LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN - tomlinsonssite.comtomlinsonssite.com/es/wp-content/uploads/2017/04/... · La Obra . Divina . De . Salvación . Gary H. Tomlinson ¿Puede el hombre vivir

La

Obra

Divina

De

Salvación Gary H. Tomlinson

¿Puede el hombre vivir sin pecar?

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Contenido

INTRODUCCIÓN

EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD ............................................. 7

EN EL PRINCIPIO ............................................................................... 13

LA CONDICIÓN DE LA HUMAMIDAD .......................................... 17

EL AMOR, LA ESENCIA DE LA OBRA ........................................... 29

LA JUSTIFICACIÓN (Primera parte de La obra) ........................... 35

LA SANTIFICACIÓN (Segunda parte de La obra) ........................... 43

El espíritu carnal, la raíz del pecado ............................................... 43

El espíritu carnal, el instrumento del diablo .................................. 44

La santificación, no una opción, pero una necesidad urgente ....... 46

La operación de la cruz .................................................................... 49

El descubrimiento personal necesario ............................................. 60

La llenura del Espíritu Santo ........................................................... 65

Otros conceptos relevantes acerca de la santificación ................... 70

UNA PERSPECTIVA FINAL A CONSIDERAR ............................... 75

EL LLAMADO A UNA DECISIÓN .................................................... 77

INTRODUCCIÓN

esde la creación hasta nuestros días, tristemente, la

mayor parte de la masa humana se ha mantenido

esclavizada bajo el yugo del pecado; y mientras más avanza

el tiempo, la constante depravación del hombre, la manera

desenfrenada como se hunde en la maldad, es mayor. Aun

hombres y mujeres que reclaman ser cristianos, se ven inca-

paces de producir y testificar una vida consistente libre de

pecado, admitiendo, en su presente estado, que aún pecan.

Viendo todo esto, muchos sin duda alguna, se preguntarán:

¿Puede el hombre, después de todo, vivir tal calidad de vida

en Cristo como aquella de constante victoria sobre la iniqui-

dad? ¿Es posible, en un mundo en donde el mal ha penetra-

do prácticamente cada rincón, vivir como Cristo? ¿Puede

alguien tener tal experiencia en Dios a tal punto de que al

final de cada día, en vez de pedir perdón por algún pecado

cometido, pueda elevar gratitud a Dios por su ayuda en el

triunfo sobre toda tentación? ¿Puede el hombre vivir sin

pecar? ¿Todos los días de su vida? Querido amigo, la res-

puesta a cada una de estas preguntas, y en especial las dos

últimas, la encontrará al considerar el contenido de este

mensaje:

LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN

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EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

risto vino, murió y resucitó por nosotros, para quitar nuestros pecados, pues la palabra de Dios nos dice en 1 Juan 3:5:

Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.

Esto implica que el pecado se puede quitar de la vida del ser humano; así como cuando alguien le quita, por ejemplo, un lápiz que usted pudiera tener. Si se lo quita ya no está allí, de la misma manera cuando el Señor quita el pecado del hombre que desea ser librado, una vez hecho el trabajo, ya no está allí. En esto consiste la libertad de la cual nos habla la Palabra en Juan 8:36 que nos dice:

Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.

y como consecuencia de esto 1 Juan 4:17 nos dice:

... pues como él es, así somos nosotros en este mundo.

Este es el producto del trabajo profundo que Dios realiza en la vida del hombre que se entrega de lleno a Él; el llevarlo a la ima-gen de Jesucristo. Y hago hincapié: en la vida del hombre que se entrega de lleno a Él, pues, en esta vida en particular, para ser como Cristo es indispensable el deseo genuino de aquello que lle-va a la consagración o la entrega total. Este trabajo que sólo Dios puede hacer en todo aquel que realmente lo desea es la obra com-pleta de salvación, que comienza con la conversión del individuo y culmina con la redención del cuerpo físico en el día final. En Ro-

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manos 8:23 Pablo nos habla de ese gemir, ese deseo de los cristia-nos en espera de la redención de sus cuerpos:

… nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.

Y en el Salmo 17:15, David hace mención de lo que le espera en la resurrección final:

En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza.

El salmista hace manifiesta su futura satisfacción cuando des-pierte a la semejanza del Señor. Esto nos enseña el concepto de la culminación de toda la obra, en la vida de los hijos de Dios, a su semejanza, o sea, el trabajo de toda la experiencia de salvación terminado en términos eternos.

Lo que necesitamos entender a través de estas porciones es que, asimismo como ocurre la redención del aspecto espiritual del hombre en el inicio de la experiencia de salvación, debe también darse la redención del aspecto físico para completar la obra de restauración.

No es sólo el espíritu pero también el cuerpo, porque Dios lidia con el hombre como ser integral, o sea, en todos los aspectos de su vida. De aquí la obra divina de salvación no es sólo ese instante de la conversión, más bien es todo el tiempo de peregrinaje hasta la transformación del cuerpo corruptible al incorruptible en el día final.



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Note en la siguiente figura el inicio del andar cristiano, cuando es justificado, limpio en su espíritu de todo pecado, purgado de la naturaleza carnal y gobernado por el Espíritu Santo morando en él. Todo esto tiene que ver con la conversión. Durante su tiempo

de peregrinaje va creciendo, asemejándose más al Señor. De esta forma continua hasta el día final (si la venida del Señor lo encuen-tra aún vivo físicamente), o hasta el día de su muerte, después de lo cual, se lleva a cabo la transformación del cuerpo humano al cuerpo celestial; en un abrir y cerrar de ojos, como lo vemos en 1 Corintios 15:51-52.

51He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos (porque habrá algunos aún vivos cuando llegue el día final); pero todos seremos transformados, 52en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.



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Ahora, conviene recalcar que si bien, somos salvos desde el momento de nuestra conversión, no estamos “a salvo” mientras permanecemos en la tierra, porque la Palabra nos enseña en Ma-teo 24:13 que:

Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo.

Si bien no tiene que ocurrir, existe la posibilidad de recaer, porque esta salvación se mantiene mientras que nos mantenemos aferrados a Dios, como lo vemos en el libro de Hebreos 3:6, que nos dice:

… pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos no-sotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriar nos en la esperanza.

Muchos encierran esta obra en el arrepentimiento y en el perdón de los pecados por medio de la fe, los cuales son solamente los pasos iniciales. Sin embargo, al escudriñar las Escrituras y ver todo el proceso involucrado en este tremendo trabajo de res-tauración, nos damos cuenta que su magnitud es mucho mayor. Esto es mucho más que alzar su mano al final de un mensaje y repetir unas cuantas palabras dichas por el predicador en oración, o asistir a una misa, o a un culto y estrecharle la mano al pastor como señal de aceptación para ser miembro de una iglesia en par-ticular. A través de los tiempos el concepto de la salvación esta-blecido por Cristo Jesús en el primer siglo, se ha ido tergiversando a tal punto de que se ha convertido en un evangelio diluido, pro-duciendo en aquellos que abrazan este error, vidas cuyas acciones o actitudes están muy por debajo de lo que vemos en los primeros cristianos. Esto es consecuencia de la proliferación del falso con-cepto de la salvación; porque el hombre vive conforme a las ense-ñanzas que alberga en su mente una vez las acepta. Y claro está, cuando el mundo observa a los religiosos concluye diciendo: “si ellos son cristianos y viven así, entonces mejor me quedo donde estoy.” Y lo peor de este asunto es que aquellos que sí están vi-



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viendo el nivel de Dios sufren, porque ante los ojos del incrédulo, todos están en el mismo paquete.

En el libro de 1 Timoteo 2:4, la Palabra nos dice lo siguiente, refiriéndose al Señor:

... el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.

Y para entender la verdad de todo esto, es necesario remontar-nos al principio.

EN EL PRINCIPIO uando se habla acerca de la salvación, se hace referen-cia básicamente al Nuevo Testamento, lo cual es lógico, ya que Cristo es la persona clave en la obra redentora,

y es allí, en el Nuevo Testamento, donde fundamentalmente está plasmada. Sin embargo, al considerar el Antiguo Testamento, nos damos cuenta de que la causa de la obra, su pronunciamiento y profecía tuvo lugar durante los días de la creación. Corrobore-mos, pues, esto al adentrarnos a lo ocurrido en el principio.

La palabra de Dios nos dice en Génesis 1:27:

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.

Ahora, es importante tomar en cuenta que la semejanza divina a la cual el hombre fue creado era espiritual y no física, ya que la Biblia nos dice en Juan 4:24 que:

Dios es Espíritu...

y siendo Espíritu, creó al hombre a su imagen espiritual. En otras palabras, Dios dotó al hombre con aquellas características o cua-lidades que Él mismo posee, tales como su pureza, su santidad, su bondad, etc. Por consiguiente, el hombre era santo y puro, así como Dios lo era y lo sigue siendo. Claro está, que estas cualida-des no incluyen los atributos de Dios, como su omnipresencia, su sabiduría, su omnipotencia, su omnisciencia, y otros más. Sin em-bargo, la naturaleza, del hombre, era divina.

Cuando leemos lo que nos dice Génesis 2:7, tenemos lo siguien-te:

Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente...

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EN EL PRINCIPIO LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN

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Entendemos con esto que algo fluyó de Dios hacia el cuerpo de Adán, convirtiéndolo de un ser inerte, hecho del polvo de la tierra, en un ser viviente, con una naturaleza pura, santa; y cuya satisfac-ción estaba basada en su íntima relación con su Creador. Fue de ese soplo divino de donde el hombre recibió su espíritu para cons-tituirse en un ser viviente, físicamente hablando.

Ésta era la condición tanto del hombre como de la mujer, Adán y Eva, cuando fueron creados, seres completamente limpios, pu-ros y santos: sin pecado alguno; en su posición reinante de santi-dad delante de Dios. Pero lamentablemente no permanecieron

así. Ambos también fueron creados individualmente con una voluntad propia que Dios, en su sabiduría, nunca violó. Y usando esa misma voluntad, cayeron, al desobedecer a Jehová, marcando no sólo su propio destino, sino también el destino de la humanidad, destino que Dios nunca trazó. Pero, haciendo un paréntesis, la caída de Adán y Eva no justifica la

condición pecaminosa en la cual se mantiene la humanidad (hablando en términos generales) ya que todo ser humano tam-bién posee una voluntad propia y puede, por esa misma voluntad, ser liberado del pecado por el remedio que Dios provee, Cristo Jesús.

Veamos entonces en Génesis 3:6, y versos 9-11, la continuación de esta historia muy conocida por casi todo el mundo; veamos qué ocurrió en la vida de estos dos seres que cambió el curso original de la humanidad:

6Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabi-duría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su mari- do, el cual comió así como ella.

LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN EN EL PRINCIPIO

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9Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? 10Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. 11Y Dios le dijo: ¿Quién te en-señó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses?

Es importante recalcar que la decisión personal de ambos, Adán y Eva, de participar del árbol que Jehová les había prohibi-do, era una señal, no de debilidad por lo fuerte de la tentación, o lo codiciable o “agradable” del árbol, sino más bien una señal de rebeldía contra Dios en su deseo de querer ser iguales a Él. Y en ese acto de desobediencia, la máxima creación de Dios perdió instantáneamente su naturaleza divina, su estado de santidad, produciéndose en su lugar la naturaleza carnal, que también co-nocemos como la naturaleza adámica o el viejo hombre: aquel espíritu activo en la vida de todo ser humano privado del Espíritu Santo, al cual el diablo apela para llevarlo al pecado. Así es: las riñas, las peleas, las mentiras, las malas actitudes; todas estas acciones de iniquidad se manifiestan en el hombre desde su niñez como producto de la presencia de esa naturaleza carnal reinando en él.

Ahora, habiendo entendido lo acontecido en el Edén, con-centrémonos en el verso 3 del capítulo 5 del mismo libro de Géne-sis:

Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y llamó su nombre Set.

Notemos que este ser engendrado ahora por Adán, nació ya no a la imagen de Dios, sino a la imagen carnal o distorsionada de su padre. Esta nueva criatura nació con la misma naturaleza carnal ya producida en sus padres en el Edén. Y conforme leemos en Romanos 5:12, vemos que:

EN EL PRINCIPIO LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN

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Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.

En otras palabras, todos los que hemos nacido hasta nuestros días hemos heredado esa misma naturaleza carnal, que es la raíz del peor mal operando en la humanidad: el pecado.

LA CONDICIÓN DE LA HUMAMIDAD

e la porción anterior entendemos que todos, como con-secuencia de lo ocurrido en el principio, y como parte de una sucesión a través de los tiempos, nacemos en

pecado. Esto es algo que heredamos; todo ser humano nace con esta naturaleza tendiente al pecado, que es la naturaleza carnal, el “viejo hombre” o “la car-ne” como lo denomina Dios en su Palabra. Y su mani-festación no se hace esperar, ya que se evidencia desde la niñez. Por ejemplo, cuando usted le dice a ese niño: “no toques eso...” ¿qué es lo que él hace? ¿Cuál es su ten-dencia? Exactamente lo contrario. ¿De dónde aprenden los niños, a esa edad, a pelear, gritar y a hacer muchas otras cosas malas? Todas esas actitudes provienen de aquella naturaleza que heredamos de Adán. Este es el pecado que mora en el hombre privado de la presencia del Espíritu, desde el día en que es concebido, tal como lo dice David en el Salmo 51 verso 5:

He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.

La naturaleza carnal no se encuentra impregnada en la parte física del ser humano, o sea, no mora en los tejidos de la carne humana como muchos creen. Ésta, siendo un espíritu, mora en el espíritu del individuo, y su tendencia constante e invariable es rebelarse contra Dios, y por tanto, contra todo lo que Él estable-ce. Tal como ocurrió en el principio. De la misma forma como se inició, esta naturaleza ha permanecido hasta nuestros días.

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LA CONDICIÓN DE LA HUMANIDAD


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Esto explica por qué el hombre, en quien no se ha cristalizado la obra redentora, peca. Es que esa es su naturaleza, o sea, lo que hace naturalmente. Es parte integral de su sistema y no puede evitar hacerlo. Es como por ejemplo, el perro que ladra porque es perro, y no un gato; su ladrido es natural de él y no pude emitir otro sonido, ni actuar de otra manera que no sea aquella particu-lar de un perro. Es exactamente lo mismo con el hombre en rela-ción con la naturaleza de pecado con la cual fue concebido. Sin embargo, a pesar de no tener la capacidad de vencer esa naturale-za que lo domina, puede escoger voluntariamente la liberación, el remedio que el Señor le ofrece; pero él tiene que decidir. Y es aquí donde el individuo se acarrea su propia culpabilidad, cuando al encarar esa encrucijada decide mantenerse bajo el dominio de esa naturaleza carnal. Esa es una actitud de rebeldía. Esta es la razón por la cual los pecados en los que el hombre incurre, si bien podrían ser señales de debilidad ante el poder de las tentaciones, como algunos dicen: “el hombre peca porque es débil...” funda-mentalmente son señales de rebeldía contra Dios, tal como ocu-rrió al principio. Sí, es cierto que el hombre sin Cristo es débil, o sea, carece del poder para vencer el pecado. Sin embargo, volun-tariamente habiendo rechazado la solución divina se entrega al pecado, ya sea porque halla deleite en aquello, o algún tipo de provecho, o por escapar de una situación, prefiriendo ignorar al Señor que pagar el precio de lo que demanda la obediencia. El que comete adulterio no es inocente; él sabe que está haciendo mal, que aquello Dios lo condena; pero en su rebeldía busca satis-facer sus propios deseos. Lo mismo podríamos decir del que co-mete fornicación, el que miente para evitar acarrearse un mal, aunque sea una “mentira blanca”, el que hurta por “necesidad”, cualquiera sea la forma en que lo haga. Nadie es inocente ante los ojos de Dios, y en esa condición, de la misma forma como Adán y Eva fueron echados de la presencia de Dios y su comunión con Él fue cortada, el hombre que deliberadamente se mantiene en peca-do tampoco puede tener comunión con Dios. ¿Por qué? Por ese mismo espíritu de rebeldía contra Él. Puede ser que los domingos, o cualquier día de la semana, vaya a la iglesia, cualquiera que sea, y supuestamente arrepentido le pida perdón a Dios, y hasta se



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sienta muy bien después de hacerlo, pero si aún sigue rebelándose contra Él en sus pecados, aunque reclame ser cristiano, Dios, co-nociendo su corazón, ha ignorado su oración. Esta es, en gran medida, la condición de la humanidad; gente dentro y fuera de los círculos religiosos pidiendo perdón sabiendo que van a cometer ese mismo mal. La Palabra en Gálatas 6:7-8 no enseña que ¡Dios no puede ser burlado!:

7No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. 8Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.

A menos que su arrepentimiento sea verdadero, el cual se verá en el abandono completo del pecado, y permita que Dios lo libere de esa naturaleza, su oración ni siquiera pasará el techo del recin-to. Usted podrá alegar que Dios es misericordioso y perdonador, pero una cosa es pedir perdón con un corazón honesto y no volver a hacerlo más y otra cosa es abusar de la gracia de Dios. Esta es la razón por la cual el apóstol Pablo nos dice en el libro de Roma-nos 6:1-2:

¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera.

¿Sabe usted lo que implica perseverar en el pecado? Perseve-rar significa avanzar a pesar de los obstáculos. En otras pala-bras, la porción está hablando de insistir en pecar a pesar de la continua intervención de la gracia divina para detenerlo. ¿Sabe usted lo que es la gracia de Dios? Es todo lo que Dios tiene —su poder, su misericordia, su amor, su paciencia, su ayuda, etc.— a la disposición del hombre para vivir santamente, todo lo que el ser humano necesita para vivir el nivel de vida que Dios espera de él. Esto nos lleva a la conclusión que si el individuo realmente desea abandonar el pecado por completo, lo puede hacer, por la gracia de Dios. Por eso es que Pablo nos dice en Efesios 2:8-9:



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8Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; 9no por obras, para que nadie se gloríe.

Y en el libro de Romanos 5:15-21 se elabora el concepto de la gracia de Dios sobreabundando la abundancia del pecado, o sea, la gracia predominando sobre el pecado:

15Pero el don (Pero esa dádiva inmerecida —que es el proceso de Dios en Cristo para justificar al hombre del pecado) no fue como la transgresión; (no fue como el delito que cometió Adán) porque si por la transgresión de aquel uno murieron los muchos, (por-que si por el pecado que sólo Adán como individuo cometió, mu-chos —la humanidad— murieron en sus delitos y pecados) abun-daron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. (por lo que Cristo hizo también como individuo, excedió en gran manera todo el recurso necesario tanto para procesar a muchos —la humanidad—para justificarlos, como también para mantenerlos justos) 16Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; (y en el proceso de Dios para hacer al hombre justo el producto es diferen-te, no es como lo que produjo Adán que pecó) porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, (porque en verdad, por un solo pecado se produjo el juicio de Dios para castigo eterno) pero el don vino a causa de muchas trans-gresiones para justificación. (pero por los muchos pecados se produjo el proceso de Dios para justificar al hombre) 17Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, (porque si por el pecado de un solo hombre —Adán— la muerte tuvo dominio sobre la humanidad) mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. (los que aceptan tanto el proceso de Dios para justi-ficación y todos sus recursos para mantenerse justos reinarán mu-cho más en vida) 18Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, (Por tanto, así como por el pecado de uno —Adán— toda la humanidad cayó bajo cas-



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tigo, que es la muerte eterna) de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. (de la misma manera por la vida perfecta de uno —Jesucristo— toda la humanidad tiene acceso a ser justificada para vivir eternamente) 19Porque así como por la desobediencia de un hombre los mu-chos fueron constituidos pecadores, (porque así como muchos han sido pecadores porque uno —Adán— desobedeció) así tam-bién por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos. (así también muchos serán justos porque uno —Jesucristo— obedeció) 20Pero la ley se introdujo para que el pe-cado abundase; (Pero la ley —los 10 mandamientos en el Anti-guo Testamento— se estableció para que abundara el pecado. En otras palabras, la abundancia del pecado haría manifiesto 1)la incapacidad del ser humano de cumplir por esfuerzo propio las demandas de Dios consistentemente, y por tanto,2)la evidencia de su necesidad de Cristo para tal efecto.) mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; (Sin embargo, a pesar de la abundancia del pecado por la incapacidad del hombre indefenso, mucho más por encima del pecado rebosó todo el recurso de Dios para salvarlo del pecado y mantenerlo viviendo sin pecar.) 21para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gra-cia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro. (con el objetivo de que así como el pecado dominó para la muerte de la humanidad —en el pasado— así también todo el recurso de Dios para salvarlo del pecado y mantenerla viviendo sin pecar predomine para vivir para siempre por medio de Cristo).

Amado lector, tomando todo esto en cuenta, realmente vivir sin pecar no es un ideal inalcanzable. Si el hombre puede disponer de tal recurso como la gracia de Dios entonces el cuestionamiento no es tanto si se puede vivir sin pecar, es más bien si se quiere vivir sin pecar. Dios lo alienta haciéndole saber que Él puede, porque nada hay imposible para Él. En cuanto a aquello no hay duda alguna. El asunto es si usted quiere. Realmente no hay ex-cusa.



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Razone conmigo, querido amigo: si usted ofende a una persona, y consciente del mal cometido, y arrepentido, le pide perdón, y una vez perdonado vive el resto de su vida sin volver a ofender a aquel amigo o familiar con quien convive constantemente, en cuanto a ese asunto en particular; dígame: ¿no podría usted hacer lo mismo con Dios? ¿Aun considerando que Él tiene todo el poder para capacitarlo para vivir así? ¿Cómo se sentiría usted si algún ami-go suyo le ofende y luego le pide perdón, y vuelve a ofenderlo y vuelve a pedir perdón, día tras día, semana tras semana, mes tras mes? Continuamente pidiéndole perdón por una ofensa que Él sabe que va a volver a cometer. Estoy seguro que su impresión sería: “éste individuo está jugando conmigo...no va en serio...” Bueno, ¿cómo cree usted que se siente Dios cuando se le hace lo mismo? Es que este asunto no se puede evadir. No podemos espe-rar que Dios, después de haberse sacrificado, lo haga todo, y va-lernos de la ley del menor esfuerzo, usando como base nuestros propios criterios para establecer nuestra aprobación delante de Él. Al conversar con las personas me he dado cuenta de la gran cantidad de criterios a los cuales se aferran para evadir o cubrir el asunto del pecado en sus vidas, y hasta asegurar que tienen co-munión con Dios. Por ejemplo, algunos dicen:

-Voy a la iglesia todos los domingos o cuando puedo. -No le hago mal a nadie, me divierto sanamente y no estoy en-tregado a ningún vicio, ni a la droga.

-Soy católico, o pertenezco a alguna religión en particular: pro-testante, evangélica, pentecostal, etc.

-Oro y leo mi Biblia todos los días. -Me encomiendo a Dios todos los días. -Soy pastor de una congregación. -Mis parientes son cristianos; mi padre es pastor. -Estoy bautizado en “x” iglesia. -Me siento bien con Dios; me va bien en lo que hago. Ahora noten este: -Le pido perdón a Dios todas las noches. -Ayudo a todo el que puedo, hago muchas obras de caridad. -Dios ha hecho milagros en mi vida,” lo cual puede ser cierto ya que en ocasiones Dios procede en una manera especial y



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misteriosa, por ejemplo, salvándolo a usted de la muerte para mostrar su misericordia y darle una oportunidad más para su salvación. Sin embargo, este no es el patrón establecido por Dios, ni el criterio, ni tampoco una evidencia de que usted esté bien delante de Él.

-Otros dicen que hablan en lenguas. Y ni siquiera es el don de lenguas según el concepto bíblico. ¡Y aún pecando!

-Y muchos dicen: “participo activamente en la iglesia.”

Querido amigo, la palabra de Dios nos dice en Romanos 3:23:

Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios.

Y la gloria de Dios no es nada menos que su misma presencia, ya que nada, absolutamente nada, puede ser más glorioso que Él. Esto significa que nadie que se mantiene en pecado, y repito, que se mantiene en pecado, tiene acceso a la presencia de Dios. Es que Dios no puede tener comunión con el pecado. Él es en su na-turaleza tan puro y santo que no puede mezclarse con la inmundi-cia. La mayoría de las personas, incluyendo también a muchos en círculos religiosos, hallan deleite y satisfacción en el pecado, o recurren al pecado como la salida a sus problemas, ignorando deliberadamente lo establecido por el Señor. Y claro está, como el mundo entero está plagado por la falsedad de muchas religiones que predican que es imposible dejar por completo el pecado, las personas acuden a los templos procurando apaciguar sus concien-cias delante de Dios, y como dice el panameño: “no ha pasado nada”; pero tan pronto salen de allí, vuelven a lo mismo. Yo quie-ro que usted sepa que sí ha pasado algo, y ha quedado registrado ante el Juez eterno.

En un tiempo atrás, ser cristiano era un asunto de vida o muer-te. En nuestros días, dentro del mundo religioso, es un relajo; ca-da cual sigue la religión a su manera. Hoy se levanta un “gran predicador,” y mañana es descubierto golpeando a su esposa, o



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enredado con una prostituta, o aprovechándose de las ofrendas de sus seguidores, con ese falso mensaje de “la prosperidad”. Y to-davía andan sueltos predicando sin la mínima vergüenza. Y" “to-dos son cristianos”, como dicen algunos: “pecadores salvos por gracia”. En ninguna parte de la Palabra aparece esto. O es pe-cador, o es salvo; así como la luz no puede mezclarse con la oscu-ridad, tampoco puede el cristiano tener pecado en él, porque pre-cisamente la presencia del pecado en su vida es lo que lo convier-te en un pecador, o sea, en un ser humano sin salvación. Es que el término cae de su peso: la salvación significa salvo del pecado, y todas sus consecuencias. Entonces, ¿qué sentido tendría el ser salvo y aún pecando? ¿Si todavía está pecando entonces de qué está salvo? Aunque peque menos o la frecuencia con la cual peca disminuye, alegando con esto que el pecado se deja poco a poco, todavía sigue pecando, sigue siendo esclavo del pecado.

Estos criterios que la masa humana alberga para justificar la presencia del pecado en sus vidas, abanica esa actitud de livian-dad ante esta condición espiritual que debe tratarse con suma se-riedad; y promueve el abuso de la misericordia de Dios. La Pala-bra es clara al decirnos en Eclesiastés 8:11:

Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal.

En otras palabras, la humanidad es pronta en ejecutar el mal, abusando de esta manera de la misericordia y paciencia del Señor. El hombre ha perdido el temor de Dios, sin el cual es imposible abandonar la iniquidad.

Dios aborrece, detesta el pecado; a Dios le repugna el pecado. Ahora usted que conoce la Biblia podrá decir: “David era un hombre con quien Dios tenía comunión a pesar de los pecados que cometió,” y lo mismo podría asegurar de Moisés, y Abraham, y



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muchos más; y es cierto, todos estos hombres pecaron, pero el mismo David nos dice lo siguiente en el Salmo 66:18:

Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado.

Y también en el Salmo 32:3-5:

3Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. 4Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano. 5Mi pecado te de-claré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgre siones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.

Ahora, esto significa que todo pecado en la vida de estos hom-bres fue expiado antes que su relación con Dios fuese restaurada y Él se manifestara nuevamente en sus vidas. Es que Dios es inmu-table; Él es el mismo; Él no ha cambiado a través de los tiempos. Además, es importante considerar que todos estos fueron hombres del Antiguo Testamento, y que en esa dispensación o en ese tiempo el Espíritu Santo no había descendido para morar en la vida de los hombres, en una forma permanente, como la misma presencia de Dios en ellos, para librarlos de la naturaleza carnal, y así capaci-tarlos para vivir esa calidad de vida, libre de pecado consistente-mente.

Ahora, también podría hacer mención del caso de Pedro, en el Nuevo Testamento, cuando le falló a Dios y fue reprendido seve-ramente por Pablo, aun después de ser lleno del Espíritu Santo. En ese instante el Espíritu Santo fue contristado, afligido, entriste-cido, lo cual es posible, ya que leemos en Efesios 4:30:

Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios...



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Además, la vida libre de pecado no implica una vida inmune al pecado, como si dijera: “no importa lo que pase o haga, por ley no peco”, ya que si nos descuidamos podemos caer. Agregamos a esto también que la vida de Pedro, después de ser lleno del Espíri-tu Santo, no registra una experiencia religiosa de constantes fallas o derrotas como lo normal delante de Dios. Por el espíritu de las Escrituras podemos ver que la vida de Pedro, después de ser lleno del Espíritu, no refleja a alguien pidiéndole perdón al Señor conti-nuamente. Y lo mismo fue con el resto de los apóstoles, quienes enseñaron este nivel de vida al resto de la grey. Por eso es que la Palabra nos dice en 1 Juan 2:1 lo siguiente:

Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.

He aquí el concepto: La Palabra está allí con el objetivo de que no pequemos, esa es la idea, no pecar. Pero, por si acaso, si se da el caso, no tiene que ocurrir, pero si en una de esas caemos en algún pecado, no nos quedemos allí, busquemos en la misericordia de Dios restablecer nuestra relación con Él a través de Cristo nuestro abogado ante Dios.

Esta vida ha sido divinamente diseñada para que todos los que en ella están, por la gracia del Señor, lo logren hasta el final, vi-viendo invictos sobre todo pecado como el patrón normal, si re-almente lo quieren. En otras palabras, ante los ojos de Dios, para un cristiano lo normal debe ser no pecar; pecar debe ser lo anor-mal. Y esto es determinante en relación a nuestra comunión con el Señor.

He aquí otra escritura en Juan 9:31:

Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ése oye.



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La palabra de Dios nos está diciendo claramente que Dios no oye la oración del pecador a menos que éste comience a temerle y haga su voluntad. Y recalcamos, esto es en relación al individuo que escoge permanecer en pecado, ya sea porque le gusta, o halla placer, o por cualquier otra razón; no es el patrón de Dios oír esa oración. Ahora, alguien pudiera alegar que en efecto, Dios ha oído oraciones de gente no cristiana como lo es en el caso de per-sonas que nunca tuvieron un interés por Él y oraron por su inter-vención en situaciones muy críticas y el Señor respondió. Esto no ha sido más ni menos que su misericordia, que manifiesta en mo-mentos claves para captar la atención del menesteroso a través de su respuesta milagrosa a esa petición. En ocasiones, Dios trabaja de esa manera como una excepción a la regla. Pero es importan-te entender que no es su patrón divino. Si leemos lo que nos dice Isaías 59:1-2, veremos lo siguiente:

1He aquí no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; 2pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír.

Las Sagradas Escrituras son claras al revelarnos la mente de Dios en relación al pecador, o sea, a aquel que deliberadamente practica el pecado, que se deleita en él, que escoge mantenerse en este estado. Y claro está, porque vemos también en Romanos 6:23 que:

... la paga del pecado es muerte...

y la muerte a la cual se refiere esta porción de la Palabra no es solamente la muerte física donde nuestro corazón deja de latir, pero también la muerte espiritual, que significa la separación del hombre de Dios. Corroboremos esto volviendo al principio, en Génesis 2:16-17:



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16Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; 17mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, cierta mente morirás.

Adán, al comer del árbol pecó, y siguió viviendo físicamente. Pero, como lo había declarado Jehová, en ese mismo día murió en su espíritu. Quedó privado del suministro de esa vida en abun-dancia, esa completa satisfacción interna, debido a que el vínculo con la fuente, que es Dios, había sido cortado por el pecado. En-tendemos entonces que el hombre sin Dios está muerto, como lo leemos en Efesios 2:1:

... muertos en vuestros delitos y pecados...

En un estado donde solamente existe, realizando sus activida-des rutinarias, aún viendo, aún oyendo, todavía un ser pensante, pero sólo existiendo; esperando su hora de la muerte. Y lo peli-groso de esto es que si usted se mantiene en este estado de muerte espiritual, separado de Dios en sus pecados, y es sorprendido por la muerte física, que también es producto del pecado, entonces estará separado de Él para siempre, eternamente atormentado, sin esperanza, deseando desesperadamente satisfacer ese vacío inter-no sin poder lograrlo; y eso es el infierno.

Por eso es que Dios, sabiendo el gran peligro del hombre en es-te estado, proveyó un medio en Cristo Jesús para salvarlo de la mayor tragedia que le haya podido ocurrir a la humanidad, que es la herencia de aquella naturaleza carnal, la raíz de todo pecado. Este medio en Cristo Jesús es LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN.

EL AMOR, LA ESENCIA DE LA OBRA

amos a adentrarnos a una porción de la Palabra, cuyo significado profundo no se percibe muchas veces debido a la familiaridad con ella y al error doctrinal. ¿Sabía

usted que es posible familiarizarse tanto con una porción de la Palabra al punto de perder de vista su significado profundo?. Nos dice Juan 3:16:

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.

Analicemos cada parte de este verso y recibamos la luz necesa-ria que nos llevará a esa experiencia más profunda en el Señor.

PORQUE DE TAL MANERA AMÓ DIOS AL MUNDO... Existen muchas definiciones acerca del amor, sin embargo, desde el punto de vista de Dios, su verdadero significado está íntimamen-te ligado con el sacrificio. Leemos en Romanos 5:6-8:

6Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. 7Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bue-no. 8Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.

Vemos en la Escritura que cuando la humanidad estaba inde-fensa ante el poder del pecado, Cristo, en el cumplimiento del tiempo, llegó a su rescate. Dios se manifestó como hombre en el cuerpo de su Hijo, y pagó el precio de la redención con la muerte por una humanidad que estaba en enemistad contra Él. El amor de Dios se mostró en su máximo esplendor, en su determinación y acción de dar a su Hijo Jesucristo para morir cruelmente en la cruz por nosotros. Dios dijo: “Yo determino, no importa qué, in-

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dependientemente de tu actitud de repudio hacia mí, redimirte.” En otras palabras, aquel a quien usted ha tratado como su propio enemigo al mantenerse deleitándose en sus pecados, y quien es el único que tiene el poder para salvarlo, es el mismo cuyo amor lo llevó a pagar el precio que tanto usted como yo debimos haber pagado por haberle ofendido. Sí, tal fue el amor de Dios, “Porque de tal manera amó Dios al mundo;” porque de tal manera me amó Dios, porque de tal manera lo amó Dios, y lo sigue amando.

Tal manifestación de amor por parte de Dios debe motivar al ser humano a corresponderle de la misma forma, en una entrega completa de una vida de gratitud. Esto va más allá de un arrepen-timiento por temor al infierno, o por los grandes beneficios que trae la salvación, o por el deseo de ir al cielo en el día final. Es-tamos hablando de ese primer amor, con la cual el individuo, en quien la obra del Calvario ha cobrado profundo registro, le co-rresponde al Salvador de su vida. El entregarse a Cristo por Él mismo, quién es la satisfacción del alma, como lo manifiesta el salmista en el Salmo 42:1-2:

1Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así cla-ma por ti, oh Dios, el alma mía. 2Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo…

Esa entrega para una relación íntima de inseparable perma-nencia eternal. Este es el meollo de la experiencia de salvación, esa íntima relación con el Dios que es amor, donde el fundamento de cada acción y cada actitud es ese amor inalterable reflejado en la obediencia; lejos de hacer las cosas porque Él lo manda, o por evadir el castigo, pero más bien por el deseo voluntario de agra-darle.

Esta es parte de la razón por la cual Dios nos amó de tal mane-ra; para inspirarnos a amarlo de la misma forma; como lo vemos en 1 Juan 4:19:



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Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.

Créame que la falta de esta visión, es lo que ha opacado en gran manera el resplandor que debería emanar de muchos creyen-tes. Muchos en nuestros días, viviendo el Evangelio del Nuevo Testamento como si fuera El Viejo Testamento, han perdido la perspectiva del concepto de las “buenas noticias”, que es el signi-ficado de lo que es el Evangelio. Y su experiencia se sumerge en el seguimiento de lo que Dios nos dice en su Palabra como una serie de mandamientos y leyes que de no cumplirse desciende el peso de la justicia divina como un látigo espiritual. Pero ese no es el espí-ritu del Evangelio que ha descendido del Dios que nos amó de tal manera. Cuando este Evangelio penetra en el corazón del más vil pecador lo lleva a aquella condición donde se identifica con el Salmo 73:25 que dice:

¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra.

Así es, tal es la experiencia que procura producir el Dios que nos ama de tal manera.

…QUE HA DADO A SU HIJO UNIGÉNITO... Sin reserva alguna dio lo mejor de sí, movido por amor, tal como lo leemos en Romanos 8:32:

El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros...

Yo me pregunto: ¿cuánto registra esto en usted que lee?

Jesucristo vino a este mundo con el objetivo de servir de puente entre Dios y el hombre, de manera que a través de Él todos pudié-semos tener libre acceso a Dios. Todo esto mediante la regenera-ción del ser humano en el arrepentimiento y perdón definitivo de



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los pecados, restaurándonos a la santidad, como lo era al princi-pio. Y en ese estado de comunión participar de la verdadera y mayor relación de por vida, que haya podido existir.

Cristo, en su deseo profundo de rescatarnos, y en acuerdo con su Padre cumplió lo que está escrito en Filipenses 2:5-8:

5… Cristo Jesús, 6el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Sólo la acción de asumir un cuerpo humano fue humillante pa-ra Cristo, tomando en cuenta la gloria que abandonó temporal-mente estando con su Padre desde la eternidad. Yo le digo, tomó mucho amor el adoptar voluntariamente ese cuerpo humano con todas sus implicaciones, que nunca antes había experimentado; y todo aquello sin mencionar el aspecto aún más humillante de su estadía en la tierra, su muerte en la cruz. Sin duda alguna Jesu-cristo estuvo dispuesto a sufrir esa doble humillación movido por amor a nosotros.

Otro aspecto importante en esta parte de la porción es que cuando Dios dio a su Hijo unigénito, dio a su único Hijo engen-drado por Él, lo cual es el significado de la palabra unigénito. Es un error doctrinal referirnos a Cristo como “el único Hijo de Dios”, porque todos los redimidos hemos sido constituidos tam-bién en hijos de Él. Pero por cuanto sólo Cristo fue el único en-gendrado por Dios en el vientre de María, a través del Espíritu Santo, es constituido entonces en el Hijo unigénito. Cabe recalcar también que el haber sido engendrado por Dios implica la pose-sión de las características necesarias para constituirlo en el único mediador entre Dios y el hombre. Siendo completamente Divino y a la vez completamente humano, Jesucristo, en su composición



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tenía las características de ambas partes —Dios y el hombre— para producir la reconciliación. ¡Cuán maravilloso el diseño del Señor al amarnos y procurar la restauración de nuestra relación mediante Cristo Jesús!

Sí, amado lector, todo esto para salvarnos y cuya esencia fue el amor, ese mismo amor desde la eternidad, sin principio ni fin, me-diante el cual extendió su misericordia sobre esta vasta humani-dad, tal como lo ha plasmado en Jeremías 31:3, donde nos dice:

Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.

Ahora, todo el proceso de transformación que ha de experimen-tar el individuo, desde su estado como pecador, dominado por la naturaleza de pecado, hasta el estado de santidad, gobernado así por la naturaleza divina, requiere de la participación conjunta de Dios y el individuo mismo. Si estamos hablando de una verdadera conversión, de un cambio genuino, entonces existen algunas ins-trucciones establecidas por Dios en su Palabra, que son necesa-rias seguir. Todo aquel que busca un cambio profundo, real y con-sistente, necesita seguir lo establecido por aquel que tiene la po-testad para producirlo, y echar a un lado sus propios medios o criterios. Veamos, entonces, en las siguientes páginas qué nos dice el Señor, para el logro de esto.

LA JUSTIFICACIÓN PRIMERA PARTE DE LA OBRA

ios en su eterno amor para con la humanidad conti-nuamente lidia con el hombre para ayudarlo a arribar a cierta condición para salvarlo. Esa condición es bási-

camente el reconocimiento, por parte del individuo, de su condi-ción real detrás de esa pantalla que proyecta ante la sociedad.

Generalmente, las personas, en su evaluación personal de su condición delante de Dios tienden a decir: “Yo no estoy tan mal…”, y ese criterio los ciega ante la cruda realidad de su condi-ción depravada. Es que el problema estriba en que cada cual se evalúa con respecto a otros a quienes consideran peores que ellos. Sin embargo, la evaluación justa y sincera se debe realizar con respecto a Cristo quien es el patrón de vida para todo ser humano. Estamos hablando de compararnos con Cristo. Bajo esas condi-ciones, entonces, se percibe clara y certeramente, y sin duda algu-na la verdadera condición de uno mismo. Es allí en donde el ser humano, con todos sus logros, sus posesiones y popularidad se da cuenta de que realmente no es tan bueno como creía; es más, per-cibe que realmente es malo. Dios trabaja con el hombre para lle-varlo a esa condición. Juntamente con aquello Dios le hace regis-trar también lo vano, lo infructuoso, lo efímero de todas sus reali-zaciones ante la eternidad que lo espera. En muchos casos este trabajo de Dios con el hombre toma años, especialmente cuando rechaza o esquiva lo que Dios procura hacerle saber, endureciendo así su corazón, hasta cuando se cansa. Así es, se cansa de vivir así, hastiado al fin del pecado. A este punto en la vida del indivi-duo, Dios, aún lidiando con él en su amor y misericordia le conce-de el don del arrepentimiento.

1. El arrepentimiento La palabra de Dios nos dice que Jesucristo inició su ministerio

diciendo, como está registrado en Mateo 3:2:

Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.

D

LA JUSTIFICACIÓN LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN

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Este es el primer paso que el Señor ha provisto para la salva-ción. ¿Y por qué decimos que Dios lo ha provisto? Leemos en Hechos 11:18:

¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentí miento para vida!

Esto es algo que Dios da. El hombre de sí mismo no puede lle-gar a este estado. Es Dios mismo quien lo guía a este punto, como lo vemos también en Romanos 2:4:

¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y lon-ganimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepenti miento?

Si usted desea abandonar el pecado definitivamente, necesita primero estar arrepentido. El arrepentimiento, es el estado de

quebrantamiento espiritual, o pro-funda tristeza al cual Dios lleva al individuo en cuyo corazón el Evan-gelio ha registrado y lo reconoce. Esa condición en la cual está pro-fundamente contristado, es necesa-ria para producir el giro en direc-ción contraria a la cual se encami-

naba, para más nunca volver al pecado. Esto lo vemos registrado en detalles en 2 Corintios 7:10-11:

10Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte. 11Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ar-diente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto.

LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN LA JUSTIFICACIÓN

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En el instante en que usted acepta o abraza la verdad del evan-gelio acerca de la condición de su alma, Dios lo lleva a este estado del arrepentimiento y produce en su ser una solicitud, o una pron-titud en actuar, lejos de estar indiferente al llamado divino, de ma-nera que rápidamente acude al Señor para la limpieza de todo pecado mediante su sangre. No hay mejor defensa que presentar-se limpio y sin culpa ante el Juez eterno; como lo vemos en el Sal-mo 17:3, donde David le dice a Dios:

Tú has probado mi corazón, me has visitado de noche; me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste…

También le produce una indignación, por la cual usted se pre-gunta: “¿Cómo pude yo hacer esto contra Dios?” Cuando está arrepentido, usted se identifica con el temor de Dios, usted teme a Dios, pues sus ojos son abiertos a la realidad de lo vil y bajo de su ser ante la grandeza del Señor. Sí, ese Dios grande, quien, en vez de fulminarlo justamente por su condición inicua, fue longánime, y en su amor y misericordia procuró más bien su salvación. Esta-mos hablando de ese temor reverente, identificándonos con Cristo, como lo vemos en Hebreos 5:7 que nos dice:

Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.

Y asimismo en el mismo libro de Hebreos 12:28 29:

28Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; 29porque nuestro Dios es fuego consumidor.

Esto lo lleva a humillarse, en vez de pensar que le hace un fa-vor a Dios al entregarse a Él. Y añadido a aquello nace de lo pro-fundo un ardiente afecto, una fuerte inclinación hacia Dios, como si dijera: “Dios mío, mi alma clama por ti”, produciendo también


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un celo por su Salvador, en donde las cosas las hará, ya no a la fuerza, ni por cumplir una responsabilidad, ni por temor al infier-no, sino por amor a Él, viendo la causa de Dios como la causa suya también, los anhelos de Dios como sus propios anhelos, los planes, propósitos o designios de Dios como los suyos. Y buscará su vindicación, será motivado a vindicarse ante Dios; en otras palabras, a vivir de tal manera que su experiencia presente de salvación opaque a lo máximo su oscuro pasado en el pecado. Escudriñe estos elementos del arrepentimiento.

Esto es lo que el arrepentimiento hace, lo que produce este don, sin el cual nunca podrá salvarse, pues el que no está arrepentido de sus males, créame, seguramente los volverá a cometer. Esta es la razón por la cual muchos que reclaman ser cristianos aún an-dan pecando; porque nunca tuvieron un genuino arrepentimiento, o si bien, lo tuvieron, entonces lo perdieron. Es que el arrepenti-miento debe perpetuar durante el transcurso de la vida del cre-yente, si ha de permanecer hasta el fin. No estamos hablando de un estado de penitencia interminable, como quien se azota la es-palda como paga por los pecados cometidos. Cristo ya pagó el precio de una vez por todas. Es más bien la conciencia de lo feo, lo sucio, lo horrible y desagradable del pecado y sus consecuen-cias, que estimula a mantener la determinación a no volver a aquello. Ciertamente, el arrepentimiento encierra estos aspectos, los cuales se manifestarán en usted en la medida que permita la operación del Señor en su vida.

2. La confesión de sus pecados Leemos en 1 Juan 1:9 lo siguiente:

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.

Y también vemos en Proverbios 28:13 que:

El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.


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He aquí algo importante: al considerar al Señor en la confe-sión de sus pecados, es importante tomar en cuenta que la idea nos es que usted va a poner a Dios al tanto de todos los pecados que ha cometido, porque Él ya lo sabe; para Dios no hay nada oculto, todas las cosas están desnudas delante de Él. La idea, entonces, es que en la confesión usted hace manifiesto voluntaria y abierta-mente delante de Dios que está en total acuerdo con Él en relación a los males en su vida que Él le ha mostrado, y que también los reconoce, no como errores, sino como pecados. En esta actitud usted ya ha cesado de luchar, o pugnar contra Dios, se rinde y de sí mismo se expone ante Él.

Ahora, quiero que vea otro aspecto de la confesión, y el ejemplo que voy a utilizar no es el más agradable, pero considero que es el más efectivo para percibir el concepto claramente. La confesión es como el vómito, pero en una manera espiritual. Cuando el cuerpo humano vomita, muchas veces expulsa esa sus-tancia tóxica que produce sus estragos de dolor mientras se mantiene adentro. Una vez que sale aquello, entonces se siente bien, el cuerpo vuelve a su esta-do normal, se siente la diferencia en cuestión de minutos. Asimis-mo es, cuando por así decirlo, el individuo expulsa verbalmente delante de Dios lo que ha estado en su espíritu causando estragos por años. Una vez que queda expuesto lo de adentro en el espíritu de sinceridad y reconocimiento, entonces comienza a fluir un ali-vio espiritual debido a que la carga del mal oculto ha sido levan-tada. Ahora, las consecuencias de esa confesión podrán ser su-mamente dolorosas, pero ¿qué puede ser mayor que esa paz con el Señor, la liberación de ese cáncer carcomiendo el interior, produ-ciendo al paso del tiempo esa muerte eterna? ¿Especialmente cuando es necesaria la confesión a nuestro prójimo, como parte del proceso restaurador de la obra? Le ruego, amado lector, si usted, delante de Dios, está consciente de alguna ofensa que ha cometido contra alguien y ha quedado encubierto, entonces nece-sita confesar. Usted necesita hacer todo lo que esté a su alcance


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para aclarar el asunto. Es posible que esto implique hasta una acción definitiva de su parte de hacer devoluciones.

La confesión es una acción definitiva producto del arrepenti-miento, habiendo tomado usted la determinación de no volver al pecado. Esto significa que esta práctica de la confesión diaria o semanal es otro error doctrinal, no es bíblico porque no va de acuerdo con la mente de Dios para la restauración del ser huma-no. Cuando la confesión se torna en una práctica frecuente, se está implicando la continuidad del mal en el cual se está incu-rriendo. Es más, este es un medio que muchas personas utilizan como licencia para seguir pecando.

Ahora, si hacemos una relación podríamos decir que el arre-pentimiento es una operación interna que Dios trabaja en el indi-viduo, y la confesión es una manifestación voluntaria externa co-mo consecuencia del arrepentimiento.

3. Creerle a Dios Creer que Dios ha cumplido su palabra una vez que usted haya

hecho su parte, independientemente de las condiciones a su alre-dedor o sus propios sentimientos. Algunas personas tienen gran dificultad de reclamar su salvación porque alegan que no han sen-tido nada extraordinario en ellos. Esperaban que el lugar tembla-se o que hubiese un “recio viento soplando con todo ímpetu”, o una señal divina, como por ejemplo “una nube blanca cubriendo el recinto con el resplandor de lo alto”. Pero querido amigo, muy bien podría ser que en su momento de salvación no ocurriera ab-solutamente nada extraordinario en lo externo. Y esto no implica, en ninguna manera, que Dios no haya hecho nada. Lo extraordi-nario ocurre en el interior de su ser: El cambio en su espíritu, la seguridad del perdón, la conciencia tranquila; la experiencia del gozo y la paz del Señor, después de haber sido removida la carga del pecado y haber sido declarado justo, libre de culpa y de con-denación, por Él.

La Palabra nos revela en Efesios 2:8:


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Porque por gracia sois salvos por medio de la fe...

Y como ya habíamos leído en 1 Juan 1:9:

... él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados.

Crea con confianza porque Dios no es hombre para que mienta. Cuando esta primera parte del proceso ocurre, refiriéndome al arrepentimiento, a la confesión y a la fe, (porque existe una segun-da parte), Dios lo justifica, esto quiere decir que lo convierte en una persona justa. Independientemente de cuán profundo haya llegado en sus pecados usted será considerado como una persona sin culpa alguna, como decimos: “Borrón y cuenta nueva”, libre de condenación, por el perdón que le es otorgado. ¡Cuán glorioso estado en el cual puede el hombre encontrarse una vez quitada la carga de los pecados! ¡Qué bendición la experiencia de una lim-pia conciencia ante aquel a quien tenemos que dar cuenta algún día! El hecho de poder salir cada día de su casa con la frente er-guida, sin nada que ocultar ante sus vecinos, sin nada que temer ante sus amistades, sin nada que se le pueda reprochar o juzgar en el trabajo, por el cambio en su vida tanto interno como externo realizado por Dios; viviendo de tal manera que los que le rodean palpen en usted una vida digna de ser imitada. Esta es la voluntad de Dios para usted en una manera consistente, todos los días de su vida hasta su último suspiro.

Sin embargo, para retener este nivel de vida, para mantenerse justo, para asegurar su victoria sobre toda tentación y mantenerse siempre invicto sobre el pecado cada día, es necesaria la presencia misma de Dios en usted –Dios morando en usted en una forma permanente por medio del Espíritu Santo. Nos referimos a la ex-periencia de la santificación en la que el individuo queda sellado con la presencia del Espíritu, o sea, lo que la Palabra llama la llenura del Espíritu Santo, lo cual veremos en el siguiente capítulo.

LA SANTIFICACIÓN

SEGUNDA PARTE DE LA OBRA o que se ha expuesto desde el estado de arrepentimiento hasta aquí, comprende la parte inicial de la obra divina de salvación. Sin esta primera parte (que es la justifica-

ción) nadie puede entrar al camino de salvación; esta parte del proceso es en donde Dios perdona, limpia y justifica al individuo de los pecados cometidos hasta ese momento.

Nos concentraremos ahora en la parte de la obra que define la permanencia en el camino de salvación. Se trata del proceso de SANTIFICACIÓN que culmina con la LLENURA DEL ESPÍRITU SANTO, que es también parte de la voluntad del Señor, ya que el libro de 1 Tesalonicenses 4:3 nos dice:

… pues la voluntad de Dios es vuestra santificación…

Y el verso 7:

Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación.

En esta obra de santificación que realiza el Espíritu Santo el individuo es santificado o purificado del espíritu carnal una vez que toma su cruz después de lo cual el mismo Espíritu Santo viene a morar en él.

EEll eessppíírriittuu ccaarrnnaall,, llaa rraaíízz ddeell ppeeccaaddoo Antes de entrar en la santificación y todo lo que conlleva, hay

un aspecto en toda la obra de salvación que muchos ignoran y que es vital tratar a este punto; y es el siguiente:

Cristo vino para lidiar con el gran dilema del pecado desde su raíz. Su intención mediante su muerte y resurrección no fue sólo para el perdón y la limpieza de los pecados, sino también para

L

LA SANTTFICACIÓN LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN

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lidiar con la misma raíz del pecado, la naturaleza carnal. Esto es, purgar al hombre de la naturaleza carnal, que es el origen del pecado para que no vuelva a pecar.

Cuando Dios realiza una obra no la deja a medias; Él hace la obra completa, tal como lo ha procurado con el hombre. Si somos honestos, nos daremos cuenta de que para Dios no tendría sentido perdonar y limpiar los pecados del hombre, y dejar activo en su espíritu el agente motivador de esos pecados. Es como tomar un perro y aplicarle todo lo que se refiere a la última tecnología en limpieza canina, y una vez purificado soltarlo. ¿Qué cree usted que va a pasar? Volverá a revolcarse en la hierba, se acostará en el piso sin importarle cuán sucio esté, lamerá el agua estancada de la calle. ¿Por qué? Porque es un perro, y esa es su naturaleza, la de un perro; él es así, no puede evitarlo. Lo mismo es en el hom-bre con respecto al pecado, y el Señor, en su intención de llevar a cabo un trabajo completo y permanente, como parte de la obra divina de salvación, ha diseñado el proceso de la santificación, con el objetivo de purificar al ser humano del espíritu carnal. De esta manera el individuo queda libre de esa poderosa tendencia interna a pecar.

EEll eessppíírriittuu ccaarrnnaall,, eell iinnssttrruummeennttoo ddeell ddiiaabblloo Tomando en cuenta lo anterior, cabe destacar que la naturaleza

carnal (o el espíritu carnal) es el medio del cual el diablo se vale para tentar y lograr que hombre peque. Por eso es que mientras que el individuo se encuentra en la carne (o en la naturaleza car-nal), no puede vivir la vida libre de pecado, tiene que pecar.

Ahora, trate de percibir, en la siguiente figura, los poderes tra-bajando en contra de la masa humana.

Hay tres poderes operando en contra del individuo para llevar-lo al pecado:

1)El espíritu carnal (denominado también: la carne, naturaleza carnal, el viejo hombre, naturaleza adámica —como herencia

LA OBRA DIVINA DE SALVACIÓN LA SANTTFICACIÓN

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de Adán), operando desde adentro como una fuerza interna in-fluenciando el espíritu mismo del individuo; 2)el diablo y 3)la corriente del mundo ambos (los dos últimos) operando como fuerzas externas.

Note cómo los poderes externos apuntan hacia la naturaleza carnal en el espíritu del hombre, a quien apelan para lograr el objetivo, que el individuo peque. Realmente el mismo diablo apela al espíritu carnal y lo hace también mediante la corriente del mundo, y como si fuera poco, la misma naturaleza carnal ejerce su fuerza en la misma dirección en perfecto acuerdo con los otros dos. Lo que estoy procu-rando que entienda es que la natu-raleza carnal es el agente clave o determinante mediante el cual el diablo lleva al hombre al pecado. Esta es una de las razones por las cuales el maligno, cuando tentaba a Cristo (para hacerlo carnal) apelaba a su naturaleza humana, porque Cristo no tuvo naturaleza carnal de la cual se podía aprovechar para tentarlo, como lo manifestó Jesús en Juan 14:30:

… porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí.

Nada había en Cristo a lo cual el diablo podía apelar para hacerlo caer, y es la misma condición a la cual el Señor nos quiere llevar.

Ahora, muchos, deliberadamente o no, ignoran esto, razón por la cual afirman que no se puede vivir sin pecar aun siendo salvos. ¡Claro que no! Esto se debe a que estando aún en la carne (la naturaleza carnal) están sujetos a volver a pecar, porque no tienen el poder para sobreponerse y vencer consistentemente toda esta avalancha de poderes contrarios operando tanto interna como


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externamente en ellos. No están santificados, no tienen el Espíritu Santo, la naturaleza divina que los capacita para vivir sostenida-mente sin pecar. Si bien podrían estar justificados, pero se en-cuentran continuamente pidiendo perdón por algún pecado come-tido como el patrón en su experiencia de salvación. Sin embargo, esta no es la vida gloriosa a la cual nos ha llamado el Señor. Esta experiencia se halla muy por encima de lo que la mayoría en el mundo religioso está produciendo.

Esta es la razón por la cual es necesario y de suma urgencia que se lleve a cabo esta segunda obra de gracia, la santificación, después que se haya completado la justificación, porque una vez que el individuo queda purgado de la naturaleza carnal:

1)Queda cancelado el poder que lo motivaba hacia el pecado, y asimismo cesa esa lucha interna del esfuerzo propio para no caer versus la fuerte inclinación interna hacia el pecado.

2)La lucha ahora es contra las fuerzas externas (el diablo a través de la corriente del mundo), ya no con ese temor de ca-er, sino más bien con la seguridad y el denuedo para mante-ner la victoria, con el enemigo y todos sus agentes bajo sus pies.

LLaa ssaannttiiffiiccaacciióónn,, nnoo uunnaa ooppcciióónn,, ppeerroo uunnaa nneecceessiiddaadd uurrggeennttee

A través de la santificación Dios lleva al individuo a vivir como Cristo consistentemente por medio del Espíritu.

Por consiguiente, es importante que usted entienda claramente que la presencia del Espíritu Santo no es una opción, es una nece-sidad. Este segundo aspecto de toda la obra es tan importante y urgente como el primero, y ambos están ligados entre sí.

Sin el Espíritu Santo es imposible vivir sin pecar. Estamos hablando de la manifestación sostenida de las características de Cristo por la presencia del Espíritu. El que es sincero, aquel en


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quien aún no mora el Espíritu (sea justificado o no), una vez con-frontado con la Palabra y la realidad de su condición, descubre y reconoce su realidad, y concluye:

“Mentalmente y en mi corazón abrazo, apruebo, le doy acogi-da a las demandas de Dios, pero carezco del poder para vivirlas

consistentemente.”

Esta es la razón por la cual una vez habiendo sido perdonado y justificado, limpio de pecado, es necesaria prontamente la obra de la santificación, sin la cual el retorno al pecado no se hará espe-rar. Imagínese a Dios, después de limpiar y justificar al pecador, en medio de la gloria del nuevo nacimiento le dice:

“Ahora eres limpio y justo ante mis ojos, hay gozo en mi reino porque he escrito tu nombre nuevo en mi gloria. Pero aún no he terminado, porque el espíritu carnal todavía está activo en tu vida. Necesito purificarte de la naturaleza carnal, esto es, santificarte para que seas lleno de mi Espíritu, pues, de no hacerlo, vol-verás al pecado y toda esa gloria inicial en tu vida quedará en nada. Además, una vez que estés lleno de mi Espíritu la gloria en ti será mayor en la experiencia de esa vida en abundancia de la cual ya has comenzado a ser partícipe”.

Cabe destacar que, la santificación, se logra en un momento, después de ser justificado. Por eso es que en el libro de los Hechos, una vez que las personas eran salvas, los apóstoles no vacilaban en llevarlos de una vez a la santificación para la llenura del Espíritu. Esto lo vemos claramente en Hechos 8, cuando des-pués de que la multitud en Samaria fue salva por la ministración de Felipe, la iglesia envió a Pedro y a Juan para que los nuevos


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convertidos fuesen llenos del Espíritu. Los versos 14-17 nos co-rroboran esto:

14Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pe-dro y a Juan; 15los cuales, habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo; 16porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús. 17Entonces les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo.

La idea es, que una vez culminado el proceso de santificación, el individuo crece ya con la imagen de Cristo en él, perfeccionán-dola a su semejanza, como lo vemos en 2 Corintios 7:1 que nos dice:

Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpié-monos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfec cionando la santidad en el temor de Dios.

Esto es crecer en la imagen de Cristo, ya limpio como Él, sin pecado como Él; y no como quien deja el pecado poco a poco. Lo que pasa es que, de acuerdo al diseño divino, el pecado no se pue-de dejar poco a poco si estamos hablando de algo definitivo. Si nos referimos a una experiencia genuina de salvación el pecado se debe dejar de una vez. Imagínese a una persona que antes mentía por lo menos diez veces a la semana, antes de entregarse al Señor; y ahora “salva”, miente sólo dos veces a la semana. Honestamen-te, ¿aceptaría usted eso? ¿Consideraría a esa persona como cris-tiana? El pecado se debe dejar de una vez por todas, tal como lo vemos en Romanos 6:10-11 que nos dice:

10Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. 11Así también vosotros con-sideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.


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La muerte de Cristo en la cruz es la expiación por el pecado, es decir, el pago por todo pecado, habiéndose ofrecido como sacrifi-cio una vez para siempre; así también el individuo necesita morir al pecado en su propia cruz, una vez para siempre. La Palabra nos enseña en 2 Corintios 5:21 que:

Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.

En ese sentido, uniendo esta porción con la anterior, Cristo al morir en la cruz preparó las condiciones para la humanidad para poner fin al poder del pecado sobre todos de una vez por todas1. Su muerte fue definitiva, se entregó a morir y de esta forma no duró mucho tiempo en la cruz. Mientras que los otros dos mal-hechores tardaban en morir al punto que los soldados romanos tuvieron que intervenir para acelerar su muerte, Cristo murió de una vez por todas. Y asimismo debe ser con todo aquel que busca ser librado del pecado de una vez por todas. No está de más re-calcar nuevamente que esa actitud definitiva de cortar con el pe-cado es tan vital que de no realizarse, habrá en el individuo una tendencia a pecar nuevamente, lo cual evidencia la urgente nece-sidad de la santificación.

LLaa ooppeerraacciióónn ddee llaa ccrruuzz En el trabajo de la santificación Dios envía el Espíritu quien

lleva a cabo la purificación en el individuo concluyendo la obra con su morada en él. Sin embargo, antes de aquello es necesaria la consagración personal del mismo individuo, que consiste en su muerte voluntaria a la naturaleza carnal Y su sometimiento al nuevo régimen del Espíritu, lo cual ocurre en un instante al tomar su cruz. Cualquiera que anhela la presencia del Espíritu en su vida, necesitará enviarle a Dios esa señal alta y clara de su total

1 Sin embargo, a pesar de que Cristo preparó las condiciones para todos, cada cual debe hacer su parte para que la obra redentora sea la realidad en su vida en particular.


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emancipación de la naturaleza carnal. Este aspecto de la consa-gración es sumamente importante ya que el Espíritu no procesará una vida que aún mantiene afinidad con la naturaleza carnal; debe haber una clara definición porque Cristo dijo en Mateo 6:24:

Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro…

En esto es imposible tener lo mejor de dos mundos.

Veamos, entonces, lo que implica la consagración personal an-tes de la obra del Espíritu. Jesucristo dijo en Lucas 9:23:

… Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.

“Negarse a sí mismo” implica el abandono total y voluntario del control que el individuo ejerce sobre su vida y el sometimiento de ese mismo control a Cristo. Es necesario que Jesucristo mismo sea el capitán de esa barca, el controlador de esa vida, o verdade-ramente el Señor. La palabra “señor” significa “dueño”, y como tal, Él necesita tener el gobierno total, influenciando su forma de pensar, su forma de conducirse, su forma de hablar, su forma de vestir, sus hábitos, sus planes a corto o largo plazo, sus actividades diarias, sus sueños, en fin, todos los aspectos de su vida.

Esto solamente será posible si el individuo toma su cruz cada día, en otras palabras, una vez muerto, considerarse así cada día. Es que la cruz, primeramente, aquella en la cual murió Jesús fue el instrumento para la pena máxima, la muerte, la cual Él pagó por nosotros; el más cruel de todos los medios cuando los malhechores eran sentenciados durante el tiempo del Imperio Romano. En ella murió nuestro Salvador, quien a través de su Palabra nos revela el secreto de la verdadera vida en abundancia. Ahora, esa cruz, es-piritualmente hablando sólo la pudo llevar Jesús, el único Cordero capaz de cargar con los pecados de la humanidad y pagar por


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ellos con su muerte, saldando la gran deuda delante de Dios. No hubo ser humano ni con las características ni con la capacidad para cumplir con tal demanda de amor. Ahora, nuestra cruz, comúnmente vista como símbolo de sufrimientos o pesares de esta vida, o de problemas que atravesamos (lo cual es una interpreta-ción errónea de la Palabra); en realidad representa para nosotros nuestro acondicionamiento en colaboración con el Espíritu para el fin de la influencia carnal sobre nosotros. El ser humano ne-cesita morir internamente al pecado, lo cual es muy distinto de aquello de estar muerto en pecado. Es como si Cristo dijera:

“Si quieres que more en ti por medio de mi Espíritu, primero nece-sitas identificarte conmigo en mi muerte en la cruz, muriendo tú

mismo a aquella naturaleza carnal que heredaste.”

Esa muerte a la naturaleza carnal equivale a dejar de corres-ponder con ella como una decisión de por vida. No alimentarla con acciones o actitudes estimuladas por ella, o sea, deliberada-mente actuar en dirección opuesta a ella. Esta actitud (nuestra muerte) nos acondiciona para una vida victoriosa sobre:

• el diablo: al resistirlo y hacerlo huir, a pesar de las re-acciones que pueda sentir en su cuerpo a raíz de las ten-taciones,1

• la corriente del mundo con sus diferentes ramificacio-nes como lo son: la moda, la música, las diferentes líne-as de pensamientos, etc. Es decir, todo lo que lo distrae de los propósitos de Dios para su vida y lo arrastra en dirección contraria,

1 Porque puede haber reacciones. No estamos hechos de hierro; estamos formados de carne y hueso, y tenemos sentimientos y deseos a raíz de las ne-cesidades en nuestros cuerpos, ya que tenemos una naturaleza humana con-forme al diseño de Dios, que es distinta a la naturaleza carnal.; y el maligno procurará hacernos caer valiéndose hasta de los gustos, deseos o necesidades característicos de la naturaleza humana.


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• la ley: cualquier régimen o norma (ya sea espiritual o no) que rige la vida de todo aquel que se somete a ella, y de la cual se aprovecha para justificarse delante de Dios. La ley, al enseñorearse sobre la vida del individuo como el esposo se enseñorea de la esposa, no puede producir, con toda y sus demandas, la vida santa que sólo Cristo produce.1 Es más, la ley despierta las pa-siones pecaminosas por la vigencia de la naturaleza carnal como lo vemos en Romanos 7:5, 8. Por tanto, para que el señorío de Cristo sobre el individuo sea una realidad para producir esa vida santa, es necesario pri-mero morir a la ley a la cual no somos en ninguna ma-nera deudores. De esta manera se quiebra su señorío igual que cuando en un matrimonio el esposo, por ejem-plo, muere y la mujer queda libre de su señorío por la ley del matrimonio, para unirse a otro.

Entonces, una vez consumada su muerte o auto negación al principal agente, el espíritu carnal, el Espíritu Santo destruye la influencia y el efecto poderoso y mortífero de la naturaleza carnal sobre su naturaleza humana, su espíritu, su mente, en fin en todo su ser. Y asimismo, no hay respuesta alguna ante las tentaciones del maligno. Es como cuando una persona está tratando en vano de despertar a un muerto dándole palmadas en la cara. No hay respuesta porque hay muerte. Bueno, la idea es que cuando sea tentado por el diablo no haya respuesta alguna por parte suya. ¡Gloria a Dios por su diseño! Es que la cruz (por parte suya, una vez justificado) lo acondiciona para la presencia del Espíritu (por parte de Dios) quien rompe el poder impulsivo que la naturaleza carnal ejerce en el individuo hacia el pecado, y no sólo eso, sino que también lo dota con la capacidad de mantener la victoria. De 1 Lea Romanos 7:1-6 considerando el siguiente trasfondo: Para los judíos la ley mosaica ocupaba un lugar prominente. Razón por la cual se sometían a sus demandas considerándose deudores a ella. De esta forma ella actuaba como el esposo de ellos en ese vínculo como el matrimonio. Pablo, entonces, utiliza la analogía del matrimonio para hacerles entender (a los judíos) la necesidad de morir a la ley, a la cual no eran deudores; para matrimoniarse con Cristo y vivir ahora bajo el nuevo gobierno del Espíritu.


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esta forma la lucha se torna más fácil porque no es lo mismo lu-char para lograr la victoria que para mantenerla.

Veamos, entonces, bíblicamente, esta operación de la cruz en Romanos 6:1-9. El apóstol Pablo, después de desarrollar el con-cepto de la gracia1 reinando sobreabundantemente sobre el peca-do, y por consiguiente el respaldo divino para sobreponerse sobre el pecado, sin excusa alguna, presenta la siguiente pregunta:

1¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? (Después de todo lo que hemos visto en el capítulo anterior acerca de la gracia de Dios, ¿seguiremos insistiendo en pecar?) 2En ninguna manera (Jamás). Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? (Porque, si estamos muertos para el pecado entonces es imposible estar vivos a la vez para responder. Es que sólo se puede estar en uno de los dos estados, vivos o muertos.) 3¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?(O no saben que hemos tenido una experiencia en común con Cristo, en su muerte?2) 4Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo (Porque mediante esa experiencia en común con Cristo, que es el bautismo en el interior –o sea, el bautismo real representado en el bautismo simbólico en agua—somos enterrados con Él, para esa muerte al pecado), a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. (con el objetivo de que asimismo resucitemos juntamente con Él a la nueva vida) 5Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la

1 La gracia de Dios es todo lo que Dios posee —su poder, su sabiduría, su amor, su protección, su amor, etc. — a la disposición del hombre, todo el res-paldo necesario para vivir el nivel de vida conforme a su divina voluntad.

2 Este es el bautismo real, el que se cristaliza en el interior, cuando se identifica con la muerte de Cristo, después de lo cual se identifica también con su resu-rrección. Esto es lo que se simboliza en la sumersión (muerte al pecado) y la emersión (resurrección a la nueva vida) del agua en el bautismo simbólico, lo cual debe ser una realidad interna antes de realizarse externamente.


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de su resurrección; (Ahora, otra manera de verlo es la si-guiente: Al ser plantados con Él, como esa semilla que es plan-tada, y muere al nacer la nueva planta, asimismo nacemos a la nueva vida al resucitar con Él) 6sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, (conscientes de esto, que la naturaleza carnal en nosotros ha sido lidiada por Cristo1 en la cruz para que su efecto en nuestras vidas sea destruido. Lo que pasa amado lector es que, cuando morimos a la naturaleza carnal, en nuestra cruz, identificándonos con Cristo en su cruz, entonces ella (la naturaleza carnal) no tiene con qué trabajar para estimular y empujar hacia el pecado. Su fuente de ali-mentación, por así decirlo, ha muerto, y de esa manera, con la intervención del poder del Espíritu2 su poder carnal queda cancelado) a fin de que no sirvamos más al pecado. (Con el objetivo de que el pecado ya no ejerza su señorío sobre noso-tros) 7Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pe-cado. (Porque el que ha tomado su cruz ha sido hecho justo en cuanto al pecado) 8Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; (Y si nos identificamos con Cristo en su muerte, por fe también lo seremos en su resurrección) 9sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. (Sabien-do que Cristo, una vez resucitado, la muerte ya no tiene poder sobre Él) 10Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. (Porque su muerte al pecado, habiendo sido hecho Él mismo pecado por nosotros, fue instantánea y definitiva, pero vive para Dios) 11Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. (De la mis-ma manera háganse la idea de que están muertos para no res-ponder al pecado pero sí a Dios)3 12No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; (No permitan que el pecado vuelva a reinar

1 Lea Romanos 8:3. 2 Lea Romanos 8:13. 3 Una mentalidad que es necesario asumir.


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sobre ustedes haciéndolos obedecer los malos deseos)1 13ni tampoco presentéis vuestro miembros al pecado como ins-trumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. (Ni tampoco ofrezcan sus cuerpos como medios para el pecado, pero ofrézcanse a Dios como canales vivos para vivir justamente)2 14Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. (Porque ya el pecado no tendrá domi-nio sobre ustedes, ya que han dejado de vivir bajo el régimen de mandamientos pero viven ahora bajo esa sobreabundante gracia ya mencionada)

Ahora, lea la porción de nuevo, pero sólo la parte cursiva que está entre paréntesis para efectos de mayor claridad.

Esta porción que acabamos de leer nos ayuda a entender cómo el individuo colabora con el Espíritu Santo para hacer morir el poder del espíritu carnal. En Romanos 8:13 leemos lo siguiente:

… porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.

La idea es que, cuando nosotros mismos morimos a la carne, creamos la plataforma en nuestras vidas sobre la cual el Espíritu Santo opera para destruir el poder carnal. De esa forma hacemos morir las obras de la naturaleza carnal, muriendo nosotros mis-mos (dejando de corresponder) en colaboración con el Espíritu Santo de quien emana el poder de total cancelación. Esta muerte, rompe nuestra relación con la naturaleza carnal y el Espíritu rom-pe el poder de ella; y ambas partes son vitales para la completa liberación, no puede haber una sin la otra.

Esta muerte, como lo dijo Jesucristo, es diaria. Hoy usted ne-cesita considerarse muerto, y si quiere permanecer invicto, libre 1 Una responsabilidad que descansa sobre nosotros. 2 Una conducta que debemos adoptar.


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del viejo hombre, mañana, cuando despierte, también deberá con-siderarse muerto, y así deberá permanecer hasta el fin de sus días si espera ser eternamente como Él y estar eternamente con Él. Es importante que su identificación con la muerte de Cristo sea fresca cada día, pues de no ser así volverá a ser carnal.

Queremos considerar una faceta más de la cruz que no debe-mos ni podemos ignorar. Nos referimos a ese aspecto doloroso, desagradable, humillante y oscuro como lo encaró nuestro Señor Jesucristo en su cruz. Sabe, sólo el pensamiento de la cruz fue tan impactante para Él que le fue necesario ese tiempo de oración en Getsemaní. En esa atmósfera de lucha Cristo prácticamente se crucificó en su mente antes de ser crucificado, físicamente hablando, el día siguiente. En otras palabras, literalmente sintió en su espíritu el gran sufrimiento de esa cruz, no refiriéndonos solamente a los clavos, o a la corona de espinas, o a los latigazos. Estamos hablando del mayor de los sufrimientos, ese instante cuando su Padre le iba a dar la espalda por un momento al tratar-lo a Él (Jesucristo) como el mismo pecado; para no tener que dar-le la espalda a la humanidad por el resto de la eternidad. El re-cuerdo de aquel tormento venidero a medida que se acercaba el momento de su consumación le era sumamente agonizante y des-agradable, a raíz de lo cual su sudor fue como grandes gotas de sangre. Es que Jesucristo nunca había tenido tal experiencia de separación de su Padre, pues ambos siempre permanecieron juntos desde la eternidad; pero había llegado el momento para cumplir lo que tanto Él como Dios habían acordado para el bien de la huma-nidad.

Ahora esta experiencia de Cristo en el huerto tipifica nuestro propio Getsemaní que necesitaremos atravesar antes de tomar nuestra cruz, como quien considera el costo a la luz de lo que el Señor dijo en Lucas 14:27-33:

27Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. 28Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tie-ne lo que necesita para acabarla? 29No sea que después que


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haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, 30diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. 31¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con vein-te mil? 32Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le en-vía una embajada y le pide condiciones de paz. 33Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.

La idea es que al adentrarnos al proceso de la cruz lo hagamos con un claro entendimiento de todas sus implicaciones, o sea, con los ojos bien abiertos.

La realidad es que la cruz duele, y su efecto produce esa agonía muy particular de la cercanía a la muerte. Es que antes de esa crucifixión personal, la relación del ser humano con el viejo hom-bre es como la de la uña y la carne en el dedo. Hay una intimidad, una afinidad del espíritu del individuo carnal con el viejo hombre que se desarrolla desde su niñez, y se fortalece mientras éste crece y retarda la salvación al paso de los años. Esa relación prevalece hasta el momento cuando el individuo es despertado a la realidad de lo sucio, lo feo y lo horrible del viejo hombre, y procura enton-ces su separación. Y el rompimiento de esa relación que sólo se logra a través de la muerte es doloroso, espiritualmente hablando, así como cuando se siente el dolor físico al desgarrarse la uña de la carne. La angustia en la dinámica de esa emancipación total de la naturaleza carnal es de una intensidad muy particular que sólo los que realmente quieren la liberación lo logran. Por eso es que el acto de tomar la cruz es voluntario, nadie lo puede hacer por nadie; es allí donde el individuo demuestra cuánto anhela la libe-ración.

Durante la pasión de Cristo, el diablo, a través de la multitud, le decía: “Si eres Hijo de Dios, bájate de esa cruz”, pero Él se mantuvo, pues de haber bajado se hubiera perdido la esperanza de salvación para la humanidad. De la misma forma, ese mismo ad-versario, a través de situaciones, personas y condiciones, diaria-


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mente le grita al que ha tomado su cruz: “baja de esa cruz”. Sin embargo, la victoria la hemos de lograr siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador, manteniéndonos en la cruz hasta morir y hasta el fin de nuestros días.

Pero sabe, allí no termina todo, después del lado oscuro de la cruz de Cristo, se manifestó el lado glorioso de su resurrección hacia lo que sería su gozo. El libro de Hebreos 12:2 nos habla del gozo del Señor puesto por delante:

… el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz…

Ese gozo es por el producto de su sufrimiento, traducido en la salvación de esa multitud de seres humanos que correspondería a la manifestación de su amor en el Calvario. El profeta Isaías hizo mención de esto en el libro que lleva su nombre, capítulo 53 y ver-sos 10-11 que nos dice:

10Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a pade-cimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pe-cado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Je-hová será en su mano prosperada. 11Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justifi-cará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos.

Así también para nosotros, hay un aspecto glorioso particular de esa vida en abundancia a la cual nos ha llamado el Señor. Tal como ocurrió con Jesucristo, nuestro modelo, después de nuestra muerte en nuestra cruz viene también nuestra resurrección a la vida santa en la que florece el fruto del Espíritu como lo vemos en Gálatas 5:22-23 que nos dice:

22Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, be-nignidad, bondad, fe, 23mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.


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Y la vida diariamente crucificada es caracterizada por cada una de estas cualidades cuya bendición es inmensurable, produ-ciendo una experiencia a un nivel superior. Estamos hablando de ese amor que inunda el espíritu del hombre a tal grado que lo lle-va a amar como Cristo, o sea, procurando continuamente el bene-ficio de otros aunque le cueste. Y sabe, el hacer bien a otros es una de las mayores satisfacciones que el ser humano puede tener. En-tonces, esta realidad, el amar como Cristo se constituye en su go-zo, su deleite, su continuo aliento aun en los momentos oscuros en su andar, porque, además del servicio a otros, se fundamenta ma-yormente en esa íntima relación con su Señor a quien ama profun-damente. Y así, la sobreabundante paz como un río profundo, esa paz que sobrepasa todo entendimiento, fluye prevaleciendo aun en medio de las turbulencias de la vida. Esta es la bendición de po-der vivir sin que nada nos turbe, sin afanes ni ansiedades por la confianza de que Dios se encarga de todo. Esto inspira a la pa-ciencia que nos capacita con esa tenacidad de proseguir, no ren-dirnos a pesar de los obstáculos, a soportar las contrariedades y a esperar aquello que anhelamos ver o recibir, sin desesperarnos. Hay situaciones sumamente difíciles en la vida cuyas soluciones descansan sobre el pilar de la paciencia. La benignidad, esa cua-lidad donde el individuo es bueno desde adentro, y sus intenciones, propósitos designios, o planes siempre son para bien. El que es benigno no procede con malas intenciones. De esta forma en la bondad, o sea, en sus buenas acciones exterioriza su benignidad al beneficiar a otros. Y es dotado con la mansedumbre que consiste en dejarse guiar fácilmente, no es problemático en su desenvolvi-miento cotidiano. Es una persona que ha dejado de pugnar contra Dios, y por tanto, goza de su divina protección. Y ejerce la tem-planza, o sea, ese autocontrol o dominio propio que lo mantiene viviendo con el equilibrio que caracteriza una vida moderada.

¿Puede usted imaginarse la gloria que emana de una vida con esas cualidades? ¿Dónde está el límite? ¿Cuál es su horizonte?. Todo esto lo produce el Espíritu Santo al morar en el hombre una vez muerto en su cruz.


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Ciertamente, los dividendos de la cruz son mucho mayores que todos sus sufrimientos y demandas. La excelencia de esta expe-riencia después de la cruz satisface en gran manera, porque su riqueza sobreabunda. Y cuán alto o cuán profundo queremos ir, lo determinamos nosotros mismos mientras saboreamos la multifor-me e insondable gracia de Dios en la vida en el Espíritu después de la cruz.

EEll ddeessccuubbrriimmiieennttoo ppeerrssoonnaall nneecceessaarriioo ppaarraa aarrrriibbaarr aa llaa eexxppeerriieenncciiaa ddee llaa ccrruuzz

A pesar de todo lo mencionado, es evidente que muchos han re-chazado el divino llamamiento, y muchos otros aun después de haber puesto sus manos en el arado han vuelto atrás; por el precio de la cruz que ha operado como un filtro a través de los tiempos.

Tal demanda, nos corrobora la necesidad de que el individuo llegue a esa condición de hastío del pecado. Es que, esta condi-ción es lo que prácticamente lo impulsa a crucificarse. Estamos hablando del descubrimiento de su verdadera identidad en su es-

tado carnal. Y sabe, esta condición de hastío no es necesaria sólo en el pecador antes de la justificación, sino también en aquel que se ha man-tenido en el estado de justificación, viviendo en esta condición por mucho tiempo sin haber sido santificado. De hecho, muchos se encuentran así,

creyendo que esa es la experiencia de salvación, ignorando delibe-radamente o no, que están viviendo sólo la parte inicial de la obra completa.

No está de más recalcar que esa condición de “cansado de pe-car”, es crucial, porque es prácticamente el motor de empuje hacia el clamor de ayuda para la liberación a cualquier costo. Esta es una de las razones por las cuales muchos quedan privados de esa verdadera experiencia de gloria y deleite en la salvación; porque aún hallan deleite en la iniquidad, y en otros casos si bien,


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no necesariamente se deleitan, tampoco han desarrollado el grado de hastío necesario para ese tipo de clamor por la liberación.

Esta condición, si bien, miserable, pero sumamente clave para la genuina liberación lo plasma el apóstol Pablo en Romanos 7, donde proyecta ese descubrimiento personal de la actividad de la naturaleza carnal morando en el interior. La triste, frustrante y agobiante combinación de:

1)La conciencia y aceptación de la ley (o las demandas) de Dios, y

2)La incapacidad de cumplirla, porque el hombre no puede en su capacidad humana vencer el espíritu carnal vigente en él.

Tal como está en Romanos 7:18:

… porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.

Ahora, he aquí el gran dilema a considerar:

En muchos casos, el individuo realmente no quiere violar esa Ley en particular, especialmente cuando 1)“aprueba que es bue-na” y 2)“se deleita en ella”; como lo vemos en Romanos 7:15-17, 22:

15Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quie-ro, sino lo que aborrezco, eso hago. 16Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. 17De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí… 22Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios…

Estos dos componentes enumerados en el párrafo anterior a la porción, son característicos de lo que la Biblia denomina la ley de su mente, esa condición de querer hacer lo que es bueno, propio, correcto y justo. Pero por la ley de los miembros (el régimen de las costumbres y hábitos) más la ley del pecado (el régimen del


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espíritu carnal) el individuo viola la ley de Dios. Corroboremos esto con los versos 22-23 del capítulo 7 de Romanos:

22Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; 23pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.

Vemos cuatro leyes operando en el individuo cuya condición es carnal:

1. La ley de Dios –Las demandas de Dios para regir la vi-da del hombre para su bien.

2. La ley de los miembros –Costumbres y hábitos desarro-llados al paso del tiempo.1

3. La ley de la mente –Aquella condición donde el indivi-duo entiende, aprueba y acepta la ley de Dios.

4. La ley del pecado –El régimen o gobierno del espíritu carnal.

Por un lado, el individuo aún bajo el gobierno de la naturaleza carnal, arriba a esa condición donde anhela al fin obedecer lo que Dios dice (la ley), pero habiéndose habituado por años a desobe-decer, habiendo acostumbrado sus miembros corporales al pecado (la ley de los miembros) actúa contrario —y muchas veces hasta sin pensarlo— a la ley. Se da cuenta de que se encuentra ante un poder de hábito que lo arrastra, aun contra su voluntad llevándolo cautivo a la ley del pecado. Tomando esto en cuenta hacemos hin-capié en lo siguiente: Si bien, el individuo bajo el régimen de la naturaleza carnal carece del poder para vencer consistentemente el pecado, Dios en su justicia, lo hace responsable, de todas mane-ras es culpable e inexcusable primordialmente por no aceptar la solución, a su gran dilema (el dilema del régimen del espíritu carnal en él) cuando se la revela.

1 Estos hábitos o costumbres pueden ser buenos o malos.


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Ahora, cuando se cristaliza el descubrimiento de esas cuatro le-yes operando en el interior, a raíz de esa misma revelación divina que mencionamos, y cobra registro la cruda y desagradable reali-dad de uno mismo y el gran dilema de la incapacidad de librarse por sí mismo, el clamor de Romanos 7:24 es estimulado:

“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”

Y juntamente con aquello son estimulados la esperanza y el aliento, al ser revelada la existencia del remedio al dilema en el verso 25 del mismo capítulo 7, donde dice:

Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.

Cuya obra en la cruz del Calvario pone fin al pecado desde su raíz. Y mientras por una parte se manifiesta la gratitud por el re-medio, quien es Cristo, por otra parte se evidencia el reconoci-miento de la dualidad humana, o sea, dos caracteres distintos en una misma persona:

Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.

Lo cual no es una conclusión dando a entender que la experien-cia debe seguir con esa dualidad, como muchos creen. Más bien es un reconocimiento personal que debe motivar al clamor por la liberación, ya que lo contemplado en Romanos 7:15-25 (donde hace mención de la manifestación de esas cuatro leyes) no es el patrón de vida a la cual nos ha llamado el Señor. Más bien el patrón está plasmado en el capítulo 8 de Romanos, versos 1-2 que inicia con un alto tono de victoria diciendo:

1Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino con-forme al Espíritu. 2Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.


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Esta es la experiencia gloriosa a la cual El Señor quiere restau-rar al ser humano como el patrón normal de su vida. Es precisa-mente la experiencia después de la cruz que mencionamos en las páginas 53-55.

Note que en esta porción se introduce una ley más, a parte de las cuatro que se mencionaron: La ley del Espíritu de vida en Cris-to, o sea, el régimen del Espíritu Santo cuya intervención vence o pone fin a la ley del pecado y de la muerte, que es la naturaleza carnal. Esto nos corrobora lo siguiente:

1. El gobierno del espíritu carnal puede ser cancelado en la vida del ser humano, a pesar de haber sido concebido en él.

2. Espiritualmente hablando, sólo uno de estos dos regímenes puede operar en el ser humano; o es la naturaleza carnal o es el Espíritu Santo, pero ambos no pueden morar en una misma persona ya que son naturalezas contrarias, y an-tagónicas. En síntesis o estamos en la carne o estamos en el Espíritu.

Es en esta experiencia en donde se logra vivir las palabras del Señor registradas en Mateo. 5:39 en adelante:

... No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; 40y al que quie-ra ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; 41y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos. 42Al que te pida, dale; y al que quiera pedir de ti prestado, no se lo rehúses…44Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen...

Esta calidad de vida no siempre es fácil de percibir. Para el mundo esto es algo inconcebible. El pecador no logra entender por qué el cristiano, el verdadero cristiano, se niega a sus dere-chos cuando sea necesario, por qué actúa de esa forma, tal como


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ocurrió en los días de los apóstoles. Se requiere de una vida real-mente saturada de la presencia del Espíritu para producir esto. Muchos son los que predican, y los que dicen, y los que llevan a cabo un gran despliegue de presentaciones como “artistas cristianos”; pero muy pocos son los que viven, los que act-úan, los que producen esta ex-periencia de amor que es el instrumento clave que ha de impactar al pecador y motivarlo a ser también salvo.

El apóstol Pablo vivió esta misma experiencia, la cual no es in-alcanzable, testificándola en la Palabra en Gálatas 2:20, diciendo:

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí...

Porque Cristo resucitó de los muertos para más nunca morir, usted, al ser lleno del Espíritu Santo en su muerte al pecado, tam-bién experimentará una gloriosa resurrección en este tiempo pre-sente. Tal es la experiencia del hombre santificado.

LLaa lllleennuurraa ddeell EEssppíírriittuu SSaannttoo Al usted hacer su parte –morir juntamente con Cristo y pedirle

a Dios que lo purifique y lo llene de su Santo Espíritu, a la luz de la Palabra en Lucas 11:13, que nos dice:

... ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?

En ese instante Dios hará descender al Espíritu Santo, quien lo purificará de la naturaleza carnal o viejo hombre, y morará en usted, produciendo la naturaleza divina, y lo convertirá en una


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persona santa. En esta condición estará equipado con todo el po-der necesario para mantenerse puro, victorioso sobre las tentacio-nes e imposiciones del maligno, victorioso sobre el mundo y todas sus ramificaciones y victorioso también sobre la naturaleza huma-na —cuando la obediencia a Cristo implica atravesar situaciones desagradables como soportar injusticias, o necesidades o servir en la obra en ambientes de muchas contrariedades.

Algo maravilloso de esta experiencia de la santificación es que Dios mismo a través de su Espíritu es quien produce las carac-terísticas de Cristo en usted como lo natural. Dios hizo mención en el libro de Filipenses 2:13

… porque Dios es el que en vosotros produce así el querer co-mo el hacer, por su buena voluntad.

Sin embargo, esto no implica que por parte nuestra nos quede-mos de brazos cruzados sin hacer absolutamente nada, en espera de que Él lo haga todo. Para percibir el panorama completo de la actividad de ambas partes (Dios y nosotros) consideremos lo si-guiente: Como sabemos, un muchacho no tiene que hacer nada para que su voz se asemeje a la de su padre durante la etapa de la adolescencia. Eso es natural. De la misma forma, una vez llenos del Espíritu, la vida santa fluye en la manifestación de las carac-terísticas de Cristo en nosotros como lo natural. No necesitamos ejercer esfuerzo alguno en particular para producir el fruto del Espíritu porque el mismo Espíritu Santo es el que lo produce. Sin embargo nos toca mantenernos sumisos al gobierno del Espíritu en nuestras vidas mediante nuestra cruz, y esa es nuestra parte, nues-tra cruz continuamente. Esta es la razón por la cual Cristo hizo mención de tomar la cruz cada día. Si bien, en ese momento ini-cial, la muerte debe darse de una vez por todas al tomar nuestra cruz por primera vez, esa muerte se debe perpetuar cada día hasta nuestro último suspiro, y la manera de mantenernos muertos es precisamente quedándonos en ella cada día. Lo que sucede es que durante nuestro andar en el Espíritu, al ser guiados por Él, habrá momentos cuando tendremos que atravesar sufrimientos, soportar


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injusticias o aun negarnos a nuestros derechos por el bien ya sea de otros o el nuestro. Todo esto tiene que ver con la manifesta-ción del carácter de Cristo en nosotros como parte del fruto del Espíritu; por ejemplo, la paciencia. De aquí, existe entonces sólo una manera que puede frustrar el carácter de Cristo en nosotros, ¿cómo? bajándonos de nuestra cruz.

Entonces:

• Ante las tentaciones e imposiciones del maligno, que no cesarán hasta que partamos de este mundo,

• Ante la ley de los miembros, costumbres, hábitos o mane-ras de pensar, que si bien no son pecados, necesitaremos cambiar perfeccionando la santidad, y

• Ante la naturaleza humana, que de tiempo en tiempo ten-dremos que someter en el espíritu de sacrificio, para el res-cate de la humanidad y seguridad propia

la victoria se logra no con el esfuerzo propio, como si el poder lo tuviera uno mismo, lo cual muchos erróneamente procuran hacer. Eso sería volver a vivir bajo la ley, o sea, esa vida donde el indivi-duo, careciendo del poder, pues deja de depender del Espíritu; lucha intensamente para obedecer los mandamientos en su propio esfuerzo. La victoria, más bien, se obtiene con nuestra insistencia continua de mantenernos en nuestra cruz a la luz de Romanos 6:11-13, que nuevamente nos dice:


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11Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. 12No reine, pues, el pe-cado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; 13ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad…

Esta es una mentalidad diferente de aquella del “esfuerzo pro-pio” porque primeramente, el individuo se “considera muerto”, alberga en su mente la realidad de que está muerto porque volun-tariamente lo determinó. A raíz de esto, se concientiza de su res-ponsabilidad de “no permitir que el pecado reine nuevamente en su cuerpo” y “no obedecer a sus concupiscencias1”. Y juntamente con aquello asume la conducta o actitud de “no presentar sus miembros (su cuerpo) al pecado como instrumentos de iniquidad.”

Entonces,

La llenura del Espíritu Santo es necesaria para también llevar a cabo todo el propósito de Dios para su vida. Estamos hablando del cumplimiento de la voluntad del Señor en cuanto al uso que Él ha determinado darle a su vida como vasija de uso honroso.

Esto lo entendemos claramente en la interacción de Jesucristo con sus discípulos durante los tres años y medio de su ministerio. Él les dijo en Juan 14:15-17 lo siguiente:

1 La concupiscencia es el deseo de cosas malas o impuras.


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15Si me amáis, guardad mis mandamientos. 16Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador1, para que esté con vosotros para siempre: 17el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir2, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros.

Mientras Jesucristo estaba con sus discípulos, el Espíritu esta-ba en Él trabajando con ellos. Si bien predicaban y colaboraban con Cristo, con todo y eso, se manifestaban actitudes carnales en ellos como:

1. Jacobo y Juan queriendo proceder con ira para consu-mir a los samaritanos (Lucas 9:51-56).

2. El anhelo de la preeminencia (Lucas 22:24-27 / Mateo 20:20-28.)

3. Todos los discípulos, temerosos, huyeron ante el arresto de Jesús (Marcos 14:43-50).

4. La negación de Pedro (Marcos 14:66-72)

Pero una vez llenos del Espíritu el panorama cambió. Ahora eran apóstoles, cumpliendo el uso que el Señor había determinado darles. Pero esa purificación del espíritu carnal era necesaria, de la cual dieron testimonio los apóstoles en Hechos 15:8-9:

Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones.

Esta experiencia de los apóstoles, después de la llenura del Espíritu, es fundamentalmente lo que debe ocurrir en aquellos que logran la santificación.

1 Habiendo sido Cristo el primer consolador. 2 El individuo en pecado no puede recibir el Espíritu porque no está en las condiciones para aquello. Él (el Espíritu) no puede entrar en vidas impuras por el pecado, que carecen de la visión o el entendimiento de quién es y todo lo que implica su presencia en el ser humano. Debe darse primero la justificación que es la condición para recibir el Espíritu.


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OOttrrooss ccoonncceeppttooss rreelleevvaanntteess aacceerrccaa ddee llaa ssaannttiiffiiccaacciióónn Parte del objetivo de la santificación es también producir la

unidad del pueblo de Dios, o sea, reunir a todos aquellos del mis-mo Espíritu, en un solo cuerpo bajo el mismo pastor quien es Je-sucristo, y que nos dice en Juan 10:14-16:

14Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, 15así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas. 16También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.

En el presente, alrededor del mundo, hay quienes están disper-sos en otros rediles, en medio de esta atmósfera de confusión y falsedad, deseando algo mejor en aquel lugar donde se están con-gregando sin poder lograrlo. Estos son a quienes el Señor está llamando, los que tienen el mismo anhelo que aquellos del redil de Cristo, quienes oirán la voz divina que dice en 2 Corintios 6: 17:

Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor…

Y responderán en obediencia a lo que nos dice 2 Timoteo 2:22:

… sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor.

Esta es la unidad del Espíritu a la cual se refiere el hermano Pablo en Efesios 4:3-6 donde nos exhorta lo siguiente:

3solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; 4un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; 5un Señor, una fe, un bautismo, 6un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.


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Mediante la santificación el individuo también es sellado —el mismo Espíritu siendo el sello— para la garantía de la herencia eterna. En el libro de Efesios 1:13-14 vemos lo siguiente:

13En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuis-teis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, 14que es las arras (la garantía) de nuestra herencia (de nuestra eternidad con el Señor) hasta la redención de la posesión adquirida (esa ga-rantía que es el mismo Espíritu Santo se mantiene desde que co-mienza a morar en nosotros y nos garantiza como “posesión ad-quirida por Dios”, hasta el día final, cuando nuestros cuerpos sean redimidos o transformados), para alabanza de su gloria.

En otras palabras Dios, al darnos su Espíritu nos sella como propiedad suya y nos autentica como hijos suyos también. Junta-mente con aquello nos garantiza que lo lograremos hasta el fin siempre y cuando nos mantenemos permitiendo la morada del Espíritu en nosotros.

Por otro lado, conviene saber también que la santificación se puede perder. La santificación se pierde cuando el individuo pe-ca; es más, pierde su salvación. Cuando una persona santificada cae en pecado no desciende (como algunos piensan) a la justifica-ción como quien baja a un “nivel inferior”, lo pierde todo. Es que para llegar al punto de pecar habiendo sido moldeado al carácter divino se necesita sufrir un deterioro inicial que no se da de la noche a la mañana, porque estamos hablando de un carácter for-mado a raíz de una naturaleza implantada en el ser humano. Esto se percibe mejor cuando consideramos cómo un pámpano (rama) verde, si se quiebra parcialmente de la vid, sus características van cambiando paulatinamente. Hay un grado de sequedad que se manifiesta, aunque todavía se mantiene unido al tronco, y sufre un deterioro. A menos que se restaure esa parte parcialmente que-brada para unirla nuevamente al tronco, si con el tiempo se termi-na de romper, queda completamente separada de la vid y even-


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tualmente completamente seca, como lo ilustra el Señor en Juan 15: 6, que nos dice:

El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden.

Aplicando lo dicho a la santificación, antes de que el individuo santificado peque, como ya se mencionó, se da ese deterioro ini-cial (como cuando el pámpano se quiebra parcialmente de la vid) ya sea porque se permitió algo potencialmente destructivo, aparen-temente insignificante (porque no se vio “nada de malo” en aque-llo), o se ignoró algún detalle significativo durante esa acción en medio de la lucha, o se dejó de velar, etc. Cuando esas “peque-ñas” fallas que contristan al Espíritu se dejan correr y no se lidian con la diligencia necesaria, en obediencia a la voz del Espíritu, el mismo Espíritu queda apagado (1 Tesalonicenses 5:19) y el dete-rioro se da. Y mientras progresa ese deterioro al paso del tiempo se manifiesta con mayor evidencia la pérdida del carácter de Cris-to, dando lugar al ser humano sin el Espíritu, vuelto a la carne. En esta condición el individuo vuelve a vivir en pecado (el pámpa-no se ha desprendido totalmente de la vid), su relación con el Se-ñor se ha roto cayendo dentro de la categoría mencionada en Ro-manos 8:9:

… Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.

Fundamentalmente, la santidad es la posición a la cual Dios desea restaurar al pecador, como lo leemos en 1 Pedro. 1:15-16:

15… como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; 16porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo.

La voluntad de Dios es que seamos literalmente santos, este es el producto del Espíritu Santo, la santidad del ser humano. La


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realidad de esto lo vemos en las cartas de Pablo, cuando se dirige a ellos como santos, por ejemplo, en Romanos 1:7:

a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos…

A los hermanos en Corinto en 1 Corintios 1:1-2:

Pablo… a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santi-ficados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…

A los de Efeso en Efesios 1:1:

Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, a los santos y fieles en Cristo Jesús que están en Efeso…

A sí mismo también a los de Filipos, en Filipenses 1:1:

Pablo y Timoteo, siervos de Jesucristo, a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos…

Estas porciones y otras más evidencian el ambiente de santidad que el Señor produjo en aquel entonces, y hoy Él sigue siendo el mismo.

Con esto cerramos con el concepto de la santificación, que con-cluye con la llenura del Espíritu Santo, la segunda parte de la obra divina de salvación.

UNA PERSPECTIVA FINAL A CONSIDERAR

espués de todo lo que se ha considerado, percibimos que, sin duda alguna, la obra divina de salvación es un proceso sumamente complicado y profundo. En verdad

no es siempre fácil asimilar toda la operación realizada en esta obra. Esto es así por la magnitud del mal producido en el ser humano a causa de la corrupción por el pecado desde el principio. En el campo de la medicina mientras mayor sea el mal, asimismo de profundo y complicado es el tratamiento. Imagínese, ahora, lo que tiene que ver con el hombre como ser integral.

Esto nos lleva a la conclusión de que el trabajo de restauración que Dios procura realizar en la masa humana no es cosa liviana. No, amado lector, la obra divina de salvación es grande, razón por la cual debemos estimarla como la mayor de las operaciones rea-lizadas en el ser humano, en toda la historia de su existencia.

Quizá su percepción de esta obra hasta este momento era dife-rente, no lo sé. Pero lo que sí puedo asegurarle es que esta genui-na experiencia se logra según el diseño de Dios y no conforme a la mentalidad humana. Así es, la única operación que lleva a todos los seres humanos a la genuina experiencia con el Señor, y por tanto común a todos los salvos, como lo vemos en Judas 3, que nos dice:

Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación…

Y Pablo hace mención del mismo concepto en Romanos 1:11-12 donde dice:

11Porque deseo veros, para comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis confirmados; 12esto es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí.

D

UNA PERSPECTIVA FINAL A CONSIDERAR


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Es la única manera que esto funcionará para aquella bendición temporal y eterna.

Añadido a esto, en Eclesiastés 11:5 leemos lo siguiente:

Como tú no sabes cuál es el camino del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas.

Sólo Dios, en su omnisciencia conoce todos los detalles de lo que ocurre en el interior del ser humano. Él conoce el corazón verdaderamente contrito, identifica las lágrimas producidas de un espíritu genuinamente arrepentido, percibe la sinceridad y el pro-fundo deseo en ese semblante, si bien, para otros no pareciera mostrar el mínimo indicio de interés. Cada ser humano es diferen-te, y Dios, en su infinita capacidad de hacer las cosas se vale de un arsenal de inmensurables recursos y estrategias para lograr la misma salvación en todos. Esto nos lleva a la conclusión de que el resultado en las vidas de todos los que han sido procesados para la salvación es también el mismo. Y Cristo nos enseña a identifi-car quiénes son en Mateo 7:16-18 que nos dice:

16Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los es-pinos, o higos de los abrojos? 17Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. 18No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.

Procuremos, entonces, adoptar la visión más amplia posible en relación con esta obra, que en toda su expresión, es un milagro, el mayor de todos los milagros, una obra maestra divina, singular, la más grande transformación, que solamente puede ser realizada por el único cuya sabiduría es infinita: Dios; mediante su hijo unigénito, Cristo.

EL LLAMADO A UNA DECISIÓN

l entendimiento claro de la obra divina de salvación, por un lado, es necesario, conveniente, de mucha bendición. Sin embargo, su incuestionable beneficio se hace sentir

cuando pasa del intelecto a la acción. Esta acción demanda, pri-meramente, una decisión que debe precederle.

Siguiendo la secuencia volvemos a Juan. 3:16, donde leemos:

… PARA QUE TODO AQUEL QUE EN ÉL CREE, NO SE PIERDA... Casi todas las personas a quienes les pregunto si creen en Dios me responden que sí, y obviamente nadie quiere perderse en la eternidad. Sin embargo, la palabra creer, en la mente de Dios, vas más allá de una aceptación mental. Creer lleva a la ac-ción, como lo leemos en 2 Corintios 4:13, que nos dice:

Pero teniendo el mismo espíritu de fe, conforme a lo que está escrito: Creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos...

Esta es una actitud. Es más, todo ser humano actúa o procede con base a lo que cree. Muchas personas, con toda la capacidad que poseen, no logran alcanzar ciertas metas porque creen que no pueden. Por otro lado, aquellos quienes se esfuerzan y siguen em-pujando a pesar de los obstáculos hasta lograrlo, alcanzan su me-ta porque creen que pueden. Este concepto de creer, aplicado a su vida, si carece de la obra de salvación, es como si usted mismo dijera: “yo creo que soy pecador, y que en esta condición soy un candidato perfecto para el infierno, expuesto a la muerte en cual-quier momento, y por consiguiente, al sufrimiento interminable, que es el infierno; pero también creo que Jesucristo murió por mí para librarme del pecado, y ha abierto el camino para mi salva-ción. Por consiguiente, voy a hacer todo lo que debo para lograr

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la redención de mi alma, no voy a retardar este asunto pospo-niendo la oportunidad que tengo ahora.” Esta es la actitud de-lante de Dios de todo aquel que realmente cree. Y cuando usted actúa conforme a todo lo que Dios ha establecido, podrá descan-sar con la seguridad de no estar perdido en el día final. Dios promete que el que cree en Él no se perderá, y usted está incluido en esta promesa. Por más difícil que sea la situación que lo rodea, por más poderosas que sean las cadenas que lo atan, por más fuer-tes que sean las tentaciones que lo acosan, Dios le garantiza, le asegura que no se va a perder, si usted cree en Él. Esto trae a mi memoria las palabras de un canto, en donde Dios nos dice:

Al alma que anhele la paz que hay en mí, Jamás en sus luchas la habré de dejar;

Si todo el infierno la quiere perder, ¡Yo nunca, no, nunca la puedo olvidar!

De esta manera, querido amigo, se hace real la última parte de Juan. 3:16 que dice:

... MAS TENGA VIDA ETERNA. Esta es una herencia que se posee en este tiempo presente; no es algo que se espera obtener en un futuro. La nueva vida en Cristo produce una persuasión presente y consistente. Esto no es un asunto de incertidumbre, donde uno no sabe si lo va a lograr o no, como dicen muchos que: “sólo en el juicio final sabremos si seremos salvos o no”. El após-tol Juan nos alienta con lo siguiente en 1 Juan 5:13:

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna...

En el instante en que usted entrega su vida al Señor, sin reser-vas, Él lo levanta de aquella condición de muerte espiritual. El mismo que venció la muerte con poder y gloria después de su cru-cifixión, es aquel que también lo resucitará a usted, convirtiéndolo



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en una nueva criatura con la gloriosa bendición de estar con Él para siempre. En este estado de vida en abundancia, ya la muerte física no es motivo de temor en este lado, antes del día del juicio final, pero es más bien motivo de aliento, con todo y sus dolores, siendo el punto de transición hacia la eternidad con Dios, como la muerte de los primeros cristianos: con gloria. Como Pablo lo ma-nifestó en Filipenses 1:21-23:

21Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. 22Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. 23Porque de ambas cosas es-toy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor...

Vida eterna, dándonos a entender, que dentro de este contexto, la muerte ya no existe; razón por la cual los cristianos duermen en una condición de paz, libres de este mundo y de todo lo que con-lleva; esperando el día de la redención final, como lo dijo Pablo también en Romanos 8:23:

... nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, espe-rando la adopción, la redención de nuestro cuerpo…

Esta es la transformación de nuestros cuerpos físicos, mortales, corruptibles, a cuerpos incorruptibles, si nos mantenemos hasta el fin. Y esto ya sea que durmamos, o estemos despiertos en el ins-tante que Cristo regrese. De gran aliento para los cristianos si-guen siendo las palabras de Pablo en 1 Corintios 15:51-55, que nos dicen:

51He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero to-dos seremos transformados, en un momento, 52en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompe-ta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. 53Porque es necesario que esto co-



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rruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de in-mortalidad. 54Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. 55¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?

En verdad la obra divina de salvación es un trabajo formidable, que lleva al hombre desde el estado más profundo al cual ha caído en sus pecados, al estado más alto, la santidad. En este estado el ser humano se aproxima más y más al diseño original de Dios, quien habiendo comenzado la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo, el día final (Filipenses 1:6), cristalizándose de esta forma la oración de David en el Salmo 17:15, donde dice:

En cuando a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza.

Y mucho, a través de estas páginas, se ha dicho acerca de ella, con el fin de que los ojos de su entendimiento sean abiertos, y lo-gre de esta manera apropiarse de la mayor bendición que cual-quier ser humano haya podido alcanzar a la manera establecida por Dios, que es la salvación de su alma.

Al inicio se lanzó la pregunta: ¿Puede el hombre vivir sin pe-car? Después de escudriñar la Palabra de Dios concluimos que sí, el hombre sí puede vivir sin pecar si realmente lo desea. ¿Desea usted vivir sin pecar? ¿Anhela abandonar el pecado?

¿Qué impacto han producido estas palabras en su mente, en su corazón, en su vida? En medio de un mundo lleno de doctrinas y criterios, sólo Dios y usted lo saben, y usted mismo decide qué aceptar y qué rechazar. Quizá algunas cosas mencionadas las considere falsas al compararlas con sus criterios o creencias, no lo sé. Sin embargo, valdría la pena considerar que existe una sola verdad porque existe un sólo Dios, y cuando esa verdad es mani-



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festada, se registra como tal, independientemente de las muchas doctrinas que existen en este tiempo. Dios, por medio del Espíritu Santo, se encarga de que la verdad registre. Y al final de sus días, cuando se presente delante de Dios, el Juez Divino, será juzgado, no de acuerdo a las innumerables creencias que proceden de la mente carnal del hombre, sino de acuerdo a esa verdad. Su estatus o estado social, sus posesiones, sus logros académicos o profesio-nales, aquello que más haya atesorado en esta vida, fuera de Dios, ante el juicio final no tendrán ningún valor; como lo dijo el Señor:

Porque, ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?

Lo único que ante los ojos de Dios tendrá valor será la pureza de su alma.

Concluyo con este pensamiento: Si usted tiene un vehículo, y alguna pieza se daña o deteriora, puede ir a la agencia de repues-tos, obtener una nueva pieza, y reemplazarla. Pero si usted muere, y se presenta ante el Señor con su alma deteriorada por el pecado, no habrá manera, no habrá oportunidad, por el resto de la eterni-dad, de reponerla. Valore lo más precioso que tiene –su alma– y vele por ella, asegurándose de su salvación según la verdad.

Porque de tal manera amó Dios al mundo,que ha dado a su hijo unigénito,

para que todo aquel que en él cree,no se pierda, mas tenga vida eterna.

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