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La memoria de lo historiadores, f. lorenz

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Page 1: La memoria de lo historiadores, f. lorenz

La memoria de los historiadores

Federico Guillermo Lorenz

Publicado originalmente en Lucha armada en la Argentina, Año I, N° 1, Buenos Aires, noviembre de 2004.

Cada vez que pienso en la relación entre los historiadores y su sociedad,

inevitablemente en algún momento se cruza en mis reflexiones esta fábula del escritor

guatemalteco Augusto Monterroso:1

LA OVEJA NEGRAEn un lejano país existió hace muchos años una oveja negra.Fue fusilada.Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

¿Hasta qué punto se ven corroborados el cinismo de este razonamiento, el carácter

efímero de nuestros posicionamientos en torno al pasado, de la función crítica de los

historiadores, implícito en la moraleja del relato? Es claro que el texto es una lectura

extrema, una reducción al absurdo de las consecuencias de un culto ingenuo por el

pasado. Pero no deja de ser una advertencia acerca de lo que el vuelco al pasado per se

puede producir socialmente, y también un recordatorio de la politicidad y

coyunturalidad de las narrativas históricas. Frente al paso del tiempo, inmersos en

ciertas modas y políticas de memoria, acaso nada podamos hacer.

1 Augusto Monterroso, La oveja negra y demás fábulas. Madrid, Alfaguara, 1998, p. 25.

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Sin embargo, esto entronca con un segundo recuerdo. En forma recurrente, cada vez que

toco en clase temas de historia de los últimos cincuenta años, vienen algunos padres que

piden hablar conmigo y se quejan más o menos con estas palabras:

-Usted enseña política y no historia.

-Usted habla de un bando solo.

-Usted no es objetivo.

-La época de los militares no es Historia.

-Bueno, señora, y entonces, ¿qué es?

Y uno podría agregar(se):

-Bueno, señor historiador, ¿y qué es?

¿Qué expresan estas demandas de objetividad e imparcialidad? Sin duda numerosos

elementos, pero pretendo concentrarme en el carácter político de nuestra práctica

profesional, a partir de las tensiones entre esta, las memorias sociales acerca del pasado,

y las nuestras, como profesionales cuya materia prima es este.

Desde el 24 de marzo de 2004, con el acto del presidente Néstor Kirchner en la ESMA

en ocasión de la conmemoración del golpe de estado de 1976, asistimos a un proceso de

recalentamiento de las memorias en torno a la dictadura militar y, más ampliamente,

alrededor de los períodos de alta movilización social, en algunos casos canalizada

mediante las armas, de los años sesenta y setenta. Este es el emergente de un proceso

más amplio, iniciado probablemente a principios de la década del noventa, caracterizada

por profundos cambios socioeconómicos en nuestro país.

La política oficial hacia el pasado reciente ha reavivado discusiones aparentemente

sepultadas desde los años ochenta, fundamentalmente centradas en el papel jugado por

la violencia política en nuestra historia, en las actitudes sociales frente a esta y la

dictadura militar, y en la identidad política de los desaparecidos. Numerosos actores

sociales tienen algo que decir acerca de ese pasado, tanto desde sus heridas como desde

un presente urgente que obliga a definiciones. Y lo dicen apelando a categorías

aparentemente perimidas y desde paradigmas políticos e ideológicos cuya partida de

defunción había sido firmada hace tiempo.

¿Qué hacemos los historiadores frente a este panorama? ¿Cuáles son los desafíos que

las memorias acerca del pasado reciente nos plantean? Quisiera responder a estas

preguntas desde el terreno cenagoso que nos confronta con la subjetividad de la

práctica: aquel ocupado por memorias antagónicas acerca del pasado. ¿Cómo nos

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ubicamos frente a la sociedad de la que somos parte? ¿Es posible disociar nuestra

condición de sujetos sociales, de ciudadanos, de nuestro papel profesional?

¿Qué consecuencias, si es que es posible identificarlas, tiene nuestro trabajo en la

discusión pública acerca del pasado? ¿Qué consecuencias queremos que tenga?

En buena medida, los fundamentos de la sociedad democrática posdictatorial fueron

construidos en oposición al baño de sangre del régimen anterior, y a un rechazo de las

formas autoritarias y violentas que habían caracterizado a la política argentina con

posterioridad al golpe militar contra el gobierno de Juan Domingo Perón (1955).

En la instalación de estos temas en la discusión pública, los organismos de derechos

humanos, surgidos la mayoría de ellos durante la dictadura militar, desempeñaron un

papel determinante mediante sus esfuerzos de denuncia y justicia. Sucesivas consignas,

desde la demanda de “aparición con vida”, pasando por la de “juicio y castigo a los

culpables” para llegar a la de “memoria, verdad y justicia” son jalones de una lucha que,

aunque cosechó diversas derrotas desde el punto de vista político más coyuntural, tal

vez haya logrado avances en terrenos menos urgentes pero más duraderos.

La última de estas consignas, que alude a la “memoria” merece mayor atención. Pocos

términos, probablemente, hayan ganado tanta preponderancia en los últimos tiempos

dentro de la discusión pública como el de “memoria”. Este fenómeno, aunque no es

privativo de la Argentina, se ha acentuado en nuestro país debido a la actual crisis de

representatividad, caracterizada a nivel mediático por una constante apelación a la

memoria de los argentinos, con los más diversos fines y evocando imágenes que por

ejemplo tanto advierten acerca de la reincidencia en el autoritarismo como reclaman

abiertamente su regreso.

Sin embargo, este surgimiento de la memoria como objeto y categoría analítica ha

derivado en que su polisemia esté caracterizada por una pérdida de especificidad

proporcional al aumento de su poder retórico.2 Así, por ejemplo, desde el sentido

común, es posible reconocer a la memoria como el ejercicio mismo de “recordar”, pero

así también el pasado mismo que se recuerda. La memoria como un mandato es pues

tanto un ejercicio subjetivo y cívico (recordar) como un legado (aquello que debe

recordarse).

Por otra parte, existe una asunción popular de que la “memoria” aparece como la opción

frente a una “historia” que ha estado alejada de “la gente” y ha tendido a ocultar

2 John R. Gillis (editor), Commemorations. The Politics of National Identity. Princeton, Princeton University Press, 1994, p.3.

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determinados aspectos del pasado, argumento que evoca, aunque de un modo

rudimentario, el eje crítico sostenido por el revisionismo argentino de la primera mitad

del siglo XX. Las consignas que oponen “olvido” a “memoria”, las visiones

conspirativas acerca de la “historia oficial” son excelentes ejemplos de esto. Esto no es

un juicio de valor acerca de quienes enarbolan estas consignas ni de su validez, sino la

descripción del contexto que recibe el trabajo de los historiadores.

Para muchos la “memoria” parecería ser algo que “sucede” por fuera de la Historia

entendida como actividad científica. Esto es producto tanto de las asunciones de los

historiadores no profesionales y el público como de aquellos que nos reivindicamos

como tales. En todo caso, lo que vuelve interesante el análisis de estas concepciones es

tanto su convivencia como el hecho de que todas dan cuenta, parcialmente, de las

diversas aristas que la “memoria” como objeto -y sus propias memorias- plantean a los

historiadores.

En primer lugar, en tanto acto de recordar, coloca al investigador frente a tres

cuestiones: quién recuerda (lo que instala la cuestión de la agencia), qué se recuerda (y,

en consecuencia, qué se olvida) y de qué modo se recuerda.3 Transversal a estas

cuestiones existe una cuarta, que considero una de las formas posibles de organizar la

problemática de la memoria desde la especificidad del trabajo de los historiadores, y que

tiene que ver con preguntarse acerca de cuándo un actor social recuerda determinados

eventos bajo una forma determinada. Es decir, la historicidad de las memorias, de las

visiones acerca del pasado, más allá de lo que para nosotros es el límite para cualquier

ejercicio interpretativo: los hechos.

Por otra parte, estudiar la “memoria” pone al historiador ante la posibilidad de analizar

procesualmente las relaciones entre presente y pasado, pues en tanto constructo, la

memoria permite instalar la noción de agencia, y esta alude directamente a los procesos

de construcción de sentido acerca del pasado, en un proceso que claramente es

selectivo. El estudio de la memoria y el pasado reciente, en este marco, permite al

historiador reflexionar sobre los procesos de construcción de las memorias pero a la vez

pone en evidencia la incidencia de su actividad en tales procesos, su “contribución” y su

“deuda” en relación con una memoria futura y otra presente respectivamente. En

resumen, su relación con su sociedad en un momento dado, y por lo tanto, en tanto

público, el carácter político (y por ende parcial) de su actividad intelectual.

3 Ver Elizabeth Jelin, Los trabajos de la memoria. Madrid-Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

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Maurice Halbwachs establece una clara distinción entre la “memoria colectiva”,

entendida como “historia vivida” y la “historia escrita”. Mientras que a esta última le

interesan sobre todo “las diferencias y las oposiciones”, la memoria es una corriente de

pensamiento continua en la cual “el presente no se opone al pasado”.4 El principal

problema de esta distinción es que tal vez sea una entelequia tan grande como los

conceptos mismos que la encarnan, sobre todo si tenemos en cuenta que ambas

nociones, las de “memoria” y la de “historia” representan una trama enmarañada de

interrelaciones a partir de que consideremos a la memoria ya como “objeto”, ya como

“recurso”, en relación a una supuesta “función tutelar” de la historia.

Para Paul Ricoeur, la clave para superar esta aparente contradicción entre memoria

histórica y memoria colectiva es la de tomar la noción de memoria colectiva como un

“concepto operativo”, ya que propone reconocer la complejidad del objeto –y de la

relación entre ambos conceptos- a partir de asumir “una constitución simultánea, mutua

y convergente de ambas memorias”.5 Esta relación se establece a partir de las tres

formas en las que la historia “rompe” el discurso de la memoria, a saber: “documental,

explicativo y crítico”, en el sentido de que aporta elementos para la construcción de una

memoria, ofrece explicaciones acerca del pasado y somete a la crítica los discursos de la

memoria.6 Y es en base a esta que es posible distinguir grandes narratio en los distintos

contextos sociales, discursos acerca del pasado que ofrecen distintas vías de

aproximación e interpretación que, al menos en el caso de la “memoria” y la “historia”

no son excluyentes sino complementarias.

La instalación de la “memoria” como tema central de reflexión historiográfica debe

ubicarse a mediados de los años ochenta y se debe a la realización, a lo largo de diez

años, de una obra colectiva monumental bajo la dirección de Pierre Nora: Les lieux de

mémoire (1984-1992). En su Introducción al primer volumen, Nora analiza en una serie

de definiciones que recuperan e instalan muchos de los elementos que venimos

caracterizando. En primer lugar, mantiene la distinción hecha por Halbwachs más de

cincuenta años antes: “Memoria e historia, lejos de ser sinónimos, todo las opone (...)

La memoria es la vida mientras que la historia es la reconstrucción, siempre

problemática e incompleta de lo que ya no es. La memoria es un fenómeno siempre 4 Maurice Halbwachs, “Memoria colectiva y memoria histórica”, en Sociedad Nº 12/13, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1998, pp.197 y ss.5 Paul Ricoeur, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid, Universidad Autónoma de Madrid/ Arrecife, 1999, p.18.6 Paul Ricoeur, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, p. 41.

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actual, un lazo vivido en presente eterno; la historia, una representación del pasado.

Caracteriza a la historia como “laica” en oposición a una memoria que “instala el

recuerdo en lo sagrado”.7 Resulta evidente, en esta lectura, el peso de la tradición

cultural francesa, en el que la idea de Nación desempeña un papel preponderante. Nora

señala que el objeto de la obra es el de analizar aquellos elementos que han sido

simbólicamente, a lo largo del tiempo, para “los franceses”. Surge así la definición del

concepto analítico de los “lugares de memoria” (lieux de mémoire):

“Los lugares de memoria son, en primer lugar, restos. La forma extrema donde subsiste una conciencia conmemorativa en una historia que la convoca porque la ignora (...) Los lugares de la memoria nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, que hay que crear archivos, que hay que mantener los aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, levantar actas, porque estas operaciones no son naturales. Es por eso que la defensa de una memoria refugiada de las minorías sobre hogares privilegiados y celosamente guardados llevan a la incandescencia la verdad de todos los lugares de memoria. Sin vigilancia conmemorativa, la historia los barrería rápidamente.”8

Conviene tener en cuenta varios de los elementos aquí presentes: la noción de agencia

continúa presente (“vigilancia conmemorativa”) mientras que se introducen una gran

cantidad de posibles “vehículos de memoria” y una igual diversidad de posibles

pertenencias e identidades basadas en la memoria. El trabajo de Nora, concentrado en la

idea de pueblo, clase y Nación, refleja una de las vías de aproximación a la memoria,

que se revela insuficiente si pensamos que el concepto predominante hoy es el de que

hablar de memorias colectivas implica adscribirlas a determinados grupos sociales. Para

salir del campo de la historiografía francesa, trabajos tales como el de Benedict

Anderson, Comunidades Imaginadas (1983) o The Invention of Tradition, de Eric

Hobsbawm y Terence Ranger (1983), son ejemplos de la aproximación político-

institucional al tema de la memoria, en tanto la agencia es analizada desde el punto de

vista de los sectores dominantes, que establecen versiones “construidas” y

constructivistas acerca del pasado, con fines de lograr cohesión social.9

El principal problema, desde el punto de vista de los actores sociales, es que este tipo de

visiones están caracterizadas por una caracterización pasiva de los sectores subalternos,

por el mantenimiento de una visión elitista de la historia, y por una actitud desdeñosa al 7 Pierre Nora, “Between Memory and History”. En Pierre Nora (editor), Realms of Memory. The Construction of the French Past. New York, Columbia University Press, Volume I, 1984, p. 3.8 Pierre Nora, “Between Memory and History”, pp. 7-8.9 Ashplant, T. G.; Dawson, Graham and Roper, Michael (editors), The Politics of War Memory and Commemoration. London, Routledge, 2000, p. 8.

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estudio serio de las conmemoraciones y otros eventos colectivos.10 Si pensamos en la

brecha que el sentido común establece entre historia y memoria, este es un dato

relevante: pues tanto las visiones “institucionalistas” como “nacionalistas” (originadas

en el estado) tienen mucho de aquellas vistas como “oficiales” (y, por lo tanto,

“mentirosas”).

En relación con este tipo de observaciones surge la segunda gran área de estudios de la

memoria desde el punto de vista de los historiadores, definida como “psicológica” o

“cultural”.11 Los principales exponentes de esta línea de trabajo achican el tamaño de la

lente y buscan otras formas de memoria, por ejemplo alejada de las conmemoraciones

oficiales. Es el caso de Jay Winter. En Sites of Memory, Sites of Mourning, un análisis

de las formas en las que Europa incorporó la experiencia de la Gran Guerra, el

argumento central del autor consiste en demostrar cómo las formas conmemorativas no

oficiales (que rastrea en la literatura, la escultura, la pintura y otras formas más privadas

de recuerdo) “torcieron” la voluntad oficial de exaltación de la tragedia en el caso

concreto del recuerdo de los muertos.

Este avance plantea una arista nueva consistente en proponer a estudio el campo de las

relaciones entre lo público y lo privado. Esta perspectiva pone en primer plano la noción

de agencia, en tanto enfatiza un fenómeno de interacción que se diferencia notablemente

del proceso de “instalación” descrito en el modelo precedente. Por otra parte, si una de

las características del “sentido común” era la de homologar “memoria” y “pasado”, la

idea de agencia nos obliga a no perder de vista el hecho de que esta designa al ejercicio

que nos permite acceder a un determinado recuerdo o experiencia de tal pasado. De este

modo, cuando hablamos de la “memoria” en relación a determinados hechos, nos

referimos a un ejercicio de recordación. Es por ello que algunos autores, antes que de

“memoria colectiva” prefieren hablar de “recuerdo colectivo”.12

El problema que se plantea, entonces, es el de explicar cómo es posible que

ciertas experiencias individuales y privadas se transformen en públicas, y el proceso que

experimentan en el camino. Este es un proceso de circulación en ambos sentidos: es de

esperar que los recuerdos individuales encuentren un contexto social en el cual se

reconozcan como parte, pues la memoria no existe por fuera de los individuos, pero al

10 Raphael Samuel, Theatres of Memory. London, Verso, 1999, pp.16-17.11 Ashplant, T. G.; Dawson, Graham and Roper, Michael (editors), The Politics of War Memory and Commemoration, p.7.12 Winter Jay and Sivan, Emmanuel (editors), War and Remembrance in the Twentieth Century. Cambridge, Cambridge University Press, 1999

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mismo tiempo nunca es individual en su carácter: está condicionada, informada y

conformada por el contexto histórico y social.

¿Cómo es posible que alguien “recuerde” algo que no vivió? Esto es lo que implica el

razonamiento anterior: ciertas experiencias individuales o sectoriales se transforman en

públicas y colectivas. Samuel Hynes habla de la “memoria indirecta” (vicarious

memory)13 mediante la cual aquellos que no participaron en una guerra, que es el caso

analizado por este autor, pueden sin embargo, estimulados por una conmemoración,

recordar imágenes e historias asociadas a ese hecho que constituyen una imagen

colectiva.

A este respecto, desde la historia oral se han realizado significativos aportes en este

sentido. Sobre todo los trabajos de Alessandro Portelli han demostrado la idea de que la

memoria es un activo proceso de creación de significados, y que a la vez esta constituye

un elemento esencial en la construcción de la identidad, tanto individual como grupal.

Lo que es más importante, a la usual descalificación de los recuerdos individuales como

“poco fiables”, el trabajo de Portelli y otros historiadores como Alistair Thomson han

respondido con la revalorización de estas “distorsiones” como datos a ser tenidos en

cuenta analíticamente.

Por último, el posicionamiento de los historiadores frente a la utilización de los

testimonios –lo que conlleva una definición, también, en torno a la memoria como

objeto- llevaría, según Dominick LaCapra, a dos posturas extremas: un

“neopositivismo” deslegitimador de este tipo de evidencias y revalorizador de una

visión de la historia sobria y analítica, desconfiada hacia una memoria vista como

“inherentemente acritíca y cercana al mito; y por el otro, una visión que tiende a

caracterizar a la historia como “insensible a las trampas de la memoria y a las razones

de ese tipo de trampas”.14 En ambos casos, este posicionamiento mantiene la tendencia a

oponer la historia y la memoria. Frente a esta falsa dicotomía, LaCapra afirma que

existe una relación complementaria ya que la historia cumple con dos funciones

primordiales, la de “adjudicación de verdad” y la de transmisión”.15

Llegados al punto en el que la memoria aparece como un posicionamiento frente al

pasado (en tanto encarna voluntades de recuerdo y olvido). Una forma de acercarse a 13 Samuel Hynes, “Personal narratives and commemoration”. En Winter Jay and Sivan, Emmanuel (editors), War and Remembrance in the Twentieth Century. Cambridge, Cambridge University Press, 1999, p. 206.14 Dominick LaCapra, History and Memory after Auschwitz. 1998, p.16.15 Dominick LaCapra, History and Memory after Auschwitz, p. 20.

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esta cuestión es la de analizar la memoria colectiva, en tanto compartida por grupos

sociales determinados en contextos determinados, como un hecho producido por la

acción de los individuos. En este caso, la relación entre lo privado y lo público se

transforma en un pasaje, ya que “cuando los individuos se reúne para recordar, entran

en un dominio que está más allá de la memoria individual”: a partir de una decisión

particular, producen un hecho que es social en cuanto público.16

Este posicionamiento historiográfico frente a la memoria encuentra su sustento en la

propuesta analítica de Reinhart Koselleck, quien articula la memoria como una tensión

entre “espacios de experiencias” y “horizontes de expectativas”, categorías históricas

que equivalen a las de espacio y tiempo. Advierte que se trata sólo de “categorías

formales: lo que se ha experimentado y lo que se espera respectivamente no se puede

deducir de esas categorías. La anticipación formal de explicar la historia con estas

expresiones polarmente tensas, únicamente puede tener la intención de perfilar y

establecer la condición de las historias posibles, pero no las historias mismas. Se trata

de categorías del conocimiento que ayudan a fundamentar la posibilidad de una historia.

O, dicho de otro modo: no existe ninguna historia que no haya sido constituida mediante

las experiencias y esperanzas de personas que actúan o sufren”.17 El principal aporte de

esta noción es la de caracterizar a los procesos de memoria como dinámicos, pero,

también, la de afirmar el carácter activo de los individuos y grupos en los procesos de

memoria, ya que “la tensión entre experiencia y expectativa es lo que provoca de

manera cada vez diferente nuevas soluciones, empujando de ese modo y desde sí misma

al tiempo histórico”.18 El trabajo historiográfico, es bueno recordarlo en este punto del

razonamiento, es uno de estos “procesos de memoria”.

Si partimos tanto de la noción de agencia como del concepto de memoria colectiva (en

cuanto a que es posible adscribirla a grupos determinados), podemos incorporar la idea

de entender al espacio público como un terreno donde existen disputas por la

apropiación social del pasado. El proceso de elaboración y aceptación de estos discursos

genera una gama de respuestas posibles. Fragmentos del pasado son incorporados o

silenciados, siempre reelaborados en función de factores ideológicos, generacionales,

culturales o históricos.

16 Winter Jay and Sivan, Emmanuel (editors), War and Remembrance in the Twentieth Century, p. 9.17 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona, Paidós, 1993, pp. 334-35.18 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, p.342.

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El espacio público aparece como un territorio donde distintos discursos acerca del

pasado (entre ellos, el de los historiadores) confrontan, se oponen, complementan o

excluyen. Este escenario puede ser visto como “un teatro (...) y una audiencia públicos

para la representación de dramas relativos a “nuestra” historia, nuestro pasado,

tradiciones y legado”.19 De este enfrentamiento puede surgir una memoria dominante,

como resultado exitoso de un proceso de “producción social del pasado” en el marco de

un intento de dominación política. 20

Aunque analistas de estos procesos, los historiadores, en tanto agentes, no escapamos a

esa lucha por otorgar sentidos al pasado, ni a las exigencias del presente en esa mirada

hacia atrás. En todo caso, nuestra práctica profesional nos otorga una mirada particular,

con peso en el imaginario público: el utillaje científico de nuestra profesión no es (no

debería ser) un antídoto contra la subjetividad, sino un reaseguro para el lugar desde el

que la enunciamos. Nuestras herramientas profesionales no evitan el sesgo, sino que dan

rigor y autoridad a un enfoque particular.

En este contexto, ¿Cuál es el papel desempeñado por los historiadores en las

discusiones sociales acerca del pasado? Responder a esta pregunta implica revisar

algunas de nuestras ideas acerca de nuestra función social.

Los retornos al pasado y las conmemoraciones, los intentos de preservación, han

colocado en primer lugar la producción de testimonios orales y su circulación. Desde el

proyecto monumental liderado por Steven Spielberg de recopilación de testimonios del

Holocausto, pasando por iniciativas locales, surgen en distintas partes del mundo

archivos que recogen testimonios que de otro modo estarían ausentes de los relatos

sociales. Esta tarea, es bueno señalarlo, está exenta de la valoración algo ingenua con la

que se evaluó el uso de fuentes orales por parte de los historiadores a partir de la década

del ’60. Ahora bien, considero que sabemos que “no damos voz a los que no tienen voz”

mediante las entrevistas, pero en cambio perdemos de vista nuestra capacidad para

instalar temas o legitimar narrativas sociales desde el rigor del trabajo intelectual.

La historia no sólo diseca mitos, sino que puede aportar elementos para reforzar o traer

a la luz causas, hechos y actores olvidados o extintos. El trabajo del historiador tanto

cuestiona como afirma, mata como crea, y en eso consiste, también, la politicidad de

nuestra profesión.19 Popular Memory Group, “Popular Memory. Theory, Politics, Method”. En Robert Perks y Alistair Thomson (compiladores), The Oral History Reader, London, Routledge, 1998, p.76.20 Popular Memory Group, “Popular Memory. Theory, Politics, Method”, p. 79.

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No podemos –o no deberíamos poder- escribir la Historia de lo que hubiéramos querido

que sucediera. No podemos estigmatizar aquello que aborrecemos ideológica o

políticamente faltando a la verdad. No podemos salvar ahogados ni víctimas, torcer

decisiones y acuerdos, y sí en cambio reinstalar los procesos en los que estos hitos

estuvieron insertos, en que aquellas víctimas participaron, en el campo de la discusión

política.

Y esto exige mantener la actitud crítica en un doble sentido: pues significa analizarlos

como actores históricos en nuestra propia tarea y exponerlos a otras revisiones públicas

y científicas. De allí que no se trata de que vayamos a perder la rigurosidad científica,

sino exactamente lo contrario: deberemos ser los mejores, los más abiertos e incisivos,

los más rigurosos.

Pero es cierto que la idea de memoria coloca a los historiadores frente a un replanteo de

sus prácticas y de la concepción acerca de la Historia en relación con la sociedad, y a

una “apertura” a otras formas de hacer historia. La “memoria” como objeto, ejercicio y

fin lleva a un redimensionamiento de la actividad de los historiadores que implica el

abandono de una posición de superioridad o aislamiento frente a otras formas de

conocimiento. Raphael Samuel afirma que “la Historia, en manos del historiador

profesional, se presenta a sí misma como una forma esotérica de conocimiento.

Fetichiza la investigación basada en archivos, como lo ha venido haciendo desde la

revolución Rankeana –o contrarrevolución- en la actividad académica (...) Las

discusiones están escondidas en densas marañas de notas al pie, y dejan a los lectores

que intentan desentrañarlas en la posición de encontrarse inmersos en una cábala de

acrónimos, abreviaciones y signos”.21 Frente a esto, ¿Es posible plantearse como un

objetivo la combinación del rigor con la fluidez narrativa, por ejemplo?

Sucede que, más allá de posturas tendientes a parcelar la Historia en base a

determinados cánones, la “memoria”, en tanto ejercicio colectivo, quita de hecho el

monopolio y la autoridad para hablar acerca del pasado en base a determinados

pergaminos académicos o institucionales. En el espacio público, los historiadores son

“uno más” a la hora de discutir el pasado. El lector común no distingue una

investigación periodística de una académica, y recoge ambas producciones del mismo

anaquel en las librerías, por ejemplo “Historia y Política Argentina”. Es un trabajo

solvente y sólido, convincente como toda buena narración, el que (re)construirá esa

diferencia.

21 Raphael Samuel, Theatres of Memory, 1999, p. 3.

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Nuevamente Samuel afirma que “la historia no es una prerrogativa de los historiadores,

ni siquiera, como sostiene el posmodernismo, una ‘invención’ de los historiadores. Es,

más bien, una forma social del conocimiento; el trabajo, en cualquier circunstancia, de

un millar de manos diferentes. Si esto es cierto, la discusión central de cualquier debate

historiográfico no debería ser el trabajo individual del académico, ni siquiera acerca de

escuelas interpretativas rivales, sino más bien el conjunto de actividades y prácticas en

las que la idea de historia está presente o la relación dialéctica pasado-presente

aparece”.22

Esta forma de entender a la Historia nos lleva a redimensionarla como una forma más

de apropiación social del pasado, y reactualiza el papel que la investigación histórica

puede desempeñar en su relación de retroalimentación con la “memoria”. La historia,

continúa este autor, “es un argumento acerca del pasado tanto como un registro”.23

Desde un punto de vista político, significa tener presente que ignorar esa

responsabilidad es dejar un lugar vacante en la discusión social. Y desde un punto de

vista social, esto es por lo menos egoísta; desde un punto de vista individual, peligroso y

autista.

La actividad histórica en relación con la memoria tiene un modo de incidencia muy

directo que reivindica la práctica, ya que “los historiadores, que se sepa, no crean

documentos. Pero por la naturaleza de nuestro trabajo estamos continuamente

fabricando contextos. No podemos construir discursos imaginarios al modo de

Tucídides, pero por la cita selectiva podemos hacer que los sujetos expresen lo que

nosotros creemos su esencia más profunda”.24

Frente a las prevenciones formuladas por Nora, relativas a que se “historiza” en tanto la

“memoria” va desapareciendo, manteniendo la antítesis, la relación que aparece como

más fructífera es la de mutuo enriquecimiento.

Esto lleva, una vez más, al carácter político de las Ciencias Sociales. En un párrafo

muchas veces citado, Yerushalmi afirma que “la dignidad esencial de la vocación

histórica subsiste, e incluso me parece que su imperativo tiene en la actualidad más

urgencia que nunca. En el mundo que hoy habitamos, ya no se trata de una cuestión de

decadencia de la memoria colectiva y de declinación de la conciencia del pasado, sino

de la violación brutal de lo que la memoria puede todavía conservar, de la mentira

deliberada por deformación de fuentes y archivos, de la invención de pasados 22 Raphael Samuel, Theatres of Memory, 1999, p. 8.23 Raphael Samuel, Theatres of Memory, p. 430.24 Raphael Samuel, Theatres of Memory, p. 433.

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recompuestos y míticos al servicio de los poderes de las tinieblas. Contra los militantes

del olvido, los traficantes de documentos, los asesinos de la memoria, contra los

revisores de enciclopedias y los conspiradores del silencio (...) el historiador solo,

animado por la austera pasión de los hechos, de las pruebas, de los testimonios, que son

los alimentos de su oficio, puede velar y montar guardia.25

¿Qué significa, qué implica esa vigilancia? Responderse qué es lo que deseo defender, y

de qué, o quién. Para qué, y desde dónde. Con qué herramientas.

En el caso de pasados tan violentos como el argentino, que resultaron en la destrucción

de vidas humanas y la voluntad de borrar cualquier vestigio acerca de ellas (frente al

ocultamiento de los cuerpos, no puede sorprender la destrucción sistemática de

documentos), esta función no es sólo la de “poner en su lugar” a la memoria

“adjudicándole verdad”.26 La justicia histórica puede exceder los homenajes póstumos

ya que el historiador, desde el punto de vista activo y abierto que implican estos

razonamientos, desempeña un papel central en la construcción de la sociedad: “la

tradición tratada como un depósito muerto participa de la misma compulsión de

repetición que la memoria traumática. Al reanimar, mediante la historia, las promesas

incumplidas, e incluso, impedidas y reprimidas por el curso posterior de los

acontecimientos, un pueblo, una nación o una entidad cultural pueden acceder a una

concepción abierta y viva de sus tradiciones”.27

Esa capacidad no es poca cosa. Consiste, por ejemplo, en mostrar cómo en las raíces de

un presenta aparentemente avasallador y deprimente, existió una sociedad, un pasado en

el que el cambio fue un horizonte posible.

Cuando el padre del alumno vuelva a quejarse, entonces, habrá que responderle que sí,

que nuestro trabajo es político, que como él, también solemos pasear por el parque

disfrutando de la vista de árboles y estatuas ecuestres.

25 Joseph Yerushalmi, Usos del olvido. Buenos Aires, Nueva Visión, 1989, p.25.26 Dominick LaCapra, History and Memory after Auschwitz, p. 20. 27 Paul Ricoeur, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, p.51.