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DE UN VIAJE A LA LUNA Y OTRAS MINUCIAS
Jesús Gutiérrez Pérez
Creo que fue Enrique IV, rey de Francia y de Navarra, el que
dijo aquello de "París bien vale una misa".
Y eso que entonces no habían instalado todavía Eurodisney.
Por eso no podía imaginarse Enrique IV que, años más tarde,
la mayor impresión que habríamos de traer de nuestro viaje a
París iba a ser el día que pasamos en Eurodisney.
- Pero, ¿no visteis la Torre Eiffel?
- ¡Hombre! Estuvimos en la punta.
- ¿Y Notre Dame?
- De pe a pa. Pero a Eurodisney le dedicamos un día entero.
Precisamente el jueves, ya que los viernes y sábados se junta
allí un mundo, y hay que hacer colas kilométricas.
- Bueno, bueno. Pues cuéntame lo de Eurodisney.
Para empezar, pagamos unas 5000 pesetas cada uno, pero
eso te da derecho a entrar en todas las atracciones. Que son
muchas. (No es ni caro ni barato, sino todo lo contrario).
Entras, y todo es muy bonito, muy limpio, repintado, impeca
ble.
Y lo primero que hacemos es ir a la mina.
- ¿Por qué?
- Porque está muy cerca, y no parece que hay mucha cola.
Por el camino hay viejas locomotoras de museo, vagonetas de
minero, (foto por aquí, foto por allí) y, a la postre, a la cola.
Vamos subiendo lentamente hacia un edificio de madera y la
gente va montando en un ferrocarril minero. El ferrocarril
desaparece bajo tierra, pasa por debajo de un pequeño lago
(por un túnel, se supone) y se le ve aparecer en un montículo
rocoso taladrado por los agujeros de las bocaminas. Todo
muy logrado.
- ¿Y lleva mucha velocidad el ferrocarril?
- Tranquilo, que todavía estamos en la cola.
Hemos entrado ya dentro del edificio, donde se ven todos los
instrumentos típicos de la minería de principios de siglo,
como por ejemplo, los instrumentos para pesar el oro.
- ¿El oro?
- ¡Ah, claro! Es que se trata de una mina de oro.
Pero dentro del edificio nos hacen pasar y repasar por estre
chos pasillos, tropezándose veinte veces con las mismas per
sonas, subiendo escaleras y bajando rampas, de forma que
cuando montamos en el tren i I lo llevamos ya tres cuartos de
hora de espera.
- ¿Y habéis aguantado tres cuartos de hora?
- Y no ha sido tiempo perdido. Hemos disfrutado entretanto
de una especie de museo de la minería. Un museo vivo,
donde están todas las cosas en el lugar oportuno.
Luego, el viaje en el tren es sencillamente montar en una
montaña rusa. Subidas empinadas, bajadas espectaculares,
lugares que te advierten peligroso por la dinamita acumulada
por cualquier rincón.
No falta alguna que otra explosión, el pasar bajo un chorro de
agua que se precipita desde el rocoso techo, y el ver sobre tu
cabeza las rocas que se mueven sin peligro de aplastarte.
- ¿Sin peligro?
- Bueno. Se nota que las rocas en ese lugar son de cartón o
similar. Y que, aunque se mueven aparatosamente, no se van
a caer.
En resumen: una montaña rusa un poco fuerte, al menos para
mí, que me impresionaba la de Igueldo y que cuando monté
en la de Madrid, hace más de 25 años, juré no volver a mon
tar en ninguna más.
Y al salir, ¡coño! (perdón por la palabra, pero está más que
justificada), están nuestras fotos en un escaparate, con la con
siguiente cara de susto.
- ¿Y ahí se acaba todo?
- No; eso sólo fue el comienzo.
Luego montamos en un barco y dimos la vuelta por el peque
ño lago alrededor de la montaña de la mina.
Y montamos en el ferrocarril que circunda todo el parque en
un recorrido muy pintoresco.
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Y nos adentramos en el laberinto de Alicia en el País de las
Maravillas. Y visitamos la Casa Encantada, viendo esqueletos
polvorientos después de haberse hundido la tarima bajo nues
tros pies. Y montamos en una barca y nos adentramos en una
cueva donde los piratas guardaban fabulosos tesoros y dispa
raban tiros a nuestro paso.
- Al menos, la barca iría siempre por llano, no tendría ni subi
das ni bajadas.
- ¡Eso me creía yo! Pero se salió del agua, y venga a subir y
bajar por unas vías para huir de los piratas.
Bueno. Para casi todo había que estar cerca de una hora de
cola. Tanto que comimos de pie en una de ellas de los boca
dillos que habíamos llevado.
Luego, otro paseo en barca a través de los pueblos de todo el
mundo, un mundo de muñecos que se movían al compás de
una música deliciosa. Y en otra barca, a través de los cuentos
de hadas.
El día se nos está pasando deliciosamente entretenido.
Otra atracción donde hay mucha cola (¡buena señal!) es en
una que se llama algo así como "Indiana Jones y el Templo
Maldito". Se ve una especie de pagoda pétrea, junto a un
picacho rocoso del que penden unas vías sobre unos frágiles
maderos que parece van a caerse de un momento a otro. La
entrada tiene unas escaleras desgastadas de piedra, con unas
barandas que son dos enormes cobras, también de piedra car
comida por las inclemencias del tiempo y por el paso de los
años.
- ¿Y aquí también otra hora de cola?
- ¡Y qué remedio! Ya había algunos "caras" que se colaban
saltando las barandillas, pero eso no era para nosotros.
Cuando ya estábamos llegando a las vagonetas donde tenía
mos que montar, vemos que las vías, en determinado lugar,
hacen un "looping" lo que quiere decir que en algún momen
to vamos a estar cabeza abajo y, además, a una velocidad
endiablada, para que la vagoneta no se salga de la vía gracias
a la fuerza centrífuga.
Dos de las tres mujeres que van con nosotros, renuncian a
montar en el artilugio. Quedamos mi hermano y yo, con mi
hija y mi yerno. Y yo no sé cómo sigo. Miro como hipnotiza
do al "looping" y me pregunto cómo he podido dejarme
embarcar.
- ¿Es que no lo habías visto antes?
- No, hasta que estábamos allí mismo. Y volverme atrás, no
es mi estilo.
OARSO 297
Ya hemos arrancado. Vamos por las traviesas viendo el
barranco a nuestros pies. Subidas y bajadas que ponen los
pelos de punta, los pocos que me quedan, sobre todo las
bajadas. La barra de seguridad que nos sujeta al respaldo me
oprime fuertemente el esternón. Cierro los ojos porque no
quiero saber lo que va a pasar cuando nos pongamos cabeza
abajo.
Bajamos como una exhalación, subimos como una flecha, no
sé qué de horripilante pasa, y aterrizamos dulce y suavemente
en la pista de salida.
- ¿Y fue tan impresionante?
- Más, mucho más de lo que se pueda decir. Lo que sí te
puedo asegurar es que no me cogerán en otra igual.
¿Hicimos alguna cosa más antes de llegar al cohete lunar?
Creo que sí. Visitamos el Nautilus del Capitán Nemo, viendo
su camarote, el órgano que tocaba en sus ratos de melancolía
según Julio Verne en "20000 Leguas de Viaje Submarino" y, a
través de una claraboya, un pulpo gigante que amenazaba
con abrazar toda la nave.
Y vimos desde fuera un globo dirigible.
Y quién sabe si algo más.
Pero el artilugio creo que se llamaba Space Mountain. Era un
largo cohete inclinado. De cuando en cuando lo disparaban,
y hasta echaba humo por debajo. ¡Qué cosa más curiosa!
¡Qué divertido! ¡Tenemos que montar ahí!
Y hétenos de nuevo en otra cola. En unos carteles en francés
paladino empiezan diciéndonos que no se permite montar a
menores de 1,40 de altura. No es nuestro caso.
Más adelante dicen que se retiren los que sufren del corazón.
Y que es completamente desaconsejado a las embarazadas.
Tampoco es mi caso, al menos esto último.
Luego, cuando leo no sé qué de 360 grados veo que he trope
zado nuevamente en la misma piedra. ¿Cómo volver atrás?
¿Cómo seguir adelante sin perecer en el intento? Mirándolo
bien, ¿qué hago yo en esta cola ahora que empiezo a estar
más cerca de los 70 años que de los 60?
Y mi hermano coge, ¡para colmo!, la primera fila. La más
peligrosa, sin nadie delante que te defienda o te sirva de col
chón en caso de estrellarte. Y, claro, tengo que sentarme a su
lado.
Nuestras dos mujeres (lo único sensato del grupo) entran por
un lado del vagón y salen por el otro, y se quedan esperándo
nos en el andén. El cohete está compuesto por una fila de
vagones de los que el primero, el nuestro, es puntiagudo.
La barra delantera de seguridad no me aprieta ahora, pero
tiene una holgura que no presagia nada bueno.
El cohete se dispara. Entre nubes de vapor se lanza cuesta
arriba por la vía inclinada. Se para. Por un momento me hago
la ilusión de que habrán suspendido el lanzamiento. Nuevo
disparo. Subimos hasta lo alto de la rampa y de allí caemos
en picado. Cierro los ojos y los aprieto, para ver si me salvo
de la quema como en el templo maldito.
Ante los gritos de los acompañantes los abro y veo que esta
mos en la oscuridad más completa. ¿De qué me sirve tener
los ojos cerrados?
Entre subidas y bajadas veo innumerables estrellas en un
negro firmamento. Me siento como don Quijote montado en
su clavileño paseando por las regiones etéreas.
Ante una nueva sacudida vuelvo a cerrar los ojos, hasta que
oigo a mi hermano que grita:
- ¡La luna!... ¡La luna!...
Abro tímidamente un
ojo. Ante nosotros, una
vista majestuosa de la
luna a la que nos vamos
acercando poco a poco.
- ¡Qué maravillaaaaa!...
Pero algo ha debido
fallar. Caemos casi en
vertical. Aprieto los ojos
a tope. Lo del "looping"
de antes me parece
ahora una niñería. No
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sé lo que pasa pero creo que vamos girando como un gi
gantesco sacacorchos, como si nos sacudieran las ondas
cósmicas.
Como si fuera Goliat el que girase la honda en lugar de David
y nosotros fuésemos la piedra.
Y, al fin, el aterrizaje suave en la propia pista de lanzamiento.
- Sólo ha durado dos minutos -dice mi mujer que nos está
esperando.
- ¿Dos minutos? ¿Y dónde metemos todo lo que nos ha
pasado?
- ¡Qué blanco estás! -añade- ¿Te has mareado?
- ¿Mareado yo? ¡Qué va!
Y miro de reojo a una colegiala tendida en el suelo a la que
está atendiendo un médico. Ha cometido la temeridad de
montar en el cohete anterior.
- ¡Si me pagan un viaje a París -me sale del alma- con la
condición de que monte otra vez en este aparato, no acepto
el regalo!
- Bueno, bueno. Pero visteis muchas cosas más. Me han con
tado algo del Palacio de Versalles. Algo de una peana que no
tenía estatua.
- Sí, sí. Pero eso es ya otra historia... f