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INTRODUCCIÓN. UBICACIÓN DE LA IZQUIERDA LACANIANA E l Lacan político A lo largo de los últimos diez a quince años, el psicoanálisis, y en especial la teoría lacaniana, ha pasado a ser uno de los recursos más importantes en el marco de la actual reorientación de la teoría política y el análisis crítico con temporáneos, circunstancia reconocida incluso en los foros más tradicionales de las ciencias políticas. Por ejemplo, en una reseña crítica publicada en British Journal ofPolitics and Internacional Relations -una de las revistas de la Asocia ción de Estudios Políticos del Reino Unido-, que lleva el significativo título de "The Politics of Lack" [La política de la falta], se lee que "en los últimos tiem pos se ha popularizado cada vez más entre los teóricos el abordaje de la políti ca desde el psicoanálisis lacaniano [...]. Sólo el liberalismo analítico supera en influencia a este enfoque de la teoría política" (Robinson, 2004: 259).1 El fenó meno en sí ya es sorprendente: nadie habría podido predecirlo hace diez años. Pero su característica más llamativa es el hecho de que los principales teóricos y filósofos políticos ligados a la izquierda recurran cada vez más a la obra de Jacques Lacan. ¿Por qué es tan asombrosa esta tendencia? Precisamente porque Lacan era un psicoanalista en ejercicio sin inclinaciones izquierdistas perceptibles de inmediato, y sin siquiera un interés expreso en la vida política. Ello no signifi ca que fuera apolítico: hay cierto indudable radicalismo (antiutopista) en el ] Por irónico que resulte, esla creciente popularidad no atañe sólo a la teoría política laca niana, sino también a su crítica. En otra versión del artículo citado, publicado en Theory & Event, se afirma una vez más que -para gran decepción del autor del artículo- "entre la pléto ra de perspectivas teóricas radicales va adquiriendo hegemonía un nuevo paradigma. Inspi rados en la obra de Jacques Lacan, los teóricos recurren cada vez más al concepto de 'falta constitutiva' para encontrar una salida de los puntos muertos a que han llegado los enfoques marxistas clásicos, especulativos y analíticos de la teoría política [...]. El desafío que plantea esta influyente perspectiva es demasiado importante para pasarlo por alto [en apariencia, para decirlo en 'lacanés', la teoría de lo real ha surgido como lo real irreductible en la teoría]. Su estructura paradigmática (...) está deviniendo la tendencia predominante en la teoría (aparentemente) radical" (Robinson, 2005:1). 17

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INTRODUCCIÓN. UBICACIÓN DE LA IZQUIERDA LACANIANA

E l L a c a n p o l í t i c o

A lo largo de los últimos diez a quince años, el psicoanálisis, y en especial la teoría lacaniana, ha pasado a ser uno de los recursos más importantes en el marco de la actual reorientación de la teoría política y el análisis crítico con­temporáneos, circunstancia reconocida incluso en los foros más tradicionales de las ciencias políticas. Por ejemplo, en una reseña crítica publicada en British Journal ofPolitics and Internacional Relations -una de las revistas de la Asocia­ción de Estudios Políticos del Reino Unido-, que lleva el significativo título de "The Politics of Lack" [La política de la falta], se lee que "en los últimos tiem­pos se ha popularizado cada vez más entre los teóricos el abordaje de la políti­ca desde el psicoanálisis lacaniano [...]. Sólo el liberalismo analítico supera en influencia a este enfoque de la teoría política" (Robinson, 2004: 259).1 El fenó­meno en sí ya es sorprendente: nadie habría podido predecirlo hace diez años. Pero su característica más llamativa es el hecho de que los principales teóricos y filósofos políticos ligados a la izquierda recurran cada vez más a la obra de Jacques Lacan.

¿Por qué es tan asombrosa esta tendencia? Precisamente porque Lacan era un psicoanalista en ejercicio sin inclinaciones izquierdistas perceptibles de inmediato, y sin siquiera un interés expreso en la vida política. Ello no signifi­ca que fuera apolítico: hay cierto indudable radicalismo (antiutopista) en el

] Por irónico que resulte, esla creciente popularidad no atañe sólo a la teoría política laca­niana, sino también a su crítica. En otra versión del artículo citado, publicado en Theory & Event, se afirma una vez más que -para gran decepción del autor del artículo- "entre la pléto­ra de perspectivas teóricas radicales va adquiriendo hegemonía un nuevo paradigma. Inspi­rados en la obra de Jacques Lacan, los teóricos recurren cada vez más al concepto de 'falta constitutiva' para encontrar una salida de los puntos muertos a que han llegado los enfoques marxistas clásicos, especulativos y analíticos de la teoría política [...]. El desafío que plantea esta influyente perspectiva es demasiado im portante para pasarlo por alto [en apariencia, para decirlo en 'lacanés', la teoría de lo real ha surgido como lo real irreductible en la teoría]. Su estructura paradigm ática ( ...) está deviniendo la tendencia predom inante en la teoría (aparentemente) radical" (Robinson, 2005:1).

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pensamiento de Lacan, aunque sus connotaciones políticas han permanecido en gran medida implícitas. En el nivel teórico, por ejemplo, su crítica a la escuela estadounidense de la psicología del yo a veces se representa en térmi­nos cuasi políticos, puesto que implica el rechazo de una "sociedad en la cual los valores sedimentan según la escala del impuesto a las ganancias" (Lacan, 1990: 110) y del “american way oflife" ( S i l : 127 [133]). En el célebre discurso de Roma (1953), su primer manifiesto analítico, Lacan criticó explícitamente el capitalismo estadounidense y la sociedad opulenta, y más tarde asoció su definición de "plus de goce" a la noción marxiana de "plusvalía", con lo cual puso en evidencia las operaciones del goce (jouissance) que tienen lugar en la base del sistema capitalista (S17:19 [18]).2 Sin embargo, a semejanza de Freud, Lacan se mostraba muy escéptico en relación con la política revolucionaria. Paul Robinson ha descrito a Freud como "antiutopista radical", es decir, alguien cuya teoría y práctica, a pesar de su claro pesimismo histórico, se resiste a adaptarse al orden político establecido (Robinson, 1969: 3 [12 y 13]). La posición de Lacan no era muy diferente: el psicoanálisis subvierte las orto­doxias establecidas a la vez que descree de las fantasías utópicas, y este escep­ticismo es un sostén crucial de su eje verdaderamente subversivo.

También sabemos que Lacan tuvo algunas experiencias relacionadas con la cultura de protesta propia de su época. Por ejemplo, en una carta de agosto de 1960, dirigida a Donald Winnicott, dice de Laurence, la hija de su esposa, que "este año nos ha atormentado mucho (de lo cual estamos orgullosos), por­que fue arrestada a causa de sus relaciones políticas". Y agrega: "También tenemos un sobrino que vivió en casa como si fuera nuestro hijo cuando era estudiante, y ahora lo han sentenciado a dos años de prisión por su resistencia a la guerra de Algeria" (Lacan, 1990: 77). Durante las jornadas de mayo, Lacan acató la huelga de los docentes y suspendió su seminario; incluso conoció a Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes estudiantiles (Roudinesco, 1997: 336 [490 y 491]).3 De un modo u otro, su nombre se vinculó a los acontecimientos. No es sorprendente entonces que estallara una vez más el clima de Mayo de 1968 cuando fue suspendido el seminario que Lacan impartía en la École Nór­male (1969): los manifestantes ocuparon la dirección y finalmente fueron de­salojados por policías armados.

2 Si se desea consultar un análisis detallado de esta relación entre Lacan y Marx, véase Zizek (1989).

3 La inclusión de la foto de Cohn-Bendit en la tapa del Seminario 17 de Lacan, L’etwers depsychanaiyse, no es una mera coincidencia.

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Sin embargo, Lacan no tenía una relación sencilla con la izquierda. En 1969, por ejemplo, recibió una invitación para hablar en Vincennes, pero era evidente que su pensamiento y el de los estudiantes operaban en diferentes frecuencias. La conversación terminó así:

La aspiración revolucionaria no tiene sino un problema concebible, siempre: el discurso del amo. Eso es lo que ha demostrado la experiencia. Como revo­lucionarios, ustedes aspiran a un Amo. V lo tendrán... porque son los ilotas de este régimen. ¿Tampoco saben qué significa eso? Este régimen los pone en exhibición; dice: "Mírenlos coger..." (Lacan, 1990:126).

Una experiencia similar marcó la conferencia de la Université Catholique de Louvain, el 13 de octubre de 1973, cuando Lacan sufrió una interrupción seguida de un ataque por parte de un estudiante que aprovechó la oportuni­dad para transmitir su mensaje revolucionario (situacionista). El episodio, fil­mado por Franijoise Wolff, concluyó con este comentario de Lacan:

Tal como decía él, deberíamos participar... Deberíamos cerrar filas para lograr... bueno, ¿qué, exactamente? ¿Qué significa la organización sino un nuevo orden? Un nuevo orden es el retomo de algo que -si recuerdan la pre­misa de la cual partí- es el orden del discurso del amo [...]. Es la única pala­bra que no se ha mencionado, pero es precisamente el término implícito en la organización.

De todos modos, las actuales iniciativas de explorar la relevancia que tiene la obra de Lacan para la teoría política crítica no se arraigan en la biografía de Lacan ni la presuponen,4 aunque, al menos a mi parecer, necesitan registrar con seriedad su radicalismo antiutopista. Suponen una articulación entre el análisis político crítico y la teoría lacaniana que no está dada de antemano y puede establecerse de diversos modos, como ya veremos. Es así que -para dar sólo algunos ejemplos- Slavoj ¿izek ha propuesto una "combinación explosi­va del psicoanálisis lacaniano y la tradición marxista" con el objeto de "cues­tionar los supuestos mismos del circuito del capital";5 Alain Badiou se ha

4 En Roudinesco (1997) y Turkle (1992) hay m ás información biográfica que perm ite esbo­zar la relación de Lacan con la política.

5 La cita proviene del prefacio de 2 i íe k a la serie Wo es War, de Verso, que se reproduce en todos los volúmenes.

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reapropiado de Lacan en su radical "ética del acontecim iento", y Laclau y Mouffe han señalado que "la teoría lacaniana aporta herramientas decisivas para la formulación de una teoría de la hegemonía", por lo cual han incluido el psicoanálisis lacaniano en la lista de corrientes teóricas contemporáneas que a su parecer son "condiciones para entender la ampliación de las luchas socia­les característica del escenario actual de la política democrática y para formu­lar una nueva perspectiva de izquierda en el marco de una democracia radical y plural'' (Laclau y Mouffe, 2001: xi).6

De más está decir que los diversos autores en cuestión no usan la teoría lacaniana del mismo modo. En la obra de Zizek, por ejemplo, Lacan constitu­ye una referencia constante y de primer orden, en tanto que para Laclau y Mouffe es una referencia entre muchas otras, si bien es cierto que ocupa un lugar cada vez más privilegiado. La izquierda tampoco es entendida de idén­tica manera por estos teóricos. Por ejemplo, Laclau y Mouffe siguen pensando que la revolución democrática constituye el marco definitivo de la política de izquierda, en tanto que Zizek parece creer que la democracia es un significan­te que ha perdido toda relevancia política para la agenda política progresista, en especial a raíz de su asociación con el capitalismo globalizado y su instru­mentación en la "guerra contra el terror". Sin embargo, la mera posibilidad de formular estas diversas posiciones presupone el lento pero indudable aflora­miento de un nuevo horizonte teórico-político: el amplio horizonte que he dado en denominar "la izquierda lacaniana". No propongo esta expresión como una categorización exclusiva o restrictiva, sino como un significante capaz de dirigir nuestra atención al surgimiento de un nítido campo de inter­venciones políticas y teóricas que explora con seriedad la relevancia del pen­samiento lacaniano para la crítica de los órdenes hegemónicos contemporá­neos.7 En el epicentro de este campo emergente cabría ubicar el respaldo

6 Declaración de Laclau y Mouffe incluida en la serie Phronesis. Es interesante señalar que la referencia al psicoanálisis no estaba en la formulación original de esta aserción. Ni siquiera figuraba en los primeros libros que publicó ¿ i íe k en la serie. Su inclusión posterior atestigua la creciente centralidad que ha adquirido la teoría psicoanalítica en el proyecto de Laclau y Mouffe desde principios de los años noventa.

7 Como es bien sabido, la división política entre izquierda y derecha surgió con la Revolu­ción Francesa, y en sus inicios se correspondía con la ubicación de los diversos representan- tes y agrupaciones políticas en la Asamblea. A la izquierda del presidente se situaban las fuerzas más radicales, antimonárquicas y partidarias de la democracia. Desde entonces, esta división horizontal ha funcionado como poderosa metáfora que organiza la esfera pública en muy diversos contextos. A raíz de su carácter formal-relacional, ha permitido que cada uno de los dos polos sea ocupado por proyectos muy diferentes: en distintos periodos históricos

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entusiasta de Zizek a Lacan;8 junto a él -a una distancia que algunos califica­rían de saludable- se sitúa la perspectiva de inspiración lacaniana que de­sarrollan Laclau y Mouffe; en la periferia -negociando un delicado ejercicio de malabarismo entre el exterior y el interior del campo, a menudo en calidad de sus "otros" o adversarios íntimos- tendríamos que ubicar el compromiso críti­co de pensadores como Castoriadis y Butler.

No cabe duda de que se trata de un campo heterogéneo. La designación "izquierda lacaniana" no se refiere a alguna unidad o esencia preexistente que subyazga a todos estos diversos proyectos teórico-políticos. En un espíritu verdaderamente lacaniano cabría incluso declarar que la izquierda lacaniana "no existe", es decir, que no se impone en el dominio teórico-político como positividad plena y homogénea. De hecho, paradójicamente, su propia divi­

y contextos espaciales, la izquierda ha comprendido fuerzas comunistas, socialistas y libera­les, así como los nuevos movimientos sociales. También se ha asociado históricamente a diver­sas propuestas políticas que apuntan a derrocar o transformar el statu quo: desde la propie­dad pública de los medios de producción y la intervención/regulación estatal de la economía hasta la expansión de los derechos, etc. Huelga decir que la referencia bibliográfica clásica sobre la oposición entre derecha e izquierda es Bobbio (1996).

Este programa político precisa una reformulación radical, y cabe señalar que hoy se tra­baja mucho en ese sentido. Sin embargo, el presente libro no aborda el desarrollo concreto de propuestas políticas: Lacan sería una fuente poco apropiada para tal empresa. Por otra parte, la concepción de políticas alternativas supone algo m ás: la legitimidad de la critica y la plau- sibilidad (cognitiva y afectiva) de la propia idea de alternativa. Hoy en día estas cuestiones parecen estar en tela de juicio. Si el significante "izquierda" retiene algún significado, éste deberá localizarse principalmente aquí: surgido con la revolución democrática, señala una legitimación democrática del antagonism o y encam a la idea de cuestionam iento del statu quo, así como la posibilidad de cambio. En oposición a lo que Roberto M angabeira Unger denomina "la dictadura de la falta de alternativas" (Mangabeira Unger, 2005), "la izquierda" designa un intento de restablecer y respaldar el deseo de una democracia de alternativas. Más aún, a fin de evitar la reocupación nostálgica de temas obsoletos de la izquierda, para estar en condiciones de ofrecer análisis esclarecedores de la extendida tendencia a la desdemocra­tización y orientar el pensamiento y la acción en direcciones innovadoras y atractivas, esta orientación democrática radical tendrá que echar mano de recursos teórico-prácticos no con­vencionales. Es aquí donde entran en escena la teoría lacaniana y la práctica del psicoanáli­sis. Además, es preciso tener en cuenta que, tal com o leem os en el Concise D ictionary o f Current English, la expresión inglesa the Left ["la izquierda"] también denota una "sección innovadora" de una escuela filosófica o tradición teórica.

8 Sin embargo, dados los rápidos e inesperados cambios que se producen en las posiciones de Ziiek, y su tendencia a incursionar continuamente en direcciones más bizarras e insonda­bles, casi es posible predecir que tarde o temprano llegará el día en que la única gran trans­gresión de sí mismo que le quede disponible sea trascender o incluso oponerse a Lacan. En este sentido, el mapeo que se presenta aquí no excluye la posibilidad de futuros desarrollos en los proyectos teóricos examinados, que obviamente pueden seguir las más diversas direcciones.

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sión es la mejor evidencia de su surgimiento, pues, como es bien sabido, hay una sola prueba que puede revelar más allá de toda duda razonable si en ver­dad existe o no este campo: dondequiera haya una izquierda será inevitable la división entre la izquierda supuestamente "verdadera" y la "falsa", entre los revolucionarios y los reformistas. Y al parecer esto es precisamente lo que ocu­rre en el caso de nuestra izquierda lacaniana. En el argumento de Andrew Robinson, por ejemplo, se enuncia la distinción entre una teoría política laca­niana "reformista" (Laclau, Mouffe y compañía) y una supuestamente "revo­lucionaria" (Zizek) (Robinson 2004: 265). No es sorprendente entonces que el significante "izquierda lacaniana" se deslice continuamente sobre sus signifi­cados potenciales. En tal sentido, hablar de él implica en parte construirlo, del mismo modo en que no es posible desligar ontológicamente el surgimiento de cualquier objeto de discurso del proceso performativo de su nombramiento.

He aquí entonces la pregunta crucial: ¿cómo debería tener lugar esta cons­trucción? Está claro que el objetivo no consiste en acometer una suerte de ejer­cicio totalizador guiado por la fantasía de enunciar el nuevo fundamento de la teoría, la praxis y el análisis políticos. Aparte de pecar de inmodesto y políti­camente ingenuo, tal objetivo resultaría contradictorio con la posibilidad de que este tipo distintivo de teorización lacaniana hiciera aportes útiles a nues­tras exploraciones teórico-políticas. Si se la toma en este sentido, la "izquierda lacaniana" sólo puede ser el significante de su propia división, una división que no ha de reprimirse ni desmentirse, sino que, por el contrario, debe poner­se de relieve y negociarse una y otra vez como locus de inmensa productivi­dad, como el encuentro -en el marco del discurso teórico- con el hiato consti­tutivo entre lo simbólico y lo real, entre el saber y la verdad, entre lo social y lo político. En su conferencia inaugural de 1953 en el Collége de France, mien­tras comentaba la posición socrática -posición que Lacan había elogiado-, Merleau-Ponty señaló enérgicamente que sólo esa conciencia de nuestro no saber nos abre las puertas a la verdad (Merleau-Ponty, 1988). Es así como deberíamos interpretar el célebre pasaje de Lacan en "Televisión", que ofrece la condensación formular de diversas nociones de enorme importancia origi­nadas en campos tan diversos como el de la filosofía (Merleau-Ponty es sólo uno de los casos que vienen a cuento), el de la teología (en especial la apofáti- ca, la vía negativa), y el de las matemáticas (incluidos Cantor y el teorema de Gódel):9 "Yo siempre digo la verdad. No toda, porque de decirla toda no

9 Miller no exagera cuando dice que "todo Lacan está en ese párrafo" (Miller, 1990: xix).

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somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras. Precisamente por este imposible, la verdad aspira a lo real" (Lacan, 1987: 7 [83]). Extraer las implicaciones políticas de este real en sus diferentes modali­dades será uno de los principales objetivos del presente libro.

T e o r ía , a n á l i s i s , e x p e r ie n c ia : e n c u e n t r o s c o n l o r e a l

Las anteriores aserciones, que subyacen a las premisas epistem ológicas y metodológicas de este texto, requieren cierta elaboración. La izquierda lacania­na es un libro de teoría y de análisis sustancialmente teórico, pero ¿qué tipo de teoría? ¿Cómo puede y cómo debería posicionarse la teoría en relación con la experiencia que se propone analizar?10 ¿Y de qué modo debería relacionarse con el deseo que se sitúa como experiencia en su propia raíz? Aquí sólo cabe partir de la tensión constitutiva entre el saber y la experiencia, tensión que no es epifenoménica ni accidental. En un nivel muy rudimentario, el principal designio de la construcción del saber y la teoría parece consistir en abordar y explicar la experiencia, para luego orientar nuestra praxis, es decir, canalizar la experiencia y guiar la acción por vías éticamente atinadas, fidedignas y legí­timas. He aquí una aserción extremadamente simple -casi sim plista- y neutra, que corresponde a una creencia muy difundida según la cual "la razón princi­pal para creer en las teorías científicas es el hecho de que explican la coheren-

10 La teoría y el análisis suelen conceptualizarse como opuestos. La teoría supuestamente se ocupa de lo general, lo abstracto. Articula de forma sistemática los principios básicos de un paradigma científico, las ideas fundacionales capaces de explicar un conjunto de fenóme­nos, etc. Por otra parte, se supone que el análisis aborda lo particular, lo concreto: mediante un examen exhaustivo de un campo conceptual o experiencial delimitado, apunta a captar su forma elemental, a separar sus elementos constituyentes y cartografiar sus m odos de in­teracción. Sin embargo, ¿no es obvio que ninguna teoría puede sostenerse si permanece en un nivel puramente especulativo, sin algún rapport con lo particular? Tanto la etimología griega de theoria -qu e describe el acto de v e r- como el significado del synlagm a "teoría analítica" revelan esta dialéctica constitutiva entre la experiencia, el análisis y la teoría. Asim ism o, nin­gún análisis puede tener lugar en un nivel puramente empírico, como si fuera posible arribar a la explicación objetiva de un encuentro inm ediato con lo particular en sí. No sorprende entonces que el "análisis del discurso" en el sentido que le dan Laclau y Mouffe se caracterice por su marcado perfil teórico. Desde esta perspectiva, las dos partes del presente libro deben verse como textos que comprenden dos gestos profundamente interrelacionados que, en tan­to funcionan en diferentes niveles de generalidad y operan con distintos tipos de materiales, comparten la misma orientación epistemológica y metodológica. Los principales parámetros de esta orientación se esbozan brevemente en esta sección del capítulo introductorio.

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cia de nuestra experiencia". Así se afirma en el hoy mal reputado libro Impos­turas intelectuales (Sokal y Bricmont, 1998: 55).11 El problema con esta postura es que las indagaciones teóricas y el discurso científico nunca logran explicar ni entender la totalidad de nuestra experiencia, y mucho menos predecir y dirigir la praxis humana. Incluso en el texto de Sokal y Bricmont, donde se defiende a toda costa la "sagrada" integridad de la ciencia, la aserción antes mencionada sólo tiene sentido cuando la experiencia se reduce a los experi­mentos científicos, y las teorías científicas, a "las mejor verificadas", según aseveran los propios autores (p. 55). Y aquí nos topamos con otro problema: que lejos de proporcionar un encuentro con lo real, los experimentos científi­cos a menudo se acotan a un campo ya domesticado de la experiencia, un campo de mediciones ya determinadas por paradigmas: es decir, contamina­das por la misma teoría que son llamadas a verificar (Kuhn, 1996: 126 [233 y 234]).12 No obstante, la verificación que proporcionan en general parece bastar para sostener la fantasía de que "la comunidad científica sabe cómo es el mun­do", la fantasía de que las teorías "verificadas" representan acabadamente el campo de la experiencia en bruto (p. 5 [63]). Y esto es exactamente lo que per­mite que entre en escena la palabra "totalidad".

En tal circularidad de una experiencia ya simbolizada que sostiene la fan­tasía de un orden teórico cerrado y preciso se revela la naturaleza de lo que Thomas Kuhn llama "la ciencia normal". De más está decir que la constitu­ción de este orden es una cuestión predominantemente política; no es coinci­dencia que la teoría de Kuhn sobre la historicidad de la ciencia se articule mediante un vocabulario político: ello pone en evidencia su relevancia directa para la reflexión política. La fantasía de la ciencia normal descansa "sobre el poder que se otorga a quienes pueden ir y venir" entre la realidad de la expe­riencia en bruto y nuestro mundo sociopolítico. Estos sujetos supuestos saber, por usar una formulación lacaniana,13 "estos pocos elegidos, tal como se ven

11 No abordaré aquí los comentarios de Sokal y Bricmont en relación con la teoría lacania­na. Acerca de este tema, véase Glynos y Stavrakakis (2001).

12 Si se desea consultar una introducción general a la conceptualización a m enudo contra­dictoria de la "experiencia" en el marco de la modernidad occidental, véase Jay (2005).

13 En este punto es preciso tomar conciencia de una diferencia crucial: mientras que en el psicoanálisis es el analizante quien inviste al psicoanalista de supuesto saber, creencia desti­nada a debilitarse a medida que progresa el tratam iento, aquí son los propios científicos quienes suelen afirmar que encarnan este saber supremo, un saber del todo y, -h e aquí el punto crucial- quienes insisten en no permitir que nadie (ni siquiera ellos mismos) cuestione el estatus del discurso científico. Si bien afortunadam ente no se trata de algo que ocurra siempre, las fantasías del todo, a pesar de algunas excepciones notables, conservan su vigen-

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ellos mismos, están dotados de la más fabulosa capacidad política que se haya inventado jamás". ¿Y cuál es esta supuesta capacidad? "Pueden hacer hablar al mundo mudo, decir la verdad sin que se los ponga en entredicho, poner fin a las discu­siones interminables mediante una forma de autoridad incontestable que provendría de las cosas en sí" (Latour, 2004: 14). Es inevitable coincidir con Latour en que "no podemos hacer pasar este cuento de hadas por una filosofía política como cualquier otra, y mucho menos por una superior a todas las demás" (p. 15). ¿Por qué? Por una razón -y aquí propongo una línea de razonamiento laca- niano-: porque la circularidad de este juego entre teoría y experiencia, entre saber y verdad, sólo puede sostenerse cuando se excluye algo; lo que queda fuera de la ecuación es la parte no simbolizada -o , más exactamente, no sim- bolizable- de la experiencia, lo que siempre escapa a la simbolización y a la representación teórica: en pocas palabras, lo real como distinto de la realidad. La teoría sólo puede manifestarse como una adecuación o representación veraz de la experiencia si el campo de la experiencia se reduce a aquello que ya está simbolizado; en el mejor de los casos, a lo que es simbolizable de acuer­do con las reglas prevalecientes de la simbolización: en términos lacanianos, si lo "real" se reduce a la "realidad" (que de acuerdo con Lacan se construye en los niveles simbólico e imaginario, mediante el significante y la imagen). Entonces, aquí no se disputa el hecho de que el saber pueda ser fiel a la reali­dad; claro que puede serlo. Sólo que se trata de una realidad ya producida mediante las reglas científicas de la simbolización, una realidad ya teorizada. El saber puede ser fiel a la realidad de nuestra experiencia, y aún así no captar -forcluir, reprimir o desmentir- lo real de la experiencia, lo que cae fuera de lo que esta realidad puede captar.

cía en el entorno "científico". Bruce Fink cita el ejemplo de E. O. Wilson, famoso profesor de biología de Harvard, quien, tal como lo revela su reciente libro Consilience. La unidad del cono­cimiento, sugiere que "si se emplean los métodos desarrollados en las ciencias naturales, la ciencia finalmente podrá explicarlo todo". La conclusión es obvia: "¿Acaso los científicos han dejado atrás la fantasía del todo? ¡En lo más m ínimo!" (Fink, 2002:177).

Si esta fantasía se considera indispensable para estimular el deseo del científico en condi­ciones científicas normales, el psicoanálisis apunta a perturbar su aceitado funcionamiento, a cuestionar el sujeto supuesto saber. Es aquí donde se revela en toda su plenitud la distancia entre la academia y el psicoanálisis. Tal como lo formulara Lacan en su seminario sobre el acto psicoanalítico, "yo no soy un profesor, justam ente porque cuestiono al sujeto supuesto saber. Eso es precisamente lo que el profesor no cuestiona jamás puesto que en esencia él es, en tanto profesor, su representante" (seminario del 22 de noviembre de 1967). ¿Puede el dis­curso teórico escapar a esta función de encarnación? ¿Cómo? Comenzar a responder estas preguntas es el objetivo de los párrafos que siguen.

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Esta exclusión explica la banalidad de muchas teorías científicas; y ello vale tanto para las ciencias naturales como para las sociales, a condición de que se hagan las "traducciones" y modificaciones apropiadas. El discurso de la cien­cia suele consagrarse a la representación y explicación de este campo de la experiencia domesticada, el campo de lo que podría llamarse "experiencia banal".14 Una sola ojeada a la lista de títulos doctorales y abstracts que pululan en nuestras universidades basta para advertir de inmediato esta situación. Es un lugar sin sorpresas, dado que excluye la instancia desestabilizadora de lo real: "Inicialmente se experimenta sólo lo previsto y lo usual, incluso en cir­cunstancias en las que más tarde se observará la anomalía" (Kuhn, 1996: 64 [146]). En su abordaje de la experiencia banal, con las racionalizaciones injer­tadas en el automatismo de la reproducción natural y social, la teoría se vuel­ve parte de la misma banalidad. De hecho, cuanto más atinada es en su repre­sentación de la realidad -la realidad de la experiencia banal, la realidad de lo que Latour llama "cuestiones de hecho", los objetos exentos de riesgo de los cuales se supone que tienen fronteras claras, una esencia y propiedades bien definidas (Latour, 2004: 22)-, tanto más se banaliza. Dentro del esquema de la ciencia normal, todos los encuentros con lo real, con la "anomalía" ("lo que ha violado las expectativas inducidas por el paradigma que gobierna la ciencia normal") terminan por reducirse a lo "esperado" (Kuhn, 1996: 55 [130]).15

Pero esta represión sólo puede ser temporaria. Tarde o temprano, lo real vuelve a aflorar y disloca la teoría. Entonces, las "cuestiones de hecho" se vuel­ven "cuestiones preocupantes", objetos paradójicos que perturban toda fanta­sía de representación, predictibilidad y control absolutos: el asbesto, la perfec­ta sustancia modernista, el material mágico, se convierte en una pesadilla contaminante; los priones emergen inesperadamente como explicación de la e e b [encefalopatía espongiforme bovina], cosa que no era siquiera imaginable en la ciencia establecida (Latour, 2004: 22-24). En estos momentos de disrup- ción -d e sorpresas y acontecimientos (p. 79)- se hace sentir la presencia de la experiencia como "encuentro con lo real", por usar una frase lacaniana. La disrupción puede conducir a una crisis de la ciencia normal y a una revolu­

14 Lo cual de ningún m odo equivale a afirm ar que la banalidad no sirve. Además, la banalidad -d esde la banalidad del consumo hasta la "banalidad del m al" que conceptualizó Hannah A rendt- es una dim ensión siem pre presente, inevitable y a veces necesaria de la vida humana.

15 Aquí el problema no radica en que la teoría intente simbolizar lo real, sino en el hecho de que este intento se basa en la banalización de lo real y en la negativa a reconocer la impo­sibilidad última de su representación total.

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ción científica, pero este impacto drástico no siempre es visible porque lo absorben de forma retrospectiva las diversas representaciones que las discipli­nas científicas tienen de sí mismas. En tales encuentros nos topamos con un ímpetu científico radicalizado que es capaz de atravesar la banalidad de la ciencia normal. Pero el proceso de sedimentación y normalización recomienza de inmediato. Es entonces cuando el "retom o de lo reprimido" toma la forma de "conciencia de anomalía [que] inaugura un período en el que las categorías conceptuales se ajustan hasta que lo inicialmente anómalo se convierta [otra vez] en lo previsto", con lo cual se inicia la hegemonía de un nuevo paradig­ma (Kuhn, 1996: 64 [146]).

Parece que "la ciencia, si se la mira con cuidado, no tiene memoria. Olvi­da las peripecias de las que ha nacido" (E2006: 738). Incluso Prusiner, el hereje que propuso la hipótesis revolucionaria de los priones para explicar la enfer­medad de Creutzfeldt-Jakob y el mal de "la vaca loca", terminó por ganar el premio Nobel, y sus teorías fueron adquiriendo el estatus de una nueva orto­doxia que las hizo cada vez más resistentes al cuestionamiento y la disputa. Sin embargo, la restauración de la normalidad no implica que el nuevo para­digma esté a salvo. La razón es simple: ¿acaso no se funda en una banaliza- ción similar de lo real de la experiencia? ¿Acaso lo real no excede siempre su representación normalizada? Si éste es el caso, la ciencia normal nunca está a salvo. De acuerdo con el esquema de Kuhn, nunca deja de ser susceptible a las crisis y las revoluciones científicas, a las fuerzas de la negatividad y su positi- vación/sedimentación parcial en órdenes siempre nuevos de discurso (cien­tífico). La conclusión afluye casi naturalmente: en oposición al popular e incondicional optimismo ilustrado, el saber en general nunca es suficiente; siempre hay algo que escapa. Es como si la teoría fuera un chaleco de fuerza que no puede contener el vibrante e impredecible campo de nuestra expe­riencia real. El análisis científico se revela incapaz de cartografiar sus fronte­ras. Lo real parece ser una térra que desea permanecer incógnita.16 Frustrada

16 Obtenemos una primera impresión de este juego entre la teoría y la experiencia en la distinción entre el espacio y el tiempo. La construcción teórica - la construcción de una teoría o una filosofía de la historia, por ejem plo- siempre conlleva cierta espacialización de la tem­poralidad elusiva de la experiencia, del acontecimiento. La teoría intenta representar y fijar en términos espaciales algo que se revela en el continuo e incontenible flujo de la temporalidad. A fin de cristalizar y entender la experiencia, necesitamos reducir la temporalidad '‘experien­cia!" al espacio "teórico", al espacio de un texto. Sin embargo, ello no equivale a decir que no debamos explorar la posibilidad de construir formas espaciales (topológicas, teóricas, insti­tucionales, artísticas, urbanas, etc.) que intenten cercar la temporalidad de lo real sin neutra­lizarla. De hecho, ésta es la línea que seguirá mi argumentación.

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en su incapacidad de articular plenamente la verdad de lo real en el saber, la ciencia prefiere olvidar su dependencia del encuentro traumático; "de la ver­dad como causa no-querría-saber-nada" (E2006: 742).

El psicoanálisis como discurso y práctica constituye uno de los terrenos privilegiados desde los cuales es posible reflexionar sobre esta tensión consti­tutiva entre el saber y la experiencia, entre lo simbólico y lo real. En palabras que Jacques Lacan dijera en su seminario sobre Los cuatro conceptos fundamen­tales del psicoanálisis, "El psicoanálisis, más que ninguna otra praxis, está orien­tado hacia lo que, en la experiencia, es el hueso de lo real" (S il: 53 [61]). Lo vemos con claridad al examinar, por ejemplo, su posición en el entorno analí­tico. Tal como señala Serge Leclaire, el analista se ve en la obligación de res­ponder a un requerimiento doble e incluso contradictorio.17 Por un lado, "debe tener a su disposición un sistema de referencia, una teoría" que le per­mita "ordenar el cúmulo de material" (Leclaire, 1998: 14). Pero por el otro lado, cuando escucha el discurso del analizante, tiene que estar abierto a la singularidad de esa experiencia de escucha y "hacer a un lado todo sistema de referencia en la medida en que la adherencia a un conjunto de teorías conduce necesariamente [...] a privilegiar ciertos elementos" y sacrificar la "atención flotante" (pp. 14 y 15). Por esta razón, uno de los problemas más cruciales que enfrentan los analistas en sus encuentros cotidianos parece ser el siguiente: "¿Cómo se concibe una teoría del psicoanálisis que no anule, en el preciso hecho de su articulación, la posibilidad fundamental de su práctica", de su apertura al campo de la experiencia real del paciente? (p. 15). En un nivel más abarcador, si pasamos del psicoanálisis al análisis en general, ¿cómo podemos concebir una teoría que no macere o banalice lo real en su intento de dominar su representación, es decir, de analizarlo?

Aquí Lacan puede ser de alguna utilidad. ¿Por qué? Precisamente porque, desde el comienzo de su enseñanza, se propone articular una teoría, una orientación del análisis, que no se base en la reducción de lo real irrepresenta- ble sino en su reconocimiento. Cito una vez más de Los cuatro conceptos funda­mentales del psicoanálisis: "¿Dónde encontramos ese real? [...] De un encuentro esencial se trata en lo descubierto por el psicoanálisis, de una cita siempre rei­terada con un real que se escabulle" (S il: 53 [60 y 61]). Pero detengámonos aquí por un momento: ¿cómo pueden los caminos de la experiencia, que for­man parte de algo imposible de represeritar plenamente en el dominio de lo

17 Leclaire so refiere al psicoanalista, pero este problema afecta a todas las formas del análisis.

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simbólico (donde suele construirse la teoría y practicarse el análisis) -los cami­nos del territorio que Lacan denomina lo real-, encontrar lugar en el marco de una teoría del psicoanálisis o de una teoría en general? ¿No argumenta el pro­pio Lacan que lo real es radicalmente inconmensurable con nuestras construc­ciones simbólicas?

Es verdad que la relación del saber con la experiencia es apenas una de las modalidades que asume la relación entre lo simbólico (y lo imaginario) por un lado, y lo real por el otro. Sin embargo, el hecho de que lo simbólico nunca pueda dominar lo real, de que la teoría nunca pueda captar de lleno la experiencia, no significa que debamos abstenernos de simbolizar: Lacan se opone sin lugar a dudas a esa "tabuización" de lo real. Tal como señala Slavoj ¿izek, "Lacan está muy lejos de convertir lo real en 'tabú', de elevarlo a enti­dad intocable exenta de análisis histórico"; por el contrario, "para él, la única posición ética verdadera es asumir plenamente la tarea imposible de simboli­zar lo real, incluyendo su fracaso necesario" (Zizek, 1994:199 y 200 [296]; el énfa­sis me pertenece). Ante la irreductibilidad de lo real de la experiencia, al pare­cer no tenemos otra alternativa que simbolizar, seguir simbolizando, tratar de poner en acto un cercamiento positivo de la negatividad. Pero no debemos incurrir en una simbolización fantasmática, que intente macerar lo real de la experiencia y eliminar de una vez y para siempre su causalidad estructural. Nuestra simbolización necesita articular un conjunto de gestos simbólicos (positivaciones) que incluya un reconocimiento de los límites reales de lo sim­bólico, de los límites reales de la teoría, e intente simbólicamente "institucio­nalizar" la falta real, la huella (negativa) de la experiencia o, mejor dicho, de nuestro fracaso en neutralizar la experiencia. Sólo así seremos capaces de cons­truir teorías que trasciendan la banalidad de la ciencia normal; sólo así sere­mos capaces de explorar nuevos modos de positivación, poniendo de relieve -en lugar de forcluir- la dialéctica irreductible y la interpenetración continua de la experiencia y el saber, de lo real y lo simbólico, del tiempo y el espacio, de lo negativo y lo positivo.

Lo que se necesita, entonces, es una reorientación de la manera en que construimos nuestras teorías y llevamos a cabo nuestros análisis. En lugar de reprimir el reconocimiento de sus límites, de su fracaso definitivo en el intento de captar lo real -com o suele ocurrir con las estrategias teóricas reduccionis­tas- podemos comenzar a incorporar este elemento desestabilizador en nues­tras teorías. Probablemente nos iría mejor si admitiéramos esta relación para­dójica en lugar de reprimirla, si reconociéramos esta tensión entre saber y experiencia que marca nuestra vida, si inscribiéramos una y otra vez los lími­

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tes del discurso teórico en su propio entramado simbólico. En tal sentido, la teoría lacaniana trasciende la banalidad de la ciencia normal -ciencia que se circunscribe al campo de la experiencia banal- e introduce la idea de una revo­lución científica permanente. Más aún, si la epistemología sólo puede ser política -" la epistemología y la política [...] son una y la misma cosa", escribe Latour (2004: 28)- esta ética de la teorización debe situarse en un contexto político más amplio, que se vincula al legado de la revolución democrática.

No obstante, cabe preguntarse si este modo (cabalmente político) de teori­zar es posible, y cómo es posible. De acuerdo con Lacan, lo es. V lo es precisa­mente porque, desde el principio, lo real, por inconmensurable que sea, no es ajeno a lo simbólico.18 Si lo real se define como lo que se resiste a la simboliza­ción, ello se debe a que efectivamente podemos experimentar el fracaso de la simbolización en el intento de dominarlo. Si la pregunta es "¿Cómo sabemos, en primer lugar, que lo real se resiste a la simbolización?", la respuesta debe ser "Precisamente porque esta resistencia, este límite de la simbolización, se manifiesta en el nivel de la propia simbolización". El psicoanálisis se basa en la idea de que lo real, lo real de la experiencia, se manifiesta en determinados efectos que persisten en la representación, aunque no alcance una representa­ción positiva final per se. Los límites de toda estructura discursiva (de la articu­lación consciente del significado, por ejemplo), los límites que dividen lo dis­cursivo de lo extradiscursivo, sólo pueden manifestarse en relación con esa misma estructura discursiva (mediante la subversión de su significado). En el vocabulario de Kuhn, "la anomalía sólo aparece contra el trasfondo suminis­trado por el paradigma" (Kuhn, 1996: 65 [147]). De ahí la insistencia de Freud en las formaciones del inconsciente: los sueños, los actos fallidos, los sínto­mas, etc., es decir, los lugares donde el sentido consciente cotidiano se distor­siona o perturba y la negatividad adquiere una paradójica y desconcertante encamación positiva (tanto simbólica como afectiva). Además, el psicoanálisis sostiene que es posible poner en acto los gestos simbólicos, los modos de posi- tivación, que pueden cercar esos momentos de manifestación o resurgimiento de lo real; de lo contrario, la "cura por la palabra" no surtiría efecto alguno. Queda por responder, claro está, la pregunta por la naturaleza de esos gestos simbólicos. Más que una cuestión de "si", es una pregunta por el "cómo".

Ahora bien, no cabe duda de que Lacan cree en la posibilidad de escapar a la ilusión de la clausura teórica y la reducción analítica, y abordar lo real por

18 Aquí sintetizo un argumento presentado por primera vez en Stavrakakis (1999a1 82-90 [123-135]).

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medio de un estudio de estructuras figurativas paradójicas y bizarras como las que incluye en su topología: el nudo borromeo,19 por ejemplo, puede mos­trar cierto real (S20: 133 [160]). En Aún, su seminario de 1972-1973, Lacan deja en claro que lo real sólo puede inscribirse sobre la base de un impasse de la formalización (S20: 93 [112 y 113]). Precisamente a través de las fallas de la for- malización -e l juego de la paradoja, las zonas de inconsistencia e incomple- tud- se vuelve posible captar "los límites, los puntos de impasse, de callejón sin salida, que muestran lo real cediendo a lo sim bólico" (Lacan, citado en Lee, 1990: 171). Los neologismos de Lacan, y sus aserciones como "La mujer no existe" o "No hay relación sexual", intentan reproducir este cercamiento paradójico de la imposibilidad, esta nueva orientación en la construcción de la teoría. Tal como lo expresa Nasio, "la fórmula de Lacan 'no hay relación sexual' es precisamente un intento de delinear lo real, de localizar o cercar la falta del significante del sexo en el inconsciente". En este sentido, el trabajo teórico no se reduce a afirmar "aquí está lo real que es desconocido", sino que involucra un intento de cercar lo real, de trazar sus límites (Nasio, 1998: 112).

He aquí la posición lacaniana que subyace a la orientación epistemológica y teórica del presente libro.20 Aunque nunca podemos simbolizar plenamente lo real de la experiencia en sí, es posible delinear (incluso de forma metafórica) los límites que impone a la significación y la representación, los límites que impone a nuestras teorías. Es posible estar alerta a los modos de positivación que adquieren esos límites más allá de la reducción fantasmática de lo negati­vo a lo positivo, de la no identidad a la identidad, de lo real a la realidad. Aun­que es imposible tocar lo real, dominar de lleno la experiencia, es posible cercar esta imposibilidad, precisamente porque esta imposibilidad siempre emerge en el seno de la simbolización, en el marco de un terreno "teórico". De aquí no se deduce, claro está, que dicho cercamiento pueda alguna vez ser total; por el contrario, en la medida en que esta estrategia también se articula en el nivel simbólico, está condenada a fracasar. Pero permanece abierta al fracaso, a la huella ontológica de su propia contingencia. Asume la responsabilidad del límite, y pone así de relieve la dimensión ética de la dialéctica saber/experien-

19 Estructura topológica formada por tres anillos ligados de modo tal que, cuando uno de ellos se corta, los otros dos se sueltan automáticamente. Lacan usa este nudo o cadena para presentar el vínculo entre los tres registros: el de lo real, el de lo simbólico y el de lo imagina­rio. La estructura form aba parte del escudo de arm as de la familia Borrom eo, de donde adquiere su nombre.

20 Si se desea ampliar el análisis de la epistemología lacaniana, véase Glynos y Stavraka- kis (2002), y Nobus y Quinn (2005).

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cía. Sin embargo, no se trata de una suerte de aceptación nihilista, siquiera masoquista, de la pasividad y el fracaso. ¿Por qué? No en menor medida por­que el registro de los límites del entendimiento permite un entendimiento mejor, o bien diferente: "El segundo peligro es comprender. Comprendemos siempre demasiado, particularmente en el análisis [...]. A partir del momento en que uno deja de exigirse un extremado rigor conceptual siempre encuentra la manera de comprender" (S2: 265 [160]). Sólo mediante la aceptación de este fracaso puede la teoría permanecer abierta a la verdad de la experiencia. En otras palabras, no se trata de refrendar la ausencia de saber, de celebrar con actitud nihilista su desintegración, sino más bien de adoptar una posición de docta ignorantia, "un saber sobre los límites del conocimiento, una profunda conciencia de la significación que comporta el no-saber" (Nobus y Quinn, 2005: 25). Y aquí encontramos el camino de regreso a la anterior aserción de Lacan: es imposible decir toda la verdad. No obstante, es preciso intentarlo. No en la esperanza de que finalmente nos las ingeniaremos para decirla toda, sino, por el contrario, aceptando sin reservas que nos faltan las palabras para decirla: es precisamente a través de tal imposibilidad que la verdad se atiene a lo real. Como veremos a lo largo del presente texto, ésta es la sólida orientación que subyace a los cambios continuos y a menudo radicales que marcan la trayecto­ria de Lacan: los cambios en sus nociones de afecto, deseo, etcétera.

De más está decir que esta verdad psicoanalítica cercada por el saber nun­ca se define sobre la base de la adecuación del lenguaje a la realidad, sino que apunta a orientar la acción. En el marco del psicoanálisis, su objetivo es "deter­minar un acto en la cura" (Nasio, 1998:116). En líneas más generales, su obje­tivo es el acto propiamente dicho, en oposición a la actividad. De acuerdo con Zizek, la actividad "se apoya en cierto soporte fantasmático", en tanto que "el acto implica perturbar-'atravesar'-el fantasma" (Zizek, 1998a: 13). Desde el punto de vista lacaniano, la teoría debería pensarse como un recurso que nos permite "lograr el gesto más radical de 'atravesar' el fantasma fundamental", no sólo en el marco del psicoanálisis clínico, sino "incluso y también en la política" (p. 9). Más aún, un recurso que cree y sostenga un espacio donde tales actos puedan reconcebirse y reimplementarse de forma continua, un espacio permeado por un ethos verdaderamente democrático. Y es por ello que dicho modo de teorización es indispensable para la "izquierda lacaniana".

Por la misma razón, quien lea el presente libro en busca de respuestas fina­les y proyectos políticos quizá se decepcione: éste es un ejercicio de teoría polí­tica y análisis crítico, y no un manifiesto político. Aunque la orientación general de una reformulación lacaniana de la teoría política sea rigurosamente crítica y

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posibilitadora -crítica de cualquier doxa establecida y posibilitadora de visio­nes e intervenciones alternativas-, no puede garantizar el surgimiento de lo nuevo. No puede predecir ni comandar ni llevar a cabo el acto: es decir, ningún acto que trascienda su propia (limitada) elaboración. Nada sería más ajeno al discurso psicoanalítico, que se sitúa más allá de todo didacticismo ingenuo (académico o político) y siempre recela de los discursos del amo y de la univer­sidad.21 Lacan lo deja bien en claro ya desde su primer seminario: "¿Deben los analistas empujar a los sujetos en la vía del saber absoluto [ . Y la respuesta es: "¡Por supuesto que no! [...] Tampoco les preparamos el encuentro con lo real. Nuestra función no es guiarlos de la mano por la vida" (SI: 265 [385 y 386]). El analista ha de posibilitar un cambio en la relación del analizante con el deseo y el goce -concebidos aquí como otra modalidad de lo real, más posi­tiva- a través de una práctica que "parece constituir una ruptura en el redoble de tambor del ser con valores comunes" (Miller, 2005: 22); sin embargo, la implementación -y la continua reimplementación- de dicho cambio sólo puede y debe ser el resultado del sostenido empeño y la decisión o las decisiones del analizante.22 En este tenor, Lacan concluye su temprano texto sobre el estadio del espejo con las siguientes palabras: "El psicoanálisis puede acompañar al paciente hasta el límite extático del 'Tú eres eso', donde se le revela la cifra de su destino mortal, pero no está en nuestro solo poder de practicantes el conducir­lo hasta ese momento en que empieza el verdadero viaje" (E1977: 8).

De ahí las dudas psicoanalíticas -presentes tanto en Freud com o en Lacan- sobre la posibilidad de efectuar un cambio milagroso en la sociedad como resultado de la aplicación y la implementación directas de ideales y con­ceptos teóricos preconcebidos a través de un acto radical singular. Durante los acontecimientos de Mayo de 1968, aunque estaba dispuesto a suspender sus actividades docentes, Lacan inició un debate en su seminario con el objeto de ser "dignos de los acontecimientos que están ocurriendo". En ese contexto citó una pregunta que al parecer planteaban muchos analistas de la época: "¿Qué espera de nosotros la insurrección? La insurrección les responde: por ahora, lo que esperamos de ustedes... ¡es que nos ayuden a arrojar adoquines!" (semi­nario del 15 de mayo de 1968). La implicación parece bastante clara: la brecha

21 Esto no equivale a decir que los psicoanalistas hayan logrado evitar el didacticismo y las manipulaciones de poder en su práctica clínica y sus colectividades profesionales.

22 Cualquier otra posición sólo puede neutralizar el potencial de una intervención analíti­ca. En una formulación muy "foucaltiana", Lacan incluso argum entará que "cargarse la miseria [del analizando] al hombro es entrar en el discurso que la condiciona, así no fuera más que a título de protesta" (Lacan, 1990:13 [95]).

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que se abre entre la teoría y la práctica es irreductible, y no se trata sólo de una brecha entre teóricos y activistas, sino que es una división interna de todos nosotros, una división constitutiva entre nuestro saber y nuestro deseo: si hay algo que incrementa el atractivo del savoir psicoanalítico no es su habilidad para salvar esta brecha; por el contrario, es el hecho de que la tematice e inte­rrogue en términos más perspicaces. Ello se esclarece más cuando Lacan llega a la conclusión de que "el teórico no es quien encuentra el camino. El lo expli­ca. Obviamente, la explicación es útil para encontrar el resto del camino" (seminario del 19 de junio de 1968). Se trata de la misma estrategia que insufló la reacción de ¿izek ante los recientes acontecimientos de los suburbios fran­ceses, acerca de los cuales dijo: "Entonces, ¿qué puede hacer un filósofo aquí? Es preciso tener en cuenta que la tarea del filósofo no consiste en proponer soluciones sino en reformular el problema, en modificar el marco ideológico en el cual se ha percibido el problema hasta el momento" (Zizek, 2005c). El cambio que suscita el teórico a menudo puede abrir la puerta a un curso alter­nativo de acción, curso que, sin embargo, ningún filósofo-rey (ni psicoanalis­ta-rey) puede prescribir, predecir ni garantizar.

H i p ó t e s i s , c a p ít u l o s

Hasta ahora no se han publicado estudios detallados que cartografíen la emer­gente izquierda lacaniana, ni indagaciones rigurosas sobre las convergencias y divergencias que tienen lugar entre las figuras más importantes de este terre­no teórico, ni su ubicación exacta en él, y tampoco una evaluación exhaustiva de la importancia de los argumentos básicos que circulan en dicho campo con referencia al análisis de asuntos sociopolíticos concretos. Con el presente libro me propongo abordar ese vacío.

En la primera parte se analizan diversas lecturas críticas provenientes de la teoría política y la filosofía.23 En los casos de Laclau y Zizek, he aprovecha­

23 Mi principal interés en el material presentado en esta parte se limita en general a la teoría política contemporánea, por lo cual no brindaré una genealogía completa de las apro­piaciones de Lacan por parte de la izquierda durante las décadas de 1960 y 1970. De haber elegido hacerlo, habría incluido extensos capítulos sobre figuras tan importantes como Louis Althusser -cuyo artículo "Freud y Lacan", de 1965, legitimó el interés del comunismo en la obra de Lacan (Althusser, 1999)- y Fredric Jameson -cuyo artículo "Imaginary and Symbolic in Lacan: Marxism, Psychoanalitic Criticism, and the Problem of the Subject" [Lo imaginario y lo simbólico en Lacan: marxismo, crítica psicoanalítica y el problema del sujeto] (Jameson,

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do los capítulos pertinentes para sintetizar y continuar el diálogo actual sobre cuestiones cruciales vinculadas al surgimiento y posterior desarrollo de la izquierda lacaniana. Sin embargo, el objetivo no se limita a cartografiar este terreno desparejo -ése es apenas el primer paso-, sino que además comprende un riguroso análisis de la importancia que la argumentación lacaniana per se tiene para la teoría política y para la política democrática de transformación. Por consiguiente, el presente texto también me brinda la oportunidad de ex­poner ante el lector no iniciado, sin prisa pero con exhaustividad, algunos de los aspectos más centrales de la teoría lacaniana, y de analizar sus implicacio­nes políticas. En este contexto pasaré de una descripción de la compleja topo­grafía de la izquierda lacaniana como campo general a mi interpretación de la izquierda lacaniana como conjunto de orientaciones teóricas, analíticas y críti­cas. De más está decir que no es posible distinguir de forma prístina estos dos aspectos del libro: sólo es posible representarlos adecuadamente mediante la figura topológica de la cinta de Moebius.24 Mis propias orientaciones se for­mularon inicialmente en el marco del encuentro con las figuras más importan­tes que se encuentran en actividad en este campo, cuya obra analizo aquí; a la vez, las lecturas que se presentan a lo largo del libro están condicionadas por mis preocupaciones idiosincrásicas como teórico-político y como lacaniano.

Sin embargo, el lector no encontrará aquí un examen exhaustivo de la obra de Lacan ni de su relevancia para el estudio de la política -cuestión que ya he abordado en Lacan y lo político-25 ni exposiciones globales de los proyec­tos intelectuales analizados. En contraste con ese libro anterior, La izquierda lacaniana no es, estrictamente hablando, un texto introductorio, sino una com­pilación de ensayos que abordan -en la primera parte- aspectos específicos de la obra de Castoriadis (las ambigüedades de la creatividad y la imaginación radical), Laclau (los límites afectivos del discurso), ¿izek (el estatuto del acto

1978) estableció una legitimación sim ilar en el marco de la teoría cultural de izquierda del mundo anglosajón. Pero tal crónica histórica excede el alcance de este proyecto. La única excepción es la inclusión de Castoriadis, que no es por completo arbitraria: hasta hoy se ha escrito muy poco acerca de la relación entre la obra de Castoriadis y la teoría lacaniana, y yo me propongo echar alguna luz sobre este tema controvertido. La principal razón por la que elegí incluir a Castoriadis es el hecho de que su obra marca con gran claridad la periferia éxtima de la izquierda lacaniana tal como se desarrolla en la actualidad.

24 Esta estructura topológica atrajo el interés de Lacan porque desestabiliza los supuestos del sentido común acerca de la relación entre las dos caras de una figura dada (y, más en gene­ral, entre el interior y el exterior, la inclusión y la exclusión), puesto que permite concebir un espacio que a primera vista parece de dos lados como un continuo con un lado y un borde.

25 Véase Stavrakakis (1999a).

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en el psicoanálisis y la política) y Badiou (las implicaciones éticas y políticas del acontecimiento), que son centrales para efectuar una ieorientación crítica de inspiración lacaniana de la teoría política y el análisis político. Algunas de las preguntas cruciales que guían mi argumentación en estos capítulos son las siguientes: ¿Puede decirse que la emergente izquierda lacaniana produce efec­tos distintivos en la intersección de la teoría y la política? ¿Cuáles son las for­mas metodológicas, conceptuales, teóricas y analíticas que adquieren estos efectos en los diversos proyectos examinados, y cómo podemos evaluar su estatus actual y sus perspectivas futuras? Huelga decirlo, el objetivo de tal evaluación no consiste en reducir la productiva heterogeneidad de la izquier­da lacaniana, sino en rastrear la manera en que determinados temas continúan ocupando un lugar central en sus diversas elaboraciones y requieren un mayor desarrollo: el momento crítico del avance gradual hacia órdenes hegemónicos y relaciones sedimentadas de poder; la necesidad de teorizar más allá de la fantasía o el fantasma, no para garantizar -claro está - sino para orientar el pensamiento y la acción en direcciones políticamente habilitantes e innovado­ras; el deseo de elucidar la relación entre la representación y el afecto, entre el significante y el goce, en la identificación política y el cambio social; la impor­tancia de negociar un derrotero entre la negatividad y la positividad, entre las limitaciones y la promesa de acción política: un derrotero que permita tener en cuenta la irreductible dialéctica entre estos términos.26

En la segunda parte del libro, el foco se desplaza con el objeto de abarcar un conjunto de cuestiones políticas concretas que adquieren inmensa impor­tancia a medida que nos internamos en el siglo xxi. ¿Cómo puede una teoría

26 En este texto, los significantes "dialéctico/a" y "dialéctica" no se usan en sentido estric­tamente técnico, y de ningún modo en el sentido hegeliano o marxista. En la mayoría de los casos se emplean para describir patrones contingentes de interacción dinámica entre factores o registros (constitutivos) de la experiencia. Tales interacciones no obedecen a reglas inma­nentes de desarrollo y escapan a todas las metas predeterminadas de la síntesis. Éste es más bien el sentido en que Lacan se refiere a la dialéctica del sujeto y el Otro y a la dialéctica entre la falta y el deseo o entre el deseo y la ley. En la misma línea se ubican los registros de lo sim­bólico, lo real y lo imaginario. Aquí es preciso señalar la absoluta ausencia de referencias a la Aufhebung, de algún "vínculo fantasmático con la síntesis", dado que la noción hegeliana de "progreso ideal" se sustituye por los "avalares de una carencia" (E2006: 710). Así, si hay una afinidad con una conceptualización filosófica particular de la dialéctica, la candidata más pro­bable es la "dialéctica negativa" de Adorno, en la medida en que allí se pone en tela de juicio la identidad y la reconciliación, y la argumentación se articula sobre la base de una "concien­cia consistente de la no identidad" (Adorno, 1973: 5). La dialéctica negativa impele al pensa­miento a pensar contra su propia clausura, contra la reducción de nuestra experiencia de lo "no idéntico", término equivalente al real lacaniano desde el punto de vista estructural.

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política lacaniana interpretar los diversos fenómenos inquietantes -las "cues­tiones preocupantes" de Latour- que frustran una y otra vez nuestras capaci­dades de entender e intervenir? ¿Qué puede decir sobre el nacionalismo, las identidades transnacionales, el consumismo? ¿Cómo responde a las tenden­cias "desdemocratizantes" o "posdemocráticas" de las sociedades capitalistas globalizadas? ¿Puede combinar una actitud ética que revigorice la democracia moderna con una pasión real por la transformación, capaz de estimular el cuerpo político sin reocupar el utopismo obsoleto de la izquierda tradicional? Según la hipótesis central que desarrollo aquí, la teoría lacaniana, además de sus importantes contribuciones epistemológicas, tiene mucho que ofrecer en todos estos frentes. No sólo proporciona una serie de herramientas invalua- bles para el análisis de la realidad política y social -que se extiende desde la semiótica y la teoría del discurso lacanianas hasta una teorización del fantas­ma que guarda relevancia directa para la crítica de la ideología-, sino que también introduce un nuevo modo de teorizar el momento de lo político des­de la perspectiva descrita en la sección previa de esta introducción: como un encuentro con lo real lacaniano. Algunos de estos temas se han analizado in extenso en Lacan y lo político. La izquierda lacaniana comparte con ese libro ante­rior el deseo de dirigirse a un público académico que trascienda a la "minoría iluminada" para abarcar a todo aquel que aún valore el análisis político críti­co. Obviamente, el presente texto se basa en algunos de los argumentos ya presentados en su antecesor, pero haciendo hincapié en cuestiones que no recibieron suficiente atención y son fundamentales para el trabajo que he desarrollado durante los últimos cinco años.

Aquí sólo quiero poner de relieve la más importante de ellas: el papel que desempeña el goce (la jouissance) en la vida política, y en especial como factor explicativo de la longevidad y omnipresencia de determinadas identificacio­nes y de la dialéctica del cambio político y social. Además de señalar lo real como el límite alienante y desestabilizador de la significación y la representa­ción -noción cuya importancia sigue v igente-, es necesario abordar sus modalidades más positivas, presentes sobre todo en la obra más tardía de Lacan: lo real como jouissance. A lo largo del libro examinaré en detalle cómo se conceptualizan el afecto y el goce en el corpus freudiano y lacaniano, así como los usos que pueden tener estas conceptualizaciones en el análisis polí­tico concreto. De forma paulatina irá construyéndose una tipología abierta de la jouissance, capaz de guiar el estudio crítico de los fenómenos políticos. También exploraré la interfase exacta entre lo simbólico y lo real de la jouissance como dimensiones distintas pero recíprocamente implicadas, y se analizará en

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detalle el papel que dicha interrelación desempeña en la formación de identi­dades, en el sostenimiento de relaciones de poder y en la obstrucción o la faci­litación del cambio real.

En este marco general, el capítulo que inaugura la primera parte del libro apunta a iniciar un diálogo entre la teoría (política) lacaniana y la teoría política y social propuesta por Cornelius Castoriadis. Discípulo del seminario de Lacan que luego rechazara la teoría lacaniana, Castoriadis sirve de figura límite, de señal de frontera, cuya diferenciación con respecto al corpus lacaniano puede ayudamos a trazar una primera delimitación del terreno que ocupa la izquier­da lacaniana. En términos estrictos, Castoriadis no puede pertenecer a este campo teórico, pero la posición periférica que ocupa es instrumental para su definición. Y la cuestión no termina allí: una mirada más atenta revela que entre los dos proyectos media una sorprendente proximidad en muchos niveles. En primer lugar, ambos parecen recurrir a la misma noción de construccionismo social, con la salvedad de que ésta los lleva a conclusiones diferentes: Castoria­dis acentúa la importancia de la creatividad, mientras que Lacan pone de relie­ve la dimensión alienante de toda construcción social. Más aún, a fin de salva­guardar una política de la imaginación radical, Castoriadis termina por desmentir los límites alienantes de la creación humana. La conciencia de la negatividad que registra al principio es desestimada en favor de una celebra­ción romántica de la positividad. En este punto, la izquierda lacaniana toma otro rumbo: en lugar de conducir hacia un quietismo o nihilismo político, el registro serio de los límites de la creatividad -lo real lacaniano como exponente de lo negativo- debe verse como condición de posibilidad de una política trans­formadora apasionada e imaginativa, y de la radicalización de la democracia.

En un desplazamiento desde la periferia hacia el centro de la izquierda lacaniana, en el segundo capítulo se analiza la obra de un teórico que ha adop­tado esta conceptualización lacaniana de la negatividad como una de las dimensiones más cruciales de su multifacética obra. Las publicaciones de Laclau y Mouffe, y aún más el trabajo individual de Ernesto Laclau -que cons­tituirá mi foco principal-, se refieren de forma explícita a un abanico de térmi­nos exclusivos de la teoría lacaniana y evocan claramente muchas afinidades conceptuales incluso en aspectos donde no se produce un cruce terminológico directo. En tanto que se reconoce la naturaleza incisiva de estas homologías estructurales, en el segundo capítulo se procura indagar los límites de dicha congruencia teórica. La categoría lacaniana de lo real constituye aquí la herra­mienta indagatoria fundamental, y su modalidad específica d e jouissance ofre­ce una manera productiva de estimular el diálogo entre los académicos que

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han recibido inspiración de Lacan y Laclau. Según mi hipótesis básica, aun­que la teoría del discurso incorpora y desarrolla aún más las concepciones lacanianas de la negatividad, la falta y la significación, junto con sus implica­ciones políticas -precisamente lo que Castoriadis deja de lado-, no se ha abor­dado en ella la problemática lacaniana del goce, que resulta crucial para com­prender el reverso libidinal/visceral de los procesos de identificación. Esta situación se ha modificado recientemente, dado que Laclau adoptó la lógica lacaniana de lo real en sus aspectos más positivos -m ediante la incorporación de la categoría d e jouissance en el aparato conceptual de la teoría del discur­so-, y Mouffe comenzó a poner de relieve el papel que desempeña la pasión en la política democrática. De más está decir que estas innovaciones serán objeto del presente análisis. Sin embargo, los términos de ^sta confluencia necesitan una mayor elaboración a fin de alcanzar una forma capaz de benefi­ciar el análisis político crítico y la izquierda lacaniana.

He abordado la obra de Laclau con el objeto de articular una conciencia de la falta y de los límites del discurso (la conceptualización lacaniana de la negatividad) con una dimensión más sustantiva que resulta crucial para com­prender la vida política: el eje del goce (una dimensión más positiva en el cor- pus lacaniano). Tal articulación requiere de un malabarismo delicado si se desea evitar los peligros del esencialismo teórico, el voluntarismo político y los buenos deseos. Desde este punto de vista, dos importantes figuras que ocupan un lugar central en la izquierda lacaniana han comenzado a poner ex­cesivo énfasis en este eje positivo a expensas de la negatividad que en la teoría lacaniana resulta indispensable. La obra de Alain Badiou (en especial la idea del "acontecim iento" y sus implicaciones éticas) y las reflexiones de Zizek sobre el capitalismo, "el acto radical" y el ejemplo ético-político de Antígona se presentan a menudo como partes integrales de una filosofía política radical de inspiración lacaniana. El tema principal que se examina en el tercer capítu­lo es la relación entre la negatividad (la ontología negativa de la teoría lacania­na) y la actitud política más positiva, utópica y heroica recientemente asumida por Zizek, mientras que en el excurso incluido a continuación se aborda de forma concisa la posición de Badiou con respecto a esos temas. Mi hipótesis principal es que ¿izek termina por desmentir la negatividad lacaniana en sus escritos más recientes, para proponer en su lugar una política positiva del acontecimiento/acto com o milagro. Es decir que se trata de un problema simétricamente opuesto al que se plantea en el marco de la teoría del discurso, y análogo al que se suscita en relación con la obra de Castoriadis: así se com­pleta el círculo trazado en esta exploración teórica de la izquierda lacaniana.

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Cabe preguntar, claro está, si no se trata de un círculo vicioso. ¿Puede situarse este giro de Zizek en el campo de la izquierda lacaniana? ¿Cómo se relaciona con las enseñanzas de Lacan y con las primeras obras de Zizek? ¿Incurre Badiou en una desmentida similar, o -paradójicam ente- permanece más fiel que Zizek a la dialéctica lacaniana entre lo positivo y lo negativo?

La primera parte de La izquierda lacaniana se titula "Teoría: Dialéctica de la desmentida". Dado que los teóricos de este sector se desempeñan en un cam­po donde se sienta como premisa la percepción de una dialéctica entre lo posi­tivo y lo negativo, cada uno de ellos negocia esta dialéctica en sus propios términos. Sin embargo, aquí se hace visible un patrón muy claro: según cuáles sean sus diversas prioridades políticas y preocupaciones teóricas, los lacania- nos de izquierda se han caracterizado por hacer hincapié en una sola de las dos dimensiones involucradas, en tanto que terminan por desestimar la otra. Contra el fondo de un sofisticado construccionismo, Castoriadis se inclina por acentuar el valor creativo positivo de la imaginación radical, a la vez que des­miente la negatividad de la alienación. En el marco de un construccionismo similar, Laclau aborda de lleno la ontología negativa de la teoría lacaniana -lo real como negativo-, pero se muestra mucho más reacio a tomar en cuenta los aspectos positivos de lo real como jouissance. En el terreno de la praxis políti­ca, el acto de ¿izek y el acontecimiento de Badiou también incurren en una dialéctica de desmentida similar. El hecho de que ninguno de los autores men­cionados opte por excluir o silenciar -reprim ir o forcluir- uno de los dos momentos dialécticos constituye un signo indudable de su conciencia intelec­tual y su sofisticación teórica. No obstante, este patrón de desmentida pone en peligro la integridad teórica, el alcance analítico y la relevancia política de la izquierda lacaniana. Más allá de toda fantasía de alcanzar una teoría y/o modelo de análisis perfectamente equilibrados, resulta preciso tematizar esta dialéctica dé desmentida y cartografiar una nueva orientación.

Si la primera parte del libro (ante todo teórica) se organiza en torno a una dialéctica de desmentida, la segunda (ante todo analítica) se estructura en tor­no a una dialéctica del goce, centrándose en las múltiples interacciones que se establecen entre el terreno afectivo del goce y otras dimensiones (tales como el aspecto simbólico de los procesos de identificación) en la construcción y la deconstrucción, el sostenimiento y la dislocación, de discursos e identidades. En esta segunda parte, el análisis precedente de aspectos de la izquierda laca­niana culminará en el desarrollo de un conjunto coherente de orientaciones teóricas y ético-políticas, aplicables al análisis concreto de diversos asuntos políticos y sociales que revisten enorme importancia en la coyuntura actual.

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Aquí la orientación lacaniana se arriesga a un encuentro con lo real de las luchas por la identificación que tienen lugar en la modernidad (tardía). Esta parte también difiere de la anterior en otro aspecto: los capítulos son menos extensos y de orientación más empírica, por lo cual resultan más accesibles para los lectores que no están familiarizados con el razonamiento psicoanalí- tico y con los debates de la teoría política contemporánea. Dada la relativa autonomía de ambas partes -y de todos los capítulos, para el caso-, quien prefiriera comenzar su lectura por los análisis de la segunda parte no debería ceder en su deseo.

Así, en el cuarto capítulo abordaré la renuencia de la teoría política crítica postestructuralista (incluidos los enfoques de inspiración lacaniana) a ocupar­se de la dimensión afectiva de la política. No cabe duda de que el énfasis en el discurso y la significación propio de las teorías postestructuralistas ha condu­cido a algunos de los avances más importantes en el análisis político contem­poráneo. Más aún, la renuencia que menciono no carece de justificación, pues­to que a menudo se establecen vínculos reduccionistas entre la política y el afecto, en el marco de los cuales se reproducen variantes del sentimentalismo humanista y un esencialismo subjetivo que postula un profundo cimiento emocional de la psiquis humana. Sin embargo, el análisis político no puede limitarse a la dimensión simbólica de la política: es preciso tener en cuenta la dimensión afectiva, aunque ésta debe conceptual izarse con el cuidado de evi­tar cualquier forma del esencialismo de las emociones, enfoque que algunos han denominado con gran acierto "emocionología" (Pupavac, 2004: 36).

En el capítulo iv sostengo que la manera más promisoria de conceptuali- zar el afecto en un marco teórico que expanda el horizonte postestructuralista de análisis político estriba en recurrir a la noción lacaniana de la relación entre lo afectivo y lo discursivo. Una vez más, el concepto lacaniano de jouissance desempeña aquí un papel fundamental, con diversas e importantes implica­ciones para el análisis político y la crítica política progresista. En oposición a lo que pudiera sugerir la reducción apresurada del lacanismo a un mero momen­to en la tradición semiótica estructuralista/postestructuralista, la teoría laca­niana no sólo introduce diversas herramientas de análisis capaces de explicar con eficacia los efectos simbólicos e imaginarios de la identificación política27 -que conservan toda su vigencia-, sino que también pone de relieve el modo en que nuestras representaciones simbólicas e imaginarias se invisten de la

27 Al respecto, véase Stavrakakis (1999a), en especial los capítulos 2 y 3.

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energía "fantasmática" y/o "sintomática" de ¡a jouissance, con lo cual adquie­ren una elasticidad que explica su fijación a largo plazo y las dificultades aso­ciadas a su desplazamiento y al cambio sociopolítico en general.28 Así, en opo­sición al postestructuralismo -que se enfoca principalmente en la fluidez de la identidad, por lo cual no logra explicar con rigurosidad las resistencias al cam­bio social y a la transformación radical-, un enfoque de inspiración lacaniana está mejor equipado para lidiar con este problema crucial: algunas cosas se afianzan porque, además de ofrecer una cristalización simbólica hegemónica, manipulan con eficacia la dimensión afectiva, libidinal. El capitonnage ideoló­gico efectuado mediante un punto nodal sem iótico tiene que sostenerse mediante su anudamiento en el nivel afectivo de la jouissance para afianzarse. La autoridad y el poder simbólicos encuentran su verdadero soporte en la dinámica emocional del fantasma y el goce (parcial). Del mismo modo, ningún cambio político y social puede instituirse con eficacia si sólo se implementa en el nivel del conocimiento, mediante transformaciones de la conciencia. Aquí también cumple una función clave la dimensión del afecto y el investimiento libidinal. Esto no quiere decir que no haya otros factores (la coerción, la cos­tumbre, la dinámica económica e institucional, el habitus, etc.) que intervengan en el proceso; apenas se trata de afirmar la dimensión del afecto, la libido y la jouissance -a menudo ignorada o degradada-, que requiere una seria conside­ración y también puede estar profundamente enraizada en el funcionamiento de los otros factores. Por ejemplo, ¿es posible explicar en un nivel estrictamen­te económico, sin tomar en cuenta el deseo y el goce, la estabilidad con que el capitalismo tardío se apoya en el consumo? ¿Y no suele haber cierto goce sin­tomático inconsciente detrás de la repetición habitual de los actos y las con­ductas sociales que reproducen estructuras de subordinación y obediencia?

Los capítulos v, vi y vil ponen a prueba todas estas hipótesis en el análisis de tres cuestiones concretas: la identificación nacional, la identidad europea, y el consumismo y la publicidad. ¿Por qué ha resultado tan difícil desplazar, modificar o transformar la lealtad nacional de los pueblos europeos y alentar

28 Bruce Fink está en lo cierto cuando señala que la lingüística estructural, que en un prin­cipio sirvió de modelo a la reformulación lacaniana de la investigación psicoanalítica, res­tringe su atención al nivel de la significación y la representación, al sujeto del significante (Fink, 2004:144). Sin embargo, hay otra dimensión de igual importancia, el sujeto de la jouis­sance, que no debe pasarse por alto. Fink no dirige esta advertencia sólo al psicoanálisis, sino también a campos como el de la economía, la sociología y la ciencia política: "muchos otros campos de las humanidades y las ciencias sociales precisan reconciliarse con estas dos face­tas del sujeto en la construcción de la teoría y en la praxis" (p. 147).

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su identificación con Europa como totalidad, con la identidad europea? ¿Cómo se explica con eficacia el rechazo del tratado constitucional europeo en los referendos francés y holandés? Las razones son m últiples, claro está, pero estas cuestiones están muy vinculadas a la problemática integral de la jou is­sance. El proyecto europeo -u n proyecto crucial para la izquierda en lo que respecta al equilibrio global de poder y a la tradición igualitaria, que conserva mucha más vigencia aquí que en cualquier otro lugar del mundo, con la posi­ble excepción de América L atin a- se propuso com o parte de una estrategia tecnocrática desde arriba, desprovista de toda apelación a los afectos. Por otra parte, el nacionalismo -y esto vale en especial para sus formas más violentas y excluyentes- ha obtenido enormes beneficios de su anclaje en la dimensión afectiva de la formación identitaria: en la jouissance en sus formas más obsce­nas. En este sentido, el éxito del nacionalismo como objeto de identificación, su habilidad para instituir su configuración discursiva como horizonte imagi­nario de la modernidad, y el fracaso de la identidad europea en desplazar su fuerza y función ofreciendo el mismo atractivo, pueden interpretarse com o dos casos testigo que indican que el éxito hegemónico y la longevidad de un discurso presuponen una manipulación eficiente del goce. Cuando este factor está ausente -com o en el caso de la identidad europea-, es probable que el proyecto hegemónico en cuestión fracase o se tope con severas limitaciones.

Ello no significa, claro está, que resulte imposible modificar los apegos o adhesiones de largo plazo. En el capítulo vn argumentaré que el factor goce no sólo es im portante para explicar por qué ciertos discursos se afianzan durante largos períodos históricos, en tanto que otros nunca logran ejercer atracción: el goce también subyace a proyectos de cambio político, cultural y social que han llegado a buenos resultados. Detrás del enorme éxito del con­sumismo, la capacidad de hegemonizar la cultura moderna que ha demostra­do tener el discurso publicitario, y las dificultades que conlleva la lucha contra esta tendencia aparentemente irresistible y contra sus consecuencias políticas -el fracaso de la crítica de izquierda al consumismo capitalista-, se oculta una manipulación de este tipo de goce. Hoy en día es un lugar común argumentar que la publicidad y la identificación de marca constituyen tropos discursivos hegemónicos de la modernidad tardía. Más aún, es cierto que el discurso publicitario y el marketing político colonizan cada vez más el espacio político, lo cual conduce a una "desdemocratización" de las instituciones democráticas liberales. Sin embargo, también resulta obvio que la crítica del consumismo y de la publicidad hasta ahora no ha logrado alcanzar un grado de sofisticación y rigor que incremente su eficacia y su relevancia social. El campo del análisis

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y la crítica del consumismo y la publicidad se beneficiarían enormemente de un encuentro con determinadas nociones lacanianas, en particular la lógica del deseo y el goce, que se elabora en detalle en los capítulos anteriores al vu. Más importante aún, estas nociones pueden elucidar las profundas implica­ciones sociopolíticas de la cultura consumista, cuya hegemonía parece marcar el pasaje de una sociedad de la prohibición a una sociedad del goce comandado.

En el capítulo final propongo una respuesta lacaniana a las tendencias desdemocratizantes o "posdemocráticas" que están tomando cuerpo en las sociedades del capitalismo tardío. Una reorientación lacaniana de la revolu­ción democrática -siem pre alerta a las continuas interpenetraciones de lo negativo y lo positivo, de la falta y el exceso- puede combinar una ética con­sistentemente democrática de lo político con la pasión por la transformación real, capaz de estimular el cuerpo político sin reocupar las peligrosas fantasías utópicas de la vieja izquierda. No obstante, las perspectivas que aguardan a un proyecto como éste también dependen de la aptitud con que se combine su institucionalización de la falta con otro goce, una jouissance no fálica, que ten­ga la capacidad de desplazar o limitar gradualmente las administraciones dominantes del goce (como las que subyacen a la identificación nacional y estimulan los actos de consumo) y de abrir el espacio para la búsqueda de un futuro mejor que trascienda las fantasías utópicas de totalidad o completud.

A s o c ia c io n e s l ib r e s

Quisiera abordar un último punto antes de concluir este capítulo introductorio. El sintagma "izquierda lacaniana" conlleva inevitablemente muchas asociacio­nes. Presumo que la más común entre ellas es la de "izquierda hegeliana".29 No cabe duda de que Hegel ha constituido una de las influencias más importantes en las primeras obras de Lacan, en especial por intermedio de Alexander Kojéve,30 pero aunque esta vinculación no es completamente incidental, tam­

29 Esta frase suele denotar a un grupo de intelectuales que rebatieron la interpretación conservadora de la obra hegeliana en el marco del estado prusiano y procuraron reformular su legado en una dirección progresista, aun cuando ello im plicara poner a Hegel "cabeza abajo". A Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer, D avitfStrauss, Max Stim er y el joven Marx se los ha categorizado como hegelianos de izquierda, aunque la m embresía de este grupo depende de los criterios que se apliquen para caracterizarlo.

30 Como es bien sabido, Lacan "no era el único que había quedado cautivado [ ...] por la palabra infatigable de aquel hombre" (Roudinesco, 1997: 99 [153]). De hecho, Kojéve y Lacan

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poco ocupa un lugar central en mi argumento. En pocas palabras, no he elegi­do este título con el fin de hacer hincapié en la relación entre la izquierda hege- liana y la izquierda lacaniana. A primera vista puede incluso decirse que estas líneas de pensamiento no tienen muchos aspectos en común, y no cabe duda de que hay muchas diferencias. Por ejemplo, la izquierda hegeliana se arraiga en un marco humanista asociado a los debates fundamentales que constituye­ron la impronta del período durante el cual hizo su aparición. La teoría lacania­na, por otra parte, se funda en lo que suele calificarse de "antihumanismo", línea que caracteriza a gran parte del pensamiento francés del siglo xx.

No obstante, una mirada más atenta permite entrever algunas semejanzas o analogías. Consideremos, por ejemplo, la siguiente aserción: el ser verdade­ramente real es "lo que no puede verbalizarse". ¿Quién es su autor? Cualquie­ra diría que es Lacan. Ya hemos visto que Lacan siempre describe lo real como lo que no puede captarse ni representarse empleando los medios simbólicos e imaginarios involucrados en la construcción de la realidad humana. Pero lo cierto es que se trata de una cita de Feuerbach, una de las figuras más impor­tantes de la izquierda hegeliana (Toews, 1980: 366). Esto no significa que Feuerbach fuera un lacaniano avant la lettre, ni justifica ideas que establezcan un linaje intelectual directo entre ambas izquierdas. Y es cierto que las analo­gías y semejanzas son en gran medida superficiales, pero hay bastantes. La más obvia es que en ambos casos nos encontramos con un corpus teórico de gran importancia (el de Hegel o el de Lacan) que puede interpretarse en direc­ciones políticas disímiles. A ello se suma el hecho de que la influencia francesa es prominente en ambos casos. En la década de 1830, el desarrollo de la izquierda hegeliana recibió influencias significativas del pensamiento social francés del período (Breckman, 1999: 17). En cuanto a la izquierda lacaniana -que se articula en gran medida en la teoría política anglófona-, se funda aná­logamente en la obra de un francés. Por último, pero no en menor medida, tanto el psicoanálisis lacaniano como la izquierda hegeliana han sido víctimas de implacable persecución en virtud del radicalismo que albergan sus respec­tivas visiones: los lacanianos sufrieron el acoso de un establishment psicoanalí- tico empeñado en reproducir su versión banalizada del freudismo; los hege- lianos de izquierda, el del Estado prusiano (McLellan, 1969: 27).

emprendieron la escritura conjunte de un estudio que planeaban titular Hegel y Freud: ensayo de una confrontación interpretativa, pero el proyecto "quedó en estado embrionario" (p. 105 [162 y 163]). En todo caso, una genealogía de las conceptualizaciones lacanianas de lo real, el "yo" y el "D eseo" tendría que hacer especial hincapié en los seminarios de Kojéve (Kojéve, 1980).

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Hay otras analogías que indican una extraña semejanza en ciertos aspec­tos. El factor crucial que contribuyó a configurar y cristalizar la identidad de la izquierda hegeliana fue la polémica en torno al cristianismo (Kolakowski, 1978: 84 [91]). Tal como lo expresa Toews, "los hegelianos de izquierda exigían que el Estado se emancipara de la Iglesia, que se creara una comunidad huma­na completamente secular e inmanente" (Toews, 1980: 361). Una preocupación similar en relación con el legado del cristianismo se hace evidente en autores que son de importancia central para la izquierda lacaniana -considérense, por ejemplo, los numerosos libros y artículos de ¿izek sobre el tem a-, algo que no debería sorprender demasiado en vista de la crítica de Freud a la religión y la declaración de Lacan según la cual "si triunfa la religión, es señal de que ha fracasado el psicoanálisis", que lo lleva a concluir: "Es más probable que triun­fe la religión" (Miller, 2004:16). Más importante aún, tal como lo sugiere ya el subtítulo -Dethroning the Self [Destronar el yo]- del estudio Marx, The Young Hegelians and the Origins o f Radical Social Theory [Marx, los jóvenes hegelianos y los orígenes de la teoría social radical] (Breckman, 1999), el ataque de los hegelianos de izquierda al personalismo cristiano ha tenido implicaciones más vastas para la idea de la condición de persona en general, así como para sus correlatos sociales y políticos.

Así, la campaña de los hegelianos radicales contra las ideas cristianas de la persona -su intento de "destronar" el sí mismo o el yo, tal como el joven Feuerbach le dijo a Hegel en una carta de 1828- nos conduce al meollo de la oposición de esos jóvenes hegelianos a las condiciones de su presente. La hos­tilidad que sentían por el personalismo cristiano los lanzó contra el discurso soberano de su época, que a su vez era un discurso particular acerca de la soberanía. La controversia en tomo a la condición de persona soberana devi­no en un vehículo crucial para el análisis del Estado y la sociedad civil por parte de la izquierda intelectual que nacía en la Alemania de las décadas de 1830 y 1840 (Breckman, 1999:19).

En primer lugar tenemos aquí un pasaje desde el nivel intelectual hacia el colectivo, una conciencia incrementada de la relevancia directa que nuestro entendimiento del primero tiene para nuestras interpretaciones del segundo y nuestros intentos de cambiarlo. En segundo lugar, también advertimos un proceso de politización: la crítica a la condición de persona y al cristianismo conduce al rechazo de todo un orden político —el Estado prusiano— y de sus procesos de legitim ación. Lo que emerge en su lugar -y éste es el tercer

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momento im portante- es un intento de aceptar la desincorporación radical del poder que caracteriza a la democracia (Breckman, 1999: 301).

Por sorprendente que parezca, en el surgimiento de la izquierda lacaniana también se observan estos tres momentos. En primer lugar, la obra de Lacan disturba la fácil compartimentación en individual y colectivo, en subjetivo y objetivo. Deconstruye con eficacia la oposición esencialista entre ambos polos mediante el registro del condicionamiento sociosimbólico de la personalidad y el abordaje sin reduccionismos de la constitución incompleta (la falta) del suje­to y del Otro, término lacaniano que en parte denota la realidad sociosimbóli- ca. Ello posibilita, entre otras cosas, un enfoque novedoso de los fenómenos políticos. Si la falta ocupa un lugar claramente central en la concepción laca­niana del sujeto, es porque la subjetividad constituye el espacio donde tiene lugar una entera "política" de identificación. La idea del sujeto como falta no puede separarse del reconocimiento de que el sujeto siempre intenta compen­sar su falta constitutiva en el nivel de la representación, mediante continuos actos de identificación. Esta falta exige que la constitución de toda identidad se lleve a cabo mediante procesos de identificación con objetos socialmente disponibles, como las ideologías políticas, los patrones de consumo y los roles sociales. Y viceversa: la imposibilidad que caracteriza a todos los actos de identificación de producir una identidad plena en subsunción de la división subjetiva (re)produce la excentricidad radical del sujeto. En tal capacidad, la noción lacaniana de sujeto no sólo invoca la falta sino también todos nuestros intentos de eliminar esa falta que, sin embargo, nunca cesa de resurgir. Este punto de vista también permite el desarrollo de una crítica lacaniana del orden político y una nueva conceptualización de la democracia radical, de un orde­namiento y un ethos que incorporen e institucionalicen un savoir de su propia contingencia, un conocimiento de la falta constitutiva en torno a la cual siem­pre se construye lo social.31 No es coincidencia que Breckman, en su análisis del apoyo a la democracia por parte de los jóvenes hegelianos, se refiera a la lectura que hace Lefort de la democracia como proceso de desincorporación donde el locus del poder permanece vacío y se impide su ocupación perma­nente por el cuerpo del príncipe, cuestión que tiene relevancia directa para la reactivación lacaniana de la revolución democrática.

Pero aquí se terminan las semejanzas. La izquierda hegeliana no logró resistirse a la tentación de reemplazar una forma de encarnación por otra, de

31 Todos estos puntos se elaboran en gran detalle en Stavrakakis (1999a).

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sustituir la indeterminación de la democracia por un nuevo esenciahsmo humanista que reintroducía las ideas de unidad y perfectibilidad (Breckman, 1999: 301 y 302). Para la izquierda lacaniana es de vital importancia evitar esta tentación, la tentación de efectuar una positivación/reducción extrema de la negatividad. Es por esta razón que, a mi parecer, la democracia radical sigue siendo la concepción política más avanzada en cuanto a la posibilidad de equi­librar una conciencia de la contingencia y la negatividad con un marco institu­cional positivo que permita e incluso alíenle la transformación concreta. Curio­samente, uno de los puntos de controversia más significativos en torno a los cuales se articuló la izquierda hegeliana fue también el legado dual -e incluso contradictorio- del sistema hegeliano en lo que concierne a su articulación de la negatividad y la positividad. Tal como lo expresa Kolakowski, para los intér­pretes radicales de Hegel resultaba obvio que "una filosofía qvie proclamaba el i principio de la negatividad universal, que consideraba cada fase sucesiva de la ; historia como la base de su propia destrucción", no era com patible con "la legitimidad de cualquier situación histórica, o [...] [con el reconocimiento de] cualquier tipo de Estado, religión o filosofía como irrefutable y definitiva" (Kolakowski, 1978: 81 [88]). Por otra parte, necesitamos considerar con serie­dad a Ziarek cuando observa que los autores com o Mouffe y Lefort "tienen poco que decir sobre el rol de la encarnación" y de los "investimientos libidi- nales que subyacen a las formaciones hegemónicas de la política democrática'' (Ziarek, 2001.138), aun cuando Mouffe parece lidiar en parte con esta objeción en su reciente trabajo sobre las pasiones en la democracia. Sólo un compromi­so consistente y multifacético con la problemática de la jouissance tal como la plantea el psicoanálisis lacaniano -superadora del enfoque acotado al fantas­ma que desarrolla Ziarek en An Ethics o f Dissensus [Ética del disenso]— puede remediar esta laguna de la teoría democrática radical sin recaer en el esencia- lismo humanista que terminó por cautivar a la izquierda hegeliana.32

Pero el título de este libro seguramente despertará otra asociación, ade­más de la de izquierda hegeliana, que incluso se aproxima más a su temática: la de la izquierda freudiana". No sólo existió una izquierda freudiana -en la obra de autores como Wilhelm Reich, Herbert Marcuse y otros-, sino que Paul Robinson, historiador de Stanford, también ha escrito un libro que lleva preci­samente ese título. Robinson incluso traza un paralelism o entre la izquierda hegeliana y la izquierda freudiana, dado, que ambas se volvieron posibles en

32 Gran parte del capítulo v i i i se dedica a esta cuestión.

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virtud de la dificultad inherente a la localización ideológica de los proyectos intelectuales de Hegel y Freud respectivamente (Robinson, 1969:155 [133]).

De más está decir que las izquierdas freudiana y lacaniana tienen un ele­mento importante en común: la creación de un vínculo entre el psicoanálisis y la política. Pero fuera de esta cuestión, las diferencias son más rotundas que las semejanzas. En ambos casos se observa una fuerte diferenciación con res­pecto al conservadurismo del apolítico establishment freudiano. Sin embargo, el radicalismo lacaniano está muy alejado de las versiones en cierto modo poco sofisticadas del radicalismo freudiano. Por ejemplo -ta l como sostiene Robinson-, el común denominador entre los tres pensadores incluidos en su estudio de la izquierda freudiana -Reich, Marcuse y Geza Roheim - es lo que el autor denomina "radicalismo sexual" (Robinson, 1969: 4 [13]): no sólo un interés teórico en la importancia central de la vida sexual y la sexuación, sino también un compromiso (político) con el fomento de la liberación sexual. Muchos argumentarían que alguien que se haya casado con la ex esposa de George Bataille da la talla de "radical sexual", pero el hecho es que, para Lacan, la liberación sexual -cualquiera sea el significado que se confiera a esta noción- no podría realizar jamás las fantasías de armonía o emancipación sexual y social. El objeto que animaba el deseo teórico-político de la izquierda freudiana se reduce en Lacan a una mera imposibilidad, y nadie que se sitúe en el marco de la izquierda lacaniana puede ignorar esta circunstancia. Para Lacan "no hay relación sexual", no hay armonía ni emancipación (sexual), si por estas palabras denotamos la aurora de un futuro ilimitadamente utópico que trascienda la alienación y la negatividad.

Es probable que Lacan coincidiera con Marcuse en la idea de que el men­saje sociopolítico radical de Freud fue "aplastado por las escuelas neofreudia- nas" (Marcuse, 1966: 6). También respaldaría el interés de Marcuse en la metapsicología freudiana, en las teorizaciones de Freud sobre las pulsiones y la libido. Cuando Marcuse argumenta que "lo que comenzó como sujeción por la fuerza pronto pasó a ser 'servidumbre voluntaria', colaboración en la reproducción de una sociedad que volvió la servidumbre cada vez más gratifi­cante y placentera" (p. iii),33 cuando dice que el apego del consumidor a la mercancía se debe a la transformación de las mercancías en "objetos de libido" (p. ii), sigue un rumbo paralelo al que ha cartografiado Lacan para la izquierda lacaniana con sus tipologías del goce, rumbo que se explora en detalle en la

33 Tema que ha preocupado a muchos integrantes de la Escuela de Francfort a partir de la década de 1930.

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50 LA IZQUIERDA LACANIANA

segunda parte del presente libro. Sin embargo, Lacan nunca reduciría esta orientación metapsicológíca a una cruda celebración del "biologism o" de Freud (p. 6), ni separaría lo positivo de lo negativo para valorar los "instintos de Vida" por sobre los "Proveedores de la Muerte" (p. i) y postular así la pers­pectiva utópica de "abolir la represión" (p. 5).

La distancia entre la izquierda freudiana y la izquierda lacaniana adquiere aún mayor visibilidad en la obra de Wílhelm Reich. En su Análisis del carácter, la posibilidad de la liberación sexual se funda en la delimitación de una "estructura genital del carácter" esencializada, desinhibida y no neurótica, capaz de lo que Reich denomina "potencia orgiástica", una entrega a la con­vulsión involuntaria del organismo entero en el clímax del abrazo genital. A semejanza de Marcuse, Reich rechaza la dualidad de las pulsiones, en especial la concepción freudiana de la pulsión de muerte, y disocia por completo el placer del dolor: en una maniobra par excellence muy poco freudiana, atribuye la biopatía y el irracionalismo social, la producción de una "estructura neuróti­ca del carácter", a la regulación moral, a la supresión que emana del ámbito social (Reich, 1980). Las instituciones sociales inducen a un estancamiento, a una contención de la energía vital, que conduce a la neurosis y al bloqueo sexual. Aunque Lacan termina por abrazar la teoría freudiana de la libido -a través de su concepción de la jouissance-, nunca cuestiona la idea central de Freud según la cual la supresión (social) no produce la represión, sino que la represión (primaria) hace posible e incluso necesaria la supresión (social): "¿Por qué la familia, la sociedad misma, no serían ellas creación a edificarse de la represión? Nada menos que eso" (Lacan, 1990: 28 [113 y 114]). El inconscien­te ex-siste, se motiva en la estructura, en el lenguaje, y en ese sentido la repre­sión y el superyó pre-existen (lógicamente) a su cristalización en el "malestar (síntoma) en la civilización" (p. 28 [113]). Por eso, atribuir la falta de goce (total) a "un mal arreglo de la sociedad" no es sino una tontería (E2006: 695).

La explicación simplista de Reich termina por apoyarse en su teoría del Orgón, según la cual todos los problemas personales y los males sociales se deben a la supresión de los orgones, una energía vital relacionada con el orgas­mo y la potencia orgiástica. Más aún, esta energía vital se concibe desde una perspectiva exclusivamente heterosexual de una genitalidad supuestamente armoniosa, y con total omisión de las pulsiones parciales y de la base perversa polimorfa de la sexualidad humana. Como si todo esto no fuera suficientemen­te ingenuo, Reich conceptualiza los orgones como un elemento posmístico y omnímodo: una energía cósmica primordial, universal y ubicua, "demostra­ble" por medios visuales, térmicos y electroscópicos, y mediante los contado­

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INTRODUCCIÓN. UBICACIÓN DE LA IZQUIERDA LACANIANA 51

res de Geiger-Müller. Reich elabora en detalle esta relación entre la energía psíquica y la cosmología, entre el mundo natural y las ciencias, en su libro Ether, Cod and Devil: Cosmic Superimposition [El éter, Dios y el diablo. Superim- posición cósmica) (Reich, 1973), donde eleva el orgón a energía cósmica pri­mordial. Ya en un terreno tan delirante, llega a aseverar que posee la habilidad de producir la lluvia mediante una manipulación de dicha energía cósmica. Es obvio que su distancia respecto de la izquierda lacaniana no puede ser más remota. No obstante ciertos temas y preocupaciones comunes, ambas orienta­ciones (la izquierda freudiana y la izquierda lacaniana) son en última instan­cia inconmensurables.

La izquierda hegeliana ha demostrado ser un "fenómeno histórico efíme­ro" (Toews, 1980: 356),34 y probablemente pueda afirmarse lo mismo de la izquierda freudiana.35 Sólo con el tiempo se sabrá el destino de la izquierda lacaniana.

34 No he tomado en cuenta aquí el impacto de Marx, obviamente, porque su contribución excede con creces la pertenencia a la izquierda hegeliana en los inicios de su carrera.

35 Aunque la obra antipsicoanalítica (pero siempre respetuosa con Lacan) de Deleuze y Guattari ha heredado algunos puntos de su programa.

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VI. FALTA DE PASIÓN: UNA NUEVA INCURSIÓN EN EL TERRENO DE LA IDENTIDAD EUROPEA

E u r o p a e n e l f o c o

Comencé el capítulo anterior con una observación sobre la importancia que han adquirido paulatinamente las cuestiones de identidad. Sería muy extraño que el amplio campo de las relaciones internacionales permaneciera sin ser afectado por esta tendencia. De hecho, a nadie sorprende ya que "la discipli­na de las relaciones internacionales ( r i ) [experimente] [...] un súbito incre­mento del interés en la identidad y la formación identitaria" (Neumann, 1999:1). Lo mismo vale para la subdisciplina de los estudios europeos, dado que el fenómeno incide por igual en corrientes marginales y principales. De acuerdo con Anthony Smith, una de las causas fundamentales del interés en la "unifi­cación europea" es sin duda "el problema de la identidad en sí, que ha desem­peñado un papel fundamental en los debates europeos de los últimos treinta a cuarenta años. Se ha puesto sobre el tapete [entre otros temas] la posibilidad y legitimidad de una 'identidad europea' en contraposición a las identidades nacionales existentes" (Smith, 1999: 266).

Esto no es en absoluto sorprendente: al menos desde los años setenta, los procesos de integración europea se han ligado de forma explícita a la problemá­tica de la identidad. Ya desde 1973, cuando los Estados miembro de la entonces Comunidad Europea acordaron definir la identidad europea en la Declaración Fundamental emitida en la cumbre de Copenhague, la construcción de esta iden­tidad se reconoció oficialmente como política decisiva en el proceso de consoli­dar el perfil público y salvaguardar las perspectivas futuras de la Comunidad Europea (European Commission, 1974). Hay una clara falta de acuerdo con res­pecto a la medida en que la "identidad europea" es algo a descubrir o construir (o ambas cosas), un asunto que debe considerarse "en oposición" o "paralela­mente" a las identidades nacionales (o incluso en el marco de un proceso posna­cional), una cuestión a celebrar o a resistir (o sencillamente a ignorar): todos estos puntos siguen siendo muy polémicos en la(s) esfera(s) pública(s) europea(s). Pero hay algo sobre lo que no caben dudas: la identidad se posiciona con firmeza en el centro del intenso desarrollo de políticas e investigaciones europeas.

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Sin embargo, ello no implica que la cuestión europea (la integración, uni­ficación o identidad de Europa) se haya abordado adecuadamente, desde una perspectiva que haga hincapié en los procesos de formación de la identidad. Tal como lo expresa Gerard Delanty en su libro Inventing Europe: Idea, Identity, Reality [Inventar Europa: idea, identidad, realidad], "en realidad se ha reflexio­nado muy poco acerca del significado que tiene el término Europa y su rela­ción con los problemas que atañen a la identidad política contemporánea" (Delanty, 1995: 1). Por ejemplo, más de cuarenta años después de que comen­zara el proyecto europeo en su forma actual, "es sorprendente que sepamos tan poco sobre sus [...] efectos de configuración de la identidad" (Checkel, 2001: 50). No se trata aquí de meras limitaciones de nuestra investigación empírica, sino de que rara vez se tiene en claro qué implica dicho abordaje de la identidad. En este campo se ha puesto de moda la identidad como palabra, sin que en el proceso se haya echado más luz sobre su significado como cate­goría teórica y herramienta de análisis. Tales problemas de claridad concep­tual y rigor teórico tienen serias repercusiones analíticas. Por ejemplo, dificul­tan en extremo una elucidación sostenible del problema más acuciante que afecta a la Unión Europea en el presente; a saber, que aunque Europa induda­blemente existe hoy como entidad económica, y cada vez más como entidad política, la identificación con Europa no ha logrado hasta ahora adquirir "un sentido cultural o afectivo más amplio" para los diversos pueblos europeos (Pagden, 2002: 33). Tal como se ha observado, "además de la bandera, el him­no y unos pocos festivales [...] la Unión Europea ofrece escasos elementos que puedan inspirar el entusiasmo colectivo" (Chebel d'Appolonia, 2002: 190), situación que parecen corroborar los datos estadísticos más recientes del Euro- barómetro (Dunkerley et ah, 2002:120) y las dificultades que enfrenta la ratifica­ción del nuevo Tratado Constitucional.

Este capítulo parte de la idea según la cual las dimensiones paradójicas de la identidad política y la formación identitaria analizadas en los capítulos anteriores -dim ensiones que a menudo reciben escasa atención, pero que siguen siendo esenciales en lo que concierne a la conceptualización exhausti­va y rigurosa de la identidad y la identificación- son cruciales para repensar cuestiones vinculadas a la identidad europea y desarrollar un conjunto apro­piado de líneas de investigación e hipótesis en este campo. Según mi hipótesis principal, las nociones de identidad e identificación que resultan de combinar la teoría del discurso con el psicoanálisis lacaniano y se articulan en tomo al ángulo analítico de la jouissance pueden brindar explicaciones plausibles y novedosas de las actuales dificultades que enfrenta la construcción de una

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FALTA DE PASIÓN 239

identidad europea como objeto de identificación atrayente desde el punto de vista colectivo. Es factible entonces que este aporte reoriente el debate (acadé­mico y político) en relación con dicho problema en una dirección poco explo­rada pero muy prometedora.

En particular abordaré dos preocupaciones centrales. Dada la sustancial contribución que ofrece la problemática lacaniana de la jouissance al análisis de la afiliación nacional -u n caso relativamente exitoso de identificación colec­tiva a largo plazo-, ¿podemos emplear el mismo marco teórico para explicar el relativo fracaso de la identidad europea? ¿Proporciona esta noción una de las razones fundamentales por las cuales la identificación con Europa ejerce hoy en día su grado más bajo de atracción afectiva? ¿Explica su incapacidad para investirse de este valor excedente de goce que, sumado al atractivo sim­bólico y el barniz imaginario, se necesita para crear sólidos lazos libidinales y apegos o adhesiones de largo plazo? Sobre la base del esquema teórico/analí­tico general desarrollado en este libro y puesto a prueba en su segunda parte, sería esperable encontrar un déficit en el nivel de la jouissance: en la primera sección del presente capítulo exploraremos si es realmente así.

La segunda sección trata de una cuestión relacionada. Cuando desde la política o la teoría se construyen proyectos políticos casi desprovistos de sus­tancia afectiva surge un problema adicional, aparte del limitado atractivo hegemónico del proyecto en cuestión. En la mayoría de estos casos se observa la represión de significantes catectizados de valor libidinal y afectivo, pero se trata de una represión que no opera sobre el afecto propiamente dicho. Como ya he señalado, desde la perspectiva freudiana/lacaniana, la represión no incide directamente en los afectos sino sólo en las ideas (los significantes). Pero los afectos se desplazan y se transforman como resultado de la represión: en la represión, el afecto y el pensamiento se disocian. El resultado es que la representación se dirige al inconsciente, mientras que el afecto permanece y se adhiere a una representación sustituta (a menudo sintomática). No resulta difícil comprender la significación política de esta lógica: cuanto más se repri­ma la dimensión afectiva de la subjetividad y la identificación políticas, cuan­to más un proyecto político hegemónico excluya significantes asociados a la pasión política o investidos de ella dentro de una determinada configuración sociopolítica, esta dimensión buscará expresarse cada vez más a través de for­maciones políticas sustitutas ("síntomas sociales").

Mouffe proporciona un ejemplo excelente de esta dinámica en su análisis del auge que experimentan los populismos de derecha, uno de los fenómenos políticos explosivos que instaron al análisis político -y a la teoría del discur­

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s o - a ampliar la gama de sus herramientas analíticas. De acuerdo con esta autora, no es posible comprender el creciente atractivo que ejercen los parti­dos populistas de derecha en países como Austria si no se explora su conexión con la actual despolitización de la política por la que abogan los proyectos centristas (por ejemplo, la política de la tercera vía). Con su hincapié en una política neutral "sin adversarios", en una administración despolitizada de lo que ellos aceptan en calidad de fuerzas y tendencias inevitables o casi natura­les -com o la globalización-, los teóricos y los políticos de la tercera vía han restado im portancia a la "realidad primaria de la lucha en la vida social" (Mouffe, 1998: 13). Este proceder tiene efectos significativos en la identifica­ción política: "Las grandes pasiones políticas contemporáneas no encuentran una válvula de escape [...] en la medida en que no hay debates que proporcio­nen diversas formas de identificación en tomo a las cuales pueda movilizarse la gente. En consecuencia, presenciamos el crecim iento de otras formas de identificación colectiva" (Mouffe, 1999). Así, en la raíz del auge de los partidos neopopulistas encontramos una negativa a reconocer lo político en su dimen­sión antagonista y "la concomitante incapacidad de comprender el rol que desem peñan las pasiones en la constitución de las identidades colectivas" (Mouffe, 2002: 2).

Los partidos populistas suelen ser los únicos que tratan de movilizar las pasiones y construir formas colectivas de identificación:

Contra quienes creen que la política puede reducirse a las motivaciones indivi­duales y que está impulsada por la búsqueda del interés propio, [los partidos populistas] saben muy bien que ésta siempre consiste en crear un Nosotros en contraposición a un Ellos, y que implica la creación de identidades colectivas. De ahí el potente atractivo que ejerce su discurso: brinda formas colectivas de identificación para "el pueblo" (Mouffe, 2002: 8).

Este enfoque se ha aplicado con buenos resultados al caso de Flandes (De Vos, 2002). Sin embargo, el caso francés de Le Pen constituye hasta ahora el mejor ejemplo, tanto en lo que se refiere al contenido como al estilo de su discurso político. El discurso de Le Pen está atravesado por

la pasión, el conflicto, el ingenio, la alegría, la exageración, una predisposición a nombrar al enemigo (o a los múltiples enemigos, en su caso) y una mezcla de referencias literarias con pura vulgaridad, animalidad y acción. En con­traste, los políticos de centroizquierda y centroderecha se ven cautelosos y

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acartonados, desprovistos de sentimiento genuino, marionetas de su propio aparato (Budgen, 2002: 45).

La incapacidad de la clase política y el análisis político para predecir o com­prender el éxito de Le Pen en las elecciones presidenciales francesas de 2002 puede atribuirse con seguridad a su olvido de la dimensión afectiva, a la repre­sión de los significantes de la pasión política y a su dificultad para entender que tal represión sólo puede conducir al desplazamiento de la energía afectiva y al "retorno de lo reprimido" en nuevas formas (patológicas) imbuidas de goce y agresividad obscenos. Quisiera exponer aquí la hipótesis de que en la construcción y la diseminación del discurso antieuropeo se hace visible una dialéctica similar entre la represión y el retomo de lo reprimido.

C o n s t r u c c ió n d e l a i d e n t id a d e u r o p e a

De ¡a práctica política...

Según el argumento básico que me propongo desarrollar en este capítulo, los debates políticos y académicos sobre la "identidad europea" y la europeiza­ción suelen reproducir las problemáticas estrategias de represión descritas más arriba. En primer lugar, pretenden crear una identificación prominente de los pueblos europeos con Europa, pero prestan escasa atención al papel crucial que desempeñan e l afecto y la pasión en este proceso. En segundo lugar, por reprimir esta dimensión a menudo obscena de la identificación, por enfocarse exclusivamente en las configuraciones institucionales y los ideales banales o desprovistos de pasión, obligan a que la expresión de apegos apa­sionados se produzca por vía de diversos discursos antieuropeos. En tal senti­do, no sólo son ineficaces sino que también deterioran las perspectivas de construir una sólida identidad europea. En las páginas que siguen analizaré documentos políticos, textos académicos y (hacia el final del capítulo) artícu­los periodísticos -tres tipos muy diferentes de particularización discursiva- como simples superficies para la inscripción del discurso. Tratar el discurso académico como una fuente privilegiada -m ás o menos confiable- oscurecería la "complicidad" a menudo inconsciente que se establece entre las principales corrientes de la política (europea) y la academia, dos dominios discursivos que, de un modo típicamente modernista, se involucran recíprocamente en la formulación y la reproducción de un punto de vista particular, más o menos

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tecnocrático, frente a la identidad europea. En cuanto a los artículos periodís­ticos que se analizan en la sección final, ameritan nuestra atención porque constituyen la superficie para la inscripción discursiva de la dimensión afecti­va que los debates de las principales corrientes académicas y políticas desesti­man, o bien excluyen en gran medida. De ahí que estos textos proporcionen un buen ejemplo de la "catexis diferencial" (capítulo n) en acción.

Exploremos en primer lugar cómo se promueve y conceptualiza la "iden­tidad europea" en la práctica política y el análisis teórico de Europa. Hoy en día es casi indudable que la preocupación por la "identidad europea" ha aflo­rado como una estrategia planteada fundamentalmente desde arriba con el fin de promover el respaldo popular al proyecto de integración y unificación de Europa. A principios de la década de 1970, cuando la c e e vislumbraba una sombría perspectiva económ ica en el marco de una crisis internacional de grandes proporciones (Strath, 2000b: 401), y dada la "inocultable falta de apo­yo genuino por parte de los europeos occidentales comunes y corrientes" (Wintle, 1996:10), las instituciones europeas vieron en la cuestión de la identi­dad una nueva receta para promover el respaldo popular y la legitimidad social, para crear un sentido de pertenencia e identificación con las institucio­nes europeas y los programas de europeización en todos los niveles.

La declaración fundamental sobre la identidad europea, acordada en la cum bre de Copenhague de 1973, fue la prim era cristalización discursiva concreta de esta estrategia. El análisis detallado del documento excede los límites del presente capítulo, pero podemos centrarnos en un aspecto esen­cial: allí la "identidad europea" se vislumbra y debate con referencia a una concepción claramente simbólica, institucional y árida de la identidad. ¿Cuá­les son los elementos "fundam entales" o "esenciales" de la identidad euro­pea de acuerdo con el documento en cuestión? Se extienden desde el gobier­no de la ley, la justicia social y el respeto por los derechos humanos hasta el mercado común, la unión aduanera y todo el resto de "políticas comunes y mecanismos de cooperación" (European Commission, 1974: 492). Aparte de es ta s r e fer en c ia s con creta s p e r o bastan te p o c o im ag in ativas, e l docum ento

abu n d a en p a la b ra s g ran d ilocu en tes y jerga ted iosa acerca de una "civiliza­ción europea com ún", perspectivas de progreso y equilibrio internacional, y la promoción de "las más profundas aspiraciones de los pueblos [europeos]" (pp. 492 y 493). Aunque se acepta que la identidad presupone afirmar la dife­rencia entre los países europeos y otros países y partes del mundo (véase espe­cialmente p. 496), ello se expresa en un lenguaje más o menos ingenuo, neu­tral, "objetivo":

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La unificación europea no se concibe en contra de nadie, ni está inspirada en un deseo de poder. Por el contrario, los Nueve están persuadidos de que su unión beneficiará a la entera comunidad internacional, dado que constituirá un elemento de equilibrio y una base para la cooperación con todos los países, cualquiera sea su tamaño, cultura o sistema social (p. 494).

Desde Copenhague, la identidad ha aparecido en diversos docum entos y declaraciones oficiales, entre los que se cuentan la "Declaración solem ne de la Unión Europea" (1983), el "A cta Única Europea" (1987) y el tratado de Maas- tricht, donde, si bien se reconoce el importante rol que desempeña en las rela­ciones exteriores de la Unión, la identidad europea se concibe com o una ins­tancia lim itada por las identid ades nacionales de los Estados m iem bro. Durante este período también se produjeron diversos informes más prácticos: en 1975, el informe Tindemans señaló la importancia de crear una identidad europea; en 1985, los inform es del com ité A donnino plantearon la idea de introducir símbolos comunes con el fin de enriquecer la identidad de la c e e :

de ahí la adopción de un pasaporte estandarizado, una bandera europea ofi­cial e iniciativas sim ilares; en 1993, el inform e De Clerq introdujo el debate sobre la importancia de establecer una com unicación eficaz entre Europa y sus ciudadanos (Pantel, 1999: 53; Strath, 2000a; Strath, 2000b). H uelga decir que el euro ha sido hasta hoy el logro más importante de esta tendencia a la unificación. De forma simultánea se han hecho intentos sostenidos de promo­ver la identidad europea mediante la educación, con la introducción de diver­sos programas de intercam bio estudiantil y otras iniciativas educacionales (tales como Erasmus, Leonardo, Sócrates, Tempus).

Todas estas políticas y acciones han producido efectos considerables. Sin embargo, según la mayoría de las opiniones, fracasaron en el intento de profundi- zar la identificación popular con la Unión Europea y la identidad europea. ¿Cómo se explica este ostensible fracaso? M uchos com entadores han observado que todos estos procesos y declaraciones, ya se basen en intereses pragm áticos o en un entusiasm o genuino por la unificación de Europa, han sido en gran medida "artificiales y poco profundos" (Wintle, 1996: 10), centralizados en el saber y la educación consciente, dirigidos al sujeto del significante, limitados a las palabras grandilocuentes y expresados en una jerga institucional despro­vista de pasión: "E n consecuencia, prevalece la sensación de que la política destinada a prom over la identidad europea no es sino una cam paña para difundir una imagen más favorable de Europa, sin sustancia que la respalde" (De Witte, 1987). Desde el punto de vista psicoanalítico, esta sustancia faltante

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se asocia claram ente a la dim ensión libidinal/afectiva de la identificación. Cuando este elem ento falta, las identificaciones no pueden adquirir promi­nencia ni ejercer un profundo atractivo hegem ónico. En tal sentido, podría argumentarse que el problema consiste en haber colocado el énfasis de forma clara y exclusiva en el fomento de la "identificación con la u e com o entidad política [y económ ica]" (Billig, 1995: 125). Por fortuna o por desgracia -tal como lo expresa Delors—, "nadie se enamora de un mercado común; se necesi­ta otra cosa" (D elors, en Bideleux, 2001: 25), por lo cual tam bién "parece improbable que una identidad europea con la u e com o fundamento político genere la suerte de pasiones y lealtades que los pueblos sienten por sus nacio­nes" (Billig, 1995:121). Es indudable que las perspectivas serán muy poco pro­m isorias para Europa si ésta sigue siendo "una 'cultura hecha de retazos, científica y desprovista de memoria, aglutinada sólo en torno a la voluntad política y los intereses económicos” (Smith, 1999: 245).

.. .al análisis académico

Pasem os ahora a explorar de qué m anera el análisis académ ico ha abordado los problem as que aquejan a la identidad europea. Frente a los intentos nor­mativos/ formales/institucionales, en su mayoría impuestos desde arriba, que han emprendido las instituciones europeas con el fin de promover una fuerte identificación popular con Europa, y en vista de sus magros resultados, la m ayoría de los académ icos ha llegado a reconocer la existencia de las dos dimensiones cruciales propias de la formación idenfitaria: la procedimental y la sustantiva, la más árida y la más viscosa. Cada vez se acepta más el hecho de que "los europeos no reconocen la u e como una esfera apropiada para la polí­tica, como si lo hacen con el Estado nación", que la u e es deficiente en cuanto a niveles de identificación y apego afectivo", aunque ello no significa necesa­riamente que los europeos no la reconozcan com o marco político paralelo a la palestra nacional (Banchoff y Smith, 1999:1 y 2). Ahora bien, a grandes rasgos hay tres maneras de abordar el reconocimiento de esta escisión:

1. Es posible adoptar un marco moralista, y hacer el intento de abolir el lado más oscuro en favor del más luminoso. Gran parte de la investigación relativa a la identidad europea se predica de la estricta distinción entre una forma de identidad positiva (benigna) y otra negativa y excluyente (maligna), dando a entender que es posible cultivar la primera y abolir la segunda. En otras pala­

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bras, se trata de una situación similar a la que se examina en el capítulo ante­rior, que condujo a distinciones -e n última instancia infundadas- entre buenas y malas versiones del nacionalismo. Delanty, por ejemplo, critica "la idea en gran medida irreflexiva de una Europa basada en la identidad propia median­te la exclusión y la negación", y propone su reemplazo por una iniciativa "basada en la autonomía y la participación" (Delanty, 1995:15). El autor funda su reclamo en la nítida distinción entre la diferencia positiva y la negativa que ya se mencionó en el capítulo v. En el primer caso, la identidad se cimenta en un reconocimiento positivo de la otredad que conduce a la solidaridad, mien­tras que en el segundo, el de la diferencia negativa, se basa en una negación de la diferencia que produce exclusión (p. 5). Esta perspectiva también ha afectado a la así llamada "agenda posnacional". Tal como lo expresa Shaw,

el posnacionalismo puede verse como [...] el intento de recuperar y repensar algunos de los valores centrales del nacionalismo que otorgan sentido a una comunidad particular con instituciones y prácticas compartidas, sin el necesario bagaje institucional y peso ideológico del Estado (nación) moderno ni el sentido negati­vo del nacionalismo como exclusión (Shaw, 2001: 74; el énfasis me pertenece).

Como ya hemos visto, se trata de una estrategia imposible que, debido a la paradoja inherente a la identificación, no puede producir resultados sosteni- bles. No se puede desplazar procesos de catexis social o política ni combatir una forma de exclusión con otro tipo de exclusión, es decir, con la represión teórica o analítica del lado "obsceno" de la identificación.

2. Existe la alternativa de adoptar un marco de "identidad múltiple" o "identi­dad dual", en el cual se intente mantener ambas dimensiones presentes pero estrictamente separadas. Esta opción muestra indicios de una actitud más alerta a la irreductibilidad de las dos dimensiones involucradas en la identifi­cación, pero que no capta su estrecha interrelación. Por ejemplo, la mayoría de los teóricos que adoptan el punto de vista de la "identidad múltiple" parecen suscribir a una versión cuasi relativista del construccionismo. Conceptualizan la identidad como algo que se halla en "flujo permanente entre fronteras que se disputan y se negocian de forma constante": "Las identidades europeas -y nacionales- son siempre fluidas y contextúales, disputadas y contingentes" (Malmborg y Strath, 2002: 5). De acuerdo con esta perspectiva, "la parte más esencial de la identidad es su naturaleza m últiple" (Wintle, 1996: 22; véase también Banchoff y Smith, 1999: 7): "Los adjetivos 'europeo' y 'nacional' no

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son alternativos sino que se articulan en el reconocimiento de la múltiple iden­tificación" (Malmborg y Strath, 2002: 6). Pero es aquí donde aparece el primer problema en el horizonte.

La "identidad múltiple" o "m últiple identificación" suele predicarse de un modelo de coexistencia pacífica entre posiciones subjetivas diferentes pero de igual validez. Claro que es posible tener identificaciones múltiples en dife­rentes niveles, pero ello "no significa que esos lazos sean completamente opcionales y relativos a la situación, ni que algunos de ellos no inspiren una mayor adhesión o ejerzan una influencia más poderosa que otros". En el capí­tulo anterior se puso en evidencia de qué manera "la identidad nacional ejerce hoy [en el contexto moderno] una influencia más potente y duradera que otras identidades culturales colectivas" (Smith, 1991:175). El nacionalismo "coman­da el apoyo popular y despierta entusiasmo. Comparadas con él, todas las otras visiones y argumentaciones se ven opacadas y desvaídas" (p. 176). De ahí que se suscite una serie de preguntas legítimas en la agenda: ¿qué organi­za a la multiplicidad? ¿Qué determina el movimiento entre diferentes posicio­nes subjetivas? ¿Revisten igual importancia todos los componentes de una identidad múltiple? Según la respuesta que proporciona la teoría psicoanalíti- ca, siempre hay un escenario fantasma que organiza y sostiene la multiplici­dad aparente de la identidad, además de estipular las "reglas de engranaje" entre sus diferentes niveles en un mapeo que otorga prioridad a modos parti­culares del goce, a ciertos componentes y puntos nodales (points de capitón) libidinalmente investidos, y no a otros, que quedan en la periferia estructural y emocional.1

Aquí se plantean otros dos puntos cruciales. En primer lugar, sin la inter­vención de estos puntos nodales, la estructura subjetiva puede desintegrarse con facilidad y dar lugar a un estado de psicosis. Se trata de una circunstancia que es preciso tomar en cuenta con gran seriedad en el marco de algunas con­cepciones "caóticas" de la "identidad múltiple": "Es posible que la total desin­tegración de la identidad personal en una identidad atomizada [formada por los componentes de una identidad múltiple] no sea manejable desde el punto de vista psicológico", y en consecuencia podría decirse que la "identidad múl­tiple" no es la solución más prometedora para la europeización de las identi­dades nacionales (Wilson y Van der Dussen, 1995: 207). Ello también explica por qué siempre se asigna mayor prioridad a algunos componentes o niveles

1 En especial cuando la "m ultip licid ad " im plica la articulación de elem entos aparente­m ente contradictorios.

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cuando surge un conflicto de lealtades, y éste es justamente el proceso que ha dado sostén a la mayoría de las identidades nacionales. Tal como se lee en un libro de texto sobre Europa, "las personas siempre fueron muchas cosas, pero en la época del nacionalismo había una identidad que era la carta de triunfo [...] la identidad nacional era la primordial cuando se suscitaban conflictos entre lealtades a identidades diferentes" (p. 207). En segundo lugar, los argu­mentos relativos a la "identidad múltiple" a menudo presuponen una concep­ción fluida de la identidad, que en última instancia se basa en la premisa de cierto voluntarismo. En otras palabras, estos argumentos dan a entender que el perfil particular de una identidad es producto de una elección consciente, instrumental o incluso racional por parte del sujeto, como si el sujeto saliera de compras para ver cuáles son los componentes inclusivos más interesantes que hay en plaza. Sin embargo, no cabe duda de que la estructuración discur­siva y el investimiento afectivo establecen límites precisos -aunque histórica­mente contingentes- a tales movimientos.

3. En lo que concierne al marco de la "identidad dual", el modelo de la ciuda­danía europea comprendería dos lealtades distintas: la que se establece con una entidad política (en el nivel europeo) y la que se prodiga a una nacionali­dad étnica (Goldmann, 2001: 42). En otras palabras, todo ciudadano europeo estaría escindido entre una identidad vinculada a un Estado político (en la línea del así llamado "m odelo francés") y una identidad cultural (en la línea del así llamado "modelo alemán") (Wilson y Van der Dussen, 1995: 208). Uso el término "escindido" porque, de acuerdo con este modelo, "la identidad y la política se desvinculan y reenfocan" y se introduce "un dualismo, con Europa como el Estado nación cívico y nuestros viejos Estados naciones como pue­blos-naciones orgánicos" (p. 208, el énfasis me pertenece). Esta escisión tam­bién constituye una de las premisas sobre las que se basan ciertas versiones de la agenda "posnacional". Aquí también se deconstruye el lazo implícito en el nacionalismo entre integración cultural (el aspecto étnico, sustantivo, del nacio­nalismo) y la integración política (el aspecto formal, procedimental) (Curtin, en Shaw, 2001: 74).

En el marco del argumento que he desarrollado hasta ahora resulta muy difícil imaginar cómo habrían de desvincularse la política y la identidad, el discurso y el goce. Más aún, incluso si fuera posible separar estas instancias, ¿cuáles serían las "reglas de engranaje" entre ellas? El escenario conflictivo -un derrame de agresividad desde la esfera nacional hacia la europea- parece más probable que el pacífico: "Cuanto mayor sea la distancia entre los mode­

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los de los diferentes países y cuanto mayor sea el compromiso emocional de las poblaciones con sus respectivos modelos, más improbable es que se esta­blezca, se acepte y se implemente una política común en el nivel supranacio- nal" (Zetterholm, 1994: 7). Por otra parte, si tal contaminación fuera inevitable, surgiría otra pregunta crucial: ¿Cuál de las dos dimensiones dominaría a la otra? Dadas las deficiencias que aquejan a la concepción árida de la "identi­dad europea" o de "Europa", la perspectiva se ve sombría una vez más. En una batalla tan desigual, resulta difícil vislum brar la posibilidad de que la identidad europea adquiera alguna vez un rol preponderante en la vida de los ciudadanos europeos.

A esta altura es importante dejar en claro que el presente análisis no se basa en la premisa de favorecer a priori la identidad nacional o estatal. Es indudable que podemos y debemos concebir una Unión Europea fuerte que trascienda los modelos estadistas y nacionalistas tradicionales, pero tal proceso no puede materializarse ni triunfar si no se aborda de forma no represiva la dimensión afectiva de la identificación. He ahí la incómoda verdad que pone de relieve la izquierda lacaniana. Si la teoría y el análisis políticos continúan reprimiendo o desmintiendo esta dimensión, "Europa” se desarrollará en diversas direccio­nes, claro está, pero nunca llegará a ser una identificación prominente que gane el corazón, y no sólo los bolsillos, de los ciudadanos europeos. Para expresarlo en el lenguaje poético de Georges Bataille, "la reducción al orden fracasa ineludiblemente: la devoción formal (la devoción sin excesos) conduce a la inconsecuencia" (Bataille, 1991: 161). Estas conclusiones parecen obtener respaldo de investigaciones actuales que emplean otras y muy diversas meto­dologías: los sentimientos de identidad nacional influyen de forma directa en el respaldo a la Unión Europea. En particular, "hay una clara indicación de que las identidades nacionales sólidas conducen a una disminución en el res­paldo a la u e ", y de que los efectos de la identificación nacional "son al menos tan significativos como las explicaciones utilitarias, tales como el ingreso, la educación y las evaluaciones económicas subjetivas" (Carey, 2002: 397 y 407). Sin embargo, ello no se debe a que la identidad nacional esté investida a priori de una posición privilegiada. Esta catexis diferencial es una realidad contin­gente, históricamente determ inada, asociada a los cambios que se producen en las identificaciones colectivas en el marcó de la modernidad. Brinda una oportunidad para estudiar las complejidades de la relación entre el afecto, el goce y la identidad, pero no excluye la posibilidad de articular futuras admi­nistraciones alternativas del goce.

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E l O t r o o b s c e n o d e E u r o p a

Más importante aún, reprimir la dimensión del goce no afecta sólo a las pers­pectivas futuras de la unificación europea. Tam bién produce una serie de resultados indirectos de suma importancia política. Como ya he argumentado, la represión de significantes catectizados de valor afectivo y libidinal nunca conduce a la desaparición de la energía psíquica, sino apenas a su desplaza­miento y al "retom o de lo reprim ido" mediante el surgimiento de formaciones sintomáticas. Hemos visto la relevancia que tiene esta lógica para la explica­ción de fenómenos políticos tales com o el auge de los populismos de derecha en Europa. Si estas hipótesis son correctas, es muy probable que se produzca una curva sim ilar en relación con los debates sobre la identidad y la integra­ción europeas. En efecto, el descuido del aspecto afectivo de la identificación parece conducir a un desplazam iento de la energía catectizada hacia los dis­cursos id e o ló g ic o s y p o lít ic o s a n tieu ro p eo s , d is cu rso s q u e invitan y valoran esta catexis. De hecho, en otro nivel ha escalado un debate muy álgido en cuyo marco la árida identidad europea, junto con sus configuraciones instituciona­les y sus palabras grandilocuentes, se ven como agentes de castración que no sólo son indiferentes, sino también hostiles, a las estructuras del goce que ope­ran en los diversos contextos nacionales, adem ás de haber puesto en marcha un proceso de estandarización que debe ser resistido. Los discursos de resis­tencia difieren de la jerga europeizante convencional no sólo en virtud de su contenido sino también por su estilo: son agresivos, viscerales, cómicos, y van desde la obscenidad hasta la violencia, a menudo por la vía de lo grotesco. Y es probable que estas características sean el secreto de su éxito.

Estos discursos son tan inconmensurables con los debates políticos y acadé­micos convencionales sobre Europa que tanto la clase política como la comuni­dad académica han preferido eludirlos. Pero esta respuesta no los hará desapa­recer, sino todo lo contrario. De ahí que sea más prudente explorar su constitución y funcionamiento. Tenemos a disposición una gran cantidad de ejemplos: Le Pen una vez más, el discurso populista religioso de Grecia y otros. Pero el ejem­plo más gráfico proviene de algunas versiones del "euroescepticismo" británico. Hay un tipo de escepticismo en relación con Europa que atrae a millones de per­sonas: el de la prensa popular británica, que me interesa especialmente y consti­tuye el último reservorio discursivo a ser analizado en este capítulo.

En general, la investigación sobre el tratamiento que los medios británi­cos dan a la integración europea ha puesto al descubierto una actitud negativa y resistente a la idea de la integración e identidad de Europa (Cinnirella, 1996:

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263). Pero lo más importante es que esta hostilidad mediática suele tomar una forma particular. De acuerdo con nuestra línea argumental, esperaríamos que dicha actitud se articulara como antítesis de la forma árida, normativa y abs­tracta que adquiere el debate en los círculos políticos oficiales. Y esto es exac­tamente lo que ocurre. La resistencia habla un lenguaje diferente, se despliega en un nivel completamente distinto, fundado en el afecto, la pasión, el ridícu­lo, la obscenidad. Resulta difícil pasar por alto el hecho de que el 1° de noviem­bre de 1991, cuando un grupo de políticos respetables debatían los pros y los contras del federalismo y la independencia nacional, The Sun, uno de los perió­dicos británicos más leídos, publicó el titular "Up Yours Delors!"* (p. 263). Este tipo de discurso, característico de la prensa popular de derecha, ha tenido tan­to éxito que hoy constituye uno de los principales pilares sobre los que se edi­fica la influencia del "euroescepticismo" (Forster, 2002:111).

¿Cuáles son los parámetros básicos de la resistencia a Europa que se arti­cula en la prensa popular británica? Su característica más saliente parece ser la descripción de la Unión Europea como una agencia reguladora extranjera que interviene de algún modo en la organización particular de nuestra vida, en la estructuración particular de nuestro goce. En otras palabras, la u e se represen­ta primordialmente como agente de la castración. Hay ejemplos muy revelado­res: se ha acusado a "los burócratas de Bruselas" de querer descartar la hogaza tradicional británica (Daily Mail, 27 de octubre de 1997: 29); de obligar a Gran Bretaña a cambiar los enchufes de tres patas por los de la versión continental, con lo cual harían gastar "una fortuna" a los usuarios particulares -dado que la medida requiere modificar la instalación eléctrica- y supuestamente pon­drían en peligro los estándares británicos de seguridad (Daily Star, 27 de mayo de 1994: 2); de presionar a Gran Bretaña para que reemplace el inodoro tradi­cional británico por el "retrete europeo" (Euro-loo) (The Sun, 4 de mayo de 1999: 11). Otros títulos y noticias de última hora decían así: "Los Eurócratas escanda­lizaron a los galeses ayer, en el Día de San David, cuando ordenaron que todos los puerros que se vendieran en el futuro debían ser similares"** (Daily Express,

* La frase "U p yours!" es una versión abreviada de "U p your ass!", que equivale a la expre­sión en español "¡M étetelo en el trasero!" (algo así como "¡M étetelo en el tuyo!" o "¡Métetelo en e l ...!" en esta versión abreviada, que es de uso muy común). Dado que "yours" rima con "D elors" (el apellido del entonces presidente de la Comisión Europea), el titular tiene un efec­to doblemente cómico. Una traducción posible del titular es "¡M étetelo, Delors!". [N. de la T.)

* * El día de San D avid, los galeses llevan un puerro como insignia en memoria de una batalla contra los sajones en la que, según la tradición, san David aconsejó a los combatientes galeses que se colocaran una planta de puerro en el sombrero para distinguirse de sus ene­migos. [N. de la T.]

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2 de marzo de 2002: 36); "Los entrom etidos de la u e pretenden prohibir las palizas" (The Sun, 16 de junio de 1998:15); "Bruselas planea descartar nuestros pasaportes" (Mail on Sunday, 29 de octubre de 2000:1).

Lo más extraordinario desde el punto de vista psicoanalítico es la abun­dancia de connotaciones sexuales y metáforas obscenas que marcan este dis­curso de principio a fin. Por ejemplo, cuando se acusa a la u e de determ inar que "las bananas no deben ser dem asiado curvas" (The Sun, 4 de m arzo de 1998: 6) y que "los pepinos tienen que ser rectos"* (p. 6), o cuando se publican artículos como éste: "Los chiflados de la u e han decretado que los ruibarbos británicos deben ser rectos" (The Sun, 24 de junio de 1996:11). Y ni hablar de la supuesta armonización del tamaño de los condones y la "Euroam enaza de matar la salchicha británica". Los ejemplos se extienden ad infinitum, pero lo más importante es que estas crónicas grotescas parecen brindar un respaldo obsceno a la resistencia contra una Europa que ha fracasado en el intento de inspirar pasión y funcionar con eficacia com o objeto de identificación: una Europa que ha hecho caso omiso de la dimensión obscena y visceral de la iden­tificación, y cada vez se ve más desprovista de atractivo y sustancia afectiva.

Aquí cabe señalar otros dos puntos de suma importancia. En primer lugar, es preciso cuidarse mucho de calificar estas crónicas de marginales e intrascen­dentes. No sólo retratan la línea editorial básica de algunos de los periódicos más populares de Gran Bretaña, sino que en ocasiones aparecen en periódi­cos más serios y ejercen cada vez más influencia en el discurso que forma la opinión pública. En su prim er libro sobre el "euroescepticism o" británico, Forster argumenta que, debido al predominio de partidarios del integracionis- mo en la comunidad académica, Va mayoría de los debates han "pasad o por alto sistemáticamente el euroescepticism o y, por defecto o con intención, a menudo no lo han tratado como un fenómeno serio o como objeto de estudio" (Forster, 2002: 3). Si así se han abordado las formas respetables del escepticis­mo, el lector imaginará lo que ha ocurrido con el eje obsceno del debate. Por fortuna, esta indiferencia complaciente se acerca lentamente a su fin. Se ven algunos indicios en el hecho de que las instituciones partidarias de la integra­ción europea -incluidas la representación de la Comisión Europea en el Reino Unido y la campaña Britain in Europe [Gran Bretaña en Europa), iniciativa res­paldada por Tony Blair, Gordon Brown, Ken Clarke, Michael Heseltine y Char­les Kennedy- adquieren cada vez más conciencia de la necesidad de lidiar de

* "C ucum bers have to be straight!". La palabra inglesa straight, que significa "re c to " o "derecho" también se usa para decir que una persona no es homosexual. [N. de la T.)

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algún modo con esta avalancha. De ahí que se haya dedicado toda una sección de la página web británica de la Comisión Europea a los diversos "euromitos" antes m encionados (European Commission, 2006), en tanto que la campaña Britain in Europe ha producido un folleto con el sugestivo título de "Straight Bananas? 201 Anti-European Myths Exposed" [¿Bananas rectas? 201 mitos antieuropeos desenmascarados].2 Sin embargo, en ambas instancias el objetivo consiste en revelar la falsedad de las afirmaciones, con lo cual se pasa por alto el hecho de que el público no disfruta de estas crónicas por su valor de verdad sino porque se identifica con el fantasma implícito en ellas ante la falta de alternati­vas reales que le ofrece la identidad europea.3 ¿Por qué la prensa británica opera en este nivel visceral de la argumentación? ¿Por qué el público británico -así como otras esferas europeas de opinión pública- sigue mostrándose susceptible a una retórica tan obscena? Quizás el análisis social y político dominante deba comenzar a considerar la posibilidad de que estas vicisitudes son el resultado de construir una identidad europea basada en la exclusión de ciertas dimensiones que son cruciales para la reproducción de las identificaciones sociales y políti­cas: el afecto, el goce, la pasión. Luego de los votos por el No en Francia y en los Países Bajos, y de que se hubieran aplazado por tiempo indefinido los planes de realizar un referendo europeo en el Reino Unido, Britain in Europe cesó su cam­paña. ¿Qué podría indicar mejor las limitaciones que aquejan a la estrategia tec- nocrática y racionalista para crear lazos sólidos con Europa? Es preciso conside­rar con urgencia esta lección antes de que sea demasiado tarde.

¿ Q u é d e b e h a c e r s e ?

En pocas palabras, ¿qué debe hacerse? Los lectores que no están familiariza­dos con argumentaciones como la que emplea el psicoanálisis podrían pensar

2 De hecho, la m ayoría de los ejem plos que se citan m ás arriba provienen de esta invalua- ble fuente.

3 Asim ism o, en un reciente intento de reelaborar la agenda proeuropea luego de los refe- rendos de Francia y los Países Bajos, Giddens y Beck describen en términos afectivos la crisis del im aginario europeo: "e sto s sentim ientos tienden a estim u lar un retom o emocional al paraíso aparentem ente seguro de la n ación " (Beck y G iddens, 2005: 6). Sin embargo, a este breve reconocim iento de la dinám ica em ocional sigue una lista de argum entos "racionales” en favor de Europa, que pasan por alto el lado afectivo. En la argum entación de estos auto­res, el afecto se presenta com o un factor asociado a la actitud regresiva de adhesión irracio­nal a la nación, que -s i bien se reconoce en un n iv el- en realidad no puede integrarse a nues­tro m odo de pensar ni ser negociada por derecho propio.

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que este análisis lleva a la conclusión de que es preciso rendirse a la agresivi­dad y el goce obsceno, que los estudios europeos deberían desplazar su foco de atención hacia la forma de las frutas y las fantasías de castración de los pueblos europeos, y que Europa sólo será un objeto atractivo de identificación si emprende una revolución sexual... ¡o sadomasoquista! En realidad, la con­clusión que vislumbro es mucho más modesta: es obvio que la política y los estudios europeos no tienen que reproducir las reacciones e identificaciones obscenas que se describen en este capítulo. Sin embargo, tomar en cuenta sus causas e implicaciones redundaría en beneficio de sus propios intereses. Sólo si toman en serio 1a naturaleza dual de la identificación (discursiva y afectiva, simbó­lica y libidinal), los políticos y académicos interesados en la integración europea serán capaces de reflexionar sobre la contribución que ellos mismos han hecho - a través de sus estrategias de represión- a fenóm enos tales como el "euroescepticismo" y la fa lta de una identificación popular penetrante con "Europa".

Tanto en lo que concierne a la consistencia teórica y a la productividad política, es importante aceptar que la contaminación de una dimensión a otra es en última instancia inevitable, y que todo proyecto europeo viable debe involucrar a ambas en una construcción híbrida que las trascienda: un híbrido que combine procedimientos formales con una administración del goce, capaz de ganar no sólo el debate político y académico, sino también "e l corazón" y "las visceras" de los pueblos europeos. Lo que tenemos sobre el tapete, enton­ces, no es la eliminación ni la glorificación del antagonismo, la exclusión o la jouissance, sino una relación modificada con estos elementos constitutivos. Por inevitables que sean la exclusión y el antagonismo, su reconocimiento no res­tringe nuestra capacidad de influir en sus materializaciones particulares, de desplazar continuamente los lím ites que nos imponen. Se halla en juego la posibilidad de encontrar una manera de relacionarnos éticamente con el antago­nismo y el goce, en contraposición al punto de vista poco ético, improductivo e incluso peligroso de eliminarlos o mitificarlos: sublimar en lugar de reprimir, inyectar pasión en la radicalización de la dem ocracia y dar nuevo ímpetu al discurso político en lugar de canalizarlo en agresión racista y nacionalista, o de reducir la política al espectáculo escasam ente atractivo de la adm inistra­ción neutral de las necesidades inevitables. He ahí el horizonte que nos abre la izquierda lacaniana.

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VIL LA "POLÍTICA DE LA JOUISSANCE" CONSUMISTA Y EL FANTASMA DE LA PUBLICIDAD

El deseo es la esencia misma del hombre.Ba r u c h S p in o z a

Toda economía política es libidinal.J e a n -F r a n ^q is Ly o t a r d

¿V ic t o r io s o c o n s u m is m o ?

Las exploraciones precedentes del nacionalismo y la identidad europea reve­lan hasta qué punto el destino y las perspectivas de las identificaciones parti­culares y los proyectos hegemónicos dependen de la dimensión afectiva, de la jouissance en sus diferentes modalidades e interacciones con el mundo de la sig­nificación y la práctica social. Es obvio que el surgimiento de lo "nuevo" no puede prosperar si no toma en cuenta este importante parám etro, pero ello no equivale a decir que las identificaciones sedimentadas, libidinalmente in­vestidas, gocen de un privilegio que les permita retener su posición hegemóni- ca por tiempo indefinido: por el contrario, los procesos de desidentificación y reinvestimiento afectivo son un aspecto importante de la vida social y política. En las sociedades capitalistas -en especial las del capitalismo tardío-, el papel que desempeña el consumo y el consumismo, junto con la función de la publi­cidad, las relaciones públicas y el posicionamiento de marca, quizás ofrezcan el mejor ejemplo de la manera en que nuevas interpelaciones y nuevos mandatos pueden reconfigurar la estructura social imponiendo su sujeción hegemónica a identificaciones y conductas individuales y grupales. Por cierto, nadie se sor­prenderá si argumento que hoy en día el consumismo constituye uno de los aspectos centrales de la vida social o que la publicidad es uno de los tropos discursivos hegemónicos de la modernidad tardía, la puesta en escena del marco fantasma que asegura el afianzamiento de nuestra identidad de consu­midores. Tal como lo expresa Gary Cross, el consumismo, a pesar de toda la oposición que ha despertado, parece ser "el 'ismo' que ganó" (Cross, 2000:1):

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es indudable que triunfó donde fracasaron otros discursos e ideologías. La pre­gunta a plantearse es: ¿cómo lo hizo? ¿Cómo se instituyó el acto de consumo en calidad de punto nodal indiscutible de toda una cultura, de todo un estilo de vida?1 En el presente capítulo argumentaré que la creciente hegemonía del consumismo no puede explicarse si no se toman en serio los ejes del deseo y el goce. La teoría psicoanalítica es idónea para llevar a cabo esta tarea de forma paradigmática, dado que revela cómo el deseo de realizar actos de consumo, simbólicamente condicionado, recibe estímulo de los fantasmas publicitarios y se sostiene sobre el goce (parcial) que proporciona el deseo y el consumo de productos, así como de anuncios publicitarios. En la medida en que canaliza el consumo en direcciones particulares, la cultura consumista marca un cambio significativo en el modo de estructuración del lazo social en relación con el goce y pone al descubierto el rol fundamental que desempeña en el sosteni­miento del nexo económico político actual: el del capitalismo tardío.

Pero antes que nada es importante poner en claro una cuestión preliminar que en realidad es bastante medular. Al leer el título de este capítulo, cual­quiera estaría en su derecho de preguntar por qué un libro de teoría política y análisis político, aun cuando sea de inspiración lacaniana, incluye un análisis del consumo y la publicidad. Y sin embargo, uno de los objetivos del presente libro -y de este capítulo en particular- es explorar las profundas implicacio­nes reciprocas entre la cultura, la economía y la política, que —al igual que los tres anillos del nudo borromeo mencionado en la introducción- se trenzan en este sinthome del capitalismo tardío: en una administración particular (capita­lista) de la jouissance, una cristalización única del deseo propia del consumo y la publicidad.2 La teoría lacaniana - y la izquierda lacaniana— pueden ofrecer apreciaciones realmente sustanciales para explicar el "cóm o" de esta articula­ción, pero su existencia no ha pasado inadvertida para las investigaciones contemporáneas sobre el consumo. En una com pilación reciente que lleva el revelador título de The Politics o f Consumption [La política del consumo], los

1 En este capítulo uso en general la palabra "con su m o" para referirm e a los correspon­dientes actos, en tanto que reservo "consum ism o" para el estilo de vid a fundado en la cen- tralidad de los actos de consumo. Así, con la categoría de "con sum ism o" intento elucidarlas im plicaciones psicosociales de la experiencia del consum o y captar la interacción entre la atracción personal y el poder ideológico que subyacen a su éxito.

2 De más está decir que, confinada a este capítulo, dicha exploración tendrá que obedecer a estrictas lim itaciones de espacio, lo cual im pone la necesidad de concentrarse en aspectos centrales particulares del consum ism o y la publicidad, sin analizar - a l m enos no in «tenso- aspectos relacionados de la econom ía contem poránea, incluidos im portantes desarrollos en la esfera de la producción.

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LA "POLÍTICA DE LA ¡OUISSANCE" CONSUMISTA. 257

editores no vacilan en argumentar que "el consumo nunca ha existido fuera de la política (Daunton y Hilton, 2001: 9). Y los historiadores del consumo han demostrado con creces este argumento durante la última década, años más años menos.

A Jo largo del siglo xx, el consumo se ha involucrado en la política de for­ma directa, tanto en la de izquierda como en la de derecha. El caso paradigmá­tico es Estados Unidos. Consideremos, por ejemplo, la formulación del New Deal de Roosevelt: uno de sus principios estribaba en que la política guberna­mental debía tomar en cuenta los derechos del consumidor. Durante su cam­paña presidencial de 1932, Roosevelt incluso había predicho que "en el futuro vamos a pensar menos en el productor y más en el consumidor" (Roosevelt, citado en Cohén, 2004: 24). Como señala con razón Lizabeth Cohén, las identi­dades de los ciudadanos y los consumidores suelen considerarse opuestas, porque los ciudadanos se definen en un marco político (con referencia a inte­reses, deberes e ideales sociales y nacionales más abarcadores), y los consumi­dores se reducen a la esfera privada de la autoindulgencia, orientada hacia la satisfacción de los deseos personales; sin embargo, las cosas no fueron así durante la mayor parte del siglo xx: "Lejos de constituir tipos ideales aislados, el ciudadano y el consumidor fueron categorías en continuo desplazamiento que a veces se superpusieron y a menudo entraron en tensión, pero que en todo momento reflejaron la permeabilidad de las esferas de la política y la economía" (Cohén, 2004: 8).

Especialmente en Estados Unidos, la simbiosis entre el consumo y la polí­tica ha alcanzado un grado tal que Cohén habla de una "república del consu­mo". Después de la Segunda Guerra M undial, todos, desde las grandes empresas hasta los sindicatos, desde los conservadores hasta los progresistas, tomaron por el "camino de la abundancia" movilizándose por el gasto de con­sumo como vehículo para la prosperidad, tal como lo refleja el título de un libro de 1944* cuyo autor, Robert N athan, era econom ista del New Deal (Cohén, 2004:115). En efecto, el fin de la Gran Guerra dio lugar a una "bacanal del consumo" (Cross, 2000: 88). Durante este período, el consumo masivo se presentó como un factor esencial para salvaguardar la producción en masa, combinación que prometía "abundancia para todos" (Cohén, 2004: 116). Pre­valecía la idea de que el consumo masivo crearía una sociedad más igualitaria (p. 125): "Esta yunta de libre elección del consumidor y libertad política fue

* Robert R. Nathan, M ovilizing fo r abm idancc, Nueva York, McGraw-Hill, 1944 [trad. esp.: Camino de la abundancia, M éxico, Fondo de Cultura Económica, 1944]. [N. de la T.]

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muy común durante la Guerra Fría" (p. 126). Beneficiado por tales asociacio­nes, el consumismo devino así en el factor cultural subyacente que colonizó la política y otras esferas. Tan pronto como se admite la existencia de este íntimo vínculo entre el consumismo y la política, es posible incluso comenzar a reco­nocer que el colapso de los regímenes socialistas existentes no fue tanto una victoria del liberalismo como, por sobre todas las cosas, un triunfo del consu­mismo (Cross, 2000: 8): fue el precio que pagó el socialismo estatal por privile­giar la producción sobre el consumo (Zizek, 2006: 53).

De más está decir que la interrelación entre el capitalismo y la política no es algo nuevo. Por sorprendente que parezca, los primeros argumentos en favor del capitalismo no fueron de índole económica sino profundamente políticos: anunciaban que la acción humana motivada por los intereses era una fuerza capaz de doblegar las pasiones irracionales y garantizar la estabili­dad del orden social (Hirschman, 1977). Desde entonces, la conducta orienta­da por el interés propio fue proclamada deber social por ideologías que la elevaron a verdadera "contribución al bien com ún" (Hirschman, 2002: 67). Tales ideologías, claro está, no pueden ocultar que este proceso involucra la colonización y la despolemización de significantes tales como "igualdad", "prosperidad" y "el bien" en auspicio de la hegemonía capitalista.

Sin embargo, con la paulatina transición desde el mercado masivo hacia los mercados segmentados, la justificación del consumismo ya no requirió de estas articulaciones; comenzó a alejarse de la cohesión social para avanzar hacia la esfera de la fantasía personal (Cross, 2000:193). De hecho, luego de la era Reagan, la "república del consumo" ingresó en un estadio de "mercantili- zación de la república" (Cohén, 2004: 396):

Si bien desde la década de 1930 hasta no antes de la de 1970, la referencia al interés del consumidor también implicaba una apelación a un bien público más amplio que trascendía el interés individual, hoy la invocación ubicua del consumidor -como paciente, como padre, como receptor de la seguridad social [y como estudiante, podría agregarse]- a menudo significa satisfacer el interés privado del cliente que paga, la combinación consumidor/ciudada­no/votante cuya mayor preocupación es "¿Obtengo lo que vale mi dinero?" (p. 397).

Entonces, el problema no se limita al hecho de que la conducta del consumidor y las actividades del ciudadano no sean mutuamente ajenas (Hirschman, 2002:11), sino que ocurre algo aún más alarmante: las segundas se reducen cada vez

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más a la primera; la cultura de consumo impone sus reglas a la política y a otras esferas sociales, y moldea las formas dominantes en que se asume el lazo social. El reinado de la publicidad política y los spin doctors* en la política con­temporánea no es sino el último acto de esta prolongada historia incestuosa.

Por otra parte, la política radical y la cultura de protesta también han influido en el consumismo, a veces mediante la imposición de límites a su desarrollo. El movimiento de consumidores y las organizaciones pertinentes conforman un cuadro muy diverso, que se extiende desde el activismo por el bienestar de los animales y las protestas contra las corporaciones hasta las organizaciones que presionan por mejoras en el control de calidad y rebaja de los precios (Daunton y Hilton, 2001: 2). Entre las fuerzas variopintas que ope­ran en este terreno y los productores industriales -as í como el Estado- se ha establecido una continua interacción. Ya a comienzos del siglo xx, "la indig­nación pública generalizada ante las prácticas imperantes en las grandes empresas de Estados Unidos" volvió necesario el nacimiento de las relacio­nes públicas corporativas (Ewen, 1996: 400). Esta dialéctica entre las fuerzas opositoras y las fuerzas corporativas nunca ha cesado. Sin embargo, a menu­do el consumismo ha sido capaz de cooptar la influencia de los grupos y movimientos de protesta y colonizar los "ideales" alternativos que éstos pro­movían, riesgo que ya ha había señalado Marcuse (Marcuse, 1996: xxiii). Por ejemplo, haciéndose eco de los valores subyacentes a los movimientos socia­les de los años sesenta y setenta, las relaciones públicas se vieron instadas a dejar atrás los ideales de conformidad y homogeneidad para aprender a "res­petar la diferencia, el disenso, el conflicto y, por sobre todas las cosas, la indi­vidualidad" (Finn, en Ewen, 1996: 403). Claro que lo hicieron con el objeto de canalizar estos valores en una dirección particular: "Si la cultura de la genera­ción de los años sesenta contribuyó a la formación de un consumo nuevo, fragmentado e individualista, la irrestricta ideología de mercado de la gene­ración Reagan no hizo sino llevar más lejos la misma tendencia" (Cross, 2000: 193). De modo similar, la política identitaria de los años ochenta y noventa ha sido apropiada por una nueva forma de "marketing de la identidad", que en cierta medida modifica pero en última instancia alimenta -y no subvierte- el sistema corporativo de posicionamiento de marcas (Klein, 2000: 1113). Todos los días emergen nuevos movimientos opositores a la cultura de consumo, algunos en estrecha asociación con el así llamado "activismo antiglobaliza-

* Voceros o encargados de relaciones públicas, en especial de partidos políticos y candi­datos, cuya tarea consiste en revertir la publicidad negativa. [N. de la T.]

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ción", pero en resumidas cuentas es indudable que el consumismo hasta aho­ra ha conservado los laureles, que nuestra cultura deviene cada vez más y de forma predominante en una "cultura promocional" (Wernick, 1991). Sin pri­varse de exagerar un poco, Cross -qu e parece fascinado por la historia que narra- ha captado un cambio importante:

A fines de siglo, los cultos religiosos, la violencia nacionalista y los escándalos políticos seguían apareciendo en la primera plana de los periódicos. Pero en realidad estas noticias ya estaban en los márgenes de la vida estadounidense moderna, como espectáculo secundario. Las identificaciones con la clase, la nación, e incluso con la reforma social altruista, declinaron de forma abrupta durante la segunda mitad del siglo xx [...]. En síntesis, no parecían ser un equivalente moral del mundo del consumo (Cross, 2000: 6).3

C o n s u m is m o f s ic o a n a l ít i c o

Entonces, al menos desde el punto de vista histórico, resulta muy difícil cues­tionar las importantes implicaciones políticas del mundo del consumo. Lo que es preciso dilucidar es cuáles son los mecanismos exactos que subyacen a esta articulación entre la política y el consumismo, y a la creciente hegemonización de nuestras sociedades por los discursos del consumo, la publicidad y las rela­ciones públicas. De acuerdo con el argumento que me propongo desarrollar aquí, la teoría psicoanalítica está eminentemente calificada para captar, carto- grafiar e interpretar estos mecanismos de un modo que los análisis más tradi­cionales y las críticas convencionales de izquierda han sido incapaces de vis­lumbrar y/o desarrollar de forma exhaustiva.

Sin embargo, cabe preguntarse cuál es el elemento que legitima la inter­vención de la teoría psicoanalítica en este terreno. En primer lugar, el psicoa­nálisis estuvo presente en el "nacimiento" de las relaciones públicas y conti­

3 Es preciso recodar que el mundo del consumo no es accesible a todos los habitantes del globo, y tampoco lo es en la misma medida ni al mismo precio (desde el punto de vista econ6- mico, social, cultural y ecológico). Éste es un argumento que la izquierda freudiana puso de relieve. Con algunos agregados y desplazamientos geográficos, la crítica que Marcuse hizo en 1966 conserva su vigencia: "Pero la verdad es que esta libertad y esta satisfacción [de la sociedad opulenta] están transformando a la Tierra en un infierno. El averno aún se concentra en ciertos lugares lejanos -Vietnam, el Congo, Sudáfrica- y en los guetos de la "sociedad opulenta" -en Misisipi y Alabama, en Harlem-. Estos sitios infernales iluminan el todo" (Marcuse, 1966: iii).

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núa siendo un recurso indirecto para la industria publicitaria. Por irónico que resulte, el así llamado "fundador" de las relaciones públicas, Edward Bernays -a quien su biógrafo apodó "El padre del spin"- fue nada menos que el sobri­no de Freud. En su biografía de Bernays, Larry Tye incluyó un capítulo con el revelador título de "Unele Sigi" [Tío Sigi], donde narra la relación, estrecha pero agitada, entre Freud y Bernays; de hecho, este último desempeñó un rol muy activo en la traducción al inglés y la publicación de algunos de los pri­meros textos de su tío (Tye, 1998).4 En los años cincuenta, luego de haber comprendido paulatinamente que la verdadera sujeción se establece median­te lazos emocionales y no a través de la argumentación racional, la industria publicitaria comenzó a adoptar técnicas de indagación motivacional, rama de la investigación cuyo creador, Ernest Dichter, también había recibido influen­cias de Freud. Estas técnicas apuntan a los motivos inconscientes del consu­midor, y a menudo se inspiran en el psicoanálisis. De ahí las analogías entre la asociación libre, las entrevistas en profundidad y los grupos focales (Ander- sen, 1995: 79).

Si el desarrollo de algunos de los pilares más importantes del capitalismo moderno y la cultura de consumo se basó en cierta apropiación de ideas psi- coanalíticas, por otra parte la publicidad también ha llegado a preocupar a la reflexión en el campo del psicoanálisis. El propio Lacan se refirió a la publici­dad en 1966 -a l eslogan "Disfruta Coca-Cola"- cuando habló de le sujet de la jouissance en su conferencia de Baltimore. De este modo asoció la publicidad y el consumismo a la problemática psicoanalítica del goce, problemática que revela en profundidad los fundamentos del capitalismo (S17 :123 [113]). ¿Aca­so el goce, ya sea como significante, como imagen o como subtexto, no está siempre en el centro de la promesa que estimula el deseo del consumidor y reproduce la cultura de consumo? ¿No es el goce real lo que esperamos de los actos de consumo? En los tiempos que corren sólo entra en juego la naturaleza particular de este goce; por ejemplo, cuando algún fabricante de automóviles promete un excedente -cierto plus de jou ir- de "goce avanzado" en contraste con el supuesto goce de término medio que ofrecen otros automóviles, o cuan­do un fabricante de cigarrillos articula el anuncio de su nueva marca en torno a la promesa de un "goce limpio", en contraposición al supuesto goce impuro que ofrece la competencia. ¿Y no exhibe ese goce todas las características para­dójicas de la jouissance lacaniana?

4 Sobre el rol pionero de Bemays, véase también Ewen (1996).

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Este conjunto de hipótesis infunde la orientación del presente capítulo. Sin embargo, tal orientación no es evidente por sí misma. Tanto la industria como la investigación sobre el consumo -en especial los análisis económicos- se han desarrollado durante mucho tiempo siguiendo un modelo de elección racional para evaluar la conducta del consumidor. Proveniente de la economía tradicional y basado en la premisa de un tipo ideal de "individuo económico racional", el paradigma de maximización de las utilidades restringió severa­mente el alcance del análisis para limitarse a explorar "las implicaciones lógi­cas de la racionalidad humana" (Scitovsky, 1992: 15). Como resultado, "la comprensión del consumo por parte de la economía tradicional tiene la pro­fundidad de una hoja de papel" (Fine, 2002:125). Lo más sorprendente es que muchos críticos radicales de la publicidad y el consumo han adoptado una posición igualmente esencialista, ciega a los límites de la racionalidad y a la estructura ambigua del deseo. Estos críticos suelen ver la publicidad como un lavado de cerebro que profundiza nuestra esclavización al consumismo y a la explotación capitalista mediante la estimulación de falsos deseos. Tal enfoque crítico se orienta según dos ejes principales. En primer lugar, la afirmación de que el consumismo se funda en la distorsión de las necesidades humanas rea­les/naturales, y en la creación y proliferación de "falsos deseos". En segundo lugar, la afirmación de que esos falsos deseos se estimulan y diseminan mediante el discurso publicitario, que sostiene la falsa conciencia necesaria para su aceptación.

Por irónico que resulte, la hipótesis del "consumidor racional" ha sido refutada por la propia industria publicitaria. En efecto, Ivy Lee -uno de los más destacados expertos en relaciones públicas corporativas de Estados Uni­dos- había comprendido ya en 1923 que la esfera de las relaciones públicas, a fin de ser eficaz, debía limitar el uso de la argumentación fáctica y la persua­sión racional para apuntar a la emoción y el sentimiento (Ewen, 1996: 131 y 132). La comprensión de la importancia que revisten los procesos identificato- rios, que a menudo son inconscientes y traspasan los límites de la racionalidad, ha conducido a la formación de una clase de "expertos en relaciones públicas, estrategas publicitarios, asesores de imagen y arquitectos de espectáculos cal­culados" a quienes se les paga para que "fabriquen los términos del discurso público" (p. 173), cristalicen la opinión pública y diseñen el consenso, por aludir a dos títulos de Edward Bernays. Es indudable que estas ideas no han logrado desplazar por completo el paradigma racionalista; en consecuencia, mientras la práctica publicitaria se ve obligada a tomar en cuenta el carácter no racional del deseo, la teoría publicitaria "sigue difundiendo la filosofía liberal tradicio­

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nal de los consumidores racionales informados" (Qualter, 1991:89). No obstan­te, como ya he señalado, en su esfuerzo por alcanzar una comprensión adecua­da de su propio funcionamiento y desarrollar estrategias de deseo más eficaces -y aquí hago referencia a un título de Ernest Dichter- la industria publicitaria se transformó en un laboratorio psicológico de avanzada (Packard, 1991: 29) e incorporó ciertos aspectos de la teoría y el método psicoanalíticos. Si la propia industria considera que algunas nociones del psicoanálisis pueden brindar una comprensión más adecuada de los mecanismos que se activan en el consumo -aun cuando lo que subyace a este interés en el psicoanálisis sea el fantasma del control racional e instrumental de las fuerzas irracionales que operan en las masas por parte de un sujeto supuesto saber representado por los ejecutivos de la publicidad-, es indudable que la crítica de la publicidad no hará bien en ignorar dichas nociones y la teoría psicoanalítica en líneas más generales.

Es en este sentido que el psicoanálisis quizá pueda elucidar y vencer las limitaciones de los enfoques más tradicionales. Fuera de la industria publici­taria, estas limitaciones también se revelan en la incapacidad que evidencian las críticas radicales de la publicidad para desplazar las identificaciones con­sumistas y disminuir la influencia ideológica de los fantasmas publicitarios, para reintroducir la importancia del acto político junto al ubicuo acto de consu­mo. Es sumamente revelador que incluso quienes cuestionan el estatus de la economía de mercado y la publicidad se muestren incapaces de organizar su deseo de formas alternativas; en consecuencia, el discurso publicitario goza de una legitimación pasiva que incrementa su fuerza hegemónica. Pese a que en los años sesenta y setenta resurgió la cultura de la restricción -en parte en la obra de figuras asociadas a la izquierda freudiana-, no se ha establecido una defensa eficaz "contra el poder y el atractivo de un consumismo en perpe­tuo avance" (Cross, 2000: 140). Más aún, a raíz de las dificultades que supone el intento de lidiar eficazmente con el estatus del deseo en la cultura de consu­mo, no se han creado alternativas que ejerzan un verdadero atractivo (p. 130). V la situación actual no presenta diferencias considerables.

La forma más común que adquiere la crítica -la jerem iada- ha demostra­do su ineficacia para reflexionar con seriedad acerca de estos fracasos. Y el problema persiste. El reciente libro de Lodziak, donde el consumismo se criti­ca con severidad como un sustituto de la autonomía que sólo puede satisfacer "a los más volubles", es un buen ejemplo de esta dificultad. Lodziak llega a la siguiente conclusión: "Para la mayoría, [el consumismo] es una compensación insuficiente por la denegación de una existencia más significativa, pero se tra­ta de una compensación que ha sido tolerada en ausencia de alternativas"

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(Lodziak, 2002: 158). Las interrogantes que se suscitan aquí son bastante obvias: si el consumismo es tan insuficiente, ¿cómo logra resistir las operacio­nes de desenmascaramiento que llevan a cabo sus críticos? ¿Cómo retiene su poder hegemónico? Tal como argumentaré en el presente capítulo, "la jere­miada" -e l tipo dominante de crítica radical- nunca tuvo en cuenta la dinámi­ca de la jouissance que subyace a la cultura de consumo, y en consecuencia quedó atrapada en un paradigma de "falsa conciencia" que redujo una cues­tión de goce y deseo a una cuestión de saber y raciocinio, con \o cual resultó incapaz de ofrecer alternativas realistas. E l resultado ha sido la derrota de \a cultura de la restricción, que en definitiva es impotente. N ada se gana con desconocer el hecho de que la publicidad es capaz de hechizamos de las mane­ras más diversas. Es así como ha logrado convertirse en una de las fuerzas principales que estructuran la vida cotidiana, nuestras identificaciones, aspi­raciones e imaginarios; por la misma razón, la iniciativa de desmitificar las tendencias normalizadoras de la publicidad y el consumismo presupone que sepamos apreciar la m ovilización afectiva involucrada en la presencia o la promesa del consumo de mercancías (Bennett, 2001: 113 y 114).5

Esto no equivale a decir que no haya habido economistas conscientes de las antinomias constitutivas de la satisfacción que desestabilizan el tipo ideal propuesto por las teorías de la elección racional; al respecto cabe considerar la observación lacanesca de Scitovsky, según la cual "lo más placentero está en la frontera con el displacer" (Scitovsky, 1992: 34). Albert Hirschman también puso de relieve las limitaciones que presenta el modelo de la elección racional e intentó construir su versión enriquecida basándose en fuentes diversas, entre las cuales se cuenta Baudrillard (Hirschman, 2002: 36). También ha habi­do críticos de la publicidad y el consumismo, en especial desde una perspecti­va sociológica, que intentaron alejarse del paradigma naturalista/esencialista con el fin de tomar en cuenta la plasticidad y el carácter metonímico del deseo. Desde que Baudrillard escribiera en 1970 La sociedad de consumo hasta la publi­cación de textos más recientes, la problemática del deseo ha adquirido cada vez mayor centralidad.6 Sin embargo, con esta tendencia apareció un nuevo

Vale la pena señalar que Bennett entiende el hechizo de un m odo que en ciertos aspec­tos la acerca al concepto lacaniano de jouissance. Por ejem plo, cuando asocia el hechizo a un sentim iento placentero acoplado a una disrupción sin iestra (Bennett, 2001: 5) o cuando lo define com o "u n estado corporal donde se m ezclan el gozo y la perturbación" (p. 111).

Para d ar sólo un ejem plo, una colección reciente de textos introductorios que lleva el característico título The W/n/ o f Consujuption [El porqué del consum o] incluye un texto sobre el deseo que recurre sustancialm ente a la teoría laeaniana (Belk et al., 2000).

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problema, asociado al predominio cada vez mayor del construccionismo social y similar en muchos aspectos al que se examina en el capítulo sobre naciona­lismo: se acentuó el aspecto simbólico y culturalmente condicionado del deseo humano, a veces a expensas del afecto y el goce real. En las páginas que siguen brindaré una perspectiva general de las limitaciones que aquejan tanto al ban­do naturalista/esencialista como al construccionista/culturalista, cartogra- fiando al mismo tiempo las implicaciones radicales del enfoque lacaniano. Si el consumismo ha triunfado, es porque ha logrado registrar y reconfigurar la lógica del deseo mediante los efectos fantasmáticos de la publicidad y las vivencias d e jouissance parcial, y ninguna crítica resultará eficaz si no reconoce este hecho y formula una administración alternativa del goce.

N e c e s id a d , d e s e o , f a n t a s m a . . . y d e s p u é s

Durante las últimas décadas hemos presenciado un desplazamiento gradual desde una concepción naturalista hacia una culturalista de la necesidad y el deseo, hacia el reinado del Homo Symbolicus, que desliza el centro gravitato- rio del debate en una dirección más cercana al lacanismo.7 Basados en tradi­ciones del pensamiento que ponen el acento en el predominio de la función simbólica sobre la necesidad biológica y postulan una "discontinuidad radical entre la cultura y la naturaleza" (Sahlins, 1976: 12 y 13), muchos investigado­res del consumo han comenzado a caer en la cuenta de que la necesidad humana tiene un correlato material simbólico fundamental (Jhally, 1990: 20). Para expresarlo con mayor claridad, "el reconocimiento del aspecto funda­mentalmente simbólico del uso que las personas hacen de las cosas debe ser el punto de partida mínimo para desarrollar un discurso que concierna a los objetos. Específicamente, es preciso suplantar la vieja distinción entre las nece­sidades básicas (físicas) y las secundarias (psicológicas)" (p. 4). No obstante, muchos críticos radicales del consumismo siguen aferrándose a la idea de las necesidades básicas universales, que a pesar de su carga cultural permanecen ancladas en cierto tipo de necesidad (biológica): "Hay necesidades universa­les que son relevantes para la supervivencia y el bienestar del individuo, en tanto que las carencias suelen asociarse a la mera preferencia de individuos particulares" (Lodziak, 2002: 4). La influyente perspectiva según la cual las

7 Me refiero al construccionismo social de Lacan, analizado en el capítulo i.

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preferencias "se consideran dadas [...] como resultado de necesidades fisioló­gicas y propensiones psicológicas y culturales" (Hirschman, 2002: 9) conserva su vigencia en las principales corrientes de la economía y entre los críticos de izquierda.8 ¿Cómo puede intervenir la teoría lacaniana en este punto?

La noción lacaniana de la relación entre necesidad, demanda y deseo refu­ta de plano el fundamento de la crítica obsoleta según la cual el consumismo desatiende las necesidades genuinas y crea necesidades o deseos falsos. Ya he analizado esta cuestión con algún detenimiento en el capítulo i, pero no está de más hacer un breve repaso. La entrada en lo simbólico, en el ámbito del len­guaje, presupone el sacrificio de todo acceso no mediado al nivel de las necesi­dades "naturales" y de su satisfacción cuasi automática. Las necesidades tie­nen que articularse en el lenguaje, en la demanda al Otro (que en el inicio es la madre). Tan pronto como la satisfacción de las necesidades ingresa en esta relación de dependencia con el Otro, toda demanda deviene primordialmente en demanda del amor del Otro. Entonces nos encontramos con "una desvia­ción de las necesidades del hombre por el hecho de que habla: en la medida en que sus necesidades están sujetas a la demanda, retornan a él enajenadas" (E2006: 579). He aquí una apreciación valiosa, tanto para el psicoanálisis como para el análisis sociopolítico: "Por él [el universo del lenguaje] y a través de él, las necesidades se han diversificado y desmultiplicado hasta el punto de que su alcance aparece como de un orden totalmente distinto, según que se lo refiera al sujeto o a la política" (E2006: 687). Hay algo en la necesidad (cierto real) que no puede articularse simbólicamente en la demanda, y "aparece en un retoño, que es lo que se presenta en el hombre como el deseo" (E2006:579). Alienado de la necesidad natural, incapaz de todo acceso a lo "real", a los objetos "naturales" de satisfacción, el deseo humano siempre es deseo de otra cosa (E2006: 431), de lo que falta, de esa parte de lo real que resulta imposible articular en la demanda. En sentido estricto, el deseo no tiene un objeto fijo* sino sólo un objeto-causa del deseo: algo que encarna la falta y conlleva una promesa de solucionarla. Desde este punto de vista, el deseo y la falta siempre van juntos, sobredeterminando la aporía dialéctica de la vida humana. Así, el hecho de que el consjamismo dependa de la continua producción y estimula­ción de nuevos deseos a través de la publicidad, de la manipulación de la dia­léctica entre la falta y el deseo, no es ajeno a la constitución simbólica de la realidad humana. Es cierto que el consumismo canaliza esta realidad en direc­

8 Si se desea consultar otro ejemplo, véase el análisis de Guy Debord, que no logra eludir la referencia a "pseudonecesidades" como "falsificación de la vida" (Debord, 1995:44).

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ciones particulares, pero stricto sensu no la distorsiona ni la desnaturaliza. Sujetos a pulsiones y no a instintos biológicos, obligados a articular la necesi­dad en la demanda, siempre estamos ya desnaturalizados.

Es por eso que no tiene sentido referir el deseo consumista a la noción de una necesidad previa o superior. Dado que construyen su propia realidad simbólica/imaginaria, los seres humanos son capaces de ignorar y/o transfor­mar estas dicotomías. Sabemos que no podemos sobrevivir sin comida, pero el anoréxico y el prisionero político que hace huelga de hambre siguen a su fantasma pese a la presión que ejerce la necesidad biológica. Como ya hemos visto (en el capítulo n), el objeto de la pulsión no es el objeto del instinto bioló­gico. Aunque el anoréxico que se niega a comer, no com e desde el punto de vista biológico, desde el punto de vista psicológico come nada. Para expresarlo con sencillez, el anoréxico "juega con su rechazo com o si fuera un deseo" (E2006: 524). "N ada" funciona aquí como un objeto perfectamente legítimo. Lo mismo vale para el prisionero político, cuya huelga de hambre no le niega el acceso a una abundancia de ideales nutricios, al deleite de luchar por una causa. En cierto sentido -y el neologismo lacaniano parlétre es muy revelador en este caso-, el deseo simbólicamente condicionado es nuestra necesidad bio­lógica más apremiante: "La demanda de cigarrillos por parte de un fumador no es menos inelástica que su demanda de alim ento" (Scitovsky, 1992: 107). ¿No se desestabiliza así la dicotomía simplista entre las necesidades naturales y los deseos falsos? No cabe duda de que Marx aprobaría esta conclusión, como lo sabe cualquiera que haya hojeado El capital. En la primera página del primer capítulo, el autor dice que la mercancía "es, en prim er término, un objeto externo, una cosa apta para satisfacer necesidades humanas, de cual­quier clase que ellas fu eran", y de inm ediato agrega: "E l carácter de estas necesidades, e\ que broten por ejemplo del estómago o de la fantasía, no inte­resa en lo más mínimo para estos efectos" (Marx, 1961-. 35 \3Y).9

En oposición a lo que dice la crítica tradicional de izquierda, si la hegemo­nía consumista es posible, lo es precisamente porque el deseo humano no está dado ni es natural. Y esta hegemonía no dejará de ser un enigma si no se toma en cuenta en toda su significación el condicionamiento sim bólico del deseo. Esto no significa que el deseo sea fácil de estimular, cultivar y fijar, no obstante lo cual el consumismo efectúa una fijación parcial del deseo. ¿De qué vehícu­los se vale para hacerlo? Aunque los anuncios publicitarios técnicamente no

9 Aquí Mane se inspira en una observación de Barbón que data de 16% , según la cual el ape­tito del espíritu es "tan natural en éste como el hambre en el cuerpo" (Marx, 1961:35 [3, n. 2]).

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mienten (al menos no de forma expresa, lo cual de hecho perjudicaría el pro­ducto que se publicita), sólo pueden estimular y canalizar el deseo mediante la construcción de una mitología en torno al producto. Y lo hacen por medio de un maremágnum de recursos retóricos, imaginarios y de otros tipos. Pero incluso si los anuncios mintieran, ello no revelaría mucho acerca del modo en que el consumidor acepta sus mitologías. Hacer hincapié en este aspecto lleva­ría otra vez al argumento de la "falsa conciencia" y a una crítica de la publici­dad que ha demostrado ser tan miope como contraproducente: "El capitalis­mo de consumo no es una cuestión de falsa conciencia como tal, porque muchos consumidores son conscientes y críticos de las desigualdades e injus­ticias asociadas al consumismo" (Miles, 1998: 156). Probablemente ¿izek lo formularía de la siguiente manera: saben muy bien lo que hacen, y lo hacen. Tal como señala Guy Cook en The Discourse o f Advertising [El discurso de la publi­cidad], "en muchos discursos, el contenido fáctico o lógico subyacente es inexistente o secundario, pero esto no los priva de valor" (Cook, 1992: 206). De hecho, "las relaciones que la manufactura y el consumo establecen con sus dis­cursos, de los cuales la publicidad es sólo uno, son tan reales y naturales (o bien, tan irreales e innaturales) como las de cualquier otro discurso" (p. 208). Es por eso que el hincapié en el tema de la verdad/falsedad constituye uno de los impedimentos más grandes para entender el funcionamiento de la publici­dad, el modo en que ésta construye y "vende" sus mitologías deseables y el modo en que toda esta organización del deseo garantiza la reproducción de la economía de mercado y el capitalismo. En su temprana obra La sociedad de con­sumo, Jean Baudrillard lo expresa con un marcado matiz lacaniano (a mi pare­cer): "Lo cierto es que la publicidad [...] no nos engaña: está más allá de lo verdadero y lo falso [...]. La publicidad es un lenguaje profético: no promueve el aprendizaje ni el entendimiento, sino la esperanza" (Baudrillard, 1998:127; el énfasis me pertenece).10 Ahora bien, ¿cómo y dónde situamos el elemento de espe­ranza, la promesa que sostiene a la publicidad, con referencia a la lógica lacaniana del deseo? ¿Qué otorga credibilidad a esta esperanza?

Si la publicidad intenta estimular o causar nuestro deseo, ello sólo pude significar que la construcción mitológica articulada en torno al producto es un fantasma social, y además que dicho producto sirve o funciona como un obje­

10 En otro importante libro, El sistema de los objetos, Baudrillard también emplea un enfo­que sem iótico de inconfundible sabor lacaniano y concluye con una oración lacanesca: "F inalm ente, porque el consum o se funda en una fa lta o carencia, es incontenible" (Baudri­llard, 1996: 224 [229]).

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to que causa el deseo; en otras palabras, como un objeto-causa del deseo u objet pctit a en lenguaje lacaniano. Muchos críticos de la publicidad, desde Aldous Huxley hasta Raymond Williams, han reconocido esta dimensión fan- tasmática. En tiempos más recientes, Baudrillard ha señalado que lo que en realidad se compra y se consume en nuestras sociedades de consumo no son objetos definidos por sus propiedades naturales o físicas, sino por las fanta­sías que los rodean, las fantasías que se articulan en el discurso publicitario (Baudrillard, 1998: 33). En efecto, los productos pueden incluso estar ausentes de un anuncio. En una época en que las grandes empresas subcontratan sus operaciones de manufactura, los productos o mercancías -las cosas- ocupan un lugar secundario con respecto a las imágenes de marca. Esta "expoliación del mundo de las cosas" afecta hoy no sólo al consumo sino también al ámbito de la producción. El trabajo real de muchas grandes corporaciones no es la fabricación sino la comercialización de la marca (Klein, 2000: 4). Lo que com­pramos es, ante todo, las promesas asociadas a esas marcas:11 "Compramos mensajes publicitarios que prometen felicidad, diversión, popularidad y amor" (Andersen, 1995: 89). A nadie debe sorprender entonces que el valor de verdad de los anuncios tenga una importancia secundaria: "Los consumido­res buscan mucho más que el mero conocimiento fáctico, porque no miran las cosas como simples objetos tácticos" (Qualter, 1991: 91) sino como encarnacio­nes de la promesa fantasm ática que se articula en el discurso publicitario. Compramos aquello acerca de lo cual fantaseamos, y fantaseamos acerca de lo que nos falta: la parte de nosotros que es sacrificada/castrada cuando entra­mos en el sistema simbólico del lenguaje y las relaciones sociales. De acuerdo con Lacan, el sujeto es simbólicamente privado de ella para siempre, pero esta pérdida -la prohibición de la jouissance- es justamente lo que permite el sur­gimiento del deseo, un deseo que se estructura en tomo a la búsqueda inter­minable de la jouissance perdida/imposible. Es imposible porque no la tiene el sujeto y tampoco la tiene el gran Otro, el sistema sociosimbólico: tanto la falta subjetiva como la falta en el Otro son faltas de jouissance. Y está perdida porque se postula como perdida en su plenitud, proceso que introduce la idea de que es posible reencontrarla (mediante actos de consumo).

El fantasma es una construcción que estimula o causa el deseo porque promete compensar la falta creada por la pérdida de la jouissance con un susti­

11 Tal como lo expresa Klein, "la marca debe pensarse como el sentido principal de la cor­poración moderna, y el anuncio publicitario, como uno de los vehículos que se usan para comunicar ese sentido al m undo" (Klein, 2000:5).

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tuto, un objeto milagroso: el objet petit a. En la teoría lacaniana, la estructura del fantasma es siempre esta relación entre el sujeto dividido -e l sujeto caren­te - y el objet petit a. La categoría de sujet de la jouissance se basa en la idea de que la condición humana se caracteriza por esta búsqueda de un goce perdi­do/imposible. El fantasma ofrece el objet petit a como promesa de un encuen­tro con esta preciada jouissance, encuentro que se fantasea como algo que recu­bre la falta en el Otro y en consecuencia llena la falta en el sujeto. En este contexto, las marcas pasan a ser "canales del deseo, emblemas de un mundo denegado, encarnaciones de deseos incumplidos" (Ewen y Ewen, 1982: 46).

Lo que promete el eslogan "Disfruta Coca-Cola" es precisamente una par­te de este goce. El discurso publicitario funciona como un fantasma: puede persuadir y causar el deseo porque promete recubrir nuestra falta mediante el ofrecimiento del producto como objet petit a, como la solución final de todos nuestros problemas, como el creador de una armonía ideal. En otras palabras, el universo publicitario proyecta toda experiencia de la falta en la falta del producto publicitado, es decir, en una falta que puede eliminarse mediante una simple maniobra: la compra del producto, el acto de consumo. El fantas­ma publicitario reduce la falta constitutiva del sujeto a una falta del producto, y simultáneamente ofrece el producto como objet petit a, como promesa de la eliminación final de esta falta. Baudrillard proporciona una descripción muy "poética" de este elemento utópico de la publicidad: "La presencia manifiesta del excedente, la negación mágica y definitiva de la carencia, la sensación maternal y pródiga de estar ya en ej país de Jauja [...]. Éstos son nuestros valles de Canaán, donde en lugar de leche y miel fluyen corrientes de neón sobre Ketchup y plástico" (Baudrillard, 1998: 26). Una reciente observación de Zizek sintetiza muy bien este argumento:

Como ya sabemos gracias a Marx, la mercancía es una entidad misteriosa repleta de caprichos teológicos, un objeto particular que satisface una necesi­dad particular, pero al mismo tiempo es la promesa de "algo más", de un goce inasequible cuya verdadera locación es el fantasma; toda publicidad se dirige a este espacio fantasmático (¿izek, 2003a: 145).

Pero aquí resulta imperioso no pasar por alto el hecho de que, precisamente porque somos incapaces de recobrar nuestra jouissance presimbólica perdida/ imposible en toda su plenitud, el fantasma publicitario intenta exorcizar el malestar (malaise) de la vida cotidiana mediante la reproducción del sistema del cual este malestar es constitutivo. El deseo sólo puede sostenerse median­

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te la dialéctica de la falta y el exceso; a fin de conservar su atractivo, la prome­sa del exceso descansa sobre la renovación continua de experiencias de la fal­ta. Así, la sociedad capitalista "se orienta tanto hacia el exceso estructural como hacia la penuria estructural" (Baudrillard, 1998: 53; el énfasis me pertenece). "El sistema sólo se sostiene mediante la producción de riqueza y pobreza [...] tantas insatisfacciones como satisfacciones" (p. 55; el énfasis me pertenece). Esta dialéc­tica paradójica no pasó inadvertida para Albert Hirschman. Los actos de con­sumo - y lo mismo vale para la participación activa en los asuntos públicos-, que "se llevan a cabo en la esperanza de que brinden satisfacción, también redundan en decepción e insatisfacción" (Hirschman, 2002: 10). Aquí se reco­noce inconfundiblemente la verdadera definición lacaniana del fantasma, no sólo como pantalla que promete llenar la falta en el Otro sino también como lo que "produce" esta falta montando una escena domesticada de la castración. Sólo mediante la puesta en escena de la falta se hace posible la promesa fan- tasmática de recubrir esa falta en algún futuro lejano o no tan lejano; sólo así es posible que la prom esa del fantasm a suene atractiva: "Producir el deseo también es producir la falta o la escasez que intensificará la apetencia e incre­mentará la expectativa de jouissance'' (Goux, 1990: 200).

Como resultado, la "u top ía" capitalista es principalm ente una "utop ía" virtual. Ya sabemos que la armonía prometida por el fantasma publicitario no puede hacerse realidad; el objet petit a sólo funciona com o objeto-causa del deseo en la medida en que falta. Apenas compramos el producto descubrimos que sólo nos proporciona un goce parcial, que nada tiene que ver con lo que se nos había prometido. Como ya se ha mencionado en el capítulo v y tal como señala Lacan en Aún, "'¡N o es eso'.'; con ese grito se distingue el goce obtenido del esperado'' (S20: 111 1136]). En todas estas experiencias se reinscribe una falta en el sujeto, pero la reaparición de la incapacidad que tiene el fantasma para satisfacer plenamente del deseo no llega a poner en peligro la hegemonía cultural de la publicidad en las sociedades del capitalism o tardío. Incluso podría argumentarse que, precisamente porque el producto "reduce continua­mente el poder que promete como mercancía a la pura y simple promesa", se apoya aún más en la publicidad: la necesita "para compensar su propia inca­pacidad de procurar un placer efectivo" (Adorno y Horkheimer, 1997: 162 [206]). Según lo expresa Slavoj ¿izek con gran acierto, el objetivo del fantasma es satisfacer el deseo, cosa que en última instancia es imposible. Basta con construirlo y sostenerlo com o tal: a través del fantasm a "ap rendem os" a desear. La satisfacción final de nuestro deseo se pospone de discurso en dis­curso, de fantasma en fantasma, de producto en producto. Pero todo permane­

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ce intacto, siempre y cuando se produzcan nuevos productos y se publiciten nuevos fantasm as. La incapacidad de producir la satisfacción prometida no aniquila el deseo sino que, por el contrario, dispara una "búsqueda cíclica (Andersen, 1995: 90). Este desplazamiento continuo constituye el núcleo formal

de la cultura de consumo.El largometraje Charlie y la fábrica de chocolate, de Tim Burton, basado en

un texto de Roald Dahl, ofrece una de las ilustraciones más entretenidas del juego fantasm ático entre el exceso y la falta, y de los desplazam ientos catéc- ticos que se originan en él. W illie W onka, interpretado por Johnny Depp, decide permitir que cinco niños ingresen en su impactante y enigmática fábri­ca de chocolate. El proceso de selección es aleatorio: consiste en encontrar uno de los cinco "boletos dorados" ocultos en los chocolates de Wonka. Uno de los niños "e leg id os" resulta ser Veruca, la hija terriblem ente consentida de un millonario inglés. Bajo la histérica presión de la niña, el padre compra millo­nes de chocolates para asegurarse de conseguir uno de los preciados "boletos dorados" y ahorrarse los gritos de su hija: "¿D ónde está m i boleto dorado? ¡Quiero mi boleto dorado!". Es obvio que aquí no se juega sólo el capricho, sino tam bién la felicidad y el deseo. Tal com o lo expresa él mismo: "Bien, caballeros, ocurre que detesto ver tan infeliz a mi pequeña: ¡juré que seguiría adelante con la búsqueda hasta darle lo que quisiera!". Por fin, el boleto apa­rece y la niña lo recibe. Y aquí nos encontram os con el giro revelador que encapsula la paradoja central del consum o: la niña lo m ira durante unos segundos, rebosante de dicha, y luego se vuelve hacia su padre para espetar­le las siguientes palabras: "Papi, ¡quiero otro p o n y !".12 Con absoluta razón, H irschm an sostiene que el m undo que tratamos de entender, el mundo en que vivim os, "es un mundo en el que los hombres creen que quieren una cosa y, luego de conseguirla, descubren con desazón que no la quieren tanto como creían, o que no la quieren en absoluto, y quieren otra cosa que no tenían idea de que era lo que realm ente querían" (H irschm an, 2002: 21). Spinoza e Im m anuel K ant ya lo sabían. Para Spinoza, no es raro que los deseos "se opongan entre sí de tal modo que el hombre sea arrastrado en distintas direcciones y no sepa hacia

12 Exactam ente porque el goce experim entado nunca es el goce prom etido y esperado-y en consecuencia cierta falta está destinada a re in scrib irse-, m uchas m arcas han prometido com p ensar la falta por adelantado. D e ah í el afán por ofrecer prod uctos com o los huevos Kinder -u n chocolate que todos com pran por el regalo de no-chocolate que está en su inte­r io r - y hacer propuestas com o "C om p re este dentífrico y obtenga gratis un tercio extra" o "B u squ e en el reverso de la etiqueta m etálica. ¡Quizá descubra que es el ganador de uno de nuestros prem ios, desde otra Coca-Cola gratis hasta un auto nuevo!" (2 izek , 2003a: 146).

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dónde orientarse" (Spinoza, 1993: 126 [235]), en tanto que Kant dice en una de sus cartas: "Dale a un hombre todo lo que desea, y en ese preciso momen­to sentirá que su todo n o es todo” (Kant, citado en Hirschman, 2002: 11).13 En nuestra época, este estatus m etoním ico del deseo hum ano, tan esencial al consumismo, halla reconocim iento en la obra de autores tan diversos como Richard Sennet14 y Guy Debord.15

Pero a esta altura ya debe de haber quedado en claro que el condiciona­miento simbólico del deseo -base del paradigma culturalista- no puede fun­cionar adecuadamente sin un soporte real. Aunque parcial y no idéntico a la jouissance esperada, hay no obstante cierto goce en el acto de consumir una mer­cancía, y también en el de consumir un anuncio publicitario. Sin la satisfacción corporal única que se obtiene al beber una Coca-Cola -y aquí hablo como conocedor del producto-, el fantasma de Ja Coca-Cola no podría sostenerse. Un estudio sobre los fracasos de marca pone en evidencia que tanto las repre­sentaciones fantasm áticas vinculadas a una marca com o lo real (el valor de goce corporal) del producto revisten importancia suprema. En 1985, cuando Coca-Cola decidió retirar del mercado su producto original y reemplazarlo por una nueva fórmula con un nuevo nom bre (New Coke) sobre la base de cientos de miles de pruebas a ciegas, el resultado fue desastroso (Haig, 2005:12). Obviamente, no se trataba de una cuestión de sabor "objetivo"; la fórmula original se había investido (en el nivel simbólico, el imaginario y el real) de un valor que era imposible de desplazar. Los ejecutivos admitieron su craso error

13 De aquí podría deducirse que, si bien podem os llegar a una comprensión formal de la lógica del deseo, los deseos particu lares son entendidos de form a im perfecta incluso por quienes los sostienen (Qualter, 1991: 90). Ello explica el fracaso que sufren en última instan­cia todos los productos pu blicitados. El 86% de los 85.000 productos nuevos que fueron publicitados en Estados U nidos durante la década de 1980 no sobrevivieron m ás allá de 1990, en tanto que en 1994 ya había fracasado el 90% de los 22.000 productos publicitados (Fowles, 1996:19 y 164). Claro que esto no hace mella en el efecto económ ico, cultural y político acu­mulativo del discurso publicitario y el consum ism o com o totalidad.

14 Considérese, por ejem plo, la siguiente observación de Sennett: "U n a prenda puede despertar en nosotros un deseo ardiente, pero el estím ulo decrece unos días después de que la compramos y la usam os. En este caso, la im aginación alcanza su punto culm inante en la expectativa y se debilita cada vez m ás con el uso" (Sennett, 2006:138).

15 Según Debord, "C ad a producto ofrece un supuesto atajo decisivo hacia la tierra prom e­tida y anhelada del consum o total. Por eso se presenta con gran cerem onia, en calidad de producto único y definitivo [...]. Pero incluso este prestigio espectacular se tom a vulgaridad apenas los consum idores llevan el producto a casa". Entonces sale a la luz su insuficiencia: "Pues por entonces ya se habrá asignado a otro producto la función de justificar el sistem a" (Debord, 1995: 45).

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con esta reveladora conclusión -que, por sorprendente que parezca, tiene puntos en común con el precedente análisis del nacionalismo (capítulo v)-:

Sencillamente, todo el tiempo, el dinero y la pericia que invertimos a raudales en investigación de consumo sobre la nueva Coca-Cola no alcanzó a medir ni revelar el profundo apego emocional que tanta gente sentía por la Coca-Cola original. La pasión por la Coca-Cola original -y ésa es la palabra justa: pasión- nos tomó por sorpresa. Es un asombroso misterio estadounidense, un enigma encantador, y no puede medirse más de lo que se mide el amor, el orgullo o el patriotismo (Keough, citado en Haig, 2005:12 y 13).

Tales apegos tienen condiciones muy precisas de posibilidad, fantasmáticasy reales. Cuando algo las amenaza -trátese de vender la New Coke o de beber Coca-Cola caliente, por ejemplo-, la mística se evapora.16 De modo similar, los anuncios en sí brindan goce en muchas ocasiones; suelen ser divertidos, visce­rales, de ambigua obscenidad y entretenimiento subversivo. Llegan a funcio­nar como vehículos del goce-en-el-sentido que Lacan llama jouis-sens. Dicho con sencillez, la publicidad no dirige el consumo sino que "se consume" (Bau­drillard, 1996:189 [197]); es un "objeto de consumo", que además "se ofrece'' gratis para que todos puedan disfrutar de él (p. 187 [194]). Aquí se discierne un mecanismo similar al observado en la reproducción del fantasma nacional: el aspecto simbólico de la motivación, la identificación y el deseo no puede funcionar sin un soporte fantasma, y éste, a su vez -la promesa imaginaria que conlleva el fantasm a-, no se sostiene sin un soporte real en la jouissance (parcial) del cuerpo.

Sin embargo, el consumismo también revela el goce implícito en el deseo mismo, un goce de desear y comprar, que se distingue del goce que brinda el objeto de la compra o del goce que proporciona el consumo de anuncios publi­citarios. Ya en 1937, un filme de relaciones públicas de Chevrolet ponía de relieve "el placer de comprar" en sí, sumado al "goce de todas las cosas que se pueden comprar con el sueldo" (Cohén, 2004: 20). Es aquí donde se produce el encuentro más inequívoco entre el condicionamiento intersubjetivo, simbóli­co, del deseo, y la problemática del goce. El goce parcial que sostiene los fan-

16 Otro ejemplo que vale la pena mencionar es el fracaso de los Cereal Mates, de Kellog's, a causa del sabor desagradable de la leche sin refrigerar (Haig, 2005:34).

[Cereal M ates era una porción de cereal que venía acompañada de un cartoncito de leche y una cuchara de plástico, para consum ir en el trabajo o en la escuda. (N. de la T.)]

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(asmas del consumo no es sólo el goce que se obtiene en el consumo de mer­cancías y anuncios publicitarios, sino también el que suscita el deseo en sí. El deseo que está implícito aquí no es sólo un deseo de objetos sino un deseo de desear: el desear en sí mismo funciona como objet petit a, como causa del deseo y fuente de jouissance (parcial). Kojéve ya había captado esta noción lacaniana en su lectura de Hegel. De acuerdo con él, "el Deseo humano debe dirigirse a otro Deseo" (Kojéve, 1980: 5 [13]):

El Deseo antropógeno difiere pues del Deseo animal [...] por el hecho de que se dirige, no hacia un objeto real, "positivo", dado, sino hacia otro Deseo [...]. Asimismo, el Deseo que se dirige hacia un objeto natural no es humano sino en la medida en que está "mediado" por el Deseo de otro que se dirige hacia el mismo objeto: es humano desear lo que desean los otros, porque lo desean. Así, un objeto totalmente inútil desde el punto de vista biológico (como una condecoración o la bandera del enemigo) puede ser deseado porque es el objeto de otros deseos. Tal Deseo sólo es un Deseo humano, y la realidad humana, en tanto diferente de la realidad animal, no se crea sino por la acción que satisface tales Deseos; la historia humana es la historia de los Deseos deseados (p. 6 [12 y 13]).17

Ahora vemos cómo los actos personales de consumo se ligan de forma inextri­cable a un condicionamiento intersubjetivo que deja su impronta en el fantas­ma, el deseo y el goce. Todos los procesos y mecanismos descritos hasta aquí tienen como importante subproducto una estructuración específica del deseo. Esta economía particular del deseo, articulada en torno al producto publicita- do y el desear mismo en tanto objets petit a, y sostenida por las experiencias de jouissance parcial, es lo que garantiza, a través de este efecto metonímico acu­mulativo y las fijaciones originadas en él, la reproducción del mercado capita­lista en el marco de una distintiva "cultura promocional". En otras palabras, la hegemonía del mercado capitalista depende de la hegemonía de esta econo­mía particular del deseo, de la hegemonía de esta administración particular del goce. Las com plejas relaciones multidireccionales entre estos momentos exigen toda nuestra atención, de modo que es allí donde centraré el análisis en la sección final del presente capítulo.

17 Tal como ha señalado recientem ente Baum an, "só lo el desear es deseable; su satisfac­ción casi nunca lo es" (Baum an, 2000: 88). 2 i ie k también ha puesto de relieve esta m anipu­lación capitalista del "d eseo a desear" ( Í i í e k , 2006: 61).

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E l c o n s u m o , e l g o c e y e l o r d e n s o c ia l

Aunque no es compatible con la crítica izquierdista clásica de la publicidad, la problemática lacaniana del goce ofrece un nuevo ángulo desde donde acceder a la economía de mercado y a una nueva comprensión de lo que sostiene la institución del orden social en el capitalismo tardío. Aquí vemos emerger diversas relaciones de sobredeterminación. Al respecto sigo la iniciativa de Jean- Joseph Goux -quien en Symbolic Economies [Economías simbólicas] destaca la homología (o equivalencia) estructural entre la estructuración del sistema monetario y la lógica del falo (Goux, 1990)- y Alain Grosrichard, quien ha hecho especial hincapié en estas (sobre)determinaciones (Grosrichard, 1998). Para Grosrichard, por ejemplo, el valor excedente va de la mano con el goce excedente. El autor recurre a la noción lacaniana con el objeto de mostrar que la economía tiene dos caras (la "subjetiva" y la "objetiva", la individual y la colectiva) que "sirven para enmascararse mutuamente según exijan las cir­cunstancias" (p. 138). Esta doble estructura también opera en el funcionamien­to de la publicidad. El fantasma publicitario sostiene al capitalismo, y vicever­sa. El consumismo registra la dialéctica del deseo y el goce que caracteriza a la sociedad humana, pero este registro conlleva una domesticación del deseo, una canalización particular del goce:

Tan pronto como la intensidad del deseo [...] deviene en la ley subjetiva que estandariza los valores, la libido pasa a ser el rehén silencioso de la economía política, y no le queda otra alternativa que ser manipulada por ella. Si el valor de mercado es simplemente el efecto de la libido, la libido a su vez se reduce a una mera causa en el mercado, y éste es el designio (cada vez mejor ejecuta­do) de la economía capitalista de mercado en su economización política de la vida social eageneral (Goux, 1990: 202).

El deseo y el goce emergen aquí como factores políticos. De hecho, es el pro­pio Lacan quien, en La ética del psicoanálisis, vincula el análisis "económico" del bien/los bienes con las relaciones de poder: "El bien está en el nivel del hecho de que un sujeto pueda disponer de él. El dominio del bien es el naci­miento del poder [...] Disponer de sus bienes [los propios]; todos saben que esto se acompaña de cierto desorden, que muestra suficientemente su verda­dera naturaleza; disponer de sus bienes es el derecho de privar a otros de ellos" (S7: 229 [276]). Lacan incluso señala la dimensión política del factor que gobierna el consumismo y la publicidad, es decir, de la metonimia del deseo:

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"La moral del poder, del servicio de los bienes, es: en cuanto a los deseos, pueden ustedes esperar sentados. Que esperen" (S7: 315 [375]).

En otras palabras, como señala Mladen Dolar en su introducción a la obra de Grosrichard, toda administración del goce "requiere y presupone cierta organización social, una jerarquía, que a su vez sólo se sostiene sobre la creen­cia en el supuesto goce supremo que hay en el centro" (Dolar, en Grosrichard, 1998: xvii). Entonces hay un nexo tripartito que vincula la economía (la econo­mía capitalista de mercado), el deseo intersubjetivo (una administración socio- cultural particular del deseo) y el poder (un régimen particular de poder). ¿Y qué papel desempeñan el consumismo y la publicidad? Juntos constituyen el elemento que aglutina los tres anillos (la economía, el deseo y el poder), el ele­mento -relacionado con el goce- que enlaza las tres estructuras: la económica, la política y la social. Desde este punto de vista, el consumismo y la publici­dad funcionan como los síntom as -lo s sinthom es en la jerga lacaniana- de nuestras sociedades. Lo que desde un punto de vista es un fantasma, desde otro, el macroscópico, puede describirse como síntoma social. Si el fantasma -en este caso el fantasma publicitario- es el soporte de nuestra particular rea­lidad socioeconómica y política (Zizek, 1989: 49 [78]), por otra parte esta reali­dad siempre es un síntoma (Zizek, 1992), anudada entre otras cosas por el sinthome del consumismo y las modalidades del goce que éste conlleva.

Algunas teorizaciones lacanianas actuales de la sociedad de consumo han puesto de relieve estas implicaciones políticas del consumismo, y en especial el rol central que desempeñan en la institución y la reproducción del orden social en el capitalismo tardío. En este sentido merece especial consideración un libro reciente de Todd McGowan: The End o f Dissatisfaction? [¿El final de la insatisfacción?] McGowan comienza por describir la explosión de goce en que están inmersas las sociedades de consumo, y postula que esta circunstancia marca un cambio significativo en la estructura del lazo social, en la organiza­ción social (McGowan, 2004: 1). Hace especial hincapié en el hecho de que se ha pasado de una sociedad de la prohibición a una sociedad del goce comandado (p.2). En tanto que otras formas más tradicionales de la organización social "exi­gían a los sujetos que renunciaran a su goce privado en nombre del deber social, hoy el único deber parece consistir en la experimentación del mayor goce posible" (p. 2). Éste es el llamamiento que recibimos de todas partes: de los medios, de los anuncios publicitarios, incluso de nuestros amigos. Las sociedades de la prohibición se fundaban en una idealización del sacrificio, de sacrificar el goce en nombre del deber social; en nuestras sociedades del goce comandado, "el goce privado que amenazaba con desestabilizar la sociedad

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de la prohibición deviene en una fuerza estabilizadora e incluso adquiere el estatus de un deber" (p. 3).

Esta sociedad emergente del goce comandado no es concomitante con el capitalismo en general, sino que caracteriza en particular al capitalismo tar­dío. En sus fases iniciales, con su confianza en la "ética del trabajo" y la grati­ficación postergada, "el capitalismo sostenía y necesitaba su propia forma de prohibición" (p. 31). En pocas palabras, el capitalismo temprano "frustraba el goce en la misma medida en que lo hacían [muchas] sociedades tradicionales" (p. 31). En efecto, la actitud burguesa clásica -y la economía política burgue­sa- se basó al comienzo en "el aplazamiento, la postergación de los goces, la contención paciente con vistas a un goce suplementario calculado. Acumular con el fin de acumular, producir con el fin de producir" (Goux, 1990: 203 y 204). El "giro hacia el mandato de gozar" comienza con el surgimiento de la producción masiva y la cultura de consumo, pero la transformación se com­pleta recién con la globalización del capitalismo tardío (McGowan, 2004: 33). En El sistema de los objetos, Baudrillard también describe este desplazamiento desde un modelo ascético de la ética organizado en torno al sacrificio hacia una nueva moral del goce: "El estatus de una civilización entera cambia según el modo de presencia y de disfrute de los objetos cotidianos [...]. El modo de acumulación ascética constituido por la previsión, por el sacrificio [...], toda esta civilización del ahorro ha tenido su período heroico" (Baudrillard, 1996: 172 [181]). En este sentido, el análisis de McGowan -a l igual que el de Baudri- llard- se ajusta a la crónica histórica del consumismo que se analizó en la pri­mera sección de este capítulo: su asociación temprana a los ideales sociopolíti- cos y el bien de la com unidad, y su posterior liberación de estas cargas impuestas por la sociedad de la prohibición.

En las sociedades del goce comandado, el deber se entiende principal­mente como el deber de gozar: "El deber se trasforma en el deber de gozar, que es precisamente el mandato del superyó" (McGowan, 2004: 34). La invita­ción a gozar -com o se expresa, por ejemplo, en "¡Disfruta Coca-Cola!"-, en apariencia inocente y benévola, encarna la dimensión violenta de un mandato irresistible. Quizás haya sido Lacan el primero en percibir la importancia de este híbrido paradójico, cuando relacionó el superyó con el mandato "¡goza!": "El superyó es el imperativo del goce: ¡Goza!" (S20: 3 [11]). Lacan fue el pri­mero en detectar la impronta inconfundible del poder y la autoridad en esta inocente invitación. Por eso nos ofrece una percepción reveladora de lo que se ha descrito como "paradoja del consum o": si bien el consumismo parece ampliar nuestras oportunidades, elecciones y experiencias como individuos,

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también nos orienta hacia canales predeterminados de conducta, y en conse­cuencia "es tan coercitivo como habilitante" (Miles, 1998: 147). Así, el deseo estimulado -e impuesto- por el discurso publicitario es el deseo del Otro par excellence. Baudrillard ya había advertido esta dinámica moderna de la "obli­gación de comprar" en 1968, y las investigaciones más recientes sobre el con­sumo prestan cada vez mayor atención a esta elección forzada del consumismo: "Explorar la identidad personal mediante el consumo es hoy en día algo así como un deber" (Daunton y Hilton, 2001: 131).18 Este es el mandato interpe­lante que nos construye como sujetos sociales en la sociedad de consumo del capitalismo tardío: en consecuencia, además de productos y fantasmas publi­citarios, también se fabrican consumidores (Fine, 2002: 168). Aquí se sitúa "el triunfo de la publicidad", como ya lo sabían Adorno y Horkheimer: "La asi­milación forzada de los consumidores a las mercancías culturales, desenmas­caradas ya en su significado" (Adorno y Horkheimer, 1997:167 [212]).19

Pero cabe aclarar que, si bien en este punto nos encontramos con un importante cambio moral, no se trata de una suerte de ruptura histórica radi­cal de proporciones "cosmológicas". Desde el punto de vista psicoanalítico, la administración del goce y la estructuración del deseo siempre están implícitas en la institución del lazo social. Toda sociedad tiene que reconciliarse con la imposibilidad de alcanzar la jouissance como plenitud; lo único que puede variar es el conjunto de fantasmas que se producen y hacen circular con el fin de enmascarar -o al menos domesticar- este trauma, y de hecho varían enor­memente. La prohibición y el goce comandado constituyen dos de estas estra­tegias, concebidas para instituir el lazo social y legitimar la autoridad y el

18 Lodziak también cita una observación de Anthony Giddens: "En las condiciones de la alta modernidad no nos limitamos a seguir estilos de vida; en un sentido importante, esta­mos obligados a hacerlo: no nos queda otra opción que la de optar" (Giddens, en Lodziak, 2002:66). Lodziak llega a la conclusión de que "estam os compelidos a consum ir", aunque lo dice en un sentido m ás estructural y lo vincula a nuestra dependencia del consumo por vía de los recursos (ingresos) y a raíz de la autonom ía restringida por la escasez de tiempo y energía (Lodziak, 2002: 89).

19 Pero es im portante señalar que la aceptación del mandato del goce - la obediencia a la nueva m oralidad- no fue un proceso automático, en especial para los sujetos socializados en contextos de prohibición. Incluso los publicistas tomaron conciencia de este problema en las décadas de 1950 y 1960: "N os enfrentamos ahora al problema de permitir al norteamericano medio sentirse m oral incluso cuando coquetea, incluso cuando gasta, incluso cuando com ­pra un segundo o un tercer automóvil. Uno de los problemas fundamentales de esta prospe­ridad es el de dar a las personas la sanción y la justificación del disfrutar, el de demostrarles que hacer de su vida un placer es moral; es decir, que no tiene nada de inmoral" (Dichter, en Baudrillard, 1996: 202 [210]).

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poder de diferentes maneras. No obstante, en ambos casos, ciertas cuestiones permanecen inalteradas. En primer lugar, se trata de la misma imposibilidad de hacer realidad la fantasía: "El aspecto fundamental a reconocer en relación con la sociedad del goce es que en ella la búsqueda del goce ha fracasado: la sociedad del goce no ha brindado el goce que promete" (McGowan, 2004: 7). A lo largo de este capítulo hemos visto cómo la insatisfacción y la falta perma­necen firmemente inscriptas en la dialéctica del consumismo propia del capi­talismo tardío. Si éste es el caso, el mandato de gozar se revela como una mera "forma de prohibición más matizada": sigue cumpliendo -p or otros medios- la función tradicional de la Ley y el poder simbólicos (p. 39).20 Baudrillard también había observado este mecanismo. En nuestras sociedades de consu­mo, la autoridad y el poder simbólico son tan operativos como en las "socie­dades de la prohibición": "la imposición de la felicidad y el goce" es el equiva­lente de los im perativos tradicionales que instaban a trabajar y producir (Baudrillard, 1998: 80). En tal sentido, la estructura de obediencia respecto de la función que cumple la orden en el experimento de Milgram que se analiza en el capítulo iv también es relevante aquí. De hecho, McGowan usa la pala­bra "obediencia" para referirse a nuestra adhesión al mandato del goce. La orden de gozar no es sino una forma de poder más avanzada, mucho más matizada y mucho más difícil de resistir. Es más eficaz que el modelo tradicio­nal, no porque sea menos coercitiva o menos vinculante, sino porque su vio­lento aspecto excluyente se enmascara tras su ferviente promesa de incremen­tar el goce, tras su fagade productiva y habilitante: no se opone ni prohíbe al sujet de la jouissance, sino que intenta abrazarlo abiertamente y apropiarse de él.21 Sin embargo, en oposición a lo que parece implicar McGowan, reconocer nuestra "obediencia" al mandato del goce no basta para librarnos de ella (McGowan, 2004: 194). No sólo es difícil reconocer y tematizar esta novedosa articulación del-poder y el goce, sino que resulta aún más arduo deslegitimar­la en la práctica: desinvestir los actos de consumo y revertir la identificación

20 En Visión de paralaje, 2 izek relaciona la sociedad de la prohibición con el deseo y la per­misiva sociedad del goce con la demanda. Incluso en este caso, sin em bargo, la diferencia entre los dos modos no es radical, y se observa una sim ilar "continuidad en la discontinui­dad", hasta el punto de que "e l deseo y la demanda se basan en el O tro" ( ¿ i í e k , 2006:296). M ás aún, no debería olvidarse que el gesto de renunciar al goce en una sociedad de la prohi­bición también puede por s í m ism o "g enerar un goce exced en te", y en consecuencia "el m andato del superyó a gozar se entrelaza con la lógica del sacrificio: ambos forman un círcu­lo vicioso en el que los extremos se sostienen m utuam ente" (p. 381).

21 En este punto adquiere gran relevancia el análisis que hace Foucault del pasaje desde una conceptualización negativa del poder a una positiva y productiva.

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con el consumismo. Pero si no se lleva a cabo tal desinvestimiento y no se cul­tivan administraciones (éticas) alternativas de la jouissance, no es posible efec­tuar ningún cambio real.

Esta compleja situación no ha escapado a los sensores siempre alertas de la literatura. El carácter sofocante/coercitivo de la "sociedad del goce com an­dado" y las dificultades que entraña resistirse o escapar a él se describen de forma vivida en M illenium P eop le* una novela reciente de Jam es Graham Ballard (Ballard, 2004). A llí Ballard retrata un suburbio londinense de clase media alta, y cartografía con m agistral perspicacia la sociedad del goce comandado:

Mira el mundo que te rodea, David. ¿Qué ves? Un interminable parque temático donde todo se ha convertido en entretenimiento. La ciencia, la polí­tica, la educación... no son más que juegos de un parque de atracciones. Lo triste es que a todos les encanta comprar boletos y subirse a bordo... (p. 62).

Sin embargo, las caras sonrientes esconden una relación de violencia, una serie interminable de limitaciones: "Si vives aquí te sorprendes de lo coaccionado que estás. Ésta no es la buena vida, plena de posibilidades. Pronto te chocas con las barreras que coloca el sistema" (p. 86). Y en palabras de otro personaje:

—Compramos sus sueños de chatarra y ahora no podemos despertarnos...—Cierto, pero hay un problema con esta sociedad chatarra: a los de la clase media les gusta.—Claro que les gusta [...]. Están esclavizados. Son el nuevo proletariado, como los obreros de hace cien años (p. 63).

El nuevo proletariado (opulento) que describe Ballard no percibe fácilmente sus cadenas. Pero incluso cuando toma conciencia de ellas, no logra reaccio­nar contra un sistema del deseo cuya reproducción supuestamente sirve a su propio goce. Toda forma de protesta termina en cortocircuito: "L o interesante es que protestan contra sí mismos. No tienen otro enem igo. Saben que ellos mismos son el enem igo" (p. 109). El mundo del consumo es capaz de incorpo­rar casi todo, incluso la revolución mínima que relata Ballard:

* Traducida al español como M ilenio negro, Buenos Aires, M inotauro, 2004. La traducción de los párrafos citados m e pertenece. [N. de la T.]

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—Una clase social entera arranca el paño de las barras y saborea el acero. La gente renuncia a empleos bien pagos, se niega a pagar sus impuestos y saca a sus hijos de las escuelas privadas.—Entonces, ¿qué ha salido mal?

No obstante, "No ocurrirá nada". "Amainará la tormenta, y todo se irá disol­viendo en una llovizna de shows televisivos y columnas de opinión" (p. 170). El final es más o menos el esperado:

La infantilizante sociedad de consumo llenó todas las grietas del statu quo a la misma velocidad con que Kay había lanzado su Polo a la barricada que colapsaba.

En la esquina de Grosvenor Place, dos chicos de 10 años jugaban con pisto­las de aire comprimido, vestidos de fajina camuflada y correas militares: parte del nuevo look guerrillero inspirado en [la insurrección de] Chelsea Marina, que ya había aparecido a doble página en una revista de moda. Una sinfonía de Haydn escapaba suavemente por la ventana de una cocina, bajo un estan­darte de protesta cuyo húmedo eslogan se había disuelto en una pintura Tachiste (p. 234).

En efecto, mientras no emerja una estructuración alternativa del goce y el deseo, las únicas opciones disponibles -incluso después de que se adquiere conciencia de la dialéctica de poder, dominación y obediencia inserta en el consumismo- son en esencia tres:

1. El goce cínico de la subordinación; "abrazar con cinismo" la sociedad del goce comandado (McGowan, 2004: 6 y 7): aquí encontramos una especie de reflexividad ideológica que a menudo toma la siguiente forma perversa: "Sé que el consumismo es una trampa, pero aún así... lo gozo. De hecho, lo gozo aún más ahora que ya lo he criticado". Esta postura incorpora y anula a la vez toda reflexividad crítica, con lo cual reproduce la economía hegemónica del goce.

2. El obsoleto "intento nostálgico de retornar a una época anterior" (p. 7) de valores reales basados en el sacrificio y la prohibición, que infunde numerosos proyectos de "volver a lo básico", tanto conservadores como de izquierda. Por ejemplo, la típica y archiconocida crítica cultural conservadora: vivimos en una época de permisividad sin precedentes; a los niños les hacen falta límites y prohibiciones, y en consecuencia necesitamos restricciones firmes impuestas por una fuerte autoridad simbólica (Zizek, 2006: 295).

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3. El acting out violento -igualm ente peligroso, y además abierto a la coopta­ción por parte del sistema hegemónico-, un acto de desquite ciego y sin senti­do, como los que describe Ballard y como los que se observan cada vez más en nuestras ciudades.

¿Es posible escapar de este círculo vicioso? ¿Cómo? En este capítulo hemos visto que nuestra interpelación como consumidores en la sociedad del goce comandado logra traducir un llamamiento -en apariencia benigno- al consu­mo, el deseo y el goce en una estructuración del deseo y el goce que sostiene al capitalismo tardío y reproduce la obediencia y el cinismo, con lo cual opera de forma simultánea en el registro simbólico, el imaginario y el real: a través de la construcción social, el fantasma y el goce parcial. ¿Es posible deslegitimar tal estado de las cosas? ¿Qué podría contribuir a este proceso y aí trazado de for­mulaciones alternativas del deseo y el goce, capaces de restaurar nuestra per­dida fe en la crítica radical y en lo político? Más precisamente, ¿es posible lle­var a cabo esta tarea mediante la radicalización de la democracia? Abordaré estos temas en el capítulo final de La izquierda lacaniana.