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Gladys Ambort es doaora en Uteratura comparada par la
Universidad de Ginebra.
Klaus Theweleit y el fascismo en Alemania
G/adys Ambort
TEMAS
Si es cierto que todo proceso histórico es enjuiciado desde las perspectivas propias
de las generaciones que lo heredan, con mayor razón, cuando los acontecimientos fueron
dramáticos, a veces vergonzosos para la imagen de un pueblo, los jóvenes reaccionan
contra los mayores que, habiendo sido sus protagonistas directos, se niegan a asumir
los, tienden a eludirlos e incluso a reprimirlos. Es sin duda lo que aconteció en Alemania
en los años inmediatamente posteriores al período negro del nazismo, durante el cual muy
pocos alemanes hubieran podido reivindicar una actitud, si no de resistencia, por lo menos
de no apoyo, participación o compromiso con la política de exterminio que lideró Hitler.
Mientras quienes contribuyeron a crear esta historia prefirieron vivir como si tales hechos
no hubiesen ocurrido, la nueva generación reaccionó acusándolos por su responsabilidad
ante ellos. En los círculos académicos, esta generación observó y analizó el pasado nazi
desde las teorías de Marx y Freud en sus formas más variadas. Los jóvenes comenzaron a
construirse una nueva identidad y a establecer una nueva memoria histórica basada en la
recuperación de la herencia antifascista alemana plasmada en obras de antes de la guerra,
tales como las de Ernst Bloch, Walter Benjamín, Theodor Adorno, Max Horkheimer o
Herbert Marcuse. Dotados de estas teorías, sostuvieron que el fantasma del fascismo toda
vía estaba presente en la cultura alemana y que resultaba del carácter autoritario de la
misma. Es decir que la situación política no había sido más que una manifestación de ese
fantasma que, aun cuando ya no aparente, seguía representando una amenaza real en el
presente. Los jóvenes de fines de los sesenta y de los setenta tildaban a sus padres, edu
cados bajo el Reich, de autoritarios, y criticaban su resentimiento y su disciplina basada
en una estricta obediencia; les reprochaban sus actitudes antidemocráticas y su intoleran
cia social. Consideraban que la base psicológica del fascismo era el autoritarismo en la
familia, en la estructura del carácter, en la educación y en la política conservadora. Cri
ticaban la universidad por sus características conservadoras y jerárquicas, y los lugares
de trabajo por su estructura altamente estratificada. Como consecuencia de esta nueva
manera de concebir al fascismo, los jóvenes comenzaron un movimiento anti-autoritario,
y se concentraron en la política de la vida cotidiana. Fue un movimiento que identificó
la política con la psicología, y que consideró que el fascismo debía ser atacado en su base,
es decir, en la forma en que se educaba a los niños.
Es en este contexto que surge el trabajo del escritor y crítico cultural alemán Klaus
Theweleit, nacido en 1942 en Prusia Oriental. Como él mismo dice, sus primeras lecciones
sobre el fascismo fueron prácticas, y provinieron de las abundant~s y brutales palizas que
le había dado su padre de pequeño, con la mejor intención del mundo, en un contexto social
en el que se consideraba que la educación de los niños debía basarse en el rigor y el cas
tigo. Su tesis, centrada en torno a la narrativa del inconsciente fascista, fue publicada en dos
volúmenes en Alemania en 1977, y se transformó en un best-seller. Su obra se situó en des
acuerdo con muchas de las teorías acerca del fascismo en Alemania Occidental en la década
anterior, y marcó profundamente a la nueva izquierda alemana posterior a 1968. Theweleit
abandona la tesis de la autoridad paternal como origen exclusivo del fascismo y de la atrac
ción que éste ejercía sobre las masas debido a la violencia sobre la que estaba basado. Según
el autor, esta atracción se debería al odio y al miedo que provoca todo lo referente a lo feme
nino. Además, contrariamente a muchas corrientes marxistas que considerarían el fascismo
como algo que encubre otra realidad, tal como el capitalismo (el fascismo habría sido un
fenómeno instrumentado para preservarlo), el resultado de la lucha por los intereses de clase
o la estructura social, Theweleit considera que el fascismo es la creación de una cultura por
quienes la componen y en beneficio de ellos. La investigación del autor está basada en 250
novelas y memorias escritas durante los años veinte, en la Alemania posterior a la Primera
Guerra Mundial, por hombres que formaban parte de los Freikmps (escuadrones de la muerte
de la extrema derecha paramilitar, entre cuyas acciones se cuenta el aplastamiento de las
insunecciones comunistas de 1919-1920 ordenado por el gobierno socialista de Friedrich
Ebert). En su análisis de esta literatura, Theweleit haría hablar al inconsciente de los solda
dos alemanes descodificando el lenguaje que éstos eligieron para expresar socialmente sus
deseos y sus miedos (Theweleit, 6). Pero ulteriormente, aun sin negar diferencias innega
bles, el autor asimila las fantasías de violencia de esos grupos fascistas a las de todos los
alemanes que, en masa, participaron en el programa de dominación nazi, o que por lo menos
lo apoyaron (ídem, 347). Si bien el vínculo que Theweleit establece entre los Freikorps y
los nazis plantea numerosas controversias, razones de espacio nos impiden profundizar la
polémica. A continuación presentamos nuestro análisis de Fantasías masculinas, volu
men 2 de la tesis del autor.
FANTASIAS MASCULINAS
La relacion madre-hijo como origen del fascismo
Theweleit considera que el fenómeno del fascismo es la expresión inmediata del deseo
de los individuos. A partir de una hipótesis basada fundamentalmente en el principio del
deseo como fuerza productora de realidad (Theweleit, 349), es decir, como fuerza produc
tora de toda forma de existencia social (ídem, 417), el autor atribuye el fascismo a las carac
terísticas represivas del conjunto de la sociedad masculina y militar en la que crecieron
las generaciones, tanto en Alemania como en el resto de Europa, durante los 150 años que
lo precedieron. La creación de individuos fascistas provendría de la relación madre-hijo,
fuente principal de todos los terrores que los mismos experimentaron durante su prima infan
cia, a los que se sumaron los efectos de una educación intensamente represiva. La construc
ción del yo como representación mental de los límites corporales del individuo estaría deter
minada, antes que nada, por la relación de éste con su madre, y su participación social sería
sólo un resultado de la misma. Simbiótica en su origen, esta relación no se habría resuelto
correctamente como consecuencia, ya sea de malos tratos, ya sea de un exceso de estímu
los por parte de la madre. El individuo fascista no habría logrado delimitar mentalmente las
fronteras de su cuerpo con respecto a las del cuerpo de su madre, y su deseo, inicialmente
dirigido a ésta, en vez de dirigirse hacia otros objetos -cosas, actividades y gente-, habría
quedado encarcelado en su interior. El deseo construiría a partir de entonces su propia
TEMAS
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realidad, el cuerpo construiría el mundo a su imagen, según sus propias necesidades deter
minadas por la forma en que el mismo se creó. Por consiguiente, la amenaza que para el
individuo representa su propio interior se proyecta en la amenaza que representa la acción
incontrolada del mundo exterior (ídem, 40) y despierta en él la necesidad de integrarse en
formaciones totalitarias, organizadas en un espíritu de bloque unitario, en las que desapa
rece toda diferencia individual (ídem, 75). Sólo el formar parte de esas formaciones le per
mitiría al individuo fascista sentirse entero y seguro. La fusión del hombre en formaciones
totalidad sería el resultado de su deseo de escapar a relaciones simbióticas, y particularmente
a la feminidad, es decir, a todo aquello identificable con su propio interior.
El miedo y el rechazo de la feminidad provendrían del temor que tienen a la desinte
gración de sus fronteras corporales. Al sentir el deseo que despierta una mujer, el hombre
se sentiría amenazado por la ruptura de sus diques internos y presa del temor de que su inte
rior se disuelva. Por lo cual, incapaces de reprimir ese deseo, también serían incapaces de
experimentar placer. El deseo entonces, no sería reprimido, sino canalizado de otra manera,
y expulsado en explosiones violentas. El origen de la atracción que el fascismo ejerció sobre
las masas habría sido la negación por parte de éstas a renunciar a un deseo que, en la socie
dad masculina arbitraria, represiva y coercitiva de aquellos tiempos, permanecía muerto en
las entrañas de los individuos (ídem, 189). El fenómeno del fascismo sería, por lo tanto, el
resultado de la liberación de su deseo a través de la agresión y la destrucción, como un deseo
irresistible de crear y preservar su propio yo. Los seres que lo instigan no lograrían estable
cer relaciones como un ser entero con otro ser entero, sino que buscarían permanentemente
una relación con la mitad que les falta. Pero esta relación estaría determinada por un espí
ritu de revancha que transformaría «la simbiosis artificial y violenta ... en una relación de
dominación» (ídem, 216), y la formación de bloques totalitarios habría sido la institución
idónea para canalizarlo. A través de la dominación, el individuo intentaría rescatar la tota
lidad y la integridad de su cuerpo que siente amenazado por todo conflicto, toda diferencia,
todo movimiento en el que se manifieste la multiplicidad de los instintos. La única forma
de conservar la totalidad de su propio cuerpo y de protegerse del terror que provoca el
placer inherente a la unión con el otro es dominándolo. Al no poder relacionarse con el otro
como con un igual a él mismo, el hombre de mentalidad fascista necesita dominarlo o hacerlo
desaparecer. El acto de matar sería la máxima expresión de su deseo (ídem, 380). «Dentro
del grupo fascista, todos los elementos están unificados en una formación jerárquica; fuera
de él, sea lo que fuera que resiste incorporación es rechazado o matado» (ídem, 125). En
tiempo de guerra, el individuo fascista mata, en tiempos de paz oprime a los niños, a las
mujeres, a las clases más bajas y a los judíos entre otros (ídem, 92-94).
Las formaciones-totalidad y la identidad: Un ego externo al sujeto
La sensación de integridad física del individuo fascista estaría asegurada por su parti
cipación en unidades organizadas jerárquicamente. Dentro de estas máquinas-totalidad, que
van desde la familia hasta el ejército, los individuos podrían fusionarse en tanto componen
tes ocupando una posición prescripta y cumpliendo una función específica entre tantas otras
partes, lo cual lo privaría de su multiplicidad funcional, es decir, de pensar, sentir y ver en
innumerables combinaciones posibles (ídem, 153). La vida instintiva del individuo estaría
así controlada y sería transformada en una dinámica de funciones regularizadas, lo cual le
permitiría huir de la relación maternal originaria y de cualquier relación con una mujer que
lo amenaza con hacerle revivir aquella unión simbiótica (ídem, 221). Una educación rígida,
basada principalmente en el castigo físico como método de aprendizaje y persuasión, impon
dría a los individuos fascistas una noción de sus límites corporales y les permitiría la
construcción de un «ego», es decir, la emergencia de «un tipo psíquico capaz de funcionar
socialmente ... » (ídem, 213). Sin embargo, el «ego» que producen dichos procesos educa
tivos no debería entenderse como una agencia psíquica perteneciente al individuo, sino como
«un ego social, un músculo -una armadura que se adquiere simplemente, se incorpora dolo
rosamente y se funde en el individuo» (ídem, 222). Las diferentes corazas que el individuo
adoptaría al formar parte de la familia, la escuela, la nación, la tropa, el partido, la empresa,
o de cualquier otra formación social u organizativa que funciona como una «totalidad», le
permitirían emerger con la ilusión de un ego nuevo gracias a un entrenamiento severo y a
la utilización de métodos coercitivos y dolorosos. Este ego, caracterizado por una extrema
fragilidad y por su dependencia en apoyos externos, sólo podría sobrevivir como parte inte
grante de estas formaciones que le garantizan el mantenimiento de sus límites (ibíd.). Si
éstas se desmoronan, el ego a su vez se desintegra dejándolo expuesto a los miedos de su
realidad interna, y la agresión y la violencia se transformarían en su única manera de res
catarse a sí mismo (ídem, 225). Lo dicho anteriormente implicaría que el sujeto podría con
servar una autonomía total con respecto a las instituciones. Según el autor, el individuo
debería someterse a ellas sólo después de su emergencia como sujeto. Las diferentes capas
que constituyen la identidad estarían supliendo carencias estructurales ptimordiales, y serían
el reflejo de la estructura psíquica de los individuos que las componen, pero no hay refe
rencia alguna a la forma en que la estructura psíquica reflejaría, a su vez, el funcionamiento
de esas instituciones.
Las instituciones y el deseo
Las máquinas-totalidad serían la antítesis de la máquina del deseo, a cuyos princi
pios renuncian quienes sucumben a las primeras. Éstas permitirían al individuo fascista
mantener a la gente alrededor suyo dentro de estructuras ordenadas, y le impediría sen
til·se amenazado por movimientos imposibles de controlar. Como medida preventiva con
tra las acciones externas, el fascista mantendría a la gente «dentro de límites que de última
pueden ser igualados con las fronteras de su propio ego» (ídem, 235). Sometería a la gente
que domina con los mismos medios que utiliza para encarcelar su propio interior. Trataría
a los otros como trata a sus propios deseos, es decir, encausándolos, encarcelándolos y
matándolos (ídem, 237). Las máquinas del deseo, en cambio, permitirían la actuación de la
multiplicidad humana que puede relacionarse o separarse y funcionar en cualquier lado,
movilizada por el deseo que fluye libremente permitiendo infinidad de asociaciones nue
vas, buscando conexiones accesibles, pasajes abiertos, espacios imprevistos, flujos pode
rosos (ídem, 198). Esta idea evoca un ser perfectamente autónomo, creado independiente
mente de cualquier institución social, sin ninguna pertenencia socio-cultural, capaz de crear
una valorización de los objetos sin ningún parámetro otro que el de su propia psiquis (véase
Bourdieu, en Rabouin, 30). Además, permite considerar que el deseo sería capaz de actuar
en su estado puro, sin previo proceso de socialización. Sin embargo, el mismo análisis del
autor sugiere que, si bien las instituciones que fueron creando los alemanes desde un siglo
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ml
antes de la guerra mundial pueden responder a sus necesidades de supervivencia y serían
por lo tanto un reflejo de sí mismos, es decir, de carácter absolutista, unitario y excluyente,
las instituciones a su vez los modelan en función de sus propios imperativos. Estas insti
tuciones, a semejanza de los seres que las componen, cuyo ego se mantiene en estado de
fragmentación, serían incapaces de abrirse, relacionarse, realizar intercambios y enrique
cerse con el mundo de objetos externos que las rodea. Si bien los individuos necesitarían
acudir a ellas para su mantenimiento, las instituciones a su vez, para existir, también preci
sarían transformar a aquéllos en dispositivos de su gran totalidad. No sólo sería posible esta
blecer una relación entre las instituciones que los individuos crearon y aquellas que los cre
aron a ellos previamente, sino que se estaría en presencia de una reproducción de los
individuos por parte de las instituciones. En ellas, dice el autor, cada vez que el individuo
experimenta la necesidad de expresiones o acciones placenteras, recibiría a cambio un cas
tigo. Es así como guardaría en su interior sus sentimientos y deseos como una masa muerta,
como vida muerta; el cuerpo sería el único lugar donde se permite su existencia. Cada deseo
o sentimiento sería transformado en una percepción muy clara: cada deseo que surge del
interior del individuo quedaría codificado con una sensación de dolor (Theweleit, 150). En
su metabolismo dentro del organismo social, el deseo se transforma en dolor.
En efecto, Theweleit explica que sólo al ir superando el dolor que estas institucio
nes-máquina-totalidad le prodigan al principio, el individuo fascista se iría transformando
en un componente de ellas; «ya no las percibe como funcionando en una dirección por
encima de él. Una vez que la máquina ya no es externa a él y él mismo ya no es su víctima,
la máquina comienza a protegerlo» (ídem, 148). La máquina-totalidad protege al individuo
sólo después de haberlo hecho operacional. El individuo inacabado encontraría en el inte
rior de estas formaciones-máquina-totalidad la mitad que le faltaría para obtener su propia
«totalidad». Pero si bien la fusión en instituciones totalitarias le permitiría huir de relacio
nes simbióticas, esto no ocurriría sin ser previamente incorporado, tallado y transformado
en un componente suplementario de la gran máquina. En este sentido, las instituciones fas
cistas podrían ser «comprendidas como una categoría de las propias necesidades físicas
de la gente» (ídem, 198), sólo si se considerara que esas necesidades se fueron organizando
en torno a imperativos institucionales anteriores a la ascensión del fascismo.
La relacion madre-hijo: origen de la sociedad institucionalizada
Pero el autor afirma que, al incorporarse a las máquinas-totalidad, el individuo renun
ciaría al poder de la creación por el poder de la dominación, alternativa que supondría, una
vez más, que el individuo pudiera primero nacer socialmente de manera autónoma, inde
pendientemente de toda institución, incluso de la de la familia, dependiente sólo de la rela
ción con su madre, considerada como una relación de orden natural, independiente del
mundo institucional en su conjunto. Sólo ulteriormente podría elegir, con la misma autono
mía, qué tipo de institución va a crear. En efecto, Theweleit pareciera conferir a la rela
ción madre-hijo el papel de ente fundador de la sociedad instituida. Si bien considera que
los instintos de los individuos fascistas habrían sido modelados por la cultura del capita
lismo patriarcal de los siglos XIX y xx, esto habría sido consecuencia de su propia necesi
dad de fundirse dentro de las máquinas totalidad a fin de crear una armadura alrededor de
su cuerpo para evitar la amenaza que esos mismos instintos representaban en su interior al
haber quedado atrapados en una relación simbiótica con la madre. La forma en que el autor
presenta a las instituciones alemanas sugiere una disociación entre ellas, como si ellas
fueran el resultado de la creación por parte de los individuos para mantener un ego frag
mentado por los malos tratos recibidos de la madre en el seno de la familia-totalidad. Esta
última sería una forma diferente, si bien complementaria, de las entidades sociales que,
luego, sucediéndose en el tiempo, actuarían como formadoras del ego de quienes no logra
ron resolver la primera relación con su madre. Ésta no sólo jugaría un papel fundamental
en la educación del niño, sino que también sería el pilar fundamental de la familia. Si bien
en la sociedad patriarcal el padre representa la ley y significa lo que está permitido y lo que
no, establece lo que se debe hacer y sanciona cuando no se lo hace, la figura del padre en
la sociedad alemana era «más o menos inexistente» en la representación del niño (Thewe
leit, 213). Sería dable pensar por lo tanto, que éste se representaba igualmente a la madre,
no sólo como la ejecutora principal de los malos tratos, sino como su responsable directa,
representación a la que el autor no parece escapar.
La madre y su hijo: la relacion de dominacion por excelencia
Al considerar la relación madre-hijo escindida del entorno social, Theweleit le atri
buye la fuente de todos los males sociales. Subraya «la importancia de la madre ... , el carác
ter crucial de la influencia materna sobre los hijos ... que no pudieron sino apresurarse a
incorporarse en las mortales micromáquinas del fascismo» (ídem, 384). La relación de
poder por excelencia, la relación que prevalece por encima de cualquier otro tipo de domi
nación, sería la relación que la madre puede establecer con su hijo. La madre tendría dere
cho de vida o muerte sobre su hijo, no sólo física sino, fundamentalmente, psicológica y
moral, y constituye, por lo tanto, la fuente de toda la psicopatología característica del
fascismo. Según esta tesis , la función que cumple la madre con su niño pareciera derivar
exclusivamente de su relación biológica con él, y negaría la significación que se le da a la
maternidad en cada época de la historia social. En efecto, atribuirle a las mujeres un papel
fundamental en la creación de seres no fascistas y destacar la importancia fundamental de
«la relación madre-hijo (como) base para una percepción revolucionaria de mujeres como
productoras de seres humanos no asesinos» (ibíd.), implica conservar la misma tenden
cia que comenzó a desarrollarse hacia la segunda mitad del siglo xvm, a sostener que había
una esencia maternal, basada en un instinto que toda mujer llevaba dentro de sí (véase
Badinter). Esta concepción permitió transformar a la mujer en responsable vitalicia e indis
cutida del destino de la humanidad.
A plincipios del siglo XIX, existía un paralelo entre el papel que se le atribuía a la madre
y la forma en que ésta debía asumirlo como una entrega total de sí misma. Según la inves
tigación de la filósofa francesa Badinter, sólo a partir de entonces el niño adquirió mucha
importancia en el seno de la familia, y con él, el destino de madre y educadora de la esposa.
Educar a un niño en función del papel que debe jugar la madre, por un lado, y lograr de él
resultados bien precisos y determinados, por el otro, redunda en malos tratos. Para una
madre, asumir su nuevo papel implica pensar que el niño es su obra, y como tal, debe ser
perfecta, y pe1fecta como ella lo entiende. Tanto porque es su obra y, a través de ella, obtiene
valoración en la sociedad, dignidad y respeto, como porque el construir esa obra le otorga
la satisfacción de cumplir su deber a la pe1fección, necesita imperiosamente que la fuente
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de esa satisfacción se perpetúe. Si el discurso en torno a su papel en la sociedad y a lo que
se espera de ella está sólidamente anclado en la mujer que se identifica con la maternidad,
mientras mayor sea el sacrificio, mayor será la estima que llegará a tener de sí misma. Es
así que el altruismo puede tener una contrapartida absorvente y dominadora: el amor des
bordante, la devoción que implica ser madre y esposa se pueden transformar a menudo en
una tiranía. Pero su tiranía no puede dejar de evocar la otra tiranía: el poder sobre las muje
res y la desigualdad con la que se las educaba con respecto al hombre.
La maternidad como base de la identidad femenina
Theweleit afirma que dentro de las instituciones totalitarias, cada vez que el individuo
experimentaba la necesidad de expresiones o acciones placenteras, recibía a cambio un cas
tigo, con lo que sus sentimientos y deseos habrían quedado reprimidos en su interior como
una masa muerta. Cada deseo o sentimiento quedaría grabado como una percepción muy
clara: cada deseo que surge del interior del individuo quedaría codificado con una sensa
ción de dolor. Paulatinamente, el individuo recibe el castigo y la severidad con los que se
ha reprimido su deseo de placer como experiencia de satisfacción (Theweleit, 150). Pero
también la niña, a la que durante toda su infancia se le reprimió toda forma de expresión
diferente de aquella encausada a hacer de ella una buena madre y una esposa dócil, puede
reemplazar su búsqueda de placer por la satisfacción que produce el cumplimiento de su
deber, aun cuando éste duela.
El celo con el que la madre cumple con su deber podría explicar que el niño se sintiera
inundado «por la intermitente o a veces constante e intensa estimulación emocional de una
madre» (ídem, 212). Pero también se podría concebir que la madre se sienta inundada por
las necesidades del niño, debido a su total dependencia con respecto a su hijo, ya que, estric
tamente hablando, sólo se puede ser madre si se tiene un hijo. En este sentido, cuando se
dice que la necesidad del niño por su madre es absoluta, y la de la madre por el niño es rela
tiva, sólo sería cierto cuando se habla de necesidades que en el niño no están disociadas. Es
decir, mientras el niño no distingue entre las acciones maternas destinadas a ayudarlo a libe
rar sus tensiones físicas o a satisfacer su hambre y aquellas prodigadas en forma de caricias
o afecto. La madre, en cambio, puede prescindir de su niño para satisfacer sus necesida
des físicas elementales, pero no necesariamente para sobrevivir psíquicamente. En otros
términos, el niño puede convertirse en receptor principal del deseo de la madre, en cuyo
caso la necesidad que tiene ésta de su hijo se transformaría en absoluta. Al considerar la
dependencia total entre madre y niño, entonces, no incluimos a la mujer en su totalidad,
sino sólo a la parte que ésta dedica a su papel de madre. Si los hijos son la razón de vivir de
la mujer entonces, es porque ésta, al sólo ser madre, sólo existe en relación a sus hijos. Esto
llevaría a pensar en términos de identidad, es decir, de una relación en la que la base fun
damental de la identidad de la mujer reside en su maternidad. Al dedicarse exclusiva
mente a su hijo, la madre está depositando en él la estructura de su identidad. El niño puede
convertirse en receptor principal de la energía y del deseo de la mujer que lo procreó, sólo
cuando ésta, en su vida, lo tiene a él como principal fuente de identidad. Es decir, cuando
sólo es madre, cuando cualquier otra actividad como mujer y como ser humano le resulta
impensable, y cuando por consiguiente la necesidad de sus hijos para colmar su totalidad
como ser se transforma en absoluta. Si el principal papel de la mujer consiste en ser madre,
el niño se transforma en su fuente, única, sino de placer, por lo menos de satisfacción. De
esta manera, el niño queda ligado a la madre como una función de ella. La vida del niño
es indispensable para la subsistencia de la madre que, por lo tanto, depositará toda su ener
gía en su preservación y le dará la forma que ella crea necesaria. Si la madre deposita su
energía en la vida del niño, la energía de éste se transforma a su vez en vital para aquella.
En otros términos, la madre, al depender de su hijo para justificar su identidad, también lo
estaría fagocitando . Toda la literatura de la época permite constatar que la única identidad
que se le reservaba a la mujer era la de la maternidad. Como consecuencia de ello, tanto
Rousseau como Freud, con cien años de intervalo, atribuyen todas las características de la
buena madre a la ,naturaleza femenina?, sin imaginar que se trata de un papel social e
históricamente determinado. Ignoran la influencia específica que puede tener el modelo cul
tural sobre el comportamiento de la niña o de la mujer. Cuando Freud habla de la calidad
masoquista de la madre, que olvida todos los objetos de placer para ocuparse exclusiva
mente del hijo, o cuando Hélene Deutsch afirma que la madre transfiere su yo a la per
sona de su hijo como consecuencia de su necesidad de amor narcisista, olvidan que no se
trata de una función natural, sino que está en estrecha relación con el desarrollo de la socie
dad. Todos los cuidados que la madre brinda al hijo, aun cuando crueles, se volverían una
fuente de satisfacción para ella. En su papel de responsable principal del futuro de su hijo,
la madre podría encontrar todo el sentido de su vida. Una mujer a la que se ha formado sólo
para ser madre, no puede vivir si deja de tener importancia como guía, como educadora,
como ídolo, como madre, como imagen sagrada en la representación que ella se hace de sus
hijos. Sólo así se podría entender que la madre «pudiera absorber más vida de sus niños
de la que les da» (Theweleit, 373). La independencia del niño no figura entre sus princi
pales preocupaciones, y, en vez de ayudar a su hijo a ser libre e independiente de ella,
desplegaría, al contrario, una actitud devoradora hacia él.
La nueva madre dentro del contexto social y el desarrollo del capitalismo
La función de educadora o transmisora de malos tratos que Theweleit atribuye a la
madre, estaría entonces íntimamente relacionada con el papel que ésta cumple socialmente.
Es así que, no solamente las instituciones no pueden ser el resultado de esa relación ini
cial considerada en términos naturales, sino que ésta forma parte del conjunto institucional
e instituyente dentro del cual surge. La relación entre la madre y el niño es una institución
en sí misma cuyo significado es creado y recreado por el imaginario social, más allá de su
función biológica específica. Por lo tanto, la relación madre-hijo, como institución, formará
al individuo que se insertará en la sociedad, tanto como la relación en sí misma estará for
mada por el conjunto institucional de la sociedad. La relación madre-hijo adquiere, más allá
de su forma biológica general, la forma particular que le da la sociedad en la que surge, es
decir, es una construcción de la historia que construyen los seres humanos, y no se le puede
atribuir una supuesta esencia subyacente a partir de la cual los individuos, movilizados por
su deseo, harían la historia. El gobierno que la madre ejerce sobre el niño no proviene de
una mera necesidad natural de la madre, sino de un dictado social. Una vez que el papel
de madre es circunscrito al período histórico durante el cual se desenvuelve, se puede des
tacar que cada vez que Theweleit habla del mismo, hay que entender el papel que en la
mayoría de las sociedades europeas había comenzado a atribuirse a la madre biológica junto
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con el desarrollo del capitalismo, que era el de continuar siendo el partner por excelencia,
la principal responsable, la garante de la existencia y del comportamiento del bebé que ella
acababa de traer al mundo. Con la emergencia del capitalismo, los intereses de la familia
y de la sociedad pasan a ser sagrados, y es la mujer la que los debe proteger; la familia no
sería entonces una máquina-totalidad hacia la que escapa el individuo para poder alejarse
de la relación devoradora que establece aquella, sino la primera máquina capaz de formar
sujetos capaces de ir a insertarse en las otras máquinas sociales. Si bien el trabajo o la par
ticipación en formaciones-totalidad puede permitir a los jóvenes liberarse de sus padres
(ídem, 237), y sobre todo, huir de la relación simbiótica con la madre, a esas alturas los indi
viduos ya habrían adquirido la estructura básica que les permitiría funcionar como compo
nentes de las diversas máquinas-totalidad de la sociedad en general.
De todas las actividades básicas que aseguran la subsistencia y la perpetuación de la
raza humana, educar a los niños es una de las más, sino la más difícil, y sin duda la más
incierta. Las posibilidades del niño al nacer son infinitas, y criarlo y ayudarlo a transfor
marse en un ser social en un medio en el que esas posibilidades no siempre son infinitas,
significa modelar una potencia esencialmente misteriosa cuyas pulsiones responden a razo
nes desconocidas. Si el modelo al que se pretende que los niños respondan está predetermi
nado y es particularmente lÍgido, la tarea es más ardua aún. La posibilidad de que los resul
tados obtenidos se desvíen de la norma social y de los cánones socialmente establecidos es
susceptible de producir pánico e impotencia en quien ha sido señalado como responsable
de hacer respetar dicha norma y de perpetuar las cosas como deben ser, cuando el niño no
hace exactamente lo que la madre cree que debe obtener de él. Pero una relación en la que
la madre podría desplegar pulsiones devoradoras hacia sus hijos pareciera posible sólo gra
cias a la ausencia del padre. Según Theweleit, el padre funciona como componente domi
nador de la agencia social constituida por la familia, pero en realidad estaría «más o menos
inexistente» en la configuración psíquica del individuo fascista (ídem, 213). Según lo que
explica el autor, en la sociedad capitalista de los siglos xrx y xx, aun cuando la mujer vive
en un estado de sumisión con respecto a su esposo y a la sociedad masculina en general, en
realidad, el hombre carece de cualquier tipo de poder real en el seno de la familia (ibíd .).
En efecto, es numerosa la bibliografía que permite establecer la relación entre el nuevo sen
tido que adquirió la maternidad y la nueva configuración de la familia por un lado, y por
el otro, el trastorno que se estaba produciendo en todos los niveles del tejido social como
consecuencia del paso de una organización feudal a una organización capitalista asociada
con la emergencia de la sociedad industrial. Si la madre adquiere una importancia vital, es
porque se espera que ella prodigue a sus hijos los cuidados necesarios para producir seres
humanos que serán la riqueza del Estado (in Badinter, 188). La supervivencia de los niños
constituye un imperativo, y por lo tanto, hay que procurarles todos los cuidados y la edu
cación necesaria para crear el nuevo tipo de individuos que requiere el buen funcionamiento
del sistema capitalista. En otros términos, el individuo debe ser funcional. Es en este con
texto que el Estado comienza a reemplazar la figura del padre por la del maestro, del juez
de menores, del asistente social, del educador o del psiquiatra (ídem, 369). Según Foucault,
entre los siglos XVII y XVIII, el poder comienza a ejercerse sobre la vida misma de los indi
viduos, tanto sobre sus cuerpos como sobre la organización a través de pautas claramente
establecidas y formuladas en un discurso que la madre imparte al hijo por medio del die-
tado de las actividades que éste debe desarrollar, de lo que debe hacer y lo que no. Gran
parte de la construcción del individuo depende del tipo de la relación misma entre él y su
madre, relación que a su vez no se puede desprender del resto del mundo socio-histórico.
De ese mundo proviene la madre, y de su pertenencia social se derivan su palabra, su com
portamiento, su manera corporal de ser y de hacer, de tocar y de tratar al niño. Como lo
expresa Castoriadis, la madre «encarna, representa, figura el mundo instituido por la socie
dad y reenvía a ese mundo de una infinidad de maneras» (Castoriadis, 1975, 444). Según
Theweleit, la necesidad de los individuos de huir de esa relación fusiona!, de su miedo de
ser devorados, los llevaba a considerar el trabajo como un proceso de mantenimiento del
ego; sólo la construcción de máquinas-totalidad, habría permitido a los alemanes sobrevi
vir (Theweleit, 248). Las actividades que desarrollaba cotidianamente el hombre civil y la
forma en que las concebía constituyen la base del terror blanco (ídem, 248-9) . Las referen
cias al trabajo que extrae Theweleit de los escritos de soldados alemanes que analiza como
base de su investigación «se refieren a los esfuerzos reales que realizan los hombres para
nacer como hombres con un ego estable» (ídem, 237). «El rasgo crucial de la comprensión
que el fascista tiene del trabajo parece ... no ser su habilidad, como trabajo asalariado, para
garantizar su reproducción material, sino su capacidad para mantenerlo en vida» (ídem,
233). La organización del trabajo entonces, no sólo resultaría de las necesidades materiales
del individuo, sino que el trabajo constituiría para él una fuente de vida, sin la cual se des
integraría. Si el medio en el que trabaja como un componente de la gran máquina se des
morona, «regresa inevitablemente a la situación simbiótica» (ídem, 229). Sin embargo, no
se debe olvidar que, así como esta relación con el trabajo «mantiene al hombre en vida ... »,
también le permite «garantizar su reproducción material...» (ídem, 233), y que la forma
en que lo hace está relacionada con la forma en que él mismo fue hecho.
Cuando Theweleit afirma que «el cuerpo hecho máquina en su totalidad, no ... deriva
del desarrollo de los medios de producción industriales, sino de la obstrucción y transfor
mación de las fuerzas productivas humanas» (Theweleit, 162), estaría intentando estable
cer una relación en la que el hombre, incapaz de liberar sus deseos, determina el modo en
el que produce sus condiciones materiales de subsistencia. Pero, así como hemos visto que
las instituciones no se imponen sobre individuos que podrían gozar de total autonomía con
respecto a la sociedad en la que emergen, lo mismo debería suceder con los imperativos
económicos . Las condiciones en que una sociedad produce su subsistencia y su reproduc
ción forman al individuo, y modelan a su vez sus necesidades biológicas. Como señala Cas
toriadis, una cosa es evitar el determinismo que establecía el marxismo a principios de siglo,
es decir, una cosa es no reducir la actividad y las relaciones humanas a un derivado de las
fuerzas productivas, no atribuir a éstas un desarrollo autónomo que determinaría la activi
dad del hombre, como si éstos fueran pasivos e inertes, otra es desconocer que es imposi
ble pensar la historia sin tener en cuenta que toda sociedad debe garantizar la producción
de sus condiciones materiales de vida, y que todos los aspectos de la vida social están
profundamente relacionados con el trabajo, con el modo de organización y con la división
social que le corresponde (Castoriadis, 1975, 28). Es difícil, en efecto, imaginar individuos
cuyo modo de existencia estaría desligado del momento histórico en el que nacieron. Si por
no haber resuelto su relación con la madre, los individuos adquirían ciertas actitudes y nece
sitaban integrarse a las máquinas de trabajo entendido como totalidad para lograr mantener
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el ego, la influencia de esas máquinas en la construcción de la relación madre-hijo no habría
sido menos imp01tante. El hombre es conforme a las instituciones que lo crean en un momento
histórico dado, y no puede, a partir de una supuesta estructura psíquica ahistórica, crear las
instituciones que necesite. Sí puede, gracias a su capacidad creativa y a su capacidad para
diligir, con mayor o menor grado de intencionalidad, el curso de la historia, contribuir a tra
zar la realidad en la que vive, pero sólo desde la posición histórica que ocupa. Por lo tanto,
es fundamental, por un lado, reconocer la importancia de la relación entre la producción, es
decir, la forma en que una sociedad produce sus medios de subsistencia, y el resto de la vida
de la sociedad en cuestión, y por otro lado, que esta relación no siempre se define en térmi
nos de determinación.
Cualquier determinismo entre los diferentes elementos sería inapropiado, y Theweleit,
al afirmar que estos individuos «desprovistos de impulsos y de psiquis .. . » (Theweleit, 159)
no derivan del desarrollo de los medios industriales de producción, sino de la dificultad en
liberar su deseo, y que como consecuencia de ello, necesitan crear máquinas totalidad,
estaría invirtiendo aquel determinismo que Wilhelm Reich intentó superar al afirmar que el
problema de la humanidad no residía sólo en las condiciones materiales de su existencia sino
también en el factor subjetivo que constituye su ideología. No hay determinación entre el
mundo y los individuos que viven en él y hacen la historia. «Cada vez hay homología y corres
pondencia profunda entre la estructura de la personalidad y el contenido de la cultura, y no
tiene sentido predeterminar uno por el otro» (Castoriadis, 1975, 41). Los medios de produc
ción, a su vez, guardan íntima relación con el conjunto de la vida social y de los individuos
que la crean. La f01ma en que los seres humanos aseguran su subsistencia sobre esta tierra
no determina más las relaciones entre ellos, que éstas la evolución de aquella. La estruc
tura de la personalidad de los alemanes resulta tanto del estadio de desarrollo de las fuerzas
productivas como el curso que sigan éstas dependerá de aquella. En su capacidad creativa (o
destructiva!) , el hombre construido en pleno desarrollo industrial fue capaz de crear el fas
cismo. Éste no puede ser la creación de un hombre ahistórico que no ha terminado de nacer
socialmente, sino de un hombre con una personalidad y una estructura psicológica históri
camente dada. Si bien la relación con la madre es fundamental en su constitución, también
es cierto que esa relación no es natural, sino igualmente histórica, y está íntimamente rela
cionada con la forma en que el hombre se relaciona con la naturaleza para garantizar su exis
tencia. Al nacer, el hombre no sólo encuentra una naturaleza que los hombres fueron modi
ficando a lo largo de la historia, sino que hasta su forma de nacer es histórica. El hombre está
construido por las instituciones que fueron creando y modificando los hombres a medida que
se relacionaron entre sí mientras se relacionaban con la naturaleza.
En la etapa de la historia que estoy considerando, la estructura productiva juega un papel
primordial para la vida social. La ausencia del padre en las familias alemanas a la que hace
referencia Theweleit (Theweleit, 213, 252), era la consecuencia del «nuevo curso» econó
mico y social que lanzó Guillermo 11, y que hizo de Alemania una gran potencia industrial.
En una situación semejante, no sólo el control sobre la vida y los cuerpos de quienes debían
asegurar la producción era importante (Foucault, 1976, 181-6), sino también su adaptación
al tipo de trabajo que debían efectuar. La naturaleza de los instrumentos de producción requiere
aptitudes bien precisas y prescinde de las habilidades individuales de las personas; no se
requiere que el trabajo de éstas sea particularmente creativo. La sociedad industrial necesita
que los hombres, ya sea como productores o como ciudadanos, mantengan una actitud pasiva
y se aíslen en la ejecución de la tarea que se les impone. Toda iniciativa o patticipación activa,
vendría a cuestionar la esencia misma del orden existente (Castoriadis, 1975, 141). Además,
esta situación no le es reservada sólo a aquellos sujetos directamente relacionados con la pro
ducción propiamente dicha, es decir, a los obreros. Los miembros de todas las capas que ocu
pan los puestos intermediarios necesarios a la totalidad de la cadena productiva (pequeña
burguesía compuesta por comerciantes, oficinistas o empleados de banco, entre otros) se ven
igualmente, no sólo afectados por el modo de producción de la sociedad, sino construidos
por él. En Alemania, la construcción de individuos idóneos para asumir ese papel parece
haber estado en perfecta armonía con el tipo de relación que la madre mantenía con su
hijo, más tarde la escuela con sus alumnos, la iglesia con sus feligreses, el ejército con sus
soldados, el jefe con sus empleados y el patrón con sus obreros.
Según Theweleit, la sociedad alemana, construida principalmente sobre la base
de formaciones-máquinas-totalidad , no dejaba margen para la oposición. En la Alema
nia de la preguerra, los alemanes parecen haber vivido, «dentro de impenetrables círcu
los de negaciones y prohibiciones. Un mundo de terror perpetrado sobre sus propios
cuerpos individuales , un mundo que pedía la supresión de la más pequeña resistencia
que se quisiera manifestar dentro de ellos» (Theweleit, 401). Sobre este mundo se apo
yaba, sin embargo, la identidad de los alemanes; se trataba, aparentemente, de un mundo
que les impedía que se expresaran de una manera diferente de como las cosas debían ser.
Por otro lado, el soldado alemán «percibe la existencia de cualquier manifestación de
vida externa a su totalidad como una amenaza» (ídem, 102). Es como si el rechazo de la
alteridad dentro de sí hubiera llevado a los jóvenes al rechazo de la alteridad fuera de sí.
Todo lo diferente de sí es una amenaza para la propia existencia. Una mentalidad fas
cista debe eliminar permanentemente todo lo que le impide ser en un mundo verdadero
rodeado de las cosas tales como deben ser.
Relacion madre-hijo, trabajo e identidad Theweleit niega que el fascismo haya sido el resultado de la situación económica cre
ada por la guerra. Si bien lo atribuye a un período que comienza unos 150 años antes de que
se manifieste como fenómeno reconocible, esta delimitación no parece tener una connota
ción socio-histórica, sino de mero orden cronológico. La relación madre-hijo, sin embargo,
se inscribe dentro de una realidad histórica, y es a través de la relación con su madre que el
niño constituye su primera identidad. Luego del análisis expuesto en las páginas preceden
tes, se podría decir, aun a riesgo de reducir groseramente la complejidad de la realidad, que
en ésta, uno de los tantos requisitos para ser una buena madre era hacer del hijo un buen tra
bajador, un productor de riqueza, un medio de producción, aun cuando esta acción no siem
pre proviniera de una intencionalidad, de una decisión premeditada, sino que, más allá de
todo predicado verbalmente expresado, derivat·a de la misma relación que se establecía entre
ellos. Si la relación madre-hijo es una relación histórica, este momento decisivo para la per
sonalidad del individuo también lo es. Por lo que al desestabilizarse la realidad socio-his
tórica dentro de la cual se inscribe la primera que fundó al individuo, también se desestabi
liza la identidad del mismo. En este sentido, si el fascismo guarda una relación con la crisis
económica, no sería como consecuencia de la «hipótesis de la pauperización» que niega
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Theweleit (ídem, 398), sino de la ruptura de la identidad de los individuos. Según Thewe
leit, el mundo de máquinas-totalidad, ese engranaje que funciona como agencia social del
ego de los individuos, se caracteriza por una extrema fragilidad (ídem, 222) y, al amena
zar con romperse, compele a los individuos que funcionan como sus componentes a poner
en funcionamiento los mecanismos más extremos necesarios para preservar su totalidad
(ídem, 248). Pero si, en términos de Castoriadis, el mundo institucional es la base de la iden
tidad del individuo; si, como lo expresa Semerari, el individuo es el mundo en el que vive,
también es importante recordar que, si éste desaparece, aquel deja de existir. En efecto, la
fenomenología de Edmund Husserl ha puesto en evidencia que el yo y el mundo están vin
culados en una correlación imposible de romper si no es anulando tanto a uno como al otro
(en Semerari, 130). La sociedad y los individuos que la constituyen sólo existen como
elementos de una relación que desaparecería si uno de los dos dejara de existir. De igual
modo, cuando la sociedad está en crisis, cada uno de sus miembros la siente en sí mismo.
Como explica Castoriadis: «Los hombres no viven y no pueden vivir el conflicto en el
trabajo, la desestructuración de la personalidad, el desmoronamiento de las normas y de los
valores como simples hechos o calamidades exteriores» (Castoriadis, 1975, 146). La cri
sis social crea un desequilibrio en la estructura del individuo que vive la crisis desde su inte
rior mismo y siente que todo su ser corre peligro.
Que la estructura productiva juega un papel primordial para la constmcción de los indi
viduos y para el resto de la vida social, lo muestra la perturbación que creó en el seno de
la población la situación de desempleo masivo y la aguda crisis económica. Sin embargo,
si bien es imposible ignorar la presión que ejercen las necesidades materiales sobre la gente
que no tiene trabajo, la forma en que ésta trata de satisfacerlas ha estado siempre íntima
mente relacionada con la estructura total de su personalidad y con su identidad. La forma
en que los individuos perciben el mundo, la forma en que se identifican con él, jugará un
papel fundamental en la manera en que intentarán encontrar una solución a sus problemas
materiales. En este sentido, es interesante señalar que lo que el individuo invierte a través
de la identificación con modelos culturales, profesionales u otros, es la imagen de sí mismo,
mediatizada por la imagen que él se representa estar ofreciendo a los otros, seres fundamen
tales que a su vez le devuelven una imagen de sí mismo. Según Castoriadis, «la conformi
dad del individuo con su propia imagen de sí mismo forma parte de esta imagen y del ser
mismo del individuo, imposible sin la imagen, y puede revelarse -se revela incluso típica
mente y de manera prevaleciente- más importante que la integridad corporal o la vida, regu
lm·mente sacrificadas por el mantenimiento de la integridad de la imagen -sin lo cual el
hombre no sería hombre» (ídem, 460). Lo que habría que preguntarse entonces es en qué
medida y por qué razón las organizaciones fascistas habrían ofrecido a la mayoría de la
población alemana una solución a la crisis con la que ellos pudieron fácilmente identificarse
y conservar una imagen de sí mismos. Si esas organizaciones lograron reemplazar su iden
tidad que, al romperse la estructura de la sociedad en la que vivían, se acababa de quebrar,
se llega a la misma conclusión de Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, según
la cual el apoyo de Jos individuos a los movimientos totalitarios fue el resultado de un
sentimiento de soledad y de abandono por parte de su propio yo que anteriormente justifi
caba su existencia gracias a los lazos sociales, familiares o de amistad. Pero esta tesis no se
ocupa de las razones por las cuales los individuos sumidos en un estado de soledad que
August Strindberg El niño //orondo ( 1891)
> John Heartfield fotomontaje para AIZ ( 1936)
los privaba de su propio yo, de su identidad, de la imagen de sí mismos, como consecuen
cia de la falta de aquellos cuya compañía es fundamental para su realización, se sintieron
atraídos por organizaciones criminales basadas en el genocidio; esta tesis no explica por
qué, en última instancia, cuando la identidad se siente amenazada, nace el deseo de matar
al otro. En su estudio sobre los campos de concentración en Argentina, Pilar Calveiro afirma
que «(n)o existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables. Y es precisa
mente en los períodos de "excepción", en esos momentos molestos y desagradables que las
sociedades pretenden olvidar, colocar entre paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni
atenuantes, los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano» (Calveiro, 28). La recepti
vidad de la mayoría de los alemanes a la propaganda fascista no fue consecuencia de un
lavado de cerebro, ni de la coerción de una autoridad situada por encima de ellos. Fue la
forma que para continuar existiendo, crearon, de manera más o menos activa, los indivi
duos cuya personalidad era inherente a la sociedad alemana de inicios de siglo, y que
mostró su viabilidad. El trabajo que realiza Theweleit en torno a esa personalidad es exce
lente y sumamente ilustrativo, y merece ampliamente su lectura. A través de su análisis de
Referencias bibliográficas
Obra principal
T HEWELEIT. Klaus, Mal e Fantasies, vol. 2. Mal e bodies: psychoanalyzing the white terror, Cambridge, Polity Press, 1996 [ 1975]. Traducido del libro original: Miinnerphantasien, Bd.2: Psychoanalyse des Weissen Terrors, 564 págs., Stroemfeld/Roter Stem, Frankfurt. 1978.
la narrativa del inconsciente de los soldados alemanes, el
autor aporta una brillante descripción de comportamientos
totalitarios cuyo objetivo principal es la exclusión del otro.
Sin embargo, la tesis del autor, según la cual la creación de
instituciones fascistas habría sido el resultado de las nece
sidades propias de la estructura psíquica de los alemanes,
sólo sería válida si se tuviera en cuenta que esa estmctura fue
a su vez modelada por las instituciones propias de la socie
dad capitalista alemana. En ese caso, sería posible investigar
la relación entre la creación de la realidad social de los indi
viduos y aquella que los modeló, pero evitando cualquier
reducción determinista •
Bibliografía secundaria
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