-llas partes, de tan estraña manera que, por ser rara y peregri-na, me obliga a que aquí la cuente: «Híncanse unos palos en laorilla de la mar y entre los escollos donde las aguas llegan, loscuales palos, de allí a poco tiempo, todo aquello que cubre elagua se convierte en dura piedra, y lo que queda fuera del ag-ua se pudre y se corrompe, de cuya corrupción se engendra unpequeño pajarillo que, volando a la tierra, se hace grande, ytan sabroso de comer que es uno de los mejores manjares quese usan; y donde hay más abundancia dellos es en las provinc-ias de Ibernia y de Irlanda, el cual pájaro se llama barnaclas.»

El deseo que tenían todos de saber los sucesos de los reciénllegados les hacía parecer larga la comida, la cual acabada, elanciano Mauricio dio una gran palmada en la mesa, como dan-do señal de pedir que con atención le escuchasen. Enmudecie-ron todos, y el silencio les selló los labios, y la curiosidad lesabrió los oídos; viendo lo cual, Mauricio soltó la voz en talesrazones:

-«En una isla, de siete que están circunvecinas a la de Ibern-ia, nací yo, y tuvo principio mi linaje, tan antiguo, bien comoaquel que es de los Mauricios, que en decir este apellido le en-carezco todo lo que puedo. Soy cristiano católico, y no de aque-llos que andan mendigando la fee verdadera entre opiniones.Mis padres me criaron en los estudios, así de las armas comode las letras -si se puede decir que las armas se estudian-. Hesido aficionado a la ciencia de la astrología judiciaria, en lacual he alcanzado famoso nombre. Caséme, en teniendo edadpara tomar estado, con una hermosa y principal mujer de miciudad, de la cual tuve esta hija que está aquí presente. Seguílas costumbres de mi patria, a lo menos en cuanto a las que pa-recían ser niveladas con la razón, y en las que no, con aparien-cias fingidas mostraba seguirlas, que tal vez la disimulación esprovechosa. Creció esta muchacha a mi sombra porque le faltóla de su madre, a dos años después de nacida, y a mí me faltóel arrimo de mi vejez, y me sobró el cuidado de criar la hija; y,por salir dél, que es carga difícil de llevar de cansados y ancia-nos hombros, en llegando a casi edad de darle esposo, en quele diese arrimo y compañía, lo puse en efeto, y el que le escogífue este gallardo mancebo que tengo a mi lado, que se llamaLadislao, tomando consentimiento primero de mi hija, por

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parecerme acertado y aun conveniente que los padres casen asus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan compañíapor un día, sino por todos aquellos que les durare la vida; y, deno hacer esto ansí, se han seguido, siguen y seguirán millaresde inconvenientes, que los más suelen parar en desastradossucesos.

»Es, pues, de saber que en mi patria hay una costumbre, en-tre muchas malas, la peor de todas; y es que, concertado el ma-trimonio y llegado el día de la boda, en una casa principal, paraesto diputada, se juntan los novios y sus hermanos, si los tie-nen, con todos los parientes más cercanos de entrambas par-tes, y con ellos el regimiento de la ciudad, los unos para testi-gos y los otros para verdugos, que así los puedo y debo llamar.Está la desposada en un rico apartamiento, esperando lo queno sé cómo pueda decirlo sin que la vergüenza no me turbe lalengua. Está esperando, digo, a que entren los hermanos de suesposo, si los tiene, y algunos de sus parientes más cercanos,de uno en uno, a coger las flores de su jardín y a manosear losramilletes que ella quisiera guardar intactos para su marido:costumbre bárbara y maldita que va contra todas las leyes dela honestidad y del buen decoro; porque, ¿qué dote puede lle-var más rico una doncella, que serlo, ni qué limpieza puede nidebe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su po-der en su entereza? La honestidad siempre anda acompañadacon la vergüenza, y la vergüenza con la honestidad. Y si la unao la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edifi-cio de la hermosura dará en tierra, y será tenido en precio bajoy asqueroso. Muchas veces había yo intentado de persuadir ami pueblo dejase esta prodigiosa costumbre; pero, apenas lointentaba, cuando se me daba en la boca con mil amenazas demuerte, donde vine a verificar aquel antiguo adagio que vul-garmente se dice: que la costumbre es otra naturaleza, y elmudarla se siente como la muerte.

»Finalmente, mi hija se encerró en el retraimiento dicho, yestuvo esperando su perdición; y, cuando quería ya entrar unhermano de su esposo a dar principio al torpe trato, veis aquídonde veo salir con una lanza terciada en las manos, a la gransala donde toda la gente estaba, a Transila, hermosa como elsol, brava como una leona y airada como una tigre.»

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Aquí llegaba de su historia el anciano Mauricio, escuchándo-le todos con la atención posible, cuando, revistiéndosele aTransila el mismo espíritu que tuvo al tiempo que se vio en elmismo acto y ocasión que su padre contaba, levantándose enpie, con lengua a quien suele turbar la cólera, con el rostro he-cho brasa y los ojos fuego, en efeto, con ademán que la pudierahacer menos hermosa, si es que los acidentes tienen fuerzas demenoscabar las grandes hermosuras, quitándole a su padre laspalabras de la boca, dijo las del siguiente capítulo.

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Capítulo 13Donde Transila prosigue la historia

a quien su padre dio principio

-«Salí -dijo Transila-, como mi padre ha dicho, a la gran sala,y, mirando a todas partes, en alta y colérica voz dije: ``Haceosadelante vosotros, aquellos cuyas deshonestas y bárbaras cos-tumbres van contra las que guarda cualquier bien ordenada re-pública. Vosotros, digo, más lascivos que religiosos, que, conapariencia y sombra de ceremonias vanas, queréis cultivar losajenos campos sin licencia de sus legítimos dueños. Veismeaquí, gente mal perdida y peor aconsejada: venid, venid, que larazón, puesta en la punta desta lanza, defenderá mi partido, yquitará las fuerzas a vuestros malos pensamientos, tan enemi-gos de la honestidad y de la limpieza''. Y, en diciendo esto, sal-té en mitad de la turba; y, rompiendo por ella, salí a la calle,acompañada de mi mismo enojo, y llegué a la marina, donde,cifrando mil discursos que en aquel tiempo hice en uno, mearrojé en un pequeño barco que sin duda me deparó el cielo.Asiendo de dos pequeños remos, me alargué de la tierra todolo que pude; pero, viendo que se daban priesa a seguirme enotros muchos barcos, más bien parados y de mayores fuerzasimpelidos, y que no era posible escaparme, solté los remos, yvolví a tomar mi lanza, con intención de esperarles y dejar lle-varme a su poder, si no perdiendo la vida, vengando primeroen quien pudiese mi agravio.

»Vuelvo a decir otra vez que el cielo, conmovido de mi des-gracia, avivó el viento y llevó el barco, sin impelerle los remos,el mar adentro, hasta que llegó a una corriente o raudal que learrebató como en peso, y le llevó más adentro, quitando la es-peranza a los que tras mí venían de alcanzarme, que no se

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aventuraron a entrarse en la desenfrenada corriente que poraquella parte el mar llevaba.»

-Así es verdad -dijo a esta sazón su esposo Ladislao-, porque,como me llevabas el alma, no pude dejar de seguirte. «Sobrevi-no la noche, y perdímoste de vista, y aun perdimos la esperan-za de hallarte viva, si no fuese en las lenguas de la fama, quedesde aquel punto tomó a su cargo el celebrar tal hazaña porsiglos eternos.»

-«Es, pues, el caso -prosiguió Transila- que aquella noche unviento, que de la mar soplaba, me trujo a la tierra, y en la mari-na hallé unos pescadores que benignamente me recogieron yalbergaron, y aun me ofrecieron marido, si no le tenía, y creosin aquellas condiciones de quien yo iba huyendo; pero la codi-cia humana, que reina y tiene su señorío aun entre las peñas yriscos del mar y en los corazones duros y campestres, se entróaquella noche en los pechos de aquellos rústicos pescadores, yacordaron entre sí que, pues de todos era la presa que en mítenían, y que no podía ser dividida en partes para poder repar-tirme, que me vendiesen a unos cosarios que aquella tarde ha-bían descubierto no lejos de sus pesquerías.

»Bien pudiera yo ofrecerles mayor precio del que ellos pudie-ran pedir a los cosarios, pero no quise tomar ocasión de rece-bir bien alguno de ninguno de mi bárbara patria; y así, al ama-necer, habiendo llegado allí los piratas, me vendieron, no sépor cuánto, habiéndome primero despojado de las joyas quellevaba de desposada. Lo que sé decir es que me trataron loscosarios con mejor término que mis ciudadanos, y me dijeronque no fuese malencólica, porque no me llevaban para ser es-clava, sino para esperar ser reina y aun señora de todo el uni-verso, si ya no mentían ciertas profecías de los bárbaros de aq-uella isla, de quien tanto se hablaba por el mundo.

»De cómo llegué, del recibimiento que los bárbaros me hicie-ron, de cómo aprendí su lengua en este tiempo que ha que fal-té de vuestra presencia, de sus ritos y ceremonias y costum-bres, del vano asumpto de sus profecías, y del hallazgo destosseñores con quien vengo, y del incendio de la isla, que ya que-da abrasada, y de nuestra libertad, diré otra vez, que por agorabasta lo dicho, y quiero dar lugar a que mi padre me diga quéventura le ha traído a dármela tan buena, cuando menos laesperaba.»

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Aquí dio fin Transila a su plática, teniendo a todos colgadosde la suavidad de su lengua, y admirados del estremo de suhermosura, que después de la de Auristela ninguna se leigualaba.

Mauricio, su padre, entonces, dijo:-Ya sabes, hermosa Transila, querida hija, cómo en mis estu-

dios y ejercicios, entre otros muchos gustosos y loables, me lle-varon tras sí los de la astrología judiciaria, como aquellos que,cuando aciertan, cumplen el natural deseo que todos los hom-bres tienen de saber, no sólo lo pasado y presente, sino lo porvenir. Viéndote, pues, perdida, noté el punto, observé los as-tros, miré el aspecto de los planetas, señalé los sitios y casasnecesarias para que respondiese mi trabajo a mi deseo, porqueninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña: el engaño estáen quien no la sabe, principalmente la del astrología, por la ve-locidad de los cielos, que se lleva tras sí todas las estrellas, lascuales no influyen en este lugar lo que en aquél, ni en aquél loque en éste; y así, el astrólogo judiciario, si acierta alguna vezen sus juicios, es por arrimarse a lo más probable y a lo másesperimentado, y el mejor astrólogo del mundo, puesto quemuchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamentejuzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también porlas premisas y conjeturas; y, como ha tanto tiempo que tieneesperiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presen-tes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir, lo que notenemos los aprendices desta ciencia, pues hemos de juzgarsiempre a tiento y con poca seguridad. Con todo eso, alcancéque tu perdición había de durar dos años, y que te había de co-brar este día y en esta parte, para remozar mis canas y paradar gracias a los cielos del hallazgo de mi tesoro, alegrando miespíritu con tu presencia, puesto que sé que ha de ser a costade algunos sobresaltos; que, por la mayor parte, las buenas an-danzas no vienen sin el contrapeso de desdichas, las cuales tie-nen jurisdición y un modo de licencia de entrarse por los bue-nos sucesos, para darnos a entender que ni el bien es eterno,ni el mal durable.

-Los cielos serán servidos -dijo a esta sazón Auristela, quehabía gran tiempo que callaba- de darnos próspero viaje, puesnos le promete tan buen hallazgo.

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La mujer prisionera, que había estado escuchando con gran-de atención el razonamiento de Transila, se puso en pie, a pe-sar de sus cadenas y al de la fuerza que le hacía para que no selevantase el que con ella venía preso, y, con voz levantada,dijo:

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Capítulo 14Donde se declara quién eran los que tan aherrojados venían

-Si es que los afligidos tienen licencia para hablar ante losventurosos, concédaseme a mí por esta vez, donde la brevedadde mis razones templará el fastidio que tuviéredes de escucha-llas. Haste quejado -dijo, volviéndose a Transila-, señora donce-lla, de la bárbara costumbre de los de tu ciudad, como si lo fue-ra aliviar el trabajo a los menesterosos y quitar la carga a losflacos; sí, que no es error, por bueno que sea un caballo, pase-arle la carrera primero que se ponga en él, ni va contra la ho-nestidad el uso y costumbre si en él no se pierde la honra, y setiene por acertado lo que no lo parece; sí, que mejor gobernaráel timón de una nave el que hubiere sido marinero, que no elque sale de las escuelas de la tierra para ser piloto: la esper-iencia en todas las cosas es la mejor maestra de las artes; y así,mejor te fuera entrar esperimentada en la compañía de tu es-poso que rústica e inculta.

Apenas oyó esta razón última el hombre que consigo veníaatado, cuando dijo, poniéndole el puño cerrado junto al rostro,amenazándola:

-¡Oh Rosamunda, o por mejor decir, rosa inmunda!, porquemunda ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si viviesesmás años que los mismos tiempos; y así, no me maravillo deque te parezca mal la honestidad ni el buen recato a que estánobligadas las honradas doncellas.

«Sabed, señores -mirando a todos los circunstantes, prosig-uió-, que esta mujer que aquí veis, atada como loca y libre co-mo atrevida, es aquella famosa Rosamunda, dama que ha sidoconcubina y amiga del rey de Inglaterra, de cuyas impúdicascostumbres hay largas historias y longísimas memorias entretodas las gentes del mundo. Ésta mandó al rey, y por añadiduraa todo el reino; puso leyes, quitó leyes, levantó caídos viciosos

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y derribó levantados virtuosos. Cumplió sus gustos tan torpecomo públicamente, en menoscabo de la autoridad del rey, yen muestra de sus torpes apetitos, que fueron tantas las mues-tras, y tan torpes y tantos sus atrevimientos, que, rompiendolos lazos de diamantes y las redes de bronce con que tenía liga-do el corazón del rey, le movieron a apartarla de sí y a menos-preciarla en el mismo grado que la había tenido en precio.Cuando ésta estaba en la cumbre de su rueda, y tenía asida porla guedeja a la fortuna, vivía yo despechado y con deseos demostrar al mundo cuán mal estaban empleados los de mi rey yseñor natural. Tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente,una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosasagudezas, y, por decir una, perderé yo, no sólo un amigo, perocien mil vidas. No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecí-an destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban casti-gos. Finalmente, a entrambos a dos llegó el día de nuestra últi-ma paga: a ésta mandó el rey que nadie en toda la ciudad, nien todos sus reinos y señoríos le diese, ni dado ni por dineros,otro algún sustento que pan y agua, y que a mí junto con ellanos trajesen a una de las muchas islas que por aquí hay, quefuese despoblada, y aquí nos dejasen: pena que para mí ha sidomás mala que quitarme la vida, porque, la que con ella paso, espeor que la muerte.»

-Mira, Clodio -dijo a esta sazón Rosamunda-, cuán mal me ha-llo yo en tu compañía, que mil veces me ha venido al pensam-iento de arrojarme en la profundidad del mar, y si lo he dejadode hacer, es por no llevarte conmigo, que si en el infierno pud-iera estar sin ti, se me aliviaran las penas. Yo confieso que mistorpezas han sido muchas, pero han caído sobre sujeto flaco ypoco discreto; mas las tuyas han cargado sobre varoniles hom-bros y sobre discreción esperimentada, sin sacar de ellas otraganancia que una delectación más ligera que la menuda pajaque en volubles remolinos revuelve el viento. Tú has lastimadomil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos, has descub-ierto secretos escondidos y contaminado linajes claros; hasteatrevido a tu rey, a tus ciudadanos, a tus amigos y a tus mis-mos parientes; y, en son de decir gracias, te has desgraciadocon todo el mundo. Bien quisiera yo que quisiera el rey que, enpena de mis delitos, acabara con otro género de muerte la vidaen mi tierra, y no con el de las heridas que a cada paso me da

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tu lengua, de la cual tal vez no están seguros los cielos ni lossantos.

-Con todo eso -dijo Clodio-, jamás me ha acusado la concienc-ia de haber dicho alguna mentira.

-A tener tú conciencia -dijo Rosamunda- de las verdades quehas dicho, tenías harto de que acusarte; que no todas las ver-dades han de salir en público, ni a los ojos de todos.

-Sí -dijo a esta sazón Mauricio-; sí, que tiene razón Rosamun-da, que las verdades de las culpas cometidas en secreto, nadieha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las delos reyes y príncipes que nos gobiernan; sí, que no toca a unhombre particular reprehender a su rey y señor, ni sembrar enlos oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque estono será causa de enmendarle, sino de que los suyos no le esti-men; y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por quéno ha de gozar deste privilegio el príncipe?, ¿por qué le han dedecir públicamente y en el rostro sus defetos?; que tal vez lareprehensión pública y mal considerada suele endurecer lacondición del que la recibe, y volverle antes pertinaz que blan-do; y, como es forzoso que la reprehensión caiga sobre culpasverdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprehendan enpúblico; y así, dignamente, los satíricos, los maldicientes, losmalintencionados son desterrados y echados de sus casas, sinhonra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que lla-marse agudos sobre bellacos, y bellacos sobre agudos; y es co-mo lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidorenfada. Y hay más: que las honras que se quitan por escrito,como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir arestitución, sin la cual no se perdonan los pecados.

-Todo lo sé -respondió Clodio-, pero si quieren que no hable oescriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pon-dré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pud-iere, y tendré esperanza que de allí salgan las cañas del reyMidas.

-Ahora bien -dijo a esta sazón Ladislao-, háganse estas paces:casemos a Rosamunda con Clodio; quizá con la bendición delsacramento del matrimonio y con la discreción de entrambos,mudando de estado, mudarán de vida.

-Aun bien -dijo Rosamunda-, que tengo aquí un cuchillo conque podré hacer una o dos puertas en mi pecho, por donde

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salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes, en sólohaber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.

-Yo no me mataré -dijo Clodio-, porque, aunque soy murmu-rador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuandolo digo bien, es tal que quiero vivir, porque quiero decir mal.Verdad es que pienso guardar la cara a los príncipes, porqueellos tienen largos brazos, y alcanzan adonde quieren y a quienquieren, y ya la esperiencia me ha mostrado que no es bienofender a los poderosos, y la caridad cristiana enseña que porel príncipe bueno se ha de rogar al cielo por su vida y por susalud, y por el malo, que le mejore y enmiende.

-Quien todo eso sabe -dijo el bárbaro Antonio- cerca está deenmendarse. No hay pecado tan grande, ni vicio tan apoderadoque con el arrepentimiento no se borre o quite del todo. La len-gua maldiciente es como espada de dos filos, que corta hastalos huesos, o como rayo del cielo, que sin romper la vaina, rom-pe y desmenuza el acero que cubre; y, aunque las conversacio-nes y entretenimientos se hacen sabrosos con la sal de la mur-muración, todavía suelen tener los dejos las más veces amar-gos y desabridos. Es tan ligera la lengua como el pensamiento,y si son malas las preñeces de los pensamientos, las empeoranlos partos de la lengua. Y, como sean las palabras como las pie-dras que se sueltan de la mano, que no se pueden revocar nivolver a la parte donde salieron hasta que han hecho su efeto,pocas veces el arrepentirse de habellas dicho menoscaba laculpa del que las dijo; aunque ya tengo dicho que un buen arre-pentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedadesdel alma.

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Capítulo 15En esto estaban, cuando entró un marinero en el hospedaje, di-ciendo a voces:

-Un bajel grande viene con las velas tendidas encaminado aeste puerto, y hasta agora no he descubierto señal que me dé aentender de qué parte sea.

Apenas dijo esto, cuando llegó a sus oídos el son horrible demuchas piezas de artillería que el bajel disparó al entrar delpuerto, todas limpias y sin bala alguna, señal de paz y no deguerra; de la misma manera le respondió el bajel de Mauricio ytoda la arcabucería de los soldados que en él venían.

Al momento, todos los que estaban en el hospedaje salieron ala marina; y, en viendo Periandro el bajel recién llegado, cono-ció ser el de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, de que no recibiócontento alguno, antes se le revolvieron las entrañas, y el cora-zón le comenzó a dar saltos en el pecho. Los mismos acidentesy sobresaltos recibió en el suyo Auristela, como aquella quepor larga esperiencia sabía la voluntad que Arnaldo le tenía, yno podía acomodar su corazón a pensar cómo podría ser quelas voluntades de Arnaldo y Periandro se aviniesen bien, sinque la rigurosa y desesperada flecha de los celos no les atreve-sase las almas.

Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a laorilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristelano se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisieraque allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raí-ces, como se volvieron los de la hija de Peneo, cuando el ligerocorredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vio a Periandro, le cono-ció; y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tie-rra, de un salto que dio desde la popa del esquife, se puso enella y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le reci-bió. Y Arnaldo le dijo:

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-Si yo fuese tan venturoso, amigo Periandro, que contigo ha-llase a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otrobien mayor que esperar.

-Conmigo está, valeroso señor -respondió Periandro-, que loscielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamien-tos, te la han guardado con la entereza que también ella porsus buenos deseos merece.

Ya en esto se había comunicado por la nueva gente, y por laque en la tierra estaba, quién era el príncipe que en la nave ve-nía; y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inmovi-ble, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer,bárbaras, Ricla y Constanza.

Llegó Arnaldo, y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:-Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos

pensamientos, y estrella fija que me lleva al puerto donde hande tener reposo mis buenos deseos.

A todo esto no respondió palabra Auristela, antes le vinieronlas lágrimas a los ojos, que comenzaron a bañar sus rosadasmejillas. Confuso Arnaldo de tal acidente, no supo determinar-se si de pesar o de alegría podía proceder semejante aconteci-miento. Mas Periandro, que todo lo notaba y en cualquier movi-miento de Auristela tenía puestos los ojos, sacó a Arnaldo deduda, diciéndole:

-Señor, el silencio y las lágrimas de mi hermana nacen de ad-miración y de gusto: la admiración, del verte en parte tan noesperada; y las lágrimas, del gusto de haberte visto; ella esagradecida, como lo deben ser las bien nacidas, y conoce lasobligaciones en que la has puesto de servirte con las mercedesy limpio tratamiento que siempre le has hecho.

Fuéronse con esto al hospedaje, volvieron a colmarse las me-sas de manjares, llenáronse de regocijo los pechos, porque sellenaron las tazas de generosos vinos, que, cuando se trasieganpor la mar de un cabo a otro, se mejoran de manera que no haynéctar que se les iguale. Esta segunda comida se hizo por res-peto del príncipe Arnaldo.

Contó Periandro al príncipe lo que le sucedió en la isla bár-bara, con la libertad de Auristela, con todos los sucesos y pun-tos que hasta aquí se han contado, con que se suspendió Arnal-do, y de nuevo se alegraron y admiraron todos los presentes.

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Capítulo 16En esto, el patrón del hospedaje dijo:

-No sé si diga que me pesa de la bonanza que prometen en elmar las señales del cielo: el sol se pone claro y limpio, cerca nilejos no se descubre celaje alguno, las olas hieren la tierrablanda y suavemente, y las aves salen al mar a espaciarse; quetodos estos son indicios de serenidad firme y duradera, cosaque ha de obligar a que me dejen solo tan honrados huéspedescomo la fortuna a mi hospedaje ha traído.

-Así será -dijo Mauricio-, que, puesto que vuestra noble com-pañía se ha de tener por agradable y cara, el deseo de volver anuestras patrias no consiente que mucho tiempo la gocemos.De mí sé decir que esta noche a la primera guarda me piensohacer a la vela, si con mi parecer viene el de mi piloto y el deestos señores soldados que en el navío vienen.

A lo que añadió Arnaldo:-Siempre la pérdida del tiempo no se puede cobrar, y la que

se pierde en la navegación es irremediable.En efeto, entre todos los que en el puerto estaban, quedó de

acuerdo que en aquella noche fuesen de partida la vuelta de In-glaterra, a quien todos iban encaminados.

Levantóse Arnaldo de la mesa, y, asiendo de la mano a Per-iandro, le sacó fuera del hospedaje, donde a solas y sin ser oídode nadie, le dijo:

-No es posible, Periandro amigo, sino que tu hermana Auris-tela te habrá dicho la voluntad que, en dos años que estuvo enpoder del rey mi padre, le mostré: tan ajustada con sus hones-tos deseos, que jamás me salieron palabras a la boca que pud-iesen turbar sus castos intentos. Nunca quise saber más de suhacienda de aquello que ella quiso decirme, pintándola en miimaginación, no como persona ordinaria y de bajo estado, sinocomo a reina de todo el mundo, porque su honestidad, su gra-vedad, su discreción tan en estremo estremada no me daba

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lugar a que otra cosa pensase. Mil veces me le ofrecí por su es-poso, y esto con voluntad de mi padre, y aun me parecía queera corto mi ofrecimiento. Respondióme siempre que hastaverse en la ciudad de Roma, adonde iba a cumplir un voto, nopodía disponer de su persona. Jamás me quiso decir su calidadni la de sus padres, ni yo, como ya he dicho, le importuné me ladijese, pues ella sola, por sí misma, sin que traiga dependenciade otra alguna nobleza, merece, no solamente la corona de Di-namarca, sino de toda la monarquía de la tierra. Todo esto tehe dicho, Periandro, para que, como varón de discurso y enten-dimiento, consideres que no es muy baja la ventura que estállamando a las puertas de tu comodidad y la de tu hermana, aquien desde aquí me ofrezco por su esposo, y prometo de cum-plir este ofrecimiento cuando ella quisiere y adonde quisiere:aquí, debajo destos pobres techos, o en los dorados de la famo-sa Roma. Y asimismo te ofrezco de contenerme en los límitesde la honestidad y buen decoro, si bien viese consumirme enlos ahíncos y deseos que trae consigo la concupicencia desen-frenada, y la esperanza propincua, que suele fatigar más que laapartada.

Aquí dio fin a su plática Arnaldo, y estuvo atentísimo a lo quePeriandro había de responderle, que fue:

-Bien conozco, valeroso príncipe Arnaldo, la obligación enque yo y mi hermana te estamos por las mercedes que hastaaquí nos has hecho, y por la que agora de nuevo nos haces: amí, por ofrecerte por mi hermano, y a ella, por esposo; pero,aunque parezca locura que dos miserables peregrinos deste-rrados de su patria no admitan luego luego el bien que se lesofrece, te sé decir no ser posible el recebirle, como es posibleel agradecerle: mi hermana y yo vamos, llevados del destino yde la eleción, a la santa ciudad de Roma, y, hasta vernos enella, parece que no tenemos ser alguno, ni libertad para usarde nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísimatierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposiciónde disponer de nuestras hasta agora impedidas voluntades, yentonces será la mía toda empleada en servirte. Séte decirtambién, que si llegares al cumplimiento de tu buen deseo, lle-garás a tener una esposa de ilustrísimo linaje nacida, y un her-mano que lo sea mejor que cuñado; y, entre las muchas merce-des que entrambos a dos hemos recebido, te suplico me hagas

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a mí una, y es que no me preguntes más de nuestra hacienda yde nuestra vida, porque no me obligues a que sea mentiroso,inventando quimeras que decirte, mentirosas y falsas, por nopoder contarte las verdaderas de nuestra historia.

-Dispón de mí -respondió Arnaldo-, hermano mío, a toda tuvoluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy cera y tú el selloque has de imprimir en mí lo que quisieres; y si te parece, seanuestra partida esta noche a Inglaterra, que de allí fácilmentepasaremos a Francia y a Roma, en cuyo viaje, y del modo quequisiéredes, pienso acompañaros si dello gustáredes.

Aunque le pesó a Periandro deste último ofrecimiento, le ad-mitió, esperando en el tiempo y en la dilación, que tal vez mejo-ra los sucesos; y, abrazándose los dos cuñados en esperanza,se volvieron al hospedaje a dar traza en su partida.

Había visto Auristela cómo Arnaldo y Periandro habían salidojuntos, y estaba temerosa del fin que podía tener el de su pláti-ca; y, puesto que conocía la modestia en el príncipe Arnaldo yla mucha discreción de Periandro, mil géneros de temores lasobresalteaban, pareciéndole que, como el amor de Arnaldo ig-ualaba a su poder, podía remitir a la fuerza sus ruegos; que talvez en los pechos de los desdeñados amantes se convierte lapaciencia en rabia y la cortesía en descomedimiento. Pero,cuando los vio venir tan sosegados y pacíficos, cobró casi losperdidos espíritus.

Clodio, el maldiciente, que ya había sabido quién era Arnal-do, se le echó a los pies, y le suplicó le mandase quitar la cade-na y apartar de la compañía de Rosamunda. Mauricio le contóluego la condición, la culpa y la pena de Clodio y la de Rosa-munda. Movido a compasión dellos, hizo, por un capitán quelos traía a su cargo, que los desherrasen y se los entregasen,que él tomaba a su cargo alcanzarles perdón de su rey, por sersu grande amigo.

Viendo lo cual, el maldiciente Clodio dijo:-Si todos los señores se ocupasen en hacer buenas obras, no

habría quien se ocupase en decir mal dellos; pero, ¿por qué hade esperar el que obra mal que digan bien dél? Y si las obrasvirtuosas y bien hechas son calumniadas de la malicia humana,¿por qué no lo serán las malas? ¿Por qué ha de esperar el quesiembra cizaña y maldad, dé buen fruto su cosecha? Llévame

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contigo, ¡oh príncipe!, y verás cómo pongo sobre el cerco de laluna tus alabanzas.

-No, no -respondió Arnaldo-, no quiero que me alabes por lasobras que en mí son naturales; y más, que la alabanza tanto esbuena cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala cuanto esvicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de lavirtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso,vituperio.

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Capítulo 17Da cuenta Arnaldo del suceso de Taurisa

Con gran deseo estaba Auristela de saber lo que Arnaldo yPeriandro pasaron en la plática que tuvieron fuera del hospe-daje, y aguardaba comodidad para preguntárselo a Periandro,y para saber de Arnaldo qué se había hecho su doncellaTaurisa.

Y, como si Arnaldo le adevinara los pensamientos, le dijo:-Las desgracias que has pasado, hermosa Auristela, te ha-

brán llevado de la memoria las que tenías en obligación deacordarte dellas, entre las cuales querría que hubiesen borra-do de ella a mí mismo, que, con sola la imaginación de pensarque algún tiempo he estado en ella, viviría contento, pues nopuede haber olvido de aquello de quien no se ha tenido acuer-do. El olvido presente cae sobre la memoria del acuerdo pasa-do; pero, comoquiera que sea, acuérdesete de mí o no te acuer-des, de todo lo que hicieres estoy contento; que los cielos, queme han destinado para ser tuyo, no me dejan hacer otra cosa:mi albedrío lo es para obedecerte. Tu hermano Periandro meha contado muchas de las cosas que después que te robaron demi reino te han sucedido: unas me han admirado, otras supen-dido, y éstas y aquéllas espantado. Veo, asimismo, que tienenfuerza las desgracias para borrar de la memoria algunas obli-gaciones que parecen forzosas: ni me has preguntado por mipadre, ni por Taurisa, tu doncella; a él dejé yo bueno y con de-seo de que te buscase y te hallase, a ella la traje conmigo, conintención de venderla a los bárbaros, para que sirviese de es-pía y viese si la fortuna te había llevado a su poder. De cómovino al mío tu hermano Periandro, ya él te lo habrá contado, yel concierto que entre los dos hicimos; y, aunque muchas veceshe probado volver a la isla Bárbara, los vientos contrarios no

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me han dejado, y ahora volvía con la misma intención y con elmismo deseo, el cual me ha cumplido el cielo con bienes detantas ventajas, como son de tenerte en mi presencia, aliviouniversal de mis cuidados. Taurisa, tu doncella, habrá dos díasque la entregué a dos caballeros amigos míos, que encontré enmedio dese mar, que en un poderoso navío iban a Irlanda, acausa que Taurisa iba muy mala y con poca seguridad de la vi-da; y, como este navío en que yo ando más se puede llamar decosario que de hijo de rey, viendo que en él no había regalos nimedicinas, que piden los enfermos, se la entregué para que lallevasen a Irlanda y la entregasen a su príncipe, que la regala-se, curase y guardase, hasta que yo mismo fuese por ella. Hoyhe dejado apuntado con tu hermano Periandro que nos parta-mos mañana, o ya para Inglaterra, o ya para España o Francia,que, a doquiera que arribemos, tendremos segura comodidadpara poner en efeto los honestos pensamientos que tu hermanome ha dicho que tienes; y yo en este entretanto llevaré sobrelos hombros de mi paciencia mis esperanzas, sustentadas conel arrimo de tu buen entendimiento. Con todo esto, te ruego,señora, y te suplico que mires si con nuestro parecer viene yajusta el tuyo, que, si algún tanto disuena, no le pondremos enejecución.

-Yo no tengo otra voluntad -respondió Auristela- sino la de mihermano Periandro, ni él, pues es discreto, querrá salir un pun-to de la tuya.

-Pues si así es -replicó Arnaldo-, no quiero mandar, sino obe-decer, porque no digan que por la calidad de mi persona mequiero alzar con el mando a mayores.

Esto fue lo que pasó a Arnaldo con Auristela, la cual se locontó todo a Periandro. Y aquella noche Arnaldo, Periandro,Mauricio, Ladislao y los dos capitanes del navío inglés, con to-dos los que salieron de la isla bárbara, entraron en consejo, yordenaron su partida en la forma siguiente:

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Capítulo 18Donde Mauricio sabe por la astrología un mal suceso

que les avino en el mar

En la nave donde vinieron Mauricio y Ladislao, los capitanesy soldados que trajeron a Rosamunda y a Clodio, se embarca-ron todos aquellos que salieron de la mazmorra y prisión de laisla Bárbara, y en el navío de Arnaldo se acomodaron Mauricio,Transila, Ricla y Constanza, y los dos Antonios, padre y hijo;Ladislao, Mauricio y Transila, sin consentir Arnaldo que sequedasen en tierra Clodio y Rosamunda; Rutilio se acomodócon Arnaldo.

Hicieron agua aquella noche, recogiendo y comprando delhuésped todos los bastimentos que pudieron; y, habiendo mira-do los puntos más convenientes para su partida, dijo Mauricioque si la buena suerte les escapaba de una mala que les ame-nazaba muy propincua, tendría buen suceso su viaje; y que eltal peligro, puesto que era de agua, no había de suceder, si su-cediese, por borrasca ni tormenta del mar ni de tierra, sino poruna traición mezclada y aun forjada del todo de deshonestos ylascivos deseos. Periandro, que siempre andaba sobresaltadocon la compañía de Arnaldo, vino a temer si aquella traiciónhabía de ser fabricada por el príncipe para alzarse con la her-mosa Auristela, pues la había de llevar en su navío; pero opúso-se a todo este mal pensamiento la generosidad de su ánimo, yno quiso creer lo que temía, por parecerle que, en los pechosde los valerosos príncipes, no deben hallar acogida alguna lastraiciones; pero no por esto dejó de pedir y rogar a Mauriciomirase muy bien de qué parte les podía venir el daño que lesamenazaba. Mauricio respondió que no lo sabía, puesto que letenía por cierto, aunque templaba su rigor con que ninguno delos que en él se hallasen había de perder la vida, sino el

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sosiego y la quietud, y habían de ver rompidos la mitad de susdisinios, sus más bien encaminadas esperanzas. A lo que Per-iandro le replicó que detuviesen algunos días la partida: quizácon la tardanza del tiempo se mudarían o se templarían los in-flujos rigurosos de las estrellas.

-No -replicó Mauricio-, mejor es arrojarnos en las manos des-te peligro, pues no llega a quitar la vida, que no intentar otrocamino que nos lleve a perderla.

-Ea, pues -dijo Periandro-, echada está la suerte, partamos enbuen hora, y haga el cielo lo que ordenado tiene, pues nuestradiligencia no lo puede escusar.

Satisfizo Arnaldo al huésped magníficamente con muchos do-nes el buen hospedaje, y unos en unos navíos, y otros en otros,cada cual según y como vio que más le convenía, dejó el puertodesembarazado y se hizo a la vela. Salió el navío de Arnaldoadornado de ligeras flámulas y banderetas, y de pintados y vis-tosos gallardetes. Al zarpar los hierros y tirar las áncoras, dis-paró así la gruesa como la menuda artillería, rompieron los ai-res los sones de las chirimías y los de otros instrumentos músi-cos y alegres, oyéronse las voces de los que decían, reiterándo-lo a menudo:

-¡Buen viaje! ¡Buen viaje!A todo esto, no alzaba la cabeza de sobre el pecho la hermo-

sa Auristela, que, casi como présaga del mal que le había devenir, iba pensativa. Mirábala Periandro y remirábala Arnaldo,teniéndola cada uno hecha blanco de sus ojos, fin de sus pensa-mientos y principio de sus alegrías. Acabóse el día; entróse lanoche clara, serena, despejando un aire blando los celajes, queparece que se iban a juntar si los dejaran.

Puso los ojos en el cielo Mauricio, y de nuevo tornó a miraren su imaginación las señales de la figura que había levantado,y de nuevo confirmó el peligro que les amenzaba, pero nuncasupo atinar de qué parte les vendría. Con esta confusión y so-bresalto se quedó dormido encima de la cubierta de la nave, y,de allí a poco, despertó despavorido, diciendo a grandes voces:

-¡Traición, traición, traición! ¡Despierta, príncipe Arnaldo,que los tuyos nos matan!

A cuyas voces se levantó Arnaldo, que no dormía, puesto queestaba echado junto a Periandro en la misma cubierta, y dijo:

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-¿Qué has, amigo Mauricio? ¿Quién nos ofende, o quién nosmata? ¿Todos los que en este navío vamos, no somos amigos?¿No son todos los más vasallos y criados míos? ¿El cielo no estáclaro y sereno, el mar tranquilo y blando, y el bajel, sin tocaren escollo ni en bajío, no navega? ¿Hay alguna rémora que nosdetenga? Pues si no hay nada desto, ¿de qué temes, que ansícon tus sobresaltos nos atemorizas?

-No sé -replicó Mauricio-. Haz, señor, que bajen los búzanosa la sentina, que si no es sueño, a mí me parece que nos vamosanegando.

No hubo bien acabado esta razón, cuando cuatro o seis mari-neros se dejaron calar al fondo del navío y le requirieron todo,porque eran famosos buzanos, y no hallaron costura alguna pordonde entrase agua al navío; y, vueltos a la cubierta, dijeronque el navío iba sano y entero, y que el agua de la sentina esta-ba turbia y hedionda, señal clara de que no entraba agua nue-va en la nave.

-Así debe de ser -dijo Mauricio-, sino que yo, como viejo, enquien el temor tiene su asiento de ordinario, hasta los sueñosme espantan; y plega a Dios que este mi sueño lo sea, que yome holgaría de parecer viejo temeroso antes que verdaderojudiciario.

Arnaldo le dijo:-Sosegaos, buen Mauricio, porque vuestros sueños le quitan

a estas señoras.-Yo lo haré así, si puedo -respondió Mauricio.Y, tornándose a echar sobre la cubierta, quedó el navío lleno

de muy sosegado silencio, en el cual Rutilio, que iba sentado alpie del árbol mayor, convidado de la serenidad de la noche, dela comodidad del tiempo, o de la voz, que la tenía estremada, alson del viento, que dulcemente hería en las velas, en su propialengua toscana, comenzó a cantar esto, que, vuelto en lenguaespañola, así decía:

Huye el rigor de la invencible mano,advertido, y enciérrase en el arcade todo el mundo el general monarcacon las reliquias del linaje humano.El dilatado asilo, el soberano

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lugar rompe los fueros de la Parca,que entonces, fiera y licenciosa, abarcacuanto alienta y respira el aire vano.Vense en la excelsa máquina encerrarseel león y el cordero, y, en segurapaz, la paloma al fiero halcón unida;sin ser milagro, lo discorde amarse,que en el común peligro y desventurala natural inclinación se olvida.

El que mejor entendió lo que cantó Rutilio fue el bárbaro An-tonio, el cual le dijo asimismo:

-Bien canta Rutilio, y si por ventura es suyo el soneto que hacantado, no es mal poeta, aunque ¿cómo lo puede ser bueno unoficial? Pero no digo bien, que yo me acuerdo haber visto en mipatria, España, poetas de todos los oficios.

Esto dijo en voz que la oyó Mauricio, el príncipe y Periandro,que no dormían.

Y Mauricio dijo:-Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no

está en las manos, sino en el entendimiento, y tan capaz es elalma del sastre para ser poeta como la de un maese de campo;porque las almas todas son iguales y de una misma masa ensus principios criadas y formadas por su Hacedor; y, según lacaja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así pare-cen ellas más o menos discretas, y atienden y se aficionan a sa-ber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más lasinclinan; pero más principalmente y propia se dice que el poe-ta nascitur. Así que, no hay qué admirar de que Rutilio sea poe-ta, aunque haya sido maestro de danzar.

-Y tan grande -replicó Antonio- que ha hecho cabriolas en elaire más arriba de las nubes.

-Así es -respondió Rutilio, que todo esto estaba escuchando-,que yo las hice casi junto al cielo, cuando me trajo caballero enel manto aquella hechicera desde Toscana, mi patria, hasta No-ruega, donde la maté, que se había convertido en figura de lo-ba, como ya otras veces he contado.

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-Eso de convertirse en lobas y lobos algunas gentes destassetentrionales es un error grandísimo -dijo Mauricio-, aunqueadmitido de muchos.

-Pues, ¿cómo es esto -dijo Arnaldo- que comúnmente se dicey se tiene por cierto que en Inglaterra andan por los camposmanadas de lobos, que de gentes humanas se han convertidoen ellos?

-Eso -respondió Mauricio- no puede ser en Inglaterra, porqueen aquella isla templada y fertilísima no sólo no se crían lobos,pero ninguno otro animal nocivo: como si dijésemos serpientes,víboras, sapos, arañas y escorpiones; antes es cosa llana y ma-nifiesta que si algún animal ponzoñoso traen de otras partes aInglaterra, en llegando a ella muere; y si de la tierra desta islallevan a otra parte a alguna tierra y cercan con ella a alguna ví-bora, no osa ni puede salir del cerco que la aprisiona y rodea,hasta quedar muerta. Lo que se ha de entender desto de con-vertirse en lobos es que hay una enfermedad a quien llamanlos médicos manía lupina, que es de calidad que al que la pade-ce le parece que se ha convertido en lobo, y aúlla como lobo, yse juntan con otros heridos del mismo mal, y andan en mana-das por los campos y por los montes, ladrando ya como perros,o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, matan a qu-ien encuentran y comen la carne cruda de los muertos, y hoydía sé yo que hay en la isla de Sicilia, que es la mayor del marMediterráneo, gentes deste género, a quien los sicilianos lla-man lobos menar, los cuales, antes que les dé tan pestifera en-fermedad, lo sienten, y dicen a los que están junto a ellos quese aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren, porque sino se guardan, los hacen pedazos a bocados y los desmenuzan,si pueden, con las uñas, dando terribles y espantosos ladridos.Y es esto tanta verdad que, entre los que se han de casar, sehace información bastante de que ninguno dellos es tocadodesta enfermedad; y si después, andando el tiempo, la esper-iencia muestra lo contrario, se dirime el matrimonio. Tambiénes opinión de Plinio, según lo escribe en el lib. 8, cap. 22, queentre los árcades hay un género de gente, la cual, pasando unlago, cuelga los vestidos que lleva de una encina, y se entradesnudo la tierra dentro, y se junta con la gente que allí hallade su linaje en figura de lobos, y está con ellos nueve años, alcabo de los cuales vuelve a pasar el lago, y cobra su perdida

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figura; pero todo esto se ha de tener por mentira, y si algo hay,pasa en la imaginación y no realmente.

-No sé -dijo Rutilio-, lo que sé es que maté la loba y hallémuerta a mis pies la hechicera.

-Todo eso puede ser -replicó Mauricio-, porque la fuerza delos hechizos de los maléficos y encantadores, que los hay, noshace ver una cosa por otra; y quede desde aquí asentado queno hay gente alguna que mude en otra su primer naturaleza.

-Gusto me ha dado grande -dijo Arnaldo- el saber esta ver-dad, porque también yo era uno de los crédulos deste error; ylo mismo debe de ser lo que las fábulas cuentan de la conver-sión en cuervo del rey Artus de Inglaterra, tan creída de aque-lla discreta nación, que se abstienen de matar cuervos en todala isla.

-No sé -respondió Mauricio- de dónde tomó principio esa fá-bula tan creída como mal imaginada.

En esto fueron razonando casi toda la noche, y al despuntardel día dijo Clodio, que hasta allí había estado oyendo ycallando:

-Yo soy un hombre a quien no se le da por averiguar estas co-sas un dinero. ¿Qué se me da a mí que haya lobos hombres, ono, o que los reyes anden en figuras de cuervos o de águilas?Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría quefuesen en palomas que en milanos.

-Paso, Clodio, no digas mal de los reyes, que me parece quete quieres dar algún filo a la lengua para cortarles el crédito.

-No -respondió Clodio-, que el castigo me ha puesto una mor-daza en la boca, o por mejor decir, en la lengua, que no cons-iente que la mueva; y así, antes pienso de aquí adelante reven-tar callando que alegrarme hablando. Los dichos agudos, lasmurmuraciones dilatadas, si a unos alegran, a otros entriste-cen. Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quieroen paz los días que me quedan de la vida a la sombra de tu ge-neroso amparo, puesto que por momentos me fatigan ciertosímpetus maliciosos que me hacen bailar la lengua en la boca, ymalográrseme entre los dientes más de cuatro verdades queandan por salir a la plaza del mundo. ¡Sírvase Dios con todo!

A lo que dijo Auristela:-De estimar es, ¡oh Clodio!, el sacrificio que haces al cielo de

tu silencio.

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Rosamunda, que era una de las llegadas a la conversación,volviéndose a Auristela, dijo:

-El día que Clodio fuere callado, seré yo buena, porque en míla torpeza, y en él la murmuración, son naturales, puesto quemás esperanza puedo yo tener de enmendarme que no él, porq-ue la hermosura se envejece con los años, y, faltando la belle-za, menguan los torpes deseos, pero sobre la lengua del maldi-ciente no tiene jurisdición el tiempo. Y así, los ancianos mur-muradores hablan más cuanto más viejos, porque han vistomás, y todos los gustos de los otros sentidos los han cifrado yrecogido a la lengua.

-Todo es malo -dijo Transila-: cada cual por su camino va aparar a su perdición.

-El que nosotros ahora hacemos -dijo Ladislao-, próspero y fe-lice ha de ser, según el viento se muestra favorable y el martranquilo.

-Así se mostraba esta pasada noche -dijo la bárbara Constan-za-, pero el sueño del señor Mauiricio nos puso en confusión, yalborotó tanto que ya yo pensé que nos había sorbido el mar atodos.

-En verdad, señora -respondió Mauricio-, que si yo no estuv-iera enseñado en la verdad católica, y me acordara de lo quedice Dios en el Levítico: "No seáis agoreros, ni deis crédito alos sueños", porque no a todos es dado el entenderlos, que meatreviera a juzgar del sueño que me puso en tan gran sobresal-to, el cual, según a mi parecer, no me vino por algunas de lascausas de donde suelen proceder los sueños, que, cuando noson revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden, ode los muchos manjares que suben vapores al cerebro, con queturban el sentido común, o ya de aquello que el hombre tratamás de día. Ni el sueño que a mí me turbó cae debajo de la ob-servación de la astrología, porque sin guardar puntos ni obser-var astros, señalar rumbos ni mirar imágenes, me pareció vervisiblemente que en un gran palacio de madera, donde estába-mos todos los que aquí vamos, llovían rayos del cielo que leabrían todo, y por las bocas que hacían descargaban las nubes,no sólo un mar, sino mil mares de agua; de tal manera que, cr-eyendo que me iba anegando, comencé a dar voces y a hacerlos mismos ademanes que suele hacer el que se anega; y aunno estoy tan libre deste temor que no me queden algunas

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reliquias en el alma; y, como sé que no hay más cierta astrolo-gía que la prudencia, de quien nacen los acertados discursos,¿qué mucho que, yendo navegando en un navío de madera, te-ma rayos del cielo, nubes del aire y aguas de la mar? Pero loque más me confunde y suspende es que, si algún daño nosamenaza, no ha de ser de ningún elemento que destinada yprecisamente se disponga a ello, sino de una traición, forjada,como ya otra vez he dicho, en algunos lascivos pechos.

-No me puedo persuadir -dijo a esta sazón Arnaldo- que entrelos que van por el mar navegando puedan entremeterse lasblanduras de Venus ni los apetitos de su torpe hijo: al castoamor bien se le permite andar entre los peligros de la muerte,guardándose para mejor vida.

Esto dijo Arnaldo, por dar a entender a Auristela y a Perian-dro, y a todos aquellos que sus deseos conocían, cuán ajusta-dos iban sus movimientos con los de la razón.

Y prosiguió diciendo:-El príncipe, justa razón es que viva seguro entre sus vasa-

llos, que el temor de las traiciones nace de la injusta vida delpríncipe.

-Así es -respondió Mauricio-, y aun es bien que así sea. Perodejemos pasar este día, que si él da lugar a que llegue la nochesin sobresaltarnos, yo pediré y las daré albricias del buensuceso.

Iba el sol a esta sazón a ponerse en los brazos de Tetis, y elmar se estaba con el mismo sosiego que hasta allí había tenido;soplaba favorable el viento; por parte ninguna se descubríancelajes que turbasen los marineros; el cielo, la mar, el viento,todos juntos y cada uno de por sí, prometían felicísimo viaje,cuando el prudente Mauricio dijo en voz turbada y alta:

-¡Sin duda nos anegamos! ¡Anegámonos sin duda!

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Capítulo 19Donde se da cuenta de lo que dos soldados hicieron,

y la división de Periandro y Auristela

A cuyas voces respondió Arnaldo:-¿Cómo es esto? ¡Oh gran Mauricio! ¿Qué aguas nos sorben o

qué mares nos tragan? ¿Qué olas nos embisten?La respuesta que le dieron a Arnaldo fue ver salir debajo de

la cubierta a un marinero despavorido, echando agua por la bo-ca y por los ojos, diciendo con palabras turbadas y malcompuestas:

-Todo este navío se ha abierto por muchas partes, el mar seha entrado en él tan a rienda suelta que presto le veréis sobreesta cubierta. Cada uno atienda a su salud y a la conservaciónde la vida. Acógete, ¡oh príncipe Arnaldo!, al esquife o a la bar-ca, y lleva contigo las prendas que más estimas, antes que to-men entera posesión dellas estas amargas aguas.

Estancó en esto el navío, sin poderse mover, por el peso delas aguas, de quien ya estaba lleno. Amainó el piloto todas lasvelas de golpe, y todos, sobresaltados y temerosos, acudieron abuscar su remedio: el príncipe y Periandro fueron al esquife, y,arrojándole al mar, pusieron en él a Auristela, Transila, Ricla ya la bárbara Constanza, entre las cuales, viendo que no seacordaban della, se arrojó Rosamunda, y tras ella mandó Arnal-do entrase Mauricio.

En este tiempo andaban dos soldados descolgando la barcaque al costado del navío venía asida, y el uno dellos, viendoque el otro quería ser el primero que entrase dentro, sacandoun puñal de la cinta, se le envainó en el pecho, diciendo avoces:

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-Pues nuestra culpa ha sido fabricada tan sin provecho, estapena te sirva a ti de castigo y a mí de escarmiento; a lo menosel poco tiempo que me queda de vida.

Y, diciendo esto, sin querer aprovecharse del acogimientoque la barca les ofrecía, desesperadamente se arrojó al mar,diciendo a voces y con mal articuladas palabras:

-Oye, ¡oh Arnaldo!, la verdad que te dice este traidor, que ental punto es bien que la diga: yo y aquel a quien me viste pasarel pecho por muchas partes abrimos y taladramos este navío,con intención de gozar de Auristela y de Transila, recogiéndo-las en el esquife; pero, habiendo visto yo haber salido mi disin-io contrario de mi pensamiento, a mi compañero quité la vida ya mí me doy la muerte.

Y con esta última palabra se dejó ir al fondo de las aguas,que le estorbaron la respiración del aire y le sepultaron en per-petuo silencio. Y, aunque todos andaban confusos y ocupados,buscando, como se ha dicho, en el común peligro algún remed-io, no dejó de oír las razones Arnaldo del desesperado, y él yPeriandro acudieron a la barca; y, habiendo, antes que entra-sen en ella, ordenado que entrase en el esquife Antonio el mo-zo, sin acordarse de recoger algún bastimento, él, Ladislao, An-tonio el padre, Periandro y Clodio se entraron en la barca, yfueron a abordar con el esquife, que algún tanto se había apar-tado del navío, sobre el cual ya pasaban las aguas, y no se pa-recía dél sino el árbol mayor, como en señal que allí estabasepultado.

Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar alesquife, desde el cual daba voces Auristela, llamando a su her-mano Periandro, que la respondía, reiterando muchas veces supara él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo,y encontrábanse en los aires las voces de "dulcísimo esposomío" y "amada esposa mía", donde se rompían sus disinios y sedeshacían sus esperanzas, con la imposibilidad de no poderjuntarse, a causa que la noche se cubría de escuridad y losvientos comenzaron a soplar de partes diferentes. En resolu-ción, la barca se apartó del esquife, y, como más ligera y me-nos cargada, voló por donde el mar y el viento quisieron llevar-la; el esquife, más con la pesadumbre que con la carga de losque en él iban, se quedó, como si aposta quisieran que no na-vegara. Pero, cuando la noche cerró con más escuridad que al

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principio, comenzaron a sentir de nuevo la desgracia sucedida:viéronse en mar no conocida, amenazados de todas las incle-mencias del cielo, y faltos de la comodidad que les podía ofre-cer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la ham-bre sólo detenida de la pesadumbre que sintieron.

Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero delesquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según losllantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temerque ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas, y, aunqueno parecían de todo en todo, algunas que por entre la escuri-dad se mostraban le daban indicio de venidera serenidad, perono le mostraban en qué parte se hallaba.

No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia,porque se les pasó la noche velando, y se vino el día, no a másandar, como dicen, sino para más penar, porque con él descu-brieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topa-ban los ojos con la barca que les llevaba las almas, o algún otrobajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; perono descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda,que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría dever cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poderllegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el quemás confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como seha dicho, en la figura que como judiciario había levantado, queaquel suceso no amenazaba muerte, sino descomodidades casimortales.

Finalmente, el favor de los cielos se mezcló con los vientos,que poco a poco llevaron el esquife a la isla, y les dio lugar detomarle en la tierra en una espaciosa playa no acompañada degente alguna, sino de mucha cantidad de nieve que toda la cu-bría. Miserables son y temerosas las fortunas del mar, pues losque las padecen se huelgan de trocarlas con las mayores queen la tierra se les ofrezcan. La nieve de la desierta playa les pa-reció blanda arena, y la soledad compañía. Unos en brazos deotros desembarcaron: el mozo Antonio fue el Atlante de Auris-tela y de Transila, en cuyos hombros también desembarcaronRosamunda y Mauricio, y todos se recogieron al abrigo de unpeñón que no lejos de la playa se mostraba, habiendo antes, co-mo mejor pudieron, varado el esquife en tierra, poniendo en él,después de en Dios, su esperanza.

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Antonio, considerando que la hambre había de hacer su ofic-io y que ella había de ser bastante a quitarles las vidas, aprestósu arco, que siempre de las espaldas le colgaba, y dijo que élquería ir a descubrir la tierra, por ver si hallaba gente en ella oalguna caza que socorriese su necesidad. Vinieron todos con suparecer; y así, se entró con ligero paso por la isla, pisando, notierra, sino nieve tan dura, por estar helada, que le parecía pi-sar sobre pedernales. Siguióle, sin que él lo echase de ver, latorpe Rosamunda, sin ser impedida de los demás, que creyeronque alguna natural necesidad la forzaba a dejallos. Volvió la ca-beza Antonio a tiempo y en lugar donde nadie los podía ver, y,viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:

-La cosa de que menos necesidad tengo, en esta que agorapadecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda?Vuélvete, que ni tú tienes armas con que matar género de cazaalguna, ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué mesigues?

-¡Oh inesperto mozo -respondió la mujer torpe-, y cuán lejosestás de conocer la intención con que te sigo y la deuda queme debes!

Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:-Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra

nueva Dafne que no te huye, sino que te sigue. No mires que yaa mi belleza la marchita el rigor de la edad, ligera siempre, si-no considera en mí a la que fue Rosamunda, domadora de lascervices de los reyes y de la libertad de los más esentos hom-bres. Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos yelos ynieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón.Gocémonos, y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte dondellenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí re-cogidos y guardados si llegamos a Inglaterra, donde mil ban-dos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaréadonde te entregues en más oro que tuvo Midas y en más riq-uezas que acumuló Craso.

Aquí dio fin a su plática, pero no al movimiento de sus ma-nos, que arremetieron a detener las de Antonio, que de sí lasapartaba, y entre esta tan honesta como torpe contienda decíaAntonio:

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-¡Detente, oh arpía! ¡No turbes ni afees las limpias mesas deFineo! ¡No fuerces, oh bárbara egipcia, ni incites la castidad ylimpieza deste que no es tu esclavo! ¡Tarázate la lengua, sierpemaldita, no pronuncies con deshonestas palabras lo que tienesescondido en tus deshonestos deseos! ¡Mira el poco lugar quenos queda desde este punto al de la muerte, que nos está ame-nazando con la hambre y con la incertidumbre de la salida des-te lugar, que, puesto que fuera cierta, con otra intención laacompañara que con la que me has descubierto! ¡Desvíate demí y no me sigas, que castigaré tu atrevimiento y publicaré tulocura! Si te vuelves, mudaré propósito, y pondré en silencio tudesvergüenza; si no me dejas, te quitaré la vida.

Oyendo lo cual la lasciva Rosamunda, se le cubrió el corazón,de manera que no dio lugar a suspiros, a ruegos ni a lágrimas.Dejóla Antonio, sagaz y advertido. Volvióse Rosamunda, y él si-guió su camino; pero no halló en él cosa que le asegurase, por-que las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la genteninguna. Y, advirtiendo que si adelante pasaba, podía perder elcamino de vuelta, se volvió a juntar con la compañía; alzarontodos las manos al cielo, y pusieron los ojos en la tierra, comoadmirados de su desventura. A Mauricio dijeron que volvieranal mar el esquife, pues no era posible remediarse en la imposi-bilidad y soledad de la isla.

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Capítulo 20De un notable caso que sucedió en la Isla Nevada

A poco tiempo que pasó el día, desde lejos vieron venir unanave gruesa que les levantó las esperanzas de tener remedio.Amainó las velas, y pareció que se dejaba detener las áncoras,y con diligencia presta arrojaron el esquife a la mar, y se vinie-ron a la playa, donde ya los tristes se arrojaban al esquife. Au-ristela dijo que sería bien que aguardasen los que venían, porsaber quién eran.

Llegó el esquife de la nave y encalló en la fría nieve, y salta-ron en ella dos, al parecer, gallardos y fuertes mancebos, deestremada disposición y brío, los cuales sacaron encima de sushombros a una hermosísima doncella, tan sin fuerzas y tan des-mayada que parecía que no le daba lugar para llegar a tocar latierra. Llamaron a voces los que estaban ya embarcados en elotro esquife, y les suplicaron que se desembarcasen a ser testi-gos de un suceso que era menester que los tuviese. RespondióMauricio que no había remos para encaminar el esquife, si noles prestaban los del suyo. Los marineros con los suyos guiaronlos del otro esquife, y volvieron a pisar la nieve; luego los val-ientes jóvenes asieron de dos tablachinas, con que cubrieronlos pechos, y con dos cortadoras espadas en los brazos saltaronde nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casicon certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmaya-da y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás.

Los caballeros dijeron:-Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos

deciros.-Este caballero y yo -dijo el uno- tenemos concertado de pele-

ar por la posesión de esa enferma doncella que ahí veis; lamuerte ha de dar la sentencia en favor del otro, sin que haya

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otro medio alguno que ataje en ninguna manera nuestra amo-rosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de es-coger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que haráenvainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo quepedimos es que no estorbéis en manera alguna nuestra porfía,la cual lleváramos hasta el cabo, sin tener temor que nadie nosla estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirára-des. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para di-latar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa paraacabar las nuestras, la priesa que nos obliga a dar conclusión anuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por agoraquién sois ni cómo estáis en este lugar tan solo, y tan sin re-mos, que no los tenéis, según parece, para desviaros desta islatan sola, que aun de animales no es habitada.

Mauricio les respondió que no saldrían un punto de lo quequerían; y luego echaron los dos mano a las espadas, sin que-rer que la enferma doncella declarase primero su voluntad, re-mitiendo antes su pendencia a las armas que a los deseos de ladama. Arremetieron el uno contra el otro, y, sin mirar reglas,movimientos, entradas, salidas y compases, a los primeros gol-pes el uno quedó pasado el corazón de parte a parte, y el otroabierta la cabeza por medio; éste le concedió el cielo tanto es-pacio de vida que le tuvo de llegar a la doncella y juntar su ros-tro con el suyo, diciéndole:

-¡Vencí, señora; mía eres! Y, aunque ha de durar poco el biende poseerte, el pensar que un solo instante te podré tener pormía, me tengo por el más venturoso hombre del mundo. Reci-be, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos teenvío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu ho-nestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia.

La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual es-taba tan sin sentido que no respondió palabra. Los dos marine-ros que habían guiado el esquife de la nave saltaron en tierra,y fueron con presteza a requerir, así al muerto de la estocadacomo al herido en la cabeza, el cual, puesta su boca con la desu tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires ydejó caer el cuerpo sobre la tierra.

Auristela, que todas estas acciones había estado mirando, an-tes de descubrir y mirar atentamente el rostro de la enfermaseñora, llegó de propósito a mirarla, y, limpiándole la sangre

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que había llovido del muerto enamorado, conoció ser su donce-lla Taurisa, la que lo había sido al tiempo que ella estuvo en po-der del príncipe Arnaldo, que le había dicho la dejaba en poderde dos caballeros que la llevasen a Irlanda, como queda dicho.Auristela quedó suspensa, quedó atónita, quedó más triste quela tristeza misma, y más cuando vino a conocer que la hermosaTaurisa estaba sin vida.

-¡Ay -dijo a esta sazón-, con qué prodigiosas señales me vamostrando el cielo mi desventura, que si se rematara con aca-barse mi vida, pudiera llamarla dichosa; que los males que tie-nen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacendichosa la vida! ¿Qué red barredera es ésta con que cogen loscielos todos los caminos de mi descanso? ¿Qué imposibles sonestos que descubro a cada paso de mi remedio? Mas, pues aquíson escusados los llantos y son de ningún provecho los gemi-dos, demos el tiempo que he de gastar en ellos por ahora a lapiedad, y enterremos los muertos, y no congoje yo por mi partelos vivos.

Y luego pidió a Mauricio pidiese a los marineros del esquifevolviesen al navío por instrumentos para hacer las sepulturas.Hízolo así Mauricio, y fue a la nave con intención de concertar-se con el piloto o capitán que hubiese para que los sacase deaquella isla y los llevase adondequiera que fuesen. En este en-tretanto, tuvieron lugar Auristela y Transila de acomodar aTaurisa para enterralla, y la piedad y honestidad cristiana noconsintió que la desnudasen.

Volvió Mauricio con los instrumentos, habiendo negociado to-do aquello que quiso. Hízose la sepultura de Taurisa; pero losmarineros no quisieron, como católicos, que se hiciese ningunaa los muertos en el desafío. Rosamunda, que, después que vol-vió de haber declarado su mal pensamiento al bárbaro Antonio,nunca había alzado los ojos del suelo, que sus pecados se lostenían aterrados, al tiempo que iban a sepultar a Taurisa, le-vantando el rostro, dijo:

-Si os preciáis, señores, de caritativos, y si anda en vuestrospechos al par la justicia y la misericordia, usad destas dos vir-tudes conmigo. Yo desde el punto que tuve uso de razón, no latuve, porque siempre fui mala: con los años verdes y con lahermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riquezaabundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal

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manera que han sido y son en mí como acidentes inseparables.Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho, que he tenido el piesobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que hequerido las voluntades de los hombres; pero el tiempo, saltea-dor y robador de la humana belleza de las mujeres, se entrópor la mía tan sin yo pensarlo que primero me he visto fea quedesengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en el alma,que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hagoresistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos,heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaromuchacho, el cual, aunque le he descubierto mi voluntad, nocorresponde a la mía, que es de fuego, con la suya, que es dehelada nieve; véome despreciada y aborrecida, en lugar de es-timada y bien querida: golpes que no se pueden resistir con po-ca paciencia y con mucho deseo. Ya ya la muerte me va pisan-do las faldas, y estiende la mano para alcanzarme de la vida;por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene almiserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fue-go con yelo y me enterréis en esa sepultura; que, puesto quemezcléis mis lascivos huesos con los de esa casta doncella, nolos contaminarán; que las reliquias buenas siempre lo son don-dequiera que estén.

Y, volviéndose al mozo Antonio, prosiguió:-Y tú, arrogante mozo, que agora tocas o estás para tocar los

márgenes y rayas del deleite, pide al cielo que te encamine demodo que ni te solicite edad larga, ni marchita belleza; y si yohe ofendido tus recientes oídos, que así los puedo llamar, conmis inadvertidas y no castas palabras, perdóname, que los quepiden perdón en este trance, por cortesía siquiera merecenser, si no perdonados, a lo menos escuchados.

Esto diciendo, dio un suspiro envuelto en un mortal desmayo.

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Capítulo 21-Yo no sé -dijo Mauricio a esta sazón- qué quiere este que lla-man amor por estas montañas, por estas soledades y riscos,por entre estas nieves y yelos, dejándose allá los Pafos, Gnidos,las Cipres, los Elíseos Campos, de quien huye la hambre y nollega incomodidad alguna; en el corazón sosegado, en el ánimoquieto tiene el amor deleitable su morada, que no en las lágri-mas ni en los sobresaltos.

Auristela, Transila, Constanza y Ricla quedaron atónitas delsuceso, y con callar le admiraron, y, finalmente, con no pocaslágrimas enterraron a Taurisa; y, después de haber vuelto Ro-samunda del pesado desmayo, se recogieron y embarcaron enel esquife de la nave, donde fueron bien recebidos y regaladosde los que en ella estaban, satisfaciendo luego todos la hambreque les aquejaba; sólo Rosamunda, que estaba tal que por mo-mentos llamaba a las puertas de la muerte. Alzaron velas, llora-ron algunos los capitanes muertos, y instituyeron luego unoque lo fuese de todos, y siguieron su viaje, sin llevar parte co-nocida donde le encaminasen, porque era de cosarios, y no ir-landeses, como a Arnaldo le habían dicho, sino de una isla re-belada contra Inglaterra.

Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba te-miendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo devivir; y, como viejo y esperimentado en las cosas del mundo, nole cabía el corazón en el pecho, temiendo que la mucha hermo-sura de Auristela, la gallardía y buen parecer de su hija Transi-la, los pocos años y nuevo traje de Constanza no despertasenen aquellos cosarios algún mal pensamiento. Servíales de Ar-gos el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso. Eranlos ojos de los dos centinelas no dormidas, pues por sus cuar-tos la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo desu solicitud y vigilancia se amparaban.

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Rosamunda, con los continuos desdenes, vino a enflaquecerde manera que una noche la hallaron en una cámara del navíosepultada en perpetuo silencio. Harto habían llorado, mas nodejaron de sentir su muerte, compasiva y cristianamente. Sir-vióla el ancho mar de sepultura, donde no tuvo harta agua paraapagar el fuego que causó en su pecho el gallardo Antonio, elcual y todos rogaron muchas veces a los cosarios que los lleva-sen de una vez a Irlanda, o a Ibernia, si ya no quisiesen a Ingla-terra o Escocia. Pero ellos respondían que, hasta haber hechouna buena y rica presa, no habían de tocar en tierra alguna, siya no fuese a hacer agua o a tomar bastimentos necesarios. Labárbara Ricla bien comprara a pedazos de oro que los llevarana Inglaterra, pero no osaba descubrirlos, porque no se los roba-sen antes que se los pidiesen. Dioles el capitán estancia aparte,y acomodóles de manera que les aseguró de la insolencia quepodían temer de los soldados.

Desta manera anduvieron casi tres meses por el mar de unaspartes a otras; ya tocaban en una isla, ya en otra, y ya se salíanal mar descubierto, propia costumbre de cosarios, que buscansu ganancia. Las veces que había calma y el mar sosegado noles dejaba navegar, el nuevo capitán del navío se iba a entrete-ner a la estancia de sus pasajeros, y con pláticas discretas ycuentos graciosos, pero siempre honestos, los entretenía, yMauricio hacía lo mismo. Auristela, Transila, Ricla y Constanzamás se ocupaban en pensar en la ausencia de las mitades de sualma que en escuchar al capitán ni a Mauricio. Con todo esto,estuvieron un día atentas a la historia que en este siguiente ca-pítulo se cuenta que el capitán les dijo.

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Capítulo 22Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas

que acostumbraba a hacer en su reinoel rey Policarpo

-«Una de las islas que están junto a la de Ibernia me dio elcielo por patria; es tan grande que toma nombre de reino, elcual no se hereda ni viene por sucesión de padre a hijo: susmoradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre quesea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sinintervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que lossoliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de to-dos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual ledura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella.Y, con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos paraserlo, y los que los son, pugnan serlo más, para no dejar de serreyes. Con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra lacodicia, y, aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andarse le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con estolos pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece lamisericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de lospobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despa-chados; no agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carney sangre de los parentescos; todas las negociaciones guardansus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es dondese vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza loque es suyo.

»Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetrodel reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso,así en las armas como en las letras, el cual tenía, cuando vino aser rey, dos hijas de estremada belleza, la mayor llamada Poli-carpa y la menor Sinforosa; no tenían madre, que no les hizo

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falta, cuando murió, sino en la compañía: que sus virtudes yagradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravi-lloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellascomo el padre, se hacían amables, se estimaban de todos. Losreyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos sueledespertar malos pensamientos, procuran tener alegre el puebloy entretenido con fiestas públicas, y a veces con ordinarias co-medias; principalmente solenizaban el día que fueron asumptosal reino, con hacer que se renovasen los juegos que los gentilesllamaban olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalabanpremio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban alos tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derriba-ban a otros en la tierra.

»Hacíase este espetáculo junto a la marina, en una espaciosaplaya, a quien quitaban el sol infinita cantidad de ramos entre-tejidos, que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un sunt-uoso teatro, en el cual sentado el rey y la real familia, mirabanlos apacibles juegos. Llegóse un día destos, y Policarpo procu-ró aventajarse en magnificencia y grandeza en solenizarle so-bre todos cuantos hasta allí se habían hecho. Y, cuando ya elteatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del rei-no, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querí-an dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatrocorredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquier-dos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra co-sa el soltarse a la carrera, sino soltar una cuerda que les servíade raya y de señal, que, en soltándola, habían de volar a un tér-mino señalado, donde habían de dar fin a su carrera; digo queen este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanq-ueaban los costados el ser recién despalmado, y le facilitabanel romper del agua seis remos que de cada banda traía, impeli-dos de doce, al parecer, gallardos mancebos de dilatadas espal-das y pechos y de nervudos brazos. Venían vestidos de blancotodos, si no el que guiaba el timón, que venía de encarnado co-mo marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallaren ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fue unamisma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera, has-ta saber qué gente era aquélla y a lo que venía, puesto queimaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probarsu gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar

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al rey fue el que servía de timonero, mancebo de poca edad,cuyas mejillas desembarazadas y limpias mostraban ser de nie-ve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte delas del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, queformaban un compuesto admirable; luego la hermosa presenciadel mozo arrebató la vista, y aun los corazones, de cuantos lemiraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo.

»Lo que dijo al rey: ``Señor, estos mis compañeros y yo, hab-iendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallar-nos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que de-jamos en la isla Scinta, que no está lejos de aquí; y, como elviento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la na-ve, nos aprovechamos de esta barca y de los remos, y de lafuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos deganar honra, y, por la que debes hacer, como rey que eres, alos estranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nosconcedas licencia para mostrar, o nuestras fuerzas, o nuestrosingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo''. ``Porcierto -respondió Policarpo-, agraciado joven, que vos pedís loque queréis con tanta gracia y cortesía que sería cosa injustael negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes, dejad-me a mí el cargo de premiároslo; que, según vuestra gallardapresencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcan-zar los primeros premios''.

»Dobló la rodilla el hermoso mancebo y inclinó la cabeza enseñal de crianza y agradecimiento, y en dos brincos se puso an-te la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; susdoce compañeros se pusieron a un lado a ser espectatores dela carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda y arrojáronseal vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos,cuando con más de seis se les aventajó el recién venido, y a lostreinta ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, selos dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran es-tatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes,especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corr-iendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mo-zo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no sólo losojos de cuantos le miraban. Noté yo esto, porque tenía los míosatentos a mirar a Policarpa, objeto dulce de mis deseos, y, decamino, miraba los movimientos de Sinforosa. Comenzó luego

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la invidia a apoderarse de los pechos de los que se habían deprobar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había lle-vado el estranjero el precio de la carrera.

»Fue el segundo certamen el de la esgrima: tomó el gananc-ioso la espada negra, con la cual, a seis que le salieron, cadauno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices, les sellólos ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, co-mo decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y decomún consentimiento le dieron el premio primero. Luego seacomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardíadio de sí muestra el mozo; descubrió sus dilatadas espaldas,sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de susfuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble,hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pe-sar suyo, quedasen impresas en la tierra.

»Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en elsuelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen;sompesóla, y, haciendo de señas a la gente que estaba delantepara que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la ba-rra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió contanta fuerza que, pasando los límites de la marina, fue menes-ter que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó se-pultada la barra. Esta mostruosidad, notada de sus contrarios,les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda.

»Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas,y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual es-taba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asi-da una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro losque en aquel certamen quisiesen probarse. Uno que presumíade certero se adelantó y tomó la mano -creo yo-, pensando de-rribar la paloma antes que otro; tiró, y clavó su flecha casi enel fin de la lanza, del cual golpe azorada la paloma se levantóen el aire; y luego otro, no menos presumido que el primero, ti-ró con tan gentil certería que rompió el hilo donde estaba asidala paloma, que, suelta y libre del lazo que la detenía, entregósu libertad al viento y batió las alas con priesa. Pero el ya acos-tumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha, y,como si mandara lo que había de hacer y ella tuviera entendim-iento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire conun rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el

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corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vueloy la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y lasalabanzas del estranjero, el cual en la carrera, en la esgrima,en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otrasmuchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas sellevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañe-ros de probarse en ellas.

»Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la no-che; y, cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asientocon los jueces que con él estaban para premiar al vencedormancebo, vio que, puesto de rodillas ante él, le dijo: ``Nuestranave quedó sola y desamparada, la noche cierra algo escura,los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se de-ben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dila-tes hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad piensovolver a servirte''. Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y di-jo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosauna guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima ca-beza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y con honestagracia le dijo al ponérsela: ``Cuando mi padre sea tan venturo-so de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle, si-no a ser servido''.»

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Capítulo 23De lo que sucedió a la celosa Auristela cuando supoque su hermano Periandro era el que había ganado

los premios del certamen

¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad, que te pe-gas al alma de tal manera que sólo te despegas con la vida!¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lu-gar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero, ¿quién po-drá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros ysutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspa-san los pechos y veen lo más escondido de las almas?

Esto se ha dicho porque, en oyendo pronunciar Auristela elnombre de Periandro, su hermano, y habiendo oído antes lasalabanzas de Sinforosa y el favor que en ponerle la guirnalda lehabía hecho, rindió el sufrimiento a las sospechas y entregó lapaciencia a los gemidos, y, dando un gran suspiro y abrazándo-se con Transila, dijo:

-Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdidotu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No le vesen la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, co-ronado como valeroso, atento más a los favores de una donce-lla que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasosdesta su hermana? ¿Ándase buscando palmas y trofeos por lastierras ajenas, y déjase entre los riscos y entre las peñas y en-tre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta suhermana, que por su consejo y por su gusto no hay peligro demuerte donde no se halle?

Estas razones escuchaba atentísimamente el capitán del na-vío, y no sabía qué conclusión sacar de ellas. Sólo paró en de-cir, pero no dijo nada, porque en un instante y en un momentá-neo punto le arrebató la palabra de la boca un viento, que se

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levantó tan súbito y tan recio que le hizo poner en pie, sin res-ponder a Auristela, y dando voces a los marineros que amaina-sen las velas y las templasen y asegurasen. Acudió toda la gen-te a la faena; comenzó la nave a volar en popa, con mar tendi-do y largo por donde el viento quiso llevarla.

Recogióse Mauricio con los de su compañía a su estancia,por dejar hacer libremente su oficio a los marineros. Allí pre-guntó Transila a Auristela qué sobresalto era aquel que tal lahabía puesto, que a ella le había parecido haberle causado elhaber oído nombrar el nombre de Periandro, y no sabía porqué las alabanzas y buenos sucesos de un hermano pudiesendar pesadumbre.

-¡Ay amiga! -respondió Auristela-, de tal manera estoy obliga-da a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago,que hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soyforzada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás si elcielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo lacausa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pe-ro no turbados; verás desdichas sin ser buscadas, y laberintosque, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus en-redos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un her-mano?, pues sobre éste tengo yo otro mayor con Periandro.¿Ves ansimismo cuán propio es de los enamorados ser celo-sos?, pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano.Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa?; yella, al coronar las sienes de Periandro, ¿no le miró? Sí, sin du-da. ¿Y mi hermano, no es del valor y de la belleza que tú hasvisto?, ¿pues qué mucho que haya despertado en el pensamien-to de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?

-Advierte, señora -respondió Transila-, que todo cuanto el ca-pitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula Bárba-ra, y que después acá os habéis visto y comunicado, donde ha-brás hallado que ni él tiene amor a nadie, ni cuida de otra cosaque de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celoslleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un suhermano.

-Mira, hija Transila -dijo Mauricio-, que las condiciones deamor son tan diferentes como injustas, y sus leyes tan muchascomo variables; procura ser tan discreta que no apures lospensamientos ajenos, ni quieras saber más de nadie de aquello

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que quisiere decirte: la curiosidad en los negocios propios sepuede sutilizar y atildar, pero en los ajenos, que no nos impor-tan, ni por pensa- miento.

Esto que oyó Auristela a Mauricio la hizo tener cuenta con sudiscreción y con su lengua, porque la de Transila, poco necia,llevaba camino de hacerle sacar a plaza toda su historia.

Amansó en tanto el viento, sin haber dado lugar a que losmarineros temiesen ni los pasajeros se alborotasen. Volvió elcapitán a verlos y a proseguir su historia, por haber quedadocuidadoso del sobresalto que Auristela tomó oyendo el nombrede Periandro.

Deseaba Auristela volver a la plática pasada, y saber del ca-pitán si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro seestendieron a más que coronarle; y así, se lo preguntó modes-tamente y con recato de no dar a entender su pensamiento.Respondió el capitán que Sinforosa no tuvo lugar de hacer másmerced, que así se han de llamar los favores de las damas, aPeriandro, aunque, a pesar de la bondad de Sinforosa, a él lefatigaban ciertas imaginaciones que tenía de que no estabamuy libre de tener en la suya a Periandro, porque siempre que,después de partido, se hablaba de las gracias de Periandro,ella las subía y las levantaba sobre los cielos, y, por haberleella mandado que saliese en un navío a buscar a Periandro y lehiciese volver a ver a su padre, confirmaba más sus sospechas.

-¿Cómo? ¿Y es posible -dijo Auristela- que las grandes seño-ras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de lafortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen lospensamientos en humildes sujetos colocados? Y, siendo verdad,como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien conel amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza,hase de seguir que Sinforosa, reina, hermosa y libre, no se ha-bía de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cu-yo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón deuna barca con doce compañeros desnudos, como lo son todoslos que gobiernan los remos.

-Calla, hija Auristela -dijo Mauricio-, que en ningunas otrasacciones de la naturaleza se veen mayores milagros ni máscontinuos que en las del amor, que por ser tantos y tales losmilagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, porextraordinarios que sean: el amor junta los cetros con los

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cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible,iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muer-te. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallar-día y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman uncompuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermo-sura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos laconocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, esmás amada y estimada. Así que, no sería milagro que Sinforo-sa, por principal que sea, ame a tu hermano, porque no le ama-ría como a Periandro a secas, sino como a hermoso, como a va-liente, como a diestro, como a ligero, como a sujeto donde to-das las virtudes están recogidas y cifradas.

-¿Que Periandro es hermano desta señora? -dijo el capitán.-Sí -respondió Transila-, por cuya ausencia ella vive en perpe-

tua tristeza, y todos nosotros, que la queremos bien, y a él leconocimos en llanto y amargura.

Luego le contaron todo lo sucedido del naufragio de la navede Arnaldo, la división del esquife y de la barca, con todo aque-llo que fue bastante para darle a entender lo sucedido hasta elpunto en que estaban.

En el cual punto deja el autor el primer libro desta grandehistoria, y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunq-ue no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, puesapenas pueden caber en la más sutil y dilatada susacontecimientos.

Fin del primer libro deLos trabajos de Persiles y Sigismunda

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Parte 2

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Capítulo 1Donde se cuenta cómo el navío se volcó

con todos los que dentro dél iban

Parece que el autor desta historia sabía más de enamoradoque de historiador, porque casi este primer capítulo de la en-trada del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos,ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que lecontó el capitán del navío; pero en esta tradución, que lo es, sequita por prolija y por cosa en muchas partes referida y venti-lada, y se viene a la verdad del caso, que fue que, cambiándoseel viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche escura ytenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpa-gos, tras quien se siguen, comenzaron a turbar los marineros ya deslumbrar la vista de todos los de la nave, y comenzó la bo-rrasca con tanta furia que no pudo ser prevenida de la diligenc-ia y arte de los marineros; y así, a un mismo tiempo les cogió laturbación y la tormenta. Pero no por esto dejó cada uno de acu-dir a su oficio, y a hacer la faena que vieron ser necesaria, sino para escusar la muerte, para dilatar la vida; que los atrevi-dos que de unas tablas la fían, la sustentan cuanto pueden,hasta poner su esperanza en un madero que acaso la tormentadesclavó de la nave, con el cual se abrazan, y tienen a granventura tan duros abrazos.

Mauricio se abrazó con Transila, su hija, Antonio con Ricla ycon Constanza, su madre y hermana; sola la desgraciada Auris-tela quedó sin arrimo, sino el que le ofrecía su congoja, que erael de la muerte, a quien ella de buena gana se entregara, si lopermitiera la cristiana y católica religión que con muchas verasprocuraba guardar; y así, se recogió entre ellos, y, hechos unñudo, o por mejor decir, un ovillo, se dejaron calar casi hasta lapostrera parte del navío, por escusar el ruido espantoso de los

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truenos, y la interpolada luz de los relámpagos, y el confuso es-truendo de los marineros; y, en aquella semejanza del limbo, seescusaron de no verse unas veces tocar el cielo con las manos,levantándose el navío sobre las mismas nubes, y otras vecesbarrer la gavia las arenas del mar profundo. Esperaban lamuerte cerrados los ojos, o por mejor decir, la temían sin verla:que la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es es-pantosa, y la que coge a un desapercebido en todas sus fuerzasy salud, es formidable.

La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los ma-rineros, la solicitud del capitán y, finalmente, la esperanza deremedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágaseesto o aquello, sino gritos de plegarias y votos que se hacían ya los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estreche-za que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Per-iandro; que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrarde la memoria todas las cosas de la vida, y, pues llega a hacerque no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puedelo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese lashoras, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinaseel lugar donde estaban. Todo era confusión, todo era grita, to-do suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandoná-ronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco apoco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de losmás de los míseros que se quejaban.

Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubiertadel navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales tam-bién ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron lasarenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día -si sepuede llamar día el que no trae consigo claridad alguna-, la na-ve se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, quees uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede su-ceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso,como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor enla hondura de las aguas y la quilla descubrió a los cielos, que-dando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.

¡Adiós, castos pensamientos de Auristela; adiós, bien funda-dos disinios; sosegaos, pasos tan honrados como santos, no es-peréis otros mauseolos ni otras pirámides ni agujas que las queos ofrecen esas mal breadas tablas! Y vos, ¡oh Transila!,

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ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro discretoy anciano padre podéis celebrar las bodas, si no con vuestroesposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habráconducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te lle-vaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Cons-tanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te haquitado la vida para mejorártela en el cielo.

En resolución, el volcar de la nave y la certeza de la muertede los que en ella iban puso las razones referidas en la plumadel autor desta grande y lastimosa historia, y ansimismo pusolas que se oirán en el siguiente capítulo.

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Capítulo 2Donde se cuenta un estraño suceso

Parece que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, tur-bó el juicio del autor de esta historia, porque a este segundocapítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudandoqué fin en él tomaría. En fin, se resolvió, diciendo que las di-chas y las desdichas suelen andar tan juntas que tal vez no haymedio que las divida; andan el pesar y el placer tan apareadosque es simple el triste que se desespera y el alegre que se con-fía, como lo da fácilmente a entender este estraño suceso.

Sepultóse la nave, como queda dicho, en las aguas; quedaronlos muertos sepultados sin tierra, deshiciéronse sus esperan-zas, quedando imposibilitado su remedio; pero los piadosos cie-los, que de muy atrás toman la corriente de remediar nuestrasdesventuras, ordenaron que la nave, llevada poco a poco de lasolas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar diese en una pl-aya, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podíaservir de seguro puerto; y no lejos estaba un puerto capacísimode muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, seestaba mirando una ciudad populosa, que por una alta lomasus vistosos edificios levantaba.

Vieron los de la ciudad el bulto de la nave, y creyeron ser elde alguna ballena o de otro gran pescado que con la borrascapasada había dado al través. Salió infinita gente a verlo, y, cer-tificándose ser navío, lo dijeron al rey Policarpo, que era el se-ñor de aquella ciudad, el cual, acompañado de muchos, y desus dos hermosas hijas, Policarpa y Sinforosa, salió también, yordenó que con cabestrantes, con tornos y con barcas, con quehizo rodear toda la nave, la tirasen y encaminasen al puerto.

Saltaron algunos encima del buco, y dijeron al rey que dentrodél sonaban golpes, y aun casi se oían voces de vivos.

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Un anciano caballero que se halló junto al rey, le dijo:-Yo me acuerdo, señor, haber visto en el mar Mediterráneo,

en la ribera de Génova, una galera de España que, por hacer elcar con la vela, se volcó, como está agora este bajel, quedandola gavia en la arena y la quilla al cielo; y, antes que la volvieseno enderezasen, habiendo primero oído rumor, como en éste seoye, aserraron el bajel por la quilla, haciendo un buco capaz dever lo que dentro estaba; y el entrar la luz dentro y el salir porél el capitán de la misma galera y otros cuatro compañeros su-yos fue todo uno. Yo vi esto, y está escrito este caso en muchashistorias españolas, y aun podría ser viniesen agora las perso-nas que segunda vez nacieron al mundo del vientre desta gale-ra; y si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener a milagro,sino a misterio; que los milagros suceden fuera del orden de lanaturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros yno lo son, sino casos que acontecen raras veces.

-Pues, ¿a qué aguardamos? -dijo el rey-: siérrese luego el bu-co, y veamos este misterio, que si este vientre vomita vivos, yolo tendré por milagro.

Grande fue la priesa que se dieron a serrar el bajel, y grandeel deseo que todos tenían de ver el parto. Abrióse, en fin, unagran concavidad, que descubrió muertos, muertos, y vivos quelo parecían; metió uno el brazo, y asió de una doncella que elpalpitarle el corazón daba señales de tener vida; otros hicieronlo mismo, y cada uno sacó su presa, y algunos, pensando sacarvivos, sacaban muertos; que no todas veces los pescadores sondichosos. Finalmente, dándoles el aire y la luz a los medio vi-vos, respiraron y cobraron aliento; limpiáronse los rostros, fre-gáronse los ojos, estiraron los brazos, y, como quien despiertade un pesado sueño, miraron a todas partes; y hallóse Auristelaen los brazos de Arnaldo, Transila en los de Clodio, Ricla yConstanza en los de Rutilio y Antonio el padre, y Antonio el hijoen los de ninguno, porque se salió por sí mismo, y lo mismo hi-zo Mauricio.

Arnaldo quedó más atónito y suspenso que los resucitados, ymás muerto que los muertos. Miróle Auristela, y, no conocién-dole, la primera palabra que le dijo fue -que ella fue la primeraque rompió el silencio de todos:

-¿Por ventura, hermano, está entre esta gente la bellísimaSinforosa?

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-¡Santos cielos! ¿Qué es esto? -dijo entre sí Arnaldo-. ¿Quémemorias de Sinforosa son éstas, en tiempo que no es razónque se tenga acuerdo de otra cosa que de dar gracias al cielopor las recebidas mercedes?

Pero, con todo esto, la respondió y dijo que sí estaba, y lepreguntó que cómo la conocía, porque Arnaldo ignoraba lo queAuristela con el capitán del navío, que le contó los triunfos dePeriandro, había pasado, y no pudo alcanzar la causa por lacual Auristela preguntaba por Sinforosa; que si la alcanzara,quizá dijera que la fuerza de los celos es tan poderosa y tan su-til que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte, yva a buscar al alma enamorada en los últimos trances de lavida.

Ya después que pasó algún tanto el pavor en los resucitados,que así pueden llamarse, y la admiración en los vivos que lossacaron, y el discurso en todos dio lugar a la razón, confusa-mente unos a otros se preguntaban cómo los de la tierra esta-ban allí y los del navío venían allí. Policarpo, en esto, viendoque el navío al abrirle la boca se le había llenado de agua, en ellugar del aire que tenía, mandó llevarle a jorro al puerto, y quecon artificios le sacasen a tierra, lo cual se hizo con muchapresteza.

Salieron asimismo a tierra toda la gente que ocupaba la qui-lla del navío, que fueron recebidos del rey Policarpo y de sushijas, y de todos los principales ciudadanos, con tanto gusto co-mo admiración; pero lo que más les puso en ella, principalmen-te a Sinforosa, fue ver la incomparable hermosura de Auristela;fue también a la parte de esta admiración la belleza de Transi-la, y el gallardo y nuevo traje, pocos años y gallardía de la bár-bara Constanza, de quien no desdecía el buen parecer y donai-re de Ricla, su madre; y, por estar la ciudad cerca, sin preve-nirse de quien los llevase, fueron todos a pie a ella.

Ya en este tiempo había llegado Periandro a hablar a su her-mana Auristela, Ladislao a Transila, y el bárbaro padre a sumujer y a su hija, y los unos a los otros se fueron dando cuentade sus sucesos. Sola Auristela, ocupada toda en mirar a Sinfo-rosa, callaba. Pero, en fin, habló a Periandro, y le dijo:

-¿Por ventura, hermano, esta hermosísima doncella que aquíva es Sinforosa, la hija del rey Policarpo?

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-Ella es -respondió Periandro-, sujeto donde tienen su asientola belleza y la cortesía.

-Muy cortés debe de ser -respondió Auristela-, porque es muyhermosa.

-Aunque no lo fuera tanto -respondió Periandro-, las obligac-iones que yo la tengo me obligaran, ¡oh querida hermana mía!,a que me lo pareciera.

-Si por obligaciones va, y vos por ellas encarecéis las hermo-suras, la mía os ha de parecer la mayor de la tierra, según ostengo obligado.

-Con las cosas divinas -replicó Periandro- no se han de com-parar las humanas; las hipérboles alabanzas, por más que losean, han de parar en puntos limitados: decir que una mujer esmás hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, perono de obligación; sola en ti, dulcísima hermana mía, se quie-bran reglas y cobran fuerzas de verdad los encarecimientosque se dan a tu hermosura.

-Si mis trabajos y mis desasosiegos, ¡oh hermano mío!, noturbaran la mía, quizá creyera ser verdaderas las alabanzasque de ella dices, pero yo espero en los piadosos cielos que al-gún día ha de reducir a sosiego mi desasosiego y a bonanza mitormenta, y, en este entretanto, con el encarecimiento que pue-do, te suplico que no te quiten ni borren de la memoria lo queme debes otras ajenas hermosuras, ni otras obligaciones, queen la mía y en las mías podrás satisfacer el deseo y llenar el va-cío de tu voluntad, si miras que, juntando a la belleza de micuerpo, tal cual ella es, a la de mi alma, hallarás un compuestode hermosura que te satisfaga.

Confuso iba Periandro oyendo las razones de Auristela: juz-gábala celosa, cosa nueva para él, por tener por larga esper-iencia conocido que la discreción de Auristela jamás se atrevióa salir de los límites de la honestidad, jamás su lengua se mo-vió a declarar sino honestos y castos pensamientos, jamás le di-jo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en pú-blico y en secreto.

Iba Arnaldo invidioso de Periandro, Ladislao alegre con suesposa Transila; Mauricio, con su hija y yerno, Antonio el gran-de con su mujer y hijos, Rutilio con el hallazgo de todos, y elmaldiciente Clodio con la ocasión que se le ofrecía de contar,dondequiera que se hallase, la grandeza de tan estraño suceso.

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Llegaron a la ciudad, y el liberal Policarpo honró a sus huéspe-des real y magníficamente, y a todos los mandó alojar en su pa-lacio, aventajándose en el tratamiento de Arnaldo, que ya sabíaque era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auris-tela le habían sacado de su reino; y, así como vio la belleza deAuristela, halló su peregrinación en el pecho de Policarpodisculpa.

Casi en su mismo cuarto, Policarpa y Sinforosa alojaron a Au-ristela, de la cual no quitaba la vista Sinforosa, dando graciasal cielo de haberla hecho no amante, sino hermana de Perian-dro; y, ansí por su estremada belleza como por el parentescotan estrecho que con Periandro tenía, la adoraba, y no sabía unpunto desviarse de ella; desmenuzábale sus acciones, notábalelas palabras, ponderaba su donaire, hasta el sonido y órganode la voz le daba gusto. Auristela casi por el mismo modo y conlos mismos afectos miraba a Sinforosa, aunque en las dos erandiferentes las intenciones: Auristela miraba con celos, y Sinfo-rosa con sencilla benevolencia.

Algunos días estuvieron en la ciudad descansando de los tra-bajos pasados; y, dando traza de volver Arnaldo a Dinamarca, oadonde Auristela y Periandro quisieran, mostrando, como siem-pre lo mostraba, no tener otra voluntad que la de los dos her-manos. Clodio, que con ociosidad y vista curiosa había miradolos movimientos de Arnaldo, y cuán oprimido le tenía el cuelloel amoroso yugo, un día que se halló solo con él le dijo:

-Yo, que siempre los vicios de los príncipes he reprehendidoen público, sin guardar el debido decoro que a su grandeza sedebe, sin temer el daño que nace del decir mal, quiero agora,sin tu licencia, decirte en secreto lo que te suplico con pacienc-ia me escuches; que lo que se dice aconsejando, en la intenciónhalla disculpa lo que no agrada.

Confuso estaba Arnaldo, no sabiendo en qué iban a parar lasprevenciones del razonamiento de Clodio, y, por saberlo, deter-minó de escuchalle; y así, le dijo que dijese lo que quisiese, yClodio con este salvoconduto prosiguió diciendo:

-Tú, señor, amas a Auristela; mal dije amas, adoras, dijeramejor; y, según he sabido, no sabes más de su hacienda, ni dequién es, que aquello que ella ha querido decirte, que no te hadicho nada. Hasla tenido en tu poder más de dos años, en loscuales has hecho, según se ha de creer, las diligencias posibles

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por enternecer su dureza, amansar su rigor y rendir su volun-tad a la tuya por los medios honestísimos y eficaces del matri-monio, y en la misma entereza se está hoy que el primero díaque la solicitaste, de donde arguyo que, cuanto a ti te sobra depaciencia, le falta a ella de conocimiento; y has de considerarque algún gran misterio encierra desechar una mujer un reinoy un príncipe que merece ser amado. Misterio también encie-rra ver una doncella vagamunda, llena de recato de encubrir sulinaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, po-dría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, suje-ta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra,que suelen ser peores que las del mar alborotado. De los bie-nes que reparten los cielos entre los mortales, los que más sehan de estimar son los de la honra, a quien se posponen los dela vida; los gustos de los discretos hanse de medir con la razón,y no con los mismos gustos.

Aquí llegaba Clodio, mostrando querer proseguir con un filo-sófico y grave razonamiento, cuando entró Periandro, y le hizocallar con su llegada, a pesar de su deseo y aun de el de Arnal-do, que quisiera escucharle. Entraron asimismo Mauricio, La-dislao y Transila, y con ellos Auristela, arrimada al hombro deSinforosa, mal dispuesta, de modo que fue menester llevarla allecho, causando con su enfermedad tales sobresaltos y temoresen los pechos de Periandro y Arnaldo que, a no encubrillos condiscreción, también tuvieran necesidad de los médicos comoAuristela.

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Capítulo 3Apenas supo Policarpo la indisposición de Auristela, cuandomandó llamar sus médicos, que la visitasen; y, como los pulsosson lenguas que declaran la enfermedad que se padece, halla-ron en los de Auristela que no era del cuerpo su dolencia, sinodel alma. Pero antes que ellos conoció su enfermedad Perian-dro, y Arnaldo la entendió en parte, y Clodio mejor que todos.Ordenaron los médicos que en ninguna manera la dejasen sola,y que procurasen entretenerla y divertirla con música, si ellaquisiese, o con otros algunos alegres entretenimientos. TomóSinforosa a su cargo su salud, y ofrecióle su compañía a todashoras, ofrecimiento no de mucho gusto para Auristela, porquequisiera no tener tan a la vista la causa que pensaba ser de suenfermedad, de la cual no pensaba sanar, porque estaba deter-minada de no decillo; que su honestidad le ataba la lengua, suvalor se oponía a su deseo.

Finalmente, despejaron todos la estancia donde estaba, yquedáronse solas con ella Sinforosa y Policarpa, a quien conocasión bastante despidió Sinforosa; y, apenas se vio sola conAuristela, cuando, poniendo su boca con la suya y apretándolereciamente las manos, con ardientes suspiros, pareció que que-ría trasladar su alma en el cuerpo de Auristela, afectos que denuevo la turbaron, y así le dijo:

-¿Qué es esto, señora mía, que estas muestras me dan a en-tender que estáis más enferma que yo, y más lastimada el almaque la mía? Mirad si os puedo servir en algo, que para hacerlo,aunque está la carne enferma, tengo sana la voluntad.

-Dulce amiga mía -respondió Sinforosa-, cuanto puedo agra-dezco tu ofrecimiento, y con la misma voluntad con que te obli-gas te respondo, sin que en esta parte tengan alguna comedim-ientos fingidos ni tibias obligaciones. Yo, hermana mía, que coneste nombre has de ser llamada, en tanto que la vida me dura-re, amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No, que la vergüenza, y el

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ser quien soy, son mordazas de mi lengua; pero, ¿tengo de mo-rir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es,por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dosrecatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar lospensamientos infinitos de un alma enamorada?

Esto iba diciendo Sinforosa con tantas lágrimas y con tantossuspiros, que movieron a Auristela a enjugalle los ojos y a abra-zarla y a decirla:

-No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en laboca. Despide de ti por algún pequeño espacio la confusión y elempacho, y hazme tu secretaria; que los males comunicados, sino alcanzan sanidad, alcanzan alivio. Si tu pasión es amorosa,como lo imagino, sin duda bien sé que eres de carne, aunquepareces de alabastro, y bien sé que nuestras almas están siem-pre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estaratentas a querer bien a algún sujeto, a quien las estrellas lasinclinan, que no se ha de decir que las fuerzan. Dime, señora, aquién quieres, a quién amas y a quién adoras; que, como nodes en el disparate de amar a un toro, ni en el que dio el queadoró el plátano, como sea hombre el que, según tu dices, ado-ras, no me causará espanto ni maravilla. Mujer soy como tú;mis deseos tengo, y hasta ahora por honra del alma no me hansalido a la boca, que bien pudiera, como señales de la calentu-ra; pero al fin habrán de romper por inconvenientes y por im-posibles, y, siquiera en mi testamento, procuraré que se sepala causa de mi muerte.

Estábala mirando Sinforosa. Cada palabra que decía la esti-maba como si fuera sentencia salida por la boca de un oráculo.

-¡Ay, señora -dijo-, y cómo creo que los cielos te han traídopor tan estraño rodeo que parece milagro a esta tierra, condo-lidos de mi dolor y lastimados de mi lástima! Del vientre escurode la nave te volvieron a la luz del mundo, para que mi escuri-dad tuviese luz, y mis deseos salida de la confusión en que es-tán; y así, por no tenerme ni tenerte más suspensa, sabrás quea esta isla llegó tu hermano Periandro.

Y sucesivamente le contó del modo que había llegado, los tr-iunfos que alcanzó, los contrarios que venció y los premios queganó, del modo que ya queda contado. Díjole también cómo lasgracias de su hermano Periandro habían despertado en ella unmodo de deseo, que no llegaba a ser amor, sino benevolencia;

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pero que después, con la soledad y ociosidad, yendo y viniendoel pensamiento a contemplar sus gracias, el amor se le fue pin-tando, no como hombre particular, sino como a un príncipe;que si no lo era, merecía serlo. ``Esta pintura me la grabó enel alma, y yo inadvertida dejé que me la grabase, sin hacerleresistencia alguna; y así, poco a poco vine a quererle, a amarley aun a adorarle, como he dicho''.

Más dijera Sinforosa si no volviera Policarpa, deseosa de en-tretener a Auristela, cantando al son de una arpa que en lasmanos traía. Enmudeció Sinforosa, quedó perdida Auristela,pero el silencio de la una y el perdimiento de la otra no fueronparte para que dejasen de prestar atentos oídos a la sin par enmúsica Policarpa, que desta manera comenzó a cantar en sulengua lo que después dijo el bárbaro Antonio que en la caste-llana decía:

Cintia, si desengaños no son partepara cobrar la libertad perdida,da riendas al dolor, suelta la vida,que no es valor ni es honra el no quejarte.Y el generoso ardor que, parte a parte,tiene tu libre voluntad rendida,será de tu silencio el homicidacuando pienses por él eternizarte.Salga con la doliente ánima fuerala enferma voz, que es fuerza y es corduradecir la lengua lo que al alma toca.Quejándote, sabrá el mundo siquieracuán grande fue de amor tu calentura,pues salieron señales a la boca.

Ninguno como Sinforosa entendió los versos de Policarpa, lacual era sabidora de todos su deseos; y, puesto que tenía deter-minado de sepultarlos en las tinieblas del silencio, quiso apro-vecharse del consejo de su hermana, diciendo a Auristela suspensamientos, como ya se los había comenzado a decir. Mu-chas veces se quedaba Sinforosa con Auristela, dando a enten-der que más por cortés que por su gusto propio la

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acompañaba. En fin, una vez tornando a anudar la plática pasa-da, le dijo:

-Óyeme otra vez, señora mía, y no te cansen mis razones, quelas que me bullen en el alma no dejan sosegar la lengua. Re-ventaré si no las digo, y este temor, a pesar de mi crédito, haráque sepas que muero por tu hermano, cuyas virtudes, de mí co-nocidas, llevaron tras sí mis enamorados deseos; y, sin entre-meterme en saber quién son sus padres, la patria o riquezas, niel punto en que le ha levantado la fortuna, solamente atiendo ala mano liberal con que la naturaleza le ha enriquecido. Por sísolo le quiero, por sí solo le amo, y por sí solo le adoro; y por tisola, y por quien eres, te suplico que, sin decir mal de mis pre-cipitados pensamientos, me hagas el bien que pudieres. Innu-merables riquezas me dejó mi madre en su muerte, sin sabidu-ría de mi padre; hija soy de un rey que, puesto que sea porelección, en fin, es rey; la edad, ya la ves; la hermosura no sete encubre que, tal cual es, ya que no merezca ser estimada, nomerece ser aborrecida. Dame, señora, a tu hermano por espo-so; daréte yo a mí misma por hermana, repartiré contigo misriquezas, procuraré darte esposo, que después, y aun antes delos días de mi padre, le elijan por rey los de este reino; y, cuan-do esto no pueda ser, mis tesoros podrán comprar otros reinos.

Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas enlágrimas, en tanto que estas tiernas razones la decía. Acompa-ñábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuán-tos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y, aunquese le representaba en Sinforosa una enemiga, la tenía lástima;que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede,cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa algunaque la obligase a venganza: su culpa era la suya, sus pensam-ientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traíadesatinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primerono quedase convencida del mismo delito. Lo que procuró apu-rar fue si la había favorecido alguna vez, aunque fuese en co-sas leves, o si con la lengua o con los ojos había descubierto suamorosa voluntad a su hermano.

Sinforosa la respondió que jamás había tenido atrevimientode alzar los ojos a mirar a Periandro, sino con el recato que aser quien era debía, y que al paso de sus ojos había andado elrecato de su lengua.

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-Bien creo eso -respondió Auristela-, pero, ¿es posible que élno ha dado muestras de quererte? Sí habrá, porque no le tengopor tan de piedra que no le enternezca y ablande una bellezatal como la tuya; y así, soy de parecer que, antes que yo rompaesta dificultad, procures tú hablarle, dándole ocasión para ellocon algún honesto favor; que tal vez los impensados favoresdespiertan y encienden los más tibios y descuidados pechos;que si una vez él responde a tu deseo, seráme fácil a mí hacer-le que de todo en todo le satisfaga. Todos los principios, amiga,son dificultosos, y en los de amor dificultosísimos; no te acon-sejo yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores quehacen las doncellas a los que aman, por castos que sean, no loparecen, y no se ha de aventurar la honra por el gusto; pero,con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor, sutil ma-estro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofre-ce lugar y coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de sucrédito.

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Capítulo 4Donde se prosigue la historia y amores de Sinforosa

Atenta estaba la enamorada Sinforosa a las discretas razonesde Auristela, y, no respondiendo a ellas, sino volviendo a anu-dar las del pasado razonamiento, le dijo:

-Mira, amiga y señora, hasta dónde llegó el amor que engen-dró en mi pecho el valor que conocí en tu hermano, que hiceque un capitán de la guarda de mi padre le fuese a buscar y letrajese por fuerza o de grado a mi presencia, y el navío en quese embarcó es el mismo en que tú llegaste, porque en él, entrelos muertos, le han hallado sin vida.

-Así debe de ser -respondió Auristela-, que él me contó granparte de lo que tú me has dicho, de modo que ya yo tenía notic-ia, aunque algo confusa, de tus pensamientos, los cuales, si esposible, quiero que sosiegues hasta que se los descubras a mihermano, o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que seráluego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido; queni a ti te faltará lugar para hablarle, ni a mí tampoco.

De nuevo volvió Sinforosa a agradecer a Auristela su ofreci-miento y de nuevo volvió Auristela a tenerla lástima.

En tanto que entre las dos esto pasaba, se las había Arnaldocon Clodio, que moría por turbar o por deshacer los amorosospensamientos de Arnaldo; y, hallándole solo, si solo se puedehallar quien tiene ocupada el alma de amorosos deseos, le dijo:

-El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede te-ner de la voluble condición de las mujeres, y que Auristela, enefeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro eshombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decirque engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino que crí-es algún discreto recato. Y si por ventura te dieren lugar deque discurras por el camino de la razón, quiero que tal vez con-sideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a

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tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu rei-no, que es la misma en que está la nave donde falta el pilotoque la gobierne. Mira que los reyes están obligados a casarse,no con la hermosura, sino con el linaje; no con la riqueza, sinocon la virtud, por la obligación que tienen de dar buenos suce-sores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debeal príncipe el verle cojear en la sangre, y no basta decir que lagrandeza de rey es en sí tan poderosa que iguala consigo mis-ma la bajeza de la mujer que escogiere. El caballo y la yeguade casta generosa y conocida prometen crías de valor admira-ble, más que las no conocidas y de baja estirpe. Entre la gentecomún tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no leha de tener entre la noble. Así que, ¡oh señor mío!, o te vuelvea tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdo-na este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente ymurmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo detu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida,con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya conmejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hastaaquí depravada.

-Yo te agradezco, ¡oh Clodio! -dijo Arnaldo-, el buen consejoque me has dado, pero no consiente ni permite el cielo que lereciba. Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo noquiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es; que paramí cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sindisputas, que el abismo casi infinito de su hermosura lleva trassí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ellahe tenido, tengo y he de tener vida; ansí que, Clodio, no meaconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, ymis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tusconsejos.

Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de supresencia, con propósito de no servir más de consejero, porqueel que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera,autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.

Estas revoluciones, trazas y máquinas amorosas andaban enel palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos aman-tes: Auristela celosa, Sinforosa enamorada, Periandro turbadoy Arnaldo pertinaz; Mauricio haciendo disinios de volver a supatria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la

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presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de sutierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla;Antonio, el padre, moría por verse con sus hijos y mujer en Es-paña, y Rutilio en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a nin-guno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza hu-mana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, pornuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siemprela ha de haber mientras no dejáremos de desear.

Sucedió, pues, que casi de industria dio lugar Sinforosa aque Periandro se viese solo con Auristela, deseosa que se dieseprincipio a tratar de su causa y a la vista de su pleito, en cuyasentencia consistía la de su vida o muerte.

Las primeras palabras que Auristela dijo a Periandro, fueron:-Esta nuestra peregrinación, hermano y señor mío, tan llena

de trabajos y sobresaltos, tan amenazadora de peligros, cadadía y cada momento me hace temer los de la muerte, y querríaque diésemos traza de asegurar la vida, sosegándola en unaparte, y ninguna hallo tan buena como ésta donde estamos;que aquí se te ofrecen riquezas en abundancia, no en prome-sas, sino en verdad, y mujer noble y hermosísima en todo estre-mo, digna, no de que te ruegue, como te ruega, sino de que túla ruegues, la pidas y la procures.

En tanto que Auristela esto decía, la miraba Periandro contanta atención que no movía las pestañas de los ojos; corríamuy apriesa con el discurso de su entendimiento para hallaradónde podrían ir encaminadas aquellas razones; pero, pasan-do adelante con ellas, Auristela le sacó de su confusión,diciendo:

-Digo, hermano, que con este nombre te he de llamar encualquier estado que tomes; digo que Sinforosa te adora, y tequiere por esposo; dice que tiene riquezas increíbles, y yo digoque tiene creíble hermosura; digo creíble, porque es tal que noha menester que exageraciones la levanten ni hipérboles la en-grandezcan; y, en lo que he echado de ver, es de condiciónblanda, de ingenio agudo y de proceder tan discreto como ho-nesto. Con todo esto que te he dicho, no dejo de conocer lo mu-cho que mereces, por ser quien eres; pero, según los casos pre-sentes, no te estará mal esta compañía. Fuera estamos denuestra patria, tú perseguido de tu hermano, y yo de mi cortasuerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos,

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más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiem-bla, y no querría que entre temores y peligros me saltease lamuerte, y así, pienso acabar la vida en religión, y querría quetú la acabases en buen estado.

Aquí dio fin Auristela a su razonamiento, y principio a unaslágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho.Sacó los brazos honestamente fuera de la colcha, tendiólos porel lecho, y volvió la cabeza a la parte contraria de donde estabaPeriandro, el cual, viendo estos estremos y habiendo oído suspalabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista delos ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dioconsigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho. Vol-vió Auristela la suya, y, viéndole desmayado, le puso la manoen el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese,hilo a hilo le bañaban las mejillas.

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Capítulo 5De lo que pasó entre el rey Policarpo y su hija Sinforosa

Efetos vemos en la naturaleza de quien ignoramos las cau-sas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cor-tar con un cuchillo un paño, tiembla tal vez un hombre de unratón, y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano, y a otrohe visto levantarse de una mesa de respeto por ver poner unasaceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla, y losque más piensan que aciertan a decilla, es decir que las estre-llas tienen cierta antipatía con la complesión de aquel hombre,que le inclina o mueve a hacer aquellas acciones, temores y es-pantos, viendo las cosas sobredichas y otras semejantes que acada paso vemos.

Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal ri-sible, porque sólo el hombre se ríe, y no otro ningún animal; yyo digo que también se puede decir que es animal llorable, ani-mal que llora; y, ansí como por la mucha risa se descubre el po-co entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. Portres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por ha-ber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera,por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostrograve.

Veamos, pues, desmayado a Periandro, y ya que no llore depecador ni arrepentido, llore de celoso, que no faltará quiendisculpe sus lágrimas, y aun las enjugue, como hizo Auristela,la cual, con más artificio que verdad, le puso en aquel estado.Volvió en fin en sí, y, sintiendo pasos en la estancia, volvió lacabeza, y vio a sus espaldas a Ricla y a Constanza, que entra-ban a ver a Auristela, que lo tuvo a buena suerte; que, a dejarlesolo, no hallara palabras con que responder a su señora, y asíse fue a pensarlas y a considerar en los consejos que le habíadado.

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Estaba también Sinforosa con deseo de saber qué auto se ha-bía proveído en la audiencia de amor, en la primera vista de supleito, y sin duda que fuera la primera que entrara a ver a Au-ristela, y no Ricla y Constanza; pero estorbóselo llegar un reca-do de su padre el rey, que la mandaba ir a su presencia luego ysin escusa alguna. Obedecióle, fue a verle, y hallóle retirado ysolo. Hízola Policarpo sentar junto a sí, y, al cabo de algún es-pacio que estuvo callando, con voz baja, como que se recatabade que no le oyesen, la dijo:

-Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a sentirqué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos esténya sujetos a su jurisdición, todavía tal vez sale de su curso lanaturaleza, y se abrasan las niñas verdes, y se secan y consu-men los viejos ancianos.

Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padresabía sus deseos; pero con todo eso calló, y no quiso interrom-perle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declara-ba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho.

Siguió, pues, su padre, diciendo:-Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la

sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme portus consejos, y he guardado como has visto las leyes de la viu-dez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mipersona como por guardar la fe católica que profeso; pero, des-pués que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad,se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turba-do el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde lacumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de nosé qué deseos, que si los callo me matan y si los digo medeshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; nomás; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero porAuristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido loshuesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han to-mado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su personaha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a tiy a tu hermana daros una madrastra, que su valor disculpe eldárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me dará nada delqué dirán, y, cuando por ésta, si pareciere locura, me quitarenel reino, reine yo en los brazos de Auristela, que no habrá mo-narca en el mundo que se me iguale. Es mi intención, hija, que

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tú se la digas, y alcances de ella el sí que tanto me importa,que, a lo que creo, no se le hará muy dificultoso el darle, si consu discreción recompensa y contrapone mi autoridad a misaños y mi riqueza a los suyos. Bueno es ser reina, bueno esmandar, gusto dan las honras, y no todos los pasatiempos se ci-fran en los casamientos iguales. En albricias del sí que me hasde traer de esta embajada que llevas, te mando una mejora entu suerte, que si eres discreta, como lo eres, no has de acertara desearla mejor. Mira, cuatro cosas ha de procurar tener ysustentar el hombre principal; y son: buena mujer, buena casa,buen caballo y buenas armas. Las dos primeras, tan obligadaestá la mujer a procurallas como el varón, y aun más, porqueno ha de levantar la mujer al marido, sino el marido a la mujer.Las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casa-mientos humildes, porque en casándose igualan consigo a susmujeres; así que, séase Auristela quien fuere, que siendo mi es-posa será reina, y su hermano Periandro mi cuañado, el cual,dándotelo yo por esposo y honrándole con título de mi cuñado,vendrás tu también a ser estimada, tanto por ser su esposa co-mo por ser mi hija.

-Pues, ¿cómo sabes tú, señor -dijo Sinforosa-, que no es Per-iandro casado; y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?

-De que no lo sea -respondió el rey- me lo da a entender elverle andar peregrinando por estrañas tierras, cosa que lo es-torban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo melo certifica y asegura su discreción, que es mucha, y caerá enla cuenta de lo que contigo gana; y, pues la hermosura de suhermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le hagatu esposo.

Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, pala-deó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto desus deseos; y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser ca-samentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado.Sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Per-iandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor,todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la esperienciay el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, porque enaquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertaraa desearse en este mundo los siglos que tuviera de vida; que

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las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otropiensa el corazón.

Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movióotra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio,como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda es-crito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía sergentil maldiciente: que el tonto y simple, ni sabe murmurar nimaldecir; y, aunque no es bien decir bien mal, como ya otravez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto;que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la pongaen punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y por lo menosal maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudic-ial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto.

Este, pues, nuestro murmurador, a quien su lengua desterróde su patria en compañía de la torpe y viciosa Rosamunda, ha-biendo dado igual pena el rey de Inglaterra a su maliciosa leng-ua como a la torpeza de Rosamunda, hallándose solo con Rutil-io, le dijo:

-Mira, Rutilio, necio es, y muy necio, el que, descubriendo unsecreto a otro, le pide encarecidamente que le calle, porque leimporta la vida en que lo que le dice no se sepa. Digo yo agora:ven acá, descubridor de tus pensamientos y derramador de tussecretos: si a ti, con importarte la vida, como dices, los descu-bres al otro a quien se los dices, que no le importa nada el des-cubrillos, ¿cómo quieres que los cierre y recoja debajo de la lla-ve del silencio? ¿Qué mayor seguridad puedes tomar de que nose sepa lo que sabes, sino no decillo? Todo esto sé, Rutilio, ycon todo esto me salen a la lengua y a la boca ciertos pensam-ientos, que rabian porque los ponga en voz y los arroje en lasplazas, antes que se me pudran en el pecho o reviente conellos. Ven acá, Rutilio, ¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendoel cuerpo de Auristela, como si fuese su misma sombra, dejan-do su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco,perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, supirandoacullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismose fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano,mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poneren duda si son o no principales?; que el que está ausente de supatria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres quequisiere, y, con la discreción y artificio, parecer en sus

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costumbres que son hijos del sol y de la luna. No niego yo queno sea virtud digna de alabanza mejorarse cada uno, pero hade ser sin perjuicio de tercero. El honor y la alabanza son pre-mios de la virtud, que siendo firme y sólida se le deben, mas nose le debe a la ficticia y hipócrita. ¿Quién puede ser este lucha-dor, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes,este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos deesta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar porbrújula; que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tansin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo quemás me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicenque hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que seanhermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien deque ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, pordesiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo quegastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos llenos de peda-zos de oro de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aq-uella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auriste-la valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian nitruecan por menudo; pues pensar que siempre han de hallarreyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es ha-blar en lo escusado. Pues, ¿qué diremos, Rutilio, ahora, de lafantasía de Transila y de la astrología de su padre: ella que rev-ienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciariodel mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila,tomara ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo,aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, yno verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles loque han menester. Y este nuestro bárbaro español, en cuyaarrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe, yo pondréque si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos degente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pe-llejos, pintando la isla bárbara en un lienzo, y señalando conuna vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmo-rra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bár-baros, y el incendio no pensado de la isla: bien ansí como ha-cen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenasal hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus des-venturas con lastimeras voces y humildes plegarias en tierrade cristianos. Pero esto pase, que, aunque parezca que cuentan

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imposibles, a mayores peligros está sujeta la condición huma-na, y los de un desterrado, por grandes que sean, pueden sercreederos.

-¿Adónde vas a parar, oh Clodio? -dijo Rutilio.-Voy a parar -respondió Clodio- en decir de ti que mal podrás

usar tu oficio en estas regiones, donde sus moradores no dan-zan ni tienen otros pasatiempos sino lo que les ofrece Baco ensus tazas risueño y en sus bebidas lascivo; pararé también enmí, que, habiendo escapado de la muerte por la benignidad delcielo y por la cortesía de Arnaldo, ni al cielo doy gracias ni aArnaldo tampoco; antes querría procurar que, aunque fuese acosta de su desdicha, nosotros enmendásemos nuestra ventu-ra. Entre los pobres pueden durar las amistades, porque la ig-ualdad de la fortuna sirve de eslabonar los corazones; pero en-tre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera, porla desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza.

-Filósofo estás, Clodio -replicó Rutilio-, pero yo no puedo ima-ginar qué medio podremos tomar para mejorar, como dices,nuestra suerte, si ella comenzó a no ser buena desde nuestronacimiento. Yo no soy tan letrado como tú, pero bien alcanzoque, los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demas-iadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantanadonde sean señalados con el dedo, si la virtud no les da la ma-no. Pero a ti, ¿quién te la ha de dar, si la mayor que tienes esdecir mal de la misma virtud? ¿Y a mí, quién me ha de levantar,pues, cuando más lo procure, no podré subir más de lo que sealza una cabriola? Yo danzador, tú murmurador; yo condenadoa la horca en mi patria, tú desterrado de la tuya por maldicien-te: mira qué bien podremos esperar que nos mejore.

Suspendióse Clodio con las razones de Rutilio, con cuya sus-pensión dio fin a este capítulo el autor desta grande historia.

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Capítulo 6Todos tenían con quien comunicar sus pensamientos: Policarpocon su hija, y Clodio con Rutilio; sólo el suspenso Periandro loscomunicaba consigo mismo; que le engendraron tantos las ra-zones de Auristela, que no sabía a cuál acudir que le aliviase supesadumbre.

-¡Válame Dios! ¿Qué es esto? -decía entre sí mismo-. ¿Ha per-dido el juicio Auristela? ¡Ella mi casamentera! ¿Cómo es posi-ble que haya dado al olvido nuestros conciertos? ¿Qué tengo yoque ver con Sinforosa? ¿Qué reinos ni qué riquezas me puedena mí obligar a que deje a mi hermana Sigismunda, si no es de-jando de ser yo Persiles?

En pronunciando esta palabra, se mordió la lengua, y miró atodas partes a ver si alguno le escuchaba, y, asegurándose queno, prosiguió diciendo:

-Sin duda, Auristela está celosa; que los celos se engendran,entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que to-ca, y aun de la tierra que pisa. ¡Oh señora mía, mira lo que ha-ces, no hagas agravio a tu valor ni a tu belleza, ni me quites amí la gloria de mis firmes pensamientos, cuya honestidad y fir-meza me va labrando una inestimable corona de verdaderoamante! Hermosa, rica y bien nacida es Sinforosa, pero, en tucomparación, es fea, es pobre y de linaje humilde. Considera,señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos, opor elección o por destino: el que por destino, siempre está ensu punto; el que por elección, puede crecer o menguar, segúnpueden menguar o crecer las causas que nos obligan y muevena querernos; y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, halloque mi amor no tiene términos que le encierre, ni palabras quele declare: casi puedo decir que desde las mantillas y fajas demi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón del destino;con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el co-nocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron

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amable; vilas, contemplélas, conocílas, grabélas en mi alma, yde la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, queestoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en divi-dirle. Deja, pues, bien mío, Sinforosas; no me ofrezcas ajenashermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías, ni de-jes que suene en mis oídos el dulce nombre de hermano conque me llamas. Todo esto que estoy diciendo entre mí, quisieradecírtelo a ti por los mismos términos con que lo voy fraguandoen mi imaginación, pero no será posible, porque la luz de tusojos, y más si me miran airados, ha de turbar mi vista y enmu-decer mi lengua. Mejor será escribírtelo en un papel, porquelas razones serán siempre unas, y las podrás ver muchas veces,viendo siempre en ellas una verdad misma, una fe confirmada,y un deseo loable y digno de ser creído; y así, determino deescribirte.

Quietóse con esto algún tanto, pareciéndole que con más ad-vertido discurso pondría su alma en la pluma que en la lengua.

Dejemos escribiendo a Periandro, y vamos a oír lo que diceSinforosa a Auristela; la cual Sinforosa, con deseo de saber loque Periandro había respondido a Auristela, procuró verse conella a solas, y darle de camino noticia de la intención de su pa-dre, creyendo que, apenas se la habría declarado, cuando al-canzase el sí de su cumplimiento, puesta en pensar que pocasveces se desprecian las riquezas ni los señoríos, especialmentede las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, co-mo las más son altivas y soberbias.

Cuando Auristela vio a Sinforosa, no le plugo mucho su llega-da, porque no tenía qué responderle, por no haber visto más aPeriandro; pero Sinforosa, antes de tratar de su causa, quisotratar de la de su padre, imaginándose que con aquellas nue-vas que a Auristela llevaba, tan dignas de dar gusto, la tendríade su parte, en quien pensaba estar el todo de su buen suceso.Y así, le dijo:

-Sin duda alguna, bellísima Auristela, que los cielos te quie-ren bien, porque me parece que quieren llover sobre ti ventu-ras y más venturas. Mi padre, el rey, te adora, y conmigo te en-vía a decir que quiere ser tu esposo, y en albricias del sí que lehas de dar y yo se le he de llevar, me ha prometido a Periandropor esposo. Ya, señora, eres reina, ya Periandro es mío, ya lasriquezas te sobran, y si tus gustos en las canas de mi padre no

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te sobraren, sobrarte han en los del mando y en los de los vasa-llos, que estarán continuo atentos a tu servicio. Mucho te he di-cho, amiga y señora mía, y mucho has de hacer por mí, que deun gran valor no se puede esperar menos que un grande agra-decimiento. Comience en nosotras a verse en el mundo dos cu-ñadas que se quieren bien, y dos amigas que sin doblez seamen, que sí verán, si tu discreción no se olvida de sí misma. Ydime agora, qué es lo que respondió tu hermano a lo que de míle dijiste, que estoy confiada de la buena respuesta, porquebien simple sería el que no recibiese tus consejos como de unoráculo.

A lo que respondió Auristela:-Mi hermano Periandro es agradecido, como principal caba-

llero, y es discreto, como andante peregrino: que el ver muchoy el leer mucho aviva los ingenios de los hombres. Mis trabajosy los de mi hermano nos van leyendo en cuánto debemos esti-mar el sosiego, y, pues que el que nos ofreces es tal, sin dudaimagino que le habremos de admitir; pero hasta ahora no meha respondido nada Periandro, ni sé de su voluntad cosa quepueda alentar tu esperanza ni desmayarla. Da, ¡oh bella Sinfo-rosa!, algún tiempo al tiempo, y déjanos considerar el bien detus promesas, porque, puestas en obra, sepamos estimarlas.Las obras que no se han de hacer más de una vez, si se yerran,no se pueden enmendar en la segunda, pues no la tienen, y elcasamiento es una destas acciones; y así, es menester que seconsidere bien antes que se haga, puesto que los términos des-ta consideración los doy por pasados, y hallo que tú alcanzarástus deseos, y yo admitiré tus promesas y consejos. Y vete, her-mana, y haz llamar de mi parte a Periandro, que quiero saberdél alegres nuevas que decirte, y aconsejarme con él de lo queme conviene, como con hermano mayor, a quien debo tenerrespeto y obediencia.

Abrazóla Sinforosa, y dejóla, por hacer venir a Periandro aque la viese. El cual, en este tiempo, encerrado y solo, había to-mado la pluma, y de muchos principios que en un papel borró ytornó a escribir, quitó y añadió, en fin salió con uno que se dicedecía desta manera:

No he osado fiar de mi lengua lo que de mi pluma, ni aun de-lla fío algo, pues no puede escribir cosa que sea de momento elque por instantes está esperando la muerte. Ahora vengo a

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conocer que no todos los discretos saben aconsejar en todoslos casos; aquellos, sí, que tienen esperiencia en aquellos sobrequien se les pide el consejo. Perdóname, que no admito el tuyopor parecerme, o que no me conoces o que te has olvidado deti misma; vuelve, señora, en ti, y no te haga una vana presun-ción celosa salir de los límites de la gravedad y peso de tu raroentendimiento. Considera quién eres, y no se te olvide de quienyo soy, y verás en ti el término del valor que puede desearse, yen mí el amor y la firmeza que puede imaginarse; y, firmándoteen esta consideración discreta, no temas que ajenas hermosu-ras me enciendan, ni imagines que a tu incomparable virtud ybelleza otra alguna se anteponga. Sigamos nuestro viaje, cum-plamos nuestro voto, y quédense aparte celos infructuosos ymal nacidas sospechas. La partida desta tierra solicitaré contoda diligencia y brevedad, porque me parece que, en salir de-lla, saldré del infierno de mi tormento a la gloria de verte sincelos.

Esto fue lo que escribió Periandro, y lo que dejó en limpio alcabo de haber hecho seis borradores; y, doblando el papel, sefue a ver a Auristela, de cuya parte ya le habían llamado.

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Capítulo 7Parte primera

Rutilio y Clodio, aquellos dos que querían enmendar su humil-de fortuna, confiados el uno de su ingenio y el otro de su pocavergüenza, se imaginaron merecedores, el uno de Policarpa yel otro de Auristela; a Rutilio le contentó mucho la voz y el don-aire de Policarpa, y a Clodio la sin igual belleza de Auristela; yandaban buscando ocasión cómo descubrir sus pensamientos,sin que les viniese mal por declararlos: que es bien que temaun hombre bajo y humilde que se atreve a decir a una mujerprincipal lo que no había de atreverse a pensarlo siquiera. Perotal vez acontece que la desenvoltura de una poco honesta, aun-que principal señora, da motivo a que un hombre humilde y ba-jo ponga en ella los ojos y le declare sus pensamientos. Ha deser anejo a la mujer principal el ser grave, el ser compuesta yrecatada, sin que por esto sea soberbia, desabrida y descuida-da; tanto ha de parecer más humilde y más grave una mujercuanto es más señora. Pero en estos dos caballeros y nuevosamantes, no nacieron sus deseos de las desenvolturas y pocagravedad de sus señoras; pero, nazcan de do nacieren, Rutilio,en fin, escribió un papel a Policarpa y Clodio a Auristela, del te-nor que se sigue:

Rutilio a Policarpa

Señora, yo soy estranjero, y, aunque te diga grandezas de milinaje, como no tengo testigos que las confirmen, quizá no ha-llarán crédito en tu pecho; aunque, para confirmación de quesoy ilustre en linaje, basta que he tenido atrevimiento de decir-te que te adoro. Mira qué pruebas quieres que haga para con-firmarte en esta verdad, que a ti estará el pedirlas y a mí el

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hacerlas; y, pues te quiero para esposa, imagina que deseo co-mo quien soy y que merezco como deseo: que de altos espírituses aspirar a las cosas altas. Dame siquiera con los ojos resp-uesta deste papel, que en la blandura o rigor de tu vista veré lasentencia de mi muerte o de mi vida.

Cerró el papel Rutilio con intención de dársele a Policarpa,arrimándose al parecer de los que dicen: "Díselo tú una vez,que no faltará quien se lo acuerde ciento." Mostróselo primeroa Clodio, y Clodio le mostró a él otro que para Auristela teníaescrito, que es éste que se sigue:

Clodio a Auristela

Unos entran en la red amorosa con el cebo de la hermosura,otros con los del donaire y gentileza, otros con los del valorque consideran en la persona a quien determinan rendir su vo-luntad; pero yo por diferente manera he puesto mi garganta asu yugo, mi cerviz a su coyunda, mi voluntad a sus fueros y mispies a sus grillos, que ha sido por la de la lástima: que ¿cuál esel corazón de piedra que no la tendrá, hermosa señora, de ver-te vendida y comprada, y en tan estrechos pasos puesta, quehas llegado al último de la vida por momentos? El yerro y desp-iadado acero ha amenazado tu garganta, el fuego ha abrasadolas ropas de tus vestidos, la nieve tal vez te ha tenido yerta, yla hambre enflaquecida, y de amarilla tez cubiertas las rosasde tus mejillas, y, finalmente, el agua te ha sorbido y vomitado.Y estos trabajos no sé con qué fuerzas los llevas, pues no te laspueden dar las pocas de un rey vagamundo, y que te sigue porsólo el interés de gozarte, ni las de tu hermano, si lo es, sontantas que te puedan alentar en tus miserias. No fíes, señora,de promesas remotas, y arrímate a las esperanzas propincuas,y escoge un modo de vida que te asegure la que el cielo quisie-re darte. Mozo soy, habilidad tengo para saber vivir en los másúltimos rincones de la tierra; yo daré traza cómo sacarte déstay librarte de las importunaciones de Arnaldo, y, sacándote des-te Egipto, te llevaré a la tierra de promisión, que es España oFrancia o Italia, ya que no puedo vivir en Inglaterra, dulce yamada patria mía; y sobre todo me ofrezco a ser tu esposo, ydesde luego te aceto por mi esposa.

Habiendo oído Rutilio el papel de Clodio, dijo:

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-Verdaderamente, nosotros estamos faltos de juicio, pues nosqueremos persuadir que podemos subir al cielo sin alas, pueslas que nos da nuestra pretensión son las de la hormiga. Mira,Clodio, yo soy de parecer que rasguemos estos papeles, puesno nos ha forzado a escribirlos ninguna fuerza amorosa, sinouna ociosa y baldía voluntad, porque el amor ni nace ni puedecrecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella, faltaél de todo punto. Pues, ¿por qué queremos aventurarnos a per-der y no a ganar en esta empresa?; que el declararla y el ver anuestras gargantas arrimado el cordel o el cuchillo ha de sertodo uno; demás que, por mostrarnos enamorados, habremosde parecer, sobre desagradecidos, traidores. ¿Tú no ves la dis-tancia que hay de un maestro de danzar, que enmendó su ofic-io con aprender el de platero, a una hija de un rey, y la que hayde un desterrado murmurador a la que desecha y menospreciareinos? Mordámonos la lengua, y llegue nuestro arrepentimien-to a do ha llegado nuestra necedad. A lo menos este mi papelse dará primero el fuego o al viento que a Policarpa.

-Haz tú lo que quisieres del tuyo -respondió Clodio-, que elmío, aunque no le dé a Auristela, le pienso guardar por honrade mi ingenio; aunque temo que, si no se le doy, toda la vidame ha de morder la conciencia de haber tenido este arrepenti-miento, porque el tentar no todas las veces daña.

Estas razones pasaron entre los dos fingidos amantes, y atre-vidos y necios de veras.

Llegóse, en fin, el punto de hablar a solas Periandro con Au-ristela, y entró a verla con intención de darle el papel que ha-bía escrito; pero, así como la vio, olvidándose de todos los dis-cursos y disculpas que llevaba prevenidas, le dijo:

-Señora, mírame bien, que yo soy Periandro, que fui el quefue Persiles, y soy el que tú quieres que sea Periandro. El nudocon que están atadas nuestras voluntades nadie le puede desa-tar sino la muerte; y, siendo esto así, ¿de qué te sirve darmeconsejos tan contrarios a esta verdad? Por todos los cielos, ypor ti misma, más hermosa que ellos, te ruego que no nombresmás a Sinforosa, ni imagines que su belleza ni sus tesoros hande ser parte a que yo olvide las minas de tus virtudes y la her-mosura incomparable tuya, así del cuerpo como del alma. Estamía, que respira por la tuya, te ofrezco de nuevo, no con mayo-res ventajas que aquellas con que te la ofrecí la vez primera

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que mis ojos te vieron, porque no hay cláusula que añadir a laobligación en que quedé de servirte, el punto que en mis po-tencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes. Procura,señora, tener salud, que yo procuraré la salida de esta tierra, ydispondré lo mejor que pudiere nuestro viaje: que, aunque Ro-ma es el cielo de la tierra, no está puesta en el cielo, y no ha-brá trabajos ni peligros que nos nieguen del todo el llegar aella, puesto que los haya para dilatar el camino; tente al troncoy a las ramas de tu mucho valor, y no imagines que ha de ha-ber en el mundo quien se le oponga.

En tanto que Periandro esto decía, le estaba mirando Auris-tela con ojos tiernos y con lágrimas de celos y compasión naci-das; pero, en fin, haciendo efeto en su alma las amorosas razo-nes de Periandro, dio lugar a la verdad que en ellas venía ence-rrada, y respondióle seis o ocho palabras, que fueron:

-Sin hacerme fuerza, dulce amado, te creo; confiada te pidoque con brevedad salgamos desta tierra, que en otra quizá con-valeceré de la enfermedad celosa que en este lecho me tiene.

-Si yo hubiera dado, señora -respondió Periandro-, algunaocasión a tu enfermedad, llevara en paciencia tus quejas, y enmis disculpas hallaras tú el remedio de tus lástimas; pero, co-mo no te he ofendido, no tengo de qué disculparme. Por quieneres, te suplico que alegres los corazones de los que te cono-cen, y sea brevemente, pues, faltando la ocasión de tu enferme-dad, no hay para qué nos mates con ella. Pondré en efeto loque me mandas; saldremos desta tierra con la brevedadposible.

-¿Sabes cuánto te importa, Periandro? -respondió Auristela-.Pues has de saber que me van lisonjeando promesas y apretan-do dádivas; y no como quiera, que por lo menos me ofrecen es-te reino. Policarpo, el rey, quiere ser mi esposo; hámelo envia-do a decir con Sinforosa, su hija, y ella, con el favor que piensatener en mí, siendo su madrastra, quiere que seas su esposo. Siesto puede ser, tú lo sabes, y si estamos en peligro, considéra-lo, y, conforme a esto, aconséjate con tu discreción, y busca elremedio que nuestra necesidad pide; y perdóname, que la fuer-za de las sospechas han sido las que me han forzado a ofender-te, pero estos yerros fácilmente los perdona el amor.

-Dél se dice -replicó Periandro- que no puede estar sin celos,los cuales, cuando de débiles y flacas ocasiones nacen, le

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hacen crecer, sirviendo de espuelas a la voluntad, que, de puroconfiada, se entibia, o a lo menos, parece que se desmaya; y,por lo que debes a tu buen entendimiento, te ruego que de aquíadelante me mires, no con mejores ojos, pues no los puede ha-ber en el mundo tales como los tuyos, sino con voluntad másllana y menos puntuosa, no levantando algún descuido mío,más pequeño que un grano de mostaza, a ser monte que lleguea los cielos, llegando a los celos; y en lo demás, con tu buen jui-cio entretén al rey y a Sinforosa, que no la ofenderás en fingirpalabras que se encaminan a conseguir buenos deseos; y que-da en paz, no engendre en algún mal pecho alguna mala sospe-cha nuestra larga plática.

Con esto la dejó Periandro, y, al salir de la estancia, encontrócon Clodio y Rutilio: Rutilio acabando de romper el papel quehabía escrito a Policarpa, y Clodio doblando el suyo para po-nérselo en el seno; Rutilio arrepentido de su loco pensamiento,y Clodio satisfecho de su habilidad y ufano de su atrevimiento;pero andará el tiempo y llegará el punto donde diera él, por nohaberle escrito la mitad de la vida, si es que las vidas puedenpartirse.

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Parte segunda

Andaba el rey Policarpo alborozado con sus amorosos pensam-ientos, y deseoso además de saber la resolución de Auristela,tan confiado y tan seguro que había de corresponder a lo quedeseaba que ya consigo mismo trazaba las bodas, concertabalas fiestas, inventaba las galas, y aun hacía mercedes en espe-ranza del venidero matrimonio; pero, entre todos estos disin-ios, no tomaba el pulso a su edad, ni igualaba con discreción ladisparidad que hay de diez y siete años a setenta; y, cuandofueran sesenta, es también grande la distancia: ansí halagan ylisonjean los lascivos deseos las voluntades, así engañan losgustos imaginados a los grandes entendimientos, así tiran y lle-van tras sí las blandas imaginaciones a los que no se resistenen los encuentros amorosos.

Con diferentes pensamientos estaba Sinforosa, que no seaseguraba de su suerte, por ser cosa natural que quien muchodesea, mucho teme; y las cosas que podían poner alas a su es-peranza, como eran su valor, su linaje y hermosura, esas mis-mas se las cortaban, por ser propio de los amantes rendidospensar siempre que no tienen partes que merezcan ser amadasde los que bien quieren. Andan el amor y el temor tan aparea-dos que, a doquiera que volváis la cara, los veréis juntos; y noes soberbio el amor, como algunos dicen, sino humilde, agrada-ble y manso; y tanto, que suele perder de su derecho por nodar a quien bien quiere pesadumbre; y más, que, como todoamante tiene en sumo precio y estima la cosa que ama, huyede que de su parte nazca alguna ocasión de perderla.

Todo esto, con mejores discursos que su padre, considerabala bella Sinforosa, y, entre temor y esperanza puesta, fue a vera Auristela, y a saber della lo que esperaba y temía. En fin sevio Sinforosa con Auristela, y sola, que era lo que ella más de-seaba; y era tanto el deseo que tenía de saber las nuevas de subuena o mala andanza que, así como entró a verla, sin que lahablase palabra, se la puso a mirar ahincadamente, por ver sien los movimientos de su rostro le daba señales de su vida omuerte.

Entendióla Auristela, y a media risa, quiero decir, con mues-tras alegres, le dijo:

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-Llegaos, señora, que a la raíz del árbol de vuestra esperanzano ha puesto el temor segur para cortar. Bien es verdad quevuestro bien y el mío se han de dilatar algún tanto, pero en finllegarán, porque, aunque hay inconvenientes que suelen impe-dir el cumplimiento de los justos deseos, no por eso ha de tenerla desesperación fuerzas para no esperalle. Mi hermano diceque el conocimiento que tiene de tu valor y hermosura, no sola-mente le obliga, pero que le fuerza a quererte, y tiene a bien ya merced particular la que le haces en querer ser suya; pero,antes que venga a tan dichosa posesión, ha menester defrau-dar las esperanzas que el príncipe Arnaldo tiene de que yo hede ser su esposa; y sin duda lo fuera yo, si el serlo tú de mi her-mano no lo estorbara; que has de saber, hermana mía, que asípuedo vivir yo sin Periandro como puede vivir un cuerpo sin al-ma: allí tengo de vivir donde él viviere, él es el espíritu que memueve y el alma que me anima; y, siendo esto así, si él se casaen esta tierra contigo, ¿cómo podré yo vivir en la de Arnaldo enausencia de mi hermano? Para escusar este desmán que meamenaza, ordena que nos vamos con él a su reino, desde elcual le pediremos licencia para ir a Roma a cumplir un voto,cuyo cumplimiento nos sacó de nuestra tierra; y está claro, co-mo la esperiencia me lo ha mostrado, que no ha de salir unpunto de mi voluntad. Puestos, pues, en nuestra libertad, fácilcosa será dar la vuelta a esta isla, donde, burlando sus espe-ranzas, veamos el fin de las nuestras, yo casándome con tu pa-dre, y mi hermano contigo.

A lo que respondió Sinforosa:-No sé, hermana, con qué palabras podré encarecer la mer-

ced que me has hecho con las que me has dicho; y así, la deja-ré en su punto, porque no sé cómo esplicarlo; pero esto queahora decirte quiero, recíbelo antes por advertimiento que porconsejo: ahora estás en esta tierra y en poder de mi padre, quete podrá y querrá defender de todo el mundo, y no será bienque se ponga en contingencia la seguridad de tu posesión; nole ha de ser posible a Arnaldo llevaros por fuerza a ti y a tuhermano, y hale de ser forzoso, si no querer, a lo menos con-sentir lo que mi padre quisiere, que le tiene en su reino y en sucasa. Asegúrame tú, ¡oh hermana!, que tienes voluntad de sermi señora, siendo esposa de mi padre, y que tu hermano no seha de desdeñar de ser mi señor y esposo, que yo te daré llanas

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todas las dificultades e inconvenientes que para llegar a esteefeto pueda poner Arnaldo.

A lo que respondió Auristela:-Los varones prudentes, por los casos pasados y por los pre-

sentes, juzgan los que están por venir. A hacernos fuerza públi-ca o secreta tu padre en nuestra detención, ha de irritar y des-pertar la cólera de Arnaldo, que, en fin, es rey poderoso, a lomenos lo es más que tu padre, y los reyes burlados y engaña-dos fácilmente se acomodan a vengarse; y así, en lugar de ha-ber recebido con nuestro parentesco gusto, recibiríades daño,trayéndoos la guerra a vuestras mismas casas. Y si dijeres queeste temor se ha de tener siempre, ora nos quedemos aquí, oravolvamos después, considerando que nunca los cielos aprietantanto los males que no dejen alguna luz con que se descubra lade su remedio, soy de parecer que nos vamos con Arnaldo, yque tú misma, con tu discreción y aviso, solicites nuestra parti-da; que en esto solicitarás y abreviarás nuestra vuelta, y aquí,si no en reinos tan grandes como los de Arnaldo, a lo menos enpaz más segura, gozaré yo de la prudencia de tu padre, y tú dela gentileza y bondad de mi hermano, sin que se dividan yaparten nuestras almas.

Oyendo las cuales razones, Sinforosa, loca de contento, seabalanzó a Auristela, y le echó los brazos al cuello, midiéndolela boca y los ojos con sus hermosos labios. En esto, vieron en-trar por la sala a los dos, al parecer, bárbaros, padre y hijo, y aRicla y Constanza, y luego tras ellos entraron Mauricio, Ladis-lao y Transila, deseosos de ver y hablar a Auristela, y saber enqué punto estaba su enfermedad, que los tenía a ellos sin sa-lud. Despidióse Sinforosa más alegre y más engañada quecuando había entrado: que los corazones enamorados creencon mucha facilidad aun las sombras de las promesas de sugusto. El anciano Mauricio, después de haber pasado con Au-ristela las ordinarias preguntas y respuestas que suelen pasarentre los enfermos y los que los visitan, dijo:

-Si los pobres, aunque mendigos, suelen llevar con pesadum-bre el verse desterrados o ausentes de su patria, donde no de-jaron sino los terrones que los sustentaban, ¿qué sentirán losausentes que dejaron en su tierra los bienes que de la fortunapudieran prometerse? Digo esto, señora, porque mi edad, quecon presurosos pasos me va acercando al último fin, me hace

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desear verme en mi patria, adonde mis amigos, mis parientes ymis hijos me cierren los ojos y me den el último vale. Este bieny merced conseguiremos todos cuantos aquí estamos, pues to-dos somos estranjeros y ausentes, y todos, a lo que creo, tene-mos en nuestras patrias lo que no hallaremos en las ajenas. Sitú, señora, quisieres solicitar nuestra partida, o a lo menos ten-iendo por bien que nosotros la procuremos, puesto que no seráposible el dejarte, porque tu generosa condición y rara hermo-sura, acompañada de la discreción, que admira, es la piedraimán de nuestras voluntades.

-A lo menos -dijo a esta sazón Antonio el padre-, de la mía yde las de mi mujer y hijos, lo es de suerte que primero dejaré lavida que dejar la compañía de la señora Auristela, si es que ellano se desdeña de la nuestra.

-Yo os agradezco, señores -respondió Auristela-, el deseo queme habéis mostrado; y, aunque no está en mi mano correspon-der a él como debía, todavía haré que le pongan en efeto elpríncipe Arnaldo y mi hermano Periandro, sin que sea parte mienfermedad, que ya es salud, a impedirle. En tanto, pues, quellega el felice día y punto de nuestra partida, ensanchad los co-razones y no deis lugar que reine en ellos la malencolía, ni pen-séis en peligros venideros: que, pues el cielo de tantos nos hasacado, sin que otros nos sobrevengan, nos llevará a nuestrasdulces patrias; que los males que no tienen fuerzas para aca-bar la vida, no la han de tener para acabar la paciencia.

Admirados quedaron todos de la respuesta de Auristela, por-que en ella se descubrió su corazón piadoso y su discreción ad-mirable. Entró en este instante el rey Policarpo, alegre sobre-manera, porque ya había sabido de Sinforosa, su hija, las pro-metidas esperanzas del cumplimiento de sus entre castos y las-civos deseos; que los ímpetus amorosos que suelen parecer enlos ancianos se cubren y disfrazan con la capa de la hipocresía;que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe a nad-ie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio,disimulan sus depravados apetitos. Entraron con el rey Arnaldoy Periandro, y, dándole el parabién a Auristela de la mejoría,mandó el rey que, aquella noche, en señal de la merced que delcielo todos en la mejoría de Auristela habían recebido, se hicie-sen luminarias en la ciudad, y fiestas y regocijos ocho días

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continuos. Periandro lo agradeció como hermano de Auristela,y Arnaldo como amante que pretendía ser su esposo.

Regocijábase Policarpo allá entre sí mismo en considerarcuán suavemente se iba engañando Arnaldo, el cual, admiradocon la mejoría de Auristela, sin que supiese los disinios de Poli-carpo, buscaba modos de salir de su ciudad, pues tanto cuantomás se dilataba su partida, tanto más, a su parecer, se alonga-ba el cumplimiento de su deseo. Mauricio, también deseoso devolver a su patria, acudió a su ciencia, y halló en ella que gran-des dificultades habían de impedir su partida. Comunicólas conArnaldo y Periandro, que ya habían sabido los intentos de Sin-forosa y Policarpo, que les puso en mucho cuidado, por sabercierto, cuando el amoroso deseo se apodera de los pechos po-derosos, suele romper por cualquiera dificultad, hasta llegar alfin de ellos: no se miran respetos, ni se cumplen palabras, niguardan obligaciones. Y así, no había para qué fiarse en las po-cas o ninguna en que Policarpo les estaba.

En resolución, quedaron los tres de acuerdo que Mauriciobuscase un bajel, de muchos que en el puerto estaban, que losllevase a Inglaterra secretamente, que para embarcarse no fal-taría modo convenible, y que, en este entretanto, no mostraseninguno señales de que tenían noticia de los disinios de Poli-carpo. Todo esto se comunicó con Auristela, la cual aprobó suparecer, y entró en nuevos cuidados de mirar por su salud ypor la de todos.

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Capítulo 8Da Clodio el papel a Auristela; Antonio, el bárbaro,

le mata por yerro

Dice la historia que llegó a tanto la insolencia, o por mejordecir, la desvergüenza de Clodio, que tuvo atrevimiento de po-ner en las manos de Auristela el desvergonzado papel que lahabía escrito, engañada con que le dijo que eran unos versosdevotos, dignos de ser leídos y estimados.

Abrió Auristela el papel, y pudo con ella tanto la curiosidadque no dio lugar al enojo para dejalle de leer hasta el cabo. Le-yóle en fin, y, volviéndole a cerrar, puestos los ojos en Clodio, yno echando por ellos rayos de amorosa luz, como las más vecessolía, sino centellas de rabioso fuego, le dijo:

-Quítateme de delante, hombre maldito y desvergonzado: quesi la culpa deste tu atrevido disparate entendiera que había na-cido de algún descuido mío, que menoscabara mi crédito y mihonra, en mí misma castigara tu atrevimiento, el cual no ha dequedar sin castigo, si ya entre tu locura y mi paciencia no sepone el tenerte lástima.

Quedó atónito Clodio, y diera él por no haberse atrevido lamitad de la vida, como ya se ha dicho. Rodeáronle luego el al-ma mil temores, y no se daba más término de vida que lo quetardasen en saber su bellaquería Arnaldo o Periandro; y, sin re-plicar palabra, bajó los ojos, volvió las espaldas y dejó sola aAuristela, cuya imaginación ocupó un temor, no vano, sino muypuesto en razón, de que Clodio, desesperado, había de dar entraidor, aprovechándose de los intentos de Policarpo, si acaso asu noticia viniese, y determinó darla de aquel caso a Periandroy Arnaldo.

Sucedió en este tiempo que, estando Antonio el mozo solo ensu aposento, entró a deshora una mujer en él, de hasta

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cuarenta años de edad, que, con el brío y donaire, debía de en-cubrir otros diez, vestida, no al uso de aquella tierra, sino al deEspaña; y, aunque Antonio no conocía de usos, sino de los quehabía visto en los de la bárbara isla donde se había criado y na-cido, bien conoció ser estranjera de aquella tierra. LevantóseAntonio a recebirla cortésmente, porque no era tan bárbaroque no fuese bien criado. Sentáronse, y la dama -si en tantosaños de edad es justo se le dé este nombre-, después de haberestado atenta mirando el rostro de Antonio, dijo:

-Parecerte ha novedad, ¡oh mancebo!, esta mi venida a verte,porque no debes de estar en uso de ser visitado de mujeres,habiéndote criado, según he sabido, en la isla Bárbara, y no en-tre bárbaros, sino entre riscos y peñas, de las cuales, si comosacaste la belleza y brío que tienes, has sacado también la du-reza en las entrañas, la blandura de las mías temo que no meha de ser de provecho. No te desvíes, sosiégate y no te alboro-tes, que no está hablando contigo algún mostruo ni personaque quiera decirte ni aconsejarte cosas que vayan fuera de lanaturaleza humana; mira que te hablo español, que es la leng-ua que tú sabes, cuya conformidad suele engendrar amistadentre los que no se conocen.

«Mi nombre es Cenotia, soy natural de España, nacida y cria-da en Alhama, ciudad del reino de Granada; conocida por minombre en todos los de España, y aun entre otros muchos, por-que mi habilidad no consiente que mi nombre se encubra, ha-ciéndome conocida mis obras. Salí de mi patria, habrá cuatroaños, huyendo de la vigilancia que tienen los mastines velado-res que en aquel reino tienen del católico rebaño. Mi estirpe esagarena; mis ejercicios, los de Zoroastes, y en ellos soy única.¿Ves este sol que nos alumbra? Pues si, para señal de lo quepuedo, quieres que le quite los rayos y le asombre con nubes,pídemelo, que haré que a esta claridad suceda en un punto es-cura noche; o ya si quisieres ver temblar la tierra, pelear losvientos, alterarse el mar, encontrarse los montes, bramar lasfieras, o otras espantosas señales que nos representen la con-fusión del caos primero, pídelo, que tú quedarás satisfecho y yoacreditada. Has de saber ansimismo que en aquella ciudad deAlhama siempre ha habido alguna mujer de mi nombre, la cual,con el apellido de Cenotia, hereda esta ciencia, que no nos en-seña a ser hechiceras, como algunos nos llaman, sino a ser

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encantadoras y magas, nombres que nos vienen más al propio.Las que son hechiceras, nunca hacen cosa que para alguna co-sa sea de provecho: ejercitan sus burlerías con cosas, al pare-cer, de burlas, como son habas mordidas, agujas sin puntas, al-fileres sin cabeza, y cabellos cortados en crecientes o meng-uantes de luna; usan de caracteres que no entienden, y si algoalcanzan, tal vez, de lo que pretenden, es, no en virtud de sussimplicidades, sino porque Dios permite, para mayor condena-ción suya, que el demonio las engañe. Pero nosotras, las quetenemos nombre de magas y de encantadoras, somos gente demayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos elmovimiento de los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, delas plantas, de las piedras, de las palabras, y, juntando lo acti-vo a lo pasivo, parece que hacemos milagros, y nos atrevemosa hacer cosas tan estupendas que causan admiración a las gen-tes, de donde nace nuestra buena o mala fama: buena, si hace-mos bien con nuestra habilidad; mala, si hacemos mal con ella.Pero, como la naturaleza parece que nos inclina antes al malque al bien, no podemos tener tan a raya los deseos que no sedeslicen a procurar el mal ajeno; que, ¿quién quitará al airadoy ofendido que no se vengue? ¿Quién al amante desdeñado queno quiera, si puede, reducir a ser querido del que le aborrece?Puesto que en mudar las voluntades, sacarlas de su quicio, co-mo esto es ir contra el libre albedrío, no hay ciencia que lopueda, ni virtud de yerbas que lo alcancen.»

A todo esto que la española Cenotia decía, la estaba mirandoAntonio con deseo grande de saber qué suma tendría tan largacuenta.

Pero la Cenotia prosiguió diciendo:-«Dígote, en fin, bárbaro discreto, que la persecución de los

que llaman inquisidores en España, me arrancó de mi patria;que, cuando se sale por fuerza della, antes se puede llamararrancada que salida. Vine a esta isla por estraños rodeos, porinfinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, volv-iendo la cabeza atrás, pensando que me mordían las faldas losperros, que aun hasta aquí temo; dime presto a conocer al reyantecesor de Policarpo, hice algunas maravillas, con que dejémaravillado al pueblo; procuré hacer vendible mi ciencia, tanen mi provecho que tengo juntos más de treinta mil escudos enoro; y, estando atenta a esta ganancia, he vivido castamente,

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sin procurar otro algún deleite, ni le procurara, si mi buena omi mala fortuna no te hubieran traído a esta tierra, que en tumano está darme la suerte que quisieres.» Si te parezco fea, yoharé de modo que me juzgues por hermosa; si son pocos trein-ta mil escudos que te ofrezco, alarga tu deseo y ensancha lossacos de la codicia y los senos, y comienza desde luego a con-tar cuantos dineros acertares a desear. Para tu servicio sacarélas perlas que encubren las conchas del mar, rendiré y traeré atus manos las aves que rompen el aire, haré que te ofrezcansus frutos las plantas de la tierra, haré que brote del abismo lomás precioso que en él se encierra, haréte invencible en todo,blando en la paz, temido en la guerra; en fin, enmendaré tusuerte de manera que seas siempre invidiado y no invidioso. Y,en cambio destos bienes que te he dicho, no te pido que seasmi esposo, sino que me recibas por tu esclava: que, para ser tuesclava, no es menester que me tengas voluntad como para seresposa, y, como yo sea tuya, en cualquier modo que lo sea, vivi-ré contenta. Comienza, pues, ¡oh generoso mancebo!, a mos-trarte prudente, mostrándote agradecido: mostrarte has pru-dente, si antes que me agradezcas estos deseos, quisieres ha-cer esperiencia de mis obras; y, en señal de que así lo harás,alégrame el alma ahora con darme alguna señal de paz, dándo-me a tocar tu valerosa mano.

Y, diciendo esto, se levantó para ir a abrazarle.Antonio, viendo lo cual, lleno de confusión, como si fuera la

más retirada doncella del mundo, y como si enemigos combat-ieran el castillo de su honestidad, se puso a defenderle, y, le-vantándose, fue a tomar su arco, que siempre o le traía consigoo le tenía junto a sí; y, poniendo en él una flecha, hasta veintepasos desviado de la Cenotia, le encaró la flecha. No le conten-tó mucho a la enamorada dama la postura amenazadora demuerte de Antonio, y, por huir el golpe, desvió el cuerpo, y pa-só la flecha volando por junto a la garganta (en esto más bár-baro Antonio de lo que parecía en su traje). Pero no fue el gol-pe de la flecha en vano, porque a este instante entraba por lapuerta de la estancia el maldiciente Clodio, que le sirvió deblanco, y le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpe-tuo silencio: castigo merecido a sus muchas culpas. Volvió laCenotia la cabeza, vio el mortal golpe que había hecho la fle-cha, temió la segunda, y, sin aprovecharse de lo mucho que

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con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tro-pezando aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intenciónde vengarse del cruel y desamorado mozo.

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Capítulo 9No le quedó sabrosa la mano a Antonio del golpe que había he-cho; que, aunque acertó errando, como no sabía las culpas deClodio y había visto la de la Cenotia, quisiera haber sido mejorcertero. Llegóse a Clodio por ver si le quedaban algunas reliqu-ias de vida, y vio que todas se las había llevado la muerte; cayóen la cuenta de su yerro, y túvose verdaderamente por bárba-ro. Entró en esto su padre, y, viendo la sangre y el cuerpomuerto de Clodio, conoció por la flecha que aquel golpe habíasido hecho por la mano de su hijo. Preguntóselo, y respondióleque sí; quiso saber la causa, y también se la dijo.

Admiróse el padre; lleno de indignación le dijo:-Ven acá, bárbaro, si a los que te aman y te quieren procuras

quitar la vida, ¿qué harás a los que te aborrecen? Si tanto pre-sumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidadcon el sufrimiento; que los peligros semejantes no se remediancon las armas, ni con esperar los encuentros, sino con huir deellos. Bien parece que no sabes lo que le sucedió a aquel man-cebo hebreo que dejó la capa en manos de la lasciva señoraque le solicitaba. Dejaras tú, ignorante, esa tosca piel que traesvestida, y ese arco con que presumes vencer a la misma valen-tía; no le armaras contra la blandura de una mujer rendida,que, cuando lo está, rompe por cualquier inconveniente que asu deseo se oponga. Si con esta condición pasas adelante en eldiscurso de tu vida, por bárbaro serás tenido hasta que la aca-bes, de todos los que te conocieren. No digo yo que ofendas aDios en ningún modo, sino que reprehendas, y no castigues, alas que quisieren turbar tus honestos pensamientos; y aparéja-te para más de una batalla, que la verdura de tus años y el ga-llardo brío de tu persona con muchas batallas te amenazan; yno pienses que has de ser siempre solicitado, que alguna vezsolicitarás, y, sin alcanzar tus deseos, te alcanzará la muerteen ellos.

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Escuchaba Antonio a su padre, los ojos puestos en el suelo,tan vergonzoso como arrepentido. Y lo que le respondió fue:

-No mires, señor, lo que hice, y pésame de haberlo hecho.Procuraré enmendarme de aquí adelante, de modo que no pa-rezca bárbaro por riguroso, ni lascivo por manso. Dése ordende enterrar a Clodio, y de hacerle la satisfación más convenien-te que ser pudiere.

Ya en esto había volado por el palacio la muerte de Clodio,pero no la causa de ella, porque la encubrió la enamorada Ce-notia, diciendo sólo que, sin saber por qué, el bárbaro mozo lehabía muerto.

Llegó esta nueva a los oídos de Auristela, que aún se tenía elpapel de Clodio en las manos, con intención de mostrársele aPeriandro o a Arnaldo, para que castigasen su atrevimiento;pero, viendo que el cielo había tomado a su cargo el castigo,rompió el papel, y no quiso que saliesen a luz las culpas de losmuertos: consideración tan prudente como cristiana. Y, bienque Policarpo se alborotó con el suceso, teniéndose por ofendi-do de que nadie en su casa vengase sus injurias, no quiso ave-riguar el caso, sino remitióselo al príncipe Arnaldo, el cual, aruego de Auristela y al de Transila, perdonó a Antonio y mandóenterrar a Clodio, sin averiguar la culpa de su muerte, creyen-do ser verdad lo que Antonio decía, que por yerro le habíamuerto, sin descubrir los pensamientos de Cenotia, porque a élno le tuviesen de todo en todo por bárbaro.

Pasó el rumor del caso, enterraron a Clodio, quedó Auristelavengada, como si en su generoso pecho albergara género devenganza alguna, así como albergaba en el de la Cenotia, quebebía, como dicen, los vientos, imaginando cómo vengarse delcruel flechero, el cual de allí a dos días se sintió mal dispuesto,y cayó en la cama con tanto descaecimiento que los médicos di-jeron que se le acababa la vida, sin conocer de qué enferme-dad. Lloraba Ricla, su madre, y su padre Antonio tenía de dolorel corazón consumido; no se podía alegrar Auristela, ni Mauric-io; Ladislao y Transila sentían la misma pesadumbre; viendo locual Policarpo, acudió a su consejera Cenotia, y le rogó procu-rase algún remedio a la enfermedad de Antonio, la cual, por noconocerla los médicos, ellos no sabían hallarle. Ella le dio bue-nas esperanzas, asegurándole que de aquella enfermedad no

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moriría, pero que convenía dilatar algún tanto la cura. CreyólaPolicarpo, como si se lo dijera un oráculo.

De todos estos sucesos no le pesaba mucho a Sinforosa, vien-do que por ellos se detendría la partida de Periandro, en cuyavista tenía librado el alivio de su corazón: que, puesto que de-seaba que se partiese, pues no podía volver si no se partía, tan-to gusto le daba el verle que no quisiera que se partiera.

Llegó una sazón y coyuntura donde Policarpo y sus dos hijas,Arnaldo, Periandro y Auristela, Mauricio, Ladislao y Transila, yRutilio, que después que escribió el billete a Policarpa, aunquele había roto, de arrepentido andaba triste y pensativo, bien asícomo el culpado, que piensa que cuantos le miran son sabido-res de su culpa; digo que la compañía de los ya nombrados sehalló en la estancia del enfermo Antonio, a quien todos fuerona visitar, a pedimiento de Auristela, que ansí a él como a suspadres los estimaba y quería mucho, obligada del beneficio queel mozo bárbaro le había hecho cuando los sacó del fuego de laisla, y la llevó al serrallo de su padre; y más que, como en lascomunes desventuras se reconcilian los ánimos y se traban lasamistades, por haber sido tantas las que en compañía de Riclay de Constanza y de los dos Antonios había pasado, ya no sola-mente por obligación, mas por elección y destino los amaba.

Estando, pues, juntos, como se ha dicho, un día Sinforosa ro-gó encarecidamente a Periandro les contase algunos sucesosde su vida; especialmente se holgaría de saber de dónde veníala primera vez que llegó a aquella isla, cuando ganó los prem-ios de todos los juegos y fiestas que aquel día se hicieron, enmemoria de haber sido el de la elección de su padre. A lo quePeriandro respondió que sí haría, si se le permitiese comenzarel cuento de su historia, y no del mismo principio, porque ésteno lo podía decir ni descubrir a nadie, hasta verse en Roma conAuristela, su hermana.

Todos le dijeron que hiciese su gusto, que de cualquier cosaque él dijese le recibirían; y el que más contento sintió fue Ar-naldo, creyendo descubrir, por lo que Periandro dijese, algoque descubriese quién era. Con este salvoconduto, Periandrodijo desta manera:

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Capítulo 10Cuenta Periandro el suceso de su viaje

-«El principio y preámbulo de mi historia, ya que queréis, se-ñores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contem-pléis a mi hermana y a mí, con una anciana ama suya, embar-cados en una nave, cuyo dueño, en el lugar de parecer merca-der, era un gran cosario. Las riberas de una isla barríamos, qu-iero decir que íbamos tan cerca de ella que distintamente cono-cíamos, no solamente los árboles, pero sus diferencias. Mi her-mana, cansada de haber andado algunos días por el mar, deseósalir a recrearse a la tierra; pidióselo al capitán, y, como susruegos tienen siempre fuerza de mandamiento, consintió el ca-pitán en el de su ruego, y en la pequeña barca de la nave, consólo un marinero, nos echó en tierra a mí y a mi hermana y aCloelia, que éste era el nombre de su ama. Al tomar tierra, vioel marinero que un pequeño río por una pequeña boca entrabaa dar al mar su tributo; hacíanle sombra por una y otra riberagran cantidad de verdes y hojosos árboles, a quien servían decristalinos espejos sus transparentes aguas. Rogámosle se en-trase por el río, pues la amenidad del sitio nos convidaba. Hízo-lo así, y comenzó a subir por el río arriba, y, habiendo perdidode vista la nave, soltando los remos, se detuvo y dijo: ``Mirad,señores, del modo que habéis de hacer este viaje, y hacedcuenta que esta pequeña barca que ahora os lleva es vuestronavío, porque no habéis de volver más al que en la mar os que-da aguardando, si ya esta señora no quiere perder la honra, yvos, que decís que sois su hermano, la vida''. Díjome, en fin,que el capitán del navío quería deshonrar a mi hermana y dar-me a mí la muerte, y que atendiésemos a nuestro remedio, queél nos seguiría y acompañaría en todo lugar y en todo aconteci-miento. Si nos turbamos con esta nueva, júzguelo el que

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estuviere acostumbrado a recebirlas malas de los bienes queespera. Agradecíle el aviso, y ofrecíle la recompensa cuandonos viésemos en más felice estado. ``Aun bien -dijo Cloelia-que traigo conmigo las joyas de mi señora''.

»Y, aconsejándonos los cuatro de lo que hacer debíamos, fueparecer del marinero que nos entrásemos el río adentro: quizádescubriríamos algún lugar que nos defendiese, si acaso los dela nave viniesen a buscarnos. ``Mas no vendrán -dijo-, porqueno hay gente en todas estas islas que no piense ser cosarios to-dos cuantos surcan estas riberas, y, en viendo la nave o naves,luego toman las armas para defenderse; y, si no es con asaltosnocturnos y secretos, nunca salen medrados los cosarios''.

»Parecióme bien su consejo; tomé yo el un remo, y ayudéle allevar el trabajo. Subimos por el río arriba, y, habiendo andadocomo dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y var-ios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista unaselva de árboles movibles, que de la una ribera a la otra ligera-mente cruzaban. Llegamos más cerca y conocimos ser barcasenramadas lo que parecían árboles, y que el son le formabanlos instrumentos que tañían los que en ellas iban. Apenas noshubieron descubierto, cuando se vinieron a nosotros y rodea-ron nuestro barco por todas partes. Levantóse en pie mi her-mana, y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, to-mados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio suama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra; que, como des-pués supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas vení-an, los cuales a voces, como dijo el marinero, que las entendía,decían: ``¿Qué es esto? ¿Qué deidad es esta que viene a visi-tarnos y a dar el parabién al pescador Carino y a la sin par Sel-viana de sus felicísimas bodas?'' Luego dieron cabo a nuestrabarca, y nos llevaron a desembarcar no lejos del lugar dondenos habían encontrado.

»Apenas pusimos los pies en la ribera, cuando un escuadrónde pescadores, que así lo mostraban ser en su traje, nos rodea-ron, y uno por uno, llenos de admiración y reverencia, llegarona besar las orillas del vestido de Auristela, la cual, a pesar deltemor que la congojaba de las nuevas que la habían dado, semostró a aquel punto tan hermosa que yo disculpo el error deaquellos que la tuvieron por divina.

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»Poco desviados de la ribera, vimos un tálamo en gruesostroncos de sabina sustentado, cubierto de verde juncia, y oloro-so con diversas flores, que servían de alcatifas al suelo; vimosansimismo levantarse de unos asientos dos mujeres y dos hom-bres, ellas mozas y ellos gallardos mancebos: la una hermosasobremanera, y la otra fea sobremanera; el uno gallardo y gen-tilhombre, y el otro no tanto; y todos cuatro se pusieron de ro-dillas ante Auristela, y el más gentilhombre dijo: ``¡Oh tú, qu-ienquiera que seas, que no puedes ser sino cosa del cielo!; mihermano y yo, con el estremo a nuestras fuerzas posible, teagradecemos esta merced que nos haces, honrando nuestraspobres y ya de hoy más ricas bodas. Ven, señora, y si en lugarde los palacios de cristal, que en el profundo mar dejas, comouna de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las pare-des de conchas y los tejados de mimbres, o por mejor decir, lasparedes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lomenos, los deseos de oro, y las voluntades de perlas para ser-virte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porqueno hallo cosa mejor que el oro, ni más hermosa que las perlas''.Inclinóse a abrazarle Auristela, confirmando con su gravedad,cortesía y hermosura la opinión que della tenían.

»El pescador menos gallardo se apartó a dar orden a la de-más turba a que levantasen las voces en alabanzas de la reciénvenida estranjera, y que tocasen todos los instrumentos en se-ñal de regocijo. Las dos pescadoras, fea y hermosa, con sumi-sión humilde, besaron las manos a Auristela, y ella las abrazócortés y amigablemente. El marinero, contentísimo del suceso,dio cuenta a los pescadores del navío que en el mar quedaba,diciéndoles que era de cosarios, de quien se temía que habíande venir por aquella doncella, que era una principal señora, hi-ja de reyes: que, para mover los corazones a su defensa, le pa-reció ser necesario levantar este testimonio a mi hermana.Apenas entendieron esto, cuando dejaron los instrumentos re-gocijados y acudieron a los bélicos, que tocaron "¡arma, arma!"por entrambas riberas.

»Llegó en esto la noche, recogímonos al mismo rancho de losdesposados, pusiéronse centinelas hasta la misma boca del río,cebáronse las nasas, tendiéronse las redes y acomodáronse losanzuelos: todo con intención de regalar y servir a sus nuevoshuéspedes; y, por más honrarlos, los dos recién desposados no

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quisieron aquella noche pasarla con sus esposas, sino dejar losranchos solos a ellas y a Auristela y a Cloelia, y que ellos, consus amigos, conmigo y con el marinero, se les hiciese guarda ycentinela. Y, aunque sobraba la claridad del cielo, por la queofrecía la de la creciente luna, y en la tierra ardían las hogue-ras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los despo-sados que cenásemos en el campo los varones, y dentro delrancho las mujeres. Hízose así, y fue la cena tan abundanteque pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar ala tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados.

»Acabada la cena, Carino me tomó por la mano, y, paseándo-se conmigo por la ribera, después de haber dado muestras detener apasionada el alma, con sollozos y con suspiros, me dijo:``Por tener milagrosa esta tu llegada a tal sazón y tal coyuntu-ra, que con ella has dilatado mis bodas, tengo por cierto que mimal ha de tener remedio mediante tu consejo; y ansí, aunqueme tengas por loco, y por hombre de mal conocimiento y de pe-or gusto, quiero que sepas que, de aquellas dos pescadoras quehas visto, la una fea y la otra hermosa, a mí me ha cabido ensuerte de que sea mi esposa la más bella, que tiene por nombreSelviana; pero no sé qué te diga, ni sé qué disculpa dar de laculpa que tengo, ni del yerro que hago. Yo adoro a Leoncia,que es la fea, sin poder ser parte a hacer otra cosa. Con todoesto, te quiero decir una verdad, sin que me engañe en creerla:que a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leonciadescubro, ella es la más hermosa mujer del mundo; y hay másen esto: que de Solercio, que es el nombre del otro desposado,tengo más de un barrunto que muere por Selviana. De modoque nuestras cuatro voluntades están trocadas, y esto ha sidopor querer todos cuatro obedecer a nuestros padres y a nues-tros parientes, que han concertado estos matrimonios. Y nopuedo yo pensar en qué razón se consiente que la carga que hade durar toda la vida se la eche el hombre sobre sus hombros,no por el suyo, sino por el gusto ajeno; y, aunque esta tarde ha-bíamos de dar el consentimiento y el sí del cautiverio de nues-tras voluntades, no por industria, sino por ordenación del cielo,que así lo quiero creer, se estorbó con vuestra venida, de modoque aún nos queda tiempo para enmendar nuestra ventura; ypara esto te pido consejo, pues, como estranjero, y no parcialde ninguno, sabrás aconsejarme, porque tengo determinado

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que, si no se descubre alguna senda que me lleve a mi remed-io, de ausentarme destas riberas, y no parecer en ellas en tantoque la vida me durare: ora mis padres se enojen, o mis parien-tes me riñan, o mis amigos se enfaden''.

»Atentamente le estuve escuchando, y de improviso me vinoa la memoria su remedio, y a la lengua estas mismas palabras:``No hay para qué te ausentes, amigo; a lo menos, no ha de serantes que yo hable con mi hermana Auristela, que es aquellahermosísima doncella que has visto. Ella es tan discreta queparece que tiene entendimiento divino, como tiene hermosuradivina''.

»Con esto nos volvimos a los ranchos, y yo conté a mi herma-na todo lo que con el pescador había pasado, y ella halló en sudiscreción el modo como sacar verdaderas mis palabras y elcontento de todos; y fue que, apartándose con Leoncia y Selvia-na a una parte, les dijo: ``Sabed, amigas, que de hoy más lo ha-béis de ser verdaderas mías, que juntamente con este buen pa-recer que el cielo me ha dado, me dotó de un entendimientoperspicaz y agudo, de tal modo que, viendo el rostro de unapersona, le leo el alma y le adivino los pensamientos. Para pr-ueba desta verdad, os presentaré a vosotras por testigos: tú,Leoncia, mueres por Carino, y tú, Selviana, por Solercio; la vir-ginal vergüenza os tiene mudas, pero por mi lengua se rompe-rá vuestro silencio, y por mi consejo, que, sin duda alguna seráadmitido, se igualarán vuestros deseos. Callad y dejadme ha-cer, que o yo no tendré discreción, o vosotras tendréis felice finen vuestros deseos''. Ellas, sin responder palabra, sino con be-sarla infinitas veces las manos y abrazándola estrechamente,confirmaron ser verdad cuanto había dicho, especialmente enlo de sus trocadas aficiones.

»Pasóse la noche, vino el día, cuya alborada fue regocijadísi-ma, porque con nuevos y verdes ramos parecieron adornadaslas barcas de los pescadores; sonaron los instrumentos connuevos y alegres sones; alzaron las voces todos, con que se au-mentó la alegría; salieron los desposados para irse a poner enel tálamo donde habían estado el día de antes; vistiéronse Selv-iana y Leoncia de nuevas ropas de boda. Mi hermana, de indus-tria, se aderezó y compuso con los mismos vestidos que tenía,y, con ponerse una cruz de diamantes sobre su hermosa frentey unas perlas en sus orejas (joyas de tanto valor que hasta

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ahora nadie les ha sabido dar su justo precio, como lo veréiscuando os las enseñe), mostró ser imagen sobre el mortal cur-so levantada. Llevaba asidas de las manos a Selviana y a Leon-cia, y, puesta encima del teatro, donde el tálamo estaba, llamóy hizo llegar junto a sí a Carino y a Solercio. Carino llegó tem-blando y confuso de no saber lo que yo había negociado, y, es-tando ya el sacerdote a punto para darles las manos y hacer lascatólicas ceremonias que se usan, mi hermana hizo señales quela escuchasen. Luego se estendió un mudo silencio por toda lagente, tan callado que apenas los aires se movían. Viéndose,pues, prestar grato oído de todos, dijo en alta y sonora voz:``Esto quiere el cielo''. Y, tomando por la mano a Selviana, sela entregó a Solercio, y, asiendo de la de Leoncia, se la dio aCarino. ``Esto, señores -prosiguió mi hermana-, es, como ya hedicho, ordenación del cielo, y gusto no accidental, sino propiodestos venturosos desposados, como lo muestra la alegría desus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas''. Abrazáronselos cuatro, con cuya señal todos los circunstantes aprobaron sutrueco, y confirmaron, como ya he dicho, ser sobrenatural elentendimiento y belleza de mi hermana, pues así había trocadoaquellos casi hechos casamientos con sólo mandarlo.

»Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las barcas delrío cuatro despalmadas, vistosas por las diversas colores conque venían pintadas, y los remos, que eran seis de cada banda,ni más ni menos; las banderetas, que venían muchas por los fi-laretes, ansimismo eran de varios colores; los doce remeros decada una venían vestidos de blanquísimo y delgado lienzo, deaquel mismo modo que yo vine cuando entré la vez primera enesta isla. Luego conocí que querían las barcas correr el palio,que se mostraba puesto en el árbol de otra barca, desviada delas cuatro como tres carreras de caballo. Era el palio de tafe-tán verde listado de oro, vistoso y grande, pues alcanzaba a be-sar y aun a pasearse por las aguas. El rumor de la gente y elson de los instrumentos era tan grande que no se dejaba enten-der lo que mandaba el capitán del mar, que en otra pintadabarca venía. Apartáronse las enramadas barcas a una y otraparte del río, dejando un espacio llano en medio, por donde lascuatro competidoras barcas volasen, sin estorbar la vista a lainfinita gente que desde el tálamo y desde ambas riberas esta-ba atenta a mirarlas; y, estando ya los bogadores asidos de las

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manillas de los remos, descubiertos los brazos, donde se pare-cían los gruesos nervios, las anchas venas y los torcidos mús-culos, atendían la señal de la partida, impacientes por la tar-danza, y fogosos, bien ansí como lo suele estar el generoso cande Irlanda cuando su dueño no le quiere soltar de la traílla ahacer la presa que a la vista se le muestra.

»Llegó, en fin, la señal esperada, y a un mismo tiempo arran-caron todas cuatro barcas, que no por el agua, sino por el vien-to parecía que volaban: una dellas, que llevaba por insignia unvendado Cupido, se adelantó de las demás casi tres cuerpos dela misma barca, cuya ventaja dio esperanza a todos cuantos lamiraban de que ella sería la primera que llegase a ganar el de-seado premio; otra, que venía tras ella, iba alentando sus espe-ranzas, confiada en el tesón durísimo de sus remeros; pero,viendo que la primera en ningún modo desmayaba, estuvieronpor soltar los remos sus bogadores. Pero son diferentes los fi-nes y acontecimientos de las cosas de aquello que se imagina,porque, aunque es ley que, los combates y contiendas, que nin-guno de los que miran favorezca a ninguna de las partes conseñales, con voces o con otro algún género que parezca quepueda servir de aviso al combatiente, viendo la gente de la ri-bera que la barca de la insignia de Cupido se aventajaba tantoa las demás, sin mirar a leyes, creyendo que ya la victoria erasuya, dijeron a voces muchos: ``¡Cupido vence! ¡El amor es in-vencible!'' A cuyas voces, por escuchallas, parece que aflojaronun tanto los remeros del Amor.

»Aprovechóse de esta ocasión la segunda barca, que detrásde la del Amor venía, la cual traía por insignia al Interés en fi-gura de un gigante pequeño, pero muy ricamente aderezado, yimpelió los remos con tanta fuerza que llegó a igualarse el Inte-rés con el Amor, y, arrimándosele a un costado, le hizo pedazostodos los remos de la diestra banda, habiendo primero la delInterés recogido los suyos y pasado adelante, dejando burladaslas esperanzas de los que primero habían cantado la victoriapor el Amor; y volvieron a decir: ``¡El Interés vence! ¡El Inte-rés vence!''

»La barca tercera traía por insignia a la Diligencia, en figurade una mujer desnuda, llena de alas por todo el cuerpo; que, atraer trompeta en las manos, antes pareciera Fama que Dili-gencia. Viendo el buen suceso del Interés, alentó su confianza,

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y sus remeros se esforzaron de modo que llegaron a igualarcon el Interés; pero, por el mal gobierno del timonero, se em-barazó con las dos barcas primeras, de modo que los unos nilos otros remos fueron de provecho. Viendo lo cual la postrera,que traía por insignia a la Buena Fortuna, cuando estaba desm-ayada y casi para dejar la empresa, viendo el intricado enredode las demás barcas, desviándose algún tanto de ellas por nocaer en el mismo embarazo, apretó, como decirse suele, los pu-ños y, deslizándose por un lado, pasó delante de todas. Cam-biáronse los gritos de los que miraban, cuyas voces sirvieronde aliento a su bogadores, que, embebidos en el gusto de versemejorados, les parecía que si los que quedaban atrás entoncesles llevaran la misma ventaja, no dudaran de alcanzarlos ni deganar el premio, como lo ganaron, más por ventura que porligereza.

»En fin, la Buena Fortuna fue la que la tuvo buena entonces,y la mía de agora no lo sería si yo adelante pasase con el cuen-to de mis muchos y estraños sucesos.» Y así, os ruego, señores,dejemos esto en este punto, que esta noche le daré fin, si esposible que le puedan tener mis desventuras.

Esto dijo Periandro a tiempo que al enfermo Antonio le tomóun terrible desmayo; viendo lo cual su padre, casi como adevi-no de dónde procedía, los dejó a todos, y se fue, como despuésparecerá, a buscar a la Cenotia, con la cual le sucedió lo que sedirá en el siguiente capítulo.

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Capítulo 11Paréceme que si no se arrimara la paciencia al gusto que tení-an Arnaldo y Policarpo de mirar a Auristela, y Sinforosa de vera Periandro, ya la hubieran perdido escuchando su larga pláti-ca, de quien juzgaron Mauricio y Ladislao que había sido algolarga y traída no muy a propósito, pues, para contar sus des-gracias propias, no había para qué contar los placeres ajenos.Con todo eso, les dio gusto y quedaron con él, esperando oír elfin de su historia, por el donaire siquiera y buen estilo con quePeriandro la contaba.

Halló Antonio el padre a la Cenotia, que buscaba en la cáma-ra del rey por lo menos; y, en viéndola, puesta una desenvaina-da daga en las manos, con cólera española y discurso ciegoarremetió a ella, diciéndola (la asió del brazo izquierdo y levan-tando la daga en alto, la dijo):

-Dame, ¡oh hechicera!, a mi hijo vivo y sano, y luego; si no,haz cuenta que el punto de tu muerte ha llegado. Mira si tienessu vida envuelta en algún envoltorio de agujas sin ojos o de al-fileres sin cabezas; mira, ¡oh pérfida!, si la tienes escondida enalgún quicio de puerta o en alguna otra parte que sólo tú lasabes.

Pasmóse Cenotia, viendo que la amenazaba una daga desnu-da en las manos de un español colérico, y, temblando, le pro-metió de darle la vida y salud de su hijo; y aun le prometiera dedarle la salud de todo el mundo, si se la pidiera: de tal manerase le había entrado el temor en el alma.

Y así, le dijo:-Suéltame, español, y envaina tu acero, que los que tiene tu

hijo le han conducido al término en que está; y, pues sabes quelas mujeres somos naturalmente vengativas, y más cuando nosllama a la venganza el desdén y el menosprecio, no te maravi-lles si la dureza de tu hijo me ha endurecido el pecho. Aconsé-jale que se humane de aquí adelante con los rendidos, y no

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menosprecie a los que piedad le pidieren, y vete en paz, quemañana estará tu hijo en disposición de levantarse bueno ysano.

-Cuando así no sea -respondió Antonio-, ni a mí me faltará in-dustria para hallarte, ni cólera para quitarte la vida.

Y con esto la dejó, y ella quedó tan entregada al miedo que,olvidándose de todo agravio, sacó del quicio de una puerta loshechizos que había preparado para consumir la vida poco a po-co del riguroso mozo, que con los de su donaire y gentileza latenía rendida.

Apenas hubo sacado la Cenotia sus endemoniados prepara-mentos de la puerta, cuando salió la salud perdida de Antonio aplaza, cobrando en su rostro las primeras colores, los ojos vistaalegre y las desmayadas fuerzas esforzado brío, de lo que reci-bieron general contento cuantos le conocían.

Y, estando con él a solas, su padre le dijo:-En todo cuanto quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero adver-

tirte que adviertas que se encaminan mis razones a aconsejarteque no ofendas a Dios en ninguna manera; y bien habrás echa-do de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te ense-ño la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, laverdadera y en la que se han de salvar y se han salvado todoslos que han entrado hasta aquí y han de entrar de aquí adelan-te en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que noestamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino aaconsejarlos la enmienda de sus delitos: que el castigo toca aljuez y la reprehensión a todos, como sea con las condicionesque después te diré. Cuando te convidaren a hacer ofensas queredunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar elarco, ni disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, conno recebir el consejo y apartarte de la ocasión, quedarás ven-cedor en la pelea, y libre y seguro de verte otra vez en el tran-ce que ahora te has visto. La Cenotia te tenía hechizado, y conhechizos de tiempo señalado, poco a poco, en menos de diez dí-as perdieras la vida si Dios y mi buena diligencia no lo hubieraestorbado; y vente conmigo, porque alegres a todos tus amigoscon tu vista, y escuchemos los sucesos de Periandro, que los hade acabar de contar esta noche.

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Prometióle Antonio a su padre de poner en obra todos susconsejos, con el ayuda de Dios, a pesar de todas las persuasio-nes y lazos que contra su honestidad le armasen.

La Cenotia, en esto, corrida, afrentada y lastimada de la so-berbia desamorada del hijo, y de la temeridad y cólera del pa-dre, quiso por mano ajena vengar su agravio, sin privarse de lapresencia de su desamorado bárbaro; y, con este pensamientoy resuelta determinación, se fue al rey Policarpo y le dijo:

-Ya sabes, señor, cómo, después que vine a tu casa y a tu ser-vicio, siempre he procurado no apartarme en él con la solicitudposible; sabes también, fiado en la verdad que de mí tienes co-nocida, que me tienes hecha archivo de tus secretos, y sabes,como prudente, que en los casos propios, y más si se ponen depor medio deseos amorosos, suelen errarse los discursos que,al parecer, van más acertados; y por esto querría que, en elque ahora tienes hecho de dejar ir libremente a Arnaldo y a to-da su compañía, vas fuera de toda razón y de todo término. Di-me: si no puedes presente rendir a Auristela, ¿cómo la rendirásausente?; ¿y cómo querrá ella cumplir su palabra, volviendo atomar por esposo a un varón anciano, que en efeto lo eres, quelas verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden enga-ñar, teniéndose ella de su mano a Periandro, que podría serque no fuese su hermano, y a Arnaldo, príncipe mozo y que nola quiere para menos que para ser su esposa? No dejes, señor,que la ocasión que agora se te ofrece te vuelva la calva en lu-gar de la guedeja, y puedes tomar ocasión de detenerlos, dequerer castigar la insolencia y atrevimiento que tuvo este mos-truo bárbaro que viene en su compañía de matar en tu mismacasa a aquel que dicen que se llamaba Clodio; que si ansí lo ha-ces, alcanzarás fama que alberga en tu pecho, no el favor, sinola justicia.

Estaba escuchando Policarpo atentísimamente a la maliciosaCenotia, que con cada palabra que le decía le atravesaba, comosi fuera con agudos clavos, el corazón; y luego luego quisieracorrer a poner en efeto sus consejos. Ya le parecía ver a Auris-tela en brazos de Periandro, no como en los de su hermano, si-no como en los de su amante; ya se la contemplaba con la coro-na en la cabeza del reino de Dinamarca, y que Arnaldo hacíaburla de sus amorosos disinios. En fin, la rabia de la endemon-iada enfermedad de los celos se le apoderó del alma en tal

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manera, que estuvo por dar voces y pedir venganza de quienen ninguna cosa le había ofendido. Pero, viendo la Cenotiacuán sazonado le tenía, y cuán prompto para ejecutar todo aq-uello que más le quisiese aconsejar, le dijo que se sosegase porentonces, y que esperasen a que aquella noche acabase de con-tar Periandro su historia, porque el tiempo se le diese de pen-sar lo que más convenía.

Agradecióselo Policarpo, y ella, cruel y enamorada, daba tra-zas en su pensamiento cómo cumpliese el deseo del rey y el su-yo. Llegó en esto la noche; juntáronse a conversación como lavez pasada; volvió Periandro a repetir algunas palabras antesdichas, para que viniese con concierto a anudar el hilo de suhistoria, que la había dejado en el certamen de las barcas.

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Capítulo 12Prosigue Periandro su agradable historia,

y el robo de Auristela

La que con más gusto escuchaba a Periandro era la bella Sin-forosa, estando pendiente de sus palabras como con las cade-nas que salían de la boca de Hércules: tal era la gracia y donai-re con que Periandro contaba sus sucesos. Finalmente, los vol-vió anudar, como se ha dicho, prosiguiendo desta manera:

-«Al Amor, al Interés y a la Diligencia dejó atrás la BuenaFortuna, que sin ella vale poco la diligencia, no es de provechoel interés, ni el amor puede usar de sus fuerzas. La fiesta demis pescadores, tan regocijada como pobre, excedió a las delos triunfos romanos: que tal vez en la llaneza y en la humildadsuelen esconderse los regocijos más aventajados. Pero, comolas venturas humanas estén por la mayor parte pendientes dehilos delgados, y los de la mudanza fácilmente se quiebran ydesbaratan, como se quebraron las de mis pescadores, y se re-torcieron y fortificaron mis desgracias, aquella noche la pasa-mos todos en una isla pequeña que en la mitad del río se hacía,convidados del verde sitio y apacible lugar. Holgábanse losdesposados, que, sin muestras de parecer que lo eran, con ho-nestidad y diligencia de dar gusto a quien se le había dado tangrande, poniéndolos en aquel deseado y venturoso estado; yasí, ordenaron que en aquella isla del río se renovasen las fies-tas y se continuasen por tres días.

»La sazón del tiempo, que era la del verano; la comodidaddel sitio, el resplandor de la luna, el susurro de las fuentes, lafruta de los árboles, el olor de las flores, cada cosa destas depor sí, y todas juntas, convidaban a tener por acertado el pare-cer de que allí estuviésemos el tiempo que las fiestas durasen.Pero, apenas nos habíamos reducido a la isla, cuando, de entre

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un pedazo de bosque que en ella estaba, salieron hasta cinc-uenta salteadores armados a la ligera, bien como aquellos quequieren robar y huir, todo a un mismo punto; y, como los desc-uidados acometidos suelen ser vencidos con su mismo descui-do, casi sin ponernos en defensa, turbados con el sobresalto,antes nos pusimos a mirar que acometer a los ladrones, loscuales, como hambrientos lobos, arremetieron al rebaño de lassimples ovejas, y se llevaron, si no en la boca, en los brazos, ami hermana Auristela, a Cloelia, su ama, y a Selviana y a Leon-cia, como si solamente vinieran a ofendellas, porque se dejaronmuchas otras mujeres a quien la naturaleza había dotado desingular hermosura.

»Yo, a quien el estraño caso más colérico que suspenso mepuso, me arrojé tras los salteadores, los seguí con los ojos ycon las voces, afrentándolos como si ellos fueran capaces desentir afrentas, solamente para irritarlos a que mis injurias lesmoviesen a volver a tomar venganza de ellas; pero ellos, aten-tos a salir con su intento, o no oyeron o no quisieron vengarse,y así, se desparecieron; y luego los desposados y yo, con algu-nos de los principales pescadores, nos juntamos, como sueledecirse, a consejo, sobre qué haríamos para enmendar nuestroyerro y cobrar nuestras prendas. Uno dijo: ``No es posible sinoque alguna nave de salteadores está en la mar, y en parte don-de con facilidad ha echado esta gente en tierra, quizá sabido-res de nuestra junta y de nuestras fiestas. Si esto es ansí, comosin duda lo imagino, el mejor remedio es que salgan algunosbarcos de los nuestros y les ofrezcan todo el rescate que por lapresa quisieren, sin detenerse en el tanto más cuanto: que lasprendas de esposas hasta las mismas vidas de sus mismos es-posos merecen en rescate''. ``Yo seré -dije entonces- el que ha-ré esa diligencia; que, para conmigo, tanto vale la prenda demi hermana como si fuera la vida de todos los del mundo''. Lomismo dijeron Carino y Solercio: ellos llorando en público y yomuriendo en secreto.

»Cuando tomamos esta resolución comenzaba anochecer, pe-ro, con todo eso, nos entramos en un barco los desposados y yocon seis remeros; pero, cuando salimos al mar descubierto, ha-bía acabado de cerrar la noche, por cuya escuridad no vimosbajel alguno. Determinamos de esperar el venidero día, por versi con la claridad descubríamos algún navío, y quiso la suerte

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que descubriésemos dos: el uno que salía del abrigo de la tie-rra y el otro que venía a tomarla. Conocí que el que dejaba latierra era el mismo de quien habíamos salido a la isla, así enlas banderas como en las velas, que venían cruzadas con unacruz roja. Los que venían de fuera las traían verdes, y los unosy los otros eran cosarios. Pues, como yo imaginé que el navíoque salía de la isla era el de los salteadores de la presa, hiceponer en una lanza una bandera blanca de seguro; vine arri-mando al costado del navío, para tratar del rescate, llevandocuidado de que no me prendiese. Asomóse el capitán al borde,y, cuando quise alzar la voz para hablarle, puedo decir que mela turbó y suspendió y cortó en la mitad del camino un espanto-so trueno que formó el disparar de un tiro de artillería de la na-ve de fuera, en señal que desafiaba a la batalla al navío de tie-rra. Al mismo punto le fue respondido con otro no menos pode-roso, y en un instante se comenzaron a cañonear las dos naves,como si fueran de dos conocidos y irritados enemigos.

»Desvióse nuestro barco de en mitad de la furia, y desde le-jos estuvimos mirando la batalla; y, habiendo jugado la artille-ría casi una hora, se aferraron los dos navíos con una no vistafuria. Los del navío de fuera, o más venturosos, o por mejor de-cir, más valientes, saltaron en el navío de tierra, y en un ins-tante desembarazaron toda la cubierta, quitando la vida a susenemigos, sin dejar a ninguno con ella. Viéndose, pues, libresde sus ofensores, se dieron a saquear el navío de las cosas máspreciosas que tenía, que por ser de cosarios no era mucho,aunque en mi estimación eran las mejores del mundo, porquese llevaron de las primeras a mi hermana, a Selviana, a Leonc-ia y a Cloelia, con que enriquecieron su nave, pareciéndolesque en la hermosura de Auristela llevaban un precioso y nuncavisto rescate. Quise llegar con mi barca a hablar con el capitánde los vencedores, pero, como mi ventura andaba siempre enlos aires, uno de tierra sopló y hizo apartar el navío. No pudellegar a él, ni ofrecer imposibles por el rescate de la presa, yasí, fue forzoso el volvernos, sin ninguna esperanza de cobrarnuestra pérdida; y, por no ser otra la derrota que el navío lleva-ba que aquella que el viento le permitía, no podimos por enton-ces juzgar el camino que haría, ni señal que nos diese a enten-der quiénes fuesen los vencedores, para juzgar siquiera, sab-iendo su patria, las esperanzas de nuestro remedio. Él voló, en

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fin, por el mar adelante, y nosotros, desmayados y tristes, nosentramos en el río, donde todos los barcos de los pescadoresnos estaban esperando.

»No sé si os diga, señores, lo que es forzoso deciros: un cier-to espíritu se entró entonces en mi pecho, que, sin mudarme elser, me pareció que le tenía más que de hombre; y así, levan-tándome en pie sobre la barca, hice que la rodeasen todas lasdemás y estuviesen atentos a estas o otras semejantes razonesque les dije: ``La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosi-dad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugarla buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventu-ra, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento;los cobardes, aunque nazcan ricos, siempre son pobres, comolos avaros mendigos. Esto os digo, ¡oh amigos míos!, para mo-veros y incitaros a que mejoréis vuestra suerte, y a que dejéisel pobre ajuar de unas redes y de unos estrechos barcos, y bus-quéis los tesoros que tiene en sí encerrados el generoso traba-jo; llamo generoso al trabajo del que se ocupa en cosas gran-des. Si suda el cavador rompiendo la tierra, y apenas saca pre-mio que le sustente más que un día, sin ganar fama alguna,¿por qué no tomará en lugar de la azada una lanza, y, sin te-mor del sol ni de todas las inclemencias del cielo, procuraráganar con el sustento fama que le engrandezca sobre los de-más hombres? La guerra, así como es madrastra de los cobar-des, es madre de los valientes, y los premios que por ella se al-canzan se pueden llamar ultramundanos. ¡Ea, pues, amigos, ju-ventud valerosa, poned los ojos en aquel navío que se lleva lascaras prendas de vuestros parientes, encerrándonos en esto-tro, que en la ribera nos dejaron, casi, a lo que creo, por orde-nación del cielo! Vamos tras él y hagámonos piratas, no codic-iosos, como son los demás, sino justicieros, como lo seremosnosotros. A todos se nos entiende el arte de la marinería; basti-mentos hallaremos en el navío con todo lo necesario a la nave-gación, porque sus contrarios no le despojaron más que de lasmujeres; y si es grande el agravio que hemos recebido, grandí-sima es la ocasión que para vengarle se nos ofrece. Sígame,pues, el que quisiere, que yo os suplico, y Carino y Solercio oslo ruegan, que bien sé que no me han de dejar en esta valerosaempresa''. »Apenas hube acabado de decir estas razones, cuan-do se oyó un murmúreo por todas las barcas, procedido de que

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unos con otros se aconsejaban de lo que harían; y entre todossalió una voz que dijo: ``Embárcate, generoso huésped, y sénuestro capitán y nuestra guía, que todos te seguiremos''.

»Esta tan improvisa resolución de todos me sirvió de feliceauspicio, y, por temer que la dilación de poner en obra mi buenpensamiento no les diese ocasión de madurar su discurso, meadelanté con mi barco, al cual siguieron otros casi cuarenta.Llegué a reconocer el navío, entré dentro, escudriñéle todo,miré lo que tenía y lo que le faltaba, y hallé todo lo que me pu-do pedir el deseo que fuese necesario para el viaje. Aconsejélesque ninguno volviese a tierra, por quitar la ocasión de que elllanto de las mujeres y el de los queridos hijos no fuese partepara dejar de poner en efeto resolución tan gallarda. Todos lohicieron así, y desde allí se despidieron con la imaginación desus padres, hijos y mujeres: ¡caso estraño, y que ha menesterque la cortesía ayude a darle crédito! Ninguno volvió a tierra,ni se acomodó de más vestidos de aquellos con que había en-trado en el navío, en el cual, sin repartir los oficios, todos serví-an de marineros y de pilotos, excepto yo, que fui nombrado porcapitán por gusto de todos. Y, encomendándome a Dios, co-mencé luego a ejercer mi oficio, y lo primero que mandé fuedesembarazar el navío de los muertos que habían sido en la pa-sada refriega y limpiarle de la sangre de que estaba lleno; or-dené que se buscasen todas las armas, ansí ofensivas como de-fensivas, que en él había, y, repartiéndolas entre todos, di a ca-da uno la que a mi parecer mejor le estaba; requerí los basti-mentos, y, conforme a la gente, tanteé para cuántos días seríanbastantes, poco más a menos. Hecho esto, y hecha oración alcielo, suplicándole encaminase nuestro viaje y favoreciesenuestros tan honrados pensamientos, mandé izar las velas, queaún se estaban atadas a las entenas, y que las diéramos al vien-to, que, como se ha dicho, soplaba de la tierra, y, tan alegrescomo atrevidos y tan atrevidos como confiados, comenzamos anavegar por la misma derrota que nos pareció que llevaba elnavío de la presa.» Veisme aquí, señores que me estáis escu-chando, hecho pescador y casamentero rico con mi queridahermana y pobre sin ella, robado de salteadores, y subido algrado de capitán contra ellos; que las vueltas de mi fortuna notienen un punto donde paren, ni términos que las encierren.

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-No más -dijo a esta sazón Arnaldo-; no más, Periandro ami-go; que, puesto que tú no te canses de contar tus desgracias, anosotros nos fatiga el oírlas, por ser tantas.

A lo que respondió Periandro:-Yo, señor Arnaldo, soy hecho como esto que se llama lugar,

que es donde todas las cosas caben, y no hay ninguna fuera dellugar, y en mí le tienen todas las que son desgraciadas, aunq-ue, por haber hallado a mi hermana Auristela, las juzgo por di-chosas; que el mal que se acaba sin acabar la vida, no lo es.

A esto dijo Transila:-Yo por mí digo, Periandro, que no entiendo esa razón; sólo

entiendo que le será muy grande, si no cumplís el deseo que to-dos tenemos de saber los sucesos de vuestra historia, que meva pareciendo ser tales que han de dar ocasión a muchas leng-uas que las cuenten y muchas injuriosas plumas que la escri-ban. Suspensa me tiene el veros capitán de salteadores; juzguémerecer este nombre vuestros pescadores valientes; y estaréesperando, también suspensa, cuál fue la primera hazaña quehicistes, y la aventura primera con que encontrastes.

-Esta noche, señora -respondió Periandro-, daré fin, si fuereposible, al cuento, que aún, hasta agora, se está en susprincipios.

Quedando todos de acuerdo que aquella noche volviesen a lamisma plática, por entonces dio fin Periandro a la suya.

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Capítulo 13Da cuenta Periandro de un notable caso

que le sucedió en el mar

La salud del enhechizado Antonio volvió su gallardía a su pri-mera entereza, y con ella se volvieron a renovar en Cenotia susmal nacidos deseos, los cuales también renovaron en su cora-zón los temores de verse de él ausente: que los desahuciadosde tener en sus males remedio, nunca acaban de desengañarseque lo están, en tanto que veen presente la causa de donde na-cen. Y así, procuraba, con todas las trazas que podía imaginarsu agudo entendimiento, de que no saliesen de la ciudad ningu-no de aquellos huéspedes; y así, volvió a aconsejar a Policarpoque en ninguna manera dejase sin castigo el atrevimiento delbárbaro homicida, y que, por lo menos, ya que no le diese lapena conforme al delito, le debía prender y castigarle siquieracon amenazas, dando lugar que el favor se opusiese por enton-ces a la justicia, como tal vez se suele hacer en más importan-tes ocasiones.

No la quiso tomar Policarpo en la que este consejo le ofrecía,diciendo a la Cenotia que era agraviar la autoridad del príncipeArnaldo, que debajo de su amparo le traía, y enfadar a su que-rida Auristela, que como a su hermano le trataba; y más, queaquel delito fue accidental y forzoso, y nacido más de desgrac-ia que de malicia; y más, que no tenía parte que le pidiese, yque todos cuantos le conocían afirmaban que aquella pena eracondigna de su culpa, por ser el mayor maldiciente que seconocía.

-¿Cómo es esto, señor -replicó la Cenotia-, que, habiendoquedado el otro día entre nosotros de acuerdo de prenderle,con cuya ocasión la tomases de detener a Auristela, agora es-tás tan lejos de tomarle? Ellos se te irán, ella no volverá, tú

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llorarás entonces tu perplejidad y tu mal discurso, a tiempocuando ni te aprovechen las lágrimas, ni enmendar en la imagi-nación lo que ahora con nombre de piadoso quieres hacer. Lasculpas que comete el enamorado en razón de cumplir su deseono lo son, en razón de que no es suyo, ni es él el que las come-te, sino el amor, que manda su voluntad. Rey eres, y de los re-yes las injusticias y rigores son bautizadas con nombre de seve-ridad. Si prendes a este mozo, darás lugar a la justicia; y sol-tándole, a la misericordia; y en lo uno y en lo otro confirmarásel nombre que tienes de bueno.

Desta manera aconsejaba la Cenotia a Policarpo, el cual, asolas y en todo lugar, iba y venía con el pensamiento en el ca-so, sin saber resolverse de qué modo podía detener a Auristelasin ofender a Arnaldo, de cuyo valor y poder era razón temiese;pero, en medio de estas consideraciones, y en el de las que te-nía Sinforosa, que, por no estar tan recatada ni tan cruel comola Cenotia, deseaba la partida de Periandro, por entrar en laesperanza de la vuelta, se llegó el término de que Periandrovolviese a proseguir su historia, que la siguió en esta manera:

-«Ligera volaba mi nave por donde el viento quería llevarla,sin que se le opusiese a su camino la voluntad de ninguno delos que íbamos en ella, dejando todos en el albedrío de la fortu-na nuestro viaje, cuando desde lo alto de la gavia vimos caer aun marinero, que, antes que llegase a la cubierta del navío,quedó suspenso de un cordel que traía anudado a la garganta.Llegué con priesa y cortésele, con que estorbé no se le acorta-se la vida. Quedó como muerto, y estuvo fuera de sí casi doshoras, al cabo de las cuales volvió en sí, y preguntándole lacausa de su desesperación, dijo: ``Dos hijos tengo, el uno detres y el otro de cuatro años, cuya madre no pasa de los veintey dos y cuya pobreza pasa de lo posible, pues sólo se sustenta-ba del trabajo de estas manos; y, estando yo agora encima deaquella gavia, volví los ojos al lugar donde los dejaba, y, casicomo si alcanzara a verlos, los vi hincados de rodillas, las ma-nos levantadas al cielo, rogando a Dios por la vida de su padre,y llamándome con palabras tiernas; vi ansimismo llorar a sumadre, dándome nombres de cruel sobre todos los hombres.Esto imaginé con tan gran vehemencia que me fuerza a decirque lo vi, para no poner duda en ello. Y el ver que esta navevuela y me aparta dellos, y que no sé dónde vamos, y la poca o

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ninguna obligación que me obligó a entrar en ella, me trastor-nó el sentido, y la desesperación me puso este cordel en lasmanos, y yo le di a mi garganta, por acabar en un punto los si-glos de pena que me amenazaba''.

»Este suceso movió a lástima a cuantos le escuchábamos, y,habiéndole consolado y casi asegurado que presto daríamos lavuelta contentos y ricos, le pusimos dos hombres de guardaque le estorbasen volver a poner en ejecución su mal intento, yansí le dejamos; y yo, porque este suceso no despertase en laimaginación de alguno de los demás el querer imitarle, les dijeque ``la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque elhomicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrirlos males que teme; y, ¿qué mayor mal puede venir a un hom-bre que la muerte?; y, siendo esto así, no es locura el dilatarla:con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con lamuerte desesperada no sólo no se acaban y se mejoran, pero seempeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos,porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestrodesesperado: que aun hoy comenzamos a navegar, y el ánimome está diciendo que nos aguardan y esperan mil felicessucesos''.

»Todos dieron la voz a uno para responder por todos, el cualdesta manera dijo: ``Valeroso capitán, en las cosas que muchose consideran, siempre se hallan muchas dificultades, y en loshechos valerosos que se acometen, alguna parte se ha de dar ala razón y muchas a la ventura; y en la buena que hemos tenidoen haberte elegido por nuestro capitán, vamos seguros y conf-iados de alcanzar los buenos sucesos que dices. Quédensenuestras mujeres, quédense nuestros hijos, lloren nuestros an-cianos padres, visite la pobreza a todos; que los cielos, que sus-tentan los gusarapos del agua, tendrán cuidado de sustentarlos hombres de la tierra. Manda, señor, izar las velas; pon cen-tinelas en las gavias por ver si descubren en qué podamos mos-trar que, no temerarios, sino atrevidos, son los que aquí vamosa servirte''.

»Agradecíles la respuesta, hice izar todas las velas, y, hab-iendo navegado aquel día, al amanecer del siguiente, la centi-nela de la gavia mayor dijo a grandes voces: ``¡Navío! ¡Navío!''Preguntáronle qué derrota llevaba, y que de qué tamaño pare-cía. Respondió que era tan grande como el nuestro, y que le

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teníamos por la proa. ``Alto, pues -dije-, amigos, tomad las ar-mas en las manos, y mostrad con éstos, si son cosarios, el valorque os ha hecho dejar vuestras redes''. Hice luego cargar lasvelas, y en poco más de dos horas descubrimos y alcanzamos elnavío, al cual embestimos de golpe, y, sin hallar defensa algu-na, saltaron en él más de cuarenta de mis soldados, que no tuv-ieron en quien ensangrentar las espadas, porque solamentetraía algunos marineros y gente de servicio; y, mirándolo bientodo, hallaron en un apartamiento puestos en un cepo de hie-rro por la garganta, desviados uno de otro casi dos varas, a unhombre de muy buen parecer y a una mujer más que mediana-mente hermosa; y en otro aposento hallaron, tendido en un ricolecho, a un venerable anciano, de tanta autoridad que obligó supresencia a que todos le tuviésemos respeto. No se movió dellecho, porque no podía; pero, levantándose un poco, alzó la ca-beza y dijo: ``Envainad, señores, vuestras espadas, que en estenavío no hallaréis ofensores en quien ejercitarlas; y si la nece-sidad os hace y fuerza a usar este oficio de buscar vuestra ven-tura a costa de las ajenas, a parte habéis llegado que os harádichosos, no porque en este navío haya riquezas ni alhajas queos enriquezcan, sino porque yo voy en él, que soy Leopoldio, elrey de los dánaos''.

»Este nombre de rey me avivó el deseo de saber qué sucesoshabían traído a un rey estar tan solo y tan sin defensa alguna.Lleguéme a él, y preguntéle si era verdad lo que decía, porque,aunque su grave presencia prometía serlo, el poco aparato conque navegaba hacía poner en duda el creerle. ``Manda, señor -respondió el anciano-, que esta gente se sosiegue, y escúchameun poco, que en breves razones te contaré cosas grandes''. So-segáronse mis compañeros, y ellos y yo estuvimos atentos a loque decir quería, que fue esto: ``El cielo me hizo rey del reinode Dánea, que heredé de mis padres, que también fueron reyesy lo heredaron de sus pasados, sin haberles introducido a serlola tiranía, ni otra negociación alguna. Caséme en mi mocedadcon una mujer mi igual; murióse, sin dejarme sucesión alguna.Corrió el tiempo, y muchos años me contuve en los límites deuna honesta viudez; pero, al fin, por culpa mía, que de los pe-cados que se cometen nadie ha de echar la culpa a otro, sino así mismo; digo que, por culpa mía, tropecé y caí en la de ena-morarme de una dama de mi mujer, que, a ser ella la que

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debía, hoy fuera el día que fuera reina, y no se viera atada ypuesta en un cepo, como ya debéis de haber visto. Ésta, pues,pareciéndole no ser injusto anteponer los rizos de un criadomío a mis canas, se envolvió con él, y no solamente tuvo gustode quitarme la honra, sino que procuró, junto con ella, quitar-me la vida, maquinando contra mi persona con tan estrañastrazas, con tales embustes y rodeos, que, a no ser avisado contiempo, mi cabeza estuviera fuera de mis hombros en una es-carpia al viento, y las suyas coronadas del reino de Dánea. Fi-nalmente, yo descubrí sus intentos a tiempo, cuando ellos tam-bién tuvieron noticia de que yo lo sabía. Una noche, en un peq-ueño navío que estaba con las velas en alto para partirse, porhuir del castigo de su culpa y de la indignación de mi furia, seembarcaron. Súpelo, volé a la marina en las alas de mi cólera,y hallé que habría veinte horas que habían dado las suyas alviento; y yo, ciego del enojo y turbado con el deseo de la ven-ganza, sin hacer algún prudente discurso, me embarqué en es-te navío y los seguí, no con autoridad y aparato de rey, sino co-mo particular enemigo. Hallélos a cabo de diez días en una islaque llaman del Fuego; cogílos y descuidados, y, puestos en esecepo que habréis visto, los llevaba a Dánea, para darles, porjusticia y procesos fulminados, la debida pena a su delito. Estaes pura verdad, los delincuentes ahí están, que, aunque no qu-ieran, la acreditan. Yo soy el rey de Dánea, que os prometocien mil monedas de oro, no porque las traiga aquí, sino porq-ue os doy mi palabra de ponéroslas y enviároslas donde quisié-redes, para cuya seguridad, si no basta mi palabra, llevadmecon vosotros en vuestro navío y dejad que en este mío, ya vues-tro, vaya alguno de los míos a Dánea, y traiga este dinero don-de le ordenáredes. Y no tengo más que deciros''.

»Mirábanse mis compañeros unos a otros, y diéronme la vezde responder por todos, aunque no era menester, pues yo, co-mo capitán, lo podía y debía hacer. Con todo esto, quise tomarparecer con Carino y con Solercio y con algunos de los demás,porque no entendiesen que me quería alzar de hecho con elmando que de su voluntad ellos tenían dado; y así, la respuestaque di al rey fue decirle: ``Señor, a los que aquí venimos, nonos puso la necesidad las armas en las manos, ni ninguno otrodeseo que de ambiciosos tenga semejanza; buscando vamos la-drones, a castigar vamos salteadores y a destruir piratas; y,

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pues tú estás tan lejos de ser persona deste género, segura es-tá tu vida de nuestras armas; antes, si has menester que conellas te sirvamos, ninguna cosa habrá que nos lo impida; y,aunque agradecemos la rica promesa de tu rescate, soltamos lapromesa, que, pues no estás cautivo, no estás obligado al cum-plimiento de ella. Sigue en paz tu camino, y, en recompensaque vas de nuestro encuentro mejor de lo que pensaste, te su-plicamos perdones a tus ofensores; que la grandeza del rey al-gún tanto resplandece más en ser misericordiosos que justicie-ros''. Quisiérase humillar Leopoldio a mis pies, pero no lo con-sintió ni mi cortesía ni su enfermedad. Pedíle me diese algunapólvora si llevaba, y partiese con nosotros de sus bastimentos,lo cual se hizo al punto. Aconsejéle, asimismo, que si no perdo-naba a sus dos enemigos, los dejase en mi navío, que yo lospondría en parte donde no la tuviesen más de ofenderle. Dijoque sí haría, porque la presencia del ofensor suele renovar lainjuria en el ofendido. Ordené que luego nos volviésemos anuestro navío con la pólvora y bastimentos que el rey partiócon nosotros; y, queriendo pasar a los dos prisioneros, ya suel-tos y libres del pesado cepo, no dio lugar un recio viento quede improviso se levantó, de modo que apartó los dos navíos, sindejar que otra vez se juntasen. Desde el borde de mi nave medespedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salióde su lecho y se despidió de nosotros. Y yo me despido agora,porque la segunda hazaña me fuerza a descansar para entraren ella.»

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Capítulo 14A todos dio general gusto de oír el modo con que Periandrocontaba su estraña peregrinación, si no fue a Mauricio, que,llegándose al oído de Transila, su hija, le dijo:

-Paréceme, Transila, que con menos palabras y más sucintosdiscursos pudiera Periandro contar los de su vida, porque nohabía para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fies-tas de las barcas, ni aun los casamientos de los pescadores;porque los episodios que para ornato de las historias se ponenno han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sinduda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de suingenio y la elegancia de sus palabras.

-Así debe de ser -respondió Transila-, pero lo que yo sé decires que, ora se dilate o se sucinte en lo que dice, todo es buenoy todo da gusto.

Pero ninguno le recebía mayor, como ya creo que otra vez seha dicho, como Sinforosa, que cada palabra que Periandro de-cía, así le regalaba el alma que la sacaba de sí misma. Los rev-ueltos pensamientos de Policarpo no le dejaban estar muyatento a los razonamientos de Periandro, y quisiera que no lequedara más que decir, porque le dejara a él más que hacer;que las esperanzas propincuas de alcanzar el bien que se deseafatigan mucho más que las remotas y apartadas.

Y era tanto el deseo que Sinforosa tenía de oír el fin de la his-toria de Periandro, que solicitó el volverse a juntar otro día, enel cual Periandro prosiguió su cuento en esta forma:

-«Contemplad, señores, a mis marineros, compañeros y sol-dados, más ricos de fama que de oro, y a mí con algunas sospe-chas de que no les hubiese parecido bien mi liberalidad; y,puesto que nació tan de su voluntad como de la mía, en la li-bertad de Leopoldio, como no son todas unas las condicionesde los hombres, bien podía yo temer no estuviesen todos con-tentos, y que les pareciese que sería difícil recompensar la

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pérdida de cien mil monedas de oro, que tantas eran las queprometió Leopoldio por su rescate; y esta consideración memovió a decirles: ``Amigos míos, nadie esté triste por la perdi-da ocasión de alcanzar el gran tesoro que nos ofreció el rey,porque os hago saber que una onza de buena fama vale másque una libra de perlas; y esto no lo puede saber sino el quecomienza a gustar de la gloria que da el tener buen nombre. Elpobre a quien la virtud enriquece suele llegar a ser famoso, co-mo el rico, si es vicioso, puede venir y viene a ser infame; la li-beralidad es una de las más agradables virtudes, de quien seengendra la buena fama; y es tan verdad esto que no hay libe-ral mal puesto, como no hay avaro que no lo sea''.

»Más iba a decir, pareciéndome que me daban todos tan gra-tos oídos como mostraban sus alegres semblantes, cuando mequitó las palabras de la boca el descubrir un navío que, no lejosdel nuestro, a orza por delante de nosotros pasaba. Hice tocara arma, y dile caza con todas las velas tendidas y en breve ratome le puse a tiro de cañón; y, disparando uno sin bala, en señalde que amainase, lo hizo así, soltando las velas de alto abajo.Llegando más cerca, vi en él uno de los más estraños espectá-culos del mundo: vi que, pendientes de las entenas y de las jar-cias, venían más de cuarenta hombres ahorcados; admiróme elcaso, y, abordando con el navío, saltaron mis soldados en él,sin que nadie se lo defendiese. Hallaron la cubierta llena desangre y de cuerpos de hombres semivivos, unos con las cabe-zas partidas, y otros con las manos cortadas; tal vomitandosangre, y tal vomitando el alma; éste gimiendo dolorosamente,y aquél gritando sin paciencia alguna. Esta mortandad y fraca-so daba señales de haber sucedido sobremesa, porque los man-jares nadaban entre la sangre, y los vasos mezclados con ellaguardaban el olor del vino. En fin, pisando muertos y hollandoheridos, pasaron los míos adelante, y en el castillo de popa ha-llaron puestas en escuadrón hasta doce hermosísimas mujeres,y delante dellas una, que mostraba ser su capitana, armada deun coselete blanco, y tan terso y limpio que pudiera servir deespejo, a quererse mirar en él; traía puesta la gola, pero no lasescarcelas ni los brazaletes; el morrión sí, que era de hechurade una enroscada sierpe, a quien adornaban infinitas y diver-sas piedras de colores varios; tenía un venablo en las manos,tachonado de arriba abajo con clavos de oro, con una gran

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cuchilla de agudo y luciente acero forjada, con que se mostra-ba tan briosa y tan gallarda que bastó a detener su vista la fur-ia de mis soldados, que con admirada atención se pusieron amirarla.

»Yo, que de mi nave la estaba mirando, por verla mejor, paséa su navío, a tiempo cuando ella estaba diciendo: ``Bien creo,¡oh soldados!, que os pone más admiración que miedo este pe-queño escuadrón de mujeres que a la vista se os ofrece, el cual,después de la venganza que hemos tomado de nuestros agrav-ios, no hay cosa que pueda engendrar en nosotras temor algu-no. Embestid, si venís sedientos de sangre, y derramad la nues-tra quitándonos las vidas; que, como no nos quitéis las honras,las daremos por bien empleadas. Sulpicia es mi nombre, sobri-na soy de Cratilo, rey de Bituania; casóme mi tío con el granLampidio, tan famoso por linaje como rico de los bienes de na-turaleza y de los de la fortuna. Íbamos los dos a ver al rey mitío, con la seguridad que nos podía ofrecer ir entre nuestrosvasallos y criados, todos obligados por las buenas obras quesiempre les hicimos; pero la hermosura y el vino, que suelentrastornar los más vivos entendimientos, les borró las obligac-iones de la memoria, y en su lugar les puso los gustos de la las-civia. Anoche bebieron de modo que les sepultó en profundosueño, y algunos medio dormidos acudieron a poner las manosen mi esposo, y, quitándole la vida, dieron principio a su abo-minable intento. Pero, como es cosa natural defender cada unosu vida, nosotras, por morir vengadas siquiera, nos pusimos endefensa, aprovechándonos del poco tiento y borrachez con quenos acometían, y con algunas armas que les quitamos, y concuatro criados que, libres del humo de Baco, nos acudieron, hi-cimos en ellos lo que muestran esos muertos que están sobreesa cubierta; y, pasando adelante con nuestra venganza, habe-mos hecho que esos árboles y esas entenas produzcan el frutoque de ellas veis pendiente: cuarenta son los ahorcados, y sifueran cuarenta mil, también murieran, porque su poca o nin-guna defensa, y nuestra cólera, a toda esta crueldad, si porventura lo es, se estendía. Riqueza traigo que poder repartir,aunque mejor diría que vosotros podáis tomar; solo puedo aña-dir que os las entregaré de buena gana. Tomadlas, señores, yno toquéis en nuestras honras, pues con ellas antes quedaréisinfames que ricos''.

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»Pareciéronme tan bien las razones de Sulpicia que, puestoque yo fuera verdadero cosario, me ablandara. Uno de mis pes-cadores dijo a este punto: ``¡Que me maten si no se nos ofreceaquí hoy otro rey Leopoldio, con quien nuestro valeroso capi-tán muestre su general condición! ¡Ea, señor Periandro: vayalibre Sulpicia, que nosotros no queremos más de la gloria dehaber vencido nuestros naturales apetitos!'' ``Así será -respon-dí yo-, pues vosotros, amigos, lo queréis; y entended que obrastales nunca las deja el cielo sin buena paga, como a las que sonmalas sin castigo. Despojad esos árboles de tan mal fruto, ylimpiad esa cubierta, y entregad a esas señoras, junto con la li-bertad, la voluntad de servirlas''.

»Púsose en efeto mi mandamiento, y, llena de admiración yde espanto, se me humilló Sulpicia, la cual, como persona queno acertaba a saber lo que le había sucedido, tampoco acerta-ba a responderme, y lo que hizo fue mandar a una de sus da-mas le hiciese traer los cofres de sus joyas y de sus dineros. Hí-zolo así la dama, y en un instante, como aparecidos o llovidosdel cielo, me pusieron delante cuatro cofres llenos de joyas ydineros. Abriólos Sulpicia, y hizo muestra de aquel tesoro a losojos de mis pescadores, cuyo resplandor quizá, y aun sin quizá,cegó en algunos la intención que de ser liberales tenían, porq-ue hay mucha diferencia de dar lo que se posee y se tiene enlas manos, a dar lo que está en esperanzas de poseerse. SacóSulpicia un rico collar de oro, resplandeciente por las ricas pie-dras que en él venían engastadas, y diciendo: ``Toma, capitánvaleroso, esta prenda rica, no por otra cosa que por serlo la vo-luntad con que se te ofrece: dádiva es de una pobre viuda, queayer se vio en la cumbre de la buena fortuna, por verse en po-der de su esposo, y hoy se vee sujeta a la discreción destos sol-dados que te rodean, entre los cuales puedes repartir estos te-soros, que, según se dice, tienen fuerzas para quebrantar laspeñas''. A lo que yo respondí: ``Dádivas de tan gran señora sehan de estimar como si fuesen mercedes''. Y, tomando el collar,me volví a mis soldados y les dije: ``Esta joya es ya mía, solda-dos y amigos míos, y así puedo disponer de ella como cosa pro-pia, cuyo precio, por ser a mi parecer inestimable, no convieneque se dé a uno solo. Tómele y guárdele el que quisiere, que,en hallando quien le compre, se dividirá el precio entre todos,y quédese sin tocar lo que la gran Sulpicia os ofrece, porque

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vuestra fama quede con este hecho frisando con el cielo''. A loque uno respondió: ``Quisiéramos, ¡oh buen capitán!, que nonos hubieras prevenido con el consejo que nos has dado, porq-ue vieras que de nuestra voluntad correspondíamos a la tuya.Vuelve el collar a Sulpicia: la fama que nos prometes, no haycollar que la ciña ni límite que la contenga''. Quedé contentísi-mo de la respuesta de mis soldados, y Sulpicia admirada de supoca codicia.

»Finalmente, ella me pidió que le diese doce soldados de losmíos, que le sirviesen de guarda y de marineros, para llevar sunave a Bituania. Hízose así, contentísimos los doce que escogísólo por saber que iban a hacer bien. Proveyónos Sulpicia degenerosos vinos y de muchas conservas, de que carecíamos.Soplaba el viento próspero para el viaje de Sulpicia y para elnuestro, que no llevaba determinado paradero. Despedímonosde ella; supo mi nombre, y el de Carino y Solercio, y, dándonosa los tres sus brazos, con los ojos abrazó a todos los demás.Ella llorando lágrimas de placer y tristeza nacidas (de tristezapor la muerte de su esposo, de alegría por verse libre de lasmanos que pensó ser de salteadores), nos dividimos yapartamos.

»Olvidaba de deciros cómo volví el collar a Sulpicia, y ella lerecibió a fuerza de mis importunaciones, y casi tuvo a afrentaque le estimase yo en tan poco que se le volviese.

»Entré en consulta con los míos sobre qué derrota tomaría-mos, y concluyóse que la que el viento llevase, pues por ellahabían de caminar los demás navíos que por el mar navegasen,o, por lo menos, si el viento no hiciese a su propósito, haríanbordos hasta que les viniese a cuento. Llegó en esto la noche,clara y serena, y yo, llamando a un pescador marinero que nosservía de maestro y piloto, me senté en el castillo de popa, ycon ojos atentos me puse a mirar el cielo.»

-Apostaré -dijo a esta sazón Mauricio a Transila, su hija- quese pone agora Periandro a describirnos toda la celeste esfera,como si importase mucho a lo que va contando el declararnoslos movimientos del cielo. Yo, por mí, deseando estoy que aca-be, porque el deseo que tengo de salir de esta tierra no da lu-gar a que me entretenga ni ocupe en saber cuáles son fijas ocuáles erráticas estrellas; cuanto más, que yo sé de sus movim-ientos más de lo que él me puede decir.

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En tanto que Mauricio y Transila esto con sumisa voz habla-ban, cobró aliento Periandro para proseguir su historia en estaforma:

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Capítulo 15-«Comenzaba a tomar posesión el sueño y el silencio de lossentidos de mis compañeros, y yo me acomodaba a preguntaral que estaba conmigo muchas cosas de las necesarias para sa-ber usar el arte de la marinería, cuando, de improviso, comen-zaron a llover, no gotas, sino nubes enteras de agua sobre lanave, de modo que no parecía sino que el mar todo se había su-bido a la región del viento, y desde allí se dejaba descolgar so-bre el navío. Alborotámonos todos, y puestos en pie, mirando atodas partes, por unas vimos el cielo claro, sin dar muestras deborrasca alguna, cosa que nos puso en miedo y en admiración.En esto, el que estaba conmigo dijo: ``Sin duda alguna, estalluvia procede de la que derraman por las ventanas que tienenmás abajo de los ojos aquellos mostruosos pescados que se lla-man náufragos; y si esto es así, en gran peligro estamos deperdernos: menester es disparar toda la artillería, con cuyo rui-do se espantan''. En esto, vi alzar y poner en el navío un cuellocomo de serpiente terrible, que, arrebatando un marinero, sele engulló y tragó de improviso, sin tener necesidad de mascar-le. ``Náufragos son -dijo el piloto-; disparemos con balas o sinellas, que el ruido y no el golpe, como tengo dicho, es el que hade librarnos''.

»Traía el miedo confusos y agazapados los marineros, que noosaban levantarse en pie, por no ser arrebatados de aquellosvestiglos; con todo eso, se dieron priesa a disparar la artillería,y a dar voces unos, y acudir otros a la bomba para volver el ag-ua al agua. Tendimos todas las velas, y, como si huyéramos dealguna gruesa armada de enemigos, huimos el sobre estantepeligro, que fue el mayor en que hasta entonces nos habíamosvisto. Otro día, al crepúsculo de la noche, nos hallamos en la ri-bera de una isla no conocida por ninguno de nosotros, y, condisinio de hacer agua en ella, quisimos esperar el día sin apar-tarnos de su ribera. Amainamos las velas, arrojamos las

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áncoras y entregamos al reposo y al sueño los trabajados cuer-pos, de quien el sueño tomó posesión blanda y suavemente.

»En fin, nos desembarcamos todos, y pisamos la amenísimaribera, cuya arena, vaya fuera todo encarecimiento, la forma-ban granos de oro y de menudas perlas. Entrando más adentro,se nos ofrecieron a la vista prados cuyas yerbas no eran verdespor ser yerbas, sino por ser esmeraldas, en el cual verdor lastenían, no cristalinas aguas, como suele decirse, sino corrien-tes de líquidos diamantes formados, que, cruzando por todo elprado, sierpes de cristal parecían. Descubrimos luego una sel-va de árboles de diferentes géneros, tan hermosos que nos sus-pendieron las almas y alegraron los sentidos; de algunos pendí-an ramos de rubíes, que parecían guindas, o guindas que pare-cían granos de rubíes; de otros pendían camuesas, cuyas meji-llas, la una era de rosa, la otra de finísimo topacio; en aquél semostraban las peras, cuyo olor era de ámbar y cuyo color delos que se forma en el cielo cuando el sol se traspone. En reso-lución, todas las frutas de quien tenemos noticia estaban allí ensu sazón, sin que las diferencias del año las estorbasen: todoallí era primavera, todo verano, todo estío sin pesadumbre, ytodo otoño agradable, con estremo increíble. Satisfacía a todosnuestros cinco sentidos lo que mirábamos: a los ojos, con la be-lleza y la hermosura; a los oídos, con el ruido manso de lasfuentes y arroyos, y con el son de los infinitos pajarillos, quecon no aprendidas voces formado, los cuales, saltando de árbolen árbol y de rama en rama, parecía que en aquel distrito tení-an cautiva su libertad y que no querían ni acertaban a cobrar-la; al olfato, con el olor que de sí despedían las yerbas, las flo-res y los frutos; al gusto, con la prueba que hicimos de la suavi-dad dellos; al tacto, con tenerlos en las manos, con que nos pa-recía tener en ellas las perlas del Sur, los diamantes de las Ind-ias y el oro del Tíbar.»

-Pésame -dijo a esta sazón Ladislao a su suegro Mauricio-que se haya muerto Clodio; que a fee que le había dado bienque decir Periandro en lo que va diciendo''.

-Callad, señor -dijo Transila, su esposa-, que, por más que di-gáis, no podréis decir que no prosigue bien su cuentoPeriandro.

El cual, como se ha dicho, cuando algunas razones se entre-metían de los circunstantes, él tomaba aliento para proseguir

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en las suyas; que, cuando son largas, aunque sean buenas, an-tes enfadan que alegran.

«No es nada lo que hasta aquí he dicho -prosiguió Periandro-,porque, a lo que resta por decir, falta entendimiento que loperciba, y aun cortesías que lo crean. Volved, señores, los ojos,y haced cuenta que veis salir del corazón de una peña, comonosotros lo vimos, sin que la vista nos pudiese engañar; digoque vimos salir de la abertura de una peña, primero un suavísi-mo son, que hirió nuestros oídos y nos hizo estar atentos, de di-versos instrumentos de música formado; luego salió un carro,que no sabré decir de qué materia, aunque diré su forma, queera de una nave rota que escapaba de alguna gran borrasca; ti-rábanla doce poderosísimos jimios, animales lascivos. Sobre elcarro venía una hermosísima dama, vestida de una rozaganteropa de varias y diversas colores adornada, coronada de amari-llas y amargas adelfas. Venía arrimada a un bastón negro, y enél fija una tablachina o escudo, donde venían estas letras: Sen-sualidad. Tras ella salieron otras muchas hermosas mujeres,con diferentes instrumentos en las manos, formando una músi-ca, ya alegre y ya triste, pero todas singularmente regocijadas.

»Todos mis compañeros y yo estábamos atónitos, como sifuéramos estatuas sin voz, de dura piedra formados. Llegóse amí la Sensualidad, y con voz entre airada y suave me dijo:``Costarte ha, generoso mancebo, el ser mi enemigo, si no lavida, a lo menos el gusto''. Y, diciendo esto, pasó adelante, ylas doncellas de la música arrebataron, que así se puede decir,siete o ocho de mis marineros, y se los llevaron consigo, y volv-ieron a entrarse, siguiendo a su señora, por la abertura de lapeña. Volvíme yo entonces a los míos para preguntarles qué lesparecía de lo que habían visto, pero estorbólo otra voz o vocesque llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas,porque eran más suaves y regaladas; y formábanlas un escua-drón de hermosísimas, al parecer, doncellas, y, según la guíaque traían, éranlo sin duda, porque venía delante mi hermanaAuristela, que, a no tocarme tanto, gastara algunas palabras enalabanza de su más que humana hermosura. ¿Qué me pidierana mí entonces que no diera, en albricias de tan rico hallazgo?Que, a pedirme la vida, no la negara, si no fuera por no perderel bien tan sin pensarlo hallado.

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»Traía mi hermana a sus dos lados dos doncellas, de las cua-les la una me dijo: ``La Continencia y la Pudicicia, amigas ycompañeras, acompañamos perpetuamente a la Castidad, queen figura de tu querida hermana Auristela hoy ha querido dis-frazarse, ni la dejaremos hasta que con dichoso fin le dé a sustrabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma''. Enton-ces yo, a tan felices nuevas atento, y de tan hermosa vista ad-mirado, y de tan nuevo y estraño acontecimiento por su gran-deza y por su novedad mal seguro, alcé la voz para mostrar conla lengua la gloria que en el alma tenía, y, queriendo decir:``¡oh únicas consoladoras de mi alma; oh ricas prendas por mibien halladas, dulces y alegres en éste y en otro cualquiertiempo!'', fue tanto el ahínco que puse en decir esto, que rompíel sueño, y la visión hermosa desapareció, y yo me hallé en minavío con todos los míos, sin que faltase alguno de ellos.»

A lo que dijo Constanza:-¿Luego, señor Periandro, dormíades?-Sí -respondió-; porque todos mis bienes son soñados.-En verdad -replicó Constanza-, que ya quería preguntar a mi

señora Auristela adónde había estado el tiempo que no habíaparecido.

-De tal manera -respondió Auristela- ha contado su sueño mihermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo quedecía.

A lo que añadió Mauricio:-Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen repre-

sentarse las cosas con tanta vehemencia que se aprehenden dela memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras,como si fueran verdades.

A todo esto callaba Arnaldo, y consideraba los afectos y de-mostraciones con que Periandro contaba su historia, y de nin-guno dellos podía sacar en limpio las sospechas que en su almahabía infundido el ya muerto maldiciente Clodio, de no ser Au-ristela y Periandro verdaderos hermanos.

Con todo eso, dijo:-Prosigue, Periandro, tu cuento, sin repetir sueños, porque

los ánimos trabajados siempre los engendran muchos y confu-sos, y porque la sin par Sinforosa está esperando que llegues adecir de dónde venías la primera vez que a esta isla llegaste,

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de donde saliste coronado de vencedor de las fiestas que por laelección de su padre cada año en ella se hacen.

-El gusto de lo que soñé -respondió Periandro- me hizo no ad-vertir de cuán poco fruto son las digresiones en cualquiera na-rración, cuando ha de ser sucinta y no dilatada.

Callaba Policarpo, ocupando la vista en mirar a Auristela y elpensamiento en pensar en ella; y así, para él importaba muypoco, o nada, que callase o que hablase Periandro, el cual, ad-vertido ya de que algunos se cansaban de su larga plática, de-terminó de proseguirla abreviándola y siguiéndola en las me-nos palabras que pudiese. Y así, dijo:

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Capítulo 16Prosigue Periandro su historia

-«Desperté del sueño, como he dicho. Tomé consejo con miscompañeros qué derrota tomaríamos, y salió decretado que pordonde el viento nos llevase; que, pues íbamos en busca de co-sarios, los cuales nunca navegan contra viento, era cierto el ha-llarlos. Y había llegado a tanto mi simpleza, que pregunté a Ca-rino y a Solercio si habían visto a sus esposas en compañía demi hermana Auristela cuando yo la vi soñando. Riéronse de mipregunta y obligáronme y aun forzáronme a que les contase misueño.

»Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosade consideración alguna, puesto que le escombramos de másde sesenta navíos de cosarios, que, por serlo verdaderos, adju-dicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumera-bles despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no lespesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de pira-tas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robabansino lo robado.

»Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche,que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templáse-mos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y aco-só, de modo que, como he dicho, más de un mes navegamospor una misma derrota; tanto que, tomando mi piloto el alturadel polo, donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas quehacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, halla-mos ser cuatrocientas leguas poco más o menos. Volvió el pilo-to a tomar la altura, y vio que estaba debajo del Norte, en elparaje de Noruega, y, con voz grande y mayor tristeza, dijo:``Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede adar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el denuestra vida, porque estamos en el mar Glacial; digo, en el mar

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helado, y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedradosen estas aguas''. Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos queel navío tocaba por los lados y por la quilla como en moviblespeñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a he-lar, cuyos montes de hielo, que por de dentro se formaban, im-pedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque,topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquellanoche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaronde modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engasta-do en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi co-mo en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos ya entristecer nuestras almas, y, haciendo el miedo su oficio,considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días devida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el na-vío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se pusotasa, y se repartió por orden, tan miserable y estrechamenteque desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos lavista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pud-iese alentar nuestra esperanza, si no fue con un bulto negro,que a nuestro parecer estaría de nosotros seis o ocho millas;pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien lacomún desgracia de hielo tenía aprisionado.

»Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en quede perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y untemor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte:que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temoresque la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como lamisma muerte. Ésta, pues, que nos amenazaba tan hambrientacomo larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada,temeraria por lo menos, y fue que consideramos que si los bas-timentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rab-iosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así,determinamos de salirnos del navío y caminar por encima delyelo, y ir a ver si, en el que se parecía, habría alguna cosa deque aprovecharnos, o ya de grado o ya por fuerza.

»Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vie-ron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrónpequeño, pero de valentísimos soldados; y, siendo yo la guía,resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, quelo era casi tan grande como el nuestro. Había gente en él que,

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puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra veni-da, a voces comenzó uno a decirnos: ``¿A qué venís, gente de-sesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por venturas, a apresurarnuestra muerte y a morir con nosotros? ¡Volveos a vuestro na-vío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad envuestros estómagos los embreados leños, si es posible! Porque,pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano ycontra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de símismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos det-iene; para quince días tenemos sustento: si es bien que le re-partamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo''. A loque yo le respondí: ``En los apretados peligros, toda razón seatropella, no hay respeto que valga, ni buen término que seguarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos enél el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amiga-blemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover lasarmas y usar de la fuerza''. Esto le respondí yo, creyendo nodecían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban.Pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, notemieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos,antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de de-fenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valienteshizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arre-metieron al navío, y casi sin recebir herida le entraron y le ga-naron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitáse-mos la vida, por ahorrar de balas y de estómagos por donde sefuese el bastimento que en el navío hallásemos.

»Yo fui de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, enesto nos socorrió el cielo, como después diré; aunque primeroquiero deciros que este navío era el de los cosarios que habíanrobado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescado-ras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: ``¿Adón-de tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidasque nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristelay de las dos, Selviana y Leoncia, partes mitades de los corazo-nes de mis buenos amigos Carino y Solercio?'' A lo que uno merespondió: ``Esas mujeres pescadoras que dices las vendiónuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe deDinamarca''.»

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-Así es la verdad -dijo a esta sazón Arnaldo-, que yo compré aAuristela y a Cloelia, su ama, y a otras dos hermosísimas don-cellas, de unos piratas que me las vendieron, y no por el precioque ellas merecían.

-¡Válame Dios -dijo Rutilio en esto-, y por qué rodeos y conqué eslabones se viene a engarzar la peregrina historia tuya,oh Periandro!

-Por lo que debes al deseo que todos tenemos de servirte -añadió Sinforosa-, que abrevies tu cuento, ¡oh historiador tanverdadero como gustoso!

-Sí haré -respondió Periandro-, si es posible que grandes co-sas en breves términos puedan encerrarse.

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Capítulo 17Toda esta tardanza del cuento de Periandro se declaraba tanen contrario del gusto de Policarpo, que ni podía estar atentopara escucharle, ni le daba lugar a pensar maduramente lo quedebía hacer para quedarse con Auristela. Sin perjuicio de laopinión que tenía de generoso y de verdadero, ponderaba lacalidad de sus huéspedes, entre los cuales se le ponía delanteArnaldo, príncipe de Dinamarca, no por elección, sino por he-rencia; descubría en el modo de proceder de Periandro, en sugentileza y brío, algún gran personaje, y en la hermosura deAuristela el de alguna gran señora. Quisiera buenamente lo-grar sus deseos a pie llano, sin rodeos ni invenciones, cubrien-do toda dificultad y todo parecer contrario con el velo del ma-trimonio; que, puesto que su mucha edad no lo permitía, toda-vía podía disimularlo, porque en cualquier tiempo es mejor ca-sarse que abrasarse.

Acuciaba y solicitaba sus pensamientos los que solicitaban yaquejaban a la embaidora Cenotia, con la cual se concertó que,antes de dar otra audiencia a Periandro, se pusiese en efeto sudisinio; que fue que de allí a dos noches tocasen un arma fingi-da en la ciudad y se pegase fuego al palacio por tres o cuatropartes, de modo que obligase a los que en él asistían a ponerseen cobro, donde era forzoso que interviniese la confusión y elalboroto, en medio del cual previno gente que robasen al bár-baro mozo Antonio y a la hermosa Auristela, y asimismo ordenóa Policarpa, su hija, que, conmovida de lástima cristiana, avisa-se a Arnaldo y a Periandro el peligro que les amenazaba, sindescubrilles el robo, sino mostrándoles el modo de salvarse,que era que acudiesen a la marina, donde en el puerto hallarí-an una saetía que los acogiese.

Llegóse la noche, y, a las tres horas della, comenzó el arma,que puso en confusión y alboroto a toda la gente de la ciudad.Comenzó a resplandecer el fuego, en cuyo ardor se aumentaba

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el que Policarpo en su pecho tenía. Acudió su hija, no alborota-da, sino con reposo, a dar noticia a Arnaldo y a Periandro delos disinios de su traidor y enamorado padre, que se estendíana quedarse con Auristela y con el bárbaro mozo, sin quedar conindicios que le infamasen. Oyendo lo cual, Arnaldo y Periandrollamaron a Auristela, a Mauricio, Transila, Ladislao, a los bár-baros padre y hijo, a Ricla, a Constanza y a Rutilio, y, agradec-iendo a Policarpa su aviso, se hicieron todos un montón, y,puestos delante los varones, siguiendo el consejo de Policarpa,hallaron paso desembarazado hasta el puerto, y segura embar-cación en la saetía, cuyo piloto y marineros estaban avisados ycohechados de Policarpo, que, en el mismo punto que aquellagente que, al parecer, huida se embarcase, se hiciesen al mar,y no parasen con ella hasta Inglaterra, o hasta otra parte máslejos de aquella isla.

Entre la confusa gritería y el continuo vocear ¡al arma, al ar-ma!; entre los estallidos del fuego abrasador, que, como si sup-iera que tenía licencia del dueño de aquellos palacios para quelos abrasase, andaba encubierto Policarpo, mirando si salíacierto el robo de Auristela, y asimismo solicitaba el de Antoniola hechicera Cenotia; pero, viendo que se habían embarcadotodos, sin quedar ninguno, como la verdad se lo decía y el almase lo pronosticaba, acudió a mandar que todos los baluartes, ytodos los navíos que estaban en el puerto, disparasen la artille-ría contra el navío de los que en él huían, con lo cual de nuevose aumentó el estruendo, y el miedo discurrió por los ánimosde todos los moradores de la ciudad, que no sabían qué enemi-gos los asaltaban, o qué intempestivos acontecimientos lesacometían.

En esto, la enamorada Sinforosa, ignorante del caso, puso elremedio en sus pies y sus esperanzas en su inocencia, y, conpasos desconcertados y temerosos, se subió a una alta torre depalacio, a su parecer, parte segura del fuego que lo demás delpalacio iba consumiendo. Acertó a encerrarse con ella su her-mana Policarpa, que le contó, como si lo hubiera visto, la huidade sus huéspedes, cuyas nuevas quitaron el sentido a Sinforo-sa, y en Policarpa pusieron el arrepentimiento de haberlas da-do. Amanecía en esto el alba, risueña para todos los que conella esperaban descubrir la causa o causas de la presente cala-midad, y en el pecho de Policarpo anochecía la noche de la

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mayor tristeza que pudiera imaginarse; mordíase las manosCenotia, y maldecía su engañadora ciencia y las promesas desus malditos maestros; sola Sinforosa se estaba aún en su des-mayo, y sola su hermana lloraba su desgracia, sin descuidarsede hacerle los remedios que ella podía para hacerla volver ensu acuerdo. Volvió en fin, tendió la vista por el mar; vio volar lasaetía donde iba la mitad de su alma, o la mejor parte della; y,como si fuera otra engañada y nueva Dido, que de otro fugitivoEneas se quejaba, enviando suspiros al cielo, lágrimas a la tie-rra y voces al aire, dijo estas o otras semejantes razones:

-¡Oh hermoso huésped, venido por mi mal a estas riberas, noengañador, por cierto, que aún no he sido yo tan dichosa queme dijeses palabras amorosas para engañarme! Amaina esasvelas, o témplalas algún tanto, para que se dilate el tiempo deque mis ojos vean ese navío, cuya vista, sólo porque vas en él,me consuela. Mira, señor, que huyes de quien te sigue, que tealejas de quien te busca y das muestras de que aborreces a qu-ien te adora; hija soy de un rey, y me contento con ser esclavatuya; y, si no tengo hermosura que pueda satisfacer a tus ojos,tengo deseos que puedan llenar los vacíos de los mejores queel amor tiene. No repares en que se abrase toda esta ciudad,que si vuelves, habrá servido este incendio de luminarias por laalegría de tu vuelta. Riquezas tengo, acelerado fugitivo mío, ypuestas en parte donde no las hallará el fuego, aunque más lasbusque, porque las guarda el cielo para ti solo.

A esta sazón, volvió a hablar con su hermana, y le dijo:-¿No te parece, hermana mía, que ha amainado algún tanto

las velas? ¿No te parece que no camina tanto? ¡Ay, Dios! ¿Si sehabrá arrepentido? ¡Ay, Dios, si la rémora de mi voluntad le de-tiene el navío!

-¡Ay, hermana! -respondió Policarpa-, no te engañes, que losdeseos y los engaños suelen andar juntos. El navío vuela, sinque le detenga la rémora de tu voluntad, como tú dices, sinoque le impele el viento de tus muchos suspiros.

Salteólas en esto el rey, su padre, que quiso ver de la alta to-rre también, como su hija, no la mitad, sino toda su alma, quese le ausentaba, aunque ya no se descubría.

Los hombres que tomaron a su cargo encender el fuego delpalacio le tuvieron también de apagarle. Supieron los ciudada-nos la causa del alboroto, y el mal nacido deseo de su rey

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Policarpo, y los embustes y consejos de la hechicera Cenotia, yaquel mismo día le depusieron del reino y colgaron a Cenotiade una entena. Sinforosa y Policarpa fueron respetadas comoquien eran, y la ventura que tuvieron fue tal que correspondióa sus merecimientos; pero no en modo que Sinforosa alcanzaseel fin felice de sus deseos, porque la suerte de Periandro mayo-res venturas le tenía guardadas.

Los del navío, viéndose todos juntos y todos libres, no se har-taban de dar gracias al cielo de su buen suceso. De ellos supie-ron otra vez los traidores disinios de Policarpo, pero no les pa-recieron tan traidores que no hallase en ellos disculpa el habersido por el amor forjados: disculpa bastante de mayores yerros,que, cuando ocupa a un alma la pasión amorosa, no hay discur-so con que acierte, ni razón que no atropelle.

Hacíales el tiempo claro, y, aunque el viento era largo, esta-ba el mar tranquilo. Llevaban la mira de su viaje puesta en In-glaterra, adonde pensaban tomar el disinio que más les convin-iese, y con tanto sosiego navegaban que no les sobresaltabaningún recelo ni miedo de ningún suceso adverso.

Tres días duró la apacibilidad del mar, y tres días sopló prós-pero el viento, hasta que al cuarto, a poner del sol, se comenzóa turbar el viento y a desasosegarse el mar, y el recelo de algu-na gran borrasca comenzó a turbar a los marineros: que la in-constancia de nuestras vidas y la del mar simbolizan en no pro-meter seguridad ni firmeza alguna largo tiempo. Pero quiso labuena suerte que, cuando les apretaba este temor, descubrie-sen cerca de sí una isla, que luego de los marineros fue conoci-da, y dijeron que se llamaba la de las Ermitas, de que no pocose alegraron, porque en ella sabían que estaban dos calas ca-paces de guarecerse en ellas de todos vientos más de veintenavíos; tales, en fin, que pudieran servir de abrigados puertos.

Dijeron también que en una de las ermitas servía de ermita-ño un caballero principal francés, llamado Renato, y en la otraermita servía de ermitaña una señora francesa, llamada Euseb-ia, cuya historia de los dos era la más peregrina que se hubiesevisto.

El deseo de saberla y el de repararse de la tormenta, si vinie-se, hizo a todos que encaminasen allá la proa. Hízose así, contanto acertamiento que dieron luego con una de las calas, don-de dieron fondo, sin que nadie se lo impidiese; y, estando

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informado Arnaldo de que en la isla no había otra persona al-guna que la del ermitaño y ermitaña referidos, por dar conten-to a Auristela y a Transila, que fatigadas del mar venían, conparecer de Mauricio, Ladislao, Rutilio y Periandro, mandóechar el esquife al agua, y que saliesen todos a tierra a pasar lanoche en sosiego, libres de los vaivenes del mar. Y, aunque sehizo así, fue parecer del bárbaro Antonio que él y su hijo, y La-dislao y Rutilio, se quedasen en el navío guardándole, pues lafee de sus marineros, poco esperimentada, no les debía asegu-rar de modo que se fiasen dellos. Y, en efeto, los que se queda-ron en el navío fueron los dos Antonios, padre y hijo, con todoslos marineros, que la mejor tierra para ellos es las tablas em-breadas de sus naves: mejor les huele la pez, la brea y la resinade sus navíos, que a la demás gente las rosas, las flores y losamarantos de los jardines.

A la sombra de una peña, los de la tierra se repararon delviento, y, a la claridad de mucha lumbre que de ramas cortadasen un instante hicieron, se defendieron del frío, y, ya comoacostumbrados a pasar muchas veces calamidades semejantes,pasaron la desta noche sin pesadumbre alguna; y más con elalivio que Periandro les causó con volver, por ruego de Transi-la, a proseguir su historia, que, puesto que él lo rehusaba, aña-diendo ruegos Arnaldo, Ladislao y Mauricio, ayudándoles Au-ristela, la ocasión y el tiempo, la hubo de proseguir en estaforma:

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Capítulo 18-«Si es verdad, como lo es, ser dulcísima cosa contar en tranq-uilidad la tormenta, y en la paz presente los peligros de la pa-sada guerra, y en la salud la enfermedad padecida, dulce meha de ser a mí agora contar mis trabajos en este sosiego; que,puesto que no puedo decir que estoy libre de ellos todavía, se-gún han sido grandes y muchos, puedo afirmar que estoy endescanso, por ser condición de la humana suerte que, cuandolos bienes comienzan a crecer, parece que unos se van llaman-do a otros, y que no tienen fin donde parar, y los males por elmismo consiguiente. Los trabajos que yo hasta aquí he padeci-do, imagino que han llegado al último paradero de la miserablefortuna, y que es forzoso que declinen: que, cuando en el estre-mo de los trabajos no sucede el de la muerte, que es el últimode todos, ha de seguirse la mudanza, no de mal a mal, sino demal a bien, y de bien a más bien; y éste en que estoy, teniendoa mi hermana conmigo, verdadera y precisa causa de todos mismales y mis bienes, me asegura y promete que tengo de llegara la cumbre de los más felices que acierte a desearme. Y así,con este dichoso pensamiento, digo que quedé en la nave demis contrarios, ya rendidos, donde supe, como ya he dicho, laventa que habían hecho de mi hermana y de las dos recién des-posadas pescadoras, y de Cloelia, al príncipe Arnaldo, que aquíestá presente.

»En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteandolos bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora yde improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre loshielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más decuatro mil personas formado. Dejónos más helados que el mis-mo mar vista semejante, aprestando las armas, más por mues-tra de ser hombres, que con pensamiento de defenderse. Cami-naban sobre solo un pie, dándose con el derecho sobre el cal-caño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar

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grandísimo trecho, y luego, volviendo a reiterar el golpe, torna-ban a resbalar otra gran pieza de camino; y desta suerte, en uninstante fueron con nosotros y nos rodearon por todas partes; yuno de ellos, que, como después supe, era el capitán de todos,llegándose cerca de nuestro navío a trecho que pudo ser oído,asegurando la paz con un paño blanco que volteaba sobre elbrazo, en lengua polaca, con voz clara dijo: ``Cratilo, rey de Bi-tuania y señor destos mares, tiene por costumbre de requerir-los con gente armada, y sacar de ellos los navíos que del hieloestán detenidos, a lo menos la gente y la mercancía que tuvie-ren, por cuyo beneficio se paga con tomarla por suya. Si voso-tros gustáredes de acetar este partido sin defenderos, gozaréisde las vidas y de la libertad, que no se os ha de cautivar en nin-gún modo; miradlo, y si no, aparejaos a defenderos de nuestrasarmas, continuo vencedoras''. Contentóme la brevedad y la re-solución del que nos hablaba. Respondíle que me dejase tomarparecer con nosotros mismos, y fue el que mis pescadores medieron decir que el fin de todos los males, y el mayor de ellos,era el acabar la vida, la cual se había de sustentar por todoslos medios posibles, como no fuesen por los de la infamia; yque, pues en los partidos que nos ofrecían no intervenía ningu-na, y del perder la vida estábamos tan ciertos como dudosos dela defensa, sería bien rendirnos, y dar lugar a la mala fortunaque entonces nos perseguía, pues podría ser que nos guardasepara mejor ocasión. Casi esta misma respuesta di al capitán delescuadrón, y al punto, más con apariencia de guerra que conmuestras de paz, arremetieron al navío, y en un instante le des-valijaron todo, y trasladaron cuanto en él había, hasta la mismaartillería y jarcias, a unos cueros de bueyes que sobre el hielotendieron; y, liándolos por encima, aseguraron poderlos llevar,tirándolos con cuerdas, sin que se perdiese cosa alguna. Roba-ron ansimismo lo que hallaron en el otro nuestro navío, y, po-niéndonos a nosotros sobre otras pieles, alzando una alegre vo-cería, nos tiraron y nos llevaron a tierra, que debía de estardesde el lugar del navío como veinte millas. Paréceme a mí quedebía de ser cosa de ver, caminar tanta gente por cima de lasaguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros.En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimoshasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito

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número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos ha-bían venido.

»Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo,que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimosser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermo-sísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podí-an acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas.Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallar-día del rey Cratilo; y, mirándola con atención, conocí ser lahermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros, po-cos días había, habían dado la libertad que entonces gozaba.Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asidode la mano, le dijo: ``En este solo mancebo, ¡oh valeroso reyCratilo!, me parece que te presento la más rica presa que enrazón de persona humana hasta agora humanos ojos han vis-to''. ``¡Santos cielos! -dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia,arrojándose del caballo al suelo-, o yo no tengo vista en losojos, o es éste mi libertador Periandro''. Y el decir esto y añu-darme el cuello con sus brazos fue todo uno, cuyas estrañas yamorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caba-llo se arrojase, y con las mismas señales de alegría me recibie-se. Entonces la desmayada esperanza de algún buen suceso es-taba lejos de los pechos de mis pescadores; pero, cobrando al-iento en las muestras alegres con que vieron recebirme, les hi-zo brotar por los ojos el contento y por las bocas las graciasque dieron a Dios del no esperado beneficio; que ya le conta-ban, no por beneficio, sino por singular y conocida merced.

»Sulpicia dijo a Cratilo: ``Este mancebo es un sujeto dondetiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma libera-lidad; y, aunque yo tengo hecha esta esperiencia, quiero que tudiscreción la acredite, sacando por su gallarda presencia (y enesto bien se vee que hablaba como agradecida, y aun como en-gañada) en limpio esta verdad que te digo. Éste fue el que medio libertad después de la muerte de mi marido; éste el que nodespreció mis tesoros, sino el que no los quiso; éste fue el que,después de recebidas mis dádivas, me las volvió mejoradas,con el deseo de dármelas mayores, si pudiera; éste fue, en fin,el que, acomodándose, o por mejor decir, haciendo acomodar asu gusto el de sus soldados, dándome doce que me acompaña-sen, me tiene ahora en tu presencia''. Yo entonces, a lo que

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creo, rojo el rostro con las alabanzas, o ya aduladoras o demas-iadas, que de mí oía, no supe más que hincarme de rodillas an-te Cratilo, pidiéndole las manos, que no me las dio para besár-selas, sino para levantarme del suelo.

»En este entretanto, los doce pescadores que habían venidoen guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscandoa sus compañeros, abrazándose unos a otros; y, llenos de con-tento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: losdel mar esageraban su hielo, y los de la tierra sus riquezas. ``Amí -decía el uno- me ha dado Sulpicia esta cadena de oro''. ``Amí -decía otro- esta joya, que vale por dos de esas cadenas''.``A mí -replicaba éste- me dio tanto dinero''. Y aquél repetía:``Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes, que atodos vosotros juntos''.

»A todas estas pláticas puso silencio un gran rumor que selevantó entre la gente, causado del que hacía un poderosísimocaballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno,sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado to-do de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; ve-nía en pelo, porque no consentía ensillarse sino del mismo rey;pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, nosiendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que an-te él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso que die-ra una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo estome contó el rey breve y sucintamente, y yo me resolví con ma-yor brevedad a hacer lo que agora os diré.»

Aquí llegaba Periandro con su plática, cuando, a un lado dela peña donde estaban recogidos los del navío, oyó Arnaldo unruido como de pasos de persona que hacia ellos se encamina-ba. Levantóse en pie, puso mano a su espada, y, con esforzadodenuedo, estuvo esperando el suceso. Calló asimismo Perian-dro, y las mujeres con miedo, y los varones con ánimo, espec-ialmente Periandro, atendían lo que sería. Y, a la escasa luz dela luna, que cubierta de nubes no dejaba verse, vieron que hac-ia ellos venían dos bultos que no pudieran diferenciar lo queeran, si uno de ellos con voz clara no dijera:

-No os alborote, señores, quienquiera que seáis, nuestra im-provisa llegada, pues sólo venimos a serviros. Esta estanciaque tenéis, desierta y sola, la podéis mejorar, si quisiéredes, enla nuestra, que en la cima desta montaña está puesta; luz y

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lumbre hallaréis en ella, y manjares, que, si no delicados y cos-tosos, son por lo menos necesarios y de gusto.

Yo le respondí:-¿Sois, por ventura, Renato y Eusebia, los limpios y verdade-

ros amantes en quien la fama ocupa sus lenguas, diciendo elbien que en ellos se encierra?

-Si dijérades los desdichados -respondió el bulto-, acertára-des en ello; pero, en fin, nosotros somos los que decís, y losque os ofrecimos con voluntad sincera el acogimiento que pue-de daros nuestra estrecheza.

Arnaldo fue de parecer que se tomase el consejo que se lesofrecía, pues el rigor del tiempo que amenazaba les obligaba aello. Levantáronse todos, y siguiendo a Renato y a Eusebia, queles sirvieron de guías, llegaron a la cumbre de una montañuela,donde vieron dos ermitas, más cómodas para pasar la vida ensu pobreza que para alegrar la vista con su rico adorno. Entra-ron dentro, y, en la que parecía algo mayor, hallaron luces quede dos lámparas procedían, con que podían distinguir los ojoslo que dentro estaba, que era un altar con tres devotas imáge-nes: la una, del Autor de la vida, ya muerto y crucificado; laotra, de la Reina de los cielos y de la señora de la alegría, tristey puesta en pie del que tiene los pies sobre todo el mundo; y laotra, del amado dicípulo que vio más, estando durmiendo, quevieron cuantos ojos tiene el cielo en sus estrellas. Hincáronsede rodillas, y, hecha la debida oración con devoto respeto, lesllevó Renato a una estancia que estaba junto a la ermita, a qu-ien se entraba por una puerta que junto al altar se hacía. Final-mente, pues las menudencias no piden ni sufren relaciones lar-gas, se dejarán de contar las que allí pasaron, ansí de la pobrecena como del estrecho regalo, que sólo se alargaba en la bon-dad de los ermitaños, de quien se notaron los pobres vestidos,la edad, que tocaba en los márgenes de la vejez; la hermosurade Eusebia, donde todavía resplandecían las muestras de ha-ber sido rara en todo estremo. Auristela, Transila y Constanzase quedaron en aquella estancia, a quien sirvieron de camassecas espadañas con otras yerbas, más para dar gusto al olfatoque a otro sentido alguno. Los hombres se acomodaron en laermita, en diferentes puestos, tan fríos como duros y tan duroscomo fríos.

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Corrió el tiempo como suele, voló la noche, y amaneció el díaclaro y sereno; descubrióse la mar, tan cortés y bien criada queparecía que estaba convidando a que la gozasen volviéndose aembarcar; y sin duda alguna se hiciera así si el piloto de la na-ve no subiera a decir que no se fiasen de las muestras del tiem-po, que, puesto que prometían serenidad tranquila, los efetoshabían de ser muy contrarios. Salió con su parecer, pues todosse atuvieron a él; que, en el arte de la marinería, más sabe elmás simple marinero que el mayor letrado del mundo. Dejaronsus herbosos lechos las damas, y los varones su duras piedras,y salieron a ver desde aquella cumbre la amenidad de la peque-ña isla, que sólo podía bojar hasta doce millas, pero tan llenade árboles frutíferos, tan fresca por muchas aguas, tan agrada-ble por las yerbas verdes, y tan olorosa por las flores, que enun igual grado y a un mismo tiempo podía satisfacer a todoscinco sentidos.

Pocas horas se había entrado por el día, cuando los dos vene-rables ermitaños llamaron a sus huéspedes, y, tendiendo den-tro de la ermita verdes y secas espadañas, formaron sobre elsuelo una agradable alfombra, quizá mas vistosa que las quesuelen adornar los palacios de los reyes. Luego tendieron sobreella diversidad de frutas, así verdes como secas, y pan no tanreciente que no semejase bizcocho, coronando la mesa asimis-mo de vasos de corcho con maestría labrados, de fríos y líqui-dos cristales llenos. El adorno, las frutas, las puras y limpiasaguas, que, a pesar de la parda color de los corchos, mostra-ban su claridad, y la necesidad juntamente, obligó a todos, yaun les forzó, por mejor decir, a que alrededor de la mesa sesentasen. Hiciéronlo así, y, después de la tan breve como sa-brosa comida, Arnaldo suplicó a Renato que les contase su his-toria y la causa que a la estrecheza de tan pobre vida le habíaconducido. El cual, como era caballero, a quien es aneja siem-pre la cortesía, sin que segunda vez se lo pidiesen, desta mane-ra comenzó el cuento de su verdadera historia:

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Capítulo 19Cuenta Renato la ocasión que tuvo para irse

a la isla de las Ermitas

-«Cuando los trabajos pasados se cuentan en prosperidadespresentes, suele ser mayor el gusto que se recibe en contarlos,que fue el pesar que se recibió en sufrirlos. Esto no podré decirde los míos, pues no los cuento fuera de la borrasca, sino enmitad de la tormenta. Nací en Francia; engendráronme padresnobles, ricos y bien intencionados, criéme en los ejercicios decaballero; medí mis pensamientos con mi estado; pero, con to-do eso, me atreví a ponerlos en la señora Eusebia, dama de lareina en Francia, a quien sólo con los ojos la di a entender quela adoraba, y ella, o ya descuidada o no advertida, ni con susojos ni con su lengua me dio a entender que me entendía; y,aunque el disfavor y los desdenes suelen matar al amor en susprincipios, faltándole el arrimo de la esperanza, con quien sue-le crecer, en mí fue al contrario, porque del silencio de Eusebiatomaba alas mi esperanza con que subir hasta el cielo de mere-cerla. Pero la invidia, o la demasiada curiosidad de Libsomiro,caballero asimismo francés, no menos rico que noble, alcanzó asaber mis pensamientos, y, sin ponerlos en el punto que debía,me tuvo más invidia que lástima, habiendo de ser al contrario;porque hay dos males en el amor que llegan a todo estremo: eluno es querer y no ser querido; el otro, querer y ser aborreci-do; y a este mal no se iguala el de la ausencia, ni el de loscelos.

»En resolución, sin haber yo ofendido a Libsomiro, un día sefue al rey y le dijo cómo yo tenía trato ilícito con Eusebia, enofensa de la majestad real y contra la ley que debía guardar co-mo caballero, cuya verdad la acreditaría con sus armas, porqueno quería que le mostrase la pluma, ni otros testigos, por no

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turbar la decencia de Eusebia, a quien una y mil veces acusabade impúdica y mal intencionada. Con esta información alboro-tado el rey, me mandó llamar, y me contó lo que Libsomiro demí le había contando; disculpé mi inocencia, volví por la honrade Eusebia; y, por el más comedido medio que pude, desmentía mi enemigo. Remitióse la prueba a las armas; no quiso el reydarnos campo en ninguna tierra de su reino, por no ir contra laley católica, que los prohíbe; diónosle una de las ciudades li-bres de Alemania; llegóse el día de la batalla; pareció en elpuesto, con las armas que se habían señalado, que eran espaday rodela, sin otro artificio alguno; hicieron los padrinos y losjueces las ceremonias que en tales casos se acostumbran; par-tiéronnos el sol, y dejáronnos. Entré yo confiado y animoso, porsaber indubitablemente que llevaba la razón conmigo y la ver-dad de mi parte. De mi contrario, bien sé yo que entró animo-so, y más soberbio y arrogante que seguro de su conciencia.¡Oh soberanos cielos! ¡Oh juicios de Dios inescrutables! Yo hi-ce lo que pude; yo puse mis esperanzas en Dios y en la limpie-za de mis no ejecutados deseos; sobre mí no tuvo poder el mie-do, ni la debilidad de los brazos, ni la puntualidad de los movi-mientos; y, con todo eso y no saber decir el cómo, me hallé ten-dido en el suelo, y la punta de la espada de mi enemigo puestasobre mis ojos, amenazándome de presta y inevitable muerte.``Aprieta -dije yo entonces-, ¡oh más venturoso que valientevencedor mío!, esta punta de espada, y sácame el alma, puestan mal ha sabido defender su cuerpo; no esperes a que me rin-da, que no ha de confesar mi lengua la culpa que no tengo. Pe-cados sí tengo yo que merecen mayores castigos, pero no quie-ro añadirles este de levantarme testimonio a mí mismo; y así,más quiero morir con honra que vivir deshonrado''. ``Si no terindes, Renato -respondió mi contrario-, esta punta llegará has-ta el celebro, y hará que con tu sangre firmes y confirmes miverdad y tu pecado''.

»Llegaron en esto los jueces, y tomáronme por muerto, y die-ron a mi enemigo el lauro de la vitoria. Sacáronle del campo enhombros de sus amigos, y a mí me dejaron solo, en poder delquebranto y de la confusión, con más tristeza que heridas, y nocon tanto dolor como yo pensaba; pues no fue bastante a qui-tarme la vida, ya que no me la quitó la espada de mi enemigo.Recogiéronme mis criados; volvíme a la patria; ni en el camino

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ni en ella tenía atrevimiento para alzar los ojos al cielo, que meparecía que sobre sus párpados cargaba el peso de la deshonray la pesadumbre de la infamia; de los amigos que me hablaban,pensaba que me ofendían; el claro cielo para mí estaba cubier-to de obscuras tinieblas; ni un corrillo acaso se hacía en las ca-lles, de los vecinos del pueblo, de quien no pensase que suspláticas no naciesen de mi deshonra; finalmente, yo me hallétan apretado de mis melancolías, pensamientos y confusas ima-ginaciones, que, por salir dellas, o a lo menos aliviarlas, o aca-bar con la vida, determiné salir de mi patria; y, renunciando mihacienda en otro hermano menor que tengo, en un navío, conalgunos de mis criados, quise desterrarme y venir a estas se-tentrionales partes a buscar lugar donde no me alcanzase la in-famia de mi infame vencimiento y donde el silencio sepultasemi nombre.

»Hallé esta isla acaso; contentóme el sitio, y con el ayuda demis criados levanté esta ermita y encerréme en ella. Despedí-los; diles orden que cada un año viniesen a verme, para que en-terrasen mis huesos. El amor que me tenían, las promesas queles hice y los dones que les di les obligaron a cumplir mis rue-gos, que no los quiero llamar mandamientos. Fuéronse, y dejá-ronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compa-ñía en estos árboles, en estas yerbas y plantas, en estas clarasfuentes, en estos bulliciosos y frescos arroyuelos, que de nuevome tuve lástima a mí mismo de no haber sido vencido muchostiempos antes, pues con aquel trabajo hubiera venido antes aldescanso de gozallos. ¡Oh soledad alegre, compañía de los tris-tes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas, sinque la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh qué de cosasdijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabrososilencio! Pero estórbamelo el deciros primero cómo dentro deun año volvieron mis criados y trujeron consigo a mi adoradaEusebia, que es esta señora ermitaña que veis presente, a qu-ien mis criados dijeron en el término que yo quedaba, y ella,agradecida a mis deseos y condolida de mi infamia, quiso, yaque no en la culpa, serme compañera en la pena, y, embarcán-dose con ellos, dejó su patria y padres, sus regalos y sus rique-zas, y lo más que dejó fue la honra, pues la dejó al vano discur-so del vulgo, casi siempre engañado, pues con su huida confir-maba su yerro y el mío.

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»Recebíla como ella esperaba que yo la recibiese, y la sole-dad y la hermosura, que habían de encender nuestros comen-zados deseos, hicieron el efeto contrario, merced al cielo y a lahonestidad suya. Dímonos las manos de legítimos esposos, en-terramos el fuego en la nieve, y en paz y en amor, como dos es-tatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años,en los cuales no se ha pasado ninguno en que mis criados novuelvan a verme, proveyéndome de algunas cosas que en estasoledad es forzoso que me falten. Traen alguna vez consigo al-gún religioso que nos confiese; tenemos en la ermita suficien-tes ornamentos para celebrar los divinos oficios; dormimosaparte, comemos juntos, hablamos del cielo, menospreciamosla tierra, y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos lavida eterna.»

Con esto dio fin a su plática Renato, y con esto dio ocasión aque todos los circunstantes se admirasen de su suceso, no por-que les pareciese nuevo dar castigos el cielo contra la esperan-za de los pensamientos humanos, pues se sabe que por una dedos causas vienen los que parecen males a las gentes: a los ma-los por castigo, y a los buenos por mejora; y en el número delos buenos pusieron a Renato, con el cual gastaron algunas pa-labras de consuelo, y ni más ni menos con Eusebia, que se mos-tró prudente en los agradecimientos y consolada en su estado.

-¡Oh vida solitaria! -dijo a esta sazón Rutilio, que, sepultadoen silencio, había estado escuchando la historia de Renato-.¡Oh vida solitaria -dijo-, santa, libre y segura, que infunde elcielo en las regaladas imaginaciones! ¡Quién te amara, quién teabrazara, quién te escogiera, y quién, finalmente, te gozara!

-Dices bien -dijo Mauricio-, amigo Rutilio, pero esas conside-raciones han de caer sobre grandes sujetos; porque no nos hade causar maravilla que un rústico pastor se retire a la soledaddel campo, ni nos ha de admirar que un pobre, que en la ciu-dad muere de hambre, se recoja a la soledad donde no le ha defaltar el sustento. Modos hay de vivir que los sustenta la ociosi-dad y la pereza, y no es pequeña pereza dejar yo el remedio demis trabajos en las ajenas, aunque misericordiosas manos. Siyo viera a un Aníbal cartaginés encerrado en una ermita, comovi a un Carlos V cerrado en un monasterio, suspendiérame yadmirárame; pero que se retire un plebeyo, que se recoja unpobre, ni me admira ni me suspende; fuera va deste cuento

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Renato, que le trujeron a estas soledades, no la pobreza, sinola fuerza que nació de su buen discurso. Aquí tiene en la cares-tía abundancia, y en la soledad compañía, y el no tener másque perder le hace vivir más seguro.

A lo que añadió Periandro:-Si, como tengo pocos, tuviera muchos años, en trances y

ocasiones me ha puesto mi fortuna que tuviera por suma felici-dad que la soledad me acompañara, y en la sepultura del silen-cio se sepultara mi nombre; pero no me dejan resolver mis de-seos, ni mudar de vida la priesa que me da el caballo de Crati-lo, en quien quedé de mi historia.

Todos se alegraron oyendo esto, por ver que quería Perian-dro volver a su tantas veces comenzado y no acabado cuento,que fue así:

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Capítulo 20Cuenta lo que le sucedió con el caballo

tan estimado de Cratilo como famoso

-«La grandeza, la ferocidad y la hermosura del caballo que oshe descrito tenían tan enamorado a Cratilo, y tan deseoso deverle manso, como a mí de mostrar que deseaba servirle, pare-ciéndome que el cielo me presentaba ocasión para hacermeagradable a los ojos de quien por señor tenía, y a poder acredi-tar con algo las alabanzas que la hermosa Sulpicia de mí al reyhabía dicho.

»Y así, no tan maduro como presuroso, fui donde estaba elcaballo y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le te-nía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para dete-nerle, y llegué a la punta de una peña que sobre la mar pendía;y, apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo co-mo gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos enla profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé que,pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con elgolpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fue así,porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe detener guardado, hizo que las piernas y los brazos del poderosocaballo resistiesen el golpe, sin recebir yo otro daño que haber-me sacudido de sí el caballo y echado a rodar, resbalando porgran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y cre-yese que yo quedaba muerto; pero, cuando me vieron levantaren pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locurami atrevimiento.»

Duro se le hizo a Mauricio el terrible salto del caballo tan sinlisión: que quisiera él, por lo menos, que se hubiera quebradotres o cuatro piernas, porque no dejara Periandro tan a la cor-tesía de los que le escuchaban la creencia de tan desaforado

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salto; pero el crédito que todos tenían de Periandro les hizo nopasar adelante con la duda del no creerle: que, así como es pe-na del mentiroso que cuando diga verdad no se le crea, así esgloria del bien acreditado el ser creído cuando diga mentira. Y,como no pudieron estorbar los pensamientos de Mauricio laplática de Periandro, prosiguió la suya diciendo:

-«Volví a la ribera con el caballo, volví asimismo a subir en él,y, por los mismos pasos que primero, le incité a saltar segundavez; pero no fue posible, porque, puesto en la punta de la le-vantada peña, hizo tanta fuerza por no arrojarse que puso lasancas en el suelo, y rompió las riendas, quedándose clavado enla tierra. Cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lle-no de miedo que le volvió de león en cordero y de animal indo-mable en generoso caballo, de manera que los muchachos seatrevieron a monosearle, y los caballerizos del rey, enjaezándo-le, subieron en él y le corrieron con seguridad, y él mostró suligereza y su bondad, hasta entonces jamás vista; de lo que elrey quedó contentísimo y Sulpicia alegre, por ver que misobras habían respondido a sus palabras.

»Tres meses estuvo en su rigor el yelo, y éstos se tardaron enacabar un navío que el rey tenía comenzado para correr enconvenible tiempo aquellos mares, limpiándolos de cosarios,enriqueciéndose con sus robos. En este entretanto le hice algu-nos servicios en la caza, donde me mostré sagaz y esperimen-tado, y gran sufridor de trabajos; porque ningún ejercicio co-rresponde así al de la guerra como el de la caza, a quien esanejo el cansancio, la sed y la hambre, y aun a veces la muerte.La liberalidad de la hermosa Sulpicia se mostró conmigo y conlos míos estremada, y la cortesía de Cratilo le corrió parejas.Los doce pescadores que trujo consigo Sulpicia estaban ya ri-cos, y los que conmigo se perdieron estaban ganados. Acabóseel navío, mandó el rey aderezarle y pertrecharle de todas lascosas necesarias largamente, y luego me hizo capitán dél a to-da mi voluntad, sin obligarme a que hiciese cosa más de aque-lla que fuese de mi gusto. Y, después de haberle besado las ma-nos por tan gran beneficio, le dije que me diese licencia de ir abuscar a mi hermana Auristela, de quien tenía noticia que esta-ba en poder del rey de Dinamarca. Cratilo me la dio para todoaquello que quisiese hacer, diciéndome que a más le tenía obli-gado mi buen término, hablando como rey, a quien es anejo

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tanto el hacer mercedes como la afabilidad, y, si se puede de-cir, la buena crianza. Esta tuvo Sulpicia en todo estremo,acompañándola con la liberalidad, con la cual, ricos y conten-tos, yo y los míos nos embarcamos, sin que quedase ninguno.

»La primer derrota que tomamos fue a Dinamarca, dondecreí hallar a mi hermana, y lo que hallé fueron nuevas de que,de la ribera del mar, a ella y a otras doncellas las habían roba-do cosarios. Renováronse mis trabajos, y comenzaron de nuevomis lástimas, a quien acompañaron las de Carino y Solercio, loscuales creyeron que en la desgracia de mi hermana y en su pri-sión se debía de comprehender la de sus esposas.»

-Sospecharon bien -dijo a esta sazón Arnaldo.Y, prosiguiendo, Periandro dijo:-«Barrimos todos los mares, rodeamos todas o las más islas

destos contornos, preguntando siempre por nuevas de mi her-mana, pareciéndome a mí, con paz sea dicho de todas las her-mosas del mundo, que la luz de su rostro no podía estar encub-ierta por ser escuro el lugar donde estuviese, y que la sumadiscreción suya había de ser el hilo que la sacase de cualquierlaberinto. Prendimos cosarios, soltamos prisioneros, restitui-mos haciendas a sus dueños, alzámonos con las mal ganadasde otros; y con esto, colmando nuestro navío de mil diferentesbienes de fortuna, quisieron los míos volver a sus redes y a suscasas y a los brazos de sus hijos, imaginando Carino y Solercioser posible hallar a sus esposas en su tierra, ya que en las aje-nas no las hallaban.

»Antes desto, llegamos a aquella isla, que, a lo que creo, sellama Scinta, donde supimos las fiestas de Policarpo, y a todosnos vino voluntad de hallarnos en ellas. No pudo llegar nuestranave, por ser el viento contrario; y así, en traje de marinerosbogadores, nos entramos en aquel barco luengo, como ya que-da dicho. Allí gané los premios, allí fui coronado por vencedorde todas las contiendas, y de allí tomó ocasión Sinforosa de de-sear saber quien yo era, como se vio por las diligencias que pa-ra ello hizo.

»Vuelto al navío y resueltos los míos de dejarme, los roguéque me dejasen el barco, como en premio de los trabajos quecon ellos había pasado. Dejáronmele, y aun me dejaran el na-vío, si yo le quisiera, diciéndome que si me dejaban solo, no eraotra la ocasión sino porque les parecía ser sólo mi deseo, y tan

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imposible de alcanzarle como lo había mostrado la esperienciaen las diligencias que habíamos hecho para conseguirle. En re-solución, con seis pescadores que quisieron seguirme, llevadosdel premio que les di y del que les ofrecí, abrazando a mis ami-gos, me embarqué y puse la proa en la Isla Bárbara, de cuyosmoradores sabía ya la costumbre y la falsa profecía que los te-nía engañados, la cual no os refiero porque sé que la sabéis.

»Di al través en aquella isla, fui preso y llevado donde esta-ban los vivos enterrados; sacáronme otro día para ser sacrifica-do; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños queservían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, concadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me atabanlas manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, queestá presente, por cuya orden entré en la isla para ser espíaque investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo queyo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje devarón a ser sacrificada. Conocíla, dolióme su dolor, previne sumuerte con decir que era hembra, como ya lo había dicho Cloe-lia, su ama, que la acompañaba; y el modo como allí las dos vi-nieron, ella lo dirá cuando quisiere. Lo que en la isla nos suce-dió ya lo sabéis; y, con esto y con lo que a mi hermana le quedapor decir, quedaréis satisfechos de casi todo aquello que acer-tare a pediros el deseo en la certeza de nuestros sucesos.»

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Capítulo 21No sé si tenga por cierto, de manera que ose afirmar, que Mau-ricio y algunos de los más oyentes se holgaron de que Perian-dro pusiese fin en su plática, porque las más veces, las que sonlargas, aunque sean de importancia, suelen ser desabridas. Es-te pensamiento pudo tener Auristela, pues no quiso acreditarlecon comenzar por entonces la historia de sus acontecimientos;que, puesto que habían sido pocos desde que fue robada de po-der de Arnaldo hasta que Periandro la halló en la Isla Bárbara,no quiso añadirlos hasta mejor coyuntura; ni, aunque quisiera,tuviera lugar para hacerlo, porque se lo estorbara una naveque vieron venir por alta mar encaminada a la isla, con todaslas velas tendidas, de modo que en breve rato llegó a una delas calas de la isla, y luego fue de Renato conocida, el cual dijo:

-Esta es, señores, la nave donde mis criados y mis amigossuelen visitarme algunas veces.

Ya en esto hecha la zaloma y arrojado el esquife al agua, sellenó de gente, que salió a la ribera, donde ya estaban para re-cebirle Renato y todos los que con él estaban. Hasta veinte se-rían los desembarcados, entre los cuales salió uno de gentilpresencia, que mostró ser señor de todos los demás, el cual,apenas vio a Renato, cuando con los brazos abiertos se vino aél, diciéndole:

-Abrázame, hermano, en albricias de que te traigo las mejo-res nuevas que pudieras desear.

Abrazóle Renato, porque conoció ser su hermano Sinibaldo, aquien dijo:

-Ningunas nuevas me pueden ser más agradables, ¡oh her-mano mío!, que ver tu presencia; que, puesto que en el sinies-tro estado en que me veo ninguna alegría sería bien que mealegrase, el verte pasa adelante y tiene excepción en la comúnregla de mi desgracia.

Sinibaldo se volvió luego a abrazar a Eusebia, y le dijo:

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-Dadme también vos los brazos, señora, que también me de-béis las albricias de las nuevas que traigo, las cuales no serábien dilatarlas, porque no se dilate más vuestra pena. Sabed,señores, que vuestro enemigo es muerto de una enfermedad,que, habiendo estado seis días antes que muriese sin habla, sela dio el cielo seis horas antes que despidiese el alma, en elcual espacio, con muestras de un grande arrepentimiento, con-fesó la culpa en que había caído de haberos acusado falsamen-te; confesó su envidia, declaró su malicia, y, finalmente, hizotodas las demostraciones bastantes a manifestar su pecado.Puso en los secretos juicios de Dios el haber salido vencedorasu maldad contra la bondad vuestra, y no sólo se contentó condecirlo, sino que quiso que quedase por instrumento públicoesta verdad; la cual sabida por el rey, también por público ins-trumento os volvió vuestra honra y os declaró a ti, ¡oh, herma-no!, por vencedor, y a Eusebia por honesta y limpia, y ordenóque fuésedes buscados, y que, hallados, os llevasen a su pre-sencia para recompensaros con su magnanimidad y grandezalas estrechezas en que os debéis de haber visto. Si éstas sonnuevas dignas de que os den gusto, a vuestra buena considera-ción lo dejo.

-Son tales -dijo entonces Arnaldo-, que no hay acrecentam-iento de vida que las aventaje, ni posesión de no esperadas riq-uezas que las lleguen; porque la honra perdida y vuelta a co-brar con estremo, no tiene bien alguno la tierra que se le igua-le. Gocéisle luengos años, señor Renato, y gócele en vuestracompañía la sin par Eusebia, yedra de vuestro muro, olmo devuestra yedra, espejo de vuestro gusto, y ejemplo de bondad yagradecimiento.

Este mismo parabién, aunque con palabras diferentes, lesdieron todos, y luego pasaron a preguntarle por nuevas de loque en Europa pasaba y en otras partes de la tierra, de quienellos por andar en el mar tenían poca noticia.

Sinibaldo respondió que de lo que más se trataba era de lacalamidad en que estaba puesto por el rey de los danaos, Leo-poldio, el rey antiguo de Dinamarca, y por otros allegados quea Leopoldio favorecían. Contó asimismo cómo se murmurabaque por la ausencia de Arnaldo, príncipe heredero de Dinamar-ca, estaba su padre tan a pique de perderse, del cual príncipedecían que, cual mariposa, se iba tras la luz de unos bellos ojos

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de una su prisionera, tan no conocida por linaje que no se sabíaquién fuesen sus padres. Contó con esto guerras del de Transil-vania, movimientos del turco, enemigo común del género hu-mano; dio nuevas de la gloriosa muerte de Carlos V, rey de Es-paña y emperador romano, terror de los enemigos de la Iglesiay asombro de los secuaces de Mahoma. Dijo asimismo otras co-sas más menudas, que unas alegraron y otras suspendieron, ylas unas y las otras dieron gusto a todos, si no fue al pensativoArnaldo, que desde el punto que oyó la opresión de su padre,puso los ojos en el suelo y la mano en la mejilla, y, al cabo deun buen espacio que así estuvo, quitó los ojos de la tierra, y,poniéndolos en el cielo, exclamando en voz alta, dijo:

-¡Oh amor, oh honra, oh compasión paterna, y cómo me apre-táis el alma! Perdóname, amor, que no porque me aparto te de-jo; espérame, ¡oh honra!, que no porque tenga amor dejaré deseguirte; consuélate, ¡oh padre!, que ya vuelvo; esperadme, va-sallos, que el amor nunca hizo ninguno cobarde, ni lo he de seryo en defenderos, pues soy el mejor y el más bien enamoradodel mundo. Para la sin par Auristela quiero ir a ganar lo que esmío, y para poder merecer, por ser rey, lo que no merezco porser amante: que el amante pobre, si la ventura a manos llenasno le favorece, casi no es posible que llegue a felice fin su de-seo. Rey la quiero pretender, rey la he de servir, amante la hede adorar; y si con todo esto no la pudiere merecer, culparémás a mi suerte que a su conocimiento.

Todos los circunstantes quedaron suspensos oyendo las razo-nes de Arnaldo; pero el que más lo quedó de todos fue Sinibal-do, a quien Mauricio había dicho cómo aquél era el príncipe deDinamarca, y aquélla, mostrándole a Auristela, la prisioneraque decían que le traía rendido. Puso algo más, de propósito,los ojos en Auristela Sinibaldo, y luego juzgó a discreción laque en Arnaldo parecía locura, porque la belleza de Auristela,como otras veces se ha dicho, era tal que cautivaba los corazo-nes de cuantos la miraban, y hallaban en ella disculpa todos loserrores que por ella se hicieran.

Es, pues, el caso que aquel mismo día se concertó que Rena-to y Eusebia se volviesen a Francia, llevando en su navío a Ar-naldo para dejalle en su reino, el cual quiso llevar consigo aMauricio y a Transila, su hija, y a Ladislao, su yerno, y que enel navío de la huida, prosiguiendo su viaje, fuesen a España

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Periandro, los dos Antonios, Auristela, Ricla y la hermosa Cons-tanza. Rutilio, viendo este repartimiento, estuvo esperando aqué parte le echarían; pero, antes que la declarasen, puesto derodillas ante Renato, le suplicó le hiciese heredero de sus alha-jas y le dejase en aquella isla, siquiera para que no faltase enella quien encendiese el farol que guiase a los perdidos nave-gantes; porque él quería acabar bien la vida, hasta entoncesmala. Reforzaron todos su cristiana petición, y el buen Renato,que era tan cristiano como liberal, le concedió todo cuanto pe-día, diciéndole que quisiera que fueran de importancia las co-sas que le dejaba, puesto que eran todas las necesarias paracultivar la tierra y pasar la vida humana, a lo que añadió Arnal-do que él le prometía, si se viese pacífico en su reino, de env-iarle cada un año un bajel que le socorriese. A todos hizo seña-les de besar los pies Rutilio, y todos le abrazaron, y los más de-llos lloraron de ver la santa resolución del nuevo ermitaño;que, aunque la nuestra no se enmiende, siempre da gusto verenmendar la ajena vida, si no es que llega a tanto la protervi-dad nuestra, que querríamos ser el abismo que a otros abismosllamase.

Dos días tardaron en disponerse y acomodarse para seguircada uno su viaje, y, al punto de la partida, hubo corteses co-medimientos, especialmente entre Arnaldo, Periandro y Auris-tela; y, aunque entre ellos se mezclaron amorosas razones, to-das fueron honestas y comedidas, pues no alborotaron el pechode Periandro. Lloró Transila, no tuvo enjutos los ojos Mauricio,ni lo estuvieron los de Ladislao; gimió Ricla, enternecióseConstanza, y su padre y su hermano también se mostraron tier-nos. Andaba Rutilio de unos en otros, ya vestido con los hábitosde ermitaño de Renato, despidiéndose déstos y de aquéllos,mezclando sollozos y lágrimas todo a un tiempo.

Finalmente, convidándoles el sosegado tiempo, y un vientoque podía servir a diferentes viajes, se embarcaron y le dieronlas velas, y Rutilio mil bendiciones, puesto en lo alto de lasermitas.

Y aquí dio fin a este segundo libro el autor desta peregrinahistoria.

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Parte 3

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Capítulo 1Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, yno pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, pa-ra quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensam-ientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosi-ga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego,ése será el mejor, cuando no se mezcle con error deentendimiento.

Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnal-do en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mos-trado de servir a Auristela; pero no se puede decir que le dejó,sino que le entretuvo, en tanto que el de la honra, que sobrepu-ja al de todas las acciones humanas, se apoderó de su alma. Elcual deseo se le declaró Arnaldo a Periandro una noche antesde la partida, hablándole aparte en la isla de las Ermitas. Allí lesuplicó -que quien pide lo que ha menester, no ruega, sino su-plica- que mirase por su hermana Auristela, y que la guardasepara reina de Dinamarca; y que, aunque la ventura no se lemostrase a él buena en cobrar su reino, y en tan justa demandaperdiese la vida, se estimase Auristela por viuda de un prínci-pe, y, como tal, supiese escoger esposo, puesto que ya él sabíay muchas veces lo había dicho, que por sí sola, sin tener depen-dencia de otra grandeza alguna, merecía ser señora del mayorreino del mundo, no que del de Dinamarca. Periandro le res-pondió que le agradecía su buen deseo, y que él tendría cuida-do de mirar por ella como por cosa que tanto le tocaba y quetan bien le venía. Ninguna destas razones dijo Periandro a Au-ristela, porque las alabanzas que se dan a la persona amada,halas de decir el amante como propias, y no como que se dicende persona ajena. No ha de enamorar el amante con las graciasde otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si nocanta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gen-tilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy

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de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con aje-nas sobras. Estos consejos no se dan a Periandro, que de losbienes de la naturaleza se llevaba la gala, y en los de la fortunaera inferior a pocos.

En esto iban las naves con un mismo viento, por diferentescaminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el ar-te de la navegación; iban rompiendo, como digo, no claros cris-tales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el vien-to, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de lasuperficie, y la nave suavemente le besaba los labios, y se deja-ba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que letocaba. Desta suerte, y con la misma tranquilidad y sosiego,navegaron diez y siete días sin ser necesario subir ni bajar, nillegar a templar las velas, cuya felicidad en los que navegan, sino tuviese por descuentos el temor de borrascas venideras, nohabía gusto con que igualalle.

Al cabo destos o pocos más días, al amanecer de uno, dijo ungrumete que desde la gavia mayor iba descubriendo la tierra:

-¡Albricias, señores, albricias pido y albricias merezco! ¡Tie-rra! ¡Tierra! Aunque mejor diría ¡cielo!, ¡cielo!, porque sin du-da estamos en el paraje de la famosa Lisboa.

Cuyas nuevas sacaron de los ojos de todos tiernas y alegreslágrimas, especialmente de Ricla, de los dos Antonios y de suhija Constanza, porque les pareció que ya habían llegado a latierra de promisión que tanto deseaban.

Echóle los brazos Antonio al cuello, diciéndole:-Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a

Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de laque yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que esadorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que sesirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto.Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enferme-dad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pier-de la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, ga-na la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos,y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arro-gancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobar-día. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son li-berales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad esla mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se

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descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se repartenpor el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que sepuedan reducir a número, sino de selvas movibles de árbolesque los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admi-ra y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos di-cen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosí-simo tributo.

-No digas más -dijo a esta sazón Periandro-; deja, Antonio, al-go para nuestros ojos, que las alabanzas no lo han de decir to-do: algo ha de quedar para la vista, para que con ella nos admi-remos de nuevo, y así, creciendo el gusto por puntos, vendrá aser mayor en sus estremos.

Contentísima estaba Auristela de ver que se le acercaba lahora de poner pie en tierra firme, sin andar de puerto en puer-to y de isla en isla, sujeta a la inconstancia del mar y a la movi-ble voluntad de los vientos; y más cuando supo que desde allí aRoma podía ir a pie enjuto, sin embarcarse otra vez si noquisiese.

Mediodía sería cuando llegaron a Sangián, donde se registróel navío, y donde el castellano del castillo, y los que con él en-traron en la nave, se admiraron de la hermosura de Auristela,de la gallardía de Periandro, del traje bárbaro de los dos Anto-nios, del buen aspecto de Ricla y de la agradable belleza deConstanza. Supieron ser estranjeros, y que iban peregrinandoa Roma. Satisfizo Periandro a los marineros, que los habíantraído magníficamente, con el oro que sacó Ricla de la Isla Bár-bara, ya vuelto en moneda corriente en la isla de Policarpo. Losmarineros quisieron llegar a Lisboa a granjearlo con algunamercancía.

El castellano de Sangián envió al gobernador de Lisboa, queentonces era el arzobispo de Braga, por ausencia del rey, queno estaba en la ciudad, de la nueva venida de los estranjeros yde la sin par belleza de Auristela, añadiendo la de Constanza,que con el traje de bárbara no solamente no la encubría, perola realzaba; exageróle asimismo la gallarda disposición de Per-iandro, y juntamente la discreción de todos, que no bárbaros,sino cortesanos parecían.

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se de-sembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota dela fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar

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en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin lastorcidas ceremonias de su tierra. Había salido a la marina infi-nita gente a ver los estranjeros desembarcados en Belén; corr-ieron allá todos por ver la novedad, que siempre se lleva tras sílos deseos y los ojos.

Ya salía de Belén el nuevo escuadrón de la nueva hermosura:Ricla, medianamente hermosa, pero estremadamente a lo bár-baro vestida; Constanza, hermosísima y rodeada de pieles; An-tonio el padre, brazos y piernas desnudas, pero con pieles delobos cubierto lo demás del cuerpo; Antonio el hijo iba del mis-mo modo, pero con el arco en la mano y la aljaba de las saetasa las espaldas; Periandro, con casaca de terciopelo verde y cal-zones de lo mismo, a lo marinero, un bonete estrecho y puntia-gudo en la cabeza, que no le podía cubrir las sortijas de oroque sus cabellos formaban; Auristela traía toda la gala del se-tentrión en el vestido, la más bizarra gallardía en el cuerpo y lamayor hermosura del mundo en el rostro. En efeto, todos jun-tos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quienlos miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y elgallardo Periandro.

Llegaron por tierra a Lisboa, rodeados de plebeya y de corte-sana gente; lleváronlos al gobernador, que, después de admira-do de verlos, no se cansaba de preguntarles quiénes eran, dedónde venían y adónde iban. A lo que respondió Periandro, queya traía estudiada la respuesta que había de dar a semejantespreguntas, viendo que se la habían de hacer muchas veces:cuando quería o le parecía que convenía, relataba su historia alo largo, encubriendo siempre sus padres, de modo que, satis-faciendo a los que le preguntaban, en breves razones cifraba,si no toda, a lo menos gran parte de su historia. Mandólos el vi-sorrey alojar en uno de los mejores alojamientos de la ciudad,que acertó a ser la casa de un magnífico caballero portugués,donde era tanta la gente que concurría para ver a Auristela, dequien sola había salido la fama de lo que había que ver en to-dos, que fue parecer de Periandro mudasen los trajes de bárba-ros en los de peregrinos, porque la novedad de los que traíanera la causa principal de ser tan seguidos, que ya parecían per-seguidos del vulgo; además, que para el viaje que ellos lleva-ban de Roma, ninguno le venía más a cuento. Hízose así, y deallí a dos días se vieron peregrinamente peregrinos.

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Acaeció, pues, que al salir un día de casa, un hombre portu-gués se arrojó a los pies de Periandro, llamándole por su nom-bre, y, abrazándole por las piernas, le dijo:

-¿Qué ventura es ésta, señor Periandro, que la des a esta tie-rra con tu presencia? No te admires en ver que te nombro portu nombre, que uno soy de aquellos veinte que cobraron liber-tad en la abrasada isla Bárbara, donde tú la tenías perdida; ha-lléme a la muerte de Manuel de Sosa Cuitiño, el caballero por-tugués; apartéme de ti y de los tuyos en el hospedaje donde lle-gó Mauricio y Ladislao en busca de Transila, esposa del uno yhija del otro; trújome la buena suerte a mi patria; conté aquí asus parientes la enamorada muerte; creyéronla, y, aunque yono se la afirmara de vista, la creyeran, por tener casi en cos-tumbre el morir de amores los portugueses; un hermano suyo,que heredó su hacienda, ha hecho sus obsequias, y en una ca-pilla de su linaje, le puso en una piedra de mármol blanco, co-mo si debajo della estuviera enterrado, un epitafio que quieroque vengáis a ver todos, así como estáis, porque creo que os hade agradar por discreto y por gracioso.

Por las palabras, bien conoció Periandro que aquel hombredecía verdad; pero, por el rostro, no se acordaba haberle vistoen su vida. Con todo eso, se fueron al templo que decía, y vie-ron la capilla y la losa sobre la cual estaba escrito en lenguaportuguesa este epitafio, que leyó casi en castellano Antonio elpadre, que decía así:

Aquí yace viva la memoria del ya muertoManuel de Sosa Coitiño, caballero portugués,

que, a no ser portugués, aún fuera vivo.No murió a las manos de ningún castellano,

sino a las del amor, que todo lo puede;procura saber su vida, y envidiarás su muerte,

pasajero.

Vio Periandro que había tenido razón el portugués de alabar-le el epitafio, en el escribir de los cuales tiene gran primor lanación portuguesa. Preguntó Auristela al portugués qué senti-miento había hecho la monja, dama del muerto, de la muerte

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de su amante, el cual la respondió que, dentro de pocos díasque la supo, pasó desta a mejor vida, o ya por la estrecheza dela que hacía siempre, o ya por el sentimiento del no pensadosuceso.

Desde allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde or-denó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos losmás principales casos de su historia: a un lado pintó la IslaBárbara ardiendo en llamas, y allí junto la isla de la prisión, yun poco más desviado, la balsa o enmaderamiento donde le ha-lló Arnaldo cuando le llevó a su navío; en otra parte estaba laisla Nevada, donde el enamorado portugués perdió la vida; lue-go la nave que los soldados de Arnaldo taladraron; allí juntopintó la división del esquife y de la barca; allí se mostraba eldesafío de los amantes de Taurisa y su muerte; acá estaban se-rrando por la quilla la nave que había servido de sepultura aAuristela y a los que con ella venían; acullá estaba la agradableisla donde vio en sueños Periandro los dos escuadrones de vir-tudes y vicios; y allí, junto la nave, donde los peces Náufragospescaron a los dos marineros y les dieron en su vientre sepul-tura. No se olvidó de que pintase verse empedrados en el marhelado, el asalto y combate del navío, ni el entregarse a Crati-lo; pintó asimismo la temeraria carrera del poderoso caballo,cuyo espanto, de león, le hizo cordero; que los tales con unasombro se amansan; pintó, como en resguño y en estrecho es-pacio, las fiestas de Policarpo, coronándose a sí mismo por ven-cedor en ellas; resolutamente, no quedó paso principal en queno hiciese labor en su historia, que allí no pintase, hasta ponerla ciudad de Lisboa y su desembarcación en el mismo traje enque habían venido; también se vio en el mismo lienzo arder laisla de Policarpo, a Clodio traspasado con la saeta de Antonio ya Cenotia colgada de una entena; pintóse también la isla de lasErmitas, y a Rutilio con apariencias de santo. Este lienzo se ha-cía de una recopilación que les escusaba de contar su historiapor menudo, porque Antonio el mozo declaraba las pinturas ylos sucesos cuando le apretaban a que los dijese. Pero, en loque más se aventajó el pintor famoso, fue en el retrato de Au-ristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar unahermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la be-lleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, nohabía pincel humano que alcanzase.

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Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron envisitar los templos y en encaminar sus almas por la derechasenda de su salvación, al cabo de los cuales, con licencia del vi-sorrey y con patentes verdaderas y firmes de quiénes eran yadónde iban, se despidieron del caballero portugués, su hués-ped, y del hermano del enamorado, Alberto, de quien recibie-ron grandes caricias y beneficios, y se pusieron en camino deCastilla. Y esta partida fue menester hacerla de noche, temero-sos que si de día la hicieran, la gente que les seguiría la estor-bara, puesto que la mudanza del traje había hecho ya que am-ainase la admiración.

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Capítulo 2Peregrinos. Su viaje por España. Sucédenles nuevos

y estraños casos

Pedían los tiernos años de Auristela, y los más tiernos deConstanza, con los entreverados de Ricla, coches, estruendo yaparato para el largo viaje en que se ponían; pero la devociónde Auristela, que había prometido de ir a pie hasta Roma, des-de la parte do llegase en tierra firme, llevó tras sí las demásdevociones; y todos de un parecer, así varones como hembras,votaron el viaje a pie, añadiendo, si fuese necesario, mendigarde puerta en puerta. Con esto cerró la del dar Ricla, y Perian-dro se escusó de no disponer de la cruz de diamantes que Au-ristela traía, guardándola con las inestimables perlas para me-jor ocasión. Solamente compraron un bagaje que sobrellevaselas cargas que no pudieran sufrir las espaldas; acomodáronsede bordones, que servían de arrimo y defensa, y de vainas deunos agudos estoques. Con este cristiano y humilde aparato sa-lieron de Lisboa, dejándola sola sin su belleza, y pobre sin la ri-queza de su discreción, como lo mostraron los infinitos corri-llos de gente que en ella se hicieron, donde la fama no tratabade otra cosa sino del estremo de discreción y belleza de los pe-regrinos estranjeros.

Desta manera, acomodándose a sufrir el trabajo de hasta doso tres leguas de camino cada día, llegaron a Badajoz, donde yatenía el Corregidor castellano nuevas de Lisboa, cómo por allíhabían de pasar los nuevos peregrinos, los cuales, entrando enla ciudad, acertaron a alojarse en un mesón do se alojaba unacompañía de famosos recitantes, los cuales aquella misma no-che habían de dar la muestra para alcanzar la licencia de re-presentar en público, en casa del Corregidor. Pero, apenas vie-ron el rostro de Auristela y el de Constanza, cuando les

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sobresaltó lo que solía sobresaltar a todos aquellos que prime-ramente las veían, que era admiración y espanto.

Pero ninguno puso tan en punto el maravillarse, como fue elingenio de un poeta, que de propósito con los recitantes venía,así para enmendar y remendar comedias viejas, como para ha-cerlas de nuevo: ejercicio más ingenioso que honrado y más detrabajo que de provecho. Pero la excelencia de la poesía es tanlimpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha;es como el sol, que pasa por todas las cosas inmundas sin quese le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se esti-ma; es un rayo que suele salir de donde está encerrado, noabrasando, sino alumbrando; es instrumento acordado que dul-cemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite, lleva consi-go la honestidad y el provecho. Digo, en fin, que este poeta, aquien la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los me-sones y las Castalias y las Aganipes con los charcos y arroyosde los caminos y ventas, fue el que más se admiró de la bellezade Auristela, y al momento la marcó en su imaginación y la tu-vo por más que buena para ser comedianta, sin reparar si sabíao no la lengua castellana. Contentóle el talle, diole gusto elbrío, y en un instante la vistió en su imaginación en hábito cor-to de varón; desnudóla luego y vistióla de ninfa, y casi al mismopunto la envistió de la majestad de reina, sin dejar traje de risao de gravedad de que no la vistiese, y en todas se le representógrave, alegre, discreta, aguda, y sobremanera honesta: estre-mos que se acomodan mal en una farsanta hermosa.

¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio deun poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuánflacos cimientos levanta grandes quimeras! Todo se lo halla he-cho, todo fácil, todo llano, y esto de manera que las esperanzasle sobran cuando la ventura le falta, como lo mostró este nues-tro moderno poeta cuando vio descoger acaso el lienzo dondevenían pintados los trabajos de Periandro. Allí se vio él en elmayor que en su vida se había visto, por venirle a la imagina-ción un grandísimo deseo de componer de todos ellos una co-media; pero no acertaba en qué nombre le pondría: si le llama-ría comedia, o tragedia, o tragicomedia, porque si sabía el prin-cipio, ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corrien-do las vidas de Periandro y de Auristela, cuyos fines habían deponer nombre a lo que dellos se representase. Pero lo que más

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le fatigaba era pensar cómo podría encajar un lacayo consejeroy gracioso en el mar y entre tantas islas, fuego y nieves; y, contodo esto, no se desesperó de hacer la comedia y de encajar eltal lacayo, a pesar de todas las reglas de la poesía y a despechodel arte cómico. Y, en tanto que en esto iba y venía, tuvo lugarde hablar a Auristela y de proponerle su deseo y de aconsejarlacuán bien la estaría si se hiciese recitanta. Díjole que, a dos sa-lidas al teatro, le lloverían minas de oro a cuestas, porque lospríncipes de aquella edad eran como hechos de alquimia, quellegada al oro, es oro, y llegada al cobre, es cobre; pero que,por la mayor parte, rendían su voluntad a las ninfas de los tea-tros, a las diosas enteras y a las semideas, a las reinas de estu-dio y a las fregonas de apariencia; díjole que si alguna fiestareal acertase a hacerse en su tiempo, que se diese por cubiertade faldellines de oro, porque todas o las más libreas de los ca-balleros habían de venir a su casa rendidas a besarle los pies;representóle el gusto de los viajes, y el llevarse tras sí dos otres disfrazados caballeros que la servirían tan de criados co-mo de amantes; y, sobre todo, encarecía y puso sobre las nubesla excelencia y la honra que le darían en encargarle las prime-ras figuras. En fin, le dijo que si en alguna cosa se verificaba laverdad de un antiguo refrán castellano, era en las hermosasfarsantas, donde la honra y provecho cabían en un saco.

Auristela le respondió que no había entendido palabra decuantas le había dicho, porque bien se veía que ignoraba lalengua castellana, y que, puesto que la supiera, sus pensamien-tos eran otros, que tenían puesta la mira en otros ejercicios, sino tan agradables, a lo menos más convenientes. Desesperóseel poeta con la resoluta respuesta de Auristela; miróse a lospies de su ignorancia, y deshizo la rueda de su vanidad ylocura.

Aquella noche fueron a dar la muestra en casa del Corregi-dor, el cual, como hubiese sabido que la hermosa junta peregri-na estaba en la ciudad, los envió a buscar y a convidar viniesena su casa a ver la comedia, y a recebir en ella muestras del de-seo que tenía de servirles, por las que de su valor le habían es-crito de Lisboa. Acetólo Periandro, con parecer de Auristela yde Antonio el padre, a quien obedecían como a su mayor. Jun-tas estaban muchas damas de la ciudad con la Corregidora,cuando entraron Auristela, Ricla y Constanza, con Periandro y

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los dos Antonios, admirando, suspendiendo, alborotando la vis-ta de los presentes, que a sentir tales efetos les forzaba la sinpar bizarría de los nuevos peregrinos, los cuales, acrecentandocon su humildad y buen parecer la benevolencia de los que losrecibieron, dieron lugar a que les diesen casi el más honradoen la fiesta, que fue la representación de la fábula de Céfalo yde Pocris, cuando ella, celosa más de lo que debía, y él, conmenos discurso que fuera necesario, disparó el dardo que aella le quitó la vida y a él el gusto para siempre. El verso tocólos estremos de bondad posibles, como compuesto, según se di-jo, por Juan de Herrera de Gamboa, a quien por mal nombrellamaron el Maganto, cuyo ingenio tocó asimismo las más altasrayas de la poética esfera. Acabada la comedia, desmenuzaronlas damas la hermosura de Auristela parte por parte, y hallarontodas un todo a quien dieron por nombre Perfección sin tacha,y los varones dijeron lo mismo de la gallardía de Periandro, yde recudida se alabó también la belleza de Constanza y la biza-rría de su hermano Antonio. Tres días estuvieron en la ciudad,donde en ellos mostró el Corregidor ser caballero liberal, y te-ner la Corregidora condición de reina, según fueron las dádi-vas y presentes que hizo a Auristela y a los demás peregrinos,los cuales, mostrándose agradecidos y obligados, prometieronde tener cuenta de darla de sus sucesos, de dondequiera queestuviesen.

Partidos, pues, de Badajoz, se encaminaron a nuestra Señorade Guadalupe, y, habiendo andado tres días y en ellos cinco le-guas, les tomó la noche en un monte poblado de infinitas enci-nas y de otros rústicos árboles. Tenía suspenso el cielo el cursoy sazón del tiempo en la balanza igual de los dos equinocios: niel calor fatigaba, ni el frío ofendía, y, a necesidad, tan bien sepodía pasar la noche en el campo como en el aldea; y a estacausa, y por estar lejos un pueblo, quiso Auristela que se que-dasen en unas majadas de pastores boyeros que a los ojos seles ofrecieron. Hízose lo que Auristela quiso, y, apenas habíanentrado por el bosque docientos pasos, cuando se cerró la no-che con tanta escuridad que los detuvo, y les hizo mirar atenta-mente la lumbre de los boyeros, porque su resplandor les sirv-iese de norte para no errar el camino. Las tinieblas de la no-che, y un ruido que sintieron, les detuvo el paso y hizo que An-tonio el mozo se apercibiese de su arco, perpetuo compañero

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suyo. Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron,el cual les dijo:

-¿Sois desta tierra, buena gente?-No, por cierto -respondió Periandro-, sino de bien lejos della;

peregrinos estranjeros somos que vamos a Roma, y primero aGuadalupe.

-Sí, que también -dijo el de a caballo- hay en las estranjerastierras caridad y cortesía, también hay almas compasivasdondequiera.

-¿Pues no? -respondió Antonio-. Mirad, señor, quienquieraque seáis, si habéis menester algo de nosotros, y veréis cómosale verdadera vuestra imaginación.

-Tomad -dijo, pues, el caballero-, tomad, señores, esta cadenade oro, que debe de valer docientos escudos, y tomad asimismoesta prenda, que no debe de tener precio, a lo menos yo no sele hallo, y darle heis en la ciudad de Trujillo a uno de dos caba-lleros que en ella y en todo el mundo son bien conocidos: llá-mase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orella-na; ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todoestremo.

Y, en esto, puso en las manos de Ricla, que como mujer com-pasiva se adelantó a tomarlo, una criatura que ya comenzaba allorar, envuelta ni se supo por entonces si en ricos o en pobrespaños.

-Y diréis a cualquiera dellos que la guarden, que presto sa-brán quién es, y las desdichas que a ser dichoso le habrán lle-vado, si llega a su presencia. Y perdonadme, que mis enemigosme siguen, los cuales, si aquí llegaren y preguntaren si me ha-béis visto, diréis que no, pues os importa poco el decir esto; osi ya os pareciere mejor, decid que por aquí pasaron tres o cua-tro hombres de a caballo, que iban diciendo: ``¡A Portugal! ¡APortugal!'' Y a Dios quedad, que no puedo detenerme; que,puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone lahonra.

Y, arrimando las que traía al caballo, se apartó como un rayodellos; pero, casi al mismo punto, volvió el caballero y dijo:

-No está bautizado.Y tornó a seguir su camino.Veis aquí a nuestros peregrinos, a Ricla con la criatura en los

brazos, a Periandro con la cadena al cuello, a Antonio el mozo

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sin dejar de tener flechado el arco, y al padre en postura de de-senvainar el estoque, que de bordón le servía, y a Auristelaconfusa y atónita del estraño suceso, y a todos juntos admira-dos del estraño acontecimiento, cuya salida fue por entoncesque aconsejó Auristela que, como mejor pudiesen, llegasen a lamajada de los boyeros, donde podría ser hallasen remedios pa-ra sustentar aquella recién nacida criatura, que, por su peque-ñez y la debilidad de su llanto, mostraba ser de pocas horas na-cida. Hízose así; y apenas llegaron a la majada de los pastores,a costa de muchos tropiezos y caídas, cuando, antes que los pe-regrinos les preguntasen si eran servidos de darles alojamientoaquella noche, llegó a la majada una mujer llorando, triste, pe-ro no reciamente, porque mostraba en sus gemidos que se es-forzaba a no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda,pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona.La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia queella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieronser tan hermosa como niña, y tan niña como hermosa, puestoque Ricla, que sabía más de edades, la juzgó por de diez y seisa diez y siete años.

Preguntáronle los pastores si la seguía alguien, o si teníaotra necesidad que pidiese presto remedio.

A lo que respondió la dolorosa muchacha:-Lo primero, señores, que habéis de hacer, es ponerme deba-

jo de la tierra; quiero decir, que me encubráis de modo que nome halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algúnsustento, porque desmayos me van acabando la vida.

-Nuestra diligencia -dijo un pastor viejo- mostrará que tene-mos caridad.

Y, aguijando con presteza a un hueco de un árbol que en unavaliente encina se hacía, puso en él algunas pieles blandas deovejas y cabras, que entre el ganado mayor se criaban; hizo unmodo de lecho, bastante por entonces a suplir aquella necesi-dad precisa; tomó luego a la mujer en los brazos y encerróla enel hueco, adonde le dio lo que pudo, que fueron sopas en leche,y le dieran vino, si ella quisiera beberlo; colgó luego delantedel hueco otras pieles, como para enjugarse.

Ricla, viendo hecho esto, habiendo conjeturado que aquélla,sin duda, debía de ser la madre de la criatura que ella tenía, sellegó al pastor caritativo, diciéndole:

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-No pongáis, buen señor, término a vuestra caridad, y usaldacon esta criatura que tengo en los brazos, antes que perezcade hambre.

Y en breves razones le contó cómo se le habían dado.Respondióla el pastor a la intención, y no a sus razones, lla-

mando a uno de los demás pastores, a quien mandó que, to-mando aquella criatura, la llevase al aprisco de las cabras y hi-ciese de modo como de alguna dellas tomase el pecho. Apenashubo hecho esto, y tan apenas que casi se oían los últimosacentos del llanto de la criatura, cuando llegaron a la majadaun tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer des-mayada y por el caballero de la criatura; pero, como no les die-ron nuevas ni noticia de lo que pedían, pasaron con estraña pr-iesa adelante, de que no poco se alegraron sus remediadores. Yaquella noche pasaron con más comodidad que los peregrinospensaron, y con más alegría de los ganaderos, por verse tanbien acompañados.

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Capítulo 3a doncella encerrada en el árbol: de quién era

Preñada estaba la encina -digámoslo así-, preñadas estabanlas nubes, cuya escuridad la puso en los ojos de los que por laprisionera del árbol preguntaron; pero al compasivo pastor,que era mayoral del hato, ninguna cosa le pudo turbar paraque dejase de acudir a proveer lo que fuese necesario al rece-bimiento de sus huéspedes: la criatura tomó los pechos de lacabra; la encerrada, el rústico sustento; y los peregrinos, elnuevo y agradable hospedaje.

Quisieron todos saber luego qué causas habían traído allí a lalastimada y al parecer fugitiva, y a la desamparada criatura;pero fue parecer de Auristela que no le preguntasen nada has-ta el venidero día, porque los sobresaltos no suelen dar licenciaa la lengua, aun a que cuente venturas alegres, cuanto másdesdichas tristes; y, puesto que el anciano pastor visitaba amenudo el árbol, no preguntaba nada al depósito que tenía, si-no solamente por su salud; y fuele respondido que, aunque te-nía mucha ocasión para no tenerla, le sobraría como ella se vie-se libre de los que la buscaban, que era su padre y hermanos.Cubrióla y encubrióla el pastor, y dejóla, y volvióse a los pere-grinos, que aquella noche la pasaron con más claridad de lashogueras y fuegos de los pastores que con aquélla que ella lesconcedía; y, antes que el cansancio les obligase a entregar lossentidos al sueño, quedó concertado que el pastor que habíallevado la criatura a procurar que las cabras fuesen sus amas,la llevase y entregase a una hermana del anciano ganadero,que, casi dos leguas de allí, en una pequeña aldea, vivía. Dié-ronle que llevase la cadena, con orden de darla a criar en lamisma aldea, diciendo ser de otra algo apartada. Todo esto sehizo así, con que se aseguraron y apercibieron a desmentir las

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espías, si acaso volviesen, o viniesen otras de nuevo, a buscarlos perdidos; a lo menos, los que perdidos parecían. En tratardesto y en satisfacer la hambre y en un breve rato que se apo-deró de sus ojos el sueño y de sus lenguas el silencio, se pasóel de la noche, y se vino a más andar el día, alegre para todos,si no para la temerosa que, encerrada en el árbol, apenas osa-ba ver del sol la claridad hermosa.

Con todo eso, habiendo puesto primero, cerca y lejos del re-baño, de trecho en trecho, centinelas que avisasen si algunagente venía, la sacaron del árbol para que le diese el aire, y pa-ra saber della lo que deseaban; y con la luz del día vieron quela de su rostro era admirable, de modo que puso en duda acuál darían, della y de Constanza, después de Auristela, el se-gundo lugar de hermosa; porque dondequiera se llevó el prime-ro Auristela, a quien no quiso dar igual la naturaleza.

Muchas preguntas le hicieron y muchos ruegos precedieronantes, todos encaminados a que su suceso les contase, y ella,de puro cortés y agradecida, pidiendo licencia a su flaqueza,con aliento debilitado así comenzó a decir:

-Puesto, señores, que, en lo que deciros quiero, tengo de des-cubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honra-da, todavía quiero más parecer cortés por obedeceros, que de-sagradecida por no contentaros. «Mi nombre es Feliciana de laVoz; mi patria, una villa no lejos de este lugar; mis padres sonnobles mucho más que ricos; y mi hermosura, en tanto que noha estado tan marchita como agora, ha sido de algunos estima-da y celebrada. Junto a la villa que me dio el cielo por patria vi-vía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes lehacían ser caballero en la opinión de las gentes. Éste tiene unhijo que desde agora muestra ser tan heredero de las virtudesde su padre, que son muchas, como de su hacienda, que es infi-nita. Vivía, ansimismo, en la misma aldea un caballero con otrohijo suyo, más nobles que ricos, en una tan honrada medianía,que ni los humillaba ni los ensoberbecía. Con este segundomancebo noble ordenaron mi padre y dos hermanos que tengode casarme, echando a las espaldas los ruegos con que me pe-día por esposa el rico hidalgo; pero yo, a quien los cielos guar-daban para esta desventura en que me veo, y para otras en quepienso verme, me di por esposa al rico, y yo me le entregué porsuya a hurto de mi padre y de mis hermanos, que madre no la

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tengo, por mayor desgracia mía. Vímonos muchas veces solos yjuntos, que para semejantes casos nunca la ocasión vuelve lasespaldas; antes, en la mitad de las imposibilidades, ofrece suguedeja.

»Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestidoy creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la con-versación de los desposados amantes. En este tiempo, sin ha-cerme sabidora, concertaron mi padre y hermanos de casarmecon el mozo noble; con tanto deseo de efetuarlo que anoche letrajeron a casa, acompañado de dos cercanos parientes suyos,con propósito de que luego luego nos diésemos las manos. So-bresaltéme cuando vi entrar a Luis Antonio (que éste es elnombre del mancebo noble), y más me admiré cuando mi padreme dijo que me entrase en mi aposento y me aderezase algomás de lo ordinario, porque en aquel punto había de dar la ma-no de esposa a Luis Antonio. Dos días había que había entradoen los términos que la naturaleza pide en los partos, y, con elsobresalto y no esperada nueva, quedé como muerta; y, dicien-do entraba a aderezarme a mi aposento, me arrojé en los bra-zos de una mi doncella, depositaria de mis secretos, a quien di-je, hechos fuentes mis ojos: ``¡Ay, Leonora mía, y cómo creoque es llegado el fin de mis días! Luis Antonio está en esa ante-sala, esperando que yo salga a darle la mano de esposa. Mira sies este trance riguroso, y la más apretada ocasión en que pue-da verse una mujer desdichada. Pásame, hermana mía, si tie-nes con qué, este pecho; salga primero mi alma destas carnes,que no la desvergüenza de mi atrevimiento. ¡Ay, amiga mía,que me muero, que se me acaba la vida!'' Y, diciendo esto, ydando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyonunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó eldiscurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperandoa que mi padre o mis hermanos entrasen, y, en lugar de sacar-me a desposar, me sacasen a la sepultura.»

Aquí llegaba Feliciana de su cuento, cuando vieron que lascentinelas que habían puesto para asegurarse hacían señal deque venía gente, y con diligencia no vista, el pastor ancianoquería volver a depositar a Feliciana en el árbol, seguro asilode su desgracia; pero, habiendo vuelto las centinelas a decirque se asegurasen, porque un tropel de gente que habían visto,

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cruzaba por otro camino, todos se aseguraron, y Feliciana de laVoz volvió a su cuento, diciendo:

-«Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi ano-che: el desposado en la sala, esperándome, y el adúltero, si asíse puede decir, en un jardín de mi casa, atendiéndome para ha-blarme, ignorante del estrecho en que yo estaba, y de la venidade Luis Antonio; yo, sin sentido, por el no esperado suceso; midoncella turbada, con la criatura en los brazos; mi padre y her-manos dándome priesa que saliese a los desdichados desposor-ios. Aprieto fue éste que pudiera derribar a más gallardos en-tendimientos que el mío, y oponerse a toda buena razón y buendiscurso. No sé qué os diga más, sino que sentí, estando sinsentido, que entró mi padre, diciendo: ``Acaba, muchacha; salcomoquiera que estuvieres, que tu hermosura suplirá tu desnu-dez y te servirá de riquísimas galas''. Diole, a lo que creo, enesto, a los oídos el llanto de la criatura, que mi doncella, a loque imagino, debía de ir a poner en cobro, o a dársela a Rosan-io, que este es el nombre del que yo quise escoger por esposo.Alborotóse mi padre, y con una vela en la mano me miró el ros-tro, y coligió por mi semblante, mi sobresalto y mi desmayo.Volvióle a herir en los oídos el eco del llanto de la criatura, y,echando mano a la espada, fue siguiendo adonde la voz le lle-vaba. El resplandor del cuchillo me dio en la turbada vista, y elmiedo en la mitad del alma; y, como sea natural cosa el desearconservar la vida cada uno, del temor de perderla salió en mí elánimo de remediarla; y, apenas hubo mi padre vuelto las espal-das, cuando yo, así como estaba, bajé por un caracol a unosaposentos bajos de mi casa, y de ellos con facilidad me puse enla calle, y de la calle en el campo, y del campo en no sé qué ca-mino; y, finalmente, aguijada del miedo y solicitada del temor,como si tuviera alas en los pies, caminé más de lo que prometíami flaqueza. Mil veces estuve para arrojarme en el camino dealgún ribazo, que me acabara con acabarme la vida, y otrastantas estuve por sentarme o tenderme en el suelo, y dejarmehallar de quien me buscase; pero, alentándome la luz de vues-tras cabañas, procuré llegar a ellas a buscar descanso a micansancio, y si no remedio, algún alivio a mi desdicha. Y así lle-gué como me vistes, y así me hallo como me veo, merced avuestra caridad y cortesía. Esto es, señores míos, lo que os

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puedo contar de mi historia, cuyo fin dejo al cielo, y le remitoen la tierra a vuestros buenos consejos.»

Aquí dio fin a su plática la lastimada Feliciana de la Voz, conque puso en los oyentes admiración y lástima en un mismo gra-do. Periandro contó luego el hallazgo de la criatura, la dádivade la cadena, con todo aquello que le había sucedido con el ca-ballero que se la dio.

-¡Ay! -dijo Feliciana-. ¿Si es por ventura esa prenda mía? ¿Ysi es Rosanio el que la trajo? Y si yo la viese, si no por el rostro,pues nunca le he visto, quizá por los paños en que viene env-uelta sacaría a luz la verdad de las tinieblas de mi confusión;porque mi doncella, no apercebida, ¿en qué la podía envolver,sino en paños que estuviesen en el aposento, que fuesen de míconocidos? Y, cuando esto no sea, quizá la sangre hará su ofic-io, y por ocultos sentimientos le dará a entender lo que metoca.

A lo que respondió el pastor:-La criatura está ya en mi aldea en poder de una hermana y

de una sobrina mía; yo haré que ellas mismas nos la traiganhoy aquí, donde podrás, hermosa Feliciana, hacer las esperien-cias que deseas. En tanto, sosiega, señora, el espíritu, que mispastores y este árbol servirán de nubes que se opongan a losojos que te buscaren.

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Capítulo 4-Paréceme, hermano mío -dijo Auristela a Periandro-, que lostrabajos y los peligros no solamente tienen jurisdición en elmar, sino en toda la tierra; que las desgracias e infortunios, asíse encuentran sobre los levantados sobre los montes como conlos escondidos en sus rincones. Esta que llaman Fortuna, dequien yo he oído hablar algunas veces, de la cual se dice quequita y da los bienes cuando, como y a quien quiere, sin dudaalguna debe de ser ciega y antojadiza, pues, a nuestro parecer,levanta los que habían de estar por el suelo, y derriba los queestán sobre los montes de la luna. No sé, hermano, lo que mevoy diciendo, pero sé que quiero decir que no es mucho quenos admire ver a esta señora, que dice que se llama Felicianade la Voz, que apenas la tiene para contar sus desgracias. Con-témplola yo pocas horas ha en su casa, acompañada de su pa-dre, hermanos y criados, esperando poner con sagacidad reme-dio a sus arrojados deseos; y agora puedo decir que la veo es-condida en lo hueco de un árbol, temiendo los mosquitos del ai-re, y aun las lombrices de la tierra. Bien es verdad que la suyano es caída de príncipes, pero es un caso que puede servir deejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar buenode sus vidas. Todo esto me mueve a suplicarte, ¡oh hermano!,mires por mi honra, que, desde el punto que salí del poder demi padre y del de tu madre, la deposité en tus manos; y, aunq-ue la esperiencia, con certidumbre grandísima, tiene acredita-da tu bondad, ansí en la soledad de los desiertos como en lacompañía de las ciudades, todavía temo que la mudanza de lashoras no mude los que de suyo son fáciles pensamientos. A ti teva; mi honra es la tuya; un solo deseo nos gobierna y una mis-ma esperanza nos sustenta; el camino en que nos hemos pues-to es largo, pero no hay ninguno que no se acabe, como no sele oponga la pereza y la ociosidad; ya los cielos, a quien doy milgracias por ello, nos ha traído a España sin la compañía

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peligrosa de Arnaldo; ya podemos tender los pasos seguros denaufragios, de tormentas y de salteadores, porque, según la fa-ma que, sobre todas las regiones del mundo, de pacífica y desanta tiene ganada España, bien nos podemos prometer seguroviaje.

-¡Oh hermana -respondió Periandro-, y cómo por puntos vasmostrando los estremados de tu discreción! Bien veo que te-mes como mujer y que te animas como discreta. Yo quisiera,por aquietar tus bien nacidos recelos, buscar nuevas experien-cias que me acreditasen contigo; que, puesto que las hechaspueden convertir el temor en esperanza, y la esperanza en fir-me seguridad, y desde luego en posesión alegre, quisiera quenuevas ocasiones me acreditaran. En el rancho destos pastoresno nos queda qué hacer, ni en el caso de Feliciana podemosservir más que de compadecernos de ella; procuremos llevaresta criatura a Trujillo, como nos lo encargó el que con ella nosdio la cadena, al parecer, por paga.

En esto estaban los dos, cuando llegó el pastor anciano consu hermana y con la criatura, que había enviado por ella a laaldea, por ver si Feliciana la reconocía, como ella lo había pedi-do. Lleváronsela, miróla y remiróla, quitóle las fajas; pero enninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun, loque más es de considerar, el natural cariño no le movía lospensamientos a reconocer el niño; que era varón el reciénnacido.

-No -decía Feliciana-, no son estas las mantillas que mi don-cella tenía diputadas para envolver lo que de mí naciese, ni es-ta cadena -que se la enseñaron- la vi yo jamás en poder de Ro-sanio. De otra debe ser esta prenda, que no mía; que, a serlo,no fuera yo tan venturosa, teniéndola una vez perdida, tornar acobrarla; aunque yo oí decir muchas veces a Rosanio que teníaamigos en Trujillo; pero de ninguno me acuerdo el nombre.

-Con todo eso -dijo el pastor-, que, pues el que dio la criaturamandó que la llevasen a Trujillo, sospecho que el que la dio aestos peregrinos fue Rosanio, y así, soy de parecer, si es queen ello os hago algún servicio, que mi hermana, con la criaturay con otros dos destos mis pastores, se ponga en camino deTrujillo, a ver si la reciben alguno de esos dos caballeros a qu-ien va dirigida.

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A lo que Feliciana respondió con sollozos y con arrojarse alos pies del pastor, abrazándolos estrechamente: señales que ladieron de que aprobaba su parecer. Todos los peregrinos leaprobaron asimismo, y con darle la cadena lo facilitaron todo.

Sobre una de las bestias del hato se acomodó la hermana delpastor, que estaba recién parida, como se ha dicho, con ordenque se pasase por su aldea, y dejase en cobro su criatura, y conla otra se partiese a Trujillo; que los peregrinos, que iban aGuadalupe, con más espacio la seguirían. Todo se hizo como lopensaron, y luego, porque la necesidad del caso no admitía tar-danza alguna.

Feliciana callaba, y con silencio se mostraba agradecida a losque tan de veras sus cosas tomaban a su cargo. Añadióse a to-do esto que Feliciana, habiendo sabido cómo los peregrinosiban a Roma, aficionada a la hermosura y discreción de Auris-tela, a la cortesía de Periandro, a la amorosa conversación deConstanza y de Ricla, su madre, y al agradable trato de los dosAntonios, padre y hijo (que todo lo miró, notó y ponderó en aq-uel poco espacio que los había comunicado), y lo principal porvolver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su hon-ra, pidió que consigo la llevasen como peregrina a Roma; que,pues había sido peregrina en culpas, quería procurar serlo engracias, si el cielo se las concedía, en que con ellos la llevasen.Apenas descubrió su pensamiento, cuando Auristela acudió asatisfacer su deseo, compasiva y deseosa de sacar a Felicianade entre los sobresaltos y miedos que la perseguían. Sólo difi-cultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así selo dijo; pero el anciano pastor dijo que no había más diferenciadel parto de una mujer que del de una res, y que, así como lares, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba alas inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regaloalguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introduci-do entre las mujeres los regalos y todas aquella prevencionesque suelen hacer con las recién paridas.

-Yo seguro -dijo más- que cuando Eva parió el primer hijo,que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de losmelindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señoraFeliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebocasi por santo, pues es tan cristiano.

A lo que añadió Auristela:

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-No quedará por falta de hábito de peregrina, que mi cuidadome hizo hacer dos cuando hice éste, el cual daré yo a la señoraFeliciana de la Voz, con condición que me diga qué misteriotiene el llamarse de la Voz, si ya no es el de su apellido.

-No me le ha dado -respondió Feliciana- mi linaje, sino el sercomún opinión de todos cuantos me han oído cantar, que tengola mejor voz del mundo: tanto que por excelencia me llamancomúnmente Feliciana de la Voz; y, a no estar en tiempo másde gemir que de cantar, con facilidad os mostrara esta verdad;pero si los tiempos se mejoran y dan lugar a que mis lágrimasse enjuguen, yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menosendechas tristes, que cantándolas encanten y llorándolasalegren.

Por esto que Feliciana dijo, nació en todos un deseo de oírlacantar luego luego, pero no osaron rogárselo, porque, comoella había dicho, los tiempos no lo permitían. Otro día se despo-jó Feliciana de los vestidos no necesarios que traía, y se cubriócon los que le dio Auristela de peregrina; quitóse un collar deperlas y dos sortijas; que si los adornos son parte para acredi-tar calidades, estas piezas pudieran acreditarla de rica y noble.Tomólas Ricla, como tesorera general de la hacienda de todos,y quedó Feliciana segunda peregrina, como primera Auristela,y tercera Constanza, aunque este parecer se dividió en parece-res, y algunos le dieron el segundo lugar a Constanza, que elprimero no hubo hermosura en aquella edad que a la de Auris-tela se le quitase.

Apenas se vio Feliciana el nuevo hábito, cuando le nacieronalientos nuevos y deseos de ponerse en camino. Conoció estoAuristela, y, con consentimiento de todos, despidiéndose delpastor caritativo y de los demás de la majada, se encaminarona Cáceres, hurtando el cuerpo con su acostumbrado paso alcansancio; y si alguna vez alguna de las mujeres le tenía, le su-plía el bagaje, donde iba el repuesto, o ya el margen de algúnarroyuelo o fuente do se sentaban, o la verdura de algún pradoque a dulce reposo las convidaba; y así, andaban a una conellos el reposo y el cansancio, junto con la pereza y la diligenc-ia: la pereza, en caminar poco; la diligencia, en caminar siem-pre. Pero, como por la mayor parte nunca los buenos deseosllegan a fin dichoso sin estorbos que los impidan, quiso el cieloque el de este hermoso escuadrón, que, aunque dividido en

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todos, era sólo uno en la intención, fuese impedido con el es-torbo que agora oiréis.

Dábales asiento la verde yerba de un deleitoso pradecillo; re-frescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arr-oyuelo que por entre las yerbas corría; servíanles de muralla yde reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todaspartes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descan-so, cuando, de improviso, rompiendo por las intricadas matas,vieron salir al verde sitio un mancebo vestido de camino, conuna espada hincada por las espaldas, cuya punta le salía al pe-cho. Cayó de ojos, y al caer dijo:

-¡Dios sea conmigo!Y el fin desta palabra y el arrancársele el alma fue todo a un

tiempo; y, aunque todos con el estraño espectáculo se levanta-ron alborotados, el que primero llegó a socorrerle fue Perian-dro, y, por hallarle ya muerto, se atrevió a sacar la espada. Losdos Antonios saltaron las zarzas, por ver si verían quién hubie-se sido el cruel y alevoso homicida; que, por ser la herida porlas espaldas, se mostraba que traidoras manos la habían he-cho. No vieron a nadie, volviéronse a los demás, y la poca edaddel muerto y su gallardo talle y parecer les acrecentó la lásti-ma. Miráronle todo, y halláronle, debajo de una ropilla de terc-iopelo pardo, sobre el jubón puesta una cadena de cuatro vuel-tas de menudos eslabones de oro, de la cual pendía un devotocrucifijo, asimismo de oro; allá entre el jubón y la camisa le ha-llaron, dentro de una caja de ébano ricamente labrada, un her-mosísimo retrato de mujer, pintado en la lisa tabla, alrededordel cual, de menudísima y clara letra, vieron que traía escritosestos versos:

Yela, enciende, mira y habla:¡milagros de hermosura,que tenga vuestra figuratanta fuerza en una tabla!

Por estos versos conjeturó Periandro, que los leyó primero,que de causa amorosa debía de haber nacido su muerte. Mirá-ronle las faldriqueras y escudriñáronle todos, pero no hallaron

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cosa que les diese indicio de quién era. Y, estando haciendo es-te escrutinio, parecieron, como si fueran llovidos, cuatro hom-bres con ballestas armadas, por cuyas insignias conoció luegoAntonio el padre, que eran cuadrilleros de la Santa Herman-dad, uno de los cuales dijo a voces:

-¡Teneos, ladrones, homicidas y salteadores! ¡No le acabéisde despojar, que a tiempo sois venidos en que os llevaremosadonde paguéis vuestro pecado!

-Eso no, bellacos -respondió Antonio el mozo-: aquí no hay la-drón ninguno, porque todos somos enemigos de los que lo son.

-Bien se os parece, por cierto -replicó el cuadrillero-, el hom-bre muerto, sus despojos en vuestro poder, y su sangre envuestras manos, que sirve de testigos vuestra maldad. Ladro-nes sois, salteadores sois, homicidas sois; y, como tales ladro-nes, salteadores y homicidas, presto pagaréis vuestros delitos,sin que os valga la capa de virtud cristiana con que procuráisencubrir vuestras maldades, vistiéndoos de peregrinos.

A esto le dio respuesta Antonio el mozo con poner una flechaen su arco y pasarle con ella un brazo, puesto que quisiera pa-sarle de parte a parte el pecho. Los demás cuadrilleros, o es-carmentados del golpe, o por hacer la prisión más al seguro,volvieron las espaldas, y, entre huyendo y esperando, a gran-des voces apellidaron:

-¡Aquí de la Santa Hermandad! ¡Favor a la SantaHermandad!

Y mostróse ser santa la hermandad que apellidaban, porqueen un instante, como por milagro, se juntaron más de veintecuadrilleros, los cuales, encarando sus ballestas y sus saetas alos que no se defendían, los prendieron y aprisionaron, sin res-petar la belleza de Auristela ni las demás peregrinas, y con elcuerpo del muerto los llevaron a Cáceres, cuyo Corregidor eraun caballero del hábito de Santiago, el cual, viendo el muerto yel cuadrillero herido, y la información de los demás cuadrille-ros, con el indicio de ver ensangrentado a Periandro, con el pa-recer de su teniente, quisiera luego ponerlos a cuestión de tor-mento, puesto que Periandro se defendía con la verdad, mos-trándole en su favor los papeles que para seguridad de su viajey licencia de su camino había tomado en Lisboa. Mostróle asi-mismo el lienzo de la pintura de su suceso, que la relató y de-claró muy bien Antonio el mozo, cuyas pruebas hicieron poner

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en opinión la ninguna culpa que los peregrinos tenían. Ricla, latesorera, que sabía muy poco o nada de la condición de escri-banos y procuradores, ofreció a uno, de secreto, que andabaallí en público, dando muestras de ayudarles, no sé qué canti-dad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó aperder del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la plumaque tenían lana los peregrinos, quisieron trasquilarlos, como esuso y costumbre, hasta los huesos, y sin duda alguna fuera así,si las fuerzas de la inocencia no permitiera el cielo que sobre-pujaran a las de la malicia.

Fue el caso, pues, que un huésped, o mesonero del lugar, ha-biendo visto el cuerpo muerto que habían traído y reconocídolemuy bien, se fue al Corregidor y le dijo:

-Señor, este hombre que han traído muerto los cuadrilleros,ayer de mañana partió de mi casa, en compañía de otro, al pa-recer, caballero. Poco antes que se partiese, se encerró conmi-go en mi aposento, y con recato me dijo: ``Señor huésped, porlo que debéis a ser cristiano, os ruego que, si yo no vuelvo poraquí dentro de seis días, abráis este papel que os doy, delantede la justicia''. Y, diciendo esto, me dio éste que entrego a vue-sa merced, donde imagino que debe de venir alguna cosa quetoque a este tan estraño suceso.

Tomó el papel el Corregidor, y, abriéndole, vio que en él es-taban escritas estas mismas razones:

Yo, Don Diego de Parraces, salí de la corte de su Majes-tad tal día (y venía puesto el día), en compañía de DonSebastián de Soranzo, mi pariente, que me pidió que leacompañase en cierto viaje donde le iba la honra y la vi-da. Yo, por no querer hacer verdaderas ciertas sospe-chas falsas que de mí tenía, fiándome en mi inocencia, dilugar a su malicia, y acompañéle. Creo que me lleva amatar; si esto sucediere, y mi cuerpo se hallare, sépaseque me mataron a traición, y que morí sin culpa.

Y firmaba: Don Diego de Parraces.

Este papel, a toda diligencia, despachó el Corregidor a Ma-drid, donde con la justicia se hicieron las diligencias posibles

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buscando al matador, el cual llegó a su casa la misma nocheque le buscaban; y, entreoyendo el caso, sin apearse de la ca-balgadura, volvió las riendas, y nunca más pareció. Quedóse eldelito sin castigo, el muerto se quedó por muerto, quedaron li-bres los prisioneros, y la cadena que tenía Ricla se deseslabonópara gastos de justicia; el retrato se quedó para gustos de losojos del Corregidor, satisfízose la herida del cuadrillero, volvióAntonio el mozo a relatar el lienzo, y, dejando admirado al pue-blo y habiendo estado en él todo este tiempo de las averiguac-iones Feliciana de la Voz en el lecho, fingiendo estar enferma,por no ser vista, se partieron la vuelta de Guadalupe, cuyo ca-mino entretuvieron tratando del caso estraño, y deseando quesucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían deoír cantar a Feliciana, la cual sí cantará, pues no hay dolor queno se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida; pe-ro, por guardar ella a su desgracia el decoro que a sí mismadebía, sus cantos eran lloros, y su voz gemidos. Éstos se apla-caron un tanto con haber topado en el camino la hermana delcompasivo pastor, que volvía de Trujillo, donde dijo que dejabael niño en poder de Don Francisco Pizarro y de Don Juan deOrellana, los cuales habían conjeturado no poder ser de otroaquella criatura sino de su amigo Rosanio, según el lugar don-de le hallaron, pues por todos aquellos contornos no teníanellos algún conocido que aventurase a fiarse de ellos.

-Sea, en fin, lo que fuere -dijo la labradora-, dijeron ellos, queno ha de quedar defraudado de sus buenos pensamientos elque se ha fiado de nosotros. Ansí que, señores, el niño quedaen Trujillo en poder de los que he dicho; si algo me queda quehacer por serviros, aquí estoy con la cadena, que aún no me hedeshecho de ella, pues la que me pone a la voluntad el ser yocristiana, me enlaza y me obliga a más que la de oro.

A lo que respondió Feliciana que la gozase muchos años, sinque se le ofreciese necesidad de deshacella, pues las ricasprendas de los pobres no permanecen largo tiempo en sus ca-sas, porque, o se empeñan, para no quitarse, o se venden, paranunca volverlas a comprar.

La labradora se despidió aquí, le dieron mil encomiendas pa-ra su hermano y los demás pastores, y nuestros peregrinos lle-garon poco a poco a las santísimas tierras de Guadalupe.

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Capítulo 5Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en unade las dos entradas que guían al valle que forman y cierran lasaltísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que da-ban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse;pero allí llegó la admiración a su punto, cuando vieron el gran-de y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísi-ma imagen de la emperadora de los cielos; la santísima ima-gen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hie-rros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es saludde las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de loshuérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, ydonde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno,las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados deMilán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos,ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron losmancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todosdespués de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, yasanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordiade la Madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugarhace campear a su benditísimo Hijo con el escuadrón de sus in-finitas misericordias. De tal manera hizo aprehensión estos mi-lagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos,que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les pare-cía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en suscadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermosarrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugardonde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tangrande es la suma que las paredes ocupan.

Esta novedad, no vista hasta entonces de Periandro ni de Au-ristela, ni menos de Ricla, de Constanza ni de Antonio, los teníacomo asombrados, y no se hartaban de mirar lo que veían, nide admirar lo que imaginaban; y así, con devotas y cristianas

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muestras, hincados de rodillas, se pusieron a adorar a Dios Sa-cramentado y a suplicar a su santísima Madre que, en crédito yhonra de aquella imagen, fuese servida de mirar por ellos. Perolo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las ma-nos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz,lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin moverlos labios ni hacer otra demostración ni movimiento que dieseseñal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó elcorazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memor-ia, los cuales dio después por escrito, con que suspendió lossentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzasque ella misma de su voz había dicho, y satisfizo de todo en to-do los deseos que sus peregrinos tenían de escucharla.

Cuatro estancias había cantado, cuando entraron por la puer-ta del templo unos forasteros, a quien la devoción y la costum-bre puso luego de rodillas, y la voz de Feliciana, que todavíacantaba, puso también en admiración; y uno de ellos que de an-ciana edad parecía, volviéndose a otro que estaba a su lado, ydíjole:

-O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en grac-ia, o es de mi hija Feliciana de la Voz.

-¿Quién lo duda? -respondió el otro-. Ella es, y la que no será,si no yerra el golpe éste mi brazo.

Y, diciendo esto, echó mano a una daga, y, con descompasa-dos pasos, perdido el color y turbado el sentido, se fue haciadonde Feliciana estaba.

El venerable anciano se arrojó tras él, y le abrazó por las es-paldas, diciéndole:

-No es éste, ¡oh hijo!, teatro de miserias ni lugar de castigos.Da tiempo al tiempo, que, pues no se nos puede huir esta trai-dora, no te precipites, y, pensando castigar el ajeno delito, teeches sobre ti la pena de la culpa propia.

Estas razones y alboroto selló la boca de Feliciana y alborotóa los peregrinos y a todos cuantos en el templo estaban, loscuales no fueron parte para que su padre y hermano de Felicia-na no la sacasen del templo a la calle, donde, en un instante, sejuntó casi toda la gente del pueblo con la justicia, que se la qui-tó a los que parecían más verdugos que hermano y padre. Es-tando en esta confusión, el padre dando voces por su hija, y suhermano por su hermana, y la justicia defendiéndola hasta

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saber el caso, por una parte de la plaza entraron hasta seis dea caballo, que los dos de ellos fueron luego conocidos de todos,por ser el uno Don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Ore-llana, los cuales, llegándose al tumulto de la gente, y con ellosotro caballero que con un velo de tafetán negro traía cubiertoel rostro, preguntaron la causa de aquellas voces. Fueles res-pondido que no se sabía otra cosa sino que la justicia queríadefender aquella peregrina a quien querían matar dos hombresque decían ser su hermano y su padre.

Esto estaban oyendo Don Francisco Pizarro y Don Juan deOrellana, cuando el caballero embozado, arrojándose del caba-llo abajo sobre quien venía, poniendo mano a su espada y des-cubriéndose el rostro, se puso al lado de Feliciana y a grandesvoces dijo:

-En mí, en mí debéis, señores, tomar la enmienda del pecadode Feliciana, vuestra hija, si es tan grande que merezca muerteel casarse una doncella contra la voluntad de sus padres. Felic-iana es mi esposa, y yo soy Rosanio, como veis, no de tan pocacalidad que no merezca que me deis por concierto lo que yo su-pe escoger por industria. Noble soy, de cuya nobleza os podrépresentar por testigos; riquezas tengo que la sustentan, y noserá bien que lo que he ganado por ventura me lo quite LuisAntonio por vuestro gusto. Y si os parece que os he hecho ofen-sa de haber llegado a este punto de teneros por señores sin sa-biduría vuestra, perdonadme, que las fuerzas poderosas deamor suelen turbar los ingenios más entendidos, y el veros yotan inclinados a Luis Antonio me hizo no guardar el decoro quese os debía, de lo cual otra vez os pido perdón.

Mientras Rosanio esto decía, Feliciana estaba pegada con él,teniéndole asido por la pretina con la mano, toda temblando,toda temerosa, y toda triste y toda hermosa juntamente. Pero,antes que su padre y hermano respondiesen palabra, don Fran-cisco Pizarro se abrazó con su padre y don Juan de Orellanacon su hermano, que eran sus grandes amigos.

Don Francisco dijo al padre:-¿Dónde está vuestra discreción, señor don Pedro Tenorio?

¿Cómo, y es posible que vos mismo queráis fabricar vuestraofensa? ¿No veis que estos agravios, antes que la pena traenlas disculpas consigo? ¿Qué tiene Rosanio que no merezca a

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Feliciana, o qué le quedará a Feliciana de aquí adelante si pier-de a Rosanio?

Casi estas mismas o semejantes razones decía don Juan deOrellana a su hermano, añadiendo más, porque le dijo:

-Señor Don Sancho, nunca la cólera prometió buen fin de susímpetus: ella es pasión del ánimo, y el ánimo apasionado pocasveces acierta en lo que emprende. Vuestra hermana supo esco-ger buen marido; tomar venganza de que no se guardaron lasdebidas ceremonias y respetos, no será bien hecho, porque ospondréis a peligro de derribar y echar por tierra todo el edific-io de vuestro sosiego. Mirad, señor Don Sancho, que tengo unaprenda vuestra en mi casa: un sobrino os tengo, que no le po-dréis negar si no os negáis a vos mismo: tanto es lo que osparece.

La respuesta que dio el padre a Don Francisco fue llegarse asu hijo don Sancho y quitalle la daga de las manos, y luego fuea abrazar a Rosanio, el cual, dejándose derribar a los pies delque ya conoció ser su suegro, se los besó mil veces. Arrodillósetambién ante su padre Feliciana, derramó lágrimas, envió sus-piros, vinieron desmayos. La alegría discurrió por todos los cir-cunstantes; ganó fama de prudente el padre, de prudente el hi-jo, y los amigos de discretos y bien hablados. Llevólos el Corre-gidor a su casa, regalólos el prior del santo monasterio abun-dantísimamente; visitaron las reliquias los peregrinos, que sonmuchas, santísimas y ricas; confesaron sus culpas, recibieronlos sacramentos, y en este tiempo, que fue el de tres días, en-vío Don Francisco por el niño que le había llevado la labradora,que era el mismo que Rosanio dio a Periandro la noche que ledio la cadena, el cual era tan lindo que el abuelo, puesta en ol-vido toda injuria, dijo viéndole:

-¡Que mil bienes haya la madre que te parió y el padre que teengendró!

Y, tomándole en sus brazos, tiernamente le bañó el rostrocon lágrimas, y se las enjugó con besos y las limpió con suscanas.

Pidió Auristela a Feliciana le diese el traslado de los versosque había cantado delante de la santísima imagen, al cual res-pondió que solamente había cantado cuatro estancias, y que to-das eran doce, dignas de ponerse en la memoria. Y así, las es-cribió, que eran éstas:

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Antes que de la mente eterna fuerasaliesen los espíritus alados,y antes que la veloz o tarda esferatuviese movimientos señalados,y antes que aquella escuridad primeralos cabellos del sol viese dorados,fabricó para sí Dios una casade santísima, y limpia y pura masa.

Los altos y fortísimos cimientos,sobre humildad profunda se fundaron;y, mientras más a la humildad atentos,más la fábrica regia levantaron.Pasó la tierra, pasó el mar; los vientosatrás, como más bajos, se quedaron,el fuego pasa, y con igual fortunadebajo de sus pies tiene la luna.

De fee son los pilares, de esperanza;los muros desta fábrica benditaciñe la caridad, por quien se alcanzaduración, como Dios, siempre infinita;su recreo se aumenta en su templanza,su prudencia, los grados facilitadel bien que ha de gozar, por la grandezade su mucha justicia y fortaleza.

Adornan este alcázar soberanoprofundos pozos, perenales fuentes,huertos cerrados, cuyo fruto sanoes bendición y gloria de las gentes;están a la siniestra y diestra manocipreses altos, palmas eminentes,altos cedros, clarísimos espejosque dan lumbre de gracia cerca y lejos.El cinamomo, el plátano y la rosade Hiericó se halla en sus jardinescon aquella color, y aun más hermosa,

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de los más abrasados querubines.Del pecado la sombra tenebrosa,ni llega, ni se acerca a sus confines:todo es luz, todo es gloria, todo es cielo,este edificio que hoy se muestra al suelo.

De Salomón el templo se nos muestrahoy, con la perfeción a Dios posible,donde no se oyó golpe que la diestramano diese a la obra convenible;hoy, haciendo de sí gloriosa muestra,salió la luz del sol inacesible;hoy nuevo resplandor ha dado al díala clarísima estrella de María.Antes que el sol, la estrella hoy da su lumbre:prodigiosa señal, pero tan buenaque, sin guardar de agüeros la costumbre,deja el alma de gozo y bienes llena.Hoy la humildad se vio puesta en la cumbre;hoy comenzó a romperse la cadenadel hierro antiguo, y sale al mundo aquellaprudentísima Ester, que el sol más bella.Niña de Dios, por nuestro bien nacida;tierna, pero tan fuerte que la frente,en soberbia maldad endurecida,quebrantasteis de la infernal serpiente.Brinco de Dios, de nuestra muerte vida,pues vos fuistes el medio conveniente,que redujo a pacífica concordiade Dios y el hombre la mortal discordia.

La justicia y la paz hoy se han juntadoen vos, Virgen santísima, y con gustoel dulce beso de la paz se han dado,arra y señal del venidero Augusto.Del claro amanecer, del sol sagrado,sois la primera aurora; sois del justogloria; del pecador, firme esperanza;de la borrasca antigua, la bonanza.Sois la paloma que al eterno fuistes

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llamada desde el cielo, sois la esposaque al sacro Verbo limpia carne distes,por quien de Adán la culpa fue dichosa;sois el brazo de Dios, que detuvistesde Abrahán la cuchilla rigurosa,y para el sacrificio verdaderonos distes el mansísimo Cordero.Creced, hermosa planta, y dad el frutopresto en sazón, por quien el alma esperacambiar en ropa rozagante el lutoque la gran culpa le vistió primera.De aquel inmenso y general tributola paga conveniente y verdaderaen vos se ha de fraguar: creed, Señora,que sois universal remediadora.

Ya en las empíreas sacrosantas salasel paraninfo alígero se apresta,o casi mueve las doradas alas,para venir con la embajada honesta:que el olor de virtud que de ti exhalas,Virgen bendita, sirve de recuestay apremio, a que se vea en ti muy prestodel gran poder de Dios echado el resto.

Estos fueron los versos que comenzó a cantar Feliciana, y losque dio por escrito después, que fueron de Auristela más esti-mados que entendidos.

En resolución, las paces de los desavenidos se hicieron; Feli-ciana, esposo, padre y hermano, se volvieron a su lugar, dejan-do orden a don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana lesenviasen el niño. Pero no quiso Feliciana pasar el disgusto queda el esperar, y así, se le llevó consigo, con cuyo suceso queda-ron todos alegres.

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Capítulo 6Cuatro días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en loscuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monas-terio. Digo comenzaron, porque de acabarlas de ver es imposi-ble. Desde allí se fueron a Trujillo, adonde asimismo fueronagasajados de los dos nobles caballeros don Francisco Pizarroy don Juan de Orellana, y allí de nuevo refirieron el suceso deFeliciana, y ponderaron, al par de su voz, su discreción y elbuen proceder de su hermano y de su padre, exagerando Auris-tela los corteses ofrecimientos que Feliciana le había hecho altiempo de su partida.

La ida de Trujillo fue de allí a dos días la vuelta de Talavera,donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiestade la Monda, que trae su origen de muchos años antes queCristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto ytérmino que si entonces se celebraba en honra de la diosa Ve-nus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza dela Virgen de las vírgines. Quisieran esperar a verla; pero, porno dar más espacio a su espacio, pasaron adelante, y se queda-ron sin satisfacer su deseo.

Seis leguas se habrían alongado de Talavera, cuando delantede sí vieron que caminaba una peregrina, tan peregrina queiba sola, y escusóles el darla voces a que se detuviese el haber-se ella sentado sobre la verde yerba de un pradecillo, o ya con-vidada del ameno sitio, o ya obligada del cansancio.

Llegaron a ella, y hallaron ser de tal talle que nos obliga adescribirle: la edad, al parecer, salía de los términos de la mo-cedad y tocaba en las márgenes de la vejez; el rostro daba enrostro, porque la vista de un lince no alcanzara a verle las nari-ces, porque no las tenía sino tan chatas y llanas que con unaspinzas no le pudieran asir una brizna de ellas; los ojos les hací-an sombra, porque más salían fuera de la cara que ella; el ves-tido era una esclavina rota, que le besaba los calcañares, sobre

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la cual traía una muceta, la mitad guarnecida de cuero, quepor roto y despedazado no se podía distinguir si de cordobán osi de badana fuese; ceñíase con un cordón de esparto, tan abul-tado y poderoso que más parecía gúmena de galera que cordónde peregrina; las tocas eran bastas, pero limpias y blancas; cu-bríale la cabeza un sombrero viejo, sin cordón ni toquilla, y lospies unos alpargates rotos, y ocupábale la mano un bordón he-cho a manera de cayado, con una punta de acero al fin; pendía-le del lado izquierdo una calabaza de más que mediana estatu-ra, y apesgábale el cuello un rosario, cuyos padrenuestros eranmayores que algunas bolas de las con que juegan los mucha-chos al argolla. En efeto, toda ella era rota y toda penitente, y,como después se echó de ver, toda de mala condición.

Saludáronla en llegando, y ella les volvió las saludes con lavoz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fuemás gangosa que suave. Preguntáronla adónde iba, y qué pere-grinación era la suya, y, diciendo y haciendo, convidados, comoella, del ameno sitio, se le sentaron a la redonda, dejaron pacerel bagaje que les servía de recámara, de despensa y botillería,y, satisfaciendo a la hambre, alegremente la convidaron, y ella,respondiendo a la pregunta que la habían hecho, dijo:

-Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos: quierodecir que siempre es la que más cerca les viene a cuento paradisculpar su ociosidad; y así, me parece que será bien decirosque por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la de-vota imagen del Sagrario, y desde allí me iré al Niño de laGuardía, y, dando una punta, como halcón noruego, me entre-tendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo deque llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebraen las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad deAndújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es unade las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra;tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gen-tilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han he-cho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posi-ble, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintároslacon palabras, y ponérosla delante de la vista, para que, com-prehendiéndola, viérades la mucha razón que tengo de alabá-rosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho co-mo el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes,

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en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad po-sible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya ci-ma está el monasterio que deposita en sí una santa imagen, lla-mada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habi-ta, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitadde un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros mon-tes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuartode legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. Eneste espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde yapacible, por el humor que le comunican las aguas del río Ján-dula, que de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lu-gar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acu-de de cerca y lejos, el solemne día que he dicho, le hacen famo-so en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares lasmás estendidas memorias se acuerdan.

Suspensos quedaron los peregrinos de la relación de la nue-va, aunque vieja, peregrina, y casi les comenzó a bullir en el al-ma la gana de irse con ella a ver tantas maravillas; pero, la quellevaban de acabar su camino no dio lugar a que nuevos deseoslo impidiesen.

-Desde allí -prosiguió la peregrina-, no sé qué viaje será elmío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosi-dad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho,algunos peregrinos que se usan.

A lo que dijo Antonio el padre:-Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la

peregrinación.-Eso no -respondió ella-, que bien sé que es justa, santa y loa-

ble, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo,pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que ha-cen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud lo-able; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdade-ros pobres. Y no digo más, aunque pudiera.

En esto, por el camino real que junto a ellos estaba, vieronvenir un hombre a caballo, que, llegando a igualar con ellos, alquitarles el sombrero para saludarles y hacerles cortesía, hab-iendo puesto la cabalgadura, como después pareció, la manoen un hoyo, dio consigo y con su dueño al través una gran caí-da. Acudieron todos luego a socorrer al caminante, que pensa-ron hallar muy malparado. Arrendó Antonio el mozo la

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cabalgadura, que era un poderoso macho, y al dueño le abriga-ron lo mejor que pudieron, y le socorrieron con el remedio másordinario que en tales casos se usa, que fue darle a beber ungolpe de agua; y, hallando que su mal no era tanto como pensa-ban, le dijeron que bien podía volver a subir y a seguir su cami-no, el cual hombre les dijo:

-Quizá, señores peregrinos, ha permitido la suerte que yo ha-ya caído en este llano para poder levantarme de los riscos don-de la imaginación me tiene puesta el alma. «Yo, señores, aunq-ue no queráis saberlo, quiero que sepáis que soy estranjero, yde nación polaco; muchacho salí de mi tierra, y vine a España,como a centro de los estranjeros y a madre común de las nacio-nes; serví a españoles, aprendí la lengua castellana de la mane-ra que veis que la hablo, y, llevado del general deseo que todostienen de ver tierras, vine a Portugal a ver la gran ciudad deLisboa, y la misma noche que entré en ella, me sucedió un casoque, si le creyéredes, haréis mucho, y si no, no importa nada,puesto que la verdad ha de tener siempre su asiento, aunquesea en sí misma.»

Admirados quedaron Periandro y Auristela, y los demás com-pañeros, de la improvisa y concertada narración del caído ca-minante; y, con gusto de escucharle, le dijo Periandro que pro-siguiese en lo que decir quería, que todos le darían crédito,porque todos eran corteses y en las cosas del mundo esperi-mentados. Alentado con esto, el caminante prosiguió diciendo:

-«Digo que la primera noche que entré en Lisboa, yendo poruna de sus principales calles, o rúas, como ellos las llaman, pormejorar de posada, que no me había parecido bien una dondeme había apeado, al pasar de un lugar estrecho y no muy limp-io, un embozado portugués con quien encontré, me desvió de sícon tanta fuerza que tuve necesidad de arrimarme al suelo.Despertó el agravio la cólera, remití mi venganza a mi espada,puse mano, púsola el portugués con gallardo brío y desenvoltu-ra, y la ciega noche y la fortuna más ciega a la luz de mi mejorsuerte, sin saber yo adónde, encaminó la punta de mi espada ala vista de mi contrario, el cual, dando de espaldas, dio el cuer-po al suelo y el alma adonde Dios se sabe. Luego me represen-tó el temor lo que había hecho, pasméme, puse en el huir miremedio; quise huir, pero no sabía adónde, mas el rumor de lagente, que me pareció que acudía, me puso alas en los pies, y,

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con pasos desconcertados, volví la calle abajo, buscando dondeesconderme o adonde tener lugar de limpiar mi espada, porquesi la justicia me cogiese no me hallase con manifiestos indiciosde mi delito. Yendo, pues, así, ya del temor desmayado, vi unaluz en una casa principal, y arrojéme a ella sin saber con quédisinio. Hallé una sala baja abierta y muy bien aderezada; alar-gué el paso y entré en otra cuadra, también bien aderezada; y,llevado de la luz que en otra cuadra parecía, hallé en un ricolecho echada una señora que, alborotada, sentándose en él, mepreguntó quién era, qué buscaba, y adónde iba, y quién me ha-bía dado licencia de entrar hasta allí con tan poco respeto. Yole respondí: ``Señora, a tantas preguntas no os puedo respon-der, sino sólo con deciros que soy un hombre estranjero, que, alo que creo, dejo muerto a otro en esa calle, más por su desgra-cia y su soberbia que por mi culpa. Suplícoos, por Dios y porquien sois, que me escapéis del rigor de la justicia, que piensoque me viene siguiendo''. ``¿Sois castellano?'', me preguntó ensu lengua portuguesa. ``No, señora -le respondí yo-, sino foras-tero, y bien lejos de esta tierra''. ``Pues, aunque fuérades milveces castellano -replicó ella-, os librara yo si pudiera, y os li-braré si puedo. Subid por cima deste lecho, y entraos debajodeste tapiz, y entraos en un hueco que aquí hallaréis; y no osmováis, que si la justicia viniere, me tendrá respeto y creerá loque yo quisiere decirles''.

»Hice luego lo que me mandó, alcé el tapiz, hallé el hueco,estrechéme en él, recogí el aliento y comencé a encomendarmea Dios lo mejor que pude; y, estando en esta confusa aflicción,entró un criado de casa, diciendo casi a gritos: ``Señora, a miseñor don Duarte han muerto, aquí le traen pasado de una es-tocada de parte a parte por el ojo derecho, y no se sabe el ma-tador, ni la ocasión de la pendencia, en la cual apenas se oye-ron los golpes de las espadas: solamente hay un muchacho quedice que vio entrar un hombre huyendo en esta casa''. ``Esedebe de ser el matador, sin duda -respondió la señora-, y no po-drá escaparse. ¡Cuántas veces temía yo, ay desdichada, verque traían a mi hijo sin vida, porque de su arrogante procederno se podían esperar sino desgracias!'' En esto, en hombros deotros cuatro entraron al muerto, y le tendieron en el suelo, de-lante de los ojos de la afligida madre, la cual con voz lamenta-ble comenzó a decir: ``¡Ay, venganza, y cómo estás llamando a

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las puertas del alma! Pero no consiente que responda a tu gus-to el que yo tengo de guardar mi palabra. ¡Ay, con todo esto,dolor, que me aprietas mucho!''

»Considerad, señores, cuál estaría mi corazón oyendo lasapretadas razones de la madre, a quien la presencia del muer-to hijo me parecía a mí que le ponían en las manos mil génerosde muertes con que de mí se vengase: que bien estaba claroque había de imaginar que yo era el matador de su hijo. Pero,¿qué podía yo hacer entonces, sino callar y esperar en la mis-ma desesperación? Y más cuando entró en el aposento la justi-cia, que con comedimiento dijo a la señora: ``Guiados por lavoz de un muchacho, que dice que se entró en esta casa el ho-micida deste caballero, nos hemos atrevido a entrar en ella''.Entonces yo abrí los oídos, y estuve atento a las respuestas quedaría la afligida madre, la cual respondió, llena el alma de ge-neroso ánimo y de piedad cristiana: ``Si ese tal hombre ha en-trado en esta casa, no a lo menos en esta estancia; por allá lepueden buscar, aunque plegue a Dios que no le hallen, porquemal se remedia una muerte con otra, y más cuando las injuriasno proceden de malicia''.

»Volvióse la justicia a buscar la casa, y volvieron en mí losespíritus que me habían desamparado. Mandó la señora quitardelante de sí el cuerpo muerto del hijo, y que le amortajasen ydesde luego diesen orden en su sepultura; mandó asimismoque la dejasen sola, porque no estaba para recebir consuelos ypésames de infinitos que venían a dárselos, ansí de parientescomo de amigos y conocidos. Hecho esto, llamó a una doncellasuya, que, a lo que pareció, debió de ser de la que más se fia-ba; y, habiéndola hablado al oído, la despidió, mandándole ce-rrase tras sí la puerta. Ella lo hizo así, y la señora, sentándoseen el lecho, tentó el tapiz; y, a lo que pienso, me puso las ma-nos sobre el corazón, el cual, palpitando apriesa, daba indiciosdel temor que le cercaba. Ella, viendo lo cual, me dijo con bajay lastimada voz: ``Hombre, quienquiera que seas, ya ves queme has quitado el aliento de mi pecho, la luz de mis ojos, y fi-nalmente la vida que me sustentaba; pero, porque entiendoque ha sido sin culpa tuya, quiero que se oponga mi palabra ami venganza; y así, en cumplimiento de la promesa que te hicede librarte cuando aquí entraste, has de hacer lo que ahora tediré: ponte las manos en el rostro, porque si yo me descuido en

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abrir los ojos, no me obligues a que te conozca, y sal de ese en-cerramiento y sigue a una mi doncella, que ahora vendrá aquí,la cual te pondrá en la calle y te dará cien escudos de oro conque facilites tu remedio. No eres conocido, no tienes ningún in-dicio que te manifieste: sosiega el pecho, que el alboroto dema-siado suele descubrir el delincuente''.

»En esto, volvió la doncella; yo salí detrás del paño, cubiertoel rostro con la mano, y, en señal de agradecimiento, hincadode rodillas besé el pie de la cama muchas veces, y luego seguílos de la doncella, que, asimismo callando, me asió del brazo, ypor la puerta falsa de un jardín, a escuras, me puso en la calle.

»En viéndome en ella, lo primero que hice fue limpiar la es-pada, y con sosegado paso salí acaso a una calle principal, dedonde reconocí mi posada, y me entré en ella, como si por míno hubiera pasado ni próspero suceso ni adverso. Contóme elhuésped la desgracia del recién muerto caballero, y así exage-ró la grandeza de su linaje como la arrogancia de su condición,de la cual se creía la habría granjeado algún enemigo secretoque a semejante término le hubiese conducido. Pasé aquellanoche dando gracias a Dios de las recebidas mercedes, y pon-derando el valeroso y nunca visto ánimo cristiano y admirableproceder de doña Guiomar de Sosa, que así supe se llamaba mibienhechora. Salí por la mañana al río, y hallé en él un barcolleno de gente, que se iba a embarcar en una gran nave que enSangián estaba de partida para las Islas Orientales; volvíme ami posada, vendí a mi huésped la cabalgadura, y, cerrando to-dos mis discursos en el puño, volví al río y al barco, y otro díame hallé en el gran navío fuera del puerto, dadas las velas alviento, siguiendo el camino que se deseaba.

»Quince años he estado en las Indias, en los cuales, sirviendode soldado con valentísimos portugueses, me han sucedido co-sas de que quizá pudieran hacer una gustosa y verdadera his-toria, especialmente de las hazañas de la en aquellas partes in-vencible nación portuguesa, dignas de perpetua alabanza enlos presentes y venideros siglos. Allí granjeé algún oro y algu-nas perlas, y cosas más de valor que de bulto, con las cuales ycon la ocasión de volverse mi general a Lisboa, volví a ella, yde allí me puse en camino para volverme a mi patria, determi-nando ver primero todas las mejores y más principales ciuda-des de España. Reducí a dineros mis riquezas, y a pólizas los

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que me pareció ser necesario para mi camino, que fue el queprimero intenté venir a Madrid, donde estaba recién venida lacorte del gran Felipe Tercero; pero ya mi suerte, cansada dellevar la nave de mi ventura con próspero viento por el mar dela vida humana, quiso que diese en un bajío que la destrozasetoda; y ansí, hizo que, en llegando una noche a Talavera, un lu-gar que no está lejos de aquí, me apeé en un mesón, que no mesirvió de mesón, sino de sepultura, pues en él hallé la de mihonra.

»¡Oh fuerzas poderosas de amor; de amor, digo, inconsidera-do, presuroso y lascivo y mal intencionado, y con cuánta facili-dad atropellas disinios buenos, intentos castos, proposicionesdiscretas! Digo, pues, que, estando en este mesón, entró en élacaso una doncella de hasta diez y seis años, a lo menos a míno me pareció de más, puesto que después supe que tenía vein-te y dos. Venía en cuerpo y en tranzado, vestida de paño, perolimpísima, y al pasar junto a mí me pareció que olía a un pradolleno de flores por el mes de mayo, cuyo olor en mis sentidosdejó atrás las aromas de Arabia; llegóse la cual a un mozo delmesón, y, hablándole al oído, alzó una gran risa, y, volviendolas espaldas, salió del mesón, y se entró en una casa frontera.El mozo mesonero corrió tras ella, y no la pudo alcanzar, si nofue con una coz que le dio en las espaldas, que la hizo entrarcayendo de ojos en su casa. Esto vio otra moza del mismo me-són, y llena de cólera dijo al mozo: ``¡Por Dios, Alonso, que lohaces mal: que no merece Luisa que la santigües a coces!''``Como ésas le daré yo, si vivo -respondió el Alonso-. Calla,Martina amiga, que a estas mocitas sobresalientes, no sola-mente es menester ponerles la mano, sino los pies y todo''. Ycon esto nos dejó solos a mí y a Martina, a la cual le preguntéque qué Luisa era aquélla, y si era casada o no. ``No es casada-respondió Martina-, pero serálo presto con este mozo Alonsoque habéis visto; y, en fe de los tratos que andan entre los pa-dres della y los dél, de esposa, se atreve Alonso a molella a co-ces todas las veces que se le antoja, aunque muy pocas son sinque ella las merezca; porque, si va a decir la verdad, señorhuésped, la tal Luisa es algo atrevidilla, y algún tanto libre ydescompuesta. Harto se lo he dicho yo, mas no aprovecha: nodejará de seguir su gusto si la sacan los ojos; pues, en verdaden verdad, que una de las mejores dotes que puede llevar una

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doncella es la honestidad, que buen siglo haya la madre queme parió, que fue persona que no me dejó ver la calle ni aunpor un agujero, cuanto más salir al umbral de la puerta: sabíabien, como ella decía, que la mujer y la gallina, etc.'' ``Dígame,señora Martina -le repliqué yo-: ¿cómo de la estrecheza de esenoviciado vino a hacer profesión en la anchura de un mesón?''``Hay mucho que decir en eso -dijo Martina-, y aun yo tuvieramás que decir de estas menudencias, si el tiempo lo pidiera oel dolor que traigo en el alma lo permitiera''.»

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Capítulo 7Con atención escuchaban los peregrinos el peregrino, cuandodel polaco ya deseaban saber qué dolor traía en el alma, comosabían el que debía de tener en el cuerpo. A quien dijoPeriandro:

-Contad, señor, lo que quisiéredes y con las menudencias quequisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentargravedad al cuento; que no parece mal estar en la mesa de unbanquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de unafresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es lapropiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga. Así que,señor, seguid vuestra historia, contad de Alonso y de Martina,acocead a vuestro gusto a Luisa, casalda o no la caséis, séaseella libre y desenvuelta como un cernícalo, que el toque no estáen sus desenvolturas, sino en sus sucesos, según lo hallo yo enmi astrología.

-Digo, pues, señores -respondió el polaco-, que, usando deesa buena licencia, no me quedará cosa en el tintero que no laponga en la plana de vuestro juicio. «Con todo el que entoncestenía, que no debía de ser mucho, fui y vine una y muchas ve-ces aquella noche a pensar en el donaire, en la gracia y en ladesenvoltura de la sin par, a mi parecer, ni sé si la llame vecinamoza o conocida de mi huéspeda. Hice mil disignios, fabriquémil torres de viento, caséme, tuve hijos y di dos higas al qué di-rán; y, finalmente, me resolví de dejar el primer intento de mijornada y quedarme en Talavera, casado con la diosa Venus,que no menos hermosa me pareció la muchacha, aunque aco-ceada por el mozo del mesonero. Pasóse aquella noche, tomé elpulso a mi gusto, y halléle tal que, a no casarme con ella, enpoco espacio de tiempo había de perder, perdiendo el gusto, lavida, que ya había depositado en los ojos de mi labradora. Y,atropellando por todo género de inconvenientes, determiné dehablar a su padre, pidiéndosela por mujer. Enseñéle mis

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perlas, manifestéle mis dineros, díjele alabanzas de mi ingenioy de mi industria, no sólo para conservarlos, sino para aumen-tarlos; y, con estas razones y con el alarde que le había hechode mis bienes, vino más blando que un guante a condecendercon mi deseo, y más cuando vio que yo no reparaba en dote,pues con sola la hermosura de su hija me tenía por pagado,contento y satisfecho deste concierto.

»Quedó Alonso despechado; Luisa, mi esposa, rostrituerta;como lo dieron a entender los sucesos que de allí a quince díasacontecieron, con dolor mío y vergüenza suya, que fueron aco-modarse mi esposa con algunas joyas y dineros míos, con loscuales, y con ayuda de Alonso, que le puso alas en la voluntad yen los pies, desapareció de Talavera dejándome burlado y arre-pentido, y dando ocasión al pueblo a que de su inconstancia ybellaquería en corrillos hablasen. Hízome el agravio acudir a lavenganza, pero no hallé en quién tomarla sino en mí propio,que con un lazo estuve mil veces por ahorcarme; pero la suer-te, que quizá para satisfacerme de los agravios que me tienehechos me guarda, ha ordenado que mis enemigos hayan pare-cido presos en la cárcel de Madrid, de donde he sido avisadoque vaya a ponerles la demanda y a seguir mi justicia; y así,voy con voluntad determinada de sacar con su sangre las man-chas de mi honra, y, con quitarles las vidas, quitar de sobremis hombros la pesada carga de su delito, que me trae aterra-do y consumido. ¡Vive Dios, que han de morir! ¡Vive Dios, queme he de vengar! ¡Vive Dios, que ha de saber el mundo que nosé disimular agravios, y más los que son tan dañosos que se en-tran hasta las médulas del alma! A Madrid voy. Ya estoy mejorde mi caída. No hay sino ponerme a caballo, y guárdense de míhasta los mosquitos del aire, y no me lleguen a los oídos ni rue-gos de frailes, ni llantos de personas devotas, ni promesas debien intencionados corazones, ni dádivas de ricos, ni imperiosni mandamientos de grandes, ni toda la caterva que suele pro-ceder a semejantes acciones: que mi honra ha de andar sobresu delito como el aceite sobre el agua.»

Y, diciendo esto, se iba a levantar muy ligero, para volver asubir y a seguir su viaje; viendo lo cual Periandro, asiéndoledel brazo, le detuvo, y le dijo:

-Vos, señor, ciego de vuestra cólera, no echáis de ver quevais a dilatar y a estender vuestra deshonra. Hasta agora no

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estáis más deshonrado de entre los que os conocen en Talave-ra, que deben de ser bien pocos, y agora vais a serlo de los queos conocerán en Madrid; queréis ser como el labrador que crióla víbora serpiente en el seno todo el invierno, y, por merceddel cielo, cuando llegó el verano, donde ella pudiera aprove-charse de su ponzoña, no la halló porque se había ido; el cual,sin agradecer esta merced al cielo, quiso irla a buscar y volver-la a anidar en su casa y en su seno, no mirando ser suma pru-dencia no buscar el hombre lo que no le está bien hallar, y a loque comúnmente se dice, que, al enemigo que huye, la puentede plata, y el mayor que el hombre tiene suele decirse que es lamujer propia. Pero esto debe de ser en otras religiones que enla cristiana, entre las cuales los matrimonios son una manerade concierto y conveniencia, como lo es el de alquilar una casao otra alguna heredad; pero en la religión católica, el casam-iento es sacramento que sólo se desata con la muerte, o conotras cosas que son más duras que la misma muerte, las cualespueden escusar la cohabitación de los dos casados, pero nodeshacer el nudo con que ligados fueron. ¿Qué pensáis que ossucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos,atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de in-finitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cada-halso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudierasu sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os pue-de suceder, como digo, sino hacer más público vuestro agrav-io? Porque las venganzas castigan, pero no quitan las culpas; ylas que en estos casos se cometen, como la enmienda no proce-da de la voluntad, siempre se están en pie, y siempre están vi-vas en las memorias de las gentes, a lo menos, en tanto que vi-ve el agraviado. Así que, señor, volved en vos, y, dando lugar ala misericordia, no corráis tras la justicia. Y no os aconsejo poresto a que perdonéis a vuestra mujer, para volvella a vuestracasa, que a esto no hay ley que os obligue; lo que os aconsejoes que la dejéis, que es el mayor castigo que podréis darle. Vi-vid lejos della, y viviréis; lo que no haréis estando juntos, porq-ue moriréis continuo. La ley del repudio fue muy usada entrelos romanos; y, puesto que sería mayor caridad perdonarla, re-cogerla, sufrirla y aconsejarla, es menester tomar el pulso a lapaciencia y poner en un punto estremado a la discreción, de lacual pocos se pueden fiar en esta vida, y más cuando la

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contrastan inconvenientes tantos y tan pesados. Y, finalmente,quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal enquitarles las vidas, que no se ha de cometer por todas las ga-nancias que la honra del mundo ofrezca.

Atento estuvo a estas razones de Periandro el colérico pola-co; y, mirándole de hito en hito, respondió:

-Tu, señor, has hablado sobre tus años: tu discreción se ade-lanta a tus días, y la madurez de tu ingenio a tu verde edad; unángel te ha movido la lengua, con la cual has ablandado mi vo-luntad, pues ya no es otra la que tengo si no es la de volvermea mi tierra a dar gracias al cielo por la merced que me has he-cho. Ayúdame a levantar, que si la cólera me volvió las fuerzas,no es bien que me las quite mi bien considerada paciencia.

-Eso haremos todos de muy buena gana -dijo Antonio elpadre.

Y, ayudándole a subir en el macho, abrazándoles a todos pri-mero, dijo que quería volver a Talavera a cosas que a su hac-ienda tocaban, y que desde Lisboa volvería por la mar a su pa-tria. Díjoles su nombre, que se llamaba Ortel Banedre, que res-pondía en castellano Martín Banedre; y, ofreciéndoseles denuevo a su servicio, volvió las riendas hacia Talavera, dejandoa todos admirados de sus sucesos y del buen donaire con quelos había contado.

Aquella noche la pasaron los peregrinos en aquel mismo lu-gar, y, de allí a dos días, en compañía de la antigua peregrina,llegaron a la Sagra de Toledo, y a vista del celebrado Tajo, fa-moso por sus arenas y claro por sus líquidos cristales.

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Capítulo 8No es la fama del río Tajo tal que la cierren límites, ni la igno-ren las más remotas gentes del mundo; que a todos se estiendey a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de co-nocerle; y, como es uso de los setentrionales ser toda la genteprincipal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas,éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales deaquella nación; y, así por esto como por haber mostrádole a laluz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alaba-do como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él vis-to, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:

-No diremos: Aquí dio fin a su cantar Salicio, sino: Aquí dioprincipio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a símismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron lasaguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, pa-rándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de sucanto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por to-das las de la tierra. ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, do-radas arenas! ¡Qué digo yo doradas, antes de puro oro nacidas!Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os ado-ra, os piensa reverenciar desde cerca.

Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto loque dijo:

-¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de susciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos si-glos las reliquias de los valientes godos, para volver a resucitarsu muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ce-remonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti letengan éstos que venimos a verte!

Esto dijo Periandro, que lo dijera mejor Antonio el padre, sitan bien como él lo supiera; porque las lecciones de los librosmuchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas, queno la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que

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lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va le-yendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y con esto ex-cede la lección a la vista.

Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de in-finitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudadrodean se estendían, y vieron venir hacia donde ellos estabanescuadrones no armados de infantería, sino montones de don-cellas, sobre el mismo sol hermosas, vestidas a lo villano, lle-nas de sartas y patenas los pechos, en quien los corales y laplata tenían su lugar y asiento, con más gala que las perlas y eloro, que aquella vez se hurtó de los pechos y se acogió a los ca-bellos, que todos eran luengos y rubios como el mismo oro; ve-nían, aunque sueltos por las espaldas, recogidos en la cabezacon verdes guirnaldas de olorosas flores. Campeó aquel día yen ellas, antes la palmilla de Cuenca que el damasco de Milány el raso de Florencia. Finalmente, la rusticidad de sus galas seaventajaba a las más ricas de la corte, porque si en ellas semostraba la honesta medianía, se descubría asimismo la estre-mada limpieza: todas eran flores, todas rosas, todas donaire, ytodas juntas componían un honesto movimiento, aunque de di-ferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado delson de los diferentes instrumentos ya referidos.

Alrededor de cada escuadrón andaban por de fuera, deblanquísimo lienzo vestidos y con paños labrados rodeadas lascabezas, muchos zagales, o ya sus parientes, o ya sus conoci-dos, o ya vecinos de sus mismos lugares: uno tocaba el tambo-ril y la flauta, otro el salterio, éste las sonajas y aquél los albog-ues. Y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegrabacon la concordancia, que es el fin de la música.

Y, al pasar uno destos escuadrones o junta de bailadoras don-cellas por delante de los peregrinos, uno, que a lo que despuéspareció era el alcalde del pueblo, asió a una de aquellas donce-llas del brazo, y, mirándola muy bien de arriba abajo, con vozalterada y de mal talante la dijo:

-¡Ah, Tozuelo, Tozuelo, y qué de poca vergüenza os acompa-ña! ¿Bailes son éstos para ser profanados? ¿Fiestas son éstaspara no llevarlas sobre las niñas de los ojos? No sé yo cómoconsienten los cielos semejantes maldades. Si esto ha sido consabiduría de mi hija Clementa Cobeña, ¡por Dios que nos hande oír los sordos!

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Apenas acabó de decir esta palabra el alcalde, cuando llegóotro alcalde y le dijo:

-Pedro Cobeño, si os oyesen los sordos, sería hacer milagros.Contentaos con que nosotros nos oigamos a nosotros, y sepa-mos en qué os ha ofendido mi hijo Tozuelo, que si él ha dilinq-uido contra vos, justicia soy yo que le podré y sabré castigar.

A lo que respondió Cobeño:-El delinquimiento ya se vee, pues siendo varón va vestido de

hembra; y no de hembra comoquiera, sino de doncella de suMajestad, en sus fiestas; porque veáis, alcalde Tozuelo, si esmocosa la culpa. Témome que mi hija Cobeña anda por aquí,porque estos vestidos de vuestro hijo me parecen suyos, y noquerría que el diablo hiciese de las suyas, y, sin nuestra sabi-duría, los juntase sin las bendiciones de la Iglesia; que ya sa-béis que estos casorios hechos a hurtadillas, por la mayor par-te pararon en mal, y dan de comer a los de la audiencia cleri-cal, que es muy carera.

A esto respondió por Tozuelo una doncella labradora, de mu-chas que se pararon a oír la plática:

-Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es MariCobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre demi padre y mi padre de mi madre. Ella está en cinta, y no estápara danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, ya quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-¡Par Dios, hija! -respondió Tozuelo-. Vos decís muy bien: en-trambos son iguales; no es más cristiano viejo el uno que elotro; las riquezas se pueden medir con una misma vara.

-Agora bien -replicó Cobeño-, llamen aquí a mi hija, que ellalo deslindará todo, que no es nada muda.

Vino Cobeña, que no estaba lejos, y lo primero que dijo fue:-Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya trope-

zado y caído en estos barrancos: Tozuelo es mi esposo, y yo suesposa, y perdónenos Dios a entrambos, cuando nuestros pa-dres no quisieren.

-Eso sí, hija -dijo su padre-. ¡La vergüenza por los cerros deÚbeda, antes que en la cara! Pero, pues esto está ya hecho,bien será que el alcalde Tozuelo se sirva de que este caso paseadelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.

-¡Par diez -dijo la doncella primera-, que el señor alcalde Co-beño ha hablado como un viejo! Dense estos niños las manos,

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si es que no se las han dado hasta agora, y queden para enuno, como lo manda la Santa Iglesia Nuestra Madre, y vamoscon nuestro baile al olmo, que no se ha de estorbar nuestrafiesta por niñerías.

Vino Tozuelo con el parecer de la moza, diéronse las manoslos donceles, acabóse el pleito, y pasó el baile adelante: que sicon esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y peladasestuvieran las solícitas plumas de los escribanos.

Quedaron Periandro, Auristela y los demás peregrinos con-tentísimos de haber visto la pendencia de los dos amantes, yadmirados de ver la hermosura de las labradoras doncellas,que parecía, todas a una mano, que eran principio, medio y finde la humana belleza.

No quiso Periandro que entrasen en Toledo, porque así se lopidió Antonio el padre, a quien aguijaba el deseo que tenía dever a su patria y a sus padres, que no estaban lejos, diciendoque para ver las grandezas de aquella ciudad, convenía mástiempo que el que su priesa les ofrecía. Por esta misma razón,tampoco quisieron pasar por Madrid, donde a la sazón estabala corte, temiendo algún estorbo que su camino les impidiese.Confirmóles en este parecer la antigua peregrina, diciéndolesque andaban en la corte ciertos pequeños, que tenían fama deser hijos de grandes; que, aunque pájaros noveles, se abatíanal señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquiera calidadque fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sinohermosura.

A lo que añadió Antonio el padre:-Desa manera será menester que usemos de la industria que

usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el mon-te Limabo, en el cual las están aguardando unas aves de rapiñapara que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peli-gro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca,para que les impida el canto y escusen de ser sentidas; cuantomás que la mejor industria que podemos tener es seguir la ri-bera deste famoso río, y, dejando la ciudad a mano derecha,guardando para otro tiempo el verla, nos vamos a Ocaña, ydesde allí al Quintanar de la Orden, que es mi patria.

Viendo la peregrina el disignio del viaje que había hecho An-tonio, dijo que ella quería seguir el suyo, que le venía más acuento. La hermosa Ricla le dio dos monedas de oro en

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limosna, y la peregrina se despidió de todos, cortés yagradecida.

Nuestros peregrinos pasaron por Aranjuez, cuya vista, porser en tiempo de primavera, en un mismo punto les puso la ad-miración y la alegría; vieron de iguales y estendidas calles, aquien servían de espaldas y arrimos los verdes y infinitos árbo-les: tan verdes que las hacían parecer de finísimas esmeraldas;vieron la junta, los besos y abrazos que se daban los dos famo-sos ríos Henares y Tajo; contemplaron sus sierras de agua; ad-miraron el concierto de sus jardines y de la diversidad de susflores; vieron sus estanques, con más peces que arenas, y susesquisitos frutales, que por aliviar el peso a los árboles tendíanlas ramas por el suelo; finalmente, Periandro tuvo por verdade-ra la fama que deste sitio por todo el mundo se esparcía.

Desde allí fueron a la villa de Ocaña, donde supo Antonio quesus padres vivían, y se informó de otras cosas que le alegraron,como luego se dirá.

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Capítulo 9Con los aires de su patria se regocijaron los espíritus de Anton-io, y con el visitar a Nuestra Señora de Esperanza, a todos seles alegró el alma. Ricla y sus dos hijos se alborozaron con elpensamiento de que habían de ver presto, ella a sus suegros, yellos a sus abuelos, de quien ya se había informado Antonioque vivían, a pesar del sentimiento que la ausencia de su hijoles había causado: supo asimismo cómo su contrario había he-redado el estado de su padre, y que había muerto en amistadde su padre de Antonio, a causa que, con infinitas pruebas, na-cidas de la intrincada seta del duelo, se había averiguado queno fue afrenta la que Antonio le hizo, porque las palabras queen la pendencia pasaron fueron con la espada desnuda, y la luzde las armas quita la fuerza a las palabras, y las que se dicencon las espadas desnudas no afrentan, puesto que agravian; yasí, el que quiere tomar venganza dellas, no se ha de entenderque satisface su afrenta, sino que castiga su agravio, como semostrará en este ejemplo. Prosupongamos que yo digo una ver-dad manifiesta; respóndeme un desalumbrado que miento ymentiré todas las veces que lo dijere, y, poniendo mano a la es-pada, sustenta aquella desmentida; yo, que soy el desmentido,no tengo necesidad de volver por la verdad que dije, la cual nopuede ser desmentida en ninguna manera, pero tengo necesi-dad de castigar el poco respeto que se me tuvo; de modo que eldesmentido, desta suerte, puede entrar en campo con otro, sinque se le ponga por objeción que está afrentado, y que no pue-de entrar en campo con nadie hasta que se satisfaga, porque,como tengo dicho, es grande la diferencia que hay entre agrav-io y afrenta.

En efeto, digo que supo Antonio la amistad de su padre y desu contrario, y que, pues ellos habían sido amigos, se habríabien mirado su causa. Con estas buenas nuevas, con más sosie-go y más contento, se puso otro día en camino con sus

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camaradas, a quien contó todo aquello que de su negocio sa-bía, y que un hermano del que pensó ser su enemigo le habíaheredado y quedado en la misma amistad con su padre que suhermano el muerto. Fue parecer de Antonio que ninguno salie-se de su orden, porque pensaba darse a conocer a su padre, node improviso, sino por algún rodeo que le aumentase el conten-to de hacerle conocido, advirtiendo que tal vez mata una súbitaalegría como suele matar un improviso pesar.

De allí a tres días llegaron, al crepúsculo de la noche, a su lu-gar y a la casa de su padre, el cual, con su madre, según des-pués pareció, estaba sentado a la puerta de la calle, tomando,como dicen, el fresco, por ser el tiempo de los calurosos del ve-rano. Llegaron todos juntos, y el primero que habló fue Antonioa su mismo padre:

-¿Hay por ventura, señor, en este lugar hospital deperegrinos?

-Según es cristiana la gente que le habita -respondió su pa-dre-, todas las casas dél son hospital de peregrinos, y, cuandootra no hubiera, esta mía, según su capacidad, sirviera por to-das: prendas tengo yo por esos mundos adelante, que no sé siandarán agora buscando quien las acoja.

-¿Por ventura, señor -replicó Antonio-, este lugar no se llamael Quintanar de la Orden, y en él no viven un apellido de unoshidalgos que se llaman Villaseñores? Dígolo, porque he conoci-do yo un tal Villaseñor, bien lejos desta tierra, que si él estuvie-ra en ésta, no nos faltara posada a mí ni a mis camaradas.

-¿Y cómo se llamaba, hijo -dijo su madre-, ese Villaseñor quedecís?

-Llamábase Antonio -replicó Antonio-, y su padre, según meacuerdo, me dijo se llamaba Diego de Villaseñor.

-¡Ay, señor -dijo la madre, levantándose de donde estaba-,que ese Antonio es mi hijo, que por cierta desgracia ha al piede diez y seis años que falta desta tierra! Comprado le tengo alágrimas, pesado a suspiros y granjeado con oraciones. ¡Pleguea Dios que mis ojos le vean antes que descubra la noche de laeterna sombra! Decidme -dijo-: ¿Ha mucho que le vistes? ¿Hamucho que le dejastes? ¿Tiene salud? ¿Piensa volver a su patr-ia? ¿Acuérdase de sus padres, a quien podrá venir a ver, puesno hay enemigos que se lo impidan, que ya no son sino amigoslos que le hicieron desterrar de su tierra?

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Todas estas razones escuchaba el anciano padre de Antonio,y, llamando a grandes voces a sus criados, les mandó encenderluces y que metiesen dentro de casa a aquellos honrados pere-grinos; y, llegándose a su no conocido hijo, le abrazó estrecha-mente, diciéndole:

-Por vos sólo, señor, sin que otras nuevas os hiciesen el apo-sento, os le diera yo en mi casa, llevado de la costumbre quetengo de agasajar en ella a todos cuantos peregrinos por aquípasan; pero agora, con las regocijadas nuevas que me habéisdado, ensancharé la voluntad, y sobrepujarán los servicios queos hiciere a mis mismas fuerzas.

En esto, ya los sirvientes habían encendido luces, y, guiandolos peregrinos dentro de la casa, y en mitad de un gran patioque tenía, salieron dos hermosas y honestas doncellas, herma-nas de Antonio, que habían nacido después de su ausencia, lascuales, viendo la hermosura de Auristela y la gallardía deConstanza, su sobrina, con el buen parecer de Ricla, su cuña-da, no se hartaban de besarlas y de bendecirlas; y, cuando es-peraban que sus padres entrasen dentro de casa con el nuevohuésped, vieron entrar con ellos un confuso montón de gente,que traían en hombros, sobre una silla sentado, un hombre co-mo muerto, que luego supieron ser el conde que había hereda-do al enemigo que solía ser de su tío.

El alboroto de la gente, la confusión de sus padres, el cuida-do de recebir los nuevos huéspedes, las turbó de manera queno sabían a quién acudir ni a quién preguntar la causa de aq-uel alboroto. Los padres de Antonio acudieron al conde, heridode una bala por las espaldas, que en una revuelta que dos com-pañías de soldados, que estaban en el pueblo alojadas, habíantenido con los del lugar, y le habían pasado por las espaldas elpecho; el cual, viéndose herido, mandó a sus criados que le tru-jesen en casa de Diego de Villaseñor, su amigo, y el traerle fuea tiempo que comenzaba a hospedar a su hijo, a su nuera y asus dos nietos, y a Periandro y a Auristela, la cual, asiendo delas manos a las hermanas de Antonio, les pidió que la quitasende aquella confusión y la llevasen a algún aposento donde nad-ie la viese. Hiciéronlo ellas así, siempre admirándose de nuevode la sin par belleza de Auristela.

Constanza, a quien la sangre del parentesco bullía en el al-ma, ni quería ni podía apartarse de sus tías, que todas eran de

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una misma edad y casi de una igual hermosura. Lo mismo leaconteció al mancebo Antonio, el cual, olvidado de los respetosde la buena crianza y de la obligación del hospedaje, se atre-vió, honesto y regocijado, a abrazar a una de sus tías, viendo locual un criado de casa, le dijo:

-¡Por vida del señor peregrino, que tenga quedas las manos,que el señor desta casa no es hombre de burlas; si no, a feeque se las haga tener quedas, a despecho de su desvergonzadoatrevimiento!

-¡Por Dios, hermano -respondió Antonio-, que es muy poco loque he hecho para lo que pienso hacer, si el cielo favorece misdeseos, que no son otros que servir a estas señoras y a todoslos desta casa!

Ya en esto habían acomodado al conde herido en un rico le-cho, y llamado a dos cirujanos que le tomasen la sangre y mira-sen la herida, los cuales declararon ser mortal, sin que por víahumana tuviese remedio alguno.

Estaba todo el pueblo puesto en arma contra los soldados,que en escuadrón formado se habían salido al campo, y espera-ban si fuesen acometidos del pueblo, dándoles la batalla. Valíapoco para ponerlos en paz la solicitud y la prudencia de los ca-pitanes, ni la diligencia cristiana de los sacerdotes y religiososdel pueblo, el cual, por la mayor parte, se alborota de livianasocasiones, y crece bien así como van creciendo las olas del marde blando viento movidas, hasta que, tomando el regañón elblando soplo del céfiro, le mezcla con su huracán y las levantaal cielo; el cual, dándose priesa a entrar el día, la prudencia delos capitanes hizo marchar a sus soldados a otra parte, y losdel pueblo se quedaron en sus límites, a pesar del rigor y malánimo que contra los soldados tenían concebido.

En fin, por términos y pausas espaciosas, con sobresaltosagudos, poco a poco vino Antonio a descubrirse a sus padres,haciéndoles presente de sus nietos y de su nuera, cuya presen-cia sacó lágrimas de los ojos de los viejos, y la belleza de Auris-tela y gallardía de Periandro les sacó el pasmo al rostro y la ad-miración a todos los sentidos.

Este placer, tan grande como improviso; esta llegada de sushijos, tan no esperada, se la aguó, turbó y casi deshizo la des-gracia del conde, que por momentos iba empeorando. Con todoeso, le hizo presente de sus hijos, y de nuevo le hizo

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ofrecimiento de su casa y de cuanto en ella había que para susalud fuese conveniente; porque, aunque quisiera moverse yllevarle a la de su estado, no fuera posible: tales eran las pocasesperanzas que se tenían de su salud.

No se quitaban de la cabecera del conde, obligadas de su na-tural condición, Auristela y Constanza, que, con la compasióncristiana y solicitud posible, eran sus enfermeras, puesto queiban contra el parecer de los cirujanos, que ordenaban le deja-sen solo, o a lo menos no acompañado de mujeres. Pero la dis-posición del cielo, que, con causas a nosotros secretas, ordenay dispone las cosas de la tierra, ordenó y quiso que el condellegase al último de su vida; y un día, antes que della se despid-iese, cierto ya de que no podía vivir, llamó a Diego de Villase-ñor, y, quedándose con él solo, le dijo desta manera:

-Yo salí de mi casa con intención de ir a Roma este año, en elcual el sumo Pontífice ha abierto las arcas del tesoro de la Igle-sia, y comunicádonos, como en año santo, las infinitas graciasque en él suelen ganarse. Iba a la ligera, más como peregrinopobre que como caballero rico; entré en este pueblo; hallé tra-bada una pendencia, como ya, señor, habéis visto, entre los sol-dados que en él estaban alojados y entre los vecinos dél; mez-cléme en ella, y, por reparar las ajenas vidas, he venido a per-der la mía, porque esta herida que a traición, si así se puededecir, me dieron, me la va quitando por momentos. No sé quiénme la dio, porque las pendencias del vulgo traen consigo a lamisma confusión. No me pesa de mi muerte, si no es por lasque ha de costar, si por justicia o por venganza quisiere casti-garse. Con todo esto, por hacer lo que en mí es, y todo aquelloque de mi parte puedo, como caballero y cristiano, digo queperdono a mi matador y a todos aquéllos que con él tuvieronculpa; y es mi voluntad, asimismo, de mostrar que soy agrade-cido al bien que en vuestra casa me habéis hecho, y la muestraque he de dar deste agradecimiento no será así comoquiera, si-no con el más alto estremo que pueda imaginarse. En esos dosbaúles que ahí están, donde llevaba recogida mi recámara,creo que van hasta veinte mil ducados en oro y en joyas, queno ocupan mucho lugar; y, si como esta cantidad es poca, fuerala grande que encierra las entrañas de Potosí, hiciera della lomismo que desta hacer quiero. Tomalda, señor, en vida, o ha-ced que la tome la señora doña Constanza, vuestra nieta, que

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yo se lo doy en arras y para su dote; y más, que le pienso daresposo de mi mano, tal que, aunque presto quede viuda, quedeviuda honradísima, juntamente con quedar doncella honrada.Llamadla aquí, y traed quien me despose con ella; que su valor,su cristiandad, su hermosura, merecían hacerla señora del uni-verso. No os admire, señor, lo que oís, creed lo que os digo,que no será novedad disparatada casarse un título con unadoncella hijadalgo, en quien concurren todas las virtuosas par-tes que pueden hacer a una mujer famosa. Esto quiere el cielo,a esto me inclina mi voluntad; por lo que debéis al ser discreto,que no lo estorbe la vuestra. Id luego, y, sin replicar palabra,traed quien me despose con vuestra nieta, y quien haga las es-crituras tan firmes, así de la entrega destas joyas y dineros, yde la mano que de esposo la he de dar, que no haya calumniaque la deshaga.

Pasmóse a estas razones Villaseñor, y creyó sin duda algunaque el conde había perdido el juicio, y que la hora de su muerteera llegada, pues en tal punto, por la mayor parte, o se dicengrandes sentencias o se hacen grandes disparates; y así, lo quele respondió fue:

-Señor, yo espero en Dios que tendréis salud, y entonces conojos más claros, y sin que algún dolor os turbe los sentidos, po-dréis ver las riquezas que dais y la mujer que escogéis; mi nie-ta no es vuestra igual, o a lo menos no está en potencia propin-cua, sino muy remota, de merecer ser vuestra esposa, y yo nosoy tan codicioso que quiera comprar esta honra que queréishacerme, con lo que dirá el vulgo, casi siempre mal intenciona-do, del cual ya me parece que dice que os tuve en mi casa, queos trastorné el sentido y que por vías de la solicitud codiciosaos hice hacer esto.

-Diga lo que quisiere -dijo el conde-; que si el vulgo siemprese engaña, también quedará engañado en lo que de vospensare.

-Alto, pues -dijo Villaseñor-: no quiero ser tan ignorante queno quiera abrir a la buena suerte que está llamando a las puer-tas de mi casa.

Y con esto se salió del aposento, y comunicó lo que el condele había dicho con su mujer, con sus nietos, y con Periandro yAuristela, los cuales fueron de parecer que, sin perder punto,

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asiesen a la ocasión por los cabellos que les ofrecía, y trujesenquien llevase al cabo aquel negocio.

Hízose así, y en menos de dos horas ya estaba Costanza des-posada con el conde, y los dineros y joyas en su posesión, contodas las circunstancias y revalidaciones que fueron posible ha-cerse. No hubo músicas en el desposorio, sino llantos y gemi-dos, porque la vida del conde se iba acabando por momentos.Finalmente, otro día después del desposorio, recebidos todoslos sacramentos, murió el conde en los brazos de su esposa lacondesa Costanza, la cual, cubriéndose la cabeza con un velonegro, hincada de rodillas y levantando los ojos al cielo, co-menzó a decir:

-Yo hago voto…Pero, apenas dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:-¿Qué voto queréis hacer, señora?-De ser monja -respondió la condesa.-Sedlo, y no le hagáis -replicó Auristela-, que las obras de

servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan quelas mueven acidentes, y éste de la muerte de vuestro esposo,quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no que-rréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestrasvuestra voluntad, que así vuestra discreción, como la de vues-tros padres y hermanos, os sabrá aconsejar y encaminar en loque mejor os estuviere. Y dése agora orden de enterrar vuestromarido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sinpensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os en-grandezca con más duración que el presente.

Rindióse a este parecer la condesa, y, dando trazas al entie-rro del conde, llegó un su hermano menor, a quien ya habíanido las nuevas a Salamanca, donde estudiaba. Lloró la muertede su hermano, pero enjugáronle presto las lágrimas el gustode la herencia del estado. Supo el hecho; abrazó a su cuñada;no contradijo a ninguna cosa; depositó a su hermano para lle-varle después a su lugar; partióse a la corte para pedir justiciacontra los matadores; anduvo el pleito; degollaron a los capita-nes y castigaron muchos de los del pueblo; quedóse Costanzacon las arras y el título de condesa; apercibióse Periandro paraseguir su viaje, a quien no quisieron acompañar Antonio el pa-dre, ni Ricla, su mujer, cansados de tantas peregrinaciones,

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que no cansaron a Antonio el hijo, ni a la nueva condesa, queno fue posible dejar la compañía de Auristela ni de Periandro.

A todo esto, nunca había mostrado a su abuelo el lienzo don-de venía pintada su historia. Enseñósele un día Antonio, y dijoque faltaba allí de pintar los pasos por donde Auristela habíavenido a la Isla Bárbara, cuando se vieron ella y Periandro enlos trocados trajes: ella en el de varón, y él en el de hembra(metamorfosis bien estraño), a lo que Auristela dijo que en po-cas razones lo diría. Que fue que, cuando la robaron los piratasde las riberas de Dinamarca a ella, Cloelia y a las dos pescado-ras, vinieron a una isla despoblada a repartir la presa entreellos, y «no pudiéndose hacer el repartimiento con igualdad,uno de los más principales se contentó con que por su parte lediesen mi persona, y aun añadió dádivas para igualar la dema-sía. Entré en su poder sola, sin tener quien en mi desventurame acompañase; que de las miserias suele ser alivio la compa-ñía; éste me vistió en hábitos de varón, temeroso que en los demujer no me solicitase el viento; muchos días anduve con él pe-regrinando por diversas partes, y sirviéndole en todo aquelloque a mi honestidad no ofendía; finalmente, un día llegamos ala Isla Bárbara, donde de improviso fuimos presos de los bárba-ros, y él quedó muerto en la refriega de mi prisión, y yo fui traí-da a la cueva de los prisioneros, donde hallé a mi amada Cloel-ia, que por otros no menos desventurados pasos allí había sidotraída, la cual me contó la condición de los bárbaros, la vanasuperstición que guardaban, y el asunto ridículo y falso de suprofecía. Díjome asimismo, que tenía barruntos de que mi her-mano Periandro había estado en aquella sima, a quien no habíapodido hablar por la priesa que los bárbaros se daban a sacarlepara ponerle en el sacrificio»; y que había querido acompañar-le para certificarse de la verdad, pues se hallaba en hábitos dehombre; y que, así, rompiendo por las persuasiones de Cloelia,que se lo estorbaban, salió con su intento, y se entregó de todasu voluntad para ser sacrificada de los bárbaros, persuadiéndo-se ser bien de una vez acabar la vida, que no de tantas gustarla muerte, con traerla a peligro de perderla por momentos; yque no tenía más que decir, pues sabían lo que desde aquelpunto le había sucedido.

Bien quisiera el anciano Villaseñor que todo esto se añadieraal lienzo, pero todos fueron de parecer que no solamente no se

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añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan gran-des y tan no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles,sino en láminas de bronce escritas, y en las memorias de lasgentes grabadas.

Con todo eso, quiso Villaseñor quedarse con el lienzo, siquie-ra por ver los bien sacados retratos de sus nietos y la sin igualhermosura y gallardía de Auristela y Periandro.

Algunos días se pasaron poniendo en orden su partida paraRoma, deseosos de ver cumplidos los votos de su promesa.Quedóse Antonio el padre y no quiso quedarse Antonio el hijo,ni menos la nueva condesa; que, como queda dicho, la aficiónque a Auristela tenía la llevara no solamente a Roma, sino alotro mundo, si para allá se pudiera hacer viaje en compañía.Llegóse el día de la partida, donde hubo tiernas lágrimas yapretados abrazos y dolientes suspiros, especialmente de Ricla,que en ver partir a sus hijos se le partía el alma. Echóles subendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianosparece que tiene prerrogativa de mejorar los sucesos. Llevaronconsigo a uno de los criados de casa, para que los sirviese en elcamino, y, puestos en él, dejaron soledades en su casa y pa-dres, y en compañía, entre alegre y triste, siguieron su viaje.

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Capítulo 10Las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversosacontecimientos, y, como la diversidad se compone de cosas di-ferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestraesta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, ponién-donos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas lascosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasarsin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hayque, por grandes, deben de callarse, y otras que, por bajas, nodeben decirse; puesto que es excelencia de la historia que cual-quiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de laverdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien con-viene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y contanta verisimilitud que, a despecho y pesar de la mentira, quehace disonancia en el entendimiento, forme una verdaderaarmonía.

Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermosoescuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a unlugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no meacuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente ha-bían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos miran-do y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién resca-tados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintadolienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habíandescargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, in-signias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, quedebía de ser de hasta venticuatro años, con voz clara y en todoestremo esperta lengua, crujiendo de cuando en cuando uncorbacho, o, por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sa-cudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidosen el cielo: bien así como hace el cochero que, castigando oamenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.

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Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos al-caldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno comoel otro.

Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo:-«Ésta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel,

gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo,puesto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones,que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen consus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasarel plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robarlas apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso marOcéano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles tur-quescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porquelo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyodueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con unbrazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, paraque le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que vanamarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatrogaleras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquelcautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura lasangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soyyo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que estájunto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento porque fuemenos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá laaprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos lasamenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro deDragut (que así se llamaba el arráez de la galeota: cosario tanfamoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranosde Sicilia); a lo menos, a mí me suena agora el rospeni,el manahora y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va di-ciendo; que todas estas son palabras y razones turquescas, en-caminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos:llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y depensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con losbrazos muertos azotan los cuerpos vivos.»

Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivoen Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a sucompañero:

-Este cautivo, hasta agora parece que va diciendo verdad, yque en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en

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lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero quesepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de ha-berle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín,natural de Vélez Málaga.

Y, volviéndose al cautivo, le dijo:-Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza,

y si conseguistes por ellas la libertad deseada?-Las galeras -respondió el cautivo- eran de Don Sancho de

Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanza-ron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota,que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Oráncon ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yonos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a suMajestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.

-Decidme, amigos -replicó el alcalde-, ¿cautivastes juntos?¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte deBerbería?

-No cautivamos juntos -respondió el otro cautivo-, porque yocautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Gé-nova; mi compañero, en los Percheles de Málaga, adonde erapescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra;hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo;y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de li-mosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.

-No mucho, señor galán -replicó el alcalde-, que aún no estándadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame:¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos po-zos de agua dulce?

-La pregunta es boba -respondió el primer cautivo-: tantaspuertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no lassé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo enél he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si elseñor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogere-mos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós, ahó, que tanbuen pan hacen aquí como en Francia.

Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban enel corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y talvez de verdugo, cuando se ofrecía, y díjole:

-Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los prime-ros dos asnos que topáredes, que por vida del Rey nuestro

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señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señorescautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna delos verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, es-tando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomaruna azada en la mano que no un corbacho para dar estallidosen seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que nome dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.

-¡Cuerpo del mundo! -respondió el cautivo-. ¿Es posible queha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria,siendo tan pobres de dineros, y que por una niñería que no im-porta tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes es-tudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestaddos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flan-des a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de lasanta fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad,que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde quenosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y,en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino ganade ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, comosabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner enobra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, quetambién lo debían de ser falsos, como nosotros agora; les com-pramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de lasde Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acre-ditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestrasalhajas a menos precio, y, cargados con esta mercadería, he-mos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que elseñor alcalde no manda otra cosa.

-Lo que pienso hacer es -replicó el alcalde-, daros cada cienazotes, y en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes,poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua enlas galeras, con quien quizá haréis más servicio a su Majestadque con la pica.

-¿Querráse -replicó el mozo hablador- mostrar agora el señoralcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de suoficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde,acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y lecometan negocios de importancia, donde muestre su severidady su justicia? Pues sepa el señor alcalde quesummum ius sum-ma iniuria.

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-Mirad cómo habláis, hermano -replicó el segundo alcalde-,que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes des-te lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo dela masa; y hablad menos, que os será sano.

Volvió en esto el pregonero, y dijo:-Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos,

sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ellapaseándose.

-Por asnos os envíe yo, majadero, que no por regidores; perovolved y traeldos acá por sí o por no, que quiero que se hallenpresentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser sin em-bargo, y no ha de quedar por falta de asnos: que, gracias seandadas al cielo, hartos hay en este lugar.

-No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo -repli-có el mozo-, si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dioses, que vuesa merced considere que no hemos robado tantoque podemos dar a censo, ni fundar ningún mayorazgo; apenasgranjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que nodeja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros.Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzo-so que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir alas manos, si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan,los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testi-gos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, losociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que deacrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míserosque van su camino derecho a servir a su Majestad con la fuerzade sus brazos y con la agudeza de sus ingenios; porque no haymejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de losestudios en los campos de la guerra: ninguno salió de estudian-te para soldado, que no lo fuese por estremo, porque, cuandose avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingeniocon las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Mar-te se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.

Admirado estaba Periandro y todos los más de los circunstan-tes, así de las razones del mozo como de la velocidad con quehablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:

-Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y hagaescrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todonuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar

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ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisi-ción de tan pequeña cantidad de intereses merece ser castiga-da con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digoque el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipiteapasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá lecausará pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no to-man venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mez-clan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemenciadan luz de su buen entendimiento.

-Por Dios -dijo el segundo alcalde-, que este mancebo ha ha-blado bien, aunque ha hablado mucho, y que no solamente notengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevara mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lle-ven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras par-tes; porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos quenecesitados.

Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo,dijo:

-No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde lesquiero dar una lición de las cosas de Argel, tal que de aquí ade-lante ninguno les coja en mal latín, en cuanto a su fingidahistoria.

Los cautivos se lo agradecieron, los circunstantes alabaronsu honrada determinación, y los peregrinos recibieron conten-to del buen despacho del negocio.

Volvióse el primer alcalde a Periandro, y dijo:-¿Vosotros, señores peregrinos, traéis algún lienzo que ense-

ñarnos? ¿Traéis otra historia que hacernos creer por verdade-ra, aunque la haya compuesto la misma mentira?

No respondió nada Periandro, porque vio que Antonio sacabadel seno las patentes, licencias y despachos que llevaban paraseguir su viaje; el cual los puso en manos del alcalde,diciéndole:

-Por estos papeles podrá ver vuesa merced quién somos yadónde vamos, los cuales no era menester presentallos, porqueni pedimos limosna, ni tenemos necesidad de pedilla; y así, co-mo a caminantes libres, nos podían dejar pasar libremente.

Tomó el alcalde los papeles, y, porque no sabía leer, se losdio a su compañero, que tampoco lo sabía, y así pararon en

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manos del escribano, que, pasando los ojos por ellos brevemen-te, se los volvió a Antonio, diciendo:

-Aquí, señores alcaldes, tanto valor hay en la bondad destosperegrinos como hay grandeza en su hermosura. Si aquí quisie-ren hacer noche, mi casa les servirá de mesón, y mi voluntadde alcázar donde se recojan.

Volvióle las gracias Periandro; quedáronse allí aquella nochepor ser algo tarde, donde fueron agasajados en casa del escri-bano con amor, con abundancia y con limpieza.

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Capítulo 11Llegóse el día, y con él los agradecimientos del hospedaje; y,puestos en camino, al salir del lugar, toparon con los cautivosfalsos, que dijeron que iban industriados del alcalde, de modoque de allí adelante no los podían coger en mentira acerca delas cosas de Argel.

-Que tal vez -dijo el uno, digo el que hablaba más que elotro-, tal vez -dijo- se hurta con autoridad y aprobación de lajusticia. Quiero decir que alguna vez los malos ministros dellase hacen a una con los delincuentes, para que todos coman.

Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: loscautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valen-cia; los cuales otro día, al salir de la aurora, que por los balco-nes del oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas yaderezando el camino por donde el sol había de hacer su acos-tumbrada carrera; Bartolomé, que así creo se llamaba el guia-dor del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bor-dando las nubes de los cielos con diversas colores, de maneraque no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa ala vista, y con rústica discreción, dijo:

-Verdad debió de decir el predicador que predicaba los díaspasados en nuestro pueblo, cuando dijo que los cielos y la tie-rra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez,que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mispadres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a ras-trear y conocer, viendo la inmensa grandeza destos cielos, queme dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, ypor la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecermayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tie-rra; y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligeroque camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas.La verdad que sea: yo no creo nada desto, pero dícenlo tantoshombres de bien que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo

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creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotroshay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabe-zas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosaque me parece imposible: que, para tan gran carga como lanuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas debronce.

Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:-Buscar querría razones acomodadas, ¡oh Bartolomé!, para

darte a entender el error en que estás y la verdadera posturadel mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás susprincipios; pero, acomodándome con tu ingenio, habré de coar-tar el mío y decirte sola una cosa, y es que quiero que entien-das por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamocentro un punto indivisible a quien todas las líneas de su cir-cunferencia van a parar; tampoco me parece que has de enten-der esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentescon saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualqu-ier parte della donde los hombres estén, han de estar cubiertoscon el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cu-bre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo al-guno, y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordo-ma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.

No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro,que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a suhermano.

Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el ca-mino Periandro, cuando a sus espaldas llegó un carro acompa-ñado de seis arcabuceros a pie, y uno que venía a caballo conuna escopeta pendiente del arzón delantero, llegándose a Per-iandro, dijo:

-Si, por ventura, señores peregrinos, lleváis en este repuestoalguna conserva de regalo, que yo creo que sí debéis de llevar,porque vuestra gallarda presencia, más de caballeros ricos quede pobres peregrinos os señala; si la lleváis, dádmela, para so-correr con ella a un desmayado muchacho que va en aquel ca-rro, condenado a galeras por dos años, con otros doce solda-dos, que, por haberse hallado en la muerte de un conde los dí-as pasados, van condenados al remo, y sus capitanes, por másculpados, creo que están sentenciados a degollar en la corte.

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No pudo tener a esta razón las lágrimas la hermosa Costan-za, porque en ella se le representó la muerte de su breve espo-so; pero, pudiendo más su cristiandad que el deseo de su ven-ganza, acudió al bagaje y sacó una caja de conserva, y, acud-iendo al carro, preguntó:

-¿Quién es aquí el desmayado?A lo que respondió uno de los soldados:-Allí va echado en aquel rincón, untado el rostro con el sebo

del timón del carro, porque no quiere que parezca hermosa lamuerte, cuando él se muera, que será bien presto, según estápertinaz en no querer comer bocado.

A estas razones alzó el rostro el untado mozo, y, alzándosede la frente un roto sombrero que toda se la cubría, se mostrófeo y sucio a los ojos de Constanza; y, alargando la mano paratomar la caja, la tomó diciendo:

-¡Dios os lo pague, señora!Volvió a encajar el sombrero, y volvió a su melancolía y a

arrinconarse en el rincón donde esperaba la muerte. Otras al-gunas razones pasaron los peregrinos con las guardas del ca-rro, que se acabaron con apartarse por diferentes caminos.

De allí a algunos días llegó nuestro hermoso escuadrón a unlugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la ma-rina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en quealbergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospi-cio los convidaban. Viendo lo cual Antonio, dijo:

-Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecenunos santos.

-Con palmas -dijo Periandro- recibieron al Señor en Jerusalénlos mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz.Agora bien, a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemosel convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nosconvida.

Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza,asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestrasde agasajarlos, no morisca, sino cristianamente.

Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y enél tan hermosa que las más gallardas cristianas tuvieran a ven-tura el parecerla: que en las gracias que naturaleza reparte,tan bien suele favorecer a las bárbaras de Citia como a las ciu-dadanas de Toledo. Ésta, pues, hermosa y mora, en lengua

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aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, seencerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltar-les las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa deser escuchada; y, después que hubo asegurado el miedo quemostraba, las dijo:

-¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simplesovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digoque es mi padre, veisle tan agasajador vuestro? Pues sabedque no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta no-che se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seisbajeles de cosarios berberiscos a toda la gente de este lugarcon todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva avolver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbe-ría está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sinadvertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casienteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentim-iento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño.Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, alsabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los la-zos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conser-var la libertad en que vuestros padres os engendraron, salidluego de esta casa, y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréisquien os ampare, que es el cura; que sólo él y el escribano sonen este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraq-ue Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en lasobras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijoRafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéisen burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestracosta; que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.

El susto, las acciones, con que Rafala esto decía, se asentóen las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fuecreída y no le respondieron otra cosa que fuese más queagradecimientos.

Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles loque pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casacon todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansarque mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero en efetoobedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueronbien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo queRafala les había dicho.

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El cura dijo:-Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la veni-

da de esos bajeles de Berbería, y, aunque es costumbre suyahacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo des-cuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos y buenas y fe-rradas puertas la iglesia: que, si no es muy de propósito, nopueden ser derribadas ni abrasadas.

-¡Ay -dijo a esta sazón el jadraque-, si han de ver mis ojos, an-tes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezasque la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profe-tizado un abuelo mío, famoso en el astrología, donde se veráEspaña de todas partes entera y maciza en la religión cristiana,que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y ve-nerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, yojalá que negarlo pudiera, pero no por esto dejo de ser cristia-no; que las divinas gracias las da Dios a quien Él es servido, elcual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de ha-cer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre losjustos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dichoque, cerca de estos tiempos, reinaría en España un rey de lacasa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resoluciónde desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arrojade su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bienasí como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arrancala mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo yrey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de estedestierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar estatierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que enefeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temoresde consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos,mostrando la esperiencia dentro de poco tiempo, que, con losnuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá afertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene.Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, se-rán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estoscaminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las rique-zas, sin que los salteadores se las lleven.

Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con losbancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una esca-lera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento

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en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escope-tas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesiaBartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos con ojoalerta, y manos listas y con ánimos determinados, estuvieronesperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija delmorisco.

Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura;tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y nohabía nube que con la luz de la luna se pareciese, que no pen-sase sino que fuesen los bajeles turquescos, y, aguijando a lascampanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio que to-dos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyoson los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrie-ron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajelesno llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra.

La del lugar, que los esperaba cargados con sus más ricas ymejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos congrande grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas yde otros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran rego-cijados; pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de laiglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal quepudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron elbagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salidadel pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma;se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestospúblicos.

Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentirla pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra enque ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizáalgunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escope-tas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte dondehabía dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero mu-chas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo aDios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los li-brase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, elcual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran dehierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó.

Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargadoscon la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y to-cando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos

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personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la ma-rina, y la otra de la de la tierra, que, llegando cerca, conoció eljadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruzde caña en las manos, venía diciendo a voces:

-¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericor-dia de Dios!

La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella nocheestaba fuera del lugar, y al son del arma de las campanas veníaa ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de sumujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló ro-bada y abrasada.

Dejaron entrar el día, y que los bajeles se alargasen y que losatajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces ba-jaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, ba-ñado con alegres lágrimas el rostro, y, acrecentando con su so-bresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes, y luego seabrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escri-bano ni adoró, ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocu-pada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda.

Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos asu lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo apensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestialespíritu, dijo:

-¡Ea, mancebo generoso! ¡Ea, rey invencible! ¡Atropella, rom-pe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a Espa-ña tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tan-to la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente comoilustre, nuevo Atlante del peso de esta Monarquía, ayuda y faci-lita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénenseestos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la gene-ración agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas laszarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecim-iento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocoshebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en susalida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se po-drá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente?No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias,no los quintan las guerras; todos se casan, todos o los más en-gendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y au-mento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan,

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vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como elsol y hermosa como el cielo!

Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendoa enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó debagaje. Los peregrinos agradecieron al cura su buen acogim-iento, y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y,abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron sucamino.

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Capítulo 12En el cual se fueron entreteniendo en contar el pasado peligro,el buen ánimo del jadraque, la valentía del cura, el celo de Ra-fala, de la cual se les olvidó de saber cómo se había escapadode poder de los turcos que asaltaron la tierra, aunque bien con-sideraron que con el alboroto, ella se habría escondido en par-te que tuviese lugar después de volver a cumplir su deseo, queera de vivir y morir cristiana.

Cerca de Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrarpor escusar las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien lesdijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, laamenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que lahace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de Espa-ña, sino de toda Europa; y principalmente les alabaron la her-mosura de las mujeres y su estremada limpieza y graciosa len-gua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulcey agradable.

Determinaron de alargar sus jornadas, aunque fuese a costade su cansancio, por llegar a Barcelona, adonde tenían noticiahabían de tocar unas galeras, en quien pensaban embarcarse,sin tocar en Francia, hasta Génova. Y, al salir de Villarreal, her-mosa y amenísima villa, de través, dentre una espesura de ár-boles, les salió al encuentro una zagala o pastora valenciana,vestida a lo del campo, limpia como el sol, y hermosa como él ycomo la luna, la cual, en su graciosa lengua, sin hablarles algu-na palabra primero, y sin hacerles ceremonia de comedimientoalguno, dijo:

-¿Señores, pedirlos he o darlos he?A lo que respondió Periandro:-Hermosa zagala, si son celos, ni los pidas ni los des, porque

si los pides, menoscabas tu estimación, y si los das, tu crédito;y si es que el que te ama tiene entendimiento, conociendo tu

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valor, te estimará y querrá bien, y si no le tiene, ¿para qué qu-ieres que te quiera?

-Bien has dicho -respondió la villana.Y, diciendo adiós, volvió las espaldas y se entró en la espesu-

ra de los árboles, dejándolos admirados con su pregunta, consu presteza y con su hermosura.

Otras algunas cosas les sucedieron en el camino de Barcelo-na, no de tanta importancia que merezcan escritura, si no fueel ver desde lejos las santísimas montañas de Monserrate, queadoraron con devoción cristiana, sin querer subir a ellas, porno detenerse.

Llegaron a Barcelona a tiempo cuando llegaban a su playacuatro galeras españolas, que, disparando y haciendo salva a laciudad con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua,el uno de ellos adornado con ricas alcatifas de Levante y coji-nes de carmesí, en el cual venía, como después pareció, unahermosa mujer de poca edad, ricamente vestida, con otra seño-ra anciana y dos doncellas hermosas y honestamenteaderezadas.

Salió infinita gente de la ciudad, como es costumbre, ansí aver las galeras como a la gente que de ellas desembarcaba, y lacuriosidad de nuestros peregrinos llegó tan cerca de los esqui-fes, que casi pudieran dar la mano a la dama que de ellos de-sembarcaba, la cual, poniendo los ojos en todos, especialmenteen Constanza, después de haber desembarcado, dijo:

-Llegaos acá, hermosa peregrina, que os quiero llevar conmi-go a la ciudad, donde pienso pagaros una deuda que os debo,de quien vos creo que tenéis poca noticia; vengan asimismovuestras camaradas, porque no ha de haber cosa que obligue adejar tan buena compañía.

La vuestra, a lo que se vee -respondió Constanza-, es de tan-ta importancia que carecería de entendimiento quien no la ace-tase. Vamos donde quisiéredes, que mis camaradas me segui-rán, que no están acostumbrados a dejarme.

Asió la señora de la mano a Constanza, y, acompañada demuchos caballeros que salieron de la ciudad a recebirla, y deotra gente principal de las galeras, se encaminaron a la ciudad,en cuyo espacio de camino Constanza no quitaba los ojos deella, sin poder reducir a la memoria haberla visto en tiempoalguno.

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Aposentáronla en una casa principal, a ella y a las que conella desembarcaron, y no fue posible que dejase ir a los pere-grinos a otra parte; con los cuales, así como tuvo comodidadpara ello, pasó esta plática:

-«Sacaros quiero, señores, de la admiración en que, sin duda,os debe tener el ver que con particular cuidado procuro servi-ros; y así, os digo que a mí me llaman Ambrosia Agustina, cuyonacimiento fue en una ciudad de Aragón, y cuyo hermano esDon Bernardo Agustín, cuatralbo de estas galeras que están enla playa. Contarino de Arbolánchez, caballero del hábito de Al-cántara, en ausencia de mi hermano, y a hurto del recato demis parientes, se enamoró de mí; y yo, llevada de mi estrella, opor mejor decir, de mi fácil condición, viendo que no perdía na-da en ello, con título de esposa, le hice señor de mi persona yde mis pensamientos; y el mismo día que le di la mano, recibióél, de la de su Majestad, una carta, en que le mandaba vinieseluego al punto a conducir un tercio que bajaba de Lombardía aGénova, de infantería española, a la isla de Malta, sobre la cualse pensaba bajaba el turco. Obedeció Contarino con tanta pun-tualidad lo que se le mandaba que no quiso coger los frutos delmatrimonio con sobresalto, y, sin tener cuenta con mis lágri-mas, el recebir la carta y el partirse todo fue uno. Pareciómeque el cielo se había caído sobre mí, y que entre él y la tierrame habían apretado el corazón y cogido el alma.

»Pocos días pasaron cuando, añadiendo yo imaginaciones aimaginaciones y deseos a deseos, vine a poner en efeto uno, cu-yo cumplimiento, así como me quitó la honra por entonces, pu-diera también quitarme la vida. Ausentéme de mi casa, sin sa-biduría de ninguno de ella, y, en hábitos de hombre, que fueronlos que tomé de un pajecillo, asenté por criado de un atamborde una compañía que estaba en un lugar, pienso que ocho leg-uas del mío. En pocos días toqué la caja tan bien como mi amo;aprendí a ser chocarrero, como lo son los que usan tal oficio;juntóse otra compañía con la nuestra, y ambas a dos se enca-minaron a Cartagena a embarcarse en estas cuatro galeras demi hermano, en las cuales fue mi disinio pasar a Italia a buscara mi esposo, de cuya noble condición esperé que no afearía miatrevimiento, ni culparía mi deseo, el cual me tenía tan ciegaque no reparé en el peligro a que me ponía de ser conocida, sime embarcaba en las galeras de mi hermano. Mas, como los

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pechos enamorados no hay inconvenientes que no atropellen,ni dificultades por quien no rompan, ni temores que se le opon-gan, toda escabrosidad hice llana, venciendo miedos y esperan-do aun en la misma desesperación; pero, como los sucesos delas cosas hacen mudar los primeros intentos en ellas, el mío,más mal pensado que fundado, me puso en el término que ago-ra oiréis.

»Los soldados de las compañías de aquellos capitanes que oshe dicho trabaron una cruel pendencia con la gente de un pue-blo de la Mancha, sobre los alojamientos, de la cual salió heri-do de muerte un caballero que decían ser conde de no sé quéestado. Vino un pesquisidor de la corte, prendió los capitanes,descarreáronse los soldados, y, con todo eso, prendió a algu-nos, y entre ellos a mí, desdichada, que ninguna culpa tenía;condenólos a galeras por dos años al remo; y a mí también, co-mo por añadidura, me tocó la misma suerte. En vano me la-menté de mi desventura, viendo cuán en vano se habían fabri-cado mis disinios. Quisiera darme la muerte, pero el temor deir a otra peor vida, me embotó el cuchillo en la mano y me qui-tó la soga del cuello; lo que hice fue enlodarme el rostro, afeán-dole cuanto pude, y encerréme en un carro donde nos metie-ron, con intención de llorar tanto y de comer tan poco, que laslágrimas y la hambre hiciesen lo que la soga y el hierro no ha-bían hecho. Llegamos a Cartagena, donde aún no habían llega-do las galeras; pusiéronnos en la casa del rey bien guardados,y allí estuvimos, no esperando, sino temiendo nuestra desgrac-ia. No sé, señores, si os acordaréis de un carro que topasteisjunto a una venta, en el cual esta hermosa peregrina -señalan-do a Constanza- socorrió con una caja de conserva a un desma-yado delincuente.»

-Sí acuerdo -respondió Constanza.-Pues sabed que yo era -dijo la señora Ambrosia- el que soco-

rrísteis. Por entre las esteras del carro os miré a todos, y meadmiré de todos, porque vuestra gallarda disposición no puededejar de admirar, si se mira.

-«En efeto, las galeras llegaron con la presa de un bergantínde moros que las dos habían tomado en el camino; el mismodía aherrojaron en ellas a los soldados, desnudándolos del trajeque traían y vistiéndoles el de remeros: transformación triste ydolorosa, pero llevadera; que la pena que no acaba la vida, la

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costumbre de padecerla la hace fácil. Llegaron a mí para des-nudarme; hizo el cómitre que me lavasen el rostro, porque yono tenía aliento para levantar los brazos; miróme el barberoque limpia la chusma y dijo: ``Pocas navajas gastaré yo con es-ta barba; no sé yo para qué nos envían acá a este muchacho dealfeñique, como si fuesen nuestras galeras de melcocha y susremeros de alcorza. Y, ¿qué culpas cometiste tú, rapaz, quemereciesen esta pena? Sin duda alguna, creo que el raudal ycorriente de otros ajenos delitos te han conducido a este térmi-no''. Y, encaminando su plática al cómitre, le dijo: ``En verdad,patrón, que me parece que sería bien dejar a que sirviese estemuchacho en la popa a nuestro general con una manilla al pie,porque no vale para el remo dos ardites''.

»Estas pláticas y la consideración de mi suceso, que pareceque entonces se estremó en apretarme el alma, me apretó elcorazón de manera que me desmayé y quedé como muerta. Di-cen que volví en mí a cabo de cuatro horas, en el cual tiempose me hicieron muchos remedios para que volviese; y lo quemás sintiera yo, si tuviera sentido, fue que debieron de enterar-se que yo no era varón, sino hembra. Volví de mi parasismo, ylo primero con quien topó la vista fue con los rostros de mi her-mano y de mi esposo, que entre sus brazos me tenían. No sé yocómo en aquel punto la sombra de la muerte no cubrió misojos; no sé yo cómo la lengua no se me pegó al paladar; sólo séque no supe lo que me dije, aunque sentí que mi hermano dijo:``¿Qué traje es éste, hermana mía?'' Y mi esposo dijo: ``¿Quémudanza es ésta, mitad de mi alma, que si tu bondad no estuv-iera tan de parte de tu honra, yo hiciera luego que trocaras es-te traje con el de la mortaja?'' ``¿Vuestra esposa es ésta? -dijomi hermano a mi esposo-. Tan nuevo me parece este suceso,como me parece el de verla a ella en este traje; verdad es que,si esto es verdad, bastante recompensa sería a la pena que mecausa el ver así a mi hermana''.

»A este punto, habiendo yo recobrado parte de mis perdidosespíritus, me acuerdo que dije: ``Hermano mío, yo soy Ambros-ia Agustina, tu hermana, y soy ansimismo la esposa del señorContarino de Arbolánchez. El amor y tu ausencia, ¡oh herma-no!, me le dieron por marido, el cual, sin gozarme, me dejó; yo,atrevida, arrojada y mal considerada, en este traje que me veisle vine a buscar''. Y con esto les conté toda la historia que de

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mí habéis oído, y mi suerte, que por puntos se iba, a más an-dar, mejorando, hizo que me diesen crédito y me tuviesen lásti-ma. Contáronme cómo a mi esposo le habían cautivado moroscon una de dos chalupas, donde se había embarcado para ir aGénova, y que el cobrar la libertad había sido el día antes alanochecer, sin que le diese lugar el tiempo de haberse vistocon mi hermano, sino al punto que me halló desmayada: sucesocuya novedad le podía quitar el crédito, pero todo es así comolo he dicho. En estas galeras pasaba esta señora que viene con-migo y con estas sus dos nietas a Italia, donde su hijo, en Sicil-ia, tiene el patrimonio real a su cargo. Vistiéronme estos quetraigo, que son sus vestidos, y mi marido y mi hermano, ale-gres y contentos, nos han sacado hoy a tierra para espaciarnos,y para que los muchos amigos que tienen en esta ciudad se ale-gren con ellos. Si vosotros, señores, vais a Roma, yo haré quemi hermano os ponga en el más cercano puerto de ella. La cajade conserva os la pagaré con llevaros en la mía hasta adondemejor os esté; y, cuando yo no pasara a Italia, en fee de mi rue-go os llevará mi hermano.» Ésta es, amigos míos, mi historia: sise os hiciere dura de creer, no me maravillaría, puesto que laverdad bien puede enfermar, pero no morir del todo. Y, puesque comúnmente se dice que el creer es cortesía, en la vues-tra, que debe de ser mucha, deposito mi crédito.

Aquí dio fin la hermosa Agustina a su razonamiento, y aquícomenzó la admiración de los oyentes a subirse de punto; aquícomenzaron a desmenuzarse las circunstancias del caso, y tam-bién los abrazos de Constanza y Auristela que a la bella Ambro-sia dieron, la cual, por ser así voluntad de su marido, hubo devolverse a su tierra, porque, por hermosa que sea, es embara-zosa la compañía de la mujer en la guerra.

Aquella noche se alteró el mar de modo que fue forzoso alar-garse las galeras de la playa, que en aquella parte es de conti-no mal segura. Los corteses catalanes, gente enojada, terribley pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la hon-ra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, quees como adelantarse a todas las naciones del mundo, visitarony regalaron todo lo posible a la señora Ambrosia Agustina, aquien dieron las gracias, después que volvieron, su hermano ysu esposo.

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Auristela, escarmentada con tantas esperiencias como habíahecho de las borrascas del mar, no quiso embarcarse en las ga-leras, sino irse por Francia, pues estaba pacífica.

Ambrosia se volvió a Aragón. Las galeras siguieron su viaje, ylos peregrinos el suyo, entrándose por Perpiñán en Francia.

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Capítulo 13Por la parte de Perpiñán quiso tocar la primera de Francianuestra escuadra, a quien dio que hablar el suceso de Ambros-ia muchos días, en la cual fueron disculpa sus pocos años desus muchos yerros, y juntamente halló en el amor que a su es-poso tenía perdón de su atrevimiento. En fin, ella se volvió, co-mo queda dicho, a su patria. Las galeras siguieron su viaje, y elsuyo nuestros peregrinos, los cuales, llegando a Perpiñán, pa-raron en un mesón, a cuya gran puerta estaba puesta una mesay alrededor de ella mucha gente, mirando jugar a dos hombresa los dados, sin que otro alguno jugase.

Parecióles a los peregrinos ser novedad que mirasen tantos yjugasen tan pocos. Preguntó Periandro la causa, y fuele res-pondido que, de los que jugaban, el perdidoso perdía la liber-tad, y se hacía prenda del rey para bogar el remo seis meses; yel que ganaba, ganaba veinte ducados que los ministros del reyhabían dado al perdidoso para que probase en el juego suventura.

Uno de los dos que jugaba la probó, y no le supo bien, porquela perdió, y al momento le pusieron en una cadena; y al que laganó, le quitaron otra que para seguridad de que no huiría, siperdía, le tenían puesta: ¡miserable juego y miserable suerte,donde no son iguales la pérdida y la ganancia!

Estando en esto, vieron llegar al mesón gran golpe de gente,entre la cual venía un hombre, en cuerpo, de gentil parecer, ro-deado de cinco o seis criaturas, de edad de cuatro a siete años;venía junto a él una mujer amargamente llorando, con un lien-zo de dineros en la mano, la cual, con lastimada voz, veníadiciendo:

-Tomad, señores, vuestros dineros, y volvedme a mi marido,pues no el vicio, sino la necesidad, le hizo tomar este dinero. Élno se ha jugado, sino vendido, porque quiere a costa de su

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trabajo sustentarme a mí y a sus hijos: ¡amargo sustento yamarga comida para mí y para ellos!

-Callad, señora -dijo el hombre-, y gastad ese dinero, que yole desquitaré con la fuerza de mis brazos, que todavía se ama-ñarán antes a domeñar un remo que un azadón; no quise po-nerme en aventura de perderlos, jugándolos, por no perder,juntamente con mi libertad, vuestro sustento.

Casi no dejaba oír el llanto de los muchachos esta doloridaplática que entre marido y mujer pasaba. Los ministros que letraían les dijeron que enjugasen las lágrimas, que si llorarancuantas cabían en el mar, no serían bastantes a darle la liber-tad que había perdido.

Prevalecían en su llanto los muchachos, diciendo a su padre:-Señor, no nos deje, porque nos moriremos todos si se va.El nuevo y estraño caso enterneció las entrañas de nuestros

peregrinos, especialmente las de la tesorera Constanza, y to-dos se movieron a rogar a los ministros de aquel cargo fuesencontentos de tomar su dinero, haciendo cuenta que aquel hom-bre no había sido en el mundo, y que les conmoviese a no dejarviuda a una mujer, ni huérfanos a tantos niños. En fin, tanto su-pieron decir, y tanto quisieron rogar, que el dinero volvió a po-der de sus dueños, y la mujer cobró su marido y los niños a supadre.

La hermosa Constanza, rica después de condesa, más cristia-na que bárbara, con parecer de su hermano Antonio, dio a lospobres perdidos, con que se cobraron, cincuenta escudos deoro; y así, se volvieron tan contentos como libres, agradeciendoal cielo y a los peregrinos la tan no vista como no esperadalimosna.

Otro día pisaron la tierra de Francia, y, pasando por Lengua-doc, entraron en la Provenza, donde en otro mesón hallarontres damas francesas de tan estremada hermosura que, a noser Auristela en el mundo, pudieran aspirar a la palma de labelleza. Parecían señoras de grande estado, según el aparatocon que se servían; las cuales, viendo los peregrinos, así les ad-miró la gallardía de Periandro y de Antonio como la sin igualbelleza de Auristela y de Costanza. Llegáronlas a sí, y hablá-ronlas con alegre rostro y cortés comedimiento; preguntáron-las quién eran, en lengua castellana, porque conocieron ser

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españolas las peregrinas, y en Francia ni varón ni mujer dejade aprender la lengua castellana.

En tanto que las señoras esperaban la respuesta de Auriste-la, a quien se encaminaban sus preguntas, se desvió Periandroa hablar con un criado, que le pareció ser de las ilustres fran-cesas; preguntóle quién eran y adónde iban, y él le respondió,diciendo:

-El duque de Nemurs, que es uno de los que llaman de la san-gre en este reino, es un caballero bizarro y muy discreto, peromuy amigo de su gusto. Es recién heredado, y ha prosupuestode no casarse por ajena voluntad, sino por la suya, aunque sele ofrezca aumento de estado y de hacienda, y aunque vayacontra el mandamiento de su rey; porque dice que los reyesbien pueden dar la mujer a quien quisieren de sus vasallos, pe-ro no el gusto de recebilla. Con esta fantasía, locura o discre-ción, o como mejor debe llamarse, ha enviado a algunos cria-dos suyos a diversas partes de Francia a buscar alguna mujerque, después de ser principal, sea hermosa, para casarse conella, sin que reparen en hacienda, porque él se contenta conque la dote sea su calidad y su hermosura. Supo la de estastres señoras, y envióme a mí, que le sirvo, para que las viese ylas hiciese retratar de un famoso pintor que envió conmigo. To-das tres son libres, y todas de poca edad, como habéis visto; lamayor, que se llama Deleasir, es discreta en estremo, pero po-bre; la mediana, que Belarminia se llama, es bizarra y de grandonaire, y rica medianamente; la más pequeña, cuyo nombrees Feliz Flora, hace gran ventaja a las dos en ser rica. Ellastambién han sabido el deseo del duque, y querrían, según a míse me ha traslucido, ser cada una la venturosa de alcanzarlepor esposo; y, con ocasión de ir a Roma a ganar el jubileo deeste año, que es como el centésimo que se usaba, han salido desu tierra y quieren pasar por París y verse con el duque, fiadasen el quizá que trae consigo la buena esperanza. Pero después,señores peregrinos, que aquí entrastes, he determinado de lle-var un presente a mi amo que borre del pensamiento todas ycualesquier esperanzas que estas señoras en el suyo hubierenfabricado; porque le pienso llevar el retrato de esta vuestra pe-regrina, única y general señora de la humana belleza; y si ellafuese tan principal como es hermosa, los criados de mi amo notendrían más que hacer, ni el duque más que desear. Decidme,

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por vida vuestra, señor, si es casada esta peregrina, cómo sellama y qué padres la engendraron.

A lo que, temblando, respondió Periandro:-Su nombre es Auristela, su viaje a Roma, sus padres nunca

ella los ha dicho; y de que sea libre os aseguro, porque lo sé sinduda alguna; pero hay otra cosa en ello: que es tan libre y tanseñora de su voluntad que no la rendirá a ningún príncipe de latierra, porque dice que la tiene rendida al que lo es del cielo. Y,para enteraros en que sepáis ser verdad todo lo que os he di-cho, sabed que yo soy su hermano y el que sabe lo escondidode sus pensamientos; así que no os servirá de nada el retrata-lla, sino de alborotar el ánimo de vuestro señor, si acaso quisie-se atropellar por el inconveniente de la bajeza de mis padres.

-Con todo eso -respondió el otro-, tengo de llevar su retrato,siquiera por curiosidad y porque se dilate por Francia este nue-vo milagro de hermosura.

Con esto se despidieron, y Periandro quiso partirse luego deaquel lugar, por no dársele al pintor para retratar a Auristela.Bartolomé volvió luego a aderezar el bagaje y a no estar biencon Periandro, por la priesa que daba a la partida.

El criado del duque, viendo que Periandro quería partirseluego, se llegó a él y le dijo:

-Bien quisiera, señor, rogaros que os detuviérades un pocoen este lugar, siquiera hasta la noche, porque mi pintor con co-modidad y de espacio pudiera sacar el retrato del rostro devuestra hermana; pero bien os podéis ir a la paz de Dios, porq-ue el pintor me ha dicho que, de sola una vez que la ha visto, latiene tan aprehendida en la imaginación que la pintará a sussolas tan bien como si siempre la estuviera mirando.

Maldijo Periandro entre sí la rara habilidad del pintor; perono dejó por esto de partirse, despidiéndose luego de las tresgallardas francesas, que abrazaron a Auristela y a Constanzaestrechamente y les ofrecieron de llevarlas hasta Roma en sucompañía, si dello gustaban.

Auristela se lo agradeció con las más corteses palabras quesupo, diciéndoles que su voluntad obedecía a la de su hermanoPeriandro, y que así, no podían detenerse ella ni Constanza,pues Antonio, hermano de Constanza, y el suyo se iban.

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Y, con esto, se partieron, y de allí a seis días llegaron a un lu-gar de la Provenza, donde les sucedió lo que se dirá en el sigu-iente capítulo.

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Capítulo 14La historia, la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se pare-cen tanto que, cuando escribes historia, pintas, y cuando pin-tas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, nila pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía con-versa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pin-tura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez serealza cantando cosas humildes.

Esta verdad nos la muestra bien Bartolomé, bagajero del esc-uadrón peregrino: el tal, tal vez habla y es escuchado en nues-tra historia. Éste, revolviendo en su imaginación el cuento delque vendió su libertad por sustentar a sus hijos, una vez dijo,hablando con Periandro:

-Grande debe de ser, señor, la fuerza que obliga a los padresa sustentar a sus hijos; si no, dígalo aquel hombre que no quisojugarse por no perderse, sino empeñarse por sustentar a su po-bre familia. La libertad, según yo he oído decir, no debe de servendida por ningún dinero, y éste la vendió por tan poco, quelo llevaba la mujer en la mano. Acuérdome también de haberoído decir a mis mayores que, llevando a ahorcar a un hombreanciano, y ayudándole los sacerdotes a bien morir, les dijo:

-Vuesas mercedes se sosieguen, y déjenme morir de espacio,que, aunque es terrible este paso en que me veo, muchas vecesme he visto en otros más terribles.

Preguntáronle cuáles eran.Respondióles que el amanecer Dios, y el rodealle seis hijos

pequeños pidiéndole pan y no teniéndolo para dárselo; ``lacual necesidad me puso la ganzúa en la mano y fieltros en lospies, con que facilité mis hurtos, no viciosos, sino necesitados''.Estas razones llegaron a los oídos del señor que le había sen-tenciado al suplicio, que fueron parte para volver la justicia enmisericordia y la culpa en gracia.

A lo que respondió Periandro:

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-El hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo, porquemi hijo es otro yo, en el cual se dilata y se continúa el ser delpadre; y, así como es cosa natural y forzosa el hacer cada unopor sí mismo, así lo es el hacer por sus hijos. Lo que no es tannatural ni tan forzoso hacer los hijos por los padres, porque elamor que el padre tiene a su hijo deciende, y el decender es ca-minar sin trabajo; y el amor del hijo con el padre aciende y su-be, que es caminar cuesta arriba, de donde ha nacido aquel re-frán: "un padre para cien hijos, antes que cien hijos para unpadre".

Con estas pláticas y otras entretenían el camino por Francia,la cual es tan poblada, tan llana y apacible, que a cada paso sehallan casas de placer, adonde los señores de ellas están casitodo el año, sin que se les dé algo por estar en las villas ni enlas ciudades.

A una de éstas llegaron nuestros viandantes, que estaba unpoco desviada del camino real. Era la hora de mediodía, heríanlos rayos del sol derechamente a la tierra, entraba el calor, y lasombra de una gran torre de la casa les convidó que allí espe-rasen a pasar la siesta, que con calor riguroso amenazaba.

El solícito Bartolomé desembarazó el bagaje, y, tendiendo untapete en el suelo, se sentaron todos a la redonda, y de losmanjares, de quien tenía cuidado de hacer Bartolomé su rep-uesto, satisfacieron la hambre, que ya comenzaba a fatigarles.Pero, apenas habían alzado las manos para llevarlo a la boca,cuando, alzando Bartolomé los ojos, dijo a grandes voces:

-Apartaos, señores, que no sé quién baja volando del cielo, yno será bien que os coja debajo.

Alzaron todos la vista, y vieron bajar por el aire una figura,que, antes que distinguiesen lo que era, ya estaba en el suelojunto casi a los pies de Periandro. La cual figura era de unamujer hermosísima, que, habiendo sido arrojada desde lo altode la torre, sirviéndole de campana y de alas sus mismos vesti-dos, la puso de pies y en el suelo sin daño alguno: cosa posiblesin ser milagro. Dejóla el suceso atónita y espantada, como loquedaron los que volar la habían visto. Oyeron en la torre gri-tos, que los daba otra mujer que, abrazada con un hombre, queparecía que pugnaban por derribarse el uno al otro.

-¡Socorro, socorro! -decía la mujer-. ¡Socorro, señores, queeste loco quiere despeñarme de aquí abajo!

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La mujer voladora, vuelta algún tanto en sí, dijo:-Si hay alguno que se atreva a subir por aquella puerta -seña-

lándoles una que al pie de la torre estaba-, librará de peligromortal a mis hijos y a otras gentes flacas que allí arriba están.

Periandro, impelido de la generosidad de su ánimo, se entrópor la puerta, y a poco rato le vieron en la cumbre de la torreabrazado con el hombre, que mostraba ser loco, del cual, qui-tándole un cuchillo de las manos, procuraba defenderse; perola suerte, que quería concluir con la tragedia de su vida, orde-nó que entrambos a dos viniesen al suelo, cayendo al pie de latorre: el loco, pasado el pecho con el cuchillo que Periandro enla mano traía, y Periandro, vertiendo por los ojos, narices y bo-ca cantidad de sangre; que, como no tuvo vestidos anchos quele sustentasen, hizo el golpe su efeto y dejóle casi sin vida.

Auristela, que ansí le vio, creyendo indubitablemente que es-taba muerto, se arrojó sobre él, y, sin respeto alguno, puesta laboca con la suya, esperaba a recoger en sí alguna reliquia, sidel alma le hubiese quedado; pero, aunque le hubiera quedado,no pudiera recebilla, porque los traspillados dientes le negaronla entrada. Constanza, dando lugar a la pasión, no le pudo dara mover el paso para ir a socorrerla, y quedóse en el mismo sit-io donde la halló el golpe, pegada los pies al suelo, como si fue-ran de raíces, o como si ella fuera estatua de duro mármol for-mada. Antonio, su hermano, acudió a apartar los semivivos y adividir los que ya pensaba ser cadáveres. Sólo Bartolomé fue elque mostró con los ojos el grave dolor que en el alma sentía,llorando amargamente.

Estando todos en la amarga aflicción que he dicho, sin quehasta entonces ninguna lengua hubiese publicado su sentim-iento, vieron que hacia ellos venía un gran tropel de gente, lacual, desde el camino real, había visto el vuelo de los caídos, yvenían a ver el suceso. Y era el tropel que venía las hermosasdamas francesas, Deleasir, Belarminia y Feliz Flora. Luego co-mo llegaron, conocieron a Auristela y a Periandro, como a aq-uellos que por su singular belleza quedaban impresos en laimaginación del que una vez los miraba. Apenas la compasiónles había hecho apear para socorrer, si fuese posible, la des-ventura que miraban, cuando fueron asaltados de seis o ochohombres armados, que por las espaldas les acometieron.

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Este asalto puso en las manos de Antonio su arco y sus fle-chas, que siempre las tenía a punto, o ya para ofender o ya pa-ra defenderse. Uno de los armados, con descortés movimiento,asió a Feliz Flora del brazo y la puso en el arzón delantero desu silla, y dijo, volviéndose a los demás compañeros:

-Esto es hecho. Ésta me basta. Demos la vuelta.Antonio, que nunca se pagó de descortesías, pospuesto todo

temor, puso una flecha en el arco, tendió cuanto pudo el brazoizquierdo, y con la derecha estiró la cuerda hasta que llegó aldiestro oído, de modo que las dos puntas y estremos del arcocasi se juntaron; y, tomando por blanco el robador de Feliz Flo-ra, disparó tan derechamente la flecha que, sin tocar a FelizFlora, sino en una parte del velo con que se cubría la cabeza,pasó al salteador el pecho de parte a parte. Acudió a su ven-ganza uno de sus compañeros, y, sin dar lugar a que otra vezAntonio el arco armase, le dio una herida en la cabeza, tal, quedio con él en el suelo más muerto que vivo. Visto lo cual deConstanza, dejó de ser estatua y corrió a socorrer a su herma-no: que el parentesco calienta la sangre que suele helarse en lamayor amistad, y lo uno y lo otro son indicios y señales de de-masiado amor.

Ya en esto habían salido de la casa gente armada, y los cria-dos de las tres damas, apercebidos de piedras (digo los que notenían armas), se pusieron en defensa de su señora. Los saltea-dores, que vieron muerto a su capitán, y que según los defen-sores acudían podían ganar poco en aquella empresa, especial-mente considerando ser locura aventurar las vidas por quienya no podía premiarlas, volvieron las espaldas y dejaron elcampo solo.

Hasta aquí, de esta batalla pocos golpes de espada hemos oí-do, pocos instrumentos bélicos han sonado; el sentimiento quepor los muertos suelen hacer los vivos no ha salido a romperlos aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadassus quejas; sólo algunos ayes entre roncos gemidos andan env-ueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristelay Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poderaprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimadoscorazones. Pero, en fin, el cielo, que tenía determinado de nodejarlas morir tan apriesa y tan sin quejarse, les despegó las

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lenguas, que al paladar pegadas tenían, y la de Auristela pro-rrumpió en razones semejantes:

-No sé yo, desdichada, cómo busco aliento en un muerto, ocómo, ya que le tuviese, puedo sentirle, si estoy tan sin él queni sé si hablo ni si respiro. ¡Ay, hermano, y qué caída ha sidoésta, que así ha derribado mis esperanzas, como que la grande-za de vuestro linaje no se hubiera opuesto a vuestra desventu-ra! Mas, ¿cómo podía ella ser grande, si vos no lo fuérades? Enlos montes más levantados caen los rayos, y, adonde hallanmás resistencia, hacen más daño. Monte érades vos, pero mon-te humilde, que con las sombras de vuestra industria y de vues-tra discreción os encubríades a los ojos de las gentes. Venturaíbades a buscar en la mía, pero la muerte ha atajado el paso,encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá lareina, vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra nopensada muerte! ¡Ay de mí, otra vez sola y en tierra ajena, bienasí como verde yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo!

Estas palabras de reina, de montes y grandezas, tenían aten-tos los oídos de los circunstantes que les escuchaban, y aumen-tóles la admiración las que también decía Constanza, que ensus faldas tenía a su malherido hermano, apretándole la heriday tomándole la sangre la compasiva Feliz Flora, que, con unlienzo suyo, blandamente se la esprimía, obligada de haberla elherido librado de su deshonra.

-¡Ay, digo -decía-, amparo mío!, ¿de qué ha servido habermelevantado la fortuna a título de señora, si me había de derribaral de desdichada? Volved, hermano, en vos, si queréis que yovuelva en mí, o si no, haced, ¡oh piadosos cielos!, que una mis-ma suerte nos cierre los ojos, y una misma sepultura nos cubralos cuerpos: que el bien que sin pensar me había venido, no po-día traer otro descuento que la presteza de acabarse.

Con esto se quedó desmayada, y Auristela ni más ni menos,de modo que tan muertas parecían ellas y aun más que losheridos.

La dama que cayó de la torre, causa principal de la caída dePeriandro, mandó a sus criados, que ya habían venido muchosde la casa, que le llevasen al lecho del conde Domicio, su se-ñor; mandó también llevar a Domicio, su marido, para dar or-den en sepultalle. Bartolomé tomó en brazos a su señor Anton-io; a Constanza se las dio Feliz Flora; y a Auristela, Belarminia

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y Deleasir. Y, en escuadrón doloroso y con amargos pasos, seencaminaron a la casi real casa.

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Capítulo 15Poco aprovechaban las discretas razones que las tres damasfrancesas daban a las dos lastimadas Constanza y Auristela,porque en las recientes desventuras no hallan lugar consolator-ias persuasiones: el dolor y el desastre que de repente sucede,no de improviso admite consolación alguna, por discreta quesea; la postema duele, mientras no se ablanda, y el ablandarserequiere tiempo, hasta que llegue el de abrirse. Y así, mientrasse llora, mientras se gime, mientras se tiene delante quienmueva al sentimiento a quejas y a suspiros, no es discrecióndemasiada acudir al remedio con agudas medicinas. Llore,pues, algún tanto más Auristela, gima algún espacio más Cons-tanza, y cierren entrambas los oídos a toda consolación, en tan-to que la hermosa Claricia nos cuenta la causa de la locura deDomicio, su esposo, que fue, según ella dijo a las damas france-sas, que, antes que Domicio con ella se desposase, andaba ena-morado de una parienta suya, la cual tuvo casi indubitables es-peranzas de casarse con él.

-«Salióle en blanco la suerte, para que ella -dijo Claricia- latuviese siempre negra. Porque, disimulando Lorena -que así sellamaba la parienta de Domicio- el enojo que había recebidodel casamiento de mi esposo, dio en regalarle con muchos y di-versos presentes, puesto que más bizarros y de buen parecerque costosos, entre los cuales le envío una vez, bien así comoenvió la falsa Deyanira la camisa a Hércules, digo que le envióunas camisas, ricas por el lienzo, y por la labor vistosas. Ape-nas se puso una, cuando perdió los sentidos, y estuvo dos díascomo muerto, puesto que luego se la quitaron, imaginando queuna esclava de Lorena, que estaba en opinión de maga, la ha-bría hechizado. Volvió a la vida mi esposo, pero con sentidostan turbados y tan trocados que ninguna acción hacía que nofuese de loco; y no de loco manso, sino de cruel, furioso y desa-tinado: tanto, que era necesario tenerle en cadenas.»

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Y que aquel día, estando ella en aquella torre, se había solta-do el loco de las prisiones, y, viniendo a la torre, la había echa-do por las ventanas abajo, a quien el cielo socorrió con la an-chura de sus vestidos, o, por mejor decir, con la acostumbradamisericordia de Dios, que mira por los inocentes. Dijo cómo aq-uel peregrino había subido a la torre a librar a una doncella aquien el loco quería derribar al suelo, tras la cual también des-peñara a otros dos pequeños hijos que en la torre estaban. Pe-ro el suceso fue tan contrario que el conde y el peregrino se es-trellaron en la dura tierra: el conde, herido de una mortal heri-da, y el peregrino, con un cuchillo en la mano, que al parecerse le había quitado a Domicio, cuya herida era tal, que no fueramenester servir de añadidura para quitarle la vida, pues basta-ba la caída.

En esto, Periandro estaba sin sentido en el lecho, adondeacudieron maestros a curarle y a concertarle los deslocadoshuesos. Diéronle bebidas apropiadas al caso, halláronle pulsosy algún tanto de conocimiento de las personas que alrededorde sí tenía; especialmente de Auristela, a quien con voz desma-yada, que apenas podía entenderse, dijo:

-Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de que-rerte bien.

Y no habló ni pudo hablar más palabra por entonces.Tomaron la sangre a Antonio, y, tentándole los cirujanos la

herida, pidieron albricias a su hermana de que era más grandeque mortal, y de que presto tendría salud con ayuda del cielo.Dióselas Feliz Flora, adelantándose a Constanza, que se las ibaa dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entram-bas, por no ser nada escrupulosos.

Un mes o poco más estuvieron los enfermos curándose, sinquerer dejarlos las señoras francesas: tanta fue la amistad quetrabaron y el gusto que sintieron de la discreta conversaciónde Auristela y de Constanza, y de los dos sus hermanos. Espec-ialmente Feliz Flora, que no acertaba a quitarse de la cabecerade Antonio, amándole con un tan comedido amor que no se es-tendía a más que a ser benevolencia, y a ser como agradecim-iento del bien que dél había recebido, cuando su saeta la libróde las manos de Rubertino; que, según Feliz Flora contaba, eraun caballero, señor de un castillo que cerca de otro suyo ellatenía, el cual Rubertino, llevado, no de perfecto, sino de vicioso

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amor, había dado en seguirla y perseguirla, y en rogarla le die-se la mano de esposa; pero que ella por mil esperiencias, y porla fama, que pocas veces miente, había conocido ser Rubertinode áspera y cruel condición, y de mudable y antojadiza volun-tad, y no había querido condecender con su demanda. Y queimaginaba que, acosado de sus desdenes, habría salido al cami-no a roballa y a hacer de ella por fuerza lo que la voluntad nohabía podido. Pero que la flecha de Antonio había cortado to-dos sus crueles y mal fabricados disinios, y esto le movía amostrarse agradecida.

Todo esto que Feliz Flora dijo pasó así, sin faltar punto; y,cuando se llegó el de la sanidad de los enfermos, y sus fuerzascomenzaron a dar muestras della, volvieron a renovarse susdeseos, a lo menos los de volver a su camino, y así lo pusieronpor obra, acomodándose de todas las cosas necesarias, sin que,como está dicho, quisiesen las señoras francesas dejar a los pe-regrinos, a quien ya trataban con admiración y con respeto,porque las razones del llanto de Auristela les habían hechoconcebir en sus ánimos que debían de ser grandes señores:que tal vez la majestad suele cubrirse de buriel y la grandezavestirse de humildad. En efeto, con perplejos pensamientos losmiraban: el pobre acompañamiento suyo les hacía tener en es-tima de condición mediana; el brío de sus personas y la bellezade sus rostros levantaba su calidad al cielo; y así, entre el sí yel no, andaba dudosa.

Ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo,porque la caída de Periandro no consentía que se fiase de suspies. Feliz Flora, agradecida al golpe de Antonio el bárbaro, nosabía quitarle de su lado, y, tratando del atrevimiento de Ru-bertino, a quien dejaban muerto y enterrado, y de la estrañahistoria del conde Domicio, a quien las joyas de su prima, jun-tamente con quitarle el juicio, le habían quitado la vida, y delvuelo milagroso de su mujer, más para ser admirado que creí-do, llegaron a un río que se vadeaba con algún trabajo.

Periandro fue de parecer que se buscase la puente, pero to-dos los demás no vinieron en él; y, bien así como cuando al re-presado rebaño de mansas ovejas, puestas en lugar estrecho,hace camino la una, a quien las demás al momento siguen, Be-larminia se arrojó al agua, a quien todos siguieron, sin quitarse

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del lado de Auristela Periandro, ni del de Feliz Flora Antonio,llevando también junto a sí a su hermana Constanza.

Ordenó, pues, la suerte que no fuese buena la de Feliz Flora,porque la corriente del agua le desvaneció la cabeza, de modoque, sin poder tenerse, dio consigo en mitad de la corriente,tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Anton-io, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso enla seca arena de la contraria ribera. Ella, viendo el presto be-neficio, le dijo:

-Muy cortés eres, español.A quien Antonio respondió:-Si mis cortesías no nacieran de tus peligros, estimáralas en

algo; pero, como nacen de ellos, antes me descontentan quealegran.

Pasó, en fin, el, como he dicho otras veces, hermoso escua-drón, y llegaron al anochecer a una casería, que junto con serloera mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad.

Y lo que en él les sucedió nuevo estilo y nuevo capítulo pide.

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Capítulo 16Cosas y casos suceden en el mundo, que si la imaginación, an-tes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara atrazarlos; y así, muchos, por la raridad con que acontecen, pa-san plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos co-mo lo son; y así, es menester que les ayuden juramentos, o a lomenos el buen crédito de quien los cuenta, aunque yo digo quemejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguosversos castellanos que dicen:

Las cosas de admiraciónno las digas ni las cuentes,que no saben todas gentescómo son.

La primera persona con quien encontró Constanza fue conuna moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos años, vestidaa la española, limpia y aseadamente, la cual, llegándose aConstanza, le dijo en lengua castellana:

-¡Bendito sea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a lo me-nos de mi nación: España! ¡Bendito sea Dios, digo otra vez, queoiré decir vuesa merced, y no señoría, hasta los mozos decocina!

-Desa manera -respondió Constanza-, ¿vos, señora, españoladebéis de ser?

-¡Y cómo si lo soy! -respondió ella-; y aun de la mejor tierrade Castilla.

-¿De cuál? -replicó Constanza.-De Talavera de la Reina -respondió ella.Apenas hubo dicho esto, cuando a Constanza le vinieron ba-

rruntos que debía de ser la esposa de Ortel Banedre, el polaco,

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que por adúltera quedaba presa en Madrid, cuyo marido, pers-uadido de Periandro, la había dejado presa y ídose a su tierra,y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas,que, puestas en efeto, le sucedieron casi como las habíapensado.

Tomóla por la mano, y fuese donde estaba Auristela, y, apar-tándola aparte con Periandro, les dijo:

-Señores, vosotros estáis dudosos de que si la ciencia que yotengo de adevinar es falsa o verdadera, la cual ciencia no seacredita con decir las cosas que están por venir, porque sóloDios las sabe, y si algún humano las acierta, es acaso, o por al-gunas premisas a quien la esperiencia de otras semejantes tie-ne acreditadas. Si yo os dijese cosas pasadas que no hubiesenllegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Que-réislo ver? Esta buena hija que tenemos delante es de Talaverade la Reina, que se casó con un estranjero polaco, que se lla-maba, si mal no me acuerdo, Ortel Banedre, a quien ella ofen-dió con alguna desenvoltura con un mozo de mesón que vivíafrontero de su casa, la cual, llevada de sus ligeros pensamien-tos y en los brazos de sus pocos años, se salió de casa de suspadres con el referido mozo, y fue presa en Madrid con el adúl-tero, donde debe de haber pasado muchos trabajos, así en laprisión como en el haber llegado hasta aquí; que quiero queella nos los cuente, porque, aunque yo los adivine, ella nos loscontará con más puntualidad y con más gracia.

-¡Ay, cielos santos! -dijo la moza-. ¿Y quién es esta señoraque me ha leído mis pensamientos? ¿Quién es esta adivina queansí sabe la desvergonzada historia de mi vida? Yo, señora, soyesa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro dediez años, porque no tuve parte que me siguiese, y soy la queaquí estoy en poder de un soldado español que va a Italia, com-iendo el pan con dolor, y pasando la vida, que por momentosme hace desear la muerte. Mi amigo, el primero, murió en lacárcel. Éste, que no sé en qué número ponga, me socorrió enella, de donde me sacó, y, como he dicho, me lleva por esosmundos con gusto suyo y con pesar mío: que no soy tan tontaque no conozca el peligro en que traigo el alma en este vaga-mundo estado. Por quien Dios es, señores, pues sois españoles,pues sois cristianos, y, pues sois principales, según lo da a

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entender vuestra presencia, que me saquéis del poder desteespañol, que será como sacarme de las garras de los leones.

Admirados quedaron Periandro y Auristela de la discreciónsagaz de Constanza; y, concediendo con ella, la reforzaron yacreditaron, y aun se movieron a favorecer con todas sus fuer-zas a la perdida moza, la cual dijo que el español soldado noiba siempre con ella, sino una jornada adelante o atrás, pordeslumbrar a la justicia.

-Todo eso está muy bien -dijo Periandro-, y aquí daremos tra-za en vuestro remedio; que la que ha sabido adivinar vuestravida pasada, también sabrá acomodaros en la venidera. Sedvos buena, que sin el cimiento de la bondad no se puede cargarninguna cosa que lo parezca; no os desviéis por agora de noso-tros, que vuestra edad y vuestro rostro son los mayores contra-rios que podéis tener en las tierras estrañas.

Lloró la moza, enternecióse Constanza, y Auristela mostró losmismos sentimientos, con que obligó a Periandro a que el re-medio de la moza buscase.

En esto estaban, cuando llegó Bartolomé y dijo:-Señores, acudid a ver la más estraña visión que habréis visto

en vuestra vida.Dijo esto tan asustado y tan como espantado que, pensando

ir a ver alguna maravilla estraña, le siguieron, y, en un aparta-miento algo desviado de aquel donde estaban alojados los pere-grinos y damas, vieron, por entre unas esteras, un aposento to-do cubierto de luto, cuya lóbrega escuridad no les dejó ver par-ticularmente lo que en él había. Y, estándole así mirando, llegóun hombre anciano, todo asimismo cubierto de luto, el cual lesdijo:

-Señores, de aquí a dos horas, que habrá entrado una de lanoche, si gustáis de ver a la señora Ruperta sin que ella os vea,yo haré que la veáis, cuya vista os dará ocasión de que os admi-réis, así de su condición como de su hermosura.

-Señor -respondió Periandro-, este nuestro criado que aquíestá nos convidó a que viniésemos a ver una maravilla, y hastaahora no hemos visto otra que la de este aposento cubierto deluto, que no es maravilla ninguna.

-Si volvéis a la hora que digo -respondió el enlutado-, ten-dréis de qué maravillaros, porque habréis de saber que en esteaposento se aloja la señora Ru

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perta, mujer que fue, apenas hace un año, del conde Lamber-to de Escocia, cuyo matrimonio a él le costó la vida y a ella ver-se en términos de perderla cada paso, a causa que ClaudinoRubicón, caballero de los principales de Escocia, a quien las ri-quezas y el linaje hicieron soberbio, y la condición algo enamo-rado, quiso bien a mi señora, siendo doncella, de la cual, si nofue aborrecido, a lo menos fue desdeñado, como lo mostró elcasarse con el conde mi señor. Esta presta resolución de mi se-ñora la bautizó Rubicón, en deshonra y menosprecio suyo, co-mo si la hermosa Ruperta no hubiera tenido padres que se lomandaran y obligaciones precisas que le obligaran a ello, juntocon ser más acertado ajustarse las edades entre los que se ca-san: que, si puede ser, siempre los años del esposo con el nú-mero de diez han de llevar ventaja a los de la mujer, o con al-gunos más, porque la vejez los alcance en un mismo tiempo.Era Rubicón varón viudo y que tenía hijo de casi veinte y unaños, gentilhombre en estremo, y de mejores condiciones queel padre; tanto que, si él se hubiera opuesto a la cátedra de miseñora, hoy viviera mi señor el conde y mi señora estuvieramás alegre. «Sucedió, pues, que, yendo mi señora Ruperta aholgarse con su esposo a una villa suya, acaso y sin pensar, enun despoblado, encontramos a Rubicón con muchos criados su-yos que le acompañaban. Vio a mi señora, y su vista despertóel agravio que a su parecer se le había hecho; y fue de suerteque en lugar del amor nació la ira, y de la ira el deseo de hacerpesar a mi señora; y, como las venganzas de los que bien sehan querido sobrepujan a las ofensas hechas, Rubicón, despe-chado, impaciente y atrevido, desenvainando la espada, corrióal conde mi señor, que estaba inocente deste caso, sin que tuv-iese lugar de prevenirse del daño que no temía; y, envainándo-sela en el pecho, dijo: ``Tú me pagarás lo que no me debes; y siesta es crueldad, mayor la usó tu esposa para conmigo, puesno una vez sola, sino cien mil, me quitan la vida sus desdenes''.

»A todo esto me hallé yo presente; oí las palabras, y vi conmis ojos y tenté con las manos la herida; escuché los llantos demi señora, que penetraron los cielos; volvimos a dar sepulturaal conde, y, al enterrarle, por orden de mi señora, se le cortó lacabeza, que en pocos días, con cosas que se le aplicaron, que-dó descarnada y en solamente los huesos; mandóla mi señoraponer en una caja de plata, sobre la cual puestas sus manos,

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hizo este juramento. Pero olvídaseme por decir cómo el cruelRubicón, o ya por menosprecio, o ya por más crueldad, o quizácon la turbación descuidado, se dejó la espada envainada en elpecho de mi señor, cuya sangre aun hasta agora muestra estarcasi reciente en ella. Digo, pues, que dijo estas palabras: ``Yo,la desdichada Ruperta, a quien han dado los cielos sólo nombrede hermosa, hago juramento al cielo, puestas las manos sobreestas dolorosas reliquias, de vengar la muerte de mi esposocon mi poder y con mi industria, si bien aventurase en ello unay mil veces esta miserable vida que tengo, sin que me espantentrabajos, sin que me falten ruegos hechos a quien pueda favo-recerme; y, en tanto que no llegare a efeto este mi justo, si nocristiano, deseo, juro que mi vestido será negro, mis aposentoslóbregos, mis manteles tristes y mi compañía la misma soledad.A la mesa estarán presentes estas reliquias, que me atormen-ten el alma; esta cabeza que me diga, sin lengua, que venguesu agravio; esta espada, en cuya no enjuta sangre me pareceque veo a la que, alterando la mía, no me deje sosegar hastavengarme''.

»Esto dicho, parece que templó sus continuas lágrimas, y dioalgún vado a sus dolientes suspiros. Hase puesto en camino deRoma para pedir en Italia a sus príncipes favor y ayuda contrael matador de su esposo, que aun todavía la amenaza, quizá te-meroso; que suele ofender un mosquito más de lo que puedefavorecer un águila.» Esto, señores, veréis, como he dicho, deaquí a dos horas; y si no os dejare admirados, o yo no habré sa-bido contarlo, o vosotros tendréis el corazón de mármol.

Aquí dio fin a su plática el enlutado escudero, y los peregri-nos, sin ver a Ruperta, desde luego se comenzaron a admirardel caso.

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Capítulo 17La ira, según se dice, es una revolución de la sangre que estácerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista delobjeto que agravia, y tal vez con la memoria; tiene por últimofin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el agravia-do, sin razón o con ella, sosiega.

Esto nos lo dará a entender la hermosa Ruperta, agraviada yairada, y con tanto deseo de vengarse de su contrario que, aun-que sabía que era ya muerto, dilataba su cólera por todos susdecendientes, sin querer dejar, si pudiera, vivo ninguno dellos;que la cólera de la mujer no tiene límite.

Llegóse la hora de que la fueron a ver los peregrinos, sin queella los viese, y viéronla hermosa en todo estremo, con blanquí-simas tocas, que desde la cabeza casi le llegaban a los pies,sentada delante de una mesa, sobre la cual tenía la cabeza desu esposo en la caja de plata, la espada con que le habían qui-tado la vida y una camisa que ella se imaginaba que aún no es-taba enjuta de la sangre de su esposo. Todas estas insigniasdolorosas despertaron su ira, la cual no tenía necesidad quenadie la despertase, porque nunca dormía; levantóse en pie, y,puesta la mano derecha sobre la cabeza del marido, comenzó ahacer y a revalidar el voto y juramento que dijo el enlutado es-cudero. Llovían lágrimas de sus ojos, bastantes a bañar las reli-quias de su pasión; arrancaba suspiros del pecho, que conden-saban el aire cerca y lejos; añadía al ordinario juramento razo-nes que le agravaban, y tal vez parecía que arrojaba por losojos, no lágrimas, sino fuego, y por la boca, no suspiros, sinohumo: tan sujeta la tenía su pasión y el deseo de vengarse.¿Veisla llorar, veisla suspirar, veisla no estar en sí, veisla blan-dir la espada matadora, veisla besar la camisa ensangrentada,y que rompe las palabras con sollozos?; pues esperad no másde hasta la mañana, y veréis cosas que os den sujeto para ha-blar en ellas mil siglos, si tantos tuviésedes de vida.

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En mitad de la fuga de su dolor estaba Ruperta, y casi en losumbrales de su gusto, porque mientras se amenaza descansa elamenazador, cuando se llegó a ella uno de sus criados, como sise llegara una sombra negra, según venía cargado de luto, y enmal pronunciadas palabras le dijo:

-Señora, Croriano el galán, el hijo de tu enemigo, se acaba deapear agora con algunos criados. Mira si quieres encubrirte, osi quieres que te conozca, o lo que sería bien que hagas, puestienes lugar para pensarlo.

-Que no me conozca -respondió Ruperta-; y avisad a todosmis criados que por descuido no me nombren, ni por cuidadome descubran.

Y, esto diciendo, recogió sus prendas, y mandó cerrar el apo-sento y que ninguno entrase a hablalla.

Volviéronse los peregrinos al suyo, quedó ella sola y pensati-va, y no sé cómo se supo que había hablado a solas estas ootras semejantes razones:

-Advierte, ¡oh Ruperta!, que los piadosos cielos te han traídoa las manos, como simple víctima al sacrificio, al alma de tuenemigo; que los hijos, y más los únicos, pedazos del alma sonde los padres. ¡Ea, Ruperta! Olvídate de que eres mujer, y si noquieres olvidarte desto, mira que eres mujer, y agraviada. Lasangre de tu marido te está dando voces, y en aquella cabezasin lengua te está diciendo: ``¡Venganza, dulce esposa mía,que me mataron sin culpa!'' Sí, que no espantó la braveza deHolofernes a la humildad de Judit; verdad es que la causa suyafue muy diferente de la mía: ella castigó a un enemigo de Dios,y yo quiero castigar a un enemigo que no sé si lo es mío; a ellale puso el hierro en las manos el amor de su patria, y a mí mele pone el de mi esposo. Pero, ¿para qué hago yo tan disparata-das comparaciones? ¿Qué tengo que hacer más, sino cerrar losojos y envainar el acero en el pecho deste mozo, que tanto serámi venganza mayor cuanto fuere menor su culpa? Alcance yorenombre de vengadora, y venga lo que viniere. Los deseos quese quieren cumplir no reparan en inconvenientes, aunque seanmortales: cumpla yo el mío, y tenga la salida por mi mismamuerte.

Esto dicho, dio traza y orden en cómo aquella noche se ence-rrase en la estancia de Croriano, donde le dio fácil entrada uncriado suyo, traidor por dádivas, aunque él no pensó sino que

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hacía un gran servicio a su amo, llevándole al lecho una tanhermosa mujer como Ruperta; la cual, puesta en parte dondeno pudo ser vista ni sentida, ofreciendo su suerte al disponerdel cielo, sepultada en maravilloso silencio, estuvo esperandola hora de su contento, que le tenía puesto en la de la muertede Croriano. Llevó, para ser instrumento del cruel sacrificio,un agudo cuchillo, que, por ser arma mañera y no embarazosa,le pareció ser más a propósito; llevó asimismo una lanternabien cerrada, en la cual ardía una vela de cera; recogió los es-píritus de manera que apenas osaba enviar la respiración al ai-re. ¿Qué no hace una mujer enojada?; ¿qué montes de dificulta-des no atropella en sus disignios?; ¿qué inormes crueldades nole parecen blandas y pacíficas? No más, porque lo que en estecaso se podía decir es tanto que será mejor dejarlo en su pun-to, pues no se han de hallar palabras con que encarecerlo.

Llegóse, en fin, la hora; acostóse Croriano; durmióse, con elcansancio del camino, y entregóse, sin pensamiento de sumuerte, al de su reposo. Con atentos oídos estaba escuchandoRuperta si daba alguna señal Croriano de que durmiese, y ase-guráronla que dormía, así el tiempo que había pasado desdeque se acostó hasta entonces, como algunos dilatados alientosque no los dan sino los dormidos; viendo lo cual, sin santiguar-se ni invocar ninguna deidad que la ayudase, abrió la lanterna,con que quedó claro el aposento, y miró dónde pondría lospies, para que, sin tropezar, la llevasen al lecho.

La bella matadora, dulce enojada, verdugo agradable: ejecu-ta tu ira, satisface tu enojo, borra y quita del mundo tu agravio,que delante tienes en quien puedes hacerlo; pero mira, ¡ohhermosa Ruperta!, si quieres, que no mires a ese hermoso Cu-pido que vas a descubrir, que se deshará en un punto toda lamáquina de tus pensamientos.

Llegó, en fin, y, temblándole la mano, descubrió el rostro deCroriano, que profundamente dormía, y halló en él la propie-dad del escudo de Medusa, que la convirtió en mármol: hallótanta hermosura que fue bastante a hacerle caer el cuchillo dela mano, y a que diese lugar la consideración del inorme casoque cometer quería; vio que la belleza de Croriano, como haceel sol a la niebla, ahuyentaba las sombras de la muerte quedarle quería, y en un instante no le escogió para víctima del cr-uel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto.

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-¡Ay -dijo entre sí-, generoso mancebo, y cuán mejor eres túpara ser mi esposo que para ser objeto de mi venganza! ¿Quéculpa tienes tú de la que cometió tu padre, y qué pena se ha dedar a quien no tiene culpa? Gózate, gózate, joven ilustre, y qué-dese en mi pecho mi venganza y mi crueldad encerrada, que,cuando se sepa, mejor nombre me dará el ser piadosa quevengativa.

Esto diciendo, ya turbada y arrepentida, se le cayó la lanter-na de las manos sobre el pecho de Croriano, que despertó conel ardor de la vela. Hallóse a escuras; quiso Ruperta salirse dela estancia, y no acertó, por donde dio voces Croriano, tomó suespada y saltó del lecho, y, andando por el aposento, topó conRuperta, que toda temblando le dijo:

-No me mates, ¡oh Croriano!, puesto que soy una mujer queno ha una hora que quise y pude matarte, y agora me veo entérminos de rogarte que no me quites la vida.

En esto, entraron sus criados al rumor, con luces, y vio Cror-iano y conoció a la bellísima viuda, como quien vee a la res-plandeciente luna de nubes blancas rodeada.

-¿Qué es esto, señora Ruperta? -le dijo-. ¿Son los pasos de lavenganza los que hasta aquí os han traído, o queréis que os pa-gue yo los desafueros que mi padre os hizo? Que este cuchilloque aquí veo, ¿qué otra señal es, sino de que habéis venido aser verdugo de mi vida? Mi padre es ya muerto, y los muertosno pueden dar satisfación de los agravios que dejan hechos.Los vivos sí que pueden recompensarlos; y así, yo, que repre-sento agora la persona de mi padre, quiero recompensaros laofensa que él os hizo lo mejor que pudiere y supiere. Pero de-jadme primero honestamente tocaros, que quiero ver si soisfantasma que aquí ha venido o a matarme, o a engañarme, o amejorar mi suerte.

-Empeórese la mía -respondió Ruperta- (si es que halla modoel cielo como empeorarla), si entré este día pasado en este me-són con alguna memoria tuya. Veniste tú a él; no te vi cuandoentraste; oí tu nombre, el cual despertó mi cólera y me movió ala venganza; concerté con un criado tuyo que me encerrase es-ta noche en este aposento; hícele que callase, sellándole la bo-ca con algunas dádivas; entré en él, apercebíme deste cuchilloy acrecenté el deseo de quitarte la vida; sentí que dormías, salíde donde estaba, y a la luz de una lanterna que conmigo traía

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te descubrí y vi tu rostro, que me movió a respeto y a reverenc-ia, de manera que los filos del cuchillo se embotaron, el deseode mi venganza se deshizo, cayóseme la vela de las manos, des-pertóte su fuego, diste voces, quedé yo confusa, de donde hasucedido lo que has visto. Yo no quiero más venganzas ni másmemorias de agravios: vive en paz, que yo quiero ser la prime-ra que haga mercedes por ofensas, si ya lo son el perdonarte laculpa que no tienes.

-Señora -respondió Croriano-, mi padre quiso casarse conti-go, tú no quisiste; él, despechado, mató a tu esposo: muriósellevando al otro mundo esta ofensa; yo he quedado, como partetan suya, para hacer bien por su alma; si quieres que te entreg-ue la mía, recíbeme por tu esposo, si ya, como he dicho, noeres fantasma que me engañas; que las grandes venturas quevienen de improviso siempre traen consigo alguna sospecha.

-Dame esos brazos -respondió Ruperta-, y verás, señor, cómoeste mi cuerpo no es fantástico, y que el alma que en él te en-trego es sencilla, pura y verdadera.

Testigos fueron destos abrazos, y de las manos que por espo-sos se dieron, los criados de Croriano, que habían entrado conlas luces. Triunfó aquella noche la blanda paz desta dura gue-rra, volvióse el campo de la batalla en tálamo de desposorio;nació la paz de la ira; de la muerte, la vida, y del disgusto, elcontento. Amaneció el día, y halló a los recién desposados cadauno en los brazos del otro.

Levantáronse los peregrinos con deseo de saber qué habríahecho la lastimada Ruperta con la venida del hijo de su enemi-go, de cuya historia estaban ya bien informados. Salió el rumordel nuevo desposorio, y, haciendo de los cortesanos, entraron adar los parabienes a los novios, y al entrar en el aposento vie-ron salir del de Ruperta el anciano escudero que su historia leshabía contado, cargado con la caja donde iba la calavera de suprimero esposo, y con la camisa y espada que tantas veces ha-bía renovado las lágrimas de Ruperta; y dijo que lo llevabaadonde no renovasen otra vez, en las glorias presentes, pasa-das desventuras. Murmuró de la facilidad de Ruperta, y en ge-neral, de todas las mujeres, y el menor vituperio que dellas dijofue llamarlas antojadizas.

Levantáronse los novios antes que entrasen los peregrinos,regocijáronse los criados, así de Ruperta como de Croriano, y

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volvióse aquel mesón en alcázar real, digno de tan altosdesposorios.

En fin, Periandro y Auristela, Constanza y Antonio, su herma-no, hablaron a los desposados y se dieron parte de sus vidas; alo menos, la que convenía que se diese.

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Capítulo 18En esto estaban, cuando entró por la puerta del mesón un hom-bre, cuya larga y blanca barba más de ochenta años le daba deedad; venía vestido ni como peregrino, ni como religioso, pues-to que lo uno y lo otro parecía; traía la cabeza descubierta, ra-sa y calva en el medio, y por los lados, luengas y blanquísimascanas le pendían; sustentaba el agobiado cuerpo sobre un re-torcido cayado que de báculo le servía. En efeto, todo él y to-das las partes representaban un venerable anciano digno de to-do respeto, al cual apenas hubo visto la dueña del mesón,cuando, hincándose ante él de rodillas, le dijo:

-Contaré yo este día, padre Soldino, entre los venturosos demi vida, pues he merecido verte en mi casa: que nunca vienesa ella sino para bien mío.

Y, volviéndose a los circunstantes, prosiguió diciendo:-Este montón de nieve y esta estatua de mármol blanco que

se mueve, que aquí veis, señores, es la del famoso Soldino, cu-ya fama no sólo en Francia, sino en todas partes de la tierra seestiende.

-No me alabéis, buena señora -respondió el anciano-, que talvez la buena fama se engendra de la mala mentira. No la entra-da, sino la salida, hace a los hombres venturosos. La virtud quetiene por remate el vicio, no es virtud, sino vicio. Pero, con to-do esto, quiero acreditarme con vos en la opinión que de mí te-néis. Mirad hoy por vuestra casa, porque destas bodas y destosregocijos que en ella se preparan se ha de engendrar un fuegoque casi toda la consuma.

A lo que dijo Croriano, hablando con Ruperta, su esposa:-Éste, sin duda, debe de ser mágico o adivino, pues predice lo

por venir.Entreoyó esta razón el anciano, y respondió:-No soy mago ni adivino, sino judiciario, cuya ciencia, si bien

se sabe, casi enseña a adivinar. Creedme, señores, por esta vez

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siquiera, y dejad esta estancia, y vamos a la mía, que en unacercana selva que hay aquí os dará, si no tan capaz, más segu-ro alojamiento.

Apenas hubo dicho esto, cuando entró Bartolomé, criado deAntonio, y dijo a voces:

-Señores, las cocinas se abrasan, porque, en la infinita leñaque junto a ellas estaba, se ha encendido tal fuego que muestrano poder apagarle todas las aguas del mar.

Tras esta voz acudieron las de otros criados, y comenzaron aacreditarlas los estallidos del fuego.

La verdad tan manifiesta acreditó las palabras de Soldino; y,asiendo en brazos Periandro a Auristela, sin querer ir primeroa averiguar si el fuego se podía atajar o no, dijo a Soldino:

-Señor, guíanos a tu estancia, que el peligro desta ya estámanifiesto.

Lo mismo hizo Antonio con su hermana Constanza y con FelizFlora, la dama francesa, a quien siguieron Deleasir y Belarmin-ia; y la moza arrepentida de Talavera se asió del cinto de Bar-tolomé y él del cabestro de su bagaje, y todos juntos, con losdesposados y con la huéspeda, que conocía bien las adivinan-zas de Soldino, le siguieron, aunque con tardo paso los guiaba.

La demás gente del mesón, que no habían estado presentes alas razones de Soldino, quedaron ocupados en matar el fuego;pero presto su furor les dio a entender que trabajaban en vano,ardiendo la casa todo aquel día; que, a cogerles el fuego de no-che, fuera milagro escapar alguno que contara su furia.

Llegaron, en fin, a la selva, donde hallaron una ermita nomuy grande, dentro de la cual vieron una puerta que parecíaserlo de una cueva escura.

Antes de entrar en la ermita, dijo Soldino a todos los que lehabían seguido:

-Estos árboles con su apacible sombra os servirán de doradostechos, y la yerba deste amenísimo prado, si no de muy blan-das, a lo menos de muy blancas camas. Yo llevaré conmigo a micueva a estos señores, porque les conviene, y no porque losmejore en la estancia.

Y luego llamó a Periandro, a Auristela, a Constanza, a las tresdamas francesas, a Ruperta, a Antonio y a Croriano; y, dejandootra mucha gente fuera, se encerró con éstos en la cueva, ce-rrando tras sí la puerta de la ermita y la de la cueva.

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Viéndose, pues, Bartolomé y la de Talavera no ser de los es-cogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya llevadosde su ligera condición, se concertaron los dos, viendo ser tanpara en uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza a susarrepentimientos; y así, aliviaron el bagaje de dos hábitos deperegrinos, y la moza a caballo y el galán a pie, dieron canto-nada, ella a sus compasivas señoras, y él a sus honrados due-ños, llevando en la intención de ir también a Roma, como ibantodos.

Otra vez se ha dicho que no todas las acciones verisímeles niprobables se han de contar en las historias, porque si no se lesda crédito, pierden su valor; pero al historiador no le convienemás de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca. Con estamáxima, pues, el que escribió esta historia dice que Soldino,con todo aquel escuadrón de damas y caballeros, bajó por lasgradas de la escura cueva, y a menos de ochenta gradas sedescubrió el cielo luciente y claro, y se vieron unos amenos ytendidos prados que entretenían la vista y alegraban las almas.Y, haciendo Soldino rueda de los que con él habían bajado, lesdijo:

-Señores, esto no es encantamento, y esta cueva por dondeaquí hemos venido, no sirve sino de atajo para llegar desde alláarriba a este valle que veis, que una legua de aquí tiene másfácil, más llana y más apacible entrada. Yo levanté aquella er-mita, y con mis brazos y con mi continuo trabajo cavé la cueva,y hice mío este valle, cuyas aguas y cuyos frutos con prodigali-dad me sustentan. Aquí, huyendo de la guerra, hallé la paz; lahambre que en ese mundo de allá arriba, si así se puede decir,tenía, halló aquí a la hartura; aquí, en lugar de los príncipes ymonarcas que mandan el mundo, a quien yo servía, he halladoa estos árboles mudos, que, aunque altos y pomposos, son hu-mildes; aquí no suena en mis oídos el desdén de los emperado-res, el enfado de sus ministros; aquí no veo dama que me des-deñe, ni criado que mal me sirva; aquí soy yo señor de mí mis-mo; aquí tengo mi alma en mi palma, y aquí por vía recta enca-mino mis pensamientos y mis deseos al cielo; aquí he dado final estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de lasestrellas y el movimiento del sol y de la luna; aquí he halladocausas para alegrarme y causas para entristecerme que aúnestán por venir, que serán tan ciertas, según yo pienso, que

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corren parejas con la misma verdad. Agora, agora, como pre-sente, veo quitar la cabeza a un valiente pirata un valerosomancebo de la casa de Austria nacido. ¡Oh, si le viésedes, comoyo le veo, arrastrando estandartes por el agua, bañando conmenosprecio sus medias lunas, pelando sus luengas colas decaballos, abrasando bajeles, despedazando cuerpos y quitandovidas! Pero, ¡ay de mí!, que me hace entristecer otro coronadojoven, tendido en la seca arena, de mil moras lanzas atravesa-do, el uno nieto y el otro hijo del rayo espantoso de la guerra,jamás como se debe alabado Carlos V, a quien yo serví muchosaños y sirviera hasta que la vida se me acabara, si no lo estor-bara el querer mudar la milicia mortal en la divina. Aquí estoy,donde sin libros, con sola la esperiencia que he adquirido conel tiempo de mi soledad, te digo, ¡oh Croriano! -y en saber yotu nombre sin haberte visto jamás me acredite contigo-, quegozarás de tu Ruperta largos años; y a ti, Periandro, te asegurobuen suceso de tu peregrinación; tu hermana Auristela no loserá presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad; ati, ¡oh Constanza!, subirás de condesa a duquesa, y tu hermanoAntonio, al grado que su valor merece. Estas señoras france-sas, aunque no consigan los deseos que agora tienen, consegui-rán otros que las honren y contenten. El haber pronosticado elfuego, el saber vuestros nombres sin haberos visto jamás, lasmuertes que he dicho que he visto antes que vengan, os podránmover si queréis a creerme; y más cuando halléis ser verdadque vuestro mozo Bartolomé, con el bagaje y con la moza cas-tellana, se ha ido y os ha dejado a pie: no le sigáis, porque no lealcanzaréis; la moza es más del suelo que del cielo, y quiere se-guir su inclinación a despecho y pesar de vuestros consejos.Español soy, que me obliga a ser cortés y a ser verdadero; conla cortesía os ofrezco cuanto estos prados me ofrecen, y con laverdad a la esperiencia de todo cuanto os he dicho. Si os mara-villare de ver a un español en esta ajena tierra, advertid quehay sitios y lugares en el mundo saludables más que otros, yéste en que estamos lo es para mí más que ninguno. Las alque-rías, caserías y lugares que hay por estos contornos, las habi-tan gentes católicas y santas. Cuando conviene, recibo los sa-cramentos, y busco lo que no pueden ofrecer los campos parapasar la humana vida. Ésta es la que tengo, de la cual piensosalir a la siempre duradera. Y por agora no más, sino vámonos

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arriba: daremos sustento a los cuerpos, como aquí abajo le he-mos dado a las almas.

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Capítulo 19Aderezóse la pobre más que limpia comida, aunque fue muylimpia cosa, no muy nueva para los cuatro peregrinos, que seacordaron entonces de la Isla Bárbara y de la de las Ermitas,donde quedó Rutilio, y adonde ellos comieron de los ya sazona-dos, y ya no, frutos de los árboles; también se les vino a la me-moria la profecía falsa de los isleños y las muchas de Mauricio,con las moriscas del jadraque, y, últimamente, las del españolSoldino. Parecíales que andaban rodeados de adivinanzas ymetidos hasta el alma en la judiciaria astrología, que, a no seracreditada con la esperiencia, con dificultad le dieran crédito.

Acabóse la breve comida, salió Soldino con todos los que conél estaban al camino, para despedirse dellos, y en él echaronmenos a la moza castellana y a Bartolomé el del bagaje, cuyafalta no dio poca pesadumbre a los cuatro, porque les faltaba eldinero y la repostería. Mostró congojarse Antonio, y quiso ade-lantarse a buscarle, porque bien se imaginó que la moza le lle-vaba, o él llevaba a la moza, o por mejor decir, el uno se lleva-ba al otro; pero Soldino le dijo que no tuviese pena, ni se mov-iese a buscarlos, porque otro día volvería su criado arrepentidodel hurto, y entregaría cuanto había llevado. Creyeron, y así nocuró Antonio de buscarle, y más, que Feliz Flora ofreció a An-tonio de prestarle cuanto hubiese menester para su gusto y elde sus compañeros desde allí a Roma, a cuya liberal oferta semostró Antonio agradecido lo posible, y aun se ofreció de darleprenda que cupiese en el puño, y en el valor pasase de cincuen-ta mil ducados; y esto fue pensando de darle una de las dosperlas de Auristela, que, con la cruz de diamantes guardadas,siempre consigo las traía. No se atrevió Feliz Flora a creer lacantidad del valor de la prenda; pero atrevióse a volver a hacerel ofrecimiento hecho.

Estando en esto, vieron venir por el camino y pasar por de-lante dellos hasta ocho personas a caballo, entre las cuales iba

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una mujer sentada en un rico sillón y sobre una mula, vestidade camino, toda de verde, hasta el sombrero, que con ricas yvarias plumas azotaba el aire, con un antifaz, asimismo verde,cubierto el rostro. Pasaron por delante dellos, y con bajar lascabezas, sin hablar palabra alguna, los saludaron y pasaron delargo; los del camino tampoco hablaron palabra, y al mismomodo les saludaron. Quedábase atrás uno de los de la compa-ñía, y, llegándose a ellos, pidió por cortesía un poco de agua;diéronsela y preguntáronle qué gente era la que iba allí delan-te, y qué dama la de lo verde.

A lo que el caminante respondió:-El que allí delante va es el señor Alejandro Castrucho, gen-

tilhombre capuano, y uno de los ricos varones, no sólo de Cap-ua, sino de todo el reino de Nápoles; la dama es su sobrina, laseñora Isabela Castrucho, que nació en España, donde deja en-terrado a su padre, por cuya muerte su tío la lleva a casar aCapua, y, a lo que yo creo, no muy contenta.

-Eso será -respondió el escudero enlutado de Ruperta- noporque va a casarse, sino porque el camino es largo; que yo pa-ra mí tengo, que no hay mujer que no desee enterarse con lamitad que le falta, que es la del marido.

-No sé esas filosofías -respondió el caminante-; sólo sé que vatriste, y la causa ella se la sabe. Y a Dios quedad, que es muchala ventaja que mis dueños me llevan.

Y, picando apriesa, se les fue de la vista; y ellos, despidiéndo-se de Soldino, le abrazaron y le dejaron.

Olvidábase de decir cómo Soldino había aconsejado a las da-mas francesas que siguiesen el camino derecho de Roma, sintorcerle para entrar en París, porque así les convenía. Esteconsejo fue para ellas como si se le dijera un oráculo; y así, conparecer de los peregrinos, determinaron de salir de Franciapor el Delfinado, y, atravesando el Piamonte y el estado de Mi-lán, ver a Florencia y luego a Roma.

Tanteado, pues, este camino, con propósito de alargar algúntanto más las jornadas que hasta allí, caminaron; y otro día, alromper del alba, vieron venir hacia ellos al tenido por ladrón,Bartolomé el bagajero, detrás de su bagaje, y él vestido comoperegrino.

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Todos gritaron, cuando le conocieron, y los más le pregunta-ron qué huida había sido la suya, qué traje aquel y qué vueltaaquella.

A lo que él, hincado de rodillas delante de Constanza, casillorando, respondió a todos:

-Mi huida no sé cómo fue; mi traje ya veis que es de peregri-no; mi vuelta es a restituir lo que quizá, y aun sin quizá, envuestras imaginaciones me tenía confirmado por ladrón; aquí,señora Constanza, viene el bagaje, con todo aquello que en élestaba, excepto dos vestidos de peregrinos, que el uno es ésteque yo traigo, y el otro queda haciendo romera a la ramera deTalavera, que doy yo al diablo al amor y al bellaco que me loenseñó; y es lo peor que le conozco, y determino ser soldadodebajo de su bandera, porque no siento fuerzas que se opon-gan a las que hace el gusto con los que poco saben. Échemevuesa merced su bendición, y déjeme volver, que me esperaLuisa, y advierta que vuelvo sin blanca, fiado en el donaire demi moza más que en la ligereza de mis manos, que nunca fue-ron ladronas, ni lo serán, si Dios me guarda el juicio, si viviesemil siglos.

Muchas razones le dijo Periandro para estorbarle su mal pro-pósito; muchas le dijo Auristela y muchas más Constanza y An-tonio; pero todo fue, como dicen, dar voces al viento y predicaren desierto. Limpióse Bartolomé sus lágrimas, dejó su bagaje,volvió las espaldas y partió en un vuelo, dejando a todos admi-rados de su amor y de su simpleza.

Antonio, viéndole partir tan de carrera, puso una flecha en suarco, que jamás la disparó en vano, con intención de atravesar-le de parte a parte y sacarle del pecho el amor y la locura; masFeliz Flora, que pocas veces se le apartaba del lado, le trabódel arco, diciéndole:

-Déjale, Antonio, que harta mala ventura lleva en ir a poder ya sujetarse al yugo de una mujer loca.

-Bien dices, señora -respondió Antonio-; y, pues tú le das lavida, ¿quién ha de ser poderoso a quitársela?

Finalmente, muchos días caminaron sin sucederles cosa dig-na de ser contada.

Entraron en Milán, admiróles la grandeza de la ciudad, su in-finita riqueza, sus oros, que allí no solamente hay oro, sinooros; sus bélicas herrerías, que no parece sino que allí ha

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pasado las suyas Vulcano; la abundancia infinita de sus frutos,la grandeza de sus templos, y, finalmente, la agudeza del inge-nio de sus moradores.

Oyeron decir a un huésped suyo que lo más que había quever en aquella ciudad era la Academia de los Entronados, queestaba adornada de eminentísimos académicos, cuyos sutilesentendimientos daban que hacer a la fama a todas horas y portodas las partes del mundo. Dijo también que aquel día era deacademia, y que se había de disputar en ella si podía haberamor sin celos.

-Sí puede -dijo Periandro-; y, para probar esta verdad, no esmenester gastar mucho tiempo.

-Yo -replicó Auristela- no sé qué es amor, aunque sé lo que esquerer bien.

A lo que dijo Belarminia:-No entiendo ese modo de hablar, ni la diferencia que hay en-

tre amor y querer bien.-Ésta -replicó Auristela-: querer bien puede ser sin causa ve-

hemente que os mueva la voluntad, como se puede querer auna criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien osparece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pue-den dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es unavehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos,puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temora mí me parece que no puede estar libre el amor en ningunamanera.

-Mucho has dicho, señora -respondió Periandro-, porque nohay ningún amante que esté en posesión de la cosa amada, queno tema el perderla; no hay ventura tan firme que tal vez no dévaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la ruedade la fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nues-tro camino no lo estorbara, quizá mostrara yo hoy en la acade-mia que puede haber amor sin celos, pero no sin temores.

Cesó esta plática. Estuvieron cuatro días en Milán, en loscuales comenzaron a ver sus grandezas, porque acabarlas dever no dieran tiempo cuatro años. Partiéronse de allí, y llega-ron a Luca, ciudad pequeña, pero hermosa y libre, que debajode las alas del imperio y de España se descuella, y mira esentaa las ciudades de los príncipes que la desean; allí, mejor que enotra parte ninguna, son bien vistos y recebidos los españoles, y

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es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y comoen ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar amostrar su condición, tenida por arrogante.

Aquí aconteció a nuestros pasajeros una de las más estrañasaventuras que se han contado en todo el discurso deste libro.

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Capítulo 20Las posadas de Luca son capaces para alojar una compañía desoldados, en una de las cuales se alojó nuestro escuadrón, sien-do guiado de las guardas de las puertas de la ciudad, que se losentregaron al huésped por cuenta, porque a la mañana, o cuan-do se partiesen, la había de dar dellos. Al entrar vio la señoraRuperta que salía un médico -que tal le pareció en el traje- dic-iendo a la huéspeda de la casa -que también le pareció no po-día ser otra:

-Yo, señora, no me acabo de desengañar si esta doncella estáloca o endemoniada, y, por no errar, digo que está endemonia-da y loca; y, con todo eso, tengo esperanza de su salud, si esque su tío no se da priesa a partirse.

-¡Ay, Jesús! -dijo Ruperta-. ¿Y en casa de endemoniados y lo-cos nos apeamos? En verdad, en verdad, que si se toma mi pa-recer, no hemos de poner los pies dentro.

A lo que dijo la huéspeda:-Sin escrúpulo puede vuesa señoría -que éste es el merced de

Italia- apearse, porque de cien leguas se podía venir a ver loque está en esta posada.

Apeáronse todos, y Auristela y Constanza, que habían oídolas razones de la huéspeda, le preguntaron qué había en aque-lla posada que tanto encarecía el verla.

-Vénganse conmigo -respondió la huéspeda-, y verán lo queverán, y dirán lo que yo digo.

Guió, y siguiéronla, donde vieron echada en un lecho doradoa una hermosísima muchacha, de edad, al parecer, de diez yseis o diez y siete años; tenía los brazos aspados y atados conunas vendas a los balaustres de la cabecera del lecho, comoque le querían estorbar el moverlos a ninguna parte; dos muje-res, que debían de servirla de enfermeras, andaban buscándolelas piernas para atárselas también, a lo que la enferma dijo:

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-Basta que se me aten los brazos, que todo lo demás las ata-duras de mi honestidad lo tiene ligado.

Y, volviéndose a las peregrinas, con levantada voz dijo:-¡Figuras del cielo!, ¡ángeles de carne!, sin duda creo que ve-

nís a darme salud, porque de tan hermosa presencia y de tancristiana visita no se puede esperar otra cosa. Por lo que de-béis a ser quien sois, que sois mucho, que mandéis que me de-saten, que con cuatro o cinco bocados que me dé en el brazo,quedaré harta y no me haré más mal, porque no estoy tan locacomo parezco, ni el que me atormenta es tan cruel que dejaráque me muerda.

-¡Pobre de ti, sobrina -dijo un anciano que había entrado enel aposento-, y cuál te tiene ése que dices que no ha de dejarque te muerdas! Encomiéndate a Dios, Isabela, y procura co-mer, no de tus hermosas carnes, sino de lo que te diere este tutío, que bien te quiere. Lo que cría el aire, lo que mantiene elagua, lo que sustenta la tierra, te traeré: que tu mucha hacien-da y mi voluntad mucha te lo ofrece todo.

La doliente moza respondió:-Déjenme sola con estos ángeles; quizá mi enemigo el demon-

io huirá de mí por no estar con ellos.Y, señalando con la cabeza que se quedasen con ella Auriste-

la, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, dijo que los demás se sal-iesen, como se hizo con voluntad, y aun con ruegos de su anc-iano y lastimado tío, del cual supieron ser aquella la gentil da-ma de lo verde que, al salir de la cueva del sabio español, habí-an visto pasar por el camino, que el criado que se quedó atrásles dijo que se llamaba Isabela Castrucha, y que se iba a casaral reino de Nápoles.

Apenas se vio sola la enferma, cuando, mirando a todas par-tes, dijo que mirasen si había otra persona en el aposento queaumentase el número de los que ella dijo que se quedasen. Mi-rólo Ruperta, y escudriñólo todo, y aseguró no haber otra per-sona que ellos. Con esta seguridad, sentóse Isabela como pudoen el lecho, y, dando muestras de que quería hablar de propósi-to, rompió la voz con un tan grande suspiro, que pareció quecon él se le arrancaba el alma; el fin del cual fue tenderse otravez en el lecho, y quedar desmayada, con señales tan de muer-te que obligó a los circunstantes a dar voces pidiendo un poco

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de agua para bañar el rostro de Isabela, que a más andar seiba al otro mundo.

Entró el mísero tío, llevando una cruz en la una mano, y en laotra un hisopo bañado en agua bendita; entraron asimismo conél dos sacerdotes, que, creyendo ser el demonio quien la fatiga-ba, pocas veces se apartaban della; entró asimismo la huéspe-da con el agua; rociáronle el rostro, y volvió en sí diciendo:

-Escusadas son por agora estas prevenciones; yo saldré pres-to; pero no ha de ser cuando vosotros quisiéredes, sino cuandoa mí me parezca, que será cuando viniere a esta ciudad AndreaMarulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad,el cual Andrea agora está estudiando en Salamanca, bien desc-uidado destos sucesos.

Todas estas razones acabaron de confirmar en los oyentes laopinión que tenían de estar Isabela endemoniada, porque nopodían pensar cómo pudiese saber ella Juan Bautista Maruloquién fuese, y su hijo Andrea; y no faltó quien fuese luego a de-cir al ya nombrado Juan Bautista Marulo lo que la bella ende-moniada dél y de su hijo había dicho.

Tornó a pedir que la dejasen sola con los que antes había es-cogido; dijéronle los sacerdotes los Evangelios, y hicieron sugusto, llevándole todos de la señal

que había dado quedaría, cuando el demonio la dejase, libre;que indubitablemente la juzgaron por endemoniada.

Feliz Flora hizo de nuevo la pesquisa de la estancia, y, ce-rrando la puerta della, dijo a la enferma:

-Solos estamos; mira, señora, lo que quieres.-Lo que quiero es -respondió Isabela- que me quiten estas li-

gaduras; que, aunque son blandas, me fatigan, porque meimpiden.

Hiciéronlo así con mucha diligencia, y, sentándose Isabela enel lecho, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Ruperta,y hizo que Constanza y Feliz Flora se sentasen junto a ella enel mismo lecho; y así, apiñadas en un hermoso montón, con vozbaja y lágrimas en los ojos, dijo:

-«Yo, señoras, soy la infelice Isabela Castrucha, cuyos padresme dieron nobleza, la fortuna, hacienda, y los cielos, algún tan-to de hermosura. Nacieron mis padres en Capua, pero engen-dráronme en España, donde nací, y me crié en casa deste mitío que aquí está, que en la corte del emperador la tenía.

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¡Válame Dios, y para qué tomo yo tan de atrás la corriente demis desventuras! Estando, pues, yo en casa deste mi tío, yahuérfana de mis padres, que a él me dejaron encomendada ypor tutor mío, llegó a la corte un mozo, a quien yo vi en unaiglesia, y le miré tan de propósito… (y no os parezca esto, seño-ras, desenvoltura, que no parecerá, si consideráredes que soymujer); digo que le miré en la iglesia de tal modo que en casano podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan im-presa en mi alma que no la podía apartar de mi memoria. Fi-nalmente, no me faltaron medios para entender quién él era, yla calidad de su persona, y qué hacía en la corte o dónde iba, ylo que saqué en limpio fue que se llamaba Andrea Marulo, hijode Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, más nobleque rico, y que iba a estudiar a Salamanca. En seis días que allíestuvo, tuve orden de escribirle quién yo era y la mucha hac-ienda que tenía, y que de mi hermosura se podía certificar,viéndome en la iglesia; escribíle, asimismo, que entendía queeste mi tío me quería casar con un primo mío, porque la hac-ienda se quedase en casa, hombre no de mi gusto, ni de micondición, como es verdad; díjele asimismo que la ocasión enmí le ofrecía sus cabellos, que los tomase, y que no diese lugaren no hacello al arrepentimiento, y que no tomase de mi facili-dad ocasión para no estimarme.

»Respondió, después de haberme visto no sé cuántas vecesen la iglesia, que por mi persona sola, sin los adornos de la no-bleza y de la riqueza, me hiciera señora del mundo si pudiera,y que me suplicaba durase firme algún tiempo en mi amorosaintención, a lo menos hasta que él dejase en Salamanca a unamigo suyo, que con él desta ciudad había partido a seguir elestudio. Respondíle que sí haría, porque en mí no era el amorimportuno, ni indiscreto, que presto nace y presto se muere.Dejóme entonces por honrado, pues no quiso faltar a su amigo,y con lágrimas, como enamorado, que yo se las vi verter, pa-sando por mi calle, el día que se partió sin dejarme y yo me fuicon él sin partirme.

»Otro día… (¿Quién podrá creer esto? ¡Qué de rodeos tienenlas desgracias para alcanzar más presto a los desdichados!) Di-go, que otro día concertó mi tío que volviésemos a Italia, y, sinpoderme escusar ni valerme el fingirme enferma, porque elpulso y la color me hacían sana, mi tío no quiso creer que de

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enferma, sino de mal contenta del casamiento, buscaba trazaspara no partirme. En este tiempo le tuve para escribir a Andreade lo que me había sucedido, y que era forzoso el partirme; pe-ro que yo procuraría pasar por esta ciudad, donde pensaba fin-girme endemoniada, y dar lugar con esta traza a que él le tuv-iese de dejar a Salamanca y venir a Luca, adonde, a pesar demi tío, y aun de todo el mundo, sería mi esposo; así que, en sudiligencia estaba mi ventura y aun la suya, si quería mostrarseagradecido. Si las cartas llegaron a sus manos, que sí debieronde llegar, porque los portes las hacen ciertas, antes de tres dí-as ha de estar aquí. Yo, por mi parte, he hecho lo que he podi-do; una legión de demonios tengo en el cuerpo, que lo mismoes tener una onza de amor en el alma, cuando la esperanzadesde lejos la anda haciendo cocos.»

Ésta es, señoras mías, mi historia; ésta, mi locura; ésta, mienfermedad; mis amorosos pensamientos son los demonios queme atormentan; paso hambre, porque espero hartura, pero,con todo eso, la desconfianza me persigue, porque, como dicenen Castilla: "a los desdichados se les suelen helar las migas en-tre la boca y la mano". Haced, señoras, de modo que acreditéismi mentira y fortalezcáis mis discursos, haciendo con mi tíoque, puesto que yo no sane, no me ponga en camino por algu-nos días: quizá permitirá el cielo que llegue el de mi contentocon la venida de Andrea.

No habrá para qué preguntar si se admiraron o no los oyen-tes de la historia de Isabela, pues la historia misma se trae con-sigo la admiración, para ponerla en las almas de los que laescuchan.

Ruperta, Auristela, Constanza y Feliz Flora le ofrecieron defortalecer sus disignios, y de no partirse de aquel lugar hastaver el fin dellos, pues, a buena razón, no podía tardar mucho.

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Capítulo 21Priesa se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su de-monio, y priesa se daban las cuatro, ya sus amigas, a fortalecersu enfermedad, afirmando con todas las razones que podían deque verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuer-po: porque se vea quién es el amor, pues hace parecer ende-moniados a los amantes.

Estando en esto, que sería casi al anochecer, volvió el médicoa hacer la segunda visita, y acaso trujo con él a Juan BautistaMarulo, padre de Andrea el enamorado, y, al entrar del apo-sento de la enferma, dijo:

-Vea vuesa merced, señor Juan Bautista Marulo, la lástimadesta doncella, y si merece que en su cuerpo de ángel se andeespaciando el demonio; pero una esperanza nos consuela, y esque nos ha dicho que presto saldrá de aquí, y dará por señal desu salida la venida del señor Andrea, vuestro hijo, que por ins-tantes aguarda.

-Así me lo han dicho -respondió el señor Juan Bautista-, y hol-garíame yo que cosas mías fuesen paraninfos de tan buenasnuevas.

-Gracias a Dios y a mi diligencia -dijo Isabela-, que si no fuerapor mí, él se estuviera agora quedo en Salamanca, haciendo loque Dios se sabe. Créame el señor Juan Bautista, que está pre-sente, que tiene un hijo más hermoso que santo, y menos estu-diante que galán; que mal hayan las galas y las atildaduras delos mancebos, que tanto daño hacen en la república, y mal ha-yan juntamente las espuelas que no son de rodaja, y los acica-tes que no son puntiagudos, y las mulas de alquiler que no seaventajan a las postas.

Con éstas fue ensartando otras razones equívocas; convienea saber, de dos sentidos, que de una manera las entendían sussecretarias, y de otra los demás circunstantes. Ellas las

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interpretaban verdaderamente, y los demás, como desconcer-tados disparates.

-¿Dónde vistes vos, señora -dijo Marulo-, a mi hijo Andrea?¿Fue en Madrid o en Salamanca?

-No fue sino en Illescas -dijo Isabela-, cogiendo guindas lamañana de San Juan, al tiempo que alboreaba; mas, si va a de-cir verdad, que es milagro que yo la diga, siempre le veo ysiempre le tengo en el alma.

-Aun bien -replicó Marulo-, que esté mi hijo cogiendo guindasy no espulgándose, que es más propio de los estudiantes.

-Los estudiantes que son caballeros -respondió Isabela-, depura fantasía pocas veces se espulgan, pero muchas se rascan;que estos animalejos, que se usan en el mundo tan de ordinar-io, son tan atrevidos que así se entran por las calzas de lospríncipes como por las frazadas de los hospitales.

-Todo lo sabes, malino -dijo el médico-; bien parece que eresviejo.

Y esto, encaminando su razón al demonio que pensaba quetenía Isabela en el cuerpo.

Estando en esto, que no parece sino que el mismo Satanás loordenaba, entró el tío de Isabela con muestras de grandísimaalegría, diciendo:

-¡Albricias, sobrina mía; albricias, hija de mi alma; que ya hallegado el señor Andrea Marulo, hijo del señor Juan Bautista,que está presente! ¡Ea, dulce esperanza mía, cúmplenos la quenos has dado de que has de quedar libre en viéndole! ¡Ea, de-monio maldito, vade retro, exi foras, sin que lleves pensamien-to de volver a esta estancia, por más barrida y escombrada quela veas!

-Venga, venga -replicó Isabela- ese putativo Ganimedes, esecontrahecho Adonis, y déme la mano de esposo, libre, sano ysin cautela; que yo le he estado aquí aguardando más firmeque roca puesta a las ondas del mar, que la tocan, mas no lamueven.

Entró, de camino, Andrea Marulo, a quien ya en casa de supadre le habían dicho la enfermedad de la estranjera Isabela, yde cómo le esperaba para darle por señal de la salida del de-monio. El mozo, que era discreto y estaba prevenido, por lascartas que Isabela le envío a Salamanca, de lo que había de ha-cer si la alcanzaba en Luca, sin quitarse las espuelas, acudió a

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la posada de Isabela, y entró por su estancia como atontado yloco, diciendo:

-¡Afuera, afuera, afuera; aparta, aparta, aparta; que entra elvaleroso Andrea, cuadrillero mayor de todo el infierno, si esque no basta de una escuadra!

Con este alboroto y voces casi quedaron admirados los mis-mos que sabían la verdad del caso, tanto que dijo el médico, yaun su mismo padre:

-Tan demonio es éste como el que tiene Isabela.Y su tío dijo:-Esperábamos a este mancebo para nuestro bien, y creo que

ha venido para nuestro mal.-Sosiégate, hijo, sosiégate -dijo su padre-; que parece que es-

tás loco.-¿No lo ha de estar -dijo Isabela-, si me vee a mí? ¿No soy yo,

por ventura, el centro donde reposan sus pensamientos? ¿Nosoy yo el blanco donde asestan sus deseos?

-Sí, por cierto -dijo Andrea-; sí, que vos sois señora de mi vo-luntad, descanso de mi trabajo y vida de mi muerte. Dadme lamano de ser mi esposa, señora mía, y sacadme de la esclavituden que me veo a la libertad de verme debajo de vuestro yugo;dadme la mano, digo otra vez, bien mío, y alzadme de la humil-dad de ser Andrea Marulo a la alteza de ser esposo de IsabelaCastrucho. Vayan de aquí fuera los demonios que quisieren es-torbar tan sabroso nudo, y no procuren los hombres apartar loque Dios junta.

-Tú dices bien, señor Andrea -replicó Isabela-; y, sin que aquíintervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano deesposo y recíbeme por tuya.

Tendió la mano Andrea, y, en aquel instante, alzó la voz Au-ristela y dijo:

-Bien se la puede dar, que para en uno son.Pasmado y atónito, tendió también la mano su tío de Isabela

y trabó de la de Andrea, y dijo:-¿Qué es esto, señores? ¿Úsase en este pueblo que se case un

diablo con otro?-Que no -dijo el médico-; que esto debe de ser burlando, para

que el diablo se vaya, porque no es posible que este caso queva sucediendo pueda ser prevenido por entendimiento humano.

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-Con todo eso -dijo el tío de Isabela-, quiero saber de la bocade entrambos qué lugar le daremos a este casamiento: el de laverdad o el de la burla.

-El de la verdad -respondió Isabela-, porque ni Andrea Maru-lo está loco ni yo endemoniada. Yo le quiero y escojo por mi es-poso, si es que él me quiere y me escoge por su esposa.

-No loco ni endemoniado, sino con mi juicio entero, tal cualDios ha sido servido de darme.

Y, diciendo esto, tomó la mano de Isabela, y ella le dio la su-ya, y con dos síes quedaron indubitablemente casados.

-¿Qué es esto? -dijo Castrucho-; ¿otra vez? ¡Aquí de Dios!¿Cómo, y es posible que así se deshonren las canas deste viejo?

-No las puede deshonrar -dijo el padre de Andrea- ningunacosa mía. Yo soy noble, y si no demasiadamente rico, no tan po-bre que haya menester a nadie. No entro ni salgo en este nego-cio; sin mi sabiduría se han casado los muchachos: que en lospechos enamorados, la discreción se adelanta a los años, y silas más veces los mozos en sus acciones disparan, muchas ac-iertan; y, cuando aciertan, aunque sea acaso, exceden con mu-chas ventajas a las más consideradas. Pero mírese, con todoeso, si lo que aquí ha pasado puede pasar adelante, porque sise puede deshacer, las riquezas de Isabela no han de ser partepara que yo procure la mejora de mi hijo.

Dos sacerdotes que se hallaron presentes dijeron que era vá-lido el matrimonio, presupuesto que, si con parecer de locos lehabían comenzado, con parecer de verdaderamente cuerdos lehabían confirmado.

-Y de nuevo le confirmamos -dijo Andrea.Y lo mismo dijo Isabela.Oyendo lo cual su tío, se le cayeron las alas del corazón y la

cabeza sobre el pecho; y, dando un profundo suspiro, vuelto losojos en blanco, dio muestras de haberle sobrevenido un mortalparasismo.

Lleváronle sus criados al lecho, levantóse del suyo Isabela,llevóla Andrea a casa de su padre, como a su esposa, y de allí ados días entraron por la puerta de una iglesia un niño, herma-no de Andrea Marulo, a bautizar; Isabela y Andrea a casarse, ya enterrar el cuerpo de su tío, porque se vean cuán estrañosson los sucesos desta vida: unos a un mismo punto se bautizan,otros se casan y otros se entierran. Con todo eso, se puso luto

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Isabela, porque ésta que llaman muerte mezcla los tálamos conlas sepulturas y las galas con los lutos.

Cuatro días más estuvieron en Luca nuestros peregrinos y laescuadra de nuestros pasajeros, que fueron regalados de losdesposados y del noble Juan Bautista Marulo.

Y aquí dio fin nuestro autor al tercero libro desta historia.

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Parte 4

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Capítulo 1Disputóse entre nuestra peregrina escuadra, no una, sino mu-chas veces, si el casamiento de Isabela Castrucha, con tantasmáquinas fabricado, podía ser valedero, a lo que Periandro mu-chas veces dijo que sí; cuanto más, que no les tocaba a ellos laaveriguación de aquel caso. Pero lo que a él le había descon-tentado, era la junta del bautismo, casamiento y la sepultura, yla ignorancia del médico, que no atinó con la traza de Isabelani con el peligro de su tío. Unas veces trataban en esto, y otrasen referir los peligros que por ellos habían pasado.

Andaban Croriano y Ruperta, su esposa, atentísimos inquir-iendo quién fuesen Periandro y Auristela, Antonio y Constanza,lo que no hacían por saber quién fuesen las tres damas france-sas, que, desde el punto que las vieron, fueron dellos conoci-das. Con esto, a más que medianas jornadas, llegaron a Acua-pendente, lugar cercano a Roma, a la entrada de la cual villa,adelantándose un poco Periandro y Auristela de los demás, sintemor que nadie los escuchase ni oyese, Periandro habló a Au-ristela desta manera:

-Bien sabes, ¡oh señora!, que las causas que nos movieron asalir de nuestra patria y a dejar nuestro regalo fueron tan jus-tas como necesarias. Ya los aires de Roma nos dan en el rostro;ya las esperanzas que nos sustentan nos bullen en las almas;ya, ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada.Mira, señora, que será bien que des una vuelta a tus pensam-ientos, y, escudriñando tu voluntad, mires si estás en la entere-za primera, o si lo estarás después de haber cumplido tu voto,de lo que yo no dudo, porque tu real sangre no se engendró en-tre promesas mentirosas, ni entre dobladas trazas. De mí te sédecir, ¡oh hermosa Sigismunda!, que este Periandro que aquíves es el Persiles que en la casa del rey mi padre viste. Aquel,digo, que te dio palabra de ser tu esposo en los alcázares de su

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padre, y te la cumplirá en los desiertos de Libia, si allí la con-traria fortuna nos llevase.

Íbale mirando Auristela atentísimamente, maravillada de quePeriandro dudase de su fe, y así le dijo:

-Sola una voluntad, ¡oh Persiles!, he tenido en toda mi vida, yésa habrá dos años que te la entregué, no forzada, sino de milibre albedrío; la cual tan entera y firme está agora como el pri-mer día que te hice señor della; la cual, si es posible que se au-mente, se ha aumentado y crecido entre los muchos trabajosque hemos pasado. De que tú estés firme en la tuya me mostra-ré tan agradecida que, en cumpliendo mi voto, haré que sevuelvan en posesión tus esperanzas. Pero dime, ¿qué haremosdespués que una misma coyunda nos ate y un mismo yugo opri-ma nuestros cuellos? Lejos nos hallamos de nuestras tierras,no conocidos de nadie en las ajenas, sin arrimo que sustente layedra de nuestras incomodidades. No digo esto porque me fal-te el ánimo de sufrir todas las del mundo, como esté contigo,sino dígolo porque cualquiera necesidad tuya me ha de quitarla vida. Hasta aquí, o poco menos de hasta aquí, padecía mi al-ma en sí sola; pero de aquí adelante padeceré en ella y en latuya, aunque he dicho mal en partir estas dos almas, pues noson más que una.

-Mira, señora -respondió Periandro-, como no es posible queninguno fabrique su fortuna, puesto que dicen que cada uno esel artífice della desde el principio hasta el cabo, así yo no pue-do responderte agora lo que haremos después que la buenasuerte nos ajunte. Rómpase agora el inconveniente de nuestradivisión, que, después de juntos, campos hay en la tierra quenos sustenten y chozas que nos recojan, y hatos que nos encu-bran; que a gozarse dos almas que son una, como tú has dicho,no hay contentos con que igualarse, ni dorados techos que me-jor nos alberguen. No nos faltará medio para que mi madre, lareina, sepa dónde estamos, ni a ella le faltará industria para so-corrernos; y, en tanto, esa cruz de diamantes que tienes y esasdos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas, sino quetemo que al deshacernos dellas se ha de deshacer nuestra má-quina; porque, ¿cómo se ha de creer que prendas de tanto va-lor se encubran debajo de una esclavina?

Y, por venir dándoles alcance la demás compañía, cesó suplática, que fue la primera que habían hablado en cosas de su

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gusto, porque la mucha honestidad de Auristela jamás dio oca-sión a Periandro a que en secreto la hablase; y, con este artific-io y seguridad notable, pasaron la plaza de hermanos entre to-dos cuantos hasta allí los habían conocido. Solamente en el de-salmado y ya muerto Clodio pasó la malicia tan adelante quellegó a sospechar la verdad.

Aquella noche llegaron una jornada antes de Roma, y en unmesón, adonde siempre les solía acontecer maravillas, lesaconteció ésta, si es que así puede llamarse.

Estando todos sentados a una mesa, la cual la solicitud delhuésped y la diligencia de sus criados tenían abundantementeproveída, de un aposento del mesón salió un gallardo peregrinocon unas escribanías sobre el brazo izquierdo, y un cartapacioen la mano; y, habiendo hecho a todos la debida cortesía, enlengua castellana dijo:

-Este traje de peregrino que visto, el cual trae consigo la obli-gación de que pida limosna el que lo trae, me obliga a que os lapida, y tan aventajada y tan nueva que, sin darme joya alguna,ni prendas que lo valgan, me habéis de hacer rico. Yo, señores,soy un hombre curioso; sobre la mitad de mi alma predominaMarte, y sobre la otra mitad Mercurio y Apolo. Algunos añosme he dado al ejercicio de la guerra, y algunos otros, y los másmaduros, en el de las letras. En los de la guerra he alcanzadoalgún buen nombre, y por los de las letras he sido algún tantoestimado. Algunos libros he impreso, de los ignorantes noncondenados por malos, ni de los discretos han dejado de ser te-nidos por buenos. Y como la necesidad, según se dice, es maes-tra de avivar los ingenios, este mío, que tiene un no sé qué defantástico e inventivo, ha dado en una imaginación algo pere-grina y nueva, y es que a costa ajena quiero sacar un libro a laluz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío.El libro se ha de llamar Flor de aforismos peregrinos; convienea saber, sentencias sacadas de la misma verdad, en esta forma:cuando en el camino o en otra parte topo alguna persona cuyaesperiencia muestre ser de ingenio y de prendas, le pido meescriba en este cartapacio algún dicho agudo, si es que le sabe,o alguna sentencia que lo parezca, y de esta manera tengoajuntados más de trecientos aforismos, todos dignos de saber-se y de imprimirse, y no en nombre mío, sino de su mismo au-tor, que lo firmó de su nombre, después de haberlo dicho. Ésta

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es la limosna que pido, y la que estimaré sobre todo el oro delmundo.

-Dadnos, señor español -respondió Periandro-, alguna mues-tra de lo que pedís, por quien nos guiemos, que en lo demás,seréis servido como nuestros ingenios lo alcanzaren.

-Esta mañana -respondió el español- llegaron aquí y pasaronde largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales,por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiesede mi mano -porque no sabía escribir- esta razón: Más quieroser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósitode ser mala; y díjome que firmase: La peregrina de Talavera.Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribie-se: No hay carga más pesada que la mujer liviana; y firmé porél: Bartolomé el Manchego. Deste modo son los aforismos quepido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales querealcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.

-El caso está entendido -respondió Croriano-; y por mí -to-mando la pluma al peregrino y el cartapacio- quiero comenzara salir desta obligación y escribo: Más hermoso parece el sol-dado muerto en la batalla que sano en la huida.

Y firmó: Croriano. Luego tomó la pluma Periandro y escri-bió: Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe quele está mirando su príncipe; y firmó. Sucedióle el bárbaro Anto-nio, y escribió: La honra que se alcanza por la guerra, como segraba en láminas de bronce y con puntas de acero, es más fir-me que las demás honras; y firmóse: Antonio el Bárbaro.

Y, como allí no había más hombres, rogó el peregrino quetambién aquellas damas escribiesen, y fue la primera que es-cribió Ruperta, y dijo: La hermosura que se acompaña con lahonestidad es hermosura; y la que no, no es más de un buenparecer; y firmó. Segundóla Auristela, y, tomando la pluma, di-jo: La mejor dote que puede llevar la mujer principal es la ho-nestidad, porque la hermosura y la riqueza el tiempo la gasta ola fortuna la deshace; y firmó. A quien siguió Constanza, escri-biendo: No por el suyo, sino por el parecer ajeno ha de escogerla mujer el marido; y firmó. Feliz Flora escribió también, y di-jo: A mucho obligan las leyes de la obediencia forzosa, pero amucho más las fuerzas del gusto; y firmó. Y, siguiendo Belarmi-nia, dijo: La mujer ha de ser como el armiño, dejándose antesprender que enlodarse; y firmó. La última que escribió fue la

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hermosa Deleasir, y dijo: Sobre todas las acciones de esta vidatiene imperio la buena o la mala suerte, pero más sobre loscasamientos.

Esto fue lo que escribieron nuestras damas y nuestros pere-grinos, de lo que el español quedó agradecido y contento; y,preguntándole Periandro si sabía algún aforismo de memoria,de los que tenía allí escritos, le dijese; a lo que respondió quesólo uno diría, que le había dado gran gusto por la firma delque lo había escrito, que decía: No desees, y serás el más ricohombre del mundo; y la firma decía: Diego de Ratos, corcova-do, zapatero de viejo en Tordesillas, lugar en Castilla la Vieja,junto a Valladolid.

-¡Por Dios -dijo Antonio-, que la firma está larga y tendida, yque el aforismo es el más breve y compendioso que puede ima-ginarse!; porque está claro que lo que se desea es lo que falta,y el que no desea no tiene falta de nada, y así, será el más ricodel mundo.

Algunos otros aforismos dijo el español, que hicieron sabrosala conversación y la cena.

Sentóse el peregrino con ellos, y en el discurso de la cenadijo:

-No daré el privilegio de este mi libro a ningún librero de Ma-drid, si me da por él dos mil ducados; que allí no hay ningunoque no quiera los privilegios de balde, o, a lo menos, por tanpoco precio que no le luzga al autor del libro. Verdad es que talvez suelen comprar un privilegio y imprimir un libro con quienpiensan enriquecer, y pierden en él el trabajo y la hacienda,pero el de estos aforismos, escrito se lleva en la frente la bon-dad y la ganancia.

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Capítulo 2Bien podía intitular el libro del peregrino español: Historia pe-regrina sacada de diversos autores, y dijera verdad, según ha-bían sido y iban siendo los que la componían; no les dio pocoque reír la firma de Diego de Ratos, el zapatero de viejo, y auntambién les dio que pensar el dicho de Bartolomé el Manchego,que dijo que no había carga más pesada que la mujer liviana,señal que le debía de pesar ya la que llevaba en la moza deTalavera.

En esto fueron hablando otro día que dejaron al español, mo-derno y nuevo autor de nuevos y esquisitos libros, y aquel mis-mo día vieron a Roma, alegrándoles las almas, de cuya alegríaredundaba salud en los cuerpos. Alborozáronse los corazonesde Periandro y de Auristela, viéndose tan cerca del fin de sudeseo; los de Croriano y Ruperta y los de las tres damas fran-cesas ansimismo, por el buen suceso que prometía el fin prós-pero de su viaje, entrando a la parte de este gusto los de Cons-tanza y Antonio.

Heríales el sol por cenit, a cuya causa, puesto que está másapartado de la tierra que en ninguna otra sazón del día, hierecon más calor y vehemencia; y, habiéndoles convidado una cer-cana selva que a su mano derecha se descubría, determinaronde pasar en ella el rigor de la siesta que les amenazaba, y aunquizá la noche, pues les quedaba lugar demasiado para entrarel día siguiente en Roma.

Hiciéronlo así, y, mientras más entraban por la selva adelan-te, la amenidad del sitio, las fuentes que de entre las hierbassalían, los arroyos que por ella cruzaban, les iban confirmandoen su mismo propósito. Tanto habían entrado en ella, cuanto,volviendo los ojos, vieron que estaban ya encubiertos a los quepor el real camino pasaban; y, haciéndoles la variedad de lossitios variar en la imaginación cuál escogerían, según eran to-dos buenos y apacibles, alzó acaso los ojos Auristela, y vio

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pendiente de la rama de un verde sauce un retrato, del gran-dor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla no más, delrostro de una hermosísima mujer; y, reparando un poco en él,conoció claramente ser su rostro el del retrato, y, admirada ysuspensa, se le enseñó a Periandro.

A este mismo instante dijo Croriano que todas aquellas hier-bas manaban sangre, y mostró los pies en caliente sangreteñidos.

El retrato, que luego descolgó Periandro, y la sangre quemostraba Croriano, los tuvo confusos a todos y en deseo debuscar así el dueño del retrato como el de la sangre. No podíapensar Auristela quién, dónde o cuándo pudiese haber sido sa-cado su rostro, ni se acordaba Periandro que el criado del duq-ue de Nemurs le había dicho que el pintor que sacaba los delas tres francesas damas, sacaría también el de Auristela, conno más de haberla visto; que si de esto él se acordara, con faci-lidad diera en la cuenta de lo que no alcanzaba.

El rastro que siguieron de la sangre llevó a Croriano y a An-tonio, que le seguían, hasta ponerlos entre unos espesos árbo-les que allí cerca estaban, donde vieron al pie de uno un gallar-do peregrino sentado en el suelo, puestas las manos casi sobreel corazón y todo lleno de sangre: vista que les turbó en granmanera, y más cuando, llegándose a él Croriano, le alzó el ros-tro, que sobre los pechos tenía derribado y lleno de sangre, y,limpiándosele con un lienzo, conoció, sin duda alguna, ser elherido el duque de Nemurs; que no bastó el diferente traje enque le hallaba para dejar de conocerle: tanta era la amistadque con él tenía.

El duque herido, o a lo menos el que parecía ser el duque, sinabrir los ojos, que con la sangre los tenía cerrados, con malpronunciadas palabras dijo:

-Bien hubieras hecho, ¡oh quienquiera que seas, enemigomortal de mi descanso!, si hubieras alzado un poco más la ma-no, y dádome en mitad del corazón, que allí sí que hallaras elretrato más vivo y más verdadero que el que me hiciste quitardel pecho y colgar en el árbol, porque no me sirviese de reliqu-ias y de escudo en nuestra batalla.

Hallóse Constanza en este hallazgo, y, como naturalmenteera de condición tierna y compasiva, acudió a mirarle la heriday a tomarle la sangre, antes que a tener cuenta con las

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lastimosas palabras que decía. Casi otro tanto le sucedió a Per-iandro y a Auristela, porque la misma sangre les hizo pasaradelante a buscar el origen de donde procedía, y hallaron entreunos verdes y crecidos juncos tendido otro peregrino, cubiertocasi todo de sangre, excepto el rostro, que descubierto y limpiotenía; y así, sin tener necesidad de limpiársele, ni de hacer dili-gencias para conocerle, conocieron ser el príncipe Arnaldo,que más desmayado que muerto estaba.

La primera señal que dio de vida fue probarse a levantar,diciendo:

-No le llevarás, traidor, porque el retrato es mío, por ser elde mi alma; tú le has robado, y, sin haberte yo ofendido en co-sa, me quieres quitar la vida.

Temblando estaba Auristela con la no pensada vista de Arnal-do; y, aunque las obligaciones que le tenía la impelían a que aél se llegase, no osaba, por la presencia de Periandro, el cual,tan obligado como cortés, asió de las manos del príncipe, y,con voz no muy alta, por no descubrir lo que quizá el príncipequerría que se callase, le dijo:

-Volved en vos, señor Arnaldo, y veréis que estáis en poderde vuestros mayores amigos, y que no os tiene tan desampara-do el cielo que no os podáis prometer mejora de vuestra suer-te. Abrid los ojos, digo, y veréis a vuestro amigo Periandro y avuestra obligada Auristela, tan deseosos de serviros comosiempre. Contadnos vuestra desgracia y todos vuestros suce-sos, y prometeos de nosotros todo cuanto nuestra industria yfuerzas alcanzaren. Decidnos si estáis herido, y quién os hirió yen qué parte, para que luego se procure vuestro remedio.

Abrió en esto los ojos Arnaldo, y, conociendo a los dos quedelante tenía, como pudo, que fue con mucho trabajo, se arrojóa los pies de Auristela, puesto que abrazado también a los dePeriandro (que hasta en aquel punto guardó el decoro a la ho-nestidad de Auristela), en la cual puestos los ojos, dijo:

-No es posible que no seas tú, señora, la verdadera Auristela,y no imagen suya, porque no tendría ningún espíritu licencia niánimo para ocultarse debajo de apariencia tan hermosa. Auris-tela eres, sin duda, y yo, también sin ella, soy aquel Arnaldoque siempre ha deseado servirte; en tu busca vengo, porque sino es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego elalma mía.

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En el tiempo que esto pasaba, ya habían dicho a Croriano y alos demás el hallazgo del otro peregrino, y que daba tambiénseñales de estar mal herido. Oyendo lo cual Constanza, habien-do tomado ya la sangre al duque, acudió a ver lo que había me-nester el segundo herido, y, cuando conoció ser Arnaldo, quedóatónita y confusa, y, supliendo su discreción su sobresalto, sinentrar en otras razones, le dijo le descubriese sus heridas, a loque Arnaldo respondió con señalarle con la mano derecha elbrazo izquierdo, señal de que allí tenía la herida. Desnudóleluego Constanza, y hallósele por la parte superior atravesadode parte a parte; tomóle luego la sangre, que aún corría, y dijoa Periandro cómo el otro herido que allí estaba era el duque deNemurs; y que convenía llevarlos al pueblo más cercano, don-de fuesen curados, porque el mayor peligro que tenían era lafalta de la sangre.

Al oír Arnaldo el nombre del duque, se estremeció todo, y diolugar a que los fríos celos se entrasen hasta el alma por las cal-ientes venas, casi vacías de sangre; y así, dijo, sin mirar lo quedecía:

-Alguna diferencia hay de un duque a un rey; pero en el esta-do del uno ni del otro, ni aun en el de todos los monarcas delmundo, cabe el merecer a Auristela.

Y añadió y dijo:-No me lleven adonde llevaren al duque, que la presencia de

los agraviadores no ayuda nada a las enfermedades de losagraviados.

Dos criados traía consigo Arnaldo, y otros dos el duque, loscuales, por orden de sus señores, los habían dejado allí solos, yellos se habían adelantado a un lugar allí cercano, para tener-les aderezado alojamiento cada uno de por sí, porque aún no seconocían.

-Miren también -dijo Arnaldo- si en un árbol de estos que es-tán aquí a la redonda, está pendiente un retrato de Auristela,sobre quien ha sido la batalla que entre mí y el duque hemospasado. Quítese, déseme, porque me cuesta mucha sangre, yde derecho es mío.

Casi esto mismo estaba diciendo el duque a Ruperta y a Cror-iano y a los demás que con él estaban; pero a todos satisfizoPeriandro, diciendo que él le tenía en su poder como en depósi-to, y que le volvería en mejor coyuntura a cuyo fuese.

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-¿Es posible -dijo Arnaldo- que se puede poner en duda laverdad de que el retrato sea mío? ¿No sabe ya el cielo que des-de el punto que vi el original le trasladé en mi alma? Pero tén-gale mi hermano Periandro, que en su poder no tendrán entra-da los celos, las iras y las soberbias de sus pretensores; y llé-venme de aquí, que me desmayo.

Luego acomodaron en que pudiesen ir los dos heridos, cuyavertida sangre, más que la profundidad de las heridas, les ibapoco a poco quitando la vida; y así, los llevaron al lugar dondesus criados les tenían el mejor alojamiento que pudieron, y has-ta entonces no había conocido el duque ser el príncipe Arnaldosu contrario.

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Capítulo 3Invidiosas y corridas estaban las tres damas francesas de verque en la opinión del duque estaba estimado el retrato de Au-ristela mucho más que ninguno de los suyos, que el criado queenvió a retratarlas, como se ha dicho, les dijo que consigo lostraía, entre otras joyas de mucha estima, pero que en el de Au-ristela idolatraba: razones y desengaño que las lastimó las al-mas; que nunca las hermosas reciben gusto, sino mortal pesa-dumbre, de que otras hermosuras igualen a las suyas, ni aunque se les compare; porque la verdad, que comúnmente se di-ce, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza vie-ne a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidadesy grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que asípuede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.

Dijo ansimismo que, viniendo el duque, su señor, desde París,buscando a la peregrina Auristela, enamorado de su retrato,aquella mañana se había sentado al pie de un árbol con el re-trato en las manos; así hablaba con el muerto como con el ori-ginal vivo, y que, estando así, había llegado el otro peregrinotan paso por las espaldas que pudo bien oír lo que el duque conel retrato hablaba, «sin que yo y otro compañero mío lo pudié-semos estorbar, porque estábamos algo desviados. En fin, co-rrimos a advertir al duque que le escuchaban; volvió el duquela cabeza y vio al peregrino, el cual, sin hablar palabra, lo pri-mero que hizo fue arremeter al retrato y quitársele de las ma-nos al duque, que, como le cogió de sobresalto, no tuvo lugarde defenderle como él quisiera; y lo que le dijo fue, a lo menoslo que yo pude entender: ``Salteador de celestiales prendas, noprofanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Dejaesa tabla donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porq-ue no la mereces como por ser ella mía''. ``Eso no -respondióel otro peregrino-, y si desta verdad no puedo darte testigos,remitiré su falta a los filos de mi estoque, que en este bordón

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traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incom-parable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahoraestamos la compré con mis tesoros y la adoré con mi alma, y heservido a su original con mi solicitud y con mis trabajos''.

»El duque, entonces, volviéndose a nosotros, nos mandó, conimperiosas razones, los dejásemos solos, y que viniésemos a es-te lugar, donde le esperásemos, sin tener osadía de volver sola-mente el rostro a mirarles. Lo mismo mandó el otro peregrinoa los dos que con él llegaron, que, según parece, también sonsus criados. Con todo esto, hurté algún tanto la obediencia a sumandamiento, y la curiosidad me hizo volver los ojos, y vi queel otro peregrino colgaba el retrato de un árbol, no porquepuntualmente lo viese, sino porque lo conjeturé, viendo queluego, desenvainando del bordón que tenía un estoque, o a lomenos una arma que lo parecía, acometió a mi señor, el cual lesalió a recebir con otro estoque, que yo sé que en el bordóntraía.

»Los criados de entrambos quisimos volver a despartir lacontienda, pero yo fui de contrario parecer, diciéndoles que,pues era igual y entre dos solos, sin temor ni sospecha de serayudados de nadie, que los dejásemos y siguiésemos nuestrocamino, pues en obedecerles no errábamos, y en volver, quizásí. Ahora sea lo que fuere, pues no sé si el buen consejo o la co-bardía nos emperezó los pies y nos ató las manos, o si la lum-bre de los estoques, hasta entonces aún no sangrientos, nos ce-gó los ojos, que no acertábamos a ver el camino que había des-de allí al lugar de la pendencia, sino el que había al de ésteadonde ahora estamos. Llegamos aquí, hicimos el alojamientocon prisa, y con más animoso discurso volvíamos a ver lo quehabía hecho la suerte de nuestros dueños. Hallámoslos cual ha-béis visto, donde si vuestra llegada no los socorriera, bien sinprovecho había sido la nuestra.»

Esto dijo el criado, y esto escucharon las damas, y esto sintie-ron de manera como si fueran amantes verdaderas del duque;y, al mismo instante, se deshizo en la imaginación de cada unala quimera y máquina, si alguna había hecho o levantado, decasarse con el duque; que ninguna cosa quita o borra el amormás presto de la memoria que el desdén en los principios de sunacimiento; que el desdén en los principios del amor tiene lamisma fuerza que tiene la hambre en la vida humana: a la

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hambre y al sueño se rinde la valentía, y al desdén los más gus-tosos deseos. Verdad es que esto suele ser en los principios,que, después que el amor ha tomado larga y entera posesióndel alma, los desdenes y desengaños le sirven de espuelas, pa-ra que con más ligereza corra a poner en efeto suspensamientos.

Curáronse los heridos, y dentro de ocho días estuvieron paraponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido ci-rujanos a verlos.

En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipeheredero del reino de Dinamarca, y supo ansimismo la inten-ción que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó enél sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo.Parecióle que la que era estimada para reina, lo podía ser paraduquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursosy imaginaciones, se mezclaban los celos, de manera que leamargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó eldía de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte,entró en Roma, sin darse a conocer a nadie; y los demás pere-grinos de nuestra compañía, llegando a la vista della, desde unalto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como acosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz deun peregrino, que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos,comenzó a decir desta manera:

¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta,alma ciudad de Roma! A ti me inclino,devoto, humilde y nuevo peregrino,a quien admira ver belleza tanta.Tu vista, que a tu fama se adelanta,al ingenio suspende, aunque divino,de aquél que a verte y adorarte vinocon tierno afecto y con desnuda planta.La tierra de tu suelo, que contemplocon la sangre de mártires mezclada,es la reliquia universal del suelo.No hay parte en ti que no sirva de ejemplode santidad, así como trazadade la ciudad de Dios al gran modelo.

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Cuando acabó de decir este soneto, el peregrino se volvió alos circunstantes, diciendo:

-Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta es-pañol, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, elcual hizo y compuso un soneto en vituperio desta insigne ciu-dad y de sus ilustres habitadores. Pero la culpa de su lenguapagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino co-mo cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compues-to el que habéis oído.

Rogóle Periandro que le repitiese, hízolo así, alabáronselemucho, bajaron del recuesto, pasaron por los prados de Mada-ma, entraron en Roma por la puerta del Pópulo, besando pri-mero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entra-da de la ciudad santa, antes de la cual llegaron dos judíos auno de los criados de Croriano, y le preguntaron si toda aque-lla escuadra de gente tenía estancia conocida y preparada don-de alojarse; si no, que ellos se la darían tal que pudiesen enella alojarse príncipes.

-Porque habéis de saber, señor -dijeron-, que nosotros somosjudíos: yo me llamo Zabulón, y mi compañero Abiud; tenemospor oficio adornar casas de todo lo necesario, según y como esla calidad del que quiere habitarlas, y allí llega su adorno don-de llega el precio que se quiere pagar por ellas.

A lo que el criado respondió:-Otro compañero mío desde ayer está en Roma con intención

que tenga preparado el alojamiento, conforme a la calidad demi amo y de todos aquellos que aquí vienen.

-Que me maten -dijo Abiud-, si no es éste el francés que ayerse contentó con la casa de nuestro compañero Manasés, que latiene aderezada como casa real.

-Vamos, pues, adelante -dijo el criado de Croriano-, que micompañero debe de estar por aquí esperando a ser nuestraguía, y, cuando la casa que tuviere no fuere tal, nos encomen-daremos a la que nos diere el señor Zabulón.

Con esto pasaron adelante, y a la entrada de la ciudad vieronlos judíos a Manasés, su compañero, y con él al criado de Cror-iano, por donde vinieron en conocimiento que la posada que losjudíos habían pintado era la rica de Manasés; y así, alegres y

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contentos, guiaron a nuestros peregrinos, que estaba junto alarco de Portugal.

Apenas entraron las francesas damas en la ciudad, cuando sellevaron tras sí los ojos de casi todo el pueblo, que, por ser díade estación, estaba llena aquella calle de Nuestra Señora delPópulo de infinita gente; pero la admiración que comenzó a en-trar poco a poco en los que a las damas francesas miraban, seacabó de entrar mucho a mucho en los corazones de los quevieron a la sin par Auristela y a la gallarda Constanza, que a sulado iba, bien así como van por iguales paralelos dos lucientesestrellas por el cielo.

Tales iban que dijo un romano que, a lo que se cree, debía deser poeta:

-Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasa-dos, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Ene-as. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandarque se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ven-tura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagany que los necios idolatren?

Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pa-sa adelante el gallardo escuadrón; llegó al alojamiento de Ma-nasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un med-iano ejército.

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Capítulo 4Estendióse aquel mismo día la llegada de las damas francesaspor toda la ciudad, con el gallardo escuadrón de los peregri-nos; especialmente se divulgó la desigual hermosura de Auris-tela, encareciéndola, si no como ella era, a lo menos cuanto po-dían las lenguas de los más discretos ingenios. Al momento secoronó la casa de los nuestros de mucha gente, que los llevabala curiosidad y el deseo de ver tanta belleza junta, según se ha-bía publicado. Llegó esto a tanto estremo que desde la calle pe-dían a voces se asomasen a las ventanas las damas y las pere-grinas, que, reposando, no querían dejar verse; especialmenteclamaban por Auristela, pero no fue posible que se dejase verninguna dellas.

Entre la demás gente que llegó a la puerta, llegaron Arnaldoy el duque, con sus hábitos de peregrinos, y, apenas se hubovisto el uno al otro, cuando a entrambos les temblaron las pier-nas y les palpitaron los pechos. Conociólos Periandro desde laventana, díjoselo a Croriano, y los dos juntos bajaron a la calle,para estorbar en cuanto pudiesen la desgracia que podían te-mer de dos tan celosos amantes.

Periandro se pasó con Arnaldo, y Croriano con el duque, y loque Arnaldo dijo a Periandro fue:

-Uno de los cargos mayores que Auristela me tiene es el su-frimiento que tengo, consintiendo que este caballero francés,que dicen ser el duque de Nemurs, esté como en posesión delretrato de Auristela, que, puesto que está en tu poder, pareceque es con voluntad suya, pues yo no le tengo en el mío. Mira,amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman ce-los, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a laparte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez seapodera del alma enamorada, no hay consideración que la sos-iegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas lascausas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes

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que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida;que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivircon celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atre-vimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que lleguea tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir así mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vi-vir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen encontinuo temor al que las posee, o al que las ama, de perder-las, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada,como accidente inseparable. Aconséjote, ¡oh amigo Periandro!,si es que puede dar consejo quien no le tiene para sí, que con-sideres que soy rey y que quiero bien, y que por mil esperienc-ias estás satisfecho y enterado de que cumpliré con las obrascuanto con palabras he prometido, de recebir a la sin para Au-ristela, tu hermana, sin otra dote que la grande que ella tieneen su virtud y hermosura, y que no quiero averiguar la noblezade su linaje, pues está claro que no había de negar naturalezalos bienes de la fortuna a quien tantos dio de sí misma. Nuncaen humildes sujetos, o pocas veces, hace su asiento virtudesgrandes, y la belleza del cuerpo muchas veces es indicio de labelleza del alma; y, para reducirme a un término, sólo te digolo que otras veces te he dicho: que adoro Auristela, ora sea delinaje del cielo, ora de los ínfimos de la tierra; y, pues ya estáen Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, sé tú, ¡oh her-mano mío!, parte para que me las cumpla, que desde aquí par-to mi corona y mi reino contigo, y no permitas que yo mueraescarnido deste duque ni menospreciado de la que adoro.

A todas estas razones, ofrecimientos y promesas respondióPeriandro diciendo:

-Si mi hermana tuviera culpa en las causas que este duqueha dado a tu enojo, si no la castigara, a lo menos la riñera: quepara ella fuera un gran castigo; pero, como sé que no la tiene,no tengo qué responderte. En esto de haber librado tus espe-ranzas en su venida a esta ciudad, como no sé a dó llegan lasque te ha dado, no sé qué responderte. De los ofrecimientosque me haces y me has hecho, estoy tan agradecido como meobliga el ser tú el que los haces, y yo a quien se hacen; porque,con humildad sea dicho, ¡oh valeroso Arnaldo!, quizá esta po-bre muceta de peregrino sirve de nube, que, por pequeña quesea, suele quitar los rayos al sol. Y por ahora sosiégate, que

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ayer llegamos a Roma, y no es posible que en tan breve espaciose hayan fabricado discursos, dado trazas y levantado quime-ras que reduzgan nuestras acciones a los felices fines que de-seamos. Huye, en cuanto te fuere posible, de encontrarte conel duque, porque un amante desdeñado y flaco de esperanzassuele tomar ocasión del despecho para fabricarlas, aunque seaen daño de lo que bien quiere.

Arnaldo le prometió que así lo haría, y le ofreció prendas ydineros para sustentar la autoridad y el gasto, ansí el suyo co-mo el de las damas francesas.

Diferente fue la plática que tuvo Croriano con el duque, puestoda se resolvió en que había de cobrar el retrato de Auristela,o había de confesar Arnaldo no tener parte en él; pidió tambiéna Croriano fuese intercesor con Auristela le recibiese por espo-so, pues su estado no era inferior al de Arnaldo, ni en la sangrele hacía ventaja ninguna de las más ilustres de Europa; en fin,él se mostró algo arrogante y algo celoso, como quien tan ena-morado estaba. Croriano se lo ofreció ansimismo, y quedó dar-le la respuesta que dijese Auristela, al proponerle la venturaque se le ofrecía de recebirle por esposo.

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Capítulo 5Desta manera los dos contrarios celosos y amantes, cuyas es-peranzas tenían fundadas en el aire, se despidieron, el uno dePeriandro y el otro de Croriano, quedando, ante todas cosas,de reprimir sus ímpetus y disimular sus agravios, a lo menoshasta tanto que Auristela se declarase, de la cual cada uno es-peraba que había de ser en su favor, pues al ofrecimiento deun reino y al de un estado tan rico como el del duque, bien sepodía pensar que había de titubear cualquier firmeza, y mudar-se el propósito de escoger otra vida, por ser muy natural elamarse las grandezas y apetecerse la mejoría de los estados;especialmente suele ser este deseo más vivo en las mujeres.

De todo esto estaba bien descuidada Auristela, pues todossus pensamientos, por entonces, no se estendían a más que deenterarse en las verdades que a la salvación de su alma conve-nían; que, por haber nacido en partes tan remotas y en tierrasadonde la verdadera fe católica no está en el punto tan perfec-to como se requiere, tenía necesidad de acrisolarla en su ver-dadera oficina.

Al apartarse Periandro de Arnaldo, llegó a él un hombre es-pañol, y le dijo:

-Según traigo las señas, si es que vuesa merced es español,para vuesa merced viene esta carta.

Púsole una en las manos cerrada, cuyo sobreescrito decía: Alilustre señor Antonio de Villaseñor, por otro nombre llamado elBárbaro.

Preguntóle Periandro que quién le había dado aquella carta.Respondióle el portador que un español que estaba preso en lacárcel, que llaman Torre de Nona, y por lo menos condenado aahorcar por homicida, él y otra su amiga, mujer hermosa lla-mada la Talaverana.

Conoció Periandro los nombres y casi adivinó sus culpas, yrespondió:

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-Esta carta no es para mí, sino para este peregrino que haciaacá viene.

Y fue porque en aquel instante llegó Antonio, a quien Perian-dro dio la carta, y, apartándose los dos a una parte, la abrió yvio que así decía:

Quien en mal anda, en mal para; de dos pies, aunque eluno esté sano, si el otro está cojo, tal vez cojea; que lasmalas compañías no pueden enseñar buenas costum-bres. La que yo trabé con la Talaverana, que no debiera,me tiene a mí y a ella sentenciados de remate para lahorca. El hombre que la sacó de España la halló aquí, enRoma, en mi compañía; recibió pesadumbre dello, asen-tóle la mano en mi presencia, y yo, que no soy amigo deburlas, ni de recebir agravios, sino de quitarlos, volví porla moza, y a puros palos maté a su agraviador. Estandoen la fuga de esta pendencia, llegó otro peregrino, quepor el mismo estilo comenzó a tomarme la medida de lasespaldas; dice la moza que conoció que el que me apale-aba era un su marido, de nación polaco, con quien se ha-bía casado en Talavera; y, temiéndose que, en acabandoconmigo, había de comenzar por ella, porque le teníaagraviado, no hizo más de echar mano a un cuchillo, dedos que traía consigo siempre en la vaina, y, llegándosea él bonitamente, se le clavó por los riñones, haciéndoletales heridas que no tuvieran necesidad de maestro. Enefeto, el amigo a palos y el marido a puñaladas, en uninstante concluyeron la carrera mortal de su vida.Prendiéronnos al mismo punto y trajéronnos a esta cár-

cel, donde quedamos muy contra nuestra voluntad; to-máronnos la confesión; confesamos nuestro delito, porq-ue no le podíamos negar, y con esto ahorramos el tor-mento, que aquí llaman tortura. Sustancióse el proceso,dándose más prisa a ello de la que quisiéramos; ya estáconcluso, y nosotros sentenciados a destierro sino que esdesta vida para la otra. Digo, señor, que estamos senten-ciados a ahorcar, de lo que está tan pesarosa la Talave-rana que no lo puede llevar en paciencia, la cual besa avuesa merced las manos y a mi señora Constanza y del

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señor Periandro, y a mi señora Auristela, y dice que ellase holgara de estar libre para ir a besárselas a vuesasmercedes a sus casas. Dice también que si la sin par Au-ristela pone haldas en cinta y quiere tomar a su cargonuestra libertad, que le será fácil; porque ¿qué pedirá sugrande hermosura que no lo alcance, aunque la pida a ladureza misma? Y añade más, y es que si vuesas merce-des no pudieren alcanzar el perdón, a lo menos procurenalcanzar el lugar de la muerte, y que, como ha de ser enRoma, sea en España; porque está informada la moza,que aquí no llevan los ahorcados con la autoridad conve-niente, porque van a pie y apenas los vee nadie; y así,apenas hay quien les rece una Avemaría, especialmentesi son españoles los que ahorcan; y ella querría, si fueseposible, morir en su tierra y entre los suyos, donde nofaltaría algún pariente que de compasión le cerrase losojos. Yo también digo lo mismo, porque soy amigo deacomodarme a la razón, porque estoy tan mohíno en estacárcel que, a trueco de escusar la pesadumbre que medan las chinches en ella, tomaría por buen partido queme sacasen a ahorcar mañana.Y advierto a vuesa merced, señor mío, que los juecesdesta tierra no desdicen nada de los de España: todosson corteses y amigos de dar y recebir cosas justas, yque, cuando no hay parte que solicite la justicia, no de-jan de llegarse a la misericordia, la cual, si reina en to-dos los valerosos pechos de vuesas mercedes, que sí de-be de reinar, sujeto hay en nosotros en que se muestre,pues estamos en tierra ajena, presos en la cárcel, comi-dos de chinches y de otros animales inmundos, que sonmuchos por pequeños y enfadan como si fuesen grandes;y, sobre todo, nos tienen ya en cueros y en la quintaesencia de la necesidad solicitadores, procuradores y es-cribanos, de quien Dios Nuestro Señor nos libre por suinfinita bondad. Amén.Aguardando la respuesta quedamos, con tanto deseo derecebirla buena como le tienen los cigoñinos en la torre,esperando el sustento de sus madres.

Y firmaba: El desdichado Bartolomé Manchego.

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En estremo dio la carta gusto a los dos que la habían leído, yen estremo les fatigó su aflición; y luego, diciéndole al que lahabía llevado dijese al preso que se consolase y tuviese espe-ranza de su remedio, porque Auristela y todos ellos, con todoaquello que dádivas y promesas pudiesen, le procurarían; y alpunto fabricaron las diligencias que habían de hacerse.

La primera fue que Croriano hablase al embajador de Franc-ia, que era su pariente y amigo, para que no se ejecutase la pe-na tan presto, y diese lugar el tiempo a que le tuviesen los rue-gos y las solicitudes; determinó también Antonio de escribirotra carta, en respuesta de la suya, a Bartolomé, con que denuevo se renovase el gusto que les había dado la suya; pero,comunicando este pensamiento con Auristela y con su hermanaConstanza, fueron las dos de parecer que no se la escribiese,porque a los afligidos no se ha de añadir aflición, y podría serque tomasen las burlas por veras y se afligiesen con ellas.

Lo que hicieron, dejar todo el cargo de aquella negociaciónsobre los hombros y diligencia de Croriano, y en las de Ruper-ta, su esposa, que se lo rogó ahincadamente, y en seis días yaestaban en la calle Bartolomé y la Talaverana: que, adonde in-terviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se desha-cen las dificultades.

En este tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aque-llo que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católi-ca; a lo menos, de aquello que en su patria escuramente se pla-ticaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de lospenitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera yllana, y quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, por-que los tales penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, ledeclararon todos los principales y más convenientes misteriosde nuestra fe.

Comenzaron desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de sucaída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con élen los abismos; caída que dejó vacas y vacías las sillas del cie-lo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. De-claráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos,criando al hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los án-geles malos perdieron. Discurrieron por la verdad de la crea-ción del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amo-roso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón misma,

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bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad.Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres,que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre,Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios,cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar aDios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinita-mente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no po-día, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos losdos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga.

Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida des-de que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la cruz.Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos, y señala-ron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que esla penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, quesuele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo,Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y en-tero como en el cielo, sacramentado en la tierra, cuya santísi-ma presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna,porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son ig-uales, es el estar en todo lugar, por potencia, por esencia y porpresencia. Aseguráronle infaliblemente la venida deste Señor ajuzgar el mundo sobre las nubes del cielo, y asimismo la estabi-lidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco laspuertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Tratarondel poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y lla-vero del cielo. Finalmente, no les quedó por decir cosa que vie-ron que convenía para darse a entender, y para que Auristela yPeriandro los entendiesen.

Estas liciones ansí alegraron sus almas, que las sacó de símismas, y se las llevó a que paseasen los cielos, porque sólo enellos pusieron sus pensamientos.

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Capítulo 6Con otros ojos se miraron de allí adelante Auristela y Perian-dro, a lo menos con otros ojos miraba Periandro a Auristela,pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo aRoma, y que podía, libre y desembarazadamente, recebirle poresposo.

Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, despuésde catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella encasarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sinque precediesen antes o fuerzas, o ruegos. También estaba mi-rando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que lemostrase lo que había de hacer después de casada, porquepensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por dispara-te, a causa que el hermano de Periandro, que la tenía destina-da para ser su esposa, quizá viendo burladas sus esperanzas,tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de suagravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y al-go pensativa.

Las damas francesas visitaron los templos y anduvieron lasestaciones con pompa y majestad, porque Croriano, como se hadicho, era pariente del embajador de Francia, y no les faltó co-sa que para mostrar ilustre decoro fuese necesaria, llevandosiempre consigo Auristela y a Constanza, y ninguna vez salíande casa que no las seguía casi la mitad del pueblo de Roma. Ysucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos,vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza,de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque parti-da por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual es-taba puesta, y, apenas la hubieron visto, cuando conocieron serel rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso enduda de conocerla.

Preguntó Auristela, admirada, cúyo era aquel retrato, y si sevendía acaso. Respondióle el dueño (que, según después se

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supo, era un famoso pintor) que él vendía aquel retrato, perono sabía de quién fuese; sólo sabía que otro pintor, su amigo,se le había hecho copiar en Francia, el cual le había dicho serde una doncella estranjera que en hábitos de peregrina pasabaa Roma.

-¿Qué significa -respondió Auristela- haberla pintado con co-rona en la cabeza, y los pies sobre aquella esfera, y más, estan-do la corona partida?

-Eso, señora -dijo el dueño-, son fantasías de pintores, o ca-prichos, como los llaman; quizá quieren decir que esta doncellamerece llevar la corona de hermosura, que ella va hollando enaquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora,sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pin-tado, sino real y verdadero.

-¿Qué pedís por el retrato? -preguntó Constanza.A lo que respondió el dueño:-Dos peregrinos están aquí, que el uno dellos me ha ofrecido

mil escudos de oro, y el otro dice que no le dejará por ningúndinero. Yo no he concluido la venta, por parecerme que se es-tán burlando, porque la esorbitancia del ofrecimiento me haceestar en duda.

-Pues no lo estéis -replicó Constanza-, que esos dos peregri-nos, si son los que yo imagino, bien pueden doblar el precio ypagaros a toda vuestra satisfación.

Las damas francesas, Ruperta, Croriano y Periandro queda-ron atónitos de ver la verdadera imagen del rostro de Auristelaen el del retrato. Cayó la gente que el retrato miraba en queparecía al de Auristela, y poco a poco comenzó a salir una voz,que todos y cada uno de por sí afirmaba:

-Este retrato que se vende es el mismo de esta peregrina queva en este coche; ¿para qué queremos ver al traslado, sino aloriginal?

Y así, comenzaron a rodear el coche, que los caballos no po-dían ir adelante ni volver atrás, por lo cual dijo Periandro:

-Auristela, hermana, cúbrase el rostro con algún velo, porquetanta luz ciega, y no nos deja ver por dónde caminamos.

Hízolo así Auristela, y pasaron adelante; pero no por esto de-jó de seguirlos mucha gente, que esperaban a que se quitase elvelo, para verla como deseaban. Apenas se hubo quitado de allí

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el coche, cuando se llegó al dueño del retrato Arnaldo en sushábitos de peregrino, y dijo:

-Yo soy el que os ofrecí los mil escudos por este retrato. Si lequeréis dar, traedle, y venidos conmigo, que yo os los daré lue-go de oro en oro.

A lo que otro peregrino, que era el duque de Nemurs, dijo:-No reparéis, hermano, en precio, sino veníos conmigo y pro-

poned en vuestra imaginación el que quisiéredes, que yo os ledaré luego de contado.

-Señores -respondió el pintor-, concertaos los dos en cuál leha de llevar, que yo no me desconcertaré en el precio, puestoque pienso que antes me habéis de pagar con el deseo que conla obra.

A estas pláticas estaba atenta mucha gente, esperando enqué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millara-das de ducados, a dos, al parecer, pobres peregrinos, parecía-les cosa de burla.

En esto, dijo el dueño:-El que le quisiere, déme señal, y guíe, que yo ya le descuel-

go para llevársele.Oyendo lo cual, Arnaldo puso la mano en el seno, y sacó una

cadena de oro, con una joya de diamantes que de ella pendía, ydijo:

-Tomad esta cadena, que, con esta joya, vale más de dos milescudos, y traedme el retrato.

-Esta vale diez mil -dijo el duque, dándole una de diamantesal dueño del retrato-, y traédmele a mi casa.

-¡Santo Dios! -dijo uno de los circunstantes-, ¿qué retratopuede ser éste, qué hombres éstos y qué joyas éstas? Cosa deencantamento parece aquesta; por eso os aviso, hermano pin-tor, que deis un toque a la cadena y hagáis esperiencia de la fi-neza de las piedras, antes que deis vuestra hacienda: que po-dría ser que la cadena y las joyas fuesen falsas, porque el enca-recimiento que de su valor han hecho, bien se puedesospechar.

Enojáronse los príncipes; pero, por no echar más en la callesus pensamientos, consintieron en que el dueño del retrato seenterase en la verdad del valor de las joyas.

Andaba revuelta toda la gente de Bancos: unos admirando elretrato, otros preguntando quién fuesen los peregrinos, otros

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mirando las joyas, y todos atentos, esperando en quién habíade quedar con el retrato, porque les parecía que estaban de pa-recer los dos peregrinos de no dejarle por ningún precio; diéra-le el dueño por mucho menos de lo que le ofrecían, si se le de-jaran vender libremente. Pasó en esto por Bancos el goberna-dor de Roma, oyó el murmurio de la gente, preguntó la causa,vio el retrato, y vio las joyas; y, pareciéndole ser prendas demás que de ordinarios peregrinos, esperando descubrir algúnsecreto, las hizo depositar y llevar el retrato a su casa, y pren-der a los peregrinos. Quedóse el pintor confuso, viendo menos-cabadas sus esperanzas, y su hacienda en poder de la justicia,donde jamás entró alguna, que si saliese, fuese con aquel lus-tre con que había entrado. Acudió el pintor a buscar a Perian-dro, y a contarle todo el suceso de la venta y del temor que te-nía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de unpintor que le había retratado en Portugal de su original, le ha-bía él comprado en Francia, cosa que le pareció a Periandroposible, por haber sacado otros muchos en el tiempo que Auris-tela estuvo en Lisboa. Con todo eso, le ofreció por él cien escu-dos, con que quedase a su riesgo el cobrar. Contentóse el pin-tor, y, aunque fue tan grande la baja de ciento a mil, le tuvopor bien vendido y mejor pagado.

Aquella tarde, juntándose con otros españoles peregrinos,fue a andar las siete iglesias, entre los cuales peregrinos acer-tó a encontrarse con el poeta que dijo el soneto al descubrirseRoma; conociéronse, y abrazáronse, y preguntáronse de sus vi-das y sucesos. El poeta peregrino le dijo que el día antes le ha-bía sucedido una cosa digna de contarse por admirable; y fueque, habiendo tenido noticia de que un monseñor clérigo de lacámara, curioso y rico, tenía un museo el más extraordinarioque había en el mundo, porque no tenía figuras de personasque efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sinounas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajesilustres que estaban por venir, especialmente los que habíande ser en los venideros siglos poetas famosos, entre las cualestablas había visto dos, que en el principio de ellas estaba escri-to en la una Torcuato Tasso, y más abajo un poco decía Jerusa-lén libertada; en la otra estaba escrito Zárate, y más aba-jo Cruz y Constantino.

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Preguntéle al que me las enseñaba qué significaban aquellosnombres. Respondióme que se esperaba que presto se había dedescubrir en la tierra la luz de un poeta que se había de llamarTorcuato Tasso, el cual había de cantar Jerusalén recuperada,con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces nin-gún poeta hubiese cantado, y que casi luego le había de suce-der un español, llamado Francisco López Duarte, cuya voz ha-bía de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía ha-bía de suspender los corazones de las gentes, contando la in-vención de la Cruz de Cristo, con las guerras del emperadorConstantino: poema verdaderamente heroico y religioso, y dig-no del nombre de poema.

A lo que replicó Periandro:-Duro se me hace de creer que de tan atrás se tome el cargo

de aderezar las tablas donde se hayan de pintar los que estánpor venir, que en efeto en esta ciudad, cabeza del mundo, es-tán otras maravillas de mayor admiración. Y, ¿habrá otras ta-blas aderezadas para más poetas venideros? -preguntóPeriandro.

-Sí -respondió el peregrino-, pero no quise detenerme a leerlos títulos, contentándome con los dos primeros; pero así a bul-to miré tantos que me doy a entender que la edad, cuando és-tos vengan, que, según me dijo el que me guiaba, no puede tar-dar, ha de ser grandísima la cosecha de todo género de poetas.Encamínelo Dios como él fuere más servido.

-Por lo menos -respondió Periandro-, el año que es abundantede poesía suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dárte-le he pobre, si ya la naturaleza no se adelanta a hacer mila-gros; y síguese la consecuencia: hay muchos poetas, luego haymuchos pobres; hay muchos pobres, luego caro es el año.

En esto iban hablando el peregrino y Periandro, cuando llegóa ellos Zabulón el judío, y dijo a Periandro que aquella tarde lequería llevar a ver a Hipólita la Ferraresa, que era una de lasmás hermosas mujeres de Roma, y aun de toda Italia. Respon-dióle Periandro que iría de muy buena gana, lo cual no le res-pondiera si, como le informó de la hermosura, le informara dela calidad de su persona; porque la alteza de la honestidad dePeriandro no se abalanzaba ni abatía a cosas bajas, por hermo-sas que fuesen: que en esto la naturaleza había hecho iguales yformado en una misma turquesa a él y a Auristela, de la cual se

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recató para ir a ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más porengaño que por voluntad; que tal vez la curiosidad hace trope-zar y caer de ojos al más honesto recato.

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Capítulo 7Con la buena crianza, con los ricos ornamentos de la persona ycon los aderezos y pompa de la casa se cubren muchas faltas;porque no es posible que la buena crianza ofenda, ni el rico or-nato enfade, ni el aderezo de la casa no contente.

Todo esto tenía Hipólita, dama cortesana, que en riquezaspodía competir con la antigua Flora, y en cortesía, con la mis-ma buena crianza. No era posible que fuese estimada en pocode quien la conocía, porque con la hermosura encantaba, conla riqueza se hacía estimar y con la cortesía, si así se puede de-cir, se hacía adorar. Cuando el amor se viste de estas tres cali-dades, rompe los corazones de bronce, abre las bolsas de hie-rro y rinde las voluntades de mármol; y más si a estas tres co-sas se les añade el engaño y la lisonja, atributos convenientespara las que quieren mostrar a la luz del mundo sus donaires.¿Hay, por ventura, entendimiento tan agudo en el mundo que,estando mirando una de estas hermosas que pinto, dejando auna parte las de su belleza, se ponga a discurrir las de su hu-milde trato? La hermosura en parte ciega y en parte alumbra:tras la que ciega corre el gusto, tras la que alumbra el pensaren la enmienda.

Ninguna de estas cosas consideró Periandro al entrar en ca-sa de Hipólita. Pero, como tal vez sobre descuidados cimientossuele levantar amor sus máquinas, ésta sin pensamiento algu-no se fabricó, no sobre la voluntad de Periandro, sino en la deHipólita; que, con estas damas que suelen llamar del vicio, noes menester trabajar mucho para dar con ellas, donde se arrep-ientan sin arrepentirse.

Ya había visto Hipólita a Periandro en la calle, y ya le habíahecho movimientos en el alma su bizarría, su gentileza, y, so-bre todo, el pensar que era español, de cuya condición se pro-metía dádivas imposibles y concertados gustos; y estos pensa-mientos los había comunicado con Zabulón, y rogádole se lo

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trajese a casa, la cual tenía tan aderezada, tan limpia y tancompuesta, que más parecía que esperaba ser tálamo de bodasque acogimiento de peregrinos.

Tenía la señora Hipólita -que con este nombre la llamaban enRoma, como si lo fuera- un amigo llamado Pirro Calabrés, hom-bre acuchillador, impaciente, facinoroso, cuya hacienda librabaen los filos de su espada, en la agilidad de sus manos y en losengaños de Hipólita, que muchas veces con ellos alcanzaba loque quería, sin rendirse a nadie; pero en lo que más Pirro au-mentaba su vida, era en la diligencia de sus pies, que lo estima-ba en más que las manos y de lo que él más se preciaba era detraer siempre asombrada a Hipólita en cualquiera condiciónque se le mostrase, ora fuese amorosa, ora fuese áspera; quenunca les falta a estas palomas duendas milanos que las persi-gan, ni pájaros que las despedacen: ¡miserable trato de estamundana y simple gente!

Digo, pues, que este caballero, que no tenía de serlo más queel nombre, se halló en casa de Hipólita, al tiempo que entraronen ella el judío y Periandro. Apartóle aparte Hipólita y díjole:

-Vete con Dios, amigo, y llévate esta cadena de oro de cami-no, que este peregrino me envió con Zabulón esta mañana.

-Mira lo que haces, Hipólita -respondió Pirro-, que, a lo quese me trasluce, este peregrino es español, y soltar él de su ma-no, sin haber tocado la tuya, esta cadena, que debe de valercien escudos, gran cosa me parece, y mil temores mesobresaltan.

-Llévate tú, ¡oh Pirro!, la cadena, y déjame a mí el cargo desustentarla y de no volverla, a pesar de todas sus españolerías.

Tomó la cadena, que le dio Hipólita, Pirro, que para el efetola había hecho comprar aquella mañana, y, sellándole la bocacon ella, más que de paso le hizo salir de casa.

Luego Hipólita, libre y desembarazada de su corma, sueltade sus grillos, se llegó a Periandro, y, sin desenfado y con don-aire, lo primero que hizo fue echarle los brazos al cuello,diciéndole:

-En verdad que tengo de ver si son tan valientes los españo-les como tienen la fama.

Cuando Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda lacasa se le había caído a cuestas; y, poniéndole la mano delanteel pecho a Hipólita, la detuvo y la apartó de sí, y le dijo:

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-Estos hábitos que visto, señora Hipólita, no permiten serprofanados, o a lo menos yo no lo permitiré en ninguna mane-ra; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están obligadosa ser valientes cuando no les importa; pero mirad vos, señora,en qué queréis que muestre mi valor, sin que a los dos perjudi-que, y seréis obedecida sin replicaros en nada.

-Paréceme -respondió Hipólita-, señor peregrino, que ansí losois en el alma como en el cuerpo; pero, pues, según decís queharéis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique,entraos conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar unalonja y un camarín mío.

A lo que respondió Periandro:-Aunque soy español, soy algún tanto medroso, y más os te-

mo a vos sola que a un ejército de enemigos. Haced que noshaga otro la guía y llevadme do quisiéredes.

Llamó Hipólita a dos doncellas suyas y a Zabulón el judío,que a todo se halló presente, y mandólas que guiasen a lalonja.

Abrieron la sala, y a lo que después Periandro dijo, estaba lamás bien aderezada que pudiese tener algún príncipe rico y cu-rioso en el mundo. Parrasio, Polignoto, Apeles, Ceuxis y Timan-tes tenían allí lo perfecto de sus pinceles, comprado con los te-soros de Hipólita, acompañados de los del devoto Rafael de Ur-bino y de los del divino Micael Angelo: riquezas donde las deun gran príncipe deben y pueden mostrarse. Los edificios rea-les, los alcázares soberbios, los templos magníficos y las pintu-ras valientes son propias y verdaderas señales de la magnani-midad y riqueza de los príncipes, prendas, en efeto, contra qu-ien el tiempo apresura sus alas y apresta su carrera, como aémulas suyas, que a su despecho están mostrando la magnifi-cencia de los pasados siglos.

¡Oh Hipólita, sólo buena por esto! Si entre tantos retratosque tienes, tuvieras uno de tu buen trato, y dejaras en el suyo aPeriandro, que, asombrado, atónito y confuso andaba mirandoen qué había de parar la abundancia que en la lonja veía enuna limpísima mesa, que de cabo a cabo la tomaba la músicaque de diversos géneros de pájaros en riquísimas jaulas esta-ban, haciendo una confusa, pero agradable armonía.

En fin, a él le pareció que todo cuanto había oído decir de loshuertos hesperídeos, de los de la maga Falerina, de los

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Pensiles famosos, ni de todos los otros que por fama fuesen co-nocidos en el mundo, no llegaban al adorno de aquella sala yde aquella lonja. Pero, como él andaba con el corazón sobresal-tado, que bien haya su honestidad, que se le aprensaba entredos tablas, no se le mostraban las cosas como ellas eran; antes,cansado de ver cosas de tanto deleite, y enfadado de ver quetodas ellas se encaminaban contra su gusto, dando de mano ala cortesía, probó a salirse de la lonja, y se saliera si Hipólitano se lo estorbara, de manera que le fue forzoso mostrar conlas manos ásperas palabras algo descorteses. Trabó de la es-clavina de Periandro, y, abriéndole el jubón, le descubrió lacruz de diamantes que de tantos peligros hasta allí había esca-pado, y así deslumbró la vista a Hipólita como el entendimien-to, la cual, viendo que se le iba, a despecho de su blanda fuer-za, dio en un pensamiento, que si le supiera revalidar y apoyaralgún tanto mejor, no le fuera bien dello a Periandro; el cual,dejando la esclavina en poder de la nueva egipcia, sin sombre-ro, sin bordón, sin ceñidor ni esclavina, se puso en la calle: queel vencimiento de tales batallas consiste más en el huir que enel esperar. Púsose ella asimismo a la ventana, y a grandes vo-ces comenzó a apellidar la gente de la calle, diciendo:

-¡Ténganme a ese ladrón, que, entrando en mi casa como hu-mano, me ha robado una prenda divina que vale una ciudad!

Acertaron a estar en la calle dos de la guarda del Pontífice,que dicen pueden prender en fragante, y, como la voz era deladrón, facilitaron su dudosa potestad y prendieron a Perian-dro; echáronle mano al pecho, y, quitándole la cruz, le santig-uaron con poca decencia: paga que da la justicia a los nuevosdelincuentes, aunque no se les averigüe el delito.

Viéndose, pues, Periandro puesto en cruz, sin su cruz, dijo alos tudescos, en su misma lengua, que él no era ladrón, sinopersona principal, y que aquella cruz era suya, y que viesenque su riqueza no la podía hacer de Hipólita, y que les rogabale llevasen ante el gobernador, que él esperaba con brevedadaveriguar la verdad de aquel caso. Ofrecióles dineros, y con es-to y con habelles hablado en su lengua, con que se reconcilianlos ánimos que no se conocen, los tudescos no hicieron caso deHipólita; y así, llevaron a Periandro delante del gobernador,viendo lo cual Hipólita, se quitó de la ventana, y, casi arañán-dose el rostro, dijo a sus criadas:

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-¡Ay, hermanas, y qué necia he andado! A quien pensaba re-galar, he lastimado; a quien pensaba servir, he ofendido; presova por ladrón el que lo ha sido de mi alma; mirad qué caricias,mirad qué halagos son hacer prender al libre y disfamar alhonrado.

Y luego les contó cómo llevaban preso al peregrino dos de laguarda del Papa. Mandó asimismo que la aderezasen luego elcoche, que quería ir en su seguimiento y disculpalle, porque nopodía sufrir su corazón verse herir en las mismas niñas de susojos, y que antes quería parecer testimoñera que cruel; que dela crueldad no tendría disculpa, y del testimonio sí, echando laculpa al amor, que por mil disparates descubre y manifiestasus deseos, y hace mal a quien bien quiere.

Cuando ella llegó en casa del gobernador, le halló con la cruzen las manos, examinando a Periandro sobre el caso; el cual,como vio a Hipólita, dijo al gobernador:

-Esta señora que aquí viene ha dicho que esa cruz que vuesamerced tiene yo se la he robado, y yo diré que es verdad, cuan-do ella dijere de qué es la cruz, qué valor tiene y cuántos dia-mantes la componen; porque si no es que se lo dicen los ánge-les o alguno otro espíritu que lo sepa, ella no lo puede saber,porque no la ha visto sino en mi pecho, y una vez sola.

-¿Qué dice la señora Hipólita a esto? -dijo el gobernador.Y esto cubriendo la cruz, porque no tomase las señas della.La cual respondió:-Con decir que estoy enamorada, ciega y loca, quedará este

peregrino disculpado y yo esperando la pena que el señor go-bernador quisiere darme por mi amoroso delito.

Y le contó punto por punto lo que con Periandro le había pa-sado, de lo que se admiró el gobernador, antes del atrevimien-to que del amor de Hipólita: que de semejantes sujetos sonpropios los lascivos disparates. Afeóle el caso, pidió a Perian-dro la perdonase, dióle por libre, y volvióle la cruz, sin que enaquella causa se escribiese letra alguna, que no fue venturapoca.

Quisiera saber el gobernador quién eran los peregrinos quehabían dado las joyas en prendas del retrato de Auristela, y asi-mismo quién era él y quién Auristela.

A lo que respondió Periandro:

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-El retrato es de Auristela, mi hermana; los peregrinos pue-den tener joyas mucho más ricas; esta cruz es mía; y, cuandome dé el tiempo lugar, y la necesidad me fuerce, diré quiénsoy; que el decirlo agora no está en mi voluntad, sino en la demi hermana. El retrato que vuesa merced tiene ya se lo tengocomprado al pintor por precio convenible, sin que en la comprahayan intervenido pujas, que se fundan más en rancor y en fan-tasía que en razón.

El gobernador dijo que él se quería quedar con él por el tan-to, por añadir con él a Roma cosa que aventajase a las de losmás excelentes pintores que la hacían famosa.

-Yo se le doy a vuesa merced -respondió Periandro-, por pare-cerme que, en darle tal dueño, le doy la honra posible.

Agradecióselo el gobernador, y aquel día dio por libres a Ar-naldo y a el duque, y les volvió sus joyas, y él se quedó con elretrato, porque estaba puesto en razón que se había de quedarcon algo.

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Capítulo 8Más confusa que arrepentida volvió Hipólita a su casa; pensati-va además y además enamorada: que, aunque es verdad que enlos principios de los amores los desdenes suelen ser parte paraacabarlos, los que usó con ella Periandro le avivaron más losdeseos. Parecíale a ella que no había de ser tan de bronce unperegrino que no se ablandase con los regalos que pensaba ha-cerle; pero, hablando consigo, se dijo a sí misma:

-Si este peregrino fuera pobre, no trujera consigo cruz tan ri-ca, cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescritode su riqueza: de modo que la fuerza desta roca no se ha de to-mar por hambre; otros ardides y mañas son menester para ren-dirla. ¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parteocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuesesu hermana? ¿No sería posible que las finezas de los desdenesque usa conmigo los quisiese asentar y poner en cargo a Auris-tela? ¡Válame Dios, que me parece que en este punto he halla-do el de mi remedio! ¡Alto! ¡Muera Auristela! Descúbrase esteencantamento; a lo menos, veamos el sentimiento que estemontaraz corazón hace; pongamos siquiera en plática este di-signio; enferme Auristela; quitemos su sol delante de los ojosde Periandro; veamos si, faltando la hermosura, causa primerade adonde el amor nace, falta también el mismo amor: que po-dría ser que, dando yo lo que a éste le quitare, quitándole a Au-ristela, viniese a reducirse a tener más blandos pensamientos;por lo menos, probarlo tengo, ateniéndome a lo que se dice:que no daña el tentar las cosas que descubren algún rastro deprovecho.

Con estos pensamientos algo consolada, llegó a su casa, don-de halló a Zabulón, con quien comunicó todo su disignio, conf-iada en que tenía una mujer de la mayor fama de hechiceraque había en Roma, pidiéndole, habiendo antes precedido dádi-vas y promesas, hiciese con ella, no que mudase la voluntad de

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Periandro, pues sabía que esto era imposible, sino que enfer-mase la salud de Auristela; y, con limitado término, si fuesemenester, le quitase la vida. Esto dijo Zabulón ser cosa fácil alpoder y sabiduría de su mujer. Recibió no sé cuánto por prime-ra paga, y prometió que desde otro día comenzaría la quiebrade la salud de Auristela.

No solamente Hipólita satisfizo a Zabulón, sino amenazóleasimismo; y a un judío dádivas o amenazas le hacen prometer yaun hacer imposibles.

Periandro contó a Croriano, Ruperta, a Auristela y a las tresdamas francesas, a Antonio y a Constanza su prisión, los amo-res de Hipólita y la dádiva que había hecho del retrato de Au-ristela al gobernador.

No le contentó nada a Auristela los amores de la cortesana,porque ya había oído decir que era una de las más hermosasmujeres de Roma, de las más libres, de las más ricas y más dis-cretas, y las musarañas de los celos, aunque no sea más deuna, y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la represen-ta en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olim-po; y cuando la honestidad ata la lengua de modo que no puedequejarse, da tormento al alma con las ligaduras del silencio, demodo que a cada paso anda buscando salidas para dejar la vidadel cuerpo. Según otra vez se ha dicho, ningún otro remediotienen los celos que oír disculpas; y, cuando éstas no se admi-ten, no hay que hacer caso de la vida, la cual perdiera Auristelamil veces, antes que formar una queja de la fee de Periandro.

Aquella noche fue la primera vez que Bartolomé y la Talave-rana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo es-taban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eranlos del matrimonio, pues se habían casado; que la muerte delpolaco puso en libertad a Luisa, y a él le trujo su destino a ve-nir peregrino a Roma. Antes de llegar a su patria halló en Ro-ma a quien no traía intención de buscar, acordándose de losconsejos que en España le había dado Periandro, pero no pudoestorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad.

Aquella noche, asimismo, visitó Arnaldo a todas aquellas se-ñoras, y dio cuenta de algunas cosas que en el volver a buscar-les, después que apaciguó la guerra de su patria, le habían su-cedido. Contó cómo llegó a la isla de las Ermitas, donde no ha-bía hallado a Rutilio, sino a otro ermitaño en su lugar, que le

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dijo que Rutilio estaba en Roma; dijo, asimismo, que había to-cado en la isla de los pescadores, y hallado en ella libres, sanasy contentas a las desposadas y a los demás que con Periandro,según ellos dijeron, se habían embarcado; contó cómo supo deoídas que Policarpa era muerta, y Sinforosa no había queridocasarse; dijo cómo se tornaba a poblar la Isla Bárbara, confir-mándose sus moradores en la creencia de su falsa profecía; ad-virtió cómo Mauricio y Ladislao, su yerno, con su hija Transila,habían dejado su patria y pasádose a vivir más pacíficamente aInglaterra; dijo también cómo había estado con Leopoldio, reyde los dáneos, después de acabada la guerra, el cual se habíacasado por dar sucesión a su reino, y que había perdonado alos dos traidores que llevaba presos cuando Periandro y suspescadores le encontraron, de quien mostró estar muy agrade-cido, por el buen término y cortesía que con él tuvieron; y, en-tre los nombres que le era forzoso nombrar en su discurso, talvez tocaba con el de los padres de Periandro, y tal con los deAuristela, con que les sobresaltaba los corazones y les traía ala memoria así grandezas como desgracias.

Dijo que en Portugal, especialmente en Lisboa, eran en sumaestimación tenidos sus retratos; contó asimismo la fama quedejaban en Francia, en todo aquel camino, la hermosura deConstanza y de aquellas señoras damas francesas; dijo cómoCroriano había granjeado opinión de generoso y de discreto enhaber escogido a la sin par Ruperta por esposa; dijo, asimismo,cómo en Luca se hablaba mucho en la sagacidad de IsabelaCastrucho, y en los breves amores de Andrea Marulo, a quiencon el demonio fingido trujo el cielo a vivir vida de ángeles;contó cómo se tenía por milagro la caída de Periandro, y cómodejaba en el camino a un mancebo peregrino, poeta, que noquiso adelantarse con él, por venirse despacio, componiendouna comedia de los sucesos de Periandro y Auristela, que lossabía de memoria por un lienzo que había visto en Portugal,donde se habían pintado, y que traía intención firmísima de ca-sarse con Auristela, si ella quisiese.

Agradecióle Auristela su buen propósito, y aun desde allí leofreció darle para un vestido, si acaso llegase roto: que un de-seo de un buen poeta toda buena paga merece.

Dijo también que había estado en casa de la señora Constan-za y Antonio, y que sus padres y abuelos estaban buenos y sólo

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fatigados de la pena que tenían de no saber de la salud de sushijos, deseando volviese la señora Constanza a ser esposa delconde, su cuñado, que quería seguir la discreta elección de suhermano, o ya por no dar los veinte mil ducados, o ya por elmerecimiento de Constanza, que era lo más cierto, de que nopoco se alegraron todos, especialmente Periandro y Auristela,que como a sus hermanos los querían.

Desta plática de Arnaldo, se engendraron en los pechos delos oyentes nuevas sospechas de que Periandro y Auristela de-bían de ser grandes personajes, porque, de tratar de casamien-tos de condes y de millaradas de ducados, no podían nacer sinosospechas illustres y grandes.

Contó también cómo había encontrado en Francia a Renato,el caballero francés vencido en la batalla contra derecho, y li-bre y vitorioso por la conciencia de su enemigo. En efeto, po-cas cosas quedaron de las muchas que en el galán progresodesta historia se han contado, en quien él se hubiese hallado,pues que allí no las volviese a traer a la memoria, trayendotambién la que tenía de quedarse con el retrato de Auristela,que tenía Periandro contra la voluntad del duque y contra lasuya, puesto que dijo que, por no dar enojo a Periandro, disi-mularía su agravio.

-Ya le hubiera yo deshecho -respondió Periandro-, volviendo,señor Arnaldo, el retrato, si entendiera fuera vuestro. La ventu-ra y su diligencia se le dieron al duque; vos se le quitastes porfuerza; y así, no tenéis de qué quejaros. Los amantes estánobligados a no juzgar sus causas por la medida de sus deseos,que tal vez no los han de satisfacer, por acomodarse con la ra-zón, que otra cosa les manda; pero yo haré de manera que, noquedando vos, señor Arnaldo, contento, el duque quede satisfe-cho, y será con que mi hermana Auristela se quede con el re-trato, pues es más suyo que de otro alguno.

Satisfízole a Arnaldo el parecer de Periandro, y ni más ni me-nos a Auristela. Con esto cesó la plática; y otro día por la ma-ñana comenzaron a obrar en Auristela los hechizos, los vene-nos, los encantos y las malicias de la Iulia, mujer de Zabulón.

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Capítulo 9No se atrevió la enfermedad a acometer rostro a rostro a la be-lleza de Auristela, temerosa no espantase tanto la hermosura lafealdad suya; y así, la acometió por las espaldas, dándole enellas unos calosfríos, al amanecer, que no la dejaron levantaraquel día; luego luego, se le quitó la gana de comer, y comenzóla viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con eltiempo suele llegar a los enfermos, sembró en un punto por to-dos los sentidos de Constanza, haciendo el mismo efeto en losde Periandro, que luego se alborotaron y temieron todos losmales posibles, especialmente lo que temen los poco ven-turosos.

No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecíancárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmínde sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los ca-bellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse lasmanos, y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro.Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la mirabaen el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada.Llegaban a sus oídos, a lo menos llegaron de allí a dos días, suspalabras, entre débiles acentos formadas, y pronunciadas conturbada lengua. Asustáronse las señoras francesas, y el cuida-do de atender a la salud de Auristela fue de tal modo que tuvie-ron necesidad de tenerle de sí mismas.

Llamáronse médicos, escogiéronse los mejores, a lo menoslos de mejor fama; que la buena opinión califica la acertadamedicina, y así suele haber médicos venturosos como soldadosbien afortunados; la buena suerte y la buena dicha, que todo esuno, también puede llegar a la puerta del miserable en un sacode sayal como en un escaparate de plata. Pero ni en plata ni enlana no llegaba ninguna a las puertas de Auristela, de lo quediscretamente se desesperaban los dos hermanos Antonio yConstanza.

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Esto era al revés en el duque, que, como el amor que teníaen el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela,así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltan-do el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el al-ma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la sepultu-ra con la cosa amada. Feísima es la muerte, y quien más a ellase llega es la dolencia; y amar las cosas feas parece cosa sobre-natural y digna de tenerse por milagro.

Auristela, en fin, iba enflaqueciendo por momentos, y quitan-do las esperanzas de su salud a cuantos la conocían. Sólo Per-iandro era el solo, sólo el firme, sólo el enamorado, sólo aquelque con intrépido pecho se oponía a la contraria fortuna y a lamisma muerte, que en la de Auristela le amenazaba.

Quince días esperó el duque de Nemurs, a ver si Auristelamejoraba, y en todos ellos no hubo ninguno que a los médicosno consultase de la salud de Auristela, y ninguno se la aseguró,porque no sabían la causa precisa de su dolencia; viendo locual el duque y que las damas francesas no hacían dél caso al-guno, viendo también que el ángel de luz de Auristela se habíavuelto el de tinieblas, fingiendo algunas causas que, si no deltodo, en parte le disculpaban, un día, llegándose a Auristela enel lecho donde enferma estaba, delante de Periandro, le dijo:

-Pues la ventura me ha sido tan contraria, hermosa señora,que no me ha dejado conseguir el deseo que tenía de recebirtepor mi legítima esposa, antes que la desesperación me traiga atérminos de perder el alma, como me ha traído en los de per-der la vida, quiero por otro camino probar mi ventura, porquesé cierto que no tengo de tener ninguna buena, aunque la pro-cure; y así, sucediéndome el mal que no procuro, vendré a per-derme y a morir desdichado, y no desesperado. Mi madre mellama; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero, y entrete-ner el tiempo del camino tanto que halle la muerte lugar deacometerme, pues ha de hallar en mi alma las memorias de tuhermosura y de tu enfermedad, y quiera Dios que no diga lasde tu muerte.

Dieron sus ojos muestra de algunas lágrimas. No pudo res-ponderle Auristela, o no quiso, por no errar en la respuesta de-lante de Periandro. Lo más que hizo fue poner la mano debajode su almohada, y sacar su retrato y volvérsele al duque, el

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cual le besó las manos por tan gran merced; pero, alargando lasuya Periandro, se le tomó, y le dijo:

-Si dello no disgustas, ¡oh gran señor!, por lo que bien quie-res, te suplico me le prestes, porque yo pueda cumplir una pa-labra que tengo dada, que, sin ser en perjuicio tuyo, será gran-demente en el mío si no lo cumplo.

Volviósele el duque, con grandes ofrecimientos de poner porél la hacienda, la vida y la honra, y más, si más pudiese, y des-de allí se dividió de los dos hermanos, con pensamiento de noverlos más en Roma. Discreto amante, y el primero quizá quehaya sabido aprovecharse de las guedejas que la ocasión leofrecía.

Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para queconsiderara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, ycuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinac-iones, pues, como se ha dicho, la muerte casi había pisado lasropas a Auristela, y estuvo muy determinado de acompañar alconde, si no en su camino, a lo menos en su propósito, volvién-dose a Dinamarca; mas el amor, y su generoso pecho, no die-ron lugar a que dejase a Periandro sin consuelo y a su hermanaAuristela en los postreros límites de la vida, a quien visitó, y denuevo hizo ofrecimientos, con determinación de aguardar aque el tiempo mejorase los sucesos, a pesar de todas las sospe-chas que le sobrevenían.

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Capítulo 10Contentísima estaba Hipólita de ver que las artes de la cruelJulia tan en daño de la salud de Auristela se mostraban, porqueen ocho días la pusieron tan otra de lo que ser solía, que ya nola conocían sino por el órgano de la voz; cosa que tenía suspen-sos a los médicos y admirados a cuantos la conocían. Las seño-ras francesas atendían a su salud con tanto cuidado como sifueran sus queridas hermanas, especialmente Feliz Flora, quecon particular afición la quería.

Llegó a tanto el mal de Auristela que, no conteniéndose enlos términos de su juridición, pasó a la de sus vecinos, y, comoninguno lo era tanto como Periandro, el primero con quien en-contró fue con él, no porque el veneno y maleficios de la per-versa judía obrasen en él derechamente, y con particular asis-tencia, como en Auristela, para quien estaban hechos, sino por-que la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela eratanta, que causaba en él el mismo efeto que en Auristela, y asíse iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vi-da suya como de la de Auristela.

Viendo lo cual Hipólita, y que ella misma se mataba con losfilos de su espada, adivinando con el dedo de dónde procedía elmal de Periandro, procuró darle remedio, dándosele a Auriste-la, la cual, ya flaca, ya descolorida, parecía que estaba llaman-do su vida a las aldabas de las puertas de la muerte; y, creyen-do sin duda, que por momentos la abrirían, quiso abrir y prepa-rar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, biencomo ya instruída en la verdad católica; y así, haciendo las dili-gencias necesarias, con la mayor devoción que pudo, dio mues-tras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de suscostumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Ro-ma la habían enseñado, y, resignándose en las manos de Dios,sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas.

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Hipólita, pues, habiendo visto, como está ya dicho, que mu-riéndose Auristela moría también Periandro, acudió a la judía apedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían aAuristela, o los quitase del todo: que no quería ella ser invento-ra de quitar con un golpe solo tres vidas, pues muriendo Auris-tela, moría Periandro, y, muriendo Periandro, ella también que-daría sin vida. Hízolo así la judía, como si estuviera en su manola salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todoslos males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como nodependen los males de culpa; pero Dios, obligándole, si así sepuede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos,permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechi-cería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda ha él permiti-do, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quitanla vida a la persona que quieren, sin que tenga remedio de es-cusar este peligro, porque le ignora, y no se sabe de dónde pro-cede la causa de tan mortal efeto; así que, para guarecer des-tos males, la gran misericordia de Dios ha de ser la maestra, laque ha de aplicar la medicina.

Comenzó, pues, Auristela a dejar de empeorar, que fue señalde su mejoría; comenzó el sol de su belleza a dar señales y vis-lumbres de que volvía a amanecer en el cielo de su rostro; volv-ieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en susojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a ente-rarse el órgano suave de su voz; afinóse el carmín de sus lab-ios; compitió con el marfil la blancura de sus dientes, que volv-ieron a ser perlas, como antes lo eran; en fin, en poco espaciode tiempo volvió a ser toda hermosa, toda bellísima, toda agra-dable y toda contenta, y estos mismos efetos redundaron enPeriandro, y en las damas francesas y en los demás: Croriano yRuperta, Antonio y su hermana Constanza, cuya alegría o tris-teza caminaba al paso de la de Auristela, la cual, dando graciasal cielo por la merced y regalos que le iba haciendo, así en laenfermedad como en la salud, un día llamó a Periandro, y, es-tando solos por cuidado y de industria, desta manera le dijo:

-Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombretan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sindar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte tellamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría queesta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la

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vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuan-to es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nues-tras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado,siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sinoen Dios, como en su centro. En esta vida los deseos son infini-tos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van for-mando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en elinfierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío,y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mispocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasade mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas;principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios estála suma gloria, y todos los medios que para este fin se encami-nan son los buenos, son los santos, son los agradables, comoson los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo,a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así,entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querráslo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes lacausa por que mi querida madre me envió en casa de los reyestus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se te-mía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujetaa tu voluntad que no he salido della un punto; tú has sido mipadre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmen-te, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro,pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser crist-iana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo,sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá sersi tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es lapalabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la pala-bra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza:que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuantohay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos.Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios,que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excedea que me dejes por él. Una hermana tengo pequeña, pero tanhermosa como yo, si es que se puede llamar hermosa la mortalbelleza; con ella te podrás casar, y alcanzar el reino que a míme toca, y con esto, haciendo felices mis deseos, no quedarándefraudados del todo los tuyos. ¿Qué inclinas la cabeza, herma-no? ¿A qué pones los ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas

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razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, res-póndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré lamía, y buscaré alguna salida a tu gusto, que en algo con el míose conforme.

Con grandísimo silencio estuvo escuchando Periandro a Au-ristela, y en un breve instante formó en su imaginación milla-res de discursos, que todos venieron a parar en el peor que pa-ra él pudiera ser, porque imaginó que Auristela le aborrecía,porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le aca-bara la suya, pues bien debía saber que, en dejando ella de sersu esposa, él no tenía para qué vivir en el mundo; y fue y vinocon esta imaginación con tanto ahínco que, sin responder pala-bra a Auristela, se levantó de donde estaba sentado, y, con oca-sión de salir a recebir a Feliz Flora y a la señora Constanza,que entraban en el aposento, se salió dél y dejó a Auristela, nosé si diga arrepentida, pero sé que quedó pensativa y confusa.

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Capítulo 11Las aguas en estrecho vaso encerradas, mientras más priesa sedan a salir, más despacio se derraman, porque las primeras,impelidas de las segundas, se detienen, y unas o otras se nie-gan el paso, hasta que hace camino la corriente y se desagua.

Lo mismo acontece en las razones que concibe el entendim-iento de un lastimado amante, que, acudiendo tal vez todasjuntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no sabe eldiscurso con cuáles se dé primero a entender su imaginación; yasí, muchas veces, callando, dice más de lo que querría.

Mostróse esto en la poca cortesía que hizo Periandro a losque entraron a ver a Auristela, el cual lleno de discursos, pre-ñado de conceptos, colmado de imaginaciones, desdeñado ydesengañado, se salió del aposento de Auristela, sin saber, niquerer, ni poder responder palabra alguna a las muchas queella le había dicho. Llegaron a ella Antonio y su hermana, y ha-lláronla como persona que acaba de despertar de un pesadosueño, y que entre sí estaba diciendo con palabras distintas yclaras:

-Mal hecho; pero, ¿qué importa? ¿No es mejor que mi herma-no sepa mi intención? ¿No es mejor que yo deje con tiempo loscaminos torcidos y las dudosas sendas, y tienda el paso por losatajos llanos, que con distinción clara nos están mostrando elfelice paradero de nuestra jornada? Yo confieso que la compa-ñía de Periandro no me ha de estorbar de ir al cielo; pero tam-bién siento que iré más presto sin ella; sí, que más me debo yoa mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se ha deposponer los del parentesco, cuanto más que yo no tengo nin-guno con Periandro.

-Advierte -dijo a esta sazón Constanza-, hermana Auristela,que vas descubriendo cosas que podrían ser parte que, deste-rrando nuestras sospechas, a ti te dejasen confusa. Si no es tuhermano Periandro, mucha es la conversación que con él

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tienes; y si lo es, no hay para qué te escandalices de sucompañía.

Acabó a esta sazón de volver en sí Auristela, y, oyendo lo queConstanza le decía, quiso enmendar su descuido; pero no acer-tó, pues para soldar una mentira, por muchas se atropellan, ysiempre queda la verdad en duda, aunque más viva lasospecha.

-No sé, hermana -dijo Auristela-, lo que me he dicho, ni sé siPeriandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es quees mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él memuevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, enlos términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensam-iento, ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como ledebe guardar una mujer principal a un tan principal hermano.

-No te entiendo, señora Auristela -la dijo a esta sazón Anton-io-, pues de tus razones tanto alcanzo ser tu hermano Perian-dro, como si no lo fuese. Dinos ya quién es y quién eres, si esque puedes decillo; que agora sea tu hermano o no lo sea, porlo menos no podéis negar ser principales, y en nosotros, digoen mí y en mi hermana Constanza, no está tan en niñez la espe-riencia que nos admire ningún caso que nos contares; que,puesto que ayer salimos de la Isla Bárbara, los trabajos quehas visto que hemos pasado han sido nuestros maestros en mu-chas cosas, y, por pequeña muestra que se nos dé, sacamos elhilo de los más arduos negocios, especialmente en los que sonde amores, que parece que los tales consigo mismo traen la de-claración. ¿Qué mucho que Periandro no sea tu hermano, y quémucho que tú seas su ligítima esposa? ¿Y qué mucho, otra vez,que con honesto y casto decoro os hayáis mostrado hasta aquílimpísimos al cielo y honestísimos a los ojos de los que os hanvisto? No todos los amores son precipitados ni atrevidos, ni to-dos los amantes han puesto la mira de su gusto en gozar a susamadas, sino con las potencias de su alma; y, siendo esto así,señora mía, otra vez te suplico nos digas quién eres y quién esPeriandro, el cual, según le vi salir de aquí, él lleva un volcánen los ojos y una mordaza en la lengua.

-¡Ay, desdichada -replicó Auristela-, y cuán mejor me hubierasido que me hubiera entregado al silencio eterno, pues, callan-do, escusara la mordaza que dices que lleva en su lengua! In-discretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas;

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mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle; y,para acabarle de perder, y para que juntamente se acabe latragedia de mi vida, quiero que sepáis vosotros, pues el cieloos hizo verdaderos hermanos, que no lo es mío Periandro, nimenos es mi esposo ni mi amante; a lo menos, de aquéllos que,corriendo por la carrera de su gusto, procuran parar sobre lahonra de sus amadas. Hijo de rey es; hija y heredera de un rei-no soy; por la sangre somos iguales; por el estado, alguna ven-taja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nues-tras intenciones se responden, y nuestros deseos, con honestí-simo efeto, se están mirando; sola la ventura es la que turba yconfunde nuestras intenciones, y la que por fuerza hace queesperemos en ella. Y, porque el nudo que lleva a la gargantaPeriandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora,señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle, que, pues él tu-vo licencia para irse sin la mía, no querrá volver sin serbuscado.

-Levanta, pues -dijo Constanza-, y vamos a buscalle, que loslazos con que amor liga a los amantes, no los deja alejar de loque bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le ve-rás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un po-co los escrúpulos que te rodean, dales de mano, y dala de espo-sa a Periandro; que, igualándole contigo, pondrás silencio acualquiera murmuración.

Levantóse Auristela, y, en compañía de Feliz Flora, Constan-za y Antonio, salieron a buscar a Periandro; y, como ya en laopinión de los tres era reina, con otros ojos la miraban, y conotro respeto la servían.

Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse dequien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tienepor compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los con-tinuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le deja-ban un punto.

-¡Ay! -iba diciendo entre sí-, hermosísima Sigismunda, reinapor naturaleza, bellísima por privilegio y por merced de la mis-ma naturaleza, discreta sobremodo, y sobremanera agradable,y ¡cuán poco te costaba, oh señora, el tenerme por hermano,pues mis tratos y pensamientos jamás desmintieran la verdadde serlo, aunque la misma malicia lo quisiera averiguar, aunq-ue en sus trazas se desvelara! Si quieres que te lleven al cielo

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sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que deDios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirt-ieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el ca-mino que deseas. Sin ser mi homicida, dejaras, ¡oh señora!, acargo del silencio y del engaño tus pensamientos, y no me losdeclararas a tiempo que habías de arrancar con las raíces demi amor mi alma, la cual, por ser tan tuya, te dejo a toda tu vo-luntad, y de la mía me destierro; quédate en paz, bien mío, yconoce que el mayor que te puedo hacer es dejarte.

Llegóse la noche en esto, y, apartándose un poco del camino,que era el de Nápoles, oyó el sonido de un arroyo que por en-tre unos árboles corría, a la margen del cual, arrojándose degolpe en el suelo, puso en silencio la lengua, pero no dio treg-uas a sus suspiros.

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Capítulo 12Donde se dice quién eran Periandro y Auristela

Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro,que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten deapartados y diferentes principios, acaban en un punto.

Sollozando estaba Periandro, en compañía del manso arroy-uelo y de la clara luz de la noche; hacíanle los árboles compa-ñía, y un aire blando y fresco le enjugaba las lágrimas; llevába-le la imaginación Auristela, y la esperanza de tener remedio desus males el viento, cuando llegó a sus oídos una voz estranjeraque, escuchándola con atención, vio que era en lenguaje de supatria, sin poder distinguir si murmuraba o si cantaba; y la cur-iosidad le llevó cerca, y, cuando lo estuvo, oyó que eran dospersonas las que no cantaban ni murmuraban, sino que en plá-tica corriente estaban razonando; pero lo que más le admirófue que hablasen en lengua de Noruega, estando tan apartadosdella; acomodóse detrás de un árbol de tal forma que él y el ár-bol hacían una misma sombra, recogió el aliento, y la primerarazón que llegó a sus oídos fue:

-No tienes, señor, para qué persuadirme de que en dos mita-des se parte el día entero de Noruega, porque yo he estado enella algún tiempo, donde me llevaron mis desgracias, y sé quela mitad del año se lleva la noche y la otra mitad el día. El quesea esto así, yo lo sé; el porqué sea así, ignoro.

A lo que respondió:-Si llegamos a Roma, con una esfera te haré tocar con la ma-

no la causa dese maravilloso efeto, tan natural en aquel climacomo lo es en éste ser el día y la noche de venticuatro horas.«También te he dicho cómo en la última parte de Noruega, casidebajo del polo Ártico, está la isla que se tiene por última en elmundo, a lo menos por aquella parte, cuyo nombre es Tile, a

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quien Virgilio llamó Tule en aquellos versos que dicen, en el li-bro I, Georg.:

… Ac tua nautaeNumina sola colant: tibi serviat ultima Thule;

que Tule, en griego, es lo mismo que Tile en latín. Esta islaes tan grande, o poco menos, que Inglaterra, rica y abundantede todas las cosas necesarias para la vida humana. Más adelan-te, debajo del mismo norte, como trecientas leguas de Tile, es-tá la isla llamada Frislanda, que habrá cuatrocientos años quese descubrió a los ojos de las gentes, tan grande que tienenombre de reino, y no pequeño. De Tile es rey y señor Magsi-mino, hijo de la reina Eustoquia, cuyo padre no ha muchos me-ses que pasó desta a mejor vida, el cual dejó dos hijos, que eluno es el Magsimino que te he dicho, que es el heredero delreino, y el otro, un generoso mozo llamado Persiles, rico de losbienes de la naturaleza sobre todo estremo, y querido de sumadre sobre todo encarecimiento; y no sé yo con cuál poderteencarecer las virtudes deste Persiles, y así, quédense en supunto, que no será bien que con mi corto ingenio las menosca-be; que, puesto que el amor que le tengo, por haber sido su ayoy criádole desde niño, me pudiera llevar a decir mucho, todavíaserá mejor callar, por no quedar corto.»

Esto escuchaba Periandro, y luego cayó en la cuenta que elque le alababa no podía ser otro que Seráfido, un ayo suyo, yque, asimismo, el que le escuchaba era Rutilio, según la voz ylas palabras que de cuando en cuando respondía. Si se admiróo no, a la buena consideración lo dejo; y más cuando Seráfido,que era el mismo que había imaginado Periandro, oyó que dijo:

-«Eusebia, reina de Frislanda, tenía dos hijas de estremadahermosura, principalmente la mayor, llamada Sigismunda (quela menor llamábase Eusebia, como su madre), donde naturale-za cifró toda la hermosura que por todas las partes de la tierratiene repartida, a la cual, no sé yo con qué disignio, tomandoocasión de que la querían hacer guerra ciertos enemigos su-yos, la envió a Tile en poder de Eustoquia, para que segura-mente, y sin los sobresaltos de la guerra, en su casa se criase,

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puesto que yo para mí tengo que no fue esta la ocasión princi-pal de envialla, sino para que el príncipe Magsimino se enamo-rase della y la recibiese por su esposa: que de las estremadasbellezas se puede esperar que vuelvan en cera los corazonesde mármol, y junten en uno los estremos que entre sí estánmás apartados.

»A lo menos, si esta mi sospecha no es verdadera, no me lapodrá averiguar la esperiencia, porque sé que el príncipe Mag-simino muere por Sigismunda, la cual, a la sazón que llegó aTile, no estaba en la isla Magsimino, a quien su madre la reinaenvió el retrato de la doncella y la embajada de su madre, y élrespondió que la regalasen y la guardasen para su esposa. Res-puesta que sirvió de flecha que atravesó las entrañas de mi hijoPersiles, que este nombre le adquirió la crianza que en él hice.Desde que la oyó no supo oír cosas de su gusto, perdió los brí-os de su juventud, y, finalmente, encerró en el honesto silenciotodas las acciones que le hacían memorable y bien querido detodos, y sobre todo vino a perder la salud y a entregarse en losbrazos de la desesperación de ella.

»Visitáronle médicos; como no sabían la causa de su mal, noacertaban con su remedio: que, como no muestran los pulsos eldolor de las almas, es dificultoso y casi imposible entender laenfermedad que en ellas asiste. La madre, viendo morir a su hi-jo, sin saber quién le mataba, una y muy muchas veces le pre-guntó le descubriese su dolencia, pues no era posible sino queél supiese la causa, pues sentía los efetos. Tanto pudieron es-tas persuasiones, tanto las solicitudes de la doliente madre,que, vencida la pertinacia o la firmeza de Persiles, le vino a de-cir cómo él moría por Sigismunda, y que tenía determinado dedejarse morir antes que ir contra el decoro que a su hermanose le debía, cuya declaración resucitó en la reina su muertaalegría, y dio esperanzas a Persiles de remediarle, si bien seatropellase el gusto de Magsimino, pues, por conservar la vida,mayores respetos se han de posponer que el enojo de unhermano.

»Finalmente, Eustoquia habló a Sigismunda, encareciéndolelo que se perdía en perder la vida Persiles, sujeto donde todaslas gracias del mundo tenían su asiento, bien al revés del deMagsimino, a quien la aspereza de sus costumbres en algúnmodo le hacían aborrecible. Levantóle en esto algo más

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testimonios de los que debiera, y subió de punto, con los hipér-boles que pudo, las bondades de Persiles.

»Sigismunda, muchacha, sola y persuadida, lo que respondiófue que ella no tenía voluntad alguna, ni tenía otra consejeraque la aconsejase, sino a su misma honestidad; que, como éstase guardase, dispusiesen a su voluntad della. Abrazóla la reina,contó su respuesta a Persiles, y entre los dos concertaron quese ausentasen de la isla antes que su hermano viniese, a quiendarían por disculpa, cuando no la hallase, que había hecho votode venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que enaquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra, jurán-dole primero Persiles que en ninguna manera iría en dicho nien hecho contra su honestidad. Y así, colmándoles de joyas yde consejos, los despidió la reina, la cual después me contó to-do lo que hasta aquí te he contado.

»Dos años, poco más, tardó en venir el príncipe Magsimino asu reino, que anduvo ocupado en la guerra que siempre teníacon sus enemigos; preguntó por Sigismunda, y el no hallarlafue hallar su desasosiego. Supo su viaje, y al momento se par-tió en su busca, si bien confiado de la bondad de su hermano,temeroso pero de los recelos, que por maravilla se apartan delos amantes.

»Como su madre supo su determinación, me llamó aparte, yme encargó la salud, la vida y la honra de su hijo, y me mandóme adelantase a buscarle y a darle noticia de que su hermanole buscaba. Partióse el príncipe Magsimino en dos gruesísimasnaves, y, entrando por el estrecho hercúleo, con diferentestiempos y diversas borrascas, llegó a la isla de Tinacria, y des-de allí a la gran ciudad de Parténope, y agora queda no lejos deaquí, en un lugar llamado Terrachina, último de los de Nápolesy primero de los de Roma; queda enfermo, porque le ha cogidoesto que llaman mutación, que le tiene a punto de muerte. Yo,desde Lisboa, donde me desembarqué, traigo noticia de Persi-les y Sigismunda, porque no pueden ser otros una peregrina yun peregrino, de quien la fama viene pregonando tan grandeestruendo de hermosura, que si no son Persiles y Sigismunda,deben de ser ángeles humanados.»

-Si como los nombras -respondió el que escuchaba a Seráfi-do- Persiles y Sigismunda, los nombraras Periandro y Auristela,

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pudiera darte nueva certísima dellos, porque ha muchos díasque los conozco, en cuya compañía he pasado muchos trabajos.

Y luego le comenzó a contar los de la Isla Bárbara, con otrosalgunos, en tanto que se venía el día y en tanto que Periandro,porque allí no le hallasen, los dejó solos, y volvió a buscar a Au-ristela, para contar la venida de su hermano, y tomar consejode lo que debían de hacer para huir de su indignación, tenien-do a milagro haber sido informado en tan remoto lugar de aq-uel caso. Y así, lleno de nuevos pensamientos, volvió a los ojosde su contrita Auristela, ya las esperanzas casi perdidas de al-canzar su deseo.

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Capítulo 13Entretiénese el dolor y el sentimiento de las recién dadas heri-das en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría,fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lomismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando eltiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hastaquitar la vida.

Dijo su voluntad Auristela a Periandro, cumplió con su deseo,y, satisfecha de haberle declarado, esperaba su cumplimiento,confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como seha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Ro-ma, y le sucedió lo que se ha contado. Conoció a Rutilio, el cualcontó a su ayo Seráfido toda la historia de la Isla Bárbara, conlas sospechas que tenía de que Auristela y Periandro fuesen Si-gismunda y Persiles; díjole asimismo que, sin duda, los hallarí-an en Roma, a quien, desde que los conoció, venían encamina-dos con la disimulación y cubierta de ser hermanos; preguntómuchísimas veces a Seráfido la condición de las gentes de aq-uellas islas remotas, de donde era rey Magsimino y reina la sinpar Auristela.

Volvióle a repetir Seráfido cómo la isla de Tile o Tule, queagora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellosmares setentrionales, puesto que ``un poco más adelante estáotra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrióNicolás Zeno, veneciano, el año de mil y trecientos y ochenta,tan grande como Sicilia, ignorada hasta entonces de los antig-uos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yobusco. Hay otra isla, asimismo poderosa y casi siempre llenade nieve, que se llama Groenlanda, a una punta de la cual estáfundado un monasterio debajo del título de Santo Tomás, en elcual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses,toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal dela isla, para que, en saliendo della, sean entendidos por

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doquiera que fueren. Está, como he dicho, la isla sepultada ennieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa mara-villosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sítanta abundancia de agua, y tan caliente, que llega al mar, y,por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pe-ro le calienta de modo que se recogen en aquella parte increí-ble infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantieneel monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y prove-chos. Esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutino-sas, de las cuales se hace un betún pegajoso, con el cual se fa-brican las casas como si fuesen de duro mármol. Otras cosas tepudiera decir -dijo Seráfido a Rutilio- destas islas, que ponenen duda su crédito, pero en efeto son verdaderas''.

Todo esto, que no oyó Periandro, lo contó después Rutilio,que, ayudado de la noticia que dellas Periandro tenía, muchoslas pusieron en el verdadero punto que merecían. Llegó en estoel día, y hallóse Periandro junto a la iglesia y templo, magníficoy casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vio venir hacia síalguna gente en montón, a caballo y a pie; y, llegando cerca,conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Cons-tanza y Antonio, su hermano, y asimismo Hipólita, que, habien-do sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar a que otrallevase las albricias de su hallazgo, y así, siguió los pasos deAuristela, encaminados por la noticia que dellos dio la mujer deZabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con qu-ien no la tiene con nadie.

Llegó en fin Periandro al hermoso escuadrón, saludó a Auris-tela, notóle el semblante del rostro, y halló más mansa su rigu-ridad y más blandos sus ojos. Contó luego públicamente lo queaquella noche le había pasado con Seráfido, su ayo, y con Rutil-io; dijo cómo su hermano el príncipe Magsimino quedaba enTerrachina, enfermo de la mutación, y con propósito de venirsea curar a Roma, y con autoridad disfrazada y nombre trocado abuscarlos; pidió consejo a Auristela y a los demás de lo que ha-ría, porque de la condición de su hermano el príncipe no podíaesperar ningún blando acogimiento.

Pasmóse Auristela con las no esperadas nuevas; desparecié-ronse en un punto, así las esperanzas de guardar su integridady buen propósito, como de alcanzar por más llano camino lacompañía de su querido Periandro.

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Todos los demás circunstantes discurrieron en su imagina-ción qué consejo darían a Periandro, y la primera que salió conel suyo, aunque no se le pidieron, fue la rica y enamorada Hi-pólita, que le ofreció de llevarle a Nápoles con su hermana Au-ristela, y gastar con ellos cien mil y más ducados que su hac-ienda valía. Oyó este ofrecimiento Pirro el Calabrés, que allí es-taba, que fue lo mismo que oír la sentencia irremisible de sumuerte: que en los rufianes no engendra celos el desdén, sinoel interés; y, como éste se perdía con los cuidados de Hipólita,por momentos iba tomando la desesperación posesión de su al-ma, en la cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cu-ya gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se ha di-cho, a él le parecía mucho mayor, porque es propia condicióndel celoso parecerle magníficas y grandes las acciones de susrivales.

Agradeció Periandro a Hipólita, pero no admitió su generosoofrecimiento. Los demás no tuvieron lugar de aconsejarle nada,porque llegaron en aquel instante Rutilio y Seráfido, y entram-bos a dos, apenas hubieron visto a Periandro, cuando corrierona echarse a sus pies, porque la mudanza del hábito no le pudomudar la de su gentileza. Teníale abrazado Rutilio por la cintu-ra y Seráfido por el cuello; lloraba Rutilio de placer y Seráfidode alegría.

Todos los circunstantes estaban atentos mirando el estraño ygozoso recibimiento. Sólo en el corazón de Pirro andaba la me-lancolía, atenaceándole con tenazas más ardiendo que si fue-ran de fuego; y llegó a tanto estremo el dolor que sintió de verengrandecido y honrado a Periandro que, sin mirar lo que ha-cía, o quizá mirándolo muy bien, metió mano a su espada, y porentre los brazos de Seráfido se la metió a Periandro por elhombro derecho, con tal furia y fuerza que le salió la punta porel izquierdo, atravésandole, poco menos que al soslayo, de par-te a parte.

La primera que vio el golpe fue Hipólita, y la primera que gri-tó fue su voz, diciendo:

-¡Ay, traidor, enemigo mortal mío, y cómo has quitado la vidaa quien no merecía perderla para siempre!

Abrió los brazos Seráfido, soltóle Rutilio, calientes ya en suderramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela, lacual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y

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las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho, ylos brazos a una y a otra parte.

Este golpe, más mortal en la apariencia que en el efeto, sus-pendió los ánimos de los circunstantes y les robó la color de losrostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta dela sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cu-ya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo me-nos, Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir delos labios.

Seráfido y Antonio arremetieron a Pirro, y, a despecho de sufiereza y fuerzas, le asieron y, con gente que se llegó, le envia-ron a la prisión; y el gobernador, de allí a cuatro días, le mandóllevar a la horca por incorregible y asasino, cuya muerte dio lavida a Hipólita, que vivió desde allí adelante.

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Capítulo 14Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos,que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto defirmeza.

Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento aPeriandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su manoy en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiesela voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavode la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus de-seos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en dis-posición de no salir de los de Auristela.

Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, entan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo queantes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya semuere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a losojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchoscoches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquelcamino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón degente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo,y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:

-¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de lasnuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazosdesta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sinpar Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, yen sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de rega-larlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.

-No irán solos -respondió Magsimino-, que yo les haré compa-ñía, según vengo.

Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano,aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimis-mo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porq-ue el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus faccio-nes: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero

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hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vezlos accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.

Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya noAuristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, tam-bién reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen deba-jo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna,que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.

Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma acurarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cualesle pronosticaron que antes que en Roma entrase le había desaltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentadosque en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la muta-ción, pocos le saben curar.

En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de lacampaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Per-siles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual,viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izqu-ierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierdale asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y convoz turbada y aliento mortal y cansado dijo:

-De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos,creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh her-mano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sue-ño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con elsí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este ca-samiento la sangre que estás derramando y los amigos que terodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda he-redas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.

Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaronlos espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de suhermano, apretándole la muerte, con la mano le cerró los ojos,y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le diode ser su esposo a Sigismunda.

Hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en lospresentes su efeto, y comenzaron a ocupar los suspiros el airey a regar las lágrimas el suelo.

Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle aSan Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto,le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia nia Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.

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Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigis-munda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tan-tos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozarpacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el al-ma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de qu-ien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso,atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persi-les y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpaque tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él,determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido,y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a lainfanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a qu-ien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si nofuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientosgraves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijoscon la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñadoen esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre, y pre-venir fiestas para la entrada de su esposa.

Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, porno atreverse a vivir entre los parientes del que había muertoAntonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvierona Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Au-ristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fuerona Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieronbien.

Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todossus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició aConstanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y laacompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, hab-iendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumpliósu voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta quebisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y felizposteridad.

Fin de Los trabajos de Persiles y Sigismunda

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