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Título original: Tuesdays at the Castle
© Del texto: 2013, Jessica Day George© De la traducción: 2014, Mercedes Núñez Salazar-Alonso© De las ilustraciones (interior y cubierta): 2014, Mónica Armiño© Del diseño de cubierta: 2014, Beatriz Tobar
© De esta edición: 2014, Santillana Ediciones Generales, S. L.Av. de los Artesanos, 6. 29760 (Tres Cantos) MadridTeléfono: 91 744 90 60
Primera edición: marzo de 2014
ISBN: 978-84-204-1659-5Depósito legal: M-3.342-2014Printed in Spain – Impreso en España
Maquetación: Javier Barbado
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)
www.librosalfaguarainfantil.com
Logotipo Santillana: blanco y negro
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Jessica Day GeorGe
Traducción de Mercedes Núñez
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Jessica Day GeorGe
Traducción de Mercedes Núñez
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Para Melanie: ¡editora inigualable!
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Cuando el castillo
Glower estaba aburrido,
añadía una o dos
habitaciones nuevas.
Esto solía pasar
los martes…
… cuando el rey Glower atendía solicitudes. Esos días,
los guardias del portón principal tenían la obligación
de explicar a los solicitantes las dos únicas reglas que
el castillo parecía respetar.
Regla número uno: el salón del trono siempre estaba
situado hacia el este. Sin importar el lugar del castillo
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donde uno estuviera, si seguía la dirección al este, acaba
ría encontrando el salón del trono. La única dificultad
era averiguar por dónde se iba hacia el este, sobre todo
cuando te encontrabas en un pasillo sin ventanas. O en
las mazmorras.
Por esta razón, la mayoría de los visitantes utiliza
ban la regla número dos: si girabas tres veces a la iz
quierda y saltabas por la ventana siguiente, llegabas a
las cocinas. Allí, un sirviente podía conducirte al salón
del trono o adonde tuvieras que ir.
Celie solo seguía la regla número dos cuando quería
robar un dulce de la cocina, y la regla número uno
cuando deseaba observar a su padre mientras trabaja
ba. Su padre era el rey Glower lxxix y, al igual que él,
Celie siempre sabía por dónde estaba el este.
También como su padre, Celie tenía mucho cariño
al castillo Glower. No le molestaba llegar tarde a las
clases porque el pasillo que daba a su habitación hubie
ra doblado su longitud. Tampoco le importaba para
nada que la nueva habitación del ala sur tuviera un sue
lo elástico o que solo se pudiera acceder a ella a través
de la chimenea del comedor de invierno.
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Por otra parte, el rey Glower lxxix daba mucha im
portancia a la puntualidad y le molestaba llegar tarde a
cenar porque el castillo hubiera construido un pasillo
nuevo que salía del vestíbulo principal, pasaba por de
bajo del patio de armas y terminaba en los pastos. So
bre todo si por ese pasillo las ovejas entraban al castillo
y mordisqueaban los tapices. Tampoco le gustaba mu
cho esperar durante horas al embajador de Bendeswe
y luego descubrir que el castillo había eliminado la puer
ta de su habitación, dejándolo encerrado. Ahora bien, el
rey tenía que admitir que, por lo general, existía una
extraña lógica en los movimientos del castillo. Por ejem
plo, el embajador de Bendeswe resultó ser un espía, y las
ovejas… bueno, aquello había sido un simple capricho;
de todas formas, si se indagaba lo suficiente, podía en
contrarse una cierta lógica. El rey Glower lo admitía con
toda franqueza y dejaba claro su respeto por el castillo.
No tenía más remedio: de otra forma, dejaría de ser rey.
Al castillo no parecía importarle que uno tuviera
sangre real, o que fuera valeroso o inteligente. No, el
castillo Glower elegía reyes basándose en otros criterios
muy particulares. El padre de Celie, Glower lxxix, era
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el décimo miembro de su familia en llevar semejante
nombre, algo de lo que todo el país se sentía orgulloso.
Su tataratataratataratataratataratataratataratata
rabuelo se había convertido en rey cuando el único here
dero de Glower lxix resultó ser un papanatas. Contaba
la leyenda que, durante varios días, el castillo había con
ducido una y otra vez al barbero del viejo rey al sa
lón del trono, hasta que el Consejo Real lo nombró
siguiente soberano. En cambio, el joven que debería ha
berse convertido en Glower lxx terminó cabeza abajo
en un montón de paja tras haber salido disparado del
castillo a través del váter.
El rey Glower lxxix, amo del castillo, señor del mar
Brine y de las tierras de Sleyne, prefería no meterse en
camisa de once varas. Se casó con la hermosa hija del
hechicero real cuando el castillo los llevó a la misma
sala y mantuvo las puertas cerradas durante todo un
día. Prestaba atención siempre que el castillo daba a los
invitados habitaciones más amplias o sillones más mu
llidos. Y cuando se dio cuenta de que Bran, su hijo ma
yor, encontraba continuamente su habitación llena de
libros y astrolabios, mientras que el dormitorio de su
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segundo hijo, Rolf, había sido trasladado junto al salón
del trono, el rey Glower envió a Bran a la Escuela de
Hechicería y declaró a Rolf su heredero.
Cuando la pequeña Celie caía enferma y el castillo
llenaba su dormitorio de flores, el rey Glower lo apro
baba. Todo el mundo quería a Celie, la cuarta y más
encantadora de los hijos del rey.
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—Todos me odian —protestó Celie.
—Nadie te odia —respondió su
hermana Lilah con tono tranquili
zador—. Pero es verdad que brin
cas demasiado.
—No hay nada malo en brincar
—replicó Celie.
—Muy cierto —coincidió su her
mano Rolf mientras entraba en la es
tancia—. Venga, ¡a brincar se ha
dicho!
Sonriendo a Lilah de una manera
que sabía que le molestaba, agarró a Celie de las manos
y los dos empezaron a pegar botes sin moverse del si
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tio. Celie olvidó los pucheros y se carcajeó mientras sal
taban. Rolf siempre conseguía hacerla reír.
Lilah sacudió su melena oscura como indicación
de que Rolf estaba haciendo el ridículo y se dirigió a
una ventana cercana para mirar al exterior. Estaban
en la habitación de Lilah, que era grande, majestuosa,
y ocupaba un estrecho tramo del ala norte. Tenía ven
tanas en la pared que daba al patio principal, y en el
lado contrario había un balcón que colgaba sobre una
especie de atrio con una fuente en el centro. Lilah esta
ba junto a las ventanas que miraban al patio, obser
vando la carroza de sus padres, donde los sirvientes
estaban metiendo mantas y novelas para el viaje del
rey y la reina.
Celie dejó de saltar.
—¿Ya está? —Rolf se desplomó sobre la cama de
Lilah, provocando que varios de los numerosos cojines
pequeños cayeran al suelo—. Mira que te gusta pegar
botes, ¿eh, Cel?
—Ya no —musitó Celie.
—Voy a tener que empezar a subir por esa chime
nea hasta la habitación nueva —continuó Rolf, que no
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había oído el comentario de su hermana—. Necesito
practicar —se sujetó el pecho y jadeó.
Celie observaba cómo dos fuertes lacayos acarreaban
un baúl del tamaño de un ataúd y lo cargaban en la carre
ta del equipaje que había junto a la carroza. El viaje que
iban a hacer sus padres sería largo, y no la llevarían con
ellos. Por eso se había quedado en el salón del trono, estor
bando, hasta que Lilah consiguió que subiera a la planta
de arriba con la promesa de manzanas de caramelo.
—Y, encima, no hay manzanas de caramelo —pro
testó.
—¡Manzanas de caramelo! —Rolf se levantó de la
cama de un salto—. ¿Dónde?
—Las habrá —aseguró Lilah con enorme pacien
cia—. Una vez que madre y padre se hayan marchado.
La cocinera ha dicho que podremos hacerlas nosotros
mismos esta noche, después de cenar.
—Excelente —aprobó Rolf—. Me encantan las
manzanas de caramelo. Más aún si llevan chocolate.
Y azúcar de canela —se frotó las manos con entusias
mo. Rolf era alto y rubio, con los dientes incisivos en
cantadoramente torcidos.
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Celie, que también era rubia pero menuda (acaba
ba de cumplir once años), lanzó a su hermano una mi
rada sombría.
—Preferiría irme con papá y mamá —declaró, a sa
biendas de que parecía una mocosa—. Pero si lo único
que queréis es llenaros el estómago, os podéis quedar
aquí.
—¡Cecelia! —exclamó Lilah con voz áspera. Era
alta, y cuando se situaba junto a Rolf, impresionaba lo
mucho que ambos se parecían al rey y la reina—. Sabes
perfectamente que no podemos ir a la Escuela de He
chicería, así que no seas grosera.
—Ya sé que Rolf no puede acompañarlos —gruñó
Celie. Su tutor le había explicado que un rey y su here
dero nunca viajaban juntos por si hay un accidente—.
Pero no comprendo por qué yo no puedo ir a la gradua
ción de Bran.
—Porque nuestro padre ha dicho que no, y nuestro
padre es el rey —zanjó Lilah.
—Bueno, pues es una razón absurda —replicó Ce
lie, sabiendo que parecía aún más infantil, aunque le
daba igual.
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Se agachó para pasar entre sus hermanos y salió de
la habitación. Se detuvo unos instantes en el pasillo y
escuchó decir a Lilah:
—Bah, deja que se vaya, Rolf. Se ha empeñado en
ponerse difícil.
De modo que Celie se alejó dando pisotones por el
pasillo. Encontró una escalera y la subió. Luego, un pa
sillo y otra escalera, y continuó adelante. No llevaba su
atlas consigo, y no estaba segura de haber visto alguna
vez aquella escalera en particular, pero seguía empe
ñada en mostrarse desagradable y se dijo que no le im
portaba perderse.
No es que creyera que se iba a perder. Todos los
hijos del rey conocían las reglas a la perfección y, ade
más, era evidente que el castillo los apreciaba. Pero Ce
lie estaba intentando hacer un atlas del castillo Glower,
el primero de todos los tiempos, y solía llevar lápices de
colores y papel para dibujar cualquier elemento que no
hubiera visto antes. Hasta el momento, tenía trescientas
páginas de planos, y podía llegar a la mayoría de las es
tancias principales (los comedores de invierno y verano,
la capilla, la biblioteca, el salón del trono) en un tiem
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po récord siempre y cuando el castillo no estuviera abu
rrido y decidiera ampliarse.
Pero lo único que encontró al final de la escalera fue
una pequeña sala redonda. Aun así, por el momento
no le apetecía volver a bajar airadamente los peldaños,
por lo que se quedó para echar un vistazo. La estancia
tenía ventanas que miraban en las cuatro direcciones.
Desde ellas, Celie divisó las montañas que rodeaban el
valle del castillo Glower, de pequeño tamaño y con forma
de tazón. En cada una de las ventanas había un catale
jo dorado. Celie miró por el que daba al este y contem
pló las laderas de las montañas Indigo, salpicadas de pe
queñas aldeas habitadas en su mayor parte por cabreros.
Dirigió la vista al sur, donde la carretera principal
serpenteaba a través de las montañas hacia la ciudad
de Sleyne, donde se encontraba la Escuela de Hechice
ría. Esto hizo que la tristeza la invadiera de nuevo, de
modo que se giró hacia el centro de la sala.
Lo único que esta contenía, aparte de los catalejos,
era una mesa de gran tamaño con algunos objetos es
parcidos sobre el tablero. Celie encontró un rollo de
cuerda, un libro, una brújula y una caja grande de ho
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jalata que resultó estar llena de duras galletas de jengi
bre. Cogió una. Era la clase de repostería que solían to
mar en invierno, cuando las visitas se presentaban por
sorpresa y la cocinera no tenía tiempo de hornear más
dulces.
—¿Cuánto tiempo llevarán aquí? —se preguntó Ce
lie mientras miraba la galleta con el ceño fruncido. Al
morderla, había estado a punto de partirse un diente.
Podía llevar en aquella lata cien años, y seguramente se
guiría siendo comestible durante otros cien años más.
Se acercó a la ventana y, apuntando a un tramo pla
no de un tejado un poco alejado, lanzó la galleta. Estalló
en pedazos, sobre los que se abalanzaron una serie de
golondrinas que al momento se alejaron despotricando,
indignadas. Celie bajó la vista al patio principal y vio a
sus padres parados frente a la carroza. Rolf y Lilah los
acompañaban, al igual que el mayordomo y otros miem
bros del personal del castillo.
—¡Ay, no! —sus padres se marchaban, ¡y ella no
estaba allí para despedirlos! Había pensado esconderse
hasta que iniciaran el viaje, para que se arrepintieran
de su marcha, pero ahora deseaba con todas sus fuerzas
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abrazarlos. Salió corriendo de la sala redonda y, deses
perada, bajó la vista hacia la escalera.
Se reclinó en la pared, de pronto cansada por to
das las emociones del día, y se dio cuenta de que estaba
apoyada en otra puerta. ¿Había estado siempre allí?
La puerta era estrecha y Celie la empujó con desgana,
convencida de que no sería más que un pequeño arma
rio, y luego tendría que apresurarse todavía más para
alcanzar a sus padres.
Pero, para su regocijo, se trataba de un tobogán. Un
tobogán de piedra que se curvaba hacia abajo, siguiendo
el recorrido de la escalera. Celie se sentó en lo alto, se
colocó la falda alrededor de las rodillas y se impulsó.
El tobogán daba vueltas sin parar y Celie se reía
mientras bajaba a toda velocidad por el castillo. Termi
naba justo al borde del patio, a no más de una docena
de pasos de sus padres.
Celie se levantó con dificultad y se recolocó el vesti
do y el peinado, sin estar segura de si sus padres estarían
enfadados con ella o no. Se había pasado la mañana
en el salón del trono y en los aposentos privados de los
reyes creyendo que, si estorbaba lo suficiente, se ablan
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darían y la llevarían consigo. Al final, su padre le había
indicado a Lilah a voz en grito que tenía que «hacer al
go con esa hermana pequeña suya».
—Ven aquí, cariño —dijo ahora la reina Celina al
tiempo que le tendía los brazos.
Celie se lanzó corriendo hacia su madre y la abra
zó con fuerza. La reina siempre olía a fresas, y todo el
mundo opinaba que era tan hermosa a los cuarenta años
como lo había sido cuando el rey se casó con ella. Alta,
esbelta y señorial, con su largo cabello negro recogi
do con peinetas de oro, llevaba ropa de viaje de un tono
verde claro que hacía resaltar sus ojos.
—Te voy a echar de menos —farfulló Celie a la cin
tura de su madre.
—Yo también te voy a echar de menos —respondió
la reina—. Echaré en falta a mis tres queridos hijos.
Pero no estaremos fuera mucho tiempo. Solo vamos a
asistir a la graduación de Bran, y luego todos volvere
mos casa.
—¿Bran también?
—Bran también —le aseguró la reina Celina—.
Cuando estemos de vuelta, será el nuevo hechicero real
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—esbozó una sonrisa triste. El antiguo hechicero real,
su propio padre, había fallecido dos años atrás.
Entonces, la reina giró a Celie y, con suavidad, la
empujó hacia el monarca. El rey Glower intentaba mos
trarse severo, pero pronto se ablandó y tendió los bra
zos a su hija pequeña.
—Venga, acércate, Celiadelia —dijo.
Celie se subió a sus brazos de un salto y enterró la
cara en el hombro de su padre. La capa de viaje del so
berano tenía un cuello de pelo que le hizo cosquillas en
la nariz.
—Sigo queriendo irme con vosotros —insistió Celie.
—Esta vez no, tesoro —respondió su padre—. Cuan
do seas mayor, te llevaré a la ciudad de Sleyne a visitar
todos los lugares de interés.
—Podría visitarlos ahora —razonó Celie—. Conti
go, con mamá y con Bran.
—Otra vez será —zanjó su padre. Depositó a Celie
sobre los adoquines del patio y se apartó los brazos de su
hija del cuello—. Además, el castillo te necesita. No me
gustaría que se enfadara conmigo por tenerte lejos de
masiado tiempo.
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—¡Bah! —pero Celie no pudo evitar sentirse un
tanto halagada. Le gustaba creer que el castillo la apre
ciaba mucho, y era agradable que su padre se hubiera
dado cuenta.
—Además, alguien tiene que mantenerme a raya —di
jo Rolf con aire despreocupado, a la vez que agarraba a
su hermana por los hombros y la atraía hacia su costado.
—No te preocupes, madre —dijo Lilah mientras be
saba a la reina en la mejilla—. Cuidaré de los dos.
Celie y Rolf intercambiaron una mirada y pusieron
los ojos en blanco. Sabían lo que significaba eso: Lilah
se comportaría a ratos como reina y, a ratos, como ma
dre. Noche tras noche los obligaría a cenar en el come
dor de verano, vestidos con los trajes de gala de la cor
te. También los regañaría sin cesar para que se comieran
las verduras y no sorbieran la sopa. Celie se preguntó
cuánto tiempo tardarían sus padres en llegar a la ciudad
de Sleyne, asistir a la graduación de Bran y traerlo de
vuelta a casa. Más de dos semanas de cuidados mater
nales por parte de Lilah los acabaría volviendo locos.
Sus padres ya estaban en la carroza, agitando la ma
no. El carruaje atravesó los portones del castillo y avan
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zó por la prolongada carretera que conducía a la ciu
dad de Sleyne. Los hermanos se despidieron hasta que
la carreta del equipaje y las tropas de soldados les impi
dieron ver la carroza real.
—Bueno, vosotros dos —dijo Lilah con tono enér
gico—. De vuelta al castillo. Hace un poco de fresco
aquí afuera, no quiero que pilléis un resfriado.
—Lilah —dijo Rolf.
—¿Sí, cariño?
—¡Tú la llevas! —Rolf le propinó una palmada en
el brazo y echó a correr.
Lilah soltó un chillido, indignada, pero Celie no se
quedó para ver qué ocurría a continuación. Una buena
partida de pillapilla en el castillo Glower podía durar
varios días, y todos sabían que Lilah había hecho tram
pas alguna que otra vez.
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