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LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO Antonio Orozco Delclos

LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO

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LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO

Antonio Orozco Delclos

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INTRODUCCIÓN. LA FUERZA DE LA VERDAD Escribí este libro hace ya bastantes años, en 1977, con estilo bastante tosco. Ahora, sin apenas modificación, me mueven a editarlo en Arvo Net algunos amigos que piensan que va a ser de utilidad a muchos como iniciación filosófica al tema de la verdad. Si es así en algún caso, vencer el natural pudor a exponer mi primera publicación sin rehacerla, habrá valido la pena. Por Antonio Orozco-Delclós "Sólo unos pocos piensan la verdad depositada en el ser de las cosas." (ANSELMO DE CANTERBURY, Diálogo sobre la verdad, cap. 9) "La verdad... no cambia una vez que ha sido encontrada, pero todo cambia a su alrededor, y si no se hace un esfuerzo por mantener con vida el sentimiento de su presencia, será olvidada sin que tenga que pasar tiempo (...) Una de las principales funciones de la sabiduría es precisamente mantener la verdad presente a la mirada de los hombres." (E. GILSON, El filósofo y la teología, Madrid, 1962, p. 180)

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LA FUERZA DE LA VERDAD La pregunta de Agustín, en su tratado sobre el Evangelio de San Juan -" ¿hay algo que desee el alma con más vehemencia que la verdad?"-, contiene en sí su propia respuesta (1). ¿Qué podría ser más fuerte que el deseo de la verdad? ¿Qué podría ser más conmovente? Unos jóvenes alumnos propusieron a Tomás de Aquino una curiosa cuestión, que dejó resuelto en el artículo l° de la Cuestión XIV de sus Quodlibetales: "Si la verdad es más poderosa que el vino, que el rey y que la mujer". Como es habitual en el de Aquino, antes de ofrecer cabal respuesta, recoge unas objeciones que agudizan aún más la dificultad: "Parece -dice- que el vino es lo que inmuta máximamente al hombre", pues puede incluso hacerle perder el sentido. Por otra parte, continúa, el rey es capaz de impeler al hombre hacia cosas dificilísimas, hasta el punto de lograr que el súbdito se exponga al peligro de muerte. Pero la mujer, por su parte, domina al mismísimo rey. Parece pues que la fuerza de la verdad, como la del vino y la del rey, palidecen ante el poder fenomenal de la mujer. Tomás, con todo rigor y, según creo, pasando un buen rato, va a resolver la dificultad. Ante todo se cuida de declarar que verdad, vino, rey y mujer, son entidades heterogéneas si se consideran en sí mismas y por ello no son comparables, a no ser por la semejanza que pueda haber entre algunos de sus efectos. Y encuentra que verdad, vino, rey y mujer, convienen en inmutar –o sea, conmover- el corazón del varón, por lo cual pueden compararse y jerarquizarse según la cualidad de la inmutación que causan. El hombre -sigue el Doctor de Aquino- puede ser inmutado, conmovido, en tanto que animal, en el cuerpo o en los sentidos; y en el entendimiento práctico o en el especulativo, en tanto que racional. "Pues bien, entre aquellas cosas que inmutan naturalmente al hombre según la disposición del cuerpo, la excelencia pertenece al vino, que hace hablar por los codos (quod facit per temulentiam loqui). Entre las cosas que inmutan la tendencia de los sentidos, la delectación es la más irresistible y, en este campo, la mujer es más poderosa. Por otra parte, en el orden del hacer, que rige el entendimiento práctico, la máxima potestad pertenece al rey. En cambio, en el ámbito especulativo, lo sumo y potentísimo es la verdad. Y -concluye Tomás- como las potencias corporales se someten a las animales, y las animales a las intelectuales, y las intelectuales prácticas a las especulativas, tenemos que, absolutamente hablando, la verdad es lo más digno, lo más excelente y lo más fuerte" (2). La argumentación que acabamos de seguir revela una salud mental maravillosa, y permite sospechar que la obra de Tomás de Aquino ha de ser altamente saludable para quien la aborde en nuestros días, en los que tan escasos de humor andamos, así como ayunos de verdadera sabiduría. Tomás viene a decirnos que no se puede mutilar al hombre, como hacen ciertos sociólogos, psicólogos, antropólogos, ignorantes de sus respectivas ciencias. El hombre es un ente complejo: una complejidad que es, valga la redundancia, una, es decir, que forma un todo animado por el espíritu racional, que es lo más alto y vigoroso que hay en él. Y ese espíritu -inteligente- se halla ordenado por naturaleza a la verdad; su fin es la verdad. Y la verdad -esa orientación a la verdad- es lo que le hace ser hombre; lo que le hace ser más, infinitamente más que animal. Por ello -y porque lo vive y siente dentro- Tomás entiende bien que el primero, en la jerarquía de los grandes deseos

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humanos, es el deseo de la verdad (3); deseo más fuerte aún que el de continuar en la existencia, que éste es común con el de los seres irracionales. El hombre es más, y ese más -por lo que es hombre- engendra el deseo, la mayor sed del hombre, sed de verdad. Y como la verdad es inagotable, su sed es insaciable. Y si la sed se agotara o saturara, entonces asistiríamos a la agonía del espíritu humano. Si hoy contemplamos una considerable masa de gente que no tienen sed de verdad, que le vuelve las espaldas, desinteresándose de ella, incluso huyendo, entonces habremos de admitir que aqueja a una gran parte del mundo la más grave enfermedad que pueda pensarse. Una dolencia, por lo demás, que tiende a la deshumanización del hombre, al anular el ejercicio de la más específica de sus facultades: el entendimiento, creado, justamente, con vistas a la verdad. Es el amor a la peor de las esclavitudes: la ignorancia (vencible); la búsqueda de liberaciones que encadenan la libertad. Verdad y libertad son, ciertamente, categorías distintas, pero íntima e indisolublemente relacionadas. Es curioso advertir que según los Upanishads, la auténtica liberación del hombre consiste en salir del avidyá, que es la ignorancia, entenebrecedora de la conciencia, que la enclaustra en los límites tan angostos del ego y la sumerge en una especie de letargo del espíritu, reduciéndolo a una vida ilusoria de ensueño. "La verdad os hará libres" (4), dice, más positivamente, el Evangelio. ¿Puede haber señorío –dominio- sobre uno mismo, sobre los propios actos y sobre las cosas -eso es libertad- donde no se sabe qué son las cosas y qué es uno mismo? Para poder actuar en libertad, lo primero que se requiere es conocer el para qué de la libertad, es decir, su finalidad, su sentido. Porque la libertad -como facultad de escoger- no tiene su razón de ser en sí misma, no es un valor absoluto. Como absoluto, la libertad no interesa a nadie. La libertad interesa por lo que ella nos permite hacer o conseguir: por su sentido y nervio teleológico. La libertad interesa porque hay algo "más allá" de la libertad que la supera y marca su sentido. Y esto no es otra cosa que lo bueno, el bien. La libertad es un bien porque me permite conseguir bienes enriquecedores, plenificantes. Se entiende que ser libre no es sólo gozar de libre albedrío, desde el momento en que se observa que con el libre albedrío podemos convertirnos en esclavos (¿será menester acudir al ejemplo de la drogadicción?). Nuestra libertad puede frustrarse a sí misma, encadenarse, eligiendo lo que merma a la persona; así sucede, por ejemplo, cuando se engolfa en bienes inadecuados que embotan la mente e impiden la consecución de los bienes más altos del espíritu. Hay elecciones que pueden cerrar posibilidades en un determinado orden de cosas, pero que abren otras de orden superior: son elecciones liberadoras, que enriquecen a la persona y a su libertad. En cambio, elegir lo que introduce el desorden en la naturaleza cierra el horizonte de los bienes típicamente personales. En tal caso, se podrá tener "sensación" de libertad –por un momento-, pero, si no se rectifica, el ámbito de la existencia se va reduciendo, se hace cada vez más angosto, hasta sumergir en un nivel que bien podría calificarse de infrahumano. Quizá se viva entonces con cierta ilusión de estar siendo libre, pero en realidad se está atrapado, lejos de la verdadera libertad.

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Escoger la verdad -bien del entendimiento, que redunda en todo el hombre- no es siempre fácil. Todos, en la actual forma de existencia, arrastramos cierto desorden en nuestros apetitos, que se inclinan al mal: se hallan desmesuradamente proclives a bienes inferiores. Elegir el sendero de la verdad implica plantear una batalla íntima, la renuncia a una existencia inauténtica que, sin embargo, tienta. Pero decidirse por la verdad es la única opción que libera, que permite el desarrollo de la persona y la perfección de su libertad; es enfilar el camino del bien, hacia la plenitud; es la condición necesaria para que "el hombre" se haga digno de ser "un hombre", y lo sea plenamente (5). "Existir en la verdad, por tanto, penetrar en la propia existencia con la conciencia -escribió Kierkegaard-: esto sí que es algo verdaderamente arduo y difícil”. Pero es una tarea que el hombre no puede eludir si quiere cumplir su esencia. En el fondo, como hemos de ver aquí, el problema de las verdades fundamentales es un problema de quererlas o no quererlas. El encuentro con la verdad, pese al humo que sobre ella se está echando, es hacedero. Esto es lo que trataremos de esclarecer en la primera parte de este trabajo. Luego, despejaremos algunos errores acerca de la naturaleza de la verdad, y finalmente descubriremos a la libre voluntad ejerciendo un papel sustantivo en las diversas opciones intelectuales, lo cual nos ilustrará, en consecuencia, las condiciones requeridas por el recto saber. Antes, sin embargo, permítasenos una digresión. BUSCADORES "EN" LA VERDAD No es infrecuente toparse con cierto tipo de «intelectuales» que se definen a sí mismos como «buscadores de la verdad». Estiman que es éste un noble título, digno del hombre, aureola del pensador profundo. Y, en efecto, buscar la verdad es tarea específica humana, y apasionante, por ardua que resulte algunas veces. Entenderse como «buscador de la verdad» ya es reconocer el orden esencial del entendimiento a la verdad. Pero cuando se hurga en el espíritu de los que se definen de tal modo, a menudo se descubre una actitud escéptica, una inteligencia prematuramente cansada, una inquietud superficial, frívola; una búsqueda que, en el fondo, no desea hallar, porque se temen las exigencias de la verdad. El encuentro con la verdad reclama una conducta noble, el abandono o lucha con bajas pasiones, el esfuerzo por obrar el bien, y esto no siempre resulta cómodo, aunque, como hemos visto, sea el único camino hacia la perfección de la libertad y de la plenitud humana. El aperturista El «buscador incesante de la verdad» suele ser «aperturista», pero en un sentido equívoco: sostiene que hay que estar siempre «abierto», pero no al descubrimiento de una nueva verdad, sino a cualesquiera nuevas corrientes de opinión que nos traen los tiempos nuevos, a toda ideología, a todo género de costumbres. Si alguien se atreve a manifestar una convicción íntima, la realidad de una determinada verdad, una certeza absoluta e inamovible, el «aperturista» -el buscador incesante- opondrá argumentos como éstos: "¡

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No sea usted tan cerrado!", o bien: " ¡Hombre, sea usted un poco más abierto!" ¿Quién no ha sentido cómo el calorcillo, con el rubor, asciende hasta la punta de las orejas ante objeción tan radical, tan contundente? Si usted se atreve a replicar: "Es que yo sé que esto es así, es que yo sé que esto es verdad", el aperturista goza también del recurso de Pilato : "Pero, ¿qué es la verdad?" Y el aperturista quizá deje la pregunta en el aire y se marche sin esperar respuesta, no sea que la haya. Me pregunto qué sucedería si anduviéramos siempre con la boca abierta. ¿El "aperturismo bucal" no es un claro síntoma de deficiencias graves o lastimosas, seguramente mentales? Pienso -como Chesterton- que si es preciso abrir la boca de vez en cuando, no es para otra cosa que para cerrarla sobre algo sólido, consistente, nutricio. También para hablar (para expresar el logos mental) se requiere abrir la boca, pero no cabría signo inteligible sin cerrarla a menudo. La mente necesita también nutrirse con el alimento que le es propio: la verdad. Ha de abrirse para hallarla, pero también cerrarse para deglutirla y asimilarla. De lo contrario, la anemia espiritual sería inminente, y segura la muerte del espíritu por inanición. Esta es la suerte del aperturista que niega la verdad con los hechos o, simplemente, nunca la encuentra de su gusto y renuncia a ella incesantemente, como si la verdad fuera cosa de gustos. La mente debe abrirse para hallar la verdad; una vez hallada -cosa más fácil, en las cuestiones fundamentales, de lo que supone el aperturista-, se clausura para asimilar bien (no se puede pasear uno ante la verdad como el paleto en el Museo del Prado). Y si se debe abrir de nuevo, no es para vomitar la verdad ya poseída, sino para enriquecerla con nuevas verdades, que, si son ciertamente verdad, no se opondrán a la primera, antes bien la iluminarán más todavía. Pero esa nueva luz más poderosa no surgirá sin antes haber cerrado la mente con la voluntad, con una voluntad que ame tanto la verdad nueva como la antigua y que, por ello, determine el asentimiento de la mente a lo que ha comprendido ser verdad incuestionable. Sin esa fijeza, sin ese inmutable asentimiento, el hombre no pasa de ser una cabeza vacía, siempre estupefacta, de la que cabe esperar cualquier desatino. El "aperturismo" aquí presentado es un claro síntoma de languidez espiritual, cuando no un estado patológico de la mente que se instala morbosa en la duda; la cual, por lo demás, preciso es reconocerlo, tiene la ventaja de zanjar cualquier compromiso. La apertura razonable es la del que nunca se niega a reconocer una verdad, venga de donde venga, de los contemporáneos o de los más antiguos pensadores, pues una verdad descubierta, si es verdad -si es afirmación conforme a la realidad-, será verdad siempre. Pero, vayamos por pasos. Proclamemos que el hombre ha de ser "buscador incesante". Ahora bien, nunca somos buscadores sin que conozcamos ya qué es la verdad en general y un buen puñado de verdades fundamentales. Desde el instante que nos proponemos buscar, sabemos que la verdad es lo que es, como asienta la definición clásica, la de Agustín y de Tomás; y que, siendo verdad, sigue siendo verdad, aunque se piense al revés, por decirlo al modo de Machado. Sabemos que las cosas son, y que son de tal modo que nosotros podemos

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conocerlas; y que las conocemos de tal manera, que nuestro conocimiento las deja intactas; que son como son y que sería vano pretender transformarlas con el pensamiento, justo porque son como son, con independencia de que yo las piense o no. Sabemos que nuestro entendimiento alcanza la verdad de las cosas y su propia verdad, cuando conoce conforme a la realidad. Todo ello es ya un grueso caudal de sabiduría que nunca poseerá el animal y, sin embargo, nosotros la tenemos desde nuestra infancia, desde el momento en que nos proponemos conocer o averiguar algo. Desde entonces somos ya virtuales conocedores de toda verdad asequible a la humana razón. Sabernos que las cosas son, y que nosotros somos y que podemos ir conociendo las cosas. No somos, por decirlo gráficamente, buscadores "de" la verdad (como si la buscáramos antes de conocer, partiendo de cero), sino buscadores "en" la verdad, que procedemos desde evidencias inmediatas a verdades más hondas y complejas. I. EXPERIENCIA DEL ERROR Y EXISTENCIA DE LA VERDAD SOBRE LA VERDAD Y EL ERROR. Parte I Sumario de la Primera Parte * La experiencia del error. el escepticismo * Existencia de la verdad * ¿Qué es la verdad? * El error inmanentista * La rectificación * Crítica del principio de inmanencia Decimos que "las cosas son tal como son". Con ello queremos reconocer que el ser y el modo de ser de las cosas no dependen de nuestra voluntad o estimación. Las cosas están ahí, por así decir, disfrutando de una naturaleza propia, de un acto de ser igualmente propio, que no se confunde con mi percepción o conocimiento. En otros términos, las cosas poseen su propia verdad. Y cuando hablamos de la verdad de las cosas no hacemos más que reconocer su consistencia e inteligibilidad. LA EXPERIENCIA DEL ERROR. EL ESCEPTICISMO El paso del tiempo nos enseña también que no es siempre fácil hacerse con la verdad de todas las cosas; que muchas veces tenemos que conformarnos con verdades parciales; y que otras muchas hemos incurrido en error: nos habíamos precipitado en el juicio, o no habíamos inspeccionado bien la cosa, o quizá la cosa excedía nuestra capacidad de comprensión.

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El hombre normal, ante la experiencia del error, se hace cauto, prudente en sus juicios, sin perder, no obstante, el íntimo convencimiento de que permanece radicalmente implantado en la verdad. No desespera de su facultad de entender, ni tampoco niega la verdad que hay en las cosas. No se repliega en sí mismo declarando que él ya tiene "su" verdad y que no necesita mirar al mundo para saber cómo es; o que las cosas son siempre como él las piensa y basta. Eso sería el suicidio de la razón. Lo curioso es que nunca han faltado suicidas con pretensiones de arrastrar a muchos a su triste final. La actitud negativa ante la verdad es muy antigua; se remonta a la Grecia de Protágoras. Los sofistas hicieron tabla rasa del trabajo filosófico precedente y produjeron una honda crisis de desánimo. Los filósofos se contradecían; las opiniones contradictorias se multiplicaban, creando un clima de confusión en el que era muy difícil aclararse acerca de las cuestiones más básicas. Si nosotros diéramos nuestra opinión, decían algunos, no haríamos más que añadir un elemento más a la discordia. Los errores de los sentidos, los sueños, las alucinaciones, los fenómenos a los que dan lugar la embriaguez y la locura, parecían apoyar la tesis escéptica: no podemos conocer la verdad; no podemos alcanzar certeza alguna; hay que abstenerse de juzgar. No era un "yo no sé nada", sino más bien "me abstengo"; en todo caso, "busco". Se trataba de una duda sistemática que suspendía deliberadamente todo asentimiento. Aristóteles alude a aquellos que, radicalizando la postura, no hablaban, se limitaban a mover el dedo meñique : pensaban que pronunciar cualquier palabra era reconocerle un sentido, una referencia a la verdad. Y estaban en lo cierto. No caían, sin embargo en la cuenta de que los movimientos del dedo meñique pueden tener una significación exactamente igual a la de las vibraciones de la laringe. Incluso en ocasiones el lenguaje del gesto es aún más expresivo que las palabras. Aquel agnóstico que fue Albert Camus reconocía que "la única actitud coherente fundada en la no significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, careciese de significación. La absurdidad perfecta trata de ser muda" (6). Pero el absurdo es insostenible, y la razón se traiciona cuando lo afirma. Negar que las cosas tengan verdad, inteligibilidad y sentido es, al mismo tiempo, afirmar lo contrario. Se cuenta la anécdota que sucedió estando 1.-P. Sartre -el filósofo del absurdo- en petit comité, defendiendo con particular vehemencia, argumentando con toda suerte de efectismos dialécticos que la verdad no existía. En esto, una discípula, enardecida por el entusiasmo, exclamó: "¡Qué gran verdad es ésta!" No deja de ser una esperanzadora respuesta. Decía Chesterton que la mayoría de los escépticos fundamentales parecen sobrevivir porque son escépticos inconsecuentes y nada fundamentales. "Si bien es fácil hablar mal de la razón, afortunadamente esto no se puede hacer sino en nombre de la misma razón, la cual, por tanto (...), se hace viva y presente en el mismo acto que pretende negarla. Cualquier condena de la razón que se intente no puede proceder sino de la misma razón que reflexiona y que, por tanto, conduce a una definitiva afirmación de su valor" (7). El que trata de asesinar a la razón, por lo mismo la resucita (8). La duda universal es un imposible que no puede sostenerse ni siquiera como punto de partida teórico del conocimiento filosófico. Las posiciones escépticas, aun las mejor presentadas, acusan un lamentable gesto de pereza mental. Sus motivaciones profundas no son tanto gnoseológicas como psicológicas. Balmes llamaba al escepticismo, "la agonía del espíritu". El escéptico cede ante dificultades mínimas. El escepticismo no es una actitud

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original, sino una enfermedad del alma, un decaimiento. Y las épocas escépticas son, sin duda, épocas decadentes. Síntoma inequívoco de decadencia es lo que acontece en bastantes aulas de filosofía, donde lo único que parece interesar es la historia de la filosofía, lo que han dicho los filósofos, o simplemente, tal o cual filósofo. Más que la verdad de las cosas, se expone lo que han dicho acerca de las cosas. Es la versión intelectualizada del "se" cotidiano, de masas: "se dice...", "se comenta...", "se estima...", que pretende imponer un modo impersonal de entender las cosas conveniente para el que lo lanza a la opinión pública. "En realidad -veía Gabriel Marcel-, el se es un pensamiento decaído, un no pensamiento. Pero compruebo que este fantasma está en el horizonte de mi conciencia y la oscurece; me rodea, corro el riesgo de que me rodee por todas partes." Y esto incluso de una manera inconsciente. Por ejemplo: "En la medida en que reflejo mi periódico, sin sospechar siquiera que estoy reflejando tal periódico, participo del se, lo propalo, lo divulgo (esto se traduce en frases tan ingenuas como todo el mundo sabe, no se puede dudar, etcétera)." Lo propio de la persona es huir del se como del aceite hirviente. El se, ciertamente, funda una existencia inauténtica; y lo único que puede introducirnos en el ámbito de la autenticidad es una tenaz resistencia al dominio de ese tiránico impersonal, sea de padres desconocidos o de filiación bien sabida. El fin de la filosofía, que es también fin natural del entendimiento humano -su gozosa quiescencia- "no es saber lo que los hombres han pensado acerca de las cosas, sino la verdad que hay en ellas" (9). "No pertenece a la perfección de mi entendimiento lo que tú quieras o lo que a ti te parezca conocer, sino sólo lo que hay de verdad en las cosas", escribía Tomás de Aquino (10). Es la negación del servilismo intelectual; la afirmación de la aptitud personal para el conocimiento de las verdades fundamentales; una muestra del vigor intelectual del hombre que sabe acoger todo hallazgo verdadero del pasado, asumirlo con originalidad y elevarse a las más altas cumbres del saber. Un ejemplo para esta época nuestra. Si acudimos a maestros tales como Tomás de Aquino, no es para estancarnos en la repetición de sus enseñanzas, sino para que nos muestren el camino hacia las "cosas mismas", para que nos enseñen a sortear el escollo del tópico, del mito, del sofisma, y desbrozar el campo de las evidencias inmediatas, y elevarnos hacia las verdades últimas, esas que ofrecen para nuestras vidas un sentido claro, adecuado, definitivo. EXISTENCIA DE LA VERDAD Frente al escepticismo, afirmamos pues la existencia de la verdad. Es de sobra conocido el argumento -ad absurdum- de Aristóteles, Agustín y Tomás: "Quien niega la existencia de la verdad afirma implícitamente que la verdad existe, pues si la verdad no existiese, sería verdad que ella no existiría ; y si algo es verdadero, es necesario que exista la verdad" (11). No es esto un juego de palabras. Decir que "no hay verdad alguna" es afirmar la conformidad del entendimiento actualmente negante con una desarmonía objetiva, dada por supuesto, entre el conocimiento en general y las cosas: equivale a sostener una afirmación verdadera. Esta reflexión, que reduce al absurdo la posición

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escéptica, "no se refiere sólo a la existencia de la verdad en absoluto y con independencia de nuestro conocimiento de ella: se refiere también a la posesión por nuestra parte de esa verdad absoluta. Esa misma reflexión puede adoptar esta otra forma: quien niega que la verdad exista en su entendimiento afirma que existe en él, porque si en su entendimiento no existe la verdad, este juicio negativo será verdadero y será una verdad que existe en él. Con todo -añade J. García López-, ni estas mismas reflexiones superan o sustituyen la firme convicción, habitualmente poseída por todos, de que 1a verdad se encuentra de algún modo en nosotros. Es éste un supuesto de inquebrantable firmeza, una luz que no puede apagarse por más tinieblas que amontonemos, y que no podemos dejar de ver, aunque le volvamos la espalda una y mil veces" (12). ¿QUÉ ES LA VERDAD? Es necesario precisar ahora qué entendemos por verdad. Todos lo sabemos; sabemos qué queremos decir cuando afirmamos "esto es verdad". Queremos decir: "esto es así, tal como lo digo". Estamos diciendo que algo es, y que es esto y no otra cosa, y que mi juicio acerca de ese algo está conforme con lo que en realidad es la cosa. De ahí que se haya hecho clásica la definición de verdad corno adecuación entre lo entendido y la cosa (13) ; éste es el más propio y formal sentido de la palabra "verdad". Con ella significamos una relación de adecuación entre una cosa conocida y lo que hay en quien la conoce. Cuando decimos "este papel (que está ahí sobre la mesa) es blanco", el juicio es verdadero si el papel es blanco, es decir, si la blancura está de algún modo en el papel y no sólo como cierta impresión en el entendimiento. Así, la blancura está verdaderamente en el papel y también, aunque de otro modo, en mi entendimiento adecuado a la cosa de que hablamos. Llamamos pues "verdadero" tanto a la blancura del papel como al juicio del entendimiento que afirma la blancura del papel. Por eso se dice que la verdad es un término analógico, porque tiene diversos sentidos -se dice de las cosas y del entendimiento-, aunque convienen en significar siempre una relación de adecuación o conformidad entre entendimiento y cosa. Cuando hablamos de la verdad de las cosas (verdad ontológica), apuntamos al acto por el cual son, y son lo que son, con independencia de que las conozcamos o no. Hay que decir que las cosas todas son conocidas siempre en acto por el entendimiento divino, sin el cual nada podría existir. Dios conoce perfectísimamente todo lo que hay, de modo que todo es de una manera adecuada al conocimiento que Dios tiene de cada cual, y así todas las cosas son como un reflejo del conocimiento de Dios Creador. Y, precisamente en la medida en que son ese reflejo, poseen como una luz inteligible en virtud de la cual pueden ser entendidas por los demás entendimientos. No es que los entendimientos creados les presten la inteligibilidad; la inteligibilidad les viene con el acto de ser, que es siempre don de Dios Creador. Las cosas son ya inteligibles en la medida en que son, y siempre son entendidas por Dios en acto. En cambio, las cosas no siempre han de ser entendidas por los entendimientos creados, y sin embargo son lo que son siempre y cuando sean entendidas de tal modo por Dios. "La verdad de las cosas no depende de la visión del entendimiento humano. Ciertamente hay muchas cosas que no son conocidas por nuestro entendimiento, pero no hay ninguna que el entendimiento divino no conozca en acto (el entendimiento humano simplemente las podría conocer). Por eso en la

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definición de la "cosa verdadera" puede incluirse la visión en acto del entendimiento divino, pero no la visión del entendimiento humano, a no ser en potencia (...)" (14). Estas puntualizaciones elementales son requeridas por los errores que se han dado sobre el asunto y que más adelante analizaremos. La verdad de las cosas, pues, no incluye el ser conocida actualmente por el entendimiento humano, "porque en este caso no sería verdadero lo que no se ve, y esto es manifiestamente falso respecto a las más escondidas piedrecillas que están en las entrañas de la tierra" (15). Pero la verdad que se predica de las cosas en orden al entendimiento divino les corresponde a ellas inseparablemente, pues no podrían subsistir a no ser por el entendimiento divino, que produce en ellas el ser. Y "aunque no existiese el entendimiento humano, todavía la cosa sería verdadera en orden al entendimiento divino" (16). Ahora bien, si no entra en la definición de la verdad de las cosas el conocimiento actual del entendimiento humano, sí está de alguna manera incluido el conocimiento potencial, porque no es accidental a las cosas la aptitud de ofrecer a nuestro entendimiento la posibilidad de formar un concepto verdadero de ellas. Esta aptitud o luminosidad conviene tanto a las cosas como su propio ser. Así como cualquier cosa que resulta de un diseño humano posee, por virtud de su mismo origen, la cualidad de ser algo inteligible o comprensible -en principio- por cualquier observador, de igual modo la comprensión de las cosas naturales se basa en la condición creatural, es decir, en el hecho de haber sido concebidas por el Creador, de quien proceden per modum scientiae et intellectus: son un fruto de la ciencia y del entendimiento divinos (17). De ahí que todo 10 que hay en las cosas sea de alguna manera inteligible. Lo absolutamente incognoscible es una existencia inexistente. El mundo es inteligible "por haber sido creativamente pensado y diseñado por Dios" (18). De este modo queda claro que: "las cosas que son algo positivo fuera de la mente poseen en sí algo por lo cual pueden llamarse verdaderas" (19). Se puede hablar propiamente de la verdad de las cosas. Es más "el ente ni siquiera puede concebirse sin lo verdadero" (20). Todas las cosas, por consiguiente, son verdaderas y no falsas. Lo que puede ser verdadero o falso es el juicio; no las cosas, que sólo pueden ser verdaderas. Aunque no debe decirse que las cosas son la verdad, sí que todas tienen verdad; son verdaderas, aunque sólo las inteligentes puedan tener conciencia de tal propiedad. Pues bien, es evidente que la verdad del entendimiento creado se funda en la verdad de las cosas y no al revés. El entendimiento creado no es fundador de la verdad en ningún sentido. Sólo tiene sentido llamar verdadero a nuestro entendimiento una vez que, abierto a la verdad de las cosas, las conoce, y las conoce tal como son; es decir, cuando forma de ellas una estimación conforme a la realidad. Si se desentendiera de las cosas tal como son, o no pudiera alcanzarlas, a lo sumo no haría más que "pensar pensamientos" o "sentir sensaciones". No habría adecuación más que del pensamiento consigo mismo. No habría siquiera conocimiento, sino acaso impresiones, imágenes, que serían una mera secreción de la subjetividad solitaria. No habría verdad, a no ser que se llamara así -como ha hecho la filosofía de raíz kantiana- a ésa adecuación, con poco sentido, del pensamiento consigo mismo. Pero la noción común de verdad implica la relación entendimiento-cosas, la apertura del mundo a mi subjetividad: un mundo irreductible al

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pensamiento, es decir, un mundo de entes reales, subsistentes en sí y no en la propia subjetividad. Esto es pensar en términos del realismo, actitud filosófica natural y de sentido común. EL ERROR INMANENTISTA No obstante, algunos han puesto en entredicho la verdad conocida con toda naturalidad por el buen sentido. Se han preguntado si podría ser que lo que llamamos entes reales, cosas, o realidad, no fueran más que productos del sujeto, como una mera alucinación o "sueño coherente"; o -evitando las denominaciones que suenan a falso- una formidable construcción de la subjetividad. En tal caso las cosas serían inmanentes al pensamiento, es decir, que toda su consistencia estribaría en el hecho de ser pensadas (o sentidas); su ser se agotaría en el ser pensado. Es la negación de la trascendencia del conocimiento, de que lo que conocemos esté más allá de lo que podríamos llamar fronteras de nuestra subjetividad o ser pensante. Es el inmanentismo gnoseológico, originado, para los tiempos modernos, por Descartes. Descartes se planteó la hipótesis del "sueño coherente". En el párrafo cuarto de la primera de sus Meditaciones, decía : "veo con claridad que no hay indicios ciertos por los que yo pueda distinguir la vigilia del sueño". Así resucitó las absurdas hipótesis del viejo escepticismo. Pero mientras los antiguos escépticos desconfiaban de la capacidad de la razón humana para conocer la verdad y por ello dudaban de toda evidencia, la duda cartesiana procede de una confianza ilimitada en el poder de la razón. Descartes quiere dudar de toda experiencia, por inmediata que resulte, porque está seguro de que la razón -su razón- es capaz de demostrarlo todo. Despreciando los sentidos y exaltando desmesuradamente la razón, exige que todo juicio sea fruto de una demostración racional. Esto es típico del racionalismo: despreciar toda noticia que no tenga su origen en la razón, incluso la misma existencia del mundo extrasubjetivo, de ese mundo que está ahí y que podemos señalar con el dedo. Con gran optimismo, Descartes pergeñó una demostración que ahora no es preciso exponer. Basta pensar que la existencia del mundo no es la conclusión de una demostración racional; que no se deriva necesariamente de ningún principio racional, sino de la libre voluntad del Creador. Por ello, la existencia de las cosas creadas es absolutamente indemostrable por vía de razonamiento. Se requiere en primer lugar la experiencia (conocimiento experimental), que tiene como punto de partida el dato de la percepción sensorial. Tomás de Aquino, al rebatir los sofismas de los escépticos, replicó también a la exigencia racionalista: "Quieren estos sofistas que todas las cosas puedan establecerse a base de razones demostrativas. Es evidente que pretendían tener algo como principio, que fuese como una regla para discernir entre lo sano y lo enfermo, entre el que está despierto y el que duerme. Y no se contentaban con tener de algún modo esa norma, sino que pretendían que les fuese probada con una demostración (...). Su dolencia, es decir, su enfermedad mental, consiste en buscar una razón demostrativa de cosas en las que no cabe demostración. Porque el principio de la demostración no es la demostración: de ese principio no cabe demostración. Y eso deben aceptarlo fácilmente, ya que la razón

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demostrativa demuestra que no se pueden demostrar todas las cosas, porque eso sería proceder al infinito" (21). En efecto, todo proceso demostrativo presupone el conocimiento cierto de unos primeros principios, tales como el de (no) contradicción: "una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto"; el de identidad: "toda cosa es idéntica a sí misma"; el de razón suficiente: "nada es sin razón suficiente", etcétera. Son juicios acerca de la realidad, inmediatos y evidentes, poseídos de modo habitual por todos los hombres. La adhesión a estos primeros principios es, de alguna manera, natural y no habría modo de razonar sin tenerlos por supuesto: ¿cómo podríamos hacerlo sin tener previamente la certeza de que una cosa es ella misma y no otra, y de que siendo lo que es no puede ser al mismo tiempo su contraria?, ¿y cómo podríamos demostrarlo si toda demostración presupone tal certeza? De ahí que su conocimiento sea natural e inmediato al conocimiento del ente (22). Así -dice Tomás de Aquino- conviene al hombre que al conocer qué es el todo y qué es la parte, inmediatamente conozca que el todo siempre es mayor que la parte; aunque lo que sea el todo y lo que sea la parte no pueda conocerlo sino a partir de los datos de los sentidos, en los que comienza todo nuestro conocimiento (22 bis). A partir de los sentidos conocemos que las cosas percibidas son, conocemos su acto de ser, y obtenemos -sin demostración- los primeros principios que a toda demostración sirven de base. Así también, la certeza de que lo percibido es real y no una mera construcción de la mente, estriba no en una demostración, sino tanto en la evidencia del acto de ser de las cosas como en la naturaleza misma del acto de nuestro conocimiento. Buscar una demostración sería inútil y vano. Sin embargo, nada más cierto que el mundo está ahí, que es lo que es, y que seguiría siéndolo igualmente aunque yo no existiera. Pues bien, los filósofos poscartesianos que aceptaron la actitud racionalista (afán de demostrarlo todo al modo matemático), cayeron en la cuenta de la inconsistencia de la demostración de Descartes acerca de la existencia del mundo. Y, al no resultar demostrable, decidieron... ¡ su inexistencia! En otros términos decidieron que la trascendencia del mundo es sólo aparente, una mera ilusión, una consecuencia "poco científica". El ser de las cosas consistiría en ser pensadas, y basta. Así se entiende que Hegel, por ejemplo, diga: "ser es pensar" o "ser es ser pensado", y "pensar es ser". Berkeley había dicho: "ser es lo mismo que ser percibido"; y para Marx, ser, en último análisis, es sentir o ser sentido. Lo que nosotros llamamos ente real, porque le concedemos una subsistencia propia independiente de nuestra subjetividad, el inmanentismo lo entiende como ser pensado. El inmanentismo se ramifica en dos grandes líneas. La que considera que las cosas son en cuanto son pensadas por los sujetos particulares: la subjetividad personal se convierte así en la fuente de todo lo que es, en la fuente de toda verdad y de todo bien; es el endiosamiento del yo que todo lo engloba. Y la otra línea, que sostiene que todas las cosas no son más que pensamientos de un gran sujeto impersonal, que sería lo englobante panteísticamente, el Absoluto de Hegel, respecto al cual cada cosa y cada sujeto no serían más que momentos de su evolución, modificaciones del "Todo", que Marx llamará

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Materia; con ello, la personalidad -en el sentido fuerte- queda anulada, y se abre paso a los totalitarismos nazis o comunistas (23). Es preciso notar que gran parte de la filosofía moderna y contemporánea se inspira y arranca de los principios que acabamos de apuntar. El marxismo, por ejemplo, es su versión materialista. Lo más grave es que han creado, a base de slogans sugerentes, una cultura, un modo de pensar de espaldas al sentido común, del que es difícil escapar enteramente, porque se encuentran alentados por la tendencia subjetivista que a todos tienta. Que el ser de los entes no sea más que ser conocido es una pretensión antigua que no pasó inadvertida a Aristóteles ni a Tomás de Aquino. Tomás, en su comentario al libro De generatione et corruptione, habla de esos tales que así "corno pensaban que los animales viven y son en cuanto sienten en acto o pueden sentir, así también pensaban que las cosas son en cuanto son sentidas o pueden ser sentidas como si el sentido fuese una perfección de las cosas sensibles (como si el hecho de que alguien viera un árbol fuera una perfección del árbol), del mismo modo que es una perfección del que siente. Y así, de alguna manera, acabaron por destruir la verdad de las cosas. Pues como quiera que algo se dice verdadero en cuanto es, si el ser de las cosas consistiese en ser sentido, no habría ninguna verdad en las cosas, sino sólo en el que siente. Pero no es verdad que no haya verdad en las cosas" (24). Las cosas poseen una consistencia en sí, con independencia de que sean o no conocidas. Basta que las conozca Dios, sin que se identifiquen tampoco en este caso el acto de ser de la criatura y el acto divino de conocimiento. Ya se ve que las explicaciones del conocimiento y de la realidad que puede ofrecer el inmanentismo son artificiosas, barrocas, antinaturales, violentas, de todo punto inadmisibles. Aun el poco versado en cuestiones filosóficas puede sospechar que las afirmaciones procedentes de la filosofía de la inmanencia, si tienen algún parecido con la realidad, será pura coincidencia; que su lenguaje tendrá que ser interpretado en una clave totalmente distinta de la del lenguaje común. Y si -desde tales presupuestos- se nos habla de "libertad", por ejemplo, habrá que traducir, seguramente, por "determinismo histórico"; y si lo que se dice es "personalidad", habrá que entender más bien que se trata al hombre, a lo sumo, como un ilustre simio, que se desvanecerá un día por completo en una especie de nebulosa cósmica -el Absoluto, quizá en aquella noche donde, al decir de Schelling, refiriéndose a Hegel, "todos los gatos son pardos". La filosofía inmanentista es una filosofía tremendamente difícil; cuando uno se adentra en ella ha de someterse a un proceso de adaptación de la retina mental: es como entrar en un cuarto oscuro, en el que se puede llegar con el tiempo a ver lo que contiene, pero en confuso, porque todas las cosas que en él se encuentran son en sí confusas; hay que dejar a un lado el sentido común, para entender algo. De ahí que el neomarxismo o eurocomunismo, al tratar de imponerse por la vía intelectual, ha de esforzarse primero -como está haciendo ahora- en crear un nuevo "sentido común", para el que dos más dos no siempre sean cuatro, sino tres y medio o cinco, según los casos, y que incluso puedan ser tres y medio o cinco simultáneamente, como acontece en aquella novela de George Orwell, 1984.

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Se explica que el pensador español Jaime Balmes exclamara: "Si para ser filósofo tengo que dejar de ser hombre, renuncio a la filosofía y me quedo con la humanidad". Afortunadamente, para ser filósofo, no hay que plantearse el dilema. Basta con mirar las cosas, reconocerlas como son -incluido el hecho de que son- y sacar, con la razón, las consecuencias pertinentes. Vamos, pues, a intentar descubrir el error inmanentista en su escondrijo. Pero antes de apuntar al error original, despejemos algunos interrogantes propuestos -como hemos tenido ya ocasión de ver- por los antiguos escépticos. No es que merezca mucho la pena detenerse en ellos por su valor en sí, sino más bien porque su discusión puede aportar luz que ponga de relieve la validez de la actitud natural, espontánea y justa, del realismo. Volvamos a la hipótesis del "sueño coherente". A pesar de lo que parecía también a Descartes, hay una diferencia muy clara entre la vigilia y el sueño, que se nos ofrece precisamente en la experiencia del sueño. En él, la conciencia está enteramente sometida a la imagen, y cualquier reflexión sobre la imagen quiebra el sueño, equivale a su supresión. Cualquier persona normal, si bien es cierto que cuando sueña no sabe que sueña -no goza entonces de capacidad reflexiva-, sabe perfectamente cuándo está despierto, y esto sin necesidad de acudir (si se nos permite la alusión) a la prueba del pellizco. Si fingimos por un momento que soñamos -que, por ejemplo, este libro que tengo delante es soñado-, advertimos inmediata y claramente que la ficción es absurda; tan absurda como admitir que pudiera ser que yo no existiese, proposición ésta que para el mismo Descartes resultaba impensable. A propósito, podría contar la anécdota de aquel universitario que me manifestaba su natural inquietud "filosófica", diciendo que él algunas veces se preguntaba si realmente existía. Es obvio que esto, si se hace seriamente, no es un signo de especial aptitud para los estudios filosóficos, sino síntoma inequívoco de que uno se encuentra mal. Si se coge a tiempo, es posible que con algunos fármacos la cuestión quede cerrada definitivamente. Lo mismo cabe decir de la pregunta: ¿existe el mundo? El buen filósofo replicará: es una cuestión estúpida, es una pregunta vana. Ahora bien, podernos hallar alguna comprobación de la indestructible certeza que tenemos de la realidad en sí, de que no se reduce a un sueño o a un puro error. Algo así como la prueba del nueve. Sin que esto quiera decir que la argumentación que describiremos sirva para consolidar la evidencia de lo real: sirve más bien para demostrar la incongruencia de cualquier teoría que suponga la verdad de las cosas como algo meramente subjetivo. En efecto, si se puede hablar con algún sentido de lo ensoñado y lo no ensoñado, de ilusión y realidad, es porque podemos comparar ambas cosas; es porque el sueño y la ilusión no son posibles más que en el marco de la verdadera realidad, es decir, de un mundo real. Dice Millán Puelles : "La posibilidad de tomar por real a lo que no es más que un puro ente de razón no justifica que se considere a la idea de lo real como la de una forma meramente subjetiva, pues si ésa fuera la índole de lo real, no sería posible, sino necesario, aplicarla a todo ente de razón y justo como expresiva de la índole de ésta. Es decir: no sería posible que el ente de razón apareciese como puro ente de

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razón" (25). Del mismo modo cabe decir que si el universo no fuera más que "un sueño coherente", la ilusión, o la afección, vendría a ser tan real, que la misma idea de sueño 0 de ilusión nos resultaría totalmente extraña; ni siquiera hablaríamos de ello. Esto comprueba que la subjetividad -el conocimiento- alcanza lo real. Por lo demás, si somos víctimas de un sueño, de una alucinación o de un error, siempre nos cabe, mediante la reflexión, atender a las cosas mismas, que -de ordinario- se ofrecen tal como son a nuestra mirada. LA RECTIFICACIÓN Precisamente el hecho de que la subjetividad se reconozca a sí misma como el lugar de las apariencias, de los errores o juicios falsos, indica que no se limita a ser víctima de ellos, porque se sabe medida por algo que no es ella misma, es decir, que se halla en contacto con una realidad rectificarte, con la que puede autocotejarse. "El hecho de la rectificación es ante todo un acto por el que la subjetividad se trasciende entrando en relación con algo transubjetivo" (26). El descubrimiento del error es un momento particularmente agudo para afirmarse en la convicción habitualmente poseída : estamos afectados por algo real, transubjetivo. En la rectificación, la subjetividad se hace cargo tanto de si misma como de algo otro, que está ahí fuera, diciéndome: "aquí estoy siendo, no como tú pensabas, sino como realmente soy". Esta experiencia -yo diría que cotidiana- manifiesta claramente la apertura de la subjetividad a todo un mundo que le trasciende en el más riguroso sentido de la palabra: algo que se funda en un acto de ser distinto, que subsiste de por sí, y que, sin embargo, es alcanzado por el conocimiento permaneciendo siempre intacto. En resumen, en el hecho de la rectificación, la subjetividad muestra que lo real transubjetivo existe en oposición a la irrealidad (ontológica) de la apariencia. Por ahí se echa de ver también la falsedad de la tesis fenomenista. El fenomenismo sostiene que no conocemos más que "fenómenos"; es decir, que nuestro conocimiento no alcanzaría más que un manto de apariencias, bajo el cual existiría quizá la auténtica realidad, siempre inaccesible para nosotros. Pero los fenómenos, o no son nada, o son una mera afección del sujeto, o son algo (real) de las cosas mismas. En este último caso forman parte de las cosas mismas, son también realidad: no son el "manto" que cubre la realidad, sino sus aspectos cognoscibles que nos descubren las cosas tal como son en sí (27). Si se entendiera por fenómeno una mera afección del sujeto, por lo mismo que hemos considerado, sería un error pensar que la subjetividad sólo alcanza los fenómenos; habríamos de reconocer que el conocimiento traspasa las propias afecciones para alcanzar las cosas mismas. "El mismo hecho de sufrir una apariencia solamente es posible en cuanto cabe tomar como real algo que no lo es. Tal posibilidad es el modo deficiente o negativo del poder radical de abrirse a la realidad. La privación, el fallo, se dan, por tanto, en algo que por esencia está bien orientado. Son posibles tan sólo sobre la base de una orientación al ser, conservada aun en medio de la mayor aberración posible" (28). "Por eso sabemos lo que

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quiere decir que algo sea realmente así y que, en cambio, algo sólo sea así en apariencia; por eso, en determinados casos de anomalía, podemos atribuir la realidad a algo que es sólo apariencia; y por eso tiene algún sentido la expresión errores de los sentidos. Lo difícil no es explicar la objetividad del dato sensible y las posibilidades de los errores, sino explicar cualquier cosa si se niega -por hipótesis, pues no hay otro modo de hacerlo- aquella objetividad" (29). Se ve claro, pues, que si lo único que alcanzaran nuestras facultades cognoscitivas fueran apariencias, o productos de las mismas, no se entendería ni habría modo de explicar por qué hablamos de errores. En cuanto apariencias o productos del sujeto, todo fenómeno de conciencia sería igualmente verdad, pues no habría punto de comparación posible con otra realidad mensurante. Recuerdo lo sucedido en una película que llevaba por título Un taxi para Tobruk. Representaba la aventura de una patrulla en el desierto africano, durante la segunda guerra mundial. Los hombres caminaban lentamente, sedientos, desfallecidos, con pocas esperanzas de sobrevivir. Uno de ellos oye una música y piensa que es una alucinación, preludio de una muerte próxima. Su compañero replica que también él está ya muy grave, pues también oye música. Caminan un trecho con esta convicción, hasta que caen en la cuenta de que ambos oyen la misma melodía, que por tanto no era un producto de su fantasía, sino sonido real, transubjetivo, no un mero contenido de conciencia de uno u otro; era una melodía que podían tararear juntos, coincidiendo sin previo ensayo. Aquella melodía no era una extracción azarosa o patológica de contenidos internos. Nuestra subjetividad, pues, se halla abierta, esencialmente abierta, a la verdad de las cosas, al mundo real, que es un mundo que nos excede, que nos trasciende, que está ahí, fuera de nuestra subjetividad, pero -he ahí el misterio del conocer- lo captamos en su realidad, aprehendemos su acto de ser irreductible a lo mental. Las cosas que conocemos, son, y comprendemos certeramente que son tal como son. Nuestro entendimiento no es creador, ni constructor de la realidad; es sencillamente -nada más y nada menos- conocedor. CRÍTICA DEL PRINCIPIO DE INMANENCIA Sin embargo, el inmanentismo gnoseológico se niega a aceptar este hecho; concibe la subjetividad como algo enclaustrado en sí mismo, hermético, sin ventanas. Kant, por ejemplo, recogiendo la herencia cartesiana, afirma en su Crítica de la razón pura: "Es evidente que no podemos sentir fuera, sino dentro de nosotros simplemente, y toda conciencia de nosotros mismos no nos proporciona, por consiguiente, más que nuestras propias determinaciones". Hume, anteriormente, había dicho que "la filosofía más elemental nos enseña que nada puede estar presente en nuestro espíritu si no es una imagen o una percepción". Quizá la expresión más feliz de esta teoría es la siguiente: "Un más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse". Este es el llamado por Le Roy "el gran principio de la inmanencia". "Un fuera y un más allá del pensamiento -explicaba- es, por definición, algo absolutamente impensable de cualquier grado o título que sea. Se trata de una imposibilidad radical." Según esta teoría del conocimiento, puesto que lo conocido -en la medida en que es conocido- está "dentro" de nuestra subjetividad -pues de otro modo no tendríamos noticia alguna de ello-, el conocimiento no alcanza otra cosa

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que lo que está "dentro", es decir la pura subjetividad o un producto de ella. Por eso Brunschvicg dice: "El conocimiento constituye un mundo que es para nosotros el mundo. Más allá no hay nada. Una cosa que estuviese más allá del conocimiento sería por definición lo inaccesible, lo incognoscible, es decir, que equivaldría para nosotros a la nada". Según Brunschvicg, la misma noción de percepción de algo exterior es una contradicción in terminis. En consecuencia el idealismo -cumbre del racionalismo-, por sorprendente que pueda parecer, acaba negando toda realidad independiente del sujeto. Y aunque se hable de objeto con un cierto índice de exterioridad, se sitúa plenamente dentro de las fronteras del sujeto, que viene a ser el englobante de todo lo pensado; por tanto, de todo "el mundo". Para el idealismo puro, aunque el sentimiento de un mundo exterior parezca natural, no es más que una ingenua ilusión, un "milagro psicológico". Es preciso reconocer que el principio de inmanencia anuncia una verdad de Pero Grullo: algo que esté más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse, del mismo modo que el hombre no puede saltar más allá de su propia sombra. Lo que está fuera del alcance de mis facultades cognoscitivas no es, para mí, cognoscible; y sólo puedo conocer a través de las sensaciones o conceptos que están en mí; lo que yo no conozco es "como si" no existiera "para mí". Son aserciones innegables que tienen toda la potencia, pero también la trivialidad de una afirmación banal, de la cual el inmanentismo saca una conclusión grávida en consecuencias: que no conocemos las cosas, sino sólo nuestras propias afecciones y no tenemos manera de saber si representan las cosas como son en sí mismas; que hay que dudar o incluso negar -en la radicalización del inmanentismo- que haya cosas en sí. Esto es volver las espaldas a la realidad, al sentido común, a las certezas espontáneas. E1 filósofo, desde luego, ha de reflexionar sobre ellas, dilucidarlas, rectificarlas si fuera menester, pera en modo alguno negarlas. El principio de inmanencia no demuestra nada de lo que pretende. Lo que hace es jugar con unos términos metafóricos, inadecuados para expresar el maravilloso fenómeno del conocimiento. Juega con las palabras "dentro" y "fuera", "más acá" y "más allá", como si la subjetividad o el entendimiento fuera una esfera compacta, y, ¡en nombre de la impenetrabilidad de los cuerpos!, niega que pueda "entrar" en ella nada que no sea un producto de ella misma. Esto es materializar el hecho del conocimiento, que precisamente consiste en un proceso de "desmaterialización" de lo material, para extraer -dejando intacta la materia- lo que de sensible e inteligible hay en las cosas. Realmente es difícil explicar el fenómeno del conocimiento, porque hay un punta misterioso. Pero si lo hay -en contra de lo que hace todo racionalismo-, es preciso reconocerlo y no cerrar los ojos ante él. Hay un momento en el que se llega al "no la toquéis, que así es la rosa". Así es el hecho del conocimiento: misterioso, pero hecho innegable. El hecho es que conocemos, y que conocemos a través de sensaciones y conceptos, pero el conocimiento no se atora en ellos, sino que a través de ellos alcanza las cosas mismas. La filosofía perenne -que arranca de Aristóteles y va siendo depurada y enriquecida al pasar por la mente preclara de Tomás de Aquino- ha analizado con rigor el fenómeno cognoscitivo. No es lugar para exponerlo, sino para recordarlo. El caso es que mientras el inmanentismo no ha demostrado nada (su postura, más que obedecer a razones, radica en un acto de voluntad), Tomás de Aquino ofrece cabal respuesta a toda pregunta sobre el

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tema. Leamos en el artículo 2° de la cuestión 85 de la primera parte de la Summa Theologica: "Hubo quienes opinaron que nuestras facultades cognoscitivas no conocen más que las propias afecciones; que el sentido, por ejemplo, no conoce más que la alteración de su órgano. Y, en este supuesto, el entendimiento no entendería más que su propia modificación, es decir, la especie inteligible (otros hablarían de imagen o ideas) recibida en él. Y según esto, son estas especies el objeto de su intelección" (30). Dice Santo Tomás que esta teoría es manifiestamente falsa por dos razones. La primera razón que aduce el de Aquino se refiere a la vanidad en que incurrirían las diversas ciencias. "Si, pues, entendiésemos solamente las especies existentes en el alma, se seguiría que ninguna ciencia versaría sobre las realidades exteriores al alma, sino sólo sobre las especies inteligibles que hay en ella, al modo como los platónicos afirmaban que las ciencias versan sobre las ideas" y no sobre las cosas sensibles (31). Esta razón le parece a Tomás de suficiente peso para mantener la afirmación del común sentido: conocemos las cosas mismas, tal como son; nuestra subjetividad no se halla enclaustrada en sí misma, sino esencialmente abierta a las cosas, al mundo que subsiste, aunque yo no me pare a pensar en él y que, sin embargo, yo puedo conocer en su entraña. Santo Tomás, como teólogo y filósofo realista, concedía a la ciencia experimental todo su justo valor. Por un lado, la ciencia utiliza conceptos elaborados por el espíritu, con éxitos innegables. El científico prevé los acontecimientos, en parte, al menos, y en muchas ocasiones llega a dominarlos. La experiencia confirma o elimina las hipótesis elaboradas. Todo ello es prueba fehaciente de que el sistema de representaciones puesto en juego por la ciencia no es una construcción arbitraria del espíritu humano, sino una fiel representación de la realidad. Por otro lado, la historia de las ciencias ofrece el relato de los esfuerzos que ha costado o está costando a la inteligencia humana, a golpes de ingeniosa tenacidad, una realidad que se le resiste. Las proposiciones científicas van encerrando su objeto en fórmulas cada vez más exactas, en medidas cada vez más precisas. Y, sin embargo, subsiste siempre un margen de realidad inexplorada, cada vez más amplia. Si el científico fuera creador de su ciencia, no admitiría, seguramente, tanto enigma, tanto misterio. De ser verdadera la tesis idealista, ¿ofrecería el objeto esa resistencia a la penetración de la inteligencia? Los volcanes, los terremotos, los incendios, etcétera, ¿serían admisibles en lugares habitados? La ciencia -pero también la vida misma- se encarga de desmentir el idealismo. La "dureza" de las cosas, por decirlo así, y de ciertos acontecimientos, al toparnos con ella, nos vuelve a la realidad, al realismo. Decía Gale -el poeta, personaje de Chesterton-: "Demos gracias a Dios por la dura piedra; demos gracias a Dios por los duros hechos; demos gracias a Dios por los espinos y las rocas, y los desiertos y los largos años. Por lo menos sé que no soy ni lo mejor ni lo más fuerte del mundo. Por lo menos ahora sé que no lo he soñado todo" (en El poeta y los lunáticos). Pero hay todavía una razón más profunda para sostener que el conocimiento traspasa -trasciende- los estrechos límites de la subjetividad; es la segunda que aporta Tomás de Aquino en el lugar que señalábamos hace un momento. De ser verdad que sólo conocemos "especies", ideas, sensaciones o conceptos, "se seguiría el error de los antiguos que afirmaban que omne quod videtur est verum, que es verdad todo lo que

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aparece (que es verdadero todo lo aparente). De este modo resultaría que las cosas más contradictorias serían simultáneamente verdaderas" (32). Si la potencia cognoscitiva sólo puede juzgar de una impresión subjetiva (su propia impresión), todos los juicios resultarían verdaderos. Y Tomás de Aquino toma un ejemplo asequible a todos: "si el gusto no siente sino su propia impresión, cuando alguien tiene el gusto sano y juzga que la miel es dulce, formará un juicio verdadero; pero de igual modo juzgaría con verdad el que, por tener el gusto estragado, afirmase que la miel es amarga, pues ambos juzgan en conformidad con la afección de su gusto. De donde se seguiría que todas las opiniones serían igualmente verdaderas" (33). Quedaría sacrificado con ello el primer principio de la razón, que está en la base de todo razonamiento, de toda argumentación: que una cosa no puede ser y no ser simultáneamente; no podríamos afirmar ni negar nada; nos veríamos reducidos a la posición del más craso escepticismo. Porque a base de afirmar que todo es verdad (que todo lo que aparece en la conciencia es verdad) se concluye inmediatamente que nada es verdad ni es mentira. El hecho, la experiencia del error y de la rectificación, quedaría sin explicar. Ciertamente el error más grave es el de querer eliminar el error del campo de la conciencia humana, gran tentación de nuestros días. La llamada "filosofía moderna", basada en el principio de la inmanencia, ha exacerbado la proclividad del hombre a hacer de su subjetividad -como Protágoras- la medida de todas las cosas, la fuente decisoria de la verdad. Pero así la verdad se esfuma, y con ella toda posibilidad de diálogo -de entendimiento entre unos y otros-, toda norma de comportamiento. Porque si no se sabe si hay verdad o dónde está la verdad, tampoco hay bien ni mal, o no se sabe dónde está lo bueno y lo malo, que para el caso es lo mismo. No es de extrañar que en el marxismo, heredero del más puro inmanentismo -aunque esto pase oculto a la inmensa mayoría de sus simpatizantes-, no exista ninguna norma inmutable. Dentro del marxismo se puede sostener -siempre que lo dicte el Partido- que hay que echarse a la calle con metralletas y tanques o que conviene más presentar un semblante candoroso; se puede firmar un pacto y romperlo acto seguido. Todo cabe simultáneamente, porque no hay para el marxismo ni verdad ni mentira, ni bien ni mal, ni buenos ni malos; hay tan sólo un objetivo: un paraíso imaginario y futuro, en el que todos serían iguales, porque, en rigor, todo se confunde con todo -no hay personas, sino individuos- en esa Humanidad impersonal en que nos diluiríamos. Lejos de lo que algunos piensan, los grandes y diversos sistemas inmanentistas -racionalismo, idealismo, existencialismo, materialismo dialéctico- están llenos de contradicciones internas, porque han admitido en su seno -como algo racional- la misma contradicción, el absurdo. La razón humana no puede encontrar satisfacción en ellos. En el fondo, se trata de opciones sentimentales, voluntaristas, que tienen su raíz más que en un "yo lo veo así", en un "yo lo siento así", o, más bien aún, "yo lo quiero así". Son opciones, por tanto, que proceden de una deformación ética, de una elección incondicionada del propio yo, por encima de los condicionamientos que la realidad no deja de imponer con evidencia. En rigor, son posturas tímidas, medrosas ante la realidad. Y toda timidez encierra un orgullo, la soberbia afirmación de sí como centro del universo, como presunta libertad sin límites. Ya se comprende que, de este modo, tanto las personas singulares corno las sociedades imbuidas de este espíritu han de acabar en graves desórdenes.

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II. EL VALOR ABSOLUTO DE LA VERDAD SOBRE LA VERDAD Y EL ERROR Parte II. Sobre el valor absoluto de la verdad Sumario de la Segunda Parte * El error subjetivista * Incompatibilidad del subjetivismo con la ciencia * Incompatibilidad del subjetivismo sistemático con un orden social * Objetividad de la verdad * El relativismo * La famosa tesis de "la evolución de la verdad" * El perspectivismo Segunda parte: EL ERROR SUBJETIVISTA Lo que podría llamarse tal vez historia del subjetivismo se remonta, por lo menos, al siglo V a.C. Su primera formulación filosófica o cuasi filosófica- tiene lugar en Atenas, y como autor, a Protágoras. Es famosa la tesis del ánthropos metrón, homo mensura: el hombre como medida de todas las cosas. Con ella quiere decirse que quien decide sobre la verdad de las cosas es el hombre. En el hombre se sitúa el poder de establecer lo que es verdadero o falso y, en consecuencia, lo que es bueno 0 malo. "Yo -dice Protágoras- afirmo que la verdad es como he escrito, que cada uno de nosotros es medida de lo que es y de lo que no es. Y que la diferencia de uno a otro es infinita, ya que para uno se manifiestan y son unas cosas, y para otro, otras diferentes" (Teeteto, 166 d). Es una vieja tesis que comparten muchos de nuestros contemporáneos. En el fondo se presupone que no podemos conocer las cosas tal como son y se reduce la verdad a lo que a uno le parece que es o que no es. La raíz es escéptica -no conocemos las cosas tal como son; no hay verdad en el sentido original de la palabra: como adecuación entre el entendimiento y la realidad-, pero la conclusión es dogmática: el subjetivista se erige en fundador de la verdad, en norma y medida de todas las cosas. En efecto, "lo propio del subjetivismo individual -explica Millán Puelles- es cabalmente el hacer de cada individuo humano la medida de la verdad" (34). Pero, ¿qué consecuencia se deriva de tales principios? Que o todos tenemos la verdad y nos contradecimos, o que no la tenemos ninguno y "verdad" es una palabra hueca. En definitiva, cada uno habría de decidir lo que es el mundo -la piedra, el árbol, la mesa, el hombre, lo bueno y lo malo-. Este es el atractivo del subjetivismo individual: me permite pensar o sostener lo que me plazca, parapetándome detrás de mi tesis frente a los argumentos "objetivistas" : siempre cabe el recurso de replicar con alusiones a los "condicionamientos" que les impiden comprender "mi" verdad, ya que para ello habrían de estar configurados como yo, lo cual sería de todo punto imposible, pues cada sujeto estaría implantado en una situación intransferible.

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A este tipo de subjetivismo individual, cabe oponerle los mismos argumentos -ad absurdum- que al escepticismo radical. Pero además cabe mostrarle la identidad esencial de la naturaleza humana y la posibilidad de entendimiento, no ya tan sólo entre los individuos singulares, sino también entre las diferentes culturas. El subjetivista, en rigor, no toma en serio el diálogo. El habla -el hecho de hablar- es innegable; es un fenómeno universal y basta ponerse a hablar para testificarlo. Y hablar significa al menos tres cosas: la existencia de un yo que comunica algo; la existencia de un tú que acoge lo comunicado y comprende su contenido, que confirma o replica; la existencia de un "ello", lo comunicado, un contenido de significación objetiva. Si lo entendido por uno y por otro fuera un contenido meramente subjetivo no habría posibilidad de entendimiento. Cuando dialogamos, convenimos, al menos, en la realidad (u objetividad) del objeto de nuestra locución. Podemos no estar de acuerdo en la naturaleza precisa del objeto, pero si hablamos, es porque estamos ciertos de que hay objeto o cosa, y de que ésta tiene una determinada naturaleza, sobre la que precisamente queremos aclarar o aclararnos. El diálogo y, todavía más, la discusión son una prueba clamorosa de que estarnos ciertos de que existe una verdad en el objeto, que al tiempo que nos trasciende y nos mide, resulta inteligible para ambos. De lo contrario, todo esfuerzo de convencer sería vano. En la postura intelectual que "consagra la subjetividad y la convierte en el canon supremo de cualquier certeza, ¿no pierde sentido hasta la noción misma de diálogo? ¿No es acaso la incomunicabilidad una de las consecuencias más palmarias de la cultura establecida por el principio de inmanencia? Perdida la función de lo real, cada entendimiento es un mundo cerrado sobre sí mismo, con total independencia de la coherencia formal de sus razonamientos" (35). En efecto, la incomunicabilidad, el solipsismo, es el resultado coherente del subjetivismo radical. Y no han faltado quienes como Wilhelm Schuppe († 1913) y Schubert Soldern († 1935)- han sostenido esta asombrosa tesis: "lo único real soy yo". A propósito, cuenta Chesterton -en su obra Santo Tomás de Aquino- el caso de uno que escribió en un periódico "para decir que él no aceptaba nada, excepto el solipsismo, añadiendo que se maravillaba de que esa filosofía no fuese más común. Ahora bien; el solipsismo significa sencillamente que un hombre cree en su propia existencia, pero no en otra cosa alguna. Y no se le ocurrió a este simple sofista que si su filosofía era verdadera no habría más filósofos que la profesasen". La experiencia, la vida misma se encarga de desmentir el solipsismo, como el escepticismo, el subjetivismo y tantos otros "ismos". Algunos, apoyándose en teorías lingüísticas del momento, afirman que ninguna proposición es capaz de expresar una verdad inmutable (por ejemplo, Hans Küng aplica la tesis para negar la infalibilidad de la Iglesia). Parten de una falsa teoría del conocimiento, según la cual, jamás podemos estar en condiciones de formar juicios definitivos e invariables. Es ésta una tesis endeblísima, que se apoya en razones como la siguiente: sobre el movimiento de la tierra respecto al sol, las opiniones y sentencias de los hombres han sufrido evidentes variaciones; por eso, ¿quién puede asegurar que nuestra opinión actual -la tierra es la que gira alrededor del sol- no es todavía impugnable?

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Ciertamente, la teoría de que la tierra gira alrededor del sol es más bien eso: una teoría, que se admite, sustituyendo a otras que se han dado, porque con ella los cálculos astronómicos se hacen más sencillos dentro de una teoría coherente. Esta es la razón práctica de más peso para admitir tal teoría. Pero no se puede excluir el que llegue a formularse otra, o que se formule de otra manera, si ello llega a tener ventajas. La ciencia positiva no tiene inconveniente en sustituir unas hipótesis de trabajo por otras, cuando se trata de objetos todavía poco conocidos, con fines prácticos. Este modo de operar es impuesto por la complejidad de ciertos objetos y la limitación del conocimiento humano. Ahora bien, sería irrisorio negar por ello la existencia de juicios ciertos, definitivos e invariables, de valor universal. Vayan algunos ejemplos entre mil: el todo es mayor que la parte; los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional a sus masas, y tanto mayor cuanto menor es la distancia a que están; el agua químicamente pura es incolora; Juan XXIII murió en 1965 ; robar es injusto; y todos los juicios que son expresión de evidencias inmediatas de la realidad, y todos aquellos a los que se puede llegar a partir de éstos por razonamientos correctos y completos. Por lo demás, ya hemos observado que la experiencia del error no demuestra que nuestro entendimiento no alcance la verdad de las cosas, sino justamente lo contrario. Si rectificamos es porque nos lo imponen las cosas mismas, y no cabe duda que desde el comienzo de la historia humana, los hombres han dado con verdades fundamentales y las han expresado de un modo inteligible para gentes de cualquier otra época o cultura. Es al menos una superficialidad pensar que la verdad está en función de la cultura de un lugar o de una época. Si así fuera no habría posibilidad de comunicación entre unas y otras. Sin embargo, lo primero que hace el hombre cuando pisa un lugar exótico o descubre restos, signos u objetos de una cultura hasta entonces desconocida, es tratar de desentrañar su significado. La tarea puede ser más o menos ardua, pero al final siempre tiene, básicamente, éxito. El modo de pensar de Platón, por ejemplo, que vivió hace veinticinco siglos, es idéntico al del hombre de nuestro tiempo. Sabemos lo que quería decir. Encontramos en sus escritos algunos pasajes oscuros de difícil interpretación -no más de los que se suele encontrar en ciertos autores de nuestra época-. Somos capaces de formarnos una idea suficientemente clara de su pensamiento, que se regía por las mismas leyes que el de los hombres de todos los tiempos. Se equivocó en muchas cosas, pero dijo también muchas verdades, que hoy no podemos impugnar. Los primeros principios que la razón descubre siempre y en todas partes, condicionan el despliegue del pensamiento, pero no en el sentido de que lo limiten, sino que lo hacen posible. Primeros principios que derivan del ente real, cuya estructura metafísica es invariable. INCOMPATIBILIDAD DEL SUBJETIVISMO CON LA CIENCIA Por lo demás, si todo conocimiento fuera de valor meramente subjetivo -válido tan sólo para un sujeto o determinado grupo de ellos- habría que descalificar toda ciencia, ya que no existe ninguna que no pretenda hablar de lo que las cosas son en sí mismas y que no busque conocimientos válidos universalmente. El científico pretende hallar leyes reconocibles no sólo por él mismo, sino por todos. Incluso la psicología, que sostiene que

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la conciencia entraña sólo unos modos subjetivos, cree expresar con ello algo distinto de un modo subjetivo de la propia conciencia: habla de lo que ocurre en la conciencia en general como algo verdadero en sí, que desea ver admitido como tal por todo el mundo. Se coloca, por tanto, en el punto de vista de lo absoluto en el mismo momento en el que pretende excluirnos. INCOMPATIBILIDAD DEL SUBJETIVISMO SISTEMÁTICO CON UN ORDEN SOCIAL En la práctica, las tesis del subjetivismo llevarían al caos social. No habría modo de fundamentar unos derechos que protegieran a las personas del capricho ajeno. Para evitar el caos que se derivaría -y que se está derivando, porque el subjetivismo está, quizá como nunca, haciendo estragos- se propone el reconocimiento, por parte de todos los hombres, del siguiente principio: Que cada uno se quede con "su" verdad (puesto que se concede que es humano creer que se posee la última verdad), pero al mismo tiempo se debe tener conciencia de que también el otro tiene su verdad, que acaso sea la verdad auténtica. Así se mantendría la tolerancia universal, y podríamos vivir todos en paz; se respetaría la libertad, porque nadie pretendería poseer la verdad absoluta. Lessing proponía como ejemplo de la actitud que todos deberíamos adoptar la conocida fábula de Nathan, el sabio. Nathan tenía una sortija de alto precio y quería regalarla a sus hijos, que eran tres. Hace dos copias y les da a cada uno un ejemplar. Ellos discuten para llevarse la auténtica, pero no logran averiguar cuál es. Acuden al juez, que tampoco es capaz de distinguirla ni de dirimir la cuestión. No les queda más remedio que resignarse. Cada uno hará "como si" tuviera la auténtica. Según Lessing, tampoco nosotros podemos saber quién tiene la verdad. Si somos tolerantes y amamos al prójimo, experimentaremos la dicha personal y la social de la convivencia. Esto es muy hermoso, pero es contrario: 1° a la vida (36); 2° a 1a tolerancia universal. En efecto, si no existe ninguna verdad reconocible por todos como trascendente a toda contingencia, queda eliminada ipso facto la primera apelación a la tolerancia. Si insistimos en que todos estamos igualmente lejos de la verdad (o igualmente cerca, que para el caso es lo mismo) y hacemos "como si...", puede aparecer alguno que diga: homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre; que la raza es el valor más alto, etcétera. ¿Cómo es posible la tolerancia, cuando reconozco que tu verdad -el racismo, por ejemplo- es tan "seguramente" verdad, como mi idea de la igualdad radical de todos los hombres? Esta es la tragedia y la inconsecuencia del principio de tolerancia tal como fue fundamentada por la Ilustración. No cabe justicia sin unos principios verdaderos válidos para todos y para siempre, sin unos hechos que son verdad. Es evidente que para que las leyes sean justas, han de ser leyes verdaderas: expresión de un auténtico deber ser. Pero, ¿qué puede exigir un deber ser si no es el ser real de las cosas? Si se sostiene que no hay modo de conocer qué son las cosas y en qué consiste la naturaleza humana; si no conocemos la verdad (de las cosas) y al mismo tiempo es ineludible dictar leyes, ¿en nombre de quién pueden dictarse? La pregunta no es quién eso poco importa ahora-, sino en nombre de quién o de qué. El subjetivismo no puede dar

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respuesta a estas cuestiones y se muestra así incapaz de aportar algo positivo a un orden social en el que se respete la subjetividad -la conciencia- de todos los ciudadanos. El subjetivismo, al pretender que cada uno no puede hacer más que tener "su" verdad -no "la" verdad-, está pretendiendo que cada uno tenga su norma, su ley. Pero esto, en la práctica, es el caos. Tampoco la mayoría de votos resuelve el problema de la verdad o bondad de las leyes si no hay un criterio objetivo. ¿Puede pensarse seriamente que lo verdadero y lo bueno es el resultado de la suma de las opiniones de unos individuos ineptos para conocer por su cuenta lo que es verdadero y lo que es bueno? ¿Qué garantiza que la mayoría siempre tenga razón? Las leyes de tal origen, ¿no habrían de entenderse, además, como una forma de violencia sobre los que no estuvieran de acuerdo, aunque fueran minoría? ¿En nombre de quién una mayoría puede imponerse a una minoría? Sólo, acaso, en nombre de la naturaleza de las cosas, es decir de la verdad que trasciende las impresiones subjetivas, que está por encima de la voluntad de los hombres, aun de los que constituyen mayoría: en último análisis, en nombre de Dios, creador de la naturaleza y de sus leyes. Pero todo esto escapa al subjetivismo de cualquier signo, a toda filosofía basada en el principio de inmanencia, que, por lo mismo, se muestra incapaz de fundar un orden social en el que imperen la justicia, la verdad, la libertad, el bien. El inmanentismo sólo puede fundar tiranías: de uno, de unos pocos o de muchos. La mayoría de votos es útil, seguramente, para resolver determinados problemas que admiten diversas soluciones: no para decidir sobre la verdad y el bien. La verdad está en las cosas, y en el entendimiento siempre que se adecue a la verdad de las cosas. Y las cosas -también el hombre- son lo que son, con independencia de apetitos o deseos humanos. Afortunadamente, cuando se ama la verdad no es difícil hallarla, al menos en sus aspectos más fundamentales. Como dice Millán Fuelles, "el subjetivismo sólo es viable mientras no se percibe su latente y fundamental contrasentido: el de construir una teoría que se opone precisamente a las condiciones generales, tanto objetivas como subjetivas, de la posibilidad de cualquier teoría general" (37). Pues bien, la crítica del subjetivismo pone de manifiesto que hay algo cuya verdad no depende de los seres humanos que la piensan, ni de la forma según la cual llegan a pensarlo. Es decir, la verdad no es esencialmente relativa al sujeto; no depende de él, ni de sus funciones, ni de sus posibles modificaciones. El error del subjetivismo, por lo demás, no se explica únicamente por la capacidad humana de errar. En la práctica se manifiesta como "una cierta manera de hacer autosuficiente nuestro ser, aunque ello no se perciba por completo ni acontezca en virtud de una intención explícita y directa. Eritis sicut dii: he aquí lo que el subjetivismo nos promete" (38). Es una desviación de nuestra tendencia natural al Absoluto, consecuencia de la caída original. Es como un intento monstruoso de suplantar a Dios, la voluntad de decidir sobre lo verdadero y lo falso, sobre el bien y el mal. Con el agravante de que ni siquiera Dios decide en rigor el bien y el mal: porque es el Sumo Bien, sin mezcla de mal alguno, sólo puede obrar el bien, de manera que cuando crea un ser de naturaleza determinada, no puede disponer para él nada que no sea realmente bueno más allá de las apariencias. Dios decide crear o no crear, está en su poder todo lo posible, pero

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necesariamente hace bien todo lo que hace. Y Dios ha creado el entendimiento para la verdad, para conocer las cosas como son, de modo que, a partir de ellas, podamos remontarnos hasta El, y desde El volvamos a mirar las cosas con nueva luz, y las veamos todavía con mayor claridad, con mayor hondura. Sólo la libertad -que sí es un gran bien, inseparable de la espiritualidad del alma-, por no ser la libertad del Ser perfecto, puede impedir al hombre el acceso a las verdades fundamentales. En último análisis, todo error -en éstas- procede de una voluntad que se ha hecho mala a sí misma, por el mal uso de su libertad. OBJETIVIDAD DE LA VERDAD Las expresiones "verdad para mi", "verdad para ti", no tienen sentido más que en ciertas ocasiones del lenguaje impropio. Si la verdad es juicio conforme a la realidad, y la realidad es lo que mide el valor de verdad que un juicio tiene, entonces sucede que el juicio es verdadero si, en efecto, el juicio se ajusta a la realidad y falso si no se adecua a ella. Si el juicio del sujeto A es contradictorio con el del sujeto B, sucede que o ambos están en el error o yerra uno de ellos. También es posible que dos sujetos digan verdad acerca de una misma cosa, sin coincidir en el juicio, porque la ven bajo diversos ángulos o aspectos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando digo: este objeto es convexo; y otro, que mira por el lado opuesto, dice: es cóncavo. Ambos tenernos razón; ambos decimos verdad, y ambas verdades -por ser verdad- no son excluyentes, sino complementarias, la una de la otra. Esto pasa a menudo, y pone de relieve la necesidad de ver las cosas desde todos los ángulos asequibles, para formar de ellas más cabal concepto. Las verdades no se oponen entre sí, se complementan y son susceptibles de integrarse en una verdad más completa y expresiva de lo que las cosas sean. Pero nótese bien que no puede decirse del que ha dicho alguna verdad parcial que haya dicho una "verdad a medias" o una "media verdad", como si en ningún caso se hubiera obtenido conocimiento verdadero. Suponemos que cada juicio expresa lo que la cosa es bajo distintos aspectos. Por ello, cada juicio dice una verdad "entera", y valga la redundancia, porque decir de una verdad que es "entera" no es más que redundar en lo dicho con la palabra verdad, puesto que una verdad, si lo es, o es "enteramente" verdad o, por el contrario, no es verdad en modo alguno. La verdad no es divisible como la cantidad -no es cantidad-. En cambio, sí es susceptible de un conocimiento más o menos exhaustivo, más o menos total o más o menos parcial, según la complejidad del objeto conocido y la agudeza del entendimiento que lo contempla. Un conocimiento exhaustivo de las cosas sólo está en Dios, Creador de todas ellas. Nosotros hemos de conformarnos con un conocimiento imperfecto, limitado. Cuenta Tomás de Aquino, con su buen humor no siempre reconocido, que en cierta ocasión encerraron a un sabio para que averiguara la esencia de una mosca y al cabo de treinta años aún no había dado con la respuesta. Tampoco ésta es razón para desesperar. Podemos conocer muchas verdades de la mosca que -por serlo- no hará nunca falta revisar con el paso del tiempo, aunque los tiempos nos deparen descubrimientos espectaculares sobre la mosca. Las verdades que ahora tenemos sobre la mosca, si son verdad, son irreformables. Las nuevas verdades que podemos obtener no anularán -podemos estar bien seguros de ello- las verdades que ahora poseemos. En todo caso, las

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iluminarán. Cada verdad es como una nueva luz. Sin luz y mediante el tacto podemos tener una noción cuantitativa de un determinado objeto; si se enciende una luz descubrimos quizá sus colores maravillosos. La nueva luz no anula el conocimiento que teníamos del objeto: lo enriquece. EL RELATIVISMO Las consideraciones precedentes nos permiten adentrarnos con seguridad en el terreno de las teorías relativistas. Relativismo no es decir que aquel objeto es por un lado cóncavo y por el otro convexo. Esto es realismo. Relativismo sería afirmar que por el mismo lado, aquel objeto es simultáneamente cóncavo o convexo, según lo mire yo u otro individuo. Lo cual supone una teoría del conocimiento en la que se niegue la posibilidad y el hecho de conocer las cosas como son; supone el prejuicio de pensar que las cosas que a mí se me pueden presentar cóncavas, a otro se le pueden presentar convexas. Lo cual implica que las cosas no son de suyo veraces, sino engañosas, falsas. Quiere esto decir que nuestras facultades cognoscitivas no alcanzan las cosas en sí, sino en apariencias o fenómenos que serían algo distinto de las cosas mismas, es decir, que habría que reducir el objeto de conocimiento a meras modificaciones del sujeto que representarían no se sabe qué. Pero sobre este error ya hemos hablado páginas atrás. El relativismo es una de las formas más radicales de negar la verdad de las cosas y nuestra facultad de conocerla. Es una tentación fácil en la que, desde Protágoras, han ido cayendo muchos. Augusto Comte, por ejemplo, a los 19 años escribía: "todo es relativo, he aquí el único principio absoluto"; y también más tarde: "todo es relativo, sobre todo al tiempo". Es corno el gran principio del relativismo radical, que altera sustancialmente la noción de verdad. La verdad pasa a ser algo que deviene con el fluir del tiempo, también la "verdad de las cosas", puesto que se supone que todo cambia, que nada hay estable. Aquí han de caer forzosamente todos los materialismos. No es que se niegue siempre la existencia de la verdad, así formalmente; es que se concibe como cambiante la estructura misma de la realidad -como la de la razón- y, por ello, no podría dar lugar a conocimientos universales y necesarios sino que, por el contrario, todo conocimiento tendría una validez limitada en el espacio y en el tiempo. No caben -según esto- juicios universales y necesarios para todo entendimiento. El relativismo niega, pues, la inmutabilidad de la verdad y afirma su carácter mudable, en función -por lo general- del momento histórico-cultural en que se halla el sujeto cognoscente. El relativismo se deja deslumbrar por el fenómeno de la evolución de las culturas, que interpreta, con frecuencia, al modo de la posible evolución biológica, y pierde de vista todo lo permanente. No es doctrina nueva, ni del siglo pasado. Dice Santo Tomás que "los primeros filósofos que investigaron la naturaleza de las cosas pensaron que nada existía en el mundo sino los cuerpos. Y como veían que todos los cuerpos eran móviles y los creían en continuo fluir, opinaron que ninguna certeza podíamos tener acerca de la verdad de las cosas; pues lo que está en continuo fluir no puede ser aprehendido con certeza, ya que desaparece

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antes de que sea juzgado por la mente. Así, Heráclito, como refiere Aristóteles, decía que "no es posible tocar dos veces el agua de un río en movimiento" (39). El relativista contemporáneo sigue creyendo, como el viejo Heráclito, en el devenir absoluto: todo cambia, nada es (permanente). Aun -nos dirán- aquello que parece estable se halla en estado de cambio. Según el materialismo dialéctico, lo estable no es más que una abstracción. Heráclito decía que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque el segundo baño ya sería en un río distinto, no serían las mismas aguas. Pues bien, desde esa movilidad de las cosas, pretenden concluir que no cabe afirmar nada con validez intemporal, pues lo que ayer era, hoy ya no es, y lo que hoy es, no será mañana: todo cambia, todo fluye... No caen en la cuenta, los que se aferran al cómodo relativismo, que la abstracción injustificada es la operada tanto por Heráclito como por las versiones modernas de tan antiguo error: separan del todo una parte; se detienen a contemplar la parte -el árbol- y la parte les impide ver el todo -el bosque-. el fluir de las aguas les impide ver el río, que es mucho más que agua fluyente: el río es también cauce y orillas, que constituyen con el manantial un todo tan estable que, secularmente, el río ha sido el medio para fijar lo que a los hombres interesa tanto que esté fijo: las fronteras de las naciones, los lindes de las propiedades agrícolas. En rigor, hay que decir, más allá de la metáfora, que "todo movimiento supone algo inmóvil: cuando es la cualidad lo que se muda, permanece la sustancia inmóvil, y cuando lo es la forma sustancial, permanece invariable la materia. Aun en las realidades mudables existen relaciones inmutables. Así, aunque Sócrates no esté siempre sentado, mientras lo está, permanece en determinado lugar. Por eso nada impide que haya una ciencia inmutable de cosas mudables" (40). Tan necesario es admitir el sujeto permanente a través del cambio, como el cambio mismo efectuado en ese sujeto. Las dos cosas, la permanencia y la mudanza, vienen implicadas en el concepto de cambio. Cuando la permanencia falta, no se produce un cambio mayor -un "cambio más cambio"-, sino un fenómeno distinto: la sustitución, que no es cambio alguno: el sujeto primero sería eliminado aniquilado- y se habría puesto en su lugar otra que vendría a ser una nueva creación. Lo cual es inadmisible para el relativismo y menos si es materialista. El movimiento mismo puede ser, pues, objeto de ciencia, si es movimiento real en sujeto real permanente. Podemos estudiar las leyes de los movimientos y advertir que, para que el movimiento sea posible, se requiere un Primer Motor Inmóvil, el que llamarnos Dios, como prueba Tomás de Aquino en la primera de sus vías para demostrar la existencia de Dios (41). Aunque todo lo conocido empíricamente se mudara sin cesar y no halláramos nada estable en el mundo de nuestras percepciones, habríamos de afirmar al menos tres cosas: l° la existencia del movimiento; 2° la existencia del Ser inmutable; 3° la existencia de la Verdad absoluta. El devenir, cualquiera que sea su amplitud real, no puede ponerse como fundamento del relativismo : por el contrario, el conocimiento del devenir nos conduce al conocimiento de la verdad del devenir y al conocimiento del Ser inmutable, Verdad suprema, plenitud de Ser, Acto puro. Si se comienza siendo metafísico, es decir, pronunciándose sobre lo que es la realidad -como hace el relativismo, aunque se

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proclame antimetafísico : la realidad es devenir, afirma-, no hay más remedio que acabar, en consecuencia, negando el relativismo : reconocer la verdad absoluta. LA FAMOSA TESIS DE "LA EVOLUCIÓN DE LA VERDAD" La tesis de "la evolución de la verdad", que tanto alentó Hegel, sólo es concebible alterando sustancialmente la noción de verdad, tal como aquí la estamos contemplando. ¿Qué sentido puede tener la afirmación de que la verdad evoluciona? Sólo puede pretender tal aserto que el objeto de referencia de mi juicio evolucione sin cesar. Seguirnos, en el fondo, con el caso de Heráclito y vale lo que hemos dicho anteriormente. Pero además, cabe añadir que bastaría que, por un solo instante, un objeto ocupara el campo de mi conocimiento para poder formular juicios valederos universalmente. Si yo digo "este papel existe" y si en aquel "ahora" en que hablé, aquel papel existía, siempre será verdad que entonces existía el papel. Podemos decir que es una verdad universalmente válida, aunque no sea universalmente conocida. Si la verdad es concordancia de un juicio con lo real existente, basta que un juicio actual concuerde con la correspondiente realidad actual, para que sea siempre verdadero y goce de cierto valor absoluto. Por muy cambiante que sea una realidad -por mucho que pueda "evolucionar", si es que puede- nunca lo es tanto que no permita hacer sobre ella juicios de valor universal. Tomás de Aquino así lo explicaba: "Que Sócrates esté sentado no es un hecho necesario; pero que esté sentado mientras lo está, eso sí es necesario. Y esto puede ser tomado como verdad cierta" (42). No será seguramente una verdad conocida por todos, pero de algún modo es una verdad para todos, por cuanto todos podrían conocerla si estuvieran ante Sócrates en el momento que está o estuvo sentado. Y para mostrar la posibilidad de la ciencia, incluida la metafísica, que exige juicios universales y necesarios, dice que "los seres contingentes pueden ser considerados de dos maneras: Una, en cuanto contingentes; otra, en cuanto que en ellos se encuentra cierta necesidad, pues nada hay tan contingente que no tenga en sí alguna necesidad. Por ejemplo, el hecho de que Sócrates corra es en sí mismo contingente ; pero la relación de la carrera al movimiento es necesaria, pues, si Sócrates corre, es necesario que se mueva" (43). Las cosas contingentes -aquellas que pueden ser o no ser- no admiten ciencia, puesto que la ciencia exige juicios universales y necesarios, mientras que los hechos contingentes, en cuanto tales, son particulares y contingentes. Pero esas cosas en cuanto que son, sí admiten -y fundan- ciencia, pues en ellas se encierra cierta necesidad, la necesidad de ser -mientras son- tal como son; y mientras de tal modo son, mantienen relaciones necesarias con muchas otras cosas. Y como el intelecto goza de capacidad abstractiva para entender las formas universales de las cosas, es posible la ciencia, incluso acerca de cosas contingentes. Y así dice Santo Tomás: "si se consideran las razones universales de las cosas que pueden ser objeto de ciencia, todas las ciencias tienen como objeto lo necesario. Pero, si se consideran las cosas en sí mismas, unas ciencias tienen por objeto lo necesario, y otras, lo contingente" (44). En definitiva: en la medida en que las cosas son, y son conocidas tal como son, podemos formar sobre ellas juicios verdaderos, universales y necesarios, valederos, por

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consiguiente, para cualquier entendimiento de cualquier tiempo o lugar. La contingencia, el cambio, la evolución, la temporalidad, no son obstáculo para la ciencia, y mucho menos para la ciencia metafísica, que indaga las cosas precisamente en cuanto que son. Pero también le cabe a la hipótesis evolucionista la pretensión de que no sólo cambie la naturaleza de las cosas -objetos de conocimiento- de un modo incesante (aunque fuera así, ya hemos viso que cabría no obstante formular juicios con valor absoluto), sino que cambie también la inteligencia, la misma facultad intelectual, de modo que, con el cambio o evolución, necesariamente resultara un conocimiento distinto de la misma cosa en las diversas etapas del cambio. Esta es una tesis característica del historicismo. Ante todo hay que decir que la hipótesis historicista es del todo gratuita; carece de fundamento experimental, científico, filosófico y mucho menos teológico. No se conforme con los hechos conocidos negar que los humanos tengan una naturaleza común, con inteligencia esencialmente igual. La diversidad de personalidades y culturas humanas son posibles -y posibles de ser así clasificadas- por esa común naturaleza que constituye a cada hombre como animal racional. El hombre "se hace", de acuerdo. Pero no se hace cualquier cosa. Se hace desde una realidad dada, a partir de unas facultades dadas también con la naturaleza humana, que superan las del simple animal. El hombre es libre, pero su libertad tiene limites: límites no bien conocidos, ciertamente, pero es bien sabido que los límites existen, impuestos por diversos elementos, como su corporalidad, por ejemplo. Puede dominar su corporalidad, hasta cierto punto, porque es libre; pero no puede despojarse de su corporalidad, porque sólo es libre hasta cierto punto. Su libertad no es ni la espontaneidad del animal ni la absoluta libertad divina. El hombre es un compuesto de espíritu y materia. Y esto define una naturaleza: un principio fijo de comportamiento, que no es lo mismo -en el decir de Millán Puelles- que un principio de comportamiento fijo. Naturaleza y libertad, en el hombre, no se contradicen. A1 contrario, la libertad se asienta en una naturaleza, en un ser bien definido, inteligente, capaz de descubrir más de un camino para alcanzar los fines, más allá de sus "instintos animales". Esto supone ver más allá de lo que aparece, más allá de la imagen sensible que solicita las apetencias de un momento, y poder resistirse a ella, en busca o espera de algo que se sabe que es mejor, más bueno, más verdadero. Todo esto quiere decir que el hombre conoce, desde que actúa su inteligencia, al ente en cuanto ente; que tiene la noción de ente; que está abierto a todo ente; que no está determinado por éste o aquél, sino por el bien universal, irrestricto. Y desde el momento en que se conoce el ente en cuanto ente, se conoce lo verdadero y se es capaz de conocimiento metafísico. Este conocimiento lo tiene ya el niño cuando despierta al uso de razón. Y lo tuvieron los primeros humanos, por muy rudimentaria que pudiera ser su inteligencia. Los primeros humanos, muy elementalmente quizá, conocieron las cosas como son. Nosotros quizá sabemos más cosas. Pero en un diálogo con ellos, si fuera posible, llegaríamos a entendernos con buena voluntad. Nosotros podríamos enseñarles muchas cosas, pero seguramente ellos tendrían también algo que decirnos. En el transcurso de los siglos, el saber humano no ha cesado de precisarse, profundizarse, prolongarse. Pero la orientación ha sido siempre la misma; los caminos recorridos en el

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pasado no cambian. El sabio crea útiles nuevos para cumplir una tarea antigua. La inteligencia permanece fiel a sí misma a través de sus diversos itinerarios: afirmaciones del sentido común, teorías científicas o sistemas filosóficos. La obra de Meyerson, De l"explication dans les sciences, concluye con un capítulo titulado "La unidad de la razón humana", cuyas últimas palabras son un resumen de la vasta tarea del autor: "Todo nos permite creer en la unidad esencial de nuestra razón; más aún, todo nos ordena a afirmarla... Cede incesantemente, pero es para orientarse de nuevo inmediatamente, formulando sus exigencias, siempre las mismas, a las que nunca renuncia y a las que no ha renunciado en el pasado... La razón humana es verdaderamente una: todo el mundo, siempre y en toda circunstancia, ha razonado y razona según un modo esencialmente invariable" (45). "¿Qué hubiera sido -se pregunta Lakebrink-, por ejemplo, de la historia de la humanidad, a pesar de toda la libertad de nuestra autodecisión, si la atemporal forma específica de la humanitas no conservara la unidad y la continuidad de la historia? Sólo porque la esencia intemporal del hombre permanece inalterada dentro de la singularidad y la contingencia de la existencia histórica, somos capaces de leer hoy en el ayer y, al revés, lo pasado en el presente. Por eso la historia es siempre más que el ensamblaje atomizado de autodecisiones instantáneas, y seguramente es más que la simple nueva chispa del acontecimiento (HEIDEGGER), que de una manera misteriosa une al hombre y al ser en su unidad esencial" (46). Pero al margen de las conclusiones obtenidas por inducción o por observación de los fenómenos humanos, cabe una consideración metafísica del espíritu humano. La metafísica, en efecto, descubre con claridad la espiritualidad del alma humana, al comprobar que sus operaciones específicas -conocimiento intelectual, abierto a toda la realidad, incluida la espiritual, y volición libre, capaz de extenderse a todo bien, incluso al bien no corpóreo- son espirituales. El alma humana es a la vez alma y espíritu; alma, en cuanto anima y vivifica a un cuerpo; espíritu en cuanto lo trasciende y puede existir y obrar separada de él. El alma humana puede obrar con independencia del cuerpo. El entender y el querer son las operaciones que permanecen al corromperse el cuerpo humano(47). La independencia en el obrar del alma respecto al cuerpo es comprensible desde el momento en que se ve que el alma tampoco depende del cuerpo en cuanto al ser (48). Sin embargo, "como el entender del alma humana precisa de potencias que obran mediante órganos corpóreos, es decir, de la imaginación y del sentido, por esto mismo se comprende que naturalmente se une al cuerpo para completar la especie humana" (49). Ahora bien, el alma humana se une al cuerpo de la única manera en que puede hacerlo, sin dejar de ser lo que es por naturaleza, por creación de Dios: espíritu. Y un ser espiritual no está compuesto de partes, como la sustancia corpórea; no tiene cantidad, sólo composición de esencia y acto de ser. Por ello no puede mudar sustancialmente. Cierto que, al ser una sustancia incompleta que se compone con el cuerpo, está sujeta a ciertos cambios accidentales. Se inserta en el cuerpo, vive en el tiempo, conoce, razona, desea, quiere, ama... (50) ; y así puede ir perfeccionándose, pero nunca alterar su esencia, que, como tal, es inmutable. Un cambio sustancial supondría su aniquilación y una nueva creación. Ya no sería cambio, sino sustitución, sin razón de ser. El espíritu no evoluciona. La mente humana, facultad espiritual, tampoco puede hacerlo (51). Le cabe, sí, una

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operación más o menos perfecta, en la medida en que depende en su operación actual de los órganos corporales. Pero esto nos permite ya plantear la cuestión de un modo más oportuno. El planteamiento correcto del tema, una vez sabido que el espíritu no puede evolucionar, en sentido estricto, se encuentra en la cuestión 85, artículo 7, de la 1ª parte de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Allí se pregunta "si uno puede entender la misma cosa mejor que otro". En ella se contienen unas palabras de San Agustín que resuelven de pasada el tema de la historicidad de la verdad por el lado del entendimiento. Dice así: "el que conoce una cosa de modo distinto a como es, no la conoce". Es obvio: Si nuestros antepasados conocieron las cosas como no son, no las conocieron de ninguna manera; no conocieron, en modo alguno. La afirmación resultaría muy grave, puesto que equivaldría a negarles la condición humana. Sólo hay dos alternativas: o concedemos a todos los hombres la aptitud de conocer las cosas como son -que es lo sensato-, o negamos a todos tal aptitud; lo cual sería pura y simplemente insostenible escepticismo. Es forzoso reconocer que todos los hombres, en el ejercicio de su capacidad intelectual alcanzan -aunque sea con errores accidentales- la verdad de las cosas. No tenemos derecho a mirar a nuestros antepasados por encima del hombro y pensar que sólo entendemos nosotros, y que sólo nosotros somos los inteligentes. Ellos conocieron verdades y cayeron en errores, corno nosotras. Y puede suceder que ciertas verdades por ellos conocidas no las hayamos captado, por diversísimas razones: prejuicios de época, superficialidad, o por los condicionamientos que impone una conducta de espaldas al verdadero bien. Cabe pensar, no obstante, que con el paso del tiempo, lo mudable en el hombre -la corporalidad- haya mejorado sus cualidades, se haya desarrollado más y mejor. No hay inconveniente en admitir esta hipótesis, aunque no debemos perder de vista que Platón demostró tener una inteligencia más poderosa que la de ranchos de nosotros, la mayoría. No obstante cabe la posibilidad de un mejoramiento de las disposiciones corporales, de tal modo que permitan una mayor capacidad cognoscitiva, intelectual. "Y en este sentido puede uno entender la misma cosa mejor que otro, por cuanto es superior su vigor intelectual; como en la visión corporal ve mejor el objeto aquel que posee una facultad más perfecta, con mejor capacidad visiva" (52). Ahora bien, si cuando decirnos que alguien conoce una cosa más que otro, queremos decir con el "más" que el segundo no conoce las cosas como son, caemos en una confusión, "porque, si la entendiese distinta a como es, o entendiese que es mejor o peor, se engañaría y no lo entendería, como arguye San Agustín" (53). "Quien entiende, en aquello que entiende, no puede errar"(54). En resumen, suponiendo que el hombre evolucionara todo lo que le es posible, nunca llegaría -como quería Nietzsche- a ser un hombre enteramente distinto (ya no sería hombre); no conocería las cosas de un modo radicalmente diverso a como las vemos nosotros; las conocerla de modo más perfecto: vería "más" en las cosas, pero ese "más" no anularía nuestros conocimientos verdaderos, sino que los confirmaría con una nueva luz. Y puesto que la verdad y el bien coinciden en las cosas, podría conocer mejor el bien; pero las cosas buenas seguirían siendo buenas, y las malas, malas.

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Es hora ya de quebrar el mito historicista. Cualquiera que fuera el momento en que el primer hombre apareció en el mundo, ese hombre era esencialmente igual a nosotros. Quizá su capacidad intelectual era muy rudimentaria, pero por rudimentaria que fuese, su entendimiento era apto para el conocimiento metafísico de la realidad. Donde hay entendimiento hay aptitud y ordenación a la verdad, y el conocimiento de la verdad más insignificante implica ya el conocimiento de la Verdad primera, luz poderosa para entender en profundidad las cosas que forman el entorno de la persona y su ordenación al último fin. Lejos de lo que supone el historicismo, la verdad no está sujeta a condiciones históricas, aunque lo esté el conocimiento humano de la verdad. Es cierto que en una determinada época, pueden resaltar más algunas verdades; pueden resultar más inteligibles determinados aspectos, mientras que otros quedan como ocultos, inéditos. En ello juega un papel decisivo la afectividad. Hay verdades que resultan simpáticas, agradables en cierto momento, y se estudian más y se hacen más patentes. En cambio, otras, que son igualmente verdad, contrarían actitudes, hábitos arraigados, y no se está fácilmente dispuesto a reconocerlas. Así pueden ser olvidadas e incluso suplantadas por errores. Pero lo que una vez fue verdad no puede quedar anulado por una nueva verdad; no puede pasar a ser un error. Sólo el error es del todo subjetivo y se halla históricamente condicionado y a merced de la mudanza de las situaciones. No hay pues "historicidad de la verdad"; lo que es propiamente histórico es el conocimiento de la verdad, tanto por parte del hombre como del conjunto de la humanidad. El hombre no nace sabio, ha de ir por pasos en el conocimiento de la verdad. Por lo demás, el hombre vive en sociedad, y casi sin pretenderlo va trasvasando sus descubrimientos a un depósito común que permite avanzar al conjunto de la humanidad hacia niveles más altos de sabiduría, sin necesidad de que cada uno haya de comenzar desde cero, en la búsqueda tanto de las verdades últimas como de las que constituyen el objeto de las ciencias particulares. Si cada hombre, o cada generación, hubiera de comenzar desde cero, seguiríamos aún en los tiempos de Adán y Eva. Sin embargo, lo que acabamos de ver -esa necesidad del transcurso del tiempo para alcanzar cada vez síntesis más altas desde las cuales puedan contemplarse con mayor lucidez las verdades particulares, no supone que el conocimiento parcial de las cosas o de las relaciones que las vinculan entre sí no sea propiamente verdadero. No debemos esperar al fin de los tiempos para dar con certeza un asentimiento. El juicio adecuado a una parte mínima de un ente ínfimo en un instante fugaz es ya un juicio verdadero con valor supratemporal, pues siempre podrá decirse que aquella cosa, bajo ese aspecto determinado, es o fue así. Además, los juicios verdaderos sobre las cosas que no dejarán de ser nunca podrán sostenerse siempre bajo la forma presente; lo cual sucede con todos nuestros conocimientos verdaderos acerca de Dios, y de las naturalezas humana y angélicas, que poseen una naturaleza o sustancia inalterable. Verdad no es sólo -como pretendía Hegel- la verdad total. J.-P. Sartre, fiel a Hegel, afirma también la estricta identidad entre Verdad e Historia: habría una sola verdad, un

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único sentido de la historia y no "verdades", "historias". La verdad única y total "se haría" en la historia y estaría pasando ahora por el marxismo -que sería la "verdad" de hoy-, en esta fase de la evolución del ser, que, para Sartre, coincide con la del conocer (ratio) y que constituye el proceso que llama "Razón Dialéctica". Sartre reduce todo a devenir, corno el viejo Heráclito, como Hegel, como la "izquierda hegeliana" del materialismo dialéctico. Sartre magnifica la historia como tal y todo lo disuelve en ella; la sustancia singular se esfuma: es natural que esta concepción desemboque en el nihilismo más completo. Sartre adapta el marxismo por esta razón: la verdad, que es cambiante, la tiene siempre el grupo que domina, mientras domina, hasta que llega otro, con "otra verdad" superadora de la anterior (55). Esta tesis, del más radical relativismo historicista, permite asumir todas las doctrinas y justificar todos los crímenes habidos en la historia; aceptar a la vez lo que realistamente se llama verdad y lo que se llama error, el bien y el mal, el ser y el no-ser. En estas circunstancias sería mejor no hablar de verdad o de bien, de error o maldad, porque todo se confunde con "la Historia". Pero aun fuera de ese absurdo contexto sartreano marxista, tampoco puede restringirse el concepto de verdad a la verdad total, que no tendría lugar más que en Dios, único Ser que conoce exhaustivamente a Sí mismo y a todo lo demás, en una visión única y eterna. Ciertamente Dios es la Verdad. Pero también hay verdad en las cosas creadas por Dios, pues son, y son "tal como son", inteligibles, capaces de causar una verdadera aprehensión de ellas mismas. Los entendimientos creados participan también del ser hasta el punto de la espiritualidad, y pueden hacerse, en alguna medida, con la verdad de las cosas. No sólo hay Verdad, hay también verdades. No sólo hay Entendimiento, también hay entendimientos. El hecho de que mi concepto de "mesa", por ejemplo, no abarque todo lo que esta mesa es, no quiere decir que mi concepto sea falso, porque todo lo que contiene mi concepto de mesa, corresponde a lo que hay en "esta" mesa. Nunca un concepto humano puede representar todo lo que realmente contiene la cosa. El concepto es siempre "universal", predicable de una pluralidad de individuos. Las condiciones individuantes de las cosas no escapan a la intuición, pero sí al concepto. Esto quiere decir, sencillamente, que el conocimiento humano no es divino, es limitado. Una cosa es la adecuación imperfecta del conocimiento con la realidad y otra distinta la falibilidad; lo primero es consecuencia de la limitación; lo segundo, del error. Relativismo e historicismo tienden a confundir el conocimiento imperfecto con el conocimiento falso, o con el conocimiento sólo verdadero para el sujeto cognoscente. Pero como escribió Bergson : "una cosa es un conocimiento relativo y otra muy distinta un conocimiento limitado. El primero altera la naturaleza de su objeto; el segundo lo deja intacto, se limita a captar únicamente una parte. Creo que nuestro conocimiento de lo real es limitado, reas no relativo: incluso el limite podrá retroceder indefinidamente" (56). No debe confundirse progreso en el conocimiento de la realidad y evolución de la verdad. El progreso no anula, ilumina las verdades anteriormente conocidas; la pretendida evolución las destruiría.

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EL PERSPECTIVISMO Desde luego, hemos de tener en cuenta que la realidad es "polifacética", y que no poderlos abarcarla de un solo golpe de vista. Esto ha sido mal asumido por otra teoría del conocimiento, en el fondo escéptica, pero presentada al modo del relativismo histórico: la perspectivista, sustentada extremosamente por Nietzsche: "Hay una multiplicidad de ojos -dice en una de sus obras-... y por ello una multiplicidad de verdades, y por ello no hay verdad ninguna". Nietzsche sustituía la teoría del conocimiento por una "teoría perspectivista de los afectos". Llega a decir que las verdades "objetivas" son meras convenciones: "un ejército en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos ; en otras palabras, una suma de relaciones humanas". Dice Nietzsche que sólo por olvido puede el hombre llegar a imaginarse que posee una verdad en sentido objetivo, verdad que sería tan sólo "el planto que encubre instintos e impulsos de naturaleza muy distinta". Hay que reconocer que el filósofo alemán lleva a las últimas consecuencias el relativismo, hasta alcanzar el fondo de radical escepticismo que entraña. Pues bien, el carácter "perspectivo" del conocimiento humano no conduce necesariamente al relativismo, a no ser que se entienda mal. Porque el hombre tiene también conocimiento de la perspectiva como tal. Prueba de ello es que la hacemos tema de nuestra reflexión. En consecuencia, la controlamos y la superamos. Vemos un hombre a lo lejos; su tamaño aparece corlo el de una hormiga; pero no se nos ocurre decir que su tamaño real es el de una hormiga; somos conscientes de que se trata de un efecto de la distancia sobre nuestra retina (57). Lo mismo pasa con objetos de otra índole: al saber que conocemos sucesivamente aspectos de la realidad (aspectos reales), sabemos que nuestros juicios son tan verdaderos como susceptibles de ser enriquecidos (no anulados) por otros que vayan surgiendo al compás de nuestras indagaciones. Es evidente que el conocimiento humano -sobre todo el conocimiento sensitivo- es "perspectivo" : ha de proceder con frecuencia a base de "inspecciones" múltiples, mediante las cuales va congo dando vueltas en torno a su objeto y captando sucesivamente "aspectos" de las cosas, penetrando así más hondamente en las esencias. "Circunspección", podríamos llamar a tal modo de proceder, que nos conduce al descubrimiento de la verdad esencial, objetiva (58). El "perspectivismo", en cambio, desespera de alcanzar la verdad por dos razones: lª subestimar el valor de las diversas "inspecciones" por las cuales obtenemos datos de las cosas, como el color, el sabor, la dimensión, etcétera, que ya ofrecen verdades de la cosa; incluso si un enunciado es verdadero sólo bajo cierto punto de vista, algo hay en él de pura y simplemente verdadero. 2ª No atender a la capacidad de la mente para integrar a partir de múltiples "inspecciones" un concepto verdadero y suficientemente completo de las cosas. Precisamente la posibilidad del "perspectivismo" supone la posibilidad -normalmente actuada- de caer en la cuenta del carácter perspectivo del conocimiento humano, con lo cual el hombre se torna "circunspecto". "Circunspección" es la actitud del sabio, que

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observa el objeto desde distintos ángulos, trascendiendo con ello toda perspectiva, obteniendo verdades cada vez más hondas. Por lo demás, el espíritu humano es capaz de situarse en las más diversas perspectivas. No está enteramente inmerso en su circunstancia ó situación original. De lo cual ofrece una buena muestra el ingenio de los grandes de la literatura universal, que han sabido situarse en la "perspectiva" de los más diversos personajes, en los que personas reales de tiempo y lugares muy distintos se han visto retratadas. Toda persona normal es capaz de trascender en suficiente medida su propia situación, para comprender la realidad tal como es. Y esto ocurre porque el espíritu -también el humano-, aunque vive en la historia, está al propio tiempo más allá de la historia. "El alma humana está situada en el confín de los cuerpos y de las sustancias incorpóreas, como en el horizonte que existe entre la eternidad y el tiempo" (59). El alma humana emerge sobre la materia (60) y conserva siempre una cierta trascendencia sobre las categorías de espacio y tiempo; se ha dicho que es como una eternidad incoada. Y se ha escrito certeramente que "en lo sumo del alma humana hay un punto espiritual misterioso: aquel donde se realiza el acto de pensar y querer, de juzgar y decidir, de afirmar y de amar, el acto por el cual el hombre se abre al ser. Allí el espíritu toma conciencia de sí, por estar misteriosamente presente en él, como centro inefable de emanación, más allá de lo objetivable y lo intencional, más allá del tiempo" (61).

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III. RAÍCES ÉTICAS DE LAS OPCIONES INTELECTUALES Se han analizado las actitudes filosóficas más radicales, negadoras de evidencias inmediatas, que chocan frontalmente con el sentido común y, pudiera decirse, contra la vida misma. Algunas de estas posiciones han sido adoptadas por hombres de notorio poder intelectual. Sin embargo, en sus formulaciones elementales, un niño podría refutarlas. ¿Cómo entender que se pueda llegar a afirmar, por ejemplo, que lo único que existe soy yo, o que las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo, etcétera? Es el momento de rastrear las raíces subjetivas extrarracionales que pueden originar tales errores. Si el entendimiento está por naturaleza ordenado y abierto a la verdad, sus errores fundamentales no pueden ser debidos sólo a la limitación del entendimiento. Es preciso averiguar qué elementos distorsionantes se hallan en el sujeto humano, capaces de cegar la mente y mover al hombre a abrazar errores de tanto calibre. Es ésta una tarea importante, pues un error no se elimina del todo hasta tanto no se comprenden las causas que lo han ocasionado. RELACIONES ENTRE ENTENDIMIENTO Y VOLUNTAD Sucede que las facultades del hombre no son compartimentos estancos; se hallan -sin confundirse- como una en la otra, debido a la (relativa) simplicidad del alma humana. No se olvide que es el hombre el que entiende por su entendimiento y quiere por la voluntad, el mismo, idéntico hombre. "A las potencias del alma, por lo mismo que son inmateriales, compete reflexionar sobre sí mismas; por ello, tanto el intelecto como la voluntad vuelven sobre sí, y cada una de estas potencias sobre la otra, y sobre la esencia del alma, y sobre las demás potencias. De tal manera que el intelecto se entiende a si mismo, entiende a la voluntad, a la esencia del alma y a todas las demás potencias. De modo semejante la voluntad quiere querer, y que el intelecto entienda, y quiere la esencia del alma, y lo mismo acerca de las demás cosas. Así, pues, al referirse una potencia a la otra, se compara con ella como si fuera propiedad suya. El intelecto, cuando entiende el querer de la voluntad, adquiere la razón de volente ; y la voluntad, cuando incide sobre las potencias del alma, lo hace en cuanto cosas a las cuales conviene el movimiento y la operación, e inclina a cada cual a su propia operación. Y as:, la voluntad no sólo mueve al modo de causa agente lo exterior, sino también las mismas potencias del alma" (62). De modo que la razón mueve a la voluntad mostrándole el objeto (que es su fin), pero la voluntad mueve a la razón imperando su acto (63). "Estas dos potencias, intelecto y voluntad, se implican mutuamente" (64) y en sus operaciones "hay una cierta similitud con el movimiento circular, en el cual el último movimiento viene a ser el primero (...). Así, aunque el intelecto sea simpliciter anterior a la voluntad, sin embargo, por la reflexión viene a ser posterior y de este modo la voluntad mueve al intelecto" (65). Ahora bien, no se trata de un movimiento circular sin origen identificable. Todo comienza con un acto del entendimiento, movido por su apetito natural de conocer, que le inclina al acto que le es propio (66). Pero una vez consumado ese primer acto del entendimiento, hace ya su aparición en escena la voluntad, cuya estimación será decisiva

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para las sucesivas operaciones del intelecto. El conocimiento pertenece única y exclusivamente al entendimiento (momento especificativo del acto de conocer, en cuanto conoce esto o aquello). Pero en el ejercicio de la operación concurre la voluntad consintiendo o imperando. Y esto por la misma naturaleza de las facultades. La voluntad no conoce la verdad (verum), pero la capta como conveniente o disconveniente al sujeto. En el primer caso, la voluntad se complacerá en el conocimiento, y podrá aplicar más perfectamente la potencia cognoscitiva a su objeto, intensificar el acto, mover a una meditación más profunda olvidando otras cosas (la meditación intensa de una cosa deja en olvido las otras) (67) ; presentar nuevos motivos que atraigan y concentren la atención e inhiban otras funciones divergentes o distractivas del objeto. Por eso "se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma, y despliega y multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles, o depravados, pueden extraviar el entendimiento más recto" (68). Así pues, la voluntad puede mover al entendimiento de modo que éste insista en el conocimiento de alguna verdad -para conocerla mejor y obtener nuevas verdades-, pero puede también lograr que el entendimiento desista del empeño, cuando le repugne alguna verdad, apartando la mente de su consideración, ocupándola en otras cosas que le alejen de las evidencias que le resulten odiosas, etcétera. Por eso dice Tomás que "entendemos porque queremos, imaginamos porque queremos, y usamos de todas las demás potencias y hábitos porque queremos" (69). Cabe preguntarse cómo estando la voluntad ordenada esencialmente al bien, y siendo la verdad un bien, puede rechazar u odiar alguna verdad. Sucede que lo verdadero, en general, universalmente considerado, es siempre un bien; pero en particular -esta o aquella verdad- puede presentarse como algo contrario o repugnante: "Conocer la verdad es en sí mismo amable; por lo cual dice Agustín que los hombres aman la verdad que les ilumina. Mas su conocimiento puede resultar incidentalmente odioso, por cuanto impide gozar de algo que se desea" (70) o "en cuanto es un estorbo para otras cosas que más ama" (71), "como sucedió a aquel del que dice el Salmo: no quiso entender para no obrar bien" (72). "Así, algunos no quieren conocer la verdadera fe para pecar sin trabas; a éstos se refiere la Escritura cuando dice: No queremos la ciencia de tus caminos", (73). "Así el hombre odia a veces una verdad porque quiere que no sea verdadero lo que lo es" (74). Cabe perfectamente un olvido voluntario, la no-consideración o des-consideración voluntaria de verdades conocidas. Tomás pone en esa voluntaria omisión la explicación del pecado de los ángeles: ellos sabían que su propio bien había de ser subordinado al bien superior (Dios); sin embargo eligieron incondicionalmente el suyo propio (75).

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Se va atisbando el primer requisito del conocimiento verdadero: una voluntad recta; esto es, rectamente, derechamente ordenada al bien en sí: es lo que llamamos rectitud de la voluntad. LA LIBERTAD EN LA NEGACIÓN DE LA VERDAD Es claro que todo acto humano que no venga determinado por la fuerza de la naturaleza cae bajo el libre imperio de la voluntad, es decir, que puede ser imperado o, por el contrario, impedido por ella. Por lo que afecta al conocimiento, tanto más fácilmente podrá ser impedido cuanto menos espontánea y más compleja sea la operación por la cual ha de alcanzarse la verdad. Y no -bien lo sabemos ya- porque la voluntad sea competente para decidir sobre la verdad de las cosas, sino sencillamente porque ha de intervenir y puede interferir en las operaciones de la mente que caen bajo su imperio: impidiendo el ejercicio de la facultad intelectiva o bien aplicándole a otro objeto que estime más conveniente para el sujeto. La negación de la verdad no suele comenzar con las evidencias inmediatas. Es demasiado obvio, por ejemplo, que las cosas que percibimos del mundo material, son; que la mesa que tengo delante, es, y que es cuadrada y no redonda, etcétera. Tampoco es posible negar de entrada los primeros principios del entendimiento especulativo: el ser es y el no ser no es; una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo; todo lo que llega a ser tiene una causa; etcétera; así como el primer juicio del entendimiento práctico: "hay que hacer el bien y evitar el mal". "A los primeros principios el entendimiento asiente por necesidad" (76) ; no hay un solo hombre, ni puede haberlo, que no haya percibido como evidentes, de modo primario e inmediato, tales principios, como elemental condición de todo subsiguiente conocer. En esto el conocimiento humano es infalible, no tiene posibilidad de errar (77). La posibilidad de yerro comienza con el discurso de la razón. (Lla necesidad de razonar deriva de la imperfección del entendimiento humano, que no intuye de un sólo golpe toda la verdad - Dios no razona, tampoco los ángeles - y ha de proceder por discurso. Pues bien, al razonar y volver sobre esas evidencias que no admiten demostración directa (precisamente porque constituyen la apoyatura básica de toda demostración), si prevalece en el sujeto el afán racionalista, puede querer una demostración, o lo que es lo mismo, puede rechazarlas -oponiéndose voluntariamente a la evidencia- ante la imposibilidad de la demostración. Es decir, cabe "la posibilidad libre de descalificar aquella aprehensión inmediata, directa y evidente, en cuanto no refleja, no científica, etcétera, declarando así aquellos principios válidos sólo en un orden vulgar o común, pero no en el filosófico, que empieza después y desde cero" (78). Esta es la consecuencia de exaltar la función menor del entendimiento -la razón (ratio)-, por encima de lo que es su función más alta -el intellectus-, mediante la cual, sin discurso, puede hacerse con la verdad que le es proporcionada e inmediatamente propuesta. Esto es el racionalismo, cuya consecuencia paradójica, es la negación de los primeros y más elementales principios de la razón, como el de no contradicción (una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto), que viene negado tanto en la pura dialéctica hegeliana, como en la versión del materialismo dialéctico (marxismo). Lo cual sucede también, de modo

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extraordinariamente pintoresco, en la obra de Mao Tse-tung, Acerca de la contradicción, en la cual se pretende demostrar que todo es todo y que cualquier cosa puede llegar a ser cualquier otra. Atinadamente se ha dicho que el racionalismo es el más irracional de los sistemas (J. Maritain). Cabe decir también que el racionalismo -otra paradoja- es, en rigor, un voluntarismo, puesto que sólo queriendo -por un acto libre de la voluntad- se puede llegar a la negación de evidencias tan palmarias. Lo cual constituye también una manifestación clamorosa de hasta qué punto la voluntad dirige toda la marcha del quehacer intelectual. Aparece, pues, con claridad un punto de singular importancia: el ejercicio de la facultad intelectiva, la ciencia -ya sea empírica, filosófica o teológica-, cae bajo la responsabilidad moral del hombre, pues está en manos de su libertad (79). Pero también la vida intelectual cotidiana de cada uno está sujeta a esa responsabilidad de no negarse a la verdad, a las evidencias, como tantas veces sugiere la tentación subjetivista. Un no a la verdad, aunque se trate de una verdad pequeña, es como cerrar una ventana a la luz del alma -la verdad es luz-; es una luz que se apaga y que impide ver otras verdades. Y poco a poco uno va amando la oscuridad en lugar de la luz. La ceguera mental no aparece de golpe, sino a fuerza de cerrar pequeñas ventanas, y luego las grandes. Y así, hasta que uno se desconecta enteramente de la realidad y -por fuerza- ha de crearse un mundo de ilusión y de ensueño que siempre tendrá un amargo y quizá trágico despertar. Son los que -dice el Apóstol- "caminan en la vanidad de sus pensamientos; los que tienen el entendimiento oscurecido por las tinieblas" (80). Es claro, pues, que la primera condición para el progreso en el conocimiento de la verdad es una voluntad recta, que esté derechamente ordenada al bien; al bien real, se entiende, a lo que es bueno en sí y, en consecuencia, al bien del entendimiento -que no es otro que la verdad-, el bien más alto de la criatura inteligente. Sólo con esa rectitud de voluntad somos capaces de sortear los riesgos de errar que abundan tanto en el presente estado de vida. Amar la verdad es la primera condición para conocerla en profundidad. La cosa no es fácil, desde luego; porque no es fácil mantener esa rectitud lineal, firme, entera. No es fácil porque es fácilmente alterable por las pasiones que gravitan sobre la voluntad, e indirectamente, sobre el entendimiento. No es que la voluntad no pueda alzarse sobre ellas y dominarlas en condiciones normales, pero las sufre y puede abandonarse libremente a su curso (8l). INFLUJO DE LAS PASIONES EN EL CONOCIMIENTO Que las pasiones influyen en nuestros juicios sobre las cosas, facilitando o entorpeciendo el conocimiento de la verdad, es hecho de experiencia frecuente. Todos sabemos -al menos si nos hemos acalorado alguna vez en medio de una conversación- que nuestras disposiciones subjetivas influyen en nuestros juicios. Pero no porque ellas nos incapaciten para conocer la verdad, sino sencillamente porque nos dejamos someter por ellas. El apasionamiento nos lleva a decir y a convencernos de cosas que no son tal como decimos, aunque prono advertimos nuestro error en muchas ocasiones. El amor o el odio

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nos mueven a juzgar injustamente a las personas; la apatía o la ira son a menudo causa de juicios que al poco rato nos parecen enteramente falsos. No se nos oculta que el ánimo sereno es la mejor disposición para juzgar de la verdad de las cosas. El sol sólo se refleja en puridad en las aguas tranquilas de la alta montaña. "Es evidente que las disposiciones del sujeto son inmutadas por las pasiones del apetito; así, bajo la influencia de una pasión juzga el hombre conveniente lo que le repugnaría fuera de esa pasión, como al airado le parece bueno lo que otro sosegado encuentra malo. Y de este modo, por parte del objeto, el apetito sensitivo mueve a la voluntad" (82). Comprendemos perfectamente lo que dice Tomás de Aquino: "Cuanto más libre está el alma de las pasiones, y purificada de afectos desordenados, tanto más asciende en la contemplación de la verdad, hasta poder saborear cuán suave es la Verdad de Dios" (83). El hecho de que nuestras pasiones distorsionen a veces nuestro conocimiento de la verdad tampoco nos desanima, ni mucho menos nos hunde en el escepticismo; una vez más el hecho de la rectificación nos manifiesta la capacidad y ordenación esencial de nuestra mente al conocimiento de la verdad. Caer en la cuenta de que somos capaces de ofuscarnos en momentos de turbación nos invita, eso sí, a estar alerta, a suspender los juicios, por ejemplo, cuando estamos airados, y a indagar aquellos hábitos, más peligrosos, por permanentes, que nos pueden cerrar el paso a lo verdadero. Si un momento de ira ofusca el entendimiento mientras dura la pasión, se comprende que un estado habitual de ira, nos ciegue también de modo habitual. El hábito es como una segunda naturaleza que construimos libremente sobre la propia original; que nos perfecciona las facultades, si es un hábito bueno, o las envilece, si se trata de un hábito malo. Es importante, pues, entretenernos a considerar aquellos hábitos malos (y los actos que los determinan) que pueden afectar más directamente a la voluntad, y, en consecuencia, al entendimiento. ACCIÓN CEGADORA DE LA SOBERBIA Dice Tomás de Aquino que omnis error ex superbia causatur (todo error tiene por causa la soberbia) (84). Quizá a primera vista puede parecernos una afirmación con demasiadas pretensiones; pero vayamos por partes. La soberbia es el "apetito desordenado de la propia excelencia" (85). "Se llaman soberbios aquellos que andan como por encima de sí mismos por el desordenado apetito de la propia excelencia; quieren estar por encima de todo, sin someterse a ninguna norma, y por ello omiten los preceptos" (86). El soberbio, en la medida en que lo es, siente repugnancia por todo aquello que supone subordinación y pone de manifiesto los propios límites. De ahí que tiende a rechazar -a eliminar, si puede- todo aquello que no es capaz de dominar. Dios es el máximo obstáculo del soberbio, por cuanto su infinitud y dominio absoluto pone de relieve la pequeñez de la criatura. "Dios resiste a los soberbios", dice la Escritura (87), aunque el sentido es bien claro: el soberbio resiste a Dios, no soporta su Ley, aunque ésta sea la única que puede conducir al hombre a la plenitud de sus posibilidades, a su perfección humana, y aun -por don puramente gratuito- a la perfección sobrenatural, a una íntima participación en la vida divina. El soberbio no quiere ser enseñado por Dios; quiere conocer las cosas todas por sí mismo, y así se cierra a la Revelación divina, que, en cambio, reciben con gozo los humildes, según la palabra de Cristo: "lo escondiste a los sabios y prudentes", esto es -

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comenta Santo Tomás-, a los soberbios que se juzgan a sí mismos sabios y prudentes; "y lo revelaste a los pequeños", es decir, a los humildes. Pero el soberbio tampoco quiere ser enseñado por los demás hombres; se juzga o pretende ser autosuficiente ; y así se cierra a tantas posibilidades de rectificar, y se empecina en sus errores (88). Pero ocurre algo todavía más ridículo: incluso la verdad de las cosas más patentes e inmediatas enerva al soberbio, porque la verdad está ahí, independiente de él, imponiendo sus exigencias intelectuales y morales. Las cosas "se imponen" ; son -podría decirse" duras" las cosas. .El triángulo es "duro", porque no se deja manipular por el pensamiento; no tolera que se le piense con cuatro lados o cinco ángulos. Las cosas son como son. Las leyes de la naturaleza son cognoscibles, utilizables por el hombre; se pueden "descubrir", pero no "inventar", ni "crear"; no hay modo de escapar a su vigor. Todo eso resulta odioso al soberbio. La soberbia impide directamente lo que Santo Tomás llama "conocimiento afectivo", esto es, el que procede del amor a la verdad, a la excelencia de esa verdad que yo no "creo", que no "pongo", sino que -afortunadamente, para el sensato- ha creado Dios. "Los soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de la excelencia de la verdad" (89). "Hay un problema ético en la raíz de nuestras dificultades filosóficas -dice Gilson-; los hombres somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor dificultad: para mí, el someterme a ella a pesar de no ser exclusivamente mía; para usted, el aceptarla aunque no sea exclusivamente suya" (90). En último análisis, la gran dificultad para aceptar una metafísica realista, que continúe sin solución de continuidad el conocimiento experimental que da lugar al sentido común, es la indebita magnificatio hominis, la injusta exaltación del hombre, que tiende a la creación de una verdad subjetiva -ilusoria-, que me sirva, que me permita disponer de mí y de las cosas a mi antojo. La opción racionalista, por ejemplo, con su afán de eliminar el misterio -sea natural o sobrenatural-, para racionalizarlo todo y aferrarlo en conceptos humanos, eliminando los datos de la experiencia inmediata, es una muestra clara del punto al que puede llegar la influencia de la voluntad en el entendimiento. El subjetivismo, que va enclaustrando al sujeto en sí mismo, cerrándole la posibilidad de contemplar la realidad -multiforme y maravillosa- de las cosas, declarando, vanamente, que lo más interesante del universo es la propia subjetividad y sus productos, no advierte la angostura (voluntaria) de su horizonte. Y, en fin, el materialismo dialéctico, negando los primeros principios de la razón especulativa o práctica: nada de esto se explica simplemente por el defecto del entendimiento humano -aunque sin ese defecto tampoco se explicaría-; hace falta recurrir a un elemento más, un elemento extraño a la inteligencia, que sólo puede hallarse en la libre voluntad, en el querer, contra toda evidencia, que las cosas sean tal como uno quiere. También la experiencia nos enseña que a fuerza de querer, nos convencemos de cosas que no son verdad. Hace falta, como dije, una vigilancia continua para mantener o volver a lograr, ante todo, la rectitud de la voluntad. No sea que -como Agustín en su juventud- hagamos "un dios" de nuestro propio error: et error meus erat Deus meus (mi error era mi Dios) (91).

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Ciertamente se puede errar, sin soberbia, por la deficiencia de nuestro entendimiento. Pero, en cualquier caso, cabe pensar en esa habitual raíz de nuestros errores, que nos lleva con demasiada frecuencia a juzgar más allá de nuestras posibilidades: lo que Sciacca denomina ultra cogitare ("pensar más allá..."), que define como "estupidez" (91 bis). Es el caso del ignorante que pretende saber sin estudio, sin esfuerzo, y declarar cómo son las cosas sin antes haberlas indagado. Es lamentable ver a menudo hombres competentes en determinadas materias -galardonados quizá con el premio Nobel- cómo se lanzan a pontificar sobre temas que desconocen por completo, con ausencia absoluta de rigor, con sorprendente frivolidad; ¡y no se puede atribuir a defecto de inteligencia!, sino a pura vanidad, afán de brillar, o de cohonestar una conducta insostenible por el buen sentido. La soberbia lleva a entrometerse en cosas inasequibles, y así el error se hace inevitable. Explica Tomás por qué se dice que la soberbia es la raíz del error: "primero, porque los soberbios se quieren alzar hasta lo que no son capaces de alcanzar, y así es necesario que se equivoquen y fracasen (...). En segundo lugar, porque no quieren someterse a la inteligencia de otros, sino que se apoyan en su sola prudencia, y así se niegan a obedecer..." (92). Lo más grave es que suelen negarse a obedecer a Dios, que es la fuente de toda verdad, y rechazar la Revelación que Dios ha querido hacernos, entre otras razones, también para remedio de nuestra soberbia. "Hay algunos que presumen tanto de su ingenio, que piensan que con su inteligencia alcanzan a medir la totalidad de lo divino, estimando que sólo es verdad lo que a ellos les parece y falso lo que juzgan serlo. Y a fin de que el ingenio de los hombres se librara de esta presunción, accediendo así a la búsqueda modesta pero real de la verdad, fue conveniente que se propusiera a los hombres algunas verdades divinas que excedieran totalmente a su inteligencia" (93). Los hombres sabios (y por sabios, humildes) han sabido comprender y agradecer siempre esa gran misericordia de Dios manifestada en la revelación de los misterios del mundo sobrenatural y de la intimidad divina. No lo han considerado humillación, sino don inapreciable, elevación del entendimiento humano, luz potentísima que les ha permitido comprender con mayor hondura las realidades humanas. Han aplicado todas las fuerzas de su razón para conocer siempre más y mejor la verdad revelada, y al mismo tiempo han evitado la tentación del ultra cogitare ; han sabido detenerse con todo respeto ante lo que a todas luces se halla más allá de la medida humana de comprensión; han cumplido el consejo del Apóstol: non plus separe, quam oportet separe, sed separe ad sobrietatem: et uniquique sicut Deus divisit mensuram fidei: no pretendáis saber más allá de lo que conviene saber, sino saber -sobriamente- lo razonable; cada uno según Dios le repartió la medida de la fe (94). Sucede que "cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina que el mismo Cristo ha hecho posible... sino intentando reducir la grandeza divina a los límites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las nociones del Espíritu Santo" (95).

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Cierto que aun los más soberbios -no es preciso aclarar que todos sufrimos en cierta medida de este mal- pueden alcanzar verdades; es más, ningún hombre está absolutamente fuera de la verdad. Incluso una buena dosis de soberbia es compatible con la fe sobrenatural: "los soberbios -dice San Gregorio- perciben con su entendimiento algunos misterios, pero sin poder experimentar su dulcedumbre; y si llegan a conocer cómo son, ignoran cuál es su sabor" (96). En otros términos, la soberbia, si no siempre impide conocer la verdad, sí impide saborearla, gozarse en ella con la plenitud del hombre humilde, que es, justamente (al decir de Teresa de Jesús, la santa de Ávila), el que "anda en verdad". Si "sabio es aquel a quien todas las cosas saben como realmente son" (97), sólo puede ser sabio el que ama las cosas, "las cosas que son tal como son"; el que tiene la voluntad, el corazón recto. LA CEGUERA DE LA MENTE Y EL EMBOTAMIENTO DEL SENTIDO Aunque la soberbia sea el mal hábito que más directamente afecta al conocimiento especulativo y especialmente al sapiencial (filosófico y teológico), otros hábitos son también causa de ofuscamiento al crear disposiciones estables que van inclinando a la voluntad hacia los bienes inferiores y apartándola de los superiores, por lo cual el entendimiento se ve impedido en gran manera para alcanzar a éstos y gobernar rectamente la conducta. "Así, el hombre entregado a los sentidos difícilmente puede entender lo que está por encima de ellos, porque el apetito carnal no entiende que sea bueno más que lo que deleita a la carne. Y esto es lo que continúa diciendo la Escritura: y no es capaz de entender" (98). El que se entrega incondicionalmente a los apetitos sensibles llega incluso a notorias aberraciones: "El hombre que tiene estragado el gusto es incapaz de enjuiciar rectamente los sabores, de modo que a veces abomina de los gustos agradables y apetece los que son aborrecibles; en cambio, quien lo tiene sano, sabe juzgar acertadamente de los sabores. De modo semejante, el hombre que tiene corrompido el afecto, como conformado a las cosas mundanas, carece de recto juicio sobre el bien" (99). Ya hemos visto que "cada uno juzga de acuerdo con su disposición cuando hay una pasión, y de otro modo cuando cesa la pasión: y así, el incontinente, durante la pasión juzga que algo es bueno, y juzga de otro modo después. Por eso dice el Filósofo que a cada uno le parece el fin, según como es él mismo" (100). Ya se comprende que la pasión habitualmente consentida estabiliza el juicio erróneo y "lo mismo que un hombre de débil complexión, por cualquier cosa enferma, así la inteligencia del hombre que no está asentada en la verdad tampoco tiene poder para juzgar lo verdadero, y a la mínima dificultad que le surge, incide en el error" (101). Es manifiesto que la delectación aplica con mayor intensidad la intención en aquello que deleita; por eso, en las cosas que deleitan se trabaja u obra óptimamente y, en cambio, no se trabaja, o se obra débilmente, en las que contrarían. Pues bien, aquel que se somete y aplica sobre todo su atención a las cosas corporales, debilita las operaciones de su espíritu y se excluye así cada vez más de los bienes espirituales. El abandono a la lujuria, que produce las delectaciones más vehementes es, desde luego, lo que embota máximamente el espíritu y debilita el conocimiento de lo inteligible (102)."La sensibilidad del hombre se sumerge en lo terreno máximamente por la lujuria, que lanza a los placeres máximos, los cuales absorben máximamente al alma" (103), y son causa de necedad. Al apartar de la consideración de lo espiritual, "poco a poco van engolfando el espíritu en lo material, con lo cual se le

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vuelve inepto para captar lo divino, en conformidad con aquello: el hombre animal no percibe la del Espíritu de Dios" (104); lo mismo que "cuando se tiene el gusto estragado con mal humor, que no se saborea lo dulce. Esta necedad es pecado"(105). Al engolfarse en lo material, se va perdiendo de vista a Dios; no es de extrañar que, en consecuencia, se caiga en el ateísmo. Es evidente que en los ambientes donde prevalece el erotismo y la pornografía -el pudor ausente- el ateísmo tiene campo abonado y, si no se remedia aquello, llega a ser dominante: la estulticia será un hecho general; y la soberbia campeará por doquier, pues no hay otra manera de persistir en lo que contradice a la naturaleza, de modo evidente, que tenerse por más sabio que el Autor de la naturaleza misma. Cierto -aclara Santo Tomás- que algunos que están dominados por los vicios carnales pueden tratar a veces sutilmente de lo inteligible, por la bondad de su ingenio natural o de algún hábito sobreañadido; pero, forzosamente, a causa de las delectaciones corporales, su intención se verá retraída de aquella sutil contemplación de lo inteligible. Los impuros pueden conocer algunas cosas verdaderas, pero en ello son impedidos en gran medida (106). Los pecados de la carne no alteran las facultades intelectuales, lo que acontece es que estorban su operación del modo dicho (107) ; y cuanto más remotos son -los vicios- respecto a lo espiritual, tanto más atraen la atención a cosas más lejanas y más impiden la contemplación de la verdad (108). Y así se llega al estado aquel del "hombre animal" que refiere San Pablo (109), abocado a la sensualidad, que es incapaz de entender las cosas espirituales, porque "el hombre abocado a los sentidos no puede entender las cosas que están por encima de ellos, y el hombre aficionado a las cosas carnales no entiende que sea bueno nada más une lo deleitable para la carne. Y por eso dice: no puede entender; no saben, ni entienden, caminan en tinieblas (Ps. LXXXI, 5). No saben ni entienden, porque las cosas espirituales han de ser examinadas con el espíritu..." (110). Se cumple a la letra la Palabra evangélica: videntes non vident, et audientes non audiunt, neque intelligunt, viendo no ven, oyendo no oyen, ni entienden (111). Así se explica cómo se puede llegar a oscurecer el entendimiento, hasta el punto de que "algunos estiman que son principalmente lo que constituye su naturaleza corporal y sensitiva. Y por ello se aman según lo que creen que son y odian lo que verdaderamente son, queriendo cosas contrarias a la razón" (112). De tal ceguera proviene la aceptación de teorías tales como el freudismo, negadoras de la espiritualidad del alma humana, que reducen al hombre a un manojo de instintos en los que forzosamente ha de naufragar la libertad; niegan la evidencia de la libertad humana y sólo saben hablar ambiguamente de "liberaciones" contrarias a las más elementales normas de moralidad. "Por el contrario, las virtudes opuestas, como la continencia y la castidad, disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por ello dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría" (113). La razón está en que "el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por esto la virtud de la templanza, que distrae al alma de las delectaciones corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender" (114).

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Creo que las consideraciones precedentes han puesto de relieve y con suficiente claridad, la gravitación de la conducta sobre el entendimiento: condiciona sus juicios, favorece o dificulta el conocimiento de la verdad. Se entiende que me refiero, sobre todo a las verdades que podemos llamar fundamentales, las que afectan a las grandes opciones que el hombre debe ineludiblemente tomar en la vida especulativa o práctica: realismo o inmanentismo ; ateísmo o religión; lujuria o castidad; yo o los demás; etcétera. Pero también es obvio que las disposiciones morales subjetivas afectan también a los juicios acerca de cualquier cosa. Si bien es prácticamente imposible errar en todo, sí que es posible negar cualquier verdad evidente cuando la voluntad no ama el bien en sí, sino únicamente el bien que estima conveniente desde esa "segunda naturaleza" que crean los hábitos malos. Los hábitos no destruyen la libertad -a no ser que se alcance un estado patológico-, pero la decantan hacia el lado de los hábitos, y, en consecuencia, fácilmente determinará o impedirá el asentimiento frente a la verdad, o incluso la búsqueda misma de la verdad. Es explicable que así sucedan las cosas, porque la verdad y la bondad (objetos respectivamente del entendimiento y de la voluntad) son lo mismo en la cosa: sólo se distinguen por la respectiva referencia a las diversas facultades. Es natural que cuando el sujeto estime una cosa disconveniente (es decir, mala) para él, aunque sea verdadera objetivamente, la considere falsa, o simplemente huya del conocimiento de su verdad. Hay un texto luminoso de Tomás de Aquino, que vale la pena transcribir: "a quien le falta rectitud interior, le falta también rectitud en el juicio: el que vigila, juzga rectamente de su propia vigilia y de que otros duermen; el que duerme, por el contrario, no tiene juicio recto ni de sí ni del que vigila. De donde las cosas no son como le parecen, sino como las ve el que está despierto. Y lo mismo se aplica al sano y al enfermo respecto al juicio de los saberes; y al débil y al fuerte para juzgar las cargas, y al virtuoso y al vicioso para determinar lo que conviene hacer. Por eso dice el Filósofo (In V Ethic.) que el hombre virtuoso es regla y medida de todas las cosas humanas, porque son tales en concreto como él las juzga. En este sentido dice el Apóstol que el hombre espiritual juzga todas las cosas, porque quien tiene la inteligencia ilustrada y el afecto ordenado por el Espíritu Santo, tiene un juicio certero de lo que se refiere a la salvación, Contrariamente, el que no es espiritual tiene la inteligencia oscurecida y el afecto desordenado respecto a los bienes espirituales; y por tanto, el hombre carnal no puede juzgar al espiritual, como el que está despierto no puede ser juzgado por el que duerme" (115). Naturalmente no quiere decir esto que el hombre virtuoso, el que ha alcanzado un alto grado de santidad en la tierra, no pueda errar nunca. Lo que ocurre es que el hombre que sostiene una lucha habitual con las pasiones que podrían alterar la rectitud de su juicio, conoce la medida de sus posibilidades intelectuales y evita con habitual fortuna entrometerse en cuestiones que escapan a su capacidad de comprensión o inteligencia. No cae en la tentación del ultra cogitare (pensar más allá de sus propios límites), y así evita el error. Como es lógico, la vida práctica le forzará a sostener opiniones que podrán resultar erróneas, pero él sabrá -como por instinto- que tales opiniones no son más que eso, opiniones, y no las tendrá como dogmas infalibles, ni tratará de imponerlas a los demás. Este comportamiento requiere, por supuesto, una inteligencia cultivada desde la

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humildad. Sólo la soberbia explica las tiranías sociales o domésticas. Sólo sobre el fundamento de la humildad es posible el orden, la convivencia en el seno de la familia o de la sociedad. Porque la humildad no es otra cosa que "andar en verdad", amar la verdad, único supuesto para poder hacer la verdad, es decir, el bien. CONDICIONES PARA EL RECTO SABER Se ha visto que en la búsqueda y conocimiento de la verdad intervienen de manera decisiva la voluntad y las demás potencias sometidas a ella. Sostener tal cosa -que, por lo demás, la experiencia comprueba- no es incurrir en alguna suerte de voluntarismo. Voluntarismo sería conceder a la voluntad la aptitud para decidir sobre la verdad de las cosas; que la verdad de las cosas se funda en el querer de la voluntad o en los apetitos. Aquí se ha afirmado justamente lo contrario: las cosas son lo que son, las cosas son como son: independientemente de corno yo las quiera o piense. Lo que se ha pretendido esclarecer es que en la búsqueda y el descubrimiento de la verdad, interviene necesaria y decisivamente la libre voluntad: no decidiendo lo que es verdad, sino conduciendo o impidiendo el conocimiento. Por ello encabeza este breve trabajo, aproximativo al tema, el título "La libertad en el pensamiento", que es cosa muy diversa de una supuesta "libertad de conocimiento", o -con expresión más común- "libertad de pensamiento". El pensamiento no es libre, por lo mismo que no es cuadrado o verde. La categoría del pensamiento no es la libertad, sino la verdad. Sólo el hombre es libre, porque lo es su voluntad. Y porque es libre, con una libertad deficiente, puede operar en contra de su razón, negar evidencias, elegir el camino del error (lo que, a la postre, es frustración de la libertad). La tentación subjetivista amenaza a todos, y todos, seguramente, andamos por el mundo con una fuerte -más o menos fuerte- dosis de subjetivismo que -más o menos- nos cierra a una comprensión más profunda de la realidad. Nos cuesta reconocer que la realidad nos mide, y, en ocasiones, nos molesta que nos rectifique. No debiera ser así, puesto que la realidad es creación de Dios: contiene la huella de lo divino y por ello es mucho más admirable y gozosa que los productos de nuestra subjetividad. ¿Cómo librarnos de las tretas del subjetivismo, latente en todos los errores? Sin duda requiere una ascesis : la aplicación de nuestra libertad -fuerza original poderosa de la voluntad- al entendimiento, para que se adhiera, -o recupere- las verdades fundamentales primeras y así prosiga de veritate in veritatem, de la verdad a verdades cada vez más hondas. Todo ello simultáneo al esfuerzo por hacer la verdad en todo momento, es decir realizar la verdad práctica, que no es otra cosa que el bien. Detengámonos todavía un momento en la consideración de algunos requisitos fundamentales para avanzar en el camino de la sabiduría.

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Humildad intelectual No dudaría en afirmar que la primera condición para el progreso en el conocimiento de las verdades fundamentales es la humildad. Confío en que haya quedado suficientemente claro en el capítulo precedente. No querer descubrir lo que se quiere, sino lo que hay; reconocer la capacidad de error y disposición de rectificar siempre que lo exijan las cosas; mirar las cosas sin intereses egoístas: así se conserva aquel ethos de la objetividad del que habla P. Wust, que "entra en acción espontánea, al que no debe renunciar nuestro espíritu si no quiere perder por ligereza el regalo de la evidencia". Este ethos, que de un modo natural se hace sentir en nosotros, consiste en "aquella infantil y despreocupada actitud ante el ser al que aceptamos tanto tiempo como no estemos bajo el peso de falsas teorías. Es aquella abertura de nuestra alma hacia el ser y hacia la verdad en la que se silencia totalmente todo egoísmo, de tal modo que poseemos todavía una simpatía originaria hacia lo objetivo. En nuestra naturaleza espiritual existe, desde el principio, la misma tendencia de rectitud del ser, de la rectitudo, que podemos apreciar como línea total de objetividad en todos los seres" (116). Para progresar en la sabiduría, como para entrar en el Reino de los Cielos -Reino de la Luz, Reino de la Verdad- es preciso volver a la sencillez de la infancia, sin dobleces, sin repliegues. Así, la luz de las cosas puede penetrar en la transparencia de nuestra subjetividad, nos inunda, nos colma de alegría íntima. ¿Puede caber mayor gozo que el de andar en verdad? Este es siempre el premio a la humildad. La humildad evita la presunción -ultra cogitare- y favorece la sobriedad que pedía el Apóstol. Defiende de la tentación racionalista de negar el misterio o destriparlo. El misterio -también el natural, como la libertad, por ejemplo- desagrada a la soberbia actitud racionalista. Sin embargo, la humildad se goza en el misterio, porque es luz, ensancha el horizonte y los límites de la comprensión. El sol, la única cosa del mundo que no podemos mirar frente a frente, es aquella a cuya luz vemos todo lo demás. "Como el sol a mediodía -dice Chesterton-, así el misterio ilumina todas las demás cosas con la claridad de su propia y triunfal invisibilidad." La existencia de Dios es también un misterio natural (la razón la alcanza, pero no llega a comprender cómo es Dios Motor Inmóvil, Acto Puro, etcétera): el racionalista lo negará o se formará un concepto a su medida: son dos modos de negar al verdadero Dios. Detenerse en los límites de la razón es, precisamente, asegurar su progreso indefinido. Renunciar a saber más de lo posible es asegurarse la posibilidad de conocer más lo posible. Ultra cogitare es salirse del camino de la verdad. Por eso es bueno para el hombre que se le hayan revelado misterios sobrenaturales: favorece la humildad necesaria para discurrir bien; evita la tentación racionalista. Reconocer el misterio donde lo hay, sin abandonarse a la tentación de negarlo, es dignidad del hombre, valor de su espíritu. El espíritu no puede apresar el misterio en sus conceptos, pero si lo afirma cuando con él se topa- y lo toma como punto de partida; si, por así decir, lo tiene a sus espaldas de tal modo que su luz caiga sobre las cosas que contempla ante sí, entonces éstas muestran su verdadera naturaleza y el hombre puede moverse acertadamente entre ellas. Por eso, la sobriedad mentada del conocer abre paso a siempre nuevos hallazgos. Las épocas de fe viva coinciden, no por azar, con las épocas creadoras. Goethe se dio cuenta

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de ello y auguró tiempos prósperos en creación a los pueblos de gran fe. Mientras con humildad se reconozca el misterio, la fuerza creadora de la libertad seguirá fecundando el mundo. El respeto a la tradición La humildad dispone al estudioso a aceptar toda verdad que otros hallaron, ya en los tiempos antiguos o modernos. El hombre no nace sabio: debe adquirir la sabiduría con esfuerzo y con empeño, a partir del encuentro con la realidad y el discurso de su razón. Y siendo tan corta la vida del individuo, los conocimientos que cada uno es capaz de conseguir en el tiempo que dura su existencia terrena son muy limitados, sobre todo los que puede obtener por sí mismo. De ahí que el hombre debe acudir a la experiencia de otros más sabios o experimentados en determinado campo. Sin eso sería imposible la ciencia. Por ello advierte Tomás de Aquino que "el oído es necesario para la sabiduría, como se dice en la Sagrada Escritura: si gustas del escuchar, serás sabio (Eccli. 6,34) ; y también es necesario para el sabio, según lo que se lee en el libro de los Proverbios: el sabio que escucha, será aún más sabio (Prov. 1,5). Del mismo modo a todos es necesario escuchar, puesto que nadie se basta a sí mismo para excogitar todo lo que pertenece a la sabiduría; y, por lo tanto, ninguno es tan sabio que no deba ser instruido por otro" (117). De dos modos -dice Santo Tomás- se ayudan los hombres en el conocimiento de la verdad, directa e indirectamente. Directamente, por aquellos que encontraron ya ciertas verdades en el pasado, y así los que les siguen las recogen -simul in unum collectum- y consiguen una verdad más amplia y honda. Indirectamente, en tanto que los que erraron en el conocimiento de la verdad incitan a un diligente examen de las cuestiones, de modo que son ocasión de que la verdad aparezca de modo más nítido (118). Por ello la poderosa mente de Tomás procuró hacerse con toda la documentación posible acerca de lo que escribieron sus predecesores, sin despreciar ninguno, aunque, por supuesto, seguía la opinión de aquellos que más ciertamente llegaron a la verdad (119). A todos estaba reconocido, pues "es justo -escribía- que estemos agradecidos a aquellos que nos han ayudado a conseguir tan alto bien, a saber, el conocimiento de la verdad (...) también a aquellos que hablaron superficialmente y así investigaron la verdad, pues aunque no sigamos sus opiniones, algún servicio nos prestaron: nos ayudaron a ejercitarnos en la búsqueda de la verdad" (120). Una gran lección de prudencia ofrece Santo Tomás con su apertura al pasado, tan necesaria al verdadero sabio que, como tal, ama la sabiduría. Hacer tabla rasa del pasado es cosa más bien de pedantes y de necios que de mentes esclarecidas. La originalidad de la que a menudo presumen aquellos no es más que la repetición de errores antiguos, en los que seguramente no incurrirían si hubieran dedicado algún tiempo al estudio del pasado. Cuántos errores de nuestro tiempo se hubieran evitado con el estudio, por ejemplo, de Tomás de Aquino. En estas páginas hemos hallado textos que resuelven de un plumazo cuestiones aún debatidas por falta de esa atención que al pasado debemos. No es que debamos quedar "prendidos" de los documentos de la tradición, sino de la cosa misma que nos muestran. "Ninguno de aquellos a quienes interese captar la realidad -afirma Pieper- en toda su hondura, escatimará el menor esfuerzo en la tarea de

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convertirse en poseedor y partícipe del inmenso tesoro de verdades ya pensadas sobre el hombre a las que el progreso de los siglos no ha restado vigencia" (121). Por lo demás, ya considerábamos al principio que el estudio de las obras ajenas no es, sin embargo, fin para el sabio, que no es perfección del entendimiento lo que otros pensaron acerca de la verdad de las cosas, sino solamente lo que hay de verdad en ellas. Selección de las lecturas Es grave error, en el que incurren no pocos, dedicar mucho tiempo en la lectura de escritos erróneos, por el afán quizá de "estar al día". Utilizan un tiempo precioso para una tarea que no aquieta, que no satisface a la sana inteligencia, que no aproxima a la verdad. Si la vida en la tierra fuera ilimitada tal vez sería hacedero conocer todos los errores que a lo largo de la historia han sido. Pero, dada la limitación del tiempo, parece más sensato dedicar el mejor al estudio de lo que con suficiente seguridad se sabe que conduce a la Verdad. El que ama la verdad tendrá como penoso deber -si es que lo ha contraído por circunstancias de tipo profesional- la obligación de acudir a los escritos erróneos; tarea soportable, únicamente, por el afán de precisar más los lindes de la verdad y defenderla de los que la impugnan. Pero la inmensa mayoría de los que aman la verdad, se sentirán afortunados de que les resulte suficiente saber que hay ciertos errores dominantes en su época, para estudiarlos con los juicios críticos correspondientes de autores competentes en las respectivas materias. Tales juicios, siempre que sean fiables, serán acogidos por los que aman la verdad como la liberación de una carga, pues con ello podrán dedicar el tiempo a tareas más provechosas. Es preciso seleccionar bien las lecturas. Firmeza en las certezas adquiridas Es lo opuesto al espíritu dubitativo, al que nos referimos en las anotaciones introductorias (122). Cuando se está ante una verdad evidente hay que adherirse a ella con decisión, con la seguridad de que lo que resulte contradictorio será falso. Por eso no estamos condenados a ser -como decíamos- "buscadores incesantes"; no estamos obligados a viajar a países exóticos, si en nuestro lugar de trabajo hemos obtenido certezas suficientes. Veracidad Es obvio que importa sobremanera, en la tarea de indagar la verdad, amarla con el mayor apasionamiento posible. Difícilmente se alcanza lo que no se ama, y el amor es también como un sexto sentido que orienta en la búsqueda de lo amado. Ya sabemos que en la búsqueda de la verdad, la inteligencia y la voluntad están en permanente y mutua interferencia, y que hay un conocimiento afectivo, por connaturalidad, que lleva a captar con facilidad el objeto, adelantándose incluso muchas veces al discurso de la razón, intuyendo matices que de otro modo pasarían inadvertidos.

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Difundir la verdad Finalmente, cabe subrayar que la difusión de la verdad poseída es importante para mantenerse en ella y aun para crecer en la sabiduría. La verdad es un bien, el mayor bien del hombre, porque lo es de su entendimiento. Y es clásico decir que el bien es difusivo, de modo que la difusión del bien es manifestación de que se posee y se ama. Querer disfrutar a solas de un bien como la verdad sería señal de lamentable egoísmo; y ese egoísmo -"yo" tengo la verdad "para mí"- derivaría fácilmente en un sentimiento de autosuficiencia o de falsa superioridad que alejaría de los demás e hincharía la soberbia. Y ya sabemos bastante acerca de la peligrosidad de ese enemigo de la verdad y de la sabiduría. Cuando se conocen ciertas verdades es preciso tener el valor de decirlas. Todo aquel que tenga una chispa de luz -la verdad es luz orientadora- ha de comunicarla a los demás; ha de intentarlo al menos. Sobre todo, cuando el mundo parece sumido en las tinieblas del inmanentismo en sus diversas modalidades. No es posible quedarse indiferentes. Quien no se atreva a decir la verdad -aunque parezca a veces como un canto desentonado en medio de una fabulosa orquestación de mentiras-, corre el riesgo de que su espíritu quede sofocado, vencido y, finalmente, arrastrado. Quien tenga una chispa de luz, ha de confiar también en la luz y en los hombres. El hombre, aun el que huye de la verdad, ha sido creado para la Verdad y por ello la necesita más que ninguna otra cosa. Es preciso invitarle a descubrirla, aunque para ello haya que mostrar los obstáculos que le impiden hallarla: sus pasiones y sus prejuicios. Si el objeto se consigue, se habrá salvado a un hombre para la eternidad. Y ese hombre podrá salvar a muchos otros. Y éste es el único camino para que en el tiempo los hombres vivan como seres humanos: inteligentes, con pasiones -ciertamente-, pero cada día más señores de sí mismos y, en consecuencia, del mundo: libres, con la libertad que sólo la verdad puede dar: "la verdad os hará libres" (123). También dijo Jesucristo otras impresionantes palabras: "Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para testificar la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (124). Es entonces cuando Pilato, el escéptico, pregunta "¿Qué es la verdad?" Pero "dicho esto, se fue" (125). Dejó la pregunta en el aire y se fue. Qué interesante hubiera resultado la respuesta si Pilato hubiera esperado un poco. Por fortuna, en ocasión anterior, el Señor ya dejó dicho: "Yo soy la verdad" (126). El es la verdad primera: el Verbo por quien son creadas todas las cosas, el Ser que conoce creadoramente, exhaustivamente todo lo que es. Por ello el encuentro con Cristo es el encuentro con la Sabiduría. Y todo el que es de la verdad escucha su voz. También está escrito: "Radiante e inmarcesible es la sabiduría. Fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan" (127). Es difícil, más aún, imposible, dominar una sola de las ciencias cultivadas por el hombre. Pero la ciencia no es estrictamente necesaria para que el hombre viva en la tierra de acuerdo con su dignidad peculiar. Importa saber non multa, sed multum, no muchas

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cosas, sino mucho de lo esencial: de dónde venimos, a dónde vamos, qué sentido tiene nuestro vivir en el mundo... Estas y otras semejantes son las cuestiones fundamentales que, por fortuna, no son las más difíciles de comprender cuando hay rectitud en la voluntad, afán de saberlas. El itinerario intelectual comienza con la apertura sincera a la verdad de las cosas. Reconocerla, con todas sus consecuencias, permite remontarse hasta Dios, Verdad primera que la razón puede y debe alcanzar. Una vez hallada ésta, el hombre se encuentra en óptimas disposiciones para oír la voz de Dios -"todo el que es de la verdad escucha mi voz"-, que se hace audible por la Revelación sobrenatural y la gracia, mediante lo cual, Dios se manifiesta en una nueva dimensión: la de su vida íntima. Dios viene a nuestro encuentro y nos invita a pasar a su intimidad inefable donde todo es luz. Para ello reclama nuestra fe. Tampoco es difícil la fe. "Para quien, conforme al recto orden de la razón, admita la posibilidad de alcanzar por conocimiento natural la existencia de Dios, la idea de revelación se presenta como perfectamente coherente; y de modo semejante, las exigencias objetivas de la moral revelada se armonizan con el conocimiento de la ley natural objetiva" (128). Cierto que la fe en la Revelación exige un salto al orden sobrenatural, pero es un salto razonable cuando se ha sorteado la tentación racionalista. Además Dios, con su gracia, lo hace fácil, porque "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (129), la verdad salvadora. Lo que se requiere en el hombre es una actitud realista -de apertura a la verdad objetiva- que lleva en coherencia a querer la verdad y el bien en sí. En fin de cuentas, supuesta la gracia de Dios, en el querer está la salvación, mientras que "ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios" (130). Las dificultades de la fe no son tanto intelectuales como afectivas -no hay contradicción entre fe y razón, sino armonía-. Los hombres tenemos la extraña capacidad de preferir las tinieblas a la luz; podemos resistirnos a la luz. Cuando penetramos con una lámpara encendida en un lugar oscuro, las tinieblas se disipan, dejan paso a la luz, se dejan penetrar por ella y desaparecen sin ofrecer resistencia. En cambio, la soberbia y el egoísmo entenebrecen de tal modo el alma que las tinieblas llegan a cosificarse, se petrifican, se hacen impermeables a la luz: "En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció" (131). La tentación inmanentista está ahí, siempre al acecho, intentando desconectarnos de la realidad natural como de la sobrenatural. La conclusión que se nos ha impuesto en el curso de estas páginas es que para estar firmes en la verdad -y cada vez más asentados en ella- se requiere una auténtica ascesis. El consejo evangélico nos viene como anillo al dedo: "Cuida que tu luz no tenga parte de tinieblas". El esfuerzo viene alentado por la gran esperanza que Dios mismo nos propone, para que no tengamos miedo a la verdad, a "ver demasiado claro"; para que no nos falte el valor de rectificar, siempre que sea menester, juicios del entendimiento e intenciones de la voluntad: nos espera el día en que -libres de las ataduras del espacio y del tiempo y de las limitaciones que impone la actual forma de existencia- podamos ver la Verdad sicuti est (132), tal como es: entera, rotunda,

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inefable, gozosísima. Entonces -grandes y consoladoras palabras de San Agustín- "cuanto más insaciablemente seáis saciados de la Verdad, tanto más diréis a esa insaciable: amén, ¡es verdad! Tranquilizaos y mirad: será una continua fiesta" (133). Notas: 1 "Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem?": SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, tratado 26, 4-6 (ed. B.A.C., bilingüe), Madrid 1975. 2 TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, q. 14, a. 1. 3 TOMÁS DE AQUINO, Super Evangelium S. Ioannis lectura, c. XIV, lect. 2, 3. 4 Evangelio de San Juan, 8, 32. 5 Ver: WINFRIED WEIER, Sentido y libertad, en "Anuario Filosófico", vol. VII, Pamplona 1974 (Eunsa), págs. 491-525. 6 ALBERT CAMUS, L"homme révolté, París 1953, pág. 10. 7 V. VIGLINO, Ragione, volontá e sentimento nella conoscenza umana, en "Euntes Docete", t. IV (1951), fasc. 1-2, pág. 189. 8 "Interimens rationem, sustinet rationem" . TOMÁS DE AQUINO, In duodecim libros Metaphysicorum commentaria, lib. IV, lect. 7. 9 TOMÁS DE AQUINO, In Aristotelis libros de caelo et de mundo expositio, lib. 1, lect. 22, n. 8. 10 "Non enim pertinet ad perfectionem intellectus mei quid tu vellis vel quid intelligas cognoscere, sed solum quid rei veritas habeat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 107, a. 2; Cfr. Ibídem, q. 12, a. 8, ad 4. 11 "Veritatem esse est per se notum: quia qui negat veritatem esse, concedit veritatem esse : si enim veritas non est, verum est veritatem non esse. Si autem est aliquid verum, oportet quod veritas sit" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 2, a. 1, ad 3. 12 JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, Pamplona 1967 (Eunsa), pág. 142. 13 TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De Veritate, q. 1, a. 1. Santo Tomás recoge en este lugar la definición de verdad como adaequatio rei et intellectus. Es de notar que intellectus puede traducirse tanto por "entendimiento" como por "lo entendido", y el sentido filosófico es correcto en ambos casos. En el primero, la adaequatio es de

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apertura a las cosas (el entendimiento se hace intencionalmente la cosa si pasa al acto de entender); en el segundo caso se describe la situación de un intelecto conocedor en acto, cuya realidad permite otro tipo de adecuación: la que hay entre la especie expresa pensada y la cosa. La primera adaequatio es, por así decirlo, de orden psicológico: la de dos realidades diversas, hecha 1a una para la otra. La segunda supone que la idea (contenido del intelecto pensante) es fruto de la cosa y expresa el contenido inteligible de la misma, su verdad ontológica: tal adaequatio es la verdad del juicio -que llamamos lógica-, primer analogado del término verdad. La adecuación entre el entendimiento y la cosa se llama también "verdad", pero se trata de una acepción secundaria que equivale a "veracidad" del intelecto. 14 "Augustinus loquitur de visione intellectus humani, a qua rei veritas non dependet. Sunt enim multae res quae intellectu nostro non cognoscuntur; nulla tamen res est quam intellectus divinus actu non cognoscat, et intellectus humanus in potentia (...) Et ideo in definitione rei verae potest poni visio in actu intellectus divini, non autem visio intellectus humani nisi in potentia" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, ad 4m. 15 "... quia secundum hoc, non esset verum quod non videtur; quod patet esse falsum de ocultissimis lapillis, qui sunt in visceribus terrae"" TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, 4. 16 "... etiam si intellectus humanus non esset, adhuc res dicerentur verae in ordine ad intellectum divinum" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, c. 17 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae. De Potentia, q. 3, a. 4. 18 JOSEF PIEPER, La criatura humana, en "Veritas et Sapientia", Pamplona 1975 (Eunsa), págs. 126-127. 19 "Res autem quae est aliquid positivum extra animam, habet aliquid in se unde vera dici possit": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 5, ad 2. 20. "...aliquid intelligi sine altero, potest accipi dupliciter. Uno modo ita quod aliquid intelligatur, altero non intellecto: et sic, ea quae ratione differunt, ita se habent, quod unum sine altero intelligi potest. Alio modo potest accipi aliquid intelligi sine altero, quod intelligitur eo non existente: et sic ens non potest intelligi sine vero, quia ens non potest intelligi sine hoc quod correspondeat vel adaequetur intellectui. Sed tamen non oportet quod quicumque intelligit rationem entis intelligat rationem veri, sicut nec quicumque intelligit ens, intelligit intellectum agentem; et tamen sine intellectu agente homo nihil potest intelligere": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a.1, ad 3. 21 "Volunt enim isti sophistae quod omnium possent accipi rabones demonstrativae. Patet enim quod ipsi quaerebant accipere aliquod principium, quod esset eis quasi regula ad discernendum ínter infirmum et sanum, ínter vigilantem et dormientem. Nec erant contendí istam regulam qualitercumque scire, sed eam volebant per demonstrationem

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accipere (...) haec tamen est passio eorum, id est infirmitas mentís quod quaerunt rationem demonstrativam eorum quorum non est demonstratio. Nam principium demonstrationis non est demonstratio, id est de eo demonstratio esse non potest. Et hoc est eis fucile ad credendum quia non est hoc difficile sumere etiam per demonstrationem. Ratio enim demonstrativa probat quod non omnia demonstrari possunt, quia sic esse abire in infinitum": TOMÁS DE AQUINO, In duodecim libros Metaphysicorum commentaria, lib. IV, lect. 15. 22 "Intellectus naturaliter cognoscit ens et ea quae sunt per se entis in quantum huiusmodi, in qua cognitione fundatur primorum principiorum notitia" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 83. 22 bis "Ex ipsa enim natura animae intellectualis convenit homini quod statim cognitio quid est totum et quid est pars, cognoscat, quod omne totum est mugís sua parte- et simile est de caeteris : sed quid sit totum et quid sit pars, cognoscere non potest, nisi per species intelligibiles a phantasmatibus acceptas. Et propter hoc Philosophus... ostendit quod cognitio principiorum provenit nobis ex sensu" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 51, a. 1. También observa Santo Tomás que todo hombre lleva consigo un principio de ciencia -la luz del entendimiento agente- por el cual se conocen, ya desde el comienzo y naturalmente, ciertos principios universales comunes a todas las ciencias: "inest unicuique homini quoddam principium scientiae, scilicet lumen intellectus agentis, per quod cognoscitur statim a principio naturaliter quaedam universalia principia omnium scientiarum" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 117, a. 1. 23 Ver: JORGE IPAS, Racionalismos (Caracterización de los), en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 19, Madrid 1974, págs. 595-596; JORGE IPAS, Pluralismo, en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 18, Madrid 1974, pág. 636. 24 TOMÁS DE AQUINO, In Aristotelis libros. De generatione et corruptione, lib. I, cap. 8. 25 ANTONIO MILLÁN PUELLES, La estructura de la subjetividad. Madrid 1967 (Rialp), pág. 163. 26 ANTONIO MILLÁN PÚELLES, O. C., pág. 71. 27 El "fenómeno advertido (en la ciencia, cuando reflexiona in actu signato) es un cierto noumeno, es algo de algo: es una realidad percibida y no una percepción pura. Y como signo de otra cosa (signo él mismo aquí advertido) es, a su vez, necesariamente relacionado a su causa, ya que sólo como tal puede interesar a la investigación científica": CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed., Madrid 1973 (Rialp), pág. 47. Es de notar que la filosofía perenne, cuando habla de "accidentes", significa, entre otras cosas, aquellas cualidades sensibles que de algún modo emergen desde dentro y son, por tanto -aunque en diverso grado-, manifestaciones de la esencia. Los accidentes manifiestan, más bien que encubren, la esencia, y por eso los sentidos permiten el intus

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legere, el apresar la inseidad, la intimidad ontológica de las cosas sensibles: Cfr. C. CARDONA, o. c., págs. 44 y 104. 28 ANTONIO MILLÁN PUELLES, La estructura de la subjetividad, Madrid 1967 (Rialp), pág. 20. 29 CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed. Madrid 1973 (Rialp), pág. 35. 30 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 85, a. 2. 31 Ibídem. 32 Ibídem. 33 Ibídem. 34 ANTONIO MILLÁN PUELLES, El problema ontológico del hombre, en "Scripta Theologica", vol. VII, fase. 1, Pamplona, enero-junio 1975 (Eunsa), pág. 314. 35 CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed., Madrid 1973 (Rialp), págs. 98-99. 36 "Aquel hombre de Dios, curtido en la lucha, argumentaba así: ¿Que no transijo? ¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal. En cambio, usted es muy transigente...: ¿le parece que dos y dos sean tres y medio? -¿No?..., ¿ni por amistad cede en tan poca cosa? -¡Es que, por primera vez, se ha persuadido de tener la verdad... y se ha pasado a mi partido!": JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 30ª ed. castellana, Madrid 1976 (Rialp), núm. 395, pág. 117. 37 ANTONIO MILLÁN PUELLES, El problema ontológico del hombre, en "Scripta Theologica", VII (1975), páginas 312-313. 38 Ibídem, pág. 322. 39 TOMÁS DE AQutrro, Suma Teológica, I parte, q. 84, a. 1, c. 40 "Omnis motus supponit aliquid immobile: cum enim transmutatio fit secundum qualitatem, remanet substantia immobilis; et cum transmutatur forma substantialis, remanet materia immobilis. Rerum etiam mutabilium sunt immobiles habitudines: sicut Socrates etsi non semper sedeat, tomen immabiliter est verum quod, quandocumque sedet, in uno loco manet. Et propter hoc nihil prohibet de rebus mobilibus immobilem scientiam habere" : TOMÁS DE AQuiNO, Suma Teológica, I parte, q. 84, a. 1, ad 3m.

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41 Puede verse, por ejemplo, JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Nuestra sabiduría racional de Dios, Madrid 1950 (C.S.I.C.). 42 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 14, a. 6, ad 3. 43 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 86, a. 3. 44. Ibídem. 45 E. MEYERSON, De L"explication dans les sciences, París 1921 (Payot), págs. 371-372. 46 BERNHARD LAKEBRINK, El concepto tomista de acto de ser, en "Veritas et Sapientia", Pamplona 1975 (Eunsa), página 26. 47 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 81. 48 Ibídem, lib. II, cap. 69. 49 Ibídem. 50 "Las disposiciones de nuestra alma se alteran accidentalmente y en virtud de su unión con el cuerpo: pues lo tiene a su servicio, para que, contando con él, se mueva en el tiempo, según sus operaciones propias, hacia su última perfección": TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. IV, cap. 95. 51 "Hablar de ser histórico del hombre es, al menos, equívoco: a no ser que se piense que el hombre sea sólo su cuerpo. Porque, efectivamente, un perro, un árbol, una piedra, tienen un ser puramente histórica. El ser del hombre, por la espiritualidad de su alma, trasciende constitutivamente la historia, y por eso puede hacerla sin estar condicionado por ella ni reducirse a su transcurso" : R. GARCÍA DE HARO, I. DE CELAYA, La moral cristiana, Madrid 1975 (Rialp), páginas 149-150. 52 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica., I parte, q. 85, a. 7. 53 Ibídem. 54 "In eo autem quod quis intelligit, non errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. III, cap. 108. 55 Para el estudio de las relaciones entre Sartre, Hegel y Marx resulta altamente interesante la obra de JUAN JOSÉ SANGUINETI, Jean-Paul Sartre: Crítica de la Razón Dialéctica y Cuestión de Método, Madrid 1975 (E.M.E.S.A.), págs. 17-20 (y passim). 56 H. BERGSON, "Inconnaissable", en Vocabulaire technique et critique de la philosophie, 8ª ed. (Lalande), pág. 488.

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57 Observa Santo Tomás que el entendimiento no atribuye su modo de entender a las cosas que entiende, como no atribuye a la piedra la inmaterialidad, aunque sea inmaterialmente -por la naturaleza espiritual del entendimiento como la conoce: "non enim intellectus modum quo intelligit rebus atribuit intellectis : sicut nec lapidi immaterialitatem, quamvis eum immaterialiter cognoscat" (TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. I, cap. 35). 58 "La verdad, como el ser, es análoga, es decir, se realiza y se encuentra en distintos planos o aspectos, lo que exige distintos métodos; así, la ciencia no es tampoco unívoca, no hay una y única ciencia, sino varias específicamente distintas. Y ninguna de ellas agota toda la realidad; el conocimiento humano completo de un objeto se da por conjunción de todas las ciencias sobre ese objeto, es decir, estudiándolo con los distintos métodos, lo que produce no sólo una acumulación de datos, sino una visión .desde distintos ángulos y a distintos niveles del ser": JORGE IPAS, Método, en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 15, Madrid 1973, pág. 668; Cfr. J. IPAS, Pluralismo, ibídem, tomo 18, pág. 636. 59 "Anima humana... in confinio corporum et incorporearum substantiarum. Quasi in horizonte existens aeternitatis et temporis": TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 81; Cfr. Ibídem, cap. 68. 60 Cfr. Ibídem, cap. 69. 61. J. MOUROUX, El misterio del tiempo, Barcelona 1962 (Estela), pág. 122. 62 TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 22, a. 12. 63 Ibídem, q. 24, a. 6, ad 5. 64 "Istae duae potentiae, scilicet intellectus et voluntas, se invicem circumeunt" : TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae. De Virtutibus in communi, a. 7 c. 65 TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 22, a. 12, ad. 1. 66 Ibídem, ad 2. 67 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 28, a. 3. 68 JAIME BALMES, EL Criterio, 8ª ed., París 1899 (Garnier), cap. XIX, párr. 11. 69 "Intelligo enim quia volo et similiter utor omnibus potentiis et habitibus quia volo" : TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De malo, q. 4, a. 1; "intelligimus enim quia volumus, et imaginamur quia volumus, et sic de aliis. Et hoc habet quia obiectum eius est finis" : ToMÁs DE AQUINO, Suma contra los gentiles, lib. I, cap. 72.

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70 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 29, a. 5, ad 2. 71 Ibídem, I-II, q. 29, a. 5. 72 Ibídem, II-II, q. 15, a. 1, ad 3. 73 Ibídem, I-II, q. 29, a. 5. 74 Ibídem. 75 "Cuius quidem inconsiderationem ratio esse potuit voluntas in proprium bonum intense conversa: est enim liberum voluntati in hoc vel illud convertí" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. 111, cap. 110. 76 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 82, a. 1. 77 "In his autem quae sunt naturaliter nota, nullus potest errare: in cognitione enim principiorum indemonstrabilium nullus errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. III, cap. 46. 78 CARLOS CARDONA, Raíces del escepticismo contemporáneo, en "Palabra", Madrid, agosto-septiembre 1976, números 132-133, pág. 7.