Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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    ndice

    LIUBLIANAPRELUDIOPRIMERA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapítulo VIIICapítulo IX

    SEGUNDA PARTECapítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IV

    Capítulo V

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    Capítulo VITERCERA PARTE

    Capítulo I

    Capítulo IICapítulo IIICapítulo IV

    CUARTA PARTECapítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IVLIUBLIANA : SOUNDTRACK LIUBLIANA : SOUNDTRACK LIUBLIANA: ORIGINALSOUNDTRACK 

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    LIUBLIANA

    Liubliana es el nombre de unciudad, pero también el recuerdo deuna pasión; el escondite secreto enel que confían los desesperados; el

    único reducto esperanzador.Liubliana es todo eso y mucho más.Como el libro que tiene el lector ensus manos: sinergia de la vida,

    amalgama de lo humano. Este granrelato es un aeropuerto desbordadode historias cruzadas y saturado deimágenes imborrables, una montaña

    rusa de emociones, un caleidoscopiode vivencias pasadas. Liubliana esuna trepidante historia de amor fouen varios tiempos y lugares. Hay en

    ella la melancolía y la nostalgia

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    propias de toda la historia decrecimiento. Pero también hayhumor e ironía a raudales. Y

    tragedia. Y thriller. Y el retrato deuna época plagada de seres que hansido arrancados de su entorno demanera abrupta y que no hansabido manejar ese destierro. Estagran novela coral es un compendionarrativo que le reportará a esteescritor venezolano la consagracióndefinitiva.

     

    Autor: Eduardo Sánchez RugelesEditorial: BrugueraISBN: 9789806993907Generado con: QualityEbook v0.56

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    LIUBLIANA

    EDUARDO SÁNCHEZ RUGELES 

    Barcelona - Bogotá - Buenos Aires - Caracas Madrid - México D.F. - Montevideo -

    Santiago de Chile

     

    Liubliana. Eduardo Sánchez Rugeles

     

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    1ª Edición. Consejo Editorial de laAdministración Pública. Estado de México.

    2012.

     2ª edición: Ediciones B Venezuela S.A, Marzo2012

     ©Eduardo Sánchez Rugeles

    ©Ediciones B Venezuela, S.A., 2012Av. Rómulo Gallegos, Edf. Vista Boleita

     Norte, Caracas (Venezuela) 

    Dirección editorial: Rubén Puente Rozados.Foto de portada: Puente de los dragones.

    Connie Coleman / Gettyimages.Foto de solapa: lnirida Gómez-Castro.

    Diseño y diagramación: Myrian LuqueDiseño de portada: Myrian Luque

     Impreso en Venezuela por Editorial Melvin

    C.A.

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    ISBN: 978-980-6993-90-7Deposito legal: LF97420118004370 

    Todos los derechos reservados. Bajo lascondiciones establecidas en las leyes, quedarigurosamente prohibida, sin autorización

    escrita de los titulares del copyright, lareproducción total o parcial de esta obra por

    cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento

    informático. 

     Al viejo barrio de Santa Mónic

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    PRELUDIO

    1

    «¡El loco, el loco!», dijo una voz infantil. Loniñitos de la cuadra salieron corriendo«¡Corre! ¡Corre que ahí viene el loco!»gritaron riéndose, escudándose detrás de su

    madres asustadas. La escena se repetía todoos días, en horas de la mañana, cuand

    bajaba a comprar el periódico. Tardé ecomprender.

    La locura es asintontomática. Nunca m

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    di cuenta. Tenía la convicción de que era unpersona normal… Yo solo quería matar aDios.

    2

    Mi infancia fue una mierda. No conservecuerdos de los años ochenta. Solo sé que er

    el hijo menor de la Nena Mercedes Guerrero

    que estudiaba la escuela primaria en el ColegiAgustiniano Cristo Rey. Más allá de eso, epasado es una mancha. Nuestro colegio era uejército de clones. La buena educación era u

    privilegio del que gozábamos los idiotasTodos aquellos que mostraban síntomas dautonomía y no lograban asimilarse a ldictadura escolar desaparecían, sin hace

    mucho ruido, en institutos mediocres de Lo

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    Chaguaramos o Bello Monte. También ladolescencia fue un trámite sencillo, upartido amistoso. Yo pertenezco a una

    generación que hizo del aburrimiento virtudnspirado por el ejemplo de mi siglo mconvertí en un muchacho ordinario, siexcesos ni defectos. Nunca tuve ambicionedesmesuradas. Nunca tuve sueños imposiblesMi mayor aspiración en la vida siempre fuconvertirme en un hombre común.

    Cuando digo que mi infancia fue unmierda no pretendo insinuar algún tipo drauma. Mi historia carece de abuelitos sádico

    o padrastros borrachos. Simplemente tengo lmpresión de que, entre 1980 y 1992, no m

    pasó nada. La memoria es una cartografí

    urbana que de manera imprecisa dibuja lacalles de Santa Mónica. Los recuerdosnestables en su mayoría, evocan lugares qu

    olvidé y que ahora, por algún capricho de

    corazón enfermo, se empeñan en mostrarse

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    Surge por ejemplo, solitario, el abastAldebarán, el insomnio encuentra olor cilantro en las manos rugosas de la señor

    Cristalina. Aparecen también la panaderíAlcázar y la carnicería Arcoíris, la masransparente de los cachitos se burla de m

    dieta sin grasas, las sombras en el techdibujan el afiche de una vaca risueña quexhibe las partes de su trágico sino: faldaagarto, muchacho, bofe. El pasado es estara sumatoria de fragmentos. Vencido por l

    arritmia, he tratado de buscar mis primeroaños pero solo he tropezado con una películen Beta, un balón Golty, cosas que nignifican nada. Mi niñez es una hipótesis.

    3

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    Los recuerdos con argumento son un asuntde la adolescencia. La memoria conscientiene la forma del Inírida. Nuestra calle er

    una serie hidrográfica falsa en la que todos loedificios tenían el nombre de un río perdidpor Barinas o por los lados de Guayana. Enírida quedaba entre el Orituco y el Caura

    frente a la entrada del más insignificante dodos los centros comerciales del mundo, e

    Parsamón. Todas las personas que amconviven en mis recuerdos del edificioAlgunos rostros, exiliados de la memoriancluyen en sus nombres el epíteto del piso

    como si aquellas siglas alfanuméricas fueraparte esencial de sus identidades: Álvaro de4B; Alfredo, Caspa, del 13B; Darío, e

    Mongopavo del 6B. El Inírida fue parnosotros, los carajitos que jugábamos futbolitcon potes de Riko Malt y chicha, la basdesde la que administrábamos el vasto imperi

    de Santa Mónica. La frontera norte s

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    prolongaba hasta Cumbres y se perdía en eaberinto de las Rutas. Los Próceres, al sur

    eran parte de una encrucijada prohibida por l

    que se llegaba al peligroso Valle. Detrás deedificio había una montaña gigante y el otrborde, al este, lindaba con el colegio CristRey. De ahí en adelante nada nos pertenecíaLos Chaguaramos formaban parte de otrepública.

    4

    Si me voy a morir, quiero morirme en

    iubliana, me dije. El corazón falló. Nuncmaginé que con cuarenta años reciécumplidos debía resignarme a la derrota. Edolor comenzó en el brazo izquierdo. Torpez

    motora. Ceguera. Asfixia. Sentí como si lo

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    pulmones se me llenaran de aceite. Antes denfarto tenía la convicción de mi inevitabl

    finitud. Pensaba, sin embargo, que todavía m

    quedaba tiempo.Desperté en una sala de la ClínicMetropolitana. Atilio me explicó la situación: ecorazón colapso. El infarto, en parte, tambiégolpeó la memoria. Una serie de imágeneamorfas reforzó el efecto soporífero de loedantes. Las voces del pasado tomaron l

    palabra. Algunas escenas aparecían comologramas antiguos, en negativo, con lo

    bordes perforados: el airbag   empapado dangre / el rostro sereno de Alejandro / la niñ

    más hermosa del mundo parada sobre mizapatos / el puente de los Dragones / los labio

    partidos de Mariana / la canción maldita / lanchera verde de Vivancos / la fachada denírida / los años de la locura.

    Tenía treinta y dos años cuando me volv

    oco. Durante diez meses estuve internado e

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    el pabellón psiquiátrico del InstitutProfesional Caracas. El tiempo, a su maneraanó mi malogrado juicio. Tras la terapia pud

    volver a ser un hombre. Me acostumbré vivir con la conciencia del fracaso, con emiedo al pasado, con el horror a los perroscon la vana esperanza de que la niña máhermosa del mundo abriera a patadas la puertde mi casa. Empeñado en recuperar el bueentido descuidé otros asuntos de salud

    Cuando vino el infarto había cumplido mobjetivo: me había convertido en un hombrordinario e invisible.

    Atilio fue riguroso: si quería vivir, debíasimilarme a un reposo absoluto. El Gordoncluso, habló sobre la posibilidad de un

    operación delicada. ¡Cuarenta años!  Nuncpensé que el fin llegaría a los cuarenta. Eeposo se convirtió en hastío, en aburrimient

    esencial. Una madrugada calurosa soñé con u

    viejo puente. Desperté tarareando la canció

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    maldita; tras el café prohibido me sentí mejorLa niña más hermosa del mundo volvió cantarme en la oreja. Sin darle mucha

    vueltas, tomé la decisión. Abrí la laptopberia.com. Destino: Aeropuerto BrnikEslovenia. Si me voy a morir, quieromorirme en Liubliana, pensé antes del hipoantes del ataque de tos.

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    PRIMERA PARTE

     

    Que no arranquen los cochesque se detengan todas las factorías

    que la ciudad se llene de largas noche y calles frías

    Que se enciendan las velasque cierren los teatros y los hoteles

    que se queden dormidos los centinelaen los cuarteles

     (Fragmento de la canción maldita)

    Joaquín Sabina - Benjamín Prad

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    ICapítulo

    « No pierdas tu tiempo echando de menos a

    ese infeliz». Nena Guerrero

     

    1

    El posible asesinato de Javier Cácereprecipitó mi destrucción. Ocurrió en febrer

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    de 2010 durante la organización del SéptimCongreso de Juventudes Hispanoamericanas Caribeñas. Muchos de los suceso

    elacionados con la muerte de Javiepermanecen en el anonimato. Javi se ladillopensé sin dramatismo el día que abandonó loficina. Alguna vez, en una cena decembriname contó que había contemplado lposibilidad de renunciar y regresar a ChileUna semana después de su desaparición lGuardia Civil nos informó sobre el hallazgo dun cuerpo en la ribera del Jarama. Londicios, al parecer, eran claros. Dijeron qu

    Javier se suicidó.

    2

    unca fue fácil ser el hijo de la Nen

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    Guerrero. Mercedes no fue una madrconvencional. No le gustaba que llamáramos mamá, mucho menos mam

    Desde niño me acostumbré a llamarla como lconocía todo el mundo: Nena. A sus cuarenty tantos, Mercedes Guerrero aparentabreinta. Su lozanía, reforzada por tratamiento

    orientales, parecía ser indiferente a las patadadel tiempo. Había una Nena pública y un

    ena privada. Al caminar por las aceras decentro comercial tenía la cadencia de unmuchacha. Su pecho erecto inspirabcomentarios vulgares entre los choferes de lacamioneticas que cubrían la ruta SantMónica-El Silencio. A pesar de su arroganciayo sentía un orgullo particular por tener l

    mamá más bonita y más joven de todo eedificio, de toda Santa Mónica. En la casa erdiferente. La Nena era algo más que unimple ama de casa. Mi mamá no era com

    as señoras Gloria, Cristina o Lili, la mamá d

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    Alejandro. La Nena Guerrero nunca fue undoña.

    Es difícil hablar de la Nena madre. A

    nombrarla, al tratar de reconstruirla, me echen cara la ausencia de sentimentalismoResultaría ridículo decir cuánto o qué pocquise a la mujer que fue mi madre. La Nennos enseñó una modalidad muy particular dfamilia. Yo aprendí la lección sin conflictopero Isabel, mi hermana mayor, nuncentendió la complejidad de su discurso. En lCaracas noventera la Nena era, sin duda, unmujer diferente.

    3

    Como todos los hombres de mi generació

    padecí los efectos de un síndrom

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    degenerativo y prepotente: era un pendejpero no lo sabía. Yo fui un becario de laFundación Carolina que tuvo la oportunida

    de hacer un máster mediocre tituladCooperación Internacional y DesarrolloAmérica Latina, un continente emergente en lFacultad de Ciencias Sociales de lUniversidad Complutense. Más tarde, fui easesor jurídico de una invisible ONG, eepresentante legal de un periférico centro d

    asistencia social. Mi trabajo consistía eclasificar desgracias cotidianas, en pasarlas Word e inventariarlas en Excel: el testimonide la mujer violada, el niño sin nombre npapeles que apareció vagando por Casa dCampo, la gitana apaleada por skinhead

    mediterráneos, el mendigo desnutrido dasgos sudacas. Durante dos años me dediqu

    a traducir a la jerga jurídica nocioneelectivas de bienestar y justicia. Los extraño

    ucesos que siguieron a la desaparición de j

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    vi cambiaron mi percepción en torno aaltruismo institucionalizado. Antes del finantes de la mudanza a España, mi concept

    del bien se limitaba a botar el plástico en eplástico, el vidrio en el vidrio y el cartón en ecartón.

    El salario en la ONG, el libre ejercicio da filantropía, era un chiste cruel. Nuestro

    burdos ingresos eran justificados con artificioéticos y manipulaciones emocionales. Cuandnevitablemente debíamos tocar el tema de

    dinero, Alexandre Kyriakos, enlace de Unicefolía pontificar contra nuestro insensibl

    materialismo. «Toda cooperación pasa por uacto de sacrificio. Chicos, debemos dar eejemplo. Unicef hace un esfuerz

    obrehumano por combatir la desigualdad»La reunión para discutir los sueldos se perdíen el vacío conmovedor de sus palabras. Lopeor remunerados eran los pasantes. Es

    ituación me daba mucha vergüenza. E

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    cuentico del mundo feliz o la leyenda urbanobre los laboratorios de esclavos de Nike e

    África eran algunas de las estrategias qu

    utilizaban los mercaderes de la bondad pareclutar incautos; chamos de dieciocho veinte años, inmigrantes en su mayoría, cuyespíritu libertario era manipulado con el fin denerlos gratis durante doce horas haciend

    encuestas inútiles a la salida del metro. Tarden darme cuenta de que la cooperación, en lpráctica, era entendida como una franquiciaPoco a poco, comencé a percibir el engañoCuando abrí los ojos ya era demasiado tarde.

    4

    El único oficio conocido de la Nena, activida

    que realizaba por mera distracción, era l

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    enseñanza del inglés. Mi mamá les dio claseparticulares a todos los inútiles del edificioSucesivas generaciones de parias fuero

    alumnos vespertinos de la Nena. Todos lopobres diablos de Santa Mónica pasaron por lmesa de mi casa. Todavía, entre lamusarañas de mi cabeza muerta, puedo verlontentando conjugar el verbo to be

    Miguelacho, el legendario malandro de laResidencias Centauro, fue alumno de la Nenaambién Elias, el Donero, mi ídolo duventud, pasó muchas tardes en mi cas

    haciendo planas de vocabulario; incluso Daríoel Mongopavo, recitó en la sala del 14Bejercicios de Question Tags   y fórmulancompletas de Reported Speech. A nosotros

    in embargo —a Isa y a mí—, Mercedenunca nos dio clases. Ni siquiera le gustabayudarnos con las tareas. Yo en Ingléiempre fui un estudiante mediocre. Las poca

    veces que ante la inminencia de un exame

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    difícil pedía el auxilio de la Nena, ella mesquivaba con incómoda cortesía. «Eredemasiado inquieto, Gabriel. Dile a Martín o

    Fedor que te ayuden. No te tengo paciencia».

    5Mariana Briceño, en parte, fue responsable dedesengaño filantrópico; la conocí en el máste

    de la Universidad Complutense. MarianBriceño era una mujer intransigente y hostiMariana no tenía sentido del humor. Odiabos chistes. No iba al cine; decía que ir al cin

    era perder el tiempo. No veía televisión; decíque ver televisión era perder el tiempo. Neía novelas; decía que leer novelas era perde

    el tiempo. Ella solo leía y recitaba al caletre lo

    ensayos insoportables de Alison Jaggar

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    Judith Butler —  Política feminista naturaleza humana  (1983), Problemas dénero, feminismo y subversión de l

    dentidad   (1984), entre otros—. Nunca lconocí un hobbie o afición, aunque de vez ecuando mostraba un interés disimulado por lfotografía. Mariana era una fundamentalistaSu objetividad siempre estuvo condicionadpor un rechazo visceral al establishment . Dmanera instintiva, practicaba una especie dacismo invertido. Blancos, heterosexuales

    católicos eran un habitual objeto de sdesprecio. No sé por qué razón le caí bienSegún su teoría, su rigurosa teoría, yo era ucompendio de las más odiosas perversionehumanas.

     Nuestra historia en la industria dealtruismo poseía rasgos comunes. Amboéramos abogados con especializaciones eDerecho y Cooperación Internacional. E

    2006, llegamos a España de la mano de l

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    Fundación Carolina. Nuestros objetivoprofesionales, entonces, estaban adscritos os grandes emporios: Unesco, Acnur, Sav

    he Children. En la Universidad Complutensebajo la tutela de la profesora Irene Massaconseguimos un importante respaldo paroptar a distintas becas de gestión y resolucióde conflictos. Mariana y yo fuimos los únicocandidatos propuestos por el másterFinalmente, fui postulado para no sé quasunto leguleyo-contemplativo en la OIJ Mariana para no sé qué comisión de la UnióEuropea, algo ligado a los recursos humanoen África del Norte. La profesora Irene teníexcelentes contactos entre las cúpulafilantrópicas por lo que la resolución favorabl

    de nuestras becas requería menos fortuna qupaciencia. Algunos de los egresados de añoanteriores tenían cargos importantes epartidos verdes e instituciones, teóricamente

    in fines de lucro. Creo que en principio

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    aunque Mariana nunca lo hubiera reconocidoa los dos nos habría gustado salir en la portadde alguna página web, en las fotos de u

    mundo devastado por tsunamis, terremotos epidemias de peste.Las cosas sucedieron de una maner

    nesperada. Un mes antes de la concesión da beca, la prensa española anunció el desastr

    en titulares gigantes. Nuestras aspiracioneprofesionales se vieron frustradas por la crisieconómica mundial. «Gabriel, lo lamento, npodemos ofrecerte la beca —dijo acongojada profesora Irene—. Los doce cupos qu

    había para España se redujeron a tres. Nconocemos a la nueva junta directiva. Sabemos algo, te avisaremos. La situació

    ambién es complicada para nosotros». Adióa los mil ochocientos euros mensuales, a lestabilidad laboral, a los beneficios comestudiante extranjero. Todo un formato clásic

    de mundo adulto se fue a la mierda. Marian

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    corrió con la misma suerte aunqucomparativamente su situación era peorElena, mi esposa, era hija de portugueses l

    que me convertía en una especie de europeadjunto. Mariana, por su parte, era uelemento odioso: ella era una extranjera.

    6

    La Nena privada, asunto que Isabel nunccomprendió, no sabía ser madre. Su comidapor ejemplo, era un desastre. Desde niño henido una dieta alta en grasas y carbohidratos

    Siempre he sido un tipo flaco. Antes denfarto tenía la idea de que era un hombraludable. Isabel nunca le perdonó a la Nena destrucción irresponsable de s

    metabolismo. Mi hermana siempre fue un

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    persona difícil, introvertida. La vanaspiración a la belleza le destruyó el carácterLa tensión con la Nena la convirtió en un

    mujer acomplejada. Isabel nunca tuvo lmadurez suficiente para aceptarse como la hijgorda y fea de la Nena Guerrero. Isa, eealidad, no era fea pero al lado de la Nen

    carecía de gracia, de luz natural. Siemprmantuvieron una absurda relación dcompetencia. El instinto de supervivencia mhacía permanecer al margen. No sabíahablar. Sus discusiones parecían griterías dcarajitos. Isabel se fue de la casa cuandcumplió veinte años. Se empató con un hippiy se mudó a Valencia. Años más tarde regresóa Caracas y decidió estudiar Biología en l

    UCV; vivía con unas amigas por los lados dLa California. No recuerdo cuándo se graduóolo sé que en 2005 se mudó a Vancouve

    donde se casó con un canadiense. La últim

    vez que hablé con ella me contó que hacía u

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    doctorado en la Universidad de BritisColumbia. Ella y la Nena rompieroelaciones. Públicamente, Mercedes Guerrer

    decía que yo era su único hijo. Isabel es solun microcuento; su presencia en mi vida hido insignificante. Aunque en teoría tengo doobrinos, tengo la convicción de que m

    hermana no existe.Una de las más extrañas manías d

    Mercedes Guerrero eran las ceremonias de loueves. En esos días el 14B, un vulga

    apartamento de la calle Marco AntoniSaluzzo, se convertía en una sala de palacioLos jueves en la noche tenían lugar las fiestagalantes. El Inírida, entonces, se llenaba dfalsos aristócratas. La memoria bosteza

    iente vergüenza. Las amigas de Mercedesncluso de noche, solían llevar pamelas

    abanicos. Algunas, las más prepotentesfumaban con boquilla e incluían slang

    franceses en su engolado dialecto. Lo

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    hombres eran geriátricos esperpentos quostentaban su clase con habanos miameros whisky  añejo. Todos, tras el segundo trago

    procuraban impresionar a la Nena codeclamaciones horrendas. Aquellos días, lena me obligaba a vestirme como u

    muchacho decente; debía meterme la camispor dentro, combinar el color de la correa coel de los zapatos y reír los chistes sin gracidel comediante de turno. El concepto de altcultura al que durante muchos años mometió la Nena, me llevó a pensar que lo

    huevos de codorniz con salsa rosada y loplatos Selva repletos de Pepito eran un signde distinción irrevocable.

    El 14B también era un espacio de tabúes

    Uno de los asuntos sobre los que mi hermany yo no teníamos derecho a pronunciarnoera, entre otros, la ausencia de padre. Aeferir este tema Mercedes era clara: Isa y y

    no teníamos papá. Fin de la cita. Generació

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    espontánea, fertilización in vitro, hijonaturales, divina/maldita concepción, cualquieposibilidad era legítima. La máxima er

    rrefutable: mi papá nunca existió. Muchoaños después, semanas antes del colapsopude hablar con la Nena sobre esta rarausencia. A su manera, me dijo la verdad«Tu papá era un sinvergüenza. La mejodecisión que he tomado en mi vida fue alejarlde ustedes. No pierdas tu tiempo echando dmenos a ese infeliz».

    Mis amigos no eran indiferentes a labondades de la Nena. El peor de todos erAtilio, el impresentable de Atilio. «Bichopréstame ahí unas pantaletas de tu mamá pahacerme la paja», decía con seriedad. Martín

    Fedor y Alo sufrían ataques de risa. Sobre miamigos del edificio la Nena tenía su propicriterio: Atilio, gracioso; Martín, educado y eRuso Fedor, inteligente. Alejandro no l

    gustaba; de Alo no decía nada.

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    2010 fue el año del hundimiento. E

    ocasiones, la locura posee argumentorrefutables. Todo coincidió: la niña má

    hermosa del mundo, la desaparición de Javas muertes inútiles, la idea del divorcio

    Madrid, entonces, se había convertido en eugar común de la crisis y el paro laboral. Mmatrimonio era un desastre latente, tácito. Lituación con Elena, día tras día, amenazab

    con desplomarse. El sueldo como cooperante perdía en las rutinas domésticas. Loprimeros meses en el exilio logramoobrevivir gracias a las bonanzas de u

    pintoresco proyecto editorial: los responsablede mi supervivencia fueron la foto carnet dun japonés, una biografía falsa y upseudónimo gringo.

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    IICapítulo

    «Que se diviertan los tontos».

    Fedor  

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    Un día desperté y lo supe: mi matrimonihabía fracasado. Fue la primera vez qucontemplé la alternativa del divorcio

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    ecesitaba separarme de Elena. El trabajo, eexceso de trabajo, había sido la excusperfecta para no pensar en el desastre de l

    casa. La aparición de Javier Cáceres, infladen las orillas del Jarama, coincidió con lcrisis, con la conciencia de mi infelicidad, coel tedio, con la aparición de una extraña al otrado de mi cama.

    2Todos mis amigos vivían en el edificio. Algunvez tuve la falsa convicción de las amistade

    eternas. El tiempo y la muerte refutaron mipresagios. La distancia me permite pensar quequizás, sobrevaloramos la convivencia

    osotros solo fuimos un grupo de chamos qu

    por manías del azar tuvo la oportunidad d

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    compartir el mismo edificio, el mismransporte escolar e incluso algunos el mismalón de clases. En ese tiempo, parecía tene

    entido la expresión para siempre.Mi fetiche infantil era Alejandro. Salguna vez hubiera sido tentado por lhomosexualidad, sé que sin ningún conflictme habría enamorado de Alo. La manquerain embargo, nunca se me dio. Una vez, e

    una siesta remota, soñé que le mamaba eüevo  al futbolista Diego Forlán; despert

    ahogado con mi propia saliva. La sensaciónplacentera en el sueño, resultó sumamentdesagradable por lo que, sin consideracionepsicoanalíticas, corrí al baño a escupir y cepillarme los dientes. Alejandro, según m

    criterio romántico, era el mejor de todos miamigos. Físicamente, era más alto qunosotros, más fornido, tenía la piel oscurpero clara, del color de la canela.

    Atilio fue el último en llegar al Inírida

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    vino en quinto grado y se instaló con su abuelen el séptimo piso. Su familia era de un puebloriental, perdido en la nada de Anzoátegu

    Cantaura. El Gordo siempre fue un irreverentgrosero, un cultor de la injuria. Decímaldiciones raras e ingeniosas, humillantes carismáticas. Había algo en su fraseo orientaacelerado y cantarín, que convertía todaaquellas vulgares invectivas en estrafalariochistes de sobremesa. Una de las principaleaficiones del Gordo era la de poner apodosTodo el Inírida y gran parte del Cristo Reyenían un apodo forjado en su imaginació

    enferma. Eran sobrenombres simplesdescriptivos más que hirientes. Fue él quiebautizó al pobre Darío, el hijo retrasado de l

    eñora Ana Cecilia, con el calificativo dMongopavo. Darío padecía un retraso levpero visible. La señora Ana Cecilia era unvieja muy sifrina, sifrinísima, qu

    acostumbraba pasarse todas las vacaciones

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    Carnaval, Semana Santa, agosto y Navidaden Miami. Desde su más tierna infancia, Daríe acostumbró a vestir con ropa de marca. L

    primera vez que vi un pantalón Calvin Kleifue en el modelo de Darío; igualmente, lentede sol Ermenegildo Zegna, camisas Polo,

    Lacoste. El Mongopavo era la principaestrella de la moda en la burda pasarela denirida. El Donero, Elias, galán mediocre de l

    zona, también fue un sobrenombre concebidpor el Gordo. Incluso Alfredo Requena, aqueque años más tarde se convertiría en uministro importante, padeció los efectos de scabello sucio en un único y sustitutivo apodoCaspa.

    Fedor, el Ruso, era el ermitaño. Él er

    una especie de niño adulto, un carajito a quienunca le interesó divertirse. «Que se diviertaos tontos», solía decir con acento cachaco. E

    Ruso, en realidad, no era ruso. Su papá era u

    ibrero colombiano que tenía muchos año

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    viviendo en Caracas y era aficionado Dostoievski. Fue Atilio quien muchos añodespués, extrañado por aquel nombre foráneo

    e inventó el apodo del Ruso. El Fedor adultomi único amigo del exilio en Madrid, edéntico a esa imagen borrosa del niño ma

    encarado y apático.Muchas veces he pensado que Fedor

    Atilio eran los únicos que tenían personalidados únicos que apostaron por un tipo d

    diferencia. Su autenticidad, sin embargoiempre estuvo limitada por la rigidez escolar

    por el concepto agustiniano del ordeninguno de nosotros ejerció la transgresió

    con entusiasmo. Yo fui un estudiante ordinarique, al igual que Martín Velázquez, se limitó

    er el jalabolas oficial del mejor estudiante decolegio, Alejandro Ramírez, Alo.

    Martín era el gallo, el dueño del balón, eenano de lentes. El defecto más pronunciad

    de Martín era su inalienable condición d

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    buena gente, de muchacho gafo. Desde niñonos acostumbramos a llamarlo por su nombry apellido; él mismo, sobre todo con la

    mujeres, acostumbraba a presentarse con snombre completo. Una de las burlas habitualeocurría en sus fiestas de cumpleaños. «Invita unos culos», nos decía al llegar. Pasaba eiempo y las muchachas nunca llegaban

    «Chamo, ¿y los culos?», preguntaba Fedodespués de medianoche. «¡Ya vendrán! Yavendrán, me dijeron que vendrían», decíMartín parado en la ventana, mirando coangustia la bajada de Cumbres o el cruce coa Bolet Peraza. La madrugada se nos ibugando dominó. Martín se ponía muy triste

    «No sé por qué no vinieron los culos», decí

    esignado a golpe de cuatro de la mañana. Esepisodio insignificante sucedía año tras año; euna de esas historias simples que conformanuestra épica gris e intransitiva.

    Muchos años después, Martín Velázque

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    montó la foto en Facebook. Fue en loprimeros días, cuando la red social apareciin que nadie imaginara que esa estúpid

    página trastornaría para siempre el conceptde memoria. ¿Cuándo ocurrió?  ¿1996? Ahestábamos todos, los cinco. Conocidocomunes comentaron necedades amablesAlvaro: «Chamo, qué bolas, yo tomé esfoto». Rafael: «Ja, ja, ja, ja. ¡Qué vaina tabuena!». Alicia: «Tan bello, Alo» (la infelizdibujó, además, una carita feliz hecha copuntos y paréntesis). La imagen, quemada poel tiempo, había perdido vivacidad. No hpodido olvidar aquel encuadre: el Ruso Fedoa la izquierda, aburrido de posar, mira parotro lado, un triángulo de sombra le tapa l

    cara, no se le ven los ojos. En el otro extremocansado, buscando el aire con bocanadadesesperadas aparece el Gordo Atilio, se sienten una escalera y sostiene entre sus mano

    una arepa envuelta en papel de aluminio. En e

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    centro, con risa fresca, Martín Velázqueanza su brazo derecho sobre mi hombro. S

    otro brazo se apoya en la espalda d

    Alejandro. Alo no ríe. Alo nunca supo reírerio, circunspecto, alto, bello. Allí, en el salóde fiestas del Inírida, con la expectativa de umundo que parecía pequeño, posaba mi mejoamigo, el hermano mayor de la niña máhermosa del mundo.

    3

    El matrimonio, como el delito, puede esta

    motivado por la pasión o por la lógica. Eleniempre fue una idea, un eje de felicidacartesiana. Como si los afectos fueran uasunto de la razón, decidí enamorarme de ella

    Cuando, meses antes de la mudanza, firm

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    documentos, respondí el cuestionario depadre Ignacio y bailé un fado (versión hiphop) en la sala de fiestas del Centro Portugué

    o hice con la convicción de que podía vivicon ella el resto de mi vida. Me conté lhistoria de que podría haber muerto de viejen su regazo, aburrido, con hijos y neumoníaTenía la expectativa de la felicidaprefabricada. La niña más hermosa del mundme echaría en cara mi estupidez. Ella, siembargo, no fue la responsable del fracasoCuando Carla apareció, mi vida conyugal tenímucho tiempo en la mesa de autopsias.

    Todo cambió tras la pérdida, Elencambió con la pérdida. El día que me dijo questaba embarazada fuimos felices

    vulgarmente felices. Llamamos al viejRodrigues, llamamos a la Nena, cenamos coRamiro y Adriana, me emborraché con whiskcaro e hicimos planes irrisorios sobre el futur

    espléndido. En ese tiempo, tenía la certeza d

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    que recibiría una beca de trabajo en la OI J; eporvenir no presentaba ningún tipo dobjeción. Los mareos comenzaron en l

    novena semana; cólicos, dolor, náuseasmanchas. Un examen engañoso, dentro de lpeculiar práctica de la medicina ginecológicen España, determinó que el feto estaba bien que Elena solo necesitaba seguir un estricteposo. Tras la segunda hemorragia, doloros

    y ocre, decidimos pedir otra opinión. Elena sempeñó en conseguir un ginecólogatinoamericano; los tratos con los españole

    habían resultado bruscos e incómodos. Apesar de la emergencia, la mayoría de lomédicos daba citas en períodos irracionalesolo sabían dos palabras: Paracetamol

    eposo. Hablé del asunto con Mariana. Mecomendó a una doctora hondureña qurabajaba en un hospital de Vallecas. L

    doctora Novoa nos ayudó, examinó a Elena l

    misma tarde que hablamos con ella. Hasta e

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    día de hoy la recuerdo con gratitud y cariñoEl curetaje era urgente, el feto muerto habípropiciado una infección. Tenían qu

    desprenderle el endometrio y no sé qué otravísceras. Elena estuvo muchos días cofiebre. La doctora estimó que en lodiagnósticos previos hubo evidente malpraxis. Teníamos la oportunidad de iniciaacciones legales pero, entre la depresión dElena y la conciencia de que sería inútil perdeel tiempo y los ahorros contra el imperio dabogados de la salud pública, preferimos nhacer nada.

    El mayor trauma fue la recuperación, lobsesión por la culpa. Elena inició un acto dcontrición sobre las semanas previas al aborto

    Se empeñó en identificar el momento fataTodas las madrugadas en medio de llanto moco se preguntaba en voz alta en qué shabía equivocado. «Nunca debí subir aquell

    escalera, no he debido viajar en autobús, fu

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    un error pasar la aspiradora, no debí comecítricos. Todo fue mi culpa», repetía en lonsomnios con la mano en el vientre palpand

    el latido del vacío. La Elena que conocí sfue, se murió con nuestro Daniel, nombrconvencional que ella había elegido cuandanunciaron el embarazo.

    La mortificación por la pérdida lconvirtió en una mujer arisca, depresivaaficionada a la tristeza. Ni siquiera el trabajograba distraerla. Meses más tarde, casi u

    año después, comenzó el nuevo fetiche: lesterilidad. Cambió de médico, cambió dratamiento. A pesar de los buenos servicio

    de la doctora Novoa, Elena fomentó uextraño rechazo hacia ella. Se inventó, po

    algo que leyó en Internet, que probablemente había raspado demasiado el útero y que la

    paredes sin cicatrizar se habían pegado pariempre. «No podremos tener hijos, Gabrie

    o sé», insistía en sus continuos arrebatos d

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    maternidad frustrada. Hablé con la doctorovoa y me explicó que ese tipo de caso

    olía suceder pero que, por fortuna par

    nosotros, no era la situación de Elena. Nuestra intimidad también fracasóunca más se dejó poner una mano encima

    Al principio no quise presionarla, entendía quras la intervención podía sentirse incómoda

    Meses después, cuando me había olvidado dque una parte importante del compromismarital pasaba por la cama, me entregó unstructivo de concepción en el que s

    explicaba cómo y de qué manera el coitpodía facilitar un embarazo.

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    Hay episodios que, contados de boca en boca

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    conforman la historia del Inírida. Mi desdépor la infancia hizo que olvidara la mayoparte de esas anécdotas aunque muchas d

    ellas, de tanto escucharlas, las había aprendidde memoria. El principal cronista de SantMónica solía ser Enrique Vivancos.

    Enrique Vivancos siempre fue viejo, erun hombre cuentero, bondadoso, de esabondades que suelen confundirse con lestulticia. Los relatos de Vivancos eran unnfinita compilación de costumbres

    entrevistas con personajes esenciales de lhistoria de Caracas. Él no vivía en el edificiou casa, un destartalado rectángulo iluminad

    por un bombillo verde, quedaba al final de lcalle Nicanor Bolet Peraza. El viejo Enriqu

    olía pararse en la entrada del edificio a echaus cuentos a las señoras mayores, a Cristina

    a Mariíta Luna —la anciana centenaria deOrituco— y a otras instituciones geriátricas

    ncluso la Nena, a pesar de su arrogancia

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    olía saludarlo con cariño. A veces, en laardes ociosas, los muchachos escuchábamo

    parte de esos relatos a través de

    ntercomunicador. El viejo Enrique narraba sexperiencia en las tablas, sus años en ldramaturgia al lado de Fausto Verdial, Josgnacio Cabrujas y otros nombres efímeros

    borrados de la historia. Atilio, entoncesdisfrazando la voz con su franela, empeñandun timbre infantil, apretaba el botón y decía«¡Vivancos, mojonero!». El viejo smolestaba, se asomaba desesperado a lobalcones, a las esquinas, al parque«¡Vivancos, mojonero!», insistía Atilio.

    La memoria de Santa Mónica pasa poas idas y venidas en la ranchera verde d

    Vivancos; él fue la persona que durantmuchos años nos llevó al colegio, él ernuestro transporte. Enrique Vivancos era uhombre solitario. Nunca supe quién había sid

    u esposa. No hablaba de ella. Su único hij

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    había muerto en un accidente de tránsitaunque él todavía conservaba la esperanza du resurrección. Enrique tenía su propi

    opinión sobre la tragedia. «El muchacho nhabía muerto —decía—. Solo habídesaparecido». A Luis Enrique Vivancos se loragaron las aguas del Limón, un río aragüeñ

    que se desbordó a finales de los años ochentaunca encontraron el cuerpo. El carro, si

    embargo, un Fairlane 500 color terracotaapareció abandonado y podrido en una zanjdel Parque Nacional Henri Pittier. Añodespués, en medio de un aguacero caraqueñoVivancos me contó que había visto a unpersona muy parecida a su hijo en la entraddel Asia, el restaurante chino de la Principal

    Luego, palpándome el hombro, me dijo«Aunque no creo que haya sido él —los ojoe le enredaban en el tiempo—. Luisito ahor

    debe tener, por lo menos, cuarenta años. Y la

    persona que vi en el Asia era un muchacho d

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    veinte».

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    Elena se convirtió en otra persona. E

    principio, pensé que podríamos esperarntentarlo más adelante. Tenía la convicció

    de que el tiempo la ayudaría a salir de snfierno. Elena no lo vio así. Se atiborró d

    médicos: nuevos ginecólogos, obstetraspsiquiatras, especialistas en fertilidadnutricionistas, etc. Solo hablaba dratamientos, medicinas, dietas, de página

    webs esotéricas que recomendaban caldoasquerosos. Y así, de un día para otro, sinemordimientos, me ladillé. La última vez qu

    hicimos el amor fue un día miércoles en e

    que, según el calendario de su ginecóloga, lo

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    óvulos daban una fiesta rave. La erección fuibia, blanda. El erotismo se transformó ensoportable escatología. Su saliva, de repente

    comenzó a provocarme alergia. Las pecas du espalda tomaron la impertinencia de la ropucia. Todo lo que tenía que ver con Elena s

    convirtió en algo abyecto: la toalla húmeda, ecepillo de dientes, los cabellos sobre lalmohada. Comenzamos imperceptiblemente compartir un único sentimiento: el asco. Lcalle, sin embargo, era testigo del romancperfecto. Ramiro y Adriana decían quéramos la pareja ideal, el matrimonio denuevo milenio. Adriana, publicista egresaddel Nuevas Profesiones, siempre fuaficionada a redactar eslóganes mediocres.

     No sé cómo sucedió. No sé quién tuvo lculpa. No sé si hay culpables. El cansancio errreversible. Tardé mucho tiempo en asimilau desidia. Mis taimados intentos por tocarl

    parecían molestarla. Siempre había una razó

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    para esquivar el tacto, siempre había umañana, un esta tarde, un estoy cansada, uel lunes estaré fértil . Cuando cedía a mi

    mpulsos de madrugada, parecía abrir lapiernas con repulsión y flojera. Su vientrestaba seco, su sexo parecía haber sido frisadcon cemento, penetrarla le provocaba dolorMe haces daño, me duele, me arde  eran loonidos articulados de nuestra sexualida

    mediocre. A veces, tras el orgasmo solitarioenía la impresión de que acababa de violarla

    La cotidianidad redujo nuestros cuerpos a lmera fisiología, a los sonidos del cuarto dbaño, a la ducha, al agua del lavamanos, a lpalanca de la poceta. Elena anhelaba tener uhijo pero quería evitar el incómodo trance de

    amor físico; mucho menos le interesaba echaun polvo bruto. Todos nuestros fluidos lprovocaban una desagradable sensación dnáusea. Decía, sin embargo, amarme

    quererme. Tras su rechazo insistía en l

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    prédica romántica de nuestra hermosa familiaSin darme cuenta me acostumbré a su frigidez«Hoy no, Gabriel —decía cuando le ponía l

    mano en la pierna—. Estoy cansada. No tengganas». El martes habrá luna llena, marearojas y puede que, si me tomo tal pastilla coCoca-Cola o Seven Up o chicle o papa

    ringles, entonces pueda concebir , fabulabncómodo. Llegaban los días fértiles y abrías piernas con el empeño de un acróbata

    parecía concentrarse en la trama interior. Eaquello no había placer, no había goce. Luegoras hacer la lástima, permanecía en un

    posición ridícula que, según leyó en unevista, facilitaría el encuentro, la aparición d

    Danielito o Danielita. Tras levantarse decí

    que me amaba y me daba un beso seco, unespecie de reconocimiento por mparticipación en su ambicioso proyectoAlguna vez, procurando ignorar el hastío d

    mis instintos, intenté volver a enamorarla

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    etomar la dinámica de salidas al cine, cenas media luz, pastas caseras. Aquel empeño, máque acercarnos, reforzó el cansancio. Y, en

    medio de todo, la dejadez de su discurso: el tamo, Gabriel  que acompañaba su desdén poel tacto, su feminidad fracasada. «¡Quierhacerte el amor, coño!», grité un día tirando lpuerta. Me rechazó con no sé qué comentariognoró mi pataleta, siguió leyendo. Lntimidad, desde entonces, quedó limitada a

    calendario clínico. Nuestra desnudez lnspiraba el entusiasmo de un cadáver. Hace

    el amor con Elena se había convertido en uacto de necrofilia.

     

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    IIICapítulo

    « Los perdedores, para nuestra fortuna, son

    la mayoría».Eduardo Camera

     

    1

    «Dime que soy la niña más hermosa demundo». Le respondí con una carcajada

    Tenía la cara llena de pintura, sus mejilla

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    estaban manchadas de colorete. Los taconee tambaleaban ante el falso equilibrio de su

    pies diminutos. El suelo estaba repleto d

    estuches de Maquiclub y delineadores de leñora Lili. «Gabriel —dijo de nuevo—, dimque soy la niña más hermosa del mundo»«Está bien, Carlita —dije con inevitablonrisa—. Eres la niña más hermosa de

    mundo». Me mostró sus dientes incompletose quitó los tacones y salió corriendo.

    2

    Yo escribí libros de autoayuda para la editoriaVientos de Cambio, dirigida por EduardCamera. La escritura de lugares comunes, lnvención de anécdotas edulcoradas, fue m

    rabajo mejor remunerado en Madrid. Cuand

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    Javier Cáceres desapareció y entre bambalinaprefiguró el derrumbe, se acababa de publicami tercer libro, Escucha tu corazón. En l

    olapa aparecía la imagen de un japonéisueño ilustrado por un currículo falso. Mnombre artístico era Jack Shephard. Econcepto de la colección fue diseñado poEduardo Camera. «El lector es estúpidoGabriel —solía enunciar con pedantería—. Uibro firmado por Gabriel Guerrero no lo leerí

    nadie. Tu nombre no es atractivo». El día qufirmamos el contrato expuso su invención«Te llamarás Jack Shephard, como eprotagonista de Perdidos —en España persista costumbre de traducir al castellano loítulos de las series gringas—. Por ah

    atraparemos a más de un incauto. Ademáserás japonés. Los gilipollas que nos leen, poo general, piensan que los orientales soabios, que tienen todas las respuestas, qu

    aben dónde se cuecen las habas». Escupía a

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    hablar, movía las manos con torpeza. EduardCamera es una de las personas mádespreciables que he tenido la oportunidad d

    conocer; profesor titular de Literatura en lUniversidad Autónoma de Madrid, editoproblemático, tuvo un gran acierto comerciaal inventar la editorial Vientos de Cambio«porque la literatura chatarra es un derechnalienable», decía con soma. A estas alturas

    no sé si la idea de Camera sobre el nombrgringo y el perfil asiático fue acertada pero, lverdad, tanto Escucha tu corazón  como Eejército de las hormigas y Ayúdate a creer eni  agotaron sus primeros tirajes. «Lo

    perdedores, para nuestra fortuna, son lmayoría, Gabrielito».

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    Carla Valeria Ramírez no se parecía a ningunotra niña del Colegio Agustiniano Cristo ReyEn aquel cementerio de la juventud perdida

    Carla estaba viva. El desparpajo de su infanciápidamente le ganó la reticencia de los curasel desprecio de sus maestras y la curiosidad dus compañeros de clase, los clones. Durant

    mucho tiempo, la hermanita de Alejandrpadeció el martirio de las etiquetas: la loca, lebelde, la malcriada, la mala hierba. Cad

    quince días la señora Lili debía visitar ecolegio para tratar de justificar las travesurade Carla: que si Carla hizo, que si Carla nhizo, que Carla dijo, que Carla no dijoAquellas historias, en el árido marco de madolescencia, me parecían ingeniosas

    diferentes. La vida monástica agustinianobredimensionaba cualquier exceso. Lransgresión más banal era prevista como un

    afrenta, como un comportamiento inaceptable

    Recuerdo, por ejemplo, el barullo colegial tra

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    el escándalo del diccionario. En un examen dLengua, Carla debía buscar el significado duna lista de palabras pero en lugar de hacer e

    aburrido ejercicio, la niña inventó laespuestas. Atrabiliario: chofer de metrobúsepitalamio: pizza con jamón, champiñones queso; albatros: teticas de mariposa. Espendejada motivó reuniones extraordinariasexpulsiones, firmas en el libro negro. A loargo de su historia agustiniana Carlit

    acumuló una serie de faltas insignificantes ebeldías censuradas. Una vez, en quint

    grado, el padre Sarmiento le dijo a la señorLili que la única razón por la que no echaban Carla del colegio era por su relación filial coAlejandro Ramírez, el mayor referente d

    excelencia en toda la historia de la educacióagustiniana. El Cristo Rey, entonces, era unorre de falso marfil en la que la irreverencia a creatividad eran cualidades proscritas. E

    deal de educación ochentera/noventera er

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    formar niños sin voluntad, sin iniciativas nngenio. Toda sombra de talento se percibí

    como un acto de prepotencia. Carla refutab

    esos preceptos con preguntas inocentes, cou curiosidad agresiva, con la malicia naturade un niño que no entiende el mundo y qumucho menos puede entender un lugar comCaracas. Nosotros, los estudiantes del CristRey, y los de todos los colegios de Venezuelaen los años noventa, éramos representantes duna nación aérea, de un no-lugar, de unespecie de fantasía animada. Nos enseñaron estar orgullosos de un universo que no nopertenecía, a citar los pensamientoejemplares de héroes decimonónicos que nnos decían nada pero que sonaban bien

    complacían la ética diletante de ungeneración que se propuso pasadesapercibida, que nunca se preguntó nadaCarla Valeria no se conformó con mi mundo

    ecnicolor. A ella le contaron las misma

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    historias pero no se las creyó.La Carla del Inírida no existía, para m

    era totalmente nula. Ella solo era la hermanit

    de Alejandro. Carla Valeria era una niñansoportable que comía mocos y a la que no lgustaba ir al colegio. Mis recuerdos de Carlon esquivos y, en su mayoría, está

    contaminados por el presente. Hoy sé queconstruir su niñez es una actividaendenciosa. Hundido en el laberinto de lo

    afectos, me veo tentado a percibir su infancicon colores cálidos e incluso, imitando lienzobarrocos, con angelitos de fondo, ovejas pastores. Muchas veces tengo la impresión dque se trata de dos personas diferentes; de quCarla, mi Cari, y la niña que corría gritand

    groserías por las escaleras del edificio nienen nada que ver la una con la otra.

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    Mi ascensión profesional dentro del mundo d

    a autoayuda literaria estuvo repleta dcasualidades. En Venezuela, alguna vezescribí artículos de opinión para una revista dvariedades. Era una revista mediocre, si

    patrocinantes ni lectores. Aquel panfleto solograba sostenerse por el empeño del JirafTerrence, un viejo amigo de la universidaque fracasó en todo lo que se propuso. A

    principio, me tomé muy en serio mi trabajo dedactor. Por lo menos cuidaba la formaVigilaba las concordancias gramaticales y lortografía. Mis opiniones eran u

    despropósito, un canto a la ignorancia. Nenía idea de nada pero tenía algo que deciobre todo. Escribí artículos sobre l

    deportación de Pinochet, sobre la ascensión da derecha en la Austria de Jorg Heider y l

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    historia universal de las asambleaconstituyentes. Aquellos artículos no tenían npies ni cabeza, no sabía lo que decía per

    enía la convicción juvenil de que era portadode la razón y, peor aún, que tenía derecho decir lo que pensaba (porque yo, en esentonces, pensaba que pensaba). Hace unoaños, durante el reposo de la Nena, encontrun ejemplar de la revista. Intenté leerme entí vergüenza, mucha vergüenza. Aquella

    pendejadas, sin embargo, llamaron la atencióde una franquicia, de un semanario comerciaMás tarde supe que mi fichaje por Enjoy you

    reakfast   había sido en realidad unecomendación del Jirafa. Un amigo suy

    entró al negocio de la publicidad y necesitab

    con urgencia un redactor de bajo presupuestoEl trabajo era sencillo, había que referialgunos eventos de Caracas: espectáculosconciertos, fiestas nocturnas, estreno

    cinematográficos y, lo más particular, escribi

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    un horóscopo. El director de la revista mnformó que los contenidos se actualizabaemanalmente desde España y que había qu

    descargarlos de una página web. Mi trabajoen principio, debía limitarse a describir laactividades locales. Nunca supimos por qupero, cuando recibíamos el material, ehoróscopo llegaba incompleto. Leo y Libraparecían en blanco. «Coño, Gabrieescríbete esa mierda ahí, por fa’; escribcualquier vaina, sabes que a la gente le gusteer güevonadas», me dijo el nuevo jefe d

    quien solo recuerdo que sufría de vitíligo. Yasí, de repente, me convertí en un populaluminado. Escribía los horóscopos durante la

    clases de Derecho Civil: tropiezo en escalera

    esta semana evita el metrobús, encuentro coamigo del pasado, una persona cercana a ti traicionará, problema con vehículo, discusió

    familiar. Sufría ataques de risa solitari

    mientras redactaba todas aquellas estupideces

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    De un día para otro comencé a recibir correoelectrónicos de los lectores del Breakfast . Uneñora me pedía consejos para conversar co

    u hijo adolescente; otra me decía que tras mpronóstico anduvo vagando por distintaescaleras hasta tropezar con el amor de svida. Escribí el horóscopo del Breakfasdurante cuatro años. Cuando me mudé Madrid los directores elaboraron una carta decomendación en la que subrayaron malento en el campo de la Astrología. Fue eseferencia la que le interesó a Eduard

    Camera para su proyecto editorial. Él leyó mihoróscopos con satisfacción. Soltó carcajadahorribles en mi cara y me felicitó por el uscomedido del cinismo. Me habló de la idea d

    Vientos de Cambio, un concepto literario coel que se pretendía decirle a la gente que viviera una cosa sencilla.

    «¿Usted cree que las personas, la

    personas de verdad, quieren leer al Saramago

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    al Vila-Matas, al Vargas Llosa o a la MaríaZambrano? No, no, no, nada de eso. La gentcomún no tiene tiempo para leer a eso

    farsantes. Nuestro target   son los infelicequienes, para nuestra fortuna, son la mayoríaSu trabajo, Gabriel, consiste en decirle adesempleado que encontrará trabajo, acornudo que su mujer lo ama, al impotentque la virilidad está en su corazón, al enfermque sanará y al potencial suicida que, antes duicidarse, se gaste su dinero en nuestroibros. Nada de Bertolt Brecht, ni de Bergma

    ni de Kundera. Reflexiones sencillas, GabrieEl sol sale de día, la luna de noche y eso mhace feliz. ¿Está claro?». Acepté incentivadpor la necesidad. El dinero de la beca er

    nsuficiente y, durante los primeros mesesElena no tuvo trabajo. Mi primer libro, Eejército de las hormigas  (Camera inventó eítulo durante una borrachera), tuvo venta

    discretas pero colocó el nombre de Jac

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    Shephard y la cara del japonés en algunavitrinas de tiendas naturistas. Para el momentdel colapso, el falso nipón se había convertid

    en un autor popular con un público de lealeamas de casa.

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    Sin ser una niña coqueta, Carla Valeria tení

    u propia noción de la feminidad. Odiaba lafaldas y los lazos. No le gustaban las muñecani los peluches. Nunca usó vestidos. La únicBarbie que tuvo, un regalo de la mamá d

    Martín, falleció en la hoguera. La cabellerncompleta de la Barbie Melocotón reposaben su corcho como un memorable botín dguerra. Cuando tenía ocho o nueve año

    desarrolló una extraña manía: las brujas

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    Carlita decía ser una bruja. La serie delevisión Charmed   se convirtió en su má

    obsesivo fetiche. Decía llamarse Phoebe

    como el personaje de Alyssa Milano. Corrípor las escaleras del edificio lanzandmaldiciones a todos los vecinos. Carla no teníforma: era diminuta, delgada in extremisenía la cabeza más grande que el resto de

    cuerpo. Al caminar, daba la impresión de quenía una pierna más larga que la otra. Nuncmaginé que aquel simpático batracio, aquell

    muñequita de palitos, se convertiría en lpersona que daría con mis huesos en enstituto Profesional Caracas o, si

    eufemismos clínicos, en el solar de umanicomio. Carla Valeria solo era la hermanit

    de Alejandro, la muchachita loca que mdestrozó los pies en el baile de graduación que alguna vez, con la cara empatucada dpintura, me pidió que le dijera que era la niñ

    más hermosa del mundo.

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    IVCapítulo

    «Quiero ir a Liubliana».

    Carla 

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    «Uno de los dos será despedido. El anuncioficial se hará cuando termine el congreso»dijo Kyriakos con vergüenza y preocupació

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    fingida. Cuando Javier Cáceres desapareció melación profesional con Mariana estabometida a una incómoda competencia

    Kyriakos fue claro: nuestros cargos eran uastre. Unicef no tenía presupuesto parmantener puestos inútiles en sus dependenciaauxiliares. La decisión era irrevocable; despuédel congreso solo continuaría el más fuerteCorría el rumor, incluso, de que cerrarían ecentro.

    La tarde de la sentencia salimos a tomaun café tibio, malo, supuestamentcolombiano. Acordamos no competirDecidimos enfocarnos en la organización decongreso y evitar que el aviso de Kyriakoafectara nuestro rendimiento. Mariana aceptó

    El armisticio, sin embargo, quedó en merforma. No sé cuándo comenzamos a discutipor asuntos insignificantes: desperdicio dpapel, fotocopias innecesarias, rigor en e

    horario. El anuncio sobre nuestro futur

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    aboral fue el comienzo de la guerra fría, enicio programático de las zancadillas.

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    «Liubliana», respondí sin convicción. Martíepitió la pregunta: «¿Cuál es la capital d

    Eslovenia?». Alejandro me miró condecisión. «¿Zagreb?», preguntó en voz baja

    «No — tenía muchas dudas—, es uno de esopaíses nuevos». Atilio, aburrido por la esperafue a buscar otra ronda de cervezas. Carnavaen La Guaira. Medianoche. El golpe de u

    rueno sacudió las ventanas del apartamentoLa luz titiló. Carlita apareció de repente. «Aloengo miedo». Silvia, la prima de los Ramírez

    caminó hasta el balcón para evaluar l

    ferocidad del aguacero. La brisa hacía tembla

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    as ventanas pero, a pesar de la sucesióninterrumpida de relámpagos, no llovía. E

    cielo era un pegoste de plastilina.

    Habíamos pasado la tarde en la orilla da playa jugando frisbee  y comiendguacucos. Cuando llegó la noche, cansadosentumecidos por el sol, Martín Velázquez sempeñó en que perdiéramos el tiempo con uuego de mesa. Preguntas y respuestas

    historia, geografía, ciencias, cultura deportes. La ladilla era extrema. Jugamos eparejas, me tocó jugar con Alejandro. Lpregunta nos desorientó. Aunque teníamobuenas notas y ostentábamos una inteligenciuperior a la del promedio, éramos bachilleregnorantes. La independencia de los paíse

    balcánicos era un fenómeno más o menoeciente. «¿Cuál es la capital de Eslovenia? —epitió Martín con la tarjeta en la mano—

    Apúrense». «Liubliana», dije tras un esfuerzo

    Alo no estaba muy convencido. «¿Liubliana

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     preguntó Carlita, aunque realmente, con uimbre chillón inimitable, pronunció algo as

    c o m o esyubliana —. ¡Qué nombre ta

    bonito!». Tenía los cachetes llenos dchocolate, un corte en la frente y además eol de la tarde había dejado sobre su piel u

    bronceado de betún. Su cabello resecocubierto de arena, parecía una escoba sucia«Gabriel, ¿dónde queda Liubliana?», mpreguntó sentándose en mis rodillas. «EEslovenia, Cari. Es la capital. Eso creo». «¿Ydónde queda Eslovenia?». «En YugoslaviaCari». «¿Y dónde queda Yugoslavia?». «Enos Balcanes, Cari». «¿Y qué son lo

    Balcanes?». «Unas montañas, Cari». «¿Ydónde quedan los Balcanes?». «En Europa

    Cari». «¿Y dónde queda Europa?». «LejosCarlita, muy lejos».

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    Me incomodaba sobremanera la competenci

    con Mariana. Nuestra amistad se habíforjado en medio de la desesperación, de lmposibilidad de obtener un empleo durante l

    crisis. Tras el fracaso de la beca, habíamo

    visto de cerca la rutina de la impotencia.Fueron días oscuros. Imprimimos por lmenos cuatrocientos currículos que repartimoa lo largo de Madrid, de punta a punta, desd

    San Sebastián de los Reyes hasta GetafeAgotamos las posibilidades de Interneellenamos todos los formularios de la

    páginas de empleo, de las falsas ofertas, de la

    estafas obvias o de cualquier encargo mapagado. Fue en ese incómodo periplo cuandoin competencias académicas ni profesionales

    nos dimos la oportunidad de conocernos. Traa mujer intolerante descubrí a una muchach

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    impática, mucho menor de lo que aparentabu rostro adulto. Tuve noticia de sus gustoaros, de sus preferencias, de su fascinació

    por la fotografía documental y las cancionede protesta de Violeta Parra. La complicidadel vencido, esa conciencia de que todo saldrmal y de que la adversidad es la versióatinoamericana de la providencia, no

    permitió relacionarnos como buenos amigoso encontramos trabajo; de los cuatrociento

    contactos laborales que hicimos solo noespondieron cuatro oficinas: «Gracias, per

    no. Conservaremos el currículo». El cariñmutuo fue consecuencia de la derrota.

    Pude sobrevivir esos meses gracias a loimitados anticipos por derecho de autor de E

    ejército de las hormigas  y, más adelanteyúdate a creer en ti . Para confrontar e

    desaliento, utilicé algunas de mis consignaengaña-bobos, habituales en los manuales d

    autoayuda, con el fin de obligarnos a seguir e

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    a búsqueda, en la utopía del trabajo. Ldecepción, sin embargo, era inevitable. Locientíficos sociales, al parecer, no tenían nad

    que ofrecer al nuevo mundo. «El siglo XXI euna mierda», solía decir Fedor.Una tarde, entre vinos agrios, Marian

    me contó que había tomado una decisiónegresaría a América, específicamente

    Bolivia; una amiga la invitó a participar en uproyecto de trabajo social orientado a lnserción de mujeres indígenas de la zona de

    Chaco en espacios urbanos. No recuerdexactamente cuándo recibimos la llamada de lprofesora Irene Massa ofreciéndonos urabajo conjunto, la administración de un

    ONG, algo ligado a un centro de asistenci

    ocial. Fue ella, nuestra tutora, quien nos pusen contacto con Alexandre Kyriakos.

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    «Coño, qué ladilla esta carajita», dijo Fedo

    en voz baja. Obstinado, hizo un gesto Martín para que leyera la respuesta. Carlcontinuó con su interrogatorio. «Carla, pofavor, anda a dormir, deja la ladilla», ordenó

    Silvia. «No tengo sueño», respondió coantipatía. «Sí —leyó Martín—, Liubliana»Alo se sorprendió. «Ni idea —dijo bajito—pensaba que era Zagreb». «Quiero ir

    Liubliana», dijo Carla. Afilio lanzó los dadoscuatro y tres. Fedor, aburridísimo, tomó lafichas y avanzó. «¡Quiero ir a Liubliana!»epitió Carla. «¡Quiero ir a Liubliana!», grit

    Atilio burlándose. Luego, improvisando udejo margariteño, agregó: «Anda a dormirmuchacha’er diablo, ¿no te das cuenta de queres una ladilla?». Comenzó el escándaloCarla insultó a Atilio con invectiva

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    coloquiales: gordo de mierda, compota’e pollocamión de carne, etc. Atilio le seguía lcorriente, respondía con frases cortas

    hirientes. La mesa se transformó en un campde guerra. «Mira, Carlita, se te olvidó echartel protector solar. Ahora te vas a quedar negrpara siempre», agregó Fedor con semblanterio, masticando la risa. Error. Trifulca

    Llanto. Más insultos. «¡Carla, ya!», reclamAlejandro. Atilio y Fedor continuaban con echalequeo. Silvia se reía con estruendo. Carlno paraba de llorar. «Coño, ya, Atilio. No lodas. Déjala tranquila», dije buscando e

    armisticio. La niña, entonces, batuqueó lmesa. Las botellas de cerveza rodaron sobre eablero. «¡Te vas!», gritó Alejandro

    evantándose. La cargó por la cintura y se lmontó sobre el hombro. Carla pataleó, chillónsultó al Gordo. «Yo ya me ladillé», dijo

    Fedor colocando servilletas sobre los charco

    de cerveza. Silvia aprovechó la interrupció

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    para besarme en la boca; fue un beso brevecon media lengua. «Te espero en el cuarto»me dijo al oído. El Gordo me hizo un gest

    ordinario. Los gritos de Carla se escuchabapor toda la casa. Fedor salió al balcón. Martífue el único que permaneció en la saladistraído, limpiaba la mesa, sacudía el tablery leía las preguntas que se habían quedado siformular. Entré al cuarto de baño. Sentvértigo. Los padres de Alo estaban en unfiesta en el Macuto Sheraton, dijeron quegresarían tarde. El futuro inmediat

    anunciaba grandes cambios: aquella nochperdería la virginidad.

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    La ONG, institución sin nombre, era un

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    pequeña oficina ubicada en un recoveco de lcalle Bravo Murillo. Las instalaciones eraudimentarias; parecía un edificio abandonado

    osotros éramos los responsables dadministrar el trabajo sucio, la letra pequeñde las grandes proclamas, lo abyecto visibleas fotografías vetadas en los trípticos. L

    oficina como tal quedaba en un segundo pisoLa primera planta, administrada por Verocorrespondía a un centro de ayuda asesoramiento para mujeres maltratadasaunque, en realidad, la cuestión genérica npasaba de ser un simple letrero. Por el lugadeambulaban ancianos de ambos sexoperdidos y abandonados, niños drogadosadolescentes embarazadas e indigentes d

    vocación.Yo siempre fui un burócrata. Mi trabajo

    al igual que el de Javier Cáceres, consistía ehacer un censo detallado de la humanida

    prescindible. Mariana era diferente. Ella tení

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    a rara virtud de la mirada; sabía mirar a loojos de las personas y descubrir en ellodignidades asequibles. Mariana tenía u

    entido de la calidad humana poco común eel gremio de la filantropía. Los vecinos decentro la trataban con cariño genuino, llamaban doctora, los fines de semana llevaban chocolates o tortas caseras. El yonqu

    Pablo, por ejemplo, un grafiterò dominicancon cuya familia Mariana intimó y a quieneayudó a tramitar los documentos desidencia, se convirtió en su leal escudero, e

    un habitual ayudante del centro. En ecompetitivo mercado de las buenantenciones, los demás éramos técnicos felices

    bondadosos de escritorio, voluntarios de sofá

    Cuando llegué a España tenía la idea de que emundo era una cosa plana, racional maniquea. Sin proponérmelo, me habíconvertido en un febril activista de causa

    perdidas. Asumía todo tipo de protesta co

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    entusiasmo deportivo. Hasta el momento decolapso tenía la idea de que Dios debía tenecierto parecido físico y moral con Wal

    Disney. Michael Moore me parecía urrefutable referente de astucia, de rebeldínteligente. Mariana Briceño, y la historintestina de aquella ONG, refutó mi visió

    naif. Hasta entonces, yo había leídestadísticas sobre violencia de género ealgunos artículos de revistas universitariashabía escrito ensayos que había enviado varios concursos académicos; una de mieseñas, incluso, se publicó en la Revist

    Complutense. Nunca, sin embargo, habíescuchado en directo el llanto desesperado duna mujer violada, nunca había tocado la rop

    manchada de sangre de una niña ni había vistde cerca la fobia por los hombres. Fue difícdescubrir que mis papers  sobre las tasas ddrogadicción y precocidad sexual entre lo

    adolescentes del siglo XXI (calificados, en s

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    mayoría, con la matrícula de honor) no teníanada que ver con los ojos ausentes del adictenfermo de sida que cada mañana nos pedí

    dinero para comprar un supuesto desayunoMe costaba disimular la impresión. «Esto easí, Gabriel. Lo demás es política, política da mala. Hay que meter las manos en l

    mierda para darse cuenta de que los objetivodel milenio propuestos por la Unesco no somás que letra muerta, un saludo a la banderaun pago de tributo a todo aquello que nqueremos ver», había dicho Javier Cáceres ealgún almuerzo días antes de desaparecer.

    Los prejuicios me habían convertido eun cobarde. No me gustaba pasearme por lplanta baja. Evitaba los olores de la indigencia

    as babas de los borrachos, las canciones dcuna de Vero quien, en vano, intentaba dormia los niños pequeños que cada quince díaabandonaban en la puerta. Yo sabía muy bien

    que, por una cuestión de justicia poética

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    Mariana estaba mucho mejor calificada parheredar la dirección de la ONG. Sabía que mrabajo podía hacerlo cualquiera. También er

    consciente de que Mariana no tendrípaciencia para pasarse el día entero sentadfrente a una laptop  respondiendo correoelectrónicos, redactando informes, pidiendpresupuestos, insertando nombres en Excedescribiendo atrocidades en términos leguleyoo conversando con ministros ignorantes sobrasuntos de su competencia de los que nenían la más mínima idea. Tratamos d

    explicarle a Kyriakos los beneficios de nuestrcomunidad profesional pero tropezamos cou sordera. «¡La crisis, la crisis!», sol

    hablaba de la crisis. «Uno de los dos ser

    despedido», dijo tajante.En la ONG trabajábamos, sin contar a lo

    pasantes, siete personas: Javier, MarianaVero, Yago, Emilio y nuestra secretaria

    estrella, todera, andaluza, chiquitica, simpátic

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    y servicial, Eleonora. Yago y Emilio eran laextensión de Kyriakos, la prótesiadministrativa de Unicef. Ellos eran lo

    encargados de supervisar los recursos, ddecirle no a Mariana cuando recomendabcomprar alguna medicina para un ancianmoribundo, de denunciar a las falsaembarazadas y poner objeciones dpresupuesto a todas las iniciativas del grupoEmilio y Yago fueron los responsables dehacer la preselección de los jóvenes quparticiparían en el congreso. Mariana spasaba el día entero en la primera planta, poo que no tenía la obligación de escuchar la

    conversaciones entre esta pareja de imbécilesLos aspirantes a presentar ponencias debía

    lenar una solicitud y escribir una cartemática. Unicef solo invitaría a doce persona

    pero llegaron más de cuarenta solicitudesYago y Emilio dedicaron una mañana caluros

    y eterna a leer en voz alta esas cartas. Luego

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    corno en un juego de azar, hicieron suelección en función de lo que para sí mismolamaban la honrada estupidez. Eleonora

    desde su escritorio repleto de papeles, lomiraba con odio. Leían en voz alta, sburlaban, reían…

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    Silvia Tovar era mayor que nosotros, teníamás o menos, veintiséis y hacía el año rural dMedicina en un pueblo a las afueras dMaracay. La conocíamos desde hacía tiempo

    ella solía pasar las vacaciones de agosto eCaracas, en el edificio. No sé en qué momentnos dimos los primeros besos. Besoborrachos, traviesos, sin compromiso. Yo

    abía muy bien que, al margen de nuestr

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    aventura, ella tenía una vida en otra parte, quenía un novio oficial e incluso planes d

    casarse. No era bonita pero tampoco era fea

    Tenía un encanto difícil de precisar, un quesoin marca, una simpatía erótica disimulada pou sobrepeso. Silvia me enseñó las virtudes deacto. Yo, en aquel entonces, onanista

    aficionado, no sabía cómo tocar el cuerpo duna mujer. El posible contacto me daba penaLa teoría prevista en las películas pomesultó inútil. No había música chill out   nocaciones iluminadas, solo se escuchaban lo

    golpes de la brisa contra las ventanas y afondo, desde la sala, un CD con la vocarrasposa de Alejandro Sanz. Estabnervioso, muy nervioso. Silvia me desnud

    con paciencia. No sabía qué hacer, la ansieday la vergüenza me mantenían en tranceparalizado. Descubrí sus senos en medio duna luz azul, de un rebote de relámpagos. D

    epente, sin saber cómo, siguiendo al pie de l

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    etra sus instrucciones, me encontré dentro du cuerpo. La sensación física fue confusaara; las pieles imitaban el sonido de un chicle

    Entendí que la mano tenía una texturdiferente. Cuando todo acabó tuve unextraña sensación de supervivencia. AlejandrSanz, con un coro de carajitos, gritaba no squé asunto sobre una margarita marchitaSilvia se quedó dormida; me levanté con sedMartín, Fedor y Atilio hablaban pendejadas enel balcón; el temporal había amainado. EGordo contaba chistes ordinarios. Lacarcajadas, como en las comedias gringaseplicaban a cada uno de sus parlamentos

    Abrí la nevera. Removí panes dperrocaliente, lechugas y potes con past

    vieja. No había cervezas. Cuando cerré lpuerta tuve un sobresalto. Allí, recostadobre el freezer , apareció Carlita. Disimulé eusto por vergüenza. «Hola, Negrita, ¿cóm

    estás?». «¿Tú también?». «¿Yo también

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    qué?». «Yo no soy negra. No me diganegra». «Ven acá —le dije con cariñontentado abrazarla—, no tienes qu

    molestarte. Si tú eres la negrita más hermosdel mundo. ¿O no?», le pregunté haciéndolarrumacos en la barriga. Me devolvió unonrisa. «¿No puedes dormir, Cari?». Dij

    que no con la cabeza. «Gabo —preguntcabizbaja—. ¿Estás enamorado de Silvia?»¿Cómo explicarle mis desastres a uncarajita?, me pregunté. No, sin duda, no. Musta, me da queso. «¿Por qué l

    preguntas?». «La odio. No la soporto». «PerSilvia es tu prima, Cari». «Igual la odio. No squé se cree. Es una estúpida. Gabo —momó la mano—, ¿me acompañas a dormir?»

    Las carcajadas de Fedor hacían temblar laparedes del apartamento. Atilio echaba ucuento hilarante, dramatizaba algunexperiencia escatológica. Pude ver de reoj

    cómo Martín y Alejandro estaban tirados en e

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    piso. Llegamos a su cuarto, saltó sobre lcama, la ayudé a amarrarse el cabello, larropé hasta el cuello y le di un beso en l

    frente. «Duérmete ya, anda», dije disimulandel fastidio.«Este quiere salvar al mundo, Emilio

    Este es el hombre indicado». «Apúntalo»decía Yago dando vueltas en su silla. Emilioeía en voz alta: «Yo tengo una pequeñ

    biblioteca en mi pueblo de Yura, Perú, yquisiera exportar este modelo a otros pueblode mi provincia. Quisiera exponer miexperiencias…». «No. Aburrido. Nada dbibliotecas ni escuelitas, busca una madrTeresa o un Gandhi, esos son los buenos»«Aquí está», respondía Yago. Yo, entonces

    prefería subirle volumen al iPod o tratar ddistraerme con la lectura de un soporíferdocumento. «Gabriel, ¿te vas a casar coSilvia?». «No, Cari. No me voy a casar co

    Silvia. ¿Quién te dijo eso? Duérmete». Apret

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    os ojos con fuerza. «Está bien, Gabriel», dijde repente. «¿Está bien qué?», le preguntmientras jugaba con su cabello. «Puede

    lamarme Negrita, pero solo tú». Lanzó unisa traviesa, de dientes torcidos. Le hiccosquillas. Ella perdió el control. Tiró lábana al piso y lanzó patadas al vacío. «Est

    es nuestro hombre —decía entre risas—: “yquiero acabar con el hambre en África uchar por la paz mundial”». «Fichado, eiguiente». Emilio leía en son de burla

    «“Estimados señores: quisiera presentar uneflexión humanística en torno al narcotráfic

    en la zona del Amazonas. Soy antropólogegresado de la Universidad de Antioquia durante muchos años he hecho trabajo d

    campo”. Bla, bla, bla… bla, bla, bla… “Hpodido constatar que…”. Bla, bla, bla. ¿Y estquién se cree, El cazador de cocodrilos?»Yago: «Ja, ja, ja. Descarta a ese capullo. Nad

    de antropólogos, buscamos optimistas, esa e

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    a consigna». «Gabo, ¿tú has ido a Europa?»dijo tras calmarse. «No». «¿Y Europa es muejos?». «Sí, es lejos». «¿Se puede ir e

    carro?». «No. Solo en avión o en barcoAunque supongo que ya nadie viaja ebarco». «Yo quiero ir contigo a  Esyubliana»«¿A dónde?». «A  Esyubliana  —Ni idea, nabía de qué hablaba—. Al sitio del juego, a l

    capital de Eslofenía». «¡Ah! LiublianaEslovenia». «Sí, a eso. ¿Irás conmigo?»«¡Dígame este!, este lucha por lndependencia de la Isla de la Pascua y busc

    un foro internacional para exponer suargumentos históricos». «¿Qué? —dijo Yago

    . No me jodas. ¿La independencia de la Islde la Pascua? ¿Y de qué va a vivir esa gente

    ¿Van a exportar cabezas?». «Ja, ja, ja». Unumor conocido llegó desde el balcón: Atili

    echaba el cuento de cuando se vomitó en lpapelera del baño en el apartamento d

    Martín. Me provocó salir a escucharlo. Atili

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    enía la facultad de incorporar detallemórbidos a cada nueva narración e inclusocon efecto dramático, modificar lo

    desenlaces. Respondí sin saber, aburrido: «SíCari. Iremos juntos a Liubliana». «No quierque venga Silvia. Tenemos que ir tú y yolos». «Está bien, iremos sin Silvia». La vo

    de Atilio atravesó la pared: «No joda, mirpa'un lado, miré pal otro y lo único quapareció fue esa papelera». Carcajadas«Vamos, duérmete». Me levanté con prisa«Gabo». «Dime, Cari». «¿Me traes un vasde agua?». Fui a la cocina. Le serví un vasde agua y regresé al cuarto. Parecía dormida.

    Los ojos se le cerraban, la carita le dabvueltas. El congreso anterior, al que pud

    asistir como invitado por la FundacióCarolina, se había convocado de la mismmanera; las ponencias, al final, resultabaimplistas, redundantes. Algunas veces, entr

    os lugares comunes y relatos de autoayud

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    nesperada. Con amago de burla, de doblentido, Yago me informó que quería habla

    conmigo un tal Diablito. Había olvidado a

    Diablito; él era una especie de novio o amantnformal de Javier. Lo conocí en algunertulia filantrópica, en una curda de protest

    con gente de la OIJ o Acnur. El Diablito erun tipo delgado, venezolano, de pelo baba ojos maquiritares. Ese día había muchrabajo en la oficina. Tardé en recibirlo. E

    papeleo abarrotaba la mesa. La vigilanciestalinista de Mariana, por otro lado, mmpedía abandonar el cubículo. Habí

    olvidado el nombre original del Diablitounca practiqué una homofobia militante per

    no me sentía cómodo pronunciando en vo

    alta aquel nombre de feria. ¿Qué pasóiablito, cómo está la vaina?, era un

    pregunta polite  que no podría decir. Mariane enfrascó en una discusión telefónica

    aproveché su distracción. Lo encontré sentad

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    en la escalera con los ojos ausentes. Palpé shombro y dije un Hola  solitario. Lo invité omar un café en el bar de los viejitos, en e

    cruce con Bravo Murillo. Hablé paja: climacrisis. Él no decía nada. Solo fumaba. Mofreció un cigarrillo y acepté. Hacía frío. ¡Qucarajo!, me dije. Por impositiva sugerencia dElena, para cumplir a cabalidad con nuestrratamiento profiláctico, me había propuest

    dejar de fumar. «¿Querías hablar conmigo?»pregunté obstinado. «Se trata de Javier —dijmpasible—. Creo que le pasó algo». «¿Po

    qué piensas eso?». «No lo sé, es algo ascomo un presentimiento, una manquera —ilencio—. Solo sé que es algo que tiene qu

    ver con su trabajo, algo que Javi descubrió»

    «¿Algo que Javi descubrió?». «Sí», dijo coeriedad. El móvil repicó con estruendo

    Mensaje de texto. Mariana: «¿Dónde estás?»Me despedí del Diablito citando falsa

    esperanzas, le dije que Javier aparecerí

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    pronto, le comenté su incomodidad en loficina, sus desencuentros cotidianos coMariana y Kyriakos, también le hablé d

    Chile, de su idea de regresar. Pensé, movidpor un inevitable machismo cultural, quaquello era una simple discusión de pareja ocomo diría Atilio, un peo entre mariconesRegresé al escritorio. Rápidamente olvidé lentrevista. Antes de irse, el Diablito mentregó una tarjeta. «Si sabes algo, puedeencontrarme en el Club de los PoetaPublicistas», dijo. La tarjeta tenía detallecarnavalescos y en colores fosforescentes ldirección de un bar en una calle de ChuecaEn principio no le di mucha importancia aquel encuentro. Una semana más tarde, tra

    a aparición del cuerpo y un extraño sucesoentí curiosidad. El mundo comenzaba

    desmoronarse.

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    VCapítulo

    « Ese fue tu amigo, el que se mató, ¿no?».

    Elena 

    1Todas mis infidelidades han estado mediadapor la tecnología. Siempre fui un seducto

    mediocre, previsible, tímido. Las modalidade

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    de Internet, sin embargo, me permitieroexperimentar amores pasajeros, besos dpaso, sexo para llevar. Cuando Silvia Tovar, l

    mujer que se había apropiado de mi virginidaen un apartamento de La Guaira, solicitó mamistad en Facebook me dediqué algunahoras a estudiarla. Corría el tiempo muerto demáster y no tenía mucho que hacer. Silvihabía engordado, las viejas espinillas se lhabían convertido en marcas indelebleaunque, de manera imprecisa, su rostrconservaba el encanto primerizo del pasadoEl muro virtual me facilitó informacióuplementaria: vivía en Londres, estudiaba u

    doctorado, estaba casada y tenía un niñpequeño. Alguna madrugada ociosa consult

    u discreta lista de amistades. Fue así comomucho tiempo después, pude tener algunnoticia de Carla Valeria, la niña más hermosdel mundo. ¡Carl!, me dije con sorpresa. L

    había olvidado por completo. El accidente y l

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    mudanza habían sido el preludio a nuestreparación. Sentí curiosidad, me pregunt

    cuántos años habrían pasado; también pens

    en Alo, en la gente del Inírida. Asimilando letórica Facebook solicité su amistad. La fotdel perfil mostraba un cuadro de SalvadoDalí, un horizonte de relojes que parecíaderretirse en la bruma del tiempo. El muro dCarla estaba protegido; para explorarlo elldebía confirmar que me conocía.

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    o pude ir a La Guaira por culpa del dengueTenía diecinueve años y pensaba que ernmortal. Sin consulta previa, tras el prime

    golpe de fiebre, asalté una caja de aspirinas

    Horas más tarde comencé a sangrar por l

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    nariz. El dolor en los ojos me hacía supuraagañas anaranjadas. «Nena, me siento mal»ogré balbucear antes de desmayarme. Cuand

    desperté estaba en la sala de emergencias de lClínica Jaimes Córdova. El doctor hizo udiagnóstico alarmista; durante tres mesesdebía seguir un tratamiento insoportable acostumbrarme a un estricto reposo.

    Mi frustración no tenía precedentes. Poprimera vez, viajaríamos al apartamento de LGuaira sin adultos, sin padres, sin la ladilla dCarlita y los otros niños. La enfermedadesangró mi espíritu de juerga. Caía unlovizna perenne. La masa de cielo era un

    bruma impenetrable. La claridad, en algunaesquinas, apenas era un parche. Me desped

    de mis amigos en el estacionamiento denírida. Hicieron mofas sobre mi reposo. «Ne preocupes, Gabriel, tú descansa. T

    prometo que no tomaremos curda, n

    cogeremos culos, no jugaremos dominó y no