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La sombra del coloso Figura y fondo en el género de monstruos gigantes Carles Roche Suárez Trabajo de Investigación presentado en la Universitat Pompeu Fabra Doctorado en Teoria, Análisis y Documentación Cinematográficas Barcelona + 34 653 77 39 34 [email protected] Tutor: Núria Bou i Sala Curs: 2009/10 Treballs de recerca dels programes de postgrau del Departament de Comunicació Departament de Comunicació Universitat Pompeu Fabra

La sombra del coloso - e-Repositori UPF

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Page 1: La sombra del coloso - e-Repositori UPF

La sombra del coloso

Figura y fondo en el género de monstruos gigantes

Carles Roche Suárez

Trabajo de Investigación presentado en la Universitat Pompeu Fabra

Doctorado en Teoria, Análisis y Documentación Cinematográficas

Barcelona

+ 34 653 77 39 34

[email protected]

Tutor: Núria Bou i Sala

Curs: 2009/10

Treballs de recerca dels programes de postgrau del Departament de Comunicació

Departament de Comunicació

Universitat Pompeu Fabra

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Abstract: Partiendo de los conceptos de figura y fondo, procedentes del campo de la teoría del arte,

el trabajo se propone investigar su posible aplicación al ámbito de lo cinematográfico,

vinculándolos al discurso más amplio sobre la representación geométrica del espacio (perspectiva)

entendida como forma simbólica de aprehensión de la realidad. Para ello, el trabajo interroga un

género popular en el que se declinan de manera especialmente fructífera los temas de la figura y

fondo como es el cine de monstruos gigantes, cuyo esplendor gira entorno a los años 50 y 60 del

siglo XX, momento de esplendor y crisis de los modelos tradicionales de representación. Por

último, se plantean algunos interrogantes alrededor de la función estética del monstruo gigante en la

cultura actual, en conexión con las nuevas formas de representar la realidad en el género fantástico,

así como la conversión del gigante en signo íntimo para la conciencia del espectador.

Keywords: Giant Monster, Aesthetics, Fantasy, Cinema, Figure and Background, Space,

Perspective, Godzilla, Cloverfield, Ishiro Honda, Buster Keaton, Lacan, Symbolic Order, Grund,

Abgrund, Extimité, Inverted Perspective, Miniature, Warped Space.

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Prefacio

La idea del presente trabajo surge en el marco de un inicial interés por las figuras de la

inmensidad y la distancia, intuidas como claves para explicar en términos espaciales una cierta idea

de la melancolía o, mejor aún, del extrañamiento que parece penetrar la expresión visual

contemporánea en territorios como el cine, pero también en la fotografía o el cómic. Desde finales

del siglo XX, la puesta en distancia como recurso expresivo parece impregnar buena parte de la

estética contemporánea, tanto en el territorio de la creación artística de élite como en el de la cultura

popular; en ambas ramas se aprecia el brote de lo que Anthony Vidler denominaría patología

espacial, y que cabría definir como una inflexión extrema en la problemática relación que, desde el

advenimiento de la modernidad, mantiene el individuo con el espacio, con el territorio que la

sociedad ha provisto para dar acogida a su existencia.1 Parecía evidente que, desde la crisis abierta

en el seno del Romanticismo con respecto a las categorías de habitabilidad de un espacio

súbitamente amplificado por el voraz racionalismo (Pascal, abrumado por el silencio de los espacios

infinitos) en el que Dios es un latido que, alternativamente, lo llena todo para inmediatamente

después dejar sentir la diástole de su inmenso vacío (una conceptualización que categorías como lo

colosal y lo sublime, tal y como las plantea Kant, tratan de ordenar y dotar de sentido), la relación

entre el individuo, convertido en eje central de la praxis artística y cultural, y el espacio como

representación simbólica de las coordenadas existenciales en que viene a moverse, ha sido una

fuente de productividad artística a la par que una verdadera herida abierta en el seno de las

categorías de percepción y conceptualización del cosmos de lo humano. En un trayecto jalonado de

traumáticos giros conceptuales, que arranca de la sublimidad romántica para pasar al colosalismo en

la visión del urbanismo moderno, posteriormente contrarrestado por la furiosa anarquización de la

1 VIDLER, A. Warped Space. Art, Architecture, and Anxietey in Modern Culture. Cambridge, Massachusetts/London, England: The MIT Press, 2001.

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perspectiva y el aniquilamiento de la concepción tradicional del espacio de la mano de las

vanguardias –con el surrealismo a la cabeza–, y el final divorcio entre una concepción sacralizada

del gran espacio –la que aflora, entre otros, en la generación de pintores expresionistas abstractos de

la década de los 50–, por un lado, y, por otro, de una concepción apocalíptica y soterradamente

irónica de ese mismo gran espacio que caracterizaría a la posmodernidad (el espacio como chiste

vacío en el que sólo se escucharía la hueca risotada de un demiurgo aciago), la historia de las

relaciones entre el individuo y el espacio aparece, en las artes plásticas y en el cine, como un campo

saturado de claves para alcanzar una mejor comprensión del mapa mental de la contemporaneidad.

Distancia, abandono, ruptura de escala, amplificación épica, sublimidad, melancolía, terror,

ironía, soledad… la estética de la representación de la inmensidad parece tener tantas puertas de

acceso que pronto se hizo patente que la investigación no podía tratar de abarcarlas todas en

abstracto y a la vez. Hacía falta, para poder empezar a recorrer este apasionante territorio, alguna

entidad que hiciera las veces de figura, una figura que pudiera, siquiera ocasionalmente, encarnar

ese singular y multiforme vértigo subjetivo que envuelve a todo lo relacionado con la vivencia y

representación de la inmensidad, eso que, por definición, supera al sujeto y lo deja en situación

absoluta de indefensión, pendiente del frágil hilo de su propia insignificancia y pequeñez.

Muchos son los géneros, artistas, tendencias, movimientos, que de un modo u otro abordan

ese mal del espacio, esa distancia casi insalvable entre individuo y colectividad que acecha al

ciudadano contemporáneo. En cierto momento del trayecto, sin embargo, nos pareció que, para

tratar un tema tan vasto, podría ser un camino fructífero –estimulante a la par que saludablemente

desmitificador– elegir como eje del discurso una de las encarnaciones más festivas y lúdicas de la

inconmensurabilidad en el imaginario popular del siglo XX: el monstruo gigante. Verdadero

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paradigma esencial del conflicto de escala en el imaginario pop, el monstruo gigante (ya sea en su

estallido fundacional –precedido por algunos muy estimulantes brotes iniciales–, con la mítica King

Kong como en las desbordantes constelaciones míticas de grandes seres mutantes radioactivos del

cine norteamericano de serie B en los años 50, o en la gran familia Godzilla que imperó en el cine

de ciencia-ficción japonés de los años 60, en su subgénero de monstruos descomunales englobado

bajo el apelativo de kaiju eiga) constituye, a nuestro entender, una de las encarnaciones más

asombrosas y complejas, a la vez que insobornablemente populares, del juego simbólico entre esos

dos grandes conceptos de la imagen que son la figura y el fondo, así como una poderosa

representación del gran espacio, la representación plástica del vacío y de los conflictos de escala

que ha dado la historia del cine. En dicho género se anudan, como veremos, de manera única el

tema del espacio y del cuerpo, del fondo y la figura, tejiendo una peculiarísima trama entre

irracionalista y melodramática en la que se sostiene, en un delicado equilibrio, una muy singular

sensibilidad primitivista e incluso directamente infantil (pues todo lo que rodea al gigante engrana

muy directamente con importantes aspectos de la psique infantil, en especial en el tratamiento de

conceptos tan esenciales para el ingreso en el universo adulto como el duelo y la pérdida), todo ello

combinado mediante una fascinante formulación plástica de un cosmos estructurado en forma de

auténtico espacio monstruoso, un universo plagado de derrapes hacia lo irracional, un incongruente

paisaje onírico que, bajo la arquitectura de lo maravilloso, deja traslucir, sin llegar a afirmarla del

todo pero tampoco negándola, una imagen poderosa y muy adulta de ciertos traumas

contemporáneos cuyos fundamentos trataremos de recorrer a lo largo de estas páginas.

Marco teórico y metodología

En nuestro recorrido, nos serviremos de herramientas analíticas de diferente calado, cuyo

abanico parte de las consideraciones sobre los conceptos de figura y fondo como casos

esencializados de la descripción del espacio y la perspectiva en la praxis artística tal y como la

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entienden teóricos clásicos como Rudolf Arnheim, Ernst Gombrich y Erwin Panofsky. En esa

misma línea, el ejercicio de síntesis teórica desarrollado por Hubert Damisch en su volumen El

origen de la perspectiva nos ha hecho vislumbrar lo que, de continuarse, podría llegar a ser una

tentativa de aplicación sistemática del paradigma perspectivo al análisis de formas visuales no

pictóricas: tarea demasiado amplia para el trabajo que ahora nos ocupa, y de la cual retendremos,

como principal herramienta de análisis, la idea de una lectura en clave psicoanalítica de la

perspectiva entendida no sólo como forma simbólica en sentido panofskiano, sino –en una

extensión polémica y no exenta de riesgos–, como verdadera expresión del orden simbólico en la

acepción lacaniana del concepto.2 En este sentido, y ligado con el tema de la representación del

espacio tridimensional, nos han sido también útiles las propuestas lanzadas por Antony Vidler,

especialmente en su obra The Warped Space, acerca de las patologías del espacio que se hacen

presentes con el cambio de siglo y el advenimiento de la ciudad moderna a principios del siglo XX:

partiendo de las obras de Georg Simmel y Siegfried Kracauer, su recorrido por conceptos como el

extrañamiento espacial y el tratamiento de patologías como la agorafobia y claustrofobia

entendidas como claves de una sintomatología del espacio específicamente moderna, nos han

ayudado a cernir algo mejor la Weltanschauung del género de los monstruos gigantes en general.

Asimismo, y ya desde los primeros pasos de nuestras investigaciones, despertaron un profundo

interés en nosotros las sugestivas tesis sobre figura y fondo como ejes de la expresión visual

postuladas por Pierre Schneider en su Petite histoire de l’infini en peinture: en especial, su

distinción entre grund y abgrund, esto es, entre el fondo entendido en un sentido narrativo

tradicional, como escenario para la acción, y el fondo entendido como vacío inaferrable que pone en

peligro la integridad misma de la representación, llevando la figura que lo habita a otro orden, que

ya no es el de la narración sino el de la trascendencia y lo inmanente; los fértiles planteamientos de

Schneider han sido, desde el principio, uno de los principales culpables de que nos hayamos

2 DAMISCH, H. El origen de la perspectiva. Madrid: Alianza Forma, 1997.

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sumergido de lleno en el apasionante material escogido para el análisis. Asimismo, algunos

elementos proporcionados por el ámbito de los estudios culturales y del psicoanálisis del folklore,

como los esbozados por Susan Stewart en su tratado On Longing: Narratives of the Miniature, the

Gigantic, the Souvenir, the Collection,3 o las incisivas tesis lanzadas por el medievalista Jeffrey

Jerome Cohen, tanto en su vertiente de editor (la sugestiva recopilación de artículos Monster

Theory) como en su obra íntegramente dedicada al universo de los gigantes medievales Of Giants,

han abierto puertas y ventanas al edifico teórico cuando más falta hacía.4 Por último, siempre hemos

llevado muy cerca, en nuestro equipamiento teórico, los sólidos elementos de iconología

proporcionados por Jordi Balló en su curso de doctorado Cinema i iconologia, cristalizados en el

fértil concepto de motivo visual como elemento vertebrador y aglutinador de los múltiples lenguajes

de la imagen; gracias a sus enseñanzas, nos hemos atrevido a convocar en apoyo de ciertos tramos

de nuestra investigación obras y elementos muy alejados del campo cinematográfico: en concreto,

algunas obras planteadas desde el canon realista de lo fotográfico o desde la fantasía del cómic que,

a nuestro juicio, arrojan una enriquecedora luz sobre nuestro material de estudio. Asimismo, y

aunque el presente trabajo no recurra explícitamente en su superficie a dichas herramientas teóricas

en su articulación y desarrollo, es necesario mencionar el incesante acompañamiento subterráneo de

las tesis del mitoanálisis y la antropología de lo imaginario esbozada por Gilbert Durand y ofrecida

por la mano rectora de Núria Bou dentro y fuera del marco de sus cursos de doctorado.

Objetivos: algunos interrogantes

¿Cómo se representa al monstruo en el cine? ¿En qué sentido la presencia de un monstruo

dentro de un film plantea un desafío a los cánones de la representación y la construcción del espacio

3 STEWART, S. On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection. Durham, Duke University Press, 1993. 4 COHEN, J.J. Of Giants. Sex, Monsters, and the Middle Ages. Minneapolis, University of Minnesota Press, cop. 1999 . COHEN, J.J. (ed). Monster Theory. Reading culture. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996.

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cinematográfico? ¿Es el cine de monstruos gigantes, por las peculiares características de sus

protagonistas, un caso especial dentro de la historia de la construcción del espacio cinematográfico?

¿Dónde encajaría la figura del monstruo gigante en la historia de las representaciones de la

inmensidad, de lo sublime romántico a la ironía posmoderna, como inflexión puramente moderna

del tema? ¿Cómo se relaciona el género de los monstruos gigantes con la encrucijada histórica en

que ve la luz, con el nacimiento de una nueva conciencia en el tratamiento del espacio característica

de la modernidad? ¿Cuáles son las relaciones del cine de monstruos gigantes con el extrañamiento

espacial que, según autores como Simmel o Kracauer, caracteriza la experiencia cotidiana del

ciudadano del siglo XX enfrentado a los espacios urbanos de la gran metrópolis contemporánea?

¿En qué sentido enfrenta el monstruo gigante nuestras preconcepciones sobre el esquema visual que

subyace a las imágenes?

Hemos creído que el género de monstruos gigantes era un campo privilegiado para

plantearse todos estos interrogantes porque acompaña al cine a lo largo de su historia, pero sobre

todo en sus grandes momentos críticos: el primer gran estallido del género, al filo de 1930, discurre

simultáneamente a una encrucijada histórica en la que se entrelazan una crisis de valores con el

nacimiento de una nueva consciencia en el tratamiento del espacio característica de la modernidad,

cuya expresión más pura la encontraremos en las vanguardias, junto con una revolución en la

construcción del espacio visual que ofrecen artes populares como el cine y el comic: la interacción

de estas tres líneas de fuerza alimentará el nacimiento de una de los más fulgurantes y productivos

iconos del género fantástico del siglo XX; el de la inconmensurable figura antediluviana –pero

también futurista– cuya sombra se cierne en silueta sobre la ciudad moderna, amenazando con

devolver a un estadio primordial a toda la civilización y la tecnología que son el orgullo de nuestra

época.

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LA SOMBRA DEL COLOSO

FIGURA Y FONDO EN EL GÉNERO DE MONSTRUOS GIGANTES

INDICE

PREFACIO

Marco teórico y metodología

INTRODUCCIÓN

PARTE 1. FIGURA Y FONDO COMO ELEMENTOS DE RETORICA VISUAL EN EL CINE. UNA APROXIMACIÓN

CAPITULO 1. FIGURA Y FONDO, MODOS DE APREHENSIÓN DEL RELATO VISUAL

1.1 De la pintura al cine

1.1.2 Grund/Abgrund

1.1.3 ¿De dónde viene la locomotora Lumière?

1.1.4 Keaton y el fondo intercambiable

1.1.4.1 La desmesura como eje de la relación figura-fondo: el ejemplo de El Navegante (1924)

1.1.5 La distorsión del espacio

1.2 El binomio figura-fondo frente al discurso de la perspectiva

1.2.1 El discurso de la perspectiva en el arte a lo largo del siglo XX

1.2.1 El discurso de la perspectiva en el análisis cinematográfico

1.3 La crisis de la figura y el espacio a finales del cine mudo

1.3.1 La doble amenaza de la multiplicidad y el vacío

1.3.2 King Kong, tragedia de la figura y el fondo

1.3.2.1 Las trampas del deseo, siete décadas después

PARTE 2. LA ESTÉTICA DEL MONSTRUO GIGANTE EN EL CINE

CAPITULO 2. LA ESTÉTICA DEL MONSTRUO GIGANTE EN EL CINE

2.1 Sobre monstruos como islas de soledad

2.1.1 Etimologías del monstruo

2.2 El aprendizaje de lo inmenso. Estética del monstruo gigante

2.3 El monstruo gigante y la victoria sobre lo irrepresentable

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CAPITULO 3. FORMAS DE REPRESENTACIÓN DE LO MONSTRUOSO GIGANTESCO

3.1 Godzilla, sol negro de la posguerra

3.1.1 La primera aparición de Godzilla

3.1.1.1 El monstruo gigante y lo sublime

3.1.1.2 Godzilla y la ruptura de la escala

3.1.1.3 Un gesto de planificación

3.1.2 El aprendizaje de lo inmenso

3.2 La organización del espacio en el cine de monstruos gigantes

3.2.1 La parcelación del espacio

3.2.1.1 El fragmento

3.2.1.2 El encuadre dividido

3.2.1.3 Montaje y geometría del caos

3.2.2 Velocidades

3.2.3 Profundidades

3.2.3.2 Apoteosis de la miniatura

3.2.4 La perspectiva invertida

3.2.4.1 El experimento de Brunelleschi

4. EL GIRO CONTEMPORÁNEO DEL MONSTRUO GIGANTE

4.1 Lo que colma: el monstruo gigante es hijo del vacío

4.2 El monstruo gigante como encarnación visible del sentimiento invisible

4.2.1 El lugar más alto: Monstruoso (2008), de Matt Reeves

4.2.2 El dolor de un padre: The Host (2006), de Bong Yoon-ho

4.2.2.1 La inversión del arquetipo: de amenaza de la ausencia a numen protector

4.2.3 El gigante y el duelo: Soy una matagigantes, de Joe Kelly y JM Ken Nimura

4.2.3.1 El gigante íntimo y la extimité lacaniana

4.2.3.2 El heraldo del vacío

5. CONCLUSIONES

6. BIBLIOGRAFIA

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A mysterious object throwing light on a scene of destruction

(diálogo de Godzilla vs. Mothra)

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INTRODUCCIÓN

Umbral: Duermevela sobre las aguas

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“Obligado a darle un nombre lo llamo Grande.

Grande, esto es: que desaparece.

Que desaparece, esto es: lejano.

Lejano, esto es: que vuelve”.

Lao-Tse6

Una mujer sentada frente al mar. Contempla la inmensidad con rostro vacío, la mirada

perdida en la distancia. Un primer plano nos muestra sus cabellos, movidos por la brisa, ondeando

sobre sus facciones. Lleva un largo vestido verde. Su figura, recortada ante un paisaje de rocas,

parece un cuadro de Caspar David Friedrich. Al fondo, brilla el sol. En el lugar en que ella se

encuentra, sin embargo, reina una densa sombra. Entretanto, en el contraplano, la superficie del

agua centellea quieta, inmóvil. Al fondo, en el horizonte, se vislumbra la pequeña silueta de un

submarino. Corte al interior de la nave. Unos hombres examinan un extraño diagrama en el que se

intuye la figura de un robot. Conversan sobre algo que no comprendemos: están buscando algo. Dan

5 Ilustraciones 1 y 2. Izquierda: fotograma de Mechagojira No Gyakushu (Ishiro Honda, 1974). Derecha: Half Awake and

Half Asleep in the Water (Fotografía de Asako Narahashi, 2003)

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la orden de sumergirse. Fuera, mientras tanto, la mujer sigue mirando fijamente las aguas. De

repente, un golpe de zoom nos aproxima con violencia hasta un primerísimo primer plano de su ojo;

al hundirnos en su retina brota la imagen del submarino bajo las aguas. Instantes después, el

submarino que bucea en las profundidades se ve envuelto en una gigantesca sombra oscura que se

cierne sobre él, lo estrecha en mortal abrazo y, en un suspiro, lo hace estallar. En un segundo, bajo

la terrible presión del monstruo, la nave implosiona y se deshace como un globo de aire. Así se

cierra el breve prólogo de la última película de la serie clásica de Godzilla: Mekagojira No

Gyakushu (1974).7 Acaso una de las pocas películas de la historia del cine cuya acción transcurre en

el interior de una lágrima.

Casi treinta años después, una mujer se sumerge en el agua, en las costas del Japón. Lleva

una cámara fotográfica en las manos. No es la protagonista de ninguna película, ni piensa en ningún

monstruo de ciencia ficción que pueda apoderarse de ella y arrastrarla a las profundidades. Tiene en

mente crear una obra artística, una serie fotográfica basada en la sencilla experiencia de sumergirse

en las aguas el océano. Pero se mueve impulsada por un estímulo no muy distinto al que llevó a los

creadores de Mekagojira No Gyakushu a urdir su extraordinaria fábula: la incomparable vena

fantástica que recorre el imaginario audiovisual japonés y que ha dado algunas de las joyas

absolutas al universo de las ficciones populares del siglo XX. Aunque, insistimos, su propósito sea,

en principio, el de crear una obra fotográfica artística y documental. Detengámonos un momento en

ella.

6 Citado por Juan Eduardo CIRLOT. En la llama. Poesía (1943-1959). Madrid, Siruela, 2005, pág. 677.

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Una última mirada sobre el mundo

En el reino de las imágenes fijas, no resulta fácil convocar una experiencia puramente

terrorífica partiendo de elementos próximos y cotidianos sin recurrir a complicados artificios

escénicos ni tramoyas del sentido. En su enigmática serie Half awake half asleep in the water

(2003), la fotógrafa japonesa Asako Narahashi sumerge al espectador en una desasosegante y turbia

experiencia de terror entreverada de placer estético mediante la puesta en funcionamiento de un

único y poderoso dispositivo dislocador de transparente simplicidad que recorre la serie de principio

a fin: emplazar el punto de vista de la cámara a ras de agua, y, desde allí, contemplar el mundo

cotidiano en la distancia. Desde luego, ante esta súbita dislocación de nuestra mirada sobre lo

conocido, podemos pensar que, como el personaje de Wakefield de Hawthorne, la fotógrafa ha

cruzado la calle y se ha dispuesto a observar su antiguo entorno desde una atalaya nueva, una

atalaya melancólica –pues la melancolía, y no otra cosa, es y siempre será la médula de lo

fotográfico. Aunque lo más lógico sería, seguramente, dejarse llevar por la primera impresión, que

es la que sintetiza uno de los primeros valedores de la artista, el fotógrafo y estudioso de la

fotografía Martin Parr, al decirnos que con su elección del punto de vista la autora nos introduce de

inmediato en la angustiante visión subjetiva de alguien que se ahoga;8 el primer encuentro con esas

imágenes hace instantáneamente evidente que esa mirada proyectada desde el agua es,

rotundamente, una “última mirada” lanzada a la orilla por alguien a punto de ser engullido por las

aguas, una suerte de documental en primera persona de una Ofelia que quiere mostrarnos qué es lo

que se ve desde allí.

7 Dirigida por Ishiro Honda y strenada en Estados Unidos con el título de The Terror of Mechagodzilla. 8 Oigamos lo que Parr tiene que decir al respecto: "These photographs make me shudder with fear. This is because I am a

non-swimmer, and I imagine it is scenes like this that I might witness at the moment before my head finally goes under the

water. One final look at the world. We are surrounded by water and land, and much of the history of landscape

photography has used these two familiar ideas as a starting point. Yet I have never seen these two components put

together in such a compelling way”. (Martin Parr, introducción a Half Awake Half Asleep in the Water, Nazraeli Press, Tucson 2007).

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El título de la serie, que podría traducirse como “Duermevela sobre las aguas”, parece

apoyar sin conflictos esta evidente lectura (aunque su ambigüedad, como ya hayan indicado algunos

críticos, reside en situarse en un hipnótico término medio entre el placer de dejarse flotar

tranquilamente y la urgencia de una mirada asediada por el peligro). Esa lectura trágica vendría

sustentada en una transparente red de signos visuales como son la desestabilización del horizonte, o

la conversión –por efecto de la proximidad– de las olas en inmensas montañas, olas-montaña que

parecen estar a punto de tragarse el paisaje contemplado (aunque en realidad en ninguna de estas

imágenes haga acto de presencia una climatología amenazadora: de hecho, muchas de las tomas

parecen capturadas en días perfectamente plácidos, en los que las aguas resplandecen bajo el sol

centelleante; aunque, eso sí, se levantan como montañas ante la mirada del espectador). Así pues, de

manera ambigua y sesgada –pero cada vez más inquietante y persuasiva, conforme se van

examinando una a una las imágenes–, la reiteración del dispositivo proyecta en el espectador la idea

borrosa de una inminente catástrofe. Tanto cala la sensación en el ánimo del espectador, que,

llegado cierto punto, y trascendida esa primera experiencia melancólica para entrar en el reino de

las evocaciones abstractas (toda fotografía, contemplada durante el suficiente tiempo, termina

perdiendo para el espectador algo de su anclaje como huella de la realidad y se adentra en el reino

de las fantasmagorías y ficciones) ya no sería capaz de decir con certeza si la catástrofe es

individual –esto es, que al mirar la imagen está fundiendo su mirada con la visión subjetiva de

alguien que se ahoga– o bien colectiva, y que, en una inversión de posiciones, lo que está teniendo

la oportunidad de ver, desde el punto de vista de un espectador lejano –un náufrago, tal vez–, es el

espectáculo del una civilización que se hunde: según cómo se mire, las imágenes de Narahashi

pueden muy bien dar la impresión de que lo que se sepulta bajo las aguas no es el individuo que

mira sino la comunidad entera (algo hay en estas visiones que evoca un tsunami que estuviera a

punto de barrer de un solo vuelco el mundo conocido).

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Todo el ominoso sentido de la obra de Narahashi que hemos elegido para iniciar el presente

trabajo reside en haber sabido convocar, por medios puramente visuales, una experiencia de índole

liminar que nos sitúa, con grado en extremo convincente de subjetividad, ante un escenario vacío en

el que se dibujan algunos grandes miedos intemporales pero también muy actuales: no sólo el

miedo a la propia desaparición, sino un terror apocalíptico cifrado en la llegada de una destrucción

que golpearía de forma inesperada y fatal (especialmente persuasivas son, en este aspecto, las

imágenes de aviones diminutos que, por la ausencia de perspectiva, parecen estar a punto de

sepultarse bajo gigantescas olas), así como el miedo a la pérdida de asideros simbólicos y referentes

culturales (imagen del templete anegado por las olas, o del mismísimo monte Fuji, icono entre los

iconos para la cultura japonesa, en lo que podría parecer –y probablemente sea–, una cita directa del

célebre grabado de Hokusai La ola, posible embrión iconográfico oculto de esta inolvidable serie).

Las fotografías de Narahashi emplean el agua como telón, como un velo que se descorre

para dejarnos ver lo que no sabemos si son nuestros últimos atisbos de un mundo que se nos escapa

o bien jirones vislumbrados de un paisaje colectivo a punto de sucumbir: el éxito de su estrategia

consiste en haber ensayado una sencilla pero escalofriante puesta en distancia, en la que la muerte

(sea la del individuo o la de la civilización) se encarna en una estampa no exenta de hipnótica y

obsesionante belleza, y lo impregna todo como retórica de la separación y la distancia: estar muerto

–estar a punto de morir– es, parece decirnos Narahashi, estar viendo desde la lejanía todo aquello a

lo que jamás regresaremos.

Flota, en las pesadas imágenes de Half asleep…, una omnipresente masa acuática

desenfocada en primer término. Esas aguas borrosas –que podrían corresponder a la tipología de

aguas pesadas, densas y oscuras de las que hablaba Gaston Bachelard– fortalecen, por supuesto, la

vivencia subjetiva de cada imagen, al hacernos sentir en su vaga imprecisión de formas la íntima y

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fría proximidad con la masa de agua; al fin y al cabo, y si uno lo piensa bien, jamás solemos ver el

mar desenfocado. Y es que, en fotografía, como en todas aquellas artes basadas en la reproducción

óptica de la realidad, el desenfoque tiende a ser por lo general la marca del fondo de la imagen: es la

figura en primer término la que suele acaparar los privilegios de la nitidez y el enfoque, mientras

que el fondo es el que por lo común se pierde y se diluye en un magma difuso de formas. Queda

aquí instaurada, pues, en términos ópticos, una vivencia profundamente otra del espacio; pese a la

aparente calidez de sus texturas y su aliento solar, algo está, lo sentimos, profundamente mal en

estas imágenes: el mar, que para el grueso de la tradición iconográfica constituye una de las

encarnaciones más diáfanas de la idea de fondo, se troca aquí, en deslumbrante giro conceptual, en

improbable figura que llena el primer término de la imagen. Una figura, sin embargo, desenfocada,

como suele estarlo el fondo. ¿Figura o fondo? ¿Qué transgresión acontece aquí a través de esa

dislocación visual? El espectador no tarda en descubrir –pero cuando lo hace ya es demasiado

tarde– que, seducido por la cámara de Narahashi, ha caído en el fondo de la imagen. Sumergido en

el fondo de la imagen pese a encontrarse fuera de ella, todo aquello que hasta entonces era para él

figura de su experiencia cotidiana (edificios, casas, monumentos, toda la categoría habitual de

referentes humanos) queda súbitamente convertido en eso que hemos dado en llamar fondo de la

imagen. Operación a la que no es en modo alguno ajena la insidiosa eliminación del término medio

como tal, extirpado del encuadre por efecto de la elección del punto de vista: en ninguno de los

ejemplos de la serie existe espacio transicional alguno que abra un camino y comunique el muro de

agua que va llenando angustiosamente el marco hasta mitad del encuadre con los dispersos iconos

de nuestra civilización, perdidos atrás como juguetes flotando a la deriva en un incalculable espacio

aparte. Ese espacio vislumbrado en la distancia, fatalmente, ha dejado de ser el nuestro, y es ahora

otro, radical y sin remisión posible. Y esa perspectiva ausente –rota– por efecto de la elección del

punto de vista despoja de todo realismo tridimensional las imágenes y las decanta decididamente

del lado de lo fantástico.

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La radical estrategia de inversión en los parámetros representativos que se apunta en Half

awake half asleep in the water podría evocar, de forma muy precisa, la inversión de perspectivas

(esta vez no visuales, sino simbólicas) que solemos asociar al género fantástico en sus diferentes

expresiones, y probablemente no sería descabellado adscribirla al motivo visual de la invasión, que

caracteriza buena parte de los relatos y la iconografía de lo fantástico y la ciencia-ficción. Eso que

aquí está invadiendo la mirada podríamos definirlo como lo inmenso; inmensidad cifrada en la masa

acuosa sin límites que poco a poco parece ir invadiendo el cuadro y obstruye monstruosamente la

mirada, erigiéndose en muro vertical que, de modo muy literal, encarna lo Real que anega al sujeto,

acometiéndolo de forma inesperada (tanto da si las visiones que atraviesan las fotografías de

Narahashi nos sitúan desde los ojos de un accidentado como si lo que pretenden sugerir es el último

aliento de un suicida). Esa visión de lo siniestro inundando la mirada recopila, pues, en su seno una

múltiple inversión de categorías: la figura y el fondo, lo grande y lo pequeño, lo próximo y lo

lejano, lo nítido y lo desenfocado, la miniaturización y lo gigantesco… Todas ellas constantes,

como veremos, en el tema que habrá de ocuparnos a lo largo de este trabajo.

Tomando, pues, la serie de Narahashi como punto de partida iconográfico para un trabajo

que busca indagar en algunos temas fundamentales de la representación de ciertas especies de lo

monstruoso en clave visual, quisiéramos cerrar este prólogo proponiendo una tercera lectura para

estas imágenes, una tercera lectura ajena a toda intención de su autora pero cuya fertilidad creemos

poder probar en las próximas páginas. Y es que, en su poderosa capacidad alucinatoria, estas

imágenes extienden sus tentáculos en el pensamiento del espectador y parecen estar anunciando

algo más que una simple posición de la mirada, ese punto nodal de la subjetividad humana; en su

hechizante liminaridad, parecen estarnos contando algo más. Más allá de encarnar,

alternativamente, la tragedia íntima de la propia desaparición o bien un distante atisbo de la

catástrofe colectiva desde la precaria posición del náufrago, estas imágenes, instaladas y fijadas en

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ese lugar de la mirada que, como sea, parece ser definitivamente el lugar de la muerte (por más que

esa posición pueda contener en sí algo de paradójicamente reconfortante, como señalaba el

historiador Kotaro Izawa imprimiendo un sesgo de benéfica nocturnidad durandiana al discurso de

la autora), estas fotografías escritas desde una femenina idea de la muerte que parece aspirar a matar

al espectador, transformándolo en “pulso herido que ronda las cosas del otro lado”,9 como quería el

poeta, mediante el sencillo método de ubicarnos en “un espacio previo a la razón y que no ha

pasado por la perspectiva” (Jean Paulhan: citado por P. Schneider), van a ser nuestro primer asidero

teórico. Y por eso quisiéramos, ya desde ahora, investirlas de una tercera lectura: la de que sean

imágenes que evocan un nacimiento. Pero, ¿quién nacería en esas imágenes? Porque el ser que

surgiría a la luz, ese sacrificado a la luz cuya mirada atestiguarían estas fotografías, no podría ser

un ser humano cualquiera. Estas imágenes, que de repente podrían ser leídas como testimonios del

momento en que se rasga el velo materno y, desde un inmenso espacio amniótico, se contempla el

mundo por primera vez, no pueden corresponder a la mirada de una persona común, pues las

personas comunes no nacen en el mar. Quizá convenga ver ese nacimiento desde otra óptica. Una

óptica, desde luego, inconcebible desde los códigos del realismo fotográfico que les ofrece su

interpretación primera, pero perfectamente plausible –creemos– como fabulación fuertemente

enroscada en su cuerpo visible (y más aún si se tiene en cuenta el contexto cultural japonés en que

ha cristalizado este trabajo, con la increíblemente fértil tradición iconográfica de lo fantástico que

recorre de principio a fin la creación japonesa, ya desde sus estratos más populares). Después de

haber visto la facilidad con la que en el interior del ojo de una melancólica joven que contempla el

paisaje se desarrolla una fulgurante batalla entre un gigantesco monstruo y un moderno submarino

militar, ¿sería descabellado investir estas imágenes de un hálito fantástico, y, más allá de creerlas

como posición subjetiva humana –que es lo que en esencia son–, podríamos verlas como

9 F.G. Lorca, “Poema doble del lago Eden”, Poeta en NY, 1929. Tomamos la cita lorquiana del revelador

artículo de Iván Pintor Iranzo “Los desnudos y los muertos. La representación de los muertos y la construcción del otro en el cine contemporáneo. El caso de M. Night Shyamalan”, publicado en Formats. Revista de comunicació audiovisual.

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imaginarias elaboraciones de un tercer vértice en la mirada, una mirada naciente que no sería

entonces ni la del muerto en su inescapable subjetividad ni la del que contempla la muerte en

tercera persona, desde la distancia? ¿No sería acaso posible ver nacer, en el seno mismo de estas

fotografías, un tertium quid, una tercera posición que no correspondería ni a la agonizante visión del

náufrago ni a la de un contemplador que presenciara desde lugar seguro la catástrofe? Esa lectura

salvaje que quisiéramos proponer ahora nosotros postularía que esas instantáneas no son sino

extraordinarios planos subjetivos no ya de una mirada humana sino de una mirada monstruosa.

¿Qué sucedería si por un momento viéramos esas imágenes no como el avatar de una posible

experiencia nuestra sino como la cristalización de una experiencia que, de manera esencial y

inalienable, es y no podrá ser otra cosa que radicalmente otra? ¿Qué intenciones leeríamos entonces

en ellas, qué significado atribuiríamos a esa mirada naciente que emerge desde las profundidades

del inconsciente?

El propósito de las páginas que siguen es ahondar en ese camino consistente en entender el

monstruo como objeto especular que refleja nuestra propia mirada. La cámara de Narahashi, con esa

fidelidad a la experiencia subjetiva que en principio sólo la huella fotográfica presentada como tal

es capaz de garantizar en su cruda promesa de subjetividad, nos ha servido para cruzar el espejo y

encontrar el camino para pasar al otro lado; es como si ahora, a través de ella, hubiéramos obtenido

el fugaz privilegio de ver las cosas desde los ojos desfondados del mito, de ese “antepasado

contemporáneo” que es el monstruo arcaico que periódicamente renueva su presencia entre

nosotros.10 Lo monstruoso quedaría así entendido como una inconcebible pero muy necesaria

posición de la mirada inhumana para actualizar la presencia del mundo en nuestro yo y renovar la

mirada que proyectamos sobre él; sería posible entonces que, en su rara e insobornable belleza, las

Barcelona, UPF, 2005, en la que se esboza esa poética del otro lado que encaja a la perfección en el impulso fantástico que alienta bajo las fotografías de Asako Narahashi.

10 Así lo describió uno de los primeros cultivadores modernos del género, Arthur Conan Doyle, al referirse a las bestias prehistóricas que poblaron su Mundo perdido.

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imágenes de Asako Narahashi fueran la puerta abierta hacia el distorsionado acto de mirada de ese

ser ambiguo e intangible, ese coágulo de terror y repulsión que es el monstruo, y, más

concretamente, de la apasionante variante de lo monstruoso que pretendemos tratar aquí; una

variante que, sin ser específicamente japonesa, ha quedado instalada en el imaginario nipón como

uno de sus más poderosos iconos: eso que los japoneses denominan daikaiju, o monstruo de

descomunales proporciones que una y otra vez brota en mitad del tejido de la civilización

contemporánea y, cada vez más, de sus ficciones fantásticas. Un daikaiju, que, emergiendo desde el

fondo del contraplano de todo lo conocido y cotidiano, parecería estar aquí avistando, en virginal

primera mirada subjetiva, nuestras ciudades desde el mar oscuro e inconsciente del origen que es su

posición natural, mientras se apresta a aplastarlo todo ritualmente bajo su inmenso peso mitológico.

El postulado inicial de este trabajo es que tal sustitución de la mirada es viable, que es dable

encontrar, en las representaciones visuales del monstruo gigante (esa peculiar encarnación de la

inmensidad y, en última instancia, de lo infinito en el espacio finito de una pantalla), el material

simbólico que puede llenar una posición aparentemente vacía desde la que contemplar jirones de

una ciudad, la nuestra, entrevistos desde la lejanía como algo irreconocible y, por lo tanto, prestos a

ser contemplados y entendidos por vez primera. El monstruo, pues, como estimulante tercera

presencia más allá de los lugares, objetivos y subjetivos, de lo humano y que marcaría entonces una

nueva posición, un nuevo lugar en la trigonometría de las miradas con que abrazamos el mundo que

nos rodea; un nuevo ángulo desde donde contemplar el espacio cotidiano de otra manera, ese

espacio sobre el que se cierne el ominoso pero estéticamente necesario peso de una amenaza que es

la amenaza de la destrucción de todo lo conocido. Pues lo que define al monstruo es su liminaridad

ontológica, como nos señala J.J. Cohen:

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Because of its ontological liminality, the monster notoriously appears at times of crisis as a

kind of third term that problematizes the clash of the extremes –as “that which questions

binary thinking and introduces a crisis”11

Ese monstruo que cuestiona el pensamiento binario e introduce una crisis permanece, como

señala Cohen, velando en las fronteras de lo posible. Y ese es justo el lugar en el que hemos querido

descubrirlo ahora. Quiere, por otra parte, la tradición que todo monstruo atesore una revelación que

ofrecer, y el monstruo sólo puede ofrecerla de un modo, el único que conoce, a través de su único

argumento, que es el argumento de la destrucción. En este sentido, las desviaciones anteriormente

apuntadas con respecto a todos los cánones representativos, a las que hemos dedicado este prólogo

introductorio, se entenderían, entonces, desde aquí como otras tantas marcas de lo monstruoso,

dislocaciones en ese juego especular con que aprendemos a mirarnos de lejos a través de sus ojos

bañados por la luz de la exclusión y la distancia. Hablemos, pues, de eso monstruoso que, con sus

contornos gigantescos, limita y define nuestra figura humana ante el telón de fondo del infinito.

* * *

11 “A causa de su liminaridad ontológica, el monstruo destaca por aparecer en momentos críticos como una suerte de tercer término que problematiza el choque de extremos: como «lo que cuestiona el pensamiento binario e introduce una crisis»”. COHEN, J.J, Monster Culture (Seven Thesis), pág 6. En el texto entrecomillado, Cohen cita a Marjorie Garber, Vested Interesats: Cross-Dressing and Cultural Anxiety (New York: Routledge, 1992), 11.

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Ilustraciones 3-10. Asako Narahashi, Half Awake and Half Asleep in The Water (fotografías, 2003)

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PARTE 1. FIGURA Y FONDO COMO ELEMENTOS DE RETORICA VISUAL EN EL

CINE. UNA APROXIMACIÓN

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1. FIGURA Y FONDO, MODOS DE APREHENSIÓN DEL RELATO VISUAL

1.1 De la pintura al cine

De hacer caso a Pierre Schneider, el fondo de una imagen es “aquello que hay cuando ya no

hay nada detrás”, salvo el vacío, el soporte mismo del cuadro.12 El soporte, nos dice el autor

francés, sirve de fondo; pero no es el fondo. ¿Qué es, pues, el fondo? La respuesta del autor no nos

llega de inmediato; no lo hace, al menos, de una forma clara. Antes de descifrarnos su contenido,

nos enteraremos, en enigmático giro, de que el fondo es algo que sólo la propia imagen aporta: “le

fond ne se fait fond qu’en contact avec la figure” (SCHNEIDER: 2001, 14). El fondo es “exhalaison,

voire une exsudation spécifique au genre humain” (SCHNEIDER, 2001: 14); algo, en todo caso, cuyo

contacto, según el autor francés, “no aprecian demasiado las figuras”; en consecuencia, será tarea de

la representación, encarnada en el pintor, el interponer una serie de planos intermedios entre ambas

entidades para garantizar que la figura queda inscrita en un lugar que justifica y define

simbólicamente su existencia, una realidad pictórica entendida como red simbólica en la que la

figura puede tener lugar. Será tarea del pintor, pues, dar cuerpo a esa necesidad de la figura e

inventar esos planos intermedios que no son, claro está, sino decorado; montañas, un muro, un

campo de césped sobre el que se recortan los personajes. En la constitución de ese arrière-plan se

estará formulando, pues, plenamente el cuadro como cuadro, como teatralizada mise-en-scène,

soporte y entramado del significado; son esos planos intermedios los que dotarán de espesor

narrativo y simbólico a la figura hasta entonces aislada como ente principial de lo narrativo.

12 SCHNEIDER, P. Petite histoire de l’infini en peinture. Paris, Hazan, 2001.

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Schneider no se conforma, sin embargo, con establecer el sentido de ese arrière-plan, que

rápidamente, y de modo sorpresivo para el lector, caracteriza como... figura. Pues no son otra cosa

esos estratos interpuestos de imagen sino figuras, grandes figuras inventadas por la necesidad de

narrar que, al aproximarse al fondo, tienden a ser coextensivas al mismo hasta cubrirlo y, de ahí,

como el propio autor francés se encarga de recordarnos, a excluirlo. Sería fácil confundir arrière-

plan y fondo (más de una vez la representación, en un poderoso juego de autoconciencia, jugará a

confundirlos y a confundirnos con ellos). Pero, como insiste Schneider, no hay que olvidar que el

arrière-plan es siempre una figura; falso fondo, telón escenográfico encargado de sustituir el

soporte material de la imagen, que en la representación clásica se acogerá a las leyes de la

perspectiva para cumplir mejor su cometido de velar la existencia de un vacío exterior al cuadro. Se

trata, pues, de un subterfugio, podríamos decir, un parapeto para evitar entrar en contacto con lo

irrepresentable, con aquello indefinido que encarna el fondo entendido como entidad sin fin cuyo

contacto con la figura sólo podría ser inevitablemente destructor a efectos de la trama argumental

que se pretende sostener a través del cuadro. Diremos, como precisión de vocabulario, que

Schneider propone denominar “fons perdu” a ese fondo sin fondo ni final, a ese espacio en el que

no hay representación ni es representable, y que no es otra cosa que un abismo.

1.1.2 Grund/Abgrund

La lengua alemana juega con el sonido y sentido de dos vocablos muy próximos como son

Grund (“fondo”) y Abgrund (“abismo”), a los que Schneider se refiere como equivalentes e

intercambiables con su propia dupla conceptual arrière-plan/fons perdu y cuyo paralelismo

aprovecha a menudo a lo largo de su texto para esbozar su argumentaciones alrededor de los autores

objeto de su estudio. En ese Abgrund terminaría por comparecer una profundidad ilimitada, un

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desbordamiento de espacio crudo y vacío sobre el cual daría la impresión de que “elles (les figures)

sont en perdition” (SCHNEIDER: 2001, 16). Schneider pone como ejemplo los fondos sin fondo del

arte cristiano del medioevo, asociándolo justamente con la idea de que el dogma cristiano propone

la encarnación de lo infinito en lo finito. Y de eso justamente se trata, puesto que lo que está

buscando el autor francés son los modos en que se opera, dentro de un contexto finito como es el de

la imagen en su marco, la transubstanciación de ese espacio finito en uno caracterizado por la

infinitud. Pues, como él mismo ha observado, certaines images ont la capacité de recevoir en elles

l’estampille de l’infini (SCHNEIDER, 2001, 19). Será el caso de la imaginería medieval teocéntrica y

también, una vez se haya impuesto y evolucionado siglos después, en el Renacimiento, un sólido

espacio perspectivo de carácter antropocéntrico, el de un imaginario posrenacentista donde el

abismo empezará, si no a tener cabida (pues, propiamente hablando, el abismo no puede tener

cabida), sí a filtrarse y a gotear por las rendijas de la representación fuertemente suturada de la

mirada clásica. Comparece, pues, en Schneider la mecanicista visión teleológica, propia de las

teorías formalistas del arte, de la historia de un medio entendida como el trayecto protagonizado por

una representación tridimensional que se levanta contra un muro de abstracción y vacío para, tras

experimentar un período de fuertes tensiones y una progresiva fragmentación del coherente cosmos

representacional del clasicismo, asistir, con la llegada de la modernidad, al desplome de sus figuras

y al desmoronamiento de la ilusión de profundidad, con la consiguiente precipitación final de toda

la carga proyectiva simbólica de la pintura en la superficie de la imagen. Pues la pintura, como

oportunamente nos recuerda J. L. Brea, es ante todo una cuestión de superficie, y de hecho no puede

ser otra cosa (salvo que se la quiera dotar de una ilusión de profundidad que, en última instancia, no

sería más que eso, ilusión) y en esa superficie es donde finalmente se juega toda su energía

simbólica.13 Frente a esta superficialidad esencial de lo pictórico, la fotografía y el cine son, en

cambio, artes esencialmente basadas en una representación de la profundidad que vive anclada en el

13 BREA, J. L. “El inconsciente óptico y el segundo obturador. La fotografía en la era de su computerización”.

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corazón de su dispositivo (pues ambas parten de la cámara, un aparato mecánico naturalmente

dotado de estructuración perspectiva): su tarea será, en todo caso, dibujar diferentes modalidades

de, por así decir, encajar esa profundidad inherente a su medio en el seno de su peculiar proyecto

narrativo.

1.1.3 ¿De dónde viene la locomotora Lumière?

Consideremos, pues, la historia del cine desde esta línea de análisis basada en las relaciones

figura-fondo. Se sabe cuándo y a dónde llegó el tren Lumière; nadie explica, sin embargo, de dónde

procedía ese mítico tren. ¿Lo que estremeció a los espectadores era la posibilidad que el tren

surgido de la nada los arrollara, o el reflejo procedente del desconocimiento de su lugar de origen?

Plausiblemente, ninguno de ellos debió pensar ni por asomo que detrás del lienzo blanco colgado en

mitad de la sala había vía alguna, y que esa vía conducía a algún lado. Posiblemente, y como a

menudo se ha señalado, la tan comentada reacción de inquietud no fuera más que un puro reflejo

pasajero ante la súbita aparición de una imagen a gran escala: no fue el tren el que los asustó, sino la

propia imagen como fenómeno. Pero la aceptación del pacto narrativo que de manera instantánea la

película propone a sus espectadores (pacto que fue también pacto perspectivo, puesto que la toma,

como se ha comentado hasta la saciedad, propone un canónico despliegue espacial de lo que luego

serían las escalas convencionales de planos en los tratados cinematográficos), la repentina creencia

en ese fragmento visual en bruto que la pantalla arrojó a la visión de los espectadores –sin creencia,

no hubiera existido susto–, esa creencia debió, de un modo u otro, fundamentarse en la difusa

percepción según la cual, más allá de esas figuras y ese fondo perfectamente reconocibles, había

“otro fondo”, algún espacio –aun mental– en el que ubicar el origen de la experiencia. ¿Hubo, pues,

www.joseluisbrea.net, archivo pdf, 2006.

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en el fugaz sobrecogimiento de los ciudadanos parisinos de finales del XIX una lejana intuición de

un insondable Abgrund sobre el que las imágenes de la pantalla levantaban su muro de ficción?

Lo cierto es que, en la filmografía de fragmentos de realidad levantada por los Lumière, no

se observan ejemplos en los que el fondo (arrière-plan) de la imagen deje huecos en la

representación. Todos los fondos están llenos, y todas las tomas cuidadosamente encuadradas para

que el fondo tenga una participación absolutamente figural dentro del espectáculo. De hecho, esto

se hace presente incluso en los títulos de las películas, que continuamente adoptan la estructura

binaria figura-fondo: “Llegada del tren a la estación”, “Salida de los obreros de la fábrica”. Los

dos polos de la representación quedan cuidadosamente establecidos incluso en la letra que ha de

servir para orientar al espectador que acude a contemplar las películas. No quieren dejar huecos los

Lumière, no hay en sus películas agujeros posibles en la representación por donde pueda infiltrarse

otro espacio que el puramente narrativo. No hay un espacio de atrás, un espacio para la abstracción;

una férrea sutura une la figura a su paisaje, el cuerpo y el fondo al que ésta debe permanecer sujeto.

El impulso documental de los Lumière se vehicula mediante un tiránico régimen narrativo que

busca el efecto de realidad en el maridaje indisoluble entre figura y fondo (efecto que finalmente

brota gracias a armas fotográficas paralelas, como son la fragmentación o ese inconsciente óptico

benjaminiano que convierte cada gesto azaroso de la figura, cada mirada a cámara, en otros tantos

poderosos significantes de realidad). Hay en los Lumière una gran conciencia del papel que el fondo

desempeña como recurso narrativo vertebrador, como imprescindible barrera artificial que el ser

humano interpone entre sí mismo, representado especularmente en su peripecia individual o

colectiva en las acciones del cuadro, y ese vacío irrepresentable y sin forma de Lo Real, que es lo

que existe más allá de la frontera de lo humano, aquello cuya representación no puede existir

porque carece –aún– de escala para ser mostrado. Un paso antes de entrar en ese territorio

trascendente en el que el sentido dejaría de operar, nos dice Schneider, la representación jalona ese

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final levantando una barrera: una cortina de árboles, una cadena de montañas envuelta en un

luminoso cielo de atardecer, el muro de una habitación. Tras ellos, nada. Estos tres ejemplos

tendrían en común el ser, en última instancia, puro decorado teatral para el desarrollo de “la

acción”: el fondo es el subterfugio de la narración, el cañamazo que permite que la agitación de las

figuras se convierta en historia (aunque ésta sea "documental").

En este aspecto, no tendría sentido, como se ha dicho ya desde múltiples perspectivas

teóricas, la dicotomía entre cine narrativo y documental tradicionalmente representadas por Méliès

y Lumière. En ambos existiría ese mismo miedo al vacío, esa misma conciencia de fondo: del

maridaje entre figura y fondo es de donde debe surgir la magia, sea documental –chispazos de

realidad fragmentada apresados al vuelo por el ojo lumière– o monumental –esa construcción

deliberada, pero no menos teatral que la otra, de una narración a base de coser las figuras a un fondo

primorosamente modelado en filigrana de lona y pasta de papel. La clave será realista o fantástica,

pero una misma fantasmagoría es compartida por ambos: se trata de hablar del hombre, de decir el

hombre que se puede cerner, frente a otro polo que es el de un fondo que, como quiere Schneider,

está allí para expresar lo Otro, lo ilimitado, ya sea en su forma domesticada y mensurada (arrière-

plan) como en su desbocada y chirriante penetración por las costuras de la representación

(abgrund).

Ilustraciones 11 y 12: El fondo es relato: Lumière y Meliès.

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Lo que aquí da comienzo es una historia de frágiles equilibrios, que, pese a su inicial

anclaje común en en el anudamiento figura-fondo, no iba a tardar en encontrar grietas, estallidos,

vértigos, por los que filtrarse hacia el patio de butacas. Será ya en uno de los primeros jalones

históricos del cine silente cuando el abgrund empiece a insinuar su presencia; al ver aparecer ese

pistolero de Asalto y robo a un tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1903) apuntando

en franca e irredimible frontalidad al espectador, éste no puede asirse a fondo alguno que lo

devuelva a la trama.

Ilustración 13. Icono sin fondo: el primer plano del bandido en Asalto y robo a un tren (1903)

Desgajado del tejido narrativo del film, el bandido flota en ese espacio indeterminado y sin

tiempo que es el espacio del icono. Y qué decir de La pasión de Juana de Arco (La Passion de

Jeanne D’Arc, C.T. Dreyer, 1924), en la que el blanco abisal de la pantalla parece asomar por vez

primera ante el estupor del espectador, que asiste atónito a un fantasmal e interminable desfile de

figuras sin fondo luchando por mantenerse en un ilimitado espacio en crudo que tan sólo se sostiene

en el acrobático filo de una loca idea de montaje a la que el cineasta se aferra en desesperado pulso

con lo abstracto. Nunca como entonces se había visto tan descarnadamente en una pantalla

cinematográfica el asedio de lo infinito a lo finito, de lo ilimitado en explosivo y visceral combate

con el límite del contorno, la figura, la forma. Dreyer, por primera vez, hizo plenamente visible en

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términos cinematográficos ese enfrentamiento de lo limitado, la figura, con ce vide que l’homme

transporte avec lui où qu’il aille (SCHNEIDER: 2001, 22). Con Dreyer retorna el fondo perdido de la

era bizantina, como metáfora de lo ilimitado.

Ilustraciones 14 y 15: La pasión por el fondo sin fondo en Dreyer.

1.1.4 Keaton y el fondo intercambiable

La historia del burlesque es, en buena medida, la historia de un permanente desajuste

(también en términos de escala) entre figura y fondo, una incomodidad esencial en el

entrecruzamiento del cuerpo y un espacio que nunca termina de acogerla bien del todo. Todo sucede

como si, en cierto modo, el fondo desconfiara de la figura, quien a toda costa pretende entregarse a

él sin lograr la esperada fusión exitosa con un espacio que le ofrezca acogida simbólica en su seno.

Uno de sus máximos ejemplos sería, sin duda, el arte de Buster Keaton. De la tenaz voluntad de

Keaton por conquistar el espacio en celérica ceremonia de comunión imposible con el fondo,

convertido éste en gigantesco eco, en descomunal e insondable grund que le da la espalda al

personaje, surge la metáfora de un mundo en total desproporción con el hombre (une monde à la

démesure de l’homme, como titulaba un artículo sobre el cómico el crítico francés Thierry

Cazals)14, un mundo que rechaza al intruso tal y como un cuerpo rechazaría un órgano injertado.

Keaton es un prototipo de cuerpo extraño enzarzado en desigual lucha con las huestes de

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anticuerpos que el organismo (social, comunitario) le envía (aunque, en su feroz multiplicación,

sean en realidad los otros el virus en proliferación parásita). Del esfuerzo no siempre eficaz de esa,

en feliz expresión duchampiana, máquina soltera por hallar un lugar en el decorado brota la semilla

del extrañamiento keatoniano, una de las más virulentas batallas entre figura y fondo jamás vistas

sobre una pantalla cinematográfica. Lo señalaba Thierry Cazals en Cahiers du Cinéma: Keaton es el

reflejo del ser que no puede resolverse en el simple juego de las apariencias: vestimentas, rituales,

trayectorias, épocas, son motivos intercambiables, nunca definitivos (CAZALS: 1987, 27). Vemos

ahora que esa precariedad de los signos a menudo es coreografiada, y puede leerse, como una

perenne confrontación entre figura y fondo, impregnada de una incesante indefensión, una

interminable sensación de peligro que se cierne sobre el protagonista y que es el eje sobre el cual se

levanta su obra. Lo mismo da que el espacio se le vuelva súbitamente sólido e impenetrable (como

cuando se arroja de cabeza a lo que cree que es un lago pero que en realidad no es más que un burdo

decorado pintado que acto seguido se derrumba pesadamente atrapando en sus repliegues al

personaje; la zambullida en trompe-l’oeil es una de sus figuras de estilo más consolidadas), o que,

tal y como sucede en la celebérrima El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr.1924), la supuesta

solidez de la pantalla blanca en la sala cinematográfica se convierta, para el fantasma keatoniano

que inopinadamente la penetra, en un puro fluir de espacios perpetuamente mudables, espacios en

cascada perfectamente realistas y habitables en los que Keaton quedará atrapado en una incesante y

sisífica caída, una y otra vez y sin posibilidad de anclaje. La física keatoniana parte del motivo

visual de la caída en el fondo, y de ahí que sus acciones, como nos recuerda Cazals, no cuadren con

los decorados, los cuales siempre se transforman siguiendo otro ritmo, otras leyes, exteriores al

intruso. Keaton introduce, mediante ese otro ritmo, convocando esas otras leyes que sólo pueden

ser las de una escenografía gulliverizadora y amenazante, la perplejidad de la figura cuya vivencia

del fondo que la consiente es la de un impenetrable misterio, una densa y prolija acumulación de

14 CAZALS, T. “Un monde à la démesure de l’homme”, en Cahiers du Cinéma, n. 393. febrero de 1987, págs. 26-31.

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capas de sentido en perpetua y enigmática transformación (ver The Playhouse, 1921). Y es que en

Keaton, como señala Cazals, el espacio-tiempo es inhabitable, un universo de locos en el que en

modo alguno puede llegar a cumplirse ese ideal de irónica modestia defendido por Georges Perec,

para quien vivir sería “pasar de un espacio a otro sin golpearse”: al Keaton-figura le es imposible

pasar de un espacio a otro sin golpearse. Por mucho que se envuelva en un espectacular y muchas

veces milagroso manto de indestructibilidad, como a menudo le sucede, el impacto contra el fondo

le acecha en el fondo de cada plano, aunque una y otra vez invoque el imposible azar que quebranta

la norma y, preservando su intocabilidad, convierte su presencia en el plano en toda una celebración

de la excepción como gran misterio de la existencia. Y cuando el tránsito entre espacios es

dominado con éxito y pleno control, como en aquella célebre transición de Seven Chances

comentada por Cazals en la que sencillamente se sienta al volante de su coche y deja que el fondo

se transforme de espacio de partida en espacio de llegada, sigue siendo esa fluidez del fondo signo

de precariedad, pues en cualquier momento esa misma ductilidad que ahora le ha sido favorable,

plegándose a sus deseos, puede volverse irónicamente en contra suya, y sacudírselo de encima,

expulsándolo una y otra del fondo como quien se encoge simplemente de hombros para espantar

una mosca, que es justo lo que sucede en el ya citado vendaval de oníricos cambios de plano en El

moderno Sherlock Holmes.

Ilustraciones 16-18: Los riesgos de la trans-figuración del fondo en El moderno Sherlock Holmes

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Significativamente, en Keaton se dan cita la ruptura onírica de escala (tragedia de la

desmesura) con el tema lacaniano del trampantojo, que, siguiendo los términos rectores de este

trabajo, podríamos caracterizar ahora como precario grund protector que, lejos de afianzarse como

un decorado seguro, anuncia declaradamente su propia fragilidad y su condición de delgada pantalla

que nos separa de lo Real, en un trayecto recorrido en clave cómica entre el espacio de las figuras y

ese abgrund por una vez invocado de manera jocosa en el inimitable arte keatoniano. Increíble

pánico de la figura que, llegado el clímax del peligro, no tiene más remedio que entregarse con los

ojos cerrados al fondo y a todo lo que éste encierra en su inverosímil condensación de capas y más

capas de peligros en cascada: ese plano secuencia que sigue el trayecto de Keaton sobre una

motocicleta que nadie conduce y sobre la que se enrosca sin querer ver ni oír nada para no descubrir

eso que el fondo le depara, la amenaza muy real que el fondo suspende sobre su precariedad física.

1.1.4.1 La desmesura como eje de la relación entre figura y fondo: el ejemplo de El

navegante (1924)

Si invocamos aquí repetidamente la figura de Keaton es porque su concepción del espacio

vive casi permanentemente enraizada en la desmesura. Como señala Thierry Cazals,

“Keaton est l’arpenteur de la démesure, alors que Kafka est celui de l’absurde, de la distrâce. La démesure, c’est ce fossé inherent a notre manifestation individualle dans un monde plein de forces gigantesques et contradictoires. La force de Keaton, c’est, alors que tout s’y oppose, de prendre parti pour l’individu” (Cazals: 1987, 29)

De entre todos los tropos endiablados que pueblan su densa geografía creadora, Keaton

entendió que la desmesura era el más fructífero para entender la relación entre la figura y el fondo,

esto es, entre el individuo y el mundo. Es así como en The Navigator (1924) construye una

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descomunal metáfora sobre la incipiente vida en común de Rollo (Buster Keaton) y Betsy (Kathryn

McGuire), una bisoña pareja de ricos herederos abandonados a su suerte en un gigantesco barco a la

deriva (el Navegante que da título a la película). Obligados a valerse por sí mismos sin ayuda de

criados ni familia, los dos protagonistas iniciarán un cómico viaje a la miniaturización de sus

personas en la que espacio y objetos, fuera de escala, crean una compleja red de obstáculos que

dificultan realizar las acciones más triviales: hervir un huevo para el desayuno se convierte en un

épico gesto de exploración de las profundidades insondables de una cacerola, en una imagen parece

resumir la propia deriva argumental del film, en la que Keaton y su pareja serían los huevos y, el

“Navigator”, la descomunal cacerola en la que se pierden en sus trayectos:

Ilustración 19. La desproporción doméstica keatoniana

La sucesión de gags regresa una y otra vez a este desajuste fundacional, en el que el espacio

ve súbitamente amplificadas sus proporciones y, con ello, la figura se ve obligada a mantener una

encarnizada lucha por encontrar su lugar en el nuevo contexto. El individuo parte siempre en (casi)

insalvable desventaja; su misión será la de resolver esa desventaja a través de la astucia, el ingenio y

la proeza física.

Así, la aventura básica de procurarse el alimento se encuentra, primero, con la constatación

de un gran y resonante vacío, cuando Buster todavía no sabe que en el inmenso navío no hay nadie

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más que él y su futura esposa, y espera en vano que le atiendan en el restaurante vacío de cubierta, y

el posterior encuentro con una sobredimensionada cocina en la que cuchillo y tenedor adquieren

proporciones tan ciclópeas como inmanejables :

Ilustraciones 20 y 21: Vacíos escenográficos e instrumentos gigantescos en El Navegante

El paroxismo de esta pesadilla de rupturas de escala llegará cuando, para intentar dar

alcance a un posible barco salvador, Buster decide perseguirlo a remo en una barca… atada a la

proa del mastodóntico Navigator, en donde se encuentra su expectante pareja Betsy. Las dos

maliciosas imágenes que, en sucesivos planos cada vez más generales, muestran al espectador su

esfuerzo inconcebiblemente absurdo son uno de los mapas más delirantes de la microscópica

condición humana versión Keaton: lo íntimo y lo ínfimo van, en Keaton, indisolublemente ligados..

Ilustración 22: La barca diminuta intentando arrastrar al buque de carga en El navegante

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Se da en The Navigator un inicático viaje de aprendizaje por un espacio extrañado que

arranca con el encuentro a bordo de la pareja (ambos, por diferentes razones, han entrado de noche

en el barco sin saber que el otro estaría allí). Su encuentro acontece después de que, al amanecer,

empiecen a sospechar que en el inmenso barco a la deriva hay alguien más; tiene lugar entonces

una persecución inconsciente, una alocada carrera que ambos mantienen dando vueltas en círculo

sin encontrarse por las elongadas perspectivas del puente, en la que sus figuras entran en un cíclico

y mecánico bucle de aumento-disminución de tamaños, en dos planos simétricos que configuran un

surrealista recorrido sin fin donde la figura se lanza una y otra vez en desbocada carrera hacia el

fondo para volver a empezar, tratando de encontrar un sentido al trayecto a través de las líneas de

fuga de la perspectiva, en un recorrido que sólo finalizará cuando abandonen esta perspectiva

infinita y, tomando un desvío lateral, rompan finalmente la cinta de Moebius en la que han

convertido la persecución. Es como si Keaton quisiera recordarnos que en modo alguno la línea

recta tiene por qué ser el camino más corto entre dos puntos, y tal vez sea, en realidad, el modo más

rápido de avanzar en círculo:

Ilustraciones 23 y 24: El bucle sin fin de los personajes buscándose en El Navegante

(1924)

1.1.5 La distorsión del espacio

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Al soñar en sintonía con la surrealista ruptura de escala, y usando la perspectiva como

pasadizo onírico hacia otra realidad, el cine de Keaton mostró inquietudes paralelas con una

tradición que había visto ya la luz en clave historietística a principios de siglo, en la magna obra de

Winsor McCay, Little Nemo In Slumberland, como faro conceptual. Las páginas de este fundacional

viaje por los sueños de un niño están repletas de ejemplos en los que las figuras se expanen y

terminan por dominar el espacio mismo, deformando todas las claves perspectivas; o imágenes en

las que el entorno físico, el fondo de la imagen, se convierte en un personaje más, un elemento vivo,

que respira, vibra y aletea siguiendo los dictados de la más pura de las libertades oníricas; en Little

Nemo, las viñetas alrededor del pequeño soñante parecen anamorfizarse y plegarse a los designios

de un espacio siempre multiforme y cambiante. Y esa tentación de la anamorfosis, pese a la

diferencia de medio, se contagiará fácilmente al espacio cinematográfico, en especial en la obra de

los grandes cómicos, con Keaton a la cabeza de la vanguardia.

Analistas como J.P Telotte se han encargado de señalar que en las obras de McCay, pionero

esencial de la arquitectura de lo fantástico tal y como la entiende el siglo XX, aflora una

sensibilidad de enorme calado vanguardista, que, más allá del ornamentalismo barroco con que

viste a sus ficciones, hace de las obras de McCay un potente precursor de eso que el estudioso del

arte y la arquitectura modernas Anthony Vidler denomina warped space, esto es, un espacio

distorsionado característico de la modernidad y que paulatinamente deja de regirse por las leyes de

la representación tradicional.15

15 TELOTTE, J.P. “Winsor McCay’s Warped Spaces”, en Screen 2007 48, págs. 463-473.

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El modo en que las viñetas de Little Nemo abren ese espacio distorsionado, forzando hasta

el límite e incluso desbordando los espacios de la viñetqa (y que el crítico Thierry Smolderen define

como un “espacio fluido, en perpetua transformación y completamente inmersivo”),16 tiene mucho

que ver con la naturaleza construida del espacio fílmico (TELOTTE: 2007, 463). Ese espacio lleno de

tensiones que estalla en el cine de Keaton no está lejos del espacio completamente moldeable e

inmersivo que conforma el espacio de la obra de McCay, trazando un vasto y apasionante mapa de

las relaciones conflictivas entre la figura y el fondo.17

Ilustraciones 25 y 26: Distorsiones de la figura invasora del espacio y rupturas de escala en Little Nemo in

Slumberland. Viñetas publicadas el 23 de setiembre de 1903 (izq) y el 15 de setiembre de 1907 (der).

16 SMOLDEREN, T. en Little Nemo, 1905-2005: un siglo de sueños. Madrid, Ediciones Sins Entido, 2005. 17 No debe olvidarse, asimismo, que McCay es uno de los predecesores claros del mito que vertebrará las siguientes páginas de este trabajo: el monstruo gigante. Tanto por sus avanzadas y pesadillescas visiones en formato de viñeta de Dream of the Rarebit Fiend (en la que aparecen múltiples seres de dimensiones colosales) como en sus cortos de animación, tanto la fundacional Gertie¸ The Dinosaur (en la que McCay aparece, en imagen real, dialogando con el dinosaurio en la pantalla, y miniaturizándose para entrar a formar parte de su dimensión fantasiosa, como en la menos conocida The Pet (1921), que describe el hallazgo, por parte de una familia, de un indeterminado animal doméstico que, inexplicablemente, empieza a crecer y termina adoptando proporciones alarmantes y sembrando el caos y la destrucción en la ciudad, en una clara prefiguración de motivos esenciales para el género de los monstruos gigantes.

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Ilustración 27. La distorsión del espacio según Winsor McCay, y un claro antecedente de la iconografía de los monstruos gigantes: fotograma del corto de animación The Pet (1921), perteneciente a la serie Dreams of

the Rarebit Fiend

1.2.El binomio figura-fondo frente al discurso de la perspectiva

Antes de seguir profundizando en la cuestión del binomio figura-fondo, es preciso hacer un

aparte y recordar que ésta, como se encarga de señalarnos Rudolf Arnheim, no es en realidad sino

un caso extremadamente simplificado –el caso más elemental de todos– de entre las múltiples

posibilidades existentes a la hora de representar el espacio en las artes visuales.18 El problema de

representar artísticamente los objetos en el espacio y de crear relaciones espaciales verosímiles que

sugieran en el espectador la impresión de espacio ha sido abordado desde toda clase de posiciones

teóricas, desde las que entienden la cuestión como una pura problemática técnica para dibujantes y

pintores hasta quienes recorren el vasto territorio de las implicaciones filosóficas que se abre para

quien quiera efectuar una lectura en clave hermenéutica de los modos de representación espacial

(encabezados por ese texto fundacional que es La perspectiva como «forma simbólica» de Erwin

Panofsky y las relecturas que desde el terreno fronterizo entre el arte y el psicoanálisis han

elaborado al respecto teóricos como Hubert Damisch19 o el propio Jacques Lacan.20 La perspectiva,

esa disciplina “a mitad de camino entre la geometría y la filosofía”, como señaló ya a finales del

18 ARNHEIM, R. Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador. Madrid, Alianza Editorial, 2002. 19 DAMISCH, H., El origen de la perspectiva. Madrid: Alianza Forma, 1997.

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siglo XV Cristoforo Landino,21 abre el recorrido por las relaciones entre figura y fondo a una

dimensión nueva, sobre todo teniendo en cuenta que nuestro principal campo de análisis elegido, el

lenguaje cinematográfico, conlleva la carga añadida de que la representación del espacio en el cine

difiere radicalmente en muchos aspectos de los usos y modos establecidos en las artes basadas en la

imagen fija, que nos ha proporcionado algunos de los principales instrumentos de análisis a lo largo

de estas páginas. Sabedores del conflicto que esconde todo intento de interdisciplinariedad en esta

dirección, preferimos asumir el riesgo: con todos los desajustes que puedan producirse, las miradas

de un campo a otro nos parecen un terreno fértil y no exento de sorpresas. En todo caso, preferimos

dejar interrogantes abiertos que limitarnos a no plantearlos.

1.2.1 El discurso de la perspectiva en el arte a lo largo del siglo XX

La crítica de arte ha dibujado con extraordinario detalle la capacidad de atracción, y hasta

de fascinación, que puede tener un cuadro construido en perspectiva. La técnica perspectiva,

elaboración de origen geométrico que sirvió a los pintores del Renacimiento para elaborar un

esencializado modelo representativo fuertemente idealizado y basado en la disminución de tamaño

de los elementos en función de la distancia, así como en la confluencia de unas líneas de fuerza en

un centro imaginario situado en el infinito, ha sido objeto de análisis a menudo contradictorios y

llenos de tensiones irresueltas, pero siempre capaces de suscitar toda clase de reflexiones en el

lector que se acerca a ellos. Destaca, en tiempos recientes, el extenso y absorbente análisis de

Hubert Damisch acerca de las enigmáticas tablas de Urbino (también llamada La Città Ideale),

Baltimore y Berlín, en las que, según el autor, eso que damos en llamar “misterio pictórico” alcanza

20 La estudiosa Margaret Iversen señala Los cuatro conceptos fundamentales del psicanálisis y el Seminario XIII como textos esenciales para abordar el tema de la perspectiva desde Lacan. 21 IVERSEN, M. “The Discourse of Perspective in the Twentieth Century: Panofsky, Damisch, Lacan”, en Oxford Art

Journal 28.2 2005.

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unas deslumbrantes cotas de abstracción y intangibilidad. Pero el horizonte crítico para hablar de

perspectiva en el siglo XX se abre con la obra fundacional de Panofsky, y su idea de que la

perspectiva geométrica renacentista, más allá de un mero recurso técnico para imponer el realismo

en la representación, es una verdadera “forma simbólica” cuyas implicaciones lo convierten en un

anticipo de la concepción racionalizada del espacio de Descartes, entendido como extensión

infinita, así como de la revolución epistemológica kantiana (Iversen: 2005, 196). Para Panofsky,

con la perspectiva llega la autoconciencia reflexiva acerca de la relación de la mente con las cosas y

acerca de la naturaleza del arte como cuya esencia misma reside en esa relación, y no en su supuesta

capacidad de imitar una realidad preexistente (Iversen: 2005, 194). De ahí que el estudio de

Panofsky trascienda su aparente temática y se convierta, como señala Iversen, tras establecer

fuertemente la divisoria entre dos modos esenciales de perspectiva, Antigua y Renacentista (o

Moderna), en un paradigma para el estudio del arte en general. La perspectiva, como señala Iversen,

“anuncia o anticipa la moderna concepción del espacio, que es una sustancia homogénea e infinita”.

La operación fundamental de la perspectiva renacentista sería tomar el material en bruto de los

sentidos y modificarlo sistemáticamente, organizándolo y unificándolo alrededor de un único punto

de fuga. Un férreo sistema de jerarquías estructuraría entonces los datos visuales, estableciendo los

tamaños aparentes de los objetos según la distancia a la que se encontraran de dicho punto de fuga,

y en función de una proyección imaginaria sobre una superficie que sería la del cuadro, determinada

por el punto de vista del observador. Frente a este hallazgo que permitió que las artes visuales

dieran un gigantesco salto conceptual a partir del renacimiento, la perspectiva Antigua quedaría

caracterizada por el intento de hacer existir únicamente el espacio como una serie de dimensiones

adheridas a unos objetos que habitarían el vacío. La perspectiva antiqua buscaría, entonces, ser más

fiel a la verdad de la percepción que la Moderna, que conformaría los objetos en función de un ideal

matemático fuertemente esencializado y que cumple la paradójica misión de crear realismo a partir

de un modelo teórico ideal que no se corresponde con exactitud a la percepción del ojo. Los torpes

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intentos perspectivos de la antigüedad serían, desde este punto de vista, un intento ingenuamente

mimético y “precrítico” de establecer una relación perceptual por el mundo (Iversen: 2005, 196). La

perspectiva renacentista, nos dice Panofsky, no es propiamente mimética sino constructiva.22

Al tratar el fundacional salto conceptual de Panofsky, para quien, no lo olvidemos, la

perspectiva es forma simbólica, el teórico británico Hubert Damisch, en su obra El origen de la

perspectiva (1997), caracteriza la perspectiva como una teoría o modelo epistemológico encarnado

materialmente; como señala M. Iversen, “un modo de reflejar nuestra relación con la

representación”. (Entre Panofsky y Damisch, recordémoslo, media una figura: la de Jacques Lacan).

De ahí que para Damisch el tema de la perspectiva implique posicionar un “yo” frente a un

correlativo “tú”. Sería, pues, la perspectiva un tipo de pensamiento visual en sí mismo, un

pensamiento autorreferencial y autónomo que entabla un diálogo entre obras artísticas,23 y que se

caracteriza por analizar el efecto de el dispositivo de representación sobre el sujeto. Para Lacan, la

perspectiva es una red geométrica que postula un eje trascendente para la mirada, reducida a un

único punto; y como tal, la perspectiva sujeta, seduce, atrapa. Como señala Iversen, en el

planteamiento teórico de Damisch anida la idea de que eso que para Panofsky es “forma simbólica”

(esto es, principio reflexivo sobre la realidad a través de un proceso analítico del ojo que mira)

sería equiparable a la idea de “orden simbólico” para Lacan, esto es, el elemento mismo instaurador

de la realidad, la ley del Padre; equiparación que para Iversen constituye un exceso –y que tal vez lo

sea– pero que a efectos del presente trabajo nos parece enormemente sugestiva e iluminadora.24 La

crítica de Iversen a Damisch reside en que éste parece querer conciliar a toda costa la idea lacaniana

22 Interesa retener esta diferenciación entre un espacio definido por las impreiones sensoriales inmediatas, primitivo, carente de reflexividad, y el espacio racionalizado del mundo perspectivo renacentista, porque precisamente este conflicto, a nuestro modo de ver, reaparecerá en el género fantástico, y en concreto en el objeto de nuestro estudio, el cine de monstruos gigantes. 23 Como señala Iversen, lo que hace Damisch es aplicar al arte figurativo las categorías de autonomía y autorreferencalidad propias del análisis del arte abstractol.

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de que la perspectiva nos mantiene sujetos, seducidos, atrapados, mientras que para Panofsky la

perspectiva era el logro mismo que permitía la existencia de un momento reflexivo ante el cuadro.

Pero es que tal vez esa mezcla extraña y algo tensa entre seducción participante y reflexión

distanciadora sea la esencia misma de toda escritura sobre cine. Y, desde luego, lo será en el caso

del tema que hemos escogido para el presente trabajo.

1.2.2 El discurso de la perspectiva en el análisis cinematográfico

Volvamos, pues, al cine. ¿Qué ocurre cuando el argumento crítico de la perspectiva, con

todas sus implicaciones técnicas y filosóficas, se traslada al ámbito de lo cinematográfico? La

problemática, ya se anticipa de entrada, presenta múltiples focos de conflicto. Por un lado, el

dispositivo mismo de captación, la cámara, comparte con el aparato fotográfico una rígida

construcción perspectivista de la que la imagen difícilmente puede escapar: ya desde su concepción

misma, la cámara, heredera de los dispositivos de formación de imagen establecidos en el

Renacimiento como ayuda para que los pintores perspectivistas alcanzaran su costruzione legitima,

es un dispositivo que no puede escapar de las férreas leyes de la proyección óptica, y, por lo tanto,

permanece de entrada inasequible a las deformaciones y variantes creadoras de discurso que un

pintor fácilmente puede aplicar a su cuadro, aunque, por supuesto, la elaboración de la puesta en

escena (entendida aquí en términos compositivos, como disposición de personajes, objetos y

elementos en el encuadre, con el uso de toda clase de pistas visuales25 para dar mayor o menor

impresión de profundidad, puede reconducir el discurso de la perspectiva a terrenos fuertemente

24 Persistiremos, pues, en este “exceso” denunciado por Iversen (aunque sólo sea porque uno de los temas de este trabajo sea el exceso mismo, y su representación en el marco codificado y cerrado de una pantalla cinematográfica). 25 Bordwell y Thompson ofrecen, en la línea de su interés por el lenguaje de la composición en el terreno cinematográfico, y tras reconocer la importancia de la lectura baziniana de la profundidad como argumento de la puesta en escena, un listado de algunas de las principales pistas visuales de profundidad, cuyo objetivo es dar a la imagen bidimensional la

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marcados desde un punto de vista estilístico. Sobre estos aspectos, véase la obra de David Bordwell

y Kristin Thompson El arte cinematográfico).26 Por otro lado, esa relativa rigidez en la construcción

perspectiva del plano se ve contrapesada por el desbordante despliegue de lenguaje que presupone

la creación, a través del montaje, de complejos dispositivos espaciales para mover la ficción: no es

ahora la arquitectura del plano sino la problemática de la construcción del espacio en su conjunto lo

que está aquí en juego. Así, por un lado, el cine sería, en una dimensión iconológica primaria,

demasiado simplista en términos perspectivos, mientras que, por otro, su construcción de los

espacios a través del montaje elevaría su complejidad a un grado prácticamente inanalizable en los

términos tradicionales de la representación perspectiva entendida como eje de análisis.

Ante esta doble problemática, la tradición de los estudios cinematográficos dicta que el

principal agente de la inclusión del término “perspectiva” como argumento teórico central para

erigir a su alrededor un discurso crítico sobre el cine surge en los 70, cuando una serie de teóricos

del arte y del cine, surgidos de las filas del marxismo y del feminismo, abordan una lectura

estrictamente ideológica del dispositivo. Bajo el epígrafe de “teóricos del Aparato” (Apparatus

theory), estos críticos surgidos en el seno del sesentayochismo se ensañan con el dispositivo

perspectivo inherente a la cámara, tildándolo de subjetivista y portador de una ideología

individualista, burguesa y masculina para más señas. Abordan, pues, el problema aferrándose al

primero de los dos puntos conflictivos que hemos esbozado en el párrafo anterior; en diálogo con el

estudio arnheimiano de la percepción visual e inspirados en parte por la obra del historiador de arte

Pierre Francastel, esta escuela teórica de clara filiación althusseriana busca en la perspectiva un

recurso que cumpla la función primaria de la ideología, esto es, “reproducir sujetos aquiescentes de

ilusión de una tridimensionalidad del espacio. Son: la superposición, el movimiento, las sombras proyectdas, la perspectiva aérea, la disminución del tamaño y la perspectiva linea. (Bordwell y Thompson: 2002, 169) 26 BORDWELL, D.; THOMPSON, K. El arte cinematográfico, Barcelona, Paidós, 2002, págs. 168-170, 182, 241, 419

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los valore necesarios para mantener un orden social opresivo”.27 Pertrechados con las tesis

lacanianas sobre la construcción del sujeto,28 la crítica de raigambre althusseriana esgrime términos

como dispositivo y enunciación, y propone una analogía entre el esquema cinematográfico

(espectador, proyector, pantalla) y el de la perspectiva, atribuyéndoles profundos efectos

ideloógicos y psíquicos (IVERSEN: 2005, 194). En la obra de referencia del movimiento Efectos

ideológicos del aparato cinematográfico básico, escrito por Jean-Louis Baudry y publicado en

1970, se postula que la ideología burguesa es inherente al uso de un aparato que “consagra las

convenciones de representación en imágenes heredada del humanismo renacentista” (STAM: 2001,

163). Para Baudry, la perspectiva sería puro ilusionismo de base retiniana, una convención que

fuerza a experimentar la realidad en una modalidad de trompe-l’oeil; la perspectiva artificialis,

llevada al cine, recrea ese “sujeto trascendente” sin que los cineastas, a diferencia de los pintores,

tengan posibilidad de violar la asfixiante regla geométrica en la representación del espacio. De este

modo, la cámara “transmite un mundo ya filtrado a través de una ideología burguesa que convierte

al sujeto individual en foco y origen del significado, dando a ese espectador que todo lo ve la

ilusión de ser omnisciente y omnipotente”. El cine sería, pues, desde este punto de vista, el lugar de

la alienación total (STAM: 2001, 164). 29 Un tópico, por supuesto, “cerrada y asfixiantemente

27 Citado por Robert Stam en Teorías del cine. Barcelona, Paidós, 2001, pág. 163. 28 Sorprende ver cómo a Lacan se le invoca tanto por los críticos detractores del dispositivo alienador cinematográfico como por los defensores de su carácter trascendente e inasequible a la crítica ideológica. 29 Sería injusto, por otra parte, no señalar en este punto que esta corriente teórica no se quedó únicamente anclada en el análisis iconográfico estricto que entierra sus raíces en las bellas artes, sin tener en cuenta el antes citado segundo foco de complejidad que inevitablemente aporta la multiplicidad de puntos de vista, esto es, el montaje. Precisamente, para tratar de abarcar este amplio terreno, la crítica althusseriana de la época acuñó el término de “sutura”, mediante el cual se explicaba el modo en que el montaje narrativo aúna las distintas subjetividades en un sujeto singular. El término, de origen lacaniano, evoca (por ejemplo para Jacques-Alain Miller), la relación entre el sujeto y su discurso, salvando al distancia entre lo imaginario y lo simbólico Bajo esta singular reformulación en clave admonitoria de la idea de transparencia fílmica, el montaje buscaría ocultar la fragmentación misma que lo constituye, conjurando de este modo la amenaza del corte, evocadora de la castración. De este modo, se buscaba entender la articulación de puntos de vista múltiples bajo la amenaza de la creación de un sujeto a gran escala que posiciona de manera irremediable al espectador (STAM: 2001, 164).

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determinista” en palabras de Stam, del dispositivo cinematográfico, que encontró toda clase de

oposiciones en la teoría contemporánea y posterior.30

1.3 La crisis de la figura y el espacio a finales del cine mudo

No nos distanciemos, sin embargo, de nuestro intento de caracterizar aquello que ha de ser

nuestro guía en estas páginas: el modo en que la figura que hemos elegido como ejemplo para tratar

las categorías de figura y fondo, el monstruo, se manifiesta como aberración en la construcción de

la mirada, como espacio alucinatorio que revuelve, destruye y revivifica la metáfora de la figura y el

fondo (y la metáfora perspectiva en su conjunto). Tal vez tuvieran razón quienes alumbraron la idea

de que la cámara era un dispositivo predeterminado por la razón y el more geometrico de una

sociedad y de un tiempo. Tal vez el monstruo, que es ante todo umbral, paso decisivo en la

reescritura de los espacios conocidos, les dé la razón: nuestro objetivo no es dar ni quitar razones,

tan sólo plantear interrogantes y descubrir a dónde nos conducen. Lo que nos interesa es el modo en

que, por la presencia de ese poderoso agente de disolución que es el monstruo, el espacio que

creíamos estable desaparece y aparece bajo una luz distinta y renovadora. El modelo Keaton nos ha

servido para plantear esa crisis en la relación de escala con el mundo: su obra es, desde esta

perspectiva, modélica no sólo en terminos autorales sino también históricos, puesto que en Keaton,

más allá del mundo propio del artista, está ejemplificado en toda su amplitud ese malestar espacial,

esa patología contemporánea del espacio que anida y prolifera en el corazón del espacio moderno

30 “La teoría analítica (Carroll, Allen, Smith) se centra en los razonamientos y las conceptualizaciones erróneas que presenta la teoría. Los cognitivistas (Bordwell) señalan la ausencia de referencias a los compromisos preconscientes y conscientes contraídos en la narración. Los narratólogos apuntan la existencia de otros determinantes de la identificación. Los “estéticos” (Bordwell) señalan la descripción reduccionista de estilos cinematográficos muy distintos. Los lacanianos se quejan de que la teoría malinterpreta a Lacan. Y las feministas (Penley) comentan el sustrato patriarcal del tipo de espectador postulado por esta teoría”. (Stam: 2001, 165)

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por excelencia: la ciudad. El burlesque, relato de un permanente desajuste entre cuerpo y espacio,

entre una figura y un fondo que, aunque con frecuencia alterne los escenarios naturales y los

urbanos, encuentra su máximo exponente conflictivo en el espacio de la ciudad. No olvidemos, por

otra parte, que la ciudad, el espacio artificial construido para albergar a la comunidad, es el topos

por excelencia de la representación en perspectiva (es en el esplendor de las ciudades renacentistas

donde la perspectiva prolifera y arraiga y encuentra su plenitud ; y de hecho, en algunas lenguas las

grandes avenidas reciben el significativo nombre de Perspectivas).

Conquistar plásticamente ese espacio desbordante que es la ciudad (o simplemente

sobrevivir en él), espacio de un flujo superior de fuerzas y masas humanas que hacen ínfimo al

individuo y diluyen su figura en un oceáno sensible sometido a las abisales presiones de un espacio

colectivo, es la tarea no escrita del cómico en esa era a finales del mudo. Y no sólo del cómico: la

inolvidable estampa de John Sims (James Murray), el protagonista de Y el mundo marcha (The

Crowd, King Vidor, 1928), tratando de acallar a un río de gente que festeja el final de la guerra

mientras su hija pequeña agoniza en una habitación cercana lo presenta como una figura a la deriva

arrastrado por una corriente contra la que nada puede hacerse.

Ilustración 28. La figura ante un imparable fondo de figuras multiplicadas. Y el mundo marcha (1928)

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Esta imagen es la versión en clave trágica de eso que Keaton supo representar a través de su

cuerpo entendido como objeto flotante, a veces en un mar literal (como sucede en El navegante)

pero otras muchas en ese espacio oceánico, trasunto civilizado del tema del mar, que es la ciudad

moderna. Pierre Schneider ha señalado a propósito de la pintura moderna que ésta, a partir de

Manet, efectúa una relectura del tema del mar, hasta entonces metáfora por excelencia de la

inmensidad y del infinito, trasladándolo a la imagen de la multitud que fluye sin cesar por los

espacios urbanos. No puede escapársenos, señala el crítico francés, la profunda ironía que encierra

el hecho de que en los cuadros de Manet el fondo esté compuesto de figuras, y que el elemento

ajeno, aquel sobre el cual se dibuja el personaje, sea precisamente la figura, ahora multiplicada al

infinito. “Cada uno de nosotros contribuye a engrosar la marea humana en la que se anega”

(Schneider: 2001, 82). Algo que Keaton sabe muy bien, puesto que a través de su cine queda claro

que, en la ciudad, la dicotomía figura/fondo se convierte en una desequilibrada e irreconciliable

dialéctica entre lo uno y lo múltiple.31

1.3.1 La doble amenaza de la multiplicidad y el vacío

“Recientemente se ha diagnosticado un desorden nervioso singular, la “agorafobia”.

Multitud de personas lo sufren, experimentando cierta ansiedad o incomodidad cuando tienen que

cruzar un gran espacio vacío. La agorafobia es una afección moderna y reciente. Naturalmente, uno

se siente muy a gusto en las plazas pequeñas al viejo estilo… En nuestras gigantescas plazas

modernas, con su abismal vacío y su opresivo ennui, los habitantes de las acogedoras ciudades de

antaño, sufren ataques de esta agorafobia que ahora está tan de moda”.32 Con estas palabras, el

psicólogo Carl Otto Westphal daba carta de naturaleza en 1871 a un vocablo hasta entonces

31 Dialéctica, por otro lado, esencial y fundacional para el cine de monstruos gigantes, como veremos.

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inexistente: la agorafobia. Significativamente, el miedo a los grandes espacios no tuvo una palabra

que lo describiese antes del desarrollo industrial y la expansión de las grandes ciudades. Los

grandes espacios naturales suscitaban todo un catálogo de reacciones, de lo pintoresco a lo sublime,

de lo grotesco al pascaliano miedo a los espacios inifinitos; pero, como demuestra Westphal, la

patología agorafóbica, ese despliegue de síntomas que incluyen palpitaciones, “acaloramiento,

rubor, temblores, miedo paralizante a la muerte y un encogimiento extremo”, sólo acometen al ser

humano en el umbral muy preciso en que se pasa del espacio protector de la ciudad entendida a

escala humana a un espacio urbano abierto, una gran avenida vacía… Es decir: cuando de repente,

desplazándonos por el espacio común, abandonamos, sin salir de la ciudad, un marco de referencia

espacial cerrado a afrontar un campo visual que pierde sus límites. Así que, por un lado, tenemos el

terror a la disolución de la figura ante la oceánica presencia de la multitud; pero, al mismo tiempo,

tampoco es factible estar solo en una ciudad sobredimensionada por razones que basculan casi

siempre entre lo funcional y lo monumental. Esa doble y desgarradora patología, de la que emana

una percepción distorsionada del espacio (el warped space vidleriano), se esconde como una figura

secreta tras las obras de los grandes cómicos del mudo. Y, desde luego, no parece que el uso de un

dispositivo ideológicamente cargado, como dirían los althusserianos, pusiera freno a la visión

deformante que los cómicos de inicios del XX proyectaron sobre el mundo que les rodeaba.

Esa visión paranoizante del tejido urbano de las grandes ciudades del XX como un espacio

que deja de ser contenedor estable de objetos y cuerpos para convertirse en repositorio de fobias,

emerge de manera ejemplar en la comedia muda de los años veinte, y no sólo en Keaton. Hay,

desde luego, una imagen del cine cómico no keatoniano que desde siempre acumula un

indestructible poder icónico como síntesis de la precariedad de la figura humana frente a la

desmesura, hija del funcionalismo y la monumentalidad, que caracteriza al espacio urbano: la

32 Otto Westphal, citado en Vidler, 2001; 28 (La traducción es nuestra)

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fragilidad casi filiforme de Harold Lloyd trepando por la pared de un rascacielos en El hombre

mosca (Safety Last, 1923). Icono incombustible de un film cuyo título, tanto el original como el

traducido, hace inequívoca referencia a la precariedad y a la condición aparentemente heroica, pero

en realidad infinitesimal, de la figura del cómico entendida como agente microscópico expuesto a

un mundo que es pura metástasis espacial, la image de Lloyd suspendido en el vacío con el denso

tráfico urbano al fondo es una verdadera síntesis de los peligros que se ciernen en un espacio

amenazador dominado por la agorafobia vidleriana. La figura de Lloyd nunca tuvo, además, los

prestigios de indestructibilidad que de un modo u otro envuelven a la figura de Keaton: su arquetipo

hace que en Lloyd, hasta cierto punto, la amenaza del fondo sea más peligrosa que nunca... Una de

las culminaciones iconográficas del cine mudo se da, pues, en este estallido de la celebración

cómica de la relación del cuerpo suspendido en el vacío con un fondo hiperbólico y casi mutante,

que es el de la megalópolis del XX. No debe extrañarnos que, en sólo siete años, esa entrañable

imagen del cómico a punto de ser engullido por el fondo, por la trampa perspectiva que le tiende la

gran ciudad, cuyo único vínculo seguro con ella es el exiguo cordón umbilical del minutero de un

reloj destripado, encontrase, con la gran explosión del sonoro, su contrafigura absoluta –y no menos

icónica– en otro personaje mítico que representa una síntesis absoluta del desesperado intento de la

figura por recuperar el control y hacerse un lugar en un espacio urbano en incontrolable expansión a

su alrededor, la ciudad entendida como ente devorante y amenazador. Nos referimos, por supuesto,

a la imagen de un gigantesco gorila afirmando su poder y su gloria en la cima del falo por

excelencia de la megalópolis de todas las megalópolis: King Kong en Nueva York, o la

hiperbolización, la relectura inversa en clave de signo saturado y salvaje de esa imagen de un

diminuto Lloyd suspendido en el vacío, el demencial grito de afirmación de la figura arrancada del

contexto opresor de la ciudad que parece estar buscando desesperadamente un fondo vacío, ese

fondo aparentemente despejado pero irremisiblemente destructivo (de él brotarán los letales

aviones) del cielo de Nueva York. La gran diferencia entre estos dos iconos reside en que Lloyd

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tiene como fondo de sus peripecias la calle, la multitud, la avenida postwhitmaniana releída en

clave súbitamente hostil; un fondo narrativo, grund perspectivo en todo su apogeo; en el caso de

Kong, el cielo de fondo es cielo puro y liso es gris lienzo de luz blanquecina sin profundidad

alguna, hendido por las trayectorias cortantes de los aeroplanos que abren brechas en el espacio de

lo inmenso; lo más próximo al abgrund que la ficción hollywoodiana es capaz de concebir.

Tenemos aquí dos versiones del vértigo. Una, más convencional, que nos dice que mirar hacia abajo

produce una indescriptible sensación de caída, de dejarse vencer por la gravedad. La otra, más

insidiosa, es esa versión del vértigo que se produce al mirar hacia arriba, al tomar súbita conciencia

de la distancia y la brecha que se abre entre nosotros y la altura trascendente. Aquí el miedo no es a

caer, pues, ¿cómo se podría caer hacia arriba? ¿Qué es lo que, en nosotros, podría caer hacia

arriba? En su combate de gran figura marionetística sobre un fondo de pequeñas figuras en fuga,

pugnando por alcanzar las alturas sin fondo, King Kong, mientras pisó el asfalto de la ciudad, pudo

cumplir brevemente el deseo de John Sims: él sí fue capaz de detener, siquiera por un instante, el

flujo de ciudadanos, la multitud.

Ilustraciones 29 y 30: Dos vértigos de la figura y el fondo: El hombre mosca (1924) y King Kong (1933)

1.3.2 King Kong, tragedia de la figura y el fondo

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Recordemos que King Kong es, ante todo, el producto del ensueño de un entusiasta director

de documentales,33 Carl Denham, que emprende un viaje a la búsqueda del documento absoluto, ése

que, escapándosele de las mallas de lo racional, se le tornará fantasiosa trama de ficción mítica entre

los dedos. Si el documental aparenta ser la realización transparente de un contrato sin dobleces entre

la figura y el fondo (arquetipo del dispositivo realista), el primer objetivo de Carl Denham será –o

eso dice él– capturar en celuloide al personaje mítico en un paisaje no menos mítico, el de la

celebérrima Skull Island. Toda la primera parte de King Kong describe ese viaje que busca suprimir

imposibles distancias, asomarse al pacto documental como el último escalón para acceder al terreno

sagrado de la aventura. En realidad, lo que late debajo de el transparente recorrido iniciático de

King Kong es un problema de planificación: todo se juega alrededor de la gestión de las distancias;

del viaje a lo exótico y fabuloso para convertirlo, mediante la cámara, en algo aparentemente

cercano, se termina cayendo en la tentación de transportar lo lejano, ese Gran Otro imaginario, al

entorno de la realidad simbólica, al Nueva York de la Gran Depresión y el mundo del espectáculo.

Es como si sobre toda la película planeara la extraña fascinación de cambiar la figura de fondo: no

le basta a Denham fotografiar al gorila en su entorno salvaje, en esa deslumbrante selva

antediluviana poblada de feroces dinosaurios que hace saltar por los aires todas las costuras de lo

verosímil y que debería ser, por sí misma, el espectáculo absoluto capaz de satisfacer toda humana

avidez de emociones: no, a Denham no le basta con fotografiar a la figura en su lugar de origen. Al

empresario autoerigido en documentalista le vence al fin la pulsión de transportar la figura de

Kong hasta el corazón del mundo moderno, hasta el mismo Nueva York, para culminar sus fantasías

confeccionando ese imaginario y febril collage, imagen fundacional, consistente en la figura de un

33 El tema de la relación entre el monstruo gigante y el documental, con ese inesperado choque de imaginarios entre la fantasía pura y el compromiso más estricto con la realidad, parece abrir una sugestiva vía de análisis. Al muy conocido paralelismo entre las figuras de los directores de documentales Carl Denham y su inseparable compañero Jack Driscoll, y las de los los directores del propio film, Cooper y Schoedsack, se le derbería sumar la idea, constantemente repetida por el más importante e influyente de los directores de la serie Godzilla en Japón, Ishiro Honda, de que su verdadera vocación

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monstruo atávico recortándose contra un telón de acero y cemento que es, por supuesto, el eje

imaginario fundamental del film (y el núcleo fundacionalde todo el cine de monstruos gigantes

posterior). Es interesante observar cómo, en un género tan furiosamente onírico y tan

desatadamente fantasioso como es el cine de monstruos gigantes, al que King Kong –sin ser su

manifiesto inicial, puesto que otras obras, tanto en el ámbito del cine como de la literatura y la

ficción popular, le preceden– da plena carta de naturaleza en 1931, late siempre una curiosa relación

con el universo documental. Su más directo precedente en cine, The Lost World (1925) de Harry O.

Hoyt, barajaba de nuevo como elemento esencial motor de la trama, un viaje de carácter científico

que emprende un súbito y delicioso giro hacia la fantasía y el delirio cuando los protagonistas

encuentran, en plena selva amazónica, un paraje intocado de prehistórica fauna erizado de

fantásticos peligros. Desde ahí, desde ese territorio definido por lo maravilloso, cederán a la

tentación de llevarse consigo a la figura misma que lo encarna, el dinosaurio, y trasplantarlo al

corazón de un fondo que no le corresponde en modo alguno: la moderna ciudad de Londres. Esa

traslación de signos, esa dislocación entre figura y fondo, es el eje iconográfico fundamental sobre

el que se erige todo el universo del monstruo gigante.

Ilustraciones 31 y 32: Descontextualización del monstruo: de la selva ignota al corazón de Londres

era la de director de documentales. Y de ahí a la lectura en clave de vídeo doméstico del ataque de un monstruo gigante a NY en Monstruoso (Cloverfield, 2007, de Matt Reeves), no parece que medie ningún abismo.

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En este primer apunte histórico, la ciudad de Londres es aún un escenario en buena medida

marcado por lo mítico: el Londres victoriano de Conan Doyle es, por supuesto, un territorio

fantástico que lleva en sí la marca misma de lo intemporal; una ciudad que, marcada por una

tradición de fantasía en clave británica– difícilmente encaja aún del todo en el molde de la

modernidad industrial, sumida como está en las nieblas de lo mítico. Encajar un dinosauro ante el

Museo Británico o en el puente de Londres, ante el Big Ben, es aún una operación de cierto regusto

premoderno, una fantasía encantada y arcaizante, lejos, por ejemplo, del áspero giro realista que

había adoptado en un clásico de la ciencia ficción que no deja de ser otro precedente iconográfico

del universo de los monstruos gigantes, aunque sólo sea por el paisaje de destrucción masiva que

plantea ante la llegada de unas naves con apariencia de seres gigantescos de tres patas a Inglaterra:

nos referimos, por supuesto, a La guerra de los mundos, de H.G. Wells, y cuya gráfica descripción

de los pánicos colectivos y el paisaje devastado anticiparon no sólo algunas imágenes clave del cine

de monstruos gigantes sino, como señalara el filósofo Bertrand Russell, todo un imaginario de la

catástrofe en clave masiva que anticipa claramente las grandes guerras mundiales del siglo XX

todavía por llegar. Frente al áspero paisaje apocalíptico planteado por Wells,34 el Londres de El

mundo perdido es un paraje ensoñador y amable, poblado en la novela por un solitario y

melancólico pterodáctilo que ha viajado en una caja junto con los científicos de la expedición y

convertido, por obra y gracia de la espectacularidad cinematográfica, en un Brontosaurio en la

versión dirigida por Harry O’Hoyt en 1925. De todos modos, la justa culminación de esta

dislocación fantasiosa de figura y fondo sólo podrá llegar cuando la novelesca ciudad de Londres

34 No hay que olvidar que la obra de Wells es un mapa en clave de fantasía del derrumbe del imperio colonialista británico, en forma de fantasía inversa de autoaniquilación por una flota imperial llegada de un lejano punto en el espacio. De este modo, a los evidentes puntos de contacto iconográficos entre la novela de Wells y el género que nos ocupa (seres gigantescos avanzando sobre las ciudades y aplastándolas bajo su peso, colectivo pánico anónimo –remachado en la novela de Wells a través de insistente elaboración de símiles entre el ser humano y el mundo de los insectos–, insistencia en la inversión de perspectiva y las metáforas de lo grande y lo pequeño, a todos estos tropos de indudable influencia sobre el universo del monstruo gigante, hay que señalar la clara relación que, en términos históricos, une el florecimiento de los seres gigantes con momentos de crisis económica y política generalizada: si el desplome del imperio colonial británico encuentra su genial espejo oscuro en la obra de Wells, no es menos cierto que el fin del imperio japonés conllevará la aparición del celebérrimo Godzilla, así como la aparición de Kong se plantea, en el contexto del crack del

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sea sustituida por la esencialmente moderna Nueva York: la aparición de Kong por sus calles y

entre sus rascacielos será el verdadero big bang, el gran inicio para la figura del monstruo gigante.

Ya desde El mundo perdido resulta arrebatador observar cómo se presta en el género una

escrupulosa atención al modo en que se opera esta traslación del ser mítico de un espacio a otro. La

abundancia de detalles sobre cómo y dónde se realiza la operación, con qué medios, recuerda el

maravilloso despliegue de detalles con que Swift narraba, en Los viajes de Gulliver, las costosas

operaciones de atado, inmovilización y posterior traslado de la inmensa fiera, hasta convertirse en

un delicioso lugar común del género. Es como si esa transición del espacio mítico al espacio

profano (que luego se verá a su vez súbitamente sacralizado, mitificado, por la presencia del

monstruo), fuese precisamente uno de los mensajes fundamentales del género. Las oscuras bodegas

de un inmenso carguero, el traslado en la cubierta de un estilizado navío del inmenso cuerpo

maniatado del monstruo; la gigantesca balsa de troncos en la que viaja atado por el océnano, son

motivos recurrentes. El viaje hasta la civilización es un motivo de enorme peso simbólico y muy

gratificante para el espectador, quien, cuando no se le ofrecen imágenes directas de ese viaje,

disfruta viendo cómo en los mapas militares las agujas o luces de control que señalan la posición

del monstruo van variando de posición conforme la amenaza va ratificando su proximidad cada vez

más cierta. Radares, sónares y toda clase de variopintos artilugios más o menos fantasiosos

detectan, jalonan, inscriben, visualizan ese descenso desde las alturas de lo mitológico al tejido de la

realidad, al universo cotidiano de los diminutos protagonistas en donde se librará esa lucha de

imaginarios entre la figura y el fondo, ese titánico combate que es la esencia de todo el cine de

monstruos gigantes, y en el que el monstruo gigante saldrá momentáneamente victorioso en algo: en

imponer la excepcionalidad, sacralizar fugazmente un espacio que, pese a todo, no tardará en

29, como un delirante ajuste de cuentas con un fantasma colonial que retorna y trata momentáneamente de imponer su mandato y su control sobre la civilizada Nueva York.

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cerrarse de nuevo sobre él con todo su peso simbólico. No de otro modo entendemos esa imagen

inmortal en el que Kong, encadenado a un escenario teatral de variedades en Broadway, decide

liberarse y espoleado por los punzantes disparos de los flashes de los fotógrafos que parecen agredir

a su amada, arranca las cadenas que lo atan al fondo y escapa, flotando en libertad como un

poderoso viento deseante por las aterrorizadas calles de Nueva York. Su ascenso a la cima del

Empire State es como la búsqueda de un abgrund, el intento por liberarse de la atracción letal de la

perspectiva que anida en las calles de Nueva York: la dura pureza del cielo al amanecer como único

fondo será el fugaz premio antes de que, abatido por las balas de los aviones, regrese a la

perspectiva,esto es: caiga en el fondo.

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Ilustraciones 33-44: El espectáculo de la liberación de la figura de las ataduras del fondo: Carl Denham anuncia la aparición de la bestia. Ésta, tras verse expuesta a los amenazadores flashes de los fotógrafos y creer que su amada corre peligro, deja atrás sus ataduras y emprende el ascenso, en miniaturizador plano general, hasta alcanzar el deseado abgrund, del que sólo puede esperarse la caída, que recrea el mismo encuadre que mostró su ascenso.

1.3.2.1 Las trampas del deseo, siete décadas después

Esta visión insinuada de un drama plástico en el que el fondo y la perspectiva de la gran

ciudad es vivida como una red que atrapa y de la que el gran simio, como figura que encarna el

abanico de deseos y miedos del ciudadano de la época, busca liberarse ascendiendo a las alturas,

hasta un fondo sin fondo que naturalmente sólo puede ser la antesala de la muerte, quedará

hiperbólicamente planteada en el apasionate remake que, 72 años después, llevará a cabo Peter

Jackson del relato de Kong. La matemática construcción del espacio en la película de Jackson

convierte por momentos King Kong en algo parecido a un ensayo sobre la trampa perspectiva,

entendida como prisión perpetua para la mirada: la tragedia de la figura y el fondo queda aquí

planteada desnudamente como un juego de perspectivas aniquiladoras. Esa idea lacaniana de la

perspectiva como tentación para la mirada que busca absorber y fascinar al sujeto, atrapándolo en la

red simbólica e hipotecando su libertad, absorbiéndolo, pues, irresistiblemente al interior del

cuadro, queda poderosamente sugerida en dos momentos clave del tramo final del film: en primer

lugar, en el plano en el que, tras escaparse el simio del teatro y sembrar el pánico por las calles de

Nueva York, Ann Darrow se le aparece, en hechizante plano subjetivo, absorbiendo por completo la

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mirada de la bestia; un plano en el que todas las líneas de la clásica perspectiva monofocal se

cierran sobre ella, designándola con fuerza arrebatadora como objeto absoluto e incomparable de la

mirada: su rostro, que ahora aparece ensombrecido y fuertemente aureolado por una luminosa

neblina que planea en el fondo de la imagen, es para Kong su punto de fuga. De aquí al desenlace

de la película, en poderoso y revelador juego de simetrías, el esquema perspectivo clásico sólo

reaparecerá con pareja hiriente nitidez y esplendor en el momento de la caída final de Kong,

articulada en esta versión como un plano cenital en el que las formas arquitectónicas dibujan con

doliente fuerza el trayecto hacia ese punto de fuga que ahora –como tal vez entonces– no es, nunca

ha sido otra cosa, que el de la muerte enunciada como microscópica escotilla imaginaria, un

alfilerazo en la piel del decorado, el pasadizo por el que conjeturar un imposible pasaje del grund al

abgrund.

Ilustraciones 45-48: La perspectiva como trampa: King Kong (2005), de Peter Jackson

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2. LA ESTÉTICA DEL MONSTRUO GIGANTE EN EL CINE

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2.1 Sobre monstruos como islas de soledad

El monstruo gigante no es, desde luego, un monstruo cualquiera. Su razón de ser plástica

enlaza con esa característica que lo distingue de todos los demás monstruos (si todo monstruo es

esencialmente solitario, el monstruo gigante aún lo sera más, puesto que sus proporciones físicas lo

aíslan por completo del resto de seres que habitan la trama, monstruosos o no: él es, en cierto modo,

el aislamiento absoluto. Su condición monstruosa es, pues, inseparable de esa inconcebible

desproporción en términos de tamaño físico que lo caracteriza y que provoca una total ruptura del

realismo en la representación del paisaje a escala inevitablemente humana en el que se mueve y

encuentra su razón de ser. Deberemos, pues, detenernos como primer jalón en ese especial

entrecruzamiento entre monstruosidad e inmensidad, entendida esta última también como forma de

monstruosidad.

2.1.1 Etimologías del monstruo

Se ha evocado a menudo la senda etimológica que conduce a la palabra “monstruo”,

empezando por el sin duda poco fiable -aunque literariamente muy estimulante- planteamiento de

Isidoro de Sevilla citado por Savater: monstruo es “lo que es digno de ser mostrado, lo que merece

exhibirse”.35 Los monstruos serían, para el filósofo, lo espectacular por antonomasia.36 En realidad,

la elaboración del tema en Isidoro es más compleja.37 En una pareja línea de inspiración

etimologista, el medievalista norteamericano Jeffrey Jerome Cohen da un paso más allá, y señala

35 SAVATER, Diccionario filosófico. Barcelona, Planeta, 1995, pág. 219. 36 Algo que por otra parte, y como da a entender el propio autor vasco, explicaría su íntimo maridaje con la sociedad del siglo XX a través del cine y de la novela popular, entre otros géneros) 37 "Se conocen con el nombre de portentos, ostentos, monstruos y prodigios, porque anuncian, manifiestan, muestran y predicen algo futuro". Portentos deriva de portendere, que significa anunciar de antemano; ostentos procede de ostendere, que significa manifestarse o manifestar algo que va a ocurrir; monstruos se origina en mostrare, porque designa a algo que se muestra (se manifiesta), y prodigios deriva de praedicere, que significa predecir. "Y éste es

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que monstrum es “lo que revela”, “lo que previene”, “un glifo en busca de hierofante” (COHEN:

1996, 4). Puede resultar interesante detenerse por un momento en aquello que diferencia las

acepciones esgrimidas por Cohen con respecto a la definición isidoriana. Y es, pese a sus puntos de

contacto, existe un sutil pero importante giro conceptual entre una y otra; para Isidoro, el énfasis

recae en el carácter que en sí ostenta el monstruo como fenómeno, en aquella cualidad que lo hace

intrínsecamente utilizable como objeto espectacular (y especular, diríamos nosotros). El monstruo

atesora en sí una rareza de algún modo involuntaria: en la sucinta concision del verbo isidoriano,

percibimos que su extrañeza es un atributo casi ajeno a él, un atributo objetivo. Muy lejos queda, en

cambio, la segunda línea etimológica, en la que la carga subjetiva es poco menos que brutal: hay un

mensaje implícito en el monstruo, un mensaje a descifrar. El talante de esta segunda definición es

claramente hermenéutico, el monstruo se entiende como un texto a descifrar. Lo que en ambas

acepciones se da de igual manera es la externidad: el monstruo siempre se define desde fuera, es un

fenómeno esencialmente externo a la conciencia que lo conceptualiza: pero los intereses con que

esa conciencia mira a ese objeto especular que es el monstruo son muy diferentes. De alguna

manera, y haciendo confluir esas dos líneas, la objetiva y la subjetiva, tendríamos que el monstruo

no es sólo un espectáculo sino, en cierto modo, también sería la tensión misma por mostrarse, por

hacerse visible; esa continua tensión de un signo oculto por aflorar al texto visible del mundo, por

dejarse ver. Algo que, no podemos dejar de anunciarlo, nos conducirá de manera muy clara a esa

variante específica de lo monstruoso que va a ocuparnos a lo largo de estas páginas, que es la de los

monstruos gigantes, pues desde su configuración misma, desde su núcleo más profundo y literal, el

monstruo gigante linda con la idea de lo público, de aquello que es visible desde todas partes. El

monstruo gigante cumple en todo el sentido de la palabra ese deseo de visibilidad máxima que anida

su significado propio, que se ha visto, no obstante, corrompido por el abuso que de estas palabras han hecho los escritores." (Isidoro de Sevilla, libro XI de Las Etimologías).

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en todo cuerpo monstruoso. Y de ahí que el monstruo gigante tal vez pueda ser considerado, en

cierto modo, como el monstruo definitivo en la iconografía teratológica del siglo XX.38

2.2 El aprendizaje de lo inmenso. Estética del monstruo gigante

Cabe preguntarse, pues, si esa variante específica de lo monstruoso que encarna el monstruo

gigante, entendido como variedad hipervisible del monstruo cuya especificidad reside en encarnar

de un modo literal lo excesivo a través de toda suerte de metáforas de sobreabundancia material, así

como mediante un desbordamiento en el plano de la escala, no habrá creado, a lo largo de la historia

del cine, una estética propia y particular de representación, al haberse topado con dificultades

propias a la hora de articularse dentro de los confines de la narrativa cinematográfica. Preguntarse,

pues, si en el monstruo gigante anida el germen de una estética diferente a la de sus hermanos de

menor escala que pueblan las imágenes del género fantástico es el objetivo de las siguientes líneas.

La notable incidencia del monstruo gigante como subgénero de gran popularidad dentro del cine B,

especialmente a partir de los años 50, y la sensación que desde el primer momento provocan en el

espectador aficionado al género terrorífico de que en el monstruo gigante, pese a su afinidad con

otros monstruos, lo que está en juego es otra cosa, hacen pensar en las sugerentes palabras que la

medievalista Victoria Cirlot dedicaba a la fortuna de la representación de lo monstruoso en un arte

por lo demás tan ascético como el medieval:

“El monstruo es objeto de representación en el arte medieval y sus cualidades inherentes

llegaron a configurar una estética fundamentada en la deformidad, en la hibridez, en el

exceso y la exuberancia. A esa estética prefiero llamarla monstruosa, más que fantástica o

38 No debe olvidarse que las otras populares bestias cinematográficas que han fertilizado el cine tienen un origen decimonónico, como es el caso de Drácula, Frankenstein, el Hombre-Lobo… El monstruo gigante, pese a sus raíces milenarias –o tal vez gracias a ellas– es, de algún modo, invención (o reinvención) del siglo XX.

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barroca pues aunque la impresión receptiva pueda semejarse, no deriva ni del delirio

fantástico ni de la subjetividad soñadora. Su origen y también su justificación están en el

monstruo mismo”.39

De esta cita nos interesa retener algunos aspectos clave, como son: 1) no son, para Cirlot,

las representaciones de lo monstruoso medieval un puro fruto del devaneo del fantasticare, un

abandono en las formas tortuosas provocado por un dejarse llevar por las sendas tortuosas de la

fantasía. Ni tampoco 2) un ejercicio de barroquismo anticlásico en clave de puro subjetivismo

(recordemos que Cirlot está analizando la proliferación de formas exuberantes en el contexto

rectilíneo y fuertemente geométrico de la arquitectura de la iglesia románica).40 En el cine de

monstruos gigantes, hay una estética que se mantiene aferrada en lo esencial al clasicismo de la

mirada, pero al mismo tiempo lo agrede desde dentro, ejerciendo una fuerte presión sobre sus líneas

de contención y buscando el estallido de una forma liberadora en el contexto que se ha marcado.

Podríamos afirmar, como Cirlot hace con respecto a la estética medieval, que con el monstruo

gigante aflora toda una estética monstruosa, esto es, un modo de representación particular cuyo

origen y cuya justificacion, como señala la medievalista, estarían ante todo en el monstruo mismo.

2.3 El monstruo gigante y la victoria sobre lo irrepresentable

¿Puede un monstruo, pues, orientar por sí mismo y de manera definitiva toda una puesta en

escena orquestada a su alrededor? O, dicho de otro modo, ¿puede existir algo que, en paralelo al

vocabulario de Noel Burch, cabría denominar MRMG, esto es, Modo de Representación del

Monstruo Gigante?

39 Victoria Cirlot, “La estética de lo monstruoso en la Edad Media”, Revista de cultura medieval n. 2, 1990, págs. 175-182.. La cursiva es nuestra.

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Nos remitiremos para avanzar en esta dirección al análisis realizado por el profesor de la

Universidad de Poitiers Denis Mellier cuando, en su artículo “Dans l’oeil du monstre: l’émotion du

monstre dans le cinéma d’épouvante”, 41 formulaba algunas pertinentes preguntas acerca de la

naturaleza de lo comúnmente aceptado como efecto fantástico. Pues, desde un punto de vista

cinematográfico, la representación del monstruo gigante, símbolo de la visibilidad extrema, plantea

un profundo interrogante a la luz de la tradicional creencia de que lo invisible e intangible son los

grandes aliados preferentes del efecto fantástico. Esta lectura de lo fantástico como el sendero que

transcurre a orillas de lo inexpresable, ya sea mediante el trucaje o mediante al asedio a lo que de

extraño late bajo la piel de la realidad, ha sido ejemplarmente sintetizada por voces como la del

crítico Gonzalo de Lucas, siguiendo una tradición analítica que prima la sugerencia y la alusión por

encima de la visualización directa. Así, bajo esta perspectiva, por ejemplo, la técnica digital sería

capaz de recrear universos sobrenaturales de apariencia plenamente realista, pero rara vez acertaría

a representar a los seres inexistentes como “figuras imaginarias que el espectador completa en su

mente, seres que encarnan una idea que debe resguardar sus contornos esfumados”.42

Alusión, pues, frente a manifestación: tal es el dilema en el tratamiento de lo fantástico en el

que viene a inscribirse la figura casi nunca alusiva, casi siempre manifiesta, del monstruo gigante.

Si tomamos como base única esa canonicidad de lo intangible dibujada por autores como Jean-

Louis Leutrat y vibrantemente evocada por Gonzalo de Lucas en su texto, es evidente que el

discurso sobre lo fantástico en el cine deberá centrarse ante todo en el cine como instrumento de

interrogación de lo visible capaz de “sugerir, presagiar, evocar, sentir o convocar a lo invisible” (DE

40 El choque entre lo rectilíneo geométrico y la desbordamiento de las figuras monstruosas es parte consustancial también del género que nos ocupa: es el choque entre la ciudad y el gran ser antediluviano o extraterrestre que la pone en jaque. 41 MELLIER, D. (2005). "Dans l’œil du monstre : l’émotion du monstre dans le cinéma d’épouvante". La Licorne, Numéro

37. En línea: http://edel.univ-poitiers.fr/licorne/document1676.php (consultado el 12/03/2007).

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LUCAS: 2001, 19). La pregunta sería entonces ¿qué papel desempeña el monstruo en ese camino a

lo invisible que busca escribir el cine fantástico? Esa “tensión por mostrarse” que define a lo

monstruoso, ¿no se estaría enfrentando directamente a este invisible latido que busca registrar el

género? El aparente conflicto se atempera de inmediato si optamos por escuchar, en la cascada de

infinitivos: “sugerir, presagiar, evocar, sentir o convocar”, enroscados alrededor de “lo invisible”, el

eco de la enumeración isidoriana de las criaturas extraordinarias: “portentos, ostentos, monstruos y

prodigios”, esto es: quienes anuncian de antemano (portendere), quienes son manifestación de algo

que va a ocurrir (ostendere), entidades que se muestran o manifiestan (mostrare) y que predicen

aquello que está por venir (pues de praedicere procede, precisamente, el vocablo “prodigio”). Lo

que aquí se afronta es, pues, un doble asedio a un mismo contenido inexpresable, desde orillas

opuestas en términos de concepción de la imagen. De Lucas, en su teorización sobre lo fantástico,

ensaya una distinción que en un primer momento podría suponer un camino de integración para

esas dos tensiones contradictorias, pues habla de un “fantástico visionario” y un “fantástico de lo

natural”. En el primero de ellos, lo real posibilitaría hablar de lo irreal, postulando un régimen de la

creencia basada en el acto de ver; en el segundo, que afirmaría que en lo real habita lo irreal, el peso

cognitivo recae en el intuir. Pero, pese a lo integrador de su dibujo teórico, ambas son deudoras de

una concepción invisible de lo fantástico, y en cierto modo serían excluyentes con respecto a la pura

modalidad de mostración de sucesos extraordinarios, porque, como el mismo autor señala, “de

hecho, la aparición de seres o hechos sobrenaturales no garantiza en ningún caso que un filme sea

fantástico” (DE LUCAS: 2001, 21)..Queda, por lo tanto, suspendida en el aire la cuestión del papel

que juega un objeto tan obscenamente visible como por definición es el monstruo (y, con mayor

razón, el monstruo gigante) dentro del seno de un dispositivo creado cuya intención expresa es la de

indagar en lo inexpresable. La solución a este impasse conceptual pasaría por abordar un enfoque

teórico en el que, como propone Lucas, habría que distanciarse del dispositivo-imagen y poner el

42 DE LUCAS, G.: Vida secreta de las sombras. Imágenes del fantástico en el cine francés. Barcelona, Paidós 2001, pág. 18.

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énfasis en la concepción temporal del fantástico, cifrada, en bella fórmula del autor, como una

“inquietud por la evanescencia del instante filmado” como rasgo unificador del fantástico con o sin

monstruo, y que en pie de página el propio autor aprovecha para esbozar una reflexión sobre

monstruos clásicos como vampiros, hombres-lobo, Frankenstein y zombis, que para De Lucas

compartirían el hecho de ser aberraciones temporales que desafían a la muerte. Mucho se podría

hablar acerca de este argumento cuyo fértil paradigma es Cronos, y que probablemente podría llegar

a arrojar una importante luz sobre el tema que estamos tratando (puesto que si algo ejerce el papel

de nodo entre las muchas variantes del monstruo gigante es su papel de arcaísmo viviente, de

pervivencia de un ser fuera de su marco temporal específico; eso que Conan Doyle formuló con

gloriosa sencillez al denominar a los pobladores de su Mundo perdido como “nuestros antepasados

contemporáneos”). Pero lo cierto es que por el momento debemos, más allá de la sugestiva metáfora

temporal esbozada por De Lucas para unificar el vasto campo de los monstruos, postular

momentáneamente otra concepción de lo monstruoso: hay en el cine otros monstruos cuya esencia

pletórica de poder imaginario no pasa por una visualización sesgada que abra un corredor a la

imaginación que se filtra más allá de lo visible. Otros monstruos que, para bien o para mal, son

desde el primer momento carne de lo visible, pura manifestación irredenta, heraldos tal vez de lo

invisible pero a través de una primordial, tenaz y muy ostensible encarnación del ser fantástico

entendido como objeto obscenamente corpóreo.43 Bajo el suelo firme de la concepción tradicional

del género, pues, serpentearía un conflicto en el asunto de la representación directa del monstruo,

cuya presencia sería, para esta visión que prima lo intangible, no sólo una agresión franca a la

estrategia de lo invisible, sino, incluso, un signo claro de su fracaso a la hora de incorporar dicha

estrategia, una pública confesión de impotencia para los recursos del fantástico. Como nos recuerda

Mellier, para el discurso tradicional

43 Y anclado, pues, en esa sugestiva categoría esgrimida por Julia Kristeva para hablar del terror que es la abyección.

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c’est précisément, la représentation du monstre qui ruinerait la force supposée de l’effet

fantastique. La présence objective du monstre dans l’image, la précision spectaculaire avec

laquelle sa forme s’impose dans la représentation, seraient finalement le signe d’un échec à

impressionner authentiquement le spectateur. Un échec surtout à exprimer le trouble

fantastique que l’on persiste, le plus souvent, à envisager comme strictement destiné à

l’esprit et non à l’œil. Un trouble que l’on veut pouvoir continuer à éprouver comme jeu de

l’indétermination intellectuelle et non comme sidération du regard, ravissement ou rapt, au

sens où Longin et Burke l’emploient dans leurs conceptions du sublime. (MELLIER: 2005)

Una aparente paradoja, pues, en la que el monstruo (gigante), pues, al ser pura

manifestación obscena de un contenido oculto, se situaría en cierto modo en las antípodas de ese

deseado efecto de inquietud fantástica (trouble fantastique) que, como señala Mellier, buscaría

apuntar más al espíritu que al ojo. Paradoja que, siguiendo con este argumento, sería radical y

absoluta, ya que el monstruo y su presencia son, por supuesto, el puntal iconográfico del género que

lo acoge y cuya presencia no sólo tolera sino que alimenta fuertemente (y con intensidad

proporcionalmente creciente, diríamos, cuanto más bajo es el presupuesto y las miras de cada

película). Pero si el género fantástico vertebra verdaderamente su discurso en la indeterminación

intelectual y el modo de instalarla como ambiguo estado de ánimo en el espectador, ¿de qué modo

se articula en su interior esa tensión en apariencia totalmente opuesta, esa apuesta por lo claro y lo

diáfano, que busca ante todo el rapto de la mirada que todo monstruo –y más aún, el de

proporciones gigantescas- por esencia propone a quien lo contempla?44

44 Un buen contingente de autores ha señalado ya la semejanza esencial, en ciertos de sus postulados, de los géneros de lo monstruoso y lo pornográfico. Un sucinto resumen, tan jocoso como incisivo, de la situación, lo lanza Fernando Savater en su Diccionario filosófico, cuando afirma sobre las monster movies que “Lo característico de estos filmes es que los monstruos no aparecen sólo por exigencias del guión, como dicen de ciertos desnudos los hipócritas y mojigatos, sino que el guión exige ante todo que salgan monstruos (como pasa con los desnudos en las películas pornográficas). En ambos géneros –monstruos y pornografía – lo que quiere el espectador es ver lo que por lo común no puede verse, lo prohibido o lo insólito. Y en ambos casos el aficionado nunca se cansa de ver, para desesperación de la gente fina, que se aburre a morir ante tales reiteraciones.” (SAVATER: 1995, 221)

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La respuesta para Mellier (y para nosotros) es que no existe verdadero conflicto en esta

aparentemente radical oposición de principios; antes bien, su declarada intención al redactar el

artículo es recalcar que

le cinéma ne cesse pas d’être fantastique quand les traits du monstre s’y dessinent clairement

mais qu’au contraire, un autre mode de la représentation fantastique commence précisément à

l’instant où l’imaginaire de l’irreprésentable donne à voir une forme qu’il a élaborée à partir des

moyens narratifs et techniques dont il dispose (MELLIER: 2005).

Contemplado bajo este prisma, el monstruo gigante podría ser un representante privilegiado de

ese otro modo de la representación fantástica que Mellier intuye latiendo bajo la piel de ese campo

tan vasto de lo fantástico. Un modo que “comienza precisamente en el instante en que el imaginario

de lo irrepresentable da a ver una forma que ha elaborado a partir de los medios narrativos y

técnicos de que se dispone”.45 Reflexión especialmente pertinente aquí, puesto que el monstruo

gigante sería, desde nuestra perspectiva, doblemente irrepresentable: por un lado, porque su

irrupción rompería el equilibrio de la incertidumbre fantástica, y por otro, porque su escala entraría

directamente en brutal colisión con la escala inevitablemente humana en la que se mueve la

película. Ahí reside la base del problema en la representación del monstruo gigante y sus acciones

(que, al fin y al cabo, se desarrollan en la esfera de lo humano; nunca los monstruos gigantes

habitan un espacio a su escala, desde siempre existen y se dan en el espacio descoyuntado de la

ruptura de proporciones). El tamaño del monstruo gigante, en cierto sentido, plantea –lo hemos

visto ya– un problema básico de representación, un tabú visual, por así decir. Imprescindible para el

desarrollo de la trama (puesto que, en el cine de monstruos gigantes, todo gravita alrededor de esa

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manifestación, de esa mágica puesta en movimiento del dispositivo maravilloso cifrado en la

irrupción del coloso en el mundo cotidiano, al mismo tiempo el monstruo gigante plantea un

problema de perspectivización del relato: ¿cómo mostrar a la vez el generador del conflicto y su

respuesta a escala humana, cómo salvar esa distancia aparentemente insalvable entre seres de

proporciones irreconciliables?).

Conviene aquí recordar que, no en vano, uno de los principales antecedentes de la figura del

monstruo gigante en el cine se encuentra en la literatura de H.P.Lovecraft, que precisamente gravita

entorno a un problema, explícita y reiteradamente invocado en sus textos, de la posibilidad del

decir. No es casual que Lovecraft sea, a la vez, el padre de los monstruos visibles del siglo XX,

especialmente afecto a su variante gigantesca y, al mismo tiempo, uno de los autores literarios que

más han dejado que afluya en su escritura la presión por describir –el horror, lo monstruoso, lo

inexpresable objetivado en desbordamiento de la forma– y la confesión, una y mil veces invocada

por sus narradores, de la incapacidad de encontrar palabras para hacerlo. Nada hay de azaroso en

que Lovecraft sea contemporáneo de Wittgenstein –el Tractatus aparece en 1921, La llamada de

Cthulu en 1926–, pues en ambos se da cita, si bien que con texturas teóricas diferentes, por

supuesto, y desembocando en plazas teóricas distintas, la idea de los límites del lenguaje. Ante el

admonitorio “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”, Lovecraft apuesta, a través de sus

personajes que relatan vivencias en contacto con el límite, por una trágica aceptación de lo

inexpresable (“indescriptible”, “innominado”, “impronunciable”, se cuentan entre sus adjetivos

predilectos), una pública confesión de la imposibilidad de relatar y, más concretamente aún, de

describir, aquello que sus ojos experimentaron una vez. Lo impresionante en Lovecraft es que esa

impotencia a la hora de describir al monstruo, vórtice de interminables facetas, orificios y

45 Razón por la cual se hace siempre necesario, al describir la posición y el comportamiento narrativo del monstruo dentro del dispositivo cinematográfico, hacer alusión a los efectos especiales, los medios técnicos por los cuales se ha alcanzado

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apéndices, esa inconmensurabilidad esencial que lo caracteriza, deviene un dispositivo casi

borgiano (el monstruo como libro de arena del terror) que se desborda en sí mismo. En lugar de

acatar la reconvención wittgensteiniana y entrar quietamente en el silencio, la incapacidad de

describir y expresar se convierte en el tema mismo del texto, desarrollado a lo largo de largos

párrafos en los que el tema no es otro que la imposibilidad misma del describir. El terror, en

Lovecraft, es esa imposibilidad de describir. Ese enloquecedor y vano intento del logos por

permanecer en ese allí, por instalarse en el umbral mismo de lo que puede decirse (y el umbral es,

por esencia, la morada del monstruo). De ahí el filosófico título de uno de sus más célebres cuentos:

el Ser en el Umbral, pues –como nos recuerda Jerome Cohen–, todo monstruo mora en el umbral

del ser y todo lenguaje es justamente allí donde se detiene. Falta de términos de comparación

viables para comunicar lo visto, la voz articulada por el personaje-narrador en Lovecraft se quiebra

(pero no se quiebra: permanece) en ese espacio liminar y transicional al borde del abismo, en el que

todo lenguaje debe por fuerza detenerse ante la experiencia numinosa e incomunicable del monstruo

y lo monstruoso que acecha allí donde se desvanece y queda en suspenso la cartografía conocida de

la razón.

¿Todo lenguaje? El tema al que apelan las disquisiciones de Wittgenstein y Lovecraft, por

supuesto, es el lenguaje verbal, la palabra como caja de resonancia de lo oculto; la imagen

cinematográfica, en cambio, tiene ante sí la posibilidad de abrir a dentelladas un camino directo

hacia lo obsceno, hacia aquello cuya mostración equivale a abolir todo velo, enfrentados

directamente a la cosa monstruosa. El monstruo, en cine, rasga el velo de Maya, hace jirones del

tejido sutil de lo fantástico con que la palabra puede envolver y acariciar lo monstruoso: el cine, en

cambio, aliado con el monstruo, hace visible, con mayor o menor fortuna, lo irrepresentable

fatalmente encarnado en una forma. Pues, como sugiere Dominique Villain, el cine es un arte

esa momentánea victoria sobre lo irrepresentable que todo monstruo significa.

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teratológico por esencia.46 Las imágenes cinematográficas ejercen, como nos recuerda Mellier, el

papel del escudo que Perseo utiliza para contemplar a Medusa sin caer bajo las garras petrificadoras

de su mirada, pero permitiéndole también rendirse al fascinans de la contemplación directa del

rostro mismo del terror. Ese terror que en el mito clásico queda metaforizado como petrificación; y,

tal y como señala Mellier, aterrorizarse es precisamente quedar cautivo de ese gesto perpetuo,

desintegrar el delicado muro de tracería de la incertidumbre fantástica y rendirse definitivamente a

la imagen, cruda, brutal, visible, que en su construcción implica incluso a su espectador, obligado,

en el acto mismo de aterrorizarse, a convertirse él mismo en representación: rentrer pour l’étérnité

dans la representation. Mediación estética, pues, la que propone el cine, pero para abordar un

asunto que es puramente manifestación, acontecimiento: monstruo. El reflejo especular usado por

Perseo para contemplar a Medusa permite contemplar, como sugiere Mellier, dentro de la pantalla y

por la pantalla aquello que, si no, destruiría al espectador.

Lo que se dibuja aquí, pues, es la importancia de la representación del monstruo dentro de

ese nido de evocaciones impalpables que es lo fantástico cinematográfico:

Méduse n’est pas seulement un mythe du pouvoir absolu de la terreur, mais surtout un

mythe qui fait constater le pouvoir de la représentation, un mythe qui expose le plaisir des

médiations esthétiques alors que Persée voit, revient et raconte. Méduse est bien l’origine

du spectacle fantastique de la terreur.

Y aquí es donde puede articular un lugar propio el espectáculo absoluto del monstruo

gigante, entendido como metáfora hiperbólica de lo explícito que anida en el cuerpo del monstruo,

46 VILLAIN, D. El encuadre cinematográfico. Barcelona, Paidós Ibérica, 1997, pág. 68.

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como amplificatio de ese mismo deseo de monstruos que alimenta toda imagen cinematográfica, en

la que toda imagen se consume y consume su propia ansiedad por ver.

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3. FORMAS DE REPRESENTACIÓN DE LO MONSTRUOSO GIGANTESCO

3.1 Godzilla, sol negro de la posguerra

Godzilla, rey de los monstruos gigantes, es, ante todo, un exceso. La máscara de una

desmesura. El deslizamiento de lo fantástico, transmutado en sublime terrorífico, en el contexto

muy realista del Japón de posguerra, una respuesta, primero en clave trágica y negrísima y luego,

cada vez más, en desbordada fantasía pop y pulp a la inasumible tragedia de Hiroshima y Nagasaki.

Una metáfora de la destrucción y del pánico nuclear de la era en que la guerra atómica, el poder del

átomo, era uno de los puntales del imaginario colectivo internacional.

Estamos en los años 50. El terror ha dejado de ser algo individual para convertirse en un

ejercicio colectivo: los monstruos, a partir de esa era, dejarán de ser fantasmas personalizados para

convertirse en amenazas masivas; dos guerras mundiales y toda clase de catástrofes colectivas obra

de la mano del hombre se han encargado de reformular el paradigma de lo monstruoso (SAVATER:

1995, 224). Ciudades, naciones enteras son los destinatarios de la muerte anónima. Una era así

necesita monstruos a otra escala, que encarnen principios mucho más amplios que el de un mero

desgarramiento personal entre el yo y sus impulsos oscuros (Jeckyll), la ruptura de una brillantísima

psique científica bajo la presión incontenible de sus prometeicos deseos y la generación de un ser

balbuciente a la sombra del progreso (Frankenstein), el avatar psicosexual de unos personajes

acosados por demonios que vampirizan sus sueños (Drácula). Ahora, en los 50, las escisiones de

personalidad afectan a naciones enteras, el duelo es multitudinario, la herida de lo prometeico atañe

a continentes enteros, es el inconsciente de las masas lo que bulle como un magma poblado de

pesadillas. Una era así, ferozmente acuchillada por la Historia y al mismo tiempo febrilmente

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entregada a un proceso de reconstrucción nacional (e internacional) desesperadamente optimista,

necesita un sol negro que sea capaz de iluminarla en su conjunto: Godzilla.

3.1.1 La primera aparición de Godzilla

Godzilla es, en su primera aparición cinematográfica, lo sublime terrorífico encarnado en

una figura densa y oscura que asola un Japón más denso y oscuro aún que el monstruo que la

acecha. En la fuliginosa noche que impera en la cinta inicial de su prolífico ciclo, Japón bajo el

terror del monstruo (Gojira, 1954), del maestro y principal referente del género fantástico japonés

Ishiro Honda, se abre un espacio nuevo y de dimensiones insondables en el imaginario del

espectador. Por supuesto, hubo precedentes, y, como multitud de críticos se han encargado de

señalar, la primera aparición del saurio radioactivo es una refundición de figuras y motivos de

diversa índole.47 Todo un frondoso árbol genealógico se levanta detrás de la figura del monstruo

gigante por excelencia del siglo XX. Tanto que, de hecho, sería siempre insuficiente tratar de

señalar dicha ascendencia mediante una lista de nombres, puesto que, como bien señala el

arqueólogo pop Daniel Fernández, el monstruo gigante es, a imagen de su propia figura, un

patrimonio común y colectivo, un mosaico imaginario y absolutamente bastardo de relatos e

imágenes que se entrecruzan a lo largo de todas las formas posibles de narrativa y expresión

audiovisual popular.48 Pero es en la cinta inicial de Honda –por otra parte tan diferente, en muchos

47 Godzilla es la refundición mítica de figuras surgidas en el universo popular de los años anteriores: no sólo hay que mencionar la influencia tardía de King Kong (1933), reestrenado en Japón en la época en que se gestó el mito, sino la indudable influencia de la entonces aún incipiente filmografía de serie B de monstruos mutantes de origen atómico en EEUU y, en especial, la muy directa influencia de la esencial La bestia de tiempos remotos (The Beast From 20.000 Fathoms, 1923), de Eugène Lourie (quien luego reincidiría en la hermosa Gorgo (1961). De todos modos, la originalidad de la serie Godzilla, ya desde su primer capítulo –y por no hablar de sus delirantes derivaciones posteriores– la convierte en un fenómeno autónomo que ejerce de eje absoluto para el género de los monstruos gigantes. 48 FERNÁNDEZ, D. “Godzilla contra el pop”, en El blog ausente ( http://absencito.blogspot.com). Post fechado el 7.6.07, que incluye una detallada genealogía del monstruo, desde las ilustraciones originales de Neuville Riou para Viaje al centro de la tierra o las ilustraciones del naturalista Charles Knight sobre dinosaurios basados en los avances de la paleontología del momento.

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aspectos, de las cintas que seguirían tan fértil saga– donde el monstruo gigante encuentra el hueco

por donde hundirse en el mar del imaginario del espectador, empezando por esa poderosa y

destructiva reformulación de la relación figura-fondo que caracteriza al universo de los monstruos

gigantes.

Ya desde los títulos de crédito el espectador siente que algo diferente e inédito se arrastra

entre las imágenes. La cortante caligrafía de un blanco hiriente sobre el fondo negro, acompañada

por el sello de la productora Toho en una esquina, ve multiplicado su poder de sugestión por la

incorporación del mítico sonido tan identificado con el monstruo.49 Mucho se ha hablado del papel

fundamental del músico de buena parte de las mejores entregas de la serie, Akira Ifukube,

responsable también de ese sonido que arrastra desde el fondo de las imágenes hasta algún lugar

profundo en la psique del espectador. Y lo cierto es que, en esa superposición inicial entre el blanco

y negro de caracteres y fondo, en la superficie de la pantalla, y el sonido abriendo un espacio por así

decir perpendicular a ésta, el espectador siente la apertura de un espacio interior. Honda nos está

preparando para la experiencia de la vastedad, tema inseparable de la representación del monstruo

gigante:

Ilustracion 49. “Gojira”, primera imagen de los títulos de crédito en Godzilla, rey de los monstruos

49 Como es sabido, el sonido fue creado por el mítico compositor de la serie, Akira Ifukube, al frotar con un guante de cuero recubierto de resina las cuerdas aflojadas de un contrabajo; posteriormente, la grabación fue reproducida a baja velocidad para lograr el característico tono grave que se ha convertido en una hito de la serie.

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“Yo no manipulo el espacio, yo no juego con él: yo lo declaro”. La afirmación es del pintor

expresionista abstracto Barnett Newman, y justamente a él, a su obra de los 50 que como un

torbellino gira entorno de un tema obsesivo –la severa franja vertical escindiendo un espacio

insondable–, parece conducirnos ahora ese grito de Godzilla rasgando la oscuridad en los títulos de

crédito de la película de Honda. Es como si el rugido seccionara limpiamente la pantalla en dos

partes, pasado y futuro, guerra y posguerra; un grito visionario que corta la oscuridad. Desde

muchos frentes se ha insistido sobre la importancia del sonido como creador de espacios en el cine;

aquí tenemos un ejemplo de diáfana pureza. Por otro lado, a asociación entre los gritos y el acto de

seccionar, de cortar, es harto conocida en el contexto del cine de terror; los cincuenta y los sesenta

están plagados de ejemplos, el más célebre de ellos los aullidos de los violines acuchillando el

espacio en los títulos de crédito de Psycho (1960). Pero por su insólita profundidad, por la amplitud

de su vibración, que se ensancha, se dilata, resuena y retumba horizontalmente a lo largo del campo

sonoro, el plano inicial de la película de Honda está declarando el espacio. Ese sonido abre

vertiginosamente la perspectiva auditiva del espectador, haciéndole intuir, aunque aún no sepa nada,

que el espacio va a desplegarse ante él de un modo inusitado, como efectivamente va a suceder

conforme avance el metraje de la película. Es como si se nos estuviera anunciando, con el sonido

como figura sobre el fondo de la oscuridad, un cambio ontológico; es la concepción del espacio la

que va a sufrir una transformación. Toda la gigantesca presencia de Godzilla parece como

agazapada allí, contenida en esa solitario grito que, como la línea en un cuadro abstracto de Rothko

o de Barnett Newman, contemporáneos al debut del monstruo en la pantalla, cruza el cuadro.

Godzilla, el monstruo gigante, podría ser una versión felizmente figurativa de ese impulso que

postuló en clave abstracta la sensación de escala (o de pérdida de ella) como meta esencial del

cuadro. Godzilla es una antifigura, de tan abrumadora presencia que no es posible esquivarla (Right

Here fue el significativo título de una obra de Newman datada el mismo año que la cinta que nos

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ocupa). Godzilla es un eje que abre el espacio a su alrededor, dejando un rastro de sagrada

destrucción tras de sí.

Ilustraciones 50 y 51: Barnett Newman: Onement I, y un fotograma de Japón bajo el terror del monstruo

Por supuesto, se podría objetar aquí que la principal preocupación estética de los miembros

del colectivo de expresionistas abstractos de mediados de siglo se centraba en la formulación de un

camino espiritual, una guía hacia lo sublime (como se ha encargado de señalar Arthur Danto en El

abuso de la belleza),50 algo cuya adscripción a la estética de un género tan insobornablemente

popular y próximo, un género que con el correr de los años no dudaría en transitar terrenos

delirantes rayanos en la parodia o lo grotesco, parece, en principio, oponerse diametralmente. Pero

justamente eso, esa diáfana ubicación en extremos opuestos del espectro emocional, es lo que haría

tentadora, a nuestro juicio, la aproximación.

50 Danto, A. El abuso de la belleza. Barcelona, Paidós, 2005.

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3.1.1.2 Godzilla y la ruptura de la escala

Un plano general del océano es, tras la secuencia de créditos, la imagen inaugural de la serie

Godzilla. Tras el negro severo de los títulos, pues, un segundo telón de fondo, ahora desplegándose

como una superficie horizontal que recubre casi toda la pantalla (aunque la gran altura de la línea

del horizonte en la composición lo hace parecer más muro que mar, como diría Pierre Schneider).

Un plano sencillo y humildemente diegético, sí; pero un plano, también, en el que con toda fluidez

se anudan la metáfora (el mar como imagen primordial de la inmensidad) y la narración (de ese

mismo mar es de donde, en pocos segundos, brotará la primera amenaza). El mar es, nos recuerda

Schneider, la metáfora absoluta de lo ilimitado. Es, asimismo, guarida constante del monstruo

gigante, que fluye y refluye de sus aguas para manifestarse y volver a su seno una vez concluida su

misión en la tierra.51 El mar es el pórtico sublime para las primeras apariciones, todavía invisibles

para el espectador, de Godzilla. En este primer film, las primeras manifestaciones de la criatura

serán sólo sentidas por los personajes: así los pescadores del Eiko Maru que sufren la explosión y el

posterior incendio de su barco, primer toque de atención del monstruo. Los familiares de los

desaparecidos se reunirán, reverentes, a orillas de esa totalidad ilimitada que encierra un secreto

mortal para todos; su gesto expectante induce, en forma de suspense que aún tardará en ser

desvelado, la tensa espera de un acontecimiento que está por venir:

51 En buena parte del cine de monstruos gigantes, el mar es el depositario de los secretos, la guarida del monstruo, el espacio donde se aloja: siguiendo toda una tradición heredada de la mitología y el folclore transnacionales,51 toda una estética de lo submarino recorre la filmografía del monstruo gigante, y del cine japonés de fantasía en general.51 Al cabo, todo monstruo, nos recuerda Cohen, habita geografías imaginarias, accesibles desde todas partes, nunca descubiertas pero siempre a la espera de ser exploradas (COHEN: 1996, 18)

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Ilustraciones 52 y 53. Los habitantes de la isla de Odo, a la espera del regreso de los desaparecidos

¿Cuándo aparece por primera vez Godzilla en la imagen? Todavía ha de dejar sentir sus

devastadores efectos una vez más antes de empezar a ser, siquiera sea fragmentariamente, visible

para el espectador. Un nuevo ataque a otro barco despierta las sospechas de que el primer siniestro

no fue un accidente; tras esa confirmación, una noche, el pequeño poblado de pescadores de la isla

de Odo se despertará a medianoche bajo una densa tormenta, sobre cuyo fragor se levanta el

penetrante y distorsionado sonido que ya conocemos, un grito que se hunde en la noche como una

sirena de tiempos remotos.

Ilustraciones 54-58: Instantes previos al ataque de Godzilla al poblado de pescadores

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Es evidente que el acontecimiento que desborda está a punto de llegar. Será unos pocos

segundos después, cuando el rugido ensordecedor de la tormenta se vea multiplicado por el

chirriante aullido del monstruo, que parece sacar la realidad de sus goznes. Y, efectivamente, ante

los ojos incrédulos del pescador en su frágil cabaña, ésta empieza a desmoronarse como si fuera de

paja. La noche misma parece deslizarse y pasar como un rodillo cósmico por encima de la casa.

Ilustraciones 59-64: La llegada de Godzilla al poblado. Destrucción sin rostro.

Y es entonces cuando, en una esquina de la pantalla, en la parte superior izquierda, mientras

vemos desplomarse la estructura del pequeño edificio, percibimos una sombra que discurre, apenas

una textura, como un manto que se deslizara fugazmente hasta desaparecer; se trata de un fragmento

de la garra del monstruo.

Ilustración 65: la garra del monstruo aplasta la cabaña

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Apenas percibido, ese primer indicio nos abre por vez primera en el film al concepto del

asombro en términos de escala, esencial en el desarrollo de la serie. En ese plano de destrucción

casi anónima se infiltra la experiencia de pérdida de escala por parte del espectador. En su primera

aparición en la pantalla, Godzilla es sólo un jirón borroso de imagen. Naturalmente, la tradición de

presentar la amenaza monstruosa a través del fragmento no es nueva (el trayecto de la parte al todo

es consustancial a la presentación de la amenaza y el terror en el cine), pero se da la circunstancia

de que el mecanismo de puesta en escena que hace visible ese desgarrón monstruoso y destructor

actúa en un plano general que no es capaz en modo alguno de contener la figura completa del

monstruo. Tenemos ante nuestros ojos el plano general exterior nocturno de una casa; ese plano

general, que en teoría ha de servir para abrazar el conjunto de los acontecimientos narrados, el

mismo plano general que los Hermanos Lumière empleaban para capturar sus fragmentos de

realidad en bruto, es ahora, de golpe, insuficiente. Queda empequeñecido. Dicho en otras palabras:

el plano general se ha convertido en plano detalle.

El desplazamiento de categorías es, a partir de este momento, palpable, y lo será siendo en

un crescendo canónico y demoledor. La figura no puede ser contenida en el plano; el fondo, que

parecía ser el receptáculo idóneo para limitar la acción a la escala humana, dejará de corresponderse

a la figura. El desplazamiento ontológico que nos propone la penetrante puesta en escena de Ishiro

Honda empieza a dejar sus huellas en el espectador. Estamos ya preparados para el advenimiento de

lo impensable. Y lo impensable llegará a pleno sol, cuando la pesadilla nocturna parezca haberse

disipado en la luz y sólo quede, como muestra del terror nocturno, un paisaje de ruinas de origen

todavía incierto (aunque un viejo del lugar haya invocado ya la figura de un viejo dios olvidado,

Gojira, como el responsable de todos los males). El comité de investigación enviado al lugar de los

hechos descubre, incomprensiblemente, cantidades ingentes de radiación en el escenario de la

devastación. Todos comentan lo extraño del suceso. Justo en ese momento, suena una lejana

campana de alarma en el poblado: alguien ha avistado algo. Todos los habitantes del pueblo huyen

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despavoridos montaña arriba, por las laderas del monte Hachiba, alejándose de ese mar que es

oscuro contenedor de la amenaza invisible que ahora deja sentir su presencia, y hacia la protección

que simbólicamente ofrecen las alturas. Pero el camino ascendente hacia lo seguro ya no existe. Ha

quedado cegado por una vasta figura reptiliana y grotesca que, repentinamente, asoma su gigantesca

cabeza por el fondo de la imagen, ocluyendo el camino de huida, eclipsando la posibilidad misma

de escape. Aparecida justamente allí donde estaría el punto de fuga, literal y simbólico, de la

imagen. Los pescadores se dan la vuelta y emprenden un atropellado regreso hacia abajo. La figura

ruge; sus rugidos se entremezclan con los planos de detalle, a partir de entonces infaltables en el

género, de los pies humanos en desesperada agitación frenética. El plano se despobla y la criatura

mira ahora hacia el espectador, en total frontalidad y ante un cielo liso gris plomo, en un plano

replicado por otro despliegue canónico: el primer plano de la joven Emiko Yamane (Momoko

Kôchi), recreando como un espejo el grito de la bestia, pero ahora desde el punto de vista de la

víctima. Naturalmente, alguien tendrá que arrancarla de ese fascinans, de esa petrificación

medusiana; será el joven Hideto Ogata (Akira Takarada), que se funde en un abrazo que pretende

reconducir las cosas a una escala humana (no en vano, pese a desarrollarse la escena en una ladera

abierta, a cielo desnudo, el plano del abrazo aprovecha una hoquedad en el terreno para acoger a los

dos protagonistas que acaban de ser expuestos a algo que desborda todas sus expectativas). Tanto es

así que el plano siguiente, un plano general que repite el encuadre donde instantes antes se

encontraba la bestia, parece aún conservar invisibles flecos del horror pasado, como si el espacio

resonara aún con la huella del monstruo ya desaparecido. Ese extraño espacio vacío es un

ingrediente clave de la escena. Es la huella invisible, el espacio negativo del monstruo gigante.

Hasta tal punto que, cuando a continuación se produce un canónico juego de contraplanos

mostrándonos al grupo de investigadores que contempla la playa vacía con el inmenso rastro sobre

la arena del coloso ya desaparecido bajo las aguas, el recurso, pese a su elocuencia, ya no es casi no

es más que un pálido eco de eso que ya no vimos en el plano anterior.

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Ilustraciones 66-77: Primera aparición de Godzilla a plena luz del día (Japón bajo el terror del monstruo)

Sobre esta polaridad presencia-ausencia se vertebra la primera aparición cinematográfica de

Godzilla en la pantalla. Insistiremos en ese juego con la ausencia como huella en ese plano vacío

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86

(ilustración 75) que parece querer hablarnos de lo ilimitado como esencia que define al monstruo

gigante.

Desde luego, todos los monstruos aparecen para luego desaparecer, en ese irse y regresar

circular y fantasmático reside precisamente la esencia de todo monstruo, como encarnación diáfana

de lo rechazado que retorna. Pero al mismo tiempo, se esconde entre los pliegues de esta escena

algo incomparable; un insoportable velo se insinúa y parece recubrir las imágenes de algo que el

espectador no es capaz de definir aún. Desde un punto de vista narrativo, la fugaz aparición ha

mostrado parcialmente el aspecto del monstruo (de nuevo a través de un fragmento, pero esta vez

claro y mucho más significativo que el anterior). La montaña ha sido su umbral. Con ello, lo que en

la anterior escena nocturna se insinuó ahora es un hecho: los personajes han visto ahora ratificada la

desmesurada escala del monstruo. Huían hacia arriba, y el monstruo estaba arriba. Seguían un

camino que conducía del primer término al fondo de la imagen –la ruta de la perspectiva– y su

huida, como nuestra mirada, ha quedado brutalmente detenida por la opaca masa del monstruo

proyectada sobre el cielo.

El lugar del monstruo, como nos recuerda Cohen, es el espacio liminar. Ocupa justamente

ese espacio que es intervalo onírico, un entre-lugar (justamente Godzilla ha aparecido en ese

espacio liminar, detrás de la montaña, último jalón material antes del cielo liso y sin fondo); lugar al

que, aparentemente, conduce la perspectiva. El monstruo gigante siempre ocupará, simbólicamente,

ese lugar indeterminado entre grund y abgrund. Como una ciclópea marioneta, su lugar es el

escalón inmediatamente anterior al cielo vacío y sin medida; desde ahí, señala a lo infinito pero al

mismo tiempo tiende sus garras hacia nosotros, abre su brecha en lo humano, convirtiendo nuestro

paisaje en sueño arrasado, en posibilidad abierta de lo excepcional. Del mismo modo, la primera

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87

gran aparición del precedente más inmediato de Godzilla, el Redosaurio de El monstruo de tiempos

remotos (The Beast from 20.000 Fathoms, 1953), tendrá lugar cuando dicho animal imaginario, ese

Redosaurio que sólo aparece en los tratados paleontológicos de la más excelsa fantasía, emerja

junto a un faro, icono que declama explícitamente el límite, teniendo sólo el vasto océano y el cielo

sin fronteras como fondo.52

Ilustración 78: El redosaurio de La bestia de tiempos remotos funda la verticalidad, marca el límite

Brotado en el espacio de la leyenda del mito, su recorrido es un ejercicio de penetración en

la realidad, de incorporación a la perspectiva; allí, donde se pierde en la distancia el camino que une

a los hombres con el cielo. Todo mito traza los límites de nuestro territorio; y Godzilla y toda su

cohorte de congéneres, es, con su presencia, el guardián de esos límites. Todos los monstruos de los

años 50, sean aéreos, marinos o subterráneos, aparecen recortados en el cielo, puesto que su gesto

fundamental es erigirse, levantarse, fundar la verticalidad ante el enloquecido terror colectivo

horizontal que desencadenan. Figurativa y simbólicamente, su misión es eclipsar el fondo de la

imagen. Con su colosal figura brotando tras la montaña, Godzilla se anuncia –anuncia su colosal

figura– y desaparece.53 Como todo monstruo gigante clásico, Godzilla es un espejismo flotando en

52 La imagen, como es sabido, procede del relato La sirena de Ray Bradbury, que se encuentra en el origen del guión del film. 53 Preciso es recordar que, en comparación con anteriores monstruos gigantes cinematográficos, Godzilla adquiere, en esta primera película (y aunque dista de alcanzar el tamaño desmesurado que los productores le otorgarán en algunas de las posteriores entregas –porque su tamaño irá variando a lo largo de la serie), unas proporciones –ronda los 50 metros de altura– que, como veremos en las escenas urbanas –en las que es mucho más fácil establecer la comparatio- exceden con

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88

algún lugar indeterminado entre las figuras y el fondo de la imagen, una fantasmagoría liminar

proyectada en un cielo plano y sin relieve, que en cierto modo ejerce de doble de la pantalla

cinematográfica: puro cine dentro del cine.

3.1.1.3 Un gesto de planificación

No debe sorprender que, en el contexto de una película teñida de gravedad, en éste su

primer avistamiento, el monstruo gigante parezca, casi, jugar al escondite. Es esa condición lúdica

algo que, pese a la gravísima melancolía con que nace (pues el muy real pánico a la muerte

colectiva del aparato bélico moderno es su oculto motor), se cierne desde siempre sobre la figura

del monstruo gigante, espectáculo puro para los aterrorizados personajes de la película, que ven

aunada su condición a la nuestra, de espectadores diminutos ante el advenimiento de lo inmenso, de

lo imparable. En la ladera de la montaña, pescadores y científicos han quedado fugazmente

convertidos, también ellos, en espectadores mediante ese gesto de planificación que se convertirá en

parte integral y especialísima de la retórica del género de los monstruos gigantes: el plano general

dividido en dos partes, una poblada por la minúscula humanidad y otra en la que el monstruo

sagrado brilla en todo su esplendor.

Ilustración 79: Una imagen clásica: encuadre dividido en 2 mitades, el monstruo en la mitad superior, los humanos en la inferior

mucho a los dinosaurios de El mundo perdido, a King Kong o a muchos de los monstruos atómicos que, contemporáneamente, poblaban las pantallas de la serie B norteamericana más deslumbrante.

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Es un plano que ya se encontraba en The Lost World (1925), en King Kong, en La bestia de

tiempos remotos y en toda clase de representaciones de lo monstruoso gigantesco.54 De nuevo, se

hace palpable aquí la enorme red referencial que puebla el universo de lo pop, donde los motivos e

imágenes más reconocibles son el fruto inequívoco de una creación colectiva interdisciplinar (cine,

cómics, literatura popular) en la que resulta enormemente difícil establecer precedentes fijos e

inamovibles momentos fundacionales, porque en cualquier momento puede aparecer un ejemplo de

la desbordante fertilización cruzada que construye el lenguaje del mito.

Tenemos, en ese plano-modelo que anuncia el apocalipisis en dos planos diferentes, el de lo

humano y lo sagrado, una auténtica piedra angular de la puesta en escena que se repetirá

incansablemente (puesto que es una imagen ansiada por todos los amantes del género, un auténtico

foco de deseo visual para el espectador devorador de monstruos). Lo que nos gustaría ahora es

centrarnos precisamente en esa figura absolutamente transversal a todas las manifestaciones de la

amenaza gigante.

Es evidente que, en términos figura-fondo, el monstruo gigante amplifica el espacio de la

puesta en escena a su alrededor. Su principal acomodo, salvo que el director opte por la sinécdoque,

mostrando el fragmento como cifra del todo (como Honda en el primer e invisible ataque de

Godzilla al pueblo de pescadores) se encuentro en los planos abiertos, aquellos en los que el género

se despliega en toda su dimensión apocalíptica y telúrica. Volvamos ahora por unos instantes al

ejemplo de la fundacional Japón bajo el terror de monstruo: tras ese primer anuncio del monstruo,

54 Sin olvidar el maravilloso y entrañable precedente cartoon del que es la aventura de 1943 The Artic Monster, un capítulo de la serie de dibujos animados de Superman en el que una expedición científica encuentra, entre los hielos del polo Norte, un enorme (sobredimensionado, de hecho) dinosaurio.

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y un segundo avistamiento desde un crucero de placer que ve emerger a la bestia para luego

sumergirse de nuevo en las negras aguas del océano, se produce ya la primera escena de ataque ya

visible del monstruo:

Ilustraciones 80-85: Primer ataque nocturno a Tokyo en Japón bajo el terror del monstruo

Una escena fundacional y ya canónica que pone en escena el monstruo a través de un doble

pivote en términos de puesta en escena: por un lado, el fragmento (grandes topoi del género hacen

acto de presencia aquí, como la cola de la bestia arrastrando edificios enteros al moverse, su cabeza

y parte del torso deslizándose entre dos torres de alta tensión, la cabeza agitándose con el vagón de

tren entre las fauces), y, por otro, ese tan característico, y especialísimo, plano general cuyo tercio

inferior, aproximadamente, está dedicado al paisaje humano y cuyas dos terceras partes (eso que, en

una toma paisajística, ocuparía el cielo, actuando como espacio negativo que compensara el peso

visual de los elementos del paisaje, situados en la parte inferior). En los dos casos, el objetivo, más

allá de describir las acciones del monstruo, es siepre el mismo: hacer patente la ruptura de la escala.

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3.1.2 El aprendizaje de lo inmenso

El monstruo gigante, figura intermedia, mitad figura mitad fondo, se interpone entre eso

que en el capítulo anterior caracterizábamos como los dos tipos de fondo: el arrière-plan, forma

domesticada y mensurada del espacio, y el abgrund, o punto de ruptura en la que el infinito penetra

e invade en desbordamiento la representación. El hecho de que el monstruo gigante tenga siempre,

por esencia, el cielo como único fondo posible, lo convierte de inmediato en rasgadura plástica

sobre el espacio del infinito. Pero la gran ceremonia es, siempre, la de la ruptura de la escala: ahí

reside el mecanismo liberador del cine de monstruos gigantes, su enorme fuente de placer estético y

psicológico, casi se diría que, bajo el enorme manto de clichés genéricos que lo recubre, su genuina

razón de ser. Placer nada culpable y sí íntimamente reparador, puesto que, bajo el manto de un

catártico espectáculo de destrucción, ejerce su trabajo acomodando las psiques intimidadas de su

época (y la nuestra), ante las realidades inasumibles que la asedian; reflejo de una ansiedad y, al

mismo tiempo, forma de conjura para esa misma ansiedad. Susan Sontag nos recuerda que uno de

los puntales del género de ciencia-ficción es el ejercicio mental en que el pensamiento se

acostumbra a lo impensable. La Bomba, desde luego, figura en primer lugar en la lista de

acontecimientos traumaticos de la época, pero, como señala la autora norteamericana, hay otras

ansiedades de por medio, las que asedian al individuo en una sociedad amenazada por la amenaza

de la masificación de la sociedad industrial y su corolario, la progresiva deriva del tejido social

hacia lo impersonal, la uniformización (SONTAG: 2007). Traumas todos ellos presentes en el cine de

ciencia ficción en general, pero que encuentran un reflejo especialmente brillante en el género de

los monstruos gigantes. Lo que aquí nos interesa es cómo esa ruptura del marco conceptual se

traduce en una ruptura del marco representacional: cómo ese desgarramiento de la escala de los

acontecimientos se traduce en imágenes.

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3.2 La organización el espacio en el cine de monstruos gigantes

Contemporáneamente a la aprarición descarnada, en los años 50, del abgrund en la historia

de la pintura, la pantalla del cine de monstruos gigantes se revela como electrizante campo de

batalla para replantear el papel de la perspectiva en el seno de la representación cinematográfica.

Para elaborar algunas de las tensiones existentes en ese modo de representación, y ver hasta qué

punto pueden llegar a constituir un MRMG, o Modo de Representación del Monstruo Gigante, nos

atendremos en las siguientes páginas a las siguientes categorías de análisis: 55

3.2.1 La parcelación del espacio

3.2.1.1 El fragmento

3.2.1.2 El encuadre dividido

3.2.1.3 Montaje y geometría del caos

3.2.2 Velocidades

3.2.3 Profundidades

3.2.4 La perspectiva invertida

55 Tomamos como punto de partida para este esquema algunas de las principales categorías que Raymond Bellour propuso en su artículo “Sur l’espace cinématographique” como otros tantos puntos de partida para el análisis para estudiar el tratamiento del espacio cinematográfico, porque dichas categorías nos parece que encajan con especial armonía en un modo de representación como el que nos ocupa, en el que la figura y el espacio a menudo se confunden o, como mínimo, se determinan de manera muy íntima (el espacio de la película está en buena medida determinado por el monstruo). BELLOUR, R. L’Analyse du Film. Paris, Calmann-Lévy, 1995, pp. 64-72.

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93

3.2.1. LA PARCELACIÓN DEL ESPACIO

3.2.1.1 El fragmento. Lo inconcebible del monstruo gigante emerge ya, en términos de puesta en

escena, con su imposibilidad práctica de compartir plano con su antagonista humano. No hay modo

de que la puesta en escena pueda acompasar la presencia en un mismo plano de dimensiones,

estaturas tan radicalmente diversas. Lo perturbador –y, a la vez, catártico– de la figura del monstruo

gigante emerge en ese desacomodo esencial, que require reelaborar los marcos de referencia: de ahí

que, para elaborar de alguna manera el encaje entre figura y fondo, las imágenes recurran de manera

continua, interminable y obsesiva a la sinécdóque. Los ejemplos son, por supuesto, inagotables.

Baste evocar ahora, para acompañar a las imágenes evocadas en el apartado anterior respecto a

Japón bajo el terror del monstruo, el modo en que, por ejemplo, el pie del monstruo homónimo

irrumpe destrozando el techo en unos tradicionales baños japoneses en El monstruo que amenaza al

mundo (Gappa Daykyoju, 1967).

Ilustración 86: el pie de Godzilla aplastando edificios en Tokyo en Japòn bajo el terror del monstruo

Ilustración 87: desmontando el espacio tradicional japonés: El monstruo que amenaza al mundo

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Lo señalaba Cohen a propósito de los gigantes en la cultura popular de la Edad Media, el

gigante, si se sitúa en un marco de referencia humano, sólo puede ser conocido a través del tropo

retórico del pars pro toto: un pie que aplasta, una mano que agarra, una desproporcionada huella,

elementos que miniaturizan las presencias humanas de su alrededor (COHEN: 1999, xiiii). Una

sinécdoque que inmediatamente instala el devenir de la película en el territorio retórico de la

comparatio, del establecimiento de contrapuntos continuos entre figuras situadas en extremos

opuestos de la escala que conviven fugazmente en el plano.

Una de las consecuencias más directas de esa sinécdoque producida al insertarse una figura

de escala desmesurada en el seno de una narración visual de tema humano es su inmediata vocación

de abandonar la condición de figura para empezar a transformarse en fondo. La fragmentación del

cuerpo monstruoso a la que inmediatamente se ve llevado quien, al escenificar la historia, necesita

explicar las cosas a escala humana, fácilmente conduce a una embriagante paradoja visual, en la que

la que la concepción tradicional de figura y fondo queda subvertida, los límites dejan de estar ya

claros y los cuerpos abandonan gradualmente su condición de contenedor cartesiano de la identidad

para convertirse en un dispositivo multiforme y de límites imprecisos. Hacia ese territorio

conducen, por ejemplo, algunos tropos clásicos que buscan el efecto terrorifico a través de una

voluntad densificante del espacio, que se va cargando e hinchando de presencia monstruosa hasta

que ésta termina desgajándose del universo de las figuras y pasando, por unos instantes, a ser una

amenazadora e inverosímil encarnación del fondo. Hemos visto anteriormente un modelo de este

procedimiento en Little Nemo, cuando un elefante que debe servir de medio de transporte a los

protagonistas se va aproximando al espectador hasta llenar obscenamente la viñeta. En aquel

ejemplo, el elefante era, al empezar, una figura más de entre las varias que poblaban el cuadro.

Progresivamente, sin embargo, su presencia pasa a eclipsar el fondo y a convertirse él mismo, en su

densa corporalidad, en un fondo oclusivo y ciertamente obsceno, una cortina monstruosa que

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termina por hacer irrespirable el espacio de la representación. Esta imagen prefigura, una vez más

por parte de Winsor McCay, uno de los motivos visuales por excelencia del género de monstruos

gigantes. De este modo, por tomar tan sólo un ejemplo, en una polémica aunque en ciertos aspectos

muy respetuosa recreación del motivo, el Godzilla (1998) de Roland Emmerich nos mostrará, en

una bella imagen, la silueta de un soldado explorando un túnel subterráneo a la búsqueda del

monstruo. El soldado se detiene, pues a la luz de su linterna observa que un derrumbamiento ha

cegado el paso por el túnel. Se da media vuelta, y regresa sobre sus pasos mientras el ojo del

espectador advierte que, sin que él se dé cuenta, la pared de roca del túnel a sus espaldas empieza a

ascender a velocidad vertiginosa, hasta descubrir su verdadera naturaleza: en realidad era un

párpado del monstruo abriéndose lentamente; ahora lo que tenemos delante es una ciclópea pupila

que nos mira, con el soldado como una frágil figura atrapada en este pesado circuito de miradas,

para luego cerrarse de nuevo lentamente, una vez lanzado su hipnótico efecto a la platea de butacas.

La más radical ruptura de perspectivas se abre y se clausura en el tiempo de un parpadeo; por más

que el film de Emmerich sea considerado por muchos fieles seguidores de la serie poco menos que

como abominación, no puede negarse la elegante simplicidad de una solución visual que soslaya

una de las problemáticas fundamentales en la puesta en escena que puede plantearse quien quiera

tratar el tema del monstruo gigante (a saber, cómo regular la aparición y desaparición de un objeto

tan grande sin reconducir por completo la trama de la película; eso que, como veremos,

precisamente conduce a la fuerte ritualización en los ejemplos clásicos del género, pesadamente

polarizados entre las escenas sin monstruo y las escenas de ataque) es convertido aquí en fugaz

manifestación esbozada durante el tiempo de un parpadeo.

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Ilustraciones 88-91 : La figura como fondo en Godzilla (1998)

La presentación fragmentada del monstruo, normalmente en contexto urbano, hace de su

figura un residuo traumático, un velo que recubre el fondo y se erige en su demoníaco sustituto, así

como un bello recordatorio de la perenne amenaza del aliento abstracto del abgrund, la invasión de

lo Real traumático en plena arquitectura de la realidad. De ahí la proliferación, en la época clásica

del género, de imágenes urbanas asediadas por una destrucción difícilmente descifrable:

apocalípticos fragmentos flotantes se pasean por las calles de las grandes ciudades: así, por ejemplo,

en una escena de pánico callejero de El monstruo que amenaza al mundo, las líneas de perspectiva

que definen una calle de Osaka –en lo que podría muy bien haber sido un clásico y ultraequilibrado

plano de transición de Ozu56– desembocan en un estrecho espacio entre edificios que debería estar

ocupado por una franja vertical de cielo, pero que súbitamente se convierte en brecha, desfiladero

por completo invadido por la textura escamosa del monstruo en movimiento, cuyo gigantesco

cuerpo se desliza transversalmente al eje de la perspectiva. Una brecha que se abrirá de manera casi

idéntica cuarenta años después en la fundamental Monstruoso (Cloverfield, 2008, de Matt Reeves,

56 Pese a no tratarse de un episodio de la serie clásica de Godzilla y aledaños, sino ser un fruto imitativo aislado por parte de la productora rival Nikkatsu que buscaba seguir la estela del éxito de la serie Godzilla producida por la Toho, El monstruo que amenaza al mundo es una interesantísima, a la par que conmovedora y sutilmente paródica, muestra de cine de monstruos gigantes que, con desacomplejada y rotunda mirada melodramática, y mediante una atractiva apuesta por una orientalización de los escenarios (sus ciudades y personajes son mucho menos occidentalizados que los de la Toho) rivaliza en poderío mítico y en riqueza de imágenes con los mejores episodios de la serie Godzilla.

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verdadero tour de force narrativo y cineplástico y modélico ejemplo de reciclaje posmoderno del

tema del fragmento monstruoso, omnipresente en una película cuyo eje es la representación

forzosamente parcializada (puesto que el esquema narrativo de la película, deudor de la técnica del

manuscrito encontrado, hace que todo el metraje proceda de una cámara de videoaficionado que se

encuentra en el lugar de los hechos y que va siguiendo la acción colectiva a medida que se

desarrollan sus peripecias individuales).57

.

Ilustraciones 92-93: El espacio y la brecha. El fondo negado por la piel del monstruo (marcada en rojo) en El monstruo que amenaza al mundo (1967)

.

Ilustraciones 94-95: Reencarnación del motivo de la brecha en Monstruoso (2008) de Matt Reeves

57 En un análisis más profundo, la fragmentación en Monstruoso pasaría incluso por el modo en que hizo llegar todo su universo narrativo al espectador más allá de la pantalla cinematográfica, marketing viral, expectativas sobre un monstruo del que apenas se filtra información (la imagen incluida por nosotros fue utilizada en la red como forma de lanzar hipótesis sobre el monstruo, en un poderoso rodillo hermenéutico destinado a reclamar la atención del espectador sobre el puzzle narrativo transmediatico que propuso la película), e incluso forma parte de la que oficialmente se dio como imagen promocional única previa al lanzamiento: la cabeza seccionada de la estatua de la libertad (cita de John Carpenter, como se ha señalado, pero interesante variante del tema de la fragmentación, esta vez de uno de los símbolos troncales de la cultura norteamericana que es el objeto de la amenaza monstruosa).

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La sinécdoque es una operación cuyo diáfano objetivo es llevar la imaginación del

espectador a su paroxismo, pues busca trazar en su mente el dibujo mental del monstruo. Dos

variantes la articulan:

A) Cuando el monstruo todavía no ha sido mostrado en su totalidad: el fragmento sirve

como anticipo, anuncio, incipiciente trazo de la geografía del monstruo en la mente del

espectador

B) Cuando el monstruo ya ha sido visto en su totalidad (algo que en muchos casos tiene un

doble efecto, a un tiempo gratificante –pues al fin se ha dado a conocer ya la imagen

completa de la bestia, su secreto ha sido desvelado– pero a la vez decepcionante –pues a

partir de ahí el monstruo ya no puede ser otra cosa y muchas veces, además, esa cosa,

por causas de presupuesto o por sencillamente haber sido expuesta ya, no puede estar a

la altura del deseo imaginario del espectador. La fragmentación devuelve entonces al

monstruo a un estado de indiferenciación, a una suerte de estadio prelingüístico en el

que recupera su estatuto de cosa en el sentido lacaniano; un inaccesible lugar poético

que anida, principalmente, en lo más profundo de la mente del espectador. El fragmento

es agente regenerador del terror y el deseo (escópico) del espectador.

Ilustración 96: Fragmento desgajado de El monstruo que amenaza al mundo

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Tanto en su versión anticipatoria como cuando surge después de haber sido vista la figura

en su totalidad, la fragmentación habla inequívocamente el lenguaje del monstruo. Pues, al cabo, la

esencia de todo monstruo es esa, la de ser un fragmento abyecto:

The monster is the abjected fragment that enables the formation of all kinds of identities –personal, national, cultural, economic, sexual, psychological, universal, particular (even if that “particular” identity is an embrace of the power/status/knowledge of abjection itself) ;as such it reveals their partiality, their contiguity”. (COHEN: 1999, 19)

Y el monstruo gigante encarna quizá mejor que ningún otro monstruo el poder de esa

fragmentación, porque en él la fragmentación es connatural, no se requiere ningún desplazamiento

estilístico o manierismo de puesta en escena para despedazar su cuerpo ante la visión del

espectador: su fragmentación se produce con total naturalidad y fluidez, simplemente porque su

escala lo hace necesario a la narración. Mostrar al monstruo en la escala de lo humano equivale a

mostrarlo como fragmento: equiparación del plano general y el plano detalle.

Ese fragmento flotante, descosido de su figura, es un representante fantasmático del objeto

monstruoso, una “mancha” cuya fuente de placer reside en que con él el monstruo deja de funcionar

como totalidad cerrada.58 Todo el tema de la fragmentación del cuerpo, pues, y de sus relaciones

con los conceptos del fetichismo, encuentran en el monstruo gigante un idealizado campo de

batalla. Con él se abren los límites del cuerpo, se invita al espectador al polimorfismo de lo

indefinido, el monstruo exhibe a su través y sin tapujos su “principio genético de incertidumbre”

(COHEN: 1996, 21). Mediante el fragmento monstruoso, el género evoca con limpieza esa

disolución de los límites del cuerpo que acompaña toda representación de lo monstruoso, evitando

de paso la mostración de las víctimas humanas (quizá se trata de un caso único entre los géneros

58 Zizek, S. Mirando al sesgo. Barcelona, Paidós, 2000, pág. 54.

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terroríficos, puesto que la violación de la integridad del cuerpo humano pocas veces es enunciada en

escena)59. Frente a esa asepsia en el tratamiento de la víctima humana, el goce en la supresión de las

fronteras del cuerpo, en la disgregación, en la disolución del sujeto, pasa casi exclusivamente por

esa obsesiva, primitivizante y a menudo traviesa, descomposición de la anatomía monstruosa, en la

que el ser protagonista ejerce de, a veces sombrío, a veces lúdico, objeto especular, un espejo

oscuro en el que revivir ese proceso previo a la constitución del sujeto (Lacan), antes de que el

espejo logre dar al niño una primera imagen completa de sí mismo.

Esa fragmentación del cuerpo del monstruo desemboca directamente en la caracterización

diáfana de lo abyecto, que para Julia Kristeva es el eje a cuyo alrededor se constituye la noción de

horror. Si el monstruo representa ya de por sí lo abyecto, el fragmento monstruoso es un eco

reduplicado de su abyección porque, como todo fragmento, prescinde del sentido, obedece tan sólo

a la presencia. Presencia ciega, signo obturado, jirón de dimensiones exorbitantes que se infiltra en

el tejido de la realidad y lo sacude, poniendo en peligro el terreno consensuado, el espacio

compartido, la red que nos une: la ciudad. Su principal función, como la del monstruo al que

pertenece, es la de aplastar el marco simbólico; de ahí que su verdadero adversario no sea el

diminuto cuerpo humano sino la ciudad, entendida (sobre todo en la vertiente japonesa del género)

como un cuerpo más, un espacio vivo a la justa medida del monstruo. Sus habitantes son una

estampida de diminutos puntos en fuga, mientras el diálogo visual se entabla casi siempre entre el

fragmento monstruoso y el fragmento arquitectónico. Se dibuja aquí toda serie de correspondencias

visuales entre el cuerpo del monstruo y el urbanismo, a menudo monstruoso, de las grandes

megalópolis orgullo del siglo XX que son el escenario del género; todo un despliegue de espacios

racionalizados que esperan a ser convertidos en informalista masa de explosiones y ruinas al paso

de la fiera.

59 Es célebre el caso del plano censurado de la primera versión de King Kong en que la bestia devoraba a un ciudadano neoyorquino en plano detalle.

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101

Ilustraciones 97-100: Detalles de la bestia. La cola de Godzilla en Godzilla contra los monstruos (Mosura tai Gojira, 1964), en El monstruo que amenaza al mundo, Monstruoso y Godzilla contraataca (Gojira-no Gyakushu, 1955)

3.2.1.2 El encuadre dividido. Lo hemos visto a propósito del ejemplo de Japón bajo el terror del

monstruo: cuando la narración se distancia de los avatares fragmentarios del cuerpo del monstruo, y

trata de adoptar una perspectiva más general, en la que el monstruo ostente la totalidad de su figura,

la puesta en escena debe sufrir una torsión, desplazarse y romper la escala humana para situarse en

una dimensión más alta. Pues, como apunta Cohen, “contemplar al gigante como algo más que un

cuerpo troceado require adoptar un punto de vista inhumano, trascendente” (COHEN: 1999, xiii).

Esa visión vehiculada a través del plano general, en el polo opuesto del fragmento, propicia otra

apoteosis no menos emocionante de la ruptura de escala: son las imágenes en las que conviven

imposiblemente ambos cuerpos intactos, el de lo humano y el del ser sobrenatural. Se juega aquí

con la composición interna del plano, y brota una de las imágenes más imborrables del cine de

monstruos gigantes, en la que espectador asiste fascinado a un interminable desfile de figuras

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colosales dominando el espacio, una obsesiva e inagotable declinación de un mismo motivo visual

que anuncia sin cesar eso que los surrealistas denominaron la disproportion suprenante. La

ritualización es total: esa imagen fundacional del monstruo dominando el plano es lo que

ávidamente espera ver el amante del género aflorando entre el mosaico de fragmentos monstruosos

con que le regala la trama. En la imagen tipo, los personajes y el monstruo quedan jerárquicamente

dispuestos en dos bandas, como en un retablo medieval; incluso cuando el caos y la destrucción

reinan en la trama, todo es aquí sacralidad, respetuosa distancia de puesta en escena, que ordena el

espacio de lo maravilloso; son dos órdenes incomunicables los que conviven espacialmente en feliz

armonía compositiva. El espacio se jerarquiza y se torna sagrado cuando aparece el coloso:

Ilustraciones 101-102: Jerarquía de espacios en Mothra (1961)

Ilustraciones 103-104: Jerarquía de espacios en Japón bajo el terror del monstruo (1964) y Godzilla contra

los monstruos (Mosura tai Gojira, 1964)

Ilustraciones 105-106: Jerarquía de espacios en King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu Tai Gojira, 1962) y Hedorah, la burbuja cósmica (Gojira tai Hedorâ, 1971)

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Ilustración 107: Inversión distorsionada de la tradicional jerarquía de espacios a través de un plano picado en el cómic Yo mato gigantes (I Kill Giants, 2009), de Joe Kelly y JM Ken Nimura. El espacio liminar –la playa– es el lugar de encuentro de los protagonistas con el coloso.

Ilustraciones 108-109: Jerarquía de espacios. Transfiguración, de Andrei Rubliev, y La adoración de los pastores de El Greco.

La exacerbación del fragmento y la sacralización del plano general estratificado en niveles

puede combinarse, dando origen a imágenes de sorprendente y radical dinamismo. Es lo que

sucede, por ejemplo, en el desenlace del célebre kaiju Mothra (Mosura, 1965), de Ishiro Honda,

cuando, sobre la pista central de un moderno aeropuerto, se dan cita la figura descomunal de la

divinidad alada y sus dos diminutas guardianas, las Ailenas, una pareja de seres fantásticos que

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caben en la palma de una mano. El choque entre tan irreconciliables dimensiones produce una

tensión visual extraordinaria, ejemplo de dislocación absoluta de la perspectiva.

Ilustración 110: En el borde inferior, las dos diminutas figuras de las Ailenas, junto a un hiperbólico detalle anatómico de Mothra, la polilla gigante (Mothra, 1965).

3.2.1.3 Montaje y geometría del caos. Buena parte del trabajo de montaje al que se enfrentan los

creadores de cintas de monstruos gigantes tiene que ver con la orquestación del caos que

progresivamente vierte en el relato la presencia del ser protagonista. Quizá por eso la cultura

japonesa, con el férreo sentido del orden que le otorga su sustrato cultural, esté especialmente

dotada para dar cuerpo a ese delirio creciente que es el monstruo gigante en milimetradas puestas en

escena de destrucción y pánicos colectivos. Frente a ese espacio que continuamente se distorsiona y

parece latir amplificándose y contrayéndose al ritmo en que se suceden las fragmentaciones y las

visiones totalizantes, el montaje desempeña en el cine de monstruos gigantes un papel esencial,

como privilegiada vía de comunicación entre dimensiones diferentes y como destilado de dichas

contradicciones en un relato pulsante, obligado a ceñir una acción continuamente desplegada en dos

ámbitos incomunicables de escala. El montaje vive una extraordinaria tensión entre el control y el

desbordamiento en toda cinta de monstruos gigantes, especialmente dentro de la tradición japonesa,

en la que los márgenes atribuidos al delirio, ya desde su época canónica, son mayores que en otros

ámbitos. Toda una fenomenología del prefijo ex– inunda, por ejemplo, una cinta como Rodan

(Sora-un daikaiju Radon, 1956), de Ishiro Honda, en la que conceptos como extensión, expansión o

éxtasis amenazan con romper la linealidad de la trama y desviarse, en las escenas de acción, hacia

un apocalipsis abstracto de tonos telúricos, donde el efecto especial sea la puerta abierta no a un

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desarrollo figurativo de los acontecimientos sino al mundo de la sensación pura. En Rodan, esa

caligrafía del estallido que es una de las marcas de fábrica del cine kaiju eiga alcanza cotas

dificilmente igualables: tanto en la principal escena de ataque a una ciudad como en devastador

ataque a la ciudad de Fukuoka como en el extraordinario clímax de la película, en el que las dos

gigantescas aves antediluvianas que la protagonizan son desalojadas por el fuego militar de su nido

enclavado en el interior del rocoso monte Aso para terminar pereciendo instantes después bajo la

lluvia de obuses, misiles y disparos de todo tipo, con la inesperada y sublime colaboración del

volcán oculto en el interior de la montaña, dice mucho sobre el carácter telúrico y el pulso onírico

de un género que, en sus mejores momentos, parece abocado a disolverlo todo en un fulgurante

espejismo de abstracciones. Son ocho minutos de planificación solemne, ritualizada y

obsesivamente repetitiva, planteada por Ishiro Honda como una suerte de documental abstracto en

el que la imagen adquiere un empuje musical: un diluvio de imágenes que, coronadas en los últimos

instantes por la solemne banda sonora de Akira Ifukube, bordean lo no narrativo, el puro gesto

plasticista que no sólo nos transporta a cierto –y muy oriental– misticismo de la pirotecnia sino a

una particular y hondamente dionisíaca forma de entender el montaje como pasadizo hacia un

espectáculo a-narrativo, un puro trance visual de tonos cuasi-alucinatorios.60 Prolongándose hasta la

exasperación, la aniquilación de los monstruos (que apenas llegan a distinguirse entre la masa

reverberante de luz, color y humo) adquiere tonos de excepcionalidad absoluta y abstracta. Pero lo

que tiene lugar en este desenlace único no es solamente un puro despliegue de deleites retinianos:

60 Es importante recordar en este momento que la versión original japonesa y la estrenada en Estados Unidos (que circularía luego por todo el mundo) diferen en varios aspectos, pues era norma remontar extensivamente las cintas de acción japonesas para adaptarlas a los gustos occidentales (en algunos casos, reconduciendo por completo sus narrativas e introduciendo notables cambios argumentales: en el célebre caso de Japón bajo el terror del monstruo, el remontaje americano comportó la inclusión de numerosas escenas rodadas expresamente para darle una “perspectiva americana” a la película, con la inclusión del personaje de un periodista, interpretado por Raymond Burr, que asiste al despliegue de acontecimientos en Japón y los comenta para el público norteamericano). Con los años, esta práctica iría remitiendo a favor de un mayor respeto por los montajes originales japoneses, y a mediados de los 60 puede considerarse prácticamente erradicada. En el caso de Rodan, existen diferencias en diversas escenas, entre las cuales la del catártico desenlace que nos ocupa. Pese a la existencia de interesantes variantes, que modifican incluso el sentido de varios de los acontecimientos, y que confieren a la versión USA una vena algo más melodramática, no afectan a la esencia de este atrevido montaje totalmente centrífugo y en buena medida abocado a la instauración de un particular estado anímico en el espectador. El detalle de estas diferencias puede consultarse en http://www.historyvortex.org/TohoAmerica2.html.

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durante esos catárticos ocho minutos, la ficción confluye con total fluidez con el documental (no

olvidemos que la aspiración inicial del director Ishiro Honda era la de convertirse en director de

documentales). En este bizarro set-piece en el que se bombardea meticulosamente un volcán en

erupción, la visión del paisaje en miniatura saltando en pedazos deviene catártica performance

rayana en el informalismo: Zabriskie Point diez años antes. Ante este espectáculo de fusión en el

crisol cinematográfico, que roza lo inefable, el espectador acaba teniendo la sensación de hallarse

ante un cruce irrepetible entre eso que Mircea Eliade definía como las dos tendencias opuestas del

arte moderno: la destrucción de las formas tradicionales y la fascinación por lo informal.

Ilustraciones 111-122-: Abstracción en el desenlace de Rodan

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2.2. Velocidades

El choque de velocidades. En el cine de monstruos gigantes, la copresencia de elementos de escala

tan diversa comporta una peculiar forma de entender el movimiento dentro del plano: de ahí que la

tradición dicte que el monstruo deba moverse con lentitud, mientras que sus diminutas víctimas (la

ciudadanía en fuga, los personajes de primer término) se desplacen a una velocidad mucho más

rápida. Dicho desfase en las velocidades es característico del género, y da al monstruo su carácter

especialmente ritual (que a veces, en ciertos subproductos afines al género, llega a producir, por el

énfasis con que se produce, efectos indudablemente cómicos). En general, ese desfase de

velocidades es muy productivo en términos emocionales, puesto que crea un turbador pulso onírico

en cada plano: en el fondo las cosas suceden despacio, el monstruo es lento, desquiciadamente

lento; mientras que en el primer término la frenética agitación de las figuras, de los diminutos

personajes cautivos del pánico, es continua. Esa multitud que Jung entendía como totalidad, como

unidad fraccionada y descompuesta, que “cuando se mueve y agita, traduce un movimiento análogo

del inconsciente”61. El trayecto del monstruo gigante va de las agitadas aguas del océano al agitado

mar de personas por el que se abre paso en su periplo terrestre.

Pulso discontinuo y anulación del suspense. Más allá del tiempo interno del plano, el tempo del

cine de monstruos gigantes también viene fuertemente marcado por el monstruo, o, para ser más

exactos, por sus patrones de presencia/ausencia. A diferencia de otras monster movies, en el cine de

monstruos gigantes hay pocas opciones, en términos de guión, para gestionar y modular el modo en

que el monstruo permea la trama. El contacto entre el monstruo y personajes suele darse de golpe,

de una sola vez; imposible tenerlo en el plano como amenaza latente (como sí sucedería, por

61 Juan Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos: Barcelona, Siruela, 1998, pág. 318.

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ejemplo, con un monstruo tradicional como el vampiro), o insinuar su presencia escondida en un

desván o un sótano. Pocas opciones hay de relegarlo a una presencia en segundo término: su

epifanía es poderosa pero no especialmente maleable en términos de suspense. Como en cualquier

monster movie, se puede jugar a demorar su aparición (como sucede en el ejemplar juego de

suspense analizado por Xavier Pérez a partir de las hormigas gigantes de Son ellas)62 pero, por

razones obvias, su aparición no admite medias tintas. Ello impregna absolutamente el tempo del

film, completamente escindido entre la presencia y la ausencia del monstruo. De ahí que la película

adquiera, en todo su desarrollo, de nuevo un carácter fuertemente ritual, donde se oscila

pesadamente entre la hierofanía y el mundo profano de los personajes. En un característico juego de

discontinuidad (que puede hacer tediosa la experiencia al espectador no iniciado), el cine de

monstruos gigantes pone en juego de manera hiperbólica la polarización entre visión y relato propia

de toda monster movie. El ritmo se torna característicamente pendular, para algunos tedioso y para

otros puramente hipnótico. Acaso la construcción de este ritmo sea uno de los elementos más

preciosos e intangibles del género.63 En su discontinuidad pendular, el tempo del cine de monstruos

gigantes, especialmente en su variante japonesa, parece aspirar a una paradójica anulación del

suspense, casi una “suspensión del suspense” podríamos decir, muy distinta a los ejemplos

norteamericanos del género, mucho más basados en la arquitectura tradicional del suspense, como

demuestra el citado ejemplo de Son ellas.64

62 Xavier Pérez El suspens cinematográfic. Barcelona, Pòrtic, 1999. 63 Esto es especialmente notorio cuando el equilibrio no se logra por completo: como suscribiría cualquier aficionado, se trata de películas aburridas cuando no pasa nada, pero aún lo son más cuando pasan muchas cosas (nada hay más tedioso que un combate entre monstruos innecesariamente alargado, en las cintas que explotan esta peculiar modalidad de simultanear varios monstruos gigantes en sus tramas, que se dio sobre todo en los años setenta, en la segunda época de la serie Godzilla, la llamada “Heisei”. Pensamos, por ejemplo, la prolongada batalla a cuatro bandas final entre Godzilla y Anguirus, por un lado, y Gigan y King Gidorah por el otro, al final de Galien, el monstruo de las galaxias ataca la Tierra

(Gojira tai Gigan, 1972). 64 Muy probablemente, la concepción del tiempo en el kaiju tenga no poco que ver con la vivencia del tiempo en el cine pornográfico, lo cual parecería ratificar la asociación entre ambos elementos, monstruo y pornografía, que sugería la cita de Fernando Savater en el capítulo primero de este trabajo (y que toma aún mas cuerpo al descubrirse detalles como que uno de los directores más significativos de la renovación del género en los años 90 sea Shusuke Kaneko, antiguo director de roman porno, variante japonesa).

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Algunos momentos, por otra parte, constituyen bellas anomalías que consiguen inyectar

ligereza e imprevisibilidad fantástica a la aparición del monstruo. Un poderoso instante de La

batalla de los simios gigantes, de Ishiro Honda, evoca de manera retenida la aparición del monstruo

gracias a un banco de niebla que cruza la montaña en la que se encuentran los protagonistas. La

belleza de la entrada en escena del monstruo no consiste simplemente en que la niebla nos lo oculte

a la mirada, sino que, en la visualización de Honda, ese gran plano general vacío de la niebla

enmarcada por dos árboles se convierte en una panorámica vertical ascendente en la que, pese aque

el monstruo todavía no es visible, sentimos su presencia porque la cámara recorre el espacio que

ocupará cuando aparezca segundos después. El tropo clásico de la panorámica de los pies a la

cabeza para describirlo queda aquí esencializado en un giro fantástico de la puesta en escena

planteada como un movimiento de cámara que recorre una figura invisible:

Ilustraciones 123-127: El encuentro con el monstruo en una panorámica (125-126) que recorre lo invisible

Un motivo recurrente ligado suspense reside en la amplificatio, esto es, el recurso

consistente en crear un crescendo basado en preanunciar el motivo visual de la película en versión

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miniaturizada. Cumplen dicha función el tití que acompaña a la tripulación en el viaje de ida a la

Isla Calavera en King Kong (1933), el pequeño pulpo que los científicos conservan en un acuario en

It came from beneath the sea (1955) mientras estudian la existencia de un colosal ejemplar

destructor de submarinos y ciudades, o, en otro orden, las desmesuradas larvas (llamadas

“Meganulones”) que pueblan las minas en el arranque de Rodan y que propician un poderoso efecto

terrorífico cuando, tras acompañar al protagonista que, en las profundidades de la tierra, se enfrenta

a su amenaza, descubrimos que no se trata sino del mero alimento para la cría del pájaro mítico que

está a punto de nacer de un sobredimensionado huevo situado al fondo de la cueva. El

desconcertante descubrimiento del huevo, su apertura y la posterior constatación de que las

amenazadoras larvas son sólo el principio de la pesadilla crean un poderoso efecto de amplificación

dramática, característico del género. Asimismo, el guión ha establecido un diabólico recurso para

evocar esta escena, puesto que toda ella es el flashback en el que el traumatizado protagonista, que

ha perdido toda memoria de lo sucedido en el interior de la montaña, recuerda esa experiencia

bloqueada en su memoria a partir de la contemplación de los diminutos huevecillos de dos

inofensivos pájaros enjaulados en la casa de su novia. La colisión de tamaños y perspectivas crea un

característico efecto de amplificación alucinada.65

65En otro ejemplo característico de este recurso, al inicio de La batalla de los simios gigantes (Furankenshutain-

no kaiju Sanda tai Gaira, 1966), el piloto de un carguero se ve atacado en el puente de mando por unos grandes tentáculos procedentes de un pulpo situado en el exterior, que pretende arrastrarlo hacia el mar. Tras una frenética lucha, el piloto se libera, sólo para descubrir que en realidad su salvación se debe a que el pulpo ha sido atacado por un gigantesco homínido verde surgido del fondo del mar. El asombro, así, se produce por la inesperada amplificación de la escala.

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Ilustraciones 128-138: Amplificaciones: el flashback del huevo gigante en Rodan

3.2.3 Profundidades

3.2.3.1 Destrucción de la profundidad. El monstruo altera nuestra percepción del mundo: siendo

su tamaño mismo una anomalía, ante su presencia nuestra percepción se disloca, y el espacio mismo

se contagia de ello. Dentro de la tipología de distorsiones del espacio que presenta el cine de

monstruos gigantes, destaca con fuerza el uso agresivo de la frontalidad: esa aparición del monstruo

en un espacio abstracto y simétrico, encarado a cámara, con su inmensa figura recortándose sobre el

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cielo vacío y perturbando hasta la negación una percepción natural de espacio. Primero, cuando

aparece en el fondo de la imagen, la perspectiva parece exacerbarse; es como si, apareciendo allí

donde debería estar el punto de fuga (perdido en la distancia de un paisaje marino, en uno de sus

más canónicos motivos de aparición), nos hiciera sentir la vertiginosa profundidad del plano. A

continuación, su progreso hacia cámara, la incertidumbre acerca de su escala, hacen que, pese a su

ritual lentitud, su acercamiento inexorable se produzca en un espacio irreal, onírico; nunca hay un

efecto de verdadera lejanía; en virtud de la frontalidad el monstruo gigante, aunque este lejos,

siempre está aquí. Momento de radical belleza, en el que una primera insinuación de abismal

profundidad se resuelve por obra del montaje en una frontalidad plana y sin paliativos, en la que el

monstruo, literalmente, funda su verticalidad ante el espectador:

Ese efecto de frontalidad a menudo se acompaña de una compresión efectiva de la

distancia, en la que el monstruo va llenando, plano a plano, cada vez más el encuadre (como en el

ejemplo antes comentado de Little Nemo). Se trata de un recurso de enorme eficacia incluso en las

cintas más oscuras del género. Se entiende aquí que el presupuesto o la delgadez de la trama es lo

de menos: la limpieza con que el montaje ejecuta la transición entre lo lejano y lo cercano hace que

incluso la secuencia más modesta quede cargado de una radical energía poética: por evidente que

sea el látex o el cartón piedra, la vivencia de la anulación de la profundidad ejerce un hipnótico y

convincente efecto en el espectador:

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Ilustraciones 139-143: Fotogramas de Agon the atomic monster (Maboroshi no Daikaiju Agon, 1968)

Un ejemplo de radical pureza en este sentido sería una poco conocida película de 1954

coescrita por Jack Arnold, The Monolith Monsters (1957), y sugestivamente interpretada por el

mismo actor que encarnaba el agónico periplo hacia la miniaturización que es la obra maestra de

Arnold, El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957). En The Monolith

Monsters, la caída de un aerolito extraterrestre en las cercanías de un pequeño pueblo cercano al

desierto provoca una amenaza cada vez mayor para los habitantes de la región, cuando, al entrar en

contacto con el agua, empiezan a multiplicarse los cristales que lo componen. El crecimiento

incontrolado de la masa rocosa nos ofrece un caso único en el que el monstruo es, en este caso, el

propio paisaje: los cristales crecen hasta convertirse en gigantescas rocas que, venciéndose bajo su

propio peso, avanzan y van aplastando todo lo que encuentran a su paso. En esta singular fantasía a

caballo entre la agorafobia y la claustrofobia, el paisaje se abalanza sobre los personajes: un fondo

que cobra vida y, lenta pero inexorablemente, devora todo lo que encuentra a su paso. Aquí, es el

fondo mismo la amenaza; la destrucción de la profundidad desemboca en la destrucción sin más. Es

como si la perspectiva misma se volviera contra los personajes, amenazando con dejar de existir y

saturar el cuadro con las cubistas formas abstractas del fondo.

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Ilustraciones 144-150: El paisaje lo invade todo en The Monolith Monsters

3.2.3.2 Apoteosis de la miniatura

Uno de ejes mayores de fascinación en el universo de la criatura gigante tiene que ver con

el modo en que, en su época clásica, se lograba levantar un mundo de ficción basado en el

gigantismo pero partiendo justamente de su opuesto: la miniatura.66 Es conocida la divergencia de

66 “Todos hemos visto modelos en escala de edificios como el Partenón, algunos con muñequitos esparcidos alrededor. Ahora bien, es obvio que si nos agachamos hasta el punto donde se encuentran los muñequitos, el aspecto del edificio será el mismo que desde la correspondiente posición en la Acrópolis. Los productores de cine usan este hecho cuando tienen que representar desastres tales como terremotos. Un modelo a escala de una casa que arde, o un puente que se hunde,

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metodologías usada para crear la ilusión del gigantesco en el cine comercial de tradición occidental

y oriental. Si las fundacionales El mundo perdido y King Kong recurrieron al talento de Willis

O’Brien, padre de la animación stop-motion (en su caso rebautizada como Dynamation), para crear

monstruos que eran muñecos animados fotograma a fotograma en el interior de un diorama

convenientemente creado a escala reducida y posteriormente combinados, por medio de trucajes

ópticos, con imágenes tomadas de los actores (método habitual para la vertiente norteamericana del

género), la tradición japonesa, en cambio, instituye una metodología de rodaje esencialmente

basada asimismo en la miniaturización, pero con la variante de que el monstruo no es ningún

muñeco sino un ser humano convenientemente disfrazado: es la llamada suitmation.67 El decorado,

en este caso, se crea a escala de la figura68 que deberá moverse y acompasar su movimiento al de un

enjambre de miniaturizados vehículos terrestres, aviones, y ciudadanos que le acompañan en su

periplo destructivo. En ambos casos, pero especialmente en este último, con el extraordinario papel

jugado por el maestro Eiji Tsuburaya en buena parte de la serie Godzilla realizada para la

productora Toho, el espectador asiste a un ilusionista espectáculo que, pese a la rotunda y en

ocasiones hasta escandalosa perfección alcanzada por el equipo técnico en la creación de

maquetas,69 nunca esconde del todo su condición de juego con la miniatura. Como resultado de este

choque de escalas nacido ya en el seno del rodaje, en el espectador del género se instala una

perenne sensación de “realidad oscilante” a caballo entre escalas: la escala gigantesca que se supone

transmiten los monstruos por un lado, la evidente miniaturización de la realidad que contempla, y la

presencia de una figura antropomorfa que no tardó en ser identificada popularmente como la de un

actor disfrazado: de la mezcla brota un cosquilleo onírico que recorre los sentidos del espectador

puede hacerse indiscernible del “objeto real”, si se eliminan todos los criterios de comparación.” GOMBRICH, E.: Arte e ilusión. Estudios sobre la psicología de la representación pictórica. Madrid, Debate, 2002, pág. 214. 67 De suit (traje). 68 Escala 1:10 o 1:20, aproximadamente y según los casos. 69 Como sabe todo aficionado, el grado de perfección en el diseño de las maqueta oscila espectacularmente en sus acabados entre las muestras más sofisticadas del género y los productos derivados pergeñados con presupuestos irrisorios, que no obstante no pierden ni un ápice del encanto y la de las deslumbrantes cualidades fantasiosas de esa entrada en el “mundo en miniatura” que define a sus hermanos de mayor presupuesto.

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cuando, sin solución de continuidad, las escenas narrativas rodadas con personajes reales en estudio

o en exteriores se deslizan hacia otro mundo, un mundo en el que los objetos, los edificios, las

ciudades, ya no son reales; son juguetes danzando en abstracta coreografía de colores, sonidos y

formas artesanales. Toda una vasta poética del efecto especial se encierra en las cintas del kaiju

eiga; el efecto especial como un pequeño salto hacia un subyugante simulacro de realidad que abre

pasillos inesperados en el mundo herméticamente cerrado de la ficción fantástica: se acumulan

capas de fantasía de un modo muy alejado al mundo de los efectos ópticos tradicionales (y también

de los actuales y por otro lado eficacísimos efectos de síntesis digital).70 Un de los mayores placeres

para el espectador del kaiju consiste, precisamente, en deleitarse en la visión de un mundo que sin

cesar se dilata y se contrae en función del desarrollo de la trama, súbitamente agigantado por el

juego de puntos de vista para luego miniaturizarse en un abrir y cerrar de ojos ante la mirada

asombrada del espectador, quien recibe el inesperado regalo de poder librarse al juego de dejarse

llevar o resistirse por los diferentes grados de verosimiliitud que asume el dispositivo del monstruo

aplastando las maquetas. En ese juego no es la fantasía absoluta lo que prevalece sino, en cierta

medida, el placer por el simulacro, la propia fascinación por el objeto recreado por la mano del

hombre. Como sugiere Clément Rosset,

La ironia del fals (…) consisteix a sembrar el desconcert en l’esperit, de tal manera que hom acaba dubtant, no pas de la veritat, sinó de la diferència entre la veritat i l’error, de la diferència entre objecte veritable i objecte fals. (…)71

Lo que distingue, pues, al dispositivo kaiju del trucaje óptico tradicional (imagen falsa +

imagen verdadera) o de la recreación digital (en su doble vertiente de recreación total de una

70 Es todo un síntoma que una de las facetas más hermosas de la en otros aspectos fallida Godzilla (1998), de Roland Emmerich, sea el fascinante modo en que la Nueva York recreada digitalmente consigue evocar, pese a todo, el aspecto de una maqueta por la que se desliza el monstruo. No es un efecto puramente retro lo que está en juego aquí: es lo digital mimetizando ese asombroso –y tan querido– efecto de miniaturización que invade los escenarios y las narraciones del kaiju eiga. 71 Clément Rosset, Principis de saviesa i de follia. València, Eliseu Climent, 1997, págs. 64-65.

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realidad numérica o bien como simbiosis entre lo real y lo virtual, en actualización del trucaje

óptico clásico) reside en esa conciencia de estar asistiendo a una elaborada puesta en escena basada

en un trabajo de construcción artesanal. Pues lo propio de la miniatura es precisamente ese

desplazamiento de modos de producción: todo aquello que tiene su origen en una cultura industrial

de producción masiva es reproducido a través del trabajo artesanal, de la obra única (STEWART:

1993, 68). Una obra única que, además, existe para ser destruida.

Asimismo, lo que hace único al kaiju eiga es que, además del juego de comparaciones

establecido por los diferentes tamaños y la cuidadosa elección de los puntos de vista de la cámara,

exista, planeando sobre todas las escenas recreadas de este modo, un elusivo pero insistente criterio

de comparación latente, cifrado en esa figura humana que, de manera obvia, se esconde dentro del

antropomorfizado monster suit con que el especialista se mueve pesadamente por el decorado.

Como prueba de que este disfrute espectatorial basado en la conciencia de estar contemplando una

minuciosa maqueta poblada por humanos disfrazados de monstruo está ya presente en la época, y

no se trata de un posmoderno gesto contemporáneo de revisionismo en clave nostálgica, tenemos

las frases escritas por Donald Richie y Joseph Anderson, quienes, ya en 1959, señalaban en The

Japanese Cinema que “The implicit fault in the method used in “Gojilla” [sic] is that no matter how

well made the miniatures are they still look unreal. “here they are extremely well done and look

precisely like extremely well done miniatures.” (El subrayado es nuestro). En la visión de Anderson

y Ritchie (que las evoluciones y muy delirantes evoluciones del género posteriores a 1959 se

encargarían de poner entre paréntesis), este “error” desactiva el film como artefacto (aunque quizá

cabría pensar que lo que en realidad hace es activar otro registro, que los críticos tal vez no estaban

en plena disposición de captar entonces). Su razonamiento es: “If a film is strong enough, one

willingly suspends logic and agreeably refuses to believe that what one sees is false. “Gojilla” … is

not that strong. There are so many long talky scenes that the monster’s appearance becomes

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positively welcome. It’s fun to watch the man walking on the toy building” (citado por RYFLE:

1998, 37).

De manera que se establece una transgresora simultaneidad de percepciones de escala, un

dinamismo de la miniatura en el que ésta expresa la escala real y la figura de talla humana asume a

su vez la condición gigantesca dislocadora de esa realidad miniaturizada: un juego de perspectivas

oscilantes que rápidamente mina la resistencia del espectador y lo instala en una dimensión

totalmente ajena a la percepción de la realidad habitual. Pues, como señala Bachelard:

"Poseo el mundo tanto más cuanta mayor habilidad tenga para miniaturizarlo. Pero de paso hay que comprender que en la miniatura los valores se condensan y se enriquecen. No basta una dialéctica platónica de lo grande y de lo pequeño para conocer las virtudes dinámicas de la miniatura. Hay que rebasar la lógica para vivir lo grande que existe dentro de lo pequeño."72

A la gulliverización propia del cuento fantástico tradicional, se le añade aquí ese choque de

dimensiones que produce lo que en buena ley cabría denominar de cortocircuito entre lo grande y

lo pequeño, una verdadera síncopa del sentido.73

Sin ese especialísimo sentido de la miniatura, de estar asistiendo a un despliegue de

juguetes convertidos en furioso simulacro bélico en el combate contra el monstruo, los placeres del

cine de monstruos gigantes se verían en mayor o menor medida mermados. En el kaiju eiga, las

miniaturas no se conforman con establecer un escenario realista para la acción, y de este modo

convencer al espectador de la realidad de los hechos que está presenciando. Lo que está en juego es

un verdadero anamorfismo de la mirada: la miniatura es el umbral a un mundo distinto, apartado del

modo de producción industrial, un universo esencialmente melancólico con su espacio y tiempo

72 BACHELARD, G. La poética del espacio. México, Fondo de Cultura Económica, 2000. 73 No deja de resultar significativo, a la par que trágicamente irónico, que la metáfora fundacional del monstruo gigante de los cincuenta, el átomo y su poder de destrucción, gire precisamente en torno a una violentísima polarización de escalas: se trata de un elemento de dimensiones microscópicas capaz de generar una vastísima destrucción masiva.

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propios,74 que desde luego sería apasionante explorar en profundidad. Baste esgrimirla, por ahora,

como generadora de una continua incertidumbre perspectiva que se traduce en un violento efecto

fantástico. Efecto inicialmente trágico en las primeras grandes muestras del género en los 50 pero

que no tardará en adquirir unos potentes ecos de autoironía (del mismo modo en que, en pocos años,

la ironía, la autoconciencia y el guiño cómplice, e incluso cómico, se adueñarán del cine de

monstruos gigantes, convirtiéndolo en espectáculo pop por excelencia). La miniatura es, entre otros

recursos, la impulsora de una bajtiniana “relativización mutua de estilos” que convierte al kaiju en

un espectáculo simultáneamente conmovedor y desternillante, un espectáculo de muñecos y trajes

de látex capaz de, en su máxima artificialidad, estremecer transversalmente al espectador

conduciéndolo por un mundo de fantasmas que es eco lejano de traumáticas realidades, y llevarlo de

la mano a una vivencia radical, y hasta única, entre géneros. Sólo en el kaiju eiga se alternan un

enloquecido y furioso reciclaje de imágenes de una película a la siguiente (analizado hasta el

mínimo pormenor por todos los grandes estudiosos del género), tomas de efectos especiales que

pasan de una película a otra, renacen y cambian violentamente de sentido por obra del

aprovechamiento y la rentabilización económica de los decorados y despliegues de producción). Y

sólo en el kaiju eiga se podrán elaborar, con el correr de los años y el establecimiento de férreas

complicidades con el espectador, guiños tan desacomplejados, desconcertantes y feroces como ese

plano de Galien, el monstruo de las galaxias ataca la tierra (Gojira tai Gigan, 1972) en el que uno

de los clásicos fragmentos monstruosos entrevistos desde el interior de un apartamento en miniatura

nos muestra, en primer término, un salón de clase media… poblado por muñecas: no simulacros

imperfectos de figuras humanas, sino muñecas, toscos juguetes infantiles ocupando de manera

delirante y muy premeditada una miniatura por lo demás escrupulosamente preparada para dar

impresión de realidad.

74 Se ha demostrado, mediante experimentos científicos, que la percepción subjetiva del tiempo al interactuar con entornos creados a escala difiere en funcion de la escala: cuanto más pequeña la maqueta, menor la sensación de tiempo transcurrido al interactuar con ella. Existiría, pues, un tiempo propio de la miniatura. (Stewart, 1993, págs. 66 y 181, nota.)

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Ilustración 151: El juguete imposible: la garra de Gigan cruzando por delante de un paisaje pop de muñecas en Galien, el monstruo de las galaxias ataca la tierra (1972)

Toda una estética del juguete y su poder mágico y nostálgico, distanciador y relativizador,

invade las grandes muestras del género: sería sin duda muy fructífero establecer las relaciones

existentes entre este género y el uso que en el terreno artístico se ha dado del juguete como cifra del

simulacro y bastión de la ironía pop (pensamos, sin ir más lejos, en las dramáticas y al mismo

tiempo desconcertantemente ingenuas recreaciones de un David Levinthal de escenas bélicas

prototípicas de la Segunda Guerra Mundial a través de pequeñas figurillas a escala fotografiadas

con dramática estética documental). Y no sorprende en absoluto el giro de autoconciencia con que

el género invoca reiteradamente en sus argumentos el tema de la miniatura o el diorama a escala,

presente en multitud de títulos. Sin ir más lejos, lo encontramos en El monstruo que amenaza al

mundo cuando se plantea la creación de un parque temático cuyo epicentro sea la fabulosa criatura

encontrada en una isla. O el sofisticado laboratorio bajo la Isla de los monstruos en Invasión

extraterrestre (Kaiju Shoshingeki, 1968). Los ejemplos son interminables.

Ilustraciones 152-153: ¿Quiénes son los monstruos gigantes? Hombres de negocios frente a maquetas a escala en El monstruo que amenaza al mundo

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121

Ilustraciones 154: En un subterráneo bajo la isla de los monstruos, los protagonistas contemplan la reproducción en miniatura de la isla de los monstruos. Invasión extraterrestre (Kaiju Soshingeki, 1968)

3.2.4 La perspectiva invertida

Como todo monstruo que se precie, el monstruo gigante elige para aparecer los momentos

de crisis, puntos de inflexión en la historia del cine y la historia en general: la llegada del sonoro y

el crack del 29 con King Kong, el pánico nuclear y la guerra fría, en sintonía con el desbordamiento

y la extenuación de los cánones del clasicismo en el cine USA de ciencia ficción y la eclosión del

kaiju en Japón… o la crisis post 11-s y la revolución de los modos digitales de creación y

participación y el replanteamiento de los roles espectactoriales en la era youtube en Monstruoso

(Cloverfield, 2008) sin duda el ejemplo más vital de la reelaboración de un género que se resiste a

desaparecer.

Tras recorrer algunas de las pautas que podrían definir ese modo de representación del

monstruo gigante, nos gustaría detenernos ahora en la imagen central que lo define: la copresencia

del gigante y de las víctimas en el mismo plano, y reflexionar alrededor de lo que sucede en

términos de representación cuando esa imagen primordial se le hace visible al espectador. Icono de

perenne fascinación del género, la aparición y acoso del monstruo a sus diminutas víctimas

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122

subvierte, como veremos, de manera irreversible la lógica en la representación del espacio. Para

ello, recuperaremos el discurso sobre la perspectiva esbozado en páginas anteriores.

Si la perspectiva monofocal heredada del Renacimiento (y que la cámara reproduce

escrupulosamente) se basa en el acomodo de las figuras dentro de un espacio homogéneo basado en

la proyección geométrica de las figuras sobre un plano, siguiendo un esquema en el que se ven

jerarquizadas en función de las distancias con respecto al observador (de alguna manera, el modo en

que la figura es sometida al fondo, y su presencia racionalizada por el orden matemático), es

interesante observar lo que sucede cuando los códigos esperados de proximidad y lejanía, de mayor

o menor tamaño relativos, se ven alterados por la figura del monstruo. Puesto que, como es

evidente, la presencia del monstruo introduce en esa red de relaciones que es la imagen, una figura

de características especiales, una figura que, pese a estar lejos, es mucho más grande que las figuras

que están cerca. Y esto ejerce, por supuesto, una indudable violencia sobre la percepción del

espacio por parte del espectador.

Tomemos, como ejemplo, el cartel ilustrado que anunciaba en 1925 la película de Harry O

Hoyt El mundo perdido, que despliega la clásica imagen de la bestia abalanzándose sobre los

aterrados ciudadanos en fuga:

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Ilustración 155

Su estructuración espacial sigue el canon de división ya apuntado, con un estrato inferior de

la imagen dedicado al mundo a escala humana y ese espacio superior, de fondo necesariamente

vacío, que es donde se inscribe la demoníaca silueta del monstruo, un dinosaurio que por cierto

aparece, en un gesto nada inhabitual en el género (y especialmente en sus estrategias publicitarias),

dotado de una estatura absolutamente desproporcionada e inverosímil.

A poco que observemos con atención la imagen, descubrimos en ella que en la mencionada

franja inferior está estructurada según un canónico despliegue perspectivo, con el punto de fuga

situado no en el centro sino desplazado a un lado, dinamizando el espacio de la composición. De

hecho, el punto imaginario de confluencia de las líneas perspectivas correspondería, más o menos, a

la garra izquierda de la bestia, una de las partes más amenazadoras de su anatomía (además de,

obviamente, sus fauces). En esta franja inferior de la imagen, pues, se establece un canon

perspectivo tradicional, marcado por el tamaño decreciente de las pequeñas figuras que huyen del

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monstruo y subrayado por una canónica hilera de farolas que van empequeñeciéndose hasta

perderse en la distancia.

Ilustración 156

Hasta aquí todo responde a una lógica espacial estricta. Lo que sucede es que, por supuesto,

hay otra figura que, dentro del espacio de la imagen, una figura cuya misión es, precisamente,

redefinir el concepto de figura misma en el encuadre: la figura monstruosa. Y esa figura, cuya

posición eréctil la postula como reflejo distorsionado de las propias siluetas aterrorizadas de las

víctimas que huyen hacia el exterior de la composición, conforma de algún modo una segunda

perspectiva, pues, pese a encontrarse por detrás de ellas, es de mucho mayor tamaño; de algún

modo, la mirada experimenta la relación visual entre ellas como un segundo eje perspectivo

imaginario que se superpondría al primero, ese que establecía el espacio con plena racionalidad. Esa

segunda perspectiva es la que hemos querido indicar mediante un segundo juego de líneas azules:

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125

Ilustración 157

De este modo, el monstruo conforma, respecto a sus contrapartidas humanas, un segundo

eje de fuerzas visuales, puesto que su condición de figura y su gestualidad lo asimila al de las

pequeñas figuras que huyen de él. Naturalmente, la violencia para con la perspectiva es sólo

imaginaria, pues el hecho tiene una clara justificación narrativa (el monstruo es gigantesco,

sencillamente, porque lo es desde un punto de vista diegético), y, por lo tanto, no cabría hablar de

una violencia espacial ejercida strictu sensu sobre la imagen, sino más bien de un eco oculto, si

podemos llamarlo así, una huella simbólica, una suerte de indemostrable perspectiva simbólica, si

así puede decirse, que, en términos totalmente invertidos a los de la perspectiva tradicional (que la

imagen también vehicula de forma evidente) se superpone a ésta y en todo momento late de manera

resonante bajo la piel de la imagen misma. A nuestro entender, ese eco, esa intuición de una

perspectiva radicalmente alterada (aunque sólo sea en un plano simbólico) y superpuesta a la

racional, en fructífero y radical choque de parámetros representativos, es uno de los ejes de la

fascinación de esta imagen fundacional del género que nos ocupa:

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Ilustración 158

Por supuesto, cabría objetar a esta idea que cuando, en la perspectiva tradicional, se dan

elementos de gran tamaño como parte del fondo (edificios, montañas, árboles), éstos aparecen

naturalmente de mayor tamaño que las figuras de primer término, sin que por ello se dé ningún tipo

de “inversión” como la que aquí postulamos. Pero, pese a todo, nos parece importante recalcar que

estamos hablando de figuras, de elementos activos que desempeñan el rol de actores dentro de un

escenario. Y tales figuras, muy a menudo, son antropomórficas, ya vagamente o de manera estricta.

Las razones de dicho antropomorfismo pueden oscilar entre lo puramente técnico (como ya se ha

indicado, en la tradición kaiju se utiliza un actor embutido en un traje, y por tanto es difícil

desvincular al monstruo de soporte humano que lo manipula desde el interior) como por una pura y

muy tradicional pulsión que recorre las fantasías iconográficas monstruosas de todos los tiempos

que buscan siempre en las bestias amenazadoras algún rastro de lo humano que las haga más

identificables, más parecidas a nosotros: pues no en vano el monstruo siempre ha sido un objeto

especular por excelencia: imagen distorsionada, pero especular al fin. De manera que, siendo

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127

elementos vinculados por una morfología afín, siendo el monstruo nuestro reflejo oscuro, su

presencia en la pantalla no deja de crear un campo de fuerzas imaginario que de algún modo altera

el campo de fuerzas establecido por la geometría que rige la representación perspectiva tradicional.

Hay, en esta imagen, una utilización simultánea de espacios, perspectivo y no perspectivo.

Somos conscientes de haber presentado esta idea partiendo de un cartel pintado, en el que

por supuesto la libertad de acción del ilustrador en términos de tratamiento del espacio y la

perspectiva se da por descontada. Por ello, quisiéramos también ahora ver cómo opera esta misma

idea en imágenes cinematográficas, partiendo de la captación fotográfica de elementos reales o

reconstruidos en estudio y a través del efecto especial. Para ello, hemos escogido una de las más

hermosas y delirantes fantasías monstruosas de la productora Toho, madre de toda la serie Godzilla

y aledaños: La batalla de los simios gigantes (1966), de Ishiro Honda. En ella, Japón sufre la

amenaza de dos seres gigantescos llamados Sanda y Gaira (aunque, en realidad, uno de ellos sería el

mismísimo monstruo de Frankenstein, puesto que la película que nos ocupa es en cierto modo una

semisecuela de la anterior Furankenshutain tai Baragon [Ishiro Honda, 1966], en la que el

monstruo de Frankenstein, tras sufrir una mutación radioactiva, crecía desmesuradamente de

tamaño.75

75 Merece la pena detenerse un momento en la génesis radicalmente pulp que este monstruo recibe en el argumento de la película: en el prólogo de Furankenshutain tai Baragon, la debacle nazi en los estertores de la Segunda Guerra Mundial provoca que, en un remoto laboratorio experimental alemán, un científico que conserva en un acuario el corazón todavía vivo del monstruo de Frankenstein, quiera poner a salvo sus experimentos enviándolo en un submarino a un remoto laboratorio situado… en la ciudad de Hiroshima. La caída de la bomba, poco tiempo después, reducirá el laboratorio a cenizas y activará la regeneración del corazón hasta crear un semihumano mutante, un nuevo Frankenstein, esta vez gigantesco por efecto de la radiación pero igualmente bondadoso, de cuyas células se expandirá, en la semisecuela que nos ocupa, un segundo monstruo de malévolas intenciones, dando origen a la pareja protagonista de este fascinante film. (Cabe señalar que el creador de los efectos especiales de King Kong, Willis O’Brien, tuvo entre manos durante mucho tiempo un proyecto para crear una película basada en un Frankenstein gigante, que nunca llegó a rodarse y que probablemente inspiró a los creadores de la Toho para llevar a cabo esta delirante minisaga).

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La batalla de los simios gigantes, con su predilección por los grandes escenarios abiertos

(paisajes naturales o lugares creados por la mano del hombre pero especialmente proclives a la

ensoñación espacial de lo inmenso, como pueden ser aeropuertos) despliega algunos memorables

ejemplos de esa inversión de la perspectiva que caracteriza toda la presencia del monstruo gigante.

El juego, característico del género pero que alcanza cotas de rara abstracción en esta cinta de Ishiro

Honda, se ve declinado con enorme poder de convicción ya desde la primera aparición en la costa

de Gaira, ante un grupo de pescadores que están jalando una red inmensa al término de un día de

trabajo. La composición del encuadre designa el espacio como una clásica abertura en profundidad,

en la que las dos líneas de pescadores sujetando los cabos configuran de manera canónica las

principales líneas de fuga de la composición (en azul en la ilustración). Y es justo en el lugar donde

convergen las líneas imaginarias de la perspectiva donde surgirá la desproporcionada figura de

Gaira, provocando el pánico y la desbandada entre los presentes, que se dispersan hacia los

extremos del encuadre, siguiendo justamente la dirección contraria a las líneas de fuga de la imagen

(en azul en la ilustración). A partir de ahí, roto el alineamiento perspectivo marcado por los propios

personajes, la mirada queda presa por la fascinación de esa nueva relación perspectiva, en la que el

lejanía no entraña la disminución de tamaño sino justo lo contrario (líneas en rojo en la ilustración).

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Ilustraciones 159-164: La aparición de Gaira en la playa en La batalla de los simios gigantes

Y lo mismo ocurre en el muy onírico plano general que muestra a Gaira aproximándose a

cámara lenta a la maqueta del aeropuerto de Haneda. Aquí, el procedimiento –habitual en la

construcción de escenografías, tanto si son género fantástico como si no– de construir los decorados

en perspectiva forzada para exagerar, distorsionándola, la ilusión de profundidad, unido a ese cielo

liso al fondo y del que la profundidad parece extrañamente ausente, crea ya de entrada un choque

espacial no lejano al que produciría una surrealista perspectiva de De Chirico. A partir de ahí, el

acercamiento del monstruo, extrañamente rápido pese a la cámara lenta (cosa lógica, dado que

avanza sobre un decorado en perspectiva forzada, mucho más pequeño, pues, de lo que parece), su

acercamiento, decimos, va tensando los vectores de fuerza de la imagen, en poderosa fricción entre

las líneas que establece el decorado (en rojo) con el juego de inversión perspectiva que se sugiere al

comparar las figuras de primer término con la inmensa silueta del fondo.

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Ilustraciones 165-168: El ataque al aeropuerto de Haneda en La batalla de los simios gigantes

Su aparición asomando por encima de las estructuras edificadas del aeropuerto impone, de

nuevo, una imagen fuertemente marcada por las líneas de fuga tradicionales (en rojo), a las que se

superpone esa proyección imaginaria entre las figuras humanas y su potencial agresor (en azul).

Ilustraciones 169-172: Gaira se cierne sobre sus víctimas en La batalla de los simios gigantes

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El choque visual entre escalas se ve acompañado de esa fricción entre vectores visuales; el

ojo se ve fuertemente arrastrado por el dispositivo perspectivo, que lo atrapa, mientras el elemento

perturbador, el monstruo, emprende justamente el camino inverso, avanzando con su mole hacia los

pequeños personajes de primer término e insinuando fuertemente con su presencia la inversión de

los términos perspectivos normales.

De este modo, lo que se termina insinuando es la posibilidad de un espacio doble, en el que

al tradicional esquema de líneas convergentes en un punto determinado situado en el fondo de la

imagen, allí donde teóricamente queda designado el infinito mediante el punto de fuga, se le

superpone un segundo esquema invertido, en el que las líneas resultarían divergentes con respecto a

las de la perspectiva tradicional. Resulta sugestivo invocar, en este sentido, el planteamiento

otorgado por la crítica a cierto arte sacro medieval, el arte de los iconos, en los que prima la

transgresión de la perspectiva y que han sido objeto de numerosos estudios. El supuesto

“primitivismo” con que se violentan las exigencias formales de la geometría en el arte medieval,

creando representaciones que parecen superar los límites de la visión óptica, con figuras más

grandes detrás y más pequeñas delante, ha tendido a interpretarse como un muestra de

desconocimiento de los fundamentos de la representación espacial por parte de los artistas de los

iconos; pero también hay autores como el soviético Pável Florenski que sostienen que se trata de

una estrategia muy consciente para reflejar una realidad suprasensible y el advenimiento de una

trascendencia imposible de traslador a los códigos de la visión según los establece la perspectiva

matemática. A esa distinta manera de representar Pavel Florenski la denomina, junto con otros

autores, “perspectiva invertida”, y, para él, constituye un sistema especial de representación y

percepción propio de la mirada vertida sobre un objeto sacro (FLORENSKI: 2005, 23).

“Las alteraciones de la perspectiva desafían al espectador, casi com un grito proyectado

sobre un fondo de vivos colores” (FLORENSKI: 2005, 23). Palabras que se podrían aplicar muy bien

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al universo genérico que ahora nos ocupa, donde tales desafíos son posibles por la especial

combinación entre el trucaje óptico y la construcción de maquetas a medida. Cabría, pues, imaginar

que el cine de monstruos gigantes es capaz de acercarse, a su propia y única manera, a esa

perspectiva invertida o conversa, a veces también denominada perspectiva distorsionada o falsa, en

la que las transgresiones son partes no sólo importantes sino esenciales del discurso. En este

sentido, incluso los tan comentados (y celebrados por algunos de los seguidores del género)

“errores” que plagan muchas de las muestras de más bajo perfil y menor presupuesto de la serie no

dejarían de abundar, voluntaria o involuntariamente, en este camino de dislocación (pensamos, por

ejemplo, en el modo en que el tamaño de los monstruos parece mayor o menor según las escenas –e

incluso según los planos dentro de una misma escena–, o el modo en que algunos planos atentan

directamente contra toda expectativa en cuanto a la escala del monstruo que el film haya planteado

hasta entonces, como en la muy comentada –por su palmaria transgresión de las escalas– imagen de

Mechagodzilla y el Titanosaurus abalanzándose sobre los personajes de primer término en

Cibergodzilla, máquina de destrucción (Mekagojira No Gyakushu, 1974, de Ishiro Honda), y en la

que se produce una dislocación imposible de tamaños que convierte la sugerida inversión de la

perspectiva en una enloquecida hipérbole visual (pues, tal y como aparecen fragmentados los

monstruos en el plano, es del todo imposible que tengan cabida en espacio diegético).

Ilustración 173: El fondo desmiente a la figura, o viceversa: escalas imposibles en Cibergodzilla, máquina de

destrucción

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Puede que detalles como éstos, jocosamente celebrados tanto por los detractores como por

los amantes del género, sean en realidad parte esencial de los mismos: puede que sea válido para

ellos lo que Pável Florenski afirmaba de los iconos: que “aquellos detalles del dibujo «incorrecto»,

y contradictorios entre sí, representan en realidad un complejo cálculo artístico, al que tal vez

podría tildarse de osado, pero no ciertamente de ingenuo” (FLORENSKI, 2005: 25).

Uno de los mayores placeres visuales del kaiju eiga sería, precisamente, el modo en que se

pone entre paréntesis, sin ningún tipo de pretensiones y con una irresistible carga de

entretenimiento, la representación normalizada como tan sólo una de las muchas construcciones

posibles, eso que Florenski denominaría “una ortografía especial para representar visualmente el

mundo” (FLORENSKI: 2005, 29). En el caso del arte medieval, la liberación de la perspectiva

significaba una alternativa que intuitivamente se alejaba del subjetivismo y el ilusionismo para

postular una manera de experimentar el espacio y la representación donde no se tiendería a la

verosimilitud de la apariencia, sino a la verdad de la existencia (FLORENSKI: 2005, 31),

entendiendo, en nuestro campo de estudio, que esa “verdad de la existencia” apuntaría hacia un

territorio muy distinto, el de lo monstruoso (que, por supuesto, comparte muchos elementos con la

representación de lo sacro. Resulta curioso, por otra parte, –pero quizá no del todo ilógico– que el

laboriosísimo trabajo de elaboración artesanal de escenarios en perspectiva condujera a este proceso

en el que se insinúa de manera continua el desmontaje de la visión tradicional, con un furioso gesto

primitivista que instaura un insólito espacio de libertad en el seno del dispositivo cinematográfico.

Al fin y al cabo, la descomposición del ilusionismo en una época como la de los años 60, momento

en que la historia del cine gira decisivamente en pos del abandono de los modelos clásicos de

representación, no es precisamente algo que debiera sorprendernos. Disfrazado de imperfección

naïf, el rechazo de las reglas, la reelaboración de los canones, pululan de forma lúdica en las formas

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de la cultura popular cinematográfica. Y, como ya han señado diversos autores, el cine de

monstruos gigantes alía tradición y modernidad de manera única.76

En los iconos medievales, la inversión de la perspectiva ha sido interpretada como un modo

de abrir el espacio de la composición al espectador, interpelarlo directamente en lugar de,

simplemente, atraerlo hacia la trampa perspectiva: se ha dicho que, en este peculiar modo de

representación, es “la mirada de Dios” lo que se dibuja; o que el propio cuadro es el que mira al

espectador. De hecho, en los ejemplos que acabamos de comentar, ese acto de superponer al espacio

tradicional una inversión perspectiva en los de tamaños en las figuras, crea, como hemos visto, una

red de líneas perspectivas inversa a la tradicional: una red de líneas convergentes que termina

insinuando la existencia de un segundo punto de fuga, un punto de fuga no situado en la lejanía o el

infinito sino, precisamente, en un más acá del encuadre. La posición de ese segundo punto de fuga

imaginario estaría, de hecho, en el patio de butacas: este gesto de puesta en escena ha convertido al

espectador en punto de fuga para la imagen.

Ilustración 174: Las líneas de la perspectiva invertida (en azul) van del monstruo al personaje y apuntan al al espectador

76 Especialmente, por el modo en que integra trillados estereotipos genéricos en una desacomplejada mezcla llena de autoironía, como nos recuerda Daniel Fernández a través de diferentes entradas en su imprescindible Blog Ausente.

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3.2.4.1 El experimento de Brunelleschi

Que la presencia del gigante interroga a la perspectiva podría deducirse por la recurrencia

de un motivo visual en el género que, quizás de manera nada sorprendente, nos retrotrae a los

orígenes del dispositivo perspectivo en Occidente. Cuentan los historiadores que en el siglo XVI

uno de los padres fundadores de la ortodoxia perspectiva en Occidente, el arquitecto italiano Filippo

Brunelleschi, llevó a cabo un fascinante experimento para validar sus teorías perspectivas. El

experimento consistía en, partiendo de una pintura en exacta perspectiva matemática (la célebre

tabla de Urbino), practicar un agujero en el cuadro para, desde el reverso del soporte, aplicar el ojo

y observar, a través del agujero, la superficie de un espejo situado frontalmente al cuadro, para de

este modo verlo reflejado desde dentro. El efecto resultante, según nos cuenta Hubert Damisch, fue

el de una inmersión pura en el espacio de la imagen. Salvando todas las (enormes) distancias, el

cine de monstruos gigantes parecería estar en ciertos momentos elaborando una inconsciente

relectura irónica del experimento de Brunelleschi, pues en la inversión de la perspectiva que planea

por todo su sistema de representación, existe un climático momento, de una iconicidad desbordante,

que no cesa de repetirse de film en film: nos referimos, por supuesto, al momento en que el ojo del

monstruo se engrandece hasta ocupar toda la pantalla, como si estuviera acercando a la superficie de

la misma y, ya sea a través de alguna abertura o a ojo desnudo, otea el patio de butacas. Ese ojo está

interrogando a la perspectiva que funda la imagen.

Ilustraciones 175-176: King Kong (1933)

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Ilustraciones 177-178: Fotograma de La batalla de los simios gigantes e ilustración de Bill Wray para el

Godzilla portfolio (Dark Horse, 1998)

Ilustraciones 179-180: Viñetas de Kafka Kaiju Eiga (2006), de Stephen Bisette. Fotograma de Los Simpson,

episodio Thirty Minutes Over Tokio (final 3ª temporada, 1999)

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4. EL GIRO CONTEMPORÁNEO DEL MONSTRUO GIGANTE

4.1 Lo que colma: el monstruo gigante es hijo del vacío

Quizá puede sorprender que la figura central y fundacional del la era de esplendor del

género, Godzilla, encarnación diáfana del pavor colectivo a la bomba atómica, haya sido visto

repetidamente, más allá de la metáfora puramente destructiva –su capacidad aniquiladora como

trasunto de ese cegador objeto de destrucción masiva que es La Bomba– no como amenazadora

presencia sino también como encarnación de una ausencia, y no una ausencia individual sino de una

ausencia colectiva: la ausencia de los miles de personas que perdieron la vida en la Guerra del

Pacífico. Así lo han señalado en diferentes ocasiones voces autorizadas como la del mítico

compositor Akira Ifukube, responsable de las bandas sonoras de buena parte de la serie clásica de

Godzilla y uno de los reconocidos puntales estéticos de todo el universo kaiju eiga: como apuntaba

en una entrevista citada por William Tsutsui, Godzilla “es como las almas de los soldados caídos en

la Guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial”.77 Y no en vano, en una de las más

celebradas cintas de la última etapa de la serie, Godzilla, Mothra and King Gidorah: Giant

Monsters All-out Attack (Gojira, Mosura, Kingu Gidorâ: Daikaijû sôkôgeki, 2001), de Susuke

Kaneko, un personaje explica que “Las almas de las innumerables personas que murieron en la

Guerra del Pacífico se congregaron en el cuerpo de Godzilla”. Así pues, el monstruo gigante asume

con facilidad esa función de cifra de ausencia para todo un colectivo, de fantasma que regresa para

llenar siniestramente un doloroso hueco abierto en la memoria colectiva y, de este modo, provocar

la necesaria catarsis en la colectividad. Y, precisamente, en esa soterrada pulsión sentimental que

77 Citado por Hiromi Nakano en su artículo “Signs taken for monsters. What made Godzilla so angry then?”. La cita original aparece en el volumen de Yoshikuni Igarashi, Bodies of Memory: Narrative of War in Postwar Japanese Culture,

1945-1970, Princeton NJ, Princeton University Press, 2000. El artículo puede consultarse en pdf en http://kamome.lib.ynu.ac.jp/dspace/bitstream/10131/3792/1/1-Nakano.pdf.

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busca dar cuerpo a un sentimiento colectivo a través de la acción y la aventura externa en clave

delirante e hiperbólica, se encuentra el más visible punto de inflexión del género en su entrada en la

contemporaneidad. De la frialdad en el tratamiento de los personajes humanos individuales que

caracteriza buena parte de las muestras clásicas del género, pasaremos, en su resugir

contemporáneo, a una redefinición en clave intimista y privada, en consonancia, por supuesto, con

un movimiento general de relectura intimista del cine de acción.

En los albores del siglo XXI, el monstruo gigante parece, sin haber perdido un ápice de su

fuerza como metáfora política,78 haberse encarnado con fuerza como enérgico interlocutor de la

crisis y el trauma entendidos en clave privada, como una figura que ahora se perfila como espejo

oscuro no de un trauma colectivo sino de una psique individual en crisis. Y en ese sentido, su

visibilidad extrema, que le sirvió para adoptar el papel de ensueño colectivo en su gran momento de

esplendor, adopta en nuestros días y con pleno vigor un paradójico papel como catártico

visualizador de algo intangible como es el sentimiento individual.

4.2 El monstruo gigante como encarnación visible del sentimiento invisible

4.2.1 El lugar más alto: Monstruoso (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves

Lo señalaba el crítico y cineasta español Nacho Vigalondo en su comentario blog a

Cloverfield (2008):

La película respeta la condición principal en la tradición más antiquísima de relatos de

monstruos y catástrofes: (…) la criatura actúa en el momento en el que se evidencia la

incapacidad del protagonista para trazar emocionalmente una línea entre dos puntos.79

78 Pues no ha dejado de ser invocado como representación de miedos colectivos intangibles como los que propició el clima post 11-S, en una cinta como Monstruoso (Cloverfield, 2007), de Matt Reeves. 79 VIGALONDO, Nacho, “A propósito de Cloverfield”, post publicado en “El Blog de Nacho Vigalonso”, El País edición Digital, Madrid, 02 de de febrero de 2008. http://blogs.elpais.com/nachovigalondo/2008/02/a-propsito-de-c.html

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En el corazón del mecanismo dramático de uno de los ejemplos esenciales del vigor del

mito del monstruo gigante en la contemporaneidad, late, pues, la insuficiencia emocional como

simbólica pista de aterrizaje para el advenimiento del monstruo. Bajo esta lectura, el monstruo

gigante vendría a colmar el vacío melancólico abierto ante la incapacidad de afrontar un trauma

sentimental, como es, en este caso, la separación con respecto a la mujer amada. Como señala

Vigalondo, es justamente cuando el protagonista está sentado en una escalera de incendios con sus

amigos, manifestando en voz alta su incapacidad de decidir, de tomar las riendas de sus emociones,

cuando en el fondo de la imagen se abre la desgarradura, en forma de fulgurante explosión en el

centro de la noche, que marcará el inicio de la tragedia final para los protagonistas. Pues, como

señala el propio Vigalondo, “El monstruo no es, en esta película, un agente del Apocalipsis, sino el

motor de un doloroso reencuentro a destiempo”.

“Mighty prehistoric monsters clash with modern lovers”: la cita se utilizó para publicitar El

mundo perdido en 1924 pero podría ser perfectamente aplicable a este artefacto totalmente

contemporáneo que es Cloverfield, la gran película de monstruos gigantes de la era youtube pero, a

la vez, un esencialísimo destilado del universo de los monstruos gigantes clásicos (no en vano, a la

casi invisible amenaza se le otorga el muy abstracto nombre miltar en clave de LGA, Large Scale

Agressor.80

80 Esta información no aparece directamente en la película, sino en uno de los múltiples apoyos externos que recibió para construir de manera fragmentaria e intermediática su trama. Como se ha señalado a menudo, la narración de Monstruoso

actúa en su conjunto como un “espejo roto“: “La historia de Cloverfield (…) no podía leerse por entero si uno no iba al cine a ver la película, a internet a buscar los trailers ocultos y los falsos, a ciertas revistas y fanzines y a páginas webs falsas creadas al efecto por Abrams. Desde otra perspectiva, esto significa que desde muchos sitios diferentes podía disfrutarse de la creación de Abrams, planteada como un espejo roto, donde los fragmentos esparcidos permiten ver la imagen global.” MORA, Vicente Luis: “¿Y si Abrahams fuera el mejor narrador vivo?” Post publicado en “Diario de lecturas. Blog de Vicente Luis Mora”. http://vicenteluismora.blogspot.com/2009/05/y-si-j-j-abrams-fuera-el-mejor-narrador.html

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Recordaremos, por otra parte, que Cloverfield se presenta como una narración que sigue el

modelo del “manuscrito encontrado”: una cinta que los militares hallaron en un emplazamiento

destruido después de que una gran catástrofe asolara Nueva York muestra retazos de los hechos

filmados por un videoaficionado a lo largo de de la noche en que la ciudad fue destruida. Dichos

retazos se alternan con fugaces visiones de lo que la cinta contenía antes de que fuera regrabada por

el videoaficionado: escenas de amor de una pareja que vive un fugaz día de felicidad en Manhattan

visitando el parque de atracciones de Coney Island. Se solapan así momentos de plenitud amorosa

con la destrucción de una ciudad en la que los protagonistas de la historia amorosa, tras una ruptura

producida en el interin, viven una dramática epopeya de reencuentro a la sombra del ataque del

monstruo. Un crítico como Vicente Domínguez se ha encargado de desentrelazar el componente

sentimental que recorre la película, tomando como referencia la metáfora del miedo colectivo como

“agente borrador” de la pasada felicidad sentimental de la pareja, y apoyándose entre otros

elementos, en la abundancia de canciones significativas en la banda sonora.81 De los muchos

enfoques con que puede abordarse la película, nos interesa visualizarla como “punto ardiente” en el

modo de vehicular los sentimientos a través de la figura de la amenaza gigante, en relación con la

temática figura-fondo y sus vínculos con la perspectiva. De principio a fin, Cloverfield propone la

vivencia de una catástrofe motivada por el ataque de una gigantesca criatura a Nueva York, pero en

una visión en primera persona.

“A Coney Island of the mind”82

Si para Panofsky la perspectiva versaba sobre la relación entre la mente y el mundo y, al

mismo tiempo, contenía una autoconciencia reflexiva que plantea la naturaleza del arte como algo

81 DOMINGUEZ, Vicente. “Miedo borrador: monstruos de ciencia ficción en la ciudad del alma”, Formats #5, Revista de

Comunicació Audiovisual, Barcelona, UPF, 2009. 82 Tomo la expresión de un texto del artista digital Simon Penny. PENNY, Simon, “Virtual Reality as the End of the Enlightenment Project”, 1994. http://ace.uci.edu/penny/texts/enlightenment.html

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que versa justamente sobre esa relación, está claro que Cloverfield pulveriza en apariencia la idea de

perspectiva; gracias a la youtubificación de la puesta en escena, demuestra que la verdadera

voluntad del monstruo gigante, la de aplastar el marco simbólico, no se cumple únicamente a través

de la metáfora obvia de la ciudad, como en el cine de monstruos gigantes clásico, sino en el propio

dispositivo narrativo: lo que aplasta el gigantesco cuerpo de la bestia alienígena es el marco mismo

de la narración: la posibilidad de encuadre. La estrategia apunta a la subjetivización, a vivir el terror

en primera persona, por supuesto, pero su efecto plástico, si comparamos el modo en que despliega

su mundo de ficción con respecto al de sus precedentes, es de una sistemática destrucción del marco

perspectivo y una fusión de la figura-fondo en un magma audiovisual vertiginoso y tendiente a lo

informe. Y ello no es separable de su condición de película de monstruos gigantes: al fin y al cabo,

a diferencia de intentos similares como Rec o Blair Witch Project, a las puertas de los cines en los

que se proyectaba Cloverfield colgaban carteles anunciando que el público podía marearse durante

la proyección. La razón estaría, precisamente, en que lo que anida en Cloverfield es un monstruo

gigante: nadie se marea en los primeros minutos, aunque la cámara tiemble y se sacuda cuando Rob,

el amante, filma con arrobo los iniciales momentos de felicidad que comparte con su amada Beth, o

cuando su colega Hud –que será el cámara a lo largo de todo el metraje– toma la cámara en la fiesta

y juguetea con ella, acosando a los asistentes con sus torpes entrevistas. El vértigo sólo llega con el

monstruo gigante; es entonces cuando la perspectiva se desploma y colapsa sobre sí misma. Cuando

la figura se convierte en una mancha borrosa, en un agente de disolución del espacio: el terror a lo

inconmensurable es el agente de la puesta en escena.

El agente de la puesta en escena, pero también el motor que invoca la amenaza de una

ausencia: pues justamente, como señalaba Vigalondo, es la aparición de esa inconmensurable

mancha que lo eclipsa todo en Nueva York lo que provoca que Rob, que había renunciado a pelear

por recuperar a su amada, se lance a una dinámica aventura por las devastadas calles de la ciudad

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para recuperar su amor. Es como si esa sombra indefinida que cubre la ciudad con un velo de

destrucción fuera el desencadenante del retorno, aquello que hace que Rob llegue a sentir la

amenazante ausencia de la amada y se lance a buscarla en un gesto tan desesperado como irracional.

El vértigo del monstruo le hace sentir el vértigo de la ausencia.

Por su parte, las sacudidas de la cámara en Cloverfield estarían registrando la pérdida del

control del espacio, la pérdida de asidero geométrico (y, por tanto, simbólico) en un mundo

asediado por la irrupción de lo contingente, lo Real. Ante ese asedio, el sujeto trascendente parece

diluirse de inmediato; todo Cloverfield es, al mismo tiempo, la tragedia de unos personajes (como

se ha señalado) aparentemente insustanciales que son súbitamente dignificados por el brote de una

conmovedora epopeya amorosa de reencuentro. Capaz de reunir lo ínfimo y lo cósmico con

deslumbrante facilidad, Cloverfield ejemplifica la crisis de la perspectiva frente a las amenazas de

lo informe (la película está poblada de planos desprovistos de profundidad, en los que el fondo y el

primer término se confunden, se desgarran entre sí, aplastando la sensación de distancia entre ellos

y convirtiéndolo todo en una impresionista experiencia de Lo Inmediato).

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Ilustraciones: inmediatez, oclusiones del campo visual, colapso de la perspectiva, indiferenciación entre figura y fondo, fragmentos de monstruo en Cloverfield

Sii, para Panofsky, el desarrollo de la perspectiva central en el Renacimiento encarnaba de forma

única que la representación visual no es mimética sino constructiva, y en ella se sustituye la

inmediatez de la percepción por una abstracción de la experiencia de los sentidos, y las impresiones

corporales por la sistematicidad geométrica, el juego de Cloverfield nos lleva a pasar a la otra orilla:

la endiablada danza de perspectivas rotas de Cloverfield, que continuamente va y viene entre la

inmediatez y la abstracción, entre la brusca toma de contacto con una figura monstruosa que de

repente atraviesa el encuadre a una manzana de distancia, entre la sensación vivida y la búsqueda de

un ángulo que permita racionalizar, narrar, lo que está sucediendo, se mueve siempre sobre el

delgado filo que separa lo informe del cálculo, el desbordamiento puro del espacio con la seguridad

racional de lo perspectivo. El choque entre las diferentes concepciones del espacio está servido.

El retorno a un modo primitivo de plantear la perspectiva que implícitamente parece llevar

inscrita en sus genes la figura del monstruo gigante, como hemos visto en los capítulos centrales del

presente trabajo, opera en Cloverfield de manera más descarnada: es como si, en esa superposición

de perspectivas, la canónica y la invertida, que caracteriza al género, ganara la mano aquí el

segundo modelo. Es como si, frente al esquema racionalista que, pese a la fricción en sentido

opuesto que esgrime la figura del monstruo, preside el modelo de construcción del espacio en el

cine clásico de monstruos gigantes, se optara aquí por un trabajo más radical; como si se pretendiera

un fugaz e imposible retorno a esa perspectiva antigua que Panofsky entendía como “mímesis de la

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impresión óptica”. Todo Cloverfield camina en delicado equilibrio entre la disolución del espacio y

la imposición de un orden visual, entre la contingencia y el azar, propulsado por la pulsión escópica

de un personaje-narrador que no quiere dejar de ver y filmar todo lo que hay a su alrededor. Se crea

con ello una especialísima tensión entre el espacio racional y el irracional, entre la perspectiva y su

disolución, que juega en consonancia con la continua estrategia de mostración-ocultación

fundamental en todo texto sobre el monstruo pero que en el territorio de Cloverfield adquiere

sugestivas resonancias simbólicas. 83

De ahí la importancia que, mediada la película, y tras haber sido sometidos los personajes a

la exclusiva visión de fragmentos desgajados y abstractos de la bestia (cuyas piezas flotantes

avistadas por el cielo de Manhattan parecen evocar en algún momento la proyección de un cuadro

de Bacon en improbable y desbordado happening sobre las nubes neoyorquinas), así como al

desplome de las perspectivas propiciado por el pánico (grupos, carreras, gritos, noche), sumiendo la

narración en un espacio oclusivo que sólo hace que aumentar la sensación de espanto, el esperado

avistamiento liberador de la bestia en plano general, puro goce visual a distancia, llegue merced a

un panofskiano helicóptero capaz de dar desde el aire una imagen cabal, esta vez sí dotada de

distancia y perspectiva, de lo que está sucediendo en la superficie de la calle. Sólo este dispositivo

panóptico ofrece –desde la altura, no lo olvidemos– un primer esquema racionalizado frente a la

masa de estímulos inmediatos no procesables como un espacio racional, que es el medio en que se

mueven cámara y personajes a lo largo de casi todo el metraje. Las aventuras de los personajes en

Cloverfield transcurren a ras de suelo salvo por pocos, y muy significativos momentos (diagrama I).

83 No debe extrañarnos el productor de la película, J.J. Abrams, haya criticado en su artículo “The magic of mistery”, el hecho de que vivamos en la “Edad de lo Inmediato”, en la que todo el saber es accesible al instante y el gran mal sean los spoilers: ”Perhaps that's why mystery, now more than ever, has special meaning. Because it's the anomaly, the glaring affirmation that the Age of Immediacy has a meaningful downside. Mystery demands that you stop and consider—or, at the very least, slow down and discover. It's a challenge to get there yourself, on its terms, not yours.” http://www.wired.com/techbiz/people/magazine/17-05/mf_jjessay?currentPage=1 (Citado por MORA: 2009)

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Mientras la acción discurre pegada al suelo, la videocámara de Hud nos lleva por un itinerario

laberíntico y sin salida aparente, que con total fluidez y naturalidad nos introduce en un espacio

diferente, durante buena parte del tiempo alejado de los códigos perspectivos tradicionales, un

espacio tembloroso y sacudido por el terror. Un espacio que, en su práctica virtualización, nos

acerca a eso que críticos como Anthony Vidler denominarían el espacio de la mutabilidad infinita,

de las permutaciones y rotaciones aparentemente interminables propias de las construcciones

digitales, un espacio “veloz”, dotado de la celeridad de un viaje virtual y la complejidad de las redes

de comunicación (VIDLER: 2001, 243). Desgajado del tono de aforismo digital que a menudo

poseen los clips de youtube de los que se nutre su imaginario, convertido en clásica y fluyente

narración dotada de arquitectura dramática, el espacio de Cloverfield imbuye en el analista la

sospecha de que, como diría Vidler, se está gestando aquí alguna transformación del sujeto. La

ruptura total, sin embargo, no llega a producirse, puesto que quedan esos puntos de apoyo

representados por las ocasionales miradas que la narración proyecta desde arriba, y que son el

objeto de nuestro diagrama: momentos panofskianos en los que el plano general picado se erige

como eje de una arquitectura del espacio humanístico. Cloverfield disemina esos momentos para

que el espectador tome conciencia espacial y, de algún modo, mantenga su vínculo con una

concepción homogénea de las vicisitudes de los personajes. En siete privilegiados momentos se

impone o evoca esta posición trascendente. Son los siguientes:

1) Rob, en el plano inicial del film, filma Central Park desde las cristaleras del

apartamento donde ha pasado la noche con Beth.

2) En la fiesta de despedida en lo alto de un edificio de gran altura, Rob y algunos amigos

salen al balcón para hablar de la crisis sentimental de Rob. Desde allí se avista el primer

signo del ataque, una explosión en la distancia.

3) Mientras busca en una tienda de electrodomésticos una batería para poder usar el móvil

y llamar a Beth, Rob contempla en un monitor de televisión, junto a otras personas, la

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imágenes que el helicóptero de la policía ha grabado desde el aire del monstruo

devastando Manhattan

4) El grupo de amigos encabezado por Rob rescata a Beth en lo alto de su apartamento

(mismo que en 1)

5) Los protagonistas emprenden el ascenso por el cielo de Manhattan en un helicóptero del

ejército que intenta evacuarlos de la zona catastrófica

6) El monstruo contempla desde lo alto a Hud antes de devorarlo84

7) Los protagonistas, en flashback, contemplan el mar desde lo alto de una noria en Coney

Island

Trasladado en forma de gráfico, el esquema sería el siguiente:

Esos puntos hacen coincidir momentos álgidos de la trama con visiones desde un punto de

vista trascendente. Todos ellos están desempeñan un papel esencial en la progresión de los

acontecimientos.

84 Aquí la mirada sigue siendo de Hud, desde el suelo, pero la cabeza el monstruo está enunciada de manera muy clara como posición elevada que se impone en el espacio.

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Ilustración 181: El primer avistamiento del monstruo, desde el plano general captado por un helicóptero de la televisión que sobrevuela Manhattan

Después de que la única visión cabal del monstruo se haya dado desde un helicóptero

(primer momento en que el magma visual en que viven los personajes se transfigura y pasa de ser

un espacio psicofisiológico a un espacio matemático, no es de extrañar que, en un film tan plagado

de rimas, el principio del fin para Beth y Rob llegue, justamente, al subir a otro helicóptero. La

caída que les llevará al escenario final de su aniquilación se producirá justo en el momento en que el

helicóptero en el que viajan alcance ese punto de visión omnisciente que permitió ver a la bestia por

primera vez y que ahora permite, en cruel -e inverosímil- reciprocidad, que ellos sean vistos por la

bestia desde el suelo. La línea trazada por el helicóptero en el cielo es la línea de una perspectiva

imaginaria que discurre hacia el punto de fuga, en todos los sentidos del término: una línea

finalmente quebrada por la masa oscura del monstruo. Al rozar ese lugar más alto, el monstruo

emergerá en meteórico salto de su paisaje de destrucción urbana y los derribará sin remedio. Todo

Cloverfield parece querer decirnos que no es posible, para los personajes, alcanzar en este mundo

dicha posición ideal del sujeto, ese lugar trascendente en las alturas; el lugar de origen del plano

general no se alcanza sin pagar un precio. Sólo el monstruo puede ocupar esa posición: pues todo

monstruo, como nos recuerda J.J. Cohen, es un poderoso aliado del panopticon. Esa cámara

derribada tras alcanzar el punto focal de la mirada en la altura encontrará su punto álgido cuando,

tras caer la nave en el parque; el cámara y su instrumento yacen vencidos en el suelo. Al recuperar

la conciencia, Hud retoma la grabadora y recupera la mirada hacia arriba, ahora ya en vertical; y

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justo allí, en el lugar de ese punto virtual inalcanzable una y otra vez invocado como contrapunto a

la trama, es donde ahora se abren los ojos y las fauces del monstruo, apareciéndose por vez primera

en toda su majestad, iluminado por la luz blanquecina del amanecer, con la diáfana claridad de una

cruda pesadilla. Ese monstruo mira a la cámara desde el cielo, desde el lugar en que interceptó la

nave, depósito de esa mirada cenital que lo reveló por primera vez, y, en un maravilloso alarde de

implausibilidad, al mirar hacia abajo, ve a la cámara. Por poco que uno lo piense, la diferencia de

tamaños hace totalmente inverosímil que un ser de tales proporciones pueda reparar en el diminuto

camarógrafo a sus pies: pero así sucede y no debe sorprendernos, puesto que estamos apresados en

una lógica onírica, en la que los fantasmas se anudan sin cesar. A partir de ahí, la muerte; la cabeza

que ocupaba el lugar panóptico ahora desciende y parece engullir al cámara (y con él al espectador).

Hud muere, pero no es devorado; después del caos de la breve lucha, la cámara y quien la portaba

caen sobre la hierba: el aparato no muere; sigue grabando. Tiene ante sí a Hud y, durante unos

estremecedores segundos de indeterminación, el autofoco duda entre enfocar la figura, el fondo o la

hierba de primer término: esa vibración es la única vida del plano.

La cámara, recuperada por los únicos supervivientes, Beth y Rob, aún ha de registrar la

precipitada huida del lugar y la emocionante despedida, bajo un pequeño puente de piedra, de la

pareja de enamorados que apenas tiene tiempo para presentarse a la cámara como testimonios de la

tragedia y, después de que todo se desplome sobre ellos, lanzarse un conciso “te quiero” antes de

perecer aplastados por el peso de los escombros que produce el bombardeo masivo del ejército para

acabar con el monstruo. A partir de ahí, un postrer y deslumbrante corte a la cinta “borrada”, para

asistir a un epílogo en clave de fugaz plano general grabado en la felicidad de abril, ambos mirando

desde la canasta de una noria en Coney Island –de nuevo, desde las alturas– el mar infinito ante sí.

Un telón de fondo idóneo para encarar la eternidad y congelar el momento de plenitud, si no fuera

porque una diminuta mancha punzante cruza, inadvertidamente para ellos, el encuadre: en esta

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última y casi imperceptible pista lanzada por la “paratrama” establecida por los creadores del film,

cabe ver, más allá de cuál sea la lectura exacta de entre las múltiples hipótesis que ha suscitado,85

una abstracto signo plástico que dibuja, para quien lo ve, sobre el plano general una ominosa

sensaciónde catástrofe. Cloverfield se abría con un melancólico plano general de Central Park visto

desde el ventajoso punto de vista de un apartamento de lujo. Entonces Rob y Beth estaban juntos,

eran felices, con una felicidad cándida e incipiente: usaban la cámara para inmortalizar su amor. Y

se cierra con este hechizante plano general del mar con el parque de atracciones en primer término,

que confluye con el plano ciego que acabamos, en el que tan sólo percibimos cascotes desenfocados

sobre los que oímos las palabras “te quiero” intercambiadas por los dos personajes. El trayecto

trágico los ha llevado por un camino en el que la incipiente y tradicional búsqueda de lugares

pintorescos para enmarcar el amor y ponerlo en perspectiva, para convertirse ellos mismos en relato

a través de las imágenes, termina encontrando el núcleo de verdad de la mirada amorosa en el lugar

menos romántico y más paradójico de todos: aplastados bajo un montículo de piedras y tierra, un

casual túmulo perdido en ese campo vacío de lo que antiguamente fue –como todos los parques

son–, un lugar de cita para enamorados. Ese es, para Rob y Beth, su lugar más alto. Allí, sepultados

bajo la montaña de escombros, es donde los dos encuentran, al fin, el punto de vista absoluto, esa

verdad insuperable e indestructible que andaban buscando en su avatar de personajes. Esa verdad

llamada amor. Toda la apuesta estética de la película, todo el despliegue de su mundo plástico y

visual, de ese entrecruzamiento de trayectos horizontales jalonado de significativos planos desde la

altura, tenía éste punto nodal. Bajo tierra, en lo oscuro, al filo de la asfixia y la muerte, donde no

cabe otra cosa que el humus espeso de lo trágico, es donde para ellos todo se ve más claro; allí se

hacen, para ellos, la luz y el espacio. En este sublime sueño surrealista disfrazado de divertimento

de la era youtube, la densa oscuridad es el lugar donde todo se unifica.

85 Se han postulado varias posibilidades: que el punto sea la caída original del monstruo venido del espacio, o la caída de un satélite de una ficticia corporación, Tagruato, ausente en la película salvo por una pasajera mención en un telediario pero vinculada por la paratrama con los sucesos de Cloverfield…

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Cuando la imagen desenfocada en la que expiran los amantes se corta de un chispazo y el

espectador contempla el plano siguiente, ese deslumbrante epílogo de seis segundos en el que

ambos, ebrios de leve y juvenil felicidad, dos locos despreocupados en abril, sonríen y miran al

mar; el espectador avisado sí advierte ese veloz punto que en su caída corta el plano. Monstruo o

satélite, da igual cuál sea su verdadera naturaleza; es una semilla que cae al mar, haciéndonos sentir

que estamos ante una desaforada metáfora de fecundación, en la que al tiempo que nace el amor

nace la muerte; unión de contrarios, nupcias entre lo subterráneo y la altura donde la inmensidad de

cielo y mar ejercen como luminoso telón de fondo para esa figura casi imperceptible, afilada y

cortante, que –ahora se comprende– está allí para sajar el plano, para acuchillarlo y dejar ver lo Real

como desnudo vacío detrás de la pantalla. Acaso ese punto sea, finalmente, el punto de fuga que

cae.

Ilustraciones 182-185: Plano inicial del film (181), con Central Park al fondo; en algún lugar al fondo de ese plano, está la futura tumba de los amantes (182). El plano final nos devuelve al gran plano general paisajístico: la película describe ese trayecto entre visiones desde la altura. La toma del mar, con el pequeño trazo del objeto que cae (imperceptible en la imagen a este tamaño) se prolonga hasta el interior de la cesta de la noria, en la que los protagonistas afirman “haber pasado un buen día” (184).

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4.2.2 El dolor de un padre: The Host (2006), de Bong Joon-ho

En una línea similar de monstruosidad íntima vendría a confluir la materia dramática que el

coreano Bong Joon-hoo pone en circulación en la ejemplar The Host (Gwoemul, 2006) que, junto a

Cloverfield, representa el más estimulante ejemplo de reinvención del género de monstruos gigantes

que nos ha dado la contemporaneidad. Aquí, el monstruo no necesita destruir una ciudad para poner

en crisis al sujeto: le basta con un hogar disfuncional y precario a orillas de un río que baña las

calles de la moderna Seúl. De nuevo, aquí, la fractura íntima, la herida melodramática son –más allá

del polémico origen del monstruo, creado por un criminal vertido de peligrosas sustancias químicas

en las aguas del río Han, que baña la ciudad de Seúl– el eje, la columna vertebral del film. Su

núcleo protagonista es una disfuncional familia herida por la ausencia, en este caso la ausencia

materna, doblemente encarnada en el protagonista, criado sin madre y a quien su esposa abandonó

tras dar a luz a la hija de ambos, la joven Hyun See-O. A partir de esta ausencia vertebradora del

relato, que parece haber instalado definitivamente al protagonista Gang-du en una aletargada y

embrutecida pseudoadolescencia, en estado de suspensión perpetua, una insensible duermevela en

la que es absolutamente incapaz de reaccionar y asumir un rol activo e integrador como padre, el

dispositivo filmico pone en escena a una poderosa criatura criada en las amnióticas aguas del río

que fluye a orillas del conflicto familiar, y cuya configuración de forma explícita remite claramente

a una iconografía vaginal. Fantasma, pues, de lo femenino ausente que retorna encarnado en la

materia obscena y abyecta del monstruo, obligando a la familia a unirse para, tras un patético primer

intento fracasado de duelo por la niña a la que todos ellos creen muerta en las fauces del monstruo

(y que sólo sirve para visualizar la desunión reinante en la familia), ir progresivamente

recomponiendo sus vínculos afectivos mientras se prolonga el intento de rescate de la niña (a quien,

según descubren, el monstruo ha raptado y mantiene oculta en su guarida-despensa en las

alcantarillas de la ciudad). Tras el desarrollo de la aventura, en la que finalmente no será posible

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salvar a la joven protagonista, los personajes quedarán al menos capacitados para rendir el debido

tributo a la pérdida de la niña, renacida muerta en una imborrable escena de parto inverso en la que

el padre ejerce el papel de comadrona que extrae el cuerpo sin vida de las fauces mismas del

monstruo, sólo para descubrir que ha muerto y que, con ella, se redobla y a la vez se extingue esa

espectral y destructiva ausencia femenina fundacional que ha marcado todo el desarrollo de la

película. Significativamente, la niña muerta arrastra tras de sí, al ser extraída del cuerpo del

monstruo, otro cuerpo, un cuerpo esta vez aún con vida, el de un niño al que ella conoció y protegió

a lo largo de su cautiverio. Este nuevo hijo adoptivo, este re-nacido, vendrá a inscribirse en el

periplo del protagonista como signo final de renacimiento y de conversión a lo masculino,

encarnando una nueva esperanza de quien finalmente se ha decidido a luchar contra las amenazas

que puedan poner en peligro su núcleo familiar, ahora en apariencia más precario (el propio padre

del protagonista ha muerto en la lucha con el monstruo) pero en realidad solidificado en torno a una

endurecida asunción del deber y la renuncia fundadoras de lo paterno. El espacio que, en The Host,

discurre de la inicial invocación precréditos de un anónimo suicida desde un puente, enfrentado a la

implacable superficie sin límites de las aguas maternas del río Han, con un estremecedor “¡Allí!

¿No lo veis? ¡En el fondo! superpuesto a la imagen ciega y opaca del muro vertical de agua

alzándose ante el personaje, incapaz de ver otra salida que no sea la caída en el fondo, y la poderosa

imagen final de un diminuto refugio íntimo para un padre y un hijo ante un inmenso y endurecido

río helado, cifran por sí mismas todo el trayecto desde el horror acuático e informe hasta el agua

cristalizada en hielo como melancólica y provisional barrera frente al monstruo, una barrera que en

modo alguno se pretende segura –en cualquier momento podría saltar en pedazos bajo el embate del

poderoso adversario, como bien sabe el protagonista, que en todo momento mantiene su rifle al

alcance de la mano–pero que, pese a todo, sostiene en pie, en pleno corazón vivo de esa noche del

cazador que es la suya, una posibilidad de vida mientras quede algo que defender sobre la tierra

firme de los vínculos humanos.

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Ilustraciones 186-189: La escena del puente en el arranque de The Host (2006), y el plano que cierra la

película.

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4.2.2.1 La inversión del arquetipo: de amenaza de la ausencia a numen protector.

Una y otra vez la contemporaneidad ha insistido en revelar cada vez más la faceta de la

figura desproporcionada y gigantesca como ente que viene a significar de manera traumática y a

rellenar obscenamente una ausencia palmaria en el plano de los sentimientos, visualizando lo que de

otra manera no tendría expresión posible (el terror al vacío amoroso y familiar en los casos de

Cloverfield y The Host). Pero, en un giro que no carece de precedentes en el folklore (antes bien,

engrana con particular perfección en el mecanismo mítico que sustenta a la figura del gigante), esa

figura de inicial y primaria amenaza puede desplegarse en una subsiguiente encarnación benéfica y

protectora: sucede en el folclore desde la Edad Media con la figura del gigante, alternativamente

adversario y protector (COHEN: 1999), y sucede, por supuesto, en toda la historia del cine de

monstruos gigantes, desde la esencial ambivalencia de la figura de King Kong al atrevido y jocundo

cambio de bando de Godzilla a los pocos años de iniciarse su exitoso ciclo clásico (tras encarnar la

amenaza de la bomba sobre el castigado Japón de posguerra, Godzilla se transfigurará, como es

sabido, en defensor de la Tierra, y en especial de su país de adopción, Japón, frente a toda un

variopinto y chirriante florilegio de amenazas exteriores, una plétora de extravagantes monstruos

espaciales o monstruos terrestres dirigidos por aviesos alienígenas hostiles de toda clase). Pero lo

que ahora nos interesa ver es cómo esa función protectora y tutelar encuentra acomodo en el espacio

doméstico que evoca la narración contemporánea para inscribir, de modo improbable, en él la

descomunal figura del gigante como espejo magnificado de las ausencias en el plano de lo

doméstico.

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4.2.3 El gigante y el duelo: Soy una matagigantes (I Kill Giants, 2009), de Joe Kelly y JM Ken

NImura

Una de las más estimulantes visiones contemporáneas del mito del gigante, en su

imbricación con la mirada infantil, la domesticidad y el melodrama, procede del mundo del cómic.

Se trata de la novela gráfica Soy un Matagigantes (I Kill Giants), del guionista Joe Kelly y el

dibujante JM Ken Nimura, cuya narrativa encuentra el camino para encauzar el mito del gigante a

través de una historia intimista, basada en la experiencia de una alumna de quinto curso que, con el

padre ausente del hogar, debe afrontar junto a sus hermanos la traumática inminencia de la muerte

de su madre. La incapacidad de la criatura para asumir la enormidad de esta desaparición, para

encontrar expresión a este trauma descomunal cifrado en la brutal desaparición del mediador

simbólico, la precipitará en una vivencia alucinada a medio camino entre la vela y el sueño, en la

que la protagonista vive obsesionada por la figura mitológica del gigante, encarnación precisa de la

amenaza que desborda y busca, literalmente, eclipsarlo todo, y especialmente a la protagonista en

su íntima fragilidad. Barbara vive convencida que los gigantes son seres reales que ponen en peligro

el equilibrio del mundo; ella, por su parte, se siente llamada a la misión de mantener esta amenaza

bajo control. En el contexto totalmente realista e incluso costumbrista de la acción, su autoasumida

tarea es leída, naturalmente, como un desvarío por parte de todo su entorno escolar y familiar,

convirtiendo a la protagonista (significativamente llamada Barbara Thorson, es decir, Hija de Thor,

el Dios del Trueno nórdico, aniquilador de gigantes) en una figura de signo claramente quijotesco,

que se mueve a caballo entre el símbolo y la realidad, cervantinamente empecinada en releer los

signos de su entorno en clave mitológica (su bolsa aloja un martillo mágico en previsión del

encuentro con un gigante –en realidad, un llavero de juguete…). Sus alucinadas peripecias

escolares, en busca de amistad pese a su evidente posición excéntrica con respecto a la realidad

asumida y pactada por el grupo, y la vivencia histérica de fragmentación en su disfuncional hogar,

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en el que la hermana mayor hace de padre y madre a la vez (el padre lleva muchos años ausente),

van conformando un periplo ambiguo en el que la narración no se decanta ni por una lectura en

clave realista (proceso de negación y distanciamiento de la realidad para rehuir el trauma en

términos psicoanalíticos) ni tampoco por una directamente fantástica (la chica como efectiva

depositaria de una misión legendaria) sino por una arriesgada mixtura entre ambas que es llevada

hasta las últimas consecuencias conforme se desarrolla la historia. Incluso cuando, finalmente, la

figura del espeluznante coloso hace inequívoca aparición en escena, en una impresionante doble

página en el centro del volumen, no queda claro si estamos viendo las cosas a través de los ojos

quijotescos de Barbara o si realmente la figura se encarna en la realidad diegética del texto.

Ilustración 190: La aparición del gigante se da un espacio sometido a una fuerte distorsión, casi esferizado, correspondiente a una mirada situada en un territorio ambiguo entre realidad y fantasía.

Esta continua oscilación entre las dimensiones imaginaria y simbólica (el tema de la

realidad oscilante que Américo Castro detectaba a lo largo del quijote cervantino, es presente a lo

largo de todo el álbum)86, encontrará una poderosa inflexión final cuando Barbara finalmente luche

(no sabemos si en un plano o real) contra su monstruo interior/exterior y lo venza en la doble

batalla, real y simbólica, a la que ha sido empujada por su circunstancia personal; lo que sí queda

86 CASTRO, A, El pensamiento de Cervantes, Barcelona, Noguer 1971.

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claro es que la manera misma en que el gigante toma cuerpo, en un conmovedor gesto de puesta en

escena establecido por el dibujante JM Ken Nimura, mantiene un estrecho y muy íntimo vínculo

con la propia figura del protagonista. Antes de la llegada del gigante, a lo largo de las interminables

discusiones con que los miembros de su entorno tratan de comunicarse con ella, hemos visto como

se desplegaba un curioso dispositivo en el que la incapacidad de la niña de escuchar ciertas frases se

manifiesta en un recurso visual consistente en hacer que estas frases aparezcan cuidadosamente

tachadas en la burbuja de texto del personaje que las pronuncia:

Ilustración 191: Las palabras pronunciadas por la hermana de Barbara se vuelven ilegibles

Poco a poco iremos descubriendo que esas palabras tachadas corresponden, en una

visualización tan simple como eficaz, a las alusiones de sus amigos y familiares a la enfermedad

terminal que afecta a la madre de la protagonista (de hecho, y a causa de este significante tachado el

lector no descubre hasta muy avanzada la trama el hecho crucial de la agonía de la madre, porque la

narración lo mantiene al margen de esta información, siguiendo el punto de vista de Barbara, que

sólo oye a su alrededor frases tachadas y que, en lugar de la habitación de la planta superior de su

casa donde, como después sabremos, reposa la madre, ella sólo siente una innominable y terrible

amenaza que, torturante, se cierne sobre una espantosa y sufriente figura cadavérica). En este

mundo privado maleado por la negación, petrificado en torno a una desesperada necesidad de

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simbolización, poco a poco se irá abriendo camino la salvadora posibilidad del monstruo, cifrada en

un épico encuentro con el enemigo gigante junto al mar en el que comprobaremos que,

precisamente, el cuerpo mismo del gigante está formado por algo muy parecido a tachaduras.

Tachaduras que asociamos de inmediato a aquellas anteriores palabras no escuchadas, en bella

visualización de la idea de que el monstruo está hecho precisamente de todo aquello que la

protagonista no ha sido capaz de escuchar ni de darle cabida.

Ilustración 192: “Creo que tenemos que hablar de“. Viñeta partida en la que, junto a la palabra clave tachada, se insinúa, de modo totalmente extradiegético, el rostro del gigante al que luego se enfrentará la protagonista.

Esta elegante visualización87 del vínculo íntimo entre la protagonista y el gigante se ve

reforzada, además, por la sorprendente semejanza entre la figura del coloso y algunas muestras

extremas de escritura automática, forma de creación gestada a dos manos por André Breton y

Philippe Soupault en 1919 en el Hotel des Grands Hommes de París (ilustración 193). En el

ejemplo que aportamos, el gesto liberador del lenguaje adopta, en un proceso de acumulación

masiva de trazos y palabras, la forma de una figura antropoide y desproporcionada, de signos

inequívocamente monstruosos. De esta palabra que brota incontrolada nace, pues, una figura; una

figura en la que ya no es legible el texto que la compone, cuya única legibilidad es ahora la de su

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hipnótica sugestión morfológico sin contenido al alcance de la razón. Texto, pues, convertido en

morfología, biología de rayas, palabra cosificada: una estrategia donde la ansiedad por comunicar

acaba produciendo un embudo de información, una acumulación de signos que posee, justamente, el

valor de la figura que dibuja en su opaca totalidad de contornos monstruosos.

Ilustración 193: Modelo de escritura automática (Fuente: Alberto Manguel)88

Y eso es justamente lo que necesita la protagonista de Yo mato gigantes para llenar ese

vacío extralingüístico e imposible de integrar que para ella representa la inminente y no asumida

ausencia de la madre. Por eso, desde un principio, Barbara extiende ofrendas al vacío: en una playa

cercana, formaliza el solitario ritual de dejar ante el mar (de nuevo, el tema omnipresente del mar

como hogar atávico del gigante) una serie de bolsas con residuos para nutrir a una innominada

criatura hasta entonces invisible (ilustr.194). Y éste es justamente el vacío que se llenará cuando su

drama personal estalle, cuando todo ese material imaginario que la asedia desde dentro, excediendo

87 La estructura desencajada del trazo a lo largo de todo el volumen hace que este gesto de construir el gigante a base de rayas no resulte chocante ni rompa la armonía gráfica de la narración; sólo un examen atento revela el posible parentesco entre las burbujas de texto tachadas y el cuerpo del monstruo. 88 Imagen tomada del volumen Alberto Manguel Leer Imágenes, capítulo “La imagen como ausencia”, Madrid, Alianza Editorial, 2003, pág.42.

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la simbolización, sea ya incontenible: el vacío se encarnará y se convertirá en gigante, alzándose

majestuoso en fuertemente distorsionada perspectiva (ilustr.190).

Ilustración 194: Barbara lleva sus ofrendas a la bahía

4.2.3.1 El gigante íntimo y la extimité lacaniana

Esta sincronización entre una erupción interna de los sentimientos y su correlato exterior en

la epifania del monstruo se convierte, por otra parte, en una vívida ilustración del concepto de

extimité lacaniana que, para autores com Jerome Cohen, se encarna de manera especialmente vívida

en la figura del gigante tal y como se ha dado a conocer en el folclore occidental. Extimité es un

término acuñado por Lacan en evidente paralelo semántico con intimité y se podría definir como

una “intimidad externa” o “alteridad íntima”.89 En definición de Jacques-Alain Miller, que fue

quien desarrolló el concepto a partir de Lacan, extimité es la palabra que sirve para definir una

realidad que supere la “bipartición entre interior y exterior” y explicite que “el exterior también se

encuentra en el interior”. Tal y como lo formula Charles Shepherdson, se trata de sugerir que lo real

no se encuentra exactamente “fuera” de lo simbólico, sino que más bien constituye una suerte de

“interior excluido”. Un sencillo gráfico, proporcionado por Miller, haría visible esta idea:

89 Véase JEROME COHEN, Of Giants. Jacques-Alain MILLER, “Extimité”, en Lacanian Theory fo Discourse: Subject,

Structure, and Society, ed. Mark Bracher, Marshall Alcorn, Jr., et al, 74-87. New York: New York University Press, 1994.

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Donde lo que se representa es que, lejos de encontrarse en una relación de exclusión mútua,

“el exterior se encuentra en el interior” y “lo más interno tiene, en la experiencia analítica, una

cualidad de exterioridad” (Miller: 1994). Vale la pena recordar, señala Miller, que en latín, interior

es un comparativo, cuyo superlativo sería intimus (lo que se encuentra dentro de todo, la máxima

interioridad). De esta manera, extimité trazaría un vector en el que la máxima intimidad se

encontraría afuera, un afuera necesario e imprescindible para alcanzar, precisamente, ese punto de

máxima intimidad. Y justamente es ése el papel que, para Cohen, desempeña la figura del gigante

en la tradición:

“The monster appears to be outside the human body, as the limit of its coherence; thus he treatens (...) with dismemberment or anthropophagy, with the complete disolution of their selfhood. But closer examination reveals that the monster is also fully within, a foundational figure (...) the base of heroism, an interior trauma that haunts subjectivity.”90 (COHEN: 1999, xii)

Para Barbara Thorson el gigante es, pues, el “extranjero íntimo”, una figura al mismo

tiempo amenazadora y familiar, alternativamente siniestra y protectora. Porque, como acaba

revelando el desarrollo de Soy una matagigantes, la victoria sobre el gigante no se traduce en su

destrucción (pues, como nos recuerda Cohen, en realidad ningún monstruo puede finalmente ser

b. Charles Shepherdson, “The Intimate Alterity of the Real: A Response to a Reader Commentary on «History and the Real”, Postmodern Culture 6, nº. 3 (1996). 90 [“El monstruo parece estar fuera del cuerpo humano, como el límite de su coherencia; de ahí que amenace (...) con el desmembramiento o la antropofagia, con la completa disolución de su yo. Pero un examen más atento revela que el

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destruido; siempre regresa) sino en la reversión de su arquetipo, que pasa de amenaza a protector.

En el emocionante desenlace de la trama, Barbara recibirá la visita nocturna de la figura, enorme

como la misma noche, visualizada en un poderoso plano general a doble página en el que la figura

del gigante, asociada visualmente a la luna, se convierte en guardián, en vigía, en nocturno espíritu

protector: un aliado.91 Y así lo interpreta Barbara, quien justo un segundo antes había conseguido

atravesar el umbral de sus miedos y había entrado, por vez primera, en la habitación vacía de la

madre después del entierro. Justo en esa visita nocturna y reparadora al lecho de muerte de la madre

será cuando Barbara sienta en el exterior la presencia de la colosal figura que, inmóvil en medio de

la bahía nocturna, parece estar esperando a que la niña le confirme alguna cosa; le confirme que

todo está bien. Esta viñeta extraordinaria, rima visual de aquellas en que, abandonada como un

diminuto punto en la playa a la intemperie, invocaba primero a la bestia y, después, se enfrentaba a

ella en desigual batalla, certifica, en su elegante fusión de interior y exterior (extimité visualizada

mediante un sencillo marco de ventana, símbolo de reconocimiento del doble estatuto fusional del

concepto lacaniano), este proceso de encarnación de la ausencia que para nosotros acompaña toda

representación del monstruo gigante. De esta inicial formulación de la ausencia y el vacío en una

canónica imagen de inequívocas raíces románticas (el monstruo gigante es hijo del Romanticismo,

de su pasión por el vacío y el abismo) asistimos a la irrupción del cuerpo masivo del monstruo, en

un giro reparador en el que el gigante, como anda la antigua tradición, cumple la doble función de

señalar la herida y llenar ese vacío para ocupar brevemente, antes de desaparecer, el espacio dejado

por la ausencia.

monstruo también está por completo en el interior, una figura fundacional (...) la base del heroismo, un trauma interior que asedia a la subjetividad”] 91 Sería apasionante hacer un recorrido por las narraciones que, siguiendo el mismo camino simbólico de la que nos ocupa, asocian la figura del gigante a la ambivalencia, entendida desde el punto de vista infantil y fuertemente ligada a la idea de duelo: de películas como El gigante de hierro (The Iron Giant, 1999), de Brad Bird, en la que el niño protagonista reelabora la ausencia del padre, desaparecido en la guerra, con la llegada de un gigantesco robot del espacio exterior, a la fundacional anime Mazinger Z, precursor del género mecha basado en un manga de Go Nagai y que ofrece, con las aventuras del adolescente Koji Kabuto tras asistir al asesinato de su abuelo a manos de un genio del mal, un fascinante modelo de la extimité lacaniana: pues, ¿qué es ese nuevo y vasto cuerpo metálico en cuya cabeza se desliza mediante un planeador el joven protagonista sino una visualización de esa relación entre lo interior y lo exterior que pone de manifiesto el concepto de la extimidad lacaniana?

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La relación de filiación entre el gigante y el vacío, entre la ausencia y la figura que viene a

encarnarla, primero declamándola y después llenándola –forzando así el reconocimiento–, queda

patente en la siguiente comparativa de imágenes, donde a la izquierda tenemos la citada viñeta

mientras que a la derecha podemos contemplar una versión manipulada digitalmente por nosotros

de esta misma escena, que busca evocar, precisamente, el trayecto inverso al que encarna el gigante:

Ilustraciones 195 y 196: Yo mato gigantes; plano general del gigante a doble página (izq) y versión manipulada digitalmente en la que hemos eliminado la figura. El coloso sería el jalón que ocupa el espacio intermedio entre la figura y el infinito, que defiende (de) lo inmenso..

En relación con esta deconstrucción imaginaria ensayada por nosotros, es preciso señalar

que, justamente, la verdadera culminación de la escena en el cómic, renuncia a emplear el espacio

vacío como motivo visual; aquí la planificación, después de este intimista plano general compartido

de función integradora, acompaña la desaparición del monstruo en un emotivo juego fragmentado

de planos-contraplanos de despedida mientras la figura se adentra nuevamente en las profundidades

del océano que la vio surgir por vez primera:92

92 No por azar, con esa inmersión final en las aguas nos encontramos ante uno de los más sólidos motivos visuales del género, constantemente reinvocado en toda la tradición del cine de monstruos gigantes: son muchas las aventuras de Godzilla que han hecho de esta escena una incombustible imagen-duelo para reintegrar la figura al universo acuático y mítico del que surgió; así sucede en multitud de ejemplos cinematográficos como en incontables comic-books que dialogan con sus homólogos cinematográficos.

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Ilustración 197

De aquí a la coda final, en la que, instantes después de la despedida, la niña se arrebuja en el

lecho de la madre –ahora los pliegues de las sábanas asemejan, también, las olas de un mar que

envuelve, protector, a la protagonista– y pronuncia las palabras “Vamos a estar bien” así como el

definitivo “Somos más fuertes de lo que creemos” en un plano general en el que la habitación vacía

iluminada por la luna (no existe, en el mundo de los gigantes, interior sin huella del exterior) se

convierte en la metáfora perfecta de la fortificación del ego en contacto con el coloso, en este

inestimable proceso de reconstrucción de la subjetividad que sólo el gigante posibilita y encarna en

toda su amplitud simbólica.

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Ilustración 198: “Vamos a estar bien…”

Lo hemos estado viendo de distintas formas a lo largo de estas páginas: el gigante ofrece, en

su sacrificio, la posibilidad de arder en el crisol de los contrarios, fondo y figura momentáneamente

trascendidos por la radiante luz del mito y elevados a una escala superior del ser. Puesto que el

gigante es eso que, estando lejos, logra estar también cerca: una leccion de lejanías.

4.2.3.2 El heraldo del vacío

En el imaginario popular, el gigante ha cristalizado, pues, como portal oscuro para el duelo

infantil, como heraldo del vacío; hemos tratado de explicar, desde su propia constitución como

figura excesiva, como imagen que desborda los límites de la pantalla que la representa, como hueco

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que, presentando simultáneamente características de figura y de fondo, desempeña un papel de eje

fascinante que hace descarrillar al sujeto y lo planta ante el espacio sin límites del inconsciente. Con

sus dobles atributos de figura y fondo, el gigante tal vez busca ser esa sepultura onírica de la que

hablaba Piérre Fedida:

Sepultar o cadáver é um trabalho de profunda reverência e delicadeza, pois cobre os despojos para tornar intacto – esculpido em matéria viva – o desaparecido e a sua persistente influência no mundo dos vivos. Neste sentido, sonhar seus mortos é isto: esculpi-los em matéria onírica; dar realidade anímica – animar – o que pereceu; este seria o ritual de sepultamento por excelência, o memorial: "o sonho, quando volta, anima o inanimado e concede aos mortos o que nomeei aqui um umbral de vida... O sonho é, de alguma maneira, na noite, o umbral das passagens entre os vivos e os mortos... sonhar, dando-se o tempo de reconhecer, pelo sonho, os mortos sobreviventes que estão ali presentes"93

La silueta del gigante es el umbral de un pasaje de luz entre los vivos y los muertos

(FEDIDA: 2001, 105), una sepultura onírica capaz de dar cabida al exceso de sentimiento a través de

la inmensidad, que por un momento es cosa de la figura y no del fondo. El gigante abre espacios en

el interior del espectador pero al mismo tiempo se plantea como figura del límite, recogiendo y

absorbiendo el imposible deseo de hallar el punto de fuga del origen. Una huella en la que la mirada

se vacía de sus excesos y emprende el camino de regreso a la escala inevitablemente humana.

Integrar a los muertos abre horizontes, expande. Y tal vez sea ése, simplemente, el trabajo esencial

de la figura del monstruo gigante tal y como hemos querido verlo a través de estas páginas.

93 FEDIDA, P. Des bienfaits de la dépression: éloge de la psychothérapie. Paris, Odile Jacob, 2001. El texto citado corresponde a la edición portuguesa Dos benefícios da depressão: elogio da psicoterapia. São Paulo, Escuta, 2002, pág. 96. De la reseña de Elisa Maria de ULHÔA CINTRA, publicada en Psyche, año/vol. VI, número 010, Universidade Sao Marcos, Sao Paulo, Brasil, págs. 207-210. En pdf en: http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/307/30701014.pdf

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CONCLUSIONES

En nuestro intento de ceñir algunas de las principales implicaciones de la figura del

monstruo gigante en el cine, la inicial investigación en torno a las entidades denominadas

“figura” y “fondo” se ha mostrado como un fértil territorio para el análisis.

Tras ponerlas a prueba a través de distintos ejemplos, una primera conclusión sería

que la superposición de de una figura y un fondo, operación básica y esencial de toda forma

de representación visual, adquire un nuevo y sugestivo sesgo si se contempla bajo la luz de

una posible duplicidad en la concepción del fondo: si, siguiendo ciertas corrientes críticas

de raíz psicoanalítica, entendemos que la palabra fondo puede desdoblarse en dos

significados paralelos pero diferenciados: un fondo propiamente dicho entendido como

espacio diegético en el que se desarrolla la narración (grund) y un fondo entendido como

espacio o vacío primordial que existiría como tensión latente bajo la representación: el

llamado fondo sin fondo (abgrund). Esta duplicidad esencial podría utilizarse para esbozar

una lectura crítica de las formas cinematográficas.

En sus tres primeras décadas de historia, el lenguaje cinematográfico establece que

el pacto narrativo nace del anudamiento entre figura y fondo. Esto se aplicaría tanto a la

corriente realista documental inaugurada por los hermanos Lumière como en la dimensión

puramente ficcional tipificada por Méliès. El cine parte como pacto narrativo entre figura

(elemento imaginario) y fondo (elemento simbólico), tanto da que sea realista o no: el

fondo es decorado, elemento de puesta en escena. La conciencia de la existencia de una

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tensión en el seno de la representación, encarnada en la intuición de un abgrund o espacio

de lo Real que amenaza con infiltrarse en el seno de la narración, llegará a su apogeo en los

años 20, cuando ciertos autores interroguen al dispositivo y eleboren una revisión crítica de

los estatutos que vinculan la figura al fondo. Hemos encontrado un modelo ejemplar de esta

actitud en la obra del cómico Buster Keaton.

En ese momento de crisis ejemplificado por la obra de Keaton, brotará en el

territorio de los géneros cinematográficos un personaje de enorme calado en la cultura

popular que, con su mera existencia, expresa un desajuste esencial entre las instancias de la

figura y fondo y, por lo tanto, se convierte en un referente para el análisis: el monstruo

gigante. Tras unos inicios anclado en el territorio del género clásico de aventuras con obras

paradigmáticas como El mundo perdido [The Lost World, 1924], y, sobre todo, la

fundacional King Kong (1933), que, en los albores del sonoro, se erige en reflexión

metalingüística de primer orden en torno a los conceptos de figura y fondo, el géero se

estructura alrededor de temas como la dislocación y la desproporción fantásticas,

engranando con la mitología y el foclore del gigante

Asimismo, el tema de la figura y el fondo adquiere especial relevancia si se lo

considera en el contexto más amplio de la reflexión sobre la perspectiva como modo de

representación del espacio, de la que el binomo figura-fondo constituiría simplemente el

caso más básico y esencial. La perspectiva, entendida como representación codificada de un

espacio tridimensional que impone relaciones visuales estrictas, basadas en la geometría,

entre las distintas figuras que se distribuyen en el encuadre, ha generado fructíferos y

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169

complejos análisis en el campo de las artes visuales no cinematográficas, y tal vez podría

constituir un sugestivo paradigma de análisis de las formas cinematográficas. A lo largo de

esta investigación, hemos apuntado algunos posibles jalones teóricos que podrían

desarrollarse en este sentido.

En el marco global de las relaciones figura-fondo y la perspectiva, la figura del

monstruo se convierte en una encrucijada plástica de primera magnitud para entender

ciertos mecanismos esenciales de la puesta en escena. Definido por algunos críticos como

un arte teratológico por excelencia, el cine probablemente haya elaborado mecanismos

retóricos específicos y característicos a la hora de plantear la representación de ese objeto

especular esencialmente ajeno a la realidad consensuada, ese Gran Otro que todo monstruo

representa. Creemos que ese “Modo de Representación Monstruoso” podría ser un fértil

territorio de análisis.

A fin de acotar nuestro territorio de investigación, hemos querido encontrar en el

caso específico del monstruo gigante un ejemplo privilegiado de la evolución de ciertas

formas de representación de lo monstruoso, que pivotan alrededor del eje figura-fondo.

Tras el ejemplo de la fundacional King Kong, hemos encontrado ciertas constantes en su

era de esplendor en los años 50 y 60. En pos de ese “Modo de Representación del Monstruo

Gigante”, o MRMG, hemos detectado ciertas pautas básicas de puesta en escena que atañen

al género. Aun no siendo exclusivas de él, son figuras retóricas que adoptan un carácter

muy particular al encauzarse en el esquema de preocupaciones y motivos recurrentes que

definen al género. El esquema de análisis de dichas pautas ha considerado los siguientes

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apartados: Parcelación del espacio (El fragmento, El encuadre dividido, Montaje y

geometría del caos), Velocidades, Profundidades, Perspectiva Invertida.

En todos ellos, la dilatación de la figura del monstruo conlleva especiales

repercusiones en el uso del espacio y el tiempo en la narración. Una poética de la

desmesura se dibuja en las obras clave del género, especialmente en las dirigidas por el

maestro Ishiro Honda, en las que los estereotipos del género no sólo hallan un vehículo para

consolidarse en plenitud sino que, al mismo tiempo, encuentran una regeneradora

reformulación a través de una aguda conciencia lingüística llena de sustanciosas y

reveladoras alteraciones al modelo canónico.

De todos los aspectos detectados como pautas genéricas, nos ha parecido que el

último de ellos, la perspectiva invertida, constituía un sugestivo eje de análisis, no sólo por

ser muy específico del género sino porque encierra la potencialidad de un cuestionamiento

de la estructura tradicional de las imágenes. La dilatación onírica y alucinatoria de la figura

del monstruo, y el modo en que la puesta en escena lo representa en la distancia, con las

figuras de las víctimas en un miniaturizado primer plano, comportan una violencia ejercida

contra la perspectiva entendida en el sentido tradicional, como disposición de las figuras en

tamaño decreciente a lo largo de la profundidad del espacio. El cine fantástico de

monstruos gigantes, sin abandonar el modo clásico de representación del espacio, sugiere

un catártico camino para, momentáneamente, alejarse de la vivencia habitual y

experimentar la imagen de manera distinta. Nos ha parecido que, en este sentido, sus

estrategias no estaban del todo alejadas de lo que en terreno de las artes plásticas se conoce

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como “perspectiva primitiva” o “perspectiva invertida” propia de ámbitos como el arte

sagrado medieval, también experimentada en ciertos modelos de generación de imágenes

por ordenador (realidad virtual o 3D) en la que la disposición de elementos no sigue las

jerarquías de lo geométrico ni el orden racional de las escalas sino que plantea una

arquitectura en la que los elementos son representados con el tamaño correspondiente a su

valor simbólico. En este modelo de representación, las figuras alejadas suelen tener mayor

tamaño que las cercanas, lo cual crea un patrón de relaciones visuales de orientación

inversa al habitual; si en la perspectiva tradicional las líneas de fuerza de la imagen

convergen en un imaginario punto de fuga situado en la lejanía, en la perspectiva invertida

las líneas no convergen en la distancia, sino que se dirigen hacia el foco de la mirada, esto

es, hacia el espectador, convertido él mismo en punto de fuga de la imagen. De ahí que se

diga que en los iconos bizantinos, por ejemplo, es el cuadro el que mira al espectador. Y

tal dispositivo es el que hemos creído reconocer de modo latente e insinuado en el género

de los monstruos gigantes.

En consonancia quizá con este dispositivo que interroga a la intimidad del

espectador, en los ejemplos contemporáneos del género el tema del gigante ha trasladado el

énfasis en el ámbito de lo colectivo y la multitud impersonal y anónima al territorio de la

intimidad y lo privado: de este modo, la poética de la desmesura y la dilatación ha creado

un terreno metafórico privilegiado para la expresión de conflictos basados en la intimidad.

El melodrama amoroso o la crisis familiar se han convertido en sugestivas alternativas para

esta subjetivización del género: actualmente son gigantescos monstruos íntimos los que

invaden las narraciones contemporáneas.

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