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La meditación en el ulnbral de una nueva era SANTIAGO GUERRA La historia de la Humanidad demuestra que el ser humano, como individuo y como colectividad, es un ser que, ilusa o fun- dadamente, ha esperado y sigue siempre esperando un mañana mejor. Es, sin duda, esa esperanza, no siempre ni propiamente objetivable en un claro razonamiento, pero tozuda y persistente, la que mantiene al hombre en la existencia y le impele a un incesante y enloquecido planear. Pero al mismo tiempo éste pa- rece llevar dentro de sí un ominoso potencial destructivo de sus propios anhelos e ilusiones; incorregible aprendiz de brujo, ha reducido una y otra vez a escombros los logros de su propio esfuerzo e ingenio o los ha vuelto contra mismo en un mal uso difícilmente superable. Más que suficientes motivos ha te- nido a lo largo de los siglos para tirar de una vez la toalla y refugiarse, como mucho, en una mansa pasividad; pero, aunque este mal siempre ha atacado a algunos y en nuestra época pa- rece convertirse en epidemia contagiosa, el hombre ha termina- do siempre emprendiendo de nuevo la tarea ilusionada de cons- truir una vida nueva desde las ruinas. Es como si una oculta fuerza sabia o maniobrera, ciega o infinitamente consciente, desconcertante y poderosa en todo caso, moviera los hilos de este tejer y destejer la madeja en orden a un objetivo final cuyos trazos fueran gradualmente dibujándose hasta hacer posible una firme previsión del término de esta an- dadura. REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 45 (1986), 219-255.

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La meditación en el ulnbral de una nueva era

SANTIAGO GUERRA

La historia de la Humanidad demuestra que el ser humano, como individuo y como colectividad, es un ser que, ilusa o fun­dadamente, ha esperado y sigue siempre esperando un mañana mejor. Es, sin duda, esa esperanza, no siempre ni propiamente objetivable en un claro razonamiento, pero tozuda y persistente, la que mantiene al hombre en la existencia y le impele a un incesante y enloquecido planear. Pero al mismo tiempo éste pa­rece llevar dentro de sí un ominoso potencial destructivo de sus propios anhelos e ilusiones; incorregible aprendiz de brujo, ha reducido una y otra vez a escombros los logros de su propio esfuerzo e ingenio o los ha vuelto contra sí mismo en un mal uso difícilmente superable. Más que suficientes motivos ha te­nido a lo largo de los siglos para tirar de una vez la toalla y refugiarse, como mucho, en una mansa pasividad; pero, aunque este mal siempre ha atacado a algunos y en nuestra época pa­rece convertirse en epidemia contagiosa, el hombre ha termina­do siempre emprendiendo de nuevo la tarea ilusionada de cons­truir una vida nueva desde las ruinas.

Es como si una oculta fuerza sabia o maniobrera, ciega o infinitamente consciente, desconcertante y poderosa en todo caso, moviera los hilos de este tejer y destejer la madeja en orden a un objetivo final cuyos trazos fueran gradualmente dibujándose hasta hacer posible una firme previsión del término de esta an­dadura.

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 45 (1986), 219-255.

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¿ Una llueva era espiritual?

La Humanidad mide su historia por edades o eras. Unas ve­ces un hecho trascendental inesperado y de gigantescas reper­cusiones, otras una reacción vigorosa contra una generalizada descomposición de un tipo de cultura y sociedad, otras la irrup­ción de nuevas fuerzas y conocimientos lentamente gestados, pro­vocan el nacimiento de una época que en poco se parece a su predecesora; horizontes hasta entonces desconocidos o sólo vis­lumbrados por personas aisladas o pequeñas élites se convierten en principios orientadores del vivir y pensar.

La sucesión de edades es un hecho incontrovertible, aunque la unanimidad respecto al hecho se cambie en multiplicidad de opiniones cuando se trata de su número, clasificación y crono­logía. Hay, por otra parte, divisiones de la historia en Edades económicas, políticas, culturales, espirituales, etc. Si bien unas no suelen estar separadas de las otras, y hay entre ellas una inevitable correlación e influjo, no pueden ser consideradas como simplemente coincidentes y mucho menos como idénticas. En todo caso, si es lícita una visión de las edades del mundo desde los acontecimientos políticos, económicos o culturales para des­de ahí enjuiciar los concomitantes aspectos espirituales, no será menos lícito, y probablemente será más importante y trascen­dente, una consideración de las Eras de la Humanidad desde una óptica espiritual para enmarcar y juzgar los concomitantes aspectos políticos, económicos y culturales. Es esta última óptica la que aquí nos interesa.

Podríamos definir de forma muy general lo espiritual como la relación de todo 10 que pertenece a la vida humana con su plano superior trascendente, es decir, con su espíritu. Las di­versas eras espirituales de la Humanidad se caracterizarán por la especifica relación entre esos diversos planos a nivel ambien­tal y colectivo, al margen de cómo puedan haberla vivido per­sonas particulares y pequeños grupos. Y es necesario pregun­tarse si las sucesivas eras espirituales tienen algo que ver con 10 que podríamos llamar un plan previo que se va progresiva­mente cumpliendo o al menos está llamado a irse realizando mediante la cooperación del hombre. Y podríamos preguntarnos aún si ese plan, en caso de existir, constituye o va unido a una

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fuerza, impulso o dinamismo intrínseco a la creación misma que la haga tender desde su misma entraña hacia formas superiores de realización no sólo personal, sino también colectiva.

El nihilismo, las filosofías del absurdo, las doctrinas del azar y la necesidad 1, los existencialismos ateos y otras ideologías ho­mólogas se niegan a plantear siquiera la posibilidad de una di­rección finalística del mundo y de la existencia humana. Para ellos no puede haber un principio impulsor alguno que ante­ceda, oriente y dirija al hombre hacia un fin determinado, nin­gún plan al que ajustarse, ninglm juego cósmico o histórico en cuyas reglas insertarse para llevarle a buen fin y al mismo tiem­po realizar el sentido de la propia persona. La voltmü1Cl de poder (Nietzsche) o la libertad absoluta (Sartre) son la única fuente del vivir y del hacer, y si la Humanidad pudiera tener o con­seguir alguna meta, ésta sel'Ía el escueto resultado de un juego de libertades autocreadas y autocreadoras.

En la fe cristiana es una afirmación fundamental el plan previo de Dios progresivamente realizado y que tiene como etapa final a Cristo. El mundo es puesto en la existencia como medio de realización de ese plan, y el hombre nace «progra­mado», no es el inventor de su camino ni el motor o conductor de su viaje; su libertad verdadera sólo se da cuando se abre a la realidad pre-dada de la gracia o el amor de Dios derramado en el corazón por el Espíritu Santo que, 8. su vez, remite a Cris­to como criterio de vida e imagen a la que irse conformando. Cristo como etapa final significa en la fe cristiana la imposi­bilidad de nuevas eras que superarían, suplantarían y eliminarían el centralismo de su persona como presencia de lo escatológico.

Cristianamente hablando, la nueva era que parece ya anun­ciarse y hasta iniciarse, y de la cual es expresión, entre otros, el movimiento de meditación, no puede ser sino un cambio cua­litativo en el desarrollo del Espíritu de Cristo. Pero aquí se sitúa el punto neurálgico de la diferencia y también del diálogo del cristianismo con la llamada «nueva era» que, centrada en la realidad del espíritu, desliga a éste de todo personaje histórico

1 El libro de ¡ACOUES MONOD, El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna, Barcelona, 1971, 216 pp., no por discutido ha dejado de ser una auténtica conmoción que ha hecho tambalearse muchos esquemas.

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concreto para cualificarle, definirle y vivirle como el Espíritu Universal o Cósmico.

Muchos, apoyándose precisamente en la más moderna cien­cia de la materia, adivinan la existencia de una fuerza espiritual supra-individual, pero que tampoco es un mero resultante del conjunto de las voluntades humanas en acción, sino que prece­de, sobreabarca y sirve de marco y fundamento, de impulso ini­cial, de aguijón permanente y de meta terminal al ser humano. Se trata, por ello, de una fuerza o élan con carácter de totalidad e ilimitación, no objetivable, definible o manipulable, inmanente al mundo y al hombre, pero al mismo tiempo de alguna forma trascendente, al menos en cuanto siempre en dirección a un «más allá» de toda concreta realización o estadio de desarrollo, siempre en marcha hacia un término que no es, sin embargo, un límite.

Diversas preguntas Slll'gen en relación con ese afirmado di­namismo fundamental del Universo o, lo que es lo mismo, con ese Espíritu Cósmico: ¿ Qué relación existe entre él y el Espíritu del Dios de Jesucristo? ¿Aparte de estar en la base de cada in­dividuo, hacer posible su desarrollo espiritual y florecer esplén­didamente en las grandes figuras espirituales, impele ese dina­mismo a la colectividad como tal y la va llevando de forma irreversible hacia nuevas cotas de realización espiritual? Aunque en el hombre existe, como hemos recordado, un potencial des­tructivo que debemos entender como una misteriosa y en sí mis­mo contradictoria capacidad de oposición a ese impulso funda­mental a pesar de la infinita vehemencia de éste, la cuestión última es si, a pesar de todos los reflujos y naufragios, de todas las caídas y fracasos, la Humanidad como tal va o no reco­rriendo puertos y rebasando metas volantes en dirección paula­tina hacia un polo definitivo de desarrollo de la infinita poten­cialidad contenida en la aludida fuerza espiritual motora. Para los que, como Teilhard de Chardin, tienen clavada su mirada en el Punto Omega, es decir, están convencidos de la imparable marcha ascendente de la evolución, siglos enteros de regresión y decadencia no significan sino cortos instantes en un movimien­to plurimilenario que va inexorablemente hacia la explosión y floración suprema de dicho inmanente dinamismo.

Prescindiendo, no obstante, del valor que se pueda atribuir

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a la tesis de un progreso lineal continuado, también en el orden espiritual, parece claro que el espíritu o conciencia humana co­lectiva ha pasado por etapas bien caracterizadas, y que la pos­terior ha nacido de los escombros y ruinas de la anterior, y que de la decadencia y estragos de la actual conciencia unilateral­mente racional pugna por nacer un nuevo tipo de conciencia y con ello una nueva era del espíritu: «No hay duda de que la Humanidad se halla en un punto crucial de su historia, tan gra­ve como no ha habido ninguno antes. Algunos llegan a decir que lo que hoy comienza a realizarse en la Humanidad no es menos trascendental que la primera aparición del hombre, o sea, el paso de animal a ser humano ... Ya no se puede pres­cindir del hecho de que el espíritu humano como tal es capaz de un desarrollo que antes apenas se sospechó» 2. Y P. Russel: «La Humanidad puede hallarse en el umbral de un gran paso en su evolución, un paso trascendental en un momento deter­minado del tiempo y un paso de una envergadura tal que tiene lugar tan sólo una vez en mil mi1lones de años. Los cambios que conducen a él se producen ante nuestros ojos, o mejor di­cho: detrás de ellos: en nuestras propias mentes» 3.

Más abajo precisaremos el hecho, las causas y las peculiari­dades de la Nueva Era que actualmente se halla sólo en período de incipiente gestación. Antes de llegar a ese punto y de hablar de la meditación como eco y demanda del nuevo y revoluciona­rio marco cultural, debemos recorrer algunos pasos que servi­nín de necesario prólogo.

El marco cosmocéntrico de la Nueva Era

El puesto privilegiado asignado a la meditación en el naci­miento de la Nueva Era y el moderno concepto de aquélla fren­te al que ha estado vigente en los últimos siglos en Occidente, sólo puede entenderse dentro del nuevo marco cosmocéntrico que pretende sustituir al antiguo tea centrismo y al actual antro­pocentrismo. Con ello la Nueva Era y su camino de meditación

2 P. BUGO M. ENOMIYA-LASALLE, El Zen entre cristianos, Barcelona, 1975, p. 57.

3 PETER RUSSELL, Una nueva tierra. Nuestro siguiente paso evolutivo, Barcelona, 1984, p. 7.

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no sólo van a distanciarse del vigente ateísmo o agnosticismo, sino también de la tradicional visión cristiana del mundo. Es cierto que no todos los que hablan del advenimiento de una «Nueva Era» entienden ésta como superación de la secular fe cristiana, pero aún los que permanecen fervorosamente adheri­dos a ésta piensan que el cristianismo tradicional y la mentali­dad que le ha servido de soporte no tienen cabida en la nueva visión del mundo.

El cosmocentrismo no es algo nuevo en la historia. Con la sola excepción de la hebrea, todas las antiguas cultll1'as religio­sas fueron cosmocéntricas: el Universo, y no sólo la tierra, era el punto de referencia del hombre, y lo divino se identificaba o al menos formaba una unidad con lo cósmico; mejor aún: 10 cósmico, lo divino y lo humano eran sólo tres aspectos de la misma realidad.

Fue el pensamiento bíblico el que enseñó la noción de crea­ción de la nada y marcó claramente la distinción entre el Dios creador y el universo creado, y con ello el que estableció la trascendencia divina frente a la inmanencia del cosmos, que, por otra parte, es sólo el marco externo donde se realiza lo único verdaderamente importante y central para la Biblia: la alianza entre Dios y el hombre. De forma totalmente lógica e inevitable se establece así una imagen jerarquizada de la realidad con un teocentrismo o giro del hombre alrededor del Dios trascendente y un antropocentrismo o giro del mundo alrededor del hombre; teocentrismo y antropocentrismo traducidos en señorío de Dios sobre el hombre y señorío del hombre sobre el cosmos (que en Israel se convierte en realidad abierta al futuro y por 10 mismo en historia, frente a la noción de cosmos como armonía perma­nente pre-establecida y como movimiento circular).

¿Cómo se ha pasado del teocentrismo del Dios ttascendente al antropocentrismo autónomo, y de éste a un tipo de cosmo­centrismo y a una visión cósmica que ve en la meditación su expresión más exacta a nivel vivencial?

La legítima preocupación por salvaguardar la trascendencia y libertad del Dios creador y la gratuidad del Dios elevador­santificador llevó a la teología de los ocho últimos siglos a un extrinsecismo y dualismo hoy inaceptables: separación nocional entre Dios y el mundo, pero también entre el Dios creador y

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el Dios santificador, entre la naturaleza y la gracia. El abismo se salva en esa teología por la relación de causa-efecto entre Dios creador y el mundo creado y por la superposición de la gracia sobrenatural en la naturaleza; en ambos casos Dios apa­rece actuando «desde fuera» y «desde arriba».

La idea de la inmanencia divina en la creación, si bien nun­ca se negó y sólo fue condenado el inmanentismo modernista, siempre fue tímida y hasta temerosamente afirmada por consi­derarla puerta fácilmente abierta a la tentación panteísta. La «presencia de Dios en todas las cosas», cuyo descubrimiento personal y experimental por Santa Teresa, ciertamente ratificado por los teólogos a los que expuso y consultó esa su inesperada vivencia, se convirtió en el quicio de su vida y doctrina como procesos de interiorización, tiene en la Santa mística un realis­mo, inmediatez y dinamismo que no es posible hallar y aún si­quiera adivinar en una teología que, ciertamente, afirma dicha presencia, pero más como consecuencia y propiedad de la pro­pia trascendencia divina (que, por tanto, no es encasillable o confinable a lugar, espacio o realidad alguna limitada) que como infinita fuerza inmanente que mueve todo cuanto existe y puede ser como tal captada y vivida cuando se traspasa la corteza de un mundo y una actividad sensoriales a los que la realidad sen­sorialmente cognoscible aparece como meramente profana, está­tica, científicamente analizable, transformable por diversos me­dios y para diversos fines, pero nunca como una corriente mis­teriosa en la que sumergirse para ser uno mismo transformado.

La separación, y no sólo distinción, entre Dios trascendente y mundo inmanente, la subordinación y práctica «succión» no sólo de las realidades inmanentes por las trascendentes, sino de la propia inmanencia divina por su trascendencia, sólo podían llevar a la idea de que el hombre y el mundo son en y desde sí mismos realidades muertas, sin rumbo ni destino, puramente a merced de una «gracia» venida de fuera, de Dios. Y si la teo­logía católica aún dejaba un resquicio para un juicio positivo del mundo y del hombre con su doctrina de la coexistencia del hombre natural y del sobrenaturalmente elevado aún después del pecado original (aunque nunca se pudo saber 10 que habría sido aquel solamente posible hombre de «naturaleza pura» al que habría faltado la elevación al orden sobrenatural), la doc-

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trina protestante sobre la gracia de Dios como constitutiva del hombre mismo y la consiguiente intrínseca corrupción de éste al perderla irreparablemente por el pecado original o, como se dice en el argot teológico, en el estado infrapalsario, hacía im­posible la más mínima valoración positiva del mundo y del hombre. Por eso, si la teología racional aristotélico-tomista ter­minó propiciando la agonía de la mística, la teología protestante más radical, pero también más lógica, terminó haciéndola un auto de fe y condenándola como ateísmo y herejía 4, La mística, al fin y al cabo, supone una inmanencia divina en el mundo y el hombre, que llega a ser experimentable en la conciencia del místico.

Contra la concepción del hombre como alguien que sólo pue­de ser tal si de alguna forma sale de sí mismo para entrar en el mundo del Dios trascendente, reacciona aquel movimiento de fe en las intrínsecas posibilidades humanas que cristaliza en el humanismo renacentista. La crítica moderna de la religión cris­tiana desde Feuerbach reivindica para el hombre todo lo que antes se decía de Dios y considera la fe en El como vaciamiento de la esencia del hombre en un ilusorio Ser Superior que, por lo mismo, se convierte en alienante y suplantador. Es bien sa­bido que Feuerbach transforma la teología en antropología pura. La autonomía va a ser el dogma irrenunciable del moderno humanismo, y la afirmación de que el hombre tiene en sí mismo el potencial entero de su desarrollo va a constituir su lema bá­sico.

La idea de un antropocentrismo absoluto, por muy ético y humanista que se le predique, está perdiendo claramente vi­gencia. Aparte de los lastimosos resultados que ha producido y del fracaso que ha sufrido en su empeño de reemplazar con creces el contenido ético de las religiones, su doctrina del hom­bre como inventor del sentido y dirección de su propia exis­tencia, fuente originaria de valores y punto exclusivo de refe­rencia de los mismos (Sartre) responde a una filosofía idealista empeñada en ignorar cualquier orden objetivo fáctico al que so­meterse.

4 Es conocido que K. Barth consideró a la mística como el máximo pecado, en la línea del ateísmo y la religión. Los tres son para el teólogo citado tres intentos similares de suplantar al Dios verdadero, pura gracia.

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El antropocentrismo absoluto del moderno ateísmo o agnos­ticismo es una deplorable deformación del antropocentrismo cris­tiano, pero tiene en él su predecesor y de él nace, aunque como un abortivo. O mejor, tiene su antecedente histórico en cierta manera de entender el antropocentrismo cristiano desde el triun­fo de la teología racional-aristotélica. Esta, ciertamente, en sus pruebas de la existencia de Dios no parte del hombre como tal, sino del cosmos, pero de un cosmos abstracto, considerado bajo la razón general de contingente para «deducir» de ahí la exis­tencia de un Ser Necesario, no causado, que trasciende el mun­do y es su Creador. Pero, por la propia dinámica interna de esta argumentación, se va a original' un antropocentrismo peligroso contra el que hoy se reacciona con firmeza mediante una recu­peración del cosmocentrÍsmo precisamente para salvar al hom­bre e iluminar su vida y destino. Este cosmocentdsmo no es incompatible con el auténtico antropocentrismo que ha estado siempre presente en la tradición bíblico-cristiana, que no impi­dió a los Santos Padres de la Iglesia considerar al hombre como un verdadero microcosmos y que en los místicos se convierte en una perfecta simbiosis cosmo-antropo-cristocéntrica.

La separación (y no sólo distinción) ontológica entre Dios y el mundo a la que conduce la argumentación de la teología racional va a ser el comienzo cultural de un proceso de secula­rización cuyo fruto putrefacto es el secularismo moderno. Como resultado de ese proceso en principio legítimo y hasta necesario se ha limpiado el mundo de dioses y demonios, se han superado supersticiones y arrinconado oscurantismos, las ciencias han dado el gran salto hacia adelante y el hombre ha tomado las riendas de su destino mediante la ordenación racional del mundo. Pero «al arrancar la cizaña ha arrancado también el trigo» (Mt 13,29). La elevación de la razón a única diosa y del hombre a único dios ha traído como consecuencia que de los tres elementos -Dios, hombre, mundo- sólo haya quedado como realidad verdadera el hombre, y el hombre reducido a su nivel racional. Dios muere a sus manos y el universo no racional es simple­mente masa inerte en manos del hombre alfarero. La física new­toniana, el racionalismo cartesiano y la separación por éste es­tablecida entre materia y espíritu, que serán las bases de la ciencia moderna y de la terminación de ésta en puro materia-

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lismo para el que todo es proceso físico-químico, terminarán de desencantar y desdivinizar el mundo. Este se convierte en ob­jeto de análisis minucioso con la finalidad de dominarle y utili­zarle, pero al olvidarse y despreciarse la visión sintético-unitaria del mismo se ignoran las leyes ontológicas que le rigen y que rigen igualmente al hombre; el desconocimiento del verdadero carácter de aquél se traduce en programada ignorancia del hom­bre mismo y viceversa; la prepotencia del antropocentrismo ra­cionalista va ahogando y atrofiando facultades profundas a tra­vés de las cuales el ser humano conecta con la realidad univer­sal, la capta, la venera y la respeta, y se alzan, en cambio, con la exclusiva una racionalidad y voluntad puramente activas, de­predadoras y guerreras; los frutos actuales de su ya largo despo­tismo van haciendo dudar a muchos de la capacidad y legitimi­dad de su lideragzo en el orden del conocimiento y de la acción y llevan a otros a sentarlas en el banquillo de los culpables.

La antigua noción del hombre como animal racional, y la de la Edad Moderna como ser libre y ético, está siendo suplan­tada por otra que pone de relieve sus esenciales dimensiones cósmicas; a la idea del ser humano como individuo «frente al» Universo sustituye la del hombre en el Universo, y aún más: la del hombre como el propio Universo hecho consciente de sí mismo.

Pero ¿qué es el mundo o universo, y, por tanto, qué es el hombre como universo hecho consciente? ¿Qué es la meditación como camino hacia el conocimiento profundo de sí mismo y, por tanto, hacia el conocimiento del Universo hecho consciente? ¿Qué es, en resumidas cuentas, la conciencia cósmica? Y, final­mente, ¿qué interrogantes suscita todo esto en relación con la visión cristiana del mundo y con la meditación que pretende asimilar interiormente el misterio cristiano? Este último punto será tocado en el tema «la meditación y el dinamismo trinitario».

Se derrumba la imagen clásica del mundo

Desde la teoría de la relatividad y la física cuántica puede considerarse definitivamente caducada la idea de un universo objetivo fuera de nosotros, que obedece a leyes mecánicas, que se extiende y mueve en un tiempo y espacio absolutos y que puede, por 10 mismo, ser observado y conocido en su verdadera

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realidad por el hombre como realidad distinta e independiente de él. Se ha derrumbado la idea de la materia como sustancia sólida que «está ahí», que es una realidad distinta, separada y separable del espíritu y del psiquismo, y que puede ser cono­cida en su entraña (y consiguientemente bien utilizada en la vida) mediante un método analítico, puramente empírico, en el que el espíritu del hombre que observa y la materia observada no forman una unidad real vital.

y no se trata ya, en la nueva fisica, de que el hombre debe meter su espíritu en la materia, hacerla, por decirlo así, espiri­tual para darla sentido y valor, sino de que la propia materia es espiritual y está bajo leyes espirituales y no puramente mecá· nicas. La visión del mundo material que tiene su comienzo con la filosofía socrática y su sistematización en la Física de Newton es hoy universalmente rechazada. Y con ella todo método de conocimiento y toda forma de conectar con la realidad que se funde exclusivamente en el esquema sujeto-objeto, observador­observado; esquema en el que el sujeto observador entra en relación con 10 observado como puro objeto, separado de él y que «está enfrente», se pone en relación con él exclusivamente mediante la facultad activo-racional o mediante la experimenta­ción de laboratorio y así intenta conocerle dominándole y some­tiéndole, pero no entra en comunión existencial, humana o espi­ritual con la vida escondida en la materia y que no puede ser captada a través de dicho esquema de relación neutra, unilate­ral, dominadora y por 10 mismo represiva de la verdadera natu­raleza del mundo material. Por eso el físico atómico Tohn Whee­ler propone reemplazar la palabra «observador» por la de «par­tícipe» 5.

Traspasar el esquema sujeto-objeto para penetrar en la ver­dadera entraña de la realidad y vivir la totalidad o unidad es

5 Cfr. FRITJOF CAPRA, El Tao de la Pisica, Madrid, 1984, 317 pp. La cita de J. WHEELER en p. 160. El libro de Capra, discípulo ele Heisen­berg, se ha hecho ya un clásico para estudiar la relación entre la física moderna y la mística oriental. El mismo subtítulo 10 dice todo: «Una exploración de los paraleros entre la física moderna y el misticismo orien­tal». El autor ha publicado otro libro que se ha hecho igualmente fa­moso y que insiste en la misma idea y abre horizontes para una nueva cultura: Le temps du changement. Science-société-nouvelle culture. Am­bos libros suponen un duro golpe al esquema newtoniano-cartesiano de los últimos siglos.

3

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el empeño de todas las místicas y el camino de la meditación que hoy priva. La nueva física ve realizada a nivel vital su vi­sión del mundo en la mística, y considera, por ello, la medita­ción profunda, es decir, el acceso a la realidad de uno mismo y del mundo a través de un camino más allá del sujeto-objeto, como un medio privilegiado de conocer y vivir la realidad. Pero ¿qué es la realidad?

El Universo como Energía-Conciencia

El último descubrimiento de la física, ciencia de la materia, es que no existe la materia en sí: «Como físico, por tanto como hombre dedicado toda su vida a la pura ciencia, a la investiga­ción de la materia, estoy con seguridad libre de la sospecha de ser tomado por un iluso. Pues bien, después de mis investiga­ciones sobre el átomo digo 10 siguiente: ¡no hay materia en sí misma! » 6 Y R. Godel: «La visión del hombre de ciencia que llega al punto extremo de su investigación, termina en un mun­do extraño: es un puro sistema de energía del que desaparece -perdida, evaporada- la noción común de materia. De este mundo dinámico sólo podemos percibir los efectos». Citemos aún las palabras de otro representante ilustre de la ciencia mo­de1'l1a, el matemático James Jean: «La tendencia de la física mode1'l1a es la de reducir el universo entero a ondas, y nada más que a ondas. Estas ondas son de dos especies: ondas cautivas que llamamos 'materia', y ondas libres que llamamos 'irradia­ción' o 'luz'. Estas nociones reducen el universo entero a un mundo de luz, potencial o real» 7.

La materia es, pues, energía encadenada o condensada, enero gía que fluye y vibra. Todo 10 que existe es, pues, flujo, energía, dinamismo. La mode1'l1a física, que comenzó en 1900 con la teoría de los «quanta» de Max Planck, ha supuesto el final del determinismo clásico. C. F. von Weiszacker 10 dice con otras palabras: «La naturaleza es espíritu que no aparece ante nues­tros ojos como tal» 8.

6 MAX PLANCK, citado por 1. VON WEDEMEYER, Del' Piad der Medita­fion ím Spiegel einer uníversalen Kunst, Freiburg/B., 1977, p. 35.

7 Cfr. NILS DAUM, Le yoga et la paro le, en Yoga, núm. 105 (1972), pp. 2 Y ss.

8 C. F. VON WEISzACKER-GOPI KRISHNA, Biologische Basís del' Glau­benserlarung, O. W. Barth, 1973, p. 41.

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Los físicos modernos usan ya con frecuencia la palabra COI1-

ciencia como equivalente a energía, y viceversa. La materia e~

solamente conciencia más densa que el espíritu, o lo que es 10 mismo, es energía-conciencia-espíritu condensado 9 La ciencia va hacia el reconocimiento del Espíritu como núcleo y sustancia del mundo que aparece ante los ojos y demás sentidos, un mun­do que alegre y precipitadamente bautizamos como el único mundo «real». Pero a su vez no podemos olvidar que espíritu es energía, dinamismo, impulso, y no estática sustancia metafí­sica; que su otra forma o cara, pero él al fin y al cabo, es la materia que, por 10 mismo, tiene potencial y latentemente toda la fuerza de aquél, y que puede ser actuada y liberada por la il'l'up ción de la fOl'ma superior del espíritu que hallamos en el hom­bre. Veremos más abajo qué significa esto y qué relación tiene con la práctica de la meditación.

El campo de fuerza organizadora que llamamos energía-con­ciencia y la energía-conciencia organizada o condensada que lla­mamos materia son, pues, únicamente dos aspectos o caras de la misma única realidad. La materia no es más que una forma de manifestación de la energía; pero esa manifestación es nues­tro visible Universo.

El Universo-Conciencia como unidad

En la moderna física el universo es experimentado como un todo dinámico indivisible que incluye siempre y necesariamente al observador. Existe un Todo que no consta de partes separa­bIes, sino que al descomponerse en partes pierde su totalidad. Así un átomo no «es» un sistema compuesto de núcleo y elec­trones, sino que sólo se encuentran el núcleo y los electrones cuando se destruye el átomo. Igualmente esta mesa no «es» un armazón compuesto de átomos, sino que se encuentran los áto-

9 Max Planck lo afirma expresamente: «detrás de la fuerza que hace vibrar las partículas elementales tenemos que admitir un consciente es­píritu inteligente», 1. c. El ilustre físico y filósofo J ean E. Charon con­sidera una verdad definitiva que las partículas elementales son portado­ras del espíritu, 10 que recibe una confirmación con el descubrimiento de los misteriosos «agujeros negros». La equivalencia de energía-concien­cia-espíritu es la tesis de todo el libro de THÉRESE BROSSE, Conciencia­Energía, Madrid, 1981, 353 pp.

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mos sólo cuando la mesa se deshace radicalmente. Si intentamos pensar ahora el mundo entero como un objeto teórico-cuántico, el mundo no «es» la multiplicidad de los objetos que hay en él, sino una totalidad o unidad 10.

Consiguientemente, la ciencia analítico-positivista que des­monta, vivisecciona y descompone la realidad y así pretende ad­quirir un conocimiento «real» de la misma olvidando el Todo al que pertenece y en el que está, es una pseudo-ciencia que a la larga termina siendo negativa para la Humanidad y desco­noce la realidad que ella sola dice conocer. La misma peligrosa «ilusión» padecemos todos en nuestra percepción ordinaria de la realidad (objetos y personas) como compuesta de realidades diferentes y separadas: percepción que crea en nosotros la idea y la vivencia del «yo» como individualidad separada y por lo mismo egocéntrica.

De nuevo la física moderna considera la vivencia mística del mundo como la verdadera, ya que esa vivencia es, precisamente, la vivencia de la unidad de todo, la conexión con la Realidad que subyace a las aparentes realidades separadas y que convierte al mundo en una complicada tela de relaciones entre las diver­sas partes de un todo unitario 11. Algo que nos ha escamoteado la ciencia positivista y la unilateralidad del conocimiento racio­nal hasta ahora dominantes, empobreciendo lastimosamente la visión de la realidad y la conexión vital con ella. Sobre ello vol­veremos más abajo.

El Universo-Conciencia en el hombre

Siendo esto aSÍ, el electrón y el hombre no son dos realida­des separadas que, consiguientemente, se relacionen a través del esquema sujeto-objeto, sino que son partes integrantes de un Todo Uno en el cual y sólo en el cual tienen su verdadera rea­lidad, naturaleza y mutua relación. La parte es al mismo tiempo el Todo.

Pero mientras en el Todo todas sus partes están actualmente, en la parte el Todo está sólo potencialmente. Este Todo diná­mico que es, no 10 olvidemos, la Realidad Universal o Universo-

10 C. F. VON WEISZACKER, O. C., p. 42. 11 F. CAPRA, O. C., pp. 160·161.

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Conciencia, indivisible y de por sí ilimitado, potencialmente pre­sente en la parte (hasta en la más que parte partícula elemen tal del electrón), está llamado a irse actualizando en ese su re­verso manifestativo que es el mundo material.

La Energía-Conciencia como organizadora y la Energía-Con­dencia como organizada (= materia) van a ir, como no podía ser menos, a la par: una materia más organizada o compleja va a ser la manifestación o actualización gradualmente mayor del Universo-Conciencia hasta llegar al hombre. Será en este provi­sional final evolutivo donde el Universo-Energía-Conciencia ma­nifieste y actualice su verdadera naturaleza y, por tanto, la de todas sus indivisibles e inseparables partes; será en el hombre y a través de él donde el Universo entero, desde el electrón al hombre, se harán conscientes de su ser real, de su significado y destino.

El que, como pide el verdadero espíritu científico (es decir, el espíritu de síntesis que tiene ante sus ojos la realidad, el Todo, y no sólo la parte), sabe ver el fenómeno de la evolución como un todo, observa, como Teilhard de Chardin, un progreso irre­versible hacia formas o manifestaciones superiores de la energía cósmica. Y observa, a su vez, que estas formas de energía pro­gresivamente superiores hacen su aparición paralelamente a la de organismos cada vez más complejos: a mayor organización nerviosa y cerebral, mayor superioridad de la forma de energía.

Si observamos la marcha paralela ascendente de energía y complejidad u organización nervioso-cerebral, tenemos los si­guientes datos (pasamos por alto el mundo mineral y vegetal en el que rigen las mismas leyes):

Organización material del ser vivo

1. Seres unicelulares o pluricelulares sin centro nervioso ... ... ... ... ... ... ...

2. Invertebrados dotados de ganglios cere-broides ....... " .............. , ..... .

3. Vertebrados con corteza cerebral (ma-míferos) ....................... , ..... .

4. Progreso en la complejificación y orga­nización de la corteza cerebral .. . .. .

5. Aparición del cerebro prefrontal huma-no .......................... , .... ..

Forma de energía

Psiquismo rudimentario.

Ciertos instintos.

Inicio de afectividad e in­teligencia.

Progreso en la afectividad e inteligencia.

Afectividad e inteligencia reflexiva-Espíritu.

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234 SANTIAGO GUERRA

Tras este recorrido entendemos la frase de P. Lecomte de Noüy: «En su conjunto, la Evolución, desde el electrón al hom­bre, es la historia de los fenómenos sucesivos que han hecho posible el nacimiento del pensamiento y de la conciencia. El fin último que se debía alcanzar era, d,esde el comienzo, no la for­ma humana, sino la Conciencia, el Espíritu» 12. Y el neurofisió­logo Paul Chauchard: «Desde el origen de la vida la evolución marchó siempre hacia un cerebro más grande, hacia más con­ciencia y espíritu» 13.

En la meditación moderna, el buscado ensanchamiento de la conciencia estará en Íntima relación con determinados aspec­tos del cerebro descuidados y hasta olvidados en la larga época del dominio de lo racional. Con ello dicha meditación no hace sino tener en cuenta la ya repetida ecuación entre materia (en este caso cerebral) y energía o, en lenguaje teilhardiano, entre complejidad material-conciencia.

Proceso de integración

La evolución no es sólo un proceso en el que van apare­ciendo distintas y separadas formas de energía sin jerarquiza­clon o escala de valores, sino que es un proceso ascendente de continuidad-discontinuidad en el que lo anterior e inferior se ordena a 10 posterior y superior, se integra en éste como un todo nuevo y es dirigido desde este todo superior que se consti­tuye en principio jerárquico y funcional. No existe el reptil y el mamífero y el hombre, sino que existe el reptil ordenado al mamífero y éste ordenado al hombre. La forma de energía de la escala animal inferior continúa en la siguiente (el instinto del reptil continúa en el mamífero), pero ya no es pura y simple­mente la forma anterior de energía (ya no es el instinto del reptil, sino del mamífero): se da ahora, en el mamífero, una energía superior a la del instinto reptiliano, y éste queda inte­grado y actualizado en esta nueva energía: la energía instintivo­afectiva inicial. El todo, volvamos a repetirlo, no es desmonta­ble en sus elementos, porque no es una suma de ellos, sino una

12 Citado por P AUL CHAUCHARD en Fisiología de la conciencia, Buenos Aires, 1960, p. 7.

13 P. CHAUCHARD, O. c., p. 100.

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integración que, valga la repetición, se desintegra al descompo­nerse o dividirse en partes (así sucede, como hemos visto, en la propia organización atómica y, como en ella, a escala cósmica).

Todos los niveles anteriores de energía (desde la energía del electrón), que se han ido integrando sucesivamente en niveles o centros superiores y recibiendo de éstos su nueva cualidad, se integran ahora a su vez en el todo nuevo que es el hombre: un todo presidido, unificado y especificado por el centro energético superior que hace su aparición con el desarrollo pleno del ce­rebro prefrontal en el hombre del Cl'o-magnon (hamo sapiem). La neurofisiología actual descubre que las funciones éticas, reli­giosas y espirituales van unidas a esta última evolución del ce­rebro 14.

Proceso de interiorización

La evolución como proceso de integración sucesiva de nive­les en otros más altos equivale al proceso de actualización pro­gresiva, en el mundo material o externo, de la energía cósmica como conciencia o espíritu, es decir, como centro interior de fuerza, como unidad hacia dentro de sí misma, como espacio interior que aparentemente se auto-exterioriza al hacerse apa­rente multiplicidad material. Teilhard habla del «interior de las cosas» y, equivalentemente, de la «energía de centración» que va en progresivo aumento, es decir, va siendo cada vez mayor en la evolución conforme la materia se hace más compleja. Por equivaler a la energía misma cósmica, ese espacio interior existe en el propio electrón, y ahí le descubre la moderna física; pero sólo está en él de forma potencial en cuanto que el electrón no es capaz de volverse sobre sí mismo. Toda la evolución será una paulatina actualización de esa potencialidad, un progresivo paso de la potencia al acto: a más complejidad de la materia más psiquismo, más conciencia, más interior. En el hombre, con el desarrollo de su prefrontal, se actualiza plenamente la energía­conciencia-espíritu, y con ello la capacidad de volverse sobre sí

[4 Para toda esta cuestión, cfr. las obras de P. CHAUCHARD, El ser hu­mano según Teilhard de Chardin, Barcelona ,1965, 229 pp.; Zen et cer­'veau (en colaboración con el monje Zen Taisen Deshimaru), Paris, 1976, 156 pp.

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mismo, de auto-poseerse, de identificarse con su propio ser, de ser él mismo sin divisiones ni alienaciones, de convertirse en pura conciencia, de ser verdadera y conscientemente espíritu corporalizado, o lo que es lo mismo, de ser persona o sujeto.

Cuando la capacidad de interiorización, de concienciación del espacio interior de llegar al «centro del alma», se hace rea­lidad en el ser humano, éste experimenta la unidad de su espacio interior y del espacio interior del Universo-EnergÍa-Conciencia, la unidad del centro de su alma y del centro del Universo, la unidad de su ser y del ser del Universo; en una palabra, se con­vierte en lo que es por constitución: el universo hecho consciente de sí mismo. Y en ese estado de conciencia el Universo material desaparece como objeto y es vivido como conciencia-espíritu­amor. Los testimonios de los místicos, aun de los cristianos, son la mejor prueba de esta experiencia, en la que la realidad del Universo y del hombre aparece tal como es 15.

Este interior del hombre o, con otras palabras, su espíritu, último paso de la evolución que distingue al hombre radical­mente del mundo animal, es, por 10 mismo, el nuevo todo supe­rior en el que se integran todos los otros niveles y se hacen así verdaderamente humanos: el nivel de los instintos, el de la afectividad y el del conocimiento raciona1-abstractivo, que, sien­do también específico del hombre, está relacionado con un ce­rebro inferior al prefrontal: el neo-cortex o cerebro noético, soporte o infraestructura orgánica del pensamiento racional, de la transformación y organización mental de la información y de la inteligencia lógica.

Reducir el conocimiento humano, y la consiguiente forma de vivir la realidad, al conocimiento racional en sentido kantiano, como transformación y organización de las informaciones de los órganos sensoriales mediante la aplicación de las categorías men­tales, es el gran pecado del positivismo, ateísmo y agnosticismo, que se empeñan en ignorar, no ya la ingente multitud de expe­riencias de la Humanidad que claramente dicen otra cosa, sino también las conclusiones de la física moderna y los últimos des­cubrimientos de la neurofisiología del cerebro.

[5 Bastará con recordar el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz.

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Eras históricas ele la conciencia humana

Hemos expuesto la constitución del hamo sapiens, último grado de la evolución y hallado que el espíritu o espacio inte­rior, la conciencia auto-reflexiva y auto-posesiva es, como nivel más alto, el principio jerárquico, funcional y unificador de los ot1'OS niveles. Tenemos que volver más abajo sobre ese espacio interior en su relación con la meditación profunda. Ahora nos podemos preguntar: ¿qué historia ha tenido ese hamo sapiens tan maravillosamente constituido y por su constitución capaci­tado y destinado a tan soberana autorrealización y a tan alta vivencia de la Realidad? ¿Qué etapas ha l'eco1'1'ido la conciencia humana colectiva entendida como la forma concreta de conocer, vivir y relacionarse el hombre con el mundo que le rodea?

Nos 10 ha enseñado y demostrado el filósofo de la cultura lean Gebser en su monumental obra Ul'spl'ung und Gegenwart 16.

En otro número de esta misma Revista 17 hemos resumido breve­mente su contenido que nos sea permitido repetir aquí.

Distingue Gebser cuatro tipos o estructuras de conciencia que se han ido sucediendo hasta nuestro tiempo. Se dio en primer lugar la conciencia arcaica, en la que el hombre se vivía a sí mismo en plena identificación con el cosmos, sin conciencia de tiempo, espacio o individualidad. A la conciencia arcaica sucede la mágica, en la que falta también esa triple dimensión, pero en la que comienza ya a despertarse una rudimentaria o aletar­gada conciencia de sí mismo y, por tanto, del mundo como un enfrente. La inmersión en la naturaleza, la telepatía, la expe­riencia y expresión de 10 «numinoso» o religioso son otras tan­tas características del hombre mágico.

A la estructura mágica sucedió la conciencia mítica, caracte­rizada por la toma de conciencia del alma o del sí mismo, y por su expresión en símbolos y mitos. El mundo exterior o no-huma­no no es todavía simplemente 10 que captan directamente los sentidos: algo que está ahí, fuera, enfrente; los objetos no son simplemente los objetos, los animales no son simplemente los

16 J. GEBSER, Ul'sprung und Gegenwart, 2 vals., Stuttgart, 1949 y 1953, 541 Y 503 pp. Un resumen del pensamiento de J. Gebser en H. ENo­MIYA-LASALLE, ¿Adónde va el hombre?, Santander, 1981, 141 pp.

17 REVISTA PE ESPIRITUALIDAD, núm. 164 (1982), pp. 397-399.

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animales: todo es de alguna forma el hombre mismo, todo re­presenta y es una fuerza psíquica humana; por ello las piedras, el mundo vegetal y los animales son contemplados como reali­dades numinosas, divinas, con las que se puede entrar en comu­nicación, y son materia de mitos y símbolos en los que el hom­bre expresa e intenta vivir su propia numinosa realidad 18.

Finalmente, a la era de la conciencia mítica sucedió la etapa de la conciencia mental, en la cual nos hallamos actualmente. Nace en Grecia y va invadiendo toda la cultura occidental. En esta estructura de conciencia el mito es sustituido gradualmente por el concepto abstracto al que aquél es reducido; la bipola­ridad complementaria del pensamiento ana-lógico, en el que los contrarios no se excluyen ni están separados, es sustituida por el dualismo o pensamiento lógico binario fundado en el princi­pio de contradicción y en la exclusión de contrarios; la unidad de espacio interior y espacio exterior no sólo desaparece, sino que el espacio exterior es considerado el único y absoluto espa­cio en el que están y son las cosas. Con ello el mundo exteriOl' que captan nuestros órganos sensoriales se convierte en un puro enfrente, una realidad o fenómeno independiente del hombre y viceversa; en una palabra, se convierte en puro objeto que pue­de conocer la razón o el concepto mediante el material aportado por los órganos sensoriales. Como consecuencia la «conciencia» se va reduciendo más y más a la conciencia del «yo» racional con exclusión de las «conciencias» del inconsciente.

Crisis de la conciencia mental

La conciencia mental fue un progreso en relación con la an­terior etapa de la conciencia mítica; ésta, todavía puramente intuitiva, captaba el Todo Unico, pero no las partes en el Todo; la conciencia mental va a acercarse al fragmento, a lo múltiple, lo va a analizar, mediante un distanciamiento metódico y una actitud personal neutra y aséptica va a tratar de descubrir su real objetividad, de dominarla racionalmente y de ordenarla a

18 Una deliciosa descripción del hombre mítico puede hallarse en el libro de J. L. CUNCHILLOS, Cuando los ángeles eran dioses, Salamanca, 1976, pp. 30-34.

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la vida. Ello hizo posible la tarea y la responsabilidad encomen­dadas al hombre de dirigir, dominar y transformar el mundo.

La conciencia mental degeneró desde el Renacimiento en una racionalidad que excluía la bipolaridad y la intuición; con ello comienza a declinar la perspectiva global de la realidad, impo­sible de ser captada por el pensamiento racional que excluye la unión de contrarios y por lo mismo divide y fragmenta; la ver­dad como la «idea clara y distinta» (Descartes) exacerba el ya iniciado racionalismo y la filosofía kantiana reduce el válido co­nocimiento humano únicamente al campo de los fenómenos. Todos los positivismos que le han seguido no han hecho sino reducir más y más al hombre y al mundo a objetos cuantitativos, medibles y utilizables. El espacio interior del hombre y del mun­do suena a quimera y fantasmagoría, y, por otra parte, ningún positivista sabría decir a qué puede referirse semejante modo de hablar. La «razón» niega y reniega de su propia profundidad y ya no es capaz de plantearse la cuestión del ser y del sentido de la existencia humana. La dictadura del pensamiento lógico, que reivindicó la exclusiva de la «explicación» del mundo y del hombre, ha fracasado: la explicación lógica del mundo es con­siderada cada vez más inviable por serlo igualmente el positi­vismo científico; la incapacidad de esa filosofía para ofrecer un pensamiento alternativo ha metido a la inteligencia humana en el laberinto. ¡Curiosa paradoja!

Muchos renuncian a encontrar la salida y se instalan en un cómodo o heroico agnosticismo, aceptan serenamente la finitud y el hado y orientan su vida hacia una ética de corte exclusiva­mente social o, en el más frecuente de los casos, a la búsqueda de un refinado vivir. Ambos han renunciado a plantearse en serio las cuestiones del de dónde y el a dónde en vista de que su hOl'Ízonte de pensamiento es incapaz de alumbrar una res­puesta. Si se les pregunta responden con un «no me importa», o cuando más con un «no sé» que juzgan humilde postura, pero que en realidad es una solución perezosa, una negativa a abrirse a otra luz que no sea la de su propia limitada razón y una pre­misa para hacer una sociedad sin rumbo ni sustancia.

Todo lo que hoy integra el tejido de la sociedad occidental es un producto de la visión lógico-racional del mundo; también la visión de la religión. Por eso todo, incluida ésta, está inmerso

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en una profunda cnSlS, tan profunda como la de la propia ra­zón de la que son fruto y hechura. La religión sólo puede tener futuro si no se la concibe, como se empeñó en hacer Kant, «den­tro de los límites de la razón pura», y otro tanto hay que decir de la vida misma individual y social.

Si queremos señalar, aunque sea brevemente, los pecados de la razón occidental que han terminado erosionándola y convir­tiéndola en gravemente peligrosa, podemos reducirlos a dos: unilateralidad y prepotencia. También aquí «el poder COl'1'om­pe». Estos dos pecados pueden ser desmembrados en los si­guientes, que son la síntesis de otros muchos:

1. Razón puramente masculina: filosóficamente hablando se ha replegado a los terrenos del llamado entendimiento «agente», encargado de abstraer el concepto y la idea de las co­sas a base de los datos concretos sensoriales. Neurofisiológica­mente actúa sólo el hemisferio cerebral izquierdo, que es el he­misferio del análisis, del concepto, de la palabra sucesiva ra­cional. El entendimiento «pasivo» y el hemisferio cerebral «de­recho» que van unidos a la intuición, fantasía creadora, aspecto femenino del ser humano, son anulados o reprimidos.

2. Razón puramente activa. Es una consecuencia de 10 an­terior: el entendimiento agente abstrae de los datos sensoriales para conocer el objeto y así dominarle; su relación con el ob­jeto conocido es de acción y dominio: no se abre a él, sino que intenta «asirle» y apl'opiál'sele (aunque este objeto sea Dios).

3. Razón que esclerotiza la ¡1ealidad: por ser abstractiva y sólo abstractiva no conecta con el dinamismo que es la reali­dad misma, y reprime e ignora todo lo que escapa al dominio de la «idea clara y distinta»: instintos y fuerzas vitales, mundo afectivo, etc. Es una razón que crea el tipo de hombre llamado «cerebral», incapaz de afecto y calor humano.

4. Razón que separa y divide: el sentimiento del «yo» y de individualidad separada que sólo existen en este nivel de la razón, el carácter analítico de la misma, el material de su «trabajo» que es el mundo de los fenómenos en que las cosas aparecen como separadas, la incapacidad del hemisferio izquier­do para el conocimiento globalizado y sintético de la realidad, la «idea clara y distinta» para la que la parte no puede ser el

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todo y viceversa, ni el sí puede estar unido al no, ni la oscu­ridad puede ser una con la luz, etc., han dado como fruto las siguientes catastróficas separaciones típicas de la época mental: separación hombre-naturaleza, hombre-mujer o, a nivel más cós­mico, masculino-femenino, hombre-Dios.

5. Razón que exterioriza: el concepto de «razón» que se impuso desde la Ilustración reduce su papel a la ordenación men­tal de los fenómenos sensoriales, es decir, a lo exterior y super­ficial de la realidad (que «en sí misma» se considera incognos" cible): esto ha provocado la total exteriorización del hombre, de la cultura y del progreso.

Una nueva era de la conciencia

El fruto actual del imperio secular de la racionalidad con­vertida en ídolo y de sus aludidos pecados están a la vista: un tipo de sociedad opresora, discriminadora, rígida y esclerotizada, hecha de convenciones que no permiten la espontaneidad ni el desarrollo y maduración natural del ser humano; monocultivo anímico, unidimensionalidad que hace del hamo faber, el tec­nócrata y el burócrata el tipo de hombre moderno por excelen­cia; sociedad de rendimiento que exige al hombre el agotamien­to y le premia con el stress y el infarto; concepto de progreso que engendra soledad interna y discurre nuevas, fantásticas in­venciones no para curarla, sino para huir de ella haciéndola así mayor; creciente déficit emocional constatado por los psicó­logos: porcentaje de desequilibrios psicológicos jamás conocido; incapacidad para vivir la propia identidad por la omnipresencia absorbente de las estructuras sociales que no dejan lugar al des­arrollo del irrenunciable rincón personal; aterradoras cifras en materia de drogas, alcoholismo, violencia, criminalidad, somní­feros, depresiones; inmisericorde devastación ecológica; genera­lizada melancolía mal disimulada mediante todo tipo de evasio­nes; evaporación del humus religioso o conversión de la religión en acomplejada e incompetente sociología; sustitución de la es­peranza y la autorrealización personal por totalitarias utopías intramundanas ... Peligro de una guerra nuclear.

Pero asistimos simultáneamente a fenómenos y acontecimien­tos que anuncian no sólo un deseo, sino también un vigoroso

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InICIO de cambio de conciencia: desde el campo de la ciencia la física nuclear ha supuesto un verdadero cataclismo para el positivismo y racionalismo; el desarrollo tecnológico y el creci­miento del bienestar material va perdiendo para muchos fasci­nación y hasta engendra rechazo; se cuestiona muy en serio la idea existente de progreso que tan caro precio obliga a pagar y tanto va alejando de las auténticas fuerzas creativas, de la co­nexión armoniosa con los ritmos de la naturaleza y de la sabi­duría que ésta contiene y comunica; el movimiento de los «ver­des» tiene la simpatía de más del 50 por 100 ele los menores de veinticinco años; avanza el movimiento feminista que, aparte las aberraciones de algunas de sus ramas, traduce el ansia de recu­peración de valores espirituales y sociales destruidos por una milenaria masculinización de la cultura; los movimientos paci­fistas, la búsqueda de modos alternativos de vida, los grupos ecologistas, la revalorización de la medicina natural, la objeción de conciencia y el movimiento de la no-violencia, la parapsico­logía, el esoterismo, la aceptación entusiasta del pensamiento oriental, el movimiento de meditación, el ansia de valores espi­rituales, el resurgimiento de la religiosidad, las últimas tenden­cias del arte y de la música, el rechazo de lo institucional y su sustitución por la autoexperiencia, las mismas explosiones vio­lentas sociales y hasta el rumbo orgiástico que ha tomado la sexualidad, son síntomas, unos sanos y otros delirantes, de que se va a una ruptura drástica con el actual tipo ele sociedad y con el modelo racional de conciencia que le ha dado a luz.

Los dramaturgos modernos gustan de representar nuestra vida moderna como una prisión. Se está encerrado en ella sin reme­dio. Hay que aguantarla. No es posible cambiar nada. Un mór­bido existir para ser destruidos y devorados primero por un loco frenesí y finalmente por la nada. ¿Dónde habrá un apeadero para bajarse del tren de la vida y descansar? ¿Dónde una posi­bilidad de evasión, de ruptura o de salida? ¿Dónde quizá una ventana que descubra un horizonte y ensanche la mirada, el co­nocimiento y el corazón?

Es ya una convicción en muchos y clarividentes hombres de ciencia que la Humanidad está entrando en un nuevo ciclo evolutivo. La «Nueva Edad» es un ritornello que se escucha por todas partes. Lecomte de Noüy, Teilhard de Chardin, Sri

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Aurobindo, Jean Gebser y otros la han vaticinado. De momento la Humanidad se halla en ese difícil viraje en que por una parte se le han caído todas las certezas heredadas y por otra no se anuncian aún claros los rasgos del porvenir. Hay como un nebu­loso ba1'1'unto que en el orden práctico se traduce en una insó­lita variedad de ensayos de formas de vivir con frecuencia ex­travagantes. En el umbral de la nueva era asistimos a un difícil pulso entre las fuerzas ordenadoras de la racionalidad que de­fienden y establecen en la sociedad límites, henos, cauces y mu­rallas y el empuje incontenible de las energías instintivo-intuiti­vas que parecen decididas a romper diques y barreras para edi­ficar un tipo de sociedad libre y liberadora. Existe el peligl'O de que la rebelión contra la decadente época racional provoque una invasión de descontroladas y vandálicas fuerzas irraciona­les o un regreso a formas atávicas de vivir y pensar que hoy son forzosamente dañinas y obstaculizadoras de un auténtico pl'Ogreso.

El nuevo ciclo evolutivo no puede ser una vuelta atrás para, proscribiendo los siglos de pensamiento racional, sumergirse en un universo puramente mítico o mágico, o en los estratos anÍmi­cos de los instintos y afectividad desligados del centro superior de la razón controladora, sino que ha de ser forzosamente la eclosión de la fuerza supra1'1'acional que existe en el hombre y que, en el desa1'1'ollo de la evolución filogenética, representa el paso siguiente al de la capacidad lógico-abstractiva; bajo el as­pecto orgánico fue el paso del neo-cortex al cerebro prefrontal.

El cerebro prefrontal no tiene funciones cognoscitivas de tipo racional-lógico-abstracto. En las operaciones de lobotomía, en las que se destruye a los enfermos mentales la región prefron­tal, la inteligencia no sufre modificación, aunque sí la conducta. El cerebro prefrontal «es la zona de integración suprema del individuo que da a la persona su verdadera dimensión: unifica y coordina el cerebro primitivo instintivo-afectivo y el cerebro noético del lenguaje y la reflexión» 19. Es, pues, el cerebro de la síntesis, de la coordinación y del equilibrio entre lo instintivo­afectivo y lo racional; con otras palabras, es el cerebro del amor

19 P. CHAUCHARD, El ser humano según Teilhal'd de Chardin, p. 82.

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humano o del corazón en un sentido auténtico y superior 20. Es decir, es el cerebro del espíritu.

Es esa forma superior de energía-conciencia, la espiritual­amorosa, la que quiere tomar el relevo y portar la antorcha que hasta ahora se apropió la energía-conciencia racional; es el ce­rebro superior, prefrontal, el que porfía por entrar en actividad a nivel epocal, colectivo. Para muchos es un axioma que o la humanidad entra en este nuevo tipo de conciencia, o no tiene futuro alguno; que incluso no sobrevivirá. Volver a conciencias anteriores es imposible, y hacer de la conciencia racional la es­tación de término es suicida, porque si en tiempos pasados fue meritoria y necesaria, su actual hipertrofia y absolutismo sólo pueden enmarañar aún más el laberinto que ha dado a luz. To­das las soluciones que se están actualmente sugiriendo para abril' una esperanza a la trágica situación de la existencia humana a la que el racionalismo ha dejado sin rumbo, y todos los plantea­mientos que pueden llevar a un mañana esperanzador en el or­den social (Humanidad sin opresores y oprimidos, destrucción del armamento y abolición de la guerra, desaparición de bloques militares, etc.), nacen de personas o grupos poseídos y guiados por un nuevo tipo de conciencia.

La conciencia racional es esencialmente la conciencia del «yo», de la individualidad. De ella nacen los «egos» de todo tipo: egos individuales, ego s de grupos religiosos, egos de nacio­nes, egos de bloques, etc. Todo, hasta la idea y la imagen que tenemos de Dios, se convierte en una proyección del «ego»; y todo, hasta 10 más bueno y bello, tiene como centro, punto de referencia y fuente de valor al «ego»: «yo» amo; la nueva con­ciencia, y con ella la «Nueva Edad», si se la deja nacer, estarán caracterizadas por la suprarracionalidad y su sentimiento central será el «nosotros». La conciencia racional se centró en el cono­cimiento analítico, la nueva conciencia será sintética; la racional captó el fragmento y olvidó el todo, la nueva captará el todo en el fragmento; la racional está dominada por el sentimiento de separación, la nueva 10 estará por el de unidad de lo que aparece como separado e independiente.

20 Ibíd.

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Conciencia integral

Jean Gebser, en su citada monumental obra sobre las etapas históricas de la conciencia, caracteriza a la «nueva conciencia» que está naciendo como «conciencia integral» que, efectivamen­te, será una integración de todas las anteriores, y por tanto tam­bién de la mental, en una síntesis superior. Es lo que hemos dicho antes hablando de las características del cerebro prefron­tal y de su correspondiente energía espiritual.

Hoy, como consecuencia de la nueva imagen del mundo que nos ha entregado la física quántica, se habla por doquier de «holismo», es decir, de realidad total, no fragmentada, y del universo como «holograma», en el que el todo aparece presente en cada parte, por mínima o microscópica que sea. Aplicando esto al hombre tenemos que decir (ya lo hemos recordado) que es una totalidad no fragmentada, y que esa totalidad le viene del espíritu o conciencia superior integradora, que a su vez es la totalidad del universo como energía-conciencia-espíritu hecho consciente. La «conciencia integral» es la «conciencia de tota­lidad y unidad» que, en su más alto desarrollo, equivale a la vivencia mística en la que el hombre y el cosmos se funden, y en la que aquél y éste, hechos uno, son experimentados como «divinos» (lo cual no implica necesariamente un panteísmo).

La totalidad instintivo-afectivo-racional-espiritual que es el hombre tiene como finalidad esa vivencia mística de la realidad que es simultánea y esencialmente la vivencia de la realidad como amor. Pero esa vivencia sólo puede darse si, en efecto, los distintos niveles del hombre funcionan como lo que son: un todo integrado mediante, valga la repetición, la conciencia inte­gral. Aunque la integración de que se trata es siempre la de los mencionados estratos del hombre, podemos distinguir en ella los siguientes matices:

1. Integración de intuición y razón: cuando las dos se in­dependizan entre sí, las fuerzas intuitivas propias de los estra­tos instintivo-afectivo llevan una vida enante, inestable y anár­quica, y las fuerzas racionales pierden su conexión con la vida; cuando la razón se independiza del espíritu para constituirse en

4

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centro superior, reprime nocivamente las fuerzas Instintivas y la intuición a ellas unid::!.

2. Integración de masculino-femenino: los principios mas­culino y femenino son dos polaridades presentes en todo cuanto existe (en el mismo átomo), y de su relación armónica depende la armonía de todo, en este caso del hombre. El principio mas­culino se hace presente como actividad y el femenino como re­ceptividad. Ninguno es más importante que el otro. La integra­ción de lo masculino-femenino se traduce como equilibrio entre las fuerzas activas y las receptivas o contemplativas, entre el entendimiento agente y el entendimiento pasivo, entre la lógica y la intuición.

3. Integración cuerpo-psiquismo-espíritu: estamos muy le­jos en nuestra cultura dualista de aceptar plenamente que el espíritu y el cuerpo son nada más que el anverso y el reverso de la misma realidad; más imposible aún nos resulta traducir esa unidad en la práctica, vivir el espíritu viviendo el cuerpo y viceversa. Sobre esto volveremos más ampliamente en el tema « La meditación y el dinamismo corporal».

4. Integración ele instinto-espíritu: el espíritu o conciencia superior no es una realidad distinta del mundo instintivo; ni si­quiera son dos partes de la misma realidad; eso supondría negar que el hombre es una totalidad indivisible, como el mismo en­tero universo. Espíritu e instinto son dos facetas interdependien­tes, dos momentos internos el uno al otro, que se relacionan como la materia y la forma que en el ser concreto que consti­tuyen no tienen ningún terreno acotado para cada una, sino que todo es a la vez ambas cosas. El mundo instintivo, por ser una manera de manifestación de la energía-conciencia-espíritu, es en el propio animal un potencial espiritual que se hace actualidad en el hombre al ser asumido (y con ello transformado) en una más elevada manifestación de la energía-conciencia-espíritu. El instinto son las fuerzas vitales del espíritu que libran a éste de ser una entelequia.

5. Integración de inconsciente-consciente-supraconsciente: los tres son una unidad y como tal funcionan en una conciencia integral. El inconsciente se despierta y enriquece a la persona tanto más cuanto más el supl'aconsciente (espíritu) va dirigiendo al hombre.

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6. Integración hombre-universo: lo hemos dicho más de una vez y hoy no es ninguna frase alegórica: el hombre es realmen te el universo entero que se hace consciente de sí mismo. Los mismos elementos materiales del universo están en el hombre, sólo que dentro de una organización infinitamente compleja; la misma energía espiritual que es el núcleo del universo y de la que las diversas formas de energía son manifestación, es la ener­gía que en el hombre se actúa en toda su potencialidad.

7 . Integración hombre-universo-Dios. La integración 110m­bre-universo lleva consigo la experiencia del carácter espiritual­divino-amoroso de todo cuanto existe, por bajo y material que sea, al ser vivido desde el nivel del espíritu o el amor (centella divina) en el que todo se integra y adquiere su verdadera natu­raleza. De esa forma, el hombre-universo se integra en su propio origen, en el último Todo, y experimenta la unidad o la unión con El. La revelación del monoteísmo, es decir, del Dios de la Biblia, obligará a matizar este último punto para evitar el pan­teísmo, pero a su vez habrá que evitar la impresión de que el Dios único trascendente es una «idea» que se profesa, pero que se opone o nada tiene que ver con la experiencia místico-cósmi­ca del Universo y con la moderna visión de éste como un todo dinámico indivisible. Si la cuestión del universo, de su conoci­miento y vivencia mística es la del Todo en el fragmento (y esto 10 enseña la física), la cuestión del Dios trascendente es la del Todo en el Todo. Y también es la cuestión de la mística y la meditación cristianas. Sobre ello hemos de volver en su mo­mento.

8. Integración de las conciencias mágica, mística y m~ntal: cuando la conciencia superior, espiritual, ha despertado, todo, cosas y personas, desvela su carácter de símbolo, de presencia de una Realidad más grande que en ellas es oscuramente intui­da; el universo entero muestra de nuevo su carácter mágico; la «razón» como facultad cognoscitiva no se reduce entonces a sim­ple ordenadora de los fenómenos o apariencias captadas por los órganos sensoriales, sino que tiene como material base la «intui­ción del Ser» en las cosas o seres; el pensamiento concibe y ex­presa entonces la realidad, no mediante conceptos y lenguaje lógico-abstractos, sino mediante la paradoja, la poesía, el mito

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y el rito; o cuando trata de construir un sistema filosófico, tiene como tarea explicitar conceptualmente dicha intuición del Ser.

Crisis de la meditación tradicional

Toda la larga exposición que precede ha tenido como fina­lidad presentar el marco que nos da la clave del porqué del movimiento de meditación, de la concepción y praxis de ésta hoy dominantes y del atractivo que ejercen los métodos orien­tales.

La meditación es hoy propagada y enseñada como el camino privilegiado para superar a nivel individual y social la visión y vivencia del mundo propias de la agonizante era mental y para abrirse a la conciencia suprarracional o espiritual que quie­re y necesita abrirse paso. Por eso, no sólo en ambientes no cristianos, orientales u orientalizados, sino también dentro de la propia Iglesia cristiana, se considera inadecuado el tipo de me­ditación que en Occidente se inició con el Renacimiento y se generalizó no mucho después; una meditación que persigue des­pertar dos nobles facultades del hombre, el entendimiento y la voluntad, mediante la consideración de una verdad o situación y, como consecuencia, se formulan propósitos que llevar a la práctica en relación con el objeto de la reflexión.

Nadie va a negar la utilidad e incluso necesidad de clarifi­car y asimilar verdades y situaciones mediante la reflexión, y de influir así en una voluntad que necesita ser sacada de su letar­go, reforzada en su capacidad de decisión y estimulada en su objetivo, que es la práctica de lo bueno y lo ético. Lo que hoy se niega es que el método del pensamiento discursivo-racional sea el apropiado para los fines que persigue la meditación como ejercicio específico, distinto de cualquier otro, o que aquel sea suficiente para producir el cambio y la maduración espiritual del hombre. Finalmente, la nueva conciencia holística, global, integral, que responde a la nueva visión de la realidad, exige el paso de la meditación-reflexión (aunque sea reflexión sobre un texto bíblico) a la meditación-intuición.

El nivel de la razón y la voluntad no es el núcleo de la per­sona, ni su principio unificador. Mientras la meditación se man­tenga en el nivel reflexivo-volitivo, la persona no está fomen-

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tando, ni puede alcanzar, su unidad interior, ni se posibilita el acceso al centro desde el que la razón y la voluntad deben de­jarse mover y actuar para cumplir la función a ellos asignada en el todo humano al que pertenecen. La meditación como ejer­cicio racional-volitivo participa de todas las carencias y unilate­l'alidades de una conciencia racional constituida en centro ex­clusivo del conocer y obrar. Señalemos sólo algunas:

1. Fomenta el «hacer», pero ignora el «ser» que debe ins­pirar el hacer; favorece así un concepto de hombre como rea­lidad funcional y útil y puede convertir el hacer en un estorbo espiritual, como tantas veces sucede.

2. Mantiene al hombre en un falso centro y como conse­cuencia la totalidad del hombre se fragmenta y éste se siente dividido y disperso.

3. Contribuye a reprimir las fuerzas inconscientes porque no pueden ser racionalmente clarificadas y ordenadas; con ello se priva al hombre de poderosas energías llamadas a ser integra­das en la vida consciente; por otra parte, de esa manera el ser humano está en perniciosa tensión, ya que esas fuerzas piden paso y no se les concede.

4. Ve al mundo y a sí mismo como algo cognoscible me­diante la actividad racional, pero ignora la apertura contempla­tiva mediante la cual se actúa en el hombre una zona cognosci­tiva más profunda que conecta con niveles igualmente más pro­fundos de las cosas y de él mismo.

5. Concibe el «amor» como el acto de «su» voluntad e ignora que esa forma superior de energía es propia del nivel más alto o más profundo del espíritu, en el que desaparece el sentimiento del «ego».

6. Es incapaz de captar la totalidad en el fragmento, la Realidad en las realidades, y de esa forma ignora la Realidad como misterio al que abrirse.

7. Contribuye a reducir 10 religioso a 10 ético, 10 estético a 10 moral.

8. Olvida la unidad de cuerpo-psi que-espíritu y por eso no integra el cuerpo en el ejercicio meditativo.

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La meditación y la nueva conciencia

La meditación moderna, también llamada «meditación pro­funda», sigue esencialmente el camino de la meditación orien­tal, en la que ve el medio de conocer y vivir la realidad tal como ésta aparece a los ojos de la nueva física, y la forma de fomentar la conciencia integral suprarracional de la nueva era.

Para la meditación moderna, como para el pensamiento oriental y para la física actual, el universo, permítasenos recor­darlo de nuevo, consta de energía que tiene tendencia a mani­festarse en forma concreta y materializarse. Por ello el hombre es a la vez la pura energía universal espiritual autoconsciente y su forma individualizada: su personalidad o su «yo». La ener­gía o conciencia pura, que se identifica con el espacio interior, es la fuente y fundamento de sí mismo en cuanto manifestada en forma concreta individualizada; es, por tanto, la fuente y fundamento de la conciencia de la personalidad, de la individua­lidad o del «yo». Esta última conciencia, cuando se separa e in­dependiza de su fuente y fundamento, es una falsa y engañosa «ilusión», porque en sí misma y desde sí misma no es nada; sólo «es» en cuanto es manifestación concreta de la energía uni­versal espiritual. La ola del océano, forma concreta de presencia del océano, que se sintiera una realidad en sí misma, individual, separada e independiente, sería una pura ilusión.

El hombre normal en el que no ha despertado la conciencia de ser pura energía espiritual universal manifestada en su indi­vidualidad, tiende a identificarse y se identifica con ésta y con su correspondiente «yo» viviéndolos como su verdadera realidad. Se autoengaña, se desconoce y se aleja de sí mismo al identifi­carse con los procesos y fenómenos variables de los que nace y se compone la falsa sensación del «yo» individual. La conse­cuencia es, por una parte, que los árboles no dejan ver el bos­que, que esa identificación con nuestros pensamientos, senti­mientos, etc., va apagando la conciencia, la fuerza y el influjo del centro del ser que es una realidad más allá de todos esos procesos: el río ignora la realidad de la fuente, corta en conse­cuencia su comunicación con ella y termina corrompiéndose o secándose (un ejemplo de ello es, a nivel colectivo, nuestra épo-

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ca, cuya enfermedad básica es un alejamiento, ignorancia y des­precio quizá jamás superado de la realidad central que trascien­de los fenómenos); las cosas se reducen a simples cosas que, separadas de su fondo y horizonte verdadero, carecen de pers­pectiva, sentido y dirección. Un cardinal desequilibrio invade todas las facultades humanas que no pueden, por tanto, funcio­nar debidamente en orden a la finalidad a ellas asignada en el desarrollo integral del hombre.

La absoluta exteriorización de la cultura, la orientación ex­clusiva de la actual sociedad hacia la periferia, además de rom­per el equilibrio entre las fuerzas centrípetas y centrífugas a favor de éstas con gran peligro del derrumbamiento de la per­sona y la sociedad en el orden espiritual, psíquico y hasta somá­tico, dificulta cada vez más la capacidad de concentración, es decir, de vuelta hacia el centro del que todo nace y desde el que todo tiene sentido, y hasta va logrando que eso del «centro interior» suena a frase huera o a mero lenguaje figurado incluso a sacerdotes y religiosos.

La «meditación profunda» es un camino melódico para ayu­dar a despertar la conciencia del centro del ser, es decir, para hacerse consciente de él y experimentarle; cuando a él se llega, dicho centro deja de ser una doctrina que se admite o se recha­za, se cree o se combate, para convertirse en realidad vivida e incuestionable. Diríamos, pues, que la meditación profunda es un proceso de remontamiento del río para llegar a la fuente del propio ser temporal, identificarse con ella y desde ella na­cer de nuevo, desde ella pensar, sentir y amar, desde ella vivir una enriquecida y transformada experiencia sensorial.

Para ello la meditación profunda deja a un lado el pensa­miento discursivo horizontal y fomenta el pensamiento concen­trado circular, es decir: el meditan te se concentra en un solo punto (objeto, respiración, vibración, imagen, cualidad, etc.) no para analizarle de forma puramente objetiva, sino para ir pe­netrando en él cada vez más como se penetra en un espacio de círculos cada vez más concéntricos hasta llegar al más interior. La concentración propia de la meditación no es sólo la parada del flujo mental (que puede fomentarse para una finalidad prác­tica cualquiera), sino la parada del flujo mental con la finalidad de ir despertando capas dormidas del ser, logrando una mirada

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profunda, una comprensión no teórica, sino vivida del propio ser y del universo; de ir haciéndose consciente de la forma esencial que está detrás de las formas concretas y las sustenta, es decir, las da sustancia; de ir bajando a niveles cada vez más profundos de la mente y de las cosas (pues ambos niveles van forzosamente a la par en el acto del conocimiento) e ir ven­ciendo así la superficialidad de la propia vida y el contacto liviano con las cosas.

El pensamiento así concentrado sólo es posible desde el flu­jo mental desconectado, es decir, desde el silencio mental, des­de el sentimiento apaciguado y desde la voluntad suspendida; es decir, nace y se ejercita desde el silencio de todo 10 que es el «yo» autónomo que actúa como supremo punto de referencia. Apagado este yo autónomo con el silencio mental, el ejercitante concentrado ya no actúa en el sentido corriente de la palabra, sino que se deja actuar, se pone ante el objeto de la concentra­ción para que éste vaya penetrando de manera directa en él. Va así superando el propio pensar, el propio dirigir, el propio actuar (que forzosamente deforman y achican la realidad al reducirla a los límites de la propia actividad) y va abriéndose a la reali­dad misma que está más allá de su manifestación en formas concretas. Este proceso de apertura contemplativa a la realidad, propio de la meditación, exige, frente a la postura activa, domi­nadora y dirigente del pensar racional (con el que se identifica el falso «yo»), una postura receptiva en la que el yo dirigente cede el paso al yo espectador y a la realidad contemplada. En lenguaje religioso diríamos que el yo controlador cede el paso a Dios y se deja penetrar por él. El nivel cognoscitivo intuitivo se va despertando.

El meditante ejercita así una postura existencial de adora­ción, admiración, humildad, olvido de sí mismo, renuncia a tantas cosas que quieren adueñarse de él haciéndose presentes en la mente, vivencia de la realidad como misterio que supera nuestros esquemas mentales. Todo ello es a la vez un difícil ejer­cicio de limpieza de corazón y de mente.

La postura receptiva, el yo espectador, son un medio de su­peración del esquema sujeto-objeto tantas veces aludido, en el que no hay apertura alguna a la Realidad que subyace a los fenómenos ni comunicación o unión alguna con ella, sino sólo

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afán de dominio del objeto como tal mediante la actividad cog­noscitiva racionaL

El «estado de meditación» se profundiza tanto más cuanto la receptividad vaya predominando sobre la actividad de la men­te y de la voluntad. Ese tipo de actividad es, como ya sabemos, la manifestación del yo controlador que se resiste a morir y a dejar que hagan en él. Por eso, a pesar de la adopción cons­ciente de una actitud receptivo-contemplativa, inconscientemente el yo sigue actuando y resistiéndose a ser dirigido y transfor­mado. A medida que la receptividad (que es silencio humilde de la razón y voluntad ordinarias) va ganando terreno, va des­pertándose la actividad propia del centro del ser, ante el cual el hombre sólo puede estar abierto y receptivo, pues como tal centro escapa al dominio de la razón y la voluntad (y cuando decimos «centro del ser» decimos, perdónesenos el necesario recuerdo, el centro del Todo-Universo y, por tanto, el centro de cada cosa -pues cada cosa es al mismo tiempo el Todo-, ya que el «centro del ser» del hombre es el del propio universo hecho consciente de sí mismo).

Cuando el meditante se ha convertido en un puro dejar ha­cer en él, cuando es pura apertura, pura receptividad, todo pue­de suceder, pero de forma gratuita, como un también puro don (así se reconoce en todas las místicas). Lo que puede suceder, y ha sucedido y seguirá sucediendo a muchos, es lo siguiente: el hombre se siente invadido por el Ser o el Todo, vive el Todo y se vive en el Todo, deja de sentirse realidad individual sepa­rada y por lo mismo egocéntrica, y es arrebatado por la fuerza del Ser que ahora se le revela como poder ilimitado, ímpetu irresistible, realidad numinosa, amorosa y santa, como 10 jasci-1l0S11111 et trel11endum 21. Todo cambia entonces: el hombre siente una Realidad que habla a su íntima esencia, que le «toca» en la profundidad, que le hace «cautivo», le habla inte1'11amente y le transforma.

Nada hay en esa experiencia que se parezca a un contem­plarse a sí mismo o a una evasión de la responsabilidad en el mundo. En ella se vive el total olvido de uno mismo, los pro­pios problemas se hacen insignificantes, se experimenta una li-

21 Cfr. S. GUERRA, Luteranismo y mística en la teología de Paul Tillich, en REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, núms. 168-169 (1983), pp. 507-512.

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beración de todo lastre personal y una entrega espontánea al amor en todas sus manifestaciones y circunstancias.

Es una experiencia-término que, como hemos dicho, se re­gala. Pero toda meditación, como camino de sincera búsqueda del centro, es un ejercicio -que se continúa durante la vida cotidiana- de entrega, disponibilidad, abandono del «yo» ego­céntrico, renuncia al querer y apetecer. Esto no significa vol­verse indiferente y apático para el compromiso en el mundo, sino llenarse de sentido para lo esencial y poder actuar mejor y más ordenadamente que antes sabiendo adónde debe dirigirse la acción. El hombre sabe finalmente de qué se trata en resu­midas cuentas en la vida humana.

Como puede fácilmente deducirse, la meditación es hoy con­cebida como camino hacia la mística, entendiendo ésta como experiencia de la realidad central del hombre y del universo y, equivalentemente, como la vivencia de la unidad de la realidad o como la experiencia del Ser. La centralidad de la meditación en nuestros días es la centralidad de la mística como sustancia y alma de 10 religioso, entendiendo «10 religioso» de forma ge­neral como relación con el origen, expel'Íencia del origen, pre­sencia del origen (o del Ser) en el mundo.

Más de un lector se habrá preguntado por qué en esta ex­posición se habla del Universo, del Todo, del Ser, etc., y en cambio no se usa la palabra que parece debería usarse: Dios. ¿Por qué hablar de la unión con el universo, de la experiencia mística del Ser, etc., y no hablar de la unión con Dios? La res­puesta es para mí clara: el Todo, el Ser puede ser identificado con «10 divino». Pero «10 divino» no se identifica con el signi­ficado de la palabra «Dios» en la revelación cristiana. Es indu­dable que se da una experiencia del Ser trascendente, del Todo del Universo que trasciende 10 particular del mismo y está pre­sente al mismo tiempo en todo 10 particular, pero esa experien­cia no se identifica, al menos adecuadamente, con la experiencia de Dios. Por eso hemos evitado en este tema esa palabra.

Sin embargo, 10 que en este tema hemos dicho es 10 que hoy priva en el movimiento de meditación. Y además es una

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experiencia real y, por tanto, una realidad innegable. Lo cual no quiere decir que la nueva visión de la física, la Nueva Edad que en ella tiene su más firme apoyo científico, y la nueva me­ditación que trata de traducir vivencia1mente los postulados de ambas, puedan invalidar la fe cristiana y su correspondiente característica meditación, juzgarlas falsas e incompatibles con la nueva imagen científica del universo, compadecerlas como ingenuas e infatiles y arrinconarlas como inservibles al hombre moderno. Todo esto se oye y no es solución cerrar los oídos. Es necesario practicar un diálogo que no se presenta fácil. Todo irá perfectamente, todo podrá ser aceptado hasta que se llegue a un punto: el de la relación entre el fondo divino o «lo divino» del Universo, del Ser, y el Dios de la fe judeocristiana. Aquí se dividen los espíritus y las mentes ...

Como tema para un diálogo hemos hecho esta exposición y sobre él dialogaremos al tratar de «la meditación y el dinamis­mo trinitario».