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Los Cuadernos de Arte
LOS ESTRAGOS DEL
GUSTO
Alberto Cardín
Parece, pues, que en medio de toda la variedad y capricho del gusto, hay ciertos principios generales de aprobación, cuya influencia puedan distinguir unos ojos cuidadosos en todas las operaciones de la mente.
HUME, La norma del gusto
V isto desde la perspectiva ideal de una sociedad laica y dotada de dispositivos racionales, nada debería resultar más extraño que el sentido reverencial, las
alabanzas ritualizadas, la disposición litúrgica y el consumo ostentoso que rodean el arte moderno, dotándolo de un halo cuasi-religioso.
El entramado económico que subtiende estas manifestaciones no debe engañar sobre su supuesto carácter puramente mercantil, pues es bien conocido el provechoso tráfico de reliquias que en siglos precedentes sumergió a las grandes religiones de salvación en una fiebre especuladora de objetos nimios pero cargados de sentido (barbas y prepucios, astillas de objetos cotidianos, huellas y marcas improbables), por no hablar de las sociedades anirnistas donde los amuletos de directa eficacia económica (para la producción de lluvia, descubrimientos de tesoros, guarda de la salud, defensa contra las flechas enemigas) alcanzaban alto prestigio (y hasta cotización, allí donde empezaba a apuntar la economía de mercado).
Podría incluso plantearse si las inversiones en obras de arte de las grandes firmas industriales y consorcios bancarios, habitualmente contabilizado corno gastos de representación o incluido en el renglón de publicidad (y esto es puro Veblen), no forman más bien parte de una estrategia agonística, similar a la del potlach de los indios del NO. americano, donde el gasto ostentoso ( conspicuo, dicen algunos con hórrido barbarismo) está orientado tanto a conseguir prestigio, obligando a la emulación al oponente, corno a apartar de su uso profano ( quemándolos, en el caso kwakiutl, tesaurizándolos en el caso occidental de hoy) unos bienes, cuya función ceremonial se hace primar sobre la económica, sencillamente porque se desconoce o se reniega de su empleo estrictamente racional ( en forma de reparto igualitario, o de inversión productiva) (1).
Los misterios de la sobreapreciación, de ese «fetichismo inaudito» de las artes plásticas actuales, de que hablaba el recientemente crítico Robert Hughes (2), se aclaran en gran medida si se contempla el mercado del arte y el sistema
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rnuseístico occidental ( estrechamente enlazados entre sí por toda una maraña de marchantes, tasadores, comisarios de feria y críticos de arte, en estrecha connivencia) corno una estructura parareligiosa, conflictiva y rnirnéticarnente organizada respecto del sistema religioso occidental.
Esta estructura es el final resultado de un bisecular tanteo de la conciencia occidental en pos de una trascendencia intrarnundana, que fuera a la vez reflexiva y crítica. Esta unión a la vez sensible y racional con la totalidad del mundo -una especie de religación secular, con la que suplir o sustituir la cada vez menos «sentida» religación trascendente-, la hallaron los ilustrados en la idea de arte, justificándola de diversas maneras, entre las que la Crítica del Juicio de Kant parece haber sido la más exitosa (3).
Frente a la religión sensible que ofrecían el catolicismo barroco y las sectas entusiastas protestantes, o frente a las angelologías alquímicas del XVIII, el arte aparecía para Kant (y en esto seguía a los empiristas y moralistas ingleses) corno el ámbito donde lo sensible y lo inteligible consumaban su síntesis inmediata sin concepto, síntesis en la que los entes extrarnundanos que en Swendenborg y en Blake aseguran el enlace, no resultan necesarios ( 4).
La validez apriori de esta síntesis, plasmada en la obra individual del artista, halla su fundamento en la universalización que el placer experimenta en lo bello, y encuentra su regla en el genio (para quien no rige la finalidad útil de las artes mecánicas). Pero, corno el genio ha de acomodarse a las leyes del gusto para hacerse aceptable y comunicable, resulta de ello una especie de horneostasis entre la educación moral del genio y el carácter ejemplar-universal de su obra que, en cierto modo, resuelve de antemano la aporía del genio incomprendido o de la obra de arte incomunicable (5).
La horneostasis se rompe con el romanticismo, y la brecha entre gusto y genio se ahonda con las sucesivas vanguardias. Y, en la medida en que el arte va adquiriendo un carácter más «genial» y «profético», va recubriéndose de un aura cada vez más religiosa que, si en un momento lo lleva a convertirse en verdadero sustituto de la religión (con los decadentistas, tal vez, en su punto extremo), en general se limita a mimar los modos, recursos, y hasta ciertas formas de organización sacral.
Más que un proceso de institucionalización eclesial, subsiguiente a una época de fermentación profética (6), las artes plásticas actuales parecen vivir el estadio fluido y sernigrupal de las sectas revivalistas y carismáticas americanas (por hablar de un ejemplo del Primer Mundo, desde luego paradigmático: pero podríamos hablar igualmente de «cultos cargo») con sus grandes ferias curativo-pentecostales, sus cadenas de televisión, sus circuitos (electrónicos y mecánicos) de recogida de fondos, y la impostura continuamente revelada de sus predicadores.
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Anselm Kiefer, «Paleta», 1981.
Sin la existencia de un poder dogmático f érreamente organizado, o una estructura referencial que defina con claridad, como ocurre en la Iglesia Católica, el grado convencional de virtud atribuible a los herercas y a los heresiarcas, lo cierto es que el sistema crítico-museístico-galerístico que domina el mercado mundial del arte establece de manera muy eficaz, no sólo la cotización (que sería un puro efecto de mercado), sino también el prestigio y la calidad de cada pintor. Es el mismo sistema que preside la jerarquía de los evangelists en la zona más marcadamente religiosa de los USA, el llamado Bible Belt.
Este paralelo nos permite tal vez entrever un sistema de trascendentalización de fondo calvinista, en el que la sublimación resulta inseparable de un refuerzo narcisista material ( el triunfo
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mundano como signo de predestinación), y en el que a la vez el conformismo más brutal se adorna con todo tipo de extravagancias, destinadas a la mera remoción del hastío.
El problema es que, si desde el punto de vista organizativo, comercial y para-religioso, el entramado del arte moderno funciona a las mil maravillas, desde el punto de vista del arte en sí, es decir, desde el punto de vista del <�uicio de gusto» y del «arte bello» kantianos, todo pafece sumido en una tremenda confusión. Y no deja de ser curioso que, en tales condiciones, proliferen las ediciones y comentarios de la Crítica del juicio, sin que en ninguno de dichos comentarios, más allá de la perífrasis técnica y casi puramente formal, se plantee el problema de si aún son posibles los juicios estéticos apriori.
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Suprimida la referencia del gusto (que, según Kant, disciplina al genio y «si bien le corta mucho las alas y lo hace decente y pulido, al mismo tiempo, le da dirección, indicándole por dónde y hasta dónde debe extenderse para permanecer conforme a un fin» (7), la posibilidad de juicios con pretensiones de universalidad en el campo del arte no va más allá de la pretensión de autoafirmación (universal, en tanto que la categoría de individuo es uno de los trascendentales de nuestra cultura) que cada artista pueda tener.
Desde el punto de vista de la obra en sí (si esa fantasía estructuralista puede tener alguna entidad, en pleno dominio de la «estética de la recepción») resulta hoy muy difícil poder distinguir por su «calidad» lo que separa al artista callejero (con frecuencia tremendamente académico) del artista inspirado que termina en la moderna galería de arte, o del genio de museo, salvo por aquellas características puramente externas, de otorgamiento institucional, que hacen que, por ejemplo, en el campo eclesial, Juan Pablo II sea un líder religioso reconocido (hablo de carisma, no de derechos jurídicos adquiridos), y Clemente el del Palmar, un impostor.
Nada más demostrativo, al efecto, que el escalonamiento estético que, en una entrevista reciente, presentificaba Nazario (8), al ser comparada su trayectoria con la de Barceló o la de Mariscal, vitalmente intersectadas en varios momentos: la diferencia resulta ser no tanto de objeto o de formato, cuanto del lugar donde la obra se expone y de los circuitos por donde el artista discurre y es reconocido. Una vez situado en estos lugares, el moderno plástico se vuelve incomparable, incluso respecto de aquellos a los que ha plagiado, como es el caso de Barceló con Kiefer, a quien no solamente se le ocurrieron antes las bóvedas sombrías, los estantes, las bibliotecas, las marinas con libros, y las adherencias «significativas» de materiales perecederos, sino que además sabe dibujo y perspectiva.
Lo curioso es que los críticos preocupados por la degradada (aunque comercialmente espléndida) situación del arte moderno, en vez de fomentar los criterios de evaluación racional que pudieran llevar a distinguir el grano de la paja, parecen optar más bien por una resurrección de ciertos valores ideales o concepciones mesiánico-tribales del artista, que objetivan, sí, determinadas formas ejemplares, pero a costa de subrayar aún más el papel sacral del arte, aunque sólo sea retrotrayéndolo a determinadas concepciones simbolistas (mallarmeanas) que parecían olvidadas (9).
Así, el crítico J. L. Brea proclamaba hace no mucho la necesidad de «restaurar el orden de la recepción aurática de la obra de arte» (10). Y Suzi Gablik, en su sintomático libro ¿Ha muerto el arte moderno? (11), se pregunta -siguiendo al moralista Maclntyre- si no será llegado el momento de reinstaurar las viejas virtudes de «la sinceridad, el valor y la moderación», como for-
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ma de devolver al arte moderno los criterios objetivos de que hoy carece. Y pone como posibles ejemplos de esta renovación a Kiefer, «que intenta restaurar el antiguo carácter terapéutico del arte» (12), y a Beuys, que pretende «devolver al artista su función de chamán, figura mística, sacerdotal y política de las culturas prehistóricas» (13).
Estas apreciaciones demuestran mejor que nada el profundo fracaso del proyecto moderno, tal como fue esbozado por los ilustrados, y también que la posmodernidad es un movimiento más amplio que el lerdo «todo vale» de los actuales carroñeros culturales (gacetilleros, filósofos de pega, figurativos neo-reciclados, y ex-abstractos liquidacionistas): abarca desde la vuelta descarada a lo más folclóricamente devocional de la fe (14), hasta el intento de revivir viejos valores tradicionales como fórmula de recomposición social. Todo ello en aras de un relativismo mal entendido, del que la antropología no tiene la menor culpa (15).
Plantear la recuperación del «aura» benjaminiana en un mundo dominado por el mid-cult, o la reconsagración del artista como profeta, chamán, o terapeuta, en un universo saturado de signos equívocos (16), supone un utopismo arcaizante tan cargado de buenas intenciones como de mala inteligencia crítica. Pero aún, contra lo que parecen pensar los críticos «auráticos», ayuda a apuntalar, con más sutiles argumentos, el fundamento mismo de la fetichización del arte actual, cuya comercialización reposa, paradójicamente (17), en la sobrevaloración del carácter demiúrgico del artista, es decir, en una teoría del genio nacida de la crítica de la sociedad burguesa -i del filisteísmo «pompier»!-, y fácilmente recuperada por ésta, en su actual «Tercera Ola» (18).
La firma, la «semiurgia del arte contemporáneo», como señaló Baudrillard en uno de sus trabajos aún no mancillados por esa misma semiurgia (19), señala el gesto por el cual la obra de arte acumula el valor diferencial de la inspiración del genio. Rubrica la individualización estilística (el famoso «le style c'estl' homme» de Buffon) del objeto, pero es a través de ello valor añadido en el universo de la producción individualizada, de la reproducción limitada (iüjo! que el texto de Benjamin sobre la «reproducción mecánica» hace referencia a una industria aún de producción masiva), del design, en definitiva.
De hecho, el objeto en sí mismo, por grande que fuera el valor intelectual y artesanal a él incorporados, no cuenta en sí, sino por la firma que lo autor-iza. Es, no el valor-trabajo que constituye al objeto, sino el valor de cambio de la vida del artista, autentificada por su firma (o incluso la vida impostora del falsificador, cuando se convierte en verdadera «vida de artista», como en el caso de Elmir D'Hory), lo que hace reconocible, y por tanto vendible ( o, lo que es lo mismo, aceptable) la obra de arte hoy. Con lo
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Joseph Beuys, 1973.
que, como puede verse, la situación difiere poco de la del comercio de reliquias medievales, budistas o musulmanas, de que hablábamos al principio.
Esta es, sin duda, una de las características concomitantes de la actual estética de la recepción, que ha acabado imponiéndose -a pesar de su inicial carácter rupturista (20)- por su perfecta adecuación a las actuales condiciones del goce estético ( caracterizado, al parecer, más por la reconstrucción social narcisista tanto del autor como del contemplador, que por la liberación asocial de las pulsiones por parte del artista, y la manifestación de la obra como interrogación): frente al primado del objeto, concebido como texto-enigma, y la importancia fundamental concedida a lo técnico-formal por el estructura-
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lismo, la crítica recepcionista prima las condiciones sociales de lectura, sin prestar demasiada importancia al análisis retórico de las constricciones formales del objeto, sometidas (como en la estética marxista) a un tratamiento intuicionista, en la que las formas se reconocen «a grandes rasgos», pero no se formalizan.
Lo cierto es que son muchos los críticos (recepcionistas, a leur insu) que, en los últimos tiempos, y desde que el análisis psicoanalíticopulsional ( el gesto, la mancha, el goteo, el trazo, el soporte, y todos aquellos estilemas críticos que puso de moda Peinture) del expresionismo abstracto dejó de estar de moda, han venido basando sus comentarios en la remisión del posabstracto y el neofigurativo a rasgos y formas reconocibles de la historia de la pintura (21). Pe-
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ro esta remisión, aparte de ser impresionista y no estar explicitada como método, no se pretende tanto una búsqueda de resonancias, que expliquen la obra actual por su concatenación histórico-formal (al modo de un rastreo mnémico), cuanto una justificación azarosa, puramente verbal (retórica en el peor sentido de la palabra), que intenta otorgar nuevo valor añadido (o despojarlo de cualquier valor, cuando no hay remisión posible: así empieza a tirarse hoy por la borda el abstracto) al objeto mediante su conexión prestigiosa con determinados maestros del pasado.
Vemos aquí manifestarse en todo su esplendor la concepción posmoderna de la historia, concebida como desván de formas muertas, del que van extrayéndose y recombinándose retazos con una intención puramente ornamental. La pietas de que hablaba Vattimo (22) no existe: sólo un implacable afán de saquear para llenar decorados, más bien impío, y sobre todo osado (con la osadía del bárbaro). El gusto en tales condiciones sólo puede ser una fuga hacia adelante, en el que el atrevimiento aparece como un valor en sí, ya que al parecer de lo eque se trata es de probar la protección de la fortuna que, como se sabe, auda-ces semper iuvat.
NOTAS
(1) Me limito aquí a seguir a Veblen casi al pie de la letra. Cfr. Teoría de la clase ociosa, México, FCE, 1971, caps. 2, 3 y 4. Por cierto que el traductor mexicano de esta edición traduce conspicuous consumption como «consumo ostensible», lo que es casi peor que la muy extendida versión de «consumo conspicuo».
(2) Apud C. David & J. Baumier, «les toiles étoiles», Lenouve/ observateur, 20-26.11.87.
(3) Se trata de una lectura ex post de las relaciones entrearte y religión, hecha a partir de la experiencia romántica. De hecho, para los ilustrados ingleses, cuya problemática recoge y «constituye» Kant en La crítica del juicio se trata sobre todo de dar cuenta de las características de lo «sublime» (Burke, Home, Shaftesbury) o de dar cuenta de las variaciones del gusto, y las relaciones entre nove/ty y facility (Hume), o entre wit y mimesis (Dr. Johnson).
( 4) Dentro del mismo espíritu de la lectura ex post de lanota anterior, intento establecer un (creo que verosímil) «hilo conductor» entre la temprana crítica que Kant hace del sistema de Swedenborg, tan relacionado con la estética de Blake (Cfr. Los sueños de un visionario, Madrid, Alianza, 1988) y la Crítica del juicio.
(5) El «cuarto momento» del juicio de gusto, donde lacondición de necesidad del juicio estético viene referida a la existencia de un sensus communis, viene se orienta precisamente a resolver esta aporía ( cfr. Crítica del juicio, México, Ed. Nacional, 1973, pp. 223-30). , ( 6) Tal es la teoría de la cristalización de toda religión
que Durkheim expone en Les formes e/ementaires de la vie religieuse (Paris, PUF, 1977, pp. 300 y ss.).
(7) Crítica del juicio, cit., pp. 382-83.(8) Entrevista de T. Puig & J. Rivas, Ajoblanco n.º 5, fe
brero, 1988.
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(9) Estas concepciones aparecen esbozadas, con un cierto aire sibilino en Quant au livre (Oeuvres Completes, La Pleyade, 1945, pp. 369 y ss.), y fueron reelaboradas desde el psicoanálisis y la teoría althusseriana del sujeto por la época media del grupo Tel-Quel (Sobre todo por Sollers en La escritura y la experiencia del límite y Kristeva en La révolution du langage poétique).
(10) Fietta Jarque, «Los críticos lnuevos ejecutivos delarte?», El País, 16.12.87.
(11) Madrid. H. Blume, 1987.(12) S. Gablik, cit., p. 116.
(13) S. Gablik, cit., p. 118.
(14) El ejemplo más representativo de esta postura es elteólogo baptista americano Harvey Cox, quien tras haber defendido la idea del Deus absconditus como un signo de libertad en la religión secularizada, durante los años 70, alaba ahora la religiosidad popular (el culto de Guadalupe, p.e.) en su último libro La religión en la ciudad secular. Hacia una teología posmoderna, Madrid, Sal Terrae, 1986.
(15) El más claro síntoma de este intento de inculpar ala antropología es el muy jaleado libro de Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento (Barcelona, Anagrama, 1987).
(16) No es que en las sociedades llamadas «primitivas»los signos tengan un carácter denotativo, sino que en ellas el «círculo hermenéutico» es una realidad viva (y no un postulado, o un esfuerzo asintótico, como en realidad lo presentan los actuales hermeneutas), mientras que en las sociedades complejas, y en su máximo grado en la moderna sociedad occidental, lo que predomina es la fisión sígnica, la constante creación, ruptura y recreación de signos que conviven entre sí en una relación de continua y conflictiva traducibilidad.
(17) El carácter «místico» de la mercancía es consustancial a su alienación del productor, y su inclusión en un complejo y desigual proceso de reapropiación social, como Marx ya señaló en su día. Lo curioso es que los críticos de arte marxista (los de los años 70 -la estética marxista ha desaparecido sencillamente en nuestros días), si bien extendieron de manera mecánica el análisis clásico del fetichismo de las mercancías a la obra de arte considerada como mercancía, no analizaron nunca el plus mercantil que supone la inclusión, como valor de cambio, de la labor demiúrgica del artista. Y ello tal vez porque algunos de los pintores que empezaron a entrar en este juego (Picasso, p.e.) eran hombres de izquierda.
(18) Quiero hacer referencia a la producción y el consumo diferenciados, y hasta personalizados, que según Toller caracterizan a la época actual del capitalismo, a la llamada sociedad posindustrial.
(19) Cfr. «El gestual y la firma: semiurgia del arte contemporáneo», en la Crítica de la economía política del signo, México, S. XXI, 1974.
(20) La propuesta de la hoy triunfante «estética de la recepción» encuentra, como se sabe, su manifiesto en el trabajo de su cabeza de fila, H. R. Jauss, «La obra historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria» ( en La literatura como provocación, Barcelona, Península, 1976). La idea subyacente a la propuesta de Jauss, según la cual el texto en sí (principal objeto del análisis estructuralista) es lo que menos importa, siendo considerado sólo una ocasión para el despertar, recrear o activar determinadas actitudes o tradiciones, ha convertido al recepcionismo en la fórmula estética más adecuada para esta época de fuerte ocasionalista, en la que azar subjetivo y coincidencia se identifican, en un común interés por borrar las huellas del objeto.
(21) La mejor muestra de este estilo crítico son losartículos y catálogos de Victoria Combalía, de lo que es modelo su catálogo a la exposición de Broto, Maeght, 1984.
(22) Cfr. «Dialética, diferencia, pensamiento débil»,Cuadernos del Norte, n.º 36, mayo, 1986, p. 52.