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Mario Delgado Aparaín de Johnny Sosa La balada EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL 14

La Balada de Johnny Sosa - Mario Delgado Aparaín

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MarioDelgado A pa ra ín

de Johnny SosaLa balada

EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL

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LA BALADA DE JO H N N Y SOSA13

MARIO DELGADO APARAIN

LA BALADA DE JOHNNY SOSA

PROLOGO DE WASHINGTON BENAVIDEZ

Ediciones de la Banda Oriental

©Ediciones de la Banda Oriental Gaboto 1582 - Tel. 48. 32. 06 11. 200 - Montevideo - Uruguay Queda hecho el depósito que marca la ley Impreso en Uruguay - 1991

PROLOGO

Sobre un cuento antiguo y un relato nuevo

Entre los cuatro o cinco nombres de excelentes narradores surgidos en los difíciles años 70 de nuestro país, figurará, sin du­da, el de Mario Delgado Aparaín.

Este floridense, nacido en 1949, que se gana la vida en el ar­duo menester del periodismo, ha caminado mucho nuestra tierra, el fecundo Interior, Montevideo, Buenos Aires (¡Cosmópolis! ) y hasta se atrevió a seguir los pasos de Horacio Quiroga, como pionero, si no en Misiones, en el Chaco Paraguayo.

Leimos sus primeros cuentos en diarios o revistas. Luego, integra la antología “ Los más jóvenes cuentan” (Ed. “ Arca” , 1976). Después, en rápida sucesión: “Causa de buena muerte”, cuentos, (Arca, 1982) y los relatos “Estado de gracia” (Ed. de La Banda Oriental, 1983); ‘*El día del cometa ” , (Ed. de La Banda Oriental, 1985), y ahora “La balada de Johnny Sosa" (Ed. de La Banda Oriental, 1987).

No es poca cosa, y más en nuestro país, publicar, en cinco años (1982-1987) cuatro libros de narraciones. Y más se amerita esta tarea cuando descubrimos, en cada uno de sus libros, valores ciertos, hallazgos de estilo y de imaginación. Sus prologuistas han destacado la peculiaridad de su estilo, “sin antecedentes en la his­toria de la narrativa uruguaya'* (Wilfredo Penco, 1982); Alcides Abella advertía la creación de un " incipiente mundo de San José de las Cañas” donde se entremezclaban “seres marginales, pobrísimos negros flotando en una metarrealidad donde la vida y la muerte mágicamente se confunden' (1983, ed. cit. ). Elvio Gandolfo en su prólogo del relato de 1985, replanteaba la creación de ese “ territorio mítico" y recordaba los paradigmas de García Márquez y Juan Carlos Onetti. También se detenía a comunicar­nos que “el afecto parejo, la soledad, la invención de historias co­mo una razón para seguir viviendo [...] esos son los cimientos con

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que están escritas las dos narraciones mayores (que en Occidente llamamos novelas): “Estado de gracia” y “El día del cometa“ (1985, ob. cit. ). Me gustaría recordar otro aspecto subrayado por Abella: “la concepción plástica o visual (¿influencia del cine? ) que predomina en muchos instantes". (1983, ob. cit.).

Hemos recogido esta serie de observaciones ajenas princi­palmente porque las compartimos, en cuanto a la creación de Del­gado Aparaín; también compartimos la indudable presencia de Guimaraes Rosa, por encima de otras influencias menores o par­ciales, en la obra del narrador floridense.

Y destacamos la influencia del narrador de Minas Geraes, porque nos ha parecido altamente estimulante, y, en Delgado Aparaín, se ha transformado en una gran libertad de vocabulario y de concepción mágico-realista del relato.

Ahora bien, en una revista polémica: “ Imágenes” , en su nú­mero correspondiente a Abril-Mayo de 1979, se publican obras de quince narradores. Y, entre ellos, está Mario Delgado Aparaín, con un cuento llamado “ Balada para Johnny Sosa” .

Materia de frecuentador de libros, se nos hizo, de inmediato, cotejar el cuento de 1979 con el relato fechado por su autor en 1986-1987. Quisimos desmenuzar en este “ Urfaust” o, mejor di­cho, en este “ UrJohnny” o Johnny primitivo, qué línea de su ar­gumento, qué aspecto del héroe permanecía en el relato que ahora se publica.

En el cuento de 1979, se centra el relato en el rancho de Johnny que destruye el fuego. Johnny es un cantor negro, afee-, to al “ blus” . Una de sus canciones favoritas es “ Melancolía sobre tus rodillas” ; toca la guitarra y un “ bongocito verde” .

Por dos veces, ante el rancho arrasado por las llamas, se ex­presa: “Suerte que Johnny Sosa no estaba dentro". En la descrip­ción inicial del barrio marginal, donde vive Johnny, Delgado Apa­raín nos describe un "barrio de casas enladrilladas en una agua- chenta pomada de barro fr ío “. Cuando se recuerda cómo actua­ba Johnny sobre “la tarima del rincón“ se nos dice que “daba el alarido inicial, casi de puño cerrado golpeaba violentamente el encordado y le daba al blus y a la locura del silbido significan­te ... “. Estos fragmentos son los únicos contactos de personaje, estilo, imágenes y escenarios, que rastreamos entre el cuento

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(no logrado) de 1979 y el relato excitante, pleno de sutileza e iro­nía, en su revisión (proyectada casi en filme grotesco) de los peno­sos comienzos del “ Proceso” .

En el relato actual, Johnny Sosa (que nos recuerda en varios tics al formidable Ruben Rada) es un personaje completamente dibujado: lo vemos, lo sentimos vivir, parece que lo conociéramos (de verdad). Y los aspectos fílmicos del estilo de Delgado, surgen desde ese admirable comienzo, donde conocemos algunas curio­sas costumbres de Johnny (curiosas costumbres que todos tene­mos) que contempla el nacimiento del día a través de un agujero en la pared de adobe, esperando la hora tempranera de la audi­ción de ese impagable conductor de programa radial, Melías Chu- ri, quien hechiza a Johnny con la vida de un mítico cantor estado­unidense, Lou Brakley. Este cantor (que tiene puntos de contacto con el “ mítico” Elvis Presley) inspira en Johnny su línea de canto, su manera de actuar, su destino al fin. Johnny canta en un quilom­bo, de riguroso “rompeviento de lana negra y la cadena de plata falsa con la medalla del santo de los marineros alrededor del cue­llo". Y canta en una jerigonza de inglés (que desconoce) con la te­rrible seriedad de un cantor al que le falta la materia prima de la sonrisa: la dentadura. A través de los pasos de este cantor negro y su compañera rubia, siguiendo su pobre vida de marginal, Delga­do Aparaín nos dibuja una admirable parábola de la opresión y la libertad; de los sórdidos engranajes de una dictadura y de aquellos hombres, humildes, enteros, que se resisten a ser una polea de los mismos.

La fauna registrada por el narrador incluye a los sumisos: el cura Freire (asiduo pornógrafo); el Doctor Fronte; el maestro de música, Abraham Di Giorgio, y el “ amo” , el coronel Werner Valerio y su séquito de espías. También están los de la “ resisten­cia” : el periodista radial Melías Churi, el vendedor callejero Na­cho Silvera, la vieja maestra Erminia y sus dos colegas a quienes Johnny observa cuando son detenidas y conducidas encapucha­das; acaso, la experiencia que despierta al incauto Johnny. Y él mismo, y su gran gesto final, que por supuesto, no revelaré a los lectores. En suma: un relato personalísimo que acaso adquiere su mayor relevancia simbólica en ese “ ternero de dos cabezas” , o sea la naturaleza “ desnaturalizada” o anormal por obra de quién

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sabe que error genético, pero que en el relato tiene un nombre: dictadura. Aquí no se detectan andamios ajenos. Delgado Apa- raín, sin necesidad del desgarrado testimonio y la violenta presen­cia de la violencia, nos cuenta la historia (¿una película en el cine “ Daguerre” ?) de un hombre que aprende a respetarse. Claro, en una localidad que se llama “ Mosquitos” .

Washington Benavides

“ Ai nid tubí fri uit iú ander de trí.Bat aiam an only man an only blak man, an... ou, beiby”

(De Melancolía sobre tus rodillas).

Sería por los últimos días con entrañas, cuando el negro Johnny Sosa todavía se extasiaba mirando a través del agujero en la pared de adobe, mientras esperaba con la ansiedad de los niños a que se hiciese la hora del espacio fértil de la madrugada.

En esos ratos, contorneadas por el entresueño y la pequeña grieta, adivinaba más que veía las azuladas siluetas de las últimas casas de Mosquitos. Agitadas por el severo bamboleo de los euca- liptus, enfilados por el camino hacia el norte de ninguna parte, las viviendas podían envolverse en lo invisible o bien quedarse tan sin forma, que Johnny debía forzar el ojo por el agujero y preguntarse con la voz de pedregullo de los recién levantados, si aquello que estaba viendo y que tanto se estiraba y volvía a recogerse eran casas, sombras o camiones.

En ocasiones la oscuridad era tan densa que, por más que se esforzara, por el agujero no veía más que ladridos dibujando perras conocidas y eso, para él, era más que bueno. Cuando el tiempo era tan malo y las cosas eran así, se apostaba en la silla enana, el mate caliente y recién verde entre las manos, la caldera cercana a los tobillos y se pasaba el rato cerrando un ojo, apenas dejándose ir y tratando con el otro los misterios del hueco, aquello de si las sombras eran casas o camiones, hasta que al fin se hacía la hora de encender la “ spika” de dos pilas y se deshacía de la ensoñación.

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A partir de entonces, entero, sin nada ni nadie que lo pudiese perturbar, mientras la rubia Dina dormía al otro lado de la cortina de arpillera sabiéndole sus sueños en voz alta, Johnny se entrega­ba religiosamente de siete a ocho a escuchar la biografía de Lou Brakley y a echar cálculos del tiempo que le faltaba para aproxi­marse a una historia semejante.

En los últimos episodios Johnny había estado pensando, con el entusiasmo que provocan los acontecimientos, que ambas in­fancias de algún modo se aproximaban. A los efectos, poco impor­taba que él no hubiera ganado a los ocho años una guitarra en un concurso de canciones dedicadas al verano, como le había ocurrido al monstruo de Austin ante la cruel indiferencia de su padre, se­gún el locutor, un hombre de ojos bizcos entregado al alcohol y al Evangelio, que gastaba el jornal a mansalva y recibía soberanas palizas en las cantinas, mientras su mujer, es decir la madre de Lou, planchaba con ferocidad hasta altas horas de la noche y espe­raba en vano.

Johnny pensaba que esos destinos sólo se daban en un país como el de Lou Brakley. Sospechaba que acá, por más que se lo hubiera propuesto cuando tenía diez o doce años, jamás hubiera tenido la oportunidad de competir con sus canciones en uno de aquellos festivales de fonoplatea o en alguna de las playas de la Costa de Oro, como “ Los Titanes” o “ Shangrilá” , balnearios que se le antojaban lejanos y habitados por los hijos del capitán Grant, y que tanto había oído nombrar cuando comenzaron a hacerse famosos los festivales de costa a costa y, con ellos, también los ele­gidos.

Tampoco era muy probable que un contratista de músicos se dejara caer por Mosquitos, preguntando en el bar “ Euskalduna” , con la boca llena de una milanesa al paso, por la existencia de un tal Johnny Sosa, cuyas mentas de gran garganta y ángel sólido, ha­bían llegado hasta las orejas del contratista en alguna rueda de es­pecialistas indolentes. De ese modo le sería muy posible emparejar la leyenda que según el locutor Melías Churi corría por la ciudad de Austin, acerca de que Lou Brakley fue descubierto por un hom­

bre que estuvo durante dos años buscando a alguien con los sueños de un negro, los sentimientos de un negro, la voz de un negro, pero que necesariamente tendría que ser blanco.

“ Macanas, eso no va a pasar en Mosquitos” , rezongaba en la soledad de la cocina, riendo bajito de su propia resignación. Sen­cillamente porque era negro. Y de ahí en adelante, nada que ver con Lou Brakley. Y menos posible aún, más lejano todavía estaba lo del disco propio. Por lo menos por un par de siglos, sospechaba que a nadie se le iba a ocurrir instalar en el pueblo uno de esos es­tudios de “grábate a ti mismo” , sitio caprichoso donde al parecer el contratista había sorprendido al muchacho de Austin, ensayan­do una versión envenenada de un conocido blus de Arthur “ Big Boy” Crudup, llamado That' s A ll Right (Mama).

Según había comentado el locutor del espacio fértil de la ma­drugada, aquello era exactamente lo que el veterano rastreador de estrellas había estado buscando. Y como si tal cosa, mientras Johnny lo escuchaba con la mente inundada por una vida paralela, el locutor dio un gran salto en el vacío de las edades, sacó al muchacho de su quejumbroso anonimato y lo afincó con una des­treza impalpable en la época en que Lou Brakley pasó a ser ante los ojos del mundo, nada menos que Lou Brakley.

“ Sin embargo, 1956 habría de ser un año muy duro para el cantante” , había sentenciado Melías Churi en la audición anterior. “ Pero esa etapa en la vida del autor e intérprete de Motel de una estrella, la veremos mañana si Dios quiere por Radioemisora Mos­quitos, cuando sean las siete, mis queridos oyentes” .

A las siete menos cinco, el camino seguía opaco en su pomada de barro frío y los árboles comenzaban a entregarse al perfileo lo­co del fin de la madrugada, a causa de ese viento cargado de impertinencias que suele cambiarle el trote a los perros y hacerlos gemir en cualquier dirección.

Johnny se inquietaba cuando entreveía esas escenas que ape­nas dejaban paso a una forma verdadera, que no le permitían cono­cer el instante exacto por más que esforzara el ojo, en que dejaban de ser sombras o camiones para ser lo que eran. Una fila móvil,

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sombría y al mismo tiempo imperturbable que terminaba siempre por reducirlo a una modorra distinta, de la que sólo el mate ca­liente lo sacaba y que desaparecía por completo cuando encen­día la radiolita y clausuraba el agujero en la pared.

Al fin echó el último vistazo al viejo “ Cronos” de dos timbres, parado como un gordo capataz de aserradero sobre la lata de la yerba. Colocó cuidadosamente el mate sobre la boca abierta de la caldera y luego, en un goce preludiado por breves siseos entre la­bios, encendió la pequeña “ spika" roja.

Su rostro perdió esa expresión blanda de los que esperan una buena entrada en la mañana. La música abrió fuego sobre el silen­cio de la cocina, rispearon las cucarachas bajo los forros de los es­tantes y Johnny parpadeó. Pensó que había equivocado el sitio del locutor o que la rubia Dina podía haber alterado la hora en el relo- jazo o tal vez que Melías Churi se había dormido y su espacio fér­til de la madrugada estaba siendo sustituido en la emergencia por una música sin dueño.

También podía ser que no, que la cortina musical tuviese que ver con una etapa imprevista de la vida del gigante de Austin, como había ocurrido en la Navidad triste en que Lou Brakley fue molido a piñazos por su padre y el locutor inició el programa una mañana de marzo con los cascabeles de trineo de “ Noche de paz” , en una lindísima versión de cuerdas ejecutada por los indios de Hawai.

Mientras la banda crecía y los trombones se enredaban en in­sinuaciones heroicas, Johnny respiró hondo y volvió a largar el ojo por el agujero. Esperó con buena paciencia, sospechando con seguridad creciente que aquello bien podía estar relacionado con el increíble gesto de Lou Brakley, cuando a fines del cincuenta y siete el cantante de Austin se unió a los muchachos de Eisenhower y todos los diarios del mundo mostraron la tropelía de su jopo es­plendoroso, arrasado por un barbero de los boinas verdes que lo aprestaba para cualquier guerra que pudiera sobrevenir en el pla­neta, mientras afuera de la peluquería, un grupo de jovencitas lio-

raba como si a Lou Brakley lo estuviesen decapitando en San Quin­tín.

Pero a decir verdad, esa historia había sido anunciada por Melías Churi para dentro de dos o tres audiciones y no había el menor indicio de lo que ocurriría ese día en la vida del gran mu­chacho, porque la marcha militar amenazaba convertirse en una cortina de nunca acabar.

Al fin Johnny terminó por aceptar que aquello no tenía rela­ción alguna con la vida de Lou Brakley. Que para ser justo, le ha­cía pensar más bien en la tarde que estrenaron El puente sobre el río Kwai en el cine Daguerre, cuando Capozoli apostó una cadena de altoparlantes a lo largo de la cuadra, con la intención de que la gente del pueblo escuchara la marcha militar de la película y entra­ra a la función de las cinco a paso redoblado.

Pero el dueño del cine se había encandilado a tal punto con la memorable terquedad del prisionero inglés, que tomó asiento en un taburete contra el primer parlante y se entregó a tomar cerve­za recalentada en la vereda y a escuchar la marcha infinita con los brazos cruzados sobre el pecho, tal como si esperase, con la misma dignidad de Alec Guinnes, a que los japoneses hicieran su entrada salvaje por la calle Ellauri con las bayonetas entre los dientes. Esa noche, cuando ya había terminado la última función y Capozoli se­guía allí rodeado de envases de cerveza, tuvo que ir la policía a decirle que apagara aquel coro de silbidos infernales, porque des­de el río Kwai hasta Mosquitos, no había un solo cristiano que pu­diese conciliar el sueño.

Para entonces, mientras todo eso le pasaba por la cabeza, la rubia Dina había aparecido con la mirada oblicua y sus calzones floreados en la cocina y fue ella quien apagó los hirientes estreme­cimientos de la radiolita de dos pilas. Con un fastidio friolento, preguntó si se habrían salteado la batalla de Las Piedras o si en aquella helada mañana de junio, Capozoli se había apoderado de la emisora de Mosquitos.

Pero Johnny ni reparó en su piel semidesnuda, agallinada por el frío vientillo que se colaba por las rendijas, ni le dijo buen día mi

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rubia como siempre le decía, ni tampoco pareció escuchar nada de lo que ella le había comentado. Permanecía ausente, sumido con un solo ojo por el agujero en el adobe, pero sin ver ninguna de las confusas figuras que antes veía.

“ No son casas“ , confirmó sin sorpresa.Y como el negro Johnny sencillamente miraba y lo que esta­

ba viendo estaba siendo, retiró el ojo del hueco y abrió el otro para dibujarle mejor la desnudez. Se enderezó en la silla enana y la ob­servó con la extraña reprobación de los que suponen que todas las intimidades de la vida habrán de quedar por un golpe de gracia al descubierto sin que pueda hacerse nada a cambio.

“ Andá a vestirte” , dijo entonces. “ Esta vez son camiones” .

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Los camiones del ejército no entraron en el pueblo, permane­cieron en el mismo lugar donde los había dibujado la cerrazón de aquella mañana de junio, alineados bajo la hilera de eucaliptus. Se quedaron así, fríos como un monumento, sembrando un gran mis­terio en las inmediaciones, sin que nadie bajara de ellos a modifi­car la escena.

Recién al amanecer del segundo día apareció, casi ocultando los vehículos, un puñado de carpas grises y gigantescas, asombro­samente tristes, como las de esos circos brasileros que están a punto de actuar por última vez.

Sobresaltados por el clarín de la madrugada, muchos habi­tantes de las afueras terminaron por salir a los patios y durante los primeros días, tuvieron que rascarse las costillas bastante antes de la hora del hábito. Con los mates en la mano, agolpados sobre los alambrados, señalaban con el dedo las escabrosas maniobras de los soldados empeñados en remontar el cerro helado de barriga sobre las espinas o comentaban con inquietud los furiosos tiroteos entre ellos, asombrados de que existiesen batallas fraguadas que empezaban a las nueve de la mañana y finalizaban justo a la hora de comer. En realidad la gente sólo intercambiaba suposiciones, cálculos inexactos tratando de interpretar a aquellos hombres que operaban como si estuviesen solos en medio de un desierto, sin importarles las interrogantes que dejaban detrás. Nadie podía acercarse a más de un par de cuadras del campamento para salir de dudas, debido al severo cordón de guardias armados a guerra que circundaba el predio, individuos plomizos, clavados a la tierra bajo sus ponchos verdes, que cuando hablaban entre sí lo hacían a

grito pelado y sin ningún indicio de simpatía por nada que fuera de este mundo.

“ Cada cual elige la vida que le parece” , dijo una mañana la rubia Dina, echando mano a su sentido práctico y abandonando el alambrado desde donde todos veían, para volver a la cocina.

Sin embargo, por más que no era posible atravesar la zona para obtener una explicación y, a decir verdad, todos sentían que tampoco había obligación de darla, no había una contrapartida jus­ta. En más de una oportunidad, Johnny Sosa debió abandonar su sitio entre las piernas de la rubia Dina y apagar la vela de un trom­pazo, en razón de que los soldados sí se permitían aventuras noc­turnas entre los ranchos, incursiones con la misión aparente de asomar sus cabezas melladas a las ventanas y atemorizar a los des­prevenidos moradores, después de avanzar pegados a las paredes.

Luego se iban. Desaparecían en la oscuridad sin haber gol­peado ninguna puerta, ni haber dado razones a nadie por el atro- pello de atravesar las quintas y aplastar los almácigos con sus bo­tas adoquinadas.

“ Al próximo que aparezca por la ventana o meta sus pezuñas en los canteros, le encajo un hachazo en la frente” , amenazó en­furecido Johnny en una de las primeras noches, luego de sorpren­der un par de cejas increíblemente peludas al otro lado del vidrio empañado por el frío.

“ Son enfermos” , dijo ella y se volvió a dormir.Como de todas formas Johnny no estaba hecho para esos mis­

terios ni era un apasionado de las cosas divinas, el sábado más pró­ximo, una fecha en que a toda hora se vio manar vapores tibios en el barro del camino, le preguntó a la rubia Dina qué gravedad ten­dría lo que estaba ocurriendo, para que de un día para otro la gente desordenase sus conversaciones cotidianas, el almacenero Rulo quedase mudo ante los ecos de sus propios pasos y, entre otras co­sas, quedara truncada la vida de Lou Brakley en la emisora de Mosquitos.

“ Lo mejor que pueden hacer es quedarse donde están” , con­testó ella, volviendo a mirar por la ventana oscura. “ Como decía

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mi madre, Jesús y que comamos y que no vengan más de los que estamos” .

El negro Johnny no supo qué decir a todo eso. Pero prometió, mientras acondicionaba sus motas alámbricas con el peine de hueso, que esa noche traería noticias frescas del “ Chantecler” , que seguramente la Terelú le diría algo de esa mala historia en la madrugada del fin de semana.

No obstante, anduvo dudando entre ir o quedarse, entre po­nerse la vestimenta o esperar un rato más a que surgiese algún in­dicio de que podía marcharse con tranquilidad. Por un momento quedó mirando sombríamente la débil cerradura de la entrada y comentó que temía dejarla sola a merced de los merodeadores.

“ No tengas miedo. No tienen forma de saber que son tan ma­las nuestras puertas” , dijo ella con una voz que trató de que fuera alegre, animándolo a lucir una vez más el rompeviento de lana ne­gra y la cadena de plata falsa con medalla del santo de los marine­ros alrededor del cuello.

Johnny supo valorar el gesto como correspondía, ya que las desavenencias más feroces ocurrían los sábados de madrugada, más bien cuando volvía de la noche y se encontraba con que a la rubia la había envenenado el diablo imaginando en las horas de so­ledad, los toqueteos y embelesos de las putas al sentir que Johnny cantaba para ellas.

“ Es un trabajo como cualquier otro” , se defendía el negro to­dos los sábados antes de partir, confiando que en ese terreno las cosas le saldrían siempre mejor que al desgraciado de Lou Brakley, un artista acobardado de que sus mujeres se le aparecieran por sorpresa en los escenarios, con la intención de armar un escándalo de padre y señor nuestro en torno a la propiedad del corazón.

“ Sos un caso, negro mío” , dijo ella a la hora de la despedida, un débil reproche que se contradecía con su mano aprisionándole la nuca. A esa altura aceptaba el tema sin rencor y era evidente que le impresionaba su presencia toda negra, la cabeza acaballada y enhiesta, como si estuviese continuamente recostado a una al­

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mohada de piedra mientras sostenía la guitarra de funda bordada en una mano y el bongocito verde en la otra.

Entonces él preguntaba por qué consideraba que “ era un caso” y ella recriminaba suave para alguien que parecía no ser Johnny. “ No habrá un cobre para comprar una buena pala de dien­tes para la quinta” , decía, “pero que no falte el cinturón con ta­chas de lata blanca. Ni habrá un frasquito de Embrujo con palitos para la rubia de este rancho, pero a que sí un par de botas repuja­das y punta fina. Y ni siquiera nada de remedios para las encías del cantante y eso que siempre anda pensando en la presencia y nada más que en la presencia. Por eso digo, es un caso este hombre... ”

Invariablemente, las últimas frases las decía temblando con­tra el marco de la puerta abierta, mientras Johnny se esfumaba por el pedregal, sin darse vuelta ni saludar, porque la hora de la actua­ción se hacía.

El negrazo no supo sino hasta bien entrada la noche, poco antes de su versión descabellada de “ Tuti-fruti” , que aquel hom­bre de ojos embotellados, peinado hacia atrás y destellando en aceite de “ Glostora” , no era otro que el locutor de “ El espacio fér­til de la madrugada” .

De no haber sido por esa inquietante impresión que causan los que están superando la frontera de los grandes miedos, sea a mar­char al calabozo por una decena de años o a la muerte, Melías Chu- ri hubiera pasado por cualquier sujeto oscuro del pueblo. Tal vez un melancólico aficionado a las historias de quilombo, recogido en la mesa de un rincón y carente de significación más allá de la medianoche.

Desde la puerta, daba la impresión de estar dormido. Desde el escenario parecía existir demasiado. Pero si alguien se tomase el trabajo de sentarse frente a él en la mesa, vería sin duda a un hom­bre a la deriva, amparado en la jarana desplegada en los sitios ve­cinos por las mujeres de la vida y los funcionarios del correo, pero

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sin dificultad para trabarse consigo mismo a sismar sobre las pró­ximas catástrofes.

Que pronto estaría al alcance de las desgracias, el locutor no tenía la menor duda. Es más, sabía perfectamente que estaba to­mando el café con leche del ahorcado, desde el momento en que enfundó su cabeza en una media de mujer y se apersonó por sor­presa en el corazón de la emisora de Mosquitos, junto a dos com­pañeros armados a quienes sólo conocía por sus alias de guerra. A punta de revólver obligaron al locutor Fuentes a leer una breve proclama contra el flamante gobierno militar, cosa que el despre­venido cumplió al pie de la letra, sin sospechar que todas las madrugadas de los últimos tiempos había estado compartiendo los bizcochos del mate con aquel silencioso enmascarado que puso ante sus ojos el explosivo mensaje.

Pero la seguridad de que nadie iba a adivinar el origen de la cuidada caligrafía con que fuera redactada la proclama, se fue de­bilitando desde el instante en que empezó a seguirlo, a sol y a som­bra, aquel alcahuete de un metro y medio de altura y bigotillos eri­zados. Unico investigador de la policía de Mosquitos que aún creía en la eficacia de las ropas civiles, aquel sujeto había decidido, sin embargo, quebrantar las normas de la prudencia y el secreto del oficio. Parado como una estaca frente al mostrador del “ Chante- cler” , no hizo ningún esfuerzo aquella noche por sustraerse al pla­cer de observar con descaro al locutor y trasmitirle, de algún modo, que tenía la santa intención de joderle la vida hasta las úl­timas consecuencias.

No obstante, por más que intentó no perder de vista aquella mirada vacua que le pateaba el nervio, Melías Churi terminó por relajar la musculatura y cuando se hicieron las doce en punto, sin esperar nada a cambio, de dejó anegar por los subterfugios del negrazo que trepado allí, sobre la colorida tarima del salón, se pre­sentaba como un verdadero camino para el alma. Desde su altura, dispuesto a transformarlo todo, Johnny se inclinó lentamente para el saludo y a continuación, delante de su bota izquierda, colocó la brillante lata de dulce de membrillo de modo que quedara hacia el

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público la etiqueta que, en letra muy pareja, rezaba: “ El caché a voluntad” .

Luego, con la guitarra cruzada sobre el pecho y el aire desma­ñado de quien tiene una existencia errante, esperó a que los fun­cionarios del correo giraran sobre los codos o que María Teresa de Australia terminase de payasear con su cadera, como hacía siem­pre mientras se bajaba los breteles, hasta que por fin sobrevivie­ron unos pocos murmullos por el solo hecho de encontrarse él allí arriba. Cuando tuvo la certeza de que nadie quedaba por saber que la hora de la magia había llegado, tal como era su estilo, Johnny hizo descender los párpados al tiempo que retrocedía al fondo de su caverna para dar el alarido inicial.

Golpeó casi de puño cerrado sobre el encordado de la “ Black Diamond” y comenzó a rogar con lenta, íntima gravedad que “ dont cruai for a blac jert, beiby, ai seid” , para luego bajar a ras de tono con ligeras variantes en la estrofa y entrarle al blus y al sil­bido significante. Un lento sonido de vida a medias, que tanto ape­nas se encendía como abrasaba el bajo vientre en una llama fina y punzante, dejando a todos con la duda de que aquello fuese una criatura humana o una sombra azul.

Melías Churi tenía los ojos muy abiertos y, con los brazos ex­tendidos sobre la mesa, apretaba entre las manos el vaso de cer­veza. Pensaba que lo que estaba viendo era una mezcla aventura­da, por momentos desastrosa, de Frankie Avalon, Ray Charles y los peores venenos de Lou Brakley. Pero como no tenía mayor sen­tido persistir en la consideración y la cabeza se le iba, sucumbió ante la leve inmovilidad que en ese instante precedió al tarareo de Johnny. Una quietud a flor de piel en la que sólo los ojos vivían sobre la sonrisa sin necesidad de dientes, casi muerta en los la­bios arriñonados. Que en realidad era bien de Johnny cuando se aprestaba al abordaje de Melancolía sobre tus rodillas, momento en que el misterioso significado de la canción se suspendía, para cambiar de instrumento.

Entonces abandonaba la guitarra a un lado, un lagarto ale­targado de invierno contra el taburete, para enseguida menear al

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rojo el bongocito verde, mientras aullaba de modo decreciente hacia el cielo raso del “ Chantecler” . Un piadoso gesto de extra­ñeza ante la vida, que terminaba por convertir a las mujeres en vírgenes entristecidas, hasta que por fin, las hacía llorar.

Así era Johnny con la tristeza ajena.“ Así no, carajo! Así no debe ser... ” , protestó Melías Churi en

medio de los aplausos, a gritos desde la mesa del rincón.Enfurecido por lo que creía era un desaforado embrollo, el lo­

cutor de la emisora de Mosquitos se negaba a aceptar la existencia de un idioma como el de las canciones que había escuchado. Un lenguaje indescifrable donde apenas los títulos que el negrazo ha­bía anunciado desde la tarima, tenían palabras conocidas.

Cuando terminó de cantar, Johnny no recogió enseguida las monedas de la lata de dulce de membrillo dispuesta al borde del escenario. Permaneció con los ojos fijos en la mesa del rincón don­de Melías Churi, echado sobre sus brazos, se empeñaba en gritar con voz cada vez más débil, que no era así que se cantaba. De pronto Johnny respiró hondo, bajó de la tarima y se acercó a la mesa masajeando su plateado medallón con el santo de los ma­rineros, hasta que pudo prensarle el hombro con su mano de rasguear.

“ ¿Qué estaba diciendo, amigo? ¿Qué pasa con su respeto, eh? ” preguntó.

El tono de Johnny era pendenciero, pero de una hostilidad socavada, debilitada por el ahuecamiento excesivo de su boca despojada de dientes.

Acostumbrado a hablar lejos de los contactos físicos, Me­lías Churi levantó la cabeza con expresión de alarma y se sacudió la mano del hombro. En sus ojos alagrimados campeaba ese ren­cor difuso de los que tienen que soportar un desperdicio. Un enco­no destinado más bien al mundo entero, que al negro ataviado de cantante de Brooklin que tenía ante sí, a todas luces copiado de alguna película exhibida por Capozoli en el “ Daguerre” , ya que Johnny, si no se tenía en cuenta su peregrinación a la Virgen del Verdún, jamás había salido de Mosquitos.

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“ ¿Qué negocio con usted?” , volvió a insistir el negro.“ Un hombre no hace eso” , dijo Metías Churi. “Esas cancio­

nes...”“ ¿Qué tienen esas canciones? ” , preguntó Johnny.“ Nada” , se enfureció Melías Churi. “ Eso, no tienen nada.

No es inglés eso, no es nada” .El locutor había corrido abruptamente la silla hacia atrás y

el respaldo osciló peligrosamente, pero Johnny lo sostuvo al tiempo que le acercaba su boca a la oreja. Antes de hablar hizo un breve silencio acompasado por el equilibrio de la silla.

“ ¿Juainat? A i laic uoch fil m í forever, ruait. Y eso, maricón... ¿qué es? ” , preguntó en un susurro que manaba helado por las comisuras.

La mano de rasguear Melancolía sobre tus rodillas lo mantuvo inmóvil. Al gesto se sumaba la mirada fueguina, aprendida de pistoleros solitarios, detectives con la mala estrella y curas al­cohólicos que dudan de la existencia de Dios. “ Todos juntos de catorce a diecinueve en quien sabe cuántos años de matiné en ese maldito cine” , le diría a un compañero de prisión años más tar­de, en un mal recuerdo extraído de la eternidad de la celda.

El locutor se enderezó con brusquedad en la silla y aprove­chó para empinarse la cerveza. Entre un trago y otro se le hizo pre­sente el sujeto de bigotillos erizados que los observaba inmóvil desde el mostrador. Un despreciable detective de película de cuar­ta categoría, que lo llevó a desviar la mirada hacia un punto in­cierto de las estanterías, donde el pálido Tomé Cara de Humo reacondicionaba las botellas de caña con diferentes yuyos.

De repente, vaya a saber lo que le pasó por la cabeza, el locu­tor miró a Johnny con solemnidad y le largó al fondo de los ojos: “ ¡Capozoli hijo de siete mil putas! ”

Al principio el negro se quedó inmóvil, desplegando su sor­presa a través de los labios entreabiertos, sin comprender el pa­rentesco entre el dueño del cine y aquella situación. Pero a poco terminó por pensar que no había relación alguna y que el tipo no era más que uno de esos borrachos con la cabeza inclinada hacia

atrás, propasados que se desatan porque sí a insultar a los ausen­tes y a pulsar misteriosas fibras sentimentales en el alma de los presentes.

“ Hijo de puta será usted” , retrucó Johnny, dando un paso y encimándolo con los puños apretados. “ Eso de andar hablando por atrás tampoco es de muy hombre que digamos... ¿Por qué no va y se lo dice a Capozoli, eh?"

“ Eso, Johnny Sosa, eso: hijo de puta yo... ” , confirmó Me­tías Churi con entusiasta amargura. “ Hijo de puta Capozoli y el Daguerre, hijo de puta yo y... El-espacio-fértil-de-la-madruga- da” , agregó mientras levantaba el vaso a la altura de los brindis y reforzaba el engolamiento del último tramo de palabras.

Los ojos de Johnny pasaron a la plena florescencia y sus pu­ños se abrieron dejando caer una arena invisible. Había recono­cido la voz del locutor de la emisora de Mosquitos, las mismas in­flexiones con que señalaba el camino del futuro y enjaulaba al gigante de Lou Brakley en la pequeña “ spika” roja a partir de las siete en punto.

“ ¿Usted es Melías Churi? ” , preguntó con cautela.Por algunos instantes el locutor no le contestó. Tampoco lo

miró. Tarareaba una canción mormona mientras vagamente, al otro lado del mostrador, veía a Tomé Cara de Humo con un fre­gón al brazo. Despedía a la Celeste y a María Teresa de Austra­lia, dos gordas perdidas por el sueño en una noche de mala suer­te, que antes de retirarse no se privaron de una desleída mirada de desprecio dirigida al tipo de bigotillos erizados, pasado por las copas. Sin embargo, daba la impresión de que, entorpecido y todo, estaba vibrando en una competencia entre iguales y Melías Churi lo tenía muy presente a pesar de la neblina.

Johnny advirtió la tensión y trató de rastrearle la mirada, hur­gando entre los parroquianos que sobrevivían en el “ Chante- cler” . Pero no logró identificar nada distinto a otras noches de sábado, excepto la languidez, la madura expresión de cansancio en los ojos del locutor.

Tomé Cara de Humo dio la vuelta al mostrador y se acercó a

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la mesa con su fragilidad enigmática y dos cervezas en la bandeja de aluminio. Sin fijarse en el hombre de la emisora, preguntó a Johnny si volvería a cantar después de terminada la botella.

El negro asintió y se acomodó luego frente a la mesa, cabal­gando la silla con el respaldo hacia adelante.

“ ¿De verdad usted es Metías Churi? ” , volvió a preguntar.“ De verdad y de mentira, siempre lo he sido” , dijo sirviendo

la bebida de los dos. Su mano temblaba visiblemente, como la de quien va a decir algo solemne y complicado, pero no le salió más que lo que dijo: “ Lo tuyo podría ser muy bueno, pero eso no es inglés... ”

Iba a agregar que además, había algo muy importante y que en cierto modo le impedía dignidad a su presencia y que eso era la ausencia de dientes, privándole de la imprescindible sonrisa de los cantantes. Pero no dijo nada. Guardó su atención para la marcha de un motor cerca del “ Chantecler” y el murmullo de unas ruedas mordiendo el pedregullo de la calle, hasta detenerse muy cerca de la puerta.

Johnny lo observó meditativo. Bebió, tragó una, dos veces, espuma y pensamiento. Al fin chasqueó los labios arriñonados y preguntó qué diablos había pasado con Lou Brakley.

El locutor centró la mirada en el pesado medallón colgando sobre el pecho del cantante e intentó seriamente recordar el res­to de la historia, porque en definitiva a Johnny parecía gustarle todo aquello. Es más, a Melías Churi le estaba resultando increí­ble comprobar, por sí mismo, que en el pueblo existiese un infe­liz que se tomaba el trabajo de madrugar, sólo para escucharlo hablar de un gringo que había convertido su vida en una tragedia mediocre. Pero ver que el tipo de bigotillos erizados se apartaba del mostrador y se encaminaba con envidiable rigidez hacia la puerta, le perturbó la memoria. Cuando desapareció del local, Melías Churi se hizo cargo de todos sus pensamientos, estiró las piernas bajo la mesa y recordó.

“ Lou Brakley murió atorado con cocaína” , dijo. “Primero perdió la voz y después se fue a vivir con su madre a un pueblo

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de Illinois, un caserío más chico que Mosquitos, en donde se de­dicó a coleccionar armas y a esperar que su padre reventara de una vez... ”

El negrazo tenía el mentón apoyado en el respaldo de la silla y no perdía de vista los ojos entrecerrados del locutor. Convenci­do de que la vida de todo cristiano bien podía ser una película, lo imaginó con claridad observando de aquella forma la calle larga, recta y polvorienta de un pueblo de cuáqueros a las tres de la tar­de. Pero como la escena se demoraba demasiado para lo que tenía que durar y se le unía a otras, incoherentes, pobladas de calesitas y niños rubios casi rojos paseándose con algodones de azúcar, Johnny se impacientó y lo animó a continuar.

“ ¿Y...? ” , preguntó. “ ¿Qué pasó después? ”Melías Churi miró brevemente hacia la puerta del quilombo,

donde uno de los empleados del correo se despedía lloriqueando de los amigos, y volvió al centro del vaso.

“ Pasó que el muy imbécil se murió antes que su padre” , dijo. “ Una noche se metió en el baño con el libro "La búsqueda científica del rostro de Jesús" y antes de entrar, su madre le en­cargó que no se fuera a dormir leyendo. El contestó exactamente: No, mamá. Odio dormir en los baños” .

Esta vez el locutor no alzó los ojos, hizo una pausa como si tuviera el micrófono ante sí y adoptó un aire sombrío. Luego agre­gó:

“ Fueron las últimas palabras de Lou Brakley. Se había vuelto un tipo muy frágil y su vida un abominable puterío. Antes de ente­rrarlo le encontraron once sustancias diferentes en la sangre” .

Johnny se estremeció. Lo estaba viendo, seguramente echa­do hacia atrás sobre el water y el libro caído en el suelo, muy cer­ca de sus dedos fríos.

“ ¿Pero la vieja no avisó? ¿No se pudo hacer nada? ” , pregun­tó.

El tono era desalentado, lleno de reproche hacia los verda­deros imbéciles de todos los tiempos.

El locutor se. fastidió, sacudió la cabeza y fue a su encuentro,

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mirándolo sin parpadear.“ Es una historia de mierda que no le importa a nadie, herma­

no” , dijo.“ A mí me importa” , retrucó el negro.El paisaje del “ Chantecler” , empobrecido a medida que

transcurrían las horas, se modificó de pronto. Un par de soldados de los que andaban pisoteando las quintas, atrajo la atención de los parroquianos hacia la puerta.

Estaban plantados en la vereda, con los fusiles descansando entre las botas, pero sin decidirse a entrar.

“ ¿Por qué todo eso no lo dijo por la radio? ” , preguntó Johnny con cierto ardor, sospechando al mismo tiempo que los soldados terminarían por entrar al quilombo.

El locutor adelantó la cabeza por encima de la mesa, conser­vando esa expresión de recia molestia que Johnny recordaría toda la vida, ya que ese era el verdadero Melías Churi, aunque a ratos parecía una máscara. Entonces, cuando estuvo más próximo, en un murmullo contestó: “No lo dije porque dieron el golpe de estado” .

“ ¿En Mosquitos? ” , se sorprendió Johnny.“ En todo el mundo” , respondió el locutor. Y sin abandonar el

volumen mustio de la voz, en una quejumbre que lo impulsaba a empujar la mesa con el pecho, le preguntó a ver dónde diablos había estado todo ese tiempo. Si acaso no se le había ocurrido ave­riguar por qué, de la noche a la mañana, los árboles de la avenida Fabini habían amanecido con sus troncos pintados de blanco, por qué muchos habitantes se iban con sus valijas en la madrugada o por qué las puertas de la emisora permanecían tapiadas con ta­blones.

Luego volvió a la posición original. Se reclinó en el respaldo y apuró la cerveza en el preciso instante en que el hombre de bi- gotillos erizados regresaba como si se hubiera olvidado de algo. Envarado por el frío de la noche, enjugándose la nariz con un pa­ñuelo a cuadros, se encaminó directamente al mostrador y sin la menor seña de resaca pidió algo a Tomé Cara de Humo.

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El locutor se inclinó nuevamente sobre la mesa, una hamaca­da pendular para dar por terminado el encuentro: “ Ahora déjame tranquilo porque esto no te conviene... ” , dijo con un fastidio fir­me y bajito.

Inseguro, sin saber cómo hacer para evitar la apariencia de un infeliz al margen de las cosas, el negrazo se sintió obligado a levantarse y miró a su alrededor para comprobar si había gente su­ficiente que justificara un par de canciones más a esa hora de la madrugada.

“ Así que Lou Brakley murió no más” , dijo con leve extrañe­za, marchando hacia la tarima de madera con un sentimiento de fatalidad, convencido de que la “ Black Diamond” le extendía su brazo solidario desde el taburete como nunca lo había hecho antes.

Con un gesto imperioso mientras se acercaba, el pálido Tomé Cara de Humo le cortó el paso y le preguntó si no valdría la pena suspender el espectáculo y empujar hacia sus casas al resto de los trasnochados.

Johnny dijo que no. Y con el aire absorto de un muchacho acostumbrado a jugar solo, agregó que le habían entrado unas ga­nas locas de entregarle al público un par de canciones más y que era eso lo que iba a hacer. De modo que enchufó al amplificador el cable de la guitarra y, con la punta repujada de la bota, empujó hacia el borde de la tarima la lata de dulce de membrillo destinada a los honorarios.

Se quedó mirando un momento al auditorio y aspiró vagos indicios de perfume, olores distantes, hombrunos y atabacados, pero que se le antojaron infinitamente más fríos que otras noches de sábado.

Cuando comenzó a decir que “ para cerrar la noche, damas y caballeros, les voy a brindar una conocida composición” , los sol­dados que hasta entonces habían permanecido en la vereda dia­logando entre ellos, entraron a paso firme en el salón, flanquean­do a un oficial con las mangas de la camisa arrolladas por encima de los codos.

Se dirigieron directamente al rincón donde el locutor se esfor­zaba por atender las palabras del cantante. Cuando estuvo a poco más de un paso, el oficial preguntó con áspera claridad si su nom­bre era Melías Churi, agregando que, si en efecto lo era, que pu­siese las manos juntas sobre la mesa.

Desde su altura, aumentada por el escenario, sin perder de vista los acontecimientos, Johnny golpeó las tablas con su taco tejano, contó “ uán, chú, trí... ” , penetró el humo de los cigarros y se introdujo de pronto en una furiosa versión de “Tutifruti”, que hizo estremecer las escuálidas estanterías del “ Chantecler” .

Las mujeres que aún permanecían entre las mesas se pusie­ron de pie y comenzaron a aplaudir rabiosamente, gritaban “ ¡bien, cosita, bien!” , mientras a espaldas de ellas se llevaban al locutor de la emisora de Mosquitos.

Adelante, las rodillas de Johnny se entregaban a tremolar jubilosamente sobre las tablas. Un cuadro donde todo él vibraba bajo la tensión de sus ojos cerrados. A veces los entreabría, pero lo que veía partería no gustarle, porque clausuraba la visión con mayor energía todavía. Como si estuviese deseando con la fuerza de un ciego enloquecido, que al abordar los acordes finales, cuan­do llegase el instante de abrirlos nuevamente, ya no estuviera allí, sino lejos del quilombo. Más bien, ensimismado en el agujero del adobe, aguardando a que se hicieran las siete en punto para en­cender la pequeña “ spika” roja y, como si tal cosa, empezar de nuevo con la ensoñación.

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El santo y seña para el despilfarro de autoridad, se produjo apenas seis meses después de la aparición del destacamento mi­litar en las afueras del pueblo, cuando un grupo de soldados vistiendo ropas de fajina, terminó con la mudanza del coronel Werner Valerio al centro de Mosquitos.

Acobardado por la vida de campaña en aquellas carpas zurci­das y grises, el alto oficial decidió que el momento de abandonar­las había llegado, mandó, buscar a su mujer y su hijo a Paso de los Toros y se fue a vivir a una casa decorosa ubicada a dos o tres cuadras de la plaza.

La flamante vivienda del coronel Valerio, techo de tejas ro­jas y santuario empotrado en la pared bajo el porche, había dejado de pertenecer abruptamente a un viejo dentista de ideas torci­das, quien al cabo de pocas semanas terminó con sus huesos en un cuartel ignoto con la finalidad de purgar una ristra de delitos indiscutibles.

La mujer del odontólogo, al enfrentarse a la soledad cotidia­na de la sala de espera y, tal como suele ocurrir con las esposas que no saben valerse por sí mismas, terminó por vender a un pre­cio irrisorio desde el sillón articulado del consultorio hasta los ancianos enanos de yeso que su esposo había puesto en el jardín, para que los niños entraran olvidándose de las torturas del tor­no.

Después de la venta, poniendo cara de largo viaje y sin despe­dirse de nadie, la infeliz subió al primer ómnibus de la tarde y se fue de Mosquitos dejando en la puerta de la casa recién abandona­

da una cruz de sal, de esas que se acostumbran para evitar que entren las alimañas de la tormenta.

Pero al día siguiente la casa estaba llena de gente. Un cabo de primera desparramó la sal de una patada y el coronel Valerio pudo comenzar con una prolija mudanza familiar que demoró dos días en completarse.

Simultáneamente, como si en el destacamento se hubiera per­dido de pronto la intimidad con la disciplina, los soldados rociaron las carpas de lona con el combustible de los camiones y les pren­dieron fuego en medio de un griterío salvaje.

Antes de que el humo negro y el olor nauseabundo de la lona incendiada se disipase, los soldados ya estaban construyendo un grupo de lustrosas barracas canadienses, ampliadas con los años a medida que fueron obteniendo nuevos permisos, que una vez ter­minadas de barnizar, fueron rodeadas por un blando muro de transparentes.

Desde entonces, si esforzaban la vista, los habitantes más próximos del pueblo podían distinguir junto a las garitas de los guardias, a los imperturbables enanos del dentista.

Por su parte, los oficiales optaron por entrar a Mosquitos y seguir el ejemplo del coronel, que desde los primeros días de su residencia en el centro, comenzó a insinuar su costumbre de sen­tarse en el porche al atardecer, a tomar mate en un gigantesco porongo forrado con huevo de toro. Desde allí, en silencio, fue si­guiendo el quehacer de sus oficiales, que lentos pero seguros, compraron una a una las casas que fueron necesarias, llevaron allí sus mujeres de vestidos estampados y empezaron luego a trabajar sobre la moral de la gente, ordenando el enjardinado de la plaza con pensamientos de un violeta uniforme de Pentecostés.

Nerviosos por el pasado hacinamiento de las carpas, los sol­dados se lanzaron a estirar las piernas por el pueblo y en menos de una semana ya estaban pidiendo documentos a cuanto atrevido mirase sus cascos con antipatía o llevándose los sospechosos a las barracas. Una vez allí, no era difícil que sentaran a los infelices en una silla mirando hacia la pared y les hicieran escuchar la músi-

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ca atronadora de “ La arañita de Martita” , una cumbia colombia­na que, por orden de un alférez de veinte años, debía durar seis horas ininterrumpidas sobre la oreja, antes de comenzar a dialo­gar con el sospechoso. A otros los colgaban del techo mientras les formulaban tantas preguntas repetidas que, invariablemente, ter­minaban por condenarlos por falsos testimonios, en razón de la facilidad con que tergiversaban las respuestas.

Así fue como en Mosquitos, hasta entonces endulzado por la armonía empobrecida de los años y los faroles nocturnos, comenzó a desentramarse un sentimiento desconocido entre los poblado­res, que los inducía a cruzarse de vereda cuando venía otro y a enemistarse entre sí por desconfianzas nunca dichas. A la larga, mientras el coronel Valerio mateaba en camiseta en la oscuridad del porche, aquella sinrazón logró que muchos colocaran a sus hi­jos detrás de la balanza del Correo o que suplantaran, en la ofici­na de catastros, a los que se iban del pueblo a causa de los poten­tes ladrillazos que a horas imprevistas del insomnio, se hacían polvo contra las ventanas.

Lo demás, a saber, los agobios del invierno y las puntualida­des de la puesta del sol en los meses del verano, quedó más o me­nos intocado por los hombres de la ocupación.

En una oportunidad, próxima a las primeras navidades, mien­tras rodeaba a su marido con platitos de queso, rodajas de salame y cuadrados de matambre, la mujer del coronel respiró hondo el olor de los jazmines y le comentó que era una pena que esas flo­res tuviesen tan corta vida.

El hombre tuvo un pensamiento crítico para el comentario y antes de darle una sonora chupada al mate, dijo con ese humor que a ella le inspiraba tanta seguridad: “ Tal como vamos domi­nando la situación, el año que viene esos jazmines van a durar tres meses” .

En uno de esos mismos atardeceres, al otro lado del pueblo, la rubia Dina picaba un atado de perejil sobre la tabla de la coci­na, cuando empezó a sentir que la música de un tango que atrave­

saba las quintas, le estaba humedeciendo el corazón como a una boba.

La música partía del descomunal aparato japonés que tenía el Nacho Silvera tres ranchos más abajo por la ladera, saltaba por la ventana y terminaba por arremolinarse en distintos sitios de su cuerpo, de modo que no lograba definir con claridad si estaba experimentando el principio de una euforia o el final de una tris­teza.

Era como un día prefijado que se repetía todos los diciembres desde que se había decidido a abandonar su casa, para irse a vi­vir con el negro Johnny a su rancho en las afueras de Mosquitos. Algo así como un viernes a las últimas horas de luz, en que la fe­roz alegría desatada por los Silvera bajo los nísperos del patio, se conjugaba con la compleja sensación nacida en la cocina cuando se entregaba a reconstruir retazos del pasado. Entonces, cuando eso ocurría, jugo de perejil y música de la ladera se misturaban con el recuerdo de su padre apretando un gran micrófono metálico en el puño, mientras cantaba tangos a beneficio de la escuela.

Condenada a vivir entre cantores, la rubia Dina se sabía infi­nidad de letras y versiones de la música típica, aprendidas de una libreta con tapas de cartón corrugado que el veterano solía apretar bajo el brazo izquierdo, al tiempo que proyectaba el derecho en el aire y cantaba hasta que se le plateaba la garganta.

Entre la casa del Nacho Silvera y el marco de la ventana, por encima del sopleteo del primus, la rubia veía a un grupo de mu­chachos corriendo como condenados detrás de una pelota y más acá, ya dentro del patio, veía a Johnny sentado detrás de las hor­tensias. A ratos miraba a los muchachos, pero permanecía rígi­do como una estatua negra que piensa en algo también inaltera­ble, el mate entre las manos y la vista fija en los almácigos recién regados.

Mientras escuchaba la música de los Silvera y al mismo tiempo observaba al negro con la caldera tiznada entre las alpar­gatas, ella se resistía a creer que el destino de Johnny, duro como una galleta de campaña, no pudiese ser otro que el de cantar

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como un gringo solitario en los quilombos del mundo.Por el contrario, tenía la convicción de que a Johnny le hubie­

se ido mucho mejor en la vida, si se hubiese decidido a heredar aquella libreta que había llenado su padre con mil sacrificios, ahorrándose por otra parte todo el tedioso trabajo que tienen los cantores cuando recién empiezan a formarse un repertorio. Lás­tima, pensaba, que todo eso eran puras filosofías de un viernes de diciembre y ninguna de ellas iba a modificar el derrotero de un ne­gro como Johnny Sosa. A decir verdad, estaba convencida de que eso dependía de la crianza y que si uno no había tenido la suerte de que le introdujesen el tango en las venas como a ella en los tiempos de la niñez, era seguro que todos los sufrimientos de la vi­da que sobreviniesen luego, iban a salir del corazón en otra músi­ca.

Y eso precisamente era lo que le ocurría a él, pero con la penu­ria añadida de que, cuando Johnny cantaba, se entendía él sólo. Sabía que ninguno de ios que frecuentaban el “ Chantecler” , y tal vez nadie en todo Mosquitos con excepción del cura Freire, entendía el inglés, siempre que fuese ese el idioma en que canta­ba Johnny.

Por lo pronto, el día anterior, luego de haber hecho la lim­pieza en la casa del doctor Fronte, la rubia se había encontrado con el cura que volvía de cambiar novelas en el quiosco de Santana y estuvieron hablando del tema con reproches sentenciosos de parte del párroco. Ocurrió en medio de la plaza y muy a pesar de él. Se veía a las claras que le caía torcido eso de andar hablan­do a la intemperie con una mujer que vivía en concubinato y que se negaba al sacramento.

“Es hora de que tu hombre deje de andar payaseando en ese sitio que tú sabes” , dijo el cura Freire, mientras cubría dos novelas de guerra de Clark Carrados con un libraco de tapas negras, espolvoreado de oro en el canto de las hojas.

Ella pensó que si esas palabras hubieran salido de la boca del libanés de la mercería o de un civil cualquiera, lo hubiera mandado al carajo sin más trámite y hubiera seguido su camino

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de los jueves hacia el barrio del repecho. Pero sabía que andar mal avenido con el cura, significaba condenarse a soñar porquerías políticas todas las noches de su vida. De modo que debió perma­necer como una planta delante del sacerdote y lo único que se atrevió a preguntar, fue de qué iba a vivir Johnny si no cantaba en los quilombos, porque a ella también le gustaría que su negro tu­viese oportunidades en cualquier sitio, menos en aquel que estaba frecuentando por necesidad.

Con la cara enrojecida por los vinos de la viuda de Paroli, el hombre de la sotana reflexionó al rayo del sol sobre lo que había dicho la rubia y al fin, hizo un ademán o apenas un gesto de consul­tar con la providencia si debería decir o no lo que estaba pensando. Decidió que sí con un cabeceo rápido y, luego de una pausa ras­treadora de debilidades, comentó que ya había estado hablando de la situación de Johnny con el coronel Werner Valerio, cuando se trató en la junta de vecinos la posibilidad de cerrar de una vez por todas esos lugares dominados por las mujeres brasileras.

“Todo el mundo asegura que Johnny tiene una voz formida­ble” , dijo el cura. “ Pero sería bueno que empezara a preguntar­se dónde va a seguir cantando, luego de que cierren ese mugrien­to lugar” .

Con el gesto voluntarioso del que está empeñado en darle una nueva oportunidad al perdido, agregó además que si Johnny se preocupase por cantar en castellano, el maestro Di Giorgio podría ocuparse de él y formalizar, cuando llegase el momento, su ingreso en una orquesta con cierto futuro.

“ Eso jamás pasará conmigo” , le diría a Johnny cuando le contó del encuentro en la plaza, turbada porque todavía hubiese gente que se ocupara de la suerte del negro, aunque más no fuese para reconocerle los méritos de su voz. “ Si algún día me renom­bran será por mi habilidad para hacer buñuelos en lo del doctor Fronte, pero no tendré la suerte que vos tenés. ¿Por qué no apro­vechas y hablas con ese Di Giorgio para que te haga un cantante como la gente? ”

Cuando Johnny la vio llorar como no había llorado nunca, le

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removió el alma su empeño por darle vuelta la pisada al destino de ambos y pensó que dos mujeres como la rubia Dina no iba a encon­trar aunque naciese de nuevo, de modo que, de allí en adelante, si se preciaba de buen sujeto, debía tener en cuenta la opinión de alguien que se había jugado a vivir con un perdedor.

Silencioso, confundido, Johnny pasó varios días sin decidir­se. Anduvo de aquí para allá sin respiro, preparando un par de canteros nuevos, uno de arvejas y otro alto y rectangular, enta- blonado por los cuatro costados para los cebollinos, aunque pen­só en un bostezo inmenso que también debía preparar un tercero para la incertidumbre que le crecía con la voracidad de una enre­dadera. Ignoraba además de dónde comenzaba a brotarle la nos­talgia, pensamientos que nunca había pensado antes y que en de­finitiva tenían que ver con la cuestión de como, un negro como él, había llegado a ser lo que era.

“Carajo, ¿qué será de la vida de Melías Churi? ” , se pregun­taba mientras plantaba los cebollinos a la distancia de un jeme uno de otro. Se figuraba lo que podría ocurrir si al día siguiente se levantara muy temprano, se apostara en la cocina a mirar por el agujero del adobe y esperara a que se hicieran las siete para en­cender la radiolita de dos pilas. Pero como a esa altura de los días ya no entraban por el agujero los juegos de magia neblinosa, sa­bía que, si lo hacía, iba a ser para amargarse. Lo único que iba a lograr, se decía a sí mismo, sería enterarse de quién era el traidor que había sustituido al hombre del espacio fértil de la madrugada, algún sujeto oscuro que jamás tendría una historia descomunal para contar como la del gigante de Austin, de quien sólo él sabía su final. “ Tal vez no hay nadie a esa hora” , pensó. “ Tal vez es­tá prohibido hablar por el micrófono a las siete de la mañana, porque a los milicos les resulta una joda andar controlando a los que hablan tan temprano" .

Era evidente que se sentía miserable, sin guía y lo que era peor, a punto de perder lo poco que había arriesgado y desafiado para ser un cantante con historia propia. Un hombre negro que si bien no tenía estudios, habría aceptado como Lou Brakley los ofi­

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cios más duros, los sueldos más denigrantes y todas las expiacio­nes necesarias a la hora de contarle a los perdedores cuán duro había sido su pasado. Pero en esos momentos, divagaciones al atardecer de un viernes cuando había finalizado con el riego de los almácigos, ya no estaba tan seguro.

Sentado en la silla enana detrás de las hortensias, mirando sin ver lo que había hecho, sabía que a su espalda, por la ventana abierta, la rubia Dina le taladraba la nuca, exasperada por la espe­ra de que tomara de una buena vez una decisión en la vida. Tam­bién le llegaba el escándalo de ese maldito aparato japonés, puesto a todo volumen tres ranchos más abajo por la mujer del Na­cho Silvera, una parda febril capaz de bailar durmiendo.

“ Esos negros de mierda no me dejan pensar” , se quejó, a sabiendas de que se trataba de una última excusa para demorar un poco más lo que se le antojaba un juicio final avinagrado.

“ Qué lindo debe ser el aparato del Nacho” , exclamó ella en un desenfadado alarde de envidia, en realidad un pescueceo por la ventana advirtiendo a su manera que se estaba terminando el plazo.

“ Un carajo debe ser” , dijo él, malo porque no se avenía a la forma irrespetuosa en que la rubia lo impulsaba al cambio. Segu­ro que no pensaría lo mismo de haberlo visto tan solo una vez sobre la tarima del “ Chantecler” , doblado sobre la luz de las cuerdas, la “ Black Diamond” como una ametralladora directa a los nazis que no quieren entender. Y sin embargo, todos lo entendían, pen­saba. Les daba en el corazón y a otra cosa.

“ Pero los tiempos cambian y la luz se apaga” , se dijo con un suspiro de rendición, mientras se levantaba y se acercaba con el mate en la mano a la ventana de la cocina. La rubia sintió su pro­ximidad y se apoderó de ella una inocencia estremecida, pero si­guió con la frente inclinada sobre el picadillo de perejil, afanada en sus pequeños montes destruidos.

“ Esta bien” , dijo Johnny. “Voy a hablar con el maestro Di Giorgio aunque no sepa lo que va a hacer conmigo” .

Ella lo observó con los ojos abrillantados, como diciendo

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“ pobre mi negro querido, que" manera de abrirse paso entre los troncos y las espinas” , pero no le dijo nada. Lo dejó irse al dormi­torio a que se vistiese todo de negro, a que se colgara el medallón de plata y se largara luego con el mismo paso largo de siempre en la bajada, en dirección a la casa donde le había dicho el cura. Y así fue. Cuando iba, Johnny llevaba en el entrecejo esa inconfun­dible actitud de alerta de los que van pensando: “ Voy, pero a mí no me van a joder” .

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Sin embargo, sin que tuviesen necesidad de decirlo con pala­bras, lo jodieron. Quitarle el ánimo de ser lo que quería ser, fue una cuestión improvisada durante los ratos de ocio, por el grupo de notables que emprendió la empresa de transformarlo. Una ges­tión de contornos deportivos que Johnny no llegó a entrever sino a la hora de las tragedias cercanas, cuando los sueños dejaron de re­frescarle la oscuridad.

El principio ocurrió aquella noche casual —aunque por ese entonces ya nadie estaba muy convencido de que en Mosquitos sucediese algo por accidente— en que el grupo se había queda­do silencioso y esperaba a que el viejo expusiese sus pensamientos en voz alta y dijese de qué forma iba a iniciar al negro por el nue­vo camino.

El maestro Di Giorgio era un viejo tenor de cierta estirpe y una historia de odio muy detrás, algo de un rostro de mujer que­mado con ácido muriático y un violinista traidor metido en medio, cuyo olvido estaba condicionado al encuentro del último rincón del mundo, siempre y cuando existiese allí una mesa de casín y gente culta con quien asombrarse mutuamente.

Si bien ese sitio parecía estar ubicado en Mosquitos, al com­prender que los escasos ilustrados no cruzaban los tacos con los ociosos del bar “ Euskalduna” , único lugar donde podía encontrar­se una mesa verde en todo el pueblo, el italiano se las había inge­niado desde un principio para frecuentar el parrillero del doctor Fronte, alcahuetear al coronel Valerio cuando este apareció en

escena y deslumbrar a ambos con sus conversaciones sabias y sus horizontes sin confines. Solía hablar del “ Scala” de Milán como Johnny Sosa lo hacía del “ Chantecler” y nadie gozaba más que el cura Freire en esas ruedas, con las historias de los papas músi­cos de doble vida o las trayectorias ejemplares de Cario De Lu­ca, Fiorello Vastiás o Gironella, hombres que habían triunfado sobre los escenarios de Europa luego que el maestro Di Giorgio, tras largos meses de trabajo, les enseñó a pronunciar de modo ma­gistral la “ u” oscura en medio del canto.

De ahí que Johnny, parado desde temprano de la noche ba­jo la parra a la espera de que terminaran las anécdotas, no pudo menos que experimentar una seguridad alejada de la duda cuando el anciano, a la luz de un lamparón del patio del doctor Fronte, le miró las amígdalas con admiración mientras le aseguraba que, si seguía paso a paso sus consejos, el coronel Valerio podría echar­le una mano en el Festival de Costa a Costa, para que asistiese, incontaminado por la común pilladura de los divos, representando con su canto al pueblo de Mosquitos.

En medio del humo de los chorizos que el coronel daba vuel­tas y más vueltas con una hoja de bayoneta, Johnny quedó anona­dado y silencioso por la propuesta. Mientras él pensaba y los de­más sacudían el hielo de los vidrios ambarinos, el anciano ilus- t r a b a al doctor Fronte, un hombre de chaleco eterno, incapaz de decir que no y a quienes muchos suponían de pendejos engomina- dos, acerca de la forma en que Toscanini reclutaba a sus músicos desconocidos. “ El gran maestro” , contaba con los gestos ampulo­sos de un predicador, “ salía a recorrer villorrios, sólo para escu­char las bandas que tocaban los domingos en las plazas. Borra­chos, desocupados, morralla bohemia de la peor calaña que Tos­canini seleccionaba y convertía en geniales artistas de la época” .Y mirando a Johnny recogido, casi invisible en un rincón del patio donde la luz casi no daba, agregó: “ Pues contigo puedo hacer lo mismo, muchacho” .

Con un engañoso aire de ausencia, como si tuviese ganas de estar solo, el coronel se limitó a un largo trago de escocés antes de

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volver a las brasas. Por encima del vaso, atraído por un breve destello del medallón que le colgaba del cuello, observó fugaz­mente los estreñimientos del negro, pero no dijo una palabra. Volvió al parrillero al fin, palmeó un hombro del cura Freire que soportaba el dolor de sus tripas vacías doblado sobre sus rodillas inmensamente abiertas, la sotana haciendo un puente colgante, y le dijo bonachón: “ Reverendo, creo que estos chorizos ya están” .

Johnny supo en ese mismo instante que nadie comenzaría a comer mientras él estuviese presente. De modo que tenía que de­cir algo con sentido antes de retirarse o de que al doctor Fronte se le ocurriese algún capricho como mandarlo a carpir el patio en la oscuridad o traer una barra de hielo del bar.

“Bueno, me voy” , dijo de pronto.“ ¿Te vas? ” , dijo el coronel, mientras hacía un tajo longitu­

dinal a un chorizo que todavía crepitaba.“ Sí” , contestó Johnny, ni muy suave ni muy fuerte.“ Sí, señor, se dice” , corrigió el coronel.“ Sí, señor” , volvió a decir Johnny.Pero no le molestó hacerlo. Por el contrario, con extraña in­

comodidad sintió que el tono del militar le había seducido a tal punto que, con gusto, de haber estado en pedo en otro lugar, le hubiera contestado en inglés. Por alguna oscura razón le recor­daba al tono firme y apacible de un comandante que había visto en el Fuerte Laramie en una tarde de mucho calor. Mientras resis­tía el morboso asedio final de una partida de cheyenes hijos de pe­rra, el viejo oficial impartió una orden definitiva, incuestionable­mente heroica, que arrancó un recio “ ¡iés, séar! ” del capitán de labios agrietados por la sed, héroe verdadero que tenía que cum­plirla a rajatabla desde la empalizada del fuerte, en una noche tan oscura como el motivo que llevaba a Johnny a irse tan lejos en sus pensamientos.

“ Bueno, muchacho... ¿en qué quedamos? ” , preguntó de pronto el maestro. “ ¿Te gusta la idea de cantar en castellano y sonreír como hacen todos los cantantes? ”

Johnny echó la cabeza hacia atrás y lo miró con desconfian­za, tratando de adivinar por donde iba a saltar la liebre de la bur­la. Cualquiera sabía en Mosquitos que si él era un hombre adus­to, que si no dejaba caer una buena sonrisa ante el saludo de un vecino no era que fuese un tipo triste, era sencillamente así porque carecía de una buena dentadura. Es más, tampoco poseía una mala dentadura, porque para hablar de eso, de algún modo hay que tenerla. Y el negro Johnny hacía muchos años, desde que los dientes se le aflojaron como estacas y se le fueron a sonreír por ahí, que tenía las encías tan peladas como las rodillas de un católico.

Pero el viejo astuto le entrevio la razón del parpadeo y le salió al paso.

“ Sé lo que estás pensando, muchacho” , dijo. “ Tendrás que ponerte los dientes que te faltan y luego venir a mi casa a recibir clases de canto. Vas a empezar de cero y con mucha humildad... ”

El coronel lo miró mientras comía, haciendo unos ruidos fan­tásticos con su garganta. “ ¿Qué te gusta más, el bolero o la típi­ca? ” , preguntó.

A Johnny le pareció increíble que un hombre de la guerra le preguntara cosas de la música. De todos modos, ni lo uno ni lo otro de lo que había dicho le gustaba, pero pensó que si les decía la verdad, que le gustaba el blus y cuanto más azul mejor y que no tenía en mente cambiar de género, se iban a contrariar y lo que era peor, lo dejarían sin nada. “ Sus dientes eran los vidrios del alma” , gustaba decir Melías Churi en “ El espacio fértil de la ma­drugada” , refiriéndose al efecto que hacía la sonrisa de Lou Brakley cuando se trataba de consolidar una amistad.

“ El bolero” , dijo Johnny.“ Esperaba que dijeras eso” , sonrió el coronel, sin dejar de

mascar con la boca abierta. “ Mañana vas a las barracas y le de­cís al dentista que sos el cantante del coronel Valerio. El va a en­tender... ”

El doctor Fronte era el único capaz de entrever los verdade­ros pensamientos de Johnny, pero se reservó para sí las conclu­

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siones, fruto de cierto conocimiento de la gente del pueblo, aris­tas que ni al cura Freire desde la penumbra del confesionario le estaba permitido conocer. Sabía que el negro estaba mintiendo descaradamente, pero ignoraba la razón última que le impedía decir lo que, en otra ocasión, de buena gana hubiera dicho. Es decir, que los boleros eran para los maricones de la lírica. Saber que Johnny estaba fomentando lo ladino de su alma, fastidió al notable y, al mismo tiempo, las blanduras del alcohol lo llevaron a preguntarse si acaso a negros como el que tenía delante, la vida los había golpeado hasta el extremo de poder experimentar sola­mente emociones débiles.

“ Eso sí” , advirtió de repente el doctor Fronte, un dedo di­recto al pecho. “ A mí no me vas a joder: te vamos a sacar bueno, pero se terminaron las entradas al quilombo” .

Johnny no pudo confiar en la firmeza de su voz y no dijo na­da. “ Así que te gusta el bolero, ché... ” comentó el coronel bajan­do las comisuras, tal como si el doctor Fronte no hubiera hablado. “ A Mosquitos le vamos a mandar las locas de vuelta al Brasil, pe­ro le vamos a dar un astro de la canción, ¿qué tal? ”

El cura Freire vació una jarra de cerámica sobre los vasos y empezó a hablar de los gloriosos escándalos que, en la década del cincuenta, había provocado en México el padre José Mujica cuando se bajaba del altar para entregarse a cantar canciones de amor.

Empuñando la bayoneta belga para dar mayor énfasis a sus palabras, el coronel encontró que el ejemplo era bueno y obser­vó que el padre Mujica debió, en medio de las torturas del espíri­tu, colgar finalmente la sotana para seguir cantando. Agregó además que sabía de muchos casos en la historia, de gente que tuvo que colgar algo ante la alternativa de dos pasiones inconci­liables, porque de lo contrario, si se convivía con ambas, inexora­blemente, una terminaba ultrajando a la otra. “ La víctima, con los ojos enrarecidos, termina por marchar al matadero sin que nadie tenga que obligarla” , dijo.

Afuera reinaba el silencio. Uno de esos silencios puebleros

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en el que sólo el chasquido torpe de los cascarudos, estrellándose contra las lámparas, vibra sobre la oreja del que piensa y escucha.

Los tres hombres se quedaron hablando de otros temas des­conocidos, con una indiferencia de la cuarta persona que se pare­ció tanto a una mediación de despedida, que Johnny terminó por descubrirse cerrando el portón del patio y con los pies en la vereda.

Junto al cordón, un par de soldados, que fumaban y habla­ban en voz increíblemente baja en el interior de un “jeep” , lo vieron permanecer por un momento allí, paralizado, con una agre­sividad sostenida que le impedía decidir adonde iba a encaminar sus pasos.

Por un momento se callaron y siguieron observándolo desde la penumbra, pero como Johnny no se movía del sitio, uno de los soldados bajó del vehículo con ostensible ruido de herrajes y con esa lenta autoridad del que está acostumbrado a topar con el pe­cho, se acercó hasta que pudo olerlo y le oprimió el codo con fir­meza.

“Circulá, hermano” , dijo. “ Porque si sale el coronel y te ve parado aquí, te va a colgar de las pelotas" .

“ Como al cura José Mujica, dijo Johnny, sin tener muy cla­ro por qué lo decía. Se soltó con brusquedad del tipo que preten­día tironearlo y se dejó ir por las buenas hacia las oscuridades más solidarias del pueblo, donde era posible dejarse inundar por las abundancias de las madreselvas y no escuchar tantas adver­tencias de la gente.

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Visiblemente irritado, el soldado lo vio venir desde sus ojos ocultos en el fondo de un casco desmesurado y negro como una olla de guiso y cuando estuvo a pocos pasos de distancia, seguro de que el que venía no pensaba aminorar la velocidad de sus pa­sos, lo paró en seco frente a los empalidecidos enanos de la entra­da.

Haciendo un gesto abrupto con su ferretería de guerra para impedir que el recién llegado descansara sus indolencias sobre el enano más triste, el guardia preguntó sin bajar la bayoneta aña­dida al fusil, qué diablos le hacía suponer a un negro que podía entrar como Perico por su casa a un cuartel militar en tiempos de estado de sitio.

Johnny, levantando los ojos en una rápida ojeada, vio la chu­pada cara secreta dentro del casco y no pudo reprimir la tentación de usar un poco de esa efímera jerarquía que suelen otorgar algunas palabras de presentación.

“ No te entusiasmes, Gutiérrez" , dijo en voz baja pero firme, sentándose definitivamente sobre la cabeza del enano más pró­ximo. “ El dentista me está esperando. Andá y decile que está el cantante del coronel" .

La chupada cara secreta volvió a cavilar hacia él por un ins­tante. Al fin, convencido de que el atrevimiento de Johnny Sosa no era una ilusión, el guardia apostó para sí a las peores conse­cuencias y fue y le dijo a otro “ mire cabo, ese negro que está ahí dice que el dentista lo está esperando y que viene de parte del coronel Valerio pero vaya a saber si es cierto” . Un tercero más le­jano recogió el mensaje, se tomó su tiempo para desaparecer en­

tre las barracas barnizadas y luego de media hora, la cadena de chasques verdeoliva desanduvo el camino con la misma ausencia de nervio.

La respuesta sorprendió a Johnny con su mirada divagada sobre las primeras viviendas de Mosquitos. Ubicadas más abajo entre los pedregales, las veía como una tortuosa fila de ranchos desbaratados en sus propias pajas y chapas acanaladas, demasia­do frágiles desde aquella altura que les restaba significación y desde donde nunca antes se le había ocurrido observarlas.

Cuando el soldado le dijo de mala gana que el permiso de entrada estaba concedido, Johnny pasó frente a él con la cabeza gacha. Manoseando el medallón del pecho, rogaba que nadie, desde el caserío, lo estuviese viendo trasponer por sus propios medios la terrible barrera blanca y roja flanqueada por los enanos del dentista.

Y así empezó, con una trivialidad insensible, lo que vendría a ser un fin.

En los días siguientes, por más que Johnny había empezado a enmudecer y a rehuir encuentros de gente conocida, tanto el cura Freire como el coronel, el maestro Di Giorgio y la guardia, supie­ron de la evolución de los trabajos de ortodoncia y de su boca arri- ñonada atragantándose con la pasta rosada y preambular de una sonrisa que jamás había tenido.

Al fin, una mañana de oportuna llovizna y tiempo loco, con los dedos trenzados sobre la barriga y rígido como un palo sobre el sillón del dentista, Johnny lo vio venir definitivo luego de nume­rosas pruebas de ingeniería.

“ Alegrate, muchacho. Te voy a instalar el comedor” , dijo el odontólogo. Era un gordo de humanidad dominadora y que a Johnny se le antojó, desde el primer momento, idéntico a Burt Ives en “El infierno verde”. Es decir, dotado de esa oculta ter­nura que tienen los médicos hundidos durante años en los secre­tos del trópico, y que por lo general aflora cuando tienen que tra­tar a los negros desnudos antes de vacunarlos.

De modo que abrió desmesuradamente la boca, tal como si

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se resignara a que en ella alguien fuera a jugar al tejo con sus sue­ños de futuro y dejó entrar aquel molde inmaculadamente liso, rosado y perfecto, que le pobló de pronto la caverna con unos dien­tes blanquísimos como la leche.

“ Increíble” , comentó el gordo, levantándole el labio superior frente a un espejo de los que agigantan las imágenes.

Sin decir nada, Johnny comprobó allí no más que eran real­mente hermosos. Pero tan crueles e indominables, que al llegar el momento de despedirse de la guardia, debió estrenar una boca que amenazaba con congelar para el resto de sus días una expresión de asombro tan involuntario y desencajado, como el bostezo de un caballo.

Cuando llegó al rancho, la rubia Dina estaba descosiendo una camisa muy vieja para hacer repasadores y al verlo entrar al patio, los labios más abultados que de costumbre, sellados como si se hubiera propuesto permanecer en silencio por varios días, supo que se trataba de un nuevo hombre. Tiró a un lado el traperío, le hurgó las costillas para obligarlo a sonreír para ella y luego se abrazó con fuerza a su cuerpo, con la secreta intención de que le mordisqueara un lóbulo o el nacimiento del pescuezo, imitando los gestos que había visto en el “ Daguerre” en algunas pasiones de película y que nunca, hasta ese día lloviznoso y magro, había tenido la oportunidad de remedar.

La rubia Dina comenzó a sentir que algo más importante aún que los mismos dientes había cambiado y sin saber por qué, sin saber cómo decirlo, lo tironeó hasta el catre, le aflojó el cintu­rón y a poco estaban desnudos en blanco y negro en pleno medio­día, mudos bajo las gotas del cielo y cogiendo. Ella febril, acomo­dando el cuerpo de cuantas maneras es posible, para que él le imprimiera inéditas mordidas en las nalgas, en los labios, en el cuero de la espalda, en los malabares de la lengua, en su misma penumbra amedrentada y, finalmente, en la galleta de piedra que la rubia trajo para el después y que Johnny desplegado en su ple­na rendición sobre la cabecera del catre, trituró sin tregua hasta la miga más innecesaria.

Ella lo miraba hacer en silencio. Pensaba que era muy bueno eso de ver al macho completo y se le ocurrió que, así de poderoso, debería sentirse ante su mujer el Nacho Silvera el día en que apa­reció sosteniendo con las dos manos su gigantesco grabador ja­ponés, para hacerse cuando se le diese la real gana de bailongos propios.

“ Cantá para mí” , dijo ella de pronto. Y en el mismo impulso voló de las sábanas, volviendo enseguida con el espejo enmarca­do del baño en una mano y la guitarra en la otra.

Y Johnny cantó. Arrugó la frente como si se hiciera cargo de dolores ajenos, ensayó maneras nuevas que el espejo devolvió intactas desde el vientre desnudo donde ella lo apoyaba y luego, una expresión de completa concordia pareció ganarle la intimidad.

‘‘Negro maldito” , murmuró ella estremecida, al ver que él movía la cabeza como si tuviera una hermosa duda. Se trataba de descender o no los dedos sobre el encordado de la guitarra, mien­tras sus músculos irradiaban ese sordo fervor de ios débiles al asentar la espalda contra la aridez del adobe. Al fin, mirando hacia adentro, Johnny comenzó a desgranar sin el menor atisbo de son­risa, las prietas, ininteligibles y lerdas cadencias de No hay fa n ­tasmas. Con una rabia casi manifiesta, intentó hacerle sentir a ella en carne propia aquellas estrofas hundiéndose una a una, como lo había hecho siempre, en aquel rasguido de mortífera melanco­lía traído de los mismos pantanos del M ississip i, prestado un sábado de gloria en el “ Daguerre” por la dulce y quién sabe dón­de anda Tammy, para que él, con sabiduría, lo incorporase como quisiera a sus secretos destinados a enloquecer a las creíbles mu­chachas del “ Chantecler” .

Pero la rubia Dina estaba muy lejos de responder como ellas. En su blanca desnudez, arrodillada y sentada sobre los talones, moviéndose al compás del manantial de Johnny, sosteniendo el espejo y observándole los dientes apenas insinuados en sus filos, sobre todo cuando elevaba el mentón al techo y gemía "ay, ay, ay, fantasma de novela,... sube y no ceses de subir” ya próximo al final, ella alimentaba como nunca la convicción de que había he­

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cho bien en animarlo a renunciar a una vida que, por más que lo intentase, no tendría luz del día.

Pero cuando Johnny hubo terminado, y se quedaron ojo con ojo desde los extremos del catre atravesando blandamente el au­ditorio imaginario, él supo sin palabras de por medio que era inú­til discutir. Que había un tenue algo de estafa en todo aquello y que, también, la empezaba a querer menos.

“ ¿Qué piensan hacer conmigo? ” , dijo, sin esperar respues­ta, dejando lentamente la guitarra a un lado.

Ella tampoco lo sabía. Lo que sí sabía era que, desde el mo­mento en que Johnny había llegado de las barracas y entrado al patio bajo la llovizna, que habían enredado las piernas en el ca­tre y que él había cantado y hecho todo eso sin dedicarle una so­la sonrisa verdadera desde allí hasta aquí, había empezado a flo­recer como una especie de desesperanza.

Durante algún tiempo Johnny anduvo conviviendo con las tor­mentas más crudas del alma y entre otras cosas no tuvo muy claro si aquellos que intentaban conducirlo de la mano hacia el triunfo, lo estaban queriendo como a un hijo menor o como a un caballo de carrera.

Pero al mismo tiempo que juzgaba prudente no andar formu­lándose demasiadas veces la pregunta, que era mejor antes que imprimirle nuevos giros al timón de la existencia seguir al pie de la letra los consejos destinados a convertirlo en el hombre nuevo de Mosquitos, el hecho de que estuviese rematando a golpes de cora­zón un reciente ayer cargado de escenas impecablemente inter­pretadas, le sacudía violentamente los cimientos y no había nada en el horizonte que le hiciera suponer que la vida le iba a resultar menos terrible que antes.

A veces andaba como enloquecido de arrepentimientos. So­bre todo cuando se hacía la noche del sábado y parecían adquirir una latencia de vida objetos como el peine de hueso, las botas re­pujadas bajo el catre o el medallón con el santo de los marineros, prontos como antes a integrarse a las escenas luminosas del “ Chantecler” .

“Te estábamos esperando, guacho” , solía decir María Teresa de Australia, mirando con exagerada ansiedad su relojito dorado.

Y el negro todo de negro y plata, subía a la tarima y cantaba, mientras Tomé Cara de Humo se desplazaba como una liebre entre las mesas, haciéndose la América descargando botellas de su ban­deja de aluminio.

Tales pensamientos lo acompañaban puntualmente a la hora de realizar el trayecto de ida y vuelta a las clases del maestro Di Giorgio. Obraban como una gruesa cáscara de eucaliptus que le hacía vivir hacia adentro e ingeniárselas para no cruzarse en la pla­za con algunos conocidos del quilombo o para no reparar en que el pueblo se iba vaciando por las noches como en los tiempos de la fiebre amarilla.

Sólo en dos oportunidades sus ojos se abrieron a instancias de lo que ocurría afuera y si la tercera es como dicen la vencida, ocu­rrió algún tiempo después, casi sin que se diera cuenta del orden de los números.

La primera ocurrió en el encuentro fortuito con el cura Freire, que volvía de cambiar novelas policiales a la hora de la siesta, cuando aquel le preguntó cómo iban las clases de canto con el maestro.

Johnny se inquietó mucho porque nunca había conversado con el sacerdote en la calle y mientras le contaba que el último ejercicio consistía en aprender a respirar caminando y sin soltar las rabias, no pudo dejar de tironear una y otra vez el medallón que le colgaba del pescuezo durante todo el rato que duró el encuentro.

“ Los santos no se manosean, muchacho” , observó el cura. “ Llegó la hora de que te apoyes en tu propia condición y dejes de andar jodiendo a tu santo por cualquier cosa” .

La segunda vez ocurrió la tarde en que se encaminaba a la casa del maestro para comenzar a cantar melodías con un lápiz de carpintero entre los dientes, después de haber terminado con los ejercicios de respiración.

Si bien a las otras dos maestras de la escuela no las conocía más que de vista, encontrarse de aquel modo con la vieja maestra Erminia le produjo el mismo efecto que sufren algunas personas, cuando luego de no ver por mucho tiempo a un ser querido, se encuentran abruptamente con él encajonado en el medio de un velorio.

Desprevenido por el silencio de la siesta, de narices se dio con el gigantesco operativo militar destinado a aislar el viejo caserón

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donde vivían las tres maestras del pueblo. Acogotados por las cuerdas de los sargentos, los perros flanqueaban al coronel Vale­rio entrando a la casa con la camisa arremangada y la pistola en la mano. Mientras adentro ocurría lo desconocido, un camión tol­dado se abrió paso entre la guardia ceñida que cerraba la calle y atracó de culata frente a los malvones del portón, para que descen­dieran con enloquecida comodidad una decena de hombres que se perdieron entre las plantas del jardín.

Al cabo de un rato, a marcha de trote, emergieron nuevamen­te arreando a las tres mujeres con las cabezas cubiertas. De modo que Johnny no pudo saber cuál era la directora Erminia, organiza­dora de memorables beneficios en la escuela durante los tiempos de la guerra de Corea y en los que, invariablemente, participaba el difunto padre de la rubia Dina empuñando el micrófono plateado de cantar tangos.

El maestro Di Giorgio escuchó de espaldas la narración de Johnny acerca del incidente, mientras ordenaba las partituras sobre la mesa del comedor.

Cuando se dio vuelta, tenía una expresión de severidad que Johnny nunca le había visto. Le dijo, mira muchacho, conozco tu desconcierto y le habló brevemente de los tiempos en que Italia vivía situaciones similares y la forma en que hombres cautos como él habían salido ilesos de un infierno como aquél. Que algo habrían hecho esas mujeres para que les pasara lo que él vio desde la ve­reda de enfrente, dijo, y que eso no debería distraerlo de su trabajo para ocupar algún sitio un día en el Festival de Costa a Costa.

A continuación el viejo le tendió el manuscrito de caracteres gigantescos con la letra de “ Bésame mucho” y luego de dar un taconazo sobre las baldosas, se pusieron a cantar.

Horas después, frente al plato de lentejas de la cena, Johnny rompió el silencio y le comentó a la rubia Dina la forma en que se llevaron a la vieja Erminia de la casa de las maestras.

“ Por algo será” , dijo la rubia sin inmutarse. “ Vos andá sa­biendo que la suerte te está echando una mano, aunque existan co­sas que escuchemos y no entendamos” .

“Yo no lo escuché, mujer” , protestó Johnny. “ Lo vi” .Ella dijo que en realidad no se refería a eso. Estaba pensando

en que no había entendido exactamente qué quiso decir el doctor Fronte esa misma mañana, cuando ella limpiaba de malandras a las macetas florecidas y él salió al patio en calzoncillos, observán­dole la tarea mientras se rascaba la barriga.

“ Dentro de pocos años me vas a agradecer el no tener que andar más de sirvienta por ahí” , le dijo, al tiempo que codiciaba aquel culo abundante que se trasladaba en cuclillas a medida que las plantas iban quedando limpias. “ Pero antes vamos a hacer re­surgir al negro Fénix de las cenizas” .

“ Qué lindo” , había dicho ella, pagándole con una tímida son­risa aquello que tenía todas las trazas de una deferencia.

Sin embargo se quedó sin descifrar el sentido de las palabras, porque el doctor Fronte se fue adentro con la excusa de lavarse la cara antes de que se levantara su mujer.

“ A eso me refería” , dijo la rubia mientras lavaba en el latón los platos de la cena. Pero fue como si hubiese pensado todo en so­ledad, porque Johnny se había ido en silencio al patio y estaba bajo las estrellas, preguntándose si era tan bueno como parecía eso de dejar su destino en manos de los sabios.

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Sesgando el ojo por el agujero de la pared de adobe, Johnny la vio como en la entrada de Dorothy Malone por el costado de la pan­talla del “Daguerre” , cuando en “ Ultimo atardecer” se encami­naba despreocupadamente al establo a llevar un balde de agua para los caballos y se encontró de pronto, allí, sobre la alfalfa, a Kirk Douglas boca arriba en plena traición, desordenándole la blu­sa a su propia hija. Toda una imagen de la normalidad sacudida por el asombro, la rubia Dina, que volvía de limpiar las mugres matinales del doctor Fronte, se detuvo, lenta y atontada, obser­vando, con la misma alarma de Dorothy Malone y de los vecinos, la forma en que los gurises del Nacho se acercaban peligrosamente a los soldados, para enseguida replegarse llorando detrás de las tomateras.

No por miedo, pensaba Johnny con franca admiración detrás del hueco, sino más bien por el tremendo coraje que había que jun­tar para volver a acercarse y putearlos. Las voces eran agudas, fu­ribundas y vivaces. Un vientillo de nervios las traía y las llevaba mezcladas con el humo de leña que barría los techos de paja, y de­notaban una queja dolorida contra la injusticia y a favor del hom­bre ausente.

Hasta ese mediodía de sábado había tenido otra idea de lo que era, en realidad, como persona, el Nacho Silvera. Hasta entonces, aquel gigante saludador no había sido más que un infeliz demasia­do grande para su bicicleta, sin mayores atributos a la vista como para llegar a ser el titiritero espectacular con que había estado amenazando en algunas oportunidades. Durante años, Johnny es­tuvo realmente convencido de que al Nacho el mundo le parecía

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bastante seguro tal como estaba acomodado. Y hasta había dado algunas pruebas de que no le caía mayormente bien eso de que le hablaran de cambiarlo, porque si tal cosa ocurría, daba a entender que nunca más le iba a estar permitido soñar con las cosas impo­sibles.

Con el mate crujiendo entre las manos por la inquietud, el negro Johnny pensaba que así era el Nacho Silvera. Un vendedor de chorizos al pan, predecible como toda la gente sin fortuna, del que cualquier vecino hubiera sospechado, con buen criterio, que sus sueños estaban largamente colmados desde el momento en que instaló en su casa aquella grosería de grabador japonés, un aparato capaz de sacudir las higueras a tres cuadras a la redonda con sus parlantes. Eso. El Nacho parecía no haberle pedido otra cosa a la vida que vender la cantidad suficiente de chorizos, como para poder sentarse con la conciencia tranquila a escuchar durante noches enteras las emisoras del Caribe, sin que nadie de la familia le anduviese jodiendo la paciencia porque faltaran fideos en la olla.

Sin embargo, a pesar del escaso cuidado que había puesto en observarle sus días, tenía algunos destellos que habían logrado del negrazo un respeto sostenido, que se fomentaba a gusto toda vez que anclaba aquel carrocajón humeante de tres ruedas en la vere­da y hacía su pasada nocturna por el “ Chantecler” .

Tal vez porque nunca tuvieron la oportunidad de sacudir los vidrios a solas en una mesa de boliche o porque al choricero le fastidiaban los amargados y los narradores de sentimientos, Joh­nny se las quedó sin conocer el grado de profundidad de aquellos planes en los que, invariablemente, lo incluía con la misma frase teatral, con la misma risa presumida: “ Negro, con tu pinta y con mi coraje, habrá futuro para los dos en este mundo... ”

Pero bastaba la presencia de un tercero impertinente, como la Terelú cuando atravesaba su plañidera existencia en medio de las conversaciones para preguntar una y otra vez si habría sitio para las putas en el cielo, para que el gigante del pedregal se enfurecie­ra y abandonase el mostrador golpeando sus talones en la nuca en dirección a la puerta.

De ese modo, dejándolo para otro encuentro, solía interrumpir su viejo anhelo de recorrer América dando funciones de títeres de calabaza, muñecos de sonrisa franca que contarían la historia de Mosquitos, al parecer cada vez más compleja y tortuosa, a medida que el Nacho fuera sumando las historias robadas de los pueblos que pensaba dejar atrás.

“ ¡El primero será Buenos Aires! ” , gritaba desde la vereda, montado ya en su media bicicleta añadida al carrocajón, un extraño y colorido engendro de la imaginación que escondía en su interior un primus incendiario y una sartén donde crepitaban los chori­zos.

Luego desaparecía, muy rígido en la oscuridad, transitaba un par de horas por las enfardadas calles del pueblo y al fin, se plan­taba frente a la puerta del “ Daguerre” , donde vendía el resto de la mercadería antes de que finalizara la película.

Pero el jueves por la noche el Nacho salió como siempre, pedaleando la pesadumbre del carro lleno y, por alguna razón des­conocida, abandonó el vehículo a un costado de la plaza y desapa­reció del pueblo, privando a la mujer y a los cuatro hijos de una ex­plicación para el abandono.

No obstante, lo que nadie entendió esa noche ni al día siguien­te, fue esclarecido para el caserío el sábado a mediodía. Justo en medio de la espesa deliberación de las cocinas, cuando los puche­ros jadeaban frente a las barrigas de las mujeres y los hombres re­fregaban con ladrillo la suciedad de sus pescuezos, un contingente de soldados armados salió por sorpresa de las barracas y rodeó a grito pelado el rancho de los Silvera.

Luego de pisar la cabeza de varios pollos que se interpusieron en el trillo, los hombres verdes bajaron a patadas la media puerta del frente y a poco, desde su apostadero en la cocina, Johnny los vio entrar y salir casi enseguida con el gigantesco aparato del Na­cho, seguidos en un trote por la mujer que gesticulaba y negaba inútilmente ante los ojos de los guardias.

En el instante en que la rubia Dina oscurecía la puerta y entra­bados soldados hicieron subir a la mujer del choricero en la parte

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trasera de un viejo “ Power wagon” , bajaron luego el toldo y se marcharon por donde habían venido, mientras detrás, los gritos y los terronazos de los gurises arreciaban contra el vehículo.

“ ¿Qué habrá hecho este anormal? ” , preguntó Johnny ha­dando chasquear la dentadura contra el paladar.

Abrillantada por el esfuerzo del repecho, la rubia puso delante de su silla la palangana con agua jabonosa y sumergió allí sus pies enrojecidos. Recién al momento del quejido de alivio, levantó sus ojos azules y reparó en la expresión inquisitiva del negro, compun­gido por todo lo que no alcanzaba a ver claro.

" ¿Qué te pasa?" , dijo ella.“ Cómo qué me pasa. A mí, nada” , dijo Johnny. Hablaba con

voz áspera, pausada. “ No más pregunté que habrá hecho el Na­cho para que le pase todo eso en la casa” .

“ A él no le pasó nada porque se hizo humo. Fue por el aparato japonés. Ese que tiene, que tenía. Dicen que lo compró sólo para escuchar emisoras de onda corta y eso está prohibido” , explicó sombría, con un enigmático rencor envolviendo las palabras. Se guardaba para sí el genuino sentimiento de despojo que acaba­ba de experimentar al trepar el repecho. De hecho, a partir de aquel sábado, se terminaban los atardeceres en que abría la ven­tana de la cocina y recordaba los tiempos en que su padre era un hombre interesante, en que armaba un pasado muy bueno de co­lores mientras preparaba la cena y escuchaba el estruendoso pro­grama de música típica sintonizado tres ranchos más abajo por el gigante del pedregal.

Pero al mismo tiempo estaba la incómoda sensación de ha- ber sido sorprendida en su buena fe, de haber sido víctima de un engaño de baja condición. De que aquel hermoso artefacto que la había embelesado a distancia durante meses, no era, al fin de cuentas, más que un delincuente de seis pilas ostentando sonidos inverosímiles y reflejos luminosos, capaces de hacerle perder el sentido de la realidad a una legión de gitanos.

“ Que se joda entonces... ” , concluyó ella mientras se frotaba vigorosamente los tobillos con una piedra pómez.

“ ¿Cómo que se joda? ” , se sorprendió el negro. “ ¿Qué hay de malo en eso de escuchar emisoras de onda corta? ”

“ ¿Cómo que hay de malo? ” , remedó ella. “ Está mal porque en la onda corta hablan contra el gobierno” .

“ ¿Quiénes hablan? ” , preguntó Johnny, lamentando por pri­mera vez las limitaciones de la pequeña “ spika” de una sola on­da.

“ Ellos, los rusos” , dijo la rubia. Luego sacó los pies de la pa­langana y los calzó mojados en las alpargatas.

A Johnny le vino a la memoria un tambero francés de la Resis­tencia que había visto en el “ Daguerre” . Todas las noches, cuando la familia descansaba, el tipo se iba con el farol al galpón donde dormían las vacas y entre los mazos de forraje, entre el nervio y la impaciencia, conectaba las partes ocultas de un aparato desastro­so, con la esperanza de escuchar la transmisión en clave del desembarco de Normandía.

La noche que emitieron la señal, casi al final de la película, aquel paisano de chaleco y polainas se entregó a una borrachera feliz, hasta que al fin fue sorprendido por los alemanes durmiendo la mona bajo una vaca y con la radio a todo volumen pasando los últimos éxitos musicales en Londres.

El negro no pudo menos que experimentar un profundo sen­timiento de respeto por el choricero fugitivo, porque se le ocurrió que si en lugar del tambero francés hubiese sido el Nacho Silvera el que esperase la señal del desembarco de Normandía, los alema­nes hubiesen pasado aquella granja de largo y sin capturar a nadie, ya que el Nacho, a juzgar por los incidentes de los últimos días, había demostrado ser mucho menos bocabierta que el fran­cés.

De modo que permaneció callado, poblando la cocina con su humanidad desplegada y con los ojos clavados en los pies de ella, los dedos nudosos dibujados por la humedad en la tela de las alpar­gatas.

La rubia echó alcohol al primus con la intención de empezar a cocinar y mientras se enfrascaba en la tarea comentó que era inútil

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que se hubiese escapado porque, tarde o temprano, los milicos lo iban a agarrar fuese donde fuese.

Johnny pensó que la última palabra no había sido dicha y la esperanza le llegó de su misma imaginación desaforada, del re­cuerdo de los franceses marchando entre los barrizales y pasán­doles por arriba a los alemanes.

Cuando salió al patio se quedó largo rato mirando el rancho silenciado de los Silvera. Los gurises no se veían por ninguna par­te. El Nacho debía estar muy lejos ya, en Buenos Aires tal vez. Se lo imaginó intentando convencer a un empresario mal afeitado de que sus títeres eran algo digno de verse en cualquier parte del mundo.

Al fin terminó por patear uno de los tarros vacíos para plantar claveles y se preguntó quiénes serían los franceses en esta his­toria.

Pocos días después del incidente en el rancho de los Silvera, el coronel Werner Valerio se encontraba en su despacho de las barra­cas revisando legajos de vidas íntimas, cuando llegó un oficial de investigaciones a comunicarle que Johnny Sosa, el cantor, había dado, a su entender, el primer mal paso.

El coronel le indicó una silla en el rincón de la sala, junto a la ventana que daba a los eucaliptus, y por un buen rato continuó hurgando en el expediente secreto recién terminado, referido a la persona y las costumbres del sacerdote Bartolomé Freire.

Mientras el otro esperaba con la mirada perdida entre los ár­boles, el coronel continuó en su amarga y siempre renovada refle­xión de que si para algo le estaba sirviendo obrar como militar allí, donde antes lo hacían los civiles, e ra para sorprenderse en grande de la terrorífica distancia que presenta el alma humana, entre su bien trabajada apariencia y sus deformadas profundidades. Quién iba a sospechar, si no, pensaba, que en la biblioteca íntima de un hombre como el cura Freire, lejos de encontrarse un sólo libro que colaborase con la comprensión de la teología o de los fenómenos del espíritu, se hallasen las más variadas lecturas de entreteni­miento que pudiese imaginar en su vida cuartelera.

De una pared a la otra del santo sitio del cura, se extendían, de acuerdo a los sucesivos informes, las viejas ediciones verdes del “ Tit-bits” , las tres versiones apócrifas chilenas de la princesa rusa, los once tomos del diccionario del terror de Vergara Merca­do, la vergonzante apología del carajo del autor del himno nacional e innumerables títulos de evidente valor sentimental, como segu­ramente era “ La reina de la pradera” , primera novela del oeste es­crita en los años veinte por Marcial Lafuente Estefanía.

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“Ya ni en la paz de los sepulcros creo” , dijo con asco el coro­nel Valerio. Cerró el legajo con brusquedad y lo puso en el últi­mo cajón de su escritorio, pensando al mismo tiempo en qué tipo de conducta adoptaría en adelante toda vez que se encontrase con el cura.

Luego permaneció unos instantes observando a través de la ventana la copa de los eucaliptus. Una bandada de cotorras tra­bajaba en medio de febril algarabía en un nido demasiado chico. Al fin el coronel sopleteó su fatiga, bajó los ojos y le preguntó al hombre de la silla qué era eso del mal paso dado por el negro Johnny Sosa.

El sujeto hizo ondular su bigotillo erizado sobre el labio su­perior y se puso de pie, comentando que el cantor que le había tocado en suerte había salido muy temprano de su rancho en el repecho, para afincarse buena parte de la mañana en el bar “ Eus- kalduna” y hacer algunos comentarios extraños ante los parro­quianos.

El coronel puso una expresión indefinida, entre la molestia profunda y cierta demolición interior, y volvió a mirar a las coto­rras. Se dijo que si aquellos pajarracos se las ingeniaban mejor, tal vez podían corregir el error ensanchando el nido hacia los costados y no hacia abajo como lo estaban haciendo.

“ ¿Comentarios extraños? ” preguntó sin dejar de mirar a las alturas. “ ¿Qué comentarios extraños? ”

En realidad, era estrictamente cierto: “ No voy más a lo del viejo Di Giorgio” , fue la frase exacta. La expresó en voz ostensi­blemente alta en el bar “ Euskalduna” , frente a la plaza, mientras echaba unos dedazos de sal a uno de los huevos duros que el vas­co siempre tenía bajo la impecable campana de vidrio, especial­mente dipuestos para los mareos de la primera caña de la mañana.

De los sujetos que estaban acodados en el mostrador, dos mo­renos de pena temprana, un inspector de rutas fastidiado por la ausencia de destino, el tambero Romeo Toss, un casi anciano que marchaba religiosamente todos los miércoles al centro de Mosqui­tos, esperando que fuera ése el día en que su hijo quedara en li­

bertad, o el hombre bajo de bigotito raleado y puntudo, ninguno de ellos prestó en apariencia la menor atención al comentario ni le dijo tampoco a Johnny, esa decisión es cosa suya hermano.

Para el negro, el ideal hubiera sido que todo el pueblo, gen­te de todas las edades, amigos y enemigos, mujeres del quilom­bo y policías conocidos, hubiesen estado allí, apiñados en el de­sierto salón del bar sólo para aprobar lo decidido, pero sin decir na­da al respecto.

“ No voy más a lo del viejo Di Giorgio, vasco” , volvió a repe­tir, contentísimo.

Se le veía a flor de piel la satisfacción de pergeñar, en un mo­mento sin importancia, ese encanto trascendente que sólo lucen aquellos que, en mitad de una caminata hacia ninguna parte o cuando quiebran un palito sin vida o levantan el brazo izquierdo para introducirlo en la manga de un saco a cuadros, largan al buen aire la facultad de ir contra toda exigencia. De decidir, si cuadra, que por más nubes de tormenta que cuelguen desde el cielo sobre una mañana, no va a llover.

El vasco Euskalduna no se sorprendió de que un tipo como Johnny, que jamás había cantado dos canciones iguales, no tuvie­se constancia para nuevos aprendizajes. Lo había visto crecer des­de los tiempos en que era un puñado de chocolate yendo a la escue­la y sabía que sus hábitos de trabajo no habían ido, que él supiera, más allá de vender pollos enjaulados o manzanas juntadas del sue­lo en la feria de la plaza. Por lo menos hasta que dejó de hacerlo y decidió dedicarse a cantar los sábados de noche en el “ Chante- cler” , todo un mérito digno de ser ventilado a los cuatro vientos a juicio del vasco, ya que los honorarios que podía juntar el negro Johnny en aquella lata de dulce de membrillo que acostumbraba disponer al borde de la tarima, eran suficientes como para impedir que algún lengüilla anduviese diciendo por ahí que vivía a costillas de la rubia Dina, su mujer. De ahí que al dueño del bar se le oscu­reció el semblante cuando se enteró de que el negro Johnny Sosa, de la mano del maestro Di Giorgio y otros alcahuetes del coronel Valerio, había abandonado la modestia de aquella vida para emú-

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lar trayectorias como la de Lucho Gatica o Antonio Prieto, con la intención de pellizcar algún triunfo acomodado de antemano en los festivales de Costa a Costa.

“Cantando canciones de segunda mano no va a llegar a nin­gún lado” , había sentenciado el vasco por esos días. “ Al negro Johnny lo van a arruinar y va a terminar cantando como cualquier negro en la banda del cuartel” .

“ Dentro de poco lo vamos a ver de uniforme de fajina carpien­do los jardines de los oficiales” , decían los parroquianos.

“ A esta altura lo veo clarito haciéndole los mandados a la mu­jer del coronel” , decían otros.

“ Un día se va a retobar, lo van a estaquear, lo van a cagar a palos, se le van a quedar con la mujer y ahí sí que se terminó el negro... ” , decía el vasco.

Por eso, al escuchar la frase doblemente repetida de abando­nar las clases de bolero con el viejo Di Giorgio, el vasco Euskal- duna levantó la mirada hacia donde el negro descascaraba la blan­cura de otro huevo y encogió los hombros, tratando de simular una indiferencia que cubriese la esperanza.

“ Se te va a armar lío” , fue lo único que se le ocurrió decir.“ Fue lo único que dijo el vasco del bar” , comentó el oficial de

bigotillos erizados, bajando la voz y observando a través de los vi­drios el escandaloso quehacer de las cotorras.

“ ¿Y el negro qué dijo? ” , preguntó el coronel.“ Nada. No dijo nada. Se rió nomás, le mostró los dientes nue­

vos que le pusimos nosotros y se fue del bar comiendo el huevo duro. Y ahí terminó la cosa, coronel” , dijo el otro, sin dejar de mi­rar afuera. Era evidente que barajaba una idea violenta con res­pecto al eucaliptus, a las cotorras y a la basura de ramas que esta­ban haciendo en el patio de armas.

“ ¿Y usted que piensa de todo eso? ” , siguió preguntando el coronel Valerio.

El otro se sorprendió y trajo rápidamente la mirada al escri­torio.

“ Pienso que está mal, mi coronel” , dijo recomponiéndose en

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la silla. “ Pienso que hay que ser más agradecido con los que hacen algo por uno, porque si un suponer a mí me hubieran regalado los dientes como a ese negro traidor, que buena falta me hacen, so­bre todo los de atrás, yo no tendría vergüenza de andar diciendo donde cuadre que gracias a usted yo puedo mascar galletas y hasta baldosas con esos dientes. Pero usted ya sabe, mi coronel, cómo son estos negros, porque ya le digo: si hubiera sido yo... ”

“ La macana es que usted no sabe cantar” , cortó el coronel.

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Al verlo enmarcado en la entrada, aparecido de pronto como una pésima estatua inoportuna, Tomé Cara de Humo agachó la ca­beza y se entregó a un impulso repentino de sacudir fregones so­bre botellas y charcos de mostrador. Era verdad que le daba ale­gría ver aquella figura enteramente negra, con su robusto meda­llón plateado y su majestuosa soledad. Pero estaba convencido de que si Johnny trasponía el marco y entraba, iba a correr con el te­merario riesgo de los pájaros atraídos por el alpiste y lo que era peor, se convertiría en una de esas excusas que, sábados más acá, o domingos más allá, se estaban esperando para clausurar definiti­vamente al “ Chantecler” . De modo que rogaba que nadie lo hubiese visto todavía, que el muy imbécil reflexionara, diera me­dia vuelta y se perdiera en la noche sin violentar la prohibición que le fue impuesta por los días en que le pusieron los dientes.

Pero la Terelú, por lo pronto, lo había visto.Envuelta en el reboso portugués, con los puños hundidos en

la neblinosa hondonada de sus tetas, dijo friolenta: “ No entres Johnny” . Pero lo dijo igual que Tomé Cara de Humo, a sabiendas de que el “ Chantecler” estaba condenado si entraba, más bien en­viando sus temores al fondo del vermouth servido ante sí y espe­rando que al volver a levantar sus ojazos negros, Johnny Sosa hu­biese desaparecido como por un milagro más del santo de los qui­lombos.

“ Entrá, payaso” , decía malignamente para sí la Celeste, una de las que suponían al negro vendido al bajo precio y metido por propia voluntad bajo el ala del viejo y alcahuetazo maestro Abra- ham Di Giorgio.

“ Quedate donde estás, querido. Volvé a tu casa” , pedía Ma­ría Teresa de Australia, una de las que sabían a Johnny obligado a

trastocar su vida a cambio de alguna secreta amenaza contra el porvenir.

Pero todos, sin excepción, por más que anduviesen repartidos entre dos ideas, mantenían la atención en el par de botas deste­llantes y clavadas en la eternidad, que a decir verdad, no era tanto, sino apenas el instante suficiente como para que el recién llegado inspeccionase el interior del salón, tal como el que intenta, luego de muchos años, observar por dentro la casa de la niñez.

Al fin, con las manos hundidas en los bolsillos, Johnny dio el primer paso y entró. Luego dio el segundo y el tercer paso, se labró un estudiado camino entre las mesas, sacó morosamente del bol­sillo la mano de saludar para aventar el humo de los cigarros y a costa de unos dientes impecables, capaces de infundir terror a la peor tristeza, terminó por regalar una formidable sonrisa para todos.

“Opa, Johnny” , dijo uno de los funcionarios del Correo, se- ' ñalando con picardía, con sólo mover el mentón, la tarima cubierta de diarios viejos, en uno de cuyos vértices aún sobrevivía la lata de dulce de membrillo para los honorarios.

“ No pasa nada, abuelo” , fue el comentario de Johnny mien­tras mascaba una goma invisible. Al llegar al mostrador, se abrió un sitio entre los parroquianos acodados y extendió ante Tomé Cara de Humo sus palmas hacia arriba, imitando esa manera entre amigable y triunfal que había visto en algunas películas donde tra­bajaban negros del Bronx. El otro siguió el juego de mala gana, golpeó aquellas palmas con las suyas dos veces y Johnny se rió abiertamente, de modo que se le veía una increíble y bien alineada doble fila de muelas en el fondo.

“ Qué tal, Tomé. Jast fri enymore, como dijo el otro” , saludó el negro,

“ Eso, Johnny: sabremos cumplir” , dijo el hombre del mostra­dor, sirviéndole una cerveza. La Terelú se acercó un poco más y le apretó el codo con afecto pero sin hacer ningún comentario. La Celeste también se aproximó y al paso dejó caer al lado los fluidos de la perfidia.

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“ ¿El coronel te dio permiso para trasnochar? ” , dijo entre dientes.

“ Gracias, nena. Para mí no eches azúcar” , dijo el negrazo y la olvidó por el resto de la noche. Pero se le hacía evidente que había hostilidad, colores grises, cambios en la noche. Bajó la cer­veza en silencio, y pasó un rato observando las estanterías despo­bladas, la cortina demasiado inmóvil de la trastienda por donde an­tes entraban y salían las mujeres, las mesas más de martes que de sábado y grupos de gente nueva, mestizos del norte. “ Milicos de civil” , se dijo.

“ Se dice que van a cerrar el Chantecler” , dijo en voz baja la Terelú, parpadeando en el escondido reproche que coloreaba las palabras, dando a entender que muchas cosas habían cambiado desde que él se había decidido a abandonar el quilombo para aprender boleros y melodías con el enemigo.

El negro se encogió de hombros, pero sin desprecio. Dijo que no veía por qué el “ Chantecler” se iba a salvar del mismo destino ininteligible de Melías Churi, de la maestra Erminia y las otras, del hijo de Romeo Toss, de quien sabe cuántos otros que se acos­taban de noche y de día no estaban, del aparato japonés y la mujer del Nacho Silvera, por más que se alegraba, dijo, de que el chori­cero se hubiera fugado, burlando seguramente hasta la guardia de la frontera para pedir asilo en algún país ignoto y, desde allí, or­ganizar una buena invasión para rescatar el aparato de onda corta y, si tenía suerte, también a su mujer.

“ No seas guarango” , dijo ella, amarga y ceñuda. “ El Nacho está en Buenos Aires trabajando con los títeres. Y si vos hubieras tenido un poco de cabeza, tendrías que haberte ido con él. Tarde o temprano te van a joder” .

“ Con tu pinta y con mi coraje habrá un sitio para los dos en es­te mundo... ” , dijo Johnny, repitiendo con suavidad la frase que solía decir el choricero cuando divagaba sobre los viajes por Amé­rica.

“ Ahora ya no tiene sentido. Te están vigilando” , dijo ella. Hablaban sin mirarse, codo con codo sobre el mostrador. Cada tan­

to la Terelú metía un dedo en el vermouth casi intocado y luego lo chupaba, logrando con ese gesto infantil quitarse de encima el aire de tragedia que tanto impresionaba a Johnny, desde que la Terelú le recordaba a cierta traición que torturaba durante noches enteras a María Félix por culpa de Pedro Armendáriz, tipo duro como una piedra mexicana, que al final se moría.

“No me importa” , dijo él, sin preocuparse de mirar alrede­dor. Se sentía muy cómodo con el acento fatalista que estaba usan­do, propio de los que están viviendo una situación irreversible lar­gamente esperada. “ ¿Vos te creés que me importa? ” No, Tere, no me importa... ” , volvió a repetir. A continuación le afloró una voz ronca para decir que nadie le iba a hacer cambiar de parecer. Que ellos querían hacer de él lo mismo que intentaron los nazis, cuan­do trataron de convertir a un tosco y pobre paisano de las canteras de Rumania, en un ejemplar perfecto de la raza aria. “ Y a mí no me van a agarrar de elefantillo de Indias.. ” , terminó diciendo Johnny.

“ ¿De dónde diablos sacaste todo eso? ” , siseó la Terelú, aguantando la risa.

“Yo mismo lo vi en una película” , dijo Johnny con la sufi­ciencia de quien ha leído un libro que nadie tiene. “ Era Anthony Quinn en La hora veinticinco” .

“ ¿Quieren hacer lo mismo contigo? ” , preguntó ella.“ No. Pero me quieren convertir en un fenómeno, en un can­

tante de boleros para ganar todos los festivales del verano. Es casi lo mismo” , dijo.

“ Tal vez tengas razón, Johnny” , dijo ella.“ La tengo, claro que la tengo” , dijo él, “ No voy a ser el terne­

ro de dos cabezas de Mosquitos” .Apenas terminó de decirlo le pegó un tingüiñazo a la botella

de cerveza, como para que le respetaran el drama.“ Eso es monstruoso” , dijo ella, pensando en el ternero.“ Pero existen” , dijo el negro. Se quedó un momento en silen­

cio y luego rememoró para la Terelú el único viaje que había hecho con la rubia Dina en su vida. Un mes de abril a Minas, a la fiesta de

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la Virgen del Verdún, una algarabía con venta de velas e indul­gencias, humareda de fritangas, música de órgano y números de rifa en una cómoda zona sagrada donde podía rogarse al cielo a voluntad y al mismo tiempo divertirse en la tierra con timbas, pa­yadas de contrapunto y borracheras. Pero, más que nada, Johnny recordaba la fiesta del Verdún por un viento limpio que soplaba sobre los feligreses y por un par de sujetos con aspecto de predi­cadores de Georgia, que invitaban a gritos a entrar a una carpa chingada y conocer “ los últimos castigos de Dios” . Que en reali­dad no eran más que uno solo. La cuádruple mirada de un ternero embalsamado, con dos cabezas perfectas, encontrado en la Que­brada de los Cuervos y muerto presumiblemente cuando el pobre animal intentaba decidir sobre sus pasos.

“ Un fenómeno de la naturaleza, un castigo de Dios decían los muy hijos de puta” , dijo Johnny. “Y esto es igual, hay gente que lo confunde a uno con un ternero de esos” .

La Terelú vivió un escalofrío, aproximó su pierna caliente a la de él, y le comunicó que lo quería mucho por eso, que siempre ha­bía creído en Johnny Sosa, que algún día todo el pueblo de Mos­quitos se concentraría en un quilombo bien perfumado y adornado con serpentinas y farolitos chinos, sólo para verlo cantar otra vez al mejor estilo de Lou Brakley.

“ El agua estaba clarita y cayó mierda a la cachimba” , dijo Johnny, viendo aparecer como por encanto, al otro extremo del mostrador, entre dos sujetos de cabeza esquilada, a la figura ape­nas descollante del tipo de bigotillos erizados. “ Esta noche quiero cantar” , dijo. “ Traeme la viola, Tere... ”

El casi enano se alisaba un grueso saco de pana azul con una pequeña pluma de cotorra en la solapa y cuando terminó de hablar con los sujetos, encendió un cigarrillo y se sentó en una mesa pró­xima, a esperar.

Parecía ignorar que el negro se encontraba de pie, envarado a pocos metros de él, esperando a que la Terelú trajese la guitarra del aparador de la trastienda. Cuando levantó sus ojos abotona­dos. Johnny ya había pateado a un lado los diarios que cubrían la

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tarima y daba cuatro pasos de ida y vuelta, familiarizándose con el escenario, hasta que la Terelú volvió con el instrumento.

‘Estás loco, mi negro” , dijo ella con los ojos brillantes. El negro Johnny pensó que la bruñida “ Black Diamond” era una buena guitarra, que la Terelú era una linda mujer y que el “ Chan- tecler” era el mejor quilombo del país. Antes de volver a su sitio en el mostrador, ella aprisionó levemente su cara de ébano con las dos manos, lo besó, le conoció los dientes con su lengua nutrida y Johnny gozó en un instante de la intensidad de aquellos pobres aromas nocturnos que le limpiaban el alma.

Cuando estuvo listo, se dio vuelta hacia el auditorio. A una cuadra de distancia los perros del barrio oscuro levantaron las ore­jas ante al aplauso cerrado que nació detrás de la mortecina luz ro­ja del “ Chantecler” . Cuando escucharon el denso rasguido de la “ Black Diamond” , volvieron a reclinar sus cabezas en la tierra porque sabían de qué se trataba.

“ Tendrías que ver esto, Dina” , pensó el negrazo, decidiendo que no principiaría la actuación ni con Melancolía sobre tus ro­dillas, ni con Soledad de diablo loco, ni tampoco cantaría en aquel idioma que sólo él conocía y que sin embargo, todos lo que vivieron sus mejores épocas sobre la tarima entendían sin necesidad de las leyendas en español que tenían las películas.

“ Es una vieja canción de mis primeros tiempos y que tal vez alguno de ustedes conoció en la versión de Tony Rovira” , explicó Johnny, mientras afinaba las cuerdas con levedad. Luego pasó la lengua por los labios y dedicó una inexpresiva mirada a la mesa donde estaban los dos sujetos y el casi enano con su saco de pana azul.

“ Se trata de Mata Hari de domingo y dice así... ” , dijo y des­cargó una escalera de sonidos graves y alámbricos, tan buenos pobladores del ambiente que a nadie se le hubiese ocurrido sus­tituirlos, como hacían otros cantantes, con el aparatoso y degrada­do preámbulo de una batería.

“ Da gusto verlo” , dijo María Teresa de Australia, comién­dose las uñas desde la falda de un empleado del Correo.

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“Tiene genio, el negro, la linda desfachatez de los cara­duras” , dijo filosóficamente el hombre que pesaba las cartas, co­menzando como todos a disfrutar de aquel zamarreo de rodillas que lograba que las estrofas saliesen de la bocaza de Johnny, tal como si un ángel interior se las separase en sílabas antes de sol­tarlas a la noche: “ De-bes darte por ven-ci-da/ si me quie-res a-tra-paaar/ sal-e ya de mi ca-minooo, / no soy co-mo los de- m aaas... ” Cuando la frase descendió al silencio absoluto para dar paso al estribillo, Johnny aplicó la mano abierta sobre las cuerdas y completó el vacío cerrando los ojos un instante. Sabía que al abrirlos, si los dirigía a las mujeres, podía reeditar el her­moso fenómeno que había observado en algunas pioneras del Oeste, cuando tras cruzar el desierto, levantaban sus miradas he­roicas y se cargaban de deseos de parir al avizorar las primeras poblaciones de California,

Sin embargo, no recurrió a esa artimaña. Con una sonrisa im­pecable, la constelación de Orion aparecida fugazmente entre dos nubes, levantó los párpados y clavó sus ojos en el hombre de bi- gotillos erizados para seguir cantando: “ Mata Hari de domin- gooo... / donde cre-es tu que vaaas... / pa-ra andar te fal-ta esti- looo... / y destino para llegaaar..."

El casi enano enarcó una ceja. No le gustaba que le dedicaran canciones y menos un negro traidor que se estaba burlando de la buena voluntad del coronel Valerio y de todas las enseñanzas del maestro Di Giorgio destinadas a hacer de él un ejemplo para los artistas nacidos bien de abajo. Uno de los sujetos vació la ginebra de un tirón y se levantó con suavidad, saliendo con la cabeza gacha entre la gente, como si no quisiera molestar.

Johnny descargó un nervioso temblor sobre el acorde final y repitió con irónica ternura: “ No me in-quieta co-nocerte/ tu-no- -sa-bes-quién-soy... yoooo” , hasta que se apagó mientras los aplausos le acentuaban la brillantina del rostro.

Con paso ágil, entre los comentarios alegres y el ruido de los vasos, descendió del escenario y se aproximó a la Terelú que llora­ba abiertamente sobre sus brazos apoyados en el mostrador.

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El negro Johnny le apretó el hombro, simuló que la calmaba, que ponderaba la mejor forma de darle calor humano, esperanza de que todo iba a salir bien. Pero como ella dramatizaba demasia­do, sacó el pañuelo, se cubrió con él la boca durante un instante y luego hizo un húmedo montón que puso entre las manos de ella.

“ Cuidame esta sonrisa hasta que vuelva” , dijo con suavidad, antes de desaparecer en la trastienda con la guitarra en la mano y el corazón acelerado.

Tal como lo había sospechado, al trasponer la cortina de tra­pos Johnny se encontró cara a cara con el hombre que había aban­donado la mesa poco antes del final de la canción.

Estaba solo, tenía una mano puesta en la cintura y la otra ex­tendida en el aire, como si perteneciera a un brazo de madera difí­cil de bajar.

“ Perdiste, hermano” , dijo el tipo de cabeza esquilada. “ El coronel quiere la guitarra y los dientes” .

A Johnny se le secó la garganta y sintió miedo. A sus espaldas las conversaciones volvían a tomar la consistencia gris y neblinosa de los sitios condenados, de modo que se decidió impulsivamente y le extendió la guitarra.

No fue un forcejeo. Pero el cabeza esquilada no esperaba que el negro intentase retenerla un segundo en el cambio de manos, una resignada advertencia de lo inapreciable de aquella entrega, ni menos aún se iba a imaginar que un acorralado le dedicaría, precisamente en ese instante, una sonrisa cuajada entre el nervio y la tristeza.

El pelado, sencillamente, se desconcertó. A decir verdad, la mueca de tenebroso vacío que estaba viendo, de labios entreabier­tos como una cueva, en nada se asemejaba al gesto universal de los felices.

“ ¿Y los dientes? ’ ’, dijo incrédulo, con la expresión infantil del que ha vivido una noche de ilusión en uno de esos circos brasi­leros.

Johnny encogió los hombros y al sentirlo muy distante, al comprenderlo tieso y aferrado con las dos manos al brazo de la

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“ Black Diamond” , pasó a su lado con la espalda encorvada. Y como si no hubiera problemas de ninguna especie, apenas con un lejano recuerdo para Lou Brakley cuando se despidió de su madre apretando bajo el brazo aquel famoso libro sobre la búsqueda cien­tífica del rostro de Jesús y se metió en el baño de su casa de Illi­nois, Johnny se encaminó sin ruido a los meaderos del patio. Una vez adentro, cerró la puerta pintada a la cal con la aldaba que había hecho instalar la Terelú para que los hombres no molestasen a las mujeres.

En ese instante fue que aparecieron el casi enano y el otro. Se enfurecieron entre ellos, recrearon la temible impotencia de los allanamientos frustrados y se enrostraron a gritos desobediencias y diferencias de grado. Al fin, con todos los defectos a la vista, se pusieron de acuerdo y al grito de que había que encontrar aquellos dientes carísimos del negro, los tres estuvieron un buen rato re­ventando a fuerza de hombros la puerta blanca del baño.

Cuando pudieron entrar con el de bigotillos erizados prome­tiendo a Dios que iba a cagar a tiros al negro allí mismo, sobre la taza de la necesidad, sólo encontraron el tibio olor del amoníaco sin dueño, cada vez más tenue a medida que se fugaba por la ventana abierta del meadero.

Para entonces, bajo un cielo negro y sin estrellas, donde sólo un menguante de la luna brillaba con cierta humanidad, el negro Johnny estaba sorprendentemente lejos. Corría como un enloque­cido, boleándose una y otra vez sobre los alambrados o volando tortuosamente sobre chacras interminables, respirando la madru­gada a todo lo que le daban sus piernas hechas para bailar.

Y por más que se alejaba de Mosquitos a campo traviesa sin haber tomado la precaución de averiguar dónde diablos quedaba la frontera que había cruzado el Nacho Silvera, igual, en medio del resuello y los escozores viscosos de la disparada, se dio el placer de dibujar una sonrisa más bien oscura pensando que por primera vez en su vida, por más que no hubiera esperanza de festejarlo, y por una noche al menos, el ternero de dos cabezas los había jodido, bien, pero bien jodido.

Se terminó de imprimir en prisma ltda., gaboto 1582, Montevideo en el mes de junio de 1991. Edición hecha al amparo del art. 79

de la ley 13. 349 (Comisión del Papel) D. L. 241. 014/91

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