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Los Cuadernos de Asturias
HISTORIAS MAGICAS
DE ASTURIAS
Donde se habla de las treinta y siete nieblas que tenemos en Asturias, que como todo el mundo sabe son, en realidad, treinta y ocho.
José Manuel Vilabella
Dice el obispo Severino en sus crónicas que ya Cayo de Alejandría, el ilustre romano que encontró el amor en Luarca, mantenía la tesis de que la magia de
Asturias radicaba en las nieblas. He dicho las nieblas en lugar de la niebla pues conviene dejar bien sentado desde el comienzo del libro que aquí, en el Principado, todo lo importante es plural: Los verdes, los climas, los bables, los mares. Plural y contradictorio es este país de escépticos donde todo se cree, pero sólo a medias, pues las verdades rotundas tienen un agujerito en el fondo que con el paso del tiempo las deja sin contenido, y si de los teoremas comprobados se duda (Pitágoras tiene mala prensa y la gente desconfía de la gravitación universal), ya me dirán ustedes qué porvenir tienen los dogmáticos si son aburridos, los augures si anuncian catástrofes y los profetas si no saben arrimar con buen estilo el ascua a su sardina.
Las nieblas, la niebla, todo lo envuelven, todo lo clarifican. J. Candelucus, que era perito en vientos, distinguió a su paso por la Asturias del siglo XVI, nueve clases de nieblas: La del Sueve, la marinera, la que va y viene sin avisar, la que produce melancolía, la del tísico, la que mató al Cid, la que amansa a las fieras, la niebla azulada de Tiroco de Arriba ( o sea la niebla de las siete y media) y la niebla de la Virgen Santísima.
La niebla de la Virgen Santísima es la más conocida de todas, es la famosa niebla de Jerusalén, la del Gólgota. Los cuatro evangelistas hablan cada uno a su manera de esta singular niebla aunque no la mencionen expresamente. Con los cuatro evangelistas hay que ser tolerantes porque los pobres eran escritores ocasionales, cronistas sin experiencia, y casi todo lo importante se les quedó en el tintero por las dichosas prisas. No dicen que Jesús se reía a carcajadas y que tenía una simpatía desbordante, que le gustaba el vino joven y afrutado y que El era, también, un buen pescador de caña. Jesús tenía accesos de melancolía y se perdía en la niebla de Galilea; se marchaba solo, a meditar, montado en una nube; se iba a la soledad rodeado de nie-
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blas y de tristeza. Jesús, que para eso era Dios, se hacía transparente y etéreo a la hora del arrebol y cogía en marcha las nubles de niebla con la misma elegancia y distinción con que el señor Goñi y yo cogemos el tranvía.
La niebla de la Virgen Santísima, qué niebla. Parece que la estoy viendo. María espera en un descampado rodeada de los amigos de su hijo muerto. Es una mujer ajada, tiene bolsas en los ojos y las sienes le laten por la calentura y el insomnio. Aguarda inquieta desde hace tres horas y la nube no llega, San Gabriel se retrasa, la niebla no aparece. A su lado Pedro refunfuña, Santiago duda y Juan -el inocente- se queda dormido. Hay, a lo lejos, un revoloteo de palomas o de ángeles. A cien metros mal contados un camellero les observa con curiosidad. Ve un grupo de desarrapados que tiritan, que tiemblan. ¿ Qué esperará esa gente?, se pregunta el beduino. El camellero es un viajero que viene de Arabia y todo lo que le rodea le es ajeno. Ha llegado a Jerusalén para comerciar y se siente triste y extranjero. Desconfía de los hijos de Israel porque no los entiende. Los judíos son gritones, desmesurados, arbitrarios, poco serios y apestan a cebolla. Qué gente. El camellero es un hombre sutil que echa de menos el bullicio de los zocos, el frescor de las fuentes y el aroma de la hierbabuena. El camellero sabe leer y le gustan las filosofías. El grupo se apiña en torno a una mujer mayor, alrededor de una matrona triste y ojerosa. Levantan los brazos al cielo y salmodian una melodía monótona. El beduino juraría que, como siempre, los judíos desafinan. Curioso, realmente curioso, se dice para su coleto el camellero al ver cómo una nube desciende lentamente. Lo que ve le produce primero sorpresa y después estupor. Alucinado, tembloroso, con los pelos de punta y la carne de gallina, monta como puede su camello y huye despavorido; abandona la recua de animales que constituyen todo su patrimonio y condena a los suyos al hambre, a la miseria. Treinta años después, en el lecho de muerte, dirá lo que vio aquella mañana en Jerusalén, pero nadie le prestará la mínima atención porque su parlamento es el delirio inútil de un agonizante.
-La mujer aquella se fue con las estrellas. Erauna bella dama, tenía la piel transparente y olía a sándalo. Se marchó en un caballo alado; se fue a lomos de un corcel de niebla.
A servidor, que le obsesionan las cosas inútiles y que ha dedicado su vida al estudio de lo superfluo, le parece que la niebla de Asturias se convierte por el mundo adelante en fábula, en leyenda, en literatura. No es por presumir pero uno juraría que la bruma del Principado tiene, más allá de Pajares, el prestigio de las grandes calamidades y se la puede comparar con la canícula extremeña, la sequedad de Castilla, las aparatosas tormentas valencianas o las revoluciones primaverales del París de la Francia. La niebla, nuestra niebla, tiene prestigio pero le fal-
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ta promoción. Se han ocupado de ella los meteorólogos y los pintores, pero la han ignorado los augures, los magos y los profetas.
Muchos han sido los viajeros perdidos en la
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niebla a su paso por Asturias. El muestrario es amplio y generoso. Unos pusieron en peligro su vida, como el caballero Gaalaz que buscó, un poco a lo loco y sin sentido, el santo Grial por
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los aledaños de La Espina cuando pasó por allí camino de Galicia; otros, como el musulmán Muza, enloquecieron al ser víctimas del mal de las alturas y algunos, como don Jorgito el Inglés, salieron de la niebla fortalecidos y vacunados para cualquier peligro y fueron, durante el resto de sus vidas, finos predicadores, elocuentes teólogos.
Don Gil Brea, que fue soldado en Flandes, es el único náufrago del que se tiene conocimiento fehaciente y por escrito, pues así consta en las crónicas viajeras del obispo Severino, aparecidas en Simancas a principios de siglo. Fue Brea el único náufrago de tierra firme que pudo sobrevivir a la soledad a que le redujeron las nieblas asturianas durante treinta largos años. Era don Gil un navegante de secano que por carecer de ese curioso adminículo que encierra en su interior la rosa de los vientos, estuvo durante seis lustros perdido por tierras de Caravia, envuelto en brumas, a merced de las nieblas que lo llevaron de un sitio para otro como si se tratase de un barco desarbolado, de un bergantín fantasma.
Según afirma Severino, el torturador de herejes, era don Gil cuando lo encontró en un pomar de Villaviciosa, un soldado de fortuna reducido en un cincuenta por ciento por los desastres de la guerra; era lo que quedaba de la gloria, un despojo de historia, el agua de borrajas de lo que otrora fuera un gallardo alabardero.
La historia de don Gil, viejo y tullido, es cosa de mucho entretenimiento y sustancia; crónica ejemplarizante donde los jóvenes pueden aprender en cabeza ajena cómo se adoban las glorias militares y en qué consiste eso de poner una pica en Flandes y hacerse un hombre de provecho, que es, parécenos, el revés del ejemplo, o sea lo que no hay que ser y es menester evitar a toda costa y caiga quien caiga.
Según las crónicas amarillentas, semidestruidas ya por la polilla, Gil Brea guardaba en su zurrón todo lo que le había cercenado el turco: La mano izquierda algo retorcida, la pierna derecha, una oreja negruzca, un ojo -siempre abierto, siempre fijo-, medio carrillo y la aguileña nariz de los naturales de Otero de Rey. La pierna la conservaba incorrupta porque la oreaba al sol cada mañana y porque el aceite de oliva que le aplicaba con un pincelillo la mantenía brillante y bienoliente.
-Era una pierna muy buena -decía el soldado-. iMucho corrí con ella cuando cautivo!
Gil Brea, que fue soldado en Flandes, regresaba a Galicia para morir cerca del brasero, bajo techado; para que su medio cuerpo pudiese enterrar al otro medio y para que su mujer, María Noba, le contase al fin con pelos y señales los cinco dolores de parto y los cinco rompimientos de aguas que tuvo en su ausencia.
-Este, el bizquillo, apareció cuando estabasen Lepanto y por eso le llamamos el turco y aquel, el alelado, como no venías, le nacimos por San Quintín.
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Don Gil le enseñó al obispo Severino el muestrario de sus desgracias, los restos amojamados de sus sinsabores, que eran como medallas de mariscal, como las cuentas negras y redondas de un rosario insensato. Dice más adelante el cronista, en un folio casi ilegible, que el viejo soldado se volvió a perder en la niebla muy cerca de Castropol, cuando ya se veían, y Gil emocionado lloraba por el ojo sano, las playas de Rinlo, Benquerencia y San Cosme, las playas gallegas del otro lado de la frontera.
En este librillo que se nutre de las crónicas de los demás, pues no en vano lo firma un erudito que como todos los enteradillos tiene licencia para entrar a saco en las obras ajenas, acaso volvamos a hablar de don Gil el náufrago, al que ahora dejamos perdido en las brumas bajas de la ría del Eo, pues es preciso sembrar personajes para que las leyendas florezcan y no decir nunca muy claramente cómo empiezan y dónde y cuándo terminan las historias.
En nuestro libro registro de nieblas y vientos marineros, tenemos anotados para general conocimiento de navegantes y estudiosos, una apretada gavilla de boiras, vaharinas y celajes. Especial mención merecen las neblinas de San Cosme y San Damián, las calimas fosforescentes del bosque de Peloño, las brumas de los días faustos y la niebla del 14 de febrero, que es un vaho que enloquece a los enamorados y les hace perder la cabeza y decir insensateces.
Otras nieblas que es preciso consignar aquí y que añadidas a las anteriores suman treinta y siete, son: La de los caminos perdidos, la niebla del desconfiado, el smog avilesino, la niebla de la ira, la de la dama grávida, la niebla de los ojos grandes, la del tamborilero, la niebla turística o de los forasteros con tiempo que perder, la falsa niebla o niebla del tocomocho, la curativa o brumilla farmacéutica, la del empalmao, la niebla de don Jenaro, la bruma histórica que derrotó a la morisma, la niebla de sangre o de la horda roja, la niebla que levanta falsos testimonios,la regentina o niebla del señor Clarín, la del patio de mi casa, la rumorosa, las nieblas del barco «K», las brumillas malsonantes, la de los pintores gijoneses, las nieblas de evolución diurna, la niebla culta o de Ulises y, simplemente,la niebla.
Las treinta y siete nieblas de Asturias son en realidad treinta y ocho, pues cuando el día amanece despejado, el sol brilla y calienta y los ovetenses pueden ver ese cielo azul que se oculta todo el año tras las nubes, se acuerdan tanto de la niebla que su ausencia -la niebla ausente- es una niebla más; es, precisamente, la que más pesa en el alma.
No hay más remedio que reconocer humildemente que Asturias a pleno sol es una tierra atroz y desagradable. El Principado sin niebla se queda desnudo de misterio, huérfano de magia y parece talmente un país tropical. El sol aquí es severo e inmisericorde; es un sol de esos que
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llaman de justicia, que chamusca a própios y extraños, adormece el ingenio y echa a perder las más brillantes iniciativas, por eso los que aman y entienden a Asturias saben perfectamente que los buenos días son los días malos, los días nublados. Ese bellísimo color gris que tiene el cielo asturiano, algunas veces, sólo en ocasiones, se despinta y desluce y se convierte en azul, en cielo marbellí. Qué horror. Cuando ese fenómeno se produce es mejor quedarse bien arropado en la cama esperando pacientemente a que vuelvan los días lluviosos, un poco fríos y desde luego nublados, pues aquí hay que huir del buen tiempo como de la peste y dejar los sudores, insolaciones y acaloramientos para los madrileños y otros urbanitas de gustos exóticos.
Las gentes de Asturias se hacen desconfiadas los días de sol; se miran a los ojos y se pregunta en silencio: ¿ Volverá algún día la niebla, nuestra niebla? La nostalgia de la niebla ausente se convierte en duda dolorosa. ¿y si se va el mal tiempo para siempre? ¿y si Dios nos condena por soberbios a padecer el infierno del sol excesivo, de la luz cegadora, del cielo azul? El buen tiempo convierte a los asturianos, que son de un natural desenfadado y amable, en seres pusilánimes y medrosos. Las palomas cambian el zureo por el aullido, las gallinas ponedoras se declaran en huelga, los toros sementales se duermen en los laureles del amor y una ola de inquietud y desasosiego se adueña del Principado, hasta que la niebla ausente retorna y devuelve el pulso, el ritmo, a una comunidad que necesita del misterio y la magia para aliñar su vida cotidiana. No obstante, los asturianos nunca confesarán públicamente que necesitan la niebla para sobrevivir y se declararán partidarios del sol -y para demostrarlo se van a invernar a Alicante y a veranear a Castilla- pero como todo el mundo reconoce en familia se trata de una mentira socialmente admitida, de una postura estética.
Ver la vida a través de la niebla supone renunciar a la realidad y optar por la literatura, por la fábula. Sólo los inocentes pueden creer a la vez en catorce dioses y comulgar por pascua florida, esperar cinco años para ver los manzanos florecidos, buscar el agua con una vara de avellano y plantar castaños para que los biznietos tengan castañas que comer. Creer en la niebla significa creer en lo increíble, en lo que nadie ha creído jamás, en lo que nadie volverá a creer. Si algún día los asturianos se pierden como los atlantes y desaparecen de la faz de la tierra, que nadie los busque porque se habrán ido tras los pasos de un mesías bien vestido, de un galileo de plexiglás; se habrán ido con Lug, el dios que dormita en las fuentes, porque el que ama lo superfluo y se aleja de la realidad está condenado a la soledad y tarde o temprano desaparecerá esin dejar rastro ya que el que se viste de niebla termina por perderse en ella.
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CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
Núm. 454/57 - Abril-Julio 1988
Homenaje a
César Vallejo
Con ensayos de
Margaret Abel Quintero, Pedro Aullón de Raro, Francisco Avila,
Mario Boero, Kenneth Brown, André Coyné, Eduardo Chirinos,
Félix Gabriel Flores, Anthony L. Geist, Gerardo Mario Goloboff,
Rubén González, FranciscoGutiérrez Carbajo, Stephen Hart,
Ricardo H. Herrera, Mercedes Juliá, Santiago Kovadloff,
Femando R. Lafuente, Luis López Alvarez, Armando López Castro, Francisco Martínez García, Carlos Meneses, Luis Monguió, Teobaldo A. Noriega, Estuardo Núñez, José
Ortega, José M. Oviedo, RocíoOviedo, William Rowe, ManuelRuano, Amancio Sabugo Abril,Luis Sáinz de Medrano, Dasso
Saldívar, Julio Vélez, Carlos Villanes, Paul G. Teodorescu,
Francisco Umbral
y un homenaje poético a cargo de 65 autores españoles e hispanoamericanos
Dos volúmenes: 1.000 páginas. Tres mil pesetas
INSTITUTO DE COOPERACION IBEROAMERICANA
AVENIDA DE LOS REYES CATOLICOS, 4. 28040 MADRID
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