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IV Se esperaría sin duda que alguien a quien se ha confiado la pesada carga de representar de nuevo a la filosofía en este lugar, después de una interrupción que se ha prolon- gado durante varios años, se dedique a un ejercicio del tipo que podríamos llamar una "defensa" o un "elogio" de la filosofía. No obstante, aun cuando tengo en efecto la intención de decir algunas palabras sobre el tema, debo confesar que nunca tuve un especial talento para este tipo de cosas y que nunca me han gustado. Siempre he estado convencido de que la filosofía se defiende esencialmente por lo que en realidad hace, y no por la presentación com- pletamente idealizada que ofrece por lo general de lo que hace. Encuentro incluso la mayor parte del tiempo tan poco convincentes los intentos de justificación a los que se dedican periódicamente los filósofos, que me pregunto si tienen la más mínima posibilidad de persuadir a los profa- nos. Es cierto que, en la mayoría de los casos, están dirigi- dos más bien a restablecer la confianza en sí mismos de los miembros de la profesión y a reforzar el consenso entre ellos que a convencer realmente a quienes están fuera de ella. De cualquier manera, si lo que cuenta realmente es lo que hacen los filósofos, probablemente será difícil hacer algún reproche a aquellos de ustedes que pudieran pensar que la filosofía de los últimos treinta años, para tomar el período que conocí y durante el cual he trabajado, tiene mucho que hacerse perdonar y varias razones para mos- trar un poco más de humildad. En realidad es cierto, pero 47

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IV

Se esperaría sin duda que alguien a quien se ha confiado la pesada carga de representar de nuevo a la filosofía en este lugar, después de u n a interrupción que se ha prolon­gado durante varios años, se dedique a u n ejercicio del tipo que podríamos llamar u n a "defensa" o u n "elogio" de la filosofía. No obstante, aun cuando tengo en efecto la intención de decir algunas palabras sobre el tema, debo confesar que nunca tuve u n especial talento para este tipo de cosas y que nunca me han gustado. Siempre he estado convencido de que la filosofía se defiende esencialmente por lo que en realidad hace, y no por la presentación com­pletamente idealizada que ofrece por lo general de lo que hace. Encuentro incluso la mayor parte del tiempo tan poco convincentes los intentos de justificación a los que se dedican periódicamente los filósofos, que me pregunto si tienen la más mínima posibilidad de persuadir a los profa­nos. Es cierto que, en la mayoría de los casos, están dirigi­dos más bien a restablecer la confianza en sí mismos de los miembros de la profesión y a reforzar el consenso entre ellos que a convencer realmente a quienes están fuera de ella. De cualquier manera, si lo que cuenta realmente es lo que hacen los filósofos, probablemente será difícil hacer algún reproche a aquellos de ustedes que pudieran pensar que la filosofía de los últimos treinta años, para tomar el período que conocí y durante el cual he trabajado, tiene mucho que hacerse perdonar y varias razones para mos­trar u n poco más de humildad. En realidad es cierto, pero

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creo también que la filosofía no perdería ninguna dignidad e importancia si consintiera en tener ambiciones u n poco más modestas e incluso más realistas que las que suscri­bía durante la época mencionada.

He llegado a u n a edad en la cual es sin duda normal comenzar a tener u n a concepción relativamente precisa acerca de la disciplina que se practica. Sin embargo, no estoy seguro de tener hoy a este respecto ideas más claras que al comienzo, y tampoco estoy convencido de la utili­dad que pudiera tener u n intento de definición de lo que presuntamente significa la palabra "filosofía". Podríamos vernos tentados a aplicar a la pregunta "¿Qué es la filoso­fía?" lo que san Agustín dice de la pregunta "¿Qué es el tiempo?", y observar que los filósofos tienen la impresión de saber bien lo que es, cuando la hacen realmente, pero mucho menos bien cuando se les pregunta. No debemos esperar que las respuestas que dan a esta pregunta sean más convincentes que las que se han dado a cualquier pre­gunta filosófica determinada. Tales respuestas son, de he­cho, tan divergentes e irreconciliables como las otras. Mi reacción espontánea en este punto es bastante similar a la de Quine, quien habla de "la semántica migratoria de un tetrasílabo", y cree que la mejor solución sería, sin duda, "considerar las empresas y actividades reales, viejas y nue­vas, exotéricas o esotéricas, serias o frivolas, y dejar que la palabra 'filosofía' caiga donde pueda"1. Me apresuro a pre­cisar que dejarla caer donde pueda no significa dejarla caer donde queramos, pues hay varios sitios donde no puede caer, y donde los filósofos, en uno u otro momento, han intentado en vano hacerla caer. Infortunadamente, no creo que podamos considerar sino como fracasos definitivos to­das las tentativas realizadas has ta ahora de hacer caer a la filosofía bien sea del lado de la ciencia, o bien del lado de la creación literaria y del arte.

Es fácil advertir que las obras que intentan responder a la pregunta "¿Qué es la filosofía?" no buscan realmente explicitar y precisar qué designa la palabra "filosofía", tal

W.V.O. Quine, "Has Philosophy Lost Contact with People?", en Theories and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, p. 190.

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como la utilizamos. Siempre se esfuerzan en mayor o me­nor grado por distinguir dentro del conjunto de los proyec­tos y actividades extremadamente variados y relativamen­te heteróclitos que llamamos "filosóficos", aquello que es realmente filosofía y lo que no lo es. Incluso los autores a priori más convencidos de que la filosofía es u n a especie histórica y cultural y no u n a especie natural , se compor­tan a menudo como si tuviera u n a esencia real que debe­ríamos reconocer y preservar contra formas diversas de desviación y de degeneración.

Las definiciones que se proponen para la filosofía no constituyen, en realidad, en la mayoría de los casos, más que la racionalización de u n sistema de valores y de prefe­rencias que no están justificados y que probablemente no son justificables. No puedo dejar de observar con cierta perplejidad que en uno de los intentos de respuesta más recientes, el famoso libro de Deleuze y Guattari , Qu'est-ce que la philosophie?, el análisis lógico figura en el penúlti­mo estadio de la decadencia, inmediatamente después del fondo de la vergüenza, que se alcanzó, afirman los auto­res, "[...] cuando la informática, el mercadeo, el diseño, la publicidad, todas la disciplinas de la comunicación, se apo­deraron de la palabra 'concepto'y dijeron: es asunto nues­tro, somos nosotros los creativos, quienes conceptuali-zamos"2. "'Concepto' —dijo acertadamente Wittgenstein— es u n concepto vago"3; y es, en mi opinión, u n concepto respecto del cual es preciso mantener, a pesar de los in­convenientes que esto pueda acarrear en ciertos casos, su vaguedad. Wittgenstein dice también, es cierto, que "la palabra 'concepto' es realmente demasiado vaga"4 (ganz u n g a r z u vag, destacado mío). Por consiguiente, no es ab­surdo pensar que podría haber buenas razones para tra­tar de precisarlo u n poco más. Comprendo perfectamente que sintamos la necesidad de recordar, por ejemplo, que aquello que los especialistas y los técnicos de la comuni­cación llaman u n "concepto" guarda poca relación con lo

Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Qu est-ce que la philosophie?, Paris, Edi­tions de Minuit, 1991, p. 15. Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundamentos de las mate­máticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 365. Ibid., p. 349.

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que u n filósofo denominaría de esta manera. Pero no me resulta claro, por el contrario, qué interés pueda tener adoptar u n concepto de lo que es realmente u n concepto, de donde se siga que la ciencia, al contrario de lo que pu­diéramos suponer, no produce conceptos y que sólo la filo­sofía lo hace5. Sugerir que la línea de demarcación que nos agradaría trazar entre la ciencia y la filosofía podría ser la misma que se traza entre lo que es u n concepto y lo que no lo es, me parece u n a manera de pagar u n a ganancia aparente en el orden de la precisión a u n precio excesiva­mente elevado en el orden de lo arbitrario y del artificio.

En 1921, Meinong constataba: "ciertamente no es u n signo de perfección el que el problema acerca de la natura­leza y la tarea de la filosofía no siempre se decida de u n a manera en que todos coincidan", pero la situación no es necesariamente mucho más favorable en otros campos de la ciencia, y la diferencia principal podría residir en que la pregunta se formula sencillamente de manera más urgen­te en el caso de u n a disciplina que se orienta a tal punto hacia cuestiones de principio6. Confesaba, por su parte, no haber llegado a encontrar nunca, además de las rela­ciones de parentesco y de proximidad que existen entre todas las actividades que, de hecho, han sido practicadas desde tiempos inmemoriales bajo el nombre de "filosofía", "una fórmula conceptualmente exacta"7 capaz de dar cuen­ta de ella. Admito gustosamente que yo tampoco he en­contrado una , y que tengo serias dudas de que nos aproxi­memos realmente a la fórmula conceptual buscada al de­cir que todos los filósofos (supongo que habría que agregar "auténticos" o "dignos de tal nombre") tienen en común el hecho de crear conceptos y que no se crean conceptos por fuera de la filosofía.

Es cierto que este concepto de lo que es realmente un concepto corres­ponde probablemente a una creación de conceptos filosófica y que pue­de, por consiguiente, ser aceptado o rechazado, pero no realmente discu­tido, en lo referente a su capacidad de representar adecuadamente la realidad que conceptualiza (en este caso, la de la filosofía). "Alexius Meinong", en Die Deutsche Philosophie der Gegenwart in Selbstdarstellungen, mit einer Einführung herausgegeben von D. Raymund Schmidt, Erster Band, Leipzig, Verlag von Félix Meiner, 1921, pp. 100-101. Ibid.,p. 102.

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No estoy seguro, es cierto, de comprender correctamen­te lo que los dos autores que defienden esta tesis entien­den exactamente por "análisis lógico" cuando lo toman como blanco, y menos aún cómo puede acusarse seria­mente a los lógicos o a la lógica (sin más precisiones) de haber confundido el concepto y la proposición8. ¿Qué "ló­gico" podría aceptar sin u n a reacción de estupefacción y de indignación comprensibles el ver caracterizada su posi­ción como si implicara que "el concepto filosófico sólo apa­rece a menudo como u n a proposición desprovista de sen­tido"9? Por u n a vez, los filósofos neopositivistas, quienes, contrariamente a lo que creen Deleuze y Guattari, no con­fundieron nunca u n seudoconcepto con u n a seudoproposi-ción, y que dirían, por consiguiente, que u n a aserción como la que acabo de citar no tiene ningún sentido, ciertamente tendrían toda la razón. Como quiera que sea, si el análisis lógico es algo que se asemeja, relativamente, a lo que habi-tualmente se entiende por esta expresión, considero al me­nos curioso ver que se lo clasifica en u n nivel tan inferior en la lista de rivales cada vez más insolentes y lastimosos que la filosofía presuntamente ha debido afrontar, y de los que se nos dice que el propio Platón no los hubiera podido imaginar en sus momentos más cómicos10. Creo al menos difícil pretender sencillamente que el surgimiento de la nueva lógica en la época de Frege, de Russell y del primer Wittgenstein, y la explotación que se hizo de las nuevas posibilidades que representó para la filosofía el análisis lógico de las expresiones y de los enunciados, haya consti­tuido solamente u n a usurpación más , y no también u n proceso que no es insignificante. Puesto que en el libro de Deleuze y Guattari11, se hace referencia a "la idea infantil" de que la lógica es filosofía, creo que no sobra recordar que no hay nada menos infantil que la manera en que los au­tores en cuestión utilizaron la nueva forma de la lógica para renovar a la filosofía misma12.

Gilíes Deleuze y Félix Guattari, op. cit, p. 27. Ibid. Ibid. , p. 15. Véase ibid., p. 27. La profundidad del malentendido que existe (en la tradición filosófica francesa probablemente más que en cualquier otro lugar) entre la lógica

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Si me he permitido evocar este aspecto del problema, es porque mis dos predecesores inmediatos en estos lugares, Jules Vuillemin y Gilles-Gaston Granger, se encuentran precisamente entre los pocos filósofos franceses que tuvie­ron el mérito de comprender pronto la utilidad de la lógica, de los conceptos lógicos y del análisis lógico para el traba-

y la filosofía, jamás dejará de sorprenderme. Deleuze y Guattari no vaci­lan en hablar de un verdadero "odio a la filosofía" que inspiraría la rela­ción de los lógicos con ésta: "Es un verdadero odio a la filosofía lo que anima a la lógica, en su rivalidad o en su voluntad de suplantar a la filosofía. Ella mata el concepto dos veces" (Op. cit, p. 133). Además del hecho de que nadie ha tratado de reemplazarsimplemente !a filosofía por la lógica, debo confesar que no me resulta claro qué es lo que permite decretar que el amor por la filosofía, en pensadores como Frege, Russell, el primer Wittgenstein, Carnap o Quine, debía considerarse menos gran­de o auténtico que en los "verdaderos" filósofos como Nietzsche, Husserl, Heidegger, Bergson o Deleuze. Todo el problema reside precisamente en que "el odio a la filosofía", del cual los integrantes del Circulo de Viena presuntamente ofrecen, por lo general, el ejemplo más típico y más in­dignante, no les impidió, a pesar de lo que se piense al respecto, estar convencidos, ellos también, de defender la "verdadera" filosofía y aquella del porvenir. Paul Valéry describe en un momento dado un viaje imagi­nario a un país que llama "el país de la forma", donde las faltas de len­guaje y las faltas lógicas se sancionan penalmente como infracciones a la ley: "[...] En síntesis, todo lo que está destinado a actuar por la violencia, por la seducción, por la ilusión de nuestros sentidos o de nuestra mente, es tratado en ese reino como se trata en los otros aquello que actúa mediante la violencia corporal. Se considera que los ojos, los oídos, la imaginación, la memoria y el mecanismo lógico de los ciudadanos deben ser respetados como sus bienes, e incluso como el bien más preciado" [Oeuvres, II, edición establecida y anotada por Jean Hytier, Bibliothéque de la Pléiade, Paris, Gallimard, 1960, p. 456). De vez en cuando, hay filósofos que estiman que, si lo que se ha obtenido en ese país por medio de la represión pudiera obtenerse, en filosofía, mediante la adopción es­pontánea de principios, métodos y reglas que garantizaran un mayor respeto por la sensibilidad, la imaginación y las facultades lógicas de los demás, esto constituiría ciertamente un progreso para la disciplina. No obstante, de manera general, la idea que hay detrás de la ficción de Valéry (la de un país en el cual dice haber temblado de temor y, a la vez, de admiración) sólo evoca, para los filósofos, la tiranía intelectual en estado puro, el odio al pensamiento, la anti-filosofia. Musil había observado ya (a propósito de la manera de proceder de Spengler) que, en la categoría de los crímenes contra el espíritu, las infracciones contra las matemáti­cas, la lógica y la exactitud tienden a considerarse actualmente como crímenes políticos que honran a su autor, de manera que es el fiscal quien se encuentra generalmente en la posición del acusado. Quienes se quejan de las infracciones cometidas contras las reglas de la lógica y de la argumentación, podrían tener la impresión de exigir simplemente res­peto a un derecho elemental. Pero es de ellos de quien, incluso y espe­cialmente si se expresan como filósofos y a propósito de ia filosofía, se sospecha la mayor parte del tiempo de cometer un abuso de poder dicta­torial.

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jo filosófico y que, cualesquiera que sean las reticencias y reservas que han manifestado siempre frente a la manera en que la filosofía analítica los utiliza, y frente a ia tradi­ción analítica en general, nunca han tenido la tentación de subestimar la importancia decisiva que el aporte de la lógica contemporánea ha representado para la filosofía. Si recuerdo bien, fue a Ju les Vuillemin a quien escuché ha­blar por primera vez de Frege, de Russell y de Wittgenstein, y no creo exagerar si digo que se trató, en muchos aspec­tos, de u n a verdadera revelación. Es preciso representarse lo que era la filosofía francesa a comienzos de los años sesenta para apreciar has ta qué punto la manera que te­nía Vuillemin de demostrar, mediante la teoría y el ejem­plo, que era posible tratar aquellas cosas inexactas de las que se ocupa la filosofía con u n grado de exactitud y de precisión muy superior a aquel con el que nos contenta­mos generalmente, fue algo nuevo y decisivo para algunos de nosotros.

Es u n placer, para alguien que hace su entrada entre ustedes, haber tenido como predecesores inmediatos a sus dos maestros más importantes y a quienes puede, por con­siguiente, expresar su agradecimiento de u n a manera que no es u n a simple formalidad. Al mismo tiempo, reconozco que probablemente no fui u n buen discípulo ni del uno ni del otro. No fui u n buen discípulo de Vuillemin, porque puede sospechar que traicioné completamente la causa de la filosofía teórica y sistemática, de la cual era él, en nues­tra época, uno de los defensores más convencidos y ta­lentosos. Y tampoco fui u n buen discípulo de Granger, por razones que, si dejamos de lado el hecho de que lamen­tablemente jamás adquirí los conocimientos científicos que hacen de él u n a maestro tan impresionante, y que resul­tan indispensables para pretender seguir sus pasos, son finalmente del mismo orden y se refieren al hecho de que tampoco pude compartir por completo su concepción de la filosofía y de las relaciones que guarda con su historia.

Podría decir que a ambos maestros les debo en gran parte el descubrimiento de la importancia, no sólo de la lógica, sino igualmente de la ciencia en general, para la práctica filosófica. (En lo que respecta a lo segundo, debe­ría ciertamente agregar a sus nombres el de Georges Can-

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guilhem, cuya ausencia hoy en este lugar me da ante todo la impresión de un vacío imposible de imaginar y de me­dir). Podemos, sin embargo, constatar a primera vista que la filosofía contemporánea se ha visto en gran parte domi­nada por la confrontación que existe entre dos concepcio­nes en apariencia bien diferentes de la filosofía, u n a de las cuales concede u n a importancia prioritaria a los hechos de la ciencia y, más precisamente, de la ciencia en su for­ma y estado actuales, mientras que la otra tiende a privile­giar, por el contrario, los hechos del lenguaje ordinario y de la experiencia común. Cuando se la practica de la pri­mera manera, la filosofía se presenta, por lo general, más bien como u n a disciplina teórica y sistemática, explicativa y a la vez normativa, pues se reconoce a sí misma el dere­cho de adoptar una actitud fundamentalmente crítica frente a los conceptos, las categorías y los juegos de lenguaje ordinarios, los cuales, en su opinión, no gozan de ninguna inmunidad especial, y es posible incluso que deban ser seriamente reconsiderados y revisados con base en u n mejor conocimiento proveniente de las ciencias y de la pro­pia filosofía. Cuando se la practica de la segunda manera, por el contrario, tiende a aparecer más como u n a discipli­na ateórica y antisistemática, apriori, puramente concep­tual y, en principio, solamente descriptiva. Puede, además, presentarse como u n a empresa de índole esencialmente terapéutica o profiláctica, si se entiende que la necesidad primordial de quien se debate con problemas filosóficos es la de reconciliarse con la experiencia cotidiana, el sentido común, y los conceptos ordinarios. No serviría de nada encubrir el hecho de que se t rata realmente de dos con­cepciones diferentes de la filosofía, que ciertamente pue­den tratar de coexistir, pero que tienen pocas probabilida­des de llegar a u n acuerdo. Por otra parte, es indiscutible que, incluso aunque yo j amás la haya considerado como la única realmente posible, he dado, sin embargo, la impre­sión de haber optado, al menos en la práctica, decidida­mente por la segunda y no por la primera.

Creo que Vuillemin, por su parte, ha estado convencido siempre de que la forma de la filosofía debe ser hoy, tanto como ayer, la de u n sistema, en u n sentido que él, más que nadie, ha contribuido a aclarar y a explicar. Una de sus principales y constantes preocupaciones ha sido la de

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defender la idea de que u n a clasificación general y verda­deramente apr ior i de tipos diferentes de sistemas filosófi­cos, baSaua 6u ios ciitercni.es tipos cíe proposiciones d e ­méntales, debía ser posible y realizable. Nadie que haya leído u n libro tan poderoso y magistral como Nécessité ou contingence puede, creo, dudar de la fuerza y la sorpren­dente fecundidad de esta idea. Comprendemos bien en­tonces, que Vuillemin haya tendido siempre a percibir como u n a decidida regresión la predilección de nues t ra época, al menos has ta u n a fecha relativamente reciente, por la crítica e incluso, preferiblemente, por la crítica radical, más que por la filosofía constructiva, y por las empresas filosó­ficas de ese talante que podríamos llamar aforístico, más que sistemático, pues es así como se la percibe, como la del segundo Wittgenstein.

Esto no impide al autor de What are Philosophical Sys­tems? (un problema que, para él, no se diferencia real­mente de la pregunta misma "¿Qué es la filosofía?") ser el primero en observar que

una vez que ingresan a la filosofía la consciencia fenomenológica, la vida, la existencia y los juegos del lenguaje como primeros prin­cipios, satisfacen necesariamente las obligaciones sistemáticas ordinarias, pues es preciso mostrar que son suficientes para pro­ducir aquello que, en el mundo, se reconoce como realidad au­téntica, y para eliminar las construcciones intelectuales que, tra-dicionalmente, han sido equivocadamente tomadas por filosofía13.

De cualquier manera que se consideren las cosas, los sistemas filosóficos abiertos, fragmentarios, indetermina­dos y flexibles son, sin embargo, sistemas, y están someti­dos, como los otros, a la obligación de proponer u n princi­pio de demarcación entre lo real, que reconocen como tal, y lo aparente o ilusorio que excluyen. Podría incluso suce­der que Husserl haya estado en lo cierto cuando afirma que la crítica filosófica presupone ella misma la posibili­dad ideal de u n a filosofía sistemática. No creo, sin embar­go, que desde el punto de vista de Wittgenstein, por ejem­plo, el contraste más importante sea aquel entre u n a ma­nera sistemática y u n a manera no sistemática de concebir

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 107.

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y de practicar la filosofía. Sería más bien, en mi opinión, aquel que existe entre quienes continúan concibiendo a la filosofía como u n a actividad teórica de cierto tipo y quienes, como él, tienden a considerarla más bien como algo de la naturaleza de u n trabajo o de u n ejercicio que el filósofo debe efectuar sobre si mismo y que cada uno debe efectuar de nuevo para sí, u n trabajo que se refiere, como lo dice, a la manera de ver las cosas y a lo que exigimos de ellas.

Cuando se concibe la filosofía de esta manera, al pare­cer hay sólo u n paso para llegar a la idea, que era efectiva­mente la de Wittgenstein, y a la que muchos consideran como algo que atenta contra la dignidad de la filosofía, según la cual deberíamos poder librarnos de u n problema filosófico, no mediante la adquisición de u n a forma de co­nocimiento o de visión superiores, sino más bien como nos curamos de u n malestar, u n a ansiedad, u n a perturbación o u n desorden psíquico. Wittgenstein evoca en uno de sus manuscri tos la tentación que podríamos tener de compa­rar el tormento del filósofo al del asceta que soporta gi­miendo u n a pesada esfera, y a quien u n hombre que lo ve le da súbitamente la solución a su problema diciéndole: "¡Déjala caer!"14 Esta comparación sólo puede parecer in­juriosa para la filosofía si olvidamos que la posición del filósofo es siempre y al mismo tiempo la del asceta y la del hombre que le recuerda que es la filosofía la que debe en­contrar u n medio filosófico, esto es, que no se reduzca al simple rechazo ignorante o arbitrario de los problemas mismos, que la libre de la carga aplastante que lleva. Y, para corregir la impresión de que la situación del filósofo ha sido descrita en términos que se asemejan demasiado a los de la psicología o, peor aún, a los de la psicopatología, es necesario precisar, además, que si el desacuerdo del que habla Wittgenstein es u n desacuerdo interno, no lo es en ese sentido. Lo es solamente en el sentido de que se trata de u n a discordancia y de u n a incomprensión que se manifiesta, no entre nosotros y u n a realidad externa y aje­na, sino entre nosotros y nuestro lenguaje y nues t ras pro­pias prácticas, entre nosotros y nues t ras maneras de ac­tuar y de describir lo que hacemos. Es allí donde debería-

Cf. Ludwig Wittgenstein, "Philosophie" ("The Big Typescript", § § 85-93), en Revue Internationale de Philosophie, No. 169 (1989), p. 187.

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mos buscar, en mi opinión, la explicación última de la ten­dencia de Wittgenstein a distinguir más radicalmente que la mayoría de los filósofos, u n problema científico de u n a perplejidad filosófica.

Es sin duda porque mi relación personal con la filosofía y lo que espero de ella están vinculados en gran medida a esta idea, y no porque me sienta autorizado a considerar como intrínsecamente absurda o históricamente supera­da la concepción más tradicional de lo que siempre ha sido y debería, si es posible, continuar siendo, que los sistemas filosóficos (en el sentido propio del término), a pesar de lo impresionantes y fascinantes que sean, si se los considera sencillamente como construcciones intelectuales de cierto tipo, no creo que constituyan la clase de instrumento apro­piado para la solución de los problemas que me planteo en filosofía. No se t ra ta únicamente, como lo dijo Wilhelm Busch, de que los filósofos (y, más específicamente, po­dríamos agregar, los autores de sistemas) sean como pro­pietarios de inmuebles que siempre hay que reparar15, lo que hace que podamos preferir renunciar sin más a ser propietarios16. Podemos también tener la sensación de que aquel filósofo que cree encontrar la solución a sus dificul­tades filosóficas en u n sistema o incluso, de manera más general, en u n a construcción filosófica cualquiera, se equi-

Wilhelm Busch, So spricht der Wise, Esslingen, Bechtle Verlag, 1981, p. 9. Ver a propósito de lo anterior el texto de Baudelaire que cita James Conant para aclarar la actitud actual de Putnam respecto de las teorías y los sistemas filosóficos en general (Hilary Putnam, Words and Life, editado por James Conant, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1994, p. xii). Tanto en su manera de leer hoy a Wittgenstein como en el poco entusiasmo que manifiesta por la investigación de nuevos sistemas, me parece que Putnam ha llegado finalmente a una posición que se aproxima bastante a aquella que me inclino a adoptar y que he intentado defender desde el comienzo (es cierto, con menos fuerza per­suasiva que él, dado el contexto hiper-teórico en el que esto ocurría, además de la mala consciencia). La manera en que el propio Wittgenstein describe su cambio de actitud y de estilo filosóficos después del Tractatus es esclarecedora a este respecto: "Todo lo que tiene el carácter de una aserción desaparece cada vez más en este/mi trabajo y, al hacerlo, es cada vez más correcto y, por el otro lado, cada vez más difícil de com­prender para quienes viven en las teorías metafísicas [esperan de las teorías metafísicas]" (Ludwig Wittgenstein, Wiener Ausgabe, Band IV, Bemerkungen zur Philosophie, Bemerkungen zur philosophischen Grammatik, herausgegeben von Michael Nedo, Viena-Nueva York, Springer Verlag, 1995, p. 131).

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voca, como diría Wittgenstein, sobre la naturaleza de su verdadera necesidad. En todo caso, me inclino a considerar la manera lamentable en que pasa la filosofía constante­mente y, en ocasiones, casi inmediatamente, de u n a posi­ción a la posición contraria más extrema, movimiento del cual la filosofía de la época reciente ha dado ejemplos tan espectaculares como tristes, como algo que constituye ante todo u n indicio de que aquello que nos obstinamos en bus­car en la filosofía podría no ser aquello que realmente ne­cesitamos y que resolvería nuestro problema.

Es evidente que, si consideramos, como lo hace Vuille­min, que el nacimiento de la filosofía está unido al de la axiomática (ambos, dice, están ligados el uno al otro como los Dióscuros), y que la axiomática es lo que ha permitido al espíritu humano despertar de su sueño mítico, es difícil no considerar el regreso al lenguaje ordinario que han pre­conizado algunos filósofos contemporáneos como u n a es­pecie de regresión hacia la mitología. Por lo demás, térmi­nos tales como "mitología" y "superstición" hacen parte precisamente de aquellos utilizados por Wittgenstein con bastante frecuencia pa ra calificar, por el contrario, las teo­rías filosóficas que critica. Y no es necesariamente u n con­suelo saber que, para él, u n a superstición, en ese sentido, es algo muy diferente de u n error. La filosofía, comprendi­da a su manera, puede dar la impresión de recaer directa­mente bajo u n sometimiento que es precisamente la ca­racterística del mito, y del cual no ha podido liberarse la ciencia más que haciendo aquello que Vuillemin llama "una revolución completa en el uso de los signos lingüísticos"17, esto es, creando u n nuevo lenguaje. Mientras que la filoso­fía se esforzó inicialmente por reformar y renovar la onto-logía mítica, repudiada por la axiomática, conformándose precisamente a las exigencias del método axiomático, es posible que el regreso al lenguaje ordinario parezca conde­narla a aceptar de nuevo acríticamente u n a ontología de este tipo; se t rata de u n reproche que, bajo diversas for­mas, ha sido formulado en repetidas ocasiones y a menu­do acertadamente, contra la práctica de las filosofías del lenguaje ordinario.

17 Jules Vuillemin, op. cit, p. 100.

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Dado que todos los sistemas axiomáticos comparten el aparato deductivo que constituye la lógica formal, "pode­mos —escribe vuillemin— ciCiinir ei sis Lema _e signos que le es propio a la filosofía como u n a ontologia sometida a la lógica"18. No obstante, la idea de apariencia y el contraste entre apariencia y realidad son habitualmente ajenos a la axiomática corriente, mientras que constituyen, por el con­trario, uno de los problemas fundamentales de la filosofía. Habría, entonces, diferencias esenciales entre la filosofía y la axiomática. La primera es que la filosofía busca reem­plazar la referencia equívoca a la realidad que caracteriza al mito por u n a ontologia determinada, y que "entre prin­cipios evidentes igualmente recomendados por el sentido común, pero incompatibles entre sí, se impone a la filoso­fía optar, lo cual explica sus divisiones"19. La exigencia de determinación y de coherencia tiene como resultado la im­posibilidad de aceptar el liberalismo y el sincretismo del sentido común: la toma de consciencia filosófica nos reve­la que estamos en la obligación de elegir, y todos los siste­mas filosóficos, incluidos aquellos que buscan alejarse lo menos posible del sentido común, adoptan opciones que implican, tarde o temprano, conclusiones que no concuer-dan con el sentido común. Los dos ejemplos que considera Leibniz como más famosos dentro de los "laberintos del pensamiento", a saber, el laberinto del continuo y el de la libertad, constituyen ilustraciones típicas de esta situa­ción. La segunda diferencia es que, si bien la filosofía se asemeja a la axiomática en el sentido en que ambas bus­can la verdad, a diferencia de lo que sucede en el caso de la verdad científica,

[...] su consideración de la ontologia lleva a la filosofía a genera­lizar una oposición que sólo tiene una importancia local y secun­daria en la ciencia. Los sistemas filosóficos rivales luchan por fronteras reconocidas, cuando no fijas, entre apariencia y reali­dad20.

Cuando se aplica a la ontologia, la axiomática produce inevitablemente pluralismo y desacuerdo, y condena a la

Ibid., p. 105. Ibid., p. 114. Ibid.

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filosofía a vivir indefinidamente en el conflicto que ha sido su marca de nacimiento.

Una de las obligaciones que incumben a u n a ontologia sistemática es, en estas condiciones, demostrar que las ontologías rivales se reducen al estatuto de simples apa­riencias. La característica de todos los autores de siste­mas ontológicos es, podríamos decir, presentarse como los únicos realistas verdaderos, como los únicos que dispo­nen de medios adecuados para hacer la discriminación correcta que debe trazarse entre la realidad y la pura apa­riencia. Esto es cierto también, desde luego, para los auto­res que la tradición filosófica clasifica en la categoría de idealistas. El propio Berkeley no se abstiene de afirmar que está más a favor de la realidad que cualquiera, de la única y verdadera realidad, y en contra de las quimeras filosóficas que las maneras de hablar irreflexivas e irres­ponsables nos llevan a inventar. Dentro de la clasificación propuesta por Vuillemin, los sistemas se dividen en dos grandes categorías: la clase de los sistemas dogmáticos y la de los sistemas del examen, cuyas principales variantes son el intuicionismo y el escepticismo. Para las ontologías dogmáticas, la verdad se define por la correspondencia con estados de cosas objetivos; para los sistemas del examen, la verdad está intrínsecamente ligada al proceso subjetivo del conocimiento, a la posibilidad que tenemos de cono­cerla y a los medios de que disponemos para hacerlo. Lo que comparten las diferentes versiones de la opción in-tuicionista, la de Epicuro, Descartes y Kant, por ejemplo, es la forma en que asignan límites al conocimiento, su re­chazo a adoptar u n a noción de objetividad susceptible de aplicarse a algo diferente de lo que está en principio al alcance del sujeto cognoscente.

Se observará que esta oposición entre los sistemas dog­máticos y los sistemas del examen puede relacionarse con aquella que se acostumbra hacer, desde los trabajos de Dummett, entre el realismo y el antirrealismo. La diferencia principal estriba en que, según él, disponemos hoy en día, en principio, de medios para decidir cuál es la opción correc­ta. Una teoría del significado adecuada para cierta catego­ría de proposiciones resolvería el problema, al indicarnos cuál es la noción de verdad apropiada para las proposicio­nes de este tipo. Sabríamos, gracias a ella, si se t rata de

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u n a noción de verdad objetiva, susceptible de trascender eventualmente toda posibilidad de verificación, o si, por el contrario, se trata de u n a noción más epistémica como la demostrabilidad o la verificabilidad. No habría, sin embargo, ninguna razón para esperar que la respuesta obtenida sea uniforme: podríamos vernos llevados a aceptar u n a concep­ción realista de la verdad para u n a clase de proposiciones dadas, y u n a concepción antirrealista para otra. El proble­ma no es, sin embargo, insoluble apriori. Es u n a oportu­nidad para constatar que la historia de la filosofía no es únicamente la de los sistemas y su interminable confron­tación, sino igualmente la de los intentos realizados por poner fin a la pluralidad y a la oposición por parte de aque­llos filósofos que no renuncian a separarlos y creen dispo­ner, finalmente, de medios que permitirían hacerlo de u n a manera susceptible de satisfacer en principio a todos.

Vuillemin observa que "no parece que el espíritu plu­ralista del método axiomático haya penetrado profunda­mente en la filosofía contemporánea"21. Esto es ciertamen­te verdadero y no debe sorprendernos el que los filósofos que no son conscientes de los vínculos que existen entre el método axiomático y la filosofía, o que no se ven impresio­nados por ellos, crean sin dificultad que u n problema filo­sófico, si tiene solución, debe tener u n a y sólo una . Peirce se refiere irónicamente a la actitud de aquellos filósofos que nada temen más que u n descubrimiento susceptible de resolver definitivamente un problema que los atormenta, pues su solución significaría también el final de lo que es más importante para ellos, a saber, la posibilidad de argu­mentar indefinidamente sobre él y en torno a él. A diferencia de los científicos, quienes abordan problemas que esperan resolver o, en todo caso, ver resueltos por las generaciones siguientes, los filósofos dan a menudo la impresión de que les interesa menos descubrir u n a solución, si la hay, que asegurar la perennidad del problema. Podríamos, proba­blemente, utilizando u n principio de clasificación poco habitual, dividirlos en dos grandes categorías, quienes pien­san que los grandes problemas filosóficos son y seguirán siendo insolubles, lo cual resulta comprensible si su solu­ción depende, de manera esencial, de la posibilidad de di-

Ibid., p. 118.

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rimir definitivamente el conflicto entre los sistemas que han sido construidos, y quienes piensan que, después de todo, no hay razones serias para considerarlos insolubles.

No es necesario para ser u n filósofo del segundo tipo, creer que la filosofía puede ser científica, en el sentido en que lo creía, por ejemplo, Russell. Bergson y, en u n género completamente diferente Wittgenstein, son filósofos que pertenecen claramente a la segunda categoría. "Nos deci­mos —escribe el primero en Lapensée et le mouvant— que los problemas filosóficos tal vez hayan sido mal plantea­dos, pero que, precisamente por esta razón, no seria nece­sario considerarlos 'eternos', es decir, insolubles"22. Es cier­to que Bergson pensaba asimismo que u n filósofo sólo re­suelve, en cierto sentido, s u s problemas, aquellos que él mismo ha creado; que la filosofía no inventa solamente soluciones, sino también problemas, y el verdadero méri­to, para u n filósofo, sería crearla, formulación de u n pro­blema y, al mismo tiempo, la solución. Si llevamos esta idea a sus últimas consecuencias, llegamos pronto a la conclusión, que parece ser la de Deleuze, de que las dife­rencias importantes entre los filósofos no residen en las soluciones que proponen a problemas comunes, sino más bien en los problemas propios de cada uno, y que, de algu­na manera, se formulan y solucionan simultáneamente, al menos en los más grandes filósofos, mediante la crea­ción de conceptos que son inseparables de ellos. En estas condiciones, discutir la solución de otro filósofo no resulta nunca interesante. Lo único interesante es t ratar de for­mular otro problema y crear, para resolverlo, otros con­ceptos. Por lo demás, es generalmente lo que intentan ha­cer, sin advertirlo, cuando pretenden discutir u n a solu­ción que no han inventado ellos mismos.

Bergson estaba convencido de que la metafísica había cometido el error de buscar la realidad de las cosas más allá del tiempo, del cambio y del movimiento, y sólo había producido por esta razón lo que llama "una organización más o menos artificial de los conceptos, u n a construcción hipotética"23. Una vez identificados los problemas reales,

Henri Bergson, Lapensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, Paris, PUF, 1959, p. 1259. Ibid.

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pueden resolverse de u n a manera que no es de forma al­guna hipotética y que no implica tampoco, por consiguiente, la pluralidad de opciones que es la característica constitu­tiva del ámbito de la hipótesis. La solución, que está a nuestro alcance, consiste en separar la envoltura concep­tual y despertar la crisálida: todo nos lleva a creer que los "grandes problemas" desaparecerán sencillamente con la primera. "La metafísica, se nos dice, se convertirá enton­ces en la experiencia misma"24. Se t rata de u n a solución que siempre me ha parecido extraña, pues es difícil com­prender cómo podría la experiencia reemplazar a la meta­física y que ésta continuara siendo lo que presuntamente es. Bergson, sin embargo, creía al parecer en la posibili­dad de algo semejante a u n a metafísica vivida, en lugar de escrita, u n a metafísica sin símbolos, sin enunciados, e in­cluso sin medio de expresión ni necesidad de expresarse diferente de la experiencia misma.

Sólo he mencionado su "solución" para recordar que, si bien la constatación del hecho de que los problemas filo­sóficos han sido mal formulados desde u n principio es, ante todo, la expresión de u n constante fracaso y de un desencanto, puede dar lugar también a grandes esperan­zas. La historia de la filosofía está jalonada por los inten­tos de los grandes filósofos que han creído que bastaría formular correctamente los problemas de la filosofía (gra­cias a ellos), para que resultasen solucionables, bien de manera inmediata o mediante u n a forma de investigación metódica cuyos principios serían establecidos con clari­dad en lo sucesivo. Es cierto que ni la crítica kant iana de la metafísica ni los repetidos intentos realizados después de Kant por poner a la filosofía finalmente "en el camino seguro de la ciencia", parecen habernos aproximado a la solución del conflicto que existe entre las filosofías. Como lo afirma Vuillemin, la paz es la expresión de la resignación más que el efecto de la victoria. Sin embargo, no veo ningu­na razón para que la pretensión de haber conseguido reco­nocer la verdadera naturaleza de los problemas filosóficos y, a la vez, restituir a los filósofos la esperanza de llegar a resolverlos, no continúe siendo reformulada periódicamente en el futuro. Según Dummett, u n a vez que comprendemos

24 Ibid.

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que las controversias metafísicas relativas a problemas tales como la realidad del pasado, la de los estados mentales de los otros seres humanos , la de las cosas físicas o la de los objetos y estados de cosas matemáticas, son en realidad controversias sobre la teoría de la significación que debe­mos adoptar para las proposiciones de la categoría en cues­tión, no hay dificultad alguna en admitir que, en principio, pueden ser resueltas e incluso resueltas definitivamente. Para él, la oposición que se da entre u n realista y u n constructivista en matemáticas, por ejemplo, se toma en primer grado como u n a oposición entre dos imágenes. La primera es la de u n a realidad matemática que preexiste a nues t ras actividades de demostración y de refutación, y en la cual los estados de cosas se realizan o no se realizan de u n a manera completamente independiente de la posi­bilidad que tenemos de saber si lo hacen o no. La segunda es la de u n a realidad que es esencialmente el producto de las actividades de construcción del matemático y que no trasciende en manera alguna su capacidad de decidir so­bre la verdad de las proposiciones matemáticas. Esto nos da u n a idea exacta de la verdadera naturaleza de su desa­cuerdo. Es la adopción de u n a teoría de la significación de cierto tipo para las proposiciones matemáticas la que lleva consigo la imagen correspondiente, y no a la inversa, de manera que, si la cuestión pudiera dirimirse al nivel de la teoría de la significación, el conflicto que existe entre las imágenes, que constituyen las expresiones metafísicas de opciones que en realidad son de otra naturaleza, se resol­vería por sí mismo y no subsistiría nada que pudiéramos pensar en decidir desde el punto de vista filosófico. Es u n punto en el que no estoy dispuesto personalmente a se­guir a Dummett, pues no comparto ni la concepción de las relaciones que existen, en estos casos, entre las imágenes filosóficas y sus correlatos o substratos semánticos, ni su reconfortante optimismo. No obstante, encuentro que su programa es ciertamente mucho más razonable y definitiva­mente menos desagradable que las declaraciones de quie­nes nos invitan a contar, para la solución de estos proble­mas, con el progreso mismo de las ciencias o bien, si fuese preciso tomar literalmente otra cosa que escuchamos re­petir a menudo, contar con lo que podemos esperar de la poesía, de la literatura o del arte en general.

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Dummett piensa que, en lo sucesivo, sabremos al me­nos dónde buscar para resolver problemas como éstos, incluso si su solución puede tomar algún tiempo. Witt­genstein podría parecer a ú n más optimista, pues siempre estuvo persuadido, aun cuando por razones muy diferen­tes de las de Dummett, que u n a de las características que distinguen fundamentalmente las cuestiones filosóficas de los problemas científicos es que disponemos en principio de todo lo que necesitamos para resolverlas, y resolverlas completamente, en el momento en que se formulan. Se trata de u n a sugerencia que resulta evidentemente inad­misible para quienes piensan que la filosofía tiene u n vín­culo privilegiado con las ciencias, y que la solución de sus problemas puede depender en buena parte de los progre­sos (ya realizados, actualmente en curso o esperados para u n futuro) de nuestro conocimiento científico. Esta con­cepción no es, sin embargo, aun cuando presente ciertas afinidades con ella, la que filósofos como Vuillemin sacan de sus investigaciones sobre la teoría y la clasificación de los sistemas. Para ellos, en razón de los vínculos particu­lares que tiene la filosofía con el método axiomático, y de la rup tura que hace, como él, con el lenguaje ordinario y la experiencia común, la filosofía estaría, de hecho, del lado de las ciencias; y habría, en efecto, u n a relación entre los conceptos y las leyes científicas, por u n a parte, y las con­cepciones filosóficas que les corresponden, por la otra. Pero tal relación no es u n a determinación unívoca. Los siste­mas filosóficos y, afortiori, las clases de sistemas, nunca se confrontan con teorías, desarrollos y resultados cientí­ficos que podrían desempeñar en relación con ellos un papel comparable, en mayor o menor medida, al de experimen­tos cruciales. Mientras que Wittgenstein parece sostener que la solución de u n problema filosófico no depende nun­ca de u n descubrimiento científico aún por hacer, lo que habría que decir es más bien que puede depender en efec­to de él, pero de tal manera que u n descubrimiento cientí­fico nunca está en condiciones de imponer, por sí mismo, u n a decisión filosófica.

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