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LA VICTORIA DE ABRIL SOBRE LA NACIÓN
I
EL FRACASO Y LA POSTRACIÓN
Hay en el escudo de la capital de esta nación boliviana, un testimonio alegórico de la antigüedad de nuestra mayor
dolencia nacional. Pero también, a modo de arcaico recetario, está presente la vieja manera de curarla. Para los
involuntarios continuadores del secular sacrificio, todavía es, el simbólicamente infranqueable río pintado de azul
en el escudo paceño, la “cívica” manera de impedir que el león devore al cordero. Claro está que para los
devoradores y devorados de hoy día, la ingenua imagen del angosto río escudal ha sido reemplazada por el
destierro o la reclusión impuestos por los primeros, o por un prudente silencio, por los segundos, de cuanto
pudiera inducir al león a vadear el río. Me propongo, al redactar estas notas, renegar de esta vieja terapia política.
Inicio así el análisis de algunos de nuestros más hondos temas nacionales, persuadido de su inutilidad y aún a
riesgo de provocar un nuevo encuentro entre los ya tradicionales personajes de esa cruenta fábula que es nuestra
historia patria.
Quisiera advertir a quien incurriese en el error de suponerme representante de algo o alguien, que apenas si aspiro
a representarme con la mayor fidelidad posible. Se pensará que quien no lleve la delegación de algún grupo social,
no debiera ocuparse públicamente de temas públicos. Es verdad. Por esto, hacen ya algunos años que en Bolivia
nadie se ocupa de ellos. Es que en nuestro país nadie representa a nadie: los partidos, de este y otro tiempo, están
a tanta distancia de la nación, como sus dirigentes lo están de sus imaginarios seguidores; las instituciones civiles
se han estereotipado y el cause por el que era posible alguna comunicación vital entre ellas y el país, hace tiempo
qué no conduce sino, espasmódicamente, agrios fermentos de discordia y resentimiento; en cuanto a las
instituciones militares, parecería que al cabo de ciento treinta y cuatro años de vida "independiente", hubieran
descubierto que su misión consiste en sostener en el gobierno a un partido que ignora si una de las dos fracciones
en que está dividido debe permanecer en el poder o si debe abandonarlo.
Puesto que nadie representa a nadie, que alguien resuelva y asuma la representación de sí mismo, no parecerá
impertinente.
Un monólogo oficial
Salir a la caza de explicaciones sobre las causas, peculiaridades y consecuencias de un complejo proceso socio-
político, partiendo a esta aventura teórica desde el centro mismo, temporal y físico, de este caótico paisaje que se
quiere penetrar, parecería, cuando no temerario, al menos infructuoso. Y, sin embargo, nada puede orientarnos
mejor sobre nuestra confusa ubicación histórica que, abandonando la densa oscuridad que nos rodea, arribar a una
zona donde algunos razonamientos nos revelen el punto cardinal que es propio atribuir a ese proceso social que la
gente ha convenido en llamar "revolución".
La política, ese quehacer predilecto del hombre contemporáneo, reconoce en el diálogo su forma más saludable
de expresión. En el monólogo, en cambio, se expresa mejor una política desnaturalizada. Desde abril de mil
novecientos cincuenta y dos, un estridente y tedioso monólogo oficial ha impedido la libre discusión de las ideas
y suplantado todo razonamiento sereno. Desde entonces, los problemas de más delicada solución, las cuestiones
sociales más agudas, los temas substanciales de nuestra vida pública; han sido tratados con rudos y groseros
instrumentos teóricos, manejados torpemente por gente más interesada en la expresión de un plañido o de un
sentimiento de odio, que en el descubrimiento de la verdad.
Guerra y revolución
Se afirma, con demasiada frecuencia, que el suceso de abril ha separado a la familia boliviana. Pero, ¿es que
alguna vez los bolivianos se han unido en torno de algo? ¿Es que en nuestra infortunada historia, alguna vez se
han sentado, unidos por un apetito común, a saciar una misma necesidad espiritual? Ciertamente, jamás. Y es que
aún en los períodos de mayor serenidad, lo que parecía concordia y comunidad de propósitos era, más bien, la
quietud derivada de una falta absoluta de propósitos; una ausencia total de intenciones nacionales proyectadas al
futuro. Así, la historia de Bolivia aparece como la historia de una interminable desinteligencia, excepcionalmente
interrumpida por períodos de laxitud durante los cuales la fatiga en los contendores hacía pensar en la ausencia de
grandes motivos de discordia. Hay, sin embargo, dos eminencias en el gráfico que registra la temperatura de
nuestra vida republicana. La guerra del Chaco y la llamada Revolución de abril. Contrariamente a lo que ocurre
con las personas enfermas, estas dos cimas de la temperatura social registran, más bien, los períodos de mayor
vitalidad nacional. Ambos acontecimientos son la máxima exaltación colectiva de que ha sido capaz nuestro país.
De ambos, también, como de un esfuerzo desmesurado, Bolivia ha salido exhausta. Pasado el derroche de
vitalidad, dilapidada toda energía, la nación se ha recogido a restañar, impotente y vacía de esperanzas, las heridas
recibidas en ambas derrotas. Mas, como el contendor de Bolivia en el suceso de abril, fue Bolivia misma, la
nación toda ha debido sobrevivir a una suerte de suicidio del que ha salido con vida… pero sin deseos de vivir.
El hecho libertario
Pero antes de precipitarnos por la línea que marca el grado de salud de la nación, parecería aconsejable un
retroceso en el tiempo.
Hay en la relación escrita del desarrollo político de toda excolonia, un mayúsculo error de interpretación histórica.
Consiste éste en atribuir a la fundación de la república el carácter de un vagido histórico. De este inveterado
equívoco se sigue, con envidiable e ingenuo sentido cronológico, que toda edad posterior a la de su advenimiento
será edad de aproximación a un estado de plenitud de difícil definición. Al reconocer en el momento de la
organización republicana, un anodino punto de partida, se ignora que, si bien para la biografía de la república en
cuanto república, toda época pretérita tiene apenas el sentido de una progenitura proclive a la leyenda, para la
historia, en cambio, tiene el valor de un desarrollo social cuya culminación es la república misma. Así, el Alto
Perú es la infancia de nuestra nación y su transmutación en Bolivia indica el momento en que algunos postulados
y algunos, apetitos colectivos, hicieron posible un breve pero intenso estado de entusiasmo en torno a la idea de
"República Independiente".
Si la fundación de Bolivia es el apogeo de una ascensión que dura lo que duró la colonia, ¿no parecerá natural que
la centuria posterior al hecho fundamental sea una inevitable caída hacia un perigeo sospechosamente próximo en
el tiempo a la guerra del Chaco? Porque si la idea de independencia dio cohesión al conglomerado social
altoperuano, logrado este ideal, habrá que preguntarse por el elemento unificador que debió aglutinar a los grupos
circunstancialmente unidos. Una nación es una sociedad que vence cotidianamente el riesgo de disolución creando
atractivos programas de acción en común, sólo realizables por la sociedad. No se requiere de gran perspicacia para
percatarse de que, comparado con el apetito libertario de la edad colonial, heroicamente satisfecho, todo cuanto la
república deseó con posterioridad a su constitución fue un plato de lentejas. ¿Qué otra cosa, sino, significaba el
repertorio de ideales republicanos, comparados con aquel alucinante proyecto de ser libres e independientes y de
entrar súbitamente en el goce de cuanto hasta entonces no les pertenecía?
Juzgada así nuestra historia, Bolivia habría nacido de un supremo acto de fe: la República Independiente. A
expensas de ese magnífico estado de hipertensión cívica vivió la república un siglo. Del recuerdo de ese hecho
primordial vivió el país, languideciendo, durante una centuria. El año treinta parece marcar el momento preciso en
que las últimas huellas némicas del formidable esfuerzo, debilitadas por el transcurso de cien años vacíos de
grandes ilusiones, se extinguían y dejaban a la nación extraviada en su viaje por la historia. Porque la caducidad
de una centuria cívicamente parasitaria se intuía inminente es que la guerra del Chaco pareció inevitable. Se
comprenderá ahora por qué excluyo de los grandes hechos nacionales las otras seis dentelladas al territorio nacio-
nal. Todas ellas provocaron movimientos de defensa patria. La del Chaco, en cambio, fue un hecho bélico de
conquista, no de territorio, sino de confianza en la vitalidad de la nación.
El Diario, 6 de marzo de 1960
Por una victoria cívica
Detengámonos ahora en la primera de estas dos empresas vitalizadoras del sentimiento nacional y busquemos su
causa eficiente. Habrá que inquirir por el secreto atractivo que la trágica aventura tuvo para los bolivianos del año
treinta y dos. ¿Qué género de virtudes se creyó descubrir en aquella bélica tarea? ¿Cuál el cívico botín imaginario
al término del sangriento camino? Porque no se trata de la responsabilidad que en la iniciación del conflicto
pudiera corresponder a cada uno de los beligerantes. No. Esto es material para la anécdota grande, que es la
Historia, o para la pequeña, que es crónica menuda y satisface sólo a las personas de mayor pereza mental. Y
cuanto aquí me propongo es permanecer lo menos posible en los hechos y, sin pretensiones de rigor, entregar
algunas intuiciones de realidad que me parecen ciertas.
Es indudable que abiertas las hostilidades, Bolivia se entregó con tanto entusiasmo como falta de eficacia a una
lucha de la que no dudaba salir victoriosa. ¿Qué resortes impulsaron a nuestro pueblo en procura de esa victoria?
Hay razones para pensar que desde el Palacio Quemado hasta la trinchera calcinada, un claro presentimiento de
que la victoria sobre el enemigo traería consigo una otra forma de victoria sobre todo cuanto de vergonzoso y
censurable había acumulado nuestra historia, alentaba en todos los corazones. Porque, al fin, es la misma fábula
en que intervienen la zorra y las uvas. Tantos inútiles saltos había dado hasta entonces Bolivia, que este último, al
parecer iniciado de posición tan ventajosa, parecía destinado a compensarla de todo esfuerzo infructuoso,
impidiendo que el país se abandonara a un sentimiento de fracaso irremediable. Así, lo que Bolivia debía derrotar
en el Chaco, era la sensación de derrota que inhibía la conducta de toda la nación. Cuando el soldado aventuraba
un miembro más allá de su escondrijo, no hacía sino prolongar el gesto con que la nación salía de su encierro para
buscar angustiosamente aquella victoria sobre la que edificaría una nueva conciencia nacional.
Derrota y postración
¿Sorprenderá entonces que, consumada la derrota, el país se hubiera postrado agobiado por el peso de una catás-
trofe moral de igual magnitud que la victoria esperada? Porque hubo que pensar que el riesgo de la empresa
importaba tanto daño en la derrota como beneficio se esperó de la victoria. ¿Sorprenderá aún que los derrotados se
hubieran vuelto sobre la nación para vencerla? Es la historia de post-guerra de toda nación inmadura. Quienes han
tenido en sus manos durante el desarrollo del conflicto el máximo instrumento de fuerza, pierden conciencia del
carácter dependiente de su organización; olvidan que son, nada más y nada menos, que una peculiar manifestación
del país y terminan por considerar a la nación de que forman parte, como una parte de ellos. Este fenómeno de
hipertrofia militar nacido de una contienda perdida tuvo, en el caso de Bolivia, el carácter de una expurgación
nacional. Desde el teatro de su derrota llegaron periódicamente los militares a conquistar por la fuerza el gobierno
de su nación. Durante once años, desde esa enorme llaga que la contienda abrió en el extremo sur del cuerpo
patrio, una infección de inepcia y deshonestidad invadió el organismo nacional. Pero sería de una imperdonable
superficialidad suponer que la mayor responsabilidad de la derrota debiera corresponder al ejército en cuanto
institución. Ello equivaldría a imaginar un país, no como un organismo, sino como un fortuito habitar simultáneo
en un mismo territorio, por entidades sin relación de dependencia vital. El ejército es, digámoslo así, el traje de
guerra de la nación. Por eso, la derrota del Chaco, fue la derrota de la nación. Pero como nación es una comunidad
en el tiempo, el fracaso del Chaco ha comprometido el pasado y futuro de Bolivia e impreso a su conducta el
amargo gesto de la impotencia y la frustración.
II
LA COMPOSICIÓN SOCIAL DE LA REPÚBLICA
Obedeciendo a ese ritmo pendular que va del desencanto a la esperanza, Bolivia edificó en la década de post-
guerra una nueva fe. Resultaría prematuro filiar una inquietud nacional cuya extensión, en los primeros años que
siguieron al armisticio, no alcanzaba la precisión que requiere un partido y cuya profundidad social sobrepasaba
con mucho las capas que solían interesar las colectividades políticas de la época. Cuando este innominado anhelo
de rectificación y recuperación, vástago de la tragedia en que sus progenitores, los partidos de la tradición,
encontraron la muerte, alcanzó su mayoría de edad, fue -ya veremos con cuanta impropiedad— bautizado con el
nombre de Revolución Nacional.
¿Por qué caminos emergió Bolivia de la profundidad casi abisal en que la había hundido la derrota, para alcanzar
semejante altura vital? ¿Qué circunstancias extrañamente propicias hicieron posible el precoz desarrollo cívico
que dio a Bolivia, en quince años, tan desconcertante estatura política? Intentaré una descripción del fondo social
y político sobre el que Bolivia pudo movilizar este su segundo gran entusiasmo colectivo.
Responsabilidad en el aborigen
Hay en el vocabulario político del boliviano una frase acuñada para tranquilizar su conciencia y para liberarlo de
todo esfuerzo mental: "El ochenta por ciento de la población boliviana está formado por indígenas". Esta
afirmación, repetida hasta la majadería desde la edad escolar hasta esa otra, no muy distinta, que es la edad
política, parecería expresar la convicción de que cuanto ocurrió de lamentable o desgraciado a nuestro país,
debiera anotarse en la cuenta de ese ochenta por ciento. Pero como no se es responsable sino en la medida en que
se interviene, habrá que preguntarse por esa forma de intervención cuya magnitud parece guardar una estrecha
relación con el elevado porcentaje que se señala. ¿Ejerció autoridad? ¿Eligió? ¿Tributó? ¿Defendió su territorio?
¿Produjo para los demás o consumió de ellos? Que se sepa, la única forma de relación con esa estructura jurídica
que se llama país fue el delito; Sólo en la comisión de un acto delictivo el aborigen se convertía en sujeto de
derecho. Al parecer, la responsabilidad que en el infortunio y la falta de capacidad para organizar el país pudiera
corresponder al indígena, es de esa naturaleza de responsabilidad que nace de la omisión. Sí; sólo una pura
ausencia que dura lo que la república parece imputable a la raza indígena. Este decisivo grupo étnico constitutivo
de la nacionalidad ha lastrado el proceso nacional de un modo muy peculiar: Permaneciendo. Una terca
permanencia en el tiempo y en el espacio que nos induce a considerarlos más coetáneos del paisaje que habitan
que contemporáneos nuestros.
Recíproca incomunicación
La recíproca incomunicación en que durante un siglo habitaron el aborigen y el blanco un mismo territorio,
terminó por crear una recíproca indiferencia por la suerte de ambos. Así, las poblaciones urbanas, tributarias del
privilegio de integrar un cuerpo social hecho de deberes y derechos, evocaban la figura del aborigen, ya no como
la de un miembro del mismo organismo histórico, pero ni siquiera como la de un remoto y miserable pariente que
avergüenza. La actitud mental y espiritual con que el blanco ciudadano enfrenta la idea de un parentesco con la
raza indígena, es la de una risueña incredulidad. Sólo algunos espíritus candorosos intentaban tímidamente
persuadir a los demás, de un modo más o menos lírico, de que aquella ascendencia enojosamente remitida a la
región del mito, podría ser de una realidad histórica. El significado inequívoco de esta conducta espiritual es que
el blanco republicano no reconoce en la organización nacional de que es usufructuario, una metamorfosis histórica
del cuerpo social prerepublicano, el que a su vez constituye otra transmutación del primitivo organismo social que
fue el Incario. Para él, el aborigen habitante de Bolivia tiene el carácter de un vestigio étnico inasimilable; algo
con que se encontró, del mismo modo que la fauna o los accidentes geográficos, en el territorio conquistado por la
gesta libertaria.
Un residuo étnico
¿Cuál la consecuencia de esta secular incomunicación racial? Es indudable que si para el blanco, el indio no
sobrepasa la categoría de un residuo étnico, para éste, en cambio, el blanco y su organización, a pesar del hecho
de la independencia cuyo significado político resulta de una sutileza inaprensible para la enclaustrada mente
indígena, constituyen la continuación del proceso histórico que se inició en la conquista. ¿Acaso puede imaginarse
nada más extraño que la idea de patria alojada en la mente aborigen? ¿A qué hechos, experiencias, recuerdos,
emociones; en fin, a qué vivencia podrá remitir mental y espiritualmente un anacoreta la idea de hogar? Hasta el
año mil novecientos treinta y dos en que la grande e incomprensible entidad política que ignoraron y los ignoró,
reclamó su concurso para la defensa de un territorio cuyos límites, por no ser los de su pertenencia, le eran ajenos,
el aborigen permaneció esencialmente extraño a la idea de patria. Sólo entonces, cuando el martirio pareció un
precio justo por la defensa de algo que hasta entonces no le pertenecía, la patria cobró un sentido para él y desde
entonces también fue suya. Pero también desde entonces, la nación, puesta en supremo apuro, comprendió que si
el origen de ambos era distinto, al menos se debían a un destino común.
Todo esto quiere decir que si el ataque chaqueño fue de tal gravedad que estuvo a punto de provocar el deceso de
Bolivia, al menos tuvo la virtud —¡por fortuna!— de herir la parte indígena de la nación y provocar en ella una
respuesta refleja: ¡Estaba viva!
Desde entonces, ese inmenso y anquilosado miembro indígena con que el país vino a la vida de república y que
arrastró penosamente durante un siglo, herido en la contienda, inició un lento movimiento de aproximación al
ritmo vital de la nación y después de marchar un tiempo a su vera —ya comenzamos a percibirlo— nos
sobrepasará con una celeridad y vigor de que la tradicional organización nacional no será capaz.
El Diario, 8 de marzo de 1960
Partidos populares
Si la contienda del Chaco provocó una profunda modificación de concepto en la mente indígena y por la vía de la
sangre entró éste en posesión del repertorio emocional en que para el blanco consistía la patria, modificó también
de un modo decisivo la composición social del país.
Cuando los partidos de la tradición republicana se referían al apoyo popular de que disfrutaban sus colectividades,
debía entenderse que sus hombres y sus ideas despertaban alguna simpatía en las muchedumbres mestizas
habitantes de las ciudades o de sus inmediaciones. Estas muchedumbres que por su número y composición no
tenían ideales distintos de los que perseguían las clases dirigentes, eran el producto de una exigua relación, la que
por su carácter inevitable guardaba más semejanza con una fricción, entre las dos razas extremas que componen
nuestra nación. El número de este contingente mestizo crecía en la medida en que la complejidad del aparato
económico e institucional demandaba una mayor colaboración entre sus progenitores. Así, el alfarero devino en
obrero y el campesino en soldado. Paralelamente a su crecimiento demográfico, el mestizo incrementaba su con-
ciencia política con la certidumbre de su creciente importancia y utilidad social. Este estado de conciencia sobre la
necesidad que de él tenía la nación, no pudo menos que determinar alguna modificación en el programa de ideales
políticos de la época. De hecho, contribuyó a reemplazar el culto a entelequias más o menos cívicas, por una
preocupación social que confería a los partidos de entonces un cierto carácter popular.
Aristocratización y equilibrio
Pero la mecánica política tiene, para estos casos de emergencia, una espita por donde fuga la fuerza social con que
el conglomerado mestizo presionaba el aparato político. Esta válvula de descongestión social tiene un nombre: La
aristocratización de los partidos populares en el ejercicio del poder. Nuestra historia política no es sino un
incesante alternarse de partidos originalmente populares y aristocratizados después por el disfrute del poder
político, y de otros nacidos del desprestigio de sus antecesores y engrosados a expensas de la inconsecuencia de
ellos. Merced a esta metamorfosis de los partidos populares, la nación consumía de un modo imperceptible toda la
energía que el crecimiento numérico del mestizo ponía en la actividad política, energía que amenazaba con
inclinar el aparato institucional hasta una distancia peligrosamente próxima a sus manos.
De este modo, una ley semejante a la que regula la pervivencia de las especies zoológicas, impidiendo la extinción
de muchas y la proliferación de algunas, permitía a la nación conservar un aparente equilibrio político basado en
un profundo desequilibrio social. Pero la historia guardaba para el destino de Bolivia el acontecimiento bélico que
rompería esa yá por entonces vacilante regulación de fuerzas. Concluidas las hostilidades en el Chaco, comenzó la
desmovilización de los contingentes militares y su posterior alistamiento político en masas que invadieron las
ciudades con un nuevo concepto de sus relaciones con la nación.
He ahí el itinerario de las poblaciones autóctonas en su parsimonioso viaje hacia la nación. Al término de esta
desorientada peregrinación nativa, una puerta de guerra, súbitamente abierta en el Chaco, dirigió su espíritu y sus
pasos hacia el corazón del país. El ingreso de estas derrocadas multitudes guerreras significó, a pesar de su
derrota, el humus social en cuya dolorida entraña se operó la precoz germinación de un nuevo ideal político.
III
LA DÉCADA MILITAR
Hasta aquí he intentado la descripción de algunos hitos (el hecho republicano y la guerra del Chaco); de los
caminos que a ellos y de ellos salen y de los grupos sociales que por esos caminos avanzaron impulsando
penosamente a nuestra nación en su transcurso por la historia. Todo esto obedece al deseo de fijar, siquiera con la
brevedad que impone un trabajo periodístico, los hilos que desde el fondo de nuestra historia mueven los
acontecimientos políticos de que somos espectadores. Entiéndase pues, cuanto llevo dicho, como un rápido
escorzo del cuerpo histórico boliviano en actitud de avanzar hacia esta nueva circunstancia política que nos
incluye. Aventuremos ahora una descripción del próximo paso y de la postura en que este movimiento dejó al
país.
Permanencia institucional
Sólo una visión superficial de la década militar que siguió a la terminación del conflicto, ofrece la engañosa
apariencia de un período político uniforme. Observadas con algún detenimiento las circunstancias que hicieron
posible esta permanencia institucional, se advertirá que, a través de los cinco presidentes militares que
inamistosamente se repartieron la década de post-guerra, dos fuerzas políticas antagónicas pugnaban por
preponderar. La Tradición Republicana, llamémosla así, encarnada en los partidos Liberal y Republicano, y di-
versas agrupaciones políticas que obedecían, con alguna inclinación de derecha o de izquierda, al común
denominador del socialismo. Ninguna de las dos poseía la fuerza necesaria para desplazar a la extraviada
institución militar. Los primeros estaban asistiendo a su propio deceso y las segundas no conseguían ponerse en
pie.
A estas causas de imponencia e inmadurez política debe agregarse el tradicional fenómeno de distorsión
institucional de que son víctimas las fuerzas armadas por efecto de una contienda prolongada. Como el país,
puesto en trance de guerra, debió convertirse orgánicamente en un ejército dispuesto a la lucha, los jefes de este
circunstancial ejército que incluía todos los grupos y actividades civiles, entendieron que esta temporal tensión
bélica puesta a su mando podía ser un ideal de organización nacional con carácter permanente. Fue tanta su
impaciencia por ver a la nación marchando bajo sus órdenes y siempre al son de un ritmo militar, que ni siquiera
aguardaron la conclusión del conflicto. Después de retroceder trescientos mil kilómetros cuadrados, avanzaron
sobre el palacio de gobierno y lo "tomaron". Adviértase en este "tomar", el sentido de apropiación por la fuerza
que le presta la jerga de guerra. Tomar para sí; hacerse dueño de lo que se toma. Claro es que el ejército de
entonces no se formulaba estos juicios. Obedecía simplemente a un impulso irreflexivo por satisfacer la ingénita
necesidad de mando de que adolece todo soldado.
Fue esta coincidencia de intereses y posibilidades militares y civiles, la que permitió al ejército permanecer en el
gobierno durante once años. Si ninguna de las dos corrientes políticas en pugna alcanzaba la fortaleza necesaria
para la conquista del gobierno, al menos disponían de la influencia indispensable para inclinar el ánimo militar en
su provecho. Parecería innecesario agregar que los presidentes Toro y Busch fueron proclives a las nuevas ideas
políticas y que los presidentes Quintanilla y Peñaranda lo fueron a la tradición republicana. Repárese, sin
embargo, en que los dos primeros tradujeron mal el incipiente ideario político de post-guerra, y que los dos
segundos, en cambio, prestaron a sus administraciones la imagen fiel de un pasado exhausto.
La última batalla
El año mil novecientos cuarenta y tres indica el momento en que los partidarios de la reforma y la restauración,
hasta entonces tímidamente transparentados en una discordia militar para la que se buscaban explicaciones
adjetivas, emergen a la superficie para librar su última batalla. Si con el triunfo de la revuelta encabezada por el
mayor Villarroel concluye el período de gestación de los primeros, con el derrocamiento de éste se inaugura el
período agónico de la tradición.
¿De qué fueron capaces unos y otros? ¿Qué exhibió la tradición en su postrer gobierno y qué los nacional
socialistas en su primera administración?
La respuesta a estas preguntas deberá explicar, consecuentemente, por qué el último período tradicional será el
último.
Rememoramos algunos hechos de público conocimiento. Se recordará que el año mil novecientos cuarenta y tres,
una logia militar encabezada por el mayor Villarroel y en estrecha colaboración con un nuevo partido político, el
M.N.R., derrocaba al gobierno del general Peñaranda, tres años antes elegido presidente como candidato de los
partidos de la tradición. ¿Por qué, de todas las nuevas agrupaciones políticas, todas ellas radicalmente opuestas a
la doctrina y práctica tradicionales, asoció la logia Radepa al partido M.N.R.? Es indudable que a la hostilidad que
en unos y otros despertaba la idea de tradición, se sumaba un apasionado como ingenuo culto del nacionalismo;
una sincera inclinación a la violencia que más tarde los haría solidarios en crímenes que precipitaron su caída y,
por último, un gran entusiasmo por la supuesta eficacia del carácter totalitario de sus organizaciones. Estos rasgos
comunes a los integrantes de la logia y del M.N.R. hicieron del gobierno de Villarroel una desafortunada
expresión del hondo anhelo de recuperación nacional de que fueron, sólo accidentalmente, sus desnaturalizados
intérpretes.
El Diario, 10 de marzo de 1960
El aporte de Radepa
El aporte de la logia militar a la sociedad política formada con el M.N.R., fue una gran dosis de patriotismo con
un inconfundible sabor escolar. Anotemos en su homenaje y vituperio que su mayor virtud, la exacerbación de su
sentimiento patriótico, fue también su más grueso defecto. Todo ello nace del concepto de patria que estos
oficiales tenían. Cuestión de semántica emocional. Patria, en ellos, no suscitaba ninguna idea relacionada con la
complejidad jurídica en que consiste un país. Nada les habría parecido más tediosamente mediocre que
administrar la nación con eficacia. Esa era tarea para generales. Ellos eran jóvenes; tan jóvenes, que la idea de
patria se conservaba en ellos con toda la fresca e ingenua apariencia que la literatura cívica escolar presta a esta
entidad. En verdad, todos los actos de estos oficiales estaban influidos de este simple sentimiento de patria. Su
juventud y la de sus ideas prestó a su gobierno toda la apariencia de un juego. Jugaron a la pureza con tan sincero
afán que, creyeron obra de purificación matar a los impuros. Entonces el juego se hizo terrible. Porque los
impuros merecedores de la muerte fueron muchos y muy diversas las causas por las que se hacían pasibles de
semejante sanción: algunos, porque dirigían partidos de oposición o influían en la opinión pública insinuando que
el futuro bienestar de Bolivia bien pudiera no ser obra de la logia; otro, porque jefaturizaba un partido de
izquierda y los izquierdistas "nunca aman lo suficiente a su patria"; muchos, muchos, porque llegó un día en que
se cansaron de este estúpido puritanismo de manos ensangrentadas y salieron a las calles para pedirles que se
fueran.
La contribución del M.N.R.
¿Cuál la contribución del M.N.R? Sólo en razón de la necesidad de un nexo político entre la población civil y la
joven oficialidad, parece ser que estos últimos asociaron al M.N.R. en su gobierno. Claro es que este menester de
vinculadores les era pagado con una generosa docilidad a sus directivas e inspiraciones. Tanta, y sin embargo tan
velada, fue la influencia que ejercitó este partido en el ánimo militar, que la opinión pública, largo tiempo
confundida sobre la responsabilidad que en algunos desgraciados actos de gobierno pudiera corresponder a sus
elementos militares o civiles, terminó por señalar a estos últimos como a los sinuosos consejeros de los actos más
reprobables. Pero al margen de esta perniciosa influencia que terminó sólo veinticuatro horas antes de que
terminara el propio gobierno —cuando, bajo la presión de una general indignación, el presidente Villarroel
despidió a sus ministros civiles—, ¿cuál la orientación política que este partido imprimió a su primer gobierno?
Empecemos por las raíces de ese complejo emocional hecho de odio y de entusiasmo en que consistió el
atrabiliario nacional socialismo del primer gobierno del M.N.R. El nacional socialismo que estos hombres
profesaban, debiera entenderse más bien en un sentido literario que político. Agreguemos que además de literario
era romántico y se tendrá una idea bastante aproximada de la irrealidad de sus aspiraciones. ¿Era para ellos, el
nacionalismo, una vasta empresa política, pedagógica, económica, cultural en suma —¡imposible de culminar con
decretos!—, para persuadir a la nación de que volviera la mirada sobre sí misma?; ¿para persuadirla de que de ese
trabajo de introspección colectiva saldría, ya no avergonzada, sino reconfortada y llena de fe en su futuro? No.
Nacionalismo para ellos era la profesión de fe en un país utópico, imaginariamente vitalizado por la torpe traduc-
ción que practicaban del confuso sentimiento de entusiasmo que algunas peculiaridades nacionales despertaban en
ellos. En suma, que incrementando la xenofobia y aborrecimiento de todo cuanto les antecedió, creían conducir al
país a ese ideal folklórico en que diluyeron la idea de nacionalismo. ¿Y el socialismo de este partido? Era, más
bien que una preocupación preponderante por las clases obreras y asalariadas, una forma derivada de ese
nacionalismo folklórico a que nos hemos referido. Entre los necesitados de ese socialismo el aborigen ocupaba el
primer plano. No porque su condición de extrema indigencia lo hiciera merecedor de esta antelación, sino porque
se veía en este autóctono al heredero directo de una prestigiosa civilización pretérita de la que se intentaba
comunicar algo de su mítico esplendor, a esta parte de la nación, extranjerizada y desprovista de carácter singular.
Pero basta de penetrar en la escasa significación de un nacional socialismo que por encima de estas puerilidades
de concepto, permaneció radicalmente obediente al corte totalitario de extrema derecha que hizo célebres al
fachismo y nazismo europeos, doctrinas de las que el M.N.R. tomó, sobre todo, la violencia e intolerancia como
sus rasgos esenciales.
IV
EL PERIODO AGÓNICO DE LA TRADICIÓN
La última aparición del personaje tradicional en nuestra escena política, para quien sienta la historia como un
proceso esencialmente vital, tiene todo el dramatismo de una agonía histórica. Nada, nada en torno suyo escapa a
esa triste iluminación que tiembla sobre toda decadencia. Ni un solo gesto que revele, ¡ya no energía!, pero ni
siquiera deseo de vivir. Muecas, sí; laxas muecas; movimientos reflejos; abandonados miembros de un cuerpo
social desfalleciente que oscilan sin avanzar. Ni siquiera la voluntad de caer derrumbados… un centímetro más
allá en la historia.
Entiéndase aquí, por tradición, un grupo social y un conjunto de ideales —llamémosles así, siquiera
provisoriamente—, cómodamente instalados en la mayor parte de nuestra historia. Entiéndase también que la
desocupación se produjo, no porque el grupo social se extinguiera, sino porque los ideales que ese grupo social
alentaba dejaron de ser sus ideales. No debe concluirse de ello que el derecho a orientar una nación y el vigor
requerido para semejante tarea nazcan de la vigencia de los ideales que un grupo persiga. No. Este nace del hecho
de que ese grupo persiga algún ideal. Nada más.
Formulado éste, al parecer, prematuro juicio de existencia, intentemos un diagnóstico de ese "phatos" histórico
que tan lerda como inexorablemente enervó a las minorías tradicionales.
Progresiva insatisfacción
Entre el hecho libertario de mil ochocientos veinticinco y la guerra de mil novecientos treinta y dos, nuestra
nación arrastra una vida progresivamente insatisfecha, y, sin embargo, no desea nada. Al menos, nada que sea
capaz de imprimir a su marcha la celeridad característica de la ansiedad. Por el contrario, hay un constante
aminoramiento del ritmo vital de la nación. Esto se explica porque avanza con la mirada vuelta atrás. Su interés
permanece adherido al hecho libertario como a la hazaña de cuyo recuerdo extrae la sugestión de un vigor
perdido.
Resulta obvio que aquí no se trata de una interpretación épica de la historia de la que deba inferirse que todo ideal
nacional deba ser ideal de heroicidad. No. Pero hay naciones, la nuestra es una de ellas, para las que vida en
común sólo se explica como grande empresa en común. Hay razas de espíritu estático para las que el menudo y
lento perfeccionamiento de su sociedad es incentivo suficiente para interesar las mejores voluntades. Nuestras
naciones hispanas se sienten a sí mismas esencialmente dinámicas. Pero la nuestra, además, desmesuradamente
dinámica. El ideal de serena organización y perfeccionamiento del aparato institucional que podría provocar
incluso entusiasmo en una nación europea, provocaría en la nuestra esa perplejidad que causa la supuesta
amenidad de una vida conventual dedicada a la contemplación. Pero renunciemos a este tema ahora, para tratarlo
en otra ocasión con la morosa delectación que se merece.
Viejas y nuevas generaciones
En ese liso paisaje histórico que se extiende entre la independencia y la guerra del Chaco, sólo un relieve político
rompe la monotonía de nuestra vida nacional: La Revolución Liberal. Salvado el obstáculo, un efímero
aligeramiento del peso muerto que venía lastrando a la nación, imprime a su paso un ritmo algo más vivo. Veinte
años después, cuando la fatiga había consumido todo el impulso que diera a su marcha el descenso desde la cima
liberal; un nuevo grupo, el Republicano, toma en sus manos la misma "tea", no para torcer el rumbo, sino para
conducirla con mayor vigor hasta la meta y con ella encender la hoguera del Chaco. Apenas extinguido el
incendio en que ardieron hombres e ideales constitutivos de las minorías tradicionales, una multitud de hombres
nuevos, hondamente sacudidos por la tragedia, inician un desordenado movimiento entre las ruinas de la nación
para concluir la obra del fuego: expulsar a los viejos sobrevivientes de la catástrofe para edificar de nuevo. Veinte
años duró esta lucha entre las nuevas y viejas generaciones. Tantos años para derribar a un moribundo parecen
justificar alguna sospecha sobre la senectud de los sobrevivientes y sobre el vigor de los nuevos hombres. Sólo
para completar este cuadro, metafóricamente descrito en obsequio de una más rápida intelección, adelantemos que
la explicación de este curioso fenómeno social parece ser que las nuevas generaciones dirigían mal sus ataques.
No se hacía víctimas de estos embates a los elementos integrantes de las minorías tradicionales o a sus ideales,
sino a las minorías en cuanto minorías.
El Diario, 11 de marzo de 1960
Las minorías y sus partidos
Dije, al comenzar este capítulo, que las minorías tradicionales perdieron el ascendiente moral que toda minoría
debe poseer para conservarse en ese carácter, en el momento mismo en que las abandonó la fe en sus propios
ideales. ¿Qué ideales fueron éstos, capaces de movilizar el primitivo anhelo de una egregia minoría? ¿Cuál el
nombre de ese ideal de fugaz condición que después de despertar entusiasmo devino en tedioso deber?
No hay mejor modo de conocer lo que una minoría desea, que indagando por lo que se propone y realiza el
partido político en que ella se siente fielmente representada. Los partidos son, de este modo, una suerte de
precipitados del complejo anhelo que agrupa y sustenta a toda minoría. Ahora bien; ¿qué organismos políticos
fueron aquellos en que nuestras minorías tradicionales encontraron reflejada su imagen? Siguiendo un orden
cronológico, el Constitucional, el Liberal y el Republicano.
Descartado el primero cuyo propósito se adivina por el carácter que le sirve de nombre, sólo la actuación de los
dos últimos repercute de un modo visible en el período de que nos ocupamos. Entre el partido Liberal y
Republicano media la distancia que va del ideal mal satisfecho a la intención de satisfacerlo bien. En rigor, ambos
son liberales. La aparición del partido republicano obedece, aparte las causas adjetivas (transgresiones de derecho,
abusos de poder, ineficiencia administrativa, etc., etc.), al incremento numérico del mestizo y el carácter popular
(entiéndase sólo comparativamente) que la organización en que esa clase se alistara, debía tener.
La pérdida de la fe
Sólo en virtud de este relevo de los que dirigían y seguían la doctrina liberal parece explicable que ésta hubiera
prolongado su prestigio un lustro más allá de la caída de sus primitivos servidores de veinte años. Pero al término
de este angustioso estiramiento estaba la guerra que la despojaría de todo atractivo. La doctrina liberal ya no
despertaba el entusiasmo de las multitudes tiempo ha desencantadas; los oficiantes del liberalismo ya no merecían
el apoyo de esas multitudes; pero al menos los liberales (no todos, algunos) seguían creyendo en el liberalismo.
¿Cuándo, pues, se produjo la pérdida de la fe que provocó el deceso de las minorías tradicionales políticamente
representadas por el liberalismo? No fue, ciertamente, durante los cinco años de penosa espera que siguieron a la
conclusión del conflicto; comenzó a insinuarse cuando eligió al general Peñaranda; pero se hizo evidente cuando
intentó su postrer período. Esta es la razón por la que será, también, el último. Se recordará que entonces los dos
partidos usufructuarios de la misma doctrina, pretendían el gobierno en alianzas que, por el carácter
doctrinalmente antitético de sus aliados, tenían el significado de una confesión de culpa. Este es el momento en
que los últimos fieles del liberalismo, a quienes se suponía conservando el fervor de su doctrina impopular con
esa reserva con que las sectas preservan sus ritos de la hostilidad ambiente, hacen pública abjuración de sus ideas.
Desde entonces, toda la conducta pública de este apóstata de la política boliviana no hace sino musitar un "E pur,
si muove" tristemente inaudible para los torpes oídos populares.
El orden: un medio y un fin
El término de toda decadencia histórica suele ser apurado por un desesperado intento de conservación. Hay innú-
meros ejemplos de ello. Las minorías tradicionales de Bolivia encontraron su más rápida muerte social al
pretender salvarse. Expliquemos este suicidio involuntario aunque no injusto. ¿Qué se proponían ellas al inicio de
nuestra vida republicana? Bastaría recordar al partido Constitucional. ¿Qué intentaba éste? Parecería innecesario
decirlo; tan evidente era su anhelo que le servía de nombre. Para los hombres de este lejano partido, como para los
miembros de toda minoría criolla de las excolonias, sólo había una tarea que cumplir, después de la liberación: la
conformación institucional de los nuevos países a imagen y semejanza de las más viejas repúblicas. Nuestras
minorías también pagaron su tributo a la época y se entregaron denodadamente a la conservación de un orden
constitucional del que, estaban persuadidos, saldría la felicidad y bienestar del país. Transcurrido un tiempo se
entregaron con más angustioso denuedo a la conservación del orden del que tanto esperaron, pero ya no porque
todavía esperasen algo de él, sino porque lo que hasta entonces sólo fue un medio, se convirtió en un fin. El orden,
en sí mismo, mereció desde entonces un culto para el que su objeto no debía ser el resultado de un acuerdo social
sino algo que estaba por encima de la sociedad misma. ¿Será necesario añadir que el próximo paso fue la defensa
de ese orden, ya no por el orden mismo, sino porque así se asumía la defensa de quienes dirigían ese orden? Fue
entonces que nuestras minorías resolvieron una coalición política heterodoxa, no para llegar al gobierno y desde él
desarrollar un programa liberal, apenas para instalar en el poder a unos dirigentes que empezaban por pedir a la
nación el olvido de lo que ellos eran. ¿Se dirá que el significado de esta conducta evidencia un extraordinario
sentido de actualidad? Lo que prueba es un reprochable sentido de oportunidad, más censurable por errado que
por inconsecuente, ya que de política se trata y no de moral.
¿Caducidad o impopularidad?
Mediante esta equívoca unión las exhaustas minorías tradicionales asumieron el gobierno de la nación. Todavía
algún tiempo después de su ascensión vivieron bajo la sugestión de un súbito rejuvenecimiento. Cuán grande y
penoso sería el engaño, que llegaron a pensar, seriamente, en que la orfandad política de que el país les había
hecho víctimas, era sólo imputable al ánimo versátil de nuestras multitudes politizadas. Pensaban —¡esto es
cierto, pensaban!— que la caducidad histórica de sus organizaciones era un simple problema de popularidad o
moda. De ahí que durante algunos años, mientras duró en las gentes la repugnancia por la sangre vertida en el
primer régimen del M.N.R., se entregaran despreocupadamente al goce de lo que creyeron una primavera senil y
que no era más que ese fugaz y postrer estado de lucidez que precede a la muerte. Porque, ¡cómo no ver una
agonía en esos años vacíos de toda iniciativa, de toda ilusión, de todo impulso; en fin, de toda manifestación vital!
¡Cómo no ver la inminencia de un deceso social si sus más enérgicas manifestaciones de vida, cuando el nuevo
fermento social roía sus entrañas, guardaban más semejanza con un estertor que con un acto de defensa!
La derrota
Cinco años después del más cruel derrocamiento político de que se tenga memoria en nuestro país, el partido
execrado por razones de justicia política, retornaba al gobierno, mediante la más sangrienta revolución, por
razones de justicia social.
Con la "victoria de abril", cesa la lucha que los partidarios de la Reforma y la Restauración libraron durante veinte
años. No quiero decir, solamente, que en la última batalla corresponda la victoria a los renovadores, sino que la
derrota de la tradición es definitiva.
Una última escena para completar este argumento de veinte años: Antes de hacer mutis el personaje tradicional
deja en escena un militar que se empeñará, vanamente, en impedir el acceso del público a la escena. Se cierra así
con el general Ballivián, el ciclo militar que se inició a la terminación del conflicto chaqueño. El mismo ejército
que con el primer presidente militar, Toro, abrió las puertas del gobierno a las nuevas generaciones, sirvió
también, aunque con tan poca fortuna como en su primera administración, para impedir el paso de las mismas.
El Diario, 15 de marzo de 1960
V
METAMORFOSIS POLÍTICA Y ENGAÑO
En las notas que precedieron la publicación de ésta, he intentado la breve descripción de una larga contienda.
Comencé presentando a los beligerantes: La Tradición y la Reforma, los expuse trabados en lucha de veinte años,
destacando las dos o tres batallas en que cada uno venció y concluí por opinar que al vencedor de la última
correspondía, también, la victoria definitiva. Dije que esta victoria constituía una de las dos eminencias cívicas de
nuestra historia republicana, nítidamente destacada sobre un tedioso fondo vacío de ilusiones, uniformemente
desprovisto de apetitos y, sin embargo, progresivamente insatisfecho. Agregué que a esa cima ascendió Bolivia
por una escala cuyas piedras fundamentales se asentaron en las cenizas del Chaco. Ahora que la atalaya en que
esta magnífica escala culmina, comienza a derrumbarse bajo el peso de una insoportable carga de estulticia y
deshonestidad, diré, además, por qué ese triunfo sobre la tradición comienza a ser una victoria sobre la nación y
por qué, del mismo modo que las extenuadas minorías tradicionales, el país está también mortalmente vencido.
Lo que se incluye aquí bajo el nombre común de Reforma, es una media docena de colectividades políticas y un
vasto movimiento extrapartidario, empeñados todos en una modificación de los modos y preocupaciones al uso.
De otra parte, por Tradición debe entenderse dos partidos políticos de idéntica raíz doctrinal y una minoría nacida
de esos partidos y conservada, aunque en condiciones harto precarias, a pesar de la obra de los mismos; minorías
que, justa o injustamente, ejercitaban el derecho de herencia sobre cuanto nuestra historia había incorporado a su
perfil nacional.
La elección de un conductor
Hechas estas advertencias y rememoraciones, sólo resta filiar al grupo político que liderizó a las multitudes vence-
doras de abril y que hoy detenta el poder, ya que no el gobierno de la nación. Lo que este grupo fuese, será
también atribuible a ese anhelo nacional que hizo posible una victoria electoral, primero, y la insurrección armada,
después. No en vano esas multitudes reconocieron en él al más fuerte ariete capaz de violentar las puertas del
palacio de gobierno y franquearles su acceso. Es indudable que las multitudes solidarias de este partido lo eran
por la similitud que suponían entre sus ideales y los que creyeron descubrir en el M.N.R. de su primera
administración. Porque, no podría sostenerse con alguna seriedad que las masas se enterasen de toda mutación
formal o de doctrina operada en la clandestinidad o en el exilio.
¿Qué evidenció el M.N.R. en su primera gestión? Las tres palabras que sus fundadores adoptaron para nominarle
son generosamente explicativas. Revelan el tipo de organización a que aspira (Movimiento), la doctrina política
que inspira sus actos (Nacionalista), y los métodos por los que se propone realizar su programa (Revolucionario).
Sin embargo de estas tres rotundas aspiraciones sólo la segunda, el nacionalismo, aunque de corte más bien
folklórico (y sumado a un indigenismo nostálgico) que de doctrina y cultural, plasmó en su primer gobierno. En
cuanto a los otros dos propósitos, no es posible pensar que las muchedumbres hicieran de ellos una certera
interpretación teórica y de ésta un artículo de fe.
¿Por qué el M.N.R?
¿Significa esto que esa enorme esperanza que al principio sólo consiguió evitar el desplome moral de la nación,
pero que después logró hacerla marchar, a pesar de sus minorías, con paso cada vez más vivo, incitándola a su
más audaz ascensión política; encontraría su satisfacción en una repetición de esa demencial cruzada de
puritanismo que ensangrentó al país durante los años cuarenta y cuatro al cuarenta y seis? Ciertamente que no.
¿Por qué, pues, se eligió a este partido? Si a la pregunta de qué vieron los bolivianos de coincidente entre sus
aspiraciones y las del M.N.R., no encontramos respuesta digna de su anhelo; habrá que inquirir por lo que no
vieron en él y objetaron en cambio a los otros grupos políticos contemporáneos y solidarios, de esa empresa de
rectificación y renovación nacional. Los otros, excepción hecha de F.S.B., cuya importancia política no sobrepasa
la de una sociedad juvenil —con más juventud que la aconsejable y menos socios de lo que podría esperarse—, en
constante estado de entusiasmo por el carácter totalitario, aunque inofensivo, de su organización interna; se
inspiraban, con mayor o menor comprensión del carácter supranacional de la doctrina, en la filosofía marxista. De
éstos, sólo el P.I.R. logró un volumen semejante al del M.N.R. y precisamente por obra de su oposición a esa
versión criolla del nacional socialismo alemán que fue la primera administración de este partido. Se recordará que
unos años después los dirigentes del P.I.R. se apresuraron a extender el acta de defunción de su propio partido.
¿La causa? La misma que precipitó el deceso de los partidos tradicionales: Inconsecuencia doctrinal. El abrazo
electoral del año cuarenta y seis que debió iniciar una simbiosis política recíprocamente provechosa, terminó, por
lo de parasitario que había en los partidos tradicionales y por lo de doctrinalmente corrosivo que aportaba el
P.I.R., en una híbrida administración primero, y en una rápida muerte simultánea después.
Desaparecido el partido de mayor prestigio popular, porque antes desapareciera el prestigio que le hizo merecedor
de esa popularidad, las muchedumbres debieron orientar sus pasos siguiendo la huella que el último partido de la
Reforma con alguna importancia, el M.N.R., dejaba en su transcurso de la "derecha" a la "izquierda".
La metamorfosis
Expliquemos este cambio de dirección del que las multitudes se percataron demasiado tarde, cuando ya habían
arribado a una zona en extremo zurda. La ausencia de un partido de extracción marxista con el suficiente prestigio
político para promover un movimiento de envergadura en torno suyo, y con la menor apariencia de tal para burlar
el veto norteamericano, indujo a los varios grupos de esta filiación y a muchos dirigentes sindicales identificados
con ella a penetrar en el M.N.R. y, luego de cabalgar por dentro, asomar a la superficie sólo cuando este caballo
troyano fuese recibido en el palacio de gobierno como un presente grato a la ciudadanía. Esta es la historia de una
transfiguración política subrepticia por la que Bolivia siguió con insólito entusiasmo el trágico paso de quienes la
conducen al desastre.
No parecerá dudoso este engaño colectivo si se piensa que aún los fundadores del partido que albergó a los extre-
mistas necesitaron ocho años para reparar en su presencia e intentar, sin éxito, la expulsión de los incrustados.
Digo sin éxito porque el intracuerpo marxista del año mil novecientos cincuenta y dos es hoy todo el cuerpo.
¿Acaso no es evidente que, recién, los primitivos organizadores del M.N.R. intentan la expulsión de los otrora
intrusos, expulsión que tendrá el carácter de una amputación en la que los que pretenden expulsar serán el
miembro cercenado? A tal punto es hoy el M.N.R., cabeza de otro tiempo, el extremo más modesto de un vasto
cuerpo de reacciones incontroladas.
Pero este es el final de una historia que habrá que contarla desde el principio. Empecemos, pues, por narrar las pri-
meras incidencias de este viaje que prometía ser feliz y que hoy parece tocar a su fin. Que el término de esta
aciaga peregrinación sea esperado de manera unánime y angustiosa, debería disuadir, a quienes hacen de guías, de
su ciego empeño de conservarse en ese desgraciado papel.
El Diario, 16 de marzo de 1960
VI
LOS OBJETIVOS DE LA INSURRECCIÓN
Historia como innovación
Para comprender la insurrección de abril en su más enérgica y expresa manifestación, cual es la voluntad de
rectificar, hay que referirla a su más honda motivación: la ahistoricidad característica en el boliviano.
Así como hay individuos para los que la idea matemática, el concepto filosófico o la noción estética resultan
inaprensible, hay también pueblos radicalmente impermeables a la idea de Historia. El nuestro es uno de ellos.
Los grupos sociales ventanas de esta insensibilidad histórica suelen ser, sin embargo, los que más acontecimientos
aportan a la historia que a su pesar se forma con ellos. Se explica este fenómeno, porque el pasado de estos
lamentables organismos sociales opera sobre ellos a la manera de una intolerable ligadura que impide sus
movimientos. Es de un pasado así entendido que se ven precisados a huir, adoptando para ello toda postura
histórica que, por caprichosa, pudiera liberarlos de sus ataduras. Sólo en una perenne rectificación del rumbo
histórico se satisface la necesidad de tomar conciencia de su temporal singularidad social.
Son estas algunas de las razones por las que Bolivia sólo entiende la historia como innovación. Si de los
Bolivianos dependiese, fundarían Bolivia todos los días. El boliviano de todo tiempo no se siente como una
vértebra más, engastada en la columna nacional de que es su más extrema prolongación, por donde crece
históricamente el organismo de que forma parte; no; Bolivia no vive con la impresión de que vivió antes; de que
cada día que transcurre es un día más. Bolivia se siente nacer todos los días. Para mayor infortunio suyo, a lo que
más se parece este nacimiento de mil novecientos cincuenta y dos, es al de un miserable expósito abandonado a la
caridad de los extraños. Cada día se yergue Bolivia por la primera vez. Por esto su marcha tiene toda la vacilación
de un tambaleante ambular infantil y esta misma razón explica el que sus siempre primeros pasos terminen en una
lamentable caída. Su itinerario es una perpetua partida; su historia, una perenne aurora. El nueve de abril de mil
novecientos cincuenta y dos es otro de estos tristes amaneceres que jamás alcanzarán la plenitud de un medio día.
Descentración del eje político
Intentemos ahora una descripción, siquiera sucinta, del audaz itinerario que el nuevo vástago se propuso seguir.
Probaremos también señalar los accidentes que frustraron tan alucinante excursión política.
La gran tarea a cumplir por el movimiento de abril fue descentrar el eje natural de la política, trasladando a éste de
las ciudades al campo; arrebatar a las poblaciones urbanas el papel protagónico de la política y transferirlo al
habitante rural, hasta entonces una simple comparsa. Este cambio de papeles importaba, para su cumplimiento,
dos empresas de previa realización: la liquidación de las minorías tradicionales, exterminio que traería consigo la
anulación de la clase media como grupo representativo de las poblaciones urbanas, y la politización del aborigen
para su más eficiente desempeño en el nuevo papel que se le iba a conferir. Logradas las dos tareas antecedentes,
resultaría inevitable la traslación del eje social sobre el que gravitaba la política tradicional. Desde entonces, el
movimiento que en torno del eje aborigen se iniciaría debía ser, necesariamente, una rotación que arrastraría a la
nación toda en una vertiginosa indigenización.
Claro es que el método, la finalidad y la consecuencia de este proceso, no aparecen formulados de este modo en
ningún pronunciamiento teórico del movimiento de abril. Quizás tampoco se deba atribuir a sus dirigentes una
intención semejante. Pero consientes o no de la coherencia de este desarrollo, contribuyeron a su cumplimiento
adoptando medidas adecuadas a ese plan informulado.
Todas estas son afirmaciones que requieren de alguna explicación. Démosla siquiera muy brevemente.
Las clases sociales
¿Por qué hablar de poblaciones urbanas o rurales y no de clases sociales? Porque éstas, con el carácter distintivo
que les es esencial en naciones de mayor complejidad económica, no existen en la nuestra. Su "aristocracia"
estaba a tal punto confundida, social y económicamente, con la clase media, que o no había aristocracia o ella
estaba formada por toda la clase media. En cuanto a ésta, por ausencia de aquella y porque el proletariado, debido
a nuestra indigencia industrial, era escaso de miembros y falto de una conciencia clasista, no tomaba ese carácter
de equidistancia social de los otros dos grupos extremos constitutivos de una sociedad moderna.
Esta ausencia de límites más francos impedía que cada clase tomara conciencia de su peculiaridad económica y
social y que por ella llegara a concebir un destino irreconciliable con el de las otras. A esta inmadurez en el
espíritu clasista del proletariado boliviano se debe atribuir que el movimiento de abril hubiera confiado al
aborigen el rol impulsor del proceso político que se iniciaba. No porque creyera descubrir en el campesino aquel
estado de beligerancia clasista que lamentaba no encontrar en el obrerismo fabril o minero, sino porque a falta de
un estado de persuadido resentimiento, no tenía más recurso que confiar en el abrumador desequilibrio numérico
favorable a aquel, y en las peculiaridades raciales que hacían del autóctono un grupo étnico sin relación de
parecido con el que habitaba las ciudades. Así, en ausencia de un belicoso espíritu de clase, se contaba al menos
con una rotunda diferencia social. A partir de esta inocua aunque radical disimilitud se labraría en la mente
aborigen una conciencia de grupo agraviada y dispuesta a la lucha. Debe agregarse a ello aquel viejo indigenismo
nostálgico que la literatura aportó como ingrediente de ideal romántico, del que un proceso político, urgido de
merecer la calificación de revolucionario, no podía prescindir, y se tendrá una clara explicación de por qué a un
labrador, aislado social y geográficamente, se intentaba transferir el papel primordial que el desorientado obrero
fabril no podría desempeñar con éxito.
Todo esto en cuanto al itinerario que los hombres de abril debían cumplir. Veamos ahora por qué causas estos
mismos hombres hicieron de cada hito de su camino, más bien que parciales triunfos que les incitaran a
procurarse uno más, hondas frustraciones que los impelían a huir en procura de una "conquista" que casi sin
excepción, determinaba un nuevo fracaso.
Liquidación de las minorías
El primer objetivo de la insurrección de abril fue la liquidación de las minorías tradicionales, más propiamente, lo
que de ellas quedaba.
¿Cuánto tiempo llevó esta tarea? Pese al empeño que en ello ha puesto el gobierno, aún no ha concluido. ¿Cómo
explicar la necesidad de tan crueles golpes, de tanta herida para desangrarla? ¿Acaso la victoria de sus frustrados
ejecutores no fue posible, justamente porque la víctima llegó exánime a su última batalla? Es que lo que de esa
minoría quedaba era nada más que el vacío social que su extinción había dejado. Los hombres de abril estaban,
pues, asestando inútiles golpes a un cadáver político con la pretensión de matar en él al espíritu evadido. Así, el
movimiento de abril se propuso el exterminio de las minorías tradicionales, primero por quienes las integraban,
después por ser tradicionales (empeño éste que guardaba alguna congruencia con el carácter supuestamente
revolucionario de su movimiento), por último, por ser minorías. Esta es la causa porque la tarea de exterminio se
hubiera hecho tan morosa. Se atacó a los grupos integrantes de aquellas minorías por un costado invulnerable: el
carácter de minorías directoras que algún grupo, por indigno que fuese de este papel, debe ocupar en toda nación o
sociedad y que los nuevos hombres hacían alarde de repugnar. Su remisión a ocupar el sitio de los derrotados debe
entenderse como una confesión de incapacidad rectora, o como el intento de ocultar, bajo un aparente
menosprecio por el papel directivo, por lo que de selecto tiene éste, la responsabilidad que debían asumir en la
obra (me resisto a llamarla de gobierno) que ya lleva ocho años.
Anulación de la clase media
Es claro que si ocho años no fueron suficientes para deshacerse de un despojo social, resultaban un tiempo
brevísimo para anular a la clase media. Porque cualquiera que fuese el grado de salud de esta clase social, es tan
notable y constante, su preponderancia política que todo cuanto constituye nuestro patrimonio nacional es obra
suya, incluso el intento de destruirlo, pues los hombres de abril han salido de sus entrañas. A este intento fallido
por anular el irresistible predominio social de esta clase, debe atribuirse el tardío llamado a la reconciliación con
ella que el sector disidente del M.N.R. hacía a su propio partido.
Politización del aborigen
El adoctrinamiento político del aborigen debió ser la última labor preparatoria para la traslación del eje sobre el
que gravitaría la política del futuro. Las masas autóctonas debían reemplazar al remiso y pacífico proletariado
urbano en el papel motriz del movimiento de abril. ¿Se logro este objetivo? Por el contrario, hay sobradas
razones para persuadir al más ilusionado hombre del gobierno, de que lo que creyeron un motor es, en verdad, el
gran freno que detendrá su desbocada carrera.
Un movimiento social de vastas y ambiciosas modificaciones sólo es posible en sociedades presas del espíritu
racionalista. Es merced a la sugestión de las ideas, al influjo de un esquema mental que se logra despertar
entusiasmo por la modificación de la realidad vigente. Ahora bien, el autóctono habitante de Bolivia es un ser
saturado de misticismo. Aquel panteísmo suyo que la religión oficial (con todas las facilidades que esta situación
le brinda para su difusión) no ha podido destruir en su infraconciencia, donde se repliega secreta y persuadida, con
la terquedad con que las finas raíces de un oscuro temor se hincan en su espíritu supersticioso, es la antítesis del
ánimo racionalista. Para éste la realidad es susceptible de descomponerse en elementos teóricos que a su vez
pueden conformar, mediante una alteración de sus relaciones internas, una nueva realidad. Para el espíritu mítico
del aborigen la realidad es un misterio indescifrable por el conocimiento humano. Un programa de innovaciones
es una proposición para imaginar una sociedad inexistente. El autóctono habitante de Bolivia es,
psicológicamente, un ser larvado. Sólo en razón de esa rutina mental que ha carcomido todo resorte de ilusión, se
explica la increíble tenacidad para mantenerse integralmente inalterable a través de los siglos.
Son estas algunas razones de psicología racial que hablan en contra de la participación activa de las masas
aborígenes en el movimiento de abril. Pero hay otras, históricas, no menos ciertas. En capítulos antecedentes me
he referido, con algún detenimiento, al divorcio histórico de las dos razas constitutivas de nuestra nacionalidad. Es
a tal punto extrema esta incomunicación racial, que la intención de indigenizar a la república equivale a renunciar
a ella. Bolivia se ha formado como nación con una total prescindencia del elemento autóctono. El espíritu de su
conformación republicana es francamente europeizante. En este sentido, nuestra república, lejos de constituir una
nación surgida de la simbiosis histórica indohispana, continúa siendo el primitivo núcleo colonial acrecentado a
expensas de un constante retroceso (geográfico y espiritual) del autóctono altoperuano. Ceder al encanto que tiene
el ideal de indigenizar a Bolivia, admitiendo como su implicación el renunciamiento y olvido de una conducta co-
lectiva de ciento treinta años, conducta que ha logrado diseñar ese perfil histórico que se llama personalidad
nacional, es de un exotismo utópico imperdonable en gente adulta.
No siendo posible el aniquilamiento de las minorías en cuanto minorías; ni la anulación del predominio social de
la clase media; ni la indigenización de la república; el movimiento de abril debió resignarse a la tarea (menos
quimérica que las anteriores y de más funestos resultados) de vertebrar un partido de clase desde el gobierno.
El Diario, 24 de marzo de 1960
La ilusión revolucionaria
El proceso político iniciado el año mil novecientos cincuenta y dos ha merecido, sin discrepancia conocida, el
nombre de Revolución. Con igual unanimidad se le ha añadido el aditamento Nacional, para significar que la
hondura de las transformaciones intentadas que justificarían el primer vocablo, es de una profundidad que más
allá de nuestras fronteras parecería superficial.
En este reconocimiento de su carácter locativo, en esta confesa carencia de un sentido ecuménico, debiera
detenerse la curiosidad de los comentaristas políticos. Es la confesión de que falta una pieza sin la que el
mecanismo revolucionario no puede funcionar. Esta pieza tiene un nombre: universalidad; y su intervención en el
aparato revolucionario es a tal punto necesaria, que sin ella el vertiginoso avance de qué sería capaz se reduce a
una triste ilusión de movimiento que no progresa. Tal el caso de esta Revolución Nacional que ya cumple ocho
años en la tarea de desordenar la apariencia institucional de Bolivia y con ello regalarse la sugestión de que
transcurre por paisajes nuevos.
El requisito ecuménico podría no tener un sentido tan rigoroso, si acaso Bolivia fuese una nación de estructura sui
géneris. Pero sucede que la suya es una organización común a todo occidente. No digo que hubiese sido, sino que
continúa siendo la misma, sin innovación digna de la medida revolucionaria. Porque la modificación del régimen
de propiedad agraria, o la aplicación de un criterio irrestricto en la interpretación del voto universal, o la
estatización de la economía nacional y la desnacionalización de la economía del estado; son todas medidas que
podrían parecer audaces (más bien por sus consecuencias que por la dificultad de realizarlas), pero que con
algunas diferencias de forma y de tiempo, ambas desfavorables a Bolivia, han sido adoptadas por otras naciones
que no por ello incurrieron en el error de suponerlas probatorias de un estado revolucionario. Pero aún en el
supuesto de que las modificaciones con las que se ha pretextado la leyenda revolucionaria hubiesen constituido
por sí mismas una revolución en el país que primero las introdujo, ¿qué razón habría para que los rezagados
imitadores de Bolivia proclamen una más?
Es como si fuese posible inventar, tantas veces como experiencias individuales se haga del hallazgo, algo que ya
se ha inventado. Sería más propio llamar "incorporación" a esta experiencia colectiva de aproximación, a otras
naciones de más aventajada situación social. He aquí una otra razón para persuadir de que los alucinados
conductores del movimiento de abril, no perciben el sentido histórico que entraña una revolución.
El ingrediente "nacional"
En cuanto a la calificación de Nacional con que se orna la intención revolucionaria, obedece a un doble propósito.
El primero le confiere un carácter diferenciador, por él que la empresa intentada no reconocería vínculo alguno
con la revolución proletaria en la que se objetiviza la filosofía marxista. Política de "buena vecindad", se dice en
el cauteloso lenguaje diplomático. El otro propósito es despojar al movimiento de abril del carácter doméstico que
tiene y cubrirlo con una extraña vestidura autóctona y exótica a la vez. Para lograr este segundo objetivo se dice
que otras “revoluciones nacionales" se desarrollan paralelas en diversos continentes; que ello es prueba de que la
iniciada aquí disfruta del carácter trascendente que la ubicuidad de los principios en que ellas se sustentan les
confiere. Pero este es un puro error de interpretación. Lo cierto es que los movimientos de emancipación nacional
comunes al África, Asia y América, obedecen al ciclo de integración y desintegración imperial que es una
constante histórica. La Roma imperial fue el resultado de progresivas incorporaciones y su decadencia y muerte
fue causa y efecto de un movimiento de secesión por el que los núcleos incorporados buscaron su emancipación.
Estamos asistiendo al ocaso de los imperios europeos y por ello al nacimiento de nuevas repúblicas. En la medida
en que aquellos se aproximan a su muerte, se acercan éstas a un estado de plenitud que, por magnífico y ansioso
que fuere, no constituye un estado revolucionario.
Un movimiento
¿Qué es, pues, ya que no Revolución, el fenómeno político iniciado el año mil novecientos cincuenta y dos? Fue
un movimiento; hoy es sólo un partido. ¿Cuál la diferencia? Un partido se propone la conquista y conservación
del gobierno; un movimiento intenta ganar la nación.
Vastos, hondos anhelos, largamente acariciados, y después súbita y violentamente satisfechos, no hacen una
revolución. El cauce institucional del país era lo bastante ancho para que por él se deslizaran todos los deseos y
necesidades nacionales. Sólo el haberlos detenido artificialmente hizo que la corriente de apetitos se hinchiera
hasta provocar un rebalse descongestionador. A este fenómeno se le ha llamado Revolución Nacional; tal vez
porque, a diferencia de las ciento treinta inocuas subversiones que le precedieron, ésta de abril ha intentado
modificar algo más que el nombre del presidente de la república. Sin embargo, la genealogía social de este
fenómeno político autorizaba a llamarle Movimiento. Un auténtico movimiento. No para resistir el abuso, sino
para sustituir al desmayado régimen oficial por otro que latiera al ritmo con que la nación, alentaba. Transcurrido
un tiempo sospechosamente breve, el vigoroso movimiento del año cincuenta y dos comenzó a perder vitalidad al
punto de contraerse hasta la dimensión de un partido de clase organizado desde el gobierno.
El Diario, 25 de marzo de 1960
VII
PARTIDO DE CLASE Y CLASE SIN PARTIDO
El policlasismo del M.N.R.
Cuando el M.N.R. nombra a los grupos sociales que lo integran, tiene la precaución de reservar un sitio, siempre
el último, a la clase media. Aunque ella le estaría más agradecida por su exclusión, se la cita para impresionar con
la apariencia de un partido policlasista. Lo cierto es que la clase media está representada en el M.N.R. por algunos
dirigentes salidos de sus filas e incorporados después a la "aristocracia", merced al disfrute del poder político que
su halago al proletariado les ha conferido. Es en este sentido que debiera entenderse el policlasismo del M.N.R.
Pero exceptuando a estos hombres de tan versátil condición social, el M.N.R. es albergue político para una sola
clase el proletariado. Veamos de qué modo le ha sido posible conservarse con esta apariencia, aunque el
pretendido hospedaje ha sido, más bien, una prisión.
Espontaneidad de un partido de clase
¿Cómo pudo surgir un partido clasista si la incultura política de las clases impedía que ellas tomaran conciencia
de sus límites y de la incompatibilidad de sus destinos? Porque es de este carácter excluyente que nace la idea de
un partido de clase. Un partido político es una proposición al país; un partido de clase es una incitación a la suya
contra las demás.
Para concebir un partido obediente a los intereses de uno solo de los grupos constitutivos de la nacionalidad, es
preciso ignorar a la nación como causa y efecto de todos ellos. Sólo en esta radical incomprensión de su origen y
destinó comunitario, crece la mutua hostilidad que los incita a la lucha por conquistar la nación. Es decir, por la
apropiación de aquello que ha sido posible sólo por el concurso de todos.
Es claro que hasta abril de mil novecientos cincuenta y dos, nuestros grupos sociales no estaban persuadidos de
este extremo ideal de clase que sólo se satisface con la extinción de los demás. No lo estaban, ciertamente, ni
siquiera en esa medida que haría posible la formación espontánea de un partido de clase. Si a ello se agrega que el
triunfo electoral y armado del M.N.R. fue posible por el decidido concurso de las poblaciones urbanas —clase
media—, se tendrá que concluir que el M.N.R., como partido de la clase proletaria, es un partido de clase
organizado desde el gobierno.
Partido de clase organizado desde el gobierno
Ahora bien; ¿qué es un partido de clase organizado desde el gobierno? Es una repartición pública que somete a la
clase que dice liberar. Su formación no es el resultado de una espontánea aberración del sentimiento nacional. El
extravió de los apetitos de clase, la distorsión de sus objetivos sociales, es obra de un complejo aparato oficial.
Tan eficaz ha sido el funcionamiento de esta repartición del estado, que durante sus primeros cuatro años de
actividad el gobierno disfrutó de una paz social casi paradisíaca. Una ausencia total de conflictos sociales paralela
a una intensa actividad sindical. Lo primero, consecuencia de lo segundo. Tal la contribución de esta dependencia
gubernamental a la estabilidad del gobierno.
Una clase sin partido
Pero esta tarea de sindicalizar desde el gobierno y para el gobierno, es empresa que entraña un grande riesgo: que
el autómata se haga autónomo.
El primer paso es un partido de clase; el próximo será una clase sin partido.
En la medida en que el gobierno estructura para su provecho más dependencias sindicales, crece en ellas la
sensación de fuerza que un día pondrán a su exclusivo servicio. Pero éste parecería un final feliz por el que las
aherrojadas multitudes recuperarían su libertad. Ciertamente, sería el término de una excecrable servidumbre
política si acaso la autonomía correspondiese a ellas. Pero sucede que el beneficio de esta emancipación recae en
una costra sindical superpuesta a ellas. De este modo, la puerta de liberación les franqueará el paso a una nueva
prisión. Se trata, pues, de una simple transferencia por la que los manumitidos del dominio gubernamental, pasan
al sometimiento que les imponen los empleados del gobierno, independizados del tutelaje oficial en el momento
mismo en que su número y organización les proporcionan una forma de mayoría de edad política.
El deceso social de los partidos políticos, entendidos como entidades de origen y destino nacional, coincide con la
emancipación de esa legión de dirigidos dirigentes sindicales. No se crea que me refiero, solamente, a los partidos
de la tradición; no. Su extinción es anterior a este fenómeno. Se trata, precisamente, de los partidos eliminados del
papel contralor de un sentimiento de clase exacerbado; de ellos y de aquellos que se intenta formar a despecho de
esta causa que los hace circunstancialmente innecesarios.
Porque, ¿para qué necesitaría de un partido político, una clase a la que se ha persuadido de un derecho y poder
ilimitados? Le bastará con su organización gremial. A un partido en función de gobierno, por preponderante que
fuese su interés de clase, siempre le preocupan algunas cosas que no son de interés exclusivo de su grupo. A una
organización gremial, en cambio, nada le distrae de su particular interés. Esta concentración en sus
preocupaciones gremiales, supone una total abstracción del resto de la nación de que sólo es capaz un
sindicalismo aberrado. El sindicato será, pues, la fuerza de representación colectiva que reemplace al partido
político. Así, el partido de clase organizado desde el gobierno por el M.N.R., comienza a disolverse en una clase
sin partido, o peor aún en una clase como partido.
Extinción del M.N.R.
Hoy mismo, apenas es posible distinguir los límites de este partido gobernante. Los dos grupos en que está
fraccionado se acusan mutuamente de no ser el partido. Por añadidura, el jefe de uno de ellos y fundador de los
dos, descubre que su partido carece de una carta de intenciones políticas con carácter programático; qué la que ha
servido para dar alguna coherencia al movimiento de abril no les pertenece. Se trata, pues, de un extraño caso de
extravío. Ha desaparecido un partido político. ¿Cómo no ha de ser tarea difícil el definir los límites de este
escurridizo partido, si sus progenitores ven en el vástago con que gobiernan un usurpador de su casta política? La
recíproca acusación de impostura evidencia la desaparición de este original partido del que sus fundadores son
hoy desorientados sobrevivientes. Una prueba más de que el movimiento de abril usó del M.N.R. como de una
piel que mutaría cuando la próxima estación política la hiciera innecesaria.
Los dos núcleos en que la primitiva célula política del M.N.R. se ha dividido, comienzan a experimentar una
escisión que los duplicará nuevamente. No son sino las primeras manifestaciones de una proliferación celular que
diluirá por completo al M.N.R. en el exuberante organismo sindical que comienza a reemplazarlo.
Desintegración nacional
Pero la rebelión de los componentes de esa costra sindical a que he aludido (formada desde el gobierno del
M.N.R., capa a capa, para paliar la llaga social que requería de más desinteresados remedios), no es más que una
manifestación parcial, acaso la más grave, de un vasto proceso de desintegración nacional.
El ideal de liberación de una clase ha terminado por contagiar a todos los grupos nacionales de una irreprimible
necesidad de independencia. Este tópico de la emancipación es a tal punto un lugar común en el vocabulario del
boliviano de hoy día, que hasta los grupos más modestos proclaman su resolución de independizarse, aunque no
precisan el yugo del que estarían resueltos a no depender más. Bajo la apariencia casi pueril de esta urgencia
liberadora, se expresa la trágica incomprensión de la vida de nación, con todas las dependencias a que obliga el
derecho de integrar una comunidad.
Si el sentimiento nacional fue siempre incipiente, hoy se ha reducido a un mínimo apenas compatible con la
conservación unitaria del país. El “separatismo”, los comités departamentales, las emancipaciones gremiales; son
todos indicios que componen la clásica sintomatología de ese gravísimo mal que comienza a desarticular la
nación. Es que la recíproca independencia de los grupos constitutivos de la nación trae consigo la dependencia de
la nación misma. El gobierno, que fuera el lamentable organizador de esta funesta tarea de desintegración
nacional, es hoy el organismo con menos independencia del país. Sin embargo de estar en tan penosa situación de
dependencia económica y política, continúa proclamando el triunfo de su empresa de liberación n a cional.
Abruma tan grande idoneidad para el error y la simulación.
El Diario, 3 de abril de 1960