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Z I N D O & G A F U R I

lemeillet interior (8) (3)

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prosa poética contemporanea

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  • Z I N D O & G A F U R I

  • de traicin en traicin

    claudio lemeillet

    timoumicoleccin

  • Lemeillet, ClaudioDe traicin en traicin. - 1a ed. - Ciudad Autnoma de Buenos

    Aires : Zindo & Gafuri, 2014. 104 p. ; 20x14 cm.

    ISBN 978-987-45079-8-3 1. Poesa Argentina. I. Ttulo CDD A861

    Fecha de catalogacin: ??????Ilustracin de cubierta: graphicspunk

    [email protected]

    Hecho el depsito que marca la ley 11.723.

    Impreso en Argentina

    Diseo de portada e interior: Sebastin Bruzzese [email protected]

  • Se puede ser fi el a uno mismo o a los dems, pero no al mismo

    tiempo, al menos no de una manera feliz. Sera una inmoralidad pensar

    que toda condicin humana se base en una traicin.

    Arthur Miller

  • 7El viaje de odiseo

    El viaje de Odiseo fue un regreso hacia el pasado. La escritura es el via-je de regreso, la vida fue el de ida Y de dnde se regresa? De la guerra. Pero esta guerra no supone un matar o morir, sino una lucha cuerpo a cuerpo contra el olvido, la prdida dolorosa de lo amado. Agnica tarea en la que el escritor se juega el alma.

    Odiseo va hacia taca para recuperar su vida y su amor.

    El regreso, la escritura, es magnfi co y cruel. Muchos deben sucumbir para que algunos prevalezcan.

    De traicin en traicin podra considerarse un libro de viaje, siempre que entendamos que el viaje, a pesar de sus magnfi cas descripciones de sitios y tiempos precisos, es interior.

    Se trata de la reconstruccin de un yo que jams podr reunir todas sus partes porque stas son cambiantes y van mutando a medida que la misma vida y la narracin las transforma.

    Por eso la traicin.

    Pero, qu signifi ca traicin. Signifi ca que nunca podr ser fi el, igual al m mismo que fui. Si recupero una cierta mirada estoy permitiendo el olvido de otra. Nadie puede llegar a la mirada absoluta, salvo el dios. Y el Aleph de Borges.

    La limitacin es la sintaxis. Y nosotros somos nuestra sintaxis.

    Cmo escapar al pensamiento rectilneo ya que el lenguaje materno lo es. Pero no as la memoria, regreso de aquello que se hundi en el no-tiempo: el inconsciente. La memoria fl uye por rincones caprichosos que la lgica rechaza. La memoria. Ella sabe dnde quiere ir, y el por-qu.

    El texto intenta armar un mundo que se presenta fraccionado y cuya constitucin misma es ese fraccionamiento. Intenta salvar los instantes.

  • 8All es donde el mito, los mitos, vienen a ayudar al escritor dicindole cmo era todo antes de que l naciera. Porque los mundos nacen junto con las conciencias y son tan mltiples como ellas.

    La belleza y la sensualidad de estos textos de Claudio, no est en la palabra -slo en la palabra- sino en aquello hacia donde nos empuja la palabra. Lo que seala. La innombrable y penosa maravilla de estar vivo. Y de que todo y todos lo sigan estando, ya que el tiempo no es ms que una ilusin necesaria.

    Lo que hace Claudio, a partir de sus preciosos en toda la acepcin de la palabra- textos, es asir el alma fugitiva del pez, de la piedra, del paisaje, del padre. De esos seres que fueron cercanos y amados y que, por lo tanto, lo siguen siendo.

    l ha entendido que el hombre es ese extrao cuya sombra, segn Jung, es la cola del saurio que se arrastra an detrs de l. Y no como un lastre sino como una riqueza negada.

    Elegir, escribir, es hacer uso de esa cierta libertad que no es ni ms ni menos que un amor indebido agitando el fuego. Indebido ya que parcial. Pero ese amor salva aquello que reconstruye con paciencia y sabidura minuciosa.

    Y as, la traicin se vuelve tradicin en el sentido profundo de un reen-cuentro con el origen.

    Mara Rosa Maldonado

  • De traicin en traicin

  • a Toms y a Manuel Lemeillet

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    Advertencia del autor

    Este libro no es ni ms ni menos que un error, un rastro no borrado adrede por un ego que dice esto es lo que viv. Para quien quiera aproximarse, a m, al asesino de m, que tan hbilmente ha desapa-recido todas las otras huellas, las ha andado para atrs ajustndolas con precisin hasta las rocas, las ha confundido con jauras de perros hambrientos, con inesperadas estampidas de caballos inmvil tirado con las manos en la cara. Al asesino de m que ha borrado el sendero sobre la superfi cie del desierto con las marcas de los cuerpos entrela-zados en la lucha eterna y desigual del amor, que ha utilizado las orillas duras de los ros que callan lo que emerge y las tierras imantadas que atraen los vientos del mar hasta sus vrtices y confunden en la arena de la costa, los cuerpos de los barcos desembarcados en silencio con los cuerpos moribundos de las ballenas. Al asesino de m, que ha juntado las estelas de mi familia en una ola perdida en los ocanos, que tal vez ya atraves.

    Ocasos y amaneceres que me forman constantemente, lo hacen a diario en un dinamismo que me deja perplejo una y otra vez, que me asume y me despoja, que me alienta y me sucumbe de a pasos. Des-tino cuya modalidad puja en la expresin que hoy intenta manifestar-se. Ver sus marcas es comprender y repreguntar. A veces desde los evanescentes peldaos de la conquista y otras, desde los estratos rtmicos y branquiales de nuestra respiracin. Hoy desde lo alto veo las fricciones glaciarias modelando las laderas, y a tu cuerpo agacha-do a lo lejos con tu mano sobre el rastro, acercndote. Cada palabra enaltecida es un universo de lenguas solares que enmudece. De esa oscuridad soy.

    Bien afuera he pisado las rocas talladas ms bellas y emocionantes de la humanidad y te he tocado. Bien adentro he caminado paisajes increbles, crujientes hojas entre los rboles, con el cuerpo cubierto de barro y he visto a los ojos, en la ltima gota de la lluvia, en la inmovilidad del silencio, a mi presa y a mi enemigo. Me he visto.

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    Introduccin a los relatos

    Pensaba en la novedad, en el impacto, en el asombro, en la creativi-dad de esa idea como un leo generoso y sufi ciente que lo acercaba a la costa soada. A decir verdad, la idea era original. Pensar que una gota saborizada, digamos dentro de los matices de las frutas del bos-que, pueda ingresar al paladar desde el ojo y que como efecto secun-dario logre lubricarlo, era para dedicarle algn tiempo ms de anlisis. Un colirio refrescante, diet, con un envase llamativo, uniformado en el estante de las golosinas, a la altura de los hombros de los nios lo tentaba como un milagro capitalista al alcance de los dedos. Su propia experiencia con afecciones oculares haba iniciado una serie de diva-gues gustativos que lo llevaron de los caros oscuros de los remedios a las mentas inolvidables de la infancia, como si el cerebro pudiera sin intermediarios apoyarse sobre la hmeda lengua del desprevenido con-sumidor. Un inversor desquiciado como l que lo apoye podra salvarlo de la bancarrota y colocarlo nuevamente en carrera.

    El ritmo del subte comenzaba a mecerlo de pie. Ya no haba nada interesante para ver dentro del vagn. Slo un perfume ctrico rociado sobre la piel tibia de una mujer curvaba aun ms su nariz y mova en de-talle la direccin de su rostro. En medio de ese hedor a stano chirriante el suave aroma femenino lo sostena mejor que el ojal de cuero atornilla-do al techo. Entrevi en el refl ejo del vidrio una silueta acorde. No poda no ser ella. Olor y forma se quedaban mutuamente. Se inhalaban a la perfeccin. Aunque algo lejana, la bella sombra se iluminaba los labios y los pmulos en el discontinuo parpadear del foco ms cercano. Su postura era grcil aun en el hacinamiento. Sobre la rigidez de la cartera su cabellera en libertad. Poda adivinar aquellos ojos desde su ms pro-funda soledad. Ella levant el mentn y sus miradas se cruzaron antes de ser absorbida por la multitud de almas que aspir la boca mltiple de la estacin. Todo volvi a atiborrarse de todo otra vez. En el nuevo murmullo que el movimiento repentino y los ruidos sabidos habran de acallar en tantos pensamientos ntimos, imagin cuadros de historie-tas. Al rato entendi porqu. Los trayectos entre las estaciones invitan tanto a la introspeccin que imagin una situacin con ribetes cinema-

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    togrfi cos que sedujera. Pens en usuarios cansados de sus propias cavilaciones entregndose libremente a lo que un paisaje digitado por l pudiera ofrecerles. De los anlidos tneles sacar una refl exin rumiante. Una sonrisa inesperada. Una resolucin talentosa. Brindar un estmulo extra sobre las desidias de la rutina. Tal vez otro inversionista alocado pudiera inmiscuirlo en esa nueva idea. Se vio recurriendo a un dibujante que pudiera plasmar sobre las grises y curvas paredes cuadros me-didos a la velocidad del transporte, fi guras que cobraran movimientos con el solo hecho de andar. Como los libritos que suman dibujos estti-cos en las orillas de las hojas y cobran vida con el pulsar hacia abajo del refrescante abanico de las hojas. Historias cortas sin dilogo, Chaplines conmovedores, captulos estacionales que un lector pudiera entender como perlas aisladas o engarzadas en la azarosa circunstancia de su viaje. Incluso pensarlas de manera que cada lnea de vas tuviera su personaje, que se cruzaran en puntos comunes y que el usuario lec-tor cinfi lo pudiera completar con sus propios argumentos y fi nales. Proponerlos. Modifi carlos cada tanto. Participarlos. Concursarlos. Idas distintas de vueltas. Principios que son fi nales. Comienzo donde todo termina. Aire sucio que se vuelve azul. Zapatos deshacindose en la invitacin plida de la arena. Cuentas nacaradas en estos relatos.

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    No puedo evitar ver en esas almejas abiertas amanecidas sobre la playa, las mismas manchas que dejan los combustibles sobre el asfal-to. A Osvaldo le decan mejilln por sus largos cachetes desbordados, dijo y larg una carcajada desdentada y contagiosa. La boca, la barca, la mano, el mate, la caja de pesca, la bolsa de bizcochitos, las valvas vaciadas en carnada no eran otra cosa que amables formas que nos reciban en las tempranas horas de las vacaciones. Amaba su ofi cio de cerrajero. Deca que el tablero donde colgaba las llaves, a espaldas del mostrador, sujetaba las escamas musicales de un Dorado liberado cuando nio. Y para asombro del ocasional cliente, abra la ventana y dejaba que el viento y la luz deslizaran sus ondas paranaenses so-bre los destellos sonoros de los bronces. Si uno iba por un duplicado saba que tena que disponer de mucho tiempo para enfrentar al viejo Aleta. Pero sus historias no eran tan impresionantes como sus facul-tades adivinatorias o sus pericias psicolgicas. El poda diagnosticar con slo observar el estado de la llave ofrecida el aura emocional del cliente. Ciertos brillos, desgastes, tonalidades, marcas, rispideces en ese esqueleto cartilaginoso y metlico en sus manos, le brindaban una informacin confi dencial que slo revelaba si su paciente estaba dis-puesto. Dems est decir que todos accedamos a la certera ceremo-nia del orculo. Incrdulos amigos bromistas intentaban desbaratarlo inventando muescas falsas, pero l sola salir airoso de tales pruebas y descubra el engao al poco tiempo de estudiar la pieza. Crase o no, me haba invitado a pescar esos das de Primavera. Lo hizo despus de mirar la llave que le entregu. Sin mancia alguna me dijo, tengo estos das entre Septiembre y Noviembre y quiero que vayamos donde el ro se mezcla con el mar. No tenes que pagar nada, slo ayudarme con mi cansado cuerpo. Y aqu estamos, listos para combinar con el encen-dido de la hlice, la paleta de tierras elegida hoy por los caprichos del agua. Amelia y Pepe, dijo, utilizaron una caa convencional de man-go de corcho y pasahilos desmontable para obtener aquella magnfi ca corvina negra que viste en la foto, sus escamas eran del tamao de las tapas de las cervezas. Por qu la plata ha sido relegada siempre por el

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    oro dijo, cuando la rompiente nos dejaba pasar sobre una quieta brisa recomponedora. Las lneas bajaban sus dos anzuelos. Record haber ledo que las olas eran el resultado de los silbidos de los pescadores. Hoy lo hacan bajito. Yo no oa ni silbaba. Apenas descenda lentamente en las imgenes de esos das. El desfi le de las carrozas, la bicicletas destellando el sol, las vidrieras esplndidas, el concurso de poesas del que no particip, la sonrisa dirigida de esa mujer que con slo subirla a la pasarela la hubieran elegido Reina. Los planos de la mente se es-cabulleron junto al primer pique. Aleta estaba esperando que volviera al presente. Un anzuelo volvi intacto del ms all girando en s mismo, con su carga pesada y plida. El otro peda revancha indiferente garfi o vencido. Mientras calmaba su acero con carne muerta para tentar a la viva, el viento present sus nubes de batalla. Mitad de cielo gris, mitad de cielo celeste, desde la costa la lancha era una pequea puntada amarilla sujetando el despliegue majestuoso de los colores. Pudo solo un momento. La energa convertible de la tormenta cort la amarra, tens todo su fuelle de horizonte a horizonte, y cerr sobre nosotros su capota oscura. El agua tard en responder. Nosotros no. Ya regre-sbamos a la orilla cuando las olas comenzaban a crecer. Huamos del hocico abierto del ocano sobre su mismo alarido, con los msculos tensos de sobrevivir, en pleno fragor de azotes de agua, de gaviotas maltratadas, de rayos derrumbados, de golpes sobre las cuadernas escuch claramente la voz de Aleta como llegando desde el ms lmpi-do y silencioso de los desiertos: cuando te devolv la llave vi tu muerte amigo, te ests muriendo, te estas muriendo.

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    Bernardo Santos decidi que ya era sufi ciente por hoy, dej el azcar de su canasta de Magdalenas, las pocas que le quedaban, a la avidez de las moscas y escribi: te ests muriendo, te ests muriendo. Sus dedos se manejaban con la maestra que da la repeticin de un gesto. Sin mirar dobl el papel, cerr el sobre persiguiendo el rastro hmedo

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    de la lengua y nos invit a su mesa. La nostalgia por su Espaa natal produjo un efecto de bsqueda que lo incentiv a recorrer cada extre-mo de su pas de residencia, la bella Costa Rica, ahora como vendedor de masas dulces. Desde que estamos sentados junto a Uri, el Alemn dueo del hotel Costa Linda, Mirella y Javier no han dejado de sonrer las bondades de su tierra. En un breve perodo, entre mapas y ancdo-tas, ha parado y empezado a llover tres veces. Los pelcanos no dejan de zambullirse sobre el Pacfi co. Los lagartos contorsionan sus esca-mas en pequeos pasos indiferentes hacia esos grandes insectos ala-dos. Familias de monos pequeos sobre el follaje de la selva continan con sus desplazamientos el sonido del agua, como si en nuestros odos persistiera una llovizna interminable. En estos das por las calles de San Jos, aport Bernardo, marcha el Sindicato de Educadores festejando su aniversario, con el desplegar de sus Escuelas, andando sus bandas por centros y plazas, haciendo sonar sus repiques con un orden que se pierde, vas a ver, llegando ya a los alrededores del mercado. Montever-de, coment Uri, se encuentra a unos 1500 mts de altura, la lluvia pre-fi ere las tardes y yo las maanas para observar su fauna de perezosos y pixotes, su criadero de mariposas, las variedades de colibres con sus blasones de animal solar tan bien ganados. Tres horas de caminata por el Parque te posibilitarn amar las bromelias y localizar en un descuido de silbidos al recndito Quetzal. El contrapunto sonoro advirti Mirella, estara dado si te atreves, por las enigmticas erupciones del Volcn Arenal, abriendo la tormenta con sus brillos y relmpagos. El contra-punto visual te lo dar Cahuita en sus playas, en sus arrecifes, hasta en el carnaval de Limn, exprimido con msica Reggae, dijo Javier en sus grandes dientes blancos. El Tortuguero result ser una desavenencia con las anheladas arribadas de estacin. Pero la estrella fugaz entre Escorpio y Orin esplndidos recostados sobre la noche, justifi c la bsqueda de las huellas madres por la arena. A esa altura, ya haba vivido todos los datos brindados en aquella mesa de principio de mes. Ahora, navegar por los canales con sus caimanes y plantas acuticas en fl or se haba convertido en un marco inolvidable para lo que suce-di. Te digo que una cosa es verlas pasar, un cruce de presencias. Un instante de comunin. Pero otra distinta es volar su vuelo. Ocurri que al costado de la lancha, a unos metros de nosotros y del agua, una bandada de garzas blancas descendi y tomo nuestro paso y nuestro

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    tiempo. Nos combinamos en una maravillosa paralela. La crebamos observndonos mutuamente. Sin adelantarse sobre el aire ntimo, la pausa milimtrica, no tuve ms que ajustar los auriculares con msica de mi adolescencia y reacomodarme para extender el deleite, disfrutar, estudiar el juego doble de la imagen, aire delicado corrigiendo las re-sistencias de las plumas, iris dilatados entre las sombras de las ramas, presencias tolerando presencias, el as, conciente inconciente realidad oscuridad msica de uno fundindose, el despojo, la propia fealdad con la afectividad, la espiritualidad y la contemplacin, lo innombrable, la salvacin con el vaco, la honda contradiccin en la cual siempre nos debatimos, las aperturas hacia la totalidad alejando lo que ya no es til, residuos de lo que cada uno ha dejado en su camino. En ese contexto, la escena vive en un eterno presente, aunque algo de mi haya roto el encanto, abierto la mano, hundido los dedos en la noche, virado leve-mente la incidencia de las alas sobre el viento.

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    Recuerdo esa noche de mis diez aos, practicar junto a mi madre la esperada leccin sobre la Gran Muralla. La Escuela Repblica del Per recibira mis nervios por la maana, que se continuaran por el aula de quinto grado, hasta pasar al frente. El sabor de la buena nota recibida an hoy se entremezcla con el aroma del mate cocido del primer re-creo. A los veintinueve aos, este recuerdo estaba todava alojado en la amnesia de mi cuerpo. Bajo algunas fi bras musculares, oculto en glndulas o en las articulaciones mas dormidas de mi espalda. Indife-rente a aquella ancdota lejana, habiendo dejado atrs la apasionante ciudad de Beijing, trepaba ya una de las torres no reconstruidas del interminable muro. En el fro, las puntas de mis dedos buscaban quitar la tierra que rellenaba los huecos utilizados para escalar. Se podan ver algunos lagos verdes de Mongolia del otro lado. Me sent. Saqu del morral una naranja. La espiral de su cscara se cort al llegar al suelo y comenc a leer una nota de Borges sobre el Emperador Shih Huang

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    Ti, aquel que ordenara su construccin y asimismo, la quema de todos los libros que lo precedan. Borges entrevi en la edifi cacin descomu-nal y en el incendio del pasado las pautas mgicas de un hombre que buscaba la inmortalidad, construyendo y destruyendo las seales del espacio y del tiempo. Yo poda corroborarlo en ese mismo momento. Un aliento reverencial de miles y miles de aos se fi ltraba por los restos de las almenas. Con manos pegajosas cerr el libro. El sol resplandeca la serpentina de la fruta. Levant plana la mirada. Todos mis compae-ros rean, empujaban las puertas que conducan al patio y corran con sus delantales desabrochados.

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    Dicen que el plano de Tiahuanaco fue trazado respetando la forma de la Cruz Andina. Los niveles del Cosmos en sus tres escalones. El mundo de arriba, con el sol, la luna, el rayo, las estrellas, el arco iris, el Inca; el mundo de aqu, donde conviven el hombre, los animales, la tie-rra, el agua, las plantas, los espritus; y el mundo de adentro, habitado por el origen, el germen, el cadver, las momias, los seres que estn naciendo. Una pirmide de tres escalones, refl ejada en la calma del lago sagrado tal vez haya sido la imagen inspiradora de su surgimiento, por la belleza, por la simetra, o simplemente por mandato divino de Viracocha. Desde su centro, como rayos pasando por los vrtices hacia el NO, se encuentran misteriosamente alineadas la Isla del Sol del lago Titicaca, Cuzco fundada por el hundimiento de un bastn de oro, el ya-cimiento arqueolgico de Chavn, con sus clavas de piedra, su Lanzn, sus acueductos, la capital Chim de Chan Chan, con el resistente ado-be de su ciudadela. En otra diagonal las enigmticas Lneas de Nazca y Paracas con sus exquisitos tejidos. En direccin al SE llegamos al Cerro Rico de Potos.

    Como astros unidos por lneas mortales, podra continuar uniendo los hallazgos culturales de este hemisferio, hallando correspondencias y sentidos a lo que ya lo tiene de por s, por su impronta sobre la faz de

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    la tierra, por sus enseanzas y sugerencias, constelaciones al ras que el cielo copia, con una forma que no puedo descubrir desde aqu. Yo he visto en paralelos cercanos al Ecuador, en lneas que unen latitudes similares, los mismos colores vistosos en las ropas, las preferencias picantes del paladar, los mismos dioses de la foresta con sus rituales, la medicina de las plantas, la sangre vivifi cante, inclusive similitudes en las formas con que las mujeres llevan a sus hijos, los mismos juegos que nos forman como hombres.

    Djenme contarles ahora, tardamente, un trazado espiritual, una lnea directa de interseccin, de localizacin, surgida desde Buenos Aires.

    Vilcabamba, en Ecuador, atesora el secreto de la longevidad. Fue precisamente en esa tierra donde un llamado telefnico nos comunica a mi hermano Juan y a m, la muerte de mi Ta Abuela, haca unos cuan-tos das atrs. La mente es impredecible cuando se encuentra con la muerte. Al dolor y al entristecimiento compartido en el abrazo le sigui una cuenta rigurosa, descendente, buscando coincidir la fecha del fa-llecimiento con el lugar exacto donde nos hallbamos en ese momento. Mi ta hizo del Corte y la Confeccin un arte. Como no poda ser de otra manera, nosotros nos encontrbamos en una playa inmensa sobre el Pacfi co Peruano llamada Malabrigo. Fue en ese momento que enten-dimos la intensidad vivida en aquel atardecer. El ocano corra sus olas en una cancha casi paralela a la costa. El horizonte resisti un poco ms de lo habitual el hundimiento del sol, y lo oblig a enfurecerse de naranjas, rosas, fucsias y amarillos, en los volmenes de las nubes. No-sotros de parabienes con el espectculo, llevndonos a la boca cama-rones recin sacados del mar, untados con salsa, viendo adems como la arena seca, clara, liviana, se deslizaba sobre la arena hmeda, oscu-ra, pesada, sobrevolndola con las infi nitas manos alumnas del viento, creando en los contrastes imgenes extensas y desaparecindolas una y otra vez, fi nas telas ondeando desde las dunas hasta el mar, diseos nicos e irrepetibles, efmeros como las formas inesperadas del fuego. Cuando el sol, fi nalmente se hundi, fueron las fosforescencias espon-tneas sobre la arena las que continuaron la maravilla, destellos del color verde refulgente de los ojos del puma bajo los pies de Esther que nos dejaba su amor, en el mismo momento de su muerte.

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    Darjeeling dice ms que su danza y su msica, que el fulgor de sus rayos, que la sonrisa de su gente, que el peso de sus noches, que sus exquisitas plantaciones de t, que sus tigres apresados, que los perfi les de sus montaas, que el musgo chorreante de las ramas. Aqu aprend que la niebla es mucho ms que un fenmeno atmosfrico, es un in-esperado espacio de transicin, un puente colgante de fi nsimas gotas de tiempo, un tnel de luz difusa, de pasos lentos para descubrir, de mirada profunda para desentraar.

    Abrir la puerta y la ventana de mi habitacin era darle paso libre al aliento bajo de los Himalaya. La visibilidad variaba de metros a decenas de metros conforme las horas del da. De todos modos pude entrever templos y banderas rectangulares, con sus fl ecos y colores, los rosa-rios tibetanos llamados Malas resbalando de los dedos de sus fi eles, los cubiletes de madera encabritados por el aire para echar su suerte en extraos dados sobre almohadones circulares de cuero, hombres contando con caracoles, cerveza de arroz.

    Darjeeling tiene adems un mirador, a cuatro o cinco horas de cami-nata, llamado Tiger Hill, desde donde se puede observar la silueta del Monte Everest. Todo el esfuerzo de mi visita a este paraje tena como objetivo, poder verlo una vez. El clima estaba en mi contra. En vano esper hasta el ltimo da de mi estada para probar ese trekking ascen-dente, pero el sol no quiso favorecerme. Con lluvia y todo inici la as-censin. Tal vez buda poda regalarme un minuto de claridad para lograr mi meta. En el pueblo me haba provisto de agua y de dos fotos. Una capturaba los picos ms importantes, con sus nombres. Quera estar seguro de identifi car perfectamente a la montaa ms alta del mundo, ya que la distancia desde el mirador poda engaar con su perspectiva. De hecho la cima del Makalu era la mas alta por su cercana a la India, detrs y un poco mas a la izquierda se lo poda ver en la imagen, mar-cando sus 8.848 mts de altura. Pero yo quera sentirlo vivo. La otra foto corresponda a la cara de una anciana tibetana, protegindose del sol, me impresion tanto que termin por dibujarla como un acto instintivo y sin ningn conocimiento tcnico, muchos meses despus.

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    A dos horas de haber iniciado el sendero sin marcacin alguna, o algunas al principio en Snscrito, que para el caso es lo mismo, de las pequeas gotitas atrapadas de los brazos de la neblina, pasamos a una lluvia monznica que bajaba a los costados de mis pies, arroyos de lodo rojizo. Las botas fueron impermeables solo media hora ms. Imagin una avalancha arrastrndome ladera abajo. El cansancio, el fro, la falta de aire, y un repentino olor a humo, me hicieron detener y descubrir a mi derecha, una picada horizontal, del ancho de los hom-bros. La tom. Saba que me desviaba de mi posibilidad de verlo, pero ese olor se convirti instantneamente en una metfora del regreso. A los pocos minutos recuper el paso y aceler el ritmo. Mas adelante, en el medio del bosque, cuatro monjes practicaban el ritual de la oracin, bajo el abrigo de un modesto techo sostenido por pilares. La necesidad de resguardarme del agua acort los plazos de la cortesa. Ellos no se inmutaron con mi presencia y continuaron con su lectura, con sus ofrendas de granos al fuego, con los sonidos montonos de pequeas campanas y centrfugos Damarus. Slo cuando recuper la tempera-tura y comenc a mirar en detalle advert con asombro, desde el mas reverencial de los respetos, en ese espacio perdido entre bosques de brumas, intemporal en voluntades y conciencias, que a un costado de donde humeaba t con leche y manteca de yac, se hallaban cinco ta-zas listas, aguardando sobre una pequea repisa de madera. Todava me pregunto, si es verdad que esa tarde el Everest me fue negado.

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    En una calle de Paran, prxima al Parque Urquiza, la ciudad festeja-ba el Da de la Integracin, haciendo sonar un semicrculo de vientos, bronces y cuerdas muy bien trabajadas. Entre Ros se abra al festejo. La solemnidad daba paso a la emocin y recoga los bravos de la multitud, entre las que se encontraban identifi cadas, algunas Escuelas Especiales. De espaldas, el impecable uniforme del Director se desarti-culaba siguiendo la esgrima de la batuta. Una tras otra fueron pasando

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    las obras, pero en medio de los delantales, un alumno gigante no para-ba de balancearse, apretar sus manos, cerrar sus ojos sobre las notas musicales, de sonrer. En un momento intransferible, cuando los chelos rozaron el alma de Bach, nada lo detuvo, rompi fi la, avanz hacia el Director y se coloc por detrs con la mirada fi ja en la varita. Despus todo fue regocijo. La mirada de los msicos refl ej lo que suceda. El Di-rector sali del trance, gir la cabeza, y con la batuta viva en las alturas dio un paso al costado. De inmediato el gigante la alcanz, tom la es-cena y la potenci a niveles inimaginables. Los msicos continuaron im-perturbables hasta terminar la partitura. El nuevo Director se reorden ahora en otros movimientos, ms suaves, se relaj, y se dedic a dirigir hasta capturar con una fl exin de su tronco, la profundidad del silencio.

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    Abrazos inseparables tambin se pueden observar en los Saltos del Mocon, aunque slo puedan ser vistos en un preciso momento del ao, en que las lluvias dejan de insistir y el nivel del Ro Uruguay desciende lo sufi ciente sobre los lmites Misioneros. Yo desconoca el dato. Slo tena en mi memoria las palabras de mi padre nombrndo-los alguna vez y una ntima vocacin de encontrarlos. Y as fue como iniciamos el trayecto desde el Soberbio, en colectivo, por secaderos de hojas de tabaco, de citronela, en camiones madereros, y nos interna-mos despus de una maana de marcha, en el ltimo tramo de selva, con mi compaera, sin previsiones ni clculos de algn tipo, a pie, entre coloridas mariposas saciando su dulzor sobre nuestra piel. Un caracol blanco, con la textura de una cala, delicadamente retorcida, zurcida por un fi no labio rosa fue una secreta seal. Yo conoca la especie por las incursiones de nio a la pieza de mi hermano Luis. Fue por l, con sus enciclopedias, con sus objetos colgados en las paredes, con su coleccin de piedras y caracoles que aprend a amar a la naturaleza. Para mi ese primer hallazgo fue un augurio de xito. Ocho Km. pueden ser desconcertantes cuando se bifurcan a cada rato, se sumen en la

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    penumbra de los rboles, se abren en los primeros e inesperados ro-zados de cultivo, en el calor sofocante, en el aullido prensil de los mo-nos. La estrella que nos guiaba, titilaba sobre un afl uente que debamos tener siempre sobre nuestro odo derecho. Ese consejo fue sufi ciente para llegar al atardecer al puesto de Gendarmera. All dormimos. Nos aseguraron de nuestra suerte por llegar en esta poca de bajante, por llegar sin habernos cruzado con ningn yaguaret, ni ninguna serpiente venenosa. Los Guarda Faunas estaban del otro lado del afl uente me-sas, ellos nos podran guiar a partir de ahora. Y as fue como al otro da caminamos sobre las rocas emergidas de los saltos. Ellos corran sus 2 Km. a lo largo del ro, desnivelndolo de costado, volcando sus aguas en forma paralela al curso, condimento esencial que los hace nicos, tal vez en el mundo. Un fsil viviente incompleto, a medio desperezar, elevando su lomo, esforzndose por desenterrarse defi nitivamente, con el agua deslizndose por las espinas romas de sus vrtebras.

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    Lo que es tragado en un punto es emergido en otro. Cmo explicar sino la inmensa extensin de lagunas de los Esteros Correntinos. Aisla-das de afl uentes. Bendecidas con la diversidad explosiva de sus espe-cies. Curiyes que detienen transportes por ms de diez minutos hasta cruzar el camino. Nubes de pjaros enjambres de insectos. Liblulas predadoras en manos de roedores en el hocico del Aguara-Guaz. La corzuela y el venado en la ausencia de los grandes felinos pero en la siempre temida presencia de los hombres. Hombres del Ibera, calaba-za y maicena para el Quibebe, embalsados a la deriva sobre sus islas fl otantes, componiendo los diferentes planos para cada atardecer. Aqu el agua brilla an en las noches sin luna, a travs de los ojos noctm-bulos que acechan, brasas pares, hipnticas, que slo apaga el xtasis capturado en las presas. En los estertores de esas muertes siento los aleteos mismos de la vida. Bigu desparecido en las fauces del yacar. Todo lo que nos rodea, a m compaera y a m, es un ofrecimiento. No-

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    sotros tambin lo somos. El uno del otro. Lo vemos, nos tomamos. Yo a ella. Ella a m. Pezuas empujando la tierra hacia atrs. Flores de irup abriendo sus fragancias. Nos bebemos, nos brindamos, en la concilia-cin tal vez ms egosta de los espritus, mientras el pecho de la niebla se recuesta y acomoda sobre el pecho del agua dormida. Todo termina siendo de alguna manera, una ofrenda de amor. Aqu en los Esteros del Ibera, el amor ronda secretas recompensas.

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    Al Muro de los Lamentos lo une una argamasa de palabras dejadas delicadamente en sus hendijas, mensajes fundindose en otros men-sajes han suplantado el cemento original de sus bloques por letras de todos los idiomas del mundo. Labios sobre el fro de la piedra basta-rn para susurrarle al cielo en un lenguaje inmediatamente universal, aunque algunos prefi eran la insistencia de gestos desmedidos, badajos de las almas sobre la roca custodiada y circulante. En la provincia de Lampang, en el Norte de Tailandia, un mono, algn ave, tal vez algn murcilago, ha depositado sobre una medianera de ladrillos rojos la semilla del fi cus sagrado. Hoy las races columnares de esta higuera, que pueden extender el follaje por ms de 12.000 mts a la redonda, se contentan con bajar como cabellera por la pared hasta alcanzar la tierra. En su camino han capturado una cabeza en piedra de Buda. La rodean delicadamente, sin asfi xiarla, como acariciando sus mejillas, resaltando su fi sonoma, respetando inclusive esa sonrisa interna. Ya no necesitan expandirse ms. Los elefantes gustan de sus hojas. Los monjes le rinden ofrendas y reparan el techo del templo ms cercano con tejas nuevas. Colaborar con una teja, por un precio donado, es tan simblico como tan espiritual el mensaje que puedas escribirle a tu Dios o a lo que creas, sobre el barro cocido. Un techo a dos aguas, un techo de mensajes escritos en su interior, es como un libro abierto, boca abajo, listo para continuar su lectura cuando el clima, el ocio, el estudio, o el corazn lo amerite.

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    De todas las superfi cies sensibles a la escritura, el agua, el fuego y la fl or se combinan en los cuencos de las manos y recogen las plegarias. Las graban en la fi delidad de saberse elementos vivos, capaces de escuchar y llevar lo dicho para ser repetido en los odos que correspon-dan. Aqu la impronta es de la voz sobre las membranas de los ptalos y del fuego, y es el agua quien transporta la mirada hasta que desapa-rece. Desde la orilla, es el Ganga quien surge.

    A veces ni siquiera son palabras. Roces en la costumbre de los das, de los aos, de los siglos. Fijar la atencin en un punto y deslizar los de-dos o apoyar la textura hmeda de los labios indica devocin y presen-cia. Ejemplo de esta comunin tan increble lo es el pie izquierdo de San Pedro bendiciendo, en la Baslica Romana. All, el contacto milenario de la piel sobre el espritu del metal ha deformado el bronce, desapare-ciendo el empeine, contradiciendo a la fsica y a sus altas temperaturas de fundicin. No menos conmovedor es hallar en las devoradoras sel-vas de Asia, la escultura de un magnfi co elefante en bronce, percudido por la tierra, erosionado por el agua y las plantas, oscurecido por los vientos y los animales, pero que precisamente en su frente, entre sus ojos, reluce de un pulido nico del tamao de la yema de un dedo, vital, especular, profundo, iluminado, encendido por el contacto preciso y continuo de sus fi eles.

    Si de pasos se trata, de pasos contemplativos, multitudinarios, sua-ves, en crculo, elegimos hacerlo alrededor de la Roca desde donde Mohamed ascendi a los cielos y que los musulmanes protegen con una bella Mesquita, con cpula de oro, con vitrales, con arcadas y co-lumnas, con alfombras del pas rabe de ocasin. Pero es el Taj Mahal quien se lleva toda la inspiracin, la esttica, la delicadeza, de una ar-quitectura destinada a superarse a si misma por la prohibicin de im-genes, slo formas, mrmol blanco, inscripciones negras y una apasio-nada historia de amor sostenindolo.

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    Ral siempre crey en el hombre y le dola cualquier abuso, sobre todo hacia aquel que no poda defenderse. Yo lo he visto colocar sus billetes en los bolsillos del saco colgado de su padre y pelearse con el ms gua-po del colegio cuando humillaba a un compaero. Ral tiene adoracin por los juegos con pelota, y gusta formar fi la con los dbiles y amigos. Estudi por que haba que hacerlo, tratando de combinar aquellas cosas. Encontr en la discapacidad y en el movimiento un reto reconfortante, y en el desamor y en la muerte de su padre el verdadero signifi cado del verbo viajar. Ahora se encuentra en Hong Kong. Hace fro. En el umbral un viejo se apretuja a s mismo, acostado, sucio, en musculosa. Ral est listo para su viaje a Bangkok, al calor, al olor de los collares de fl ores blancas, pequeas, imperturbables sobre los cuellos hmedos. A la es-cultura de Buda que recordara toda su vida, meditando, aquella que el agua maquilla en Ayutthaya, bellamente estilizada, con el rimel negro del cielo cayendo simtrico bajo sus ojos. A las fl ores de Loto en los jarrones anchos con peces pequeos. A las proas de los barcos con tiras de co-lores, las mismas que atan los troncos de los rboles sagrados. Al puente sobre el Ro Kuait, en la frontera Norte y al silbido de esa cancin tan afn a sus padres y a la pelcula. En el Distrito Federal de Mxico, un mes atrs, haba conseguido a ltimo momento el abrigo que lo protegera de las temperaturas heladas de China. Una campera militar de mujer que le que-daba chica. Ese fue el corolario de un reencuentro con Muriel, una amiga de la infancia, de aquellos juegos, que le regal adems la oracin hebrea Yehi-Ratson, grabada en una pequea placa de metal rectangular, que los incultos dedos rozan y rezan la proteccin para el viajero. Su derrotero lo llevo del calor centroamericano a los lagos congelados de oriente y ahora lo entusiasmaba defi nitivamente el calor de Tailandia. Cheque su vuelo. Confi rm la hora. Cubri con su campera al viejo que intentaba dormirse y se fue caminando hasta el aeropuerto. Los dos durmieron plcidamente esa noche.

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    En el siglo 18, Francisco Jimnez encontr el Popol-Vuh en el con-vento. Est hecho con la pulpa de un rbol de la selva Guatemalteca y cubierto por un delicado bao de cal. Sus compaeros de armas y fe (y tal vez el hallazgo y su traduccin logr redimir a aquel hombre) supieron siempre que no slo deban romper los cuerpos de quienes conquistaban, sino sobre todo, desmembrar a fuego sus creencias, pero este cdice milagrosamente sobrevivi. El original se encuentra en otro pas, como ya es costumbre de las potencias, y una de sus cuatro copias aqu en su tierra de origen. De calendarios, cosmogona y premoniciones cuentan sus escritos. Los glifos que haba visto en las ruinas de Tikal, delicadamente esculpidos en piedra, se hallaban ah, en el plano, conservando sus colores, diciendo en nmeros y poesa su visin del mundo. Ya como objeto era bello, con una textura rstica, escrito de ambos lados, plegado sobre s. Poda tocarlo detrs de la vitrina del museo, ubicado en la Ciudad de Guatemala.

    Chichicastenango, en cambio, es famoso por su esplndido merca-do. Su iglesia, Santo Toms, cristiana en apariencia, rene hoy en da a los hijos sobrevivientes de aquellos sobrevivientes. Resistieron por la solidez de su cultura y porque su naturaleza les ofrece los resquicios donde templar sus sueos y alimentar a sus dioses. En este particular convento fue hallado y traducido el Popol-Vuh. El piso de la iglesia toda se encuentra cubierto del verde perenne de las hojas de los pinos, Shek Chej en idioma Quich. A mitad de la nave central, y remarco antes del altar, una plataforma de madera ofrece sostn a las velas, cientos de ellas se renuevan all y en los costados con la llegada de la gente. Algunos susurran, se arrodillan, se desplazan golpendose la espalda con una rama. El olor a incienso, el murmullo secular, el ruido particular de las fl amas dicen de a poco, que todo ir volviendo a su lugar. Los objetos lo saben. Las ruinas del templo Maya desde donde se constru-y este edifi cio tambin. Hay alegra en las telas blancas colgadas en los techos, en las serpentinas, en la campana de papel colgada en el centro, en las fl ores amarillas ofrecidas. Sobre las paredes, los grandes cuadros con motivos espaoles van desapareciendo por el incesante

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    holln de las llamas. Silenciosa, sutil, inexorablemente se van tiznando completamente de negro. Ahora es la Institucin Iglesia la que intenta perdurar aceptando un sincretismo que la va diluyendo de a poco. Las personas que se casaron ayer, lo hicieron despus de festejar su ritual de Pascual Abaj en la foresta. Abaj, Dios Maya de la tierra, ni siquiera escucha su nombre de pila, y acepta gustoso beber la sangre del pollo sacrifi cado por los Chamanes.

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    En los pasos abisales de las Yungas Bolivianas, la slida cada del agua mordiendo el borde externo del camino, desaparecindolo lenta-mente, forma un tnel transparente sobre el precipicio, un tnel equili-brista, por el que pasan o se desbarrancan los camiones elegidos. Para el nuestro fue un derrumbe de piedras pesadas y blandas golpeando contra el techo, dejndonos pasar. Tal vez estas selvas de altura, conti-nuas en Per y Brasil, sean las ltimas vrgenes del planeta. Vivenciarlas era el objetivo de un recorrido que se iniciaba en Sorata, en una gruta llamada San Pedro, un socavn descendente, ancho, continuo de 200 mts, donde el techo se sumerge al fi nal en una laguna. El guano de los murcilagos sostiene a una fauna acostumbrada como ellos a no ver. Exploradores han buceado esas aguas y dicen haber salido a otro tra-mo de la gruta, de similares dimensiones, que vuelve a cerrarse en otra laguna. Y hasta descubrieron una tercera tambin. Una bella mano de piedra fue hallada en el segundo lecho lodoso. Desde all, una camione-ta nos condujo por altas horas de la noche, hasta que un derrumbe nos impidi continuar. Unos Km. por la selva nos separaba de un pequeo pueblo llamado Sorata Limitada. Elegimos la opcin de continuar a pie por la picada. La lluvia hizo que nos cubriramos las mochilas con hojas amplias y el cansancio y la poca luz de la linterna, que improvisramos un campamento en la oscuridad. Llegamos a media maana, a salvo. Un bar nos ofreci algo de comer y alguna que otra historia. Si ven fuego en la foresta, nos deca un minero doblado en su vaso, claven

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    rpido su cuchillo en el lugar y regresen al otro da a buscarlo, hallarn un tesoro debajo. Luego avanz en nuestro silencio y explic: cuando nos enteramos del requerimiento de Pizarro para salvar a Atahualpa, de los confi nes del imperio partieron caravanas llevando el rescate. El asesinato obligo a esconder las vasijas con oro donde la noticia nos interceptara. En nuestra pobreza, continuamos e hicimos noche en Mapiri, all debimos dormir con mosquitero y un repelente que aconse-jaba evitar fumar cuando lo untaras en tu piel. La travesa en una canoa alargada nos convid con grillos azules y mariposas fosforescentes. Cerca, muy cerca, los delfi nes rosados desaparecan. En los afl uentes que bajaban de las laderas, buscadores de oro, moviendo sus cribas circulares encantaban el lugar. Llegamos a Guanay, un puente de ms de 10 mts, la cerveza y el calor motivaron una competencia de saltos. Despus Caranavi nos puso a prueba con la confeccin de algunas artesanas que jams venderamos y San Borja nos introdujo, no tanto en su fantstica reserva de Beni como s en las ancdotas de Jos, un chofer de camiones que construa caminos en parajes inexpugnables. All las historias narradas de los encuentros con los tigres que robaban personas de los campamentos, que quitaban seres de los vehculos con las zarpas o de aquel capataz que qued al borde de la locura cuando se cruz con uno en un abrevadero y alcanz a dispararle de-jndolo ciego y mas enfurecido. Todava hoy, aseguran que el trueno es producto de su pisada.

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    De la exhuberancia humana de Bombay, de su trnsito convulsio-nado, de sus cuervos de cuello gris, sus frutos y verduras fritas, de la indescriptible mirada de su gente, de su ruido caluroso, del extremo de la soga vivo para encender los cigarros que venden los quioscos tomo el tren hacia la provincia de Rajasthan. Son las seis de la tarde. Regresar a esta ciudad en cuarenta das. Dejo en mi memoria como fondo, la Puerta de Bombay, al pie del mar Arbigo con los chicos

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    zambullndose felices. La noche fue tranquila y fresca. Desde el estribo del vagn, el paisaje es un monte llano, seco, con arbustos espinosos. De repente un riacho con bfalos refrescndose. El aire es extrema-damente seco. En las sombras las cabras y los pastores. En el sol los camellos. Algunos tiran de carros y al correr, el labio inferior sube y baja sin voluntad. Algunas mujeres tienen sus pestaas. El aire asfi xia pja-ros pequeos pero nutre el vuelo espiralado de los buitres. Cada tan-to aparecen elevaciones con fortalezas construidas por los Rajputs, la raza guerrera que pereci defendiendo su tierra del irremediable avance Mogol. Jaipur, la Ciudad Rosa, fue mi segunda parada en esta tierra India. En su mercado las cabras estaban adornadas con lazos y guir-naldas. Las trompas despintadas de los elefantes se ofrecan mansas al pincel restaurador de su mahout. Los carteles en Snscrito. Las vacas, inimputables, cruzndose por todos lados. La ciudad resplandece al atardecer y oscurece el rosa. Existe un depsito de agua que con la furia de un slo Monzn asegura agua para tres aos. La cultura mu-sulmana potenci la regin con sus sistemas de riego, con la belleza de su arquitectura, con sus observatorios y sus instrumentos de medicin orientados con la Estrella Polar, pero es de los Rajputs la conquista del cielo. En una habitacin del Fuerte mbar, han confeccionado el interior del techo con pedacitos de vidrio ubicados de manera tal que al oscu-recerla y encender una vela, pudieran controlar a voluntad, la presencia de un cielo estrellado y titilante.

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    Saban en su piel Totonaca que el ritual haba servido para ayudar a su gente. Alguna vez rompieron el malefi cio en plena sequa y sintie-ron, cuando soltaban sus manos del bastidor giratorio y se dejaban caer de espaldas al vaco, la bendicin de la lluvia en las caras. En la precisin del gesto compartido con la naturaleza se adivinaron las mutuas sonrisas. Cuatro hombres pjaros caan. El caporal haba an-dado mucho el monte para encontrar el rbol perfecto, recto, de ms

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    de treinta metros de altura. En la base hizo las ofrendas y danz con su fl auta y su tamboril, que cuelga de la pulsera de su mueca. Ahora se encuentra en lo alto, sobre una pequea plataforma que apenas los sostiene. Reverencia los cuatro puntos cardinales, la comunin vertical del inframundo con el cielo, ora secretamente de fertilidades con su Dios y le agradece su disponibilidad casi inmediata. Se sienta. Retoma la msica. Ya el olor caracterstico, ese que precede a la lluvia, se diluye en gotas que recorren los botines de piel, los fl ecos dorados, los ador-nos de chaquira, los pantalones rojos, el revs del faldn, el amarre de la soga a la cintura, las casacas blancas, las alas con adornos de fl ores y plantas, los gorros con los penachos, los listones del arco iris libres de los hombres que giran de cabeza hacia la tierra. Los crculos de la espiral, trece en total, se abren conforme se desenrolla la cuerda desde las alturas. A partir de la sexta vuelta, los brazos estn relajados y el aire les trae el rumor y el aroma a vainilla que perfuma a su gente. Cincuenta y dos aos completa el ciclo de su calendario. Nace un nuevo sol y la vida contina. Los cuatro jvenes valientes representan el cosmos. Los voladores de Papantla lo afi rman. Cuatro veces trece. Lo aseguran y testifi can en la plaza.

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    Los mercados callejeros siguen siendo unos de mis lugares preferi-dos. En el lugar del planeta donde se levanten sus aromas y especias, ese culto de la saciedad, el recibir, el lugar de la ventaja ntima en el corazn o en el bolsillo, los idiomas de las seas y los gestos, la gra-cia de la gente, la esencia del lugar, el asombro, la frescura, la trampa en los labios, las curvaturas en los cuerpos, los colores, el humo, los anhelos que se dejan para otra ocasin, reductos de la cultura visceral y apasionada de los pueblos. A veces, la bsqueda de una resolucin vital y primitiva, como el beber, como alcanzar una sombra, como en-contrar una bocanada de aire fresco nos lleva a urdir en la urgencia y

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    avanzar por los espacios delicados de los bordes y los lmites. En Delhi, la gente mueve la cabeza hacia un costado para asentir o dulcifi car la conversacin. El t lo venden en pequeas vasijas de arcilla que luego descartan. La cuenta, en los lugares de comida, la traen sobre un platito con semillas. Naan es el nombre de un pan suave y delicioso. Tengo dos en mi morral. El calor agobia. El trnsito, las bocinas, el descuido, el humo agobia. La mezquita rodeada de sus cuatro minaretes promete un respiro. Al entrar, me ofrecen una manta para cubrir mis piernas. Con falda y descalzo, ingreso. El recinto mantena la belleza de la arquitectu-ra Mogol que yo ya conoca, pero ahora me interesaba ms el silencioso fulgor de sus vitrales. Record las cuatro torres e imagin el aire fresco de sus alturas. Fui por ellas. Nadie me impidi empujar la puerta mal cerrada. Ajust mi falda y d el primer paso en la espiral oscura de la escalera. La construccin era densa, no como el interior transparente de los faros que conoca. Unos pequeos cubos de luz, cada tanto, de-jaban ver lo que pisaba. Cuando uno pisa descalzo en la oscuridad, los ruidos se nutren de aguijones y de dientes. La mente comienza a jugar con las propias fl aquezas. Los rayos de luz, cada tanto, muy cada tanto, se ofrecan a mis pies como las seguras arenas de una playa. En la bas-lica de San Marcos, el sol se llena del aroma del Adritico y al atravesar las hendiduras de sus cpulas cambia direcciones y trayectorias, como si estuvieran interrumpidas por espejos. Aqu pasaba lo mismo. Los ra-yos ingresaban geomtricos sobre los bloques, sorprendiendo con sus ngulos. En un prolongado tramo de oscuridad, record aquel ser que renace con cada visitante que encara una recndita escalera y se va desarrollando desde la invisibilidad absoluta, y se va corporizando con cada escaln ascendido. A centmetros de tu espalda intenta completar su forma, la textura de su piel, la compasin de sus garras, la soledad de su mirada. Su aliento y su voz se sienten al llegar a los ltimos es-calones, y termina de completarse con la pureza del corazn humano. Dicen que slo una vez logr hacerlo y grit su forma, y fueron llevados por la luz. Me pregunto que clase de Dios pudo condenar a esa criatura a un hallazgo tan inhumano. Das y noches, aos, siglos habr rodado hacia abajo, malformado, ignorado, intentando comunicar antes que matar y preguntarte cmo es o cmo va siendo. Lo que hubiera dado por un bronce pulido u otro tipo de refl ejo. Slo cuando aprendi lo que necesitaba saber, el mismo Dios que lo conden se transform en

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    hombre para liberarlo. Tal vez sta sea la temida y encantada escalera. Pero nada toca mi mano girando de improvisto en el vaco, y adems, ntimamente, de existir todava, s que nunca terminar de formarse. El ltimo escaln me regala a Delhi desde las alturas. Las casas bajas son amarillas y celestes. Los toldos cubren los puestos ramifi cados del mercado. Parto el pan. Recibo el aire como una bendicin. Los aguilu-chos planean cerca, pareciera no importarles nada.

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    En Shimla, los monos andan los tejados como los gatos de mi infan-cia. Son ms atrevidos, pero prefi eren la luna creciente de los Himalayas para dormir. Hacia el fondo, las crestas de las montaas se van escalo-nando paralelas, perdiendo nitidez, hasta cerrar un horizonte desorde-nado. Doce horas en esa direccin, me alejaron de la infl uencia inglesa en las casas y en la ropa de los escolares. Los chicos de este pueblo ms pequeo visten la fuerte casaca tibetana y la larga tnica india. Cascadas fi nas y largas se desploman de las laderas. Al ras del valle hay pastizales altos y suaves. Suena el ruido del agua junto a los ofi cios de la madera. Al atardecer hay malabares y contorsionistas. Unos caballos pequeos de crines largas se paran de manos y se muerden los cue-llos. Algunos ofrecen mbar en un susurro antes de desaparecer. Otros veneran un rbol tachonado de tridentes, cuernos de cabras, cuchillos y telas de colores. Ahora la luna amanece llena y anuncia celebracin. Una ronda de viejos re mientras comparte una larga pipa de piedra. Fue tan irresistible la alegra que me permitieron sentarme. El humo com-plet varias veces el crculo. Todos lucan aros en ambas orejas, de una aleacin extraa, de una esttica diferente. Mi compaero de seas me permiti acercarme para verlo y al instante me lo obsequi. Llevo su aro desde entonces y su rostro en mi memoria, plagado de pliegues an despus de su sonrisa. Las mujeres acarrean en sus espaldas lea de pino. El arroz, la cebolla, la manteca de ghee, el ajo, las lentejas rojas, el jengibre, la crcuma molida, la menta fresca picada, la pureza de las

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    especias en el garam masala preparan el sabor del Dhal, cocidos en una cacerola apoyada sobre una columna hueca de tierra quemada. Picos nevados. Puentes rotos por glaciares. Se encienden las velas. Suenan las campanas en los templos. Se quema incienso. Se abanica a los Dio-ses. Los msicos soplan sus fl autas en forma de ese de ms de metro y medio. Mi corazn de a poco toma el ritmo de los tambores. Estamos muy cerca del cielo.

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    Los diminutos crustceos de la laguna colorada tonifi can el agua y encienden las plumas de los fl amencos que se alimentan. Desde la al-dea de San Juan, la noche se tolera en sus grados bajo cero. La estufa temprana se reaviva con yareta y el desayuno caliente enfrenta la ma-ana. Todava quedan fl amencos atrapados por los grilletes del agua congelada y esperan que el milagro del sol se adelante a los predado-res. Fuerzas inimaginables han levantado el fondo del mar a estos 5000 metros de altura. As el salar extiende el fi lo de sus miles de kilmetros blancos que cortan al ras las montaas del horizonte hacindolas levi-tar, y emergen islas de coral pobladas hoy de cactus gigantes. Madri-gueras giser anticipan termas y sulfuran las lagunas. Existe una llama-da Verde Esmeralda. Llegar antes de las 10 de la maana es verla con el color azul del Egeo. Las suaves olas llevan la espuma en una direccin, al pie del volcn que la sujeta. Pero algo extraordinario sucede minutos despus. Un viento puntual aparece en escena, del otro lado. Huele a chicha y detiene las olas con las amenazantes fl echas de los Chullpas. Ante su presencia se intimidan y retroceden. El acento ancestral recin llegado trae el color de las piedras preciosas, pero aqu, en esta tierra reseca, siempre se decide por la misma gema, y desde la orilla comien-za a teir el agua con sus cristales. Mis propios ojos han sido testigos del cambio de direccin de las olas, de como el verde brillante avanza sobre la superfi cie azul hasta convertirla lentamente, en una esmeralda,

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    una joya que el viento engarza con su presencia, a horario, da tras da, en los confi nes de Uyuni.

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    Coincido plenamente con Eduardo Sacheri, el barrio comienza a desaparecer con la partida de los amigos. Tal vez todo vaya desapa-reciendo para uno en esa ecuacin humana. Los objetos, los lugares, los tiempos estn ntimamente ligados a un otro. Seguramente, cada uno podra contarnos su vida con solo enunciar nombres propios. Eso disparara una encadenacin de emociones que nos identifi caran ple-namente, pero resultara un tanto aburrida. Tal vez uno sea tambin un pedacito de barrio para alguien, y nuestro alejamiento, produzca un vaco irremediable en algunas veredas. Crecemos, pero cuantas pistas de nosotros, de lo que bamos a terminar siendo empujaban autitos so-bre cucharas, exploraban casas abandonadas, desafi aban a la pelota en Canalejas. A limonada, a rejas, a tilo, a carreras de barquitos en el agua rpida del cordn, a pisada de hojas secas, a techos de vecinos, a bolitas, a langostas gladiadoras enfrentadas, a bsqueda de pichones cados despus de la tormenta, a la montaa de la plaza bajo la rueda de la bici, al rulero con globo y venenitos del Paraso, al brazo irres-petuoso de las bombitas del carnaval, a fl ores celestes de Jacaranda saban esos tiempos. El amor, la amistad, el valor, la destreza, el coraje se forjaba en esas calles. Cuarenta aos atrs, Floresta nos permita jugar a las escondidas en piyamas. Los petardos triangulitos sonaban ms fuertes si los lanzbamos en las bocas de tormenta. Era una forma de vengar tantas pelotas de goma tragadas sin compasin y despabilar al mismo tiempo a la bruja del vecindario. Robar naranjas y tocar tim-bres abran las puertas del aburrimiento y de l salamos corriendo a carcajadas. Por lo general, algunos minutos de la tarde, terminbamos siendo las orgullosas mascotas de la barra de los grandes de la esqui-na. Ellos saban cosas que nosotros no, y nos cargaban con las chicas, pero haba algo de ternura y proteccin tambin que disfrutbamos. El

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    tren siempre tuvo su magia. El sorpresivo pitar de la mquina venca al equilibrista mas encumbrado, pero las vas bellamente pulidas, tambin convertan en medallones desfi gurados los perfi les de las monedas. Al da de hoy, que la voz brote de un celular me resulta tan inexplicable como en aquella poca, escuchar el nombre de la chica ms bonita surgir de una lata unida a otra por la tensin del amor y de la cuerda. Tenamos adems, un ro Biendonado que corra entubado y de mal humor por atrs de mi casa. Algunos valientes conocan su entrada se-creta fuera de los lmites del barrio y se haban animado a explorarlo con linternas. Sus inundaciones eran un dolor de cabeza para los grandes pero un recreo inagotable para nosotros. Toda la artillera nutica se desplegaba en esa ocasin y afuera nos encontrbamos con Gaby, An-drs, Federico, Carlos, Alejandro, Javier, Rulo, Silvitadisfrazados con capas y botas de goma, recibiendo aquellas naranjas que gustbamos robar, ahora mansas viniendo a nosotros en la correntada, desoyendo las maldiciones italianas del verdulero, sintiendo que la vida era maravi-llosa y que la muerte era una cosa que nunca nos alcanzara. As podra empezar a contarles esa parte de mi historia. Antes que me empezara a ir o que ellos empezaran a dejarme: Gaby, Andrs, Federico, Carlos, Alejandro, Javier, Rulo, Silvita.

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    El Buzkashi es un juego tradicional en Afganistn. El rgimen talibn lo prohibi. Se juega sobre caballos. Consiste en llevar el boz, una vaca sin cabeza ni extremidades, a una marcacin en el terreno de juego. No necesita otras reglas. Por lo que sospecho, nada impedir que lo sigan jugando. Afganistn, cruce de caminos y culturas y dominaciones. El Buzkashi contina. En una de sus ciudades, hallaron a una viuda con un hombre. La noticia recorri los diarios. Yo la traduje as: Kandahar arriba, en una tela atravesada por un tajo, los ojos de Nurbibi. Kandahar arriba, en prpados amordazados por una venda, la erguida cabeza de Turyalai. Convencido de la fertilidad del temor, el Mullah separ los

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    cuerpos amantes veinte pies y los enterr hasta el cuello. Dispuso las milicias de la tormenta y con palabras de la Sharia orden que la llu-via se vuelva piedra en las manos de sus fi eles. El rostro del desierto apenas gesticul al primer impacto. Los odos fueron hemorragia com-partida del silencio. Kandahar abajo Nurbibi comprobaba que la tierra era ms ntima, ms permisiva que el hejab, y que sus manos podan ahora desmenuzar los dogmas, sin embargo las detuvo al hallar las de Turyalai. Al rodar de las rocas, la vista, la de ella se escurri lquida y la boca, la de l se inclin para beberla. Entre la ira desatada de las pie-dras nadie advirti la unin de los cuerpos. Nurbibi y Turyalai amndose en plena ejecucin. El amor que tambin contina.

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    Paa-Zuma, el dios ms antiguo del lago, viva en una ciudad pa-radisaca, con rboles maravillosos en el fondo de un valle. Un da las aguas subieron tanto que nadie sobrevivi. Slo un felino salt hasta la cima del sol, que se convirti en la isla sagrada del lago Titicaca. Cuando el sol se apag, slo se vean sus pupilas fosfo-rescentes. Durante mucho tiempo fue la nica luz que existi y que vieron los pueblos de la cordillera. Los Uros descubrieron adems entre la neblina, las rayas silbantes de las totoras creciendo desde el agua, donde los patos escondan sus ricos huevos y el Carachi abundaba entre los largos tallos sumergidos. La tierra fi rme ya no era un lugar seguro, hordas invasoras preparadas para la guerra rondaban. Y fue un joven quien reuni los elementos y brind con humildad la solucin a su pueblo. Dijo: las races de las totoras fl o-tan. Si juntamos muchas y las cubrimos con capas de tallos secos podremos vivir sobre ellas, comer aves y huevos, y pescar. El tiempo les dio la habilidad para construir refugios y para maniobrar naves de juncos, con mascarones felinos en sus proas. Adems el agua recogi sus brazos para acunar por largos perodos a los hijos de sus hijos. As abandonaron los peligros que acechaban e iniciaron

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    la dinasta de los Hombres del Agua. Por la noche la caza y la pes-ca eran fructferas, por lo que veneraron especialmente la luna. El lago tiene su isla del sol y su isla de la luna. Dicen que la cadena de Huscar, confeccionada en oro, tena forma de serpiente y alcan-zaba para unirlas. El cndor protega desde las alturas. Con ese marco lograron sobrevivir hasta nuestros das. Hoy pescan adems, truchas y pejerreyes. Su lengua Chipaya se ha abierto al Aymar y al Castellano, muy til para negociar los productos de la Pacha y recibir al turismo. Yo los visit de maana, pero hice noche en la isla del Sol. Por la tarde pude recorrerla y buscar junto a un grupo de aprendices, al misterioso San Pedro. La tradicin milenaria del uso curativo y alucingeno del cactus San Pedro ha mantenido tambin, una continuidad cultural. Evidencias arqueolgicas atestiguan los propsitos mgico-religiosos de su uso. En estelas, clavas de pie-dra, esculturas, cermicas, las culturas Cupisnique, Chavn, Moche, Lambayeque han traspasado, desde 1500 aos antes de Cristo, el legado de su poder. En la ms absoluta ignorancia, en el heladsimo fro de la noche lacustre, decido acompaarlos. Slo dir, que el ritual de la coccin necesita al menos siete horas y que en la isla, escasea la lea. Eso mantuvo activo al grupo en los minutos extre-mos del clima. A veces, sin que lo sepamos, una causa ajena nos mantiene con vida. De madrugada repartimos y bebimos la infusin y una piedra del fogn permiti calentar el inicio del sueo dentro de la carpa. Slo dir que un calor abrazador nos despert al medio-da. Sin pensar nos arrojamos al agua y comenzamos a nadar. Unos barquitos pesqueros nos regresaron a la costa. Por ms que analizo lo sucedido, no encuentro los efectos del San Pedro en nosotros. Nada modifi c nuestra conducta o produjo revelaciones defi nitorias. Pudo ser que nos hallamos equivocado de planta, o errado algn paso en la preparacin, o no encontrar las palabras adecuadas. Tal vez todos, en ese momento de nuestras vidas, estbamos bien en-caminados. Tal vez todo fue una excusa para sobrevivir en aquella noche. El sol abrasador nos oblig a refrescarnos. Los pescadores, gentilmente, nos ofrecieron su mano.

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    Como ya cont, curs la primaria en la Escuela Repblica del Per. Desde el primer da, con la cabeza oculta entre los brazos y el pupitre hasta el viaje de egresados, sus paredes han guardado recuerdos en-cantadores, ecos que llegan audibles slo para m desde esas aulas, desde esas escaleras, desde esos inmensos patios que se iran achi-cando y achicando con el correr de los aos. La hora de Gimnasia siempre me predispona ms que las temidas divisiones, pero recuerdo placer tambin en las horas de Plstica y de cierta ensoacin en la sala de Msica. Rosalba amaba el tango, y nos trasmiti esa pasin en sus clases. Al da de hoy, mi sonrisa siempre super a mi voz, pero aquella Profesora, de todos modos, me seleccion para integrar el coro. Era enrgica, esbelta y exigente con su trabajo. Tena fama de dejar boquia-biertos a los padres en los actos, no slo por sus dotes artsticas. Yo no estaba tan entusiasmado con la eleccin, pero reconozco que abando-nar matemticas para los ensayos, era una condicin de privilegio que nos dibujaba una sonrisa al cerrar la puerta del aula, acribillada por las miradas furiosas de nuestros compaeros. De todos los grados salan puados de amigos cmplices. Atravesbamos la galera del patio. Ju-gbamos rpido unos tiros de fi guritas, una quema fugaz de bolitas. Bajbamos las escaleras y nos internbamos en un pasillo extrao al que llambamos las catacumbas. All los de sexto y sptimo tenan sus guaridas, con ventanas al otro lado que daban a la pileta donde aprend a nadar. Al fondo de aquel corredor nos esperaban las gradas. Primera voz, segunda voz, solista, piano y a cantar. El nombre de la escuela impona ciertas melodas, valsecitos entre Sosa y Goyeneche, que tambin aprend a amar aroma de jazmines y rosas en la cara, airosa caminaba, la fl or de la canela, recoga la risa de la brisa del ro y al viento la lanzaba, del puente a la alameda...o...Oh Arequipa, ciudad de mis recuerdos, famoso Misti, guardin de mi ciudady uno de un pajarito verde que no les puedo entonar.

    Poner un pie en Per hacia Cuzco nos entretuvo ms de lo permitido en el pas de aquel entonces. Las tejas de la ciudad, los sitios arqueo-

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    lgico, las toneladas de piedras talladas a milmetro con sus encas-tres angulares, su inclinacin antissmica, sus ventanas trapezoidales, el templo del sol de Koricancha con su disco de oro desaparecido junto a las cenizas de las dinastas que lo habitaron, el Halcn satisfecho de Sacsaywaman, el mercado de Pisac, los baos de Tambo Machay, el adoratorio de piedra de Kengo, el atardecer en Ollantaytambo, el Cami-no del Inca en cinco das para ver al amanecer cabalgar sobre Machu Pichu, nos retardaron con su magia y nos obligaron a salir hacia Chile para renovar el permiso de permanencia. Arica nos cobij con su morro y su Pacfi co exultante de lobos y aves marinas, su orquesta poderosa y su poesa saborizada con el exquisito paladar de Ricardo Rojas. De regreso a Per, Arequipa nos daba ahora la bienvenida, blanca y curva, con su mtico volcn Misti protegindola. De sus canteras se extrae la piedra llamada Sillar. La luz la traspasa en el Convento de Santa Ca-talina, se corta en vuelos de golondrinas y precipita la atmsfera en un sopor que humedece las maderas del coro. A espaldas del silencio, los brazos Milos de Venus se mueven grciles aqu, a contraluz de las aves. Como si Rosalba los estuviera manejando. Sosteniendo las manos en los agudos. En diagonales descendentes. En los cambios de direccin de los planos donde se alimentan las notas. Indicndonos respirar con el diafragma. Gesticulando la letra. Exagerando la apertura de la boca para que la abriramos generosos y diramos todo lo que tenamos para dar.

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    Miguel ngel vive en Machala, Ecuador. Es maricultor. Su niez trans-curri jugando entre los Manglares que avanzan sobre el ocano y lo vi-vifi can. Ver las vainas reproductoras caer de las ramas hasta anclar raz en el fango, y germinar con el tiempo, alzando hojas verdes sobre largos zancos contra la marea, lo conmova hasta estos aos. Pensaba que una forma de proteger esos ecosistemas del avance desprejuiciado,

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    demoledor, inescrupuloso de las Factoras Camaroneras, era recuperar para su pueblo una manera sustentable de produccin, como la que utilizaban sus ancestros, una forma que les permitiera a la vez y en prin-cipio, slo en principio, saciar el hambre y cuidar su medio ambiente. De all sus antepasados obtuvieron la sabidura de las plantas, una va-riedad inimaginable de aves, pequeos mamferos, moluscos y caraco-les, madera y medicina. Yo lo conoc entre Vilcabamba y Cuenca, entre las caminatas por el bosque nuboso del Parque Nacional Podocarpo buscando al Oso Andino de Anteojos y el Castillo de Ingapirca, el mayor complejo arqueolgico del pas. Me dijo, me gustara que conozcas y me ayudaras a medir unas extraas semillas de Jacarand, como las de tus plazas de Buenos Aires, que siembro en el lodo entre las mismas races de mi gente. No andamos mucho para llegar a la costa rota por la ltima embestida del Nio. Su fuerza haba despedazado muelles y salpicado de pequeos naufragios la arena. Los manglares, adems de purifi car el agua, son una excelente barrera para los emba-tes de la naturaleza, dijo mientras miraba a una persona perdida entre los restos y a unos empecinados pescadores de larvas de camarn, artesanos en su ofi cio, empujando sus embudos de red con el agua a la cintura. Ellos las venden por centavos a las Camaroneras, continu. Durante el camino, una extensa enredadera cubra sin interrupcin las piedras, los arbustos, los rboles, como una gran manta viva que suma en penumbras el paisaje y asfi xiaba lentamente. Una canoa con motor a dos tiempos nos aguardaba en lo que quedaba de la escollera. Su timonel, a media hora de andar apag el motor, apoyo su oreja sobre la pintura descascarada del casco y confi rm: Cardumen de Lisas cer-ca, y comenz a lanzar su red satisfecho. Al tiempo llegamos a unas pasarelas entre los Manglares. Las horas de bajamar permitan tomar del lodo las conchas negras sin difi cultad, para registrar su crecimiento. Un muestreo al azar por los cuadros de cultivo para proyectar cantida-des y calidades. Nmeros que avalan estadsticas, atraen recursos y empujan la paricin de leyes protectoras. Miguel ngel tambin estaba sonriente. Grandes araas anilladas decoraban las ramas. El camarn brujo, fosforescente y venenoso, no necesitaba alejarse de las pisadas de los maricultores. Arriba las aves fragatas, veloces y precisas, pes-caban sin mojarse.

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    La resolucin diaria del dormir, comer, movilizarse, suele ser un recu-rrente obstculo en los viajeros de largo aliento. A un mes de viaje, la ciudad de Formosa nos propona un despegue suave, continuo, des-cansado, del calor del Noreste Argentino. De la estacin de tren parta en horas de la tarde un carguero que llevaba vagones tanques hacia Embarcacin, en la provincia de Salta. Los cuatro maquinistas, Miguel Orieta, Vctor Lazarte, Eduardo Aranda y Juan Carlos Cari Palomo dije-ron que ellos no podan negarse a nuestro pedido de transporte gratis. Setecientos Km. en lnea recta entre 5 a 15 km por hora nos dara un re-poso de tres das, con techo, comida y movilidad asegurada. Un satlite marcaba el paso del convoy de ms de 500 mts. de largo, asegurando la velocidad correcta por el estado irregular de las vas. Partimos ano-checiendo. La altura del furgn nos permita ver los patios interiores de las casas formoseas, con sus fogones encendidos que se continua-ban en un oscuro cielo de estrellas. El vagn tena las incomodidades bsicas, un bao, una cocina, unas cuchetas para los ferroviarios, y un espacio vaco para los paquetes o los polizones de ocasin. El lugar ya estaba ocupado por una madre con su hija, por lo que la primer noche, dormimos sentados en la cocina. A luz azul de hornalla, compartimos exquisitos sanguches de carne cebollada y ancdotas tenebrosas de estaciones fantasmas, detenciones inexplicables y luces de locomo-toras que enfrentan y traspasan los cuerpos en algn tramo de la no-che. Con el correr de las horas, entre esteros y baados, la timidez fue migaja cayendo sobre los durmientes. Los maquinistas conducan en parejas, Vctor y Miguel, el loco Aranda y Cari palomo, en turnos de doce horas. Caminar en equilibrio saltando de vagn en vagn se volva heroico en ojos de la noche, pero el descanso en el furgn vala la pena y con un pie delante de otro, enfrentaban sus miedos y las ali-maas que se descolgaban de la vegetacin. Los que no tenan apodo eran los ms graciosos. Mascando coca, Vctor acomodaba su voz de tenor cantando zambas apasionadas. Miguel ofreca la tranquilidad de su experiencia y los quilates de su condicin humana en cada palabra ofrecida. Los 70 desbastaron familias y esperanzas, desmantelaron

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    sindicatos y obreros y trenes que los 90 terminaron de despilfarrar. Las vas muertas volvieron inhspitas las estaciones y los pueblos. Por es-tos parajes, el petrleo salteo mantena peridicamente el brillo de estas vas, aunque el monte reclamara lo suyo con malezas, ramas atravesadas, lampalaguas al acecho, estrellas fugaces marcando el aire con sus fi brones fosforescentes. Wichs, Pigals, Tobas, colocaron es-tos rieles que permitiran mejorar la vida de sus comunidades, cruzar en la poca de lluvia, y acceder a servicios de salud. Piran, Palo Santo, Ibarreta, Estanislao del Campo, Las Lomitas, Laguna Yema, fueron los andenes saludados con el silbato del tren. En Estanislao qued varado el corazn del Doctor Esteban Laureano Maradona, cuando aquellos ranchitos sin luz, ni agua corriente, ni gas, tena por nombre Guaycurri. La atencin de una parturienta lo detuvo unas horas, y el ruego de los vecinos sin recursos 51 aos. Su lucha contra la lepra, la sfi lis, el clera, el Chagas, la tuberculosis le dio el nombre de Piognak, o Doctor Dios en Pigal. Ense trabajos agrcolas, la confeccin de ladrillos para la construccin de las viviendas, consigui herramientas y semillas, de-nunci las condiciones de vida de los originarios y su explotacin en los ingenios azucareros, fund instituciones para contener a los margina-dos, proyect caminos, explor fuentes de agua potable, realiz mejo-ras en aquella Estacin que lo haba enamorado para siempre. Cuando llegamos a Ingeniero Jurez estbamos absolutamente enriquecidos. Matacos y Mocoves nos haban recibido ya en la hospitalidad de sus casas. Ahora, slo la mquina continuara. La desengancharon y parti-mos al anochecer. La imagen era surrealista. A poco de retomar el viaje, Miguel baj con una carabina y comenz a caminar delante. La loco-motora lo segua fi el, en silencio, detenindose con las seas, como un buen perro de caza, iluminando las liebres, los conejos, las vizcachas con su ojo de cclope. Mi espritu ecologista quera que fallase todos los disparos y lo logr. Ya en Embarcacin nos invitaron vivir en su casa. La familia era viva, numerosa, humilde, agradecida. Sirvieron polenta. Ape-nas enunciaron un problema laboral que arrastr la mirada de todos, pero enseguida la levantaron en una charla ms amena al corazn, y mirndome a los ojos, Miguel me confes: Que lindo estofado nos hu-biramos dado Claudio, con slo atrapar una de esas saltarinas, no?! Ahora si me senta plenamente enriquecido.

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    Mister Li (Li Xin Xude) se present con el respeto y la humildad que caracteriza a su gente pero que hasta el momento slo haba senti-do desde la amabilidad de los estudiantes. El sol resbalaba sobre los lagos congelados del parque y dibujaba alargado, al ras, el contorno en arco de los puentes, gatos inmensos desperezndose contra los rayos. Bambes, pinos y cerezos se vigorizan en esta poca del ao y enlazan fraternos los desniveles del atardecer. Pabellones, quioscos, pagodas en las alturas embellecan la naturaleza del parque. Dijo ser Profesor de Ingls, y que sera un honor practicarlo conmigo. Acept pasear a mi lado de todas maneras, a pesar de la advertencia de mi dominio rstico del idioma. Yo estaba feliz de estar comunicndome apenas llegado a Beijing, con uno de sus habitantes. Dos das de viaje en tren desde Cantn pusieron a prueba mi capacidad de adaptacin y fui aceptado por mis compaeros que colmaban los espacios, que tomaron con desconfi anza primero y alegra despus mi extraa pre-sencia. Com sus comidas, us sus frascos de vidrio para cargar agua caliente para su riqusimo t de jazmn, copi sus horarios y juegos, compart mis manzanas, sonre sus bromas. Las seas universales hi-cieron el resto. Pero ahora poda hablar con uno de sus habitantes y confi rmaba ntimamente, cierta capacidad de comunicacin sensibili-zada, cierta qumica que sorprende, cierta inhallable disponibilidad sin horario, cierta necesidad de aprendizajes que mana de los poros y hace su trabajo de atraccin a la perfeccin. Caminamos por unos sende-ros y me present a sus amigos msicos. Bajo un techo arqueado por demonios protectores, escuch una extraa meloda salir con voz de mujer del cuerpo de un hombre, mientras su compaero corra su arco por las dos cuerdas del Xi-Quin, un instrumento confeccionado con caa de bamb y parche de cuero de vbora. Compartimos t y me agradeci mi voluntad de dilogo. Cuando estbamos por despedirnos me pregunt si haba conocido un parque chino. Le contest que s, que era lo que habamos vivenciado esa tarde. Si quieres conocerlo de verdad, me intercept sonriendo, te espero maana a las 6 en la puerta de entrada. Me fui pensando en la fl uidez de los acontecimientos, en la

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    locura de madrugar a esa hora bajo cero, en su vestimenta de la poca de la revolucin, con el cuello Mao y la gorra con visera. Pero al otro da estaba ah. La neblina atravesaba las rejas a candado de la entrada del parque. Cuando lleg, lo acompaaban una treintena de viejitos. Uno abri el candado y desaparecieron. Mister Li me entretuvo un tiempo con algunas ancdotas y luego me invit a caminar. Entonces sobraron las palabras. En un recodo, despegando la niebla de los rboles, un grupo de abuelos se entregaba a los movimientos del Tai Chi Chuang, ms all del lago, el ruido y el destello del Kung Fu Shaolin y el budis-mo Zeng en los relmpagos secos de las espadas. Msica tradicional danzaba a un grupo de abuelas como si fueran una sola. Un conjunto mixto, en crculo, se lanzaba entre s un aro fl exible, con la gracia y la osada de quienes se animan a jugar otra vez. Una mujer nos alcan-z en el sendero con un paso rpido y con unos gritos inimaginables saliendo de su dedicado cuerpecito. Pero predominaba el silencio. La paz asumida en la meditacin de algunos se extenda en todos quie-nes contemplbamos la maravilla del momento. Misteriosas curaciones con las manos. Movimientos de cintura, rodillas, brazos, en el Qigong. Todos estos aspectos de su cultura, enarbolados por estas personas, se fueron desvaneciendo como la neblina en el sol y en los ruidos de la ciudad que despierta. Dos horas despus no quedaba nada. bacos en los negocios, batatas al horno en tanques callejeros, peluqueros callejeros, el apretujamiento de los peatones, bicicletas, autos, buses, troles, rickshaws motorizados en el desorden funcional del trnsito. El alimento vivo frente a los restaurantes. La diversidad de olores. Las mu-jeres trabajadoras con barbijo. Las banderas rojas. El exotrico nmero 9. Los billetes y monedas en cabezas, bocas, cuerpos de animales vivos o esculpidos. Las escupidas sin sexo. El cuidado primoroso de la cama. La delicada forma de doblar las toallas. Los termos rojos. La mirada asombrada. La cara maquillada en blanco de algunas de sus mujeres.

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    Salgueiro Rojas es un habitante de Cochabamba, Bolivia. Sus dotes actorales lo han llevado a ganarse la vida con los visitantes de su ciu-dad, donde dicen, se produce la mejor chicha del pas. Las casas que la preparan y la tienen a disposicin, colocan una bandera blanca para identifi carla. Beberla es una experiencia que intentbamos realizar con mi hermano Juan. Ahora la ofrecen en unas bellas adaptaciones del Kero, aquel vaso ceremonial utilizado para los rituales sagrados, como lo ha-can los Tiahuanacos, que consiste en un recipiente de madera, con una pequea escultura de un toro en el centro. Si te animas a beber la chi-cha de frente al animal, seguramente sentirs el topetazo de la bestia. Originariamente era obtenida al masticar y escupir los granos de maz en una vasija llamada mcura. La saliva ayudaba a la transformacin del almidn en azcar en pos de la fermentacin producida despus de unas semanas a la sombra. Ya en horas de la noche, buscbamos con ahnco tanto las codiciadas banderas como un buen lugar para cenar. Un polica nos intercept al cruzar una calle. Dijo educadamente estar buscando a unos brasileos que haban provocado disturbios unas cuadras atrs. Nos mostr su credencial y continu con las preguntas de rigor. Pareci no estar convencido y nos aconsej que lo acompaemos a la comisara. Par un taxi y subimos. En lo personal, estaba confi ado y tranquilo que las cosas se aclararan, por lo que no tuve demasiadas objeciones. Una vez sentados, le indic la direccin al chofer y nos pidi los documen-tos. Mi hermano los tena en su rionera atada a la cintura. La abri y se los entreg. Ahora s el agente qued satisfecho. Nos pidi disculpas por las inconveniencias causadas y nos recomend una pizzera en la otra esquina. All fuimos, cenamos y pasamos un buen momento. De todas maneras, cuando repasbamos lo sucedido algo no nos terminaba de cerrar. Al momento de pagar si nos cerr todo, nos haba robado. Qued absolutamente desconcertado, no tanto por el robo en s, sino por como haba permitido subirnos al taxi, habernos expuesto de esa manera tan in-fantil, algo del cuidado de hermano mayor se haba puesto en juego y me senta derrotado. Tal vez fue la manera mas suave para cometer el atraco, hasta artstica deca Juan, pero no haba consuelo que me serenara. Vol-vimos al hotel. La chicha qued ligada al mal recuerdo y jams recordar

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    su sabor. Dems est decir que no dorm esa noche. Analizaba los pasos y no poda creer mi actitud y mi ingenuidad. Y el viaje recin empezaba. Mi hermano haba decidido acompaarme por 15 das y cuando descubri lo que signifi caba viajar, renunci al trabajo a distancia y encaramos juntos una travesa que nos llevara por los rincones ms bellos de Sudamrica a lo largo de siete meses. Cuando nos levantamos al otro da, la ducha apacigu un poco el malhumor. Viajar es tomar decisiones a cada rato. Estar atentos al entorno se vuelve una costumbre con el correr de los das. Tenamos cartas para despachar en el correo y ganas de dejar la ciudad. El orden que tomramos en esa decisin defi nira nuestros pasos hacia la izquierda o hacia la derecha de la puerta del hotel. Salimos hacia la izquierda. Y fue en la esquina cuando la sinrazn se entrelaz en una imagen clara, impresionante, conmovedora, capaz de explicar y acariciar al mismo tiempo. Cuando el tiempo y el espacio se combinan solamente para uno, porque nadie mas que yo poda entender el asombro al cru-zarme con la persona que nos haba robado la noche anterior, que me haba dejado colgando en un abismo del que nadie, a no ser por este inesperado encuentro, poda rescatarme. La vida me ofreca una opor-tunidad de cura rpida a metros que se iban achicando a medida que se acercaban nuestras miradas asombradas. Bast que Juan me confi rmara la identidad con un movimiento de cabeza para que toda esa adrenali-na acumulada se desatara sobre el presunto polica descubierto. No s exactamente como describir mi actuacin, pero a los pocos segundos lo llevaba hacia un ofi cial parado en la puerta de un banco. En un punto, esa tambin era una conducta ingenua. Estaba preparado para alguna reaccin violenta pero solo intent sobornarme con un anillo de oro. El escndalo atrajo a una patrulla que nos llev a la comisara. Un aconte-cimiento desafortunado, ocurrido un mes atrs, haba sensibilizado a las fuerzas en su trato hacia los turistas. Con ese antecedente a nuestro fa-vor, todo lo que ocurri despus fue anecdtico. Entindase bien, el ms insignifi cante desfasaje en centmetros o segundos no hubiera permitido el encuentro. Salgueiro Rojas es un extraordinario actor, prestidigitador, talentoso mago que en las penumbras se vuelve mas alto y personifi ca lo que la improvisacin le sugiere para saciar su hambre. La chicha qued religada ahora a la inesperada resolucin del episodio, pero les aseguro que por ms que insista, no podra al da de hoy, defi nirles las intangibles aristas de su sabor.

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    Apenas un troquelado de uno mismo esparcido en las huellas de me-morias no tan ajenas. Slo tiempos de un autorretrato, el mo, que otros llevan y que por alguna razn no terminan de olvidar. Soy la mentirosa recopilacin de esos momentos. Somos apariciones y desvanecimien-tos y un cuerpo que refi ere y una mano que busca bajo el agua porque aspira recuperar algo de lo ofrecido. Los perfi les del deseo giran por el aire y un destello curvo rompe el espacio fsico que me gest recuer-do. Ya no existen en m siquiera esos espacios de pertenencia. Slo tiempos que pulen superfi cies y arrugan las caras que se asoman y se arrojan en monedas a las fuentes.

    En las fuentes no budistas de Oriente, el agua se congela y los deseos necesitan de la primavera para volver a pedir en movimiento y ser odos por los dioses que nunca se detienen. Los que tienen la suerte de que-dar sobre los caparazones de las tortugas andan con su plus, otorgado por la energa del animal. En Occidente, La fontana di Trevi romana asegura el retorno si arrojas una moneda de espalda. El arte barroco que la anima es espectacular, pero juro que al girar, despus de haber arrojado la moneda con la mano derecha sobre el hombro izquierdo, hubiese querido que la tarde se oscureciera, llenara de soledad y que Anita Eckberg dentro de la fuente, con sus brazos extendidos, me invi-tara a entrar. Cuando la vida se torna dulce amigo mo, no empalaga, te aseguro que no empalaga.

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    Existe en Abra Pampa, a algo ms de 200 km de San Salvador de Jujuy, un cerro de arena que su nombre refl eja el sonido del viento. Los lugareos lo llaman Huancar y los abuelos afi rman que en su interior se festeja Salamanca. La lluvia, el viento, el fro, las altas temperaturas de-penden de su estado de nimo. A l se dirigen para challarlo ofrecin-

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    doles sus alimentos a la Pacha y pidindole por lluvias para las ovejas y llamas. Abra Pampa, cruce hacia la selva, los valles, la puna, sufre hoy la contaminacin de las escorias residuales de plomo que dej la explo-tacin inescrupulosa de su minera. El caminar es una necesidad impe-riosa en el puneo campesino. El es un peregrino siempre en marcha. Abra del Cndor es un paso a casi 4000 mts de altura. Vincula Iturbe con Iruya. Antes de cruzar, la gente se dirige hacia una gran Apacheta, y hace su ofrenda a los dioses de las montaas. Algunos suman una piedra a las otras tantas, otros ofrecen alcohol, otros se sacan su acu-llico de coca y dejan la hierba sagrada. Bendecidos en su fe, continan su marcha. Algunas mujeres no dejan de hilar lana haciendo bailar su Puisca, un trompito estilizado con un contrapeso llamado Muyuna.

    Humahuaca con sus adoquines, sus paredes blancas y sus faroles amarillos se convirti en Humahugica en boca de Enzo, un artesano o arte-enfermo cuando presentaba su profesin a los dems. Traba-jaba bellamente las largas espinas del Cardn. Su madera es muy apre-ciada en estas geografas para la construccin de techos y muebles. Tilcara signifi ca fl or de cuero. La garganta del Diablo tan ricamente lubricada por el ro Iguaz en Misiones, se vuelve seca y carrasposa aqu, sobre el lecho majestuoso del ro Huasamayo. Es la voz del mismo ser que suena diferente en los ecos del los paisajes. Bajo tierra, Dios y el To son buenos o malos de acuerdo a la manera con que te relacio-nas con ellos. En los socavones, los mineros al beber alcohol, primero arrojan un poco para el To, otro poco para la Pacha y otro poquito por algn deseo personal. Las lmparas de carburo suelen alumbrar en al-gn altar cncavo, la deidad rstica que lo representa, con sus cuernos y sus billetes en el regazo. La muerte joven que reclama la tierra en esas profundidades, por las mismas condiciones laborales o por accidentes inexplicables, es entendida en defi nitiva como una ofrenda de sangre a cambio de alguna veta interesante hallada o prxima a descubrir. Los fetos de llama protegen bajo las casas las iras del inframundo, los cru-cifi jos en los techos las del cielo. Marcar cruces con ceniza en los rinco-nes del hogar protege contra las tormentas y alimentar a los nios con carne de cuervo les asegura fuerza y vitalidad. Cuando cenamos esta muy bien arrojar algo del alimento al fuego para recibir como corres-ponde, aquellas almas que nos visitan.

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    El Mar Muerto se encuentra a 400 mts bajo el nivel del mar. La con-centracin de sales de sus aguas es diez veces superior a las del Medi-terrneo. Relaja los nervios con su alta concentracin de Bromuro. Su rica dosis de Manganeso es buena para las alergias y los bronquios. Su barro medicinal es esplndido para la piel. Se encuentra en la frontera Este de Israel, frente a las tonalidades rojizas de Cisjordania al atarde-cer y Palestina. Puedes fl otar en l sin esfuerzo alguno. La densidad del agua modifi ca las lneas de fl otacin y te permite recostarte sobre la superfi cie y leer si lo prefi eres con total comodidad. Los labios y los ojos arden con las salpicaduras pero toda su naturaleza ya esta traba-jando en tu ser, cicatrizando las heridas del cuerpo con una premura que desgraciadamente no alcanzan las del alma. El peso de la atms-fera desparrama mayor oxigeno y cuestiona una y otra vez la supuesta inhospitabilidad del desierto. Tal vez con una buena dotacin de agua dulce, en este marco tan potenciador de vida, yo tambin hubiera me-recido la lluvia de fuego y azufre con que Dios castig la perversidad y degeneracin de los habitantes bblicos de Sodoma y Gomorra. Se cree que sus restos ren aun en estas profundidades.

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    En Junio del 1998, la ciudad se convirti en un cerrado listn negro. La vida, inesperadamente sabia y conspiradora, llev a Mara Reiche de su Alemania natal a Cuzco para tentarla con los Andes, con su cultura, y para que tuvieran que amputarle un