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Las décadas prodigiosas Pedro Ortega Campos

Las décadas prodigiosas - Grupo SMecat.server.grupo-sm.com/ecat_Documentos/ES188132_012043.pdf · moldeándola a mi medida: solo entonces es «mi vida». Los años arrugan la piel,

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Las décadas prodigiosas

Pedro Ortega Campos

Diseño: Estudio SM

© 2018, Pedro Ortega Campos© 2018, PPC, Editorial y Distribuidora, S.A.

Impresores, 2 Parque Empresarial Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) [email protected] www.ppc-editorial.es

ISBN 978-84-288-3322-6Depósito legal: M 31759-2018Impreso en la UE / Printed in EU

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la Ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y trans-formación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de su propiedad intelectual. La infracción de los derechos de difu-sión de la obra puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

A los Centros de Mayores,por su labor social.

A las Residencias de Mayores,por su labor de acompañamiento.

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Introducción

A muchas personas los años no las hacen más sa­bias o prudentes, sino, simplemente, más viejas. ¿O me equivoco? Al llegar a las décadas prodigiosas de la vida –pongamos de los cincuenta años en ade­lante–, la realidad es concreta y más viva de lo que parece. No se sabe gran cosa de la vejez: nos han escondido sus tesoros, para que no tengamos nada que hacer, ni aprender, ni esperar, justo cuando de­biéramos combatir y retardar el envejecimiento dando un sentido a lo cotidiano.

Aunque todas las edades de la vida humana son creativas, cuando hemos sobrepasado la mitad del ca­mino hacia nuestra cumbre biológica –los cincuenta años, primera de las décadas prodigiosas a las que me refiero–, todos nosotros, tan diferentes como las olas, empezamos a deslizarnos en el común mar adentro de nuestra vida. Y ello con tantas coinciden­cias: manifiestas u ocultas. ¡Qué cosa asombrosa es el paso del tiempo! Fluye y fluye sin cesar. Cada mi­nuto, cada segundo, pasa una sola vez, como tam­bién las oportunidades. Imposible volver atrás.

Nuestra vida resbala durante esas décadas más aprisa: entre días, meses y años. La sensación de

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aceleración del tiempo es, de hecho, una realidad biológica. Cada vez que traspasamos un mojón emblemático, como nos acontece con las décadas de los cincuenta en adelante, tenemos la sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y la vida se alarga. En su libro Morir joven, a los 140 (Barcelona, 2016), la doctora María Blasco, espe­cialista mundial en envejecimiento celular, y la perio­dista científica Mónica González Salomone nos dicen cómo la ciencia ha descubierto que es posible alargar nuestra esperanza de vida hasta esa edad. Pero lo que nos importa no es tanto alargar los años cuanto el cómo –calidad– y el para qué –finalidad– vivirlos.

Distancia, serenidad, memoria, soledad, espera y esperanza son la síntesis creciente de estas décadas prodigiosas: en ellas se conjugan la vejez biológica con la vejez biográfica, el cuerpo y el recuerdo. Sí, cuando el presente se estanca, hay que recuperar la esencia del pasado. Y ello representa todo un prodigio, como un suceso que excediera los límites de la naturaleza: cosa especial, rara o primorosa, casi un milagro.

No sabemos gran cosa de la «tercera edad»: ¿nada que hacer?, ¿nada que aprender?, ¿nada que ofre­cer? ¡Nada más lejos, pues son décadas que hay que llenar de impulso para mejor combatir!

Si escribo o pienso en cosas del ayer vivido es para estar seguro del hoy que ahora vivo. ¿Por qué? Porque llega un momento en nuestra vida en el que la

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palabra pide ser sacada del silencio, esa cuna que mece lo indecible. Sí, hay que hablarlo, aunque sea con el desahogo de canciones, coplillas, refraneros y versos. Si no, la tierra se lo tragará todo, quedan­do desheredados nosotros y nuestros herederos. Aún más: ¿no tendríamos que revivir la memoria de quienes nos precedieron: tan callados ellos en el silencio de la tierra o de las cenizas?

¿Y qué hemos decidido silenciar y olvidar? ¿Y cómo conjugar los silencios de pensamientos –a menudo contradictorios– que nos sobrevienen, en la convivencia familiar, en la social y en la política? ¿Sabes que el único límite a la realización del ma­ñana son nuestras dudas de hoy?

Nuestra vida vale la pena ser vivida: tiene un sentido personal, aunque no nos viene dado del todo al nacer. No, la vida no existe si no la acojo moldeándola a mi medida: solo entonces es «mi vida». Los años arrugan la piel, pero renunciar al entusiasmo arruga el alma.

Y caminar por «mi vida» conlleva despedirme de cada ayer, solo recuperable por la memoria, que tintinea día a día en busca de la felicidad, ese im­posible necesario al que aspiramos, formando parte del mérito de nuestra existencia. Incluso dentro de una visión descreída, es la única condición para amasar con serenidad nuestro morir cierto y nues­tra hora incierta.

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Las décadas no son decenas de años, sino días medibles de eternidades inconmensurables. Habría que escribir de cosas eternas para estar seguros de su actualidad. Con el cancionero y el refranero aupa­mos razones de vida. Por ejemplo: «Lo que se calla, se llora», «por las verdades se crean los enemigos, y por las mentiras se pierden los amigos», «mala palabra no hay si no es a mal tenida».

Así que, sea casado, o viudo, o soltero, lo impor­tante no es que uno sea joven o viejo; lo decisivo es la cuestión de si mi tiempo y mi conciencia poseen un objeto al que entregarme; o si tengo la impresión, a pesar de mi edad, de vivir una existencia valiosa y digna de ser vivida. En una palabra: si soy capaz de realizarme interiormente, tenga la edad que tenga.

Nuestro entorno evoluciona vertiginosamente, nos hacemos viejos sin darnos cuenta y el pasado se difu­mina en nuestra memoria, pero lo que no nos aban­dona es la sensación de perplejidad que nos producen los acontecimientos. Es como si estuviéramos en el vagón de un tren a través del que vemos pasar las es­taciones y los paisajes hasta que de repente nos encon­tramos con que hemos llegado al final del trayecto 1.

1 P. García Cuartango, «La perplejidad de vivir», en El Mundo, 11 de marzo de 2017. Magnífica, por escalofriante, rea­lista y animadora, la lectura de estos dos libros de S. Pániker,

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Ser consiste esencialmente en ser memoria. Huir, pues, del olvido. Por una parte, todo un canto a la memoria: «El creyente es fundamentalmente “memorioso”» (papa Francisco); «Ser es, esencial­mente, ser memoria» (E. Lledó); «El pasado no pasa nunca; ni siquiera es pasado. El pasado es solo una dimensión del presente» (W. Faulkner).

Sin embargo, para otros, en la vejez la memoria se convierte en conciencia que a menudo conlleva peso. Pero, como se nos advierte, «el olvido no es el infierno, es el cielo. Si no olvidásemos, lo pasaría­mos muy mal; de hecho, las personas supermemo­riosas dicen tener la cabeza llena de basura» (L. Rojas Marcos), y «los recuerdos constituyen un obstáculo en el camino de la esperanza» (R. Tago­re). Quien acrecienta su conciencia o su memoria acrecienta su dolor. «El único límite a la realización del mañana serán nuestras dudas de hoy» (F. Roose­velt). Aunque a veces los recuerdos son material inútil que solo sirve para hacer daño: hay recuer­dos que son peores que las balas.

No se puede vivir sin memoria: «Recordad aque­llos días primeros» (Heb 10,32). Una familia que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su me­

Diario del anciano averiado. Madrid, Casa del Libro, 2015, y Adiós a casi todo. Madrid, Casa del Libro, 2017.

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moria viva, es una familia desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con porvenir (cf. Francisco, Amoris laetitia 193). Sí, «vivir con­siste en construir futuros recuerdos» (E. Sábato). Hay que tener presente que expresiones como «recuerda», «haz memoria», «inclina tu oído» y «escucha» son equivalentes. Concretamente, «haz memoria» apare­ce hasta ciento sesenta y nueve veces en la Biblia. Pero no la memoria como nostalgia ni melancolía, sino como gratitud. Porque «de la melancolía está el mundo tan lleno que no me espanto; y que hace el demonio tantos males por este camino, que tie­nen mucha razón de temerlo y mirarlo muy bien los confesores» 2.

Sin embargo, la memoria es la base de la perso­nalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Perder la cu­riosidad por el presente y la memoria del pasado es lo que más nos hace envejecer. Cierto, se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiri­tual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza y porvenir. «La sabiduría propia de la vejez consiste en dejar de sufrir por el pasado y soñar con el porve­nir» (S. Zweig). Incluso aparece a veces el cansancio

2 Santa Teresa de Jesús, Las moradas 6, 1, 8.

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de la finitud, que se traduce en desconsuelo, acaso como resultado de una pobre educación 3.

Porque nadie se cansaría de vivir si está educado en el amor a lo finito o si retiene estos versículos bíblicos: «No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9); «Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te lle­vará a donde no quieras ir» (Jn 21,18­19); pero «en los ancianos está la ciencia, y en la larga edad, la inteligencia» (Job 12,12).

3 Cf. A. Grün, El arte de envejecer. Madrid, San Pablo, 2013. O como escribe J. A. Pagola, Envejecer con dignidad. San Sebastián, Idatz, 2005, no solo cuidando nuestra dieta, sino alimentando la vida interior con la memoria y los pe­queños proyectos, a ser posible, compartidos.

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Décadas de la vida como eternidades apiladas

¿No es verdad que el tiempo transcurre a diferente ritmo en la infancia, en la juventud y en la anciani­dad? Los ancianos lo saborean, porque saben que se les escapa: «La duración de nuestra vida es de seten­ta años, la de los más fuertes, ochenta, aunque en su mayor parte no son más que trabajos y miseria, pues pasan aprisa y nosotros volamos [...] Enséña­nos a contar nuestros días» (Sal 90,10.12). Los jó­venes no lo valoran, porque les sobra, y para los niños ni siquiera cuenta.

Además, el tiempo transcurre distintamente en cautividad y en libertad. El tiempo en libertad está encaminado al bien de la familia y del pueblo, sin coartadas ni muros que lo dividan; el tiempo de cautiverio, en cambio, es la eternidad atrapada, la necesidad de darlo todo a tu amo, sin otro benefi­cio que el que se obtiene a costa de tu esfuerzo, de tu razón y de tu vida. Con Fray Luis de León, en su Noche serena, el tiempo de trabajo suele ser valo­rado como amargo, y el de la noche, como efímero:

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El hombre está entregadoal sueño, de su suerte no cuidando,y con paso calladoel cielo vueltas dando,las horas del vivir le va hurtando.

¿Quién no siente en sus entrañas que, a medida que el tiempo avanza, se descubre una limitación del circo de nuestras circunstancias personales? Nadie puede caminar satisfecho, porque es imposi­ble llenar todos los vacíos o que se realicen todas las ilusiones. Aunque a cada cual le corresponde su empeño. Pero la fugacidad es patrimonio de todo caminante: «Mis días corren más que la lanzadera» (Job 7,6). Y el desafío de lo imprevisto está asoma­do a la ventana de la vida diaria, como canta la co­plilla andaluza:

Se puso a medir el tiempo y el tiempo se le pasó, lo mismo que pasa el viento... Se puso a medir el tiempo, como si el tiempo tuviera partida de nacimiento.

Se envejece pronto si ponemos el poder por en­cima de la vida y no al revés. Mas la vida y el tiem­po no han de aparecer como adversarios, pues no­sotros somos ese tiempo y esa vida. Del tiempo que

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no pasa –niñez, adolescencia, juventud– al tiempo que pasa –ancianidad– hay un tiempo interme­dio que inquieta, que no es regalo, sino esfuerzo. La inmediatez –el aquí y ahora– es el tiempo de los políticos, un tiempo claveteado de presente y ca­rente de proyecto o, peor, sin esperanza, porque «el arte de envejecer es el arte de conservar alguna es­peranza» (A. Maurois).

Los ancianos somos hombres y mujeres, padres y madres que anduvimos antes que nuestros hijos y nuestros nietos por el mismo camino, en la misma casa, en la misma diaria batalla por una vida digna.

Con la muerte anunciada, el «todo» de nuestra vida aparece. Por primera vez, el tiempo ya no se ofrece en migajas, parcelado, sino en conjunto: toda nuestra vida es convocada a la muerte, ese momento mismo en que la vida, como en un golpe de vista, se dispone a partir. A la hora de morir tomamos conciencia de todo lo que nos ha faltado, de cuanto hemos priorizado siendo secundario, o a la inversa. Plantamos cara a la muerte cuando nos entretenemos con lo invisible de nuestra vida. Por eso, cuando reflexionamos sobre la muerte, no hay motivos para la depresión, sino para la profundiza­ción. Enfrentarse a la muerte es dialogar en voz baja con lo invisible de nuestra vida. Necesitamos una inteligencia superior para domesticar cuanto nos viene a la memoria. El temor a la muerte está

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más en el miedo a la etapa final que a la muerte en sí misma.

Ahora bien, nuestra vida son días apiñados que a duras penas sabemos contar, pero que configuran la tensión entre el nacimiento y la muerte; es el en­tretiempo en el que el hombre elige no lo que es, sino quién es, e inventa o decide quién quiere ser. A eso nos encaminamos: a ser verdaderamente y para siempre lo que hemos sido 4.

Pero «con qué avidez apuramos el cáliz del sufri­miento y qué difícilmente sabemos satisfacernos con la sencillez de las cosas cotidianas. La vida se nos da inexorablemente y así se nos quita. Es nues­tro “paraíso perdido”. Puede estar aquí o allá; lo te­rrible es perder ese paraíso» 5.

Los malentendidos que hay que depurar: «estar de vuelta de todo», como si nadie nos pudiera en­señar nada; aislarnos para no comunicarnos con nadie; anegarse en la nostalgia y en la melancolía; no aceptar la realidad de lo vivido y del aquí y aho­ra; vivir sin un quehacer diario y sin un proyecto

4 Cf. J. Marías, Antropología metafísica. Madrid, Revista de Occidente, 1973.

5 «El problema del mal en El libro de Job y el pájaro, de M. Zambrano. Reflexiones al hilo de una lectura de Ascen­sión Millán Padilla», cf. Paideia. Revista de Filosofía y Didác-tica Filosófica 75 (enero­abril 2006), pp.154­155.

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de futuro cercano: uno y otro sembrados de un pensamiento que reflexiona sobre lo que lee y lo comparte con familiares y amigos. Ello comporta salir de la soledad y adentrarse en el diálogo con los demás. Y para quien conserva la fe que ha vivi­do, preparar una depuración de intenciones y un abandono en el Dios en quien creyó toda su vida.

Así se van modelando mis noches como dueñas o señoras de mi tiempo. ¿Podríamos anclar el es­plendor de la ancianidad en la sabiduría bíblica? Echa una mirada al libro de los libros, la Biblia:

«Pienso en los días de antaño, recuerdo los años de otros tiempos; mi corazón se pasa las noches meditando» (Sal 76,6­7).

«Corona de honra es la vejez que se halla en el camino de justicia» (Prov 16,31).

«La gloria de los jóvenes es su fuerza, y la her­mosura de los ancianos es su vejez» (Prov 20,29).

«[Los justos] crecerán como una palmera, en la vejez seguirán dando fruto; estarán vigorosos y verdes» (Sal 92,13­15).

Y así encuadrar la vivencia de la ancianidad en la grandeza de las pautas que nos orientan sobre cómo ve la Biblia a los ancianos y cómo les anima a vivir:

«¡Oh Dios, desde mi juventud me has instruido [...] Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡no me abandones, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras!» (Sal 71,17­18).

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«Señor, tú has sido para nosotros un refugio de edad en edad [...] Los años de nuestra vida son unos setenta, u ochenta, si hay vigor; mas son la mayor parte trabajo y vanidad, pues pasan presto y nosotros nos volamos [...] ¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nues­tro corazón!» (Sal 90,12).

«Pero ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñaselas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos» (Dt 4,9).

«Cuando hayáis engendrado hijos y nietos y ha­yáis envejecido en el país, si os pervertís y [...] hacéis lo malo [...] desapareceréis rápidamente de esa tie­rra que vais a tomar en posesión» (Dt 4,25­27).

«La herencia de Yahvé son los hijos; recompen­sa, el fruto de las entrañas; como flechas en la mano del héroe, así son los hijos de la juventud» (Sal 126,3­4).

«Sean nuestros hijos un plantío frondoso, creci­dos desde su adolescencia; nuestras hijas, columnas talladas, estructura de un templo» (Sal 143,12).

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Índice

Introducción ................................................... 7

1. Décadas de la vida como eternidades apiladas ...................................................... 15 2. Empeñados en una visión humaniza- dora de la muerte .................................. 21 3. El olvido no es remedio de la tristeza ....................................................... 27 4. La comunicación es garantía de salud en las décadas prodigiosas .................. 31 5. La caricia del saludo a la muerte ... 35 6. Pensar es gratuito al paso de las décadas que avanzan ............................. 41 7. El ser humano «mayor» sabe que morirá... ...................................................... 43 8. A los cincuenta años ............................. 49 9. A los sesenta años .................................. 5710. A los setenta años .................................. 7511. A los ochenta años ................................ 9512. A los noventa años ................................ 10513. Enésima reflexión: ¿y no callaré a los cien años...? ..................................... 121

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14. Primera parada: «voy a llegar enseguida» .................................................. 12715. Segunda parada: «¡hasta aquí hemos llegado!» .................................................... 14516. Tercera parada: cómo hacer para que la tercera edad no se convierta en «terrible edad» ........................................ 155