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LA IMAGINACIÓN CREADORA Y EL NUEVO RÉGIMEN JURÍDICO DEL MAR PERÚ Y CHILE: ¿EL DESACUERDO ES POSIBLE? JUAN MIGUEL BAKULA

LA IMAGINACIÓN CREADORA Y EL NUEVO RÉGIMEN JURÍDICO DEL MAR · El interés por el mar y sus misterios, es contemporáneo con la presencia de los seres ... Pero ha sido a mediados

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LA IMAGINACIÓN CREADORA Y EL NUEVO RÉGIMEN JURÍDICO DEL MAR

PERÚ Y CHILE: ¿EL DESACUERDO ES POSIBLE?

JUAN MIGUEL BAKULA

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“..…..paz en el mar, a las olas de buena voluntad”. Vicente Huidobro

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“El Derecho internacional es inseparable de su desarrollo histórico, porque más que cualquiera otra

rama del Derecho, es un Derecho en constante evolución”. Esta advertencia del Derecho Internacional Público, de Nguyen

Quoc Dihn, está presente en cada una de las páginas de este ensayo.

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I N D I C E Palabras previas Parte I La Convención sobre el Derecho del Mar 1. Aprobación y vigencia de la Convención sobre el Derecho del Mar 2. El carácter compromisorio de la Convención 3. La “universalización” de la Convención 4. El respeto a la identidad del mar 5. La Humanidad y el océano, como conceptos intemporales 6. La equidad, como principio rector 7. La afirmación del derecho internacional Parte II Unidad y diversidad del espacio oceánico

1. Criterios operativos 2. La alta mar 3. Un espacio organizado 4. Los espacios funcionales 5. El mar territorial 6. La Zona Económica Exclusiva 7. La plataforma continental 8. La gobernanza y la regionalización 9. Las diferencias de una nueva situación

Parte III La delimitación marítima entre el Perú y Chile 1. Un problema inesperado 2. Las “declaraciones” de los presidentes de Chile y del Perú, 1947 3. La “Declaración de Santiago”, 1952 4. La situación de cambio planteada por la “Declaración de Santiago” 5. La II Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas,

1954 6. El Acta de Lima, de 12 de abril de 1955 7. El Protocolo de Adhesión a la “Declaración de Santiago” (Quito, 6 de octubre de

1955) 8. La reunión de Lima (1960) 9. Las primeras conferencias sobre el Derecho del Mar, 1958 y 1960 10. Las “actas” de 1968 y 1969 11. La naturaleza jurídica de las “actas” 12. El Memorandum peruano de 23 de mayo de 1986

12.1. Las circunstancias políticas 12.2. Las conversaciones Wagner-del Valle 12.3. La audiencia de 23 de mayo de 1986 12.4. Una reacción afirmativa de la Cancillería chilena 12.5. Una extraña interpretación

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13. Los posteriores “actos propios” de Chile 13.1. La presentación de la tesis del “mar presencial” 13.2. Un “alcance adicional” de la Cancillería chilena 13.3. La campaña de propaganda por Internet 13.4. El cambio en la cartografía oficial 13.5. El incidente de la “caseta” 13.6. Las actividades de la Armada chilena 13.7. La muerte de un vagabundo 13.8. Las reservas de Chile a la Convención sobre el Derecho del Mar 13.9. Una acotación final

14. La interposición de Chile en la zona de soberanía y jurisdicción del Perú Nota adicional Addenda *

Texto de la demanda que da inicio al proceso instituido por la República del Perú contra la República de Chile en el caso concerniente a la delimitación marítima. La Haya, 16 de enero de 2008

* Se ha considerado ilustrativo incluir este documento, no obstante que el texto ya estaba concluido.

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PALABRAS PREVIAS

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La generosa determinación de la Universidad del Pacífico al tomar a su cargo la publicación de este ensayo, compromete hondamente mi gratitud, sin que alcance a traducir en palabras la significación que -por circunstancias que prefiero reservar- tiene este gesto para mí. Felizmente, me queda la posibilidad de identificar mi agradecimiento en las personas de su dignísima rectora, la señora Carmen Rosa Graham, y del doctor Carlos Amat y León, decano de la Facultad de Ciencias Económicas, bien entendido que el respeto y los sentimientos de amistad que me merecen, son anteriores a mi gratitud. Este hecho la interpreto como un símbolo de confianza, que, además de ser un timbre de honra, genera un imperativo de consecuencia con este claustro de estudios, al que ofrezco estas páginas de información sobre un complejo problema propio de nuestro tiempo, tratando de contribuir a la reflexión que por su importancia merece. El interés por el mar y sus misterios, es contemporáneo con la presencia de los seres humanos en las orillas de esa inmensidad; y ya aparece en las primeras sagas que, como fruto de su curiosidad, sustituyen con la imaginación los datos del conocimiento. Así, por siglos, al mar se le han atribuido magnitudes comparables a las del universo, en cuanto se le ha estimado como insondable, inconmensurable, inagotable e inapropiable. Pero ha sido a mediados del siglo anterior -para mí no es tan lejano el siglo XX- que esa curiosidad pasó a ser algo más. Con el desarrollo de las ciencias y de la tecnología; la difusión de los conocimientos; y, muy en particular, como consecuencia de las dos grandes guerras, la humanidad comenzó a percibir, con asombro, que ante ella lo que existía era un inmenso vacío; quizá las cenizas de un holocausto, con las humeantes cenizas de antiguos valores… Y frente a esa angustiosa carencia, la necesidad de construir un mundo diferente tuvo como demanda inicial crear un orden, o empezar a crearlo, para superar la violencia y dejar de seguir viviendo en la anarquía y el caos. Era el mar el mejor escenario para intentar una aproximación al futuro, ya que su uso secular no guardaba proporción con sus potenciales aprovechamientos ni con la revelación de sus múltiples misterios, con interrogantes sobre temas tan diversos, como los que corresponden a

- un mundo de vida marina, origen remoto de los otros seres vivientes; - un eslabón fundamental para la permanencia de la vida en el planeta; - un componente esencial de la relación océano/atmósfera, determinante del

fenómeno del clima y de sus cambios; - una fuente de alimentos, que hoy se sabe que puede ser agotada - un complejo de formas de energía, desde la biológica hasta los vientos y mareas; - un vasto depósito de riquezas y recursos inexplorados; - un medio de comunicación y de transporte, el camino más transitado para el

comercio entre las naciones, - un ámbito de contacto y transculturación, de recreo y esparcimiento; - un motivo de investigación que estimula el desarrollo científico.

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Aparte de estos aspectos, el mar seguía siendo escenario para el indebido ejercicio de la fuerza; y un subempleo, igualmente deplorable, al servir de depósito a escorias nocivas y desperdicios. Fue entonces, recién hace medio siglo, cuando se llega a la convicción que el espacio oceánico ofrece un “vacío de derecho”; y ante las exigencias de esa realidad, el mundo toma conciencia que debía atender esa “necesidad de derecho”; hasta llegar mediante un extraordinario esfuerzo colectivo a la “formulación de un derecho”. Me explico, así, al cumplirse veinticinco años de la existencia formal de la Convención de Naciones Unidas para el Derecho del Mar, que, hoy, 25 de diciembre del 2007, fecha simbólica en la que se cierran estos apuntes, que me sienta en la obligación de dar cuenta, muy breve y muy parcialmente, de un par de aspectos de las responsabilidades que, a lo largo de dos décadas, me fueron asignadas en las más diversas circunstancias. En ese lapso de tiempo, me correspondió presidir la delegación del Perú en la Conferencia del Mar; desempeñar la Secretaría General de la Comisión Permanente del Pacífico Sur; integrar el Consejo Directivo de la Comisión Oceanográfica Intergubernamental; y, por último, realizar por encargo del canciller Allan Wagner Tizón, en 1986, durante el gobierno del presidente Alan García, “la primera presentación por los canales diplomáticos” de la cuestión de la delimitación marítima entre el Perú y Chile. Estas referencias, que tienen mucho de reminiscencias, me llevan a pensar en una significativa coincidencia, ya que, por su nombre, este ambiente acogedor, es la síntesis del ámbito al que le he dedicado mis mayores energías, para encontrar, también, las mejores recompensas, de la que es una buena muestra la razón de estas palabras.

* * * Fue a lo largo de dos décadas, cuando con el concurso de todos los pueblos del mundo, se logró el milagro de concertar sus intereses, para llegar mediante el consenso, a redactar la Convención del Mar. No es mi intención discurrir aquí, sobre los antecedentes y las características de ese conjunto normativo, en cuya elaboración trabajó un centenar de peruanos -académicos, profesionales, técnicos, marinos, diplomáticos- en un empeño colectivo que evoco con gratitud, con admiración y con nostálgico pesar, al recordar que, también, compartieron la dirección de la delegación del Perú, Alfonso Arias Schreiber, Alejandro Deústua Arróspide, Javier Pérez de Cuéllar y Carlos Alzamora. Tampoco es mi propósito comentar los prolegómenos y las modalidades de ese admirable trabajo de legislación universal, sino algo más simple, como es proponer una visión del significado que la aplicación de la Convención del Derecho del Mar, representa para la Humanidad. De allí que la primera parte de este ensayo está destinada a subrayar, ya en la perspectiva de dos lustros y medio, tres características que son únicas y propias de este proceso. Me refiero a la “universalización” de la Convención; a la relación entre la Humanidad y el Océano, como conceptos intemporales; y a la equidad como principio rector. Estas connotaciones surgieron, desde los primeros debates, como condiciones

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previas a las elucubraciones jurídicas anteriormente aplicadas al mar; siendo al impulso de su novedad, que se inicia una nueva era para ordenar, a partir de un régimen común, la convivencia universal en el mar. En cuanto la universalidad, es suficiente agregar que la membresía de la III Conferencia se integró con todos los Estados y pueblos del mundo, incluyendo a las naciones en trance de emerger del proceso de descolonización y con la presencia de los “movimientos de liberación”; así como que, el 10 de diciembre de 1982, al culminar la Conferencia, fueron 119 Estados los que procedieron a suscribir dicho instrumento, hecho subrayado por el Secretario General de Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar, esa misma tarde, al expresar: “Nunca, en la historia de las relaciones internacionales, un número tan grande de países había firmado inmediatamente el resultado de sus deliberaciones para comprometerse a actuar de acuerdo con sus obligaciones”. Debo agregar que, aún para los que todavía tienen pendiente la ratificación, no ha quedado cancelada la obligación de hacerlo, puesto que al participar durante dos décadas en los trabajos de la conferencia, con la finalidad bien definida de buscar un acuerdo y ser parte del mismo, comprometieron la buena fe del Estado, que, como las personas, tiene el deber frente a su propia identidad, de honrar la palabra empeñada. En el caso del Perú, la determinación del presidente Fernando Belaúnde fue expresiva al afirmar que, “por ahora”, quedaba en suspenso dicho acto, después de dejar constancia del “papel protagónico” desempeñado por el Perú, asumiendo de buena fe la obligación de actuar en consecuencia. Especial mención merece la característica que confiere a la Convención un sello de singularidad, también sin precedentes. Me refiero a la consagración de la equidad entre sus principios rectores, ya no como un concepto de orden moral, sino como fuente de derecho: Ante la complejidad de la materia -el mar- y las contradicciones de la propia naturaleza de las cosas -sus elementos integrantes- y frente a la imposibilidad de prever las situaciones emergentes, estuvo presente en todas las mentes que las reglas jurídicas en trance de creación, no podían inspirarse en la inflexibilidad del derecho romano -menos para aplicarse en un mundo por descubrir- y que para dar lugar a la convivencia pacífica así como a los intereses legítimos de pueblos y culturas tan diversos, era una condición sustantiva la constante aplicación de la equidad, aceptando que el límite para el ejercicio de un interés se encuentra allí donde aparece otro interés, opuesto, pero también legítimo y, por tanto, igualmente respetable. Así lo expresa la Convención en todos los casos que es necesario, al consagrar que en el espacio oceánico, es la norma la que prima, por encima de la voluntad individual. De allí que, en este caso, se hayan materializado novísimas versiones de los dos ámbitos en los que el hombre se desenvuelve. En cuanto al espacio, porque la Convención se aplica más allá del área corriente de la vida, desde que su imperio cubre la “unidad del espacio oceánico”, las 7/10 partes de la superficie terrestre, gracias a cuya utilización sobrevive la especie humana. Y en cuanto al otro ámbito de nuestra existencia, el tiempo, la Convención del Mar se proyecta e incluye el interés de la Humanidad, o sea de las generaciones venideras, otorgando a su vigencia un expreso signo de intemporalidad, nunca antes intentado. Si de alguna manera pudiera definir la Convención del Mar, creo que es aludiendo a su existencia misma, sin precedentes, gestada y culminada con la colaboración de la humanidad en su conjunto, por varios miles de delegados que se fueron turnando

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conforme se sucedieron los regímenes políticos, con muy pocas excepciones de permanencia -entre ellas Alfonso Arias Schreiber y Alvaro de Soto Polar- en el curso de su larga duración; y cuyo resultado sólo se puede explicar como una extraordinaria creación de la inteligencia humana y de su capacidad de imaginación.

* * *

Es por su propia novedad y por su capacidad de adelantarse al futuro, que las instituciones que se generan durante la Conferencia del Mar han suscitado resistencias, como manifestaciones de la fuerza de la inercia. En otros casos, pareciera que la debida compresión de los cambios producidos es la que ha creado problemas, por la dificultad de aceptar las nuevas realidades que dejaban atrás criterios obsoletos. Quizá, la negativa a proclamar “la utilización del mar con fines pacíficos”, consagrada en el Art. 301, fue la que dio lugar a una de las más empeñosas discrepancias con las grandes potencias. Algunas de esas situaciones merecen citarse, si se piensa la frecuencia con que se ha debido usar de la imaginación, cuando en idioma alguno existía la palabra adecuada para expresar un concepto, antes desconocido; y que esa voz, una vez imaginada en una lengua, tuvo que ser descubierta -traducida- en los seis idiomas de la Conferencia del Mar. Me explico mejor recurriendo a Ernst Cassirer, para quien toda palabra tiene dos significados. Uno es el sentido semántico; y el otro, su sentido mágico. Así, un grave obstáculo se presentó durante los debates cuando emergió la institución más inesperada y, al mismo tiempo, la más importante de todas sus creaciones. Fue el concepto -digo, concepto, en el sentido de instrumento de la mente para penetrar en el conocimiento- aplicado a la revelación de una riqueza insospechada e incalculable, yacente en las profundidades marinas. Dentro de las viejas nociones, hubiera debido seguir siendo un bien mostrenco, a disposición del primer llegado, sin perjuicio de convertirse en motivo de lucha, de conquista, de aprovechamiento individual, y de incontenible rivalidad entre las naciones. En cambio, gracias a la imaginación exigida por los nuevos criterios, pasó a constituir una institución antes no conocida, el “Patrimonio Común de la Humanidad”. Me estoy refiriendo tan sólo a la necesidad de encontrar una voz que diera expresión a un hecho nunca trabajado por la mente. Y creo que, primero, se percibió el sentido mágico de esa expresión, antes de que fuera inteligible. No lo puedo demostrar, pero supongo que para encontrar la palabra equivalente en los seis lenguas oficiales, primero hubo que atender al sentido mágico, y después acoplarle una traducción casuística. Al lado de este caso -pensando en José Antonio Marina y su obra “Teoría de la inteligencia creadora”- son muchas más, las situaciones en las que viejas palabras tuvieron que adaptarse a nuevos hechos y a nuevas necesidades del pensamiento. Siempre con el riesgo, como lo previene Faulkner, de no estar nunca seguros que la palabra exprese cabalmente lo que estamos pensando. Por todo ello, no es desmedida la aspiración de los más, cuando aseguran que llegará el día en que los menos acepten, convencidos, que la vigencia voluntaria de la Convención del Mar está en la lógica evolución de un pensamiento solidario; y que esa libre decisión es preferible a la resignada aceptación de la realidad, desde que la aplicación

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de las nuevas cláusulas de la Convención, como expresión del derecho consuetudinario es un destino irrecusable, desde que todos contribuyeron a forjarlo y ninguno goza de la potestad para imponer su voluntad individual.

* * * Si algo debo lamentar profundamente, ya hace más del tiempo necesario, es que no se mencione como una prioridad en las relaciones del Perú y Chile, el imperativo de mantener y concretar el anhelo de fortalecer en común la “opción de paz”, designio implícito de los tratados de 1929. Con mayor razón, deploro que se haya detenido el diálogo iniciado en 1986. Desde entonces, en lugar de abrirse el camino a voluntades concordantes, se ha elevado el diapasón de las voces, en gesto innecesario. Infortunadamente, tampoco se ha evitado la prevención de Jaime del Valle, entonces canciller de Chile, acerca de la necesidad de no postergar la consideración del problema de la delimitación marítima para “las calendas griegas” que, es algo así, como el tiempo que nunca habrá de llegar… El problema tiene, en cuanto a sus aspectos generales, tres características. En primer lugar, es un problema arcaico, en el sentido que, en los últimos cincuenta años, la evolución experimentada por los conceptos del derecho internacional, ha sido más profunda que las posibles variantes de los siglos anteriores. Sin embargo, quedaron anclados en la penumbra, la fórmula original, de 1954, y el ensayo de 1967; logrando sobrevivir gracias a presiones e iniciativas que no correspondían a las finalidades perseguidas; tampoco a las necesidades actuales; y menos a las normas vigentes ni a las características de las relaciones entre los Estados. Por lo mismo, no parece posible que, después de haber demorado trece años en ratificar aquel acuerdo, Chile pueda reclamar la aplicación de mecanismos como los faros de enfilamiento; y que considere que la “zona especial” de 20 millas de ancho, es compatible con las realidades jurídicas y conceptuales de nuestro tiempo. A mayor abundamiento, teniendo presente que dichos mecanismos nunca llegaron a ser eficaces ni a prestar la seguridad jurídica perseguida. Sin embargo, se pretende que subsista el elemento secundario, como es el de identificar un “límite” de carácter policial o administrativo, que separe -entre los dos países- una bien llamada “zona especial” de 20 millas de ancho, cuya existencia, además de dudosa es inconsistente, ya que estaba ubicada dentro de la alta mar, “a partir de las 12 millas marinas de la costa”, o sea, más allá de la potestad de ambos países. En segundo término, es un problema confuso, desde que sus antecedentes, componentes, elementos de juicio, intereses y mecanismos, han sido tan variados en el tiempo, tan distantes entre ambas partes y fueron tan primarios e indefinidos en sus orígenes, que su consideración supone algo así como una suma o una resta de cantidades heterogéneas, lo que es un supuesto imposible. Tratándose de los litigios territoriales, se ha hablado de “territorios imaginados”; y, más aún, las fronteras que debían separarlos, se han diferenciado como “fronteras jurídicas”, “reales”, “vigentes”, o “de hecho”, según las etapas del debate o de su determinación. (Esta terminología ha sido de uso frecuente en la literatura argentina y chilena). La alusión a estas dificultades para precisar el debate acerca del único asiento posible de ser objeto de una frontera, o sea en un territorio, explica, suficientemente, que los criterios de separación entre las zonas marítimas (sin definición ni contenido preciso) en la etapa de su formulación o de su contrapropuesta, carecieran de razón de ser. Por lo mismo, ante la inviabilidad de considerar la voluntad individual como una legítima fuente de derecho, resultó

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insustituible -y también infructuosa- la búsqueda de una fórmula fundada en el derecho internacional, que autorizara el ejercicio por el Estado, de algún género de prerrogativa, en un espacio del mar, más allá del mar territorial que hasta antes de la Convención del Mar sólo podía reivindicar, con éxito, una anchura de 3 millas. Dicho objetivo sólo se pudo alcanzar, después de consagrarse “la unidad del espacio oceánico”, en 1982 cuando se aprobó la Convención del Mar; y, más claro aún, al entrar en vigencia, en 1994. La tercera de esas consideraciones se refiere a que la complejidad del tema se ha venido agravando, sin que exista una explicación plausible, hasta convertirse en un “problema sensible” en el que, sin que se aclare la causa, casi parece que estuviera por medio el honor nacional, que es el único interés que no ha estado en juego. Así lo demuestran los datos de la historia interna y, mejor aún, los ejemplos que nos vienen de fuera, cuando hemos visto que dos fallos de la Corte de Justicia Internacional, hace pocas semanas, han resuelto cuestiones similares en nuestra inmediata vecindad latinoamericana, sin otra consecuencia que no sea la de una recíproca satisfacción. Hay una atingencia interesante, pero que prefiero no mencionar específicamente, ya que escapa a la esfera de las consideraciones de orden internacional, para convertirse, en ambos países, en un problema de carácter doméstico. Me refiero al hecho evidente, pero que no es necesario documentar ya que está en la percepción de propios y extraños, de las interferencias en el debate nacional de algunas instituciones o corporaciones, que han contribuido a avivar las tensiones y a oponer dificultades a las decisiones del gobierno central, si bien éstas han demostrado con el tiempo, que eran determinaciones más equilibradas y más próximas a la salvaguardia de los intereses nacionales, que algunas inflamadas proclamas. - Es cierto y también notorio, que lo que se discute entre el Perú y Chile -y será presentado como un desacuerdo jurídico ante la Corte de Justicia Internacional- es una consecuencia del cambio sustantivo en los conceptos de derecho internacional, operado en los últimos cincuenta años, a partir de la I Conferencia de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, 1958. - Es notorio que este veloz cambio en las circunstancias, ha ocasionado varias decenas de controversias internacionales, comenzando por las cuestiones relativas a las áreas de pesquería y de la plataforma continental, en este caso, como consecuencia de la entrada en vigencia de la Convención sobre el tema, de Ginebra, de 1958. Ninguno de esos desacuerdos ha dado lugar a conflictos políticos con otras consecuencias, en marcada diferencia con la grave situación producida entre Argentina y Chile por la delimitación territorial, en el extremo sur del continente, comparación que pone en evidencia que, ahora, no se está ante un diferendo territorial, que comprometa la soberanía propia del Estado. - Mientras en los debates de la Conferencia sobre el Derecho del Mar, no se definió la naturaleza, la extensión y los términos del ejercicio de los deberes y derechos que, en virtud de la Convención corresponderían a los Estados para regular sus relaciones respecto a los usos, conservación, explotación y conocimiento de los mares, no fue posible hablar de normas de observación obligatoria, ya que tampoco existía precisión en los conceptos. Jurídicamente, el mar seguía siendo un vacío de derecho, desde que no podía considerarse que, siquiera, existía un derecho consuetudinario. Las conferencias

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de Ginebra, de 1958 y 1960, sólo alcanzaron a ser una etapa importante del proceso de codificación del derecho internacional, pero nada más. - Cuando a partir de la Convención del Mar, se crean por primera vez espacios funcionales, definidos en su naturaleza, carácter jurídico, extensión y posibilidades de exclusión de terceros; como las aguas interiores, el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva, la plataforma continental, la alta mar, las aguas archipelágicas, las aguas glaciales -y todavía habría que incluir, los estrechos, la zona antártica y alguno más- fue que recién se hizo necesario deslindar dichos espacios, fijando normas para la “delimitación” entre ellos, pero con todas las reservas para que esos “límites” no se confundan con los límites de carácter jurídico-político que separa el territorio de los Estados. Estos últimos tienen, siempre un protagonista, que es el poblador; aquellos distribuyen determinados intereses, siempre contingentes. - Aquí surge, una vez más, un problema de léxico, ya que la misma palabra se utiliza para funciones diferentes. Pero ha sido, entonces, por mandato del nuevo orden internacional, que se ha convenido en distinguir que, como consecuencia de la diferencia entre la tierra y las aguas del mar y entre los seres que los pueblan, el deslinde entre dos vecinos territoriales, está librado a la voluntad de los Estados; mientras que las diferencias en el mar para la aplicación de determinadas potestades, se resuelven mediante las normas de derecho internacional, pero no por actos unilaterales. Si habla de la “voluntad de los Estados” en el párrafo que antecede, es porque en tierra firme lo importante es la presencia del hombre, que da lugar a la existencia de la noción de “frontera” (y de la voz francesa frontalier) que traduce esa realidad vital. Está implícita la noción de la exclusión o de la diferencia, así como de la gravitación histórica de las vicisitudes, tradiciones, costumbres y medios de producción, religión y lenguaje; nada de lo cual se da en el mar y que, por lo tanto, son imposibles de atribuir al océano. - Más aún. Ningún espacio sobre el mar libre ha sido sometido a la soberanía o jurisdicción de un Estado por acción propia, por conquista, por ocupación efectiva, por compra, o por cualquier otro título exclusivo derivado de la voluntad individual. En consecuencia, es de sentido común reconocer que el origen de cualquier controversia en el mar relativa a los nuevos espacios, no puede ser anterior a la existencia de una norma, cuyo acuerdo ha estado siempre vinculado a una finalidad compartida, o sea al propósito de realizar una acción concordante. - Es muy aventurado pensar que, por lo dicho, las diferencias que el cambio en las circunstancias ha producido en el régimen del mar, sean causa de agravio. Tampoco tienen el propósito de despojar a otro de un espacio destinado a la acción legítima de sus potestades. Mucho menos, vulnerar la propiedad ajena. - Hoy en día, una diferencia de esta naturaleza, derivada de la preexistencia de un conjunto normativo y no de la propiedad individual, sólo puede encontrar su justa solución en la aplicación de la norma. Todo ello como consecuencia de que, en el espacio oceánico, para ser legítima, toda actitud debe estar amparada por el derecho. - Los posibles intereses de otra índole, como los que pudieran invocarse en función de la seguridad o de la defensa nacional, podrían ser razonables, pero son extraños a la

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naturaleza de una diferencia propia del Derecho del Mar. En todo caso, se pueden tener en cuenta desde la óptica interna, cuando el problema haya sido resuelto, pero no antes. - La conclusión de lo dicho confirma la vigencia del derecho y su carácter imperativo. Y su obvia consecuencia. Si el Perú habrá de recurrir a una instancia jurídica es porque asume el compromiso explícito -que no necesita de confirmación escrita- de observar fielmente sus decisiones, como será en el caso de Chile, desde que, para ambos países está en juego el respeto a la palabra empeñada, que se consigna en el dictado pacta sunt servanda. Sin embargo, lo que al parecer no se percibe en su adecuada dimensión, es que -mas allá de cualquier controversia sobre el control del espacio- lo único trascendente es que no sólo se trata del ejercicio de determinadas potestades para la explotación de las riquezas marinas, sino algo más importante, como es el control, la regulación y la conservación del potencial biológico, tarea que no se podrá cumplir si no es mediante la acción coordinada, intercomunicada y concertada entre el Perú y Chile.

* * * Al final de esta historia, es evidente que la materia del debate se refiere a la manera de ejercer eficientemente los “derechos de soberanía” que el derecho internacional reconoce a los Estados -más allá del mar territorial- con las obligaciones y responsabilidades consiguientes. El desempeño de ese conjunto de deberes y de atribuciones es correlativo con una suma de intereses legítimos, cuya protección no sólo es necesaria sino de interés recíproco. Que ese ejercicio requiere de un área conocida, parecería que ha estado en el interés peruano, si bien no puedo asegurar que llegara a ser bien expresado; y así mismo, puede presumirse, disimulando cualquier exageración, que era muy similar el propósito chileno. Pero, igualmente cierto es que en 1954, el conocimiento de los litigantes estaba aún muy lejos de esta realidad; y que, hoy, la conveniencia de un acuerdo para ejercer sus respectivos “derechos de soberanía”, es un imperativo inexcusable para construir una vecindad eficiente.

* * * Es obvio que los párrafos anteriores, por el mismo hecho de no constituir un estudio exhaustivo, han dejado muchos aspectos sin tratar y otros veladamente enunciados. Naturalmente, esos vacíos suscitarán dudas y requerían de aclaraciones. Como una excusa anticipada, quiero dejar en claro que no ha estado en mi mente -menos en mi capacidad- intentar un análisis jurídico de un texto enciclopédico como el de la Convención del Mar; ni un alegato o una defensa, que cubra todos los aspectos de la diferencia existente con Chile. Puedo agregar que son muchos más los problemas que han quedado en mi fuero interno, sólo uno de los cuales quiero hacer público. Y, por eso, al final de estas palabras previas, me atrevo a preguntar: Y después de La Haya, qué? También me asalta la duda acerca de si esta pregunta no estaría mejor colocarla como colofón de estos apuntes. Si este fuera el criterio de un amable lector -si lo hubiere- quiero contestarle que tiene razón, ya que, desde hace mucho, para ambos países, el interrogante sólo ha debido ser otro: ¿Acaso es posible el desacuerdo perdurable?

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Quizá sea conveniente dejar bien dicho, que lo expuesto es de mi exclusiva responsabilidad y no refleja criterios que no sean los de mi propia manera de pensar, desde que no tengo compromiso alguno, salvo con mi conciencia. Menos reclamo el monopolio en el acierto. Por lo mismo, nada de lo escrito compromete a cualquier otra persona o institución. Para evitar deducciones indebidas, omito el deber de agradecer a quienes con tanto afecto, buena voluntad e inteligencia, me han brindado su consejo, su estímulo y, más de una vez, su indulgencia, que buena falta me han hecho para coronar el empeño. Además, como el contenido de estas páginas, nadie sabe cuándo tuvo su origen, me temo que, ante el riesgo omitir un nombre, de mis amigas y mis amigos, extranjeros y peruanos, cuya memoria surge en cada línea de lo escrito, no sea ahora la oportunidad de una enumeración. Me basta decir que en el día de Navidad se confunden en mi recuerdo profundos sentimientos de gratitud y de esperanza.

Lima, 25 de diciembre del 2007

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PARTE I

La Convención sobre El Derecho del Mar

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1. Aprobación y vigencia de la Convención sobre el Derecho del Mar. En este año, 2007, se cumplen veinticinco años de la aprobación de la Convención sobre el Derecho del Mar, y de la culminación de los trabajos de la III Conferencia de Naciones sobre el Derecho del Mar. Finalizada la primera parte del 11º período de sesiones (30 de abril de 1982), y concluido el debate, quedó listo el texto del proyecto. Fruto de diez años de trabajos muy específicos, orientados por el compromiso inicial de la Conferencia de respetar la práctica del consenso 1, había llegado el momento de formalizar el resultado. Fue entonces que, a solicitud de la delegación de Estados Unidos, se sometió su texto a la votación de los Estados concurrentes, con el siguiente resultado: 130 votos a favor, 4 en contra y 17 abstenciones. Los votos en contra fueron los de Estados Unidos, Israel, Turquía y Venezuela 2. A continuación, se acordó realizar la segunda parte de dicha sesión en el siguiente mes de septiembre, cuando, además de algunas modificaciones menores introducidas en el texto, se aprobó el Acta Final de la Conferencia. El 10 de diciembre del mismo año, en una sesión formal realizada en Montego Bay, Jamaica, se procedió a abrir la Convención a la firma de los Estados, que se cumplió con la suscripción por parte de 119 Estados. Esta extraordinaria expresión de conformidad fue recogida en la declaración formulada, ese mismo día, por el Secretario General de Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar: “Nunca, en la historia de las relaciones internacionales, un número tan grande de países había firmado inmediatamente el resultado de sus deliberaciones para comprometerse a actuar de acuerdo con sus obligaciones”, agregando que esta circunstancia era, también, la respuesta más clara a quienes habían criticado los procedimientos de la Conferencia y dudado de su eficacia 3. Al cerrarse el plazo señalado para la suscripción de la Convención, el número de Estados suscriptores alcanzaba a 159, que era superior a cualquier otro ejemplo registrado en Naciones Unidas. La fecha límite señalada para ese efecto por el artículo 305º, era el 9 de diciembre de 1984; y a partir de entonces quedó expedito el procedimiento de la adhesión, señalado por el artículo 306º. El 16 de noviembre de 1994, al cumplirse doce meses después de completarse el número de sesenta Estados depositantes del respectivo instrumento de ratificación, se procedió, de acuerdo con lo dispuesto en el Art. 308º inciso 1), a declararse que la

1 El método del consenso no ha sido ni es fácil de definir. Sin embargo, puede afirmarse que la fórmula entonces sugerida por Constantin Stavropulos, consejero jurídico de Naciones Unidas, refleja la opinión general. Según ella, es “una práctica en virtud de la cual la minoría de las delegaciones que no aprueba enteramente un texto, se limita a formular sus observaciones con fines de constancia en actas, sin insistir en el voto en contra. No se entiende necesariamente por consenso una regla de unanimidad que requiera el apoyo afirmativo de todos los participantes, porque equivaldría a dar a cada uno de ellos un derecho a veto. La práctica del consenso es sencillamente un método de procedimiento que evita las objeciones formales”. 2 El 12 de julio de 1982, el presidente Ronald Reagan formuló una declaración para dar a conocer la resolución de su gobierno de no firmar la Convención: “El 30 de abril (de 1982) la Conferencia (del Mar) adoptó una convención que no satisface los objetivos a que aspira Estados Unidos... La parte de la Convención relativa a la minería en el lecho oceánico no satisface los objetivos de Estados Unidos...”. De inmediato, el Gobierno americano desarrolló una gestión diplomática, confidencial pero muy intensa, para desaconsejar que otros países procedieran a la suscripción del acuerdo, cuyo resultado no impidió que en Montego Bay 119 países suscribieran dicho texto. 3 En esa oportunidad, el presidente de la República, Fernando Belaúnde, impartió personalmente, por vía cablegráfica, instrucciones a la delegación expresando su decisión de no suscribir “por ahora” la Convención sobre el Derecho del Mar en espera de un mayor estudio, si bien ese aplazamiento no negaba la conveniencia de su aprobación por parte del Perú. En mi concepto -como opinión muy personal- ese acto de gobierno del presidente Belaúnde contrariaba lo dispuesto en la Constitución vigente, que establecía: “Art.213º.- Son nulos los actos del Presidente de la República que no tienen la refrendación ministerial”, como era el caso.

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Convención había entrado en vigor. En la actualidad, 146 Estados han ratificado la Convención. 2.- El carácter compromisorio de la Convención. Los datos que se acaban de registrar ofrecen novedades dignas de ser resaltadas. Una de ellas tiene singular trascendencia, ya que, a partir de la vigencia de la Convención, se considera que los principios y normas que contiene, también expresan el derecho internacional consuetudinario y deben ser acatados -no sólo por los Estados que la hayan ratificado- sino por los demás miembros de la comunidad internacional. De hecho, ya no es posible sostener que Estado alguno goza de la potestad de imponer su voluntad -sean sus actos o sus normas- en parte alguna del espacio oceánico. Esta realidad ha sido confirmada en sus fallos y opiniones por la Corte Internacional de Justicia; también la ha confirmado la práctica unilateral, como en el caso de los Estados Unidos, donde en los bills promulgados para adecuar su legislación a los principios de la Convención del Mar, se manifiesta que la nueva ley norteamericana de que se trate, se ajusta al derecho internacional consuetudinario “tal como se expresa en la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar”. De manera similar, dichas obligaciones se imponen en el futuro a los nuevos Estados que pudieran formarse o a los grupos de Estado que quisieran establecerse y, por tal razón, la Unión Europea es parte de la Convención. Si bien el artículo 309º indica que la Convención no admite reservas ni excepciones, está admitido que los Estados puedan formular declaraciones o manifestaciones, “siempre que tales declaraciones no tengan por objeto excluir o modificar los efectos jurídicos” establecidos (Art. 310º), condición que deja en claro que los otros Estados -por no estar frente al proceso de consultas propio del sistema de reservas- no tienen la obligación de manifestar sus observaciones; pero, como tampoco están prohibidos de hacerlo, dichas manifestaciones de desacuerdo se han producido y con frecuencia. La conclusión, en mi concepto, no ofrece dudas desde que, cualquier reserva en sí misma, no produce ni confirma ni niega el derecho, menos en el presente caso. Sin embargo, es probable que la manifestación en contrario, frente a cualquier declaración, lo que pretende es dejar una constancia, meramente de efecto político. 3.- La “universalización” de la Convención. Esta calificación ya indiscutida, de la “universalización” en su acatamiento, tiene un doble significado, al parecer contradictorio, pero que, dialécticamente, constituye uno de sus más importantes resultados. Desde un punto de vista del derecho tradicional -mejor sería referirse al derecho comparado- la Convención del Mar de 1982 dejó atrás toda posible equiparación con el anterior sistema de codificación del derecho internacional; más aún, ya que no puede hablarse de un “derecho consuetudinario” preexistente, desde que, precisamente, lo que no existió fue un consenso normativo, tanto por la abstención razonada de muchos Estados asistentes a dichas conferencias, cuanto porque la entrada en vigor de las convenciones de 1958 precedió a la convocatoria de la III Conferencia por muy breve tiempo -en dos de los casos, de apenas un año- y, principalmente, por el cambio en las circunstancias 4.

4 Curiosamente, una de las primeras objeciones que se formuló, anticipada por algún agorero de su posible fracaso, fue criticar que se hubiera prescindido, como antecedente o base de los trabajos, de un proyecto encomendado a una

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Por ello, no debe olvidarse que el esfuerzo que se pretendía realizar estaba condicionado, entre otras, por dos circunstancias. La primera, el fracaso de los intentos anteriores, ya fuese el de la Comisión de Codificación del Derecho Internacional, que en 1930, en La Haya, incluyó en su agenda el tema de la anchura del mar territorial; ya hubiera sido el trabajo de la I y de la II Conferencia sobre el Derecho del Mar, de 1958 y 1960, en Ginebra, con lo cual, a pesar de los aportes previos de los juristas de varios grupos académicos, las diferencias de criterio entre los Estados asistentes se hicieron cada vez más notorias; y sin que fuera posible hablar con prudencia de un derecho internacional consuetudinario en el mar 5. La segunda fue, quizá, aún más gravitante, porque agregó a la complejidad del tema su condicionamiento a realidades de reciente aparición, fruto del adelanto científico y tecnológico, de un lado; y, de otro, de la nueva imagen de un mundo unificado -diría mejor, “universalizado”- con la aparición, en condiciones de insurgencia, de más cien nuevos Estados derivados de la descolonización. En verdad, el detonante de la situación fue la pregunta relativa al destino, manejo y aprovechamiento de los fondos marinos, que nunca habían formado parte del pensamiento de los hombres, cuyo tema fue el asignado a la comisión especial creada por resolución Nº 2.340 (XXII), de la Asamblea General de Naciones Unidas, en diciembre de 1967, en relación con los fondos marinos y empleo de sus recursos con fines pacíficos y en beneficio de la humanidad, decisión que representa el punto de partida de la III Conferencia sobre el Derecho del Mar. Esta breve referencia confirma que fue una circunstancia propia del tiempo actual -el desarrollo científico y tecnológico sobre cuyo detalle no es necesario extenderse- la que impulsó la necesidad de actuar con criterios diferentes. En cuanto a las consecuencias del proceso de descolonización, otro signo de la “universalización” que merece ser aclarado se refiere tanto a la realidad política cuanto a la cobertura socioeconómica de los compromisos que estaban en juego. En efecto, estuvieron presentes en los trabajos de la III Conferencia no sólo los Estados constituidos y reconocidos formalmente, sino también los Movimientos de Liberación de varias secciones territoriales que pugnaban por su independencia, inclusive, territorios en situación de fideicomiso, así como la Organización para la Liberación de Palestina. Y, desde el punto de vista de los intereses en juego, se distinguió la presencia de los países sin litoral -si bien algunos habían participado en las dos primeras conferencias- ahora fortalecida, ya que el sentido de esta denominación geomorfológica fue ampliado para incluir a los “países en situación geográfica desventajosa”, lo que permitió la constitución de un grupo de gran poder negociador, que sumaba el número necesario para constituir un “tercio bloqueador”. En dichos países, al estimar que su participación en los usos, aprovechamientos y beneficios del mar no era menos legítima que la pretendida por los Estados costeros, existía la fundada presunción que sus intereses podían resultar afectados, por las que calificaban como exageradas las comisión de juristas especializados, que recogiera el conjunto de trabajos jurídicos preexistente que debería tenerse en cuenta. 5 En la I Conferencia, en 1958, se aprobaron cuatro convenciones, que entraron en vigencia al contar con el número previsto de ratificaciones; la Convención sobre Mar Territorial y Zona Contigua (no fijó la anchura del mar territorial y señaló en 12 millas el máximo para la zona contigua, con lo cual tampoco el mar territorial podría extenderse más allá, pero con una particularidad, pues la zona contigua era parte del alta mar), el 10 de septiembre de 1964; la Convención sobre el Alta Mar, el 30 de septiembre de 1962; la Convención sobre Pesca en el Alta Mar, 20 de marzo de 1966; y la Convención sobre Plataforma Continental, el 10 de junio de 1964, que reunió el más alto número de ratificaciones, que llegó a 54. Estos datos permiten establecer la diferencia entre dichos actos internacionales y la Convención del Mar de 1982.

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demandas de los ribereños. En apoyo de su posición, se consideraba que la institucionalización del principio del “Patrimonio común de la Humanidad” era inseparable del reconocimiento a los países sin litoral de los mismos privilegios que la Convención debía reconocer a todos los pueblos del mundo. En verdad, aparte de la franja de mar territorial, los demás Estados sólo podían reclamar y detentar los derechos que el derecho internacional proclama y define -reconocidos como derechos de soberanía, o sea como competencias jurisdiccionales- pero en forma alguna como “derechos” propios, emanados de la voluntad unilateral y, menos aún, reivindicados en nombre de una potestad “soberana” que carecía de todo sustento filosófico, político, jurídico o histórico. De otro lado, contrariar esta realidad hubiera sido un imposible desde que, lo que estaba en juego, era la libertad de alta mar, definida claramente y constituida por las libertades reguladas por el derecho (desde entonces, la Convención sobre el Derecho del Mar), ejercidas teniendo en cuenta los intereses de los otros Estados; y con la expresa restricción acerca de la “ilegitimidad de las reivindicaciones de soberanía sobre el alta mar”, que el Art. 89º precisa, “Ningún Estado podrá legítimamente someter cualquier parte de la Alta Mar a su soberanía”. Por último, en lugar de las cuatro convenciones de 1958, ante la necesidad de interpretar una realidad tan compleja, fue posible concertar la imaginación y la objetividad, para extender el ámbito espacial de la conferencia, a fin de que cubriese la totalidad de los intereses en juego, y se regulasen las vinculaciones jurídicas de los Estados entre sí en relación con el océano; en otras palabras, a partir de la navegación que, con la pesca, constituye la primera, más constante y productiva, y por lo mismo permanente actividad del hombre, se consagraron las otras y múltiples formas de utilización del mar y sus recursos 6. 4.- El respeto a la identidad del mar. En los apartados anteriores se han trazado algunas características de los aspectos formales de la Convención sobre el Derecho del Mar en relación con el proceso de “universalización”, dentro del cual resultó siendo un producto como también un novísimo factor de estimulación. Sin embargo, así sea en términos muy abreviados como corresponde a la naturaleza de este ensayo -cuya finalidad se limita a analizar los aspectos espaciales en sí mismos, dejando de lado las consideraciones históricas al igual que el estudio jurídico de las instituciones establecidas- lo que se intenta subrayar es el extraordinario esfuerzo de creación realizado para regular entre los pueblos -los seres humanos- el mejor uso y aprovechamiento de los océanos, guiado por el espíritu que se expresa en el epígrafe. En este orden de ideas, no es posible olvidar que siempre ha existido en la conciencia universal, moral y jurídicamente hablando, una noción heredada desde el comienzo de los tiempos acerca de que el mar (la masa de agua) no puede ser objeto de propiedad; principio que, más allá de cualquier especulación, está fundado en la naturaleza de las cosas. A esta realidad, debe agregarse que la inmensidad del océano reafirma la razón 6 Curiosamente, otra de las primeras objeciones que se levantaron en el Perú, contra la posibilidad de reunir una Conferencia sobre el Derecho del Mar destinada a formular y negociar una convención universal, fue la de que un conjunto heterogéneo de problemas, situaciones e interesados, exigía, por razones de lógica y de técnica legislativas, tantas convenciones como áreas temáticas se presentaran, recogiendo el ejemplo de la I Conferencia (1958), que culminó sus trabajos proponiendo las cuatro convenciones ya conocidas. Los hechos han demostrado la inconsistencia de esta objeción.

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de ser de dicho principio. En efecto, la superficie de los mares cubre las 7/10 partes de la extensión de la Tierra, y por sus dimensiones -incluida la profundidad que supera en determinados lugares, los 11,000 metros- dicha masa acuática excede a toda posibilidad de tratamiento asimilable a las formas de apropiación que se practican sobre los continentes 7. Algo más, pues la visión del mar seguirá revestida con ribetes mitológicos, como es propio del respeto que despiertan sus magnitudes, todavía en espera de nuestra capacidad de conocimiento; de los temores debidos a los desbordes de sus energías; y del deslumbramiento de sus paisajes, siempre diferentes pero siempre el mismo. Además, el constante desarrollo científico, que incluye el descubrimiento de nuevas especies vivientes de insospechada estructura, se afirma en la verdad inicial de que en el mar se encuentra el origen de la aparición de la vida. También, esa inmensidad que distingue la imagen de la Tierra, ha sugerido el nombre de “planeta azul” por la diferente perspectiva que ofrece desde el espacio extraterrestre, como una expresión más del aura que recubre sus insondables misterios. 5.- La Humanidad y el océano, como conceptos intemporales. De lo dicho se desprende que esos dos conceptos, considerados como términos de una ecuación que conjuga deberes y derechos, trascienden del tiempo, por lo que la “universalización” de la normatividad sobre el espacio oceánico, entendida como una unidad, sólo se puede concebir en función y con la participación de la Humanidad, que incorpora en su proyección a las futuras generaciones. Por eso, el primer párrafo de su texto define el significado histórico de la Convención “como contribución importante al mantenimiento de la paz y la justicia y al progreso para todos los pueblos del mundo”, teniendo presente que la finalidad suprema del Estado es la persona humana. De aquí fluye una verdad apodíctica, por cuanto al no existir un derecho individual de los Estados -como entidades perecibles- sobre el conjunto del mar -que antecede a la vida en el planeta- sus usos y aprovechamientos dependen de la norma para ser legítimos y, por lo mismo, posibles y permisibles. En otras palabras, son las relaciones jurídicas entre los pueblos con respecto al mar las que han quedado reguladas por la Convención, con una vocación de permanencia que permitirá los cambios y las adaptaciones que el futuro imponga, pero que no autoriza a suponer que el sistema que se ha creado pueda desaparecer en una regresión al caos inicial 8. Demás está decir que la inauguración de los trabajos de la III Conferencia sobre el Derecho del Mar (Nueva York, 1973) y con mayor razón la sesión de clausura 7 No corresponde a este ensayo discutir las divagaciones teóricas surgidas recientemente desde las canteras del pensamiento neoliberal, acerca de las posibilidades y ventajas que podría derivar de crear sistemas jurídicos de “apropiación” del mar, o de partes del mismo, así como de fórmulas de derecho de propiedad privada sobre las especies o sobre las riquezas de los espacios aún no conocidos de los fondos marinos, como futuros modelos de la actividad humana cuya finalidad no es algo muy diferente de un proyecto para “privatizar el mar” para que la “empresa” lo administre. 8 Si bien el artículo 317º, establece que “todo Estado parte podrá denunciar esta Convención”, el propio artículo agrega que “2º.- La denuncia no dispensará a ningún Estado de las obligaciones financieras y contractuales contraídas mientras era parte de esta Convención, ni afectará ningún derecho, obligación o situación jurídica de ese Estado creado por la ejecución de esta Convención antes de su terminación respecto de él. 3º. La denuncia no afectará en nada al deber del Estado parte de cumplir toda obligación enunciada en esta Convención a la que está sometido en virtud del derecho internacional independientemente de la Convención”. En efecto -cabe agregar- estas obligaciones fueron asumidas por el Estado parte en el momento de proceder al depósito de su instrumento de ratificación; y, por lo tanto, el ejercicio de su facultad de denuncia está, clara e inobjetablemente, sujeto a las condiciones de los parágrafos 2 y 3 del artículo 317º.

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(Montego Bay, 1982), constituyeron episodios de un extraordinario contenido científico y una memorable ocasión para los asistentes de sentirse protagonistas de un acontecimiento histórico, como fue el cumplimiento de un designio en la evolución del conocimiento, al llenarse el “vacío de derecho” que había existido hasta entonces respecto del espacio oceánico. 6.- La equidad, como principio rector. Si se cuentan los años transcurridos desde que la iniciativa de Arvin Pardo, delegado de Malta, dio origen a la resolución Nº 2,340, de la XXII Asamblea General de Naciones Unidas, creando un comité especial encargado del estudio de “la cuestión de la reserva exclusiva para fines pacíficos de los fondos marinos… y del empleo de sus recursos en beneficio de la Humanidad”, en 1967; pasando por la Comisión Preparatoria que sustituyó a la Comisión de Fondos Marinos (1970); para culminar con la convocatoria a la III Conferencia de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1973), hasta llegar a diciembre de 1982, cuando se abre la suscripción de dicho instrumento internacional, y su entrada en vigencia en 1994, se aprecia que la consecución de ese resultado requirió 27 años de incesante esfuerzo creador, intelectual y político, con la concurrencia efectiva de todos los pueblos del Mundo. Esta circunstancia ocurrió por primera vez en la historia de la Humanidad. Durante ese largo período, como legítimos apoderados de sus pueblos, trabajaron varios miles de delegados, cuya representatividad y la calidad de sus méritos, agregaron una nota de orden moral, desde que su actuación estuvo comprometida en una clara dirección, con la precisa finalidad de concluir aprobando un texto que reflejara la voluntad concordante de los Estados asistentes, a su vez, representantes autorizados de sus respectivos pueblos. Cuando el consenso se rompe y, a petición de Estados Unidos, se procede a la votación, aquella obligación no fue debilitada o mermada, ni siquiera para los Estados -Israel, Turquía y Venezuela- que acompañaron con su voto en contra a Estados Unidos. A mayor abundamiento, debe tenerse presente que en ese lapso de tiempo, en todos los casos y en todos los gobiernos, se produjo una rotación o renovación de sus líderes, pero se mantuvo la continuidad de aquel propósito, como era diseñar un nuevo orden jurídico para el espacio oceánico. Pudo haber -de hecho las hubo- divergencias respecto del “cómo”, pero nunca se puso en duda el “qué”, o sea la finalidad que se habían comprometido en lograr. Esta reflexión ayuda a comprender el carácter tan particular de la Convención, como norma compromisoria, dada su condición de ser también la expresión del derecho consuetudinario para los Estados que aún no son parte. No se puede olvidar ni posponer que esa realidad política es causa y efecto de un imperativo de coherencia, en cuya virtud si se toma en cuenta que todas las naciones concurrentes actuaron de buena fe, la obligación de sujetarse a sus normas no era materia de una formalidad de procedimiento, sino una manifestación del respeto que se deben a sí mismas, ya que, en el caso contrario, se estaría ignorando una regla implícita en la conducta de todo sujeto de derecho, interno o internacional. Carece de sentido desarrollar las razones que obligan a los seres humanos y a los grupos organizados, incluyendo a los Estados y a las instituciones supranacionales, a actuar de

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buena fe y admitir en conciencia que es en la buena fe que tienen sustento los compromisos adquiridos 9. En aquellos 27 de años de persistentes debates, en los que se enfrentaron conceptos culturales, intereses de todo tipo, criterios de diferentes escuelas jurídicas, para vencer el escepticismo y seguir avanzando, si de alguna manera la buena fe fue una suerte de enseña que iluminó el camino, fue gracias a la primigenia y clarividente decisión de practicar el consenso, definido para la ocasión no como disposición reglamentaria, sino como prudente consejo para la acción común. Implícitamente, el mecanismo del consenso, mediatizó el poder de veto de las grandes potencias. También se dijo que se había encontrado la posibilidad de acuerdo entre una “mayoría importante” y una “minoría calificada”. A su vez, la práctica del consenso fue inseparable de otro criterio, igualmente indispensable. Ante la complejidad de la materia, de las contradicciones de la propia naturaleza de las cosas, de la imposibilidad de prever todas las situaciones emergentes, y de abrir paso a los acuerdos puntuales, estuvo presente en todas las mentes que las reglas jurídicas en trance de creación no podrían pretender volver a la inflexibilidad formal del derecho romano -menos en un mundo desconocido- y que para dar lugar la convivencia pacífica y a la consideración debida a las circunstancias, así como a los legítimos intereses de todos, era una condición sustantiva la constante aplicación de la equidad; que, como principio, no es otra cosa que aceptar que el límite para el ejercicio de un interés legítimo, está donde aparece otro interés, opuesto, pero también legítimo, y, por lo mismo, igualmente respetable. Si en el origen de esta gesta estuvo la aparición de una nueva realidad -la riqueza de los fondos marinos- no es menos evidente que toda la construcción exigida al razonamiento estuvo orientada a evitar cualquier abuso del poder -científico, político, económico- o la expresión de una voluntad individual, para actuar con un criterio de equidad referido al interés de la Humanidad como concepto comprensivo de una totalidad. En otras palabras, el sometimiento del egoísmo al imperativo del bien común, es la mejor acepción del concepto de equidad. También, desde el primer momento, al esbozarse la noción del “patrimonio común de la Humanidad” y, con mayor razón, cuando se perfila la noción de la “unidad del espacio oceánico” -materia del siguiente capítulo- el imperativo de la equidad se hizo presente en la estructura normativa. Y es en virtud de esta concepción, que se impone el criterio indefectible de la participación de todos los pueblos del mundo en el gobierno de los océanos, incluyendo a los países mediterráneos. Este entendimiento nuclear fue y sigue siendo un tributo al principio de equidad, aceptado con todas sus consecuencias, desde que es en el nuevo derecho del mar, que dicho concepto de orden moral se constituye en una norma jurídica. En otro aspecto, cuando se unifica el criterio de la conservación del mar y de sus recursos, que resulta otro de los pilares del nuevo derecho del mar, también se legisla en 9 El concepto de la “buena fe” ha sido consagrado en el derecho internacional como un principio imperativo que no requiere demostración. Ya no se ha considerado necesario replicar el dicho de Maquiavelo, cuando recomienda que “no debe, pues, un príncipe ser fiel a su promesa, cuando esta fidelidad le perjudica y han desaparecido las causas que le hicieron prometerla” (El Príncipe; Cap. XVIII), pero, dicho principio está explícito en los textos de todos los tratadistas y, aludido expresamente en la “Convención de Viena sobre los Tratados” (ratificada por el Perú y que es ley de la República).

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beneficio no sólo de los Estados contratantes, sino en acatamiento del imperativo que impulsa la preservación del medio ambiente de nuestro planeta, recordando que el “cambio climático” está condicionado por la relación océano/atmósfera; y pensando en el beneficio de las futuras generaciones. En la base de estos acuerdos se encuentra, como fundamento, el principio de la equidad. Esta reflexión -con perdón de la insistencia- resulta necesaria para demostrar que el derecho internacional que emana del consenso universal para el mejor uso de los mares, se funda, primordialmente, en el principio de la equidad, porque de lo contrario solamente se habría consagrado un derecho preferencial y exclusivo de algunos Estados, contrario al mejor entendimiento del concepto de patrimonio común, cuyo fundamento está en la equidad, sin que esta noción esté limitada a la explotación de los fondos marinos, por cuanto los diversos problemas relativos al espacio oceánico están íntimamente correlacionados y han debido examinarse y resolverse como un todo 10. En otras palabras, en la Convención del Mar la equidad no es una presunción, sino proviene del acuerdo y está fundada en la naturaleza de las cosas; y dicho con mayor precisión, en el conjunto de la Convención existe la obligación jurídica de recurrir a la equidad; y la equidad, al identificarse con el origen de la norma, resulta una fuente de derecho. En definitiva, esta evolución tiene un profundo significado desde que, para cumplir con la aspiración de llenar un “espacio vacío de derecho”, el sentimiento de la equidad, gravitante en toda mente humana, debió concretarse, pasando de una opción ética a consagrarse como una exigencia jurídica y, si vale la redundancia, con un valor de pleno derecho 11. 10 Cabe agregar dos precisiones, cuyo tratamiento escapa a la naturaleza de este ensayo, pero que es útil anotar para los fines de una mejor ilustración. En ambos casos, creo que es importante subrayar la sustancial diferencia entre términos que, en apariencia, ofrecen una cierta similitud. La primera, se refiere al artículo 38º del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, parágrafo 2, que dice “La presente disposición no restringe la facultad de la Corte para decidir un litigio ex aequo et bono, si las partes así lo convinieren”. En el caso de Convención sobre el Derecho del Mar, las referencias al principio de la equidad son principios de derecho que adquieren ese carácter por estar expresamente estatuidos en dicha Convención, por cuya razón su aplicación ya no depende de “si las partes así lo convinieren”. Por el contrario, su aplicación corresponde al punto a) del parágrafo 1, de dicho artículo 38º, que establece que “(La Corte… deberá aplicar) las convenciones internacionales, sean generales o particulares, que establecen reglas reconocidas por los Estados litigantes” (los Estados que han ratificado la Convención sobre el Derecho del Mar, y los otros que aún no siendo partes están sometidos al derecho consuetudinario, que reconoce el punto b) de dicho artículo). La segunda precisión se refiere a la imposibilidad de confundir la “equidad” con la “equidistancia”. La primera de esas voces es un término de carácter jurídico; y la segunda, es una expresión propia de la geometría y su concepto es inseparable de las ciencias exactas. Fue por esta razón que la Convención menciona la “equidistancia” como un método, pero no como un principio jurídico; y que en el debate no encontró apoyo la acepción de estimarla como un principio. Por lo mismo, en el párrafo sobre delimitación del mar territorial, se utiliza la equidistancia, con el carácter anotado; pero se elimina su mención en cuanto la delimitación de la ZEE. 11 La demostración documental de lo dicho se encuentra en las múltiples referencias que contiene el articulado de la Convención al principio de la equidad. A continuación se anotan algunas muy relevantes. En el artículo 59º, en la Parte V, relativa a la Zona Económica Exclusiva, se dice que “En los casos… surja un conflicto entre los intereses del Estado ribereño y los de cualquier otro Estado… el conflicto debería ser resuelto sobre una base de equidad y a la luz de todas las circunstancias...”. El artículo 69º, establece que “...los Estados interesados cooperarán en el establecimiento de arreglos equitativos…para permitir la participación de los Estados en desarrollo sin litoral...” y el artículo 70º que “1. Los Estados en situación geográfica desventajosa tendrán derecho a participar, sobre una base equitativa, en la explotación de una parte apropiada del excedente…”. El artículo 74º es interesante porque se aproxima a una definición, cuando al tratar la delimitación de la Zona Económica Exclusiva orienta la acción para que “…los Estados interesados, con espíritu de comprensión y cooperación, harán todo lo posible para concertar arreglos provisionales de carácter práctico…”, términos que repite el artículo 83º, relativo a la delimitación de la plataforma continental. El imperativo de equidad está explícito en la Parte XII, Preservación y protección del medio marino, cuando se menciona que “…(Los Estados) promoverán programas de asistencia científica, educativa, técnica y de otra índole a los Estados en desarrollo para la protección y preservación del medio marino y la prevención, reducción y control de la contaminación… (Art.202). Tal como lo anotó el presidente de la Conferencia, Tommy T.B. Koh, “encontramos en todo caso en la Convención elementos de equidad internacional, como la distribución de los ingresos obtenidos en la plataforma continental más allá de las 200 millas, la concesión a los Estados sin litoral y en

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7.- La afirmación del derecho internacional. Hasta mediados del siglo XX se aceptaba la calificación del derecho internacional como un “derecho en formación”. En virtud de este concepto, entre las fuentes del derecho, se consideró a la costumbre internacional en primer lugar, por entenderse que traducía las “prácticas consagradas por un largo uso”; por lo que la opinión dominante se inclinaba a pensar que “la costumbre es, sin duda, la fuente más fecunda del derecho internacional. Y también la más antigua” 12. La más depurada versión doctrinaria de esta situación, sus antecedentes y sus consecuencias jurídicas se encuentran en uno de los últimos escritos de Hans Kelsen, cuando afirma que “la costumbre es, tal como el acto legislativo, un modo de creación del derecho; y que no es, solamente, aunque algunos lo pretendan, un método de constatación de normas jurídicas existentes”13. A continuación, desarrolla la especificidad del caso y su razón de ser: “El derecho consuetudinario se caracteriza por el hecho de que sus normas no son creadas -a diferencia de las leyes del derecho interno- por órganos especializados, centrales”, sino que “son creadas por actos de los sujetos que quedan obligados o facultados por estas normas”; lo que significa “que la formación consuetudinaria del derecho es una creación descentralizada, en tanto que la legislación es una creación centralizada de la norma”. No escapa a penetración de cualquier estudioso que este desarrollo lógico es anterior al momento actual, ya que corresponde a la idea de considerar que el derecho internacional estaba aún en la etapa formativa previa. Hoy en día, tal como se ha dicho en párrafos anteriores, no puede ser puesto en duda el cambio operado por tratarse ya de un derecho convencional, o sea esencialmente normativo, producido “por una creación centralizada de la norma”, según las palabras de Kelsen, aserto que se confirma recordando que una de las más notables expresiones de la calidad compromisoria del derecho internacional la constituye la noción de norma imperativa -jus congens- que recogen las convenciones de Viena sobre tratados -de 1969, entre Estados; y de 1986, con organizaciones internacionales- al consagrar la prohibición de pactar contra una norma imperativa. La distancia entre la situación imperante a mediados del siglo XX y la actual, afirma la convicción del profundo cambio logrado en la construcción de una sociedad internacional regida por el derecho. Esta nueva realidad ha favorecido la evolución y la afirmación del derecho internacional en otro sentido, ya que ha permitido distinguir más claramente el rol de la costumbre, cuya importancia en cuanto a proceso de la elaboración del derecho sigue siendo importante, así se trate de un sistema de naturaleza muy particular, ya que ha ofrecido una dificultad casi insuperable por las objeciones y opiniones en contrario suscitadas en cada oportunidad; al mismo tiempo que ha dejado en evidencia que la costumbre -entendida como proceso de formación- no puede ser considerada como una fuente en sí

situación geográfica desventajosa de acceso a los recursos vivos de las zonas económicas exclusivas de sus Estados vecinos, la relación entre los pescadores ribereños y los pescadores de mar adentro y la distribución de los beneficios que se han de obtener de la explotación de los recursos de los fondos marinos profundos”. En último término -siempre en las palabras del presidente Koh en la clausura de la Conferencia- es por estas razones que si bien “la Convención no satisface plenamente los intereses y objetivos de ningún Estado”, es que se pudo alcanzar el acuerdo, ya que al buscar la solución de las dificultades, lo que quedó en claro fue la imposibilidad para Estado alguno de condicionar a su interés el gobierno de los mares, o sea el irrealizable intento de prescindir del derecho. 12 Hildebrando Accioly, Tratado de Directo Internacional Publico, Rio de Janeiro, Imprensa Nacional, 1933-1935. 3 Vols. La ref. en T.I, p. 19. 13 Hans Kelsen, Teoría del derecho internacional consuetudinario; Lima, Editorial Cuzco S.A., 1996. Traducción y edición de Nicolás de Piérola Balta, a partir de la versión inglesa traducida al español por A. Peralta García, México, 1974. La ref. en pp. 49 y 67.

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misma. Por la aplicación de este lógico razonamiento, también ha quedado patente que la simple repetición de precedentes no es suficiente para dar existencia a una regla consuetudinaria, si no ha existido la conciencia por parte de los Estados que se estaba asumiendo una obligación jurídica precisa, o sea que se haya descartado la ambigüedad en la expresión de la voluntad de los Estados. La diferente situación creada puede ser sintetizada en dos palabras, usando el epígrafe de uno de los más notables textos modernos, al definir el fenómeno como la “expansión normativa” 14, en razón de que la intensificación de las relaciones internacionales, la toma de conciencia de la interdependencia y las facilidades para la comunicación, también han favorecido el progreso cuantitativo del derecho internacional, en medida comparable con el desarrollo de la “organización internacional” en su conjunto, fenómeno que se estima el más representativo de nuestro tiempo. En el punto 8), del capítulo siguiente de este ensayo, las referencias a los aspectos de la “regionalización” operativa del espacio oceánico en su conjunto, comprueban la propiedad de aquella frase de la “expansión normativa”, fruto de una “creación centralizada”. Así, adelantando un dato a este respecto, la entrada en vigor de la Convención ha tenido una influencia decisiva en las actividades conexas, tales como las que desarrollan algunos de los organismos de Naciones Unidas, entre ellos -a título de ejemplo- la Organización de NN.UU. para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y su “Comisión de Pesca” (COFI); la Organización de NN.UU. para la Educación, Ciencia y Cultura (UNESCO) y su comisión técnica, la Comisión Oceanográfica Intergubernamental (COI); el Programa de NN.UU. para el Medio Ambiente (PNUMA), y su departamento técnico, la “Oficina de Mares Regionales”; además de la Organización Marítima Internacional (OMI), en todas las cuales se ha producido un incremento de actividades, derivado de la aplicación de la Convención sobre el Derecho del Mar, que ha resultado en verdaderas “familias” de acuerdos de cuya urdimbre ningún país puede quedar ausente. Se explica mejor la velocidad del proceso de cambio, si se recuerda que en la primera mitad del siglo XX, cuando se hablaba de la “codificación del derecho internacional” -que había superado el concepto del “desarrollo progresivo del derecho internacional”- se solía calificarla como una aspiración, quizá irrealizable. En esta consideración, era natural utilizar como elemento de comparación la favorable situación del derecho interno por su calidad de ser producto de un poder legiferante “centralizado”. Es oportuno repetir como colofón de este párrafo, otro juicio de Nguyen Quoc Dinh, al decir que “no hay razón para asombrarse de la situación descrita, ya que ella responde a una necesidad de coherencia y de seguridad jurídica que ya era sentida cuando la sociedad internacional no pasaba de sesenta miembros” (Me atrevo a pensar que la voz “coherencia” traduce en esta cita el principio de la “efectividad” que debe cumplir la norma jurídica para su vigencia, porque la propia existencia de la norma -su “coherencia”- depende de su posibilidad de aplicarse y de que se aplique realmente. Esa calidad se obtiene mediante el consenso que se utiliza como el mejor método de la “creación” del derecho internacional). Desde un punto de vista académico -que también es importante si se recuerda que el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia tiene en cuenta “las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones” (Art. 38º, inciso d)- es interesante verificar que los autores modernos, ya sin excepción, consideran a los tratados como la fuente por excelencia del derecho internacional, cuya

14 Nguyen Quoc Dinh, Droit Internacional Public, Paris, LGDJ, 1987, p. 65, 3ª Ed., puesta al día por P. Daillier y A. Pellet.

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aplicación por las instancias jurisdiccionales constituye el más importante referente en cuanto a la interpretación 15. Los Estados aún en lista de espera no deberían ignorar que su reticencia es algo peor, ya que niegan su contribución al perfeccionamiento de aquello que contribuyeron a crear; sin percatarse de que ya nadie, de buena fe, puede ignorar la vigencia universal de la Convención del Mar, ni estar al margen de sus obligaciones. Por esa misma razón, pretender, simultáneamente, invocar sus normas en defensa de sus propios intereses, pero manteniendo esa actitud negativa o prescindente, no sólo es contrario al interés general sino que la buena fe que inspira sus actos no lo permite, ya que estando obligado por sus normas, simultáneamente no puede negarlas y citarlas en defensa de sus intereses. Ya en el Libro de los Salmos, 50, se dice,

Qué derecho tienes a citar mis leyes...

si no das importancia a mis palabras?

15 En lo que se refiere a este aspecto de las ciencias jurídicas, que corresponde a lo que bien se podría mencionar como lógica jurídica, debo mencionar el estudio de Francisco Miró Quesada Cantuarias, Ratio Interpretandi -Ensayo de Hermenéutica Jurídica-, Lima, Universidad Inca Garcilaso de la Vega/Fondo Editorial; 2000, que a la severidad del análisis agrega la modernidad de la información, para constituir un texto de consulta.

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PARTE II

Unidad y diversidad del espacio oceánico

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1.- Criterios operativos. A pesar de la cita bíblica que pone punto final al capítulo anterior, es -o debería ser obvio- para el lector que esas reflexiones y las que siguen, tienen menos de sentido teórico y mucho más de carácter realista. En otras palabras, es un hecho que la aplicación de las normas de la Convención sobre el Derecho del Mar es un ejercicio real, constante y creciente; y que esa normatividad, si bien está destinada a regular las actividades humanas en el mar, está condicionada por circunstancias espaciales. En resumen, no sólo se han definido reglas de conducta, sino que se han delineado sus áreas de vigencia, para que la administración del espacio oceánico que sintetiza la finalidad de la Convención sobre el Derecho del Mar, cumpla con dos requisitos que son consubstanciales al derecho, ser eficiente y prestar seguridad jurídica. Ha sido un largo camino el que se ha debido recorrer. En los siglos transcurridos, a partir de un conocimiento creciente -que tampoco es un absoluto- una primera dificultad que ha debido vencerse, fue que la intención jurídica no era suficiente para tener un producto propiamente jurídico, desde que las acciones promovidas por intereses específicos eran incapaces de generar una norma general e ir más allá de su oculta razón de ser: una demanda económica o una aspiración política 16. Es por ello que la primera noción jurídica acerca del mar tuviera un sentido negativo, o sea de exclusión. Corresponde a Fernando Vásquez de Menchaca (1512-1564) -egregio compatriota de Francisco de Vitoria (1486-1546)- la fórmula con categoría de mandato de la “inapropiabilidad del mar por prescripción”. A partir de allí se consagra el principio de que la alta mar, por sus características propias de la naturaleza de las cosas, es un espacio fuera del dominio exclusivo de cualquier Estado y abierto al beneficio común, noción que por su calidad axiomática se impuso a la razón sin necesidad de otra demostración. En esa expresión ya están presentes los dos conceptos, el de la universalidad y del espacio aplicable. En tal virtud, desde hace siglos, se acepta que “el alta mar no forma parte del territorio del Estado. Ya ningún Estado tiene sobre él derecho de propiedad, ni de soberanía o de jurisdicción. Nadie puede reivindicar legalmente la potestad de dictar leyes para el alta mar”, según lo ha definido la autoridad pontifical de Fauchille 17. 2.- La alta mar. Es fácil apreciar cómo, originalmente, la alta mar quedaba al margen de toda regulación, por lo menos en el sentido de aplicación de normas de aceptación general. Ya en la Edad Moderna, esta situación fue materia de medidas de excepción, como las reglas relativas al corso y a las presas; y, también, la proscripción del tráfico de esclavos, así como de la piratería. Y en cuanto al criterio espacial, también fue tardía la aparición de una estrecha franja sujeta directamente a la acción del Estado, que recibió diversos nombres, fijándole una anchura variable según las circunstancias y las funciones asignadas, al punto en 1958 -con ocasión de la I Conferencia sobre el Derecho del Mar- los países concurrentes exhibieron un mosaico de pretensiones sobre zonas diversas, cada una de anchura diferente; y alguno de ellos con siete zonas establecidas por su 16 La bula Inter coetera, del Papa Alejandro VI, puede citarse como un ejemplo remoto. La citada bula, de 4 de mayo de 1493 -al día siguiente de la anterior de igual nombre- es la que contiene el trazado de “la línea o raya” de polo a polo. La primera es la que otorga el dominio de islas y tierras descubiertas; la segunda establece la separación entre ellas. 17 Paul Fauchille, Traité de Droit Internacional Public, Paris, Rousseau et Cie., 8eme. Ed.; 1922. La ref. en T.I, (IIeme. partie), p.11.

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legislación para específicas acciones jurisdiccionales. En el caso del Perú, se reconocía un mar territorial de cinco millas para los efectos de la ley penal y otro de tres millas para la navegación 18. En todo caso, es recién a partir de las convenciones de Ginebra de 1958, ya mencionadas, que la condición de la alta mar se aclara, al entenderse que no es un bien mostrenco del cual todos podrían sentirse dueños de ejercer “derechos”, sino que, precisamente, en sus aguas los Estados gozan de libertades específicas. Sin embargo, al no haberse logrado un texto de aceptación general, se tuvo que esperar a la Convención sobre el Derecho del Mar, cuyo artículo 87º precisa:

“1.- La alta mar está abierta a todos los Estados, sean ribereños o sin litoral. La libertad de

la alta mar se ejercerá en las condiciones fijadas por esta Convención y por otras normas de derecho internacional. Comprenderá, entre otras, para los Estados ribereños y los Estados sin litoral:

a) La libertad de navegación; b) La libertad de sobrevuelo; c) La libertad de tender cables submarinos; d) La libertad de construir islas artificiales y otras instalaciones permitidas por el

derecho internacional, con sujeción a las disposiciones de la Parte VI; e) La libertad de pesca, con sujeción a las condiciones establecidas en la sección 2; f) La libertad de investigación científica, con sujeción a las disposiciones de las Partes

VI y XIII; 2.- Estas libertades serán ejercidas por todos los Estados teniendo debidamente en cuenta

los intereses de otros Estados en su ejercicio de la libertad de la alta mar, así como los derechos previstos en esta Convención con respecto a las actividades en la Zona (de Fondos Marinos)”.

Esta definición prescriptiva pone de manifiesto -más allá del largo debate que la precedió- varios elementos sustantivos, de los cuales el más importante es el que señala la razón de ser de la norma adoptada, al ser integrada dentro de un instrumento adoptado mediante el acuerdo de la comunidad internacional, en virtud de un acto de creación legislativa aceptado universalmente. Por lo mismo, es la Convención -en virtud de su origen como expresión de voluntad- la única fuente de derecho en el espacio oceánico, ya que, en este caso, no existe un precedente que pudiera ser invocado; y mucho menos, cabe recurrir a una declaración unilateral como exigible a terceros. Así sea reiterando lo dicho, es el origen de esta fuente y la expresión adoptada la que pone de manifiesto que el conjunto de sus reglas está interrelacionado, sin que quepa valerse de ellas independientemente del contexto; al mismo tiempo, la noción de la unidad del espacio oceánico contribuye a confirmar esa condición de totalidad que no puede ser parcelada. En otro aspecto, salvo la mención ex professo de lo contrario, la inteligencia de sus normas no está sujeta a interpretación extensiva, cualquiera que sea el motivo que se invoque o el subterfugio que se utilice. No puede olvidarse que se está ante un proceso 18 Ramón Ribeyro, el jurista más respetado de su tiempo y ex-ministro de Relaciones Exteriores, fue el primer autor peruano de un texto de Derecho Internacional, que fija la anchura del mar territorial en cuatro millas. Derecho Internacional Público; 2 Vols.; T.I, Estado de Paz; y T.II, Estado de Guerra, Lima, Librería e Imprenta de E. Moreno; 1901 y 1906. La ref. en T.I, p.117. José María Pando menciona que “esta especie de frontera”, para la que no existe norma, no debe llevarse “más allá de ciertos límites, lo que un escritor llama la línea de respeto. Lo que esta frase convencional manda que se observe es no emprender dentro de la línea nada de aquello que el gobierno del país tuviese derecho a impedir…”. Elementos del Derecho Internacional, (Obra póstuma del distinguido peruano don José María de Pando). Valparaíso, Imprenta del “Mercurio”. Febrero de 1848. La ref., p.97.

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de creación legislativa, en el cual cada apartado tiene una consistencia que se desprende de un todo anterior -así sea la ausencia de norma- y que se caracteriza por su singularidad dentro de una estructura 19. En definitiva, el espacio oceánico, a partir de la masa de agua salada, incluye en su dinámica interrelación desde las costas o riberas, hasta los fondos abisales, las masas heladas de los polos, y los recursos vivos y no vivos, renovables o agotables, el equilibrio de cuyo conjunto es un imperativo de conservación para la Humanidad.

19 En su momento (4 de mayo de 1990), al hacerse pública la presentación por el Comandante en jefe de la Marina chilena, almirante Jorge Martínez Bush de la llamada “tesis” del “mar presencial”, se consideró como una novedad, que produjo una reacción contraria en el ambiente jurídico internacional y académico, así como un desconcierto en la propia cancillería chilena. En la presente nota, se resumen algunas manifestaciones que permitan formarse una idea al respecto, pero que no constituye un estudio crítico del tema. Si bien, en sus términos originales y en la ocasión de su presentación, la propuesta tuvo la apariencia de una innovación institucional, quizá con ribetes académicos, el ministerio de Relaciones Exteriores mantuvo una discreta actitud de prudente silencio, ya que no se produjo expresión alguna acerca de la supuesta “tesis” que comprometiera al gobierno de Santiago. Más adelante, el secretario general, Edmundo Vargas Carreño, reconocido experto chileno en Derecho del Mar, expresó que tales ideas eran ajenas al pensamiento oficial (Un breve recuento de fechas es ilustrativo. El 11 de marzo de 1990, se hizo efectiva la renuncia del almirante José Toribio Merino, formulada el día 8, como Comandante en Jefe de la Marina de Guerra. En aquel día 11, asumió el cargo el sustituto, almirante Jorge Martínez Bush, coincidiendo con la toma del mando supremo del nuevo presidente de la República, Patricio Aylwin, elegido en diciembre de 1989. Se puso término a la más larga etapa de gobierno dictatorial militar en la historia de Chile, instaurada el 11 de septiembre de 1973; ya bajo una nueva Constitución, cuyos mecanismos mantuvieron hasta el 2006, formas más o menos encubiertas de preservar el poder político de las fuerzas armadas). Las circunstancias de la política interna de Chile permiten presumir que aquella divergencia se mantuviera en sordina sin mayores resonancias; no obstante, lo cual el Decreto Nº 430 (Subsecretaria de Pesca, que fija el texto consolidado de la Ley General de Pesca, en vigencia desde el 2l de enero de 1992) incluyó en el Art.2º la siguiente definición del “mar presencial”:

“Mar presencial.- Es aquella parte de la alta mar, existente para la comunidad internacional entre el límite de nuestra zona económica exclusiva continental y el meridiano que, pasando por el borde occidental de la plataforma continental de la isla de Pascua, se prolonga desde el paralelo del hito Nº 1 de la línea fronteriza internacional que separa Chile y Perú, hasta el Polo Sur…”,

cuya inserción en un dispositivo destinado a consolidar la legislación pesquera, podría llamar la atención, al igual que la redacción y el uso de algunas referencias, como el Polo Sur y el hito Nº 1 de la frontera terrestre peruano-chilena, que, por sus posibles derivaciones, deben ser consideradas como inaceptables. En todo caso, entre otras reacciones, tuvo relevancia la protesta de la Comunidad Europea -hoy, Unión Europea- presentada por intermedio de la embajada del Reino Unido -como correspondía en ese momento- expresando su desacuerdo; y solicitando que agradecería que “el Gobierno de Chile les garantizará (a los miembros de la Comunidad Europea) que no tiene contemplada ninguna reclamación (claim) o aserción (assertion, afirmación) de derechos no incluida en los términos del Derecho Internacional”. Más adelante, con ocasión de la Asamblea del Instituto Hispano-Luso-Americano de Derecho Internacional, el tema fue objeto de una presentación más formal, a cargo del contralmirante Mario Duvauchelle Rodríguez, cuyo párrafo más importante (expresamente referido al Art. 117º de la Convención, sobre “el deber de los Estados de adoptar medidas para la conservación de los recursos vivos de la alta mar en relación sus nacionales”), por tener la referencia más concreta, podría ser el siguiente:

“… el artículo 117º permite, entonces, avanzar más allá de los acuerdos “indeterminados”, de Estados también “indeterminados” en organizaciones subregionales o regionales, asimismo “indeterminadas” a que se refiere la Convención de Jamaica. En efecto, esa suerte de poder, de embrión de soberanía, que da este artículo a los Estados, faculta a los que tienen calidad de ribereños para instar el establecimiento de regulaciones destinadas a la conservación y captura de las especies vivas que se desplazan entre la Alta Mar y sus Zonas Económica Exclusivas. -- ¿Ahora bien, sobre cuál parte del Alta Mar pueden los Estados ejercer ese poder?. La respuesta -desde el punto de vista jurídico- supone fijar un área. Y aquí radica un aspecto esencial del tema que vengo abordando, pues ello significa definir y regular tal área, que se inicia en el borde de dicha Zona Económica Exclusiva.-- Esta área es la que se ha denominado el Mar Presencial y sobre la cual los Estados tienen esa suerte de poder que da el artículo 117º de la Convención de Jamaica y que se expresa en una suerte de soberanía de subsistencia” (Entrecomillado del autor. Subrayado de JMB).

Quizá sea pertinente agregar el mejor argumento del citado marino -cuya voz expresaba la opinión de la Marina- calificando como “génesis de la propuesta de “Mar Presencial”, haber sido “planteada jurídicamente por la falta de claridad de la Convención de Jamaica… lo que exige complementarla”. En la misma reunión y dentro de la agenda, se ocupó del tema el embajador español José Antonio de Iturriaga y Barberán, uno de los más reconocidos expertos en Derecho del Mar. Su docta exposición fue muy crítica, sustentada en una amplia bibliografía, que incluye autores chilenos. Se publica, con la lectura de Duvauchelle, en el Anuario del Instituto Hispano-Luso-Americano de Derecho Internacional; Nº 12. Madrid, 1995.

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Por último, si se observa que el mar, en su inmensidad, es y no puede entenderse sino como un todo; la alta mar se ofrece como su núcleo principal o elemento sustantivo, del cual se desprenden los otros espacios que la Convención del Mar enumera y precisa en su sentido funcional. 3.- Un espacio organizado. El conjunto de los elementos mencionados -de los cuales el espejo de agua cubre las 7/10 partes de la superficie terrestre- constituye, ahora, un espacio organizado, cuyos componentes se encuentran en interacción dentro de un sistema, que es diferente de cada una de sus partes, pero que las congrega y las ordena, aplicando a su totalidad una suma indivisible de principios morales, jurídicos, políticos y económicos. Al éxito de este esfuerzo, debe agregarse un valor inmanente por cuanto significa que la comunidad internacional ha logrado satisfacer el imperativo, propio de todo grupo social organizado, de ir creando su propio espacio al tiempo que escribe su historia. Así, el espacio oceánico es un producto de la sociedad internacional. Es parte del sistema-mundo y ha constituido el primer escalón de una nueva edad -aún sin nombre propio- llamada a dejar atrás a la “Edad Contemporánea”. Es un invento de la inteligencia del hombre con sus propias características, constituido por elementos heterogéneos que, al igual que en cualquier otro sistema, por ser disímiles pueden parecer contradictorios, pero que resultan complementarios y se unifican en una urdimbre de relaciones cuya interacción genera su dinamismo. También, le son propias algunas categorías que merecen ser identificadas: - La “unidad del espacio oceánico” es la consecuencia de una realidad, a partir de la existencia de una masa acuática que, a sus dimensiones, agrega el prodigio de conservar su naturaleza para ser siempre la misma. El concepto de la “unidad del espacio oceánico” -como creación de la inteligencia humana- sólo adquiere existencia a partir de un acto de fe, expresado en el inicio de la III Conferencia de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar en 1973 al aprobarse la “Lista de temas y cuestiones”; y confirmado diez años más tarde, en 1982, como expresión de una voluntad concordante, que se consagra en 1994 al entrar en vigencia la “Convención sobre el Derecho del Mar” y convertirse en norma de acatamiento universal. - Este concepto de unidad es inseparable de la noción de totalidad, en el sentido jurídico de la expresión uti universitas, definido por las palabras del presidente de la Conferencia, T. T. B. Koh, al anunciar la aprobación de una constitución para el océano que “abarca todos los aspectos de los usos y los recursos del mar”. - Este criterio confirma la opinión unánime -cuyo origen es anterior a la norma- de la inapropiabilidad del mar, que respeta la realidad inmodificable de la naturaleza de las cosas. (Por idéntica razón, tampoco las regulaciones sobre el espacio aéreo suponen la apropiación de la atmósfera). - La Convención del Mar da expresión tangible a la necesidad de dotar al espacio oceánico de un orden jurídico que, como manifestación de la conciencia universal, ponga término a toda aplicación no uniforme o a los intentos de interpretación caprichosa de normas ambiguas al impulso de intereses individuales.

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- Se integran dentro de esta creación otras finalidades explícitas, tales como

i) El beneficio universal, entendido como una proyección supranacional, por lo que se puede hablar de “patrimonio común de la Humanidad”, no sólo en relación con determinadas riquezas tangibles, sino, muy en especial, como valores éticos, también transtemporales, porque alcanzan más allá de la generación a la que correspondió el acto de su creación.

ii) La explotación equitativa y eficiente de los recursos del espacio oceánico y su

conservación, en términos que corresponda con leyes inmanentes de la biología, al mismo tiempo que con el respeto y preservación de su identidad, como queda anotado en párrafo anterior.

iii) La creación de este espacio único está, por último, vinculada con una categoría

que es propia de nuestro tiempo, la paz. Así lo establece el artículo 301º de la Convención, bajo el rubro de “Utilización del mar con fines pacíficos” 20.

4.- Los espacios funcionales. Para el mejor cumplimiento de las finalidades de la Convención, la creación del espacio oceánico ha sido simultánea con la constitución de espacios funcionales, sin contar con las aguas interiores cuyo régimen corresponde al ordenamiento nacional, tales como el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva, la plataforma continental, las aguas archipelágicas, las aguas glaciales, así como determinadas reglas que tienen que ver con características propias del espacio y sus características geomorfológicas -islas, estrechos, mares cerrados, etc.-; y, finalmente, muy en especial, la Zona de los Fondos Marinos. Estos espacios funcionales se distinguen entre sí en la medida que las competencias del Estado, sustentadas en el derecho internacional, se afirman en los espacios más próximos a la costa, para ir atenuándose, hasta llegar a ser ejercidas en forma compartida, como sucede en la alta mar, donde el derecho internacional especifica las libertades que corresponden a todos los Estados y que deben ser ejercidas sin desmedro del derecho de los demás 21.

20 El desarrollo de este principio, cuyo enunciado correspondió a la delegación del Perú, en Juan Miguel Bákula, El Perú en el Reino Ajeno; Lima, Universidad de Lima/Fondo Editorial, 2006; pp.650 a 666, en el apartado “Pacífico Sur: Zona de paz y cooperación”. 21 Es importante subrayar que la Convención define que esas competencias, “derechos de soberanía”, que no son preexistentes sino que proceden de su reconocimiento por la comunidad internacional dentro del derecho internacional. Esta precisión tan obvia, quizá, sea necesaria, para no insistir en la aclaración de que, al igual que la Convención del Mar pero sin sus definiciones ni su valor jurídico compromisorio, la idea de la “soberanía” es una creación de la inteligencia humana y que la posibilidad de entenderla como una noción anterior a la existencia de los Estados y menos como una noción absoluta, es contraria a todo ejercicio lógico y carece de cualquier asidero en la historia de los hechos y en el devenir de las teorías. Como no ha existido ni puede existir definición alguna de una “soberanía absoluta”, en el actual desarrollo de las ciencias políticas se acepta como un concepto consagrado consensualmente, que la noción de la soberanía -como capacidad del cuerpo político para gobernarse en lo interno y relacionarse en lo externo, con otras entidades de igual capacidad, lo que la Carta de Naciones Unidas define como la “igualdad soberana”- debe entenderse como un haz de competencias, las que sólo pueden ser ejercidas dentro de un orden, que el derecho regula. En otras palabras, la soberanía se entiende como la fuente de las competencias que el Estado ejerce en virtud del derecho internacional; y, si bien no son ilimitadas, tampoco existe entidad alguna que las detente en mayor grado.

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Esta gradación que, en términos simplistas, va de lo más reglamentado a lo menos regulado, o sea de lo más “estatizado” a lo más “internacionalizado”, significa que en la totalidad del espacio oceánico hay una presencia real, reconocida y protegida por el derecho internacional, de todos los Estados, en condiciones claramente determinadas, sin que nada autorice a un Estado en particular a estar más presente que cualquier otro, ni más allá de las competencias que le son asignadas, puntualmente, en cada uno de los nuevos espacios funcionales; y menos, en términos que vulneren el cuidadoso equilibrio entre la soberanía estatal y los derechos de la comunidad internacional. Estimo que, dentro de la brevedad de este esquema, no es necesario mencionar otras características propias del espacio oceánico, que contribuyen a definir su identidad y sus funciones, tal como la promoción de la investigación científica para el mejor conocimiento de su misteriosa inmensidad, incluyendo su condición de fuente de energía; y siempre teniendo en cuenta el beneficio general y el desarrollo de los países de menor potencialidad económica; al igual que la noción y las normas sobre protección y preservación del medio ambiente marino, como problema de interés global. Hay una suerte de excepción que debe ser mencionada. Las normas que consagra la Convención del Mar son exigibles en las relaciones de los Estados. Por ello, como el continente Antártico no está habitado -propiamente hablando, ya que sólo alberga estaciones temporales, dentro de las limitaciones establecidas en el Tratado Antártico- y, sin contar con las particulares condiciones de la realidad física y geomorfológica, no existe en su territorio una organización que pueda asimilarse al Estado, tampoco se da la posibilidad de que exista una entidad que, con la capacidad de una persona jurídica, asuma las obligaciones de la Convención. En consecuencia, para todos los fines de la Convención, en la Antártica no se da la existencia de los espacios funcionales que se han mencionado; y si algún nombre o definición corresponde a las aguas que la rodean, es de ser parte de la alta mar en el conjunto del espacio oceánico. Para una mejor ilustración, se enuncian, sumariamente, las características que, de acuerdo con la Convención, distinguen a los principales espacios funcionales, ninguno de los cuales existió como tal, antes de la aprobación de la Convención sobre el Derecho del Mar, o sea antes del acto de la creación legislativa que ese instrumento constituye 22. La imponderable trascendencia que en la vida internacional tiene la Convención del Mar se manifiesta, así, en la dialéctica lograda entre la unidad del espacio oceánico y la especificidad de los espacios funcionales, logro que representa una amalgama entre regímenes jurídicos aplicables a espacios diferentes. Es ilustrativo citar el equilibrio que constituye, a su turno, el doble juego de normas: En un lado, están las reglas que se aplican a la vez al mar, propiamente dicho, y al suelo y al subsuelo; en el otro, la separación que existe entre el régimen aplicable a los fondos marinos y el propio de las aguas suprayacentes. 22 Inclusive, tratándose de la alta mar, hasta entonces no pasó de ser una expresión geográfica, sometida a diversos usos y en el cual la práctica de los Estados había desarrollado algunas actividades, como las pesquerías y la navegación, que no eran algo más que una práctica respetable, pero sin las características de una relación jurídica reconocida y obligatoria para regular esas actividades entre los hombres y entre los grupos sociopolíticos organizados. La prueba de este aserto se encuentra en los antecedentes históricos que demuestran que fue necesario el uso de la fuerza, por medio de la marina de guerra, para resguardar las líneas de navegación y proteger el comercio; así como intentar una incipiente regulación para combatir la piratería y otras prácticas negativas. Del mismo modo, la necesidad de proteger el litoral, da origen a prácticas defensivas pero individuales y muy diversas, que adquieren consistencia recién a mediados del siglo XX, pero sin llegar a constituir un criterio o una regla general y no contestable.

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5.- El mar territorial.

El artículo 2º de la Convención precisa el concepto de mar territorial, en términos de dar consistencia a los textos anteriores -que ahora ya se pueden considerar como simples aproximaciones- al definir que “la soberanía del Estado ribereño se extiende más allá de su territorio y de sus aguas interiores… a la franja de mar adyacente designada con el nombre de mar territorial… La soberanía sobre el mar territorial se ejerce con arreglo a esta Convención y otras normas de derecho internacional”. El artículo siguiente dice que “todo Estado tiene derecho a establecer la anchura de su mar territorial hasta un límite que no exceda de 12 millas marinas”. Lo importante es la afirmación esencial que esa soberanía -que sólo se entiende como un conjunto de competencias- se ejerce con arreglo a la Convención; lo cual define que es la Convención la fuente de derecho, si bien es propio del Estado el atributo de establecer la anchura de su mar territorial, pero sin exceder de 12 millas, porque ese límite está fijado por el derecho internacional. Por lo mismo, los términos empleados expresan una clara diferencia entre el “territorio” y el “mar territorial” -la franja adyacente- con lo cual, de las diversas acepciones que puede tener la voz “territorio”, la que prima es la que lo define como el asiento continental del Estado, diferenciando este espacio del contiguo, o sea del elemento líquido del océano 23. Al llegar a este punto, es indispensable una digresión. Es, precisamente, en relación con la definición del mar territorial, que la adhesión del Perú a la Convención se ha querido ver como contradictoria u opuesta a la legislación nacional. Esta antinomia tiene mucho de caprichosa y muy poco de veracidad, pero el manejo del tema por sectores ultranacionalistas -o sea su aprovechamiento bajo la amenaza de denunciar una “traición a la patria”, con fines de política inmediata- le ha dado un sustento psicológico utilizado para interferir en las decisiones de los gobiernos. Desde el punto de vista de la historia del derecho peruano, no hay registro de la existencia de ley alguna -o de norma con jerarquía prescriptiva o con una finalidad de mera declaración- que haya establecido, taxativamente, un mar territorial con una anchura de 200 millas; y, por lo tanto, el meollo de dicha oposición es mucho más vociferante que constructivo. Si bien el tema ha sido ya agotado, recapitular algunos antecedentes parece conveniente. Aparte de la opinión personal arriba citada de Ramón Ribeyro, que se inclina por un mar territorial de 4 millas, el único antecedente diferente -en una materia muy específica, como es la jurisdicción penal- se encuentra en el Tratado de Derecho Penal Internacional, suscrito en Montevideo, en 1889, que establece la extensión de cinco millas 24. En cambio, el Perú ha adherido a más de un instrumento

23 El diccionario español distingue dos acepciones; una, la de “parte de la superficie terrestre”, y otra, la de “término que comprende una jurisdicción”. Es indudable que el sentido de la palabra “territorio” que se emplea en la Convención es el de “parte de la superficie terrestre”. Por lo tanto, esa voz, no puede ser extensiva ni al espacio oceánico ni al espacio aéreo. Lo que sí queda, igualmente, muy en claro es que las competencias del Estado se extienden, al igual que en el mar territorial, “al espacio aéreo sobre el mar territorial, así como al lecho y al subsuelo de ese mar”, y se ejercen con arreglo a la Convención (Párrafo 2, del Art. 2º). 24 Tratado de Derecho Penal Internacional, Artº. 12, “Se declaran aguas territoriales, a los efectos de la jurisdicción penal, las comprendidas en la extensión de cinco millas desde la costa de tierra firme e islas que forman parte del territorio de cada Estado”. Montevideo, 1889. En Tratados, Convenciones y Acuerdos vigentes entre el Perú y otros Estados. II. Instrumentos Multilaterales; Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1936. (A la cabeza del título: Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú). La ref. en p.36. Publicación oficial. También es obvio que esta norma no ha sido modificada posteriormente.

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internacional, en el que se menciona el “mar territorial”, cuyo significado sólo puede estar referido a esa franja con una anchura de 3 millas. En efecto, los tratados que se celebran para organizar la paz después de la I Gran Guerra, se refieren al mar territorial, sin que exista duda alguna de que todos los países que celebran esos instrumentos, tenían adoptado, expresamente, la anchura de tres millas para el mar territorial. Entre los Estados que, desde mucho antes, habían establecido la anchura de tres millas, por acto expreso o en virtud de acuerdos, se cuentan Alemania, Bélgica, Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Italia, Japón, Polonia, Rusia, Suecia y Turquía; y posteriormente, Estonia, Finlandia, Letonia, entre otros. En América, el “Código Bustamante” -aprobado en la VI Conferencia Internacional Americana, La Habana, 1928- también utiliza la expresión coincidente de “aguas territoriales”, y cuando el Estado peruano suscribe el documento y se procede a su aprobación y ratificación, es a ciencia y conciencia que esa franja no sobrepasa la anchura de tres millas, ya que esa era la inteligencia reinante entre todos los Estados miembros de ese instrumento. Este acuerdo y los anteriores figuran entre los tratados multilaterales vigentes para el Perú. En 1926, se publica el Derecho Internacional Público del más connotado de los internacionalistas peruanos, Alberto Ulloa Sotomayor. En el párrafo pertinente, Ulloa señala que “sobre el criterio de las tres millas han descansado durante el siglo XIX, las convenciones” y agrega, a continuación en una nota, “El Perú ha considerado generalmente las tres millas como medida del mar territorial”. En la siguiente edición 25, aclara que el “Reglamento sobre visitas y permanencia de buques y aeronaves de guerra extranjeros”, de 14 de noviembre de 1934, fija las aguas territoriales del Perú en tres millas de las costas contadas a partir de la línea de la más baja marea. Para Ulloa, “Ningún pueblo puede confiscar en su provecho una cosa necesaria para la humanidad, porque atentaría contra el interés de todos violando el postulado de la igualdad internacional”, y tampoco porque no es posible adquirir por prescripción, “desde que nadie puede adquirir por tal medio lo que no posee”. Para entonces, al entrar en vigencia el Código Civil de 1936, y estatuir sobre los bienes, divididos en privados y públicos, en el Art. 822, “Bienes del Estado”, estableció:

“Son del Estado: 1. Los bienes de uso público; 2. El mar territorial y sus playas y la zona anexa que señala la ley de la materia. …………”,

dispositivo cuyo referente obligado era el reciente decreto de 1934, que, por lo mismo, quedó consagrado en sus términos. A mayor abundamiento, es lógico agregar que al no tener la Constitución de 1933, entonces vigente, referencia alguna al mar, el artículo 822º del Código Civil de 1936 subsanaba dicho vacío. En todo caso, el artículo constitucional 33º, definió que “No son objeto de propiedad privada las cosas públicas, cuyo uso es de todos, como los ríos, lagos y caminos públicos” (Con mayor razón, el mar que era un “bien público” internacional). En ambos casos, quedó muy en claro que al no definirse cuál era la situación jurídica de ese “bien”, era porque no estaba comprendido bajo el concepto de propiedad, ni privada ni pública del Estado peruano y estaba fuera de su potestad.

25 Derecho Internacional Público, Segunda edición, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1938. Tomo I, p.311 y ss.

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Es por esta concordancia que el decreto de 14 noviembre de 1934 debe considerarse como una norma correcta, ya que su carácter reglamentario era el que correspondía a la realidad jurídica y a la práctica internacional; situación que se confirma cuando el párrafo relativo a las aeronaves de guerra, dispone que su vuelo “debe sujetarse a la Convención Internacional de Navegación Aérea”, de 13 de octubre de 1919, lo que implica un sometimiento expreso al derecho internacional, con mayor razón en el último caso, por cuanto el Perú no había ratificado para entonces la citada convención. Esta situación, para nada confusa ni precaria, fue confirmada por el Reglamento de Capitanías, de 9 de abril de 1940, en cuyo artículo 4º se confirma que “El mar territorial del Perú se extiende hasta tres millas de las costa e islas, contadas a partir de las más bajas mareas” 26. En definitiva, es incontrovertible que, además de existir declarada, la norma peruana era apropiada en lo interno y exigible en lo internacional. Por último, así sea desde un punto de vista formal, lo cierto es que no ha existido otra norma sustantiva, específica, expresamente destinada a fijar la anchura del mar territorial y dar a conocer tal determinación a la comunidad internacional, que haya derogado o modificado lo dispuesto en los dos decretos mencionados. El Decreto Supremo de 1º de agosto de 1947, no modificó esos dos dispositivos específicos, al declarar que “la soberanía y la jurisdicción nacionales se ejercen también sobre el mar adyacente a las costas… para reservar, proteger, conservar y utilizar los recursos y riquezas naturales… (Art. 2º)” y “…declara que ejercerá dicho control y protección sobre el mar adyacente a las costas del territorio peruano, en una zona comprendida entre esas costas y una línea imaginaria paralela a ella y trazada sobre el mar a una distancia de doscientas millas marinas, medida siguiendo la línea de los paralelos geográficos (Art. 3º)”. Esta declaración estaba subordinada a las dos condiciones siguientes: “…el Estado se reserva el derecho de establecer la demarcación… y de modificar dicha demarcación de acuerdo con las circunstancias sobrevivientes por razón de los nuevos descubrimientos, estudios e intereses nacionales que fueren advertidos en el futuro… (Art. 2º)” y precisa, asimismo, que “la presente declaración no afecta el derecho de libre navegación de todas las naciones, conforme al derecho internacional. Art. 4º)” (Por lo demás, por su naturaleza, una “declaración” no tiene la finalidad de “derogar” una ley o cualquier otra norma, propósito que tampoco se menciona, por lo que tal supuesto carece de fundamento y de posibilidad). La claridad del lenguaje empleado y la cuidadosa precisión de sus términos no permiten dudas acerca del objetivo perseguido. Tampoco dejan espacio para cualquier interpretación que pretendiera otra inteligencia, no sólo porque las reglas de la hermenéutica proscriben violentar el sentido normal de las palabras, sino porque las características de una fórmula que establece una situación de excepción -expresada en el preámbulo- excluyen todo intento de interpretación extensiva. Por lo demás, fue el presidente de la República, José Luis Bustamante y Rivero, quien después de aceptar la iniciativa del canciller, Enrique García Sayán, y a poco de promulgar dicho decreto, declaró que estaba limitado al “anuncio -de sus demandas- del ejercicio de cierto control y cierta jurisdicción circunscritos a tales fines”, que de manera expresa tienen un carácter tentativo, un tanto precario por estar sujeto a cambios; y que tratan de ajustarse

26 Juan Miguel Bákula, El Dominio Marítimo del Perú, Lima, Fundación “Manuel J. Bustamante de la Fuente”, 1985; pp. 233 y ss. En los anexos se reproducen los documentos más importantes, cuya consulta es ilustrativa.

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a los principios del derecho internacional 27. En todo caso, es imposible atribuir a una “declaración” el propósito de modificar un principio del orden legal y, mucho menos, sin expresar claramente que su finalidad es proceder a su derogación o sustitución. A partir de las “proclamaciones” del presidente Harry S. Truman de los Estados Unidos (1945) y de las “declaraciones” unilaterales de los jefes de Estado de México (1945), Argentina (1946) y Chile (1947), entre otras, en muchos países en los años siguientes se presentó una confusa situación, que condujo a un ambiente conflictivo, como fue en el Pacífico Sur, donde la incursión de flotas extranjeras dedicadas a la caza de ballenas así como a la pesca de atún y otras especies, alcanzó ribetes de violencia que se conoce como la “guerra del atún”, porque esta extracción indiscriminada de especies marinas se consideró como una actividad que ocasionaba graves perjuicios a las naciones ribereñas, y constituía una intolerable agresión a sus legítimos intereses. Una reacción defensiva fue asumida por Chile, que propuso la reunión de la “Primera Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas del Pacífico Sur” 28. Con la asistencia de delegados de Chile, Ecuador y Perú, la conferencia acordó crear la Comisión Permanente del Pacífico Sur, con el encargo de coordinar las políticas marítimas de los tres Estados; y formuló un célebre documento, conocido como la “Declaración de Santiago”, suscrito el 18 de agosto de 1952, en el que los tres países “proclaman como norma de su política internacional marítima, la soberanía y jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus respectivos países, hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, que se extienden al suelo y subsuelo que corresponde a dicha zona. En la parte considerativa, se ampara el deber de “impedir que una explotación de dichos bienes (los recursos naturales), fuera del alcance de su jurisdicción (más allá de las tres millas), ponga en peligro la existencia, integridad y conservación de esas riquezas en perjuicio de los pueblos que, por su posición geográfica, poseen en sus mares fuentes insustituibles de subsistencia y de recursos económicos que les son vitales”. El delegado peruano, Alberto Ulloa, y su colega chileno, el jurista Luis David Cruz Ocampo -autor del anteproyecto presentado a la Conferencia- tomaron a su cargo la redacción final de dicho documento; y, el primero de ellos confirmó el sentido de la “Declaración de Santiago”, en un curso dictado en la Academia Internacional de Derecho Comparado e Internacional, en La Habana, en 1957, poco antes de la I Conferencia sobre el Derecho del Mar, en Ginebra, 1958, al definir que dicha “Declaración” se limita a proclamar “la soberanía y jurisdicción exclusivas, hasta una distancia de 200 millas sobre el mar que baña las costas de los respectivos países, comprendiendo el suelo y el subsuelo, para los efectos de defensa y protección de la riqueza ictiológica” (Subrayado de JMB); al mismo tiempo que “expresa el propósito y la esperanza de suscribir acuerdos de aplicación de los principios de la Declaración; sin que se excluya la posibilidad de la concurrencia a las pesquerías de nacionales de otros Estados” 29. Por su parte, esa interpretación fue corroborada sin excepciones, así fuera

27 Bákula, El Perú en el Reino Ajeno, op.cit., Cap. 6. “El dominio marítimo del Perú - El Decreto del 1º. de Agosto de 1947: Elogio y Elegía”. 28 Infra. Nota número 46. 29 Bajo el título de “El régimen jurídico del Mar”, la “Revista Peruana de Derecho Internacional” publicó un resumen del curso, en el tomo XVII, Nº 51; enero-junio, 1957; pp. 5 y ss. En el texto, Ulloa aclara, con frecuencia, que entiende la soberanía como “jurisdicción y control”; así como ratifica que la “Declaración de Santiago descansa exclusivamente en los factores biológicos y económicos sobre los cuales se asienta la proclamación de una zona jurisdiccional de 200 millas”. Ulloa calificó esa propuesta como una “soberanía modal”. Fue sobre esta base que

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usando otros términos, como en el caso del profesor Cruz Ocampo para quien la Declaración de Santiago “no viola el jus communicationis” 30. Por último, en el Perú, tanto en las Constituciones de 1979 como en la de 1993, en el tema relativo al mar -que no había sido tocado en el Código Civil de 1984- se adoptó la expresión de “dominio marítimo” 31 a fin de dejar abierta la puerta a la aprobación y adhesión del Perú a la Convención del Mar, que aún está pendiente 32. Y como atingencia final, debo dejar constancia que en los quince años que requirió la III Conferencia sobre el Derecho del Mar, a partir de la etapa preliminar (1967-1982), la delegación del Perú nunca recibió instrucción, sugestión o indicación alguna del ministerio de Relaciones Exteriores, para presentar en los debates propuesta alguna en

Chile apoyó en las sesiones preparatorias de la III Conferencia del Mar, una propuesta para reconocer la “zona marítima de 200 millas” con las características de un “mar patrimonial”, o sea para conceder al Estado ribereño competencias en cuanto a la explotación de los recursos vivos y no vivos, pero manteniendo esa porción del espacio oceánico como parte de la alta mar (Sin constituir un acto de legislación expreso respecto del mar, el Decreto-ley Nº 1090 chileno, de 3 de julio de 1975, que modificó algunas disposiciones del Código de Minería, contiene el título siguiente, “De las concesiones para explorar o explotar arenas que contengan sustancias minerales denunciables situadas en el mar patrimonial…”). Ya como una aceptación definitiva de las nuevas características de la “zona marítima de 200 millas”, es que Chile suscribe, aprueba y ratifica la Convención sobre el Derecho del Mar, en la cual, como se verá en siguiente párrafo, la Zona Económica Exclusiva reconoce y cubre con ventaja, la “zona marítima de 200 millas”, defendida por los países del Pacífico Sur. Para tal efecto, se modificó el Código Civil, cuyo nuevo artículo 593, define: “El mar adyacente, hasta la distancia de doce millas marinas, medidas desde las respectivas líneas de base, es mar territorial y de dominio nacional”, como consta de la ley Nº 18.565, de 1986. En la redacción anterior, dicho artículo 593, calificaba como mar territorial, el mar adyacente hasta la distancia de una legua marina, equivalente a tres millas. 30 En el prólogo al libro de Sergio Gutiérrez Oliva; cfr. Hugo Llanos Mansilla, Teoría y práctica del Derecho Internacional Público; Editorial Jurídica de Chile, 1980. La ref. en p. 226. (Primera edición). 31 En español, el término “dominio” tiene un sentido genérico. También, en el lenguaje jurídico el término “dominio” debe ser bien diferenciado del concepto de “propiedad”, ya que, aún cuando guardan una cierta sinonimia, no son equivalentes y, por lo mismo, no pueden ser utilizados indiscriminadamente, ni el uno reemplazar al otro. Expresan, así, nociones que se refieren a formulaciones e instituciones cuya distancia es evidente y cuyos orígenes en el derecho romano son, asimismo, diversos y aún opuestos. Todavía se puede agregar que el uso forense de la palabra “dominio” tiene diversas calificaciones, que no cabe aplicar a la “propiedad”; aparte de que este último término también en el derecho es materia de diversas modalidades que deben ser precisadas en cada caso. Con razón, Ulloa afirma que: “Resulta claramente que la naturaleza, el fundamento y el ejercicio de la soberanía sobre el territorio marítimo son enteramente distintos de los del territorio terrestre”. Por lo mismo, resulta que la confusión entre el “dominio” y el “territorio” es no sólo indebida sino imposible. Para no seguir insistiendo en el tema, una última precisión. Cuando en derecho internacional se habla de “dominio” se hace referencia a la acción jurídica del Estado en el espacio, o sea al ejercicio de sus competencias en el ámbito espacial, en el cual se distinguen tres realidades, terrestre, marítima y aérea; diferencias que permiten establecer que el concepto de “dominio” no puede ser idéntico al de “territorio” y menos al de “soberanía”, como tampoco al de “propiedad”. Hay dos casos que sirven de ejemplo para una mejor aclaración. En la “Declaración de Santo Domingo”, aprobada por la Conferencia de los Estados del Caribe, en 1972, se usa el término “dominio marítimo”, propuesto por el canciller de Colombia A. Vásquez Carrizosa, que comprende “a) el mar territorial, b) la Zona Económica de jurisdicción especial o Mar Patrimonial; y c) la plataforma continental”. En el Perú, el eximio jurista Víctor M. Maúrtua, autor del Código Penal vigente hasta hace poco, denomina el Título II, “Dominio territorial de aplicación de la ley penal”. Aquí es de plena evidencia que “dominio” no puede ser confundido con “territorio”, como tampoco lo puede ser en la Constitución de 1979 -cuyos términos repite la de 1993- donde la expresión “dominio marítimo” señala el ámbito espacial de la aplicación de la jurisdicción del Estado, “de acuerdo con la ley y los convenios internacionales ratificados por la República” (Art. 98º, in fine; y para memoria de algunos, la misma Constitución de 1979, en su Art. 101º, dejó establecido que “en caso de conflicto entre el tratado y la ley, prevalece el primero”). 32 El constitucionalista Domingo García Belaúnde ha estudiado prolijamente este problema, para confirmar lo que, en su momento, quedó dicho en las sesiones parlamentarias, en ambas oportunidades, expresando la voluntad del legislador; y demostrar que la fórmula un tanto ambigua -como es utilizar una expresión que es ajena al lenguaje técnico-jurídico del Derecho del Mar- no sólo no ha resuelto el caso, sino que, por el contrario, el término de “dominio marítimo” ha detenido la clarificación de los conceptos al ser objeto de antojadizas interpretaciones, con el único resultado de mantener la extraña situación de un Estado que, después de cumplir un “papel protagónico” se mantiene en una suerte de limbo jurídico que, no al ser eficiente, entraba su acción y no le presta seguridad jurídica. D. García Belaúnde, Mar y Constitución - Las 200 millas en la Constitución de 1979-, Lima, Universidad de Lima/Facultad de Derecho y Ciencias Políticas; 1984.

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favor de considerar un mar territorial de 200 millas, bien entendido que ésa habría sido la única oportunidad de hacerlo, así no fuera sino a título de mera posibilidad o de iniciativa teórica 33. En conclusión, pienso que ha quedado muy en claro que, antes de establecer si existe o no contradicción entre la legislación peruana y el planteamiento sistémico que representa la Convención del Mar, el nudo del problema está en determinar si algún dispositivo de la legislación interna -cualquiera que sea su nivel en la jerarquía jurídica- tiene la posibilidad de ser eficiente y de prestar seguridad jurídica tratándose del gobierno del espacio oceánico, en condiciones que pueda oponerse ante terceros y que supere el carácter obligatorio de una Convención internacional, para lograr la salvaguardia y promoción de los intereses nacionales. La respuesta es tan obvia que no es necesario anotarla 34. 6.- La Zona Económica Exclusiva. El concepto de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) surge progresivamente de una práctica nacional e internacional, que devino en una situación no sólo imprecisa, sino peligrosamente conflictiva, en la cual numerosos Estados costeros iniciaron el ejercicio de atribuciones en áreas adyacentes a su mar territorial, para extender su capacidad de control y explotación de los recursos marinos. Estas demandas estaban orientadas por motivaciones de carácter económico, invocando su mejor derecho al beneficio de una riqueza propia de la dependencia biológica y geográfica así como a la facilidad de ejercer la vigilancia y la protección de las especies, sometidas al peligro de extinción; aspiración comprensible, pero insuficiente para amparar jurídicamente una apropiación del espacio marítimo, inaceptable para terceros países. Por todo ello, es indispensable recordar algunas de las diferencias que fue preciso despejar en el camino de una aceptación global de la cifra mágica de las “200 millas”, desde que esa demanda corría el riesgo de ser interpretada como el privilegio de unos pocos en lugar de ser una posibilidad de beneficio para todos. Para alcanzar el consenso -mejor dicho el apoyo universal- fue necesario desplegar una labor de persuasión, cuyos resultados recién se perciben en la “Declaración de Santo Domingo”, de los países del Caribe (1972) y en la “Declaración de Yaundé”, de la Organización de la Unidad Africana (1973, previa a la Conferencia de Argel), que expresan un apoyo fundamental al compartir el concepto que la ZEE no es una transacción entre intereses inconciliables, sino la paciente creación de una fórmula comprensiva y eficiente. De paso, en esta etapa quedó aclarado que la propuesta inicial para favorecer que cada país fijara la anchura de su mar territorial era inadmisible, al considerarse que una 33 Corrobora este hecho la siguiente nota, que se refiere a un hecho interno pero revelador. En 1975, para atender a una indicación del presidente Juan Velasco Alvarado, el ministro de Relaciones Exteriores, general Miguel Angel de la Flor Valle, solicitó la opinión de los doctores Héctor Cornejo Chávez, Guillermo García Montúfar, Eduardo Glave Valdivia, César Polack y José Samanez Concha, a los que se agregó Alberto Ruiz Eldrege, todos ellos de conocida adhesión política al régimen, en relación con la conveniencia de dictar un decreto-ley que estableciera un mar territorial de 200 millas. Al término de sus deliberaciones, resolvieron por unanimidad recomendar al ministro posponer cualquier decisión, que podría, quizá, considerarse en el caso de que fracasara la III Conferencia sobre el Derecho del Mar. Mientras tanto, la adopción de una medida unilateral en ese sentido por parte del Perú, era “inoportuna, inconveniente e innecesaria”. Bákula, El Dominio Marítimo..., op. cit., p. 264. 34 Parecería innecesario agregar que, al término de cada uno de los once períodos de sesiones de la Conferencia del Mar, la delegación peruana presentó un informe detallado del desarrollo del debate, conforme fueron evolucionando las circunstancias, informes que fueron objeto de prolija consideración por los diversos sectores concernidos; y que, de acuerdo con las consultas del caso, al comienzo del siguiente período, la delegación recibió las respectivas instrucciones, previamente aprobadas al más alto nivel del gobierno.

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diferencia de esta naturaleza resultaría siendo discriminatoria y, peor aún, sembraría la confusión en todos los mares, con grave perjuicio para el ejercicio de la libertad de navegación que, sin duda alguna, es el interés por excelencia de todos los países del mundo (El Perú mueve por la vía marítima más del 90% de su comercio internacional, lo cual significa que trabar la libertad de navegación sería equivalente a una condena a morir de inanición. En situación parecida se encontrarían todos los países el mundo). Se ha dicho que la historia de esta enconada guerra en el mar constituye una muestra de las tensiones de la sociedad internacional surgida de las dos Grandes Guerras y de los desarrollos científicos y tecnológicos; y cuya complejidad explica las ambigüedades de una transición hacia una etapa histórica diferente, en búsqueda de una mejor y más equitativa organización internacional bajo el imperativo de un nuevo orden económico. Por ello, para valorizar debidamente la trascendencia de la Zona Económica Exclusiva (ZEE), es indispensable situarla dentro de dicho proceso, cuyos orígenes hay que rastrear desde comienzos del siglo XX. Cabe recordar que dicha centuria ha tenido características muy propias, a partir de su duración, que se encuadra en los años trascurridos entre la I Gran Guerra (1914) y la caída del muro de Berlín (1989). En su primera mitad, los dos conflictos bélicos fueron la causa de la más sangrienta etapa de la historia, al sumar unos cien millones los muertos y desaparecidos. Igualmente, graves e incalculables han sido las pérdidas económicas y la destrucción material, con su secuela de hambre y de miseria. Todo el esfuerzo subsiguiente, estuvo consagrado a la búsqueda de dos objetivos, la consolidación de la paz y el desarrollo económico. Es en la segunda mitad de esta etapa que se toma conciencia de que aquellos dos objetivos sólo eran posibles de alcanzar dentro de una mejor organización internacional fundada en el derecho y un orden económico más justo. Al mismo tiempo surgieron nuevos factores, cuyo dinamismo no había estado en la mente de nadie. A la par del desarrollo científico y tecnológico, el fenómeno de la “descolonización” adquirió una extraña fuerza ante la crisis de la “guerra fría”, sirviendo de base al potenciamiento del Tercer Mundo y del Movimiento No-Alineado, que, además, se presentaron como un reducto contra el “terror nuclear” al constituirse en una zona intermedia entre las dos grandes superpotencias. De alguna manera, el empeño del Tercer Mundo para desempeñar un rol de intermediación y constituirse en un interlocutor válido, termina siendo una demanda para liquidar su situación de dependencia. El final de esa pugna impuso el reconocimiento de los derechos reclamados por los Estados menores, consagrados en la Convención sobre los Deberes y Derechos Económicos de los Estados y, más adelante, en la Convención sobre el Derecho del Mar. Es en años inmediatos al siglo XXI que se perfila mejor el horizonte futuro, al superarse la calificación del progreso con meros datos económicos, y enriquecerse el concepto como “Desarrollo Humano”, priorizándose la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana; y al encaminarse la participación política gracias a las prácticas democráticas. No es posible ocultar que el resumen arriba esbozado es bastante superficial, al no considerar que en lo profundo de esta evolución las contradicciones fueron tan numerosas como las convergencias, en grado tal que ninguno de los protagonistas de cualquier episodio llegó a beneficiarse de un buen éxito individual. Sin embargo, la visión que se acaba de diseñar ofrece una aproximación para entender la actual perspectiva; y alguno de sus logros aparece como un hito en la construcción de un nuevo orden, jurídico y económico. Uno de ellos ha sido la creación de la ZEE que, en la actual concepción del régimen marítimo, resulta irreversible.

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De acuerdo con el artículo 55º de la Convención, la ZEE “es un área situada más allá del mar territorial y adyacente a éste, sujeta al régimen jurídico específico” establecido en la Convención, de cuya primera expresión surge que la ZEE es diferente del mar territorial y de la alta mar. En el artículo 56º, se enumeran los derechos del Estado ribereño, que son

“a) Derechos de soberanía, para los fines de exploración y explotación, conservación y administración de los recursos naturales, tanto vivos como no vivos, de las aguas suprayacentes al lecho y del lecho y el subsuelo del mar, y con respecto a otras actividades con miras a la exploración y explotación económica de la zona, tal como la producción de energía derivada del agua, de las corrientes y los vientos;

b) Jurisdicción, con arreglo a las disposiciones pertinentes de esta Convención, con respecto a,

i) El establecimiento y la utilización de islas artificiales, instalaciones y estructuras; ii) La investigación científica marina; iii) La protección y preservación del medio marino.

c) Otros derechos y deberes previstos en esta Convención. …………….”

Como surge de la creación de la ZEE, los derechos que la Convención señala en favor del Estado costero superan, largamente, las aspiraciones del Decreto Supremo de 1947 y de la “Declaración de Santiago” de 1952. De aquella primera propuesta de cambio, quizá quede, como rescatable, aparte de su valor como referencia histórica 35, el acierto de calificarse como una expresión tentativa “de acuerdo con las circunstancias sobrevivientes por razón de los nuevos descubrimientos, estudios e intereses nacionales que fueren advertidos en el futuro”; salvedad que es aún más precisa en la “Declaración de Santiago”, en la que “los gobiernos… declaran su propósito de suscribir acuerdos o convenciones para la aplicación de los principios indicados… en los cuales se establecerán normas generales…”, con lo cual queda consagrada la diferencia entre los “principios” y las “normas”; y, por lo tanto, el carácter de propuesta sujeta a cambios, propio de esa “declaración” 36. La referencia anterior puede ser aún más explícita, desde que en los más de cuarenta años transcurridos entre esas manifestaciones rudimentarias y la formulación de una norma de valor universal, las varias etapas que se fueron sucediendo en las posiciones adoptadas, así como el notorio cambio de las circunstancias, sirven de hitos para identificar la evolución de ese difícil y complejo proceso. En todo caso, tratándose de

35 Bákula, El Perú en el Reino…, op.cit. Cap.6, “El decreto de 1º de agosto de 1947: Elogio y elegía”; p. 623 y ss. 36 En mi libro, El Dominio Marítimo del Perú, ya citado, me he extendido en la comprobación irrefutable del carácter de “declaración” de ambos actos internacionales, imposibles de confundir con cualquier otro instrumento compromisorio, y, mucho menos, exigibles ante terceros; y que, por lo mismo, no pueden figurar entre los actos internacionales que regula la Convención sobre el Derecho de los Tratados, Viena, 1969, de la que es parte el Perú. Por lo demás, aún si esas “declaraciones” hubiesen tenido carácter compromisorio; hoy, con la Convención del Mar en vigor, se estaría ante un “cambio fundamental en las circunstancias” -como la Convención sobre Tratados define el principio rebus sic stantibus- que resultaría aplicable en lo que se refiere al régimen de los nuevos espacios funcionales. Como es obvio y consta expresamente, los Estados parte han asumido la obligación muy precisa, de proceder a una nueva formulación de las normas y prácticas nacionales, y a considerar como superados, definitivamente, los instrumentos iniciales que, en razón de la profunda evolución producida, han perdido toda virtualidad. Por las mismas razones, queda muy claro que los cuatro países que están involucrados en el espíritu de la “Declaración de Santiago”, tienen, cada cual, una situación jurídica diferente en su relación con los otros tres socios del Pacífico y frente a terceros, desde que solamente Chile ha ratificado la Convención del Mar; si bien, tampoco debe olvidarse que el “derecho internacional consuetudinario” que pudiere invocarse, está exclusivamente referido a los términos de la Convención del Mar.

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los países del Pacífico Sur, se pueden distinguir los siguientes momentos. De una primera aproximación dirigido a la preservación y control de la riqueza marítima, se avanzó a calificar esa acción como un “interés especial”, para fundamentarlo como una “legítima” demanda; y, luego, defenderlo como un “derecho especial”. El siguiente paso fue importante, al proponer la denominación de “derechos preferentes” en razón de las singulares condiciones geográficas de la región. En una etapa de afirmación, se trataba ya de “derechos exclusivos” -en una posición que aproximaba mucho el “mar patrimonial” a la “zona de soberanía y jurisdicción”- que culmina en la ZEE, que reconoce el “derecho de soberanía” en la zona (criterio espacial) y no solamente sobre los recursos (criterio patrimonial) (Subrayados de JMB). Mayor relevancia tiene el cambio producido en la legislación de los países que como Argentina, Brasil y Uruguay, otros más en América y una decena de Estados africanos, mencionaban en su legislación la anchura de 200 millas -a veces, otra distancia menor- al definir el mar territorial, pero que hoy día son parte de la Convención del Mar y se benefician con la ZEE de 200 millas y han ampliado el mar territorial de 3 hasta 12 millas, dentro del orden internacional y en salvaguardia de sus intereses y de la libertad de navegación. Este breve recorrido, explica el aplauso que recibió la afirmación de la tesis de las “200 millas” -condensada en la fórmula “12 x 200”- como idea-fuerza impulsada por los países en desarrollo. Me remito a la expresión del eminente jurista Antonio Poch, presidente de la delegación española en la Conferencia del Mar,

“La afirmación por los nuevos Estados de una soberanía sobre sus recursos naturales, en tierra y en el mar adyacente, potenciaba las extensiones de su jurisdicción sobre el medio marino; y en defecto de unas normas generales que dieran satisfacción a sus aspiraciones, el cauce obligado era la ruptura del orden tradicional por la vía del acto unilateral. La actitud, antes considerada como exorbitante, de los partidarios de las 200 millas, adquiría un nuevo significado por el número creciente de países en desarrollo. Y en el marco de distintas conferencias y organismos, los países No-Alineados y del Tercer Mundo irán gestando una solidaridad que culmina en el que podría denominarse “símbolo de las 200 millas”, reconocido en la Resolución de Argel, en 1973, por 75 países, como solución de base para la nueva ordenación del Derecho del Mar. En esa labor creciente de toma de conciencia hacia los recursos del mar, un papel importante ha correspondido a Hispanoamérica y, entre ellos, un lugar de primer orden al Perú” 37.

Dentro de su concisión, en esta cita deben subrayarse algunos elementos sustantivos. El primero, que en ningún momento se menciona el mar territorial. El segundo, que en el proceso político propio de la “descolonización”, la tesis de las 200 millas significó la reivindicación de la soberanía de los Estados (los nuevos) sobre los recursos naturales en su totalidad; tercero, que la toma de posición de los No-Alineados constituyó el factor político determinante e insustituible; en cuarto término, la subsiguiente aprobación de la Convención de los Deberes y Derechos Económicos de los Estados (1974) proporcionó la base jurídica necesaria, si bien Poch no alcanza a mencionarla; y el quinto, es la referencia a la perseverancia de la actitud asumida por los países de Hispanoamérica, cada cual con sus matices, y entre ellos el Perú. Quiero agregar que casi se ha perdido el recuerdo de la beligerante presencia peruana en foros distantes,

37 Antonio Poch et altre, La actual revisión del Derecho del Mar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1974, 4 Vols. La ref. en T.I, p.16. Constituye, sin sello oficial, un informe responsable sobre la posición de España. Me permito agregar una anécdota muy ilustrativa del ambiente. Una tarde, al final de una agotadora sesión, Poch se detuvo para decirme: “No es que yo no esté convencido…, pero por qué no me acompañas a convencer a los pescadores españoles, que hace siglos que llegan hasta las costas de Terranova en persecución del bacalao, y que, de ahora en adelante, esa pesca les estará prohibida?”.

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desarrollando una insistente labor de difusión y persuasión que se corona en la Conferencia de Argel, a la que asisten 33 presidentes, 2 reyes, 1 emperador, 2 emires, 1 sultán, 15 primeros ministros, 1 vicepresidente, 1 viceprimer ministro, 12 ministros de Relaciones Exteriores, 2 príncipes, 1 ministro de Estado y 3 embajadores, en circunstancias que el Perú ya era miembro pleno del Movimiento No-Alineado. A continuación del artículo 56º, la Convención desarrolla un extenso capítulo, cuyo análisis escapa a la razón de este ensayo. En su articulado se tratan temas muy propios, cada uno de los cuales ha dado lugar a nutridos ensayos, así como a situaciones controversiales y, como consecuencia, a diversos recursos de interpretación ante las correspondientes instancias. Es interesante subrayar que, si bien la Convención consigna la “Zona Contigua”, debido al interés especial, propio de algunos Estados, para que pudiera subsistir en determinadas áreas, de hecho la “Zona Contigua” ha quedado subsumida en la ZEE de aquellos países que proclaman y utilizan esta última. Al tener la ZEE su propia especificidad, ha sido necesario diferenciarla de otros espacios -al igual que del Mar Territorial y del Alta Mar- por cuya razón, existen capítulos separados para el tratamiento de cada uno de los espacios singulares que el derecho internacional ha establecido. Entre ellos, las aguas archipelágicas -creación muy novedosa- y los estrechos, además de la zona contigua. Aparte, se han distinguido los usos de las aguas y el aprovechamiento de los recursos, a cuyo efecto se regulan aspectos propios de la navegación, como es el paso inocente, así como la exploración, explotación y conservación de los recursos vivos y no vivos en otras áreas. Esta mención es meramente ilustrativa, ya que quedarían por recordar las aguas glaciales y las islas, por indicar un par de ejemplos, que no agotan la complejidad del tema. Otra creación singular, propia de los imperativos de la convivencia internacional en términos de equidad, cooperación y convivencia armoniosa y pacífica, ha sido el tratamiento especial a favor de los países sin litoral y otros en situación geográficamente desventajosa, cuyas demandas estuvieron amparadas no sólo en las consideraciones que se acaban de mencionar, sino en la importancia intrínseca de esas naciones, cuyo número permitió al grupo el ejercicio de un papel significativo, al constituir un “tercio bloqueador” frente al conjunto. 7.- La Plataforma Continental.

Este apartado se limitará al mero enunciado de la existencia jurídica de la Plataforma Continental, no obstante que su tratamiento corresponde a uno de los capítulos más interesantes del nuevo derecho del mar, la evolución de cuyos fundamentos ha sido tan veloz como para recorrer en unos cortos doce años, la distancia entre la formulación inicial (“Proclamación” del presidente Truman, 1945) y la norma internacional (Convención de Ginebra, 1958), novedad que se confirma con la simple comparación entre los postulados de la Convención sobre la Plataforma de 1958, y el texto y su desarrollo en la Convención del Mar, en su Parte VI. Un aspecto característico de este tema se aprecia al recordar que, en sí misma, la Plataforma Continental es parte o extensión del territorio; pero que, por su calidad de territorio sumergido, está condicionado por la realidad de las aguas suprayacentes; pero que, al mismo tiempo, y por aquella característica, el acceso a la plataforma, su utilización y el conjunto de la

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problemática le son propios, si bien la normatividad aplicada al mar, sea que se trate de la ZEE o de la alta mar, mantiene sus atributos, para lo que fue necesario concordar las diferencias derivadas de la naturaleza de las cosas. El equilibrio aquí logrado es una de las más acabadas demostraciones de la capacidad creadora que se manifestó en el largo proceso de elaboración de la Convención del Mar. Ese equilibrio se refiere a los derechos de soberanía sobre la plataforma con la condición jurídica de las aguas suprayacentes y el espacio aéreo, incluidos los derechos y libertades de otros Estados; y al tendido de cables y tuberías, la construcción de islas artificiales y otras instalaciones, así como la posibilidad de autorizar perforaciones. En suma, “el ejercicio de los derechos del Estado ribereño… no deberá afectar a la navegación ni a otros derechos y libertades de los demás Estados”, previstos en la Convención. 8.- La gobernanza y la regionalización. La voz arriba enunciada de “gobernanza” ya no es un neologismo, así sea una expresión que recién se está incorporando al léxico común. De acuerdo con la definición del Diccionario de la Real Academia y parafraseando sus términos, expresa el arte de organizar un manejo que satisfaga objetivos concordantes, en un espacio dado. En consecuencia, su empleo para referirse, precisamente, al manejo organizado de normas y conductas en el espacio oceánico, es una palabra que expresa con propiedad la implementación del nuevo régimen surgido de la Convención del Mar, aplicado por todas las naciones a la suma de los mares y de sus usos. Al mismo tiempo, es imprescindible recordar que esta norma jurídica está llamada a coexistir con una diversidad creciente de intereses y actividades de actores no-estatales, cuyo equilibrio, en tensión permanente, vendría a ser la finalidad de la “gobernanza”, para constituir un ámbito de acción que constituye una suerte de “zona gris” que va más allá del orden normativo, y en la que se entrecruza una inmensa variedad de relaciones. De alguna manera, si se acepta que la “gobernanza” es una realidad de nuestro tiempo, es porque esa “zona gris” se aleja cada vez más del caos inicial. Un ejemplo de esta dinámica lo representa la conjunción de dos órdenes jurídicos, que se han cristalizado con muy poca diferencia de tiempo: La Convención sobre el Derecho del Mar en 1982; y los acuerdos de la Cumbre de Rio de Janeiro sobre Medio Ambiente y Desarrollo (1992), consagrados por la Cumbre de la Tierra en el 2002. Ambos tienen una responsabilidad en común: el desarrollo sostenible del océano 38. Ninguno de ellos surgió de improviso. Los dos esfuerzos han tropezado con obstáculos y dificultades, consumiendo largas décadas de trabajo, antes de que la inteligencia creadora puesta en acción por todos los pueblos del mundo, coincidiera en esta extraordinaria construcción conceptual. En cuanto a la “regionalización”, es una realidad preexistente la de los diferentes mares que la geografía ha diseñado desde tiempos inmemoriales, con las características impuestas por la diversidad geomorfológica de las que son ejemplo el mar Báltico o el

38 He tomado como referencia para algunas de estas ideas, el artículo de mi colega, María Elvira Velásquez R.P., “La gobernanza de los océanos: avances y desafíos en el Pacifico Sudeste”, que se publica en la “Revista Peruana de Derecho Internacional”, Lima, Nº 136, octubre-diciembre, 2007, y que corresponde al tema de su incorporación a la Sociedad Peruana de Derecho Internacional.

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mar Caribe, cuyas características, a partir de las costumbres y usos de los pueblos ribereños, no dependen de una voluntad extraña. Al mismo tiempo, por la naturaleza de las cosas, todos esos espacios menores están incorporados y son parte constitutiva de la unidad sustantiva del nuevo régimen jurídico del espacio oceánico que se considera, para esos efectos, como indivisible. En ambas perspectivas, la vigencia de la Convención del Mar ha creado un conjunto de deberes y derechos, que ya sea dinamizando la situación preexistente, ya sea precisando nuevas exigencias, ha concretado un sistema de gobernanza de los mares; o en otras palabras, está dando sentido práctico a la insigne creación que significa el nuevo orden jurídico del océano que se aplica a las 7/10 partes de la superficie del “planeta azul”. Para ese efecto, en primer término, se ha potenciado la “organización internacional”, existente y en expansión permanente, fruto de la voluntad concordante de todos los pueblos del mundo. Esta realidad es obvia, a comenzar por los grandes organismos de la familia de Naciones Unidas, tales como la FAO (Organización de NU para Alimentación y la Agricultura) y su dependencia, la Comisión de Pesca (COFI); en la UNESCO (Organización de NU para la Educación, la Ciencia y la Cultura), que cuenta con la COI (Comisión Oceanográfica Intergubernamental); además de otros, como la Organización Meteorológica Mundial (OMM); etc. etc., a los que hay que agregar aquellos que, como la Organización Consultiva Marítima Intergubernamental (OCMI), han adquirido un rango superior convirtiéndose en la Organización Marítima Internacional (OMI); y, muy en especial, el PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente), que se distingue por ser un “programa de acción”, que a través de la Oficina de Mares Regionales (con sede en Ginebra), tiene a su cargo la lucha por la preservación del medio ambiente marino, cuyo éxito más sobresaliente ha sido la recuperación del mar Mediterráneo. En segundo lugar, se deben mencionar algunas organizaciones con fines específicos de control y conservación, que existían desde antes, como la Comisión Internacional de la Ballena o la Comisión Interamericana del Atún Tropical y su similar con responsabilidades sobre el atún atlántico; a las que hay que agregar muchas más, que funcionan en zonas y en relación con especies definidas. Como todos ellos son integrados por gobiernos que son parte de la Convención del Mar, el acatamiento de las normas hoy imperantes ha sido automático, en todas las latitudes. A continuación, como un tercer grupo pero no por eso menos importante, debe mencionarse la categoría especial creada por la Convención del Mar, con funciones definidas, bajo la designación genérica de “organismos regionales marítimos apropiados”, destinados a actuar en cumplimiento de las nuevas responsabilidades que la implementación de la Convención impone, pero cuyo ámbito, expresamente, tiene carácter “regional”, lo que otorga un nuevo sentido a la acción internacional, cuando se aplica en áreas de características compartidas y obliga a poner en ejercicio un espíritu de solidaridad en procura de la eficiencia. En resumen, y limitando esta mención al espacio oceánico, se está en presencia de dos realidades, de carácter funcional, fruto del proceso creativo de la Convención del Mar cuyo desarrollo está llamado a tener incalculables proyecciones. Se explica, por ello, que haya considerado necesaria esta mención, a la gobernanza y a la regionalización.

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Para el desarrollo más eficiente de sus responsabilidades y competencias, los grandes organismos han distribuido sus áreas de actividad en sectores del mar, como es el caso, muy representativo, de la Oficina de Mares Regionales del PNUMA, o el de la Comisión de Pesca, de la FAO, pero bien entendido que esta distribución tiene un sentido que es, precisamente, opuesto a todo propósito de exclusión, desde que sólo persigue mejorar la acción común. Inclusive, la compartimentación propia de los acuerdos de la OMI, que señalan las zonas de aplicación de los sistemas de vigilancia y de ayuda en el mar, tiene como finalidad que los sistemas de seguridad cumplan su cometido guiados por el espíritu de solidaridad. Por todo lo dicho, aquí corresponde hacer una mención especial de la Comisión Permanente del Pacífico Sur (CPPS), que reúne las características de “organismo regional marítimo apropiado”, y que ha asumido varias de dichas funciones. Creada en 1952, por Chile, Ecuador y Perú, como una comisión encargada especialmente de “coordinar las políticas marítimas” de dichos Estados, fue adquiriendo una relevante función de acercamiento, comunicación y facilitación de la acción común, así como un bien fundado prestigio internacional. Y, a poco de haber sido constituida, participó, en calidad de observador, en las conversaciones de los tres países mencionados con Estados Unidos (Buenos Aires, 1954) y en una reunión extraordinaria de la FAO, en Roma, en 1955, sobre asuntos marítimos y de pesquería. Aun antes de la entrada de vigencia de la Convención del Mar, la personalidad de la CPPS como el “organismo regional marítimo apropiado” del Pacífico Sudoriental, se confirmó con la incorporación de Colombia como miembro pleno (Quito, 9 de agosto de 1979). En virtud de esa capacidad jurídica, asistió como observador a las reuniones de diversos organismos, incluyendo las sesiones de la III Conferencia de NU sobre el Derecho del Mar, al tiempo que se celebraba un acuerdo de cooperación, por cambio de notas, con el Representante Especial del Secretario General de NU para la Conferencia del Mar, Bernardo Zuleta. Como consecuencia del trabajo en común y de la negociación de acuerdos por cambio de notas, la CPPS actúa en su calidad de “organismo marítimo regional apropiado”, en sus relaciones con la FAO; el PNUMA (Oficina de Mares Regionales); la OMI; la UNESCO y, en especial la COI; la Organización Meteorológica Mundial (OMM); la Organización Mundial de la Salud (OMS) y, en particular, con la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Asimismo, se han establecido mecanismos de cooperación con la Organización de Estados Americanos (OEA) y con la Comisión Económica de NU para América Latina (CEPAL) 39. El desarrollo de estas capacidades y las acciones cumplidas en beneficio de los cuatro Estados miembros en los años subsiguientes, constan en los sucesivos informes rendidos ante las asambleas ordinarias de dicha organización. Sin embargo, desde mi punto de vista muy personal, cabe alguna observación respecto del principal cambio 39 El detalle de esta acción inicial, en la Memoria del Secretario General a la XV Reunión Ordinaria de la Comisión Permanente del Pacífico Sur; Lima, 10 de diciembre de 1979. mimeo. El Secretario General de la CPPS era el embajador Juan Miguel Bákula.

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operado en su organización, desde que, en la actualidad, la CPPS ha establecido su sede permanente en la ciudad de Guayaquil, perdiendo el organismo su carácter itinerante, ya que su sede radicaba cuatro años en cada una de las cuatro capitales, Bogotá, Lima, Quito y Santiago. Es posible que este cambio haya producido mejoras en la eficiencia de los servicios, pero es, también, evidente que el rol catalizador de las actividades de todo orden de carácter marítimo, que la presencia directa de la CPPS impulsaba cada cuatro años en un país diferente, ha dejado de sentirse en sus efectos benéficos. Cabe pensar que una adecuada descentralización de sus actividades técnicas, podría ser considerada para lograr un adecuado equilibrio. En conclusión, la gobernanza y regionalización, tal como acaban de resumirse, constituyen una etapa propia de la vigencia, la aplicación y la natural evolución propia del gran cambio operado en el régimen de los océanos. El comentario final que puede motivar esta realidad -insospechada en el siglo anterior- antes de calificarla de buena o de mala, es considerarla como un hecho, resultado de la voluntad política de los Estados, de un lado; y, de otro, como consecuencia del aporte, de la intensidad y de la voluntad de participación de los países, ya no sólo a través de sus mecanismos burocráticos, sino de su capacidad a nivel nacional, cabe decir de su potencialidad científica, económica, política y cultural. Y por encima de la acción política, el cúmulo de relaciones de la más diversa naturaleza que el desarrollo de los conocimientos ha generado entre los seres humanos. Por lo mismo, está fuera de duda que el mejor aprovechamiento de los frutos que debe rendir la cada vez más eficiente acción común, dependerá exclusivamente de la aptitud que cada país demuestre, para hacer de su participación una fuente de beneficios. En cuanto al Perú, todo lleva a pensar que sabrá aprovechar la mejor oportunidad para que con su adhesión a la Convención del Mar, culmine medio siglo de esfuerzos que no han cesado de procurar ese resultado. 9.- Las diferencias de una nueva situación.

La historia de los debates de un proceso tan extenso y complejo, demuestra que las dificultades que se fueron presentando -como es el caso final de la resistencia de Estados Unidos a aceptar la regla del consenso- no siempre pudieron resolverse, por resultar insuperable la oposición entre los intereses en juego. Por lo mismo, ni la técnica legislativa ni la buena voluntad de las partes fueron suficientes, de donde, como única opción, se prefirió dejar espacios “en blanco”, o, en otras circunstancias, seguir privilegiando el acuerdo entre las partes. Hay casos que son excepcionales, para los cuales se encontró la solución mediante fórmulas que encubren una cierta ambigüedad, a cuyo efecto, se usa alguna expresión subordinada a un acuerdo subsiguiente, incluido el recurso a un procedimiento de solución de controversias, como fuere el caso de interpretar el sentido de la expresión “circunstancias especiales”. El más complicado de estos problemas ha sido, probablemente, atender a la necesidad de ofrecer a las partes criterios para delimitar los espacios funcionales, así como para orientar los casos de superposición de los nuevos espacios, entre Estados contiguos o entre Estados opuestos frente a frente. Dicha separación no se refiere exclusivamente a las aguas de cada espacio, sino que también incluye el suelo y el subsuelo marinos, o

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sea a la plataforma continental. En este sentido, la Convención establece que la delimitación de la plataforma continental puede ser otra de la que se aplique a las aguas suprayacentes. La prolijidad que la Convención dedica a este problema se explica por más de una razón, ya que, probablemente, no existen dos Estados contiguos o situados al frente del otro que no hayan descubierto que aún tienen pendiente la solución de sus respectivos casos. De alguna manera, dos de las posiciones negativas que impidieron el consenso (Turquía, en relación con Grecia; y Venezuela frente a Colombia, en el golfo de Maracaibo), obligando a recurrir a la votación para la aprobación de la Convención, se explican por problemas propios de la separación y delimitación entre zonas no definidas entre soberanías nacionales diferentes. Demás está decir que son muchos los casos sometidos a algún procedimiento de solución de controversias -que la razón indica y que la Convención privilegia- sin que sea la excepción utilizar un arreglo imaginativo para combinar los diversos intereses en juego, como podría ser el acuerdo entre España y Francia sobre las aguas y la plataforma del golfo de Vizcaya (o de Gascuña) 40. Otro conflicto de intereses de difícil solución corresponde al problema de las especies que forman poblaciones compartidas (que se encuentran en la alta mar y en el borde la ZZE) y las especies altamente migratorias (que se desplazan en grandes espacios del océano), que afectan tanto a los Estados ribereños, respecto a la conservación y administración de los recursos en sus zonas de 200 millas, como a los Estados dedicados a la pesca distante, en cuanto a la conservación y administración de los recursos vivos de la alta mar, problemas que deben resolverse entre ambos interesados, mediante la cooperación y la colaboración, tal como lo ha previsto la Convención del Mar. El problema comenzó a tratarse a través de un Comité de Expertos, cuya reunión en junio de 1991, fue el inicio de una ardua negociación, que ha avanzado lentamente (Subrayado de JMB). Problemas muy diversos se siguen presentando en los campos de la investigación científica o en el de la preservación del medio marino, del que es un ejemplo la acción común para evitar que el mar Mediterráneo se convierta en un inmenso depósito de elementos de desecho. También, “el cambio fundamental en las circunstancias” -definido por el artículo 62º de la “Convención sobre el Derecho de los Tratados”- puede ser otro de los motivos de diferencias entre los Estados, en cuyo caso el artículo 312º de la Convención del Mar abre la posibilidad de proponer enmiendas. De hecho, la modificación de la Parte XI, “La Zona”, relativa al régimen aplicable a la “Zona de los Fondos Marinos”, fue materia de una revisión, motivada, precisamente, por las nuevas circunstancias ocurridas, cuya propuesta debió llenar los requisitos previstos, incluyendo una penosa negociación, hasta llegarse a la solución.

40 Las dificultades que el citado caso presentaba, exigieron una complicada negociación, en la que se distinguen tres etapas, en cada una de las que se usaron técnicas diferentes. Su análisis escapa a los límites de este resumen. Tan sólo se puede agregar que esas diferencias, propias de la naturaleza de la zona, llevaron a combinar acuerdos muy singulares, como la de trazar un cuadrilátero en medio del golfo, de recursos compartidos, con el compromiso de no otorgar licencias de pesca sin conocimiento del otro país, sin perjuicio de favorecer la asociación de entidades conjuntas para la explotación en común. Como afirma el jurista Roger Jeannel, al final se logró resolver el complejo problema con criterio de equidad, “Quién podría imaginar -concluye- que un gobierno aceptaría llegar a un acuerdo de delimitación que favoreciera visiblemente a su vecino; o que una instancia jurídica, digna de ese nombre, aplicase un método privilegiando los intereses de una de las partes en un litigio de delimitación a expensas de los que corresponden al adversario”. R. Jeannell fue delegado principal de Francia en la III Conferencia sobre el Derecho del Mar. Artículo Les procédés de delimitación de la frontière maritime, en la obra colectiva La Frontière - Colloque de Poitiers; Paris, Société Française pour le Droit Internacional. Editions A. Pedone, 1979. La ref. en p. 34.

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Entre las novedades que ofrece la Convención del Mar vale la pena mencionar las medidas adoptadas para dar a las obligaciones asumidas, además de la permanencia deseable, un marco para limitar los intentos de la voluntad individual de usar de la norma en términos que escapen a la flexibilidad ya acordada, a cuyo efecto la Convención no acepta la formulación de reservas ni de excepciones; y, si bien autoriza hacer declaraciones, lo es con la condición de que “tales declaraciones o manifestaciones no tengan por objeto excluir o modificar los efectos jurídicos de las disposiciones de la Convención” (Arts. 309º y 310º), bien entendido que los Estados partes “cumplirán de buena fe las obligaciones contraídas… y ejercerán derechos, competencias y libertades… de manera que no constituyan un abuso de derecho” (Art. 300º). Estas breves ideas son acotaciones indicativas de la problemática que fue preciso diluir durante la negociación, teniendo en mira que el resultado que se esperaba alcanzar respondiera a la vocación de concordancia expresada por Bernardo Zuleta, Secretario General adjunto, Representante Especial del Secretario General para el Derecho del Mar:

“Había, además, otra importante consideración, el claro deseo ferviente de que, en su aplicación práctica, la Convención dejara un margen de flexibilidad tanto para asegurar su vigencia en el tiempo, como para que no quedase menoscabada la soberanía de los Estados” 41.

Más allá de lo dicho y de los casos mencionados en los acápites anteriores, creo que las “diferencias propias de una nueva situación” tienen un alcance que dice más con los aspectos conceptuales que con los “casos” específicos, bien entendido que el “concepto” es un recurso de la inteligencia para acercarse al conocimiento de algo, tangible o intangible, que se presenta de pronto ante nosotros o que tratamos de comprender o utilizar mejor. Me refiero a la esencia misma del “derecho del mar” que, por las circunstancias y la aplicación de la inteligencia, ha resultado el fruto de un proceso de creación, que innova, precisamente, en los conceptos ancestrales, pero una de cuyas dificultades ha sido la necesidad de usar términos antiguos para expresar situaciones nuevas y diferentes. Dicho en otras palabras, este proceso, al poner en evidencia nuevas realidades o, nuevas maneras de valorar realidades preexistentes, ha tropezado con carencias del lenguaje que, en lo esencial, antes que lexicográficas, eran y siguen siendo, ausencias en la expresión y el entendimiento de los fenómenos jurídicos que estaban surgiendo, y que era preciso subsanar. En alguna página anterior, he mencionado el constante empeño del hombre por llenar los “espacios vacíos de derecho” que aparecían ante su mirada, al tiempo que escribía las páginas de su historia. El derecho internacional, tal como se conforma en la segunda

41 Naciones Unidas, El Derecho del Mar - Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. (Texto oficial). -Introducción, de Bernardo Zuleta; Declaración, de Javier Pérez de Cuéllar; y Declaración, de Tommy T. B. Koo, Presidente de la III Conferencia de N.U. sobre el Derecho del Mar-. Naciones Unidas, Nueva York, 1984. Guardo un permanente recuerdo de la admirable labor cumplida por Bernardo Zuleta, y de su amistad personal. Visitó Lima, en función de su cargo, para asistir al Seminario sobre el Derecho del Mar, realizado en la sede de la Academia Diplomática del Perú, accediendo a la invitación que le formulé. A título anecdótico, menciono que le acompañé a visitar al presidente del Congreso Constituyente, Víctor Raúl Haya de la Torre, cuyo asilo en la embajada de Colombia en Lima, dio ocasión a una empeñosa gestión del embajador Eduardo Zuleta Angel, padre de Bernardo.

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mitad del siglo XX, ofrece una visión dramática del cambio en las circunstancias, y del surgimiento de nuevas realidades, que eran inimaginables pocos años antes. En ese capítulo de la historia, desaparecieron conceptos anclados en la mente de los pueblos desde los más remotos tiempos bíblicos, como era el “derecho divino de los reyes”. Igualmente, el poder privilegiado del Emperador -ya fuera uno, como Carlo Magno, ya fueran varios, como Nicolas II, Zar de todas las Rusias; Guillermo II, Kaiser (“César”) del Imperio alemán; Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría (autocalificado como sucesor del Sacro Imperio Romano Germánico), a los cuales -los únicos- Victoria, Regina et Imperatrix, desde Londres consideraba como pares, pero que fueron siendo igualados por reyes menores, príncipes locales y algunas repúblicas, hasta consagrarse el principio de la “igualdad soberana” de las naciones, como lo define la Carta de la ONU. Evolución similar -y paralela- se ha operado en todos los ámbitos del derecho, si se piensa en los privilegios concedidos por el derecho romano -aplicable exclusivamente a los ciudadanos de la civis- y se los compara con los principios actuales que enaltecen la dignidad de la persona humana que no admiten exclusión alguna. Algo semejante -o más complejo- sucede con la familia, con la situación de la mujer, y de los hijos; y con la peculiaridad existente en estos casos y en muchos más, ya que se siguen usando las mismas palabras para expresar situaciones diferentes y, casi siempre, inconciliables. Es probable que ninguna voz -por lo menos en español- que haya sufrido mayores quebrantos que la palabra propiedad, que se utiliza para referirse a la propiedad individual o a la comunitaria, a la no-propiedad (en los pueblos nómades o en las aborígenes de la selva amazónica), a la propiedad horizontal, a la de los bienes tangibles e intangibles, y etc. etc., algunas de cuyas interpretaciones o usos, resulta incomprensibles para las mentalidades de otros sistemas jurídicos. No es necesario comparar la propiedad, tal como la concibe el derecho romano, con autoridad para destruir el bien en virtud del jus abutendi, con el sentido moderno que impone limitaciones en virtud de la noción del bien común -la función social de la propiedad- hasta el extremo de imponer la primacía que el criterio universal concede a la preservación del medio ambiente. Los ejemplos se pueden multiplicar al infinito, más si las citas provienen de sistemas jurídicos como el chino o el del Egipto faraónico y sus respectivos lenguajes. Pero la conclusión sigue siendo la misma, pues, al no tener otro recurso mejor, usamos la misma palabra pero dándole un contenido diferente. Con esta disquisición un tanto ociosa, he tratado de subrayar algunas de las dificultades que se han hecho presentes, ya que entre las novedades que la Convención ofrece, una de las más trascendentes ha sido poner en evidencia que no sólo la palabra precisa podía no existir, sino que la creación de conceptos o la consagración de nuevas situaciones debía quedar expresada con la mayor exactitud posible y la claridad exigida por una correcta construcción mental, sin olvidar que el texto oficial tiene versiones en los seis idiomas de la Naciones Unidas: inglés, francés, español, chino, ruso y árabe. En otro orden de ideas que me atrevo a insistir en la dificultad que ofrece el término propiedad cuando se quiere aclarar el sentido de la soberanía. Es indispensable aceptar que este concepto nunca pudo entenderse en un sentido amplio -hasta el extremo de atribuirle el carácter de soberanía absoluta- sino en la acepción del profesor Gilbert

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Gidel, propuesta desde 1932 42, como “una haz de competencias”, de cuyo conjunto el Estado puede desprenderse de una o reducirla en su ejercicio, como con frecuencia sucede. Y, en segundo término, también es definitivamente cierto que el concepto o la figura jurídica de la propiedad no es consubstancial con el concepto de soberanía, al comprobarse que esta idea juega en el ámbito de la construcción política, mientras que la antigua noción de la propiedad corresponde al ordenamiento jurídico; razón por la cual no ha sido, precisamente, muy adecuada tratándose del mar. Por la naturaleza de las cosas -que hasta hoy parece inmutable- nadie, ni individual ni colectivamente, puede pretender que sea en virtud del derecho de propiedad, y que hoy -después de cinco mil años de evolución- alguien se califique como propietario, tratándose del espacio oceánico. Si esta conclusión es válida, también es válido afirmar que en el léxico jurídico, la única palabra que no puede expresar la relación que el hombre y los grupos que constituye, con el “Estado” a la cabeza, han logrado construir entre sí para regular el uso, el aprovechamiento y la conservación del mar, sea derivada de la propiedad. No es muy diferente la relación que pueda aplicarse a otro elemento, también fluido y esencial para la vida, como es la atmósfera, sobre la cual nadie puede invocar la noción de la propiedad. Y al lado de esta dificultad, coexisten otros conceptos, para los cuales se ha inventado una denominación, como es la de “Patrimonio común de la Humanidad” que, a pesar de los inconvenientes para encontrar su equivalente en otras lenguas, tiene un sentido que, de inmediato, adopta la inteligencia humana. Otra expresión de uso indefinido, es la palabra “límite” (boundary, en inglés; y que en francés, se traduce por frontière), cuya aplicación al mar ofrece muchas dificultades 43. En otras palabras, “no es frecuente encontrar en la práctica de los Estados, ni aún en la doctrina, claridad conceptual y precisión con respecto a las nociones de límite y frontera; por ello, resulta útil… una distinción básica entre ambos términos”. A cuyo efecto, la autora termina diciendo que es “clara la singularidad que revisten los límites marítimos con relación a los terrestres, de lo que se desprende que requieran de un tratamiento acorde con su naturaleza, partiendo de la premisa de que, aunque en algunas ocasiones sea posible establecer similitudes o equivalencias, no cabe la asimilación de un régimen al otro” 44. Esta aclaración es oportuna y muy valedera. Permite, además, indagar con profundidad qué significado pudo tener para los negociadores de 1954, el establecimiento de “una Zona Especial, a partir de las 12 millas marinas de la costa, de 10 millas de ancho a cada lado del paralelo que constituye el límite marítimo entre los dos países”. En este orden de ideas, la confusión en los términos se ha acentuado por la tendencia de algunos Estados para ampliar el ámbito de aplicación de sus competencias, pretensión que se expresa con la frase creeping jurisdiction. Son muy diversas las situaciones que

42 Gilbert Gidel, La mer territoriale et la zone contiguë; Recueil des Cours - Académie de Droit Internacional de La Haye, Vol. 48, pp.137-227, 1934. 43 No pretendo incurrir en un preciosismo propio de la Semiótica, pero a todos, incluyendo al lector -si lo hubiere-, le debe haber ocurrido buscar la expresión o la palabra justa y no encontrarla. Para explicarme mejor, recurro a una pesimista cita de William Faulkner, en El sonido y la furia, donde hace decir a un personaje: “…las palabras no corresponden nunca a aquello que tratan de expresar”. 44 Marisol Agüero Colunga, Consideraciones para la delimitación marítima del Perú; Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2001. La ref. en pp. 43 y 49. La circunstancia de que el libro de mi colega del Servicio Diplomático haya sido publicado por el Fondo Editorial del Congreso del Perú, no le confiere carácter oficial; lo cual no le resta mérito alguno y, por el contrario, permite que la autora exprese sus opiniones con entera libertad.

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se han venido registrando, no sólo en los casos que un Estado ha sido beneficiado, sino, con mayor razón, en las situaciones opuestas. Por último, en cuanto a la materia que es el objeto de la Convención, resulta interesante diferenciar el concepto geográfico, para el cual el mar es el conjunto de espacios de agua salada, que toma en cuenta tan sólo las características físicas del agua del mar; mientras que el concepto jurídico incluye otros factores y, más aún, ya que para el conjunto de esta compleja realidad, se ha debido crear un término nuevo: el espacio oceánico, que junto al elemento principal, el agua, incluye para integrar el complejo de relaciones jurídicas, las riquezas vivas y no vivas, las costas y los fondos marinos, entre otros. Este comentario final sirve para afirmar que la Convención sobre el Derecho del Mar no sólo ha innovado la vinculación de los pueblos en cuanto a los usos, el aprovechamiento y la conservación de la inmensidad del mar, como el elemento que condiciona la vida en el “planeta azul”, sino que también ha significado ordenar diferentes relaciones jurídicas, sociales, culturales y económicas, mediante nuevos conceptos de acción común y la creación de un léxico que acompañe esta extraordinaria manifestación de solidaridad y de buena voluntad 45.

45 Una visión compendiosa e ilustrativa, con extractos de los textos más importantes, desde la Bula de Alejandro VI hasta la Convención sobre el Derecho del Mar, incluyendo la “Declaración de Santiago”, en el ensayo del profesor Tullio Scovazzi, The evolution of Internacional Law of the sea: New issues, new challenges, en el “Recueil des Cours”, de la Acadèmie de Droit International de La Haye, volume 286, año 2000. De los 13 temas explorados, el número 9, “The delimitation of the Exclusive Economic Zone and the Continental Shelf”, tiene particular relación con el problema aquí tratado. En la bibliografía que aporta una exhaustiva información, llama la atención la ausencia de ensayos relativos a los problemas de delimitación entre los espacios marinos.

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PARTE III

La delimitación marítima entre el Perú y Chile

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1.- Un problema inesperado. Propio de esta situación de cambio y de la veloz evolución de las circunstancias, ha surgido por doquier un problema muy particular, como es el existente entre el Perú y Chile en cuanto a la “delimitación marítima” -expresión que prefiero usar, a falta de otra mejor, por considerar que este concepto guarda una diferencia con la palabra y el sentido de “límite”, cuya etimología hace difícil explicar su existencia y su aplicación en el mar- que creo indispensable comentar por su condición de problema “sensible” de actualidad, así como por las circunstancias personales a las que me refiero más adelante. Como es fácil apreciar, medio siglo atrás la posibilidad de una delimitación aplicable al mar entre dos países era algo así como un imposible, en la realidad física y jurídica 46. En el caso que nos ocupa, fue después que se tomó nota de que existía una situación diferente o una distinción, difícil de procesar, pero importante; lo cual, en otras palabras, significa que, en un tiempo anterior, tal dificultad no había sido percibida o, simplemente, no existía. Para el pensamiento común y, también, para el pensamiento ilustrado, la posibilidad de aplicar a las aguas del mar criterios similares a los usados en el territorio nacional (derecho internacional) o en la propiedad privada (derecho civil), a fin de establecer linderos, estuvo fuera de la realidad, hasta la aparición de la creación jurídica que representa la Convención del Mar, con la salvedad que me estoy refiriendo tan sólo a la naturaleza de las cosas y no a la potestad del Estado -de los Estados- para intentarlo. Es efectivo que la definición del príncipe Alberto I de Mónaco, célebre por sus investigaciones oceanográficas, era admitida por los juristas cuando afirmó, en 1921, que “…el mundo marino no conoce otras fronteras que aquellas formadas por las corrientes, las temperaturas, la naturaleza y el fondo del mar”. Después de cinco décadas, con su lenguaje tan particular, el profesor René-Jean Dupuy deja constancia del proceso de cambios al expresar que “Las fronteras no habían roturado el océano” 47; si bien las dificultades ya habían sido anticipadas por el profesor Charles de Visscher: “El problema de la delimitación de las aguas costeras, desde el punto de vista de las relaciones entre la política y el derecho, es el mayor problema del Derecho Internacional del Mar” 48; previa aclaración que, todavía en esos años, esa dificultad estaba referida a las aguas costeras, que, en el mejor de los casos, se extenderían 6 millas para el mar territorial y 6 millas para la zona de pesca, según el criterio de los juristas europeos 49. 46 Debo suponer que por consideraciones muy similares, el profesor Hugo Llanos Mansilla utiliza la palabra “deslinde” para referirse a las jurisdicciones marítimas, a diferencia de la “delimitación del territorio”, que define diciendo que: “El territorio de un Estado se encuentra separado de otro Estado por la frontera. Este es el límite del territorio de un Estado”. Noción que precisa, agregando: “En el caso de la Plataforma Continental del Mar del Norte (cursiva en el original) la Corte Internacional de Justicia señaló: No existe una regla según la cual las fronteras terrestres de un Estado deben estar completamente delimitadas y definidas y es frecuente que no lo estén en ciertos lugares y durante largos períodos.” (La frase subrayada aparece entre comillas en el original). Teoría y práctica del Derecho Internacional Público; Santiago; Editorial Jurídica de Chile, 1980. 3 Vols. La ref. en T.II, pp. 121 y 125 (Primera edición). La cita anterior me da la oportunidad de dejar constancia de la cordial amistad que profeso al autor, con quien tuve la suerte de trabajar en común en el seno de la Comisión Permanente del Pacifico Sur; así como para aclarar que, de la frase transcrita, sólo cabe concluir en las dificultades que el idioma ofrece para expresar nociones imprecisas, dada la novedad del tema. 47 L´océan partagé, Paris, Editions A. Pedone, 1979; p. 1. El profesor Dupuy era miembro de la delegación francesa en la III Conferencia sobe el Derecho del Mar. 48 Theories et realités en Droit Internacional Public; Paris, Editions A. Pedone, 1969; p. 269. 49 Más adelante, en un párrafo aparte, se incluye un somero análisis del tema relativo a cuál es la noción exacta, válida para el territorio, que se puede aplicar -extender- en un medio tan diferente como el mar -expresión, el primero, de lo permanente; y el segundo, símbolo del movimiento- cuyas diferencias merecen ser escrupulosamente analizadas y tenidas en cuenta.

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Esta referencia es algo más que una cuestión banal de orden lexicográfico. Lo cierto es que, una vez más, la ausencia de la palabra adecuada no es un defecto del idioma sino una deficiencia en el derecho, que, cuando se trata de subsanar, crea un problema no siempre resuelto con precisión. Para mayor claridad, basta con recordar que, si bien la voz “límite” -prescindiendo de los aspectos etimológicos- ha sido utilizada para referirse a la separación entre los espacios marítimos, esta licencia no se extiende a la voz “frontera” -usada como sinónimo de “límite”- desde que la palabra “frontera” tiene un sentido, un contenido y una realidad imposibles de extender al mar, ya que en dicha voz está implícita la presencia del hombre, con su permanencia, sus actividades y en su historia. Lo dicho se aplica al idioma inglés, así como al español. Cabe insistir en el interrogante similar que surge respecto de la voz “propiedad”, que traduce un concepto difícil de precisar o de definir. De alguna manera, para hablar en términos generales, ese concepto se estima consubstancial con las necesidades de la persona humana y de la vida en sociedad para regular entre ellas sus relaciones jurídicas respecto de las cosas o bienes -entendiendo que se trata de todo aquello que está fuera de nosotros, excepto los individuos que son personas y no cosas-. Consecuentemente, la idea misma de la propiedad es característica de cada etapa de la evolución social. Es muy cierto, por ello, que este concepto -como expresión de la “inteligencia creadora”- ha evolucionado en la medida que han cambiado las circunstancias en el tiempo y en el espacio. Lo cual significa que ese cambio ha sido más o menos veloz y más o menos profundo en cada momento y en cada localidad. De allí que, en último término, este problema se sitúa -más allá de los aspectos económicos, estrictamente tales- en el universo de que se llama la cultura de la humanidad. (No creo que sea útil agregar que el concepto de propiedad tiene alrededor de su acepción más simple, una serie infinita de posibilidades de extenderse, en círculos concéntricos, no siempre más precisos. Se explica así, que fueran perdiendo trascendencia como paradigmas, las definiciones clásicas del derecho romano -el jus utenti, el jus fruendi, el jus abutendi y, más adelante, el jus vindicanti- como fórmulas que fueron apareciendo en la medida que la sociedad fue desarrollándose, más allá de la potestad adjudicada al individuo (ciudadano), caracterizado por el pater, voz y concepto al que corresponde una noción diferente, más elaborada (proprietas). De lo dicho se desprende que el término sólo debe usarse para atribuirle una función expresamente determinada, que no es la misma en la economía, ni en el derecho y tampoco filosóficamente hablando. Sin embargo, es obvio que tales pseudo definiciones no siempre son aceptables para otras escuelas de pensamiento, como tampoco para diversos códigos de conducta, desde el Corán hasta el más reciente de los sistemas jurídicos.) El empleo de esta palabra, así sea por extensión, tratándose del Derecho del Mar, tiene un sentido diferente. Supone la exclusión de otro, pero a muy prudente distancia del carácter absoluto que suele tener la noción de propiedad de los bienes -salvadas las excepciones, tales como las servidumbres y algunas otras- y dentro de una evidente indefinición o, si se quiere, de flexibilidad adicional, debido a la fluidez del medio al que se aplicaba -el mar- lo que implicaba una contradicción: el Estado pretendía una potestad simil de la “propiedad” sobre un medio o elemento que era considerado como “inapropiable”. En casos de excepción, se trata de una situación de hecho respecto del uso y del usufructo, que se consolida en razón de una finalidad superior, ya que, en primer término, ha sido una práctica, cuyo más remoto origen -que mantiene su importancia- confiere al mar la condición de un camino, la vía más fácil para mantener la comunicación entre los hombres, indispensable como sustento de las relaciones

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comerciales entre pueblos vecinos y costas accesibles. A este interés se agregó, también desde los tiempos primitivos, la actividad extractiva hasta constituir una necesidad primaria como fuente de alimentos y de ocupación: todos los pueblos del Mediterráneo fueron pueblos pescadores y de audaces navegantes. Marco Polo (Korçula, Dalmacia) y sus acompañantes fueron personajes de otra increíble Odisea, al igual que Cristóbal Colón (Génova), doscientos años más tarde. Es más adelante que asoman razones estratégicas y la noción de la defensa, para llegar a la mítica demanda de fijar en el tiro del cañón la “línea de respeto”, o sea la línea de la exclusión del “otro”. Durante un largo período, que incluye la “batalla de los libros” cuando se opone el inglés Selden contra el holandés Grotius, el debate tiene un carácter muy específico, ya que se trata de aceptar reglas, y con ellas, el reconocimiento inicial de la necesidad de un derecho internacional para el mar. La primera expresión importante es la “Declaración de París”, de 1856, en esencia para regular la guerra en el mar, a la que se adhirió el Perú, pero cuyos principios fueron anticipados entre el Perú y Chile en el Tratado de Amistad Comercio y Navegación, Santiago, 20 de enero de 1835, suscrito por el plenipotenciario Santiago Távara y el ministro de Hacienda Manuel Rengifo. Es redundante insistir en la característica enunciada desde un comienzo, en cuanto a la formación del derecho internacional del mar, que ha seguido por etapas, no siempre continuas, a veces discordantes, el camino hacia la unidad. Hoy la noción del mar territorial es inseparable de la responsabilidad transferida al Estado costero, que la asume tratándose como una obligación privativa para la mejor preservación, conservación y control de las riquezas marinas; y ejercida, siempre, esa responsabilidad, con el debido respeto al derecho y los intereses de los demás, y en primerísimo término, a la libertad de navegación. Esa responsabilidad ha sido aceptada por el Estado, porque está en la naturaleza de las cosas que el mar no sea objeto de propiedad, propiamente dicha. Por idéntica causa, más allá del mar territorial, la Convención del Mar enumera y especifica los “derechos de soberanía” -porque corresponden al Estado- que se pueden ejercer, a partir de la ZEE, en los diversos espacios del océano. Ninguno de esos “derechos de soberanía” se refiere a las aguas del mar -que son inapropiables- sino a sus riquezas y a su aprovechamiento y usos legítimos. En resumen, es como consecuencia de la evolución jurídica, que la noción de la “unidad del espacio oceánico” conlleva la necesidad de un código de conducta común entre los pueblos para regular sus actividades en los diversos mares; y llenar, así, el vacío de derecho que existió hasta 1982, previo el debate que consumió alrededor de medio siglo. Así, gracias a una creación jurídica, ha quedado trazado el camino para el conocimiento y la acción; cuya historia, a semejanza de las antiguas sagas, registra otra etapa en la evolución de los grupos humanos, en su eterno empeño de penetrar en el misterio de la vida. Al llegar a este punto, recurro a una reflexión de Ernst Cassirer para situar la perplejidad que promueve la obra cumplida, y comprobar cómo “…vemos que, en la historia de la civilización, la palabra cumple dos funciones completamente distintas. Para decirlo brevemente, podemos llamar a estas funciones el empleo semántico y el empleo mágico de la palabra…”.

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2.- Las “declaraciones” de los presidentes de Chile y del Perú, 1947. En una secuencia cronológica, se tienen, en primer término, las “declaraciones” de 1947 (de los presidentes de Chile y del Perú), que estuvieron dirigidas a plantear una situación referida exclusivamente a la explotación de los recursos marinos y a su conservación, mediante una extensión de las competencias jurisdiccionales más allá del mar territorial, que todos cuidan de no mencionar -establecido y reconocido en el Perú y en Chile, con una anchura de tres millas que no fue modificada taxativamente- cuyo propósito se concreta ante la amenaza de una depredación de la vida marina; y evoluciona hacia la formulación de una “política” mancomunada, a partir de la “Declaración de Santiago” (Chile, Ecuador y Perú), de 18 de agosto de 1952 50. En el aspecto internacional, siempre por motivos de control y conservación de la riqueza marítima, ya se conocían otros actos individuales de Argentina, Brasil, El Salvador, México, Panamá, etc., cada cual con sus propias modalidades, pero cuidando de precisar -o no mencionar- que esas manifestaciones -ninguna de las cuales creaba derecho propiamente hablando- se limitaban a ser expresiones de un interés legítimo orientado a ser respetado en la alta mar, sobre cuyas aguas estaba solemnemente admitido que no era posible intento alguno de apropiación 51. En esta breve mención, se omiten las referencias a las actitudes unilaterales asumidas por los Estados Unidos, coincidiendo con la II Gran Guerra, que culminan con las “proclamaciones” del presidente Harry S. Truman, cuyo defecto, por llamarlo de alguna manera, era la presunción de que tales actos podían ser imitados en otros mares, sólo si reconocían “apropiadamente” los intereses norteamericanos “que existen en esas áreas”, con lo cual la posible controversia se desplazaba al ámbito más sensible de la “soberanía” o, mejor dicho, de la potencialidad política. En efecto, cuando Estados Unidos formula su protesta -la primera- ante el Perú y Chile, en junio de 1948, adopta una posición crítica de innecesaria autosuficiencia, al declarar que “los principios fundamentales” de las tres iniciativas (Estados Unidos, Chile y Perú) “difieren considerablemente de los que informan las proclamaciones de Estados Unidos y parecen apartarse de los principios adoptados generalmente por el derecho internacional… fuera 50 Como cifras referenciales de la devastación que estaba ocurriendo, parecen suficientes las siguientes: Según el Yearbook publicado por The Pacific Fisherman, en los 11 años comprendidos entre 1943 y 1953, los tuna-clippers habían extraído 2,800 millones de libras, de los cuales 2,540 millones correspondían a las capturas en el Pacífico Sur, cantidad que en 1954 ascendió a la fabulosa suma de 310.000.000 de libras, siendo de 284.000.000 el producto obtenido en el Pacífico Sur, en la medida que los progresos en la tecnología permitieron ese crecimiento. El perjuicio ocasionado dio motivo a una protesta del canciller peruano, Manuel C, Gallagher, de 11 de mayo de 1952, dirigida al gobierno de Washington, de la cual sólo menciono un párrafo:

“Los pescadores norteamericanos no quieren que el pescado que crece y se multiplica en nuestras costas, al ser beneficiado por nuestra industria, le represente un factor de competencia de sus negocios. Ante este propósito, se establece primero un impuesto al atún en aceite, y como éste resultara insuficiente para eliminarlo, se contempla la posibilidad de otro impuesto al atún congelado… para que (la industria pesquera de los Estados Unidos) quede sola en el mercado, con el agravante de que ella, como he dicho ya, explota zonas marítimas a las que el Perú tiene derecho preferencial indiscutible”.

Aún más dramática era la situación producida por la caza de ballenas, cuya producción mundial de aceite era de 615.500 toneladas, correspondiendo al Antártico y al Pacífico, principalmente en zonas costeras de Chile y del Perú, la suma de 569.200 toneladas. Cfr. Bákula, El Dominio Marítimo…, op.cit, pp. 91 y ss. 51 Es interesante recordar que, como una declaración política, era reciente la divulgación de la “Carta del Atlántico” -resumen de los compromisos y objetivos definidos por las Naciones Aliadas para aplicarse después de la victoria, suscrita entre Franklin D. Roosevelt y Winston S. Churchill, y que motivó la adhesión de los Estados americanos y, específicamente, del Perú (6 de febrero de 1943)- para proclamar la voluntad de “no buscar el engrandecimiento territorial ni de ninguna otra naturaleza”; y a “permitir a todos los hombres surcar los mares sin ningún impedimento”; cuya adhesión y respeto no requería de formas jurídicas expresas, ante su carácter imperativo como condiciones para obtener la paz y preservarla. (Subrayado de JMB).

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del límite aceptado generalmente”. Se precisa, entonces, que las “declaraciones” de Chile y del Perú no reconocían “apropiadamente” los derechos e intereses de Estados Unidos “que existen en dichas áreas”; y no contemplaban “los intereses futuros de Estados Unidos” 52. Más adelante, en la defensa de su posición avasalladora, Washington incurrió en todo tipo de presiones (para usar un calificativo benévolo), la más grave de todas fue la concertación de un modus vivendi secreto con Ecuador, a cuyas consecuencias políticas me refiero más adelante; y, entre otros casos, a la acción personal del secretario de Estado, John Foster Dulles, quien al reunirse con el presidente Manuel Prado, insistió en imponer la conveniencia de una reunión con los países del Pacífico Sur “in which Peru would drop its claims to the 200-mile sovereingty”, cuya versión fue difundida por The New York Times (Thomas Wolf, Peruvian - United States Relations over maritime fishing; University of Rhode Island. Law of the Institute, Ocasional Papers Nº 4, 1970) (La información de la prensa americana fue desmentida en Lima, mediante un comunicado oficial). Todo ello sin mencionar la aplicación de medidas coercitivas, tales como la “enmienda” a la Ley de Ayuda Exterior, en virtud de la cual se suprimiría dicha ayuda a los países que controlasen la pesca en la zona de 200 millas; y la segunda “enmienda”, ampliatoria de la Ley Nº 680, que contemplaba la suspensión de la ayuda exterior a los países que capturasen pesqueros norteamericanos, que culminaron con el retiro de las misiones militares de Estados Unidos. La protesta de Estados Unidos y sus actitudes agresivas tuvieron consecuencias funestas, pues eran públicas y notorias sus crecientes actividades pesqueras y de caza de ballenas en el Pacífico Sudoriental, cuyo auge derivó en una intensa crisis internacional, llamada la “guerra del atún”, que se prolongó por más veinte años, con el agravante de convertir la “zona de 200 millas” en un espacio vinculado al interés nacional, alejándose de aquella noción primitiva de una región de acción común. Como consecuencia, la defensa de una zona de reglamentación y control en el terreno jurídico, pasó a ser una airada disputa con intervención de las fuerzas armadas y una inesperada excitación del sentimiento nacional. En todo caso, la sucesión de las “declaraciones” mencionadas, expresaba la aparición de una exigencia socioeconómica generalizada; y, consecuencia de esta dinámica realidad en el ámbito del Sistema Interamericano, fue que en las dos décadas siguientes, se realizaran más de veinte reuniones de diversa jerarquía. Las dificultades para concertar un cuerpo de principios o la definición de una doctrina, no impidieron que se aclararan algunas posiciones, de las cuales la de mayor trascendencia fue la imposibilidad de lograr que Estados Unidos aceptara cualquier demanda de ampliación del mar territorial de tres millas de anchura, así como que reconociera una extensión de las competencias del Estado más allá de esa distancia; todo ello tanto por razones estratégicas, cuanto por presión del lobby de los pesqueros norteamericanos, en cuyo favor, el gobernador de 52 Un ilustrado comentarista norteamericano se expresa en estos términos: “Estados Unidos no sólo no alcanzó a comprender la distinción entre “soberanía” y sobereignty, sino que interpretó erróneamente los textos de los documentos”. El autor comenta con acierto que “la protesta sorprendió e irritó a los latinoamericanos que consideraron que la distinción entre los “principios fundamentales” de sus actos y los de las “proclamaciones” de Truman era intelectualmente deshonesta… y la acusación “de que los países latinoamericanos no habían tenido en cuenta los intereses pesqueros de los Estados Unidos fue considerada expresión de arrogancia”. David C. Loring, en el artículo “La cuestión de las 200 millas - La disputa de las pesquerías”, en la obra de Daniel A Scharp, Estados Unidos y la Revolución Peruana; Buenos Aires, Editorial Sudamericana. 1972 Título en inglés: U.S. Foreign Policy in Perú. La ref. en pp. 138 a 223. El profesor Loring era especialista en Derecho Internacional, graduado en la Facultad de Derecho de Stanford, con el “Premio Carl Mason Franklin”. El libro incluye un comentario del vicealmirante Luis Edgardo Llosa, ex - ministro de Relaciones Exteriores del Perú.

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California, Ronald Reagan, exigía que la U.S. Navy protegiera las incursiones en aguas costeras del Pacífico Sur. Por estas y otras razones, quedó en claro que no tenía porvenir en el contexto latinoamericano e internacional cualquier pretensión para identificar la “zona de 200 millas” con el mar territorial considerado como una figura clásica del derecho internacional 53. En ese mismo lapso de tiempo, la acción proselitista de los países del Pacífico Sur mantuvo un rol de primera línea para difundir su tesis, alcanzando su mejor triunfo en la Conferencia del Movimiento No-Alineado, en Argel (1973). En la serie de reuniones celebradas en el resto del mundo con idénticos propósitos que sumó un medio centenar, la toma de una posición convergente fue avanzando para lograr el apoyo a la tesis de las “200 millas de zona marítima” pero diferente del “mar territorial”. Así, al terminar la primera sesión de trabajo de la III Conferencia sobre el Derecho del Mar, en Caracas, en 1974, ya se podía hablar de la fórmula “12 x 200”, como el punto de partida, pero sin aventurar cuál podría ser el punto terminal. Como una acotación final acerca de las “declaraciones” presidenciales en Chile y en el Perú, que obliga, ahora, a una referencia particular, debe recordarse la imprecisión del área dentro de la cual, en ambos países, se anticipaba que podrían aplicarse las medidas de protección y control que dictarían en el futuro, aclarándose -en la Declaración de Chile- que “la demarcación de las zonas de protección de caza y pescas… será hecha …cada vez que el Gobierno lo crea conveniente, sea ratificando, ampliando o de cualquier manera modificando dichas demarcaciones, conforme a los conocimientos, descubrimientos, estudios e intereses de Chile…”; criterio que en la “declaración” peruana tiene una expresión similar, al expresar que “…el Estado se reserva el derecho de establecer la demarcación de las zonas de control y protección de las riquezas nacionales en los mares continentales e insulares …y de modificar dicha demarcación de acuerdo con las circunstancias sobrevivientes…”, con el mismo sentido con el que se declara una reserva nacional o un coto de caza. En ambos casos, quedó expresa constancia que el área de aplicación de las medidas de jurisdicción y control que, en principio se sugería de 200 millas, podía ser modificada “de acuerdo con las circunstancias sobrevivientes”, o sea que no tenía un carácter definitivo. Por lo mismo, menos se trataba de modificar la extensión del mar territorial señalada por la ley y los principios del derecho internacional en 3 millas de anchura. 3.- La “Declaración de Santiago”, 1952. Para retomar la secuencia cronológica, corresponde hacer mención de la “Declaración” aprobada por la “I Conferencia sobre la Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas del Pacífico Sur”, a la que se ha hecho constantes referencias en el texto

53 Esta constatación no excluye la existencia de posiciones, propias de la indefinición reinante en los primeros años, cuyo mejor ejemplo lo ofrece el presidente Gabriel González Videla, autor de la “Declaración” de 23 de junio de 1947, quien calificó la zona de 200 millas como “mar territorial”; y sin que sea necesario recordar que esa confusión persistió, al punto de explicar el proyecto presentado por parlamentarios socialistas chilenos, encabezados por Salvador Allende, todavía en noviembre de 1963, proponiendo que por ley se reconociera que dicha zona era de “mar territorial”. Al no prosperar ni éstas ni otras similares, se demostró que la “zona de 200 millas” no sólo no era considerada por el Estado chileno como un área de su exclusiva soberanía, sino que mantuvo el límite clásico de 3 millas, hasta que procedió a la ratificación de la Convención, y quedó consagrada la anchura de 12 millas. El caso del Perú ha sido tratado con suficiente extensión en los capítulos anteriores, si bien ninguno de los dos Estados prohibía la pesca de extranjeros, pero sujeta a la reglamentación nacional. También se ha aclarado que en el Ecuador, la anchura atribuida al mar territorial por el Código Civil fue aumentada a 200 millas, situación que deberá cambiar si el Ecuador adhiere a la Convención.

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anterior de este ensayo; pero que, para el tema del presente capítulo, interesa por la vinculación que se atribuye con el problema de la delimitación. - Es notorio que el tema ha adquirido una dimensión que no existió ni en la mente de los promotores de la conferencia; ni en el desarrollo de los trabajos de la conferencia, ni en sus antecedentes documentales; que no fue mencionado en los actos oficiales con la participación de las autoridades chilenas; tampoco estuvo en la mente de los dos juristas que fueron los redactores finales del citado documento, Luis David Cruz Ocampo, autor del previo documento de trabajo, y Alberto Ulloa; que no fue materia de las instrucciones transmitidas a la delegación peruana; que es absolutamente ajeno a la profusa información recogida por la prensa; y que, menos aún, podía ser materia de preocupación para los tres industriales peruanos que venían trabajando con sus colegas chilenos la idea de organizar la defensa en común de sus intereses y que fueron quienes sugirieron al canciller Manuel C. Gallagher, la conveniencia de darle mayor nivel a la delegación, encargando al propio embajador del Perú en Santiago, la presidencia del grupo 54. - Es igualmente exacto que la proclamación de la “norma de su política internacional marítima” que dio motivo a que se “formulara la siguiente Declaración”, no exigía a los tres Estados declarantes cambio alguno en su legislación ni mucho menos la obligación de adoptar una única regulación interna, ni cualquier otra obligación de ese orden. Así resultó, además, en la práctica, pues cada cual introdujo variantes en su legislación, según su propia conveniencia. Por esta razón, si bien podía llamarse una declaración tripartita, con mayor evidencia era una fórmula adoptada, simultáneamente, por tres países. Estaba, pues, lejos de ser un “contrato” -para usar una expresión de uso común- para ser tres declaraciones individuales coincidentes, o sea el mismo texto adoptado por tres declarantes. - Como consecuencia, en los años muy inmediatos, tampoco fue posible unificar los puntos de vista de las tres naciones en los foros internacionales. Así fuera cuestión de matices, ese fue el caso de la reunión previa a la II Conferencia sobre el Derecho del Mar, Ginebra, 1960; igualmente, en cada país se mantuvo su propia legislación, como es caso del Ecuador que cambió radicalmente, ya que de seis a doce, llegó a doscientas millas para fijar la anchura de su mar territorial; y sin contar con el modus vivendi con Estados Unidos que, en secreto, fue autorizado para pescar dentro de la “zona marítima de 200 millas”. - La excepción la constituyó el acuerdo para concertar los términos de la respuesta a las protestas de las potencias pesqueras, en abril de 1955. Entonces, además de hacer constar el acuerdo en un acta suscrita por los tres representantes, se adoptó el procedimiento de entregar, simultáneamente, en cada capital, la respuesta con idéntico texto, hecho que era similar a formular una declaración conjunta. Sin embargo, lo importante de aquel acto fue aclarar el sentido de la “política marítima” adoptada, negando el carácter de “mar territorial” a la zona de jurisdicción y control; pero que, en cada una de las tres naciones, era una política nacional, que aplicaba individualmente. - Si bien, en el orden interno, en ninguno de los tres Estados se ha llegado a calificar con las formalidades necesarias, como un “tratado” a la “Declaración”; y tampoco 54 Los tres industriales peruanos protagonistas de este empeño fueron Manuel Elguera Mc Parlin, Alfonso Montero Muelle y Cristóbal Rojas Figueroa.

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existe acuerdo alguno entre ellos, que exprese la voluntad de cambiar la condición de “declaración” del documento suscrito en común en 1952, para considerarlo como un “tratado” con obligaciones específicas; también es notorio que, en el orden internacional, cada uno de los tres Estados ha conservado su absoluta independencia en la materia. La aprobación y ratificación por Chile de la Convención sobre el Derecho del Mar comprueba lo anteriormente dicho, ya que, de lo contrario, hubiera debido desligarse previamente de dicho “tratado”, aún cuando debió modificar su propia ley; y también el Ecuador hubiera debido notificar su voluntad de cambio cuando adoptó, en un par de ocasiones, una norma diferente en cuanto a la anchura del “mar territorial”. Antes de poner fin a este tipo de referencias de hecho, creo que es indispensable recordar -en lo que dice al Perú- que las divergencias y tensiones con los Estados Unidos venían de tiempo atrás, sin que las demandas peruanas hubieran tenido eco alguno. Las protestas siguieron subiendo de tono, como cuando el 11 de mayo de 1952, el ministro de Relaciones Exteriores, Manuel C. Gallagher, en nota al embajador americano en Lima, llamó la atención del gobierno de Washington sobre la situación:

“Las industrias pesqueras de la costa oeste de la América del Norte explotaron intensivamente, durante muchos años, la riqueza ictiológica de las costas de California. El afán ilimitado de lucro llevó al empleo de procedimientos que han destruido esa fuente de alimentación; y el mismo señor Presidente de los Estados Unidos declaraba recientemente que era necesario dictar disposiciones tendientes a evitar su total y absoluta destrucción” 55.

En el párrafo anterior de dicha nota, se manifestaba:

“Interesa, pues, no sólo a mi país sino también al mundo la conservación de esa riqueza en

cuya explotación tiene derecho inobjetable y principal el Perú”. Asimismo, recuerda la nota que,

“Los pescadores norteamericanos no quieren que el pescado que crece y se multiplica en nuestras costas, al ser beneficiado por nuestra industria, le represente un factor de competencia de sus negocios. Ante este propósito se establece primero un impuesto al atún en aceite; y como éste resultara ineficiente para eliminarlo, se contempla la posibilidad de otro impuesto al atún congelado…” y “para que (la industria pesquera de los Estados Unidos) quede sola en el mercado con el agravante de que ella, como he dicho ya, explota zonas marítimas a las que el Perú tiene derecho y preferencia indiscutible”.

Ante el riesgo de la ley en proyecto, el único argumento que se podía esgrimir, era el de carácter político, por lo que se califica tal propuesta como “un punto negro en la amistad entre nuestros dos países”. Y por lo mismo, la demanda peruana se cierra con una invocación:

“En Estados Unidos de América siempre se acoge con espíritu de simpatía y comprensión los puntos de vista que amparan los derechos y legítimos intereses de otros países, principalmente de aquellos que están unidos por los históricos y sagrados vínculos de la solidaridad continental, y por ello se espera que las razones presentadas en esta nota influyan en resolución que adopte el Senado norteamericano” 56.

55 No es del caso citar antecedentes de otras latitudes, pero en esos años, todavía tenía vigencia el problema de la extinción de diversas especies, entre ellas las focas del Artico, atribuida a la explotación intensiva de cazadores rusos y japoneses. Consideraciones similares habían obligado a constituir la Comisión Internacional de la Ballena. 56 Los párrafos transcritos corresponden a la Nota Nº. (SM) 6-3/64, de 11 de mayo de 1952, que tuvo una amplia difusión por la prensa. Es importante anotar que es anterior en tres meses a la reunión de Santiago, pero que anticipa

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La anterior y extensa referencia a hechos y criterios sirve de prueba suficiente para demostrar que el camino en busca de una solución no podía ser otro que el de un entendimiento político que coordinara los diferentes intereses de los tres países del Pacífico Sur en una acción defensiva; y que era incongruente pensar que el buen éxito dependería de suscribir un compromiso de normatividad jurídica y, por lo tanto, de dudosa flexibilidad y de ninguna consecuencia jurídica en relación con terceros Estados. Esa fue una de las razones por la que los industriales chilenos, con el amparo de su gobierno, convocaron una reunión de los propios interesados, con un exclusivo contenido económico y técnico, tal como fue el desarrollo y el resultado de dicha reunión. - En lo que se refiere al carácter de “tratado” que se ha atribuido a la “Declaración” por algunos comentaristas, incluyendo a quienes por su calidad personal me merecen particular consideración, caben observaciones que, desde mi punto de vista, son más que suficientes para negar dicha calidad. Y aun corriendo el riesgo de ser redundante, creo que ante la insistencia de aquellos, debo volver sobre el tema. En primer término, me limito a referirme a lo expuesto en otra ocasión, a la que remito al lector 57. - En segundo lugar, llama la atención que, como un argumento, se mencione la Convención sobre Tratado, de Viena, no tanto en razón de su expresa inaplicabilidad (Art. 4, “Irretroactividad de la presente Convención”), sino por cuanto el artículo 2 de la Convención de Viena, que define las condiciones que debe reunir una concertación de voluntades, para que se entienda como un “tratado”, es que sea “un acuerdo internacional celebrado por escrito entre Estados y regido por el derecho internacional”. Precisamente, la “Declaración de Santiago”, expresamente aclara “que la presente declaración” se limita a expresar “principios” (Punto VI) con “el propósito de suscribir acuerdos o convenciones” para su aplicación. - Más aún. De conformidad con la Convención de Viena, el acuerdo de voluntades, “debe estar regido por el derecho internacional”, o sea que el tratado formalmente se someta al derecho internacional, condición que estaba expresamente contradicha, por cuanto la “Declaración” proclama que su intención es la de suscribir futuros acuerdos “en los que se establecerán normas generales destinadas a reglamentar y proteger la caza y pesca…”, que eran inexistentes, como lo reconoció el dictamen de la Comisión de Juristas un poco más adelante. Quizá sea necesario recordar que en la alta mar la libertad de navegación incluía la libertad de pesca, por lo cual la proclamación tripartita anunciaba el propósito de innovar la situación (Subrayado de JMB). - Por lo demás, nadie se atrevería a negar que la reclamación de ejercer nuevos derechos en la alta mar, fue interpretada como una demanda que atentaba contra una norma imperativa del derecho internacional, relativa a la inapropiabilidad de la alta mar o de un sector de ella. Lo curioso es que, hasta hoy en día, las personas que se califican de “territorialistas” demandan el reconocimiento del “derecho” del Estado a un mar territorial de doscientas millas -razón por la cual, quienes niegan que ese espacio sea la tónica adoptada para el tratamiento de este arduo problema, recurriendo a elementos de carácter político que permitieran acercar posiciones y propiciar la búsqueda de soluciones de recíproca conveniencia, tal como se había venido haciendo desde meses atrás. 57 Bákula, El Dominio Marítimo..., op.cit., Capítulo II, “La Declaración de Santiago” y Capítulo XI, “La interpretación”, parágrafo 11.2, “Declaración política y norma jurídica”; y parágrafo 11.4.2, “La Declaración de Santiago”.

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“propiedad” del Estado estarían incurriendo en un “acto de traición a la patria”- con lo cual se pretende atribuir a la “Declaración de Santiago” una abierta contradicción con el derecho internacional. En este caso, la “Declaración” dejaría de ser “un acuerdo regido por el derecho internacional”, (Art. 2º de la Convención de Viena), lo que haría imposible su asimilación con un “tratado”. Las consideraciones anteriores ponen en evidencia que ni el sentido común, ni la anterior práctica internacional ni las fórmulas de la Convención de Viena, permiten aquella atribución; y menos si se precisa que todo tratado trae consigo obligaciones jurídicas en el orden internacional, lo que no reviste una declaración. A mayor abundamiento, bien se puede recordar que entre las prescripciones necesarias para contraer una obligación, están las de ser asumidas por un agente capaz (plenipotenciario), tener un objetivo cierto, definido y lícito (precisado y regido por el derecho internacional) y guardar las formalidades establecidas (aprobación, ratificación, publicidad, etc.) para que sea tangible (por escrito) que el Estado ha consentido en obligarse 58. 4.- La situación de cambio planteada por la “Declaración de Santiago”. Para seguir ordenadamente con estas reflexiones, previamente creo que es necesario resumir el cuadro conceptual que se había producido, y cuyas manifestaciones promovieron la convocatoria a una segunda reunión de los representantes de los tres países. A diferencia de la primera, esta segunda conferencia debía tener un carácter oficial, como exigencia del nuevo ambiente existente, todo ello sin menoscabo de los aspectos técnicos y económicos originales. Pero, la presión de circunstancias internas no variaba la esencia de la situación, que seguía siendo un episodio más del impulso industrial, cuya defensa internacional y desarrollo interno eran la preocupación primordial. Es esta realidad la que no puede ser distorsionada ni objeto de extemporáneas argumentaciones jurídicas, que se imaginaron varias décadas más tarde. En tal sentido, basta recordar que en el interés de los tres Estados no estaba deslizar cualquier divergencia a niveles de conflicto internacional, sino resolverla como un asunto de policía marítima, cuyos criterios debían aplicarse a las medidas de vigilancia y de control. Es por ello inevitable reiterar que la “Declaración de Santiago”, en 1952, sólo era considerada como una “declaración” de política y no una “prescripción” normativa, tal como la habían demostrado los procedimientos de mero carácter administrativo seguidos para la aprobación, así como los actos posteriores, incluyendo la aprobación para fines internos que le prestó el Parlamento 59. 58 Los tratadistas chilenos -recuerdo en particular al profesor y diplomático de larga y encomiable actuación, Santiago Benadava, en su excelente manual Derecho Internacional Público, (Santiago, Editorial Jurídica de Chile -Colección Manuales Jurídicos-, 1976. La ref. en pág. 45)- no mencionan a la “declaración” cuando enumera las diversas denominaciones empleadas en forma indistinta para referirse a un “tratado”. En realidad, ningún tratadista se ocupa de las “declaraciones”, al estudiar el tema de las obligaciones internacionales, con lo cual queda establecido que no son consideradas como instrumentos compromisorios; y se limitan a mencionar algunas “declaraciones” importantes desde el punto de vista histórico, por su contenido político y, en algún caso, enunciativo. En otras palabras, las “declaraciones” no se consideran, al igual que los tratados, como fuentes del derecho internacional; y si acaso llegan a adquirir carácter compromisorio es debido a actos posteriores, expresos y no inducidos, que crean una obligación específica entre las partes. 59 En efecto, el sistema de aprobación utilizado era el correspondiente a los actos administrativos, en lugar de ser sometida a la aprobación legislativa que hubiera sido necesaria, de haber sido pactado entre las partes concertar un “tratado” con obligaciones específicas que debían incorporarse en la legislación nacional. Su aprobación en Chile se dio por Decreto del 23 de septiembre de 1954; y en el Ecuador por Decreto de 7 de febrero de 1955. Por su lado, en el

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No obstante lo dicho, no hay contradicción en comprender que al inaugurarse la segunda reunión, se mantuviera la marcha del proceso iniciado con las deliberaciones de la “I Conferencia sobre la caza y pesca de la ballena en aguas del Pacifico Meridional”, que fue el nombre propuesto al cursarse la invitación para participar a la reunión de Santiago, en 1952. Si bien se estaba prosiguiendo y ejecutando (siempre en términos tentativos y con claros objetivos de defensa) un propósito llamado a innovar en las prácticas y usos del mar; tampoco era fácil avanzar y menos inducir cuál sería el resultado, si los términos planteaban una situación de ruptura. En abono de lo dicho, es igualmente importante recordar que la iniciativa para esa primera reunión, correspondió exclusivamente a la protección de sus intereses por parte de los industriales chilenos, a la que se sumaron los pesqueros peruanos, que realizaban los primeros intentos para instalar la explotación de la caza de ballenas en los mares adyacentes a sus respectivas costas. Y aún cuando las “declaraciones” chilena y peruana de 1947 constituían un precedente y un estímulo, aquella iniciativa de carácter económico, estuvo muy lejos de significar la modificación por acto propio, de los principios tradicionales del derecho internacional. Para dicho efecto, tampoco hubiera sido suficiente invocar el elemento detonante representado por la amenazadora Perú, se aprobó por Resolución de 11 de abril de 1953, cuya jerarquía consta “por tratarse de una declaración que comprende disposiciones y compromisos que se encuentran dentro de las atribuciones que corresponden al Poder Ejecutivo (de carácter administrativo) conforme al inciso octavo, del artículo 154º de la Constitución del Estado”, tal como reza la parte considerativa de dicha resolución. Así sea a título reiterativo, cabe agregar a lo dicho, que, si más adelante, se haya pretendido dar a la “Declaración” la calificación de “tratado”, no por eso se ha modificado la verdad de los hechos, en cuanto se refiere al sentido exacto de una “declaración política”, precaria, tentativa, y sujeta a variables, tal como en 1954 se confirmó por los gobiernos de los tres Estados; y como se ratificó cuatro meses después, en otra reunión oficial, también en Lima y con los mismos protagonistas, al dar respuesta a la protesta de las grandes potencias, el 12 de abril de 1955. A mayor abundamiento, no debe olvidarse que la ausencia de diversas formalidades, además de las cláusulas solemnes prescritas por el uso -que no por la Convención de Viena, que no le es aplicable pues fue aprobada veinte años más tarde- ratifican que aquella atribución es imposible. Lo contrario, trastorna el sentido natural de las cosas que el derecho no puede aceptar. Tan inconducente es persistir en distorsionar la voluntad de los firmantes -que no eran plenipotenciarios- como ignorar el significado exacto de las palabras, como en el caso de la autocalificación de “declaración”, al precisarse en el punto V) que “La presente declaración no significa el desconocimiento de las necesarias limitaciones al ejercicio de la soberanía y jurisdicción establecidas por el Derecho Internacional, en favor del paso inocente e inofensivo, a través de la zona señalada, para las naves de todas las naciones”, cuyo elíptico lenguaje sólo pretende indicar que las limitaciones se refieren, exclusiva y taxativamente (teniendo en cuenta el contexto y agregando la palabra “inofensivo”) a la pesca y otras actividades extractivas, en la “zona (o espacio) señalada”, la que, en consecuencia, sigue siendo parte de la alta mar. Esta última conclusión se desprende, con una lógica irrefutable, de la realidad, pues al no ser la “zona (espacio) señalada” parte del mar territorial -cuya anchura establecida por la legislación de los tres países, que no fue modificada ni podía serlo al margen del debido procedimiento- dicho espacio sólo podía seguir siendo parte de la alta mar. Así lo expresan las informaciones recogidas por la prensa, acerca del desarrollo de la reunión, incluyendo los documentos, actas y discursos oficiales en las sesiones de inauguración y de clausura, sin que existan referencias que difieran de lo dicho en los párrafos anteriores. Tiene particular importancia, repetir que, cuando más adelante, la “Declaración de Santiago” fue llevada a la consideración del parlamento peruano, fue con un propósito muy claro y tan preciso que no deja lugar a una interpretación en contrario. El oficio Nº. M-3/0/A/3, de 7 de febrero de 1955, que, como era de estilo, estaba dirigido a los secretarios del Congreso, para solicitar la aprobación de los convenios de 1954, a cuyo texto se agregó como antecedente los acuerdos de Santiago de 1952, de los cuales -dice el citado oficio- “la Declaración sobre Zona Marítima, el documento básico de Santiago, por su carácter simplemente declarativo, no va más allá de proclamar por los 3 países como norma de su política internacional marítima, la extensión de su soberanía y jurisdicción sobre el mar, en forma concorde con la política que ya seguía el Perú…” . A continuación, se define aún más el propósito, por cuanto siendo preciso “establecer nuevos procedimientos legales”, al pedir esta aprobación (de los convenios de 1954), “el Gobierno cree conveniente que el Parlamento otorgue fuerza de ley al Decreto Supremo Nº 781, de 1º de agosto de 1947, …la Declaración y Acuerdos firmados en Santiago en 1952”. Al proceder en consecuencia, el Congreso, mediante Resolución Legislativa Nº 12305, resolvió “aprobar los siguientes acuerdos suscritos” en Santiago, y menciona, en primer término, la “Declaración” de Santiago. A continuación y al referirse a los instrumentos de 1954, expresa con precisión, “Asimismo, ha resuelto aprobar los siguientes convenios”, firmados en Lima en 1954. Es una verdad manifiesta que no estuvo en la mente del gobierno ni en la decisión del Parlamento, algo más que elevar, para fines internos, el nivel de la norma, pero sin que, en momento alguno, se hubiera pensando en proceder, luego al siguiente paso obligado de una ratificación, concertada con los otros dos países. Subrayado de JMB. (La documentación en la “Revista Peruana de Derecho Internacional”, Lima, Nº 47-48, T. XV, pp.127 y ss.).

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presencia de flotas extranjeras, que, en esos años, a la vista de la costa, aumentaron su capacidad de extracción en la caza de ballenas y la pesca de atún. En esta etapa auroral, la mejor posibilidad estaba limitada a la acción local, restrictiva y de control, que plateara un interrogante, como paso previo a la formulación de propuestas propias del orden jurídico internacional, que hubiera requerido una concordancia negociada, coherente y debidamente fundamentada. Es igualmente cierto que esa acción política no pasó de constituir un débil amparo, frente a lo que ya constituía una práctica de depredación y un perjuicio socioeconómico. Así lo corrobora la única interpretación oficial de los Estados declarantes, debidamente representados por agentes autorizados para asumir ese encargo, mediante el Acta de Lima, suscrita el 12 de abril de 1955, ya mencionada. Y con igual énfasis, las declaraciones oficiales en el seno de Naciones Unidas, donde el delegado del Perú, embajador Edwin Letts Sánchez, interpretando el pensamiento tripartito y en clara alusión al Acta de Lima, expresó,

“… ni en el Decreto peruano, ni en la “Declaración de Santiago”, ni en ninguno de los convenios y documentos oficiales de los países del Pacífico Sur, se usa la expresión “mar territorial” como sinónima de la “zona marítima” que, de común acuerdo, han establecido con el fin definido, preciso y laudable de conservación. Es sólo la extensión al mar cercano de una de las competencias especializadas del Estado para cumplir un deber ineludible” (XI Asamblea General de Naciones, VI Comisión. Sesión del 29 de noviembre de 1956).

Hasta ese momento, el mérito de lo actuado contribuyó a verificar la existencia de un “vacío de derecho”, tal como lo expresó a la I Conferencia sobre el Derecho del Mar (Ginebra, 1958), en su informe, la Comisión de Derecho Internacional, al considerarse “incompetente en materia de biología y economía para estudiar suficientemente estas situaciones especiales”, pero calificándolas “como problemas e intereses que merecen ser reconocidos por el Derecho Internacional” 60. No se requiere insistir en que, como es muy obvio, entre las “competencias especializadas del Estado” que se podrían aplicar en la “zona marítima”, no estaba la de trazar “fronteras” en espacios pertenecientes a la alta mar. Así y a pesar del valor dialéctico de las opiniones desarrolladas por más de un jurista, la otra conclusión objetiva que se desprende de este esfuerzo político e intelectual, es el magro resultado logrado en el orden jurídico durante los 30 años siguientes, hasta que en 1982 la Convención del Derecho del Mar obtuvo el consenso universal para crear la Zona Económica Exclusiva, diferente de la alta mar y del mar territorial. Fue recién, que aparece la práctica de la “delimitación”, usurpando -si cabe la expresión y por no haber otra- un término que es inseparable del concepto de “frontera” propio de un territorio y del sello de la presencia humana y del carácter sedentario de sus habitantes. Es, pues, con razón que Nguyen Quoc distingue, en relación con la “delimitación de territorios

60 Estas características, en otras palabras, las expone José Luis Bustamante y Rivero, al referirse a la “declaración” de 1947, expresando: “La proclamación no es un “dictamen” inspirado exclusivamente en la decisión de un Estado dictador: Es un instrumento razonado que trata de suplir por la vía argumental y por la invocación de hechos y de principios generalmente reconocidos, la ausencia de derecho positivo o consuetudinario en determinadas materias. Tal es lo que ha ocurrido con el Derecho del Mar, alguna de cuyas normas han devenido caducas sin que se haya producido acuerdo interestatal para su reemplazo”. Cinco años más tarde, en la solemne conmemoración, en Santiago, del 25º aniversario de la “Declaración de Santiago” (1977), ratifica el alcance de dicha “Declaración”: “Y así se explica, como necesario recurso de emergencia la aparición de las proclamaciones unilaterales, que al mismo tiempo que una campanada de alarma, significan el primer paso de las grandes trasformaciones jurídicas que llevan en su entraña al germen del Derecho Nuevo”. En la Memoria del Secretario General a la XIV Reunión Ordinaria de la Comisión Permanente del Pacífico Sur. Santiago de Chile, 1977, Anexo IX-e. El Secretario General de la CPPS era el doctor Hugo Llanos Mansilla.

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marítimos y aéreos”, que “su delimitación responde, por lo tanto, a partir de consideraciones diferentes de aquellas que se imponen para los territorios terrestres” 61. También es obvio que la aprobación de la Convención del Mar en 1982, no era suficiente para que cambiaran, automáticamente, las normas nacionales relativas al mar territorial sin la intervención del órgano legislativo (Menos lo pudo hacer, en su momento, la “Declaración de Santiago”). En cada país, la situación era diferente, y conviene reiterarlo: El Perú no había modificado la anchura tradicional de tres millas marinas; al igual que Chile, que conservaba la medida de una legua, equivalente a tres millas marinas, que recién se modifica, en 1986, al aprobarse la nueva redacción de los artículos 593º y 596º, del Código Civil, estableciendo que “el mar adyacente, hasta la distancia de doce millas marinas… es mar territorial”, como paso previo a la ratificación de la Convención del Mar. En cambio, el Ecuador contaba con un mar territorial de 200 millas, que no estaba admitido en la Convención 62. En efecto, el Decreto Supremo Nº 2556, de 9 de noviembre de 1964, dictado por la Junta Militar de Gobierno, declaró un mar territorial de 200 millas, con lo cual se confirmó que las “declaraciones” tripartitas anteriores no afectaban la legislación de cada uno de los tres países. Esta circunstancia tan importante, una vez más se reitera al producirse la incorporación de Colombia al Sistema del Pacífico Sur, pues Colombia, en razón de la Ley Nº 10, de 14 de agosto de 1978 y en consonancia con el texto que adoptaría la Convención del Mar, había establecido un mar territorial de 12 millas y una ZEE hasta las 200; y dejándose constancia que la legislación colombiana era equiparable al ejercicio de “la soberanía y jurisdicción en la Zona Marítima de 200 millas”. El 9 de agosto de 1979, en Quito, con ocasión de la transmisión del mando al nuevo presidente, Jaime Roldós Aguilera, reunidos los ministros de Relaciones Exteriores de Chile, Ecuador y Perú, acordaron con el canciller de Colombia, celebrar, en acto solemne, la incorporación de Colombia al Sistema del Pacífico Sur, que se había negociado previamente. Al efecto, se suscribieron entre los cuatro personeros dos documentos como constancia de dicho acuerdo. En ambos, se deja constancia del compromiso que asume Colombia de adherir a los instrumentos orgánicos de la CPPS; uno, el “Convenio sobre organización de la Comisión Permanente de la Conferencia sobre explotación y conservación de las riquezas marítimas de la Organización del Pacifico Sur”, de 18 de agosto de 1952; y el otro, la “Convención sobre la personalidad jurídica internacional de la Comisión Permanente del Pacífico Sur”, de 14 de enero de 1966, y someterlos a la aprobación parlamentaria. En relación con la “Declaración de Santiago”, sólo es materia de una mención en la “Declaración Conjunta”, en la que los cancilleres de Chile, Ecuador y Perú, manifiestan su “complacencia y aceptación de esta intención de adhesión (de Colombia a los “principios y normas fundamentales contenidos en la Declaración Santiago”), que expresamente se excluye del trámite legislativo por ser una “declaración” y no un convenio formal, como los otros dos 63.

61 Nguyen Quoc, op.cit. p.433, Nº 313. 62 En el Ecuador rigió un mar territorial de 12 millas de anchura en virtud del Decreto Legislativo de 21 de febrero de 1951, que fue ratificado por Acuerdo del Congreso, el 20 de agosto de 1952, bajo cuyo orden legal, el Ecuador suscribió, muy poco después, la “Declaración de Santiago”, descartando que esta declaración implicara un cambio en su legislación. La situación no había variado cuando el Ecuador suscribe los acuerdos de 1954. Diez años más tarde, se produjo un cambio dramático, debido a especiales circunstancias de carácter interno, al divulgarse la existencia de un modus vivendi secreto celebrado con Estados Unidos, permitiendo a sus naves pesqueras realizar sus faenas dentro de la zona de 200 millas. Bákula, El Dominio Marítimo…, op.cit. Pág. 271. 63 Memoria del Secretario General a la XV Reunión Ordinaria de la Comisión Permanente. Lima, Perú 10 de diciembre de 1979. A la cabeza del título: Comisión Permanente del Pacífico Sur. Chile - Ecuador- Perú. Pág. 6 y

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Por lo demás, esta flexible característica y sus limitaciones, ya habían sido ratificadas por el comisionado del Gobierno chileno, Tobías Barros Ortiz, a quien se encargó la gestión de obtener en Quito, la plena aceptación de la “Declaración de Santiago”, que en su momento, el encargado de negocios del Ecuador en Chile, Jorge Fernández Salazar, no pudo cumplir, por cuanto, precisamente, el 18 de agosto de 1952, culminaba el proceso electoral con el triunfo de José María Velasco Ibarra, quien asumió el poder como presidente constitucional el 1º de septiembre. Barros Ortiz declaró a su paso por Lima, ya de regreso, que su misión había tenido buen éxito, y que el Ecuador procedería de inmediato a confirmar su participación en la “Declaración de Santiago”. Aparte de esa sucinta mención, aquí es necesario explicar algunos detalles de la situación en el Ecuador. Brevemente; al asumir el mando Velasco Ibarra, la reclamación ecuatoriana, vinculada con una supuesta “inejecutabilidad” del Protocolo de Rio de Janeiro (29 de enero de 1941, que zanjó la cuestión limítrofe entre el Perú y el Ecuador), había alcanzado un nivel de crisis, por lo cual los “países garantes” del citado Protocolo, Chile incluido, estaban convocados en Rio de Janeiro, por el canciller brasileño Joâo Neves da Fontoura, a una reunión el 17 de agosto de 1952, mientras en Santiago, estaba por llegar a su término la conferencia del Pacífico Sur. En esas circunstancias, desde la óptica de Quito, de un lado, cualquier otro tema sólo podía ser considerado a la luz de aquella situación; pero, de otro, la coincidencia entre las fechas, explica que Jorge Fernández Salazar, encargado de negocios en Chile, no alcanzara a ser instruido expresamente. Tal situación nubló el éxito de la reunión de Santiago, obligando al gobierno chileno a movilizar a personajes de prestigio, pero sin representación diplomática -desde que la conferencia había sido organizada por los industriales pesqueros- aún cuando se autocalificaron de “misión semioficial”, a realizar una premiosa gestión ante el nuevo mandatario. De acuerdo con las informaciones de la prensa y las declaraciones publicadas, quedó muy en claro que el mejor argumento esgrimido por el comisionado, coronel Tobías Barros Ortiz, acompañado por el doctor Fernando Guarello, primer Secretario General de la CPPS, se resumió en estas palabras: “El carácter complementario de la zona marítima indicado, no permite delimitaciones y sólo exige la acción conjunta de estos países” (“El Comercio”, 18 de octubre de 1952), por cuya razón quedó de manifiesto que la mención a las “aguas que bañan las costas de los países declarantes” sobre las cuales “proclaman como norma de su política internacional marítima” el ejercicio de su soberanía y jurisdicción que a cada uno de los gobiernos corresponde hasta una distancia mínima de 200 millas, al no hacer referencia específica alguna a los límites entre el Perú y el Ecuador, quedaba entendido que la frase “del punto en que llega al mar la frontera terrestre de los Estados respectivos”, había sido redactada como la mejor manera de satisfacer la inquietud ecuatoriana, empleando una expresión general que no interfería con la demanda planteada por el Ecuador acerca de la “inejecutabilidad” del Protocolo de Rio de Janeiro que viciaba de “nulidad” dicho acuerdo internacional, pero que, menos aún, podía constituir una precisión obligatoria para ninguno de los tres países. Al tener como antecedente las “declaraciones” de los presidentes de Chile y del Perú, la “Declaración de Santiago” significaba la voluntad de dar un paso adelante; y, si bien tropezó con la dificultad de pretender delinear algunos elementos que estaban al nivel de aspiraciones, tuvo la virtud de ofrecer la visión común a tres Estados que constituían anexos 1 y 2. El Secretario General de la CPPS era el embajador Juan Miguel Bákula, a quien los tres gobiernos encargaron negociar con el canciller Diego Uribe los términos de los documentos de adhesión.

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un frente regional -factor de acción internacional- al tiempo que aún sin precisarlo, expresaba un propósito defensivo frente a un peligro real, como era la explotación depredadora de las especies marinas -propósito ajeno a un espíritu de conquista del espacio- mientras que la propuesta de coordinar acuerdos internacionales -crear un sustento jurídico ante el vacío existente- así como por último pero no menos trascendente, con un contenido socioeconómico -un profundo valor humano- para evitar el despojo de lo que se consideraba propio. En la etapa de propuesta, esa inteligencia -que no significaba obligación de modificar las respectivas legislaciones- se mantuvo en sus líneas generales, en un frente de acción común regional. Sin embargo, las diferencias entre las posiciones de los tres países -sin alterar la buena voluntad- se esbozaron muy pronto, al punto que durante el curso de las I y II Conferencias sobre el Derecho del Mar (Ginebra, 1958 y 1960), así como en la III Conferencia sobre el Derecho del Mar -y también en la etapa preparatoria de esta última- Chile manifestó su preferencia por una posición más flexible, incluyendo su adhesión a la tesis del “mar patrimonial” -ponencia original de Edmundo Vargas Carreño- y luego amparar con Colombia, México y Venezuela dicha fórmula de transacción. Al avanzar la conferencia, Chile se mantuvo en la búsqueda de una aproximación entre las posiciones extremas, invocando extraoficialmente su condición de país anfitrión, pues Santiago estaba designada sede de la Conferencia sobre el Derecho del Mar; y excusarse, terminantemente, de participar en el “Grupo territorialista”, que desde el primer momento presidió un delegado del Ecuador. (De paso, hay que recordar que en el “Grupo territorialista”, que inicialmente reunió a más de 20 países, el Perú declaró de manera expresa su distancia con la propuesta de una anchura de 200 millas para el mar territorial, concentrándose en exigir el otorgamiento al Estado ribereño, en la “zona marítima de 200 millas” -luego convertida en ZEE- el máximo de atribuciones para el ejercicio de sus derechos de soberanía sobre las riquezas del espacio de 200 millas, pero sin perjuicio de la libertad de comunicaciones) 64. 5.- La II Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas (Lima, 4 de diciembre de 1954) Fue ante aquella situación -marcada por la urgencia y, al mismo tiempo, por la imprecisión- que se convocó a la “Segunda Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas del Pacífico Sur”. En esta ocasión, se adoptó, recién, la denominación de “Zona Marítima de 200 millas”, para el espacio mencionado por la Declaración de Santiago, a fin de identificarla con un nombre propio, diferente de una mera expresión geográfica. Hay que recordar que en esos años, si bien ya se había perfilado en la Conferencia de Codificación del Derecho Internacional, La Haya, 1930, el reconocimiento de una franja de mar adyacente que, después, se denominaría como el “mar territorial”, lo cierto es que se seguían barajando los más diversos apelativos -mar adyacente, aguas contiguas, zona especial, mar nacional, mar costero, zona de control, zona de conservación, zona de protección, mar epicontinental, hasta la de territorio marítimo, y sin contar las expresiones en otros idiomas, como marginal seas 65; y que,

64 A partir del 11 de setiembre de 1973, la delegación de Chile mantuvo una actitud de perfil bajo, ante la condena de la comunidad internacional y en el particular del Movimiento No-Alineado, en el que, hasta ese momento, el gobierno de Allende había ejercido un rol muy relevante. Quiero rendir homenaje a la dignidad, pero muy hábil desempeño, que mantuvo el jefe de la delegación, embajador Fernando Zegers Santa-Cruz, como uno de los más lúcidos actores de ese escenario. 65 Además de la diversidad de nombres, era más grave la variedad de funciones propias de la jurisdicción nacional que cada país pretendía ejercer, en una franja de mar adyacente cuya anchura era heterogénea. Con todo, se fue acentuando una tendencia a la uniformidad. Así, en las primeras décadas del siglo XX, el Reino Unido, Estados

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en cada cual de esos espacios, eran diferentes las competencias que se pretendían ejercer. De allí las dificultades que encontró la denominación de “mar territorial”, propuesta por el jurista francés Gilbert Gidel, hasta que se adoptó formalmente en la I Conferencia sobre el Derecho del Mar (1958); aún cuando sin alcanzar la debida precisión y dando pie a múltiples observaciones. La ambigüedad reseñada pone en evidencia que más que una deficiencia del lenguaje, se confrontaba una insuficiencia del derecho 66. Sin embargo, no eran definiciones jurídicas las que se esperaba lograr, sino acuerdos funcionales para convertir los “principios” de 1952, en mecanismos operativos. Junto con otros cinco instrumentos, en la reunión de 1954 se aprobó una Convención sobre “Zona Especial Fronteriza Marítima”, la cual significaba la existencia de una “zona muy especial” (la “fronteriza marítima”) dentro de otra “zona especial” (la de “200 millas”), aún sin definir su naturaleza jurídica, y no quedaba muy claro si era “mar territorial” o era parte de la alta mar; ya que carecía de nombre propio hasta ese momento. Sin embargo, no podía dudarse que aquella, la “muy” especial, era accesoria de la principal; y que ésta además de ser imprecisa, podía ser variable en su extensión, enunciada como “mínima” 67. Creo que no puede existir opinión contraria al propósito específico de la nueva convención, que no era otro -como se describe en el preámbulo donde se precisa la finalidad del compromiso- que evitar los incidentes producidos “por las embarcaciones de poco porte, tripuladas por gentes de mar con escasos conocimientos de náutica” que ocurrían “con frecuencia de modo inocente y accidental”, y en cuyos casos “la aplicación de sanciones producen siempre resentimientos entre los pescadores”, a cuyo efecto se estableció un área “a partir de las 12 millas marinas de la costa” que venía a constituir un espacio sui generis, o si se permite la expresión, de “agua de nadie”, de 10 millas de ancho a cada lado del paralelo Unidos, Francia, Bélgica, Alemania. Holanda Polonia, Japón, así como Chile y el Perú, reclamaban una anchura de 3 millas; los países nórdicos, 4 millas; mientras que España, Portugal, Rumania, Irán, Cuba, Bulgaria, Grecia e Italia, habían establecido 6 millas; México, 9 millas; y Rusia (más adelante Unión Soviética), Guatemala y Venezuela, llegaban a 12 millas. Todo ello sin contar las situaciones específicas como la protección de los bancos de perlas en Ceylan, dependiente de Gran Bretaña; la caza de focas en las costas del mar Artico o la lucha contra el contrabando, en relación con la “ley seca”, en los Estados Unidos, y la jurisdicción penal de 5 millas, establecida en los convenios de Montevideo, de los que era parte el Perú. En verdad, en cada país existían dos o más zonas señaladas para diversas funciones. De allí que, en las primeras propuestas -entre ellas, la del Perú- se menciona que cada país tenía el derecho a señalar la anchura de su mar territorial. Dicha propuesta -como muchas otras, de carácter táctico- no tuvo mayor fortuna; y hoy, se consideraría fuera de la realidad. . 66 Hay una comprobación documental que hace prueba plena. En la II Conferencia del Pacífico Sur se estudió en primer término el proyecto de Acuerdo Complementario de la “Declaración de Santiago”, con la propuesta siguiente: “Chile, Perú y Ecuador procederán de común acuerdo en la defensa jurídica del principio de la Soberanía sobre el mar territorial de 200 millas…”; pero después de la atingencia del delegado peruano con “una modificación de fondo” se acordó descartar la expresión “mar territorial” y sustituirla por “zona marítima”. También se acordó agregar la calificación de “mínima”, para completar la frase “distancia de 200 millas”. En el primer caso, si bien fue muy importante precisar que no se trataba del ejercicio de la soberanía en la “zona marítima”, estaba claro que la finalidad del acuerdo era establecer esas medidas de control para los fines exclusivos de preservar y reglamentar la explotación de las riquezas marítimas. La segunda adición, por el contrario, incluía un elemento de cambio difícil de apreciar entonces, pero revelador del carácter tentativo de la propuesta. Jaime Rivera Marfán, La Declaración sobre Zona Marítima de 1952 (Chile – Perú – Ecuador); Santiago, Editorial Jurídica de Chile. 1968 (A la cabeza del título: Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales. Universidad Católica de Chile. – Memoria Nº. 27). La ref. en pag.138. El autor fundamenta sus datos en las actas de la I y de la II “Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas del Pacífico Sur”. Una extensa bibliografía, en la que anoto de Pablo Luis Melo Urzúa, El derecho del Estado ribereño en la conservación de la riqueza marítima; Memoria de prueba, Universidad de Chile. Santiago, Editorial Universitaria, 1963. (No he tenido la oportunidad de consultar este libro, pero lo menciono ya que su autor es hijo de Luis Melo Lecaros, presidente de la delegación de Chile en las dos conferencias sobre el Derecho del Mar, Ginebra, 1958 y 1960). 67 Expresión del internacionalista Edmundo Vargas Carreño Cfr. Huho Llanos Mansilla, La Creación del Nuevo Derecho del Mar: El aporte de Chile; Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1991; pág. 100.

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mencionado como separación (para el caso de las islas) en la Declaración de Santiago. Y si bien es cierto que el texto completo del artículo 1º expresa que:

“Establécese una Zona Especial, a partir de las 12 millas marinas de la costa, de 10 millas de ancho a cada lado del paralelo que constituye el límite marítimo entre los dos países”,

la naturaleza de la obligación adquirida, o sea, la finalidad precisa y exclusiva del Convenio -aparte de haber sido precisada en el preámbulo en los ajustados términos conocidos- era ajena al propósito de establecer un deslinde definitivo. La ambigüedad comenzaba por la propia redacción ya que al mencionar “el paralelo que constituye el límite marítimo” daba por establecida la preexistencia de un límite, con lo cual confirmaba que, en ese momento, su objetivo solamente reflejaba la conveniencia de que existiera una separación para el ejercicio de la pesca entre las aguas del Perú y las de Chile, dentro de los fines específicos prefijados en dicho acuerdo. En todo caso, ni en razón de la confusión existente ni por el objetivo tan preciso señalado en este caso, cabe hipótesis alguna que dé cabida a una interpretación extensiva, prohibida por las normas elementales de la hermenéutica jurídica, que no admiten esta transubtanciación de un acuerdo, de suyo restrictivo, en una aplicación de la soberanía correspondiente a dos Estados. Si bien, la Convención de 1954 tiene una declaración expresa en cuanto a que “todo lo establecido en el presente Convenio se entenderá ser parte integrante, complementaria…” de la Declaración de Santiago, es oportuno aclarar que la frase insertada en la “Declaración de Santiago”, punto IV, in fine, según la cual,

“Si una isla o grupo de islas pertenecientes a uno de los países declarantes estuviere a menos de 200 millas marinas de la zona marítima general que corresponde a otro de ellos, la zona marítima de esta isla o grupo de islas quedará limitada por el paralelo del punto en que llega al mar la frontera terrestre de los Estados respectivos”,

sólo puede ser explicada y tener aplicación (excuso la reiteración) para satisfacer la preocupación ecuatoriana, exclusiva de la realidad geomorfológica propia del Perú y el Ecuador; por lo cual, su singularidad no puede ser interpretada como un principio de carácter general, desde que esa inusual cláusula defendida por el representante ecuatoriano tenía como único objetivo mantener la libertad de acceso al golfo de Guayaquil, que incluye la isla de Puná como un elemento característico. En consecuencia, no puede afirmarse, ni por la lectura normal, ni por inferencia interesada ni por una interpretación contraria a las normas de la hermenéutica, que en la primitiva “Declaración” de 1952 o en la posterior Convención de 1954, exista referencia alguna al propósito de fijar un deslinde definitivo -que era un imposible jurídico y una pretensión descabellada- ni esta tarea fue objeto de negociación, ni el convenio hace alusión a método cualquiera para construir un “límite” mediante un procedimiento técnico de delimitación; y, a pesar de las deficiencias del texto -y por ello mismo- lo único que no se puede afirmar es que el “Convenio de Zona Fronteriza Marítima Especial” haya tenido finalidad diferente de aquella mencionada en el preámbulo, por lo cual tampoco es posible atribuir al mecanismo de deslinde utilizado (el paralelo geográfico), el propósito de aplicarse con fines políticos y jurídicos con

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alcance internacional (entre naciones), más allá de una función de carácter policial y de control 68. No se puede olvidar que el principio elemental de toda obligación es recaer sobre un objeto cierto, conocido y expresamente definido, además de lícito. En este caso, se ha visto que ni la extensión de la “Zona de 200 millas”; y, jurídicamente, ni su razón de ser, estaban definidas, ya que, la mera expresión “mínima” comprueba su carácter tentativo, como correspondía a una propuesta de esa naturaleza. No es preciso mencionar que toda delimitación supone que el objeto cierto, no sólo sea identificable, sino que quien quiera disponer de él tenga un justo título o, por lo menos, una tenencia reconocida, exigencia que estaba lejos de ser cumplida ya que se estaba disponiendo -a titulo de propietario, que es el único que tiene capacidad para deslindar- de una porción de la alta mar -situación expresamente establecida en el propio Convenio- cuya aplicación comenzaba más allá de las 12 millas, o sea en un espacio dentro de la alta mar, tal como lo habían reconocido puntualmente ambos Estados y era la situación legal vigente. Demás está decir que, para un acuerdo entre Estados acerca de la “delimitación” entre dos espacios “propios”, se requiere tener potestad para excluir a cualquier otro, además de cumplir con un mínimo de formalidades. En este caso, nada está claro, ni los poderes especiales otorgados a los plenipotenciarios (que no aparecen en la resolución de nombramiento); tampoco se menciona en la aprobación del acuerdo, ni en su ratificación; menos, la debida información a los poderes supremos de la nación; ni la publicidad con fines de divulgación, no sólo a la opinión pública sino al conjunto de la comunidad internacional, como lo demandaba la costumbre. Una comprobación adicional, importante, corresponde a una de las fuentes del derecho, pues según el artículo 38, del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, “… las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones, como medio auxiliar para la determinación de las reglas de derecho”. Es de absoluta certeza que hasta 1955, el Recueil des Cours de la Academie de Droit Internacional de La Haye, en los 86 volúmenes hasta entonces publicados, no consigna ensayo alguno presentado en ese centro de estudios, que se refiera, directa o indirectamente, al tema de límites, fronteras, delimitación, deslinde, etc., de espacios marítimos. Ni mucho menos, tratándose de la alta mar. Tampoco en los textos de derecho internacional más conocidos, lo cual querría decir que la cuestión no estaba presente ni en la mente ni en la preocupación de los juristas de “mayor competencia” ni en ningún otro comentarista. Era una cuestión inexistente. En esas condiciones, supera toda capacidad de imaginación, suponer que, en 1969, los técnicos encargados de la ubicación y construcción de los “faros de

68 Es preciso tener en cuenta que antes de la Convención de 1982, el “derecho del mar” no era algo más que una superposición de reglas aplicables a situaciones y espacios marítimos muy diversos. Para esos efectos, los Estados ejercieron, de hecho, sus facultades de coerción -su jurisdicción- en un abanico de funciones, algunas veces contradictorias; otras coincidentes con jurisdicciones vecinas; o sea en espacios siempre imprecisos, a veces contestados y, en algunas otras aceptados. En este aspecto, era natural aplicar la teoría de la “contigüidad”, según la cual las aguas adyacentes a las costas, deben seguir la suerte del territorio terrestre. Si de alguna manera se puede entender las razones del Convenio de 1954, es en relación con el fallo de la Corte Internacional de Justicia en la cuestión de las “pesquerías noruegas” (18 de diciembre de 1951), según el cual “Es la tierra la que confiere al Estado ribereño un derecho sobre las aguas que bañan sus costas”, cuya aplicación justificó la costumbre de ejercer medidas de policía, dentro de circunstancias muy especiales. (En realidad, dicho principio era ya conocido; y, en cambio, es dudoso que se tuviera noticias del fallo de la CIJ). Son estas excepciones al principio de la libertad de los mares, las que han dado lugar a la “zona contigua”, que la Convención del Mar ha consagrado, pero con una particularidad, pues la Convención para el ejercicio de actividades de policía o de administración secundaria, no considera procedimiento alguno de delimitación. De hecho, como ya se ha anotado, la “zona contigua” está, en la mayoría de los casos, subsumida en la ZEE. Por lo mismo, las medidas de policía no requerían de delimitación expresa, salvo acuerdo entre los Estados vecinos, como pudo ser el caso, en 1954. Si la hipótesis anterior peca de excesivamente imaginativa, menos puede pensarse en convertir el ámbito de las medidas de policía, en límites internacionales.

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enfilamiento” fueron poseedores de la ciencia infusa -iluminados por la gracia de Dios, como lo explica el Diccionario de la Real Academia Española- para anticipar que, veinte años más tarde, existiría una Convención sobre el Derecho del Mar que establecería nuevas zonas funcionales, dentro del espacio oceánico y regularía los métodos para deslindar el ejercicio de competencias muy precisas del Estado sobre las riquezas marítimas, ya que en las aguas no existe posibilidad de ejercer, propiamente, potestad alguna 69. Creo que sería interesante aclarar cómo se acordó la denominación de “Zona Fronteriza Marítima Especial”, para reconocer una fórmula que aspiraba a ser una tentativa novedosa (o un recurso de emergencia?), en consonancia con las circunstancias (los incidentes con pescadores; la tensión ocasionada por el “caso” Onassis y la necesidad de crear una “comunidad” de procedimientos de policía para ejercer la vigilancia y el control); pero diferenciando, simultáneamente, el campo de acción individual de las respectivas marinas de guerra, al parecer las más interesadas 70. Sin embargo, esa 69 Es recién, al finalizar la década de 1970, que la cuestión aparece en el escenario académico. Esta fecha aproximada -no es posible fijar una fecha exacta, ya que no existe un registro de nacimientos- se adopta en consideración a un hecho cierto: La presentación del “Texto Integrado Oficioso para Fines de Negociación”, en 1979, que comenzaría a discutirse en el octavo periodo de sesiones de la III Conferencia (1980), señala el tournant en la historia del Derecho del Mar. Y es a partir de entonces que comienzan a aparecer decenas de publicaciones sobre cada uno de los 25 temas y cuestiones aprobados desde el comienzo. En materia de límites marítimos, es probable que entre los iniciales que registra la bibliografía, se anote un breve ensayo del profesor Roger Jeannel, miembro de la delegación francesa, Les procédé de dêlimitation de la frontière maritime, (pp.34 a 39), en la publicación que reúne las intervenciones en el Coloquio de Poitiers, convocado por la Société Française pour le Droit Internacional, bajo el título de la La Frontiére (Paris, Ed. A. Pedone, 1980), en cuyas 300 páginas es el único sobre el tema. Otra reunión interesante organizada por la Universidad de Paris III y el Institut des Hautes Etudes de l’Amérique Latine, cuyos trabajos se publican bajo el título Les phénomenes de <frontiére> dans les pays tropicaux (Paris, CREDAL/IHEAL, 1981) no tiene referencia alguna, como tampoco la exhaustiva bibliografía que acompaña cada uno de los ensayos. Tampoco tengo noticia de publicaciones sobre el tema en el Reino Unido e Italia, antes de esa fecha. En el Recueils des Cours, una primera referencia tangencial aparece, recién en 1956, del profesor Claude-Albert Colliard, …Si bien es cierto que la Corte Internacional de Justicia tuvo a su cargo resolver algunos casos, anteriormente, como consecuencia de la aplicación de la Convención sobre la Plataforma, 1958, que entró en vigencia el 10 de junio de 1964, hay que tener en cuenta la condición de “territorio” -entendido en la misma acepción del territorio continental, del cual es una prolongación- tal como se definió, desde un primer momento, en virtud del fallo de la Corte Internacional de Justicia, relativo a la “cuestión de la plataforma continental del mar del Norte”, de 20 de febrero de 1969, cuyo pronunciamiento ha quedado reconocido como la palabra definitiva: “El derecho del Estado ribereño sobre su plataforma continental tiene por fundamento la soberanía que ejerce sobre el territorio del cual la plataforma continental es la prolongación natural bajo el mar”, definición que ha sido precisada en los fallos sobre la “Cuestión de la plataforma continental, entre Libia y Malta”, (1985); sobre tema similar, entre Tunez y Libia, (1982 y 1984), así como la “Cuestión del golfo del Maine” (1982 y 1984). En cuanto que la prolongación no debe extenderse más allá de las 200 millas, a estos fallos, hay que agregar otros, en 1977, sobre el mar de Iroise, entre Francia y el Reino Unido; sobre el mar del Norte, entre Dinamarca y, de otro lado, Holanda y Alemania; la cuestión de mar Egeo, entre Grecia y Turquía, en 1976 y 1978, siempre en relación con la plataforma continental. 70 Es pertinente recordar la tendencia a una creeping jurisdiction, para describir la intencionada acción para orientar la evolución de los conceptos en beneficio propio, como la que da origen a la actual diferencia, que se afirma más adelante, cuando Chile ratifica dicha Convención, en 1967. Valga el siguiente caso, a título de ejemplo. En el dictamen Nº 138, de la Asesoría Jurídica del ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, de septiembre de 1960 -que ensaya inicialmente esta interpretación progresiva, aplicada a una norma de excepción (todavía en calidad de propuesta), contrariando las reglas elementales de la hermenéutica jurídica- se transcribe el punto IV de la “Declaración de Santiago”, que menciona que “si una isla o grupo de islas perteneciente a uno de los países declarantes estuviere a menos de 200 millas mar de la zona marítima general que corresponde a otros de ellos, la zona marítima de esta isla o grupo de islas quedará limitada por el paralelo del punto en que llega al mar la frontera terrestre de los Estados respectivos”. Y, a continuación, afirma dicho dictamen que el mencionado “número IV revela en forma incuestionable que, para las partes contratantes no es la prolongación de la frontera terrestre, ni la perpendicular de la costa, ni la línea media, sino un paralelo geográfico, el que delimita sus mares territoriales. Los tres países no sólo reconocen allí que ese paralelo es el del punto en que llega al mar la frontera terrestre, sino que le atribuyen un carácter rígido e invariable, cualesquiera que sean las circunstancias particulares existentes”. No se incurre en demasía al pensar que en cada uno de sus líneas el párrafo anterior carece de fundamento. En efecto, el punto IV de la “Declaración”, desde que fue propuesto hasta su aprobación, está referido a una única y excepcional situación: Sólo en la vecindad entre el Perú y el Ecuador, en el caso de la isla del Muerto se presenta la necesidad de

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fórmula con la apariencia de ser una transacción entre opiniones -e intereses- diferentes, al incorporar al léxico marítimo una extraña modalidad, resultó introduciendo elementos contradictorios, incompatibles con el criterio original y con la realidad jurídica. Más aún, el cambio se hizo evidente, pues en lugar de confirmar el propósito de proponer un área de acción común, resultó iniciándose una política de diferenciación del espacio, para el ejercicio de las competencias que aspiraba detentar cada una de las partes, con carácter punitivo 71. Tampoco hay duda que resultó incongruente la tantas veces citada Convención, como contribución en la búsqueda de una aproximación entre las diversas propuestas que estaban apareciendo, lo que se hizo evidente en el curso de los debates en Ginebra, en la I y la II conferencias sobre el Derecho del Mar (1958 y 1960). Menos se puede sostener que la adopción de la “Zona Marítima Fronteriza Especial” -a la que el adjetivo de “Especial” confirma en su finalidad específica, peor si se recuerda que, en el proyecto original, se la califica como “neutral”- transitoria por su propia esencia, que no pasaba de ser algo más que un expediente de procedimiento, imposible de interpretarse con criterio extensivo e incapaz de servir de modelo en otros latitudes. Y peor aún, suponer que un medio de aplicación, subsidiario de una formulación anterior -también de carácter tentativo, como todas las “declaraciones”- podría modificar los conceptos originales del documento principal (1952) que, precisamente, se trataba de fortalecer; y, diferenciar una isla del territorio continental, considerando que dicha isla y algunos islotes que emergen cerca, constituyen un accidente que figura desde las primeras cartas geográficas, sino que era, aún más importante desde el punto de vista estratégico, preservar el acceso al golfo de Guayaquil, interés primordial del Ecuador, que resultaría afectado por la existencia de cualquier tipo de jurisdicción sobre sus aguas. Por tal razón, en este punto IV está implícita la aplicación del principio de equidad. En cuanto a la isla mencionada, la isla de Santa Clara del Amortajado, figura en la “Carta de la Provincia de Quito”, de Pedro Vicente Maldonado (1750) y, ya con el nombre de isla del Muerto, en el “Plano del Virreynato del Perú”, de Andrés Baleato (1792). Con un criterio de exégesis jurídica, está muy claro que el punto IV ofrece otra particularidad, desde que es el único acápite que encierra un carácter mandatario -dentro de las posibilidades de una “declaración”- y que, además, sólo tiene aplicación posible y única para dos de los tres Estados declarantes; particularidad que tiene características tales de singularidad, fundada en la naturaleza de las cosas, que no permite una interpretación extensiva. El autor del dictamen Nº 138 ignora u olvida, que precisamente, la exigencia inexcusable del gobierno quiteño, era evitar cualquier interpretación -como la enunciada en el dictamen Nº 138, de la “prolongación de la frontera terrestre”, calificada como fórmula prioritaria- de carácter específico, sin antes dejar bien establecido que el compromiso asumido en la “Declaración de Santiago” era ajeno a la existencia de una frontera terrestre, pues Ecuador reclamaba la nulidad del Protocolo peruano-ecuatoriano de Rio de Janeiro (1942); pero, además, como condición sine qua non, que no existiera referencia o compromiso entre los tres países de reconocer la existencia de delimitación territorial alguna entre el Ecuador y el Perú, y, mucho menos, avanzar hasta el establecimiento de un “límite” en el mar, lo que era una abstracción de carácter político ajena a las circunstancias y a toda mentalidad jurídica. De allí que los calificativos del dictamen Nº 138, como “incuestionable”; y de existir un acuerdo “rígido e invariable”, no corresponden a la verdad del acuerdo tripartito ni resulten aceptables y menos su generalización: “cualesquiera que sean las circunstancias…”. En última instancia, si bien el texto del punto IV de Santiago tuvo su origen en una demanda ecuatoriana, su atención no podía obligar a que fuera mencionada explícitamente. De allí que al no haber sido individualizada, la frase “el punto en que llega al mar la frontera terrestre”, quedaba sin poder ser identificada o atribuida de manera expresa, no obstante lo cual se exigió una aclaración expresa, proporcionada por Tobías Barros Ortiz, que comprometía la inteligencia de los tres Estados: Exigida por el Ecuador; expresada por Chile, país “garante” del Protocolo de Río de Janeiro; y aceptada por el Perú, en el sentido que la finalidad de la “Declaración de Santiago” estaba muy distante de estar vinculada con las fronteras internacionales. En otro sentido, es aún más llamativo que en el Informe Nº 138, mencione que para el efecto es incuestionable que se debe tomar en cuenta “el punto en que llega al mar al frontera terrestre”, afirmación que Chile ha negado más adelante. Cabe preguntar si el informe Nº 138 sigue expresando la versión de la Cancillería chilena en estos aspectos jurídicos. 71 Es posible aliviar la perplejidad -además de lo dicho en la nota Nº 63- si se recuerda que, simultáneamente con la Convención sobre “Zona Especial Fronteriza Marítima”, se suscribió aquella titulada como “Convenio complementario...”, que es una invocación a proceder de común acuerdo en la defensa jurídica del principio de la soberanía sobre la Zona Marítima, comprometiéndose a consultarse; y obligándose a la más amplia cooperación para la defensa común, mediante un sistema de comunicación inmediata, además de comprometerse a no celebrar convenios que signifiquen menoscabo de la soberanía, sin perjuicio del derecho de cada cual de celebrar contratos, siempre que no sean contrarios a las normas comunes establecidas. No es preciso ser zahorí para sospechar que sobre uno y otro de los dos actos mencionados, una sombra de contradicción parecería nublar su correcta inteligencia.

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mucho menos, sentar doctrina para el porvenir. Esta última característica de subsidiariedad es definitiva, pues si entonces no cabía hablar ni establecer “límites” en alta mar, tampoco pudo proponerse entonces que se parcelara la “Zona de 200 millas” (“mar territorial” según una de las Partes); y menos hoy, para invocar una posible retroactividad y pensar que las creaciones de la Convención Universal sobre el Derecho del Mar fueron previstas en aplicación del Convenio de 1954. Por lo demás, es notorio que el texto de la Convención sobre Zona Especial Fronteriza Marítima al ofrecer más de una situación obscura, ha dado lugar a interpretaciones caprichosas que han confundido su correcta inteligencia. Si bien fue aprobada en el Perú por Resolución Legislativa de 10 de mayo de 1955; y, en el Ecuador, por Decreto de 9 de noviembre de 1956; en Chile, ese trámite recién se cumplió trece años más adelante, después de las conferencias de Ginebra (1958 y 1960) cuando quedó muy en claro que, ni Chile ni los otros dos Estados, estaban en capacidad de formular demandas de esa naturaleza, o sea pretender una delimitación propia del ejercicio de la soberanía sobre un espacio dado. En todo caso, es válido pensar que el requisito elemental de toda obligación contractual, voluntariamente asumida, como es la existencia de un objeto cierto, en 1954 no estaba claramente definido en la mente de los negociadores y que no es lícito intentar imponerla individualmente después, meta que sólo les correspondería a los propios Estados, por medio de un convenio formalmente celebrado. De allí que no haya respuesta para la primera pregunta que debieron formularse los negociadores, a saber cómo podían dos Estados vecinos “limitar” el espacio marítimo considerado alta mar, como si fuera una propiedad definitiva, cuando en el Perú y en Chile, el mar territorial tenía una anchura de tres millas, y en el Ecuador de doce (hasta 1966); al tiempo que los tres gobiernos habían declarado, oficialmente, que la “Zona Marítima de 200 millas” era parte del mar libre, protegido de cualquier intento de apropiación- y en cuyas aguas sólo se reivindicaba la posibilidad de ejercer competencias para el mejor aprovechamiento de las especies marinas?. Y una pregunta más difícil de contestar: Si tal regulación del espacio marítimo era, firmemente, rechazada por las demás potencias pesqueras, sólo resultaría aplicable a los pescadores de los tres países vecinos, con lo cual, acaso, se renunciaba dentro de la comunidad, a la libertad de pesca que se aceptaba reconocer a terceros países?. Por último, dado que el espacio de “agua de nadie” recién comenzaba a partir de las 12 millas de la costa (la única área de posible “mar territorial”, que ya el Ecuador tenía establecido con esa anchura al momento de suscribir y aprobar la Convención de 1954), está claro que ese corredor internacional de 20 millas de anchura quedaba dentro de la alta mar, o sea fuera de todo posible ejercicio de soberanía como para “delimitar” a dos Estados vecinos, realidad que hacía imposible, ni siquiera preguntar si era viable el propósito de establecer una “frontera”, con el sentido que dicha voz tiene en el ámbito territorial 72, violando la lógica más elemental por ser contraria a dos principios sustantivos de toda norma, por la imposibilidad de ser

72 Anticipando el orden cronológico de los acontecimientos, es ilustrativo insistir en la oscilatoria posición de Chile, Ecuador y Perú, ante la necesidad de buscar el acuerdo internacional. En la I Conferencia sobre el Derecho del Mar (1958), una fórmula patrocinada por Canadá y Estados Unidos, estuvo a punto de obtener la aprobación final. En comisión obtuvo 43 votos a favor, 33 en contra y 12 abstenciones. Entre ellas, Chile, Ecuador y Perú. Como lo expresó el delegado de Chile, su delegación “estaba dispuesta a apoyar la delimitación de seis millas para el mar territorial, así como el establecimiento de una zona de pesca exclusiva de una extensión de doce millas a partir de la línea de base elegida… pero… deplora haberse visto obligada a votar contra la propuesta… por no poder apoyar el principio” relativo al reconocimiento del llamado “derecho histórico” a favor de los Estados que durante los últimos cinco años hubieran pescado en las seis millas de la zona de pesca. Llevada la propuesta al plenario, obtuvo 54 votos a favor, 28 en contra, incluidos Chile Ecuador y Perú, y 5 abstenciones, faltándole un voto para completar los dos tercios necesarios para su aprobación.

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eficiente (tener “efecto útil”) y de prestar seguridad jurídica, como lo han demostrado los hechos. A mayor abundamiento, es ilustrativa una breve mención del proceso parlamentario seguido en Santiago, en el que aparece cuál era para los legisladores la naturaleza de la convención aprobada, sin posibilidad de interpretarla más allá de su propia finalidad. Inicialmente, fue el 22 de julio de 1955, que el presidente de la República, Carlos Ibáñez del Campo, dirigió al parlamento el mensaje sometiendo a su aprobación los seis convenios aprobados en la II Conferencia, Lima, 1954. En forma muy resumida se refiere a esos instrumentos, que considera como elemento primordial de la estructura que es preciso complementar para hacer “posible la transición desde el terreno doctrinal al de las realizaciones prácticas”, con el siguiente comentario “Esos instrumentos (los de 1952) tienen hoy fuerza de ley de la República” 73 y los recientes (de 1954) son normas complementarias “para la defensa y conservación de la riqueza ictiológica de nuestros mares”. Recién, en sesión del 27 de julio de 1966, la Cámara de Diputados pasó a conocer el informe de la Comisión de Relaciones recomendando la aprobación del Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima. En el debate, virtualmente el único orador fue el diputado Montes, quien manifestó su interés por conocer “si la consideración de estas 12 millas marinas está en relación con los acuerdos ya suscritos (los de 1952. JMB) que estiman como mar territorial las 200 millas marinas… en el sentido de que al hablarse aquí de 12 millas desde la costa no se aprueba una disposición que signifique invalidar los acuerdos anteriores” adoptados por el Gobierno y el Parlamento. A continuación, se aprobó el proyecto de informe. En el Senado, el informe favorable de la Comisión, fue visto y aprobado en sesión del 4 de julio de 1967. En dicho documento, también muy breve, después de parafrasear el contenido del convenio, se recuerda que “para determinar este límite debe seguirse el paralelo y continuar éste en el punto en que el límite terrestre cae en el Océano”. Al parecer, aquí se sobreentiende que todavía no existe el límite marítimo. Es interesante la siguiente información, que consta en el informe de la Comisión del Senado: “Según antecedentes que proporcionó el señor Subsecretario de Relaciones Exteriores, la armada nacional ha solicitado reiteradamente la aprobación de este Convenio que tiende a resolver ingratas cuestiones que se suscitan en las zonas fronterizas marítimas entre Chile y Perú por incursiones involuntarias de naves de una u otra nacionalidad dedicadas a faenas pesqueras”. El 10 de octubre, el presidente Eduardo Frei Montalva impartió el cúmplase, publicándose, el mismo día, en el “Diario Oficial”. Estos antecedentes no ofrecen mayores novedades, como partes de un trámite de rutina. Sin embargo, si hubiera que extraer una conclusión, es muy grande la tentación de pensar que el tema era conocido muy superficialmente; y que el interés del Ejecutivo en su aprobación no fue, precisamente, el que corresponde a la definición de un límite internacional 74. Así sea al final de este párrafo, es necesario recordar que en los días previos a la II Conferencia, había ocurrido un incidente, de excepcional trascendencia, al producirse la

73 Esta afirmación distingue entre la fuerza de ley para los efectos internos, de cualquier forma de convenio internacional. En efecto, originalmente, la aprobación de la “Declaración de Santiago” en Chile, se hizo por Decreto del poder Ejecutivo, Nº 432, de 23 de septiembre de 1954; y en el Perú, por Resolución Ministerial de 11 de abril de 1953, donde, para dichos efectos internos, se sometió al Parlamento, siendo materia de la Resolución Legislativa Nº 12,305, de 10 de mayo de 1955 (V. nota Nº 56). 74 Los documentos que se mencionan están publicados en el “Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados”, 1960, Sesiones 25ª y 26º, pp. 3029 y 3260 y ss. ; y en el Diario de Sesiones del Senado, 1966, p.652; y 1967, p. 652, para la aprobación. El cúmplase, en el “Diario Oficial de la República de Chile”, del 10 de octubre de 1967.

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captura (16 de noviembre de 1954) de una imponente flota de propiedad del armador griego Aristóteles Onassis, integrada por el buque madrina Olympic Challenger, y los siguientes, Olympic Victor, Olympic Lightning, Olympic Fighter, Olympic Conqueror, más otros que lograron escapar. Después de su detención, la autoridad marítima peruana les impuso una multa de tres millones de dólares, al comprobarse que en sus operaciones habían cazado entre 2,500 y 3,000 ballenas. El suceso que ocupó las páginas de la prensa mundial y motivó la protesta de la embajada británica, creó una tensión internacional, en cuyo ambiente se realizó la reunión, que explica el propósito de fortalecer “la acción conjunta de nuestros países en proclamar, como norma de su política marítima internacional, su soberanía sobre el mar adyacente hasta las doscientas millas”, como lo expresó en su discurso inaugural el canciller del Perú, David F. Aguilar Cornejo, a cuyo efecto definió el objetivo del evento: “Hasta este momento se carece de una norma internacional de derecho positivo aplicable. Esta conferencia va a solemnizar los reglamentos y resoluciones acordados por la Comisión Permanente de Santiago, dándoles la forma de tratados internacionales para poder contar con los necesarios instrumentos jurídicos que impongan, en el futuro, las sanciones …señaladas en las legislaciones nacionales y en la “Declaración de Santiago”. (Una nota al margen obliga a subrayar que se mantiene la “Declaración de Santiago” en su primitiva condición de “declaración” y que ninguno de los textos adoptados se refirió a la intención de los plenipotenciarios entonces reunidos, para aprobar acuerdo o referencia alguna al cambio en la jerarquía jurídica de dicho instrumento “declarativo”; y, en segundo término, tampoco se enunció propósito alguno en cuanto al trazado de “fronteras internacionales” en el mar adyacente). A llegar la clausura, una nota altamente significativa distinguió al conjunto de las medidas adoptadas. En efecto, se aprueban entonces, los siguientes instrumentos: - Convenio complementario a la “Declaración” de soberanía sobre la “Zona Marítima de doscientas millas”; - Convenio sobre sistema de sanciones; - Convenio sobre medidas de vigilancia y control de las “Zonas Marítimas de los países signatarios; - Convenio sobre el otorgamiento de permisos para la explotación de las riquezas marítimas del Pacífico Sur, - Convenio sobre la Reunión Ordinaria anual de la Comisión Permanente; - Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima; y, finalmente, una. - Resolución recomendado a los gobiernos “la adopción de medidas legislativas para la protección y el fomento de las industrias pesqueras”, en cuyo conjunto es posible distinguir el espíritu rector de la II Reunión, propio de las circunstancias anotadas, cuyo propósito principal era “concretar el fin de unidad de acción que persigue la Conferencia”, como se consigna en el Acta Final 75. Así lo confirma el informe del Secretario General de la CPPS, Julio Ruiz Bourgeois sobre la Conferencia de la FAO (Roma, abril-mayo, 1955), al definir el rol del organismo del Pacífico Sur y recomendar que los países que lo integran por tener “zonas marinas comunes, formen entre ellos entidades intergubernamentales que tengan por objeto la conservación de los recursos del mar, los cuales deberían auxiliarse con institutos 75 De los convenios mencionados, uno entró en vigencia trece años después; y otro al aprobarse su reglamento. Las actas y la documentación de la II Conferencia, en la “Revista Peruana de Derecho Internacional”, Lima, Nº 46, T. XIV, pp.267 y ss.

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científicos que estudien la conservación de las especies marinas”. (Ruiz Bourgeois fue el presidente de la conferencia de Santiago, en l952). Si se obvia la lectura anterior y se pasa directamente al punto 7 “El Protocolo de Adhesión a la Declaración de Santiago”, (Quito, 1955), bien puede pensarse que este documento puede sustituir a los largos párrafos que anteceden. 6.- El Acta de Lima, de 12 de abril de 1955. Cuatro meses más tarde, la interpretación auténtica más importante de los tres países del Pacífico Sur, por conducto de los respectivos representantes expresamente convocados -precisamente los mismos que habían suscrito los instrumentos de 1954- sirvió para ratificar el carácter de la “Declaración de Santiago”, autocalificada de “declaración”, cuyo objetivo muy definido, se puso en evidencia en el “Acta de Lima”, al rechazar la protesta de las potencias marítimas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña 76, mediante una nota de idéntico texto, entregada en las tres capitales (Lima, Quito y Santiago), cuyo párrafo sustantivo expresa: “No tiene, pues, la Zona Marítima establecida en la “Declaración de Santiago” (motivo de la protesta, por considerar que pretendía constituir un mar territorial de una anchura superior a las tres millas reconocida por el derecho internacional. JMB) los caracteres que parece atribuirle el Gobierno de (Estados Unidos, Gran Bretaña, y otros), sino por el contrario, de modo definido y preciso, se inspira en la conservación y prudente utilización de los recursos naturales” (Entregada el 12 de abril de 1955. En días posteriores, se cursaron similares notas de respuesta a los representantes de Dinamarca Holanda, Noruega y Suecia. JMB). Es notorio que, si bien se había desmentido firmemente la atribuida pretensión de ampliar el mar territorial hasta las 200 millas, tampoco se ofrecía una definición del proyecto implícito en la propuesta “política” de los países del Pacífico Sur, que fuera suficiente para lograr una convergencia de carácter internacional, para cuya búsqueda, a lo sumo, quedaba abierto el camino. Sin olvidar que, para entonces, era terminante el respeto al principio universal de la libertad de los mares -reiterado en la “Carta del Atlántico”- que nadie se atrevería a contradecir, menos los países del Pacífico Sur, cuya existencia estaba vinculada al acatamiento de ese principio, considerado entre los siete principios fundamentales del derecho internacional 77. La interpretación oficial del Acta de Lima -insisto en que conjunta y previamente acordada- fue muy oportuna. Además, al sumarse a la ola de “declaraciones”, a partir de las “proclamaciones” del presidente Truman, incluyendo el intercambio de protestas internacionales, los debates internos y los comentarios de los especialistas en el curso de los diez años transcurridos a partir de 1945, contribuyó a comprobar que eran los intereses económicos en juego, los factores de más peso en la controversia. Sin embargo, en el ambiente jurídico y en el esfuerzo teórico, tanto dentro del panorama internacional, como al interior de la organización del Pacífico Sur, en sus tres Estados 76 Esta protesta colectiva, al parecer fue la reacción motivada por los acuerdos adoptados en la II Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas, Lima, 1954, de la misma manera que la “Declaración” peruana de 1º de agosto de 1947, motivó una protesta, expresada, en el caso del Reino Unido, en nota de 6 de febrero de 1948 y el 2 de julio de 1948, por Estados Unidos. La “Declaración de Santiago”, de 1952, fue objeto de una actitud similar. 77 George Schawarzenberger, The fundamental principles of Internacional Law; La Haya, Recueil des Cours de la Académie de Droit Internacional. 1955 - 1, Nº 87.

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miembros, la confusión reinante se seguía ahondando. De un lado, era cada vez más necesario configurar con mayor precisión la zona a la que se refería la “Declaración de Santiago”, a comenzar por su nombre, que debía ser suficiente para perfilar una noción, pero ambiguo para no precipitar un fracaso. Al mismo tiempo, las respectivas marinas de guerra estaban interesadas -quizá con excesivo empeño- en aclarar sus responsabilidades en el área encomendada a su guardianía, frente a las incursiones de los vecinos, situación que al generar una tensión institucional, produjo un problema diferente 78. En efecto, para los pescadores artesanales resultaba un perjuicio palpable; y era incomprensible que el mar libre, más allá de las tres millas de la costa, en el que no habían existido restricciones para sus actividades, tanto frente a su país como al vecino, resultara una zona prohibida, cuyo ingreso les estaba vedado; y, peor aún, sometidos al riesgo de incautaciones, detenciones, confiscaciones, multas y otras penalidades. De hecho, la defensa del patrimonio pesquero contra la depredación de flotas extranjeras que creó un ambiente en extremo conflictivo, terminó traduciéndose en medidas que agraviaban, por igual, a los pescadores de los propios países interesados en su salvaguardia. Pero, para la mentalidad militar -léase el sentimiento nacionalista- se trataba, en primer lugar, de un problema que rozaba con el prestigio institucional y con la misión de mantener el respeto a la “soberanía” nacional. Más allá de las protestas diplomáticas, fueron muchos los incidentes que actuaron como elementos estimulantes de un ambiente conflictivo; entre ellos, algunos revistieron particular resonancia, tales como la captura de la flota pesquera de propiedad del armador griego Aristóteles Onassis, a la que se impuso una cuantiosa multa, que fue uno de los más sonados episodios de esta disputa toute azimut: En 1952, se había anunciado que la Argentina e Italia participarían en la siguiente estación de caza, con el ballenero “Juan D. Perón”, de 42.000 de toneladas, el mayor del mundo, con una flotilla auxiliar de diez embarcaciones menores 79. Por esas mismas circunstancias, a partir de esa década se acentuó el empeño de construir un sistema de acción regional, cuyo núcleo fue la Comisión Permanente del Pacífico Sur, que alcanzó una calificación ejemplar en el torbellino internacional. En otro sentido, también, este intrincado conjunto de hechos, propuestas, interpretaciones, sentimientos, intereses, etc., evolucionó al conjuro de la novedad, para deslizarse al empeño individual de extender la jurisdicción, defender un patrimonio “nacional”, aplicar severas medidas de control, etc., en suma, privilegiar el interés individual. Esta distorsión está entre las causas de las desordenadas manifestaciones de wishful thinking, que, a la postre, alteró la debida inteligencia de la realidad y de sus posibilidades.

78 Más adelante, dentro del criterio de individualizar las áreas de responsabilidad, la propuesta concreta provino de la Marina de Guerra del Perú -entiendo que después de contactos informales con la Marina chilena, lo que explica el rápido acuerdo al que se llegó entre ambas- simultáneamente con la aprobación parlamentaria de la Convención de Zona Especial Fronteriza Marítima, el 16 de septiembre de 1967 (trámite coronado el día 21, en Santiago), cuando el ministro de Marina peruano, vicealmirante Raúl Delgado, se dirigió a su colega de Relaciones Exteriores -precisamente el día 21 de septiembre de 1967- para que, por la vía diplomática, se acordara la ubicación de las señales de enfilamiento, que debía ser realizada “con los organismos técnicos respectivos y para igual utilización de ambos países”. 79 La documentación sobre el caso Onassis, en “Revista Peruana de Derecho Internacional”, Nº 46, T. XIV; julio-diciembre, 1954; p.261. Es preciso recordar que el “caso” Onassis fue determinante en las decisiones nacionales.

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Así sea adelantando un juicio crítico, fue más adelante que presiones internas terminaron provocando, como lamentable consecuencia, una reacción paralela, también entre el Perú y Chile. No se pretende invocar como excusa la existencia de errores en la apreciación de las cosas; y, menos, que se trate de calificar como maligna alguna de las interpretaciones dadas a un problema desconocido en aquel tiempo. Ya fuese porque la riqueza inesperada despertó una ambición descontrolada; ya porque la creación de regulaciones, consideradas como trabas inaceptables, agitaron el ánimo público, lo cierto es que, ante la nueva situación, también creció la susceptibilidad de los grupos competidores. Tampoco se infiere que sólo un país fue el que manejó el equívoco, ya que el beneficiado intencionalmente, hubiera estado cometiendo un acto de deslealtad que es preferible descartar, para dejar a salvo la buena fe que es inseparable de las relaciones internacionales. Lo deplorable es que, desde entonces, se alimentó una escalada en los sentimientos y las expresiones, así como en las propuestas y acciones derivadas, que han servido de pretexto para que, al llegar a nuestros días, se haya convertido en un “problema sensible”, que compromete el interés superior de una armónica convivencia. Es, pues, como consecuencia de una apreciación diferente por parte de todos los interesados y de presiones inesperadas, que se inicia la etapa más compleja, que sin llegar a resolver el problema, llenaría las dos décadas siguientes. 7.- El Protocolo de Adhesión a la Declaración de Santiago. (Quito, 6 de octubre de 1955) En esa fecha, se suscribió un interesante acuerdo, con el calificativo de “protocolo”, y un extenso texto, cuya parte resolutiva -propiamente hablado- dice,

“Los tres Gobiernos declaran que la adhesión al principio de que corresponde a los

Estados ribereños el derecho y deber de proteger, conservar y utilizar las riquezas del mar que baña sus costas, no se afecta por el ejercicio del derecho que tiene también todo Estado de fijar la extensión y límites de su Zona Marítima. Por lo tanto, al adherirse, cada Estado puede determinar la extensión y forma de delimitación de su respectiva zona, ya sea frente a una parte o la totalidad de su litoral, de acuerdo con la realidad geográfica peculiar, con la magnitud de cada mar y con los factores geográficos y biológicos que condicionan la existencia, conservación y desarrollo de la flora y fauna marítima en sus aguas”.

El tema había sido sugerido por el ministro de Relaciones Exteriores de Costa Rica, Alberto F. Cañas, en nota dirigida al canciller peruano, David Aguilar Cornejo, cuya respuesta oficial, si bien afirmativa en principio, remitió a una próxima reunión de la CPPS, para acordar el texto del respectivo instrumento de adhesión. En todo caso, fue el gobierno ecuatoriano el que demostró interés, al que agregó urgencia la próxima visita que debía realizar a Quito, el presidente de Costa Rica, que se cumplió en el mes de octubre. El texto fue adoptado mediante consultas directas entre las tres cancillerías. Sin embargo, más adelante Costa Rica retiró su adhesión por no estar de acuerdo en la aplicación de esos principios “en una extensión más amplia de la reconocida por el derecho internacional”, No creo que exista información documental disponible acerca del previo intercambio de opiniones entre sus suscriptores, el canciller del Ecuador, el embajador de Chile en Quito y el encargado de negocios del Perú. Sin embargo, la versión recogida tiempo después -de fuente muy autorizada-, permite una explicación verosímil para entender, que, por las razones conocidas, la iniciativa acerca del texto -que resulta

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innecesariamente complicado- correspondió al canciller del país sede 80, y, en particular, la última frase arriba transcrita, acerca de que, sin perjuicio de la cuestión de principio “…todo Estado tiene (el derecho) de fijar la extensión y límites de su Zona Marítima…”, con cuya aclaración quedaba entendido que era una acción que aún está por realizarse. En efecto, es bien conocido que la gestión del canciller Peñaherrera coincidió con otro momento de aguda crisis en el problema peruano-ecuatoriano, por cuya razón se activó, esta vez en la Organización de Estados Americanos (OEA), Washington, la demanda ecuatoriana de impugnar la existencia de la frontera fijada en el Protocolo de Rio de Janeiro. Correlativamente, en Quito, surgió la necesidad de precisar -o eliminar- toda posibilidad de que la referencia existente en la “Declaración de Santiago” al “punto en que llega al mar la frontera terrestre”, fuera utilizada en desmedro de su posición. Se adujo, entonces, por la presión de algún sector político, que la aclaración brindada al presidente Velasco Ibarra por el enviado especial, Tobías Barros Ortiz, no constaba de texto oficial alguno y que debía quedar definitivamente aclarado que la “adhesión al principio” que corresponde al Estado velar por las riquezas marítimas, era independiente de cualquier otra condición, por lo cual “cada Estado puede determinar la extensión y forma de delimitación de su respectiva zona, ya sea frente a una parte o a la totalidad de su litoral, de acuerdo con la realidad geográfica peculiar, con la magnitud de cada mar y con los factores geológicos y biológicos que condicionan la existencia, conservación y desarrollo de la flora y fauna marinas en sus aguas”. La potestad de cada Estado de fijar la “extensión y forma” de su zona marítima, sin restricción alguna, tenía un fundamento aplicable, dado el carácter de variabilidad establecido en los antecedentes que enuncian aquel principio; y, en consecuencia, que quedara de manifiesto que ese ejercicio aún no se había formalizado, ni en todo ni en parte, para tomar en cuenta la “realidad geográfica peculiar, con la magnitud de cada mar”; por lo que la aplicación de ese derecho podría cumplirse en su momento. Esta aclaración era igualmente válida, en relación con el Convenio de 1954, que no había sido perfeccionado aún y que tenía igual jerarquía jurídica que el Protocolo de Quito. En efecto, esa precisión no estaba en contradicción con los elementos objetivos propios de la documentación existente, que no era muy abundante, pero sí lo suficientemente ambigua, como para satisfacer todo tipo de interpretaciones. En todo caso, si en el caso del territorio existían dudas para una de las partes, también era evidente que en el mar -la Zona Marítima de 200 millas- la formalidad de una frontera internacional no podía tener consistencia. Esa documentación estaba conformada por, - la Declaración presidencial de Chile, de 23 de junio de 1947; - la Declaración presidencial del Perú, de 1º de agosto de 1947; - la Ley del Petróleo, en el Perú, de 12 de marzo de 1952; - la Declaración de Santiago -Chile, Ecuador y Perú- de 18 de agosto de 1952; 80 En los años 1954 y, en especial, 1955, rumores alarmistas convocaron manifestaciones callejeras en Quito y Guayaquil. El embajador ecuatoriano en la OEA, José Ricardo Chiriboga Villagómez, invocó al T.I.A.R, en razón de concentraciones de tropas peruanas en la frontera “febrilmente incrementadas en las últimas horas”, que ponían en riesgo la paz del continente. La demanda se retiró dos semanas más tarde (27 de setiembre de 1955), pues los hechos invocados como amenazas no habían existido. Sin embargo, la tensión interna se fue intensificando al aproximarse el proceso electoral que, meses más tarde, llevaría al poder al partido opositor, dirigido por Camilo Ponce Enríquez. Sobre la adhesión de Costa Rica, en Bákula, “El Dominio Marítimo…”, op.cit., p.272.

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- el Convenio sobre Zona Especial Fronteriza Marítima, 4 de diciembre, 1954; - el Decreto peruano de delimitación exterior de la Zona Marítima, 12 de enero, 1955; y - el Acta de Lima, aclarando el sentido de la Zona Marítima, 12 de abril de 1955. En la declaración chilena, el artículo 3º, establece que “la demarcación de los zonas de protección de casa y pesca marítimas… será hecha, en virtud de esta declaración de soberanía, cada vez que el Gobierno lo crea conveniente, sea ratificando, ampliando o de cualquier otra manera modificando dichas demarcaciones…”. En la declaración peruana, el punto 3º. se lee “…el Estado se reserva el derecho de establecer la demarcación de las zonas de control y protección …y de modificar dicha demarcación de acuerdo con las circunstancias sobrevivientes por razón de nuevos descubrimientos, estudios e intereses nacionales que fuesen advertidos en el futuro…”. La Ley del Petróleo peruana (12 de marzo de 1952, anterior a la “Declaración de Santiago”) tiene una precisión en cuanto a la extensión de la zona mencionada en la Declaración presidencial de 1947, que establece que “la soberanía y jurisdicción nacionales extienden a la plataforma submarina o zócalo continental…”, que la ley sitúa entre la costa “y una línea imaginaria trazada mar afuera a una distancia constante de 200 millas”. Como se ha señalado, la Declaración de Santiago, por su propia naturaleza, no implicaba condición alguna en relación con la legislación interna, tal como se ha señalado en párrafos anteriores, precisión que se aplica a los restantes instrumentos antes mencionados, más allá del “derecho y deber de proteger, defender y utilizar las riquezas el mar”. Por último, es oportuno señalar que el “Protocolo de Adhesión” no agregó elemento alguno de claridad al conjunto arriba mencionado; y, que, por el contrario, se sumó a las ya numerosas expresiones ambiguas que integraban el corpus destinado a orientar la política marítima de los tres países. 8.- La reunión de Lima (1960). Después de haberse celebrado la II Reunión de la Conferencia del Pacífico Sur (1954); el Acta de Lima (1955); y el Protocolo de Adhesión (1955), no es posible distinguir que la situación general ofreciera, como consecuencia, progresos en la afirmación de la tesis de la “Zona Marítima de 200 millas”. Seguía sin definirse, de modo claro y preciso, la naturaleza jurídica de la propuesta; tampoco estaba a la vista el procedimiento a seguir para lograr un apoyo consistente en el ambiente internacional, a comenzar por el área inmediata de la comunidad latinoamericana. La legítima aspiración de los Estados costeros a gozar de un “derecho… para fijar un zona de control y aprovechamiento económico hasta una distancia de 200 millas”, dentro de la cual pudieran ejercer determinado actos de jurisdicción, fue incluida en un proyecto de convención sobre mar territorial, aprobado por el Comité Jurídico Interamericano, el 30 de julio de 1952. Este documento, producto de un órgano consultivo, debía ser elevado a la II Reunión del Consejo Interamericano de Jurisconsultos (entonces, del más alto nivel en la OEA), en abril de 1953. Esta instancia

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superior, “sin expresar por ahora, juicio alguno sobre la naturaleza y alcance que puedan hacer los Estados ribereños… sobre sus aguas territoriales…”, se limitó a expresar que el conjunto de hechos, “ha tenido como consecuencia que el derecho internacional reconozca a dichos Estados el derecho a proteger, conservar y fomentar tales riquezas”. A dicha II Reunión asistieron Alberto Ulloa y Luis David Cruz Ocampo, que pocos meses antes habían sido los principales mentores de la “Declaración de Santiago”. El resultado entonces obtenido fue el magro avance logrado en el ámbito americano, desde que la votación previa en el Comité Jurídico había sido de 4 a favor y 3 en contra incluyendo al delegado norteamericano. Está claro, además, que el apoyo obtenido, dentro de sus condicionamientos, estaba circunscrito por criterios estrictamente económicos y tecnológicos. Es notorio que la realidad política explica la vinculación conceptual existente entre los criterios predominantes en el continente y el sentido de la respuesta acordada en el “Acta de Lima”, para precisar a las grandes potencias, que su calificación de las demandas de Chile, Ecuador y Perú como un propósito inaceptable de ampliar la extensión del mar territorial, era una interpretación equivocada por cuanto la propuesta de los países del Pacífico sólo se “inspira en la prudente conservación y utilización de sus riquezas marítimas”. De allí en adelante, ya fuese por la diversidad de criterios entre los países interesados, ya por la oposición irreductible de las grandes potencias marítimas, se dio por comprobado que las declaraciones individuales no constituían fuentes de derecho, y peor aún que las diferencias crecientes entre esos actos, anulaban la posibilidad de contribuir a la formación de una costumbre internacional. Si se agrega que la argumentación empleada en contra, tanto por la amenaza del uso de la fuerza, como por la atribución a los países ribereños de propósitos egoístas y excluyentes, lo cierto es que las tribulaciones de los tres países fueron en aumento, al tiempo que no se lograba una mayor cohesión entre sus intereses y sus propósitos y se debilitaba la unidad de sus coincidencias políticas. Muy poco después, la Conferencia Especializada de Ciudad Trujillo (1956) anuló las aparentes ventajas obtenidas, semanas antes en la III Reunión del Consejo Interamericano de Jurisconsultos; y, por el contrario, protocolizó que “no existe acuerdo entre los Estados aquí representados respecto al régimen jurídico de las aguas que cubren dichas aguas submarinas (la plataforma continental), ni sobre el problema de si determinados recursos vivos pertenecen al lecho o a las aguas suprayacentes”; que se agravó con otro párrafo confirmando que “no existe acuerdo entre los Estados representados en esta Conferencia, respecto de la naturaleza y el alcance del interés especial del Estado ribereño, ni en cuánto deben ser tomados en cuenta los factores económicos y sociales que pudieren invocar…”. El capítulo siguiente corresponde a la I Conferencia de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Ginebra, 1958). En el presente acápite, sólo cabe añadir que desde que se anunció la posibilidad de esa conferencia, se diluyeron las posibilidades de unificar criterios entre los países de la comunidad americana. Las votaciones que se registraron así lo demuestran y se mencionan más adelante. En estas condiciones, fue la Cancillería limeña en vísperas de la II Conferencia (Ginebra, marzo-abril, 1960), la que invitó a una reunión de los delegados

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plenipotenciarios de los tres países, a la que asistieron Luis Melo Lecaros y Vicente Izquierdo Besa, por Chile; Eduardo Ponce Carbo, del Ecuador; y Alberto Ulloa y Edwin Letts, por el Perú, con el propósito de diseñar una acción común. El resultado de esas conversaciones fue poco alentador, como aparece en las expresiones del comunicado oficial expedido a su término:

“Los representantes de los gobiernos de Chile, Ecuador y Perú, invitados por la Cancillería peruana, se han reunido los días 7 y 8 del presente mes, y han intercambiado con amistosa franqueza, sus puntos de vista respecto a la próxima Conferencia que se realizará en Ginebra sobre el Derecho del Mar.

Manteniendo el espíritu de colaboración que los ha inspirado en anteriores reuniones tripartitas, convinieron en continuar en Ginebra sus contactos para la defensa de los intereses de los países del Pacífico Sur”.

Adelantando un resultado, como un dato representativo de cuál era la opinión predominante en los países latinoamericanos, cabe mencionar que, en Ginebra, a favor de la propuesta de Canadá-Estados Unidos (6 millas de mar territorial y 6 de zona pesquera), votaron Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Paraguay, República Dominicana y Uruguay. El resultado final fue 54 a favor, 28 en contra y 5 abstenciones (Chile, Ecuador y Perú se abstuvieron en el trabajo en comisión, pero al final votaron en contra). Le faltó un voto para ser aprobada. La declaración formulada por el Perú al término de la reunión, fue una expresión solitaria. 9.- Las primeras conferencias sobre el Derecho del Mar (1958 y 1960) Los problemas del mar, por su complejidad y por su novedad, incluyendo el debate sobre la “zona marítima de 200 millas”, eran diferentes en cada rincón del mundo. Entre ellos, por su importancia económica, el de la pesca, también era peculiar en cada caso, como lo era en el océano Pacífico. En su inicio, lo importante para Chile, era la caza de la ballena; en el Perú, la pesca de la anchoveta; en el Ecuador, la del atún. Igualmente diferentes eran otros intereses: para los pescadores españoles, llegar a las costas de Terranova, en procura del bacalao; mientras que para Estados Unidos, las actividades no eran las mismas en una y en otra costa, de la misma manera que en Alaska o el golfo de México; así como no era el control de la extracción en las aguas de los países costeros el que, precisamente, querrían compartir los países de pesca distante. Por lo mismo, en ningún lugar eran los mismos intereses en juego ni los antecedentes de hecho o los precedentes de los llamados “derechos históricos”. De allí que, si agrega el desarrollo de los conocimientos científicos y los progresos de la tecnología, como causas determinantes, el panorama estuvo caracterizado por la evolución de las circunstancias, tanto en el aspecto del conocimiento científico, de la aplicación de la tecnología, de los adelantos en los métodos de extracción y el consiguiente problema de conservación de la pesca realizada, así como los inesperados descubrimientos respecto de la riqueza de los fondos marinos, cuyo acceso estaba cada día más cercano, por no mencionar sino unos cuantos aspectos. Además, la novedad de las propuestas -a partir de las “proclamaciones” del presidente Truman- tenía como característica su vaguedad, o si se quiere, su ambigüedad, para no hablar de las contradicciones que asomaban en su esencia. Por esas mismas

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circunstancias, las propuestas eran supletorias y, desde luego, tentativas. Supletorias, en la medida que se trata de llenar un espacio vacío de derecho; y tentativas, ya que no era suficiente la iniciativa individual, si no se amparaba en el concierto internacional. Por lo mismo, ninguna propuesta alcanzaba ser aceptada como “autónoma” -si cabe la palabra- o suficiente, o eficiente, en el sentido de convertirse en norma y “crear derecho”; menos aún, por cuanto era imposible invocar a su favor la costumbre, como fuente del derecho internacional. Por sus propias características (ser tentativas, supletorias y ajenas a la práctica internacional) estos elementos de imprecisión le restaron a las “proclamaciones” o “declaraciones” individuales la posibilidad de constituir reglas obligatorias, ni siquiera en el ámbito interno, ya que cuidaron de no modificar la ley nacional. En este sentido, los intentos formales, como el realizado en La Haya, en 1930, si bien estaban ya superando la etapa del “desarrollo progresivo del derecho internacional” -cuando el aporte sustantivo provino de las academias de derecho internacional- se concentraron en contribuir a la “codificación del derecho internacional”, concebida como un propósito de consagrar de manera expresa las prácticas ya generalmente aceptadas. Por lo tanto, nadie se hubiera atrevido a pronosticar como cercana la posibilidad de una etapa más concreta de consolidación de principios y de normas en un “orden jurídico internacional”. Peor aún, al tratarse del “derecho del mar” -todavía una entelequia- cuya totalidad no estaba en la imaginación y era, por lo tanto, imposible de tratarse como una unidad; al punto que en Ginebra, en 1958, al concebirse un sistema de cuatro convenciones (el mar territorial y la zona contigua; la alta mar; la pesca y conservación de recursos vivos; y la plataforma continental) se imaginó que se había descubierto la panacea. De allí que la idea, proclamada por unos pocos, de tratarse de una conferencia llamada a “legislar”, a “crear derecho”, innovando y renovando criterios y normas, suscitó graves dudas y se supeditaba su éxito a la vigencia de los acuerdos adoptados 81. Como resultado, al término de la II Conferencia, Alberto Ulloa pudo declarar que,

“Nos encontramos con el fracaso sustancial de esta Conferencia… felizmente, en cambio, como una compensación ideológica y moral,… numerosas delegaciones han proclamado reiteradamente la preferencia del Estado costero para sus pesquerías vecinas y el principio de la excepción a que tienen derecho los casos especiales, como el Perú”.

Dentro de una tónica paralela, Luis Melo Lecaros, presidente de la delegación de Chile, ya había expresado en el debate general (4 de abril de 1960):

“Ninguna de las propuestas presentadas a la Comisión satisface por completo a la delegación de Chile, la cual no está especialmente interesada en el problema de la extensión del mar territorial sino en el de los límites de las pesquerías. Este fue el interés fundamental que sirvió de base a los acuerdos suscritos en 1952, con Ecuador y Perú y de los cuales surgió

81 Con la elegancia retórica que manejaba, Andrés Aramburú Menchaca, profesor de derecho internacional en la Universidad de San Marcos de Lima, adelantaba, todavía en 1970, que la III Conferencia sobre el Derecho del Mar, ya convocada por Naciones Unidas, tropezaría con dificultades invencibles, entre ellas, por su carácter diplomático y político de contraposición de intereses; por haberse prescindido de un proyecto preparado por juristas especializados; por tratar de conjugar los intereses políticos y económicos con los principios jurídicos; por la imposibilidad de unificar los problemas tan diferentes propios de cada región marítima y de cada porción del océano. Por último, y en razón de lo dicho, advertir que nunca se podría llegar a la unificación, salvo que se negociaran convenciones particulares, desde que sólo parcelando la unidad del tema, podría obtenerse un resultado, así fuera escalonado. Durante muchos años, Aramburú fue partidario de un mar territorial de 200 millas, pero terminó por aceptar que, en su concepto, la ZEE era asimilable a un mar territorial para fines prácticos. Las discrepancias de Aramburú con sus colegas no impidieron el reconocimiento que mereció por su caballerosidad y simpatía.

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la creación de la Comisión Permanente de la Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas del Pacífico Sur” 82.

Cabe subrayar que cuando esos delegados del Perú y de Chile se refieren a las pesquerías, y a sus posibles características, tienen en mente, expresamente, áreas situadas en la alta mar y más allá del mar territorial; y que sus afirmaciones estaban destinadas a figurar en actas, como expresión del pensamiento oficial de sus gobiernos. En el caso del Perú, Alberto Ulloa había presidido la delegación en la conferencia de Santiago, en 1952. Las anteriores expresiones autorizan una digresión. Después de todo lo dicho, nadie puede dudar que la “zona marítima de 200 millas”, si bien se demandaba que fuera reconocida, era sobre la base de entender que estaba situada dentro de la alta mar y, en ningún caso, dentro del mar territorial. De allí que podía ser reconocida, a título de excepción, para el ejercicio de una “soberanía modal” -según Ulloa- o, en palabras de Melo Lecaros, “de pesca exclusiva, o de derechos preferentes o bien de reglamentación y control de la pesca”. En consecuencia, la eventual separación ente las zonas de pesca del Perú y de Chile, tanto desde la “Declaración de Santiago”, cuando dentro de la indefinición inicial se hablaba de una área de acción común en el Pacífico sud-oriental; y, más adelante, cuando se la menciona en la Convención sobre Zona Marítima Fronteriza Especial, individualizando las áreas de acción nacional, precisamente a partir de las 12 millas, o sea siempre en la alta mar, nada autoriza a interpretar que era posible ejecutar una “delimitación” política, propia de la frontera internacional. En forma alguna la delimitación o el deslinde -como se quiera llamarlo, en ausencia de un término apropiado- era un “límite” entre los territorios propios y sometidos a la soberanía de ambos Estados; y en cualquier caso, ese deslinde no pasaba de ser una medida acordada para el ejercicio de una acción de policía, que es la única calidad aplicable en este caso; medida que literalmente y en el buen sentido, era para realizar una acción de beneficio recíproco 83. No se puede olvidar que a ningún Estado se le había reconocido soberanía sobre un “territorio marítimo”, más allá del mar territorial. Si se avanza un tanto más en el tema, más grave aparece el argumento equívoco de atribuir al uso de la palabra “límite” una trascendencia que no pudo tener y que no ha sido atribuido por un acto específico posterior. De todo ello, resulta que en la apreciación de los hechos hay una inversión en la lógica, pues se concede valor compromisorio a una expresión (una palabra), por encima de la voluntad de los negociadores. Más lógica tiene interpretar la situación con un sentido restrictivo que atribuir a una palabra un sentido ampliado más allá de la posibilidad misma de los

82 Cfr. Hugo Llanos Mansilla, La creación del Nuevo Derecho del Mar: El aporte de Chile. Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1991 (Autorizada por el ministerio de Relaciones Exteriores). Las dos ref. anteriores en pp. 68 y 61. En p.60 la cita subsiguiente. 83 En ese momento, si bien no faltaron opiniones acerca de la condición de mar territorial que debería tener la nueva “zona marítima”, tampoco faltaron voces más sensatas en sentido contrario, que primaron al interpretarse oficialmente, por los tres gobiernos autores de la “declaración” que dicha “zona de conservación y control” no pretendía constituir un mar territorial. Al igual, se trató de establecer un cierto paralelismo entre la zona de 200 millas y otros intentos de fijar áreas del mar libre para el ejercicio de algunos derechos, incluyendo el de legítima defensa, como fue la “Zona de neutralidad en la alta mar”, adoptada en la I Reunión de Consulta de los ministros de Relaciones Exteriores, Panamá, 1942; y, con mayor inconsistencia, la “región” a la que se refiere el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca” (TIAR), que de polo a polo comprende áreas de la alta mar, establecida para los fines de la “defensa continental”.

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hechos. Si en 1954 los gobiernos contratantes reconocían en su legislación que, a lo sumo -en el caso del Ecuador- el mar territorial podía tener una anchura de 12 millas, era un imposible -o un absurdo- que se atribuyeran la potestad para disponer de espacios del mar libre y distribuirlos a su albedrío. Si a los pocos años, en las conferencia de Ginebra, 1958 y 1960, los tres países estuvieron concordes en que el mar territorial podría tener no más de 6 millas, con el agregado de otras 6 millas de una “zona de pesca” o “zona de jurisdicción especial” sobre las pesquerías y sin perjuicio de la libertad de navegación, era porque no existía oposición con algún compromiso anterior, aserto claramente manifestado en las notas de 12 de abril de 1955, dirigidas a las grandes potencias. Si los tres Estados hubieran adoptado un compromiso anterior en sentido contrario, afirmar que ese compromiso estaba vigente y era, nada menos, que un “tratado de límites”, era acusar a esos tres Estados de violar su palabra y de proceder en el orden internacional con la más grande impudicia. Igualmente grave, era considerar, en 1969, que desde 1954 se estaba engañando a la comunidad internacional. En aras de la brevedad, ya no es posible extenderse sobre el tema; y bastaría con dejar mencionado el aspecto teórico sobre la situación jurídica de los “bienes públicos” que, si bien se le atribuyen al Estado, presentan graves problemas en cuanto a su libre disposición. Con mayor razón, si se reflexiona sobre aquellos bienes públicos que, como el mar, más allá de estrecha franja de “mar territorial” aún indefinida en 1954, estaban expresamente excluidos de la legislación nacional o sea del dominio del Estado, queda muy en claro que todo intento de ejercer actos de jurisdicción -y menos, de soberanía, como noción política- era un imposible, en el estado de los conocimientos y de las prácticas existente en esas fechas, con lo cual queda abierto el interrogante acerca de si, en esas condiciones, tales actos eran inválidos o, más claro aún, nulos ipso jure. Al final de estos párrafos, lo que cabe conceder es que, ya sea mi opinión o cualquiera otra, puede no conducir a conclusiones definitivas. La peor de las dudas se refiere a que existiera voluntad de las partes y a su capacidad de obligarse, con el fin de construir una estructura jurídica, válida frente a terceros y fundada -como requisito previo- en la legislación nacional, para establecer un límite sobre la superficie del mar, similar al que se fija para constituir un límite entre el territorio de cada una de ellas. Para no seguir avanzando en este entreverado camino, lo que en ningún momento quedó explícita, ni siquiera mencionada, fue esa indispensable voluntad de los Estados para actuar en tal sentido, exhibiendo la adecuada argumentación y los títulos de dominio sobre la propiedad, derivados de la legislación nacional, que permitieran fijar una delimitación y ser exhibida ante la comunidad internacional para gozar del debido reconocimiento. De no ser así -reitero- todo supuesto arreglo hubiera quedado flotando en un limbo fuera de toda norma, muy lejos de ser eficiente y de prestar u obtener seguridad jurídica. Así sea a título complementario, creo que es lícito mencionar en materia de “delimitación del mar territorial entre Estados con costas adyacentes o situadas frente a frente”, el único artículo la Convención del Mar, Nº 15, que es ilustrativo repetir en su integridad, dado que su razón de ser se encuentra en el principio de no causar perjuicios indebidos al derecho similar de la otra parte; y, por lo mismo, en la buena fe y en el sentido común:

“Cuando las costas de dos Estados sean adyacentes, o se hallen situadas frente a frente, ninguno de dichos Estados tendrá derecho, salvo acuerdo en contrario, a extender su mar territorial más allá de una línea media cuyos puntos sean equidistantes de los puntos más próximos de las líneas de base a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial de

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cada uno de esos Estados. No obstante, esta disposición no será aplicable cuando, por la existencia de derechos históricos o por otras circunstancias especiales, sea necesario delimitar el mar territorial de ambos Estados en otra forma”.

Respecto a la “delimitación de la ZEE entre Estados con costas adyacentes o situadas frente a frente”, la Convención dedica, asimismo, un artículo, Nº 74, que tiene un desarrollo más amplio, en cuatro incisos, que contienen criterios que indican la diferencia sustantiva que existe, para el efecto, entre el mar territorial y la ZEE, como es fácil apreciar:

“1.- La delimitación de la ZEE entre Estados con costas adyacentes o situadas frente a frente se efectuará por acuerdo entre ellos sobre la base del derecho internacional, a que se hace referencia en el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia 84.

Es absolutamente cierto que si se pretende que la sustancia, la finalidad y las equívocas fórmulas de la Convención sobre “Zona Especial Fronteriza Marítima”, se transmuten en un convenio de delimitación de zonas de la alta mar, recién ahora sometidas a competencias específicas y reconocidas del Estado costero, se estaría incurriendo en un imposible jurídico, al tratar de dar un contenido específico diferente del objetivo de un acuerdo que, en su origen, no había definido la materia, el bien o la cosa sobre la que se había celebrado; y sin que, siquiera pudiera afirmarse, que se pretendiese llegar a algo permanente, más allá de una cuestión de policía marítima y propia de una situación coyuntural, - a diferencia de un acuerdo de límites territoriales, que tiene un propósito permanente y se considera como “definitivo”; - a conciencia de que la nueva interpretación extensiva que se intenta atribuir a dicha Convención, recaería sobre algo que no podía ser objeto de propiedad; y que, para entonces, habiendo los tres Estados -cuatro meses después del acuerdo y cuando éste aún no había sido perfeccionado- admitido su conformidad con una anchura de 12 millas para su mar territorial, posición ratificada públicamente en 1958 y 1960, lo restante de la “zona marítima de 200 millas”, era parte de la alta mar, o sea de un espacio sobre el cual no cabía el ejercicio de potestad por parte de un Estado cualquier -ni aún por la totalidad de los Estados del mundo- y que, por lo mismo, estaba lejos de ser materia de propiedad en la cual fuera posible trazar un “límite”; - tampoco esa transmutación, al no ser fruto de un nuevo acuerdo (“la ley sólo se modifica o deroga por otra ley”), sería exigible; y, peor aún, ya que por ser inaceptable para uno de los antiguos contratantes, carecería de validez, además de ser injusta y perjudicial a sus intereses; 84 Dicho Art. 38º, dice: “1.- La Corte, cuya función es decidir conforme al derecho internacional las controversias que le sean sometidas, deberá aplicar: a) Las convenciones internacionales, sean generales o particulares, que establecen reglas expresamente

reconocidas por los Estados litigantes; b) La costumbre internacional como prueba de una práctica generalmente aceptada como derecho; c) Los principios generales de derecho reconocidos por las naciones civilizadas; d) Las decisiones judiciales y las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones,

como medio auxiliar para la determinación de las reglas de derecho, sin perjuicio de lo dispuesto en el Artículo 59. 2.- La presente disposición no restringe la facultad de la Corte para decidir un litigio ex aequo et bono, si las

partes así lo convinieren.” (Subrayado de JMB)

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- y porque, más aún, no podría cumplir con la finalidad precisa de toda normas, en cuanto ser eficiente para su nueva finalidad (no conocida en su época) ni prestar seguridad jurídica futura al no ser fruto del acuerdo entre las partes. Hay una circunstancia independiente de la voluntad de las partes de la “Declaración de Santiago” que no puede dejar de tomarse en cuenta, para aproximarse con objetividad al pensamiento de los gobernantes en los años siguientes (incluyendo 1967, cuando Chile ratificó la Convención de 1954). Me refiero a la opinión dominante en el ámbito académico y político, después del fracaso de las dos primeras conferencias sobre el Derecho del Mar, en el sentido que la proliferación de declaraciones unilaterales -si bien había coincidido en impulsar la renovación del interés por el tema- estaba demostrando que la pretensión de otorgar a los actos unilaterales la condición de legítima fuente de derecho no había logrado impulsar el acuerdo internacional, con lo cual comenzó a ganar terreno la necesidad de alcanzar fórmulas más flexibles -por no hablar de posiciones de transacción- que comenzaron a surgir en el seno de las múltiples pero constantes reuniones, en particular latinoamericanas, con el preciso objetivo de lograr el acuerdo universal. Dejo constancia de lo anterior, a conciencia de que en los primeros años, fueron muy favorecidas las posiciones extremas -entre ellas, aquella de proponer la diversidad de mares territoriales, que en algún momento contó con el apoyo del Perú- pero que en el decenio anterior a la III Conferencia del Mar, rápidamente dejaron de ser iniciativas “tácticas”, tan pronto como por Resolución 2340 (XXII) de 18 de diciembre de 1967, la Asamblea General convocó al Comité Especial -inicio de la gran concertación- del que formaron parte de Chile, Ecuador y Perú. Bien se puede afirmar que, a partir de entonces, los esfuerzos universales se orientaron en un único propósito, con prescindencia de fórmulas -como la de diversos mares territoriales- que eran más próximas al caos que a la concordancia.

Por último, el carácter tentativo de las distintas posiciones pasó a ser cada vez más evidente, tanto por su número y su diversidad, cuanto porque se vislumbró la posibilidad de un entendimiento global. Más aún, pues ante el entrampamiento surgieron circunstancias de hecho que no existían en primeros años. No sólo era el convencimiento de que un acuerdo era posible ya que las grandes potencias habían adoptado posiciones cada vez más flexibles, sino porque las circunstancias del mundo habían variado y la aparición del Movimiento No-Alineado como conciencia de sus posibilidades de acción, dieron origen a una idea-fuerza nunca antes sospechada para unificar la voluntad del Tercer Mundo. Este dinamismo se sustentaba, además, en el descubrimiento de una nueva realidad -no era lo único- como la existencia y posibilidades de explotación de una riqueza nunca sospechada, la de los fondo marinos. La consecuencia la percibimos ahora mejor que entonces, en el sentido de que todo lo pensado hasta ese momento y todo lo formulado, se transformó en algo tan precario, que bien podría darse por inexistente.

La simple idea de que los acuerdos de cualquier naturaleza esbozados hasta entonces, además de ser precarios, inestables y confusos -como es el caso de la “Convención de Zona Fronteriza Marítima Especial- pudieran ser mantenidos, adaptados, o investidos de perdurabilidad, para aplicarse a una realidad insospechable cuando fueron concebidos, era contraria a toda lógica, desde que no correspondía ni a la naturaleza de las cosas, ni a la voluntad de las partes, ni a las exigencias del buen sentido; y menos a las reglas de un nuevo Derecho del Mar.

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10.- Las “actas” de 1968 y 1969 85. Los frecuentes incidentes producidos en las aguas fronterizas por lanchas pesqueras -como aquellas que se describen en la Convención de Zona Fronteriza Especial- motivaron constantes representaciones por la vía diplomática, de una y otra parte, hasta adquirir los contornos de una propuesta formal, por parte de la embajada del Perú en Santiago (nota de 26 de mayo de 1965), acerca de la conveniencia de construir en la zona fronteriza de cada país, faros de enfilamiento, que contribuyeran a evitar estas situaciones. Los partes de las autoridades marinas a las instancias superiores del gobierno en ambas capitales, por su coincidencia, ponen en evidencia que, con motivo de estos incidentes, se produjo un constante contacto entre las capitanías de puerto de cada país. De hecho, el trámite legislativo en el parlamento chileno para la aprobación del Convenio de 1954, se retomó el 26 de julio de 1966 Si bien la ratificación por Chile del Convenio de “Zona Especial Fronteriza Marítima”, de 1954, demoró trece años, fue casi inmediatamente después de su aprobación parlamentaria 86, que el Gobierno peruano renovó la gestión oficial para implementar una medida de carácter práctico, tomando como referente el espacio o “corredor” de 20 millas de ancho, destinado a separar las jurisdicciones correspondientes a cada Estado, mediante la construcción de “faros de enfilación”, destinados a ayudar “a las embarcaciones de poco porte, tripuladas por gentes de mar con escasos conocimientos de náutica” a respetar esa zona “neutral”, como se la denominó en un comienzo. Para este efecto, se realizó un acuerdo formal, por la vía diplomática, en cuya aplicación se constituyeron comisiones de carácter técnico, que dieron cuenta del resultado de sus trabajos en las actas que se mencionan más adelante, resumiendo las conversaciones previas a la construcción de dichas obras. Es preciso dejar en claro, que estas actas lo único que representan es el cumplimiento del acuerdo de base que consta en el cambio de notas de fechas 6 de febrero y 8 de marzo de 1968, y cuyos textos entiendo que no han sido difundidos 87. Es en estas notas oficiales, donde figuran, con exactitud, el compromiso adquirido y la finalidad perseguida, cuyo alcance definió el mandato de los comisionados, encargados de llevar a cabo el estudio del terreno, previo a la ejecución material de la obra. En la segunda de esas comunicaciones, que constituye la respuesta de aceptación, el encargado de negocios de Chile en Lima, por expresa autorización de

85 Es interesante verificar que, de las Actas en cuestión, sólo se menciona en una publicación oficial peruana, la primera, de 26 de abril de 1968, con el Nº 843-A, en la Relación cronológica de los instrumentos internacionales bilaterales suscritos por el Perú (1820-1990) (A la cabeza del título: Torre Tagle). Publicada por la Dirección de tratados del Ministerio de Relaciones Exteriores, a cargo del embajador Abraham Padilla Bendezú. Editora Perú. 1991), no así la segunda, de 19 de agosto de 1969. La publicación del Acta de 1969, ha escapado a mis pesquisas. 86 La ratificación por Chile consta de la aprobación, por decreto parlamentario Nº 519, de 16 de agosto de 1967; y de la ratificación del poder Ejecutivo y su publicación, de 10 de octubre del mismo año. 87 Como se informa más adelante, es posible afirmar que dicho acuerdo por cambios de notas y las actas de ejecución de aquel mandato, no han cumplido en Chile con el requisito universal que condiciona la publicidad de los actos de gobierno para que sean exigibles, más si se trata de compromisos internacionales, así sean de carácter administrativo. Con mayor razón, si se pretendiera que constituyen sustantivas obligaciones del Estado, me imagino que su no publicidad crearía una situación próxima a su inexistencia o un demérito en su carácter compromisorio. Esa omisión no sería subsanable con su publicación cuarenta años más tarde, sin el previo consentimiento de la parte que objeta su validez. De lo que sí estoy absolutamente seguro, es que en el Perú el Parlamento no le prestó su aprobación, como requisito para su vigencia. Todo lo cual, demuestra que el acuerdo por cambio de notas, de 6 de febrero y 8 de marzo de 1968, sólo ha sido considerado como un compromiso secundario, de mero carácter administrativo. No es la omisión de ese trámite lo que interesa, sino la constancia de no haber sido un acuerdo de “límites” propiamente dicho; y que la ejecución de las obras consumó su cumplimiento, como es propio de toda obligación de hacer, sin dejar obligación pendiente que ejecutar, o sea respetar. Tampoco creo que sea posible pretender que la Convención de Zona Especial Fronteriza Marìtima mantenga su vigencia, ya que es incompatible con la ratificación por Chile del Convención sobre el Derecho del Mar y con el cambio en las circunstancias. .

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su gobierno, manifiesta la conformidad para que “se proceda a construir por ambos países, postes o señales de apreciables proporciones y visibles a gran distancia, en el punto en que la frontera común llega al mar, cerca del hito número uno” (Nota número 81, con la firma de Francisco José Oyarzun, encargado de negocios). Como es de estilo, se reproduce, palabra por palabra, la propuesta del Perú, para que se “proceda a construir por ambos países, postes o señales de apreciables proporciones y visibles a gran distancia, en el punto en que la frontera común llega al mar, cerca del hito número uno.” (Nota número (J) 6-4/9, suscrita por Raúl Ferrero Rebagliati, ministro de Relaciones Exteriores). El mencionado cambio de notas constituye el acuerdo formal entre ambos gobiernos, expresado en términos breves y precisos, que no deja abierta posibilidad alguna para otra interpretación que no sea la que se desprende del sentido natural de las palabras. Hasta ese momento, no se había producido cambio alguno en el status creado por la “Declaración de Santiago”, que no fuera la acción coordinada de Chile, Ecuador y Perú, en su propósito de defender conjuntamente la llamada “tesis de las 200 millas”, a fin de lograr un mayor nivel de consenso, y alcanzar a formular una propuesta capaz de llenar el vacío que se había planteado en el derecho internacional. Una acción paralela se estaba difundiendo, particularmente en los países en vías de desarrollo, y en el Movimiento No-Alineado, para lograr que el reconocimiento de la “tesis de la soberanía permanente sobre los recursos”, representado por la aprobación de la “Carta de los Deberes y Derechos Económicos de los Estados” (1974), culminara con la incorporación al derecho internacional de los principios aprobados en la Conferencia sobre el Derecho del Mar. El aporte de los países del Pacífico Sur contribuyó decisivamente a que, al constatarse la existencia de un “vacío de derecho”, surgiera la “necesidad de un derecho”, como anticipo de la “formulación del derecho” 88. En este camino, las iniciativas eran, con frecuencia, de carácter táctico, con el propósito de que la dinámica política encontrara acogida en la acción de los organismos internacionales -como fue la iniciativa de Naciones Unidas en pro del “Decenio del Desarrollo”- pero que no siempre alcanzaba un resultado compromisorio, al punto que las “Cartas” aprobadas por enorme mayoría, eran el testimonio de una aspiración pero sin llegar a constituir fórmulas compromisorias ni siquiera de lege ferenda. “Toda regla jurídica es el resultado de un complejo proceso de elaboración que consiste en traducir en normas más o menos obligatorias las aspiraciones de los miembros de una sociedad”, en el que es muy difícil -por no decir, imposible- determinar el momento exacto en que las aspiraciones o las reivindicaciones se detienen o se consagran, en cuyo caso, el derecho se consolida, cuando se logra el acuerdo expreso de voluntades 89. Es el 26 de abril de 1968, que los funcionarios de ambos gobiernos, designados para cumplir una misión bien definida, de carácter absolutamente técnico, labran un acta para dar comienzo a sus trabajos. En ella consta un cambio cuya explicación no se ha dado, ya que allí sólo se da cuenta de la elaboración del “presente documento que se relaciona con la misión que les ha sido encomendada por sus respectivos Gobiernos en orden a estudiar en el terreno mismo la instalación de marcas de enfilamiento visibles desde el mar, que materialicen el paralelo de la frontera marítima que se origina en el Hito número uno”. 88 En la última frase corresponde a Alain Pellet, la expresión besoin de droit. En Le droit internacional du développement; Paris, PUF. 1978; p. 70. 89 Ibid., p. 41.

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Al cabo de más de un año, en una nueva acta, de 19 de agosto de 1969, que se refiere a los trabajos de campo y a las propuestas que formulan los comisionados, se consigna que

“Los representantes del Perú y de Chile, que suscriben, designados por sus respectivos Gobiernos con el fin de verificar la posición geográfica primigenia del Hito de concreto número uno (Nº 1) de la frontera común y de fijar los puntos de ubicación de las Marcas de Enfilamiento que han acordado instalar ambos países para señalar el límite marítimo y materializar el paralelo que pasa por el citado Hito número uno, situado en la orilla del mar, se reunieron en Comisión Mixta, en la ciudad de Arica, el diecinueve de agosto de mil novecientos sesenta y nueve”.

Es en esa circunstancia, cuando se presenta una grave confusión, y por personeros subalternos se altera el mandato específico, cuya ejecución se les había encomendado. De hecho, se distinguen dos momentos. Uno, es el acuerdo entre los gobiernos, debidamente autorizado por los más altos niveles del Estado, para ejecutar una obra de carácter administrativo, claramente descrita en el cambio de notas arriba mencionado. Otro, la modificación del mandato recibido, que conlleva la realización de una grave trasgresión de la relación jurídica internacional; acción que, al desnaturalizar el alcance de su cometido, incurre en una violación de las obligaciones propias del Estado -el principio pacta sunt servanda- que cabe calificarla como nula ipso jure, siendo dudoso que un tribunal -si fuere posible este supuesto- pudiera cohonestar esta ocurrencia. Más aún, pues habría razón para sustentar una denuncia por transgresiones de la ley, tanto en el Perú como en Chile, cuya gravedad sería de tal naturaleza -dadas las consecuencias producidas posteriormente- que, no por invocarse la prescripción de la responsabilidad de los que resultaren responsables, se enervaría la necesidad de una investigación para definir en qué circunstancia y por quién, o con qué autoridad, se alteró la voluntad de concertación nacional, motivo del acuerdo original. Más penoso aún, por cuanto el acta en cuestión envolvía el propósito de alterar un tratado inmodificable, de las particulares características del Tratado de Límites entre el Perú y Chile, de 1929, del cual era parte inseparable la demarcación de la frontera y el Acta Final de dicho proceso, motivo de una aprobación solemne por parte de los plenipotenciarios de ambos gobiernos 90. 90 El texto en Tratados, Convenciones y Acuerdos Vigentes entre el Perú y otros Estados - I - Instrumentos bilaterales, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1936 (A la cabeza del título: Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú), pp. 132 y 191 para el “Acta Final sobre la demarcación de la frontera”, de 5 de agosto de 1930, suscrita por el ministro de RR.EE. del Perú, Pedro M. Oliveira, y el embajador de Chile, Conrado Ríos Gallardo). La ubicación del punto inicial de la frontera, tal como se señala en las “Instrucciones del S. Gobierno con el acuerdo de las Cancillerías”, dice así: “Hito Concordia. Punto inicial, en la costa, de la línea fronteriza. Para fijar este punto: Se medirán 10 Kms. desde el primer puente del Ferrocarril de Arica a La Paz sobre el río Lluta, en dirección hacia el Norte, en la Pampa de Escritos, y se trazará, hacia el Poniente, un arco de diez kilómetros de radio, cuyo centro estará en el indicado puente y que vaya a interceptar la orilla del mar, de modo que, cualquier punto del arco, diste 10 kilómetros del referido puente del ferrocarril de Arica a La Paz sobre el río Lluta. Este punto de intersección del arco trazado, con la orilla del mar, será el inicial de la línea divisoria ente Chile y el Perú. Se colocará un hito en cualquier punto del arco, lo más próximo al mar, donde quede a cubierto de ser destruido por las aguas del océano”. (En la “Memoria sobre los limites entre Chile y el Perú, de acuerdo con el tratado del 3 de junio de 1929 presentada al Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, por Enrique Brieba, Miembro Representante de Chile en la Comisión Mixta de Límites entre Chile y Perú”. Tomo 1. Estudio Técnico y Documentos. Instituto Geográfico Militar). Dichas Instrucciones figuran como “Documento 17”. Creo que es necesario dejar constancia que las instrucciones a la Comisión Mixta fueron impartidas luego de acordarse su texto entre ambas cancillerías; y que para solemnizar el final del más profundo conflicto de América Latina, después de un centenario proceso, el Acta Final fue suscrita por los más altos representantes de ambas partes.

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No cabe dentro de las circunstancias conocidas sostener que un acto nulo -que se entiende como inexistente- pueda ser convalidado por el paso del tiempo. Tampoco, es posible afirmar que actos posteriores -siempre de menor jerarquía- hayan podido confirmar la alteración sustantiva en la que se incurrió en el proceso de aplicación del acuerdo por cambio de notas (6 de febrero y 8 de marzo), que no tiene explicación suficiente y cuya razón no consta en el acta de 26 de abril de 1968 (Tampoco en el acta de 19 de agosto de 1969). En todo caso, se trata de una situación anómala que sólo podría ser enmendada mediante la voluntad concordante, en acto expreso, de los propios Estados. Menos es posible aceptar que se hubiera pactado, simultáneamente, mantener en secreto la modificación de un tratado de límites, fuera de todas las prácticas y solemnidades; y sin ventajas para ambas partes justificaren tamaño despropósito. Por último, es de suyo imposible de sostener que la voluntad concordante de los Estados pudo coincidir en un acuerdo tan desproporcionado en perjuicio de uno de ellos, descartada la ausencia de buena fe en la otra parte. El único descargo posible es imaginar que tanto en Chile como en el Perú nunca existió la voluntad de considerar aquella acta como una trasgresión punible de sus obligaciones internacionales y que, sólo más tarde, se cayó en cuenta de las consecuencias que se podrían atribuir al acta mencionada -unida a la de 19 de agosto siguiente- en beneficio de una de las partes y con notorio desmedro de los legítimos intereses de la otra. Lo cierto es que, hasta donde se conoce, nadie ha podido dar una explicación coherente de los hechos ni amparar tal decisión en documentos fehacientes. A partir de la infundada interpretación del acuerdo original (notas de febrero-marzo, 1967), con el pretexto de la construcción de los faros en cuestión que concluye a principios de 1972, se ha producido un indebido “cambio en las circunstancias”, cuando se pretende configurar una nueva realidad internacional 91, que debe ser enmendada, tal como se expresa en el Memorandum de 23 de mayo de 1986, al que me refiero más adelante. Esta realidad es muy diferente de la existencia un error; y menos que, por parte de uno de los Estados, se esté invocando su propia culpa. Para mejor inteligencia de los comentarios anteriores, se transcriben los párrafos alusivos de ambas actas, con la

91 Como en las versiones chilenas, se menciona que la ausencia de una opinión en contrario por parte del Perú, respecto de las acciones chilenas opuestas al interés peruano “durante más de cincuenta” años, consagra la situación producida, vale la pena una breve rectificación. Es recién cuando en 1972 se termina la construcción y se ponen en actividad los faros de enfilamiento, a cuyo hecho se atribuye el significado de constituir algo así como prueba plena, y se alega el paso del tiempo. Sin discutir aquel aserto, es igualmente cierto, que el Memorandum de 23 de mayo de 1986, es una fecha límite que no puede ser ignorada. En su virtud, en materia de lapsos de tiempo, aquel cálculo de “más de cincuenta” años, está muy lejos de corresponder a la verdad de los hechos. Por la misma razón, cuando por una maniobra parlamentaria, al aprobarse la ley chilena Nº 19.080, “Ley de Pesca”, de 28 de agosto de 1991, se introduce la mención del “mar presencial”, cuyo límite norte se define como el paralelo del hito Nº 1, de la frontera peruano-chilena, es verdad que el gobierno del Perú no observa esa redacción, pero tal silencio no puede entenderse como prestándole validez a dicha definición, desde que, como se ha señalado anteriormente, era el propio gobierno chileno el que había puesto en duda dicha denominación, aplicada a un espacio de la alta mar. Inclusive, después de aprobada dicha ley, el canciller Enrique Silva Cimma, el 18 de agosto de 1992, al conmemorarse un aniversario de la “Declaración de Santiago”, en uso de la palabra oficial, expresó (sobre el mar presencial) “que se trata de una tesis académica y aún no es una posición oficial del Estado de Chile, que ha sido contradicha por algunos gobiernos extranjeros, lo que demuestra su interés y que requiere un continuado análisis”. Con mayor razón, hubiera sido impertinente terciar en un problema interno chileno (V. Nota Nº 19). Por lo demás, cuando fue necesario, quedó planteada, nuevamente, en términos oficiales la posición contraria peruana, por nota dirigida al Secretario General de Naciones Unidas, en nota Nº 7-1-SG/005, de 9 de enero del 2001, para expresar su reserva respecto de las cartas geográficas presentadas por Chile, dadas a conocer el 21 de septiembre del 2001, cartas que fueron modificadas en relación con las anteriores, para amparar un supuesto derecho..

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previa aclaración que, fue a continuación, que se procedió a la construcción de los “faros de enfilamiento”, hecho que pertenece a un ámbito diferente de obligaciones, cuya ejecución no convalidaría la situación planteada 92. Aquí viene a cuento, recordar el artículo 3º del Convenio de 1954, que reza así

“La pesca o caza dentro de la Zona de doce millas a partir de la costa (la “zona muy especial” en cuestión) está reservada exclusivamente a los nacionales de cada país”.

Esta precisión es incompatible con el propósito de reforzar los términos de la “Declaración de Santiago”, pero con el agregado de establecer un “corredor” intercalado entre ambos países, resulta que el Convenio de 1954, si bien no “deroga” (Art. 4º) lo establecido, sí modifica sustancialmente la naturaleza de los compromisos existentes hasta ese momento. En efecto, - crea una “Zona Especial -o “corredor” de 20 millas de ancho, virtual “agua de nadie”-

que, como no existía anteriormente, modifica la naturaleza de la “zona marítima de 200 millas”; con la particularidad que en ese “corredor” la “presencia accidental” de pesqueros de “los países limítrofes aludidos” (Chile, Ecuador y Perú), “no será considerada como violación de las aguas de la zona marítima”, lo cual justifica el concepto de “agua de nadie”;

- se le asigna una anchura de 10 millas, a cada lado del “paralelo que constituye el

límite marítimo entre los dos países”, a partir de “las 12 millas de la costa”, pero no se establece hasta donde se extiende, si bien cabe suponer que llegaría hasta las 200 millas;

- establece un régimen de sanciones (penalidades) a los pesqueros en general, con lo

cual los pesqueros de los otros dos Estados no sólo quedaron excluidos definitivamente de la nueva zona de 12 millas, sino sometidos en el conjunto de la “zona marítima de 200 millas” al mismo tratamiento de permisos impuesto a terceros países;

- si bien se afirma que mantiene la “Zona Marítima de 200 millas” (de la “Declaración

de Santiago”), introduce otras modificaciones tan importantes, como la de fijar un espacio dentro de la dicha zona -que tampoco existía antes- de “12 millas a partir de la costa” -comparable a un mar territorial de esa anchura; estableciendo dicho “corredor” con un régimen de excepción; y se refiere a la existencia de un “límite marítimo” entre los dos países, cuya noción tampoco estaba dentro del concepto original;

- se crea un régimen de sanciones (penalidades) a los pesqueros en general, con lo cual,

los pesqueros de los otros dos Estados no sólo quedaron expresamente excluidos de realizar sus faenas en la nueva “zona de 12 millas” adyacente a la costa, sino, además,

92 Nada de lo dicho supone la referencia directa a reglas de conducta, como las que figuran en la “Convención sobre Tratados” (Viena, 1969), sino a principios generales, existentes como guías de la acción internacional. Por lo mismo, cualquier intento de replicar haciendo uso de recursos formales correría el riesgo de ser interpretado como una prueba de ausencia de buena fe en el procedimiento. Por lo mismo, quiero aclarar que el uso de la fórmula “cambio en las circunstancias” es una simple comodidad para no emplear la cláusula latina rebus sic stantibus, desde que la evolución que se opera en el derecho del mar es un cambio de tal objetividad que no requiere de prueba adicional alguna.

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sometidos a un régimen similar al de terceros Estados, o sea en la obligación de suscribir acuerdos para “la explotación y aprovechamiento (pesca, caza y otros)… de productos o riquezas naturales existentes en dichas aguas y que sean de interés común” (Punto VI de la “Declaración de Santiago”); y,

- por último, califica las funciones que corresponden a cada Estado, para cuidar de la

debida explotación de las riquezas marítimas, como de “vigilancia y control”, funciones que corresponden a una actividad de carácter policial, similar al control del contrabando, de sanidad etc. (Convenio sobre medidas de vigilancia y control de las zonas marítimas de los países signatarios, de la misma fecha, 4 de diciembre de 1954).

Es dentro de este galimatías, que surge la noción de “frontera marítima” (primer considerando) y se menciona el “paralelo que constituye el límite marítimo” (Art.1º), que, por lo visto y de acuerdo con la gramática, se considera como ya existente. Es cierto que en el Punto IV, de la “Declaración de Santiago”, para los fines ya explicados, se deja constancia que “si una isla o grupo de islas perteneciente a uno de los países declarantes estuviere a menos de 200 millas de la zona marítima general que corresponde a otro de ellos, la zona marítima de esta isla o grupo de islas quedará limitada por el paralelo del punto en que llega al mar la frontera terrestre de los Estados respectivos”; pero es igualmente cierto que es una aplicación exclusiva a la “zona marítima de esta isla”, con la salvedad que la “zona marítima” correspondiente a la isla no puede alcanzar hasta las 200 millas, ya que debe “limitarse” (en el sentido de reducirse, de no avanzar) a alcanzar “el paralelo del punto en que llega al mar la frontera terrestre de los Estados respectivos”, disposición que usa la expresión “frontera terrestre” en su exacta acepción, pero que, por tener un sentido tan circunscrito y puntual, no puede ser interpretada con criterio extensivo. Hay que precisar que, mientras Chile no procedió a ratificar el Convenio, ninguna de sus novedades pudo entrar en vigencia, o sea hasta 1967, situación bastante curiosa, en la que no es preciso insistir. Y como última apostilla, cabe preguntarse: el mencionado Convenio puede seguir en vigencia, después de la ratificación por Chile de la Convención sobre el Derecho del Mar, cuyas disposiciones son incompatibles con las variantes que trajo consigo la creación de la “Zona Especial Marítima Fronteriza”?. 11.- La naturaleza jurídica de las “actas”. A pesar de lo dicho -mejor dicho, a pesar de la gramática- también la interpretación de la “Declaración” de Santiago, de 1952, no ha dejado de ofrecer dificultades, ya que sus términos siempre fueron calificados de ambiguos; y, en realidad, parece que, expresamente, lo eran, desde que la “I Conferencia sobre Explotación y Conservación de las Riquezas Marítimas” fue una reunión de carácter técnico y socioeconómico, y, por esa misma razón, los juristas Ulloa y Cruz Ocampo -que no estaban encargados de concertar obligaciones entre los Estados- no buscaban solucionar problemas jurídicos, nebulosos y aún no resueltos, sino, por el contrario, encontrar fórmulas para proteger un interés económico en una doble dirección. De un lado, en defensa de la conservación de las especies, frente a la explotación descontrolada y creciente de las flotas pesqueras de países extraños a la zona; y, de otro, de promoción del propio desarrollo para un mejor beneficio de los países costeros. Sin embargo, la oposición, a ratos excesiva, de las

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naciones que se consideraron afectadas, tuvo un sesgo un tanto inesperado ya que el desarrollo tecnológico en materia de captura, de conservación a bordo y de mercado, alcanzó en esos años un extraordinario ritmo de progreso y el consiguiente incremento en las inversiones y en los intereses de los grandes consorcios. Así resultó comprobado al producirse la protesta de Estados Unidos, Gran Bretaña y otras potencias navieras, ante cuya reacción, los tres Estados concernidos se cuidaron de definir su posición, usando fórmulas tentativas, pero declinando la procedencia de dichas protestas al aclarar que la “zona marítima” no era “mar territorial”. Más terminante fue, sin embargo la afirmación contenido en el antepenúltimo párrafo de dicha nota, de 12 de abril de 1955, en el que se afirma

“Su firme decisión de encontrar adecuadas fórmulas de derecho que satisfagan

situaciones que carecían de importancia hace algunos decenios, no es sino la confirmación de un cordial anhelo de encuadrar dentro de los preceptos internacionales los problemas marítimos de interés común a los que la vida moderna reviste de creciente magnitud”.

Por lo demás, a nadie se le oculta que, en verdad, las palabras y los términos usados entonces, en todas las latitudes, además de ser exploratorios, y cualquiera que fuere su fundamento, no dejaban de ser avances en busca de fórmulas de concertación. En todo caso, la anchura de doce millas que se enunciaba como próxima a constituir un mar territorial en los acuerdos de Ginebra de 1958, pero que no lo era por falta elemental de precisión, era la máxima distancia a la que podía extenderse la plena soberanía de los Estados costeros. Esta apreciación se confirma recordando que el Ecuador -hasta 1966- reclamaba por ley propia un mar territorial de doce millas, que no era incompatible con la “Zona Marítima de 200 millas”, correspondiente a la “Declaración de Santiago”, con lo que queda claro que esta zona era un espacio que servía de referencia común a los tres Estados, en consonancia con la “política marítima” concertada de una acción común en defensa de la conservación y explotación de las riqueza marítimas; y de rechazo, más tarde, ante las amenazas de Estados Unidos de aplicar las “enmiendas” -llamadas las “cañoneras legales”- a los países que ofrecieran dificultades a la pesca por parte de los tuna clippers, cuyo momento crítico se calificó como la “guerra del atún”. No es del caso, repetir las observaciones expresadas en relación con la “Declaración de Santiago” y su presunta transformación en un “tratado” formal, para aplicarlas a las Actas de 1968 y 1969, dos documentos que tienen un carácter secundario, de ejecución de un acuerdo principal constante en el cambio de notas. Además, este acuerdo -o sea el cambio de notas previo- por ser un acuerdo de aplicación del Convenio de 1954, -y éste, a su vez, derivado del compromiso político de 1952- tampoco podía modificar la naturaleza propia de los documentos originales. Resulta lamentable que, además de la confusión que se acaba se señalar, unida a la ambigüedad de los términos y la vaguedad de los conceptos, el proceso subsiguiente haya contribuido a alimentar intereses contrapuestos con innecesaria violencia en las actitudes. Además, no sé si están en el origen o han favorecido la existencia de tesis opuestas dentro de los propios países, entre ellas las opiniones diferentes acerca de la “territorialidad” de la “Zona de 200 millas” (a veces descartada en Chile durante las conferencias del mar (1958-1982), persistente en el Perú y oficializada en el Ecuador); cuya superación no será posible encontrar favoreciendo posiciones cada vez más exageradas.

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Creo que una de esas actitudes extremas, ha surgido -hecho muy reciente- al tratar de atribuir a dichas actas, en particular a la de 1969, la capacidad de alterar un tratado solemne de límites, como el Tratado y el Protocolo complementario para resolver la cuestión de Tacna y Arica, suscritos en Lima, el 3 de junio de 1929, por el canciller del Perú, Pedro José Rada y Gamio, y el plenipotenciario de Chile, Emiliano Figueroa Larrain; que con el Acta Final sobre la demarcación de la frontera, suscrita el 5 de agosto de 1930, por el canciller Pedro M.Oliveira, y el plenipotenciario de Chile, Conrado Rios Gallardo, constituyen un todo indivisible, considerado intangible por ambos Estados y consagrado como tal por la doctrina y la práctica internacionales 93. La circunstancia invocada por Chile de que el Acta de 1969, hubiera modificado la frontera establecida por dicho Tratado, ignorando la ubicación -la existencia- del punto en que llega al mar la línea de frontera, representado en el Acta Final de 1930, por el hito número uno en la “orilla del mar”, no tiene posibilidad alguna de ser, ni siquiera, tomada en cuenta. En efecto, el Tratado de 1929, consagra en el Art. 1º “Queda definitivamente resuelta la controversia…” y el Art. 2º describe la línea de frontera que “…partirá de un punto en la costa que se denominará Concordia…” (Diccionario de la Real Academia: “costa. f. Orilla del mar y tierra que está cerca de ella”.) que precisa el “Acta final de la frontera” al describirlo:

“Hito número Clase Latitud y longitud Lugar de situación 1 Concreto 18 - 21.03 Orilla del mar” 94

Es en atención a las consideraciones expuestas, que me voy a referir con más detalle al Acta de 19-22 de agosto de 1969, no obstante estar incurriendo en una redundancia. El hecho que en el Acta de 1969, se mencione “que han sido designados por sus respectivos Gobiernos con el fin de verificar la posición geográfica primigenia del Hito de concreto número uno (Nº 1) de la frontera común y de fijar los puntos de ubicación de las Marcas de Enfilamiento que han acordado instalar ambos países para señalar el límite marítimo y materializar el paralelo que pasa por el citado Hito número uno, situado en la orilla del mar…”, tergiversa los términos del mandato recibido; en su redacción se falta a la verdad; y no menciona el origen de su nuevo encargo, -que por no existir, da pie a una usurpación de funciones penada por la ley- sino que, principalmente, carece de fuerza y de valor jurídico ante un tratado de la más alta jerarquía y solemnidad. Las diferencias que existen entre el texto del acuerdo por cambio de notas de 6 de febrero y 8 de marzo de 1968 y el Acta, de un lado; y entre dicha acta y el texto del Tratado de 1929, de otro, sólo cabe resolverlas a favor del Tratado, sin que exista recurso alguno en contrario que permitiere aquella inversión de valores, desde que la primacía del Tratado está fundada en principios que el derecho internacional consagra con la calificación de jus congens.

93 Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, Tratados, Convenciones y Acuerdos vigentes entre el Perú y otros Estados -I- Instrumentos bilaterales; Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1936; pp. 182 y 191. (La compilación de dichos instrumentos fue dirigida por Alberto Ulloa Sotomayor, entonces Asesor Técnico-Jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores). Como el canje de las ratificaciones se realizó en Santiago, el 28 de julio de 1929, su publicación en dicha capital se hizo el 29. Los diarios de Lima dan cuenta del acto y publican los textos por primera vez, el 30. El texto del Tratado figura en las pp. 182 a 187; y el Acta Final de la demarcación, en las pp.191 a 197, suscrita en Lima, el 5 de agosto de 1930, por el canciller Pedro M.Oliveira y el embajador Conrado Rios G,. 94 Es obvio que las coordenadas transcritas del “Acta Final” corresponden a las del hito Nº 1, pero no a las del punto en el que la frontera llega al mar, que no fue precisado matemáticamente, pero cuyas coordenadas son la latitud 18º 21’ 08’’. Por lo mismo, en el Acta lo que figura es la ubicación en el terreno del hito Nº 1, donde comienza la señalización material de la frontera, pero no el términus que corresponde al punto en el que la frontera llega al mar.

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Tampoco cabe argüir que el “acta” de 1969 constituya un nuevo “tratado” entre los dos gobiernos. Para este efecto, tendría que existir un acuerdo de voluntades, expreso y no tácito; celebrado con las debidas formalidades; y concertado expresamente para modificar la línea de frontera, considerada como “definitiva”, tal como consta en los documentos ya mencionados de 1929 y 1930. Todo indica que no tiene sentido detenerse en este supuesto 95. Para conservar el orden de los sucesos, hay que volver atrás y con referencia al “Acta” de 26 de abril de 1968, recordar que el siguiente paso, fue cumplir con el trámite de informar a la embajada de Chile que, al término de sus trabajos de campo, los comisionados de ambos países habían suscrito un Acta Final, consignando las características acordadas para la construcción de los faros de enfilamiento. Es entonces, que la nota de la Cancillería peruana emplea una expresión que resulta inexplicable. En efecto, en dicho documento, Nº. (J) 6-4/ 43, de 7 de agosto de 1968, se manifiesta que

“el Gobierno del Perú aprueba en su totalidad los términos del Documento firmado en la frontera peruano-chilena, el 26 de abril de 1968 por los Representantes de ambos países, referente a la instalación de marcos de enfilación que materialicen el paralelo de la frontera marítima”.-- En cuanto Vuestra Señoría me comunique la conformidad del Gobierno de Chile, será muy grato para esta Cancillería efectuar las consultas necesarias para acordar la fecha en que podría reunirse la Comisión Mixta que verifique la posición del Hito número uno y señale la ubicación definitiva de las torres o marcas de enfilación, así como los plazos para la construcción y puesta en servicio”.

También la respuesta de la embajada de Chile, suscita dudas en el sentido que su aparente aceptación pareciera estar condicionada -de hecho, así fue- por las observaciones que contiene, como al afirmar que “encuentra sería del caso tomar las providencias destinadas a la señalización… toda vez que con ello se lograría un aviso preventivo a las goletas que normalmente navegan en la zona fronteriza”. Más interesante es la frase, según la que “concuerda el Gobierno chileno que debe constituirse a la brevedad una Comisión Mixta ad hoc destinada a verificar la posición de esta pirámide (el hito Nº 1) y que, además, dicha Comisión fije la ubicación de los lugares en que las marcas de enfilamiento deben ser instaladas”. No hay duda que no se constituyó una Comisión Mixta ad hoc, ni que se modificaron los encargos específicos dados a la comisión existente, con lo cual, de hecho, no se tomaron en cuenta dichas sugestiones. En todo caso, el trabajo encargado a la comisión no pasaba de ser una modesta tarea de albañilería.

95 No obstante que considero que el tema ha sido aclarado y con riesgo de insistir ad nauseam en las razones anotadas, aún es posible agregar un par de consideraciones. La primera, que en este caso en particular no puede olvidarse, que, por las circunstancias históricas del conflicto al que puso fin el Tratado de Lima, las características procesales del acuerdo y el complicado mecanismo político y diplomático observado -la intervención del presidente de los Estados Unidos como ponente del texto del tratado- no existe en el Tratado de Lima indicio alguno ni expresión disimulada que permitiera intentar, algún día, a su modificación. De allí que cuando se utiliza la palabra “definitiva”, ésta tenga una connotación reiterativa. Además de tenerse por sabido que un tratado de límites es “definitivo” por su propia esencia. (Menos podría ser modificado por una maniobra vergonzante). En segundo término, y corroborando lo anterior, es de sobra conocido que la política de Chile respecto a los tratados, basada en el acatamiento irrestricto al dictado romano pacta sunt servanda, es una política de Estado con connotaciones muy particulares. No existiría excusa alguna para que mediante un procedimiento subalterno, Chile incurriese en una claudicación. Además de lo dicho, está en la naturaleza de un compromiso que tiene la más alta jerarquía jurídica, que por su propia solemnidad esté sometido -en el supuesto negado de ser objeto de una modificación- al respeto del principio según en el cual “una ley sólo se deroga por otra ley”.

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Un año más tarde, los comisionados suscriben el acta de 19-22 de agosto de 1969, que es una referencia para dar comienzo a los trabajos. A continuación, tanto el Perú como Chile procedieron a realizar dicha obra física, como propia de la respectiva jurisdicción y en forma alguna como parte de una tarea común, si es que hubiera sido el cumplimiento de un “tratado de límites” -o la modificación, guardando las mismas solemnidades que en el tratado original, de las marcas construidas para señalar la frontera anterior- realidad que, por ser tan obvia, no puede ser discutida. Además, como no existe una acta que se refiera a la conclusión de las obras de erección de las torres de enfilamiento ni al inicio de sus servicios, se confirma que la construcción de los faros de enfilamiento y la puesta en funciones de cada uno de ellos en territorio del respectivo Estado, fueron actos propios de la actividad interna de cada país; y que, por igual, las comisiones que labraron las actas materia de estos comentarios, realizaron actividades de intercambio de informaciones, destinadas a coordinar la labor que, en cada país, tenía un alcance de estricta competencia nacional. La Comisión Mixta dejo de existir como tal, o sea como mecanismos de acuerdo y de trabajo en común, con lo cual la construcción de los faros de enfilamiento fue el cometido de cada cual; situación que es complemente diferente de la responsabilidad de fijar con marcas perennes la constitución una frontera internacional. La única interpretación posible de este procedimiento es que, ninguno de los dos países, tuvo en mente trazar una nueva frontera política. A lo sumo, es posible conceder que se emplearon expresiones o palabras que, muchos años después se consideran como ambiguas pero que entonces se usaron en sentido muy general, pero sin que esta interpretación pueda llegar al extremo de proponer que la frontera original y única, la “definitiva”, sufrió una variante o una alteración, sin dejar constancia expresa de ese cambio. He dejado para el final, mencionar dos hechos de la mayor importancia. El primero, en cuanto a que, en momento alguno, ni en las notas diplomáticas ni en las actas ni en el debate en el parlamento chileno, existe referencia alguna sobre la intención de Chile de variar en su beneficio detalle alguno, por insignificante que fuera, de los términos del Tratado de Lima y del Acta Final que se le incorpora, de 1930, con la culminación “definitiva” del acuerdo de límites y su ejecución. Menos, alusión, directa o indirecta, al derecho que Chile pudiera alegar en apoyo de ese propósito. En el sentido opuesto, sería ingenuo suponer que fue una decisión del Gobierno peruano proceder a esta suerte de cesión; incomprensible, si se tiene en cuenta que la negociación del Tratado de Lima fue un proceso delicado, amén de difícil, en el que se logró un cuidadoso equilibrio entre ambas partes, equilibrio que sufriría grave daño al privar a la provincia de Tacna de un segmento de su mar adyacente. Es obvio que, en esas circunstancias, la recuperación de la provincia de Tacna, con todos sus atributos, incluyendo las servidumbres tradicionales, descartó la posibilidad de cualquier desmedro encubierto. Y sería un agravio sostener que por parte de Chile, se albergó tamaño despropósito. El segundo, relativo a la inexistencia de la solemnidad imprescindible que se refiere a la publicidad. En este caso, es suficiente dejar constancia que el “Diario Oficial” chileno no publica el cambio de notas, de 6 de febrero y 8 de marzo de 1967; no consigna ninguna de las dos “actas” mencionadas, a pesar de que se les ha atribuido el carácter de “tratados”; y, hasta donde alcanza mi información, tampoco noticia alguna sobre la ejecución de los faros de enfilamiento y su puesta en servicio.

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12.- El Memorandum de 23 de mayo de 1986. 12.1. Las circunstancias políticas. El conocimiento de las circunstancias de una situación política convulsionada y de su repercusión internacional es un elemento de juicio del que no se puede prescindir, para tener una visión de conjunto. Por ello, es pertinente referirse a los sucesos internos del Perú y de Chile, sin que sea preciso insistir en que correspondió a los regímenes militares manejar los momentos más agudos de algunas situaciones internacionales. A partir de 1968, las relaciones entre el Perú y Chile resultaron afectadas, una vez más 96, como consecuencia de dos “golpes” militares. Primero, en el Perú, cuando el 3 de octubre de 1968, un acción extra-constitucional derrocó al gobierno de Fernando Belaúnde, para instalar en el poder al general Juan Velasco Alvarado, al frente del “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, cuyo carácter “institucional” pretendió darle un matiz particular, frente a los endémicos gobiernos militares latinoamericanos, que se “generalizaron” en la siguiente década 97. En dos etapas alcanzó a durar doce años. Cabe recordar que el año 1968, había comenzado bajo el signo de una pugna política cada vez más enconada, entre la oposición con mayoría parlamentaria y el Ejecutivo, cuyo telón de fondo era la crisis fiscal. Las circunstancias obligaron al primer ministro, Raúl Ferrero Rebagliati, a presentar su renuncia y con ella, la del gabinete ministerial (29 de mayo de 1968). El gabinete presidido por Osvaldo Hercelles como ministro de Relaciones Exteriores, se inició el 31 de mayo, pero durante los cuatro meses siguientes ya no le fue posible detener el ritmo descendente en el manejo de la crisis. En las últimas semanas de su gestión, la oposición entre el poder Ejecutivo y el Legislativo había dejado de ser el problema más grave, ante la evidencia de que estaba en marcha una conspiración de los mandos militares, cuyo rumor no tardó en llegar a palacio de Gobierno. Un último recambio ministerial se realizó del 1º al 2 de octubre, en cuya fecha se realizó el juramento del nuevo ministerio, presidido por Miguel Mujica Gallo, también en la Cancillería. En la noche siguiente se produjo el golpe de los comandos militares, que se anunció al país el 3 de octubre, asumiendo la cartera de Relaciones Exteriores el general Edgardo Mercado Jarrín. La constitución de un nuevo régimen, autotitulado como una “revolución institucional” de las Fuerzas Armadas, presidido por el general Juan Velasco Alvarado, creó una situación de recelo y de incertidumbre en el continente, que no se despejó tan de inmediato. En 1975, Velasco Alvarado fue sustituido -con imposición pero sin violencia- por el general Francisco Morales 96 Quizá sea mejor amparar lo dicho. Joaquín Fermandois, tiene un párrafo digno de reflexión, por ambas partes: “Las relaciones de Chile con el Perú han estado siempre cargadas -y quizá algo envenenadas- por la herencia de la guerra del Pacífico, que sólo concluyó con toda formalidad con la firma de un tratado, en 1929 (y de su Protocolo complementario. JMB). No es que, repetimos, haya habido conflictos reales. Al contrario, desde 1929, las relaciones han sido buenas, pero ese recuerdo se hace omnipresente como un lastre efectivo”. Chile y el Mundo -1970 -1973. La política exterior del gobierno de la Unidad Popular y el sistema internacional; Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile; 1985; p. 142. 97 La ola -mejor, el tsunami- que desbarató la débil institucionalidad democrática de las naciones latinoamericanas, en la larga década que tiene por eje el año 1970, es un fenómeno que merecería un estudio de conjunto, para poner en claro, una vez más, la influencia de los factores externos, en especial los económicos, que condicionan la vida política al sur de río Grande, unidos, a la afirmación del poder de una única superpotencia universal, Estados Unidos, situación que, como ineluctable consecuencia, ha significado la creciente “pentagonización” de la política exterior norteamericana, cuya preocupación está presidida por el resguardo de su poder, a partir de las posibles amenazas, de cualquier género, que se juzgan exclusivamente con sus propios criterios y se reacciona usando sus propios medios. Todo ello amparado en la “doctrina” de la seguridad nacional, insuflada tenazmente por los estamentos castrenses.

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Bermúdez, con el apoyo de los mandos regionales. Se inició entonces la llamada “segunda fase”, con menor impulso “revolucionario”, que duró hasta el 28 de julio de 1980, cuando las elecciones ungieron, nuevamente, a Fernando Belaúnde Terry, como presidente de la República. En la década siguiente, la llegada de Fujimori al poder coincidió con graves problemas externos. Con el Ecuador, se producen los peores incidentes ocurridos desde 1941, cuyo desenlace fue poco venturoso para el Perú, si bien Fujimori se encargó de presentar las nuevas situaciones con una favorable cancelación del pasado. Así fue en el caso de las relaciones con Chile que acusaron las siguientes alternativas. En enero de 1992, se firman en Ilo los acuerdos entre Fujimori y Paz Zamora, que la prensa se encargó de magnificar. Pocas semanas más tarde, el golpe civil-militar de 5 de abril, abrió una áspera situación, dada la inmediata reacción del gobierno de Santiago que, de inmediato, llamó a su embajador en Lima. La compensación fue buscada de inmediato, cuando el 11 de abril de 1993, se firman con gran solemnidad las llamadas “Convenciones de Lima”, el 11 de mayo. La reacción de la opinión peruana -en medio de un violento rechazo a la dictadura que se acababa de instalar- fue muy crítica respecto a dichos acuerdos, y el proceso de aprobación se suspendió abruptamente cuando Fujimori decidió retirarlos del Legislativo, donde esperaban ser aprobados. Esta decisión unilateral, motivada por circunstancias propias de la campaña de reelección, creó una nueva situación de tensión, a cuyo término se suscribió una simple “Acta de entrega”, entre los cancilleres Fernando de Trazegnies y Juan Gabriel Valdés, en 1999. Lo interesante de este recuento es que la intensa acción chilena de “actos propios” -que se menciona más adelante- coincidió con la inacción peruana ordenada por Fujimori, a quien la presión del conflicto con el Ecuador y la necesidad de cuidar su relación con Chile, unida a las circunstancias internas, condujeron a producir dicha situación, que ha resultado tan onerosa. En Chile, el 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas pusieron fin al régimen de Salvador Allende, el primer gobierno marxista que había llegado al poder mediante procedimientos democráticos. Lamentablemente, las víctimas de la violencia sumaron varios miles, entre asesinados, torturados, exiliados y desaparecidos, mientras los asilados que debieron acudir a la protección diplomática en las misiones acreditadas en Santiago, se calculan entre 2500 y 3000. Se ha hecho pública en Estados Unidos la documentación oficial que confirma la activa participación cumplida por la CIA (Agencia Central de Informaciones de los Estados Unidos) en este trágico suceso. Al frente del gobierno militar durante 18 años, se mantuvo el general Augusto Pinochet, a quien acompañaron el almirante José Toribio Merino, Comandante General de la Marina; el general Gustavo Leigh, jefe de la Fuerza Aérea (reemplazado luego más de una vez); y el General Comandante del Cuerpo de Carabineros, como integrantes de la Junta de Gobierno 98. Treinta y cinco años después, algunas de las tensiones que se provocaron entonces, permanecen en el imaginario o se conservan como recursos de la actividad política, realidad que se confirma con una simple revisión de algunos datos, entre ellos, los que se consignan más adelante. Las diferencias entre las situaciones de ambos países han sido importantes; y también, fueron notables los trastornos de la situación internacional en el continente. De otro lado, ambos casos tuvieron en común momentos de pugnacidad que se manejaron a base de “estrategias” propias de la mentalidad militar; acentuándose una visión 98 Una visión integral de la situación chilena, en particular en su relación con el entorno internacional, en Joaquín Fermandois, Mundo y fin de mundo -Chile en la política mundial 1900-2004-, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005. En especial, los capítulos XIII, XIV y XV.

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egocentrista en las respectivas percepciones, a la manera de un filtro psicológico, a veces exacerbado. Otro aspecto compartido por Santiago y por Lima fue debido a la violenta reacción del medio internacional, ya fuese el aislamiento decretado contra el régimen militar chileno, a partir de Washington e incluyendo a las Naciones Unidas, durante los primeros cinco años; ya fuesen las amenazas esgrimidas contra el Perú a raíz de la expropiación del complejo petrolero de La Brea y Pariñas -propiedad de una empresa establecida en Canadá- coincidente con la declaración de la “Zona marítima de 200 millas”, que dio motivo a la aplicación de “enmiendas” de naturaleza coercitiva, aparte del contenido agraviante a la dignidad nacional. No lejos de la frontera de ambos países, la “guerra de las Islas Malvinas”, fue un ingrediente más en esos años. Prefiero no continuar en esta enumeración de hechos y circunstancias ocurridos a todo lo largo del continente, que bien pueden explicar la lentitud del proceso de institucionalización y el precario avance de las políticas de acción común, todavía tan distantes de pretender llamarlas de “integración”. Pero, como colofón, me parece ilustrativo subrayar que aquella percepción del “otro”, que llega a la opinión pública y radicaliza el sentimiento de determinados ambientes en los que se cultiva el ánimo conflictivo como si se tratara de conservar un legado histórico, es todavía un factor negativo, cuyo recrudecimiento no es fácil explicar. En el de caso Chile, fue una constante histórica la sensación de rivalidad con su vecina República Argentina; que, en momento no muy lejanos, llegó a extremos de inminente conflicto, con movilización de las fuerzas armadas ya con el dedo en el gatillo. Todo indica que, de acuerdo con los tiempos, esos conatos de intemperancia debieran pertenecer al pasado; quizá, en la medida que la autonomía del estamento militar ceda ante la institucionalización del Estado 99. 12.2. Las conversaciones Wagner-del Valle. Al asumir el poder, el 28 de julio de 1985, el nuevo presidente, Alan García, se encontró ante un mapa, de extrañas complicaciones. En definitiva, el entorno internacional, el inmediato y el más lejano, acusaba vacíos y contradicciones. En especial, en el norte y en el sur, las visiones y las suspicacias habían creado un escenario en el que era muy difícil desarrollar una política de entendimiento, propia de los nuevos tiempos y concorde con el impulso que el gobierno pretendía dar a la política exterior. Lo apuntado en el párrafo anterior era parte de la esa realidad. Recurro a la versión del nuevo canciller, como el mejor testimonio. Al dar cuenta de su gestión, Allan Wagner Tizón recuerda que, desde el primer día, al definir los rumbos de la política exterior del nuevo gobierno, se afirmó “la prioridad de las relaciones con los países vecinos”, partiendo del “concepto fundamental de la necesidad de forjar o, en su caso, fortalecer relaciones de paz y cooperación”, cuya idea fue trasmitida al canciller Jaime del Valle, presente en las ceremonias de la transmisión del mando, personalmente por el propio presidente de la República, y reiteradas al día siguiente, en la primera audiencia, por el ministro Wagner, con quien se diseñó, desde ese momento, un esquema para sus conversaciones, que debían abordar -más allá de las “obligaciones pendientes” del Tratado de 1929- “otros temas pertinentes a las relaciones bilaterales, dado que el propósito explicitado -por el presidente García- era abrir una nueva etapa de

99 Es ilustrativo el amplio ensayo de Pablo Lacoste, La imagen del otro en las relaciones de la Argentina y Chile -1534-2000-; Buenos Aires - Santiago; FCE/Universidad de Santiago de Chile. 2003. Excelente bibliografía. De paso, debo mencionar las intencionadas alusiones a las relaciones con el Perú, que no me parecen .muy objetivas.

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paz y cooperación entre ambos países”. Una vez más, era proponer y realizar la “opción de paz”, en toda su amplitud 100. Las conversaciones entre los dos cancilleres se reanudaron, pocas semanas después, en Nueva York; y un tercer encuentro, en noviembre de 1985, se realizó en Arica. La siguiente reunión de trabajo, en Lima, a fines del mismo mes, permitió resumir en un Comunicado Oficial los lineamientos del trabajo avanzado (29 de noviembre de 1985). Siempre en palabras de Wagner, en la siguiente reunión de trabajo, en Santiago, 25 al 28 de mayo de 1986, “el canciller del Valle me comentó sobre voces contrarias que surgían en la Marina chilena al “sistema integrado de servicios”, nombre que resumía, en criterio peruano, el conjunto de acuerdos que permitiría hacer operativas las obras que Chile se había comprometido desde 1929, a realizar en Arica, “establecimientos y zonas donde el comercio de tránsito del Perú gozará de la independencia propia del más amplio puerto libre” (Artículo Quinto, del Tratado de 1929). A su vez, en el Perú “ciertos sectores de nuestra opinión pública comentaron con escándalo que habían entendimientos secretos con Chile… y no tardaron en aparecer quienes sostenían que estábamos entregando nuestra soberanía residual en Arica” (las frases subrayadas, entre comillas en el original). En septiembre de 1986, Wagner y del Valle volvieron a encontrarse, en Nueva York, con ocasión de la Asamblea General de N.U. Ya entonces, del Valle le manifestó que el voto peruano a favor de la resolución adoptada en Ginebra, en la Comisión de Derechos Humanos, que criticaba la situación reinante en Chile, le había “quitado piso” en el gobierno 101. Una última vez, Wagner pasó por Santiago, el 20 de diciembre. Le confirmó, entonces, a su colega que su concepto, condicionar el acuerdo a las dificultades que surgían en la situación interna de Chile era un problema separado, ya que el cumplimiento de las obligaciones derivadas del Tratado de 1929, no era moneda de cambio; acordándose que los trabajos continuaran a nivel de las comisiones designadas en cada país, para terminar paralizándose, cuando el presidente Pinochet decidió poner fin a la gestión de canciller del Valle, situación que Wagner explica: “…y es que la causa real del detenimiento del proceso negociador fue la oposición de la Marina chilena a nuestro planteamiento del “sistema integrado de servicios” y las ambiciones presidenciales del Gral. Pinochet quien prefirió asegurarse el apoyo del almirante Merino para su nominación por la Junta como candidato a la presidencia de la República” 102. En el curso de las conversaciones, se había mencionado el problema de la delimitación de los nuevos espacios marítimos, coincidiendo en que por ser un tema tan complejo y reciente, no sería incluido en la agenda, para darle un tratamiento por separado, sin perjuicio de reconocer que no debía posponerse. Por esta razón, Wagner resolvió proponerme que integrara el grupo que lo acompañaría en su próxima visita a Santiago.

100 Bákula, Perú entre la Realidad..., op.cit. T.II, pp. 1085 y 1123. 101 Esa fue la suerte de algunos cancilleres civiles, entre otros, Hernán Cubillos, responsabilizado, a pesar suyo, del bochornoso “filipinazo”; René Rojas Galdames, a quien también se imputó la votación contraria en Ginebra; y Jaime del Valle. (JMB) 102 El canciller Wagner no llegó a publicar la “memoria” correspondiente a su gestión ministerial, debido a las circunstancia políticas, pero, de alguna manera, rindió cuenta de la política llevada adelante, en un largo artículo, titulado “En la senda de García Bedoya -Gestión ministerial de un discípulo (poco) aprovechado”, publicado en el libro de homenaje Carlos García Bedoya -Una visión desde los años 90, Lima, Mosca Azul Editores, 1993. A ese ensayo pertenecen los párrafos, entre comillas, arriba reproducidos. Wagner ha aclarado que dicho artículo fue escrito, ya en el destierro, sin poder consultar la documentación necesaria.

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En esa condición, asistí al desayuno, que por invitación de Pinochet, se sirvió en el edificio “Diego Portales”, sede del gobierno. 12.3. La audiencia de 23 de mayo de 1986. El 23 de mayo de 1986, fui recibido en audiencia, por el canciller Jaime del Valle, a quien le entregue una carta credencial del ministro Wagner, expresando que mi visita estaba en relación con planteamientos encaminados a “que la vinculación peruano-chilena esté libre de todo aquello que pueda dificultar los altos niveles de entendimiento permanente y de largo alcance” que se persiguen. La finalidad de la visita quedaba claramente definida; así como la oportunidad de la gestión, si se recuerda que ni Chile ni el Perú era aún parte de la Convención sobre el Derecho del Mar. La conversación debió durar cerca de una hora, en un ambiente de amistosa deferencia. Mis primeras palabras fueron para situar el marco general de recíproca confianza que sustenta toda política constructiva, en cuya virtud era indispensable considerar la delimitación formal y definitiva de los nuevos espacios marítimos que complementan la vecindad geográfica de los dos países. En efecto, la existencia de una zona especial -establecida por la Convención de Zona Fronteriza Marítima- referida a la línea del paralelo del punto en que llega al mar la frontera terrestre, debe considerarse como una fórmula cuyo objetivo era evitar incidentes con “gentes de mar con escasos conocimientos de náutica”, que ya no resulta adecuada para satisfacer las exigencias de la seguridad ni para la mejor atención de la administración de los recursos marinos, con el agravante de que una interpretación extensiva podría generar una notoria situación inequitativa y de riesgo, en desmedro de los legítimos intereses del Perú, que aparecerían gravemente lesionados. La creación de nuevos espacios marinos como consecuencia de la aprobación la Convención sobre el Derecho del Mar, con la activa participación del Perú y de Chile, ha señalado el cambio en la situación dentro de la cual la “zona marítima de 200 millas” es ya, sin duda, un espacio diferente, dadas las características del mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva, la alta mar y la plataforma continental, respecto de los que la legislación interna es prácticamente inexistente en lo que se refiere a la delimitación internacional que nunca había sido considerada anteriormente. Por todo lo cual, no es necesario subrayar la conveniencia de prevenir las dificultades que se derivarían de la ausencia de una demarcación marítima expresa y apropiada; o de una deficiencia en la misma, que podría afectar la amistosa conducción de las relaciones entre Chile y el Perú. Al término de mi exposición, en la que no se trató tema alguno diferente, el canciller del Valle, sin pronunciarse sobre el fondo de la presentación, estuvo de acuerdo con la importancia de la cuestión, que no debía quedar postergada “para las calendas griegas” -según frase textual- y, con un recado amistoso para su colega Wagner, me expresó su interés por recibir una ayuda memoria que resumiera mis anteriores manifestaciones. De regreso a la embajada peruana, encontré todavía al embajador Luis Marchand y le pedí que aguardara unos minutos. Directamente, en la máquina de escribir, redacté el memorandum que con nota oficial de la embajada del Perú, Nº. 5-4-M/147, fue entregada esa misma tarde en la sede de la cancillería chilena. Era la primera

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presentación, que por la vía diplomática, el Gobierno peruano formulaba ante el Gobierno chileno, desde que Chile, en 1967, ratificara la Convención de 1954, si bien en varios textos particulares, publicados en años anteriores, el tema ya había sido expuesto. Así quedó dicho en el párrafo final del citado memorandum. Como correspondía al sentido de la gestión, no era de esperar una respuesta oficial, pero tampoco dio motivo a une fin de non recevoir. 12.4. Una reacción afirmativa de la Cancillería chilena. Algunas semanas después, un despacho cablegráfico de una agencia de noticias, procedente de Lima, dio lugar a un comunicado de la cancillería chilena (19 de junio de 1986) que la prensa de Santiago publicó bajo el epígrafe, “Oportunamente estudiarán la delimitación marítima”:

“Con relación a las informaciones aparecidas en la prensa relativas a que se estarían desarrollando negociaciones entre Chile y el Perú, sobre la delimitación marítima de ambos países, el Ministerio de Relaciones Exteriores debe señalar lo siguiente:

1.- El embajador peruano don Juan Miguel Bákula visitó recientemente la Cancillería chilena, oportunidad en que se trató la participación de ambos países en la Comisión Permanente del Pacífico Sur, así como la necesidad de reforzar la acción de esa entidad.

En la oportunidad se intercambiaron también puntos de vista en cuanto a la posición de Chile frente a la Organización Latinoamericana de Pesca (OLDEPESCA);

2.- Durante esta visita, el embajador Bákula dio a conocer el interés del Gobierno peruano para iniciar en el futuro conversaciones entre ambos países acerca de sus puntos de vista referentes a la delimitación marítima.

El Ministro de Relaciones Exteriores, teniendo en consideración las buenas relaciones existentes entre ambos países, tomó nota de lo anterior manifestando que oportunamente se harán estudios sobre el particular”.

Si cabe alguna interpretación del anterior documento, es en el sentido que para la Cancillería chilena la posible delimitación anterior no era definitiva; y, que, por lo mismo, no se había producido un rechazo a la presentación que estuvo a mi cargo. Si bien la iniciativa había sido del Perú, la gestión realizada en esas circunstancias era una manifestación de transparencia y de buena voluntad en busca de una acción común 103. 12.5. Una extraña interpretación. Una reciente publicación ha acogido una extraña interpretación -que más parece teledirigida desde otros miradores- que se autocalifica de “intuición personal”, en la que se atribuye a mi gestión, una doble intención, desde que más allá de presentar un interés propio de las relaciones peruano-chilenas, su recóndito propósito era servir de asidero para reactivar la demanda marítima boliviana 104. Una vez más, voy a seguir el relato de

103 Esta atingencia se explica, ante la afirmación del oficial de la Marina chilena, contralmirante Francisco Ghisolfo Araya, acogida en la “Revista de Marina”, publicación oficial de esa institución, Nº 4, de 1994, quien en un artículo titulado “El factor político estratégico en la frontera oceánica chilena”, al referirse a la gestión arriba reseñada, afirma que el canciller Jaime del Valle “cayó inadvertidamente en el juego peruano”, en el que se esboza el maligno uso de la sorpresa, con grave ofensa a la verdad. 104 En el número correspondiente al mes de septiembre del 2007, de la prestigiosa revista “Mensaje”, José Rodríguez Elizondo publica un artículo titulado “La extraña invención del doctor García” -vinculando al presidente Alan García y a la gestión que se me encargó, con la aspiración marítima boliviana- que, como actor en ese episodio, puedo desmentir, en todos sus extremos, sin que ni antes ni después, hecho alguno pudiera servir de fundamento a aquella “intuición”; y, menos, justificar su reiteración en otros artículos de prensa. Y lo siento mucho, por cuanto soy amigo de Pepe y deploro que sea su credibilidad la que haya sufrido desmedro, y no la mía. Ahora, recurro a una frase

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Allan Wagner Tizón, para situar el ambiente internacional dentro del cual me correspondió cumplir con aquel encargo. En el mencionado artículo, el canciller Wagner prosigue con el análisis del entorno frente al que debió actuar en aquel entonces; y después de su extensa referencia a las relaciones con Chile, dice: “En el caso de Bolivia nuestra política exterior buscaba “desmediterraneizar las relaciones bilaterales a través de una sólida articulación de intereses mutuos… Del 1º al 3 de junio de 1986, realicé una visita oficial a Bolivia, en la que fui recibido en audiencia especial por el presidente Paz Estenssoro… Antes de mi viaje previendo precisamente que Bolivia pretendería una manifestación del nuevo gobierno peruano sobre el tema de la mediterraneidad, tomé la precaución de encomendar a nuestro embajador en La Paz, el distinguido diplomático Jaime Cacho Souza, que negociara previamente con la Cancillería boliviana el texto que sobre este asunto sería incluido en la Declaración Conjunta. Así lo hizo y viajé a La Paz con la tranquilidad de saber que teníamos un texto ya acordado por los dos cancilleres sobre este delicado asunto. Próximo a finalizar mi visita a La Paz, el Canciller Bedregal, en un desayuno estrictamente privado en su casa, me dijo que el texto que habíamos acordado no satisfacía al Presidente Paz y que se veía en la necesidad de replanteármelo, solicitándome un pronunciamiento expreso de conformidad del Perú a una solución territorial por Arica. En términos muy francos y amigables le respondí que el Perú no podía extender a Bolivia un cheque en blanco en un tema que concernía a intereses fundamentales del país y que estaban consagrados en tratados vigentes e intangibles. En ese sentido, le manifesté que el objetivo principal de mi visita era precisamente iniciar un nuevo enfoque de las relaciones bilaterales, en las que la aspiración marítima boliviana, cuya solución concernía a Chile, no fuera el factor gravitante y, por consiguiente, pendular de ellas, sino articular un tejido de intereses mutuos que hicieran de la integración de nuestros países una realidad concreta… Así quedó pautada la conducción de las relaciones peruano-bolivianas durante mi gestión…” 105. 13.- Los posteriores “actos propios” por parte de Chile. En el breve lapso de tiempo transcurrido entre el cambio ministerial con la salida del canciller del Valle y la toma del mando por Patricio Aylwin -unos cortos tres años- las circunstancias políticas internas chilenas discurrieron a una increíble velocidad, al compás de cambios que, en cada caso, eran insospechables pocos días antes. Es lícito suponer que todos los otros temas, incluyendo los del ámbito externo, tuvieron que ceder en urgencia cuando el nebuloso anuncio que representó el Acuerdo Nacional, en agosto de 1985, se aclaró con los resultados del plebiscito de 5 de octubre de 1988, que debía decidir la suerte del candidato propuesto. El resultado fue 56% contrario a Pinochet; y 43% por el “Sí”. En las elecciones siguientes, triunfó largamente Patricio Aylwin, con el 55% de la votación, que era una cifra mayor que la suma de los votos de los otros dos candidatos. Asumió el mando el 11 de marzo de 1990. Tampoco es preciso insistir en que, detenidas las conversaciones Wagner-del Valle, las circunstancias subsiguientes fueron aún menos favorables para intentar negociaciones

usada por mi entrañable amigo, Enrique Bernstein, cuando se refiere a su actuación durante el proceso de la mediación de la Santa Sede, para que se la juzgue, afirmando “… Prefiero que se me acuse de ingenuo en las negociaciones y no de perverso. Que no se diga que mentí, sino que fui honrado y honorable…”, porque seguí su ejemplo durante los más de cincuenta años que me honré al corresponder a su cordial amistad. 105 Wagner, “Gestión ministerial…”, op.cit., p.50.

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de tanta importancia política; dicho esto en cuanto al Perú. Respecto a Chile, no hay mucho que agregar, ya que las preocupaciones de Pinochet estaban a prudente distancia de tomar iniciativas que sólo contribuirían a producir distanciamientos -como los que emergieron del “abrazo de Charaña”- y en un ambiente que recogía las angustias del reciente conflicto con Argentina. Los comentaristas chilenos pueden reconocer los éxitos de la política económica del gobierno militar, pero son, casi unánimes, en sus observaciones acerca de que un éxito comparable no acompañó a la política internacional del general presidente. No obstante que al llegar a su fin el régimen pretoriano -un auténtico fin de siècle- era posible pensar que el tránsito del poder absoluto a la ausencia de poder, significaría para las Fuerzas Armadas que quedaban cerradas las anteriores vías de acción política y de interpretación de la realidad; pero, lo cierto es que muchas percepciones se han mantenido, así no sean sino meros ejercicios de imaginación. Esta podría ser la explicación de algunas manifestaciones y actitudes, cuyos rezagos aún se perciben en la apreciación de la escena internacional. Es con respecto a las relaciones con los vecinos, y en particular con el Perú, que se pueden verificar posiciones que, así fueran reactivas, tienen esa apariencia. Desde mi perspectiva, creo que no contribuyen a entender los cambios en la dinámica que corresponde a la mejor y más eficiente construcción de un mundo diferente. Un ejemplo de la evolución fundamental que se ha producido en la política mundial -en el entendimiento entre todas los pueblos y naciones del mundo- ha sido el manejo del espacio oceánico, merced a la voluntad concertada durante diecisiete años de trabajo; y al fruto de una extraordinaria capacidad creativa, representado por la Convención sobre el Derecho del Mar (1982), cuyo principal mérito radica, precisamente, en el cambio en las mentalidades, indispensable para la formulación de una normatividad que superara las anteriores percepciones. Este proceso de creación ocupa las primeras páginas de este ensayo; y es lamentable -personalmente, para mí, una situación muy penosa- que en ese ambiente en el que el Perú y Chile trabajaron codo a codo, se haya producido una discrepancia que ha terminado por convertirse en un “problema sensible”. Más aún, por cuanto ha sido varios años más tarde, que por parte de Chile, se ha pretendido alejar las posibilidades de una solución negociada, inclusive mediante el recurso a los “actos propios”, o sea a las manifestaciones políticas destinadas a reforzar su posición, en el supuesto de que podrían ser eficientes. En verdad, los hechos que se mencionan a continuación -a título de muestra selectiva- tienen una intencionalidad evidente, a la que se agrega una tónica pugnaz, con olvido de que sus consecuencias pueden no contribuir a reforzar su posición, e inclusive ser contraproducentes, si se tiene en cuenta que existen criterios superiores de naturaleza jurídica y de profundo contenido ético. Tal como se definen por la Corte de Justicia Internacional, cuando establece

“… que la Corte (Internacional de Justicia) no podría tomar en consideración actos que se

han producido después de la fecha en que el diferendo entre las Partes fue cristalizado, salvo que dichas actividades constituyan la continuación normal de actividades anteriores y por lo tanto que no hayan sido ejecutadas con el propósito de mejorar la posición jurídica de la Parte que las invoca” 106.

106 El texto original en francés ofrece dificultades para su traducción literal, por lo que se agrega aquí la versión oficial: (…(La Corte ) ne saurait prendre en considération des actes qui se sont produits après la date à laquelle le differend entre les Parties s’est cristallisé, à moins que ses activités ne constituent la continuation normale d’activités antérieures et pour autant qu’elles n’aient pas été entreprises en vue d‘améliorer la position juridique des Parties qui les invoquent”). Sentencia en la cuestión de “Soberanía sobre Pulau Ligitan y Pulau Sipadan”, entre Indonesia y Malasia. 17 de diciembre del 2002.

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13.1. La presentación de la tesis del “mar presencial”. La preocupación del Comandante General de la Armada, almirante José Toribio Merino, por los asuntos de la política internacional fue una constante en los años del gobierno militar, que marcó una orientación en la institución bajo su mando. Como se sabe, el 11 de marzo de 1990, se produjo la toma del mando supremo por Patricio Aylwin; y ese mismo día, se hizo efectivo el pase al retiro, a su solicitud, de Merino y el nombramiento del almirante Jorge Martínez Bush, como nuevo Comandante General. Antes de dos meses, el nuevo jefe de la Marina retomó la iniciativa, presentando en un acto académico la tesis del “mar presencial”, cuya proyección política, interna e internacional, no requieren de mayores comentarios. Ya me he referido al tema con algún detalle, por lo que no es necesario insistir 107. Tan sólo debo subrayar las modificaciones que sufrió el texto original, particularmente en lo que se refiere a la extensión que pretende abarcar en la inmensidad de océano Pacífico y a los límites que se señalan a su aplicación. Como se comentó en su momento, la inclusión de la mención al “mar presencial” en la Ley de Pesca se explica como una maniobra política en los pasillos del órgano legislativo, propia de las circunstancias; pero, al mismo tiempo, fue una clara indicación de que el tema de la “delimitación marítima” con el Perú se tenía muy presente. Como resultado, el problema que antes estaba bajo la consideración de la Cancillería, adquiría una dimensión diferente, al incorporarse al área de la responsabilidad de la Marina, recubierto, además, con una apariencia legal. Como “acto propio”, no afecta el legítimo interés del Perú ni constituye una valla infranqueable para sus demandas, pero, políticamente, entraba la libertad de negociación del propio Gobierno y, en especial, de la Cancillería. Claro está que, si se recuerda que, tanto desde el punto de vista del derecho internacional, frente a la Convención sobre el Derecho del Mar; como en el terreno diplomático, ante las reservas opuestas, entre otros, por la Unión Europea, la viabilidad del “mar presencial” está en tela de juicio, pero su mera inclusión en la legislación interna, con el agregado de la definición de una supuesta “delimitación” con el Perú, pareciera confirmar que esta cuestión se pretende considerar resuelta, unilateralmente, por una institución militar, que procede por cuenta propia 108. 13.2. Un “alcance adicional” de la Cancillería chilena. En el diario “La Segunda”, edición del 10 de julio de 1995, Lillian Calm, publicó una extensa entrevista al canciller José Miguel Insulsa, en la que como última pregunta, la periodista interroga: “…sólo quedaría el problema del mar territorial…”, al referirse a las relaciones con el Perú, obteniendo la siguiente brevísima respuesta, “…que es más bien de carácter técnico…”, expresión que no sólo confirma la existencia del problema, sino que define su naturaleza. En el mismo diario, un año después, (18 de abril de 1996), se repite entre ambos interlocutores un diálogo similar. A la pregunta; “Ejecutado del Tratado de 1929, ¿Sólo quedaría con Perú el tema de la delimitación marítima?”, la respuesta del canciller -que seguía siendo José Miguel Insulsa- fue, “… si la proyección es en línea recta o sigue la línea de la frontera. Es un antiguo problema pendiente”. (La periodista anota, a renglón seguido, “Y salta a otro tema”). 107 Supra, Nota Nº. l9. 108 Ibid. Fue en esta ocasión, cuando además de mencionar fuera de contexto al Hito Nº 1, se legisla, subrepticiamente, sobre un espacio marítimo que corresponde al Perú. V. también Nota Nº 91.

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Al día siguiente, 19 de abril, “La Segunda” publicó preferentemente, sin comentario, bajo el título de “Alcance adicional”, lo siguiente:

“El Ministro de RR.EE. nos ha enviado la siguiente nota: Señor Director: En relación con la entrevista que di a “La Segunda”, publicada en su edición de ayer, quiero hacer el siguiente alcance adicional a la respuesta que se consigna sobre la frontera marítima entre Chile y Perú, la cual, como se advierte por los puntos suspensivos al comienzo y al final de la misma, quedó incompleta. Lo que en realidad quise decir es que, si bien se trata de un antiguo problema, éste ya ha sido resuelto entre nuestros países. En efecto, declaraciones y acuerdos en el ámbito de la Comisión Permanente del Pacífico Sur, han definido nuestra frontera marítima en forma definitiva. Así se comprende que Chile y Perú hayan declarado reciente y reiteradamente, que entre ellos no existen problemas limítrofes pendientes. Lo saluda muy atentamente,

José Miguel Insulsa” 109.

13.3. La campaña de propaganda por Internet.

La referencia a temas como el mencionado en el rubro, es complicado -por no decir delicado- no sólo por su naturaleza, sino en particular por sus implicaciones con respetables percepciones al mismo tiempo que con intenciones que no alcanzan a salir a plena luz. También, porque el debate público de cuestiones vinculadas con el sentimiento nacional, parecería estar vedado a quienes no pertenecen a una nación en particular. Pero, al mismo tiempo, no puede prohibirse que quienes son directamente aludidos, tengan la oportunidad de expresar su punto de vista. Tampoco, si las formas usadas para la versión de los propios sentimientos, incluyendo la vehemencia en la expresión y algunas calificaciones, escapan al recíproco respeto. Finalmente, en todo debate, las voces altisonantes, suelen resultar contraproducentes, y son siempre una excepción que no debe interrumpir un intercambio de opiniones razonables. Sin embargo, también es cierto que en determinados casos, el propósito de algunos escritos no es usar de la persuasión para defender la parte de razón que nunca falta, sino, tan sólo, contribuir a afirmar en la mente de los propios, la verdad que se propone como única e invulnerable. De allí que, por ejemplo, cuando los términos de una oposición son “revanchismo” / “entreguismo”, etc. etc., no hay duda que se trata de excluir la búsqueda de una inteligencia en común.

109 Pocas semanas después, “El Mercurio” publicó un comentario de Mario Valenzuela Lafourcade, solicitando una precisión sobre el tema por parte de la Cancillería. Es notorio que en la primitiva declaración del ministro Insulsa, debió quedar alguna duda acerca de las dos posibles soluciones que el problema podría tener, ya fuese “la línea recta” (la de un paralelo), ya la de la “línea de frontera” (o sea la prolongación del arco que termina en la orilla del mar, que es un método correcto). Como he tenido la suerte de tratar a las tres personas mencionadas, quiero reiterar el alto aprecio que les guardo. En lo que se refiere al Gobierno peruano, debo agregar que, según mis referencias, el ex presidente Fujimori prefirió que se omitiera toda réplica, dado su afán de eludir cualquier obstáculo en el propósito de dar término del entredicho surgido a consecuencia de las convenciones peruano-chilenas de 1993, que causaron una penosa impresión en la opinión pública, que sirvió de pretexto para proceder a su retiro del Parlamento peruano, unilateralmente.

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Mi propia experiencia de muchos años -y también la ajena- me permite afirmar que los términos fundamentalistas suelen no ser una manera de ejercer la libertad de criterio, sino la apasionada adhesión a una verdad que se considera absoluta. Y la inconsistencia de esta suposición -desde que la verdad absoluta no existe- siempre conduce a favorecer el último argumento del que se puede hacer uso, que ya no es el de la razón. Prefiero no especificar los casos -a veces estridentes- en que algunas voces han comentado o calificado el diferendo que desde hace más de veinte años, se interpone en la camino de reabrir la “opción de paz”, único norte que señala el futuro de las relaciones entre el Perú y Chile. Espero que se comprenda mi perplejidad, que se refleja en lo escrito en las páginas anteriores, ya que en la defensa de lo que considero un interés legítimo del Perú, creo que los dos países se encuentran ante una situación que antes no pudo ser prevista. Nadie podría hablar de usurpación ni de despojo, ya que hace cincuenta años, ninguno de ellos era propietario de lo que está en debate. Tampoco hoy, ya que, sobre el mar, más allá de la estrecha franja de mar territorial, no existe ni puede existir título de propiedad alguno; menos, imponer una conquista. A lo sumo, cada uno de ellos puede ejercer los “derechos de soberanía” que el derecho internacional otorga a los Estados costeros, para ejecutar determinadas competencias, que no son originarias sino el fruto de un reconocimiento de la comunidad de naciones. Reconocimiento obtenido, en gran parte, en virtud de la acción común desarrollada por el Perú y por Chile, buscando un resultado que, mancomunadamente, beneficiara a uno y otro país. Sin intentar comparación alguna entre las diferencias del pasado -y que, en algunos casos, todavía persisten- y menos en vincular situaciones como las problemáticas relaciones entre Chile y sus tres vecinos, Argentina, Bolivia y Perú; y las conflictivas ocurrencias en la historia de Bolivia, con Argentina, Brasil, Chile y Perú; así como los problemas que han creado tantas dificultades entre el Perú con Ecuador, Colombia, Brasil, Bolivia y Chile, me permito traer a colación un comentario del general Pinochet, en uno de los momentos críticos de las conversaciones con Bolivia. Al recibir, a mediados de 1975, una carta del general Hugo Banzer, entregada por el embajador boliviano en Santiago, G. Gutiérrez Vea Murguía, mantuvo con éste una conversación de la cual el diplomático dio cuenta a su gobierno:

“(Al recibir la carta, y leerla atentamente, Pinochet)… dijo: “No comprendo la

impaciencia boliviana, cuando en el hecho debería hacerse una labor previa de preparación de la opinión pública de ambas naciones”. Al referirse en términos elogiosos al presidente Banzer añadió: “Entiendo que él tiene problemas que no se deben ignorar; pero también los tiene el presidente de Chile”. Relató que lo habían visitado miembros de la Comisión chilena “Patria y Soberanía” presentándole una fórmula que “sería el acabose del posible entendimiento entre Chile, Bolivia y el Perú y de todo” 110.

110 Walter Montenegro, Oportunidades perdidas - Bolivia y el Mar-; La Paz, Editorial Los Amigos del Libro, 1987. La ref. en p. 87. Para quien quiera mayor información sobre las campañas del Comité “Patria y Soberanía”, fundado alrededor de 1960 y, después, reconocido como “Corporación de Defensa de la Soberanía” (1996 c), la información de Google está constantemente actualizada (www.Soberaniachile.cl). Sobre la delimitación marítima, unas 30 entradas.

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13.4. El cambio en la cartografía oficial. Es probable que el reciente cambio introducido en la cartografía oficial, cuya publicación corresponde al Instituto Hidrográfico de la Armada, deba ser considerado como uno de los hechos de mayor significación, dada su singular transparencia. En la carta correspondiente a Arica, escala 1:25.000, octava edición de 31 de diciembre de 1973, corregida al 25 de noviembre de 1986, en la que ya figura el faro de enfilamiento en el lado chileno, se precisan dos circunstancias de gran notoriedad. - la primera, el trazo correcto de la “línea de la Concordia”, que sigue el arco acordado por los dos gobiernos para servir de guía a los trabajos de la Comisión Mixta Demarcadora al fijar sobre el terreno la frontera establecida en el Tratado de Lima, de 1929, que termina en “la orilla del mar”. (Ya es ocioso reiterar la versión oficial que consta en el Acta Final, en cuanto a la ejecución del Tratado de Lima, Acta que es parte inseparable de dicho instrumento solemne y definitivo). - la segunda, en cuanto a que en la carta de 1973 no figura la pretensión de graficar el “límite marítimo”, siguiendo el paralelo del hito Nº 1. En cambio, la misma carta de Arica, en la edición de 30 de agosto de 1998, revalidada al 31 de julio de 1999, depositada en N.U. el 29 de setiembre del 2000, incurre en las variantes siguientes; - la primera, elimina el tramo final de la frontera entre el Perú y Chile, en manifiesta violación del Tratado de Lima de 1929 y del Acta Final de 1930; o sea el trazo final hasta que la línea de frontera llega a la orilla del mar. En esta edición, la que se llama “Línea de la Concordia”, tiene como arbitraria referencia final el hito Nº l; y - la segunda, la indebida prolongación de los signos gráficos que caracterizan a la “Línea de la Concordia”, a partir del hito Nº 1; y siguiendo el paralelo de dicho hito, hacia el oeste, dentro del mar. Esta modificación de los límites internacionales, a fin de presentar esa nueva versión a la Oficina de Asuntos del Mar, de N.U., a espaldas de la otra parte, tiene características que prefiero no calificar. En su momento, fue objeto de la debida aclaración por parte del Perú ante dicha Oficina (Nota Nº 7-1-SG/005, de 9 de enero del 2001). Como “acto propio”, me inclino a pensar que, al igual que otros de los ejemplos citados, ha debido corresponder a decisiones adoptadas por autoridades de la Armada, desinformadas de la gravedad de sus actos. 13.5. El incidente de la “caseta”

Entre marzo y abril del 2001, se produjo un incidente de extrañas características pero de transparentes intenciones. Lo que no está al alcance de la información pública es saber si fue una iniciativa de las autoridades subalternas a cargo de la vigilancia de la frontera; o si, por el contrario, la colocación de esa precaria instalación fue una medida ordenada desde Santiago, con conocimiento de la Cancillería y efecto, por lo tanto, de una maniobra de “inteligencia”.

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Lo cierto es que al tenerse noticia en Lima de la aparición de la “caseta” y después de verificarse que su ubicación exacta era en territorio peruano, a 52 metros al norte de la línea de frontera que “llega a la orilla del mar”, según el Tratado de Lima y el Acta Final de su ejecución, y a 35 metros al sur de la línea del paralelo del hito Nº 1, llamado a servir de referencia a los faros de enfilación, se hizo presente a la Cancillería chilena la extrañeza consiguiente y el pedido de su inmediato retiro.

Sin demora, las autoridades chilenas de la zona procedieron a retirar esa caseta, si bien en la nota de respuesta a la protesta peruana (nota Nº 6/23, suscrita por el embajador Javier Pérez de Cuéllar, ministro de Relaciones Exteriores), se expresa que

“En relación con la ubicación de la caseta de vigilancia, aludida por Vuestra Excelencia

en la nota que contesto, debo reiterar que ésta fue situada en territorio chileno, al sur del límite demarcado por ambos países, entre otros instrumentos, por actas válidamente celebradas y plenamente vigentes, de fechas 26 de abril de 1968 y 19 de agosto de 1969, dichos acuerdos fueron seguidos por la materialización del paralelo de la frontera que se origina en el Hito Nº 1, llamado “Orilla del Mar” (Nota Nº 406, de 11 de abril del 2001, de Soledad Alvear, ministra de Relaciones Exteriores de Chile).

Después de lo dicho en los párrafos pertinentes, no creo que sea necesario que insista en lo difícil que resulta interpretar el sentido de las palabras que dejo subrayadas. Sin embargo, la peor sorpresa que produce dicha nota es verificar que para Chile ha desaparecido una porción de la frontera internacional peruano-chilena -cuya importancia histórica no quiero volver a mencionar- comprendida entre el hito Nº 1 y la orilla del mar, distancia que representa 241.45 m.

La confusión anotada se agrega a las múltiples circunstancias relativas al tema, que ya han sido señaladas, pero que en este caso adquiere una singular trascendencia por la autoridad de la que proviene dicha afirmación, sobre un hecho que resulta imposible de imaginar. No se requiere esfuerzo alguno de imaginación para vincular ese incidente con la alteración producida en la cartografía oficial chilena, ya mencionada. 13.6. Las actividades de la Armada chilena

Si bien es cierto que ha sido frecuente que unidades menores de la Armada chilena realicen una labor de vigilancia en áreas demasiado cercanas a la costa peruana, este propósito ha sido alterado, lamentablemente, más de una vez, mediante la presencia de unidades cumpliendo actividades cuya apariencia podía confundirse con otra índole de maniobras.

No es necesario recurrir al registro de estos casos, cuya clasificación también puede ser muy subjetiva, y menos discutir la licitud, intención u oportunidad de dichas ocurrencias. Sin embargo, el simple hecho de que hayan ocurrido -así fuera por una sola vez- deja una impresión no muy grata, desde que cualquier exhibición de fuerza corre el riesgo de ser interpretada más próxima a una amenaza que a una expresión de amistad; por cuya razón cabe pensar que siempre debe ser evitada.

13.7. La muerte de un vagabundo.

Este incidente no puede desdeñarse, ya que se trata de una vida humana. Fue casi simultáneo con los sucesos que se acaban de mencionar.

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Después se comprobó que se trataba de un peruano, sin oficio conocido. En todo caso, su muerte fue el resultado de una situación anómala en la zona fronteriza que, en la orilla del mar, en un lugar inhóspito y deshabitado, estaba sometida a una vigilancia tan severa como la que rodea un recinto militar.

No es posible explicarse que se hubieran impuesto medidas propias de un momento de emergencia, de máxima alerta, que colocara a las unidades a cargo de la vigilancia en una actitud de crispación, como para actuar con el máximo de violencia.

Nada por el estilo, pasaba en el lado peruano.

13.8. Las reservas de Chile a la Convención sobre el Derecho del Mar. En el “Boletín de la Oficina de Asuntos del Mar” de Naciones Unidas, se consigna el texto de estas reservas, formuladas en uso de las excepciones que la Convención sobre el Derecho del Mar autoriza, en virtud del artículo 298º, “Excepciones facultativas a la aplicabilidad de la Sección 2”, (El título de la Sección 2 es suficientemente ilustrativo: “Procedimientos obligatorios conducentes a decisiones obligatorias”, correspondiente a la Parte XV, “Solución de controversias”). Como las costas chilenas sólo tienen vecindad con las costas de Argentina y del Perú; y considerando que en el “Tratado del Beagle” (título abreviado) quedaron establecidos los mecanismos de solución propios de las características muy singulares de las zonas a la que se refirió dicho acuerdo de delimitación entre Argentina y Chile, queda muy en claro que dichas reservas sólo podían tener aplicación a las diferencias que existieran entre el Perú y Chile en relación con la delimitación de sus espacios marítimos. Al no haber el Perú hecho uso del procedimiento de adhesión para ser parte de la Convención, las posibilidades de oponerse a dichas reservas no estaban claramente establecidas ya que, de otro lado, no tampoco constaba, expresamente, que su objetivo fuera el señalado. En todo caso, tal oposición no está sujeta a un plazo, en forma que el silencio pueda ser interpretado como una actitud concordante por parte del Perú, que en el momento en que sea parte de la Convención decidirá la acción a tomar. Como el depósito de la ratificación por Chile de la Convención sobre el Derecho del Mar, se realizó en 1999 y la declaración de sus reservas fue simultánea, también queda muy en evidencia que es, a partir del año 1999 y de acuerdo con las circunstancias, que Chile comenzó a hacer uso de las posibles salvaguardias que le permitirían eludir todo procedimiento que el Perú podría utilizar para resguardar lo que considera ser parte de sus legítimos intereses. Así sea aventurando un juicio, si ante un posible recurso ante la Corte de Justicia Internacional, Chile opusiera una excepción de competencia para rehuir la solución de una reclamación encaminada a abrir un procedimiento de puro derecho, se estaría creando una situación insólita en la historia de las relaciones entre las naciones latinoamericanas; y contraviniendo la tradición chilena respecto de la solución de los conflictos internacionales, solemnemente proclamada, en más de una ocasión; y reiterada en la VI Reunión de Consulta en San José de Costa Rica, en 1967, en nombre

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del gobierno de Jorge Alessandri, por el canciller Enrique Ortúzar, al formular la declaración que cito en parte:

“El Gobierno de Chile estima que la paz y la seguridad del continente se verían mejor garantizadas si todos los Estados americanos aceptaran, de conformidad con el artículo 36º del Estatuto de la Corte de Justicia Internacional, como obligatoria ipso facto la jurisdicción de la Corte en todas las controversias de orden jurídico que pudieran surgir entre ellas…”.

13.9. Una acotación final. Los “actos propios” que, a título de ejemplo se acaban de mencionar; y, en alguno de ellos, las manifestaciones que los han acompañado, me obligan a agregar una acotación final, más aún, al considerar que con frecuencia han originado comentarios periodísticos, poco constructivos. A nadie se le oculta que las referencias a hechos históricos, cuyo valor en una litis jurídica actual, es inconsistente, y la reiterada mención que se ha venido haciendo de ellos, revela la intención de demostrar que es una característica del imaginario de los peruanos; y, algo más, un condicionante de la política interna y externa, que distorsiona sus actitudes y las impregna de un sentimiento inamistoso. Las afirmaciones deductivas de esa naturaleza también pueden llevar a una conclusión opuesta. La persistencia en el uso de un cliché como el arriba mencionado, no demuestra la verdad de concepto alguno; por el contrario, la atribución arbitraria de un juicio, con la apariencia de una fijación en el pensamiento colectivo, nubla la capacidad de reflexión y, peor aún, termina por ser impenitente con quien pretenda tener la mente más abierta. Como resultado de la guerra del Pacífico, el Perú vio invadido su territorio y obligado a ceder la provincia de Tarapacá (y los ricos yacimiento de salitre, que sustentaron la opulencia de Chile); además de aceptar la ocupación de las provincias de Tacna y Arica, por un plazo de diez años que se convirtió en cerca de medio siglo. La solución final, comportó la pérdida de la provincia de Arica y su puerto. Sobre este capítulo, la historia diplomática chilena ha recogido la expresión de Abraham König, ministro de Chile en Bolivia (que también perdió su litoral), para justificar los hechos:

“Chile ha ocupado el litoral con el mismo título que la Alemania anexó al imperio la Alsacia y la Lorena; con el mismo título con que los Estados Unidos de América del Norte han tomado Puerto Rico. Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones”.

En todo caso, quiero aclarar que estas circunstancias no aparecen en la literatura a que ha dado origen la controversia sobre el límite marítimo, por lo menos en lo que yo conozco. Sin embargo, las recojo para aclarar un ejemplo notorio, de las frecuentes referencias que difunden las informaciones mediáticas, trasladando la consideración objetiva del problema al terreno de los sentimientos, para reavivar el recuerdo de una guerra que, como está en la conciencia colectiva, no volverá a repetirse. Por el contrario, para el Perú, el diferendo actual está motivado por elementos de importancia cuantitativa; y por la evidencia inmediata del perjuicio real que significa para sus legítimos intereses. A su turno, ante la posición asumida por Chile, al rechazar toda posibilidad de considerar el derecho de la otra parte y la invocación a respetar el principio de equidad, la invitación a recurrir a una solución jurídica no constituye, en

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forma alguna, una actitud agraviante. Creo que en un caso como éste, en el que no existe ni puede existir un derecho perfecto, mientras así no se declare sobre la base de los nuevos criterios del Derecho del Mar, la mejor manera de avenimiento no consiste en la imposición de una voluntad -que bien pudiera no ser la mejor- sino en la apreciación imparcial de los criterios opuestos, que hoy ya no pueden apoyarse con la fuerza. 14.- La interposición de Chile en una zona de soberanía del Perú. El área que se encuentra al oeste de la ZEE pretendida por Chile; y al sur del paralelo que demanda como límite entre los dos países -interpretación que el Perú niega- no estuvo, en forma alguna, incluida en la finalidad original de la creación de una “Zona Especial Fronteriza Marítima”; ni en las variantes ocurridas en la redacción de los documentos técnicos entonces elaborados; ni en los propósitos de la erección individual de los faros de enfilamiento, ni, mucho menos, en la mente de quienes, por ambas partes participaron en las conversaciones, informales o protocolizadas que tuvieron lugar en el curso de las negociaciones entre los cancilleres Allan Wagner y Jaime del Valle. En cambio, es importante tener presente que la virtualidad del Convenio de 1954, siempre tuvo una carácter precario, desde que, en ningún momento podía considerarse que la “Zona Especial Fronteriza Marítima” era algo más que una formula tentativa -era una “zona muy especial” establecida dentro de otra “zona especial” como era la “Zona Marítima de 200 millas”, nunca definida pero, ciertamente, en la alta mar- por lo cual aquella estaba subordinada a la suerte de la principal; y todo dentro de una situación llamada a cambiar, o sea transitoria, por la naturaleza misma de las cosas. En 1986, al formularse la presentación oficial del Perú, ya el cambio producido en la situación general era una realidad consumada; y la vigencia del nuevo Derecho del Mar -logrado con la activa participación, al alimón, del Perú y de Chile- exigía la adecuación de la legislación a la nueva normatividad, por cuanto ninguno de los documentos producidos dentro de la CPPS, había significado la modificación de las respectivas leyes nacionales. En el extremo sur de la zona marítima del Perú, al utilizar Chile el paralelo como límite marítimo, se genera un triángulo adyacente a la ZEE que Chile reivindica. Dicho triángulo tiene como base el límite exterior del dominio marítimo peruano y cuyos lados -constituidos por la línea del paralelo pretendido por Chile y por el meridiano correspondiente al límite exterior de la ZEE chilena- que forman un ángulo recto, con un área aproximada de 28,000 km2. Este “triángulo” corresponde a la zona marítima de 200 millas peruana. Sin embargo, en los últimos años, determinados “actos propios” de Chile, en particular por la aplicación de las coordenadas del llamado “mar presencial”, han hecho aparecer dicho espacio como perteneciendo a la alta mar y, por lo tanto, de libre acceso a sus pescadores y demás actividades propias de la alta mar. Más aún, por cuanto al definirse la naturaleza del “mar presencial”, la legislación chilena establece los casos en los cuales la jurisdicción chilena puede ejercerse en dicho “mar presencial”, incluyendo aspectos de control, protección, administración y seguridad, este último a cargo de la armada. Como consecuencia de esta intencionada acción, el “triángulo” no sólo resultaría parte de la alta mar, sino que, dentro de este concepto, sujeto a pretensiones chilenas, como son las

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que se atribuyen al mar presencial, a pesar de que esta denominación es ajena -por no decir contraria a la Convención del Mar- y ha sido objeto de reservas y está siendo materia de una litis por ser incompatible con las normas internacionales. En conclusión, es incontrovertible que dicho “triángulo” corresponde a la zona bajo la “soberanía y jurisdicción” del Perú; y que Chile no puede hacer valer título alguno sobre esa zona, ni alegar forma alguna de competencia o pretensión que le permitiera controlar, regular o impedir el acceso a la misma. Para una mayor aclaración, cabe agregar que el problema se presenta por cuanto si la prolongación hacia el norte de la ZEE chilena fuera consentida, aquel “triángulo” quedaría separado de la zona peruana, con la que perdería comunicación, o, mejor dicho, continuidad. En otros términos, la pretensión de ejercer en el “triángulo” algún tipo de derechos emanados de la legislación interna, resulta inaceptable y es contraria al buen sentido desde que, además de ser un exceso, causa un perjuicio objetivo, cuantificable e indebido, y hiere el legítimo interés de otro país. En este caso, le corresponde a Chile respetar el artículo 89º de la Convención del Mar, según el cual “Ningún Estado podrá pretender legítimamente someter cualquier parte de la alta mar a su soberanía”. La terminante redacción de este dispositivo no deja resquicio alguno para cualquier tipo de interpretación extensiva -la aplicación de un “germen de soberanía”- considerando que por “soberanía” se entiende un haz de competencias cuyo ejercicio está regido por el derecho internacional.

* * * Nota adicional Al cerrar la revisión de las pruebas de imprenta de este ensayo, llegó a mis manos la Historia de las fronteras de Chile (Talleres Gráficos de la Editorial Universitaria, Santiago, 1993), de Santiago Benadaba. Al final del Capítulo VII, “Límites marítimos”, página 90, se incluye este breve párrafo:

“B) Con el Perú. De la letra de la Declaración sobre Zona Marítima de 1952, del Convenio sobre Zona

Especial Fronteriza Marítima, firmados por Chile, Perú y Ecuador, y de los trabajos preparatorios de estos instrumentos, se desprende que el límite marítimo entre Chile y Perú es el paralelo del punto al que llega al mar la frontera entre los dos países. Esta frontera es la línea de la Concordia, definida en el Tratado de Lima de 1929” (Subrayado de JMB).

Para un jurista como Benadaba, ilustrado defensor y expositor de los intereses de su país en litigios internacionales, el párrafo anterior deja en evidencia las dificultades que el lenguaje ofrece para presentar una versión satisfactoria de la posición oficial chilena en el caso de la divergencia con el Perú. Jaime Eyzaguirre, el más renombrado historiador de su tiempo y, al igual que Benadaba, estrechamente vinculado al ministerio de RR.EE. de Chile, publicó en 1967 una Breve historia de las fronteras de Chile, (Santiago, Editorial Universitaria), cuya segunda edición, como la de Benadaba, también cuenta con la expresa constancia de haber sido aprobada por el Ministerio de Educación Pública. La diferencia entre los dos autores está en que Eyzaguirre omite cualquier referencia a los “límites marítimos” con el Perú, si bien ambos dedican amplio espacio al litigio con Argentina, mejor conocido por su

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tema central, el canal de Beagle. Hay que aclarar que esta segunda edición, revisada, está fechada “abril de 1968” y que, para esa fecha, la Convención sobre Zona Especial Fronteriza Marítima ya había sido aprobada y que su ratificación apareció en el “diario Oficial” del 10 de octubre de 1967, circunstancias que, después de más de tres años de tramitación, sería inexplicable que fueran ignoradas por Jaime Eyzaguirre y que no hubieran sido recogidas por la Cancillería chilena. Por el conjunto del relato que se ofrece en las páginas que preceden a esta nota, no es desdeñable la hipótesis de que, hasta después de las últimas fechas mencionadas, Chile no pretendiera la existencia de un límite internacional y definitivo entre las áreas marítimas vecinas del Perú y de Chile, como tampoco era una situación ya definida en concepto de la Cancillería peruana, como se dejó constancia en el Memorandum del 23 de mayo de 1986. En consecuencia, puede deducirse que fue a partir de la década de 1990 que el problema surge con nuevos caracteres, como lo sugiere el lenguaje elíptico que reviste el párrafo arriba transcrito. Por lo demás, ni la Declaración de Santiago de 1952 ni las convenciones de 1954 merecieron, entonces, la atención de Jaime Eyzaguirre y, por ende, la de su propio ministerio de RR.EE.

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ADDENDA Texto de la demanda que da inicio al proceso instituido por la República del Perú contra la República de Chile en el caso concerniente a la delimitación marítima. La Haya, 16 de Enero del 2008.

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Demanda de la República del Perú dando inicio al proceso Al Señor Secretario Corte Internacional de Justicia El suscrito, debidamente autorizado por el Gobierno de la República del Perú como su Agente, tiene el honor de someter a la Corte Internacional de Justicia, de conformidad con los artículos 36 (1) y 40 (1) de su Estatuto y el Artículo 38 de su Reglamento, una demanda dando inicio al proceso instituido por la República del Perú contra la República de Chile por el siguiente caso: I. Materia de la Controversia 1. La controversia entre el Perú y Chile está referida a la delimitación del límite entre las zonas marítimas de los dos Estados en el Océano Pacífico, que comienza en un punto en la costa denominado “Concordia” conforme al Tratado del 3 de junio de 1929. La controversia entre el Perú y Chile también comprende el reconocimiento a favor del Perú de una vasta zona marítima que se sitúa dentro de las 200 millas marinas adyacentes a la costa peruana, y que por tanto pertenece al Perú, pero que Chile considera como parte del alta mar. II. Los Hechos 2. Las zonas marítimas entre el Perú y Chile nunca han sido delimitadas ni por acuerdo ni de alguna otra forma. El Perú, consiguientemente, sostiene que la delimitación deberá ser determinada por la Corte conforme al derecho internacional. 3. Sin embargo, Chile sostiene que ambos Estados han acordado una delimitación marítima que comienza en la costa y continúa a lo largo de un paralelo de latitud. Aún más, Chile ha rehusado reconocer los derechos soberanos del Perú sobre un área marítima situada dentro del límite de 200 millas marinas desde sus costas (y que se encuentra fuera de la zona económica exclusiva y de la plataforma continental de Chile). 4. Desde los años ochenta, el Perú ha intentado consistentemente negociar las diversas cuestiones incluidas en esta controversia, pero ha encontrado la constante negativa chilena a entrar en negociaciones (ver por ejemplo el Anexo 1). Mediante Nota de su Ministro de Relaciones Exteriores del 10 de septiembre del 2004 (Anexo 2) Chile cerró firmemente la puerta a cualquier negociación.

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III. La Jurisdicción de la Corte 5. La jurisdicción de la Corte en este caso se basa en el Artículo XXXI del Tratado Americano sobre Solución Pacífica de Controversias (Pacto de Bogotá) del 30 de abril de 1948 (Anexo 3). Esta disposición reza:

Artículo XXXI. De conformidad con el inciso 2º del artículo 36 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, las Altas Partes Contratantes declaran que reconocen respecto a cualquier otro Estado Americano como obligatoria ipso facto, sin necesidad de ningún convenio especial mientras esté vigente el presente Tratado, la jurisdicción de la expresada Corte en todas las controversias de orden jurídico que surjan entre ellas y que versen sobre:

a) La interpretación de un Tratado; b) Cualquier cuestión de Derecho Internacional; c) La existencia de todo hecho que, si fuere establecido, constituiría la

violación de una obligación internacional; d) La naturaleza o extensión de la reparación que ha de hacerse por el

quebrantamiento de una obligación internacional. 6. Tanto el Perú como Chile son partes en el Pacto de Bogotá. Ninguna de las dos partes mantiene a la fecha reserva alguna al referido Pacto. IV. El Fundamento Legal de la Reclamación Peruana 7. Los principios y normas del derecho internacional consuetudinario sobre delimitación marítima, tal como se encuentran reflejados en las disposiciones relevantes de la Convención de las Naciones Unidas sobre el derecho del Mar de 1982 (“CONVEMAR”) y desarrollados por la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia y de otros tribunales, constituyen las principales fuentes de derecho aplicables a la presente controversia. 8. El principio rector principal sobre delimitación de la zona económica exclusiva y de la plataforma continental entre Estados con costas adyacentes, recogido en los Artículos 74 y 83 de la Convención, es que la delimitación “se efectuará por acuerdo entre ellos sobre la base del derecho internacional, a que hace referencia el Artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, a fin de llegar a una solución equitativa.” Según ha sido interpretado por la reciente jurisprudencia de la Corte, este principio es básicamente similar al que rige la delimitación de los mares territoriales de los Estados con costas adyacentes conforme al Artículo 15 de la Convención, consistente en aplicar la equidistancia, teniendo en cuenta circunstancias especiales cuando las hubiere. 9. De conformidad con el derecho internacional, tanto el Perú como Chile tienen derecho a un dominio marítimo adyacente como prolongación de sus respectivos territorios terrestres hasta una distancia de 200 millas marinas desde sus líneas de base. A consecuencia de ello y dada la configuración geográfica de la costa, sus derechos se superponen. Como quiera que ningún acuerdo ha sido alcanzado por las Partes respecto a la delimitación de sus respetivas zonas marítimas y en ausencia de circunstancias especiales que cuestionen la aplicación de la línea equidistante, es la línea equidistante

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la que permite arribar a un resultado equitativo. El límite marítimo entre las Partes deberá ser determinado en tal sentido. 10. En contraste, una línea divisoria a lo largo de un paralelo que comience en la costa, conforme a la pretensión chilena, no cumple el requisito fundamental de arribar a un resultado equitativo y tampoco surge de acuerdo alguno entre las Partes. 11. La delimitación debe empezar en un punto en la costa denominado Concordia, punto terminal de la frontera terrestre establecido conforme al Tratado y Protocolo Complementario para resolver la cuestión de Tacna y Arica -Tratado de Lima- del 3 de junio de 1929 (Anexo 4), cuyas coordenadas son 18º 21’08’’ S y 70º22’39’’ O (ver Anexo 5), y debe extenderse hasta una distancia de 200 millas marinas desde las líneas de base establecidas por las Partes. Esto es en conformidad con el Artículo 54, párrafo 2 de la Constitución del Perú de 1993 (Anexo 6), la Ley Nº 28621 sobre Líneas de Base del Dominio Marítimo del Perú del 3 de noviembre de 2005 (Anexo 5), el Decreto Supremo peruano Nº 047-2007-RE del 11 de agosto de 2007 (Anexo 7) y el artículo 596 del Código Civil chileno modificado por la Ley Nº 18.565 del 23 de octubre de 1986 (Anexo 8), todas ellas normas concurrentes en la fijación del límite exterior de sus respectivos dominios marítimos hasta una distancia de 200 millas marinas medidas desde las líneas de base. 12. Conforme a normas y principios bien establecidos de derecho internacional, el Perú también tiene derecho a los espacios marítimos que se encuentran dentro de las 200 millas marinas medidas desde sus líneas de base y que, a la vez, se encuentran fuera de las 100 millas marinas medidas desde las líneas de base chilenas. Los argumentos contrarios esgrimidos por Chile carecen de mérito alguno. V. Decisión Requerida 13. El Perú solicita a la Corte que determine el curso del límite marítimo entre los dos Estados conforme al derecho internacional, según lo indicado en la Sección IV supra, e igualmente solicita a la Corte que reconozca y declare que el Perú posee derechos soberanos exclusivos en el área marítima situada dentro del límite de 200 millas marinas de su costa y fuera de la zona económica exclusiva y de la plataforma continental de Chile. 14. El Gobierno del Perú se reserva el derecho de ampliar, enmendar o modificar la presente demanda a lo largo del proceso. 15. Para los propósitos del Artículo 31 (3) del Estatuto y del Artículo 35 (1) del Reglamento de la Corte Internacional de Justicia, el Gobierno del Perú declara su intención de ejercer su derecho a designar un Juez ad hoc. Todas las comunicaciones relativas a este caso deberán ser enviadas a la Embajada de la República del Perú en el Reino de los Países Bajos, Nassauplein 4, 2585 EA, La Haya, Países Bajos. Respetuosamente, Allan Wagner Agente del Gobierno de la República del Perú