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Julio de Santa Ana

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En los caminos del Reino. 20 textos teológicos

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Julio de Santa Ana nació en Montevideo el 2 de julio de 1934. Es doctor en Ciencias Religiosas por la Universidad de Estrasburgo, Francia. Fue director de la revista Cristianismo y Sociedad, de la Comisión de las Iglesias y su Participación en el Desarrollo del Consejo Mundial de Iglesias, del Centro Ecuménico para el Servicio a la Educación y la Evangelización Popular (CESEP, Brasil) y profesor del Instituto Ecuménico de Bossey. Algunos de sus libros recientes son: Sustainability and Globalization and (1999), Religions today. Their challenge to the ecumenical movement (2006) y Beyond idealism. A way ahead for ecumenical social ethics (2006). Es un teólogo protestante de larga trayectoria y enorme contribución ecuménica. © 2014, Por la selección y el prólogo: L. Cervantes-Ortiz

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Índice

Prólogo, 5

1. En camino y a la espera, 7

2. La tensión sacralización-desacralización, 25

3. Un cristianismo no religioso, 29

4. La reflexión teológica de las iglesias evangélicas latinoamericanas, 33

5. The influence of Bonhoeffer on the Theology of Liberation, 47

6. Lecciones para nuestro tiempo, 53

7. Claves para la acción pastoral a partir de la lectura de los signos de los tiempos, 65

8. Bases bíblicas neotestamentarias para la unidad del pueblo de Dios, 75

9. Unidos para que el mundo crea, 93

10. Costo social y sacrificio a los ídolos, 99

11. Sobre teología y modernidad, 109

12. Ser humano es quien trabaja, 123

13. Sobre economía y teología, 133

14. Algunas consideraciones sobre la mímesis sacrificial de los sujetos sociales modernos, 141

15. La Iglesia, la pobreza y la economía global, 145

16. Concilio Ecuménico Vaticano II: cincuenta años después, 151

17. Rubem Alves: fiel a sus orígenes, 157

18. Emilio Castro, 161

19. Discípulo, testigo y maestro: José Míguez Bonino, 171

20. En los 50 años de ISAL (Una entrevista), 175

Bibliografía, 183

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Prólogo

l teólogo Julio de Santa Ana ha llegado a los 80 años de vida, situación ante la cual la trascendencia de su

obra y esfuerzo alcanza una nueva dimensión, pues al mirar hacia atrás todo lo andado, lo expuesto, lo

compartido con tantas generaciones de estudiantes y seguidores suyos, el impacto de lo logrado está ahí,

esperando nuevos lectores/as y encuentros.

Integrante de una notable generación de pensadores protestantes, dentro y fuera de su país, Uruguay, le

tocó en suerte participar en el surgimiento de la teología latinoamericana como una de las voces más coherentes,

críticas y proféticas. Compañeros suyos fueron Emilio Castro, Mortimer Arias, Julio Barreiro, Hiber Conteris,

Óscar Bolioli, Julia Campos, Beatriz Melano… En la Patria Grande: Sergio Arce, Richard Shaull, Valdo Galland,

Luis Odell, José Míguez Bonino, Federico Pagura, Waldo César, Leopoldo Niilus, Richard Couch, Mauricio López,

Rubem Alves, Gonzalo Castillo Cárdenas, Raúl Macín, Luis Rivera-Pagán… Y más allá de ella: Milan Opocensky,

Ulrich Ducrow, Konrad Raiser, Lewis Mudge, Heinrich Schäfer, Heidi Hadsell, Robin Gurney, Odair Pedroso

Mateus. Una auténtica pléyade de nombres ligados a una época formativa y combativa, lo uno por lo otro, que ha

continuado a través de las lecciones recibidas en otros discípulos/as que han desarrollado de manera variada sus

ideas e intuiciones.

Desde la segunda mitad de los años sesenta hasta bien entrados los noventa, cuando se jubiló en su

última labor académica en el Instituto Ecuménico de Bossey, su persistencia y aliento para reflexionar sobre la

presencia de la fe cristiana en el mundo no ha tenido descanso. Y ahora que ha practicado sólidos e intensos

ejercicios autobiográficos no deja de advertir que continúa en la lucha sin cuartel contra cualquier forma de

idealismo, aquella tentación que lo atenazó desde muy joven y de la cual ha salido bien librado.

Más allá del idealismo, precisamente, se titula su libro más reciente, colectivo, como aprendió a trabajar

en el ambiente ecuménico, en el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), en el Consejo Mundial

de Iglesias (CMI) y en el Centro Ecuménico para el Servicio a la Educación y la Evangelización Popular (CESEP),

lugares todos donde supo rodearse de colegas, amigos y colaboradores que han experimentado su pasión, su

rigor y su constancia para seguir en el camino teológico aprendido y al que le ha rendido una fidelidad extrema.

Cada texto recogido aquí es una muestra de sus aficiones, intereses y preocupaciones profundas siempre

en el afán de dar con la palabra exacta para discutir lo que más aleja: la economía, la pobreza, la desigualdad, la

necesidad de ofrecer un mensaje auténticamente liberador en medio de las peores circunstancias. Alguna vez

dijo que los tiempos que corren ya no se prestan tanto para el ímpetu profético como para la visión sapiencial; es

posible, pero él se ha sabido expresar ampliamente en ambos terrenos gracias a su dominio del pensamiento de

diversos órdenes. Vaya, pues, este homenaje a uno de los fundadores de la teología latinoamericana, referencia

obligada para enterarse de las vicisitudes del compromiso cristiano liberador en el mundo.

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EN CAMINO Y A LA ESPERA (2012?)

lgún tiempo atrás recibí de la Comisión de Historia y Archivo Histórico de la IMU la invitación para escribir algunas notas sobre mi experiencia de vida. Tengo conciencia de que mi aporte no tiene gran valor. Sin

embargo, mi respuesta fue positiva. Al disponerme a cumplir con la palabra empeñada, entiendo que corresponde precisar algunos puntos.

En primer lugar, lo que voy a intentar es compartir aquello que ha sido una constante en mi marcha por los diversos caminos en los que he transitado por este mundo: se trata de una actitud de curiosidad, de constante indagación, de planteamiento de interrogantes que no siempre han tenido respuesta. Deseo compartir esa inquietud que me acompaña en el diario vivir.

Por eso, en segundo lugar, entiendo que no puedo ni debo ser considerado un ejemplo para otros. Puede que aquellos que comparten conmigo, más cerca o más lejos, la fe cristiana de nuestra comunidad metodista uruguaya, sientan interés por la forma en que he intentado plasmar respuestas a algunos desafíos. Sin embargo, esas actitudes nunca deben ser consideradas ejemplares ni motivos de emulación. En el mejor de los casos, puede que esos recuerdos ayuden a tomar conciencia de cosas que no hay que hacer, que deben ser evitadas. Lo que me propongo hacer, en parte, es un ejercicio de memoria.

Puedo decir que el tono de estas reflexiones puede ser el que caracteriza las Confesiones de San Agustín (guardando la debida distancia); anhela contar algunas cosas, suscitar preguntas y meditar en la intimidad y el silencio de los recuerdos. No se trata de un texto como El Peregrino, joya de la literatura puritana, ni tampoco como En sus pasos, que tanto influyó en la formación de mi conciencia cristiana en años de mi adolescencia. Estos textos contribuyeron para mi edificación, pero no es lo que deseo hacer ahora, cuando mi mente discurre acerca de lo que se me ha encomendado y que con gusto me propongo cumplir. Por las veredas del mundo real Tal como si me hubieran tomado de la mano, algunas experiencias me han conducido y acompañado hasta este aquí y ahora. Una de ellas, tuvo lugar en la antigua Casa de la Amistad, situada en la calle Chile del barrio del Cerro, en Montevideo.

El pastor Earl M. Smith, hombre de profunda fe y de un carácter cristiano que salía de lo ordinario, predicó en un culto de domingo sobre el tema ―Un laboratorio del espíritu‖. Hacía muy poco tiempo que había hecho mi profesión de fe. Smith no era un gran orador, pero sus sermones tenían la capacidad de llevar a los fieles que formaban parte de la comunidad metodista del Cerro a vivir experiencias concretas, a enfrentarse con la realidad. Smith predicaba sobre los interrogantes que plantea la vida concreta a la fe cristiana. Como en otros cultos, eso ocurrió aquel domingo.

Terminado el servicio religioso, algunos jóvenes que estábamos presentes, espontáneamente nos buscamos y, después de discutir brevemente, entendimos que valía la pena comenzar a examinar el camino espiritual sobre el que Smith había predicado. Éramos siete u ocho y resolvimos comenzar a reunirnos una vez por semana.

En esas reuniones orábamos; hablábamos de los problemas que surgían entre nosotros y el entorno social. Quisimos poner a prueba el Evangelio, sobre todo la ética de Jesús: mandamientos como ―no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha‖; ―sea vuestro lenguaje sí, sí; no, no; que lo que más de esto, de mal procede‖; ―bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios‖; o la búsqueda de la reconciliación tratando de que ―no se ponga el sol mientras dure nuestro enojo‖ eran algunas cuestiones que nos preocupaban.

Esa experiencia del ―laboratorio espiritual‖ se extendió por algunos meses. Y quienes participamos en ese proceso aprendimos, entre otras cosas, el significado de la ―gracia costosa‖ antes de que tuviésemos alguna noción sobre ese concepto a través de la lectura de los libros de Bonhoeffer.

Se nos hizo muy claro que tratar de ser discípulo de Jesús no era fácil; al igual que Pedro y otros, tendríamos tropiezos y caídas. Comprendimos que ser cristiano era motivo de agonía. Las palabras de Unamuno, al final de su libro El Sentimiento Trágico de la Vida son un presagio de esa convicción.

Por esos tiempos, la comunidad metodista del Cerro vivió una gran renovación. Al mismo tiempo, en un plano más personal, una de las cosas importantes que comenzaron a estar presentes en mi conciencia es que la

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vida cristiana, el seguimiento de Jesús, lleva a andar por sendas bien concretas. Diciéndolo de otra manera: la fe no se practica en la esfera de las ideas, sino en el plano de la vida real.

Desde entonces he buscado evitar las trampas del idealismo y aceptar las exigencias del mundo real. Pocos años después, un atisbo de lo que significa el misterio de la encarnación, me ayudó a comprender

mejor esto, que ha llegado a ser un leit motiv de mi existencia. La Cruz ha hecho patente que sólo es posible seguir a Jesús por las veredas del mundo real, en las que no nos es posible evitar ―la noche negra del alma‖ sobre la que escribió San Juan de la Cruz. Creo que sin la aceptación de la encarnación, y sin la dura disciplina de la vivencia de la crucifixión, no es posible hablar de la resurrección de manera concreta. El hechizo del idealismo Los avatares de la vida me han conducido a muchos lugares. Casi siempre, el idealismo ha estado agazapado, tratando de envolverme con sus encantos.

Quiero aclarar que, al optar por el mundo real, al querer conocerlo y estar arraigado en él, no conseguimos expulsar el idealismo de nuestro ser, ni tampoco dejamos de servirnos de él para entender nuestro yo y el mundo que nos rodea. En todo momento nos acecha. Hay que estar alertas, mantenerse en guardia de diversas maneras, para no ser seducidos por él. De ahí que, en momentos importantes de mi existencia, haya optado por afirmarme a partir del sentido que tiene el lado oscuro, pero real, de la vida. Entiendo que el mundo de las ideas, de las esencias, de las formas puras es demoníaco, a pesar de que la imagen que tenemos de ese mundo representándolo como ―ideal‖.

El carácter diabólico radica en que parece ser, en el engaño de sus formas seductoras. Lo que pertenece al diablo es la doble vía (diaboléin), que no siempre llegamos a percibir en nuestro entorno, donde hay cosas que nos fascinan con sus sortilegios, y que, al mismo tiempo, hacen que perdamos el sentido de nuestra marcha por el mundo.

Las cosas reales (sean objetos, personas, fenómenos, procesos históricos) no tienen la capacidad de hechizarnos; pueden impresionarnos por su fealdad, hasta por su vulgaridad. Para aclarar lo que digo, creo que es oportuno comprender la diferencia entre el plano del idealismo y el del mundo real teniendo en cuenta la diferencia que existe entre los pobres y la pobreza.

Los pobres son reales, seres que nos interpelan, que en muchas ocasiones nos perturban y hasta pueden desagradarnos. Por lo general, nos incomodan: no son hermosos, tienen malos modales, son descarados, se caracterizan por ser sucios. En cambio, la idea de pobreza suele tener un halo de encanto que nos atrae. Como muchos que se sienten atraídos por el ideario de Francisco de Asís, y están dispuestos a rendirse ante la pobreza, a abrazarla idealmente. A pesar del entusiasmo que suscita, la imagen que muchas veces nos forjamos de la idea de la pobreza, no coincide con la existencia material de los pobres. Son muchas las oportunidades en las que sentimos el deseo de poder redimir al mundo de la lacra de la pobreza; sin embargo, continuamos manteniendo los pobres a distancia. No los invitamos a sentarse en torno a la mesa con nosotros.

Oí una y otra vez, me lo reiteraron constantemente, sobre todo durante mi juventud, que debía ser ―idealista‖. Pero, poco a poco, comencé a percibir que los hechos, los fenómenos, los procesos que constituyen el tejido de la vida son los que tienen peso y consistencia reales. El mundo concreto, lamentablemente, es el que nos recuerda Auschwitz, los Gulags, la guerra de Irak, Guantánamo…

En cambio, el universo idealista nos envuelve con sortilegios; nos encanta. A pesar de la belleza que hay en sus escritos, el idealismo de Rodó nunca alcanzó la verosimilitud y la fuerza de los textos de Quiroga, donde predomina la realidad. Es algo que también se aprecia al comparar la prosa de Dickens con la de Louise May Alcott: las denuncias de los males sociales en los libros del primero nos deja una sensación amarga, en cambio los textos de la escritora estadounidense, tan influidos por Thoreau y Emerson, llegan a encantarnos con sus ensueños. Los rasgos de la vida real y concreta influyeron para que pudiese distinguir también las cualidades de la creación artística; por ejemplo, las diferencias existentes entre las películas de Fellini y las de Capra: las de Fellini siempre me impresionan, en tanto que las de Capra no llegan a convencerme por su optimismo edulcorado e inverosímil.

Confieso que las caídas más estrepitosas experimentadas en mi existencia han sido inducidas, en gran parte, por una fuerte dosis de idealismo. Al escribir estas palabras tengo conciencia de que aún ahora no estoy

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libre de error. Por eso, intento mantener en mi vida una actitud que tiende a evitar caer en trampas idealistas. No obstante, como escribí poco antes, sucumbo en ocasiones al hechizo de las formas ideales.

A veces suelo afirmar que la sociedad ―debe ser‖ conforme a ciertos usos y moldes que, para mi gusto, son de buen tono. Sin embargo, el deber ser no es. De ahí que desconfíe de esos discursos que insisten sobre el estado ideal de una sociedad. Entiendo que no es necesario mencionar el deber ser social para hacer una crítica válida de los aspectos sociales, económicos, políticos o culturales del mundo. Las contradicciones que existen en la realidad social son más que suficientes.

Eso me conduce a tener que hacer un esfuerzo cuando intento comprender de manera real, concreta, aquellos hechos que son presentados como narrativas y relatos en los que participan entidades metafísicas (ideales). Para dar sólo un ejemplo de lo que quiero decir, cuando procuramos entender lo más concretamente posible la narración relativa al momento en el que Abraham emigró de Ur de Caldea, me siento inducido a pensar que su decisión tiene que haber sido motivada por una necesidad existencial: la vida en Ur habría llegado a ser intolerable por muchas y diversas razones. De ahí que en segundo lugar puedo entender que en ese relato se dé lugar a la intervención divina, al llamado de Dios —que hizo del hijo de Téraj, el patriarca de la fe- como una explicación que se añadió a posteriori a la historia de Abraham.

Reconozco que la colectividad que agregó ese relato a los hechos del pasado tuvo toda la libertad y el derecho de hacerlo, a partir de una comprensión particular de la historia, que hace intervenir a un ser trascendente para justificar la migración de Abraham y los suyos. No obstante, el esfuerzo intelectual que involucra leer el relato en el marco del proceso histórico no menoscaba para nada su sentido; entre otras cosas, nos ayuda a tener en cuenta que los hechos reales no caen de manera inesperada del cielo y que es necesario colocar las ideas en su debido lugar. Esto contribuye a que evitemos caer en errores innecesarios y nos da la certeza de que vale la pena considerar sobria y parcamente los acontecimientos que consideramos.

La moderación es uno de los fundamentos de la crítica histórica; lamentablemente es muy resistida por aquellos creyentes que tienen necesidad de apuntalar su credo religioso en dogmas de carácter absoluto. Eso nos permite comprender por qué los fundamentalismos e integrismos militan contra ella.

También lo hacen esos nacionalismos que, quizá por no tener bases suficientes en la historia real, requieren mitos para sustentarse. De modo semejante funcionan las creencias que son fundamentadas en posiciones idealistas para cimentar la autoridad trascendente de algunas instituciones, como es el caso de ciertas iglesias y colectividades religiosas. La autoridad real de una iglesia, o la de un Estado, tiende a perder vigencia cuando apela a argumentos que corresponden al idealismo trascendental. Pienso que el idealismo es un instrumento inadecuado cuando se lo utiliza para dar cuenta del poder al que aspira una institución.

Creo que el examen de la relación que muchas veces se establece entre aquello que llamamos esperanza, ilusión y utopía, creo que puede ayudar a comprender por qué he tenido y tengo reparos respecto del idealismo como herramienta de conocimiento pues nos hace caer en desvíos y falacias con su poder de seducción y de encantamiento. Entiendo que el acto de conocer exige rigor y cuidado.

De paso, aprovecho para decir que nos movemos en un contexto mundial, ―global‖ (como se dice actualmente), que para muchos pesa y es avaro en oportunidades para el desarrollo de diferentes culturas. La coyuntura actual no ofrece muchos espacios para elaborar proyectos que nos permitan llegar a ser más humanos. Quien quiera pensar ajustándose a los hechos, por lo general es considerado pesimista, y hasta cierto punto también escéptico, y puede llegar a parecer cínico. Tres dimensiones de la existencia En cambio, aquellos que tienen un pensamiento ―políticamente correcto‖, aceptado por el sentido común vigente, ponen cuidado y atención en ser ―optimistas‖. Esto me lleva a reflexionar (aunque sea un excursus que parece alejarnos del tema que nos ocupa con prioridad: el del conocimiento de lo real y concreto) sobre tres dimensiones de las personas: 1. como creadores de ilusiones, 2. como portadores de esperanza, y 3. como poetas que revelan el ser de la utopía con la palabra.

El final del segundo acto de la obra de Calderón de la Barca que lleva por título La vida es sueño transcurre de modo placentero; es como un bálsamo benefactor para quienes leen o asisten a la pieza. El autor advierte que nuestra existencia, a menos que podamos introducir en ella innovaciones y cambios, tiene un destino marcado. Soñar, como se dice corrientemente, ―no cuesta nada‖. Calderón incita a soñar, pero agrega: ―la

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vida es sueño, y los sueños, sueños son‖. Los sueños son muchas veces la expresión de un deseo, que no llega a ser formulado, censurado de alguna manera porque aquel que tiene ese afán, ese antojo, siente que no puede transformarlo en un resultado concreto. En un proceso psicoanalítico la interpretación de los sueños es muy importante; el paciente, al interpretar el sueño, toma conciencia del deseo que lo ha llevado a soñar. Entonces, conscientemente, decide si se ha de empeñar o no en realizar su deseo.

El psicoanálisis resulta en la expansión del espacio consciente. Revela la toma de conciencia de un principio que Freud llamó ―de realidad‖. Podemos decir que esta transición ocurre cuando la ilusión (que por lo general es agradable, expresión de un deseo placentero; ¿acaso no decimos frecuentemente que algo ―nos hace ilusión‖ (expresión española muy bonita, por cierto), cuando lo deseamos mucho) empieza a transformarse en esperanza. Es decir, cuando se llega a tener conciencia de que un deseo está presente en nuestro ser, y comenzamos a organizarnos para poder conseguirlo, la esperanza se pone en marcha en nosotros, contribuye de una u otra manera a forjar una nueva situación. Dicho de otro modo: es real. Si solo está en vigilia, en estado latente, es ilusión, y puede llevarnos a ver las cosas ―color de rosa‖. La ilusión es como un narcótico que nos adormece, que nos aletarga, y tiene un efecto soporífero, distanciándonos del mundo real.

La esperanza es germen de realidades concretas; y esta potencia se manifiesta en la capacidad que posee la conciencia de organizar las acciones que son necesarias para ir concretando sus motivos y deseos. Gabriel Marcel (la lectura de sus libros ha influido mucho en mi vida) es uno de los filósofos de la existencia que entendieron que la esperanza se conjuga en plural, nace con vocación comunitaria, necesita ser vivida por un nosotros. El apóstol Pablo vio con nitidez esta dimensión comunitaria de la esperanza, en la 1ª Epístola a los Corintios, cuando en el capítulo 13 la relaciona con la fe y sobre todo con el amor, con el agape. Cuando el ser colectivo accede al nivel de esperanza, ésta se transforma en utopía, como lo afirmaron Ernst Bloch y también Rubem Alves, nuestro querido amigo y compañero en ISAL (movimiento de Iglesia y Sociedad en América Latina). Desconfiando espero lo nuevo A pesar de lo dicho, el rigor necesario para el conocimiento de la realidad me lleva a decir que si hay un asunto que muchas veces nos ha hecho perder el rumbo con, es precisamente el de las utopías. Corresponde decir que el tema cambia de manera constante, que las utopías se suceden con rapidez; a mediados del siglo pasado era la revolución socialista soviética, seguida por las versiones china, cubana, argelina, vietnamita, etíope, etc.

Actualmente, muchos latinoamericanos piensan en las utopías que forja la revolución socialista bolivariana, o en el esbozo de procesos con raíces indígenas (siguiendo la inspiración de Evo Morales en Bolivia y de Correa en Ecuador). Para otros, la utopía consiste en regular el mercado financiero: hay quienes señalan (dada la situación de crisis que se profundiza) la necesidad de ―volver a fundar el capitalismo‖. Hay también grupos que intentan poner en marcha proyectos más radicales: por ejemplo, el Foro Social Mundial es un espacio donde confluyen diversos movimientos utópicos que tienen estos rasgos.

Eso me hace oscilar entre la simpatía (elemento subjetivo) y la desconfianza. Simpatía porque en el camino de mi vida hubo ocasiones en las que me he sentido atraído por proyectos

sociales similares que enfatizaban su preocupación por lo social, su aspiración a una justicia para los excluidos. Por supuesto que todo esto me apela y me mueve a verlos de manera positiva. Se trata de una simpatía espontánea que lleva a involucrarme en organizaciones populares que luchan por esas causas.

Sin embargo, tengo cierta desconfianza, porque hasta hoy esas tendencias no han conseguido plasmar movimientos históricos eficaces. Puedo decir que sigo en camino, en espera de que ocurra aquel momento que presiento va a llegar y que siempre aguardo. Es cuando pienso en la figura del Coronel Aureliano Buendía, de la novela Cien Años de Soledad de García Márquez, que peleó cuarenta revoluciones y las perdió todas. A pesar de ello estaba dispuesto a subirse al caballo y luchar en la cuarenta y una… si llegaba a producirse. El ser y los seres: yo y los otros Dije antes que, de un modo gradual, el conocimiento de las realidades de la vida supera al individuo; es un acto social, un quehacer propio de la sociedad. Creo que tenemos la capacidad de enriquecer nuestro conocimiento gracias a otros que desvelan parte de las incógnitas del mundo.

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El idealismo también reconoce la dimensión dialéctica de los procesos que contribuyen a hacer más inteligible el mundo. Podemos decir que, en la marcha a través de la que (a veces) conseguimos que la luz de la razón irradie con más fuerza en torno a nosotros, no hay razón válida para ser autistas.

El conocimiento es fruto del diálogo. Y el diálogo puede ser consigo mismo, incluyendo a la pareja con quien hemos decidido compartir la existencia, con la comunidad de la que formamos parte (sea de fe, académica, política u otras posibles), e incluso puede ser el diálogo con Dios (nombre que indica el misterio que nos acompaña a través de la vida (ahondaremos en este tema tan importante hacia el final de este acápite).

También en este caso las historias me servirán para aproximarme a este aspecto de mi existencia, que considero muy importante.

Tuve una experiencia muy positiva cuando fui colaborador de Philip Potter, en el período en el que éste fue secretario general del Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Hay un estilo de trabajo en las organizaciones no gubernamentales de carácter internacional (y el CMI es una de ellas, tal vez una de las más emblemáticas) que da un papel protagónico a quien es responsable de un programa, y mucho más a quien coordina toda una serie de programas. Hay ejemplos de personas con un gran carisma que llegan a tener un liderazgo dominante. La tarea de sus colaboradores consiste entonces en secundarlo tanto como les sea posible

La experiencia del primer Secretario General del CMI, el Dr. Wilhelm Visser‘t Hooft puede ser caracterizada por este tipo de dirigencia. Visser‘t Hooft se distinguía por ser alguien que dirigió el CMI como el capitán indiscutido del barco que indicó el rumbo al movimiento ecuménico. Tenía la capacidad de rodearse de excelentes colaboradores, pero no les ofrecía todas las oportunidades que les hubiesen permitido expresarse plenamente a través de los programas que tenían que llevar adelante. Entre el período en el que Visser‘t Hooft fue el máximo dirigente del CMI (1948 – 1966) y el lapso en el que Philip Potter ejerció la tarea del Secretario General (1972 – 1984), hubo un breve interregno en el que Eugene Carson Blake, presbiteriano de los EEUU, asumió esa tarea.

En el período de Visser‘t Hooft hubo que construir el CMI en tanto organización internacional. Carson Blake la afianzó y la orientó a enfrentar algunos de los grandes problemas que afectaban a la vida de las iglesias en el difícil contexto de la guerra fría. Philip Potter fue quien comenzó a responder al desafío que le planteó ―todo el mundo habitado‖ (la oikoumene) al Consejo. Fue un período en el que muchas tensiones planteadas por los problemas del proceso histórico afectaban a la vida de las iglesias y a sus relaciones: la situación de los derechos humanos en casi todo el mundo, las tensiones de la guerra fría, las relaciones entre ricos y pobres a nivel mundial, el militarismo, la carrera de armamentos, la orientación excluyente a nivel de género, raza, culturas, clases sociales, etcétera, creaban de modo constante complicaciones a las que el CMI debía responder de manera clara y eficaz.

El liderazgo del movimiento ecuménico requirió durante esos años un nuevo estilo y ese fue el aporte decisivo del nuevo Secretario General. La capacidad de Philip Potter consistió en llevar adelante un servicio basado en una concepción colegial del trabajo que competía al Secretaría Ejecutiva del CMI. Potter percibió con agudeza que los retos de su tiempo apelaban a decisiones que debían ser tomadas a través del ejercicio del diálogo. Por eso, aprovechando diversas costumbres que, de diversas maneras estaban presentes en el secretaría de una organización internacional (como lo es el CMI), animó e impulsó a que se tomaran decisiones basadas en la práctica de un diálogo abierto.

Antes de que el ―Foro de culturas y civilizaciones‖ surgiera en respuesta a las teorías de Thomas Huntington, la práctica de una reflexión colegiada condujo a que el CMI indicase que la meta del movimiento ecuménico era construir una plataforma en la que las diferentes culturas pudieran dialogar en pie de igualdad. Potter organizó sesiones de reflexión fuera de las horas de trabajo, en torno a una fondue de queso, en la que los comensales tomaban parte activa en la discusión. Eran momentos de mucho compañerismo. Finitud y culpabilidad Esta experiencia expresa no sólo un estilo peculiar (el estilo ecuménico); también procura plasmar el tipo de pensamiento que describimos en el primer punto de este texto, que busca el contacto con la realidad y aclarar aspectos concretos de la vida.

Nuestra conciencia es fruto de las relaciones que tejemos sin cesar con el mundo que nos rodea. Establecemos una relación que nos permite discernir por qué senda conviene encaminar la vida. Hay un diálogo

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que se renueva en forma permanente. Ese diálogo, esa relación, permite progresar y afirmar conocimientos, y contribuye a mantenernos en el plano de lo concreto. Más aún: corresponde a la realidad de nuestro ser, que intenta abrirse paso entre las dificultades azarosas que encontramos en nuestra existencia.

Maturana y Varela son dos biólogos chilenos que han logrado profundizar y hacer progresar los conocimientos biológicos. A través de sus investigaciones, descubrieron que las formas elementales de la vida intentan abrirse camino en un entorno que no es favorable. Cuando esos intentos tienen resultados positivos, las formas orgánicas se expanden. Esta tensión vital está siempre presente en cada ser. Es más aún: esa tensión es constitutiva de nuestra vida orgánica. Es una constante que se establece entre las tendencias contradictorias que se manifiestan en nosotros.

Hay situaciones en las que es posible que ese diálogo tenga lugar siguiendo un ritmo calmo, con movimientos quietos y apacibles. En cambio, hay otras instancias en las que vienen a nuestra mente las palabras que Goethe puso en boca de Fausto cuando lo llevó a exclamar: ―Hay dos almas que luchan en mi pecho‖. En otros momentos sentimos que no son sólo dos los personajes que nos habitan, sino muchos, produciendo una gran tensión en nuestro espíritu. Fue lo que ocurrió con aquel hombre poseído por los demonios, que según la narración del Evangelio de Lucas vivía entre los gadarenos, frente a Galilea, perturbando y trastornando a los que vivían en el lugar; cuando Jesús le preguntó por su nombre, él le respondió: ―Legión‖ (Luc. 8: 26 – 39).

El idealismo nos lleva a pensar que nuestro ser tiene que mostrarse coherente, íntegro. Es decir -utilizando un lenguaje religioso-: no necesitado de salvación. Tenemos la idea de que es posible que seamos algo entero cuando mantenemos con hidalguía nuestra integridad como personas. El dicho popular lo indica cuando se dice de alguien que ―es persona de una sola pieza‖. Sin embargo, los acontecimientos que vivimos en el transcurso de nuestra vida nos indican que no conviene tener esa pretensión.

Aunque sea legítimo tener esa ambición, una persona demuestra tener templanza cuando tiene conciencia de que no es posible plasmarla. Se trata, en la mayoría de los casos, de la nostalgia del ideal que anhelamos poder alcanzar. Podemos empeñarnos en acceder a esa meta. Sin embargo, si tenemos conciencia de que somos personas limitadas, de que no podemos superar nuestras contradicciones, no nos cabe más que decir, como Jean-Paul Sartre: ―El hombre es una pasión inútil‖.

Haciendo uso del lenguaje teológico confesamos que somos pecadores. Se trata de una afirmación que repetimos una vez tras otra en nuestras comunidades cristianas. Sin embargo, cuando tomamos conciencia de nuestras faltas, es algo que nos duele reconocer. Queremos ser dignos, coherentes. Aspiramos a llegar a ser intachables, ―hombres correctos‖ y al desearlo nos proyectamos hacia un ideal personal que motiva nuestros actos, aquél que buscamos llegar a ser, que Freud llamó ―superego‖.

A esta altura de mi reflexión viene a mi mente ―Brand‖, personaje principal del drama de Henrik Ibsen, que lleva en su nombre una carga de sentido muy particular: su traducción es ―fuego‖. Brand estaba dominado por su inmenso orgullo, que hacía de aquel Pastor una persona espiritualmente arrogante. Su soberbia le impidió conocer el amor de Dios y lo condenó a una soledad sin orillas. Quienes están dominados por esa ambición conocen la experiencia de la soledad letal, vacía de otros que son nuestros prójimos. Es una soledad repleta de un sí mismo, que reprime manifestaciones de seres que moran en nuestra vida. ¡Esa soledad letal llega hasta el punto de rechazar el misterio de Dios!

Eso nos ocurre cuando nos mueve un concepto de nosotros mismos que es más alto que el que debemos tener, actitud contra la que el consejo del apóstol Pablo nos pone en guardia (Ro 12:3). Reconocer nuestra pluralidad La gracia de Dios está siempre presente a nuestro lado y nos invita a tener conciencia de que llegar a saborear la vida en comunidad es lo que nos capacita para marchar con sentido en medio de acontecimientos que muchas veces nos hacen caer en perplejidades y azoramientos. No siempre podemos acceder a una conciencia que nos permita darnos cuenta de que en el transcurso de nuestra existencia estamos de alguna manera vinculados a otros. Estos otros pueden ser nuestros prójimos. Y también son las diferentes personas que nos caracterizan.

Paul Ricoeur, en su libro Soi même comme un autre, nos ayuda a comprender que –como lo señalé previamente- necesitamos percibir que nuestro ser no posee sólo una faceta, sino varias. Vivimos de modo dramático, a veces trágico, los enfrentamientos entre los distintos aspectos de las personas que nos habitan. Es el caso cuando en el mismo individuo hay aspectos de ser humano y bestia al mismo tiempo, que se ensañan

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entre sí y buscan destruirse. Ricoeur nos llama la atención sobre el hecho de que, si bien hay situaciones en las que estas luchas consigo mismo no se pueden evitar, hay que empeñarse para que exista reconciliación entre las partes. El ―ser en comunidad‖ no requiere tener indulgencia con aquellos aspectos de nuestra personalidad que nos disgustan; por el contrario, es apropiado reconocerlos, porque, como ocurre en la relación con otros, la comunidad germina, crece y se desarrolla a partir del reconocimiento mutuo.

Esta dimensión comunitaria contribuye a la madurez de nuestro ser en el seno de la familia. Vale la pena citar las palabras de Jesús cuando los fariseos quisieron tentarlo; se acercaron diciéndole: ―¿Es lícito al hombre repudiar a la mujer por cualquier causa? Y él respondiendo les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio macho y hembra los hizo? Y dijo: Por tanto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne: por tanto, lo que Dios juntó no lo aparte el hombre‖. (Mat. 19: 3 – 6).

Entiendo que el texto bíblico establece de manera clara el valor de la comunidad familiar: primero, en la relación de la persona con sus genitores y, a continuación, reconociendo que accedemos a la madurez, fase de nuestra existencia cuando podemos formar nuestra propia familia, la que es llamada a vivir en comunión y diálogo. Según la perspectiva de Jesús, los problemas y desacuerdos que se hacen presentes en la vida familiar, no son eliminados. Son parte inevitable de la vida de quienes viven en estrecha intimidad, compartiendo el mismo hogar. Hay desencuentros y desavenencias que siempre tienen lugar. Sin embargo, es mejor que haya paz, perdón y reconciliación entre quienes viven juntos, pues la comunidad tiende a dejar de existir cuando el resentimiento y el rencor se instalan en ella.

Asimismo la vida en comunidad se teje con vínculos que llegamos a establecer con personas amigas que pueden llegar a sernos entrañables. Volviendo nuevamente al mundo bíblico, es el caso de la relación que se estableció entre Jesús y sus discípulos. No corresponde tener una concepción ideal de los vínculos que existían entre ellos; la exigüidad de lo que cuentan los relatos evangélicos sobre los lazos existentes en la comunidad de Jesús, confirman la existencia de esos elementos concretos que corresponden a casi todas las experiencias comunitarias. No podemos olvidar que uno de sus discípulos lo traicionó, que otros discutieron sobre quiénes deberían ocupar los cargos de importancia cuando el Reino se hiciera realidad, y que otro lo negó después de afirmar que lo seguiría hasta la muerte.

No obstante, es apropiado pensar que las relaciones que se anudaron en la comunidad de Jesús y sus discípulos tienen que haber sido muy profundas; por ejemplo, en el Evangelio de Juan, en ocasión de la última cena con sus discípulos, Jesús dijo a quienes integraban su círculo más íntimo: ―Como el Padre me amó, también yo os he amado: estad en mi amor. Si guardareis mis mandamientos estaréis en mi amor; como yo también he guardado los mandamientos de mi Padre, y estoy en su amor. Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido. Este es mi mandamiento: ―Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste, que ponga su vida por sus amigos.‖ (Jn.15: 9 – 13). Sentimientos tan hondos como éste, sólo pueden tener lugar entre quienes viven en comunidad. Doy testimonio aquí de que en el camino que he transitado tuve el privilegio de contar constantemente con el apoyo de varias comunidades. Dios: ese misterio tremendo y fascinante Tengo la convicción de que la primera comunidad familiar me enseñó a caminar con fidelidad a los fundamentos de mi existencia. Luego, la comunidad con Violaine (mi esposa) y con nuestros tres hijos, que le dieron espesor a nuestra vida conyugal, me enseñaron ser más responsable y atento.

Las diversas comunidades en las que tuve la alegría de participar hicieron que apreciara esa flor, rara y preciosa a la vez, que es la amistad. Fui tejiendo historias de comunión, de compromisos que me llevaron, junto con otros, a esforzarnos, a crecer y a ser cada vez más. Son manifestaciones concretas, movidas por esperanzas que no cayeron en las artimañas del idealismo. Por eso mismo, puedo decir, desde mi humilde y modesta perspectiva, que estas experiencias de vida comunitaria han sido y son señales de la comunión que tengo la gracia de vivir con el misterio y el origen del ser que llamamos Dios.

La vida con Dios es la gran riqueza de mi vida. Al hacer esta afirmación, reitero lo que acabo de escribir: las experiencias de los primeros años de vida en la casa paterna, la comunidad del ―laboratorio espiritual‖ en la Iglesia Metodista del Cerro (Casa de la Amistad), los amigos que me ayudaron a crecer y a ser, la comunión con Violaine y nuestros hijos y, a su tiempo, con nuestros nietos, y los compañeros del movimiento ecuménico,

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siempre han apuntado a la compañía del ser de Dios que con su gracia me ha acompañado. Vienen a mi mente las palabras del himno que canto con frecuencia: ―Dios hasta aquí me acompañó / con su gracia y cariño. / De día y noche me guardó / cual tierno padre a un niño. / Dios hasta aquí mi guía fue. / Fortaleció mi débil pie / Y me allanó el camino‖. Dios, que Jesús nos enseñó a llamar Abba (―papito‖, en arameo, el idioma que hablaba Jesús), es el misterio del ser que está a nuestra vera; que nos sostiene; que también, si es el caso, nos reprende; que nos confirma; que está junto a nuestra vida cuando nos regocijamos o cuando la tristeza anida en nosotros.

Esta certeza me lleva a decir que, si bien las Ciencias Sociales hablan de lo sagrado, creo que no es una manera correcta de aplicarlo al ser de ―Dios‖. ―Sagrado‖ es una noción que se emplea para indicar que hay cosas, objetos, tradiciones, costumbres, que pueden llegar a ser extraordinarias. Por ejemplo: se habla del ―sagrado templo‖, o de la ―tierra sagrada‖. Adjetivamos como sagradas a todas las cosas que respetamos profundamente.

Durkheim es quien distingue entre lo sagrado y lo profano desde el punto de vista de la sociología de las religiones. Sagradas son las cosas intocables, que no pueden ser mancilladas, ultrajadas, por el contacto de seres ordinarios, como nosotros. Profanas son las cosas, los sentimientos, las aspiraciones ordinarias comunes y usuales. Por esta razón, los objetos y costumbres sagradas tienen necesidad de que haya tabúes que las protejan.

Es legítimo hablar de lo sagrado. Hay cosas que lo son. Sin embargo, la vivencia del Dios vivo, es algo diferente. Fue lo que vivió Blas Pascual, cuando escribió: ―¡Fuego! ¡Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! ¡Dios de vivos y no de muertos!‖ En el caso de la Biblia, nos aproximamos a la verdad si nos referimos a Dios como ―santo‖. Ser santo no es propio de los objetos, ni siquiera de aquellas instituciones que respetamos de manera suprema. Por ejemplo, soy metodista, mas no creo que corresponda hablar de ―la santa iglesia metodista‖. Las comunidades que mencioné antes, pueden dar testimonio de Dios, mas no son santas. Santo es el misterio que nos anima, que nos dinamiza, que a veces nos llega a estremecer, que nos sacude… Podemos hablar del ―Espíritu Santo‖, que, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, la Biblia hebrea y cristiana, puede ser entendido como la libertad a la que estamos llamados.

También puede ser santa la existencia humana cuando se manifiesta en ella el misterio de Dios. Santa es la gracia de Dios, y puede vivir la santidad quien vive en Dios. El Dios santo es aquél que no pesa, que no nos agobia, que se manifiesta como un ser ingrávido, leve. (Simone Weil se refiere a esto en su libro La gravedad y la gracia). Dios no nos impone obligación alguna. Esa es una de las grandes enseñanzas de Lutero. Nos indica la gratuidad de Dios que, de manera inesperada, viene a nuestro encuentro en el camino y colma toda ansiedad suscitada por nuestros anhelos y afanes. Ser santo no es una cualidad moral, sino espiritual. Vivir en comunión es dar un testimonio de santidad. ¡Cómo no recordar una vez más a San Agustín diciendo: ―Oh, Dios, te he buscado y no te encontré. ¡Mas hallé a mi hermano y nos encontramos los tres!‖. El olvido que lastima la esperanza Karl Barth, el gran teólogo suizo que influyó de manera decisiva en el quehacer teológico de la primera mitad del siglo XX, se inspiró en Anselmo de Canterbury para escribir uno de sus mejores textos: San Anselmo. Fides quaerens intellectum. Se trata de una obra en la que Barth explica cómo encara y lleva a cabo su tarea teológica. Todos aquellos que, de un modo u otro, hemos sido influidos por su pensamiento, compartimos el impulso de explicar cual es nuestra manera de hacer teología. Voy a intentar hacerlo brevemente. Es un intento modesto, que responde al imperativo de ser claro.

Antes de entrar en sustancia, creo necesario dilucidar una cuestión previa. La inmensa mayoría de los asuntos que se relacionan con la fe de los reformadores del siglo XVI y sus seguidores, tienen que ver con la Biblia, entendida como Palabra de Dios. En consecuencia, existe un consenso amplio de que una de las referencias principales de la teología cristiana es el estudio de la Biblia. Este vasto consenso desaparece a partir del momento en el que los protestantes no coinciden en su valoración de las Sagradas Escrituras. Algunos sostienen que la Biblia es la Palabra de Dios; otros, que en la Biblia se encuentra esa palabra divina; y los hay también que entienden que es un conjunto de textos que ayudan a comprender el sentido de la fe de las comunidades de creyentes que se inspiraron en ella desde el pasado… Hay otras posiciones que participan en un debate que existe desde siempre.

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Un punto importante a considerar es la importancia que tiene la memoria de la fe cuando se apela a la Biblia. Por ejemplo, es evidente que para Juan Calvino, el reformador de Ginebra, el texto del Libro de los Salmos es una cantera a la que recurre una y otra vez su memoria para dar fundamentos a sus argumentaciones teológicas. Lutero, en cambio, es un teólogo que da prioridad al pensamiento de las Epístolas del Nuevo Testamento, atribuidas al apóstol Pablo.

Cabe reconocer que la memoria de la fe tiene matices diferentes cuando se nutre primordialmente de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento; en cambio, los tonos son diferentes en una teología que se nutre principalmente del pensamiento paulino. Eso ayuda a explicar (en parte) por qué Lutero manifestó un cierto rechazo hacia escritos del Nuevo Testamento que no están incluidos en los textos del corpus paulino.

En esta línea de pensamiento, es necesario hablar de cuestiones relacionadas con la memoria de la fe. Creo que ésta se nutre de la memoria que preservamos de lo que Dios ha hecho en la historia. Pero hay que tener en cuenta también el olvido, o por lo menos las tendencias que han llevado a dejar de lado ciertos documentos bíblicos, prefiriendo unos y dejando de lado otros. Esto también vale para ciertos aspectos de la situación histórica.

Hay dos que quiero mencionar: primero, que ciertos énfasis que se dan al estudio de la Biblia en un determinado momento son relativos, temporales. Corresponden a situaciones históricas específicas, a ciertas circunstancias que pueden parecer importantes, mas que al cambiar el proceso histórico, quizá ya no conciten el mismo grado de atención. Doy un ejemplo: durante mucho tiempo la atención de los teólogos no se centró en cuestiones relacionadas con el diálogo interreligioso; en nuestro tiempo -y por obvias que no necesitan argumentaciones- este tema ha llegado a tener mucha importancia para los teólogos.

En segundo lugar, hay teólogos (entre quienes me encuentro) que son muy críticos respecto de la manera como se estableció el canon bíblico. O sea, que el procedimiento para determinar qué escritos de la Biblia podían ser considerados como inspirados, llevando a que otros textos de la misma época fueran olvidados, no puede ser aceptado como justo y válido. Se dio mayor importancia a documentos que circulaban entre las iglesias del mundo donde dominaba el imperio romano, y no se tuvieron en cuenta los documentos originados en la periferia. Si se establece como norma que entre los documentos disponibles no cabe hacer valer esas diferencias, debemos convenir en que no puede haber documentos que (por lo menos para los estudiosos que prestan atención a la crítica histórica) tengan menos importancia que los que reciben el peso de la tradición.

Esto tiene que ver, por ejemplo, con la influencia creciente de las mujeres que hacen teología en nuestro tiempo; son ellas las que están realizando aportes significativos sobre cómo los problemas de género han sido tratados teológicamente por la tradición y qué correcciones deben ser introducidas en esos temas si se tiene en cuenta el nivel al que hoy han llegado las ciencias humanas y su posible evolución.

De alguna manera, la memoria de la fe había sido amputada; el olvido –consciente o inconscientemente- había prevalecido. En nuestra época, parte de la buena reflexión teológica que se lleva a cabo es un ejercicio de anámnesis: busca hacer presente lo que había sido omitido. A pesar de ello, la amnesia que ha persistido por mucho tiempo se manifiesta todavía. Por ejemplo, cuando hay aspectos de la realidad que dejamos de lado y omitimos en nuestros análisis, sea cual sea la ciencia que practiquemos, esos descuidos constituyen faltas graves y en teología, tanto como en otras ramas del conocimiento. Cabe la pena recordar que los estudios teológicos son reconocidos como formando parte de las ciencias humanas. Esa omisión representa una amputación de la situación real. O sea, para decirlo directamente, sin matices, que en esos casos, Dios parece no tener mucho que ver con lo que ocurre. La actitud respetuosa y minuciosa, que atiende con cuidado a un objeto de estudio que interesa a cualquier grupo de personas, es una necesidad.

La atención metodológica a la que aludimos se pone de manifiesto a través de pasos consecutivos que vamos dando en nuestro quehacer teológico. En primer lugar, tenemos conciencia de que vivimos en un mundo muy complejo. Por eso, por muy vasto que sea el campo del conocimiento que pretendemos abarcar, reconocemos que son muchos los problemas que escapan a nuestra observación y juicio. Nuestra atención se orienta por aquello que nos interesa; manifestamos una cierta intencionalidad al aproximarnos a una cuestión. Esa intención puede tener diferentes motivos, y cabe reconocer que no hay asunto que atraiga el espíritu de todos. Nuestra época, en particular, se distingue por la especialización del conocimiento. La persona que se caracteriza por una gran cultura humanística corre el riesgo de ser un ―especialista en cultura general‖. Las

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ciencias humanas, a menos que enfoquen de forma bien definida los temas que intentan explorar, corren el riesgo de perderse por veredas erráticas.

Para evitar tal cosa, cuando uno está interesado en un tema, en cualquier problema, por cualquier cuestión, se impone recabar con rigor la mayor información posible sobre lo que deseamos estudiar. Es decir, consultar tanto lo que nos atrae como otras fuentes de saber que no nos atraen. Hay hechos que se analizan desde perspectivas diferentes. Algunos de estos análisis confirman nuestras impresiones. A pesar de ello, no es posible sentirse satisfecho con posiciones que convergen con nuestros puntos de vista. Debemos atender también a la exigencia de ver las cosas desde una posición diferente de la que personalmente nos place. Esto nos obliga a leer diversas fuentes que tratan del problema, entrevistar a personas con diferentes puntos de vista, lo que puede dar como resultado que la visión que tenemos del asunto que nos interesa deba ser expuesta con algunos matices o con mayor precisión.

Ahora bien, quien quiere avanzar en el estudio de la realidad debe reconocer que enfocar un tema concreto para estudiarlo no es garantía de su vigencia ni de su actualidad. Tenemos que interrogarnos constantemente si ese asunto corresponde a lo concreto, o si sólo se trata de una cuestión que, aunque pueda interesar mucho al estudioso, no llega a ser muy valiosa para la mayor parte de la opinión pública. Sin embargo, corresponde subrayar que, al aproximarnos a la cuestión, podemos ser leales al sentimiento que promovió en nuestra conciencia el estudio del problema. No hay que dejarlo de lado porque la mayoría piense de otra manera, o porque no corresponda a opiniones ―políticamente correctas‖.

Paulo Freire, el gran pedagogo brasileño, ha insistido en este punto. Cuando se advierte un problema, un tema que puede ser importante, hay que considerarlo desde varios ángulos, buscando la mayor información disponible, y recordando en todo momento como nació el interés que nos movió a considerarlo.

En segundo lugar, una visión más amplia que nos induzca a preguntar y conocer mejor lo que nos interesa, lleva a más reflexión y a más estudio. Los fenómenos que manifiestan lo que es real pueden ser definidos con cierta claridad. Para alcanzar esa claridad debemos reflexionar con cuidado acerca de las diversas facetas que caracterizan el asunto que sometemos a estudio.

Por ejemplo, cuando comencé a manifestar mi interés por el tema de los pobres a partir de una perspectiva en la que prevalecía la teología, ese acercamiento tenía ante todo una raíz ética. El hecho de que haya personas que viven con medios insuficientes, en la escasez, sin llegar a satisfacer sus necesidades básicas era (y sigue siendo) inaceptable; la injusticia y la desigualdad que se expresa en la vida de los pobres es algo que me lleva a luchar para que cambien las condiciones que influyen sobre ellos. Es una conciencia que siempre está presente en mi existencia.

Al ampliar mi visión sobre la condición de vida de los pobres (para lo que me informé desde diversos puntos de vista: histórico, sociológico, económico, psicológico, literario, bíblico-teológico) pude comprender mejor los problemas que viven los pobres en diversas partes del mundo. Conseguí precisar las causas de la injusticia que padecen. Llegué a ver que las razones de la falta de igualdad que no pueden superar tienen raíces estructurales. Comprendí que debía profundizar otros aspectos del tema (por ejemplo, para citar sólo algunos: cómo gravitan las estructuras de dominación y dependencia sobre las condiciones de vida de los pobres; las formas de la ―religión popular‖ que tanto influyen en el comportamiento de los pobres; las comunidades de pobres que se manifiestan en la lucha o en el ajuste de los indigentes; la diferencia sociológica que existe entre pobres, miserables, indigentes, etcétera).

La reflexión y el estudio fue importante para precisar mi posición ética sobre la condición de los pobres. Los conocimientos que he adquirido me sirvieron de guía por el camino que fui transitando para discernir con claridad qué decisiones debía realizar. Esos pasos me hicieron comprender el imperativo de que, para escribir con rigor (no sólo sobre los pobres, sino también sobre otros asuntos), siempre corresponde ampliar la información y profundizar la reflexión.

Ello me condujo a considerar la cuestión desde un punto de vista histórico y cultural; así fui acercándome a la teología. Fue cuando el proceso de reflexión me planteó otro reto: ¿Cuál podría ser la llave teológica, interpretativa, a partir de la que hablaría con legitimidad de los pobres? Este tercer paso es decisivo cuando se trata de cuestiones de fe.

Naturalmente, entiendo que esa llave hermenéutica está en la Biblia. Y, es el mensaje profético –en el que se inscribe la historia de Jesús de Nazaret- el que ofrece esta llave. Pero, cuidado: ¡hay que apreciarlo en su

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totalidad! Es decir, hay un núcleo bíblico-teológico que nos ayuda a discernir la orientación a seguir. Ese foco de atención ayuda, por un lado, a percibir el énfasis del mensaje. Y, por otro lado, a indicar el sentido que corresponde dar a la acción, manteniendo la coherencia entre palabra y verdad. Teologizando desde la práctica Al encarar este punto quiero indicar algo que me parece muy importante: la Teología de la Liberación, que ha subrayado la prioridad que corresponde a los pobres cuando se predica el Evangelio, es sobre todo una Teología Pastoral.

Si se dice, como lo ha hecho la tradición católica romana, y también el fundamentalismo protestante, que la Teología Latinoamericana de la Liberación es una teología dogmática (que sus detractores condenaron además por seguir las orientaciones del materialismo histórico), entonces no se entiende su significado. Se la respeta cuando se la considera como Teología Pastoral, porque se hace teniendo en cuenta el sentido que corresponde a la acción de la comunidad.

La indicación de que los pobres son quienes reciben el Evangelio en primer lugar no puede ser discutida; es una afirmación clara y nítida de Jesús, tanto en su práctica como en sus enseñanzas. Son muchos, inequívocos, los pasajes de los Evangelios que dejan claro que Jesús dio a esta línea de pensamiento y acción (que viene de los profetas del Antiguo Testamento) un valor supremo.

La llave bíblica tiene la función de orientar, y a la vez de verificar, la práctica y la predicación de la comunidad evangélica (no quiero decir sólo ―protestante‖; me refiero a toda comunidad que se reúne en nombre del Señor Jesús y que procura poner en obra sus enseñanzas). Muchas veces, la orientación y la verificación tienen que corregir y llamar al arrepentimiento a una comunidad que, a pesar de sus buenas intenciones, no tiene una práctica que confirme su fe. Recuerdo lo que dijo Benoît Dumas, sacerdote francés de la Orden Dominicana, que sirvió en Uruguay en la década de 1960: ―Si los pobres no reconocen a Jesús en la vida y acción de la Iglesia, ésta existe alienada de Jesús. Si la Iglesia no ve a Jesús en los pobres, también está alienada‖. Este criterio sirve para verificar si la acción de los creyentes tiene una orientación correcta. .

Parafraseando esta afirmación de Dumas, me parece posible decir que cuando la Iglesia tiene una memoria ideal de Jesús, y olvida su presencia entre los pobres, no es posible encontrar en esa iglesia el ser de Jesús. Cuando la fe de la comunidad se afirma y crece, la teología que orienta su mensaje y su acción queda verificada como correcta.

Echando una mirada al camino recorrido Los distintos personajes que coexisten en mi ser crean una tensión intelectual permanente entre la importancia que he dado a la Filosofía y a las Ciencias Sociales por un lado, y a la investigación teológica por el otro. Reconozco que se trata de una ―agonía‖ que no tiene ribetes dramáticos. Hay momentos en los que mis cogitaciones me llevan por las sendas de la Filosofía, otros en los que me enfrento a la realidad dando prioridad a las Ciencias Sociales, en tanto que también los hay (sobre todo cuando mi fe está en juego) en los que prevalece la reflexión teológica.

En mi juventud, durante el período de mis estudios académicos sistemáticos, me formé en Teología, y aunque las materias que estudié no siempre llegaron a entusiasmarme, hubo momentos en los que me apasioné. Recuerdo con gratitud el impacto que me produjo escuchar a Richard Shaull cuando ofreció un ciclo de conferencias en la Facultad de Evangélica de Teología de Buenos Aires (Argentina), hoy ISEDET. El tema general fue ―El Evangelio y la Revolución Social‖. Pocos meses después el Dr. B. Foster Stockwell, Rector de la Facultad, invitó a Shaull para que tuviera la responsabilidad de ser el conferenciante que inaugurase el año lectivo de 1953. Shaull tuvo mucha influencia en el proceso inicial de mi formación. Al escucharlo, no cabía la menor duda: la teología llegaba a lo concreto, tocaba el mundo real.

No tuve con frecuencia este tipo de experiencia. Entre l954 y l955, de acuerdo con lo establecido en la Facultad Evangélica de Teología, hice un período

de práctica en la Iglesia Metodista Central de Montevideo. El pastor era el Rev. Carlos Gattinoni, y a su lado aprendí mucho de su gran experiencia y de su fe. Mas decidí que no debía ser ministro ordenado de la Iglesia.

Los motivos que me llevaron a dar ese paso se relacionan con mis limitaciones personales cuando trataba de acompañar a quienes sufrían y penaban por razones de salud u otras causas. Traté por muchos medios de

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mostrar mi simpatía a esas personas; cuando las visitaba, leía la Biblia con ellas, oraba, intentaba dar un pequeño mensaje de solidaridad, pero al separarme tenía el sentimiento de que algo me separaba de la gente. Se lo comuniqué a Gattinoni, quien me dijo que no era aconsejable que suspendiera mis estudios de Teología, que es conveniente que finalicemos lo que hemos emprendido. Fue siguiendo ese consejo, que tanto agradezco, que los terminé.

Fue entonces cuando Luis Odell, administrador del Instituto Crandon, me dio la oportunidad de ejercer la docencia. Los estudios de Filosofía y de Ciencias Sociales me interesaron mucho más que la Teología. Por ese tiempo nos unimos en matrimonio con Violaine. Juntos fuimos a Estrasburgo, gracias a una beca del Consejo Mundial de Iglesias. Fueron dos años en cuyo transcurso escribí y defendí una tesis para obtener el doctorado en Ciencias de la Religión, especializándome en Filosofía religiosa. Regresamos a Uruguay en l962 y sería en nuestro país donde Dios nos bendijo con el nacimiento de tres hijos.

Violaine ejerció la docencia del idioma francés a nivel secundario, y yo, por mi parte, fui Secretario del Centro de Estudios Cristianos (CEC) del Río de la Plata, al servicio de la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay, y de la Federación Argentina de Iglesias Evangélicas, además de enseñar Filosofía.

En el lapso de un decenio empezamos a participar en movimientos sociales y políticos progresistas, de izquierda. Fui uno de los que convocaron la creación del Frente Amplio a fines de l970, y participé en su fundación. En ese tiempo, la vida política se encaraba con mucha pasión. En marzo de 1972, el escuadrón de la muerte puso una bomba de en nuestra casa. Pocos meses más tarde fui preso. Gracias al empeño de Wilson Ferreira, Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini, me pusieron en libertad. Guardo en mi memoria el momento cuando Violaine vino a esperarme a la salida de la prisión; nos abrazamos fuertemente. Y le dije: ―Nos tenemos que ir‖. Eso ocurrió el 7 de setiembre de 1972. El 9 de octubre desembarcamos en Ginebra, donde comencé a servir en el Secretariado Ejecutivo del Consejo Mundial de Iglesias.

En 1983, volvimos a América Latina. Nos radicamos en São Paulo (Brasil) de donde retornamos a Suiza en 1994. La experiencia en Brasil fue muy enriquecedora, tanto en el Centro Ecuménico de Evangelización y Educación Popular (CESEP) como en el Instituto Metodista de Ensino Superior, donde serví como docente en el Centro de Estudios de Postgrado y en la Facultad de Teología de la Iglesia Metodista.

Al volver a Suiza, trabajé como consultor del CMI y como profesor en el Instituto Ecuménico de Bossey. Me jubilé en 2002. Violaine, por su parte, continúa trabajando como traductora al español independiente. Sólo se sabe lo que se vive En el proceso de esos 40 años fui tomando conciencia de cosas que considero importantes. Menciono algunas de ellas.

En mi existencia intelectual, si bien mis lecturas me han enseñado muchas cosas, la fuente que ha nutrido mis conocimientos, que me ha confirmado y también corregido, que me ha planteado desafíos hasta el punto de llevarme a luchar intensamente conmigo mismo, ha sido mi propia práctica, que, hasta el día de hoy, me plantea preguntas, me cuestiona. Esto corrobora lo que escribí al principio de este texto: es el ejercicio de lo concreto, real, que abre las puertas del conocimiento.

Alguien puede decir (¡con razón!) que es una verdad de Perogrullo. A pesar de que esta afirmación parece ser elemental y primaria, no es algo que se impone fácilmente a nuestra conciencia.

―Primero vivir, y luego filosofar‖, decían los clásicos. Parece ser una nimiedad. Antes de quitarle importancia, es pertinente apreciar que esta prioridad de la existencia práctica puede ayudarnos a comprender la diferencia que existe entre el sentido común y el buen sentido. El primero corresponde a afirmaciones que, aparentemente, son evidentes, que no necesita fundamento. Una gran parte del pensamiento ―políticamente correcto‖ expresa el sentido común. Es tan ―común‖, que no hay por qué dar argumentos en su favor. El buen sentido tiene otras características: muchas veces se opone a la opinión predominante. Por ejemplo, para la mayoría de los humanos la orientación que nos hace aprovechar de las ventajas del mercado es positiva. Consiguientemente, la mayoría de los actores del mercado reclaman que éste les permita actuar con la mayor libertad posible. El ―sentido común‖ dice: ―Más mercado y menos Estado‖. El origen de la crisis actual lleva este alegato en su propia raíz. No obstante, el examen, que puede hacerse a partir del análisis de nuestras experiencias, indica que los mecanismos mercantiles necesitan ser corregidos, regulados, controlados. Lo que es una expresión de ―buen sentido‖. Este sentido que no es el común, puede disgustarnos, contrariarnos. Sin

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embargo, hay que reconocer que, a posteriori, examinando nuestra propia práctica, es el que permite avanzar, en tanto que el ―sentido común‖ con frecuencia nos hace perder el camino, la orientación.

El pensamiento filosófico ha conseguido abrirse paso manteniendo una actitud alerta para no caer, por un lado, en los cepos del sentido común, y, por otro lado cultivar atentamente una disposición dispuesta a captar los signos de buen sentido. Demás está decir que quien ama la Filosofía, siguiendo estas sendas, tiende a ser visto como alguien que molesta, que enfatiza en significados que rompen consensos que fueron fácilmente obtenidos en base al sentido común. Fue la experiencia de Sócrates, de Descartes, de Spinoza y otros.

Esta reflexión también es válida para las Ciencias Sociales y para la Teología. Sobre todo cuando ésta, como se ha señalado al mencionar la Teología de la Liberación, es Teología Práctica. La Teología Dogmática se caracteriza por la frecuencia y abundancia del sentido común. Téngase en cuenta que el depositum fidei y la regula fidei requieren constantemente el uso de fórmulas tradicionales que son campo donde predomina el sentido común, como es el caso de la Teología dogmática católica romana. Algo semejante ocurre con el papel de la tradición de las Iglesias Ortodoxas, que se expresa a través de un lenguaje que corresponde a situaciones pasadas, que hoy ya no existen.

Asimismo esto es válido para el pensamiento teológico protestante tradicional, que no puede ser aplicado en nuestra época, a menos que se distingan los rasgos del pensamiento de los reformadores del siglo XVI que siguen siendo vigentes. Esto implica que se ponga de relieve el contexto en el se proclamaron las propuestas de la Reforma. Para poner un ejemplo muy sencillo: el pensamiento de Lutero, de Calvino, de Büllinger, y también el de Wesley, sólo pueden ser comprendidos por lectores contemporáneos cuando se hace el esfuerzo intelectual para leerlos en su contexto e interpretarlos en la situación actual.

También corresponde decirlo para la Teología Latinoamericana de la Liberación. No se puede seguir repitiendo lo que escribieron Gutiérrez, Segundo, Assmann, Alves, Boff, José Míguez Bonino, etcétera, hace 40 o 50 años. Ese discurso pertenece a tiempos que ya dejaron de ser. Si se continúa insistiendo en aquellas ideas, la teología se transforma inevitablemente en catecismo, entonces se hace dogma, perdiendo su latido y su vigencia. Para que mantenga su actualidad, la reflexión teológica tiene que ser renovada. Tiene que ser entendida en nuevos contextos. O, diciéndolo de otro modo, en palabras de Gustavo Gutiérrez, es necesario comprender que las articulaciones teológicas vienen en segundo lugar. La liberación de la teología La teología es un acto segundo. Es algo semejante a lo que ocurre, según dijimos, con la filosofía; la teología que busca ser libre de dogmatismos siempre es ―un acto segundo‖. ¿Cuál es el significado de esta afirmación?

Es la práctica en la que nos involucramos la que suscita preguntas que impulsan la reflexión teológica. Cuando siento la voluntad de orar, es esta acción la que me hace pensar qué puede ser la oración. Del mismo modo, las razones que me llevan a decir que la Biblia es, o que en ella está la Palabra de Dios, dan continuación a su lectura.

Fue lo que le ocurrió a San Agustín en el momento de su conversión, cuando experimentó un anhelo irreprimible de leer la Escrituras; había niños que se columpiaban y jugando cantaban ―Tolle Lege‖, ―Toma y Lee‖, que él entendió como un mensaje personal. Agustín abrió el Nuevo Testamento al azar, y enfocó su atención en las palabras del capítulo 13 de la Epístola a los Romanos (vv. 11- l4). Ese acontecimiento concreto promovió su conversión a Jesucristo. Después, pasaron los años, y reflexionó en lo que había significado para él la lectura de ese texto y en el significado teológico de las Escrituras. Ocurre un proceso semejante cuando pensamos en Jesús de Nazaret; antes de que lleguemos a formular alguna declaración teológica sobre su ser trascendente, los creyentes tenemos una vivencia del ser de Jesús. Luego, motivados por la fe, por el carácter divino del personaje, o por otras razones, comenzamos a orientar nuestras ideas según los cánones de la teología.

La reflexión sobre la práctica de lo que llamamos tradicionalmente las virtudes teologales, ratifica que la teología es un acto segundo; la práctica de la fe, la esperanza y el amor es lo primero. A partir de lo que nos impulsa a tener el coraje de creer, de insistir obstinadamente en buscar lo que esperamos, de amar hasta el punto de no procurar una retribución, comenzamos a cavilar con intenciones de aclarar el sentido de la práctica de esas virtudes. Por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿qué significado tiene afirmar que la fe es la sustancia de las cosas que se esperan, o sea lo que podemos entender como su garantía? ¿Qué quiere decir que la fe es la

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demostración de lo que no se ve? Estas preguntas no se hacen antes de tener la experiencia de la fe, sino a posteriori. Esto también ocurre cuando tenemos esperanza y cuando nos mueve el amor.

Creo que no es necesario insistir sobre este particular. No obstante, me interesa aclarar especialmente un punto. ¿Qué sentido, o sentidos, conlleva la afirmación ―Creo en el Espíritu Santo‖? Sobre todo cuando esta confesión indica que al hablar del Espíritu, de manera implícita también decimos que nuestra concepción del misterio del ser divino de Dios es ―la Trinidad‖. ―Dios Trino y Uno‖ ¿qué quiero decir con este concepto? Hubo teólogos (y aún los hay) que entienden que es forzoso comenzar toda disquisición sobre Dios por la afirmación de que ―Dios es un ser en tres personas‖. Son muchos los que no se fijan con atención de que este dogma fue establecido cuatro siglos después de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, el Cristo, y pocas décadas después de que la Iglesia se envolviese en el debate sobre la doble naturaleza de su ser. Lo que quiere decir, que estos teologúmenos no eran necesarios para la fe de los cristianos de los primeros siglos de historia de las comunidades de fe. Los Concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451) apoyaron el resultado de debates teológicos que tuvieron lugar mucho después del origen del cristianismo, cuando éste tenía casi cinco siglos de existencia. Por ese camino, mientras pasaban los siglos, se comenzó a decir que Dios es ―Padre, e Hijo y Espíritu Santo‖; que el Espíritu del Padre y el del Hijo, es el mismo. Que el Espíritu da señales a través de la historia guiando al pueblo de Israel y al del nuevo pacto. Que es el vínculo de unión entre Dios Padre y el Hijo Jesucristo. Que cuando tiene lugar la experiencia del Espíritu, Dios se manifiesta, dando lugar a una epifanía.

Estas afirmaciones tienen, por lo menos, un doble sentido: se trata de señalar la presencia del misterio de Dios, por un lado, y, por otro lado, de indicar aquello que, como lo expresó acertadamente Nicolás Berdyaev, es nuestra destinación. Nuestro destino es la libertad de los hijos de Dios. Esta confesión corresponde a las palabras del apóstol Pablo en la 2ª. Epístola a los Corintios: ―Porque el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad‖ (3: 17-18). O, como está escrito en el Evangelio de Juan, cuando el evangelista narra la conversación de Jesús con Nicodemo. Jesús le dijo: ―En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto, no puede ver el Reino de Dios. Dícele Nicodemo : ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: ―En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios, Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto: El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu‖ (Juan 3: 3-8).

Quien sopla raudo, sin que sepamos de dónde viene ni a dónde se dirige, es el viento, símbolo de la libertad. Cuando experimentamos esto tenemos una vivencia de la libertad. Ésta nos mueve, nos pone en marcha, nos impulsa. La teología viene después. Es un acto segundo; en él tienen lugar el dogma de la Trinidad y otros dogmas

Termino este punto reiterando que no hay dogma que valga tanto como la práctica. Listo para pasar la estafeta Lo que importa es el mensaje. Somos apenas quienes llevamos el correo de Dios de unos a otros. Nos ha tocado esperar a que llegue la posta con su cartera de despachos divinos, para salir con ellos hasta que lleguemos a donde podamos entregar el bolso a otro postillón, que, su vez, continuará con esa misión que Dios nos ha encomendado. Tenemos que pasar el testimonio, como en las carreras de posta.

Como cristiano, como metodista, para mí esto tiene la prioridad más alta. Quiero mencionar algunas cosas que, para mí, cuentan mucho. Entiendo que expresan mi vocación

cristiana. No es el momento de explayarme y extenderme en detalles sobre esos cinco aspectos. Pero, con palabras del apóstol Pablo, puedo decir: ―Pero las cosas que para mí eran ganancias, helas reputado pérdidas por amor de Cristo. Y ciertamente, aun reputo todas las cosas pérdida por el eminente conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y téngalo por estiércol, para ganar a Cristo. Y ser hallado en él, no teniendo mi justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y la virtud de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en conformidad con su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de los muertos. No que haya alcanzado, ni que pueda ser perfecto; sino que prosigo para ver si alcanzo aquello para lo cual fui también alcanzado de Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haberlo alcanzado; pero una cosa hago: olvidando lo que queda atrás, y

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extendiéndome a lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús‖ (Fil. 3: 7-14).

En el camino, intentado avanzar siempre que he podido, esos elementos son los siguientes: En primer lugar, la vida con Dios, sin la que no puedo imaginar el don, la gracia de la salvación. He

mencionado previamente que Dios es el misterio que acompaña mi existencia. Misterio inefable, al mismo tiempo que inescrutable. Misterio que me sostiene y que me juzga también, que –para decirlo con palabras de Rudolf Otto- me fascina y es terrible, tremendo: Mysterium tremendum et fascinans.

A ese misterio lo llamo Dios (vocablo que tiene origen en el griego Zeus: según los helenos, aunque eternos, los dioses son naturales y pueden tener rasgos éticos. En la Biblia se percibe otro significado: su persona inefable exige que no se pueda pronunciar su nombre. Por eso es misterio. Sólo podemos aludirlo simbólicamente. Es ―el Señor‖: ¡Elohim!). Es JHVH, ―mi Pastor‖ que hace que nada me falte. No sólo por la presencia de la gracia, sino también mediante correcciones, situaciones que me llevan al azoramiento, a un juicio que exige arrepentimiento y conversión continuos. Puedo decir que, cuando menos lo espero, Dios viene. Este advenimiento, se ha concretado sobre todo en la persona de Jesús de Nazaret. El encuentro con Jesús me permite comprender algo del misterio de Dios.

Confieso que Jesús es ―salvador‖ porque en situaciones de desorientación, la reflexión sobre el Nazareno es lo que me ha dado posibilidades de encontrar el sentido que me faltaba. Haciendo uso de un lenguaje religioso, evangélico, tradicional, puedo decir que hubo momentos de mi vida en los que me encontraba perdido, y que Jesús me salvó.

En segundo lugar, considero que la vida de fe es una práctica de la reconciliación. Hay dos sentimientos del ser humano que nos indisponen, a la vez, contra nosotros mismos, contra Dios y contra quienes nos rodean. Son el orgullo y el resentimiento, que se mezclan y amalgaman cuando pueden hacerlo.

En el Libro del Éxodo leemos una narrativa de lo que ocurrió con el antiguo Israel en un momento decisivo de su deambular por el desierto. El texto se refiere a los acontecimientos relativos a la ratificación de la Alianza (Éx. 24 -31). Al terminar el capítulo 31, el relato dice que Elohim dio a Moisés las dos tablas del Testimonio, en las que había escrito el dedo de Dios. Entre tanto, el pueblo tuvo la impresión de que Moisés tardaba más de la cuenta, y los israelitas apremiaron a Aarón para que les hiciese un Dios.

Hay dos puntos que son importantes en la historia: por un lado, que los israelitas asumen que tienen derecho a disponer de un dios que se manifiesta al frente de su marcha. JHVH los liberó del yugo del Faraón y los conducía en su camino por el desierto. En lugar de reconocer con gratitud lo que JHVH había hecho, anhelan tener una divinidad propia. Aarón aceptó la orden de la gente; aceptó los pendientes que llevaban las mujeres. Fundió el oro y con la ayuda de un molde hizo un becerro. El pueblo dijo entonces: ―Éste es tu Dios, Israel, que te ha sacado de la tierra de Egipto‖. Aarón construyó un altar ante el becerro y anunció que el día siguiente habría fiesta en honor a Dios. Al día siguiente el pueblo ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Entonces la gente comió, bebió y después comenzó a danzar. Moisés volvió con Josué al campamento. Al ver los alaridos del pueblo, sus gritos y sus bailes, Moisés tiró la tablas que Dios le había entregado y en las que –de acuerdo con la tradición- había constancia de lo que Dios había hecho, legislado y escrito. El compilador del libro del Éxodo narra que Elohim estaba muy airado.

La historia no tuvo un final feliz, pues el regreso de Moisés no significó el fin de la revuelta popular. Lamentablemente, Moisés reprimió a los rebeldes; contó para ello con la ayuda de los levitas. Fueron 3.000 los que murieron.

La narración nos cuenta cómo creció y se afirmó el orgullo del pueblo; la confianza en Dios se transformó en confianza en sí mismos: dado que Moisés no daba señales, la gente entendió que necesitaban un Dios para que marchase delante de ellos. De manera sutil, la relación había cambiado. Dios antes guiaba al pueblo; ahora es un dios, producto de los anhelos y deseos populares, el que estará al frente. Antes, Elohim indicaba el camino, mientras que, en el tiempo que duró la ausencia de Moisés, parte del pueblo de Israel entendió que Dios (con la forma del becerro de oro) sería el distintivo del pueblo.

En ese momento de su incipiente historia, Israel da muestras de un orgullo semejante al que ha de exhibir en otras situaciones históricas. Ese orgullo es inaceptable para JHVH, que siente una reacción airada, que Moisés aplaca. Dios entonces se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra Israel.

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La situación se complica cuando el orgullo es acompañado por el resentimiento. Antes de Nietzsche, fueron los profetas de Israel y de otros pueblos, quienes indicaron la relación entre orgullo y resentimiento. Jesús es quien llegó a posiciones más nítidas y claras, sus enseñanzas subrayan que no debemos caer en esa postura.

En la versión de la predicación que se encuentra en el Evangelio de Mateo (caps. 5 – 7, que comúnmente llamamos ―Sermón de la Montaña‖), Jesús enseñó que si bien la Ley mandó ―Ojo por ojo, diente por diente‖, él dijo ―No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerza a caminar una milla, acompáñalo dos; al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes no le vuelvas la espalda. Os han enseñado que se mandó: ―Amarás a tu prójimo…‖ y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo; Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre males y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos‖ (Mateo 5: 38-45). Estas citas de uno de los discursos más importantes de Jesús son suficientemente explícitas; ellas señalan la relación que existe entre la reconciliación y el don de sí, que se opone al resentimiento.

Es posible señalar dos grandes orientaciones en la práctica de la reconciliación: La primera, la mencioné al hablar del ser y los seres por quienes estamos habitados; se trata de la

reconciliación con la legión de aquellos que moran en nuestro ser. La reconciliación es un fruto del amor. No podemos amar a otros cuando entre los diversos seres que nos animan, existe el resentimiento.

Durante muchos años, un germen de resentimiento se manifestaba en mí por el desdén y la descalificación que sentía hacia ciertas tendencias que en mí existían. Tres procesos fueron importantes para que superara lo que vivía. Tengo conciencia de que he vivido esos procesos como una conversión continua: en primer lugar, a través de las comunidades que me ayudaron a madurar (la de los ―pingüinos‖, jóvenes que dimos prioridad en nuestras opciones de vida al ecumenismo; entre ellos menciono a Leonardo Franco, Emilio Castro, Jether Ramalho, Leopoldo Niilus, Híber Conteris, Waldo César, Rubem Alves, Carlos Delmonte, Julio Barreiro, Christian Lalive d‘Epinay, Gonzalo Castillo, y otros que hacen muy larga la lista de compañeros). En segundo lugar, la que contribuyó a hacer crecer en mí un espíritu de equipo. Me refiero a la del Consejo Mundial de Iglesias, volcada a la práctica de la reconciliación a través de movimiento ecuménico (Valdo Galland, Mauricio López, Óscar Bolioli, Philip Potter, Baldwin Sjollema, Odair Pedroso Mateus, Diogo de Gaspar, Luis Carlos Weil, Jean Fischer y otros…). Y, en tercer lugar, al grupo de Emaús en Brasil, del que tanto he aprendido y con el que he caminado por veredas marcadas por la Teología de la liberación (José Óscar Beozzo, Luiz Alberto Gómez de Souza, Luis Eduardo Wanderley, Leonardo Boff, Pedro de Oliveira, Marcelo Barros, Frei Betto, y otros que aunque no son brasileños ni viven en Brasil son también compañeros: es decir están entre aquéllos que comparten el pan conmigo: Cum panis. Son todos ellos quienes me ayudan a reflexionar, quienes me enseñaron el sentido de la práctica de la reconciliación. Hay otros amigos muy entrañables en quienes pienso, que con su generosidad y bondad me dieron lecciones de reconciliación: Mario Etchebarne y su mujer, Pedro Corradino y esposa, Stanley Mills, Enrique Méndez, Juan Di Pietro… Algunos pasaron; pienso que me esperan del otro lado del camino. Todos ellos son quienes me ayudaron e indujeron a la práctica de la reconciliación. Hay otros que me dieron mucho y que me es imposible no mencionar: Earl M. Smith, B. Foster Stockwell; Eugenio Stockwell, José Míguez Bonino, Federico Pagura…

Cuando se habla de la práctica de la reconciliación existe una segunda dimensión que debe ser señalada. Me refiero a la reconciliación con los adversarios, que, a veces, también son enemigos.

Pienso que no es posible la paz sin que practiquemos la reconciliación. Al escribir esto me refiero a la necesidad de sentarnos no sólo con los que opinan de otro modo en el plano de las relaciones sociales y políticas, sino especialmente con quienes nos agraviaron e hicieron mal, sobre todo durante el período de la dictadura militar de los años l970-1980 en nuestro país. Con esto no quiero decir que sus delitos no tengan que ser castigados de conformidad con las leyes vigentes. Parte importante de la práctica de la reconciliación es el reconocimiento de la soberanía del Estado de Derecho que, como toda institución humana, no es totalmente justo. Sin embargo, por el momento, ese Estado es lo mejor que existe, y el que abre espacios para que el ejercicio de la democracia, de los derechos humanos, y para que podamos orientar nuestras acciones hacia esa meta que llamamos libertad. Cuando aludo a la práctica de la reconciliación me refiero a todas estas dimensiones de mi vida personal y también de la social.

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En tercer lugar, menciono la tensión existente entre el Reino de Dios que viene y la institución eclesiástica. Hace más o menos un siglo, el pensador francés Alfred Loisy expresó una afirmación que muchos caracterizaron como una boutade, una provocación, expresión mordaz, irónica, que, al mismo tiempo que indica algo sobre un hecho, un proceso, una cosa, etc., no llega a convencer de manera plena a quienes se dirige. Loisy dijo: ―Jesús predicó el Reino de Dios, y lo que resultó fue la Iglesia‖. Hubo, y todavía hay, quienes sostienen que el Reino se manifiesta en la Iglesia, sobre todo en tanto institución.

Mi manera de comprender el Reino de Dios y la Iglesia, el advenimiento de situaciones nuevas, que crean más justicia, más solidaridad, y que son más favorables para que los seres humanos hagan avanzar las formas de vida comunitaria, no es convergente con la entidad de la institución eclesiástica.

Dostoyevski también se refirió de manera implícita a la tensión que se produce entre el Reino y la Iglesia. En La Leyenda del Gran Inquisidor, que forma parte de Los Hermanos Karamazov, el enfrentamiento entre quien anuncia la llegada del Reino de Dios (Jesús) y la institución eclesiástica se produce durante la celebración de la Semana Santa en Sevilla. La ciudad andaluza, repleta de visitantes en esos días, era el escenario donde el Inquisidor Torquemada quería imponer su poder a Jesucristo. Increpó a éste; le preguntó por qué había vuelto de incógnito, en un contexto en el que la Iglesia muestra toda su fuerza y magnificencia. Se reeditan, entonces, los acontecimientos de la semana de la Pasión. No obstante, hay una situación nueva. Torquemada ocupa el lugar de Poncio Pilatos. Es el que comanda la Inquisición. Se trata de la manifestación del poder en la Iglesia, autoridad suprema en España por aquellos tiempos. El poder no pertenece sólo al Inquisidor, o a la Inquisición: es de la Iglesia. La Inquisición es sólo su instrumento. Es imposible esconder el conflicto que se plantea entre la Institución eclesiástica y la predicación del Reino.

El anuncio evangélico se abre al futuro. En el Evangelio de Marcos se lee: ―Cuando detuvieron a Juan, Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena noticia. Decía: Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia‖ (Mc. 1: 14-15). El anuncio del Reino anuncia ―lo que vendrá‖. En cambio, la Inquisición requiere que creamos de acuerdo con la tradición. Los métodos inquisitoriales, de manera ineludible, recurren a la violencia; ésta es necesaria para preservar el orden vigente. Ella es imprescindible para que los mecanismos institucionales funcionen bien. En nuestros días la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (que ha tomado el lugar de la Inquisición) no se caracteriza por emplear la violencia física para obtener sus fines, aunque utiliza métodos que pueden ser moralmente muy violentos.

Me parece necesario decir que no sólo la institución católica romana es inquisitorial, otras también lo son. El problema no se plantea únicamente entre los cristianos; todos lo vivimos. Y no ocurre sólo en las instituciones religiosas, sino que también se manifiesta en las seculares. Contrastando con esto el anuncio del Reino es motivo de esperanza: son los pobres los que reciben la promesa del Reino, que también pertenece a los niños. Además, Jesús dijo que son ―Dichosos (makarios) quienes son perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos‖ (Mt 5.10). El advenimiento del Reino siempre ha sido motivo de esperanza y regocijo para mí. Las comunidades de compañeros que mencioné previamente son espacios en los que se espera la manifestación de una mayor justicia. El Reino de Dios es Gracia, en tanto que el imperio y el respeto de la tradición requieren la Ley.

En cuarto lugar, me interesa mucho la cuestión de la verdad. Dietrich Bonhoeffer, prisionero de los nazis, se planteó la pregunta sobre qué significa decir la verdad. Él estaba en la cárcel; si la decía, sus esbirros aprehenderían a sus compañeros. Bonhoeffer entendió que el sentido del dicho de Jesús ―Yo soy el camino, la verdad y la vida‖ (Jn. 14.1) se relaciona con ser verdadero. Quién es testigo de la verdad: ¿el que confiesa todo y entrega a sus amigos? ¿O el que intenta que los compañeros se vean libres de sospechas? Esta cuestión estuvo presente de manera constante mientras estuve en la prisión y me interrogaban en 1972. Un oficial que comandaba el grupo que tenía el cometido de que confesase a los miembros de las Fuerzas Conjuntas lo que les interesaba, después de la tortura, vino a interpelarme una vez más. Me dijo: ―Sabemos que usted mintió‖. Al volver a la celda me dije a mí mismo: ―¡No hablé!‖.

En el texto del Evangelio de Juan que acabo de citar se hace mención de que un testimonio íntegro da mayor importancia a las obras que el Espíritu genera en nosotros: ―Al menos, creedlo por las obras‖ (v. 12), y Jesús agregó: ―Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él‖. Hasta hoy la cuestión de la verdad me preocupa. Pienso que lo que más debe preocuparnos es la

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ortopraxis, hacer lo correcto, antes que la ortodoxia, hablar de modo cabal. Aunque ni una cosa ni la otra me justifiquen. Sólo me vale la gracia de Dios y mi poca fe.

En quinto lugar, para mí es muy importante estar en camino. Los primeros cristianos, según el relato del Libro de los Hechos, eran conocidos por ser del ―Camino‖. Entiendo que la vida que está motivada por la fe bíblica es muy dinámica. Estoy en marcha, a la espera y en la esperanza, de que otros vengan ya dispuestos a tomar la estafeta, el testimonio, y continúen la marcha hacia delante siguiendo a muchos testigos, marchando con fe y por la fe. Brevísimo apéndice Hay cosas que me son preciosas. Menciono algunas de ellas y termino.

La primera, es la vida con Violaine. Me es imposible imaginarme caminar, marchar, sin ella a mi lado, es mi alegría diaria. La segunda, es el sentimiento de paz que trae la música clásica a mi espíritu: Bach, Mozart… también Brahms. La tercera, escuchar tangos me reconforta; sean del tiempo de la Guardia vieja o de la época de Piazzolla. Cuarto, la lectura de buenos escritores en español: Cervantes, Machado, García Márquez.

Y así sigo en el camino, esperando el Reino.

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LA TENSIÓN SACRALIZACIÓN-DESACRALIZACIÓN (1969)

o existe discusión después del famoso libro de Rudolf Otto1 en señalar que lo sagrado aparece, primeramente, como un misterio. Es así como se refiere al mismo también Roger Caillois: ―lo único que

podemos decir de lo sagrado: ―que es misterioso‖. No en vano Otto lo definía como un elemento numinoso. Pero, debemos tener en cuenta que la presencia de lo sagrado es relativa a lo profano. No existe elemento sagrado sin que hayan elementos profanos. La continuidad ontológica es quebrada por la aparición de lo extraordinario, al que el hombre adscribe rápidamente el carácter de sagrado. A su vez, frente a lo sagrado, quien participa del orden profano no debe actuar indebidamente; debe guardar las ordenanzas que permiten su acercamiento al misterio a la vez que debe cuidarse no transgredir los límites que lo sagrado impone en sus relaciones a los individuos comunes.

Pero, a la vez que relativo a lo profano, lo sagrado es relativo al sacrilegio. Las raíces griega y latina del término lo indican: hagnes puede ser a la vez sagrado y mancillado; y sacer, sagrado y maldito. Esto es, el hombre puede sacralizar un ser, una acción, una idea, al mismo tiempo que puede desacralizarlos.

Ahora bien, sabemos que la religión se presenta como una doctrina de la inmanencia. Esta descansa sobre la distinción de lo sagrado y lo profano. Esta distinción la hace el hombre a partir de valoraciones que para nada son trascendentes, pero que le sirven para trascendentalizarse y, así, alcanzar lo que él cree que sea el estadio de la divinidad. Esto es lo que ha mostrado Feuerbach en su libro La esencia del cristianismo, señalando cómo el Dios que los teólogos proyectan fuera del hombre, en realidad es el hombre, en realidad es el hombre mismo. Dios no es sino el conjunto de los atributos infinitos: sabiduría, amor, querer, que pertenecen a la especie humana. Así, pues, no hay en la religión otro fin sino el hombre mismo: ―El misterio de la encarnación es el misterio del amor de Dios hacia el hombre; pero el misterio de Dios no es sino el misterio del amor del hombre hacia sí‖.2 Para Feuerbach, en su análisis del cristianismo y de la religión, Dios no es sino por el hombre y en el hombre.

Es en parte teniendo en cuenta estos pensamientos de Feuerbach, que el teólogo suizo Karl Barth distingue entre religión y fe, entre religión y revelación. La religión es aspiración humana a la divinidad, lo que concuerda con el pensamiento de Feuerbach: el hombre que procura divinizarse. Pero, por el contrario, la fe es la respuesta del hombre a la gracia de Dios. En la religión hallamos un movimiento que va del hombre hacia Dios, en tanto que para la fe cristiana, es Dios quien viene hacia el hombre y éste, a su vez, se sabe limitado y condicionado, por lo que no aspira a divinización alguna. En el caso de la religión, el hombre resulta alienado, determinado por lo sagrado, y en consecuencia pierde su condición humana, dado que siempre lo sagrado resulta un elemento deshumanizante. Esta es, por otra parte, la tendencia implícita en toda mística.3

La fe cristiana, por el contrario, no sacraliza. La experiencia cristiana no es la experiencia del supremo misterio, sino la de la revelación de Dios en Jesucristo. De ahí que cabe señalar que la experiencia cristiana es desacralizante. Esto es lo que intenta comunicarnos el evangelista cuando nos dice que en el momento de la muerte de Cristo, el velo del templo se rasgó en dos (Marcos 15:37-38). En ese instante, el corazón mismo de Dios era abierto a los hombres y su voluntad amorosa hallaba la culminación de su expresión en la Cruz de su Hijo. Ya no había, por lo tanto, lugar para iniciados ni misterios:4 todo había sido dado de parte de Dios a los hombres.

Es teniendo en cuenta esta situación, que Wilhelm Dantine llega a decir que ―Dios se seculariza a sí mismo‖.5 Ya no se trata entonces de un Dios hecho de acuerdo a la sublimación y trascendentalización de los valores humanos, sino del Dios que se presenta bajo forma humana en medio de lo secular, en medio de lo profano, asumiendo actitudes y pensamientos seculares y profanos. Es por eso que cabe repetir el pensamiento de André Dumas: ―Jesucristo vivió la total incógnita de Dios; llegó a ser la presencia perfectamente concreta y

1 R. Otto, Le sacré. Lausana-París, Payot, 1950. 2 L. Feuerbach, La esencia del cristianismo. Buenos Aires, Claridad, 1941. 3 N. Miklem, La religión. México, FCE, 1950. ―La meta suprema de todas las uniones místicas, dice Fr. Pulin, es la ‗deificación‘‖ (p. 169). 4 5

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pública de Dios. Jesucristo es la unidad de Dios y del mundo‖.6 Y, más adelante, agrega que la secularización de Dios en Cristo tiene un doble significado: ―Dios viene a desacralizar la religión para santificar la tierra; Dios viene en Cristo para derribar las barreras entre lo profano y lo sagrado‖. La desacralización producida por Dios en Cristo es total: la presencia de Dios entre los hombres no es presencia para algunos, sino para todo el mundo, y la eficacia de la obra realizada por Cristo no es sólo para quienes creen en él, sino para toda la creación (Efesios 1:9-10; Fil 2:9-11).

La fe cristiana, entonces, se nos aparece como un factor de desacralización y de humanización. En este sentido, la fe como respuesta al llamado del amor de Dios al hombre, recuerda constantemente a éste que la voluntad de Dios para con él es que sea libre, y que no esté sometido a ninguna ley, sistema o concepción del mundo que la sociedad o algún grupo haya absolutizado (Gál 5:1). En esto consiste, precisamente, el Evangelio ─la buena nueva de Dios para el hombre─ que no pone condiciones cuando los hombres responden a ese llamado. No en vano Jesús fue amigo de pecadores, publicanos y rameras. La actitud de Jesús contrasta con la actitud que requieren las religiones para acercarse a la divinidad, ya que de una forma u otra demandan la pureza o la realización de ciertos ritos de purificación para ser dignos de lo sagrado, lo que requiere el cumplimiento de ciertas leyes o, por lo menos, el guardarse de los tabúes que señala tal o cual religión.

Por supuesto, el aspecto religioso ha triunfado muchas veces en el seno de la Iglesia Cristiana. La ya tantas veces mencionada Cristiandad da testimonio de ello. Es el signo de la presencia del pecado en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Otras veces, esa tendencia religiosa del hombre, en el seno de la Iglesia ha llegado a sacralizar la Biblia; en otros momentos, la tradición eclesiástica; en otros, la experiencia personal, identificando el impulso interior o la conciencia con la voz de Dios; en otros, un cierto número de preceptos morales que tarde o temprano resultan anacrónicos.

De ninguna manera la voluntad de Dios en la historia puede ser fijada de una vez para siempre. Si bien su designio es el mismo por los siglos de los siglos, ese designio, a medida que transcurre el proceso histórico, debe ser reinterpretado de acuerdo a la situación de cada época. De no realizarse esto, entonces no habría encarnación. Por eso, cuando hoy vivimos en una época en la que caen los conceptos religiosos y en la que, como decía Bonhoeffer, el mundo está llegando a ser adulto, no debemos ver en ello algo contrario al propósito de Dios en Cristo, excepto en lo que esta situación contemporánea encierra de deshumanizante. Debemos aprender que el hombre maduro de nuestro tiempo es un hombre mucho más libre que el del siglo XVI, aun cuando éste fue más religioso. Pero, al ser más libre, al no están tan sometido a falsos absolutos, el hombre es más hombre; Dios, cuando llama al individuo, no quiere que sea un religioso el que responda, sino un ser humano que necesita justificación, y que por eso mismo no puede ser más que hombre (Romanos 3:28).

Esta tensión entre el hombre que sacraliza y el Dios vivo que desacraliza, es posible apreciarla en el correr de toda la Biblia. Una y otra vez el hombre pretende divinizarse o crear ídolos por obra de sus manos o de sus pensamientos, a los cuales servir. Mas Dios, frente a esta sacralización propuesta por el hombre, responde una y otra vez con su exigencia de amarle sólo a Él (Éxodo 20:2-6; Deuteronomio 5:6-10).

A su vez, también es posible apreciarla a lo largo de la historia de la Iglesia, como hemos mencionado más arriba. Pero ante cada sacralización de tinte cristiano, propuesta por los hombres, el propósito de Dios ha dado por tierra con la misma. De este modo, el hombre y el mundo ya no están escondidos detrás de ningún velo sagrado que oculta el verdadero sentido de las cosas. Así es como hoy el acercamiento al hombre como tal no se realiza a partir de ninguna ontología fundamental planteada a priori, del mismo modo que le progreso del conocimiento científico no es vetado por ninguna concepción del mundo que no esté contenida en las relaciones del hombre con la naturaleza. Todo este proceso, por lo tanto va dirigido en el sentido de la humanización, para otorgarle al hombre su plena estatura como criatura humana. En ello no observamos nada que esté en contra de los propósitos de Dios. Por el contrario, el Dios que se seculariza a sí mismo en Jesucristo, bien puede conducir el proceso de secularización.

El proceso de secularización que hemos tratado de presentar, y que ha desembocado en nuestra época, hace que el hombre de nuestro tiempo no tolere sacralizaciones en el sentido tradicional. De ahí la indiferencia que se observa en las masas por toda manifestación religiosa de ese estilo. Es el hombre del mundo adulto, que vive como hombre, con sus plenas posibilidades, sin tener necesidad de Dios. De ahí estamos de acuerdo con

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Bonhoeffer cuando señala que para ese hombre adulto, de ninguna manera cabe un Evangelio disfrazado de religión, ni una apologética que explote las debilidades humanas.(21)7 Ello va contra el propósito de Dios en Cristo, un propósito que de ninguna manera permite transformar la revelación en religión, ni que el Dios santo, el Dios vivo, se convierta en algo sagrado.

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UN CRISTIANISMO NO RELIGIOSO (1970)

uestro siglo es testigo de una renovación sin precedentes en el campo de los estudios teológicos. No es vano es el tiempo donde ha tomado cuerpo el movimiento ecuménico, en el que nuevas corrientes de

pensamiento cristiano se han ido afirmando a lo largo de los años, especialmente luego de terminada la primera guerra mundial. Teólogos de gran renombre, tanto del lado católico, como del ortodoxo y del protestante han dado a luz obras de enorme significación, trascendiendo sus ideas el ámbito de la comunidad cristiana. Es el caso de Karl Barth, de Karl Rahner, de Henri de Lubac, de Niko Nissiotis y de muchos otros cuya lista sería extensa. Sin embargo, entre todos los teólogos cristianos de nuestro siglo, quizás ninguno presente un pensamiento tan excitante como Dietrich Bonhoeffer, al cual nos hemos referido en el capítulo anterior, ni tampoco ninguno halle tanto eco entre quienes toman contacto con el pensamiento cristiano actual.

Bonhoeffer nació en 1906, siendo educado en el estilo de la alta burguesía prusiana; de vieja ascendencia protestante, abierto al estudio de las humanidades, muchas veces se ha hecho notar en su obra la veta clásica. Estudió en la Universidad de Berlín y muy joven obtuvo su licencia en teología con una tesis en la que hace dialogar la sociología con la eclesiología y cuyo título es Communio Sanctorum. Poco tiempo después se habilitó para la cátedra con un trabajo (Art und Sein) de gran valor en el que reconoce la importancia de la teología dialéctica para la reflexión teológica y filosófica de nuestro tiempo. El mismo Karl Barth saludó al autor como una de las mentes teológicas más agudas del siglo XX. Para ese entonces Bonhoeffer aún no había llegado a los veinticinco años de edad.

Todo parecía indicar que su trayectoria futura sería la de un brillante académico. Sin embargo, los acontecimientos que ocurrieron en Alemania durante los años treinta, determinaron otra cosa. Poco a poco, la militancia cristiana de Bonhoeffer lo llevó a tomar posición en filas del movimiento antinazi, del cual se transformó en uno de sus mejores exponentes. Dirigió el Seminario clandestino de la Iglesia Confesante de Pommerania (perseguido por el régimen de Hitler) y, luego de estallar la guerra, integró el grupo que llevó adelante el atentado contra Hitler el 20 de julio de 1943. Sin embargo, poco tiempo antes ─el 5 de abril del mismo año─ fue apresado y recluido en la prisión de Tegel, en Berlín. A partir de octubre de 1944, cuando su complicidad en el complot mencionado se hizo evidente, fue cambiado de prisión una y otra vez. Desde principios de 1945 recorrió los campos de concentración de Buchenwald, Schönberg y Flossenbürg sucesivamente. El 9 de abril, apenas un mes antes de la rendición de Alemania, fue colgado por la Gestapo. Sus compañeros de prisión, provenientes de diferentes países y de diferentes confesiones religiosas han sido unánimes en señalar que en Dietrich Bonhoeffer la fe cristiana no era meramente un motivo de reflexión, sino el principio director de toda una vida llena de sentido.

Su obra comenzó a ser conocida en los círculos teológicos de todo el mundo después de su muerte. Un amigo íntimo, Eberhard Bethge, fue dando a la luz todo el caudal de sus escritos inéditos. Como toda obra póstuma, con libros apenas bosquejados y otros aún no terminados, presenta lagunas, páginas que debían ser redactadas con mayor profundidad. Muchas veces se corre el peligro de tomar como definitiva una idea que en realidad sólo significa un pensamiento en alta vos. Sin embargo, hasta ahora es imposible medir la influencia de sus escritos entre los teólogos protestantes de las generaciones formada entre 1945 y nuestros días. Hay en dicha obra, un soplo de humanidad que difícilmente tiene lugar entre las páginas de los sistemáticos; pero, por sobre todo, un lenguaje que no suena ni a dialecto de iniciados, ni a idioma arcaico ya superado por las actuales circunstancias. Por otra parte, su misma vida representa una verdadera encarnación del Evangelio en medio de situaciones particularmente difíciles: su alegría de vivir (aun en la prisión), su capacidad para establecer relaciones humanas muy estrechas (los guardias de la prisión de Tagel fueron muy pronto amigos suyos), su apertura a todo el mundo (téngase en cuenta su gran cultura humanística), estuvieron íntimamente conectadas con una trayectoria existencial en la que realmente Jesucristo constituía en todo momento la presencia determinante. De ahí que su obra ─además de ser sumamente profunda─, haya ganado en autenticidad: es ese acento el que discierne las generaciones actuales, el que a su vez señala caminos por los cuales debe transitar la reflexión cristiana en el mundo contemporáneo. De dicha obra, tomamos a continuación algunos aspectos para exponerlos en forma breve y sintética.

La gracia costosa. A través de la lucha contra el nazismo fueron tomando consistencia las ideas más importantes de su obra. En 1937 dio a luz su comentario sobre el Sermón del Monte (Nachfolge), motivando

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inmediatamente la atención de los teólogos. En dicha obra Bonhoeffer ataca el concepto luterano tradicional de la ―la gracia barata‖. Esta carece de toda significación para el hombre cuando afirma que es cierto que ―Dios es un ser que ama infinitamente‖; pero por eso mismo, su amor no significa nada particularmente valioso. Cuando el creyente cae en la costumbre de pensar que Dios es alguien siempre dispuesto a perdonar, entonces cae también fácilmente en el error de menospreciar el amor divino en toda su realidad. Y esta última aparece en toda su dimensión en la vida y muerte de Jesucristo. El luteranismo (no Lutero), enfatizando el concepto de salvación por ―sola fide‖, ha tendido a no dar el lugar correspondiente a la gracia de Dios; ha hecho de la misma una constante invariable de la personalidad divina, dejando de lado todo el significado intrínseco de la existencia trágica de Jesucristo. Dicho de otra manera, la vida de Jesús ha perdido concreción, constituyéndose en una cifra, en un símbolo del amor de Dios, cuando en realidad El miso está presente en forma única y total en la persona de Cristo.

Llegar a esta comprensión de la gracia significa aceptar el concepto de la ―gracia costosa‖: lo que Dios ha hecho por el hombre no ha sido cosa fácil para El. Por eso mismo el hombre no puede tomar con ligereza su vida cristiana. Así como para Dios lo hecho en Jesucristo en favor del hombre ha sido de un costo inapreciable, de la misma manera la vida cristiana que desarrollen los hombres debe ser fiel reflejo de dicha ―gracia costosa‖. Así como en Cristo dicha gracia lleva a la encarnación, del mismo modo no cabe una vida cristiana separada del mundo, sino en medio de él. El gran significado de la obra de Lutero fue romper definitivamente con el convento, dejar todo ámbito propicio para la existencia de la fe, porque en realidad la vivencia de esta no puede existir sino en medio del mundo, que le es hostil.

Cuando la fe cristiana insiste en la idea de querer preservarse libre de toda mancha, y para ello se abstiene de participar de las luchas y problemas humanos, entonces no es una fiel respuesta a su Señor. La ―gracia costosa‖ implica seguimiento (Nachfolge) a Jesús: abandono de privilegios, de responsabilidades, de posiciones adquiridas y disposición a ser presencia de Jesucristo en medio de los problemas y vicisitudes humanos. Esto tiene que dar como resultado una acción cristiana plena de significado en medio de lo que está ocurriendo. Sin embargo, la presencia cristiana en el mundo actual esté demasiado lejos de llegar a ello. Es el resultado del ―abaratamiento de la gracia‖, de no haber tomado en serio lo hecho por Dios en Jesucristo.

Se vive un cristianismo inauténtico cuando todas las miras del supuesto cristiano están puestas en actividades y reflexiones que tienden a separar netamente la esfera de lo cristiano de la esfera de lo temporal. De este modo se pierde el verdadero significado de la encarnación; el mundo y la historia dejan de ser el escenario donde se despliega la acción de Dios, al mismo tiempo que los llamados cristianos se abrogan el derecho de limitar dicha acción de Dios únicamente a la esfera de la institución eclesiástica. Para que ello no ocurra, señala Bonhoeffer la necesidad para la fe de vivir recurriendo a una disciplina constante por medio de la cual el creyente, abandonando toda posible seguridad y superioridad espiritual, se lanza a servir a los hombres tal como Cristo lo hizo. Cuando ello ocurre, la ―gracia costosa‖ ya no es sólo aquella que se mostró en la existencia de Jesús, sino la misma vida de la comunidad cristiana y quienes la integran.

Ultimo y penúltimo. Cuando la comunidad cristiana vive en el reconocimiento de la ―gracia costosa‖, deja de ser un grupo de hombres que viven únicamente en actitud de concentración, y se transforma en presencia de amor servicial ―en el mundo‖. Dicho de otro modo, la Iglesia reunida se transforma en Iglesia dispersa, el Evangelio no va dirigido principalmente a los que ya creen en él, sino al mundo; tomar en cuenta esta afirmación determina un cambio radical en la existencia de los grupos cristianos.

Ahora bien, dicha presencia cristiana en el mundo ─resultado de la encarnación─ no ha de darse en términos de antagonismo y lucha frente a los no cristianos. El verdadero camino de la gracia ha de llevar a los creyentes a integrarse plenamente en los distintos grupos que, con tendencias diversas, están actuando en nuestra historia. Sin embargo, es necesario que el cristiano se pregunte por el sentido que debe dar a su acción en medio de tales circunstancias.

Para dar respuesta a este interrogante, debe comprenderse ante todo que su acción en el mundo esté determinada por la acción de Dios, la cual halló su expresión más clara en la vida y obra de Jesucristo. A través de ésta, Dios está dando forma hoy a una ―nueva creación‖; el mundo en el que ha de reinar la paz y la reconciliación por el amor. Dicho de otra manera, una nueva creación hecha a imagen de Jesucristo. Sin tener conocimiento de la obra del P. Teihard de Chardin, Bonhoeffer está señalando hacia la misma dirección a que apuntaba el jesuita francés. Sin embargo, su punto de partida es diferente: si bien en Teilhard de Chardin la obra

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de Jesucristo es inmanente a la evolución de la creación, en Bonhoeffer dicha reflexión se produce a partir de la vida de Jesucristo en medio de los hombres, constituyendo así un pensamiento netamente cristocéntrico, que toma muy en cuenta la existencia del Jesús histórico.

Qué Dios está actuando en el mundo es una afirmación cristiana cuya raíz se encuentra de un cabo al otro la biblia. Lo realmente importante en Bonhoeffer es haber vuelto a recordar que el sentido de dicha acción está dado por el propósito divino de dar a luz una nueva humanidad, tan plenamente libre, responsable y justa como fue la humanidad de Jesucristo. En este sentido, la obra de Dios dando forma a esta nueva creación no se realiza únicamente por canales ―institucionalmente cristianos‖: todos aquellos movimientos que en la historia tienden a dar mayor autonomía, justicia y libertad al ser humano, que tienden a que el hombre sea realmente hombre, son instrumentos de la voluntad de Dios que procura concretar de ese modo sus propósitos. Discernir entonces cómo está actuando Dios en la historia, y acompañar fielmente dicha acción debe ser la actitud de los cristianos que toman en serio todo lo que significa la encarnación de Dios de Jesucristo.

Este pensamiento se aclara aún más con la relación que Bonhoeffer presenta en su Ética, entre lo que es último y lo que es penúltimo. No hay duda que lo propuesto por Dios como fin último para el hombre es su salvación, esto es, su bienestar total y el cambio de su corazón, por medio del cual el individuo deja de vivir para sí y pasa a existir en actitud de servicio desinteresado a los demás hombres. Pero, para que el hombre responda al llamado que Dios le hace con miras a este propósito último para su persona, es necesario que esté en condiciones de dialogar con Dios. Esto es lo penúltimo. No es posible atender a las demandas de Dios cuando el ser del hombre ha sido desvirtuado, cuando su humanidad resulta negada. En este caso, la tarea de los cristianos en medio del mundo es procurar que la vida humana ser realmente humana: así es posible que el individuo pueda responder a las demandas de la gracia de Dios. ―Esta tarea es, por lo contrario, una carga de inmensa responsabilidad para todos aquellos que conocen la venida de Cristo. El hombre hambriento necesita pan y el que no tiene hogar un techo; el desposeído necesita justicia y el solitario compañía; el indisciplinado necesita orden y el esclavo libertad. Permitir que el hambriento continúe con hambre sería blasfemia contra Dios y contra el prójimo, puesto que lo más cercano a Dios es la necesidad del prójimo. Es por el amor de Cristo, que pertenece tanto al hambriento como a mí mismo, que comparto mi pan con él y mi casa con quien no tiene hogar. Si el hambriento no alcanza a la fe, entonces la culpa cae sobre aquellos que rehusaron darle pan. Proveer de pan al hambriento es preparar el camino para la venida de la gracia‖.8 Actuando de este modo, el hombre de fe revela que ha sido transformado realmente a la imagen de Cristo, y provoca una respuesta del otro que no es sino la respuesta del hombre a Dios. Sólo los hombres pueden responder a la gracia, y ser hombre significa ser libre de todo aquello que impide el servicio a favor del prójimo. Al fin de cuentas, esta figura de humanidad es la que se concretó en el mismo Jesús.

En consecuencia, el cristiano en medio del mundo no puede ignorar las luchas de sus prójimos Bien pueden ser suyas las palabras de Terencio: ―Nada humano me es ajeno.‖ Cabe, pues, una acción cristiana en todos los órdenes seculares, y especialmente en aquellos de gravitación especial en nuestra sociedad, procurando constantemente la humanización de los prójimos, no importa si son cristianos o no. Es un requisito fundamental en la proclamación del Evangelio.

Fue a consecuencia de estas ideas que Bonhoeffer participó de lleno en el movimiento de resistencia antinazi, que integró el grupo como complotó contra la vida de Hitler. Al actuar de este modo, dejando de lado una brillante carrera académica pero tomando en cuenta al mundo en toda su realidad, luchaba a favor de sus prójimos. Ello significó el campo de concentración y la horca: expresiones contemporáneas de la vía crucis y de la muerte de Jesús.

Un cristianismo no religioso. No se haría totalmente justicia con su pensamiento si no se mencionase aquella parte cuya mejor expresión es el conjunto de cartas escritas en la prisión y que han sido recogidas en un volumen (Widerstand und Ergeburng). En ellas, escribiendo a sus familiares y seres más queridos, da libre cauce a sus reflexiones queriendo establecer la pertinencia del mensaje cristiano para el mundo contemporáneo. Ello lo impulsa a buscar una comprensión de la situación cultural del siglo XX. Como consecuencia de dicho análisis, Bonhoeffer indica que nuestro mundo, habiendo superado las edades del mito y de una metafísica abstracta, he llegado a ser un mundo adulto. El proceso, que por ahora ha evolucionado hasta este punto, es el resultado de

8 Op. cit., p. 95, Londres, SCM Press, 1955.

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una historia en la que la hora de los hombres ha estado estrechamente conectada con la obra de Dios: no en vano éste procura continuamente que la criatura humana alcance una humanidad más plena. En un mundo maduro, no tienen lugar ni la deshonestidad intelectual ni las apologéticas engañosas: ya no cabe insistir, por ejemplo, en explicaciones de la creación que no son aceptadas por la ciencia, ni tampoco procurar discursos edificantes utilizando datos científicos aislados. ―Ya no hay ninguna necesidad de Dios como una hipótesis de trabajo, sea en lo que toca a la moral, la política o la ciencia. Ni hay ninguna necesidad de tal Dios en la filosofía (Feuerbach). En nombre de la honestidad intelectual dichas hipótesis de trabajo deberían ser dejadas de lado tanto como sea posible. Un científico o un médico que procura proveer edificación es un híbrido.‖ (Carta del 16/7/1944).

Aquí se plantea nuevamente el problema: ¿cómo dar un testimonio cristiano auténtico en medio de esta nueva situación histórica? Ante todo, señala Bonhoeffer, dicha honestidad debe reconocer que el proceso de secularización desencadenado en el occidente ─y como consecuencia del impacto científico y tecnológico sobre las otras culturas, en todo el mundo también─, no tiende a detenerse, sino a incrementar su marcha. Sin embargo, la actitud cristiana no debe estar determinada por esto, como si ante circunstancias adversas se procurara entonces un ―agiornamento‖ de la fe. En realidad, la actitud cristiana está dada por la vida de Jesucristo, y éste aceptó vivir en el mundo etsi deus non daretur. Aquí Bonhoeffer hace jugar la distinción aportada por Karl Barth y sus compañeros de la teología dialéctica entre la fe cristiana y la religión. Esta implica una huida del mundo, la anulación de la historia, a la vez que una actitud netamente individualista que procura únicamente el bienestar eterno para el individuo que dice creer en algo o alguien. En cambio la fe cristiana es una actitud responsable (es una respuesta a Dios que se manifiesta en respuesta servicial a los llamados que Dios presenta la hombre a través de las necesidades de sus prójimos) no escapando a este mundo ni a esta historia, sino asumiéndolos en todas sus dimensiones, porque es el mundo de Dios, y la historia es el proceso a través del cual los hombres son llevados al Reino de los Cielos, donde se concretará la ―nueva creación‖.

Si el Evangelio fuera ―religión‖, entonces cabría afirmar que el cristianismo es un ingrediente del ―opio de los pueblos‖. Nadie duda que en determinadas circunstancias históricas la fe cristiana ha caído en la esfera de lo religioso. Pero el caso no es tal: Jesús no viene a salvar ―el alma‖, sino a procurar el bien del hombre en todos los aspectos (sana enfermos, da de comer a los hambrientos, brinda su compañía a los parias de la sociedad, no cae en actitudes demagógicas buscando la adhesión de las multitudes, no coacciona al prójimo sino respeta su libertad de decisión, etc.).

Un cristianismo no religioso no intenta la distinción entre la esfera de lo sagrado y la de lo secular. Esto significa limitar la acción de Dios a la primera, caer en un dualismo (carne vs. Espíritu) que no tiene ningún fundamento en las fuentes de la revelación cristiana. Ya no pueden tener lugar actitudes escapistas y monacales para vivir la existencia cristiana; ese ─como se ha dicho─ es el gran significado de Lutero y de la Reforma: señalar que la vida cristiana no es cosa exclusiva de un grupo especializado y de ambientes conventuales, sino que es ―vida-en-el-mundo‖. Una existencia que no ha de procurar cristianizar la sociedad, sino procurar una participación humilde, esforzada, sufriente, del hombre de fe en las luchas a través de las cuales se procure forjar una vida humana mejor. Hace poco más de veinte años Dietrich Bonhoeffer conoció el martirio por tal razón. Fue un santo ―en-el-mundo‖.

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LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA DE LAS IGLESIAS EVANGELICAS EN AMÉRICA LATINA (1970)

l movimiento evangélico en América Latina apareció como fuerza social por fin en el siglo XIX. Mediante el esfuerzo de los misioneros y cierta presión diplomática consiguió tener algún lugar en la sociedad

latinoamericana; la obra educacional, un énfasis en la necesaria modernización de los pueblos latinoamericanos y la insistencia de que los males sociales en América Latina se debían sobre todo a la perniciosa influencia de la Iglesia Católica, constituyeron algunos de los elementos más importantes de su prédica y acción. De este modo se llegó a establecer que a principios de nuestro siglo la presencia numérica del protestantismo en medio de la sociedad latinoamericana era ínfima, aunque en cierto modo influyente: en proporción esta influencia superaba el exiguo número de evangélicos existentes en el continente. Esta influencia era notoria en el sector educacional de nuestros países, así como también en el área del derecho, en virtud de las relaciones que habían establecido algunos líderes evangélicos con importantes fuerzas del liberalismo latinoamericano que militaban sobre todo en la masonería. Por eso no puede sorprender a quien estudie los documentos de las iglesias evangélicas correspondientes a los años finiseculares un claro dinamismo en su acción. Ello dio como resultado la formación de un concepto que explicaba el cambio social de América Latina como consecuencia de las ideas que aportaban las iglesias evangélicas; de la misma manera que la Reforma del siglo XVI había incidido a favor de la modernización de los pueblos de Europa Occidental, también las iglesias que habían surgido de tal Reforma incidirían con su pensamiento y acción a favor del cambio en América Latina. Estas ideas fueron especialmente subrayadas en ocasión de la celebración del Congreso Evangélico Panamericano de Panamá (1916); allí, aquellos grupos que vieron frenada su acción misionera en América Latina por la decisión del Congreso Misionero internacional de Edimburgo (1910), se reunieron para establecer las grandes líneas de una estrategia para el movimiento evangélico en nuestros países. Se declaró, entonces, que los grandes males que nos afectaban tenían como raíz principal la deficiente acción de la Iglesia Católica romana, y para remediarlos se proclamó la necesidad de la evangelización protestante para los pueblos del sur del Río Grande.

Es evidente que por detrás de estos pensamientos están las ideas de Max Weber y de Ernst Troeltsch, quienes insistieron en el rol que le cupo al protestantismo en la formación de la cultura moderna. Para ambos pensadores alemanes resulta indudable una interrelación entre las formas de vida religiosa y las estructuras de la sociedad. De ahí que, enfatizando sólo uno de los términos de la ecuación, los líderes evangélicos que hicieron predominar su pensamiento en Panamá, entendieron que el cambio en la sociedad latinoamericana sería una consecuencia lógica de una mayor irradiación del protestantismo en los países latinos del continente americano. Esa corriente de ideas, que ha sido denominada ―evangelio social‖, insiste en la necesidad de cambio en la sociedad, un cambio que sin embargo, debe llevarse a cabo preservando los valores cristianos de la sociedad tradicional. La raíz de esos valores se encuentra en el individualismo como filosofía básica para entender la libertad, la democracia política, los derechos humanos, la acción y el sistema económico.

Sin embargo, no todos los líderes del movimiento evangélico en América Latina compartían ese punto de vista. Frente a estos defensores del pensamiento del ―evangelio social‖, que entendían que la acción protestante en estos países debía darse sobre todo a manera de influencia que permitiera la formación de una sociedad democrática al estilo anglosajón, se levantaron las voces airadas de quienes insistían sobre el hecho de que la acción cristiana tiene sobre todo una dimensión espiritual: el cambio de vida y de mentalidad de la persona. Participando del entusiasmo que dinamizó al movimiento misionero en el siglo XIX, los últimos procuraron la conversión individual de los latinoamericanos, que ─una vez producida─ llevaría al nuevo creyente a separarse del viejo orden de cosas en el que había vivido anteriormente. Esta corriente, bien conocida por las iglesias evangélicas de América Latina por el nombre de ―fundamentalismo‖ postula una separación radical entre el nivel de la Iglesia y el del mundo. ―La misión de la Iglesia es predicar el evangelio y atender a la salvación espiritual de hombre, sin mayor preocupación por las determinantes económicas y sociales de su condición. Eso ha conducido a caer en un nuevo maniqueísmo en que el espíritu es afirmado como la realidad verdadera, mientras que la dimensión social corresponde al mundo, a una falsa o secundaria realidad.‖9

Estas dos posiciones opuestas dominaron el que hacer teológico latinoamericano durante la mayor parte de lo transcurrido en el siglo XX; de ambas corrientes, hasta ahora la más dinámica ha sido la fundamentalista,

9 Hiber Conteris: ―El rol de la Iglesia en el cambio social de América Latina‖, en Cristianismo y Sociedad, Año III, No 7, pg. 55.

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que en realidad ha primado en la mayoría de las iglesias evangélicas del continente. El enfrentamiento entre ambas dio lugar a una desgracia polémica que desgastó gran parte de las fuerzas del movimiento evangélico latinoamericano; hubo momentos en los que parecía más importante una precisa definición teológica que la misión a cumplir en estos países, como servicio a la sociedad. Por un lado, el ―evangelio social‖ perdió de vista las peculiares condiciones sociales de América Latina y en muchas oportunidades cayó en la actitud de enfatizar el cambio de conducta antes que el cambio en la sociedad; pero, por otra parte el ―fundamentalismo‖ insistió tanto en la ultramundanidad del cristianismo que llegó a perder de vista la dimensión social del evangelio. Mientras que el ―evangelio social‖, en su afán de influir sobre la sociedad, llegaba a perder lo específico de la acción cristiana, el ―fundamentalismo‖ negaba importancia a las estructuras sociales, económicas y políticas, como si sobre ellas no tuviera que ser proclamado también el señorío de Jesucristo. Pero lo más desgraciado del caso es que tal polémica no ha surgido en función de lo situación latinoamericana y sus problemas, sino como proyección de debates y discusiones que tuvieron lugar a fines del siglo pasado y principios del presente en los países donde se originó la misión evangélica a estas tierras. En consecuencia, además de desgastar las fuerzas del movimiento evangélico, al centrarlo en una discusión ajena a la situación latinoamericana, llegó a provocar una acentuación de su alienación respecto a nuestros pueblos, haciendo de este modo, ―un mal difícilmente reparable al protestantismo latinoamericano‖. 10

En el presente, los términos tradicionales de la polémica parecen haber sido superados. No se trata de que no exista un enfrentamiento entre las tendencias conservadoras y renovadoras del protestantismo en América Latina, pero sí de que el mismo se da en otros términos: por un lado los ―ecuménicos‖ y por otro quiénes responden a la tendencia de los cristianos ―evangelicals‖ del mundo sajón. En cierta manera, esta polémica también es desgraciada, porque en muchos sentidos reproduce situaciones que muy poco tienen que ver con las circunstancias de nuestros países. No obstante, ya supone un cierto cambio de perspectiva y ello es positivo.

A partir de la polémica entre los liberales que sostenían la corriente del ―evangelio social‖ y los ―fundamentalistas‖, hubo quienes fueron tomando conciencia de la necesidad de no esterilizar la reflexión teológica que podrían realizar las iglesias de América Latina y que, por lo tanto, comenzaron a procurar un nuevo nivel en el pensamiento evangélico. Este, viendo que nuevas corrientes conmovían los centros de elaboración doctrinal de la Iglesia en el mundo, se propuso absorber conocimientos que proporcionaban las nuevas corrientes teológicas, y de este modo superar los términos de la mencionada oposición. Fue así que, especialmente en la década del treinta, como también en los años que siguieron a la guerra 1939/1945, comenzó a existir cierta información sobre la labor teológica que en Europa y Estados Unidos llevaban a cabo Barth, Brunner, Tillich, Niebuhr, Aulén y otros. Si bien esta actitud no supuso en su momento una toma de contacto real con los problemas latinoamericanos, al menos la propició indirectamente. En efecto, llegó a estar informada de los términos en que se daban los problemas teológicos en Europa y América del Norte, y un hecho que importa señalar en este sentido, es que tanto unos como otros insistían en la necesidad de encarnación del cuerpo de Jesucristo en el mundo. De este modo, por un lado se encuentra una exigencia de tomar en serio las estructuras temporales (carencia del ―fundamentalismo‖), en tanto que por otra parte la actitud de encarnación no supone ninguna influencia trascendental que pretenda dirigir la sociedad para construir un nuevo orden cristiano, sino simplemente la presencia servicial en medio de la vida de los hombres (lo que indica una corrección importante en la perspectiva del ―evangelio social‖). En América Latina, poco a poco fue conociéndose la obra de los teólogos mencionados, especialmente alrededor de los años cincuenta; los focos de irradiación de esta preocupación se situaron especialmente en los seminarios, que insistieron en la concreción de esta puesta al día del pensamiento no se produce de la misma manera que Puerto Rico, Matanzas, etc.).

Esta mayor información teológica no ha llegado a zanjar las discusiones y polémicas en el seno del protestantismo. Aunque la oposición del pensamiento no se produce en la misma manera que en Europa y Estados Unidos (donde se trata de una discusión entre diferentes corrientes o escuelas teológicas), no hay duda que en América Latina continúan los enfrentamientos y divisiones en el seno del protestantismo. No tratándose de oposiciones de sistemas de pensamiento, tales polémicas en la actualidad toman cuerpo a nivel de problemas concretos que se plantean para la vida de la Iglesia. Por eso mismo entendemos que tal cosa supone un avance

10 José Míguez Bonino: ―Notas para una consideración de la situación teológica del protestantismo latinoamericano‖, en Material ocasional, pg. 12. Ed. Ulaje, Montevideo, 1964.

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muy grande con relación a la época en que la polémica ―evangelio social‖, o ―modernismo‖ con el ―fundamentalismo‖ cubría toda la faz del mundo evangélico. Ello está revelando que la reflexión teológica del protestantismo en América Latina está siendo promovida a partir del problemas reales y no en virtud del enfrentamiento de perspectivas ajenas e importadas. Por lo tanto, si se quiere tener una visión de la labor teológica actual en el movimiento evangélico latinoamericano corresponde estudiar algunos puntos sobre los que convergen puntos de vista diferentes en la vida de la Iglesia, dando, así lugar a la polémica. Es a través de un análisis de este tipo que se puede apreciar el dinamismo, a la vez que las debilidades de la reflexión teológica evangélica en América Latina.

La misión de la Iglesia El crecimiento del protestantismo en América Latina pudo dar la impresión, en cierto momento, de que el mejor camino para significar la presencia evangélica en estas tierras era el que estaba siendo transitado por la mayoría de las denominaciones en sus esfuerzos de evangelización: la insistencia en un cambio de mentalidad y de vida que brindase al hombre una mejor oportunidad para realizar su existencia de acuerdo con el mandato divino. No hay que olvidar que en sólo veinticinco años el número de protestantes aumentó de 632.000 a 8.000.000, es decir ―que de un 0.5% pasó a un 5% de la población total, aventajando el ritmo del crecimiento demográfico, el más acelerado del mundo‖.11 Este crecimiento del movimiento evangélico ha sido suplemento en virtud de la acción del movimiento evangélico ha sido suplementado en virtud de la acción del movimiento pentecostal, que a través de múltiples frentes está consiguiendo notables avances especialmente en Haití, Chile y Brasil. Sin embargo, este aumento de miembros en filas de la comunidad evangélica no ha significado hasta el presente una verdadera presencia en la sociedad. El P. Vergara, autor del conocido libro El protestantismo en Chile, hace notar que a pesar de su crecimiento, el movimiento evangélico en ese país no ha dado todavía ninguna personalidad que haya realizado alguna contribución específica en el campo cultural, en el de la política o en el de la acción social. O sea que crecimiento no implica necesariamente las señales del mundo nuevo, las que deben acompañar la proclamación del mensaje de salvación, según la Biblia, en el cumplimiento de la misión de la Iglesia.

¿A qué se puede deber este desajuste? Hace una década, el Prof. Rudolf Obermüller hacía notar que ―el campo que tiene que ser evangelizado en esta región está condicionado por la civilización latina‖.12 Ello apunta, indirectamente, hacia una situación anómala en el cumplimiento de la misión de la Iglesia por parte del protestantismo; en efecto, ¿hasta qué punto la predicación de los púlpitos evangélicos no ha estado apuntando hacia un modo de vida muy lejano para los pueblos latinoamericanos? Si así fuera, como mucho lo tenemos, resulta entonces que en vez del cumplimiento de la misión de la Iglesia lo que ha estado realizando el movimiento evangélico ha consistido sobre todo en la propagación de un cierto tipo de creencias y de ideales de vida que poco tienen que ver con el estilo de la existencia de nuestros pueblos. Además, y en virtud del ya mencionado divorcio entre la esfera de la Iglesia y la del mundo, que predomina en el concepto de la mayoría de las denominaciones protestantes en nuestro continente, se ha dejado de lado uno de los principales énfasis de la predicación cristiana en el cumplimiento de la misión de la Iglesia: la exigencia de la encarnación, cuyo punto de partida es el acto de Dios mismo, haciéndose carne en Jesucristo. Muy bien lo hizo notar José Míguez Bonino en la II Conferencia Evangélica Latinoamericana, cuando señalaba: ―Creo que ha faltado en América Latina un reconocimiento de las consecuencias prácticas de la encarnación. (…) ¿No nos ha faltado en nuestra obra evangélica un sentido de identificación con el hombre latinoamericano que corresponda al mensaje de la encarnación, un sentido de solidaridad con los perdidos, con los pecadores, con los desorientados? ¿No hemos querido nosotros salvar a la gente desde afuera, sin acercarnos demasiado a ellos por temor de contaminarnos? ¿No hemos despreciado incluso un tanto a nuestros pueblos sintiéndonos nosotros superiores, demasiado santos para mezclarnos con sus turbios problemas y pasiones? ¿No es esto parte del problema de nuestras misiones? Tal vez nos haría mucho bien a todos, en nuestra evangelización y en nuestra obra misionera, recordar a Aquel que ―siendo rico se hizo pobre por nosotros para que por su pobreza nosotros fuéramos enriquecidos…‖13

11 América Hoy, pg. 40, Ed. Isal-Tauro, Montevideo, 1966. 12 R. Obermüller, Evangelism in Latin America, pág. 5. Ed. W.C.C., London, 1957. 13 II Conferencia

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De haberse contemplado seriamente la exigencia de la encarnación en la obra misionera evangélica latinoamericana, no hay duda de que la misma habría adquirido una mayor pertinencia, no ya sólo para los individuos latinoamericanos, sino también ─y sobre todo─, para las sociedades de nuestros países. Ello ha conducido a que, aun después de más de un siglo de presencia protestante en medio de nuestros pueblos, la misma no sea considerada como un elemento propio en la vida de los mismos. El hecho de que la mayoría de las Iglesias Evangélicas aún dependa de centros de decisión situados en el extranjero, y que la conducción y el gobierno de las Iglesias sean ejercidos siguiendo las directivas de Juntas de Misiones, determinan una situación irregular que conspira contra el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Es necesario, por lo tanto, que si se servir y anunciar a Jesucristo realmente a los pueblos latinoamericanos, las iglesias evangélicas sean realmente tales. Veamos, pues, cómo el problema de la misión de la Iglesia en América Latina depende para su solución de algunos pasos previos: la encarnación del mensaje de las iglesias y la indigenización de las mismas.14

Fue teniendo en cuenta estos aspectos y otros más (la necesidad de la acción conjunta para la misión, la nueva situación de la Iglesia Católica Romana y la proliferación de las sectas, la explosión demográfica, el impacto del secularismo y de otras ideologías en medio del nuevo clima revolucionario existente en América Latina, etc.) que en el seno de la Misión Latinoamericana, que opera con centro en Costa Rica, surgió la idea de un nuevo movimiento misionero que recibió por nombre: ―Evangelismo a Fondo‖. La tesis del mismo, tal como fue expresada por K. Kenneth Strachan, su principal mentor, es la siguiente: ―La expansión de todo movimiento está en proporción directa al éxito que tenga en lograr movilizar a la totalidad de sus miembros en la propagación continua de sus creencias.‖15 La aplicación de esa tesis se basa en una movilización del mayor número de cristianos posible, que dan testimonio de su fe teniendo como punto de irradiación las congregaciones locales, procurando un ―alcance total y completo‖ del medio circundante con el propósito de que quienes no son cristianos se conviertan a Jesucristo.16 O sea que, sin renovar fundamentalmente en lo que corresponde a métodos de acción evangelística (se insiste en la organización de esfuerzos evangelísticos formales), Evangelismo a fondo aporta como innovación en América Latina la exigencia de que tales esfuerzos sean realizados mediante un programa de preparación intensiva y la colaboración de todos los grupos cristianos que están interesados en la evangelización. Teniendo en cuenta estos términos de la situación creemos que Evangelismo a fondo responde a algunos problemas referentes a la misión de la Iglesia y los supera, en tanto que otros en cambio pertenecen irresueltos. Por ejemplo, no hay duda que es un buen programa para llevar adelante la tarea de evangelización en medio de situaciones donde predomina la división y el pensamiento conservador entre los grupos evangélicos en América Latina; pero en cambio, deja casi sin tocar dos problemas que se plantean cada vez con mayor agudeza para el cumplimiento de la misión de la Iglesia: el primero tiene que ver con el mensaje pertinente ante la nueva situación social que se está dando en América Latina; el segundo, en cambio se pregunta si realmente la estructura tradicional de la congregación local es la más pata para permitir no sólo el cumplimiento, sino sobre todo el desarrollo de la misión de la Iglesia. Porque, si nos atenemos a las Escrituras, la evangelización no se cumple en la Iglesia mediante esfuerzos especiales solamente; en verdad, la evangelización es la manera de ser de la Iglesia en el mundo. Como lo señala Emilio Castro al comentar el artículo de Strachan ya citado, ―… no hemos entendió aún que la evangelización se desarrolla mejor en las circunstancias de nuestra vida diaria. La evangelización ´natural´ es la del cristiano que, cuando se le pide una explicación de su espíritu de servicio, menciona a Jesucristo como su fuente secreta‖.17

De lo dicho se desprende un elemento más a considerar cuando se ataca el problema de la misión de la Iglesia: el rol que le compete en el cumplimiento de la misma a la congregación local. Como es sabido, el Consejo Mundial de Iglesias ha estado desarrollando a partir de 1962 un estudio sobre el problema de la estructura de la congregación local misionera. Parte del mismo se ha desarrollado en América Latina mediante un grupo de estudios del Centro de Estudios Cristianos del Río de la Plata (el resultado de su trabajo puede ser apreciado en el libro: Id por el mundo, Ed. La Aurora, Buenos Aires, 1966). Según el pensamiento de este grupo,

14 Cf. CCPAL: ―La naturaleza de la Iglesia y su misión en latinoamérica‖, Barranquilla, 1963. 15 R. K. Strachan: ―Llamado al Testimonio‖, en Cuadernos Teológicos, No. 54/55, pg. 71, abril-septiembre, 1965. 16 R. K. Strachan, Op. Cit., pgs. 72/73. 17 Emilio Castro: ―La evangelización en América Latina‖, en Cuadernos Teológicos, No. 54/55, pg. 110, abril-septiembre, 1965.

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en muchas oportunidades la estructura de la congregación local deja de ser misionera por adoptar formas que pertenecen más bien a la sociedad ambiente, u otras que nada tienen que ver con la misma pero que en cambio son reflejos de estructuras sociales de otras sociedades, que generalmente son las del foco misionero. Lo importante es reconocer que la congragación cristiana es una corporación de misionero, de servicios (I Cor. XII), que operan de consumo ―para la edificación del cuerpo de Cristo‖ en la sociedad. En consecuencia, el cumplimiento de la misión de la Iglesia está determinado por la obra de Dios en Jesucristo, o, dicho de otro modo, que la misión de la Iglesia no es independiente de la misión de Dios. Dado que ésta no tiene un marco limitado, excepto el de la creación misma, para la Iglesia es importante tomar conciencia de los procesos sociales que se están operando, pues ellos también están subordinados a la soberanía divina. En América Latina, por lo tanto, las iglesias deben despertar ante la nueva realidad determinada por los cambios sociales y sus consecuencias. El proceso de urbanización, la especificidad de funciones, el surgimiento incipiente de la sociedad de masas, exigen, por obediencia a Dios en Jesucristo, una reflexión sobre las estructuras de la congregación local. Hay que responder a estas preguntas, entre otras: ¿son realmente nuestras congregaciones signos del cuerpo de Jesucristo, entendido éste como un cuerpo de servicios, de ministerio? ¿No están, en cambio, centradas en forma excesiva en la función pastoral? Ante la nueva realidad urbana de América Latina, ¿es válido aún el concepto que fija a la congregación local a un área geográfica determinada? ¿No sería más válido tener congregaciones cristianas siguiendo las ―zonas humanas‖ de la sociedad (empleados, profesionales, obreros, estudiantes, etc.)? ¿Qué implica todo esto en las relaciones de la Iglesia con la sociedad?

Resumiendo, la reflexión teológica evangélica latinoamericana sobre el problema de la misión de la Iglesia se da en términos de tendencias que procuran superar los obstáculos que las iglesias sienten que operan contra su función de ser presencia de Jesucristo en el mundo latinoamericano. De ahí la exigencia de la encarnación, de la indigenización, de la movilización de todos los integrantes de la comunidad cristiana, del cambio de las estructuras de la congregación local, y, sobre todo, de comprender el problema desde la perspectiva que entiende a la misión de la Iglesia como una parte de la misión de Dios. En virtud de este último, la visión de la tarea a cumplir tiene que ser muy amplia y el campo misionero debe ser visto como correspondiendo a todas las dimensiones de la realidad humana. Esto ya nos lleva a enfocar otro punto donde se anudan reflexiones y debates: el de las relaciones de la iglesia con la sociedad.

La Iglesia en la sociedad Ya ha sido señalada la influencia de la corriente del ―evangelio social‖ en los principios de la obra evangélica en América Latina. Reclamando la participación de los cristianos en la construcción de un nuevo orden social sostenía que tal cosa podía llevarse a cabo siguiendo los principios sociales que emanan del Nuevo Testamento. Al proclamar esto último dejaba de lado que las relaciones de la Iglesia y la sociedad son mutuas, que se influyen una a la otra y viceversa. Además, ese orden social que proponía como meta de la acción cristiana se parecía mucho a la sociedad ideal que el liberalismo político había proclamado en las últimas décadas del siglo XIX. En consecuencia, su campo de miras era muy estrecho. Apenas cambiadas las circunstancias sobre las que podría haber influido positivamente, se vio superado por los términos de la nueva situación que fue conformándose en América Latina desde fines de la década del treinta. No deja de ser sugestivo que es más o menos por ese tiempo cuando el ―evangelio social‖ pierde claramente influencia en la escena evangélica latinoamericana. Las condiciones históricas reclamaban un nuevo tipo de pensamiento para enfrentar las relaciones de la Iglesia con la sociedad. Por otra parte, la guerra mundial de la década del cuarenta operó en América Latina provocando un desinterés en las cuestiones sociales: el fracaso de la Sociedad de las Naciones, el auge de los movimientos de derecha, la caída del movimiento socialista ruso en el totalitarismo stalinista, fueron, entre otros motivos, las principales causas del desinterés por las cuestiones sociales. Las preocupaciones de las iglesias latinoamericanas en este terreno durante esa época demuestran cuán lejanas estaban de los verdaderos problemas sociales del continente: se estudiaba y discutía la cuestión de la no violencia, los vicios sociales, etc. Muy poco se decía sobre el problema de la tierra, del imperialismo económico, etc.

Dos factores incidieron para reactivar progresivamente el interés de las iglesias evangélicas latinoamericanas por sus relaciones con la sociedad y sus problemas. En primer lugar, la obra cumplida por la Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC), que a través de la creación de pequeños grupos nacionales (MECs) ayudó a mantener una conciencia alerta entre los universitarios evangélicos sobre los

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problemas latinoamericanos. Además, a través de la realización de su programa de institutos de capacitación de líderes y de varias conferencias para estudiantes cristianos, amplió el horizonte de los mismos mediante el encuentro que posibilitaba el intercambio de informaciones y experiencias. En segundo término, hay que mencionar la influencia que tuvo el programa de estudio del Consejo Mundial de Iglesias sobre ―Áreas de rápidos cambios sociales‖ llevando adelante por el Departamento de Iglesia y Sociedad de aquel organismo. Fue así como en 1957 se hicieron varias reuniones internacionales, en las que puede rastrearse el origen del Movimiento de Iglesia y Sociedad de América Latina (ISAL). El mismo iba a encontrar una feliz concreción en ocasión de la realización de la I Consulta Latinoamericana celebrada en Huampaní, Perú, en 1961.

Desde entonces, a pesar del breve lapso transcurrido, son grandes los cambios que se han producido en el pensamiento de ISAL. La Consulta de Huampaní significó una toma de conciencia de los reales problemas de la sociedad latinoamericana por parte de algunos grupos de las iglesias evangélicas latinoamericanas. Es cierto modo, puede decirse que en esa etapa la designación ―Iglesia y Sociedad‖ resultaba muy ajustada a lo que allí se hizo, puesto que la tarea de la Consulta puede ser sintetizada como la de un análisis de la realidad social latinoamericana para confrontar los resultados del mismo con la vida de las Iglesias. El título del Informe de la Consulta es otro signo revelador de cómo se entendió esa tarea: Encuentro y Desafío; esto es, allí se entendió que se asistía al encuentro de la Iglesia con la sociedad, presentando ésta desafíos que aquella debía responder. Nótese que aún persistía el esquema de separar la iglesia del mundo, la realidad social de la vida eclesiástica. Sin embargo, no se puede entender la Iglesia sino en el mundo, en la sociedad; de ninguna manera puede la comunidad cristiana evitar ser influida por los grandes acontecimientos sociales. De ahí que fue surgiendo poco a poco la conciencia de que no sólo había que observar el proceso de cambios sociales en América Latina, sino que además necesariamente se tenía que participar en el mismo. ―El estudio de las realidad social demostraba que la iglesia se hallaba ante un hecho que la desbordaba; había intentado analizar un proceso de ´rápidos cambios sociales´, de ritmo sin duda vertiginoso y tendencia envolvente, pero en última instancia ─era su convicción─ un proceso de orden social, externo, de naturaleza diferente a la sustancia propia de la iglesia. El análisis llevaba ahora a descubrir la naturaleza profunda y global del cambio. Esa transformación radical del orden social, lo que ya había dado en llamarse la ―revolución‖ latinoamericana, pasaba por el propio eje de la vida y organización de la Iglesia. Era un hecho ─y este fue el descubrimiento de Huampaní─ que la envolvía y la condicionaba.‖18

A medida que comenzó a desarrollarse le programa de estudios y la acción del Movimiento de Iglesia y Sociedad en América Latina, se fueron produciendo algunos hechos de importancia. En primer término, y como consecuencia de la toma de conciencia recién señalada, se puso de relieve que ya no podía concebirse una reflexión sobre los problemas sociales por parte de la Iglesia que no tuviera en cuenta de manera primordial el acontecer de la historia latinoamericana. Este es, sin duda, un hecho de enorme importancia en la historia del movimiento evangélico latinoamericano: los ojos de los cristianos ya no estaban puestos ni en una serie de principios inamovibles, ni en una ultramundanalidad abstracta, ni en la letra muerta de un libro sino en el acontecer histórico, sino en su propio acontecer, pues la historia pasó a ser entendida como el escenario de los hechos de Dios. Es una dimensión donde también se ejerce el señorío de Jesucristo, y por lo tanto ya no cabe hacer tajantes divisiones entre el orden secular y la vida de la comunidad cristiana, entre la Iglesia y la sociedad. En realidad, ahora corresponde hablar más bien de ―Iglesia en la sociedad latinoamericana‖. Esa acción de Dios en la historia lleva a los hombres hacia el Reino (aclaramos: no debe verse en esto, porque nunca ha sido así el pensamiento de ISAL, rastros de inmanentismo histórico, o una filosofía de la historia que comprendía a ésta como un proceso de progreso continuo), pero para que este se haga realidad a ellos, deben encontrarse con Jesucristo en tanto que hombres. De ahí surgió entonces la noción de humanización como concepto fundamental que dirige la acción de los cristianos en la sociedad.

Para coadyuvar en ese proceso de humanización que se da en medio de las ambigüedades de la historia, era necesario procurar una mejor comprensión de esta última. De ahí que en el seno de ISAL se haya enfocado el proceso histórico latinoamericano, y que a partir de ese enfoque se tomara conciencia de la importancia del proceso de secularización y del impacto de las ideologías en todo lo que se refiere al cambio social. De ahí la importancia que han tomado ambos conceptos en toda la reflexión del pensamiento evangélico

18 América hoy, p. 14. Ed. Isal-Tauro, Montevideo, 1966.

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con relación a la sociedad en América Latina. Entendiendo que la revolución implica la desacralización de las estructuras del viejo orden social tradicional tradicional, y que el cambio social no se produce automáticamente, sino que intenta ser interpretado, provocado y producido por la ideología, ya no era posible desentenderse de la influencia de ambos elementos luego de haber captado la incidencia de la revolución sobre todos los órdenes de la realidad latinoamericana. En consecuencia, ello ha estado motivado una serie de estudios de las corrientes teológicas que permiten al cristiano entender el proceso de secularización; así es que durante los últimos años se han repetido los estudios sobre la obra de Bonhoeffer, de Lehmann, de Robinson, en tanto que el pensamiento de Richard Shaull ha sido en más de un sentido el que ha orientado estas preocupaciones. Al mismo tiempo, también se ha llegado a ver la necesidad del diálogo entre la fe y la ideología; y aún más que el diálogo: la participación de los hombres de fe en las corrientes ideológicas, puesto de ―la ideología era el ámbito propio de lo político, de la ´praxis´, vale decir, el medio para asumir el compromiso y la acción de transformación social en el sentido determinado por la interpretación teológica de la historia. Esto significaba, en consecuencia, superar la falsa antinomia fe e ideología, y comprender que la misma fe cristiana necesita expresarse históricamente a través de las ideologías políticas o del cambio social, si bien es esa expresión siempre parcial, imperfecta y variable‖.19 Por otra parte, el dominio de la ideología significa en más de un sentido la concreción de ciertos elementos del proceso de secularización en el campo de la cultura y de la sociedad. Como cristianos, era necesario entonces enfrentar el interrogante de cómo es posible hacer clara la especificidad de la fe en medio de esta situación en la que los tradicionales símbolos religiosos ya han perdido todo contenido, pasando a ser ─por lo tanto─ insignificantes.

Llevada a este nivel la reflexión teológica en torno a los problemas de la existencia de la Iglesia en la sociedad quedaba en evidencia, entonces, la inoperancia de la obra social tradicional que habían estado desarrollando las iglesias evangélicas. No se trata de negar la importancia que en su momento tuvo la obra de crear hospitales, escuelas y otras instituciones de orden filantrópico, sino de señalar que en este momento el testimonio cristiano en este campo exige algo muy distinto. En circunstancias tan cambiantes como las que vive la sociedad latinoamericana ya no es posible sólo observar el cambio y ayudar a quienes sufren las consecuencias del mismo, sino que se hace necesario participar activamente en ese proceso de transición social. ¿Cómo? Aquí es donde de nuevo se recurre al concepto de humanización, como el elemento penúltimo que es un signo de lo definitivo; como la posibilidad del encuentro del hombre con Jesucristo. Por eso mismo, de ninguna manera hay que entender la reflexión teológica sobre la Iglesia en la sociedad como si fuera algo muy distinto de lo que se entiende por la misión de la Iglesia. Obermüller, en el estudio ya citado sobre la evangelización en América Latina, señalaba que la tarea del evangelista es despertar un sentido de responsabilidad personal en el individuo, para así posibilitar el encuentro personal entre él, en tanto que hombre, y Jesucristo.20 Así es como debe ser entendido este énfasis del Movimiento de Iglesia y Sociedad en América Latina sobre la humanización, que tiende hacia la formación del individuo como un ser maduro y responsable.

La pregunta inevitable luego de haber descrito este panorama de la reflexión teológica evangélica sobre el problema de las relaciones de la Iglesia con la sociedad, es la siguiente: ¿permiten las formas o estructuras actuales de la congregación cristiana este tipo de testimonio? Y, por otra parte, ¿no reaccionan en contra de esta tendencia los grupos conservadores que aún no han comprendido en forma real qué significa llegar a vivir plenamente en tanto que Iglesia los problemas de la sociedad latinoamericana? A la primera cuestión ha respondido la II Consulta Evangélica Latinoamericana (realizada en El Tabo, Chile, en 1966) de la siguiente manera: ―…la comunidad cristiana no ha de estructurarse de manera rígida ni definitiva (…) sino dinámica y flexible, permitiendo la espontaneidad en sus manifestaciones. De este modo podrá expresar eficazmente su presencia en cuanto comunidad en medio de los hechos históricos así como también a través del servicio que debe brindar a los hombres que componen una sociedad en transformación. Dicha libertad de estructuras como también la señalaba espontaneidad creativa, serán un signo evidente de su autenticidad y vitalidad‖.21 Al segundo interrogante también se ha dado respuesta con la reacción que han desatado ciertos grupos del protestantismo evangélico en América Latina contra la acción y el pensamiento de ISAL. No obstante, hay algo que merece ser

19 América hoy, pp. 17/18. 20 Op. cit., pg. 8. 21 América hoy, p. 90.

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destacado: a pesar de dicha reacción contra ISAL, hoy es inevitable para las iglesias evangélicas la reflexión sobre la situación latinoamericana, lo que constituye un indicio de la fuerza de renovación que ha tenido para el movimiento evangélico, la labor de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad hasta el presente. Al menos, entre estas fuerzas conservadoras que antes daban la espalda al problema social, la respuesta que comienzan a brindar al mismo es semejante a la que se diera en ocasión de la Consulta de Huampaní: la adecuación de sus esfuerzos al cambio social. Entienden que deben guardar la especificidad de la acción cristiana al hecho social, y si fuera posible, influir sobre el mismo en un sentido evangélico. En cambio, en ISAL, basándose en la noción bíblica del señorío universal de Jesucristo, se entiende que lo más importante es estar al servicio del hombre latinoamericano, procurando su humanización. La comunidad cristiana ya no es la que procura influir sobre el proceso de transición, sino la que se integra en el mismo, participando de las luchas y esperanzas de los hombres de nuestros pueblos. ―Porque, si el grano de trigo no cae y muere, entonces no lleva fruto…‖

Claro está, tal como se indicó esto implica que el cristiano ha de estar presente en el mundo como la levadura en la masa, como sal de la tierra. Su acción ha de desarrollarse junto a la de otros hombres, que tendrán quizás posiciones doctrinales o ideológicas un tanto diferentes a la suya y hasta opuestas. La comunidad cristiana es entonces la iglesia dispersa, la que asumiendo la vida de diásporah se encarna plenamente en este mundo cambiante. La relación de los cristianos evangélicos con otros cristianos (los católicos) y con quienes no participan de la fe en Jesucristo ya plantea otro problema: el de las iglesias y el movimiento ecuménico.

Las Iglesias y su definición frente al movimiento ecuménico Las especiales circunstancias que determinaron a la obra misionera evangélica en América Latina llevaron a ésta a mostrar un espíritu polémico y agresivo frente al catolicismo. Ya se ha explicado que se le atribuían a la Iglesia Católica Romana las causas de la mayor parte de los males que sufrían nuestros problemas. Este espíritu intolerante no sólo se dirigió contra el catolicismo, sino que en muchas oportunidades llevó a la confrontación y al distanciamiento de las propias denominaciones evangélicas. Este, sin duda, fue uno de los mayores males que sufrió la causa evangélica en estos países, y tomando conciencia de ello ya en temprana fecha de la evolución de la obra misionera protestante en América Latina, el Congreso de Panamá intentó una coordinación de los esfuerzos que realizaban, para lo cual propuso la creación del Comité de Cooperación para la América Latina (CCLA), con sede en Nueva York. Si bien el intento era loable, fallaba no obstante al proponer como sede del centro de unión un país fuera de América Latina. El error de la obra misionera se repetía nuevamente: la elección del lugar donde se decidía la estrategia a seguir y donde se realizaban las grandes definiciones del movimiento misionero indicaba una repetición de la alimentación del movimiento evangélico con relación a los países de América Latina. De ahí que, posteriormente, en más de un sentido el movimiento ecuménico no haya sido aceptado por los dirigentes latinoamericanos de las iglesias evangélicas como algo propio, y lo hayan considerado con indiferencia, llegando hasta rechazarlo en muchos casos. Pero, por otra parte, no es casual que justamente la generación que comenzó a preocuparse más seriamente por el movimiento ecuménico entre las iglesias evangélicas de América Latina haya sido la que comenzó a actuar al filo de la década del cuarenta, con especial referencia a la creación de ULAJE: era un grupos dirigentes, todos ellos latinoamericanos, que vieron en la unidad de las iglesias una urgente necesidad para el cumplimiento de la misión en el continente. Su obra, pues, en este sentido, hay que considerarla como pionera, y de suma importancia.

Sin embargo, a su entusiasmo juvenil se opuso la rigidez de los sistemas teológicos que primaban en América Latina, y en especial el de quienes estaban influidos por el ―fundamentalismo‖. En consecuencia, para avanzar en este terreno era necesaria una verdadera renovación en el nivel de la reflexión teológica, que por un lado demostrara ser más fundamentada que el mero entusiasmo juvenil, y que por otra parte superara los dogmatismos que habían impedido hasta entonces una labor teológica seria. Esta superación empezó a ser concretada cuando poco a poco los dirigentes evangélicos, y especialmente algunos de edad joven, comenzaron a entrar en contacto con el movimiento ecuménico mundial, que ya en Europa había alcanzado una seria tradición. A través de la participación en conferencias o en estudios interconfesionales, muchos fueron aportando nuevas reflexiones o simplemente informaciones, para el ejercicio de la reflexión teológica en América Latina. Una vez más, en este nivel hay que mencionar la obra de la FUMEC, que especialmente desde el principio de la década del cincuenta ha estado abriendo caminos en lo que se refiere al diálogo y la obra en conjunto de los

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grupos cristianos en América Latina. De esta manera se ha ido conformando una nueva situación, que exige a las iglesias definiciones inaplazables con respecto al movimiento ecuménico.

Además, y sin duda alguna teniendo en cuenta que el marco latinoamericano es un factor primordialísimo, esa definición es aún más urgente en virtud de la nueva situación que se está forjando poco a poco a partir de los movimientos de renovación que influyen sobre la vida de la Iglesia Católica Romana. En ella advertimos, por un lado, el movimiento de renovación bíblica y teológica que se está haciendo sentir cada vez con mayor fuerza desde la década del treinta en Europa y que poco a poco ha ido penetrando en seminarios y cuadros docentes del catolicismo; por otra parte, el clima de diálogo y de concilio que supo forjar Juan XXIII durante su breve pontificado; y por último, una creciente unidad del episcopado latinoamericano, unidad que se ha establecido por el momento a dos niveles: a) la formación del CELAM (Colegio Episcopal Latinoamericano) y b) el propósito de la Iglesia Católica Romano en América Latina de luchar por el desarrollo económico de estos países. Todo esto ha provocado un cambio notorio en el catolicismo, que obliga al movimiento evangélico a una nueva postura. Por supuesto, no se trata de dejar de afirmar los fundamentos de la Reforma Evangélica del siglo XVI, pero sí de confrontar al catolicismo no ya con un espíritu agresivo y polémico, sino con una actitud de diálogo. En consecuencia, hay que revisar posiciones, iniciar nuevos acercamientos, provocar el intercambio de experiencias y pensamientos con los católicos, lo que necesariamente lleva a una definición de las iglesias con respecto al movimiento ecuménico.

La definición tradicional, en un sentido positivo, que hasta ahora ha recibido la cuestión ecuménica en la mayoría de las iglesias evangélicas latinoamericanas ha estado dirigida hacia la formación de un movimiento ecuménico de naturaleza interevangélica. O sea, que se admite el diálogo entre los protestantes, pero se entiende la realización del mismo con los católicos como algo realmente extraordinario, fuera de serie. Esto es particularmente visible en las Federaciones de Iglesias o Concilios Nacionales Evangélicos, siempre dispuestos a mantener ciertas relaciones entre las fuerzas evangélicas, pero muy poco abiertos a contemplar la realidad cristiana más allá de los límites de sus iglesias. Sin embargo, hay que ver en el hecho mismo de la formación de estos grupos ya una definición positiva, aunque limitada, frente al movimiento ecuménico. En este sentido, no hay que olvidar de ninguna manera la obra realizada por las Fraternidades o Asociaciones de Pastores, las que, posibilitando el encuentro personal de los obreros evangélicos en los diversos países, han provocado al mismo tiempo el acercamiento de sus denominaciones; creando un clima de amistad y de confianza, han preparado ─muchas veces de manera inconsciente─ la concreción de este ecumenismo interevangélico. En América Latina la manifestación más importante de esta orientación ecuménica ha sido la realización de las Conferencias Evangélicas Latinoamericanas (hasta el presente se han celebrado tres: una en Buenos Aires, 1949; otra en Lima, 1961; y la tercera en Buenos Aires en julio de 1969), a través de las cuales el movimiento ecuménico en nuestros países ha asumido una orientación realmente latinoamericana, especialmente en la Conferencia de Lima. Como resultado de esta creciente definición positiva hacia el movimiento ecuménico ─que no se da sin fricciones ni luchas en el seno de las denominaciones─ se está procurando la creación de un organismo que esté al servicio del encuentro de las iglesias, para que así éstas puedan conocer mejor y colaborar en el ejercicio de la

misión, si así lo creen pertinente; se trata de la Comisión pro Unidad Evangélica Latinoamericana (UNELAM), que podría llegar a cumplir en América Latina el mismo rol que ha desempeñado en el Sudeste asiático la Conferencia Cristiana para el Este del Asia. No obstante, ante estos movimientos cabe formular algunas preguntas, sobre todo en virtud de su carácter aún no cristalizado, y que entendemos pueden ayudar a aclarar su definición ecuménica. ¿Se entiende el ecumenismo como un movimiento de iglesias, o de cristianos? Si fuera lo primero, ¿las iglesias son entendidas en tanto órdenes, instituciones, jerarquías, o en cambio a través de su manifestación básica en las congregaciones locales? ¿Cuál es la actitud de esta definición frente al movimiento ecuménico para con la Iglesia Católica? ¿Se trata de un ecumenismo confesional, o de un ecumenismo abierto para todos los que creen en Jesucristo? Y, por último, ¿se entiende esta definición ecuménica como un movimiento a favor de la renovación de la Iglesia, o por lo contrario está dirigido a afirmar la existencia de las iglesias y su orientación, tal como se dan en este momento? Creo sumamente necesario que el movimiento ecuménico interevangélico se plantee con franqueza estas preguntas, porque de acuerdo con las respuestas que

Estando en prensa este libro se ha llevado a cabo la asamblea constitutiva de UNELAM en Puerto Rico (julio 7 al 11 de 1970). Nota de los editores.

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dé a las mismas se ha de definir como un factor de renovación, o no, para la vida de las iglesias en nuestros países.

Por otra parte, sobre todo, es necesario que el movimiento ecuménico en América Latina se plantee dos graves cuestiones que tarde o temprano deberán preocuparle. Una de ellas, ya mencionada, es la que considera la relación con los católicos, teniendo en cuenta especialmente su incidencia en la vida latinoamericana. José Míguez Bonno escribió al respecto: ―Como evangélicos que somos, sin embargo, quisiéramos orientarnos, en esta como en todas las cuestiones, de acuerdo con la Palabra de Dios. Por eso nos preguntamos: ¿Cómo debemos relacionarnos, en obediencia a las Sagradas Escrituras, con la mayor fidelidad a la verdad y amor al prójimo, con los demás grupos cristianos? Esta pregunta se ha tornado particularmente agua en los últimos años con respecto al catolicismo romano. En nuestro continente latinoamericano, la relación con el catolicismo romano ha sido de tradicional hostilidad por ambas partes. Polémica, controversia, acusación, conflicto y aun persecución han sido los términos que mejor podrían designar esa historia. Hoy parece nacer un nuevo día. Tanto los movimientos de renovación que tiene lugar en el seno del Catolicismo, como una mayor madurez y objetividad en las iglesias evangélicas plantean de nuevo la cuestión de nuestra actitud.‖22 Especialmente esta cuestión se torna urgente si se tienen en cuenta las particulares condiciones que hoy caracterizan la vida del continente. Viviendo en un proceso de grandes cambios, que se suceden con ritmo sumamente acelerado, es de rigor que los cristianos comiencen a preguntarse cómo pueden servir en nombre de Jesucristo en esta situación, y, sobre todo, si es que pueden cumplir un servicio real duplicando esfuerzos, compitiendo muchas veces, y llegando hasta la misma polémica en otras. Es necesario que se comprenda de una vez por toda la discusión y el debate puramente negativo es cosa del pasado, y que no hay que volver a caer en ellos pues ya bastante mal han causado para la vida de la Iglesia y contra la efectividad del testimonio cristiano. Pero, al mismo tiempo, es necesario que también se haga carne en la vida de las iglesias evangélicas que esta es la hora del diálogo, y que en ella lo importante no es lo que se proponen las iglesias, sino lo que quiere Jesucristo. Y, como se sabe, la voluntad del Señor es que los cristianos cumplan con toda fidelidad la misión que se les encomendó, lo que no significa que las graves diferencias que separan a católicos y evangélicos ya han dejado de existir o están en vías de ser superadas fácilmente. La franqueza en el planteo de este problema, hablará del grado de encarnación en la vida latinoamericana del movimiento ecuménico que va creciendo en filas evangélicas.

El segundo problema que resulta insoslayable para la definición ecuménica de las iglesias evangélicas en América Latina es el de la consideración que les merece lo que se ha dado en llamar ―ecumenismo con el mundo‖. Como se sabe, el término oikoumene significa la plenitud del mundo habitado; de ahí que exista une evidente relación entre el cumplimiento de la misión de la Iglesia, su unidad, y sus relaciones con el mundo (téngase en cuenta en este sentido el capítulo XVII del Evangelio de Juan). En América Latina estamos viviendo una situación en la que, a través de ―geminos indecibles‖ y ―dolores de parto‖ va surgiendo una nueva situación humana. ¿Cuál es la actitud de las iglesias frente a ellas? Claro está, algunos podrían responder según las definiciones del Movimiento de Iglesia y Sociedad (ISAL) y otros en cambio, asumir actitudes contrarias a un cambio real (como ocurre, nos tememos, con la mayoría del movimiento evangélico en estos países). Sin embargo, lo que importa en este caso es que se den, no ya definiciones de cristianos más o menos comprometidos con el proceso que está tomando lugar en América Latina, sino que el mismo movimiento ecuménico latinoamericano exprese su definición con respecto a su compromiso con la situación latinoamericana. Es cierta manera, aquí se vuelve a repetir una pregunta que ya ha sido planteada: ¿Está el movimiento ecuménico al servicio de las iglesias, en tanto instituciones y confesiones, en cambio está al servicio del hombre, promoviendo el cumplimiento de la misión de la Iglesia? Si fuera lo último, no hay duda que la reflexión teológica afincaría aún más en la realidad latinoamericana. La comunidad cristiana entonces demostraría su solidaridad (encarnación) con quienes comparte el destino de estos países, y en su participación en el esfuerzo por un mundo nuevo estaría siendo un signo del mundo que viene; sería en ese caso como una verdadera ―partera‖ del futuro.

22 José Míguez Bonino (Editor): Polémica, Diálogo y Misión, pg. 8. Ed. Centro de Estudios Cristianos del Río de la Plata, Montevideo, 1966.

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Algunas conclusiones Esta visión a vuelo de pájaro de algunos problemas donde se anuda la reflexión teológica de las iglesias evangélicas de América Latina nos ha permitido ver ciertas riquezas y al mismo tiempo algunas de sus debilidades o carencias. Entre las riquezas y al mismo tiempo algunas de sus debilidades o carencias. Entre las riquezas hay que mencionar la importancia que tiene pare el pensamiento teológico evangélico latinoamericano el problema de la evangelización, o si se quiere decirlo de otra manera, el de la misión de la Iglesia. Con ello, las iglesias demuestran que son fieles a su origen de hijas de las misión y que la preocupación por el cumplimiento del mandato del Señor a la proclamación de su buena nueva a todos los hombres, aún es vital en las mismas. De ahí también el debate creciente en torno a la congregación local y su función en el propósito de la misión. Además, la participación en la situación revolucionaria de América Latina ha despertado una viva reflexión en torno a los problemas de la sociedad, determinando así que hoy el pensamiento latinoamericano pueda llegar a ser un verdadero facto de renovación en el plano de la preocupación ética de los cristianos por la sociedad.

Sin embargo, estos elementos positivos del pensamiento teológico latinoamericano no consiguen hacer los progresos necesarios, y sobre ello inciden las carencias o debilidades que afectan a la reflexión de las iglesias. En primer término, hay que mencionar el déficit que existe en cuanto a un conocimiento científico y serio de la Biblia. Es verdad que el creyente evangélico latinoamericano ha hecho de la Biblia su punto de referencia constante para guiar su vida, y que pasajes y más pasajes de las Escrituras están en su mente prontos a ser relacionados con no importa cuál situación que le toque vivir. Sin embargo, aún no han sido formados en nuestros seminarios aquellos intérpretes de las Escrituras que conocen el métier de la exégesis y las exigencias de la hermenéutica. Todo ello, desgraciadamente, constituye un pasado hándicap que incide en detrimento de una buena reflexión teológica; por un lado, se asiste hoy ─por influencia del ―fundamentalismo‖─ a una referencia constante a textos bíblicos que generalmente son extraídos de su contexto, y que así resultan falseados en su interpretación. Por otra parte, quienes son conscientes de la necesidad de una buena exégesis, no conociendo ni teniendo los instrumentos adecuados para realizarla, caen necesariamente en la lectura de comentarios que, si bien son de cierta utilidad, muchas veces por provenir de otras situaciones y otros países, desvían la interpretación del mensaje, tornándola insignificante para nuestra situación latinoamericana.

En segundo lugar, la insistencia ya anotada en torno a los problemas de la comunidad local, plantea también la necesidad de una buena reflexión en el nivel de la teología pastoral, que no sólo se aplique a las cuestiones de la cura de almas, sino que también tome en cuenta los datos de la sociología y de la psicología social. Los programas de industrialización que se pretende imponer por los gobiernos de nuestros países son una respuesta al proceso de urbanización galopante que vive el continente desde hace varias décadas. Sin embargo, a pesar de todos los elementos que denuncian a gritos este estado de cosas, las iglesias aún no han despertado a esta realidad, y siguen con sus viejas estructuras y programas como si nada hubiera pasado. Siempre destinando sus prédicas al individuo, sin tomar en cuenta la nueva realidad social en la que éste se encuentra, condicionándolo. Uno de los problemas más serios con referencia a esta necesidad de una buena reflexión teológica sobre la pastoral de las iglesias consiste en forjar una nueva imagen del pastor. En efecto, la que todavía sirve de norma para el cumplimiento de la nueva función pastoral tiene su origen en la figura del líder religioso congregacional que fue pertinente en la sociedad tradicional rural, pero que en la mayoría de las situaciones urbanas resulta inoperante. Además, teniendo en cuenta que la estructura de la congregación local está centrada generalmente en el pastor, ese desajuste entre la imagen de la función pastoral, la congregación local que tiende a depender del pastor, y la sociedad circundante (urbana, de incipiente industrialización, y con síntomas de sociedad en masas), tiene un efecto catastrófico sobre la vida de la Iglesia y el testimonio de sus miembros en el mundo. Se produce entonces un divorcio entre la realidad cotidiana en la que viven los creyentes y la esfera de la Iglesia; ésta llega a ser una especie de paréntesis sagrado en medio del quehacer humano, por lo que se reintroduce en la vida del creyente la falsa distinción entre lo sagrado y lo profano, que la Biblia no reconoce. Todos estos elementos componen un complejo sumamente grave que debe ser solucionado para que no incida más en forma negativa sobre la acción de las iglesias, y ello requiere ─volvamos a insistir─ una buena reflexión teológica sobre la acción pastoral de todo el cuerpo de Cristo.

En tercer lugar, tanto los problemas que resultan evidentes en virtud de la situación de la Iglesia con la sociedad, así como ellos que exigen una definición de las iglesias frente al movimiento ecuménico, demandan el estudio de una teología de la historia. La misma habrá de tomar en cuenta el proceso de secularización y sus

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consecuencias tan particulares sobre la realidad latinoamericana, así como también el desarrollo económico y social necesario para nuestros países. Esta teología de la historia no sólo habrá de servir de base para comprender mejor la función del ecumenismo entre nuestras iglesias, o las relaciones entre las mismas y la sociedad, sino que necesariamente habrá de llevar a los cristianos a una acción que cada día se hace más urgente en América Latina, siendo entonces verdadera presencia de Jesucristo en medio de nuestra situación. Vale la pena citar al respecto una palabra de Richard Shaull en un artículo en que intenta discutir el problema de una teología de la historia: ―Si el mundo moderno perdió contacto con ciertos elementos de nuestra tradición (la cristiana), la culpa, en gran parte, cabe a los cristianos. Las iglesias han estado identificadas, casi siempre, con el ancien régime, y la teología preocupándose con otros problemas, prácticamente abandonando el campo que le era propio. En el último siglo, muchos de los hombres más sensibles a los problemas fundamentales del hombre en su vida histórica se vieron forzados a abandonar el cristianismo y procurar orientación y apoyo en otros medios. En estas circunstancias, la conditio sine qua non para cualquier contribución cristiana en esta esfera es la plena participación en la lucha por el desarrollo, en el reconocimiento humilde de nuestra débil posición. Si tuviéramos la humildad de reconocer este hecho, y si estuviéramos dispuestos a comprometernos íntegramente en esta lucha, podríamos encontrar nuevas posibilidades de reflexión teológica sobre los problemas que enfrentamos, y, al mismo tiempo, sorprendernos ante el descubrimiento de un nuevo significado de nuestra presencia. La base de esta esperanza está en la línea del pensamiento teológico desarrollada más claramente por Agustín, y que se ha manifestado en diversos momentos en el pensamiento cristiano. Para Agustín, el punto de partida del teólogo no es una verdad esotérica que se debe imponer a un mundo enajenado, sino la revelación de lo que realmente está aconteciendo en la vida humana en un mundo sujeto a la acción creadora y redentora de Dios. De ahí que nuestra tarea no es la de imponer ciertos valores, sino reconocer y vivir según aquellos que en el mundo imperan; no es dar sentido a la vida, sino descubrir el sentido que la vida tiene en un mundo que participa de la redención; no establecer el orden en el universo, sino participar en el nuevo orden de cosas que está tomando forma a través de las transformaciones sociales. Esta actitud nos permite estar plenamente comprometidos, en una situación en la que no tenemos todas las respuestas, sino en la que podemos confiados, procurar nuevas posibilidades de comprensión y sentido.‖23 Esta seria consideración de la historia resulta, pues, sumamente necesaria. Para que la misma llegue a buen término no sólo necesita afirmar la puntería en cuanto a la tarea intelectual, sino también ─y por encima de todas las cosas─ la participación de los creyentes en las alternativas que brinda la misma historia. Pero, dialécticamente, esta acción exige a su vez la reflexión mencionada; de este modo ambas se alimentarán mutuamente. Lo importante es no relegar esta preocupación por una teología de la historia, porque resulta capital para el movimiento evangélico latinoamericano.

En cuarto lugar, y sólo hacemos una breve mención del asunto, es evidente que en el pensamiento evangélico latinoamericano se ha dado muy poca atención a la cultura que ha ido surgiendo en estos países. Por lo tanto, resulta imprescindible colmar esta laguna, dado que en la veta de esa cultura es donde se aprecian con mayor claridad los afanes, los sueños y las necesidades de nuestros pueblos. La tarea de las Iglesias ha de consistir, luego de tomar conocimiento de esos elementos a través del estudio de nuestra cultura, en confrontarlos con Jesucristo y proclamar el sentido que implica la encarnación, la muerte vicaria y la resurrección del Hijo de Dios respecto a ellos.

Por supuesto, procurar cubrir estas carencias supone en más de un sentido una renovación de la educación teológica que hasta ahora han estado impartiendo las iglesias, la que sobre todo procurará hacer virar el sentido que ha tenido la educación que se ha dado en los seminarios. En ellos, lo que se ha procurado ha sido la preparación de personal idóneo para la conducción de las iglesias; ahora, en cambio, es necesario preparar ministros que sean verdaderos servidores de los hombres y de la sociedad latinoamericana. Vale la pena reproducir un pasaje de un excelente artículo de Hiber Conteris: ―Finalmente, cabe preguntarse cuál es, entonces, la contribución práctica no ya de la educación teológica, sino de la teología en sí misma en la nueva sociedad revolucionaria o secularizada. Quisiera recurrir a una metáfora contemporánea para explicarlo. La organización internacional contemporánea, la sociedad ´ecuménica´, ha dado lugar también a un nuevo tipo de profesión cada vez más difundida, la del traductor simultáneo, el hombre clave de los grandes organismos y encuentros internacionales. Este hombre es el que hace posible la comunicación, el intermediario anónimo y a

23 Hombre, ideología y revolución en América Latina. Montevideo, ISAL-CEC, 1965, p. 79.

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menudo invisible del gran diálogo ecuménico contemporáneo. En la sociedad actual, este es también el papel decisivo e insustituible que cabe al teólogo y por lo tanto a la teología. Cumplir la función del ´traductor´, establecer, muchas veces ─las más─ desde el anonimato y la oscuridad, el diálogo imprescindible entre el hombre y Dios. Ser el medio de comunicación. Y esta comunicación, al igual que en los grandes encuentros internacionales, debe ser ´simultánea´. No hay tiempo para el soliloquio o la minuciosa elaboración del mensaje; no hay tiempo ni oportunidad, en otros términos, para la simple teología especulativa. Dios habla incesantemente, y la traducción debe acompañar ese ritmo. Pero hay otra consecuencia más que puede derivarse de la misma metáfora. El traductor no cumple su función de manera unilateral. Tampoco es unilateral la misión del teólogo; su tarea no es ser intérprete únicamente de los hechos de Dios, sino del balbuceo humano, del intento del hombre por articular su propia respuesta a lo que está sucediendo en la historia. Es en este sentido fundamentalmente, en que debe superarse la antigua concepción del teólogo y de la teología como entidades al servicio de la Iglesia. Uno y otra se hallan al servicio de la Iglesia. Uno y otra se hallan al servicio del mundo. Su misión es estar en el seno mismo de las corrientes ideológicas contemporáneas, que representan los intentos seculares para interpretar la historia y la sociedad, y dar forma a estos intentos ─siempre inexactos, siempre frustrados, siempre destinados a perderse y renovarse en el flujo incesante de la historia misma─ a fin de hacerlos inteligibles frente al gran interlocutor que es Dios. El teólogo es quien interpreta el balbuceo humano a través de la historia. Y en esa función intermediaria, anónima y oculta, se encuentra, ahora y desde siempre, la grandeza y la miseria de la teología.‖24

Sólo entonces, cuando los teólogos evangélicos latinoamericanos sean realmente hombres de su pueblo y hombre de Dios, cuando vivan, hasta el desgarramiento, la tensión que se produce en el encuentro de Dios vivo con los hombres y sus esperanzas, cuando de esa tensión surjan pensamientos que se desplieguen concretamente en acciones solidarias y creadoras con los hombres de América Latina, asistiremos al surgimiento pleno de una reflexión teológica que será realmente latinoamericana. Ese día, los moldes hechos a partir de teologías foráneas habrán sido dejados de lado, no por oposición a los mismos, sino porque no responden tan efectivamente como los propios a los problemas que vivimos. Entonces, la teología dejará de ser libresca; será a la vez un acto de obediencia a Dios y un signo de solidaridad con nuestros pueblos y sus destinos.

24 Hiber Conteris: ―La educación teológica en una sociedad en revolución‖, en Por la Renovación del Entendimiento…, pgs. 121/122. Editor, Justo L. González, Librería La Reforma, Puerto Rico, 1965.

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THE INFLUENCE OF BONHOEFFER ON THE THEOLOGY OF LIBERATION (1976)

o one could claim that the so-called ―Latin American theology of liberation‖ is highly dependent on the thought of Dietrich Bonhoeffer. While it is true that Gustavo Gutierrez, in his well-known book, bases his

definition of the theological nature of freedom on a quotation from Creation and Fall,25 it must also be recognized that there are few traces of Bonhoeffer's influence in the rest of the book. I believe that this holds true for most of the Catholic Latin American theologians of liberation. But the situation changes substantially when we look at the contribution of Protestant theologians; there are a number of links with Bonhoeffer's thinking in the work of the theologians reicited to the Protestant churches and who have concentrated their attention on liberation. It could even be said that the German theologian's influence was decisive in the development of their present positions. This does not necessarily mean that Bonhoeffer was the forerunner of the theology of liberation, but simply that the Protestant contribution to it cannot be explained without his influence. For the purposes of this paper we are therefore referring not to the theology of liberation in general, but rather to its Protestant expression, and more specifically to the work of the ISAL movement (Church and Society in Latin America).

The existence of this group (1961-1973) was largely due to the formation of a whole ecumenical generation in Latin America through the leadership training programme of the World Student Christian Federation. Indeed, it was during one of its seminars in Sitio das Figueiras, Brazil, in 1952, that Richard Shaull began to talk about the work of Bonhoeffer; up to that time only his Nachfolge was ever mentioned. Shaull's words had a considerable impact on the students, who expressed a strong desire to know more about the life and work of the martyr theologian. They saw in him someone different, whose thought and action could overcome the dualism of Latin American Protestant life at that time.

Bonhoeffer appeared as a theologian who was deeply committed to Christ and his Church, but at the same time aware of the realities of the contemporary world. His speech ―The Cost of Discipleship‖ and part of his letters from prison which began to appear about 1954 in Spanish in Cuademos Teológicos, the publication of the Union Theological Seminary in Buenos Aires, were clear, to the point, and sounded a rare note of authenticity. Many of those Protestant students and leaders who were challenged and inspired by Bonhoeffer during the 1950s began to meet again and to work together after the creation of ISAL. The movement's aim was to create a responsible attitude among church members towards the processes of change which had been unleashed in Latin America.

Naturally, Bonhoeffer was a common point of reference for those related to the movement (including Jose Miguez Bonino, Rubem Alves, Mauricio Lopez, Jovelino Ramos, Gonzalo Castillo Cárdenas, Hiber Conteris, and so on), not only because his thinking was evident in the formative process of them all, but especially because the study and analysis of the thinking of the German theologian helped to solve serious problems which arose as ISAL developed its own thought and action. It is in this sense, then, that we can speak of the influence of Bonhoeflfer on the evolution of the theology of liberation in Latin America, an influence which can perhaps be described as maieutic, since it was in the course of dialogue with his work that some Latin Americans were enabled to solve some of the problems facing them. Three different situations illustrate this: the overcoming of the church/world dualism and the awareness of the deep implications of the process of secularization; the problem of the relationship between faith and ideologies; and lastly, the problem of how to follow Christ in situations where apparently there is no room for such action, i.e. the problem of discipleship.

These three problems arose at different moments of ISAL‘s development. The first can be located between 1962 and 1963; the second between 1964 and 1965; and the third towards 1967-68. No other western theologian influenced these discussions as deeply as Bonhoeffer (Richard Shaull also played a vital role, but his thinking at that time was clearly oriented by Bonhoeffer). Inasmuch as these discussions brought ISAL to the threshold of the theology of liberation (which began towards 1968, shortly before the second Latin American Episcopal Conference —CELAM— in Medellin), Bonhoeffer is related to the development of this school of thought. In this sense I believe that the subject proposed for your consideration has a real basis and a definite content. In other words, it concerns processes which are still ongoing and which are still far from being completed and defined. I therefore feel confident in saying that Bonhoeflfer's thinking lives on. What I shall try to do in this paper is to discover what eflfect it has had on Latin American Protestant theologians.

25 Gustavo Gutierrez, Teología de la Liberación. Lima, CEP, 1971.p. 58.

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The discovery of a world come of age As we have briefly indicated, Bonhoeflfer's thinking helped Latin American Protestant theologians to overcome the church/world dualism. Letters and Papers from Prison26 led to a theological discussion which emphasized the need for the Church to recognize the importance of the process of secularization and the autonomy (―coming of age‖) of the temporal world. Thus José Miguez Bonino, in his paper to the first Latin American Consultation on Church and Society (which gave birth to ISAL), spoke of the need for the Church to ―convert itself to the world‖. By this he meant the urgent need for the Church to come out of its ghetto. In this sense Bonhoeflfer's message is accepted: in our time God cannot be used as a working hypothesis by which to understand reality. The ISAL group therefore understood that the Church had to accept the emancipation of the world from the institutional and intellectual control of dogmas and the autonomy of culture, of human reason, economics, politics and social organization. This recognition of the autonomy of the secular responded basically to the fact that what Bonhoeflfer said was confirmed by the experiences of the ISAL movement. In an attempt to be coherent in their claims, the members of the movement sought to shape their action as a witness to Christ beyond the frontiers of the Church. Thus they began to take action in the cultural, economic, political and trade union life of their countries, an unusual course of action for Latin American Protestants at that time.

This action led them to an existential understanding of Bonhoeflfer's message from prison: the Christian of our time must live in the world ―as if God did not exist‖, and it is precisely here that his relevance for men and women today lies. If they do not live in this way, they are not able to participate in the processes of this ―world come of age‖; their proclamation of faith is then an anachronism which the ―world come of age‖ cannot take seriously. For ISAL, going beyond the ghetto of the Church meant at that time a double liberation: on the one hand, from the narrowness of the Latin American Protestant ghetto (from its taboos, its petit-bourgeois morality moulded according to the canons of the ―American way of life‖, from its ―limited perspectives‖); and on the other hand, freedom to be witnesses to Jesus Christ in places where there is no wish to leave a place for God, who in the words of Ortega y Gasset, one of the authors whose works Bonhoeflfer read in prison, has been ―retired to the background‖. Because — and it is worth mentioning this in order to define the theology of liberation clearly — its adherents never confused secularization with secularism, and so the dimension of the witness to be presented in the name of Christ was always taken into account. This is why the members of ISAL were always suspicious of the ―death of God‖ theology, which was so open to secularization and inclined to sympathize with certain forms of secularism. In this sense I believe they were faithful to those who helped them overcome the dualism which separated the Church from society, enabling them to see clearly how to shape the conjunction of the two terms which formed the name of the movement.

One consequence of this position was a study of the religious, cultural and theological panorama of Latin America.27 Among other things, the study revealed the need to develop a theology of history which would help the Christian community to understand its specific action in the context of the changing Latin American panorama. Otherwise ISAL would run the risk of what Jose Miguez Bonino called the ―Baalization of society‖.28 True, Bonhoeflfer did not formulate any theology of history, but the thoughts he expressed in his Letters and Papers from Prison clearly influenced Richard Shaull's advocacy of a theology of history:

The distinctive characteristic of the secular interpretation of the world is its radically historic nature. Modern man tends to concentrate the attention of his existence within this temporal and spacial framework, as a member and part of the social order. He may feel some anxiety concerning ultimate questions, but it is not these that we usually call 'religious'. They focus rather on the future: the possibilities which may exist to transform society and to find meaning and personal fulfillment as one participates in this struggle. It is therefore a matter of questions defined theologically. But theological reflection on history cannot be done independently and abstractly by the theologian. On the contrary, it must involve those forms of reality which must be apprehended with the specific instruments of the social and psychological sciences. Theological reflection therefore implies two tasks: interpretation, as such, of the biblical and

26 London, SCM Press, 1967. 27 Hombre, ideologia y revolución en América Latina. Montevideo, ISAL-CEC, 1965. 28 América hoy, Montevideo, ISAL-Tauro, 1966, p. 54.

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theological tradition, and reflection concerning its contemporary significance, a stage which must be carried out in dialogue with the specialists of empirical sciences.29

This theology of history which was developed by ISAL sees obedience to Jesus Christ (Nachfolge) as a

basic element. More important than any concept of how God acts in history, it became the discovery of how to be present in mankind's current struggle, on the frontiers where the struggle is taking place, attempting to maintain a lively dialogue between the Christian description of the human and of history and the situation of each one who is called to obey Christ. It was thought that this attitude might lead to a new type of theological thinking as well as new images, concepts and parables which would provide a more adequate description of what God does among people in strictly secular terms. A few years later, the development of this idea led the ISAL group to the theology of liberation.

A second discovery resulting from the study of the religious, cultural and ideological panorama of Latin America was the fact that the ―mature world‖ of which Bonhoeflfer speaks is not the whole reality in that part of the world. Indeed, a majority of the Latin American peoples practise beliefs and rites which indicate the dominance of the religious over daily life. The analysis of these practices revealed on the one hand that, while they are partly expressions of social protest against a given social order, in general they reflect guidelines of values and conduct imposed by the ruling classes. In this sense, it is to be expected that these classes will show attitudes of rejection and fear of social change, unless their consciences undergo a process of liberating change (towards 1968 ISAL began to apply the popular pedagogy of Paulo Freire in order to promote a process of awareness-building among the poorer sectors of the Latin American population). However, the members of ISAL believed that they should not adjust themselves to the situation of the Latin American masses, but promote the march towards the ―world come of age‖. At that point in Latin American history this was expressed most clearly in the field of ideological struggle, where lay, secularizing and other tendencies which were Christian in name only conflicted.

It was these tendencies which were the main agents of the process of secularization — and indeed we might say that this is still true today. The convictions arising from a theological analysis of history had to be tested out in this field. It was here that what Bonhoeffer had called the ―world come of age‖ was put to the test. Participation in this struggle meant the irrevocable destruction of the ghetto and the dualist concept of church/world, and this resulted in the enrichment of the life and mission of the Church.

The relationship between faith and ideologies What began in ISAL as a study of ideologies quickly became a challenge: how to analyse ideologies and the ideological struggle from the outside. This was the predominant position in the churches towards the end of the 1950s, but it proved completely unsatisfactory for those who believed that knowledge cannot be separated from action and participation in the processes of history, but must be based on them. The challenge, then, lay in participation in the ideological struggle, not defending Christian concepts a priori, but recognizing the maturity of this sector of Latin American life. But how could this be done? The ISAL group believed that if as Christians they had to act in this field, their action should point clearly to Christ. In the early stages of the discussion some members, on the basis of the incarnation, sought total commitment with the ―ideologies of change‖ (all of them influenced by Marx). Others, on the contrary, on the basis of the reality of the Cross, adop'^ed still more radical positions, rejecting any ideological commitment. Nobody at that time resorted to the resurrection as a basis for their position in regard to these controversies. It seemed that there was no way out, until Ethics30 came to shed some light on the whole discussion, teaching that christological responses are neither dogmatic nor inflexible but arise from the tension of the very existence of Christ.

The dilemma facing ISAL was therefore radicalism or commitment. Bonhoeffer, who might have been talking directly to the group, said: ―Radicalism hates patience, and compromise hates decision. Radicalism hates wisdom, and compromise hates simplicity. Radicalism hates moderation and measure, and compromise hates the immeasurable. Radicalism hates the real, and compromise hates the word. To contrast the two attitudes in this way is to make it sufficiently clear that both alike are opposed to Christ. For in Jesus Christ those things which are

29 Ibid., p. 59. 30 Dietrich Bonhoeffer, London, SCM Press, 1955.

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here ranged in mutual hostility are one. The question of the Christian life will not, therefore, be decided and answered either by radicalism or by compromise, but only by reference to Jesus Christ himself. In him alone lies the solution for the problem of the relation between the ultimate and the penultimate. In Jesus Christ we have faith in the incarnate, crucified and risen God. In the incarnation we learn of the love of God for his creation; in the crucifixion we learn of the judgment of God upon all flesh; and in the resurrection we learn of God's will for a new world. There could be no greater error than to tear these three elements apart; for each of them comprises the whole. It is quite wrong to establish a separate theology of the incarnation, a theology of the cross, or a theology of the resurrection, each in opposition to the others, by a misconceived absolutization of one of these parts; it is equally wrong to apply the same procedure to a consideration of the Christian life. A Christian ethic constructed solely on the basis of the incarnation would lead directly to the compromise solution. An ethic which was based solely on the cross or the resurrection of Jesus would fall victim to radicalism and enthusiasm. Only in the unity is the conflict resolved‖.31

The application of Bonhoeffer's thought to the situation of ISAL in face of the challenge of the ideological struggle led the movement to reject any situation defined in a deductive manner. For example, the ideologies influenced by Marxism should not be rejected because Marxism defined itself as atheist and contrary to Christianity. In the same way, an ideology which called itself ―Christian‖ (such as Christian Democracy in Latin America) was not made legitimate in the eyes of faith solely because of its name. But while ISAL rejected dogmatism and a priorism as a means of defining itself in face of the ideological question, it also rejected any type of opportunist solution.

Members of the group therefore began to base their positions in relation to the ideological struggle on Bonhoeffer's distinction between the ultimate and the penultimate. If the ultimate is the full reality of grace in Jesus Christ, the penultimate lies in preparing the road to grace. ―The ultimate is the justification of man by the love of God which has been revealed in Jesus Christ. And not only the justification of man, but the redemption of the world. This universal, cosmic redemption is God's purpose for all creation: 'to unite all things in him, things in heaven and things on earth' (Eph. 1 : 11). Now, experience has shown us that this purpose has not yet been fulfilled. What should we do in the meantime? Prepare the way so that God can carry out the work of justification and redemption. This shows the Christian community the kind of witness it should offer to those who do not yet believe. If the ultimate is their justification, the penultimate must be that their condition should be truly human. Because only as humans can they respond to the love of God in Christ: in their freedom as men, as responsible beings in dialogue with God‖.32

The application of these convictions to the ideological struggle led to the implementation of the following points of agreement:

1. Critical participation in the dynamics of an ideology, with the aim of the encounter of God with human beings, and not the objective of ideological conscience. In this sense ideology is taken into account not only as an alienating element but also dialectically, as something which makes possible the convergence of human wills around programmes of action which often promote necessary change.

2. If Christian participation in the ideological struggle is to be truly critical it must be based on dialogue. For ISAL it was therefore clear that Christians cannot adopt intolerant positions or support intolerant ideologies, unless through their participation they seek to open up such ideologies to humanizing dialogue.

3. The humanization which Christians seek is not based solely on the idea of human dignity, but on the demands of the love of Christ. This is what is involved in ―preparing the way‖: ―The hungry man needs bread and the homeless man needs a roof; the dispossessed need justice and the lonely need fellowship; the undisciplined need order and the slave needs freedom. To allow the hungry man to remain hungry would be blasphemy against God and one's neighbour, for what is nearest to God is precisely the need of one's neighbour. It is for the love of Christ, which belongs as much to the hungry man as to myself, that I share my bread with him and that I share my dwelling with the homeless. If the hungry man does not attain to faith, then the guilt falls on those who refused him bread. To provide the hungry man with bread is to prepare the way for the coming of grace. But what is happening

31 Ibid., pp. 88-89. 32 Julio de Santa Ana, ―Fe Cristiana e Ideologías‖, Cristianismo y Sociedad, Year I, No. 3, 1963, p. 12.

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here is a thing before the last. To give bread to the hungry man is not the same as to proclaim the grace of God and justii&cation to him, and to have received bread is not the same as to have faith. Yet for him who does these things for the sake of the ultimate, and in the knowledge of the ultimate, the penultimate does bear a relation to the ultimate. It is a penultimate‖.33

4. So Christians must criticize, denounce and struggle against groups which have seized power arid plan to base their own stability on it. In such cases there is a double substitution: the prevailing order replaces the Kingdom of God to come, and the ruling ideology hides God and takes his place. Both are unacceptable to the community of faith as being blasphemous. Hence the Christian must participate in the ideological struggle against such trends which hinder the encounter between God and human beings.

To sum up, the influence of Bonhoeffer in this point is clear. The application of chapter III of Ethics,

especially the ideas he expresses in the first three items, helped the ISAL group to find a way through a dangerous impasse, concentrating on reality and leaving aside purely theoretical discussions. The practice which arose as a result, and which was extremely rich, ratified the depth of Bonhoeffer's thinking. The demands of discipleship Participation in the ideological struggle gave force to the life of the various ISAL groups. Towards 1966 there already arose the conviction that the struggle should not be restricted to intellectual circles but should also affect the masses. The response to this need arose through the application of the methodology of mass education which was tested out in Brazil between 1962 and 1964. But this conviction already indicated the advanced level of the social struggle in Latin America. On the one hand, mass mobilization was continual, while on the other hand reaction fought back hard (Brazil, Bolivia, Guatemala, and so on). Gradually, due to the influence of Ernesto ―Che‖ Guevara and Regis Debray, the debate grew concerning the need for armed struggle in the process of Latin American liberation.

Among the Christian groups taking part in these discussions — including ISAL — the problem was raised in terms of the use of violence. At first this led to the rejection of institutionalized or oppressive violence practised by the ruling groups through the unjust structures of domination. This, however, offered no solution to the problem of participation in a kind of struggle for liberation which makes use of violence and which from that time on has increasingly appealed to Christians. It was natural that in these circumstances some members of ISAL tried to deal with the problem in the light of the life and thinking of Bonhoeffer. On the one hand, they knew how he had died, his part in German resistance to Nazism, his complicity in the plot against Hitler in July 1944 when Bonhoeffer was already in prison. Some people saw all this as an indication that the use of violence and participation in subversive activities against oppressive regimes were possible for Christians. On the other hand, however, they also had to bear in mind the theologian who condemned war, who opposed all chauvinistic fanaticism (which is very similar to ideological fanaticism) and who was interested in the non-violent action of Gandhi. The tension between the different moments in Bonhoeffer's life did nothing to help solve the problem.

It was at this time that ISAL began to read very seriously the Sermon on the Mount, and (again) the Nachfolge. The distinction between cheap grace and costly grace helped them to see the problem more clearly from a theological standpoint. It became clear, then, that those who thought that participation in the armed struggle in order to attain power within a short space of time and hence to promote humanizing change for the people of Latin America, held the concept of grace which Bonhoeffer accused of being ―cheap‖. But the same applied to those who rejected the use of arms and believed that change should be brought about with as little risk as possible. Both sides were dissatisfied with their definitions and their options. However, they insisted that there was no other solution, and that the grace of God would cover the evil caused by the violence of the former and the corruption against which the latter did not react strongly enough. Then once again Bonhoeffer's thinking offered new help: ―Grace interpreted as a principle, pecca fortiter as a principle, grace at a low cost, is in the last resort simply a new law, which brings neither help nor freedom. Grace as a living word, pecca fortiter as our comfort in

33 9 Ethics, p. 95.

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tribulation and as summons to discipleship, costly grace is the only pure grace, which really forgives sins and gives freedom to the sinner‖.34

The importance of this thought lay, firstly, in understanding — once again! — that no clear answers exist to these problems, but that they must be solved in the daily struggle to be faithful to Christ in situations in which the world and mankind refuse him space. In such cases ― 'sin boldly' could only be (the) very last refuge, the consolation for one whose attempts to follow Christ had taught him that he can never become sinless, who in his fear of sin despairs of the grace of God. For before that grace we are always and in every circumstance sinners, but that grace seeks us and justifies us, sinners though we are‖.35

Secondly, this refiection on the Sermon on the Mount guided by the thinking of Bonhoeffer also helped ISAL to understand that, whatever position we take in face of the demands of the struggle for liberation, if it is rooted in our faith in Jesus Christ, triumphalism has no place at all. Indeed, a disciple is not a superman, he does not have answers to everything, and only bases his action on the word of God. And this word, in the midst of the strengths of the world, is weak. ―The disciples can even yield their ground and run away, provided they do so with the word, provided their weakness is the weakness of the word, and provided they do not leave the word in the lurch in their fight. They are simply the servants and instruments of the word; they have no wish to be strong where the word chooses to be weak. To try and force the word on the world by hook or by crook is to make the living word of God into a mere idea, and the world would be perfectly justified in refusing to listen to an idea which did not appeal to it. But at other times, the disciples must stick to their guns and refuse to run away, though of course only when the word so wills. If they do not realize this weakness of the word, they have failed to perceive the mystery of the divine condescension. The same weak word which is content to endure the gainsaying of sinners is also the mighty word of mercy which can convert the hearts of sinners. Its strength is veiled in weakness, and will remain so until the judgment day. The great task of the disciples is to recognize the limits of their commission. But if they use the word amiss it will certainly turn against them‖.^^

No one in ISAL could say that Bonhoeffer solved the problem, but there is no doubt that he helped to clarify the terms in which it was posed to Christian conscience. From that point onwards they saw clearly that participation in the struggle for the liberation of the Latin American peoples did not lead to easy situations, but to increasingly difficult confrontations and confiicts. This had already become clear with the martyrdom of Bonhoeffer. Today, too, we can speak of Latin American Christians who, like him, have tried to follow Christ in a manner which cost them dearly, even losing their lives for this grace. The power of the Word of God and all theological reflection is based on this authenticity. It is the authenticity of God in Christ, and of those who follow him. Conclusion In a recent book, the Uruguayan Jesuit Juan Luis Segundo (who incidentally has been imprisoned along with other Jesuit priests by the dictatorial government which rules their country) says that in our time, theologians are presented with the choice of doing theology like they do any other liberal profession, or doing it as a revolutionary, liberating activity.36 From the perspective of the faithfulness we owe to the word of God, Segundo says: ―Thank God, our God takes a stand in history, and our interpretation of his word is obliged to follow the same path‖. Here precisely lies the value of Bonhoeffer as a theologian. Hence his relevance for those who, in a situation which is distant from his own both in time and space, have also striven to walk in ―the way of freedom‖.

34 The Cost of Discipleship. London: SCM Press, 1948, pp. 46-47. 35 Ibid., p. 46. 36 Ibid., p. 160.

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LECCIONES PARA NUESTRO TIEMPO (1977, 1985)

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CLAVES PARA LA ACCIÓN PASTORAL A PARTIR DE LA LECTURA DE LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS (1984)

Se acercaron los fariseos para discutir con Jesús, y le pidieron una señal del cielo como prueba. Jesús, suspirando profundamente, les dijo: ―por qué esta gente pide una señal? Yo les aseguro: no se dará a esta gente ninguna señal‖. Y dejándolos, subió a la barca y se fue al otro lado del lago. Se habían olvidado de llevar panes y sólo tenían un pan en la barca. En cierto momento Jesús les dijo: ―Abran los ojos, tengan cuidado de la levadura de los fariseos y de Herodes‖. Entonces ellos se pusieron a decir entre sí: ―Es porque no tenemos pan‖.

Dándose cuenta, Jesús les dijo: ―¿Por qué están hablando que no tiene pan? Todavía no entienden ni se dan cuentan? Tienen la mente cerrada? Teniendo ojos no ven y teniendo oídos no oyen? No recuerdan cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas? Cuántos canastos llenos de pedazos recogieron? ―Doce‖, contestaron ellos. ―Y cuando repartí los siete panes entre cuatro mil cuántos canastos llenos de pedazos recogieron?‖ ´Siete´, contestaron. Y Jesús les dijo: Todavía no entienden? (MARCOS 8: 11-21).

s tradicional en la mayoría de las culturas de nuestra humanidad que, frente a cuestiones cruciales que acucian en un momento dado, hombres y mujeres van a consultar a personas religiosas que tienen la

capacidad de aconsejarlos, orientarlos, ayudarlos, a encaminar su existencia. Es decir, en medio de las peripecias de la vida cotidiana, procuran una iluminación especial, aquel oráculo que los confirme en lo que están haciendo, o que los reoriente a partir de una nueva visión que pase a determinar o influir sus comportamientos. Así, por ejemplo, en la antigüedad clásica griega, el tempo de Delfos era visitado por quienes necesitaban un anuncio, una respuesta a cuestiones candentes que sacudían el ser de quienes peregrinaban hasta lo alto de la colina. Similarmente, aunque con intenciones también maliciosas, según el relato del evangelista Marcos, los fariseos se acercaron a discutir con Jesús, y ante las afirmaciones de éste, le pidieron una señal extraordinaria como garantía de lo que decía. La respuesta de Jesús fue tajante: no queriendo ser tomado por un taumaturgo, sino por quien inaugura el Reino de Dios, suspirando frente a la incomprensión farisaica, dejó plantado al grupo que lo cuestionaba (ese es el sentido del verbo griego en el texto de Marcos) y se fue al otro lado del lago. Es decir, no estaba para discusiones inútiles.

Alertó a los discípulos sobre la maniobra de fariseos y herodianos: no sólo querían matar a Jesús, sino también desvirtuar su movimiento. Era necesario estar prevenidos y no caer en esa trampa. Pero, tampoco los discípulos entienden ni se dan cuenta. Parece como si ellos también necesitaran ―una señal del cielo‖, aquel oráculo o visión extraordinaria que disipa todas las dudas. O sea, ocurre como si los discípulos, al igual de los fariseos, estuvieran cautivos de las viejas estructuras del espíritu religioso: miran a lo insólito, sin comprender que las verdaderas señales para comprender la acción de Dios en la historia se dan en medio de ésta, en el ámbito de la cotidianeidad. De ahí que Jesús recuerde a los discípulos los hechos que ellos mismos han vivido con Jesús, en los cuáles se ha manifestado el poder del Reino. No fueron ―señales del cielo‖ (es decir, algo semejante a la irrupción maravillosa en la historia de un ser absolutamente diferente al que somos nosotros) las que él indicó, sino acontecimientos singulares, mas pertenecientes a la vida de todos los días. Evocó las dos experiencias de reparto de panes y peces a las masas que lo acompañaban: a partir de poco, todos fueron satisfechos. Y aún sobró: doce canastos (alusión simbólica al pueblo de Israel con sus doce tribus) en un caso, y el otro siete (nuevamente, otro símbolo aludiendo a los siete espíritus de la gentilidad, a la plenitud de la oikoumene).

Lo que quiere decir que para conocer la voluntad de Dios no es necesaria ―una señal del cielo‖: hay que procurar entender las señales implícitas en los acontecimientos históricos que nos toca vivir. El pueblo sabe leer esas señales cuando piensa que las mismas tienen que ver con aspectos secundarios de la vida; infelizmente, esa comprensión parece quedar bloqueada frente a las manifestaciones del Reino. Por eso, según el evangelista Lucas, ―Jesús le decía a la gente: ―Cuando ustedes ven una nube que se levanta al poniente, inmediatamente dicen que va a llover; y así sucede. Cuando sopla el viento sur, dicen que hará color, y así sucede. Hipócritas, saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo, pues, no entienden el tiempo presente?‖ (Lucas 12:54-56). Ese ―tiempo presente‖ era aquél en que Jesús actuaba con el poder propio del Reino de Dios, curando enfermos (Lucas 5.12-26), resucitando muertos (Lucas 7:11-17), haciendo que sus discípulos echen a los demonios (Lucas 10:17), dominando las fuerzas desencadenadoras de la naturaleza (Lucas 8:22-25) y sobre todo alentando y reconfortando a los pobres con una buena noticia: que iban a recibir la justicia del Reino (Lucas

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6:20-23), en tanto que les llegaba el momento a los ricos de dar cuenta de todos las iniquidades cometidas contra los humildes.

Procurar una ―señal del cielo‖, consultar un augur, orientarse por el horóscopo, son maneras a través de las cuales el espíritu humano descarga su responsabilidad para tomar decisiones, en una referencia exterior a la que asigna una cierta cuota de autoridad. No es que esa entidad ajena a él o a ella tenga ese poder; es el propio ser humano quien le confiere esa fuerza, esa potestad. En el fondo, se trata de un mecanismo que aleja al hombre o a la mujer de su situación concreta: en vez de responder a los desafíos de la misma, escapa de ella consultando algo que imagina puede orientarlo. O sea, cuando frente a urgencias concretas, el ser humano tiene que responder inevitablemente de una manera que de un modo u otro desestabiliza y pone en peligro su existencia, entonces huye de su circunstancia. Hace su peregrinación a Delfos, o pretende integrarse en el ámbito de lo sagrado. La ―respuesta‖ que el oráculo o ―señal del cielo‖ le sugiere, generalmente no hace más que conformar sus propias posiciones. Estas, a su vez, están profundamente influenciadas por las ideas dominantes, que ─como se sabe─ a su vez provienen de las clases dominantes. Las mismas bloquean al espíritu humano para poder llegar a percibir la presencia del Reino entre las señales de los tiempos. Era lo que ocurrió con los propios discípulos de Jesús: ―tenían la mente cerrada‖; a pesar de sus ojos, no veían; a pesar de tener oídos, no llegaban a escuchar; no entendían ni se daban cuenta.

No obstante, los hechos eran claros: testimoniaban el poder del Reino actuando en la historia. En efecto, los hambrientos compartían los alimentos y eran saciados, los pobres ya no sufrían los efectos de su miseria y no sentían el impacto de la escasez. Es decir, la utopía tantas veces presentida dejaba de ser un presentimiento para transformarse en algo concreto, real, de la vida de aquellos humildes. Lamentablemente, en la conciencia popular hay una barrera que impide percibir y discernir estos hechos. ―¿Puede venir algo bueno de Nazaret?‖ ¿Pueden los pobres y desheredados experimentar el Reino? ¿No será que éste aparece entre los poderosos y arrogantes? La respuesta de Jesús es clara: el Reino no depende de ―señales del cielo‖. Está entre nosotros. Hay que leer las señales de los tiempos, con ojos humildes, realistas, y a partir de esa lectura nutrir la fe. Es decir, a través de estos hechos (aquellos que ─aún a pesar de ambivalencias históricas─ dan cuenta del poder del Reino, ese mismo que satisface a los humildes y derriba a los poderosos), mediante la comprensión de los mismos, se percibe la presencia del Reino entre nosotros.

Ello es fundamental para orientar la acción de la Iglesia, para dar una referencia a la pastoral, a la itinerancia, al peregrinar del pueblo de Dios en la historia. ―Puestos los ojos en Jesús‖, es decir en el buen pastor, su pueblo nómada camina y abre nuevas pistas en medio de la realidad diaria, refiriéndose a aquellos acontecimientos que experimenta, a su coyuntura, discernimiento entre los mismos la presencia del Reino. Esas señales del Reino, que se dan en el tiempo, deben ser apuntaladas, ratificadas, a través de la acción pastoral.

En este punto es importante señalar la fructuosa tensión, la dialéctica, que se crea entre la lectura de las señales de los tiempos y la comprensión de la fe. Esta adquiere mayor densidad y profundidad cuando se refiere a aquélla: corrige discernimientos inadecuados, o consigue nuevas convicciones, o llega a percibir nuevas metas a alcanzar. A su vez, la comprensión de la realidad a partir de una perspectiva de fe da un contenido sacramental a la historia, a las relaciones que vamos tejiendo en su curso: acontecimientos prosaicos, a veces banales, tienen que considerarse como si estuvieran preñados, grávidos, de la presencia de Dios, que infunde en los mismos el poder del Reino. Esta dialéctica entre lectura de las señales del tiempo (o, si se quiere llamarlo con palabras más actuales, análisis de coyuntura) y contenido de la fe, abre sendas para renovados intentos de fidelidad de la Iglesia a la voluntad de Dios. Por eso, ella es tan importante para la pastoral. De ahí que sea conveniente profundizar los términos de esta tensión. Cómo entender la fe a partir de los signos de los tiempos Una referencia al pensamiento paulino nos ayudará a introducir esta reflexión. Pero, previamente hay que tomar en cuenta lo siguiente: se tiende a pensar que la explicitación del contenido de la fe no puede ni debe sufrir cambios. Con ello, se refuerza la tradición y el dogmatismo. Cuando ocurre tal cosa la vida de la Iglesia tiende a anquilosarse, a agotarse en la repetición de fórmulas que tuvieron sentido un día, pero que al cambiar el contexto en el que fueron planteadas, llegaron a ser anacrónicas. Téngase en cuenta a este respecto lo que fue señalado en el primer capítulo sobre el particular. Es decir, la explicitación del contenido de la fe (y en esto consiste la teología, entre otras cosas) necesariamente debe tomar en cuenta la coyuntura en la que pretende cumplir esta

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tarea. De no ocurrir así, como dijimos, la teología no sale de un espacio que, en vez de orientarse por el presente (la coyuntura) y el futuro (el sentido histórico que señala hacia la irrupción del Reino, de lo nuevo en la historia), se refiere al pasado. Pasa entonces a servir los intereses de aquellas fuerzas que quieren hacer que ese pasado perdure, que se mantenga el statu-quo. La teología es aprisionada por tales fuerzas. La pastoral es cautivada: ya no es fiel al Espíritu libre de Dios.

Debe reconocerse que esto ha ocurrido muchas veces en el transcurso de la historia de la Iglesia. Las consecuencias de esta ―cautividad‖ fueron nefastas.37 De ahí la necesidad de liberar la teología38 para dar también libertad a la pastoral y crear condiciones para mantenerse alertas contra todo nuevo peligro de que la Iglesia caiga en nuevas ―cautividades‖. En este proceso de liberación, un punto capital consiste en ser permanentemente conscientes de que la teología es siempre relativa a la evolución histórica. Ello ayudará a evitar rigideces dogmáticas.

Esto es, justamente, lo que es posible apreciar en el pensamiento de San Pablo, por lo menos según los escritos de Nuevo Testamento. Es indudable que, en el lapso que va desde la 1ª. Epístola a los Tesalonicenses (escrita alrededor del año 51) hasta la Epístola a los Efiseos (de la que no es el autor Pablo, pero que indudablemente expresa el pensamiento de éste durante los últimos años de su existencia) el contenido de su teología fue variando según las percepciones de las señales de los tiempos. Esto puede observarse claramente cuando se sigue la evolución de la reflexión paulina en torno al tema de la irrupción final de la presencia de Jesucristo. La escatología paulina, en efecto, no es la misma a lo largo de ese período (que es bastante breve: alrededor de quince años). Pero vayamos por partes.

Parece ser innegable que la iglesia primitiva (la comunidad de Jerusalén, en primer lugar, pero también otras como la de Antioquía, Tesalónica, etc.) aguardaba de manera inminente el retorno glorioso de Jesucristo y la instauración de su Reino. Inevitablemente, aquel fariseo convertido, Saulo bautizado Pablo, participaba fielmente de las esperanzas en el día Yahvé, el día de Cristo, su nuevo adviento o parusía. San Pablo, en el comienzo de su visión a los gentiles experimenta el sentimiento de vivir ―en los últimos días‖ y que espera vivir hasta la parusía (I Tes. 4:15). Es cierto que él reconoce tener discernimiento para indicar el momento exacto en el que se producirá la parusía, pero esta le parece de una proximidad apremiante: ―En cuanto al tiempo o al momento que fijó Dios, ustedes hermanos, no necesitan que les escriba, pues saben perfectamente que el Día del Señor llega como ladrón en la noche. Cuando los hombre se sienten en paz y seguridad, en ese momento y de repente, los asaltará el exterminio, lo mismo como le vienen a la mujer embarazada los dolores de parto, y no podrán escapar‖ (I Tes. 5:1-3). Entre tanto, ―hay que ser santos e irreprochables delante de Dios‖, hasta ―el día en que venga Jesús, nuestro Señor, con todos sus santos‖ (I Tes. 3:13). Ese día estaba muy cercano para la conciencia del apóstol a comienzos de la década del 50 del primer siglo.

Más el tiempo pasó y el nuevo adviento glorioso del Señor no se concretó en la forma esperada. Apenas tres o cuatro años después de escribir a los Tesalonicenses, en la Primera Carta a los Corintios, ya se advierte un gran cambio en el lenguaje de San Pablo. Ante la evidencia de que la parusía no se manifestaba según la expectativas de la primera generación de cristianos, San Pablo deja de hablar tanto ―del retorno del Señor‖ y enfatiza el punto de ―resurrección de los muertos‖: ―Hermanos, yo les declaro que no entrará al Reino de Dios lo que en el hombre es carne y sangre. Le voy a revelar una cosa secreta: no todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando toque la trompeta. Pues cuando toque la trompeta, los muertos resucitarán tales que ya no puedan morir y nosotros seremos transformados. Es necesario que este cuerpo destructible se revista de la vida que no se destruye, y que este hombre que muere se revista de la vida que no muere. Por eso, este cuerpo destructible será revestido de lo que no muere, y entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido destruida, en esta victoria. Muerte, ¿dónde está ahora tu triunfo?, ¿dónde está, muerte, tu aguijón?‖ (I Cor. 15:50-55).

37 En una obra clásica de la Reforma Protestante del Siglo XVI, Martín Lutero trató este asunto con agudeza sin par en la historia de la teología. Una teología cautiva es síntoma de una iglesia cautiva. Y, la cautividad de la iglesia apunta a un hecho extremadamente grave: la cautividad de la Palabra de Dios. La libertad del Espíritu Santo mueve a la Iglesia hacia el presente y el futuro: el pasado es punto de partida, pero no es agente de control del presente o del futuro. Cf. Martín Lutero; La cautividad Babilónica de la Iglesia en Obras de Martín Lutero, Tomo I, pp. 171-259. Buenos Aires: Editorial Paidos; 1976. 38 Véase el excelente libro sobre este particular de Juan Luis Segundo: La liberación de la Teología, Buenos Aires, Ed. Carlos Lauhlé; 1975.

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De acuerdo a los datos que podemos recoger de los propios escritos de San Pablo, o de otros textos neotestamentarios referentes a su persona (especialmente el relato de Lucas en el libro de Los Hechos) no existen ningún elemento puramente subjetivo, algo que haya ocurrido a Pablo en su fuero más íntimo únicamente, que explique esta transformación de su lenguaje. En cambio, todo lleva a pensar que la lectura de los signos de los tiempos provocó este cambio significativo en la explicitación de su fe: al no concretarse la parusía tuvo que reformula en otros términos su esperanza cristiana. Ciertamente, a partir de ese cambio, también la acción de la iglesia varía: en vez de esperar en términos perentorios la transformación de la realidad histórica, la iglesia necesitaba reconsiderar su testimonio en medio de un contexto cuyo cambio no iba a producirse tan rápido como se había pensado.

Es decir, la lectura de los signos de los tiempos, la percepción de esa realidad en la que se encuentra la comunidad de creyentes, lleva a la renovación de la explicación del contenido de la fe, y también a concretar de nueva manera las líneas de acción pastoral. La lectura de los signos de los tiempos, el análisis de la realidad, permite una comprensión más afinada de la fe. Este hecho, incluso en la evolución de San Pablo no ocurrió una sola vez. Podemos volver a apreciar un nuevo cambio de lenguaje en torno a este aspecto de nuestra fe en ocasión de su Epístola a los Romanos. Sin abandonar en ella su insistencia en la importancia de la resurrección, San Pablo introduce allí la necesidad de considerar que el mismo Espíritu de Dios está actuando en medio de las luchas y agonías propias de la historia humana. La obra del Espíritu es segura y firme, aunque no produce grandes resultados de manera inmediata: debemos tener paciencia: ―Vemos cómo todavía el universo gime y sufre dolores de parto. Y no sólo el universo sino nosotros mismos, aunque se nos dio el Espíritu como un anticipo de lo que tendremos, gemimos interiormente, esperando el día en que Dios nos adopte y libere nuestro cuerpo. Hemos sido salvados por la esperanza; pero ver lo que espera ya no es esperar. ¿Cómo se podría esperar lo que se ve? Pero, si esperamos cosas que no vemos, con paciencia las debemos esperar‖ (Rom. 8:22-25).

Entre la 1ª Epístola a los Tesalonicenses y su carta a los Romanos, el lenguaje y los énfasis del pensamiento de San Pablo permiten comprender una gran innovación: de una expectativa urgente se pasó a una espera paciente. La transformación de la realidad histórica no será el fruto de acontecimientos espectaculares, más de la lucha firme, obstinada, pertinaz y fecunda del Espíritu de Dios entre las estructuras y situaciones de este mundo. Preparándose para nuevas misiones (San Pablo pretendía lanzarse a la evangelización de los ibéricos39), ampliando, por lo tanto, su horizonte de referencia y reflexión, comprobando la densidad de ciertas estructuras históricas (el poder de la ley, la influencia de los ídolos en el poder), la percepción más cabal de la realidad resultó en una profundización de su teología y en nuevas indicaciones para el comportamiento de los miembros de la iglesia de Roma. Pablo insiste que ser de Cristo es aceptar formar parte de la familia universal. No hay estructura histórica, ni siquiera la muerte, que nos pueda separar de esta hermandad fundamental de los seres humanos en Jesucristo, y por la que trabaja pacientemente el Espíritu: ¿‖Quién nos separará del amor de Cristo‖? ¿Las pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los peligros o la espada? Como ya lo dice la Escritura: Por tu causa nos arrastran continuamente a la muerte; nos tratan como ovejas destinadas a matanzas. No, en todo esto, triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, no los poderes espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni creatura laguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor‖ (Rom. 8:35-39).

Este cambio de lenguaje paulino, es explicado por Juan Luis Segundo como un cambio de clave: lleva a pensar que la Epístola a los Tesalonicenses fue escrita aún40 en clave política, en tanto que desde su Carta a las

39 Romanos 15:22-24. 40 Decimos ―aún‖ porque esta clave política, de acuerdo a Segundo, fue la clave de Jesús para dar sentido a su acción: el Maestro de Galilea se entendió a sí mismo como portador de un mensaje transformador de la realidad, un mensaje por lo tanto político (la ―buena nueva a los pobres‖). Al percibir, San Pablo, que esa modificación profunda no se producía, se vio obligado a explicar el contenido de su fe cristiana en términos de una clave antropológica. El cambio que conlleva la resurrección de Jesús a la historia afecta en primer lugar al ser humano. Esta clave antropológica, post-pascual, se perfila a partir de la toma de conciencia de la escatología paulatina, que ―hace posibles y necesarias estas dos afirmaciones: el mundo cambia radicalmente para el hombre gracias a Cristo y el mundo no ha cambiado en lo más mínimo con Cristo. El

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Gálatas en adelante, el elemento que permite comprender el pensamiento paulino es una clave antropológica. El cambio de clave no significa un cambio de fe: es fruto de nuevos contextos que presentan nuevas preguntas y desafíos a la comprensión post-pascual de la vida y el mensaje de Jesús. O sea, la evolución histórica (que motiva nuevas prácticas eclesiales), al ser analizada, desafía a nuevas formulaciones teológicas. Esta tarea es inseparable de la necesaria lectura de los tiempos. Como leer los signos de los tiempos a partir de la fe

La cultura de nuestra época es muy distante de aquélla de los tiempos bíblicos. Aún más, los datos de nuestra realidad ponen de manifiesto de qué manera ha variado el horizonte histórico en comparación con el de las comunidades neotestamentarias. Nuestro mundo no se limita al cercano Oriente y al Mediterráneo. Las comunicaciones que establecemos en él, pueden ser casi instantáneas. La intensidad de los problemas internacionales que nos preocupan es mucho más grande que todo lo que podía imaginarse durante la época de la Pax romana. Para dar un solo ejemplo: por primera vez a lo largo de toda la evolución del planeta, el ser humano posee la capacidad de destruir totalmente esta tierra en la que vivimos. Si todo esto se toma en cuenta, necesariamente tenemos que concluir que estamos obligados a reconsiderar radicalmente los términos con los que ensayamos la comunicación del contenido de nuestra fe.

Decíamos, al mencionar cómo el análisis de nuestra realidad conduce a nuevas formulaciones teológicas, que ello se expresa a través de claves de interpretación que varían según van cambiando también nuestras percepciones sobre el contexto en que nos encontramos. Esas claves de interpretación de la fe, suponen también un cambio de perspectiva. O sea, que de una manera u otra, llevan también a una nueva comprensión de la realidad. Del mismo modo que el análisis de coyuntura influye sobre la autocomprensión de la fe, ésta, a su vez, permite comprender la situación de nuevas maneras. Las claves teológicas no son ajenas a la realidad; se desarrollan con ésta y por eso mismo permiten aclararla. La ―teología desde la praxis‖ supone también que la fe ayuda a interpretar aquellos contextos en los que la praxis pastoral va tomando forma.

―Pero ¿cómo lo hace? La lectura de los signos de los tiempos es lo más opuesto a un concordismo literal de la Biblia con una situación dada: buscar parecidos es quedarse en una exterioridad. En cambio, la relectura opera por dentro, conecta querigma y situación por un eje semántico, desimplicando un exceso de sentido que se descubre justamente porque un nuevo proceso o acontecimiento aparece ´dentro´, sin haber estado en el horizonte de comprensión del autor bíblico‖.41 O sea, la perspectiva de la fe ayuda a completar con nuevas dimensiones y, sobre todo, con nuevos sentidos, lo que las ciencias humanas no permiten conocer de una realidad dada. Fundamentalmente, es esa perspectiva la que discierne el sentido teológico de la circunstancia analizada. Ese discernimiento de sentido plantea a la comunidad cristiana, al creyente, exigencias de acción, desafíos que sólo pueden responderse mediante militancias concretas y claras.42

Nos parece muy importante, pues, que a medida que el análisis coyuntural ilumina la fe y ayuda a corregirla, la fe (que toma la forma de testimonio, o de teología), a su vez, contribuye para dar a la situación que se estudia, dimensiones que pasan desapercibidas a los científicos seculares. El teólogo, cuando estudia y analiza una realidad dada, no lo hace para reproducir el trabajo de economistas, científicos políticos, sociólogos y antropólogos, sino para poder percibir el sentido global histórico de la realidad, lo que le permite vislumbrar la presencia de Dios en medio de los acontecimientos estudiados. Como dice Severino Croatto: ―reconocer los signos de los tiempos, o leer la presencia de Dios en los acontecimientos del mundo significa por lo menos que debe haber una ―sintonía‖ muy honda entre éstos y el mensaje cristiano, pero aquella se da porque primero se descubre a Dios en el acontecimiento, desde el cual uno se remonta hasta el mensaje arquetípico, como garantía de la fidelidad al ―sentido‖ de tal acontecimiento y como interpelación de la propia fe‖.43

reino ha llegado ya con poder y el reino no llegará jamás con poder a la historia‖. (Juan Luis Segundo: El hombre de Hoy Ante Jesús de Nazaret. Vol. II/1, p. 509. Madrid: Ediciones Cristiandad, S.L.; 1982. 41 Severino Croatto: Liberación y Libertad – Pautas Hermenéuticas. Lima: CEP; 1978, p. 5. 42 Ibid.: p. 16: ―Esa es la profunda diferencia entre la praxis como hombre y la praxis como cristiano. Una vez descubierto Dios en el acontecimiento por medio de la fe, aparece exigiendo al que lo descubre mucho más que aquel que no ha descubierto, que actúa en un plano meramente humano. Ese es uno de los sentidos más hondos del ―ser cristiano‖, del ―conocer‖ la Palabra concientizadora de Dios‖. 43 Ibid.: pp. 17-18.

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Las ciencias humanas no tienen la posibilidad de percibir a Dios en una situación, ni tampoco de descubrir el sentido fundamental de los acontecimientos. La fe, en cambio, partiendo de la situación, vuelve a ésta viendo cómo actúan en ese contexto los agentes ―teológicos‖ (los que sólo pueden ser percibidos por la fe). Elementos de la realidad cotidiana, propios de nuestra situación, adquieren entonces una densidad teológica que permite conocerlos mejor. Partiendo de la realidad, la comunidad de creyentes retorna a la misma para poder indicar cómo se manifiesta Dios en la misma, así como también para apuntar a aquellos acontecimientos que van mediando la presencia del Reino (sus manifestaciones poderosos) en nuestra coyuntura.

Conviene ilustrar esto a través de un ejemplo. Cuando el año pasado se reunió en Vancouver, Canadá la VI Asamblea General del Consejo Mundial de Iglesias, a la ―Sección No. 6‖ de ese encuentro ecuménico se le encomendó la tarea de reflexionar sobre el sentido que tienen en nuestro tiempo las luchas por la justicia y la dignidad humanas. Los datos de contexto son bien conocidos, y el CMI los había comunicado por adelantado a quienes participaron en ese grupo de trabajo: aceleración de la carrera armamentista, que acarrea el peligro de un holocausto nuclear general. Ello ha intensificado, por un lado, las tensiones internacionales: el riesgo de este tipo de conflictos es mucho más grande que en todo el período que transcurrió desde 1945 hasta 1980. Y, por otro lado, estos elementos coadyuvan para que se refuercen regímenes de seguridad nacional en todo el mundo, lo que acarrea graves violaciones de derechos humanos. Las reivindicaciones populares son desconocidas. El capital transnacional, fascinado por la exigencia de lucro, desconoce la dignidad de los seres humanos y de la naturaleza. En virtud de esa fascinación invierte más y más recursos en la carrera de armentos, se apropia progresivamente de cuotas cada vez mayores de renta (lo que conduce al aumento del número de pobres y al deterioro de su calidad y vida), se alía con regímenes injustos como el que hace prevalecer el apartheid en la República de Sud África, apoya otras formas de racismo y explotación humana. El cuadro es bien sombrío, indudablemente.

Sin embargo, la lectura de las señales de los tiempos sería incompleta si sólo fuesen tomados en cuenta aquellos datos que son percibidos en relación a los poderes establecidos. Es decir, una lectura de la realidad no se agota con una fenomenología y un análisis de los factores de poder. Esa aproximación necesariamente debe ser complementada tomando en cuenta aquellos procesos que llevan en sí las posibilidades de un nuevo futuro, o sea los signos de esperanza. Para ello es imprescindible tomar en consideración el desarrollo de las fuerzas oprimidas por esos mismos poderes que cubren nuestro horizonte con oscuros nubarrones, llenos de malos presagios. Cuando se observa la práctica popular se percibe que ella es la que procura transformar el presente, hacerlo grávido de nuevas posibilidades históricas. Para eso, los movimientos populares no sólo resisten a la dominación y a la injusticia, sino que también se organizan para obtener algunas victorias. En esa práctica, los de abajo demuestran gran imaginación y creatividad, a la vez que una gran generosidad de vida: muchas veces están dispuestos a arriesgarlo todo para defender y promover la justicia y la dignidad humana. Eso supone tensiones y enfrentamientos con las fuerzas que niegan la vida: de ahí las terribles luchas que caracterizan a nuestra época.

¿Cómo deben entender las iglesias esta situación? O, planteando la cuestión de otra manera: ¿Dónde está Dios en ese cuadro? ¿Cuál es el sentido teológico de esta situación? La respuesta a estas preguntas está dada por la clave hermenéutica utilizada por el CMI para poder discernir la acción de las iglesias en fidelidad a la voluntad de Dios. O sea, lo que cuenta para las iglesias, para la teología, no es sólo el conocimiento de la realidad a través de los datos científicos, sino también la acción de Dios en esa situación, que se da de acuerdo a un sentido. Este, la fe lo percibe a partir de la memoria de la revelación de Dios, culminada en Jesucristo y explicitada a través de las Sagradas Escrituras. Aplicar estos últimos elementos (propios e inherentes al contenido de la fe) sobre los datos del análisis, permite a la comunidad eclesial (mundial o local, no importa) elaborar claves que sinteticen las referencias de la realidad concreta, con la acción de Dios en la historia, con el sentido de esta última que tiende hacia el Reino de Dios, y con la vida de la misma comunidad eclesial (que está llamada a participar activamente en la situación y a colaborar con Dios en su obra de construir el Reino (cf. II Cor. 6: 2). De este modo, con los elementos propios, a partir de su fe, la comunidad eclesial profundiza y amplía la lectura de los signos de los tiempos.

En ocasión de la Asamblea del CMI ello se manifestó cuando se utilizó la clave del Apocalipsis. ¿Por qué? Porque, por un lado, la acumulación de poder que se produce en el conglomerado de fuerzas que se reúne en el estado de seguridad nacional es tan grande, y su capacidad deshumanizadora es tan fuerte, que sólo

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puede ser comparado a la gran bestia apocalíptica. Además, así como en el último libro bíblico hay otra bestia que está al servicio de la primera, que está logrando que las masas adoren a la bestia mayor, en nuestro mundo se puede apreciar cómo, por orden de quienes tienen el control de los medios de comunicación social, se manipula una propaganda que consigue el apoyo de grandes masas para el proyecto de dominación de los poderes opresores. Estos, a su vez, se erigen en ídolos. El estado de seguridad nacional, que permite grandes lucros al capital transnacional que lo alienta, íntimamente ligado a aquél, servidos ambos por los que poseen dominio sobre los sistemas de comunicación, aparecen de nuevo en el texto del Apocalipsis cuando se describe cómo parece la gran Babilonia y sufren los poderes aliados a la misma: los estados (―reyes‖, según el lenguaje de la época: Apoc. 18: 9), los comerciantes (18: 11, equivalentes a las Compañías Transnacionales de nuestro tiempo) y los pilotos, navegantes y marineros (18: 17-18), responsables de las comunicaciones en aquella época.

Esto no quiere decir que la visión apocalíptica de San Juan se cumple en nuestro tiempo. Las iglesias entienden, no obstante, que ella ayuda a comprender mejor los acontecimientos que experimentamos a nivel mundial. Y, más aún, del mismo modo que en el texto bíblico la primera preocupación es con la vida de las iglesias, que en aquellos difíciles tiempos de persecución eran probadas por los acontecimientos y llamadas a ser fieles, hoy también las iglesias experimentan esa urgencia de ser como la iglesia de Esmirna, que era rica a pesar de su pobreza. Iglesia que fue sometida a duras pruebas, pero llamada por el Espíritu de Dios a ser fiel hasta la muerte, por lo que recibirá la corona de la vida (Apoc. 2: 8-11).

Esta clave apocalíptica tiene además otro elemento que la hace pertinente a la situación actual: luego de la lucha cósmica contra las bestias y sus aliados, a través de la que éstos fueron derrotados, el autor tuvo la visión de ―un nuevo cielo y una nueva tierra‖, la ―nueva Jerusalén‖ que bajaba de lo alto, ciudad sin muros, libre, donde no existirán el pecado, la muerte ni el dolor (Apoc. 21: 1-4). Mensaje de esperanza, mensaje de fe, tan necesario para una situación como la nuestra.

O sea, que el realismo que proviene de las ciencias que analizan las situaciones históricas no es definitivo. El realismo pleno no es el resultante de la acumulación de datos y problemas, sino el que da un sentido a esos elementos a través de una tarea hermenéutica que discierne la acción de Dios y la meta (el Reino de Dios) hacia la que tienden los acontecimientos entre los que Dios se hace presente. El realismo de que hablamos puede ser concebido como un realismo escatológico, que siempre da espacio al misterio, al sacramento, de la presencia actuante de Dios en la historia y en el mundo, procurando abrir los caminos que llevan el Reino. Este realismo escatológico conduce a considerar a los pobres como los beneficiarios primordiales de las fuerzas que dan sentido a la historia, que construyen el Reino. Por lo tanto, a partir de la fe, y procurando encontrar pistas para la pastoral, el análisis debe atender en primer lugar a la expresión de la fuerza de los pobres, medio privilegiado de ese Espíritu que gime con sonidos indecibles, intercediendo así por el bien de todos los que componemos la familia humana. Eso nos lleva a la parte final de este capítulo. La lectura de los signos de nuestro tiempo latinoamericano Ciertamente, la lectura de los tiempos latinoamericanos no puede dejar de lado el análisis de la coyuntura mundial. América Latina no es una realidad aislada en el mundo, y gran parte de lo que ocurre en nuestros países es consecuencia directa de aquellas tendencias históricas que revistamos brevemente cuando se mencionó el trabajo de análisis cumplido por el CMI, para poder llegar a comprender apropiadamente desde nuestra fe lo que significa luchar por la justicia y la dignidad humanas. Por lo tanto, no vamos a abundar con nuevos detalles sobre lo ya dicho. Ahora nos proponemos indicar algunos puntos, muy característicos de América Latina, que nos ayudan a comprender la situación para orientar la acción pastoral.

En primer lugar, las últimas décadas de la historia latinoamericana han sido escenario de la irrupción progresiva de un nuevo sujeto histórico, hasta hace poco silencioso en la vida de nuestros pueblos. El mismo está constituido por los sectores populares: obreros industriales, campesinos, asalariados rurales, desempleados, etc. En resumen: aquellas vastas masas oprimidas de nuestras tierras. La irrupción firme de las mismas en la historia latinoamericana está desestabilizando el orden vigente. Quienes tiene el poder en el mismo ya no tienen la facilidad de antaño parar reprimir al pueblo: cuando lo hicieron durante los últimos veinte años recurrieron repetidamente al uso de la fuerza, cayendo en claras violaciones de los derechos humanos.

Pero la irrupción de los sectores populares como el sujeto histórico emergente en el proceso latinoamericano no quiere decir que hayan llegado a dirigir hegemónicamente el proceso histórico. Lo harán en el

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futuro, indudablemente, pero por el momento su presencia cada vez más significativa en los acontecimientos latinoamericanos quiere decir que quienes no incidían sobre ellos, quienes no tenían importancia, ahora se han hecho presente y pasan gradualmente a la ofensiva para poder determinar el desarrollo de su propio destino.44

Algunos elementos caracterizan su presencia: primero, estadísticamente constituyen la mayoría aplastante de la población. Y, entre ellos el grupo más extenso según la edad es el de los jóvenes, que se reproduce aceleradamente. Segundo, la mayoría está compuesta por pobres, y en el caso de decenas de millones también por miserables. Por lo tanto ávidos de justicia. Como fue dicho en la Conferencia de Puebla, ―de los países que constituyen América Latina sube al cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante. Es el grito de un pueblo que sufre y pide justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del ser humano y de los pueblos‖.45 Tercero, entre ellos están los grupos oprimidos de América Latina, especialmente los indios y los negros. Cuarto, la presencia activa y valiente de las mujeres es una de sus notas más salientes. Quinto, demuestran poseer una gran capacidad organizativa y una poderosa creatividad. Sexto ─y este es un punto muy importante─, la región de Latinoamérica en la que han logrado avanzar más y en algunos casos tomar la conducción del proceso es en América Central y el Caribe. Los acontecimientos de Nicaragua y El Salvador son prueba de ello.

La irrupción de este nuevo sujeto histórico no sólo provoca la desestabilización del statu-quo, sino que también introduce elementos inéditos en nuestra historia. Entre ellos mencionados dos, íntimamente ligados: la búsqueda de una sociedad más participativa, y la formulación de nuevas utopías (la búsqueda de nuevos modelos de sociedad).46 Las consecuencias históricas de estos hechos son incalculables en el plazo de los próximos treinta años.

En segundo lugar, es evidente también que la respuesta que dan los círculos que comparten el poder, a esta irrupción de los sectores populares en la historia latinoamericana, ha sido rápida y brutal. Durante los años setenta se aplicó con dureza una política antipopular en forma masiva. Entre otras cosas fue violada innumerables veces la integridad de las personas humanas. Basta recordar los acontecimientos de Chile a partir de septiembre de 1973, los ―desaparecidos‖ de Argentina, el genocidio de campesinos en Guatemala y El Salvador, así como también el uso indiscriminado de la tortura en los procedimientos policíaco-militares.

Todos esos hechos pusieron en evidencia el advenimiento del estado de seguridad nacional, que al mismo tiempo que intentó frenar violentamente el desarrollo de los movimientos populares, también destruyó las instituciones democráticas liberales de la mayoría de los países latinoamericanos. A partir de la idea de que se vive una situación de guerra latente se toma una actitud sumamente agresiva. Al no aparecer el enemigo externo, aquel sector del aparato del Estado que asume el monopolio del uso y del control de la violencia, aplicó ésta contra el así llamado ―enemigo interno‖. La seguridad del sistema dominante prevaleció sobre la seguridad del pueblo.47

Uno de los peores efectos de este proceso fue el intento de militarización que se ha tratado de imponer sobre nuestras sociedades. Frente a las aspiraciones democráticas y de participación de los sectores populares, se pretendió (y aún se pretende) imponer un tipo de sociedad organizada rígidamente desde arriba hacia abajo, en la que no hay espacio ni posibilidades para la discusión de alternativas sociales. Esto a su vez ha sido acompañado por movimientos que han permitido a los miembros del sector castrense tener acceso a altos puestos claves en las instituciones que sirven de marco a la organización social. El resultado de todo esto ha sido un aumento de la rigidez social, a la vez que una drástica limitación del número de quienes participan en proceso de toma de decisiones. Hay quienes han designado este proceso como el ascenso del fascismo en América Latina.

44 Véase, en este sentido, el extraordinario texto de Gustavo Gutiérrez: La fuente Histórica de los Pobres. Lima: CEP; 1979. 45 III Conferencia General del Episcopado Latino-Americano: La Evangelización de América Latina; 1979: No. 87. 46 Por ejemplo, en Nicaragua, una modelo económico de satisfacción de necesidades básicas con participación de las mayorías. Sobre el ejercicio de la razón utópica entre los pueblos de Latinoamérica, ver de Raúl Vidales y Luis Rivera Pagán (edits.): La esperanza en el presente de América Latina, San José, DEI, 1983: pp. 257-295. 47 Ver a Julio de Santa Ana: problemas, límites, potencial y mediaciones en la marcha hacia la democracia en América Latina, en Raúl Vidales y Luis Rivera Pagan (edits.): Op. Cit., pp. 189-202.

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En tercer lugar, en el plano económico (bajo el control del estado de seguridad nacional y gracias a sus servicios) que pueden advertir por lo menos cinco cosas importantes: primero, la adopción de un nuevo modelo, que tomó el lugar del de ―sustitución de importaciones‖ y que está orientado hacia la internacionalización del capital y del trabajo. Aprovechado por la compañías transnacionales (América Latina es la región del Tercer Mundo donde es más profunda la penetración del capital transnacional), el nuevo modelo evidentemente no sirve para responder a las necesidades de nuestros pueblos. Segundo, la situación de éstos se agrava aún más en virtud de la deuda externa inmensa que padece la región: más de 300 mil millones de dólares. Lo que significa la necesidad de tener que pagar sus altos servicios. Las exportaciones son para tal fin. En consecuencias, es imposible, prácticamente, hacer inversiones a favor del crecimiento económico. Tercero, ello tiene como consecuencia una clara situación de recesión: está disminuyendo el producto bruto interno de la gran mayoría de los países latinoamericanos, baja la producción y crece el desempleo. Cuarto, ellos significa también una incapacidad (de mantenerse las constantes actuales) clara para poder llegar a restablecer un ritmo de crecimiento en la mayor parte de las economías latinoamericanas. Quinto, la mayor distorsión, sin embargo, se observa en la importancia desmedida que tiene el dinero (especialmente la divisa fuerte), que se ha transformado en un bien que ofrece muchas veces más ganancias que la producción de mercaderías. Toda esta situación puede ser expresada sumariamente en los siguientes términos: la fascinación de lucro conduce a quitarle vida a los sectores populares, a disminuir las oportunidades de los pobres, a aumentar el sacrificio de los oprimidos.

En cuarto lugar, motivada ciertamente por la irrupción de los sectores en la historia latinoamericana, los que también invaden las iglesias, se observa en éstas importantes movimientos de renovación, que generan contradicciones y polémicas en el seno de las mismas. Por un lado, están quienes pretenden mantener a la fe en sus ―odres viejos‖, en aquellos marcos que apenas tocan la vida individual del creyente. En estos casos no se puede hablar de renovación de la iglesia, sino de reacción conservadora. Y, por otro lado, están quienes procuran plasmar una nueva forma de iglesia en América Latina. Es la iglesia de los pobres, iglesia que surge del pueblo. Y así como los sectores que componen éste bregan en la sociedad por alcanzar mejores niveles de participación y relaciones estructuradas más democráticamente, del mismo modo de aquellos grupos que colaboran en este proceso de renovación se observa la formación de comunidades donde el pueblo, además de celebrar su fe, tiene un gusto anticipado de lo que puede ser la participación democrática. Son las comunidades eclesiales de base.48 En ellas el pueblo se organiza, se conscientiza, dice su palabra. En ella estudia la Biblia, se reúne para orar y para festejar. En ellas va creciendo y madurando, a través de un diálogo permanente entre lectura de la realidad y lectura de la Biblia, entre el análisis de su situación y su propia reflexión teológica sobre esa situación. En ellas los sectores populares de cuño cristiano toman coraje para unir sus fuerzas con otros grupos para intentar construir el Reino de Dios, república de los pobres.

Eso significa una toma de consciencia de que el pueblo no sólo crece en número, sino también en estatura, en madurez. Y así va aprendiendo una cosa fundamental, sólo perceptible para los ojos de la fe: que frente al poder aparentemente avasallador de los grandes, el Espíritu de Dios llena de coraje a los pobres y humildes, quienes en su sencillez llegan a descalabrar los arrogantes proyectos de aquéllos. Es lo que podríamos llamar ―la razón evangélica‖. Lo que San Pablo, en la 1ra. Epístola a los Corintios llama la ―locura de la Cruz‖. Es aquí donde la fe completa y profundiza el análisis de la realidad: ―Ante lo que hizo Dios, ¿no se vuelve loca la sabiduría de este mundo? Primero Dios manifestó su sabiduría, y el mundo no reconoció a Dios en las obras de la sabiduría. Entonces Dios quiso salvar a los que creen por medio de la locura que predicamos. (…)

En efecto, la ―locura‖ de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; y la ―debilidad‖ de Dios es mucho más fuerte que la fuerza de los hombres. Hermanos, fíjense a quiénes llamó Dios. Entre ustedes hay pocos hombres cultos según, la manera de pensar; pocos hombres poderosos o que vienen de familias famosas. Bien se pude decir que Dios ha elegido a lo que el mundo tiene por necio, con el fin de avergonzar a los sabios; y ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para avergonzar a los fuertes. Dios ha elegido a la gente común y despreciada; ha elegido lo que no es nada que rebajar a lo que es, y así nadie se podrá alabar a sí mismo delante de Dios‖ (I Cor. 1:20-21; 25-29).

48 La literatura existente sobre esta tema es muy vasta. Nos permitimos destacar entre la producción de los últimos años el libro editado por Pablo Richard y Guillermo Meléndez: La Iglesia de los pobres en América Central. San José de Costa Rica, DEI; 1982.

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BASES BÍBLICAS NEOTESTAMENTARIAS PARA LA UNIDAD DEL PUEBLO DE DIOS (1987)

a realidad de la existencia del pueblo de Dios es algo permanente en la Biblia. Ya en el antiguo Testamento, el vocabulario que emplearon los diversos autores y compiladores de los escritos que lo componen denota la

idea de reunión, de comunidad, de nación, para hablar del pueblo en medio de las naciones. A veces, esos términos son intercambiables; sin embargo, cuando los escritores veterotestamentarios dan testimonio de que quien habla en Dios y éste dice ―mi pueblo‖, se refiere a aquella nación elegida entre todas las naciones. O sea, en el Antiguo Testamento hay una distinción fundamental entre el pueblo de Israel, al que Dios ha escogido y al que hizo la promesa y los demás pueblos de la tierra. Por eso es el ―pueblo de Yavé‖ (Jue 5,11; 1 Sam 2,24). De hecho, la elección divina se manifiesta a través de una promesa, hecha en primer lugar a Abrahán, de que a partir de su descendencia surgía una gran nación (Gén 12,2; 18,18). Esa elección de Dios no tiene como fundamento el poder o la gloria propia de Israel, sino la gracia del Señor: ―Porque tú eres un pueblo consagrado a Yavé, tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hechos a vuestros padres, por eso os ha sacado Yavé con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, el poder de Faraón, rey de Egipto‖ (Dt 7, 6-8). La promesa de Dios se cumple: de ahí la liberación de la esclavitud, como más tarde el retorno de exilio babilónico que debió padecer parte del pueblo judío.

Eso no quiere decir que Yavé se haya desinteresado de la situación de las otras naciones. Varios profetas dieron mensajes relativos a las mismas. Por ejemplo, Elías tuvo gestos que intentaban mostrar de qué manera la influencia de Dios trascendía las fronteras de Israel (1 Re 19, 15-17). También Amós, cuyo libro se inicia con una serie de oráculos contra las naciones. Se llamó a Jeremías ―profeta de las naciones‖ (Jer 1,5), lo que fue corroborado por la práctica misma del profeta, que se hizo notar por una predicación que no se dirigió únicamente a Israel, sino también a otros pueblos (cf Jer 12,14-17).

A partir de la resurrección de Jesús, y sobre todo desde el momento en el que el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos, se constituye la ekklesía de Jerusalén. La asamblea de creyentes en Jesús y su evangelio del reino de los cielos es sinónimo en el Nuevo Testamento de lo que puede considerarse el pueblo o el pueblo de Dios. Es una realidad social que testimonia la obra reconciliadora llevada a cabo en Jesucristo. En efecto, se trata de una expresión comunitaria que reúne a judíos y gentiles, unidos en la fe en Jesucristo.

Esta irrupción de la ekklesía constituyó algo totalmente nuevo en la historia. Las comunidades cristianas fueron surgiendo poco a poco: a partir de Jerusalén, en Judea, en Samaría y luego por otros rincones de la tierra. Al comienzo, durante algunos pocos años, la influencia judaizante fue muy clara; pero, poco a poco, comenzaron a abrirse a la participación de quienes no eran judíos ni necesitaban pasar por los ritos judíos de iniciación. Como testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles, eran asambleas de comunión, de participación, de oración común y de una inequívoca práctica del amor fraterno. La comunión no era sólo espiritual: también involucraba los bienes de cada uno. Los que ingresaban en esas comunidades, hasta vendían lo que poseían para compartirlo con los demás: ―Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos.(…) No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartían a cada uno según su necesidad‖ (He 4,32.34-35).

La participación no se concretaba sólo en el momento de la fracción del pan, cuando huérfanos y viudas se acercaban a las mesas en torno a las cuales se expresaba el espíritu fraterno de la comunidad. Era también participación de las decisiones: el colegio de los doce apósteles, en momentos en los que se debían hacer opciones fundamentales, reunía a la asamblea (ekklesía) que en última instancia era la que tenía el poder de decisión (He 5,5-6). Por consiguiente, la participación no era simplemente simbólica, sino también real.

La oración común fue una práctica constante en las comunidades cristianas primitivas. En el hecho de orar juntos por cosas que tienen que ver con la vida diaria de quienes forman la comunidad, no sólo se comparte la plegaria a Dios, sino que también se expone la situación que motiva la elevación de esa súplica. Se comparten las esperanzas, las angustias, los dolores, las incertidumbres, los temores, los problemas… La práctica de la oración común alcanza su verdadero sentido cuando hay una vida cotidiana. Esta significa luchas comunes,

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acciones en las que se reúne y crece la comunidad, tristezas y penas que se viven en común. La oración reúne todo eso y lo expresa en la súplica que se presenta al Señor.

Todas estas cosas causaron impacto sobre la sociedad del imperio romano de la época. La gente se sorprendía al ver que quienes constituían el grupo de ―los del Camino‖ (He 9,2) practicaban esta comunión fraterna. La koinonía, cristiana primitiva tenía ese poder. Philip Potter lo consiguió expresar en términos muy claros: ―Comunidad es sinónimo de compartir lo que somos y lo que tenemos. El corazón de nuestra fe es un Dios que se compartió a sí mismo en su propio ser trino de Padre, e Hijo y Espíritu Santo a través de su creación de la humanidad y la naturaleza. El reino de Dios es la realidad y la promesa de esta comunidad que ya comparte en el ser de la deidad. Cuando Pablo, en 2 Corintios 8-9, apela a las facciones rivales de la Iglesia de Corinto a compartir su bienestar con la pobre Iglesia madre de Jerusalén, emplea todos los términos claves de la fe: gracia y acciones de gracias (charis), gozo (chara), amor (agápe), servicio (diakonía), liturgia (leiturgia), igualdad (isotes), bendición (eulogía), generosidad de corazón abierto (haplotes) y comunión (koinonía). Resume todo esto diciendo: ―Experimentando este servicio, glorifican a Dios por vuestra obediencia en la profesión del evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra comunión con ellos y con todos. Y con su oración por vosotros, manifiestan su gran efecto hacia vosotros a causa de la gracia sobreabundante que en vosotros ha derramado Dios. ¡Gracias sean dadas a Dios por su don inefable!‖ (2 Cor 9,13-15). Compartir nuestros recursos, cualesquiera que sean, es una confesión del evangelio de Cristo y una acción de obediencia, en la cual glorificamos a Dios y contribuimos a crear y sostener una verdadera comunidad‖49.

De todo esto testimoniaban las primeras comunidades cristianas. Sin embargo, también se podía observar lo contrario. Los escritos del Nuevo Testamento demuestran cómo existían intransigencias. Ya hemos visto que algunas personas de Jerusalén no podían tolerar que en la comunidad de Antioquía se bautizarse a los gentiles, sin pasar previamente por los ritos de iniciación judía. Esta intransigencia, según se vio anteriormente, casi condujo a una ruptura en la vida de las Iglesias. No se limitó exclusivamente a las tensiones que surgieron entre esas dos ekklesías, sino que se reprodujo posteriormente en Galacia, Roma, etc.

También se manifestaron ambiciones personales. Esto ya existía incluso en el seno del propio grupo de las doce mientras vivió Jesús. En determinado momento, ―se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: ―El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vos otros, es el mayor‖― (Lc 9,46-48; cf también Mt 18,1-5; Mc 9,33-37; Lc 22,24). Estos personalismos, en otras situaciones, derivaron en diferentes partidos en el seno de la ekklesía. Fue, por ejemplo, lo que ocurrió en Corinto, donde, cubriéndose con el nombre de apóstoles y predicadores, surgieron facciones, cuya existencia expresó una cierta pugna por el poder en esa comunidad.

En otras circunstancias, ya cuando las Iglesias estaban afincadas por varias partes del mundo romano, este problema del poder se hizo más evidente. Fue la experiencia de un grupo, posiblemente de tendencias proféticas, que procuraba mantener el carácter radical de la calidad de vida en el seno de la comunidad cristiana. En cierta situación del Asia Menor ese grupo tuvo que enfrentarse con el exceso de poder y arbitrariedad de un tal Diotrefes, un ambicioso que no quiso recibir a algunos de sus integrantes, ―impide que algunos de la comunidad lleguen a hacerlo y (¡hasta!) los expulsa de la Iglesia‖ (3 Jn 9-10). Estas arbitrariedades eran un claro obstáculo para el ejercicio de la comunión y la unidad.

Las diferencias sociales desempeñaron cierto papel en toda esta dinámica que se fue creando entre factores que favorecían la unión de los cristianos y otros que operaban en detrimento de la misma. Fue lo que ocurrió nuevamente en Corinto: allí, en momentos en los que se iba a celebrar la eucaristía, quienes habían traído ofrendas a la mesa se apresuraban a participar de las mismas, sin esperar que todos (y especialmente los que podían ofrecer poco y nada) estuvieran presentes. Esto daba como resultado un elemento de desorden, muy negativo para la celebración a través de la cual la ekklesía recordaba y celebraba el sacrificio de Jesucristo en la cruz seguido de su resurrección. Esas distinciones sociales también influyeron en la vida de otras comunidades. Santiago reaccionó en su carta contra estas situaciones, insistiendo en la necesidad de poner por obra la palabra de Dios. Eso conduce a respetar a los pobres y a evitar hacer distinciones en el seno de la comunidad cristiana, donde no debe haber acepción de personas (Sant 2,1-9). Más adelante insistió nuevamente sobre un asunto

49 Philip Potter, Life in all its fullness, WCC, Geneva 19832, 170.

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parecido, dirigiéndose en especial a los ricos, que se jactaban de su opulencia y de su capacidad de vivir cómodamente. Santiago les recordó el escándalo que resultaba de los bajos salarios que pagaban a los campesinos, que hasta habían perdido la capacidad de resistencia frente a esa injusticia (Sant 4,13-5,6).

Las tensiones y las divisiones comenzaron a ser más frecuentes cuando llegó la hora de las persecuciones. Es algo inevitable en grupos humanos: en momentos difíciles, al no existir pleno consenso sobre cómo afrontar las pruebas, surgen críticas cuando los comportamientos no son los mismos. Hay quienes demostraron tener mucha fuerza y entereza, consiguiendo mantener en alto la fe, en tanto que hubo otros que flaquearon. El llamado del autor del libro del Apocalipsis era mantenerse ―fiel hasta la muerte‖. ―El vencedor no sufrirá daño de la muerte segunda‖ (Ap 2,10-11). Ciertamente, frente al poder que desencadenó las persecuciones, muchas comunidades cerraron filas y consolidaron su unidad en la hora de la prueba, mientras que otras no lo hicieron.

En este breve examen de los elementos que influyen sobre las Iglesias del siglo I, para que de alguna manera perdieran su unidad, hay que indicar especialmente un hecho proveniente de la estructura social de aquella época. Recordemos que la base de la producción en el imperio romano era provista por el trabajo esclavo. Muchos de los que padecían esta condición entraron en las primeras comunidades cristianas. Encontraban en el evangelio un mensaje de esperanza y una orientación de vida que daba sentido a su existencia, a pesar de sus difíciles condiciones de vida. Las comunidades, sin embargo, no estaban constituidas solamente por esclavos: también había hombres libres.

Unos y otros se reunían en el momento de la celebración de las diferentes ekklesías. Aquellas asambleas expresaban la realidad de la sociedad reconciliada en una sociedad sin clases. No obstante, sería un error idealizar demasiado lo que ocurría en aquella época. El encuentro entre libres y esclavos, entre amos y siervos, no debía ser fácil. Por un lado, había en esa realidad un motivo de alegrías profundas. Mas, por otra parte, las desconfianzas debían subsistir, y de ese modo también las tensiones.

Resumiendo todo lo que intentamos exponer desde el inicio de este capítulo, cuando surgió la Iglesia como el signo del pueblo de Dios reconciliado y reunido en torno a Jesucristo, lo hizo demostrando en la práctica una gran dosis de comunión fraterna. Este fue el hecho dominante, que desconcertó a la sociedad mediterránea de aquellos tiempos. Fue un acontecimiento totalmente nuevo, inesperado. Allí se manifestaba el poder transformador del evangelio, verdadero centro de atracción para hombres y mujeres, libres y esclavos, judíos y griegos. Pero eso coexistió con otra realidad: también había personalismo, arbitrariedades, apetitos de poder, pretensiones desmesuradas, diferenciaciones sociales, así como diversidad de conductas en los momentos difíciles. Ello motivó en muchos casos tensiones, partidismos y hasta divisiones.

¿Cómo se afrontaron estas situaciones? ¿Qué enseñanzas podemos recibir a nivel pastoral de las formas por medio de las cuales las Iglesias de aquella época respondieron a estos problemas? Es lo que intentaremos ver en las próximas páginas.

1. El pensamiento y la práctica paulinos Estudiaremos aquí cuatro puntos. Primero, la posición de san Pablo frente a la tensión creada entre judaizantes y universalistas: los primeros intentaban mantener la fe de los seguidores de Jesús en relación con el tempo de Jerusalén, y los otros propugnaban una dimensión ecuménica en las comunidades cristianas, incluyendo a todos los pueblos y las naciones de la tierra. Segundo, de acuerdo a lo que acabamos de ver en las páginas precedentes, en algunas comunidades que surgieron a partir de la práctica misionera de san Pablo hubo conflictos motivados por ambiciones de poder. Surgieron tendencias y partidos que dividieron a la Iglesia. Esto llegó a manifestarse dramáticamente, de modo inevitable, en la forma y en la hora de la celebración eucarística. Tercero, la convivencia de libres y esclavos en la comunidad, sobre todo de amos y siervos, constituyó un problema muy serio. San Pablo procuró responder en ocasión de un caso concreto: el de Onésimo, esclavo que consiguió escapar de su amo Filemón, quien a su vez se convirtió al cristianismo. San Pablo, al conocer los hechos, decidió enviar de vuelta al esclavo a casa del amo. Para que éste recibiese debidamente a quien se fue de su propiedad le escribió una carta cuyo contenido vamos a estudiar. Cuarto, el trabajo cumplido por san Pablo, así como el pensamiento que éste fue desarrollando, inspiraron a grupos que continuaron reflexionando sobre los problemas que se planteaban a medida que se iba expandiendo la misión cristiana. Surgieron así documentos que testimonian una clara inspiración paulina. Uno de los mismos, posiblemente, es la carta a los Efesios. No hay

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evidencia clara de que la misma sea de san Pablo, y un buen número de estudiosos del Nuevo Testamento tiende a pensar que el Apóstol de los gentiles no ha sido su autor. Eso no quita valor al texto. De no haber sido escrita por el propio san Pablo, se expresa en ella una línea de argumentación claramente paulina. Hay quienes dicen que, antes de definirse el canon del Nuevo Testamento, mientras las cartas de san Pablo circulaban entre las Iglesias hacia finales del siglo I y comienzos del siglo II, el texto de las cartas paulinas iba precedido por el texto de la ―carta a los Efesios‖, que cumplía en ese volumen el papel de prólogo o introducción al pensamiento de san Pablo. Sea como fuere, en ese texto hay reflexiones muy importantes sobre problemas relacionados con la unidad de la Iglesia. Allí el enfoque predominante es teológico, procurando poner de relieve la relación entre la unidad del pueblo de Dios y la unidad de la comunidad de creyentes.

Intentando analizar más en detalle estos puntos, y comenzando por el que señalamos en primer lugar, vale la pena recordar que la tensión entre judaizantes y universalistas fue un problema que preocupó mucho al apóstol Pablo. Ya se ha hecho referencia a esa tensión en varias oportunidades. Baste recordar que antes de pasar por su conversión al cristianismo en su camino a Damasco (donde iba a perseguir a los adeptos de la nueva fe), Saulo era fariseo. Había recibido una educación de acuerdo a las mejores tradiciones de los judíos, según las cuales el pueblo de Israel había sido objeto de una elección definitiva por parte de Dios. Su intolerancia frente a los cristianos se desató sobre todo cuando Esteban (un prosélito que venía del mundo gentil), junto con sus seis compañeros también de origen helenista, fueron designados como responsables del servicio a las mesas en la comunidad de Jerusalén. Dispuesto a que no continuara expandiéndose esta ―herejía‖, Saulo se colocó como voluntario para ir a Antioquía e impedir allí el surgimiento de la comunidad de ―los del camino‖.

Los acontecimientos son conocidos: Saulo pasó por una transformación radical. Fue recibido por la comunidad de Antioquía, a través de Ananías. Fue activo en el testimonio de su nueva fe, tanto en esa ciudad como en Jerusalén. En uno y otro lado, los judíos que celosamente preservaban su religión intentaron matarlo. Hubo que hacerlo huir tanto de un lado como del otro, hasta que consiguieron que se marchase a Tarso (He 9,30). Allí estuvo durante varios años. Bernabé lo sacó de su ciudad natal, después que visitó la comunidad de Antioquía y pudo comprobar la entrada de los gentiles en la comunidad por obra del Espíritu Santo.

O sea, Pablo experimentó ─a partir de su conversión─ la intransigencia de los judaizantes. Incluso, su ministerio público prácticamente concluyó cuando, luego de su tercer viaje misionero, retornó a Jerusalén para entregar a la comunidad cristiana de esa ciudad el fruto de su colecta ―a favor de los pobres‖. Entonces, como tantas veces desde su conversión al cristianismo, los judíos precipitaron su arresto (He 21,15-40).

Esta intransigencia judaizante promovió tensiones y disensiones en y entre las diversas comunidades. Ya se habló de esto al referirnos a las relaciones entre la ekklesía de Jerusalén y la de Antioquía. Los judaizantes ponían considerables trabas a la predicación del evangelio entre los gentiles. De este modo negaban la dimensión universal, ecuménica y católica, del cristianismo. Importa ver de qué modo enfrentó Pablo esta situación. En su carta a los Gálatas recuerda la discusión que tuvo con la gente de Jerusalén. Esa actitud se caracterizó por un alto grado de franqueza, de honestidad y de respeto al otro. En este caso, Pablo no se distinguió por ser un gran diplomático; en cambio, en otras oportunidades, supo actuar con suma fineza (por ejemplo, cuando se vio atacado por los judíos al volver a Jerusalén, demostró saber actuar con gran inteligencia [cf He 22-26]). En el desarrollo de su controversia con los del Jerusalén mantuvo siempre posiciones claras. Sin perder el respeto por los demás, fue firme en la defensa de sus convicciones.

Esto significó también que estuvo dispuesto a ir al encuentro y al diálogo con los otros. Todo parece indicar, según lo que se puede entender entre líneas en el texto de Lucas en los Hechos, como en la carta a los Gálatas del propio Pablo, que el enfrentamiento entre judaizantes y universalistas había llegado a un punto crucial: o las comunidades cristianas se entendían en torno a la cuestión básica de la dimensión universal del evangelio, o había ruptura entre ellas. En situaciones de ese tipo a veces suele prevalecer la rigidez de posiciones. Cada una consuma la separación. Sin embargo, Pablo y Bernabé hicieron lo contrario, a pesar de que anteriormente fueron apedreados y golpeados duramente por los judaizantes (cf He 14,4-7.19-20). Quiere decir que prevaleció el espíritu de paz, expresado a través de la voluntad de encuentro y diálogo, antes que el recuerdo de las heridas y ofensas recibidas.

Ese encuentro y diálogo no negocia cuestiones fundamentales. Por muy fuerte que haya sido la presión de los judaizantes en intentar mantener a los cristianos como un apéndice del templo de Jerusalén, Pablo defendió hasta las últimas consecuencias la dimensión de la catolicidad de la Iglesia. Eso explica el enojo que se

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advierte en el texto de su carta a los Gálatas: ―Me maravillo de que, abandonando al que os llamó por la gracia de Cristo, os paséis tan pronto a otro evangelio ─no que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren deformar el evangelio de Cristo─. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto al que habéis recibido, ¡sea anatema! Porque ¿busco yo ahora le favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo‖ (Gál 1,6-10).

Para Pablo la unidad no se logra en torno a acuerdos que ponen en juego los fundamentos de la fe cristiana. Para él no se podía colocar en tela de juicio la dimensión universal de la obra de Jesucristo, de su encarnación, su muerte en la cruz y su resurrección. Era algo que no podía quedar limitado a la existencia del pueblo judío. Tenía valor universal. De esta convicción derivaba su conciencia de ser ―el apóstol de los gentiles‖. Ahora bien, esta fidelidad al núcleo central de la fe en el evangelio no significa que no se pueda intentar conseguir acuerdos en relación con otros aspectos de la vida de la Iglesia. Eso fue lo que ocurrió en la reunión de Jerusalén: Pablo, Bernabé, Pedro, Santiago y los otros supieron definir puntos de convergencia que permitieron el cumplimiento de una práctica común que unió a todas las comunidades: abstención de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la pureza (He 15,29). Pablo, según su memoria, en la carta a los Gálatas indica como punto central del acuerdo la atención a los pobres (Gál 2,10).

En ese mismo texto Pablo agrega cosas que permiten comprender mejor cuál era para él el nivel en el que tiene que considerarse el problema de la unidad de la Iglesia. La cuestión de la existencia de divisiones en el cuerpo de Cristo es algo que tiene que ver con el pecado, o sea (según la terminología paulina) ―con las obras de la carne‖. Ellas son bien conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, iras, rencillas, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes (Gál 5,19-21), que son incompatibles con el reino de Dios. En cambio, la unidad es fruto del Espíritu. La obra de éste se manifiesta a través del ―amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí‖. Y agrega: ―Contra estas cosas no hay ley. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente‖ (Gál 5, 22-26)50.

En consecuencia, la unidad es obra del Espíritu Santo. Si la Iglesia conserva la unidad produce sus frutos. Es en la relación con el Espíritu, fuente de libertad, así como de tolerancia y apertura, como se nutre la comunión fraterna en el seno de las Iglesias.

En la carta a los Romanos, san Pablo amplió estas reflexiones en torno al problema de la unidad planteado por la tensión judío-gentil. En ella, la unidad aparece necesaria para el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Se conoce como el texto más cuidadosamente articulado del apóstol Pablo, como si fuera un verdadero tratado teológico. Parece extraño, sin embargo, que el autor la haya destinado a una comunidad que no conocía. La mayoría de las cartas reconocidas de Pablo respondieron a situaciones concretas de Iglesias que él había fundado o con las que había estado en contacto. ¿Cuál puede ser el propósito de esta carta en la que el Apóstol de los gentiles se dedica a discutir con todo cuidado la relación entre Israel y las naciones?

La carta está motivada por dos razones: una de ellas, de carácter más reflexivo, ―teológico‖ o doctrinal: el problema del destino de Israel según el propósito de Dios revelado en Jesucristo. La otra parece sólo mencionada hacia el final del texto, cuando Pablo habla de su ministerio entre los gentiles, señalando que para él es una honra el haber anunciado el nombre de Cristo donde aún no se le conocía, ―para no construir sobre andamios puestos por otros‖. Señala también que ésa fue la razón que le impidió entrar en relación directa con la comunidad de Roma, como hubiera sido su intención. ―Más ahora, no teniendo ya campo de acción en estas regiones, y deseando vivamente desde hace muchos años ir donde vosotros, cuando me dirija a España… Pues espero veros al pasar, y ser encaminado por vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía‖ (Rom 15,17-24)51. O sea, esta motivación pastoral puede dar la clave para entender uno de los objetivos de Pablo al escribir a los romanos. En su ministerio misionero él tenía, desde hacía mucho tiempo, intenciones de llegar hasta las costas occidentales del Mediterráneo. Para eso, y en base a todos los conocimientos adquiridos a lo largo de varios años de ministerio, sabía que toda empresa misionera necesita

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disponer de una sólida base: a partir de la misma se concreta el envío para la comunicación del mensaje del evangelio. Al comienzo de su experiencia misionera, Pablo tuvo esa base en la comunidad de Antioquía. Posteriormente, cuando comenzó la proclamación del mensaje cristiano en el continente europeo, la Iglesia de Filipos le ofreció ese punto de apoyo necesario. Cada vez que Pablo tuvo que afrontar algunos apremios, fueron los filipenses quienes demostraron su interés y espíritu de socorro hacia el Apóstol. Eso fue factible mientras Pablo desarrolló su acción en costas del Egeo. Pero dejaba de serlo si la misión se desarrollaba en costas de la Península Ibérica. En los planos de Pablo, no podía existir mejor soporte para lo que procuraba realizar en España que la comunidad de Roma.

Ahora bien, es este propósito pastoral el que explica la parte teológica de la carta a los Romanos. En efecto, la experiencia también había enseñado a Pablo que para que la obra misionera llegue a alcanzar niveles de eficacia aceptables, quienes la sostienen deben mantenerse unidos. En este sentido, el pensamiento del Apóstol es convergente con el de Jesús, según el testimonio del evangelio de Juan: difícilmente el mundo puede creer en el mensaje de la buena nueva del reino de Dios si los cristianos que la proclaman están divididos (cf Jn 17,20-23). El Apóstol sabía que la comunidad de Roma, que ya en aquellos tiempos despuntaba como de particular importancia, estaba compuesta por gentiles y judíos: basta leer la lista de recomendaciones y saludos del Apóstol en el capítulo 16 para darse cuenta de eso. Pablo tenía experiencia de sobra para saber que esa unidad podía entrar en un torbellino de tensiones y discusiones, tal como había ocurrido en tantos otros lugares. Por eso también los exhortó a ―que os guardéis de los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido; apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo (…)‖ (Rom 16,17-18ª).

Era preciso el mantenimiento de la unidad entre los ―hijos de Abrahán‖ y los incircuncisos. Er una exigencia misionera. Pablo la encara teológicamente, comenzando por mostrar la importancia de la salvación por la fe (cc. 1-4). Continúa argumentando la superioridad de la vida en el Espíritu sobre la que se basa en la Ley: la primera es testimonio de salvación, en tanto que la otra lo es muerte (cc. 5-8). Ello lo conduce a considerar la situación particular de Israel, el pueblo de la Ley, de los que son ―hijos de Abrahán‖ según el linaje. Dios eligió a Israel para hacer de ese pueblo un instrumento de salvación del mundo (de la oikoumene). Pero los judíos han demostrado desconocer el designio de Dios: rechazaron a Jesucristo y no se sometieron a la justicia de dios anunciada por Moisés. Frente a Dios, revelado en Jesucristo, no tienen excusa. ¿Significa eso, acaso, que Dios rechaza a lo que antes había elegido? De ninguna manera, responde Pablo (cf 11, 1.11-15). Más importante que la elección de Israel es la del propio Dios, que no es infiel ni injusto. Esa decisión de Dios, en primer lugar, no es un pueblo, sino por todos los pueblos. La misión para la que escogió a Israel no queda suspendida porque el instrumento seleccionado para ella haya sido infiel. Por el contrario, Dios, que ha optado por hacer que su amor liberador llegue a todos, ha creado condiciones apropiadas en ―el cumplimiento de los tiempos‖ para que ―los gentiles, que no buscaban la justicia, hallen la justicia ─la justicia de la fe─, mientras Israel, buscando una ley de justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe, sino en las obras‖ (Rom 9,30-32ª).

Eso no significa que Israel haya quedado descalificado ante los ojos de Dios. Lo que ha ocurrido a través de la historia no puede servir para seguir manteniendo una injustificable división entre Israel y las naciones. La dureza de Israel no puede ser más fuerte que el amor de Dios. Pablo dice que la caída de los judíos ―ha traído la salvación a los gentiles, para llenarlos de celos‖ (a los judíos) (Rom 11,11). Todo esto, para Pablo, es expresión del misterio de la voluntad de Dios. Según el mismo, ―el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo (…). En cuanto al evangelio, (los judíos) son enemigos para vuestro bien; pero en cuanto a la elección, amados en atención a sus padres. Que los dones y la vocación de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también ellos al presente se han rebelado en ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia‖ (Rom 11,25-32).

Preparando el camino para el cumplimiento de sus planes, Pablo fue elaborando un pensamiento que, de antemano, intentaba crear lazos de fraternidad más fuertes entre los gentiles y los judíos de la comunidad cristiana en Roma. Los gentiles no pueden desechar a los judíos, y éstos no deben reivindicar para sí ninguna superioridad frente a aquéllos. Unos y otros son objeto del gran amor de Dios, que quiere que ambos vivan en el Espíritu, en la gracia y la libertad. En estas condiciones, justamente, se plasma la unida de la Iglesia. Pablo se

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detiene en ello cuando, en el capítulo 12 de la carta, señala que la vida de la comunidad es como la de un cuerpo: el cuerpo de Cristo. Y nos dice con fuerza: ―Pues así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo los unos miembros de los otros‖ (Rom 12,4-5). En el cuerpo hay diversidad, mas el amor mutuo, el compartir, la oración en común y la atención a las necesidades de los santos, crean esa base de unidad que Pablo estimaba imprescindible para continuar su obra misionera con el sostén de la comunidad de Roma.

En segundo lugar, san Pablo tuvo que hacer frente a posibles divisiones surgidas en el seno de la Iglesia de Corinto por causa de personalismo y tensiones sociales. La comunidad de Corinto, ciertamente, constituía un grupo muy difícil. El testimonio que de ella recibimos a través de los escritos de Pablo indica que en ese grupo había personas con muchos problemas. Lo cierto es que siempre, en todos los casos, con mayores o menores dificultades, el cuerpo de Jesucristo se construye con grupos más o menos similares. No obstante, algunos asuntos que se plantearon en el seno del grupo en Corinto eran particularmente complejos… Uno de ellos se refería a la existencia de partidos en la comunidad. Pablo la había fundado luego de pasar por Atenas. Permaneció en Corinto, según el testimonio de Lucas, un año y seis meses (He 18,11). Cuando se fue, su obra fue continuada por otros, entre los cuales se destacó Apolo, que parece haber sido un predicador brillante. Hubo, entonces, quienes sintieron más afinidad con la manera de presentar el evangelio de Apolo que con la de Pablo. Y otros, para diferenciarse de estos grupos, dijeron que seguían a Cefas (Pedro), en tanto que un cuarto grupo se proclamaba ―de Cristo‖. Al enterarse de este fraccionamiento de la Iglesia, Pablo reaccionó firmemente: ―¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? ¡Doy gracias a Dios por no haber bautizado a ninguno de vosotros fuera de Crispo y Gayo! Así, nadie puede decir que ha sido bautizado en mi nombre. ¡Ah, sí!, también bauticé a la familia de Estéfanas. Por lo demás, no creo haber bautizado a ningún otro‖ (1 Cor 1,13-16).

Pablo estaba indignado. La comunidad de Corinto era muy joven, pero ha había luchas en su seno. ¿Cómo encarar esta triste situación? En su carta, el Apóstol recuerda qué evangelio predicó al llegar al lugar. Venía de Atenas, donde en el areópago había proclamado la buena nueva de la resurrección de los muertos (He 17,22-31). Algunos se convirtieron, mas la mayoría desdeño el mensaje del Apóstol. Este, entonces, fue hacia Corinto, la ciudad puerto situada a pocas decenas de kilómetros de Atenas, decidido a proclamar a Jesucristo crucificado. O sea, el punto de partida de la misión de Pablo entre los corintios no quiso tener en cuenta ni las señales (que buscaban los judíos), ni la sabiduría (que tanto amaban los griegos). Fue la cruz de Cristo. Frente a la misma, según los ojos de la fe, ya no tienen razón las pretensiones humanas. Los corintios, pues, no tenían ningún motivo para envanecerse. No eran sabios, ni poderosos, ni había nobles entre ellos. Y si los hubiera habido, no podían gloriarse frente a Dios (1 Cor 1,26-29).

La obra de proclamación del evangelio no puede considerarse como expresión de la sabiduría humana. Jesucristo crucificado significa que todo lo que es del género humano está sometido al juicio radical de Dios: la razón, la moral, las posiciones de honra, etc. Por eso Pablo no intentó dar a conocer su mensaje con ―persuasivos discursos de sabiduría‖ (1Cor 2,4), sino llevado por el poder del Espíritu. Se trata, pues, de una obra de Dios. Este es uno; por lo tanto, la proclamación de su palabra no puede ser hecha por partidos. Ella exige la unidad de la comunidad, la que se concreta gracias a la obra del Espíritu. No consigue predicar la buena nueva del reino de los cielos porque alguien sea más inteligente que otro o por que parece ser más ―espiritual‖ que los demás. Este tipo de distinciones no tienen fundamento en la Iglesia. En ésta es el propio Espíritu quien da el conocimiento y la capacidad para comunicarla. La obra del Espíritu consiste ─¡nada menos!─ que en darnos la mente de Cristo (1 Cor 2,10-16).

Esto exigió que Pablo, en Corinto, aplicarse una pedagogía adecuada. Pablo no se jacta de haber recurrido a esos métodos de ―educación popular‖: ―Yo, hermanos, no puede hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais soportar. Ni aún lo soportáis al presente; pues todavía sois carnales. Porque mientras haya entre vosotros envidia y discordia ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano? Cuando dice uno: ―Yo soy de Pablo‖, y otro: ―Yo de Apolo‖, ¿no procedéis al modo humano?‖ (1 Cor 3,1-4).

Tanto Apolo como Pablo fueron instrumentos de Dios. Apolo tenía, según parece, dones oratorios más brillantes que los de Pablo. Mas ni éste ni aquél procuraron crear un grupo propio: sólo fueron servidores de Dios,

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que ayudaron a que muchos de la comunidad pudieran creer en el evangelio. ―… Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que plantea es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vos otros, campo de Dios, edificación de Dios‖ (1 Cor 3,5-9)52.

El evangelio que tiene su punto de partida en la cruz de Jesucristo no da lugar ni a competencias ni a envidias ni a partidos. Es una obra sola, que tiende a hacer de quienes creen el habitáculo del propio Espíritu Santo. Intentar dividir este templo es sacrilegio: ―¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario‖ (1 Cor 3,16-17). La realidad de la comunidad cristiana no es sólo social; e, sobre todo, un hecho espiritual. Desvirtuarlo mediante divisiones y facciones es ir contra el propio Dios.

Las divisiones en Corinto respondían en gran parte a ambiciones de poder y de honra entre los miembros de la comunidad (1 Cor 4, 19-20). Las mismas dieron lugar a personalismos y megalomanías, que pierde todo sentido frente a la cruz de Jesucristo. Para afrontarlas, Pablo señala que es el propio Cristo quien debe ser ensalzado. El es el único que realmente cuenta en la vida de la Iglesia. ―¡Nadie se engañe! Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: ―El que prende a los sabios en su propia astucia.‖ Y también: ―El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios.‖ Así que no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo, y Cristo de Dios‖ (1 Cor 3,18-23).

Esto exige, de parte de los apóstoles y evangelistas, como también de los presbíteros, obispos, doctores, diáconos, etc., ―que sean fieles‖ (1 Cor 4,2). Fue lo que intentaron tanto Apolo como Pablo. ―No propasarse de lo que está escrito (1 Cor 4,6), o sea evitar adquirir ventajas indebidamente, no manipular ni las personas ni el depósito de la fe para conseguir imponer la propia personalidad. Esta fidelidad conduce a Jesucristo: es él quien debe estar en el centro de la comunidad. Es él quien constituye ―la cabeza del cuerpo‖. La unidad de la Iglesia, resultado de la obra del Espíritu, se concreta en Cristo, y no en torno a personas, por muy inteligentes, poderosas o brillantes que puedan ser.

En esa misma comunidad de Corinto también, según se ha dicho, había otros signos de división. Y esto se manifestaba justamente en el momento de la celebración eucarística, en la que se rememora la muerte del Señor, que reúne a todos los creyentes de un mismo lugar que participan en la fe por el mismo bautismo. La división de la Iglesia, inevitablemente, aparece nítida en el momento de participar en la santa cena. Las divisiones y disensiones que existían entre los cristianos de Corinto se traducían en el desorden de las reuniones eucarísticas. Los miembros de la comunidad (por lo menos, aquellos que podían hacerlo) ofrecían la comida y la bebida para celebrar la memoria del Señor y anunciar su esperanza en el reino que viene. Sin embargo, el espectáculo que ofrecían no era nada edificante: había quienes se daban prisa en comer, sin esperar a los otros. Estos quedaban con hambre, en tanto que los primeros llegaban hasta a embriagarse. Eso motivó otro arranque de indignación por parte de san Pablo: ―¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo!‖ (1 Cor 11,22).

La celebración eucarística no es ocasión para aparentar ni para dar a conocer posiciones sociales. Es el momento especial en el que la comunidad se une en torno a la memoria del sacrificio de Jesucristo en la cruz del Calvario. Es también la ocasión para expresar la dimensión escatológica de la vida cristiana: siempre está en actitud de espera inminente, ansiosa, de la irrupción definitiva de Dios en la historia, ese momento en el que ―Dios será todo en todos‖. Recordación y esperanza son las notas de esa fiesta. Nuevamente, el centro de todo eso es Jesucristo. Si él está realmente presente, entonces no puede existir ese desorden que tanto critica Pablo. En torno a la mesa del Señor deben colocarse las divisiones, motivando la confesión y el perdón mutuos, que conducen al abrazo que sella el vínculo de paz y amor que caracteriza a la comunidad que cree en el Señor resucitado, cuyo retorno espera y por el que ora constantemente. Ante el altar se corrigen y superan esas divisiones. Pero eso debe traducirse en la propia celebración. De ahí que san Pablo, con todo cuidado, señalara a los corintios el sentido y el orden del acto eucarístico: ―Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido, que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ―Este es mi

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cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío‖. Asimismo también la copa después de cenar, diciendo: ―Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío‖. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor‖ (1 Cor 11, 23-27).

La santa cena es un momento de unidad, que tiene que concretarse en el orden litúrgico. Si alguien quiere comer y saciarse, que lo haga en casa. Esas actitudes apresuradas significan desconsideración hacia los demás. Desde la época de los primeros tiempos de la comunidad de Corinto hasta los nuestros, muchas cosas han ocurrido. En la actualidad las divisiones en una comunidad no se manifiestan porque algunos participan apresuradamente del pan y del vino, en tanto que otros quedan sin hacerlo. La desconsideración de unos para con otros se evidencia, por un lado, porque, a pesar de la participación en la eucaristía, los miembros de una comunidad no siempre llegan a superar sus diferencias sociales, y hasta sus desavenencias personales. Continúan acercándose a la mesa como si esto no significara la exigencia de una transformación que no sólo involucra a cada persona, sino también a toda la comunidad. La eucaristía, sacramento de la presencia del Señor liberador y transformador, pierde contenido. Queda reducida a un mero rito53. Por otro lado, esa frivolidad frente a la eucaristía también se manifiesta porque muchas veces, no obstante el significado profundo del sacramento, quienes participan en el mismo no llegan a constituir una verdadera comunidad que comparte lucha y esperanzas, que realmente se compromete en el testimonio del reino de Dios. Se participa en la eucaristía de una manera individualista, como si se tratase de un acto privado, cuando el sentido de la celebración tiene que ver nada menos que con la nueva realidad que Dios en Jesucristo ha introducido en la historia: el reino de los cielos.

La eucaristía, señala san Pablo, es participación conjunta en el cuerpo y en la sangra del Señor. Dicho con palabras más actuales: es práctica de la solidaridad en Jesucristo. Esta tiene que concretarse no sólo en acudir al unísono a la mesa, sino también en lo que sigue, cuando la comunidad deja la proximidad del altar y vuelve a la realidad social en la que está inmersa. La solidaridad es ayuda constante de unos a otros; pero, más aún, es una causa común: la de Jesucristo, el Señor cuya memoria se celebra y cuya venida en gloria se anuncia. Las opciones de Jesucristo: por la vida de quienes no tienen prácticamente vida, por los pobres, por la justicia que ensalza a los humildes y derriba a los poderosos y arrogantes, tienen que ser también las opciones de la comunidad eucarística. Como lo fueron también en el primer siglo: los de Jerusalén y Antioquía se unieron justamente en torno en la atención a los pobres, signo de la presencia incógnita del mismo Jesucristo entre nosotros, a la vez que herederos del reino. Participar en la eucaristía, que es el sacramento que traduce la unidad del cuerpo de Cristo, en tanto existen en la comunidad posiciones diferentes frente a estas exigencias fundamentales de la fe, es una cosa grave. La unidad no es mero ritual: consiste sobre todo en la práctica de la fe, en el ejercicio del testimonio. ―Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo. (…) Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo‖ (1 Cor 11,28-32).

En tercer lugar, san Pablo tuvo que enfrentarse con otro problema que afectaba seriamente la unidad de la Iglesia. Se trataba de un problema estructural de la sociedad y la economía predominante en el imperio romano. Según se ha dicho, la base de la producción estaba constituida por el trabajo esclavo. Ya se mencionó anteriormente lo que ocurrió con Onésimo, esclavo que servía a Filemón, que pudo escapar del control de su amo por un tiempo. Eso no duró por un lapso prolongado, pues Pablo llegó a conocerlo durante su estancia en la cárcel. Onésimo se convirtió al evangelio y resultó ser una ayuda preciosa para Pablo, ya anciano y en cadenas (carta a Filemón9-10). Seguramente, a través de una reflexión conjunta con Onésimo ─cosa que no se dice en el texto de la carta mencionada─ llegaron a la conclusión de que era apropiado que el siervo retornase a la casa del amo. Pablo hubiera querido retenerlo consigo, pero consulta a Filemón sobre cómo debe decidirse el caso. Para ello, envía junto con la carta a su camarada de prisión a aquel cristiano (posiblemente de Laodicea) en cuya

53 Cf Tissa Balasuriya, Eucharist and Human Liberation. Nueva York, Orbis Books, 1979. También J. de Santa Ana, Pan, vino y amistad. San José de Costa Rica, DEI, 1985.

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casa se reúne una comunidad de fieles, y que en varias oportunidades ha dado muestras de su amor (ágape) ―para bien de todos los santos‖ (v. 5).

Pablo es, por un lado, consciente de la densidad histórica que poseen las estructuras económicas y sociales: no es cuestión de frivolidades o de actitudes irresponsables en relación a las mismas. Esa conciencia le permite ver claramente cómo, incluso en el seno de la propia comunidad cristiana, las mismas subsisten, introduciendo diferencias y divisiones en el ámbito de quienes están llamados a vivir en comunión fraterna. Pero, por otro lado, Pablo está convencido del poder del evangelio para que esas estructuras pueden superarse: ―Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el evangelio; más sin consultarte no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada, sino voluntaria. Pues tal vez fue alejando de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido que, siéndolo mucho para mí, ¡cuándo más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor! Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo‖ (vv. 12-17).

La actitud de Pablo es realista en una doble dimensión. La primera corresponde a la vida concreta, con sus condiciones estructurales. Ciertamente, no es del gusto de Pablo aceptar el hecho de que los seres humanos en la sociedad se dividan entre amos y esclavos. El ya había dicho que ―en Cristo no hay ni siervo ni libre‖ (Gál 3, 28). Pablo no tiene más remedio, sin embargo, que inclinarse ante esa realidad. La segunda dimensión testimonia otro tipo de realismo, que se relaciona con el evangelio. El anuncio del reino de Dios significa que las cosas tal como son no pueden considerarse definitivas. Quien tiene fe en el anuncio del reino de Dios, no puede aceptar el status-quo. Las cosas van a ser transformadas. Y hay que actuar según esta conciencia de la fe que abre espacio para el cambio de la historia. La distinción entre ambos y esclavos ha de desaparecer para dar lugar a una convivencia fraterna entre los seres humanos. Aquellos que creen en esto deben transmitir esta dimensión de la fe a través de una demostración en términos bien precisos. No es cuestión de gestos abstractos. Aunque, según el primer tipo de realismo, Pablo sabe que por el momento no pueden dejarse de lado las estructuras, según el otro nivel de percepción de la realidad (aquel que corresponde a la fe y la esperanza del reino), comprende que hay acciones concretas que pueden ir introduciendo en la historia aquel fermento que conduce a su transformación. Se trata de un realismo escatológico, que se alimenta de la proximidad de Dios a la conciencia de la fe. De acuerdo con el mismo, solicita a Filemón que reciba a Onésimo como un hermano querido.

La lección que nos enseña esta historia consiste en la afirmación de que, para la comunidad cristiana, no son absolutas las estructuras que separan a los pueblos, a los hombres y a las mujeres. Para superarlas, ciertamente hay que tomarlas muy en serio. Pero eso no significa aceptarlas definitivamente. Hay que comenzar a introducir elementos que las debiliten, que pongan en evidencia su irracionalidad frente a lo que significa la esperanza del reino de Dios. O sea, dicho de otro modo, ser realista frente a las estructuras que dividen a las comunidades humanas lleva a luchar contra ellas a partir de las exigencias del reino. Es verdad que esto puede introducir nuevas divisiones en la comunidad. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, cuando los negros en los EUA comenzaron a luchar por sus derechos civiles, que eran violados por prácticas segregacionistas (en las escuelas, ómnibus, cafeterías, etc.). Las acciones del movimiento conducido por Martín Luther King derivaron en grandes confrontaciones. Pero, a través de las mismas, se introducía el fermento del reino.

La lucha por la unidad, por lo tanto, no es expresión de espíritu quijotesco. Es testimonio de aquella conciencia de la fe que sabe que el reino ya está entre nosotros, y que las cosas marchan en la historia (muchas veces de manera incompresible, casi nunca en línea recta) hacia la manifestación plena del mismo. Esa lucha significará la unidad incuestionable de todo el pueblo de Dios, que exige la transformación radical de aquellas estructuras que sirven para oprimir (y, por lo tanto, dividir) a los seres humanos mediante la acción de otros que no tienen conciencia de esa justicia del reino y de la libertad en el Espíritu Santo.

En cuarto lugar, el pensamiento paulino se desarrolló a través de reflexiones que no sólo consideraron la cuestión de la unidad del cuerpo de Cristo a partir de situaciones concretas donde la misma era puesta en tela de juicio debido a la práctica de los cristianos, sino también mediante posiciones teológicas que hasta el día de hoy constituyen elementos esenciales del pensamiento ecuménico. Esto se advierte sobre todo en la cuarta a los Efesios. En ella, su autor (el mismo san Pablo, o un discípulo suyo, o un grupo de sus colaboradores) encaró la cuestión de la relación entre la unidad de todos los pueblos de la oikoumente y la unidad de la Iglesia.

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En este texto, la perspectiva a partir de la que se plantea el problema de cómo superar las divisiones es la que surge desde la conciencia de la fe de que la acción redentora y liberadora de Dios tiene una dimensión cósmica. Esta consiste en recapitular (anakefalaoiosaszai) todo en Cristo, tanto lo que está en los cielos como lo que está en la tierra (Ef 1,10). Esta decisión de Dios es algo que viene ―desde antes de la fundación del mundo‖ (1,4), como lo es también que todos los seres humanos lleguemos a ser santos y sin mancha en el amor. En consecuencia, todo ha sido hecho para que, sometido a la gracia de Cristo, llegue a adquirir su verdadera plenitud cuando Dios sea todo en todos (1,23b). En el desarrollo de todo este proceso, la Iglesia es la realidad que confiesa y reconoce explícitamente tener a Cristo por cabeza (1,22b-23a), lo que la transforma en signo de esa unidad definitiva a la que todas las cosas serán sometidas bajo la soberanía de Cristo.

Este propósito, en el plano histórico, ya se manifestó a partir del momento en el que, mediante la cruz de Cristo, Dios hizo de gentiles y judíos un solo pueblo. De naciones separadas comenzó a irrumpir la unidad de la humanidad. El mundo habitado (oikoumente) ha comenzado, de esta manera, a transformarse en un espacio donde se va edificando la gran familia de Dios, compuesta por todos los pueblos de la tierra. ―Porque Cristo es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a lo que sestaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu‖ (Ef 2,14-22).

Esa unidad cósmica que Dios se ha propuesto para su creación, redimida en Cristo, y que llega a expresar en todas sus relaciones la armonía que es fruto del amor, se construye nada menos que a partir del propio sacrificio de Cristo en la cruz. Este ―misterio‖, sin embargo, tiene su manifestación visible en la reconciliación que Dios está operando entre pueblos que estaban separados. Bajo la conducción de Cristo, la cabeza, eso se concreta en la existencia de la Iglesia; en ella se reúnen quienes antes vivían bajo el peso de la enemistad. Cristo derribó el muro que los dividía. Abrió una brecha a través de la barrera que los separaba. En la Iglesia, cuerpo de Cristo, Dios comenzó a plasmar un nuevo hombre. Esta nueva humanidad acepta la diversidad fundamental que distingue a quienes se integran en ella, pero con la conciencia de que Dios está construyendo una familia (oikeioi) nueva. La nueva humanidad que Dios edifica a través de la predicación del evangelio llevada a cabo por los apóstoles y profetas, por toda la Iglesia, no excluye a nadie.

Consecuentemente, la Iglesia tiene que manifestar en su propia vida esta unidad de todo el pueblo de Dios, de la cual es señal. Esa unidad tiene su fundamento en el propio Dios y en la fe con la que se responde a su gracia. ―Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos‖ (Ef 4,1-6)54.

Esta unidad de la Iglesia se da a través de la diversidad. En efecto, no todos en ella tienen que cumplir con las mismas funciones. Los miembros que la componen tienen diferentes ministerios (servicios) que llevar a cabo. Cristo ha dado dones a los hombres y a las mujeres que forman parte de la Iglesia. La unidad que el auto de la carta pide que sea conservada es la que resulta de la buena y apropiada relación entre todos los dones distribuidos por Cristo entre los fieles. Así se construye el ―hombre perfecto‖, que ha de expresar ―la madurez de la plenitud de Cristo‖ (Ef 4,13).

La propuesta es de vivir renovando el espíritu de la mente de cada uno, revistiéndonos ―del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad‖ (Ef 4,23-24). A esto siguen una serie de exhortaciones bien precisas, que tienden ─si son practicadas─ a crear condiciones para el mantenimiento de la unidad. ―Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros

54 El subrayado es mío.

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los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al diablo. El que robaba, que no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil para que pueda hacer partícipe al que se halle en necesidad. No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo‖ (Ef 4,25-32). 2. El mensaje de la primera carta de Pedro En su Informe como secretario general del Consejo Mundial de Iglesias a la Sexta Asamblea General del mismo en Vancouver (julio de 1983), Philip Potter consiguió poner en evidencia la riqueza de esta carta para la causa de la unidad cristiana55. Con la profundidad que siempre ha caracterizado sus reflexiones exegéticas, propuso ─según el texto de 1 Pedro─ la imagen e ―casa de piedras vivas‖ para la Iglesia. La misión que ésta debe llevar a cabo le exige ir a terrenos áridos, llenos de problemas. ―en un sentido profundo, la Iglesia‖ ─por su naturaleza misma─ está siempre en el desierto, prosiguiendo su peregrinación hacia la ciudad de Dios o, como se dice en la carta a los Hebreos, hacia el mundo (oijoumente) venidero (2,5). La Iglesia es el pueblo de Dios, creado y consagrado a través del Exodo, en la muerte y la resurrección de Cristo.

―Está llamada a participar en los sufrimientos de Cristo por la salvación de nuestro mundo quebrantado y dividido. Al comienzo de su historia, la Iglesia era una comunidad de personas dispersas por todo el imperio romano, carentes de todo estatuto jurídico o social y expuestas al hostigamiento, la persecución y la muerte.

―La primera carta de san Pedro iba dirigida a esas Iglesias de la diáspora. Nos hemos inspirado en esa carta para una de las ―imágenes de vida‖ de nuestros estudios bíblicos preparatorios de esta Asamblea, la imagen de la ―casa de piedras vivas‖, que se emplea como imagen de la Iglesia. Les invito a meditar sobre lo que significa ser la ―casa de piedras vivas‖ en un mundo hostil que no obstante anhela ser una casa así edificada, una comunidad viviente que comparte en la justicia y la paz. […] Pedro exhorta a las Iglesias de la diáspora: ―Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo‖ (1 Pe 2,4-5)‖.

―[…] Al recordar su experiencia con Jesús y lo que de ella aprendió, Pedro dice a las Iglesias de la diáspora en Asia Menor, como nos dice hoy a nosotros, que confesar a Cristo significa participar en sus sufrimientos y compartir su vida resucitada. Las invita, y nos invita también a nosotros, a seguir caminando día tras día hacia Cristo, piedra viva, para que también, nosotros seamos piedras vivas, compartamos su vida y continuemos su ministerio de sufrimiento por la humanidad con gozosa esperanza.

―Pero ser piedras vivas significa para los creyentes, y para las comunidades de fe, no permanecer aislados, solos, petrificados, muertos. Se les da la vida y son edificados como casa (oikos) animada por el Espíritu permite que los que vienen a él sean edificados como esa casa‖.

(Permítasenos introducir ahora, en el medio de la argumentación de Philip Potter, una palabra sobre la convergencia que es posible advertir entre el pensamiento paulino y el de Pedro. Para ambos, la unidad no es una cosa dada. Tiene que ser constantemente sustentada; mejor dicho, construida. Si nos fuera dada, entonces vivir la unidad sería un asunto de disciplina eclesiástica. En cambio, si hay que edificarla, el problema es, en primer lugar, de espiritualidad: es en la proximidad con el Cristo crucificado, con la acción del Espíritu en el mundo, donde se construye la unidad. En ese sentido, la Iglesia vive la unidad en medio de las agonías y las alegrías de los hombres y las mujeres. O sea, participando con ellos en las luchas contra todo aquello que los divide y les impide ser plenamente ellos mismos.)

Siguiendo con las reflexiones de Potter, ―Pedro afirma que en el Cristo crucificado y resucitado se edificó esa nueva casa y que todos los que se acerquen a él son piedras vivas que forman parte integrante de la casa, comparten una vida común y ofrecen su vida entera y la de todos a Dios, en el Espíritu y por Jesucristo, Pedro continúa hablando y emplea en forma nueva algunas de las antiguas imágenes de Israel cuando llama a los creyentes ―un linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios‖ (1 Pe 2,9a). Los

55 Cf Julio Barreiro, El combate por la vida. Buenos Aires, La Aurora, 1984, pp. 343-359.

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creyentes, como piedras vivas, suprimen las barreras del racismo y se convierten en la verdadera raza humana hecha a imagen de Dios.

―Tanto las mujeres como los hombres se convierten en sacerdotes del rey y soberanos de sus vidas y se ofrecen juntamente con el mundo de Dios, a través de su culto y su testimonio. El nacionalismo, con todas sus actitudes exclusivistas, cede el paso a una comunidad consagrada a Dios y a su designio de unir en una sola casa a todas las naciones en su diversidad. Todos son el pueblo de Dios, una señal del designio de Dios de unir a todos los pueblos en una sola familia humana, en la justicia y la paz. Esta casa es la que habrá de anunciar las maravillas de dios, que sacó a su pueblo de las tinieblas llevándolo a su admirable luz (1 Pe 2,9). Esta es la forma en que Pedro confiesa ―la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica‖.

―Esta imagen y esta concepción de la casa viva es la que ha motivado el movimiento ecuménico. […] No César, sino Yavé, el que ha estado y está presente en el mundo, es el Señor y el salvador de la oikoumene, quien lo gobierna en la verdad, la justicia y la paz y manifiesta el designio de Dios a través del pueblo de la alianza, la casa de Israel. Su designio es que toda la oikoumente lo reconozca como verdadero Señor y salvador. A través de Dios, la humanidad verdadera se convierte en una promesa y en una realidad. En el Nuevo Testamento se nos habla, por ejemplo, de la predicación de Pablo y sus compañeros en Tesalónica, y de su creación de una ―Iglesia-casa‖. Se les acusa ante las autoridades de la ciudad porque ―trastornan el mundo entero, la oikoumene, […] y… contravienen los decretos de César diciendo que hay otro rey, Jesús‖ (He 17.6-7).

―El movimiento ecuménico es, por consiguiente, el medio por el cual las Iglesias que forman la casa, el oikos de Dios, están tratando de vivir y de testimoniar ante todo el mundo para que la totalidad de la oikoumene pueda convertirse en el oikos de Dios gracias a Cristo crucificado y resucitado con el poder del Espíritu, dador de vida‖56.

A través de esta larga cita de quien fue secretario general del Consejo mundial de las Iglesias desde 1972 hasta 1984 se pone una vez más de relieve que el movimiento ecuménico no es un apéndice en la vida de las Iglesias; éstas tienen que llevar el evangelio a la oikoumene y la proclamación del mensaje que les ha sido encomendado concierne a todos los pueblos, que son llamados por Dios para integrarse en su pueblo. Esto no significa que cada uno de ellos pierda su identidad; en el pueblo de Dios se preserva la diversidad de la humanidad. La diferencia consiste en que por Jesucristo y la obra del Espíritu Santo llegan a constituir una familia donde se supera todo lo que separa al género humano, donde se vive la salvación y se practica la liberación. La unidad, por lo tanto, tiene que ver con la obra misionera de la Iglesia. La unidad de los creyentes es la evidencia de que el mensaje del evangelio tiene contenido. Cuando el pueblo de Dios está unido, no tienen fuerza frente a él los poderes del infierno. La unidad del pueblo de Dios se construye (como se construye el oikos, la casa) a través de angustias, sufrimientos y agonías. La finalidad de todo este proceso no es otra que la nueva realidad que esperan quienes creen en Jesucristo: el reino de los cielos. Este aparece cuando menos se lo espera, pero siempre en medio de las luchas y los dolores de quienes padecen injusticia y opresión. La cruz no es marca de los poderosos y arrogantes, sino de quienes sufren, y porque penan también esperan la transformación de la sociedad, la redención de la oikoumente. El camino de la unidad cristiana no exige grandes cualidades, como las de los héroes o superhombres. Reclama sobre todo una actitud de fe, de amor y esperanza: ―El fin de todas las cosas está cercano. Sed, pues, sensatos y sobrios para daros a la oración. Ante todo, tened entre vosotros intenso amor, pues el amor cubre multitud de pecados. Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar. Que cada cual ponga al servicio de los demás (podríamos decir, al servicio de la unidad) la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios. Si alguno habla, sean palabra de Dios; si alguno presta un servicio, hágalo en virtud del poder recibido de Dios, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén‖ (1Pe 4,7-11). 3. La unidad del pueblo de Dios según el testimonio del evangelio de Juan El testimonio del autor del cuarto evangelio (y todo lleva a pensar que se trata de Juan, el apóstol) intenta afirmar que Jesús es el hijo del Padre, el hijo de Dios, y que como tal es el redentor del mundo, que ha sido creado a través de su persona de amor. En ese sentido, el evangelio de Juan procura poner el relieve y anunciar cuál es el sentido profundo de la vida y de las enseñanzas de Jesús. Cuando se lo estudia con detenimiento surge la

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evidencia de que la buena nueva anunciada por aquel en quien se encarnó el Verbo plantea una confrontación radical con los poderes y centros de autoridad que oprimen y dividen a los seres humanos. Su texto está articulado en torno a las grandes fiestas del año judío: hay tras pascuas (2,13ss; 6,4ss; 11,55ss), una fiesta de las tiendas (7,2ss), otra festividad no bien identificada (5,1ss) y una fiesta de la dedicación (10,22). En cada una de estas ocasiones se produce en enfrentamiento de Jesús con quienes pretenden ser guardianes de la religión del templo de Jerusalén: los sumos sacerdotes, los señores del sanedrín, los levitas, los fariseos, los saduceos, y también con los poderes políticos que de una u otra manera permitían el desarrollo de la religión del templo.

Con respecto al tiempo de la fiesta de la dedicación, Jesús expuso en forma de una parábola su enseñanza sobre las ovejas, el pastor, los ladrones y los mercenarios. Comúnmente se conoce este texto como el discurso sobre ―el buen pastor‖ (Jn 10,1-21). En la relación judía, la figura del pastor tiene una importancia fundamental. El pueblo que fue liberado por Yavé de la operación egipcia salió al desierto con su ganado, que siguió con él durante todo el período del Exodo. Fue un pueblo de pastores. Israel se presentó siempre como una nación pastoril: las tribus rebeldes del Norte, que fueron penetrando gradualmente en las tierras de Canaán, eran nómadas y cuidaban ovejas y otros animales. La gente del Sur, en cambio los que adoraban a los baales, eran agricultores. Como lo fue Caín; mas Dios prefirió la ofrenda de Abel, el pastor. Practicar el pastoreo como actividad económica significaba en aquellos tiempos tener una posición social no muy elevada, ser pobres. Los pastores nómadas tienen que seguir la evolución del clima, siempre preocupados por encontrar lugares donde el ganado pueda pastar, evitando las regiones de sequía. Están, por lo tanto, a merced del tiempo. Su condición es mucho más vulnerable que la de los agricultores, que eran sedentarios.

Israel, luego de haber tomado posesión de las tierras de los cananeos, mantuvo como un símbolo nacional las realidades del mundo pastoral. No sólo porque los reyes fueron llamados ―pastores‖, sino sobre todo porque el pastor siempre fue Yavé, el Señor (cf Sal 23). La figura del pastor era, por lo tanto, un símbolo nacional. Israel era un pueblo cuyas raíces se hundían en actividades de pastoreo. Su formación nacional fue la de una federación de tribus de pastores oprimidos que lucharon contra agricultores poderosos y los vencieron57. Los conductores de ese pueblo, los reyes, eran sus pastores. Fue el caso de David, especialmente, pero también de sus sucesores, tanto en el reino del Sur como en el Norte (luego de la secesión que se produjo después del reinado de Salomón).

La figura del pastor era, por lo tanto, política y religiosa al mismo tiempo. Actualmente, entre quienes leen la Biblia sin mayores informaciones, se tiende a acentuar la dimensión religiosa del pastor. Sin embargo, en tiempos del Antiguo Testamento, y sobre todo antes de que Israel fuera llevado al exilio o dispersado fuera de Palestina, predominaba una noción política para definir la figura del pastor. Los profetas especialmente, cuando se referían a los ―pastores‖, tenían en la mente a los reyes de Israel. Estos fueron ―buenos‖ o ―malos pastores‖. Por ejemplo, en los años que precedieron al exilio babilónico, Jeremías profetizó en nombre de Yavé y dio a conocer públicamente varios oráculos contra la casa real de Judá, y especialmente contra Joacaz, Yoyaquim y Joaquín (cf Jer 21,11-22,30). Ello fueron malos pastores: no fueron responsables en la conducción del pueblo. Entre quienes precipitaron la dispersión del pueblo de Israel, ellos tuvieron un papel fundamental. En el capítulo 23, Jeremías pronuncia el oráculo contra esos malos pastores: ―¡Ay de los pastores que dejen perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! ─oráculo de Yavé─. Pues así dice Yavé, el Dios de Israel, tocante a los pastores que apacientan a mi pueblo: Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis. Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras ─oráculo de Yavé─. Yo recogeré el resto de mis ovejas de todas las tierras a donde las empujé, las haré tornar a sus estancias, criarán y se multiplicarán. Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas, ni faltará ninguna ─oráculo de Yavé─‖ (Jer 23,1-4).

Inmediatamente, y en contraste con la figura de los malos pastores, Jeremías presentó el anuncio del buen rey, o, si se quiere, del buen pastor: será alguien que respetará el derecho y hará justicia. Pero, sobre todo, tendrá suficiente capacidad como para reunir al pueblo de todos los rincones de la tierra (de toda la oikoumene) por donde había sido dispersado como consecuencia de la mala gestión de gobierno de aquellos ―malos pastores‖ (Jer 23,5-8).

57 Sobre este punto, ver de JORGE PIXLEY, Exodo. Una lectura evangélica y popular, Casa Unida de Publicaciones, México 1983.

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Ezequiel fue también profeta en el período en el cual Jerusalén sufrió el asedio babilónico. Cuando las tropas de Babilonia penetraron en Jerusalén y enviaron al exilio a un grupo de personas que vivían en la ciudad, Ezequiel los acompañó. Al igual que Jeremías, él pensaba que la mayor responsabilidad de lo que había ocurrido recaía sobre los reyes, ―los pastores de Israel‖. ―…La palabra de Yavé me fue dirigida en estos términos: ―Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza. Dirás a los pastores: Así dice el Señor Yavé: ¡Ay de los pastores que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües, no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza. Y ellas se han dispersado por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo; andan dispersas‖― (Ez 34,1-5).

Por eso mismo, según el oráculo de Ezequiel, ya no serán los reyes los que guiarán al pueblo de Israel, sino el mismo Yavé, que reunirá al pueblo disperso y lo hará volver a su patria, donde reinará la justicia: ―Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yavé. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré: las pastorearé con justicia‖ (Ez 34,15-16).

En el mensaje del profeta se reconoce la existencia de diferencias sociales: hay quienes se han aprovechado de la situación, hasta el punto de ayudar a empujar a los débiles a emigrar hacia otras tierras. Hay pillado a los débiles, se han aprovechado de las miserias de los otros. Pero terminarán estas injusticias, y las divisiones del pueblo serán superadas. Dios mismo va a hacer surgir un nuevo rey, que reunirá al rebaño disperso: ―Yo suscitaré, para ponérselo al frente, un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, Yavé, será su Dios, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yavé, he hablado. Concluiré con ellos una alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces. Habitarán en seguridad en el destierro y dormirán en los bosques. Yo los asentaré en los alrededores de mi colina, y mandaré a su tiempo la lluvia, que será una lluvia de bendición. El árbol del campo dará su fruto, la tierra dará sus productos, y ellos vivirán en seguridad en el suelo. Y sabrán que yo soy Yavé cuando despedace las barras de su yugo y los libre de la mano de los que los tienen esclavizados. No volverán a ser presa de las naciones, las bestias salvajes no volverán a devorarlos. Habitarán en seguridad y no se les turbará más. Haré brotar para ellos un plantío famoso; no habrá más víctimas del hambre en el país, ni sufrirán más ultraje de las naciones. Y sabrán que yo, Yavé, su Dios, estoy con ellos, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo, oráculo del Señor Yavé. Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yavé‖ (Ez 34,23-31).

Tanto el mensaje de Jeremías como el de Ezequiel estaban presentes en la memoria del pueblo. Desde que Israel fue dispersado y una pequeña parte del mismo llevada al exilio en Babilonia, varios siglos habían pasado. El pueblo pudo retornar a Palestina, reconstruir el templo en Jerusalén. Nuevos poderes opresores, tomaron cuenta de su situación, sometiendo a Israel nuevamente, y hasta profanaron el templo (como hizo Antíoco Epífanes), lo que provocó una guerra de liberación que consta en los libros de los Macabeos. El templo fue reconstruido, pero Israel volvió a caer bajo el poder de Roma. Para la conciencia popular, gran parte del problema estaba planteado por la actitud obsecuente de las clases dirigentes de Israel, que una y otra vez se inclinaban ante el poder imperial. Decían estar contra la opresión que sufría el pueblo, pero ciertamente participaban de la misma. En el pensamiento del pueblo, eran también ―malos pastores‖.

Esto es una parte importante del contexto en el que Jesús presentó la parábola sobre las ovejas, el pastor, los ladrones y los mercenarios. De hecho, en ese contexto, al decir Jesús que no sólo era ―el buen pastor‖, sino también ―la puerta‖ del rendil donde las ovejas podían encontrar protección, decide presentarse como el verdadero conductor del pueblo. Era el pastor que tanto Jeremías como Ezequiel habían anunciado: quien cuidaría del rebaño con justicia, eliminando la opresión económica y las consecuencias de la misma manifestadas en las diferencias sociales del pueblo. Este sabe reconocer a sus dirigentes. Por eso seguían a Jesús y no tenían confianza en los sacerdotes del templo ni en los miembros del sanedrín. Quien está dispuesto a poner su vida al servicio del pueblo, tal como lo hizo Jesús, es apreciado y seguido. No ocurre lo mismo con los extraños. En la primera parte del texto del capítulo 10 del evangelio de Juan figura esta parábola de Jesús (vv. 1-5); sin embargo, quienes lo escuchaban no la comprendieron, lo que llevó a Jesús a ser más explícito: ―Entonces

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Jesús les dijo de nuevo: En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no le escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy la vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; ésa es la orden que ha recibido de mi Padre‖ (Jn 10,7-18).

Las palabras de Jesús escandalizaron a muchos, en tanto que sorprendieron a otros. Los primeros decían que Jesús estaba demente (v. 20), en tanto que otros reconocían el poder liberador de su mensaje (v. 21).

El texto de la parábola tienen una importancia decisiva para la orientación que los cristianos están llamados a dar al movimiento por la unidad. Primero, las ovejas significan el pueblo de Israel. En el tiempo de Jesús, como en el pasado, no tenía conducción responsable: era un rebaño sin pastor. Por eso, cuando aparece Jesús, lo escuchan. Reconocen en su mensaje un foco de atención común, y ─lo que es todavía más importante─ reconocen en su acción una guía para recuperar su dignidad, para adquirir la seguridad mínima que toda vida humana requiere. Jesús es la ―puerta‖: a través de él, el pueblo va a reencontrar su destino de hijos de Dios. Otros vinieron antes, pero ésos no fueron más que ladrones y asaltantes. Con sus propuestas pusieron en peligro la vida de la gente, crearon una inseguridad mayor. Por eso el pueblo no los escuchó.

El valor de la conducción del buen pastor radica en el hecho de que está dispuesto a jugarse la vida por el pueblo. Jesús se presentó como el buen pastor: sus definiciones frente a quienes se aprovechaban de las condiciones de trabajo y de vida de los pobres de Palestina demostraban que no hablaba en vano. Ya antes de su muerte, las ―ovejas‖ sabían que tenía fuerza y vida suficientes como para entregarse por el pueblo. El ladrón mata y destruye; en cambio, Jesús vino para que el pueblo tenga vida y vida en abundancia (v. 10), y por esa causa, por el bien de las ovejas, está dispuesto a dar su vida. Por eso mismo, es el buen pastor.

El contraste entre éste y los asalariados es muy evidente. Estos últimos, frente al lobo, no se preocupan por las ovejas, sino por salvarse a sí mismos. Por eso huyen, escapan a sus responsabilidades. Del mismo modo que Jesús estaba dispuesto a arriesgar su vida hasta las últimas consecuencias, los asalariados no querían enfrentarse con el ―lobo‖, el poder imperial. Renunciaban de hecho a sus obligaciones, faltaban a sus compromisos asumidos ante el pueblo. Ante la presencia de las autoridades del imperio romano, en vez de defender los derechos de los pobres de Israel, callaban y otorgaban. No procuraban que el pueblo tuviera una vida más plena (zoé), que era ─justamente─ el objetivo de Jesús. El lobo, entonces, se aprovechaba de las ovejas: las utilizaba mientras podía, o si no, las dispersaba. Ante esos hechos, el asalariado dejaba hacer. Sobre todo, porque para él sólo contaba el provecho que podía sacar de la situación. En la realidad, como dice Jesús, no le importaban nada las ovejas. El pueblo no era una prioridad para ellos (v. 13).

La integridad del pastor es un elemento de primerísima importancia teológica. Es en ese amor vivo por el pueblo, en esa actitud de dádiva hacia él, donde se advierte la relación entre el buen pastor y el Padre. Amarle es también amar al prójimo. Este mensaje va a parecer en la primera carta de Juan: ―Si alguno dice: ´Amo a Dios´, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano‖ (1 Jn 4,20-21). El conocimiento del Padre, que se expresó a través de la existencia de Jesús, tuvo su fundamento en ese profundo amor que el Nazareno mostró a su pueblo. En el evangelio de Juan, durante las conversaciones que tuvo con sus discípulos en la víspera de su muerte, antes de ser arrestado y juzgado injustamente por quienes conspiraron contra él, llegó a decir: ―Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos‖ (Jn 15,13).

Ya todo esto era suficientemente como para crear una gran discusión con los judíos. Jesús, sin embargo, agregó algo más, y muy importante por cierto: ―También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a

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ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño un solo pastor‖ (Jn 10,16)58. El enviado del Padre no limita su misión al pueblo de Israel. Su ministerio se concretó en medio del mismo. Sin embargo, la entrega de su vida tiene una dimensión universal. Hay otros pueblos, además de los judíos, que oirán su voz. Aquí surge la proyección ecuménica, universal, católica, de la acción de Jesús. Las divisiones entre las naciones ya no tienen vigencia, partiendo de una perspectiva que se proyecta desde la economía de la historia de la salvación. Los pueblos de la tierra están convocados a escuchar la voz del buen pastor. No sólo los dispersos de la casa de Israel, sino también quienes tienen otras tradiciones, otros valores, otras culturas. Entonces se unirán todos en una sola familia, con un solo guía: el buen pastor, que tiene coraje, y amor a su pueblo como para dar su vida por él. O sea, la visión final que presenta esta parábola del capítulo 10 del evangelio de Juan es la de una humanidad reunida y liberada, que comparte la vida en abundancia gracias al amor del Pastor.

Esta unidad de todas las naciones en un solo pueblo de Dios, al igual que en el pensamiento de san Pablo y de san Pedro, tiene su señal en la vida de la Iglesia. Jesús era consciente de que las dificultades que iba a encontrar en el futuro la comunidad de los discípulos, así como también la propia naturaleza humana de quienes la componían, iban a desempeñar un papel de fuerzas centrífugas en la Iglesia. La tendencia no siempre es a la unidad; muchas veces es a la fragmentación. Los evangelios sinópticos narran algunas tensiones que se produjeron en el seno del grupo de los discípulos: Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, pretendían ocupar los cargos más importantes en el reino en caso de que Jesús hubiese tomado el poder, lo que suscitó la indignación de los otros diez (cf Mc 10,35-45; Mt 20,20-28; Lc 22,24-27). Juan no da testimonio de esta historia. No obstante, también es cierto que en la noche en que Jesús fue entregado él ya conocía que no existía una unidad plena entre los doce; no en vano Judas lo traicionó, como también poco más tarde Pedro lo negó, en tanto que otros desaparecieron. Al pie de la cruz quedaron su madre María, la hermana de ésta, María Magdalena y ―el discípulo amado‖. Todo lleva a pensar, pues, que la cohesión y la unanimidad no eran plenas en el grupo de quienes estaban más próximos a Jesús.

Eso explica algunas cosas que ocurrieron la última noche que pasó con sus compañeros: el ejemplo de humildad que les dio cuando tomó el lebrillo, se ciñó la toalla y comenzó a lavar los pies de los discípulos (Jn 13,1-20); la insistencia en que reinase el amor entre ellos (13, 31-35); las palabras de confianza sobre la venida del Paráklito (el Espíritu de la verdad) que alentará y dará fuerzas a los creyentes en medio del odio del mundo, las persecuciones y la represión ( 15, 18-16,33). Jesús, de modos diversos, exponía su preocupación por el destino del movimiento que había formado. Hacía entender a sus discípulos que no debían caer en la trampa de la desunión, de las discusiones y las divisiones.

Por eso, culminando ese serie de discursos que el evangelista Juan puso en boca de Jesús como habiendo sido pronunciados esa última noche antes de su crucificación, está la oración por la unidad (Jn 17), conocida también como ―oración sacerdotal‖ de Jesús. Aparecen en la misma elementos que ya habían sido indicados en la parábola sobre las ovejas, el buen pastor, el ladrón y los asalariados: el pueblo de Dios abarca mucho más que Israel. Otros también creerán en Cristo. Y Jesús ora por todos los de la Iglesia, los de su comunidad, para que expresen la unidad que será prueba del valor del mensaje del evangelio. ―No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación el mundo‖ (Jn 17,20-24).

Jesús ya no enseñó más a sus discípulos; se dirigió al Padre en oración. Es una razón muy profunda la que lo condujo a poner delante de Dios esta preocupación por la unidad de los suyos. Por un lado, porque quienes creen en él y en el mensaje que presentó son los que tienen la responsabilidad y el privilegio de continuar su obra. Por lo tanto, ellos están llamados a expresar, a través de sus propias relaciones fraternas, el espíritu de profunda y estrecha unión que existe entre el Padre y el Hijo. La razón por la cual la unidad de la Iglesia es una prioridad altísima es de carácter teológico: tiene que ver con el ser de Dios. Este no puede ser

58 El subrayado es mío.

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presentado mediante disensiones y separaciones. Por eso mismo es posible decir que la unidad de la Iglesia, más que una necesidad institucional, es una exigencia teológica. Por otro lado, aun en momentos muy difíciles, como podían ser las persecuciones que los cristianos ya estaban comenzando a sufrir poco antes de que fuera escrito el evangelio de Juan, se afirma la importancia de la unidad por una razón misionera: hay que estar unidos ―para que el mundo crea‖. No se trata de afirmar que un cierto tipo de comprensión de la fe es más correcto que otro, ni que una línea confesional es más tradicional que las demás, o que algunas maneras de expresar la piedad cristiana son ―más evangélicas‖ que las del resto (que parecen ser ―mundanas‖). Lo que está en juego es nada menos que el testimonio de la relación íntima entre Dios y Jesús, entre el Padre y el Hijo. Dicho de otra manera, la unidad cristiana indica que el Dios revelado en Jesucristo, su Hijo unigénito, encarnación del Padre, es un ser que ama y que quiere el bien (―la vida en abundancia‖, o sea la que vive sin necesidades espirituales ni materiales) de todos los seres humanos.

Esta unidad por la que Jesús oró no es abstracta. Según los términos de su plegaria, tiene que manifestarse en términos históricos, concretos, propios del ―mundo‖: ―No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo‖ (Jn 17,15-18). O sea, como muchas veces lo hemos señalado en estas páginas, la unidad del pueblo de Dios debe manifestarse en situaciones bien precisas. Del mismo modo que la unión entre el Padre y el Hijo se evidenció en un momento histórico bien definido, cruzado por tendencias conflictivas, también la unidad de quienes creen en el hijo de Dios tiene que producirse en medio de las luchas y tensiones de la historia.

Sólo así la Iglesia será la señal de la unidad e la humanidad redimida que Dios quiere construir. Recapitulación Infelizmente, las tensiones y las divisiones aún persisten en la vida de la Iglesia. Expresan la realidad del pecado que pervierte la vida humana: enemistades entre los pueblos, personalismos, ambiciones desmedidas de poder, diferencias sociales y antagonismos que resultan de las mismas, injusticias que derivan en opresión de algunos sobre muchos, etc. Sin embargo, la realidad del pecado no es la última palabra. Dios en Jesucristo venció al pecado en la cruz. Esta afirmación de la fe cristiana debe mover a quienes están motivados a vivir según esa fe a enfrentar aquellas situaciones que evidencian la división entre los seres humanos.

En efecto, el propósito de Dios para con toda la creación es hacer que los contrarios se reconcilien, que los enemigos lleguen a abrazarse como hermanos. Para que los hombres y las mujeres de toda la tierra (oikoumene) lleguen a tomar conciencia de esto, Dios ha dado al grupo de quienes han creído en su Palabra, o sea a la Iglesia, la misión de proclamar ese mensaje de reconciliación (cf 2 Cor 5,14-21) y de vivir concretamente tal unidad.

El testimonio bíblico nos muestra varios caminos para llegar a esa práctica: algunos tienen que ver con los fundamentos de la fe. A partir de la propia experiencia de Dios: Padre, e Hijo y Espíritu Santo, la comunidad tiene que vivir esa unidad, recordando a Jesucristo, anunciando su reino, participando en un solo bautismo, en una sola eucaristía porque una es nuestra fe y uno es Dios.

Frente al hecho de las divisiones, y, por consiguiente, de la ausencia de esa unidad, hay que encarar esta exigencia como una marcha a través de un proceso. Este procura la edificación de la Iglesia como si fuera una familia, una casa (oikos, oikía), en la que se construye la fraternidad a través del encuentro franco, sincero, no exento de críticas. A través de ese descubrimiento del otro en el amor fraterno, se da un diálogo que permite aproximaciones. Este camino no es fácil, sobre todo porque ─como ya se dijo─ está convocado a plasmarse en condiciones frecuentemente muy difíciles, con tensiones muy grandes, en un contexto de opresión y de lucha de los oprimidos por la liberación.

Luchar por la unidad significa, entonces, hacer frente al ―ladrones y asaltantes‖, falsos pastores que conducen al pueblo a mayores dificultades. Presupone criticar y exponer a la opinión pública a los ―asalariados‖, que huyen cuando aflora el peligro y escapan al cumplimiento de sus responsabilidades. La lucha por la unidad exige la entrada de sí, como hizo Jesús. Esta garantiza la sustancia del mensaje.

Así será posible que ―todos tengan vida y que la tengan en abundancia‖. Es el camino necesario a recorrer ―para que el mundo crea‖.

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UNIDOS PARA QUE EL MUNDO CREA (1985) Pero luego comenzaron a discutir cuál de ellos debía ocupar el primer lugar. Jesús les dijo: ―Los reyes de las naciones se portan como dueños de ellas, y los que gobiernan se hacen llamar bienhechores. Ustedes no deben ser así. Al contrario, el más importante entre ustedes se portará como si fuera el último, y el que manda como el que sirve. Pues, ¿quién es el más importante, el que está sentado a la mesa o el que sirve? El que está sentado, ¿no es cierto? Sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve.

(LUCAS 22:24-27)

a experiencia de los movimientos populares en la lucha por la justicia pone en evidencia que uno de los mayores problemas que deben enfrentar es el de las luchas internas, con sus consecuencias, entre las que

hay que destacar la tendencia a la fragmentación, al divisionismo, a la creación de fracciones que luego se enfrentan unas a otras. Mientras el movimiento avanza y va consiguiendo algunas victorias, es más fácil mantener la unidad en el desarrollo de la lucha. Basta, sin embargo, que surjan algunas dificultades y contra tiempos para que se radicalicen las críticas y se formen grupos, cada uno de los cuales plantea su posición como si fuera una verdad infalible. La intolerancia, virus maligno, penetra en el cuerpo de la organización popular que se divide, perdiendo así las fuerzas y eficacia.

La sobriedad de los relatos evangélicos, preocupados sobre todo con la presentación de los hechos más importantes de la vida de Jesús, permite entrever a lo largo del hilo de sus narraciones, que cuando Jesús y su grupo comenzaron a enfrentar los diversos desafíos de aquella semana de pascua en Jerusalén, se produjeron entres los apóstoles algunas fricciones, surgieron anhelos ambiciosos orientados hacia la adquisición de poder, en tanto que hubo quien se sintió frustrado constatando el giro que tomaban los acontecimientos. Esto último parece ser lo que ocurrió con Judas, quien debe haber tomado parte del grupo que expresó su descontento cuando Jesús, cenando en casa de Simón el leproso, en Betania, no sólo permitió sino que también tuvo palabras de aprecio por aquella mujer que derramó el contenido de un fracaso de mármol con precioso perfume adentro.

Al ver esto los discípulos se enojaron y dijeron: ―¿Con qué fin tanto derroche? Este perfume se habría podido vender muy caro para ayudar a los pobres‖. Jesús defendió la acción cumplida por aquella mujer. Fue entonces que Judas tomó la decisión de traicionarlo por un puñado de monedas (Mt. 26:6-16).

De acuerdo al texto de Lucas, fue en ocasión de la última cena que se produjo la discusión entre los doce

sobre quién ―debía ocupar el primer lugar‖ de lo comunidad (Luc. 22:24-27). El Evangelio de Marcos presenta este pasaje antes de llegar a Jerusalén, por lo tanto en un tiempo previo a la semana de Pascua (Mc. 10:35-45). El texto de Mateo sigue el esquema de Marcos (Mt. 20:2-ss). El texto del cuarto Evangelio, sin narrar los acontecimientos, los presupone como antecedente del gesto de lavado de pies de los discípulos llevado a cabo por Jesús (Jn. 13: 1-ss). Son tres ocasiones en las que Jesús y los discípulos sentían con mayor o menor grado que cerco de amenazas se estrechaba en torno a ellos. Es un momento en el que se perfilan las ambiciones. Quienes tienen un concepto de sus personas que los mueve a procurar posiciones de comando se hacen notar. Fue lo que ocurrió con Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, cuya madre según el texto de Mateo ─o ellos mismos, de acuerdo con el testimonio de Marcos─ se aproximó a Jesús para obtener una consideración especial para sus hijos llegado el momento de instaurar el Reino. Son comportamientos humanos, demasiado humanos.

En la forma como Lucas organizó los materiales a su disposición para redactar su texto, la discusión sobre este problema tuvo lugar en torno a la mesa. Todos los discípulos conversan con Jesús sobre el asunto. Fue Jesús mismo quien promovió el intercambio de ideas. Eso lleva inmediatamente a tomar conciencia de que la participación en la Cena del Señor no significa que quienes componen la comunidad de fieles superan la tentación del poder, del comando. La comunidad daba en aquella ocasión un testimonio de que no todos los que se acercan a Cristo lo hacen con un espíritu de seguimiento, cultivando un carácter de discípulo. El espíritu humano que anhela el poder ─el espíritu de cada hombre, de cada mujer─ busca llegar a dominar, a ejercer el mando, y eso también está presente en la celebración más importante de la fe cristiana.

L

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La posición que muestra Jesús se caracteriza por la intransigencia del amor. Quien anhela ser importante en el Reino de Dios tiene que aprender del Maestro, que se hizo servidor de todos:

Los reyes de las naciones se portan como dueños de ellas, y los que gobiernan se hacen llamar bienhechores. Ustedes no deben ser así. Al contrario, el más importante entre ustedes se portará como si fuera el último, y el que manda como el que sirve. Pues, ¿quién es el más importante, el que está sentado a la mesa o el que sirve? El que está sentado, ¿no es cierto? Sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve (Luc. 22:25-27).

No hay novedad en esta posición del Señor Jesús. Ya había expresado lo mismo cuando en otra ocasión también sus seguidores:

Comenzaron a discutir sobre cuál de ellos era el más importante. Pero, Jesús se dio cuenta de lo que les preocupaba y, tomando a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: ―El que recibe este niño por causa de mi nombre, me recibe a mí, y el que recibe a mí, recibe al que me envió; porque el más pequeño entre ustedes, ése es el más grande‖ (Luc. 9:46-48).

El seguidor es quien ofrece el pan y hace circular la copa para que beban y se alegren quienes se sientan

a la mesa. El servidor es quien va construyendo canales de comunicación entre los invitados al banquete. Así, poco a poco, va tejiendo una malla que permite el encuentro ─y hasta la reconciliación─ entre personas que hasta ese momento podían estar separadas. La comunidad que sella su relación en torno a la mesa del Señor, por el servicio de éste, se ve llamada a esta práctica de unidad, de aceptación de la otra persona, de reconciliación: Hay un texto del Sermón del Monte donde se subraya esta necesidad de hacer la paz con los otros:

Saben que se dijo a sus antepasados: ´No matarás, y el que mate será llevado ante la justicia´. Yo les digo más: cualquiera que se enoje contra su hermano, es culpable, y el que lo trate de tonto será llevado ante el Tribunal Supremo, y el que lo trate de renegado de la fe, es digno del infierno. Por eso, cuando presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el altar, anda primero a hacer las paces con tu hermano y entonces vuelve a presentarla (Mt. 5:21-24).

En la vida de una comunidad existe problemas, momentos de enfrentamiento entre quienes han asumido

posiciones diversas. Los debates pueden llegar a ser ásperos. Hasta las relaciones pueden enfriarse. Todo ese es humano. La situación, empero, se vuelve peligrosa, cuando la intolerancia lleva a una de las partes (o a ambas) a procurar la segregación de la otra, o a buscar su sometimiento. Es el momento en el que surge la tentación del poder, del control, de la afirmación de la propia superioridad. Esta tendencia no sólo existe entre las personas, también se la advierte entre las instituciones. Las iglesias una y otra vez la han manifestado a lo largo de la historia.

Esto tiene mucho que ver con el problema que se plantea cada vez en términos más agudos de la intercomunicación. Por un lado, nadie puede dejar de reconocer, que cuando Jesús tuvo la cena con sus discípulos, invitó a quienes formaban parte del círculo más próximo de sus colaboradores. Había otros que pudieron recibir ese honor: por ejemplo, algunos del grupo de los ―setenta y dos‖ que fueron enviados a visitar las ciudades y lugares por los que luego Jesús andaría (cf. Luc. 10:1-24). Sin embargo, no fue el caso. Por otro lado, los testimonios históricos abundan y llevan a afirmar que en las iglesias de los primeros siglos que siguieron a la muerte y la resurrección de Jesús, había un extremo cuidado par que celebrasen la eucaristía bautizados que probaban fehacientemente en su existencia cotidiana su fe en Jesucristo. O sea, se procuraba con todo rigor evitar la profanación de la Cena del Señor. La hospitalidad eucarística no se aplicaba con facilidad. La mesa no estaba abierta a todos.

Este rigor todavía persiste en nuestro tiempo: muchas iglesias no abren la mesa de comunión a los fieles de otras denominaciones. Se arguye a favor de esta actitud con razones muy válidas. Los argumentos canónicos, formales, son las barreras legales aplicadas celosamente por quienes se oponen a la práctica de la intercomunión. Pero, al mismo tiempo, también es necesario constatar que hay cristianos de diferentes tradiciones que comparten esperanzas, luchas, sufrimientos, testimonios, que oran y leen la Biblia juntos, y que

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no se conforman hoy con tener que celebrar la eucaristía por separado. Se trata de hermanas y hermanos de diferentes iglesias, profundamente leales a las mismas, que en virtud de sus testimonios de fe han ido anudando fuertes lazos de amistad y compañerismo cristiano. Comparten sueños y vigilias, ayunos y rezos. No obstante, hay cánones que en su formalidad niegan lo que Dios en la vid ay en la historia va llamando a ser como comunidad. Pese a la comunión real que como personas experimentan, las tradiciones eclesiásticas a las que pertenecen los obligan a separarse cuando llega el momento de la celebración eucarística. Junto a la preocupación de ser fieles al Señor que los llama a ser ―uno‖ en el pueblo de Dios, está su conciencia de ser leales a cuerpos eclesiásticos, cuya intransigencia no es siempre un reflejo de apego y lealtad a la fe. En efecto, nadie puede negar que en toda intransigencia haya aspectos que están más cercanos a la voluntad de control y de poder, que a la vocación de servicio. Muchas veces esta distancia que infelizmente persiste entre muchos cuerpos eclesiásticos cuando llega el momento de la solemnidad eucarística, traduce también otros tipos de separaciones que afectan a las iglesias. Diferencias incluso más hondas, de carácter social, económico, político y cultura.59

Esta situación lleva a plantear inmediatamente algunos puntos relativos a la práctica eucarística de las iglesias. Por ejemplo, surge la constatación de que hay una tensión entre el espíritu de servicio con el que Jesús instituyó la celebración de la Cena, y la decisión de controlar la aproximación a la Mesa de la comunicación. Nos parece que el acento tiene que colocarse sobre lo primero. La eucaristía, como prefiguración del banquete del Reino, exige una actitud de mutuo reconocimiento, que comienza cuando hay una confesión mutua de pecados y un perdón compartido. No hay posibilidades de descalificar la fe de los demás en torno a la Mesa, cuando esta misma fe conduce a los creyentes a pedir el mutuo perdón por sus divisiones, por las fracturas del cuerpo de Cristo.60

De no manifestarse esta reconciliación, entonces la solemnidad de la Cena pierde mucho de su significación escatológica. El qué de la eucaristía no puede ser separado del cómo, según lo señalara cuidadosamente San Pablo a los Corintios. De ahí que parezca conveniente insistir que las iglesias y los cristianos son llamados a expresar en su propia vida este amor, esta reconciliación que es la mejor garantía de que las relaciones de quienes serán recibidos en el Reino son de una profunda afinidad espiritual, de gran fraternidad. La comunión eucarística no existe sin una práctica concreta del amor por los demás, especialmente, por los más pobres y desvalidos. En el Evangelio de Juan, justamente el gran mandamiento de amor es indicado por Jesús en el contexto de la última cena:

Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor, así como yo permanezco en el amor de mi Padre, guardando sus mandamientos. Yo les he dicho todas estas cosas para que participen en mi alegría y sean plenamente felices. Ahora les doy mi mandamiento: Ámense unos con otros, como yo los amo a ustedes. No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si cumplen lo que yo les mando. Ya no les diré servidores, porque un servidor no sabe lo que hace su patrón. Les digo: amigos, porque les he dado a conocer todo lo que aprendí de mi Padre.(…) Yo les ordeno esto: que se amen unos a otros (Juan 15:10-15; 17).

La fuerza de este mandato, como por lo demás, de todo lo que se relaciona con la eucaristía, está en la

misma vida de Jesús. Esta es la garantía del misterio pascual, la que lo autentica. Cuando el mandato de Jesús se traduce en una práctica de amor, ya no hay barreras entre los seres humanos, ni estructurales, ni existenciales, ni legales.

Sin embargo, el amor es puesto a prueba una y otra vez, a veces cuando menos se lo espera. Los obstáculos pueden surgir en cualquier momento de la vida de la comunidad, y con ellos pueden venir nuevas tensiones, nuevos motivos de división. Jesús tuvo conciencia de esta situación; presintió que sus seguidores serían sacudidos por situaciones de esa índole. Eso ocurrió cuando hubo que enfrentar oposiciones y persecuciones. Hubo, también, otros motivos de división (por ejemplo, en la comunidad de Corinto: cf. I Cor. 1-3), pero no tan graves como los ocasionados por la búsqueda de poder para conducir a la Iglesia frente a las serias dificultades que le crearon sus opositores.

59 Tissa Balasuriya, op. cit., p. 4. 60 Cf. J. Zizioulas, en el libro escrito con J.M. Tillard y J:J: von Allmen: L´Eucharistie: op. cit., pp. 73-74.

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Frente a la eventualidad de ese riesgo, aparece al final de la última cena, en el texto del Evangelio de Juan, la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Allí ruego al Padre que quienes creen en su Palabra vivan en unidad (cf. Esp. Juan 17:20-23). Luego de haber comido juntos, después de haber sellado la existencia de la comunidad con los alimentos compartidos, tras haber mostrado el camino de servicio y amor a seguir con el gesto del lavado de pies, Jesús destaca la importancia decisiva de la unidad para la comunidad de creyentes. Todo eso se concentra, según el testimonio del cuarto Evangelio, en ocasión de la última cena.

La eucaristía aparece entonces como la ocasión, el ámbito, para que llegue a concretarse el misterio, el sacramento de la comunidad. Esta se manifiesta en una práctica de la participación a través de la que se expresa la koinomía, la comunión en el cuerpo de Cristo.61 La unidad de la iglesia es inseparable de la participación comunitaria. Esta, a su vez, significa ―compartir lo que somos y tenemos. El corazón de nuestra fe es un Dios que se compartió a sí mismo en su propio ser trino de Padre, e Hijo y espíritu Santo; y sobre todo, que se comparte a sí mismo con la creación de la humanidad y de la naturaleza. El Reino de Dios es la realidad y la promesa de esta comunidad para compartir con la Deidad. Cuando Pablo apela a la dividida iglesia de Corinto para compartir sus bienes con los pobres de la iglesia madre de Jerusalén en II Corintios 8-9, utiliza todas las palabras claves de la fe ─gracia y acción de gracias (charis), gozo (chara), amor (agape), servicio (diakonía), liturgia (leiturgia), igualdad (isotes), bendición (eulogía), generosidad del corazón (haplotes), y comunión (koinonía). Basa su llamado en el propio gesto de Cristo:

Este servicio será para ellos una prueba; darán gracias a Dios porque ustedes comparten generosamente con ellos y con todos. Rogarán a Dios por ustedes y les tendrán cariño por la maravillosa gracia que derramó sobre ustedes. Sí, gracias a Dios por su don, que nadie sabría explicar (II Cro. 9:13-15).62

Esta comunión lleva al ejercicio concreto de la solidaridad con los pobres, a la conversión de los opresores

para que asuman el punto de vista de los oprimidos. Sólo así, de abajo hacia arriba, pasando por la cruz, se llega a una efectiva reconciliación. Por eso, coherente con la exigencia de Jesús a los discípulos (Luc. 22:24-27), Tissa Balasuriya reclama que se restaure en la vida de a iglesia la comprensión de la eucaristía desde el lado de los oprimidos:

El cristianismo ha sido distorsionado y deformado por su alianza con los poderes que han ejercido su dominio sobre el mundo. Aquéllos de nosotros que pertenecemos al polo dominado durante la época moderna sabemos de qué manera el Cristianismo tomó partido a favor de la opresión. Tenemos que reflexionar desde el lado del oprimido. Debemos preguntarnos ¿cuándo ayuda la Eucaristía a nuestra liberación? (…) ¿Hasta qué punto es el culto oficial de las iglesias un medio real de liberación concreta? ¿Ayuda a que las personas se transformen genuinamente, de tal modo que lleguen a aceptar los volares eucarísticos que conducen a una práctica solidaria del compartir? En este sentido, ¿ayuda a construir objetivamente el Reino de Dios, según los valores de la verdad, el amor, la justicia y la paz?63

Cuando ese espíritu ─ese mismo que hubo en Cristo Jesús (cf. Fil. 2:5-8)─ se manifiesta en la eucaristía,

ésta llega a adquirir credibilidad. Sobre todo para el pobre, para el desvalido. Eso lo apela a creer en la reconciliación, en el Reino. Lo que está en juego aquí es nada menos que la posibilidad de creer en el Evangelio. Esta última parece indisociable de la existencia de una comunidad eucarística, la que se manifiesta cotidianamente comprometida con el Reino. Así, la Cena del Señor pasa a orientar la pastoral de la Iglesia. Por otro lado, es la fidelidad de la pastoral al Evangelio que anuncia el Reino de justicia a los pobres, que da garantía del valor de la práctica eucarística de la comunidad.

61 Cf. Philip A. Potter: A Call to costil Ecumenism, en The Ecumenical Review, Vol. 34, no. 4; Octuber 1982, p. 341. Ginebra, CMI. 62 Philip A. Potter: A Growing Community of Faith, en The Ecumenical Review, Vol. 32, no. 4; Octuber 1980, pp. 382-383. Genova: WCC. 63 Tissa Balasuriya, op. cit., p. 6.

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Este espíritu es un espíritu de unidad. Cuando surge, hay una fuerte necesidad de reunirse en torno a una sola Mesa.64 Claro que esto plantea problemas. No puede ser de otra manera. Ocurrió del mismo modo cuando Jesús tuvo su última cena con los doce. Varias veces éstos se turbaron. El punto no radica en evitar los problemas, sino en ser fieles a la institución eucarística. A ese espíritu que lleva a compartir. A compartir la Mesa. Compartir el pan y el vino para florecer en amistad, en comunidad.

64 Max Thurian: Une Seule Eucharistie. Taizé: Les Presses de Taizé; 1973, pp. 127-128. ―Esta actitud, única esperanza de la reconciliación, apela al espíritu de pobreza, a la verdadera humildad, a la abertura del corazón al don del Espíritu creador. La Iglesia no puede dejar de tener este espíritu de pobreza y de humildad (…)‖.

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COSTO SOCIAL Y SACRIFICIO A LOS ÍDOLOS (1986)

fin de conocer mejor nuestra ubicación social y de dar sentido a las acciones que emprendemos, analizamos tanto los aspectos estructurales como los coyunturales de la situación en la que nos

encontramos. El análisis de estructura se encara como la tarea que nos permite llegar a distinguir y separar las partes que componen la organización de la realidad hasta llegar a conocer los elementos fundamentales de la misma. En cambio, el estudio de la coyuntura es mucho más dinámico: tiene en cuenta la evolución de esa realidad. En ese sentido es posible compararlos a la trama de una obra teatral que se desarrolla en un escenario dado y en la que participan diversos actores. Algunos desempeñan papeles protagonices, en tanto que hay otros que son sus antagonistas. También hay corifeos, como los que dirigían el coro en la tragedia clásica: orientan las voces de las grandes masas, y junto a ellas van y vienen por los caminos abiertos a través de las aventuras o desventuras que se representan en la pieza.

El origen del teatro, como se sabe, tuvo en Grecia connotaciones religiosas, propias del culto a Dionisio, el dios del vino y de la alegría (pero también de la tristeza). El ser humano, que vive diariamente sometido a presiones de trabajo, a códigos de conducta, como metido en una camisa de fuerza que lo obliga a comportamientos uniformes, siente la necesidad periódica de escapar a tales exigencias. Procura la fiesta, que abre la posibilidad de lo extraordinario, de la orgía. Es la ocasión propicia para vivir los días fastos, oportunidad para el encuentro con aquellas fuerzas cósmicas que son consideradas sagradas. La compañía de la multitud, la danza, la bebida, llevan a la alegría, al desborde y muchas veces a la violencia, que es expresión de fuerza y pulsión profunda del ser de cada uno. Por eso mismo Nietzche colocaba el origen de la tragedia (o sea, del teatro) en el espíritu dionisíaco, rechazando la decadencia inherente a lo apolíneo.

Para los griegos la tragedia no se limitaba a aventuras humanas. Lo que se representaba ante la multitud reunida en ocasión de las fiestas dionisíacas eran enredos que tenían dimensiones cósmicas, en los que se entrelazaban acontecimientos humanos con acciones propias de los dioses y sus decisiones irrevocables. Se trataba de una lucha, de agonías, de vida y de muerte, de amores y odios, de pasiones y destinos decisivos, de confrontaciones difíciles, que en el caso de la tragedia exigían el sacrificio. El vino alegre se transformaba entonces en el vino triste. La máscara de la comedia es inseparable de la de la tragedia; la alegría es vecina de la tristeza. No se trata de una coexistencia pacífica entre esos contrarios, sino de una tensión que crece hasta ser insoportable, exigiendo ser resuelta a través de la negación de uno de ellos. La lucha, pues, está en el centro mismo del teatro. La violencia es parte constitutiva de la trama. No puede ser de otro modo, pues la vida es confrontación, fuerza y violencia.

Por eso el teatro consiste fundamentalmente en un enfrentamiento de acciones y palabras en torno a una cuestión vital. Los participantes están divididos también en dos bandos. […] De ahí que estos temas de la muerte y la vida sean centrales al teatro. Proceden en su m .i de la religión agraria, aunque a nosotros nos lleguen a través del espejo de la epopeya. El agón a través del enfrentamiento violento de dos grupos o de dos personas, estimula el enfrentamiento de las fuerzas de la naturaleza y el triunfo de una de ellas; dicho de otro modo, la venida del buen tiempo, el nacimiento y desarrollo de las plantas y animales útiles al hombre.. . . Tenemos con esto una explicación del trasfondo cósmico de la violencia tanto en el culto como en el teatro. Se notará que así (se percibe) al sacrificio como el rito regenerador de la vida. Ahora se nos aparece el mismo fenómeno sacrificial, pero desde una perspectiva nueva, la de la violencia.65

Esas luchas eran explicadas como enfrentamientos de fuerzas trascendentes: la necesidad de orden en la

sociedad frente a la afirmación de la justicia o el derecho a la verdad. O del destino personal frente a las exigencias sagradas que no debían ser quebradas. En el fondo, según la comprensión de quienes participaban en aquellas fiestas que dieron origen al teatro, muchas veces esas confrontaciones eran percibidas como luchas entre los dioses. Es menester reconocer, por cierto, que esa lucha entre seres divinos no es exclusiva del mundo helénico. También aparece en el contexto de la historia de Israel. Sólo que en ésta el enfrenta-miento se da en términos mucho más nítidos. En la Biblia se afirma de manera tajante que la pelea es entre JHVH (Yavé), el Señor Vivo de nombre impronunciable, el único dios, y otras deidades que no son reales, sino fruto de la

65 Luis Maldonado, La violencia de lo sagrado. Salamanca, Sígueme, 1974, pp. 153-154.

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inteligencia y del trabajo humano, pero en las que quienes fueron sus artífices colocan un poder que estiman tras-

cendente a sí mismos. En este sentido, la afirmación del Decálogo es bien clara: ―Yo soy Yavé tu Dios, el que te sacó de Egipto, país de la esclavitud. No tengas otros dioses fuera de mi. No te hagas estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra., y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni les des culto, porque Yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso. (Ex. 20. 2-5a)‖.

Yavé es un Dios liberador. Es aquél de quien no hay imágenes. Es también dios de un pueblo que no tiene poder. Es el dios de los oprimidos, de quienes ansían la liberación. El tótem que representa a una divinidad, de una u otra manera simboliza la fuerza u otra cualidad del pueblo que afirma creer en esa divinidad. Por ejemplo, el león representaba la fuerza del pueblo asirlo. El buey, la potencialidad reproductora del ámbito donde moraban los egipcios. La serpiente era el tótem de los canaaneos, adoradores de los reales. Mas Yavé, dios de los esclavos, de un pueblo sin poder, no tenía representación. Sin embargo, ese dios de un pueblo sin poder, es el más fuerte entre todos los dioses. Si los otros dioses legitiman la opresión, la dominación, el control social, el orden que debe existir (según la perspectiva que nace del poder) entre los estamentos sociales, Yavé es aquel que se proyecta hacia el futuro, cuando la realidad será transformada, cuando los esclavos de Egipto alcanzarán liberación, cuando los campesinos sin tierra entrarán en el país que mana leche y miel, cuando la justicia será hecha a los pobres, cuando la libertad será más fuerte que la necesidad.

El análisis de coyuntura nos permite comprender de qué manera la realidad humana está tejida a través de conflictos, luchas y contradicciones. Si en el pasado la explicación de lo mismos era dada frecuentemente a través de representaciones religiosas, hoy tenemos que enfrentar la exigencia de explicar nuestras luchas en términos concretos, bien humanos. No obstante, ese mismo imperativo nos lleva a comprender cómo muchas veces se cubren situaciones de injusticia y opresión con el manto de lo religioso. Entonces lo que ocurre a los seres humanos pasa a ser considerado como ineluctable, fatal. En torno a las cosas humanas se fabrica un misterio para que los problemas históricos no sean tocados, para evitar que sean transformados. Así es como surgen los ídolos. Marx lo demostró en el Capítulo I de El capital al hablar del carácter fetichista de las mer-cancías. 1. Mercado, el atrio del templo Tenemos tendencia a pensar que los ídolos son adorados por mentalidades primitivas o supersticiosas. Así, quienes usan talismanes o fetiches se consideran como personas no suficientemente evolucionadas, cuya cultura no ha llegado a un nivel adecuado de madurez humana. Este tipo de conceptos es fruto del iluminismo, cuando se afirmó la necesidad de que la persona humana llegara a ser autónoma y adulta. Entre los rasgos principales de esa autonomía se encuentra la independencia de elementos extraños al ser humano, especialmente aquellos de índole religiosa.

Un examen rápido de ciertas realidades que experimentamos cotidianamente nos demuestra que la existencia de ídolos aún está presente en nuestras sociedades, no sólo entre quienes no han ―evolucionado‖ suficientemente desde el punto de vista de una cultura moderna y científica, sino también entre aquellos que aparentemente se ajustan rígidamente a las exigencias de la cultura moderna. Por ejemplo, en el plano económico, quien no se amolda a ―las leyes del mercado‖ es considerado un sujeto irracional. Su comportamiento pasa a ser riesgoso, y por lo tanto ―imprudente‖. Este tipo de conducta no sólo es juzgada como moralmente nociva (según los códigos que rigen las relaciones económicas) sino como perturbante, verdadera fuente de alteraciones de lo que se entiende debe ser el mercado en el mundo capitalista.

Se deja de ver entonces que el mercado es un lugar humano por excelencia. Se lo transforma en un espacio frío, glacial, como si en él no existieran intereses, pasiones, convergencias, afinidades, etc. El mercado real, aquel que se encuentra en cualquier aldea del mundo, no es apenas el lugar donde vamos a trocar bienes por dinero, o mercancías por otras mercancías, sino que también aparece como el ámbito donde las personas se encuentran, conversan, dando así lugar a la circulación de informaciones correctas y de rumores. El mercado es el ambiente donde se tejen amistades y se crean enemistades, donde las personas van hasta para enamorar. Todo eso ignoran quienes entienden que el mercado debe ser un ámbito regido por reglas propias, autónomas, que de ninguna manera pueden ser violadas. Se llega así a la sacralización del mercado. No cuesta mucho trabajo comprender quienes son los que llevan a cabo este proceso, que aliena al mercado de su carácter tan

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humano. Son, justamente, quienes controlan los mecanismos de funcionamiento de ese mismo mercado, quienes tienen poder sobre el mismo.

Son esas mismas personas (o grupos de intereses) los que pretenden que el mercado debe ser libre. O sea, que sobre él no se deben ejercer otras influencias aparte de aquéllas que emanan del proceso de oferta y demanda. Un ―mercado libre‖ ya no es un mercado humano. Lo humano se manifiesta como fuente de apetitos, de deseos, de necesidades, que de una forma u otra se expresan en acuerdos comerciales. Un ―mercado libre‖ ya no pertenece a todos los seres humanos, sino exclusivamente a quienes pasaron a. controlarlo. De ahí la obligación que éstos experimentan de recurrir a elementos misteriosos, metafísicos, que ayudan a encubrir el funcionamiento de los resortes y mecanismos del mercado. Así, por ejemplo, Adam Smith habló de la ―mano providencial‖ que rige el espacio mercantil, inspirando a epígonos contemporáneos que se han transformado en los grandes defensores de esta desvirtuación del mercado.66 Señalaba Max Weber con acierto que:

Cuando el mercado se abandona a su propia legalidad, no repara más que en la cosa, no en la persona, no conoce ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones humanas originarias portadas por las comunidades de carácter personal [...] Semejante objetivación —despersonalización— repugna, como Sombart lo ha acentuado en forma brillante, a todas las originarias formas de las relaciones humanas. El mercado ―libre‖, esto es, el que no está sujeto a normas éticas, con su explotación de la constelación de intereses y de las situaciones de monopolio y su regateo, es considerado por toda ética como cosa abyecta entre hermanos. El mercado, en plena contraposición a todas las otras comunidades, que siempre suponen confraternización personal y, casi siempre, parentezco de sangre, es, en sus raíces, extraño a toda confraternización. (. . .) Las personas interesadas en sentido capitalista están interesadas en la creciente extensión del mercado libre […]67

Al dejar de ser humano, al tornarse ―libre‖, el mercado pasa a ser considerado como una entidad

separada, con normas propias que deben satisfacerse si se pretende participar en el mismo. ¡Ay de quien intenta transformarlas! Debe caer todo el peso de la represión sobre quienes buscan hacerlo. Por eso mismo es importantísimo combatir la inflación que crea inestabilidad en el mercado. Este necesita ―paz‖. Esto revela que el mercado es sinónimo de un campo donde se enfrentan enemigos. De ahí que es necesario que la lucha entre los mismos se vea legitimada no sólo por la jurisprudencia, sino también por ideas religiosas. Por eso mismo, y continuando con las citas de Max Weber, es posible señalar que:

muy a menudo la paz del mercado está bajo la protección de un templo; además, esta protección de la paz suele ser una fuente de impuestos por parte de caudillos y príncipes. Pues el trueque es la forma pacífica específica para la obtención de poder económico. Naturalmente, puede unirse alternativamente con la violencia. […] Las paces comarcales de la Edad Media están todas al servicio de intereses de trueque y la apropiación de bienes mediante el cambio libre, racional en sentido económico es, por su forma, como lo ha hecho notar siempre Oppenheimer, el palo conceptual de la apropiación de bienes mediante coerción de cualquier clase, casi siempre física, cuyo ejercicio regularizado es constitutivo particularmente de la comunidad política.68

El mantenimiento de la legitimidad del mercado genera represión. Por eso no tiene que extrañar a nadie

que se haya impuesto la cruz a Jesucristo luego que enfrentó el poder del Templo y del mercado que estaba funcionando en el atrio del mismo (cf. Me. 11. 15-19; Mt. 21. 10-ss; Le. 19. 45-ss; Jn. 2. 14-ss). En ese lugar los pobres trabajadores de Palestina iban a dejar lo poco que ganaban para comprar el material sacrificial que le permitiría ofrecer aquellos holocaustos necesarios para su purificación. Los mismos señores dueños de la tierra, para quienes trabajaban, eran también los que controlaban el mercado del Templo de Jerusalén. Cuando Jesús protestó contra aquella explotación de los sentimientos religiosos del pueblo, quienes controlaban el mercado consideraron su acción altamente peligrosa. Por eso procuraron terminar con él:

Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, al saber esto, buscaban la manera de acabar con él (Mr 11. 18). Lucas agrega, en la lista de los conspiradores ―lo mismo que las autoridades de los judíos‖ (Le. 19.

66 Cf. entre una vastísima literatura, de Milton y Rose Friedman, Free to Choose: Personal Statement. Nueva York, Harcourt Brace, 1980. También, de Michael Novak, El espíritu del capitalismo democrático. Río de Janeiro, Nórdica, 1985. 67 Max Weber, Economía y sociedad. Vol. I. México, FCE, 1964, pp. 494-495. 68 Ibid., pp. 496-497.

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47c). Juan habla de los ―jefes judíos‖ (Jn. 2. 18). Lo que importa señalar aquí es que, para los que completaron contra Jesús y llegaron a causar su muerte, el mercado era una entidad importantísima. Era fuente de ganancia, de acumulación y riqueza. El Templo daba cobertura y pretexto a ese mercado. Era una cosa sagrada. Por lo tanto, un ídolo.

El Diccionario de la Real Academia Española, cuando da el concepto de ídolo, ofrece dos acepciones: primero, ―figura de una falsa deidad a la que se da adoración‖, y, segunda, ―persona o cosa excesivamente amada‖. Podríase decir, amada con aquel amor que sólo corresponde dar a Dios. Así se nos propone amar al mercado. Se entrega el ser al mercado. Se deponen las convicciones morales: sólo se aceptan las exigencias del mercado. Sus leyes son más imperiosas y parecen ser más elevadas que otras prescripciones relativas a la vida humana. El mercado parece ser entonces como un dios que propone como única moral aceptable el conjunto de las leyes que lo regulan. No hay otra moral para aceptar sino la del mercado, que transforma en competidores y enemigos a quienes participan en él (a menos que hagan alianzas y contratos). En esta lucha que caracteriza al mercado libre hay quienes ganan y pierden, quienes sacrifican al ídolo y quienes son sacrificados. El ídolo no se satisface sin esta violencia.

2. Ofrendas y sacrificios

La oblación equivale a afirmar la trascendencia de lo sagrado, retirando algo del dominio humano y pasándolo al dominio sagrado para mostrar que la condición humana no se basta a si misma (no es señora, sino deudora). La ofrenda de primicias es considerada como algo debido, como deuda. La mejor forma de expresar todo es la destrucción: hacer que desaparezca la ofrenda; haciendo imposible su utilización para cualquier fin. La muerte realiza tal significado a la perfección. Es el sacrificio. Por tanto el sacrificio es una oblación más una destrucción.69

La muerte de Jesús debe comprenderse como entrega de sí mismo a partir del momento en el que decide

ir a Jerusalén‘ y enfrentar directamente el poder opresor del pueble. En ese sentido, es una oblación de si mismo. Pero, al mismo tiempo, debe entenderse como un elemento que permitió a los diversos poderes que oprimían al pueblo pobre de Palestina, encontrar un punto de convergencia y acuerdo. La víctima del sacrificio no es sólo ofrecida por una de las partes, sino por todas ellas. De acuerdo con esta perspectiva, la muerte del sacrificado libera, a quienes alcanzaron el acuerdo transitorio, de la posibilidad de enfrentarse unos a otros. La muerte del crucificado es elemento de protección de los sacrificadores. Del mismo modo, en la actualidad, el sacrificio de quienes sufren las consecuencias del sistema económico dominante es, por un lado, motivo de acuerdo y alianza entre los poderes que controlan ese sistema. Y, por otro lado, en tanto el sacrificio dura y se repite, esa inmolación de los sacrificados cubre a quienes se aprovechan de ese proceso.

El ex-ministro de planeamiento de Brasil, Delfín Neto, cuyas posiciones monetaristas y anti-populares son bien conocidas, comentando por televisión el conjunto de medidas adoptadas por el gobierno del presidente José Sarney, luego de declarar su acuerdo con las mismas, agregó: ―No hay progreso sin sacrificio‖. Se puede así apreciar cómo, en el presente, el sacrificio de quienes sufren las consecuencias del sistema económico imperante es, por un lado, motivo de acuerdo y alianza entre los poderes que controlan ese sistema. Y, por otro lado, en tanto el sacrificio se mantiene y se reitera, este sacrificio de los inmolados (el pueblo pobre de nuestros países, el que sufre las consecuencias del ―plan austral‖ o del ―plan cruzado‖) salva a los que se aprovechan de este proceso.

Para ser más precisos: se sabe que hoy América Latina pasa por un proceso de internacionalización de la economía. El capital transnacional ha penetrado y sigue penetrando la vida económica de los países latinoamericanos. Los grupos y firmas que tienen el control de la economía latinoamericana no responden a un control de los pueblos latinoamericanos. Por el contrario, los grupos del capital transnacional que operan en nuestros países, han inducido a través de canales apropiados a los gobiernos latinoamericanos a adoptar medidas económicas que gradualmente han conducido a una mayor pobreza de nuestros pueblos y, sobre todo, a una terrible situación de endeudamiento externo que hipoteca el futuro de los países latinoamericanos por varias décadas.

69 L. Maldonado, op. cit., pp. 56-57.

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La deuda externa de América Latina, tal como es definida actualmente, no puede ser pagada. Sin embargo, a través de negociaciones diversas, se continúan pagando los intereses generados por la misma. Pero, ¿quiénes son los que pagan? Fundamentalmente, aquellos que no tienen grandes posibilidades de vida. Respondiendo afirmativamente a la exigencia del pago de los servicios de la deuda, los gobiernos latinoamericanos imponen a los trabajadores salarios de hambre, al mismo tiempo que restringen las importaciones de manufacturas y tecnología necesarias para crear mejores condiciones de vida para el pueblo pobre. El resultado de todo esto es una disminución real de las oportunidades de vida de los sectores menos favorecidos, que se traduce en una constante insatisfacción de las necesidades básicas de vida. El pueblo es sacrificado por las exigencias del mercado.

Sin embargo, se sabe que por detrás del mercado hay poderes que lo manejan y establecen condiciones para aquellos que pretenden participar en su proceso. Hacer ofertas competitivas supone presentar productos y manufacturas a bajo precio. Para que ello sea posible, se imponen salarios muy bajos a los trabajadores. En una reciente publicación de la Sinopsis Económica de la Comisión Pastoral de la Tierra de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB, Octubre de 1985) se presenta un cuadro sumamente revelador, tomado de la revista Time, y que indica que el salario promedio pagado por hora a los trabajadores de la industria de transformación en Brasil representa menos de la décima parte del salario pagado en el mismo ramo y por la misma cantidad de tiempo a los trabajadores de los EE.UU. Sin embargo, hay un sector de la población brasileña (no mayor del 15%) que tiene ingresos comparables a los sectores de alto standard de consumo en los E.U. y en Europa. Esta relación demuestra que quienes reciben menos cubren, pagan, subsidian, ayudan, se sacrifican, por los que viven bien.

Esta situación, este desequilibrio, puede comprenderse como una clara manifestación de violencia. Se trata de una violencia sacrificial. Los sectores populares desempeñan el papel de chivo emisario que permite el bienestar de las minorías que viven en la opulencia. Es un sacrificio que purifica a la sociedad; mejor dicho, que purifica a los ricos. Esta violencia sacrificial es la que limpia a la economía de los países subdesarrollados de aquellos elementos que les impedirían participar en el ―mercado libre‖. Limpia a esa economía de todos aquellos costos que dificultan la entrada de nuestros productos en ese mercado. Esa limpieza da a nuestras ofertas un carácter competitivo. Las mercancías ganan vida a medida que los obreros tienen cada vez menos vida. Por eso se trata de un sacrificio necesario, de acuerdo con los standards del mercado ―libre‖.

Esta violencia, impuesta por las ―leyes del mercado‖, surge como una exigencia exterior a la vida humana. Por lo tanto, trascendente. Proviene de algo numinoso, que atrae (es el imperativo de participar en el mercado) y que fascina. No obstante, al mismo tiempo, constituye una terrible amenaza: ¡cuidado con entrar al mercado sin observar sus imperativos, sus leyes de marketing! Al atribuir esta violencia a algo misterioso (algo que se entien-de, aunque no se lo explicite así, como una cosa sagrada), ―…se deshumaniza la violencia. Sustrae al hombre su violencia para protegerle de ella, convirtiéndola en amenaza trascendente y siempre presente, que exige ser apaciguada por ritos apropiados y conducta modesta. Lo religioso-sagrado libera realmente al hombre de sospechas que envenenarían sus relaciones comunitarias, si fuera consciente de lo que realmente sucede‖.70

Cuando Milton Friedmann indica que para obtener un índice de crecimiento económico apropiado es menester que el mismo se base sobre un necesario ―costo social‖ (que el mismo Friedmann estima elevado en los países subdesarrollados), emplea un lenguaje económico y sociológico que puede traducirse en términos religioso-teológicos como ―sacrificio‖. Y, cuando sectores dominantes en los países latinoamericanos adoptan esta afirmación como digna, se llega a transformarla en una doctrina económico-teológica. Es evidente, a nadie se le puede escapar, que exigir este tipo de sacrificio es algo que hiere las normas de convivencia de una nación. Si sacrificio debe haber, entonces que sea compartido. Al no ser así, la violencia es injusta, y por lo tanto fuente de mancha, de impureza. Sin embargo, cuando se afirma dogmáticamente la obligación de ese sacrificio, cuando se lo impone a través de leyes y decretos, entonces pasa a justificarse esa videncia, que a pesar de la impureza que genera, es considerada como instrumento para una purificación necesaria. Al celebrarse el sacrificio, al imponerse el ―costo social‖, los que rigen el sistema dan lugar a ―una catarsis que impide la propagación

70 Ibid., p. 111.

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desordenada de la violencia‖.71 Sin embargo, la violencia siempre está ahí. Sólo que está controlada, aplicada según la racionalidad sagrada del mercado que exige salarios bajos y privaciones a los trabajadores. 3. Reglas del ritual El ídolo del mercado convive estrechamente con el ídolo del dinero, y ambos son fuente de violencia. El mercado exige privaciones, abnegación y renunciamientos de manera continua. Estos imperativos del mercado crean tal tipo de tensión y opresión, que constantemente la población pobre de América Latina experimenta políticas represivas que pretenden mantener el carácter ―libre‖ del mercado. Las mismas, en el correr de los últimos veinte años, han conducido al desarrollo del militarismo. Este fenómeno puede observarse a través de tres componentes. En primer lugar, por el crecimiento de armamentos y por el aumento cada vez mayor del poder mortífero que conllevan. Son conocidas las cifras en este sentido: la humanidad está llegando casi a 1.000 millo-nes de dólares en gastos armamentistas, sin contar lo que se dispone para el mantenimiento de aparatos armados. En América Latina, países en plena crisis económica (como es el caso de Argentina), durante los últimos cinco años aumentaron sus gastos bélicos y se lanzaron en aventuras de muerte, como fue la guerra de las Malvinas. En Brasil, por ejemplo, en este momento una de las principales fuentes de ingresos por exportación de manufacturas es la producción de armamentos.

El capitalismo siempre consideró la producción de armas como un medio privilegiado para salir y/o evitar las crisis que lo afectan periódicamente. Rosa Luxemburgo hacía notar que ―desde el punto de vista pulimente económico, es un medio privilegiado para la producción de plusvalía; es en sí mismo un área de acumulación‖, para agregar posteriormente con relación a la producción de materiales militares, que

…el capital mismo controla en última instancia este movimiento rítmico y automático de la producción militarista a través del apoyo que le brindan los medios legislativos y de aquel tipo de prensa cuya función consiste en moldear la así llamada ―opinión pública‖. Esta es la razón por la que esta área particular de la expansión capitalista parece a primera vista capaz de una expansión infinita. Todas las otras tentativas para expandir mercados y colocar bases operacionales para el capital, dependen ampliamente de factores históricos, sociales y políticos que están más allá del control del capital, en tanto que la producción para el militarismo representa un área cuya expansión regular y progresiva aparece determinada en primer lugar por el propio capital.72

Cuando se hace referencia a la organización actual del mercado, una zona que no puede ser fácilmente

objeto de control, pero que ciertamente absorbe una gran cantidad de operaciones, está relacionada con el mercado de armamentos. Existen en el mundo poco más de una decena de focos de conflicto, además de una situación general de guerra latente, en función de todo lo que la producción y venta de armamentos aumenta con ritmo sumamente acelerado de año en año. Esto crea una atmósfera generalizada de violencia. Quienes pagan este sacrificio son quienes se encuentran en la ―periferia‖ del planeta. En efecto, desde el fin de la guerra 1939-1945, la mayor parte de los conflictos existentes tuvo lugar en Asia, África, Medio Oriente, Pacífico y América Latina. En el caso de esta última, la represión organizada por el estado de seguridad nacional fue un factor decisivo durante el período 1960-1985 para la expansión de esta violencia y para el aumento del sacrificio de los sectores populares. A ello, desde fines de la década de los años setenta, debe agregarse la agresión contra las fuerzas populares que procuran la transformación social, como está ocurriendo en América Central. Al triunfo del FSLN en Nicaragua, respondieron inmediatamente los E.U. con una escalada de amenazas y agresión, cuyo objetivo ha sido debilitar y desequilibrar el régimen popular sandinista en aquel país. El resultado ha sido la muerte y el sufrimiento de miles de campesinos y obreros. Ahí aparece la violencia impuesta por el ídolo y por quienes lo defienden por todos los medios. Los seres humanos no cuentan. Lo que importa es la ganancia del capital.

En segundo lugar, el militarismo se caracteriza por su ideología, según la cual los militares son un grupo social que posee más competencia que los civiles para administrar la vida de los pueblos. Esto, sin embargo, es desmentido fácilmente por los hechos. En efecto, veinte años de administración militar directa en la mayoría de los países de América Latina significaron un gran deterioro de las relaciones sociales. El sector militar entiende

71 Ibid., p. 109. 72 R. Luxemburgo, La acumulación del capital. Nueva York, Monthly Review, 1968.

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ser imprescindible para la defensa de la seguridad nacional, entendida como lucha contra enemigos externos e internos, así como un ejercicio de control en situaciones de emergencia que afectan a toda o parte de la vida del país. En aras de esa seguridad se reprime, censura y limita al pueblo. Se le impone violencia para respetar la sa-cralidad del ídolo.

Esto conduce al tercer aspecto del militarismo: su tendencia inequívoca a imponer sobre la sociedad un proceso de militarización. Así como en el ejército las relaciones sociales se establecen a partir del comando, de manera vertical, del mismo modo el militarismo supone la exigencia de que la sociedad se rija según ese modelo. Exige, pues, la sumisión de ―los de abajo‖, la aceptación del orden, el congelamiento de las estructuras sociales y económicas. Ciertamente, de este modo se preserva la intangibilidad del ídolo del mercado.

Una consecuencia muy importante de este proceso es la violación de los derechos humanos, tanto de los individuales como de los sociales. En nombre de la seguridad nacional (constantemente invocada por el militarismo para justificar su violencia y salvaguardar los intereses de quienes controlan y rigen el mercado) se asistió y se sigue asistiendo al ejercicio de una represión violentísima de los derechos de los más pobres. Muertes, desapariciones, torturas, desconocimiento del recurso de habeas corpus, censura, restricción de las libertades, salarios que han perdido su valor de compra, etcétera, son elementos que marcaron y aún marcan la vida de los pobres de los países latinoamericanos. Es cierto que en algunas naciones latinoamericanas se observa un retorno a una cierta práctica democrática liberal y representativa. Sin embargo, cabe acotar también que este proceso no va acompañado por una mejoría de las condiciones de vida de los sectores populares. Por el contrario, la observación de las tendencias que predominan en el proceso actual latinoamericano permite afirmar que a la represión política de los últimos veinte años sigue ahora otra de carácter económico, que mantie-ne la violencia y la exigencia del sacrificio, aunque ahora con otras características. 4. La inmolación como precio del poder Al estudiar esta situación se percibe que por detrás del mercado, del imperialismo y su violencia que provoca el quebrantamiento de los derechos humanos, aparece el fenómeno que traduce la avidez por la dominación desenfrenada. El ídolo esconde un demonio, un espíritu del mal. Fue aquel que se presentó a Jesús, tentándolo en el desierto, cuando lo llevó a un cerro muy alto, ―le mostró toda la riqueza de las naciones y le dijo: ‗Te daré todo esto si te hincas delante de mí y me adoras‘‖ 11 (Mt. 4. 8-9).

Se percibe la exacerbación del poder cuando quienes lo administran pretenden ser considerados como personas o instituciones extraordinarias. Fue lo que ocurrió varias veces durante la historia de Israel. Hubo momentos en los que, aquel pueblo cuya vocación de liberación lo condujo a emanciparse del poder del faraón egipcio y luego a organizarse de tal modo que las tribus pobres que lo componían llegaron a dominar a los fuertes señores de Canaán, también cayó en la trampa de sacralizar el poder y un estilo de vida que se basa sobre grandes diferenciaciones sociales. Para asegurar el mantenimiento de ese sistema de producción, que exigía grandes tributos de los pobres al centro administrativo de Jerusalén y a la corte allí instalada, se llegó a sacrificar a los primogénitos.

Tradicionalmente se pensó que el sacrificio de la descendencia era un tributo a Moloc (cf. Lev. 20. 3). Sin embargo, en los textos prevalece una cierta ambigüedad: es verdad que ese dios Moloc aparecía como uno que exigía tales sacrificios; no obstante, no hay absoluta certeza de que no se hayan realizado también esas inmolaciones en honor a Yavé. Posiblemente fue lo que ocurrió en momentos de profunda crisis nacional, en tiempos de desesperación, cuando el pueblo pensó que para obtener el favor de Yavé era necesario sacrificar sangre de gente inocente en el valle de Ben-Hinom (cf. Jeremías 19. 5, y sobre todo Ezcq. 20. 25-26, donde está escrito: ―E incluso llegué a imponerles preceptos que no eran buenos y leyes en que no hallarían la vida. Dejé que me mancharan con sus propios sacrificios y que sacrificaran a sus primogénitos, para avergonzarlos y para que conocieran que yo soy Yavé‖).

Por detrás de estos textos aparece la tragedia histórica de un pueblo que afirma tener fe en un dios liberador, pero en cuyo pasado ese Yavé liberador se confunde en algunos momentos con los ídolos de la opresión. No es posible olvidar, por ejemplo, que Yavé es el dios del tempo de Salomón, construido en base a trabajos forzados. Templo a partir del cual se legitimó la opresión.

Esa traición del pueblo de Israel a su vocación histórica significó que el lugar del Dios liberador fue tomado por un ídolo. Yavé pasó a tener cara de Moloc (también llamado Molec, o Melec, palabras indicativas del título de

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rey). Quien introdujo este culto, según el testimonio de I Reyes 11. 7 fue Salomón, aunque otros consideran que fue el rey Ajaz (cf. II Reyes 16. 3). La exaltación del rey exige que se sacrifique a este dios Moloc o Melec, al hijo primogénito. El rey Manases asilo hizo (cf. II Reyes 21. 26).

Este tipo de culto, con su imperativo de sacrificios humanos, significó en la historia de Israel la aceptación de tradiciones religiosas canaaneas. El pueblo que habitaba Palestina, antes de que ésta fuera conquistada por la federación de tribus que compuso Israel, adoraba a los baales (―amos‖ o ―señores‖), divinidades de la tierra y de la fecundidad. El culto que se expresaba a través de sacrificios humanos en el seno del pueblo de Judá es una indicación de que en determinado momento se dejó de lado la celebración al dios de la liberación, el dios de los pobres, con sus exigencias de justicia y derecho para los oprimidos. Fue el retomo a la legitimación de la dominación de los más fuertes.

El reconocimiento de ese poder se concretó a través del sacrificio de víctimas inocentes e indefensas. Como siempre, el poder injusto se nutre de muerte. En cambio, Yavé es el dios de la vida. El ídolo requiere que sus apetitos insaciables sean constantemente atendidos. Tiene el mismo comportamiento que el imperialismo contemporáneo. El espíritu que lo anima, por un lado, codicia más y más poder. Y, por otro, divide a quienes seduce. Ese espíritu puede seguir mencionando las palabras correctas: en términos religiosos puede decir que sigue adorando a Yavé, o a Jesucristo, etcétera. Sin embargo, su práctica demuestra que no tiene fe en el Dios liberador, sino en un ídolo de muerte. En términos políticos puede proclamar que defiende la libertad, que busca la justicia; no obstante la práctica demuestra que esos discursos están lejos de su comportamiento imperialista.

Existe en la historia una contradicción clara entre las fuerzas que procuran la liberación y otras que intentan mantener la opresión. En tiempos bíblicos esa lucha se daba entre Yavé, el Dios que no tiene imagen para ser adorado, y los ídolos están relacionados, de una u otra manera con la explotación y la injusticia que se impone a los seres humanos. Exigen sacrificios. En cambio, el Dios de la Biblia, Yavé que tomó forma humana y se encarnó en Jesús de Nazaret, no los exige. El se entregó a sí mismo en una acción única, en una ofrenda viva en la cruz del Monte Calvario, anulando cualquier otra exigencia de sacrificio.

La inmolación exigida por los ídolos es el pago necesario para poder participar en el ámbito de lo sagrado. Es la remuneración inevitable para satisfacer las exigencias terribles del ídolo. El mysterium tremendum y el mysterium fascinans de lo sagrado (para aplicar aquí los conocidos conceptos de Rudolf Otto) resuelven su tensión a través del sacrificio de víctimas propiciatorias, inocentes. Es el sacrificio de los marginados por el sistema que permite que haya quienes pueden participar en el mercado ―libre‖, disponer de dinero ―circulante‖, protegerse ante la violencia y hasta poder llegar a administrarla. 5. Sacrificio y liberación Cuando intentamos comprender el sentido del sacrificio en el Nuevo Testamento, nos encontramos frente a una realidad diferente. En primer lugar, es Dios mismo, encarnado en Jesucristo, quien se sacrifica. No exige que otros lo hagan. El Dios de la vida, el que opta por los pobres para hacerlos herederos de su Reino, no se presenta como un padre terrible, como una autoridad castradora. Es un Dios que ama, y por eso mismo no exige más a los seres humanos que lo que éstos pueden dar. Jesús abolió definitivamente los sacrificios. Esto nos conduce a una segunda afirmación: a través de la ofrenda generosa de sí mismo en favor de la causa de los pobres, se puede decir que ya no hay más motivos para nuevos sacrificios. La vida abundante que Jesús declaró traer para los seres humanos (Jn 10.10), no exige nuevas expiaciones, nuevos holocaustos, nuevas inmolaciones.

En la Epístola a los Hebreos se afirman estas cosas en varias ocasiones: En verdad. Jesús es, bajo todos los aspectos, el Sumo Sacerdote que debíamos esperar: santo, sin ningún defecto ni pecado, que haya sido apartado de la maldad universal y elevado más alto que los cielos, alguien que no tiene necesidad de ofrecer primero sacrificios por sus pecados antes de‘ ofrecer por los pecados del pueblo, como lo hacen los Sumos Sacerdotes. El se ofreció a sí mismo en sacrificio, de una vez por todas (7.26-27).

A lo que se agrega posteriormente:

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Así, pues, era necesario purificar las cosas que no son más que símbolos de las realidades divinas; pero esas mismas realidades necesitan sacrificios más excelentes. No fue hecho por manos de hombres el santuario al que entró Cristo; no era copia del santuario auténtico, sino el propio cielo, donde Cristo está ahora en presencia de Dios, en favor nuestro. El no tuvo que sacrificarse varias veces; no hizo como el Sumo Sacerdote, que entra todos los años al santuario, llevando una sangre que no es la suya. En ese caso, desde la creación del mundo, habría tenido que padecer muchísimas veces. Pero no, ahora se manifestó una vez por todas al fin de los tiempos, para borrar el pecado con su sacrificio. Y puesto que los hombres mueren una sola vez, y después viene para ellos el juicio, de la misma manera Cristo se sacrificó una sola vez para borrar los pecados de los hombres. En su segunda venida ya no cargará con el pecado, cuando se manifieste a los que lo aguardan y que de él esperan su salvación (9.23-28).

El Dios del Evangelio es sacrificador y víctima del sacrificio al mismo tiempo. De ahí que libera al pueblo

del sufrimiento, así como liberó a Israel de la opresión egipcia y del cautiverio babilónico. Dios en Jesucristo asume sobre sí todo el sufrimiento causado por las injusticias y opresiones que someten a los seres humanos. La Cruz en el Calvario no es un acto de sumisión a las iniquidades del mundo y a los poderes que las administran, sino que debe ser entendida como un acto de protesta radical contra las mismas. Mas, por eso mismo, porque Dios se sacrificó en Cristo por todos los hombres y mujeres de todas las generaciones de la historia, es que hoy no corresponde aceptar nuevos sacrificios. Es intolerable, desde el punto de vista evangélico, la exigencia de los mismos. De ahí que no sea posible tener otra actitud que la de rechazo a los planteos de Friedmann en favor del ―costo social‖ necesario para el desarrollo.

Infelizmente, es verdad que los seres humanos siguen sufriendo a pesar del sacrificio liberador de Jesucristo. Es verdad también que Dios mismo asume el sufrimiento (Moltmann). Pero al mismo tiempo debe afirmarse con Hedinger que el sufrimiento no debe ser aceptado. Justamente, por ser Dios sacrificador y víctima al mismo tiempo, no es posible pactar con lo que acarrea dolor, pena y tragedia a los seres humanos, y especialmente a los más pobres. Por su propio sufrimiento en la carne de Jesús en la Cruz, Dios se hace solidario con los que sufren. El sufrimiento de los pobres no es causado por Dios. Este no es sádico. Dios nos apela a creer en el Evangelio. O sea, a tener coraje para luchar contra todo aquello que nos provoca dolor, que introduce la muerte en nuestras vidas.73

La comprensión de que Dios nos convoca a la obediencia en la práctica de la liberación y de la justicia, y no al sacrifico (cf. Oseas 6.6) es un llamado a la subversión contra el orden de los ídolos. Éste afirma la muerte, en tanto que la misericordia de Dios es la sustancia misma del triunfo de la vida. El Dios del Evangelio nos libera de toda crueldad. En cambio, el orden de los ídolos sólo se mantiene con la práctica de la misma.

73 Una explicación más desarrollada de estas ideas se encuentra en el libro de Leonardo Boff, Pasión de Cristo, pasión del mundo. Petrópolis, Vozes, 1978, pp. 129-137.

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SOBRE TEOLOGÍA Y MODERNIDAD (1987)

sualmente se dice que el comienzo de la Edad Moderna tuvo lugar con la caída de Bizancio en poder de los turcos, en 1453. Parece estar de más abundar en razones que señalan la arbitrariedad de esta demarcación

histórica. En realidad, la irrupción de lo ―moderno‖ en la historia ya puede apreciarse desde mucho antes, al mismo tiempo que la persistencia de lo ―medieval‖ es un hecho incontestable en tendencias sociales, económicas, políticas, culturales y religiosas posteriores a la desaparición del poder imperial de Constantinopla. Las relaciones entre Modernidad y Teología se entretejieron durante todo ese período, en el que indudablemente elementos de la teología medioeval prepararon el camino para el advenimiento de lo moderno, a la vez que otros factores históricos (el surgimiento de la burguesía, el humanismo, el renacimiento, la expansión colonial de varios países de Europa Occidental, la formación del Estado-Nación, etc.) influyeron de modo claro sobre la manera de hacer teología y en su contenido del siglo XVI en adelante. Parece necesario, por lo tanto, tener cuidado de no caer en la trampa que muchas veces nos preparan las arbitrarias distinciones de la historia, que debe considerarse como un continuum antes que como un todo compuesto por partes que se delimitan con facilidad.

Hay otros riesgos que también deben evitarse cuando intentamos reflexionar sobre un tema como el que ha sido propuesto. Uno de ellos es el de la abstracción. Es decir, reducir las grandes corrientes históricas a movimientos de ideas, olvidando que éstas fueron tomando forma y desarrolladas por seres históricos concretos, condicionados. Este peligro es aquél frente al que con mayor frecuencia han sucumbido los pensadores occidentales que han abordado el tema de la irrupción de la modernidad en la historia. Eso los llevó muchas veces a dejar de lado el análisis de hechos particulares y a considerar lo moderno a través de tipos ideales (a la manera de Max Weber). La modernidad se reduce entonces a una dinámica de tendencias intelectuales, y se deja de tomar en cuenta la relación de las ideas modernas con las clases sociales y las condiciones económicas que crearon el espacio para que tuvieran lugar.

Además, cuando se mira a la historia como una sucesión de etapas que van desde la antigüedad clásica, pasando por la Edad Media, luego los tiempos modernos y así llegar a la Epoca Contemporánea -, nos vemos inducidos a caer en dos errores que han demostrado ser funestos. Uno consiste en creer que el contenido de la historia universal está dado por la evolución de Occidente. El provincianismo de los pueblos europeos ha quedado demostrado tanto por su etnocentrismo como por su pretensión de dar un contenido universal a lo que es su particularidad intransferible. Se deja de ver entonces que la cultura occidental es sólo la que expresaron los poderes dominantes a partir de fines del siglo xv y comienzos del siglo XVI. Una cultura dominante, por muy bien consolidada que sea, no deja de ser una cultura particular, y por lo tanto, altamente condicionada. Forma parte de la historia universal, pero no puede dar por sí sola la substancia al devenir de todas las sociedades humanas con sus culturas particulares. El otro error radica en aceptar las creencias y los mitos que influyen a quienes sostienen esas posiciones. En el caso de los pueblos occidentales y su pretensión de orientar la marcha de todos los otros pueblos del mundo, hay que tener en cuenta constantemente que la sucesión de etapas históricas ya mencionadas (antigüedad clásica, medioevo, modernidad, tiempos contemporáneos) conlleva implícita y acríticamente la creencia mítica de que ése es el camino histórico para poder alcanzar el progreso social y cultural.

En este caso se propone a la cultura occidental —a través de sus diferentes momentos— como una cultura paradigmática, frente a la que otras expresiones del quehacer humano quedan desvalorizadas. Vale la pena resaltar este peligro, porque muchos teólogos (y no sólo entre los de Occidente) han afirmado fuertemente esta convicción, que de hecho no tiene fundamento. Claro, no es posible negar que la cultura de Occidente —según ya fue indicado— es la de quienes han dominado el mundo durante los últimos cinco siglos. Pero esto no da patente de superioridad cultural. Para muchos pueblos no occidentales, la llegada de los europeos hasta los espacios en donde se desarrollaban sus propias culturas, sólo puede comprenderse como una extensión de las invasiones bárbaras que marcaron la historia de Occidente entre los siglos iv y v d.C. Los tiempos modernos son parte de un período reciente en la historia de la humanidad, y aún no está demostrado que lo que ocurrió hace poco es superior a lo que lo precedió. Del mismo modo, no se puede llegar a afirmar lo contrario; de hecho, no hay ninguna razón basada en la evidencia científica que permita afirmar ―que todo tiempo pasado fue mejor‖. Lo que se está intentando decir con esto es simplemente que el mito del progreso humano, intrínseco a la cultura

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moderna, no tiene un fundamento histórico concreto. Es solamente eso: una creencia afirmada por ciertos pueblos a partir de su posición de dominación.

Resumiendo, la consideración de este tema nos obliga a trabajar sobre lo concreto. Las grandes síntesis, por muy fascinantes que puedan ser, nos hacen correr el grave riesgo de apartarnos de la realidad, invitándonos a movernos sólo en el plano de las ideas. De este modo, es muy fácil caer en la trampa que consiste en ver la realidad sólo con ojos de los dominadores. La modernidad no es sólo un proceso que alcanzó a los pueblos europeos. También tuvo sus consecuencias sobre los indoamericanos, sobre los africanos que fueron víctimas del tráfico negrero. Modernidad no es meramente el desarrollo de la ciencia; también involucra contingentes sociales que irrumpieron en la historia a través de la revolución industrial. O, diciéndolo de otro modo: la modernidad tiene dos fases (por lo menos). No debe olvidarse su ambigüedad propia. Hay que cuidarse del hechizo que ejerce siempre el lado del dominador. Hay que evitar quedar deslumbrados por el brillo del poder. Los orígenes de la modernidad Es necesario repetirlo: fundamentalmente, la irrupción de lo moderno en la historia es un hecho que concierne a los pueblos europeos. A partir de su irradiación —por medios de conquista militar y de dominación colonial— llega a influir sobre los pueblos del resto del planeta. En Europa, esa historia más reciente fue tomando forma a partir de la profunda crisis que sacudió por varios siglos al Occidente. Es posible decir que el momento más importante de la Edad Media tuvo lugar durante el siglo XIII. A partir de mediados del siglo xiv ya son visibles los elementos históricos que desencadenarán esa situación contradictoria que conducirá a un giro de la vida europea en el nivel económico, en el social, en el religioso, en el político, en el cultural, etc.74 En primer lugar, irrumpe un nuevo agente social: la burguesía.75 El dinamismo adquirido por la economía de Europa occidental durante el siglo xii condujo a una mayor actividad de producción y a un comercio más activo. Se multiplicaron los lugares de ferias y mercados.76 El dinero, que casi había desaparecido durante el largo período que transcurrió desde fines del siglo vi hasta el siglo XI, volvió a circular. Pudo ser atesorado. Permitió gradualmente la compra de medios de producción y el surgimiento de nuevos oficios: corredor de cambios, agente de cambios, y sobre todo, la creación de bancos4.77 Algunas familias de banqueros llegaron incluso a conquistar posiciones de gobierno en sus propios burgos. El ejemplo más notorio fue el de los Mediéis en Florencia. O sea, lo moderno es algo que aparece en la historia de Occidente junto con una nueva clase social, cuya identidad no puede caracterizarse sólo por el hecho

de estar inscrita en los registros de ciudadanía de las ciudades nacientes a partir del siglo XIII en adelante.

Esa nueva clase social se ligó estrechamente a una nueva manera de encarar la reproducción de la vida y la acumulación de la riqueza. Durante muchos siglos, elemento económico dominante fue la propiedad de la tierra y la posesión de siervos y vasallos por parte de los señores feudales. Con la irrupción de la burguesía comenzó un proceso gradual de transformaciones económicas, a través del que la industria adquirió cada vez más importancia, y en el que el dinero se transformó en un valor de cambio al mismo tiempo que adquirió el poder de adquirir medios de producción y también posiciones de importancia social. La acumulación de riqueza dejó de traducirse sólo mediante la posesión de la tierra y la dominación de vasallos y siervos. Comenzó a medirse también a través de la acumulación de capital. El mercado pasó a ser una nueva realidad en el plano económico. La apropiación del excedente que toda la sociedad consigue crear a través del proceso de reproducción de la vida, ya no fue sólo el resultado de actividades de conquista y de guerra. En efecto, el control de los mecanismos del mercado permitió llegar a acumular más dinero, y a través de la inversión de éste, a aumentar el capital. La nobleza de tierra, incluso los monarcas, comenzaron a tener necesidad del metal. Los teólogos tradicionales condenaron el comercio de la moneda, atacando la aplicación de tasas de interés que los banqueros justificaban en virtud del costo del uso del dinero y de sus servicios. Fue la denuncia de la usura. Ya se puede percibir en torno a esta situación una gradual pérdida de influencia por parte de las autoridades eclesiásticas (¡muchas de ellas también necesitadas de dinero!) y de los teólogos. A pesar de sus argumentos y

74 Georges de Lagarde, La Naissance de l'esprit laique au Moyen Age. Bruxelles; 1944. 75 Bernard Groethuysen, Le origini dello borghese in Francia. Milano: ed. I Gabbiani, 1964. 76 Cf. Amedeo Molnar y Jean Gonnet, Les Vaudois au Moven Age. Torino: ed. Claudiana, 1974, vol. 1, pp. 18ss. 77 Robert Mandrou, Introducción a la Francia Moderna. México, UTEHA, 1962, pp. 110-116; 154. 165.

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de sus amonestaciones, el nuevo modo de producción se fue expandiendo. Y también transformando gradualmente la vida social.

Estas transformaciones repercutieron en otros niveles de la existencia europea durante los siglos XIV y XV. Uno de ellos fue el político. Comenzaron a surgir los estados nacionales. Se comenzó a descalificar la pretensión del poder pontifical de controlar el Imperio Romano-Germánico, tanto en los hechos como a nivel ideológico, y este proceso se vio acelerado por la división del pontificado en Occidente. Se creó entonces la oportunidad para que algunos soberanos tuviesen una cierta autonomía frente al poder de los Papas. En el plano ideológico, el Defensor Pacis, de Marsilio de Padua marca el intento legitimador de esta nueva tendencia, decididamente moderna. El poder comenzó a concentrarse en las manos del príncipe, personaje secular par excellence. Las innovaciones ideológicas no se detuvieron en ese punto. A través de las modificaciones en el campo artístico es posible apreciar cómo la autonomía del uso de la razón que ya se percibe en la manera según la cual Santo Tomás de Aquino organizara su pensamiento, comienza a influir en otros aspectos de la vida cultural. Por ejemplo, de modo gradual, desaparece el uso del dorado (color que denotaba la referencia a lo trascendente y a una visión mística de la realidad), y comenzó a darse una mayor importancia a lo cotidiano. Este movimiento, que tuvo lugar a lo largo de dos siglos por lo menos, triunfa definitivamente con los pintores flamencos, maestros que expusieron las bellezas de la vida cotidiana.78

Por supuesto, el impacto de la tradición oriental —cuyos representantes, para escapar a la amenaza otomana, se trasladaron desde el mundo bizantino hacia el latino, llevando consigo grandes tesoros culturales- se hizo sentir especialmente a través del movimiento humanista. El interés por las lenguas clásicas, especialmente el hebreo y el griego, se desarrolló al mismo tiempo que se advertía una pérdida de interés por el latín. Gradualmente también comenzaron a desarrollarse las lenguas vernáculas. El mayor impulso vino de Italia, pero tuvo también su manifestación en otros países: François Villon en Francia, Chaucer en Inglaterra, acompañaron a Petrarca y a sus continuadores italianos.79

La irrupción de lo moderno se dio en muchas otras formas: el espíritu aventurero de los pueblos ibéricos fue una de ellas. En Alemania plasmó el espíritu de la reforma religiosa (¿podemos realmente considerarla moderna? ¿no se trataba acaso de una manifestación ambigua, que combinaba elementos medioevales con otros más renovadores? No hay que olvidar que Lutero polemizó ásperamente con Erasmo, oponiéndose a las ideas de éste en su De Libre Arbitrio! Las posiciones del humanista de Roterdam eran realmente ―modernas‖, en tanto que las del reformador alemán daban una preeminencia evidente a Dios. En la tensión creada entre Dios y el hombre por los intelectuales del siglo xvi, entre las reminiscencias de las tendencias medioevales y las innovaciones del pensamiento moderno, Lutero se sitúa claramente como defensor de las primeras. No obstante, en el desarrollo de su pensamiento hay un reconocimiento claro, también, de los elementos de la modernidad).80

Todo esto indica que la crisis histórica que sacudió la vida de Europa occidental a partir del siglo XIII, se fue definiendo poco a poco a medida que los nuevos agentes históricos (principalmente la burguesía) lograban forjar una hegemonía cultural que desplazaba a quienes tuvieron el control de la situación durante los siglos del así llamado medioevo. Esta hegemonía correspondió a nuevas condiciones sociales, al desarrollo de nuevos modelos económicos, a una nueva concepción de la educación (en la que el libro desempeñó un papel preponderante). A partir de estas tendencias tomó forma eso que hoy llamamos ―modernidad‖. Qué es la modernidad Sería un grave error afirmar que en el proceso de su irrupción histórica, la modernidad ya estaba completamente definida. En realidad, sus características fundamentales se fueron definiendo a lo largo de un período bastante extenso. Algunas de ellas eran prácticamente insospechadas para los mejores exponentes del espíritu moderno durante el siglo xvi. Sin embargo, al concretarse fueron expresiones de tendencias incontestadas del proceso moderno. En las reflexiones que siguen a continuación se mencionarán algunas de esas manifestaciones.

78 5 Georges de Lagarde: op. cit. 79 6 Rene Schneider y Gustave Cohen, La formación del ideal moderno en el arte de Occidente. México, UTEHA, 1958. 80 7 Cf. la tesis inédita para obtener la licenciatura en teología de José Míguez Bonino: Dios y el hombre en el siglo XVI. Buenos Aires, 1950.

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En primer lugar, un rasgo inequívoco de los tiempos ―recientes‖ ha sido el intento de conquista y dominación del tiempo y del espacio. Es cierto que el proceso de conquista del espacio fue diferente del que marca ¿i intento de dominio del tiempo. Hay una gran diferencia entre los viajeros de los tiempos de la Grecia clásica y de los que recorrían el Mediterráneo en la época de los escritos del Nuevo Testamento. Los antiguos viajaban para conocer otros pueblos, a veces para comerciar. Al encontrarse con otras gentes intercambiaban experiencias y agradecían con nobleza la hospitalidad recibida. Cuando mucho cargaban en sus alforjas comida para el resto del camino, y sobre todo la memoria enriquecida por el valor de nuevos hallazgos. Los hombres modernos, en cambio, son muy distintos. Señala Augusto Serrano en un trabajo inédito: ―son diferentes. Como si el ancho mundo hubiese estado esperándolos desde siempre, irrumpen altaneros desde un ámbito externo y vienen ya provistos de títulos de propiedad. En primer lugar, y por el solo hecho de arribar, toman posesión de la tierra ―descubierta‖ y, en segundo lugar, se lee a los ―descubiertos‖ el ―requerimiento‖, combinándolos a que acepten Dios, Papa y Rey so pena de hacerles la guerra a sangre y fuego‖.81

O sea, para los modernos, descubrir, ha sido sobre todo conquistar espacios y, a partir de eso, dominar a sus habitantes. Los lugares de los que se toma posesión, los que según su concepción eran ―descubiertos‖ por ellos, reciben un nuevo nombre (en portugués, o en español, o en inglés, o en francés, etc.). Este movimiento de expansión y conquista a partir de Europa Occidental, fue llevado a cabo en primer término por navegantes y aventureros que partieron de la península ibérica. Pero, en realidad, toda Europa participó en esta empresa. Fue un proyecto de dominación que benefició tanto a los monarcas, como a la nobleza, a las autoridades eclesiásticas y sobre todo a la burguesía. Dominar el espacio, ponerle nombres occidentales a los lugares a los que se llegaba, es algo que muestra la índole profundamente occidental de los tiempos modernos. Fue un proceso de explotación y de pillaje. Testimonio de ello son los tesoros acumulados por el Occidente en sus museos, donde pueden observarse objetos que fueron literalmente robados de muchas partes del mundo. Este intento de dominación del espacio, como no podía ser de otra manera, se acompañó (aunque con resultados menores) por otro de conquista de tiempo. El mismo se dio de dos maneras: por un lado, a través del desarrollo de una conciencia histórica que da al hombre y a la mujer modernos un sentimiento de ser herederos irrefutables de los seres humanos de la época clásica. O sea, el moderno es quien continúa el linaje de aquellos que pusieron las bases del Occidente: los hebreos y los griegos de la antigüedad. El intento de conquistar el tiempo dio como resultado un claro sentido de la historia. En esto, ciertamente, el moderno se aproximó a los hebreos y se alejó de los griegos (entre quienes, como se sabe, predominó una concepción cíclica del tiempo). El ser humano moderno piensa en sí mismo como siendo alguien con trayectoria histórica. Su conciencia es una conciencia histórica: echa sus raíces en un pasado determinado, actúa en el presente con un sentido de eficacia transformadora, y se proyecta hacia el futuro con un cierto plan, procurando concretar una cierta visión, un objetivo histórico.

Por otro lado, esta conquista del tiempo lo lleva a calcular y a proveer el futuro. Max Weber lo ha hecho notar, indicando que es uno de los rasgos más característicos de la mentalidad capitalista, burguesa.82 A partir de los datos que ofrece el libro de contabilidad, es posible discernir modos de operación en el campo de la producción y en el de las actividades comerciales, que ayudan a asegurarse el futuro. O sea, conquistar el tiempo desconocido. Esta dominación de lo ignoto se basa en el poder de control del tiempo presente, que no se puede perder. Como dijera Benjamín Franklin: ―el tiempo es oro‖10.83 Para el burgués occidental, caracterizado por su adhesión al protestantismo real (aunque se confiese católico), perder tiempo es el peor de todos los pecados. La utilización del tiempo actual permite disponer del futuro. Robert Mandrou cita del Discurso Económico del Sr. Le Choyselat un claro ejemplo de esta disposición del tiempo futuro en base al buen uso del tiempo presente: ―De quinientas libras bien empleadas una vez se puede sacar al año cuatro mil quinientas de provecho honrado. La receta es simple y bastante notable: alquilar cerca de París una casa o un establo y unas medidas de tierra, construir gallineros, comprar 1.200 gallinas y 120 gallos (costo de las aves: 348 libras); las 1.200 gallinas producen 800 huevos diarios, vendidos en París con ayuda de los regatones y médicos. El huevo vendido a 6

81 Augusto Serrano: El dominio del tiempo. (Para una teoría del poder político, a partir de la teoría del valor). Tegucigalpa, 1985, pág. 1. op. cit. p. 82 Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. São Paulo, Pioneira, 1983, pp. 28-51. 83 Ibid., pp. 29-31.

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denarios, el producto bruto será de 7.300 libras por año, o sea, deduciendo los gastos 4.500 libras‖.84 Este tipo de mentalidad, calculadora, previsora, que busca ante todo el beneficio y la seguridad es totalmente diferente de la que predominó en la Edad Media. Estamos lejos del misticismo medioeval, del ardor de la caballería, de la generosidad de vida que caracterizaba toda la cultura medieval.

En segundo lugar, debe quedar claro que esta conquista del espacio y del tiempo necesitó inevitablemente un fundamento científico. Fue así que surgió una nueva ciencia, afirmada ante el aristotelismo tomista dominante de los últimos siglos de la Edad Media de modo polémico y beligerante y que se nutrió de la fe de mártires que jugaron sus vidas en defensa de sus convicciones. Esta nueva ciencia ya está presente en Copérnico. Pero es con Galileo que adquiere sus derechos, para pasar a ser dominante con Descartes. Dada la necesidad de la conquista del espacio, esta nueva ciencia se concreta en su aplicación a la física. La razón en la que se apoya es la de las matemáticas. La observación de los hechos pasa por el tamiz de la cuantificación. Y a través de ésta es posible llegar a la formulación de leyes, verificables no sólo desde un punto de vista empírico, sino sobre todo matemático. En esto, precisamente, consiste el gran paso del método científico de Galileo: aplicar a la materia, a la física, criterios cuantificables en base a la observación empírica. Antonio Banfi dice que se trata de ―la arquimedización de la física‖, pues este procedimiento tiene su antecedente en los geómetras griegos y de manera particular en Arquímedes y en Apolonio de Pérgamo. ―Con Galileo se lleva a cabo el paso hacia el estudio de los fenómenos físicos: el procedimiento geométrico asume una función metodológica verdadera y universal. El método geométrico da a la investigación galileana un sentido de armonía íntima, de concreción intuitiva» de extrema claridad. No obstante, le impone también un límite que sólo el uso del análisis podrá superar. De manera continua, Galileo se enfrenta a problemas que para ser definidos requieren la aplicación de un método matemático más sutil que él no poseía...‖.85 Es precisamente en este punto que Descartes va a completar a Galileo. La res extensa no sólo puede conocerse a través de elementos geométricos, sino también por intermedio del análisis matemático. Y, lo que es aún más importante, los mismos principios metodológicos pueden aplicarse al conocimiento de la res pensante. La conquista del espacio y del tiempo que procura el ser moderno necesita de esta ―nueva ciencia‖. Debe tenerse en cuenta que la misma no es neutral. Es un conocimiento al servicio de quienes tienen poder real. Quienes se oponen a la misma pueden llevar a los nuevos científicos a la hoguera dice la inquisición, o al silencio, o al exilio. No importa. Ese no es el poder que cuenta. El verdadero poder es aquel que usa de los conocimientos y los métodos de la nueva ciencia para ampliar su dominación sobre la naturaleza y la historia. Las matemáticas surgen como el instrumento universal para llegar a este dominio. Pero hay que tener en cuenta que es solamente el instrumento. Más importante es reconocer al sujeto social que lo utiliza y que no es otro que la burguesía. La Edad Moderna culminará cuando ese sujeto social complete su obra revolucionaria, hacia fines del siglo xviii, con la revolución norteamericana y posteriormente con la revolución francesa.

Esto significa, en tercer lugar, que gracias a la aplicación del instrumento matemático por medio del método cuyos fundamentos fueron proporcionados por Galileo y afinados por Descartes, el universo pierde su encanto.86 Ya no hay misterios. Así como las matemáticas permiten llegar a los cuatro rincones del globo, descubrir leyes esenciales de la existencia física, la extrapolación de los principios metodológicos de la nueva ciencia a otros campos del saber humano (a la filosofía con Leibniz y Wolf, a la historia con Vico y Herder, a la política con Spinoza) llega a ser un factor decisivo para dar un impulso irresistible al proceso de secularización. Poco a poco, Dios comienza a quedar en el fondo del paisaje.

Aquí conviene recordar lo dicho al comienzo de estas páginas: las rupturas históricas no se producen abruptamente. Son procesos que se desarrollan a lo largo de muchos años, incluso de varios siglos. Para alcanzar el punto al que se llegó gracias a las propuestas de Galileo y de Descartes, fue necesario primeramente un esfuerzo en favor de la autonomía de la razón. Este tiene en Occidente su antecedente -¡paradójicamente!- en el pensamiento aristotélico. A través de éste y de su influencia sobre Santo Tomás de Aquino llegó a expresarse en Occidente. Sería miope dejar de ver que el proceso de secularización tiene su vertiente más importante en la

84 Robert Mandrou: 155. 85 Antonio Banfi: Galileo Galilei. Milano, II Saggiatore, 1961, 328. 86 Edmund Husserl: La crisi delle scienze europee e la fenomenología trascendentale. Milano: il Saggiatore; 1961, pp. 424-425.

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esfera política. Existe la tendencia a considerar la secularización sólo como un proceso filosófico, consecuencia del cual sería la ciencia moderna. Al hacer así se desvincula todo ese proceso de las luchas históricas concretas, de las luchas sociales a través de las cuales la burguesía disputó palmo a palmo, paso a paso, el poder a la nobleza. Esta aún continuaba en el poder. Y para ello, necesitaba de los recursos burgueses. La nobleza de tierra fue perdiendo preponderancia. La nobleza de corte pasó a tener más influencia. Pero el verdadero poder, basado en el manejo de la riqueza, la acumulación del dinero y la propiedad del capital, estaba en manos de la burguesía. Sin embargo, el poder político escapaba a su control. Las revoluciones inglesas del siglo XVII, así como la revolución holandesa, fueron indicaciones inequívocas del poder ascendente de la burguesía. Para defenderse, las monarquías occidentales y las noblezas a ellas asociadas, buscaron apoyos ideológicos que legitimaran sus anhelos de dominación perpetua. Esas bases legitimadoras fueron provistas por el pensamiento religioso. Por ejemplo, se afirmaba que el derecho de los reyes era de origen divino.

Fue contra esta situación que Spinoza dirigió sus armas ideológicas en su célebre Tratado Teológico Político, publicado anónimamente en 1670. La aplicación del método de Galileo y de Descartes a otros planos de la realidad, más allá de la física, permitió a Spinoza afirmar que no existe algo que pueda ser considerado como un derecho ―divino‖. En realidad, sólo el derecho natural es necesario. La naturaleza y sus cosas, según Spinoza, no tienen en sí mismas el principio de su existencia y de su conservación. Ese principio es Dios mismo. Pero hablar de Dios es hablar también de la naturaleza. Spinoza, en su lucha contra el despotismo que intentaba fundamentarse en principios religiosos, llega a la secularización radical. Intentando definir el derecho natural, señala: ―Por derecho e institución de la naturaleza no entiendo otra cosa sino las propias reglas de la naturaleza en cada individuo, según las cuales lo concebimos naturalmente determinado para existir y obrar de un cierto modo‖, a lo que agrega posteriormente que ―la naturaleza absolutamente considerada tiene sumo derecho sobre todo lo que puede, esto es, el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde se extiende su poder‖. Lo que significa, de hecho, que según él la potencia de la naturaleza se identifica con la potencia de Dios.87

A diferencia de Hobbes, que consideraba que el derecho del Estado puede llegar a ser absoluto, y por lo tanto ilimitado, Spinoza entiende que el Estado debe conformarse a las leyes de su propia naturaleza* En otras palabras: el Estado está sometido a leyes tal como lo está el hombre natural: en el sentido de que está obligado a no destruirse a sí mismo. El fin del Estado, pues, es la paz y la seguridad de la vida. Esta es la ley del Estado. No busca la seguridad de un orden basado en elementos teológicos, sino en las leyes de la naturaleza. Estas garantizan la libertad del ser humano que se concreta en la adecuación de la persona a las de la naturaleza. Ir contra éstas es cometer suicidio, perder la libertad. La fe es obediencia a las leyes de Dios, entiéndase a la naturaleza. La libertad es el reconocimiento de la necesidad.

El sistema filosófico de Spinoza entiende a Dios como un sistema geométrico e infalible (se trata de la | naturaleza y de sus leyes). Este filosófico, que inequívocamente los de la burguesía en el siglo xvii, en la tradición de sistema representa intereses occidental siguiendo Galileo y Descartes, tiene un claro carácter geométrico. Y, como lo señala Husserl en su clásico libro La crisis de las ciencias europeas, ―La geometría vale como apodíctica; pero la geometría no se pregunta si existen cuerpos objetivos que corresponden a las formas que de los mismos se delinean idealmente. Y así de manera general. Lo que debe valer para todo es lo que es puramente a priori‖.88 O sea, del mismo modo que el idealismo fue la filosofía (ideología) de los filósofos griegos, representantes de una clase de años y señores que explotaban a los esclavos mientras hacían filosofía, también los filósofos modernos no se plantearon las bases objetivas de su situación en el mundo. La conciencia del filósofo, como lo percibe Husserl es siempre ―conciencia de‖.89 Infelizmente Husserl tampoco llegó a percibir que no es sólo conciencia de un mundo dado, de una circunstancia inerte, sino sobre todo de una situación social, de una condición de ser en la sociedad. La conciencia burguesa fue adquiriendo, poco a poco, la certeza de su dominación: primero sobre el espacio, luego, sobre el tiempo. No llegó a ver que ambos dominios significaban que algunos tienen más poder que otros. Es una conciencia de dominación.

Por eso, en cuarto lugar otra característica del ser moderno, fue su conciencia de autonomía. Es necesario insistir en que sólo los dominadores tienen esta conciencia. Kant la tradujo notablemente en conceptos

87 Spinoza, Tractatus: Theologicus-Politicus, pág. 16. 88 Edmund Husserl, op. cit. 89 Ibid., pp. 273-274.

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en su famosa disertación Was is die Aufklärung? La ilustración consistió precisamente en la razón liberada, conquistando distancias y períodos. El espíritu moderno puede entonces caracterizarse como fáustico: intentó trascender espacio y tiempo. Pero se trata de la autonomía del burgués. O, dicho de otra manera, dado que la burguesía no conoce más que las leyes naturales, se trata de la ley de la selva. El burgués no conoce la solidaridad. Afirma la individualidad por encima de todas las cosas. En religión no le preocupa la salvación de los otros, sino la suya propia. Y ella tiene que reflejarse mediante su propio éxito, ya en esta vida. De ahí la necesidad de la afirmación de su autonomía. En el texto ya indicado, Kant la define como ―la superación del ser humano de su estado de ―inmadurez‖, en la medida que llega a ser responsable de sí mismo. Esto es, capaz de utilizar su razón sin una guía ajena, o una autoridad que es exterior a sí mismo‖. Para alcanzar este desarrollo es necesario el ejercicio de la responsabilidad, o sea una capacidad propia para responder a los desafíos que se nos presentan en la vida. El ser humano --- mejor dicho, el burgués, dado que éste es el sujeto social de la modernidad - se manifiesta como un ser con iniciativa propia, lo que lo constituye en consecuencia en un ser altamente contradictorio, dado que de un modo u otro, sus iniciativas van a chocar con las de los demás. Karl Marx percibió esto con toda claridad un siglo después de Kant, al afirmar que la burguesía no puede existir sin afirmarse constantemente a través de contradicciones sucesivas.

Este carácter contradictorio nos conduce a la quinta característica de la modernidad: así como ella encuentra en la burguesía su expresión más abierta a nivel de la práctica del poder, tiene en la creación del proletariado otra expresión fundamental En efecto, no hay que olvidar que durante los tiempos modernos se produce la revolución industrial. El modo de producción capitalista se desarrolló de tal manera que llegó a la producción de series de manufacturas a través de una tecnología maquinista. Fue en tiempos de la revolución industrial que comenzó a emplearse la palabra ―capitalista‖, desconocida hasta el siglo xviii. Ahora bien, entendiendo las realidades sociales de manera dinámica, percibimos inmediatamente que frente a los poseedores de capital están quienes sólo tienen para vender su fuerza de trabajo. Son los obreros. Del mismo modo que durante la Edad Media se gestaron las fuerzas que condujeron a la modernidad, en la evolución de esta última se manifiestan los agentes que conducen a través de la historia a su superación. No sólo la burguesía es moderna. También lo es el proletariado. Y en la dialéctica social que se establece entre ambas clases contradictorias se encuentra el dinamismo que conduce a la culminación de los tiempos modernos en una serie de revoluciones, aún inacabadas. La modernidad es eso: noche y día, dominación y liberación que se entrelazan, burgueses y proletarios, autonomía de la razón que se transforma en despotismo del orden constituido. Dios que se pierde en la inmanencia de la naturaleza, ciencia que no cuestiona sus axiomas fundamentales, autonomía del ser humano que lo induce imperceptiblemente a querer transformarse en un superhombre, muerte de Dios y orfandad del individuo, lucha por la liberación que desemboca en los campos de concentración de Auschwitz... Los desafíos de la modernidad a la teología Fue inevitable que el desarrollo de los nuevos tiempos trajese problemas inéditos para la teología cristiana. El fin de la Edad Media planteó cuestiones urgentes a las iglesias. Una de ellas fue la necesidad de un concilio que ayudase a renovar y a revitalizar las instituciones eclesiásticas. Infelizmente, el fracaso del movimiento conciliar durante los siglos XIV y XV desembocó en una ruptura, marcada por la irrupción de las diversas reformas: la de Lutero, la de Calvino, la de la Iglesia de Inglaterra, y aquella otra —ciertamente mucho más radical que las que se acaba de indicar-impulsada por el pensamiento anabautista. Sin embargo, tanto la Iglesia Católica Romana como las Reformadas, pronto se encontraron desorientadas frente a la evolución de la modernidad. Frente a la novedad demostraron suficiente creatividad. Intentaron poner el vino nuevo en odres viejos. Confrontaron las nuevas tendencias históricas con argumentos dogmáticos, basados en una autoridad ya corroída. Por eso no debe extrañar que poco a poco hayan ido cediendo terreno y perdiendo vigencia en la vida social de Europa occidental, así como también en la conciencia de los espíritus más ilustrados.90

Intentando sintetizar los desafíos planteados por los tiempos modernos a la teología, podemos mencionar cinco puntos. En primer lugar, surgió la necesidad de una nueva espiritualidad, de un nuevo modo de celebración de la fe. El ser moderno quiere llevar a buen puerto el proceso de su liberación de tutelas extrañas a su

90 Véase al efecto el brillante libro de Paul Hazarde La crise de la conscience européenne 1680-1715. París: librairie artheme Fayard, 1961.

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conciencia. Fue una tarea llena de riesgos. Según ya se indicó, muchos pagaron con sus vidas esta vocación a la que se entregaron totalmente. Las actas de la Inquisición católica romana, así como también la toma de posición de Lutero contra los campesinos, o la condena pronunciada contra Miguel Servet de ser quemado vivo sobre la meseta de Champel en Ginebra, dan cuenta del peligro que supuso dar impulso al espíritu moderno. Se trató de vivir de la manera más abierta posible la libertad de conciencia. El fin del medioevo puso de relieve la existencia de un profundo misticismo. Testimonio de esta tendencia fueron los brotes de espiritualidad entre los pueblos germánicos y, sobre todo, en España. Estas expresiones pueden considerarse como el canto del cisne de la vida medieval que estaba llegando a su fin. Los tiempos modernos se abrieron al espíritu del siglo. Lutero terminé con el convento. Calvino destacó la importancia del trabajo como vocación humana; los obispos que se reunieron en el Concilio de Trento dieron una nueva orientación a la administración de la Iglesia Católica Romana. San Ignacio de Loyola introdujo un nuevo espíritu en el catolicismo latino: ya no se trataba de aislarse del mundo, de dar mayor fuerza a la vida religiosa en los conventos y en las abadías: desde el siglo xvi en adelante lo que urgía era estar presente en medio de los acontecimientos del mundo.

Sin embargo, esto no fue suficiente. En efecto, de uno u otro modo no se llegó a resolver satisfactoriamente la cuestión de la libertad de conciencia. Esa libertad que condujo al ser moderno a definirse en función de las conveniencias más apremiantes. Libertad que motivó la transferencia de Enrique iv del protestantismo al catolicismo, pues ―París vien vale una misa‖. O sea, la teología no consiguió superar el problema que para la conciencia moderna plantea la existencia de fuentes de auto-ridad que deciden acerca de la vida del individuo, pero que se sitúan fuera del ámbito de la subjetividad del ser humano. La metafísica del ser moderno, como se puede apreciar sobre todo en Descartes, Malebranche, Spinoza, Kant y hasta en Hegel, tiene su raíz en la esfera subjetiva del ser humano. Este es un ―ser-en-el-mundo‖. La modernidad es extremadamente rigurosa, inclemente, con los místicos y con los suicidas, con quienes procuran escaparse del mundo. La conciencia ya no porcura salir de las condiciones existentes. La gesta dejó de consistir en la conquista del santo sepulcro. Se trataba de dominar el mundo. Por eso hay que aceptarlo en toda su naturalidad. Vivir en él es lo que importa. Sólo así podía ser posible intentar su transformación. Incluso, los Padres Peregrinos, que comenzaron la colonización de la Bahía de Massachussets en Norte América, salieron de Europa con la intención de construir una ciudad que estuviera situada en lo alto de la colina, para que se luz alumbre a todos los hombres‖ (Mt. 5.16).91

Sin embargo, al intentar dar una respuesta convincente al problema de la necesidad del ejercicio de la libertad de conciencia, no consiguieron ser completamente coherentes. De una u otra manera, la libertad estaba limitada por la autoridad exterior. Y ésta, infelizmente, sostenía y legitimaba el ejercicio del despotismo. Esa libertad de conciencia era fundamental para el burgués. La exigía la libertad del mercado, conditio sine qua non para la expansión de sus intereses privados. El burgués no pudo quedar satisfecho por el cambio que hizo del fraile medieval apartado del mundo un ser eficaz al servicio de la Iglesia en la sociedad. Del mismo modo, el que adhirió a la fe reformada (a pesar de que su opción por el protestantismo haya sido consecuencia de la opción de su príncipe: ' 'cujus regie, ejus religio‖), vivía su fe como individuo. La comunidad dejó de contar. La libertad de conciencia apuntó con fuerza al triunfo del individualismo. Incluso, como lo señaló Robert Mandrou: ―Los miles de franceses que, en la hora de las primeras persecuciones, abandonan bienes y familia para ir exilados a Ginebra, suministran también, de modo diferente, la prueba de la calidad y del carácter individualista de sus exigencias espirituales‖.92

La teología dominante en las iglesias no supo responder adecuadamente a este desafío. Hubo que esperar hasta el siglo xx para que algunos teólogos suficientemente perspicaces comprendieran lo que significa vivir en el mundo moderno ' 'etsi Deus non daretur‖.93 Pero, cuando Bonhoeffer y otros llegaron a definir esta postura, ya era evidente que la parte de las Iglesias y de la teología en el mundo moderno había sido fuertemente desgastada. El énfasis que el propio Bonhoeffer, así como también Mounier, Berdiaev y algunos más pusieron en

91 Robert T. Handy, A history of the churches in the United States and Canada. Oxford, Oxford University Press, 1979. pp. 20-21. 92 Robert Mandrou, op. cit., p. 215. 93 Dietrich Bonhoeffer, Letters and papers from prison. Londres-Glasgow, Fontana Books, 1959, p. 21.

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la importancia de la dimensión comunitaria del espíritu humano, así como también para la celebración de la fe, llegó fuera de hora.

En segundo lugar, los tiempos modernos, a través del desarrollo de la nueva ciencia, planteó a la teología el desafío de conseguir un lugar incuestionable, legítimo, dentro del ámbito científico. Nos parece evidente que la conciencia de este problema fue mucho más aguda dentro del Protestantismo que en la Iglesia Católica Romana. La aplicación de la nueva ciencia a la naturaleza, que conllevó gradualmente un proceso de desencantamiento del mundo, promovió, en primer lugar una teología apologética, que buscó por todos los medios posibles mantener en vigencia la autoridad de la Iglesia, y sobre todo la autoridad de las Escrituras. 2194 Incluso en la actualidad se advierten importantes residuos de esta postura. Sin embargo, pronto quedó en evidencia que esa actitud de la teología era anacrónica. Entonces, como bien lo detectara Paul Tillich, la teología intentó obtener un cierto grado de respetabilidad científica transformándose en theologia naturalis, cuya expresión más notable fue el deísmo. Hacia comienzos del siglo xviii ya se comenzó a advertir el carácter anacrónico de esta posición. Fue recién a fines de ese siglo que Schleiermacher consiguió crear un espacio en el que la teología se atrincheró: el de la subjetividad humana. La religión fue definida como el sentimiento de dependencia. Como tal, incuestionable. Las ciencias, incluso la psicología, no podían poner en tela de juicio la existencia del sentimiento religioso. El subtítulo de la obra clásica de Schieiermacher, redactada en 1799, Los discursos sobre la religión, es sumamente ilustrativo a ese respecto: ―Para los espíritus cultos que la desprecian‖.95 La teología entonces, dejó de ser un discurso sobre Dios, para transformarse en una investigación sobre la religión en tanto elemento de la subjetividad humana. Así comenzó a desarrollarse la teología liberal del siglo XIX.

Las fórmulas de Schleiermacher correspondían al momento en el que el romanticismo estaba en auge en Europa, marcando el triunfo del individualismo burgués. Sin embargo, pronto se supera esa tendencia dominante. El positivismo, el utilitario, el darwinismo, plantearon de manera virulenta la polémica contra la religión. La experiencia de siglos pasados demostraba que la postura apologética no podía repetirse. Fue así que comenzó a tomar forma el intento de justificar a la teología como una ciencia. En el medioevo, Santo Tomás de Aquino había afirmado que la teología era una ciencia teórica, a lo que Duns Scoto había respondido que se trataba de una ciencia práctica. Es evidente que el concepto de ciencia en la Edad Media pasó a ser obsoleto en los tiempos modernos. Hacia fines del siglo XIX comenzó a delinearse la tendencia que se resumía en la afirmación de que ―la teología es la ciencia de la religión‖. Karl Barth va a recibir esta influencia y afirmando el ―positivismo de la revelación‖ va a desarrollar la noción de ciencia teológica. Para él se trataba de definir el conoci-miento que el ser humano recibe a través del encuentro con la Palabra de Dios y de la reflexión a partir de la misma. Según Barth, la aproximación a la Palabra exige por parte del teólogo un cuidado especial, dado a través de una serie de reglas objetivas. El subjetivismo schleiermachiano quedaba entonces superado para el teólogo de Basilea.96

Por supuesto, Barth no llegó a afirmar que la ciencia teológica sea del mismo tipo que las ciencias naturales:

Las ciencias exactas se distinguen ciertamente de la ciencia teológica en que su objeto y su fuente de conocimiento no son idénticas entre sí, ni idénticas a la Palabra de Dios. [...] Sin embargo, una ciencia exacta bien concebida posee un punto común con la ciencia teológica correctamente instruida, 1) en que como tal ella no supone ninguna concepción del mundo. Se limita a constatar, ordenar, relacionar, estudiar, comprender y exponer los fenómenos. No desarrolla ninguna ontología del cosmos. Cuando, a pesar de todo, intenta hacerlo, deja de ser una ciencia exacta y entra en el terreno de la poesía. [...] Pero una ciencia exacta coincide también con la enseñanza dogmática sobre la creatura; 2) en que estudia y describe el cosmos únicamente como aquél que es el del ser humano, y en que para ella igualmente el cosmos no existe más que desde un punto de vista ―antropocéntrico‖; evidentemente, no se trata del punto de vista de la fe cristiana, cuyo objeto es la Palabra de Dios y que es ―teoantropocéntrica‖, sino del punto de vista propio de las facultades humanas de observación y de reflexión, cuyos límites serán siempre reconocidos‖. A lo que, poco más adelante agrega: ―Nuestra tarea (la del teólogo) es diferente de la de la ciencia exacta. Pero aquí

94 Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en Occidente. Buenos Aires: ed. La Aurora, 1977, vol. ii, p. 325-ss. 95 Friedrich Schieiermacher, On religion. Speeches to its cultured despisers. Nueva York, Harpers and Brothers; 1958. 96 Karl Barth: Dogmatique. Premier Volume/tome Premier: La doctrine de la parole de Dieu. Prolegomenos a la Dogmatique. Ginebra, Labor et Fides; 1953, pp. 185ss.

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no debemos oponernos a ésta. Por el contrario, podemos reconocer que su paso inicial constituye un paralelo significativo del nuestro.97

Tratando de resumir, ante el desafío de la nueva ciencia, la teología trató de conseguir por caminos múltiples, un espacio reconocido como propio en el que pudiese tener lugar su propia actividad científica. Sin embargo, hay un elemento que escapó al pensamiento de Karl Barth. La ciencia positiva supone, como bien lo ha señalado Paul Ricoeur,98 la acumulación del conocimiento. A pesar de la tradición dogmática que prevalece en la vida de la Iglesia, registrada en los credos y afirmaciones de fe que se han dado a través de la historia, no es posible afirmar con el mismo vigor como es posible hacerlo en las ciencias naturales, que la teología es una suma de conocimientos. Prueba de ello son las renovadas reformas en las instituciones eclesiásticas, indicadas a través de la necesidad de que la comunidad cristiana y sus instituciones se conciban como ecclesia refórmata Semper reformanda. Lo que significa que la comprensión de la fe de la comunidad eclesial que hoy es explicitada por los teólogos, aunque se refiera a otras explicitaciones anteriores, no tiene por qué ser un agregado a las mismas. La tradición en la vida de la fe no significa adición sino referencia a la Tradición original. Es la reflexión en torno a ésta (las sagradas escrituras y la referencia a los primeros tiempos en la vida de la Iglesia, tal como nos han sido testimoniados en los escritos del Nuevo Testamento) que ayuda a la teología a responder a nuevos problemas que se plantean a partir de la práctica de la comunidad eclesial.

En este sentido, nos parece necesario señalar que todo intento de querer transformar a la teología en una ciencia del tipo de las ciencias naturales, no puede alcanzar buenos resultados. Esto no quiere decir que, a partir de la existencia de las ciencias exactas, naturales y humanas, la teología no deba ser rigurosa. La teología, como actividad intelectual que pretende ser seria, necesita --- aplicar las reglas de diversos métodos científicos. Por ejemplo, en cuanto al problema de la creación, se le exige dialogar con las ciencias naturales y respetar sus procedimientos. Al reflexionar sobre el conocimiento humano, no puede desechar los aportes de la psicología y de las ciencias exactas, lo que significa tener en cuenta sus metodologías peculiares. Lo mismo cuando se trata de discurrir sobre tópicos que atañen a las ciencias humanas. Sin embargo, esto no convierte a la teología en una ciencia. La teología, el trabajo del intelectual formado teológicamente y que está al servicio de la comunidad eclesial, significa constantemente --- en el diálogo con las diferentes ciencias- un ejercicio de interpretación. De ahí que nos parece mucho más adecuado colocar a la teología en el conjunto de las hermenéuticas, cuyas tendencias entran en conflicto, ayudando a las comunidades y a las personas que las componen a comprender su situación en el mundo.99 Tomar conciencia de este hecho ayuda a la teología (y a los teólogos) a comprender sus limitaciones y a evitar monstruosidades, estupideces. Ya esto es importante en la vida de la Iglesia y en la práctica del conocimiento.

En tercer lugar, a lo largo de la evolución histórica de los tiempos modernos se le ha presentado a la teología el desafío de reconocer el desarrollo de nuevas coyunturas sociales, a través de las que han actuado nuevos sujetos históricos. Ya se ha dicho: al místico medieval, apasionado con la trascendencia, sucedió un nuevo tipo de ser humano, arraigado en el mundo, conquistador de espacio y del tiempo, calculador del futuro a partir de su contabilidad presente. Es el burgués. Pero éste, a su vez, creó las condiciones necesarias para que irrumpiese en la historia otro sujeto social, que se levanta contra la burguesía procurando una sociedad diferente, buscando nuevas relaciones con la naturaleza, y afirmando que el conocimiento se manifiesta a través de prácticas transformadoras (en el plano económico, en el tecnológico, en el social, en el político, etc.). Pensar que la modernidad es sólo la expresión de la ciencia del burgués dominante es ver la realidad con un ojo solo. La modernidad significó también el nacimiento y desarrollo de los proletarios, de los trabajadores.

Lamentablemente, cuando la teología intentó situarse en este contexto, tuvo prioritariamente (y a veces también exclusivamente) en cuenta, la parte de los dominadores. En este sentido, el protestantismo fue mucho más consciente de la realidad burguesa que el catolicismo romano. Sin embargo, a pesar del retraso del pensamiento católico, en Europa y en los Estados Unidos, ha dado más importancia, en última instancia, a su relación con la burguesía que con el proletariado. Para muchos esto significó la ―pérdida de la clase obrera por

97 Karl Barth, Dogmatique. Troisieme Volume/Tome Deuxieme. La Doctrine de la Creation. Ginebra, Labor et Fides; 1961, pp. 11ss. 98 Paul Ricoeur, Historie et Verité. París: Eds du Seuil, 1955, p. 83. 99 Paul Ricoeur, Le conflict des Interpretations. París, Eds. du Seuil, 1969.

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parte de las Iglesias‖. Sin embargo, hay quienes dicen que, de hecho, la clase obrera nunca se - relacionó con las instituciones eclesiásticas. Es la posición de John Kent,100 al estudiar cómo tomó posición la Iglesia (y por lo tanto, la teología) frente a la evolución del movimiento sindical en Inglaterra durante el proceso de la revolución industrial a partir de fines del siglo XVIII. Si se acepta este punto de vista, eso significa que todavía sigue planteado con toda su crudeza para la práctica eclesial y la reflexión teológica que la acompaña, el desafío social de los tiempos modernos.

Recién en los últimos decenios ha comenzado una cierta reacción en este sentido. Por ejemplo, las nuevas formas de ser Iglesia en América latina (―iglesia de los pobres‖) y la teología que se desarrolla a partir de ellas (la teología de la liberación) intentan responder a ese reto. En este sentido, a pesar de las críticas que se dirigen por parte de teólogos que reflexionan sobre todo a partir de pautas burguesas, la teología de la liberación es más moderna de lo que se piensa frecuentemente. Asume su modernidad al insertarse en las tensiones sociales peculiares que promueven los sujetos que protagonizan la historia de los últimos tiempos. El desafío social requiere que la teología reconozca el carácter decisivo de estos conflictos sociales agudos. Hay quienes ni siquiera quieren llamarlos ―lucha de clases‖. Revelan, de este modo, una visión que corresponde a quienes están en el poder. Manifiestan así su postura parcial, que es propia del punto de vista burgués. Sostienen que las tensiones sociales no hacen más que manifestar una patología social. Son expresiones de irracionalidad (evidentemente, así son para quienes ocupan posiciones de dominio y poder). Sin embargo, debe admitirse que los conflictos sociales no pueden ignorarse meramente porque parecen ser insensatos. Ellos existen, y es un principio del conocimiento según la ciencia moderna, partir de los hechos y no de un juicio (a priori) sobre los mismos.

El desafío de toda la sociedad moderna (y no sólo de la parte que tradicionalmente ha ocupado posiciones de poder en la misma) exige, en primer lugar que la teología se interese por la realidad del mundo de los trabajadores, quienes por cierto no se puede pensar que vivan en un mundo armónico. Experimentan en carne propia, diariamente, la violencia estructural aplicada desde el poder. Desde su punto de vista, la justicia deja de ser un principio moral para transformarse en una necesidad vital. El valor deja entonces de ser subjetivo para adquirir un contenido objetivo en las reivindicaciones por mejores salarios, por derechos del trabajador, en la lucha por la tierra, en la exigencia de trabajo para todos, a la vez que de reducción del tiempo de la jornada de trabajo.

La teología, salvo honrosas excepciones, generalmente no tuvo en cuenta este otro lado de la medalla, que se manifiesta a través de lo que Gustavo Gutiérrez 28101 ha llamado con propiedad ―la fuerza histórica de los pobres‖, y a partir de la cual se plantean desde una perspectiva diferente las grandes preguntas teológicas. Queda claro, por ejemplo, que el llamado a la conversión del pobre (a creer en el Reino de Dios, a tener fe, a superar el miedo que domina su lucha por la sobrevivencia) es diferente del llamado a la conversión del rico (a rechazar la tentación de Mammón, a no caer en la idolatría del dinero —‖raíz de todos los males‖— ni en el servicio del poder dominador).

De no mantenerse esta apertura a la realidad del pobre, de los trabajadores, las iglesias y la teología permanecerán en una postura que ciertamente no interesa a quienes experimentan cotidianamente la dura realidad de la explotación social. De mantener sus apegos a la burguesía y sus valores, la reflexión teológica seguirá postulando una respetabilidad social que es ajena a los pobres, y que --- es preciso decirlo- resulta muy poco evangélica. Por ejemplo, cuando la reflexión teológica insiste sobre el valor del trabajo, es evidente que se está refiriendo a un elemento fundamental del mundo moderno, marcado profundamente por una cultura de los trabajadores. Por ejemplo, a comienzos de este siglo todavía era denigrante reconocerse como trabajador. Era señal de prestigio social decir que se era ―rentista‖ o ―propietario‖. Esto evidenciaba elementos que eran remanentes del mundo feudal. Ahora, en cambio, quienes no trabajan porque son suficientemente poderosos y ricos como para no hacerlo, no lo reconocen. Se llaman ―ejecutivos‖ o ―promotores‖ de sus propios negocios. Esto revela el valor del trabajo. No obstante, es necesario reconocer que el trabajo humano, que puede ser factor de valorización personal para algunos, es elemento de enajenación y dolor para muchos otros. Esta dualidad del

100 ―The church and the trade union movement In Britain in the 19th century‖, en Julio de Santa Ana (ed.). Separation without Hope? Ginebra, CMI, 1978, pp. 30.37. 101 Gustavo Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres. Lima, CEP. 1979.

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trabajo (bendición como vocación humana, y maldición por ser fuente de dolor y angustia) aparece en la Biblia. Sin embargo, no siempre la teología la presenta como tal. Cuando la teología se elabora en función de la burguesía, generalmente deja de observar el carácter enajenado y explotador del trabajo que marca tan profundamente la vida de las clases laboriosas.

Esta parcialidad de la teología, formulada a partir de perspectivas de dominación, es todavía más clara cuando se tiene en cuenta la forma como la mayoría de los teólogos ha intentado legitimar la empresa de conquista y colonización de las potencias europeas occidentales entre los siglos xvi y xix. Se dejó de ver que, en sus comienzos, la fe cristiana fue expresión de los sectores sociales explotados en la sociedad romana, y sobre todo en Palestina. La teología cayó entonces en la trampa tendida por la burguesía, que consiste en considerar las realidades del mundo histórico, pero abstractamente, esto es: sin tener en cuenta sus condicionantes. Lo particular, entonces, se transforma en universal, y de este modo se esconde su ser real.

Esto nos conduce al cuarto desafío. El conocimiento científico que pretende alcanzar la modernidad, muchas veces se basa en presupuestos que no han sido sometidos a una verdadera crítica. Así pues, las explicaciones de ciertos acontecimientos no corresponden a la realidad. Es el caso, por ejemplo, de aquellas que intentan indicar cómo se produce la acumulación del capital sin tener en cuenta el proceso de explotación de los obreros, que contribuyen al acervo de quienes poseen los medios de producción por la plusvalía que éstos obtienen, al pagar a los trabajadores salarios que no cubren todo el valor de su trabajo. Se trata de reconocer, de una vez por todas, que la pretendida ―ciencia‖ moderna, generalmente es una ciencia ―oficial‖, que no descubre toda la realidad. Por el contrario, muchas veces la encubre. Hay un misterio en el mundo moderno aunque no es reconocido como tal. El desencanto que ha tenido lugar durante el proceso histórico marcado por la modernidad ha llevado a un alejamiento del ser humano con respecto a la naturaleza. Pero eso no ha significado la desaparición de lo sagrado. Su carácter misterioso aparece cuando nos acercamos al mundo de la economía. Hay, en este plano de la vida humana, aspectos que son intocables (por lo tanto, pertenecen al mundo de lo que es tabú). Atacarlos supone un acto sacrílego que va contra la propia estabilidad social. Por supuesto, nunca se explica por qué no pueden criticarse, por qué deben siempre mantenerse. Hay algo en todo esto que recuerda el misterio propio de la religión.102

Es evidente que este conjunto de creencias en torno al poder que poseen cosas que son humanas, meramente humanas, plantea un desafío de enorme importancia a la teología cristiana que pretende ser fiel a la tradición bíblica. Es el desafío de la idolatría, de la existencia de falsos dioses que dominan la vida de muchos hombres y mujeres en un mundo que pretende ser altamente secularizado. Aquí conviene recordar una cosa: para las Escrituras, el problema que debe enfrentar prioritariamente la comunidad de la fe no es el del ateísmo, sino el de la idolatría. Esto es particularmente evidente en el libro del Exodo, pero también en el pensamiento de los profetas preexílicos, así como en los Evangelios. El espíritu humano, sea burgués o proletario, de nobles o campesinos, no ha dejado de ser capaz de caer seducido por falsos dioses. La teología cristiana apela --- a través del mensaje evangelizadora liberar a los seres humanos de la opresión de los ídolos.103 Para ello, la teología debe siempre enfrentar el problema de la cautividad. El pueblo de Dios --- la ekklesta- es llamado a vivir en fidelidad al Dios vivo. Cuando el testimonio de la fe llega a ser inseparable de ciertas formas sociales, culturales o políticas, entonces se asiste al fenómeno de la cautividad de la Iglesia. Y ésta indica un hecho teológico de enorme significación, pues la Iglesia queda cautiva cuando la Palabra de Dios no es libre.

En nuestro tiempo, tan hondamente marcado por la imprenta de la modernidad, es necesario reconocer que existe una cautividad burguesa de la Iglesia que apunta a la manipulación que (consciente o inconscientemente) se pretende ejercer sobre la Palabra de Dios. Para luchar contra esta tendencia es necesario tener una comprensión global de los acontecimientos. O sea, tener en cuenta aquella parte de la realidad generalmente olvidada, dejada de lado, porque no es importante. Esta no es la lógica del Evangelio. El legos de Dios tomó forma humana en el vientre de María, pobre muchacha judía, y nació en Jesús de Nazaret, en un pesebre porque no hubo lugar para él entre quienes pudieron pagar un cuarto de hotel respetable. Manteniendo

102 Karl Marx lo ha develado en El capital. São Paulo, Abril Cultural, 1983, vol. 1, pp. 70-78. Cf. también de Franz Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte. 2ª ed. revisada y ampliada. San José, Costa Rica, DEI, 1981. 103 Varios autores: La lucha de los dioses. Los dioses de la opresión y la búsqueda del Dios liberador. 2ª ed. San José, Costa Rica, DEI, 1986.

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siempre claras estas definiciones fundamentales del propio Dios Vivo, nos parece que es posible superar las limitaciones de los tiempos modernos en la vida de las iglesias. Esto significa, indudablemente, tomar posición. Pero el partido es aquél del Dios de Jesucristo, que siempre está del lado de los oprimidos y de los pobres, confrontando los abusos y usos equivocados del poder en manos de los dominadores. Abusos y usos equivocados que tanto han abundado durante los tiempos modernos y que, lamentablemente, todavía se perpetúan. Esto hace de la teología, a diferencia de lo que ocurrió durante la mayor parte del proceso moderno, una actividad militante. El teólogo moderno tuvo su expresión máxima en la academia, en el distanciamiento del mundo, rodeado de libros que lo aislaban de las vidas humanas con su carga de dolor y esperanzas, de tristezas y alegrías. Superar esta condición significa llevar a quien tiene el carisma de explicitar el contenido de la fe que celebra la comunidad cristiana hasta un nivel de compromiso claro con quienes intentan superar las contradicciones que caracterizaron (y que todavía están presentes en gran parte de nuestras sociedades) a la modernidad. El teólogo ya no puede vivir en una torre de marfil, sino participando en las luchas de nuestro tiempo, y tomando partido. En favor de los pobres. Lo que supone decir —y este es un rasgo de la verdadera teología en favor de. también perenne cristiana- en favor de Jesucristo— (cf. Mat. 25.31-46).

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SER HUMANO ES QUIEN TRABAJA (1988)

l proceso seguido por la evolución social en diversos lugares del planeta permite discernir un hecho de gran importancia, que comenzó a manifestarse hace apenas poco más de ciento cincuenta años. Debido a

transformaciones económicas y técnicas, los hombres y las mujeres han comenzado a tomar conciencia de que una de las características más importantes de todo ser humano es la de ser un trabajador. Es más, sin los beneficios del trabajo no puede llegar a concebirse la reproducción de la vida, el avance del conocimiento humano y la conquista del bienestar al que constantemente aspiran los diversos grupos que constituyen la sociedad. Estas afirmaciones, que parecen ser de Perogrullo para la conciencia general de nuestra época, no eran tan evidentes para quienes vivieron hace doscientos años o más. Se afirmaba entonces la superioridad del homo sapiens sobre el homo faber, y de ambos sobre el animal laborans104. Sin embargo, la evolución combinada de fuerzas de trabajo, tecnología e interacción de medios de producción fue conduciendo gradualmente a una toma de conciencia de la gravitación fundamental del trabajo para todo ser humano. De ahí la afirmación: el ser humano es un trabajador.

Una anécdota banal puede servir para ilustrar este punto: según datos de diversos censos analizados por las ciencias sociales, hace poco más de cincuenta años había personas que registraban su profesión como ―rentista‖. Actualmente esa caracterización casi no se utiliza. Quien es propietario de bienes y vive de su beneficio generalmente designa su profesión como ―ejecutivo‖. La diferencia entre una y otra apelación es obvia. El primero vive sin trabajar. El segundo afirma que tiene una profesión, por lo tanto, que es un trabajador activo aunque, en realidad, muchas veces no lo sea.

Esta toma de conciencia ha despertado preocupación e inquietud en torno de la condición de los trabajadores. En tal sentido, Paul Ricoeur afirmaba hace poco más de treinta años que ―El descubrimiento o el redescubrimiento del hombre como trabajador es uno de los grandes acontecimientos del pensamiento contemporáneo; nuestra aspiración a construir una civilización del trabajo está en perfecto acuerdo con los presupuestos de esta filosofía del trabajo.‖105 Sin embargo, esta nueva conciencia no significa necesariamente consenso acerca del sentido del trabajo y de su valor. Hay quienes, todavía, siguen considerando el trabajo como una necesidad inevitable, y, por lo tanto, como una carga que debe asumirse, en tanto que hay otros que afirman que el ser humano se salva sobre todo a través del trabajo. Incluso, como lo señala Max Weber, la misma teología calvinista (mejor dicho, la elaborada por los epígonos de Calvino) afirma de manera implícita que la criatura humana llega a su certitudo salutis a través del éxito y los beneficios que consigue obtener gracias a un esfuerzo sostenido y empecinado en la profesión secular que desempeña.106

Frente a este hecho que demuestra un cambio importante en la conciencia social (por lo menos en la civilización occidental), cabe registrar una sorpresa significativa: al intentar llevar a cabo este proyecto sobre el sentido del trabajo y la condición de los trabajadores en la Biblia, hemos consultado muchos volúmenes que cubren temas diversos en el campo de la reflexión teológica. Sin que este esfuerzo haya sido exhaustivo, por lo menos podemos afirmar que hemos examinado una parte sustancial de los escritos más importantes de la teología durante los últimos ciento veinte años. Sin embargo, pocos son los que dedican algún espacio importante al tema del trabajo humano. En la gran mayoría de los casos les importan mucho más las ―obras‖ (de salvación) que la ―obra‖ (laboral) que hombres y mujeres hayan podido llegar a realizar. Es decir, parecería como que la cuestión del destino final de cada ser humano no tiene nada que ver con lo que cada hombre y cada mujer hacen efectivamente durante su existencia activa.

O sea, al consultar la literatura teológica más clásica ─incluidos los grandes teólogos: San Anselmo. Santo Tomás. Duns Scotto, Lutero. Calvino. Zwinglio, Bellarmino, Schleiermacher, Ritschl, etc.─ llama la atención el espacio reducido que se da al tema del trabajo en sus escritos. En muchos casos, incluso hay que constatar la ausencia del tema. Sobre todo, es sorprendente la insignificancia que tiene para casi todos ellos la cuestión de la condición de los trabajadores. Esto podría ser comprensible en autores de la Edad Media, tiempo

104 Véase, de Hannah Arendt, Condition de L´Homme Moderne. París: Calman-Levy, 1961. 105 Paul Ricoeur: Histoire et Vérité. París: Editions du Seuil; 1955. P. 184. 106 Max Weber: A Etica Protestante e o Espíritu do Capitalismo. Sao Paulo: Ed. Pionera de Ciências sociais; 1983. pp. 81-82. También Weber extiende esta afirmación al metodismo: véase pp. 99-100.

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en el que el pensamiento hegemónico (por lo menos en Occidente) privilegiaba la vida religiosa sobre la secular o intramundana. Comprender este hecho no quiere decir que se le lo justifica. El asunto preocupa más cuando se toma en consideración el pensamiento teológico elaborado a partir del siglo XV hasta mediados del XIX, sobre todo teniendo en cuenta que durante ese período se gestó la toma de conciencia de la importancia del trabajo para la condición humana.

El intento por comprender esta carencia en el pensamiento teológico más clásico conduce a elaborar una hipótesis, formulada a continuación en forma de pregunta: ¿hasta qué punto esta ―desclasificación‖ del trabajo como locus teológico, y la consideración todavía menor dada a la condición de los trabajadores, no traduce, en la reflexión de los teólogos, una dependencia importante del pensamiento griego que, como se sabe, menospreciaba a quienes trabajaban?107

Esta pretensión de la cuestión del trabajo y de la existencia del trabajador sólo comenzó a corregirse en la segunda mitad del siglo XIX. Fue a partir de entonces que el tema que nos ocupa apareció con cierta frecuencia en la reflexión del pensamiento cristiano de Occidente. Esto, según nuestra observación, fue inevitable. En efecto, las iglesias habían comenzado a experimentar un hecho doloroso, que hasta el día de hoy no han conseguido enfrentar de manera apropiada. Como ya se ha afirmado, una combinación de factores diversos promovió, desde la mitad del siglo XVIII, una nueva situación en la civilización occidental. A partir de Inglaterra comenzó a expandirse la Revolución Industrial, y al mismo tiempo fue tomando cuerpo una nueva clase social: el proletariado. Infelizmente, las iglesias no supieron apreciar de la debida manera el surgimiento de este hecho importantísimo de la historia, y menos aún el desafío que les planteó la irrupción de esta nueva clase social.108 Más bien, cuando esto comenzó a producirse, las instituciones eclesiásticas adoptaron actitudes defensivas y se cerraron frente a estos acontecimientos. Fue sólo poco más de un siglo después, cuando ya existía la convicción clara de que ni la revolución industrial ni el desarrollo del proletariado eran elementos coyunturales en la historia, que se intentó reaccionar y responder al desafío que planteaban. Esto dio como resultado una separación evidente entre las clases laboriosas y las iglesias durante los últimos dos siglos. Este hecho, que en primer lugar tuvo su manifestación en las sociedades occidentales, continúa reproduciéndose en muchos otros lugares del planeta.

Para algunos, esto significó que ―las iglesias perdieron la clase obrera‖. Para otros, la situación es todavía peor: las iglesias nunca han conseguido evangelizar a los trabajadores industriales.

Frente a esta constatación, ha habido teólogos que procuraron dar una nueva atención a las cuestiones sociales. Merecen citarse, en primer lugar, los pioneros del ―cristianismo social‖ (llamado también ―socialismo religioso‖) en Europa, principalmente entre cristianos alemanes y franceses. Entre ellos destacamos a los Blumhardt (padre e hijo), Kutter, Ragaz, Wilfrid Monod y Elie Gounelle. Sus reflexiones abrieron camino a un trabajo más profundo llevado a cabo por Karl Bearth109, Paul Tilich110, Dietrich Bonhoeffer111; Emil Brunner112; J. H. Oldham113; J. O. Nelson114; Alan Richardson115, etcétera. Cabe decir, sin embargo, que el interés manifestó en esta obras no tuvo como resultado que la mayoría de los teólogos comprendiese la urgencia del tema. Estos teólogos ─a los que hay que agregar otros nombres: Reinhold Niebuhr, M.D. Chenu y algunos otros pocos─

107 Son conocidas lasposiciones de los filósofos clásicos griegos en este sentido. A partir de Hesíodo, en quien ya se registra la diferencia entre poiés (la actividad de los dioses) y prasso (el quehacer de los trabajadores, que exige destreza pero que no requiere grandes conocimientos), el ser humano superior posce el bíos politikón (Aristóteles), que lo distingue de quien se concentra en el trabajo ordinario (ta tô anthrôpôn pragmata, según Platón) reservado a seres inferiores como los artesanos, y principalmente los esclavos). 108 Véase el capítulo de John Kent: ―L´Eglise et le Mouvement Syndical en Grande-Bretagne au 19e. Siècle‖, en el libro editado por Julio de Santa Ana: L´Eglise et les Pauvres. Lausanne: Ed. Favre; 1982, pp. 45-56. 109 Karl Barth: Dogmatique. III/IV Genève: Labor et Fides; 1965. pp. 211-264. 110 Paul Tilich: The Socialist Decision. New York: Harper & Row Publs.; 1977, pp. 154-ss. 111 Dietrich Bonhoeffer: Ethics, London: S.C.M. Press; 1955, pp. 73-76. 112 Emil Brunner; The Divine Imperative. Philadelphia: The Westminster Press; 1974, pp. 384-394. 113 J. H. Oldham: Work in Modern Society. London: S.C.M. Prees; 1955. 114 J. O. Nelson (Ed.): Work and Vocation. New York: Harper & Brhothers Publs.; 1954. 115 Alan Richardson: The Biblical Doctrine of Work, London: S.C.M. Press; 1952. También hay que tener en cuenta el libro de M. D. Chenu: Pour une Théologie du Traval. Paris: Eux Editions du Seuil; 1955.

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pusieron en evidencia la conciencia teológica más clara en torno del problema que nos interesa. Al reflexionar sobre el tema intentaban responder, por un lado, a la importancia creciente del trabajo en las sociedades modernas y, por otro, al reto que han planteado a la iglesia los sindicatos y diversas asociaciones que expresan la fuerza de los movimientos de los trabajadores en el mundo contemporáneo.

Diciendo las cosas de otro modo: antes de que los teólogos desarrollaran los temas del trabajo y la condición de los trabajadores, las iglesias habían comprendido la distancia que las separaba de las masas obreras y campesinas. Las exigencias pastorales y la propia naturaleza misionera de la iglesia, llevaron a los cuerpos eclesiásticos a intentar comprender de manera adecuada los desafíos planteados por la sociedad industrial que se había gestado gradualmente con el desarrollo del capitalismo durante los últimos doscientos años. Y, al mismo tiempo, a procurar una nueva actitud ante las reivindicaciones de los movimientos socialistas desde la mitad del siglo pasado. El pensamiento que defiende el capitalismo, de claro cuño liberal, favorece a los intereses privados y da prioridad al individuo sobre la sociedad. En cambio, el socialismo pone en primer lugar a la sociedad y procura dar satisfacción en forma prioritaria a las necesidades generales. Las iglesias, con frecuencia, han optado por una vía intermedia entre liberalismo y socialismo. Tal es el caso de la Iglesia Católica Romana116 y también de varias instancias del movimiento ecuménico.117 Esto ha significado que generalmente esas posiciones no han logrado consenso entre los miembros de las instituciones eclesiásticas. Sea como fuere, la atención de las iglesias a las cuestiones del mundo del trabajo ha sido un paso importante para colmar una laguna inexplicable, tanto en el plano del cumplimiento de su misión, como posteriormente, en el de la reflexión teológica que esta nueva definición ha ido generando. El pensamiento teológico, en especial, no podía ignorar el surgimiento de nuevas condiciones de trabajo, creadas por la aplicación de tecnologías más desarrolladas. En especial, merecen destacarse la informática y la robotización.

A todo esto, a partir del fin de la tercera década de nuestro siglo, debe agregarse otro factor que, con el paso de los años ─y, especialmente, durante los últimos tres lustros─ ha ido tomando cada vez mayor importancia con referencia a los problemas que plantea del trabajo en nuestra época. Se trata del desempleo. Es verdad que siempre ha existido. Sin embargo, el mismo alcanzó proporciones alarmantes durante el período de la gran depresión económica que afectó a casi todo el planeta entre los años 1929-1934. Este problema, que parecía haber sido enfrentado con bastante eficacia desde fines de la Segunda Guerra Mundial, ha vuelto a hacer su aparición de manera alarmante desde comienzos de la década de los años 70. La tendencia predominante, al menos en el mundo capitalista (y, sobre todo, en los países subdesarrollados), es crear un contingente importante de mano de obra desempleada. Esta orientación ha recibido la legitimación ideológica de conocidos economistas de nuestro tiempo118, quienes entienden que una economía da señales de salud cuando su índice de desempleo no supera el 6 o 7% de su fuerza de trabajo activa.

El problema del desempleo es más importante en las áreas periféricas del capitalismo que en los países donde se concentra la acumulación del ingreso. En América Latina, concretamente, se ha ido gestando una situación en la que importantes sectores de la población, al menos desde el punto de vista cuantitativo, se ven condenados a la marginalidad y a una pobreza irremediables. Esta situación es motivo de denuncia constante por parte de científicos sociales, antropólogos y teólogos. En el correr de los últimos diez años se ha utilizado el argumento de que el peso creciente de la deuda externa de los países latinoamericanos justifica la incapacidad existente para encontrar soluciones a este problema. En general, los niveles de desempleo en los países latinoamericanos (con excepción de Cuba y Nicaragua) son superiores al 7%. Una gran parte de la población

116 La doctrina social de la Iglesia, tal como ha sido dada a conocer por el magisterio romano desde León XIII hasta Juan Pablo II, pasando por Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, es muy clara en este sentido. Véase el libro de Ricardo Antoncich y José Miguel M. Sans: Ensino Social da Igreja. Petrólis: Vozes; 1986. Hay traducción castellana publicada en Madrid, por Ediciones Paulinas; 1987. 117 El Movimiento de Vida y Acción (Life and Work Movement), en sus Conferencias de Estocolmo (1925) y de Oxford (1937), prolongando más tarde sus actividades a través del programa de Iglesia y Sociedad (Church and Society) del Consejo Mundial de Iglesias, ha subrayado la necesidad de una crítica y de distanciamiento, tanto del capitalismo como del comunismo. Se propuso, por parte de estos organismos, el concepto de ―axiomas medios‖ (middle axioms), como manera de superar la contradicción de sistemas socioeconómicos antagónicos. 118 En especial A. von Hayek; E. von Misses; Milton Friedmann y otros.

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trabajadora puede caracterizarse por tener una ―desocupación disfrazada‖; o sea: ocupando su tiempo en tareas marginales que corresponden al sector informal o ―economía sumergida‖.

La toma de conciencia de la importancia del desempleo ha llevado a las iglesias a nuevas reflexiones sobre el trabajo de hombres y mujeres. Por ejemplo, en la órbita del Consejo Mundial de Iglesias, el Grupo Asesor de Asuntos Económicos, ha producido una serie de reflexiones que ha publicado la Comisión para la Participación de las Iglesias en el Desarrollo.119 La Iglesia Católica Romana ha dado a conocer su posición sobre el problema en un importante documento, bajo la autoridad del Papa Juan Pablo II120, donde ─al final de su párrafo 18─ se dice:

Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra, no se puede menos que quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras que, por una parte, siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados y subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial ─en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo─ hay algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social.121

No se puede menos que recibir con alegría estos pronunciamientos de las iglesias sobre la importancia

del trabajo para cada ser humano. Convergen con la toma de conciencia que, según Ricoeur (citado anteriormente), constituye un hecho importante de nuestro tiempo. Especialmente esto es fundamental en América Latina, donde, quizás por primera vez en la historia, los pobres irrumpen en la vida de las iglesias. Se trata de pobres trabajadores, de pobres trabajadores, de pobres subocupados y hasta de desempleados. En este contexto, las instituciones eclesiásticas y, en especial, los teólogos de la liberación, van reconociendo con ojos realistas la gravitación que tiene, todo lo que se refiere al trabajo y a las condiciones de los trabajadores, para la comunidad que tiene fe en Jesucristo. En el caso de la situación latinoamericana, esta nueva conciencia es reforzada por el hecho del surgimiento y desarrollo de las Comunidades Eclesiales de Base durante los últimos veinte años. En ellas, así como en otras nuevas formas de ser iglesia, la presencia de hombres y mujeres que son trabajadores industriales, campesinos, o contratados por diversos tipos de servicios propios de la sociedad contemporánea, predomina de manera apabulladora. Lo mismo puede decirse cuando se considera la realidad de las iglesias pentecostales, compuestas mayoritariamente por personas que provienen de las clases más laboriosas.

Tal como señalé previamente, todo esto constituye un acontecimiento que motiva reconocimiento y aprecio. En efecto, esta evolución que se ha ido esbozando en la vida de las iglesias y que se manifiesta incipientemente en el plano de la reflexión teológica, tiene como uno de sus mayores méritos la convergencia con diversos aspectos del pensamiento bíblico. Hay, pues, una sintonía creciente entre esta preocupación eclesial y teológica por el trabajo y los trabajadores y orientaciones de los textos bíblicos que consideramos de enorme importancia. Los aspectos relativos a los esfuerzos humanos por ganar el pan de cada día, la manera a través de la cual hombres y mujeres producen, el sentido de la labor cotidiana, tienen una importancia muy grande para diversos autores de los textos bíblicos. No es por casualidad que, ya desde los primeros capítulos de libro de Génesis, aparece la cuestión del trabajo como un asunto que influye grandemente en las relaciones entre los seres humanos y Dios, así como entre hombres y mujeres, entre las personas y la sociedad.

Esta afirmación resulta aún más evidente cuando tiene cuenta la gran riqueza del vocabulario bíblico en torno de estas cuestiones y, sobre todo, cuando se percibe la gran frecuencia con que aparece en los diversos textos.

Veamos: comenzando por el Antiguo Testamento, tenemos en primer lugar la raíz ´bd, de donde viene la palabra Habodáh, que significa trabajo, tanto de tierra, principalmente, como también servicio (por ejemplo, la palabra hébed tiene el sentido de ser servidor de la viuda, del huérfano, de los empobrecidos). Esta raíz aparece en el texto vétero testamentario alrededor de 290 veces. Tiene, como ya se ha dicho, varios significados: a)

119 Humman Labour and Employment. Genova: CCPD-WCC; 1986. 120 Laborens Exercens. Carta Encíclica sobre el Trabajo Humano. Ciudad del Vaticano: Tipografía Políglota Vatinacna; 1981. 121 Ibid, p. 72.

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puede significar labrar el suelo, la tierra (véase, Gn 2:5-15; 4-2-12; Dt 20:39: 2S 9:10; Zac 13:5; Is 30:24). b). También pude significar ―trabajar‖ o simplemente ―trabajo‖ (véase, Ex 5:18; 20:9; 34:21; Dt 5:13; Ec 5:11-12). c) Además se traduce al castellano como la capacidad ―de servir a alguien‖ (véase, 1 S 4:9). d) Como acusativo, puede significar ―servir a alguien como esclavo‖ (véase, entre muchos ejemplos: Ex 21:6; Dt 15:12; Jer 24:14). Este tipo de trabajo puede ser desempeñado por animales: el buey (Job 39:9), o el mismo pueblo (Gn 25:23), o un rey que se somete a otro rey (2 R 18:7), o simplemente el servicio de un esclavo (Ex 21:2). e) También significa ―servir‖ en el general (véase, Nm 4:26) f) Indica además ―servir‖ en el culto (Nm 8:25; 16:9). g) De ahí que también se emplea para decir ―servir a Dios‖ (Ex 3:12; 4:23; Dt 6:13). Y, consecuentemente, h), ―servir a otros dioses‖ (Ex 23:33; Dt 4:29).122

De esta raíz ´bd, hay varios derivados: ´bdh, que aparece más o menos 145 veces, con tres sentidos principales: a) trabajo (véase, Ex 5:11 6:6); b) servicio (―del rey‖, en 1 Cr 26:30), y c) del culto (véase, 1 Cr 9:28).

Se aplica también indicar al esclavo, al siervo, al servidor público, e incluso en forma teológica para mencionar al ―servicio del Señor‖. En todos estos sentidos aparece unas 800 veces en los textos véterotestamentarios.123

En segundo lugar hay que mencionar la raíz p´1, que en general significa hacer. Aparecer unas 57 veces, y por derivación más o menos en 37 oportunidades, con tres significados importantes: a) trabajo (véase, Sal 104:23); b) obra (véase, Is 45, 9) y c) salario (Jer 22:13; Job 7:2)124

En tercer lugar, de manera breve, hay que indicar la raíz ´ml, que se presenta más o menos 75 veces, significando obrero o trabajador simplemente (véase, Pr 16:26)125

En cuarto lugar hay que tener en cuenta la importante raíz ´sh, que también puede traducirse por ―hacer‖, y que aparece en los textos más de 2,600 veces. Entre las variaciones de su sentido, por derivación, además de ―hacer‖, pueden mencionarse los siguientes términos: a) trabajo (véase, Gn 5:29; Ez 46:1); b) obra (Is 59:6; Jer 32:30); y, en especial, ―obra del Señor‖ (Ex 34:10; Dt 3:24)126

En quinto lugar hallamos la raíz srt, significando servir y que se aplica por lo menso en tres sentidos: a) simplemente ―servir‖ (véase, Gn 39:4); b) ―servir‖ en el culto (véase, Ex 28:35), c) ―servir‖ a Dios (véase, Dt 10:8).127

Finalmente, entre las raíces importantes en torno del concepto que nos interesa, vale citar en el Antiguo Testamento ml´kn, de la que se derivan dos sentidos importantes: a) obra (véase, Ex 39:43; Neh 4:16), b) trabajadores (por ej.: 1 Cr 22:15).128

Cuando se pasa del Antiguo al Nuevo Testamento, toda esta riqueza de vocabulario concerniente a los diversos aspectos del trabajo humano, se ve preservada. En gran parte porque los textos griegos del Nuevo Testamento tienen como elemento constante de referencia la versión de los LXX, mediante la cual los escritos véterotestamentarios se habían puesto a disposición del conocimiento de las sociedades influenciadas por la cultura helenística. Puede afirmarse que, en general, la versión de los LXX era ―la Biblia‖ de las comunidades cristianas primitivas en la oikoumene romana fuera de Palestina.129 En primer lugar, se encuentran los vocablos que tienen como raíz la palabra érgon (trabajo), relativa al verbo ergázomai (trabajar), y a los derivados ergátès (trabajador), ergasía (actividad), etc. La versión de los LXX usa la palabra érgon para indicar la obra creadora de Dios en Gn 2:2-3. También aparece en Jn 5:17 para hablar de la obra de Dios. En general, es un núcleo de términos que se emplea frecuentemente en el Evangelio de Juan: la obra (o el trabajo) de Jesús dan testimonio

122 J. Riessner: ―Der Stamm‖ im Alten Testamentum‖, in B.Z.A.W. 1970, p. 149-ss. 123 Claus Wetermann: Theologische Handworterbuc zum Alten Testamentum, Munich: Chr. Kaiser verlag; 1971, Vol. II, pp. 182-200. Hay traducción al castellano: Diccionario Teológico Manual del Antiguo testamento. Madrid: Ediciones Cristiandad; 1985. 124 J. Vollmer: in Ibid., pp. 461-66. 125 S. Schwertner: in Ibid., p. 332-335. 126 J. Vollmer: in Ibid., pp. 350-370. 127 Cl. Westermann: in Ibid, pp. 1019-1022. 128 Aquí quiero dejar especialmente registrada mi gratitud y aprecio al Prof. Rev. Jan van den Berg, del Centro de Estudios de Pós-Graduaça do Instituto Metodista de Ensino Superior, de Rudge Ramos, Sao Paulo, Brasil, que con suma gentileza puso a mi disposición todos estos valiosos datos. 129 Norma K. Gottwald: The Hebrew Bible. Philadelphia: Fortress Press; 1985, p. 122.

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del Padre y de su salvación (Jn 5:20; 5:36; 7:21; 10:25; 14:10-ss; 15:24). En los escritos de San Pablo se aplica al trabajo de Dios en construir la comunidad (Ro 14;20; 1 Cor 3:9). Los asistentes del mismo San Pablo participan en este trabajo de Dios (1 cor 16:10; Fil 2:30). Significa participar en la obra de Dios, lo que da sentido a la existencia de los cristianos (Fil 1:22).

La versión de los LXX también emplea el término para indicar que el trabajo es maldición como consecuencia del pecado humano (véase, Gn 3:17). Este aspecto negativo del trabajo aparece en diversos textos neotestamentarios (Ro 13:12; Gá 5:19; Jn 8:41 Jud 15; 1 Jn 3:8; 2P 2:8; He 6:1; Mt 23:33; Lc 11:48; Tit 1:16). Por lo tanto, Dios nos ordena hacer érga, por las que podemos beneficiarnos (al participar en su propia obra) o ser castigados. En la Epístola de Santiago, fe y obras van de la mano (Stg 1:25 y 2:17).

En segundo lugar, de manera breve, hay que tener en cuenta la palabra kópos, que significa tanto ―trabajo‖ como ―problema‖, ―perturbación‖. Derivada de ella tenemos kopiáô (fatigarse). Se trata de cansancio físico. Es el término que emplea el evangelista Juan para indicar la fatiga de Jesús luego de la caminata que lo llevó hasta el pozo de Jacob en Samaria. También lo emplea San Pablo en 1 Cor 4:11-12 para describir el carácter del trabajo ―que realizamos con nuestras manos‖.

En tercer lugar, debemos tener en cuenta el grupo de palabras en torno de la raíz poléma, potésis y poiétés (creación, el acto de crear y actuar, y el creador/agente, respectivamente). Estas palabras se aplican, ante todo, para indicar la obra creadora de Dios. Son mucho más frecuentes en la versión de los LXX que en el Nuevo Testamento. En éste aparecen en Hch 4:24; 14:15; Ap 14:7. Sin embargo, más importante es la aplicación de estos vocablos para denotar la acción redentora de Dios, sea a través de su juicio escatológico (Lc 1:51; 18: 7-8; Mt 18:35; Jud 15), o mediante el hecho de que Dios hace que el evangelio sea conocido por los gentiles (1 Cor 10:13). Esos términos aparecen en la gran afirmación del Apocalipsis. ―El hace nuevas todas las cosas‖ (21:5). Los creyentes son sus poiéma (Ef 2.10). En la misma Epístola a los Efesios se dice que ―Cristo es nuestra paz, él que de los dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo en su propia carne el muro, el odio que los separaba. Eliminó la Ley con sus preceptos y sus mandatos. Reunió los dos pueblos en su persona, creando de los dos un solo Hombre Nuevo‖ (Ef 2:14-15). Lucas inicia el libro de los Hechos afirmando que en su Evangelio había escrito ―lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo‖ (Hch 1:1). Todo esto permite enfatizar la importancia de este núcleo de palabras para denotar la obra creadora, inventiva, redentora. No se trata de referencias al trabajo repetitivo y cansador, sino al que renueva.

En cuarto lugar, y de manera diferente, deben tenerse en cuenta las palabras que emergen del núcleo prásso (hacer), al que se relacionan prágma (hecho, acontecimiento, tarea), pragmateía (negocio), práktor (agente), praxis (obras, acción), etc. En el Nuevo Testamento, estos términos se aplican positivamente cuando se trata de la obra de Dios, pero, por lo general, se da un sentido negativo a los mismos cuando se trata de acciones humanas (véase, Hch 19:19; a Ts 4:11; Jn 3:20-21). Por ejemplo, en Ro 1:32, San Pablo utiliza prássein para indicar a quienes no pueden dejar de actuar viciosamente.

Nos pareció necesario pasar revista a diferentes grupos de vocablos que, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se relacionan con la problemática del trabajo y de los trabajadores. Somos conscientes de haberlo llevado a cabo de manera muy sumaria. No es nuestra intención entrar en detalles lingüísticos. Lo que nos interés es poner de relieve la importancia del problema en los textos bíblicos. Si nos hubiéramos detenido en el análisis con mayor detalle hubiera sido posible advertir una cosa muy interesante: en general, los autores de los textos bíblicos no consideran el tema del trabajo de manera abstracta, aislada. Nos parece que la consideración temática de este concepto sólo aparece en los mitos de la creación (Gn 1: 1-2:4; Gn 2:5-3:24; Gn 4:1-16; Gn 4:17-26). Incluso, cuando se analizan estos textos (lo haremos con más cuidado en el próximo capítulo) se puede percibir que lo que interesa a los autores no es tanto discurrir sobre el trabajo, sino colocar a éste en medio de contextos precisos, en relación con los cuales se precisa su sentido.

Al tener en cuenta esto surge la gran diferencia entre el pensamiento griego y el pensamiento semita sobre esta cuestión, y especialmente el pensamiento bíblico. El pensamiento griego se preocupa fundamentalmente por el concepto. La orientación teórica que domina a la filosofía clásica en la Hélade conduce a los grandes pensadores (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, etc.) a intentar comprender el ser (to ón) del trabajo, y, por lo tanto, a diferenciarlo de otros tipos de quehacer humano. Quienes así discurrían (aunque, como en el caso de Platón y Aristóteles, hayan tenido que pasar a través de dramáticas experiencia en su vida que los llevaron a estar cerca de quienes tenían que cumplir trabajos como esclavos) despreciaban el trabajo manual. En

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última instancia, según Aristóteles, es un ingrediente de lo útil.130 O sea, no tiene valor sino a partir de un fin. Es apenas un medio. Y esa misma concepción se aplica al trabajador.

El pensamiento bíblico es fundamentalmente diferente. El concepto no interesa tanto como las condiciones en las que se lleva a cabo el trabajo. Y, sobre todo, quiénes son los que trabajan. El quiénes, el cómo y el dónde son mucho más importantes que el qué. En el pensamiento griego clásico el trabajador no es tomado en cuenta. Para Aristóteles, por ejemplo, era mucho más urgente considerar la naturaleza humana. Para el Estagirita, los verdaderamente humanos eran quienes, en virtud de su rango social, podían dedicarse libremente a los asuntos de la polis, a la polilike, para lo cual era necesario que otros cumpliesen aquellos menesteres imprescindibles para el mantenimiento de la vida humana, pero considerados menos poiéticos, más pragmáticos, y por lo tanto menos dignos. En cambio, en la biblia lo que más cuenta es la condición humana. Por ejemplo, en el relato del Exodo, Dios responde al clamor del pueblo oprimido (Ex 3:7), se interesa por la vida de ese grupo de personas precisamente porque viven en condiciones de injusticia. El Dios de la Biblia es un actor parcial. Es diferente de la diosa griega de la justicia, neutra, que se niega a tomar posición, simbolizada con sus ojos vendados, la espada desenvainada de una mano y en la otra una balanza con sus platillos a la misma altura. En realidad, el Olimpo griego está muy lejos de la historia, en tanto que Yavé es protagonista activo en la misma. Esta comprensión de Dios, que responde a una experiencia teologal bien diferente de la de los griegos, domina el texto bíblico de una punta a la otra. ―En el principio creó Dios los cielos y la tierra‖ (Gn 1:1), son las palabras con las que se abre el relato del primer libro de la Sagradas Escrituras. Termina con la promesa ―Si, vengo pronto‖ (Ap 22:20), que responde a la oración de la comunidad cristiana por el retorno del Señor.

El pensamiento bíblico se comprende cuando se refiere a circunstancias históricas concretas. Fue en relación con las mismas que se produjeron los textos que llegaron a nuestras manos. Del mismo modo, sólo tienen sentido para el lector contemporáneo cuando se los sitúa en relación con los hechos históricos que afectan a las comunidades cristianas en nuestro tiempo. No puede ser de otra manera: el Dios de la Biblia, protagonista indiscutido de la Sagradas Escrituras, es un Dios que actúa. Por consecuencia, la fe en tal Dios tiene, necesariamente que tener en cuenta lo que ocurre en la historia. Al pensamiento bíblico no le preocupa la ―esencia‖ de Dios, sino sus manifestaciones, sus revelaciones. Lo que Dios dice siempre está en relación con lo que hace. Esto se aprecia bien cuantos e analiza el texto del llamado de Dios a Moisés. Ante la pregunta de este último por el nombre de Dios, la respuesta de Dios fue: ―Yo soy el que soy‖, a lo que inmediatamente agregó: ―Así dirás al pueblo de Israel: Yo Soy me ha enviado a ustedes. Y también les dirás: Yavé, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado. Este será mi nombre para siempre, y con este nombre me invocarán sus hijos y sus descendientes‖ (Ex 3:14-15). Se percibe que para Yavé, decir y hacer van juntos. La palabra no puede desvincularse de la acción, y ésta ─tanto como aquélla─ siempre son históricas. O sea, relativa a situaciones concretas. Las condiciones coyunturales no pueden dejarse de lado. Esto es particularmente claro cuando se tiene en cuenta el misterio de la encarnación de Dios, motivo de la fiesta de Navidad. Dios no se encarna en ―la humanidad en general‖, sino en Jesús, que comenzó a tomar forma en el vientre de aquella pobre muchacha judía llamada María, en circunstancias históricas bien precisas. La acción de dios en la historia va de lo particular a lo universal, a través de mediaciones históricas determinadas. Pueden ser misteriosas y polivalentes, a primera vista; sin embargo, a los ojos del pueblo creyente no dejan de precisarse, de asumir formas bien concretas.

Este carácter relativo de los textos bíblicos debe siempre tenerse en cuenta. En virtud del mismo pensamos que es un error imaginar que en la Biblia se pueden encontrar respuestas claras y definidas para problemas característicos de nuestro tiempo, incluidos los del trabajo y las condiciones de los que trabajan. Desde los tiempos bíblicos hasta los nuestros ha pasado mucha agua bajo los puentes. Se trata de una historia de más de tres mil años, a través de la que hombres y mujeres han evolucionado continuamente. En la época en la que el pueblo de Israel fue tomando el control de la tierra de Palestina, la organización social se estructuraba en torno de la tribu. La familia y el clan eran núcleos básicos de la sociedad. Consecuentemente, el trabajo estaba organizado en función y en beneficio de esas realidades sociales y sus instituciones pertinentes. Posteriormente, el pueblo judío conoció la monarquía, el exilio, el retorno a la tierra prometida, la dominación persa, seguida por la de los griegos y la de los romanos. O sea, el pueblo israelita conoció el yugo de la

130 Véase, Enrique Dussel: Filosofía en la Producción, Bogotá: Editorial Nueva América; 1984, p. 40.

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dominación, de la esclavitud, del colonialismo. De la época del bronce se pasó a la de hierro. Todas estas cosas significaron alteraciones profundas en las relaciones del ser humano con la naturaleza, en el ciclo de trabajo de hombres y mujeres. Si es verdad que para los israelitas el ser humano fue, entre otras cosas, homo laborans, también es verdad que los cristianos, sobre todo durante el Medioevo y los tiempos modernos (según vimos previamente), olvidaron la importancia del trabajo. Siguiendo la orientación de los griegos, consideraron al ser humano como homo sapiens. Hacia el fin de la Edad Media, bajo el influjo del desarrollo de las artes y los oficios, s pensó que el ser humano era homo faber. Fue ─según ya vimos, también─ en tiempos bastantes recientes que se vuelve a considerar que hombres y mujeres formamos parte de grupos constituidos por quienes pertenecen a la especie del homo laborans. Sólo que la condición de hombres y mujeres trabajadores en nuestra época es muy diferente a la de los tiempos bíblicos. Por ejemplo, en la época bíblica (sea la del Antiguo como la del Nuevo Testamento), había conciencia de que algunos pocos oprimían a los muchos. Yavé siempre tomó partido en favor de estos últimos. El gran problema de la condición de los trabajadores era la humillación a la que los sometían sus opresores. Esto valía tanto para los apiru que sirvieron como esclavos al Faraón de Egipto, como también para los campesinos de Canaán que se rebelaron y comenzaron una insurrección prolongada a partir de las montañas del Norte de Palestina, como posteriormente para quienes conocieron la injusticia de la monarquía, el dolor del exilio y el retorno a un país que no había sido liberado, pues de la dominación babilónica pasó a la persa, luego a la griega y a la romana. Humillación que sufrieron también los contemporáneos de Jesús, cuyo movimiento procuraba la ―liberación de los cautivos y de los oprimidos‖, entre otras cosas (véase, Lc 4:18).

En cambio, en nuestra época, hay consenso en afirmar que le gran problema de la condición de los trabajadores es la alineación, o sea la relación entre el trabajo y el sentido del mismo, entre la necesidad de ganarse la vida y la libertad necesaria para vivir. En nuestro tiempo esta cuestión se plantea en términos muy concretos. Por ejemplo, Friedmann y Naville señalan:

El trabajo es un fenómeno decisivo en la ascensión del hombre por encima de la animalidad. (…) Todo o cualquier trabajo mal escogido, inadaptado al individuo, acarrea para éste efectos nocivos. Todo trabajo sentido como algo extraño por su ejecutante, en el sentido propio del término, es un trabajo alineado.(…) Como veremos, para que no sea alineado, el trabajo tendrá que recibir condiciones favorables, tanto desde el punto de vista técnico y fisiológico, como desde el punto de vista psicológico. Sin embargo, corre todavía el riesgo de ser alineado y de la peor manera posible, si las condiciones económicas y sociales en que es llevado a cabo significan para el trabajador la convicción de que se le explota. Urge que el trabajador sea persuadido de que su trabajo recibe una remuneración cuantitativa, de acuerdo con su calificación, su esfuerzo y con la retribución concedida otras categorías de trabajadores en la sociedad de la que hace parte.‖131

Resulta imposible encontrar respuestas concretas y bien definidas a estos problemas actuales en las

páginas de la Biblia. Sin para los escritores de las Escrituras el problema fundamental era el de las relaciones entre trabajo y justicia (de ahí la denuncia permanente de la opresión), en cambio para nosotros la cuestión que se planea en primer lugar es la que coloca en tensión el trabajo y el sentido de vivir. O, como se dijo poco antes, la relación entre trabajo y libertad. Por un lado, es a través del trabajo que los seres humanos podemos llegar a satisfacer necesidades, lo que nos abre espacios cada vez más amplios para concretar las posibilidades de nuestra existencia.

Pero, por otro lado, no escapa a nadie que para la mayoría de los hombres y de las mujeres que trabajan, el trabajo significa un obstáculo muy importante que dificulta, cuando no impide, que podamos llegar a vivir una libertad mayor. Se ha procurado conciliar uno y otro elemento a través de la reducción del tiempo de la jornada de trabajo, lo que es justo. Sin embargo ¿cómo asegurar, mediante la reducción de la duración del trabajo, la expresión y desarrollo de la personalidad, especialmente durante el tiempo libre? No es posible olvidar de qué manera se utiliza ese período que se abre a disposición de los trabajadores: hay muchos que procuran un segundo empleo para ese período, en tanto que otros están dispuestos a trabajar horas extras, a la vez que también los hay que desaprovechan ese período y lo desperdician de múltiples maneras.132

131 Georges Friedmann e Pierre Naville: Tratado de Sociología do Trabalho. Sao Paulo: Ed. Cultrix; 1973. Vol I, pp. 24-25. 132 Véase, Ibid., p. 35.

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Las diferencias entre los tiempos bíblicos y los actuales son muy grandes. Durante los primeros, hay una manera de ver el trabajo a través de un óptica cultica, que no es muy frecuente en nuestra época (véase, Dt 28:1-5). El trabajo se consideraba como respuesta al llamado de Dios, a la vocación de ser humanos. Es difícil, sino imposible que esta afirmación encuentre un consenso en la actualidad. Razón de más para evitar considerar la cuestión que discutimos en estas páginas de modo abstracto. Es necesario contextualizar. Y, consecuentemente, reconocer que los textos bíblicos no nos ofrecen definiciones definitivas y universales como respuestas a los problemas que nos estamos planteando.

Permítasenos dar un paso más en este sentido. Tomando conciencia de las cosas señaladas precedentemente, las comunidades cristianas perciben de manera inmediata la dificultad que caracteriza todo intento de reflexión general, sobre el trabajo. Entienden que hay que evitar cualquier tipo de abstracción. De hecho, aunque todos los seres humanos, en mayor o en menor medida comiencen a trabajar a partir de cierto momento de sus vidas, no pueden considerarse de la misma manera. Hay que tener en cuenta que las diferencias entre las condiciones de trabajo de unos y otros pueden llegar a ser considerables. Dicho sea de paso, es necesario advertir advertir también que muchas veces estas diferencias aparecen reflejadas en el texto bíblico. Esta puntualización, según nuestra manera de entender, tiene enorme importancia. Significa que resulta imposible imponer las pautas de compresión bíblica sobre la condición de los trabajadores al mundo laboral contemporáneo. Por un lado, simplemente, porque los tiempos bíblicos ─con sus características culturales específicas─ pertenecen al pasado, no pueden ser reeditados.

Y, por otro lado, porque para los hombres y las mujeres trabajadores de nuestro tiempo, lo que cuenta en primer lugar es la condición propia de su trabajo. La misma no puede subordinarse a parámetros que proceden de tiempos que ─aunque algunos así lo pretenden─ no pueden llegar a considerarse como ―paradigmáticos‖.

Todo esto nos plantea inmediatamente un nuevo problema: Entonces ¿cómo orientar la investigación sobre la condición de los trabajadores y el sentido del trabajo para cada uno de ellos? Aún más ¿para qué recurrir a la Biblia si las diferencias entre el universo de las Escrituras y el nuestro son tan evidentes, si las condiciones de vida entre uno y otro son tan lejanas? En primer lugar, las comunidades cristianas son llamadas a tener una conciencia, lo más clara posible, sobre lo que significa reflexionar en torno de las realidades de la fe. O sea, una conciencia sobre cómo hacer teología, sobre cómo apropiarnos del sentido de los textos bíblicos en nuestro tiempo.

En el caso concreto del asunto que nos interesa, es posible decir que, aunque nuestra atención se concentre en el trabajo y las condiciones del trabajador, el hecho de que estos problemas se plantean desde una perspectiva de fe, significa que hay que tomar muy en cuenta el referente de esa fe: o sea, a Dios mismo. En resumen, aunque el punto de entrada sea el trabajo y la vida de los trabajadores, se trata de un discurso sobre Dios. Precisando más la cuestión, a través de tal discurso, los creyentes buscan hacer explícito el contenido de la fe en el Dios cuya fe proclama la comunidad a la que pertenecen. Esta comunidad no puede dejar de relacionar la fe que la mueve actualmente, con la memoria de esa misma fe. O sea, con la fe de comunidades que la antecedieron a lo largo de la historia. Esta fe, para todas estas comunidades, en la tradición judeo-cristiana, se refiere a hechos fundamentales, consignados para los judíos en el Antiguo Testamento, en tanto que los cristianos tienen en cuenta también los que figuran en el Testamento. La comunidad ─cada comunidad que pretende ser fiel a Dios─ tiene conciencia de que es necesario cotejar su experiencia propia con lo registrado en la memoria bíblica. Necesita, pues, de una manera u otra, interpretar los textos que tiene a su disposición. A partir de esa interpretación, la comunidad puede discernir cómo orientar su acción en medio de las circunstancias en las que le toca vivir y frente a los problemas que se le plantean. O sea, la importancia del estudio de los textos bíblicos radica en la orientación que las comunidades cristianas pueden encontrar en los mismos para su vida y misión. Una orientación que necesariamente tiene en cuanta el misterio de Dios, su revelación en la historia tal como se registró en las Escrituras.

A pesar de correr el peligro de ser redundantes, vale la pena decir esto con otras palabras, pues es menester ser bien entendidos. La Biblia no es normativa en términos absolutos. Es una guía para la comunidad de fe (véase, Sal 119:105: ―Tu palabra es antorcha de mis pasos y luz de mi camino‖). Ayuda a caminar para no perderse por las sendas del mundo. A partir de situaciones que existieron en un pasado muy remoto, la comunidad que lee en las Escrituras el testimonio registrado sobre lo que ocurrió en lejanas épocas, puede encontrar un sentido y una orientación para actuar en la Historia presente. Esa orientación permite a la

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comunidad de fe saber cómo situarse en el proceso del pueblo creyente a través de la historia, para así dar razón de aquella convicción fundamental que dinamiza la vida de sus miembros.

Los textos bíblicos tienen una riqueza que parece ser inagotable (ahí está lo que los especialistas en interpretación, los heremeneutas, llaman ―la reserva de sentido‖ de un texto). Leídos en el contexto de determinadas circunstancias, emergen del texto haces de luz que dan esas orientaciones de las que estamos hablando. Puede ser que otras comunidades, en otros tiempos, también hayan percibido algo semejante en esas mismas palabras. Sin contradecir la orientación general con que tradicionalmente se han comprendido los textos, se aprecian aspectos inéditos, que ayudan a las comunidades a continuar en el camino de la fe.

Los textos, a veces, recuerdan momentos de alegría en el trabajo (véase, Gn 2:4-3:1; Nm 10:10; Neh 9:25). También pueden rememorar situaciones de opresión para los trabajadores (véase, Jue 21:25), o de fatiga a causa de las labores que debemos realizar para asegurar nuestra sobrevivencia y la de nuestros seres queridos (véase, Gn 3:19; Ec 3:9). Hay veces en las que vamos a encontrar palabras que expresan la búsqueda de sentido a través de tantas fatigas, de tanto cansancio, de tantos sinsabores (véase, Ec 3:18-19). También hallaremos pasajes en los que ha quedado consignada la lucha contra los explotadores que quedaban con el excedente producido por quienes se empeñaban en la producción (véase, Mc 11:15-19; Mt 21:10; Lc 19:45-46; Jn 2: 14-17). Toda esta memoria bíblica es una ayuda preciosa, irreemplazable para la comunidad cristiana. Tal como ya se ha dicho, le permite a ésta situarse frente a su realidad, orientarse en medio de los problemas a los que debe responder y definir líneas de comportamiento que den testimonio de su fe.

Para que estas orientaciones puedan percibirse mejor, es menester ─por un lado─ tener en cuenta las condiciones en las que se redactaron los textos (lo que técnicamente es llama análisis exegético). Además de discernir el contexto en el que se hizo la redacción es importante discernir quién (persona o grupo social) redactó tales textos cómo lo hizo. Eso sólo no basta. También es necesario tener en cuenta en qué forma, de qué manera leen y entienden esos textos en nuestro tiempo las comunidades cristianas. En nuestro caso se trata de las comunidades cristianas populares de América Latina. Eso ayuda de manera importantísima a la interpretación, o sea a la comprensión hermenéutica del texto.

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SOBRE ECONOMÍA Y TEOLOGÍA (1991)

ara tratar sobre la relación entre economía y teología, podemos partir de una constatación: pocas veces, como durante este siglo, las Iglesias hablaron tanto de economía. Ya desde finales del siglo pasado se

percibía esa tendencia, tanto entre las autoridades de la Iglesia Católica Romana (ICR) como entre teólogos protestantes y ortodoxos. Prueba de esto es la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII, los escritos del ―socialismo religioso protestante‖ (Kutter, Ragaz y Barth, en el período anterior a su cátedra en Götingen), y también la línea de reflexiones seguidas por teólogos rusos exiliados, como Bulgakov y Berdiaev. Esta línea de reflexión teológica se profundizó en el transcurso del siglo XX: Quadragesimo Anno (1931) es un ejemplo mayor entre los católicos del período previo a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Por esos años, en el seno del Protestantismo, Reinhold Niebuht desarrolló su reflexión sobre ―el ser humano moral en una sociedad inmoral‖. Los años de la guerra y la vivencia de la tragedia de Occidente, desafiaron a las nuevas reflexiones (cogitações) en este plano. El Consejo Mundial de Iglesias (CMI), fundado en 1948, articuló su línea de reflexión social sobre la base del concepto de la ―sociedad responsable‖, criterio que permitiría valorar en las Iglesias los procesos sociales, políticos y económicos de determinadas formaciones sociales, y así decidir el tipo de militancia que debe ser asumida en ellas. En el lado de la ICR, las encíclicas de Juan XXIII, Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), y posteriormente la Populorum Progressio (1967) de Pablo VI, como también las de Juan Pablo II, Laborem Excercens (1981) y Sollicitudo Rei Socialis (1987), muestran esta preocupación de la teología por los problemas de la realidad económica. A ellas se agregan los documentos de la Comisión Pontificia Justicia y Paz: sobre el desarrollo, y también sobre la deuda internacional de los países del ―Tercer Mundo‖.

Finalmente, en el transcurso de los últimos diez años comenzó a tomar forma otra corriente que no sólo prescribe el qué hacer frente al creciente desorden económico, sino que critica la economía desde dentro de ella misma: los trabajos de Franz Hinkelammert, Uerich Duchrow, Arendt vn Lecuwen son testimonios de esta preocupación. Se debe también tomar en cuenta aquellas publicaciones que pretenden legitimar y justificar las tendencias económicas dominantes en el mundo capitalista: Michael Novak es el ejemplo más conocido de un teólogo empeñado en este tipo de esfuerzo.

La lista de documentos que indica esta preocupación, puede ser prolongada: la Carta Pastoral de la Obispos de la ICR de los EE.UU. sobre la economía mundial y de este país, las publicaciones de la CNBB133 sobre la reforma agraria y el mundo del trabajo, los diversos programas del CMI sobre problemas de la Iglesia y la sociedad, el desarrollo, etc., dan muestras de esta preocupación de las Iglesias y de los teólogos por los asuntos económicos. Es verdad que esta toma de conciencia de los cristianos acerca de la importancia de la economía, corresponde a la evolución de la conciencia de la sociedad global. Fue a partir de los primeros trabajos de los economistas políticos clásicos (que, hay que recordar, casi todos ellos eran formados en teología), criticados posteriormente por Marx, que la economía llegó a estar tan presente en la conciencia de las sociedades de estos dos últimos siglos. Las Iglesias ─y, consecuentemente, la teología─ no podían dejar de seguir esa evolución.

Un diálogo entre sordos Lo que sorprende es que, a pesar de todo ese esfuerzo teológico y eclesiástico para influenciar las actividades económicas contemporáneas, prácticamente las argumentaciones de los cristianos no son tomadas en serio por los economistas, ejecutivos y compañías transnacionales, banqueros y negociantes, de los cuales muchos son cristianos. Los miembros de las jerarquías eclesiásticas y los teólogos critican las orientaciones dominantes de los sistemas económicos contemporáneos, destacan la importancia del ―bien común‖, o la ―responsabilidad social del cristiano‖, escriben sobre la necesidad de formular ―un nuevo paradigma económico‖ basado en la producción y en la repartición de bienes, profetizan contra la sociedad consumista, etc., mas nada ─o casi nada─ cambia. Si hay cambios, son insignificantes… Lo que se percibe es que continúa el business as usual.

Aún más, en el transcurso de los últimos veinte años, los miembros que tienen capacidad de decisión en el mundo económico no esconden la irritación creciente que provocan en ellos las tomas de posición de las Iglesias. Y afirman, a su vez, que no solamente las Iglesias no tienen competencia ―para hablar de problemas

133 CNBB = Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (N. del T.).

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económicos, sino que, tampoco en su campo‖. ―Zapatero a tus zapatos‖, o ─como muchas veces me fue dicho por ejecutivos de empresas y banqueros─ mind your own business. Para esas personas, las Iglesias tienen que preocuparse por las cosas espirituales. La economía, en la conciencia de los ejecutivos, es cosa neutra. Según una expresión de Milton Friedmann, ella no tiene nada que ver con la moral o los principios éticos. En el plano económico lo que cuenta es la eficacia, la cual se manifiesta cuando se consigue el mayor lucro con las menores inversiones.

Consecuentemente, el diálogo que las Iglesias y los teólogos procuran desarrollar con los responsables de las prácticas económicas de nuestro tiempo, no se está concretizando. Es muy difícil justificar esta situación indicando que esos responsables, en verdad, ―son irresponsables‖. De esta manera, por ejemplo, lo que se consigue es un mayor distanciamiento entre los dos campos. No es con una posición de este tipo que se puede llegar a una conversación fructífera. Así sólo se consigue ratificar la ausencia de la relación entre las Iglesias y el mundo de los negocios. Y eso no resuelve los problemas que más pesan en la vida de nuestro pueblo, lo que es una gran preocupación de las Iglesias y de los teólogos. Necesitamos un nuevo abordaje.

En mi opinión, se debe comenzar preguntando sobre las causas de esa incomunicación. Aprovecho para introducir aquí parte de mi propia experiencia, cuando trabajé en el CMI como responsable de la Comisión para la Participación de las Iglesias en el Desarrollo (CPID). Muy frecuentemente tuve que participar en reuniones con ejecutivos de bancos y compañías transnacionales. Fue muy difícil porque, no obstante el respeto con que fui siempre considerado, para la mayoría de esas personas yo era el representante de un enemigo. Las discusiones eran muy fuertes y muy pocas veces llegamos a establecer convergencias. Y, lo peor: nuestros planteamientos casi nunca fueron tomados en serio. Desde aquellos tiempos me pregunto acerca de las razones de todo esto.

Del lado de los ejecutivos y banqueros, son tres los elementos que cuentan. En primer lugar, que las formulaciones teológicas sobre la práctica económica son hechas a partir de un punto de vista que, generalmente, no toma en cuenta la realidad concreta de la producción, el consumo y la distribución de los bienes materiales. En la mayoría de los casos, cuando los teólogos hablan sobre economía, el discurso es hecho fuera de la vida económica. Es decir, se trata de un discurso abstracto, que no se desarrolla en medio de las tensiones y contradicciones materiales relacionadas con la producción de la vida, la producción y apropiación del excedente, a partir de lo cual tiene lugar la acumulación del capital (¿por qué medios? ¿en manos privadas o sociales?, etcétera). En la mayoría de los casos, la teología se aproxima a la vida económica desde el punto de vista de lo trascendente, esto es, sub specie a eternitatis; y lo peor, intenta pontificar acerca de cómo debe ser administrado el proceso de producción, el mercado, la redistribución de la renta, etc. Los que practican la vida económica reconocen en seguida esta situación y descalifican el discurso teológico desde su inicio.

En segundo lugar, más allá de ese abordaje abstracto, los teólogos muchas veces pretenden dar lecciones a aquellos que tienen el control económico. Esas lecciones son de tipo moral. Para eso, el discurso teológico introduce elementos que son propios de la vida económica. Por ejemplo, se habla del ―bien común‖, que es un concepto teológico (moral), o de la ―responsabilidad social‖, que debe ser administrada según criterios ―humanos‖. Las teorías económicas reconocen el ―bien público‖ (que no es la misma cosa que el bien común), o la responsabilidad del agente económico (la famosa ―ley de la prudencia‖), que trabaja según las exigencias de la acumulación de capital o de la reproducción de la vida. En otros términos, los agentes económicos rechazan más de una vez esos argumentos teológicos que, además de ser abstractos, son moralistas en el sentido idealista. Son argumentos sobre el deber ser, que no toman en cuenta el ser de las cosas.

En tercer lugar, y pueden ser también el más importante, la comunidad de negocios conoce muy bien la práctica económica de la mayoría de las Iglesias, y sabe que esta es contradictoria, en la mayoría de los casos, con el discurso teológico, las Iglesias, desde el inicio de la historia del cristianismo, han estado involucradas en prácticas económicas. La propia predicación del mensaje cristiano de San Pablo fue hecha tomando en cuenta las contradicciones económicas existentes entre los judíos de la diáspora, los prosélitos griegos y los que tenían ―temor de Dios‖ (griegos con simpatía para con la religión judaica). Desde entonces, hasta hoy, las Iglesias perseveran en sus prácticas: pagan salarios, poseen y administran propiedades, participan del mercado, compran y venden bienes materiales, ahorran dinero, pagan y reciben valores por intereses, colocan capitales, etc. Y todo eso es hecho, generalmente, según los criterios dominantes de la economía (capitalista o socialista) en la cual ellas participan y critican. Por ejemplo, en la actualidad la mayoría de las Iglesias critican la dureza con la cual es administrada la deuda externa de los países pobres. Más todas ellas continúan colocando su dinero en los

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bancos cuyo comportamiento se critica. Esto en el fondo significa que ellas mismas descalifican, con su praxis, su discurso teológico.

Los agentes económicos saben muy bien esto, y por esa razón, no pueden acreditar las posiciones moralizantes de las Iglesias que cantan una canción, y mientras tanto danzan con otro ritmo.

Importancia de la realidad económica Es necesario comprender que la posición de los banqueros, industriales, negociantes, es interesada. O sea, es ideológica, porque procura defender y legitimar un poder que permite a los agentes económicos continuar lucrando, acumulando capital, etc. Mas es también importante reconocer que parte de las razones que los llevan a ser indiferentes a las posiciones de las Iglesias y los teólogos, son razones concretas, especialmente cuando el discurso teológico es abstracto, exterior y moralizante. Lo que merece ser objetado es la pretensión de la ideología de los agentes económicos, que afirma una separación nítida entre la vida económica y la ética. La ética, como se sabe, procura que la vida humana, en el contexto general de la vida, sea más y más vida, y cada vez más humana. O sea, la ética se preocupa por la reproducción de la vida, cosa que la relaciona directamente con la gestión económica. Esto quiere decir, entonces, que para le ética no hay zonas neutras, adiáphoras, en las cuales no se plantea la cuestión del bien y del mal. Es precisamente a partir de las condiciones materiales de vida, que hay posibilidad de indicar cuándo la economía ayuda o no a la reproducción de la vida, cuándo ellas es buena y cuándo ella es ruin y debe ser mejorada. La cuestión, consecuentemente, no es metafísica. Entretanto, cuando la economía, siguiendo las orientaciones de Friedmann y la Escuela de Chicago, se intenta poner fuera de la moral (lo que da al economista una gran autonomía que lo lleva al ejercicio de una libertad excesiva), hay que reconocer que se trata de una premisa de naturaleza metafísica. Más no es abstracta. Detrás de su pretendida abstracción se esconde un interés en continuar administrando la vida material para sacar un lucro para sí misma. En la vida, no obstante, el para sí mismo no agota la multidimensionalidad del ser humano, que, además de ser individuo, también es un ser interpersonal y social.

Será, por tanto, a partir de la propia realidad económica, de las orientaciones que marcan las líneas para las prácticas de producción, de mercado, de distribución, de investigación tecnológica, planteamiento, etc., que se podrá hacer una crítica teológica a la economía (capitalista o socialista; clásica, neoclásica o en gestión). Esto exige abandonar las posiciones moralizantes, resultantes de aquel esfuerzo que lleva a los teólogos y a las Iglesias a colocarse en el punto de vista de quien está fuera del mundo (el único en el cual pueden pretender estar las ―sociedades perfectas‖). Cuando las instituciones eclesiásticas o los teólogos toman esta posición más allá de la realidad concreta, olvidan la importancia fundamental que tiene la exigencia de la encarnación en la vida cristiana.

Entrando en la realidad económica, y al tomar en cuenta, en primer lugar, la práctica de producción, de mercado, de distribución, se percibe inmediatamente la importancia del propio interés (aquello que Adam Smith llamó self-interest). Se trata de la auto-afirmación que lleva al ser humano a la negociación de sus límites; Ivan Karamozov, en el romance de Dostoievsky (los hermanos Karamazov), es un representante de aquellos que así lo firman. De ahí su declaración: ―Dios está muerto‖. Y, si Dios murió, entonces ―todo está terminado‖. Junto a este análisis de Dostoievsky, es interesante recordar aquí la posición nitzcheana de la voluntad de poder que, precisamente, permite insensatamente al ser humano1134 el procurar ponerse más allá del bien y del mal. Esta actitud es la que caracteriza justamente al burgués,135 llevándolo a la búsqueda de la dominación del espacio y del tiempo. La personalidad de Fausto no se caracteriza sólo por vender, con el propósito de conseguir sus objetivos, su alma al diablo. Procura también manipular al propio Mefistófeles. Se trata de un ser esquizofrénico (¿no coloca Goethe, en boca de Fausto, en la primera parte de su texto aquella pregunta: ―Hay dos almas que viven en mi pecho‖?) que busca la dominación, y al mismo tiempo pretende ser justificado. Es decir, sabe que hace las cosas erradas, y sin embargo, pretende tener buena conciencia, se autojustifica.136 El burgués, el

134 Cf. Gaia Scientia, p. 125. 135 Cf. Wemer Sombart. Der Burger. 1903. 136 Cf., en este sentido, el libro de Michael Novak: El espíritu del capitalismo democrático, donde se justifica el error porque es a través de los múltiples desaciertos que se llega a la definición de la mejor gestión económica. Se trata, permítanme caracterizar esto en términos teológicos, de la ―justicia por el pecado‖.

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individualista por excelencia, no puede existir sin crear contradicciones. Por eso, según el pensamiento de von Clausewitz, para el burgués, ―la guerra es la forma más alta de la política‖. Y consecuentemente, la mejor economía es la que lleva a la guerra (Si vis pacem, para Bellum). No fue por casualidad que el new deal que Roosevelt, inspirado por Keynes, aplicó en los Estados Unidos para salir de la crisis, fuera una de las causas principales de la guerra de 1939-1945 (semejante a la orientación económica de Hitler: ―cañones y manteca‖). Los resultados ya todos los conocemos: más de 60 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial. O sea, el desconocimiento de los límites humanos, la negación de la multidimensionalidad de la vida.

3. El carácter ideológico de estas “ciencias económicas” Las teorías económicas clásicas y neoclásicas (y también algunas que pretenden ser marxistas, como las formuladas en la URSS en el marco del estalinismo) pretenden justificar estas posiciones que mencionamos. Es donde tiene que ser percibido el carácter ideológico del pensamiento económico. Por detrás de las grandes escuelas hay intereses bien definidos. La economía, en realidad, no puede ser considerada como una ciencia. Es, justamente, lo que hoy están afirmando aquellos que trabajan en econometría: colocan los mismos datos en las manos de diversos economistas, y lo que resultan son lecturas diferentes. Lo que está llevando a algunos espíritus alertas de nuestro tiempo (y no solamente a los teólogos) a indicar la falsa conciencia implícita en las formulaciones económicas, y también a precisar que toda teoría económica es una hermenéutica. Es parte de lo que Paul Ricoeur llamó ―conflicto de las interpretaciones‖ de nuestro tiempo.137 La clave hermenéutica que recorre los textos de la economía política burguesa, clásica o neoclásica, desde Adam Smith hasta nuestros contemporáneos, es la voluntad de poder que expresa el deseo del individuo que no conoce sus límites, para llegar a ser el ―superhombre‖ (Nietzshe). Antes de él, ya en el siglo XVII, Hobbes había percibido esta tendencia.

Pienso que no se consigue mucho (casi nada, en realidad) atacando estas formulaciones ideológicas con afirmaciones teológicas. Más adelante vamos a explicar la razón de esto. Mientras tanto, interesa indicar que esa irracionalidad económica138 tiene que ser desenmascarada como ideología, como falsa conciencia. La tarea, en realidad, no es difícil, porque cuando se leen con cuidado las obras más importantes de la literatura económica, se percibe inmediatamente que casi no hay una doctrina fundamental que para su formulación no recurra el lenguaje de la religión, del misterio. De ahí que Adam Smith habla de la ―mano invisible‖ que armoniza el mercado —donde se confrontan intereses contradictorios—.139 ¡Claro!, Adam Smith no explica que el mercado no es un espacio donde se encuentran fuerzas iguales. Por eso tiene que ocultar (¡la falsa conciencia!) la realidad, introduciendo, mágicamente (teológicamente), el concepto providencial de la ―mano invisible‖.

Pocos años después de la publicación de La riqueza de las naciones (1776), David Ricardo escribió su The Principles of Political Economy and Taxation,140 donde formula su famosa ―ley de hierro de los salarios‖, considerada hasta hoy un elemento fundamental de la economía de libre mercado, orientada a la acumulación privada del capital. La intención de Ricardo fue fijar el nivel máximo de salario asegurado, al mismo tiempo, la reproducción de la energía gastada por el trabajador en el desempeño de sus tareas y —simultáneamente— el mayor lucro posible del propietario de los medios de producción. El párrafo fundamental dice así: ―Estas son las leyes por las cuales los salarios son reglamentados, y por las cuales la felicidad (¡sic!) de la mayoría de cada comunidad es gobernada. Como todos los demás contratos, los salarios deben ser dejados a una concurrencia limpia y libre en el mercado, y nunca jamás deberían ser controlados a través de la interferencia del legislativo‖.141

En este texto, las palabras subrayadas, o vienen del lenguaje religioso (por ejemplo: ley; ¡y no se debe olvidar que Ricardo era un judío practicante!) o indican conceptos religiosos (la manera de alianza y de pacto está ahí presente cuando se habla de ―contratos‖, como también el tabú: ―nunca jamás deberían…‖). La lista de ejemplos de este tenor podría continuar por muchas páginas. Para ser breve, me gustaría únicamente indicar algunos casos, de ayer y de hoy.

137 Le Conflict des Interpétations. Paris: Seuil, 1969. También del mismo autor, Du Texte à la Action. París, Seuil, 1986. 138 Irracional porque destruye la vida, va contra la reproducción de la vida y los derechos humanos de las mayorías. Cf. de Franz Hinkelammert, Democracia y totalitarismo. San José, Costa Rica, DEI, 1987. 139 The Wealth of Nations. IV, cap. 2, pg. 9. 140 Londres, Melbourne y Toronto: Everyman´s Library; 1978. 141 Ibid., pág. 61. Los énfasis son míos.

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Primero, Sismondi, tomando posición contra el liberalismo de Adam Smith y Ricardo, ya antes de Marx, muestra que cuando los campesinos de Gran Bretaña eran expulsados de las tierras en las cuales trabajaban (como hoy en Brasil), era necesario ―Sacrificar la riqueza para tener vidas humanas‖.142 El concepto de ―sacrifico‖ tiene su raíz en la práctica religiosa. Hoy, el ex ministro Delfim Netto lo repite constantemente. Evidentemente, en su lenguaje, remite al sacrificio de los sectores populares y nunca de los que viven en la opulencia. En ese sentido sigue el pensamiento de la Escuela de Chicago, y de Milton Friedmann en particular, para quien no es posible el desarrollo, el crecimiento económico, sin pagar un ―costo social alto‖ (=sacrificio).

Segundo, cada vez que se habla de la deuda, y sobre todo de la deuda externa de los países de América Latina y del Caribe, de África, de Asia, al igual que de algunos países socialistas como Polonia, Hungría, Yugoslavia y Rumania, el problema se resuelve con el sacrificio del pueblo o como la ―redención‖ de la deuda. Una lectura ingenua dice que estas palabras (u otras, por ejemplo: ―el rescate de la deuda‖) son apenas metáforas. Entretanto, sobre esa práctica donde la sospecha es norma constante, hay en el psicoanálisis una reflexión que no puede y no debe ser dejada de lado. Para el psicoanalista Jacques Lacan, una de las grandes personalidades de toda la historia de la práctica psicoanalítica, el id está estructurado como un lenguaje. Por esa razón nos recuerda que ―el lenguaje trae y traiciona‖. O sea, no es una casualidad que la teoría económica, para expresar posiciones fundamentales, utiliza palabras propias de la religión y de la teología. Esos símbolos, involuntariamente, revelan y quieren ocultar, al mismo tiempo, el carácter ocultar, al mismo tiempo, el carácter ideológico de las teorías económicas.

Tercero, fue por eso mismo que Marx, en Das Kapital, cuando revela las escondidas intenciones de la economía política clásica, va a clasificar a esas teorías de religión. El capitalismo es una expresión ―protestante‖,143 mientras que el feudalismo es ―una economía católica‖. Lo que nos permite afirmar que, dada esa raíz ideológica de toda formulación económica (fetichista) según Marx,144 toda teoría económica contiene una teología implícita (y, viceversa, toda línea de reflexión teológica tiene también una economía implícita en ella).

4. La práctica económica como religión práctica Al partir del interior de la literatura económica, se percibe su carácter de falsa conciencia. Más es a partir de la propia práctica económica que es posible constatar el elemento religioso de la economía. Esto se percibe más fácilmente a través de la vida de los responsables económicos: los ejecutivos de las empresas, los banqueros, los comerciantes, y hasta los mismos economistas. Hay tabúes que todos ellos respetan religiosamente. Lo más importante para ellos son ―las leyes del mercado‖. Aquellos que no se someten a esas leyes, son considerados sujetos peligrosos. Deben ser separados de la compañía. Tienen su comportamiento ―adolorido‖, ―irracional‖, ―insensato‖. Son (según los códigos del lenguaje antiguo) ―endemoniados‖. No participan del ―espíritu de la empresa‖. Consecuentemente, se sobreentiende, son motivos por el ―espíritu maligno‖, carente de bondad. La lectura de algunas biografías de hombres y mujeres que son, o llegaron a ser exitosos en el mundo de los negocios, manifiesta claramente esta tendencia. Es el caso de Henry Ford, de Lee Iacoca, y de muchos otros. Sus vidas fueron entregadas a esa divinidad que es la ―firma‖ con la cual trabajaron o trabajan. Sin una entrega total, el ejecutivo no tiene un futuro cierto en la empresa (―no tiene salvación‖). Es decir, la práctica económica coloca en evidencia también a la religión, el carácter religioso de la economía.

Aquí es necesario proceder más lentamente en nuestro análisis. Si hay religión, entonces hay referencia a lo sagrado. El problema consiste en percibir de qué sagrado con lo cual se confrontó el profeta Isaías, o Jeremías, fue un sagrado religioso que produce una conversión del ser humano, que consiste en pasar de la autoafirmación individualista, de la voluntad de poder, al reconocimiento de lo ―absolutamente heterogéneo‖. Un Dios que llama a confirmar esa apertura a través del cuidado amoroso de los otros. Como dice Levinas, ―el otro‖ (―el pobre‖, ―el oprimido‖, ―la víctima de la injusticia‖, ―la mujer‖, ―la persona de razas segregadas‖) llega a ser más

142 Estudes sur I´Economie Politique (1819), París, Trenttel et Würtz, 1838, 2º vol., p. 209. 143 Y ahí parece la fuente para el análisis de Max Weber sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, seguidas por el trabajo de Tawney, A Religião y el Surgimiento do Capitalismo. São Paulo, Editora Perspectiva, 1971. 144 Cf. ―El carácter fetichista de la mercancía y su secreto‖, en O Capital, São Paulo, Abril, 1983, vol. I., págs. 70-78. (N. del T.: edición en portugués utilizada por el autor).

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importante. Es el misterio que se manifiesta en la posibilidad de la vida en comunidad, donde en lugar de la autoafirmación individualista, la actitud a ser desarrollada es la de disponibilidad.

Mientras tanto, otro tipo de sagrado, muy bien caracterizado por Durkheim en Les Formes Elémentaires de la Vie Religiesu, es el sagrado sociológico. Aquellos que disponen de poder en la sociedad, agregan, acrecientan un carácter de respeto e individualidad a las cosas sobre las cuales se basa el poder de ese grupo, o que representan tal poder. En las sociedades de los aborígenes australianos es el tótem; en la sociedad de los comienzos de la monarquía de Israel fue el templo de Salomón; en el tiempo de Jesús fue el templo reconstituido pro Herodes Antipas; hoy es el mercado. Mercado que fascina y aterra. Fascinación que lleva a procurar participar en él más y más. Terror que se siente cuando la vida es menos vida debido a los sacrificios a ser hechos para pagar intereses, cuotas, y para mantener el nivel de consumo. Si, para eso, los otros tienen que ser sacrificados, entonces ―vale todo‖. El éxito, el consumo ostensivo, son las señales de comunión con aquel ―dios‖ del sistema al cual realmente se sirve. Desde el punto de vista de los profetas bíblicos pre exílicos, ese Dios es Molok (=poder; lo sagrado legitimador de la monarquía que exigía el sacrificio de los primogénitos).

La vigencia de ese sagrado sociológico es muy fuerte. Domina incluso la práctica económica de las Iglesias, prontas a dejar del lado valores fundamentales para no perder propiedades o prestigio. Los ejemplos, en este sentido, pueden ser incontables. En mi forma de ver, es aquí que se plantea hoy el gran desafió para el cristianismo. El desafío no es tanto el islamismo que se expande en el mundo, y aún menos el ateísmo. El asunto que puede llevar a perder el sentido de nuestra caminata es aquella incoherencia nuestra de la cual hablaba el apóstol Santiago: decir una cosa y hacer otra. Es lo que San Pablo llamaba sarx, ―carne‖, cuyas manifestaciones aparecen bien claramente en la vida económica, tanto al nivel social como personal: ―fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odio, riñas, celos, ira, discusiones, discordia, divisiones, envidias, embriagueces, orgías, y cosas como éstas […]: los que practican tales cosas no heredarán el Reino de Dios‖ (Gal 5, 19-21).

5. Para restablecer el sentido de las prácticas humanas El concepto teológico que corresponde a esta realidad de que hablamos es el de pecado, de enemistad con Dios. Nuestra convicción es que es preciso crucificar esa enemistad. No sólo ―espiritualmente‖, o sea, litúrgicamente, en el campo del símbolo. La muerte del pecado acontece en la historia, o no acontece. Colocando la misma afirmación en términos positivos: la conversión se da en la vida histórica, concreta, material, o no hay conversión. Esto apela, en primer lugar, a la conciencia de las Iglesias, de las comunidades cristianas, a que se conviertan a la economía del Reino; la producción y la repartición son prioritarias en ella. La enseñanza de Jesús toma en cuenta el mundo de los trabajadores. En él Dios se revela. Aún más: en las parábolas, la realidad económica del trabajo humano es fuente de revelación de Dios. No sucede lo mismo con quienes se aprovechan del esfuerzo del trabajador. Lo que por lo menos significa que la conciencia de aquellos que se arrepienten y se acreditan en el ―reino de los cielos‖ ─teóricamente, los de la ekklesía─, tienen que romper con los ricos y afirmar el valor de los trabajadores.

En realidad, una posible conversión sobre los sistemas económicos solamente podrá tener lugar por la fuerza de los ―herederos del Reino‖; los pobres, los que luchan por la justifica y por eso son perseguidos, y los niños (hay cuatro millones de niños abandonados, sacrificados, en Brasil, cuyos responsables económicos no los toma en cuenta para nada. Para esos señores la prioridad está en pagar los intereses de la deuda). La conversión no va del lado de los sagaces y sabiondos. Ella pude venir de aquellos que tienen interés verdadero en los cambios. Los que tienen los conocimientos para articular proyectos y planeamientos relacionados con la producción, el consumo, la distribución, incluyendo las opciones tecnológicas, son llamadas a servir a aquellos que realmente procuran los cambios.

Esta vocación es todavía más fuerte para las Iglesias. ¿Será que vamos a romper con los sistemas económicos que se basan en la imposición de tributos (los intereses de la deuda) o el trabajo forzado o mal remunerado, que no da alegría porque revela la explotación a la cual el ser humano está sometido? ¿Será que vamos a continuar participando de esa injusticia que consiste en apropiarse de una parte del excedente que producen los trabajadores, ahorrando en los bancos que prestan nuestro dinero con intereses que los trabajadores no pueden pagar? Romper con este sistema exige algo más que retirar nuestro dinero ahorrado: exige solidaridad con los trabajadores explotados que el sistema sacrifica. Una solidaridad en la resistencia y en la práctica, que procura la transformación de este sistema. Y, por otro lado, exige también colocar recursos al

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servicio de la formulación de proyectos alternativos que sean expresión de los intereses de los trabajadores. Recordando que, según Jesús y la sabiduría del pueblo, no se pone vino nuevo en odres viejos. Sólo así las Iglesias llegarán a tener alguna credibilidad para los empresarios, el Estado y la sociedad. Esto significa que otra tarea de los cristianos (y de las Iglesias) en esta lucha por la transformación del orden económico, es trabajar junto con los trabajadores y con las fuerzas que luchan por la justicia social, para la formulación de un nuevo paradigma económico. Que la economía pueda ser formulada con un contenido político ─que vuelva a ser ―economía política‖─, pero a partir de los intereses de las mayorías trabajadoras.

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ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA MÍMESIS SACRIFICIAL DE LOS SUJETOS SOCIALES MODERNOS (1991)

l punto de partida de esta reflexión es la constatación del fracaso de las revoluciones intentadas por los dos sujetos sociales de los tiempos modernos: por un lado, la revolución capitalista, burguesa, cuyo proyecto es

―la riqueza de las naciones‖, que sólo ha conseguido llegar a crear la riqueza de los ricos, cuya proporción en el momento actual no alcanza a ser más del 25% de la población del planeta. Es un proceso que, en vez de abrir posibilidades para que otros puedan alcanzar una situación de bienestar, en realidad cierra caminos para que tal cosa pueda ocurrir. En ese sentido, el capitalismo no puede existir sin los pobres, cuya vida es expresión de un proceso sacrificial permanente. Cada vez que los representantes de los países pobres endeudados procuran renegociar la deuda, reciben como respuesta que previo a cualquier discusión sobre el asunto, deben reajustar sus economías. Se aplica entonces la imposición de un mecanismo que exige un comportamiento mimético: así como los ricos sacrifican a los pobres, estos victimizan a los más pobres ─es una espiral de violencia que manifiesta su ser como sagrado, a partir del carácter intocable y misterioso del sistema de ―libre mercado‖. La libertad del artefacto (la cosa: el mercado) prevalece sobre la liberta de los seres humanos. Aunque la mayoría de éstos no tiene oportunidad permanente para participar de los beneficios del sistema, hay que constatar que no procuran cambiarlo; el impulso que mueve a la mayoría de las masas dejadas de lado, orienta la acción de éstas a buscar la inserción en el sistema, lo que significa la consolidación del mismo. El doble mecanismo mimético (los ―reajustes‖ e impuestos, y la aceptación sumisa de los mismos) permite comprender la coacción ineluctable y la fascinación de la economía de ―libre mercado‖ y sus mecanismos victimarios. Esa ambivalencia de su ―misteriosa‖ identidad (―la mano invisible‖ de la que hablaba Adam Smith) indica la presencia de lo Sagrado ─la violencia resultante es inherente a esa sacralización.

Por otro lado, cuando se analizan los procesos seguidos por aquellas naciones en las que las organizaciones políticas de los trabajadores (el proletariado) intentaron desarrollar revoluciones socialistas, procurando forjar sociedades sin clases y superar el ―clima de la necesidad‖ para vivir en el ―reino de la libertad‖ es necesario constatar que, si bien es verdad que el problema de las necesidades básicas de los seres humanos es resuelto satisfactoriamente, con mayor o menor éxito según los casos, eso no significa que los seres humanos encuentren una solución aceptable para la cuestión del sentido de su acción. De hecho, el problema del sentido está indisolublemente vinculado con deseos e impulsos e impulsos que nacen en el nivel más profundo de la persona. Si es verdad que la planificación económica centralizada puede crear condiciones para resolver la insatisfacción de las necesidades, hasta el momento no demostró tener capacidad suficiente para abrir los caminos de la libertad a los pueblos que intentaron marchar por las vías del socialismo. De ahí que entre éstos también se percibe un elemento castrador, por el que se ejerce el mecanismo victimario con sus exigencias constantes de sacrificio.

A esto hay que agregar que el proyecto que buscaba plasmar una sociedad sin clases, si bien consigue anular hasta cierto punto las antiguas diferenciaciones sociales, también crea otras inéditas hasta el momento de la irrupción del proceso revolucionario. El deseo mimético, que intenta reproducir pautas de comportamiento que prevalecen en las sociedades capitalistas, es fácilmente visible entre quienes forman parte de la ―nomenclatura‖ de los países socialistas. A su vez, las masas expresan ese deseo buscando ajustar sus actitudes según el modelo provisto por las burocracias que administran el sistema socialista. Entonces, el resultado es el sacrificio de la esperanza, que significa fundamentalmente la castración (impuesta, e asumida) de la razón utópica del ser humano.

Ante esta constatación de los fracasos de los dos sujetos sociales que protagonizan el proceso de la modernidad, cabe plantearse la pregunta sobre las razones de esta situación. Tanto la burguesía como el proletariado pretenden el triunfo de la libertad; sin embargo, ambos llegan a imponer la necesidad de la represión.

En la revolución burguesa, la libertad sólo vale para el mercado (expresión de lo sagrado), en tanto que en la revolución socialista esa libertad que limitada según el arbitrio de la conducción del Partido… Hasta ahora, un socialismo sin ―dictadura del proletariado‖ no ha pasado de ser más un propósito bien intencionado.

La fuerza (violencia) de lo sagrado se manifiesta a través de tres vertientes principales: la religión, la economía y la política. Por lo tanto, es el análisis de estos niveles de la vida humana el que nos permitirá vislumbrar la raíz de los fracaso de los proyectos modernos. Evidentemente, los sujetos sociales de la

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modernidad no irrumpieron en la historia definitivamente configurados: han seguido revoluciones singulares, en cuyo transcurso sufrieron influencias distintas. Ciertamente, a través de esos caminos, el mecanismo del deseo mimético estaba siembre presente.

Tanto la burguesía como el proletariado irrumpieron en la historia con una vocación revolucionaria. La burguesía moderna, portadora del proyecto de la revolución capitalista, comenzó a manifestar su identidad social cuando, como consecuencia de la nueva conjuntura socio-económica inaugurada por las Cruzadas, las ciudades episcopales, los municipios y los nuevos Burgos fueron adquiriendo mayor entidad desde los siglos XII-XIII en Europa Occidental. La mayor parte de los habitantes de esas ciudades no tenían distinguido: venía del grupo social de los siervos de la gleba, los excluidos del bienestar en el sistema feudal, víctimas (sacrificiales) del árbitro de los señores. Eran portadores de esperanzas que más tarde fueron comprendidas como ―libertad‖, ―igualdad‖ y ―fraternidad‖. Llevó mucho tiempo para que tal cosa se concretase; no obstante, esa intención estaba presente en los ―movimientos pobres‖ que se multiplicaron en Europa Occidental desde la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII: los valdenses, los pobres de Lombardía, los ―humiliati‖, el movimiento franciscano, y tanto otros. La meta religiosa de los mismos es indiscutible. Por lo tanto, sus aspiraciones revolucionarias no podían dejar de tomar en cuenta la referencia del pueblo de Israel y, sobre todo, el impulso innovador del cristianismo antiguo.

Aunque con matices diferentes, algo semejante se percibe en el origen del movimiento socialista, que en los primeros momentos de su historia (pre-Marx) fue fuertemente influido por cristianos progresistas, que reaccionaron contra las doctrinas de aquellos economistas burgueses (Say, Demoyers, Bastiaz, Malthus, Ricardo) que afirmaban que la pobreza era fatalmente inevitable en toda sociedad. Cristianos como Sismondi, Saint Simon, Daniel Legrand, etc., comenzaron a plantear la prioridad de lo social sobre el capital privado (de donde la palabra socialismo). Era una posición ética, más sentida que sistematizada. Cansados de esperar y no recibir apoyo de iglesias conservadoras, de un patronato reaccionario y de un Estado que tendía hacia el absolutismo, los obreros se volcaron hacia la utopía y el sueño de la formación de empresas autónomas (Owen, Fourier). La memoria de los símbolos bíblicos desempeñó en todo este proceso un papel muy influyente. A partir de los años cuarenta del siglo pasado, como se sabe, Kart Marx, Friedrich Engels y otros luchadores sociales, descalificaron este socialismo ―utópico‖ y plantearon la exigencia de un socialismo ―científico‖, que llegará a ser plasmado materialmente por necesidad histórica y no por impulsos éticos. Sea como sea, este tipo de pensamiento no dejó de tener referencias (generalmente no reconocidas) en la religión bíblica.

Un período muy importante en el desarrollo de esta última (tan importante que va a llegar a imprimir un carácter indeleble en el judaísmo de los siglos V. a.C. hasta hoy, y también en el cristianismo de fines del siglo I hasta el presente), fue el del exilio del pequeño contingente israelita que fue llevado a Babilonia. Perdida la soberanía política, la identidad judía fue preservada por medio de la religión, cuya producción simbólica pasó a ser monopolizada por el grupo sacerdotal. Poco a poco, el influjo de los profetas (tan determinante en la revolución campesina del 640 a.C.), en la religión expresada por el Deuteronomio, fue dejando espacio para la comprensión sacerdotalista de la religión judía, con su énfasis peculiar sobre la distinción entre lo puro lo imputo, que necesariamente plantea una tensión muy fuerte en la existencia de los fieles, hasta el punto de tener que ser resuelta mediante mecanismos sacrificiales que exigen la victimización de animales. En el tiempo del rey Manasés se practicaba el sacrificio humano de los primogénitos; bajo el control de los sacerdotes, fueron exigidos holocaustos de animales. Cambian las víctimas, mas el mecanismo sacrificial permanece. Y perdura hasta nuestro tiempo, como lo prueba el debate sobre el ―holocausto‖ judío durante la Segunda Guerra Mundial.

Cuando la identidad de un grupo social es llevada a cabo sobre todo mediante símbolos religiosos, se producen varias cosas, de las que aquí deseamos subrayar especialmente dos. Por un lado, el pueblo que perdió su identidad política la reencuentra en lo religioso: es el pueblo ―escogido‖, electo por la divinidad para iluminar, dirigir, encaminar al resto de las naciones. Se produce entonces una distinción radical entre ese pueblo y los otros, que en el campo de la producción simbólica se expresa por medio de la contradicción entre lo puro y lo impuro. El pueblo ―escogido‖ tiene la vocación de la pureza, mas no tiene otra alternativa que existir en un mundo de impureza, donde la mayoría de los seres y las cosas están contaminados por la inmundicia. ¿Cómo mantener la vocación de pureza en esas condiciones? Pues mediante las ceremonias rituales sacrificiales, que todo judío debe llevar a cabo por lo menos tres veces por año (Ex. 23, 14-19; Ex. 34, 23-25). La Torah, principalmente en la versión sacerdotal (Cf. Lev. 11-16: sobre lo puro y lo impuro, y Lev. 17-26: la ley de santidad), va a insistir sobre

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todo esto. Las consecuencias ―morales‖ se manifestarán particularmente (aunque no exclusivamente) mediante una moral de la negación, en la que la censura, las prohibiciones, los tabúes, serán más importantes que el ejercicio de la libertad.

Por otro lado, la distinción de lo puro y lo impuro indica la separación del pueblo judío (electo por Dios, y así como Dios es Santo, el pueblo también debe serlo) de los demás. Se percibe así una religión de exclusión, coherente con los mecanismos sacrificiales que le son inherentes. Es la expresión del ―uno contra todos‖. Israel frente a todas las naciones, excluidas a menos que sean como el pueblo elegido, lo que significa aceptar su supremacía, su guía. Pero, entre los israelitas eso significa ―todos contra uno‖, principio que el sumo sacerdote Califás expresó diciendo que ―os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación‖ (Jn. 11. 50), incitado a victimar a Jesús. Esta unanimidad en torno al mito de lo puro y de lo impuro, expresada en ritos sacrificiales, es fundamental para comprender la autosegregación del pueblo indio. Se trata de la ―religiosidad paria‖ de la que habla Max Weber, siguiendo las reflexiones elaboradas por Nietzche (Más allá del bien y del mal; genealogía de la moral) que tiene su raíz en el resentimiento. Más, ¿por qué ese resentimiento? El resentido es quien se vuelve contra el otro, porque su deseo no es satisfecho. No se trata de un deseo objetal (que persigue un objeto), sino de un deseo de rivalidad. Quiere ser como éste, pero necesita, por un lado, proponer un objeto en torno al cual pueda establecerse la rivalidad con el otro. No es el objeto lo que desencadena la rivalidad; ésta surge por el impulso mimético. Sin embargo, por otro lado, resulta insoportable para la persona (o para el sujeto social) llegar a la percepción del ―querer ser como‖; y esto es lo que explica la religiosidad para y su moral consecuente.

Estos mecanismos y comportamientos morales no han sido exclusivos del pueblo judío al retornar del exilio babilónico. También comenzaron (para después manifestarse ampliamente) a expresarse entre los cristianos desde muy pronto. Por ejemplo, los cristianos del siglo I ya comenzaron a mal comprender y deformar la afirmación paulina: ―Todo me es lícito‖ (I Cor. 6.12; 10.23-30). El cristianismo no puede perdurar en la historia sin establecer tabúes, comprobando en su propia experiencia que no se consigue sobrevivir institucionalmente sin un sistema de prohibiciones. Esto, evidentemente, contradice lo que el autor de le Epístola de Santiago llama ―la ley perfecta de la libertad‖ (1.25), que fue establecida para poner en obra la Palabra y no para prohibir actuar. Sólo así, concluye Santiago, se puede ser feliz (final del versículo 25). Aquí se puede constatar una perversa inversión: el mayor espiritualismo (por ejemplo, el de la Escuela de Alejandría, que tuvo en Orígenes su mayor exponente) significa la mayor castración, el más grande sacrificio de la vida, la más terrible expresión de auto-violencia… Es ser víctima de sí mismo (masoquismo).

Esa tendencia se va a manifestar en otros momentos, tanto de la historia del cristianismo como de otras religiones: tal fue el caso de los puritanos en el sigo XVII, como de las ―guerras de religión‖ entre católicos y protestantes, como del islam chiita en nuestro tiempo, y de otros fundamentalismos contemporáneos. En la raíz de todos estos movimientos se percibe aquel resentimiento que surge como resultado de un deseo fundamental, mimético, siempre irrealizado. Melanie Klein, a través de su reflexión psicoanalítica, llegó a apuntar a esta realidad indicando los mecanismos de la envidia, manifestación humana que San Pablo colocó entre los ―frutos de la carne‖ (Ga. 5.21), y por lo tanto en contratación con el Espíritu (reino de la libertad (II Cor. 3.17).

Rudolf Otto llevó a cabo, indudablemente, uno de los análisis más profundos de los sagrado religioso, Parece coincidir con el pensamiento de Durkhein, cuyo énfasis sobre la indisoluble vinculación existente entre lo religioso y lo social no puede pasar desaparecida para nadie. Sin embargo, hay un elemento importante que permite distinguir el análisis de Otto del de Durkhein: el primero siempre se refiere a lo sagrado como mysterium (tremendum et facinous). Si bien el carácter terrible y fascinante de lo sagrado ya había sido indicado por Durkhein, este señala que lo sagrado (que se manifiesta en el tótem) no es inherente a las cosas, sino que agregado (suvajouté) a las mismas (cf. Les Formes Elementaires de la Vie Religieuse, pág. 328). Se puede decir que el mysterium de Otto (der Ganz Andere) es un sagrado ―religioso‖.

Este último, ―sobre impuesto‖ a las cosas, es administrado y cuidado por quienes tiene poder en la sociedad. El pueblo que quiere este poder, víctima del mismo, resiste con resentimiento. Está inserido por la envidia. No obstante, contrarresta esta mezquindad con expresiones de generosidad que se revelan en posiciones militantes, que llegan hasta el punto de dar la vida (martirio, o sea el ―culto lógico‖ al que San Pablo exhorta a los romanos. Cf. Rom. 12.1, cuando les pide no ajustarse a los esquemas/estructuras de este mundo) para conseguir la transformación de este ―valle de injusticias‖ en el ―reino de Dios‖.

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Esto me lleva a decir que, cuando se considera la cuestión del sacrificio, cabe introducir una distinción entre el sacrificio impuesto y el sacrificio que corresponde a una disposición de amor. El primero preserva la inquidad del sistema. El segundo, en cambio, tiene una dimensión redentora. El primero conserva el orden injusto, reproducido a través de la fuerza y los mecanismos que el deseo mimético pone en marcha. El segundo desacraliza el orden de este mundo, tanto político como económico, deslegitimando su base religiosa.

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LA IGLESIA, LA POBREZA Y LA ECONOMÍA GLOBAL (1999?)

l llegar al fin del siglo XX, casi comenzando el venidero, se debe constatar que las expectativas creadas luego de la Segunda Guerra Mundial de poder erradicar la pobreza en nuestras sociedades, no han llegado

a concretarse. Hubo un momento en el que se crearon condiciones que llevaron a muchos a creer que sería posible desencadenar procesos económicos, sociales y políticos que tendrían como consecuencia la superación de las condiciones de vida de las masas pobres del planeta. Cuando finalizó la tragedia bélica predominaba entre los líderes políticos y académicos la convicción de que era necesario evitar que se repitieran situaciones semejantes a las que hicieron que la humanidad desembocara en el horror de la guerra.

Era opinión generalizada que entre los aspectos que había que corregir estaba la gran diferencia social que producía tensiones y resentimientos que conducen a conflictos irreparables. La prioridad de la paz se impuso naturalmente, y para crear una situación exenta de conflagraciones que perturbaran la estabilidad de la situación internacional (muy tensa, dicho sea de paso, en el período de la inmediata post-guerra), era imperativo disminuir las tensiones sociales. Para ello, obviamente, había que crear estructuras socioeconómicas que contribuyeran a que los hombres y mujeres del mundo superaran la pobreza.

De ahí que uno de los mayores esfuerzos realizados entre los años 1945-1950 fue el de impulsar un proceso sostenido de crecimiento económico que permitiera contribuir a la nivelación social en muchas partes del mundo. Este empeño fue muy claro en Europa y en el hemisferio americano. En otras regiones del planeta, el énfasis fue dado a la emancipación nacional y a la descolonización. Luego de la tragedia, tomando conciencia del horror que acarreó, los esfuerzos se volcaron hacia la construcción de un mundo de paz y bienestar.

Frente a la actitud esperanzada de los pueblos, la respuesta de la comunidad internacional fue clara. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) decidió la creación del Consejo Económico y Social (ECOSOC), y se lanzó decididamente a procurar que se pusiesen en marcha programas de desarrollo. Fue decidida la creación de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), que tuvo como una de sus metas más importantes luchar contra las estructuras que generan la pobreza entre los pueblos del mundo. Siguiendo esa intención, desde los inicios de la década de los 1960s, se propuso que hubiera transacciones comerciales equitativas, lo que permitiría a las naciones pobres poder superar la dependencia que caracterizaba su subdesarrollo. Ese comercio más justo les permitiría acumular suficientemente como para hacer inversiones en el campo de la salud, de la educación y en obras infraestructurales claramente necesarias para sus intereses.

El Plan Marshall, con el que los EE.UU. ayudaron a reconstruir Europa, mostró que, cuando existe una voluntad política definida en su favor, la ayuda internacional puede ser muy eficaz en procesos de reconstrucción social y de democratización. Fue una demostración de solidaridad, obviamente interesada, que consiguió poner en camino programas de crecimiento industrial en el país donador, y de reconstrucción en la devastada Europa. Si tal cosa se produjo en el Norte, ¿por qué no habría de ocurrir también en el plano de las relaciones de las naciones desarrolladas con las subdesarrolladas? Esta proposición de la mayoría de los países de la comunidad internacional no fue aceptada por las naciones más ricas del planeta. No obstante, Holanda y los países escandinavos se aplicaron a ponerla en práctica. De ese modo dieron un testimonio de solidaridad. Esa ayuda procuraba sobre todo permitir que las poblaciones de los países que beneficiaban de la misma pudieran satisfacer, aunque fuese de modo parcial, sus necesidades básicas. Por cierto que no se debe tener una visión romántica acerca de los intereses que motivaban esta ayuda. Sin embargo, no tiene que descontarse el componente solidario que en parte la propulsó.

Los elementos de esta situación que hemos caracterizado tuvieron cierta vigencia hasta el principio de los 1970s. A partir de ese momento comenzó a ser cada vez más evidente que sería prácticamente imposible poder plasmar las expectativas de disminuir la pobreza en el mundo. Otros factores contribuyeron a crear esta toma de conciencia: uno de ellos, muy importante, por cierto, es el crecimiento demográfico en ciertas áreas del planeta. Desde comienzos de la década mencionada se advierte un crecimiento innegable de la cantidad de pobres y miserables en muchos lugares del mundo, tanto en los países considerados como ‗desarrollados‘ como entre los llamados ‗en desarrollo‘. La situación es dramática entre los países menos desarrollados. Las necesidades básicas de una gran parte de la humanidad (25%) no llegan a ser satisfechas. Un nuevo tipo de pobres ha aparecido en naciones consideradas ricas: se caracteriza por ser subvencionado por los gobiernos, pero incapaz de conseguir un empleo al que aspiran, condenados a luchar sólo por su supervivencia.

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Al mismo tiempo que empezó a advertirse este fenómeno, paulatinamente comenzaron a disminuir las prácticas solidarias por parte de los organismos políticos. El cuidado de los pobres fue quedando gradualmente en manos de organizaciones no gubernamentales (ONGs) que, conscientemente o no, han ampliado de manera que hace treinta años era insospechada, lo que algunos llaman ‗la industria del sector humanitario‘. Desde que comenzó esta evolución se ha producido un desencanto del ―Tercer Mundo‖, donde se encuentra la gran mayoría de pobres y miserables de la humanidad. Aquellas perspectivas esperanzadas de poder crear condiciones que les permitirían dejar de ser pobres, hoy se encuentran por lo general frustradas. Un proceso de corrosión Conviene buscar comprender algunos de los elementos que acompañaban aquellas expectativas. Las mismas son uno de los frutos de un compromiso histórico (tenso, difícil, mas real) que se produjo entre el capital y las fuerzas de trabajo al terminar la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los ingredientes de ese compromiso son expuestos en el libro de Karl Polanyi The Great Transformation.145 Al intentar interpretar sintéticamente la historia del Siglo XX, Eric Hobsbawm señala que el período comprendido entre 1950 y comienzos de los 1970s puede ser considerado como ―una edad dorada‖:146 durante ese breve lapso hubo un progreso que, si bien no fue general, sin embargo no puede ser negado. La humanidad avanzó en términos sociales, económicos, políticos, científicos, etc.

Durante ese período los movimientos sociales que Immanuel Wallerstein llama ―antisistémicos‖147 (los sindicatos, los movimientos de liberación nacional) tenían aún cierta iniciativa. Buscaron promover un orden social más democrático, tendente a disminuir las diferencias sociales, para evitar que se reprodujeran aquellos otros movimientos sociales de carácter reaccionario, como lo habían sido el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán. La meta implícita de todos estos esfuerzos era construir ―una sociedad justa y más humana‖. Para ello se creó un instrumento: el Estado de Bienestar (Welfare State), que tuvo una cierta eficacia durante un período aproximado de treinta años.

Guste o no, las cosas han cambiado en el correr de estas últimas décadas. Hoy el Estado de Bienestar como instrumento idóneo para administrar las sociedades actuales, por la mayoría de los científicos y dirigentes políticos. En la actualidad, la meta ha dejado de ser social, para ser económica. Más precisamente, para construir ―un mercado libre‖, que requiere, en términos formales una disminución de la participación del Estado en la vida económica. Esto conlleva a que el rechazo del Estado Benefactor sea acentuado.

Por otro lado, desde el punto de vista social, se advierte una pérdida de influencia de parte de los movimientos sociales tradicionales mencionados previamente. El colapso del ‗socialismo real‘ es parte de esta evolución. En el período del fin del siglo XX, la mayoría de los sindicatos no plantea la necesidad de una sociedad alternativa, donde la pobreza no exista, sino que más bien colaboran con las empresas para mantener, al mismo tiempo, el nivel de producción exigido por el mercado y las condiciones de trabajo de los obreros. Entre tanto se han afirmado otros movimientos de carácter antisistémico, que han llegado a ser muy importantes en el mundo contemporáneo: es el caso de los que luchan por los derechos humanos, por el mantenimiento del medio ambiente y una sociedad sustentable, por la dignidad de las mujeres, contra el racismo blanco, etcétera... Estos movimientos, cuya evolución viene desde mucho tiempo atrás, han dado una nueva consistencia a la sociedad civil. Sin embargo, para ellos la lucha contra las condiciones que crean la pobreza no es la prioridad más alta. Por eso, también entre los pobres se percibe que muchos se sienten desamparados. Se entregan a la intención de su deseo mimético148 de seguir el modelo de vida de los ricos. Dejando de lado la lucha por sus derechos, muchos pobres se ajustan y se resignan a vivir con carencias a insatisfacciones.

Además de todo esto, desde el punto de vista económico, desarrollos científicos y tecnológicos van contribuyendo a transformaciones muy importantes del sistema económico dominante. Si hacia el comienzo del

145 K. Polanyi, The Great Transformation, 1944. 146 E. Hobsbawm, Age of Extremes. The Short Twentieth Century History: 1914-1991. Londres, Michael Joseph, 1994, pp. 225-400. 147 I. Wallerstein, The Politics of the World Economy. The States, the Movements and the Civilizations. Cambridge, Cambridge University Press; 1985, pp. 97-145. 148 René Girard es quien ha trabajado en profundidad este concepto del deseo mimético. Véase su libro La ruta antigua de los hombres perversos. París, Grasset, 1985, pp. 59-80.

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período de post-guerra la economía se transnacionalizó, ahora se la globalizado. Se entiende por globalización un proceso de integración de mercados,149 que ya existe en aquellos planos de la actividad económica en el que es posible operar de manera virtual. Es el caso de las transacciones financieras y del mercado de servicios. La exigencia es que estos mercados se autorregulen por sí mismos. Por lo tanto, que la influencia del Estado disminuya. En este contexto surge la pregunta: entonces, ¿quién puede cuidar de los pobres?

Como fue dicho previamente de manera rápida, hoy los pobres en su gran mayoría están condenados a luchar por su supervivencia. Este es uno de los factores que promueven el gran crecimiento de la economía informal, que también es considerada ―sumergida‖, clandestina. Se acepta trabajar sin protección alguna, sin seguros que cubran la inestabilidad y los peligros de la actividad productiva. Cuando los pobres aceptan (y lo hacen cuando se ven obligados a ello, sobre todo en los países en desarrollo o menos desarrollados) trabajar en estas condiciones, están realmente desprotegidos.

En algunos países (no importa si son ricos o no), los pobres se ven obligados, al tratar de hacer algo para sobrevivir, a dejar descuidados a sus niños, o a obligarlos a que trabajen antes de una edad apropiada para hacerlo. En algunos países donde se desarrollan algunas industrias que intentan satisfacer los deseos de quienes disponen de tiempo ocioso, como es la del turismo, la prostitución permite a algunos esquivar la presión de las necesidades de vida más concretas. Esto no hace más que deteriorar, corroer, la vida de los pobres. Sus posibilidades de vida disminuyen. No les queda otra posibilidad que la de ajustarse a las condiciones que les impone el sistema económico global dominante.

Este sistema, por su parte, no contribuye a transformar esta situación. Más bien, su imperativo de construir un mercado libre significa que los países no privilegiados experimentan como si les impusieran con violencia una camisa de fuerza que los obliga a aceptar esos ajustes. Si, para encarar con ciertas posibilidades el futuro, no les queda otra alternativa que someterse a las exigencias del mercado global, inevitablemente tienen que conformarse con su pobreza. Para ser competitivos tienen que vender bueno y barato, lo que significa que sus trabajadores tienen que esforzarse mucho y recibir poco en compensación por la fuerza que dispensan en el proceso de producción.

La situación se torna aún más difícil para los sectores pobres de nuestras sociedades cuando se percibe que el sistema económico global es dominado por el capital financiero. Hoy, quien desea tener más, invierte en los mercados financieros y sus derivados. ¿Qué pueden hacer los pobres si no tienen dinero? El crecimiento de la deuda externa de muchos países pobres se explica por este círculo infernal que comienza por solicitar dinero, que hay que reembolsar pagando intereses muy altos, superiores a la tasa de su crecimiento económico, lo que conduce a que endeuden cada vez más. En el proceso de globalización (integración de mercados, según se ha dicho), predominan el capital financiero, estrechamente relacionado con el sector de servicios (es el caso de las redes de comunicación, de informática, a las que los pobres difícilmente tienen acceso).

Es un sistema económico global que exige fuertemente una actitud competitiva. Esto, no está mal en sí mismo. El problema que se plantea para los pobres es que para ser competitivo hay que tener ciertas competencias (por ejemplo, formación adecuada), que los pobres no disponen. Antes bien, la mayoría de los pobres percibe que, en su intento de supervivencia, le es más fácil colocarse en las manos de los que participan en el manejo de los mecanismos que dominan los mercados.

El sistema económico global de nuestro tiempo indica la existencia de un capitalismo virtual. La posesión de los medios de producción es el elemento más importante en esta economía global. En la actualidad, los medios de producción que más interesan no son la tierra, o las máquinas de la industria, sino aquéllos que permiten participar en esta producción virtual, como ocurre en los mercados financieros. Esto permite una concentración de poder económico en un número de personas que, si bien puede crecer cuantitativamente, no deja de ser proporcionalmente cada vez más pequeño en comparación con el resto de la población del mundo. A través del manejo operativo de estos medios, algunos elementos de la vida económica, se transforman de virtuales en reales (como ocurre, por ejemplo, con los mercados financieros derivados, Hedge Funds, etcétera).

La gran mayoría de los pobres no tiene participación activa en este sistema. Por eso, en este momento de la historia, las expectativas de los 1950s se han transformado en desilusiones.

149 Véase: J. de Santa Ana (ed.), Sustainability and Globalization. Ginebra, Consejo Mundial de Iglesias, 1998.

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Las iglesias. Entre el evangelio y el mercado Al hablar de Iglesia en este artículo lo hacemos de una manera un tanto imprecisa: nos referimos principalmente a las instituciones eclesiásticas y las comunidades cristianas. Tanto unas como otras son actores económicos: pagan salarios, tienen propiedades, obligaciones financieras, consiguen beneficios a partir de ciertas inversiones, etcétera. Ser iglesia significa ‗estar en el mundo‘. Un problema que se plantea, tanto a las instituciones como a las comunidades, es cómo estar en el mundo sin ser del mundo, respondiendo así a la plegaria de Jesús (Jn 17.14-16).

Una forma activa que las Iglesias han practicado es la de hacer declaraciones que llaman a la comunidad internacional (cristiana o no) a tomar conciencia de la dramática situación en la que se encuentran los pobres en nuestro tiempo. En algunos casos esas declaraciones han motivado a ciertos sectores de las comunidades cristianas a participar en campañas de solidaridad en favor de los pobres. Para citar un ejemplo reciente, es el caso de Jubileo 2000, apelando a los acreedores para que cancelen la deuda de los países más pobres, cosa que ha tenido un resultado positivo en términos parciales.

Otra forma, más concreta y material, ha sido la tradicional de dar asistencia a los pobres. Es una manera que las iglesias han practicado desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, los Obispos de las Iglesias Orientales en los Siglos V a VII, al comenzar su ministerio en la diócesis correspondiente, hacían un inventario de la misma, poniendo especial cuidado en la consideración de la situación de los pobres. A partir de ello organizaban la obra filantrópica del pueblo que estaba bajo su responsabilidad ministerial.150 Esta tradición ha permanecido a través de la historia de la Iglesia. Es la liturgia después de la liturgia que se practica en las Iglesias Ortodoxas. Es la organización de la asistencia caritativa intereclesiástica de muchos organismos ecuménicos en la actualidad. De este modo se procura aliviar las penas y estrecheces de quienes sufren la pobreza.

Otros, en el contexto de aquel impulso por la aspiración al desarrollo en el tiempo de las expectativas de erradicar la pobreza mencionas previamente, han intentado ofrecer recursos para un desarrollo autogenerado por comunidades o cooperativas de los pobres. Es el caso, por ejemplo de la Ecumenical Development Cooperative Society (EDCS), o del Ecumenical Loan Fund (ECLOF), ambos organismos inspirados por el Consejo Mundial de Iglesias. Los resultados obtenidos, aunque muy limitados, son significativos, permitiendo percibir que es una manera interesante para contribuir a que los pobres superen sus limitaciones.

También las Iglesias han hecho opciones concretas de carácter teológico y pastoral en favor de los pobres. Es lo que algunas tendencias teológicas de Latinoamérica, de Asia y de África han hecho. Lo mismo ha ocurrido con algunos teólogos Afro-Americanos en los E.U.. La teología latinoamericana de la liberación fue decisiva para que en las Conferencias de Obispos Católico-Romanos de América Latina en Medellín (1968) y Puebla (1979), se hiciese la ‗opción preferencial por los pobres‘. Del mismo modo, los teólogos de la así llamada teología Min Jung en Corea del Sur han articulado su reflexión teológica y su acción pastoral en solidaridad con los pobres. Esta tendencia ha sido muy fuerte entre los teólogos del Tercer Mundo.151

No obstante, concomitantemente, los intereses diversos de las iglesias las han conducido a participar de manera activa en algunos aspectos de la economía global. Para ser más concreto, en los mercados financieros y de sus productos derivados. Las iglesias tienen que asumir muchas veces el pago de los fondos de pensión de sus funcionarios. Eso motivó a algunas de ellas de invertir fuertemente en las operaciones financieras, especialmente en un momento en el que las instituciones eclesiásticas tradicionales en los países históricamente cristianos pasan por la experiencia de recibir una cantidad menor de dinero a través de las ofrendas de sus miembros.

Más todavía: se advierte que han un cierto número de instituciones eclesiásticas que tienden a organizarse siguiendo el modelo de la empresa comercial transnacional. Incluso, las hay que se estructuran como empresa de comunicaciones. Es el caso, que no es aislado, de la Iglesia Universal del Reino de Dios, en Brasil, inexistente en 1976, y que en el momento actual está implantada en más de cuarenta países; es una iglesia que

150 Demetrios J. Constantelos, Bizantine Philanthropy and Social Welfare. New Brunswick-Nueva Jersey, Rutgers University Press, 1968. 151 La Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo (ASETT) ha trabajado esta orientación, desde sus inicios en 1976.

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tiene como espina dorsal la tercera red de comunicaciones (radio, TV, con los correspondientes elementos que caracterizan estos conglomerados) en Brasil.

Esta participación en el mundo de la economía global va dando lugar al desarrollo de una nueva teología de la prosperidad. Se entiende que la conversión sitúa a la persona humana frente a Dios, quien quiere que el individuo sea próspero (que acumule riquezas y bienestar, lo que da testimonio de su relación con Dios, que lo bendice), que tenga salud (de ahí el énfasis en curar a los enfermos) y en la posesión del poder del Espíritu Santo (no tanto ser poseídos por el Espíritu, como disponer del mismo). Este mensaje atrae fuertemente a los pobres, que en África o Latinoamérica se vuelcan hacia expresiones pentecostales o carismáticas de la fe cristiana. Hasta el punto de que algunos dicen: ―La teología de la liberación hizo una opción por los pobres, pero éstos han hecho una opción por los pentecostales‖.

Estas prácticas eclesiales no pueden dejar de lado el desafío del Evangelio, buena noticia para los pobres. No se trata meramente de asistencia, sino de la transformación de condiciones y estructuras que generan pobreza. El mensaje de Jesús en este sentido es bien claro.152 Las iglesias no pueden dejar de tener en cuenta que el problema mayor, en la Biblia, no es el ateísmo, sino la idolatría. Hoy, en tiempos de globalización, experimentamos la idolatría del mercado, de la que es necesario liberarse. Puede ser que la globalización (integración de mercados y expansión libre de los mismos) solucione problemas de la vida de los ricos. Al mismo tiempo agrava la penuria de los pobres.

Me parece que, entre el mercado y el Evangelio, las Iglesias tienen que hacer una opción clara por la fidelidad a este último. Para ser concreto, creo que deben proceder a través de casos concretos, aprendiendo, por ejemplo, de su participación en la campaña del Jubileo 2000. Estos pasos no resuelven todo el problema, pero contribuyen a encararlo de manera más apropiada a la vocación evangélica. En esta línea me animo a proponer:

Primero, que los programas educativos de las iglesias enfaticen la necesidad de la práctica de la solidaridad orgánica. Solidaridad con los pobres y solidaridad activa con los organismos y asociaciones de la sociedad civil que buscan disminuir el impacto negativo del sistema económico global. En este sentido, incorporarse de manera más decidida a quienes en Seattle manifestaron la necesidad de hacer que las organizaciones que son responsables del proceso de globalización sean más transparente e interesadas en el bienestar de los pueblos.

Segundo, dar más importancia a la revitalización de la ética política de los cristianos, que al mismo tiempo que buscaría el fortalecimiento de la conciencia de responsabilidad política de los laicos, buscaría también redefinir el papel del Estado como protector de los pobres.

Tercero, que las iglesias apoyen la campaña que en este momento ha sido lanzada para que se imponga una cantidad mínima (por ejemplo, 0.011%, como lo propuso el ganador del Premio Nobel A. Tobin, hace ya algunos años) a las transacciones financieras internacionales. Hay quienes entienden que esta iniciativa es fantasiosa. Me parece que ella depende de si existe o no voluntad política para ponerla en marcha. Esta voluntad puede imaginar mecanismos que permitan hacer viable esta propuesta. El recaudo de esta imposición debería ser vertido para promover el crecimiento económico y el desarrollo social de los pobres.

152 Entre muchos textos, véanse: Lc 4. 16-22; 6. 20-26; 16.1-13; 18.18-27 y paralelos.

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CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II. CINCUENTA AÑOS DESPUÉS (2011)

l 25 de enero pasado se cumplieron 52 años del momento en el que el antiguo patriarca de Venecia, que en octubre de 1958 fue elegido Papa por el colegio de cardenales de la Iglesia católica romana, comunicó su

intención de convocar un nuevo Concilio Ecuménico. El anterior tuvo lugar en 1870. Se cerró bajo la presión de las fuerzas armadas italianas. El anuncio del recién designado pontífice sorprendió a la mayoría de la curia romana, pero fue recibido con palabras de aprecio por parte de teólogos y laicos que deseaban una renovación del pensamiento católico romano. La crisis del pensamiento y la cultura europea fue sometida a la dolorosa prueba de dos guerras mundiales, que sacudieron los fundamentos de Occidente. Entre los protestantes tomó forma un pensamiento renovador orientado por Karl Barth, Paul Tillich, Reinhold Niebuhr, Joseph Hromadka, Dietrich Bonhoeffer, entre otros. Las iglesias ortodoxas confrontaron la revolución bolchevique, y también la nacionalista turca dirigida por Kemal Ataturk, que promovieron debates y transformaciones significativas en la manera de pensar: Boulgakov, Berdiaev, Evdokimov, fueron algunos intelectuales que contribuyeron para que las iglesias despertaran ante la nueva situación que se vivía. En filas del catolicismo romano hubo grandes teólogos y laicos que, a pesar del contexto represivo y autoritario que prevalecía en la Iglesia de Roma en esos años, deseaban que se expresase una renovación necesaria. Era el caso de Karl Rahner, Yves Congar, Henri de Lubac, entre otros.

La curia vaticana, reducto de quienes se adherían a los esquemas de pensamiento legados por el Primer Concilio Vaticano, fue sorprendida. Sobre todo por las aclaraciones del Papa Roncalli, que adoptó el nombre de Juan XXIII, y más aún por algunas de sus decisiones. El 25 de diciembre de 1961 emitió la constitución apostólica Humanae Salutis, por la que intentó orientar las reflexiones conciliares. El Papa Roncalli repetía que el Concilio fue convocado para que bocanadas de aire fresco pudiesen cambiar la atmósfera de la Iglesia Católica Romana. Decidió invitar a cristianos no romanos como observadores permanentes. Estos acontecimientos tuvieron lugar en un breve período de tiempo. El Concilio Vaticano II fue inaugurado el 11 de octubre de 1962. El 13 de octubre tuvo lugar la primera sesión de trabajo.

El concilio suspendió sus debates el 8 de diciembre de 1962. Juan XXIII falleció el 3 de junio de 1963. En su lugar fue elegido Giovanni Batista Montini, Pablo VI, que había sido sustituto de Estado del Vaticano, antes de ocupar el cargo de Arzobispo de Milán. El 2° Concilio Vaticano pudo haber sido disuelto luego de la muerte del Papa que lo convocó. No obstante, Pablo VI –elegido el 21 de junio de 1963– anunció de inmediato la continuación del Concilio. Fue una ratificación de la iniciativa de Juan XXIII. Al sector conservador de la curia vaticana esto no le gustó. El 29 de septiembre de 1963, Pablo VI se dirigió a los Padres Conciliares y enfatizó el carácter pastoral del Concilio, que según su pensamiento debía dar atención a cuatro objetivos: 1) definir mejor la naturaleza de la iglesia y la función de los obispos; 2) renovar la iglesia; 3) restaurar la unidad entre todos los cristianos, incluyendo pedir perdón cuando se trata de las iniciativas católico romanas de separación; 4) iniciar un diálogo con el mundo contemporáneo.

El Concilio Vaticano II, luego de otras dos sesiones (en 1964 y en 1965), culminó con su cuarto período. El tercer encuentro de los Padres Conciliares tuvo lugar entre el 14 de septiembre y el 21 de noviembre de 1964. Se trabajó arduamente en el decreto sobre ecumenismo (Unitatis Redintegratio), y sobre la constitución dogmática de la Iglesia (Lumen Gentium). Ambos documentos fueron aprobados y promulgados por Pablo VI. En la cuarta sesión se aprobó la constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo moderno (Gaudium et Spes), y otros decretos relativos a la actividad misionera de la iglesia. La importancia que los Padres Conciliares dieron al ecumenismo fue patentemente expresada cuando tuvo lugar el encuentro entre Pablo VI y el Patriarca de Constantinopla, Athenágoras, que expresó el deseo de que se superara todo aquello que condujo al gran cisma de las Iglesias de Oriente y Occidente. Fue un gesto testimonial de la valentía que es propia de la fe que no sólo mira al pasado, sino que busca sobre todo plasmarse en proyectos que influyen sobre la historia y su futuro. En busca del diálogo y el entendimiento mutuo En este escrito deseo referirme a las orientaciones asumidas por algunas tendencias que buscan encaminar al ecumenismo. Desde ya hacemos notar que al referirnos al ―ecumenismo‖ no nos referimos a un aspecto unívoco de la realidad. Más bien, cabe reconocer que hay más de una concepción del ecumenismo. Incluso, que entre aquellas líneas que entienden orientar a quienes se involucran en actividades ecuménicas, hay afecciones

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diversas que se desarrollan al mismo tiempo que surgen nuevos aspectos de la realidad histórica. José Oscar Beozzo, refiriéndose a la importancia del Concilio Vaticano II para la Iglesia Latinoamericana al celebrarse el vigésimo año de su clausura, recordó lo que René Laurentin (―teólogo y cronista del Concilio‖) hacía notar ya en 1966 que una obra como fue el Concilio en algún momento se superará a sí misma. También recordó palabras del Cardenal Cercaron, quien señaló que la fecundidad de los documentos conciliares se hará notar a través de nuevas dimensiones, que darán cuenta de una actualidad insospechada del texto original (ver José Oscar Beozzo, O Vaticano II e a Igreja Latinoamericana, São Paulo 1985, 5). Gustavo Gutiérrez, en el librito organizado por Beozzo, señala tres dimensiones del Concilio que de modo inevitable se han visto afecta das por cambios en la historia, y que requieren ser renovadas teniendo en cuenta las señales de los tiempos. Ellas son: la urgencia de ser actual, el aggiornamento necesario; la perspectiva ecuménica (que Gutiérrez entiende como parte del diálogo interreligioso, no sólo entre cristianos que adhieren a confesiones distintas); y la iglesia de los pobres, que no puede ser separada de la historia de los pueblos del ―Tercer Mundo‖, no sólo porque ―la iglesia de la otra mitad del mundo‖ (Julio de Santa Ana, L'Eglise de l'autre moitié du monde, Lausanne 1982) es la más inclusiva, social y económicamente, sino porque a los pobres (que son mayoría de la población de sus países), Jesús les prometió el Reino de Dios (Lc 6.20). Gutiérrez percibió con claridad que los tres aspectos están estrechamente relacionados: hay una cultura moderna que se basa en las vivencias, valores y luchas de los sectores populares. Infelizmente, las iglesias, durante estos últimos treinta años se atrincheraron en el pasado; abandonaron en gran parte la actitud dispuesta a correr el riesgo de ser solidarias con los pobres, y tozudamente adoptaron la posición de que podían ser pueblo de Dios sin abrirse y vivir con otras comunidades religiosas y culturales. Gutiérrez entiende pertinentemente que vivir hic et nunc, entrar en un mundo moderno y vivir de acuerdo a las exigencias que plantea, significa mucho más que servirse de la razón instrumental. Las burguesías de todo pelo tienden a hacer esto. Mas el proceso que intenta seguir una cultura moderna que es inclusiva, da la prioridad a la práctica de actitudes solidarias. Empleando conceptos teológicos que indiquen el rasgo de esta manera de ser modernos, podemos decir que las relaciones entre los seres humanos, así como entre éstos y el mundo que nos rodea, son relaciones de gracia, de amor. Esto vale para las otras dos dimensiones señaladas por Gutiérrez: el sentido de lo que llamamos ―movimiento ecuménico‖ y, sobre todo, la iglesia de los pobres. Es decir, que una cultura moderna procura alcanzar a todos, que el ecumenismo es para todos, y que esto se advierte cuando la comunidad de fieles se abre a los excluidos, a quienes históricamente no tienen voz ni vez. La tarea misionera consigue expresarse cuando el mismo movimiento de Dios es el que impulsa y alienta los procesos de encarnación. Dios procura siempre el bien de los seres humanos y del mundo (Jn 3,16). Se percibe en el amor de Dios un movimiento que busca servir a la vida, confirmarla. En consecuencia, procurando rea firmar este movimiento de la gracia, el ecumenismo intenta que los pueblos puedan llegar a vivir relaciones de mutuo respeto y de solidaridad. Éste es un derecho de todos. Por eso, el movimiento ecuménico es de todos. O, diciéndolo con otras palabras, todos somos ecuménicos, según nuestro modo de ser propio, sui generis. Esto requiere que el tema de la ―iglesia de los pobres‖ sea en tendido como primordial. No es un asunto separado, que pueda llegar a ser considerado como un capítulo aparte. Se hace presente en la manera de vivir la missio Dei, y en la forma de marchar por las sendas del ecumenismo. Caminos errados Cabe reconocer que en los trayectos emprendidos durante estas cinco décadas que siguieron al Concilio Vaticano II, las iglesias se empeñaron en abrir espacios para que las tres vías indicadas por Gustavo Gutiérrez fueran transitadas. Es necesario percibir que no siempre se orientaron de manera correcta. En primer lugar, al tomar en cuenta las culturas modernas de nuestro mundo actual, percibimos que la mayoría de las iglesias, sobre todo aquéllas que tienen muchos adherentes, han multiplicado en el lapso de las últimos dos o tres decenios sus llamados a tener cuidado con el mundo moderno. Por ejemplo, es suficiente recordar muchas admoniciones de Benedicto XVI, del Patriarca Kyril de la Iglesia Ortodoxa Rusa, de varios prelados de la Iglesia de Inglaterra, de Iglesias Escandinavas, de autoridades del mismo Consejo Mundial de Iglesias, de dirigentes de Iglesias Pentecostales, etc., que reconocen algunos derechos modernos de otras comunidades de fieles que adhieren a creencias no cristianas, al mismo tiempo que (de manera elegante, por cierto) se las condena sin entrar en diálogo con ellas para entender por qué se obstinan en mantener posiciones que son escandalosas para muchos cristianos.

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En segundo lugar, actitudes semejantes prevalecen también entre instituciones eclesiásticas que han hecho una opción favorable por el movimiento ecuménico. Se perciben, por ejemplo, entre las mismas, prácticas ecuménicas que pretenden ser correctas y que, al mismo tiempo, exigen la corrección de formas de ser manifestadas por otras comunidades. Es el caso de los que se presentan como ―poseedores de la verdad‖. Ocurre entonces que muchas veces sus posiciones son caracterizadas por ser intolerantes. En este tipo de situaciones, en las que se hace gala de esta manera de ―ser ecuménico‖, no se llega a percibir que el ecumenismo es una senda, una vereda, por la que nos lanzamos a caminar tratando de ser más fieles a nuestra vocación. Muchas instituciones eclesiásticas no ven que el ca mino ecuménico es un proceso, en el que se puede aprender a través del encuentro y el diálogo.

El Concilio Vaticano II, se lanzó por la vía de dar testimonio de la comprensión, la apertura y la comunión; pero al mismo tiempo postuló un camino regresivo para alcanzar la unidad entre los cristianos. ¿Acaso no se puso por título Unitatis Redintegratio al Decreto sobre ecumenismo? Si estamos llamados a reintegrar una unidad perdida, se en tiende que el camino que tiene que seguir el movimiento ecuménico ya está definido. Por un lado, tiene que ser reafirmado; por otro, la reintegración de la unidad es volver a encontrar una realidad perdida, lo que conlleva de modo inevitable correcciones de comportamiento.

No es posible desconocer que el llamado al arrepentimiento, la práctica de la metanóia, es un requerimiento radical para dar un mejor sentido a nuestro ser. Es algo que, en uno u otro momento, tenemos que enfrentar. No obstante, cuando se llega a la convicción de que tenemos que vivir ese ―cambio de corazón‖, esa transformación profunda de nuestro ser, en la gran mayoría de los casos, es algo que nos afecta a nosotros mismos solamente. ¡Tiene que ver con toda una red de relaciones! El cambio que experimentamos muchas veces nos coloca frente a albures y lances azarosos en nuestra existencia. Cuando tenemos este tipo de experiencias, comprendemos que en nuestra vida tiene parte y ocurre lo misterioso. De alguna manera, a través de momentos que nos sorprenden, se puede llegar a vislumbrar el misterio de Dios.

Hay otras rutas en las que perdemos el sentido. Por ejemplo, cuando proclamamos que sólo a través de la repetición de actos litúrgicos, de la celebración correcta de la alabanza a Dios, nos es posible decir que vamos caminando hacia la unidad, llegamos a proponer que el diálogo y el encuentro de quienes son diferentes tienen que someterse a la uniformidad del culto. Las formas de adoración, que para algunos son paradigmáticas, pasan a ser más importantes que el encuentro y la comunicación. Esta concepción de la unidad predomina entre algunas de las Iglesias Ortodoxas, y también en otras en las que son más importantes los ritos que la novedad de vida que pueden aportar los diálogos. Sin embargo, a pesar de que la formalidad de la adoración puede conducir a que nos sintamos muy unidos, no creo que de esta manera hagamos camino para llegar a lo que nos puede unir. Nel mezzo del camin... Así comienza Dante Alighieri su Divina Comedia. Para muchos, cinco lustros marcan la mitad de la existencia. Hace cincuenta años el 2° Concilio Vaticano abría puertas a la esperanza. Parte de ellas comenzaron a despejar espacios y a enriquecer la vida de las comunidades de fieles. Hay otras que quedaron como ilusiones que florecieron y luego se marchitaron en el tiempo. Nuevas sendas, a través de las que se manifestó la fuerza de la fe, nos sorprendieron a muchos. Es el caso de lo que Pedro Casaldáliga, junto con otros, ha llamado macroecumenismo. Philip Potter, que ocupó el cargo de Secretario General del Consejo Mundial de Iglesias, afirmó que el movimiento ecuménico quiere construir una plataforma donde los pueblos puedan encontrarse y dialogar en posición de igualdad.

No pienso que el movimiento ecuménico haya pasado. Está en marcha. Como se escribió cuando tuvo lugar la reunión de Fe y Constitución en Lovaina (1971), eppur se muove. Un movimiento puede ir en una dirección u otra. Puede, como hemos señalado, retroceder. Puede también escaparse hacia las galaxias. Para tratar de no perder el rumbo, pienso que la presencia del Evangelio del Reino en las formas de la cultura modernas (que en nuestra época, en la que parecen predominar los pluralismos, se manifiestan en fenómenos tan difusos y difíciles de comprender como lo que actual mente llamamos ―globalización‖) inevitablemente tiene que plantear la promesa (que también es un mandato) de la ―Iglesia de los pobres‖. Como lo viera Gustavo Gutiérrez, los imperativos de las culturas modernas, el movimiento ecuménico y las comunidades que se ponen al ser vicio de los pobres, van juntos y no cabe desvincularlos.

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¿Cómo vivir la tensión que traen estos imperativos? ¿Cómo ser fieles a la visión de Juan XXIII, al espíritu atento y cuidadoso de Pablo VI? Los dos pontífices romanos fueron hombres de la Biblia. Es suficiente leer sus escritos, antes de llegar al papado y durante el tiempo en que fueron Obispos de Roma, para comprender esto. Y entiendo que debo situarme en esta posición bíblica para continuar tratando de ser fiel a su visión evangélica, que tuvo su manifestación más clara en la celebración del Concilio Vaticano II. Entiendo que no hay, en la búsqueda de una guía bíblica, el deseo de tener una concepción paradigmática; no se trata de formular un nuevo tipo de fundamentalismo. Veo este hurgar en las Escrituras como el intento de hallar elementos que ayuden a no errar el sentido, a mantener el rumbo que propone vías de entendimiento y comprensión entre los pueblos. Estos elementos no se encuentran solamente en los libros de la memoria judeocristiana; también están en otras tradiciones. Cuando reflexiono sobre el testimonio de presencia en nuestra realidad cultural, en el movimiento ecuménico y en el desafío de los pobres a las comunidades cristianas, a los seguidores del movimiento de Jesús en nuestro tiempo, hay dos narraciones bíblicas que me impresionan por su pertinencia. La primera es la historia de la torre de Babel (Gén 11,19). La otra es parte del libro de Los Hechos de los Apóstoles, que da cuenta de lo ocurrido en Pentecostés (Hech 2,113). Son dos narraciones que pueden ser abordadas particularmente. Pero también pueden ser leídas de manera conjunta. Escojo esta forma porque entiendo que existe una conexión entre ambas. Es esta correlación la que me interesa poner de relieve.

La historia de la torre de Babel es narrada inmediatamente después de que se cuenta que los descendientes de Noé (Jafet, Cam y Sem) se establecieron en lugares diferentes, según familias y pueblos que ocupa ban territorios diferentes. Algunos de los que sucedieron a Jafet fueron pueblos marítimos, que moraban en islas. Los que descendían de Cam y los de Sem ―se ramificaron en naciones del mundo después del diluvio‖. Lo que las Escrituras quieren comunicar puede resumirse con palabras simples: según lo que se indica en el capítulo 10 del libro del Génesis, el orden sociopolítico y cultural después del diluvio mostraba la existen cia de familias, pueblos, naciones y culturas que eran diferentes. La narración del capítulo 11 sorprende al lector, pues describe otra realidad: ―El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras‖ (Gén 11,1), afirmación que el Señor confirma al decirse a sí mismo: ―Son un solo pueblo con una sola lengua‖ (Gén 11,5), agregando poco después: ―Vamos a bajar y confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo‖ (11,7).

Lo que Dios dispuso fue en contra de la decisión de quienes, al encontrar una llanura en Senaar optaron por establecerse allí, construir una ciudad segura con una torre que llegase hasta el cielo. Lo que los hombres decidieron era lo que muchos que participan en el ecumenismo contemporáneo desean: que exista orden en el mundo. Procuraban dejar una marca clara de su participación en el proceso histórico. Para conseguir esto no tenían que dispersarse por los cuatro puntos cardina les.

Esta búsqueda de orden y de unidad es lo que parece ser propio del movimiento ecuménico. Cuando previamente recordamos el título del Decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II (Unitatis Redintegratio) teníamos en cuenta cómo se entiende a menudo la unidad: corresponde a una propuesta que ya define el orden que la hace posible. Siguiendo esta línea de pensamiento se afirma que el orden es imprescindible para mantener a los seres humanos unidos, porque sólo si hay orden puede haber unidad. Es evidente la orientación autoritaria y conservadora de este tipo de pensamiento. Tengo la convicción de que gran parte de lo que se comprende como ecumenismo se orienta según esta tendencia.

Si la referencia de la narración de la torre de Babel fuera la única que cuenta como base del ecumenismo, es muy claro que no hay elementos evangélicos para sustentar el valor de este tipo de unidad. Se trata de un planteo que permite solamente una enunciación de lo que es verdadero. Es la forma que ha tomado la inquisición a través de todas sus expresiones.

Pero la comprensión del movimiento ecuménico cambia cuando percibimos que no puede existir un sentido de diálogo, un encuentro entre seres diferentes, sin la libertad. Es lo que se induce a partir de la narración que se hace de la historia de Pentecostés en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Seguidores de Jesús de Nazaret, que oraban y compartían la fe en el Señor, experimenta ron la presencia del Espíritu de Dios. Despojándose de lo que podía ser un cierto temor, o una timidez, fue ron todos ―llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse‖ (Hech 2,4). Es una narración que tiene un sentido similar al de la historia de la torre de Babel: los seres humanos pertenecen a familias, pueblos y naciones que son diferentes. Una de las características del proceso de globalización que

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estamos viviendo radica en que quienes poseen mayor poder en el mismo quieren imponer su visión del mundo y de la historia. Es lo que describen como ―el pensamiento único‖. No obstante, hay quienes resisten y dan la cara a esta voluntad de dominación. Hay muchas cosas en sus existencias que son diferentes. Pero llegan a experimentar la fuerza de la libertad. Diciéndolo con otras palabras, aspiran a ser libres. Algunos de manera consciente, muchos inconscientemente, en algún momento se empeñan por plasmar la libertad. Es cuando, sorprendente y misteriosamente, el Espíritu del Señor, el Espíritu de Jesús, los une y los lleva a vivir libremente: por que como escribió el apóstol Pablo, ―ahora bien, ese Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está libertad‖ (2 Cor 3.17). Entonces, el movimiento ecuménico es aliento, fuerza animadora de los libres. El camino que propone no es sólo para los que creen en el Señor. Es camino que, como escribió el poeta Antonio Machado, ―sólo se hace al andar; paso a paso, verso a verso‖. No es camino que intenta imponer un orden ni un modo de ser. Es camino que se orienta hacia la libertad.

Cuando pienso en lo que significa el 2° Concilio Vaticano, éstas son las cosas que vienen a mi mente.

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RUBEM ALVES: FIEL A SUS ORÍGENES (2007)

ay pensadores que tienen una trayectoria intelectual que se caracteriza por una serie de marchas y contramarchas; o que han ido de un lado para otro, como en zigzag. Los hay, también, que su pensamiento

ha ido expandiéndose como si fuera un espiral: a partir de un centro sus reflexiones han ido abarcando progresivamente asuntos y temas variados. Hay otros que no tienen secretos ni nos sorprenden: siempre han pensado con coherencia, como si persistiesen en proseguir una recta. No sorprenden. Diferentes de quiénes siempre se asombran con cosas, acontecimientos y procesos que ocurren en sus existencias y en el mundo que les atañe, sus variadas cogitaciones dan testimonio de un espíritu multifacético que, no obstante sus cambiantes motivos de admiración o de espanto, consigue ser idéntico a su principio. Fue, por ejemplo, el caso de Nietzsche, quien demostró a través de su recorrido vital consciente poder arriesgarse en esas aventuras, muchas veces inesperadas, insospechadas que frecuentemente abrieron nuevas vías para quienes se atreven a marchar por esas veredas.

Rubem Alves pertenece también a este grupo. Su pensamiento, que empezó por abrirse hace más de cuatro décadas en el área de la reflexión teológica, manifestó su fuerza en otros campos tales como la filosofía de las ciencias, la pedagogía (especialmente una educación liberadora), el psicoanálisis, la sociología de las religiones, las actividades eróticas del ser humano, su carácter lúdico, la poesía… Es una obra que tiene aspectos variados. Tiene el aspecto de algunos jardines exuberantes, donde contrastan follajes y colores. Esta variedad no significa que sus reflexiones hayan seguido una trayectoria quebrada, ni tampoco en espiral. Se pueden advertir entre esa riqueza de reflexiones algunas orientaciones principales que dan unidad de su pensamiento. En esta breve contribución sobre el mismo quiero mencionar brevemente tres que me parecen constantes en toda su trayectoria intelectual. Una predisposición ética: la esperanza El título de la primera obra importante de Rubem Alves es Toward a Theology of Human Hope. Alves la registró bajo el título Toward a Theology of Liberation, mas cuando fue publicada, la casa editorial sugirió que fuese cambiado. Eso significa que Alves forma parte del grupo que dio los primeros impulsos a la teología latinoamericana de la liberación. Esto es ya muy importante; no obstante, pienso el tema más importante de ese libro, que está siempre presente en sus reflexiones es la esperanza. No es una coincidencia si cuando ese libro fue publicado en portugués, veinte años después de la primera edición en inglés, fue titulado Da esperança. Como otras obras teológicas modernas importantes, es un volumen que refleja su contexto histórico; eran años de efervescencia, los estudiantes y otros jóvenes expresaban sus deseos de cambio. Era un periodo revolucionario: las gestas de Fidel Castro en Cuba y de Ho Chi Minh, la lucha por la independencia argelina, los movimientos de insurrección en diversas partes de África, inspiraban a muchos en diversos lugares del mundo. A fines del decenio del 1960 hubo movilizaciones que permitieron expresar esos deseos de transformación social, económica, cultural y política. Era una respuesta a aquella actitud que, entre los 1930‘s y los 1950, había sostenido una posición nihilista. Se trataba de una afirmación de la esperanza humana. Alves participó de esa corriente. No fue sólo en aquella ocasión; desde entonces hasta ahora el tema de la esperanza es constante en su obra.

Alves redactó un prefacio para la traducción de su libro al portugués donde, recordando algo que escribiera Ernst Bloch (―donde está la esperanza, allí está la religión‖), dice que esta predisposición ética para la práctica de la esperanza significa ―un exorcismo para a ressurreição dos mortos‖. Se puede decir que es una utopía; o sea que la esperanza testimonia in vivo que otro mundo es posible. A lo que Alves agrega: ―E com isto, o absurdo do presente‖. Al afirmar esto Alves se sitúa bajo el signo de una hermenéutica del tiempo histórico en la que aquello que es posible, la contingencia la innovación, de lo que se sueña y desea que ocurra, es central.

Esta hermenéutica del tiempo, de la historia, no es platónica, no es una predisposición abstracta. Está íntimamente relacionada con el sufrimiento. Se sufre porque se busca poner en práctica la esperanza, que niega el presente y desea llegar a plasmar un nuevo mañana en el futuro. Esto es lo que muestra la distancia existencial entre el nihilismo y la predisposición que muestra Alves a practicar la esperanza. La actitud nihilista afirma que la determinación del futuro está marcada por el fracaso o la nada. La práctica de la esperanza lleva a

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creer que la libertad es su meta; por eso Alves dice en el ―Prefacio‖ de 1987: ―Sería terrible si la vida fuese sólo tristeza‖.

¿Cómo afirmar la libertad en un mundo absurdo en el que todos los caminos que pueden conducir a lo posible, a ―un nuevo mañana‖, parecen estar cerrados? A esta pregunta responde Alves de manera brillante: ¡es a través de la poesía y del juego! La poesía dice a través de metáforas y juegos de palabras aquello que, por lógica, no puede llegar a ser, y que sin embargo se desea que ocurra. La lógica recurre al pensamiento lineal para indicar lo que no va a ser, lo que según las premisas iniciales no puede ser. La poesía propone otras premisas; éstas entienden que los deseos, los sueños, tienen que ser. Son los derechos de la libertad de pensamiento, que no hay lógica que posea el poder de acallarlos.

Los juegos, como la poesía, permiten también dar carta de ciudadanía a aquello que esperamos sea posible. Dice Alves que juego es ―pintar cuadros, escribir poemas, jugar ajedrez, cocinar, hacer teología‖. Y agrega: ―Claro que un juego no excluye otro. Algunos dirán que esto no es serio. Los conozco muy bien y ya he advertido al lector contra ellos. Quien se toma en serio es, en el fondo, un inquisidor; sólo espera que le presente la ocasión.‖

Jugar por jugar, por placer. Y así, conseguir que una nueva realidad sea posible. Pero estos juegos, no obstante todo el placer que pueden ofrecer, también son fuente de sufrimiento. Hay en el juego lugar para la tragedia. A pesar de ello, los juegos abren avenidas para el futuro, para el mañana.

Esta predisposición ética para la práctica de la esperanza está siempre presente en la vida y el pensamiento de Rubem Alves. Una intención pedagógica: la formación del ser en libertad La educación de los seres humanos da lugar a prácticas contradictorias: pueden conducir a la libertad o a la opresión. Esta última parece ser la meta de todo aprendizaje que se propone reproducir lo existente. Es una actividad en la que las normas negativas prevalecen: como todo mandamiento, cierra posibles vías de experimentación. Por eso Alves siempre ha manifestado su apoyo a la pedagogía de Paulo Freire, especialmente a las ideas que el pedagogo de Pernambuco desarrolló en uno de sus primeros escritos: Educação como prática da liberdade. Las instituciones pedagógicas tienden a reproducir sociedades cerradas. La educación para la libertad tiene como utopía, como meta posible, permitir el desarrollo de seres responsables, condición fundamental para la existencia de seres libres.

En torno a este punto hay un problema, pues hay una cierta comprensión de ser responsable como ―ser razonable y prudente‖. Sin embargo, cuando se habla de ―responsabilidad‖ se hace referencia a la capacidad de responder, sea al mundo en el que vivimos, a las exigencias del medio ambiente, a los otros (especialmente a quienes nos son más próximos), y a nosotros mismos (como individuos o como comunidad). En este sentido, ser responsable significa tener facultad de respuesta.

Se trata que la misma permita el ejercicio de la libertad. La educación que permite formarse como alguien responsable significa que las obligaciones, cuando existen, tienen que originarse en una voluntad que se desarrolla autónomamente. La educación, por lo tanto, tiene que ser desarrollada concomitantemente con la libertad a la que aspiramos como seres humanos. Fue lo que vislumbró claramente Paulo Freire: tiene que haber educación de asuntos relacionados con la existencia de quienes se educan, tanto los que se entienden por educandos como los educadores. De ahí que todos tenemos esa intención a través de práctica pedagógica: tenemos que insistir entonces que educar es formar para la libertad y en libertad.

Esta utopía genera crispaciones y tendencias a la censura por parte de quienes entienden que educar es imponer normas y valores predominantes. Alves denunció esta actitud dominante e intolerante afirmando que el acontecimiento de la liberación sugiere que el fermento de la subversión puede ser introducido en la historia como un poder que niega y quiebra las tradiciones trasnochadas y, sobre todo, permite hacer posible las novedades que soñamos o que pensamos. Esa es una forma como la libertad irrumpe en las prácticas educativas. No obstante, no hay lugar para posturas idealistas. La puesta en marcha de prácticas educativas que tienden a la libertad no ocurre de modo pacífico; quienes defienden las ideas tradicionales luchan para mantenerlas, lo que obliga a los que desean que la libertad se abra camino a luchar por sus fueros.

Se produce entonces lo que Hegel percibió como dialéctica del amo y del esclavo, que no es eximida de violencia. Alves lo decía en su tesis de doctorado: ―El amor por el oprimido conlleva la ira contra los opresores.

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De esta manera, el proceso de liberación llega a ser el juicio del amo. Para que el esclavo sea libre los poderes e instrumentos de la opresión necesitan ser destruidos.‖ La tragedia de la historia se hace presente cuando, quienes lucharon por la liberación se vuelven a su vez intolerantes, oprimiendo a los que también sueñan y desean la libertad. La intención pedagógica siempre tiene que vivir; es un horizonte que perdura. Mas que es muy necesario. La obra de Rubem Alves nos recuerda esta exigencia en la formación de los seres humanos; en la nuestra sobre todo. Una aspiración estética: la belleza Pienso que no es posible decir que el pensamiento de Alves tenga carácter sistemático; nada más alejado de sus intenciones que encapsular sus reflexiones en normas metódicas constantes e invariables. Fue algo que tratamos de señalar brevemente al inicio de estas reflexiones sobre constantes que están presentes en su obra. A pesar de esta aserción, pienso que cabe reconocer como otra constante su aspiración a alcanzar la belleza. Es evidente cuando se tiene en cuenta aquéllos que son citados como motivos de admiración. Quiero terminar con esta referencia estos pensamientos de alguien a quien reconozco como uno de mis mentores y mis maestros.

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DISCÍPULO, TESTIGO Y MAESTRO: JOSÉ MÍGUEZ BONINO (2012)

ay personas que se afirman de tal manera en su existencia que no necesitan vanagloriarse, ser altaneros, jactanciosos o arrogantes para formar parte naturalmente de quienes se destacan por sus cualidades. Más aún,

estas personas no intentan hacerse notar, poner en evidencia su reputación, crédito o fama para que redunde en su prestigio y renombre. Son seres que se distinguen más bien por su sencillez, su afabilidad, sobresaliendo de tal manera que -sin quererlo- llegan a ser ejemplo para otros. La distinción que trasuntan en su existencia es una marca de su elegante manera de ser. Tanto en la vida como en la muerte nos muestran sendas por las que es bueno caminar. Lo que he escrito ha estado rondando mi mente por ocasión del deceso de José Míguez Bonino, que fue uno de nuestros guías espirituales, gran teólogo y un testigo fiel del evangelio de Jesucristo.

José Míguez Bonino murió el 30 de junio del corriente año en Tandil, ciudad situada a unos 500 km al sur de Buenos Aires, en casa de su segundo hijo, profesor de historia en la Universidad de esa ciudad. El hijo mayor es profesor de Teología en el Instituto Universitario ISEDET, en tanto que el menor es ingeniero eléctrico. Su esposa se llamó Noemí, de familia neerlandesa, murió hace pocos años tras una larga y penosa enfermedad. Desde que ocurrió el fallecimiento de José Míguez, son muchas las voces de casi todo el mundo que expresaron sentimientos de alta estima y de gran tristeza al mismo tiempo, por quien fue ministro de la Iglesia Metodista en Argentina, teólogo brillante, dirigente ecuménico, participante activo en diálogos interreligiosos, militante de la promoción y la defensa de los derechos humanos, y un agente destacado en la lucha por la justicia y la democracia. Se lo recuerda como un testigo del evangelio de Jesucristo, sea en el plano de la acción como del pensamiento. Son muchas las instituciones y organizaciones que han señalado el valor de su liderazgo: la Iglesia Metodista de Argentina, el Consejo Mundial de Iglesias, el Consejo Latino Americano de Iglesias (CLAI), la Fraternidad Teológica Latinoamericana, algunos círculos de la Iglesia Católica Romana, representantes de diferentes grupos que se interesan en las relaciones interreligiosas; todos han puesto de manifiesto la admiración que ha suscitado su vida, celebrada por gente de todas clases sociales. Recordamos especialmente a quienes fueron sus colegas y amigos de aquellos movimientos que se caracterizan por su interés en hacer avanzar el progreso social. También a muchos teólogos, de varias edades, tanto coetáneos de Míguez como más jóvenes, particularmente a quienes fueron sus compañeros en la Asociación de Teólogos del Tercer Mundo (EATWOT) y que valoraron a Míguez Bonino por su pensamiento, palabra y obra.

En este artículo deseo poner de relieve algunos aspectos de su obra y pensamiento. En diversas ocasiones compartimos preocupaciones convergentes sobre cuestiones que se planteaban en las sociedades de Argentina (su país) y de Uruguay, nación en la que viví y de la que soy ciudadano. He tenido el privilegio de haber sido alumno de Míguez cuando comenzó a enseñar Ética en la Facultad Evangélica de Teología (FET, como entonces se la llamaba). Fue un excelente profesor, que se empeñó en promover la reflexión personal de los estudiantes. No le interesaba que sus estudiantes repitiesen sus ideas; pensaba con los alumnos y procuraba que quienes asistían a la exposición de la disciplina pensaran con él. Míguez había estudiado en la Facultad. Una de las exigencias de los planes de estudio de la FET para que quienes allí estudiaban pudiesen obtener la licencia o el bachillerato en teología establecía que, al cabo de dos años los alumnos tuvieran que hacer por lo menos un año de trabajos prácticos. La Iglesia o denominación a la que pertenecía el estudiante decidía dónde debería ir. Por ejemplo, Míguez Bonino y su esposa fueron enviados a servir a Cochabamba (Bolivia) durante su año de práctica. Al regresar a Buenos Aires escribió una tesis de gran valor sobre la noción de ―libertad cristiana‖ según el pensamiento humanista de Erasmo y la teología de Lutero (en el texto José Míguez cotejaba las ideas del pensador de Rotterdam sobre de libero arbitrio con las del reformador de Erfurt acerca del servo arbitrio).

Al terminar su formación teológica fue ordenado Presbítero por la Iglesia Metodista (que por entonces tenía como campo misionero toda la región del Río de la Plata: Argentina y Uruguay) y enviado a servir a San Rafael, una pequeña ciudad cerca de Mendoza, al pie de la cordillera de los Andes, al oeste de Buenos Aires. Durante el periodo en el que trabajó como pastor en San Rafael, Míguez Bonino insistió sin equívocos en que la comunidad cristiana debe asumir los elementos que el contexto concreto en el que se encuentra le plantea. La comunidad cristiana está llamada a actuar reconociendo los elementos del contexto del contexto en el que vive. Tiene que reconocer el mundo concreto en el que se encuentra y responder a los desafíos. La voluntad de Dios es positiva; no se es responsable para con Dios cuando se ignora la existencia de los diversos aspectos de la situación en que se encuentra la comunidad cristiana. Las comunidades Metodistas eran conocidas por el empeño que ponían en practicar una ética puritana, motivada principalmente por alcanzar la salvación personal, lo que muchas veces las llevaba a rechazar los aspectos

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socioculturales dominantes en la situación. Para no ser envuelto por las redes pecaminosas del mundo, se caía en la apariencia, en la ficción, de entender que la realidad era propiedad del diablo. En estas circunstancias, la predicación de Míguez Bonino recalcó que la comunidad recibía el llamado de abrirse al mundo. ―La iglesia está en el mundo, pero no es el mundo‖. Es sal del mundo, lo que no significa que se nos llama a transformar el mundo en una montaña de sal (¡porque eso es sinónimo de hacerlo indigesto!). Él recordaba a los miembros de la parroquia metodista de San Rafael, que deseaban comunicar el mensaje del evangelio del reino de Dios, que el cumplimiento de la comisión misionera se lleva a cabo en situaciones reales. El mensaje evangelizador, que nos dice que el ―reino está próximo‖, nos lleva al mundo. Son las situaciones mundanas, inaceptables para Dios, las que -por la gracia del Señor- pueden llegar a transformarse en ―buena nueva‖. Vivir con la Palabra de Dios El Evangelio de Jesucristo llegó a tierras americanas gracias al esfuerzo de aventureros que buscaban oro y poder por encima de todo. El mensaje cristiano, primordialmente católico romano, fue de segunda o menor importancia para aquellos maleantes que osaron enfrentar riesgos, inseguridades y albures diversos. Salvo algunas personalidades muy valiosas, que con sus vidas ofrecieron un testimonio de fidelidad al Evangelio, la mayoría de los conquistadores y de quienes prolongaron sus azarosos lances, no se mostraron muy atentos ni cuidadosos con los valores y acciones que requiere la predicación del verdadero evangelio. Cabe decir que durante el período del llamado ―descubrimiento‖ (fin del siglo XV), de la conquista y de la colonización (siglo XVI), en España predominó la violencia contra judíos y moros. Hubo algunos que, tratando de escapar de tanto fanatismo, rudeza y brutalidad, al mismo tiempo que abjuraban de su confesión de fe, buscaron en tierras americanas una seguridad que perdieron bajo el reinado de los reyes católicos. Entre quienes cruzaron el Atlántico había personas que estaban motivadas por un generoso impulso que los llevó a servir, en vez de practicar la dominación. Montesinos, Valdivieso, Fray Bartolomé de las Casas y otros que orientaron sus vidas de acuerdo al evangelio de Jesucristo, y son recordados por su idiosincrasia.

Esos fueron años de ―reforma‖ en las instituciones cristianas. Si bien la Reforma se abrió camino entre quienes deseaban la renovación de la Iglesia, hubo regiones donde el proceso de transición fue reprimido violentamente. Esto ha tenido consecuencias innegables en América. Una de ellas es el control ejercido sobre la reflexión teológica. Teniendo en cuenta esta situación, José Míguez Bonino señaló en una entrevista que le hicieron que ―la teología no nació en América Latina‖. Más bien, agregó, que la breve historia de la teología en Latinoamérica se manifiesta como un proceso de control. Al escribir esto no me refiero únicamente a la teología católico romana, sino también a la evangélica (o protestante). Sólo en el lapso de las últimas cuatro o cinco décadas, la teología cristiana comenzó a responder a preguntas que se plantean en el entorno latinoamericano, y a reflexionar a partir de la realidad de los pueblos de América Latina. Esta nueva situación es emergente; ha comenzado a tomar forma durante las últimas décadas. Es fruto de la reflexión de teólogos que osan pensar, que se animan a preguntar con libertad: ¿quién es Dios, ¿qué significa? ¿Quién es Jesucristo? ¿Y el Espíritu Santo? ¿La Iglesia? Entre esos teólogos se destacan Gustavo Gutiérrez, Rubem Alves, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Hugo Assmann, Enrique Dussel, Leonardo Boff, Frei Betto, etcétera. Entre ellos merece ser destacado José Míguez Bonino.

Una enorme cantidad de latinoamericanos (una mayoría evidente), percibe aún a las iglesias evangélicas como enclaves de las culturas anglosajonas. Esta situación está cambiando; el crecimiento de muchas comunidades populares (especialmente las pentecostales y neo-pentecostales) es incontestable. No obstante, cuando se reflexiona sobre el protestantismo latinoamericano, se lo relaciona con grupos en los que predomina el estilo de vida norteamericano, o con comunidades europeas de origen británico, o alemán, neerlandés, escandinavo, valdenses piamonteses, suizos, etcétera. Esta situación prevaleció en tanto iban corriendo los siglos XIX y XX. Los metodistas no fueron la excepción. A pesar de la extensa red educativa de colegios metodistas que sirven a comunidades burguesas de varios países de la región, que cuenta también con algunas universidades, lo que significa que la Iglesia Metodista tiene raíces claras en varias naciones latinoamericanas, aún se los percibe como núcleos foráneos. También otras comunidades evangélicas se consideran de modo semejante: diversas comunidades reformadas, anglicanas, menonitas, escandinavas, luteranas de origen alemán, etcétera. Es un hecho que debemos aceptar que los evangélicos fueron considerados como presencia extranjera en la realidad socio-cultural que se desarrolló al sur del Río Bravo. José Míguez Bonino hizo una contribución decisiva al autoconocimiento de los protestantes en uno de los últimos libros que publicó: Rostros del protestantismo latinoamericano. En ese texto recordó el debate que dominó la vida de las comunidades protestantes desde finales del siglo XIX hasta el fin de la centuria pasada, cuando se enfrentaron el

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protestantismo liberal y el fundamentalismo protestante. Los valores y los objetivos afirmados por los liberales recibieron la adhesión de la mayoría de los metodistas. Míguez Bonino en el libro citado analizó los elementos de ese debate, que en muchos aspectos reflejó la discusión tal como tuvo lugar en las Iglesias Evangélicas de Estados Unidos. El fundamentalismo protestante ha asumido tradicionalmente posiciones socio-políticas conservadoras, en tanto que quienes optan por posturas liberales defienden tendencias socio-políticas progresistas. En lo teológico, el liberalismo dio fuerza sobre todo al pensamiento del ―Evangelio Social‖ (Social Gospel), defendido, entre otros teólogos, por Walter Rauschenbusch.

Los fundamentalistas protestantes predominaron entre los evangélicos de América Latina, pero no llegaron a gozar del apoyo de las mayorías. Su teología es claramente dogmática, y su estilo de vida es conservador. José Míguez Bonino no ha sido partidario de las ideas fundamentalistas que, sin embargo, respetó. No obstante, no pudo aceptar las posiciones dogmáticas de los fundamentalistas. Una disposición básica se manifestó nítidamente a través de su actividad teológica: su relación constante con la Biblia. Puede ser que en algún momento le haya atraído el uso de símbolos por parte de los teólogos del evangelio social, pero no compartió la ingenua utopía que sostenían al afirmar que el reino de Dios se estaba gestando en la historia. Por otra parte, no pudo aceptar las posiciones fundamentalistas: su interpretación de los símbolos de la fe no era compatible con su comprensión. Esta posición tiene que ser subrayada; permea toda su reflexión teológica. Siempre afirmó que no recibimos de la Biblia respuestas ―ya hechas a los desafíos, angustias y enigmas que nos presenta la vida‖. En la Biblia podemos hallar consejos para nuestras acciones, orientación y sentido. De ahí que haya indicado la necesidad de estudiar de manera permanente su contenido como Palabra de Dios. No iba a la Biblia como quien va a consultar el horóscopo del día, sino como quien intenta encontrar orientación en situaciones que muchas veces nos confunden y abruman.

Esta preeminencia de la Biblia fue apuntalada por otras dos influencias que siempre, de manera evidente, se hicieron presentes en su modo de hacer teología. Una fue el pensamiento de Karl Barth, que comenzó a ser conocido por pensadores latinoamericanos en los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial. Barth no aprobó la postura de muchos teólogos protestantes que relacionaban la emergencia y el desarrollo del pensamiento evangélico con la cultura moderna occidental. Para el teólogo suizo, la autoridad del pensamiento teológico se encuentra en la Palabra de Dios, que tiene actualidad porque se trata de un mensaje que tiene sentido histórico. Para Barth, la tarea del teólogo (que como dijo Pascal, conlleva un gran riesgo) requiere no sólo una lectura atenta de la Biblia, sino, también, de los procesos históricos en los que participamos. Como se ha repetido: ―con la Biblia en una mano y el periódico en la otra‖. Por eso mismo Barth criticó duramente las posiciones de muchos teólogos que se preocuparon por las tendencias culturales de su tiempo, de las que excluían el sentido del mensaje bíblico. Su teología hizo frente a poderes humanos que intentaron manipular los símbolos y contenidos de la fe. Míguez Bonino se interesó por el pensamiento de Barth desde la época en la que comenzó sus estudios en la Facultad Evangélica de Teología (FET). El coraje del teólogo suizo, que denunció el nazi-fascismo, fue una fuente de inspiración para el joven estudiante metodista. Desde su juventud, cuando se le preguntaba sobre qué es la teología, repetía lo que había aprendido de sus lecturas de Barth: ―Es la reflexión de las comunidades cristianas sobre la misión en el mundo, bajo la autoridad de las Sagradas Escrituras‖.

La otra influencia es la del movimiento ecuménico. El objetivo de lograr la unidad cristiana tomó gran impulso entre jóvenes cristianos, sobre todo estudiantes, en el correr de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX. La toma de conciencia, a que se llegó durante ese periodo, del daño que causaban las divisiones de las iglesias, sobre todo la actitud competitiva de muchas denominaciones, contribuyó para que un número creciente de dirigentes de las iglesias entendieran que debían arrepentirse. Miembros de las comunidades formadas por jóvenes, sobre todo los que militaban en el Movimiento Estudiantil Cristiano (MEC), se comprometieron activamente para que el movimiento por la unidad de las Iglesia tomara impulso. Esta línea de acción se hizo sentir también en América Latina, especialmente en el Río de la Plata y Brasil. José Míguez Bonino fue un activo participante en el MEC desde sus años juveniles, hasta llegar a ser un mentor y gran dirigente del movimiento ecuménico. Este rasgo personal se mantuvo con firmeza hasta el fin de su existencia, y marcó de manera indeleble su pensamiento teológico.

Su formación teológica se afirmó durante los años 1945-1955, en dos etapas. Ya hemos recordado cuando la Iglesia Metodista del Río de la Plata lo envió a la comunidad de San Rafael. En 1952, las autoridades de su iglesia decidieron que debía continuar su formación teológica a nivel de posgrado. Fue a la Universidad de Emory, a la Escuela de Teología Candler, donde obtuvo el título de maestría. Regresó a Argentina en 1955, y fue designado profesor de Ética. Ocupó entonces cargos de responsabilidad en su denominación, en tanto continuó dando asistencia pastoral al

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grupo del MEC que se reunía en Buenos Aires. Durante el lapso transcurrido en Atlanta, otro teólogo relacionado con el Movimiento Estudiantil Cristiano, Richard Shaull, fue invitado por las autoridades de la FET a dar un ciclo de conferencias sobre cuestiones relativas a la justicia social. Shaull introdujo entonces el pensamiento de Dietrich Bonhöffer, el teólogo alemán que fue asesinado por los nazis pocos días antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial. Cuando José Míguez Bonino regresó a Buenos Aires, los jóvenes participantes en la comunidad del MEC le solicitaron que continuase la reflexión sobre la vida y la obra de Bonhoeffer. Acompañados y guiados por Míguez, ese fue un periodo brillante para el MEC de Argentina.

En 1958, volvió a Estados Unidos, donde permaneció dos años, hasta 1960. En esta ocasión hizo estudios en el Seminario Teológico Unido de Nueva York, para obtener el doctorado en Teología. Terminando su estadía defendió una tesis sobre el ecumenismo en América Latina: A Study of Some Recent Catholic and Protestant Thought on the Relation of Scripture and Tradition. Concomitantemente, cambios importantes tuvieron lugar en la vida institucional de la enseñanza teológica en Buenos Aires: la Facultad Evangélica de Teología (FET) se unió con la Facultad Luterana de Teología (que funcionaba en José C. Paz, periferia de Buenos Aires). La nueva institución fue llamada Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos (ISEDET). Míguez Bonino fue designado rector de esta institución, cargo que desempeñó de 1960 a 1969. Después, a partir de este último año, fue nombrado Director de Estudios de Posgrado.

Un evangélico de América Latina en el Concilio Vaticano II En octubre de 1958 Giovani Roncalli fue electo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana. Fue una elección difícil del Colegio de Cardenales. A principios de enero del año siguiente, el nuevo Papa anunció que tendría lugar un nuevo Concilio Ecuménico. Su decisión sorprendió a la mayoría de los fieles de la Iglesia Católica con sede en Roma. Para los observadores y analistas de las instituciones religiosas, el llamamiento a un nuevo Concilio fue un acto valeroso, inesperado para muchos. La mayoría de los obispos católicos no previeron aquella decisión de un ―papa de transición‖. Fue el comienzo de un proceso que anhelaban algunos dirigentes de la Iglesia, interesados en su renovación. El Concilio precedente (que tuvo lugar en 1870), no llegó a ser clausurado en virtud de circunstancias históricas que pusieron en evidencia que la institución romana se encontraba a la defensiva. Fue conservador. El nuevo concilio (que ha pasado a la historia como ―Concilio Vaticano Segundo‖) comenzó a en 1962 y clausuró sus trabajos en 1965, luego de cuatro sesiones. Giovani Roncalli, más conocido como Juan XXIII, murió en 1963, sucediéndole quien era arzobispo de Milán, Monseñor Montini. La preocupación mayor de Roncalli era que la Iglesia Católica Romana experimentase una renovación espiritual. Para él, así como para otros obispos y teólogos católico romanos (Rahner, Congar, Küng, Häring, etcétera), era necesario promover transformaciones en la Iglesia Romana, sacándola de la posición petrificada e inamovible en la que estaba anclada. El concilio fue ―ecuménico‖ porque iglesias de todo el mundo, que aceptaban la autoridad del obispo de Roma, fueron representadas. Además, también lo fue porque otras iglesias (confesiones y denominaciones) también fueron invitadas a que enviaran observadores a todas las reuniones oficiales del Concilio.

José Míguez Bonino fue uno de los dos observadores que el Consejo Mundial Metodista (World Methodist Council) designó para representarlo durante todo el concilio. Además, fue muy importante por el hecho de que fue el único evangélico latinoamericano que siguió las conversaciones, diálogos y debates que tuvieron lugar de manera previa a la adopción de documentos oficiales que rigen la vida de la Iglesia Católica Romana. En 1967 publicó un libro que recogió algunas de sus experiencias y reflexiones como Observador en el Concilio: Concilio abierto. Allí Míguez escribió: ―Juan XXIII dijo que el Concilio fue como una ventana abierta en la vida de la Iglesia Católica. En este sentido, fue un éxito. En el aula donde el Concilio tuvo sus reuniones de trabajo, las voces del mundo hallaron eco. Voces que imploran, expresiones de angustia, incluso de juicio. A través de las puertas del Vaticano pasó una multitud de observadores y delegados de otras iglesias. No obstante, a través de su participación otra voz se hizo oír, por cierto más crítica, más poderosa y consoladora: la voz de la Palabra de Dios‖.

Los Padres conciliares debatieron y aprobaron diez y seis documentos a lo largo de las cuatro sesiones. No tienen todos la misma importancia: hay Constituciones, Declaraciones, Decretos. Algunos permiten comprender de manera más clara la abertura de la Iglesia de Roma en el Concilio. Entre estos merecen ser citados el Decreto sobre ecumenismo (Unitatis Redintegratio), la Declaración sobre Relaciones con las Religiones no Cristianas (Nostra Aetate), la Declaración sobre Libertad Religiosa (Dignitatis Humanae). Los debates sobre la interpretación y el sentido de otros textos continúa hasta el presente, sobre todo de las Constituciones: Dei Verbum (sobre la revelación), Lumen Gentium (sobre la Iglesia), y Gaudium et Spes (la Constitución Pastoral sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno). Puntos de vista diferentes, énfasis y particularidades diversas se tienen en cuenta y mantienen viva la

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controversia. Esto significa que los contextos y circunstancias gravitan cuando se trata de entender y comunicar textos conciliares. Por ejemplo, la Declaración sobre la Libertad Religiosa ganó actualidad en América Latina debido a la evolución que tuvo lugar en muchos países en el período que va desde principios de la década de 1960 hasta el fin de los años l980.

La presencia de Míguez Bonino en el Concilio Vaticano II fue importante en varios aspectos: por un lado, porque hizo evidente que en América Latina se debe tener en cuenta la presencia evangélica. Dicho de otra manera: que no hay fundamento válido para sostener que los pueblos latinoamericanos tienen que ser católicos romanos. Se debe reconocer que el mensaje cristiano ha sido proclamado en América al mismo tiempo que Occidente ejercía su dominación, y este proceso exige una práctica de arrepentimiento de todas las iglesias. Éstas están llamadas a abandonar el espíritu polémico que está presente en la predicación del mensaje cristiano, a dar testimonio de sus relaciones fraternas mediante el diálogo, y a comprender que la misión de Dios nos llama a la colaboración y a la unidad.

Por otro lado, quedó claro que la situación histórica de los pueblos latinoamericanos legitima la predicación del Evangelio, que es buena noticia para los pobres y manifestación del Espíritu de Jesucristo. El Evangelio llama a amar al pobre y a luchar por la liberación de los oprimidos. La presencia de Míguez en el Concilio Vaticano II fue una expresión de que el cristianismo plantea el reconocimiento de la presencia de Cristo entre aquéllos que son los ciudadanos del Reino de Dios (Mt 5.3-11; Lc 6.20). Como lo recordaba él mismo: ―Tiene que haber sido un llamado a la humildad que los obispos españoles tuvieran que compartir la misma mesa con el hijo de un obrero‖.

Además, desde una perspectiva teológica, la participación de un evangélico latinoamericano en los debates y reflexiones del Concilio hizo evidente que podemos colaborar, acoger las reflexiones que elaboramos, y que en el servicio a Dios y a Jesucristo lo importante es nuestra convergencia. Es apropiado recordar lo que decía Juan Wesley: ―Si tu corazón es como el mío, entonces ven, dame la mano, y caminemos juntos.‖ La presencia de Míguez Bonino en el Concilio —la de un evangélico latinoamericano entre eminencias y monseñores— puso de relieve algo que sería claro para quienes hacen teología en Latinoamérica: que la reflexión teológica no se hace desde una posición de preeminencia, sino de humildad y servicio.

En 1961, José Míguez participó en tres importantes acontecimientos ecuménicos: la 2ª Conferencia Evangélica Latinoamericana, que tuvo lugar en Lima; la Conferencia sobre Iglesia y Sociedad, en Huampaní (Perú), ocasión en la que se fundó la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (más conocida por Iglesia y Sociedad en América Latina, ISAL), de la que fue uno de sus fundadores. Además, estuvo presente en la Tercera Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, que se llevó a cabo en Nueva Delhi, India. Su participación en estas reuniones, especialmente en la del CMI, prepararon su mente y espíritu para involucrarse en el Consejo Vaticano II. Fue un periodo en el que adquirió una formación especial para trabajar y ser un dirigente del movimiento ecuménico mundial. Llegó a ser miembro de la Comisión de Fe y Constitución del CMI, miembro de su Comité Central, y en su 5ª Asamblea General (Nairobi, Kenya), fue elegido uno de sus presidentes. Su compromiso de dar testimonio del Evangelio de Jesucristo, de vivir llevando adelante el ministerio de reconciliación entre los creyentes y quienes no creen, fue una constante en su existencia. Tengo la convicción de que fue el teólogo que reflexionó más a fondo sobre los diversos aspectos del movimiento ecuménico. Esas reflexiones no fueron sólo teóricas, sino que permitieron avanzar a las iglesias en camino de su convergencia y unidad. Para citar solo un ejemplo: cuando tuvo lugar la reunión en la que las iglesias y movimientos cristianos debatieron sobre la posibilidad de que fuese fundado un ―Consejo Latino Americano de Iglesias‖, hubo un momento de indecisión. ¿Cómo superar la rigidez que parecía producirse en muchos delegados? José Míguez hizo una propuesta que permitió salir adelante: sugirió que se dijera que el CLAI se encontraba ―en formación‖. Las iglesias aceptaron y el Consejo de Iglesias de América Latina se afirmó a partir de esa propuesta. Fue una demostración de ―sabiduría‖ ecuménica, que combinó las reflexiones sobre cosas concretas que se debaten, el conocimiento, la experiencia, la vivencia del Espíritu... Es lo que permite comunicar y afirmar el vínculo de la paz. José Míguez Bonino dio testimonio de ello; por eso, además de demostrar su capacidad para la docencia de la teología, fue maestro (magister) en cuestiones relacionadas con la unidad y el diálogo. Participación social: liberación en la Iglesia y la sociedad Cuando se tomó la iniciativa de fundar la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (ISAL) en 1961, Luis Odell fue designado para ejercer la responsabilidad de Secretario General. También metodista, laico, era oriundo de Rosario de Santa Fe, la misma ciudad en la que Míguez Bonino había nacido. Odell vivía en Montevideo. Tenía el don de motivar a

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las personas para apoyar causas en las que creía. Fue el caso de la Junta de Iglesia y Sociedad, cuyo objetivo fue generar conciencia en torno a cuestiones que se planteaban en las relaciones de las iglesias y la sociedad. El Consejo Mundial de Iglesias, que prestaba una gran atención a estos temas, apoyó sólidamente a la Junta. Pronto se pudo percibir que las actividades organizadas por ISAL cubrían áreas de acción eclesial, promoviendo la evangelización y el testimonio cristiano en planos importantes del pensamiento y la acción.

Míguez Bonino fue parte activa de quienes se comprometieron a poner en marcha ISAL. Contribuyó a desarrollar diversos tipos de acciones; su presencia era una garantía de la labor rigurosa que el nuevo organismo comenzó a cumplir. Muy pronto, ISAL llegó a ser percibida como un foco que reunía a laicos y pastores, que tenían preocupaciones sociales y que, gracias al organismo que acababa de ser creado, comenzaron a emprender juntos algunas tareas. Entre las personas que se involucraron en algunas de sus iniciativas podemos mencionar a Mauricio López, Hiber Conteris, Richard Shaull, Emilio Castro, Orlando Fals Borda, Waldo César, Jether Pereira Ramalho, Gerardo Pet, Julio Barreiro, Óscar Bolioli, Carlos Delmonte, etcétera. No es de extrañar que muchos jóvenes que se reunían en las comunidades del Movimiento Estudiantil Cristiano pronto se integraron a ISAL, entre ellos menciono a Néstor García Canclini, Leonardo Franco, Leopoldo Niilus, Rubem Alves y otros que fueron motivados a profundizar el sentido de su fe y su acción social. José Míguez fue uno de los que ofrecieron su servicio para que ISAL llegara a ser una referencia que debemos tener en cuenta cuando se alude al testimonio social de los evangélicos en el proceso de los pueblos latinoamericanos. Una referencia polémica, sin dudas, pero importante. ISAL rompió el cerco del gueto evangélico en Latinoamérica. Míguez fue uno de los que dieron más importancia a la presencia de la Iglesia en la sociedad, mostrando el camino a seguir.

En el comienzo de su trayectoria ISAL puso énfasis en la formación de cuadros, sobre todo de laicos que actuaban en diversos planos de la sociedad. Así fue que se organizaron institutos regionales en los que, durante un breve período, 30 - 40 personas se preparaban para dar un testimonio cristiano en el medio social en el que actuaban. El programa de estudios y publicaciones de ISAL era el sostén que coadyuvaba la formación que se ofrecía a través de conferencias, seminarios e Institutos de formación. La revista Cristianismo y Sociedad, que aparecía trimestralmente, desempeñó un papel importante divulgando textos que comunicaban las reflexiones que tenían lugar en el marco de los grupos de estudio, trabajos teológicos, problemas que interesaban a quienes se preocupaban por cuestiones sociales, económicas, culturales y políticas. La revista dio prioridad a los debates teológicos, a través de los que buscaba aclarar el sentido del testimonio de fe de las comunidades cristianas.

ISAL llegó a ser conocida rápidamente en círculos seculares; comenzó a participar e influir discusiones de organizaciones y movimientos ideológicos que hasta entonces no habían tomado en cuenta el pensamiento de los evangélicos. La década de los años 1960 fue un período en el que los debates y controversias sobre asuntos sociales fueron muy animados en Latinoamérica; el comienzo de la revolución cubana interesó -sobre todo a la juventud- a tomar posición en torno a temas tales como: ¿Reforma o revolución?; ¿Los cambios sociales debían ser motivados por la sociedad civil o por grupos militantes inspirados por las guerrillas? ¿Qué orientaciones debían ser seguidas para que hubiese una mayor justicia social? ¿Qué ideología debía ser asumida: la democracia cristiana o el marxismo? ¿Se excluyen mutuamente la fe y las ideologías? ¿Puede un cristiano ser marxista? ¿Cuál podía ser la relación entre los cristianos y los marxistas? ¿Qué función tienen los programas de educación popular en América Latina? ¿Qué actitud tomar en sociedades en las que aumentaba la violencia represiva de los militares? Estos desafíos, y otros de tipo similar, estimulaban el intercambio de posiciones encontradas (sobre todo entre la juventud). Llevaban a tomar decisiones arriesgadas. Fue un periodo en el que —como lo da a entender el título famoso de la pieza de Sartre— todos debían ensuciarse las manos. La vivencia de esos ―años de plomo‖ (como llaman algunos a este tiempo- permite comprender el ambiente que existía cuando nació ISAL y comenzó a estar presente en América Latina.

Ahora, cuando las tendencias históricas han perdido el carácter dramáticos que tuvieron en aquellos momentos y los enfrentamientos no tienen rasgos tan trágicos, parece que las sociedades latinoamericanas no llegan a encenderse. No obstante, no debemos olvidar el clima sociopolítico de aquellos años cuando tantos fueron asesinados, desaparecidos, torturados, presos, exiliados. Esta situación se vivió también en las Iglesias, y entiendo que es muy importante recordar el modo sobrio, tranquilo, y al mismo tiempo que firme, con el que Míguez participó. En enero de 1966, ISAL organizó una reunión muy importante en El Tabo, Chile. Allí se desarrollaron debates muy vivos. El encuentro fue anterior a la fase caracterizada por la violencia y la arbitrariedad militar. Sin embargo, se presentía lo que ocurrió pocos años después. Míguez Bonino, Richard Shaull y Joaquim Beato (profesor de teología bíblica, especialista en Antiguo Testamento) tuvieron la responsabilidad de guiar a los demás participantes en la reflexión. Se quería llegar a

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clarificar asuntos que producían inquietud y ansiedad. Algunos de los participantes ya tenían respuestas a esas cuestiones y no estaban dispuestos a discutir y a reflexionar con calma. Míguez Bonino dio dos conferencias donde siguió la teología de Karl Barth. El teólogo suizo, cuya posición de izquierdas era conocida, y que fue uno de aquellos que tomó una decisión radical de luchar contra el nazismo, fiel a su trayectoria afirmó que el camino a seguir era el de la revelación bíblica. Míguez desarrolló un pensamiento que siguió una línea similar. Shaull y Beato entendieron que la posición de ISAL debía ser mucho más radical: propusieron ―una teología de la revolución‖.

En julio de 1966 tuvo lugar la Conferencia Mundial de Iglesia y Sociedad. Fue organizada por el CMI sobre el tema ―Las revoluciones tecnológicas y sociales de nuestro tiempo‖. Fue en Ginebra. José Míguez Bonino no participó. Los delegados latinoamericanos, eran en su gran mayoría miembros de ISAL. A través de la deliberaciones de la Conferencia dieron muestras de estar muy bien preparados para aportar elementos que apelaban al movimiento ecuménico a avanzar, tomando decisiones que desafiaban a la mayoría de los representantes de las Iglesias reunidos en Ginebra. Richard Shaull estaba presente y fue un expositor muy importante. Su reflexión fue en favor de que los cristianos deberían actuar como lo hacen las guerrillas, presentación que de cierto modo llevó a algunos delegados de las iglesias a recordar las propuestas que Ernesto Che Guevara había elaborado poco tiempo antes sobre la necesidad de la lucha revolucionaria. En diciembre de 1967 tuvieron lugar cuatro conferencias ecuménicas en Piriápolis, Uruguay: una convocada por el Comité Preparatorio de la Unidad Evangélica en América Latina (UNELAM), otra por ULAJE (Unión Latinoamericana de Juventudes Evangélicas), la tercera por la Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC, Sección Latinoamericana), y la última por ISAL. Entre los propósitos para llevar a cabo estas ―Jornadas Ecuménicas‖ de manera conjunta estaba el deseo de crear un ambiente propicio para el testimonio unido de todos estos agentes. Los que organizaron estos encuentros entendían que era imprescindible un análisis de la situación latinoamericana, como marco necesario antes de emprender cualquier interpretación teológica. Míguez Bonino no participó. El grupo de ISAL tuvo a su cargo la responsabilidad de presentar el análisis. Rubem Alves fue invitado a hacer la reflexión teológica principal; estaba terminando la redacción de su tesis doctoral en el Seminario Teológico de Princeton (EU), que él utilizó sustancialmente para dar su conferencia. El título de su disertación fue Toward a Theology of Liberation. A partir de la presentación de Alves, que pocos meses después de las reuniones de Piriápolis fue designado Secretario de Estudios de ISAL, todo lo que se relacionaba con la liberación fue la preocupación teológica más importante de los grupos de ISAL.

Cuatro puntos deben ser recordados de las Jornadas de Piriápolis; primero: que ISAL se definió a sí mismo como ―grupo secundario‖ entre la sociedad y la Iglesia. En consecuencia, no debía intentar llegar a ser una ―vanguardia‖, especialmente en lo que tenía que ver con sus relaciones con las iglesias. Segundo, como grupo secundario, ISAL decidió trabajar en programas de educación popular, siguiendo las propuestas elaboradas por Paulo Freire en su libro Pedagogía da liberdade. Esta decisión fue fundamental para poner en marcha el programa llamado ―Educación para la Justicia Social‖ (EPJS), que estuvo orientado y dirigido por Jether Pereira Ramalho desde Brasil. Tercero, por lo que tenía que ver con la vida de ISAL y las iglesias, las comunidades de ISAL entendieron que podían desempeñar una función comparable a la de los mosquitos, que pican y molestan a los animales más grandes, pudiendo llevarlos a transformar su conducta. Cuarto, como ―grupo secundario‖ ISAL escogió abrirse a la participación popular, posición que fue ratificada en la reunión latinoamericana de Iglesia y Sociedad que tuvo lugar en Ñaña, Perú, en julio de 1971.

Entre 1967 y 1972, los regímenes militares reaccionarios y autoritarios se implantaron y se afianzaron en casi todos los países de la región. Algunos grupos de ISAL fueron reprimidos violentamente: Bolivia, Brasil, Uruguay... Este proceso condujo a que, en ocasión de la reunión que tuvo lugar en Alajuela (Costa Rica, marzo de 1975), se tomase la decisión de terminar la existencia de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad, y transformar lo que era permitido por las circunstancias en un nuevo grupo, que continuó con algunos programas de ISAL. El grupo se denominó Acción Social Ecuménica Latinoamericana (ASEL), y entre los aspectos programáticos de los que se ocupó cabe mencionar de manera especial la publicación de la revista Cristianismo y Sociedad y de otros materiales por la Editorial Tierra Nueva. Míguez Bonino continuó su participación en ISAL, a pesar de los riesgos crecientes que se cernían sobre quienes militaban por los derechos humanos y las causas sociales. Algunos de sus libros y artículos fueron publicados por Tierra Nueva. Entre los mismos recordamos: el prefacio de la versión española del libro de Rubem Alves que ya hemos citado, que recibió el título Religión: ¿opio o instrumento de liberación? También ―La violencia: una reflexión teológica‖,

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en Cristianismo y Sociedad (1971: pp. 5 - 11); ―Unidad cristiana y reconciliación social: coincidencia y tensión‖, en Fichas de ISAL (38 -39, pp. 3-9); ―Nuestra fe y nuestro tiempo‖, en Cuadernos de Cristianismo y Sociedad (4, pp.4 - 12); Espacio para ser hombres (Tierra Nueva, 1975), etcétera.

Creo que en la década de los años 1970 Míguez escribió y publicó algunos de sus mejores libros: Ama y haz lo que quieras. Hacia una ética del hombre nuevo (La Aurora, 1972); Doing theology in a revolutionary situation (Philadelphia, 1972), que fue publicado en España por Sígueme, en Salamanca, bajo el título La fe en búsqueda de eficacia. Una interpretación de la reflexión teológica latinoamericana de liberación. Es particularmente importante el texto escrito en 1975, cuando fue profesor visitante en Selly Oak: Christians and marxists. The mutual challenge for revolution, publicado por Eerdmans, de Grand Rapids. No fueron éstos solamente sus escritos publicados; es evidente que fue un escritor prolífico; podríamos seguir con la lista de lo que escribió y publicó. Deseo mencionar especialmente Toward a Christian Political Ethics (Philadelphia, Fortress Press; 1982). Entre las obras que publicó con otros cabe mencionar The Dictionary of the Ecumenical Movement (Ginebra-Grand Rapids, Consejo Mundial de Iglesias-Eerdmans, 1991).

Fue un teólogo de la liberación. Para él, la teología de la liberación es una teología ecuménica. En cierta oportunidad le escuché decir de modo muy claro: ―No hay una liberación católica ni protestante. La liberación es una lucha de todos.‖ El tema de la libertad y, más concretamente, el de la liberación, estuvo siempre presente en sus reflexiones. Como se ha visto antes, su compromiso con ISAL tuvo esa motivación. Lo expresó claramente en la reunión de teólogos iberoamericanos que se llevó a cabo en El Escorial (España, en 1973). La corriente teológica que se ha denominado ―teología latinoamericana de la liberación‖ comenzó a tomar forma a fines de la década de los años 1960 y principios de la siguiente. Irrumpió como un fenómeno generacional: según ya hemos indicado, fue hacia fines de 1950 cuando, bajo el impulso de los acontecimientos revolucionarios que estaban ocurriendo en Cuba, fueron muchos y muchas que optaron por una acción en favor de cambios históricos radicales. La juventud sintió el reto planteado por una situación estructural injusta que clamaba por ser transformada. Los teólogos, atentos a la novedad que se advertía en el proceso histórico, no sólo de Latinoamérica, puesto que los seres humanos tratan de luchar por su liberación en diversas partes del planeta, comenzaron a reflexionar sobre el sentido que tiene la fe en el contexto de una acción liberadora. Algunos teólogos trataron de entender qué ocurría en la vida del pueblo, sobre todo de los pobres. Sin embargo, no se trató de la aplicación de un plan concertado. Varios de estos teólogos ni siquiera se conocían: Rubem Alves no tenía informaciones sobre el pensamiento de Gustavo Gutiérrez. A Míguez Bonino y a Segundo les ocurrió algo parecido. José Comblin, Jon Sobrino, Porfirio Miranda, Enrique Dussel, Sergio Torres, Hugo Assmann, Leonardo Boff, Emilio Castro, José Oscar Beozzo y otros más, comenzaron a asumir la necesidad de reflexionar acompañando al pueblo que busca liberarse. Eso los llevó a tomar conciencia de que era necesario un nuevo paradigma al hacer teología.

El pensar teológico no puede olvidar la tradición. No obstante, ser fiel al misterio de Dios, exige reflexionar sobre los símbolos de la fe teniendo en cuenta la práctica y el contexto existente. La teología de la liberación se desarrolla teniendo sobre todo en cuenta las señales de la acción de Dios que irrumpe en la historia dando lugar a situaciones que llevan a reinterpretar creencias que nos parecían inamovibles. La tradición muchas veces nos conduce a repetir lo que ya fue; mas en el proceso histórico ocurren hechos que a veces ponen en tela de juicio nuestras certezas. Cuando los datos de la realidad nos intiman a que nuestro pensamiento se abra a hechos no previstos, hay tradiciones que no pueden continuar existiendo. Es la evolución de la vida que exige que la reflexión teológica sea vital. De ahí que una teología viva, como es el caso de la teología de la liberación, es muy consciente que no se trata de respetar dogmas y tradiciones sagradas. Es una teología pastoral, como la que hizo exclamar a Pascal: ―¡Fuego! Dios es Dios de vivos y no de muertos.‖ La experiencia de quienes participan en esta forma de pensar la fe, ha llevado a formular nociones convergentes y complementarias. Las voces de quienes estaban aislados comenzaron a interactuar, a articularse, a reflexionar juntos. Ocurrió además, otra cosa más importante: la juventud llegó a superar sus dudas y falta de orientación. Los escritos de Míguez, sus conferencias, su servicio académico y eclesial, son ejemplos claros de este modo de hacer teología.

Otro rasgo importante de la teología de la liberación tiene relación con su método. Es un nuevo modelo, como se ha dicho: de un nuevo paradigma, y no es por cierto el modelo del pensamiento que se formula en el contexto de lo que se ha llamado ―cristiandad‖: la fe al servicio del poder secular. La mayoría de los teólogos de la liberación explican que el camino a seguir corresponde a tres momentos: ver, juzgar y actuar. Sólo es preciso ser receptivos al sentido de los símbolos de la fe para participar en este proceso. Ver significa que tenemos que ser conscientes de la situación que el

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pueblo experimenta. Es el momento en el que la comunidad comparte lo que vive, sobre todo lo que se opone a su ejercicio (praxis) de la libertad. Juzgar, el segundo momento, se produce cuando la situación examinada es sometida a la autoridad de la Palabra de Dios. Es una fase crucial, que tiene lugar cuando la comunidad cristiana estudia la Biblia a partir de lo que ha visto. El tercer momento, en el que, sobre la base de lo que se ha visto y examinado, la comunidad decide cómo actuar, qué testimonio dar de la fe que la anima, e intenta mostrar del modo más concreto posible su obediencia a Dios. Es una metodología comunitaria y popular. Tiene una fuente de inspiración en el camino que propuso seguir Paulo Freire cuando elaboró su pedagogía como ejercicio de libertad.

No es una teología que refleja ni manifiesta poder. Es una expresión que viene desde abajo, de los que sufren la opresión. No se impone. Manifiesta el poder del evangelio de Jesús de Nazaret como mensaje que apela a los pobres y desheredados. Hay voces que han criticado a la teología de la liberación señalando que induce al error porque apela al marxismo cuando, en el primer momento del método (Ver) trata de comprender el contexto de la comunidad. Quienes expresan esta opinión no consideran los puntos de partida de la teología de la liberación: primero, que se construye desde una conciencia de ser oprimido. El evangelio que anuncia la proximidad del reino de Dios (Mc 1.15) proclama la justicia. Importa subrayar que es un mensaje de ―buenas nuevas a los pobres‖, que anuncia esperanza para los oprimidos. Exhorta a tener fe (dicho de otra manera, a vencer el miedo). No es un mensaje de resignación, sino del anuncio de la acción del Espíritu, movimiento de liberación (2 Cor 3.17). Míguez hizo el llamamiento a ser libres cuando escribió Faith in a Revolutionary Situation (1975).

Hay muchos que entienden que la teología de la liberación no ha evolucionado, y que no ha tiene en cuenta los cambios que han ocurrido en la historia. Se considera que induce a una concepción petrificada de la liberación, y continúan afirmando que la pobreza solo puede ser superada por medio de la insurrección revolucionaria. O sea, continúan repitiendo un discurso que pretende ser radical, pero que se refiere a la liberación como dogma. Otros, en cambio alegan que los pobres no tienen otra alternativa que aceptar su condición. Son aquellos que niegan que pueda haber transformaciones profundas en los procesos humanos. Sin embargo, basta observar que hubo cambios y que siguen produciéndose transformaciones. Ya no vivimos en el tiempo en el que la mayoría de los pueblos latinoamericanos eran dominados por dictaduras militares. Esto no quiere decir que los pueblos no busquen superar la opresión y la pobreza. Los seres humanos siguen empeñándose y luchando por los derechos sociales, por las libertades. En muchas situaciones, las sendas que conducen a la liberación son sorprendentes (Is 55.8-9): transformaciones y mudanzas nos toman desprevenidos. Por eso, las veredas que se orientan hacia la libertad tienen grandes riesgos. Estamos llamados a percibir que son los pobres y los oprimidos quienes tienen el privilegio de avanzar por esos atajos. Al constatarlo, entendemos que la voz evangélica sigue viva. Por lo tanto, la teología de la liberación sigue vigente.

A partir de sus 70 años, Míguez se aproximó al grupo de teólogos que se reúnen en la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL): René Padilla, Samuel Escobar, Pedro Arana y otros. En momentos en los que sus fuerzas habían decaído, le gustaba de afirmar su identidad: ―Soy evangélico. Y, a través de toda mi vida, confieso que soy parte de la comunidad evangélica‖. Ha sido una confirmación de la fe que ha impulsado siempre su servicio a la iglesia y a la sciedad. En 1994, al tener la responsabilidad de ofrecer las Conferencias Carnahan en ISEDET, publicadas en inglés con el título Faces of Latin American Protestantism (Grand Rapids, Eerdmans, 1997) y en español: Rostros del protestantismo latinoamericano, hizo una exposición en la que el análisis crítico se combina con un cariño y afecto que abraza a las comunidades evangélicas. A medida que desarrollaba su pensamiento, Míguez supo construir canales que aproximan a la diversidad de expresiones de la fe evangélica en América Latina, dando muestras de que no fue sólo un teólogo que reflexionó sobre la reconciliación, sino un verdadero ministro a su servicio. El costo de la esperanza en el Reino de Dios Es de perogrullo afirmar que la teología cristiana se construye en contextos históricos cambiantes. Los grandes teólogos del siglo pasado subrayaron esta convicción y la demostraron constantemente: Karl Barth, Paul Tillich, Dietrich Bonhoeffer, Karl Rahner, Nicolás Berdiaev, Hans Küng y otros han reflexionado sobre la vivencia de su fe en la historia. Esta es el escenario de la presencia y acción del misterio de Dios. Los teólogos de la liberación han desarrollado sus reflexiones siguiendo este camino. Míguez Bonino es un ejemplo claro de quienes entienden que la explicitación de los símbolos de la fe (por el discurso o por la acción) exige hurgar en todo lo que acontece en los procesos que afectan a seres humanos. Esto genera un alto costo (según la expresión de Bonhoeffer: ―es una gracia costosa‖). Míguez Bonino es otro teólogo que ha dado sustancia a su pensamiento.

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Entre los recuerdos que guardo de José Míguez y de su testimonio de teólogo cristiano, puedo mencionar varios que señalan el valor y el coraje que dieron sustancia a su fe. Son memorias que me hacen pensar en el Evangelio de Marcos, en el pasaje donde se cuenta que Jesús, con los discípulos, propuso ir a ―la otra orilla‖ al caer la noche. Tenían que atravesar el lago, y Marcos narra que se levantó una fuerte borrasca que dio la impresión a los que acompañaban a Jesús que la barca podía zozobrar. Los discípulos, muy perturbados despertaron a Jesús que dormía. Entonces, Jesús ―increpó al viento y dijo al mar: ―¡Calla, enmudece!‖ El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: ―¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?‖ (Mc 4.35-41. Ver también Mt 8.23-27; Lc 8.22-25). En estos textos Jesús enseña que lo contrario de la fe es el miedo. Hay que vencer el temor, el amedrentamiento, para dar testimonio de que se siguen sus pasos. Eso hizo Míguez cuando, después del golpe de estado contra el gobierno presidido por Salvador Allende, muchos grupos (entre ellos algunas comunidades e Iglesias) se sorprendieron por el gran número de refugiados que marchó al exilio. Para muchos que tuvieron que dejar Chile, el camino del ostracismo pasó por la vecina Argentina. Estuvieron obligados a pasar un tiempo en este país antes de buscar refugio en otro donde se podrían sentir menos angustiados y más seguros. Apoyar a refugiados políticos era una decisión que llevaba a correr enormes riesgos. Sin embargo, algunos cristianos (junto con otras personas movidas por la solidaridad hacia quienes padecían la injusticia y la violación de sus derechos) hicieron la opción de fundar el Comité Ecuménico de Apoyo a Refugiados. Míguez Bonino fue vicepresidente; Emilio Monti, también metodista, asumió la presidencia. Los miembros del Comité estaban dispuestos en todo momento y circunstancia a prestar servicio a los refugiados. El Comité dispuso que el edificio de ISEDET sirviese como abrigo para muchos perseguidos políticos. ISEDET ayudó a que muchos de los que escaparon a la violencia de la dictadura militar llegaran a recomponer sus existencias. El lugar donde se enseñaba la teología estaba abierto sin interrupción; esto significó que también podía ser utilizado por los servicios represivos. Entre quienes corrieron un peligro muy grande estuvo José Míguez. Además, a medida que el tiempo transcurrió, la situación argentina fue cambiando: el Justicialismo ganó las elecciones nacionales y Juan Domingo Perón regresó de un exilio que duró casi dos décadas. Murió en 1975 y su viuda asumió la responsabilidad de conducir el país. Duró poco tiempo como presidenta; fue depuesta por una junta militar en marzo de 1976.

El autoritarismo militar impuso el terror. El drama de los refugiados, además de afectar a chilenos, uruguayos, bolivianos, paraguayos, brasileños, se transformó en tragedia para muchos argentinos. Fueron muchos ―los desaparecidos‖ que llegaron a ser asesinados por quienes se encargaron de aplicar la violencia militar (los números varían: hay quienes hablan de 7.000, en tanto otros alegan que fueron alrededor de 30 000). La cuenta es espantosa. El Comité Ecuménico de apoyo a los Refugiados continuó con su servicio, en un contexto cada vez más difícil y peligroso. La preocupación por los refugiados pasó a ser la defensa y promoción de los derechos humanos. Míguez Bonino continuó militando. Hubo desaparecidos entre quienes trabajaban con la misma orientación: Mauricio López, Óscar Alajarín entre ellos. La labor del Comité Ecuménico fue una valiosa colaboración al esfuerzo de otras organizaciones, entre las que hay que nombrar a las ―Madres‖ y a las ―Abuelas‖ que manifestaban semanalmente en la Plaza de Mayo.

La terrible situación argentina comenzó a cambiar. En 1982 tuvo lugar la guerra de las Malvinas, que dio un nuevo impulso a la dominación británica sobre el área de esas islas. El año siguiente los militares tuvieron que dejar el ejercicio del poder, y se celebraron elecciones nacionales. Infelizmente, el gobierno no pudo administrar convenientemente la situación en vigor. Nuevas elecciones llevaron otra vez al peronismo al gobierno. Fue en el contexto de este proceso que tomó fuerza en la opinión pública la conciencia de que era necesario reformar la Constitución nacional. Entre muchos creció la idea que Míguez Bonino sería un buen candidato para la Asamblea Nacional Constituyente. Míguez dudó durante un cierto tiempo; hizo consultas a muchas personas, hermanos y hermanas en la fe, amigos, otros que podían darle consejos. Finalmente, decidió presentarse como candidato. Previamente, dio a conocer su opinión en una carta pública en la que dijo que cuando aceptó el llamado a ser ministro evangélico, siervo de la Palabra de Dios, entendió que no debía participar en actividades políticas. Al tomar la decisión de presentarse a elecciones para ganar un escaño en la Asamblea Constituyente, suspendió aquel parecer, y explicó los motivos que lo guiaron a ello. Su actitud fue un testimonio de transparencia. Fue coherente consigo mismo, con su vocación de teólogo evangélico ecuménico, maestro, testigo y guía tras el rastro de Jesús.

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EMILIO CASTRO (2013)

Hace poco más de dos semanas Emilio Castro pasó a la otra ribera del río. Su vida puede ser comprendida como una serie de luchas constantes. Jamás bajó la guardia, fuesen cuales fuesen los que se le oponían. Las fuerzas que actúan en sentido contrario al Reino de Dios, las que se muestran arrogantes y decididas a mostrar su adhesión a la injusticia y al egoísmo no pudieron doblegar al Pastor Castro. Cuando ocurrió el final de su vida tuvo la alegría de los que vencen: fueron legión quienes lo acompañaron. Han de formar nuevas legiones aquéllos que estarán a su lado cuando sus cenizas encuentren lugar junto a las de Gladys, su amada compañera.

Estábamos en Montevideo con mi esposa Violaine, ya casi con un pie en el avión para emprender nuestro regreso a Suiza, cuando sin que lo esperáramos, Emilio apareció en el salón del aeropuerto para darnos un abrazo, que fue el de nuestro adiós. He pensado antes y después de su partida definitiva que hay personas que, gracias a la entereza de su vida dejan la marca del pasaje de su ser, graban el sello de su espíritu. Pueden cambiar las circunstancias en las que se encuentran, pasar por peripecias muy dramáticas. Llegamos a registrar cómo se transforman, dejando rastro de cómo se confirma su temperamento. Éste adquiere a lo largo del proceso de la existencia de estas personas una fibra que permanece y perdura. Es propio de una manera de ser que revela una identidad, una cierta diafanidad. Son raros quienes se exponen a las exigencias de la transparencia. Diciéndolo con otras palabras: los que son de una sola pieza tienen el coraje de actuar de manera íntegra. Son ellos a quienes podemos aplicar el dicho español: ―Genio y figura hasta la sepultura‖.

Recordaremos siempre a Emilio como uno que ha dado garantía y validez a este modo de ser. Fue uno que, desde pequeño, consiguió destacarse, Comenzó a visitar la Iglesia Metodista del barrio de La Aguada, y a asistir a su escuela dominical. Fueron diez hermanos y hermanas que, para poder asistir a clase, debían trabajar. Cuando terminó sus estudios universitarios, decidió continuar su formación en teología, motivo por el que se trasladó a Buenos Aires, gozando de una beca en la Facultad Evangélica de Teología. Al terminar la primera fase de sus estudios teológicos se casó con Gladys Nieves. Al mismo tiempo la Iglesia Metodista lo designó para ser Pastor de la Iglesia de Trinidad, una ciudad pequeña situada en el centro del país. Poco tiempo después las autoridades metodistas tomaron la decisión de enviarlo a Basilea, donde enseñaba Karl Barth, que era el gran teólogo de aquellos tiempos. Castro pudo aprovechar de la sabiduría del profesor de Basilea, donde brillaban otros docentes como Oscar Cullmann, Edouard Thurneysen, Wilhelm Vischer, y otros. En la Universidad renana también daba aulas de filosofía Karl Jaspers. En los debates que tocaban temas relativos a la vida de la iglesia, el nombre de Dietrich Bonhoeffer era citado cada vez con mayor frecuencia.

Luego de dos años de estudios de maestría, los responsables de la Iglesia Metodista del Río de la Plata nombraron a Castro y a su esposa para pastorear la Iglesia de La Paz, Bolivia. Los desafíos que planteaba la situación boliviana eran muy grandes: pocos años antes el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) había ganado las elecciones nacionales. Víctor Paz Estenssoro ocupó la presidencia durante un período de cuatro años, continuando Siles Suazo el gobierno. Si bien la obra metodista no era muy importante en lo institucional, sus dirigentes —entre los que Emilio Castro era una de las personalidades más destacadas- descollaban en el país del altiplano. Castro quedó en Bolivia poco más de dos años, llegando a destacarse como educador y, sobre todo, como uno de los teólogos latinoamericanos de mayor enjundia. De Karl Barth aprendió que la autoridad de la Biblia es de la mayor importancia en la vida de la Iglesia; a partir del mensaje bíblico que habla al creyente actual, los evangélicos renuevan el mensaje y el conocimiento espiritual constantemente. Castro, como también lo hicieron otros teólogos latinoamericanos jóvenes, dejó claro en su predicación que Dios, el Padre de Jesús, es Señor de la historia. Por lo tanto, reflexionar teológicamente de manera vital exige pensar teniendo en cuenta al Señorío de Dios en los procesos que nos corresponde vivir. Castro insistió que hacer esto sólo es posible cuando tomamos en cuenta la Palabra de Dios viva, relacionada con los acontecimientos que vivimos. Los teólogos tiene que hacer claros, significativos, los símbolos de la fe. Por un lado, confrontan a los seres humanos el misterio de Dios. Por otro, la Palabra de Dios abre la puerta para entender ese misterio. Como tal, es la fuente que nos indica cómo podemos llegar a comprender a Dios, qué debemos hacer y por qué. Así, cuando hacemos teología, se intenta interpretar el mensaje de la Palabra de Dios. Dios ha hablado, y sigue hablando. En muchos momentos, ese mensaje nos sorprende. Por eso, el teólogo tiene que mantener vivo, despierto, el servicio de ser embajadores de Dios.

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La predicación de Emilio Castro cumplió con esta exigencia. Fuimos miembros de la Iglesia Central de Montevideo, y tuvimos siempre la gracia de recibir un mensaje vital, actual, cuando asistíamos a sus cursos y Emilio Castro tuvo la responsabilidad de predicar. Fue una experiencia que muchas veces nos hizo recordar algunas páginas de Blas Pascal, en las que llega a comunicar que el estudio y la explicación de la Palabra de Dios es como una lucha en la que nos confrontamos con el misterio divino. Emilio Castro nos llevó a comprender que el estudio de la Biblia, cuando se reconoce y respeta el misterio divino, es camino que conduce a Dios. Como lo decía el pensador francés: ―¡Fuego! Dios es Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! Dios de vivos y no de muertos‖. Emilio siempre nos llamó a comprender que el estudio de la Biblia es una lid.

El autor de la Epístola a los Hebreos leemos un texto que explicita esta función del mensaje bíblico: ―Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras del alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta‖ (Heb. 4. 12-13). Tengo la convicción de que la predicación de la Palabra tiene lugar cuando el predicador, con el don que puede recibir para compartir el sentido del mensaje con aquellos que se reúnen en asamblea, transforma ese momento en una verdadera experiencia espiritual. El predicador entiende lo que la comunidad quiere plantearle -muchas veces los parroquianos, y quienes van al culto dispuestos a recibir orientación para su vida, no necesitan de explicaciones muy detalladas de sus problemas. Anhelan palabras que les puedan guiar, confirmarles su fe y que les ayuden en su vida diaria.

El predicador tiene la oportunidad de transformarse en un heraldo de Dios si busca, de manera primordial, ofrecer un mensaje que presente y desafíe a la asamblea de creyentes proclamando la misión de Dios. Emilio Castro, pese a su corta experiencia boliviana, se puso al servicio de los Aymaras, de los Quichuas y otras etnias del Altiplano, y aprendió a responder a los retos del pueblo boliviano. Ese bagaje ganado en Bolivia le fue de gran ayuda al ser responsable de la Iglesia Metodista Central de Montevideo; el impacto de la misma en varios sectores de la ciudad creció permanentemente mientras Castro fue predicador en la comunidad central. Cuando los recuerdos de aquellos años vuelven a mi mente, siento -junto otras hermanas y hermanos con quienes tuve ese privilegio- que tuve una fuerte experiencia de renovación de mi fe individual. Fue una vivencia que trascendió lo personal, pues llegó a otras dimensiones socio-culturales de la vida del pueblo metodista. Debo decir que la Iglesia Metodista en el Río de la Plata (sólo a partir de la mitad de la década de los 1950 se puede comenzar a indicar de modo propio la existencia de la Iglesia Metodista del Uruguay) recibió la influencia de un estilo de vida pietista. No podía ser de otra manera; la renovación de la Iglesia de Inglaterra (Anglicana) tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII cuando un grupo de jóvenes estudiantes de teología, preocupados por la vacuidad de la vida cristiana que constataban en la Iglesia oficial, decidieron transformarla, para lo cual crearon ―los grupos de 10‖, llamados ―sociedades metodistas‖. En ese grupúsculo estaban Juan y Carlos Wesley, Whitfield, y otros que se sentían atraídos por la espiritualidad de la Iglesia Morava. Los Wesley no quisieron fundar una nueva iglesia. Fue en el transcurso de finales del siglo XVIII que en los EEUU surgió la Iglesia Metodista.

Como se ha dicho previamente, la teología metodista recibió una fuerte influencia de la Iglesia Morava: una espiritualidad pietista y una moral puritana. Estas tendencias predominaron en la Iglesia Metodista del Río de la Plata, sobre todo gracias a la predicación de misioneros estadunidenses y británicos. La situación comenzó a cambiar cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, poco antes de la mitad del siglo XX, se fueron gestando ideologías populistas y nacionalistas, que influyeron sectores de la juventud y laicos de las iglesias y que contribuyeron para que el pensamiento y acción del metodismo iniciara un proceso de cambios. Luego de un período que puede ser caracterizado por tendencias espiritualistas pietistas, individualistas, y una moral puritana (el libro de John Bunyan es un clásico de la literatura producida y apreciada por quienes aún sostienen este tipo de pensamiento), fue surgiendo una generación de teólogos y laicos jóvenes que, al mismo tiempo que se interesó por los progresos del movimiento ecuménico, señalaba inequívocamente que la misión no es nuestra, que de acuerdo al pensamiento bíblico la misión es de Dios, y que exige ―estar y ser en el mundo, sin ser del mundo‖. Entre quienes fueron tomando conciencia que la misión es de Dios, encarnada en Jesucristo, y que se cumple cuando la Iglesia da prioridad al testimonio del evangelio del Reino de Dios, como lo hizo Jesús, hubo un grupo de teólogos que tomaron conciencia que la tarea misionera es de Dios. Emilio Castro formó parte

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de esa comunidad, al igual que José Miguez Bonino, Federico Pagura, Miguel Angel Brum, Wilfrido Artús; no volvieron a mencionar una ―misión metodista‖, o ―bautista‖, o ―católico romana‖, etcétera. La misión no es propiedad de ninguna institución eclesiástica. La misión de Dios se refiere al don divino y a la buena nueva de la gracia, a la fe que nos permite tener el coraje de creer, al amor que nos permite entender a Dios. Teniendo en cuenta la misión de Dios y su misterio reconocemos que Dios se dirige a personas, mujeres y hombres, de todas las culturas.

La misión de Dios tiene lugar para todas y todos. El puritanismo y el pietismo individualista desean no correr riesgos; les motiva un tipo de comportamiento que evita una actitud como la que Jesús mostró en el camino que lo llevó a la cruz. La ética puritana y la espiritualidad pietista manifiestan una posición defensiva: se caracterizan por negar las oportunidades que Dios nos ofrece. En cambio, la renovación de la mente a la que nos invita el evangelio no evita peligros que pueden amenazar a los creyentes. Esta disposición puede hacernos caer en apuros, pero muchas veces es necesaria para hacer patente las señales del reino de Dios que viene. La misión de Dios señala que lo que ocurre en la historia apela la atención de Dios. Como se decía cuando comenzamos a hablar de ―misión de Dios‖: debemos vivir con la Biblia es una mano y el periódico en la otra. La misión de Dios nos hace entender que los acontecimientos que nos ocurren interesan a Dios: debemos hacer frente a algunos de ellos, y afirmar otros que nos acercan el reino de Dios.

Hemos dicho antes que esta concepción de la misión nos llama a la unidad. Fue la convicción de Emilio Castro. Es una posición de abertura al misterio de Dios en la historia. Es uno de los primeros anuncios de Jesús según el Evangelio de Marcos, donde el evangelista registró que ―Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: ―el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva‖(Mc. 1.15). Castro fue un lector atento y cuidadoso de los procesos de nuestra época. Tomó en consideración que el anuncio de ―las buenas nuevas‖ exige examinar la historia de nuestro tiempo, y que tenemos que estar dispuestos a participar en lo que ocurre. El Reino de Dios está próximo; por lo tanto necesitamos decidir si vamos a servir el Reino o no. Cuando se percibe que no andamos por la senda que Dios nos indica, es bueno arrepentirnos. Los cambios y las transformaciones son necesarias, creer en el Evangelio, en ―las Buenas Nuevas‖ nos transforma en colaboradores de Dios. Llegar a serlo es propio de un momento de fe, de coraje. Quiero recordar brevemente momentos de la vida de Emilio Castro cuando no sólo fue inspirador, mentor que ayudó a otros a participar, sino además fue un actor de primer plano. Ayudó a otros a pensar. Además, pensó junto con otros. Estaba dispuesto a aceptar posiciones de quienes no compartían sus opiniones. Esta práctica de la tolerancia y de actitud que siempre estaba dispuesto a dialogar, llegó a ser difícil, dura de mantener en Uruguay, donde poco a poco, debido a los hechos que ocurrieron entre 1958 y el fin de la década de los 1970s, la población fue ganada por el fanatismo y el dogmatismo. Para en cristiano como el pastor Castro, la cuestión era cómo mantener vivo el espíritu de reconciliación (2 Cor. 5:11-6:13). A medida que los hechos agravaban el ambiente, era cada vez más difícil mantener vivo el ministerio de reconciliación. Las fuerzas de la reacción apelaron a medios cada vez más violentos para acallar las voces, como la de Emilio Castro, que buscaban justicia y paz, señales del Reino de Dios. Durante los años 1960 - 1972 las posiciones de derechas se reforzaron. Fue difícil defender los derechos humanos y las libertades del pueblo. Uruguay no fue una excepción: Brasil, Chile, Bolivia, Argentina y otras naciones latinoamericanas sufrieron el asalto de la reacción. Emilio Castro, a pesar de su firme actitud no violenta, fue atacado por grupos antidemocráticos. La tortura fue aplicada en forma creciente. Hubo desaparecidos. Los templos de algunas comunidades evangélicas fueron dañados por aquellos que rechazaban la libertad y la justicia. En 1973, las amenazas a Emilio Castro y a su familia llegaron a situaciones muy peligrosas, insoportables. El pastor Castro tuvo que exiliarse con los suyos. El Consejo Mundial de Iglesias, que lo invitó repetidas veces a formar parte de su personal ejecutivo, lo designó Director de la Comisión de Misión Mundial y Evangelización. Philip Potter, que fue el antecesor de Emilio Castro, fue elegido para la Secretaría General del CMI. La orientación que ambos -Potter y Castro- dieron a los programas sobre la misión combinó el testimonio evangélico con el mensaje liberador de defensa y promoción de los derechos humanos y la justicia. Emilio Castro y Philip Potter fueron apasionados protagonistas del movimiento ecuménico. Potter (1921), refiriéndose a la misión, recordó palabras que siempre tuvieron eco favorable en el pensamiento de Emilio Castro. Recordó el inicio del

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Salmo 24: ―De Dios es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan‖. Es una convicción fundamental sobre la misión, que pone de relieve la acción ecuménica. El ecumenismo y la misión buscan el diálogo y la comunión entre las iglesias, las diferentes religiones y las naciones. Emilio Castro dio testimonio de esta orientación de su espíritu a través de modos concretos y diversos: durante sus años mozos fue dirigente de movimientos ecuménicos. Al volver a Montevideo, después de haber servido en Trinidad y La Paz, ocupó la presidencia de la Fraternidad de Cristianos y Judíos (1957 - 1966). Entre las varias responsabilidades que asumió a nivel internacional, debemos mencionar la vice Presidencia de la Conferencia Cristiana por la Paz, además de haber sido miembro de su Comité de Trabajo. En América Latina fue asesor de la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes (FUMEC). En 1964 fue designado Secretario General de UNELAM (Comité por la Unidad Evangélica en Latino América), posición que tuvo en Montevideo hasta la fecha de su exilio en Ginebra en 1973. No es posible dejar de tener en cuenta la función que desempeñó a través de todo el proceso que llevó a la creación del Consejo Latino Americano de Iglesias (CLAI). Estuvo involucrado en muchas otras entidades ecuménicas: ya hemos mencionado su responsabilidad de Director de la Comisión de Misión y Evangelización del Consejo Mundial de Iglesias (1973 - 1984).

En 1985 fue elegido Secretario General del Consejo (CMI), siendo responsable del mismo hasta 1993. Siempre, a través de esta trayectoria, consiguió expresar su espíritu ecuménico, su entrega a la reconciliación, su pasión por la defensa y la promoción de los derechos humanos, su amor a la libertad. Hay muchas otras expresiones de los dones que Emilio Castro recibió de Dios. Entre ellas, hay una que sobresale: su interés permanente y el compromiso por que se reconociese y valorase el trabajo y el papel de las mujeres en la vida de la Iglesia, particularmente en el movimiento ecuménico y en la sociedad. Esta atención de Emilio Castro se manifestó en América Latina. Aun recuerdo la reunión conjunta de organizaciones ecuménicas que tuvo lugar en Piriápolis, Uruguay (Diciembre 1967: ULAJE, CELADEC, el Sector femenino de UNELAM, e ISAL): invitó a participar a Brigalia Bam, que dirigía el trabajo sobre ―Mujeres en la vida de la Iglesia‖ del Consejo Ecuménico. De este modo, Emilio hizo un lugar para las mujeres. El 6 de abril de 2013, Óscar Bolioli, Presidente de la Iglesia Metodista en Uruguay, me telefoneó para compartir la triste noticia de la muerte de Emilio Castro. La presencia física del amigo y pastor y no nos acompaña. Guardamos su preciosa memoria, que continúa desafiándonos a comprometernos siempre más en la misión de Dios, en el movimiento ecuménico, con un sentido de justicia, paz y libertad. Emilio será siempre el mismo: ―Genio y figura, hasta la sepultura‖.

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EN LOS 50 AÑOS DE ISAL (UNA ENTREVISTA) (2011) Leopoldo Cervantes-Ortiz

glesia y Sociedad en América Latina (ISAL) fue un movimiento muy importante en la historia del ecumenismo. Organizado en 1961, representó el despertar de la conciencia social para muchas comunidades protestantes

del continente, además de que contribuyó al despertar teológico de las iglesias llamadas ―históricas‖. A medio siglo de sus inicios, el teólogo metodista uruguayo Julio de Santa Ana, ex dirigente de ISAL, fue invitado a evocar esos años de lucha. He aquí sus respuestas. ¿Qué recuerdos conserva acerca de los inicios de ISAL, del contexto histórico y sociopolítico de la época y de cómo surgió la idea de gestar ese movimiento? La década de los años ‗50 estuvo teñida por un fuerte tono de optimismo: en lo político, en lo que se refiere a las iglesias (en lo religioso), en literatura. Es un lapso durante el que se debilitaron claramente los gobiernos populistas, nació la idea (¿ideología?) del ―Tercer Mundo‖, se hizo sentir el impacto del movimiento ecuménico, la identidad protestante se fortaleció en América Latina, se convocó el Concilio Vaticano II, la revolución cubana ganó muchas conciencias jóvenes... También hubo hechos y procesos dolorosos, pero cuando pienso en los acontecimientos que se relacionaron con lo que se llamó ISAL a partir de 1961, el impacto es positivo.

Hay varias líneas que convergen en la decisión de tener un programa de ―iglesia y sociedad‖ en Latinoamérica: el movimiento ecuménico en América Latina (ULAJE, FUMEC), el programa desarrollado por el Departamento de Iglesia y Sociedad del Consejo Mundial de Iglesias (CMI); entre 1956 y 1960 hubo varias reuniones internacionales, incluso en América Latina, que culminaron en la Conferencia de Salónica en 1960, a la que asistieron algunos de los que se interesaban por la ―renovación de la Iglesia‖. En 1960 tuvo lugar la Conferencia sobre ―Vida y Misión de la Iglesia‖ en Estrasburgo. Recuerdo que una noche, en torno de una mesa tomando un buen Riesling, convocados por Paul Abrecht (Secretario del CMI y responsable del programa sobre ―Las Iglesias y los rápidos cambios sociales‖), algunos latinoamericanos que habíamos ido a la ciudad renana (Luis Odell, José Míguez Bonino, Emilio Castro, un servidor) nos reunimos y Abrecht nos lanzó la idea de llevar a cabo una ―consulta‖ de carácter latinoamericano. La discutimos y ahí tomó forma la ―1ª Consulta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad‖. La misma se realizó un año después en Huampaní, lugar donde hay un Centro de Conferencias, cercano a Lima.

¿Qué papel desempeñó Richard Shaull? ¿En qué sentido puede decirse que él fue la inspiración del movimiento? El papel de Shaull en la Consulta y durante los primeros años de ISAL (cuya formación fue decidida en la Consulta de Huampaní) fue decisivo y muy importante —junto con el de Luis Odell, pero en otro nivel: Shaull era un teólogo muy valioso, en tanto que Odell tenía el genio de la administración y el sentido de las acciones necesarias, además de ser un convencido militante en el movimiento ecuménico. Shaull era una personalidad carismática que ejercía una influencia muy grande sobre los jóvenes. Apenas formado en el Seminario, la Junta de Misiones de la Iglesia Presbiteriana de EU lo envió a Colombia. Shaull se involucró claramente en el proceso que se vivía en ese país, hasta el punto de que su existencia corrió peligro. En 1948 tuvo lugar el ―bogotazo‖. La Iglesia Presbiteriana lo sacó de Colombia. Entre 1949 y 1952 Shaull terminó su doctorado en teología en Princeton (bajo la supervisión de Paul Lehmann y Reinhold Niebuhr). Hubo una discusión sobre si debía ser enviado a Chile o Brasil. A fines de 1952 fue nombrado Profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario de Campinas, al servicio de la Iglesia Presbiteriana de Brasil.

Shaull fue uno de los teólogos que introdujeron el pensamiento de Bonhoeffer en Latinoamérica (otros fueron José Míguez Bonino, Emilio Castro, Valdo Galland: todos relacionados con la FUMEC). Algunos de nosotros, estudiantes de teología por aquellos tiempos (algunos en Buenos Aires, otros en Campinas, también en Matanzas, Cuba), sentíamos entusiasmo cuando Shaull ejercía su docencia. Sin embargo, el carisma de Shaull para nosotros era indiscutible cuando, luego de analizar el contexto que prevalecía en el mundo y en nuestras situaciones particulares, planteaba preguntas que llevaban a la reflexión teológica. Ésta, en su caso, no era una repetición del discurso liberal o del fundamentalismo protestante. Si bien la influencia de Bonhoeffer era evidente, el pensamiento de Shaull no caía en el error de buscar crear un entorno similar al que existía en Alemania en tiempos de Hitler. De acuerdo con la interpretación de Shaull, el pensamiento de Bonhoeffer era vital, y consiguió

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ser fermental, por aceptar el reto del mundo real (que podía ser conocido y analizado por las ciencias sociales, la economía, la antropología y los instrumentos que podíamos aplicar a partir del pensamiento político). No se trataba de un ―deber ser‖ ideal, abstracto, sino de una trama cuyas contradicciones nos desorientan al mismo tiempo que reclaman nuestra acción, nuestro empeño, nuestro compromiso, para superarlas.

El pensamiento de Shaull superaba, al mismo tiempo, al pietismo y al dogmatismo. Reclamaba (tanto para sí mismo, como a los jóvenes que en Brasil y en otras partes de América Latina, teólogos en formación y estudiantes en otras disciplinas que participaban en grupos del Movimiento Estudiantil Cristiano) encarnarse en el mundo, asumir —como lo hizo Jesús— el duro juicio del proceso de la realidad, y afirmar la esperanza de que el sufrimiento y dolor no son definitivos. Tratando de caracterizar su reflexión, puedo decir que es una actitud cristiana radical. Es pensamiento y acción que se ponen en relación.

Siguiendo esta línea Shaull es un mentor indiscutido de los jóvenes evangélicos que militaron en ISAL. Ese aspecto de su liderazgo se ejerció durante los primeros años de la existencia del Movimiento. Es importante recordar que la Iglesia Presbiteriana de Brasil, dominada por el fundamentalismo en lo teológico, al mismo tiempo que un pietismo anacrónico era evidente en sus planteos éticos, no soportó la docencia de Shaull. Fue expulsado del Seminario de Campinas, rechazado por las autoridades eclesiásticas cuando presentó su candidatura para ser catedrático en el Seminario del Nordeste; esos fueron hechos determinantes para que Shaull dejase su ministerio en América Latina. El golpe de estado que el ejército brasileño dio a fines de marzo de 1964, llevó a los militares en el poder a que lo declarasen persona non grata. Su influencia sobre los grupos de ISAL continuó hasta 1966 (Consulta de Iglesia y Sociedad en El Tabo, Chile, y sobre todo la Conferencia Mundial de Iglesia y Sociedad en Ginebra). En 1965 Shaull fue nombrado profesor en el Seminario Presbiteriano de Princeton. Por ese tiempo Shaull entendía que las comunidades cristianas tenían que ser pequeñas y actuar como símbolo del Reino. Es posible decir que ese papel simbólico era subrayado por Shaull. Los jóvenes que participaban en ISAL eran más radicales: buscaban la participación y la educación popular. A partir de la reunión de ISAL en Piriápolis, Uruguay, que tuvo lugar en diciembre de 1967 (reunión que se llevó a cabo junto con encuentros organizados por UNELAM, CELADEC y ULAJE), estos elementos —a los que se tiene que agregar el gran aporte de Rubem Alves en el plano de la reflexión teológica: la teología de la liberación— definieron el pensamiento y la acción del movimiento. ¿Cuáles fueron los marcos teóricos teológicos, filosóficos y sociológicos de ISAL en sus comienzos? ¿Cambiaron a medida que pasó el tiempo? ISAL tuvo una vida breve. Como partícipe de la corriente que en términos generales podemos llamar ―cristianismo social‖, los 15 años de su historia reflejan el proceso vivido por las vanguardias latinoamericanas. O sea, insisto, ese periodo fue vivido como una línea. En el campo teológico, se puede advertir que, siguiendo a la Consulta de Huampaní y a la fundación de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (196l), prevaleció una tendencia barthiana, neo-ortodoxa. Ella se presentó con diversos matices. Esta orientación comenzó a ser criticada por quienes entendieron —siguiendo el pensamiento de Shaull— que las formulaciones que tomaban en cuenta el proceso de secularización y la ―muerte de Dios‖ eran más pertinentes para las comunidades cristianas de vanguardia que la teología barthiana. Como se respondió a la pregunta anterior, Bonhöffer (sobre todo sus cartas y otros escritos redactados en prisión, reunidos bajo el título Resistencia y sumisión) mostraba el camino. Esto se advierte en ISAL desde 1964-1965; en la reunión de El Tabo (enero de 1966) se produjo la discusión entre Míguez Bonino y Castro (barthianos) y Shaull, Joaquim Beato, Hiber Conteris, etcétera (bonhoefferianos). La inclinación a continuar en los pasos del teólogo mártir se advirtió en ocasión de la Conferencia Mundial de Iglesia y Sociedad organizada por el CMI en 1966. Se llegó a hablar de una ―teología de la revolución‖, puesto que el proceso revolucionario marcaba la historia latinoamericana. Sin embargo, entre los militantes que participaban en la lucha por cambios estructurales fundamentales fue tomando forma una orientación teológica nueva: la teología de la liberación. Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, José Comblin, Leonardo Boff, fueron algunos de los pensadores que comenzaron, de diversas maneras, a recorrer este camino.

¿Qué distingue a la ―teología de la revolución‖ de la que se construye a partir de la práctica de la liberación? Para decirlo de manera breve: la ―revolución‖ es un tópico, un asunto al que la reflexión teológica contribuye a plasmar. La liberación es una práctica, en cuyo proceso los integrantes de las comunidades de fe que participan en los movimientos de liberación reflexionan continuamente, reconstruyendo el pensamiento que

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se pregunta sobre Dios, el significado de Jesús como Salvador, el Espíritu Santo, la salvación, el pecado, la redención, la comunidad cristiana (eso que llamamos ―iglesia‖). En la teología de la revolución importa la ortodoxia revolucionaria; en la teología de la liberación la praxis revolucionaria es el punto de partida, al que se vuelve una y otra vez. Como lo dicen los teólogos de la liberación, la teología es ―un acto segundo‖; lo que le interesa es la ―ortopraxis‖.

La opción de ISAL por la teología de la liberación fue clara desde la reunión de Piriápolis, Uruguay (diciembre de 1967). Rubem Alves fue el principal articulador de esta manera de pensar. Este tipo de pensamiento no fue resultado de ninguna genialidad de los teólogos mencionados. Fue expresión de un sentimiento generacional. Me animo a dar un ejemplo contando una anécdota: cuando se celebró en 1969 una consulta organizada por Sodepax (organismo conjunto del Vaticano y el CMI, que intentaba plasmar el desarrollo y superar la pobreza), fueron invitados a participar Gustavo Gutiérrez y Rubem Alves. Ambos no se conocían, nunca habían hablado el uno con el otro. Ocuparon la misma habitación del Centro de Encuentros de Cartigny, lugar muy cercano a Ginebra. Los organizadores les pidieron, por separado, que reflexionaran teológicamente sobre el tema de la reunión. ¡Cuál no sería la sorpresa de todos al constatar que tanto Alves como Gutiérrez convergían totalmente en la exposición de su pensamiento! No eran los únicos que tenían ese discurso; ellos —junto con otros teólogos, católicos y protestantes— dieron testimonio de compartir una misma manera de hacer teología porque la práctica a partir de la cual elaboraban su pensamiento era la de comunidades que se comprometieron por la liberación de los oprimidos de América Latina.

La comprensión de la situación social latinoamericana, por parte de los grupos de ISAL, indicaba una realidad contradictoria que daba lugar a injusticias flagrantes, a las que tienen que enfrentar quienes desean dar un testimonio del Reino de Dios. Contradicción entre ricos y pobres, entre dominadores y dependientes condenados a someterse, entre mujeres y hombres, entre una minoría que vive en la opulencia y mayorías explotadas. Contradicciones que motivan la insatisfacción de las masas, en particular de los indígenas y de los descendientes de quienes fueron traídos a América en el período colonial para servir como mano de obra esclava. Los grupos de ISAL y otros (constituidos por una mayoría de católicos, y los que no confesaban una fe religiosa particular), entendieron que debían buscar cambiar esta realidad contradictoria. Algunos procuraron hacerlo a través de la lucha armada, otros mediante programas de educación popular de concienciación, otros por los caminos del arte popular. La situación social latinoamericana desafiaba a una acción consecuente. Los grupos de ISAL optaron porque la misma tuviera dos notas principales: la educación popular y la participación en los movimientos populares. No se llegó esta posición como resultado de consecuencia de una definición dogmática, sino como un proceso que tuvo como referencias principales la práctica social y política, por un lado, y el análisis sociológico por el otro.

La primacía de la práctica fue definiendo el pensamiento de ISAL. Mas era una práctica sometida a crítica. Como ya se ha dicho, las contradicciones del proceso social tenían que ser superadas. Esto significaba que muchas veces eran corregidas. En otras, si la práctica abría sendas que permitían acciones y reflexiones que llevaban a consolidar y hacer avanzar a los grupos populares, era confirmada. La práctica era válida en tanto se podía establecer una relación dialéctica con la realidad circunstancial, que se entendía como proceso. Hegel, Marx y Gramsci son tres filósofos que marcaron con claridad la evolución seguida por el movimiento. Esto no quiere decir que ISAL llegase a ser un movimiento marxista. Es evidente que los miembros de los grupos de ISAL fueron progresistas, comprometidos en la lucha de clases que se daba en América Latina, pero no todos fueron ―marxistas‖. Basta recordar el movimiento ―Cristianos por el Socialismo‖, en el que militaron muchos miembros de ISAL. En él todos sus adherentes luchaban por el socialismo, pero éste era comprendido de diversos modos. Entre éstos, hay que tener en cuenta los aportes de varios pensadores y comunidades cristianas (recuerdo, al pasar, el interesante librito que André Biéler escribió sobre el tema).

No obstante, es necesario reconocer que Karl Marx ha sido quien contribuyó de manera especial a aclarar cuestiones de gran importancia sobre el socialismo, a la vez que profundizó el conocimiento del capital agrario-exportador y sobre todo del capital industrial. Hizo también análisis sobre el capital financiero. Sin embargo, no previó el desarrollo virtual de los diversos aspectos relacionados con las finanzas, que plantean actualmente aspectos muy sorprendentes. El estudio del pensamiento de Marx permitió, a los grupos de ISAL, ganar posiciones sólidas entre las izquierdas latinoamericanas. Quiero ser claro en este punto: se trató de una lectura y análisis de Marx que intentó ser crítica. No se puede decir que haya sido una repetición dogmática del

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pensamiento marxista. Un ejemplo muy famoso de este pensamiento dogmático fue el libro de Martha Harnecker, pensadora chilena que vivió la mayor parte de su existencia en Cuba: su interpretación de Marx fue muy influyente sobre las izquierdas latinoamericanas. En cambio, las referencias de ISAL a Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Gramsci, se caracterizaron por el carácter crítico que las motivaba y animaba.

Para resumir lo que deseo decir: el pensamiento de ISAL tuvo sobre todo en cuenta las contradicciones de la sociedad latinoamericana, que reflejaban los conflictos materiales e ideológicos que sacudían la vida de nuestros países. Teniendo en cuenta el punto de vista resultante de una práctica que buscó participar en las luchas populares, las diversas corrientes de pensamiento que convergían en ISAL (en los institutos de formación que organizaba, en los aportes de la revista Cristianismo y Sociedad, en otras publicaciones que dio a conocer especialmente a través de la Editorial Tierra Nueva, etcétera), la contribución de ISAL en el plano de la educación popular por la justicia social (inspirada en la pedagogía de Paulo Freire), se percibió de modo cada vez más claro el impacto de una comprensión crítica de la obra de Karl Marx.

Lo que ocurrió tuvo un ritmo muy acelerado. No fue ISAL quien apuró el proceso. Fue una transición muy rápida en la que se produjeron enfrentamientos que hacían mudar las posiciones de quienes militaban en los diversos grupos. Por cierto, en este breve lapso, ISAL sufrió varias transformaciones. Quiero referirme a una de ellas: a la relación con las iglesias institucionales. ISAL nació en 1961, en la Consulta de Iglesia y Sociedad, para asistir a las instituciones eclesiásticas en sus esfuerzos por dar un testimonio en el campo social latinoamericano. Se pensó que ISAL debía estar al servicio de las iglesias institucionales. Esa relación armónica sólo fue una intención de los primeros dos o tres años de la vida de ISAL. La situación llegó rápidamente a la confrontación. En Piriápolis (1967) se afirmó que ISAL estaba llamada a ser una ―institución secundaria‖: no debía ser vanguardia revolucionaria ni eclesial. Su tarea podía compararse a la del mosquito, que pica y perturba constantemente a los animales grandes, para que éstos mantengan su ser. Por otro lado, los programas de participación popular y los de educación popular podrían contribuir para la renovación de la acción de las izquierdas, sobre todo a mantenerse en relación con las masas.

ISAL fue considerada, especialmente por las iglesias, como un organismo que molestaba. Los dirigentes de las iglesias evangélicas, que se interesaban por el movimiento ecuménico, no veían con simpatía la evolución de Iglesia y Sociedad. En julio de 1969, en Buenos Aires, el organismo provisional por la unidad evangélica en América Latina (UNELAM, a partir de cuya acción nació el Consejo Latinoamericano de Iglesias) organizó la III Conferencia Evangélica Latino Americana. ISAL, bajo la dirección de Rubem Alves, elaboró un documento con la intención de que fuera discutido por la III CELA. Hubo delegados que rechazaron el documento, que no lo aceptaron. Lo consideraron ―subversivo‖. Se llegó a un compromiso: en la gran sala de reuniones se dispuso una mesa donde se apilaron los documentos de ISAL; los delegados y los visitantes pudieron conseguirlo, pero no fue recibido oficialmente por la Conferencia. Las relaciones entre las iglesias e ISAL, que ya eran tensas, se deterioraron aún más en lo teológico. ¿Qué reacciones tuvieron por parte de las iglesias y seminarios protestantes en América Latina? En la respuesta a la pregunta anterior está implícita la posición de la mayoría de las iglesias evangélicas y de los seminarios protestantes frente a ISAL. Algunas iglesias asumieron oficialmente actitudes represoras, de colaboración con las autoridades militares que habían llegado a gobernar en la mayoría de los países de la región. Llegaron a denunciar claramente a miembros de ISAL. Por ejemplo, la Iglesia Presbiteriana de Brasil tuvo esta actitud con varios de sus pastores y miembros, sobre todo con Rubem Alves. De igual manera, la mayor parte de los seminarios teológicos evangélicos asumieron una actitud crítica ante ISAL. Peter Wagner fue un misionero estadunidense que organizó una reunión en Cochabamba, Bolivia, para atacar a ISAL, y a Rubem Alves en particular. Algunos docentes, liberales y respetuosos, fueron la excepción: llegaron a invitar a miembros de ISAL para que expusiesen las convicciones teológicas del movimiento (Joachim Held, José Míguez Bonino, Federico Pagura). A medida que se advertía la solidez de los programas, del pensamiento, y sobre todo de la militancia revolucionaria de los miembros de ISAL, algunos seminarios se abrieron a ISAL. El primer encuentro ―oficial‖ de ISAL fue en Huampaní, Perú. ¿Por qué razón se escogió ese lugar? Creo que la decisión de reunirse en Humapaní, cerca de Lima, Perú, se tomó porque las comunicaciones eran buenas. Además, en 1961, Perú tenía relaciones con todos los países de América Latina, inclusive con Cuba. No

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me parece que el movimiento fuera más bien ―rioplatense‖. En 1961 el protestantismo ecuménico se hacía notar en Brasil (por ejemplo: en 1962 se programó la Conferencia ―Cristo y el Proceso Revolucionario Brasileiro‖), también en Cuba. ISAL fue integrado por pensadores protestantes. ¿Eso fue algo deliberado o por otras razones? ¿Hubo invitaciones a teólogos católicos para sumarse al proyecto? La adhesión de ISAL al movimiento ecuménico no se limitó a las iglesias evangélicas o al CMI. En la historia de la FUMEC en América Latina hay un antecedente que me parece muy importante: la Conferencia de Estudiantes Cristianos que tuvo lugar en Cochabamba en 1955 (cuando Valdo Galland pasó de Uruguay, América del Sur, a la Secretaría General Adjunta en Ginebra. Fue también el momento en que Mauricio López fue secretario de la FUMEC para Latinoamérica. En esa Conferencia participaron, entre otros, José Míguez Bonino, Samuel Silva Gotay, Roberto Ríos, Emilio Castro, etcétera). Allí se afirmó claramente que no puede haber ecumenismo si éste se restringe a los evangélicos únicamente. Esto es particularmente válido en el caso de América Latina.

La constitución de ISAL fue en un principio exclusivamente protestante. Las razones que obraron para que surgiera el movimiento Iglesia y Sociedad fueron varias. Sin pretender dar una lista exhaustiva tengo la fuerte impresión que en primer lugar hay que tener en cuenta las de carácter institucional. Por un lado, ―Iglesia y Sociedad‖ era una Secretaría con un programa importante del CMI. Éste lanzó la idea y financió la Consulta de Huampaní, y además respaldó con fuerza los primeros pasos de La Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad. Por otro lado, a la reunión de Huampaní fueron invitadas las Federaciones de Iglesias y Concilios. Otras entidades que participaron fueron organismos ecuménicos. Es posible decir que hasta 1964 ISAL fue una expresión de un protestantismo ecuménico que reconocía la enjundia del protestantismo europeo. Vale la pena insistir que, bien que ecuménico, se trata de una versión protestante. Las marcas del protestatismo clásico son parte de ISAL: sola gratia, sola fide, sola Scriptura, el sacerdocio universal de los creyentes, y —siguiendo a Paul Tillich— el ―principio protestante‖ que da testimonio de la soberanía de Dios.

Ya mencioné a la posición de la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos (FUMEC), que a partir de la reunión latinoamericana de Cochabamba señaló que el ecumenismo, en América Latina, no se limita a las Iglesias Evangélicas. La historia de América Latina no se entiende sin la Iglesia de Roma. José Míguez Bonino, Valdo Galland y Mauricio López fueron algunos de los que una y otra vez reiteraron esta posición. Resalto la posición de Mauricio; intelectual muy respetado, conocido en círculos culturales de vanguardia. Fue artífice de la Conferencia de Ginebra, a la que se invitó a católicos romanos de América Latina (José Claudio Williman de Uruguay, Héctor Borrat también de Uruguay, Luiz Alberto Gomes de Souza, Luiz Eduardo Wanderley y Cándido Mendes de Almeida de Brasil). Desde 1966, ISAL se benefició con la participación de católicos romanos. El aggiornamento del Concilio Vaticano II se había puesto en marcha y en Latinoamérica tuvo especialmente una gran resonancia en la 2ª Conferencia del episcopado católico, que se llevó a cabo en Medellín, Colombia (1968). El camino seguido por ISAL fue jalonado desde el protestantismo clásico, pasando por la polémica hasta llegar al diálogo con los católicos y participar unidos en la misión de Dios. Otros organismos ecuménicos latinoamericanos también participaron en esa tendencia: ULAJE, FUMEC, etcétera. Los católicos que se sumaban al proyecto lo hacían por propio interés, o por haber sido invitados. Puede decirse lo mismo de otros participantes (intelectuales, políticos como Sergio Bagú, Enrique Iglesias, Manuel Castells) que no eran cristianos.

¿Podría señalar algunas etapas en los más de diez años que duró el movimiento? Pienso que algunas de esas etapas en la breve historia de ISAL fueron:

1961-1964: Fundación y principios de la organización de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad. Luis E. Odell ocupa la Secretaría General. Énfasis del trabajo de la Junta: Institutos de Formación; Profundización del tema: ―La responsabilidad social del cristiano‖ Fe e Ideologías (grupo de trabajo). Publicación de la revista Cristianismo y Sociedad. Aproximación a grupos de intelectuales marxistas.

1965-1967: Énfasis en la práctica. Grupos de ISAL se involucran en programas de Educación Popular inspirados en el pensamiento y la práctica de Paulo Freire, que en ISAL tuvo su mejor abogado en la persona de Jether Pereira Ramalho. En el campo de la reflexión teológica, después de un breve lapso en el que el pensamiento de Shaull fue dominante, en torno al tema de la ―teología de la revolución‖, el

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pensamiento de Rubem Alves pasó a ganar posiciones en torno a ―la teología de la liberación‖. Leopoldo Niilus (luterano, de Argentina) sucede a Luis Odell en la Secretaría General. Consulta de Piriápolis.

1968-1969: ISAL se define como grupo intermedio entre la iglesia y la sociedad. Es como ―el mosquito‖ que, con sus pinchazos, no deja tranquila ni a la sociedad, y sobre todo a la Iglesia. 1969: Leopoldo Niilus es invitado a ser Director de la Comisión de la Iglesias de Asuntos Internacionales (CCIA). Julio de Santa Ana es elegido como secretario general de ISAL. Se da prioridad a la educación popular. Instituto con Paulo Freire en Santiago de Chile. Inicio del programa ―Educación para la Justicia Social‖ (EPJS). La publicación de ISAL, Cristianismo y Sociedad, está al frente de esta tendencia. En lo teológico, ISAL es vanguardia y profundiza su reflexión en torno a la teología de la liberación. 1969: 3ª CELA. Las Iglesias Evangélicas rompen con ISAL. ISAL Bolivia desempeña un papel protagónico en las luchas sociales de ese país. Sus dirigentes son exiliados, pero a los pocos días el pueblo exige el regreso. La Asamblea Popular de Bolivia se constituye en torno al movimiento ISAL. El grupo relacionado con la Comisión de Misión Mundial y Evangelización (CWME) del CMI llega a ser un programa de ISAL. Cuenta con bastante dinero y asume posiciones muy radicales que llegan a extremos teológicos. Recibe el nombre MISUR (―Misión Rural y Urbana en América Latina‖). Oposición ideológica ISAL-MISUR.

1971-1972: La práctica de los grupos de ISAL exige que, junto con la educación popular, se acepte la participación popular, como prioridad en el programa de ISAL. Julio de 197l: Consulta de Ñaña, donde se ratifica esa opción. Edmundo Desueza es elegido presidente de ISAL. Se intensifica la contradicción con MISUR. La lucha liberación vs. opresión es muy intensa. En abril de 1972 se lleva a cabo en Santiago de Chile la reunión latinoamericana de ―Cristianos por el Socialismo‖. Julio de Santa Ana (que fue prisionero de las Fuerzas Conjuntas en Uruguay)) deja la secretaría general. Óscar Bolioli (metodista de Uruguay), Juan Ramón Carbajal (católico de República Dominicana) y Pedro Negre (jesuita de Bolivia) son designados en su lugar.

1973-1975: ISAL pasa gradualmente a ser perseguida. Sus grupos entran en la clandestinidad. En 1975 pasa a llamarse Acción Social Ecuménica Latinoamericana (ASEL).

Reconozco que es muy esquemática la periodización presentada. A pesar de la breve historia de ISAL, los

años que vivió fueron caracterizados por una gran intensidad, Los ―periodos‖ no se distinguen de una manera nítida; muchas veces se superponen, se entretejen mientras van transcurriendo. Además, sería necesario poner de relieve la relación (dialéctica, en la mayoría de los casos) que existió entre historia secular del mundo, de la región latinoamericana, de las Iglesias y del propio movimiento. No obstante, en la periodización que traté de articular se mencionan algunos grandes hechos.

Para terminar este punto, hay una cosa que no se tiene mucho en cuenta, pero que es como el hilo de Ariadna que une los diversos momentos que vivió ISAL. Se trata de lo siguiente: en 1961, cuando se fundó la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad, por lo general, los evangélicos padecían un sentimiento de inferioridad. Querían ser tomados en cuenta en las diversas sociedades latinoamericanas, no solo en virtud de una ―actitud ética clara‖, sino también por sus rasgos culturales. ISAL (antes lo había sido La Nueva Democracia, la publicación dirigida por [Alberto] Rembao, que consiguió cierta notoriedad, aunque no llegó a la altura de Cristianismo y Sociedad), desde su fundación, consiguió esta notoriedad intelectual. Sin embargo, en el ambiente intelectual de nuestros países persistían dudas: los intelectuales latinoamericanos se distinguieron por ser críticos de Estados Unidos.

Los intelectuales protestantes también lo fueron, por lo menos en su postura ideológica. A través de sus 10 años de historia, ISAL dio testimonio de esa clara posición en el plano de las ideas. Pero, sobre todo, fue la práctica de ISAL (la teología de la liberación, la educación popular orientada por Paulo Freire, la participación popular en partidos, movimientos y la presencia confiable) la que le otorgó la confianza que buscaron los intelectuales que militaron en ISAL. ¿Cómo influyó ISAL y derivó después en la más difundida ―teología de la liberación‖ de corte más bien católico? ¿Se hizo explícita esa influencia en algún momento? ¿Qué semejanzas o diferencias establecería entre ISAL y la TL?

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Hay tres cosas que, en mi opinión, deben tenerse en cuenta. Primero, luego de la guerra mundial (1939-1945) las iglesias (especialmente la Iglesia Católica, pero también algunas evangélicas) entendieron que debían enviar a hacer estudios de posgrado en Europa a algunos de los estudiantes que se destacaron en sus años de formación básica. Esta decisión fue muy positiva para la renovación del pensamiento latinoamericano. Desde la década de los años ‗50 surge una nueva generación de teólogos. Algunos de ellos (Míguez Bonino, Rubem Alves, el mismo Richard Shaull), aunque siguieron sus estudios en Estados Unidos, lo hicieron en instituciones que seguían la orientación dominante en Europa.

Segundo, el Consejo Mundial de Iglesias (fundado en 1948) y la convocación del Concilio Vaticano II, son instituciones que dieron una gran fuerza al movimiento ecuménico. Y, tercero, ―la liberación‖ es un proceso que afecta a todos los seres humanos, a todas las culturas, a todas las sociedades. La ―liberación‖ no es católica ni protestante. Cuando, en América Latina, se comenzaron a criticar las propuestas de ―desarrollo‖ (el desarrollismo) surgieron prácticas y reflexiones que pusieron énfasis en la ―liberación‖, que es entendida en tres niveles: el socio-económico, el humano, y el teológico. Ninguna confesión religiosa puede pretender poseer el monopolio de la comprensión de la liberación. Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, Leonardo Boff, José Míguez Bonino, Enrique Dussel, son algunos de los‖teólogos de la liberación‖ que tuvieron una relación muy estrecha con ISAL.

Hubo influencia de unos sobre otros. Reitero: fue una generación que pensó en la liberación. El pensamiento sobre la liberación desde un punto de vista teológico fue expuesto por Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, Pablo Richard, Míguez Bonino, Leonardo Boff y otros: todos ellos fueron participantes en ISAL, en mayor o menor grado.

Cada teólogo tiene su característica propia, que marca su modo de hacer teología. En el caso de los teólogos de la liberación, el elemento que me parece más importante es la práctica. Rubem Alves se distinguió por una práctica intelectual en el marco de la universidad. Gustavo Gutiérrez por su reflexión a partir de la acción radical de estudiantes en Lima. Segundo por una práctica que lo condujo a hacer las preguntas más penetrantes (cf. su libro Liberación de la teología, entre otros). Boff, que recibió una formación franciscana, sigue una línea de pensamiento panenteísta. Míguez Bonino se hace notar por discutir el concepto de la liberación y las prácticas libertadoras en diálogo con las grandes corrientes intelectuales contemporáneas. Hugo Assmann da prioridad, sobre todo en sus últimos libros, a la relación entre liberación y educación.

A 50 años del comienzo de ISAL, ¿cree que todavía su mensaje es vigente hoy después del llamado ―fracaso del socialismo real‖ y la presencia de un mundo globalizado? ¿Cuál es ese mensaje y desafío? Hay un problema que se plantea cuando se enuncian las grandes tendencias teológicas. Problema que es una amenaza y un peligro para toda teología: que se transforme en una dogmática. En estos casos, el ―espíritu deja de soplar donde quiere‖, abandona la libertad. Este es un riesgo permanente de la teología. En el caso de la teología de la liberación se manifiesta cuando el discurso de los años 1960 se sigue repitiendo. Hace 50 años las prácticas liberadoras exigían que la fe (―en búsqueda de la eficacia‖, según la formulación feliz de José Míguez Bonino) se planteara la opción de la lucha armada. Hoy nos encontramos desorientados, viviendo una brutal transición, que en términos de Karl Marx nos sacude, y deja perplejos. En un modo semejante al siglo XVIII, cuando el capital agrario exportador fue reemplazado por el capital industrial, que durante dos siglos dominó la cultura y la economía del planeta, en la actualidad vivimos estamos comenzando a vivir bajo la dominación del capital financiero.

Es evidente que el mundo ha cambiado. En consecuencia, el discurso teológico —si aspira a tener vida, a confirmar la fe de las comunidades— ha de cambiar. Quizá, un problema no sea el ―fracaso del socialismo real‖, sino qué socialismo nos puede ayudar a confrontar esta ―mundialización/globalización‖ que con otros medios de producción nos hace cambiar el pensamiento. Hoy, no estamos dominados por la industria, sino por el dinero, que –como escribió Marx en Das Kapital- ha dejado de ser un valor de trueque, para ser la materia prima (una commodity) más procurada. Pienso que estas transformaciones pueden conducir a una nueva relación entre iglesia y sociedad.

El mundo ―globalizado‖ me hace pensar en el relato de la Torre de Babel (Génesis 11: 1-9). Es el mundo de la opresión. Pregunta: cuál es el de la liberación? Un símbolo de éste puede que sea la historia de Pentecostés (Hechos 2:1-42); otro, Hechos 6. O sea, tiendo a concebir que no tenemos que aceptar el

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pensamiento único, sino el diálogo. Que el cristianismo puede ser vivido por comunidades pequeñas. Que éstas tienen como vocación ser ―sal de la tierra‖ (lo que no significa hacer que toda la realidad llegue a ser una montaña de sal. Eso es intragable, insoportable.) Esto es muy poco para tamaño diablo (dia-bolos), que nos lleva a traicionarnos a nosotros mismos.

¿Su práctica de la teología ha cambiado? ¿Cómo evaluaría su paso por ella? ¿Tiene futuro la teología en estos tiempos? Ciertamente, he cambiado al hacer teología. No puedo dejar de reflexionar teológicamente. En tanto tenga fe (Heb. 11:1) no puedo dejar de plantearme preguntas que tienen que ver con el misterio de Dios, con Jesús, con la libertad (que según el Nuevo Testamento es presencia del Espíritu Santo. Véase 2 Cor 3:17), con la vida justa para todos y todas, con la vida en comunidad en este mundo globalizado. Mientras estas preguntas me lleven a reflexionar, pienso que la teología es actual.

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