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LA GUARIDA DELRAPOSO

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Antonio Orozco Guerrero

LA GUARIDA DELRAPOSO

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© Todos los derechos reservadosGracias por comprar una edición

autorizada de este libro y por respetarlas leyes del copyright al no reproducir,copiar o distribuir ninguna parte de estaobra, por ningún medio, sea esteelectrónico, mecánico, por fotocopia,por grabación u otros métodos, sin elpermiso previo y por escrito del autor.Con ello, estás respaldando a losescritores y permitiendo que puedancontinuar publicando sus libros paratodos los lectores. Título: La guarida del raposo© El autor: Antonio Orozco GuerreroDiseño de la portada: Sara García

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Maquetación, correcciones, revisión yplanos: el autor1ª Edición: Julio de 2017

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A todos los que creenfirmemente que cada ser humanopuede ser dueño de su destino ysuperarse a sí mismo a pesar delas circunstancias más adversas.

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ÍNDICE

EL RAPTOLA FUGAAMIGOSECHARSE AL MONTEUN SALTO HACIA ATRÁSUN CAZADORRAPOSO ENCUENTRAGUARIDA

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LA PRIMERA PEDRADACARTAS EN EL ASUNTOUN TIMOISÀNO SOLO DE GALLINAS VIVEEL RAPOSOESFUMADOUN GIRO SORPRENDENTEDÍA DE CAZATODO ACLARADOUN VIAJE PROVECHOSOSALVAR UNA VIDALA FAMILIABIEN ESTÁ LO QUE BIENACABAEPÍLOGO

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EL RAPTO

La calesa transita con dificultadpor la zona de Alcubilla, al oeste deJerez de la Frontera, ya en las afueras ymuy cerca del lugar donde se cruzan elcarril de Sanlúcar de Barrameda, elcamino viejo de Rota y la trocha de ElPuerto de Santa María, para entrar en laciudad por el sur. Hace un díadesapacible. Un final de marzo típico de

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la zona. El viento de levante se acaba deapaciguar, dando paso a una lluvia débile intermitente.

El carruaje ha salido por lamañana temprano del cortijo de losGálvez, y lleva recorridos más de diezkilómetros. Se desplaza entre unamaraña de chozas, todas casi idénticas,a veces apiñadas y a veces algo másdispersas. Las paredes son siempre deadobe, oscurecido por el tiempo y laintemperie, y los techos de enea. Enalgunas puertas, siempre desvencijadasy viejas, hay ancianos sentados en sillascuyo asiento está hecho del mismomaterial que los techos de loshabitáculos inmundos donde viven.Mejor sería decir malviven.

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Dentro de la calesa, en el sentidode la marcha, están sentados un hombrey una mujer, ambos jóvenes. Él es alto,tiene el pelo oscuro y peinado haciaatrás. En el rostro, escrupulosamenterasurado, la línea de sus labios parecemarcar un carácter resuelto y firme. Otal vez se trata de alguien que estáacostumbrado a hacer siempre suvoluntad, de una u otra forma. Los ojosdelatarían ante un buen observador a unapersona tan educada como cínica.Alguien que gusta de deshacerse encumplidos y elogios cuando le conviene,pero también es capaz de hacer todo lonecesario para desembarazarse decualquier estorbo, del tipo que sea, sinel menor escrúpulo.

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Ella tiene el pelo más claro queoscuro, los ojos azules y la tez pálida.Entre las manos, algo temblorosas, semueve, cuenta a cuenta, lentamente, unrosario de fina manufactura. La ropa quelleva es de calidad, aunque sus tonososcuros desentonan con el rostro.

Enfrente de la pareja está sentadauna chica, casi una niña, con cofia ytraje inmaculado de criada de buenafamilia. No suele atreverse a levantar lacabeza salvo cuando es preguntada; yesto no ha sucedido desde que salierondel cortijo, situado algo más allá deAlbaladejo, justo al lado contrario de laciudad.

El conductor de la calesa ladetiene de vez en cuando y pregunta a

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algún anciano de los que están sentadosen las puertas de sus casas, como si nolloviera y estuvieran tomando el sol. Alfin, se detiene delante de una choza.

—Don Jesús, aquí es.—Gracias.La pareja permanece en el interior

un tiempo. Como si no se terminasen dedecidir a bajar. Los dedos de ellarecorren el rosario a mayor velocidad ylas manos tiemblan ligeramente. Lacriada baja aún más la mirada, como sitratara de encontrar la manera deesconderse debajo del suelo. Derepente, con un brillo duro en los ojos ylos labios apretados, Jesús mira,apremiante, a la criada.

—¡Niña! ¿Se puede saber a qué

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esperas? Ya sabes lo que tienes quehacer.

La chica, tremendamente nerviosa,baja de la calesa ayudada por elconductor, que lleva un rato esperandoante la puerta. A continuación, se dirigea la entrada de la choza y se asoma.

Es un habitáculo redondo con unpalo vertical en el centro. Hay trescolchones de paja, totalmenteennegrecidos y deformes, en el fondo.Cuatro sillas y una mesa redonda haciala izquierda, debajo de la cual se puedever una estufa de picón, que seencuentra apagada. Al lado de la mesa,un armario comido por la polilla y unenorme baúl —mejor sería decir unagran caja de madera medio astillada—.

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A la derecha, una cocina de carbónhecha de ladrillos bastos, junto a la quese encuentra una pila de leña. Sobre lacocina y en la pared de frontal hayvarios cacharros totalmente negros porfuera, que sirven para cocinar. Al lado,una tinaja de barro de más de un metrode altura y una jarra grande para sacar yechar agua.

Algunos soplillos de palma, unaescoba del mismo material con el mangode caña, un utensilio de madera paralavar la ropa, un cántaro de barro deboca ancha, colgado del palo central,una tina grande de zinc, un pestilentecubo del mismo metal, y pocas cosasmás, completan el «mobiliario».

En las sillas, alrededor de la mesa,

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están sentadas tres personas. Una deellas, muy joven, de unos dieciséis años,vestida con un sencillo traje negro y unatoquilla de lana del mismo color, tieneun niño pequeño, dormido, en losbrazos. Los otros dos son un hombre dealgo más de cincuenta años —si bienrepresenta más—, y otro muy joven, casiun crío. Los dos visten pantalonesnegros, anchos y ajustados a la cinturacon trozos de cuerda, y sendascamisolas de color gris oscuro. Todosson menudos y de baja estatura. Su pieles oscura, más por el hollín de la chozaque por los rigores del sol. Hay unamujer, también menuda y vestida deoscuro, echada sobre uno de loscolchones, dando la espalda a la puerta.

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—Buenos días —comienza lacriada, completamente azorada—¿Viven aquí los Raposo?

El hombre mayor, mirando conojos famélicos y expresión humilde,contesta:

—Sí...—Mi señora, doña Inés Sánchez,

quiere hablar con ustedes.Todos cecean. El viejo duda un

momento.—Que pase si lo desea. Hay una

silla libre y la señora será bien recibida.La criada, tras un momento de

duda, sale. Cinco minutos después,aparece Inés.

—Pase usted, señora. Ahoramismito no tenemos nada que ofrecerle,

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como no sea un poco de café del quehemos hecho esta mañana. Pero aquítiene una silla. ¿Qué desea, señora?

Después de un instante, Inés sedirige resueltamente hacia el interior, sesienta y empieza a hablar, primero conprecipitación y nerviosismo, mas prontocon aplomo y firmeza.

—Pues verá... Usted es el padre deJosé Raposo, si no me equivoco. —Elaludido rehuye un momento con lamirada a la recién llegada; acontinuación la mira vagamente y afirmacon la cabeza—. Yo soy doña InésSánchez, la esposa de don JesúsGálvez... —Inés deja un momento dehablar, esperando a que su interlocutor,que empieza a mostrarse alterado,

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encaje la información.—¿La mujer de don Jesús Gálvez?

¿Y cómo se le ocurre a usted veniraquí...?

—Sí. Soy la esposa del hijo yhermano de los tres que su hijo asesinó.Y vengo para proponerles un trato.

El padre de José Raposo —quetiene su mismo hombre— se pone de piey empieza a mirar por todas partes,buscando algo que no encuentra.Completamente fuera de sí, empieza adar voces.

—¡Querrá usted decir el hermanode los dos violadores de Juanita! ¡De mihija! —En ese momento, la chica con elniño en brazos se pone de pie y empiezaa gritar y llorar; el niño sigue dormido

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—. ¡Salga usted de mi casa ahoramismo!

El cochero aparece, con airedistraído. Se entretiene dando suaves yconstantes golpecitos con la partetrasera de una alargada fusta en el vanode la entrada.

—¿A qué viene usted aquí? ¿Ainsultarnos? ¿A amenazarnos? Mi hijoestá condenado a cadena perpetua; mihija jamás podrá casarse, y sus cuñadosse merecían lo que les pasó. Así que noentiendo qué quiere usted de nosotros.

La mujer que está echada en elcolchón no se ha movido. La hija siguellorando, débilmente. El padre se sienta.

—Ya le he dicho que vengo ahacer un trato con ustedes.

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—¿Un trato? No entiendo qué tratopodemos hacer...

—Un trato sobre el niño. Quieroque piense si merece la pena dejarlo eneste lugar. Este no es un sitio adecuadopara él. Al fin y al cabo, supongo queuno de mis cuñados es el padre, ¿no? Y,siendo así, este niño es un Gálvez...

—¡Es usted una mala persona! —grita la chica, con la voz ronca—. Vieneaquí a quitarme a mi niño y, encima,duda que uno de esos dos malnacidossea el padre.

—Yo no dudo nada. Vengo a darlesa ustedes y a este niño una oportunidad.Me gustaría que llegásemos a unacuerdo. Y lo hago porque sé que es unGálvez. Supongo que ustedes serán unos

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buenos cristianos... ¿No querrán que esteniño tenga una vida mejor?

—¿Qué tiene que ver lo uno con lootro? Yo soy su madre y le daré todo elcariño que le pueda dar. Y mi padre y mihermano se ganarán el pan comobuenamente puedan para que mi hijo nopase calamidades.

—Por eso mismo, porque eres sumadre, deberías aceptar lo mejor paraél. Contigo es un hijo ilegítimo, que notiene ni tendrá nada en la vida. Piénsalo.Si me lo entregas, yo lo cuidaré comohijo mío. Tú eres todavía una niña. Conlo que ha pasado, nadie te va a recogerni te va a aceptar de criada, ni ahora nicuando tus padres falten. Una soltera conun hijo fruto de una violación...

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El padre ha perdido todo el ánimoinicial y se mantiene sentado, con lasmanos entrelazadas debajo de la mesa yla cabeza baja. Inés mira a la puerta.

—¡Juan!, no hace falta que estéusted ahí. Vaya al coche y espere. Mire,abuelo —continúa Inés, hablando con elpadre—, usted no tiene trabajo desde loque ocurrió. De todas formas está yamayor y nadie lo va a llamar a hacer eljornal. Eso ya lo sabe. Su hijo, aquípresente, sí que tiene fuerzas paratrabajar, pero ¿quién va a darle un solojornal al hermano de un asesino, que hamatado a un padre y unos hijos de unafamilia de bien? De una familia de lasmejores de Jerez... Pues bien: si aceptanel trato, yo me comprometo a que tengan

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ustedes trabajo. No en nuestra finca,claro. ¡Estaría bueno, el padre y loshermanos de un asesino trabajando encasa de las víctimas!...

El padre no levanta la cabeza. Elchico —que se llama Rafael— mira alinfinito. Parece que no estuvierapresente ni oyera nada de lo que hablaInés. La chica, Juana, llora y murmuraentre dientes, en voz muy baja:

—Usted lo que quiere es quitarmea mi niño...

—Es lo más cristiano quepodemos hacer. Tú y tu familia vais atener qué comer y el niño tendrá unabuena educación y una madre que lo va aquerer. Es un buen trato.

—¡No! ¡Mi niño no se lo doy a

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nadie!—Piénselo usted —dice Inés

dirigiéndose de nuevo al anciano—.Llevan casi un año sin trabajar. No sécómo han llegado hasta aquí. Supongoque les habrán ayudado los vecinos.Piensen en este niño. Se les va a morir...

—Mi hija ha dicho que no y es queno. Pediremos limosna si hace falta. Nohay más que hablar.

—Inés duda un momento y sale dela choza. En dos minutos, aparece en lapuerta Jesús con el cochero al lado.

—¡Vaya! Ya sabía yo que losRaposo sois de los que muerden la manoque les da de comer. ¡Con todo el malque habéis hecho a nuestra familia y nosois capaces de ceder en algo tan simple

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como salvar a este niño de la miseria!¡Pues si no queréis trato, no hay trato!

Se dirige resueltamente haciaJuana, le quita el niño de los brazos, seva hacia la puerta y sale.

—¡Se llevan a mi niño! ¡Se llevana mi niño! ¡Me lo roban! ¡Yo soy lamadre! —grita Juana, que sigue sentada,con los brazos cerrados, como sitodavía estuvieran sosteniendo a su hijodormido.

El abuelo sale corriendo trasJesús, intentando recuperar al pequeño.A mitad de camino hacia la calesa, elcochero le está esperando. Con la partetrasera de la fusta firmemente asida yapuntando al estómago del anciano, haceque se frene en seco y caiga al suelo. A

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pesar del dolor, el hombre trata deincorporarse. Impotente por el dolor, sequeda de rodillas, encorvado, tratandode recuperar las fuerzas que le faltanpara terminar de levantarse. El cochero,con una mueca de indiferencia, apoyauna bota en el pecho del anciano y lepropina un fuerte empujón que lo tirahacia atrás, haciéndole caer sobre elfango, con la cara y los ojos muyabiertos y la respiración entrecortada.

Jesús, ya en el coche, le entrega elpequeño a Inés. Con cara de profundofastidio por tener que volver amancharse de barro los zapatos, baja delcarruaje y se acerca al caído. Cuandollega a su lado, comienza a darlepatadas en el costado, en la cabeza, en

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los muslos... Entre patada y patada, leva hablando en voz baja, con unprofundo desprecio:

—¡Hijos de zorra!... ¿No habéishecho suficiente daño?... ¡Matasteis amis hermanos y a mi padre!... ¿Y ahoraqueréis quedaros con mi sobrino?...¡Hijos de...!

—¡Luis, déjalo ya, por Dios! ¡Quelo vas a matar!

—¿A matarlo? —Luis deja depatear al anciano, pero sigue delante deél observando cómo se retuerce y jadea—. ¡Eso es lo que debería hacer!¡Matarlos a todos! Te advierto, viejo:¡Como se os ocurra hacer algo paraimpedir que este niño forme parte de lafamilia Gálvez, te juro por la gloria de

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mis dos hermanos y mi padre que mandomataros a todos! ¡A todos! Y luego hagoquemar esta choza para que no quede niel recuerdo de los Raposo.

Luis se vuelve, sudoroso, y se subea la calesa.

—¡Nos vamos, Juan! Mientras se alejan los Gálvez,

pueden oír el grito desgarrador queproviene de la choza de los Raposo.

La madre de Jesús, doña Ernestina,toda vestida de negro y con grandesojeras, aún mayores desde lo quesucedió el año anterior, está hablandocon su hijo y su nuera. Mira a Jesús con

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aire desaprobador.—¿Pero se puede saber qué has

hecho?—Lo que había que hacer, mamá.

Ese niño es tu nieto. El nieto de papá. Yel hijo de uno de mis hermanos, queDios los tenga a todos en su gloria.

—¡Ese niño es hijo de la hermanadel asesino de tu padre y tus hermanos!

—¿Qué tiene que ver eso? Terepito que es tu nieto.

—Pero...—Además, mamá, va a ser un hijo

para nosotros. Para Inés y para mí. Yasabes que el doctor, don Felipe, dudamucho que Inés pueda procrear, despuésde los dos abortos que ha sufrido.

—De acuerdo, hijo. Este es su

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sitio. Lo acepto como buena cristianaque soy. Por cierto: ¿sabes si estábautizado?

Jesús se muestra sorprendido.—Pues no lo sé. No lo había

pensado. Supongo que habrá queconsultar a don Raimundo...

—Hay que bañarlo bien —continua Ernestina, que parece haberrecibido una fuerte dosis de energía enun segundo— y llamar ahora mismo adon Raimundo para lo del bautizo.

—Que venga don Felipe y vea siestá bien de salud —añade Inés.

—Sí —corrobora Ernestina—. Yhay que buscar inmediatamente, una amade cría. Porque, lo que es tú, Inés, nopuedes criarlo...

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—Yo había pensado —comenta,indecisa, Inés— que tal vez la madre...,quiero decir la hermana de..., Ya meentendéis... La madre..., podría ser laama de cría...

—¡Ni hablar, Inés! —rechazaJesús—. En primer lugar, la madre, apartir de ahora, eres tú. Esa a la que terefieres es una Raposo. Esa que sepudra; igual que el asesino de mishermanos.

—Pero...—¡Ni peros, ni peras! ¡Hasta ahí

podíamos llegar! ¿Aquí la hermana delhombre que mató a mis dos hermanos,que Dios los tenga en su gloria, y a mipadre?

—¡Llevas razón, hijo! Aquí no

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entra la hermana del hombre que mató amis niños ¡A mis hijos que eran unossantos! ¡Unas personas de bien! De lomejorcito de Jerez. ¡Y estos Raposos melos han matado! ¡A esos ni agua!Además, ¿qué clase leche le va a dar atu hijo una escuálida muerta de hambrecomo esa?

—Pues yo le prometí al padre quele buscaríamos a su hijo pequeño algúncortijo donde ganarse la comida —argumenta Inés—. No aquí, claro...Quizá en otro pueblo...

—Mira hija —argumenta Ernestina—, eso lo prometiste en un momento deofuscación. Seguro que si lepreguntamos a don Raimundo nosconfirma que no es obligación de un

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buen cristiano acoger ni beneficiar a lafamilia de un criminal. Sería comoaprobar lo que ha hecho.

—¡Yo lo prometí!—Inés, tú se lo ofreciste como

trato. Y ellos lo rechazaron —apuntaJesús—. Me costó aceptar que lointentaras. Pero lo hiciste y ellos dijeronque no. Así que el trato no existe. Tú loprometiste a cambio de que ellosaceptaran entregar al niñovoluntariamente, cosa que no ocurrió.De todas formas, una señora como tú noestá obligada a cumplir sus promesascon gente de esa condición.

Inés mira con cara de sorpresa a sumarido. Se queda un rato callada ytermina por decir:

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—Mira Jesús, una señora como yotambién está obligada a cumplir lo quepromete. ¡No me vengas con esas!

—¡No hay más que hablar! Soy eljefe de la familia y yo decido lo que setiene que hacer. ¡Esos miserables que semueran de hambre! A ti lo que te debeimportar es cuidar a ese niño comonuestro. Lo demás te tiene que dar igual.¡Exactamente igual!

Pocos días después, AntonioJavier Gálvez fue bautizado en la capilladel cortijo. En un arrebato de fervorcristiano, la abuela decidió ponerle losnombres de sus «pobres hijos

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asesinados, tan buenos que fueron». Alfin y al cabo, uno de ellos era elverdadero padre de su nieto. ¡A saberqué habría hecho la sinvergüenza deJuana Raposo para engatusarlos! Si elapellido ya lo decía todo... ¡Una zorra!¡Y pensar que la había tenido a suservicio personal...! ¡Una zorra y unadesagradecida, eso es lo que era!

El padre Raimundo, canónigomagistral de la colegiata de Jerez yamigo de la familia, acompañó a «lospadres» para que registraran al pequeñoen la parroquia de San Marcos. No setomó la molestia de averiguar si el niñohabía sido registrado con anterioridad y,menos, si había sido bautizado. Desobra sabía —dijo él— que los

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jornaleros eran «en su mayoría unoshijos del diablo que solo saben quejarsede sus amos y blasfemar contra todo losagrado». Bien sabido era, según donRaimundo, que los jornaleros noregistraban ni bautizaban a sus hijos.

El canónigo se equivocaba: en lamisma parroquia en que fue bautizadoAntonio Javier, figuraba, con fecha demás de dos meses antes, el registro ybautizo de un niño llamado José Raposo,hijo de Juana Raposo y padredesconocido. El párroco, don Benito, nose percató de la duplicidad. No teníapor qué dudar de una familia acomodaday cristiana. Y menos cuando veníanacompañados nada menos que por elcanónigo don Raimundo. Bautizar al

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pequeño en la capilla del cortijo de losGálvez, además de aportar a laparroquia —por qué negarlo— unasustanciosa limosna, que sería bienempleada en auxiliar a los másmenesterosos y en algunas atencionespara el culto, fue un honor que colmó lavanidad personal del bienintencionadodon Benito.

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LA FUGA

Quince años después, a finales demayo de 1886, Isà, un musulmán alservicio del gobernador militar deMelilla, cruza la plaza de armas de laciudad fortificada, en dirección a lapuerta de Santiago. A través de ella seaccede a un recinto amplio y alejado delos baluartes y cuarteles más próximosal limite terrestre con el Sultanato del

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Rif.En ese recinto se encuentra el

presidio de la ciudad, además delhospital del Rey, la iglesia de laPurísima Concepción con su convento—conocido como «El Conventico»—,varios almacenes —los de la Florentina,el de San Juan Viejo y el de las Peñuelas—, la sala de Armas de San Juan, laMaestranza, el cuartel de Santa Ana, asícomo otras casas y dependenciasmilitares.

Isà es lo que los españoles deMelilla llaman «un moro amigo». Suprincipal cometido consiste endeambular por la ciudad, sin horario niitinerario fijos, y comunicar alsecretario del gobernador militar

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cualquier rumor o comentario que hayaoído y pueda ser importante para laseguridad de la ciudad. Generalmente,no tiene nada que informar. O si lo tiene,suele carecer de importancia. Aunque aveces sus servicios han sidofundamentales para capturar a algúnpreso fugado o para conocer un intentode ataque a la ciudad, casi siempre másrepetido de palabra que llevado a loshechos. No tiene ningún contrato, perotiene un sueldo aceptable, que es lo quele importa.

Sin embargo, para los rifeños, Isà,a pesar de ir casi siempre con chilaba yhablar como ellos, es un musulmánsospechoso, que habla españolperfectamente y no se parece casi nada,

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físicamente, a ellos. «¡Qué se puedeesperar de este —opinan algunos—, sihasta tiene el nombre del profeta de loscristianos!»; «¿No será un infiel que sehace pasar por uno de los nuestros?», sepreguntan otros. Hijo de un español yuna rifeña, es más parecido a su padreque a su madre y más pálido de piel quemuchos españoles.

Va acompañado de un hombremenudo, muy moreno, de estaturamediana, con la cara cuadrada, ancha,de mandíbulas fuertes, las orejasgrandes y unas cejas singularmenteespesas. «El Flaco» —apodo con el quele conocen todos en Melilla—acompaña a Isà casi a diario. Hace añosque el secretario del gobernador, el

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capitán de infantería Gumersindo Billón,de vientre prominente, voz chillona ycarácter amable, ha tomado al Flacocomo criado. El capitán es solteroimpenitente —al menos hasta ahora— y,salvo un cepillado somero al uniforme,un repaso al sable, correajes y pistola,o la compra de la comida diaria, pocotiene que mandar al criado. Algunasveces, cuando faltan los dos soldadosque tiene en la oficina comoescribientes, o estos están demasiadoatareados, el capitán manda al Flaco aentregar documentos en algún cuartel odepartamento militar. Pero no es lohabitual.

Todo empezó, hace tiempo por un«anda Flaco, vete a dar una vuelta con

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Isà y de paso me compras esto y lo otro»y ha acabado en algo rutinario

—Mi capitán, que me voy con Isà.Ya tengo la lista de la compra. Si notiene nada más...

—Nada, Flaco. Hasta luego. Y nome hagas ninguna jugarreta.

—Mi capitán, ya sabe que no...El Flaco es un condenado a cadena

perpetua. Bebedor empedernido yanalfabeto hasta que un preso le hizo verque su peor condena no era la que lehabía impuesto la justicia, lleva ya casiseis años —uno menos que de criadocon el capitán Billón— sin probar unagota de alcohol y se ha leído todos loslibros que han pasado por sus manos,que no han sido pocos.

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Después de cruzar la puerta deSantiago, a la derecha, llegan a la Puertade la Marina, Enfrente, se encuentra lacalle, algo empinada, que va hacia elgobierno militar y «Melilla la Vieja»,donde se encuentran las dependencias yaaludidas. El Flaco no podría cruzar ensolitario la Puerta de la Marina peroyendo acompañado por Isà es diferente.

—Flaco, hoy no ha habido muchoque hacer —dice Isà, como si realmentealgún día lo hubiera—. Vamos a ver aAhmed. Nos tomaremos un té con él, sino está ocupado.

El preso calla. Hoy está pensativoy más silencioso de lo habitual. Amhedes un rifeño residente en Melilla. Subarca va y viene con cargas de todo

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tipo, unas veces legales y otras no tanto.Cuando no tiene otra cosa que hacer, sededica a pescar.

La barca de Ahmed no está lejos.En verdad no puede estarlo, ya que elpuerto es de reducidas proporciones.

El Flaco lleva puesta una pellizaque le regaló un amigo cuando estuvoaislado a causa de «su comportamientoincorregible», según le dijo el alcaide, y, más concretamente, de una pelea conlos «encargados», los presos que seganaban la confianza del alcaide y, conello, el derecho a vender aguardiente,además de asumir la obligación demantener «el orden» y chivarse de todo.La pelliza es de buena factura. Eso sí, lequeda un poco corta y ancha. También

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lleva unos buenos zapatos, que usa muypocas veces.

—Veo que te has puesto la pellizay los zapatos que te regaló Eugenio. Conel calor que hace te vas a asar. —Elpreso calla.

Llegan a la barca de Ahmed y sesaludan. El rifeño enciende picón en unanafre de barro. En poco tiempo, cuandolas brasas desprenden suficiente calor,coloca encima una marmita pequeña debarro casi llena de agua. Al rato, estánlos tres tomando té, sentados en unosbancos hechos con láminas de corchounidas con cuerdas. Isà —hijo de unsoldado español y de una musulmana deCeuta— habla perfectamente español,árabe y la lengua de los rifeños —

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llamada tarifit o también chelja—. Esamigo de Amhed, porque este es de lospocos que lo aceptan tal como es: unmusulmán, que no lo parece. Aunque Isàtraduce a veces lo que están hablando, elFlaco se entera de muy poco y pareceaburrirse. De igual manera que otrasveces, cuando se acaba de tomar el téempieza a dar muestras deimpacientarse.

—Isà, si puede ser, me voy a daruna vuelta por el puerto

Esta situación se ha repetidomuchas veces en los últimos años. E Isàsiempre ha accedido. Cuando el capitánBillón decidió dar un poco de libertadal Flaco, habló con Isà y le dejó bienclaro que, mientras estuvieran juntos, él

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era responsable del preso. Pero élsiempre ha estado seguro de que elpreso no se la va a jugar. Después detanto tiempo, son buenos amigos. Hoy,sin embargo, nota vagamente que hayalgo extraño en su forma de actuar. Isàduda un momento. Al fin, le responde.

—Claro que sí, Flaco. En una horate vienes para acá. No se nos haga tardeen llegar al gobierno militar. Además, yasabes que a la hora de comer tienes queestar en el presidio, no vayamos a tenerproblemas con el alcaide.

El Flaco se queda mirandofijamente a los dos, se da media vuelta yempieza a andar. De repente, se gira unmomento hacia ellos.

—Hasta luego, amigos.

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El preso nunca se ha retrasado

hasta ahora, así que, hora y mediadespués, Isà está francamentepreocupado. Angustiado. Va andando alo largo del puerto, junto a con Ahmed,mirando hacia todos lados. Pregunta atodos los conocidos y nadie dice habervisto al preso. Un musulmán se lesacerca y les habla en Chelja.

—Yo he visto al Flaco.—¡Dónde!—Iba para el embarcadero que

está debajo del torreón de Florentina.—¡Vamos para allá! ¡Me va a oír

este! ¡Ya deberíamos estar en el

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Gobierno Militar!El torreón de Florentina está a la

izquierda de la entrada del puerto.Aunque debajo hay un pequeño embarcadero, este se encuentra fuera delo que es propiamente el puerto. Parallegar hasta allí hay que pasar pordelante del torreón y batería de cañonesde San Juan.

Cuando llega al lugar, no hay másque dos barcas con sendos musulmanesy algunas cajas en el interior. Losmusulmanes hacen como que estánreparando unas redes. Pero, las cajasindican que, seguramente, se trata decontrabando. Eso ahora no importa enabsoluto a Isà.

—¡Eh! ¿Habéis visto por aquí a un

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tipo delgado, muy moreno?—No...—A ver... ¿Qué hacéis aquí?—¿Y eso a ti que te importa?—Amigos, Alá es grande —Dice

Ahmed mientras saca una gumía—.Tened cuidado. Como no le digáis a miamigo la verdad, os va a costar undisgusto.

—Hace una hora vimos a unapersona así por aquí. Flaco y moreno.Se subió a una barca que estabaabandonada y se puso a remar —explicauno de los dos.

—Como era cristiano, no nosmetimos en nada; no queremos líos —sejustifica el otro.

Están en una zona restringida. Isà

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no se explica cómo puede haber llegadohasta allí el preso y haber salido con unabarca sin haber hecho saltar los gritosde alarma de los vigías de arriba. Losconsabidos gritos de «hombre al moro»y «hombre al agua», así como losrepiques de campana de los centinelas.Él, que no ha jurado ni blasfemado ensu vida, se acuerda de todos los santoscristianos, de su Dios y de la familiacompleta del Flaco.

—¡Me la ha jugado, el muy hijo deperra! ¿Y ahora qué hago yo?

Lo ha dicho en español y Ahmedno le entiende. En su lengua, le pregunta:

—¿Y qué vas a hacer ahora?Isà se palpa insistentemente en el

interior de su ropa y enrojece. La sangre

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parece que está a punto de salirse de susvenas y reventar para irse en busca delpreso.

—¡La madre que lo parió! ¡Me haquitado todo el dinero!

—¿Y qué piensas hacer? —repiteAhmed.

Isà se serena un poco. Aunque losojos todavía parecen estar a punto deechar fuego.

—Me hice responsable del Flaco.No sé...

—Puedes decir que te atacó por laespalda y te dejó inconsciente; que saliócorriendo. Yo juraré como testigo lo quetú me pidas. Si hace falta digo que ibaarmado.

—No, Ahmed. No quiero mentir.

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Esto le perjudicaría aún más. Seríaconsiderada como una huida usando lafuerza.

—¡Hombre, Isà! ¿Te vas apreocupar ahora por el Flaco, con lo quete ha hecho? Si quieres, podemos cogermi barca y las de varios amigos. Seguroque todavía lo cogemos...

—No Ahmed. El Flaco hatraicionado mi confianza. Pero le voy adar una oportunidad. Además, notenemos ni idea sobre qué direcciónpuede haber tomado.

—Se fue hacia el este —informauno de los dos testigos.

—Seguramente para Orán. Ya sesabe: las autoridades francesas nosuelen devolverlos —añade el otro.

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—Es igual hacia dónde haya ido.No pienso seguirlo. Además, podríadesembarcar en cualquier punto de lacosta. Igual tiene algún contacto que leestá ayudando.

—¿Y qué vas a decir cuandoregreses al Gobierno Militar?

—No voy a regresar. Creo queesto ha sido una señal para cambiar devida de una vez. Llevo tiempopensándolo. Para vosotros soy unespañol que habla árabe; no soy uno delos vuestros. Y para los cristianos nosoy más que un moro. Primero voy a ir aCeuta a ver a mi madre. Luego, lo másprobable es que me vaya a España y mebusque una identidad nueva. Ese es miplan por el momento. Después, ya veré

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qué hago.Mientras Isà y Ahmed se van

hablando sobre los planes del primero,los dos que estaban en el embarcadero,cogen sus barcas y salen hacia su cabila.Antes de partir, intercambian un brevediálogo

—Ha salido bien.—Sí.—Buenos dineros nos dio el negro.—Buenos.—Si no le hubiéramos puesto

enseguida la chilaba, los vigías habríantocado las campanas al verlo salirremando.

—¡Seguro!

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El Flaco se había ido directamente

hacia la barca que le habían preparadoen el embarcadero de Florentina. Con laayuda de los dos musulmanes queestaban allí, la sacó de la orilla y sepuso a remar hacia el norte, buscandosobrepasar el cabo Tres Forcas. Una vezlo consiguió, todo fue más fácil. Elviento de levante le había hecho decidirque ese era el día. Sería sencillo remarcon rapidez y alejarse.

Llevaba mucho tiempo esperandoel momento. Al principio, no quisoaceptarlo. No podía. Pero, con eltiempo, se fue convenciendo de quetenía derecho a volver a ver a sufamilia. Aunque luego lo volvieran a

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coger y, con un poco de suerte, loahorcaran y así no tenía que aguantarmás condenas. Eugenio, un negro, presocomo él hasta tres años antes, lo habíaconvencido.

—Mira, Flaco: estoy orgulloso dehaberte enseñado a leer y escribir; y dehaberte convencido para que dejases labebida, aunque ahí el mérito fue tuyo.Eres mi único amigo de verdad. Yollevo tres años justos en libertad; perotú no saldrás jamás de aquí, a no ser quete fugues. Te voy a ayudar. Tengo dineromás que suficiente. Ya sabes que mesobra el dinero.

Eugenio, negro de Puerto Rico yesclavo hasta poco antes de sercondenado, estuvo muchos años

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trabajando en el puerto como cargador apesar de su condena. La escasez demano de obra en la ciudad, así como lacostumbre, trae consigo que un altoporcentaje de presos, siempre queobserven buen comportamiento, seanocupados en diferentes trabajos. Haycasi de todo: auxiliares de lossacristanes de las iglesias, ayudantes depanaderos, sirvientes, empedradores,escribientes, cargadores de mercancíasen el puerto y hasta vigías.

Los trabajos de los presos fueradel presidio siempre han sido un buennegocio para todos: los empleadores seahorran gastos en mano de obra, loscarceleros se llevan sus comisiones, queen algunos casos resultan muy jugosas, y

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los presos tienen, al menos, algúndinerillo para mantener sus vicioscuando regresan, a la hora de la primeracomida o ya por la tarde, al presidio.Todos contentos, aunque tanto ir y venirfacilita que casi todos los meses seproduzca alguna fuga.

En Melilla no está clara la líneadivisoria entre lo legal y lo ilegal; comotampoco lo está la percepción acerca decuáles son los musulmanes amigos ycuáles los enemigos. La frecuentenecesidad de víveres, hace que eltrapicheo ilegal de fruta, carne ypescado, entre otros productos, seatratado con bastante condescendenciapor las autoridades. Por otro lado, unsobre con dinero, siempre ayuda a mirar

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hacia otro lado. Respecto a los «morosenemigos», es frecuente que loscabileños de Beni Sinassem, BeniBusién, Beni Sicar y Beni Bufallar quepor la tarde se dedican a montarvigilancia y a apresar a todo cristianoque abandone la ciudad por tierra —cosa que, en realidad, solo hacen losprófugos—, sean los mismos que todaslas mañanas entran —legal oilegalmente— en Melilla con su ganado,sus frutas y hortalizas, su pescado frescoo sus telas y se precien de tener amigoscristianos.

Normalmente, cuando llega unbarco desde la península cargado devituallas, aumenta la rigidez de lasautoridades en lo que se refiere al

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trapicheo. Eso trae consigo el efecto deaumentar la beligerancia de losmusulmanes contra los cristianos. Másde un melillense preferiría que nollegasen los barcos de España con tantafrecuencia: más beneficios y menosposibilidades de recibir algúnsobresalto.

Eugenio, como hombre inteligentey observador, se dio cuenta enseguida detodas estas circunstancias. Y pensó queno iba a estar siempre cargando paraque le diesen dos reales diarios. Prontoconvenció a más de un comerciante deque era mejor tenerlo controlando ladescarga y sirviendo de intermediario enciertos negocios: «Jefe, aquí faltan dosfardos»; «jefe, me parece que esto pesa

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menos de lo que pone aquí»; «jefe, siquiere le pongo en contacto con unamigo que le compraría el doble de loque trae por un precio muy bueno. Y esde toda confianza».

Pronto entró de lleno en el asuntodel trapicheo. Por supuesto, conconocimiento y regocijo del alcaide delpresidio, que se llevaba un buenpellizco, eso sí, haciendo como quedejaba hacer o no se enteraba de nada.Eugenio comprendió enseguida quequien tenía que estar al corriente de susactividades era el alcaide, sin que otros«intermediarios» del presidio metieranla mano.

—Señor alcaide, le dejo aquí elsobre con el porcentaje de lo que

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hablamos hace tres días.—No sé de qué me hablas,

Eugenio; pero déjalo ahí en la mesa y nome distraigas, que estoy leyendo un libromuy interesante.

—Señor alcaide, si tiene algúnlibro ya leído...

—En la mesa hay un par de ellos.Llévatelos y que te aprovechen.

Cuando se convirtió, por fin, en unhombre libre, en mayo de 1883, Eugeniocontrolaba buena parte del contrabandode la ciudad. Pocas cosas relacionadascon el tema dejaban de pasar por susmanos. Eugenio se quedó a vivir enMelilla, y todo siguió funcionando casiigual durante un tiempo. Solo que, envez de entregar en mano los sobres con

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dinero al alcaide, se los mandaba, esosí, más abultados, al gobernador.

Hasta que un día decidió que yasabía lo suficiente como para dedicarsea negocios legales y abandonó porcompleto las actividades que le habíanhecho rico.

Lo único que lamenta ahora elprófugo, mientras va remando a toda lavelocidad que le dan sus fuerzas, eshaber traicionado la confianza de Isà.Pero tiene que ver a sus hermanos y asus padres, sobre todo a estos últimos,antes de que mueran. Nadie de sufamilia sabe escribir y no ha recibido ni

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una sola noticia de los suyos en losdieciséis años que lleva preso enMelilla.

Ha vivido adormecido yembrutecido por el alcohol durantemuchos años. Ahora es alguien muydistinto a aquel joven analfabeto quellegó al presidio. Sabe, entre otrascosas, que no debía haber matado aaquellos «señoritos» de Jerez, y menosal padre, aunque supone que si volviesea ocurrir algo semejante, sería muyprobable que hiciese lo mismo. Bien lehabía enseñado Eugenio que la justiciano es igual para todos y que un jornalero—igual que un negro— no puedeesperar justicia de los que tienen elpoder y el dinero.

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El Flaco, el preso borracho ypendenciero, había muerto años atrás.Ahora vuelve a ser, más que nunca, JoséRaposo, hijo y nieto de José Raposo,jornaleros de Jerez. Mientras rema, varememorando su niñez, cuando jugaba yreía con sus dos hermanos en la chozadonde vivían. Desde muy pequeño, setuvo que buscar el sustento. Su padre lomandó cuando tenía siete años con«Perico el Cojo», un pastor de cabrasque llegaba con su ganado desde laBarca de la Florida —una diminutapedanía situada a unos kilómetros al estede Jerez— hasta Grazalema, buscandomontes con pastos y sin dueños que losechasen a escopetazos, y vendiendoganado en las ferias y cortijos.

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Durante aquellos años, el niño notuvo más familia que Perico ni másamigos que una niña, algunos añosmenor que él, con la que pasaba losmeses que el Cojo volvía a la Barca dela Florida y lo dejaba en la venta dePiña, cerca de San José del Valle.

El Cojo solía abandonar lasproximidades de Jerez con sus cabrascuando la escasez de lluvias lo hacíaimprescindible, lo cual solía ocurrirentre junio y octubre, y algunas veces enenero y febrero. El resto de los mesesdel año, Perico mantenía su ganadopastando por las inmediaciones de laBarca de la Florida y José se quedabaen la venta de Piña.

El fugado recuerda con nostalgia,

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mientras rema en dirección a la libertad,que aquellos años, y sobre todo losmeses que pasaba en la venta de Piña,fueron los más felices de su vida. Enrealidad, los únicos felices que haconocido.

Ya con quince años, regresó con sufamilia a la choza de Jerez. Todos losdías, su padre, su hermano Rafael y él,iban a la plaza del Arenal a esperar quealgún encargado de los cortijos de lasafueras los escogiese para hacer algunafaena. Un día, tuvieron suerte.—«¡Maldita suerte!», piensa ahora José—. El capataz del cortijo de los Gálvez,en persona, los escogió a los tres:

—Hay faena en las viñas y en labodega. Así que, si trabajáis como debe

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ser, os dejáis de reivindicaciones y nosois unos haraganes, tenéis trabajo paralargo.

Lo único que entendieron fue quehabía faena; lo demás escapaba a suraciocinio.

Dos meses más tarde, el capataz,don Jacinto, mandó llamar al padre y ados los hijos. José recuerda, más omenos, la conversación:

—A ver José —empezó el capatazponiendo al padre una mano sobre elhombro—, tus niños están trabajandobien. Y tú también, aunque ya te veoviejo para esto. De todas maneras, estáscumpliendo.

—Muchas gracias, don Jacinto.—Verás, tengo entendido que

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tienes una hija jovencita, ¿no?—Sí señor, mi Juanita. Catorce

añitos tiene mi niña.—Estás de suerte. El señor

Gálvez, don Jesús, quiere que su esposa,doña Ernestina, tenga una niña parahacerle los recados y sobre todo paracompañía.

—Don Jacinto yo no sé...—¡Hombre de Dios! ¿Sabes la

suerte que tienes? ¡Esto es un premiopara ti! Lo hago porque veo que soispersonas de bien. Bueno..., todo lopersonas de bien que pueden ser unosjornaleros analfabetos y embrutecidos.¡Es broma, hombre, no pongas esa carade imbécil! Además, no querrás que oseche a la choza y diga a mis amigos de

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otros cortijos que vosotros no osofrecéis como es debido cuando losamos os piden un favor...

—Hombre, don Jacinto...—¿¡Qué es eso de «hombre»!? ¡A

ver si tenemos más respeto! ¡Todavía tevoy a tener que echar a ti y a tus hijos apalos del cortijo! —El capataz volvió aponer la mano, con afectadabenevolencia, sobre el hombro de JoséRaposo—. José, tu hija va a estar aquíen la gloria. Va a dormir en una camacomo Dios manda, se va a lavar amenudo y va a comer como es debido.Además, estáis aquí vosotros y podréisverla. Vamos..., sin abusar..., ya meentiendes, que la señora tendrá susocupaciones y no va a estar

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prescindiendo de la niña por uncapricho...

—Don Jacinto, así sea. Mañana, siDios quiere, tiene usted aquí a miJuanita.

«¡En mala hora dijo mi padre quesí!», piensa José mientras rema.

Un año después, Juanita seguíasiendo una niña pequeñita y menuda.Pero, a sus quince años, su cuerpo eraya el de una mujer. No era bonita, perotampoco fea. Y tenía unos grandes ojosnegros. Don Antonio y don Javier, losdos hijos menores del patrón, teníanveinte y veintiún años. Se habían criadoentre las faldas de su madre y, a pesarde su edad, no tenían el valor suficientepara ir a Jerez a buscar alguna hembra

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con la que desfogar sus ansias juveniles.Su padre se lo había dicho a los dosclaramente:

—Pronto tendréis novia. Ya nosencargaremos tu madre y yo. Mientrastanto, tenéis que aprender a dirigir elcortijo y a ser unos hombres de bien. Yaque no ha habido forma de que vayáis ala Universidad, el cortijo es vuestrofuturo. De mujeres, ya tendréis tiempo.Si hubieseis estudiado como vuestrohermano Jesús, que a sus veintiochoaños es un abogado de renombre enJerez, sería distinto.

Hacía meses que los dos hermanosno paraban de «gastar bromas» aJuanita.

—Juanita, hija, ¡cómo te estás

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poniendo!—Juanita, un día te voy a dar unos

azotes en el culo ese que tienes.—Juanita, con lo menuda que

estás, qué buenas tetas se te han puesto.Nadie vio venir la tragedia.—Hermano, un día de estos me

voy a coger a la Juanita y le voy a darbien dado.

—¿A qué te refieres, Javier?—¡Joder, Antonio, cómo se nota

que eres un año más chico que yo! ¿Esque a ti no te apetece una hembra?

—¡Hombre, no es eso! Juanita esuna criada...

—¿Y eso qué tiene que ver?Precisamente porque es una criada, leharíamos un favor. ¿Cuándo se va a

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acostar esa menudencia con dos tíosguapos como nosotros?

—Ja, ja, ja, si vas a tener razón...Pero ¿cómo lo hacemos?

—Muy fácil. Cuando mamá estéacostada, mañana mismo, le decimos aJuanita que tiene que ir a la cuadra; quesus hermanos y su padre la estánesperando para hablar un rato con ella.Le podemos decir que ha venido sumadre.

—Ya..., pero cuando se sepa...—¿Qué se va a saber? ¿Es que va

a ir pregonando acaso que la hemosdeshonrado? Esa gente no tiene honra,hermanito. Se le da un dinero y callacomo una muda. ¡Seguro!

«Con lo que no contaban los dos

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—medita José con gesto sombríomientras sigue remando— es con que mihermana iba a salir a buscarnos encuando hicieron su fechoría.

A pesar de que ya era de noche,José Raposo y sus hijos seguían en elcortijo. La mayor parte de los días sequedaba a dormir en un corralón algoalejado de la casa principal.Demasiados kilómetros para ir y venir adiario desde Alcubilla.

Juanita apareció en la puerta,temblando, sudorosa, con la caramagullada y la ropa hecha jirones. Elprimero que se fue hacia ella fue supadre.

—¿Qué te ha pasado, hija mía? ¿Tehas caído?

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—Los... los «señoritos»...—¿Qué «señoritos»? —gritó José

hijo.—Los chicos. Javier y Antonio...—Pero ¿te han pegado?—Me han... Me han... —Juanita se

quedó paralizada, sin saber cómoterminar la frase.

—¡¿Qué te han hecho, Juanita?! ¡Sevan a enterar!

—¡No, hijo! Déjame que piense...Podemos hablar con don Jesús...

Rafael, el hermano menor, con solocatorce años, estaba petrificado.

—Padre, tú quédate aquí pensandoque yo voy a Jerez y vuelvo más tarde—decidió José.

—¿Pero qué vas a hacer hijo?

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—Voy a la taberna del Largo atomarme unas copas. No queda lejos.

—Sí hijo, ve. Así tendrás tiempopara tranquilizarte. Yo me quedo aquícon tu hermano. Vamos a lavar la cara aJuanita y luego vemos qué hacemos.

—Me voy padre.José desapareció en la oscuridad

mientras su padre aguantaba a Juana pordebajo de las axilas, para que no cayeraal suelo, y Rafael miraba, inquieto, endirección al vacío que había dejado suhermano.

Está anocheciendo y el Flaco,ahora José Raposo de nuevo, piensa que

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tiene que acercarse a la costa y dormirun poco. Lleva la barca hasta unapequeña playa y la empuja todo lo quepuede hacia tierra. Hay pinos. Coge unamanta y un saco con alguna comida quele habían dejado los dos que le ayudarona escapar. Extiende la manta sobre elsuelo, se quita la chilaba y, en camisa,echado bajo uno de los pinos, siguerecordando aquel día fatídico.

En la taberna del Largo, tomóaguardiente por primera vez en su vida.Recuerda que, aunque bebió mucho, nollegó a perder la noción de todo, comole pasaría tantas veces después. Habló

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con el Largo de cosas sin importancia.O, más bien, era el Largo el que hablabay él se limitaba a asentir vagamente.Hasta que, de improviso, lo miró a losojos y le preguntó.

—Largo, ¿tú no tendrás un arma defuego...?

El Largo lo miro sorprendido ypensativo. Era amigo de su padre.Habían trabajado juntos comojornaleros. Él había sido uno de los quebuscan el alcohol para olvidarse detodas las calamidades y miserias quetenía que vivir día a día. Una noche tuvola suerte de cara y, en una partida decartas, le ganó la taberna al dueño. Unpardillo. Y ahora ya no bebía apenas.«Solo cuando vienen los amigos», solía

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decir.—Pero Pepito, ¿qué preguntas son

esas?—Dos «señoritos». Los hijos

pequeños del cortijo de los Gálvez. Hanviolado a Juanita. Si no me das el armatú, me la dará otro. Pero tú eres amigode mi padre.

—¡Olvídate del asunto, Pepito; tevas a buscar una ruina y se la vas abuscar a tu familia!

—¿Más ruina de la que tenemosencima? Me da igual. Esos mal nacidoslo van a pagar caro. Han desgraciado ami hermana para toda la vida. ¿Quién seva a acercar a ella ahora?

—No tiene por qué saberlo nadie...—Ya se encargarán ellos de contar

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su hazaña a los amigos... ¡Pero eso no vaa ocurrir! ¡Estos lo van a pagar biencaro!

—¡Pero, hombre! ¿A esto hasvenido? ¿A pedirme ayuda para matar ados hombres?

—No lo sé, Largo. De pronto mehe acordado que mi padre me dijo unavez que tenías un arma de fuego.

—Pepito —susurró el Largomirando para los lados—, tengo unacarabina Winchester escondida. Decuando los Voluntarios de la Libertad.Yo fui uno de ellos aquí, en Jerez. Elproblema es que si te la doy y saben quees mía me la cargo.

—No te preocupes por eso. Si mela cogen diré que hace un año se la

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compré a un forastero.—Pero hay gente que te ha visto

aquí...—Mientras no me vean cogiendo

de tu mano la carabina...El Largo se quedó un rato

valorando, torpemente, las posibilidadesde verse metido en un lío. No estabadotado para hacer reflexiones juiciosas,así que, finalmente, le pudo más laamistad al padre que cualquier otraconsideración.

—Sal fuera y espérame en lapuerta de atrás. Espero que tengassuerte. Después de esto no te quiero verpor aquí en mucho tiempo. La carabinala tiras a un pozo o lo que sea, pero poraquí no vengas.

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A las siete de la mañana, JoséRaposo hijo estaba de pie, detrás de unárbol, a unos cien metros de la puerta dela casa principal del cortijo de losGálvez. Vio entrar a Jacinto, el capataz,seguramente para recibir lasinstrucciones diarias de don Jesús. Diezminutos después, salió.

Pasó una media hora. De repente,la puerta volvió a abrirse y aparecieronlos dos hermanos. Estaban riéndose acarcajadas y comentando algo. José, quetenía la carabina cargada, empezó acorrer al trote hacia la puerta, encarandoel arma. Los hermanos seguían riendo.Lo último que oyó José antes de pararsea unos quince metros de los doshermanos, y lo último que dijo Javier,

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entre risas, fue:—¡Estaba buena, la muy zorra!Todavía riendo, Javier volvió la

cara hacia el frente y vio a Joséapuntándole con la carabina. No le diotiempo a procesar lo que ocurría. Unabala le entró por el pómulo izquierdo yle salió por la nuca. Cayó sin vida,como un fardo.

—¡Pepito..., yo no...! —musitóAntonio.

José tiró del cerrojo para atrás yrecargó el arma, cogiendo otra bala delbolsillo. Lo hizo a una velocidad, que,ahora, debajo del pino y mirando lasestrellas, no se explica. Antonio cayófulminado por un disparo en el pecho.Tardaría unas horas en morir en brazos

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de su madre, doña Ernestina.Don Jesús, el padre, apareció en el

zaguán apuntándole con una escopeta.José estaba ya a un metro de la puerta.Se adelantó: le disparó, a quemarropa,en la cabeza, y lo mató en el acto.Recargó inmediatamente y se quedóapuntando hacia el patio interior, queservía de comedor. No apareció nadie.

Su padre y su hermano Rafaelestaban unos metros detrás,presenciándolo todo. José arrojó, conrabia, la carabina contra el patio y sedio media vuelta. A sus dieciséis añosse había convertido en un asesino.

—Vámonos hijo, a ver si podemosver a tu madre antes de que te cojan losciviles.

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Se fueron todos para Alcubilla.Cinco horas después, ya por la

tarde. Los Raposo —hijos y padre—, seabrazaban a Juana Lobillo, que noparaba de llorar.

—¡Ay, hijo de mis entrañas!...¡Vete antes de que lleguen los civiles!¡Ay mi niña! ¿Qué te han hecho?

No tardaron en llegar. José losesperaba mirando hacia la puerta, con lamadre abrazándole por la cintura yllorando. De nada le valió llevarse lasmanos a la cabeza y ponerse de rodillas.Recibió un culatazo y fue arrastradohasta un carromato que lo llevó a lacárcel de la ciudad.

—¡Juro a Dios y a todos los santosque no vuelvo a ver la luz del día! —

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gritaba la madre mientras el carromatose alejaba.

José oyó el grito cuando se estabadespertando, ya tirado en el suelo demadera del carruaje. Sería la última vezque vería y oiría a su madre, pero eso,ahora que está recordando todo aquellodebajo de un pino, con el frío metido enel cuerpo, todavía no lo sabe.

El fugado se queda dormido muypronto. Está agotado. Su hermana lomira fijamente, con la cara amoratada,pero sonriente y agradecida; su padreestá agarrando a su madre, que grita unay otra vez «no volveré a ver la luz del

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día». De repente, el sol lo despierta. Selevanta, mete la mano en el saco y cogeuna hogaza de pan, que se va comiendomientras se acerca a la playa. Empuja labarca y sigue remando.

Así continua durante cinco días,remando de día y durmiendo en lossitios que ve más aislados. Una mañana,al levantarse comprueba con desazónque la barca no está donde la habíadejado. Se la ha llevado la marea. Nosabe dónde se encuentra, pero calculaque siguiendo la costa, o los caminospróximos, no le debe faltar mucho parallegar a Ceuta.

Aunque era el destino que habíapensado inicialmente para embarcarhacia la península, ahora no está

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convencido de ir allí, ya que no tienecédula de identificación y, en cuanto sela pidan, estará perdido. Decide que selas tiene que apañar para llegar a sucasa sin entrar en Ceuta. Luego, ya verási se va a América o qué hace. No tieneningún plan, salvo ver a su familia yevitar a toda costa que lo cojan.

El juicio duró poco. Un mesdespués del trágico suceso, José estabasentado en un banquillo con grilletes enmuñecas y piernas. Jesús Gálvez hijo,abogado conocido en la ciudad y en todala provincia, se presentaba como únicotestigo. No hacía falta más. ¿Para qué

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molestar a la madre y a la esposa delahora dueño del cortijo? Bastante mal lohabían pasado las señoras... No eraconveniente ni necesario hacerlascomparecer en el tribunal para declarar.Según el fiscal, con la palabra de unhombre —y más siendo «del oficio»—era más que suficiente, pues se tratabade un caso muy claro.

—Con la venia, señor Juez —dijoen su momento el abogado defensor—llamo a declarar a don Jesús Gálvez,hijo y hermano de las víctimas.

Después del juramento, el defensorinició el interrogatorio.

—Don Jesús, cuente usted altribunal lo que vio u oyó la noche deautos.

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—Ejem, señor abogado, yo diría lamañana de autos...

—Tengo entendido que por lanoche sucedieron, al parecer, ciertoshechos que dieron lugar a lo ocurridoposteriormente...

—Yo de eso ni vi ni oí nada. Esmás, dudo que sucediera algo que dieselugar a un crimen tan horrendo.

—Por supuesto don Jesús... No haynada que justifique un crimen. Entiendaque yo tengo la obligación...

—El señor testigo ya le harespondido que no oyó ni vio nada; noprocede que continúe usted en esa línea—advirtió severamente el juez aldefensor.

—Bien, señor juez. Con la venia,

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continúo. ¿Qué vio u oyó usted lamañana de autos?

—Yo estaba terminando dedesayunar con mis padres en el patioprincipal de la casa que hace las vecesde comedor. El capataz estuvo unosminutos antes sentado con nosotros,recibiendo instrucciones de mi padrepara las tareas agrícolas del día. Esamañana, mis hermanos estaban con susbromas. No puedo..., ustedes perdonen.Deme un momento, por favor.

—Tómese el tiempo que necesite—concedió el abogado defensor—.Comprendo que está usted sometido auna gran tensión.

—Si al menos no tuviese a estecriminal delante...

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—No hay prisa, don Jesús —confirmó el juez.

—Gracias. Creo que puedocontinuar. Mis hermanos se levantaronde la mesa, como siempre con permisode mi padre, y se dirigieron, riendo ygastándose bromas mutuamente, a lapuerta. —Nueva pausa. Larga. Elsilencio era completo—. De pronto —continuó Jesús—, estaba yo hablandocon mi padre, cuando se oyó un ruidoseco, parecido a un latigazo. Yo no meimaginaba qué podía ser. Pero mi padreme dijo que alguien había disparado ysalió corriendo a coger una de lasescopetas de caza que tenemosguardadas en una vitrina situada en elmismo comedor. —Nueva pausa—. Las

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escopetas las mantenía mi padrecargadas. Siempre tenía las llaves de lavitrina en un bolsillo. Por seguridad.Enseguida, oímos otro ruido igual que elanterior, pero más fuerte. Venía de laentrada. Mi padre salió corriendo haciala puerta y yo me levanté para coger otraescopeta. Mientras estaba en ello, vi unfogonazo y oí un ruido muy fuerte. Casial mismo tiempo, mi padre retrocedió ycayó al suelo con un agujero en la frente.Me quedé paralizado. Vi a este asesino—gritó señalando con el dedo a José—apuntando con un arma hacia el interior.Luego tiró la carabina que llevaba. Cayóal lado de la mesa donde estaban miseñora madre y mi señora esposa.

—Señores, les ruego silencio —

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advirtió el juez ante los crecientesmurmullos y voces.

—No cabe duda, don Jesús —continuó el defensor—: el acusado matóa sus hermanos y a su padre. Pero piensebien lo que le voy a preguntar y seasincero. ¿No diría usted que el acusadoestaba o actuaba como un loco?

—¿Cómo se atreve usted a dudarde la sinceridad de mis respuestas? ¿Esque no he jurado delante de la Biblia?¡Por supuesto que seré sincero!

—Retire usted o cambie lapregunta, abogado.

—Pido disculpas, señor juez.Retiro lo referente a la sinceridad deltestigo y le pido que conteste a lapregunta que le he formulado.

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—Yo lo que vi fue a un asesino.Está claro que no tenía un arma en elcobertizo para arar el sembrado o binarlas viñas...—A pesar de la tensión seoyeron algunas risas en tono bajo.

—¿Qué quiere usted decir?—Que para cometer el asesinato,

el criminal tuvo que buscar un arma yesperar el momento propicio. Esto es loquiero decir: que no estaba ofuscado niactuaba alocadamente. Lo planeó.

—¿Y por qué iba a planear elacusado un crimen tan horrendo?

—Eso pregúnteselo a él. Noquerrá que me ponga en el pellejo de unasesino de esa calaña. ¡A saber...! Lemolestarán los «señoritos» o será uno deesos jornaleros que se creen que tienen

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más derechos que sus amos. ¡A estoestamos llegando con tantas libertades!

—Tenga usted cuidado con esaspalabras —le interrumpió el juez—.Tenemos una Constitución, un sufragiouniversal y una regencia que vela porlos intereses de todos los ciudadanos.Aquí no estamos hablando de cuestionespolíticas.

—Pido disculpas, señor juez. Perono estoy hablando de política, sino delas ideas equivocadas que estáninculcando algunos alteradores delorden a más de un jornalero.

En la sala se formó de nuevo unpequeño tumulto que fue acallado deinmediato por el juez. El abogadodefensor continuó el interrogatorio.

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—Mire, le voy a ser claro. Sientotener que decírselo de esta manera, perono tengo más remedio que hacerlo. Elacusado ha declarado en prisión queactuó como lo hizo porque su hermana,criada de su señora madre de usted, había sido forzada por don Javier y donAntonio. ¿Qué tiene usted que decir aeso?

—Lo único que tengo que decir esque si hay algún testigo que lo puedademostrar, que lo haga. Yo ni sé nada deeso ni me lo creo. Mis hermanos erancristianos de misa casi diaria. Elcanónigo don Raimundo podría dar fe deello. Yo, más bien, creo que es unaexcusa de este asesino para moderar lapena que se merece. Y respecto a usted y

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a su pregunta, señor abogado, le puedoasegurar que en otras épocas, le hubieraobligado a que la retirase o noshabríamos visto las caras en un duelo.

Los gritos de aprobación delpúblico, son acallados por los dereprobación del juez.

—Señor testigo, comprendo suestado. Puede estar seguro. Pero estasúltimas palabras son inadmisibles.Retírelas inmediatamente o me veréobligado a tomar medidas muy severascontra usted.

—Señor juez, no las puedo retirarporque estoy bajo juramento y he dicholo que pienso. Pero pido disculpas denuevo a su señoría y al señor defensor.Sé que está cumpliendo con su

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obligación.—Bien... Es suficiente. ¿Tiene el

abogado defensor más preguntas?—No, señoría.—¡Señor fiscal, su turno!—Señoría, después del

interrogatorio del señor abogadodefensor, para no cargar más el ánimodel testigo, que bastante tiene con todolo sucedido, y teniendo en cuenta quetodo está meridianamente claro, nonecesito interrogarle.

—Levántese el acusado. ¿Tieneusted algo que alegar en su defensa?

José Raposo no había entendidocasi nada de lo que allí se habíahablado. Pero sabía lo que había hechoy por qué.

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—Señor ilustrísimo. Yo maté a lostres. Y no me arrepiento. Los dos hijosviolaron a mi hermana. De eso estoyseguro. El padre no tuvo culpa de nada.Y eso sí que lo siento. Pero en esemomento me hubiera llevado por delantea cualquiera.

—Dígame usted —preguntó el juez— qué pruebas tiene usted de que suhermana fue violada.

—La noche anterior, mi Juanitaentró en el cobertizo donde dormimos.Llevaba la ropa rota y la cara llena degolpes. Y nos dijo que la habían violadolos dos «señoritos».

—¿Usted vio, tal vez, cómo laviolaban?

—No entiendo..., nos lo dijo mi

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hermana. Ella no dice mentiras.—Entonces, usted no fue testigo...—¿Qué quiere decir eso?—Que usted no lo vio.—Pero ¿qué iba a ver? Si lo veo,

los mato antes...—Está muy claro: no tiene

pruebas.—No entiendo...—Que no puede demostrar lo que

afirma.El defensor pide la venia al juez

para explicar al acusado lo que se leestá diciendo. José Raposo le dice aljuez:

—Sí. Tengo una... Una prueba.—Pues cuéntela, hombre, que ya

me está cansando todo esto.

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—Cuando estaban en la puerta losdos hermanos estaban riéndose ydiciendo que la zorra estaba muy buena.

—¿Nombraron a su hermana?—No...—¡Hombre, por Dios!... ¿Me está

usted queriendo decir que cuandoalguien habla de una zorra usted ya estáseguro de que se refiere a su hermana?

José se levantó fuera de sí,tratando de llegar al juez. Los grilletesle hicieron caer al suelo.

—¡Tú sí que eres un hijo de zorra!¡A ti te tendría que matar también! ¡Y atodos vosotros! ¡Mi hermana es unasanta y vosotros la habéis desgraciadopara toda la vida! ¡Ojalá os maten atodos!

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—¡Queda el juicio visto parasentencia! ¡Se levanta la sesión!Llévense de aquí a este energúmeno. Sien el momento de dictar sentencia no seha calmado, lo haré en ausencia.

José no sabe qué hacer. Sin labarca, tendrá que ir andando en busca dealgún lugar donde alguien lo puedaembarcar para la Península. Si es que lohay... Afortunadamente, no se dejó eldinero ni la comida en la barca. Tieneclaro que debe evitar entrar en lospueblos que aparezcan en su recorrido,aunque no tiene la menor idea de cuálespuedan ser, si es que hay alguno antes de

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llegar a Ceuta.Durante varios días, sigue un

camino serpenteante próximo a la costa.Pasado el cabo Negro, aparece ante susojos una costa rectilínea que marca ladirección norte. Al fondo, se divisa unpueblo. Es Castillejos.

A mitad de camino entre el iniciode la playa y el pueblo, divisa una barcade dimensiones más que medianas, conuna sola vela. Está varada en la orilla yvarias personas se afanan haciendo algoen el casco de madera.

El fugitivo se interna corriendo entierra firme, tratando de esconderse.Pasa por encima de una alta duna y setiende sobre la arena. Espera que no lehayan visto. Piensa quedarse ahí, sin

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moverse, hasta la mañana siguiente. Paraentonces —supone—, los de la barca sehabrán marchado y podrá continuar.

—¿Quién eres amigo?Le ha despertado un cañón de

escopeta rozando su cara. Se habíaquedado dormido. No tiene idea decuánto tiempo ha transcurrido.

—¿Me vas a hacer repetirlo?—Soy... español. Lo mismo que tú.—Hombre, ¡menos mal! Por lo

menos, podemos entendernos. ¿Y sepuede saber de dónde eres?

—De... De Jerez.—¡Entonces somos casi paisanos!

Nosotros somos de Conil de la Frontera.¡Venga esa mano, amigo! —El de laescopeta la retira y ayuda a José a

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levantarse. El fugitivo está un tantoaturdido. No sabe qué le puede ocurrir—. Te habíamos tomado por alguno deaquí que pretendía asaltarnos. Cuando tehemos visto correr y con esa chilaba quellevas puesta hemos pensado quetramabas algo contra nosotros. Me hevenido por aquí con la escopeta y...

—Ya... La chilaba me la quitoahora mismo. Era para protegerme.

—¿Y se puedes saber qué hacespor aquí y solo?

—Es una historia muy larga...—¡Vale, hombre! Tú sabrás si nos

la quieres contar. Es cosa tuya. Yo soyPedro Ramírez Sánchez. En la barcaestán mi hermano y dos primos nuestros,que son Sánchez Ramírez de apellidos.

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Para eso somos de Conil...—No entiendo qué quieres decir...—Es que la mitad del pueblo

somos Ramírez de apellido y la otramitad Sánchez —apostilla Pedro muertode risa—. Pues ahí estamos, intentandoreparar el casco de la barca. Salimos depesca hace tres días. Y, como hacemosotras veces, nos dio por pasar elestrecho y bajar desde Ceuta, buscandosardinas, boquerones, caballas y todoeso. El casco debe haber tocado algunaroca y se nos ha abierto una buena víade agua. Estamos reparándola lo mejorque podemos y, en cuanto terminemos,nos volvemos a Conil. No nos gustaestar en tierra por aquí. Dicen que haymuchos bandidos y que te roban hasta la

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ropa. —Ah.—Hombre, no eres de mucho

hablar, ¿eh? No me has dicho ni tunombre.

—Pérez. José Pérez. La cosa esque iba a Ceuta, para pasar a España, yme he perdido...

—¡Uy, uy, uy! Me suena todo muyraro, amigo. ¿No serás un desertor delEjército o un fugado de algún penalespañol?

—¿Quién, yo? No, qué va...—¿Sabes qué te digo? ¡Que me da

igual! No vas armado y no eres unpeligro para nosotros. Vamos para labarca. Te voy a proponer un trato. Yaque dices que estás perdido y que

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quieres pasar a la Península...—¡De acuerdo!Cuando llegan a la barca, Pedro

presenta a José a su hermano y susprimos.

—Te propongo algo que nosvendrá muy bien a todos. La barca estácasi reparada, pero la vía no va aquedar taponada completamente. Si tevienes con nosotros y nos ayudas aachicar agua, te dejamos en Conil y no tehacemos más preguntas sobre quién eresy qué haces por estos andurriales. ¿Deacuerdo?

—De acuerdo.De repente, entre los pescadores,

José Raposo se hace consciente delhedor de su cuerpo. Nota la nauseabunda

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mezcla de sudor agrio y viejo en su ropay en su piel; el olor asqueroso de la salaen la que ha pasado tantos años con losdemás presidiarios. Se quita toda laropa, menos los pantalones. Se quieremeter en el agua y desprenderse de todala mugre del presidio. No es solo elprurito de sentirse limpio; es el deseoprofundo de quitarse la capa dedieciséis años de presidiario y asíabandonar al Flaco para siempre yvolver a ser José Raposo.

Dos días después, está en España.

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AMIGOS

Hace un calor infernal. A finalesde julio, Jerez parece un horno. El Largoestá haciendo como que limpia con untrapo húmedo la barra de la taberna, sinbrillo si no fuera por la pátina de mugreoscura que la cubre en su mayor parte.Ve entrar a un parroquiano. El bar estávacío. No conoce al recién llegado,debe ser un forastero que va de paso. Esun tipo de estatura mediana, muy

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delgado y moreno. La cara no se la vemuy bien, porque lleva una gorra con lavisera encasquetada hasta las orejas.

El recién llegado se acercalentamente, mirando hacia todo lo quehay en la taberna. Cuando llega a labarra, unos ojos negros mirandirectamente al Largo. En la boca delrecién llegado se dibuja una mueca quequiere ser una sonrisa.

—Largo, esto no ha cambiadonada. Bueno, tú estás más viejo, pero eneso vamos todos a la par.

—Perdone, amigo, ahora mismo nocaigo... Aunque, esa voz...

—Largo, vengo a darte las graciaspor un favor que me hiciste hacedieciséis años.

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—¿Quién yo? Bueno, dígame quése le ofrece y luego me cuenta lo delfavor. ¿Un fino? ¿Una copita deaguardiente?

—No. Dame un vaso de agua quevengo seco. Quiero darte las gracias porhaberme dejado aquella noche tucarabina, amigo.

Al Largo se le erizan hasta lospelos de los pies. En voz muy bajaacierta a decir:

—¡Joder, Pepito! ¡No me lo puedocreer!

—Sí..., soy yo.—¿Pero te has vuelto loco? ¿Qué

haces aquí?El Largo sale del mostrador

precipitadamente y se lleva a José

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cogido por el codo a la trastienda.Comienza a hablar precipitadamente yen voz baja, mirando de vez en cuandoa la entrada.

—¡Pepito, buena liaste aquel día!Y yo me salvé por los pelos. Dos díasdespués de aquello apareció por aquíuna pareja de la guardia civil. ¡No tedigo nada! Me dice uno de los dos,mientras se tomaban una copa,invitación de la casa, claro: «Oye Largo,¿no habrás perdido últimamente unacarabina de esas americanas?». Y yo ledigo: «¿quién, yo?» Y él me dice:«hombre claro, ¡no va a ser tu hermana,que no tienes...!». Y yo le digo: «yonunca he tenido una carabina de esas». Yél me dice: «¿ah, no?». Y yo le digo...

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—Largo, abrevia, hombre, que asíno vas a terminar en toda la tarde.

—Pues, nada, que estuvieron másde dos meses, vigilándome ypreguntando a todo el mundo. Sabíanque tú habías estado aquí esa noche yque yo había alardeado muchas veces,antes de aquello, de tener una carabinaWinchester. ¡Maldita sea mi lengua!¡Menos mal que nunca se la enseñé anadie! Tuve que jurar mil veces quehabía sido una bravata y que jamáshabía tenido un arma, salvo cuando fuiVoluntario de la Libertad, y que laentregué cuando se ordenó que todos lohiciéramos, en diciembre del sesenta yocho.

—Lo siento. No quería

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comprometerte... —La cosa pasó..., aunque hubo

momentos en los que me vi en prisiónsin comerla ni beberla.

—Te doy las gracias por el favorque me hiciste, Largo. Y si algún díanecesitas que te lo devuelva, lo haré.Sea lo que sea.

—Pepito, eso ya está olvidado. Lohice porque quise y no hay que hablarmás del asunto. Ahora lo importante esque te largues de aquí. Como es natural,las autoridades y la Guardia Civil sabenque te has escapado del presidio y teestán esperando aquí, en Jerez. Hacedías que los guardias civiles van yvienen por tu casa. Lo sé de buena tinta.No puedes ir a la choza.

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—Largo, ¿tú me harías otro favor?—¡Maldita sean tu estampa, la mía

y la de Dios, Pepito! ¡Sé por dónde vas!Aquí también entran y salen guardiasciviles todos los días. Supongo quepiensan que estás tan loco como paravenir a verme. Y aciertan. Si viene tupadre o tu hermana y los siguen, no salesvivo de aquí y puede ser que yotampoco.

—¿Por qué dices mi padre o mihermana? ¿Y mi madre y mi hermano?

—Pepito..., tu madre..., murió dosaños después de que te mandaran apresidio. Siento darte esa mala noticia.No comía y estaba todo el día metida enla choza, echada en la cama y sinmoverse apenas. Un día vino tu padre

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por aquí y me contó todo lo que estabanpasando.

—¿Y mi hermano Rafael?—Tu hermano hizo bien: un día

marchó de Jerez. Tu padre me dijo quesu intención era irse para América. Nosé más.

—¿Por qué dices que hizo bien?Mejor habría sido que se hubieraquedado aquí, ayudando a mi padre aganarse unas pesetas.

—Tu padre y tu hermano novolvieron a echar un jornal desde que túte fuiste. Esos cabrones no les dieronninguna oportunidad. Todavía noentiendo cómo están vivos tu padre y tuhermana. Supongo que Rafael les habráestado mandando algún dinero.

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—¿Y mi Juanita?—Tu hermana lo ha pasado muy

mal. Ya te puedes imaginar...El rostro de José está

congestionado por el dolor; las uñasclavadas en las palmas de sus manosestán a punto de atravesar la piel.Después de dieciséis años, por primeravez, se le escapan dos hilos de lágrimas,gruesas y calientes.

—¡Tengo que verlos como sea!—¡Joder, Pepito! Si alguien te ha

visto entrar, a estas horas puede queestemos rodeados de guardias. Nos vana freír a tiros. No sé qué puedo hacer...

—Espera, ya sé... ¿Te acuerdas dePerico el Cojo?

—Sí..., el cabrero.

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—¡Ese! ¿Sigue viviendo en suchoza, en la Barca de la Florida?

—Que yo sepa, sí. Está viejo. Yano saca las cabras. Le ha dejado eloficio al hijo. Si está vivo, seguro quesigue en su choza.

—A ver si hay suerte. Me voy adonde Perico y tú te las apañas para quemi padre y mi Juanita vayan allí averme. No creo que nadie sospeche deél.

—Si voy yo a ver a tu padre,puedo levantar la liebre. Pero tengo dosamigos de confianza, que serán másmudos que uno de verdad, si hace falta.Eso sí te digo: cuando llegues a la chozade Perico, esperas como máximo un parde días y si no aparece tu familia mejor

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te largas. ¿Me entiendes?—De acuerdo. Lo dicho, Largo: te

estaré siempre agradecido, amigo ¡Unabrazo!

—Espera Pepito. Me asomo unmomento y... ¡No hay nadie! ¡Tira! ¡Yque haya suerte! ¡Venga ese abrazo!

Al día siguiente, por la noche, JoséRaposo entra en Jerez siguiendo elcamino de Montealegre. Ha pasado todoel día escondido y meditando sobre quéhacer. Y se ha decidido a intentar llegar,aprovechando la oscuridad, a la chozade su padre. Quiere, al menos, darle unabrazo a él y a su hermana antes de

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seguir su camino hacia donde sea, puesaún no lo tiene claro. Gira al sur y pasaal lado de la Cartuja, un edificioimponente y ruinoso. A continuación,avanza por la hijuela de Pino Solete,bordeando varias fincas llenas deviñedos, muy próximas al río Guadalete.

Cuando va a tomar la carretera deCádiz a Madrid, para acercarse aAlcubilla, se encuentra, casi de bruces,con una pareja de guardias civiles a pie.Se echa al suelo, echa un vistazo y vecómo otra pareja se acerca a caballo.«No hay nada que hacer. Esto está llenode guardias. No voy a ganar nada yendomás hacia el sur y cruzando luego por elcampo hasta llegar la choza, para luegoencontrarme con que está vigilada.

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Llevaba razón el Largo: me estánesperando».

Desanda todo el camino recorrido,subiendo por la cañada de Lomopardo.Cae en la cuenta, por un instante, de locerca que queda el cortijo de losGálvez. Continúa para tomar la cañadade Cuartillos en dirección este,alejándose de Jerez. Unos kilómetrosmás adelante, sigue por la cañada de laBarca.

Muy avanzada la madrugada, casiamaneciendo, llega a la choza de Perico,cerca de un puente que cruza el ríoGuadalete. El anciano se encuentradespierto, echado sobre un jergón. Lachoza es muy parecida a la de todos losjornaleros, pero abundan los tasajos de

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carne seca, los quesos y las verduras.Detrás tiene un pozo y un pequeñohuerto, medio abandonado. El viejo estátorpe de piernas, pero lúcido y aúnactivo. Es un hombre vivaracho einteligente, a pesar de su ignorancia enlo relativo a muchas cosas. Se levanta yse acerca renqueando al tipo que está enel umbral, cerrando a medias los ojos,tratando de encajar el cambio de luz ode recordar la cara que tiene delante.

—¡Pepito! ¡Qué feo te has puestocon los años! ¿De dónde sales?

José tiene treinta y dos años; elCojo cerca de setenta. Pero ambosrivalizan en arrugas alrededor de losojos.

—Perico, ¡me ha conocido usted a

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la primera!—¡Pues claro, hombre! Pasaste

conmigo ocho años y no me olvido de uncareto fácilmente. Y menos de uno comoel tuyo.

Ambos ríen. Ciertamente, Josétiene un rostro que no es fácil deolvidar. El aire del campo, la atmósferadel presidio y su propia naturaleza hanconstruido una cara que denota uncarácter firme. Un rostro que puedeinspirar temor. Sin embargo, susfacciones, y sobre todo sus ojos, enmomentos como este, resultaríanagradables para cualquiera si noestuvieran esas dos cejas, convertidasen una sola. Dos cejas negras yabundantes en exceso.

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—Perico, ¿qué sabe usted de mí?Me refiero a después de que dejé deacompañarle con las cabras.

—Hijo, uno se acaba enterando detodo. Sé lo que sucedió y sé que te hasescapado del presidio. Perdona que te lodiga, Pepito: buena ruina os echaronencima los Gálvez...

—Lo pagaron bien pagado, aunquea mi familia le ha salido muy caro todoaquello.

—¡A tu familia y a ti, Pepito! Yoque tú me iba para la sierra, salía parala provincia de Málaga o la de Sevilla yme largaba hacia el norte lo más rápidoposible. Tal vez desde allí te puedaresultar más fácil coger un barco. ¡Aquídebe estar la cosa jodida, Pepito!

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—Yo pensaba encontrarmeprimero con mi familia y luego hacer loque tú dices; pero no he podido verlos yno quiero largarme para siempre sindarles al menos un abrazo. Creo que meesconderé en la sierra hasta que vengantiempos mejores. Cuando vea a mifamilia, entonces me iré; ahora tengo queencontrar un escondite que no esté muylejos de Jerez.

Pepito, lo primero que haría yosería cortarme ese pelo y esas barbas ydarle un buen esquilado a esas cejas delos cojones que tienes. Para que no tereconozcan o al menos ponérselo másdifícil.

—¿Y dónde voy a hacerme eso?—En ninguna parte, hombre.

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Quiero decir que aquí. Yo te lo hago.Estoy temblón, pero tengo tijeras ymaña. ¿No te acuerdas de los esquiladosque te hacía de chico?

—¿Que si me acuerdo? Un día mehizo usted más trasquilones que dedostienen las manos...

—¡Nos ha jodido, Pepito! Todavíate acuerdas. Anda, antes de pelartevamos a tomarnos unos vasos, que tengoaquí unas botellitas de lo bueno.

—Ya no bebo, Perico.—¡La madre que te parió! Perdona, hijo,

pero eres raro de cojones. ¡Nos ha jodido!¿Mira que no querer tomarte un vaso? ¡Andaque...!

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Dos días más tarde, se acercan porla choza del Cojo dos hombres acaballo. Llevan botas de montar,sombreros y ropa de calidad. Joséestaba a punto de marcharse de la casade Perico.

—¡Pepito! ¡La madre que meparió! Dos a caballo se están acercando.¡Esto me escama! ¡Corre! Por aquí hayun agujero por el que puedes salir arastras. ¡Tira!

Minutos después, dos hombres aúnjóvenes se encuentran en la puerta de lachoza hablando con Perico. «Se nota ala legua que estos son gente de dinero»,piensa.

—¡Buenas tardes, amigo!—Buenas las tengan ustedes...

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—Esto..., ¿es usted Pedro, elpastor de cabras?

—No conozco a ese Pedro, pero sise refieren ustedes a Perico el Cojo,puede que lo sea.

—Pues eso...—¿Qué se les ofrece?—Teníamos entendido que estaba

con usted un tal José Raposo. Queremosverle para hablar con él.

—¿José, qué? Como verán, aquí nohay nadie...

—Ya, ya. Pero ¿no ha pasado poraquí?

—¿Quién?—Se lo estoy diciendo —responde

con paciencia el que parece llevar lavoz cantante—: José Raposo. Y no me

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diga que no lo conoce...—Es que no caigo...—Mire, amigo, no tiene usted nada

que temer de nosotros; ni José tampoco.Somos amigos. Venimos de parte de unamigo. Usted lo conoce: el Largo.

—Miren ustedes. Yo a ese José nolo conozco; y largos conozco a unoscuantos, pero no sé a cuál se refieren.Me parece que lo más fácil es queustedes se hayan perdido o equivocadode sitio ¿El Largo, dicen? ¡Qué jodido!¿Y ese quién es?

—Verá: José Raposo, al que ustedno conoce ni ha estado ocho años conusted de pastor por la sierra de Cádiz,tenía que venir aquí para esperar a quesu padre y su hermana se encontraran

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con él. Ellos no han podido venir porqueestán vigilados y en dos intentos de salirhacia aquí los siguieron los guardiasciviles, que están desde hace tiempovigilando su choza y todos susmovimientos. En fin..., es una lástima:no vamos a poder darle a José noticiasde su familia...

—A ver, a ver... ¿Pero qué tienenque ver con todo esto dos «señoritos»como ustedes?

—Eso de «señoritos» lo concluyeusted. Nosotros somos hijos de familiasadineradas, no se lo vamos a negar. Peroestamos en contra de las injusticias quese hacen a los menos favorecidos de lasociedad.

—¡Nos ha jodido! No he entendido

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eso de los de los favores o favorecidoso como se diga. Pero sí..., no se creanque soy tonto: ya sé que hay «señoritos»y «señoritos». Bueno, supongamos queyo conociera a ese José... Ahora que lopienso, a lo mejor se refieren ustedes aun chico llamado Pepito que estuvoconmigo hace años...

—Seguramente... Si lo conociera,le diríamos que le avisara para queviniera aquí sin temor. Que hemosvenido en nombre de su padre y suhermana, porque no han podido venir.Yo haría eso.

—Ya... Y si ustedes me estuvieranengañando, ¿qué le podría pasar al talJosé?

—Mire amigo, si nosotros

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quisiéramos algo en su contra noestaríamos aquí. Estarían loscarabineros o los guardias civiles. ¿Veacaso alguno por aquí?

José aparece en la puerta.—Aquí estoy. Supongo que si me

quisieran matar o prender no se habríanquedado aquí hablando y habrían salidoa buscarme inmediatamente.

—¡Efectivamente! Además, veaque no vamos armados.

—Ya... Y también he comprobadoque no hay guardias por aquí cerca.

—Soy Francisco Montes —sepresenta el más joven— y miacompañante es Pablo Gutiérrez.

—Digan lo que tengan que decir.—Nosotros somos periodistas de

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El Guadalete. Yo, además, soy abogado—explica Montes—. Si bien solo ejerzoen determinados casos. Pocos. Aunqueesto no lo reconoceríamos ni bajotortura, somos republicanos y desde elaño setenta y cuatro estuvimos unos añosayudando a algunos compañerosescondidos en la sierra. Ya no quedan.Un señor que tiene una taberna, en Jerez,ya sabe, el Largo, se puso en contactocon nosotros. Nos contó su historia y nosdijo que usted quería ver a su familia yque les estaba esperando en la choza dePedro el Cojo.

—Teníamos nuestras dudas. Unacosa es ayudar a republicanosperseguidos injustamente y otra muydistinta echar una mano a alguien que ha

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cometido varios asesinatos —puntualizaGutiérrez—. Hemos ido a ver a supadre y su hermana y nos hemosenterado de todo lo ocurrido cuandousted fue condenado. Que su hermanafue violada y usted reaccionó de aquellamanera. No cabe duda: fue un crimen,pero usted tenía dieciséis años... Nodebían haberle impuesto una condena acadena perpetua. Ni por su edad ni porla atenuante de la violación.

—Por eso, decidimos ayudar a supadre y a su hermana, diciéndoles dóndese encontraba usted esperándoles eintentando acompañarles para quepudieran encontrarse —continúa Montes—. Pero la choza está vigilada y ha sidoimposible salir sin ser seguidos. En

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vista de que no podía ser, nos hemosvenido los para acá, dando un buenrodeo para no ser seguidos. Primero nosvolvimos a nuestras casas y esta nochepasada salimos para acá. Su padre y suhermana han sentido mucho no podervenir. Hemos copiado por escrito lo queambos querían decirle.

—Me pueden dar los papeles. Séleer y escribir. Si no les importa ypueden esperar, les podría dar lacontestación. Aunque no creo que miamigo tenga para escribir.

—No se preocupe. Nos lo dice depalabra y le prometemos que se lodiremos a su padre y a su hermanamañana mismo, a ser posible. Aquítiene.

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José coge una de las dos hojas quele ha entregado Francisco y lee:

Hijo mío. Sé lo que debes

haber pasado en presidio. Aquel díanos cayó la ruina encima a toda lafamilia de los Raposo. Pero hicistelo que debías. La culpa fue deaquellos... Aunque más valiera queno lo hubieras hecho. No he vueltoa echar un jornal desde entonces.También es verdad que ya no estoypara jornales.

Tu madre murió, siento darteesta mala noticia. No comía niquería vivir. Casi no se levantó dela cama el tiempo que estuvo vivadespués de que te prendieron.

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Tu hermano Rafael se fue.Aquí no tenía nada que hacer.Hemos recibido de vez en cuandoalgunas cantidades de dinero ysuponemos que son de su parte.Pero no sabemos nada de él.¡Quiera Dios que esté bien y quepueda volver a verlo antes demorir! Eso mismo pido para ti:verte y abrazarte. Pero ahora nopuede ser.

Vete lejos, hijo mío, y espera aver si se olvidan de tu estampa ollega una amnistía. Aunque yasabes que eso es para los ricos. Anosotros, lo que nos toca espudrirse en la cárcel o la horca. Eslo que hay.

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Un abrazo de parte de tupadre. Y no te dejes coger.

—He procurado escribir lo más

exactamente posible lo que su padre nosdijo. Algunas expresiones no sonliteralmente las mismas. Y tampoco hequerido reflejar algunas expresiones quefue intercalando, si bien opino que estánmás que justificadas.

José coge el otro papel.

Hermano: No sé si hiciste muybien en matar a aquellos dos... Delo que estoy segura es de que lospobres siempre salimos perdiendo.Tengo que decirte algo que nosabes: Tuve un hijo de aquellos dos.

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No me importaba que los que mehan destrozado la vida fueran suspadres. Yo lo quería; y lo quiero,con todo mi corazón. Ese niño es lomás grande que he tenido en lavida.

Tengo que decírtelo, Pepito.Los Gálvez me robaron al niñosiendo casi un recién nacido. Undía vino el hermano mayor, donJesús, con su mujer, y se lo llevó ala fuerza. No pudimos hacer nadapara impedírselo.

José levanta la vista del papel con

el rostro crispado y las manostemblorosas por la rabia y laimpotencia. Se sienta y deja el papel

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sobre otra silla.—Lo siento amigo —musita Pablo,

poniendo un brazo sobre su hombro.—Si lo pienso bien, me alegro de

lo que me dice mi hermana. Ahora tengouna razón más para luchar y seguir libre.Ya no es solo poder abrazar a mi padrey a mis hermanos.

—Lleva usted razón. Pero va a sercasi imposible recuperar a ese niño.Tiene quince años. Y, legalmente, es unGálvez.

—Pero ese niño sabrá algún díaquién es su madre. Y al ladrón de niñosmás vale que Dios lo proteja.

—¡Hombre! No se meta en máslíos. Bastantes cosas han pasado. Ybastante venganza se tomó usted en su

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momento.—Lleva usted toda la razón —

rectifica José de inmediato—. La rabiaha hablado por mí. Desde luego, nohablaba de matar. Nunca más mataré anadie en mi vida. Pero mi hermana notiene ninguna culpa de nada. Y eseladrón no tenía ningún derecho a quitarlesu hijo. Algo tendré que hacer. Aunqueahora...

—Bueno, amigo, ahora loimportante es que se ponga usted asalvo. No puede seguir ni aquí ni enJerez. Tocar un puerto del sur para salirde España es, por ahora, inviable. Sufuga es muy reciente y le cogerían loscarabineros casi de seguro.

—Ya... Voy a terminar de leer la

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carta de mi hermana.

Hermano. Yo sé que el niñoestá bien. He ido varias veces aescondidas cerca del cortijo de esosladrones de niños y lo he vistodesde lejos. Es un niño alto. Casiun hombre. Pero fíjate que su caraes igualita a la de los Raposo. Undía lo oí de lejos arreando a sucaballo y era tu misma voz. Te lojuro hermano.

Yo te pido por Dios que nohagas nada más contra los Gálvez.No quiero que vuelvas a presidio.El niño está bien donde está. Memuero de tanto quererlo y notenerlo. Pero sé que está bien y no

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le falta de nada.Solo espero que algún día nos

veamos y no tengas que huir más.Un abrazo de tu Juanita.

Todos están serios. Perico ha

sacado una botella de vino y unos vasos,algo opacos. Los llena y se los ofrece alos visitantes. Él se echa una buenacantidad.

—Digan ustedes a mi padre quetiene que seguir vivo, porque un díatengo que verlo y abrazarlo. Y a mihermana que, si puedo, conseguiré quesu niño sepa que ella es su verdaderamadre.

—Lo haremos. Claro que loharemos. Usted lo que tiene que hacer

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ahora es irse lo más rápidamenteposible hacia el norte y salir por Franciao por algún puerto del Cantábrico.

—No me voy a ir. Antes tengo queabrazar a mi padre y a mi hermana. Sime marcho de España es posible quenunca más vuelva a verlos, así que meesconderé en la sierra de Cádiz yesperaré el momento más oportuno paraque nos veamos.

—Vamos a hablar de eso, Pepito.¿Quieres un vasito de vino? ¿No? ¡Quéjodido! Mira, entre San José del Valle,Algar, el puerto de Galis y Grazalema, oun poco más allá, por los mismos sitiosque recorrías tú conmigo de pequeño, anda mi hijo con las cabras. Se llamaigual que yo. Tú no lo conoces, pero es

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inconfundible. Si recuerdas cómo era yocuando venías al monte con las cabras,seguro que le reconoces a él. Todosdicen que es clavadito a mí. Menos en lacojera, claro. En el año sesenta y uno,cuando tu padre te mandó conmigo aguardar las cabras, mi hijo se acababade ir de soldado a Cuba. Terminó allí elservicio militar, pero se quedó. Le cogióla guerra en el año sesenta y ocho y sevolvió al año siguiente para acá. Fuecuando tú te volviste con tu familia.Teniéndolo a él ya no te necesitaba a ti.Gracias a mi hijo, sigo teniendo unavida mejor que la mayoría. Búscalo,Pepito. Tú te conoces toda la sierra ysabes de memoria los sitios dondesolíamos llevar las cabras.

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—Eso haré, Perico. Pero ¿pordónde lo puedo encontrar?

—Él va a los mismos lugares ypueblos que nosotros porque meacompañó durante varios años. Hastaque se me quitaron las ganas y lasfuerzas. Ya sabes que aprovechábamoslas salidas por la sierra, no solo paraalimentar el ganado cuando no llueve enJerez, sino también para vender cabrasen algunos cortijos, ventas y pueblos.Como te digo, él suele ir a los mismossitios. Tú los conoces de sobra.

——Perico, recuerdo todos lositinerarios que hacíamos. Si yo estuvierahuyendo de la justicia, sería fácilencontrarlo; pero me parece que va a serdifícil teniendo que estar escondido.

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—A ver... Él te puede encontrar unsitio donde esconderte mientras pasa elchaparrón. O despistar a tus seguidores.No sé... Algo podrá hacer por ti.

—Mañana mismo me voy. Veré siencuentro a tu hijo. Y, si no puede ser,me escondo en la sierra o me voy paraCortes de la Frontera o a la sierra deRonda y a esperar mejores tiempos.

—Mi Pedro salió a mediados dejunio; para principios de octubre esperoque esté ya de vuelta. Tienes algo másde dos meses para encontrarlo.

—Amigo, hemos traído connosotros un caballo de más —intervienePablo Gutiérrez—. Con algunasvituallas y cosas que va a necesitar,como fósforos y un mechero de yesca.

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Le vamos a dar un dinero. Aunque no esmucho, si cambia de opinión y quieresalir del país será suficiente para elviaje. Y una escopeta con tres cajas decartuchos.

—El caballo, el dinero y lo demásse lo acepto. Algún día les devolveré elfavor. Aunque tengo que decirles que nomonto a caballo desde que era niño. Nosoy buen jinete. En una venta en la quepasaba meses, como sabe Perico, teníanun par de ellos. Pero aquello queda tanlejos que ni siquiera sé si me acuerdo decómo se hace. La escopeta no la quiero.

—Por lo que se refiere a montar acaballo —explica Pablo— no tienemotivos para preocuparse, pues el quetraemos es un animal muy especial, que

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hará todo lo necesario sin que necesiteser un experto. Está entrenado para huirde los guardias civiles y carabineros porla sierra.

—Y respecto a aceptar o no laescopeta —añade Francisco—, esposible que tenga que defenderse algunavez. Actuar en defensa propia no es uncrimen. Al menos en conciencia, no loes.

—Me da igual. No voy a volver amatar a nadie. Actuaré de la mismaforma que los animales que tienen pornombre mi apellido. Ya saben: losraposos. Me esconderé y buscarécomida cuando tenga necesidad. Seguroque va a haber cazadores que quierandetenerme o matarme, pero el raposo va

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a ser más listo que ellos.—Tenga en cuenta que la mayoría

de las veces a los zorros los cazan atiros. Y usted tiene derecho a defenderseen las mismas condiciones que suscazadores.

—Ya veremos... Si me cazan, serácon los pies por delante. Me llevaré laescopeta, pero no creo que llegue ausarla.

—Otra cosa: si necesita contactarcon nosotros, y tiene ocasión, recuerdeque somos Francisco Montes y PabloGutiérrez, redactores El Guadalete.

—Pepito. ¿Te acuerdas? Cuandoíbamos con las cabras, eras capaz deacertar a más de cincuenta metros con lahonda a las que se descarriaban.

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—Sí que es verdad Perico. Ustedme enseñó a usarla. Pero ha pasadotanto tiempo...

—Aquí tienes una de las buenas. Yesta navaja cabritera te la quedastambién. Te va a venir muy bien paradesollar conejos y liebres y paradefenderte de las alimañas, si esnecesario. Me gustaría darte algunatrampa de las que usábamos para cazar.Pero no tengo. Mi hijo se las ha llevado.

—Gracias, Perico. La navaja y lahonda me vendrán muy bien.

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ECHARSE AL MONTE

Unos días antes de la llegada deJosé Raposo a Jerez, un capitán decarabineros, vestido con su uniforme deazul de diario y con la gorra de platobajo el brazo, llama a la puerta de losGálvez. Sale una criada algo mayor.

—Buenos días, ¿qué se le ofrece alseñor?

—Buenos días, soy el capitán

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Genaro Quesada, jefe del Escuadrón deCaballería de Carabineros de Jerez.Quisiera hablar con don Jesús Gálvez.

—Pase usted al recibidor, porfavor.

El capitán se sentó en un cómodobutacón. El recibidor era amplio yacogedor, con cuadros de buena factura:paisajes, naturalezas muertas y escenasde caza, con ciervos, jabalíes y zorroshuyendo despavoridos de caballistasbien armados y perros enfurecidos.«Estos cuadros deben costar un Potosí»,pensó el capitán mientras esperaba. Losmuebles eran todos de caoba. Una mesade mármol con un portarretratos de losdos hermanos fallecidos llamó laatención del carabinero. Se levantó y se

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les quedó mirando, pensativo, justo en elmomento en que entraba el dueño de lacasa.

—¡Pero Hombre, Genaro! ¡Cuántotiempo hacía que no nos veíamos! —Sedieron un fuerte abrazo con grandespalmadas en la espalda incluidas.

Luis Gálvez y Genaro Quesadafueron compañeros de pupitre en elcolegio de los Jesuitas de El Puerto deSanta María, antes de que estos tuvieranque salir corriendo cuando la revoluciónde septiembre del sesenta y ocho. No sehabían visto muy a menudo después deaquello; pero hay amistades de la niñezque permanecen toda la vida. Y esta erauna de esas.

—¿Quieres tomar algo, Genarito?

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¿Un amontillado? ¿Café?—Café, por favor.—Me alegra mucho verte. A ver si

nos vemos más a menudo. Ya sabes queesta es tu casa...

—Lo sé, Jesús. ¡Ya me gustaría!Siempre estoy ocupado persiguiendocontrabandistas. ¡No paran!

—Lo entiendo.—La cosa es que vengo a darte una

noticia. Una noticia inquietante, sientodecírtelo. No tiene por qué ocurrir nada,pero he creído necesario informarte yprevenirte.

—Me preocupan tus palabras. ¿Dequé se trata?

—Te lo diré sin más preámbulos:el asesino de tu padre y tus hermanos se

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ha escapado del presidio de Melilla.—¡¿Qué me dices?! ¿Cómo es

posible? —Un escalofrío recorrió elcuerpo de Jesús—. ¿Y qué puede pasarahora?

—No hay, en principio, motivospara preocuparse, Jesús. A este criminalni le conviene ni tiene motivos paraponerse en peligro viniendo al cortijo.No obstante, la Guardia Civil va a ponervigilancia sobre la casa durante untiempo. Cabe la posibilidad de que elprófugo intente venir a Jerez para ver alos suyos.

—Pues ahora sí que me preocupas.—En principio, no hay motivos.

Como te he dicho, la Guardia Civil va atener vigilada tu casa. Si se asoma por

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aquí, puedes contar con que lo cogen.—¿Y si no viene ahora y le da por

volver pasado un tiempo? No sé...—Jesús, los amigos estamos para

echarnos una mano cuando es necesario.Ya sabes que la Guardia Civil es la quese encarga de perseguir a los huidos deprisión. Y si no lo sabes yo te lo digo.Pero los del Cuerpo de Carabineros,por nuestras labores de persecución decontrabandistas por toda la franja que vadesde Gibraltar y Algeciras a Cádiz yJerez, tenemos mucha experiencia y nosmanejamos bien persiguiendo y cazandofugitivos. Los puertos de mar son cosanuestra y tenemos a todo el personalpendiente de ver aparecer al fugado; siaparece por aquí y no lo cogemos, se

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echará al monte tratando de salir de laprovincia; en ese caso, ya me encargaréde dar las órdenes oportunas a la genteque tengo destacada en Arcos de laFrontera y en Ubrique. Además,mandaría desde Jerez a un grupoescogido de mis hombres para quebusquen exclusivamente al fugitivo. Eseno vuelve a Jerez. Ya me encargo yo.

—Te lo agradezco, Genaro.—El fugado no tiene ninguna razón

para hacer nada contra vosotros.Cometió su crimen y debe pensar quetodo quedó saldado.

Jesús, por un instante,aterrorizado, se imaginó qué podría sercapaz de hacer el asesino de sus doshermanos y su padre si se llega a enterar

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de que él le quitó el hijo a su hermanaJuana.

—Por supuesto que no le hemoshecho nada. No obstante, eso no metranquiliza del todo: mi padre y mishermanos tampoco le hicieron nada aese energúmeno y mira lo que hizo, elmuy canalla...

—Ya. Pues por eso, por si acaso,la Guardia Civil estará un tiempovigilando tu casa.

—Muchas gracias de nuevo,Genaro.

—No te preocupes, Jesús. Tetendré informado de lo que suceda. Si elprófugo comete la torpeza de venir aJerez a ver a su familia, le daremos cazaY si se va para la sierra, igual. Lo

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cazamos como a los zorros de tuscuadros.

José no ha tardado mucho salvarlos veinte kilómetros que hay entre laBarca de la Florida y las inmediacionesde San José del Valle, donde hay unacolonia rural creada hace solo unos añosen torno a un antiguo convento deCarmelitas convertido en parroquia. Haestado cabalgando durante la noche.Conoce muy bien la maraña de cañadas,caminos, trochas y veredas que tejen unentramado complicado en todo eltérmino municipal de Jerez. Nada máscruzar el puente de la Barca, toma la

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cañada de la Pasada del Rayo endirección este. Luego gira ligeramente ala derecha, tomando la bifurcación delcamino de Jerez al Valle.

El caballo es muy bueno. Fuerte ysano. Y parece haber sido entrenadopara hacer el mínimo ruido aldesplazarse.

Poco antes de llegar a San José,cerca de un lugar denominado elGranado, hay una casa que el fugadoconoce muy bien: la venta de Piña. En laépoca en la que él acompañaba a Perico,todos los cabreros y ovejeros que ibande Jerez a la sierra de Cádiz pasabanpor allí a comprar víveres y otras cosasantes de internarse en los montescomunales de Jerez y en la sierra de

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Grazalema.Era un buen sitio para ponerse de

acuerdo sobre los lugares concretos alos que llevar cada cual su ganado, paraasí no coincidir varios al mismo tiempoen el mismo sitio. También era el lugardonde los pastores trataban de cerraracuerdos sobre cómo para repartirse dela mejor manera posible lastransacciones de ganado en caseríos,cortijos y ventas. Algo, esto último, queresultaba bastante complicado y solíaprovocar no pocas discusiones, en lasque, generalmente, terminaba venciendoel buen juicio de unos y otros. Aunqueno siempre.

José ha llegado a lasinmediaciones de la venta por la mañana

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y lleva todo el día esperando a queanochezca para entrar. No se fía. Desdeuna loma cercana, al otro lado delcamino, observa la entrada. Solo haydos caballos amarrados cerca de lapuerta, a la sombra de unos granados. Elsol está cayendo y en unas horas será denoche. Decide que si no se van losjinetes de los dos caballos de fuera sequedará a dormir allí mismo, encima dela loma. Desde que se fugó, le apetecedormir al aire libre; y si puede serviendo las estrellas, mejor que mejor.

Cuando menos se lo espera, salenlos dos dueños de los caballos. Da unrespingo: son dos carabineros, con suuniforme de servicio, de color grisverdoso y sus gorras de visera.

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El Largo había tenido unadesagradable visita poco después de veral prófugo.

—Buenas noches, señores. Soy elcapitán Quesada. ¡Me van saliendo de lataberna ahora mismo todos!

El Largo empezó a preocuparseseriamente. Acababan de entrar cuatrocarabineros y uno de ellos era oficial.Le daba en la nariz que pintaban bastos.Y él, que había sido buen jugador decartas, sabía bien qué significaba eso.

—Así que tú eres el Largo...—Para servirle a usted, señor

capitán.

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—¡Pues sí! ¡Me vas a servir! ¡Porla cuenta que te va a traer!

—No entiendo...—Entenderás, hombre. Ya

entenderás...—¿Qué se le ofrece, mi capitán?—Mira, para empezar, pon aquí

unas copitas de oloroso del bueno paratodos y siéntate aquí con nosotros,hombre, que vamos a tener una charlita.

El Largo, con más temblores de lacuenta, no consiguió evitar que sederramase algo de vino sobre la mesamientras servía las copas.

—Siéntate hombre, que estás en tucasa. Vamos a ver cómo está este vino,Largo. ¡Bueno, sí señor! ¡Muy bueno!Echa otra, anda...

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—Usted dirá si se le ofrece algomás, mi capitán

—Pues sí, Largo, se me ofrecealgo más. Te lo voy a decir todoseguido, así que más te vale estarpendiente. Si no me cuentas lo quequiero oír, lo vas a pasar mal.

—Mi capitán, yo le digo lo quesea. Pregunte usted.

—Te cuento. Y no me vayas ainterrumpir, ¿entiendes? Sabemos queconoces a un preso que se ha escapadodel presidio de Melilla. Ese presoestuvo contigo la noche que mató a doshermanos y su padre en el cortijo de losGálvez.

—Pero yo no...Quesada lanzó una mirada

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elocuente a uno de los carabineros,como si le estuviera diciendo: «¿No telo dije?». El carabinero, negando con lacabeza, le dio un bofetón al Largo que loderribó de la silla.

—¡Mal empezamos, Largo! Loprimero que te dije fue que no meinterrumpieras. Anda, siéntate y atiende,hombre, que sigo con la historia.Sabemos que el fugitivo, al que túconoces muy bien...

El Largo abrió la boca, pero lacerró de inmediato.

—¿Ibas a decir algo? ¿No? Decíaque sabemos que el fugitivo ha venido aJerez. Es lógico: querrá ver a sufamilia... Pues mira por donde, laGuardia Civil lleva un montón de días

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rondando la casa de los Raposo y elfugado no ha aparecido por allí. Y yo medije el otro día, dándole vueltas a todoesto: «Normal, ¡no va a ir directamenteal sitio donde es seguro que le van aestar esperando!; lo lógico es querecurra a un amigo». ¿Entiendes hastaahora lo que te digo? —preguntó elcapitán dándole una palmadita en elhombro.

—Si..., mi capitán.—¡Perfecto! Y ahora, contéstame

sin miedo, Largo. Si fue a ti a quienvisitó la noche del crimen, ¿a quiénpuede visitar ahora para que le ayude aver a su familia? —El Largo no seatrevía a decir ni una palabra—. Amigo,esto funciona así: si te digo que no me

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interrumpas, te callas; y si te digo queme contestes, me contestas. ¿Entiendes?

—Sí... Mi capitán... Es que ahoramismo no sé cuál era la pregunta.

De nuevo, el capitán le echó unaojeada al carabinero, abriendo losbrazos con gesto desolado. Un puñetazoen pleno rostro tiró de espaldas alLargo.

—¡Joder, largo! ¡Esto va mal!¡Muy mal! ¡Y mira que lo siento! ¡Con lofácil que podía ser! ¿No te dije queestuvieras atento? —El largo se levantócompletamente aterrorizado, sangrandopor la nariz y temblando de los pies a lacabeza—. ¡Tranquilo hombre! Te voy adar otra oportunidad.

El capitán sacó un cigarro habano

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del bolsillo. Parsimoniosamente, loencendió y comenzó a saborearlo confruición. Dos carabineros sujetaron confuerza los brazos del Largo contra lamesa

—Te voy a preguntar otra vez: ¿aquién crees tú que debe haber visitado tuamigo últimamente para que le ponga encontacto con su familia?

—No lo sé mi capitán. Aquí no haestado. ¡Se lo juro!

Genaro Quesada le aplicó elhabano encendido sobre la manoderecha. Con fuerza. Mientras el Largosoltaba un prolongado alarido de dolor,el capitán continuó apretando hastaapagar el puro.

—¡Por tu culpa se me ha apagado

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el cigarro, Largo! Anda, enciéndemelohombre. Ya que lo has apagado tú...

Olía a carne quemada. Los demáscarabineros estaban muy serios. Pero elcapitán parecía disfrutar de la situación.Cuando el Largo le acercó, con la manotemblorosa, un fósforo, el capitán lesujetó fuertemente por la muñeca.

—¡No me tiembles hombre! Tútranquilo. ¡Pero si esto es muy fácil! Notienes más que contarme la verdad ydejarte de heroísmos. Ya verás cómo lovamos a arreglar ahora mismo...

Quesada miró a un carabinero.Este se desabrochó el tahalí de la vainaque llevaba cogida a la izquierda delcinturón de cuero y le pasó un machete.

—Te voy a hacer por última vez la

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pregunta. Si me contestas bien, esto va air como la seda; pero, si cometes otroerror, yo, personalmente, te voy a tenerque cortar los dedos uno a uno con estemachete. —Quesada clavó el machete enla mesa a unos centímetros de la manodel Largo—. ¡Atento a la pregunta! Sifue a ti a quien visitó la noche delcrimen, ¿a quien puede haber visitadoahora para que le ayude a ver a sufamilia?

—¿A... mí...?El capitán Quesada aplaudió

mientras mostraba una amplia sonrisa deaprobación y le dio al Largo doscachetitos afectuosos.

—¡Muy bien Largo! ¿Lo ves? Yahora me vas a decir todo lo que sabes:

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cuándo ha estado aquí, adónde ha ido,qué contactos tiene..., ¡todo!

—Sí, mi capitán se lo diré ahoramismo. ¡Se lo juro!

Y ahí están los dos carabinerossaliendo de la venta de Piña. Loscazadores han llegado antes que lapresa. Además de los serviciosrutinarios que presta el Escuadrón deCarabineros de Caballería de Jerez, condestacamentos en Arcos de la Frontera yUbrique, hay un pelotón del Cuerpodedicado exclusivamente por el capitánQuesada a la labor de cazar al fugitivoque mató al padre y a los dos hermanos

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de su amigo de la infancia.Los carabineros ya saben que el

fugitivo va al encuentro de un pastor decabras llamado Pedro Cárdenas, queestá con su ganado en la amplia zona quese extiende entre San José del Valle,Algar, el puerto de Galis y Grazalema.Su padre, Perico el Cojo, tras variospuñetazos y cortes de machete, ha tenidoque contarlo. Algo de lo que el capitánno se siente excesivamente orgulloso:aunque en su fuero interno reconoce quedisfruta sacándole confesiones afacinerosos y contrabandistas, lo delviejo le ha dejado un regusto un tantoamargo. Duda si no se habrá propasadocon los puñetazos en el pecho: «El viejose quedó en la cama sudando y jadeando

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como un caballo herido».José no se puede imaginar nada de

esto. Supone que los dos carabineros,que se alejan con sus caballos endirección a San José, cumplen suslabores rutinarias en busca decontrabandistas. Cuando desaparecen,empieza a valorar si baja a la venta ono. Y se decide.

Al llegar a la puerta, lo piensamejor y tira del caballo hacia la partetrasera de la casa. Allí hay unosalcornoques, en uno de los cualesamarra al animal. A continuación, trasatravesar un corral de gallinas y unpatio, se acerca a una puerta trasera yllama. No hay respuesta. Vuelve sin elcaballo a la puerta principal de la venta

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y entra. Tras la barra hay una chica aún joven. Lleva el pelo recogido y tieneunas facciones que a José le parecenperfectas. Al principio no la reconoce.

El asesino, el condenado a cadenaperpetua, el hombre temido por todosen las reyertas del presidio de Melilla,es un desconocedor casi absoluto delsexo femenino. Cabrero entre los siete ylos quince años, y preso desde losdieciséis a los treinta y dos, ha conocidoa muy pocas mujeres. De pronto, cae enla cuenta de que debe estar delante de laniña con la que ha jugado y reído tantasveces. ¿O estará equivocado? ¡A saber!Puede que la venta haya cambiado dedueño...

—Buenas tardes. Yo quería hablar

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con el dueño de la venta. No recuerdo elnombre.

La mujer muestra inquietud al verla catadura del recién llegado. Tienetoda la pinta de un contrabandistahuyendo de los carabineros.

—¡Padre salga usted y traiga loque sabe!

Aparece tras la barra un hombrealto, algo encorvado y nervudo, con elpelo blanco. Lleva en la mano unaescopeta.

—¿Qué se le ofrece, amigo?José reconoce a Juan Piña. Mira

preocupado hacia la entrada. O elventero se acuerda de él o lo va a pasarmal. «No tenía que haber entrado».

—Verá. No sé si usted se acuerda

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de mí. Pero de Perico el Cojo sí seacordará...

—¿Perico? ¿El Cojo? ¡Ni idea!¡No sabe usted la cantidad de Pericos yde cojos que pasan por aquí!

—Pero el que yo digo era uncabrero de la Barca de la Florida, quevenía todos los años por aquí, antes deinternarse por la sierra con el ganado.Entre el sesenta y uno y el sesenta ynueve venía con un niño...

—Mire, ahora que me dice todoeso, sí que me acuerdo —afirma elventero, mientras la hija sale de labarra, vuelve con otra escopeta y apuntaa José—. Usted se refiere a un chico quese llamaba José Raposo, que, pasado eltiempo, mató a varias personas en Jerez,

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fue condenado a cadena perpetua y seescapó no hace mucho de prisión, ¿no?

José está aturdido. No sabe cómoes posible que el ventero esté alcorriente de todo. ¿Le ha reconocido?«Estoy perdido: Juan me va a pegar untiro o avisa a los carabineros».

—¿No?—No estoy seguro de que estemos

hablando de la misma persona. Porqueel chico que yo le digo era uno quepasaba aquí meses ayudando al ventero.Volvió a Jerez en el año sesenta y nuevea trabajar con su padre y su hermano dejornalero. Un año después, dos«señoritos» violaron a su hermana. Esverdad que los mató, pero también lo esque aquellos dos le hicieron un hijo a su

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hermana y la familia se lo quitó. Elchico que yo le digo no era un asesino,pero le obligaron a serlo. Y ahoratampoco es un asesino. Jamás volvería amatar a nadie.

Juan Piña duda un momento. Lamujer baja la escopeta y él la secunda.

—¡Pepito! ¿Sabes qué te digo?¡Que te creo! ¡Un abrazo, hombre! Enbuen lío estás metido: hace menos deuna hora estaban aquí dos carabineroscontándomelo todo. Me dijeron queestán siguiendo a un criminal fugado depresidio, de nombre José Raposo. Creenque puedes pasar por aquí y me pidieronque les avisara inmediatamente si estoocurriese. No sería la primera vez quecolaboro con los carabineros. También

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me preguntaron por un cabrero llamadoPedro Cárdenas.

—Es el hijo de Perico. Por lo quedice usted, me temo que saben que voyen su busca. No se cómo se puedenhaber enterado.

—A Pedro lo conozco tanto comoa ti. Se pasaba con su padre por aquítodos los años y lo sigue haciendoahora.

—¿No te acuerdas de mí? —pregunta, con una sonrisa, la chicajoven.

—¿Yo?—Hombre claro. ¿Quién si no?

Aquí no hay nadie más. ¡Soy María!—¿María? ¿Tú? ¡Pero si estás

echa una mujer!

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—Suele pasar —ríe el ventero: lasniñas se hacen mujeres y los hombresnos hacemos viejos. Mira, Pepito —comenta el ventero entre risas—, tienesuna cara de criminal facineroso que tirapara atrás. Pero lo que me has contadode la violación de tu hermana y el hijoque le quitaron, me lo creo. Mientras locontabas, he visto al niño que venía poraquí. Yo lo veo así: si alguien le hace ladécima parte a mi María, le descargolos dos cartuchos de la escopeta en lacabeza.

—Reconozco que debí evitar hacerlo que hice. Pero no pude.

—Lo primero que vas a hacer esentrar en la casa. Como aparezca ahoraun carabinero, la liamos.

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José pasa gran parte de la noche enla casa del ventero, hablando de lostiempos pasados y de la situaciónpresente.

—Pepito, ¿cómo ha sido que estéspor aquí? Habría sido más lógicomarcharte lo más lejos posible. A algúnpaís de América, por ejemplo, o aFrancia.

—Esa era mi intención. Pero antesquería abrazar a mi familia. No hapodido ser y no pienso alejarme muchohasta que no lo consiga. Conozco bien lasierra de Cádiz y les voy a poner difícilque me cojan. Cuando la cosa esté mástranquila, intentaré abrazar a la familia yentonces me iré bien lejos.

—Ya me enteré de lo de tu madre

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—interviene María—. Lo siento.—Gracias, María. Pues, como os

decía, no me quiero alejar mucho demomento. La idea era que Pedro meayudase. Pero, por lo que veo, ya sabenque voy en su busca.

—Sobre Pedro, te puedo decir lomismo que a los carabineros: que, comosiempre, pasó por aquí en junio, hace yamás de un mes. Me dijo que seguramenteiría a los sitios de siempre. Ya sabes,dependiendo de las lluvias y de cómovayan las ventas.

—No me va a ser fácilencontrarlo. Voy a tener que escondermedurante el día. Y de noche todos losgatos son pardos...

—Los carabineros que vinieron

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esta tarde me preguntaron si habíaspasado por la venta. Me advirtieron quecuando lo hicieras, les avisara sinexcusas. Me enseñaron un dibujo con tucara. Tengo que decir que algo tepareces, pero más bien poco, la verdad.Lo tienes muy mal, Pepito. No hace faltaque te diga que puedes tener laseguridad de que no van a saber que hasestado aquí. Ya me encargaré dedecirles lo que me venga en gana.

—Estoy seguro de que puedocontar con usted, Juan.

—Por supuesto que sí. Pero tienesque marcharte antes de que sea de día.

—Lo sé. Lo último que se meocurriría sería arriesgar su seguridad yla de María.

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—Pepito —interviene Maríamirando intensamente al prófugo—, séque no eres un asesino. Si sales bien deesto, ¿quién quita que algún día tevuelvas a pasar por aquí como unhombre libre?

—Ya... Ya me... gustaría. —Josésiente que se le eriza el cabello y unescalofrío le recorre la espalda—. Va aestar difícil...

—Padre, ¿se imagina si Pepitovolviera a la venta ya libre?

Sin saber cómo, José Raposoempieza a hablar de los años de pastor,de los juegos con María, los meses quese pasaba en la venta, del crimen quecometió, de su rabia y su odio posteriorcontra todo, de sus miserias en Melilla,

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de su época en la que estuvo a punto demorir por culpa del aguardiente, de susreyertas, de su embrutecimiento...

Luego, cuenta al ventero y a su hijacómo conoció a un negro de PuertoRico, que se llama Eugenio y nunca dijoa nadie sus apellidos, el cual le enseñóque el odio no lleva a ninguna parte, quetodos los seres humanos son hermanos,que la bebida es la peor arma que usanlos ricos contra los pobres y los amoscontra los esclavos y que saber leer yescribir es la mejor respuesta que tienenlos pobres para defenderse. Y selamenta amargamente mientras recuerdaque tuvo que traicionar a Isà, un buenamigo, para poder escapar.

—Pepito, si un día llegas a ser un

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hombre libre, te vienes para la venta ypadre te da trabajo ¿Verdad, padre?

—Si eso ocurre, cosa que dudomucho, y si tu padre acepta, lo prometo.

—¡Nunca se sabe, Pepito! —afirma Juan de forma ambigua ydubitativa—. Ahora, solo puedodesearte que salgas con bien de todoesto.

—Solo una cosa más antes deirme, por si alguna vez fuera necesario.Hay dos periodistas de Jerez que me hanayudado. Esto no debe saberlo nadie.Trabajan en el periódico El Guadalete.Sus nombres son Francisco Montes yPablo Gutiérrez. Si yo necesitara algo, yusted tuviera que recurrir a alguien,ellos me ayudarían.

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José sale por detrás de la ventaacompañado por los dos. Son las cuatrode la mañana y ninguno de los tres hadormido. Lleva la cantimplora dehojalata que le dejaron los dosperiodistas en las alforjas llena de agua,otra manta y un capote para cuandolleguen el frío y la lluvia. Y más comidade la que traía cuando salió de Jerez.Pero, sobre todo, lleva una vagaesperanza de que, tal vez, exista algunaposibilidad de salir bien de todo.

—Juan, María, muchas gracias. Noolvidaré lo que habéis hecho por mí.Lucharé para salir de esta. Aunque nome va a resultar fácil conseguirlo.

—¡Suerte, Pepito!—No te olvides de tu promesa —

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le pide María mientras se acerca a Joséy le da un beso en la cara—. ¡Y no terindas!

José está a punto de caersemientras se monta en el caballo. Letiemblan las piernas. Nunca le ha besadouna mujer, salvo su madre. Miralargamente a padre e hija y emprende elcamino.

A unos seis kilómetros de la venta,llegando a San José del Valle, hay uncruce de dos caminos. Hacia el este, seencuentra la cañada de los Llanos; haciael norte, hay una cañada que en muypoca distancia se subdivide en dos,formando una horquilla de pocos grados.El ramal izquierdo va hacia la casa delas Vegas de Elvira; el derecho hacia los

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manantiales del Tempul y hacia elpueblo de Algar. Cuando está llegando ala intersección entre la cañada de losLlanos y la que se dirige al norte, oyevoces:

—¡Alto, ahí! ¡No se mueva!Lanza el caballo al galope,

pegándose fuertemente a su cuello.Varias balas silban muy cerca. Pasa porel cruce a toda velocidad y sigue haciala cañada del norte a todo galopedurante unos kilómetros. Los gritos seoyen cada vez más lejanos. José sedetiene un momento. Sus seguidores hanquedado algo rezagados. Cuando llega ala siguiente intersección, gira hacia elTempul. Poco después, deja la cañada yse interna por un cerro lleno de árboles.

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En cuanto sube unos doscientos metros,se baja del caballo, tira de las riendas yel animal se tiende en el suelo. Doscarabineros pasan de largo con suscaballos y se detienen unos cien metrosmás allá. El fugitivo puede oír suconversación.

—¿Qué te parece? Ese tiene algoque temer...

—¡Eso seguro!—Debe haber tirado hacia Algar.

Con esta oscuridad y con el caballo quetiene, no lo vamos a coger. Hace tiempoque no veía uno tan veloz.

—¿Será nuestro hombre?—Imposible saberlo. Si ha pasado

por la venta de Piña, lo sabremos.—Eso lo podemos averiguar

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mañana. Primero vamos a terminar elservicio.

—Mejor nos vamos a San José,damos parte al sargento y que él decida.Ya falta poco para que amanezca.

José se tumba bajo las estrellas,con una manta encima y el caballo amano. Piensa que lo mejor es salir loantes posible hacia Algar. Han habladode un sargento, lo cual quiere decir queen San José del Valle hay máscarabineros. No quiere pensar quevuelvan todos y empiecen a peinar elmonte.

Sus pensamientos vuelan haciaatrás. Recuerda la conversación queacaba de tener con Juan y su hija Maríasobre el día que mató a aquellos

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hombres, los años de presidio, elhambre, las borracheras, las reyertascon otros presos... A pesar de aquellamiseria, de aquel embrutecimiento, sepregunta si realmente ha merecido lapena fugarse. Ha tenido que traicionar aIsà, un hombre cabal que confió en él, seha enterado de la muerte de su madre yno ha podido ver a su padre y a sushermanos. Luego está lo del hijo de suhermana. Y todo, para verse escondidoen el monte, sin tener muchas esperanzasde salir adelante ni una idea clara decómo hacerlo.

«Puede que esto no haya servidode nada; pero voy a luchar para saliradelante y ser un hombre igual que losdemás. Si algún día volviese como un

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hombre libre y siguiese María en laventa...».

Empieza a llover con fuerza. Enpocos minutos, sus pantalones estáncalados completamente; por la cabezaabajo le cae el agua a chorros,mezclándose con sus lágrimas. Y,mientras se queja amargamente, levantaal caballo, comprueba que las alforjasestán bien ajustadas, coge y se coloca unsombrero y baja a pie llevando alcaballo por las riendas hasta quealcanza el camino que enfila hacia elTempul y, un poco más al norte, Algar.No se ve nada a más de cuatro o cincometros. Y José Raposo, la reencarnaciónde un preso al que llamaban el Flaco,piensa que es como si él no estuviera

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ahí, cabalgando a ciegas bajo la lluvia, ysolo se tratara de un sueño. Un malsueño del que, probablemente, no va adespertar.

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UN SALTO HACIA ATRÁS

Mientras cabalga, lentamente, bajola lluvia, el fugitivo rememora los añosde prisión...

Llegó al presidio de Melilla enmayo de 1870. Caían chuzos de punta yla tormenta retumbaba con fuerza en los

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montes cercanos. Dos soldados lollevaron a una nave grande y oscura.Varias docenas de pares de ojos,incrustados en sendas caras pálidas yfamélicas, se clavaron en él.

No sabía qué hacer. Se sentó en elsuelo, algo separado de los demás. Elagua le resbalaba aún por el rostro. Unolor nauseabundo, formado por la mezcla de sudor, heces, comida podriday humedad, se le metió por la nariz.Repugnante.

«Menos mal —piensa Josémientras cabalga de noche— que solotardé unos días en dejar de notar aquellapeste».

Había unas ventanas altas, queapenas dejaban pasar la luz, y otras tres

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ventanas bajas, con barrotes, queaireaban algo la estancia.

Al cabo de unos minutos, una masaimponente se levantó y se dirigió haciaél. Una cara sudorosa, con una nariztorcida y un solo ojo, se le puso a pocoscentímetros.

—¡Vaya! ¡Tenemos a un nuevo!La cara se retiró hacia atrás y

permitió a José ver un bulto de grandesproporciones, con unos brazos cortos yuna prominente panza.

—¡Pero si es un crío! ¡Este está sinestrenar aún! ¿Cómo te llamas,muchachito?

—José Raposo...—¡No te pega el nombre! Con ese

cuerpecillo, te pega más «Flaco». Así

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que ya sabes: a partir de ahora eres elFlaco.

Los demás callaban y miraban.José intuía que no podía esperar nadabueno del tipo que lo seguía mirandocon aire de estar sopesando qué hacercon una nueva mercancía.

—Pues verás, Flaco: aquí puedesvivir como un rey. Es un decir... Loprimero que tienes que saber es que enesta nave mandamos mi amigo JulioLimón y yo. Cada uno en su parcela,claro... Ah, se me olvidaba. Yo soyRamón Mejías. Choca esos cinco,muchachito.

Acercó la mano, dubitativo, alcíclope. Al tocarla, notó un sudor y unafrialdad asquerosos. La retiró

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inmediatamente.—Vamos a hablar de unas cositas,

Flaco. No te lo pierdas, que aquí te va ladecisión de vivir como un rey o pasarlasmoradas... —Todos callaban; Mejíascontinuó hablando con una vozcavernosa, entre amenazante yconciliadora—. En primer lugar, yo soyaquí el dueño de los jergones y de lacomida. Los compañeros me tienenencargado de distribuir lo que les llegaen paquetes desde sus casas. Y la quereparten los soldados es, igualmente, unasunto de mi competencia. ¿Meentiendes? Quiero decir con todo estoque quien me paga duerme en su jergón ycome; y el que no me paga, ni lo uno nilo otro. Creo que me he explicado bien

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claro, ¿no? Es muy fácil...—Yo no tengo con qué pagar...—Seguro que algo tienes. Te

refieres a que no tienes dinero,supongo...

—Eso mismo: no tengo dinero.—No es problema, muchachito —

le explicó Mejías, con una miradacodiciosa—. No es problema. Aquí nosobra el dinero. Algunos reciben algo desus familias y otros hacemos nuestrostrabajillos fuera. Pero para eso vas anecesitar tiempo. No es fácil que te denalguna ocupación hasta que no esténseguros de tu buen comportamiento, delque, por cierto, somos Limón y yo losencargados de informar a los jefes.Pero, no te preocupes. Tienes otras

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formas de pagar... En especie, porejemplo. Ya sabes...

—No. No entiendo.—¡Sí muchachito! Te tienes a ti

mismo. —La mirada de Mejías eramanifiestamente lúbrica—. Y con esajuventud, te va a resultar fácilconvencerme de que es mejor que mepagues en especie que con dinero.

—Te repito que no tengo con quépagar. Dormiré en el suelo. Y la comidaya veremos...

—Bueno, muchachito, tú verás.Aquí todo se hace como se tiene quehacer. Si no quieres jergón ni te apetececomer, se respeta. Cuando cambies deopinión aquí está tu amigo Mejías paracobrarte. Y te aseguro que estoy

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deseando ver el género. No tengoprisa... ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis...—¡Madre mía! ¡Qué buena edad!

¡Desde luego, merece la pena esperar!En unos días caerás, muchachito. Ya loverás...

José se quedó solo de nuevo, contodos los ojos mirándole todavía.Aunque, poco a poco, las miradasempezaron a desviarse hacia otrospuntos a medida que se oían cuchicheos,que terminaron en conversacionesdiversas.

—Bueno, amigos, ¿alguien quiereuna copita de aguardiente blanco o decoñac? A real lo pongo hoy.

Varios presos buscaron

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ansiosamente al del licor, que les fueechando —tras recibir el realcorrespondiente— en sus jarrillos dealuminio el líquido procedente de dosdamajuanas.

«¡Buen pago le di a Mejías por el

jergón y la comida», recuerda Josémientras sigue cabalgando por la cañadadel Tempul.

Seis días después, José estaba

muerto de hambre. Dormir en el suelo leresultaba soportable, ya que era algoque había hecho habitualmente durantemuchos años cuando era pastor. Peronecesitaba comer. Mejías habíaadvertido bien claro a todo el mundo

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que al que le diera a escondidas algo decomida lo molía a palos.

Un preso rubio con pecas y carasimpática se sentó en el suelo al lado deJosé y empezó a hablarle en voz baja.

—Amigo, me llamo Cristóbal,aunque aquí todos me llaman«Carretero». No es que me haya dadoalguna vez por llevar carros; es que mededicaba a asaltarlos. De todas lasclases...

—Ya...—Flaco, ese tipo es un hijo de

mala madre. Nos tiene a todosacobardados. Ha abusado de muchos denosotros... Ya me entiendes... Le cae malhasta a Julio Limón. El del aguardiente ylas cartas...

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—¿Y qué puedo hacer? No tengonada para darle y cada vez estoy peor...

—Si tienes redaños, te puedoechar una mano...

—¿Cómo?Carretero miró cauteloso hacia los

lados y le tendió la mano, dejándole unapunta de cuchillo cogida por detrás conun trozo de cuerda a modo de mango. Laparte que sobresalía tendría menos detres centímetros.

—Ni se te ocurra decir quién te loha dado. Si fallas y se entera Mejías,soy hombre muerto. Ya me lodevolverás...

Todos estaban distraídos viendouna partida de cartas organizada porLimón. En este caso, de Julepe. Mejías

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no jugaba nunca, aunque le gustabamirar, como a casi todos. José se acercóal grupo. Cristóbal ya estaba mirando lapartida.

—Oye Mejías, que estoy pensandoque ya llevo casi una semana sin comery que, como tú decías, tengo con quépagarte. No veo la necesidad de esperarmás, con el hambre que tengo.

—¡Hombre, muchacho, ya sabía yoque no ibas a tardar en hacer un buennegocio conmigo! Aunque, la verdad,esperaba que aguantaras un poco más...Ya verás qué bien te lo vas a pasar.Aunque mejor esperamos a más tarde...

—¡No! ¡Te voy a dar lo que tengoahora mismo! ¡En especie, como a ti tegusta!

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Le lanzó un manotazo con la puntadel cuchillo y se la clavó en el costado,retirándola inmediatamente. MientrasMejías miraba con ojos atónitos comobrotaba un hilillo de sangre, José lesoltó una fortísima patada en el escrotoque lo hizo caer al suelo gimiendo dedolor. Se le subió encima y le puso lapunta en el cuello.

—¡Pues mira, muchachote, esto eslo que te puedo ofrecer! —le espetó enun susurro— A ver qué te parece laoferta: tú me das un jergón y el derechoa comer y yo te doy el derecho a seguirvivo. Si lo piensas, es un buen trato. Lomejor que te puedo ofrecer es nadamenos que librarte de morir ahoramismo. ¡Porque te juro que, si no

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aceptas aquí delante de todos, te corto elcuello!

Mejías chillaba como un cerdo;todos los presos se habían quedadomudos de asombro.

—¡Tú dirás, muchachote! Dime yasi aceptas o no, que me está entrando laidea de que va a ser mejor para todosmatarte de todas formas. ¡A ver quiénme va a impedir que coma y duerma!...

—¡Sí, sí. Acepto! ¡Acepto! ¡Dejaeso!

—Solo te voy a decir una cosa:¡como intentes hacerme una mala jugada,te mato! Sin preguntas ni tratos quevalgan. ¿Entendido?

—¡Sí. Entendido! ¡Por favor, nome hagas nada! ¡Por favor! —La voz de

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Mejías era aguda y lastimera. Le corríaun hilo de sangre por el cuello,mezclado con múltiples gotas sudor,cuando José retiró la punta.

—Bueno, amigos, creo que lomejor es suspender la partida por hoy —anunció Limón—. Que cada uno recojalo suyo y cada mochuelo a su olivo.

Limón se acercó a José mientrascada cual se retiraba a su rincón acomentar en voz baja lo ocurrido yMejías se iba a las letrinas del fondo.

—Flaco —le dijo en voz baja—,ten mucho cuidado con ese. Es un malbicho. Él y yo somos los «encargados»:mantenemos el orden y avisamos alalcaide cuando algo va mal; a cambio,nos concede ciertos privilegios. Hace la

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vista gorda... Yo acordé un reparto deatribuciones con él porque tampoco soyun santo. A huevos no me gana ni él ninadie, pero ese tío es peligroso. Hadado aquí muchas palizas. Si te coge enun descuido, te mata. ¡Ten muchocuidado!

—He llegado a un acuerdo con élen público. Si intenta algo, ¡ya veremosquién mata a quien!

—Ha abusado de muchos. A mí meda igual cuáles sean sus preferencias.Aquí hay necesidades que algunos nopueden cubrir de otra manera. Yo soycontrario, pero cada uno que haga lo quequiera. Lo que no soporto de eseenergúmeno es que haya obligado acompañeros a fuerza de palizas y de

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hacerles pasar necesidad. ¡Me alegro delo que has hecho! Pero le has dejado enridículo; y eso es muy peligroso para ti.

—Procuraré respetar su sitio. Perono me voy a amedrentar. En realidad, notengo ningún miedo a morir. No se lovoy a poner fácil.

—¡Así se habla, Flaco! ¿Sabes quéte digo? Te invito a un par de vasos.Anda, trae el jarrillo, que hoy invita lacasa.

«Limón, sin saberlo, me hizo

mucho más daño que Mejías —meditaJosé—. Es lo que había para olvidarsede aquella miseria y lo acepté. Desdeaquel día, aprendí que podía imponermea los demás porque tenía más valor que

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todos juntos. O, tal vez, porque me dabatodo igual. Todos me temían y merespetaban. Y el que se atrevía a ircontra mí bien que lo pagaba. Aunquenunca abusé de nadie. Solo quería vivirtranquilo y tener mi ración deaguardiente».

Mejías siguió ejerciendo de

«encargado». José se especializó enproteger del gigante a cuatro o cinco presos, que decidieron pagarle a cambiode su seguridad. —El primero fue elCarretero; pronto le siguieron los otros—. Él no pidió nunca nada ni obligó anadie. Con lo que le daban, tenía parabeber; y los demás no eran asunto suyo:allá se las entendieran con Mejías. Se

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convirtió en un borracho empedernido.Y eso le valió que no le dejaran salir atrabajar fuera del presidio.

En mayo de 1873 llegó un presonuevo. Era un hombre negro como elbetún y más grande aún que Mejías. Sele notaba una ligera cojera. Era dePonce, una ciudad de Puerto Rico.Había sido cimarrón durante años, hastaque un rancheador consiguió capturarlo,hacía apenas un año, mientras dormía.

Su amo se encargó, personalmente,de cortarle los dedos del pie izquierdocuando se lo devolvieron. El esclavotuvo suerte: el hachazo se desvió un

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poco y solo se llevó la mitad de losdedos.

Dos meses antes de ingresar enpresidio, el 27 de marzo de 1873, laAsamblea Nacional había decretado laabolición de la esclavitud en PuertoRico. Pocos días después, al enterase, elantiguo esclavo entró en la hacienda delantiguo amo con unas tenazas y learrancó, uno a uno, todos los dedos desu pie derecho.

Le cayeron diez años.—No me arrepiento—dijo en el

juicio—. Lo único que siento es que a élle salió gratis y a mí me va a costar ir apresidio. Pero no me arrepiento.

El mismo día en que entró el nuevoen la nave de los presos, en mayo de

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1873, Mejías repitió su «ceremonia debienvenida». Ya quedaba un tanto atrásel encontronazo con el Flaco. Y Mejíassabía que, respetando a los protegidos de este, en lo demás tenía vía libre.

—¿Cómo te llamas, amigo?—Eugenio.—Eugenio, ¿qué más?—Nada más.—¡Hombre! Todos tenemos un

apellido...—Yo no. Mi apellido es el de la

familia que fue la dueña de mis abuelos,de mis padres y de mí mismo. No quierousarlo ni oírlo nunca más.

—¡Es igual! No tienes cara dellamarte Eugenio. Tienes cara dellamarte «Negro» —sentenció Mejías

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riendo la ocurrencia y mirando a losdemás, que permanecían en silencio.

—Llámame negro una sola vez másy te mato...

Mejías enrojeció. Se daba cuentade que si no hacía algo, iba a quedar enridículo. Y no quería perder el pococrédito que le quedaba entre los demás.

—Bueno, ya hablaremos de eso...En primer lugar, te voy a hablar de lasnormas. Si las cumples, te va a ir muybien...

—No hay hombre en el mundo queme imponga una norma después de losaños que he sido esclavo. Soy unhombre libre. Cumpliré lo quecorresponda a un preso. Pero tú a mí nome das ni una sola norma. Ni nadie de

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aquí. ¿Entiendes?Mejías se quedó desconcertado.

Ganas le entraban de dejar todo aquello.Pero no podía hacerlo. Sería quedarrelegado a ser uno más. Tal vez tendríaque soportar los abusos de todosaquellos a los que había sometido a todaclase de bajezas durante años. No podíaconsentirlo. Y se decidió a arriesgar.

—Me parece que el que noentiendes eres tú, Negro.

Eugenio se fue hacia Mejías sinmediar palabra y le propinó un puñetazotan fuerte que todos pudieron oír elcrujido de la mandíbula. Su cuerpo saliódisparado hacia atrás y su cabeza seestampó contra la pared. Cuando llegóal suelo, ya estaba muerto.

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Al día siguiente todos aseguraronque no sabían qué había sucedido. Laversión unánime de los presos fue queMejías estaba tapado con su manta yalguien, al ver que no se levantaba, lehabía destapado, comprobando queestaba muerto.

«Aquello le estuvo bien empleadoa aquel hijo de perra. Aunque a mí mevino fatal —piensa José mientras siguecaminando camino del Tempul— Apartir de aquel día nadie necesitó de miprotección y me tuve que jugar a lascartas la posibilidad de poder seguirbebiendo. Aunque Limón me daba fiado

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cuando no tenía… Al final yo debíabastantes pesetas que Eugenio seencargó de pagar, hasta que se cansó defacilitar con su dinero micomportamiento».

En abril de 1874, José Raposoestaba sumido en plena degradaciónfísica y moral, como consecuencia desus constantes borracheras. Gracias aque Perico el Cojo le había enseñado deniño a jugar a las cartas para pasar loslargos periodos en los que no habíamucho que hacer con las cabras, Josédominaba el mus como nadie. Solíaganar. Y cuando no lo hacía, Limón le

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seguía dando de beber a crédito.Mas, embrutecido por el alcohol,

fue perdiendo facultades con los naipes.Limón dejó de fiarle y tuvo que «pedirprestado» a otros presos.

Un día, Eugenio se sentó al lado deJosé.

Mira, Flaco, esto no puede seguirasí. Eres un buen chico, pero no puedesestar todo el día borracho. No ganasnada con eso. Deberías aprender a leer ya escribir. Los libros te enseñarán quées lo que debes hacer en la vida. A míme sirvieron, y me sirven, para ser unhombre mejor.

—Amigo, si piensas que porpagarme las deudas con la bebida mevas a hacer leer esos papeles, vas

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apañado. Lo único que quiero es miaguardiente y que nadie se metaconmigo.

No hubo forma humana para queEugenio lo convenciera.

«¡Que equivocado estaba yo! —

medita José—. ¡Qué equivocado!»

Pasaron varios años y José siguióen su caída hacia el infierno. De unaforma u otra conseguía su ración. Lamayoría de las veces, obligando a otrosa «prestarle» un dinero que no teníaforma de devolver. Se enteraba de todocomo entre sueños.

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—¿Flaco, hombre, cómo sigues?—le dijo un día Eugenio.

—Mal, amigo. ¿Cómo voy a estar?—Hazme caso, Flaco. Tenemos

que hacer algo. No puedes seguir así».—Si quieres hacer algo, préstame

un dinerito, hombre. Como hacías antes.No seas tan agarrado.

—Ni una peseta te presto, Flaco;ya lo sabes... ¡La bebida te va a matar!

—Eso intento, Eugenio. Aunque nohay manera...

«En el verano del año ochenta,

todo cambió para mí», sigue recordandoJosé.

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En junio de ese año, José fue

trasladado a una bóveda oscura. Lohabía castigado el alcaide a estarcompletamente aislado por un tiempoindefinido. Todo por causa de lasconstantes peleas con demás los presos,unas veces por que se negaban a darledinero para beber y otras porque, en sudegradación, cada vez se mostraba másagresivo.

José pasó en la bóveda, condiferencia, la etapa más dura de su vida.Al día siguiente de entrar, comenzó asufrir fuertes dolores de cabeza. Sucuerpo temblaba y terminó vomitandohasta la bilis. Luego vinieron lasconvulsiones, la agitación, las

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palpitaciones... Empezaron a aparecerlos monstruos más horripilantes. Todoera real en su imaginación. Por último,llegó la pérdida de contacto con larealidad y la más horrible y prolongadapesadilla que puede sufrir un serhumano.

Doce días después, se despertó,sudoroso y agitado. Le habían llevadouna cama y estaba atado.

—Flaco, ¿cómo sigues?—¿Quién eres?—Soy Eugenio. ¿No me

reconoces?—¡Mal. Muy mal! ¡Por Dios te lo

pido, tráeme una copita de licor! Te doylo que me pidas. Lo que sea... ¡Te lojuro!

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—Flaco, te traigo esta pelliza paraque te abrigues y una manta.

—¡Déjate de abrigos! ¿¡Te estoydiciendo que necesito beber y me vienescon esas tonterías!?

Flaco, lo peor ha pasado. Podíashaber muerto y, sin embargo, siguesaquí. Nadie te va a traer nada dealcohol; de eso olvídate. Lo que tienesque hacer es comer y recuperarte.

—¡¡¡Si no me vas a traeraguardiente ya te puedes ir de aquí¡¡¡ —gritaba José— ¡¡¡Déjame que me muera,hijo de perra!!!

—¡Aguanta, Flaco, aguanta! Ahorame tengo que ir.

—¡¡¡No, espera!!! ¡¡¡Por Dios telo pido, tráeme un vasito, solo uno!!! Y

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si no, mátame ahora mismo. ¡¡¡Por favor,Eugenio, acaba con esto!!!

Cuatro meses después, en octubre

de 1880, Eugenio volvió a la bóveda.—¿Qué es esto...? ¿Eugenio, eres

tú? ¿No estarán volviendo lasvisiones...?

—¡No, hombre! Soy yo. Veo que teha venido de perlas la ropa que te he idomandando.

—Sí, Eugenio. Muchas gracias...—De nada hombre. Tómatelo

como un préstamo.José estaba demacrado, muy

delgado, famélico. Pero su necesidad debeber parecía haber pasadocompletamente.

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—Eugenio, no sé dónde estoy. Seme va la cabeza...

—Flaco, me han dado permisopara que vea cómo estás. He tenido queinsistir. No creo que me dejen venir muya menudo. Le diré al alcaide que no teencuentras muy bien y que necesitas quete den algo más de comer.

—De bebida, ni te pregunto, ¿no?

Seis meses después, Eugeniovolvió a la bóveda para hablar con el Flaco. Le iban a dejar salir y Eugenioquiso ser el primero en darle la noticia.«Aquella conversación cambió mi vidapara siempre», recuerda José. Con la

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cara desencajada, los ojos muy abiertosy el cuerpo encorvado, le dijo a Eugenio

—Eugenio, gracias por la noticia.Esto ha sido un infierno. En cuantollegue a la nave me voy a meter en elcuerpo unos cuantos vasos deaguardiente.

—Flaco, ¿por qué no te olvidasdel aguardiente de una puñetera vez?

—Hace diez meses que no prueboni una gota. Estoy deseando llegar a lanave y comprar algo. Aunque, como nome fíen...

—Mira, Flaco: si llevas diezmeses sin probarlo, puedes seguir sinbeber... Ya no lo necesitas... ¿No te dascuenta?

—¿Y para qué, Eugenio? ¿Qué

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alegrías me llevo yo aquí, en estepresidio en el que se me va a ir la vida,como no sea coger una buena borracheray olvidarme de mi mala estampa?

—Te voy a preguntar una cosa,Flaco. ¿Por qué estás aquí, en elpresidio?

—¿Por qué? —José cerróligeramente los ojos, recordando lo quesucedió— Por dos hermanos; dos«señoritos» de Jerez. Su padre teníabodegas y viñas. Eran de esos que nosaben hacer otra cosa que matar dehambre y necesidad a los jornaleros yabusar de sus mujeres. Eran comocualquier otro «señorito» de Jerez, perotuvieron la mala fortuna de abusar de mihermana pequeña. Les di un tiro a cada

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uno y los maté. Lo peor fue que, al oírlos disparos, salió su padre y se llevóotro tiro más. Y si se me ponen delantetodos los «señoritos» de Jerez en aquelmomento, los hubiera matado sindudarlo.

—Pues mira, Flaco: lo que quierenesos «señoritos» que tú dices, como losamos que teníamos los esclavos enPuerto Rico, es tenernos borrachos atodos, para que no aprendamos a leer nisepamos defenderos sin necesidad depegarles dos tiros y ser condenados acadena perpetua. Si alguna vez sales deaquí, la única forma de que puedas haceralgo para cambiar las cosas y ser unhombre como los demás es no bebiendoy aprendiendo a leer y a escribir, para

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que nunca más te engañe nadie.—¿Y a ti de qué te ha servido tanto

leer y escribir? Estás aquí como yo...—Llevas razón, pero no del todo,

Flaco. Yo estoy aquí por haberlearrancado los dedos del pie a mi antiguoamo. Antes lo hizo él conmigo. Peroestoy arrepentido. Sé que me equivoquéy no ahogo mis penas en alcohol. Ycuando salga de prisión sé que deboseguir luchando contra las injusticias.Yo no me rindo bebiendo cuatro vasosde licor. Y te aseguro que, aunque estéen presidio como tú, me siento libre.Porque nadie puede obligarme a decidirnada en contra de mi voluntad.

—Me lo pensaré, Eugenio. Sí. Melo pensaré. ¡Te lo prometo!

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«¡Bien que me lo pensé! —concluye José mientras sigue cabalgandopor la cañada del Tempul y compruebaque, al frente, aparecen las luces de unanueva mañana—. ¡Bien que me lo pensé!Desde aquel día no he vuelto a beber niuna gota de alcohol. Eugenio me estuvoenseñando todo lo que sabía. Prontoentré de criado con el capitán Billón yme hice amigo de Isà. Eugenio salió enlibertad dos años después, y siguióayudándome. Soy otro hombre. Quieroser un hombre como los demás. Unabuena persona. Ahora tengo queencontrar una guarida para

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esconderme».

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UN CAZADOR

En uno de los saloncitos de lacasa principal del cortijo de los Gálvez,está la familia hablando con un hombre.Jesús ha insistido en que estén todospresentes, incluido el jovencito AntonioJavier.

El invitado tiene unas faccionesque llaman la atención inmediatamente.La mandíbula es fuerte, con un

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prognatismo muy acusado. Todo en él daa entender que se trata de un tipopeligroso. Aunque una amplia sonrisaparece desmentirlo, su mirada directa yfiera, así como una mueca desagradableen su boca, lo confirman. Sin embargo,sus modales parecen ser excesivamenteelegantes y hasta sumisos en ocasiones.Es como si se esforzara por aparentar loque no es. O como si trataraconstantemente de embaucar o engatusara las personas que le oyen. Y,generalmente, lo consigue. Sin duda, setrata de un tipo de esos con los que noconviene nunca estar a las malas. Ni alas buenas. Tiene el rostro plagado depecas y el pelo rojizo.

—Don Jesús, pierda cuidado.

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Todo se hará de la forma que usteddesee... Si me paga lo que corresponda,claro.

—Por supuesto. El tema del pagono será problema. O así lo Espero.

Inés, interviene mirando a sumarido.

—Yo pienso que, con dar un sustoal huido y alejarlo de aquí para siempre,sería más que suficiente.

—A mí me parece bien, Inés —afirma Jesús—. Darle un buen sustosería lo mejor. No somos unos asesinoscomo él. Somos unos buenos cristianos,que no matamos ni cometemos fechorías.No digo yo que el tipejo ese no semerezca la muerte... Lo tenían que haberahorcado entonces, y ahora no

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estaríamos hablando de él.—Mire usted, yo hago lo que me

diga. No tengo ningún problema. Esindignante que un jornalero, un tipo debaja calaña, asesine a personas decentescomo lo son ustedes. No obstante,comprenderá que, si el tipo me ataca ose resiste, me tendré que defender... Yosoy un cazador. Si no puedo coger a lapresa viva o esta me pone en peligro, nolo dudo ni un instante.

—Si tiene usted que matar a esecriminal es cosa suya—intervieneErnestina, la madre de Jesús—. Nosotros solo le pedimos que haga lonecesario para que nunca más lo veamospor aquí...

—Señora, para asegurar eso al

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cien por cien es más que probable quehaya que matarlo. Se lo digo consinceridad. Un criminal escapado depresidio y con una condena a cadenaperpetua no se va a dejar coger como uncorderito.

—Usted tiene un encargo nuestro:que no aparezca por Jerez nunca más. Enese encargo —aclara Jesús— no entramatarlo. Ahora bien, lo que usted haga odeje de hacer, en su conciencia queda,no en la nuestra.

—Claro, claro. Lo he entendidoperfectamente.

El pelirrojo dirige la mirada aAntonio Javier.

—¿Y usted qué opina joven? —pregunta el cazador con un tono que trata

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mostrarse benévolo y educado.—¿Quién, yo?...—Bastante tiene mi hijo con estar

presente y al corriente de que estamoshaciendo todo lo posible por sacar denuestras vidas de una vez por todas alasesino de sus tíos —media Inés.

—No, mamá. Ya que papá haquerido que esté presente, voy acontestar a este señor.

—¡Bravo! Un chico con agallas...¡Como tienen que ser los jóvenes!

—Pues opino que, si yo fueracomo él, me encargaría personalmentede matar a ese malnacido. Pero yo nosoy un asesino, y mis padres y mi abuelatampoco. Pienso igual que mi madre:con darle un buen susto y que se aleje de

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nosotros, me parece suficiente.—¡Hijo!, pues de eso estamos

hablando —replica el padre.—Llevo toda mi vida oyendo la

barbaridad que cometió ese acanalla. Loodio con todas mis fuerzas. ¡Ojalá esteseñor lo encuentre y lo aleje de nuestrasvidas para siempre! Pero aquí se estáhablando de matar, papá, y a mí eso nome parece bien.

—Yo pienso igual —musita Inés.—Bueno —matiza el invitado—,

aquí solo se ha hablado de laposibilidad de tener que acabar con suvida. Ustedes comprenderán que yotengo derecho a defenderme. Además, repito que eso iría por mi cuenta.

—Exacto —concreta Jesús—:

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nosotros no le hemos pedido que lomate. Eso tiene que quedar muy claro.

—¡Meridiano, amigo! ¡Meridiano!No se preocupe. Yo también debo serclaro con ustedes. Tratándose de uncriminal, no hay ningún problema por miparte. Porque yo no mato a cualquierapor mucho que me paguen. Yo cazocriminales, y si me atacan, cosa queocurre en la mayor parte de los casos,me defenderé.

—Solo me resta hacerle unaadvertencia —puntualiza Jesús—:considere que esta conversación nuncaha tenido lugar. Nosotros no hemoshecho ningún trato con usted. Lo negarépase lo que pase. Y tenga en cuenta quetengo muy buenos amigos en la

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judicatura. Si usted me nombra a mí o ami familia en relación a lo que estamoshablando aquí, se la juega. ¡Puede estarseguro!

—Oiga amigo, no me gustan lasamenazas. Le aconsejo que no vaya porahí. Pero sí..., estoy de acuerdo.

Jesús se dirige a Ernestina.—Madre, creo que ya hemos

terminado con este señor. Ahora vamosa concretar algunas cosas de dinero ydemás. Si le parece bien, ya puedensalir.

—De acuerdo, hijo. Anda, Inés,vamos a hacer unas cosas. AntonioJavier, vamos, que tienes mucho queestudiar.

Jesús continúa la conversación con

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el pelirrojo.—Bien. Si acepta el encargo, lo

pactado era pagarle cinco mil ahora ydiez mil cuando todo esté hecho.

—Veamos, don Jesús: lascondiciones han cambiado. Tengo queapechugar con toda la responsabilidad.Yo soy un cazarrecompensas. Muchasveces son la Guardia Civil, losCarabineros o las autoridades judicialeslas que me pagan por mis servicios. Yoentrego a las presas vivas o muertas ynadie me pide explicaciones. Pero ustedme piden que haga todo esto a títuloparticular, como si fuera exclusivamentecosa mía. Quiero decir con todo esto,que, si me cogen, es posible que memanden a presidio. En realidad, no

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entiendo por qué no ofrece usted unarecompensa a quien lo coja, sea quiensea. Eso es legal...

—Entiendo sus argumentos. Le voya dar la deferencia de explicarle mismotivos para contratarle. Tenemoscontactos entre los perseguidores delcriminal. Sabemos que es posible quelos carabineros terminen apresándolo.Si bien, entre usted y yo, tampoco seríael primero que consiguiera escapar ylargarse al extranjero. Y entoncesestaríamos toda la vida temiendo quereapareciese.

Además, para nosotros ya no esgarantía de nada que lo vuelvan aapresar. Fíjese que está libre después detantos años. Yo, personalmente, no creo

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que lo vayan a ajusticiar por haberseescapado. Volverá a su cadena perpetuay pondrán, tal vez sí o tal vez no, másmedidas para evitar que vuelva aescapar. No obstante, con todo eso,¿quién nos asegura que no nos loencontramos por aquí otra vez, dentro deunos años?

Por otra parte, no queremos que sesepa que hemos ofrecido unarecompensa. El criminal podría saberloy eso empeoraría nuestra posición. Eseloco vendría por nosotros.

—Pero yo podría fallar y él podríaenterarse igual. Le adelanto que eso nosucederá; solo trato de ponerme en sulugar.

—No creo que eso suceda. Aunque

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el prófugo le ganase la partida, usted nohablaría. Va incluido en el trato.

—Entiendo.—Por si no lo ha entendido del

todo, se lo voy a decir sin rodeos, ahoraque estamos solos usted y yo: al Raposolo quiero muerto. ¿Está claro? Le darédiez mil pesetas más. Pero no quierodudas con esto: le pago para que lomate; para que haga la justicia que setenía que haber hecho hace dieciséisaños.

—¡Claro que sí, don Jesús! Si nofuera un acto de justicia, yo noaccedería. Eso sí, con todas lascondiciones que me pone y con losgastos que voy a tener que afrontar hastaque encuentre a la presa, van a tener que

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ser diez mil ahora y veinte mil alterminar el trabajo. Si no es así, no haymás que hablar.

—De acuerdo. Ahora mismo lepago las diez mil pesetas. Espere unmomento. —Jesús sale y vuelveenseguida con un sobre en la mano—.Aquí tiene. Puede contar el dinero,claro.

—No será necesario.—Bien. Para que tenga por donde

empezar, le diré que sé que el Raposopuede estar buscando la ayuda de unpastor de cabras de Jerez que se llamaPedro Cárdenas que suele llevar suganado a pastar a los Montes de Propiosy luego se pasa por la zona de Ubrique,Villaluenga y Grazalema. Regresa sobre

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finales de septiembre o primeros deoctubre. Normalmente lo hace bajandodesde Ubrique hasta el puerto de Galis ypasando luego por San José del Valle.Todo eso no es seguro. Puede variar elitinerario. Es todo lo que le puedo decir.Respecto a la fisonomía del asesino,aquí tiene un dibujo de varios que lehicieron cuando el juicio. Me lo hanprestado en el juzgado de aquí. Debeestar muy cambiado; sin embargo, sucara, igual que la de usted, esinconfundible.

—Don Jesús, me pongo a la tareade inmediato. En unos días me voy parala sierra. Espero traerle buenas noticiasmuy pronto. Señor don Jesús —elpelirrojo se despide con una reverencia

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algo grotesca—, ha sido un placer hacertratos con usted.

Tras recibir de una criada unabrigo negro que le llega hasta lostobillos, a pesar de su estatura elevada,y un sombrero de ala ancha del mismocolor, el sicario se marcha. Mientrasabandona el cortijo, Publio CanoBerlanga —que así se llama— vapensando: «¡Qué facilidad tienen losricos para lavar su conciencia condinero! En fin, para eso estoy yo».

Publio Cano es de Vejer de laFrontera. Seis años mayor que JoséRaposo, pues nació en 1848, se trasladócon quince años a la capital, paratrabajar en el almacén de pianosBerlanga y Cía. Situado en la calle de

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Santa Inés, número 47. Su dueño, Enrique Berlanga es hermano de sumadre y un liberal progresistaconvencido. En septiembre de 1868, seenroló en los Voluntarios de la Libertady convenció a su sobrino para quetambién lo hiciera. Publio vivió enprimera persona la insurrección de lasBarricadas. Allí aprendió a manejar consoltura las armas de fuego.

La amnistía que se dictó en pocosmeses permitió a tío y sobrino reanudarel trabajo en el negocio de los pianos.Pero la situación ya no volvió a ser lamisma, al menos al principio. La ciudadno estaba para muchas músicas. Elsobrino se aburría en la tienda y faltabaa sus obligaciones más veces de las que

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el tío estaba dispuesto a tolerar. Empezóa jugar a las cartas, con fortuna incierta,aunque más buena que mala, y a«entablar amistades de la peor calaña»,como le recriminaba con frecuencia eltío.

Durante los años que mediaronhasta la llegada de la república, Publiopasó por las etapas de jugador deventaja, timador y contrabandista.Después de la república, se convencióde que «lo suyo» era cobrar lasrecompensas que se ofrecían poralgunos criminales. Eran demasiadosperseguidos para pocos guardias civilesy carabineros. Se trataba de un trabajobien remunerado y, con una buenacarabina, relativamente sencillo. A

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nadie importaba demasiado si la presaera entregada andando por su propio pieo con los dos por delante. Y su etapa decontrabandista de tabaco le había dadoun conocimiento bastante amplio sobrecaballos, relieves, cañadas yescondrijos.

Ahora, acaba de alcanzar unescalón más en su carrera. Nunca habíasido un sicario al margen de la ley.«Bueno, si está mejor pagado,bienvenido sea el cambio», piensaPublio mientras se aleja a caballo delcortijo de los Gálvez

«Además —resuelve—, nadietiene por qué saber que hago decazarrecompensas al margen de laautoridad; no son cosas incompatibles.

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Si me sale alguna recompensa legal, através de las autoridades, también lapuedo coger. En realidad, el trabajo esel mismo: perseguir a criminales ycazarlos. Solo que, a partir de ahora, medebo al que me pague mejor, seaautoridad o no. Me estoy haciendomayor y ya va siendo hora de irpensando en buscarme una buena mujery retirarme con un buen dinero».

En lo relativo a mujeres, Publio haconocido a muchas; pero todas le hancostado buenos dineros. Siendo tacaño ymujeriego, no se le ocurre mejorporvenir que amasar una buena fortunacon sus actividades y casarse con unamujer ahorradora.

En dos días, Publio Cano sale de

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Jerez con su caballo en dirección a lasierra de Cádiz.

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RAPOSO ENCUENTRA GUARIDA

Hace solo unas horas del encuentronocturno con los carabineros, a laentrada de la cañada del Tempul. Lalluvia, como corresponde al verano enesta zona, ha durado poco. José haestado recordando los duros años deprisión.

Ahora, ya casi de día, estállegando a los manantiales del Tempul.

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Mientras se acerca, valora lasposibilidades de encontrar a PedroCárdenas, el hijo del Cojo. En dosmeses, o algo más, el pastor deberáestar regresando a Jerez. Si no loencuentra en este plazo, tendrá queesperar hasta que vuelva a la sierra, talvez hasta junio del próximo año. «Va aser muy difícil encontrarlo —piensa—:si me muevo de día, es muy posible quelos carabineros no tarden en capturarme.Y de noche va a ser casi imposible».

Se encuentra en la entrada de losMontes de Propios de Jerez de laFrontera, una amplia zona de montebajo, arbolado y matorral, en el extremooriental del municipio, en la que elganado puede pastar libremente. Aunque

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se trata de una superficie apreciable, ladesamortización de Pascual Madoz,treinta y un años atrás, la dejó reducidaa menos de una quinta parte de suextensión original. Aún así, los ovejerosy cabreros de Jerez no necesitan acudira otros municipios en búsqueda depastos para sus numerosos rebaños,salvo en los años de sequía, en los quese hace necesario buscar la lluviosasierra de Grazalema. No obstante, todosaprovechan el verano para pasar por lasventas, cortijos y pueblos de la sierra,con el fin de hacer buenas transaccionescomerciales con el ganado, cosa que nosiempre se consigue.

No le interesa seguir hasta losmanantiales del Tempul. Es un lugar

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relativamente concurrido, ya que muchagente acude a coger agua. Además, hayuna venta muy cerca. Cuando llega a lacañada de Palmetín, que sale a laderecha antes de llegar al Tempul, latoma.

Más adelante, tiene que decidirentre varias posibilidades. Una de ellases seguir hacia el norte hasta llegar alpueblo de Algar. Otra, tomar la cañadade Ubrique, en dirección noreste. Porúltimo, puede tomar la cañada que va,en dirección sureste, hacia el puerto deGalis y al lugar denominado la Sauceda,unos cinco kilómetros al sur del anterior.Desde el puerto de Galis, girando haciael norte, se puede tomar la dirección deUbrique, Benaocaz, Villaluenga del

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Rosario y Grazalema. Si se gira al sur,se llega a Alcalá de los Gazules. Optapor seguir la cañada que va al puerto deGalis. A la derecha, discurre la sierra delas Cabras, que Raposo conoce muybien.

Desde sus cimas, podrá observarlas cañadas de Ubrique, Galis y losCaños, las vías pecuarias por las quetransita la mayoría de los rebaños quevienen de Grazalema, Ubrique oVillaluenga del Rosario en dirección aSan José del Valle y Jerez.

Aunque la sierra de las Cabras noes muy elevada, ya que su mayor alturano llega a los setecientos metros, es losuficientemente accidentada como paradificultar que lo encuentren. A unos

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kilómetros del inicio de la cañada queha tomado, se interna en la sierra de lasCabras y comienza a subir hacia la cimade un cerro. Hay, muy cerca, un lugarque le vendrá muy bien para esconderse.

Cuando termina de subir lapendiente, el sol ya está elevándose másarriba de la línea del horizonte. Elcaballo ha respondido perfectamente,aunque si fuera noche cerrada yestuvieran bajando tal vez no sería lomismo.

Tras alcanzar la cima, mira haciael norte. Se divisa perfectamente lacañada de Ubrique. En esa dirección hayun tupido arbolado de acebos, quejigos,acebuches, sauces, agracejos yalcornoques; en la base de la sierra,

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hacia el noroeste, se ve la zona delTempul; cerca de la cañada de Ubrique,está el río Majaceite, un afluente delGuadalete.

Desde el lugar donde se encuentra,puede ver la hilera de chopos quediscurre antes de bajar al lecho, que estáplagado de zarzas, adelfas y helechos.Lo sabe muy bien porque ha estado en elrío en muchas ocasiones. No haterminado el mes de julio y tener cercaalgún curso de agua es totalmenteimprescindible. Más allá del río,relativamente cerca, está el pueblo deAlgar. A lo lejos, un poco a la izquierda,se puede ver el caserío de Arcos de laFrontera. Al otro lado de la sierra, haciael sur puede ver perfectamente la cañada

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de los Caños, continuación de la de losLlanos, que sale de San José del Vallehacia Alcalá de los Gazules.

La cima del cerro es un buen lugarpara observar sin ser visto. Baja unpoco la pendiente hacia el sur —hacia ellado contrario por el que ha accedido alo alto del cerro— y no tarda enencontrar una cueva, no muy profunda,con la entrada disimulada por las ramasde varios arbustos. Más de una vez hadormido ahí con Perico.

Tras soltar su fardo con la comida,agua y ropa de abrigo, ata el caballo aun árbol próximo y vuelve a subir eltrecho que le queda hasta la parte altadel cerro. Ya el sol ilumina con fuerzalos montes cercanos situados al este y se

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puede apreciar con nitidez el puerto deGalis. La ladera de esa parte tienetambién arbolado y monte bajo, si bienes lo suficientemente despejada para vervenir con mucho tiempo por delante acualquiera que pretenda subir. A veces,los pastores de cabras ocupan esa parte.

Tendrá que tener cuidado. De todasformas, si ve venir a alguiensospechoso, tendrá mucho tiempo parabajar hacia el norte y tirar, bien por lacañada del puerto de Galis o por la deUbrique o internarse a lo largo de lasmárgenes del Majaceite, llenas de undenso matorral, dificultarán lapersecución y facilitarán su huida encaso necesario. También podría bajarhacia el sur y coger la cañada de los

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Caños.«Esta noche bajo al río con el

caballo, echo una ojeada y lleno lacantimplora de agua «decide José,mientras baja de nuevo hacia la cueva».Está agotado. Nada más llegar, apartaalgunas de las ramas que tapan laentrada y va introduciendo sus cosas.Algo se viene hacia él desde dentro ypasa por su lado a toda velocidad. Es unzorro, que se ha quedado sin viviendapor una temporada. El animal se detienea unos metros y se queda mirando haciala cueva. José le tira una piedrablandamente y el raposo emprende unarápida huida.

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Ha sido un día sofocante. José ha

dormido hasta la tarde entre sudores ypesadillas. Tan pronto estaba en Melillacomo en la venta de Piña. Ha soñadoque unos carabineros lo estabanahorcando delante de la venta de Piña.

—¿Alguien quiere una copita

de aguardiente blanco o de coñac?—le ofrecía Juan Limón guiñándoleun ojo desde detrás de unosarbustos.

—Ya sabes, muchachito: siquieres comer antes de que teahorquen... —le soltaba Mejías,babeando, casi pegado a su rostro,congestionado por la soga.

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—Te lo dije, Pepito —legritaba Juan Piña—: solo teníasque volver si eras libre. Ahora tevan a ahorcar por tu mala cabeza.

—¡Por tu mala cabeza! —repetía María.

—¡Me traicionaste, Flaco! —le espetó Isà, que apareció derepente en medio de la ejecución—¡Y mira para lo que te ha servido!

—Pepito, te vas y yo sin mihijo —le recriminaba Juanita.

—¡No soy un asesino! ¡No soyun asesino! ¡Quiero ser un hombrecomo los demás! ¡No me podéisahorcar!

Los carabineros y los testigos se

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reían a carcajadas cuando José sedespierta sobresaltado y sudoroso. Estáa punto de anochecer.

La guarida es segura. La entradaestá completamente cubierta por retamasy pasa desapercibida. El interior essuficientemente ancho y espacioso paraque quepan él y el caballo. Pero hacedemasiado calor, sobre todo ahora,terminando el mes de julio. Recuerdaque un día, estando con Perico, se colópor un agujero y logró entrar en unespacio mayor que el habitáculo exteriordonde está ahora. Allí la temperatura eramás agradable que fuera. Lo busca y loencuentra con facilidad.

No le resulta muy complicadopasar, pues el diámetro del agujero

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supera holgadamente el ancho de sucuerpo. Después de un par de metros arrastrándose, entra en un espaciooscuro. Del techo, que no consigue ver,gotea agua constantemente. El lugar eshúmedo y fresco, justo lo que necesitapara soportar el calor de fuera. Unsilencio denso, salpicado por el sonidodel constante goteo, parece invitarle adescansar. Decide que, si no puededormir con el calor en la parte exterior,meterá una manta en la gruta, para evitaren lo posible la rugosidad y aristas delsuelo, y dormirá aquí.

Sale de la oscura gruta y de la zonaexterna de la cueva y camina de nuevohasta la cima del cerro. Al fondo, en loalto del cielo, observa cómo varios

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buitres vuelan haciendo círculos.«Algún animal muerto», piensa. Hacecalor, demasiado calor. Aunque unaligera brisa parece anunciar que,después de todo, tal vez baje un poco latemperatura cuando se haga de noche.Cuando el sol se va poniendo hacia ladirección de Jerez, José oye un aullidolejano, profundo, prolongado einquietante, seguido por otros queparecen responder. «Me había olvidadode los lobos. ¡Buena briega nos daban aveces con las cabras a Perico y a mí!».

El pelotón de Carabineros aCaballo que manda el sargento Nicolás

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Roncero ha llegado al minúsculo pueblode Algar un día después que Raposo asu guarida. Ambas ubicaciones están amuy pocos kilómetros de distancia. Loscarabineros se han acomodado en lapequeña casa-cuartel del puesto de laGuardia Civil, en la que un cabo ycuatro guardias prestan servicio yresiden con sus familiares.

Roncero no ha perdido el tiempo.Desde que han llegado al pueblo, loscarabineros, de dos en dos, hanempezado patrullar la zona en turnoscontinuos de ochos horas, empezando elprimero a las cinco de la mañana del díasiguiente. Ya pasado el mediodía, elsargento está tomando un café en lataberna más importante del pueblo.

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—¡A sus órdenes mi sargento, nohay ninguna novedad! —saludanmilitarmente los dos que acaban dellegar, tras finalizar su ronda a la una dela tarde—. Hemos recorrido la cañadade Galis y no hemos encontrado ni unsolo rebaño.

—¿Nada?—¡Nada, mi sargento! Si me

permite la opinión...—Claro que sí, Romerales... Diga

—accede Roncero, con cara de fastidio.—Verá mi sargento: yo pienso que

lo lógico es que el fugado haya pasado aestas horas el puerto de Galis. Si estábuscando al pastor, se habrá internadopor la sierra. No sé... No creo que estépor aquí cerca. Lo mismo a estas horas

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está ya por la serranía de Ronda o en laprovincia de Sevilla. Lo que es seguroes que no lo vamos a encontrar paseandopor las cañadas. Digo yo, mi sargento...

Romerales, algo regordete, si biensorprendentemente fuerte y ágil, es uncarabinero todavía joven, aunquesuficientemente experimentado. Susdeseos de aprender y cumplircorrectamente sus obligaciones no sesuelen ver acompañados por juiciossensatos o apreciaciones acertadas, enopinión de su jefe, el sargento Roncero,tan alto y flaco y recio como pagado desí mismo.

A pesar de todo, el sargentoaprecia al carabinero porque sabe quesus dotes —o su instinto— de

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perseguidor de forajidos y su punteríacomo tirador de fusil son únicas ycélebres entre todos los miembros delCuerpo. Pero, generalmente, trata dedisimular este aprecio, lo cual, amenudo, no le resulta difícil, porqueRomerales le suele hacer pasar consuma facilidad del aprecio a laexasperación.

—Romerales, así no me llega ni acabo... Ande, siéntese aquí conmigo ytómese un café. ¡Felipe!, llévese sucaballo y el de Romerales y avíseme atodos los carabineros libres de servicio.

—A sus órdenes —respondeFelipe, marchándose para la cercanacasa-cuartel con los dos caballos.

—¡A ver, hombre de Dios! —

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continua el sargento dirigiéndose aRomerales, que ni ha pedido el café nitenido opción para hacerlo— ¿Usted secree que no hay carabineros por lasierra de Cádiz? ¿Ni tampoco los haypatrullando a lo largo de los límites dela provincia? ¡Pues los hay! Y, a partede sus misiones para impedir elcontrabando, tienen órdenes expresasrespecto al prófugo.

—Ya, mi sargento... Pero, aunquefuéramos cientos de carabineros, si es elque interceptamos hace dos noches, conel caballo que tiene, es capaz de saltarsetodas las patrullas y, entonces, loperdemos.

—Nosotros no podemos hacer másque cumplir con nuestra misión. Se nota

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que usted no analiza las situaciones,Romerales. Fíjese: el prófugo ha venidodesde Melilla hasta Jerez. Podía haberido a cualquier otra parte, pero no hasido así: él quería venir a Jerez. Estosignifica que o bien viene para terminarde ajustar cuentas a los Gálvez o lo quequiere es ver a su familia. Sabemos queno ha podido hacer ninguna de las doscosas. Así que lo más lógico es que sequede escondido por aquí, esperandovolver a Jerez cuando la cosa esté mástranquila.

—¡Vaya, mi sargento!, lleva ustedrazón.

—¡Pues claro que la llevo! ¡Yo nopienso a tontas y a locas como usted!Por cierto Romerales, a ver qué me

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dice: ¿cuál es nuestra misión?—Hombre, mi sargento... Buscar

al Raposo y entregarlo vivo o muerto.—De acuerdo. Esa es la misión

general. Hasta ahí, bien. Pero, ¿dónde lobuscaría? Es decir, ¿cuál es nuestramisión más inmediata?

—Estooo..., ya no estoy seguro, misargento. Me he perdido. Después de loque me dice sobre que en la sierra y enlos límites provinciales ya hay otroscarabineros y lo de que no se quiere irporque quiere ver a la familia ydemás..., pues, no sé...

—¡No sabe! ¿Lo ve? ¡No sabe!Pues yo se lo voy a explicar. ¡A ver si seentera de las cosas y no pone tantaspegas! —El sargento se hurga en un

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bolsillo de la guerrera y saca una libretacon aire de suficiencia—. Aquí me hehecho un dibujo a lápiz de toda la zona,con inclusión de los pueblos donde hayferias o fiestas durante estos meses.Mire, mire.

Romerales coge la libreta yobserva el plano que ha confeccionadoel sargento. Se lo queda mirando unbuen rato con gesto de admiración.

—¡Vaya, mi sargento! No sabíaque dibujaba usted planos y todo. Perono entiendo... ¿Qué tienen que ver lasferias y las fiestas de los pueblos connuestro prófugo? No creo que se nosvaya de juerga con la que tiene encima...

—¡No se entera, Romerales! Lospastores de Jerez se pasan desde junio

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hasta octubre, más o menos, pastando enlos Montes de Propios de la ciudad. Porsi no lo sabe, se trata de toda la zonaque hay desde aquí hasta la Sauceda y elpuerto de Galis. Tres mil quinientashectáreas de monte con un sinfín decañadas, veredas y caminos. Y buenahierba en estos meses. Según el año,claro. Cuando se celebran ferias ofiestas en los pueblos de la sierra, dejanlos pastos y se acercan para intentarvender parte de su ganado. O aintentarlo. Si Raposo no se encuentracon el pastor en los montes de Jerez, esposible que intente localizarlo en uno deesos pueblos. A principios de agosto, yamismo, hay feria en Algodonales; y afinales de mes, en Alcalá de los Gazules

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y en Grazalema. A mediados deseptiembre hay fiestas en Ubrique, y aprincipios de octubre en Benaocaz, ElGastor y Villaluenga, por ese orden.

—Entonces iremos a los pueblosesos cuando llegue el momento...

—¡Eso es! Si yo fuera el Raposo,no me pondría a dar vueltas por la sierrabuscando como un loco al pastor que leva a ayudar. Me estaría lo más quietoposible, escondido en una guarida en laque estuviera seguro de que no me iba aencontrar ni Dios.

—Entonces mi sargento, si no lova a encontrar ni Dios, nosotros...

—Vamos a ver Romerales... —explica el sargento con gesto de tenersuma paciencia, cosa que no es cierta

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del todo—, el fugado estará escondidohasta que haya una feria; pero el pastorandará por algún sitio de los Montes dePropios sin saber nada. ¿Me entiendeahora?

—Mi sargento, yo...—¡Nada, Romerales! ¡Qué no se

ha enterado para qué ha salido depatrulla!

Hace un rato que los dos cabos ylos cinco carabineros restantes —puesto que dos de ellos se encuentran depatrulla— están de pie a unos metros deRoncero y Romerales, oyendoatentamente la conversación. El sargentomira a uno de los cabos, el más antiguo, y este manda firmes y le da novedades.

—¡A ver! —comienza el sargento

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en tono de arenga— ¡Descansen, cabo!¡Prestad atención todos! ¡Que no nosenteramos! Estamos buscando a unprófugo, ¿cierto?

—¡Sí, mi sargento! —corean todoscon más curiosidad que entusiasmo.

—Bien. A partir de ahora, ya queel fugado se llama Raposo de apellido ylo vamos a cazar, lo conoceremos como«el Raposo», ¿entendido?

—¡Si mi sargento! —gritan todos,con algo más de ímpetu, fruto de sudeseo de contentar al sargento yabreviar el largo y enrevesado discursoque temen se les viene encima.

—Sabemos que ese fugado, quierodecir el Raposo, puede estar buscando aun pastor de cabras que se llama Pedro

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Cárdenas. El pastor debe estar por losMontes de Propios, entre Algar y elpuerto de Galis. Así que al quebuscamos ahora es al pastor,¿entendido? A ver, Romerales, ¿quépasaría si encontramos al pastor y ya haayudado al Raposo?

—Esto..., que lo hacemos cantar,¿no, mi sargento?

—¡Muy bien! ¿Y si no se hanencontrado todavía?

—Ahí me pierdo. A ver... Que locontrolamos a distancia hasta que llegueel Raposo y entonces lo cogemos, ¿no?

—¡Hombre, el carabinero EzequielRomerales, lo ha pillado! Y entonces, siel Raposo intenta escapar, será cuandousted podrá demostrarnos que su fama

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de buen tirador es bien merecida.Porque, Romerales, si no fuera ustedbuen tirador, el mejor tirador delescuadrón, le aseguro que no le habríaescogido para formar parte de estepelotón.

—Mi sargento, yo...—Segunda parte: si no

encontramos al pastor en unos días porlos Montes de Propios, nos iremospasando por los pueblos que celebranferias de ganado. En los que tenganGuardia Civil, nos encargaremos derondar por las inmediaciones. Y si elpueblo no tiene Guardia Civil yadecidiré lo más conveniente. Ese es elplan. Y cuando lo crea conveniente, locambio, que para eso soy el sargento.

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¿Entendido?—¡Sí, mi sargento! —gritan todos.—Bueno, pues el que se quiera

quedar a comer aquí que se siente.¡Cabo, rompan filas!

Todos, menos el sargento, seacomodan en una mesa grande; Roncero,se sienta a cierta distancia debajo de unaparra. Se quita la guerrera y se queda encamisa. Hace demasiado calor. Saca uncigarro y lo enciendeparsimoniosamente. «Estoy demasiadoviejo para esto». Sale la chica joven quesuele servir a los pocos parroquianosque acuden a comer y se dirigedirectamente hacia él. «Bueno, para lootro, parece que todavía no estoy parajubilarme del todo», rectifica el sargento

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a la vista de las curvas de la chica.—¿Qué desea, mi sargento?—Ay, hija mía, si yo te dijera lo

que deseo...—¡Ande, ande!, déjese de tonterías

y dígame qué le pongo para comer.—¡Qué disgusto me estás dando,

mujer! Anda, pon lo que tú quieras, perocon un buen vaso de vino.

La chica, sonriendo, se da mediavuelta, convencida de que la mirada delsargento no está concentradaprecisamente en el cigarro que se estáfumando.

—Mi sargento, perdone por laintromisión. ¡Qué angustias tiene quepasar uno por aquí, tan lejos de lacivilización!

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El sargento mira con desconfianzaal parroquiano que está sentado dosmesas más allá, en plena degustación deun buen trozo de queso payoyo biencurado y una jarra de vino fresco. Es untipo raro, pecoso y con el pelo rojizo.

—Usted perdone. Es que hacecinco minutos me vi en su mismasituación. Con la tabernera, le digo. Yaquí me ve, con vino y queso, que dicenque las penas son menos. —Elparroquiano se levanta y se dirige conuna sonrisa al sargento—. PedroCañadas, para servirle, mi sargento.

Roncero se levanta y le da la manosin mucho convencimiento.

—¿A qué se dedica usted, amigo?Porque usted no parece del pueblo...

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—Soy tratante de ganado. Yasabe... ovejas, cabras, vacas, caballos...,de todo un poco. En esta ocasión voy enbusca de algún cabrero que quieravenderme todo o parte de su rebaño.

—Pero, hombre... Hasta yo, que noentiendo de ganado, sé que lo mejorpara comprar es ir directamente a unaferia de las que se van celebrando estosmeses en los pueblos de la sierra. Esmás, si lo que pretende es comprarmucha cantidad, mejor le hubiera sidohacerlo en Jerez, en la feria de mayo,antes de que salieran los pastores paraacá. Allí hubiera montado usted elganado en ferrocarril y lo hubierallevado a su pueblo o lo más cercaposible. No se cómo se va a llevar el

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ganado desde la sierra hasta el sitiodonde vive usted, tratándose de muchacantidad. Porque, ¿usted de dónde es?

—Esto... ¿Yo? De Ronda.—¿Y cómo no compra el ganado

allí? O es usted nuevo en el oficio o noentiendo lo que hace.

—No... Verá... Es que yo lo quepretendo es aprovechar la ocasión ycoger a algún pastor ya cansado de suoficio y que se decida a darme todo porun precio bajo. Quiero decir que a lasferias van muchos compradores y es másdifícil encontrar lo que se busca. Haymás competencia. Y los precios suben.Yo lo que quiero es convencer a algúncabrero u ovejero para que me vendatodo su ganado y me lo lleve él mismo a

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Ronda.—Amigo, ya le digo, no entiendo

de su negocio. Usted sabrá lo que hace.Desde luego, por el pueblo pocos van apasar. Si pasa alguno, es antes de seguirpara la sierra. Venden algunas cabezas,con suerte, y siguen su camino. Sobrefinales de septiembre, ya acabada laferia de Ubrique, van regresando y,normalmente, se van directamente hastaSan José del Valle y luego tiran paraJerez, Paterna, Medina, Chiclana..., enfin, para su pueblo respectivo. Otrosesperan a las ferias de Benaocaz, y ElGastor y las fiestas del Rosario, deVillaluenga, y se vuelven a partir delnueve de octubre. Pero eso lo sabe ustedmejor que yo, ya que se dedica a tratar

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con ganado...—Si, claro... He decidido hacer

noche aquí y mañana me voy a mirar porlas cañadas y lugares donde suelen estarlos cabreros por esta época. Ayer estuve dando una vuelta hasta el puertode Galis y no vi ni un rebaño. Estaránmetidos por los montes. Si pasan unosdías y no encuentro nada en condicionesya iré viendo en las ferias.

—Por cierto, usted debe ser el queme han informado mis hombres queandaba ayer por las cañadas de abajocon su caballo.

—Seguramente...—Tenga usted cuidado, amigo. Los

pastores son bastante desconfiados. Losque no llevan una escopeta al hombro

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tienen adiestrados a los perros paraatacar a su orden. Y con la honda son unpeligro.

—Pero, mi sargento. Yo voy conlas mejores intenciones... No tengo nadaque temer.

—Ya, claro. Ahora parece que lacosa está tranquila. Casi todos los añoshay algún asalto de gente indeseable aalgún pastor para quitarle el dinero orobarle algunas cabezas de ganado. LaGuardia Civil está siempre patrullandolas cañadas. Y más durante la época dedesplazamiento de los pastores, es decir,todo el verano. Pero no son suficientespara tanto terreno. Los carabineroscolaboramos con ellos en dar seguridad.El regreso es el momento crítico, porque

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los pastores traen dinero de sustransacciones, y siempre es más fácilrobar algunos fajos de billetes quevarias cabras ariscas, que no obedecenmás que a sus dueños y a los perros.

—Pero no entiendo por qué he detener cuidado, mi sargento...

—Porque los pastores van siemprecon la mosca detrás de la oreja: almenor gesto raro, ya están tirando deescopeta o de honda o le están echandolos perros encima. Pero ¿qué le estoycontando a usted, con lo acostumbradoque debe estar a tratar con esta gente?

—¡Si yo le contará!... ¡Venga, misargento, le invito a un vaso de vino,mientras le llega la comida!

—Me parece bien.

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Ambos hombres terminancomiendo juntos. Cada uno piensa quepuede sacarle alguna informacióninteresante al otro.

—Así que usted se piensa patear lasierra buscando ganado que comprar...

—Enterita, mi sargento. ¡Enteritadel todo! Para encontrar buen género y abuen precio hay que ir a buscarlo. No telo traen a casa...

—Una pregunta, Pedro: ¿no sehabrá encontrado usted con un pastor decabras, de nombre como el suyo deusted y de apellido Cárdenas? No merefiero a ahora, claro. Si acaba usted dellegar como quien dice...

—Podría ser, mi sargento. Lo quepasa es que no suelo preguntar el

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nombre a los pastores. Otra cosa es sicerrásemos un negocio. Desde luego,con ese no he hecho ningún trato.

—Ya. Comprendo. Es que verá,entre usted y yo: los carabinerostenemos un interés especial enencontrarnos con ese pastor. Con PedroCárdenas.

—¡Ya me gustaría poder ayudarle,mi sargento! Pero, ya le digo..., no loconozco. ¿Otro vaso? ¡Niña, anda, traeotra jarra, que esta se acaba!

—Sí que podría ayudarme,Pedro...

—Dígame cómo. Lo haríaencantado. Para eso estamos, paraayudar a los representantes de laautoridad. Yo, todo lo que sea

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colaborar...El sargento Roncero piensa que es

más fácil que Pedro Cárdenas seidentifique ante un posible compradorque no ante una pareja de carabineros.

—Mire, amigo. Nosotros vamos aestar un tiempo por aquí; luego iremospor los pueblos de la sierra. El favorque le pido es que cambie su costumbrede no preguntar el nombre a lospastores. Y que, si se encuentra con elque le digo, con Pedro Cárdenas, nosinforme de inmediato.

—A Publio Cano —convertido enPedro Cañadas— le conviene el trato:puede andar buscando a Pedro Cárdenassin despertar sospechas de loscarabineros. Y, por supuesto, cuando lo

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encuentre, ya se encargará él de sacarleal pastor lo que sepa del fugado sininformar al sargento ni a nadie.

—Eso está hecho, mi sargento. Noobstante, piense usted que me puedecoger en algún punto lejos de dondeestén ustedes. Me resultaría difícilinformarles...

—Le voy a ser franco: si esoocurre, quiero decir si se encuentra conPedro Cárdenas, y no quiere problemas,deje lo que esté haciendo y nos busca.En cualquier caso, en Ubrique hay undestacamento de carabineros y ellospodrían contactar con nosotros.

—Pues no se diga más, misargento. Cuente conmigo.

—¡Ah! Otra cosa en la que tal vez

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podría ser de gran ayuda...—¡Lo que usted mande, mi

sargento!—Hay un fugado por la sierra. Es

un criminal peligroso. Se ha escapadodel presidio de Melilla. ¡No le digomás...!

—¡Vaya!, le agradezco laadvertencia. Tendré cuidado. No megustaría encontrarme con alguien así...

—Sí, tenga usted cuidado. Y, si porcasualidad lo viera, sería de gran ayudaque nos avisara. Podría hacerse pasarpor otra persona. Miré, aquí tengo unretrato. De cuando lo condenaron.

—¿A ver...? ¡Vaya! Es un tipo muyjoven...

—La foto es antigua. Es lo que

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tenemos.—Pues lo dicho, mi sargento.

Pedro Cañadas a su servicio. ¿Unaúltima copita?

Cuando «Cañadas» se marcha,Romerales se acerca al SargentoRoncero.

—Mi sargento, ¿quién era esetipo?

—Un tratante de ganado. Nospuede ayudar a encontrar al cabrero.

—¡Qué raro!—¿A qué se refiere?—A que me parece que esa cara la

he visto en algún sitio.—¡Qué va a ver usted, hombre! Si

es un tratante de ganado de Ronda.—¡Ahora me acuerdo! Para mí que

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a ese lo he visto en el cuartel de Jerez.—¡Sí, hombre! ¡En el cuartel de

Jerez! Comprando algún cabrito de allí,¿no? ¡Venga ya Roncero! ¡Es que no seentera de nada!

Unos días después, José Raposoestá fuera de su guarida, echado en lacima del monte, a la sombra de unalcornoque, y observando la cañada deGalis. Sabe que es muy pronto para quelas cabras regresen, así que, más quenada, lo hace, para no permanecer todoel tiempo en la cueva.

Ha decidido quedarse donde está.Aunque la comida terminará por faltarle,

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siempre podrá buscar de noche algúncaserío y robar alguna gallina. Es capazde llegar a cualquier casa, cortijo oventa de las inmediaciones casicompletamente a oscuras. Se sabe dememoria cómo acceder a la casa deGarciso Baco, a la de la Pardilla, alcortijo de Rojitán y a la venta delTempul, todos al norte de la guarida;hacia el sur, puede hacer alguna visitanocturna a la casa de los Castillejos y lade la Ventilla, aunque, al ser el terrenomás despejado —o menos desenfilado—, será menos seguro.

«Cazar no me va a resultar fácil —calcula José— Hace mucho tiempo queno manejo la honda. Ya veremos si soycapaz de acertar a los conejos, liebres y

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perdices que se me pongan al alcance».Sabe que también se puede

encontrar con relativa facilidad conjabalíes y venados. Pero es muy difícilmatarlos con un tiro de honda. Y laescopeta no la puede usar. El ruidoatraería a todos los carabineros quehaya a diez kilómetros a la redonda. Porotra parte, una pieza grande solo letraería malos olores y la posibilidad,nada halagüeña, de que los lobosterminen rondando por su escondite. Demomento, puede asar las piezaspequeñas que vaya cazando. La maderaestá todavía seca y, con un poco decuidado, no hará casi humo. Pero conpiezas grandes haría falta más leña y elhumo alertaría con toda probabilidad a

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sus perseguidores. Sabe que cuandollueva no va a poder hacer fuego y esole obligará a comerse la carne cruda.Agua no le va a faltar, teniendo el ríoMajaceite tan cerca. Y, sobre todo, estáconvencido de que la guarida es un lugarbastante seguro.

Ahora no ve posible buscar aPedro Cárdenas. Si lo hace, es muyprobable que lo capturen. De algunamanera, los carabineros han averiguadoque él busca al cabrero y estarán tras supista. Cuando pasen el tiempo lospastores empiecen a regresar, intentaráhablar con el hijo de Perico, aunque esconsciente de que será muy difícil. Serámuy arriesgado bajar y hablar con él conlos carabineros vigilando las cañadas.

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Solo espera que se produzca un golpede suerte: que Pedro, cuando regrese,suba por la ladera a dar de comer a lascabras o que se le haga de noche yacampe cerca. Es una posibilidad. Supadre, Perico, lo hacía siempre cuandoregresaba. Y precisamente se guarnecíaen la misma cueva que sirve dehabitación a José.

¡Casi se pone de pie! A lo lejos,aparece un rebaño... de cabras. No creeque sea Pedro, porque hace más de unmes que ha salido de la Barca de laFlorida y debe estar más alejado. Nohay carabineros a la vista. Por detrás,aparece un hombre a caballo. Tal vezsea un carabinero vestido de civil parano llamar la atención.

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El rebaño se arrima a la falda delmonte desde el que observa José. Elcaballista se acerca al pastor y se pone ahablar con él. El cabrero niega con lacabeza, el otro sigue hablando y elpastor negando. José no puede oír laconversación, mas lo ve todo.

—Amigo, ¿te estoy preguntando siconoces a Pedro Cárdenas y me dicesque no? ¡Hombre, por Dios! ¿Me vas adecir que no os conocéis todos vosotros,los de las cabras?

—Lleva usted razón. Los cabrerosy los ovejeros nos conocemos todos. Poreso me extraña su pregunta. Es que nohay ningún Pedro Cárdenas entre los queyo conozco.

—Sí que lo hay. ¡Te aseguro que lo

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hay! Y que me lo niegues me estáhaciendo disgustar. Te aseguro que no teconviene disgustarme. Piénsatelo bien.

—A ver... Déjeme hacermemoria... ¡Nada! No me suena esenombre.

Al cabrero no le gusta el tipopecoso y con el pelo rojo. Tiene unacara que no anuncia nada bueno. Se estáarrepintiendo de no haberse dado cuentaque le entraba por la espalda y haberledado una buena pedrada. No sabe porqué está buscando a Pedro, mas intuyeque no es para nada bueno. No se fía unpelo del tipo. Ha visto a muchosdesaprensivos y malhechores, y este esuno de esos.

—¡Lo siento, amigo!

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—Qué va..., todavía no lo sientes.¡Lo vas a sentir cuando te dé la malanoticia! —el caballista saca un revólvercon el que apunta al pastor.

—¿La mala noticia? —el cabrerose lamenta de haber sido tan confiado.

—¡Sí! ¡La mala! ¡Muy mala!—¿Y qué noticia es esa, si se

puede saber?—Pues verás, la mala noticia es

que o me dices dónde puedo encontrar aPedro Cárdenas o de aquí no sales convida.

José ve cómo el tipo grande pegaun gran puñetazo al pastor y este caeaturdido hacía atrás. A continuación,saca una cuerda corta y otra larga de lasalforjas y con la primera ata las manos y

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los pies al cabrero. Con la larga le echauna lazada al cuello y pasa el cabo porla rama de un alcornoque.

—¡Amigo! ¡Ya lo siento! Me vas atener que decir todo lo que sabes dePedro Cárdenas y dónde está ahora. Sino, voy a tener que ir tirando poco apoco de la cuerda y...

—¡No sé nada! ¡Me cago en miestampa!

El pelirrojo da un tirón a la cuerdaque pone de puntillas al pastor.

—¡Joder, macho, qué mala suertemorir por no saber nada!

—¡Hijo de perra, no conozco a esePedro!

—¡Última oportunidad!—¡Vale, vale! Lo diré todo...

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En ese momento, aparece elpelotón de carabineros. Roncero hadecidido salir para Benamahoma, unapedanía de Grazalema, que está a puntode empezar sus fiestas.

—¿Qué pasa aquí?—No se preocupe, mi sargento.

¡No pasa nada! Estoy cumpliendo con loque dijimos.

—¡Coño! ¿Le he dicho yo, tal vez,que vaya por ahí ahorcando pastorespara sacarles información?

«Cañadas» aleja un poco alsargento Roncero y le habla en voz baja:

—Una estrategia, mi sargento; unaestrategia. ¿Cómo voy yo a ahorcar anadie? Es una estrategia para que hable.

—¿¡Qué estrategias ni que

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hostias!?—Un engaño, quiero decir...—Ah... ¡Muy bueno! ¡Ya sé que

«estrategia» y «engaño» es lo mismo!¡Me deja de hostias, amigo! Nosotrosinterrogaremos al pastor y usted se vienedetenido. Lo vamos a entregar en elpuesto de Ubrique.

—¡Pido perdón mi sargento!¡Exceso de celo! Eso es lo que ha sido.Le juro que yo no...

—Bueno, eso ya lo iremoshablando. Ahora voy a encargarme dearreglar esto con el pastor.

—Sí, mi sargento, vamos ahablarlo.

Roncero se dirige al cabrero, queya ha sido desatado y se está frotando el

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cuello con las dos manos.—Amigo, puede hablar con total

libertad. ¿Conoce usted a un compañerollamado Pedro Cárdenas?

El cabrero —que sí conoce aPedro— duda un momento. Algo no vabien ¿A qué viene que todo el mundoesté buscando a su colega? Hasta loscarabineros. Decide que los compañerosestán para ayudarse.

—A usted sí que se lo puedo decir,señor carabinero.

—Venga, dígamelo. No sepreocupe, puede hablar con totallibertad. No tiene usted nada que temer.

—Pues sí señor. ¡Claro que loconozco!

—¡Hombre! Y, ¿me podría decir si

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lo ha visto últimamente?—Mire usted, mi sargento, yo voy

de ida. Así que, desde la últimacampaña, no lo he visto, como esnatural.

—Claro, claro. Pero ¿hay algúnsitio donde suela ir de manera fija o quetenga por costumbre pasarse? ¿O sueleir sin rumbo fijo?

—Mi sargento, usted perdone. Sinrumbo fijo quiere decir a cualquier sitio¿no?

—¡Eso!—Pues entonces, creo que sí.

Aunque en enero, cuando nos vimos porúltima vez, me dijo que esta temporadase iba a ir hacia Alcalá de los Gazules yque pensaba aguantar por allí hasta la

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feria de ganado que se celebra en elpueblo a finales de agosto.

—¿A Alcalá de los Gazules? ¿Y nopensaba acercarse por Benamahoma?

—Eso mismo le pregunté yo. Peroel año pasado no vendió ni una cabra enBenamahoma. Alcalá no es sitio dondesolamos ir; pero precisamente por esome dijo que quería pasarse por allí.Porque habría menos cabreros y le seríamás fácil vender algo.

—¿Y cómo es Pedro Cárdenas?—¿Cómo? No sé qué decirle...

Normal...—Quiero decir si tiene alguna

cosa que le haga fácil de identificar.—«Identificar» quiere decir

apresarlo, ¿no? Pues, si no lo sabe

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usted...—¡No hombre! Quiero decir

alguna señal que lo haga distinto a losdemás.

—¡Ah! Eso sí. Lleva un abrigoazul.

—¡Ajá, buena observación!Amigo, gracias por la información.Puede usted seguir tranquilamente. No lemolestamos más. Y de este gaznápiro nose preocupe que ya le ajustamosnosotros las cuentas.

—¿De quién?—Es igual, siga su camino y que le

vaya bien.—¡A mandar! Así da gusto, con la

protección de los carabineros da gusto.Y no con los «gansos piros» estos o

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como diga usted.—El pelotón sigue su camino

adelantando al rebaño de cabras.«Cañadas» va maniatado en su caballo.

—Bueno, ya sabemos donde estáel pastor.

—Mi sargento —interviene«Cañadas»—, ¿le va a hacer usted casoa ese? Yo estaba a punto de sacarle todolo que usted quería saber. ¿Y si le hamentido?

—¡Usted se me va callando! ¡Nova el fulano este y está a punto deahorcarme a un pobre inocente! ¡Yencima diciéndome que sigue misinstrucciones!

—De verdad, mi sargento. ¡Losiento! No volverá a pasar. Yo estoy

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aquí para comprar ganado y para serviral Cuerpo de Carabineros. ¡Le juro queno volverá a pasar!

—Pero hombre, Cañadas, usted noes quien para ahorcarme a un pastor porlas buenas... ¡Se ha colado usted, amigo!

—Mi sargento, le ruego que meperdone. El exceso de celo me haperdido. Le aseguro que no tenía lamenor intención de hacer daño al pastor.Era solo una estratagema.

—Mire, dejémoslo ahí. Ahoratenemos mucho que hacer. Siga usted alo suyo, que nosotros, cuando lleguemosal puerto de Galis giramos a la derechay nos vamos a Alcalá. ¡Romerales!,quítele a este hombre la cuerda de lasmanos. Está usted libre, Cañadas.

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Mucha suerte.—Muy agradecido, mi sargento.

Yo les acompaño hasta Galis. Allí giro ala izquierda y me voy en dirección aGrazalema. Voy a ver si compro en laferia de Benamahoma. Si veo algo, doyparte en el destacamento de Ubrique. Yle vuelvo a jurar que no volverá a pasar.No habrá más estratagemas.

—Eso espero.—Puede estar seguro, mi sargento.

Nada más perder de vista a loscarabineros, Publio Cano da mediavuelta y sale a galope en dirección allugar donde se encontraron con el

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cabrero. Tiene que averiguar a todacosta si miente o si es cierto lo deAlcalá. De ser esto último, se tiene queadelantar a los carabineros cogiendootro camino; y si el cabrero ha mentido,le sacará la verdad y encontrará a PedroCárdenas. En ese caso le vendrá deperlas que los carabineros estén enAlcalá siguiendo una pista falsa yperdiendo el tiempo.

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LA PRIMERA PEDRADA

José Raposo ve cómo se alejan loscarabineros con el pelirrojo. El cabrerosigue abajo. No puede ser el hijo dePerico, pero tal vez lo conozca.

No falta mucho para sea mediodía.Las cabras no han avanzado, sino quehan empezado, lentamente, a subir lapendiente, hacia el lugar donde estáJosé. Tal vez no tenga que bajar hasta la

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cañada.Al cabo de quince minutos, a

media ladera, se encuentra con elcabrero.

—¡Buenos días!El cabrero da un respingo. No se

esperaba la aparición de un hombre. Ymenos con la pinta de este: sucio y conbarba de muchos días.

—Buenas tenga usted, amigo. Estávisto que no es mi día. Segunda vez queme sorprenden.

—Disculpe, quiero hacerle unapregunta.

—¡Vaya! Hoy todo el mundoquiere preguntarme algo.

—Esto..., ¿conoce usted a PedroCárdenas.

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—¡Coño! ¿Se puede saber quépasa con ese Pedro Cárdenas? Todo elmundo me pregunta hoy por él. Y no mehables de usted que me voy a creer quesoy un marqués.

—Vale... ¿Me quieres decir quelos carabineros que estaban hace un ratoahí abajo también te han preguntado porel mismo Pedro? ¡Ya me lo imaginabayo!

—¡Pues sí! Y el pelirrojo, que porpoco me ahorca, también me preguntópor el Pedro ese. En mi vida me habíansorprendido de esa manera. Se meacercó por detrás y empezó a hablarmeamigablemente. Te aseguro que con lahonda no necesito más defensa. Soy delos que ponen a una cabra patas arriba

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de una pedrada en un cuerno. Pero porpoco me lleva el tío al otro barrio porculpa de mi distracción. Menos mal quellegaron los carabineros...

—Yo, de pequeño, venía por aquícon las cabras y se me daba muy bien lode la honda. Pero supongo que habréperdido mucha puntería. Hace años queno la uso.

—Sí. Esto de la honda es cosa depráctica.

—¿Y no usas perros para defensa?El cabrero al que acompañaba, haceaños, tenía dos exclusivamente para eso.No había ser humano que se le pudieraacercar a menos de cinco metros si el noquería.

—Yo siempre he confiado en mi

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habilidad con la honda. Aunque, en vistade lo de hoy, me lo voy a tener que irpensando. Muchas veces me lo handicho otros compañeros. Lo de losperros, digo. Pero yo solo los heutilizado hasta ahora para llevarme elganado. Veo que entiendes del tema delas cabras...

—Al menos, entendía. Verás,amigo. Si quieres, te explico lo que pasacon Pedro Cárdenas. Y conmigo, depaso.

—Sí, claro. Ya me pica lacuriosidad.

Se sientan los dos sobre un troncomientras los tres perros del cabrerohacen su trabajo.

—¿No tendrás algo de comida? De

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momento tengo, pero pronto voy a estarescaso. Cuando te explique entenderáspor qué.

—Un trozo de queso nunca nosfalta a los cabreros. Y menos comida meva a faltar cuando ayer estuvecomprando cosas en la venta de Piña.

Mientras come el queso con panque le ha pasado el cabrero y bebe aguade su cantimplora, José le explica, porencima, su situación.

—¡Joder, amigo! Lo tienes fatal...Conozco a Pedro Cárdenas. No es queseamos íntimos, ya sabes que loscabrero nos ayudamos unos a otros lomismo que nos hacemos la competencia.Pedro es un tipo legal, un buen tipo. Aveces hemos coincidido en pastos o nos

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hemos repartido alguna venta de ganado,ya sabes, poca cosa. Si estos loencuentran antes que tú no hay problemapara ti. Pero él lo puede pasar muy mal.Ya has visto cómo se las gasta elpelirrojo...

—Ya...—Y si tú lo encuentras y él te

indica un sitio donde esconderte o teayuda, entonces lo va a pasar igual demal y, además, tú vas a tener a loscarabineros o al Pecas encima en nada.

—Tengo claro es que lo mejor quepuedo hacer es no buscar a Pedro.¡Ojalá él tenga suerte y no lo encuentren!

—¡Está la cosa difícil para ti,amigo! ¡Muy difícil!

—Lo sé, compañero. Lo único que

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se me ocurre es seguir aquí escondido yesperar. Pero, es muy probable que,tarde o temprano, terminen porcapturarme.

—Cuanto menos te muevas, mejorpara ti. De momento he mandado a loscarabineros y al pelirrojo a Alcalá delos Gazules. ¿Qué tal el queso?

—Buenísimo.—No llevo más que para unos

días, pero ya compraré más cosas enalguna venta. Mira, te voy a dar lacomida que he comprado, menos algoque me reservaré. Además, en el burrollevo una buena reserva de chicharronesy chacinas.

—Pero no sabes quien soy ni porqué me persiguen los carabineros...

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—Es verdad que no te conozco denada. Pero, si fueras un maleante, no mehabrías pedido comida. Me la habríasrobado y quién sabe si no me habríasatacado para quitarme el poco dineroque llevo.

—Te agradezco la confianza. Locierto es que, como te he dicho, soy unfugado de prisión.

—Yo de eso entiendo poco. Por loque he visto, que no es mucho, enprisión entran buenos y malos. Y fuerahay muchos que me parece que sonpeores que los de dentro. Y tú no mepareces de los malos, la verdad seadicha.

—Yo no sé lo que soy. Quiero seruna persona normal, con su familia y sus

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hijos, aunque me temo que eso no va apoder ser.

—¡Nunca se sabe, amigo...!—Estoy pensando que, si me

quedo aquí, tú lo sabrás. Y si te vuelvena interrogar, me puedes delatar.

—No entiendo qué es «delatar».Pero, es verdad: el pelirrojo sí que medio la lata...

—Bueno, más o menos a eso merefiero. Imagínate que aparece ese tío uotro por el estilo. Ya hemos visto que elpelirrojo estaba dispuesto a ahorcartecon tal de sacarte algo que no sabías.Pero ahora sabes donde estoy...

—Pues, no sé..., tendrás queconfiar en mí. Lo que sí te aseguro esque, si el pelirrojo se me acerca, esta

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vez no me coge de sorpresa. Dos vecesno. De eso puedes estar seguro.

—¡Me arriesgaré! Voy a confiar enti. Me quedo aquí. Si me cogen, no seráculpa tuya.

—Se me ocurre una cosa...—¿El qué?—¿A ti te conoce alguno de tus

perseguidores? Quiero decir que si tehan visto el careto ese que tienes.

—Creo que no... Supongo que ladescripción que pueda haber es la quehaya dado el alcaide del presidio dedonde me escape. Porque aquí en Jerezlo que puedan saber es de un niño dedieciséis años. Y no creo que meparezca mucho...

—«Descripción» quiere decir el

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careto que tienes ahora, ¿no? O sea, quehabrán dicho a los carabineros que eresun tipo con barba muy cerrada, dos cejasque parecen una sola, moreno, deestatura mediana y ojos de entre buenapersona y zorro cabreado —confirma elpastor mirando de arriba abajo a José.

José ríe de buena gana y confirmala descripción del pastor.

—Sí... Ese soy yo.—Ea, ya lo tengo. Para arreglarlo.

Estirarte no puedo; y engordartetampoco, así que te voy a prestar lanavaja de afeitar y unas tijeras que llevoy las vas a usar a diario. Las cejas te lasafeitas cada semana. Y el pelo siemprecorto.

—Gracias, amigo.

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—Y lo más importante de todo.¡Me vas a robar la cédula deidentificación!

—¿El qué?—Ya sabes que en los pueblos nos

dan una cédula de identificación a todoslos avecindados permanentemente odesde mucho tiempo atrás. Yo tengo unay te la voy a dar a ti. En caso de peligro,la enseñas y dices que eres yo, o sea, elque viene en la cédula. Yo no sé leer,pero ahí está todo. —El cabrero mete lamano en la zamarra que lleva puesta yempieza a rebuscar hasta que saca eldocumento.

—Pero...—Nada, hombre. Aquí la tienes. A

mí nunca me la han pedido. Y, si me la

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pidieran, digo que me la ha robado unmaleante y doy la dirección que me dé lagana, según dónde esté en ese momento.

José recoge el documento, es unpapel, grueso y de pequeñasdimensiones, que se cierra como unlibro. Por fuera, en la primera página,hay un escudo grabado y pone:

Ayuntamiento de Chiclanade la Frontera

Cédula de residenciacorrespondiente a

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ANTONIO ARAGÓNPANÉS.

En el interior, está escrito losiguiente:

DETALLESNombre del padre:AntonioNombre de lamadre: JosefaHijos:-----Residencia: Desde14 de septiembre

Permanenciaautorizada:IndefinidaActividad a la quese dedica:PanaderíaRegistrado al

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de 1854(Su fecha denacimiento)

folio: ------Del libro: ------

En la contraportada vienen

diversos datos de filiación. —Bueno, mi nombre es...—No hace falta que me lo digas,

Antonio. Sé leer. Lo que no entiendo espor qué pone que eres panadero.

—Mi padre tiene una panadería enChiclana de la Frontera, que es donde yonací. He estado muchos años trabajandode panadero. Luego, compramos cabrasy yo me hice cargo. Cuando estoy en elpueblo sigo ayudando en la panadería.

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Mi padre ha estado unos meses enfermoy por eso precisamente es por lo que hellegado por aquí más tarde que lamayoría de los pastores.

—¡No sé cómo agradecerte laayuda!

—No dejando que te cojan. Por míno te preocupes. Cuando vuelva aChiclana, digo que me la han robado yme hacen un duplicado. Lo mismo no tesirve la cédula para nada, pero igual tepuede salvar de un apuro.

—¿Y si me preguntan qué hace unpanadero de Chiclana por aquí?

—Hombre... ¡no lo voy a hacer yotodo! Di que tienes una prima en algúnsitio, que ibas a verla y te han robado elburro. Cualquier historia...

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—No..., si ahí arriba tengo uncaballo...

—Entonces lo tienes más fácil.Después de estar toda la tarde

hablando, el Antonio verdadero y elfalso son ya amigos.

—Bueno, yo me voy a irmarchando por la cañada, a ver si lanoche me coge un poco más hacia elpuerto de Galis y la venta que está porla Sauceda.

—Antonio, te prometo que si salgode esta, un día aparezco por Chiclana yte devuelvo lo que has hecho por mí.

—¡Ojalá! Y no lo digo por ladevolución... ¡Venga, me marcho!

El pastor da unos gritos a losperros coge su burro y empieza a

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moverse con el ganado ladera abajo.José se queda mirando cómo se vaalejando el rebaño, lentamente por lacañada. En una hora será de noche.Cuando desaparece todo rastro de lascabras, José —que a partir de ahora sellamará Antonio Aragón, en casonecesario— se marcha para su guaridacon un lienzo de paño lleno deprovisiones.

Publio Cano viene desandando elcamino. Ya le parece extraño no haberseencontrado todavía con el cabrero. «Sehabrá detenido —piensa—. No puedotardar mucho en encontrarlo, porque ya

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estoy cerca del lugar en que lo encontrépor la mañana. Tal vez no se hayamovido todavía en dirección al puerto».

Lleva el revólver a mano. Lacarabina Sprinfield, modelo de 1873 —un arma capaz de disparar diez balas de11.43 milímetros por minuto y con unalcance eficaz de hasta trescientosmetros—, sigue desmontada y en ellateral del caballo desde que salió deJerez. Piensa que, de momento, no lanecesita.

De repente, tras una curva, a unosdoscientos metros, ve al rebaño que seacerca. Algo retrasado, vislumbra alcabrero y echa mano al revólver.Todavía no es de noche, mas ya no se vecon claridad. «¡Se va a enterar este! ¡A

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ver si ahora se ríe de mí!».En ese pensamiento se encuentra

Publio Cano, cuando ve que el cabreroempieza a girar un brazo, haciendocírculos. Oye un zumbido, seguido deun sonido fuerte, semejante a un latigazo.Sin llegar a saber qué está sucediendo,siente cómo algo le desgarra la frente.

Un minuto después, AntonioAragón está junto al caído con la hondacolgada del cuello. Comprueba que elpelirrojo está vivo, aunque tiene siestapara un buen rato. Lo primero que hacees arrancarle el revólver de la mano yguardárselo en un bolsillo. Acontinuación, le quita las botas y lasintroduce en el serón del burro.

Luego, se va para el caballo y le

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desata los arreos, echándolos encimadel burro. Le da un repaso a todo lo quelleva el animal encima. «La madre quelo parió, este tío tiene una carabina. Sino se la quito, como he hecho con elrevólver, me sigue y me mata sin que medé ni cuenta». Coge el arma, que tiene laculata y el cañón separados, y la echatambién en el serón. A continuación, lepropina una fuerte palmada al caballo enla grupa y este sale galopando a todavelocidad. «El caballo regresará, perolos arreos va a tardar el Pecas este enencontrarlos. Hasta mañana no los tiropor ahí. La carabina y el revólverigual..., no vaya alguien a prenderme porrobo. Y menos con armas encima. Perolas botas me las quedo como pago por el

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susto que me dio este hijo de perra estamañana».

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CARTAS EN EL ASUNTO

Desde el día en que conoció a JoséRaposo en la choza del Cojo, FranciscoMontes, el periodista de El Guadalete,se ha tomado la protección y apoyo a lafamilia como algo personal.

Ha estado visitando al anciano y asu hija todas las semanas. Les hallevado comida, ropa e incluso algunosenseres. Han pasado casi tres meses

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desde que el fugado se fue huyendo parala sierra.

A Montes, un hombre aún joven,apuesto, generoso y educado, le gustaquedarse a hablar un rato con padre ehija. Sobre todo con la segunda, porqueel padre habla poco, aunque asientemucho.

Juanita, con poco más de treintaaños a cuestas, mal llevados por el peordolor, que es el que sale del alma, siguesin ser guapa ni tampoco fea; noobstante, sus ojos son negros y grandes,como siempre, y su mirada transmite unainmensa sinceridad, una bondad que serefleja en todo lo que hace. Es una mujerinculta; sin embargo, a pesar de ello,tiene una especial habilidad para

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expresar, a su manera, lo que piensa y loque siente.

—Juana, ¿cómo sigue todo?—Como siempre, don Francisco.—¡Pero mujer!, ¿cuántas veces te

voy a decir que no me pongas el «don»por delante cada vez que me dices algo?

—Así son las cosas: usted es un«señorito»...

—¡Qué «señorito» ni qué...! Soyun amigo y nada más. Creo que os lo hedemostrado, ¿no?

—También es verdad...—Quería deciros que hay una cosa

que podemos interpretar como buenapara José: ya han pasado cerca de tresmeses desde que se fue a la sierra y nohay noticias. Eso significa que no lo han

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cazado. El tiempo juega a su favor:cuanto más pase, más se irá aflojando labúsqueda. De hecho, he comprobadoque desde hace unas semanas ya no hayvigilancia de guardias civiles por aquí.

—Para mí que no veo más a miPepito —tercia el padre, que parecía noestar pendiente de la conversación—.Me moriré sin verlo.

—Ya se verá... No es fácil. Noobstante, no hay que perder laesperanza.

—Esa la perdí yo hace dieciséisaños, cuando mi Pepito mató a los tresGálvez; y más todavía un año después,cuando me quitaron a mi nieto.

—Le comprendo —respondeFrancisco—. Sin embargo, la vida sigue.

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Hay que confiar en que las cosascambien cuando menos se espere

—No. La vida se paró aquel díapara mí. Nunca hemos hablado connadie de todo aquello. No habríaservido para nada —aclara Juana,abatida—. Usted y su amigo Pablo sabenlo de mi hijo porque yo se lo dije austedes para que lo escribieran en elpapel que le llevaron a mi hermano.

—¿Has visto al niño alguna vez,Juana?

—Sí, desde lejos y a escondidas.Es un buen mozo. Tiene un aire parecidoal de mi hermano Pepito, aunque es másalto y mucho más guapo. Y habla comoél. Quiero decir su voz, porque laspalabras son diferentes.

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—Lo que más me duele —afirmael padre— es que, en el bautizo, losGálvez le pusieran al niño los nombresde los dos que violaron a mi Juanita. —La mujer rompe a llorar suave yamargamente—. Cuando nosotros lobautizamos, le pusimos el nombre quetenía que tener: José.

—Un momento... ¿Qué me dice?¿Que ustedes bautizaron al niño?

—¡Pues claro! Somos buenoscristianos..., o al menos lo intentamos. Yel niño tenía derecho a ser bautizado,¿no? El párroco lo entendió...

—Sí, claro que tenía derecho. ¿Ycuándo lo bautizaron?

—Cuando mi niño tenía unmesecito. En enero del setenta y uno. El

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día ocho.—¿Dónde?—En la parroquia de San Marcos.

Fuimos a ver a «don Bendito» y él loregistró en el libro y lo bautizó.

—Juanita, te referirás a donBenito...

—Sí, sí, el párroco de SanMarcos. Yo pensaba que se llamabaasí...

—¡Pero esa es una gran noticia!—¿El qué?—Vamos a ver si os explico: si

vosotros habíais bautizado y registradoal niño en la parroquia, cualquierregistro posterior no tiene validez. —Francisco está entusiasmado con eldescubrimiento.

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—No entiendo eso —replica elpadre—. Nos lo quitaron y no podemoshacer nada. Don Francisco, yo le pidopor Dios que no nos dé esperanzas, quebastante mal lo hemos pasado..., y loseguimos pasando.

—Dejadme que piense... Estáclaro que en la parroquia tiene que estarregistrado el niño con fecha de ocho deenero de 1871. No creo que el párrocohaya borrado nada. Todo el mundo loconoce en Jerez y todos sabemos que esun «bendito», como le llamas tú, Juana.Y no habiendo borrado el registro, elposterior no puede tener validez efectivani jurídica.

—De lo último no he cogido nada,don Francisco. Vamos..., que no le he

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entendido.—A lo que voy: lo primero que

podemos demostrar con toda seguridad,si consultamos el registro, es que tútuviste un hijo. El problema va a serprobar que el bautizado meses despuésera el mismo. Eso es: hay que demostrarque ambos eran el mismo niño... Creoque sé por dónde empezar. No os voy adar esperanzas, pero me voy a ocupardel asunto.

Al día siguiente, Francisco Montesestá hablando con el párroco de SanMarcos en su despacho.

—Don Benito, soy Francisco

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Montes, periodista de El Guadalete.Estamos haciendo una estadística sobrelos niños que se registraron en Jerezdespués de la puesta en vigor, en juniode 1870, de la Ley de creación delRegistro Civil. Más que nada parademostrar que aquella nefasta ley nosirvió para nada y que los padressiguieron registrando a sus niños en lascorrespondientes parroquias, como todala vida de Dios. Y usted me perdonarápor la expresión.

—Pues, si es con esa intención,hijo mío, estoy a su entera disposición.

—¿Podría usted facilitarme loslibros de registro parroquial de 1870 y1871? Digo para consultarlos aquí en laparroquia...

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—Hijo, yo no estoy seguro de queeso sea correcto...

—Don Benito, la causa es buena...—No lo dudo. Entiéndame: yo

tampoco lo conozco a usted...—Puede preguntar por mí en el

periódico, si lo desea. Si usted no meayuda, padre, no voy a poder demostrarque, antes y después de la famosa ynefasta ley, la Iglesia siguió cumpliendosu sagrada misión de registrar a todoslos niños antes de ser bautizados. ¡Esuna lástima! En fin..., siempre puedo ir aotra parroquia. La cuestión es que ustedes el único párroco que sigue aquídespués de todos estos años. No va a serlo mismo.

—Mira, hijo: se me ocurre que

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puedo ver todo lo que me pidas y luegote informo.

—¿De verdad, padre? ¡No sabecuánto se lo agradezco!

—Bueno, pues ¿por dónde quiereque empiece?

Después de una semana de visitasde Francisco Montes al párroco de SanMarcos, este está ya más que cansado decontar y dar datos de registros, libros,folios y folios vueltos.

—Mire, don Francisco, por hoyhemos terminado. Tengo misa dentro dediez minutos.

—Por Dios se lo pido, don Benito,

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déjeme un poco más que esto está yacasi terminado...

—De acuerdo. Siga usted solo. Leveo después de misa.

Nada más salir el párroco, Montesse lanza como un poseso hacia el librode 1871. Ahí está, con letra clara yprecisa, el registro, el día 8 de enero, de«José Raposo, hijo de Juana RaposoLobillo y de padre desconocido». Ahorasolo le falta encontrar el registro deAntonio Javier Gálvez. El párrocoregresa mientras Montes aparenta estaren plena faena.

—Padre, esto está casi terminado.—Me alegro, hijo, porque ha sido

agotador.—No sabe cuánto le agradezco su

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colaboración. La Iglesia va a demostrar,a través de su valía y entrega comopárroco, lo mucho que ha hecho, y hace, por sus hijos.

—Hijo me aturde usted. Me aturdey me halaga en exceso...

—¡Justicia! ¡Eso es lo que hago,padre! Ya tengo casi todos los datos.Para terminar, querría preguntarle algo.

—Usted dirá, hijo mío.—¿Sería posible que usted me

diera algunos certificados de bautismo?—¿Para ponerlos en su periódico?

Hijo, eso es imposible del todo.—¡No, por Dios! ¿Cómo iba yo a

hacer eso? Verá, sé que las leyeseclesiásticas permiten a cualquierfeligrés pedir un certificado de

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bautismo, para así poder comprobar sialgún conocido es cristiano como debeser.

—¿Ah, sí?—Claro, padre. ¡Imagínese!

¿Cómo no va a tener derecho un buencatólico a saber si su vecino o su criadoson o no son, no diré buenos cristianos,sino cristianos a secas?

—Ahora que lo dice, lleva ustedrazón...

—¿Podría usted expedirmealgunos certificados de bautismo? Deforma aleatoria... Ya me estoyimaginando la reacción de los lectorescuando lean mi artículo en El Guadalete—Montes extiende los brazos y hacecomo si se encontrara leyendo un

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periódico:

Tenemos en nuestro poderalgunos certificados de bautismo ypodemos asegurar que las personasque fueron registradas tambiénfueron bautizadas. ¿Para qué sirvióaquella nefasta ley de RegistroCivil, tan atentatoria contra laIglesia como para sus fielescorderos, si no alteró en nada la fede nuestro pueblo, que siguióbautizando a sus hijos...

—Eso lo puede usted escribir sin

necesidad de que yo le expida loscertificados...

—¡No padre! ¡Eso no puede ser!

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Si yo digo que tengo en mi poder unoscertificados y no es cierto, estoypecando. ¡No puede ser!

Francisco Montes sale de laparroquia de San Marcos con varioscertificados de bautismo. Entre ellos, elde José Raposo y el de Antonio JavierGálvez, el segundo fechado el 14 deabril de 1871.

Al día siguiente, Francisco Montesse pasa por la consulta del doctor FelipeAgudo, un hombre algo mayor, que sigueejerciendo su profesión, tanto por amoral prójimo como por necesidad.

—¿Qué se le ofrece, caballero?

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—Mire usted, no vengo comopaciente. Soy periodista. Vengo ahacerle una consulta de otro tipo.

—Usted dirá. Si está en mi manoayudarle...

Nada más ver al médico, Montestiene la impresión de que se trata de unabuena persona. Parece un hombreíntegro. No se suele equivocar en eso.También le pasó cuando conoció alprófugo. Pero las buenas personastambién cometen errores, a vecesgraves, e incluso bajezas inexplicables.

—Doctor, le voy a contar algo muyserio. Usted es médico de la familiaGálvez desde hace tiempo, ¿no es así?

—Cierto. Desde hace más deveinte años.

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—Pues bien, tengo sospechas deque el hijo de Jesús Gálvez e InésSánchez no es suyo. Y, quisieraequivocarme, pero creo que puedetratarse de un niño robado.

—¡Qué dice usted! ¡Eso no puedeser! Esa familia es intachable...

—Eso yo no lo sé. He acudido austed porque, como médico, podríaaclararme varias dudas. En primer lugarme gustaría que me indicase si recuerdael embarazo de doña Inés...

—Eso es algo que no me permiteel secreto profesional. No puedocontestarle. Lo siento.

—Doctor, no le estoy preguntandopor ningún detalle o contratiempo delembarazo. Solo si recuerda que

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estuviera embarazada. Además, nohablamos de una enfermedad, sino de unembarazo... Usted tiene que saberlo.

—Lleva usted razón. No se trata deuna enfermedad y podría contestarle.Pero creo que no debo hacerlo. Digamosque no lo recuerdo.

—Doctor, ¿cómo no va a recordarsi doña Inés estuvo embarazada, siendoel médico de la familia? No puedocreerle.

—He atendido a tantas personasembarazadas... No sé... supongo que sí.

—¿Solo lo supone? ¿No lorecuerda?

—Esto... No. Lo cierto es que norecuerdo que estuviese embarazada.

—¡Doctor, por favor! Sea franco.

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Le repito que, siendo médico de lafamilia, no me puedo creer que no seacuerde de esto. ¿Estuvo o no estuvoembarazada.

—No. No lo estuvo.—Entonces, el hijo no es suyo...—Yo no he dicho eso.

Obviamente, el niño es suyo legalmente.—Entonces, si no estuvo

embarazada y el hijo es suyo legalmente,eso debe significar que el niño es unrecogido de la casa de expósitos y lospadres no quieren airear el tema. Y esadebe ser la razón por la que usted hadudado en darme la respuesta

—Que conste que no le he dichonada. Creo que no debo dar informaciónsobre esos temas. ¿Por qué no le

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pregunta usted a la familia?—Ya le digo, doctor: tengo serias

sospechas de que ese niño fue robado.No voy a preguntarle eso a ellos...Supongo que usted no me va a confirmarsi el niño fue recogido en la casa deexpósitos de aquí, de Jerez... Aunquetampoco hace falta: con ir y preguntar aldirector, que, por cierto, es buen amigomío... En los registros delestablecimiento debe estar todoreflejado.

—Respecto a eso, le tengo quedecir que las casas de expósitos no sonexcesivamente meticulosas y a vecesentregan recién nacidos a buenasfamilias sin necesidad de que mediendocumentos.

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—Pues también puede ser esoúltimo... Le voy a ser franco: hay unamujer que me ha comunicado hace pocoque ese niño, el de don Jesús y doñaInés, se lo robaron a ella teniendo tansolo unos meses de vida.

—Eso no es problema mío. Yo lehe dicho lo que sé. Pero, francamente,no me creo que fuese robado.

—Usted me ha confirmado quedoña Inés no estaba embarazada. Desdeluego, usted tendría un problema muyserio si resultase que lo del rapto fuesecierto, se pudiera demostrar con pruebasy usted supiera algo. Se le acusaría,como mínimo, de haber encubierto elrobo de un niño. O tal vez de sercómplice.

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—Eso mismo que dice usted, digoyo: tendría que haber pruebas del raptoy yo tendría que saber que se habíaproducido... Y le aseguro que no sé nadade eso.

—Claro, don Felipe. Claro. Perocreo que usted me puede confirmar algo.Unas preguntas y no le molesto más. ¿Noera usted médico del distrito al quepertenece Alcubilla en el sistema debeneficencia municipal por las fechas enque nació el hijo de don Jesús?

—Déjeme que eche cuentas... Puessí. ¿Pero eso que tiene que ver?...

—¡Mucho! Y, ¿no era el párrocode San Marcos el vicepresidente deldistrito municipal de beneficencia delmismo nombre?

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—Sí. Me acuerdo perfectamente.Pero sigo sin entender...

—Yo le explico y terminamos. —El doctor se muestra inquieto—. Haycosas que no entiendo. En primer lugar,no me explico cómo es posible que,habiendo un niño recién nacido en sudistrito, hijo de Juana Raposo... Conoceusted a los Raposo, ¿no?

—Pues no. No caigo...—Sí, doctor: Juana Raposo tuvo

un hijo después del incidente. Delcrimen de su hermano, el que mató a losdos Gálvez. ¡No me diga que no lorecuerda!

—¡Ah, sí! No recordaba elapellido, pero el crimen no lo olvidaréen mi vida.

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—Sigo. Le decía que no entiendocómo, habiendo nacido ese niño en sudistrito y habiendo tenido que asistirusted al parto...

—Bueno, solo tenía que asistir siera necesario. De ese, en concreto, nome acuerdo.

—Pero, en cualquier caso, ustedtenía que certificar todos los partos desu distrito y comunicarlos, ¿no?

—Eso sí...—Y usted tenía forzosamente que

conocer a Juana Raposo. Porque estuvode criada donde los Gálvez...

—Sí. Ahora recuerdo. La conocía.—Pues le decía que habiendo

usted asistido, o intervenido, en el parto,y conociendo a Juana, no comprendo

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cómo usted no relacionó al reciénnacido con el crimen de los Gálvez...

—Supongo que sí, que eraconsciente de que el niño era productode aquello.

—Y, tres meses después, losGálvez adoptaron a su hijo, justo cuandodesapareció el de Juana. ¡Muchacasualidad! ¿No le parece?

—¿Que desapareció?—Es un decir. Mi teoría es que los

Gálvez lo robaron. Y que usted debíaestar enterado. O, al menos, tenía queestar enterado de que el niño queadoptaron los Gálvez era el de JuanaRaposo.

—Si el niño desapareció, lo másprobable es que fuera por fallecimiento.

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No se imagina la cantidad de niños quemueren a los pocos meses de habernacido. Y más entre las personas de bajacondición.

—Pero, si el niño falleció, ustedtuvo que asistir a la choza de los Raposoy expedir un certificado de defunción,que seguro constará en elAyuntamiento... Lo mismo que tuvo queconocer, tres meses antes, el parto...

—La verdad es que no recuerdonada de todo eso. Cierto es que, si elniño falleció, efectivamente, yo le debíconfeccionar el certificado... Perotambién podría ser que la madre hubiesetenido al niño sin avisar a los serviciosde beneficencia y lo tirase luego por ahícuando falleció. Los jornaleros y demás

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gente baja son así...—Doctor, tenga cuidado con las

palabras. Eso no es justo por su parte.La cosa es que pienso ir al Ayuntamientoy comprobar si el nacimiento yfallecimiento del niño están registradosen la sección de beneficencia. Elsecretario es un buen amigo y meayudará.

—Le repito que eso no demuestranada. Es posible que no haya ningúnregistro de ese niño en la sección debeneficencia. A veces... —el médico nosabe qué decir; se muestra francamentepreocupado y desasosegado.

—Pues son demasiadascasualidades —afirma Montes concontundencia—. Luego, el párroco

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tendrá que tener también registrado elenterramiento de la criatura. Porquesepa usted que el niño fue bautizado porlos Raposo y, por tanto, no veo elmotivo por el que no lo iban a enterraren sagrado, en el caso de que hubierafallecido. Si tiene alguna duda, aquítiene el certificado de bautismo,expedido por el párroco.

El médico parece derrumbarse. Elcertificado ha sido más un golpe deefecto que una prueba de nada. YMontes lo sabe. Pero el doctor se sienteacorralado. No tanto por las palabrasdel periodista como por su propiaconciencia.

—Mire, yo no participé en nada.Ni he expedido certificados falsos ni he

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hecho nada contrario a mi profesión. Migran error fue callar lo que tenía delantede los ojos. Siempre me he estadoengañando a mí mismo pensando que notenía por qué inmiscuirme en el asunto.Que no era cosa mía. Ni siquiera losGálvez son conscientes de que yo sé queel niño que tienen es de Juana Raposo.Se lo voy a contar todo.

—Dígame usted, don Felipe.Dígame.

—Una semana antes, de que mellamaran los Gálvez para comprobar elestado de salud del niño recién llegadoal cortijo, yo había estado en la choza delos Raposo. El pequeño estaba algoenfermo. Nada de importancia. Cuandolo vi en el cortijo, me di cuenta

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enseguida de que era el mismo. Nuncahe dicho nada ni me he querido meter.Supuse que la madre natural lo habíaentregado a los Gálvez, a su tío Jesús,para que le diera una vida mejor. ¡Lejuro que jamás se me pasó por la cabezaque el niño fuese robado!

—Le creo, don Felipe. ¿Secomprometería usted conmigo a afirmarante un tribunal que Inés no estuvo nuncaembarazada y que el hijo de los Gálvezes en realidad hijo de Juana Raposo?

—Lo haré. Se lo garantizo.—Bien, pues cuento con usted. No

ahora. Cuando llegue el momento.—¿Sabe qué le digo? Que me ha

quitado usted una losa que llevabaencima desde hace años. Ya estoy mayor

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y siempre me ha pesado haber sidotestigo de todo aquello.

—Me alegro. Con su declaraciónpodremos demostrar, en su momento,que el hijo de Inés es realmente deJuana.

—No quisiera desanimarle. Eso noes tanto como demostrar que el niño fueraptado. Además, entre usted y yo: cabela posibilidad de que Jesús Gálvezpague un testigo falso que jure lo que élle diga. Por ejemplo, que estuvopresente cuando Juana se lo diovoluntariamente a él o a su esposa.

—Tiene usted razón. Habrá queutilizar la sorpresa, para no dejarlereaccionar. Le voy a pedir algo muyimportante: no comente esta

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conversación con nadie, absolutamentecon nadie. Se lo ruego.

—Cuente con ello. Puede estarcompletamente seguro.

—Perdone, don Felipe. ¿Sabeusted si queda alguien de aquella épocaentre la servidumbre de los Gálvez? Orecuerda usted los nombres de algunosde los criados. Me gustaría hablar conellos.

Francisco Montes no tardó enencontrar a Luisa, la chica tímida quesustituyó a Juana en la casa de losGálvez y presenció la rapto del niño.Hacía años que la habían echado.

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«Había crecido y, según doña Ernestina,me había vuelto demasiadorespondona», explicó Luisa.

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UN TIMO

Francisco Montes finalizó aprincipios de noviembre lasaveriguaciones que demostraban el raptode Antonio Javier Gálvez y que este erahijo de Juana Raposo. Todavía, enbreve, le quedaba algo que averiguarque cambiaría todo el curso de losacontecimientos y el rumbo de ladesgraciada historia de los Raposo. Más

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concretamente del fugado.Por entonces, José ya había

asaltado con nocturnidad y hambre todaslas casas de campo de los alrededoresde su refugio. Resultó que robar gallinasno era tan fácil como él se pensó alprincipio. Los perros de las casas, consus ladridos, y algunos dueños, que almenor ruido tenían la escopeta a mano ya punto para disparar, no ayudabanprecisamente. Más de una vez tuvo quesalir a toda prisa con la gallina cogidapor el pescuezo y el sonido de losdisparos de escopeta más cerca de lodeseado.

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Respecto a los carabineros, a losque dejamos tres meses atrás camino deAlcalá de los Gazules, estos se llevaronun enorme chasco en dicho pueblo.

—Amigo, buenos días. ¿Me podríaindicar por dónde anda un cabrerollamado Pedro Cárdenas?

—Pues no me suena el nombre. Ymire que todos los cabreros de aquí nosconocemos.

—No. Es que el cabrero que yodigo no es de aquí. Es de la Barca de laFlorida.

—Entonces ya le digo yo que poraquí no anda. Me parece que ustedes noestán al tanto de los asuntos del ganado.

—Oiga amigo, no sé a qué serefiere. Sabemos que está por aquí.

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—Verá usted, el cabrero ese noestá por aquí. Y no está por aquí porqueno puede estar. Y no puede estar porquehay una real cédula de la época del reySabio, que dice que en los montescomunales del termino de Alcalá nopuede haber más cabreros que los delpueblo. Y, además, no puede estar aquíporque aquí somos más cabreros quepiojos en un presidio. Y, como nocabemos más, al que viene de fuera loechamos a pedradas y no vuelve. No sele ocurre volver ¿Me entiende? No heconocido en todos los días de mi vida unpastor que no sea de Alcalá al que se leocurra venir por aquí.

—Pero ustedes tiene feria yapronto a finales de agosto. Supongo que

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vendrán pastores de fuera a vender suganado...

—Pues no lo ponga, mi sargento.—Digo que supongo. No estoy

poniendo nada.—Yo de finezas de hablar no

entiendo. Lo que le quiero decir es queaquí, a nuestra feria, vienencomparadores. Pero pastores de otrospueblos, ni por pienso.

El sargento Roncero dio clarasmuestras de bochorno. Y más cuandocomprobó que la versión de varioscabreros era idéntica.

—Mi sargento, ahora va a resultarque el cabrero de Algar le echó a lacaña y usted tragó el anzuelo.

—¡Romerales, no me toque los

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cojones!—Mi sargento, nada más lejos de

mi intención. Pero me lo explicó ustedtan bien... Lo que había que hacer, digo.Y ahora ya no sé... Perdone que le diga,pero así no me llega a brigada...

—¡Romerales, coño, menos guasa!¡Mire que le meto un paquete porindisciplina!

La cosa es que los carabinerosllevan tres meses recorriendo todas lascañadas, visitando todas las ventas ycasas, subiendo a todos los cerros yrondando por los aledaños de todos lospueblos de la sierra, y no hanencontrado nada de nada.

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Por lo que se refiere a Publio

Cano, este se encuentra muy lejos deCádiz. Cuando se despertó, después dela pedrada de Antonio Aragón, a finalesde julio, estaba completamente aturdido.Tardó un buen rato en comprender quéhabía sucedido. Se vio sin las botas y alo primero que echó mano fue alrevólver y al interior de la chaqueta,donde debía estar la cartera si no se lahabían robado. Pero no: el dinero —unabuena cantidad de billetes— estabaintacto; del revólver nunca más volvió asaber.

No muy lejos, estaba el caballopastando tranquilamente. Publio vio queel animal se encontraba completamente

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desnudo de atalajes y demás cosas. Lacarabina había desaparecido.

Tan dolorido por la gran pedradade la honda como por las pequeñaspiedras que se le fueron clavando en lasplantas de los pies —pues fue incapazde subir al caballo, al no tener riendasdonde apoyarse—, se fue andando endirección a Algar. Entró en la taberna dela pensión, se sentó en una mesa y llamóa la chica guapa que servía las comidas.Al cabo de media hora tenía unosbuenos zapatos, así como unos aparejospara el caballo, viejos pero suficientes,y se estaba tomando un vaso de vino conqueso.

Le urgía decidir qué hacer yempezó a pensar en ello. No tenía

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carabina ni revólver, así que, si queríacontinuar con la caza, tendría queregresar a Jerez. Un revólver erarelativamente fácil de comprar; pero unacarabina como la que le habían robado,era otra cosa. Por otra parte, si iba a Jerez, el Raposo se le podía escurrir.Cuando regresara a la sierra podía habersalido de la provincia. O tal vez ya lohubieran cogido los carabineros, yentonces, ¡adiós a los buenos miles depesetas que le estaban esperando en elcortijo de los Gálvez! Un dineral queiba a perder por culpa de una pedrada.

No veía una solución. Pensándolobien, no tenía que haber dejado susactividades anteriores. El contrabando,la verdad, le había puesto en peligro en

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alguna ocasión; sin embargo, le habíareportado buenos beneficios. La cazalegal de delincuentes no había estadomal, si bien, eso sí, le había hecho pasardemasiadas fatigas. Ya estaba cansadode noches al raso y de criminales, aveces más peligrosos de la cuenta.

¡Lo del juego y los timos! ¡Eso síque fue una buena vida! Y divertida. ¡Acuántos había engañado con las cartas ycon otros truquillos que se sabía! Elproblema era que eso, normalmente, noreportaba mucho dinero como no sediera un buen golpe de suerte. Y él,hasta que se dedicó al contrabando y lodemás, no lo había tenido. El golpe desuerte. Bueno..., ni mucho dinerotampoco.

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De repente, se dio cuenta de quetenía la solución delante de las narices.«A ver, he hecho un trato: si mato alRaposo me llevo veinte mil pesetasademás de las diez mil que ya tengo. Esmucho dinero. Más del que he ganado enaños... ¡Pues ya está! ¡Si ya sabía yo quelo mío no era lo de cazar malhechores!»,concluyó Publio contradiciendo elpensamiento que llevaba sosteniendopara sí desde hacía tiempo.

Lo suyo era el timo y el engaño.¡Decidido! Iba a darse un tiempo, parano despertar sospechas, y luego iba arecoger «su dinero».

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Publio se presentó en el cortijo delos Gálvez a principios de septiembre.Salió la misma criada que en julio.

—Buenos días. Querría hablar condon Jesús.

—¿Quién le digo que desea verle?—Mirando mi cara, ya puede usted

explicarle quién soy.Jesús apareció enseguida, nervioso

en extremo.—Buenos días. ¿Trae usted

noticias?—Sí que traigo.—¿Buenas?—Sí que lo son.—¿Muerto?—¡Muerto!—Un momento, voy a avisar a mi

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madre.—Claro, claro.—La criada le acompañará a una

salita. ¡Ah! No se le ocurra comentarque yo le ordené explícitamente matar alRaposo.

—Descuide.—Ahora vuelvo.En cinco minutos estaban sentados

Ernestina, Jesús, Inés y Antonio Javiercon el cazador, el último con una taza deté en la mano y unos pestiños con miel ybolitas de anís al alcance.

—Verán ustedes. Se lo puedo deciren dos palabras: asunto zanjado.

—Pero ¿zanjado..., del todo? —preguntó Jesús.

—¡Del todo! José Raposo ya no

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cometerá más fechorías.—Supongo que usted nos podrá

aportar alguna prueba... —dudaErnestina.

—¡Señora, por Dios! ¿Nopretenderá que les traiga aquí a la presapara que ustedes mismos la disequen ole hagan un dibujo para la posteridad?

—Tampoco se tiene que ponerusted así con mi madre. ¿Nos está usteddiciendo que ha tenido que matar a esecriminal?

—Perdonen ustedes. Así ha sido:me disparó y tuve que defenderme. Si nolo hago, me mata. Yo sé muy bien lo quehay que hacer en estos casos. Comocomprenderán, no puedo dejar pruebas.¡Solo faltaba que yo tuviese que

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apechugar como un criminal, porayudarles a hacer un acto de justicia. Ysi lo más importante es que no hayapruebas, ustedes no me las pueden pedir.Como no les lleva donde estáenterrado...

Inés mira preocupada a AntonioJavier.

—Tampoco es necesario que hableusted con esa crudeza, y menos delantedel chico.

—Señora, usted me disculpe, perola verdad es que esto ya me estáenfadando un poco. Yo no he pedido queestén aquí ni usted ni su madre ni suhijo. Ustedes me han pedido lo que mehan pedido, que el preso no lesmolestara más. Ese fue mi trato con don

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Jesús y lo he cumplido. ¡Tienen mipalabra de que el problema está resueltopara siempre! Ahora bien, si dudan, loúnico que puedo hacer es relatarles contoda su crudeza lo que ocurrió.

—No es necesario —negó Jesús,apoyando la negativa con movimientosde manos y cabeza—. No veo que hayaque entretenerse en detalles, aunque síque me parece oportuno que al menosnos diga, por encima, lo que ocurrió.Eso sí: le ruego que tenga usted lagentileza de tener en cuenta la presenciade mi señora madre, mi esposa y mihijo.

—Solo les puedo decir que, en unlugar que no conviene que les revele, meencontré con el pastor que usted sabe,

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don Jesús. Ya me costó sacarle laconfesión de dónde estaba el Raposo. Ydigo que me costó, no porque seresistiera, el muy tunante, sino porque nocedió hasta que no le ofrecí mil pesetas.

—¡Vaya!—Por cierto, creo que lo justo es

que usted añada ese dinero a larecompensa, que bien merecida me latengo.

—Por eso no se preocupe.—Pues sigo. El pastor me indicó

el lugar donde se escondía el Raposo.Lugar que no les diré para su seguridady la mía. El muy hijo de zorra sedefendió bien. Claro está que, al final,mi puntería y mi carabina Sprinfielddemostraron que un zorro nunca escapa

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a un buen cazador. Lo enterré en un lugary recé una oración por él. Sé que no sela merecía. Pero yo, señores, aunque nolo parezca, soy un buen cristiano.Practicar no practico, pero a cristianono hay quien me gane. Una vez yo...

—En fin —cortó Jesús aliviado—,lo importante es que la cosa está hecha.

—Así es. Por cierto, volviendo determinar mi trabajo, tuve un encuentrocon otro cabrero y, fíjese lo que son lascosas, ahí sí que salí malparado. Me haparecido una señal para dejar estetrabajo y buscarme otra vida, digamos,más tranquila.

—¿Y qué fue lo que pasó? —pregunta Antonio Javier, que no parecemuy entusiasmado con la noticia y con la

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resolución del caso.—El muy... en fin el cabrero me

dio una pedrada con una honda y merobó las botas, la carabina y el revolver.Y lo peor, todo el dinero que usted mehabía adelantado, don Jesús. En fin, esaes responsabilidad mía. Pero la cuestiónes que el trabajo este les ha salido austedes a entera satisfacción. Yo, por elcontrario, entre la carabina, el revólvery el dinero... ¡Vamos, que esto lo dejo ynunca más, Santo Tomás!

—Bueno amigo, ustedcomprenderá que lo que a usted le robeno dejen de robar es cosa suya. Yo ledebo a usted veinte mil pesetas y se lasvoy a pagar ahora mismo. Junto a las milque le dio al pastor, eso sí.

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—Ya. ¡Qué le vamos a hacer!¡Cosas que pasan! Yo les aseguro que deesto no hablaré en todos los días de mivida. Bien me advirtió usted que ni nosconocemos ni nos hemos entrevistadojamás. ¡Mucho me tendrían que torturarlos guardias civiles para que yo dijeraesta boca es mía!

—Jesús —intervino Ernestina—: aeste... caballero le das diez mil pesetasmás y él nos asegura que no nosvolvemos a ver nunca más.

—¡Por supuesto! ¡Cómo se notaque es usted una gran señora! Les doy mipalabra de que hoy es la última vez quenos vemos en esta vida. No se hablemás. Por cierto, las pastas, buenísimas.

Y, por una vez en su vida, Publio

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Cano, cumplió su palabra, porque nuncamás le volvieron a ver el pelo losGálvez. Dos días después, estabaembarcando en Cádiz en un vaporfletado por la Societé Generale deTransports Maritimes, con Río deJaneiro, Montevideo y Buenos Airescomo destinos.

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ISÀ

Isà ha asimilado en poco tiempo lahuida de José Raposo. Incluso se haalegrado, en cierto modo, de loocurrido. Después de todo, le ha servidode excusa para intentar un cambio devida. No es que le haya ido mal enMelilla, mas siempre ha sabido quealgún día tendría que irse y enfrentarse

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consigo mismo. Saber quién esrealmente.

Ahora siente un ansia inesperadapor encontrarse con su madre. Y undeseo irrefrenable de iniciar un futurodiferente. Hasta el momento, el hecho deser hijo de un cristiano y una musulmanaha marcado su vida por completo. Nosabe cómo, pero quiere que esto cambiede una vez por todas.

El padre de Isà era un soldadoespañol. De nombre Félix Foncubierta,había nacido en Dos Hermanas —muycerca de Sevilla— en 1824. En 1838 yaera educando de banda en el Regimientode Infantería Soria número 9, deguarnición en Sevilla. Doce añosdespués, en 1850, ascendió a sargento

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de banda y pasó destinado a la banda decornetas y tambores de la unidad militardenominada «Regimiento Fijo deCeuta».

Ya por entonces, los cabileñossolían hostigar a las tropas españolascada vez que salían de la ciudad deCeuta para hacer alguna marcha o algúnejercicio de tiro. A veces, se producíanalgunos enfrentamientos armados, que nosolían pasar de un tímido intercambio dedisparos, saldado casi siempre con lahuida de los rifeños y pocas veces conalgún muerto o herido.

Una tarde, volviendo de unamarcha, poco antes de llegar aCastillejos, el sargento Foncubierta, quemarchaba algo rezagado con algunos

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soldados de la banda, oyó unos gritos nomuy lejos del camino. Eran de mujer.

—¡Cabo!, sigue tú con estos quevoy a ver qué pasa ahí.

—¡A la orden mi sargento!Foncubierta se desvió del camino

y vio, a unos doscientos metros, unacasa de adobe, típica de los rifeños. Losgritos venían de dentro. El sargento seacercó lentamente y se asomó por unventanuco. Lo que vio le sobresaltóbrutalmente: dentro había un hombre yuna mujer, algo mayores de edad, tendidos en el suelo rodeados de sendoscharcos de sangre. Sobre un jergón,estaba una chica muy joven. Tenía losojos muy abiertos, pero ya no gritaba.Un soldado estaba a su lado, poniéndole

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la punta de un machete en el cuello;delante tenía a otro soldado con lospantalones bajados.

A Foncubierta le faltaba larespiración. Inmediatamente, pensó quetenía que decidirse. Caló la bayoneta desu fusil y entró en la habitación.

—¡¿Qué pasa aquí?!El soldado del machete se levantó

del jergón y, sin mediar palabra sedirigió hacia el sargento apuntándolecon el arma que llevaba en la mano; elotro se giró tratando de coger el fusilque tenía al lado, apoyado en una mesa.Foncubierta no dudó ni un instante.Disparó a bocajarro al que le atacabacon el machete y se volvió al otro que yaestaba cogiendo el fusil.

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—¡Quieto!—¿A mí me vas a dar órdenes con

el fusil descargado, mi sargento? ¡Me daigual ocho que ochenta!

El soldado se llevó el fusil a lacara. Foncubierta fue más rápido y leclavó la bayoneta en la barriga,sacándosela por detrás.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ala chica. Era casi una niña.

—Damya. Damya Alabi. Yoentiendo algo tu lengua. Poco.

Detrás de una cortina apareció unchico de unos ocho años.

—Mi hermano Magek. Lleva a losdos contigo. Ya no tenemos familia.

—¡Vamos!Obró automáticamente. Podría

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haberlos dejado allí, pero no pudo decirque no a la chica. Los montó en sucaballo y en poco tiempo se puso a laaltura de sus hombres.

—Mi sargento, ¿qué ha pasado?—Nada. He estado cazando unas

ratas.El sargento Foncubierta tenía una

casa alquilada en Benzú, un pequeñopoblado en la parte oeste de Ceuta. Allíinstaló a Damya y a Magek. Un añodespués, en 1851, nacía Isà.

Félix y Damya formaron algoparecido a una familia. No lo eracompletamente. En primer lugar, porqueel sargento estaba casado y sabía que,antes o después, se marcharía destinadoa la Península y regresaría con su

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esposa. Por otro lado, Foncubierta no sepreocupó nunca en exceso en laeducación del niño o del hermano deDamya. Sería más justo decir que lodejó casi todo en manos de ella, aunsiendo una niña. Tampoco tenía muchotiempo, o eso es lo que decía a menudo.

Al sargento ni se le ocurrióbautizar al niño. En una época en que elregistro civil y el bautismo ibanaparejados, un hombre casado no podíahacer nada al respecto. La iglesia no ibaa permitirlo de ninguna manera. Damyaenseñó a Isà los fundamentos de sureligión, a pesar de no tener muchosconocimientos sobre ella, a parte decosas rutinarias y básicas. E igual hizoFélix, a su manera. Isá igual rezaba un

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padrenuestro que una sura aprendida porsu madre de memoria. Para la madreera Isà y para el padre Jesús. El mismonombre en dos idiomas distintos y unaforma de «cumplir» cada cual con sureligión.

Foncubierta vivía con ellos. Nuncase le conoció relación con otra mujerque no fuera Damya. Ambos se querían.Sin embargo, había un abismo decostumbres y leyes que los separaban, apesar de dormir juntos cada noche.

En 1859, los rifeños atacaronCeuta. España y el sultán del Rifentraron en guerra. El 26 de abril delaño siguiente, el tratado de Wad-Rasratificó la victoria española y le reportóa España el reconocimiento de la

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soberanía sobre varias plazas del nortede África. El sargento estuvo fuera casitodo el tiempo que duró la contienda.Cuando regresó ya no era el mismo yDamya se percató enseguida de ello.

Siguió en Ceuta bastantes añosmás. Pero era frecuente que se pusiera ahablar con ella sobre la posibilidad depedir destino o de que lo mandasenforzoso a una guarnición de la península.Damya sabía que eso supondría el fin desu relación. Y lo amaba. Él también laquería, pero empezaba a decirse queaquello no podía seguir.

Un día del año 1872 —Isà norecuerda muy bien cómo pasó— FélixFoncubierta se marchó. Su madresiempre le dijo que se había tenido que

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ir porque había una guerra en Españaentre los carlistas y los isabelinos, peroIsà nunca lo terminó de creer.

Cuando se fue su padre, él teníaveintiún años. Su tío Magek, con treinta,estaba ya casado con una musulmana deCeuta. Isà había estado trabajandovarios años con su tío, que tenía unabarca de pesca.

A raíz de la partida de su padre, eltío Magek se comprometió a ayudar a suhermana. Con treinta y siete años yamancebada desde los catorce con uncristiano, no tenía la menor posibilidadde sobrevivir sin la ayuda de suhermano o de su hijo. A Damya nunca lefaltó algo para comer y vestirse. Y suhermano se encargó del alquiler de la

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casa.En Benzú, Isà era, para el resto de

los musulmanes, el hijo de un cristiano;en Ceuta, un musulmán más. El únicoque no sabía quién era exactamente —con sus padrenuestros y sus suras; supelo claro y su nariz aguileña— era él.

Muy pronto decidió que tenía quemarcharse. Tal vez terminaríaaveriguando cuál era su verdaderaidentidad alejándose del barrio dondenació y de los vecinos que conocían suhistoria.

—Madre, no se preocupe por mí.Algún día regresaré. Se lo prometo.

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Fueron las últimas palabras quedijo Isà a su madre. Ahora desea verlade nuevo y abrazarla. Después, yadecidirá qué hace. Se está despidiendode Ahmed. Salieron de Melilla en labarca del rifeño y ahora están en sucabila.

—Isà, te pido por favor que telleves este caballo. Te vendrá muy bienpara el camino. Ya me lo devolveráscuando puedas, junto con el dinero quete he prestado. Porque ya sabes que todoes un préstamo —asegura Ahmed, conuna sonrisa pícara.

Isà, se marcha. Todo es mirar haciadelante. Su dominio del Chelja y suindumentaria lo hacen uno más. Su tez,su cabello y sus ojos son claros, si bien

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esto no es imposible, ni mucho menos,entre los rifeños. Cuando llega a Ceuta,días después, se dirige directamente aBenzú, a la casa de su madre. Llama. Alcabo de unos segundos, abre undesconocido, que le contesta en español.

—¿Damya? Aquí no vive ningunaDamya. Se habrá equivocado usted decasa.

Esto no se lo esperaba. Se leocurre que tal vez Magek se hayallevado a su hermana con ella —«Ojaláno haya cambiado de casa mi tío»,piensa.

Cuando llama a la puerta de su tíoestá francamente preocupado e inquieto.Le abre su mujer.

—¿Quién eres?

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—¿No me recuerdas? Soy el hijode Damya.

—¡Ah, sí! Espera.—Hola Isà, ¿cómo estás? —le

dice Magek, que parece alegrarsefrancamente de verle.

—Bien, tío Magek... ¿Y mi madre?¡No le habrá pasado algo...!

—No. Nada malo. Anda, entra.Quédate a comer algo, que tienes carade no haber comido en bastante tiempo.Ahora te cuento.

Mientras comen tío y sobrino, elprimero le cuenta a Isà una historia queno se esperaba.

—Verás, Isà. Tu padre volvió...—¿Cómo?—Sí. Volvió. Hace ocho años se

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retiró del Ejército. Dos años después, en1880, su mujer cristiana falleció. En dosmeses estaba aquí buscando a tu madre.Me ha costado mucho aceptar que mihermana se fuera con un cristiano aEspaña. Pero sé que ellos se querían...,se quieren. Él le prometió que en cuantollegasen allí se casaría con ella. ¡Consus cincuenta y seis años! ¡Quince másque tu madre! Pero sé que se quieren.Además, entre nosotros la diferencia deedad no es ningún problema. Lo que másme ha costado aceptar es que tu madrehabrá tenido que hacerse cristiana paracasarse. A pesar de todo, la heperdonado hace tiempo.

—No me esperaba todo esto,Magek.

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—Ya sabes que tu madre no sabiaescribir. Pero tu padre dejó esta cartapara ti.

—¿Para mí? ¡No puedo creerlo!—Yo no entiendo lo que pone. Él

solo me dijo que, si volvías, te laentregara. Aquí la tienes.

Isà, atónito, empieza a leer:

Hijo mío. He venido parallevarme a tu madre a España. Mecasaré con ella. Siempre la hequerido y ella a mí.

Y a ti siempre te he querido,como hijo mío que eres. No supedarte todo el tiempo que se debedar a un hijo y lo lamento. Tampocote pude reconocer en su momento y

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eso me pesa mucho más de lo quepuedas imaginar. Además, eres miúnico hijo. Nunca he dejado desentir haberme ido de Ceuta. Peroahora todo está como debe ser.

Si quieres venir a vernos o avivir con nosotros, te reconocerécomo hijo mío que eres. Vivimos enSevilla. Solo tienes que preguntarpor la alameda de Hércules. Muycerca, entre las calles Amor de Diosy Trajano, hay un pasaje en el quepodrás encontrar una taberna.Pregunta allí y nos encontrarás.Vivimos al lado.

Me dice tu madre que laharías muy feliz si fueras a vernos yque desea con toda su alma

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abrazarte. Si quisieras quedarte,aquí tendrás tu casa cuandonosotros faltemos.

Un abrazo de tu padre.Félix Foncubierta.Ceuta, 8 de abril de 1880.

Isà sigue mirando el papel largorato, a pesar de haberlo leído y releído.

—¿Qué dice?—Mi padre quiere reconocerme

como hijo suyo y me invita a que vaya asu casa.

—Esto es una decisión tuya. Siquieres quedarte aquí, puedes volver apescar conmigo. Eres mi sobrino...

—Gracias, tío Magek. Queríapedirte algo. Tengo fuera un caballo de

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un amigo. Es pescador cómo tú. Va a serdifícil devolvérselo, así que te lo dejoaquí y lo puedes tener como tuyo con lacondición de que, si se presenta laoportunidad, se lo devuelvas. Te dirécómo se llama y dónde vive.

—Por eso no te preocupes. Yrespecto a tu decisión, puedes quedarteaquí unos días o el tiempo que quieras,mientras lo piensas con tranquilidad. Micasa no te va a faltar.

Al día siguiente, Isà está en elpuerto de Ceuta, esperando encontrarbillete para el primer barco que salgahacia Cádiz. Desde Allí, tomará el trencon dirección a Sevilla. Le estáesperando una vida nueva. Está lleno deincertidumbres, mas sabe que está

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haciendo algo que ya estaba escrito ensu destino desde el día que nació.

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NO SOLO DE GALLINAS VIVE ELRAPOSO

Después de haber «visitado» todaslas casas de campo de los alrededores,José Raposo ya no sabe qué hacer parallevarse algo a la boca. A parte dealgunas perdices, cazadas de nochecerca del río, así como algunosespárragos y tagarninas, lleva variosdías sin probar más que agua, aunque

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esta no le falta, porque noviembre haempezado lluvioso. Las noches en lacueva son cada vez más frías, y elhambre aprieta más de la cuenta.

Una mañana se despiertadesesperado por el hambre. Haamanecido, por fin, un día limpio ysoleado. La lluvia ha cesado y el cieloestá completamente despejado. No seoye el más leve sonido, salvo algunasuave ráfaga de aire. Al fondo, sedivisan aún algunos nubarrones negrosque se desplazan hacia el noreste. Todoes quietud. No ha sentido tanta pazdesde que llegó al refugio; ni tantanecesidad de tomar algo caliente.

Su mayor entretenimiento desde elmes anterior ha sido observar las

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cañadas de Galis y de los Caños, viendocómo van regresando los pastores.Deben haber pasado todos, pero ningunoera parecido a Perico. No se ha atrevidoa bajar a pedir comida a los que han idopasando, porque ha pensado que puedehaber carabineros en la venta de Piña:«Seguro que los interrogan y eso medescubriría. No puedo asumir eseriesgo».

De pronto se cumple en José, eldicho de que el hambre aguza el ingenio:se acuerda de la cédula de AntonioAragón Panés. ¿Y si se afeita, se corta elpelo y se pasa por Algar a la luz deldía? Tiene dinero. No es más que estarun rato, como que va de paso, y comprarcomida en la primera tienda de

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ultramarinos que vea. Luego, volver ycomprobar que nadie sospecha ni lesigue.

José se pasa el día entero dándosevalor y diciéndose que nadie va asospechar de un hombre afeitado y acaballo. Bueno, los carabineros debensaber que tiene un caballo. Es un riesgo.Al final, el hambre puede más que todoslos temores. Se decide: «Mañana mevoy a Algar»

Al día siguiente, «AntonioAragón», panadero de Chiclana de laFrontera, con una pelliza de buenafactura, unos buenos zapatos y unospantalones algo gastados, entra en Algarmontado en un caballo que —parahacerle sentirse inquieto— llama más

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atención que él mismo. Su aspecto no esexcesivamente bueno, pero tampocomucho peor que el de algunos lugareños.Y él «viene de viaje desde Chiclana».Entra en la primera tienda deultramarinos que ve.

—Buenos días.—Buenos los tenga usted. ¿Qué

desea?—Pues quería comprar algo de

comida.—Usted no es de por aquí...—No, soy de Chiclana.—¿Y qué hace usted en Algar, si

no es mucho preguntar?José tiene preparada la respuesta.—Soy panadero. Resulta que hace

unos años mi padre compró unas cabras.

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Mi hermano, suele venir a la sierracuando las lluvias escasean en la costa,pero este año se vino para acá mástarde de lo habitual, porque mi padreestaba enfermo. Cuando mejoró, mihermano salió con las cabras, peroahora mi padre ha empeorado y me temoque si no encuentro a mi hermano prontopuede ser que no lo vea vivo.

Son demasiadas explicacionescuando se han pedido muy pocas.Demasiada justificación. No obstante, eltendero y su mujer se muestran muyinteresados y felices de que alguien lescuente toda esta aventura del hermanoque busca al otro antes de que su padrefallezca.

—¡Vaya, amigo, sí que lo siento!

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Dígame lo que necesita, que, teniendodinero, se lo sirvo ahora mismo.

«Antonio» carga el caballo decomida. Sobre todo embutidos, queso ycosas que duren. Luego piensa que consu explicación no va a poder volver aAlgar y que el hambre sí que volverá.

Monta y, sin precipitarse, sale delpueblo. Va pensando que le ha ganadounos días al hambre. Aunque no tiene lamenor idea de lo que hará cuando pasenesos días. Llega a la cañada de Galis,sigue un rato, mira arriba y abajo y subehacia su guarida. Está seguro de quenadie le ha visto.

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José continúa observando lascañadas. Es una rutina que le mantienedistraído y le sirve de excusa para noquedarse dentro de la cueva, mas estáconvencido de que ya no se encontrarácon Pedro Cárdenas. Recuerda laspalabras de Perico el Cojo: «clavadito amí». La cosa es que ya es mediados denoviembre y no lo ha visto. Tal vez hayacruzado de noche o no es tan«clavadito» a su padre. O tal vez havuelto más hacia el norte, por la cañadade Ubrique.

A lo lejos, aparece un rebaño.«¡Vaya!, parece que todavía quedabaalgún pastor por volver», piensa. Alprincipio no hay nada que le llame laatención, pero a medida que el rebaño

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se va acercando, José va cambiando decara: «¡Clavadito! ¡Me parece estarviendo a Perico! ¡Es él!».

José desciende por la ladera yespera, agazapado, a que llegue elcabrero a su altura. No hay nadie a lavista salvo Pedro y su rebaño de cabras.Cuando pasa a su lado, le sisea. El otrogira la cabeza, sobresaltado.

—¿Quién anda ahí?—Soy amigo de tu padre —

responde José mientras se levanta—. DePerico el Cojo. ¿Te habló él alguna vezde José Raposo?

—¿Raposo?—Sí. El niño que tuvo de pastor

antes de que tú volvieras de Cuba.Porque tú eres Pedro Cárdenas...

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—¡Nos ha Jodido! —Pedro parecehaber aprendido la asignatura de fraseshechas y de palabras favoritas en lamisma escuela que su padre— ¿Cómome has conocido?

—Porque eres muy parecido a tupadre. ¿Te importaría entrar por aquí,fuera de la cañada?

—No... ¿Por qué?—Porque soy un fugado de la

justicia.—¡Nos ha jodido! —exclama

Pedro mientras azuza a las cabras haciala ladera con la ayuda de los dos perrosque lleva.

Al cabo de un rato, ambos están alresguardo de las vistas, sentados trasuna roca, mientras las cabras se

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esparcen por la ladera.—Pues sí, mi padre me habló de ti.

¿Y cómo es que andas por aquí?José le cuenta su historia.—Lo del asunto de los Gálvez y tu

condena ya lo sé. Lo que no sabía es lode tu fuga.

—Me escapé del presidio deMelilla a finales de mayo. Terminandoel mes de julio, fui a ver a tu padre. Élme dijo que estabas por aquí y que mepodrías ayudar a encontrar un refugio,pero no me quise exponer dando vueltaspor los pueblos y cañadas de la sierra.Aunque imaginaba dónde podrías estar,porque tu padre me dijo que ibas a losmismos sitios que él.

—Así es. ¿Para qué cambiar?

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Cada pastor tiene sus sitios y loscomparte con otros cuando llegan a unacuerdo.

—Ya pensaba que no meencontraría contigo. Es muy tarde paravolver.

—Sí que es tarde. Nunca habíavuelto en noviembre. Pero tengo mismotivos.

—Supongo que conoces la cuevaque está al otro lado del cerro...

—Claro que sí. He dormido conmi padre muchas veces ahí. Y solotambién.

—Te voy a pedir un favor.—Lo que quieras.—En primer lugar, no le digas a tu

padre dónde estoy. Los carabineros

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podrían interrogarlo y forzarle a decirlo.Desde finales de julio hasta ahora, estoyen la cueva. Y he podido comprobar quees un lugar seguro. No se les ha ocurridomirar ahí.

—Sí que lo es. Una buena guaridapara esconderse. Hay sitios peores.

—¡Desde luego! Si te contaracómo era el sitio donde dormía en elpresidio de Melilla... Bueno, el favorque te quería pedir es que vayas a dondeel periódico El Guadalete y preguntespor Francisco Montes y Pablo Gutiérrez.Para que les digas que estoy bien ydónde me he refugiado. Por si acaso...

—¡Eso está hecho!—Y a tu padre le das un abrazo de

mi parte, le dices que sigo bien y nada

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más.—De acuerdo. ¿Y de viandas,

cómo andas?—Hasta hace unos días, bien;

aunque cada vez estoy más escaso. —José le cuenta a Pedro la historia de lacédula y su compra de comida en Algar.

—¿Antonio Aragón? ¡Claro que loconozco! Buen tipo. No coincidimosmucho últimamente. ¡Pues te hasarriesgado yendo al pueblo...!

—Cuando hay hambre se olvidauno de los riesgos.

—¡Nos ha jodido! Mira, voy justode comida. De todas maneras, te voy adar toda lo que llevo. En la venta dePiña compraré algo para el resto delcamino.

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—Si vas a la venta de Piña, dilesal dueño y a la hija que estoy bien, perono les digas nada de la cueva. No quieroque se vean metidos en líos por miculpa. Tú diles que estoy bien y nadamás.

—Se lo diré, no gastes cuidado.Estoy pensando que lo mejor es que mevaya marchando, no vaya a ser que loscarabineros o los guardias civiles pasenpor aquí y les dé por echar un vistazo.

—Hace tiempo que no les veopasar. ¿Tú te has encontrado concarabineros?

—Sí que los he visto. Y miencuentro con ellos es lo que ha hechoque me retrase en volver. El mespasado, saliendo de Villaluenga del

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Rosario con la intención de empezar deregresar a la Barca, me paró un sargentoalto y con un bigotillo muy fino. Iba conocho o diez más. Me preguntó por mí.Yo me sobresalté al principio. Luego ledije que el Pedro Cárdenas, o sea yo, yame entiendes, se había quedado porGrazalema. Iban de un humor de perros.El sargento me dijo que por Grazalemaya habían estado dos veces y yo leindiqué que estabas en un cerro a la salida del pueblo hacia el norte. El másalto.

—Conozco de vista al sargento.Esos te buscaban a ti para preguntartepor mí, porque saben que tu padre medijo que te buscara. Lamento decírtelo,pero me temo que le hayan amenazado o

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maltratado para sacárselo. Loscarabineros son un problema; aunquehay otro que también me ha tenidopreocupado, un pelirrojo alto y malencarado. Desde arriba del cerro pudepresenciar cómo estuvo a punto deahorcar a Antonio Aragón hace tresmeses, cuando yo llevaba pocos díasaquí.

—Al pelirrojo ese no lo he visto.—Mejor.—Pues —continúa explicando

Pedro—, cuando se fueron loscarabineros en dirección a Grazalema,me puse a cavilar sobre el motivo por elque me estaban buscando. Aunque nopodía imaginármelo, me dije que nosería por nada bueno y que, como en

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Grazalema no iban a encontrar nada, talvez tuvieran tiempo de volver a por mí yentonces me las iban a dar todas juntas.Tengo una medio novia cerca de ElGastor, en un cortijillo. La verdad esque va siendo más entera que media. Sino fuera por mi padre, lo mismo mehabría quedado allí hace algún tiempo.Más adelante, no lo descarto. La cosa esque me fui para El Gastor, buscandoveredas y pastos escondidos, y me hepasado allí el último mes. Pensando quemi padre debe estar más quepreocupado, me he dejado crecer labarba durante este tiempo, me hecambiado de ropa y he decidido quehabía que arriesgarse e ir volviendo acasa.

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—Pues, conmigo no te ha servidodejarte la barba. Tu padre también lohacía.

—Bueno, lo dicho: me voy ya.Aquí tienes la comida que me queda. Aver si hay suerte y nos podemos ver enotras circunstancias.

—¡Ojalá!—¡Nos ha jodido! ¡Ya verás que

sí!

Quince días después, yaterminando noviembre, José está denuevo desesperado por el hambre. Nosabe qué determinación tomar respecto asu futuro inmediato: «Es posible que la

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patrulla de carabineros que me buscabahaya desistido. Tal vez sea buenmomento para intentar llegar al puertode Galis y desde allí seguir en direccióna Cortes de la Frontera y Ronda. Omejor no lo hago: los dos periodistassaben dónde estoy y me pueden ayudar.Creo que tengo que aguantar aquí almenos hasta que pase un poco más detiempo y las cosas se vayan olvidando.Entonces veré a la familia y me largo».

Al final, el hambre lo lleva denuevo a Algar. Aunque es consciente delpeligro, se ha buscado una explicaciónante las suspicacias que pudiera levantarsu vuelta al pueblo. Llega a la mismatienda que la vez anterior y se baja delcaballo.

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—Buenos días, amigo.—Buenos días.—¿Cómo usted por aquí de nuevo?

¿Y su hermano?—¡Ni rastro! ¡No me lo explico!

Debe haber vuelto a Chiclana. Voy acomprar comida para el regreso y mevoy a mi pueblo, a ver si está allí.

—Usted dirá qué desea...José carga el caballo de comida y

paga. Antes de despedirse, se mira lospantalones y la camisa. Se decide:

—¿Hay en el pueblo alguna tiendade ropa?

—En la pensión que está en laplaza del Ayuntamiento venden géneroque traen de vez en cuando de Cádiz. Siquiere usted pasarse por allí... Está

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cerca.José ha decidido comprarse

algunas prendas que le protejan del frío.El invierno se viene encima y la cuevaestá helada por la noche. Es un riesgo,pero será un momento. Se va hacia lapensión.

—Buenos días. ¿Qué desea usted?—Pues vengo de la tienda de

ultramarinos que está en la entrada delpueblo. Me han dicho que tienen ropapara vender.

—Tenemos de todo un poco. Lacosa es que sea de su talla. ¿Quénecesita?

—Unos pantalones y una camisa. Yun chaquetón también. ¡Ah!, y si tuvieranunas botas y una manta...

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—Ya le digo: de todo tenemos unpoco.

Al cabo de un rato, José estácargando la ropa y las botas en elcaballo.

En la taberna de la pensión, unachica guapa sirve cafés a un par deparroquianos.

—Buenos días. ¿Quiere ustedtomar un café.

José no puede resistir la tentación.Lleva meses sin probar nada caliente.

—¿Con leche caliente?—¡Claro! Siéntese, que ahora

mismo se lo traigo. ¿Algo más paraentrar en calor? ¿Una copita?

—No. ¿Tienen pan con mantecacolorada?

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—Claro que sí. ¿Un bollo?—Mejor dos, si no le importa.Mientras despacha su segundo

café, José ve cómo llegan a la puerta dela pensión unos carabineros. Está apunto de echar el líquido que tiene en laboca. Se queda paralizado. Salircorriendo no es una opción sensata, asíque se queda mirando la taza de café yecha otro trago.

Los carabineros desmontan yamarran sus caballos al palo horizontalque está a dos metros de la entrada,justo al lado del caballo del prófugo ¡Esel sargento del bigote fino y los otros!¡Los que le buscan desde julio!

—Romerales, ¡no me toque loscojones!

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—Mi sargento, ¡Dios no lopermita! Usted sabe que yo solo estoypara aprender y para cumplir susórdenes.

—¡Menos cachondeo, Romerales!—El sargento pasa casi rozando a José.Lo mira con curiosidad—. Buenos días.

—Buenos días —musita José.—Como le decía, mi sargento: yo

estoy aquí para atender a sus órdenes.Solo que...

—¡Cabo!, que la gente se acomodeen la pensión. Mañana temprano salimospara Jerez. Yo me voy a tomar un café yluego iré a ver al cabo de la GuardiaCivil para comunicarle nuestro paso yque confirme por telegrama nuestroregreso. —Roncero y Romerales se

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sientan al lado de José—. A ver...,Romerales, ¿qué pasa ahora?

—Eso mi sargento, que le decíaque yo estoy aquí para obedecer susórdenes. Pero no me negará usted quenos hemos hartado de dar vueltas por lasierra como zorra por rastrojo. Y todopara nada. ¡Mira que no darnos cuentade la maldita guasa del que nos mandópara Grazalema! ¿Y el bochorno de irpreguntando por Alcalá de los Gazulescuando allí no entran los pastoresforasteros desde no recuerdo qué siglo?

—Mire Romerales, vamos adejarlo estar... Tengo que decirle algomuy importante: ya he hablado con losdos cabos. Ellos entiendenperfectamente que hay ocasiones que

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requieren prudencia a la hora deelaborar los informes y que hay cosasque no es necesario contar. Pero ustedme preocupa, porque usted, Romerales,es un charlatán y un mete líos decojones.

—¿Yo?—¡Sí, usted! ¡Se lo advierto!:

como se le ocurra decir una palabra delo de Alcalá o lo de Grazalema, a mí meperjudica, pero le juro que a usted lebusco la ruina en el Cuerpo. ¡Se lo juro!

—¡Por Dios, mi sargento!, no sepreocupe por eso. Yo, callado como unatumba.

—¡Se lo advierto! ¡No se meta encamisa de once varas o va a salirmalparado!

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José se levanta, entra en la tabernay paga la consumición. Sale sin mirarmás que al suelo y se dirige,parsimoniosamente, hacia el caballo. Elsargento Roncero y el carabineroRomerales continúan hablando. Elsegundo parece distraerse un momentode la conversación, mira fijamente aJosé y le da un codazo a su jefe,indicando con el rostro la dirección deltipo que está junto a su caballo a puntode montar.

—Mi sargento —musitaRomerales en voz muy baja.

—¿Qué pasa ahora, Romerales?—Mi sargento —repite romerales

en voz más baja aún—. Esa cara...—No me venga con maniobras de

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distracción, Romerales. Atienda lo quele digo y déjese de tonterías.

Cuando el prófugo está ya montadoen el caballo, Romerales le llama. Josésiente que se le para el pulso.

—¡Eh, amigo! —exclama elcarabinero con aire dubitativo.

—¿Quién, yo?—Sí, claro. ¡Usted! ¡Buen viaje,

hombre!—Gracias... ¡Buenos días!—Eso, ¡buenos días!—Como le decía, Romerales...

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ESFUMADO

El capitán Genaro Quesada estásentado en el recibidor de la casa de losGálvez, hablando con el jefe de lafamilia.

—Pues nada, Jesús, lo que te digo:¡como si se lo hubiese tragado la tierra!

—Pues ya lo siento, porque mehubiera gustado que hubieseis cogido aese criminal...

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—He tenido un pelotón dedicadoexclusivamente a la tarea de peinar todala sierra de arriba abajo. Hay quereconocer que no es tarea fácil encontrara alguien huido. La sierra tiene muchoslugares donde esconderse, pero resultaextraño que haya aguantado escondidomás de tres meses, sin salir de suescondrijo para comer. ¡Imposible!

—Pues no sé qué decirte —afirmaJesús mientras piensa que el dinero quepagó al pelirrojo ha merecido la pena—.Al menos, creo que a estas alturas elcriminal no nos pondrá en peligro a losGálvez.

—¿Qué quieres decir?—No..., que si no ha venido por

aquí, a incordiarnos, o a Dios sabe qué,

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estando terminando ya noviembre, nocreo que lo vaya a hacer a partir deahora.

—Nunca se sabe, Jesús. Tambiénhay que tener en cuenta que hemosbajado la guardia. No hay que fiarse.Aunque, la verdad es que no creo que sele ocurra venir por aquí. Si se haquedado quieto como un zorro, no se vaa arriesgar ahora.

—Por mi parte, lo que me duele esque no esté en presidio como deberíaestar. No obstante, como cristiano,después de todo lo pasado, le perdono.

—La cuestión, Jesús, es que elfugado se ha esfumado. Una de dos: o hatenido algún percance muy grave o halogrado pasar hacia Sevilla o Málaga y

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ya está muy lejos de aquí. Yo me inclinomás bien a creer en lo segundo. Encualquiera de los casos, el asunto parecequedar zanjado. No obstante, losdestacamentos de Ubrique y Arcos de laFrontera seguirán teniendo órdenesexpresas al respecto. Si algún detenidopor contrabando o cualquier otro delitocoincide con la descripción delfugado...

—Claro, claro. Te lo agradezco,Genaro.

—Solo cumplo con mi obligación,como carabinero y como amigo. Lo queno puedo es mantener por más tiempo unpelotón dedicado exclusivamente abuscar al fugado. Pero voy a mandar ados de mis mejores hombres a dar una

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última batida, a ver si hay suerte.—Te lo agradezco una vez más. —

Jesús piensa en la cara que pondríaGenaro, y en el lío en que se metería él,si su amigo supiera que Raposo estámuerto y que lo está porque ha pagado aun cazarrecompensas por su cuenta—.Yo también doy por zanjado el asunto. Ysi aparece por casualidad, pues será unagran noticia.

—¡Desde luego!—¡Ah, Genaro!, una pregunta: ¿y

la pista del pastor con el que iba acontactar el criminal?

—¡Igual! ¡Ni rastro! Aunque ahítengo la impresión de que hay queachacarlo a falta de eficacia de mishombres. Después de estar deambulando

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cuatro tres meses por la sierra y noencontrarlo, mandé al jefe del pelotón ya un número a la choza del anciano. Delpadre, quiero decir. Resulta que el hijoestaba allí y juró por lo más sagrado queeste año había vuelto enseguida. Laverdad es que todo me resulta muy raro.

¡Y tan raro!: el sargento Roncero yel carabinero Romerales habían estadodos días antes en la choza de Perico elCojo. Antes de entrar, el sargentoadvirtió al carabinero:

—Romerales, déjeme llevar a míel peso de las pesquisas. No se meentrometa.

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—¡Mi sargento! No tiene de quépreocuparse. ¿Por quién me ha tomado?

—¿Por quien? Se lo voy a decir:por alguien que tiene la manía deintervenir en todas las conversaciones ydar opiniones sin que se le pidan.

Cuando entraron, se encontraron debruces con el pastor que los habíamandado a Grazalema.

—¡Usted es el pastor que nosencontramos por la parte de Ubrique ynos dijo que Pedro Cárdenas estaba porGrazalema!

—¿Quién yo? ¿Pero qué dicen? Esla primera vez que les veo a ustedes.

—¿Me está tomando el pelo?¡Estoy seguro de que era usted! ¿Verdad,Romerales?

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—Yo no me suelo equivocar conuna cara, mi sargento. Y este es elmismo.

—¡Hombre, Romerales, por unavez no me desmiente!

—¿Cuándo le he desmentido yo,mi sargento?

—Mejor lo dejamos...Perico oye la conversación sin

intervenir. Está algo delicado desde lapaliza que recibió del capitán Quesada,si bien no se trata de nada importante.Su estado está más relacionado con eldesánimo que siente desde que fuemaltratado y obligado a hablar, que conalgo físico.

—Mire usted, mi sargento: yo lepuedo demostrar que ustedes no se

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pudieron encontrar con mi hijo enoctubre.

—Diga.—A finales de Julio tuve una

visita. Era un capitán de su Cuerpo. Unogrande con el bigote retorcido haciaarriba...

—¡El capitán Quesada! Esinconfundible...

—Romerales, coño, ¿se quierecallar?

—Vale mi sargento. Rectifico: uncapitán, sea quien sea.

—A lo que voy —continua Perico—: el capitán me propinó una buenasarta de puñetazos y me hizo algún queotro corte en los brazos con un machete.Y todo porque quería que le dijera

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dónde estaba un preso que se ha fugado.Uno que conocí cuando él era un crío yno he vuelto a ver desde entonces.

—¡El Raposo! ¡El que estamosbuscando nosotros!

—Romerales, ¡se lo juro por Dios!¡No se libra de un arresto ni aunque leconcedan una Laureada! ¡Salga afuera yno se le ocurra entrar!

—Rectifico mi sargento: un fugadocualquiera, quería decir.

—¡Que salga, coño! Siga usted.—Yo no tenía la menor idea de lo

que me preguntaba, pero pensé que elcapitán me mataba si no le decía algo.Así que me inventé que el preso habíaestado aquí y que yo le había mandado aencontrarse con mi hijo, aquí presente,

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para buscarle un refugio seguro.—De eso nada: nosotros nos

encontramos con su hijo de usted enVillaluenga y él nos mintió ocultándonossu identidad y diciéndonos que PedroCárdenas estaba por la zona de Grazalema...

—No. Ustedes no pudieron versecon mi hijo. Porque yo mandé a buscarleinmediatamente para que no tuvieseproblemas y pocos días después estabaaquí, en mi casa, con el rebaño.

—¡Pero hombre, por Dios! ¡Eso nohay quien se lo crea!

—¿Qué piensa que es más fácil decreer y más ventajoso para ustedes, misargento? —pregunta Perico con unasonrisa irónica y burlona— ¿Decir a su

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capitán que mi hijo regresó enseguida ylleva aquí más de tres meses, o que yome busque a un conocido mío para quele diga al capitán que ustedes seencontraron con mi hijo en Ubrique y éllos mandó para Grazalema sin que seenterasen de nada?

—Pero usted no será capaz...—¿Qué no? Haga la prueba...—Bien. Por ahora no tengo más

que hablar... ¡Mucho cuidado con lo quehacen! Y buenos días.

—Lo mismo le digo.—¿Me amenaza?—No. Que lo mismo le digo:

Buenos días.—Bien pensado, me parece que

lleva usted toda la razón —admite

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Roncero—. No puedo asegurar que suhijo fuese el mismo que nos encontramosen Ubrique.

El sargento Nicolás Roncero salede la choza. Se monta en el caballo.Romerales se pone a su lado.

—¿Qué, mi sargento?—Nada, que no es el mismo. El

hijo lleva aquí más de tres meses.—¿Cómo que no es el mismo?—No, Romerales. No es el que

nos engañó y nos mandó a Grazalema,nos dejó en ridículo y nos expone a quesu padre lo ponga en conocimiento delcapitán.

—¿Del capitán? Ahora que lopienso, mi sargento, lleva usted toda larazón. No es el mismo. No lo es. No se

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parece en casi nada.—Romerales, va aprendiendo. Y

yo también. ¿Sabe qué le digo? Que lelevanto el arresto.

Poco después, cuando Roncero yRomerales dan cuenta de su gestión alcapitán, les cae el «premio mayor»:

—Mi capitán, el cabrero está devuelta en su casa desde poco después deque nosotros saliéramos para la sierra, afinales de julio.

—Muy raro me parece eso,Roncero...

—Es lo que nos dijo el padre —aclara Roncero—. Mandó aviso a su

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hijo, porque se encontraba mal.—Sí, mi capitán —precisa

Romerales—: al parecer, le habíanpropinado una buena paliza y...

—¡Romerales¡—¿Sí, mi sargento?—Perdone mi capitán, pero esto es

superior a mis fuerzas: ¡Romerales! ¿Austed, quién le ha autorizado a que seponga a hablar ahora de palizas ni degaitas?

—Deje, deje, Roncero. Ya sé queRomerales tiene la lengua tan largacomo fama de buen tirador.

—Mi capitán —acierta a decirRomerales—, no comprendo qué tieneque ver lo uno con lo otro...

—Pues tiene que ver. ¡Y mucho!

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Porque, por culpa de su lengua y de subuena puntería, va a ser usted el que vaa acompañar al sargento Roncero a daruna última batida por la sierra. Les voya dar dos armas de lo último que haadquirido el Cuerpo: dos fusilesRemington de once milímetros. El 20 dediciembre los quiero aquí, a ser posiblecon el fugado. Vivo o muerto.

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UN GIRO SORPRENDENTE

Francisco Montes y PabloGutiérrez están sentados en una casa decomidas situada en la calle Larga, justoal lado del Casino Jerezano. Se estántomando dos cafés después de unaexcelente comida. La casa está muyconcurrida, pero las conversaciones sonmoderadas y de buen tono, cosa que nose puede decir de otros establecimientos

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similares de la ciudad. Nuestros dosperiodistas suelen acudir con ciertaregularidad al lugar. Montes tiene cosasinteresantes que contar a su amigo.

—Lo que te digo, Pablo —Francisco baja la voz al mismo tiempoque mira hacia ambos lados—: tengopruebas contundentes e inequívocas deque el hijo de Jesús Gálvez, el herederodel cortijo, es hijo de Juanita Raposo.Como vimos por el papel que nos dictóella para su hermano, el niño fueraptado. Pero ahora tengo pruebas detodo.

—¡¿Qué me dices?! ¿Y cómo lopuedes demostrar, si se puede saber?

—La primera pista me la dio elpadre de Juanita. Me dijo que el niño se

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registró y bautizó a poco de nacer. EnSan Marcos. No tuve más que ir a ver alpárroco. Con mucha perseverancia ydando algunos rodeos, logré que meexpidiera varios certificados debautismo. Como ya te estarásimaginando, uno corresponde a un niñocon apellido Raposo y otro al mismoniño, con apellido Gálvez.

—Bueno, eso no demuestra nada,¿no?

—Fue el principio. De momento,eso prueba que había dos niñosregistrados. Luego visité a FelipeAgudo, el médico de la familia. Le hesacado algunas cosas muy importantes,que el está dispuesto a testificar cuandosea necesario. Lo principal, que el hijo

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de los Gálvez y el de Juana Raposo sonla misma persona.

—¿Cómo lo puede asegurar eldoctor?

—En primer lugar, porque Inés, laesposa de Jesús Gálvez, nunca estuvoembarazada.

—Pero eso tampoco es una prueba.Podrían haberlo recogido de la inclusa...

—¡Hombre de poca fe! El doctorsabe que el niño que apareció en casa delos Gálvez hace casi dieciséis años erael de Juana Raposo porque una semanaantes lo había atendido en la choza de laúltima, de una enfermedad sinimportancia.

—¡Vaya! Pues sí: eso es unaprueba concluyente. Pero los Gálvez

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pueden jurar que Juanita se lo entregóvoluntariamente. Sería la palabra de unafamilia adinerada y conocida contra lade una pobre chica. Y ya sabes...

—De momento, con lo que te hedicho, lo que está más que probado esque Antonio Javier es hijo de Juana y node Inés. Lo cual no es poco. Ahora bien,hay algo que nos falta y que tú hasapuntado muy bien...

—Demostrar que se trató de unrapto, es decir, que el niño le fuesustraído a su madre sin suconsentimiento.

—Ahí quería yo llegar, Pablo.Siéntate bien, no te vayas a caer. Heencontrado a una criada que fue testigodel robo y está dispuesta a declarar

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cuando yo se lo pida. ¿Qué te parece?—¡Genial! Es una gran noticia. ¿Y

a qué esperamos para denunciar el casoante la justicia?

—Hay dos razones. La primera esque no estoy seguro de que esto sea lomejor. Quiero decir que, cuandodemostremos que Antonio Javier Gálvezes hijo de Juana Raposo, podemosquitarle su derecho a heredar los bienesde su familia. Tendríamos que demostrarque es, además, hijo de un Gálvez. Y esotú y yo lo sabemos. Pero no tenemospruebas.

—¿Y la segunda razón?—Que me gustaría que estuviera

presente nuestro amigo José en elproceso judicial, si es que denunciamos

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el rapto.—Pues eso sí que va a ser bien

difícil.—No te creas, Pablo —se

apresura a replicar Francisco, con unaamplia sonrisa—. Puede que no sea tandifícil.

—Ahora sí que me dejas intrigado.¿Cómo vas a traer a un fugado apresenciar un juicio?

—Ya te he dicho que te sientesbien. Hace unos días, aquí al lado, en elCasino, estaba yo echando una ojeada aun volumen encuadernado de unperiódico de Cádiz capitalcorrespondiente al primer semestre deeste año. De pronto leí una noticia queme dejó de piedra: ¿Cómo no me había

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percatado antes, siendo periodista yconociendo la noticia, de lo que podíasignificar para José Raposo? La hecopiado textualmente en esta hoja depapel. ¿Te importaría leerla en voz alta?

—Dame el papel, Paco, que metienes en ascuas.

—Lee, lee.

Tras el fallecimiento de sumajestad don Alfonso XII, el 25 denoviembre del año pasado, suegregia esposa, la reina regentedoña María Cristina de Habsburgo-Lorena, tuvo a bien dictar un realdecreto de amnistía que abarcabaen toda su extensión a todos lospresos de origen político del reino y

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sus posesiones e islas de UltramarAnteayer, 26 de abril, la

benevolencia de nuestra reinaregente ha llegado aún más lejoscuando ha extendido los beneficiosde la anterior amnistía a todos lospresos, por cualquier circunstancia,que llevasen en el momento delfallecimiento de su real esposo másde doce años sufriendo condena.

Todo ello es de agradecer engran parte al estadista liberal donPráxedes Mateo Sagasta, que hasabido aconsejar a la reina paraque interprete...

—Vale, vale, Pablo. Es suficiente.—Está muy bien, Paco. ¿Pero todo

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esto, qué tiene que ver con lo queestamos hablando?

—Te está pasando lo que a mí: lotienes delante de la narices y no lo ves.Vamos a ver, Pablo: ¿Cuándo conocimosnosotros a José Raposo?

—A finales de julio, en la chozadel cabrero de la Barca de la Florida.

—¿Y recuerdas, más o menos,cuánto tiempo hacía que se habíafugado?

—Déjame que piense. Creo que elpadre nos dijo que hacía unos dosmeses, ¿no? ¡Joder! ¡Se escapó despuésde que se hubiera promulgado unaamnistía que debía haberlo puesto enlibertad!

—¡Exacto!

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—Pero esto lo cambia todo para elfugado. No hay más que ir a un juzgado ycontarlo.

—¡Ojalá fuese así de fácil! Yopienso que está muy claro que ha habidouna negligencia. La cuestión es que elpreso seguía en el presidio de Melillaun mes después de la amnistía.Indudablemente, su condena a cadenaperpetua ha sido anulada. Estaba yaanulada cuando él se escapó. Pero...

—Pero él se fugó y podríancondenarle por eso a unos años.

—Puede ser... —Entonces, la amnistía puede

arreglar algo. Pero no todo.—La cuestión es que, si hubo una

negligencia, eso podría ir en favor de

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José. No sé... Es un caso complicado...Pero, como abogado, creo que puedehaber algunas posibilidades de ganarlo.

—¿Qué podemos hacer?—De momento, vamos a pedir otro

café y vamos a preparar un plan.Lo primero que deciden, tras

tomarse el café y discutir sobre losprimeros pasos a seguir, es entrar en elCasino, ir a la biblioteca y buscar eldecreto, para conocer exactamente lostérminos en los que se encuentraredactado. Buscan el tomo de la Gacetade Madrid correspondiente al primertrimestre de ese año.

—A ver... 1886, primertrimestre..., segundo... ¡Aquí está! Vamosa leer la disposición.

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Pablo lee:

Real decreto sobre ampliaciónde la Amnistía concedida por S Mla reina gobernadora con fecha 25de noviembre del pasado año de1885.

Exposición de motivos...

—Esa parte nos la saltamos,Pablo. Ve al articulado.

—Vale. Voy al articulado:

Artículo primero:Como consecuencia de todo lo

expresado en la anterior exposiciónde motivos, se extiende la amnistíacitada a todos los presos por

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delitos comunes que en el momentode aprobarse el anterior decretollevasen, como mínimo doce añosde reclusión, cualquiera que fueseel delito que dio origen a sucondena.

Artículo segundo:El ministro de Gracia y

Justicia procederá a informar delpresente decreto al deGobernación, para que este ordene,con carácter urgente, a todos lasautoridades de la península y de lasprovincias, islas y territorios deultramar, que se trasladen órdenesinmediatas a los directores oalcaides de los presidios oprisiones bajo su respectiva

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jurisdicción, con el fin de que se délibertad con la menor dilación a losinteresados en este real decreto, delo cual deberán informar con igualpuntualidad.

Dado en Madrid a 25 deabril...

—Vale, Pablo. Es suficiente. Está

muy claro que aquí no se dan plazos.Todo se tenía que haber hecho con lamáxima urgencia.

—Pues en el caso de nuestroamigo José Raposo, esta celeridad no sedio. Parece que, por algún lado, se tuvoque dar alguna negligencia...

—Para comprobar si hubo dejadezo error, habría que ver cuándo llegó la

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comunicación del decreto a Melilla. Sies que llegó.

—Negligencia hubo: si llegó, elresponsable de no haber cumplido eldecreto es el gobernador de allí; si nollegó, el responsable sería el encargadode enviarlo a Melilla, fuera quien fuese.

—Sí. Parece que no hay duda deque alguien cometió un error grave.

—Paco, yo tengo un amigo en elgobierno civil de Cádiz. Es secretariode no sé qué. Tal vez él pueda ponernosal corriente de cómo se divulgó el realdecreto y cómo se comunicó a lospresidios. Lo digo porque no sabemos sien el caso de Melilla se cuenta contelégrafo o las órdenes se transmiten porvía marítima. Serían casos muy

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distintos.—Nos vamos a pedir unos días de

permiso y nos ponemos en ello.—Me parece muy bien. Hace años

que no pido ni un solo día devacaciones.

Dos días más tarde, FranciscoMontes y Pablo Gutiérrez están en elCasino Gaditano, situado en la plaza deSan Antonio, tomando un café con elamigo del segundo, abogado comoFrancisco. Es un hombre robusto ybonachón, con largas patillas quecorresponden a otras épocas. Los dosperiodistas han «pagado» la posible

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información con una comida, que, en elcaso del gaditano, ha sido más queabundante.

—Pues os diré cómo funcionó eltema aquí, en Cádiz. Fácil: funcionócomo toda transmisión de órdenes desdeel Gobierno. El ministro del ramo, eneste caso el de Gracia y Justicia, donManuel Alonso Martínez, comunicóformalmente al de Gobernación, es decira don Venancio González, el realdecreto; este lo transformó en unacircular, que dirigió a todos losgobernadores de provincia y demásautoridades con presidios bajo sujurisdicción. Una circular que ordena,lógicamente, que se cumplimenteinmediatamente el real decreto. En el

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caso de Cádiz, que es el que yo conozcoy os estoy contando, el gobernador deprovincia envió la circular a lospresidios y cárceles de su jurisdicción.La cosa no se pudo hacer con mayorrapidez: todas las prisiones tienenservicio telegráfico, así que el díaveintinueve ya se había mandado lacircular por esa vía y todos lospresidios la habían recibido. El papeltardaría más tiempo, como es natural,pero la circular llegó inmediatamente.En muy pocos días, todas las prisioneshabían comunicado su cumplimiento yhabían enviado las listas de los presospuestos en libertad.

—Rafael, nos has explicado cómose hizo en Cádiz. ¿Pudo ser distinto en

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el caso de Málaga?—No puedo afirmarlo ni negarlo.

Me explico: en lo que se refiere a Cádiz,tenemos un presidio que estárelativamente alejado. Me refiero alpenal del Hacho. Como este presidiotiene servicio de telegramas, todo fueigual de inmediato que en los demás.Pero Málaga, en principio, lo tiene unpoco más difícil: El peñón Alhucemas,el de Vélez de la Gomera, Chafarinas yMelilla, dependen a efectos penales dela provincia de Málaga. Yo no estoy altanto de cómo se transmitió la circular aestos lugares. No hace falta que osaclare que están bastante alejados yaislados.

—Lo importante —opina

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Francisco— es saber cuándo llegó lacircular a Melilla. Si llegó antes de lahuida del preso, tenemos mucho ganado.

—No os puedo decir. Creo quetodas las plazas del norte de Áfricatienen activado el servicio telegráfico.Tengo entendido que se tendió un cablesubmarino hace tiempo. Desde luego, sila circular llegó antes, yo creo que lacosa estaría muy clara, pues el alcaidedebió liberarlo y no lo hizo. Por tanto, elfugado debe considerarse incluido en laamnistía.

—Y, si la circular se retrasó porerror en la transmisión desde elgobierno de Málaga —se interesaMontes— y llegó después de que elpreso huyera, ¿no le afectaría la

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amnistía?—Francisco, tú, como abogado, lo

sabes tan bien o mejor que yo. Si fue porerror, esa negligencia no puedeperjudicar al preso. Da igual que seauna torpeza del gobernador o alcaide deMelilla o de algún funcionario delGobierno de Provincia de Málaga. Elproblema sería más difícil de arreglar siel retraso se hubiera producido porfuerza mayor. En principio, parece queesto último es lo más probable.

—Entiendo.—Tengo que haceros una

puntualización. Supongo que sabréis queen Ceuta y Melilla son los gobernadoresde dichas plazas los que reciben lasórdenes de los gobernadores de

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provincia y se las transmiten a losalcaides de sus respectivos presidios.En las demás plazas del norte de África,dada su pequeña entidad, el cargo degobernador y alcaide de la prisión recaeen la misma persona. Lo digo porque, envuestro caso concreto, laresponsabilidad podría ser delgobernador de Melilla, si no hatransmitido la orden al alcaide, o de esteúltimo si no la ha cumplimentado.

—¿Y qué posibilidades le ves alasunto de nuestro amigo?

—Yo creo —sentencia Rafael—que la cosa no es nada fácil. El se fugó,y eso es delito. Podría ser que se leterminase aplicando la amnistía y, sinembargo, le cayeran seis o siete años

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por fuga.—Pero el espíritu de la ley era

conceder la amnistía, ¿no? —replicaFrancisco poco convencido—. Y,siguiendo ese espíritu, el preso mereceestar en libertad...

—En mi opinión, tenemos algunasposibilidades, Paco —valora Pablo—.Pero más bien pocas.

—Sí. Yo también lo creo.Pongamos, dos sobre diez.

—Mirad. Pienso que en Málaga talvez se podrían resolver vuestras dudas.Os voy a escribir una carta para uncompañero del gobierno civil de allí,que se llama Manuel Barrios. Essecretario particular del gobernador.Estoy seguro de que él podrá poneros al

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corriente de las fechas exactas deremisión de la circular a Melilla.

—Tampoco sabemos exactamentela fecha de la fuga. Solo que fue afinales de mayo.

—Lo fundamental es saber con quéfecha llegó a Melilla la circular delgobernador de Málaga.

—Rafael, muchas gracias por todo.Mañana mismo salimos para Málaga.

—Ha sido un placer, Pablo. ¡A versi nos vemos más a menudo! Yencantado de haberte conocido,Francisco.

Francisco y Pablo toman el tren

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que sale de Cádiz poco antes de las seisde la mañana en dirección a Sevilla yMadrid. Tras hacer trasbordo en Utrera,un nuevo tren los lleva por Marchena,Osuna, La Roda de Andalucía,Bobadilla y Álora, llegando los dos aMálaga treinta horas después de habersalido de Cádiz.

Ahora están sentados en unataberna de la plaza de la Constitución,hablando con Manuel Barrios, el amigode Rafael.

—Recuerdo la amnistía, pero, laverdad, no sé con exactitud cuándo setransmitió la circular. Me refiero a queno conozco los detalles. Será cosa deechar un vistazo al libro de registro detelegramas. En papel tardaría más,

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lógicamente. Pero, como orden, eltelegrama es completamente válido. Yya os adelanto que Melilla tiene serviciode telégrafos.

—Pues ese dato es muyimportante.

—Mañana mismo nos vemos aquía las dos de la tarde y os traigo noticiasconcretas.

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DÍA DE CAZA

Diciembre se está presentando tanlluvioso como el mes anterior. José noha podido encender ni una sola hoguerapara asar lo poco que ha conseguidocazar, desde que empezaron las lluvias.Antes, en agosto y septiembre, con lasramas secas y aprovechando la noche,no había problema en hacerlo; peroahora, con la humedad reinante, no

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puede arriesgarse a que la gran cantidadde humo que forman las ramas al ardersirva para que lo localicen. Por esemotivo, lleva tiempo comiéndose crudotodo lo que ha cazado. También haestado cogiendo buena cantidad dezarzamoras, espárragos, tagarninas yraíces comestibles, aunque eso no le haservido para espantar el hambre.

No sabe qué hacer. Ir de nuevo aAlgar sin correr peligro, le parece pocomenos que imposible. «Tal vez lo mejorsería que me fuera hacia Ubrique y allípodría comprar comida con la cédula deAntonio Aragón. Pero después deUbrique, de Villaluenga y de Grazalema,¿qué hago?».

Por otro lado, el trasiego de

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carabineros parece haber desaparecidocompletamente. Bien se enteró la últimavez que estuvo en Algar que susperseguidores se marchaban para Jerez.A los otros, los que están en Ubrique, nolos ha visto por la zona en ningúnmomento. Estarán, seguramente, más queentretenidos en interceptar a loscontrabandistas que vienen desdeGibraltar. Tal vez ha llegado el momentode ir pensando en intentar ir a Jerez yver, por fin, a la familia. Después escuestión de llegar a Grazalema, y luegosalir hacia Ronda o hacia la provinciade Sevilla.

Tiene dudas sobre esperar un pocomás para asegurarse de que todo se vaolvidando. Otra posibilidad, a corto

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plazo, sería volver a la venta de Piña,pero no está dispuesto a hacerlo sin serun hombre libre, como le había pedidoMaría. Recuperar el tiempo perdido conella, le parece un sueño imposible, pero¿quién sabe?, podría, al menos, verla denuevo y aprovechar para cogerprovisiones que le permitan aguantar unpoco más.

Se encuentra, en resumen, metidoen un mar de dudas y más dudas sobre sudestino. Por un instante, piensa que lomás fácil sería entregarse. «Eso sí queno; no puedo rendirme: si me cogentendrá que ser con los pies por delante.No me voy a entregar ni me voy a rendir.Pero el hambre...».

Está sentado en la cima del monte

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cercano al refugio. Hoy hace un díadespejado y fresco. Sus pensamientos sevan a la época en la que iba con Pericoel Cojo por la sierra. Fue un niño feliz.Perico le enseñó todo lo que sabía: atirar con la honda de forma eficaz, amanejar a los perros, a encontrar losmejores pastos para las cabras... Cosasque tal vez a otro le pareceríaninsignificantes, pero no a José. Perico lehabía enseñado dónde se situaban lasestrellas según la época del año y losnombres de las constelaciones; le habíahecho un experto en ver las señales queindicaban si iba a llover o no, si eneroiba a ser buen mes para volver a lasierra o era mejor esperar al verano; lohabía llevado a todas las grutas y

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cabañas abandonadas que conocía, y,sobre todo, lo había tratado como a unhijo. O mejor de lo que algunos tratan asus hijos: si solo quedaba un bocado,Perico se lo quitaba de la boca paradárselo a Pepito, «que tú tienes quecrecer y yo no, ¡nos ha jodido!», ledecía siempre.

Y luego, estaba la venta de Piña.Había jugado con María y se había reídomil veces con ella. María le enseñó amontar a caballo. Lo poco que sabía delo que es la amistad, se lo debía aMaría. Un día, ella le dijo:

—Pepito, ¿cuando seas mayor tecasarás conmigo?

Y él le había contestado.—¿Y por qué me tendría que casar

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contigo?José tenía catorce años y María

diez.—Porque mi padre dice que

cuando sea mayor tendré que tener aalguien que me cuide. A un buen hombre.Tú eres mi amigo. Y seguro que cuandoseas mayor serás un buen hombre. ¿Conquién me iba a casar si no?

«¡Un buen hombre!... Dos añosdespués yo era un criminal con tresmuertes a mis espaldas».

A José le habría gustado ser elhombre que decía María. Ahora piensaque podría haberlo sido. Pero, a veces, pasan cosas que uno no sabe por quépasan. Y todo acaba mal.

«Me quedaré aquí de momento —

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decide— al menos por un tiempo más.Volveré a robar gallinas. Al menostendré un poco más de tiempo. Losperiodistas de Jerez saben que estoyaquí y es posible que cuando Pedro lescuente dónde estoy, puedan ayudarme enalgo. Aguantaré un poco más».

El sargento Roncero y elcarabinero Romerales vienen desdeJerez por la cañada que pasa por el surde la sierra de las Cabras —la de losCaños—. Hace horas que han salido deSan José del Valle y han decidido usarun itinerario distinto al habitual.

—Mi sargento, no entiendo por

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qué nos ha tenido que mandar el capitána recorrer otra vez toda la sierra. ¡Conla paliza que nos hemos pegado esteverano y otoño! ¿No era suficiente?

—Muy fácil, Romerales. Porque esel capitán, es el que más sabe y es el queda las órdenes. ¿Le parece poco?

—Hombre, visto así...—¿Y cómo hay que verlo, si no?—Que sí, mi sargento. No he dicho

nada.—Menos mal que hoy por lo

menos ha clareado un poco. Porqueayer...

—Nos pusimos como sopas, misargento. Ayer nos pusimos como sopas.

—Bueno Romerales, vamos aseguir un rato por la cañada, luego nos

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volvemos y subimos por la garganta deBogas a la cañada que va al puerto deGalis. También nos vamos a dar unosgarbeos por algún monte. Y con eso, nosvamos a Algar unos días y ya estamosmás que cumplidos. Si nos encontramosa alguien, preguntamos; y si nos rehuyen,ya sabemos lo que hay que hacer.

—Entendido mi sargento: lo que sedice una faena de aliño y nos volvemospara Jerez el día veinte

—Yo no he dicho eso...—Mi sargento, ¿se acuerda de

Cañadas? Ya sabe, el pelirrojo. Teníatoda la razón cuando nos dijo que no secreía que el cabrero que estuvo a puntode ahorcar podía estar mintiendo con lode Alcalá de los Gazules ¡Qué papeleta!

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¡Qué mal quedamos, mi sargento!—No me lo recuerde...—¡¡Mi sargento!!—¿Qué pasa ahora, Romerales?...—Que he visto a alguien moverse

ahí arriba en la cima del monte.—¡Venga ya! Será un lobo o un

zorro. O una rama movida por el aire.—¡¡No, mi sargento!! He visto a

alguien. ¡¡Seguro!! Y ha salido corriendocuesta arriba. ¿¡No lo ve!?

—¡Joder, Romerales! Vamos paraarriba. ¡Como no sea nada, se va aenterar!

José estaba totalmente abstraído ensus pensamientos. Por eso, se ha llevadoun gran sobresalto cuando se ha dadocuenta de que, abajo, en la cañada, están

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dos de los carabineros del grupo que leha estado siguiendo la pista todos estosmeses. O que ha estado intentándolo. Sí.Son los que estaban en la pensión deAlgar. Están lejos, mas no le cabe duda:¡uno de ellos le está señalando con eldedo!

Roncero y Romerales. Suben lapendiente a caballo con dificultad. Aalgo más de doscientos metros de lacima, tienen que desmontar. Van tirandode las riendas y se están quedando casisin resuello.

—Mi sargento, ese tío me recuerdaal que saludamos en Algar. Lleva lamisma ropa.

—Pero ¿qué tío? Yo no he vistonada... Y en Algar, ¿a quién saludamos?

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—Luego..., luego se lo explico.¡Vamos, que se nos escurre!

Una vez llega a lo más alto delcerro, José baja a toda la velocidad quepuede hacia la cueva. ¡Lo handescubierto! Al final, van a decidir porél. Se tiene que largar a toda prisa.

Entra en la cueva y saca todo loque encuentra a mano. Se sube alcaballo y tira con fuerza de las riendas.Cuando los dos carabineros llegan a lacima José ya está bajando con elcaballo, a más de trescientos metros dedistancia de sus perseguidores. Vaprocurando cubrirse con los árboles y lavegetación.

—¡Allí está mi sargento! ¡Alto!—Pero ¿dónde?

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—¡¡Alto a los carabineros!! ¡¡Nose mueva!!

—Pero Romerales...—Romerales lleva un rato con el

fusil encarado. Se ha montado en elcaballo para tener más posibilidades deacertar el disparo. Ve desaparecer alprófugo por unos matorrales y apunta allado contrario. Suelta el aire lentamente.Muy lentamente. Raposo aparece deperfil, casi perpendicular a la línea detiro. El carabinero dispara.

—¡Le he dado, mi sargento!—Pero ¿qué demonios...? ¿Cómo

le va a dar, si ni siquiera se ve nada?—¡Vamos, que se nos escapa!Al bajar en dirección a donde

Romerales dice haber visto al fugitivo,

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pasan por el lado de la cueva. La handescubierto porque se ha quedado unamanta enganchada entre los arbustos dela entrada.

—Romerales, aquí no hay nadie.Me parece que ha visto visiones.

Romerales está mirandodetenidamente el suelo.

—Mi sargento, ¿Y la manta, la hadejado ahí un lobo?

Este tío está bajando hacia el río.No podemos perder tiempo o se nosescapa.

—¡Vamos! A ver si al final va atener razón...

Montan a caballo y continúan eldescenso. Las bestias resbalan y los dosperseguidores están a punto de caer

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varias veces.—Romerales, si continuamos

cabalgando, vamos a terminar cayendo olos animales van a acabar con algunapata quebrada.

—Mi sargento, el Raposo tiene uncaballo muy bueno. Ese no se baja delcaballo ni herido. Si descabalgamos senos escapa; si seguimos a caballo nos lajugamos, pero tenemos una posibilidadde alcanzarlo.

Roncero no se equivoca del todo.Raposo ha tenido que descabalgar alprincipio. Pero luego ha vuelto a montary se ha dejado llevar. El caballo habajado con seguridad la última parte dela pendiente. José lo ha hecho cruzar lacañada de Galis y lo ha dirigido hacia el

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río Majaceite. Siente un fuerte dolor enla parte alta del pecho, no muy lejos delcorazón. «Me van a coger. Si no memuero antes». Le cuesta pensar. Cuandollega al río tiene claro que el caballotiene que ir en contra de la corriente,hacía la derecha. Hacia la izquierda, elrío se abre y hay muchos claros. Por ahísería más fácil que lo cogieran o lepegaran otro tiro definitivo. Pero haciala derecha el río se estrecha y lavegetación es muy tupida.

El animal se mueve ágilmente;José siente un dolor tan agudo que casino le permite sostenerse encima de sucabalgadura. Al principio, solo habíasido como un puñetazo que casi lo tira alsuelo, pero ahora la herida se va

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enfriando y el dolor aumenta de maneracasi insoportable. No se ha percatado deque un hilo de sangre le va recorriendoel tronco hasta las piernas. De hecho, nosiente más que un tremendo dolor en elpecho.

—Romerales, vamos río arriba.No creo que se atreva a ponerse adescubierto. Hacia abajo parece que haymenos vegetación.

Los dos carabineros avanzan entrela maleza. Todo está de un verderabioso. Las adelfas, las retamas y laszarzas chocan contra las caras de losperseguidores. José, por su parte va aunos cien metros por delante. Se haabrazado al cuello del caballo y dejaque este actúe por instinto.

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—Un momento, mi sargento. ¡Pareel caballo! ¿Lo oye? Lo tenemos ahídelante. Si no fuera por tanta rama, lotendría a tiro.

—Yo solo oigo el ruido del agua...—¡Vamos! ¡Casi lo tenemos, mi

sargento!El caballo de José se mueve con

gran facilidad para lo accidentado delterreno. De repente, se abre un claro.Todo está lleno de piedras de distintostamaños. A ambos lados, dos tajos casiperpendiculares hacen imposible subir acaballo. José comprende que, si susseguidores llegan al claro antes de queel caballo lo cruce, está perdido. No:¡Está muerto! Porque no se piensaentregar. Baja del caballo y lo azuza

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para que siga corriente arriba. Conenorme dificultad, empieza a subir atoda prisa la pendiente de la derecha.Justo cuando ha alcanzado la cumbre delcortado, aparecen los perseguidores.

—Un momento mi sargento. Aver... sí: ahí delante sigue. Tenemos queavanzar lo más rápido posible. Se nosestá yendo. Tiene un caballo muy bueno.

—Sí. Eso es lo que...Justo en ese momento, el sargento

Roncero recibe una pedrada en elcuello. José no puede mover el brazoizquierdo, pero se ha apañado paraponer una piedra en la horquilla de lahonda y mandar un buen pedrusco a unode los dos perseguidores. Da mediavuelta y se aleja del río. Abajo queda

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Romerales tratando de despertar a sujefe.

—¡Mi sargento! ¿Qué ha sido eso?¡Joder, una pedrada! Ese tío sabemanejar la honda. ¡Mi sargento! ¡Que senos escapa!

José se interna en un pinar. Elterreno es llano, salpicado por altoslentiscos y un monte bajo de palmitos,romero y tomillo. Si sus perseguidoressuben la pendiente desde el río, lo van aver con facilidad. Aunque los caballosno pueden subir por allí. Ante la duda,se mete debajo de un lentisco muytupido y de gran tamaño. Al dolor en elhombro y brazo se unen algunos cortesen la cara. Pero de eso casi ni se entera.Se queda agazapado, tratando de

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recuperar la respiración.El sargento Roncero se recupera

de la pedrada. Desde arriba y en lascondiciones en las que se encuentraJosé, no ha podido desarrollar toda lafuerza necesaria al manejar la honda.

—¿Qué ha pasado?—Una pedrada, mi sargento. Si le

acierta un poco más arriba, le da en lasien y lo deja seco. ¿Cómo se encuentra?

—Tengo un dolor de cabeza que nose imagina. Pero estoy bien. Tenemosque apresurarnos. Se nos va a escapar.

—Mi sargento, ha tirado paraarriba por ese cortado. Es imposiblesubir con los caballos. Así que va a pie.A pie y herido. Podemos seguir el cursodel río. Si tenemos suerte y hay alguna

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zona próxima para subir con loscaballos, lo podemos coger.

—Sí. En ese caso, tendríamos todala ventaja.

Doscientos metros más adelante, lapared de la derecha se suavizaostensiblemente.

—¡Vamos, Romerales! ¡Al final locazamos!

Los dos carabineros suben con suscaballos al pinar. Está atardeciendo,pero todavía queda suficiente luz.Escudriñan en todas direcciones.

—No le ha dado tiempo a salir. Elpinar es bastante extenso. Lo tenemosque encontrar.

Pasa un tiempo que a Raposo leparece interminable. Se está haciendo de

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noche y los cazadores no encuentrannada. Los oye acercarse.

—¡Joder, mi sargento, se nos haescapado! No me explico cómo hapodido correr tanto con la herida quelleva y sin caballo.

Se paran justo delante del enormelentisco en el que está escondido.

—Mire por ahí detrás.Romerales rodea el arbusto.

Raposo ve los cascos del caballo muycerca de su cara.

—¡Nada!—Vamos a darnos prisa, que se

hace de noche.Los perseguidores se alejan. José

está exhausto. La noche se echa encima yempieza a llover débilmente. Pierde la

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noción del tiempo. Su cabeza se llena deideas confusas. Está delirando:

—Pepito, hijo mío, ¿por quéno me dijiste que vendrías? Tehabría esperado.

Déjalo, mujer. ¿No ves que seestá muriendo? ¡Qué va a saber él!

—Es verdad lo que dicepadre: Yo no sabía que iba a venir.Pero pronto estaré contigo...

—No, hijo. Tú quédate ahí,con Juanita y con tu padre.

—A ellos no los voy a ver;pero a ti sí, madre. ¡Muy pronto!

—¡Te he dicho que no, Pepito!—¡Qué jodido, Pepito! Te vas

a morir sin ver a tu padre y a tushermanos. ¡Ojo! ¡Se escapa una

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cabra!—¿Y mi hijo, qué? ¡Me lo

tienes que devolver, hermano!—¡No puedo hacer nada. Me

estoy muriendo. Madre...—Coge el caballo y ven. Te

esperamos en la venta.—¡María!—Deprisa, Pepito, coge el

caballo. Te estás desangrando.—No hay caballo, no hay

caballo, no hay caballo. Me muero.José abre los ojos. Un ruido

extraño ha retumbado en sus oídos. Elruido se repite. Las ramas del lentiscocrujen. Gira la cabeza y ve el hocico delcaballo. «No puede ser...». Pero no estásoñando ni delirando en este momento;

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no del todo: el caballo lo ha buscado yestá relinchando suavemente.

José se arrastra como puede. Nosiente dolor, solo un terribleagotamiento y una extrema debilidad.Sale del lentisco y se agarra a una patadelantera del caballo. Con un granesfuerzo, consigue erguirse, y meter elpie izquierdo en el estribo. Sube alcaballo. Este empieza a moverse. Joséestá completamente desorientado. Nosabe en qué dirección va. Todo estáoscuro y apenas ve lo que tiene delante,se inclina sobre el cuello del animal y sedeja llevar.

Al cabo de poco tiempo, se dacuenta de que está entrando en la cañadade los Caños, al sur de la sierra de las

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Cabras, la misma que seguían susperseguidores cuando lo encontraron,que luego sigue por la de los Llanoshasta San José. Tira de la rienda hacia laderecha y el caballo gira en esadirección. Ahora solo tiene que seguirhasta San José y desde allí continuarhasta la venta.

—Tengo que llegar a la venta dePiña. Voy a llegar. Si no me muero antes—Lo ha dicho en voz alta y luego se lorepite interiormente.

El caballo va a su aire. Pero no sedesvía en ningún momento de la cañada.José pierde de nuevo la noción de todo.Sigue delirando.

—¡Estaba buena, la muyzorra!

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—Largo, ¿tú no tendrás unarma...?

—El preso es condenado acadena perpetua. ¡Despejen la sala!

—Hijo, no te vengas conmigotodavía.

—¡Haz caso a tu madre,Pepito!

—¡Qué jodido! ¡No te rindas!—Flaco, eso es lo que quieren

los poderosos: que los proletariosse embrutezcan con el alcohol y nosepan leer. Piénsalo. No les sigas eljuego.

—¡Tengo que ver a mispadres!

—Pepito, te estamosesperando.

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—Tengo que llegar a la venta dePiña —dice en voz alta mientras sedespierta.

La poca claridad de la luna, que seinsinúa entre las nubes, le hace ver queestá pasando por San José. Veinteminutos después entra por detrás de laventa. Baja del caballo y empieza aandar, vacilante, cruzando el gallinero.A su derecha, nota que el cielo empiezaa ponerse rojo. Llega a la puerta traseray levanta la mano derecha para llamar.Se derrumba sobre el escalón.

—Padre, ¿ha oído usted ese ruido?—María ha pasado la noche mediodesvelada y soñando pesadillas que norecuerda.

—No... No he oído nada. Hija, es

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muy temprano...—En la parte de atrás se ha oído

algo caer. Estoy segura.—Vamos a ver, no vaya a ser que

tengamos un lobo o un zorro entre lasgallinas. —Juan coge la escopeta, metedos cartuchos y se dirige a la puertatrasera—. ¡María, acude! ¡Hay unhombre tirado en el suelo! ¡PareceMuerto!

José está caído de bruces. Maríaya está en la puerta y ve como su padregira al caído. Tiene los ojos cerrados yparece que no respira.

—¡Dios mío! ¡Es Pepito! ¡Nopuede ser! ¡No puede ser!

—Vamos a entrarlo en la casa.Ayúdame a tirar de los brazos.

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Lo cogen cada uno por un brazo.El caído emite un fuerte gruñido dedolor.

—¡Está vivo, padre!—Sí, hija. El brazo izquierdo no

hay forma de levantárselo. Debe teneruna herida grave.

Juan levanta por los hombros eltronco de José y, con gran esfuerzoconsigue entrarlo unos metros en la casa.

—Hija, quítale la pelliza, a verqué nos encontramos debajo.

Ha costado, mas, finalmente, padree hija pueden ver que la camisa de Joséestá completamente ensangrentada. Hayun coagulo de sangre seca de color rojooscuro a la altura del corazón. Pordetrás, en la parte correspondiente del

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omoplato, no hay sangre.—Tiene un disparo muy cerca del

corazón. Y creo que la bala está ahí.—Padre, ¿qué podemos hacer?—Hay que buscar un médico

inmediatamente. Lo primero es salvarlela vida, si es que tienen salvación. Siviene un médico hará preguntas, perosiempre será mejor que Pepito se salveaunque tenga que volver a prisión.

—No lo sé Padre. ¡Un momento!¿Recuerda que cuando se despidió denosotros nos habló de dos periodistas,de apellidos Montes y Gutiérrez?

—Sí.—Me voy para Jerez y busco el

periódico ese. Pregunto por los dos y aver qué pueden hacer.

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—Pero hija, eso es arriesgado. Túpor ahí sola con un caballo...

—¡Padre, por Dios! Usted sabeque cabalgo tan bien o mejor quecualquiera. Tenemos que hacer algo ytenemos que hacerlo ya. Se nos estámuriendo, padre. ¿No ha visto la caraque tiene? Está blanco como la pared yrespira muy mal...

—Hija, ¡que sea lo que Diosquiera! Llevas razón. Vete a Jerez yhabla con los periodistas.

—El caballo que ha traído Pepito,si es el mismo que tenía cuando pasópor aquí, es mucho mejor que losnuestros. Si está en condiciones, me voycon él.

—Vale hija.

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—En cuando vuelva del corral, mevisto y salgo.

María salva los treinta kilómetrosde distancia a Jerez en menos de doshoras. A las diez y media de la mañanaestá en la entrada del edificio de ElGuadalete preguntando por Montes yGutiérrez.

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TODO ACLARADO

Cuatro días antes del encuentro deRomerales y Roncero con José Raposo,Francisco Montes y Pablo Gutiérrez seencuentran de nuevo con ManuelBarrios, el secretario particular delGobernador de Málaga.

—¡El chuletón estaba magnífico,amigos! Y no digamos este vinillo dulce.—De esta manera, resume el funcionariodel gobierno provincial de Málaga la

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comida a la que ha sido invitado por losdos periodistas —. Bueno, y ahoravamos a lo nuestro.

—Eso. ¿Qué nos puede decir?—Mucho, amigos, ¡Mucho! —El

funcionario es persona a la que le gustajugar a las adivinanzas y sorprendermientras conversa—. En primer lugar,como os adelanté, Melilla tiene serviciotelegráfico. He estado consultando ellibro de registros de salida delGobierno de aquí. ¿Y qué os parece quehe podido comprobar?

—Pues, a ver... ¿La fecha de salidade la circular dando orden para liberar alos presos afectados por la amnistía?

—¡Pues no! Lo que he podidocomprobar es que la comunicación

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telegráfica con Melilla estaba cortada afinales de mayo. ¿Y qué fue lo primeroque me pregunté a continuación?

—Pues no sé, si la línea serestableció y se pudo efectuar lacomunicación finalmente, ¿no?

—¡Pues no! —responde Barrios,satisfecho—. Lo primero que mepregunté fue si la avería no era unmotivo para que el preso estuvieraexento de responsabilidad al fugarse.Quiero decir que la culpa de la averíano puede recaer en el preso. Enrealidad, me hice muchas preguntas. Ylo cierto es que ya tengo algunasrespuestas. Pero no os las puedo darahora. ¿Y sabéis por qué?

—La verdad es no tengo la menor

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idea.—Ni yo.—Sí. Esa pregunta era difícil.

Decidí que lo mejor era hablar con elseñor gobernador y exponerle el caso. Yasí sería él quien nos diese lasrespuestas ¿Y sabéis que me dijo elgobernador?

—¡No! ¡Por favor! ¡No máspreguntas!

—¡Perdón, amigos! Esta manía mela tengo que quitar. Lo sé. Pues bien: elseñor gobernador ha llamado al magistrado de la Audiencia que dictó laorden de búsqueda del preso y alresponsable de telégrafos del Gobiernode Provincia. Mañana nos reuniremosnosotros, los que he mencionado y el

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gobernador, en su despacho a las nuevede la mañana. El gobernador es unapersona muy resolutiva. Me ha dichoque mañana mismo tiene pensado tenerzanjado el tema.

Son las nueve de la mañana. Todoslos llamados a la reunión esperan en unasala, ante una mesa alargada, la llegadadel gobernador provincial de Málaga,don Antonio del Moral. Este entra en lasala. Todos se ponen en pie.

Del Moral era en 1874 capitán deArtillería. Su adhesión al PartidoLiberal lo ha llevado a la política. Apesar de no llegar a los cuarenta años,

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ya ha sido gobernador de Sevilla y deGuipúzcoa. Es un hombre muy capaz.

Ha entrado con él su secretarioparticular, que se encargará de tomarnotas y de aportar datos en casonecesario.

—Bien señores, Buenos días. Enprimer lugar quisiera saludar a los dosperiodistas de Jerez, don FranciscoMontes y don Pablo Gutiérrez. Meparece muy encomiable su preocupaciónpor el caso y por la persona de la quevamos a tratar. Espero —añade con unasonrisa que quiere ser afable— que todoesto no será una maniobra típica deperiodistas deseosos de sacar unanoticia sensacionalista que llene laspáginas de su periódico...

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—En absoluto, señor gobernador.No nos guía más que el deseo deesclarecer este caso. Para decirle laverdad, no pretendíamos armar ningúnrevuelo. Ni siquiera molestarle. Soloaveriguar si el fugado tiene algunaposibilidad. Es decir, si realmentedebería estar en libertad.

—Muy bien. Como podráncomprobar, me gustan las cosas claras.No me voy a andar con rodeos ni conpaños calientes. Creo que debemossacar la verdad de aquí. Y si esnecesario depurar responsabilidades, loharé sin vacilar. Puedo adelantarles queya tengo el caso bastante esclarecido. Almenos eso me parece por el momento. Aver: Sixto, díganos qué pasó con el

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telégrafo. Ya sabe, lo que me contó ayerpor la tarde...

—Pues verán: las líneastelegráficas que enlazan con las plazasdel norte de África que dependen denuestra provincia, que son todas menosCeuta, dan un servicio bastanteinestable. Hay muchos fallos y lasreparaciones se demoran muchísimo. Uncable submarino no es...

—Al grano, Sixto, al grano.—Sí, señor gobernador. Que no

funcionan desde enero de este año hastael día de hoy.

—Esto no es algo que me hayacogido ahora por sorpresa —aclara elgobernador— Quiero decir que,lógicamente, estoy al corriente. Por esta

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parte, no hay más que decir.—Manuel —pregunta el

gobernador al secretario—, indique aestos señores cuál es el medio habitualpara transmitir, de modo ordinario, esdecir en papel, circulares u otrasdirectrices a Melilla y demás plazas delnorte de África.

—Un vapor de la Marina realiza elservicio con una periodicidad irregular.Como muy tarde cada tres meses.

—Aquí tenemos un datoimportante: Manuel, ¿cuándo llegó aMelilla el siguiente vapor tras la llegadadel real decreto a este gobierno?

—El seis de junio.Montes y Gutiérrez ven alejarse a

toda velocidad la libertad de José

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Raposo.—O sea, que cuando el preso se

escapó, no había llegado la circular aMelilla. Llegó unos días después. Demomento, ya sabemos que no huboresponsabilidad en el serviciotelegráfico ni en el gobernador deMelilla. De momento...

—Así es —interviene elmagistrado, don Luis del Corral—.Cuando la circular llegó a Melilla elpreso ya se había fugado.

—¿Esto nos lleva a una resolucióndel caso, don Luis?

—Creo que todavía hay máscuestiones. Una de ellas es la de sabercuándo comunicó el gobernador deMelilla la fuga. Yo sé cuándo llegó a la

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Audiencia.—Pues llegó cuando regresó el

vapor —indica Manuel Barrios.—¿Y en que fecha fue eso? —

pregunta Pablo.—El veinte de junio —responde

Barrios—. Melilla fue el último lugarque visitó el vapor correo. Tengo queaclarar, que de la misma manera que elgobierno civil de Málaga tuvo queservirse del medio ordinario, es decirdel vapor, para comunicar el realdecreto, el gobernador de Melilla nopudo dar parte hasta que el vapor novolvió. Ya les digo que no había líneatelegráfica.

—Y todo esto, ¿a qué nos lleva,señor magistrado?

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—En primer lugar, no es relevantesaber cuándo llegó el parte de la fuga.Lo que importa es que, cuando el presose escapó, no había llegado la ordencomunicando su liberación

—Entonces...—Hay otros aspectos a tratar.

Aparentemente, todo está claro y encontra del fugado. Cierto es que el realdecreto, señor gobernador, decía que setenían que dar «órdenes inmediatas»para su cumplimiento...

—Y se dieron. Otra cosa es que latransmisión de las órdenes no pudieraser más rápida por el problema deltelégrafo.

—Efectivamente, señorgobernador. Pero hay algo que cambia

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todo. De hecho, podríamos haberevitado todo lo anterior. Sin embargo, hamerecido la pena exponerlo para quetodo quede claro, incluyendo laexención de responsabilidades quehemos comprobado.

—Y, ¿qué es ese algo que locambia todo, si me permiten lapregunta? —interviene Montes.

—Una orden ministerial posterior.Verán: el ministro de Gracia y Justicia,fue consciente de que el cumplimientodel real decreto se podía demorar. Ymucho. Ya no hablamos solo de Melilla.Hablamos de las islas Filipinas, deCuba y Fernando Poo. Con Filipinas eshabitual que la aplicación dedisposiciones de la metrópoli se demore

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varios meses. Y esa orden ministerialresolvía el problema, al mismo tiempoque da luz a la cuestión que nos hatraído aquí.

—¿Tiene a mano esa orden?—Así es. Con su permiso, señor

gobernador, la leo:

Ministerio de Gracia yJusticia

Aplicación de los efectos delreal decreto 104/86, de 28 de abril.

El real decreto objeto de estaorden ministerial establece que setransmitan con carácter inmediatotodas las órdenes necesarias paraponer en libertad a los presos pordelitos comunes que llevasen más

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de doce años de condena en lafecha a la que se refiere laexpresada disposición.

Dado que, en determinadoscasos, los efectos se puedendemorar, debido a la lejanía uotras dificultades que se puedanproducir en la transmisión de lasreferidas órdenes...

Aquí se detiene al magistrado.—Señores, aquí está el meollo del

asunto y la resolución del caso. Sigoleyendo:

... la transmisión de las

referidas órdenes... se consideraráa todos los efectos que los presos

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incursos en el real decreto sonlibres, y así deben ser declarados,desde el mismo día de publicaciónde la disposición real en la Gacetade Madrid, es decir el díaveinticinco de abril del presenteaño de 1886.

—Esto quiere decir —explica el

magistrado— que, con telégrafo o sintelégrafo, con vapor o sin vapor y confuga o sin fuga, el preso José Raposo es,a todos los efectos, un hombre libredesde el día 25 de abril. No hay ningunaduda.

—Pero ¿por qué no se tuvo encuenta la orden ministerial —pregunta,suspicaz, el gobernador.

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—La fecha de la orden ministeriales de primero de julio. Han pasado másde cinco meses. No es que no se hayatenido en cuenta. Es que, por desgracia,la justicia, a veces, actúa con excesivalentitud. Estoy seguro de que el temaestá pendiente de estudio sobre algunamesa. Le garantizo que averiguaré si hayalguna responsabilidad. Pero ahora, lofundamental es arreglar el entuerto.

—Efectivamente, don Luis. Nopodemos tener a ese hombre perseguidopor el monte siendo libre y estando lascosas tan claras a su favor

—¿Y qué se puede hacer? —pregunta Pablo.

—Señores —habla de nuevo elmagistrado dirigiéndose a los dos

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periodistas—, tengo que reconocer quesi ustedes no hubieran movido el asunto,hubiera sido muy posible que en laAudiencia Provincial el caso se hubieraquedado en el olvido. Ustedes dos, donFrancisco y don Pablo, con las gestionesrealizadas para esclarecer el asunto deJosé Raposo, han hecho un buen servicioa la justicia.

—Bien —interviene el gobernador—. Vamos a resolver estoinmediatamente. Bueno, todo loinmediatamente que estas cosas seresuelven, que, como acabamos decomprobar, a veces no es precisamenteen un instante. Toma nota, Manuel. Hoymismo tienen que estar redactadossendos oficios dirigidos a los ministros

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de Gracia y Justicia y Gobernación,explicando todo lo ocurrido.

—Sí, señor Gobernador.—Sin esperar la respuesta de

ambos ministerios, hoy mismo tambiénhay que enviar una copia de ambosescritos a la Audiencia Provincial.

—Señor gobernador, nada másllegar ambas copias, la Audiencia puedeactuar de oficio. En dos días leenviamos una revocación de la orden debusca y captura.

—Una vez yo la reciba, se locomunico al ministro de la Gobernaciónpara que se haga difusión entre todos losgobiernos provinciales. La GuardiaCivil y los Carabineros tendrán laanulación de la busca y captura en poco

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tiempo. ¿Verdad Sixto?—Así es, señor Gobernador,

porque entre los gobiernos civiles de laPenínsula y el ministerio de laGobernación, el telégrafo funciona comoun reloj.

—Pues señores, si no tienen nadamás que añadir, esto está terminado.

—Señor gobernador —intervieneMontes—, solo una cosa. Imagínese queesto tardase un poco más de lonecesario. El fugado..., quiero decir elque fue preso y ahora debe estar enlibertad, está escondido en el montecomo bien sabemos. ¿No habría unaforma de que su situación no sedemorase ni un solo día más?

—Si me permite el señor

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Gobernador —interviene el magistrado—, yo puedo ponerme en contacto con elpresidente de la Audiencia Provincialde Cádiz, que es compañero depromoción y amigo, para que, de manerainformal, hable con los responsables dela Guardia Civil y los Carabineros de suprovincia y estos abandonen labúsqueda.

—Eso, ¿cuánto tardaría?—El mismo tiempo que estos

señores tarden en volver a Jerez. Bueno,una hora más. Puedo ir con ellos si lodesean. Y si usted lo autoriza.

—Pues me parece bien. Todoextraoficial. Pero yo le daré un escritoavalándole. Manuel, ese escrito loquiero en quince minutos.

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—Ahora mismo me pongo. Con supermiso, voy al despacho.

—Y una carta a estos señoresperiodistas extractando lo que se hadeterminado aquí. Sin poner nada de loextraoficial, claro. Aquí le espero parafirmar todo y entregarlo en mano a estosseñores.

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UN VIAJE PROVECHOSO

El día seis de diciembre, a lassiete de la mañana, Francisco Montes yPablo Gutiérrez están sentados en el trenque los va a llevar hasta Utrera, juntocon el magistrado de la Audiencia deMálaga, Luis del Corral. Los asientosson de madera, a pesar de tratarse deprimera clase. Eso sí, hay cojinesdisponibles. Todo un lujo. Nada que ver

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con el traqueteo de las infernalesdiligencias que todavía se utilizan conprofusión, sobre todo en recorridoscortos o en aquellos en los que no se hainstalado la línea férrea.

—Don Luis, parece que yasalimos.

—Sí eso parece. Los trenes sesabe cuando salen. En general, suelenser puntuales a la hora de la partida. Loque no sabremos nunca es cuando vamosa llegar. A ver si no nos demoramos enel trayecto.

—Hay que reconocer que desdemil ochocientos ochenta las líneas deferrocarril y las locomotoras han sufridouna notable mejoría —asevera Montes.

—Señores, lo cierto es que desde

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la restauración borbónica todo hasufrido una notable mejoría. DonAntonio Cánovas del Castillo estáponiendo a nuestro país a la altura delos primeros de Europa. Como siempreha sido y como tiene que ser.

—Don Luis —replica Pablo—,sobre eso habría mucho que hablar.Somos un país agrícola, con muchosjornaleros que trabajan para unoscuantos terratenientes. ¡Y no digamosAndalucía! Todo lo demás está porhacer. Eso sí, reconozco que elferrocarril ha sufrido grandes mejorasúltimamente. Aunque no hay que olvidarque todo se ha hecho con inversionesextranjeras. Buenos dineros se llevan ybuena deuda nos provocan.

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—Creo que usted es demasiadopesimista respecto a nuestro, país,Pablo. Y también respecto a nuestraregión. Olvida usted, me parece, queaquí, en Andalucía, se crearon losprimeros altos hornos de España. Aquí,en Málaga estuvieron funcionando losde Heredia hasta no hace mucho tiempo.Sevilla y Huelva también han conocidouna industria siderúrgica. Luego, en elPaís Vasco, tenemos una florecienteindustria naval, y en Cataluña igual ledigo respecto a la textil...

—Don Luis no se engañe —refutaMontes—. La inmensa mayoría de lapoblación se dedica a la agricultura. Elporcentaje de analfabetismo en nuestropaís es excesivo. No hay preocupación

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verdadera por la industria. Y nohablemos de la situación política.

—Ahí teníamos que llegar: a lapolítica —se queja don Luis—. ¿Y quéle sucede a la situación política, si sepuede saber?

—Don Luis, le ruego que no semoleste. Esto es una conversacióninformal. Y nada más lejos de miintención que decir algo que le hagaenfadar.

—¡Ah¡ ¡Esto se mueve! No sepreocupe, don Francisco. Soy hombretolerante y acepto todas las opiniones.Por cierto, ¿qué le parece si nosapeamos el tratamiento?

Me parece muy bien.—Y a mí.

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—Háblenme de ustedes, si no lesincomoda. Tienen ustedes familia,supongo... Me refiero a mujer e hijos. Yperdonen mi intromisión.

—Pues yo —comienza Gutiérrez—estoy casado con una jerezana. Tengocuatro hijos. El mayor con catorce años.Se llama Pablo, como su padre. ¡Unbuen chico!

—¡Me sorprende, Pablo! No leveo tan mayor como para tener un hijode esa edad.

—Me casé con veintitrés y en unaño mi mujer estaba ya con mi Pablo enbrazos. Así que, eche cuentas...

—Yo soy un año menor que Pablo.Me casé con más edad que él. Ya contreinta años. Por desgracia, mi mujer

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falleció el año pasado, cuando laepidemia de cólera. Tengo un hijo deseis años, al que tengo que dejar alcuidado de una institutriz. Gracias aella, mi hijo está recibiendo el cariño yla educación que necesita un chico de suedad.

—¡Vaya! ¡Sí que lo siento! Ya veoque, efectivamente, he pecado deentrometido.

—¡No se preocupe! Usted nopodía saber...

—En justa correspondencia leshablaré de mí. No es necesario que lesdiga que soy mayor que ustedes.Cincuenta y cuatro años. Y viudo comousted, Francisco. En mi caso llevo así yacasi diez años. Tengo dos hijos. Un hijo

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y una hija, para ser más concreto. Nohace mucho que mi hijo y mi nuera mehan hecho abuelo. Mi hija está soltera yvive conmigo. Aunque ya está prometiday, como es ley de vida, me dejará mássolo que la una. Lo que les digo: ley devida.

—¿Y su carrera profesional?¿Siempre ha estado en Málaga?

—En eso he tenido bastante suerte,menos una temporada, de joven, quepasé como juez del distrito de SantaCruz, en Cádiz, el resto del tiempo heocupado cargos jurídicos en Málaga.Tengo entendido que usted es abogado,Francisco. ¿No ejerce?

—Lo hice hasta hace poco. Con elfallecimiento de mi esposa, el verano

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pasado, me vi desbordado. En todos lossentidos. No aceptaba casos ni teníaganas de trabajar. Pablo, amigo míodesde hace muchos años y periodistacasi desde que tiene uso de razón, meinvitó un día a visitar El Guadalete. Mefascinó el mundo de la prensa. Ya sé quehay mucha noticia tendenciosa. Perotambién me di cuenta de que la prensatiene cosas muy atrayentes. Si no teaplastan con una ley de prensarestrictiva, se pueden exponer ideas; y siesa ley se te viene encima, se aprende ahacer ejercicios de ingenio. A usarpalabras y frases de doble sentido.Tampoco es tan diferente de la abogacía,si bien se mira.

—Pues yo también tuve mi época

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en la que me dediqué a otros menesteresdiferentes a la judicatura...

—No me diga...—En el año sesenta y ocho me

sedujeron las ideas de los unionistas. Yasabe, un liberalismo, moderado por unaparte y defensor de la Iglesia tradicionalpor otra. Algo difícil de compaginar, loreconozco. Yo, con casi veinte añosmenos, pensaba que ya no tenía cabidaen España una reina, como doña Isabel, que solo seguía los dictados de loselementos más conservadores del país,si no hacemos mención a los carlistas,claro.

—Y, ¿cuánto duró su etapa comomiembro de la Unión Liberal? —Interroga Pablo.

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—Poco. El tiempo que tardé entener por seguro de que don Antonio deOrleáns, ya saben, el cuñado de la reina,no iba a ser rey. Prim con su dinastía deSaboya, se encargó, sin saberlo, dehacerme volver a mi trabajo como juez.Eso sí, tuve tiempo para ser diputadonacional en las constituyentes de 1869.

—¡No me diga! Entonces ustedpresenció y participó en las discusionesque dieron lugar a la Constitución de1869.

—Pues sí. Y eso también precipitómi retirada de la política. Sobre todo lamal traída y peor llevada libertad decultos y el dichoso sufragio universal.Fue superior a mis fuerzas.

—Le quisiera hacer una pregunta y

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espero que no le incomode.—Diga, Francisco. No se

preocupe. No creo en absoluto que seausted una persona imprudente como parahacer preguntas incómodas.

—Verá..., usted comentó enMálaga que el presidente de laAudiencia de Cádiz es compañero suyode promoción. Le veo a usted como unapersona muy capaz. Por eso me extrañaque no haya llegado a ser presidente dealguna Audiencia. Y más, habiendo sidodiputado nacional.

—¡Ah, eso! La respuesta es biensencilla: prefiero mil veces sermagistrado en Málaga, con mi nieto y mihijo cerca, que presidente de unaAudiencia a saber en qué capital del

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reino. Varias veces me lo propusieron ytodas ellas rehusé.

—Ahora me lo explico.—La edad me ha hecho saber, sin

ningún lugar a dudas, que la familia esrealmente lo más importante.

—¡Muy cierto! Tanto como queusted y nosotros tenemos muy poco encomún en lo que se refiere a ideaspolíticas.

—¿Y cuáles son las suyas, sipuede saberse?

—Verá —continúa Francisco—,tal vez sea mejor que nos abstengamosde hablarle sobre ellas.

—Hablen con toda confianza. Yales dije antes que soy persona que sabeescuchar y respetar todas las ideas. Otra

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cosa es que las comparta. O que ustedespropugnasen soluciones violentas, cosaque no creo.

—A eso no llegamos nosotros nide lejos. ¡De ninguna manera! —interviene Pablo—. Nosotros somosrepublicanos, si bien hombres de orden.Sabemos adaptarnos. Ya sabe, comonuestro Castelar: posibilistas. En estosmomentos aceptamos la situaciónpolítica. Claro está que, como expresausted, una cosa es respetar y otracompartir.

—Fíjese, Luis, si me permite lafamiliaridad...

—Por supuesto, ya lo hablamosantes.

—Pues le decía que fíjese que,

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precisamente, el haber acabado con lalibertad de cultos y el sufragio universaldel año sesenta y nueve, me parece unode los grandes retrocesos de laConstitución del setenta y seis.

—Francisco, usted sabe muy bienque el artículo once de la Constituciónen vigor respeta y tolera todos loscultos, siempre que no atenten contra lasleyes de la moral universal.

—Y también sé que el mismoartículo vuelve a establecer que lareligión católica es la única del EstadoEspañol

—Cómo tiene que ser...—Verá, para mí —tercia Gutiérrez

— una cosa es la religión que profesecada individuo y otra que el Estado

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profese una religión. El Estado debe serimparcial. Con tal de que haya un soloespañol que no sea católico, el Estadose ve obligado a ser aconfesional.

—No creo que nos pongamos deacuerdo en esto. Yo creo queprácticamente todos los españoles soncatólicos. Y el Estado somos losespañoles...

—Dejémoslo entonces. Pero leaseguro que hay muchos españoles, quesiendo católicos convencidos piensanque el Estado debería ser aconfesional.

—Y sobre lo del sufragiouniversal, Francisco, tengo que decirledos cosas. La primera que laConstitución no trata el tema. Pero, poreso mismo, tampoco lo suprime

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expresamente. Y la segunda que no meparece razonable que el voto de ungañán sirva igual que el de un abogadocomo usted, un periodista como Pablo oun magistrado como yo. ¡Por ahí nopaso!

—Estamos llegando a Álora. ¿Lesparece, si nos da tiempo, que nosbajemos para tomar algo?

—¡Buena idea! Y luego vuelvo conlo del sufragio universal, si no lesimporta.

—Por supuesto, Luis.Álora es un pueblo pequeño,

situado a cuarenta kilómetros deMálaga. En la estación hay una pequeñacantina casi vacía. La única persona queatiende el establecimiento les atiende de

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inmediato.—¿Qué tomarán los señores? Con

este frío les recomiendo un café conunas gotas de anís dulce.

Los tres se miran y se muestran deacuerdo. El camarero se va a calentar elcafé. Mientras esperan, reanudan sucharla.

—Aunque les dije que seguiríamosluego, quería remachar el tema delsufragio universal. Señores, no es queyo me oponga de plano a que todos losespañoles tengan derecho a votar. Peropara eso es necesario que cambie elnivel cultural del país. Usted mismo,Francisco, constató que el nivel deanalfabetismo es muy elevado...

—Haciendo la educación primaria

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obligatoria y gratuita se acababa con elproblema. Pero la cuestión es si leinteresa a la oligarquía dominante que elpueblo, que es inmensa mayoría, sepaleer y entienda si le están engañando ono.

—¡Ya sé lo que son ustedes! Unosidealistas. Me parece bien lo que dicen:cuando todos los ciudadanos sepan leery sepan distinguir lo que les conviene,que voten; pero eso, hoy en día, es unarealidad muy difícil de alcanzar. Y loseguirá siendo en mucho tiempo.

—¿Sabe que le digo?—¿Sí?—Dos cosas. Una que ese día

llegará. Aunque no lo veamos nosotros,ese día llegará. Y la otra, que están

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avisando y si no nos terminamos el cafénos quedamos en tierra.

Los tres ríen de buena ganamientras el magistrado paga laconsumición y se apresuran a salir alandén. Ya están sentados de nuevo.

—Sepan que hace tiempo que notenía una conversación de este tipo tandistendida y agradable. De hecho, comoustedes saben muy bien con todaseguridad, en España no se puede hablarde casi nada sin llegar a las manos o,como poco, sin terminar a voces einsultos de toda clase. ¡Y mucho menosde política! No somos un paísdialogante, eso lo reconozco. Yo, amenudo, prefiero no hablar de ciertascuestiones. Me parece una feliz

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casualidad que hayamos coincidido eneste tren tres personas que somoscapaces de hablar de política sin llegara perder las formas.

—Lleva toda la razón, Luis. Estatendencia a cerrar posiciones y noescuchar al otro nos va a traer malasconsecuencias algún día. Es lo mismoque estaba yo diciendo antes. Faltaeducación lo cual es muy malo para elpaís y, posiblemente, muy bueno paraalgunos, que solo miran por su propiointerés o el de su clase.

—¡Ya salió la clase! ¿Y no va ahaber clases? Francisco, usted esperiodista y abogado. ¿Se considerausted de la misma clase social que unjornalero, tal vez?

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—No es eso. Me refiero a losintereses de la oligarquía. Los quetienen el poder económico y político.

—Francisco, supongamos quellega su sufragio universal, su educaciónpara todos, y los de clase más bajatoman el poder. ¿Cree usted que noharán lo posible por mantenerlo comoahora lo hacen los que usted llamaoligarquía?

—Posiblemente, pero tendrían másderecho, por ser mayoría.

—Usted habla de mayoríanumérica. Pero también hay una mayoríade capacidad económica, por decirlo dealguna manera. ¿Por qué muchosdesarrapados deberían imponerse apocos bien preparados para dirigir al

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país.—Le repito lo mismo de antes.

Estoy convencido de que llegará un díaen que los de abajo estarán preparadospara tomar el poder.

—¡Dios no me mantenga con vidacuando ese día llegue!

De nuevo ríen los tres.—¿Saben qué les digo? Entiendo

sus argumentos aunque no los comparta.¡Pero qué demonios...!: estamos en untren hablando de temas que no nosatrevemos a hablar con otras personaspara no crear mal ambiente y seguimossin tutearnos. Como mayor que soy, lesordeno que me tuteen.

—Llevas razón, Luis. No obstante,tal vez deberíamos hablar de otros

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temas, no vayamos a terminar rompiendouna amistad que parece se estáconsolidando en poquísimo tiempo.

—Lo mismo digo —confirmaPablo—. Creo que tenemos ideas muydistintas, mas nuestros sentimientos sonmuy parecidos. Los tres queremos tenerla mejor España posible.

—¿Y, si intentamos dormir un rato?Esto va para largo y luego tendremostiempo de seguir esta charla. O la que osapetezca.

Varias horas después los despiertael revisor.

—Señores, sus billetes, por favor.—¿Sería tan amable de indicarnos

por dónde vamos?—Pues camino de Osuna. Hemos

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dejado la Roda de Andalucía hace diezminutos, como habrán podido ver.

—Gracias.Luis consulta su reloj de bolsillo.

Pablo sigue con su sueño.—¡Casi las dos de la tarde!

Llevamos siete horas de viaje. Puesdebemos haber estado horas parados enBobadilla.

—¡Seguro! En Osuna habrá quebajar a comer algo. Allí hay una buenafonda al lado de la estación.Desayunamos muy bien Pablo y yo en elviaje a Málaga.

—Tenemos viaje para largo,Francisco.

—Llegará un día en que estosviajes se harán en pocas horas.

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—Amigo mío, tú vives siempresoñando con el futuro. Espero que tengaslos pies bien puestos en el presente.Porque hay que lidiar con lo quetenemos ahora.

—Sí que es verdad. Lo que ocurrees que el presente, en algunos aspectos,no me gusta demasiado. Y, como soñares gratis...

—Eso sí es cierto. Pero ya sabes:«Los sueños, sueños son».

—Es como el tema de lasenfermedades...

—¿A qué te refieres?—Estaba pensando en la

enfermedad que se llevó a mi pobreesposa. Estoy seguro de que la cienciaconseguirá curar, en un futuro no muy

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lejano, prácticamente todas esasenfermedades que se extienden en formade epidemia.

—Es muy posible... En un futuro.—Pero, como siempre, la incultura

y la falta de conocimiento, lo dominatodo. El Gobierno de Cánovas del añopasado no supo atajar la enfermedad.

—Pero con estas epidemias, ya sesabe que no hay mucho que hacer.Mucha limpieza y poco más.

—Se podía haber hecho muchomás. De hecho, se hizo muy poco. Hayresponsables de la sanidad yautoridades políticas que aún opinan que la enfermedad no se transmite deunas personas a otras. Y lo peor de todoes que el ministro Romero Robledo se

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negó a que se usara una vacuna queprobablemente habría salvado muchasvidas.

—¿Qué vacuna?—La de Jaume Ferrán Clúa.

Cuando estalló la epidemia, el añopasado, el doctor Ferrán vacuno a grancantidad de personas en Alcira y otrospueblos de Valencia. A pesar de que eléxito era patente, los envidiosos eincultos de siempre criticaron duramentela vacuna, llegando a decir que erapeligrosa. El Gobierno de Cánovas, envez de favorecer la vacunación, laprohibió. Si hubiera sido un francés oun inglés, tal vez habría tenido mássuerte. Pero los españoles somos comosomos. No puedo dejar de pensar que si

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mi mujer se hubiera vacunado tal vezhoy estaría con vida.

—¡Nunca se puede saber! Pero esposible. Lamento mucho tu pérdida,Francisco; pero no es bueno dar vueltasa las cosas que ya no tienen remedio.

—Lo sé. Pero no puedo evitarlo.La comida en Osuna, ha sido

efectivamente, muy buena. Más de doshoras han tenido para degustarla. Ya enel tren de nuevo, sobre las cinco de latarde, dormitan y piensan en sus cosas.

Francisco Montes sueña con unpaís en el que las personas discuten sinllegar a las manos y sostienen ideasdiferentes sin matarse. Donde laspersonas se vacunan sin que la autoridadlo prohíba y leen y escriben y tienen

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derechos políticos iguales, sea cual seasu condición.

Después, ya despierto, piensa enJosé Raposo y en la alegría que se va allevar su familia. Y él, claro. Y piensaen Juana, en el acto de justicia que seríademostrar ante todos que ella es lamadre del actual heredero de losGálvez, sin que este quedasedesheredado. Claro que para eso habríaque demostrar que Antonio Javier es unGálvez.

Lo es, sin duda; mas otra cosa esdemostrarlo. Si eso fuera posible, eseniño se llamaría, o se debería llamar,José Gálvez Raposo. Y seguiría siendoel único heredero del cortijo de losGálvez, de sus viñas y casas en Jerez.

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Esto compensaría, de alguna forma, elmal que se le ha hecho a Juana, porqueella sería «la madre del heredero».

—¿En qué piensas, Paco?—En los Raposo.—Ya... Se van a llevar una gran

alegría.—¡Eso seguro! Pero estaba

meditando sobre cómo abordar el temadel hijo de Juana. Como bien sabes,tengo pruebas de su maternidad, pero nopodemos demostrar que su hijo esverdaderamente un Gálvez.

—Ya: demostrando que ella es lamadre no hacemos un gran favor al hijo.

—Iremos por pasos. Haremos loque sea mejor. Ahora, lo primero es ir ala guarida de José y darle la noticia.

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—Hizo muy bien en decir a PedroCárdenas que contactase con nosotros.

—Con el documento que nos hadado el gobernador civil, ya podemosllevarlo tranquilamente a Jerez con supadre y su hermana. Por otra parte, enunos días la Guardia Civil y losCarabineros tendrán muy pronto en supoder la orden de anular la busca ycaptura.

—De eso me encargó yo —comenta Luis, que se acaba de despertary ha estado oyendo a los dos.

Cuando llegan a Utrera es ya denoche. El tren que viene de Madrid nopasará hasta la mañana. Tienen queesperar en la estación o buscarse unapensión para dormir. Optan por lo

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primero. Hay una cantina abierta toda lanoche y tienen una buena estufa.

—Mañana o pasado habrá tiempopara dormir. Ahora prefiero que sigamoscon nuestras conversaciones —decideLuis.

Se acomodan cerca de lachimenea. No se está mal del todo. Elcantinero les trae unas tazas de caldobien caliente.

—Me gustaría hacerte una consultacomo magistrado. Yo solo soy unabogado.

—Lo de «solo» estoy seguro quesobra, Francisco. Pero dime lo quedesees.

—Verás, es un tema relacionado,indirectamente, con nuestro prófugo y

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ahora hombre libre. La causa del crimenque cometió fue que su hermana fueviolada. Como consecuencia de aquello,tuvo un hijo. Y resulta que, unos mesesdespués de nacer, este hijo le fuearrebatado a la fuerza por los Gálvez.

—¡Pero eso es un crimenhorrendo! ¡Robar a una criatura! Eso nohace falta que me lo consultes. Tú losabes como cualquiera.

—No voy exactamente por ahí. Losé. Y, lo que es más, tengo pruebas ytestigos.

—Pues a quien cometió el rapto leva a caer una buena condena. Solo tienesque denunciarlo.

—Lo sé. Pero el caso es que notengo pruebas de que el hijo lo sea de

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uno de los dos violadores. Si denuncio ydevuelvo el hijo a su madre legítima,este perdería sus derechos de herencia.

—Ya te entiendo. En un caso deviolación, como en muchos crímenes, laúnica prueba la aportaría un testigo. Enotro caso podría ser la confesión delautor. Pero en este, obviamente, no cabeconfesión. Por lo que veo, solo tenemosla palabra de la chica.

—Un testigo. Claro. Pues sigo sinsaber si conviene denunciar el rapto.

—Como magistrado, te diría quesiempre se tiene la obligación dedenunciar un delito. El rapto, sí que estáprobado, según me dices.

—Sí. Ahí sí tengo un testigodispuesto a declarar. Una criada, que

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estuvo presente.—Bueno, Paco —rectifica

Gutiérrez— en realidad podríamos tenerdos testigos. Porque la raptora fue en sucalesa. Y las calesas no se conducensolas...

—¡Dios mío! ¡Se me acaba deocurrir algo! ¡El cochero! No me refieroa ser testigo del rapto. Que lo tuvo queser. Me refiero a la violación. Vamos aver: en los cortijos de Jerez, que yosepa, los cocheros tienen una caseta a laentrada de las cuadras, donde suelendormir. A veces se trata de una casa entoda regla. Depende del cortijo. Perocasi siempre hacen, por decirlo dealguna forma, de guardianes de lacuadra. Si el cochero de los Gálvez

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tiene caseta o casa y si estaba esa nocheen ella, hay una posibilidad de quehubiera visto algo y callado.

—Pues es una posibilidad —estima Del Corral—. Si hay un testigode la violación, lo tienes todo. Si no lohay, no podrás demostrar nunca que lachica fue violada por un Gálvez. O porlos dos.

—Una posibilidad remota, loreconozco. Pero hay que intentarlo.

—Estoy pensando... Quizá hayauna posibilidad de arreglo entre laspartes.

—No veo qué arreglo podríahaber.

—Verás: como tú muy bien debessaber, el rapto de un niño es un delito

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tipificado en nuestro Código Penal. Perohay algo con lo que estarás de acuerdoconmigo: no es lo mismo, penalmentehablando, el rapto de que un niñodesconocido que llevarse por la fuerza aun niño que forma parte de la familia.Me refiero a que la pena sería menor.

—Sí. Estoy de acuerdo. ¡Ya sé pordónde vas! Si los Gálvez reconocen queel chico raptado es hijo de uno de ellos,se librarán de una condena muy severa.Y eso permitirá que se pueda reconoceral joven como hijo de Juana y no pierdasus derechos.

—¡Exacto! Normalmente, es elpadre el que reconoce a un hijo fuera delmatrimonio. Pero si el supuesto padrefalta por haber fallecido, basta que un

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hermano reconozca la paternidad delfallecido. O el hermano lo hace o tendráque sufrir una larga condena. Y tal vez letengan que acompañar su madre y suesposa, en calidad de cómplices oencubridoras.

—¡Lo tengo! No se podrá negar areconocer que el chico es hijo de uno desus dos hermanos.

—Una cosa que no hemos dicho,Paco, es que hay dos registros en laparroquia correspondiente —intervieneGutiérrez—. Supongo que, una vezaclarado, se podrá suprimir sindificultad segundo. El que hicieron losGálvez.

—Eso no es problema. Una vezdemostrado que los dos registros

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corresponden a la misma persona, elsegundo tiene que ser anulado por elpárroco. Y, respecto al primer registro,con la resolución judicial, el párrocotendrá que añadir el apellido del padre.

El viaje de Utrera a Jerez parecióinterminable. El magistrado se ofreciópara mediar con la familia Gálvez yconvencerlos si fuera necesario de laventaja de reconocer al niño como hijode uno de los dos fallecidos. Los dosperiodistas, después de despedirseefusivamente del magistrado, bajarondel tren.

Había nacido una buena amistad,basada en una característica común enlos tres. No era la edad, ni, desde luego,la ideología. Era algo muy difícil de

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encontrar en un país en el que siempreha parecido mejor una guerra civil queun pacto; siempre ha parecido másresolutivo un garrotazo que unrazonamiento, y siempre se ha huido deldiálogo y se ha buscado tener la razón yla verdad a toda costa.

—Paco, son las doce. ¿Quéhacemos?

—Pablo, yo estoy agotado. Creoque lo mejor será que nos vayamos anuestras casas, durmamos a pierna sueltay mañana nos vemos en el periódico.Tenemos mucho qué hacer con lo deRaposo. Hay que ir a la sierra y traerloa Jerez. Con su familia. Y hay que cerraruna estrategia para la cuestión del hijode Juana.

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—Desde luego. Y también tenemosque ir al periódico y reanudar nuestrotrabajo. Si no, nuestro director nos va aechar del periódico con cajasdestempladas.

—Pues nos vemos allí a las ochode la mañana, como siempre.

—Hasta mañana.—Hasta mañana.

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SALVAR UNA VIDA

A las ocho de la mañana estánnuestros dos amigos en la sede delperiódico El Guadalete.

—Paco, cuando esto terminetenemos que escribir la historia en elperiódico. Va a ser algo grande.

—¡Desde luego! Tal vez tengamosque ocultar algún detalle. No sería maloque hablemos con el director y le

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aclaremos que de todas nuestras idas yvenidas va a salir un trabajo muybeneficioso para el periódico. Asíjustificamos nuestras próximasgestiones. Porque pedir más vacacionesya no cuela.

En esto aparece un chico joven enel despacho que comparten Francisco yPablo con varios redactores.

—Don Francisco y don Pablo, hayuna mujer en la entrada que pregunta porustedes.

—¿Por nosotros? Vale, ya vamos.En la puerta está María con el pelo

algo enmarañado. Lleva una falda anchay solo una camisa, a pesar de que el díaestá fresco.

—¿Qué le sucede, señora?, la veo

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muy alterada —comenta Pablo.—¿Son ustedes don Francisco

Montes y don Pablo Gutiérrez?—Sí..., ¿nos conocemos? Pero

baje del caballo y pase, por favor, quela veo muy fatigada.

—Me llamo María Piña. Notenemos tiempo para entrar. Tenemosque irnos ya.

—No entiendo... ¿Qué le ocurre?María habla en voz baja.—Mi padre tiene una venta antes

de llegar a San José del Valle. A las seisde la mañana o un poco antes nos hemosencontrado en la puerta de atrás a JoséRaposo. Tiene un disparo en el pecho yestá muy mal. Sé que solo puedo acudira ustedes. Creo que se muere. Pero tal

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vez con un médico de confianza hayaalguna posibilidad.

—¡Pablo! ¡Hay que hacer algo!¿Cómo has venido al periódico?

—Como siempre: andando. Yasabes que mi casa no queda lejos.

—¡Vaya, yo igual! Señora, me subocon usted en su caballo y vamos abuscar un médico. Hay uno que nos va avenir muy bien. Pablo, me voy. Dicualquier cosa al director. Ya te contaré.

María se echa hacia la grupa yFrancisco monta. Salen a un trote largoque levanta alguna protesta de losviandantes que cruzan las calles. Llegana la puerta de la casa de Felipe Agudo,el doctor. Allí mismo tiene su consulta.Francisco espera tener suerte y que no

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haya salido a alguna visita. Llama.—Buenos días, ¿qué desea?—¿Está el doctor? Es muy urgente.—Pues sí que está. ¿Quiere usted

pasar?—Sí. Por favor, avísele. Dígale

que soy Francisco Montes y que es muyurgente.

—El médico sale enseguida.—¿Qué sucede?—Doctor, ¿le gustaría hacer un

servicio que podría compensar ciertodaño que hizo usted a una familia?

—No le entiendo. Dígame lo quesea.

—El hermano de Juana Raposoestá muy grave. Le han disparado en elpecho.

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—¿El fugado de presidio?—Ya no lo es; ahora es un hombre

libre, pero esa es otra cuestión. La cosaes que parece que se muere. Como ledigo, tiene una bala en el pecho.

—Ahora mismo voy. ¡Petra!,dígale al paciente que está en midespacho, que se tome lo mismo y quehe tenido que salir urgentemente. —Continúa hablando con Francisco—. ¿Dónde está el herido?

—Cerca de San José del Valle.—Tengo un coche con un caballo

para las visitas que están algo lejos.Recojo el instrumental y en cincominutos nos vamos.

Han llegado a la venta pocodespués de las dos de la tarde. José está

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muy pálido. Respira de forma casiimperceptible, pero ha recuperado porcompleto el conocimiento.

—El lugar del disparo es delicado.Han hecho muy bien en no quitarle lacamisa. Tiene un coágulo de sangre y sepodría haber despegado, provocándoleuna hemorragia. Con las horas que hanpasado, podría haber sido fatal.

—¿Qué hacemos doctor?—Necesito alguien que me sirva

de ayudante. Bueno, me tienen queayudar los tres, pero alguien tiene queestar constantemente a mi lado.

—Yo lo hago, doctor —se ofreceMaría.

—Lo primero que tienes que haceres lavarte las manos muy bien. Usted —

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se dirige al ventero— encárguese, si nole importa, de que no falte agua caliente.Que hierva y luego se vaya enfriando.

—Voy a ello.—No tarde. Le vamos a necesitar

para quitar la camisa. Y busque toallas osábanas limpias. Todas las que tenga.Tal vez tengamos que taponar. DonFrancisco, vaya a mi coche y tráigameuna caja que tengo allí de madera. Hayvendas y otras cosas. Pero traiga la cajacompleta.

—¡Ahora mismo!En unos minutos, llega Juan con

una olla casi llena de agua caliente yFrancisco con la caja de madera.

—Vaya calentando más agua por siacaso hiciera falta.

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—María, vaya humedeciendo estasgasas y aplicándolas sobre la camisa.Con cuidado. Pero con agua abundante.Yo iré tirando, poco a poco, de lacamisa. Antes la voy a cortar y voy adejar solo la zona pegada.

Al cabo de varios minutos, entrequejidos apagados de José, el médicoconsigue dejar la herida al descubierto.

—El lugar es delicado. Pero hahabido suerte: está encima del corazón yno ha tocado la clavícula ni, sobre todo,algún vaso sanguíneo importante. Elomoplato ha impedido que lo atravesarala bala. El problema es que el proyectilha entrado en oblicuo y voy a tener queahondar bien. Necesito licor. El másfuerte que tengan.

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Juan va detrás de la barra y traeuna garrafa de cuatro litros. En laetiqueta pone: «Anís Venus. RafaelReyes Rodríguez. Rute. Córdoba».

—Eso es lo más fuerte que tengo:anís seco.

—Esto te va a doler, amigo —anuncia el médico.

Sin dejar más espacio a que elherido piense, le derrama lentamente ellíquido sobre la herida. José lanza unterrible aullido de dolor.

—Échate un buen trago —le indicallenando un vaso hasta arriba.

—No.—¿Cómo que no? ¡Bebe todo lo

que puedas! Si no lo haces, lo vas apasar muy mal.

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—No, doctor. Lo pasaré mal. Siusted lo dice, así será. Pero no piensobeber ni un trago.

—José —interviene Francisco—,voy a comunicarte algo que quizá te défuerzas: Ya no eres un fugado depresidio. Tu situación se ha aclarado.Había una amnistía y tú no lo sabías. Yate contaré. Y, ahora, haz caso al doctor yéchate un buen trago.

—No entiendo. ¿Libre? —Joséhabla con suma debilidad y de formaentrecortada—. Ya me lo explicará. Síque es buena noticia. Doctor, no esperemás. No voy a beber nada. Cuandoquiera...

—Pero se me va a mover. Y, si semueve, podemos tener un disgusto. ¡Es

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imposible que aguante, hombre!—¡No me moveré!—No espero más. Aguanten

fuertemente a este hombre por loshombros. Aunque se queje por todos losdemonios del infierno, sujétenlo contodas sus fuerzas.

Todos los presentes, menos eldoctor, averiguan lo interminable quepuede ser, o parecer, la extracción deuna bala, y la angustia de no tener laseguridad sobre si se va a poder sacar ono. Juan y Francisco tienen seriasdificultades para inmovilizar a José, apesar de que por su boca solo sale unronquido apagado de vez en cuando.Afortunadamente, llega un momento enque el herido pierde completamente el

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conocimiento y el médico se puedecentrar más tranquilamente en su tarea:una carnicería, tan horrible comonecesaria. María llora con un trozo degasa en la mano, esperandoinstrucciones del médico.

—¡Aquí! ¡Aquí la tengo! Esperoque no se me resbale. A ver... ¡Ya está!¡La tengo! ¡Tapone con la gasa! ¡Vamos!¡Eso es! ¡Usted, la garrafa!

Felipe Agudo derrama unabundante chorro de licor sobre laherida. Luego coge vendas de la caja yprocede a cubrir detenidamente laherida, pasando bandas de gasa pordebajo de la axila y por encima delhombro.

—Esto ya está. Ahora, lo más

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peligroso sería que la herida seinfectase. No le quiten la venda almenos en diez días. Cuando se la retiren,le vuelven a echar un buen chorro delicor. Y lo vuelven a vendar como hehecho yo. Al principio, durante dos otres días, será normal que tenga algo defiebre. Pero si dura más o notan que esmuy alta, me avisan. De comer, cuandolo pida. No hay prisa con eso. Yrespecto a la bebida, conviene que leden agua de vez en cuando aunque él nolo solicite.

—Yo me encargo —resuelveMaría—. Estaré junto a él el tiempo quehaga falta, ¿verdad padre?

—Claro que sí, hija. DonFrancisco, ¿qué es eso de que Pepito es

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libre? —pregunta Juan, antes dedirigirse a abrir la puerta de la venta—.Supongo que lo habrá dicho para darlefuerzas, ¿no?

—Así es: se lo he dicho paraanimarle a que resistiera la operación.Pero es verdad. Ya os lo contaré conmás tiempo. Ahora lo importante es quese mejore.

—No lo dejaré un momento —asegura María. Y si ocurre algo ya sédónde vive usted, doctor.

—Y a mí me avisas también,María. Os voy a dejar este documento.Tiene el sello y la firma del gobernadorde la provincia de Málaga. En él seexplica que el preso es libre y que seestá gestionando la comunicación oficial

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a todas las autoridades para que lotengan en cuenta. Es importante que lotengáis a mano por si acaso.

—Descuide. Lo haremos.—Don Felipe —expresa Montes

—, primero que nada, le quiero dar lasgracias. No me cabe duda de que siusted no viene este hombre no habríasobrevivido. Dígame cuanto le debo porla intervención. Si no le importa, mevoy con usted en su coche para Jerez yallí le pago.

—A lo de ir juntos a Jerez, le digoque no hay ningún inconveniente; lo delpago ya es otra cosa. No pienso cobrarni una peseta por esto. Ya me dijo ustedque con esto saldaba una deuda. Creoque hay deudas que nunca se saldan del

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todo, pero no puedo cobrar por esto.—Se lo agradezco. María y Juan,

ha sido un placer conocerles. Veo queJosé sigue sin estar consciente. Cuandopuedan, le dicen que se tiene quemejorar pronto. Para ver a su familia ypara algunas cosas importantes quetenemos que hacer por los Raposo. Yale explicaré.

El médico y Francisco Montesvuelven a Jerez.

Diez días después, el dieciséis dediciembre, el doctor Agudo y FranciscoMontes regresan a la venta, junto conPablo Gutiérrez diez días después. El

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médico comprueba que José hamejorado notablemente.

Francisco y Pablo explican a Josélos pormenores de sus gestiones paraaveriguar que la amnistía de abril leafectaba de lleno. Ya está en poder de laguardia civil y los carabineros de Jerezla orden de sus superiores suspendiendosu busca y captura. La visita de Luis delCorral a la Audiencia Provincial deCádiz ha surtido los efectos deseados.

—José, en vista de que estásmejor, voy a darte una sorpresa. Si Juanno se opone, me gustaría traer a tu padrey a tu hermana para que paséis juntos lasnavidades. Todavía no estás para viajar.Y creo que ya es hora de que os podáisdar un abrazo. O muchos.

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—No sabe cuánto le agradezcotodo lo que está haciendo por mí. Pornosotros.

—A partir de ahora me hablas detú, José ¿O es que no somos amigos?

—De acuerdo, amigo.—Me marcho. Antes de

nochebuena estoy de vuelta con tu padrey tu hermana.

—Tengo que devolverte algo,amigo: la escopeta. Ni siquiera la hetocado. Ha estado todo el tiempodesmontada en las alforjas del caballo.

—Me parece bien. Me la llevo.—Y el caballo también es tuyo. O

de Pablo. Lo justo es que lo recuperéis.—¡Eso sí que no! El caballo es

tuyo. Considéralo un regalo.

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El día veinte de diciembrenuestros dos carabineros vienen devuelta para Jerez.

—Mi sargento, no me explicocómo se nos pudo escapar el Raposo.Estoy seguro de que se quedó sincaballo.

—Que el que se nos escapó eraJosé Raposo, lo dice usted, Romerales.Lo único que sabemos con seguridad esque era alguien que debía tener algopendiente con la justicia. En casocontrario, no habría huido.

—¡Le digo que era él! Bueno, noestoy seguro del todo. Lo que sí sé es

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que era el mismo con que nos cruzamos,el mes pasado, en la pensión de Algar.

—A eso no le digo que no.—Lo que no me explico es cómo

aguantó con un tiro en el pecho y sincaballo. Se nos escurrió. Por másvueltas que hemos dado, no hemosencontrado el menor rastro ni de él nide su caballo.

—Nosotros hemos cumplido,Romerales. Esta tarde estaremos enJerez. Informaremos al capitán Quesadade lo sucedido y espero que, al menos,tengamos unas navidades tranquilas.

—Sí, mi sargento, que a la mujer ya los niños hace meses que no casi noles vemos el pelo.

—Sí que es verdad...

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—Esto de ser carabinero no se lodeseo a nadie, mi sargento. Fíjese quellevamos cinco meses pasandocalamidades y persiguiendo, como quiendice, humo por esta maldita sierra. Ytodo para nada. Mucho frío, muchocalor, poca paga y más de un disgusto.Eso es lo que se saca en el Cuerpo deCarabineros. Y, encima la mujer y losniños siempre temiendo que nos pasealgún incidente y no volvamos.

—¡Hombre Romerales! Me esperotodo de usted, pero esto... ¿Se olvida delservicio que prestamos? Cierto es quepasamos frío y hambre y todo lo queusted quiera. Pero ¿cuántos malhechoresha contribuido usted a detener y poner abuen recaudo? ¿O es que eso no merece

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la pena?—Lleva usted razón, mi sargento.

Como siempre. Creo que este caso meha desanimado bastante. Ha sido muchoesfuerzo para no conseguir nuestropropósito.

—Así son las cosas, Romerales.Pero puede usted estar orgulloso de loque hace. Además, ahora le digo queusted sí que me llega a cabo como sigaasí. ¡Venga hombre, no se me desanime!

—Le agradezco sus palabras.Mire, estamos a punto de llegar a laventa de Piña. Ya está todo el pescadovendido. ¿Qué le parece? ¿Nos tomamosuna copita antes de seguir para Jerez?

—¡Venga esa copa!Los dos carabineros entran en la

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venta y se dirigen directamente a labarra. Sentado en una mesa, a laizquierda según se entra, hay alguientomando un café. Los dos carabineros sedirigen al ventero. Buenos días amigo.Pónganos un par de copitas. Lo queusted vea mejor. A ver si se nos quita elfrío de la sierra.

—Ahora mismo señores.Con la copa en la mano, tras haber

dado un primer trago, Romerales apoyael codo derecho en la barra y se girahacia la izquierda para hablarcómodamente con el sargento. La copase le cae al suelo y se hace añicos.

—¡La madre que me parió. ElRaposo!

No tiene el fusil a mano. Ni el

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sargento tampoco. Lo han dejado en suscaballos. Pero Roncero saca el revólverque lleva enfundado en una pistolerasujeta al cinto.

—¡No se mueva, Raposo quedadetenido!

—El sujeto sigue tomando cafécomo si no estuviera atento a lo quehabla el sargento.

—¡Suelte ese vaso ahora mismo ypóngase en pie o le pego un tiro!

Raposo suelta el vaso sobre lamesa y deja las manos visibles.

—Le voy a hacer una pregunta —vocea Romerales con intensa curiosidady mirando fijamente a José—: Usted esJosé Raposo, ¿no?

—Sí señor. Yo soy José Raposo.

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—¡Lo sabía! ¡Lo tenemos, misargento!

—Perdonen. Ustedes no tienennada —le contradice María que acabade aparecer con un papel en la mano—.¿Pueden leer esto?

—¿Este papel? A ver, traiga. No séqué tiene que ver...—Romerales lee envoz alta. Su tono se va mostrando más ymás sorprendido a medida que valeyendo:

Por el siguiente documento

certifico que José Raposo Lobillo,natural de Jerez de la Frontera,estuvo cumpliendo condena acadena perpetua en el presidio deMelilla, de mi jurisdicción como

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gobernador, hasta el día 25 de abrildel presente año de 1886.

La orden del ministerio deGracia y Justicia de primero dejulio del corriente año, quedesarrolla el real decreto de lafecha primeramente expresada, ensu parte final, dice lo siguiente:

«Se considerará a todos losefectos que los presos incursos enel real decreto son libres, y asídeben ser declarados desde elmismo día de publicación de ladisposición real en la Gaceta deMadrid, es decir el día veinticincode abril del presente año de 1886».

Lo que certifico para queninguna autoridad ni fuerza de

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seguridad persiga ni detenga alexpresado José Raposo Lobillo entanto se regulariza oficialmente susituación.

El gobernador de laprovincia.

En Málaga a ....

—¡La leche! ¡El certificado es decuatro días antes de que yo le pegara untiro!

El sargento coge precipitadamenteel certificado y lo lee en voz baja.

—Parece que no hay ninguna duda.Este hombre no debe ser perseguido. Lohemos estado siguiendo todos estosmeses y ahora este papel lo cambiatodo. En fin, nosotros cumplimos

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órdenes. El sello está muy claro y elpapel es oficial. Esto no parece unafalsificación.

—¿Y si lo fuera, mi sargento?—Romerales, no me pregunte.

Ahora mismo estoy en blanco.—Señores —trata de aclarar, José

— Hace dos semanas estaban ustedescorriendo detrás de mí y me alcanzaroncon un disparo. Ya ven en qué estado meencuentro. ¿De dónde voy a sacar yoeste documento?

—Alguien lo puede haber traído,eso es indiscutible. Pero no me saca dela duda sobre si se trata de unafalsificación o no.

—Lo trajo un amigo de José que hahecho gestiones ante el gobernador de

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Málaga —aclara María—. Trajo elpapel y me dijo que lo usara en casonecesario.

—Miren —interviene José—.Comprendo que ustedes no sepan quéhacer. Les propongo que uno de los dosse quede aquí conmigo y el otro vaya aJerez a consultar con sus superiores.También convendría que fuese a ver aFrancisco Montes y Pablo Gutiérrez, queson periodistas de El Guadalete. Ellosle podrán aclarar las cosas.

—Me parece bien. Romerales,será mejor que se quede usted y yo vayaa Jerez. Por ninguna circunstancia sedebe ir el preso de aquí mientras notenga noticias mías, ¿entendido? Confíoen usted.

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—Entendido, mi sargento.El sargento sale y Romerales se

sienta, desolado, a dos metros de JoséRaposo.

—¡Y pensar que no le he matadode milagro! Si es cierto lo que estáescrito en ese papel, tendré que pedirlemil excusas.

—Eso no será necesario. Ustedcumplía con su obligación.

—¿De verdad es usted un hombrelibre?

—Se lo juro.—Pues le pido mil perdones. No

sabe usted la suerte que ha tenido. Yo leapunté al corazón. Y le aseguro que nosuelo fallar.

—Lo dicho. Olvídese. Usted hizo

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lo que tenía que hacer. Y yo estoy vivo ylibre. Así que todo está muy bien. Mire,me quedan algunas pesetas. Le invito.

Al día siguiente, un carabineroviene de Jerez a buscar a Romerales.

—Ezequiel, de orden del capitánQuesada que no hay nada contra JoséRaposo y que te presentes en el cuartel.Anda, coge tus cosas que nos vamos.

—Amigo, yo le repito a usted...—¡Nada! Usted no tiene que

repetirme nada. No se preocupe. Seguroque nos vemos algún día por Jerez yhablamos de todo esto.

—No le quepa duda. Así será.

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LA FAMILIA

Los Raposo han pasado la mejorNavidad de su vida. Juana no para dedar besos a su hermano, que aguantaestoicamente el dolor, que todavía acudede vez en cuando al hombro izquierdo.José padre, con casi setenta años,parece haber recuperado una capacidadcasi olvidada de hablar y reír. Juan yMaría Piña celebran la primera

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Nochebuena en compañía desde hacemucho tiempo.

Unos días después, los Piña y losRaposo están sentados alrededor de unamesa redonda. Hablan, cantan y secuentan cosas. Todos oyen embelesadoslas historias de José. Sus fatigas en elpresidio, su peleas, el hambre,anécdotas de personajes, a vecescuriosos y a veces terribles. El hombrelibre les cuenta orgulloso cómo un negrode Puerto Rico le dio el mayor ejemploque ha recibido en su vida, cómo seempeñó en enseñarle a leer y a escribiry cómo le hizo comprender que labebida era la perdición de las personas.Y más aún de los pobres.

—Desde que lo conocí, he leído

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más libros que vasos de aguardiente mebebí antes. Ojalá pueda volver aencontrarme con él y darle las gracias. Ya enseñarle que gracias a él soy unhombre bueno.

—Ya te lo dije, Pepito.—¿El qué, María?—Que cuando fueras mayor serías

un buen hombre.Todos se ríen. Pero José y María

se miran intensamente. Ambos selevantan y se buscan, dándose un abrazoque deja a todos callados, mirándolesenternecidos y emocionados.

—¡Vamos a ver! —se queja Juana— ¡Que me voy a poner celosa! ¿No haynada para mí? ¡Para esto tiene unahermanos mayores!

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José se acerca a su hermana y lellena la cara de besos entre las risas detodos.

El capitán Quesada está hablandocon Jesús Gálvez. Se encuentran en elmismo saloncito de la casa que en otrasocasiones. Pero hay dos diferencias:Quesada viene acompañado por uncapitán de la Guardia Civil y no estántomando nada. Tras las presentaciones,comienzan a hablar. Quesada se muestramucho más serio y circunspecto de lohabitual en él.

—Tengo que darte algunas noticiasque te van a sorprender enormemente.

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—Tú dirás, Genaro.—Como recordarás, la última vez

que nos vimos te comenté que JoséRaposo se había esfumado.

—¡No me digas que ha aparecido!—exclama Jesús en un tono que quiereser jocoso, pero denota inquietud.

—Pues sí. Eso es lo que vengo adecirte. Entre otras cosas...

—Pero eso es... imposible...—Pues no. No lo es. José Raposo

ha aparecido. Sabemos dónde está.—¡No me lo puedo creer!—Debería ser una buena noticia

para usted, ¿no? —indaga el capitán dela Guardia Civil. Se supone que si haaparecido es por que lo hemosapresado...

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—Sí..., por supuesto.—Mira Jesús, te voy a ser claro.

En octubre de este año que termina, unseñor de Cádiz se presentó en laComandancia de la Guardia Civil deallí. Es amigo del coronel y le informóde una historia sorprendente. El capitánNicolás Estévez está aquí paracontártela.

—Pues verá, don Jesús: el amigodel coronel, que se llama EnriqueBerlanga, le contó que su sobrino porparte de madre, de nombre Publio CanoBerlanga. Estuvo en Cádiz paradespedirse de él. Se marchaba paraAmérica. Aunque le dijo a su tío que nosabía dónde se asentaríadefinitivamente.

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—No entiendo qué tiene que veresa historia con la aparición odesaparición de Raposo.

—¡Mucho! Cuando termine loentenderá. Resulta que Publio Cano ledijo a su tío que había estado trabajandopara el dueño de un cortijo de Jerez dela Frontera. Buscando a un fugado, denombre José Raposo. —Luis se poneblanco.

—Parece ser que el tal Cano —añade el capitán Quesada— es una piezade cuidado. De difícil ajuste. No legustó trabajar con su tío en un almacénde venta y alquiler de pianos y se pasóal mundo del juego con ventaja, el timo,el contrabando y la caza de hombres alservicio de la Justicia.

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—Y el coronel, como es lógico, sepregunta quién podría haber contratadoal timador —continua el capitán Estévez—. Y digo esa palabra porque elsobrino le confesó al tío que, en vez decumplir y cargarse al fugado, mintió alque le había ofrecido la recompensa y sela llevó sin más. A grandes rasgos esa esla parte de la historia que me tocacontar.

—Tú no sabrás nada de esto, ¿noJesús?

—¿Yo? ¿Qué voy a saber?—Desde luego, el que ha pagado

por matar a un individuo al margen de laley lo tendría muy mal si no fueraporque el tal Publio no le dijo el nombrea su tío. Este fue a la Guardia Civil más

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que nada por escrúpulos. No sabía quéhacer y se le ocurrió acudir a su amigo.

—¿Y qué pasó? —pregunta Luisinquieto.

—El coronel le aconsejó que nofuese a denunciar el caso a un juzgado—sigue Quesada—. En definitiva, setrataba de la declaración que le habíahecho su sobrino, un personaje de pocofiar. Y no había ningún nombre ni pistade quién había sido el que le habíacontratado. En caso de que todo fueraverdad. Pero te aseguro, Jesús, que nonos chupamos el dedo. En caso de sercierto —cosa muy probable—, solo hayuna familia que pueda estar interesadaen eliminar al fugado. Por variasrazones.

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—Genaro, te aseguro que no sé dequé me hablas.

—No importa ahora. Te voy acontar yo la segunda parte de la historiapara que todo cuadre. Esto te va asorprender más aún. José Raposo es unhombre libre.

—¿¡Qué!?—Lo que oyes. Hubo una ley de

amnistía en abril de este año, quecompletaba otra de noviembre del añopasado. Le tenía que haber afectado. Lacuestión es que, tras diversasaclaraciones, la orden de busca ycaptura que pesaba sobre José Raposoha sido anulada.

—¡Pero eso no puede ser!—Puede ser y es, Jesús.

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—Y ahora —advierte el capitán dela Guardia Civil— le tengo que deciralgo muy seriamente. Es el motivoprincipal por el que estoy aquí. Ustedno habrá sido el que contrató al matón yno sabrá nada de esto que le hemoshablado. Se lo acepto todo. Pero, comohaya el menor indicio de que intentaalgo contra José Raposo, le aseguro quedará con sus huesos en la cárcel. ¿Meha entendido?

—Pero yo no tengo nada que ver...—¡¿Me ha entendido, sí o no?!—Sí. Sí. Perfectamente.—Y otra cosa —comenta Quesada

—. Me ha defraudado enormemente quehayas mostrado tan poca confianza haciamí y hacia mis carabineros. Te ofrecí

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toda la ayuda que se puede prestar enestos casos. Incluso más. Y tú tebuscaste a un matón para resolver elcaso. Si te han timado, creo que te haestado bien empleado.

—Pero Genaro —se queja sinconvicción Jesús—, es que todo eso deque yo contraté a un matón no es cierto...

—Mira —concluye Quesada—,oficialmente, lo vamos a dejar en eso.En un rumor que no se puede confirmaro desmentir. Lo importante es que ahoraquedas advertido. No se te ocurra hacernada contra Raposo.

—Mire, don Jesús. Se puedeentender, hasta cierto punto, que alguiencontrate a un sicario para que «hagadesaparecer» al asesino de sus

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hermanos. Se puede echar una mano aljefe de una familia conocida yrespetada. Pero —advierte severamenteel guardia civil— lo que no se puede eshacer la vista gorda si alguien atenta, dealguna forma, contra un ciudadano libre.Por muy jornalero que sea y por muchoscrímenes que haya cometido, si estos yahan sido redimidos. ¿Me entiende?

—Sí. Le entiendo. No obstante —arguye Jesús—, y perdonen que les diga,veo que están muy interesados en laseguridad de Raposo. ¿Y la de nuestrafamilia? Porque él está suelto y nadiesabe qué puede hacer.

—Jesús, ¡no me toques las narices!Este hombre estuvo en Jerez y ni se leocurrió acercarse al cortijo; eres tú el

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que ha mandado a alguien a matarlo.Con eso no te quiero decir que nocomprenda que tengas cierta inquietudpor tu seguridad. Pero, en ese sentido,no te quepa duda de que igual que vamosa estar pendientes de lo que hagas,también vamos a tener vigilado aRaposo. Pero eso solo podrá ser duranteun tiempo prudencial. Hay másciudadanos y más delitos que perseguir.

—De acuerdo —admite Jesús—.Lo que más me duele de todo esto es quepienses que no he confiado en ti comoamigo o en los carabineros comoCuerpo de Seguridad.

—Por el momento no veo motivospara pensar lo contrario. Y fíjate lo queson las cosas. Tu matón, tu supuesto

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matón —concede Genaro—, se llevó,presuntamente, tu dinero y te timó demala manera; sin embargo, mis hombreslocalizaron a Raposo y a puntoestuvieron de matarlo. Afortunadamenteno lo consiguieron. Pero me mostraronsu valía. Tengo un carabinero al que voya proponer para su ascenso inmediato acabo.

Pasado el fin de año, el dos deenero de 1887, Francisco Montes yPablo Gutiérrez se presentan en la ventade Piña. Traen una berlina en la quecaben, algo apretadas, seis personas.Además de las dos que pueden ir en el

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pescante.—Buenos días a todos —saluda

Francisco—. ¿Cómo está nuestroherido?

—Mucho mejor —responde María—. La herida va muy bien. Aunque elbrazo no lo puede casi mover y todavíatiene bastantes dolores.

—Estoy bien. Cada día un pocomejor.

—¿Tanto como para estar encondiciones de viajar a Jerez? —inquiere Pablo.

—¡Hombre! A caballo, supongoque me costaría lo mío. Pero en esecarruaje voy yo hasta Madrid si hacefalta.

Risas de todos.

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—Verás, tenemos varias cosaspendientes en Jerez, José. Hay algo queafecta a Juana, que tú sabes muy bien. Yya va siendo hora de que arreglemos lacuestión.

—¿A mí? —pregunta Juanainquieta.

—Sí Juana, a ti. Ya sabes, tu hijo.No quiero decirte más. Pero tenemosmuchas posibilidades de demostrar queAntonio Javier Gálvez es tu hijo. Ysiempre hemos querido que Joséestuviera presente cuando destapásemosla olla.

—¡Ay Dios mío! ¡No puede ser! —Juana rompe a llorar.

—Yo creo que sí podrá ser, Juana.Además, te lo mereces. Por cierto, he

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traído la berlina porque he pensado queos podía llevar a todos de regreso aJerez.

—Sí. Ya va siendo hora de quevolvamos a la casa —acepta José padre—. Hemos pasado aquí unos días muybuenos con Juan y María. ¡Muy buenos!

—Cuando queráis, ya sabéis queaquí estamos, José. Para lo que hagafalta. Y para que os paséis cuando osapetezca por la venta a disfrutar unosdías como estos que hemos pasado todosjuntos.

—José, tengo que decirle que loque yo pretendo no es exactamentellevarles a su casa, sino a la mía. Verá,yo quería que su hijo estuviera en micasa durante los días que estemos

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zanjando el tema del hijo de Juana. Yustedes querrán estar con él, ¿no?

—Pero yo no puedo aceptar...—¿Y por qué no? ¿Es que no

puedo invitarles yo a pasar unos días enmi casa igual que los han pasado conJuan y María? No me va a hacer esefeo...

—No, por Dios. No es por eso. Esque a uno no le gusta abusar.

—¡Abusar! Bastante han abusadode ustedes toda la vida. Es unainvitación que yo les hago.

—¡Hombre! Visto así, no nospodemos negar, ¿no, Juanita?

—Lo que usted diga, padre, estábien dicho.

—Pues no se hable más —

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concluye Francisco—. Cogen sus cosasy nos vamos todos para Jerez. A micasa.

La casa de Francisco Montes esimponente. Y no solo por su tamaño.Tras el amplio zaguán, se abre ungrandísimo patio porticado concolumnas y suelo de mármolblanquísimo. Puertas altas y brillantes,casi todas abiertas, dan paso a diversasestancias: un amplio comedor, variassalitas finamente amuebladas y unabiblioteca bien nutrida, entre otrashabitaciones.

Al fondo, por la parte de la

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izquierda, un pasillo flanqueado pordespensas, conduce a la cocina, tras lacual se abre un patio al descubierto; porla derecha hay otro pasillo que conducedirectamente al mismo patio.

Tras este, aparece un hermoso yextenso jardín, plagado de plantas yarbustos ornamentales y salpicado poraraucarias, naranjos, limoneros y otrosárboles frutales.

En el piso superior, al que se llegapor una amplia escalera de dos tramos, yde mármol rojizo, un pasillo de cuatrolados, con una balaustrada tambiénrojiza da acceso a un sinfín dedormitorios y baños.

Todo esto lo han recorrido losRaposo enmudecidos y con los ojos muy

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abiertos. Asombrados.—Pues esta es mi casa. Como

habréis podido comprobar, demasiadogrande para mí y mi hijo pequeño.

—Ah, tiene usted un hijo...—Juana, vamos a dejarnos de

ceremonias y de tratamientos. Si soismis invitados es que sois mis amigos. Ysi os he dado la confianza, me habláis detú. ¿De acuerdo?

—Pero nosotros no podemos... —musita el padre.

—Ya sé que os costará trabajo.Pero vais a intentarlo. Poco a poco.

—A lo que iba... pues sí, tengo unhijo de seis años. Mi niño Paquito. Elpobre se ha quedado muy solo. Comoyo. El año pasado perdimos a su madre.

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Bueno, ya no es el año pasado; queríadecir en el ochenta y cinco. Una faenaque nos hizo la vida.

—¿Es la señora que está en elcuadro grande de la escalera?

—Sí, Juana, esa era mi mujer y lamadre de Paquito. Mandé hacer elcuadro a poco de casarnos.

—¡Era muy guapa!—Sí que lo era. Pero lo más

importante es que rebosaba bondad. Notenía nada suyo. Y era una buena madre.Siendo tan distintas, en muchas cosas merecuerdas a ella.

Juana se ruboriza hasta las orejas.—Por cierto, estoy seguro de que

ella estaría encantada de que te pusierasalguna ropa suya. Todavía la conservo

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intacta en su habitación. No soy capazque retirarla.

—¡Qué cosas tiene usted! ¡Yo nopuedo ponerme ropas de su señora!Sería el hazmerreír de todo Jerez...

—Juana, mujer, no te vayas a creerque toda la ropa de Rafaela, mi queridaesposa, era como la del cuadro. Ella erabastante sencilla vistiendo. Eso sí, nousaba el negro como tú.

—A ver, don Francisco, ¡que no!¡Que eso no puede ser! Cada uno con losuyo.

—Juana, no me digas «donFrancisco», mujer. Que voy a parecer unanciano. Mira, las pocas veces que te hevisto siempre ibas de negro. Y no erapara menos. Tu hermano en la cárcel, la

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pérdida de tu hijo... Pero ahora tienesque vestirte con más colores, mujer.Además, vas a recuperar a tu hijo. Yquerrás que te vea guapa, ¿no?

—Eso de recuperar a mi hijo no loveo yo tan seguro...

—A mí ya me gustaría —advierteJosé—. Sin embargo, suponiendo que sedemuestre que el chico es hijo de mihermana, eso es una cosa y otra que él loadmita y la reconozca como madre. Sondieciséis años viviendo con los Gálvez.

—Ahí te doy la razón, José. Lo quehaga el chico no depende nada más quede él. Bueno, Juana, cuando quieras o tesientas dispuesta, no tienes más quedecírmelo. Y te pones la ropa que teparezca más apropiada. Y si no te gusta,

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ya compraremos algo.—Usted perdone la intromisión —

interviene el padre—, pero viendo estacasa no me entra en la cabeza por qué sededica usted a trabajar en un periódico.

—Que no quiero que me habléis deusted... Bueno, iremos poco a poco.Pues es muy fácil, José: solo tengo unhermano. Mi padre tenía más fincas ymás casas de las que parece razonable.Recuerdo que, siendo pequeño, siempreme impresionó la gran diferencia entreel trabajo y las fatigas que tenían quepasar los hombres en el campo paraganarse cuatro reales y el bienestar quegozábamos nosotros. Nunca me sedujola idea de continuar la ocupación de mipadre como propietario agrícola. Ni a

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mi hermano tampoco. Cuando mispadres fallecieron, lo vendimos todo.Menos esta casa y otra que está cerca deJerez que se la quedó mi hermano. Conel dinero que obtuvimos tenemos ambossuficiente como para vivir cuatro vidassin preocupaciones. Mi hermano llevavarios años de viaje por esos mundos deDios. Es lo que siempre quiso hacer.

—Entonces, es lo que yo digo:¿para qué trabaja? —se admira el padre.

—Porque siempre he pensado queel hombre tiene el derecho y el deber detrabajar. Y porque tengo que darejemplo a mi hijo.

—Es usted una personaasombrosa.

—No te creas, tengo mis cosillas.

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Como cualquiera. Pero estoy muysatisfecho con mis convicciones. Os hehablado de mi hijo. Creo que ya vasiendo hora de que lo conozcáis.

Suben por una estrecha escalera auna tercera planta. Hay una terrazaamplia y algunas habitaciones a laderecha. En ellas se oye a un niño reír.Francisco llama. Salen una señora muybien vestida y un chico cuyo rostrorecuerda a su padre. La señora saluda.

—Buenos días, Francisco. Aquíestábamos jugando. Hoy Paquito se haportado estupendamente. Como siempre.Bueno —sonríe afablemente—, comocasi siempre.

—Cecilia, le presento a losRaposo.

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—Mucho gusto en conocerles—Igualmente —responden los tres

casi al unísono—. Mucho gusto.—Cecilia se encarga de la

educación de Paquito.Los Raposo están admirados y se

les nota: jamás se hubieran podidoimaginar que una «criada» pudieravestir así, como una señora.

—Y ahora, Paquito, les vas a darun beso a estos señores. Este señor esJosé padre. Este José hijo. Y esta señoraes Juana.

Cuando Juana oye la palabra«señora» se ruboriza. «Este hombredebe estar loco. ¿Cómo se le ocurredecirle al niño que yo soy una señora.¡Y con las ropas que llevo!».

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Paquito da un beso al padre y alhijo. Pero, cuando se acerca a Juana, lamira un rato y la abraza con ternura.

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BIEN ESTÁ LO QUE BIENACABA

A mediados de enero de 1887,José se encuentra junto con Francisco yPablo en la estación de ferrocarril deJerez. Llevan más de una horaesperando.

—Ya no puede tardar mucho más.—Nunca se sabe...—Mira, parece que ya llega...

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—Poco después, entre humos yruidos, Luis del Corral desciende delnegro vagón, portando una maleta demás que medianas dimensiones.

—¡Buenos días, señores! Mejorya, buenas tardes. Me alegro mucho deveros.

Francisco y Pablo abrazanefusivamente al recién llegado.

—¿Qué tal el viaje?—Como bien sabes, Francisco,

todavía no ha llegado el futuro tanhalagüeño que auguras. Así que meahorro deciros cómo ha sido el viaje.

—Luis, aquí tenemos a nuestroamigo José Raposo. José, este señor esdon Luis del Corral, magistrado de laAudiencia de Málaga. Gran parte de tu

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libertad se la debes a sus gestiones.José se muestra un tanto abrumado

y cohibido.—Buenas tardes señor. Se lo

agradezco. Mucho gusto.—Es un placer conocerle, José.

Como estos señores le consideran suamigo, usted ya lo es mío. Ya sabe quehe venido a ayudarle a arreglar el asuntode su hermana y el hijo que le quitaron.Tenga usted toda la seguridad de que lacuestión se va a resolversatisfactoriamente.

Hace años, José Raposo no sehabría enterado muy bien de losrazonamientos del magistrado; ahora esdistinto.

—No sé cómo les podré pagar

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todo lo que usted y estos dos amigos hanhecho y están haciendo por mí.

—Mire, la satisfacción de hacerjusticia es algo que ya está pagado porsí mismo. Así que no se preocupe.

—Lo primero que vamos a haceres ir a mi casa para que descargues lascosas y te asees —interviene Francisco—. Luego nos vamos a ir a comer y apreparar todo lo necesario para aclararel tema con los Gálvez lo antes posible.¿Os parece?

Nuestros cuatro amigos estántomando café tras la comida.

—Hay una cosa que me parece

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muy importante. Se trata de encontrar ellugar más adecuado para hablar conJesús Gálvez.

—Muy cierto, Luis —confirmaFrancisco—. En mi opinión, nodeberíamos hacerlo en su casa. Seríamuy difícil enfrentar a José y Jesús en ellugar donde ocurrió el...

—Yo no podría entrar allí —reconoce José—. La verdad es que mecostaría muchísimo ponerme delante dedon Jesús, sea donde sea. Estoy casiseguro de que él tiene la mayorresponsabilidad en lo del robo del niñode mi Juanita. Pero yo maté a sushermanos y a su padre. Ahora me duelemás que nunca haberlo hecho. No mesiento capaz de ponerme delante de un

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Gálvez.—Nadie te va a obligar, José —

apunta Pablo—. Además, tal vez seamejor que, al menos al principio, noestés presente.

—Desde luego —decide Luis—,hay que descartar la casa de los Gálvez.Además, sería, en cierto modo, comojugar en el terreno del «enemigo».

—¿Y en algún despacho delperiódico? —inquiere Pablo.

—No me termina de convencer laidea. No descarto que, después de todoesto, publiquemos varios artículos sobreel caso —responde Francisco—. Al finy al cabo, para eso debe estar la prensa:para denunciar casos e informar, quierodecir. Pero tampoco me parece

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conveniente que el periódico seconvierta en el centro de todo. No sé sime explico...

—Llevas razón. No. En ElGuadalete no puede ser.

—¿Y en mi casa o en la tuya,Pablo?...

—Yo no veo inconveniente —responde este.

—Me parece una buena idea —valora Luis.

—Creo que la mejor opción es micasa —decide Francisco— Allí estáJuana ahora. Si es necesario, podemosllamarla en su momento.

—Me parece muy bien —confirma, Luis—. A Gálvez habrá queofrecerle que venga acompañado de su

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esposa o de quien él crea oportuno.Como si desea que le acompañe algúnexperto en leyes...

—Él es abogado. Pero,efectivamente, hay que darle laoportunidad de defenderse.

—Yo me pregunto —intervieneJosé— si no es suficiente con denunciarel robo...

—No, porque queremos que losGálvez reconozcan que el hijo de tuhermana es hijo de uno de los dos quetú...

—¿Y eso qué importa? Lo quehace falta es que paguen por la fechoríaque le hicieron a mi hermana, como yopagué por la mía.

—Sí que importa —asevera Luis

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—. El chico es el único heredero de losGálvez y debe conservar ese derecho. SiJesús Gálvez reconoce que uno de sushermanos es el padre, el joven recibirásu herencia cuando llegue el momento.A cambio, ellos conseguirán que sucondena sea menos rigurosa, pues no eslo mismo raptar un niño cualquiera quehacerlo con tu sobrino...

—Eso, si tú estás de acuerdo,José...

—Ya entiendo. No tengo derecho adespojar al chico de su herencia. Ytampoco me importa demasiado que losGálvez paguen más o menos tiempo deprisión. De sobras sé lo duro que es. Loque sí quiero es que reconozcan que nohicieron bien y que mi hermana recupere

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a su hijo, o al menos, el derecho a que laconsideren su madre.

—Entonces, parece que estamos deacuerdo en cómo hacerlo —apunta elmagistrado—. Primero iremos nosotrostres —dice mientras señala con el dedoa Francisco y Pablo— a visitar a JesúsGálvez. Y después ya veremos. Enprincipio, no me parece adecuado metera las mujeres en todo esto. Creo queentre hombres nos entenderemos mejor.

—¡Ay, Luis! —se queja Francisco— Ya surgieron los prejuiciosconservadores. Yo pienso que, siquieren decir algo, las mujeres tienentanto derecho como los hombres a estaren la reunión. Inés tiene derecho adefenderse y Juana a opinar y a declarar

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sobre lo que sucedió.—A ver, Francisco, ¿has visto tal

vez a alguna mujer abogada? ¿Hayalguna señora trabajando comoperiodista en tu periódico o en cualquierotro? Pues no creo que haya dudas deque hay cosas de mujeres y cosas dehombres.

—Amigo Luis, tú vas a tener suertey no lo verás. Así se evitarás disgustos.Pero estoy seguro de que llegará el díaen que haya mujeres abogados yperiodistas. Y desarrollando cualquierprofesión. Es cuestión de tiempo.

—Bueno, por ahora lo dejamos enlo que dije antes. Lo primero es quevayamos a casa de don Jesús; luego yadecidiremos si van Inés y Juana.

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—De acuerdo. Mañana mismo nospasamos por el cortijo de los Gálvez.

—Buenos días. Ustedes dirán.—Somos don Luis del Corral, don

Pablo Gutiérrez y don FranciscoMontes —comunica el último,circunspecto—. Necesitamos hablar denecesidad con don Jesús Gálvez. Aquítiene nuestras tarjetas de presentación.

—Esperen un momento losseñores. Voy a ver si don Jesús estádisponible.

—Dígale que es muy importante.Los tres esperan de pie en el

recibidor. Al cabo de poco tiempo,

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aparece Jesús.—Buenos días señores. No tengo

el gusto...—Caballero, yo soy don Luis del

Corral, magistrado de la AudienciaProvincial de Málaga.

A Jesús le recorre un escalofrío dearriba abajo. ¿No será que en Málaga seha sabido algo nuevo sobre el malditoPublio Cano y le van a buscar lascosquillas?

—Estos señores son don FranciscoMontes y don Pablo Gutiérrez,redactores de El Guadalete. DonFrancisco, además, es abogado.

Un magistrado y dos periodistas...Y uno de ellos abogado... Todo esto y laextrema seriedad de los tres le dice a

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Jesús que se avecina algún problema.—¿A qué se debe su visita,

señores?—Verá usted, no me voy a andar

con rodeos. Se trata de un tema muygrave. Quizá, don Francisco se lo puedaresumir.

—Se lo voy a decir sin ambages nicircunloquios: tenemos pruebasconcluyentes de que su hijo, AntonioJavier, fue raptado. Y sabemos a quiénse lo robaron ustedes.

Jesús mira para todos ladosesperando que la tierra se lo trague.Pero no. De repente, se le ocurre que notienen nada con qué acusarle. «Todo esun farol —medita—. El maldito Raposoha mandado a estos tres para echarme un

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órdago a la cara. A mí no me engaña esepordiosero asesino. ¡De eso nada!».

—Eso me parece una afirmaciónmuy aventurada por su parte. Si tienenpruebas, ¿por qué no lo han denunciado?

—Porque hemos creído mejorllegar a un acuerdo con usted —lereplica Luis— antes de denunciarles.Pero no tenga usted ninguna duda de que,con acuerdo o sin acuerdo,denunciaremos a su esposa y a usted porautores y a su madre por cómplice oencubridora. ¡No le quepa la menorduda!

—Me parece, señores, que seestán propasando con sus afirmaciones.¡Mi esposa y yo autores de un delito!¡Qué desfachatez! No obstante, ya que

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hablan ustedes de llegar a un acuerdo,les exijo que me expliquen ahora mismoa qué se refieren.

—Ahora no es el momento. Esalgo que tenemos que discutirdetenidamente. Solo se lo repetiré unavez. Tenemos pruebas concluyentes delo que acabamos de afirmar y leofrecemos un trato. Si está de acuerdo,podemos tener una reunión mañana a lasnueve de la mañana en casa de donFrancisco Montes. En la tarjeta tiene ladirección. Puede usted traer a quienconsidere conveniente, sea un asesorlegal o las personas de su familia quedesee o considere necesario traer. Leadvierto que José y Juana Raposo estánresidiendo provisionalmente en casa del

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señor Montes y, si lo consideranconveniente, tienen derecho a intervenir.

—¿Ese criminal delante de mí? ¡Nimuerto! ¡Todo esto es un atropello!

—No. Atropello fue que ustedesraptasen al chico. Esto es una oferta; unaoferta generosa. Mañana a las nueve dela mañana le esperamos. Si usted no sepersona a esa hora, tenga por seguro queles denunciaremos inmediatamente a lostres. A su madre, a su esposa y a usted.¡A los tres!

—Caballeros, pienso que...—No tenemos nada más que

hablar. Ya le hemos dicho con todaclaridad lo que veníamos a comunicarle.¡Buenos días!

Nada más salir Luis, Pablo y

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Francisco, Jesús, blanco como la pared,se sirve una copa de brandy y se pone ameditar en todo lo que se viene encima.

Al cabo de media hora, algo mássereno, llama a la criada con unacampanilla.

—¿Señor?—Haga usted el favor de

comunicar a doña Ernestina y a doñaInés que deseo que vengan al recibidor.Si doña Ernestina estuviera indispuesta,me avisa y las veo yo en su dormitorio.

—Sí señor.En un minuto, está Inés hablando

con su marido.—Jesús, ¿qué sucede? Me ha

dicho la criada que dos hombres hanestado para verte por algo urgente.

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—Eran tres. ¿Mi madre, podrávenir?

—La está ayudando la criada alevantarse y arreglarse un poco. Ahoraviene.

Inés espera inquieta mientras Jesúscontinua sirviéndose brandy. Al cabo deuna media hora, aparece Ernestina. Estátorpe, ojerosa y algo temblona. La edad.

—¿Cómo se encuentra hoy, madre?—Como siempre, hijo: hecha

polvo —contesta Ernestinalastimeramente mientras la criada laayuda a sentarse.

Jesús pone a las dos al corrientede lo que acaba de ocurrir.

—¡Dios mío! —se lamenta Inés—.¿Cómo es posible que salga esto a la luz

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ahora, después de tantos años?—Supongo que es cosa del asesino

de mis hermanos y mi padre. Su hermanale habrá contado lo del niño y se habuscado a tres impresentables parahacerle el trabajo. Parece mentira quehaya gente de nuestra clase que sededique a defender a jornaleros asesinosen vez de estar apoyando a la gente debien como nosotros.

—Hijo mío, yo no me creo nada delo que te han dicho esos señores. O loque sean. Si Raposo los ha mandadoaquí, es porque quiere asustarnos ypresionarnos. ¿Qué pruebas ni que gaitasvan a tener?

—Pues eso mismo he pensado, yomadre. Pero parecen estar muy seguros.

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Dicen que, si no voy mañana a la casade uno de ellos, nos denuncian y quetienen pruebas de todo. Yo creo que esun farol. Podemos arriesgarnos y nohacer nada...

—Jesús, creo que no has caído enla cuenta de que hay dos testigos deaquello —recuerda Inés—: el cochero yla criada que vinieron con nosotros a lachoza de los Gálvez.

—Ahora pienso que no debimoshaberlos echado del servicio —comentaErnestina.

—A ver, suponiendo que estosimpresentables hayan contactado conellos, ¿quién va a creer a un cochero y auna criada? No hay más que decir quedeben haber sido pagados para que

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mientan.—¡Es verdad, hijo!—Además, si tienen testigos,

nosotros también podemos tener losnuestros —dice Jesús—. Con dinerotendremos a quien jure lo que más nosconvenga.

—¡No tienen nada, hijo! Inclusopodríamos buscar a la criadita aquella ya Juan, el cochero y pagarles para quetengan el pico bien cerrado o para quehablen lo que nosotros les digamos.

—Todo esto me escama mucho —duda Inés—. Si estos señores notuvieran pruebas no vendrían aquí conamenazas.

—¡Un farol, Inés! Se nota que nojuegas a las cartas... ¿Sabéis que os

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digo? Voy a ir mañana y veré quéquieren. Si me hubieran dado mástiempo, habría encontrado a la chica y aJuan. De todas formas, en el caso remotode que nos denuncien, ya losencontraríamos y los usaríamos anuestro favor en el juicio. O a otrostestigos que desmonten todas suspatrañas. ¡Les voy a cantar las cuarentaa esos! ¡No saben con quién se las estánjugando!

—¿Dices que vas a ir? Querrásdecir que vamos a ir, hijo. Yo eso no melo pierdo. Además, de sobra sé que,para ciertas cosas, no te puedo dejarsolo.

—Madre, usted no está encondiciones...

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—¡Está decidido! ¡No me lleves lacontraria!

—Madre, en la casa donde voy aencontrarme con esos está el asesino demis hermanos. No creo conveniente queusted...

—¡Te he dicho que voy a ir! ¡Y nose hable más!

—¿Y tú, Inés? —pregunta Jesús—.¿Quieres venir? No puedo negarte elderecho a defenderte, pero tampoco tepuedo obligar a que vengas. Yo, laverdad, preferiría que no lo hicieras.

—No, no. No puedo ir. No puedo...—¡Cómo que no puedes! ¿Fuiste

capaz de acompañar a Jesús a recoger atu hijo —las dos ultimas palabras lasexpresa Ernestina lentamente, con

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énfasis— y no vas a dar la cara ahora yluchar por él?

—¡No puedo! Es que llevan razón,Jesús. Tú le quitaste al niño. Y elcochero y tú le propinasteis una palizaal abuelo de la criatura. De mi AntonioJavier...

—¿Ahora me vienes con esas,Inés? ¿Cuándo me has reprochado hastaahora lo que hice aquel día?

—Bueno, ya veremos —dudaErnestina—. Y a Antonio Javier hay quecontárselo todo. De la forma que másnos convenga. Si es un Gálvez comotiene que ser, también vendrá connosotros a desenmascarar a esossinvergüenzas. Ya tiene dieciséis años yes todo un hombre.

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Al día siguiente, a la horaconvenida, están los cuatro Gálvez en laentrada de la casa de Francisco Montes.

—Pasen ustedes. ¿Las señoras y eljoven estarán presentes?

—De momento mi esposa y mi hijoesperarán donde usted les indique —responde Jesús, alterado y serio—.Luego veremos qué se hace. Mi madre,doña Ernestina va a estar conmigo.

—Muy bien don Jesús. Señora, nose inquiete. Por el momento, soloestaremos los tres que fuimos a hablarcon su hijo hace tres días.

—¡No me inquieto en absoluto! —

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grita con fuerza Ernestina, a pesar de suostensible debilidad física—. ¡No tengoningún problema en verme cara a caracon ese asesino y decirle lo que piensode él!

—Señora le advierto...—¿Usted le advierte a mi madre?

—interrumpe Jesús muy alterado—.¡Qué desfachatez!

—Sí, don Jesús —replicaFrancisco—. Y déjeme terminar. Leadvierto a su señora madre, y también austed, que si en mi casa dan una sola vozmás, les pongo de patitas en la calle ynos vamos a formalizar la denuncia.Aquí estamos para llegar a un acuerdocon ustedes. Y cuando sepan todo lo quesabemos nosotros ya se les bajarán esos

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humos.—¡Eso lo veremos! —replica

Jesús con inusitada firmeza—. Vamos yaa donde haya que ir y vamos a aclararlas cosas de una vez.

Se sientan en un salón grande,alrededor de una mesa.

—Les ruego me perdonen, pero notengo criados. Si desean algo, me lodicen ahora. Luego no convendráninguna interrupción. Aquí tienen agua yvasos a su disposición.

—Empiece ya de una vez, que estoestá tardando y tenemos cosas que hacer—replica Jesús con sequedad.

—De acuerdo. Esperen unmomento. Voy a acompañar a su esposay al chico a un lugar cercano donde

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puedan esperar.En una habitación diferente, con

Paquito y la institutriz, están Juana y supadre. Les acompañan el doctor FelipeAgudo y Luisa, la criada que lopresenció todo.

—Comencemos —dice elmagistrado una vez ha regresadoFrancisco—. Como ya le expresamosayer, don Jesús, tenemos pruebasconcluyentes de que Antonio Javier,supuestamente hijo de usted, fue raptadode los brazos de su madre, que no esotra que Juana Raposo. Se trata de undelito muy grave. Usted sabe bien de loque hablo...

—¿Y de qué pruebas concluyenteshablan ustedes, si se puede saber? —

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pregunta Jesús entre risueño ydespectivo.

—En primer lugar, tenemos eltestimonio de una criada...

—Me extraña mucho. Porque nadieha robado a ningún niño... Ahora bien,testimonios falsos no dudo que puedantener ustedes.

—La criada está aquí y dirá lo quesabe como testigo —indica elmagistrado haciendo caso omiso a laspalabras de Jesús y haciendo una seña aFrancisco.

Este sale y vuelve con Luisa, quetrata aplacar su nerviosismo frotándoselas manos.

—Tranquila, mujer... Siéntese.Luisa mira de reojo a Luis que,

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furioso, parece a punto de echárseleencima y atacarla.

—Prefiero quedarme de pie.—Bien, será solo un momento.

Diga usted lo que sabe del rapto.—Fue en abril del año setenta y

uno. El día doce. Lo recuerdoperfectamente porque justo dos díasdespués, el catorce, el niño se bautizó.

—¿Y qué pasó ese día, Luisa?Tranquilícese. Solo tiene que decir laverdad.

—Ya estoy un poco más tranquila.Si no les importa, me siento. Pues pasóque yo acompañé al señor don Jesús y ala señora doña Inés a una choza enAlcubilla y se llevaron de allí a un niño.A don Antonio Javier.

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—¡Se habrá visto mentirosa ydesagradecida! —la increpa Ernestina almismo tiempo que grita Jesús:

—¿Y cómo demuestras tú que esoes verdad? ¿Cuánto te han pagado estos?

—Digan lo que quieran libremente.Pero no alcen la voz. ¡Se lo advierto porúltima vez!

—A mí no me ha pagado nadie,don Jesús. Bueno, ahora que lo pienso,ustedes sí me dieron una buena propinacuando me echaron de la casa. Y medijeron que los criados tenemos laobligación de callar los secretilloscaseros. Que esa obligación estáincluida en el trabajo.

—¡Cómo te atreves,desagradecida! —le recrimina Jesús—.

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También tendrás que demostrar eso.—Yo solo estoy diciendo la

verdad...—Luisa —pregunta el magistrado

—, ahora, al cabo de estos años, ¿piensausted que el niño se lo llevaron a lafuerza o fue más bien que se loentregaron? Piénselo bien. Aunque estosseñores parecen dudarlo, yo pretendoser lo más justo posible.

—A la fuerza, señor. Estoy segura.Don Jesús salió con el niño en brazos yla chica de dentro, la madre, gritabacomo una loca. Cuando el abuelo saliócorriendo para recuperar al niño, elcochero le pegó bien fuerte en elestómago con el mango de una fusta.Luego, don Jesús empezó a dar patadas

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al anciano. Un buen rato. Doña Inés lepidió que parase porque lo iba a matarsi seguía.

—¡Se habrá visto mala pécora!¡Decir que mi hijo y mi nuera sellevaron a un niño a la fuerza!

—¡¡Señora, cállese!! —corta Luis— Me da la impresión de que usted noes consciente de lo cerca de entrar enprisión que están todos ustedes.

—¿Ah sí? —ironiza Jesús—. Puescon estas pruebas «concluyentes», meparece que el que no se da cuenta denada es usted. ¿Desde cuándo vale anteun tribunal de justicia más la palabra deuna criada que la de una familia debien? ¿Y dice usted que es magistrado?

—Lo que no me explico es que,

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siendo usted abogado, no sepa que lajusticia debe ser igual para todos. Creoque ya hemos hecho pasar bastante malrato a esta chica —continúa, impertérrito, el magistrado—, a la cualtenemos que agradecer su sinceridad. Yopienso que lo mejor es llamar alsiguiente testigo y aclararlo todo de unavez. Así conseguiremos que estosseñores entren en razón y se den cuentade dónde están metidos.

Cuando Francisco regresa conFelipe Agudo, los Gálvez intercambianmiradas inquietas.

—Pero usted...—Sí, yo. Tengo la prueba

concluyente. Y le aseguro, don Jesús,que a mí sí me va a creer cualquier

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tribunal.—Cuente lo que sabe, don Felipe.—Lo voy a decir brevemente: sin

ningún lugar a dudas, el hijo que tuvo deJuana Raposo hace dieciséis años yAntonio Javier son la misma persona.

—¿Cómo es posible que ustedpueda estar seguro de eso? —murmuraErnestina.

—Pues lo estoy porque yo asistí alhijo de Juana Raposo una semana antesde que apareciera en su casa. Luego,ustedes me llamaron para que hiciera unreconocimiento médico a su supuestohijo ¡Y puedo jurar ante quien seanecesario que se trataba del mismo niño!

—Suponiendo que fuera el mismoniño —reacciona Jesús a duras penas—,

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eso no prueba que fuera arrebatado a lafuerza.

—Pues digan ustedes cómosucedió —invita el magistrado.

—Jesús explícales tú... que paraeso eres abogado...

—¿Yo? Sí..., claro. Verán,reconozco que mi esposa y yo fuimos ala choza de los Raposo y nos llevamosal niño. Al fin y al cabo es un Gálvez...Pero todo fue producto de un acuerdo.Mi señora convenció a Juana y a supadre de que era lo mejor que se podíahacer, y ella se lo entregóvoluntariamente.

—Mire, don Jesús —puntualiza elmagistrado—, de momento, tenemos unatestigo que asegura que se lo llevaron

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contra la voluntad de Juana Raposo y supadre. Corrijo: tenemos dos, ¿no es asíPablo?

—Cierto. Hemos localizado alcochero. Está dispuesto a declarar en unjuicio. No ha venido, pero contamos conél.

—Luego, están la madre y elabuelo, que también declararán que elniño fue robado y que usted maltrató deobra al anciano. Son ya cuatro testigos.

—Lo concedo —afirma Jesús—:ustedes tienen pruebas de que AntonioJavier es hijo de Juana. Eso no se lopuedo negar. Pero, sobre su pretensiónde que fue raptado y de que yo forcé omaltraté a los Raposo no creo que sepueda decir que las tienen todas

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consigo. Aquí los únicos maltratadossomos nosotros. Tres difuntos tenemos.¿Cuántos tienen estos?

—Creo que sería importante quedoña Inés confirmara su versión, ¿no leparece?

—Me niego a que le hagan pasarpor este mal rato. No se merece esetrato.

Mire, don Jesús —explica elmagistrado con suavidad—: cuando sedé el caso de un juicio de verdad, esoserá lo que ocurra después de quedeclaren los cuatro testigos. Llamarán adeclarar tanto a su señora como a Juana.Y entonces no se podrá negar usted aque su señora declare. ¿No es mejor quelo haga ahora y tal vez le evitemos que

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tenga que declarar en un juicio tanoneroso como el que se les vieneencima? Le doy mi palabra de que latrataremos con la máxima consideración.

—Le preguntaré. Si ella quiere,que declare aquí; si no desea hacerlo, nola voy a obligar.

—Pues si su esposa no declara,tenga usted por seguro que ahora mismonos vamos a formalizar la denuncia y setermina esto. Perderán la ocasión dedisfrutar del trato que le pensábamosofrecer.

Francisco, para impedir que Jesúshable a solas con su esposa, leacompaña. Vuelven con Inés al salón. Elmédico se ha quedado.

—Señora, tenemos pruebas de que

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su pretendido hijo no es suyo realmente,sino de Juana Raposo. Nosotrossostenemos que ustedes se loarrebataron a la fuerza. ¿Qué tiene ustedque decir al respecto?

—Lo único que les puedo decir esque no pueden tener pruebas de algo queno es cierto.

—Hija —le replica Ernestinaabatida—, sí que las tienen. Di laverdad.

—Pero es mi hijo... Lo he criadoyo... Y está registrado y bautizado pornosotros.

—Ese es otro asunto del quetenemos que hablar, señora —intervieneFrancisco—. Tengo en mi poder doscertificados de bautismo. Uno de José

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Raposo, hijo de padre desconocido,fechado el ocho de enero del añoochenta y uno, y otro de Antonio JavierGálvez Sánchez, con fecha diecisiete deabril del mismo año. Dado que esindiscutible y podemos demostrar anteun Juez que ambas personas son lamisma, está más que claro que elbautismo, como el registro parroquial desu pretendido hijo, no es válido, puestoque el otro fue anterior. El joven quehasta ahora ha constado como su hijo sellama José Raposo, hijo de padredesconocido.

Inés llora desconsoladamente.—Pero es mi hijo...—Señora —argumenta Pablo—,

con toda seguridad usted lo ha tratado

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como la mejor de las madres. Pero fueinjusto arrebatárselo a su verdaderamadre. Su esposo y su suegra ya sabenque tenemos pruebas definitivas de queel chico es hijo de Juana.

—Fue para darle una vida mejor.Es un Gálvez...

—Pues, oficialmente, es unRaposo —le contradice Francisco—. Elregistro es claro al respecto. No teníanustedes derecho a arrebatárselo a sumadre.

—¿Y qué quiere usted que hicierayo? Mi marido me convenció. Él es sutío... Mi suegra es su abuela... Y yo nopodía..., no puedo, tener hijos. Se hizolo que se tenía que hacer...

—Pero usted participó y ayudó a

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raptar a un niño de los brazos de suverdadera madre.

—¿Qué podía hacer yo? —sedefiende Inés con rabia—. ¿Quién se vaa creer que una madre va a dar a su hijode buen grado? Yo no pretendía forzarnada. Entré en la choza e intenté llegar aun acuerdo con Juana, pero ella seaferraba al niño. No entendía que lecondenaba a una mala vida. Mi maridotuvo que entrar y llevárselo a la fuerza.Se lo tuvo que arrancar de los brazos. Elpadre salió corriendo para recuperarlo.Yo no tengo la culpa de que el cochero ymi marido...

—No me diga más, señora.Entiendo su sufrimiento. Aquí, antevarios testigos, con sus palabras, queda

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todo aclarado. El niño fue raptado. Y sehizo uso de la fuerza. No cabe duda —concluye el magistrado.

—Pero yo no he dicho...—Sí, Inés, has dicho lo suficiente.

Como abogado te digo que estos señorestienen razón. Como esposo, lamentotodo esto.

—Ahora lo veo claro, Jesús. A tite cegó la idea de que yo no podía darteun hijo. Y a mí también, lo reconozco.Pero no debiste llevártelo a la fuerza.¡No debiste! Al final, todo esto nos va ahundir. ¡Yo soy culpable de habermequedado con el niño; pero tú fuiste quienlo raptó y maltrató a su abuelo!

—Hija, cómo te atreves... —replica Ernestina sin convicción.

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—¡Mira madre, cállate de una vez!Voy a decir toda la verdad. Nunca podréperdonar a José Raposo la muerte demis hermanos y mi padre. Yo queríaquitarles al niño y tú, madre, fuiste laque me dio la idea. Y, encima, actuasteante Inés como si no tuvieras nada quever, y yo lo acepté. Los dos queríamosque los Raposo supieran lo que esperder a un ser querido. Y, sí, al abuelole di una buena paliza. Y se la volvería adar. ¿No mataron ellos a mi padre y amis hermanos?

—Pero lo que hicieron tushermanos a Juana Raposo no tienenombre, Jesús. Y lo que hemos hechonosotros, con el niño tampoco —replicaInés.

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—¡Pues bien que te callaste yaceptaste todo entonces! ¡Se nota que noera a tu padre y a tus hermanos a los quemataron los Raposo!

—Señores, hemos llegado al puntoal que queríamos llegar. ¿Recuerdausted que le hablamos de concretar unacuerdo?

—Sí... —confirma Jesúsrepentinamente abatido.

Ernestina parece ensimismada;Inés llora en silencio.

—Pues le explico: Usted sabe queno es lo mismo, desde el punto de vistapenal, raptar a un niño desconocido quellevarse a un niño que es familiar. Porejemplo, a un sobrino y nieto.

—Supongo que, por este motivo, la

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justicia será más benévola. Aunque noscaerá una condena, al menos será menosdura.

—¡Exacto! Pero hay un problema.El niño fue bautizado y registrado por suverdadera madre antes de que ustedes lohicieran. Y, como usted sabe muy bien,el registro que hicieron ustedes en laparroquia, habiendo otro anterior, no esválido. Cuando la justicia determine queAntonio Javier es realmente JoséRaposo, usted y su esposa habránraptado, oficialmente, a un niño de otrafamilia.

—Ya veo...—La única forma de arreglar esto,

en parte, y este es el acuerdo al quequeríamos llegar, es que usted, don

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Jesús, reconozca previamente a AntonioJavier, es decir a José Raposo, comohijo de uno de sus hermanos fallecidos.De esa manera, habrá que rectificar elregistro inicial, el chico pasarálegalmente, a llamarse José GálvezRaposo y, en ese caso, la condena serámucho más leve.

—Me parece justo. En realidad,nosotros nos llevamos al niño sabiendoque, sin lugar a dudas, era un Gálvez.

—Así se hace justicia a todos —determina el magistrado—: ustedestienen la condena que corresponde allevarse a un familiar, mucho más leveque la otra, y Juana obtiene elreconocimiento de maternidad que lecorresponde. Luego, el chico decidirá.

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Nadie niega que doña Inés lo habrácuidado como si fuera su madre. Y elchico tendrá sus afectos, sobre los queno manda nadie.

—Estoy de acuerdo. Loreconoceré ante notario como hijo de mihermano Javier, puesto que era el mayorde los dos.

—Yo creo... —comienza Ernestinadébilmente.

—¡Tú te callas, madre!—Asunto zanjado —dictamina el

magistrado—. Además de don Franciscoy don Pablo, don Benito se mostrarádispuesto, sin duda, a corroborar lo quese ha acordado, en caso necesario.

—¡Por supuesto que lo haré! —Creo que queda una cosa por

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hacer —opina Francisco— La madre, esdecir, Juana Raposo, debería confirmarsi está de acuerdo con este trato. Y suhermano y padre, es decir, el tío yabuelo del joven, tienen derecho a darsu opinión.

—No me niego a lo primero. Ni aque venga el abuelo. Pero al hombre quemató a mis hermanos no puedo aceptarverlo cara a cara. Es superior a misfuerzas.

—Lo entiendo. Avisaré a Juana y asu padre.

Cuando Juana entra, se hace unsilencio denso, expectante. Inés baja lacabeza avergonzada; su suegra está másensimismada aún que antes. Juana llevaun traje azul oscuro, y el pelo recogido.

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Parece una persona distinta a la quevivía en la choza de Alcubilla.Cualquiera podría confundirla con unaseñora sencilla y humilde, pero de másposición de la que tiene.

—Juana —comienza el magistrado—, hemos llegado a un acuerdo.Denunciaremos a estos señores. Antesde hacerlo, don Jesús reconocerá que tuhijo es un Gálvez y que su padre esJavier, el mayor. De esa forma, tendránuna condena poco severa y tú serás,legalmente, la madre del joven JoséGálvez Raposo. ¿Estás de acuerdo?

—No. No puedo estar de acuerdo.—Jesús Gálvez se sobresalta; Inés siguellorando con la cabeza baja; Ernestinano está—. Eso no puede ser.

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—¿Por qué no, Juana? —inquiereFrancisco, extrañado e inquieto.

—No puedo aceptar que condenena estas personas, por poca que sea lapena. Sobre todo a doña Inés. Lo quehicieron no está bien. Me lo arrebataron.Pero yo sé que mi hijo tiene que querer adoña Inés como si fuera su verdaderamadre y a don Jesús como a suverdadero padre. No quiero que loscondenen porque eso solo serviría parahacer sufrir a mi hijo. Además, ellostambién lo han pasado muy mal con lapérdida de sus familiares.

—Juana —asevera el magistrado—, es usted una persona excepcional.

—Sí que lo es. Una gran persona...—confirma Francisco.

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—Y usted, don José, ¿tiene algoque decir?

—¿Yo? ¿Y qué voy a decir yo? Siestá todo arreglado...

—A usted lo maltrataron de obracuando se llevaron al niño. Tienederecho a hablar ahora.

—Mire usted, yo no entiendo deesas cosas. Es verdad que obras no pudevolver a hacer ninguna. No me dierontrabajo en Jerez nunca más. Y yo sé queeso fue cosa de los Gálvez. Pero yo loperdono todo si mi hija está contenta.Porque ya ha sufrido mucho. Todoshemos sufrido. Y sé también que losGálvez habrán sufrido lo suyo.

—Ya... Pues ahora sabemos —afirma sonriente y benévolo el

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magistrado— que no le dejaron trabajara partir de aquello. Pero yo me refería ala paliza que le dio don Jesús...

—¡Ah, eso! Lo perdono también.Me llevé muchos días encamado y casisin poderme mover de los dolores. Peroyo entiendo que don Jesús estabarabioso por lo que hizo mi hijo José. Nole culpo. Además, como cristiano quesoy, tengo que perdonar ¿no?

—Señores, después de oír a JuanaRaposo y a su padre, este es el nuevotrato: usted, don Jesús, reconoce a susobrino como hijo de su hermano Javier.A cambio, le cuenta todo, absolutamentetodo lo que sucedió, sin faltar en nada ala verdad. Como consecuencia de esteacuerdo, y a petición expresa de Juana,

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ninguno de ustedes será denunciado.¿De acuerdo, don Jesús?

—Sí...—¿De acuerdo, Juana? ¿Alguien

tiene algo que objetar? ¿Nadie? ¿DoñaInés? —Todos guardan silencio—. Pues,ahora sí, esto está terminado.

En ese momento entra JoséRaposo.

—No quiero molestar a nadie.Comprendo que ustedes —explicadirigiéndose a los Gálvez— no hayanquerido que esté presente. Pero, aunquesolo sea un momento, tampoco quieroque esto termine así, sin que yo digaalgo...

Jesús se ha levantado de la mesa ybusca algo en el interior de su levita.

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Con los ojos desorbitados, saca unapequeña pistola de dos cañones, apuntay dispara precipitadamente. La balapasa a menos de un centímetro del rostrode José y se clava en la pared. Todosgritan mientras Francisco se precipitahacia Jesús. Pero, antes de que llegue aél, este ya ha montado la pistola y estáapuntando de nuevo. Francisco seinterpone en la trayectoria hacia José,pero este se planta delante de Jesús.

—Dispare si lo desea, don Jesús.Comprendo su rabia. —Jesús, sometidoa una gran presión, tiemblaostensiblemente mientras apunta alpecho de José, el cual se ha puestopálido por primera vez en su vida—.Así comprobará, como lo he hecho yo

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después de tantos años en el presidio,que matar es lo último que debe hacer unhombre.

Jesús duda un momento y, acontinuación, vuelve el cañón de lapistola hacia su sien derecha.

—¡¡Hijo, por Dios te lo pido. Nolo hagas!!

—¡¡Jesús, deja eso, por favor!! —exclama Inés.

Los Raposo, al igual queFrancisco, Pablo, el médico y elmagistrado, no se atreven ni a pestañear.Pasan unos segundos que parecen siglos.Jesús, finalmente, se derrumba en lasilla y apoya la pistola sobre la mesa sinsoltarla.

—Don Jesús, entrégueme el arma,

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se lo ruego.Jesús, profundamente abatido,

retira la mano y Francisco recoge lapistola.

—Lo que quería decirles es quedeseo pedirles perdón de todo corazón—acierta a expresar José, tras unmomento de silencio—. Sé que causé undaño irreparable y no voy a buscarexcusas. Lo que hice no tiene nombre.Ahora sé que nadie se merece eso.Tenían que haber pagado su crimen, perono de esa manera. Y su padre, don Jesús,no tuvo culpa de nada. Nunca meperdonaré haberlo matado, aunque séque, si no lo hubiera hecho, él me habríamatado a mí.

Sobre el hijo de mi hermana,

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ustedes le hicieron mucho daño a miJuanita y también a mi padre. Losdespreciaron por ser unas personaspobres e indefensas. No tuvieron encuenta que ella era la madre del niñoque le robaron. Todos nos hemos hechomucho daño. Y yo el que más.

Pero ahora hay una persona que vaa pertenecer a las dos familias. No digoque podamos llegar a hablar como sinada hubiera pasado. Y menos conmigo.Lo entiendo. Pero, don Jesús, dígale a susobrino, que también lo es mío, laverdad de todo lo que ocurrió. Y, almenos, no nos volvamos a hacer daño,por el bien de ese chico. Y respecto a lode hace un momento, aquí no ha ocurridonada.

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—Nada en absoluto —corroborael magistrado.

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EPÍLOGO

Un mes después, a mediados defebrero, Francisco Montes llega muyalegre a su casa.

—¡Buenas noticias! Traigo laorden judicial que determina el cambiode apellidos de José. No hay más que iral registro.

—Francisco —dice Juana—, no sécómo vamos a poder agradecerte todo

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esto.—Siempre hay maneras, Juana.—No te comprendo. Si puedo...—Pienso que sí...José abuelo y José tío atienden

intrigados.—Di qué quieres y te lo doy,

Francisco —afirma José tío.—Quiero algo de Juana —musita

Montes.—Lo que sea, Francisco —

concede ella.—Pues verás, mi Paquito va a

entrar pronto en el colegio. Hasta ahorala institutriz le ha enseñado más de loque suele saber un niño de su edad. Perodebe relacionarse con otros niños.

—¿Y qué puedo yo hacer con eso?

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—Para el curso que viene voy aprescindir de la institutriz. Ya me haindicado que pretende volver a su tierra.Es del norte. Voy a necesitar una mujeren casa...

Juana se huele lo que se le vieneencima y se inquieta ostensiblemente.

—Francisco, eso está muy bien.Siempre va a hacer falta alguien paracuidar al niño...

—Lo que te quiero pedir que medes como pago por mi ayuda es que túseas ese alguien.

—¡Por Dios! ¿Cómo va a ser eso?Yo soy una mujer sin conocimientos. Nopuedo enseñarle nada al niño...

—Lo admito, Juana. Pero eso sepuede arreglar. Ya me encargaré yo de

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que aprendas a leer y a escribir ymuchas otras cosas, si tú quieres. Sinembargo, yo no necesito para mi Paquitouna mujer con conocimientos. Ya te hedicho que lo voy a llevar a la escuela.Tiene que relacionarse con otros niños.Lo que yo necesito..., quiero decir..., loque necesita mi Paquito, es una mujercon sentimientos. Y no conozco aninguna con mejores sentimientos que tú.

Juana mira a Francisco incrédula.—Además, ya que te despojaron

tantos años de ser madre, tú podrías sercomo una madre para Paquito. Esto noes una oferta; es un pago que tú mehaces, Juana. No te puedes negar...

—Pero yo no puedo dejar solo ami padre. Está mayor.

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—Mujer —replica el anciano—,por eso no te preocupes. Ya me lasapañaré. Además, ¿es que no te dascuenta de lo que quiere decir donFrancisco?

—¡José, hombre! ¡Deje el «don»tranquilo! Pues sí, Juana. Quiero decirque he visto que eres una gran mujer;que eres una persona generosa, y que entoda tu vida lo único que has hecho esdar amor a los demás. Sí Juana, teprefiero a ti antes que a todas lassabiondas de Jerez juntas. Lo único quete pido por ahora es que te quedes aquí ycuides a mi niño. Luego el tiempo irádiciendo.

—Pero mi padre...—Tu padre se queda también.

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¡Faltaría más! ¿Cómo lo vamos a dejarsolo?

—¿De verdad?—¡Pues claro, mujer! Y José, el

nuevo tío, mi amigo, tiene aquí su casasiempre que quiera. Esto es muy grandey somos muy pocos...

—Te lo agradezco, Francisco, perotengo a alguien esperándome en la ventade Piña. Le dije al padre y a la hija quecuando fuera libre iría a verlos.

—¿Y te piensas quedar?—Si ellos quieren..., si ella

quiere..., sí. Puedo ayudar en la venta.El padre lo agradecerá.

—¡Y la hija también, hombre! —concluye Montes entre risas—. La hijatambién...

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—Mañana me voy para allá. Perono te preocupes padre, ni tú tampocoJuanita, que no os perderé de vista.

—Juana, no me has contestado.¿Aceptas?

—De la forma que me lo haspedido y explicado, no puedo decir otracosa que sí.

Francisco abraza a Juana y le da unsonoro beso en la cara.

—Pues vamos a darle la noticia aPaquito. Seguro le se llevará una granalegría. Te ha cogido mucho cariño enmuy poco tiempo. Y a tu padre también.

José Raposo, el excriminal, el

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exprófugo, el hombre libre, cabalgahacia la Barca de la Florida.

—¡Qué jodido, Pepito! ¡Así queeres un hombre libre!

—Así es. ¿Y usted cómo está,Perico?

—Hombre, podría decirte queestoy como un roble, pero te mentiría.Tampoco estoy tan mal. Vamos tirandoque no es poco. Mi hijo anda por aquí,hasta que se acabe la primavera.Después tendrá que irse para la sierracon las cabras. Él dice que lo vendetodo y se queda conmigo, pero no se lovoy a consentir. Yo me tendré que ir undía y él tiene que seguir aquí y ganarseel pan. Además, me ha hablado de unamoza de El Gastor. O se la trae para acá

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o terminamos mal.—Si va para allá, que se pase por

la venta de Piña y así me da razón deusted. Seguramente estaré allí.

—¡Qué jodido, Pepito! ¡Quéjodido! ¡Venga un abrazo!

José sigue su camino hasta laventa. Cuando llega, entra y se encuentraa Juan y a María tras la barra. Ella lesonríe con los ojos; Juan los miraatentamente.

—Juan, ¿recuerda?: Cuando salípara la sierra como un zorro perseguido,su hija me ofreció que volviera sillegaba a ser un hombre libre.

—Sí que lo recuerdo, Pepito. Lorecuerdo muy bien. Si eso fue lo que teofreció María, tendrás que preguntarle si

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el ofrecimiento sigue en pie, ¿no?—María —pregunta José con un

ligero temblor en la voz—, ¿sigue en piela oferta? ¿Quieres que me quede aquí?

María sale de detrás del mostradory se queda mirando fijamente a los ojosa José. Apenas diez centímetros separansus rostros. Le coge las dos manos y lecontesta:

—¡Sí quiero, Pepito! ¡Sí quiero!

Se acerca el mes de abril. Juanaestá sentada hablando con Paquito.Desde que se quedó en la casa deFrancisco, se ha empeñado en hacer lacomida, limpiar la casa de arriba

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abajo, jugar con el niño y aprender lasprimeras letras, que le ha ido enseñandoel dueño de la casa. Un día esteargumentó que hasta que vino ella lacasa había estado muy abandonada y queno podía ser que ella estuviera todo eldía trabajando para tenerla en buenascondiciones. No era para eso para loque le había pedido que se quedase allí.«Hay que contratar a dos personas paraque te ayuden. ¡Nada de criadas! Odioesa palabra y ese concepto».

Mientras Juana juega con el niño,llega el padre.

—Juana, hay un chico que quierehablar contigo. Yo me llevo a Paquito.Supongo que será mejor que estéissolos.

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Juana se sobresalta. Se levanta dela silla, se vuelve a sentar, se remuevelas manos, se toca el cabello...

—No te preocupes. Todo va a salirbien. Le digo que pase, ¿de acuerdo?

—Sí...—Buenas tardes señora.—Buenas tardes...—Yo soy...—Sé muy bien quién es usted. Le

he visto de lejos algunas veces —aciertaa decir Juana con voz temblorosa.

—¿Ah, sí?...—Me iba a escondidas cerca del

cortijo de su familia y miraba cómomontaba usted a caballo y le oía hablar.Tiene usted una voz muy parecida a lade mi hermano.

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—Se refiere usted a mi tío...—José. Sí. Se llama como usted. Y

como su abuelo de usted.—Señora por favor, hábleme de

tú...—Sí, hijo.—He estado muchos días dudando.

Pero me he decidido. Verá, yo quiero ami tío Jesús y a mi... tía. Como a unospadres. Pero usted es mi madre y notiene culpa de nada. Ella sí. Me dueledecirlo, pero mi... tía fue una egoísta.No debió separarme de usted. Y mi tíoigual.

—Hijo —Juana rompe a llorartiernamente, sin aspavientos, ni quejas—, no he dejado de quererte ni un solodía de mi vida. Pero comprendo que tú

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tienes ya tu vida. Eres un Gálvez...—Señora... Madre... También soy

un Raposo. Yo quisiera venir a verla...,a verte, con frecuencia y que me hablesde tu familia. De mi familia. LosRaposo. De mi abuelo y mi abuela. Y demis dos tíos. Yo a mi tío José..., no sé...,son cosas difíciles... Pero, en ciertomodo, le entiendo. Le he dado muchasvueltas. Y lo que hizo fue por amorhacia ti, madre.

—Hijo mío, me dices esa palabray me das la vida.

—¿Cuál? ¿Madre? Pues te larepetiré más veces. Te la diré siempre.

—¡Hijo mío!—Madre, ¿te puedo dar un beso?

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OTROS LIBROS DEL AUTOR PUBLICADOSEN AMAZON

—Cádiz y el Conflicto religioso durante elSexenio Democrático.

Basado en su tesis doctoral. —Barricadas y Partidas. Los Voluntarios dela Libertad de Cádiz.

Breve libro de historia que relata lavisión de los miembros del PartidoDemocrático de Cádiz sobre los inicios de larevolución española de 1868.

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—Indomable. El condenado del Rif.

Libro (electrónico y en papel) dehistoria, contado con apariencia de novela,sobre la condena la primera condena a prisiónque sufrió Fermín Salvochea Álvarez. —Dicen que era yo.

Los recuerdos que le quedan al autoracerca de un niño que vivió una época muycercana y, al mismo tiempo muy diferente a laactual.