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La Escalera hacia lo estático del mundo de los imanes

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La escaLera hacia Lo

estático deL mundo de Los

imanes

Gad Ortiz

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Dedicatoria

LA ESCALERA HACIA LO ESTÁTICO DEL MUNDO DE LOS IMANESde Gad Ortiz

© Gad Ortiz

1ra Edición - 50 ejemplares.

Diseño, diagramación y Edición:EDITORIAL UTOPIAS de Jorge NavoneTe/Fax: 54 2901 424552Ushuaia - Tierra del Fuegowww.editorialutopias.com.ar

Todos los derechos reservadosI.S.B.N: 978-987-1887-

Impreso en Argentina - Noviembre de 2012

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Queda estrictamente prohibida, sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas por las leyes pertinentes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquer medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

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Gad Ortiz

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Es tan largo el tiempo que recorrieron éstas escenas que con-

tarlo en números parece indiscernible. Tiempo en que los dioses eran

miles; tal, que era el mundo un objeto divino. Donde la más leve apa-

riencia era una invocación a la vida, en el que un viento se enfadaba

y una musa podía ser espiada en los montes. Tiempo en el que un

río nos colmaba de olvido; tiempo en que los dioses transmigraban y

en que se calculó la duración del ciclo de reencarnaciones del alma.

En ese tiempo hubo un mundo. Mundo que se alzaba sobre elefantes

sostenidos por tortugas; mundo cilíndrico, cortado transversalmente,

flotando sobre una gran masa de agua. Mundo de largas extensiones

donde una casa estaba tan separada de otra que dos vecinos no com-

partían un mismo idioma.

Extrañamente aquella gente, que vivía en esa tierra lejana, ha-

bía sido en duplos creada. Y la ley que los mantenía en vida era por

todos desconocida. Desde la altura los dioses miraban a sus creacio-

nes simular independencia, pero guardaban con tutoría recelosa la

verdad sobre sus seres.

Se sabe que hace mucho tiempo se pensó de qué forma darles

vida. Los dioses se preguntaban si era correcto hacerlos a su imagen y

semejanza y tras largos debates y amplias discusiones corrieron frente

a ellos mil disquisiciones. Se miraron a sí mismos como nunca; tra-

tando de exaltar sus virtudes y defectos. Y hubieron de reconocer, de-

cididos de que era una gran falta, que debían crearlos en pares. Pues

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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ni un dios puede soportar la eternidad a solas y prueba de ello es que

inventaron personas. Así fue que convinieron que cada persona ten-

dría dentro de sí una energía particular, que lo definiría sin necesidad

de experiencia. Esa misma energía sería su lazo con la trascendencia,

su virtud innata, su pase a cielos, a eras y a eternidades. Su coloquio

divino, para ascender a los dioses o al menos su ilusión mejor lograda

por ser su guía un amor. Pero acaso no habría de apresurarse a tales

juicios, pues no tenemos de la saga ni un resquicio. Tan sólo sobrevi-

ve de aquel tiempo ésta historia que iluminará un pasado cíclico que

gracias a su verdad eterna aún se repite en el mundo de hoy.

— Capítulo 1 —

deL proceder de Los dioses para crear vida

Se hallaban reunidos los dioses en la acrópolis sobre el Ida,

realmente preocupados sobre cómo habitar la tierra. La idea de hacer

a los hombres a su imagen y semejanza ya había sido asumida. Pero

esto no era demasiado para crear a una raza que debía sufrir los infor-

tunios de la finitud ¿De qué les serviría a los hombres la majestuosi-

dad de un cuerpo erguido si su propia forma declinaría con el tiempo?

Tristes lamentaban no poder hacer a completa semejanza a sus hijos,

y peor fue descubrir que cuando los dejaban en tierra; minutos luego

de despertar en la vida; flotaban del suelo escapando más allá de la

atmósfera y lloraban hasta morir, sin más lenguaje que el llanto. Los

dioses estaban fatigados y confundidos de su propio ingenio.

- Su cuerpo no puede ser la razón de su tristeza ¡Hay algún

faltante en la constitución de los hombres!- Gritó Zeus; mucho antes

de castigar a Prometeo.

Hera, que trataba de consolarlo, le respondió con voz apacible

y encanto femenino:

- Necesitan estar juntos. Deben ser en duplos creados. Aca-

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so será la vida en la tierra un camino desolador en que el hombre

chocará con la naturaleza sintiéndose ajeno por las capacidades que

le conferimos. ¿Cómo sobrellevar la nostalgia de saberse solo desde

amanecida la conciencia? ¿Olvidas que éstos primeros hombres na-

cerán mayores a falta de Madres y Padres? ¿No ves su aflicción enaje-

narlos de toda voluntad cuando la ingravidez los devora llevándolos

al espacio? He trazado un plan en función de esa piedra Tesalia que

tanto hubo de llamar nuestra atención en tiempos pretéritos. Hablo

del imán. Qué fuerza mayor que la mágica acción de esa energía in-

visible que repele a los iguales y aúna a los discordantes. Lo que ha-

remos será poner en cada hombre y en cada mujer una parte. Com-

pletamente protegida y resguardada dentro de la cavidad toráxica…

Zeus sonrió pues ya comenzaba a entender el boceto que Hera

había diseñado, y enfático llamó a Apolo, a Hermes, a Hefestos, a

Démeter y a todos los dioses que merodeaban ese día en el Olimpo.

Una vez reunidos todos, pidió a Hera que comenzará nuevamente su

discurso y proclamó atención sin reserva pues cada cual debería lue-

go suministrar su ayuda en los menesteres necesarios para la futura

creación del hombre.

- Como decía- prosiguió Hera, ante el oído atento de los sem-

piternos dioses- He trazado un plan en función de esa piedra Tesalia

que tanto hubo de llamar nuestra atención en tiempos pretéritos.

Hablo del imán. ¡Qué fuerza mayor que la mágica acción de esa

energía invisible que repele a los iguales y aúna a los discordantes!

Lo que haremos será poner en cada hombre y en cada mujer una

parte. Completamente protegida y resguardada dentro de la cavidad

toráxica; del lado izquierdo del esternón y seis costillas arriba de las

llamadas flotantes. He ahí el lugar donde se encontrará la energía

mística que asirá al hombre al mundo. Así también creo- dijo Hera

observando cómo Atenea fruncía su seño- que no podremos dejar

uno junto al otro a los hombres de diferentes energías; ya que se

abrazarían hasta la muerte, siendo expulsados juntos por la ingra-

videz a la región sublunar donde habitan las estrellas y viendo, a su

vez, presurosa la muerte a pesar de satisfacer su sueño terreno. No, lo

que debemos hacer es dejar a cada uno de un lado del mundo; para

que cada cual sea la fuerza contraria del otro y así permitir que am-

bos subsistan. Tal vez parezca cruel esta forma de separar a nuestros

pequeños seres, pero les daremos una vaga idea del otro, plantando

un deseo en su mente para que siempre que piensen la soledad sepan

que hay otro en alguna parte que al pensarse los piensa. Y finalmen-

te, si acaso uno de los dos muere, el otro será sustraído levemente de

la tierra por la ingravidez y será arrojado a la región sublunar, donde

su piedra imantada se convertirá en astro y recorrerá las elípticas

huellas del espacio girando en rededor, por la eternidad, de aquel que

ocupa yaciente la tierra.

Dicho esto los dioses festejaron a la ingeniosa Hera que pareció

verse absorbida por las cualidades de Atenea. Hermes emprendió su

viaje para recolectar las piedras, y todos los demás se dieron a alguna

tarea. Zeus disfrutó tanto de esa velada que se cree que del Olimpo a

la tierra ese día llovió ambrosía.

Así fueron dejados los primeros hombres en tierra y por mucho

tiempo recorrió una paz ese paraje sin lenguaje. Hasta que Prometeo

y Epimeteo transgredieron las leyes divinas y dieron al hombre el

circunstancial motivo de su ruina: La cultura.

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Gad Ortiz

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— Capítulo 2 —

un pastor soLitario LLamado Kroom

Muchísimos años después de creados los hombres, aún no ha-

bía asentamientos demográficamente amplios. Y la gente vivía tan

separada una de otra que en muchos casos los vecinos no hablaban

un mismo lenguaje. Solían creer; cada uno por su cuenta; sin saber

que el otro también lo creía; que el lenguaje era un mal chiste, una

fechoría. “¿Para qué dar nombre a todo sin poder explicar nada? ¿De

qué sirve saber que aquel es tal árbol si soy sin thelos, ni pathos?”

Tristes todos, cada cual pensaba la ilusoria vaguedad de la lengua

si bien amaban interpretar el mundo ¿Qué pasaba con ellos? ¿Qué

eran? ¿Por qué vivían anhelando algo desconocido que siquiera po-

dían nombrar? Lo cierto es que ningún humano descifró éstos enig-

mas, algunos creyeron que era posible obviar éstas preguntas, pero

fueron todas gentes insuficientes de carácter material y malsano. Se

debe dejar a los dioses lo que les es propio y a los hombres la fábula.

En éste tiempo, donde tanto se criticaba al lenguaje, tampo-

co se habituaba tener muy largas conversaciones. Si dos personas

se cruzaban se decían nada más que lo suficiente; y en el caso de

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no compartir la lengua, solo se señalaban y actuaban mímicamente.

Pero esto no era así en todos los casos. Se sabe que hubo en algu-

na parcela de tierra a cuatrocientos kilómetros al Oeste del Ida, un

pastor llamado Kroom. Tenía siete mil hectáreas a su merced, de un

verdor tan nítido que no solía escatimar, al respirar, en sonrisas. Tenía

miles de ovejas, cientos de caballos, pájaros rapaces y entre decenas

de otros animales, una tortuga. Vivía en una cabaña modesta; si se

puede decir cabaña, era en realidad un hogar de pórtico Dórico, con

7 ventanales y un salón interior que daba a tres puertas gigantes. De-

trás de una de las puertas se extendía un largo pasillo que daba a dos

habitaciones para huéspedes; bastante olvidadas. De las otras dos,

una era de su habitación y la restante poseía una fuente, un almacén

y un espacio dedicado al ocio donde Kroom practicaba gimnasia.

Kroom era un hombre vivaz, feliz e independiente. Había dedi-

cado sus años de juventud a viajar por Oriente donde había conocido

mil culturas y mil lenguajes. Pasaba su tiempo recordando aquellos

tiempos y lo feliz que había sido. Tras sus viajes siempre regresaba con

las manos llenas de abalorios, tal que una habitación era un promon-

torio a lo innecesario y había tirado desde sombreros a cuadros, pa-

sando por barriletes, cajas musicales, un ajedrez, coronas incrustadas

de perlas, clepsidras, escudos, espadas, trípodes de oro, cítaras, lan-

zas, pieles, fuegos artificiales, un compás, tratados de antiguos sabios,

y mil otros objetos que había recogido a lo largo de sus andanzas.

Muchas de éstas cosas jamás las usaría pero gustaba mirarlas y llenar-

se de recuerdos, de los tiempos en que su cuerpo era ágil, su mente

expectante, y su alma inocente.

Kroom recordaba la vuelta de su último viaje, cuando su an-

tigua criada contó estremecida de la reciente muerte de sus padres.

Lloró lo que llora un hombre cuando lo marca el destino, se preguntó

por años si no era de ello el culpable, y calmó su dolor tenuemente,

sin animarse a hacer nuevos viajes. Luego de unos meses dejó a la

criada partir, y se quedó solo en sus tierras. Su compañía era el gana-

do, algo de leña, y su pequeño tesoro de artículos lujosos e inútiles.

Cierto día despertó en Kroom una gran duda y sintió que tal

vez podría llegarle también a él la muerte. La nostalgia en que se

sumergió su cuerpo fue tan larga y tan abrupta que embotado en la

restricción de la vida lloró a través de los bosques viendo del mundo

el eterno movimiento de lo vivo hacia a lo muerto. Afligido se pre-

guntó si en él había algo imperecedero, indestructible o acaso eterno,

y notó que en su pecho latía fuertemente una voz, ajena a su con-

ciencia, que le decía que exista pues era la razón de su ser y ella la de

él. Éste fenómeno rejuveneció el alma de Kroom, escuchó una voz

divina que le habló tal si fuera un Dios diciéndole que por siempre

sería pensamiento; o al menos eso interpretó. A partir de ese día sus

meses fueron mayormente amenos, y decidió que sí valía la pena tal

cantidad de oropeles vejados por el desuso; y que, para redimirse de

su olvido, cada día utilizaría uno de sus tesoros para revivir sus viajes.

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— Capítulo 3 —

Los juegos de Kroom

El primer objeto que llamó su atención fue un compás aunque,

absurdamente, no se le ocurría para qué podía llegar a usarlo; enton-

ces dibujo cientos de círculos en papiros y descubrió que cambiando

levemente de lugar la base del compás podía dibujar figuras hermo-

sas. Así se le ocurrió dibujar con el compás otros círculos dentro de

un cono. Por ello descubrió las elipsis y también las parábolas. Supo

que con éstas nuevas figuras iba a poder crear muchísimas nuevas

formas, y estuvo semanas y meses dibujando. Y gracias a la técnica

que cultivó se llamó a sí mismo un Espirógrafo; pues él dibujaba es-

pirales, círculos, elipsis y parábolas y decía ser enemigo de las líneas

rectas “¡Qué cosas tan incisivas los ángulos! Ojala el mundo fuera

redondo u ovalado y no tan plano como esta llanura. Estoy seguro

que los astros son esféricos y que todo resto de perfección en este

mundo tiene algo de ovoide, de circular, de doblado. Es más, para

mí que toda línea recta se traza gracias a dos círculos paralelos que

giran en una misma dirección dando espacio al trazo.” De éste tipo

fueron sus pensamientos mientras jugó con su compás. Y no debemos

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pensar que descuidó sus tareas, seguía haciéndose cargo de sus ani-

males, cortando leña, llevando y trayendo de la siembra al almacén

su cosecha, pero todo en forma circular. Para él el compás fue una

puerta hacia un nuevo ciclo, siempre reiterándose, completo desde

el principio y lleno hasta el final. Para él así debía ser el mundo de

celeste, de profundo, de lleno, de hermoso, de único, de perfecto.

Y Finalmente entendió el valor de tan preciado objeto traído de su

tercer viaje a Egipto, “Es una invención divina ¿Cómo pude dejarlo

tanto tiempo a un lado” se preguntaba, por suerte pudo entenderlo y

darle ese uso tan particular.

Luego del compás tomó la cítara y descubrió que podía y sabía

cantar. Había inventando una canción extraña que hablaba de lo

importantes que eran los imanes. Se permitía cualquier paradoja e

insensatez en sus letras y cantaba a veces feliz y a veces triste siempre

contando sucesos que le antecedieron o algunos que suponía se ha-

llaban en vísperas de llegar. Su canción favorita terminaba con una

hermosa frase que grabó para siempre en su memoria: “Hay un abrigo

ante el tiempo, es el instante la eternidad.”

La cítara revivió y encendió en él viejas pasiones y otras que

desconocía. ¿Podría alguien explicar la inefabilidad de lo amado? Él

sentía poder hacerlo. Al cantar vivía sus viajes, sus aventuras, su ni-

ñez y un futuro más largo que el cuerpo. Se hallaba absorbido de una

paz perpetua que duraba lo que entonar una melodía. Llegó a llorar

un día tocando una pieza menor y se preguntó entonces por qué era

triste el amor y por qué lo necesario nos esquiva, por qué sentimos

escapar los soles sabiendo del exiguo cobijo del fuego, por qué pen-

samos mil palabras que sólo se hacen canción, por qué infundimos

complacencia llenando el alma en nostalgia, por qué nos damos a lo

dado sin crear lazos que nos contengan. Luego de tan profunda in-

trospección sintió miedo. Un miedo terrible, exacerbado. Esa noche

no durmió y, mirando el cielo extenderse hasta un lugar inalcanzable,

pensó su efímera existencia de la forma más pesada en que jamás

concibió pensarse. Recordó la voz en su conciencia que le inducía a

la existencia, temiendo abandonarla pues él era un ser finito. ¡Cuán

terrible fue el dolor en su pecho, qué rosado el contorno de sus ojos

por tanto llorar! Balbuceaba por qués y se tendía obsoleto sobre la in-

mensidad de la galaxia sabiendo que ante el cosmos era y sería nada.

Al otro día despertó angustiado. Pasó semanas deseando que la

ingravidez llevara su cuerpo a ahogarse en las alturas. Dejó de lado

los juegos, vivió sombrío algún tiempo. Se cerró tal los pétalos de las

magnolias cuando ni un tizne de luz les hace saber que importan; se

recostaba dominado por un litigio irresoluble que destruía la livian-

dad de su nuez haciendo física su tristeza, se despertaba; hallándose

despierto; de somnolencias silenciosas donde buscando palabras en-

contraba aflicciones, recorría una y otra vez su pasado sintiéndose un

vestigio perentorio. Solía mirar la luna y juraba sentir un desgarro en

su alma, lloraba hasta babear sin encontrar, hasta dormirse, la calma.

Al día siguiente todo ocurría de nuevo. Llegó a odiar su compás y su

descubrimiento de que la vida era un ciclo. Siquiera ya cantaba, su

voz era triste entonces y ni el mayor de los acordes producía júbilo

desvaneciendo su pena. Kroom estaba muriendo, y su reinado sobre

la existencia se desintegraba. Culminaba de llegar al cenit de su ser

de ola y ahora esperaría a replegarse para confundirse con el mar. Sin

embargo una mañana, venida la aurora de dedos de rosa, como de un

sueño trajo unas palabras de loable acogida. Las mismas decían en

verso un nuevo motivo para persistir en la vida:

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“Eres de mí lo que soy.

Y no hay esencia que admita reemplazo.

Tu muerte prematura,

roba salud a mi juventud,

y quiero que tú seas porque yo soy tú.

Protege tu ser sin pensarme y vive por ti que eso es vida.

Pues vale más desconocernos sabiendo que existimos,

Que hacer perder al otro la felicidad de sus días.”

Esta misteriosa voz de su conciencia lo avivó muy tenuemente.

De forma lánguida pero ascendente logró hacer de esa pequeña frase

el impulso de sus movimientos. Con el acontecer de los días dulcificó

su amargura, y entre el arado y la siembra encontró en su alma una

alegría escondida. Pasadas algunas semanas volvió a sentirse orgullo-

so del sol y de todo lo iluminado por él. Cuán vastos eran sus campos,

cuán libres sus animales, y qué dóciles y hermosos eran sus caballos.

Decidió, a comienzos de primavera, retomar esa idea tan lúdica

de revolver sus abalorios para inventarse actividades y fue allí que

recordó de su infancia el regalo de un viaje paterno. Tan sólo tenía

siete años cuando su padre le trajo aquél barrilete en forma de para-

lelogramo de hermosa cola guirnáldica. Reviendo su alegría de niño

sintió que era preciso remontar nuevamente esa unión de isósceles

que sabía tenderse en el aire imitando a los pájaros y observando,

desde alturas inalcanzables para el hombre, una vista panorámica del

acaecer de los bípedos versados y del instintivo destino de los cua-

drúpedos salvajes.

— Capítulo 4 —

maia, una joven deL otro Lado deL mundo

Desconocían los humanos su razón de ser en el mundo y expli-

caban de mil formas diferentes el fenómeno de la ingravidez. Desde

tiempos pretéritos se sabía que el cielo sustraía los cuerpos hacia sí,

sin importar las edades, los credos, ni las acciones de los hombres; y

no sólo se sabía por historias, relatos o cuentos, sino que muchos ha-

bían vivido la pérdida de un ser querido viéndolo volar desesperado,

gritando, hundido en un sollozo inextinguible; pues desde siempre la

vida; mal que nos venga; es lo único que realmente poseemos. Sólo

se tenía en cuenta que un día sin razón aparente, el cielo devoraba la

vida dejando en la tierra una añoranza confusa mezcla de pérdida y

de ensueño, de finitud y de anhelo; un vacío explícito y falto de argu-

mentos, una licencia que lo incognoscible se tomaba para presentarse

en su más fatídica apariencia.

Maia llevaba en su interior el otro polo de la piedra Tesalia que

asía al mundo a Kroom. Y ella había sido la voz que él escuchaba y la

razón de sus pasos el día en que remontó a nuevas realidades. Vivió

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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y se crió muy apegada a su familia. Su casa se hallaba en una enorme

colina y su madre era la pitonisa más importante de aquéllas tierras.

Ella, si bien no había aprendido el arte adivinatorio, tenía una gran

intuición y juraba saber que los humanos se habían hecho de a pares,

pues, en sus sueños ella vivía, sin saber siquiera su nombre, los días de

Kroom. Lo observaba en su campo, recorriendo las llanuras, recosta-

do bajo su olmo y no podía sino pensar que un sueño tan recurrente

debía de ser una realidad.

Escribía, para no olvidar detalle, todos los actos de Kroom.

Descubrió la verdad sobre la esencia de los hombres gracias a él, ya

que varias acciones que él había emprendido se manifestaban en su

vida como propias. Y terminó de asegurarse de que estaban conec-

tados aquella vez que Kroom cayó trepando un ciprés y ella despertó

sobresaltada. Bien podría haber interpretado cualquier otra cosa pero

ella tenía una seguridad confiada e inquebrantable en la unidad que

conformaba con aquel otro ser. Pues más de mil veces sus repentinos

cambios de humor encontraban razón en la onírica representación

nocturna que afiliaba su energía con ese ser a lontananza. Jamás ha-

bía estado ella más risueña que en esos meses en que Kroom jugó con

su compás y, hasta se sentía responsable de su felicidad pues de una

u otra manera ella lo había impulsado a emprender esos juegos. Ade-

más, ella amaba que él emprendiera tantos y tan diversos actos, pues

aprendía y vivía mil experiencias que jamás por sí misma hubiera

siquiera atisbado a iniciar. Cuando él usó la cítara ella vivió tanto su

alegría como su tristeza y no pudiendo soportar la soledad de Kroom

decidió que de alguna forma debería llegar a animarlo. Tal gélida mi-

rada la sometía a un desconsuelo férreo aunque informe, la sin razón

del dolor de Kroom bulló en ella la amarga certeza de que todo “es”

pasa a ser un “fue”. No soportaba mirar a sus padres, a sus criados

ni al mundo pues todo le resultaba absurdo, innecesario, histriónico.

¿Cuánto se podía simular esa calma patética que oculta la muerte

sin siquiera aferrarse a la vida? ¿No eran hipócritas aquellos que sólo

lloraban el pasado pero que siquiera pretendieron en su momento

cambiarlo?

Su familia notó el abrupto cambio en Maia y fue su padre quien,

irrumpiendo en su habitación con voz calma y eterna paciencia, dijo:

-Nos preocupas Maia, estas últimas semanas te has mostrado

reservada y distante. Pequeña luz de nuestro alma ¿Qué dolor empa-

ña tu alegría? ¿Qué verdad te invita a lo infausto? ¿Cuál cruel sino

quiebra la risueña danza de tu inocencia? ¿Es que acaso nosotros te

hemos hecho esto? ¿Quién ha sido el benefactor de tu pena? Sabes

que te amamos hija mía, tan solo queremos que recobres tu alegría

y vuelvas a tejer viendo el lago bajando la colina. Queremos que tu

temple y tu júbilo vuelvan a dar al hogar las melodías que entonas

y tarareas; esas que sólo tú cantas y que nadie se ha prestado a en-

señarte. Por favor, Maia mía, no abandones tu arte y vive la calma

refulgente de la eternidad que encierra el regalo de tu existencia.

- No entenderás padre mío. Sufro por alguien que al otro lado

del mundo pretende matarse y matarme.- Respondió Maia- Pues su

camino lo lleva a la muerte y él ni siquiera lo nota, pero en mis sue-

ños lo veo alejarse hacia un espacio en la nada, donde por siempre

será, tristemente, un observador de sus recuerdos. No sabes padre,

las hermosas melodías que afloraban de su pecho tal un hálito de

estrella alumbrando noches y mundos al recorrer la galaxia. Tú no te

percatas de la humilde sonrisa que asociaba nuestras almas cuando él

sin querer me pensaba. Ahora sólo siente que espera. Pero no aguar-

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da soles, amores o buenaventura, lo que lo mata es la duda del que

espera el vacío sabiendo que si bien no lleno, algo posee. Se acuesta

y llora por horas, me destroza ver que me olvida. ¡Oh cofradía que

envuelve mi sino por capricho de los dioses! ¡Vete! ¡Déjame! ¡Jamás

entenderás mi dolor!

Su padre estaba más que preocupado y consternado por las pa-

labras de su hija. No entendía de quién hablaba. Sentía que se había

enamorado de un espectro y hasta creyó que había sido maldita por

alguna energía oculta de esas que trascienden las fronteras del sueño

para turbar el entendimiento. Sin dirigirle palabra alguna la abrazo

y acarició sus cabellos pensando para sí “Pobre mi niña, abrumada

por una veleidad superflua e inane. ¿Cuánto surcará esta aflicción

su espíritu? Si acaso mi amor le diera coraje para olvidar. ¿Habré de

viajar al Letheo para ayudarla? Pobre niña Maia ¿Cómo darle a en-

tender que sufrir no es necesario?” Mientras en la mente de su padre

discurrían tales pensamientos, ella lenta y profundamente cayó en un

calmo sueño. Papá limpió sus lágrimas, la tapó y bajó a hablar con su

madre que expectante y preocupada esperaba caminando de un lado

a otro por la sala.

- ¿Qué tiene? ¿Se halla enferma? ¿Cuál su dolor? ¿Qué o quién

su motivo?- Se precipitó a preguntar su madre

- Teme a una ilusión producto de su ensueño. Dice sufrir por

alguien que la desconoce, aunque intuyéndola, e imagina que aquél

otro es razón y ser de su propia vida. ¿De dónde crees que haya con-

cebido semejante idea? ¡Oh, pero cuán turbada se siente! Me apena

profundamente ver en sus ojos un alma dolorida, que no halle con-

suelo en las riberas del mundo para su acólito desmembramiento. Si

sólo pudiera sonreír con esa frugalidad reconfortante de la inocencia

¡Oh, cuán dichosos volveríamos a estar!- Contestó el padre intros-

pectivo y expectante, sabiendo que sería un dolor pasajero pero, aún

así, compungido y estremecido al verse asolado de insuficiencia.

- Creo, que tú no entiendes el alma femenina mi amado Arkhé.-

Respondió con voz de musa, al unísono de un amor desbordante su

Esposa- No has sabido responder las profundas dudas de nuestra dul-

ce Maia. Mañana por la mañana iré a despertarla, y ella me dirá qué

es lo que turba su alma. Creo que despiertan en su interior las fuerzas

que doblan las líneas del tiempo para ver el futuro. Debes recordar

que fue a su edad que me inicié en los rituales del arte profético. Su

intuición ha demostrado sonsacar de los subterfugios de lo munda-

no las realidades plenas que configuran y deslindan los senderos del

cosmos. Durmamos sin más turbaciones bajo éstas estrellas que ya

han visto y verán millones de seres, de siglos y de destinos; mañana

sabremos devolver la felicidad a quien no la ha perdido. –

Tras esto ambos partieron a dormir. La noche, silenciosa y ama-

ble, les regaló un recinto en el cual sumergirse cobijándolos con su

oscuro manto de toda llama fatua que, por vanagloria, quisiera ser

remunerada de su entrega sin que nadie hubiese pedido su favor.

La mañana siguiente alboreaba. El rocío ya cubría con dulzura

espectral la epidermis pudenda de las virginales flores del jardín y,

como temiendo imponer su grandeza, el sol tenue y sigiloso surcaba

con delicadeza los poros del aire, haciendo resplandecer en colores la

nitidez de la vida. Tres arroyos convergían en un gran lago a cuestas

de la colina y miles de peces emprendían la travesía diurna de fluir

por mil corrientes. Un gran pino se mecía apacible contrastando con

un horizonte naranja, de nubes rosadas con sonrojos violáceos. Un

gran camino de tierra, surcado con claridad por dos grandes ruedas

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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de carreta, era interrumpido por un gran charco que alejaba dos me-

tros una de otra las huellas, dejando a la imaginación el transitorio

camino que disolvió la humedad. Al oeste gélidas montañas acumu-

laban hielos de siglos, naciendo de ellas los pequeños arroyos que ali-

mentaban el gran lago. Una cordillera extensa daba un azul necesario

para templar cualquier alma o demudar cualquier miedo. Pequeñas

ardillas recogían frutos secos procurándose alimento. Bandadas de

patos emigraban a estaciones cálidas del norte escribiendo v cortas

en el aire, mientras sus sombras tocaban, sin mojarse, la superficie

del lago.

Su madre fue la primera en despertar y luego de mirar la her-

mosa templanza de esa noble mañana se dirigió a la habitación de

Maia a esperar que despabile. Se sentó al final de su cama, Maia

despertó con un largo bostezo viendo la figura de su madre erguirse a

sus pies. Sentóse entonces poniendo un almohadón a su espalda y su

madre acercándose dijo:

-¿Cómo estás hoy Maia? ¿No te parece que es un gran día?

- Madre mía, temo que la belleza es sólo un matiz efímero, se

cuela entrando en vigencia por encima de lo trascendente, pero en

fin, sin ningún tapujo, es sólo una ilusión carente de fuerzas que re-

trae la lucidez a lo accesorio y hace valer oro lo que no es más que

polvo.-Respondió Maia aún afligida.

-Hija mía cuenta a tu madre la razón de tu afección, y resolva-

mos este entredicho para que vuelvas a gozar tu juventud en plenitud

y alegría.

- Tal vez no me entiendas pero esto es lo que creo y la razón de

mi ahogo.- Y así Maia explicó a su madre la asombrosa verdad que

su tibieza acogía- Sé que los dioses nos han creado en pares, cada vez

que sueño confirmo mis verdades. En algún lugar del mundo se halla

un pastor que lleva en sí mi energía, y sé que tiendo hacia él tanto

como él hacia mí. Si dichoso el sonríe entonces yo soy feliz. Pero tal

como ahora, si desea la muerte, yo veo mi propio vaticinio y me ho-

rrorizo hundiéndome en la desgracia. No saber si logra oírme me frus-

tra, me inquieta y desespera. Él no sabe que sufro sus dolores, pero

cuánto sufre, y cuánto, entonces, yo muero. ¿Vivirá tan alejado de

mí que no vislumbra mi existencia? ¿Cómo llegaré a convencer a su

orgullo de su propia valía con éste alma muda que llora un mensaje

que siente baldío? ¿Por qué los dioses ingratos han cuajado y dividido

lo que por siempre debió ser uno? Él sufre su soledad y yo la va-

cuidad de mi voluntad cuando queriendo tornarme en su calma me

inundo en su indiferencia. Sé que una vez me oyó, fue entonces que

decidió emprender las acciones más bellas y entretenidas que jamás

pensé existieran. Lo observé concentrado jugando con un triángulo

sin base que usó para dibujar círculos. Éste divertimento encendió su

ingenio e inventó mil nuevas formas que pensé sólo podrían crear los

dioses. Se veía tan apasionado, tan compenetrado, con su pequeño

trazador de curvas, que no hubiese existido persona que no envidiara

su plenitud.- Los ojos de Maia brillaban al contar éstos sucesos y su

madre veía en ella refulgir la viva ilusión de lo amado. Como cuando

en las noches, recorriendo la indiferencia de un camino ya transitado

mil veces, nos topamos la luna llena que nos embebe de sol y grande-

za, haciendo de lo trivial un sueño y de la vida un mito. Entretanto

Maia proseguía su discurso, variando como por inercia sus propias

emociones, sintiendo cada palabra y asignando una vibración en su

pecho a cada oración, mientras el pulso de su corazón marcaba, al

compás de su entrega, mil sensaciones que matizaban la inmadurez

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

2928

de su entendimiento.- Luego decidió hacer música y cantó versos tan

bellos que llegué a llorar por las emociones que produjeron en mí.

Pese a ello le sobrevino una grave aflicción. Y fue cantando que su

dolor abigarróse en su pecho para prosternarme a este sopor sin pausa

que me subyuga al desarraigo inmanente de mi carencia. ¿Por qué la

vida nos lleva sin reparo en su descalabro del éxtasis a la penitencia?

¿Será que del cielo aprendemos a ser lágrimas? Dime madre si me

crees. Por favor, sin fingir, di si entiendes mi abatimiento. ¿Acaso hay

algo que podría yo hacer para revertirlo? Ayúdame y entiende que si

él no es, yo no soy.

Nous, pues tal era el nombre de su madre, se maravilló de la

nobleza de espíritu de Maia. Y temiendo realmente la persistencia

de aquél sufrimiento conjetural aconsejó así a su hija, esperando con

toda ilusión que su consejo fuera acción y remedio para semejante

desasosiego.

- No tengo respuestas a tus interrogantes. Pues no hay hombre

que vea más allá de su creación. Somos venidos sin causa y está en

nosotros el dar razón a nuestros días. Has descubierto, hija mía, en

una sola vida una verdad que ha llevado mil transmutaciones cono-

cer a otros. Por ello sé que llevas un don que tal vez yo te he legado.

Harás como te dicto y esperarás una respuesta y, en caso de no ser

oída, deberás tú ser la que imponga el humor a tu esencia. Pues re-

plegarse a la ignominia, no es propio de un ser viviente, y menos aún

de aquellos que aman. Dedica las horas de ésta hermosa mañana a

transcribir tu nostalgia al verso. Y cuando en cinco oraciones hayas

compuesto un mensaje, vuelve y te diré cómo harás de hacer que él

te escuche. Ahora apróntate a fin de desayunar, y saluda a tu padre

que se ha acostado tan afligido como yo, y aún más, pues sintió impo-

tencia de verse tan lejano de ti anoche.

Luego del desayuno Maia partió a orillas del lago a pensar qué

debía decir a Kroom para que éste recobrara su ánimo. Pensaba que

desconocer su nombre era realmente un gran impedimento para

enviarle un mensaje, sin embargo, inquirió profundamente en sus

pensamientos para saber cuáles serían las oraciones. Sabía que no

podía decir nada que no fuera cierto, y a su vez, sabía que en fin eran

ambos sólo uno. Por ello decidió que lo mejor que podría hacer era

despertar en él el fervor por la existencia que ella sentía al ser testigo

de sus días. Por otra parte, no quería que Kroom se preocupara por

ella dejando de actuar tan independiente y autónomo como solía

hacerlo. Por ello sus pensamientos se vieron demorados haciéndola

sentir realmente compungida, pues ¿De qué manera cedería su ansia

de conocerlo en pos de su salud y su júbilo? Entonces halló respuesta

en su interior a tal humana pregunta y se dijo “¡Ya somos uno! Mien-

tras sintamos cada cual el vigor de la vida recorrer nuestros cuerpos

el otro vivirá dichoso y alegre y ¿Qué anhelo mortal es mayor al de

la plenitud? ¡Oh hermoso y querido extraño renacerás al saber mis

palabras!”

Muy entrada la tarde Maia habló con su madre y esta le indicó

que esa noche antes de dormir debía leer repetidas veces su poema y

que, por este medio, aquél hombre lejano la oiría. Luego de ello sólo

debería esperar para ver qué efecto había surgido de sus pensadas y

sentidas palabras.

“Eres de mí lo que soy.

Y no hay esencia que admita reemplazo.

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

3130

Tu muerte prematura,

roba salud a mi juventud,

y quiero que tú seas porque yo soy tú.

Protege tu ser sin pensarme y vive por ti que eso es vida.

Pues vale más desconocernos sabiendo que existimos,

Que hacer perder al otro la felicidad de sus días.”

Día a día vio incrementar en Kroom la energía de su cuerpo y

la acción de su entelequia. Recordaba titilando de placeres y ensue-

ños la noche que durmió esos versos repitiendo. Días, semanas y me-

ses se extendieron como horizontes, descubriendo un vasto campo

de libertades para su alma. La infinita gloria de lo sucedáneo la hizo

sentirse mundo en una extensión infinita de encanto sin márgenes

y, como una gota que se funde al mar, habitó un espacio haciéndose

eterna. Tal esas mañanas que despiertan mudas incitando a eco a

nuestro primer pensamiento, se hallaba sumergida en la vida subli-

mando cada instante, dando mil significados a iguales objetos. Más

grata fue la incertidumbre y el temor fue olvido. Fueron tiempos de

paz para ambos en que fluyeron tal ríos. Donde aprendieron que la

mejor manera de disfrutar el tiempo es no estando pendiente de él.

Así Kroom decidió remontar su antiguo barrilete y Maia decidió que

sembraría y cuidaría las más bellas flores en su jardín.

— Capítulo 5—

una duda en eL aire de estática trascendencia

Emponzoñado de tal mágico brebaje para el alma, Kroom par-

tió a su habitación de tesoros a recoger su juguete de infante. El mis-

mo estaba guardado en un pequeño cofre amarillo donde cabía per-

fectamente, pues ya de niño lo había atesorado y siempre había sido

su juguete predilecto. Caminó por más de media hora guiado por un

anhelo extraño y decidido, sin razón aparente, a encontrar el mejor

lugar de su extensa llanura para remontar su romboidal tesoro; ac-

ción por demás insólita careciendo el paraje de accidentes. Pero era

una fuerza extraña la que lo guiaba y podía jurar que no era él quien

dirigía sus pasos. Él no lo sabía pero del otro lado del mundo Maia

caminaba hacia otro lugar guiando sus pasos allí y la inconsciencia de

sus actos era la inconsciencia de aquella otra también. Jamás podrá

saberse quién guiaba a quién. Ambos iban por diferentes rumbos a un

mismo lugar, que espacialmente, era diferente.

A setenta pasos de un impetuoso olmo recubierto de mil hojas

recién nacidas, renovado en su verdor benigno y expectante de ojos

que lo admiren, de cielos que lo alumbren y de seres que se cobi-

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

3332

jen a su sombra; a setenta pasos de aquel olmo: Su camino había

terminado. Aún se avistaba la vieja casa del que otrora hubo sido

su herrero para mudarse junto a su criada el tiempo en que decidió

vivir solo. Por un camino que habían marcado los animales se veían

las copas trémulas de un vasto bosque de cipreses. A una tirada de

piedra cruzaba un vacilante arroyo haciéndose espacio entre hierbas

y rocas donde la cristalina salud de la vida fluía constante para ser

a cada segundo otra. Entonces decidió, por vaya a saber qué desig-

nio, recostarse y observar la dulce magnificencia de la naturaleza.

¿Cómo llega a ser tan vasta en su indiferencia la pletórica belleza de

lo inanimado? ¡Cuán independiente es el paisaje no necesitando voz

para expresarse! ¿Dónde estaría él ahora si los cipreses se hubieran

extendido en germinación continua, a razón de los vientos, borrando

la llanura? ¿Qué suerte guía a las fuerzas de lo inerte a multiplicar

bajo regulaciones insondables la vida?

Permaneció buen tiempo recostado brindado a tales pensa-

mientos, hasta que por fin enérgico y dichoso, tomando por el hilo

su barrilete, comenzó a correr raudo por la llanura. Su ave artificial

emprendía su altiva trayectoria iluminada por un sol radiante que

hacía de su cola una pluralidad de espejos luminosos que revolotea-

ban a merced de las suaves caricias del aire. Cuando el barrilete se

alzó a más de cien metros sobre la tierra él se detuvo a remontarlo y

jugó a hacer piruetas moviendo de lado a lado su brazo para que éste

piruetee surcando el aire, escribiendo una danza etérea al ritmo de

lo inefable.

Faltaban más de tres horas para que el sol viese su poniente.

Kroom, aún maravillado por las cabriolas de su juguete, lo movía de

un lado al otro y pensaba que tal vez podía saber la altura a la que

se había remontado. Imaginaba que el hilo era una de las patas de

su compás y el suelo la otra y que, si sabía la longitud del hilo y el

ángulo que se formaba en el vértice donde confluían las patas, sabría

calcular la altura exacta a la que había llegado la plenitud de su ilu-

sión vivificada en su barrilete. Pero a mitad de sus pensamientos un

acontecimiento turbó su velada.

El hilo ya no estaba tenso y sin embargo el barrilete aún re-

montaba tan alto como hace instantes. Kroom resolvió correr en di-

rección contraria al planeador para tensar la cuerda y volver a hacer

piruetas, pero; tensado a su máxima posibilidad el hilo; el barrilete no

se movía de lugar. Completamente extrañado comenzó a enrollar tal

ovillo el piolín acercándose cada vez más a su, físicamente imposible,

impertérrito barrilete. Viéndolo desde un ángulo de casi treinta gra-

dos Kroom notó que sólo la mitad de la guirnalda colgante ondulaba

y que unos dos metros de cola se hallaban estáticos junto al barrilete.

“¿Estaré dormido? Esto tiene que ser un sueño” se decía para sí, con

una extrañeza tan acuciante que se expresaba en su mirada por pri-

mera vez perdida e incierta ante los azares del mundo. Caminando

unos treinta pasos se halló bajo el barrilete y enrolló hasta tensar al

máximo el hilo y, haciendo un brusco ademán hacia abajo, rompió la

cuerda. Pero el barrilete permaneció inmutable en aquel punto; no se

sustrajo, ante la violencia de la inercia, de su paradójica ingravidez.

El hilo cayó serpenteando y se acostó en la hierba. Kroom, aunque

atónito, precavido cortó del ovillo el hilo sin enrollarlo para lograr

saber luego a qué altura se suspendía tal incoherencia. Se fue a la

izquierda, luego pasando otra vez por abajo, fue a la derecha; y sí, ahí

estaba aún suspendido, en un espacio parecido a la nada donde el

tiempo no existía a falta de movimiento.

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

3534

Había llegado el ocaso y Kroom aún contemplaba estupefacto

aquel sitio. ¿Qué razón justificaba ese hecho? ¿Habría acaso en el

mundo una parcela indiferente al acaecer? ¿Cómo llegó a gestarse un

acontecimiento tan contrario a la vida? ¿Sería aquello una ilusión?

¿Existía desde siempre o acaso había sido recientemente gestado y

descubierto?

Volvía a su hogar caminando, la luna clara era levemente eclip-

sada por una figura romboide que permanecía impasible en el recinto

del aire. Alegrías y tristezas se confundieron en una misma duda que

petrificaba sus divagaciones en un abismo inconsistente pariente cer-

cano del temor.

Trató de dormir pero fue en vano, su mente divagaba en mil y

un ideas. Se preguntó si no sería el fin de la vida el estatismo; pues

él no conocía nada que permaneciera impasible, uno y el mismo por

siempre. Se preguntó si acaso no sería un error de la naturaleza. Le

parecía que un mundo completamente perfecto era un ideal dema-

siado alto aún para lo inerte y que, tal vez, no se sabía de los errores

del cosmos tan sólo porque ocurrían una vez cada mil siglos o que

acaso los dioses los reparaban antes de que los humanos se percata-

ran. También supuso que podría ser momentáneo tal suceso y que

tal vez mañana por la mañana el barrilete caería; esta última idea

más que tranquilizarlo le permitió sostener sus creencias que, ante tal

abstracción fáctica, se desmoronaban tal hojas en otoño: Unas sobre

otras desmembrándose por la endeble consistencia que las desintegra

para servir de minerales al suelo. Finalmente concibió el sueño pos-

trado en su cama.

— Capítulo 6—

un pLan en peLdaños para ascender a La eternidad

Kroom vio despertar el alba la siguiente mañana. No logró dor-

mir demasiado ya que el pensamiento de que tal ilusión fuese cir-

cunstancial no llegó jamás a convencerlo. Salió a su pórtico y entre-

vió en lo alto, apenas alejado del bosque de cipreses, su romboidal

tesoro de infante sucumbiendo a su in-interpretable sino. Apoyó su

espalda contra una de sus columnas dóricas mirando por encima de

su hombro hacia la izquierda. Contemplaba esa estática figura y se

preguntaba cuál sería la causa de tal absurdo. Pensó que tal vez fue-

ran los vientos que confluían en ese espacio, todos brindando igual

fuerza y ejerciendo igual presión desde mil y un direcciones, pero en-

tonces concibió lo absurdo de su planteo recordando haber dejado el

tramo de hilo que separaba al barrilete del suelo y supo que, con sólo

medirlo, ya podría saber al menos a qué altura se hallaba suspendido.

En ese mismo momento Kroom se marchó a casa de su anti-

guo herrero a fin de encontrar una herramienta de medida. Caminó

perdido en sí, buscando respuestas a mil dudas que hacían de su pe-

cho una cárcel de móviles sin motivo. ¿Cómo no exasperarse ante

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

3736

lo irracional explícito? ¿Qué temple soportaría en calma experiencia

de tal profunda confusión? ¿El tiempo precisa al movimiento o el

movimiento al tiempo? ¿Es uno primero que el otro? Mientras tanto

su alma exploraba el alcance de sus interrogaciones y divagaba en un

plexo de incertidumbre parecido al sonrojo ante el acto inconsciente

que nos expuso; como la leve herida de un puerto que filtra en su

grieta desbordadas mareas. Así se veía: Inmerso en un pensamiento

dicotómico que lo infundía de anhelo por su pretérita ignorancia.

Pasos luego del imponente olmo ya estaba cerca del, ya hace

tanto, abandonado hogar. Al entrar se sorprendió del orden allí es-

tablecido viendo que, aunque oscuro y polvoriento, todo guardaba

una correspondencia rotunda entre función y predisposición; cada

herramienta ocupaba un lugar determinado e invariable. Los objetos

de medida pendían solícitos de un gran panel y más allá de ellos se

extendía en forma armónica, en otro extenso panel, un muestrario de

martillos, tenazas y pinzas demarcadas individualmente, como deno-

tando que quien dio aquel orden valoraba su tiempo. Tomó, enton-

ces, un metro de cero coma cero tres estadios y midió el hilo sabiendo

que tal suspensión habitaba a setenta y siete metros del suelo. Quien

sabe del alma del hombre sabrá entonces de su desconcierto. ¿De qué

le servía saber tal medida? ¿Cómo afrontar la realidad si la razón, su

institución constituyente, demostraba sus falencias con tal renom-

brada violencia?

Con el correr de la semana Kroom aún observaba día a día, por

horas aquel lugar, a veces atónito, otras veces queriendo desengañarse

y muchas otras realmente perdido y compungido por la indiferencia

tácita que lo sobrenatural conlleva. Otra vez lo inerte remontaba

por encima de la vida demostrando que todo lo bello, agradable o

bueno, halla razón en lo ajeno, en lo que sustrae sus causas para ser,

así, inmenso e intraducible, doloroso e inexpugnable, fronterizo pero

infranqueable, sentido aunque inasible, hermoso pero distante.

A pesar del desafuero que proponía tal evidencia a Kroom, de-

cidió que debía actuar de alguna manera para acallar su voluntad de

saber. No quería caer nuevamente en ese dolor originario al cual lo

retraía la ignorancia ante lo dado. Fue así que comenzó sus pericias

para conocer cuanto pudiera de aquél extraño suceso. Ya sabía a qué

distancia se suspendía el barrilete, le tocaba ahora establecer precisa-

mente el punto en donde se hallaba. Para hacerlo clavó una pequeña

estaca en la tierra que trazaba una línea vertical imaginaria cortando

transversalmente al barrilete. A partir de ese punto caminó contando

sus pasos hacia el arroyo, luego al primer ciprés del bosque y, final-

mente, al viejo olmo. Anotaba las medidas aún sin saber qué cuentas

serían las precisas para especificar aquel lugar privado de devenir.

Tenía en cuenta que debía a su vez trazar los ángulos formados entre

el barrilete y las acogidas referencias, todo esto lo anotaba; dibujaba

bocetos, y llegó a armar un plano donde a través de líneas punteadas

se vislumbraban los ángulos y las distancias que unían cada punto a

aquél imperturbable marco.

Cierta tarde, reincidiendo en sus pasos para corroborar sus ex-

periencias anteriores, notó que el barrilete se había movido levemen-

te del lugar que en un principio ocupara. De ésta forma concibió que

sólo a las tres de la tarde se hallaba perfectamente sobre la estaca y

que luego, de forma paulatina, el eje se iba descentrando y así sus

medidas se reconocían superfluas. Esto más que desmoronarlo, ayudó

a agudizar su ingenio; gracias a tal observación su atención se fijó en

ello como nunca lo había hecho por nada. Apuntó que a partir de

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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ese momento ya no podría dejar de lado ningún factor y que debería

medir, verificar, utilizar y adecuar a un fin, que aún no había concebi-

do, todas sus investigaciones y fuerzas. Pero de tanto rondar por mil

posibles ideas concibió cual era el fin que lo guiaba: Llegaría a aquel

lugar y vería el por qué de tal desafuero y, para ello, construiría una

escalera de cipreses que le permitiese tomar con sus manos el barrile-

te y romper, de esta manera, con tal infatuación estática.

Así los meses fueron pasando, trabajó arduamente en mil me-

nesteres para el arribo de su tranquilidad futura. El empeño que de-

dicó a su aventura lo rejuveneció y se sintió un niño tomando con

naturalidad, complacencia y seriedad la vida como un juego. Cortó

decenas de cipreses, sabiendo que los necesitaría, aunque sus medi-

ciones no precisaban con seguridad objetiva dónde debería construir

su escalera. Algunas tardes Kroom se recostaba extenuado sobre la

hierba y miraba el barrilete sonriendo, sabiendo que el tiempo no es

enemigo de las esperas cuando un ímpetu enciende el alma afirman-

do que llegará lo distante.

Muchas veces despertaba ansioso sabiendo que cada día debía

trabajar trazando los planos de su escalera; ya que debía construir

prácticamente un andamio; y no sabía cómo disponer los compo-

nentes para crear un medio que le permitiera subir seguro. Esos días

deseaba despertar y ya haberlo hecho todo. Como si volviera al pre-

sente habiendo saltado un gran pasado, dejando de lado las penas y

los esfuerzos de la realización precedente al hecho. Vivía esa ilusión

vaga de creer que puede uno despertar en su sueño sin haberlo gana-

do. Pero no se dejaba llevar demasiado por este acólito sentimental

sin voluntad ni subsecuentes motivos de gloria y volvía a trabajar sa-

biendo que sería el pionero de lo intraducible, al respirar o al menos

rozar un sin sentido existente.

Pasados ya siete meses desde aquel extraño suceso en que la in-

gravidez se suspendió en la atmósfera Kroom había dado por sentado

varias teorías que describían los movimientos del barrilete respecto

del mundo. Fue así que descubrió, o al menos intuía, que el mundo

sufría una traslación elíptica sobre un medio que desconocía pues,

con el paso de los meses el barrilete llegó a alejarse muchísimo de

la estaca que Kroom hubo clavado y él pensaba que si el lugar era

estático lo que debía estar en movimiento era el suelo. En un mo-

mento le pareció una idea aún más inverosímil que aquella que afir-

maba que todo cuerpo vibraba. Le resultaba una locura tal aquella

historia egipcia que hablaba de grandes salones llenos de jarros con

agua, todos en igual proporción de contenido e igual medida en su

producción cerámica; habitaciones donde los faraones se sentaban y

con un leve movimiento hacían que los jarros vibraran en una nota

específica, calibrada a partir del contenido de agua en los jarros. Lu-

gar donde los sabios al meditar tan sólo una misma vibración cons-

tante levitaban en el aire haciendo de su realidad energía. Pero luego

pensaba que su barrilete se hallaba de esa forma suspendido y que si

eso era posible también lo era la traslación del mundo por el espacio;

un recorrido por su circuito cósmico guiado por razones insondables

aunque cíclicas.

El paso de los años hizo que sus hipótesis se convirtieran para

él en verdades. Le llevó tres años dibujar un croquis fiel del camino

que el mundo hacía en rededor del sol. Para ello midió y observó el

cielo arraigado a su compás. Contó los días, las fases lunares, las esta-

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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ciones, hizo medidas del viento; creyendo que el aire que llegaba tan

raudo había sido desplazado en una lejanía infranqueable por esas

que él llamaba estrellas fugaces; comparó las temperaturas para saber

si intervenían en el proceso de traslación descartando su incidencia

e, hizo una previsión perfecta en que sus cálculos estimaban que en la

décima luna nueva del año; a cuatro años desde la detención aérea;

el barrilete se encontraría exactamente sobre una estaca que se halla-

ba a cincuenta y siete metros del viejo hogar del herrero, a dieciséis

de un pequeño embalse que accidentaba el arroyo y a setenta y tres

del gran olmo. Fue allí que empezó el armado de la escalera y la cons-

trucción de las piezas finales. Lo separaba un año de su nuevo sueño.

— Capítulo 7—

Las dichas de maia

Sobre una colina de aguda pendiente se alzaban espléndidas

mil flores nuevas crecidas de cuidado, brotadas de paz, aromatizando

en sueños un jardín multicolor lleno de vivaz entrega. Un cremoso

amarillo tiznaba de fragilidad el entorno cada vez que la vista se pa-

raba sobre una gardenia, los jazmines celosos irradiaban un aroma

sincero y sabroso para entregar su existencia al aire y fundir en re-

cuerdos la dicha. Entre lirios y dalias el alma escapaba del encuentro

con lo corpóreo para transformase en mil formas y caer nuevamente

al jardín. Cada descuido atizaba a descubrir un nuevo pensamiento

escondido entre las hierbas con sus relumbrantes colores, o erguido

imponente aunque modesto, por su femenina delicadeza; los había

rosa, violetas, amarillos, blancos, morados y uno azul; de todos, éste

último, era el favorito de Maia. Fue de ella la idea de plantar pen-

samientos tan alejados unos de otros, amaba su preponderancia, su

gracia, su inmaculada distinción. Decía que, entre todas, el pensa-

miento era una flor mágica ya que reflejaba la vida; pues, demostraba

que toda razón tiene su tinte y su ánimo.

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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Había trabajado muchísimo tiempo para tener ese hermoso

jardín florecido de ensueños. Su madre y su padre habían ayudado

en todo cuanto fue posible para la siembra, pero el cuidado poste-

rior fue responsabilidad de Maia. Solía regar su jardín tres veces por

día. Primero al descubrirse la aurora, luego pasada la media tarde y,

finalmente, mientras el sol daba su poniente. Caminaba cada maña-

na hasta un arroyo que afluía en el lago y colmaba varios jarros de

clara y rica agua de deshielo. Se dirigía entonces hacia sus gardenias

y les susurraba como si éstas tuviesen oídos “Despierten mis blancas

y voluptuosas dormilonas. Desayunen y ábranse que ya despunta el

sol. ¡Oh, quién sabe dónde se hallara el pícaro colibrí que las corteje!

¿Será una abeja? ¡Tal vez son varias! ¡Cuánto tienen por brindar, mis

pulcras y calladas gardenias! ¡Qué bellas quedan aquí! ¡Amo que

vivan en mi jardín! Abran sus pétalos y muestren su corazón amarillo

al sol. Extiéndanse y reciban la luz de aquel gran astro que hoy sube

hasta aquí sólo a contemplarlas.” Luego caminaba hacia sus jazmi-

nes y los despertaba diciendo “Aquí están mis graciosos señorcitos.

Durmiendo el largo de sus pétalos en una palidez resplandeciente.

¡Cómo huelen mis queridos! Despierten y llénense de sí mismos para

inundar el jardín de su aroma. ¡Qué sería de éste jardín sin su fra-

gancia, sin su hechizo silencioso que adorna sin ser visto y que, sin

poder ser evadido, reconforta todos los sentidos pues decora el aire

que para el hombre es vida! Despierten ya mis holgazanes y beban

de éste agua que será su ambrosía.” Mientras regaba cada una de

sus flores se cruzaba, de tanto en tanto, un pensamiento y a ellos los

acogía con tal ternura que miles hubieran deseado que tal caricia

de Maia los despierte. Todos los días solía detenerse frente al más

azul de sus pensamientos y mirando en su interior exteriorizaba las

más bellas palabras “Pensamiento Azul. Tú, dueño de mi recuerdo

circunstancial. ¿Sabes que eres a quien veo cuando no puedo verte?

Tú estás aquí, esperando el sol, y yo cada mañana espero que tú des-

piertes para volver a verte; pues tú eres el sol que alumbra el jardín.

Tienes la altivez precisa para mostrar en tus curvas que has nacido

para darte. ¡Oh, bello pensamiento! ¡Cuán hermoso es saber que eres

ser de otro ser distante! ¿Tú también sueñas la vida de otro? ¿En qué

piensas tanto? ¿No será en un amor? ¡Oh, hermoso pensamiento,

guardaré tu secreto si tú guardas el mío! Yo amo lo que un millón de

existencias no llegaran a amar nunca; yo, tal como tú, uno mis raíces

a lo que me da vida y me fortalezco en mi arraigo. Ahora bebé y vive:

Dulce perfección”.

Todos aquellos años en que Kroom se dedicó a sus medidas y

cálculos, ella lo hizo a su jardín, por ello era el orgullo de su ciudad.

Extranjeros viajaban de tierras distantes a admirar la hermosura de

sus petunias y todos hablaban con Maia para conocer el secreto de

la admirable viveza con la que crecían sus plantas. A variadas pre-

guntas, ante expectantes indagadores, siempre respondió lo mismo:

“Las flores crecen y se hacen fuerza a base de historias reales y de

almas ardientes. No es el calor del sol que reconforta y enciende el

color de sus pétalos sino el dulzor del alma que, a su vez, les entrega

su aroma. Sólo la viva imagen de un sueño, les invita con énfasis a la

belleza. Es de amor que se alimentan las flores, por ello sus colores,

sus aromas, sus formas, y su simpleza nos reconfortan. Porque ellas

tienen de nosotros lo que nosotros queremos de otros. ” Al oír estas

palabras desbordantes en sinceridad de una joven tan dulce no cabía

duda de que estaba en lo cierto, era el amor el que afloraba la vida.

Todos aquellos viajeros que por allí pasaban no tardaron en llamar

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

4544

a Maia su velo de dicha, pues tal ternura les infundía que, luego de

hablarle, se consideraban sus iniciados y propagaban por su cuerpo

las emociones más volátiles y etéreas que ponderan al ser haciéndolo

emerger a las regiones donde el sol es constante y la necesidad cesa.

Maia solía hablar en la mesa a sus padres de lo atareado que lo

veía a Kroom, por supuesto, sin decir ni saber su nombre. Sus padres

ya habían aceptado como una realidad la existencia de aquel lejano

hombre; sobre todo su padre pues su madre tomó sus palabras como

una verdad desde la mañana en que Maia le contó el por qué de su

ya pretérita desdicha.

- No entiendo qué es lo que hace y sin embargo: ¡Se lo ve tan

pleno! Todas las mañanas al despuntar el alba desayuna mirando pla-

nos, y retoca al hacer cuentas ciertas líneas cambiándolas por otras.

Al parecer quiere construir un dique, o tal vez una cabaña. Imagino

que será un dique porque está muy cercano al arroyo, pero también

estimo que podría ser una cabaña pues, ha cortado demasiada ma-

dera para tan pequeño caudal. Sin embargo, se lo ve feliz. Se acuesta

a observar el cielo y todos los días remonta su barrilete; jamás pensé

que por tanto tiempo lo haría, pero parece que alguna pasión infunde

ánimo a su cuerpo cada vez que lo hace, porque ya hace tres años

juega con él y no deja de hacerlo.- Hablaba con un encanto frugal,

un tanto risueña porque le parecía un poco absurdo que Kroom se

divirtiera aún con su barrilete. Sus padres la observaban y sentían

un inmenso cariño al verla tan apacible, tan reconfortada en su ilu-

sión. Jamás había estado más hermosa que entonces. La felicidad la

había convertido en mujer, pero ella persistía en su inocencia en su

infinito brindarse. Proseguía su diálogo inmersa en mil ademanes que

la mostraban segura y entregada a su espíritu que recordaba danzan-

do- ¡Cuán hermoso es saber que aquella vez yo fui su fuerza! ¿Saben

qué? Algunas veces repite mis versos. Los días en que lo hace se lo ve

más seguro que nunca. ¿Dónde habitará? ¿Lo encontraré alguna vez?

¡Oh mi lejano amor, qué sería de mí sin su imagen! Muchas veces

imagino que un viajante vendrá a visitar nuestro jardín y entonces

quedaré azorada y él no tendrá palabras para explicar su emoción.

Será entonces que nos fundiremos en un abrazo y él me dirá su nom-

bre y yo me abrazaré a su pecho diciendo cuánto lo esperaba. ¿Cómo

se conocieron ustedes padres? ¿Soñabas con mi padre, madre mía,

antes de conocerlo?-

- Pues no como tú sueñas a tu amado- Contestó su madre- pero

sí soñé tener a alguien como él. Y al conocerlo me demostró que lo

bello de los sueños es cuando se escriben de hechos...-

La conversación prosiguió extendiendo más de lo común la so-

bremesa. Hablaron del jardín, de amores, del pasado, y sus padres

aprovecharon para infundir un recelo a su espera pues los años pa-

saban y su amado jamás llegaba a contemplar el jardín. Sin embargo

Maia era feliz: Él estaba bien. No había razones para sostener turba-

ción alguna en su pecho.

Sus días transcurrieron furtiva y deliciosamente. Escarbaba en

sus sueños para saber más de Kroom y lo contemplaba entregado a

sus quehaceres tan presto que se sentía dichosa de saberlo su felici-

dad. Como el color necesita de la luz para mostrarse, ella necesita-

ba de su ser para vivir. ¿Deletérea o benigna sería su necesidad? No

importaba; suficiente tenía con que era. Sin embargo, algunas veces

Maia se turbaba y pensaba que él tal vez no vendría. Estos momentos

de desavenencia le llegaban casi siempre próximos a su cumpleaños,

se veía envejecer solitaria, sin más compañía que su prodigioso jar-

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

4746

dín. Pensaba la muralla que la soledad construye alrededor de los

cuerpos y cómo la ilusión los vence permanentemente pues, toda

voluntad que ama no logra ser vencida jamás. Si él no viniera, si él

no llegara ¿Entonces qué? No dejaría por ello de amarlo. No era su

fin la soledad ni el martirio y más grande que los dioses siempre se

encontró el destino, no sería ella quien decidiera su suerte, pero sí la

que guiara su vida.

— Capítulo 8—

una imponente escaLera que conduce a un sueño

Más de mil soles y lunas recorrieron los cielos mientras una

única voluntad perseguía su anhelo en la tierra. Kroom dedicó el

cuarto año a la laboriosa tarea de construir su titánica escalera. Días

y días serruchaba, pulía y encastraba, las piezas componentes de su

vertical medio. Observaba aquella altura teórica donde el barrilete se

hallaría en la décima luna nueva del nuevo año y se preguntaba “¿Po-

dré tomar el barrilete con mis manos? ¿No será acaso morir carecer

de devenir? Y si mi brazo queda atrapado… ¿No correré peligros con

el paso de las horas cuando el movimiento del mundo aleje la escale-

ra?” Todas éstas dudas corrían por su mente al menos una vez al día,

mas esto no lo compungía y su afán crecía tal los mares cuando los

llama la luna. Su deseo de encontrar una razón al suceso era el deseo

de encontrar una razón a su vida justificando su existencia. Kroom

se confundió con su labor y todo su esmero no era sino un allanar el

camino hasta sí mismo.

Algunas veces, cuando se hallaba realmente extenuado de tra-

bajar en su escalera, solía recostarse en el pasto repasando en su men-

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

4948

te los planos, logrando así asegurarse de que sus deducciones habían

sido correctas y divertido de las hazañas que hubo de emprender para

colmar su tendiente atención a lo estático. Medía el tiempo en ansia,

observaba el pasado como una cadena de momentos necesarios que

se ligaban a la suspensión coronándola como su fin, cernía con fuerza

su ser al mundo pues solía sentir que pertenecía a ese espacio por él

descubierto, negaba como fútil la inconstancia y sentía que su esen-

cia se mostraba en sus actos sabiendo que todo hombre se traduce en

su obrar.

Algunas tardes se lo oía repetir los versos de Maia, sentía una

independencia liberadora al hacerlo. Creía que su mente era un re-

ceptáculo de voces etéreas que regían su ser desde un punto intangi-

ble deslindando una a una sus razones, incrementando en cada expe-

riencia un nuevo conocimiento, instrumentando paulatinamente su

entorno para hacerle accesible el mundo. Llegada la noche se hundía

en las estrellas, quietas y silentes, arraigadas al cielo. Removía su in-

terior eterno desglosándolas en supuestos. Se preguntaba si el alma

no sería una estrella distante que se muestra mitad de la vida y sólo

por las noches si se tiene la suerte de estar despejado. Siempre cre-

yó que el mundo era un espacio pleno en posibilidades pero celosa-

mente egoísta; había aprendido a comprender todos los fenómenos

de la tierra como una pantomima, una representación histriónica de

hechos que escondían su fundamento sólo brindándose a quien, con

esfuerzo, los observaba como deseaban ser vistos; y, entonces sí, en-

tregaban su verdad.

Durante aquellos años de trabajo Kroom se había vuelto un

hombre fuerte, de prominente porte y ancha espalda. Continuó siem-

pre alimentando a sus animales y cosechando sus tierras. Los caballos

fueron quienes mayor compañía le brindaron en cuanto empezó a

construir su gran escalera. Cada pieza de madera fue tallada por él

con su técnica de espirógrafo, por ello su escalera denotaba su ansia,

su búsqueda y su férreo entregarse a su causa. Imágenes nunca antes

vistas colmaban de belleza los postes que aunados serían su escalera.

¡Cuán bello sería pertenecer al menos un segundo a lo estático! ¿Ro-

zaría la eternidad por ascender a aquél espacio sin tiempo? No siendo

muchas las formas por las cuales la vida se muestra trascendental

Kroom sentía que una duda inerme, que sólo él podría convertir en

verdad, se posó en su campo sabiendo que él descubriría su mensaje,

trayendo al reino del hombre para siempre un atisbo de lo sagrado.

Faltando una semana para que el barrilete se posara sobre la

estaca que se hallaba a cincuenta y siete metros del viejo hogar del

herrero, a dieciséis de un pequeño embalse que accidentaba el arroyo

y a setenta y tres del gran olmo, la escalara ya había sido creada. Im-

ponente se levantaba sobre la llanura extendiendo su sombra como

la aguja del reloj de un gigante. A grandes distancias se apreciaba

su atinada elevación uniendo el cielo y la tierra. Se había trazado

un camino vertical que hacía creer que alguien trataba de espiar el

Olimpo. Sin embargo nadie, además de Kroom y sus animales, ob-

servó aquella escalera. Tal era la soledad en la que Kroom vivía, tal

era la distancia a la que se asentaba una casa de otra, y tal era el

interés por comunicarse de las gentes de aquellos tiempos. Pero pese

a cualquier infortunio que propusiesen los avatares del mundo, aquel

pastor se hallaba feliz; aunque más confundido y ansioso que nunca.

Había esperado cuatro años la llegada de ese día. Había soñado una

y mil veces cientos y miles de soluciones que desbordarían su alma

de alegría por descubrir cuál la cierta. El hecho de que se hallara

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

5150

tan próxima a su consumación tal ardua tarea que motivó todos sus

esfuerzos lo llenaba de estupor e incertidumbre. No pensaba en cuál

sería su meta posterior; no precisaba mirar un futuro más largo que el

que se había propuesto; todo aquel a quien el destino dio sus metas,

no mira más allá de lo propio por temor a perderse.

Los siguientes seis días fueron para él un martirio. No podía

soportar el hecho de que sólo debía esperar. ¿Existe mayor jactancia

del absurdo? ¿Cómo discernir que tras tan lento y largo esfuerzo deba

uno sentarse a esperar su llegada sin poder hacer nada? ¡Ya todo ha-

bía sido hecho! ¿No es acaso injusto el tiempo? ¿Quién soportaría

su cruel sino que nos demacra y nos vive si acaso no existiera en

el hombre la voluntad de vencerlo? Y ¿Quién corrobora esas victo-

rias? ¿Alguien jamás ha persistido en vida tras el juego de la muerte?

¿Dónde? ¿Quién? ¿Cuánto? ¿Cómo?

Ni bien sentía la alegría más exuberante que jamás hubo senti-

do, caía en un temor recalcitrante. Días fatídicos y hermosos. Senti-

mientos agradables que inundaban; dudas y dolores que lo ahogaban.

Felicidad por la cercanía de lo ansiado, terror por no saber a qué

atenerse.

El paso de los días no llegó a romper con su dualismo. Esa dico-

tomía tajante que cercenaba sus emociones triunfaba sobre su cuerpo

manifestándole que todo prurito ante lo ignoto destaca la finitud de

quien pregunta más allá de sus posibilidades. Tan sólo un día más

y tocaría lo inefable alimentándose de sentidos inexplorados. Pudo

haber sido su pensamiento una indecisión pero su voluntad era una;

sólo quedaba un mañana.

— Capítulo 9—

un sueño admonitorio

Maia había visto en aquel tiempo a Kroom crear la escalera;

resultó no ser un dique ni una cabaña. ¿Para qué sería tan larga? ¿A

qué debía llegar que ostentaba cruzar tal altura? Se tranquilizó rápi-

damente, pues supo que lo sabría, siempre sus sueños le disipaban de

mil dudas que ellos mismos generaban.

La colina estaba como siempre deslumbrante. Su jardín flore-

ciente y extenso permanecía siendo su orgullo, el de sus padres y el

de su ciudad. No sólo se ocupaba del jardín sino que bordaba her-

mosas carpetas, cantaba por horas junto a una cítara que hubo de

regalarle un extranjero maravillado por su coloreada colina. Hablaba

por horas con sus padres escuchando sus leyendas, sus mitos y sus re-

cuerdos; Maia era la joven más feliz que jamás hubiese nacido hasta

entonces en la tierra.

Solía por las tardes bordear la costa y ver al gran astro reflejarse

junto al azul del cielo en la superficie templada del lago; observaba

desde allí cómo se extendía sorteando pequeños islotes, rodeado de

montañas y verdes pendientes donde se alzaban, unos junto a otros,

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

5352

cientos de árboles de elevada copa. Volteaba y dirigía la mirada a su

hogar maravillándose de tan plena variedad de colores. Se avistaban

ya de lejos sus blancas gardenias e imaginaba que desde allí, si tan

sólo uno cerraba los ojos, se alcanzaba a sentir el delicioso aroma de

sus jazmines. El lago aplacaba sus dudas y extendía su confianza más

allá de toda circunstancia terrestre. Observar el cielo, las pendientes

y el agua, la imbuía de una sabiduría natural que hacía profunda tal

los mares su aquiescencia para encontrarse siempre renovada aún

siendo la misma. El aire frío que circundaba el ambiente se entrome-

tía en su cuerpo y no podía exhalarlo sino sintiéndolo un don de los

dioses, un respiro del universo que tomaba lugar en su interior.

La mañana anterior al día donde arremetería contra la tierra

la clara ausencia de luz de la décima luna nueva del año, Maia salió

a regar, tal como siempre, sus flores. Había despertado tranquila y

sin mayores preocupaciones que sus deberes diarios que, dado que

los asumía con placer, apenas si le resultaban deberes. Así fue que

caminó al arroyo y colmó los jarros de abundante agua cristalina para

la ablución matinal de sus herbáceos. Como era costumbre se acercó

a sus gardenias, hablándoles con dulce voz: “¡Arriba gardenias mías

colmen nuevamente de belleza a este neceser que es mi corazón!

Vuelvan a mirar luminosas la tierra y den su don pictórico al mundo

decorando de gracia la naturaleza.” Fue entonces que vio a su más

azul pensamiento derruido sin causa, quebrado y opaco, cayendo de

fauces al suelo; apenas sostenido por un tallo débil, envenenado por

el arribo de una muerte prematura, sin causa y sin posible previsión

que ahogó su energía coagulando sus miembros al vencer sus articu-

laciones. Dejó caer el jarro que llevaba en sus manos y corrió desar-

mada en llanto a su agónica flor. El dolor de su pecho se traducía en

lágrimas continuas que habían hecho de su mejilla un canal. Des-

embocaba cada gota en sus labios con el solo fin de que sorbiera su

desdicha. ¿Qué tristeza mayor a la muerte de su predilección? ¿Aca-

so había sido su culpa? ¿Fue ella quien descuidó a su pensamiento

azul? ¿El viento era el motivo de tan ruin fin? Sollozaba y cayó de

rodillas frente a su azul flor, en gerundio, marchita. “¿Qué hacer

cuando el hecho ha sido? ¡Oh noble compañía y luz de mi jardín!

¿Por qué? ¿Cómo? ¿Por qué?” decía esto mirando la nada, llena de

esa fuerza macabra que sólo impulsa la pena; sus mejillas estiraban

sus labios en intermitentes espasmos que no lograba controlar y sus

ojos vertiéndose en lágrimas parecían no poder cerrarse a pesar de

un gran esfuerzo. Su madre la vio desde la ventana y presurosa salió

a ver qué ocurría. No precisó oír palabra alguna, al llegar a su lado

contempló la imagen toda y supo el por qué de tan profunda melan-

colía en Maia. Y entonces Nous habló así a su hija:

- Pequeña mía, no te apenas tanto. Es parte del mundo des-

hacerse. Y ¿qué si ha sido hoy? ¿Hubieras estado mejor preparada

mañana? ¡Nada de eso! Llora tu pena pero a fin de darle sólo lo que

le pertenece. No ahogues tu alma en un charco de tan escasa pro-

fundidad.- Mientras decía esto la abrazaba y Maia dejaba caer sus

lágrimas en el amable antebrazo de su madre.

Estuvieron así pasado un cuarto de hora hasta que Arkhé les

vio. Fue entonces que se dirigió hacia fuera y pidió a ambas que

entraran; diciendo que esa mañana él se haría cargo de regar todo

el jardín. Una vez ello dispuesto, ambas mujeres entraron al hogar

mientras Arkhé llenaba y transportaba los jarros con agua.

Ya adentro de casa Nous mandó a lavar su cara a Maia y le dijo

que tratara de distenderse que, si lo deseaba, podría hablar cuando

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

5554

recuperara, al menos parcialmente, la calma. Maia subió a su habita-

ción luego de lavar su cara y habló así a su corazón:

-Denuesto fatídico que carcome lo que quisiéramos permanen-

te. ¿Por qué arrebatar la simple alegría de una joven negándole su

más amado tesoro? ¿Acaso he faltado a los dioses? Si plantara otro

pensamiento ya no sería el mismo, de qué mentira podría yo recibir

calma ante su pérdida. ¿Dónde hallaré otro azul meridional que en-

tregue un sol a mi oscuridad?- En tanto decía éstas palabras recordó

su propia esencia y supo que su verdad era un duplo y que con llevarse

a tal estado tan sólo lograría hacer sufrir a aquel distante hombre que

la mantenía arraigada y cobijada de la ingrata e insoslayable ingra-

videz. Por esto repensó su pena y habló nuevamente para sí- deberé

aceptar que has sido, ¿Quién puede desear más que la finitud siendo

mortal? ¿No es suficiente haber vivido, haber sido testigo del pasado;

por qué petrificar la vida si es ella misma la que siempre se despliega

y nunca vuelve a ser quien fue? Adiós mi bello pensamiento; no digo

que aprenderé a recordarte sin nostalgia pero aprenderé a amar que

has sido, y ese será el consuelo que sane mi corazón.”

Dicho esto, volvió y habló por toda la tarde con su madre. Nous

estaba preocupada porque predecía un mal augurio a partir del he-

cho, pero no se animó a decírselo a Maia, no quería sumar penas a su

alma, pues ya había tenido suficiente. Antes de la puesta del sol fue

Maia quien regó el jardín explicando a todas sus flores que su pensa-

miento Azul había de hacerse tierra para vivir miles de ciclos de vida.

Tras tan larga jornada, partió a dormir luego de la cena, esperando

descansar tranquila mientras veía qué hacía su mitad escindida en

algún lugar del mundo; y queriendo, a su vez, saber qué ímpetu le

invitó a construir tan extensa sucesión de peldaños.

Cayó en un profundo sueño, tranquilo y sereno. Dormía apa-

cible con su ventana entre abierta. Una leve brisa hacía danzar la

cortina y la esquina de una sábana se balanceaba jugueteando con

el piso. Su brazo derecho pendía hacía el suelo, de ésta forma, sus

dedos mayor, índice y anular recostaban la espalda de sus últimas fa-

langes en el frío suelo, mientras su propio aliento calentaba su hom-

bro derecho; ya que siempre dormía con su pecho hacia abajo. Fue

entonces que comenzó a moverse abruptamente y su dulce rostro

silente trocó por una mueca de horror. Movía sus labios tratando de

articular palabras, bajo la mirada ciega de su inerte entorno. Sacu-

dió su rostro y rompió en un llanto silente, sin despertar aún. ¿Cuál

pesadilla turbaba la armonía del sueño? Su llanto se volvió aún más

espeso y el dolor dejó de abrazar su dormida conciencia para cautivar

y aprisionar sus miembros. Allí despertó llorando y diciendo; “¡No lo

hagas Kroom!” Sentóse entonces en su cama y lloró en silencio por

horas tratando de interpretar su sueño. En éste veía a Kroom subir

por su gran escalera hacia un barrilete que se hallaba detenido en el

aire. Kroom ascendía seguro, confiado e impetuoso, olvidado de toda

consecuencia, a tomar en sus manos aquél barrilete. Entonces, una

vez que él tomaba el barrilete, ella sentía una liviandad aterradora y

al mirar el suelo lo veía cada vez más lejano, gritaba sólo alarmando

a sus padres que trataban de saltar para abrazarla en sus brazos, ha-

ciendo esfuerzos vanos que sólo delineaban los apáticos contrastes de

la existencia cuando la ingravidez devora los cuerpos arrastrándolos

al vacío exangüe e inconsistente de la falta de sentido.

Jamás había estado tan triste. Desfalleció todo dulzor de sus

ojos y la existencia se le presentaba efímera e innecesaria. Lloraba

desgarrando su alma y apretando su labios para concebir el silencio

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

5756

pero, asimismo, sabía que no tendría jamás otro lenguaje pues; se

abalanzaba en su pérdida sin saber cuándo llegaría, pero segura de su

muerte y temiendo por el bien de su amado.

Odió la irreverencia de Kroom ¿Acaso no sabía que su actuar

irradiaba la muerte? ¿Él no pensaba en ella como ella en él? ¿Qué

fuerza impulsaría sus miembros a tan trágica epopeya? ¿Cómo haría

para revertir sus deseos? ¡Cuán ilusa había sido al pensar que cons-

truía un dique, o una cabaña, que jugaba con su barrilete y que calcu-

laba y dibujaba todos esos planos afable e inocentemente! ¡No hubo

mayor yerro! Construía su muerte y daba fin al único bien que ambos

poseían con derecho propio. “¿Con derecho propio?” pensaba Maia

y lloraba horriblemente cuajando su amor en sorbos, relamiendo su

creciente desdicha, esculpiendo su alma de horrores y haciendo de su

soledad un yo omnisciente que robaba su autonomía.

Entonces descubrió que sabía su nombre pero ya no le genera-

ba la dicha que otrora hubiese imaginado. ¿Cuándo ocurriría aquel

fatídico episodio? ¿Debía esperar su muerte y relegarse al infortunio?

¿Era preciso que contara a sus padres lo sucedido? ¿No habría de

preocuparlos haciendo crecer esa gran pena que ya cubría todo su

ser? Cuán demente, insolente y egoísta era Kroom. Entregarse a lo

desconocido sin reparo alguno en todo acontecer posterior. Él no la

pensaba, no la amaba, sólo necesitaba su existencia en forma tácita y

todos los sueños de Maia no eran más que objetos rupestres, endebles

e inestimados que ella valoraba fuertemente para ocultar su vacío.

Así lo sentía Maia, tal era su decepción. Cuando el dolor irrumpe

desde lo más interno del alma todo pasado se transfigura y la penum-

bra abarca la calma; toda luz se reduce a sombras para finalmente

hacerse nada.

No concibió el sueño nuevamente. Toda la noche murió en sus

pensamientos y se sintió acabada. Desesperada por no saber cómo

evitar su cruel destino, pensó en arrojarse desde algún precipicio en

las montañas para tener al menos la seguridad del cuándo que mo-

tivaba su muerte. Escribió una nota diciendo a sus padres que pa-

searía luego de regar su jardín, que quería calmarse por lo que había

sucedido el día anterior, que los amaba y que jamás hubiera deseado

otra vida. Entonces regó por última vez su jardín y habló por última

vez con sus flores prorrumpiendo en amargos sollozos. Desorbitada

miraba la extensión de su casa paterna volteando desde la orilla del

lago. Sentía esa aflicción incomunicable que fuerza a la imagen del

presente a volverse eterna por saberse momentánea, por notar que

todo momento vivido, una vez actuante, se pierde para siempre en la

nihilista opacidad de la conciencia que a causa de humores modifica

los hechos pasados. Caminó y se adentró en las montañas con una

desesperada guía: Su alma. Hubo de pasar la tarde entera en la fría

ladera de una montaña alejada que solía mirar desde la ventana de

su habitación. Pensaba en alto sus versos, y trataba de llegar, de al-

guna forma a Kroom. Faltaban sólo horas para que Kroom trepara su

escalera, el cielo callaba de azul continuo, pero el alma de Maia no

dejaba de hablar.

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Gad Ortiz

59

— Capítulo 10—

eL precio de La eternidad

Finalmente había llegado el día. Kroom se hallaba entre di-

choso y confundido pero su ansiedad era tan grande que no habría

habido dios, ni inclemencia que detuviera sus pasos. No había he-

cho grandes preparativos pues sus últimos cuatro años habían sido

el prólogo de su etérea e inmóvil duda. Hoy sería el día; eso decían

sus cálculos; y la realidad lo confirmaba: Levemente las horas suce-

dían como atrayendo mágicamente el barrilete a la cima de la, artís-

ticamente concebida, escalera. Kroom observaba, caminaba y reía, a

través de su extensa llanura, ya estaba sólo a dos horas del fin de su

espera. “Eres de mí lo que soy” se decía y se sentía llamado al pórtico

de la magnificencia. Respiraba con fuerza y movía los brazos. Se pre-

guntaba qué tan fuerte debería tirar para arrancar de su estatismo su

antiguo juguete. Pensar que hace cuatro años había caído en la des-

dicha y prefería el dolor a la apacible construcción en segundos del

mundo, esto lo hacía saber que estaba destinado a encontrar la razón

de lo eterno en aquél devenir mutilado por la indiferencia.

Golpeaba con su mano, tan sólo por nerviosismo, la base sobre

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

6160

la cual se apoyaba la escalera para erguirse hacia el cielo. Sabía que la

había construido según necesidades fácticas y que cumpliría su fun-

ción pero, aún así, corroboraba sus hipótesis para sentir seguridad;

pues, mientras se acercaba el momento su pecho afloró en dudas;

y podría pensarse que aquél pensamiento que había muerto en el

jardín de Maia ahora se abría en su interior para llenarlo de incerti-

dumbre y hacerlo recapacitar sobre mil posibles “quizás” que, tal vez,

no había contemplado.

Su creciente dolor había venido otrora por no comprender la

soledad y el paso necesario de lo vivo hacia lo muerto ¿Estaba pre-

parado para confundirse con la nada? ¿Podría penetrar la insondable

quietud y regresar a la tierra sin perderse a sí mismo? ¿Qué significaba

ésta búsqueda? ¿Por qué no existe una duda final que satisfaga para

siempre ese deseo de conocer? ¿Sería ese espacio tal respuesta? La voz

que escuchaba ¿Provenía de aquél espacio? Kroom imaginaba que sí,

pues luego de haberla escuchado sucedió lo sucedido y su vida trocó

por este deseo de conocer lo aparentemente imposible pero concre-

tamente actual. Es por ello que acercándose el momento, abrupta

aunque silenciosamente, Kroom imaginaba la línea tácita que debía

trazar el barrilete para llegar al punto donde toda su vida confluía; y

a pesar de no saberlo, la de Maia también.

El sol derivaba sus rayos sobre la hierba que se mecía en olas

generando sombras de viento. El olmo vibraba silente su sabiduría

natural y una que otra hoja abandonaba sus ramas para volar tinti-

neante los conductos invisibles del aire. El vacilante arroyo dejaba oír

su canto relajante, surgían de entre sus surcos sonidos burbujeantes

que hacían eco en el alma del mundo demudando la trasgresión ino-

cente de los pájaros que a lo lejos graznaban menguando levemente,

a razón de la distancia, el volumen de su voz. El bosque de cipreses, se

había visto reducido por la empresa de Kroom, pero se erguía límpido

y extenso, resguardando a ardillas, jabalíes y pájaros del prominente

sol. En tal hermoso contexto Kroom comenzó a subir la escalera. Lo

separaban minutos de su anhelo. El barrilete ya estaba al alcance de

las manos desde el extremo superior de la escalera. Fue a diez pelda-

ños de de la cima que una voz se radicó en su conciencia gritando:

-“¡Eres de mí lo que soy. Y no hay esencia que admita reempla-

zo…!”- ¡Maia le hablaba desde la montaña a la que había escapado!

Sus padres habían salido preocupados en busca de ella, temiendo

por su bienestar. Pero ella se había escapado no en deseo de buscar

su propio infortunio sino por temor a que Kroom hiciera algo que

terminara con ambos para siempre. Al llegar a la montaña comen-

zó a recitar fuertemente su poema tratando de ser oída por Kroom.

Un dolor innombrable hacia que todas sus fuerzas se dispusieran a

superar el temor de la inexistencia para comunicarse con su amado

que, confundido o desconcertado, se abalanzaba hacia la nada como

quien inocentemente despierta. Maia había pasado todas aquellas

horas repitiendo el poema para entrar en la conciencia de Kroom,

para ser reconocida místicamente por el otro polo de su esencia y así

advertirle de su zozobrado error.

-¿Qué o quién eres?- Dijo Kroom- ¿Desde dónde me hablas y

cómo hallaste éstos versos?- Se había paralizado a sólo diez peldaños,

oía su alma hablar palabras ajenas e intuía que toda su aventura po-

dría tal vez derrumbarse, pues un miedo errático atravesó su mente,

pues, la turbación de Maia se había convertido en su ánimo.

- No importa quién sea yo. Porque soy tú. Te abalanzas hacia

la muerte Kroom, y con ello me asesinas. ¿Qué duda buscas saciar?

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

6362

Debo decirte que tu existencia es necesaria para mi subsistir. ¡Si ha-

ces lo que sea que estés por hacer ambos moriremos y no seremos si-

quiera un recuerdo! Tú crees que te diriges hacia una plenitud cons-

tante que hará revalorar tus días pero es hacia la nada que aspiras.

Es ella quien clama por ti para encerrar en un espacio mudo todos

tus pensamientos y recluirte al estatismo perpetuo del recuerdo. ¡No

lo hagas, por favor, ama mi compañía que yo estoy aquí, pese a ser

distante. Por favor detente y dime que dejarás atrás tu súbito anhe-

lo en pos de nuestra futura alegría.- Maia se derramaba en llanto

mientras pronunciaba éstas palabras y su pena consternaba su alma

exprimiendo a cada latido una férrea desilusión que apenas clamaba

por resarcirse.

Kroom interpretó que esta era su última prueba y que para sa-

ber si podía vencer sus propios temores su propio alma se proyectaba

sobre sí inoculando el terror en sus pensamientos para así detener su

ansia, para aplacarlo a esa trivial realidad del darse cotidiano, invi-

tándolo a no preguntar más allá de su cuerpo y a no vislumbrar más

allá del entorno. Por ello vociferó con ánimo furioso y lleno de entre-

ga hacia su causa las últimas palabras que Maia escucharía

- ¡No, no y no! ¡Subiré y cumpliré mis metas; vilipendiosa alma

llena de oprobio y saciedad fingida! ¡Cuatro años luche por esto

porque tú me lo indicaste! ¿Ahora te echas atrás? Sufre con valentía

el fin que nos es a ambos impuestos. ¿Y qué si es adverso? ¡No moriré

tranquilo sabiendo que dejé atrás el momento que definiría mi histo-

ria! Qué vale la vida si se vive a medias, si se mira el pasado como una

consecución de hechos malogrados que sólo hacen cargar con culpas

y hacen del presente una consecuencia adversa incapaz de dicha o

júbilo. Dices que me amas, pues entrégate alma mía a tu destino.

Maia trató nuevamente de persuadirlo pero Kroom escalaba

celosamente la escalera. El barrilete ya no estaba cercano a sus ma-

nos y debía estirarse para lograr alcanzarlo. Por última vez Maia gritó

que se detuviera.

En tanto, sus padres habían salido a buscarla por las colinas

pues habían sido avisados por un vecino que Maia había pasado tem-

prano por la ladera de aquella montaña y, éste, al enterarse que sus

padres la buscaban no dudó en comunicárselos. Ya en la pendiente

de la montaña a cincuenta metros de ella la oían y veían llorar des-

consoladamente gritando palabras al viento, sin que nadie la acom-

pañase. Fue entonces que por última vez habló con humana desespe-

ración a Kroom.

- ¡Por favor no lo hagas! Has caso de mí sólo esta vez, juro no

volver a entrometerme en tu vida, pero tu independencia destruirá

mi existencia, y juro por los dioses que te amo. Si pudiera encontrarte

dedicaría mi vida a ablandar el orgullo de tu corazón del rencor que

guardarás por no haber cumplido tu meta. Por favor Kroom, cantare-

mos al compás de tu lira y estudiaremos los astros, dibujando elipsis

con tu compás. ¡Detente! ¿No es la vida un suceso hermoso, no son

sueños los que unen una a otro a los seres? ¡Por favor, no lo hagas!

¡Temo por mí y por ti! Si lo haces ya ninguno será. ¡Oh, terrible mal-

dición la de observar el futuro! ¡Cómo hubiese deseado que la ingra-

videz me sorprendiera en la inconsciencia! ¡Baja ya de tu escalera y

cambia tu deseo por la vida!

Kroom la escuchó atento, pero no hizo caso a sus palabras.

Subió hacia la cima de su escalera, y habiéndose alejado el barrilete

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes Gad Ortiz

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ya un metro del punto desde dónde debía ser tomado, salto hacia ese

espacio y quedó allí detenido.

— Capítulo 11—

de La ingravidez, eL doLor y eL contempLar

Apenas hubo Kroom entrado al recinto de lo estático la escale-

ra cayó fulminantemente sobre sí misma. El barrilete se vio desplaza-

do y desplomóse como una gran hoja meciéndose en el aire hasta la

tierra. El sonido que hizo la escalera al caer perturbó a los animales

que por allí merodeaban haciendo que algunos voltearan a observar

cuál era el motivo de tal estruendo y otros se escondieran huyendo

del posible peligro. Su último instante en el mundo fue el más largo

segundo que jamás vivió humano alguno y no sólo él lo sintió sino

que Maia también compartió ese momento. Supo, en el instante en

que su cuerpo tocó la inmanencia estática, que se vería aprisionado

allí para siempre sin poder jamás volver a la vida. El premio a su es-

fuerzo fue una eternidad en soledad contemplando los ciclos del uni-

verso. La tierra paulatinamente, se alejó de él y a través de millones

de años supo mil cosas siendo un testigo eterno de sus pensamientos.

Pero ¿De qué le servían sino tenía a nadie a quien contárselos? Su

ansia, su anhelo, su búsqueda llegó a saciarse a precio del más alto

infortunio: Una eternidad a solas circundando los propios recuerdos,

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La escalera hacia lo estático del mundo de los imanes

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viendo mil colores jamás vistos, habitando el universo petrificado sin

dolor y sin placer; sin tendencias ni posibilidades, había logrado ser

eterno: Ajeno a la vida.

En el momento en que él entró al espacio donde otrora habi-

tara su barrilete, Maia se despegó vertiginosamente del suelo. Sus

padres gritaron y lloraron corriendo hasta ella sin entender cómo

podían los dioses robarle a su amada e inocente hija que tan sólo por

amar era sustraída del mundo. Padres e hija extendían sus brazos tra-

tando de tener el último contacto; un valioso gesto táctil que bulliría

sus dolores por afrontar en forma tan nítida el devenir hacia la inexis-

tencia. Maia voló devorada por la ingravidez hacia la asfixia cósmi-

ca que arrancaría de su cuerpo la piedra Tesalia para hacerla girar

el largo del tiempo elipsis ya trazadas por los creadores del cosmos,

completamente inescrutables, para todo aquel que no participara en

la eternidad en forma actuante.

Se cree desde entonces que Kroom llegó a decirle algo a Maia

antes de aprisionarse en la eternidad sufriendo la desdicha de haber

cambiado un amor por una necedad. También dicen que Maia gira

aún hoy alrededor de Kroom, pues alguna vez se cruzaron en el cos-

mos y nunca jamás volvieron a abandonarse. Otros dicen que aquel

espacio estático un día se rompió liberando a Kroom de su sino y ha-

ciendo que su esencia se reencontrara con Maia. Nadie sabe bien que

pasó, pero todos acuerdan en no deber juzgarlos. En fin: Su historia

es cíclica; rejuvenece y envejece.

Dicen los que profieren aún los vestigios de aquella historia

que estás fueron las palabras de Kroom:

“Hay un abrigo ante el tiempo, es el instante la eternidad.”

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