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8/12/2019 La niña de los tres nombres - Tami Shem-tov http://slidepdf.com/reader/full/la-nina-de-los-tres-nombres-tami-shem-tov 1/204 Tami Shem-Tov La niña de los tres nombres Hasta la segunda guerra mundial vivía en Holanda una comunidad judía grande y próspera. La mayor parte pereció en el Holocausto. Aquellos que se salvaron sobrevivieron gracias a la resistencia holandesa y a algunas buenas personas que, por motivos religiosos y de conciencia, decidieron arriesgar sus vidas para salvar las vidas de otros. Este libro está dedicado a Vonnet y al doctor Henry Kohly, a Alice y al doctor Harry Cooymans, a los verdaderos héroes de las guerras: las personas que salvan vidas. Este libro se publica con la ayuda de Robert de Rothschild, amigo sincero de Yad Layeled, Bet Lojamei Haguetaot. Índice de las cartas Índice de las cartas * 1. Pequeña conversación con Lieneke. Conversaciones con dibujos, octubre de 1943 2. Charla con Lieneke. Pequeña charla con tinta y colores 3. Dos poemas para Lieneke. La carta, felicitación de Año Nuevo 4. Campanillas de nieve para Lieneke. Conversación de febrero con Lieneke 5. Carta de Semana Santa para Lieneke. Abril de 1944 6. Cuento de primavera, «Jaapje y Lieneke».Mayo de 1944 7. Carta festiva. Carta de cumpleaños para Lieneke 8. Carta de dibujos. Para la querida Lieneke, junio de 1944 9. Charla con Lieneke Qué ocurrió después 

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Tami Shem-Tov

La niña de los tresnombres

Hasta la segunda guerramundial vivía en Holanda unacomunidad judía grande y próspera.La mayor parte pereció en elHolocausto. Aquellos que sesalvaron sobrevivieron gracias a laresistencia holandesa y a algunasbuenas personas que, por motivosreligiosos y de conciencia,decidieron arriesgar sus vidas parasalvar las vidas de otros.

Este libro está dedicado aVonnet y al doctor Henry Kohly, aAlice y al doctor Harry Cooymans,a los verdaderos héroes de lasguerras: las personas que salvanvidas.

Este libro se publica con laayuda de Robert de Rothschild,

amigo sincero de Yad Layeled, BetLojamei Haguetaot.

Índice de las cartas Índice de las cartas*1. Pequeña conversación conLieneke.Conversaciones con dibujos,octubre de 1943

2. Charla con Lieneke.Pequeña charla con tinta y colores3. Dos poemas para Lieneke.

La carta, felicitación de Año Nuevo

4. Campanillas de nieve paraLieneke. Conversación de febrerocon Lieneke5. Carta de Semana Santa paraLieneke. Abril de 19446. Cuento de primavera,

«Jaapje y Lieneke».Mayo de 19447. Carta festiva. Carta decumpleaños para Lieneke

8. Carta de dibujos. Para laquerida Lieneke, junio de 1944

9. Charla con Lieneke

Qué ocurrió después 

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Conversación con Lieneke, 20062007

Fotografías del álbum familiar

Capítulo 1

El médico del pueblo entregóa Lieneke la primera carta despuésde enseñarle a preparar jarabe parala tos. Se encontraban en la reboticade la farmacia, frente a la gran mesade trabajo, y Lieneke no podíaimaginarse que en el bolsillo de lachaqueta negra del doctor Kohlyhabía una carta de su padre. Estabaconcentrada en la preparación delmedicamento: pesando polvos en la

balanza, midiendo agua en unaprobeta, mezclando los dos

componentes en un frasco de cristalgrueso y verdoso, poniendo untapón de corcho y agitando elfrasco.

Era un medicamento sencillode preparar, pero Lieneke estabaorgullosa, porque deseaba ayudar almédico y también porque sentía queahora él confiaba más en ella. Noera la primera vez que le permitíatrabajar un poco en la farmacia:desinfectar frascos, quitarles las

etiquetas viejas, escribir etiquetasnuevas, y hasta envolver pastillas ypolvos en papel de seda. Pero hastaese día no le había dejado prepararun medicamento. Cuando fuesemayor, pensaba, estudiaríamedicina o farmacia y prepararíaremedios cada vez más complejos.Puede que hasta descubriese elmedicamento que acabara con laenfermedad de su madre. Salvo que

alguien lo inventase antes, pensaba,y se decía: «Ojalá.»

El doctor Kohly le pidió que

agitara bien el frasco hasta que lospolvos se disolviesen por completoy no quedasen grumos.

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-Las personas son criaturasridículas -dijo con semblante serio.Suelen pensar que, si unmedicamento contiene agua, esseñal de que es flojo y no es bueno.Pero el agua es una parte importantedel mismo. Sin ella, los polvos nopueden hacer efecto.

Lieneke agitó el frasco conenergía y, cuando estuvo segura deque no quedaban grumos, se lo

entregó al médico. Con sus largosdedos, éste levantó el frasco frentea la ventana, a contraluz, para quelos pálidos rayos del sol iluminasensu contenido. Entornó los ojos yexaminó el líquido.

-Muy bien -certificó-. Eljarabe está homogéneo y espeso.Puedes pegarle la etiqueta.

Con su redonda caligrafía,Lieneke escribió: «Jarabe para latos. Posología: dos o tres veces aldía.» Pegó la etiqueta en el frasco ylo dejó a un lado.

-Lieneke, ¿sabes una cosa? dijoel doctor Kohly con su suavevoz-, si la gente de aquí supiera queeres tú y no yo quien prepara eljarabe, pensaría que no es bueno, y

eso es una completa estupidez. Túlo preparas siguiendo misindicaciones, con absolutaprecisión, igual de bien que yo.

Ella le sonrió con la esperanzade que los próximos frascos dejarabe le salieran igual de bien, queninguno se le resbalara de lasmanos, que el agua no se

derramase, que los polvos no se

esparcieran, que todo fuera bien, yque el médico viera que teníabuenos motivos para confiar enella.

El doctor Kohly le recordóque debía quedarse en la rebotica yno hacer ruido, no murmurar, notoser ni tararear cuando oyera quealguien entraba en la consulta o en

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la farmacia.

-No queremos despertar lassospechas de la gente -dijo, yLieneke comprendió que no se

estaba refiriendo sólo a su trabajoen la farmacia, que había queocultar para que los aldeanos nodudaran de la calidad delmedicamento ni de la credibilidaddel médico. Tenían otros motivospara temer las sospechas de lagente.

El médico salió de la reboticay Lieneke supo que había abierto lapuerta de entrada, porque lacampana de metal oxidado quecolgaba de una cuerda de coloressobre la puerta sonó. El doctor

Kohly dejó la puerta abierta y unaire frío entró y refrescó las dosestancias. Echó un vistazo afuera y,al cabo de unos minutos, cerró denuevo y entró en la rebotica.

-Lieneke -dijo, y sacó unsobre del bolsillo de su chaqueta-,tengo algo para ti.

Sorprendida, Lieneke dejó elfrasco bien agitado sobre la mesa ycogió el sobre. En seguida

comprendió quién lo enviaba, peroestaba tan emocionada que no podíaabrirlo.

El médico acercó una silla a lamesa y le indicó que se sentase.

-Es una carta del tío Jaap dijo.

Ella apretó la carta con fuerzaentre las manos.

-Léela tranquilamente yluego devuélvemela.

Los ojos azules de Lienekemiraron al médico con expresióninterrogativa.

-Tengo que quitarte la carta explicó-.¿Entiendes? No puedes

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conservarla, porque hay que evitar

por todos los medios que llegue amanos de las personas equivocadas.Es sólo por seguridad, porprudencia; cuando hayas terminadode leerla, te la quitaré.

Volvió a salir y Lienekeobservó el sobre. Al abrirlo, unaagradable sensación comenzó apropagarse por su interior.

Dentro había una carta que supadre había escrito, dibujado ycosido en forma de cuadernillo.Con mucha atención leyó las frases,que en su cabeza sonaban con la

voz grave de su padre, y contemplólos dibujos. Éstos la transportaronde inmediato a tiempos lejanos, a

los días anteriores a la guerra, yvolvió a leer la carta de nuevo,desde el principio.

Pequeña conversacióncon LienekePequeña conversacióncon Lieneke*Conversaciones con dibujos

Octubre de 1943

Querida Lieneke:

Estoy sentado junto a la mesacon la pluma en la mano, y enfrentede mí está Jeanne. Por supuesto estátejiendo un chaleco para Lieneke.

¿Reconoces los dibujos queestán colgados en la pared? Los doslos hiciste tú: el calendario con

setas y el dibujo de la torre de la

catedral de Utrecht.

Ahora quiero escribirte unacarta.

¿Pero cómo debo empezar?

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Querida Lieneke:

¿Qué tal estás? Yo estoybien No, no voy a escribir eso,porque así empiezan todas lascartas, y una carta para Lieneke noes una carta normal. Quiero uncomienzo especial, ¡algoextraordinario! Bien, que sea sincomienzo: 

¿También allí hace un tiempo

tan agradable? Pensaba quemandarías una carta el día delcumpleaños de Liesje. ¿Se teolvidó?, ¿o no sabías la dirección?Podrías escribirle para SanNicolás; es la fiesta en la quetodos los niños buenos tienen unaespecie de cumpleaños.

Bueno, Lien, un beso de Jack.

Estupendo, he terminado lacarta. La he escrito bien, sin faltasni manchas. Eso me quita un pesode encima.

Como ya no tenemos queescribir nada más, simplementecharlaremos. ¿De qué?

Me gustaría que me contases

algo sobre el colegio, pero ¿cómopodría oírte? ¿Sabes qué? Coge unahoja de papel grande, un tintero

lleno y una pluma nueva y 

 pide que te dejen faltar undía al colegio, ¡y escríbeme unalarga carta con un montón dedibujos!

Y así te mandaré una carta devuelta y así todo el rato, ida yvuelta, hasta que el cartero semaree ¿De acuerdo?

Ya estoy esperando tu primeracarta ilustrada.

Saluda afectuosamente a la tía,

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al tío ya la perra Vera.Un beso para ti de Jack.

Capítulo 2

«Querida Lieneke -leyódespacio y con atención-. Estoysentado junto a la mesa con lapluma en la mano, y enfrente de míestá Jeanne. Por supuesto estátejiendo un chaleco para Lieneke.»La niña miró el pequeño dibujo quehabía hecho: su padre y su madresentados juntos el uno frente al otro.Su corazón se encogió de nostalgia.Hacía tanto tiempo que no los veía.

«¿Reconoces los dibujos que

están colgados en la pared?»,preguntaba su padre en la carta.¡Qué pregunta! Se rió. Hasta habíadibujado en pequeño los dibujosque ella había hecho hacía variosaños, y que estaban colgados en lacocina de su casa de Utrecht. Lamadre, el padre, tres hermanas y unhermano vivían entonces en la casa.¿Viviría ahora alguien allí?, sepreguntó por un instante, y luegocontinuó leyendo.

Le gustó la propuesta de su

padre: él le mandaría cartasescritas e ilustradas y ella leescribiría y le dibujaría de vuelta,tal y como decía él: «y así todo elrato, ida y vuelta, hasta que elcartero se maree» «Qué padre tanmajo», pensó, y se rió en silenciodel pequeño dibujo del carteromareado, y «qué cielo», que habíafirmado la carta con el nombre de

«Jack», como ella lo llamabacuando era muy pequeña y noconseguía decir su nombre, Jacob:en holandés, Jaap, y familiarmente,

Jaapje.

La campana de la entrada de lafarmacia sonó y Lieneke cerró el

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cuaderno y se lo metió en elbolsillo del delantal que llevabapuesto.

Oyó la voz de Jorie Van Loor,que entró arrastrando los pies.

-Buenas tardes -deseó laseñora Van Loor al médico con suvoz de anciana.

-Hola -respondió la suave vozdel doctor Kohly-. ¿Va todo bien?¿Jann está bien? ¿Necesita que

vaya?

-No -respondió la mujer,tocando el mostrador de maderapara ahuyentar la mala suerte-. Nohe venido a llamarlo.

-¿Necesita algún

medicamento? -preguntó el médico.-No.

Desde la otra habitación,Lieneke oyó un fuerte crujido, ysupo que la anciana campesinahabía dejado encima del viejomostrador de madera una bolsa detela. Imaginó que contenía cuatro

patatas grises y frías, o incluso

cinco.-Es para darle las gracias.Jann se encuentra mejor, suspulmones ya no silban -dijo, y alcabo de un rato añadió-: Ojalápudiera pagarle más.

-Está muy bien -dijo elmédico, y Lieneke supo que estabaacercando la nariz a las patataspara olerlas. El doctor Kohlysiempre lo olisqueaba todo, ya

fuera una herida, una mesa, unperro, o algo comestible.

Antes de marcharse, la señoraVan Loor añadió:

-Deles recuerdos a la señoraKohly y a su sobrina Lieneke.

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transparentes placas de Petri, lesproponía a ella y a su hermanaRaquel que lo acompañasen. ARaquel no le entusiasmaba la idea.Los días que no había clase preferíadivertirse con los niños del barrio,corretear por los puentes, trepar alas tapias o patinar sobre loscanales en invierno, cuando el aguase congelaba. No le gustaba estar enhabitaciones cerradas. A Lieneke,en cambio, no le gustaba correr, nole gustaba trepar a tapias y puentes,y tampoco que el agua se congelase

en los canales.

-Eres como una rata -le decíaRaquel, enfadada.

Sobre todo se enfadaba cuandosu hermana se pegaba a ella y a los

niños del barrio, porque Lienekesiempre se detenía delante de lastapias. Le daba miedo saltar ycaerse, y Raquel se retrasaba por suculpa.

Tendrías que haberte quedadoen casa -decía Raquel-. Meavergüenzas. -Y a pesar de todosiempre le proponía que la

acompañase.

Lieneke prefería lashabitaciones cerradas. Incluso teníauna lista de habitaciones favoritas:las habitaciones de la casa, sobretodo el dormitorio de sus padres,por la cama grande y la bonitacómoda de cajones pequeños,ocultos, a los que le gustabasusurrar deseos y secretos. Cadavez que Raquel la sorprendíasusurrando a los cajones, decía:«Eh, locatis, deja de hablar a los

muebles», pero Lieneke no le

prestaba atención.

También le gustaba elrecibidor, con las cortinas deterciopelo que cubrían el alféizarde la ventana, donde uno podíasentarse y escuchar lo que se decía

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en la habitación, y la terrazacuadrada contigua a su alcoba. Enlos largos días de verano se pasabahoras en la terraza, observando lacarretera que se extendía entre lashileras de casas, imaginando queera un río grande y negro. Loscoches que pasaban de vez en

cuando le parecían naves, y lasbicicletas, pequeños barcos devela. A veces hablaba desde laterraza con Charlotte, su amiga dela casa de enfrente. Cada una seapoyaba en la amplia barandilla demadera de su terraza y charlabancasi sin alzar la voz, porque la calleera tranquila y muy pocos cochesperturbaban el silencio.

En la calle paralela, enfrentedel gran parque vecinal, vivía suamiga Liesje. Lieneke llamaba a la

casa de Liesje «la casa

tictaqueante», porque en cadarincón se oía un tictac amortiguadoprocedente de la habitación de losrelojes situada en la primera planta.A Lieneke le gustaba entrar en esahabitación, contemplar los viejosrelojes, los péndulos, los cucos, losrelojes que colgaban de las paredesy reposaban en estantes, y cadacuarto de hora informaban de la

hora con distintos sonidos y cantosde cuco. Sin embargo, a Liesje leaburría la compañía de los relojes ysiempre arrastraba a Lieneke al

patio para saludar a su enormetortuga, al perro pequinés y alcuervo negro que estabapermanentemente posado en lasramas de un árbol alto y graznabacon voz ronca.

En la lista de Lieneke seincluían también las salas de losmuseos, que visitaba con su padre,y las habitaciones de su laboratorioen la universidad: la habitaciónfría, donde congelaban bacterias, yla habitación caliente, donde lasdescongelaban; la habitación con

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las jaulas de los hámsters y de lasratas, y el amplio despacho de supadre, con el gran microscopio enmedio de la mesa y otromicroscopio al lado que parecíaantiguo y primitivo, al que llamaban«Van Leeuwenhoeck». FrankHanfch, que también estabaempleado en el laboratorio, lohabía hecho para regalárselo a supadre. Frank trabajó en elmicroscopio durante muchassemanas, hasta que creó una réplicacasi perfecta de uno de los

primeros microscopios inventadopor un holandés llamado VanLeeuwenhoeck. El padre de Lienekesiempre hablaba del invento de VanLeeuwenhoeck; decía que era suhéroe.

Su padre era un importante

científico conocido en todo elmundo, pero cuando los alemanesinvadieron Holanda y prohibieron alos judíos desempeñar cargospúblicos, fue despedido de sutrabajo. Una noche, después deltoque de queda, cuando estaba

prohibido salir a la calle, lostrabajadores del laboratoriotrasladaron una parte del mismo alsótano de su casa.

Lieneke no lo descubrió hastael día siguiente. Cuando se levantópor la mañana, su padre la llevó alsótano.

-Si los alemanes los hubiesensorprendido -dijo-, si supiesen quesigo trabajando en el laboratorio,nos castigarían a todos con manodura. Por tanto, este laboratorio esun absoluto secreto. ¡No debes

hablarle de él a nadie!

-Bien -asintió Lienekefrotándose los ojos. El sótano nuncale había parecido tan fascinante ycautivador como aquella mañana-.No diré una palabra -lo tranquilizó.

-Ni siquiera a Liesje y a

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viscoso y suave y, si se acariciabacon los ojos cerrados, podíapensarse que era un gigantescobloque rectangular de queso curado.

Lieneke pasó su pequeña manopor la suave mesa y se dispuso apreparar más jarabe para la tos.Estaba emocionada por elcuadernillo de su padre, quellevaba en el bolsillo de sudelantal. Fuera había empezado aoscurecer y el doctor Kohly entróen la habitación con el sombrero enla mano.

-Lieneke, tengo que salir dijo-.Por favor, llena todos losfrascos que puedas. -Miró lo quequedaba en la bolsita y añadió-: Yacasi no quedan polvos; tendré queconseguir en alguna parte más

polvos de éstos. La gente delpueblo tiene mucha tos. -Cogió tresfrascos que estaban listos, se pusoel abrigo y el sombrero y antes desalir volvió a la rebotica y dijo-:Devuélveme la carta por la noche,cuando regrese de pasar consulta,¿de acuerdo?

-Muy bien -respondióLieneke.

Hasta que regresase podríaleerla varias veces más, y ya se lasabría de cabo a rabo. Pensaba queasí podría grabársela en la memoriay repasarla mentalmente después deque el doctor Kohly la quemase, ola rompiese en trozos tan pequeñosque no quedara rastro de ella, paraque no pudiese caer en manosequivocadas.

-También puedes responder dijoél con una leve sonrisa; puedes

usarme como tu cartero particular.

Lieneke sonrió y él asintió y semarchó. Le oyó cerrar la puerta deentrada de la consulta, y arrancar elcoche unos minutos después, elúnico coche del pueblo, aexcepción de los vehículos de los

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soldados alemanes. Antes decontinuar llenando los frascos, sacóel cuaderno del bolsillo deldelantal y observó la cubierta.«Carta para Lieneke», decía elsolemne título. Sonrió, porqueLieneke no era su verdadero

nombre.

Capítulo 3

Cuando Lieneke nació, suspadres, Jack y Lien, le pusieron elnombre de Jacqueline. Estabaorgullosa de que su nombreestuviese compuesto por losnombres de sus progenitores, ysiempre había pensado que, detodos los niños de la familia Van

der Hoeden, a ella le había tocadoel mejor. Su madre solía decir: «Tunombre es una gran prueba de

amor», y su hermana Raquel y ellasiempre querían escuchar cosassobre ese amor. Una y otra vez lerogaban a su madre que les contaracómo había conocido a su padre.

-Ya lo habéis oído mil veces lesdecía Lien, pero, a pesar de

todo, volvía a contar lo ocurridoaquel día, cuando su hermanoRafael llevó a casa a un miembrode la asociación de estudiantessionistas.

-Te presento a Jacob Van derHoeden -dijo su hermano Rafael-,

un brillante estudiante deveterinaria, un espléndido dibujantey una de las personas más

divertidas que conozco.

-Mis amigos me llaman Jaap dijoel estudiante a Lien, y añadiócon modestia-: y parece que suhermano no conoce a muchosdibujantes ni a muchas personasdivertidas.

-Ésta es Lien, mi hermana -la

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presentó Rafael-, la chica másinteligente y más elegante queconozco.

-Parece que mi hermano noconoce a muchas chicas inteligentesy elegantes -dijo Lien también conmodestia, y sonrió a su hermano.Sabía que realmente pensaba todoeso de ella, y le tendió la mano aJaap.

Sólo cuando Jaap estrechó consu ancha mano la pequeña mano deLien, ella bajó la vista y contemplóel rostro del joven que le llegabapor el hombro. Se miraron el uno alotro, y no fue una simple mirada,sentenciaba Rafael una y otra vez;

fue un rayo, fue un boom, lacomunidad entera tembló. Y en

efecto, la comunidad judía deHolanda se conmocionó, porqueLien pertenecía a una familiasefardí, de la aristocracia judía deHolanda. Jaap, por el contrario, eraun sencillo judío asquenazí, y lospadres de Lien no lo querían comoyerno. El padre de Lien, el abueloBaruj, que tenía una planta pulidorade diamantes, y su esposa Hannah, ala que todos llamaban Hannie,querían un yerno sefardí importante.

-Pero yo no cedí -les contóLien a sus hijas-. Sólo lo quería aél. Sefardí o asquenazí, me daba lomismo.

Jaap y Lien se casaron ytuvieron cuatro hijos. Primero nacióHannie, que recibió el nombre de laoma

[1] Hannah. Dos años despuésnació Bart, que recibió el nombre

del opa[2] Baruj. Pasaron cinco años y

la pareja tuvo otra niña. Decidieronponerle Raquel, como su amigaRaquel Katinka, una agricultora deEretz Israel.

Llegó hasta ellos cuando ibade camino a una granja holandesa,

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para estudiar ganadería yagricultura y volver a Eretz Israelcon conocimientos y algo deexperiencia. De todos losagricultores y agricultoras que sehospedaban en casa de la familiaVan der Hoeden, a quien másquerían era a Raquel Katinka. Los

padres, y también los hijos, Hanniey Bart, estaban tan fascinados conella que decidieron poner sunombre a Raquel, la tercera hija dela familia.

Raquel iba a ser la última hija,porque cuando nació, Lien contrajouna enfermedad hepática. Losmédicos le recomendaron que notuviese más hijos, pero, a pesar detodo, cuatro años después deRaquel, nació otra niña, Jacqueline.

-Lieneke, ¿aún sigues aquí?

de pronto se oyó una pregunta conacento suizo.

Ella levantó la cabeza. Estabatan inmersa en sus recuerdos que nohabía visto a Vonnet entrar en larebotica.

-¡Aquí hace frío! -dijo Vonnet

frotándose sus pecosas manos-.¿Por qué estás todavía aquí?

Lieneke observó la mesa.Encima de ella había diez frascosalineados de jarabe, mezclado yagitado con esmero. Cada uno deellos, justo en el centro, tenía

pegada una etiqueta. La bolsita conlos polvos ya estaba vacía.

La cara pecosa de Vonnetresplandeció al decir:

-Ven, ¡tengo una sorpresa parati!

Lieneke subió con ella laempinada escalera de madera queconducía a un extremo de la cocina.Sobre el fogón estaban cocidas las

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patatas de la señora Van Loor,machacadas con escarola y un pocode margarina. El stamppotdespedíaun olor fantástico. Vonnet estaba

feliz, porque Kornelia, la asistenta,le había dicho que preparaba platosholandeses casi como si fueseholandesa de pura cepa.

-Ojalá tuviéramos albóndigaspara comer con el stamppot-dijoVonnet, agitando su rizos cobrizos-,

o unas salchichas para mezclarlo.Sirvió una ración pequeñapara ella y para Lieneke, y dejó otraración en la cazuela para el doctorKohly. Luego se sentaron a la mesacubierta con un mantel blanco conpequeñas cruces azules bordadas y

empezaron a comer.

-No quiero ir mañana alcolegio -dijo Lieneke.

-¿Por qué? -preguntó Vonnet,preocupada-, ¿vuelves a encontrartemal?

-Me encuentro perfectamente repusoLieneke-, pero he recibido

una carta del tío Jaap y quieroquedarme en casa y contestarle.

-Es una buena razón paraquedarse en casa -dijo Vonnetesbozando una sonrisa entre laspecas.

-Manda saludos -añadióLieneke, y acarició la cabeza grisde Vera, la vieja perra de caza, queestaba tumbada debajo de la mesa.

Después de cenar, Lienekesubió a su habitación, donde estuvoleyendo una y otra vez la carta yobservando con atención lospequeños dibujos, hasta que oyó aldoctor Kohly entrar en la casa ybajó para devolvérsela.

Por la noche se tumbó en la

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cama, boca arriba, y con los ojosabiertos volvió a visualizar la

carta, como si justo en esosmomentos se estuviese escribiendocon letras de colores en laoscuridad. Al llegar a la preguntaque le hacía su padre sobre elcumpleaños de Liesje, se detuvo uninstante. No se sorprendió de querecordase el día del cumpleaños deLiesje. Tenía una memoriaextraordinaria para las fechas,sobre todo para los cumpleaños;incluso recordaba los cumpleañosde los miembros de la familia realholandesa. Pero sí se sorprendió de

sí misma. ¿Cómo había podidoolvidar el cumpleaños de Liesje?Pensó en el consejo de enviarle una

carta, e incluso un regalo para SanNicolás, la fiesta que precede a laNavidad y en la que todos los niñosque se han portado bien durante elaño reciben regalos. Al finaldecidió enviarle el libro El últimomohicano. Vonnet había encontradodos ejemplares del mismo en lagran biblioteca del médico y se loshabía dado a Lieneke. Ella leyó unoy, como le gustó tanto, en seguida

leyó también el otro.Le enviaría uno a Liesje,dedicado. Sería un regaloestupendo. Pensaba que Liesje seentusiasmaría con el libro, al igualque ella, y que le gustaría sobretodo la hija mayor del generalMonroe. A Lieneke le encantabaadivinar qué personaje de un librole gustaría a cada cual, y a menudoacertaba. A Klaus, su amigo delpueblo, a quien también le había

prestado el libro, le gustó la hijamenor de Monroe, tal y como ella

había supuesto. A Vonnet, como aella, le gustó sobre todo el propioúltimo mohicano.

Lieneke oyó los pasossaltarines de Vonnet de camino al

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dormitorio. Permaneció atenta y, alcabo de un rato, se oyeron tambiénlos pasos ligeros del médico por laescalera. No cerró los ojos hastaque lo oyó entrar en su habitación.También en Utrecht esperaba así adormirse. Como era la más jovende la familia, la mandaban a lacama la primera, y tenía la

costumbre de esperar despiertahasta que los demás subían a susdormitorios de la segunda planta.Poco después que ella subía Raquela su habitación, y entonces lesllegaba el turno a Hannie y a Bart.A través de la pared que separabala habitación de Bart de la suya,Lieneke oía a su hermano cantar conuna voz cálida. Por la canción queelegía, ella sabía si estaba triste oalegre, y a veces, cuando le

apetecía, tarareaba con él. Pensabaque él debía ser cantante y que

quizá también ella sería cantante, yjuntos actuarían por toda Holanda,tal vez incluso por toda Europa. Seesforzaba por pensar en esas cosasy no quedarse dormida hasta queoía a sus padres entrar en eldormitorio grande y cerrar lapuerta. Sólo entonces cerraba los

ojos. «Buenas noches -les susurrabaa todos-. Hasta mañana.»

También en el pueblomurmuraba ese deseo todas lasnoches antes de dormirse. «Buenasnoches. -Les deseaba en silencio a

Vonnet y al doctor Kohly-. Hastamañana.» Y añadía para su familia:«Hasta que nos veamos en casa -le

susurraba a la almohada-, justodespués de la guerra.»

Capítulo 4

Al día siguiente Lieneke no fueal colegio. Se levantó lentamente de

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la cama, se lavó la cara y losdientes en la palangana, se vistió ybajó a la cocina a prepararsucedáneo de té. Preparó la infusiónsiguiendo las indicaciones de sumadre, como si fuera una exquisitamezcla de hojas de té, y la sirvió entres tazas: una para Vonnet, otrapara Kornelia, la asistenta, y otra

para ella. El doctor Kohly hacíamucho que se había ido, sin tomarnada. No le gustaban lossucedáneos de té y de café que losalemanes repartían con los cupones.Cuando le ofrecían una bebida así,sus finos labios se retraían en unamueca de repugnancia, y en seguidasentía nostalgia del auténtico café yde su fantástico aroma.

Lieneke se llevó la taza

caliente a su habitación de lasegunda planta y se sentó alescritorio bajo la ventana. El cielo

estaba cubierto de nubarronesgrises y grandes gotas de lluviacomenzaban a caer. Hacía frío en lacasa, y Lieneke se tapó con unamanta y miró la hoja de papel quetenía delante. Escribió a su padrecontándole lo del medicamento que

había preparado en la farmacia deldoctor Kohly, mandó saludos departe del médico y de Vonnet, yañadió lo que quería como regalode San Nicolás: cintas de colorespara los patines.

El médico le había dado un

par de patines viejos: dos largasplanchas de metal, afiladas como

cuchillos, que se ataban debajo delos zapatos. Se hallaban en buenestado, pero las correas estabancompletamente destrozadas. Y aLieneke le daba miedo patinar en elhielo. No era como su hermanaRaquel y, por supuesto, no comoVonnet, que había nacido en losAlpes. Lieneke iba un pocoencorvada, y tenía tendencia a

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caerse. No le preocupaba caerse enla calle o dar un traspié en el barro,

pero le daba miedo perder elequilibrio y caerse en elresbaladizo hielo. A lo mejor,pensaba, ese invierno Vonnet leenseñaba a patinar como una niñade los Alpes que se desliza a diariopor las montañas blancas y lascolinas nevadas de camino a laescuela. Lieneke se imaginabapatinando en el estanque delextremo del pueblo, conmovimientos amplios y seguros ycintas de colores nuevas sujetandolos patines a sus pies.

Las cintas de colores llevarona Lieneke a pedir otra cosa, unos

zapatos, y puntualizó: «¡Unoszapatos normales! ¡No unos zuecosde madera!» Los zapatos que habíatraído de casa se habían ajado hacíatiempo. Las suelas estabandesgastadas y las costurasdeshechas. Ahora los usaba dezapatillas de andar por casa y,cuando salía a la calle, se poníazuecos, como todos los niños delpueblo. No le resultaban cómodos,porque eran duros y nada flexibles,

pero al menos eran calientes y,cuando se los ponía, no le entrababarro en los calcetines.

También la tercera peticiónestaba relacionada con los zapatos,porque después de que su madre selos compró en Vroom andDressman, los mayores almacenesde Utrecht, se sentaron juntas en lacafetería del centro comercial y,

como siempre después de hacer lascompras de la temporada, tomaronté y roomsoes, bollos rellenos decrema con virutas de chocolate por

encima, la comida favorita deLieneke, y con ellos terminó sulistado de peticiones.

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Sabía que no recibiría regalosen la fiesta. En casa del médico nocelebraban San Nicolás, quizáporque no tenían hijos, quizáporque el doctor Kohly era tanserio y circunspecto, o quizá porqueVonnet, que era suiza, no habíaconocido en su infancia esa fiestade los niños holandeses. En casa deLieneke, por el contrario, sanNicolás, su ayudante negro, Pieter,

y su caballo blanco eran un granacontecimiento. Semanas antes dela fiesta comenzaban a prepararsey, cuando llegaba la hora, los niñosdejaban los zapatos delante de lachimenea con zanahorias dentro, lacomida para el caballo blanco, quellegaba galopando desde España ydurante la fiesta saltaba por los

tejados de las casas en busca de losniños buenos. Según la leyenda,Pieter, el ayudante de san Nicolás,entraba por las noches en las casasa través de las chimeneas, y por eso

por la mañana los niñosencontraban caramelos de coloresdentro de los zapatos. Era elagradecimiento de Pieter por laszanahorias y un anticipo del regalo

grande que llegaría en la fiestapropiamente dicha. Como Nicolás ysu ayudante repartirían regalos sóloa los niños que se habían portadobien durante el año, todosprocuraban comportarse mejorantes de su llegada. Bart siempreirritaba a Raquel recordándoletodas las cosas que no debería

haber hecho y que, a pesar de todo,

había hecho. Todos los años teníamiedo de no haber sido una niña losuficientemente buena y de norecibir ningún regalo. Él tambiénhablaba de los regalos que Lienekesí recibiría, porque ella siempre erala que mejor se portaba de la casa.A medida que se acercaba la fiesta,los temores de Raquel aumentabany sentía celos de su hermana

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bacterias, se sonrió, y recordócómo una vez le preguntó por quéprecisamente él, a quien tanto legustaban los animales, no consentíaque tuviesen un perro en casa.Precisamente la estaba llevando enla bicicleta de camino allaboratorio de la universidadcuando le preguntó:

-¿Han dejado de gustarte losanimales de granja?

-¿Qué dices? -respondió él-.Tú sabes cuánto me gustan las

vacas, las cabras y las gallinas. Realmentele gustaban mucho. Todala familia lo sabía. Siemprepasaban las vacaciones en pueblos,y su padre permanecía durantehoras sentado en la hierba

dibujando los animales. En una deesas vacaciones pintó una vacarumiando en la hierba frente a unacasa rural. A ella le gustabaespecialmente ese dibujo, porque lamirada en los ojos redondos de lavaca y su cuerpo en reposoevidenciaban que era feliz. Su

padre puso el dibujo en un gruesomarco de madera y lo colgó en su

habitación de Utrecht.-¿Y qué pasa con los animalesdomésticos? -le preguntó mientrasrecorrían las calles de la ciudad enla bicicleta.

-Claro que me gustan respondióél mientras pedaleabacon energía.

-Entonces, ¿por qué notenemos perro?

Un viento frío les silbaba enlas orejas. Jaap acercó la boca al

oído de su hija y, como siempre, ledijo que todos los perros leparecían pequeños y ridículosporque, cuando era niño, tenía un

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perro gigantesco. Fueron de lamisma estatura hasta que cumpliócatorce años y medio. Era comocriar un caballo, le dijo. Desde queese perro murió, nunca habíaquerido otro. Ésa era siempre laexcusa que ponía.

-A lo mejor simplemente handejado de gustarte los animalesgrandes, los de granja y los

domésticos -dijo Lieneke-, y te hanempezado a gustar sólo losanimales pequeños, los máspequeños que existen. Tal vez ahorasólo te gustan las bacterias. -Jaapabrió la boca y se echó a reír. Serió tanto de la ocurrencia queestuvieron a punto de caerse de labicicleta.

Al final, un día de verano, elperro apareció por su cuenta. Uncachorro abandonado, marrón y conrizos, se detuvo en el umbral de sucasa de Utrecht y arañó la puerta de

entrada. Lieneke lo oyó y abrió.

-¿De dónde has salido? preguntó,y el cachorro acercó elhocico húmedo a sus manos.

Raquel bajó corriendo laempinada escalera y el perro saltóhacia ella y le lamió las rodillas.Lieneke y Raquel pidieron permisoa su madre para meterlo en la casa.

-Papá no accederá -dijo Lien,pero hasta que vuelva dejaremosque el perrito entre.

Le dieron de comer y debeber, e inmediatamente después se

durmió debajo de la mesa de lacocina.

Cuando Jaap volvió a casaacarició la cabeza ensortijada delperro y, al instante, lo echó a lacalle. Raquel cogió a Lieneke de la

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mano y las dos salieron tras él. Sesentaron en el escalón que daba alpequeño jardín situado delante dela casa. A su lado se tumbó elpequeño perro.

-No volveremos hasta queaceptes -declaró Raquel-. Esto esuna huelga.

Lieneke no dijo nada, pero sesintió como una heroína. Raquel yella permanecieron allí toda latarde, y el perro se quedó con ellas.Su madre les sacó unas mantasfinas, y también té para Lieneke ycacao para Raquel, y murmuró:

-Apoyo la huelga. -Pero nopodía sentarse con ellas en la callea causa de su enfermedad.

Un agradable sol las calentabay no soplaba el viento, y lashermanas se sentían bien la unajunto a la otra en el escalón. Raquel

no estaba saltarina ni nerviosa, sinomás bien tranquila, y acariciaba conafecto los rizos del perro.

-No creía que harías unahuelga conmigo, una niña tan buena

como tú, la niña de papá y mamá dijomientras posaba la cabeza enel hombro de su hermana pequeña.Lieneke miraba absorta la carretera,que ante sus ojos se convirtió en unrío ancho y negro, y la bicicleta quenavegaba por ella era como unabarca sobre aguas tranquilas.

-Formamos un buen equipo, tú

y yo -añadió Raquel-, tan buenocomo Bart y Hannie.

Lieneke se sorprendió.Normalmente Raquel decía justo locontrario. Quería que Hannie y Bartla llevaran con ellos, pero siempreacababa con su hermana pequeña.

-¿De verdad? -preguntó

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Lieneke. Raquel sonrió y abrió laboca, pero no le dio tiempo acontestar, porque justo en esemomento su padre abrió la puerta.

-Me rindo -informó,sonriendo bajo su bigote. Sujetó la

puerta abierta y ellos entraron,Raquel, Lieneke y el pequeñoperro.

Al día siguiente su padre lovacunó. Era veterinario y tambiéninvestigador de enfermedades quese transmiten de animales apersonas y así, como suele decirse,hacía a todo. Pusieron al perroensortijado el nombre de Totó. «Estan pequeño y tan estúpido»,opinaba Jaap, y mandaba a lasniñas a lavarse las manos cada vez

que volvían con él de dar una

vuelta, pues tenía pánico a lasenfermedades de los animales. Perotambién a él le gustaba Totó,aunque no fuera tan grande y tanfuerte como el perro que teníacuando era niño.

Un fuerte viento soplaba fueray agitaba las ramas desnudas de los

árboles frente a la ventana de lasegunda planta de la casa delmédico. Lieneke puso sobre la mesaotra hoja de papel satinado.Decidió dibujarle a su padre un

perro, pero dudaba entre Vera, Totó

o Pax.A Veraera a la que más

fácilmente podía dibujar, pensó,porque, con su largo cuerpo y supelo gris, podía servirle de modelo,tumbarse en el suelo delante de ellamientras la miraba e intentabacopiarla en el papel. Al ensortijadoTotópodía dibujarlo de memoria, ya Paxpodía dibujarlo con la

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imaginación, porque aún no sabíaqué aspecto tendría. Era unapromesa que le había hecho supadre cuando se vieron obligados a

entregar a Totó. Él había dicho que,cuando la guerra terminase, tendríanotro perro. Ya le habían puesto elnombre de Pax, porque así es comose dice «paz» en latín. Algún día,pensaba, pasearía con Paxpor lascalles de su barrio de Utrecht yentrarían en el gran parque, y Paxolfatearía los bancos y los troncosde los árboles y también a los otrosperros, y eso sería estupendo,porque allí ya no habría letrerosque informasen de que teníaprohibido entrar en el parque y

sentarse en los bancos.Lieneke se topó por primeravez con un letrero que prohibía laentrada a los judíos y a los perroscuando caminaba con Raquel por lacalle. Soplaba un viento frío yfuerte, y ellas caminaban de prisapara entrar en calor y llegar prontoa casa. Al pasar junto a un pequeñocafé cercano al parque, Lienekeleyó el cartel y se detuvo.

-Vamos -se enfadó Raquel-,tengo frío, pequeño caracol.

Lieneke señaló, y Raquel,

siguiendo el pequeño dedo, leyó elcartel y abrió la boca con estupor.

Lo leyeron una y otra vez y,como no sabían qué pensar o quédecir, se echaron a reír con una risa

nerviosa.

-De todos los animales delmundo, me alegro de que nosasocien con los perros -aseguróRaquel mientras cogía a Lieneke dela mano.

Durante el resto del camino,Lieneke intentó decidir qué otros

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animales quería que estuviesen en

la misma categoría que ella.

-También los conejos -dijo.

-Esto no es el arca de Noé -serió Raquel, y su risa sonó extraña.A pesar de las risitas, ambassintieron que ese letrero no sólo eraofensivo, sino también un malpresagio.

Lieneke se acordó de aquelprimer letrero y de letrerossimilares que fueron apareciendo entantos y tantos lugares, letreros queimpedían la entrada y angustiabanlos corazones, y ya no tuvo fuerzas

para hacerle otro dibujo a su padre.A pesar de lo pronto que era, sintióque un gran cansancio se apoderabade ella. Una pálida luz se filtrabapor la ventana, pero le producíamareo y le dañaba los ojos. Dejó ellápiz encima del papel satinado,donde no estaban dibujados niVera, ni Totóni Pax, corrió lascortinas y se metió en la cama. Conlos dibujos sin terminar, le entrególa carta y el libro al doctor Kohly.

Sólo le dio tiempo a informar a supadre de que había caído enferma.

Capítulo 5

Los dientes de Lienekecastañeteaban de frío, tenía lacabeza hundida en la almohada y el

cuerpo débil. Conocía esadesagradable sensación y pensó queotra vez tenía gripe, pero el doctorKohly, al observar las manchasrojas que se extendían por su cara ysu cuello, afirmó: «Sarampión.»Aunque normalmente sólo se tienesarampión una vez, Lieneke

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contrajo la enfermedad por segundavez. El médico temíacomplicaciones y exigió que sequedara en cama, bien abrigada. Detodos modos, no tenía fuerzas paraponerse en pie. Permaneció tendidadebajo de las mantas sin sentir elpaso del tiempo. Se dormía y sedespertaba, se dormía y sedespertaba, y no sabía qué día niqué hora era. A veces, por la noche,cuando la oscuridad a su alrededorera total, ni siquiera recordabadónde estaba, y en seguida abrazaba

a Bojki, su viejo muñeco de trapo.Una idea extraña, perotranquilizadora, se le pasabaentonces por la cabeza: aunque sedespertara otra vez sin saber en quécasa estaba, ni siquiera en qué

ciudad, en qué pueblo o en quéprovincia, una cosa sería segura:dondequiera que estuviese, suBojki, aterciopelado y despeluzado,estaría con ella.

Cuando era más pequeña legustaba jugar con muñecas, pero aBojki, aunque era de trapo y menos

bonito que las otras muñecas, era al

que más quería. Le puso Bojki-«bebé»-porque, cuando no eramás que un comino, lo trataba comosi fuese su niño pequeño. Sólodormía con él y sólo a él sacaba depaseo en un carrito de muñecas porel barrio, en compañía de Liesje yde Charlotte. Charlotte cambiaba alas muñecas en su carrito y Liesjellevaba en el suyo al pequeño perropequinés, que siempre iba vestidocon un jersey o un chaleco. Cuandocrecieron un poco, las chicas

dejaron de ir por ahí con carritos demuñecas y de hablar como si fueranmamás. Lieneke ya no jugaba conmuñecas, lo que supuso una granalegría para Raquel, pero a Bojkino lo abandonó, ni siquiera cuandoestalló la guerra.

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Cuando los alemanes atacaronHolanda, y se temía que también laciudad de Utrecht fuesebombardeada, le prepararon aLieneke una mochila de emergencia.En la bolsa metieron sólo loindispensable: un jersey gordo,

unas bragas, una camiseta y un parde calcetines, un cepillo para elpelo y otro de dientes, un gorro, unalinterna y también a Bojki. Antes deirse de casa, con el uniforme delejército holandés, para servir comoveterinario en el cuerpo decaballería, su padre le explicó aLieneke lo que tenía que hacer si ladespertaban a medianoche. Cuandose oyeron las alarmas, se comportóexactamente como Jaap le habíaindicado: encima del pijama se

puso rápidamente el abrigo, se

calzó los zapatos, cogió la mochilade emergencia y bajó rápidamentela escalera a buscar a Bart, paraque la llevara a un lugar seguro.Lieneke se sentó detrás de Bart ensu bicicleta, con los brazosalrededor de su cintura y lamochila, con Bojkidentro, a la

espalda. Observó a las personasque corrían por las calles oscuras,con sus hijos en las bicicletas enmedio de la oscuridad, y pudosentir en sus propias carnes cómo laciudad entera se conmocionaba.

Mientras pedaleaba, Bart ibacantando con su voz cálida ymasculina, y su muñeco, BoebShmul, que siempre estaba atado al

manillar de su bici, se movíarítmicamente, sus largos brazos seagitaban en el aire. El corazón deLieneke latía con fuerza. Sabía quedetrás de ellos iba Hannie, llevandoen su bicicleta a Raquel, y que sumadre se había marchado en unautobús especial que elayuntamiento había dispuesto paralos enfermos y los ancianos. Como

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todos los habitantes de los barriosperiféricos, también la familia Vander Hoeden se dirigió la noche dela invasión alemana al cascoantiguo de la ciudad, a la direcciónque les habían proporcionado lasautoridades. Quedaron enencontrarse en casa de la familiaCohen, en un edificio estrecho yantiguo, algo curvado, inclinadohacia adelante, como si alguien lohubiese empujado hacia el canal.

La diminuta casa de los Cohenestaba llena de personas de otras

dos familias. Ante la llegada de losevacuados de los barriosperiféricos, los Cohen habían

dispuesto colchones por todas lashabitaciones. Pero al final habíaallí demasiada gente y no quedabasitio ni para uno más. CuandoLieneke se durmió sobre un colchónal lado de su madre y de sushermanos, llegó a la casa unfuncionario del ayuntamiento. Ibade casa en casa comprobando quetodos estaban bien instalados y,cuando comprendió que en el hogar

de la familia Cohen estabandemasiado apretados, le pidió aBart que fuera con él a otro lugar.Por la mañana Bart regresó parallevar a su hermana pequeña devuelta a su casa de las afueras.Cuando montaron en la bicicleta, lecontó que había pasado la noche encasa de una familia holandesa nazi.Dijo que lo habían tratado muybien, que lo invitaron a sentarse conellos y con sus invitados, otra

familia que también apoyaba a losalemanes, y juntos escucharon la

radio. Dijo que se sentó allí y leentraron ganas de llorar.

-¿De llorar? -preguntóLieneke sorprendida, porque jamás

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había visto a su hermano mayorllorando.

-Sí -dijo Bart. Dijo que,excepto él, todos los que estaban ala mesa se sentían muy contentos.Aplaudieron y lanzaron gritos dealegría cuando se confirmó que elejército holandés había sidoderrotado.

-¿Derrotado? -se asombró

Lieneke. En casa de la familiaCohen no dijeron nada de derrota ovictoria. Sólo respiraron aliviadosporque la ciudad no había sidobombardeada, dieron las graciaspor la hospitalidad y cada unoregresó a su hogar.

-Sí -dijo Bart, y explicó-:

Hemos perdido la guerra.Se cruzaron con un abatidosoldado holandés que se detuvo a laorilla del canal y arrojó su arma alagua.

-¿Y qué ocurrirá ahora?

preguntó Lieneke.

-No lo sé -repuso Bart-. Perono te preocupes.

-Vale -dijo Lieneke, y apoyóla cabeza en su espalda.

Capítulo 6

El doctor Kohly puso su larga

mano sobre la frente caliente deLieneke.

-Está ardiendo -oyó que ledecía a Vonnet, que había traídootra manta y una infusión.

-Lo he preparado exactamenteigual que tú -dijo Vonnet-. Hevertido agua caliente en la tetera

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para calentarla, y luego he puesto elté, he añadido más agua caliente y

lo he dejado reposar. Te gustarátanto como si lo hubieses preparadotú misma.

-No -murmuró Lieneke-, comosi lo hubiese preparado mamá.

Vonnet ayudó a Lieneke aincorporarse y le acercó la taza alos labios, pero ella casi no podíatragar. Le dolía todo. Preferíadormir. Vonnet la arropó y seretiró. Vera, la perra, empujó lapuerta con ayuda de su largo hocicoy entró en la habitación. Se tumbóen la alfombrilla que estaba a los

pies de la cama, y Lieneke nopercibió su presencia hasta que lavieja perra estornudó de repente.Alargó el brazo y acarició la orejagrande y caída de Vera.

-No vayas a transmitirmeenfermedades de perros -dijo conuna risa febril-, y no vaya atransmitirte yo enfermedades depersonas, como el sarampión.

Se dio media vuelta y frente a

sus ojos flotaron las palabras:«¡Prohibida la entrada a los perrosy a los judíos!» «¿Desde cuándo

somos tan judíos?», se preguntó.Antes de que los alemanesinvadiesen Holanda, ella sabía queeran judíos, pero lo sentía casiexclusivamente en Navidad, porqueen su casa no había abeto. Junto alas ventanas de la casa de Liesje y

de Charlotte, y en todas las demáscasas del barrio, había en Navidadárboles preciosos con adornosbrillantes. Lieneke tenía envidia ysu madre intentaba consolarla conun candelabro de Janucá

[3]

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-También nosotros tenemosluces brillantes en la ventana -ledecía Lien.

-No es lo mismo -se quejabaLieneke-. Es mucho menos festivo.

-Es cierto -admitía su madre-,pero nosotros somos judíos.

El resto de los días del añoLieneke se olvidaba de que erajudía. Sabía que las velas queencendían en su casa los viernespor la noche tenían relación con esode que eran judíos, y que tenían

otras fiestas, pero no entendíarealmente lo que celebraban.Recordaba otra fiesta con ranas.

Fue cuando tenía seis años. Supadre, que era miembro del comitédirectivo del orfanato judío deUtrecht, la llevó en la fiesta dePurim

[4] a la pequeña institución. Sesentó en una sala abarrotada deniños y se mantuvo aparteobservando la celebración. Unamaestra, que estaba enfrente de

ellos, leía en voz alta un libro y, devez en cuando, todos los niñoslevantaban un palo con una ranaverde de goma y lo agitaban hastaque se oían unos extraños sonidosde ranas. Al salir de allí, Lienekequiso preguntarle a su padre qué secelebraba en esa fiesta, pero no lohizo, porque no podía quitarse de lacabeza que ninguno de aquellosniños que estaban de fiesta teníapadre ni madre. Y así, la fiesta dePurim se le quedó grabada como

una fiesta extraña, una fiesta de

huérfanos judíos que agitaban ranasde goma.

Cuando los alemanesinvadieron Holanda, los miembrosde la familia Van der Hoeden se

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sentían, como todos, muyholandeses; pero en muy pocotiempo se sintieron también muyjudíos, porque más y más leyes sedecretaron contra ellos. De prontose les prohibió entrar en los cafés,en los parques, en los teatros, en loscines, en las bibliotecas, en losmuseos, en los bosques, en las

playas y en las piscinas. Se lesprohibió coger el teléfono en casa yse vieron obligados a desprendersede sus asistentas, porque a los nojudíos no se les permitía ya trabajaren casas de judíos. A los judíos nose les permitía estudiar ni enseñaren la universidad, y por eso supadre fue despedido de su trabajo.

A Lieneke no le importó que lecosieran en la ropa un parche

amarillo para marcar que era judía,pero le molestó que la separasen deLiesje y de Charlotte. Se decretó

una ley que prohibía a los no judíosvisitar a los judíos y viceversa, ypor tanto Lieneke no podía ir a lacasa tictaqueante de Liesje, y conCharlotte hablaba sólo desde laterraza. Charlotte lamentó mucho nopoder participar más en las

meriendas dulces de Lien.Lien preparaba siempre cacao,pastelillos y cuadrados de panblanco con mantequilla cubiertos devirutas de chocolate. La meriendadulce se ofrecía todos los días a lascuatro de la tarde, y ésa era la hora

más feliz de la casa, porque Lien, apesar de su enfermedad, se

obligaba a levantarse de la camapara pasar una hora entera con sushijas cuando volvían de la escuela.A Charlotte le gustaba unirse algrupo. Se sentaban juntas, tomabanté y cacao en unas bonitas y finastazas, comían con pequeñostenedores de plata los pastelillos ylos cuadrados de pan, y hablabandel colegio, de los recreos, de

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muñecas, de riñas y de todo lo quequerían. Lien las escuchaba con

interés, con colorete en las mejillas,con los ojos siempre sorprendidosy buenos consejos en los labios. Enlas meriendas de las cuatro,Charlotte apenas hablaba. Sólomiraba a Lien y, durante esa hora,la tristeza desaparecía de sus ojos.Su madre había muerto un añoantes, y ahora ya ni siquiera lepermitían visitar a la madre deLieneke.

Las niñas tampoco iban ahoraal mismo colegio. Al final de lasvacaciones de verano, al comenzar

el curso, los alemanes informaron

de que los alumnos judíos novolverían a los colegios normales.La comunidad judía abrió uncolegio especial para los alumnosjudíos y los maestros judíos quehabían sido despedidos de sutrabajo. El colegio se instaló a lasafueras de la ciudad, y Raquel yLieneke tenían que coger dosautobuses y caminar un largo trechopara llegar hasta él. Lieneke teníamiedo de no conocer a nadie en sunueva clase, pero el primer día ya

se encontró allí con la encantadoraJudit, que en el colegio anteriorestudiaba en el aula de al lado.Lieneke se alegró mucho de ver lacara pálida de Judit, y de inmediatofue a sentarse a su lado. Judit lesonrió con timidez.

-Menos mal que has venido murmuró-,no tengo ninguna amiga

aquí.

Cuando el doctor Kohlyregresó por la noche de pasarconsulta, entró con Vonnet en la

habitación de Lieneke. Se sentaronal borde de la cama.

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-El sarampión es unaenfermedad que ataca sobre todo alos recién nacidos y a los niños explicóel médico a Vonnet, y lepidió a Lieneke que se incorporasepara poder examinarla. Unsarpullido rojo cubría todo sucuerpo, y la fiebre seguía siendoalta. Luego la ayudaron a tumbarsede nuevo en la cama.

-Normalmente el sarampiónse padece sólo una vez, ¿no es así,

Hein? -preguntó Vonnet mientrasenjugaba la frente húmeda deLieneke-. ¿Por qué ella lo hacontraído dos veces?

-Ella es una niña especial respondióel médico para contentar

a su mujer-. Pero ¿sabes una cosa?,el sarampión ataca sobre todo a losniños que no comen como esdebido.

Incluso en la oscuridad sepodía apreciar cómo elresplandeciente rostro de Vonnet seapagaba. El médico posó su larga

mano sobre la mano pecosa de su

mujer.-No se puede hacer nada dijo-.Las cosas están como están. -Vonnet suspiró. No podía soportarla idea de que Lieneke pasarahambre-. Aquí todos los niños estánhambrientos -añadió el médico-, yLieneke tiene más suerte que otros.

Lieneke comprendió que seestaba refiriendo a otros niños quetenían aún menos comida porque no

vivían en casa del médico delpueblo, al que la gente pagaba con

un poco de alimento. Sabía que seestaba refiriendo a los niñosholandeses en general y a los niñosjudíos en particular.

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Lieneke se acordó de Judit. Enel colegio judío se sentaban juntas,y en los recreos iban de la mano yhablaban en voz baja de las cosasque les inquietaban, hasta que undía Judit no apareció. Al principio,Lieneke tuvo la esperanza de quesólo se tratara de un retraso. Cerrólos ojos a la entrada y esperó a queJudit llegara corriendo, jadeando.

Los minutos pasaban lentamente, lasilla de Judit seguía vacía y lapreocupación en su corazón iba enaumento. Palabras horribles,preocupantes, se decían poraquellos días a espaldas de losniños, pero, a pesar de todo,llegaban a sus oídos y eransusurradas en el colegio,incomprensibles, aterradoras comoinsultos. Aquellas palabras certificados,

envíos, campos detránsito, campo de trabajo, Polonia-se relacionaban en su cabeza con

algo incierto, pero amenazante yterrible, que tenía que ver con losjudíos. A lo mejor Judit estabaenferma, se dijo Lienekeesperanzada. Pero sabía que Juditno estaba enferma. Cuando sonó lacampana del recreo, se levantó de

su sitio y con piernas temblorosassalió sola al patio. Se apoyó en lapared y miró a su hermana. Raquelestaba saltando sobre las baldosascuadradas marcadas con tiza, peroal ver a Lieneke salió corriendohacia ella.

-¿Qué ha pasado? -preguntóRaquel-. Tienes un aspectohorrible. ¿Es que estás otra vez

enferma?

-Judit no ha venido -dijoLieneke a Raquel con la barbillatemblorosa. Estaba lívida, casimorada de frío-. ¿A qué se refierencuando dicen «envíos»? -preguntó-.¿Adónde envían a los judíos?¿Dónde está Judit?

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Raquel no respondió y unachispa de terror apareció en susojos.

-Estás temblando -dijo Raquelcogiéndola de la mano-. Estásenferma otra vez. ¡Debemos irnos acasa ahora mismo! No esperaremosa que acaben las clases.

Y se dirigieron a la parada delautobús. Una mujer que pasaba porla calle observó el parche amarillode sus abrigos, dudó, pero a pesarde todo se acercó.

-Esa niña está helada de frío ledijo a Raquel-. No andéis por lacalle. Llévatela rápidamente a casa.

Raquel abrazó a su hermana.

-Mamá no se enfadará porllegar a esta hora -se apresuró adecir, pero no había seguridad en suvoz-, comprenderá que nos hemosido del colegio antes de tiempoporque estás enferma.

Y en efecto, su madre no seenfadó. Las metió a las dos en sucama grande, las arropó con elgrueso edredón y les volvió a

contar el primer encuentro con supadre. Pero Lieneke no prestabaatención. Miraba sin pestañear lacómoda de cajones, permanecía

pegada al cuerpo de su madre yaspiraba su dulce perfume. Lecastañeteaban los dientes por lafiebre. No volvió más al colegio,porque contrajo la difteria. Laenfermedad era peligrosa y Lieneke

debería haber sido hospitalizada,pero por aquellos días a los judíosya no se les permitía el acceso a loshospitales. En la puerta de la casade la familia Van der Hoeden fuecolgado un letrero por orden delayuntamiento que informaba de queen esa casa yacía una enferma con

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una enfermedad contagiosa. Erapeligroso entrar. Durante muchassemanas, Lieneke permaneció en lacama y, cuando fue recuperándose,salía de vez en cuando a la terrazapara hablar un rato con Charlotte.

Una tarde de principios delverano, cuando estaba allí sentada,oyó de pronto un tremendo ruido demotores al final de la calle. Tresgrandes vehículos militares seacercaron a toda velocidad y sedetuvieron con un chirrido deneumáticos enfrente de la casa. Los

soldados nazis salieron aborbotones de los coches y sedispusieron en dos filas con losfusiles en ristre. Un oficial dio laorden con voz de mando y los

soldados cruzaron el patio a lacarrera y se dirigieron con pasofirme hacia la puerta. Lienekecomprendió que iban a por ellos. Suhora había llegado. Su corazón dejóde palpitar. Una especie deparálisis la dominó y sus ojos seclavaron en la carretera y en loscoches negros, en los que ahora no

había soldados. De pronto, éstos se

dispersaron y, con un sorprendentedesorden, volvieron corriendohacia los vehículos. Sólo cuandolos coches desaparecieron de lacarretera, su corazón empezó a latirrápidamente. No podía creerlo.¿Qué había ocurrido? ¿Por quéhabían dado marcha atrás? Su padreentró corriendo en la habitación yabrazó a su temblorosa hija.

-Al parecer, tu difteria nos hasalvado -dijo-. Han leído el cartel y

han temido contagiarse.

-Pero pronto estaré curada dijoLieneke-, y entonces, ¿quéharemos?

Su padre no dijo nada. Sabíaque no pasaría mucho tiempo hasta

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que el médico municipal sepercatara de que Lieneke ya estababien y de que no había motivo paraque el cartel de advertenciapermaneciese colgado. No podríanesconderse tras él. Lieneke sepreguntó si también habrían ido asía llevarse a Judit. Qué lástima queJudit no hubiese tenido una difteria

que la salvara.

-Al parecer, llegarán lasemana que viene -oyó de prontoque el médico le decía a Vonnet.

Aún estaban sentados al bordede la cama, y Lieneke no sabía dequién hablaba el doctor Kohly. Enese momento ni siquiera teníacuriosidad por escuchar quién iba a

llegar. Se sentía apenada, porqueestaba acordándose de su amiga, deJudit.

Charla con Lieneke

Pequeña charla con tinta ycolores

Querida Lieneke:

Me alegró tanto recibir tularga carta con los dibujos tanbonitos que hiciste, que me entraronganas de saltar hasta el cielo.Desgraciadamente fue imposible,porque estaba sentado debajo de lalámpara. Por tanto, seguí sentado ensilencio.

La carta para Liesje me llegó

demasiado tarde, después de su

cumpleaños. Estoy seguro de que, apesar del retraso, le ha alegradorecibir el libro que le mandaste yesa carta tan maravillosa. El añoque viene podrás darle tú misma elregalo, sin necesidad de carta.

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Entiendo por tu carta que sanNicolás no llegará hasta allí. Quépena, pero realmente ¡no se lepuede pedir a un hombre tan mayorque llegue a todas partes! Y sucaballo blanco tampoco es que seamuy joven. Creo que preferiría notener que saltar por los tejados, yaque las casas de pueblo están muyseparadas unas de otras.

¿Crees que Pieter tampoco

irá? ¡Él es mucho más joven!Espero que él aparezca y te llevemuchos regalos.

Qué bien que ayudes apreparar medicamentos en lafarmacia. ¡Estoy seguro de que losenfermos se curan ahora muchoantes! Y si el cartero se marea,puedes cuidar de él. Ahora ya notengo que preocuparme de que lecueste trabajo llevar tantas cartas ypor eso me pongo en seguida aescribirte. Antes he escrito a sanNicolás y le he enviado tu lista de

peticiones.

Seguro que le habrásorprendido que te hayas mudadode casa: al parecer, no han escritosobre eso en los periódicos deEspaña.

Y ahora te estoy escribiendo ati. Has pedido cintas para tus

patines. ¿Crees que hay cintas asíen España? No creo que sanNicolás haya patinado nunca sobrehielo. Así que, si practicas esteaño, a lo mejor puedes hacer algoque ni el viejo y bueno de sanNicolás sabe hacer.

Qué niña tan rara eres: ¡miraque tener dos veces sarampión!

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¿Quién hace algo así? ¡Es muchomejor celebrar el cumpleaños dosveces!

Los dibujos que me hasmandado son muy bonitos, y el delos cactus ya lo he colgado en lapared del comedor. ¿Te puedo darahora otra pequeña clase de dibujo?Al lado del de san Nicolás hasescrito: «El dibujo está fatal,porque está desproporcionado, perono he podido hacer otra cosaporque el papel era muy pequeño.»Pero en vez de dibujarlo así 

podrías haberlo dibujado así 

Y así, como puedes ver, haysitio incluso para el caballo, y elviejo san Nicolás no tendrá que ir acasa andando.

Ya estoy esperando lospróximos dibujos. ¿Llegaránpronto?

Y también me decías que temandara mi lista de peticiones.Pues aquí está:

1. Que la paz llegue pronto.

2. Que nos libremos de todoslos M. N.[5]3. Que vuelva la abuela, suhija y su tres nietos.[6]

4. Que reciba todos los díasdos besos tuyos.5. Y también muchos dibujosde Lieneke.

Tengo tanta curiosidad porsaber qué recibiré de todo esto. Sies demasiado, me conformo con:

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6. Un plátano.7. Un coco.8. Una bolsa de cacahuetes.9. Una bicicleta nueva.Y ahora, querida Lieneke, lacarta está terminada. Vuelvo adespedirme de ti. Te deseo felicesfiestas, buen tiempo para patinar

sobre el hielo, que lo pases muybien en el colegio y que no tengassarampión por tercera vez.

Muchos saludos afectuosos ala tía, al tío, a la asistenta, a laperra Veray a ti, y además un besopara ti.

JACK

Capítulo 7También ahora permanecióLieneke muchos días en casa, estavez por culpa del sarampión. Klausy Gredda iban a verla después declase, pero el doctor Kohly lesprohibía entrar. Temía que pudierancontagiarse. Le deseaban que serecuperase pronto, y le transmitían

esos mismos deseos de parte delresto de los alumnos del colegio ytambién del maestro. Vonnet letransmitía encantada sus saludos.

-Lieneke, es estupendo que yatengas tan buenos amigos aquí,como Gredda y Klaus -decíaVonnet cuando le contaba quehabían ido a preguntar por ella.Lieneke le daba la razón. Tambiénella se alegraba de contar con suamistad, pero cuando Vonnet salía

de la habitación, Lieneke se decía así misma que Klaus y Gredda jamás

podrían ser verdaderos amigossuyos, como lo eran Liesje,Charlotte y Judit. Sentía que entreellos había una gran mentira, y queesa mentira era ella misma.

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De pronto se oyeron unospequeños golpes en la ventana.Lieneke saltó de la cama y lacabeza le dio vueltas. Sujetándoseen la pared, se acercó para verquién la llamaba desde abajo. Latenue luz que proyectaba el solinvernal casi se había desvanecidoya, y vio una pequeña figura

apoyada en una bicicleta junto almanzano. Por un momento pensóque era su hermana Raquel quienestaba tirando piedrecitas contra elcristal, pero la figura, que tenía lasmanos apoyadas en el manillar dela bici, extendió los dedos, losseparó y los movió de un lado aotro, como los parabrisas de uncoche en un día lluvioso. Era elsaludo de Gredda. También así

saludó a Lieneke cuando seconocieron en la escuela rural.

Ese primer día de clase,

Lieneke llegó llena de temores.«Por una parte -se decía-, si Vonnety el doctor Kohly me han inscrito enla escuela rural, significa que podréquedarme con ellos y que, al menosde momento, no tendré que irme a

otro sitio. Por otra parte, significaque la guerra continuará y que aúnpasará mucho tiempo antes depoder volver a casa, a Utrecht.»Además, aún no conocía a ningúnniño del pueblo y hacía más de unaño que no iba al colegio. Temía irretrasada en los estudios.

Vonnet la acompañó alcolegio, una construcción

rectangular de una sola planta, conel patio rodeado por un muro depiedra, en el centro del pueblo.Estaba bastante cerca de la iglesia,frente a una plaza redonda.Alrededor de la misma había casasantiguas con cortinillas de encaje,una tienda de ultramarinos y unapanadería con el escaparatecompletamente vacío. Al final de la

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calle había una casa estrecha, vieja,muy pequeña, con pequeñas

ventanas cuadradas y un tejado conlas tejas rotas, donde vivía elmatrimonio Van Loor.

Vonnet y Lieneke entraron porun alto portón de hierro al pequeñorecibidor. El señor Hiddink, unhombre de baja estatura, con untraje de tres piezas y un reloj deplata colgado de una cadena sobreel chaleco, salió a recibirlas.jugueteaba con la cadena y miró aLieneke a los ojos cuando Vonnetse la presentó.

-Es la sobrina del doctor

Kohly, de Amsterdam -dijo Vonnet.-Otra refugiada de la granciudad -dijo el maestro, y Lienekesintió miedo.

¿Qué pasaría si de verdadhabía en la clase niños deAmsterdam? ¿Qué contestaría si lehacían preguntas sobre la ciudad?¿En qué calle vivías?, ¿a quécolegio ibas? Era cierto quehabía estado en Amsterdam, en casa

de su abuelo Baruj, pero eso habíasido hacía mucho tiempo, y norecordaba los nombres de las calles

ni de los barrios; seguro que lecostaría inventarse el nombre realde un colegio en el que se suponíaque había estudiado. «Sabrán quesoy una mentirosa -el corazón lepalpitaba con fuerza-, sabrán quesoy judía.» «Di que estás enferma gritó

una voz en su interior-. Noentres en la clase.»

-Los otros niños de la ciudad-dijo Vonnet de pronto-, lossobrinos de la familia Van Dijk yJanssen, son de La Haya y deRotterdam, ¿verdad?

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-Sí -respondió el maestro.

-Seguro que se alegrarán conlos refuerzos de Amsterdam continuóVonnet con júbilo.

Lieneke respiró aliviada. Nohabía allí nadie de Amsterdam, nitampoco de su ciudad, Utrecht.Nadie sabría que estaba mintiendo.

Se despidió de Vonnet y elmaestro la condujo adentro. Sólocuando estuvo allí, frente a losalumnos, comprendió que en laescuela rural únicamente había unaula. Todos los niños estudiaban

juntos, cada promoción se sentabaen una fila. Los pequeños en losprimeros pupitres y los mayores en

los últimos, y a todos les enseñabael mismo señor Hiddink. Lapresentó delante de los alumnos yunos diez pares de ojos laobservaron. Una niña de pelo claroy fino, que le caía sobre la cararedonda y le tapaba los ojos, lasaludó con diez dedos extendidos.Era Gredda.

En poco tiempo Lienekedescubrió que haber perdido un

curso no quitaba ni ponía nada. Sunivel era mejor que el de losalumnos que se sentaban a su ladoen los pupitres. De hecho, su nivelera mejor incluso comparándolocon el de los alumnos que sesentaban en los pupitres de detrás.Los niños del pueblo y de lasgranjas cercanas faltaban mucho aclase. Debían ayudar a sus padres ytrabajar en el campo, y el maestro

repetía una y otra vez el mismotemario. Se dedicaba sobre todo alas cuentas sencillas, a la escritura

y a la lectura. Lamentaba ver cómose aburrían casi todo el tiempo,pero cuando intentaba despertar suinterés con libros, no le respondían.

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Klaus y Lieneke eran laexcepción. A ellos les gustaba leer.Klaus decía que algún día semarcharía: sus cuatro hermanosmayores trabajarían en el campo desu padre y él se trasladaría a laciudad donde se encontraba lamayor biblioteca de Holanda.Decía que tenía un sueño: no salirde la biblioteca hasta que hubiese

terminado de leer todos los libros,de la Aa la Z. Lieneke se loimaginaba entrando en una salarepleta de libros, con aquellaexpresión seria, los ojos curiosos,la melena rubia, casi blanca, ysaliendo de allí decenas de añosdespués, con el mismo pelo blanco,su expresión seria ya arrugada, suespalda encorvada, apoyándose en

un bastón y recorriendo el caminode vuelta al pueblo paraencontrarse con sus hermanosagricultores.

También Gredda decía quecuando fuese mayor se iría delpueblo, pero sólo porque suhermana Johanna soñaba siemprecon la gran ciudad.

-Adiós, adiós, adiós -decíaGredda, despidiéndose con diezdedos extendidos de la iglesia, dela plaza del pueblo, del molino deviento, de la casa de sus padres, dela magnífica casa del abogado eincluso de la casa del médico.

Quería hacerse mayor ytrasladarse con Johanna a donde su

hermana quisiera. Johanna soñabacon vivir en la ciudad, o al menoscon casarse con un abogado o conun médico, porque ellos tenían ensus casas agua corriente y cada unopodía bañarse solo, con agualimpia. En casa de Gredda, como enla mayoría de las casas del pueblo,no había cuarto de baño, y los

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miembros de la familia se bañabanuno detrás de otro en el mismobarreño. Se bañaban los viernespor la tarde. Sacaban el agua delpatio con una bomba manual, y en

invierno la calentaban y llenaban ungran barreño que colocaban en lacocina. Primero se metía el padre y,cuando salía del barreño, limpio,con la piel roja y bien frotada, semetía la madre. Después, porturnos, se metían Johanna, Gredda ylos dos hermanos pequeños, losgemelos. Todo se hacía muy deprisa, porque el agua se enfriaba yno podían volver a calentarla,porque los alemanes no permitían alos aldeanos cortar árboles paracalentar. «Todo es culpa de los

malditos nazis», decía Gredda,repitiendo las palabras de su padre.A Lieneke le gustaba oír que encasa de Gredda no querían a losnazis, pero no sabía lo quepensaban de los judíos, y jamás lopreguntó. Recordaba perfectamentelas palabras de su madre: «Nadiepuede saber que eres judía», y porseguridad intentaba no mencionarpara nada a los judíos.

Lieneke miró desde la ventanala pequeña figura de Greddasubiéndose a su bicicleta. Tenía las

ruedas de madera, porque losalemanes habían confiscado todoslos neumáticos y la gente se veíaobligada a montar sobre llantasdesnudas o sobre duras ruedas demadera. Gredda alzó la manoextendida y la agitó hacia atrás.

Vera, la perra, entró en lahabitación y pegó con interés lacabeza a la ventana.

-Era Gredda -le contóLieneke-, pero al principio creíaque era Frans.

Verala miró con esos ojos

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bondadosos que siempre parecíanalgo tristes, y Lieneke dirigió otravez la vista hacia la ventana. Seimaginó a Frans trepando como una,araña, con facilidad y sin miedo,por la pared de ladrillos marrones,hasta que sus dos pequeñas manosse aferraban al alféizar y su cabezaaparecía en la habitación, primeroel cabello castaño y saltarín, luegosus ojos azules y rasgados, yentonces su pequeña boca seabriría. «Pequeño caracol -diría sinlugar a dudas-, ¿es que estás otra

vez enferma?»

Lieneke la rodearía entoncescon los brazos y tiraría de ella

hacia adentro. «Frans -le diría-,¡qué bien que hayas venido!»

Frans era el nombre que habíarecibido Raquel.

Capítulo 8

Jacqueline se convirtió enLieneke, y Raquel, en Frans, una

mañana de verano abrasadora ysofocante, una semana después deque el cartel que advertía de unaenfermedad en su casa se retiró.Durante esos mismos días deverano la casa de la familia Van derHoeden en Utrecht se quedó vacía ytriste. Bart se marchó. Hannie se fuea Amsterdam a trabajar de

enfermera en el hospital judío. Jaap

salía cada mañana y regresaba porla noche, cuando empezaba el toquede queda. Lien yacía enferma en lacama. A las hermanas más jóvenesles pidieron que permanecieran encasa, y Jaap les rogó, sobre todo aRaquel, que guardaran silencio parano turbar el descanso de su madreenferma. Pero la casa no estaba ensilencio. Las voces y los ruidos

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entraban de la calle y la hacíanretumbar. Aviones de combatesurcaban el cielo y los soldados

nazis que caminaban por las callesalzaban los pies y golpeaban lasaceras con sus pesadas botas.También cantaban a voz en gritocanciones alegres y aterradoras.

El día en que fueroncambiados los nombres empezócomo el resto de los días de aquelverano. Lieneke estaba tumbada enel sofá del salón releyendo un librode la serie de Pietje el travieso.Raquel estaba sentada en el suelo,apoyada en la pared y mirando confastidio el jardín trasero.

-Las vacaciones de veranocasi han terminado -dijo-, y no hapasado nada bueno. Lo tenemostodo prohibido. Prohibido ir a laplaya, prohibido pasear en bicicletapor el bosque, prohibido hastaentrar en el parque y dar de comer alas ocas.

Lieneke levantó la cabeza dellibro. También ella lamentaba queles estuviese prohibido hacer todasesas cosas, sobre todo que no

pudiesen ir en bicicleta con supadre al bosque, y observar los

árboles y las flores. Ni siquiera lasaventuras de Pietje le hacíanolvidar todas las prohibiciones, ymenos aún, los temores. La ciudadse llenó de banderas rojas concruces gamadas negras. Hasta en elviejo edificio de su colegioondeaba una bandera nazi. Ahora

pertenecía a la Gestapo. Día ynoche salían de él gritosaterradores; se decía que allítorturaban a la gente.

-Uf, estoy harta -suspiróRaquel.

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El sonido de una campana deporcelana llegó desde la segundaplanta. Su madre las llamaba.

Raquel dio un salto y echó acorrer por la escalera de madera.Lieneke dejó el libro abierto en elsuelo y subió tras ella. Encontrarona Lien sentada en la cama. Estabaapoyada en un mullido cojín blancosobre el que caía su cabello negro.Les pidió a las chicas que corriesenlas cortinas y se sentasen enfrentede ella en la cama.

Dijo que desde ese día

jugarían a un juego nuevo, un juego

especial de guerra.

-¡Qué bien! -dijo Raquel.

Con semblante serio, Lien lesexplicó que el juego era peligroso.Quien transgrediese las reglas nosólo se pondría en peligro a símismo, sino también al resto de losparticipantes. Lo llamaron el «juegode los nombres», todos recibiríanun nombre nuevo.

-Desde hoy, cada uno denosotros es otra persona -murmuró-.En este juego yo ya no soy vuestra

madre, y papá ya no es vuestropadre. A mí me llamaréis Jeanne,no mamá. Y a papá, tío Jaap.

-¿Y cómo me llamo yo? preguntóRaquel.

-Tú -contestó Lien-te llamasFrans. Es un nombre alegre,¿verdad? El nombre de una niña

alegre.

-Sí -dijo Raquel sonriendo.

Lien acarició el cabellocastaño de su hija pequeña.

-Y tú desde ahora te llamasLieneke -dijo. Se calló por un

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instante y luego añadió-: ¿Sabesque Lien es Lieneke abreviado? Portanto, te ponemos mi nombrecompleto. ¿Qué me dices? ¿Tegusta?

Lieneke no tuvo tiempo depensar en ello, pero asintió.

-Empezaremos a jugar ahoramismo -informó Lien-. Yo me llamoJeanne. ¿Tú cómo te llamas? preguntó,y le tendió la mano aRaquel.

-Frans -respondió Raquelestrechándole la mano.

-Encantada de conocerte -dijola madre-. ¿Y tú? -preguntó a su

hija pequeña.-Lieneke.

-Desde ahora debemosrespetar las reglas del juego encualquier situación -dijo la madre-,en cualquier lugar y en cualquiermomento.

-¿Hasta cuándo? -preguntaronlas niñas a la vez.

-Hasta después de la guerra,hasta que yo diga que el juego haterminado. ¿Cómo has dicho que te

llamas? -volvió a preguntarle a

Raquel.

-Frans.

-¿Y tú? -preguntó la madre

mirando con preocupación aLieneke.

-Lieneke -fue la respuesta.

Lien las abrazó.

-No podéis decirle a nadievuestro verdadero nombre -explicó.No podéis contar de dónde sois,

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quién es vuestra familia, y sobretodo no podéis decir que soisjudías. Frans y Lieneke no son

judías. De ninguna de las manerasson judías, ¿habéis comprendido?

Lieneke asintió y bajó lamirada. La habitación cerrada sevolvió asfixiante, y de pronto algole resultó extraño. Observó quehabía desaparecido la gran cómodade los pequeños cajones.

-¿Dónde está la cómoda? preguntó.

-Nos la guardarán hasta quevolvamos -susurró Lien.

-¿Volvamos de dónde? preguntóRaquel.

Lien respiró profundamente ycogió a sus hijas de las manos.-Nos vamos de nuestra casa dijo-.Tenemos que empezar a

escondernos.-Escondernos -susurróRaquel, excitada.-Juntos -dijo Lieneke,dubitativa.

Lien le sonrió, pero no habíaalegría en su sonrisa.

-Tú junto con Frans y el tíoJaap -dijo.

-¿Y tú? -preguntó Lieneke.

-No muy lejos -respondióLien, y cerró los ojos-. Pronto

llegará papá, es decir, el tío Jaap, yos llevará con él.

-¿Adónde? -quiso saberRaquel.

-Lo veréis cuando lleguéis respondióla madre.

-¿Iremos allí en tren? preguntó

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Raquel en voz alta yexcitada.

-Chsss -susurró Lien.

Los ojos de Raquel seabrieron de par en par.

-Pero ¿cómo es posible? preguntóen voz baja-. Nos estáprohibido viajar en tren.

-A Raquel y a Jacqueline lesestá prohibido -dijo la madre conuna leve sonrisa-, pero Frans yLieneke no son judías. Ellas puedenviajar en tren siempre que quieran.

-Qué bien -dijo Raquel.

La voz de Charlotte se oyódesde la terraza de enfrente.

Lieneke se levantó de la cama, perosu madre la detuvo.

-Lieneke, tesoro mío -dijo

Lien-, no puedes decirles nada a tusamigas. No puedes contarles lo denuestro juego, ni decirles que hoynos vamos de la casa.

-Vale -asintió Lieneke.

No se despidió de ellas. Esedía ni siquiera se acercó a laterraza, porque no quería mentirle aCharlotte. Permaneció tumbada enla cama de su madre mirando lapared vacía, el lugar donde hastahacía unos días estaba la cómodade los pequeños cajones. Luego sumadre la mandó a bañarse, y a las

cuatro se sentó con Raquel y conella en el salón y tomaron té. Lienincluso sirvió galletas hechas conmargarina que había conseguidoespecialmente para la ocasión.Quería que su último día en casafuese agradable y que hasta tuviesenuna pequeña fiesta de despedidaque les dejase un dulce sabor en laboca y en el corazón. Tomaron el té

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y Lien repitió una y otra vez susnuevos nombres, para que seacostumbrasen, y una y otra vez lespreguntó cómo se llamaban y les

estrechó la mano.

Cuando Jack entró en la casa,poco antes del toque de queda, lamadre anunció:

-El tío Jaap ha llegado.

-Debemos apresurarnos -dijoJaap a sus hijas, y cogió la pequeñamaleta que estaba junto a la puerta,al lado de dos mochilas, una paracada niña-. Despedíos.

Lien acercó sus mejillas fríasy hundidas a la cara de sus hijas ylas besó.

-Adiós, mis queridas niñas

murmuró mientras sus ojos llorabansin lágrimas. Lieneke jamás habíavisto unos ojos tan tristes.

Capítulo 9

Cuando el doctor Kohly vioque Lieneke empezaba arecuperarse del sarampión, lepermitió bajar a la cocina paracalentarse junto al gran horno.Lieneke se sentaba tranquilamenteallí, envuelta en una manta, con lacabeza apoyada en la pared, yescuchaba las conversaciones quemantenían Vonnet y Kornelia, laasistenta, y a veces también Griet, a

quien llamaban de vez en cuandopara ayudar en las tareasdomésticas. Lieneke permanecíaallí en silencio, casi imperceptible,como si volviese a estar detrás delas cortinas, en el alféizar de laventana, en el recibidor de la casa

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de Utrecht, escuchando sin servista, escuchando a su padre y a subuen amigo, el doctor Roe Cohen,hablar de bacterias, enfermedades ymedicamentos, y otros días, depolítica, de la situación, de laguerra, de los alemanes, de los

judíos y de nuestra Holandainvadida.

También en la cocina deldoctor Kohly se hablaba de losalemanes y de lo que hacían enHolanda.

-Están saqueándonos -dijoKornelia mientras removía con uncucharón de palo un líquido rojo,espeso y dulzón, que estabacociendo en una gran cazuela-.Nada más entrar nos quitaron todo

el bronce, hasta las campanas de lasiglesias.

-Eso es imperdonable -señalóGriet, persignándose. Peló otraremolacha forrajera roja para elsirope, y las palmas de las manos ylas uñas se le tiñeron de rojo.

-¿Y para qué? -continuóKornelia con una expresión grave

en su rostro alargado-. Parafundirlas y hacer más armas, parapoder seguir matando sin parar.

-Tendrían que habernosdejado neutrales -dijo Vonnet-.Holanda debería haberpermanecido neutral, como Suiza.

También en la anterior gran guerrala dejaron neutral. No tendrían que

habernos invadido.

-Y después de robarnos elbronce -continuó Kornelia-, se hanadueñado de todos nuestrosproductos del campo. No cogen unpoco, sino que nos lo quitan todo.Sencillamente nos están saqueando.

-Han contado todas y cada una

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de nuestras gallinas -comentó Griet.Han calculado cuántos huevospone cada una y, como un reloj,vienen a exigirnos la totalidad.

-¿Y vosotros cumplís coneso? -preguntó Kornelia.

-Normalmente sí -respondióGriet sin alzar la vista de laremolacha-. Pero a veces loshuevos se rompen 

-O eso es lo que decís murmuróKornelia.

-A veces no hay más remedio-confesó Griet-. Tenemos hambre.

-No os paséis, es peligroso leaconsejó Kornelia.

-No nos pasamos -dijo Griet-.De vez en cuando, como si tal cosa,

intentamos hurtar algo. Nosrobamos algo a nosotros mismospara no dárselo todo.

-Hay que tener mucho cuidado-susurró Vonnet-. Pueden ser muycrueles. -Metió los cupones de lacomida en el bolso, se puso el

abrigo grueso y salió a por pan.-Para ella es fácil decirlo murmuróGriet, enfadada-. Es fáciltener cuidado cuando tienes unmarido médico y no debes dar a losnazis todo lo que tienes. Es fáciltener cuidado cuando no tienes que

arriesgar la vida.

A Lieneke le entraron ganar dehablar en favor de Vonnet. Si nohubiese sido tan insensato ypeligroso, le habría dicho a Grietque Vonnet se arriesgabamuchísimo, que ocultaba en su casaa una niña judía. Pero, porsupuesto, no dijo ni una palabra.Tampoco Kornelia respondió a esecomentario, y en seguida pasaron a

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Janssen me contó que vio aJohanna -comenzó a decir Grietcon zalamería, pero se detuvo,porque justo en ese momentoregresó Vonnet de la oficina querepartía comida a cambio decupones.

-Por cada hogaza de pan queteníamos que recibir nos han dadohogaza y media -dijo Vonnet con elrostro resplandeciente y la vozalegre.

-No se alegre demasiado -ledijo Kornelia-. Es en lugar de otra

cosa, ¿verdad?

-Sí, en lugar de la mitad de lamantequilla.

-La semana que viene volveráa disminuir la cantidad de pan declaróKornelia, y suspiró-. Lamaniobra terminará, pero lacantidad de mantequilla no serámayor. Hace tres semanas ocurrióexactamente lo mismo con laspatatas y el azúcar. ¿Ha vuelto elazúcar? No. Tienen sofisticadossistemas para hacernos pasar

hambre.

Vonnet sabía que Korneliatenía razón, pero no le gustabapensar en las cosas malas.

-¿Quieres una rebanada? -lepreguntó a Lieneke.

Ella negó con la cabeza.

-A pesar de todo hay quecomer un poco -dijo Vonnet-.Quieres ponerte buena pronto,¿verdad? ¿No tienes hambre?

-No mucha -respondióLieneke. No podía soportar el sabordel pan. Como casi no quedaba enHolanda harina normal, lo hacían

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con semillas de flores. Estabahúmedo, viscoso y correoso, comoplastilina, y tenía un sabor muyagrio.

Vonnet cortó una rebanada.

-¿Le unto un poco de siroperojo? -preguntó a Lieneke-, como sifuese mermelada, ¿quieres?

-No, gracias -respondióLieneke.-Ni las bestias se

entusiasmarían con esa verdura señalóKornelia con semblanteserio.

-Pero es comestible -dijo

Vonnet-. Por mucho que nos pese,remolacha forrajera es lo único quetenemos en abundancia.

-Lo cuentan todo -se irritóGriet-. El trigo, el maíz, las patatas,las gallinas, las vacas y las cabras,pero precisamente esta verdurarepugnante, precisamente eso no locuentan y sólo nos dejan eso engrandes cantidades.

-Y poco a poco toda nuestra

comida será roja -vaticinóKornelia-. Sirope rojo, sopa roja,

puré rojo y stamppotrojo.

-Yo me alegro de que sea roja-dijo Vonnet-, imagínate que tuvieseel color de las patatas y todanuestra comida fuera de ese colortan aburrido. El rojo es un color

estimulante, ¿no crees, Lieneke?

-Sí -respondió ella, y pensóque Vonnet y Kornelia eran los dosplatos de la balanza.

Vonnet veía casi siempre elvaso medio lleno y Kornelia mediovacío. Kornelia siempre esperabalo peor. No estaba preocupada, tan

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sólo desencantada algunas veces,mientras que Vonnet esperaba lomejor y pensaba en las cosasbuenas, pero en el fondo siempreestaba preocupada.

-Pero también la remolachaforrajera se terminará algún día murmuróKornelia-, ¿y quécomeremos entonces? Hierba.

Vonnet suspiró.

-La guerra no duraráeternamente -repuso, y untó en elpan un poco de mantequilla paradarle mejor sabor-. Debes comer

algo, aunque sea poco -le dijo a

Lieneke-. ¿Cómo te vas a ponerbien? ¿Cómo vas a crecer?

Lieneke mordió el pan.Masticaba, masticaba y masticaba,le daba vueltas en la boca, y lecostaba tragárselo.

-No es para tanto -la alentóVonnet-. Vamos, trágatelo.

Lieneke pensó en las semillasde flores con las que hacían el pan.

Se preguntó si harían la masa consemillas de tulipán, las flores másholandesas que existían. Pensó en

lo vivos que eran los colores de lascorolas de los tulipanes y en lofuertes y huecos que eran los tallos.Como gruesas tuberías llevaban elagua a las flores. Recordó queHannie, su hermana mayor, lereveló una vez el maravilloso

secreto de los tulipanes:continuaban creciendo inclusodespués de cortarlos y ponerlos enun jarrón con agua.

Y entonces tragó.

Capítulo 10

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Vonnet y Lieneke se sentaronsobre la enorme alfombra del salón,al lado de una gran caja de maderaabierta. En la caja, envueltos enpapel de periódico, habíaguardados adornos de porcelanablanca con dibujos azules:pequeñas campanas, molinos deviento, figuras de un niño y una niñadándose un beso. Cada adorno teníaen el extremo una cinta de colores

con la que se colgaba de las ramasdel abeto. Un árbol pequeño estabacolocado ya junto a la ventana.

-El opa y la oma vendrán apasar la Navidad -dijo de repenteVonnet, mientras colgaba otroadorno del árbol.

-¿Quiénes? -preguntó Lieneke.Sólo había conocido a un abuelo, elpadre de su madre, el opa Baruj, yhabía fallecido hacía tiempo.

-Los padres de Hein y de tupadre -le recordó Vonnet.

Lieneke comprendió de

repente de quién hablaba el médicoaquella noche que se sentaron juntoa su cama, y el médico informó a sumujer de que «llegarán pronto». Serefería a sus padres.

Lieneke se acordó del padrede la señora Dommmisse, en suprimer escondite. Tenía un malrecuerdo de él. Y ahora llegabanlos padres del doctor Kohly. Seinquietó, pero no preguntó: «¿Lospadres del doctor saben que estoy

aquí? ¿Saben la verdad sobre mí?¿Debo ocultarme? ¿Irme a otro

escondite?»

-Tu abuelo y tu abuela sonbuenas personas -dijo Vonnet, comosi hubiese oído las tribulaciones de

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Lieneke-. Confían en volver a verte-susurró después-, la madre de Heinno se encuentra bien últimamente.Está enferma.

Lieneke la miró y no pudoevitar pensar en su madre. Tampocoella se encontraba bien. Tambiénella estaba enferma.

-¿Qué tiene? -preguntó en vozbaja.

-Enfermedades propias de laedad, ya sabes -respondió Vonnet, ycambió de tema-: Hein se parecetanto a su madre que no deja desorprenderme siempre que los veojuntos. Son de ese tipo de personasque a cualquier edad se nota queson madre e hijo.

-¿Y el opa? -preguntó Lienekeen voz baja-. ¿También él se pareceal doctor Kohly?

-Sí y no -respondió Vonnet.Buscó una palabra en holandés queexplicase exactamente lo que quería

decir. Al final dijo-: Se parece a élen sus adentros.

Los padres del doctor Kohlyllegaron la víspera de Nochebuena.La abuela Kohly era una ancianapequeña y delicada. Su hijo y ellatenían el mismo rostro fino con lamisma expresión de paz, pero deella irradiaba también dulzura, algoque le faltaba al rostro grave de suhijo. El abuelo Kohly, por elcontrario, no era delicado, ni en elrostro, ni en el cuerpo ni en losmodales. Era corpulento, como un

oso, tenía el pelo alborotado, lascejas espesas, y no era nadatranquilo. Hablaba en voz muy alta,y agitaba los brazos como siestuviese en clase intentando atraerla atención de los alumnos. Yahabían pasado varios años desdeque se jubiló y dejó de enseñar

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francés en el instituto, pero cuandose irritaba dejaba a un lado elholandés y pasaba a insultar yblasfemar en un francés muy rápido.A Lieneke le daba la impresión deque al doctor Kohly no le gustaban

esos arranques de su padre. Cadavez que el padre se enfadaba enenérgico francés, el hijo le lanzabauna rápida mirada de reproche.

En Nochebuena, el abueloKohly aporreó el piano e intentóinterpretar algunos villancicos. Noera muy bueno tocando, perodisfrutaba mucho haciéndolo.Aquella noche hasta el doctorKohly disfrutó. Su rostro se iluminómientras cantaba y sus ojos sellenaron de emoción y de alegría.

-Estoy muy contento de que

estéis con nosotros esta noche -lesdijo el médico a sus padres, y lessirvió del vino que le habían dado aprincipios de año y que, desdeentonces, había guardado en elsótano para una ocasión especial.Continuaron cantando: Vonnet conacento suizo, el médico y su madrecon sus delicadas voces, el señor

Kohly desentonando con vozatronadora y Lieneke con supeculiar voz: alta, diáfana y dulce.De pronto, el abuelo Kohly seinterrumpió y frunció el ceño con

expresión seria.

-¡Canta de maravilla! -gritóseñalando a Lieneke-. ¡Tiene voz decantante de ópera!

Lieneke se calló.

-¡No! -gritó él-. Niña, ¡no tedé vergüenza! ¡Alza la voz!

Todas las miradas se clavaronen Lieneke y la habitación quedó ensilencio por un instante, hasta queVonnet dijo:

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-Lieneke aún no está bien deltodo, no tiene fuerzas. Déjala, quecante como ella quiera.

El padre del médico parecíadesilusionado.

-Sigue tocando, papá -pidió elmédico con ternura.

-Bueno, vale -murmuró elpadre, dio un chupetón a la pipa quecolgaba entre sus labios y volvió aaporrear las teclas del piano.

Lieneke siguió cantando conellos, pero en voz baja, casi entresusurros. Le gustaban losvillancicos, pero le recordaban lasNavidades pasadas, en casa de lafamilia Cooymans. En aquella

ocasión había cantado en voz alta,pero tenía la sensación de que talvez por eso la habían separado desu hermana Raquel.

Dos poemas paraLieneke

1. La carta

2. Felicitación de AñoNuevoLa carta:

Cada día al mediodía pasa poraquí el cartero, lleva cartas amontones, pero para mí, cero.

Cada día vuelvo a esperarrecibir una carta, una postal.

Nadie se acuerda de mí, nadiees amable y formal.

Pero hoy, ¡hurra!, es un día

feliz, porque el señor cartero tienealgo para mí.

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Para el señor Jack

Me ha traído una carta. Es deLieneke. He reconocido la letrainmediatamente.

Ha vuelto a poner la direcciónsin prestar ninguna atención.

Cojo el cortaplumas de prisa ycon emoción.

¡Viva Lieneke!, que con papel,colores y pluma, me da una alegríacomo ninguna.

Felicitación de Año Nuevo

Querida Lien:

El año ha acabado.Y cuando el año termina, losamigos se desean felicidad infinita.

Y como tú, pequeña, eres mimejor amiga, mi felicitaciónprimera es para ti, querida.

Acércate bien a mí, siéntate enmis rodillas.

Te daré un beso en la frente y

dos en las mejillas.En este año de paz te deseo

salud, que estés contenta, quesaques buenas notas, que nodiscutas y seas buena.

Lo mejor también para elmaestro, la perra, el tío y la tía.

Y que tus amiguitas seanfelices noche y día.

También deseo que este añodesaparezcan (ya sabes) y vuelva abrillar muy pronto el sol naranja

[7] de antes.Y que no seas descuidada y tesientes siempre erguida, y que me

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alegres mandando más dibujos enseguida.

Y que en este año nuevo, unavez por semana al menos, te sientesasí en mi regazo, ése es mi deseo.

JACKCapítulo 11

Lieneke daba vueltas entre losmuebles antiguos de la casa al ritmode los versos de la carta. Sus labiosmusitaban las felicitaciones que lehabía enviado su padre. Ya se sabíala carta rimada de memoria, peroaún la tenía escondida debajo de lacama; hacía varios días que no veía

al doctor Kohly y no había podidodevolvérsela. Se preguntaba sidebía romperla en pedazospequeños, pero decidió dejarla demomento tal y como estaba, debajode la cama. No sabía cuándovolvería el médico; tampoco sabíacuándo volverían su esposa y suspadres. La señora Kohly se habíasentido mal de repente y habíantenido que ir al hospital de la

ciudad vecina. Lieneke se habíaquedado sola en casa. Estaban enplenas vacaciones de Navidad, y no

había colegio. La casa estabaespecialmente vacía y silenciosa, yno había ningún espíritu navideño.Lieneke se acercaba a las ventanasy miraba fuera la nieve que habíacubierto el camino y adornado lasramas desnudas de los árboles. De

vez en cuando flotaban en su cabezalas frases que le había escrito supadre: «Nadie se acuerda de mí,nadie es amable y formal.» Se loimaginaba yendo y viniendo porotras habitaciones, asomándose a laventana para ver cuándo llegaba

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una carta para él. Exactamente igualque ella. Se preguntaba cuándovolvería Vonnet, y esperaba notener que quedarse sola en la casapor la noche. Vonnet regresó alanochecer, le preparó algo decomer a Lieneke y la metió en lacama. Con el rostro impasible, nole dirigió siquiera la palabra. Por lamañana la despertó y luego volvió amarcharse. Klaus fue a verla unashoras más tarde, y Lieneke lo llevóa la gran biblioteca del médico. Élse quedó allí, con las manos

metidas en los bolsillos de suenorme abrigo, impresionado.

-Jamás había visto tantoslibros en una casa -dijo.

En la suya sólo había dos: elAntiguo y el Nuevo Testamento,

mientras que en la biblioteca delmédico había cientos de ellos.

-No estoy seguro de poderllevar a cabo mis planes -dijo consu tono serio.

-¿Qué planes? -preguntóLieneke.

-Leer todos los libros de la

gran biblioteca de Holanda -dijoKlaus, mientras sus inteligentesojos inspeccionaban los estantesabarrotados-, no estoy seguro deque sea posible.

Lieneke le prestó dos: Lacabaña del tío Tom y otro librosobre grandes inventos. El primerolo metió en el bolsillo de, su abrigoy el segundo lo hojeó concuriosidad.

-Bueno, ¿puedes adivinar quépersonaje de este libro me gustarámás? -bromeó.

-No lo sé -respondió Lieneke,muy seria-, porque no lo he leído.Pero puedo predecir que será Van

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Leeuwenhoeck.

-¿Quién? -preguntó Klaus.

Y entonces Lieneke le hablódel héroe de su padre, exactamenteigual que lo contaba él siempre:

-Hace más de doscientos añosvivió en Delft un hombre llamadoAnton Van Leeuwenhoeck. Eracomerciante, pero tenía lacuriosidad de un científico. Élinventó el microscopio, para ver

con él lo que el ojo no consiguever. Sobre lo que vio en una gota deagua, y en las células del cuerpo,escribió teorías tan hermosas comola poesía. También construyó por símismo varios cientos demicroscopios. -Lieneke concluyó el

relato sobre Van Leeuwenhoeck conpalabras de su padre-: Fue un granholandés. Fue un gran hombre, eseVan Leeuwenhoeck -dijo, y miró aKlaus con una amplia sonrisa.

Sin que él lo supiera, le habíacontado algo relacionado con su

verdadera vida. Le entraron ganasde contarle también cómo Frank

Hanfch construyó para su padre unaréplica exacta del primermicroscopio inventado por VanLeeuwenhoeck. Su padre decía quesi Van Leeuwenhoeck hubiera vistoel microscopio de Frank, nisiquiera él habría sabido que setrataba sólo de una réplica.

-¿Dónde has oído hablar deese Van Leeuwenhoeck? -preguntóKlaus. Lieneke se reconcentró ymintió-: En el colegio de

Amsterdam.

Después de que Klaus sedespidió de ella, y se marchócaminando mientras hojeaba ellibro, Lieneke oyó que llamaban ala puerta de la consulta. Abrió y vio

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frente a ella a una joven, alta yguapa, con la frente grasienta, quemiraba a hurtadillas entre dostrenzas rubias. La bicicleta de lamuchacha estaba apoyada en elárbol, y tenía las mejillas rojas depedalear con tanto frío.

-Estoy buscando al doctor

Kohly -dijo-. Necesito unmedicamento.

-El médico no está -dijoLieneke.

-¿Dónde está? -preguntó lajoven con una mirada depreocupación.

-En el hospital -respondióLieneke.

La muchacha parecíadesesperada.

-¿Cuándo volverá? -preguntó,y Lieneke se cuestionó de pronto sirealmente necesitaba un

medicamento o tal vez era unmiembro de la resistencia que traíaalgún mensaje para el doctor Kohly.

«A lo mejor tiene una carta para mídel tío Jaap», pensó Lieneke, y semordió los labios. Se observaron launa a la otra. Lieneke quería decirleque podía confiar en ella, que podíadarle el mensaje, de palabra o porescrito, pero sólo dijo:

-No sé cuándo volverá elmédico. Su madre está enferma. -Yentonces añadió-: ¿Le digo algo?

La joven suspiró y bajó la

vista. El médico de su pueblo habíasido descubierto, explicó, se habíanenterado de que era miembro de laresistencia y lo habían detenido:

-Y ahora no tenemos médico dijo-.Y mi caballo tiene una herida

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en la pata.

Lieneke titubeó. Lástima quesu padre no estuviera allí. Él eraveterinario, y experto en caballos.Realmente ella sabía dóndeencontrar los polvos de sulfato conlos que se hacía una solución paracurar las heridas, y también dónde

estaba el ácido bórico paradesinfectar, pero temía que elmédico se enfadase por darmedicamentos por su cuenta yriesgo.

-Gracias -dijo la joven alta ydio media vuelta sobre sus finaspiernas.

-¡Espera un momento! -Lieneke la llamó. Sin

medicamentos, el caballo podíamorir de una infección.

La chica permaneció inmóvildonde estaba.

-Puedo darte unos polvos paraque prepares una solución para laherida -dijo Lieneke, y unescalofrío le recorrió la espalda.¿Diría el doctor Kohly que había

traspasado todos los límites? ¿Quese tomaba demasiadas libertades?¿Se pondría furioso con ella?

La joven sonrió dubitativa yLieneke bajó a la farmacia. Hacíasemanas que no entraba en esahabitación, y el olor familiar lareconfortó. Abrió el cajón y buscóentre los paquetes que contenían

polvos de sulfato de varios tipos.Abrió uno de ellos y traspasó lospolvos a una bolsita de papel,dudando de qué cantidad eranecesaria para un caballo. Le habíaoído tantas veces decir al médicoque la dosis era tan importantecomo el propio medicamento. Porsi acaso, preparó también unabolsita con polvos de ácido bórico

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para desinfectar, y suspiró. Luegosubió despacio la escalera con elpaquete en la mano, pero la chicaalta ya no estaba allí. Lieneke salió

por el camino nevado hasta elportón y echó un vistazo a lacarretera. Al fondo vio a la jovenpedaleando rápidamente sobre lasruedas de madera, sus largastrenzas se balanceaban sobre suespalda.

Lieneke devolvió losmedicamentos a su sitio y, cuandoel doctor Kohly regresó a casa, ellacorrió a su habitación, sacó dedebajo de la cama la carta de supadre y entró en la consulta. Ledevolvió la carta y le contó lo de la

joven que quería un medicamentopara el caballo que tenía unainfección en la pata.

-Dijo que habían descubiertoque el médico de su pueblo eramiembro de la resistencia y lohabían detenido -añadió bajando lavoz.

El fino rostro del médico sequedó petrificado.

-No sabía si tenía que empezóa decir Lieneke, pero eldoctor Kohly clavó en ella unamirada penetrante, como la que le

dirigía a su padre cuandodespotricaba en francés. Lieneke seinterrumpió. A quien menosdeseaba hacer enfadar, menos que acualquier otra persona en el mundo,

era al doctor Kohly. Recordó queaún no le había preguntado cómo seencontraba su madre-. ¿Cómo seencuentra su madre? -dijo entoncesen voz baja, porque por algunarazón le daba vergüenza.

El médico no respondió; a lomejor no la había oído. Cogió sucartera marrón y con semblante

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serio dijo:

-Voy a pasar consulta.

Al salir de la farmacia cerró lapuerta tan despacio que la campanade la puerta apenas sonó. Lienekeno sabía si el doctor Kohly estabatan serio por la noticia que le habíatransmitido la joven, o porquecomprendió que ella había estado apunto de dar un medicamento por sucuenta y riesgo. Luego, en la cocina,todo se aclaró. Vonnet sirvió paraLieneke y para ella sopa deguisantes con un viscoso pan de

semillas de flores.

-Lieneke, tengo malas noticias-le dijo.

Ella dejó la cuchara y miró aVonnet con ojos aterrados.

-Ha muerto -dijo Vonnet conla voz ahogada por el llanto.

-¿Quién? -preguntó Lieneke;sus ojos se cerraron del miedo quetenía.

-La madre de Hein hafallecido.

Capítulo 12

El abuelo Kohly regresó acasa de su hijo, el médico. Ahoraya no parecía un oso grande y feliz.Se sentaba en el salón junto al viejopiano, apoyaba la mano sobre la

tapa cerrada y chupaba una pipavacía. Estaba triste y consternado,como si no pudiera creer que algotan terrible le hubiese ocurrido. Lasespesas pecas de Vonnet seoscurecieron en su rostro, y el

doctor Kohly estaba más taciturno

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que nunca. Por la noche, cuandoLieneke intentaba escuchar desde lacama sus pasos por la escalera, casino conseguía oírlos; era como sicaminase sin fuerzas, sin pesoalguno. Durante muchos días la casapermaneció muy silenciosa. Todospensaban en la señora Kohly, perosu nombre no se mencionaba.Lieneke tenía tantas ganas deanimarlos, pero no sabía cómo. Alfinal, consiguió que entrara un pocode alegría en la casa cuando, un día,

volvió del colegio y contó que elseñor Hiddink había decididoadelantarla dos cursos.

El señor Hiddink le informóde su decisión al acabar las clases,cuando devolvió los exámenes degeografía. Declaró que, de todos

los alumnos, Lieneke era la únicaque se sabía los nombres de lasislas de Holanda. Había recordadotodos aquellos nombres gracias aRoe Cohen, el gran amigo de supadre. Cuando los estabaestudiando en el colegio de Utrecht,

le costaba memorizar los nombres yestaba muy contrariada por eso.Roe Cohen se interesó por saber lo

que la atormentaba. Cuando se locontó, inventó para ella unagraciosa melodía y encajó en ellalos nombres de las islas. Cantaronesa cancioncilla una y otra vez, enel recibidor, hasta que por fin se fuede allí tranquila y segura de que nolos olvidaría nunca. Desde entonceslas llamaba las «islas de Roe».

El señor Hiddink continuódiciendo que era el tercer examen

seguido en el que no habíacometido ningún error. Se merecíaun premio, dijo, pero no sacó de sucajón un lápiz o una libreta, comoera habitual. Tan sólo señaló lospupitres que estaban detrás de ella.

-Estás invitada a pasar de

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curso -dijo. Lieneke se levantó desu asiento al lado de Gredda,sonriente y un poco avergonzada, yse dirigió a la fila de atrás parasentarse junto a los alumnos un añomayores que ella. Cuando se sentóen un extremo, el maestro volvió a

decir-: Lieneke, puedes pasar otrocurso más.

Ella no podía creer lo queestaba oyendo, y volvió la cabeza.En la clase sólo quedaba una fila depupitres, la última.

-Sí -dijo el señor Hiddink,sonriendo-, no te adelanto un curso,sino dos. -Lieneke se sentóemocionada en la última fila, allado de Klaus, que la miró con ojosllenos de admiración-. Algo así

jamás había pasado en nuestrocolegio -dijo el maestro,

desmenuzando la cadena de sureloj-. Lieneke ha hecho historia.

Ella se ruborizó y, cuando elmaestro volvió a hablar de losexámenes, dejó de atender y sesumergió en sus pensamientos. Enel colegio de la ciudad no

destacaba en nada. «Allí -se dijo-,esto no me habría sucedido. Allínunca me habrían adelantado uncurso, y mucho menos dos.» Estabatan contenta que ese pensamiento noconsiguió estropearle las buenassensaciones que experimentaba.

Salió del colegio del brazo deGredda y juntas saltaron ybrincaron por las aceras, con sus

zuecos de madera golpeando lospequeños adoquines rojos. Gritabany saludaban a la alargadaconstrucción del colegio, a laiglesia de al lado, a la plazaredonda de enfrente, y a la diminutacasa de muñecas del matrimonioVan Loor.

El rostro de Vonnet se iluminó

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al oír la buena nueva y abrazó aLieneke con cariño.

-Ven -dijo-, tenemos quecontárselo a Hein. ¡Estará tanorgulloso de ti!

Bajaron por la escalera. Lapuerta de la consulta estabacerrada, señal de que el médicoestaba curando a alguien, y ambasse sentaron en el banco de espera.De la habitación salió un campesinocon una mano vendada, y ellasentraron. El doctor Kohly, queestaba sentado a la mesa, levantó lacabeza; tenía el semblante triste, yles lanzó una mirada interrogativa.

-Lieneke tiene algo que

contarte -dijo Vonnet.-Sí -murmuró el doctor Kohly,y volvió a sus papeles.

-El señor Hiddink me hapasado dos cursos -dijo Lienekecon una gran sonrisa en los labios.

Como un conjuro cayeronaquellas palabras en sus oídos.Resplandeció.

-¡Qué orgulloso estoy de ti! dijocon voz excitada-, ¡los estudiosson lo más importante en la vida!

-¿Lo más importante en la

vida? -preguntó Vonnet, levantandouna ceja de color cobrizo.

-De las cosas más importantes-dijo el médico con una sonrisa-.

Tienes razón -murmuró a su mujer-,hay cosas más importantes. ¡Quémaravilla de niña! -añadió, y luegoanunció-: Te mereces un regalo, ylo recibirás muy pronto.

Lieneke no sabía qué regaloiba a recibir, y le dio vergüenzapreguntarlo. Pero el médico volvióa sus ocupaciones y no añadió nada

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más, ni sobre los estudios ni sobre

el regalo.

-Es un animalito -le susurróVonnet a Lieneke al oído cuandosalieron de la consulta. Y Lienekepresintió que sería un conejo,porque una vez le había dicho aVonnet cuánto le gustaban losconejos.

Luego corrió al salón acontarle al abuelo Kohly las buenasnoticias. Estaba sentado como decostumbre junto al piano, chupandola pipa apagada.

-Estupendo -dijo-. Debes de

ser muy inteligente cuando elmaestro te ha saltado dos cursos. Ellano respondió, y de prontoprendió una chispa en los ojos delabuelo Kohly-. Si eres taninteligente -dijo-, no sabrás dóndepuedo conseguir tabaco, ¿verdad?

-¿Yo? -preguntó Lieneke,sorprendida.

El abuelo Kohly suspiró.

-Es un problema muy gordo dijo,tanto para sí como paraLieneke-. ¡Se ha terminado eltabaco! ¡No hay tabaco! Si

estuviera en la ciudad, al menospodría intentar conseguirlo en elmercado negro. Pero aquí, en esteagujero, es imposible conseguir elproducto más esencial para un serhumano, y no me refiero a pan con

sabor a pan, o a un trozo de carneasada, ¡me refiero a tabaco! Levantólas cejas, bajó la voz ypreguntó-: Lieneke, tú no tendráscontactos en el mercado negro,¿verdad?

Ella se rió y negó con lacabeza.

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-Entonces, ¿no puedesconseguirme tabaco?

Lieneke, igual que él, levantólas cejas con una misteriosa sonrisaen los labios.

-¿Qué? ¿Qué insinúas? preguntóel abuelo Kohly con ciertotono de esperanza.

Ella continuó sonriendo y norespondió. Era extraño, pero ardíaen deseos de conseguirle tabaco.

-Y si no es tabaco -dijo elabuelo Kohly, desencantado,mientras levantaba la tapa del

piano-, ¿crees que podrías darme

algún otro regalo?-Por supuesto, señor respondióLieneke.

Pasó sus gruesos dedos por lasteclas, al principio de forma lenta ycansina, y luego cada vez con másenergía. Era una canción infantilabsurda y alegre, la melodía erasencilla, y el señor Kohly la tocabacasi sin equivocarse. Lieneke nodejó de reírse en todo el rato.

-Muchas gracias -dijo elabuelo Kohly cuando terminó la

canción. Su voz volvía a sercansina y triste. Cerró la tapa delpiano y se levantó-. Una canción aldía. Ésa es la medicina que elmédico debe recetarme, y tabaco añadiómientras salía de lahabitación.

El silencio volvió a reinar enla casa. Lieneke se acercó a laventana. Debajo del gran árbol dela entrada, en la islas de tierramarrones que despuntaban en lanieve, vio de pronto las floresblancas, inclinadas, alzándose

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sobre sus finos tallos verdes, ydentro, el corazón dorado. Erancampanillas de nieve, y unrepentino rayo de sol brilló encimade ellas. Salió a la calle a observarde cerca las delicadas flores, queaparecían siempre a mediados delduro invierno, recordando que laprimavera llegaría algún día. Luegosaltó rápidamente por la escalerade madera de vuelta a su habitacióny empezó a escribir una carta a supadre para contarle todas aquellascosas buenas. El roce de la pluma

se oía claramente en el silencio quereinaba en la casa en penumbra. Yde pronto se sintió extraña, quizáhasta un poco culpable, porqueprecisamente ahora, cuando loshabitantes de la casa estaban tan

apenados, ella era realmente feliz.

Campanillas de nievepara Lieneke

Conversación de febrero conLieneke

Querida Lieneke:

Nos has enviado una cartamaravillosa.

Nos ha alegrado mucho.¡Cuánto tiempo sin saber de ti!

Creíamos que aún estaríastumbada bajo las mantas con dolorde cabeza y mucha fiebre, peroya has jugado con tus compañerasdel colegio.

¡Qué buena noticia!

¡Nos volverás a escribirpronto? Siempre que llega una cartatuya es una fiesta para nosotros.

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Qué bien que el tío Hein seencuentre también mejor. Eres taninteligente que saltas de curso.¿Saltas así?

Imagino que ahora estarás todoel día estudiando matemáticas.

Has acertado en lo de lascampanillas de nieve. Son tanmodestas.

Cuando se las observa bien, seve que son preciosas, y en lo másprofundo de su flor se oculta uncorazón de oro.

¡Las personas podríanaprender de ellas!

¿De verdad te van a regalar unconejo? ¿Cómo lo vas a llamar?

Tengo curiosidad por saber cómoserá.

¿Blanco, negro o gris? Peroseguro que no así.

¿Qué has pensado hacer parael cumpleaños de la tía Vonnet?

Seguramente adornarás su silla, tesentarás en ella con tres cintas en elpelo: una roja, una blanca y unaazul

[8], y recitarás un bonitopoema.Si es así, ¿me dejarás ver elpoema?

Creo que es muy hermoso portu parte que te esfuerces por alegraral padre del tío Hein. Espero que loconsigas.

Ahora, preciosa niña, terminomi carta.

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Dale muchos recuerdos a latía, al tío y a su padre, y también almaestro que te ha hecho taninteligente que saltas de 4.° a 6.°curso. Recibe un beso en cadamejilla y otro en la punta de lanariz.

Tuyo,

JACKCapítulo 13

Lieneke estaba tumbada en lacama, meditando sobre la carta quele acababa de devolver al doctorKohly. Pensaba en lo orgulloso queestaba su padre de que hubiesepasado de curso y en lo graciosoque era el dibujo que le había hechosaltando por encima de los pupitres,

y qué bonito era lo que habíaescrito sobre las campanillas denieve. Intentó imaginar cuál de laspersonas que conocía le recordabaa esa flor. La primera que le vino ala cabeza fue Vonnet, que tambiéntenía un corazón de oro, pero sucara grande, pecosa y sonriente,coronada por rizos de cobre,recordaba más a un girasol. Si suspadres fuesen flores, pensó

Lieneke, seguro que seríantulipanes, y Raquel, con su peloalborotado, era como un seto. Sólo

Judit, que no volvió al colegiojudío, le recordaba a lascampanillas de nieve, pero Lienekeno quería pensar más en ella.

Oyó los pasos cansinos delabuelo Kohly mientras subía a su

habitación, y esperó a oír los pasosde Vonnet y del médico para poderdesearles a todos buenas noches ycerrar los ojos, pero esa noche seretrasaron y se quedó dormida. Aloírlos subir por la escalera sedespertó. Alguien subía con ellos.Seguramente debido a la carta, que

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había ocupado sus pensamientosantes de dormirse, se imaginó queel huésped era su padre, y sinpensarlo dos veces, saltó de lacama y, en camisón y calcetines,salió al pasillo. Estaban allí, frentea ella: Vonnet sujetaba ropa decama doblada, el médico llevabauna maleta pequeña y detrás habíaun chico joven. El chico la miró conojos asustados, y ella lo supo:también era judío. Sin darse cuenta,su mirada se dirigió hacia suabrigo. No había parche amarillo.

-Lieneke, ¿por qué no estásdurmiendo? -preguntó el doctorKohly.

-Pensé que había llegado eltío Jaap -respondió ella dubitativa,

alzando la vista hacia el extraño.-Te presento a mi sobrina dijoel doctor Kohly.

-Mucho gusto -murmuró elchico.

El doctor Kohly no dijo sunombre y el chico no se presentó.Ella lo volvió a mirar fijamente uninstante, hasta que Vonnet dijo:

-Buenas noches, Lieneke. -Ysonrió-. Dulces sueños.

Los tres entraron en lahabitación del final del pasillo ycerraron la puerta tras de sí. Ellavolvió a su habitación, pero nopudo conciliar el sueño. Descorrióel cortinón, acercó la cara al visillode encaje y observó la calle. En elcielo no había nubes y la luna llena

iluminaba con luz blanca elabandonado jardín trasero, lascasas contiguas, la carretera y lasgrandes praderas. En Utrecht,

cuando empezaron las noches sinluz, cuando todas las farolas seapagaban y las ventanas se

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cerraban, le daba miedo lacompleta oscuridad de la calle.Dejó de tener miedo sólo cuando,una noche, Bart apagó la luz de suhabitación y descorrió las cortinas.La luna y las estrellas iluminaban eljardín delantero, el camino y lascasas de enfrente, y contemplaron lahierba, las bicicletas dejadas en elsuelo, la estrecha carretera y laspuertas bajas de la entrada de su

casa y de la casa de Charlotte. Bartdijo que a él le gustaba esaoscuridad forzosa, porque sólocuando la luna y las estrellas notienen competidores artificiales, sepercibe todo lo que iluminan.Desde entonces también a Lienekele gustaba la luz que proyectaba laluna, sobre todo cuando estaballena y en el cielo no había ninguna

nube que la ocultase, pero ahoralamentaba que iluminase tanto.Alguien podría haber visto aldesconocido que había llegado a la

casa del médico en plena noche.Sabía que no era ella la única queestaba pegada a la ventanaobservando la calle, por no hablarde los soldados, que deambulabanaburridos por el pueblo e

interrogaban a todo aquel queinfringía las leyes.

Pensó en el chico de los ojosasustados. Le pareció más o menosde la edad de Bart, tal vez algomayor que él. ¿Dónde estaría Bartahora?

Él se fue de la casa de Utrecht

un poco antes de que lo hicieraLieneke. Una mañana, simplementedesapareció.

-Si os preguntan por él -dijoJaap a sus hijas-, decid que se haescapado de casa. Decid que nosabéis dónde está.

Y Lieneke realmente no lo

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sabía. Sólo sabía que debíadesaparecer. Estando un día detrásde los cortinones del recibidor, oyóa su padre conversar con su amigoRoe Cohen, y entonces comprendióque a los jóvenes judíos los

amenazaba un gran peligro. Losnazis les exigían presentarse a lasautoridades, y a quien no obedecíalo atrapaban a la fuerza, en la calle

o en casa. Los amenazaban con elfusil y los hacían subir a unoscamiones. Dijeron que los enviabana campos de trabajo, a fábricas dearmas de Alemania.Un día, después de que Bartdesapareció, Lieneke reunió valorpara preguntar a su padre en vozbaja:

-No está en una fábrica,

¿verdad?

-No te preocupes -respondióJaap. Pero por entonces ya habíaempezado a sospechar que,precisamente cuando le decían queno tenía de qué preocuparse, habíamotivos de preocupación.

-¿Dónde está? -preguntó.-Nadie debe saber nada denadie -contestó su padre, y añadió-:Es mejor saber lo menos posible.

Con el tiempo Lieneke tambiéncomprendió la razón: si alguno deellos era apresado, ninguna tortura

podría sonsacarle dónde estaban

los demás. Sencillamente porque nolo sabía.

Y volvió a pensar en el chicoque se había encontrado al final delpasillo. Si antes llevaba un parcheamarillo en el abrigo, decidió, se lohabía quitado a conciencia: noquedaban hebras, tampoco puntadasen el paño. Exactamente igual que

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hicieron ellos el día que se fue consu padre y con Raquel de su casa deUtrecht. Pasaron una noche en casade Frank Hanfch, que vivía en un

barrio obrero abarrotado de gente.Lieneke se sorprendió muchocuando llegaron allí. Primero,porque hasta esa noche no habíaestado en los barrios pobres de laciudad y no había visto cómo vivíaallí la gente. Segundo, porque nuncase hubiese imaginado que Frankvivía en la miseria. Lo veía en ellaboratorio o en su casa, y pensabaen él sólo como quien habíaconstruido el magníficomicroscopio de Van Leeuwenhoeck.Y de pronto veía que su hogar era

tan pequeño que apenas había sitiopara los muebles. En lugar depared, había una sábana colgadaque dividía la casa en dos pequeñashabitaciones, y ni siquiera teníaretrete.

Dejaron la pequeña maletadetrás de la sábana y sacaron laropa de calle de Raquel y de ella.Frank les dio tres pares depequeñas tijeras de cortar las uñasy durante horas estuvieron

descosiendo con extremo cuidadolos parches amarillos que antes

habían sido cosidos con esmero,siguiendo las instrucciones de losalemanes, en las camisas, losjerséis y los abrigos.

-No es de extrañar -dijo supadre-que los nazis exijan que elparche tenga el tamaño de un puño y

que debamos adherirlo a la ropa enel lado izquierdo, el lado delcorazón. Este parche -añadió-es unpuñetazo en el corazón.

Frank estaba sentado frente aellos, preso en su inmenso cuerpo,mordiéndose las uñas.

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nuestra relación, por supuesto norevelaré que sois mis hijas. Diréque soy un pariente que os estáacompañando de vuelta al orfanato.Os ruego que, durante toda laconversación, no miréis al policía alos ojos, ¿de acuerdo? Noqueremos que sospechen denosotros y nos separen, ¿verdad?

Por la mañana salieron de la

casa de Frank en dirección a laestación de ferrocarril. Raquelestaba muy emocionada y Lieneketuvo la sensación de que estabaconteniendo las ganas de brincar ysaltar para no irritar a su padre. Élestaba tenso y caminaba de prisa.Lieneke se contagió de la emociónde Raquel y también delnerviosismo del padre. Unamultitud se aglomeraba en los

andenes de la gran estación deferrocarril, y ninguna de esaspersonas, por supuesto, llevaba

cosido un parche amarillo en lasolapa. Los judíos tenían prohibidoviajar en tren y, si allí había judíos,también se hacían pasar, al igualque ellos, por no judíos.

El tren estaba atestado de

pasajeros y de soldados nazis:holandeses y alemanes. En elasiento de enfrente viajaba unsoldado; estaba sentado muyerguido, su mirada era penetrante, yvarios pelos rubios despuntaban ensu cráneo rapado. Tenía los brazoscruzados sobre el pecho, como un

alumno aplicado. Lieneke, Raquel ysu padre miraban por la ventanilla.

A lo lejos se veía un pueblo. En laspraderas, junto a las casas, habíatendidas algunas sábanas blancas,secándose al sol. Lieneke recordóque una vez Bart le explicó que enla hierba hay una sustancia, laclorofila, que junto con los rayosdel sol blanquea las telas. Sepreguntaba adónde iban.

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Hicieron transbordo en unpequeño andén apartado yvolvieron a sentarse en un vagón

donde iban comprimidos pasajerosy soldados, y de allí cambiaron a unautobús. Al final llegaron a unpequeño pueblo donde vivía elmatrimonio Dommmisse, un médicoy su esposa, que eran viejos amigosde la familia. La cara del doctorDommmisse era ovalada y jugosa, ysu esposa tenía una lengua afilada, ypor eso los niños de la familia Vander Hoeden les pusieron el mote de«la Ciruela y la Avispa».Escondieron a Jaap y a sus hijaspequeñas en un cuarto del desván

de su casa. Nadie, salvo la

sirvienta, debía saber que estabanallí. Sobre todo temían a losvecinos y al padre de la señoraDommmisse, que era un granadmirador de los nazis.

Jaap, Raquel y Lienekepermanecieron allí varias semanas,en el desván. Había tres camaspequeñas, pegadas al techoinclinado, y un ventanuco por el queestaba prohibido asomarse. El airedel verano, que olía a hierba recién

cortada, entraba en la buhardilla

por la ventana, y de vez en cuandollegaban también algunos sonidos:crujidos de ruedas de bicicletas,cacareos de gallinas y ladridos deperros cuyo aspecto sólo podíanimaginar.

Lieneke leía un libro; Raquelhojeaba otro. En ocasiones

dibujaban o jugaban al Monopolycon Jaap. Hablaban muy bajito. Nopodían reírse, cantar ni saltar,brincar ni armar jaleo. Ladesesperación iba apoderándosedel rostro de Raquel. A veces, a la

hora de comer, los Dommmisse

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corrían todas las cortinas de la casay los invitaban a comer con ellos.La salida para comer era paraLieneke como ir de excursión o alteatro. Bajaba la escalera y sedirigía al salón observando loscuadros, los muebles y lasalfombras, y sentada a la mesaescuchaba la conversación de losmayores. Después de haber estadotantas horas encerrada en un mismositio, todo le resultaba muy extraño.

Lieneke se despidió de la lunallena, corrió la cortina y volvió a lacama. Se preguntó si el chico de losojos asustados que había visto antescon Vonnet y el doctor Kohlyestaría escondido en la habitacióndel final del pasillo, igual que habíahecho ella en casa de la Ciruela y laAvispa. Pero al día siguiente,

cuando se levantó, no había nirastro de él.

Capítulo 14

Lieneke regresó del colegiocon Klaus y Gredda. Nuevas hojasverdosas empezaban a brotar bajoun cielo primaveral, y un airefresco y seco alegraba el corazón

como si algo bueno estuviese apunto de ocurrir. Lieneke y Greddacogieron flores para ponerlas asecar después dentro de gruesoslibros. Klaus, que creía quecoleccionar flores secas era un

asunto sólo de niñas, caminabajunto a ellas pensativo. De repentesacó de su cartera el gran libro delos inventos. Se lo tendió a Lieneke

y se disculpó por haber tardadotanto en devolvérselo. Lienekehabía olvidado por completo que lehabía prestado el libro de labiblioteca del médico. Klausdeclaró que era el mejor libro quehabía leído en su vida, y añadió quelo había copiado entero en trescuadernos.

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-¿De verdad? -preguntó ella,

sorprendida-. Pero si no tienehistorias.

-Me da igual -dijo Klaus-. ¡Loimportante es que ahora sé lo quequiero ser!

-¿Inventor? -adivinó Lieneke,y le sonrió.

-¡Exactamente! -dijo Klaus.

-Podrías inventarmedicamentos que curenenfermedades -propuso ellapensando en su madre.

Se calló un instante y entoncesdijo:

-También yo creo queinventar medicamentos es lo másimportante del mundo, pero habíapensado ser inventor de otro tipo.

-¿Como los que inventaron elcoche y el avión? -preguntóLieneke.

-No exactamente -respondióKlaus-. Me gustaría inventar algo

aparentemente sencillo, pero que dehecho fuera muy urgente y todo elmundo se preguntase cómo habíapodido arreglárselas antes sin ello.

-Como la bicicleta -sugirió

Lieneke.

-Incluso más pequeño ysencillo -repuso Klaus-. Como el

cortaúñas o el rallador. -Cortó untallo y se lo puso entre los labios, amodo de cigarro.

Ella lo miró y preguntó derepente:

-No sabrás dónde cultivantabaco, ¿verdad?

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Klaus arrugó la nariz y seencogió de hombros.

-¿Para qué quieres eso? preguntóGredda retirándose el pelo

de los ojos.

-Para mi abuelo -explicóLieneke-, no tiene tabaco para lapipa.

-Podría fumar otra cosa -dijoKlaus en su tono serio-. ¿Quién hadicho que haya que fumarprecisamente hojas de tabaco?

Lieneke lo miró concuriosidad y esperó a quecontinuase.

-Seguro que la gente intentó

fumar todo tipo de hojas hasta quedescubrió que las del tabaco eran

las mejores -dijo Pero quizá otrashojas puedan ser un sucedáneo.«Como el sucedáneo de las hojasde té», pensó Lieneke y sonrió.Empezó a cortar distintas hojas, devarias plantas, y se las metió en losbolsillos. Cuando llegó a casasubió rápidamente a su habitación y

ordenó las hojas por clases. Salvoun grupo, las puso todas extendidasdentro de un grueso libro, para quese secasen. El grupo que habíadejado aparte lo cortó en pedacitosmuy pequeños, lo metió en un sobre

y escribió: «Para el señor Kohly»,y debajo: «Sucedáneo de tabaco.Experimento n.° 1.» Con el sobreen el bolsillo bajó a la cocina a

comer. Kornelia le sirvió sopa rojade remolacha forrajera y Lieneke sela comió toda, y luego le puso unplato de lombarda cortada enjuliana, cocinada con trocitos demanzana ácida, y también unarebanada de pan de semillas deflores. Decidió no apenar a Vonnety al doctor Kohly y comerse todo loque le sirvieran, aunque no tuviera

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apetito y no le gustara. Comió deforma distraída, mirando embobadael armario barrigudo, mientras suspensamientos saltaban de un asuntoa otro. Pensó en el sobre que teníaen el bolsillo, en el próximocumpleaños de Vonnet, en losbancales de fresas que habíanplantado en el huerto. Pensótambién en el conejo blanco con elhocico rosa que el doctor Kohly lehabía regalado al pasar de curso yque ahora la estaba esperando enuna jaula.

Griet y Kornelia restregabanlos cacharros mientras charlaban.Vera, la perra, entró en la cocina yposó su alargada cabeza sobre las

rodillas de Lieneke.-La cerda ha parido trescochinillos -dijo Griet. Y añadióbajando la voz-: Pero a losalemanes les han informado sólo dedos. -Lieneke no prestó atención ala historia, pero aguzó el oídocuando le oyó decir-: A uno de loscochinillos, nada más nacer, lo hanllevado al bosque, lo han atado y le

han amordazado bien el hocico, sino, sus chillidos alertarían a losnazis. Lo están alimentando con unbiberón. Quieren que engorde unpoco, que tenga algo de carne sobrelos huesos. Pronto lo degollarán.

Lieneke quitó los platos de lamesa, le dio las gracias a Korneliay se fue. Dejó sobre las teclas delpiano el sobre para el abuelo Kohlyy bajó la tapa. Luego sacó de la

jaula el conejo y se lo llevó a suhabitación. Lo acarició, besó supelo blanco e intentó no pensar en

el cochinillo. Quería concentrarseen otra cosa, y se puso a escribir unpoema para el cumpleaños deVonnet. Era un poema sobre un

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girasol que iba volviendo la carahacia el sol, absorbía su luz ybrillaba por sí solo. De repentepercibió un olor a humo, como sihubiese un incendio en algúnbosque lejano, y oyó los pasosligeros de Vonnet que subían a lacarrera por la escalera. Abrió lapuerta.

-Se está quemando algo, ¿lo

hueles? -preguntó.

-Sí -dijo Lieneke.

-¿De dónde viene? -seinquietó Vonnet.

-¡No pasa nada! ¡No pasanada! -se oyó la voz atronadora delabuelo Kohly, que salió de su

habitación y se detuvo frente a la deLieneke-. Estaba fumando junto a laventana -se disculpó.

-Pero -dijo Vonnetarrugando la nariz.

-Un sucedáneo de tabaco explicóel abuelo Kohly.

-¿Funciona? -preguntó

Lieneke con interés.-¡En absoluto! -gritó el viejo,frunciendo sus espesas cejas-.¡Repugnante! El experimentonúmero uno ha fracasado. Hay quepasar al siguiente.

Vonnet se encogió de hombros,asombrada.

-En esta casa ya ni se entiendelo que dice la gente -masculló, y

volvió a bajar por la escalera.

Unos días más tardecelebraron el cumpleaños de

Vonnet. Lieneke ató cintas decolores alrededor de la silla de lahomenajeada y adornó con flores

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silvestres la gran mesa del salón.Antes de sentarse a comer, recitó elpoema del girasol y el abueloKohly la acompañó al piano.Vonnet se emocionó. Sus ojosbrillaron al escuchar aquellaspalabras. Aunque Lieneke no lodecía de forma explícita, Vonnetcomprendió que el girasol delpoema era ella misma.

El doctor Kohly compró carne

especialmente para la ocasión.Hacía meses que no había carne ensu mesa, y la pieza, que llevabaasándose en el horno desde elmediodía, llenó la casa de un aromatan delicioso que se les hizo la bocaagua. Los comensales realmente seemocionaron cuando la cena llegó ala mesa. Pero los ojos de Lieneke

se nublaron cuando miró su plato:entre las patatas y las judías verdeshabía un pedazo de carne cubiertapor completo de diminutasburbujas. Era lengua. «Es la lengua

del cochinillo», se dijo. Masticódespacio las judías y las patatas,cortó un trozo de carne, pero no eracapaz de metérselo en la boca.

-¡Qué rico! -suspiró Vonnet, ysonrió feliz a su marido.

-¡Exquisito! -gritó el abueloKohly, que masticaba haciendomucho ruido.

Lieneke intentó no llamar laatención y fingió estar concentradaen la comida, pero Vonnet preguntóde pronto:

-Lieneke, ¿qué pasa?

-Nada -murmuró ella.

-No juegues con la comida.Cómetelo -dijo Vonnet con ternura.

-No puedo -respondióLieneke.

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-Está muy bueno, muy bueno murmuróel abuelo con la bocallena de carne.

El doctor Kohly la miró.

-Después de tanto tiempo sinprobar la carne -dijo, sorprendido-,¡es imposible que no quierascomértela!

Todos clavaron los ojos en

ella, Vonnet, el médico y su padre,esperando a que cogiera un pedazoy se lo metiese en la boca. Lienekemiró las pequeñas vesículas de lacarne y suspiró.

-¡No lo entiendo! -dijo elmédico en voz alta y en tono

severo-. No es posible. Necesitashierro. ¡Te comerás la carne!

«Si por lo menos no fueselengua -pensó Lieneke-. Si por lomenos no viese esas pequeñasburbujas, si por lo menos nosupiera que el cochinillo chillaba

con el hocico amordazado»Clavó el tenedor en un pequeño

trozo de carne y se lo metió en laboca. Lo dejó encima de su lengua ysintió el contacto de las pequeñasburbujas. Luego se lo tragórápidamente, y no pudo comer más.

-¡Lieneke! -gritó el médico-,¡estoy muy enfadado contigo!

Vonnet la miró decepcionada,y el abuelo siguió masticando a susanchas cuando el doctor Kohly, enmitad de la cena, mandó a Lieneke a

su habitación.

Se sentó al borde de la camacon un nudo en la garganta. Hastaentonces jamás había oído al doctorKohly alzar la voz. Jamás lo habíavisto tan enfadado. Una vez lo vioreprender a su mujer. Fue cuando

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Vonnet trepó a un árbol del huertopara coger una manzana de unarama alta. Se cayó y se arañó, ymientras el doctor Kohly levendaba la herida masculló:«Vonnet, de verdad, no eres unaniña, y la esposa de un médico nopuede trepar a los árboles. Es

indecoroso.» También había vistolas miradas de reproche que ledirigió al abuelo Kohly cuandollegó a la casa y maldijo en francés.Pero aquellas miradas fueronúnicamente eso, miradas, y suenfado con Vonnet sólo lo expresómascullando entre dientes, mientrasque a ella le había gritado deverdad.

Antes de acostarse sacó delcajón del escritorio un frasco de

perfume vacío, cubierto por unarejilla de mimbre, y aspiró el aroma

de su interior. Eso la tranquilizó unpoco, «pero pronto -pensó contristeza-se le irá todo el olor». Semetió en la cama, abrazó a Bojkiycerró los ojos.

En sueños vio una colina lisa,

puntiaguda, rodeada de arbustos. Alacercarse, comprobó que no era unacolina, sino la cabeza calva ypuntiaguda de su padre. Se volvióhacia ella. Tras las gafas la miraronsus ojos bondadosos, y bajo subigote se dibujó una dulce sonrisa.Tamborileó sobre sus rodillas y la

invitó a sentarse encima. Ella saltóhacia él y, a través de las lentes del

microscopio que Frank Hanfchhabía construido, contemplaronjuntos el álbum de pinturas.

-Renoir era un gran pintor dijosu padre-, pero no sabíadibujar manos. Mira, es como si lefaltasen a todas las personas.

Lieneke pasó la página. Hasta

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en sueños reconoció el siguientecuadro. Era el de la joven con unpendiente de perla, del pintorholandés Vermeer, sólo que ahora

la joven era como su hermanaHannie.

-Nadie en el mundo tiene unamarillo y un azul como el deVermeer -dijo Lieneke en el sueño,algo que decía siempre su padrecuando hojeaban juntos el álbum-.Pero ¿qué es esto? -preguntócuando pasó la página.

Dos manchas se movían sobreel siguiente dibujo. Reconoció eltono rojo amarronado, la formadifuminada y hasta su olor dulzón ycosmético. Eran las dos manchas de

colorete que cubrían losprominentes pómulos de su madre.Lien solía maquillarse para ocultarel tono amarillento que laenfermedad hepática le había dadoa su piel. No quería que lepreguntasen por qué estaba tanpálida y si se encontraba bien, y semaquillaba las mejillas inclusocuando estaba tan mal que lecostaba salir de la cama. Lieneke

había visto a su madre sin coloreteen contadas ocasiones, y de prontose sintió mal, le entraron náuseas.

Observó las manchas, se esforzópor ver el rostro detrás de ellas yno lo consiguió.

Las manchas se movían por lapágina y las anchas manos de supadre, que sujetaban el libro,

desaparecieron de la hoja, como silas hubiese pintado Renoir. PeroLieneke no miró las manosdesaparecidas. Sólo quería ver elrostro detrás de las manchas.

-¿Por qué han venido sin ella?-le gritó a su padre, pero él ya noestaba allí, y se despertó aterrada

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por si le había ocurrido algo a sumadre.

Ese miedo la angustió durantemuchas horas. Sólo sintió aliviocuando el médico la llamó a suconsulta y, sin decir una palabra, ledio una carta de su padre.

Carta de Semana Santapara Lieneke

Carta de la semana para LienekeAbril de 1944

Querida Lieneke:

Cuánto tiempo ha pasado

desde que te dibujé una carta. Meavergüenza un poco y por esocomenzaré en seguida. Seguro queahora tienes vacaciones de SemanaSanta.

¡Espero que haga un magníficotiempo primaveral!

En nuestro huerto estáfloreciendo el azafrán. (¿Viste

cómo dibujé las campanillas denieve en la carta anterior? En lugarde dibujarlas así las dibujé así ¡Qué tontería! ¡Y eso que soybotánico! De nuevo tengo queavergonzarme.)

Ayer nos trajeron unospolluelos. A uno le duele una pata.Tendremos que llamar al

veterinario. A lo mejor tiene algunapomada.

¿Qué tal tu bancal de fresassilvestres?

Aquí los esquejes semantienen bien alineados esperando

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el sol de primavera para que les décalor. Nuestra oveja esgraciosísima. Deja que las gallinassalten sobre su lomo de lana yentonces sale con ellas de paseo.

¿Sabes lo que más deseo? Queeste año no venga ningún conejo dePascua, ni tampoco un polluelo dePascua, sino que en su lugar vengauna paloma: una paloma de pazsana y real. Que las flores naranjas

[9] se adelanten este año, quevayas con Liesje a recogerlas y quelas pongas en mi habitación, en mimesa.

Lieneke, debo volver a decirte

que cada vez escribes mejor.Recuerdo cuando escribías así (entonces tenías tres años), tambiéncuando escribías así (entoncestenías nueve), y ahora estoy muycontento de que escribas así 

Dile al maestro Hiddink queme tiene impresionado y que, si túte mereces un 9 y un bonito lápiz, élse merece un 10 y un puro.

Y ahora, mi querida niña,tengo que volver a despedirme deti. Dale saludos afectuosos a la tía,al tío y a su padre, y también a tuconejo.

Un beso en cada mejilla y otroen la nariz de Jack.

Capítulo 15

Lieneke estaba de pie junto ala mesa de trabajo de la rebotica,frotando frascos de cristal con unestropajo mojado. Quitaba lasetiquetas pegajosas y sacaba brilloal cristal verdoso. «Soy buenísima

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quitando etiquetas de los frascos yparches amarillos de la ropa», sedijo sonriendo. Pensó que era unchiste que también habría hecho reíra su padre. En su cabeza aún

resonaban las frases de la últimacarta que había recibido de él, yante sus ojos pasaba una y otra vezla oveja que había pintado, con lagallina sobre el lomo. Su carta lehabía puesto de buen humor, se rióde su pequeña broma sobre elpolluelo al que había que llevar alveterinario, como si él no fueseveterinario. Le gustó que escribieseque se avergonzaba por haberseequivocado en el dibujo de lascampanillas de nieve, y que seacordase de mandar saludos para

todos, hasta para su conejo.

-Lieneke, quiero hablarcontigo -oyó que decía de repentela voz del médico, tan delicadacomo siempre. Cerró la puerta de lafarmacia y entró en la rebotica. Sesentó en una silla y la miró a losojos-. Lieneke, ¿sabes una cosa? dijo-.Estamos viviendo tiempospeligrosos.

Le dio un vuelco el corazón;temía tanto ese momento Seguroque le iba a comunicar que ya nopodía tenerla en su casa. Era

demasiado peligroso para él. Sepreguntó qué les hacían exactamentelos nazis a las personas queescondían a los judíos.

-Lieneke, ¿estás escuchando?

-preguntó el médico mientras susojos examinaban el rostro de laniña.

Lieneke asintió. Llevabamucho tiempo viviendo con él y conVonnet, y claro que tenía derecho adecirle, sobre todo ahora, despuésde haberle hecho enfadar tanto en lacena del cumpleaños de Vonnet,

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que él ya había hecho todo loposible por ella y que ahora debíairse. Pero ¿adónde iría?

-Quería contarte que prontotendremos huéspedes -dijo elmédico.

Lieneke suspiró con alivio. Sindarse cuenta acarició la mesa detrabajo con aquel fuerte olor aqueso.

-No son como tú -continuó eldoctor Kohly-, que todos saben queeres mi sobrina de Amsterdam ypuedes ir y venir por la calle. Esas

personas tendrán que permanecer en

la habitación. Nadie, salvo tú,Vonnet y mi padre, debe saber nadade ellos. Ni siquiera Kornelia. Nosarriesgamos mucho, pero hay queayudar a esas personas.

-Porque son -murmuróLieneke-judíos. -Hacía tiempo queno pronunciaba esa palabra, y ahorasentía que le quemaba la lengua.

El médico asintió.

-Entiendo -dijo ella.-Sé que se puede confiar en ti-añadió el médico, acariciándole la

cabeza, y entonces volvió a susocupaciones.

Ella continuó sacando brillo alos frascos. La idea de loshuéspedes, como los había llamado

el doctor Kohly magnánimamente,le hizo recordar los días en casa delmatrimonio Dommmisse. Se acordódel día en que estuvieron a punto dedescubrirlos. Al mediodía, losDommmisse invitaron a Jaap y a sushijas a comer con ellos. La criada,que estaba junto a la mesa sujetandola cortina con una mano, gritó de

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pronto con horror: «SeñoraDommmisse, ¡su padre! ¡Está aquí,en la entrada! ¡En seguida llegará ala puerta!» Antes de que terminarade hablar, Jaap, Lieneke y Raquelya habían salido corriendoescaleras arriba en dirección aldesván. No les dio tiempo a entrar,y se quedaron parados en elpequeño descansillo al final de laescalera. La puerta se abrió cuandola criada había quitado sus platosde la mesa. «Justo ahora estábamosponiendo la mesa -le dijo la señora

Dommmisse a su padre-. Siéntate ycome con nosotros.» El hombre sesentó a comer y se quedó un buenrato. Se puso cómodo en la silla,comió con calma, se tomó el

sucedáneo de café y aún siguiócharlando sobre los asuntos de lagranja. Todo ese tiempo, Lieneke,Raquel y Jaap permanecieron en eldescansillo, petrificados y ensilencio; les dolían las piernas.Lieneke miró a su padre a los ojos yvio en ellos una gran preocupación,incluso miedo.

Jaap comprendió que su

tiempo en casa de los Dommmissehabía acabado. Una y otra vezrepasó mentalmente los nombres delas personas que conocía y quequizá podrían ayudarle a encontrarun escondite para sus hijas. Yahabía conseguido encontrar sitiopara Bart, para Hannie y para sumujer, pero para sus dos hijaspequeñas aún no había encontradoescondrijo. Estando allí con ellas,se acordó de una carta que encontróen su mesa del laboratorio de la

universidad. La descubrió porcasualidad, oculta en un cajón,después de que le comunicaron quedebía abandonar su trabajo, comoel resto de los judíos. Ese díaordenó sus papeles y escribió notasmuy concretas para que el trabajo

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en el laboratorio pudiese continuarsin él. Al fondo del cajón vio depronto un sobre cerrado con sunombre escrito en él. Dentroencontró una carta muy concisa deun médico que había ido a launiversidad para perfeccionar sus

conocimientos y había estudiadovarias asignaturas con él. Leyó:

Estimado doctor Van derHoeden:

Llegan tiempos difíciles. Sinecesita ayuda, diríjase a mí.

Atentamente,

DOCTOR

COOYMANSMédico rural, SaintOedenrode

El corazón de Jaap se llenó deesperanza al recordar aquella carta,y Lieneke vio cómo el miedodesaparecía de sus ojos y su rostrose relajaba. Y en efecto, cuando elanciano señor Dommmisse se fuede casa de su hija, sin saber que

aquellos judíos estaban petrificadosen la entrada del desván, Jaap yasabía lo que tenía que hacer. Noestaba seguro de que el doctorCooymans pudiera ayudarlo aencontrar un escondite para las dosniñas, pero no tenía nada queperder: no había más alternativaque arriesgarse e intentar recibir laayuda que se le había ofrecido. Aldía siguiente, muy temprano, Jaap

se dirigió con sus dos hijas alpueblo de Saint Oedenrode, en elsur de Holanda. Cambiaron de

andenes y de trenes y, en cada tren,Lieneke y Raquel caminaron ensilencio detrás de su padre, quebuscaba sitio junto a otras familias.

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No hablaron durante el viaje y notuvieron contacto visual entre ellosni con otros pasajeros, y porsupuesto tampoco con los policías ylos soldados. Sólo miraron por laventanilla del tren, que traqueteabasobre las vías, la hermosa tierraque se extendía ante ellos, verde yotoñal. Pasaron frente a molinos deviento que giraban, canales con

tapias verdes, vacas que rumiabanen vastas y llanas praderas, ygrandes granjas con tejados de paja.Cuando llegaron a casa del médicodel pueblo de Saint Oedenrode,Jaap les pidió a sus hijas queesperasen fuera, sentadas debajo deun árbol, y llamó a la puerta. Unacriada con un vestido negro y undelantal blanco abrió.

-Buenas -la saludó-, supongoque el doctor no está en casa. ¿Estála señora Cooymans?

-¿Quién pregunta por ella?

indagó.

-No puedo decirle a usted minombre -respondió Jaap con

sinceridad. Sabía que era peligrosodecirle su nombre a la criada, y unnombre falso no le habría abiertocamino hacia la señora Cooymans.

La criada hizo una ligeramueca con la boca, para mostrar sumalhumor, y entró.

-Un señor forastero quierehablar con usted -informó a laseñora Cooymans-, pero se niega adecir su nombre.

-Si no dice su nombre -dijo lamujer-, no podré recibirlo.

Tres veces regresó la criada ala puerta a preguntar su nombre alrecién llegado, y tres veces volvióa informar a su señora de su

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-Bienvenidas -dijeron lasniñas educadamente.

Un niño rubio de unos cincoaños entró de pronto corriendo enla habitación; llevaba el pelo depunta, hacia arriba y hacia loslados. Se abrazó a las piernas de su

madre.

-Y éste es Pieter -dijo conternura, y lo besó en la frente-.Pieter, éstas son Lieneke y Frans,tus primas.

Pieter las miró resplandecientede felicidad, como si hubiesenllegado invitados a una fiesta.

-Nuestro pueblo es muy

famoso -dijo-. ¡Aquí hacen losmejores zuecos de Holanda!

La señora Cooymans sonrió.

-El niño es un patriota -le dijoa Jaap.

Margej arrugó un poco lanariz.

Luego les presentaron a lacriada del delantal blanco y a laniñera austríaca, Greta, que ibacompletamente vestida de gris yllevaba el pelo, también gris,recogido en un moño muy apretado,como la señora de la casa.Finalmente conocieron al doctorCooymans, un hombre alto y guapocon el pelo liso, como el de su hijopequeño, apuntando en todas lasdirecciones. Llegó a la casa en

bicicleta, abrazó a Jaap y estrechócon afecto las manos de las niñas.Se sentaron a comer juntos. Losniños comieron con buenos modalesy no hablaron estando a la mesa.Con su fuerte acento austríaco, laseñora Cooymans explicó la rutinade la casa: los niños no iban al

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colegio local, estudiaban en lahabitación de juegos con la niñeraGreta. Las primas de labombardeada Rotterdam seincorporarían a las clases, ytambién al paseo diario: dos horas

a paso rápido por el bosquecercano a la casa para mejorar lasfacultades físicas. Lieneke, dijo laseñora Cooymans, dormiría con laschicas y Frans tendría su propiahabitación en el desván.

Después de comer, loshuéspedes subieron con la señoraCooymans al cuarto de Raquel, enel desván. En la amplia entrada queconducía a la habitación habíamanzanas, ordenadas en grupos porclases, rojas y verdes, alejadasunas de otras, para que se

conservasen allí, con el ambientefrío y seco, durante el invierno. Unolor ácido y dulce a manzanasflotaba en el aire y llenaba tambiénla pequeña habitación, donde habíauna cama de hierro, un armariodecorado con rosas y, en la pared,un gran cuadro de la última cena deJesús.

Desde la ventana se veía elcanal, sus tapias verdes por elmoho y el puente bombardeado.Lieneke quería quedarse allí conRaquel en lugar de dormir con

Margej y Lotte, pero no dijo nada.

-Os voy a dejar un rato aquí dijola señora Cooymans, y cerró lapuerta al salir. Jaap se acercó a la

ventana, miró hacia afuera unosinstantes y luego se volvió hacia lasniñas.

-Estaréis estupendamente aquí-dijo-, con mucha más libertad. Yano tendréis que estar todo el ratoencerradas en la habitación, yseréis parte de la familia.

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-Pero tú te quedarás un pococon nosotras, ¿verdad? -preguntó

Lieneke, aunque ya sabía larespuesta.

-No -respondió Jaap-. Yo mevoy a otro pueblo.

Lieneke se sentó en el bordede la cama de hierro.

-Os tenéis la una a la otra dijoJaap.

«Quiero ir con mamá», estuvoa punto de decir Lieneke, pero sesobrepuso. Raquel se sentó a sulado. «Formamos un equipo tanbueno como Bart y Hannie»,recordó Lieneke que le había dicho

su hermana una vez, hacía muchotiempo, cuando se pusieron enhuelga por Totó, el perrito. Apenasoyó las palabras de despedida y deánimo de su padre. Tenía queponerse en camino en seguida. Supueblo, dijo, estaba en otra zona,lejos de allí, y debía llegar antesdel toque de queda.

-Sed buenas chicas -les pidió

al abrazarlas-. Adiós.-Hasta después de la guerra murmuróRaquel después de que supadre hubo cerrado la puerta.

-¿Cuándo crees que acabará?-preguntó Lieneke.

-Me parece que eso aúnllevará mucho tiempo -respondió

Raquel, y rodeó los hombros de suhermana con el brazo.

«Menos mal que al menos latengo a ella -se dijo Lieneke-.Además -continuó animándose a símisma-, no creo que la guerra duremucho, y luego -como decía supadre-, volveremos a vivir juntos ytodo será exactamente igual que

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antes.»

-Esto parece un internado murmuróRaquel-, y esa Margejtiene una envidia de su hermano quese muere -añadió.

-¿Por qué? -preguntó Lieneke.

-Porque es un consentido y sumadre lo quiere más que a nadie.¿No te has dado cuenta?

-A mí me parece majo respondióLieneke-. Y el doctorCooymans es tan guapo.

-Me pones de los nervios dijoRaquel-. Sólo ves las cosasbuenas.

Lieneke no contestó. Para quéiba a discutir. Las chicasempezaron a doblar bien su ropa,como habían aprendido de suhermana mayor, Hannie, y lacolocaron en el armario. Variosaños antes, Hannie había estudiadolabores del hogar en la escuela deenfermeras. Cuando iba a casa porvacaciones mostraba a sushermanas pequeñas cómo sedoblaban las camisas y los

pantalones, e incluso las sábanas;cómo se planchaba justo por las

costuras y cómo se quitaban lasmanchas de distintos tipos, todo locual resultó muy útil cuando entróen vigor la ley que prohibía a los nojudíos trabajar en las casas de losjudíos, y los Van der Hoedentuvieron que despedirse de laasistenta y hacer todas las tareas

domésticas.

-Greta estará contenta -dijoRaquel al observar la ropaperfectamente doblada en elarmario-. Parece una carcelera.

Lieneke no pensaba eso, pero

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no respondió. Era cierto que Gretaparecía muy severa, pero no le dabamiedo.

-Sé lo que estás pensando dijoRaquel-. Para ti todo el mundoes o muy simpático o muydesdichado. Me tienes harta.

Esa noche, Lieneke noconsiguió conciliar el sueño. Oía ladébil respiración de Margej y deLotte, abrazó a Bojkie intentó nopensar en nada, pero no lo logró. Lecostaba mantener los ojos cerrados.Se levantó y salió del cuarto

descalza, de puntillas, en completosilencio, para no despertar a Greta,que dormía en la habitación de al

lado. Subió por la escalera demadera hasta el desván y elagradable olor de las manzanas leinundó la nariz. Tuvo cuidado de nopisarlas y en silencio abrió lapuerta de la habitación de Raquel.Su hermana estaba tumbada de lado,despierta, y sonrió en la oscuridadcuando vio a Lieneke entrar en lahabitación.

-Es justo lo que yo hacía

cuando empezó la guerra -murmurómientras le hacía sitio en laestrecha cama.

-¿Qué quieres decir? preguntóLieneke, al tiempo que searropaba con la suave manta que elcuerpo de Raquel ya habíacalentado.

-A veces -recordó Raquel-,

cuando los aviones atronaban enmedio de la noche, para superar elmiedo entraba en la habitación deHannie para dormir a su lado.

-¿De verdad? -preguntó

Lieneke sorprendida.

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-Sí, y Hannie era muy amableconmigo. Es una buena hermanamayor. No me decía cosasofensivas.

-¿Dónde está ahora? -seatrevió a preguntar Lieneke.

-Hannie está en un convento susurróRaquel-. Disfrazada demonja. -Permanecieron calladas unbuen rato y luego Raquel preguntó-:¿También yo soy una buenahermana mayor, verdad? -PeroLieneke no respondió, porque ya se

había dormido.

Al cabo de unos días, lashermanas ya se habíanacostumbrado a la rutina de la casa

de la familia Cooymans. Selevantaban temprano con los demásniños, desayunaban todos juntos yluego subían a estudiar a lahabitación de juegos. Greta tenía unbuen programa. Enseñabamatemáticas, lectura y ortografía, ytambién música y trabajosmanuales, incluido punto y bordado.Al mediodía, la criada les subía la

comida y luego Greta se iba adescansar. Los niños se quedabanen la habitación de juegos, era sutiempo libre.

Por la tarde salían a pasear enfila india. A la cabeza iba Greta,ayudada por un bastón demontañismo, y detrás de ella, losniños. Caminaban hacia la partetrasera de una gran iglesia, en cuyatorre había un gran reloj, y pasabanjunto a la casa del jardinero que

Lieneke había visto en el jardín eldía que llegaron al pueblo. A veces

él, botella en mano, salía asaludarlos, especialmente a Pieter.Otras lo veían en el extremo de latorre de la iglesia, donde abría unaventana desde el interior del gran

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reloj, se asomaba, gritaba «¡Pieter,amigo!» y lo saludabaenérgicamente con la mano, y Pieterle devolvía el saludo conentusiasmo.

El sábado sólo estudiaban porla mañana, y todos los sábados porla tarde tomaban té con la señoraCooymans en el salón. Los

educados niños hablaban sólocuando se dirigían a ellos, tomabanel té y respondían a las preguntasque les hacía su madre. Al ver queLieneke miraba con curiosidad lasnumerosas fotografías quedescansaban sobre el piano y losmuebles, la señora Cooymans dijo:

-Son mis parientes. Viven enAustria. -Y al presentar a las

personas de las fotos, sus padres, suhermana y sus primos, su voz sedebilitó y se llenó de nostalgia.

El domingo por la mañana

toda la familia Cooymans acudía ala iglesia, y Lieneke y Raquel losacompañaban. Allí conoció Lienekeal resto de las personas del pueblo.No se dirigían a ella; sólo

saludaban al médico con afecto yrespeto, y a su mujer, con frialdad.Lieneke se preguntaba si la gentedel pueblo no apreciaba a la señoraCooymans porque no permitía quesus hijos se hicieran amigos de loshijos de los campesinos yestudiaran con ellos en el colegio, oporque era austríaca y sospechaban

que apoyaba a los nazis. Lieneke se

compadecía de ella. Pensaba que laseñora Cooymans debía de sentirseextraña y sola en ese puebloholandés, y por eso se rodeaba defotografías de las personas que laquerían, pero que ahora estaban tanlejos de ella. Al cabo del tiempo,cuando conoció a Vonnet, Lieneketuvo la impresión de que su destinoera en cierto modo parecido al de

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la señora Cooymans. TambiénVonnet era forastera en Den Hoom,también ella había llegado de otro

país, se había casado con unmédico holandés y vivía con él enun pueblo pequeño entrecampesinos. Pero Vonnet era muyapreciada por los vecinos, tal vezporque era cariñosa y agradable, ytal vez porque era de Suiza y no deAustria.

Capítulo 16

Lieneke se sentó a la mesa ycenó con Vonnet y el abuelo Kohly.Nada más terminar, el abuelo se fueal jardín; llevaba en el bolsillo un

sobre con hojas de una clase nuevaque Lieneke había picado para él.Ya había probado tres tipos, yninguno le había gustado.

-¿De dónde ha sacado la ideade fumar agujas de pino? -preguntóVonnet con una mirada divertida-.

Hein no sabe si reír o llorar añadió-.Ya sabes lo sensible que

es a los olores. Huele el humohoras después de que el abueloKohly esté soñando ya con laspróximas hojas. -Se rieron, yentonces Vonnet añadió-: Vamos allevarles la cena a nuestroshuéspedes.

Lieneke no tenía ni idea de quelos huéspedes que el médico habíamencionado ya estuvieran en lacasa. «Realmente consiguen guardarun absoluto silencio», pensó.

-¿Cuántos huéspedestenemos? -preguntó.

-Dos -respondió Vonnet.

Prepararon comida en dosbandejas y Lieneke subió detrás de

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Vonnet a la tercera planta. Hastaentonces casi no había tenidoocasión de subir a esa planta, en laque había varias habitacionescerradas donde se almacenabanmuebles antiguos. Vonnet abrió lapuerta y entraron en un cuartoatestado de distintos tipos demuebles, casi todos ellos cubiertos

con sábanas blancas. En un extremode la habitación, detrás de unarmario ancho, había dos camasestrechas y, entre una cama y otra,una mesa baja de cristal y dossillones. Al borde de una camaestaba sentado un hombre, yenfrente de él, una mujer. Los doseran altos, pálidos y enjutos, y en unprimer momento a Lieneke le dio laimpresión de que se parecían, comosi fueran hermanos.

-Ésta es Lieneke -dijo Vonnet,y ella sabía que por prudencia

añadiría en seguida-: la sobrina demi marido. Vive con nosotros.

Se presentaron en voz baja,David y Klara, y Lieneke se percatóde repente de que, de hecho, no separecían en nada. La cara pálida de

Klara estaba impasible, como la deuna muñeca de porcelana, y teníaunos ojos grandes, inexpresivos ycansados. Su voz era áspera ydébil. David tenía el rostroalargado, unos ojos profundos, unavoz melodiosa y una sonrisainfantil.

Media hora después, Vonnet yLieneke volvieron a subir a la

habitación de la tercera planta,bajaron los platos a la cocina, losfregaron bien, los secaron y dejaroncada cosa en su sitio, para que noquedara rastro de los huéspedesocultos.

Al cabo de varios días,cuando, después de cenar, Lienekesubió a la habitación sucedáneo de

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té, David le pidió que se sentaracon ellos y les hiciera compañía.

-Disculpadme -dijo Klara-,

me voy otra vez a dormir. -Tomó unpoco de té y se tumbó en su cama.

-Klara está cansada -explicóDavid-. Llevaba tanto tiempo sindormir como es debido que ahorano puede parar. A mí me ocurrejustamente lo contrario. A pesar delcansancio, no puedo pegar ojo.

Lieneke se quedó, pero nosabía qué decir. Se fijó en unaantigua rueca que estaba en unextremo de la habitación, y sepreguntó cuándo la habríacomprado el doctor Kohly y a

quién.

Tampoco David sabía cómoiniciar la conversación.

-Yo también soy médico dijo-,como tu tío.

Lieneke lo miró sorprendida.

-Y Klara es enfermera continuó

él.-Estoy rodeada deprofesionales médicos -se rióLieneke, y una dulce sonrisailuminó también el fino rostro deDavid. Creía que estabarefiriéndose al doctor Kohly, a

Klara y a él, no sabía que se referíatambién a días pasados y a otros

médicos: a su padre, veterinario; aRoe Cohen, pediatra; al doctorDommmisse y al doctor Cooymans,médicos rurales. Quizá porqueestaba tan desconcertado como ella,

o tal vez por su sonrisa infantil,Lieneke se sentía cómoda encompañía de David, como si loconociera de toda la vida, y por

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tanto siguió con el mismo tema-: Esestupendo estar rodeada deprofesionales médicos, porque

estoy enferma a menudo.

Los profundos ojos de Davidla miraron con curiosidad.

-Sí -explicó ella-, he tenidosarampión dos veces.

Él la miró impresionado yvolvió a sonreír. Luego guardaronsilencio durante unos instantes.

-Somos de Amsterdam -dijoDavid a continuación.

Lieneke pensó que tal vezDavid y Klara habían trabajado enel hospital judío donde trabajóHannie nada más comenzar la

guerra. ¿La conocerían?, ¿habríantrabajado juntos? Queríapreguntarle por su hermana mayor,pero ¿cómo podía mencionar aHannie Van der Hoeden sin temor aque se descubriese su identidad? Sesumió en sus pensamientos hastaque David la sacó de ellosdiciendo:

-Pronto no quedarán judíos enAmsterdam.

-¿Qué quiere decir? -preguntóLieneke, conmocionada.

-Somos judíos -le explicó-.

Por eso tu tío nos esconde aquí.

Le contó lo que ella ya sabía,

que los nazis habían marcado atodos los judíos y decretado leyescontra ellos, pero también añadiócosas que no sabía: que al principiohubo intentos de oposición a losdecretos contra los judíos, unauniversidad, por ejemplo, que cerrósus puertas cuando prohibieron alos judíos enseñar y estudiar enella. Habló también de la huelga

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general de los obreros deAmsterdam, que se manifestaron

contra la persecución de los judíos.Pero todos aquellos intentos

fracasaron y ahora estabanexpulsando a los judíos deAmsterdam.

-Pero también los judíos sonholandeses -replicó Lieneke.

-Por supuesto -dijo David-,pero algunas personas prefieren queno estén aquí.

-Los nazis -dijo Lieneke.

-No sólo ellos -dijo contristeza-. Hay gente que entrega a

los judíos a los nazis a cambio de

dinero.

Un escalofrío recorrió laespalda de Lieneke.

-Las personas -murmuróDavid-son las criaturas másimpredecibles que existen, parabien y para mal, sobre todo en

tiempos de guerra.-¿Y qué hacen los nazis conlos judíos? -preguntó Lieneke.

Él dudó un instante.

-Los envían a campos detránsito -respondió-, y de allí, sobretodo a Polonia.

-¿Y simplemente se trasladana vivir allí, a Polonia? -preguntóLieneke.

-David, basta -murmuró Klaradesde la cama, con los ojoscerrados.

-Pero ella quiere saber contestóDavid-. No vendría mal

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que todo el mundo hiciese estaspreguntas.

La habitación quedó ensilencio, y Lieneke estuvo a puntode levantarse y salir, peropermaneció sentada.

-Si la guerra no terminapronto -susurró David mirando alsuelo-, no quedarán judíos enHolanda. -Tragó saliva y continuó-:Quedarán sólo unos pocos, comonosotros, a quienes los miembrosde la resistencia y otros buenoscristianos están dispuestos aesconder.

A Lieneke le dio vueltas lacabeza. Ante sus ojos pasaron losrostros de tantas y tantas personasque conocía y que eran judíos: su

tía, con su marido y sus tres hijos,

Roe Cohen y su familia, losalumnos y maestros del colegiojudío, y los niños del orfanato. «Atodas esas personas ya no se las veen Utrecht -pensó-. ¿Y quiénpercibe su ausencia?»

-¿Qué les hacen los nazis aquienes esconden a los judíos? logró

preguntar.-¡Se acabó! -ordenó Klara convoz débil.

Abrió los ojos y atravesó aDavid con la mirada. Él bajó lavista y no dijo nada. De todos

modos, no pensaba contestar a esapregunta.

-Cuéntanos algo agradable pidióentonces David.

-¿Sobre personas o sobreanimales? -preguntó Lieneke.

-Sobre animales -dijo él-,sobre las personas ya sé bastante.

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-Vale -asintió Lieneke, y sedispuso a contarle lo sucedido encasa de Liesje-: En casa de miamiga empezaron a desaparecertodo tipo de cosas: el anillo decompromiso de su madre, con un

gran diamante en el centro,desapareció del joyero, y luegovolaron varios pendientes y elalfiler de corbata de su padre. Ytambién las cucharillas de plata, deesas con las que se comen lastartas, empezaron a desaparecer delbaúl que estaba abierto en el salón.

-Entonces es una historiasobre personas -dijo Daviddesilusionado-, y encima sobreladrones.

-David, paciencia -murmuró

Klara con los ojos nuevamente

cerrados.

-Despidieron a la asistenta continuóLieneke-, pero cuandollegó la nueva asistenta tambiénsiguieron desapareciendo joyas,cucharillas y tenedores.

-No me digas que

sospecharon de ti -resonó la vozinquieta de David.

-Él sabe contar historias suspiróKlara-, pero no tienepaciencia para escuchar a losdemás.

-Un día -continuó Lieneke

despacio, observando los profundos

ojos de David-, mi amiga y yoestábamos en el jardín de su casamirando a su enorme tortugamientras comía lechuga. De repentevimos a su cuervo, que vivía allí 

-¿Un cuervo? -preguntóDavid.

-Sí -dijo Lieneke-. Vivía allí,

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en un árbol del jardín, y lo vimossalir volando de la casa con algobrillante en el pico. Voló muy altohacia su nido, que estaba en la copadel árbol, y al cabo de un rato

volvió a posarse en una rama másbaja, frente a nosotras, y ya nollevaba nada en el pico. Los padresde mi amiga llamaron a losbomberos para que bajaran el nidodel árbol. ¡Era como un cofrerepleto de tesoros! Anillos,pendientes, cucharillas allí habíatodo tipo de cosas pequeñas ybrillantes.

-¿Para qué lo querría? preguntóKlara con vozadormecida.

-A los cuervos -Lieneke

repitió lo que le había dichoentonces su padre-sencillamenteles gustan las cosas brillantes.

David sonrió, pero en esaocasión no era una sonrisa dulce,sino amarga.

-Es una bonita historia sobrelos animales -dijo-, pero no tanto

sobre los seres humanos.-¿Por qué? -preguntó Lienekesorprendida.

-Sería interesante saber si lospadres de tu amiga se disculparoncon la asistenta a la que acusaron

de ladrona y despidieron, o sisimplemente se olvidaron de ella

por completo.

Cuento de primavera«Jaapje y Lieneke»

Cuento de primavera sobre Jaap yLien y de Jaap para Lien

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Mayo de 1944

Querida Lieneke:

Ya es primavera. ¿Has vistoya muchas terneras, potros ycorderos?

Quiero contarte una divertidahistoria que nos ha ocurrido aquí: anuestra cabra más vieja, que sellama Doortje, se la veía muy torpe

en los últimos días.

«Come demasiado -decían los

vecinos-, mirad qué vientre tangordo tiene. ¡Parece el presidentedel país de los gordos!»

Realmente estábamos algopreocupados, porque nuestrosvecinos están cerca de las cabras ylas entienden. Pero se equivocaron.Escucha lo que ocurrió:

Cuando entramos el viernes en

el establo, en seguida vimos quealgo especial había ocurrido allí.

La cara de Doortjeestaba tanalegre como si fuese sucumpleaños, y como si el sanNicolás de las cabras hubieravenido a felicitarla personalmente.Pero allí había ocurrido algo muchomás hermoso: en un rincón se oyóun sonido débil y agudo, y luego,

otro más.

Sí, eso es lo que ocurrió: doscabritillos que acababan de nacer,con caritas de mono, y en todo lo

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demás igualitos que su madre.

Y lo más emocionante: elmacho se llama Jaapjey la hembraLieneke.

Es todo por ahora. Un cuentode primavera verídico.

¿Puedes contarme uno a mí?Adiós, Liene, ratita mía.

Y un beso de Jack.

Capítulo 17

El cielo estaba más despejado.

El sol se ocultaba más tarde. Lascabras balaban, las flores brotabany los pájaros trinaban, pero lasfresas no crecían en el huertosituado detrás de la casa delmédico rural.

-¿Qué es lo que no hemoshecho bien? -preguntó Vonnet unapreciosa mañana primaveral desábado-. ¿Tan mal se nos da la

agricultura? -preguntó sonriendo alabuelo Kohly, que estaba de piedebajo del manzano, probando otrotipo de hojas en la pipa.

Él no le respondió, sino quemaldijo en francés y luego pasó alholandés para informar a voz engrito de que había acabado con losexperimentos. No quería mássucedáneos, sólo lo auténtico.

-¡Tabaco, por favor! -gritócon voz atronadora.

Lieneke estaba sentada debajodel manzano con las piernas

cruzadas y una sonrisa en loslabios. No estaba pensando en el

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tabaco ni en los extrañossucedáneos que había inventadopara el abuelo Kohly. Simplementeno podía dejar de pensar en los doscabritillos de su padre y en el hechode que les hubiesen puesto Lienekey Jaapje. La había emocionadomucho, como si aquellos cabritillosrealmente fuesen un poco ella y supadre. Pensó que cuando su padre yella hablaban de animales, siemprese referían también a otras cosas,

pero sólo ellos se entendían.

Vonnet echó otro vistazodesilusionado a los bancales y lepropuso a Lieneke que fueran acoger fresas al gran campo quehabía detrás de la plaza del pueblo.Se llevaron a Vera, la perra, que devez en cuando se detenía de pronto

en medio del camino y mirabaalrededor confusa, como si norecordara dónde estaba ni lo que enel fondo quería.

-Nuestra Verase estáhaciendo vieja -dijo Vonnet con

tristeza. Pero para no pensardemasiado en eso empezó a hablar

de un tema más alegre, y dijo quecreía que las mejores cosasocurrían siempre en primavera-. Esun hecho probado -comentó con elrostro resplandeciente-; a Hein loconocí en plena primavera.

Por la noche, Lieneke machacófresas sobre dos rebanadas de pan ysubió la frugal cena a los huéspedesde la tercera planta. David comió yse relamió. Klara mordisqueó unpoco el pan con la fruta roja y

volvió a tumbarse en la cama. Sedurmió; su pecho subía y bajaba alritmo de su pesada respiración.Cada vez que Lieneke iba a verlos ala habitación, encontraba a Klaratumbada en la cama. A vecesdormida, otras adormilada, y a

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veces simplemente descansandocon los ojos abiertos o cerrados.David decía que todo el rato estabaasí, también durante el día. Por esoesperaba con tantas ganas a queanocheciera, a que Vonnet, Lieneke,el abuelo Kohly o el médico

entraran en la habitación ycharlaran un rato con él.

-¿Aún sigue muy cansada porel viaje? -le preguntó Lieneke aDavid.

-Ya no es su cuerpo el queestá cansado -respondió él-, es sualma.

Al día siguiente, como todoslos domingos, Lieneke fue conVonnet y el doctor Kohly a la

iglesia. El abuelo se quedó en casa.Dijo que no creía en Dios.

-Tampoco yo -respondió su

hijo poniéndose el sombrero.

El médico, su mujer y Lienekecaminaban juntos, como unafamilia, sobre los pequeñosadoquines rojos. Los aldeanos,

todos muy arreglados, los hombrescon trajes negros y las mujeres convestidos largos y sombreros de telablancos, caminaban hacia la iglesiasaludándose unos a otros. Doscoches militares negros pasaronrápidamente por la carretera vacíajusto cuando el buen amigo deldoctor Kohly, el abogado del

pueblo, se acercó al médico para

saludarlo.

-Están trayendo a mássoldados -dijo el abogado mirandolos coches que pasaban y el humonegro que dejaban tras de sí.

-Hay que tener paciencia murmuróel médico-. No está lejosel día 

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-Los Aliados -el abogadocontinuó con su frase cortada desiempre y se tiró del bigote.

-Nuestra Holanda será libre -añadió el médico en voz baja,

asintiendo.

«Amén, amén», se dijoLieneke, mientras los doscabritillos seguían en su corazón.

Se respiraba un ambientefestivo y de buena vecindad. A laentrada de la iglesia, Lieneke seencontró a Klaus, Gredda y losdemás niños del colegio con susfamilias, y a campesinos del centrodel pueblo y de granjas másalejadas. Observó a la gente y llegó

a la conclusión de que ya conocía,al menos de cara y de nombre, a

casi todo el mundo, como sisiempre hubiese vivido allí.

Al salir de la iglesia, Lienekefue con Gredda y su hermanaJohanna a ver la ternera queacababa de nacer en su establo. Porel camino hablaron de la gran

ciudad. Gredda y Johanna creíanque Lieneke hablaba de Amsterdam,pero ella se refería a Utrecht, ypensaba que sin duda todas lasgrandes ciudades se parecían unas aotras, y en cualquier caso erandiferentes del pueblo.

-La ciudad no es para nada así-dijo en tono seguro-. En la ciudad,casi todas las casas están pegadas

unas a otras.

-Y en todas hay cuarto debaño -comentó Gredda, mirandoa su hermana mayor.

-Y hay mucha gente por lascalles -se imaginó Johanna.

-Sí -asintió Lieneke-, sobre

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todo en el centro. Montones depersonas llenan las calles,caminando y en bicicleta.

-¿Y nadie se conoce allí?

-No.

-Qué maravilla -dijoJohanna con una mirada soñadora.

-¿Qué tiene eso de bueno? preguntóLieneke, dubitativa-, ¿queno hay que saludar a nadie?

Johanna se detuvo.

-No es que a mí me importesaludar -le explicó a su hermana, yluego suspiró-. Pero cuando todosconocen a todos, todos observan atodos, analizan lo que hace cada

uno y cotillean sin parar.Lieneke recordó a Griet

pasando la mano por el armariobarrigudo y riendo con sarcasmoante la idea de que Johanna sequedara embarazada de uno de lostrabajadores municipales. Sepreguntó si Johanna sabía lo quedecían de ella a sus espaldas, y con

disimulo le miró el vientre. Peroéste parecía plano bajo el vestidode fiesta.

-Esto es asfixiante -comentóJohanna, y tomó aire-. Hasta queconoces aquí a alguien nuevo 

-No te preocupes -dijo

Gredda-, tú y yo nos iremos a vivir

a Amsterdam, al lado de Lieneke.

Johanna no respondió.

Cuando entraron en el establocontiguo a la casa encontraron a laternera tambaleándose sobre sustiernas patas, mamando. La madrevolvió la cabeza hacia las chicas y

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las miró con sus ojos redondos. Alsalir, Lieneke quería decirle aGredda que le gustaría volver alestablo con papel y pinturas ydibujar a la madre y a la hija. Ya seimaginaba sentada en un taburete en

un rincón del establo intentandocopiar en la hoja las tiernas patas,los ojos redondos, y sobre todo laexpresión bondadosa de la vaca yde la ternera. Sería como su padre,pensó, que dibujaba animalesdurantes las vacaciones familiares.Cuando el dibujo estuvieseacabado, decidió, se lo enviaría.Pero entonces algo la sacó de suscavilaciones: alguien la agarró porel brazo. Era un soldado alemán.

Capítulo 18

-¿Por qué no miras por dóndevas? -preguntó el soldado conacento extranjero.

A Lieneke se le paró elcorazón. Estaba perdida.

Gredda y su hermana se rierondesconcertadas. También elsoldado se rió. Su gran frente y su

barbilla afilada estaban cubiertasde granos rojos.

A Lieneke le flojearon las

piernas. Sintió que de un momento aotro iba a caerse al suelo.

-¿En qué estabas pensando? preguntó.

Lieneke tenía la boca seca. Nopudo contestar.

-Seguro que en nuestra vaca bromeóGredda-. Ella no tieneanimales, excepto una perra y unconejo, ¿verdad, Lieneke?

Ella seguía callada. Elsoldado dudó un instante, luego la

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soltó y continuó caminando hacia lacasa. Abrió la puerta y entró.

Lieneke se quedó petrificada.

-Vive en nuestra casa -explicóGredda.

-¿Qué? -preguntó Lieneke,conmocionada.

-Sí -continuó Gredda,mirando fijamente la puerta que sehabía cerrado tras el soldado-.Hace ya varios días. No molestanada, lo único es que tengo queordenarle la habitación todas lasmañanas.

-Ordenarle la habitación murmuróLieneke.

-Johanna no quería -explicóGredda retirándose el pelo de losojos-, y mis padres discutieron conella, entonces dije que yo ordenaríala habitación en su lugar A mí nome importa hacerlo. No me llevademasiado tiempo, y es fácil. Másfácil que otros trabajos. Más fácilque lavar la ropa Además, no megusta que discuta con ellos.

A Lieneke le daba vueltas lacabeza.

-Tengo que irme a casa -dijo.

-Pero si acabas de llegar

repuso Gredda sorprendida y contono de decepción.

-Lo sé, pero me duele un pocola tripa. A lo mejor estoy enferma.

-¿Te acompañamos? preguntóGredda.

-No hace falta -dijo Lieneke,y añadió-: Gracias.

Caminó sin levantar la cabeza,

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casi sin sentir la fina lluvia queempezó a caer sobre su cabeza. Nosólo tenía que recuperarse delterror que se había apoderado deella cuando el soldado alemán la

agarró, sino que además debíasobreponerse al desengaño. En unaocasión, Gredda los había llamado«malditos nazis», y Lieneke sabíaque estaba citando a su padre.¿Acaso habían cambiado de opinióndesde entonces? Lieneke aumentó elritmo y pasó de largo por delante dela casa del médico. No entró en lacasa, sino que continuó hacia elbosque a paso rápido. Raquel sehabría asombrado si caminaraahora a su lado. «Caracol, ¿quién tepersigue?», seguro que le habría

preguntado. Raquel la llamaba«caracol» sobre todo en lascaminatas conjuntas con la familiaCooymans, porque, como decostumbre, Lieneke se retrasaba, seembobaba, tropezaba con laspiedras y daba traspiés, mientraslos demás caminaban detrás deGreta con paso firme y la cabezabien alta. Salían a caminar no sólolos días que hacía buen tiempo, sinotambién con tormenta, incluso

cuando la nieve se acumulaba en latierra y los senderos estaban

cubiertos de hielo resbaladizo.

Cuando se desencadenaba unatormenta de nieve, Raquelpreguntaba a la señora Cooymans sitambién al día siguiente tenían quesalir a caminar, y ella siempredecía que no veía ningún motivo

para no hacerlo. Creía que unabuena caminata, sobre todo con maltiempo, fortalecía el cuerpo. Loscristales de la ventana temblabanpor el fuerte viento, y el doctorCooymans echaba un vistazo afueray decía que caminar debía

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considerarse como una oportunidadde airear la cabeza.

-Es bueno sacar la mente apasear -dijo un día.

-Es bonito lo que ha dicho -lecomentó Lieneke a su hermana porla noche, cuando subió al desván yse acostó a hermana su lado.

-¿Qué tiene de bonito? preguntóRaquel-. Sencillamente nose atreve a decirle a su mujer queexagera con esas excursionesaustríacas suyas, que hacedemasiado frío para caminar.

-Sacar la mente a pasear repitióLieneke-, es como unpoema.

Raquel suspiró.-Habrá que ver si mañanasigues pensando que es bonito,cuando nos hundamos en la nievehasta las rodillas y luego te resfríes,porque está claro que te vas aresfriar.

-A pesar de todo, es bonito dijoLieneke.

Al día siguiente regresaron de

la caminata empapados, con las

caras cortadas por el fuerte viento,que arrojaba contra ellos afiladoscopos de nieve. Todos se agruparonal lado de la chimenea, y Lienekemiró a su alrededor las velas quehabían encendido para honrar a laVirgen y los retratos de losfamiliares de la señora Cooymans.La esposa del médico tenía en la

mano un pequeño cuchillo y una latablanca, en la que iba recogiendo lacera que caía de las velas parautilizarla de nuevo. Después detomar té todos juntos en silencio, la

señora Cooymans mandó a sus hijosa bañarse y se quedó a solas con

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Lieneke y Raquel.

-Niñas, venid. Hay algo quequiero enseñaros -dijo entonces.

Subieron tras ella por laescalera y entraron en sudormitorio. Hasta ese día lashermanas no habían entrado en lahabitación privada del matrimonio,y ahora estaban aturdidas. Laseñora Cooymans cerró la puerta yles pidió que se acercaran al granarmario. Lieneke y Raquel se

miraron desconcertadas. No podíanni imaginar qué era lo que quería.Abrió la puerta, vieron su ropaplanchada, colgada en orden. En elsuelo del armario había una granmaleta. La señora Cooymans lasacó, metió la mano hasta el fondo

del armario, tiró de un pequeñogancho y levantó cinco tablas demadera estrechas, unidas entre sí.Luego se puso de rodillas y pidió alas niñas que hicieran lo mismo.

Las tres miraron hacia un pozonegro que había sido excavado

debajo del armario.

-Dios no lo quiera -susurró laseñora Cooymans-, pero, si lossoldados entran en casabuscándoos, debéis venir corriendoaquí y meteros en este escondite.

-Pero saben que estamos aquí-susurró Raquel-. Todos los díascaminamos por el bosque, y losdomingos vamos a la iglesia. Todoel mundo nos conoce.

-Es cierto -dijo la señora

Cooymans-, pero si se les ocurrepensar que tal vez no sois quienes

nosotros decimos que sois,tendremos que esconderos. Es sólopor seguridad. El doctor Cooymansy yo hemos decidido preparar esteescondite por si ocurre una

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desgracia. -Les pidió quepracticasen cómo entrar en el pozopor el armario, y les mostró cómocerrar la tapa desde dentro y cómosacar una mano para tirar de lamaleta y volver a ponerla en susitio encima de las tablas. Entraronen el pozo y permanecieronapretujadas en la asfixiante

oscuridad durante unos minutos, queles parecieron eternos. Al final, laseñora Cooymans golpeó la tapa yles indicó que saliesen-. Espero quenunca tengamos que meteros ahí añadió.

Lieneke se acordó del pozonegro en el armario de la señoraCooymans mientras caminaba solapor el bosque de Den Hoom. Pensóen lo sorprendente que había sido

descubrir la gran generosidad y elcoraje de la señora Cooymans, y enlo sorprendente y aterrador que

había sido descubrir que en casa deGredda se alojaba un soldadoalemán. «Las personas -recordó laspalabras de David-son lascriaturas más impredecibles queexisten, para bien y para mal, sobretodo en tiempos de guerra.»

Regresó a casa del médico conla cara roja de la caminata por elbosque.

-Lieneke, ¿dónde has estado?-preguntó Vonnet-. He ido abuscarte a casa de Gredda y me handicho que hacía mucho que te

habías marchado. Estaba

preocupada por ti.

-He ido a dar una vuelta respondióella, y añadió-: Hesacado la mente a pasear.

-Qué frase tan bonita -dijoVonnet.

-Sí -convino Lieneke-, alguien

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De pronto, un frasco salióvolando de las manos de Lieneke yestalló en el suelo. Miró los

pedazos y el líquido derramado y sele hizo un nudo en la garganta.Había mezclado decenas de frascosen la farmacia, y hasta ese día nohabía roto ninguno.

El médico se acercó a ella ybajó la mirada hacia lo que, hastahacía un instante, era un frascolleno de jarabe para la tos.

-Lástima que el frasco noestuviese vacío -dijo sin enfadarse.Nos falta jarabe.

-¿Y si? ¿Y si? -Lienekeno logró terminar la pregunta. Sólo

levantó la vista al techo y pensó enlos soldados nazis que viviríantambién con ellos, en lashabitaciones vacías de la casa, conla familia Kohly, con ella y conDavid y Klara, y que a cada instantepodrían descubrir la verdad sobrelos inquilinos de la casa.

-Lieneke -dijo el médico, que

había ido por el recogedor pararecoger los trozos de cristalmojados-, no se atreverán a metersoldados en la casa del médico delpueblo. No te preocupes.

Capítulo 19

La fiesta de cumpleaños deLieneke comenzó con un desayunode campesinos. Kornelia preparóespecialmente para ellapannekoeken: unas enormestortitas, finas como hojas. Unosllevaban manzanas laminadas yotros sirope dulce. Lieneke serelamió.

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-Ojalá tuviésemos suficientesingredientes para hacer una tarta

comentó Vonnet, apenada.

-Es cierto -convino Kornelia-.Sin tarta no parece un cumpleañosde verdad.

Lieneke se acordó de la tartade cumpleaños de Pieter Cooymans.La señora Cooymans estuvo mesesguardando el azúcar y la harina quele daban a cambio de los cupones,así como casi toda la mantequilla.Hasta raspaba de los platos y de lasrebanadas de pan los restos demantequilla y los metía en una latablanca, para tener suficientes

ingredientes con los que prepararun rico pastel para el cumpleañosde su hijo pequeño. Cada vez quetomaban té amargo sin azúcar, laseñora Cooymans explicaba quehabía que armarse de paciencia,porque pronto podrían disfrutar deuna tarta muy dulce en honor aPieter. Margej, su hermana, hacíauna mueca al oír esas cosas, yPieter esperaba con impacienciacumplir seis años. A los ojos de los

niños, y también de la señoraCooymans, aquella tarta fue

inflándose más y más hastaconvertirse en la comida másfestiva y rica del mundo.

No está claro cómo ocurrió, nose sabe si alguien lo saboteó apropósito o si simplemente fue unaequivocación, pero la víspera del

cumpleaños, cuando la señoraCooymans entró en la cocina parahornear la tarta, se confundió delata y, en vez de trozos demantequilla, echó en la masa trozosde cera.

Cuando la tarta estaba ya en el

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horno, se propagó por la casa unolor extraño, ahumado y dulce.Cuando el olor fue a más, la señoraCooymans abrió la pesada puertadel horno y descubrió que la tartase había convertido en una pastaque de ninguna de las maneras sepodía comer.

-El muy mimoso llorarácuando se entere de lo que le hapasado a su tarta -murmuró Raquel.

Pero Pieter no lloró entonces.Fue la señora Cooymans quien lloróa solas en la cocina, un llanto

entrecortado y extraño que se oyó através de la puerta cerrada, y Pietersólo lloró cuando Lieneke semarchó.

-Lieneke, ¿en qué estáspensando? -preguntó de prontoVonnet.

-¿Puedo no ir hoy al colegio?

-A Hein no le gusta que tedeje faltar a clase -respondió lamujer, y continuó sopesando elasunto-. Aunque de todos modos estiempo de cosecha y la mitad de losalumnos no irán al colegio. No te

perderás nada importante -Alfinal, decidió-: Bueno, en vez de latarta de cumpleaños.

Lieneke salió afuera y se sentódebajo del manzano con las piernasestiradas. El sol penetraba a travésde las ramas y le calentaba la piel.Una agradable brisa agitaba lahierba y hacía revolotear hojas y

estambres. Lieneke los miróembobada unos instantes y depronto tuvo la fuerte sensación deque justo en ese momento toda sufamilia estaba pensando en ella y

deseándole un feliz cumpleaños.Cerró los ojos y vio a Bart, como si

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lo tuviera delante, montado en subicicleta, con su Boeb Shmul atadoal manillar y saludando con susbrazos de trapo. Vio a Bartpedaleando con energía por lossenderos del bosque, entre árbolesaltos y frondosos, cantándole con suvoz masculina y cálida elcumpleaños feliz. Seguramenteestaba al servicio de la resistencia,tal vez llevaba un mensaje oalgunas cartas. Ojalá llegara

también a su pueblo. Como untranseúnte más la saludaría alpasar, tal vez hasta se detendría enla consulta y afirmaría quenecesitaba un medicamento para uncaballo herido. Se imaginó suspiernas musculosas pedaleando confuerza y sus grandes ojos mirandolos árboles altos y los caminos y,

de pronto, dirigiéndole un guiño aella.

Luego vio a Hannie, vestidacomo jamás la había visto, con unhábito de monja negro y largo,

arrodillada, con la vista alzadahacia la imagen de Jesucristo ymurmurando una oración. De prontosu mirada se volvía clara, diáfana,

una leve sonrisa se dibujaba en suslabios y las palabras de la plegariase convertían en una felicitación:«Feliz cumpleaños, hermanita.»

Y ahora era el turno deRaquel: estaba jugando con variosperros en una granja lejana,seguramente la granja del tío Evert.Saltaba por el campo seguida de losperros. Éstos ladraban y sus

ladridos ahogaban su grito:«¡Felicidades, caracol!»

Y su madre, con colorete enlas mejillas, sentada en la pequeñacama de la habitación cerrada dedonde llevaba más de un año sinsalir. Se retiraba el cabello negrode la cara amarilla, posaba una

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mano sobre el corazón y con la otralanzaba un beso al aire. ¿Y supadre? ¿Qué estaría haciendo el díade su cumpleaños? Lieneke setumbó en la hierba debajo delárbol, puso los brazos debajo de la

cabeza y con los ojos cerrados viola fiesta.

Carta festiva

Veinticuatro de mayo

Lieneke ha salido delhuevo

Carta de cumpleaños paraLieneke

Querida Lieneke:

El veinticuatro de mayo, haceonce años, en algún lugar deUtrecht, una niña pequeña de ceroaños, cero días y cero horas estabaen una cuna maravillada al ver un

mundo que nunca antes había visto.

Y estaba mamá y estaba papá,y vinieron niños y adultos y todosse maravillaron al ver a la niñapequeña que no conocían.

Y ahora aquella niña pequeñaes una joven de once años, unajoven con largas y bonitas trenzas,con una cartilla escolar estupenda y

zuecos de madera.

¡Hoy es su cumpleaños!

Qué pena no poder ir enpersona a felicitarla. Es porquetengo una mancha en el traje yagujeros en el sombrero.

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No me queda más remedio quecelebrarlo aquí. Invitaré a la cabraa la que puse tu nombre: Lieneke,ya la cabra a la que puse mi nombre:Jaapje. Beberemos con una pajitaleche de cabra de Doortjeycomeremos tartas de queso decabra.

Y por la noche iremos aljardín con velas de cumpleaños ycantaremos: ¡Lieneke tiene onceaños!

Celebramos juntos elveinticuatro de mayo, cantamos unaalegre canción. ¡Un hurra porLieneke! Doortje, Jaapje, Lieneke

y la oveja Griet: seguidme.¡Querida Lieneke! El año queviene estaremos aún más felices,

porque volveremos a estar juntos elveinticuatro de mayo.

¡Y entonces Holanda estaráliberada!

JACKCapítulo 20

-¿Puedo sentarme un rato convosotras? -preguntó, y se arrojósobre la hierba delante de la casade Gredda.

-Lieneke, éste es Hans. Hans,ésta es Lieneke -dijo Gredda en untono impasible, como si fuese la

cosa más normal del mundo.

Habían pasado casi dossemanas desde que Lieneke tropezócon el soldado que vivía en casa deGredda y hasta ahora no se habíaatrevido a volver a visitarla. Teníamucho miedo de encontrárselo, y

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una y otra vez se había imaginadoreaccionando con entereza y sindejarse llevar por el pánico. Poreso ahora murmuró:

-Encantada.

-Encantado -respondió elsoldado con voz chillona-. Esperono molestar.

-Tú no molestas -dijo Gredda,y su fino cabello volvió a caertapándole los ojos.

-No querría molestaros repitióHans.

Estaba incómodo. Por unaparte se sentía confuso, ya quesabía que el ejército había obligadoa la familia a hospedarlo. Pero, por

otra, le resultaba agradabledistanciarse un poco de los demássoldados, casi todos mayores queél, y asentarse en una casa dondehabía padres, niños y animales.

-¿Puedo mirar? -preguntódubitativo, clavando la vista en unpequeño atril de dibujo situadofrente a Lieneke, que había sido elregalo de cumpleaños de Henry

Kohly.El atril formaba parte de lacolección de antigüedades delmédico, y se lo dio junto con unbloc para que pudiese dibujar comouna pintora profesional. Le gustabair por ahí con él; era ligero ycómodo, y se divertía imaginandoquién lo habría utilizado antes que

ella. Hasta el momento sólo lohabía usado en casa y en el jardín,pero hoy lo había llevado a casa deGredda, porque aún quería dibujarla vaca y la ternera. Lieneke habíapermanecido un buen rato sentadaen el establo, en un taburete, ypensaba que los cuerpos le habíansalido bien, pero que aún no habíaconseguido trasladar al papel la

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expresión en el rostro de la madre yla hija.

-Aún no está listo -le dijo aHans-. Es sólo el primer boceto,

sólo una prueba. Aún tengo que

perfeccionarlas bastante.

-Bien -dijo él suspirando.

-Pero puede mirar, ¿verdad? lepreguntó Gredda, porque elsoldado parecía desilusionado. Ellale entregó el atril con los papeles.

Hans contempló las vacasdibujadas y Lieneke observó sucara. La tenía llena de granos rojosde adolescente y brillante de sudor.

-Un dibujo muy bonito -dijoél, y volvió a suspirar-. Si yointentara dibujar vacas, me saldrían

casas. No sé dibujar nada más quecasas, y hasta eso me sale siempreigual: un cuadrado con ventanas yun tejado triangular, como losdibujos de los niños.

Hans aún no había cumplido

los dieciocho, y parecía inclusomás joven. Había sido reclutadopor el ejército alemán unos mesesantes de ser enviado a Holanda, yestaba muy contento con su serviciomilitar, porque no lo habíanmandado al campo de batalla. Lohabían dejado en la comandancia, y

no en un país lejano o en una ciudadenemiga, sino en un país vecino, en

un pueblo que le recordaba al suyo.Sin embargo, sentía una grannostalgia de su casa y tenía muchasganas de hablar de las personas quehabía dejado atrás.

-¿Queréis ver algo tambiénvosotras? -preguntó, y sacó delbolsillo de los pantalones unafotografía de una mujer grande con

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cara de luna y trenzas alrededor dela cabeza. Con un brazo abrazaba auna joven con trenzas y granos, y

con el otro, a Hans.

Lieneke la observó. Tenía unpecho inmenso que ocupaba unespacio considerable de la foto;igual que su tía, la hermana de supadre, a la que Raquel y ellallamaban a sus espaldas «labandeja». La tía tenía un pechocuadrado y tan grande que parecíaque se podían poner encima vasos yplatos. Su marido, un funcionario dela compañía de ferrocarriles, teníauna extraña afición: leía una y otravez los horarios de los trenes y

siempre sabía exactamente cuándosalían y llegaban todos losconvoyes de la estación principalde Utrecht. Tenían tres hijosadolescentes. Quién sabe dóndeestarían ahora. De hecho, de toda lafamilia, Lieneke sabía solamentedónde se encontraba el tío Rafael,el hermano de su madre, que antesde la guerra había emigrado aPalestina. Observó la fotografía.

-Son mi madre y mi hermana explicó

Hans.-Parecen muy agradables

dijo Lieneke. Ojalá tuviera tambiénella una fotografía de su madre paramirarla y enseñársela a los demás-.Muy agradables -repitió.

-¿Verdad? -preguntó Hans,

aunque no para obtener unarespuesta, y entonces su voz seentristeció-. Las echo tanto demenos -dijo.

-Dentro de poco volverás averlas -intentó animarle Gredda.

-Tengo tantas ganas de volvera casa -confesó, levantando la vista

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hacia Lieneke-. Ojalá terminara ya

esta guerra.

Ella lo comprendía y le dijo loque todos decían:

-La guerra no duraráeternamente.

-Dura ya años -dijo Hans,desencantado-. Parece como si nofuera a acabar nunca.

-Acabará -lo consolóLieneke-, y volverás a casa con tumadre y tu hermana, y todo volveráa ser como antes.

Parecía muy segura, y élsonrió dejando ver unos dientes

blancos, rectos y muy bonitos.

-Gracias -dijo en tono másanimado, se levantó y volvió ameterse la foto en el bolsillo-.Ojalá tuviera algo bonito que daros.-Rebuscó en su bolsillo y dijo-:Desgraciadamente, sólo tengotabaco.

-¡Tabaco está muy bien! -

Gredda reaccionó rápidamente.Él alzó las cejas, sorprendido.

-No habría imaginado quefumaseis -murmuró, sacó delbolsillo medio paquete de tabaco y

lo dejó sobre la hierba.

Gredda lo despidió agitando la

mano con los diez dedosextendidos. En su rostro se dibujóuna sonrisa triunfante. Le tendió aLieneke el paquete de tabaco y serió.

-Un regalo para el abueloKohly -dijo.

En casa, Lieneke metió el

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tabaco en un sobre y escribió en él:«Este año se ha adelantado laNavidad (para usted).»

Lo dejó, como los sobres

anteriores, debajo de la tapa delpiano, sin decirle ni una palabra alabuelo Kohly. Tampoco él dijonada, pero de pronto salieron delpiano villancicos. Cantó a voz engrito.

-¿Qué le pasa a tu padre? preguntóVonnet a su marido.

El doctor Kohly abrió lasfosas nasales e inspiróprofundamente.

-Creo que esta vez haconseguido tabaco de verdad respondió

esbozando una ligera

sonrisa.

El abuelo comprendió que elregalo que le había caído, y noprecisamente del cielo, no duraríamucho, y que por supuesto no serepetiría pronto, así que se esforzóen economizar al máximo el escasotabaco que tenía. El tabaco del

soldado le duró una semana, ydurante esos días no dejó de cantarvillancicos. Los demás secontagiaron de su alegría yacabaron cantando canciones quenormalmente sólo se oían en

invierno, cuando el sol se ocultapronto, y no en verano, cuandosigue iluminando durante la noche.Todas esas melodías y canciones le

recordaron a Lieneke la Navidadanterior, cuando conoció al abueloKohly y a su difunta esposa, y cómose avergonzó de cantar en voz alta.Recordó también por qué habíacantado entonces en voz tan baja.Fue por lo de la Navidad anterioren casa de los Cooymans. Allí,como eran muy religiosos,preparaban la fiesta con gran

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seriedad. Greta, la niñera, seencargaba con los niños no sólo delos adornos del árbol, sino tambiénde las canciones. Al acercarse lafiesta acortaba un poco las clasesde matemáticas, holandés y alemán,y casi todas las horas de estudio lasdedicaba a repasar las canciones acoro. En eso Lieneke era realmentebuena. Hasta Greta, que no solíadejarse impresionar por susalumnos y siempre guardaba lacompostura, se emocionó al oír lamelodiosa voz de Lieneke.

-Igual que una cantante deópera -dijo-. Tienes futuro. Hay queenviarte a una escuela especial demúsica.

Una tarde el sacerdote delpueblo fue a visitar a la señoraCooymans. Estaba con ella en elsalón tomando un té cuando, depronto, llegó hasta sus oídos lacanción de los niños desde el pisode arriba. Ese día, la voz deLieneke sonaba especialmente altay clara. No sabía que en esemomento, en el piso de abajo, el

sacerdote tenía los ojos cerrados yestaba conmovido.

-¿Quién es? -preguntó el curaa la señora Cooymans-. ¿Quién esla que está cantando como un ángel?

-Las niñas -respondió lamujer, preocupada.

-Pero hay una con voz decantante de ópera -insistió él.

-Sí -murmuró la señoraCooymans-, es la sobrina de mimarido, de la bombardeadaRotterdam.

-¡Debe cantar un solo en la

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misa mayor de Navidad! -decidió elsacerdote.

La señora Cooymans guardósilencio un instante. Se imaginó lasituación, las miradas de losaldeanos clavadas en Lienekemientras cantaba sola frente a todala comunidad. Temió que, mientrasse deleitaban con la canción,pudiesen pensar cosas raras, eincluso sospechar que no erarealmente quien decían que era. Ala señora Cooymans le entró elpánico.

-Es posible que las niñas yano estén aquí para entonces -le dijoal sacerdote-. Por lo que le heentendido a mi marido, su hermanoquiere que vuelvan a casa parapoder pasar juntos las fiestas.

Más tarde, cuando Lienekebajó a cenar, aún con las mejillasrojas y excitada por la canción, seencontró con las caras depreocupación del doctor Cooymansy de su mujer. Tras la cena pidierona las hermanas Van der Hieden quese quedasen con ellos, mientras

Pieter y sus hermanas subían a

acostarse. La señora Cooymanscontó a las chicas que el sacerdotequería que Lieneke cantara en lamisa mayor de Navidad. Lieneke seruborizó de orgullo y nocomprendió por qué el médico y sumujer tenían el semblante tan serioy hablaban en un tono tan grave.Parecía que estuviesen deliberandoacerca de grandes tribulaciones yno de un enorme cumplido. Miró aRaquel, pero su hermana apartó lavista.

-No puedes cantar en laiglesia -dijo el doctor Cooymans-.Lo siento.

-No debéis destacardemasiado -explicó la señoraCooymans.

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Por la noche, Lieneke subió ala habitación de Raquel en eldesván y se apretujó con ella en lacama.

-Creo que tu hermosa voz nosha complicado las cosas -dijoRaquel con tristeza.

-¿Por qué? -preguntó Lieneke

. Si hay algún problema porquecante allí, que digan que estoyenferma y ya está.

-Espero que el asunto no vayaa más -respondió Raquel.

El asunto podría no haber idoa más. Sin embargo, dos días

después de la visita del sacerdote,el jardinero borrachín llamó a lapuerta de la casa y pidió hablar unmomento con la señora Cooymans.

-Si es sobre la paga -dijo lasirvienta del vestido negro y eldelantal blanco-, puedes hablar

conmigo.

-Quiero hablar con la señora dijo,haciéndose el interesante.

Ella dudó un momento y luegollamó a la señora de la casa. Laseñora Cooymans se acercó a lapuerta.

-¿Qué ocurre? -preguntó aljardinero.

Éste alzó la cabeza y le dirigióuna mirada viva y penetrante.

-Las niñas de Rotterdam dijo-.Se ha vuelto peligroso. Lagente habla.

-Gracias -dijo la señoraCooymans, y se mordió el labio.Comprendió que había que llamar a

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Jaap para que llevara a sus hijas aotro sitio. Su marido envió unmensaje a Jaap con un miembro dela resistencia y, al cabo de unosdías, apareció en la casa.

Lieneke estaba bajando laescalera cuando de pronto vio en elrellano el querido cráneopuntiagudo de su padre.

-¡Tío Jaap! -gritó, y echó acorrer hacia él-. ¡Tío Jaap! ¡Qué

bien que hayas venido!

En un primer momento pensóque había ido a visitarlas, pero enseguida comprendió que había ido abuscar a su hermana. Raquelempezó a meter su ropa en la maletay Lieneke se sentó en el borde de la

cama y la miró sin poder creérselo.-No hay más remedio -dijoJaap-. Esto se ha vuelto peligroso. Porprimera vez, Lieneke sintió queel olor a manzanas de la habitaciónle producía náuseas-. Dentro deunos días volveré y te llevaré a ti

también -añadió su padre.

-¿Al mismo sitio? -preguntóLieneke.

Raquel dejó de colocar la ropay miró fijamente a su padre.

-No -respondió él-. A cadauna os he encontrado una casa en unpueblo diferente.

Para disipar sus temores,accedió a contarles que Raquelviviría en casa de alguien apodado

tío Evert y de su esposa veterinaria,que había cursado la especialidadcon él. No le dijo dónde vivían,

sólo que tenían muchos perros. Losperros alegraron a Raquel, a pesarde que estaba triste por separarsede su hermana.

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Jaap se tumbó en la cama,puso los brazos debajo de la cabezay cerró los ojos.

-¿Estás cansado, tío Jaap? preguntóLieneke.

Él sonrió y se incorporó.

-¿Sabéis? -dijo-, también yoestoy ahora en un pueblo.

-¿Qué haces allí? -preguntóRaquel.

-Trabajo en un gallinero. Esun empleo duro, pero está bien.También trabajo algo en el campo,cultivando hortalizas, y ayudo aldueño de la granja a cuidar al restode los animales, las vacas y las

cabras. Al final de la jornada,cuando vuelvo a mi cuarto, escriboun libro sobre la últimainvestigación que realicé. No tengolibros, y tampoco mi microscopio,ni las fotografías de las bacteriasque analizamos, pero las recuerdomuy bien y las dibujo de memoria.

Y entonces me voy a dormir, ypienso en mi mujer y en mis hijos.

Un día antes de la misa mayor,Jaap regresó para llevarse aLieneke. Ella lo estaba esperandocon ropa de viaje. El resto de laropa ya estaba en la bolsa. Sobrelos hombros llevaba su mochila deemergencia con Bojkidentro. Pieterse echó a llorar.

-Tienes que alegrarte porLieneke -le dijo su madre-. Su casa

de Rotterdam ya está reformada yahora puede volver a vivir con sus

padres.

¡Ojalá hubiese sido cierto!Pieter no tenía consuelo. Lloraba,metía la cabeza en la falda de Lotte,

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y ella le acariciaba el pelo.

-No me des la mano -leadvirtió Jaap a Lieneke antes desalir hacia la estación deferrocarril-. Camina detrás de mí yno me pierdas. Si me paran, sigueandando en dirección al andén ysube al tren que va hacia el norte.

Le repitió los nombres detodas las estaciones y todos los

trenes que cogerían en cada andén,y ella los fue diciendo tambiénhasta que se aprendió de memoriael camino hasta Den Hoom. Pensóun instante en el marido de su tía, alque le gustaba leer los horarios delos trenes. «Su extraño pasatiempo-le hubiese gustado decirle a supadre-podría sernos útil ahora.»

Pero no era el momento oportunopara bromas.

En las estaciones, que estabanmás atestadas de soldados que lavez anterior, caminó detrás de su

padre, y en el tren se sentó a ciertadistancia de él. También en laestación principal de Utrecht bajódetrás de él, y en los andenes

intentó mirar sólo sus pies, quecaminaban delante de ella entremultitud de pies. Se esforzó por nolevantar la cabeza, no mirar losbarrios conocidos, el hospitaluniversitario con el laboratorioantaño dirigido por su padre, ytampoco el gran bosque por el queantes paseaban. Si todo fuesenormal, podría llegar a casa en diez

minutos. Cruzaría el gran parque desu viejo barrio, pasaría por lospuentes de madera y llegaría alestanque natural donde nadaban lasocas y los gansos. Tal vez vería aLiesje paseando con su perropequinés vestido con un chaleco.Unos cuantos pasos más y llegaría asu casa Antes de abrir la pequeñapuerta de entrada echaría un vistazo

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a la terraza de enfrente, tal vezCharlotte estaría allí, vigilando,esperando a que regresara.

De pronto se oyó un grito.

-¡Doctor Van der Hoeden!¡Doctor Van der Hoeden!

Lieneke alzó la cabeza,aterrada, pero los pies de su padrecontinuaron caminando a pasorápido hacia el andén.

-¡Doctor Van der Hoeden!,¡deténgase! -se volvió a oír lallamada-. ¡Deténgase!

Su padre aceleró el paso yLieneke lo siguió. No podíaperderlo ahora. Sólo le faltaba quelo detuvieran ahora y ella tuviese

que verlo y seguir adelante, como le

había dicho su padre, hacia elsiguiente tren. Su corazón latía confuerza. Con la mano sudorosaapretó sus billetes de tren y rezópara llegar a tiempo. Unos cuantosmetros la separaban de ellos.

-¡Doctor Van der Hoeden,¡deténgase!

Un hombre corpulento se paródelante de su padre y le cerró elpaso. El hombre sonrió y se quitó elsombrero, jadeando. Un soldadoalemán echó un vistazo en sudirección y luego siguió hablando

con su compañero.

Su padre no tuvo más remedio

que detenerse y Lieneke comenzó aandar más despacio.

-Se ha confundido -le dijo supadre al hombre-. Yo no soy eldoctor Van der Hoeden; tengo prisa,el tren va a salir.

-Pero -murmuró el hombre,sorprendido y ofendido al mismo

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tiempo-. ¿No me recuerda?¡Servimos juntos en la caballería!Usted era veterinario en mi divisióny yo era 

-Perdóneme -le cortó Jaap-,yo no soy el doctor Van derHoeden. Se ha confundido.

Jaap intentó avanzar hacia eltren, que ya estaba en el andén conlas puertas abiertas, pero el hombrelo agarró del brazo.

Lieneke sabía que debía seguircaminando, pero se detuvo detrásde su padre. Se agachó y tirórápidamente del cordón de suzapato; luego empezó a atárselo.

-Éramos compañeros -oyódecir al hombre-, ¡lo reconocería en

cualquier parte! ¿Por qué me trataasí?

-Se equivoca -repitió supadre.

El hombre seguía agarrando aJaap del brazo.

-Desapareció de pronto -dijo

con tristeza-. Fue como si se lohubiese tragado la tierra. Dijeronque se había ido a Inglaterra.

-Van der Hoeden realmente sefue a Inglaterra -masculló Jaapentre dientes, con el rostro blancode ira-. ¡Por favor, no me pregunte

más!

El hombre se quedódesconcertado. De prontocomprendió y retrocedió.

-Lo lamento, señor -dijo envoz alta-, me he equivocado. Lo heconfundido con otra persona. -Elsoldado volvió a mirarlos.

Jaap se volvió y miró

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fugazmente a Lieneke. Ella subió deinmediato al tren y él detrás,completamente lívido.

En la parada del autobús queiba al pueblo de Den Hoom, Jaap

cogió a Lieneke de la mano y lacondujo hasta otra parada. Eso eraun cambio en el itinerario que habíamemorizado antes, y sus ojos azulesle lanzaron una miradainterrogativa.

-Antes de ir al pueblo -leexplicó él en voz baja-, quierollevarte a otro lugar.

No tenía ni idea de adónde lallevaba. No podía ni imaginar queiba a encontrarse con su madre.

Carta de dibujos

Carta de dibujos para la queridaLieneke

Junio de 1944

Querida ratita:Ha pasado ya un mes desdeque metí mi pluma en el tintero paradibujarte una carta. No comprendocómo he esperado tanto tiempohasta volver a quitar el tapón delfrasco. ¡He estado muy ocupado!

Jaapjey Lieneke

crecen tan deprisa como los repollos, y quierenque juegue con ellos todo el día.Aquí todas las personas, losanimales y las flores están bien, tansólo Pieter

[10] está algo pachucho. Pero laculpa es suya.

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Parece una albóndigadesplumada con patas. Se haquitado sus bonitas ropas de fiesta yahora va por ahí con un traje debaño roto.

Se empeña en cambiar lasplumas. Aquí tienes un pedazo de sutraje de fiesta.

¿Cómo te va con la colecciónde flores secas?

Yo también lo he intentado,con hojas de ruibarbo y de fresa,pero no lo he conseguido. ¿Puedesdarme algún buen consejo?

¿Y qué tal en tu huerto?

Estoy muy ocupado con larecolección de las fresas, losguisantes y las alubias. Cavo yrastrillo y no me aburro nunca,porque de vez en cuando se puedeencontrar un topo. (En el fondo noson animales muy sociables: nuncate miran. Aunque realmente no seles puede culpar por eso, ¡su madrese olvidó de darles ojos!)

A veces encuentro algúnescarabajo gordo que se cree muyimportante porque parece un tanque.

Y ayer, un pequeño conejomiraba a hurtadillas entre losrepollos.

En tu próxima carta cuéntametus historias en el huerto.

De hecho, tendría que estar unpoco enfadado, pero no lo consigo.¿No dijimos que una vez al mes nosenviaríamos un dibujo? Tú llevasmucho retraso, y como castigo, enesta página no habrá ninguno.

Mi querida niñita, la hoja está

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llena, la tinta se ha acabado, y lacarta del mes de junio está escrita.Un beso de Jack.

Capítulo 21

Klara, que ahora pasabamenos tiempo entregada al sueñoreparador, comenzó a pasar el ratohaciendo punto. Fue idea de Vonnet.Llevó a Lieneke al dormitorio yabrió una caja de madera, sacó unosviejos ovillos de lana y agujas dedistintos grosores y lo dejó todo enuna cesta que había preparado paraKlara.

-Puede que la guerra termine

antes del próximo invierno -dijoVonnet mirando un ovilloespecialmente grande-, pero, encualquier caso, nos vendrá bientener ropa de abrigo. Siempre haráfrío en invierno.

A Klara le entusiasmó elencargo. Le contó a Lieneke quehabía aprendido a hacer punto y abordar en la escuela de enfermeras.Ella sonrió, porque su hermanaHannie también había aprendido

allí labores de todo tipo y, gracias aella, Lieneke sabía doblar bien la

ropa. Klara dijo que hacía muchotiempo, desde la época de laescuela, que no había cogido unaaguja, y que ahora le temblaban lasmanos sólo de pensar en ello. Pero,a pesar de todo, se puso a tejer, yen seguida empezó a hacerlo tan deprisa que Vonnet temió que la lana

se acabara demasiado pronto yKlara se encontrara de nuevo sinnada que hacer.

-Si eso sucede -dijo Vonnet-,desharemos jerséis viejos y Klaratejerá otros nuevos. Así, este

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invierno, todos tendremos ropanueva y no pasaremos frío. Graciasa Klara.

Klara trató de enseñar a Davida hacer punto, pero él preferíapasar el rato de otra forma. Quitóuna sábana blanca que cubría unviejo escritorio, le pidió al doctorKohly papel, pluma y tinta, ycomenzó a escribir los títulos de loscapítulos de un libro que narraría lahistoria del judaísmo holandés.Decía que, cuando la guerraterminase, tendría que investigar el

tema a fondo, porque ahora estabaescribiendo una idea general, sinapoyarse en libros, investigacionesni artículos especializados. Demomento, decía, eso le manteníaocupados la mente y el corazón.

Pasaba días enteros escribiendo sincesar, y por las noches hablaba conentusiasmo del origen de los judíosholandeses, de los derechos quehabían adquirido en su país, de lassinagogas y del comercio dediamantes, y comparaba lacomunidad local con las demás

comunidades judías. Davidafirmaba que la historia de la

comunidad judía de Holanda eramagnífica, fascinante, pero quehabía en ella acontecimientos másagradables y menos agradables.

-Los primeros judíos llegarona Holanda desde Portugal -le contóa Lieneke-. Se vieron obligados aabandonar su país porque allí losperseguían. En una etapa más tardíase unieron a ellos otros judíos,sobre todo procedentes del este deEuropa.

Lieneke quería contarle que sumadre descendía de la comunidadjudía portuguesa y que la familia desu padre era del este de Europa,pero se calló. David hablaba conemoción de hombres destacados dela comunidad. Le habló del gran

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filósofo Baruj Spinoza, que fueexpulsado de la comunidad, y aquien las instituciones cristianas deHolanda también censuraron.Spinoza, contó David, se ganaba lavida puliendo lentes. Como VanLeeuwenhoeck, el héroe de su

padre, pensó Lieneke. Davidcontinuó:

-Spinoza fue un gran filósofoy uno de los hombres másimportantes de la historia de lahumanidad, no sólo de Holanda,sino del pensamiento moderno engeneral.

-Entonces, ¿por qué tantagente se opuso a él? -preguntóLieneke.

-Veía el mundo y a Dios deforma distinta de lo que eraaceptado en su tiempo -respondió

él-. Afirmaba que no existe Diospor una parte y el mundo por otra,sino que ambos son, de hecho, unamisma cosa, que están mezclados, yque Dios se encuentra en todaspartes.

Luego le habló de otropensador, Uriel da Costa, queexpresó ideas inaceptables sobre lareligión y la fe y también fueconsiderado un hereje y expulsadode la comunidad. Pero, a diferenciade Spinoza, Da Costa se arrepintióy pidió a la comunidad que lo

aceptara de nuevo. Cuando pidióperdón fue obligado a someterse a

un ritual humillante y doloroso: ledieron treinta y nueve latigazos y,cuando estaba tendido en el umbralde la gran sinagoga portuguesa deAmsterdam, toda la comunidadpasó por encima de su cuerpodesnudo. David contó que despuésDa Costa se pegó un tiro.

-Un poco de piedad con la

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niña -dijo Klara sin alzar la vistade las agujas, que se movían deforma vertiginosa.

-Bueno -agregó David paratranquilizar a Lieneke-, eso noocurrió en nuestros días, ni siquieraen nuestro siglo. Ocurrió en unaépoca oscura.

-Como si ahora viviésemos enuna época luminosa -murmuróKlara.

-Una época terrible reconocióDavid-, pero no sólopara los judíos, sino para todo elgénero humano. Se quedó calladoun instante-. ¿Quieres que te hablede mi héroe judío? -le preguntó

después a Lieneke.

Ella asintió.

-Era de Amsterdam -dijoDavid-, se llamaba Henry Polak, ytenía una planta pulidora dediamantes.

A Lieneke le dio un vuelco elcorazón, porque Polak era elapellido de su abuelo, el padre de

su madre, y también él vivió enAmsterdam y tenía una plantapulidora de diamantes, aunque sellamaba Baruj. David dijo queHenry Polak fue uno de los

fundadores del sindicato de lostrabajadores holandés y que durantetoda su vida luchó por susderechos, y por eso pasaría aformar parte de las mejores páginas

de la historia holandesa. Polak, dijoDavid, le llenaba de orgullo.

-Los trabajadores deAmsterdam llamaron a la huelga endefensa de los judíos -Lienekerepitió lo que David le habíacontado una vez.

-Así es -dijo él, y sonrió con

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su dulce sonrisa infantil.

-No es que eso ayudara mucho-dijo Klara.

-No -reconoció David, y susonrisa se apagó.

De repente, en la carretera, seoyó un frenazo y unos fuertesalaridos que destrozaban los oídosy el corazón. David alzó la cabeza,sus labios se movieron sin emitirsonido alguno. Klara se incorporóen la cama, con los ojosdesorbitados. Sin pensarlo, Lienekesalió corriendo y cerró la puerta.Bajó de puntillas a su habitación y,

temblando de pies a cabeza, se

acercó a la ventana. Corrió un pocola cortina y en la carretera, frente ala casa, vio un coche negro con losfaros encendidos. No sabía si setrataba del coche del doctor Kohly

o del ejército alemán, pero, antesde morirse de miedo, vio almédico. Él se arrodilló delante delcoche y se levantó con Vera, lavieja perra de caza, en los brazos.Lieneke bajó corriendo a la plantabaja. También Vonnet corrió tras

ella, en camisón.

-Se ha metido debajo delcoche, no la he visto -dijo el doctorKohly, jadeando, y se llevó a Veraa la consulta; la sangre del animalcorría por el pecho del médico.

Le limpió las heridas y losarañazos y le vendó las patasdelanteras. La perra gemíadébilmente y su cara estaba llena de

dolor y tristeza.

-Veraes ya muy vieja -dijo eldoctor Kohly-, y está aturdida. Dejoven no se le habría ocurridocorrer así delante de un coche. Ya

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no sabe lo que hace.

Lieneke besó la cabeza y lacara de la vieja perra y le pidiópermiso al médico para quedurmiese a su lado. Normalmente,Henry Kohly no soportaba que losanimales y las personas durmiesenjuntos en la misma cama, peroahora accedió. Vonnet subió a latercera planta a tranquilizar a Davidy a Klara, y el doctor Kohlyacompañó a Lieneke a su habitacióncon Veraen brazos y dejó a laperra herida en su cama.

-Lieneke -le dijo antes desalir de la habitación-, creo quehace mucho tiempo que no me pidesque le haga llegar una carta al tíoJaap.

Ella asintió con la cabeza.Acarició a Vera, le susurrópalabras tranquilizadoras y pensóen lo que le había dicho el médico.Tenía razón. Hasta su padre parecíaofendido en la última carta cuandoescribió: «De hecho, tendría queestar un poco enfadado, pero no loconsigo. ¿No dijimos que una vez al

mes nos enviaríamos un dibujo? Túllevas mucho retraso, y comocastigo, en esta página no habráninguno.» Se sentó al escritorio,cogió una hoja de papel satinado yse quedó mirándola. La luz azuladade la luna que se filtraba a través dela cortina descorrida iluminó lahoja en blanco. No sabía por qué lecostaba tanto escribirleúltimamente. Quería escribir cartasalegres y alentadoras, como lassuyas, que contuvieran animales y

la sensación de que la guerra estaba

a punto de acabar. Pero, cuando lointentaba, no sabía qué decir. Esanoche, más que nunca, era incapazde escribir una carta así, porque lode Verale había partido el alma.

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Abrió el cajón de la mesa y sacó elfrasco de perfume vacío. Lo abrió,acercó la nariz y aspiró los restosdel dulce aroma. Decidió dibujarlea Veratal y como estaba, tumbadaen su cama con los ojos cerrados.Cuando terminó de pintar, añadióuna carta concisa, no alegre, perotampoco triste:

Querido tío Jaap:

Es Vera, la perra. Esta nocheha salido corriendo hacia lacarretera justo cuando el médicollegaba a casa con su coche,porque ya es vieja y está muyaturdida. Ha tenido un accidente yse ha roto dos patas y ha perdidomucha sangre. El médico dice quese pondrá bien, y eso es lo

importante. Si vienes a visitarme,te la presentaré.

Saludos para Jaapje y para

Lieneke.Y un beso para ti de Lieneke.

Al día siguiente, cuando bajó ala farmacia para darle al médico lacarta que había escrito, éste le dijo:

-Hace ya varios días quequiero decirte que el tío Evert hatenido un accidente. -Dirigió aLieneke una mirada escrutadora.Nunca había mencionado delante deella el nombre del tío Evert y noestaba seguro de si sabía de quiénse trataba. Claro que lo sabía. El tío

Evert era el hombre que alojaba a

Raquel.

-¿Qué clase de accidente? preguntó,suponiendo que ésa era laforma que tenía el médico dedecirle que habían sorprendido aEvert escondiendo a Raquel en sucasa.

-Se cayó por la escalera -dijo

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el doctor Kohly.

-¿Por culpa de los alemanes?-preguntó Lieneke.

-No -respondió el médico-.Por culpa de la escalera. Uno de los

peldaños estaba suelto, puede quelas tablas estuviesen algo podridas,no lo sé. En cualquier caso, Everttropezó y cayó rodando desde lasegunda planta hasta la primera.Eso he oído. Se rompió variascostillas y tiene conmocióncerebral. Tendrá que permaneceralgún tiempo en el hospital. -Miró ala niña y añadió-: Lieneke, nodeben asustarte los hospitales. Lamayoría de las personas entranenfermas o heridas y salensintiéndose mucho mejor. -Bajó la

voz y murmuró-: Sólo unos pocos,como mi madre, no salen vivos deallí.

Era la primera vez, desde sumuerte, que Henry Kohlymencionaba a su madre, y a Lienekese le partió el corazón.

-En cualquier caso -el médico

carraspeó, y continuó-, el hospitalestá muy lejos de la casa del tíoEvert y su mujer tendrá quepermanecer a su lado.

-Frans -murmuró Lieneke.

-Sí -continuó el doctor Kohly

. Por eso habíamos pensado que tu

hermana Frans podría quedarse connosotros algunas semanas, hasta queEvert y su mujer volvieran a casa.Pero la madre de Evert, que vive enotro pueblo, se ha ofrecido ahospedar a Frans en su casa. Dehecho, tu hermana ya está allí, ytiene muchas ganas de que te reúnascon ella. La madre de Evert preparaexquisitos quesos holandeses en su

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casa, y allí, en el pueblo, tienen unagran piscina.

Una sonrisa iluminó el rostro

de Lieneke. Le gustaban el quesoamarillo y las piscinas, pero sobretodo quería a su hermana.

Capítulo 22

Raquel corrió como un rayohacia Lieneke y estuvo a punto detirarla al suelo. La abrazó confuerza, le dio un beso, luego seapartó un poco y observó a suhermana pequeña.

-Mi querido caracol -dijo-,

¡cuánto has crecido! ¡Pronto serástan alta como yo!

Era cierto. Se miraron, cara acara, y se rieron. Raquel rodeó los

hombros de Lieneke con el brazo yla condujo hacia la casa. Lienekeestaba tan emocionada que casi nopodía hablar. Y por esa mismarazón, Raquel no podía dejar de

hablar.-Lieneke, no te imaginas lobien que se está aquí -dijo, y enseguida le contó que la tíaMargarete, además de a Evert, teníaotros cuatro hijos, y cada uno teníaa su vez cinco niños, y que todosvivían allí, en la enorme granja.

Las puertas de la casa estaban

abiertas, los niños correteaban conlos pies descalzos, jugaban y serevolcaban en la hierba. Los perrosy las gallinas corrían por el patio.Un joven salió de la casa con ungran pedazo de queso envuelto enpapel y saludó a las chicas.

-A todo el mundo le gusta

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venir a casa de la tía Margarete dijoRaquel-. No hay ningún adultocomo ella. Habla exactamente delmismo modo con los mayores quecon los pequeños. Siempre tieneinvitados, y también toca el

acordeón.

La tía Margarete también teníaelogios para Raquel.

-Tienes una hermanaestupenda -le dijo a Lieneke-. No sécómo nos las arreglábamos antessin ella. Hace el trabajo de trespersonas, y aún tiene tiempo dedisfrutar en la piscina.

Lieneke estaba asombrada.Raquel había cambiado desde quese separaron. Ahora tenía quince

años, ya no parecía una niña, y eralibre y feliz. Había adquirido unos

andares de bribonzuela, con losbrazos colgando y las trenzasrevueltas. También sabía hacermuchas cosas nuevas: ordeñarvacas y cabras, preparar lecheagria, cuajar mantequilla, hornear ycocinar. Se despertaba antes quenadie y preparaba el desayuno de

los campesinos, y por la tarde,antes de que los obreros regresarande trabajar en el campo, freíapatatas y croquetas redondas,crujientes por fuera y blandas pordentro. Lieneke estaba sorprendida

de las artes culinarias de suhermana. También estabaasombrada de la cantidad decomida que allí había, suficiente

para todos los miembros de la granfamilia, y también para lostrabajadores de la granja y paratodos los huéspedes que llegabande lejos. No tenía nada que ver conla constante escasez de alimentosque imperaba en Den Hoom, encasa de Vonnet y del doctor Kohly.

Raquel cocinaba para todos y

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Lieneke la ayudaba a servir los

platos a los comensales, quecomían juntos en dos turnos. Habíaun gran bullicio alrededor de lamesa: los niños parloteaban y sereían a carcajadas, todos hablabana la vez, y también cantaban. Alfinal de cada jornada, la tíaMargarete sacaba el acordeón ytocaba hasta que se le cerraban losojos, agotados por el trabajo en lahacienda y en la casa.

Un día, mientras Lieneke sedirigía con Raquel a la piscinapública, vio por el camino a la

joven de la frente grasienta quehabía ido en invierno a casa del

doctor Kohly y había pedido unmedicamento para su caballoherido. La joven iba en unabicicleta con ruedas de madera ysaludó a Lieneke y a Raquel.

-Es Ditje -dijo Raquel-. Esamiga mía.

Lieneke no le contó a Raquelque ya conocía a Ditje, y tampocopreguntó si tenía un caballo al quese le había infectado una herida y si

se había curado. Tampoco habló de

Vonnet y del doctor Kohly, deGredda y de Klaus, de David y deKlara. Tenía tanto cuidado con loque decía que se habíaacostumbrado a guardárselo todopara sí. Tampoco Raquel habló desu vida en casa del tío Evert y sumujer, ni siquiera de sus perros.Por aquellos días, las hermanas

sólo vivían sus vacaciones juntas,como si no tuviesen pasado nifuturo. Les gustaba no pensar ennada más, tan sólo disfrutar deaquellos días tan agradables en la

granja de la tía Margarete.

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A Ditje se la encontrabanpocas veces, sola o con su hermanomayor, un agricultor robusto, alto yapuesto.

-Creo que me casaré con él susurrótímidamente Lienekecuando lo vio por primera vez.

-Yo también -dijo Raquelriéndose.

El día antes de que Lienekevolviera a Den Hoom, Ditje lespropuso a ella y a su hermana quefueran a su casa. Iban pedaleando

detrás de ella pero, cuando estabanya cerca de la casa, Ditje aceleró eindicó con la mano a sus amigasque la siguieran. Pedalearonrápidamente hasta llegar al bosque.

Ditje tiró la bicicleta al suelo y sesentó debajo de un árbol con la carapálida y las manos temblorosas.

-¿Qué ocurre? -preguntóRaquel.

-Nada -respondió ella, y uninstante después añadió en vozbaja-: No puedo decirlo.

Ditje estaba cansada. Se apoyó

en el tronco del árbol y jugueteócon una ramita. No contó a Lienekeni a Raquel que dos noches antes unparacaidista inglés había caído enel campo que estaba junto a su casay se había herido en una pierna. Lepidieron que lo llevara en subicicleta hasta el gran río, queestaba a dos horas pedaleando,donde le esperaba una barca.Mientras pedaleaba con el

paracaidista detrás, Ditje nointercambió con él ni una palabra.De todos modos, no sabía inglés. Él

se quejaba de dolor y se apoyó ensu espalda dejando caer todo supeso. Las ruedas de madera crujíansobre la tierra. La distancia en la

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oscuridad parecía mayor que nunca,y pasaron mucho más de dos horashasta que llegaron al lugarindicado.

Luego ella pedaleó de vuelta acasa, muerta de miedo por si lasorprendían y le disparaban porcircular en bicicleta, en contra de laley, después del toque de queda.Llegó a casa sana y salva, pero no

se le quitó el miedo del cuerpo.Ahora, tras pasar frente a su casa,temblaba de pies a cabeza, pueshabía visto la señal convenida: lacortina corrida hasta la mitad de laventana, señal de que habíasoldados nazis registrando la casa.Varias veces habían llegado enbusca de una arma o cualquier otracosa que demostrase que los

miembros de la familia eranactivistas de la resistencia, peronunca habían encontrado nada.Cuando los soldados llegaban, se

apresuraban a correr la cortinahasta la mitad de la ventana, paraque cualquiera de ellos queestuviese fuera, por seguridad, seretrasase un poco. Era aterrador:Ditje no sabía si, al regresar a su

casa, encontraría allí a su familia, osi habría soldados esperando parallevársela también a ella. Sólo teníacatorce años, pero llevaba ya másde tres colaborando con laresistencia holandesa, como suspadres y su hermano.

Respiró profundamente e

intentó no pensar en la cortina

corrida. Recordó cómo habíallegado exhausta a casa del doctorKohly para informarle de un graveerror: los Aliados habían lanzadograndes fardos de comida ymedicinas en campo abierto unanoche de luna llena, y los soldadosnazis vieron los paracaídas y losfardos en el cielo luminoso. Nadiede la resistencia se acercó al campo

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para coger aquel cargamento vital.Los nazis los estaban esperandoallí, y al final confiscaron todas las

provisiones lanzadas. Pidieron aDitje que informara de lo ocurridoal médico del pueblo de Den Hoom,y también que le hablara de laejecución del facultativo de supueblo. Cuando Lieneke le ofrecióde pronto un medicamento para elinexistente caballo herido, se quedódesconcertada y huyó de allí parano crearle complicacionesinnecesarias a aquella bondadosaniña.

-A lo mejor deberíais volver dijoDitje a las hermanas-. Yo

quiero quedarme aquí y soñardespierta durante un rato.

-Eso es también lo que legusta hacer a Lieneke -dijo Raquelcon ternura, mirando las manostemblorosas de Ditje-. Nosquedaremos un rato contigo.

-Vale -dijo Ditje, pues alparecer la propuesta le agradó.

Hasta que reunió fuerzas para

levantarse e ir a comprobar si lacortina había vuelto a su sitio, y elpeligro había pasado, las tres sequedaron allí, en los límites del

bosque, sin decir ni una palabra.Observaron en silencio el molinode viento con las grandes aspasgirando tranquilamente, hasta quede repente Raquel murmuró:

-Lieneke, ¿sabes una cosa?,pronto será el cumpleaños deJeanne.

Lieneke sonrió. Estabapensando justamente en eso.

Capítulo 23

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Vonnet y Henry llegaron a casade la tía Margarete para llevar aLieneke de vuelta a Den Hoom. Ellase sentó en el asiento de atrás,acercó la cara al cristal y saludó ala familia de la tía Margarete y aRaquel, que pronto regresaría acasa del tío Evert. Miró apenada asu hermana y se preguntó cuándovolvería a verla. «Tal vez el veranoque viene -pensó-, a no ser que la

guerra termine antes. Por supuestoque terminará antes -se dijo, yrepitió-: Por supuesto, porsupuesto, por supuesto», pero laspalabras le sonaron vacías.

El coche pasó rápidamente porla carretera y Lieneke volvió la

cabeza hacia la ventanilla de atrás ysaludó también a Ditje y a suapuesto hermano.

-Te hemos echado tanto demenos -dijo Vonnet mientras susrizos cobrizos volaban con elviento que entraba por las

ventanillas abiertas-. ¿Verdad,Hein?

-Por supuesto -respondió elmédico.

Lieneke se apoyó en elrespaldo del asiento y miró loscampos de finales del verano. En elviaje anterior a Den Hoom, cuandosu padre se la llevó de casa de lafamilia Cooymans, el paisaje quevio desde la ventanilla del trenestaba blanco por la nieve. En losárboles no había hojas y un encaje

de delicados fragmentos de hielo

colgaba de las ramas. Recordabacómo en la última estación depronto cambió de itinerario y seapearon en otro pueblo. Él iba muyde prisa y ella casi no lograbaseguirle los pasos. Entraron en una

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casa estrecha. Su padre le indicóque subiera tras él por unaempinada escalera, luego sedetuvieron ante una puerta demadera cerrada.

-¿Adivinas quién te estáesperando dentro? -le preguntó.

No había pensado en eso

antes, pero en seguida lo supo:mamá.

Lieneke abrió la puerta sinllamar y entró corriendo.

Los brazos de su madre,sentada en la cama, ya estabantendidos y sus ojos rebosabanfelicidad.

Su padre entró detrás de ella ycerró la puerta. Su madre, con dosmanchas rojas cubriéndole lasmejillas, ahora más consumidas yamarillas, apartó la manta y Lienekese quitó el abrigo y se metió en la

cama caliente, se pegó a su madre yaspiró el dulce aroma del perfume.Se sentaron en la cama, la unafrente a la otra, cogidas de las

manos. Lien acarició la mata depelo de Lieneke y le besó la frente.El corazón de Lieneke latía confuerza. Sabía que había pocotiempo, que de un momento a otrosu padre diría que tenían queproseguir su camino. Había pasadotanto tiempo desde que vio a sumadre por última vez, queríacontarle tantas cosas, pero no sabía

por dónde empezar. Lien preguntópor el tiempo pasado en casa de laCiruela y la Avispa, y en casa delos Cooymans, y sus ojos mostrabancuriosidad y amor. Lienekerespondió con celeridad, una frasese sucedía a la otra, y los oídos deLien tragaban las palabras conavidez. Ante sus ojos pasaron todaslas cosas que su hija le contaba. Lo

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que más le alegró fue oírle decirque Raquel se había portado conella como una buena hermana. Sellevó la mano al corazón. Cómo

añoraba a sus hijos.

-Querían que cantase en lamisa mayor de Saint Oedenrode contóLieneke.

-¿De verdad? -preguntó Liencon orgullo en los ojos.

-Hay que irse -dijo entoncesJaap-. De verdad, es tarde.

El rostro de Lien se apagó.Apretó a Lieneke contra su corazóny luego, sin remedio, la soltó.

Lieneke se levantó de la cama

y no fue capaz de volver a mirar asu madre. No podía llorar delante

de ella y apenarla. Las piernas leflojeaban, pero aun así caminódetrás de su padre hacia la puerta.

-¡Espera un momento! -le dijoLien de pronto, mientras rebuscabaen el cajón que estaba al lado de lacama-. ¡No tengo ningún regalo que

darte! -afirmó, apenada-. Mehubiera gustado mucho darte algo.

-No importa -dijo Lieneke.Pero su madre le entregó la cajaredonda del colorete y su pequeñofrasco de perfume, cubierto por unarejilla de mimbre multicolor.

Lieneke abrió el frasco.

-Casi no queda perfume -selamentó Lien. Pero Lieneke sonrió:del frasco, penetrante y vivo, salióel olor de su madre. Ahora el frascoy la caja redonda de coloreteestaban metidos en la mochila deemergencia que llevaba a laespalda, junto con Bojki, y al mirarel paisaje que pasaba delante deella en el coche del doctor Kohly,

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se preguntaba si su madre aúnestaría allí, en aquella habitación alfinal de la empinada escalera, o si

entretanto se habría ido a otroescondite. Lástima no poder pedirque parasen en aquel pueblo, delque no sabía ni el nombre.

Aquel día, cuando llegaron acasa de Vonnet y del doctor Kohly,después de visitar a su madre, supadre se apresuró a ponerse encamino. Se la presentóprecipitadamente a la pareja, le dioun beso en la cabeza y se despidió,dejándola sola con aquellosdesconocidos. A una distancia nomuy grande se oyeron unas potentes

explosiones. Lieneke se asomó a laventana, aún con la mochila a laespalda, y vio columnas de humo ybolas de fuego que ascendían hastael cielo negro.

-Es lejos de aquí -dijoVonnet-, no te preocupes.

-Esas bombas están cayendoen una zona que se encuentra por lomenos a media hora de aquí -añadióel doctor Kohly.

Pero eso no tranquilizó enabsoluto a Lieneke. Al contrario, lainquietó aún más. «Las bombas que

caen a media hora de aquí -pensódebende estar cayendo sobre mipadre.» Vio ascender el fuego y elterrible humo, y aunque siempre seesforzaba por no llorar delante dela gente, sobre todo delante de

extraños, no pudo contener laslágrimas.

Ellos pensaron que lloraba demiedo por las bombas, y sequedaron allí sin saber qué decir.

-¿Quieres dormir connosotros? -preguntó Vonnet conternura.

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Lieneke los miró. Estaban eluno junto al otro, el doctor Kohlycon su cara fina y delicada, yVonnet con la cara ancha y pecosa.Titubeó. Eran unos completosdesconocidos, eran adultos, y nadiede su familia estaba ahora a sulado. También los Kohly se sentíanraros, porque hasta entonces ningúnniño había dormido a su lado.

-Ven con nosotros -dijoVonnet con cariño, y le tendió aLieneke una cálida mano.

Cuando el coche negro deldoctor Kohly aparcó por fin delantede la gran casa cuadrada de DenHoom, salieron a recibirlo el

abuelo Kohly y la perra Vera, queaún cojeaba un poco. El abuelointentó levantar a Lieneke por losaires y Verase abalanzó sobreellos mientras se abrazaban.

-Te hemos echado tanto demenos -dijo el anciano al tiempoque dejaba a Lieneke en el suelo-.¡Cuánto has crecido! -añadiójadeando. La abrazó y entraron en

la casa fría y silenciosa. Lienekealzó la vista al techo. «Al caer lanoche -pensó-, podría subir a latercera planta a saludar a David y aKlara.»

-Por favor, ¿puedes bajarahora a la farmacia? -preguntó eldoctor Kohly. Lieneke fue tras él, yallí, en la rebotica, le dio la cartaque llevaba esperándola tanto

tiempo. El médico dijo que la cartadel tío Jaap había llegado un díadespués de que Lieneke se fue acasa de la tía Margarete-. Puedes

subir a tu habitación -dijo el doctorKohly, al ver lo emocionada queestaba Lieneke-, pero no olvides

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devolvérmela esta noche, ¿deacuerdo?

-Por supuesto -respondióLieneke, pegó el cuadernillo a suvientre, por debajo de la camisa, ysubió corriendo a su habitación porla escalera de madera.

Vonnet había arreglado laestancia especialmente para ella yhabía puesto un jarrón con floressobre el escritorio. Al borde de la

cama estaba doblado un jerseynuevo. Lieneke sabía quién lo habíatejido. Estaba hecho con restos deovillos de lana de muchos colores,y por tanto era especialmentealegre.

Con el jersey puesto se sentó

en la cama. La perra Veraempujóla puerta con su largo hocico, entrócojeando y se tumbó en el suelo.Lieneke sacó a Bojkide la mochila,lo apoyó en el cojín blanco ymullido, se echó en la cama, apoyóla barbilla en las manos y empezó a

leer la carta.

Charla con Lieneke

Querida Lieneke:

Ha pasado mucho tiempodesde que te escribí, y por eso hecogido rápidamente mi pluma. ¿Quétal te lo has pasado en las

vacaciones? ¿Estás ya tan morenacomo la hermana de Piet?

[11] ¿Qué tal los productos del

huerto? ¿La perra Veraestárecuperada del todo?

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Ya conozco la triste historiade su accidente. Afortunadamenteno ha sido tan terrible como parecíaen un principio.

También aquí tenemos unaperra. Se llama Tummie. Es tanpequeña que puede andar debajodel vientre de la perra Vera.

¿Has pensado ya cómo seráPax? ¿Qué crees?, ¿llegará pronto?¡Espero que sí!

La verdad es que te escriboahora para felicitarte por elcumpleaños de Jeanne. Puede queFrans esté contigo para celebrarlojuntas. ¿Sacarás la bandera y tepondrás otra cinta en el pelo?

Escucha, pequeña Liene, heenviado a Inger

[12] por su cumpleaños un libroque he dibujado. Es una historia

sobre una fiesta de cumpleaños enel jardín con todos los animales.Hasta el caracol sacó la bandera desu casa.

¿Hay en vuestro jardín tambiéneste tipo de caracoles? Prestaatención a eso sobre todo el 22 deagosto

[13]. Si hay caracoles así, dalesterrones de azúcar de mis cuponesde comida. Y estas flores, para ti.

Saluda afectuosamente al tío ya la tía.

Para Frans y para ti, un beso

de Jack.

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rueca.

Lieneke se sentó a la mesa detrabajo de la farmacia, se arropóbien con la manta que llevaba sobrelos hombros y metió las manos fríasbajo los muslos para calentárselas.Llevaba el jersey de colores que lehabía hecho Klara, y debajo otro

jersey y dos camisetas de mangalarga. Debajo de la falda se habíapuesto dos pares de leotardos, yaún tenía frío.

-Lo más grave -dijo HenryKohly-es que ya casi es imposibleconseguir jabón. ¿Sabes?, el jabónes el remedio básico, y puede queel más importante de todos. No dejaque las enfermedades sedesarrollen. -Lieneke pensó en el

trozo duro de jabón con el que selavaba las manos y la cara en elagua helada que rompía todas las

mañanas en el lavabo.

-Quería decir -susurróLieneke-que si tenía algo para míde 

El médico la miró

desconcertado. Hacía apenas uninstante que le había dicho que nohabía trabajo para ella en lafarmacia.

-Del tío Jaap -explicó Lienekea media voz.

Habían pasado muchos mesesdesde que recibió la última carta.Desde entonces habían ocurrido

muchas cosas. Los Aliados habíanliberado Bélgica y también habíanentrado en Holanda. Una granalegría inundó todo el país yparecía que la guerra estaballegando a su fin, pero esa alegríaresultó prematura, y la desilusiónocupó su lugar. En efecto, una partede Holanda había sido liberada,

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pero la otra, que incluía la zonadonde se encontraba Lieneke,permanecía en poder de losalemanes, aislada de la Holandaliberada. No llegaron más cartas

del tío Jaap. Hacía meses que nosabía nada de él, que no veía ningúndibujo suyo, que no recibía saludos.Pensaba en la última carta. Lepreguntaba si ya sabía cómo seríaPax, y ella sabía que no se estabarefiriendo únicamente al perro quese llamaría «Paz» en latín, sino a lapropia paz, pero ahora la pazparecía estar más lejos que nunca.Recordaba también su tiernapetición de que esparciera azúcarpor el jardín para los caracoles eldía del cumpleaños de su madre.

Ya por entonces no había azúcar enla casa y ahora la situación eramucho peor. No sólo el azúcar sehabía acabado por completo, sinoque en todo el pueblo casi noquedaban alimentos. Incluso eramuy difícil conseguir patatas,zanahorias y repollos. La remolachaforrajera se convirtió en el alimentobásico de todos. Refugiados de lasgrandes ciudades iban por lospueblos, llamaban a las puertas y

ofrecían vender un par de zapatos oun abrigo viejo a cambio de unas

cuantas patatas. A Lieneke, elvientre se le pegó a la espalda y elhambre la oprimía.

-Está bien, ¿verdad? preguntóde pronto, angustiada-. Mitío, Jaap, está bien, ¿verdad?

-Debe de estar en el sur -dijoel médico-. Allí Holanda ya estáliberada, pero por el momento notenemos contacto con esa parte delpaís. -Ella bajó la vista, y elmédico añadió-: Supongo que, si lehubiese ocurrido algo malo, losabría, ya sabes, por el resto de

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los compañeros. Ese tipo denoticias vuelan.

-Cuándo cree que -comenzóa preguntar Lieneke, y el médicorespondió antes de que terminase lapregunta:

-Es imposible saberlo. Porlos informes, es cuestión desemanas que termine la guerra, peroya creíamos eso hace meses. Esextraño pensar que en el sur lagente se mueve libremente y celebrael fin de la guerra, mientras queaquí la guerra continúa.

Lieneke se imaginó a lasgentes del sur, a su padre entreellas, festejando, abrazándose porlas calles, ¡y comiendo! En su

imaginación todos parecíansaciados y acalorados, pero eldoctor Kohly dijo que una terriblehambruna se había apoderado de latotalidad del país.

-Los nazis se han vuelto aúnmás crueles. Ahora debemos tenermás cuidado que nunca -añadió envoz baja. Dirigió una rápida miradaal techo, y Lieneke comprendió que

quería recordarle a Klara y aDavid, que estaban en la terceraplanta.

Al final del verano, durantevarias semanas, se relajaron unpoco las medidas de seguridad enla casa, y el médico permitió queDavid y Klara salieran por lasnoches de su habitación, cuandotodas las cortinas estaban echadas.David decía que aquellas salidas

eran la mejor experiencia de suvida. Se sentía como un preso enuna celda a quien, por fin, dejan

salir a pasear por el pequeño patiode la cárcel. Recorría la casaobservando los muebles del doctorKohly como si fuera un turista en un

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museo. Lieneke sabía cómo sesentía: exactamente igual que sesentía ella cuando salía de vez encuando del desván de la casa de laCiruela y la Avispa, pero ella habíapasado tan sólo unas semanas allí,mientas que Klara y David llevabanencerrados en una pequeñahabitación más de un año.

-A los alemanes -continuó

diciendo el médico-les cuestaasimilar la derrota que se avecina,y por eso están aumentando lasredadas contra los miembros de laresistencia y los judíos.

Miró a Lieneke y ésta suspiró.Sabía que no sólo David y Klaracorrían ahora un gran peligro.También ella, su hermano, sus

hermanas y sus padres podían serdetenidos, precisamente ahora,cuando todos decían que el fin de laguerra se veía ya en el horizonte.

-Yo tengo cuidado en todo lo

que digo -dijo en voz baja.

-Lo sé, Lieneke -dijo HenryKohly-. Sé que se puede confiar en

ti para lo que sea.De nuevo quería preguntar quéles hacían exactamente los nazis alos judíos y qué les hacían a laspersonas que los escondían, pero secalló.

A esa pregunta, que llevabatanto tiempo angustiándola, obtuvorespuesta unos días más tarde. Alsalir del colegio con Klaus, vio enla plaza redonda del pueblo, justo

enfrente de ellos, una granaglomeración.

Un gran gentío, incluidosalgunos alumnos del colegio,permanecía allí en completosilencio. Klaus echó a correr hacia

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allí y Lieneke lo siguió y se detuvoal lado de Gredda.

-¿Qué pasa aquí? -preguntó.

Gredda no respondió, sino quele tapó la boca con las manos; habíapánico en su mirada.

En la entrada del pequeñobarracón del matrimonio Van Loor

había soldados nazis, muy erguidos,apuntando con los fusiles. TambiénHans, el soldado que vivía en casade Gredda, estaba allí, con elcuello estirado y la mirada clavadaen la pequeña puerta de la casa.Primero salió Jorie Van Loor,arrastrando los pies, con pasotembloroso. Levantó lentamente losbrazos, y el soldado que estaba

detrás de ella le puso una pistola enla sien. Sin dejar de apuntarle a lacabeza con la pistola, le gritó quese pusiera delante de la multitud.

Detrás salió Jann, que tenía muchosmás años que ella y su anchaespalda tendía hacia adelante. Elsoldado que estaba detrás de él legolpeó con la culata del fusil y lopuso contra la pared, junto a su

mujer. Pasó temblando entre lamultitud de curiosos. La gente setapaba la boca, se llevaba la manoal corazón presa del pánico, sesantiguaba, refunfuñaba.

-¿Por qué? -susurró Lienekeal oído de Gredda-. ¿Qué hanhecho?

La respuesta no se hizo

esperar. Salió de la casa, mientrasun soldado le golpeaba por detrás,con los brazos detrás de la cabeza.El chico asustado con el que sehabía encontrado una noche en casadel doctor Kohly, aquel chico encuyo abrigo buscó marcas de unparche amarillo, estaba ahora antela multitud con los ojos apagados yentornados. La señora Van Loor

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dirigió la mirada hacia sus vecinosy se encontró con los ojos deLieneke. Entonces se oyó un grito

atronador. Era el oficial. Alzó supistola, la dirigió hacia la cara deJann y gritó: «¡Esto es lo que semerecen los infectos traidores quequieren a los judíos y esconden ensus casas a los infames queenvenenan Europa!» Disparó a lafrente de Jann e inmediatamentedespués al corazón de Jorie. Unestrépito ensordecedor de aleteosasustados y trinos de pájarossobresaltados se oyó encima deellos. Lieneke sintió que leflojeaban las piernas y que no

podrían sujetarla por mucho tiempo

más. Se le nubló la vista y apenaspudo ver la sangre que salpicó lapared detrás de ambos, que cayeronal suelo como muñecos de trapo.Oyó que el oficial seguía gritando:«¡Y esto es lo que se merecen losperros judíos!», y, antes de que seoyera el ruido del disparo queacabó con el chico judío, alguien laagarró del hombro y se la llevó deallí. Era el abuelo Kohly. Con sucuerpo, grande como el de un oso,la protegió durante todo el camino a

casa, y lloró.

Capítulo 25

Largos y terribles meses deinvierno pasó el pueblo hasta que

los camiones alemanes cargados desoldados heridos pasaronrápidamente hacia el este, haciaAlemania, y los tanques de losAliados entraron en Den Hoom.Ocurrió en primavera, «como lasmejores cosas», como decíaVonnet. Los soldados canadienses,que salieron de los tanques y

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repartieron rebanadas de panblanco untadas con chocolate, leparecieron a Lieneke especialmentealtos y guapos. Masticó con placerel pan con chocolate y recordósabores que había olvidado tiempoatrás.

Gredda y Klaus estaban allícon ella, junto al resto de laspersonas del pueblo, llenándose latripa vacía con el dulce pan.

-Lieneke, ¿ahora volverás aAmsterdam? -preguntó de prontoGredda.

Ella sonrió. Le apetecíadecirle que ahora volvería aUtrecht, pero se calló. Aún le daba

miedo decir ese tipo de cosas. Envez de contestar, preguntó:

-¿También vosotras os iréis ala ciudad?

-No creo -respondió Greddadirigiendo la vista hacia suhermana, que estaba apoyada en eltronco de un árbol. A su lado estabael hermano mayor de Klaus. Semiraban el uno al otro en silenciomientras masticaban pan con

chocolate-. Me parece que por esonos quedaremos en el pueblo concluyóGredda, feliz, y serelamió el chocolate que teníaalrededor de la boca-. AhoraJohanna dice -continuó-que no haynada como un auténtico agricultor.

Los tanques estacionaron en elgran campo que había detrás de la

plaza redonda, y toda la gente delpueblo se congregó allí para dar labienvenida a los soldadoscanadienses. También fueron Davidy Klara. Era la primera vez que

salían de la casa. Caminabandespacio por las aceras rojas, bajo

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un agradable sol, respiraban el airepuro y miraban a su alrededor.Lieneke estaba allí junto a Vonnet,Gredda y Klaus, y los vioaproximarse a la plaza, temblandode emoción, pálidos y asombrados.Se acercaron al grupo y parecíandesconcertados y temerosos. Hacíamucho que no veían a tanta gente,hacía mucho que no se mezclabancon otros seres humanos. Las finaspiernas de David temblaban dentro

de sus pantalones anchos, y Lienekepensó que iba a desplomarse en laacera. Vonnet le tendió la mano.

-Son nuestros huéspedes -lospresentó, y luego besó a Klara, queaún tenía el rostro gélido, aunqueahora corrían lágrimas por susmejillas como lluvia por el cristal

de una ventana.Cuando volvieron a casa, sesentaron en el salón y tomaronjuntos sucedáneo de té. David dijoque querían irse cuanto antes,regresar a casa y buscar a sus

familiares, aunque aún tenían miedodel mundo exterior.

-Te acostumbras tanto a estarencerrado y a asustarte de lasvoces, los ruidos, las palabras y laspersonas -dijo mirando por laventana el gran árbol-, que cuandosales libre a la calle todo te resultaajeno y extraño, como si noformaras parte de este mundo ni delgénero humano.

-Pero acabáis de estar en lacalle, con un montón de gentealrededor -Vonnet intentó animarlo.

-Y me he sentido como unanimalillo que no comprende lo quedicen ni lo que quieren los demásanimales -murmuró David-, y tienemiedo de lo que puedan hacerle.

A pesar de todo, Klara y

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David decidieron marcharse de lacasa del médico al día siguiente.Fueron a despedirse de Lieneke.Estaba en la habitación asomada ala ventana, esperando a su padre.David se detuvo en la puerta, conuna pequeña bolsa en la mano, ydijo:

-¿Sabes, Lieneke?, me hasayudado a pasar este tiempo tandifícil con la paciencia que hastenido para soportar mi palabrería ymis historias. Eso ha hecho quedejase de pensar en los miedos y enla guerra, en lo que había antes y enlo que habrá después, si es que hayalgo después, para mí y para mipueblo.

Ella le sonrió por haberledicho algo tan bonito.

-Lieneke también es judía dijoKlara.

Lieneke asintió.

-¿Qué? -se sorprendió David.¿Cómo lo has sabido? -le preguntóa Klara.

-Lo imaginé -respondió ella

encogiéndose de hombros.Se despidieron de Lieneke conun abrazo y no dijeron «Nosveremos pronto», o «Estaremos encontacto». Por la ventana los viosalir de la casa y caminar hacia lacarretera. A pesar de su altura, yaunque andaban con paso rápido,parecían pequeños y débiles.

Lieneke permaneció allí de pie unbuen rato más, para ver a su padrecuando llegara. Ahora Holandaestaba unida y, si se encontrabasano y salvo, ya estaría de camino.Pero ¿y si le había ocurrido algo?«Vendrá Bart -se dijo-, o Hannie, oRaquel.» Alguien iría para llevarlacon su madre.

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Por la noche, Vonnet entró ensu habitación.

-Es hora de dormir -le dijo, laacompañó a la cama, la arropó bieny le dio un beso en la frente-. Tal

vez mañana -dijo al salir.

Lieneke se acostó con los ojosabiertos. Antes de dormirse pensóen las cosas que le había dichoDavid. Lo había ayudado a pasarese tiempo tan difícil, pero lo quela había ayudado a ella, lo sabíaperfectamente, habían sido lascartas que su padre le habíaenviado. ¿Cuándo llegaría?

Al otro día volvió a pegarse ala ventana y apenas se movió de allítambién al siguiente. Sólo para

comer, y por la noche, accedió a

apartarse del cristal. El resto deltiempo permaneció en su rincón y,cuando el abuelo Kohly o Vonnetentraban para hablar con ella, lesdirigía media mirada y la otramedia la dejaba fija en el camino.

-Las carreteras están dañadas,los puentes bombardeados y las

vías férreas destrozadas -dijo elabuelo Kohly-. Lleva tiempo.Siempre es así después de unaguerra.

Ella asintió y se imaginó lacalva puntiaguda de su padre

brillando en la carretera de caminoa casa del médico, su paso ligero yseguro, su amplia sonrisa.

Estaba tan inmersa en susfantasías que casi no lo distinguiócuando realmente apareció. Nocaminaba con paso ligero ni seguroy, a pesar de la calva, no parecía enabsoluto su padre. Sólo cuando seacercó y abrió la puerta,comprendió quién había llegado.Abrió la ventana de par en par,

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sacó la cabeza y gritó:

-¡Tío Jaap! ¡Tío Jaap! ¡Por fin

has venido, tío Jaap! -corrióescaleras abajo y se detuvo delantede él.

-¡Cuánto has crecido! -dijomientras la cogía en brazos, yentonces añadió en tonopreocupado-: Cuánto hasadelgazado 

También él parecía otro.Como todos a su alrededor, tambiénél estaba ahora delgado y débil.También su voz le resultabaextraña, como si se le hubiesesecado, y su forma de hablar se

había vuelto mesurada y lenta.Tenía la mirada perdida. Dijo queestaba cansado y que debíanponerse en camino ese mismo día.

Lieneke se emocionó al doblarsu ropa en la maleta y meter en lamochila a Bojki, la caja de coloreteque le había dado su madre y elfrasco de perfume vacío. El atril dedibujo lo ató a la mochila. Verase

tumbó en el suelo. Por debajo desus pesados párpados clavó enLieneke una mirada depreocupación.

-Quiero despedirme de misamigos, de Klaus y Gredda -lepidió a su padre, que estaba sentadoal borde de la cama mirando por laventana hacia el manzano.

-Lo siento -dijo-, creo que nohay tiempo. Debemos irnos enseguida.

Lieneke recordó que, cuandose fue de Utrecht, tampoco sedespidió de Liesje y de Charlotte.«Así son las cosas en tiempos deguerra», se dijo. Pero la guerra yahabía terminado. Los rayos del sol

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iluminaban la habitación, y unasuave y refrescante brisa jugueteabacon las cortinas.

-Tengo algo que contarte murmurósu padre.

Lieneke lo observó con unamirada azul.

Él suspiró.

-Siéntate a mi lado -le pidió.Ella cerró la maleta y se sentó a sulado. Por un instante se acordó decómo se sentaba cómodamentesobre sus rodillas y juntos mirabansu álbum de pinturas. Hacía tanto

tiempo de eso. Ahora no podía niimaginárselos sentados así. Con suancha mano, que ahora estabaáspera y reseca de tanto trabajoduro, cogió la mano de su hija yguardó silencio. El corazón deLieneke se llenó de inquietud.

-Nos vamos a Utrecht,¿verdad? -preguntó apartando lamano.

-Aún no -respondió en voz

baja-. Nuestra casa todavía no estálibre.

-¿Quién vive allí?

Su padre parecía aturdido, ypermaneció callado un instante.

-Durante la guerra -respondióseguidamente-, han vivido ennuestra casa unas jóvenes que

enviaron de Alemania para lossoldados nazis. Esas chicashospedaron allí a los soldados yallí han tenido hijos. Los vecinoscuentan que, cuando iban a porcomida a la casa de beneficenciadel gran parque, veían a lossoldados entrar en casa conenormes quesos y salchichas.

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Lieneke se imaginó a Charlotteapoyada en la barandilla de suterraza, mirando a las jóvenesembarazadas mientras comíanquesos amarillos y salchichasrojas-. Me llevará algún tiempovolver a poner la casa en orden dijoJaap en tono grave y cansado.

-No pasa nada -dijo ella,tratando de animarlo-. Hemosesperado hasta ahora, así quepodemos esperar unos días más.

Se sintió adulta y considerada,y pensó que él le diría algo

agradable, pero únicamente dijo:

-No es cuestión de unosdías Antes iremos 

-Con mamá -lo interrumpióLieneke-. Como hicimos cuandovinimos aquí. Recuerdo que está auna media hora de aquí.

-No -dijo Jaap dirigiendo lavista a la ventana-. Iremos aencontrarnos con los demás en casade Mina, la madre de Ditje. Teacuerdas de ella, ¿verdad? ¿De las

vacaciones que pasaste conRaquel?

-¿Raquel está allí? -preguntóLieneke.

-Raquel, Hannie y Bart contestósu padre con la mirada aúnfija en la ventana-. Todos están allí,esperándote.

-Y también mamá -dijo ella.Él guardó silencio.-¿Los nazis? -preguntó

Lieneke con un hilo de voz.-No -respondió.Lieneke respiró aliviada.-Estaba muy enferma -dijo

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Jaap.

Lieneke observó su rostrocansado. Acarició la cabeza deVeray tras sus gafas redondas sepodían ver sus ojos húmedos. Derepente ella comprendió queintentaba decirle que su madreestaba en el hospital.

-El doctor Kohly dice que nohay nada que temer de loshospitales -lo tranquilizó-. Lamayoría de la gente, como el tíoEvert, entra en el hospital paraponerse bien y sale de él curado.

-Sí -murmuró su padre

apoyando la frente en la mano. Trasun instante continuó diciendo-:Ocurrió hace unos meses, no en elhospital, y afortunadamente nodonde los nazis. Ocurrió en aquellahabitación donde tú la viste, en sucama. Estaba muy enferma, y ya nohabía medicamentos para darle.

Los ojos de Lieneke senublaron.

-¿Comprendes? -preguntó

Jaap con dolor.-Tío Jaap -murmuró ella.

-Llámame papá -le pidió, y

luego añadió-: ¿Ya puedo volver a

llamarte Jacqueline?

-No -respondió.

Ahora lo sabía, nada volveríaa ser como era antes de la guerra, yno tenía a quién devolverle sunombre. Se levantó, respiróprofundamente y salió de lahabitación para despedirse detodos: Kornelia, Vonnet, HenryKohly y su padre. Jaap salió trasella con la maleta en la mano y, tras

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él, la perra renqueando.

Lieneke quería decir muchas

cosas al despedirse, pero lossonidos no lograban salir de suboca, apenas entendió las tiernaspalabras que le dijeron. En sucabeza sólo resonaban las palabrasde su padre: «No habíamedicamentos en su cama estaba muy enferma no losnazis no en el hospital ¿comprendes?»

De pronto no quería ir aninguna parte. Miró a su padre, queestaba detrás de ella muy apagado,raro, con gesto grave y triste, y oyó

los ladridos de la perra. Habíaesperado tanto ese momento, yahora le daban ganas de sentarse enel suelo, apoyar la cabeza en ellomo de Vera y esperar con los ojoscerrados, pero ¿a qué?

El abuelo Kohly se sonó lanariz con un enorme pañuelo. Heinla miró con cariño. Lieneke seabalanzó sobre Vonnet y la abrazó.

-Mi niña -le susurró Vonnet al

oído mientras la estrechaba contrasu pecho-, ¿qué voy a hacer sin ti?

-Mi madre -empezó a decir

ella, pero un llanto incontenibleahogó la última palabra.

-¿Nos vamos? -preguntó Jaapcon voz débil al tiempo quealargaba la mano hacia su hija.

Pero Lieneke no se movió delos brazos de Vonnet.

-Hay que ponerse en camino insistióJaap.

Lieneke siguió dándole laespalda. No podía mirarlo. Noquería que se diese cuenta de que

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ya no estaba segura de querer ir conél.

-Lieneke -de pronto se oyó lavoz del doctor Kohly-, tengo algoque darte antes de que te vayas.

Salió al jardín, cogió la azaday empezó a cavar debajo delmanzano. Al cabo de un rato entróde nuevo sudando. En la mano teníauna pequeña caja de metal.

-Sé que debería haberdestruido las cartas -dijo elmédico-, pero no tuve valor parahacerlo. Las enterré en el jardín ylas guardé para después de laguerra. No estaba seguro de si

llegaríamos sanos y salvos a estedía, pero hemos llegado, y ahoraestoy encantado de devolvértelas. Ofrecióla caja a Lieneke y dijo-:Toma, es tuya.

Ella abrió la caja, sacó lascartas y se las acercó al corazón. Selas sabía de memoria y recordabatodos y cada uno de los dibujos.Habían estado en su corazóndurante toda la guerra, pero ahora,al tenerlas en la mano, sintió como

si las leyese todas a la vez y oyeracada frase con la voz de su padre y

se riera de cada broma y descifraracada alusión y viera cada dibujo ysintiera cada sensación.

Veravolvió a ladrar.

-Te dije que Pax

llegaría dijode pronto Jaap.

Lieneke se secó los ojos y sevolvió hacia él. Sabía que no serefería al perro que le habíanprometido y, a pesar de todo, dijo:

-Pero no parece un perro.

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-Es cierto -respondió supadre-, pero si fuera un perro,ladraría con todas sus fuerzas para

decirte que te están esperando. -Ensu rostro triste se dibujó unapequeña sonrisa, de otros tiempos,y Lieneke supo que se estabarefiriendo a sí mismo y a sushermanos. La paz había llegado, yla estaban esperando.

Ella suspiró, lo cogió de lamano y dijo:

-Vamos.

Qué ocurrió después 

Conversación con Lieneke

Más de sesenta años hantranscurrido desde que le fueronescritas las cartas a Lieneke hastaque se ha escrito su historia. Estelibro está basado en una historiareal, en las cartas que el doctorKohly no destruyó y en los

recuerdos de Lieneke, que hoy endía se llama Nili Goren.

Para recordar todas las cosasque ocurrieron hace tantos años, ypara ver los paisajes, las ciudadesy los pueblos donde pasó suinfancia, Lieneke y yo viajamos aHolanda. Nos citamos con PieterCooymans, que nos llevó a la viejacasa de su padre en SaintOedenrode. Las personas que vivenhoy allí nos permitieron entrar y nos

mostraron el escondite para casosde emergencia que el doctor y su

esposa prepararon para las niñasjudías. Fuimos a Den Hoom yentramos en la casa del médico delpueblo. Hoy vive en ella otromédico, pero la casa sigue allí,

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grande y cuadrada, frente a unjardín casi idéntico. El colegiosigue estando en el mismo sitio, conla iglesia al lado, y enfrente laplaza redonda del pueblo. Noencontramos a Gredda, pero oímosdecir que Klaus había prosperadomucho, tal vez gracias a susinventos.

En Holanda vimos a la buenaamiga de Lieneke, Charlotte, y conella fuimos a la casa de Utrechtdonde Lieneke creció. Anduvimospor el viejo barrio de Lieneke, ypor el parque donde una vez huboletreros que prohibían la entrada alos judíos. Pasamos por delante dela «casa tictaqueante» de Liesje,pero no entramos, y tampoco lavimos a ella. Efectivamente, erangrandes amigas antes de la guerra,

pero después no siguieron encontacto. Luego nos citamos con

otra buena amiga, Ditje, que noscontó cómo era ser una niña de laresistencia.

Evidentemente, a Vonnet,Henry Kohly y el matrimonioCooymans no pudimos verlos.Fallecieron hace muchos años,

pero, tras la guerra y hasta sumuerte, Lieneke mantuvo contactocon ellos. No en vano fueron laspersonas que le salvaron la vida.

Allí, en cada casa y en cadaescondite, Lieneke me contó lo quele sucedió durante la guerra, y

también lo que le ocurrió después.

¿Qué ocurrió después?

-Como se dice en el libro,después de terminar la guerra vivíalgún tiempo en casa de los padresde Ditje, en el pueblo. Allí meencontraba muy bien y, durante esetiempo, mi padre y mi hermano Bartviajaron a Utrecht para buscarnos

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casa. Como había que arreglar lanuestra, que había sido unida a lade los vecinos, el ayuntamiento nosproporcionó una vivienda temporal

en casa de un colaboracionista nazi.Él, su mujer y sus tres hijos fueronencarcelados. Antes de abandonarla casa, el hijo menor arrojó alsuelo, a las paredes y a los mueblesuna especie de sirope. Ésa fue suvenganza: dejó tras de sí una casallena de insectos. Vivimos allíalgún tiempo y luego volvimos anuestra casa.

¿Cómo fue volver por fin acasa?

-No se parecía en nada a antes

de la guerra. Sin mi madre,simplemente no era lo mismo. Nohabía nadie que sostuviera a lafamilia. La guerra acabó con la vidatal y como la conocíamos. Mishermanos emigraron a Israel, mipadre se entregó en cuerpo y alma ala ciencia y yo tuve que ponerme aldía en los estudios. Lo que habíaestudiado en el colegio rural era deun nivel muy elemental y no queríaque me bajasen de curso. Me

pasaba el día estudiando.

¿Le ocurrieron también cosasbuenas?

-Sí. Ditje vino a vivir connosotros, para estudiar en elinstituto municipal, y un díaCharlotte llamó a la puerta. Enseguida volvimos a hacernosamigas, las mejores amigas. De la

casa del colaboracionista nosllevamos discos viejos, y nostumbábamos en el suelo de maderadel desván y escuchábamos músicacon los ojos cerrados. Pero cuandopor fin logré ponerme al día en los

estudios y comencé incluso a

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disfrutar de la vida, sobre todogracias a un grupo de teatro, mipadre me informó de que íbamos aemigrar a Israel. Ben Gurión loinvitó a fundar el primer institutoveterinario de Israel. Yo no queríairme. Cuando volvía a sentirme unaniña normal, cuando volvía a estarcontenta, tenía que dejarlo todo ycomenzar una nueva vida.

¿Y cómo fue la adaptación aIsrael?

-Al principio fue difícil. Mipadre y yo vivíamos en unahabitación en Tel Aviv, y desde laventana miraba con envidia a losniños que jugaban en el patio delcolegio. Yo no sabía ni una palabrade hebreo. Todos los días iba aestudiar el idioma a casa de Raquel

Katinka, aquella cuyo nombre lepusieron a Raquel. Por aqueltiempo, Raquel Katinka ya estabacasada con el poeta Zeev. Eran muyagradables conmigo, pero las clasesde hebreo no daban buenos

resultados, porque no podíapracticar el idioma: no conocía anadie de mi edad y no tenía conquien hablar.

»Todos los días volvía declase a nuestra habitación y lepreparaba a mi padre una cenacaliente. Tenía que soportar misguisos. No sabía cocinar. Nisiquiera tenía un libro de cocina,porque no sabía leer hebreo. Trasalgunas semanas, mi padre decidióalquilar una habitación en casa deuna familia holandesa que vivía

cerca de Ramat Gan. Allí comíamoscon la familia y allí conocí a unchico llamado Sasson y me hiceamiga suya. Aún no sabía que algúndía nos casaríamos.

»Empecé a estudiar en elinstituto de Ramat Gan. Poraquellos días no sabían cómo

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recibir a emigrantes que llegabansolos, y nadie se interesó por mí.Tras un año sentada en la clase sinentender nada y sin que me hiciesenparticipar en ninguna actividad, ledije a mi padre que no volvería más

al colegio. Me matriculé en uncurso de puericultura, terminé losestudios con buenas notas, y los dosmeses que me quedaban hasta elservicio militar los pasé comovoluntaria en el kibbutz DeganiaAlef.

¿Y allí, en el kibbutz, le fuemejor?

-No empezó bien, peroterminó de maravilla. El trabajoagrícola me resultaba muy duro. Mepuse muy enferma. Durante el

tiempo libre me daba vergüenzasalir de la habitación. Me dabavergüenza hasta ir al comedor.Recuerdo que un día vi una arañaen el alféizar de la ventana de micuarto.

Le dije: «Si no saltas a micama, no te haré nada malo.» En esemomento nos hicimos amigas. Por

aquellos días era mi única amiga. Yentonces decidieron enviarme atrabajar a la sección de los niños, ytodo mejoró. Estabaestupendamente, primero por los

niños, y segundo porque todos losdías, al mediodía, llegaban loschicos del kibbutz a comerse losyogures que se dejaban los niños.De pronto me descubrieron. Vieron

que había un bombón nuevo en elkibbutz, y eso fue muy agradable.Allí también aprendí a amar el país.Estaba fascinada con el maravillosopaisaje y con las gentes. Para mí,era un auténtico pedazo de paraíso.Incluso querían que me quedasecomo miembro del kibbutz, pero yoquería hacer el servicio militar. En

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el ejército trabajé como enfermeray continué con ello después delicenciarme.

¿Qué hizo con loscuadernillos?

-Los guardé durante todosestos años y, de vez en cuando,cuando me lo pedían, los sacaba yse los enseñaba a mis parientes yamigos. Por sus reaccionescomprendí que las cartas teníanalgo que sobrepasaba el ámbito demis recuerdos personales, algo que

interesaba tanto a niños como aadultos. Por eso, cuando el museoYad Layeled, de Bet LojameiHaguetaot

[14], me pidió exhibir loscuadernillos, decidí prestárselos.Desde entonces están expuestosallí.

Cuando nació le pusieronJacqueline. En la guerra lallamaban Lieneke. Hoy se llamaNili. ¿Cómo se llama usted a símisma?

-Lieneke. Cuando emigré aIsrael, me dijeron que Lieneke noera un nombre israelí, y mepusieron Nili. Pero incluso hoy díasiento que Nili no es mi nombre,sino Lieneke. Aquí me llaman NiliGoren. Goren es el apellido de mimarido, Sasson. Poco después decasarnos nos trasladamos a Kriot,al lado de Haifa. Tuvimos treshijos, y hoy tenemos ya seis nietos.

Varias veces al año, en las fiestas,en los cumpleaños, el Día de laIndependencia, nos juntamos para

hacer un gran picnic en el campo oen el jardín de alguno de nosotros.Nos reunimos todos: mis hijos ymis nietos, y también mis hermanos

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con sus familias. En esos momentossiempre me vienen los mismospensamientos a la cabeza.

¿Qué pensamientos?

-Primero pienso en el granmilagro, al que acompaña unainmensa felicidad, que significa unagran familia: tantas personas ytantos niños guapos, listos y

estupendos, ¡no hay mayorfelicidad! Luego pienso en que esuna lástima que mi madre no hayapodido ver este gran tesoro, sufamilia.¡Y al final pienso que losnazis fracasaron! ¡Y de formaestrepitosa! Miradnos: una familiajudía grande y preciosa, en nuestropaís, personas libres.

TAMI SHEM-TOV

Israel/Holanda, 2006-2007.

*

En esta edición digital todoel material gráfico se incluye en unarchivo separado. Los textos de lascartas van incluidos en su lugar

correspondiente en el orden decapítulos (Nota de la digitalización)

*

Para esta edición digital lasimágenes de esta carta y de las

siguientes se encuentran en archivoseparado (Nota de la digitalización)

[1] Oma, «abuela» en holandés.(N. de la a.)[2] Opa, «abuelo» en holandés.(N. de la a.)[3] Durante la Janucá, o fiestajudía de las luces, se celebra lapurificación del templo deJerusalén en el 165 a. J.C., cuandolos hebreos lograron rebelarsecontra el rey sirio Antíoco

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Epífanes, que pretendía acabar conla cultura judía y sustituirla por lagriega. En el templo, tras lavictoria, sólo encontraron aceitepara encender el candelabro un solodía. Sin embargo, la menorápermaneció encendida durante ochodías, el tiempo suficiente para hacermás aceite puro. La fiesta deJanucá, en la que durante ocho díasse encienden velas cerca de laventana, recuerda ese milagro. (N.de la t.)

[4]La fiesta de Purimconmemora la liberación del pueblojudío en Persia por mediación de lareina Esther. Se trata de una de lascelebraciones más festivas del

calendario hebreo, en la que losjudíos deben alegrarse, comer ybeber, enviar comida a sushermanos y dar caridad a lospobres. En el Purim se lee laMeguilá o Libro de Esther, y sesuele disfrazar a los niños y darlesmatracas para que hagan ruidodurante la lectura cada vez que se

menciona el nombre del malvado

Hamán. (N. de la t.)[5]M. N.: Males de Niños,como el catarro y el sarampión.(Pero M. N. son también lasiniciales de «malditos nazis».)[6]Se refiere a la reina deHolanda, su hija y sus nietos, quefueron enviados a Canadá cuandolos alemanes invadieron Holanda.

[7] El naranja es el color de lacasa real holandesa.

[8] Rojo, blanco y azul son loscolores de la bandera holandesa.[9] El naranja es el color de lacasa real holandesa.[10] Un faisán llamado Pieter[11] Piet es el ayudante negro

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de san Nicolás.[12] La hija de unos amigos dela familia.

[13] El día del cumpleaños dela madre de Lieneke[14] Museo en Memoria de losNiños, de la Casa de losCombatientes de los Guetos. (N. dela t.)This file was created

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28/01/2010