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Jean Ray

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La callejuela tenebrosa En un muelle de Rótterdam, los cabrestantes extraían de las bodegas de un barco de carga fardos de papeles viejos prensados. El viento los erizaba de banderillas multicolores cuando, de repente, uno de ellos estalló como una barrica al prenderse fuego.

Los trabajadores del muelle contuvieron, a apresurados paletazos, la avalancha voladora, pero una gran parte fue abandonada a la alegría de los niños judíos que espigan el eterno otoño de los puertos.

Entre los papeles dispersos había hermosos grabados de Pearson cortados en dos por orden de la aduana; paquetes verdes y rosas de acciones y obligaciones, últimos vestigios de resonantes bancarrotas; libros estropeados cuyas páginas habían permanecido unidas como manos desesperadas.

Mi bastón merodeaba por entre este inmenso residuo del pensamiento, donde ya no existía la vergüenza ni la esperanza.

De toda aquella prosa inglesa y alemana retiré algunas páginas pertenecientes a Francia: números del Magazin Pittoresque, sólidamente atados y un poco chamuscados por el fuego.

Fue hojeando la revista tan primorosamente ilustrada y tan lúgubremente escrita, como descubrí los dos cuadernos: uno, redactado en alemán; el otro, en francés. Sus autores, al parecer, no se conocían; sin embargo, hubiérase dicho que el manuscrito francés vertía un poco de claridad sobre la angustia negra que emanaba del primer cuaderno como humareda deletérea.

¡Para que la luz pudiese hacerse sobre este relato que parecía asediado por las peores fuerzas hostiles!

La tapa del cuaderno llevaba un nombre: Alphonse Archiprête, seguido de la palabra Lehrer.

Traduje las páginas alemanas:

EL MANUSCRITO ALEMÁN

«Escribo esto para cuando Hermman regrese del mar.»Si no me encuentra; si, con mis desgraciadas amigas, me he hundido en el misterio feroz que nos rodea, quiero que conozca nuestros días de terror por medio de este cuadernillo.»Será la prueba más sincera que podré darle de mi cariño, porque es preciso en una mujer un valor real para escribir un diario en semejantes horas de locura. Lo redacto también para que rece por mí, si cree que mi alma está en peligro…»Después de la muerte de mi tía Hedwige, no he querido continuar viviendo en nuestra triste mansión del Holzdamm.»Las señoritas de Rückhardt me ofrecieron su casa de la Deichstrasse. Ocupan un amplio apartamento en la espaciosa mansión del consejero Hühnebein, un viejo solterón que no abandona el piso bajo, repleto de libros, de cuadros y de litografías.»Lotte, Eléonore y Méta Rückhardt son unas adorables solteronas que se desviven por hacerme la vida agradable. Conmigo ha venido nuestra criada Frida, que le ha caído en gracia a la anciana Frau Pilz, la admirable cocinera de las Rückhardt, de la que se dice que ha rechazado ofertas ducales por permanecer al humilde servicio de sus amas.

»Aquella noche…»Aquella noche, que introdujo en nuestra querida y tranquila vida el más horroroso de los espantos, no quisimos acudir a una fiesta en el Tempelhof porque llovía a cántaros.»Frau Pilz, a quien le gusta que nos quedemos en casa, nos hizo una cena famosa entre todas: truchas asadas a fuego lento y un budín de gallina. Lotte había realizado un verdadero registro en la bodega para buscar una botella de aguardiente de El Cabo, que envejecía desde hacía veinte años. Una vez quitada la mesa, el precioso licor oscuro fue vertido en copas de cristal de Bohemia.

»Eléonore sirvió té de China, del Su-Chong, que nos trae de sus viajes un anciano marino de Brema.»A través de las ráfagas de lluvia oímos dar las ocho en el reloj del campanario de Saint-Pierre. Frida, que estaba sentada junto al fuego de la chimenea, hincó la nariz en la Biblia ilustrada que no sabía leer, pero cuyos grabados le gustaba mirar, y pidió autorización para irse a acostar. Las cuatro restantes nos quedamos eligiendo sedas de colores para el bordado de Méta.

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»En el piso de abajo, el consejero cerró su habitación con doble vuelta de llave. Frau Pilz subió a la suya, situada al fondo del piso, y le dimos las buenas noches a través de la puerta, añadiendo que el mal tiempo nos impediría, seguramente, tener pescado fresco para la comida del día siguiente. De la casa vecina, el roto canalón dejaba caer una pequeña catarata que golpeaba las losas de la calle con gran ruido. Del fondo de la calle llegó la fuerte galopada del huracán. Desaparecida, el sonido de la caída del agua se hizo más sonoro, y una ventana golpeó en los pisos superiores.

»—Es la de la buhardilla —dijo Lotte—. Apenas cierra.»Luego levantó la cortina de terciopelo granate y miró a la calle:»—Nunca hizo una noche semejante— dijo.

»A lo lejos, la carraca de un sereno anunció la media.»—No tengo nada de sueño —continuó Lotte—. Pero, aunque lo tuviera, no sentiría deseo alguno de meterme en la cama. Me parecería que me seguía la oscuridad de la calle, acompañada del viento y la lluvia.»—¡Tonta! —dijo Eléonore, que no era muy expresiva—. Bueno, puesto que no nos acostamos, hagamos como los hombres: volvamos a llenar las copas.»Después, el silencio invadió la sala.

»Eléonore fue a poner en un candelero tres de aquellas velas que dieron fama al fundidor de cera Sieme y que lucían con una hermosa llama rosada, expandiendo un delicioso olor a flores y esencias.»Me daba cuenta de que se quería dar a aquella noche, tan lúgubre en el exterior, un tono de fiesta y de alegría que no llegaba a cuajar, no sé por qué.»Veía la cara enérgica de Eléonore, provista de una sombra repentina de mal humor; me parecía también que Lotte respiraba dificultosamente. Sólo el rostro de Méta se inclinaba plácidamente sobre su bordado. Sin embargo, la notaba atenta, como si tratara de detectar un ruido en el fondo del silencio.

»En ese preciso instante, la puerta se abrió. Entró Frida. Se acercó vacilante a la butaca colocada al lado del fuego y se dejó caer en ella, con los ojos huraños fijos, a intervalo, en cada una de nosotras.»—Frida —grité—, ¿qué pasa?»Suspiró profundamente, murmurando a continuación algunas palabras inteligibles.»—Está dormida todavía— dijo Eléonore.»Frida hizo un enérgico signo negativo. Hacía violentos esfuerzos por hablar. Le alargué una copa de aguardiente de El Cabo, que se bebió de un trago, como hacen los cocheros y los mozos de cuerda.»En cualquier otro momento nos hubiera ofendido, más o menos, aquel gesto vulgar; pero Frida tenía un aspecto tan desconsolado y, además, desde hacía algunos minutos nos desenvolvíamos en una atmósfera tan deprimente, que aquello pasó inadvertido.—»Señorita —dijo Frida—, hay…»Su mirada, calmada por un momento, volvió a recobrar su expresión huraña.»—No sé— murmuró.»Eléonore golpeó la mesa con tres golpecitos secos.»—No, no puedo decir eso— continuó Frida.»Eléonore lanzó una exclamación de impaciencia.»—¿Pasa algo?.. ¿Qué ha visto u oído usted? En fin, ¿qué le sucede, Frida?»—Hay, señorita… —Frida pareció reflexionar profundamente—. No sé expresarlo como yo quisiera…, pero hay un enorme miedo en mi habitación.»—¡Ah!— exclamamos las tres, tranquilizadas e inquietas a la vez.»—Ha sufrido usted una pesadilla —dijo Méta—. Conozco eso. Cuando uno se despierta de ella, esconde la cabeza debajo de las mantas.»Pero Frida negó de nuevo.»—No es eso, señorita. Yo no había soñado. Me desperté simplemente, y entonces fue… ¡Oh! ¿Cómo haría para que me comprendieran?.. Pues bien: había un enorme miedo en mi habitación.»—¡Dios mío, pero eso no explica nada!— dije yo a mi vez.»Frida movió la cabeza con desesperación:»—Preferiría pasarme toda la noche sentada en la puerta, soportando la lluvia, antes que volver a esa maldita habitación. ¡Oh, no volveré!»—Pues yo iré a ver qué pasa en ella, grandísima loca— dijo Eléonore, echándose un chal por los hombros.

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»Titubeó un instante delante de la vieja tizona de papá Rückhardt, colgada entre los títulos universitarios; se encogió de hombros y, tomando el candelabro de las velas rosadas, salió dejando tras sí un rastro perfumado.»—¡Oh, no la dejen ir sola!— gritó Frida, asustada.»Con lentitud nos acercamos a la escalera. El resplandor producido por las velas del candelabro de Eléonore se perdía ya en el descansillo de las buhardillas.»Permanecimos solas en la semioscuridad de los primeros escalones. Oímos a Eléonore empujar una puerta. Hubo un minuto de silencio agobiante. Sentí que la mano de Frida se crispaba en mi cintura.»—No la dejen sola— gemía.»Al mismo tiempo estalló una risa tan horrible que preferiría morir a oírla de nuevo. Casi al mismo tiempo, Méta, alzando una mano, exclamó:»—¡Allí!.. ¡Allí!.. Una cara… Allí…»Inmediatamente la casa se llenó de rumores. El consejero y Frau Pilz aparecieron en medio de la aureola amarilla de velas blandidas.»—Mademoiselle Eléonore —hipó Frida—. ¡Dios mío! ¿Cómo vamos a encontrarla?

»Aterradora pregunta, a la cual responderé yo inmediatamente:

»—No la encontramos jamás.»La habitación de Frida estaba vacía. El candelabro estaba colocado en el suelo y las velas continuaban ardiendo tranquilamente con su suave luz rosada.

»Registramos la casa, los armarios, los tejados. Jamás volvimos a ver a Eléonore.»Se comprende rápidamente por qué no hemos podido contar con la ayuda de la policía. Encontramos despachos invadidos por una muchedumbre enloquecida, muebles caídos, cristales rotos y funcionarios sacudidos como peleles. Porque aquella misma noche desaparecieron ochenta personas: unas al volver a su domicilio; otras, en sus propias casas.»Con el mismo golpe, el mundo de las hipótesis corrientes se cierra, quedándonos solamente el de las aprehensiones sobrenaturales.

»Han pasado algunos días después de aquel drama. Vivimos una existencia triste, llena de lágrimas y de terror.»El consejero Hühnebein ha mandado colocar una espesa pared de madera de pino que cierra el piso de las buhardillas.»Ayer yo buscaba a Méta. Empezábamos a lamentarnos temiendo una nueva desgracia, cuando la encontramos acurrucada delante de la pared de madera, con los ojos secos y una expresión de ira en su rostro, de ordinario tan dulce.»Tenía en la mano la tizona de papá Rückhardt y parecía disgustada por haber sido importunada.»Hemos intentado preguntarle sobre la cara que había entrevisto, pero nos ha mirado como si no nos comprendiese.»Por lo demás, permanece sumida en un mutismo absoluto, y no sólo no responde ya, sino que parece ignorar nuestra presencia a su alrededor.

»Miles de historias, las unas más inverosímiles que las otras, corren por la ciudad. Se habla de una liga secreta y criminal; se acusa a la Policía de negligencia y de algo peor; los funcionarios han sido obligados a dimitir.»Como es lógico, eso no ha servido para nada.»Se han cometido crímenes extraños. Cadáveres destrozados con furia se descubren al despuntar la aurora.»Las fieras no podrían demostrar un encarnizamiento mayor que el manifestado por los misteriosos asesinos.»Si algunas de las víctimas son despojadas de sus objetos de valor, la mayoría de ellas no lo son, y eso extraña a todo el mundo.»Pero yo no quiero ocuparme de lo que pasa en la ciudad. Se encontrará mucha gente que lo cuente de viva voz. Quiero ceñirme al cuadro de nuestra casa y de nuestra vida, que, para ser tan reducido, no está rodeado de mucho menos terror y desesperación.

»Los días pasan. Abril ha llegado, más frío, más ventoso que el peor mes invernal. Permanecemos agazapadas cerca del fuego. A veces, el consejero Hühnebein sube a hacernos compañía y a darnos lo que él llama valor.»Consiste eso para él en temblar por todos sus miembros, con las manos extendidas hacia la lumbre; en beberse enormes jarros de ponche; en sobresaltarse a cada ruido y en exclamar, cinco o seis veces a la hora:»—¿Han oído ustedes?.. ¿Han escuchado ustedes?..

»Frida ha destrozado su Biblia, y en cada puerta, en cada cortina, en el rincón más absurdo, hemos encontrado páginas de ella pegadas o sujetas con alfileres. Ella espera, de tal forma, conjurar los espíritus del mal.

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»La dejamos hacer, y como han pasado algunos días en paz, no dejamos de encontrar buena la idea. De esa forma, toda imagen santa está expuesta ahora a la luz del sol…

»¡Ay! Nuestro desencanto debía de ser terrible. La jornada había sido tan sombría, las nubes tan bajas, que la noche cayó muy temprano. Yo salía del salón para poner una lámpara en el enorme descansillo, porque desde la noche terrorífica cubrimos la casa entera de luminarias y los vestíbulos y las escaleras permanecen alumbrados hasta la aurora, cuando oí un murmullo en el piso alto.»Aún no era completamente de noche. Subí valerosamente y me encontré ante las caras espantadas de Frida y de Frau Pilz, que me hicieron señas de que me callase, señalándome la pared recientemente construida.»Me puse al lado de ellas, adoptando su silencio y su atención. Entonces oí un ruido indefinible al otro lado de la pared de madera, como si caracolas gigantes hiciesen alternar sus tumultos de muchedumbres lejanas.»—Mademoiselle Eléonore— gimió Frida.»La respuesta llegó en seguida, arrojándonos, aullando, escaleras abajo. Un prolongado grito de terror se dejó oír, pero que no llegaba del otro lado de la pared de madera, sino de abajo, de las habitaciones del consejero.»Al mismo tiempo le oímos pedir socorro con todas sus fuerzas. Lotte y Méta corrían ya por el descansillo.»—Tenemos que acudir— dije, valerosa.»No habíamos dado tres pasos cuando un nuevo grito de angustia se dejó oír, esta vez por encima de nuestras cabezas.»—¡Socorro!.. ¡Socorro!»Estábamos rodeadas de llamadas de pavor: abajo, las de Herr Hühnebein; en el piso de arriba, las de Frau Pilz, ya que habíamos reconocido su voz.»—¡Socorro!— oímos gritar más débilmente.»Méta había cogido la bujía que yo había colocado en el descansillo. A medio camino de la escalera encontramos a Frida sola.»Frau Pilz había desaparecido.

•••

»Al llegar a este punto de mi relato debo expresar mi admiración por el tranquilo valor de Méta Rückhardt.»—Ya no podemos hacer nada aquí —dijo, rompiendo un silencio obstinado de varios días—. Vamos abajo…»Llevaba en la mano la tizona paterna y no hacía grotesco. Se notaba que ella se serviría de la espada como un hombre.»La seguimos subyugadas por su fuerza y valentía.»El gabinete de trabajo del consejero estaba iluminado como para una kermesse de feria. El pobre hombre no había dejado a la oscuridad ningún lugar donde introducirse. Dos enormes lámparas de globos de porcelana blanca flanqueaban la chimenea como dos lunas tranquilas. Una pequeña araña de cristal, estilo Luis XV, colgaba del techo, arrojando los reflejos de sus prismas como si fueran puñados de piedras preciosas. En cada rincón, en el suelo, un candelabro de cobre o de gres portaba una vela encendida. Sobre la mesa, una hilera de velas largas parecía velar un catafalco invisible. Nos paramos deslumbradas, pero fue en vano que buscásemos al consejero.»—¡Oh! —exclamó de pronto Frida en voz baja—. Miren. Está allí. Escondido detrás de la cortina de la ventana.»Con ademán brusco, Lotte descorrió la pesada cortina. Herr Hühnebein estaba allí, inmóvil, inclinado fuera de la ventana abierta.»Lotte se acercó. Inmediatamente retrocedió lanzando una exclamación de espanto:»—No miren, no miren… ¡Por amor de Dios, no miren! ¡Él… no tiene… ya… cabeza!»Vi a Frida vacilar, a punto de desvanecerse y caerse, cuando la voz de Méta nos volvió a todas a la razón.»—¡Atención! ¡Aquí hay peligro!»Nos apretamos junto a ella, sintiéndonos protegidas por su presencia de ánimo. De pronto, algo guiñó en el techo y vimos, llenas de terror, que la sombra había invadido los dos rincones opuestos de la habitación, donde las luces acababan de apagarse súbitamente.»—¡Rápido! —exclamó Meta—. ¡Proteged las luces!.. ¡Oh!.. Allí…, allí está…»Al mismo tiempo, las lunas blancas de la chimenea estallaron, escupieron un chorro de llama humosa y se desvanecieron.»Méta permanecía inmóvil, pero su mirada recorría la habitación con fría rabia, que no le conocía yo.»Soplaron a las velas que se hallaban sobre la mesa. Sólo la araña de cristal continuaba despidiendo una luz tranquila. Vi que Méta no le quitaba ojos. Y, de repente, su tizona cortó el aire y, en un movimiento impetuoso de furor, lanzó una estocada al vacío.»—¡Proteged la luz! —gritó—. Le veo, te tengo ya… ¡Ah!»Entonces vimos cómo la tizona hacía unos movimientos extraños en la mano de Méta, como si una fuerza invisible tratara de arrancársela.»La inspiración feliz y extraña que nos salvó aquella noche procedió de Frida.

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»De pronto, lanzó un grito feroz y, agarrando uno de los pesados candelabros de bronce, saltó al lado de Méta y se puso a golpear el vacío con su reluciente mazo. La tizona quedó inerte, algo muy ligero pareció arrastrarse por el suelo; luego, la puerta se abrió sola y un clamor desgarrador se elevó.»—Uno— dijo Méta.

»Se me podría preguntar: «¿Por qué se obstinaban ustedes en habitar una casa tan criminalmente embrujada?»»Más de cien casas se hallan en el mismo caso. Ya no se cuentan los crímenes ni las desapariciones. Apenas si se comentan. La ciudad está entristecida. Las personas se suicidan por docenas, prefiriendo esta muerte a la que dan los verdugos fantasmas. Y, además, Méta quiere vengarse. Es ella, ahora, quien acecha a los invisibles.

»Ha vuelto a caer en su obstinado mutismo; solamente nos ha ordenado que, una vez caída la noche, cerremos puertas y contraventanas. En cuanto oscurece, las cuatro ocupamos el salón, convertido en dormitorio y en comedor. De allí no salimos hasta por la mañana.»He preguntado a Frida sobre su curiosa intervención armada; pero sólo me ha dado una respuesta confusa.»—No sé —dijo—. De repente me pareció haber visto una cosa, una cara.»Se detuvo apurada.»—No encuentro palabras para expresar lo que es —continuó—. Pero sí: es el gran miedo que, durante la primera noche, estaba metido en mi habitación.»Es todo cuanto obtuve de ella. Pero nuestros corazones debían conocer hasta el fin todos los sufrimientos.

»A mediados de abril, una noche en que Lotte y Frida tardaban en volver de la cocina, Méta abrió la puerta del salón y les gritó que se dieran prisa.»Vi que las sombras habían invadido ya el descansillo y el vestíbulo.»—¡Ya vamos! —respondieron ambas al unísono—. ¡Ya vamos, sí!»Meta entró y cerró la puerta. Se hallaba atrozmente pálida. De abajo no llegaba ningún ruido. Esperé en vano el de los pasos de las dos mujeres. El silencio pesaba como agua amenazadora contra la puerta.»Méta la cerró con llave.»—¿Qué haces? —le pregunté—. ¿Y Lotte y Frida?»—Es inútil esperarlas— respondió con voz sorda.»Sus ojos fijaron la mirada sobre la espada, inmóviles y terribles. La noche llegó, siniestra.»Fue así como Lotte y Frida desaparecieron a su vez en el misterio.

•••»¡Dios mío! ¿Qué es esto?»Existe una presencia en la casa, pero una presencia sufriente y herida, que trata de que le presten ayuda. ¿Duda Méta de ella? Está más taciturna que nunca, pero atranca puertas y ventanas de una forma que más bien me produce la impresión de que quiere evitar una fuga que una intrusión.»Mi vida se ha convertido en una soledad espantosa.»La propia Méta tiene la apariencia de un espectro irónico.»Durante el día, me encuentro a veces con ella en corredores inesperados. Siempre lleva la espada en la mano derecha; en la otra, una potente linterna eléctrica cuyo rayo de luz introduce en todos los rincones oscuros.

»Una vez, después de uno de estos encuentros, me dijo con bastante mal humor que sería mejor que me fuese al salón, y como yo obedeciese a pasos lentos, me gritó con voz furiosa, a mi espalda, que no me metiese jamás en sus proyectos…»¿Conocería Méta mi secreto?»Ya no era el rostro plácido que se inclinaba, apenas hacía unos días, sobre el bordado de sedas brillantes, sino un rostro salvaje donde ardía una doble llama de odio que a veces lanzaba sobre mí. Porque yo poseía un secreto.»¿Fue la curiosidad, la perversidad o la piedad lo que me hizo actuar?»¡Oh! Ruego a Dios con todo mi corazón que sea un sentimiento de caridad el que me haya animado; bondad, lástima, y nada más.»Acababa de echar agua limpia en el lavadero cuando una queja ensordecida llegó a mis oídos.»—¡Ay!.. ¡Ay!»No pensé más que en nuestras desaparecidas y miré a mi alrededor.»Había allí una puerta bastante bien disimulada que conducía a un reducto en donde el infortunado Hühnebein amontonaba cuadros y libros, entre el polvo y las telarañas.»—¡Ay, ay!..»Ese lamento procedía del interior. Entreabrí la puerta y sondeé con la mirada la penumbra grisácea del lugar. Todo allí era normal y tranquilo. El lamento había cesado.

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»Di algunos pasos… y, de repente, me sentí agarrada por el vestido. Di un grito. Inmediatamente, el lamento se produjo más cerca de mí, doloroso, suplicante:»—¡Ay, ay!..»Y en el cántaro que yo llevaba propinaron algunos golpecitos.»Lo dejé en el suelo. Oí un ligero chapoteo, como si un perro bebiese tranquilamente, y, en efecto, el líquido del cántaro disminuía.»¡La Cosa, el Ser, bebía!»¡Ay, ay!..»En mi cabello sentí una caricia; un roce más suave que un hálito.»—¡Ay, ay!..»Entonces el lamento se convirtió en lloro humano, en sollozos de niño, y sentí piedad por el monstruo invisible que sufría.»Pero sonaron pasos en el vestíbulo. Me puse las manos en los labios y el Ser se calló.»Sin ruido, cerré la puerta del reducto secreto. Méta avanzaba por el pasillo.»—¿Has gritado?— preguntó.»—Se me escurrió el pie…»Me había convertido en cómplice de un fantasma.

•••

»Llevé leche, vino y manzanas. Nada se produjo. Cuando regresé, se habían bebido la leche hasta la última gota; pero el vino y la fruta continuaban intactos. Luego, una especie de brisa me rodeó y pasó largamente sobre mis cabellos…»Volví una y otra vez, llevando siempre leche fresca.»La dulce voz no lloraba ya; pero el roce de la brisa era más intenso, más ardiente hubiérase dicho.»Méta me mira, al parecer, sospechosa; ronda alrededor del reducto de los libros…»He elegido un refugio más seguro para mi enigmático protegido. Se lo he explicado por signos. ¡Qué raro parece eso de hacer gestos en el vacío! Pero me comprendió. Me seguía como un soplo a lo largo de los pasillos cuando, bruscamente, tuve que esconderme en una rinconera.»Una débil luz de fotóforo yacía sobre las losas. Vi a Méta bajando una escalera de caracol situada al fondo de un pasillo. Andaba a pasos de lobo, ocultando a medias la luz de su proyector. La espada relucía. Entonces sentí que el Ser, que estaba a mi lado, tenía miedo. La brisa se movió alrededor de mí, febril, nerviosa, y escuché de nuevo la queja:»—¡Ay, ay!..»Los pasos de Méta se perdieron en resonancias lejanas. Hice un gesto tranquilizador y gané el nuevo refugio: una especie de gabinete-alacena que creo casi desconocido y, sobre todo, jamás visitado.»El soplo se posó durante un minuto en mi boca y sentí una extraña vergüenza…

»Llegó el mes de mayo.»Los seis metros cuadrados de jardincillo, que el pobre y querido Hühnebein empapó con su sangre, están cuajados de florecillas blancas.»Bajo el magnífico cielo azul, la ciudad apenas bulle. Sólo un paciente rumor de puertas que se cierran, de cerrojos que se corren y de llaves que se echan, responden a los chillidos de las golondrinas.»El Ser se ha vuelto imprudente. Trata de verme; de repente lo noto a mi alrededor. No puedo describir eso: es una sensación de enorme ternura la que me rodea. Intento hacerle comprender que temo a Méta, y lo siento desaparecer como una brisa que cesa.»Soporto mal la mirada inflamada de Méta.

•••

»Día 4 de mayo. Fue el fin brutal.»Nos hallábamos en el salón con las lámparas encendidas. Yo cerraba las contraventanas. De repente, noté su presencia. Hice un gesto desesperado y, al volverme, me encontré con la mirada de Méta terriblemente reflejada en el espejo.»—¡Traidora!— gritó.»Y cerró la puerta con rapidez.»Él estaba prisionero con nosotras.»—Lo sabía —silbó Méta—. Te vi salir con cuencos llenos de leche, hija del diablo. Tú le has dado fuerza mientras se moría de la herida que yo le inferí la noche de la muerte de Hühnebein. ¡Porque tu fantasma es vulnerable! Va a morir ahora mismo, y creo que, para él, morir es tan atroz como para nosotras. ¡Después te llegará a ti el turno, desastrada! ¿Me oyes?»Había gritado eso en frases entrecortadas. Inesperadamente, desenvolvió su fotóforo.

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»El rayo de luz blanca atravesó la habitación y vi evolucionar dentro de él un ligero humo gris.»La espada golpeó este humo con toda su fuerza.»—¡Ay, ay!— exclamó la voz desgarradora.»Y, de pronto, sin habilidad, pero con acento de ternura, se oyó pronunciar mi nombre. Avancé y, de un puñetazo, arrojé la linterna al suelo. El rayo de luz desapareció.»—¡Méta! supliqué—. Escúchame… Ten piedad.»La cara de Méta se convulsionó en una máscara de furor demoníaco.»—¡Traidora mil veces!— rugió.»La espada dibujó una letra fulgurante ante mis ojos. Recibí una estocada encima del seno izquierdo y caí de rodillas.»Alguien lloró desconsoladamente a mi lado, suplicando extrañamente a Méta a su vez. De nuevo se alzó la hoja. Traté de encontrar las palabras de contrición suprema que nos reconcilian para siempre con Dios; pero vi congelarse súbitamente la cara de Méta y de sus manos caer la espada.»Algo susurró cerca de nosotros, y vi una débil llama desenrollarse como una cinta y prender vorazmente en las tapicerías.»—¡Ardemos! —gritó Meta—. Todos juntos… ¡Malditos!»Entonces, en ese segundo donde todo iba a sumergirse en la muerte, se abrió la puerta y entró una anciana, descomunal, inmensa, de la que sólo veía los terribles ojos verdes brillando en una cara inaudita.»Una mordedura de fuego atravesó mi mano izquierda. Mientras mis fuerzas me lo permitieron, retrocedí. Vi aún a Méta en pie, inmóvil, con una extraña mueca en la cara, y comprendí que su alma también había volado.»Luego, los ojos sin pupilas de la monstruosa anciana registraron, lentamente, la habitación, que invadía el fuego, y su mirada se posó en mí.

»Termino de escribir este relato en una casita desconocida. ¿Dónde estoy? Sola. Sin embargo, todo esto está lleno de ruidos; una presencia invisible, aunque desenfrenada, está en todas partes. Él ha vuelto. He oído pronunciar de nuevo mi nombre de esta forma inhábil y dulce…»

•••

Así termina, como cortado a cuchillo, el manuscrito alemán.

EL MANUSCRITO FRANCÉS

«Ahora estoy seguro. »Me señalaron al cochero más antiguo de la ciudad en la taberna Kneipe, donde se bebe la cerveza de octubre más espirituosa y perfumada. »Le invité a beber; luego le ofrecí tabaco azafranado y un daalder de Holanda. Juró que yo era un príncipe. »—Un príncipe, claro que sí —exclamó—. ¿Qué hay más noble que un príncipe?.. ¡Que vengan todos los que me contradigan, y les cruzaré con el cuero de mi látigo! »Le señalé su droschke, amplio como una salita de espera. »—Ahora, lléveme al callejón de Sainte-Bérégonne. »Me miró atónito. Luego, estalló en carcajadas. »—Es usted un tipo gracioso. ¡Oh, sí, muy gracioso! »—¿Por qué? »—Porque es ponerme a prueba. Conozco todas las calles de la ciudad. ¿Qué digo las calles?.. ¡Los adoquines! Y no existe ninguna calle de Sainte-Béré…, ¿qué? »—Bérégonne. Dígame: ¿no está por la parte de la Mohlenstrasse? »—Pues no —dijo con tono terminante—. Eso existe aquí como el Vesubio en San Petersburgo. »Nadie mejor que él conocía la ciudad; nadie sabía sus recovecos mejor que este magnífico bebedor de cerveza. »Un estudiante que, en una mesa vecina, escribía una carta de amor y nos escuchaba, añadió: »—Además, no existe ninguna santa de ese nombre. »Y la mujer del tabernero replicó con cierta rabia: »—No se fabrican nombres de santos como si fueran salchichas judías. »Calmé a todo el mundo con vino y cerveza del año, y una gran alegría anidó en mi corazón. »Ese schutzmann que desde por la mañana hasta por la noche recorre la Mohlenstrasse, tiene una cabeza masiva de dogo inglés; pero se ve que es hombre que conoce su oficio. »—No —dijo lentamente, de regreso de un largo viaje por entre sus pensamientos y sus recuerdos—, eso no existe por aquí, ni en toda la ciudad. »Ahora bien: por encina de su hombro veo el corte amarillo del callejón de Sainte-Bérégonne, entre la destilería Klingbom y una tienda de granos y semillas anónima.

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»Debo volverme con una velocidad descortés para no mostrar mi dicha. ¿El callejón de Sainte-Bérégonne? ¡Ah, ah! No existe ni para el cochero, ni para el estudiante, ni para el agente de policía local, ni para nadie. »¡Existe solamente para mí!

••• »¿Cómo he hecho este extravagante descubrimiento? »Pues…, por una observación casi científica, como se diría pomposamente en nuestro cuerpo doctoral. »Mi colega Seiffert, que enseña Ciencias Naturales, haciendo estallar en las narices de sus alumnos balones llenos de gases extraños, no encontraría nada que censurar. »Cuando recorro la Mohlenstrasse, debo franquear, para pasar de la tienda de Klingbom a la de los granos y semillas, cierta distancia que recorro en tres pasos, lo cual me lleva un par de segundos. Por el contrario, he observado que las gentes que recorren el mismo camino pasan inmediatamente de la casa del destilador a la del semillero sin que sus siluetas se proyecten sobre el hueco del callejón de Sainte-Bérégonne. »Después, preguntando hábilmente a unos y a otros, he llegado a saber que para todos y en el plano catastral de la ciudad, sólo una pared medianera separa la destilería Klingbom del inmueble del vendedor de granos. »De ello he sacado la conclusión que para todo el mundo, excepto para mí, esta callejuela existe más allá del tiempo y del espacio. »Me divierto mucho al escribir esta frase, con la que mi colega Mitschlaf sazona copiosamente su curso de Filosofía: Más allá del tiempo y del espacio. »¡Ah, ah! Si él supiese tanto como yo sobre este tema… ¡Es un pedante con cara de búfalo! Pero todo lo que él cuenta de esas ciudades de humo son pobres fantasías que no pueden aferrar más que los frágiles sueños de algunos ignorantes. »Hace varios años que yo conozco esta callejuela misteriosa, pero jamás me he aventurado por ella, y creo que personas más valerosas que yo hubieran vacilado en hacerlo. »¿Qué leyes rigen este espacio desconocido? Una vez agarrado por su misterio, ¿me devolverá a mi mundo? »Me he forjado, por último, razones diversas para convencerme de que este mundo era inhospitalario para un ser humano, y mi curiosidad ha capitulado ante el miedo. »Sin embargo, lo poco que yo veía de esta escapada sobre lo incomprensible, ¡era tan trivial, tan ordinario, tan mediocre!.. »Debo confesar que la vista estaba cortada inmediatamente, a diez pasos, por una curva brusca de la callejuela. Por tanto, todo lo que yo podía ver eran dos altas tapias mal encaladas y sobre una de ellas algunos caracteres en carbón: Sankt-Beregonne gasse. Además, un empedrado verdoso y desgastado que faltaba un poco antes de llegar a la curva cerrada, y un suelo informe que dejaba brotar los viburnos. »Este arbusto enclenque me parecía que vivía según nuestras estaciones, porque yo le veía, a veces, con un poco de verdor y algunas bolas de nieve entre sus ramitas. »Hubiera podido hacer curiosas observaciones en cuanto a la yuxtaposición de esta loncha de un cosmos desconocido sobre el nuestro; pero eso me hubiera obligado a estancias más o menos largas en la Mohlenstrasse, y Klingbom, que me veía con frecuencia mirar fijamente a sus ventanas, concibió sospechas injuriosas para su esposa y me lanzaba miradas feroces. »Por otra parte, yo me preguntaba por qué, dentro de la vastedad del mundo, ese extraño privilegio me tocó en suerte a mí solo. »Yo me pregunto, digo… »Y ello me lleva a pensar en mi abuela materna. Aquella mujer, alta y sombría, que hablaba tan poco y que parecía seguir, con sus inmensos ojos verdes, las peripecias de otra vida en la pared que tenía delante. »Su historia era oscura. Mi abuelo, que era marino, la había arrancado, según parece, de manos de los piratas de Argelia. »A veces ella paseaba sus largas manos blancas por encima de mis cabellos, murmurando: »—Él quizá… ¿Por qué no?.. ¿Después de todo..? »Lo repitió la noche en que moría, añadiendo, mientras su mirada moribunda erraba por entre las sombras: »—Él irá quizá… allí donde yo no pude volver… »Aquel día soplaba una terrible tempestad. Cuando mi abuela murió y cuando se encendían los cirios, un inmenso pájaro de tempestad rompió los cristales de la ventana y fue a agonizar, sangrante y amenazador, sobre el lecho de la muerta. »Es la única cosa especial que recuerdo de mi vida; pero eso ¿tiene alguna relación con el callejón de Sainte-Bérégonne? »Fue la rama del viburno quien hizo surgir la aventura.

••• »¿Soy sincero completamente al buscar en aquello este capirotazo inicial que puso en movimiento los mundos y los acontecimientos? »¿Por qué no hablar de Anita? »Hace algunos años, las abras hanseáticas veían llegar aún, saliendo de las brumas como bestias avergonzadas, extraños y pequeños navíos enjarciados al estilo latino: tartanas, sacolevas o speronares.

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»Inmediatamente una risa colosal conmovía el puerto, llegando hasta las más sórdidas cervecerías; risa, los patronos descargadores rendían a ella sus bebidas, y los marineros de Holanda, de rostros de cuadrantes de reloj, masticaban sus largas pipas de espuma blanca de Gouda. »—¡Ah! —exclamaban—. He aquí los lugares de sueño. »Yo he sentido cada vez mi alma desgarrada ante esos sueños heroicos que venían a morir en la formidable risa germánica. »Se contaba que las tristes tripulaciones de estos navíos vivían en un sueño loco, a lo largo de las costas doradas del Adriático y del mar Tirreno, situando en nuestro cruel Norte, un país hermoso y fantástico, hermano gemelo de la isla Thulé de los antiguos. »No mucho más inteligentes que sus antepasados del año mil, habían conservado como patrimonio las leyendas de las islas de diamantes y de esmeraldas, leyendas nacidas cuando sus padres tropezaban con la vanguardia deslumbrante de un banco de hielo a la deriva. »El poco progreso que habían experimentado sus mentes en el transcurso de los últimos siglos, la brújula marina, la aguja magnética que señalaba siempre con su punta de metal hacia el Norte, fue para ellos una prueba final del misterio del Septentrión. »Un día que el sueño marchaba como un nuevo Mesías sobre el oleaje picado del Mediterráneo; que las redes no habían pescado más que peces envenenados por el coral del fondo; que Lombardía no había enviado trigo ni harina a las miserables tierras del Sur, habían izado las velas al viento de la tierra. »Su flotilla había erizado el mar con sus duras alas; después, una a una, sus barcas se habían hundido en medio de las tempestades del Atlántico. El golfo de Gascuña había destruido lentamente la flotilla para pasar sus restos a los dientes de granito de la extrema Bretaña. Algunos de esos cascos de gruesa madera fueron vendidos a los mercaderes de maderas de Alemania y Dinamarca. Uno de ellos murió en su sueño, matado por un iceberg que se consumía al sol, a la altura de las islas de Lofoten. »Pero el Norte cubrió de flores las tumbas de esos navíos, proporcionándoles un dulce epitafio: «Las lugres del sueño», que si hace reír a los groseros marineros, a mí me emociona y, si pudiera, me embarcaría en ese sueño, el cual, subido a bordo, permanece allí hasta la consumación de los siglos. »Quizá sea también porque Anita es hija de esos navíos.

••• »Vino de allá abajo, muy pequeña, en los brazos de su madre, en una tartana. La barca fue vendida. La madre murió. Sus hermanitas también. El padre, que partió en un velero de las Américas, no volvió más, ni el velero tampoco. Anita se quedó sola; pero su sueño, que condujo la barca a esos muelles de madera mohosa, no le ha abandonado: ella cree en la suerte nórdica, y la quiere ásperamente, yo diría que casi con odio. »En aquel Tempelhof de las lámparas de luces blancas, Anita baila, canta, lanza flores rojas que vuelven a caer como lluvia de sangre sobre ella o se chamuscan a las llamas cortas de los quinqués. A continuación deambula por entre el público, tendiendo, a guisa de platillo, una concha de nácar rosada. En ella le echan dinero, hasta oro, y es entonces únicamente cuando sus ojos sonríen, fijos un segundo, como una caricia, en el hombre generoso. »Yo he echado oro, oro, yo, humilde profesor de gramática francesa en el Gymnasium, por una mirada de Anita.

••• »Notas breves. »He vendido mi Voltaire. A veces leía a mis alumnos fragmentos de su correspondencia con el rey de Prusia. Esto le gustaba al director del colegio. »Debo dos meses de pensión a Frau Holz, mi patrona. Me ha dicho que es muy pobre… »El administrador del Instituto, a quien he pedido un nuevo adelanto sobre mi sueldo, me ha contestado, con apuro, que le era muy difícil concedérmelo, que el reglamento lo prohibía… No le he escuchado más. Mi colega Seiffert se ha negado rotundamente a prestarme algunos táleros. »He dejado un pesado soberano de oro en la concha de nácar. La mirada de Anita me ha quemado durante mucho tiempo el alma. »Luego he oído reír en los bosquecillos de laureles de Tempelhof y he reconocido a dos bedeles del Gymnasium, que huían en la sombra. »Era mi última moneda de oro. Ya no tengo más dinero… »Al pasar por delante de Klingbom, en la Mohlenstrasse, una calesa de Hanover, con cuatro caballos, me ha rozado. »Asustado, he dado un par de saltos dentro del callejón de Sainte-Bérégonne. Mi mano, maquinalmente, ha desgarrado una rama de viburno. »Está sobre mi mesa. »Me abre, de golpe, un mundo inmenso, como la varita de un mago.

••• »Razonemos, como diría Seiffert, el avaro. »Ante todo, mi asustado retroceso en la callejuela de Sainte-Bérégonne y mi inmediato regreso a la Mohlenstrasse demuestran que ese espacio es de tan fácil acceso y salida para mí como cualquiera otra calle de la ciudad.

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»Sin embargo, la rama es un aporte, digamos… filosófico, inmenso. Ese trozo de árbol es «demasiado» en nuestro mundo. Si en cualquier selva americana cogiese una rama de arbusto y la trajese aquí, no cambiaría con tal acción el número de ramas de árboles que existen en toda la tierra. »Pero, trayendo del callejón de Sainte-Bérégonne esa rama de viburno, aumento ese número en una unidad intrínseca, que todos los crecimientos tropicales no hubieran podido proveer al reino vegetal terrestre, puesto que la he cogido de un plano que, solamente para mí, es de existencia real. »Puedo, pues, gracias a ella importar un objeto al mundo de los hombres, y en él nadie podrá disputarme su propiedad. ¡Ah! Nunca propiedad alguna habrá sido más absoluta, puesto que, no debiendo nada a ninguna industria, el objeto en cuestión aumenta, sin embargo, el patrimonio inmutable de la tierra… »Mi argumentación continúa; corre amplia como un río, que arrastra flotillas de palabras y rodea islotes de llamadas a la filosofía: se abastece de un enorme sistema de afluentes de lógica para llegar a demostrarme a mí mismo que un robo en el callejón de Sainte-Bérégonne no es lo mismo que uno en la Mohlenstrasse. »De acuerdo con ese galimatías, juzgo la causa decidida. »Me bastará con evitar las represalias de los enigmáticos habitantes de la callejuela o del mundo adonde ella conduce. »Creo que en las salas de fiestas de Madrid y de Cádiz, los conquistadores, derrochando el oro de las nuevas Indias, se preocupan muy poco de la ira de los lejanos pueblos expoliados. »Mañana entro en lo Desconocido.

••• »Klingbom me ha hecho perder el tiempo. »Creo que me esperaba en el pequeño vestíbulo cuadrado que se abre sobre su tienda y sobre su despacho a la vez. »A mi paso, cuando apretaba los dientes para sumergirme, con la cabeza agachada, en la aventura, me atrapó por un lado de mi abrigo. »—¡Ah señor profesor! —gimió—. ¡Qué mal le conocía! ¡No era usted! ¡Y yo, que llegué a sospechar, ciego de mí! Ella se ha marchado, señor profesor, y no con usted. ¡Oh, no! Usted es un hombre decente. No, señor, con un inspector de transportes. Un hombre mitad cochero, mitad escribiente. ¡Qué vergüenza para la casa Klingbom! »Me había hecho entrar en una trastienda tenebrosa y me servía aguardiente perfumado con naranja. »—¡Y decir que desconfiaba de usted, señor profesor! Siempre le veía mirando las ventanas de mi mujer; pero ahora sé que es a la esposa del almacenista de semillas a quien usted ronda. »Yo trataba de disimular mi apuro levantando mi copa. »—¡Eh, eh! —exclamó Klingbom, sirviéndome una nueva copa de aguardiente anaranjado—. Me gustaría mucho verle jugar una trastada, señor profesor, a ese malvado de semillero que se complace de mi desgracia. »Con sonrisa de cómplice, añadió: »—Quiero darle una buena noticia: la dama de sus pensamientos se halla en este instante en el jardincillo, haciendo y deshaciendo guirnaldas de papel. Venga a verla. »Me condujo por una escalera de caracol hacia una ventana torva. Vi los cobertizos repletos de la destilería Klingbom humear por entre un juego inextricable de corralillos, jardincillos melancólicos y arroyuelos cenagosos, apenas más largos que un paso. Era en esta perspectiva donde debía sumergirse la callejuela singular. »Pero donde yo hubiera debido verla, desde lo alto de mi observatorio, no se veía más que esta humosa actividad de los edificios Klingbom y el jardín oxidado de parietarias del vecino de las semillas, donde una figura delgada se inclinaba sobre áridos parterres. »Un último trago de aguardiente con naranja me produjo mucho valor y, al abandonar a Klingbom, no di más que algunos pasos para hundirme en el callejón de Sainte-Bérégonne.

••• »Tres puertecillas amarillas en la pared blanca… »Más allá de la curva de la callejuela, los viburnos continuaban poniendo su nota verde y negra entre las losas. Después aparecieron las tres puertecillas amarillas, dándose codo con codo casi, y proporcionando, a lo que hubiera debido ser extraño y terrible, el aspecto pueril de una calle de santurronería flamenca. »Mis pasos resonaban muy claros en el silencio. »Golpeé en la primera puerta. Sólo la vida vana del eco se despertó detrás de ella. »La callejuela se alargaba cincuenta pasos más hacia una nueva curva. »Lo desconocido sólo se descubriría con parsimonia, y la parte de mi descubrimiento de hoy no era más que dos paredes, mal blanqueadas, y esas tres puertas. Pero ¿toda puerta cerrada no es en sí misma un potente misterio? »Golpeé con más fuerza la triple puerta. Los ecos partían con grandes ruidos y trastornaban, con confusos rumores, los silencios agazapados al fondo de prodigiosos pasillos. A veces parecían imitar pasos muy ligeros; pero estas fueron las únicas respuestas del mundo enclaustrado. »Había cerraduras como en todas las puertas que yo acostumbraba ver. La tarde de la antevíspera había tardado una hora en abrir la de mi piso con un alambre retorcido, y ese era un trabajo fácil de realizar. »Mis sienes sudaban un poco. En mi corazón sentía un poco de vergüenza. Saqué del bolsillo la misma ganzúa y la deslicé en la cerradura de la primera puertecilla. »Y como la de mi piso, se abrió con toda facilidad.

•••

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»Ahora me encuentro, en mi habitación, entre mis libros, con una cinta roja desprendida de un vestido de Anita sobre mi mesa y tres táleros de plata en mi mano crispada. »¡Tres táleros! »Les digo que con mi propia mano he asesinado mi destino más bello. »Ese mundo nuevo sólo se abría para mí. ¿Qué esperaba de mí este universo más misterioso que los que gravitan en el fondo del Infinito? »El misterio me hacía adelantos, me proporcionaba sonrisas, como una muchacha bonita. Y entré como ladrón. »He sido mezquino, vil, absurdo… »He… »Pero ¡tres táleros! »¡Cómo se hace mezquina esta aventura que debía ser prodigiosa! »Tres táleros que el anticuario Gockel me ha entregado a regañadientes por aquel plato cincelado… Tres táleros… Pero es una sonrisa de Anita. »Los he arrojado bruscamente en un cajón. Llamaban a mi puerta. Era Gockel. »¿Era ese el malévolo anticuario que había depositado con desprecio el plato de metal sobre su mostrador repleto de fruslerías carcomidas y rotas? »Ahora sonreía, calificando mi nombre, que él pronunciaba mal, de Herr Doktor y Herr Lehrer. »—Creo —dijo— que le he hecho una gran injusticia, Herr Doktor. Ese plato vale algo más. »Sacó una bolsita de cuero y, de repente, vi brillar la sonrisa amarilla del oro. »—Pudiera ser que usted tuviera objetos de la misma procedencia —continuó. Quiero decir, del mismo estilo. »No se me había escapado el cambio. Bajo la urbanidad del anticuario velaba el espíritu del encubridor. »—La cuestión es —dije— que uno de mis amigos, sabio coleccionista que se halla en situación difícil, por tener que pagar ciertas deudas, desea convertir en dinero algunas piezas de su colección. No quiere darse a conocer. Es sabio y tímido. Ya se considera demasiado desgraciado por tener que desprenderse de los tesoros de sus vitrinas. Deseo evitarle una tristeza más. Le presto, pues, ese servicio. »Gockel movió la cabeza frenéticamente. Pareció embobarse de admiración por mí. »—Así es como yo considero la amistad. ¡Ach, Herr Doktor! Leeré esta noche el De amicitia, de Cicerón, con redoblada alegría. ¿Por qué no tendré yo un amigo como su infortunado sabio tiene en usted? Pero yo quiero contribuir un poco a su hermosa acción, comprando todo lo que su amigo quiera vender y pagándole un buen precio, un bonísimo precio… »La curiosidad me picaba en aquel momento. »—Yo no he mirado muy bien ese plato —dije con altivez—. No era de mi incumbencia y, además, yo no entiendo. ¿Qué clase de trabajo es?.. ¿Bizantino? »—No sabría decirlo con exactitud. Bizantino, sí…, tal vez… Tengo que hacer un estudio detenido de él. Pero —continuó, serenado de golpe—, en todo caso, es algo que buscará el aficionado, el entusiasta. »Y con tono que zanjaba toda veleidad de información, dijo: »—Es lo que nos interesa más a los dos…, y a su amigo también, ni que decir tiene. »Aquella noche, muy tarde, acompañé a Anita por las calles azuladas por la luna hasta el muelle de los holandeses, donde su casa se agazapaba al fondo de un macizo de altos lilos. »Pero debo volver a mi relato, a ese plato, vendido por táleros y oro, que me ha valido por una noche la amistad de la muchacha más bonita del mundo.

••• »La puerta se abrió sobre un largo pasillo de losetas azules. Una vidriera rayada difundía la luz allí y desgarraba las sombras. Mi primera impresión de hallarme en un santuario de flamencos se acentuó sobre todo cuando, al final del vestíbulo, una puerta abierta me introdujo en una amplia cocina abovedada, de muebles rústicos, brillantes de cera y de encáustico. »Ese cuadro era tan tranquilizador que pregunté en voz alta: »—¡Eh! ¿Hay alguien ahí arriba? »Una potente resonancia refunfuñó, pero ninguna presencia llegó a manifestarse. »Debo confesar que en ningún momento me extrañaron ese silencio y esa ausencia de vida, como si me las hubiese esperado. »Más aún: desde que me di cuenta de la existencia del enigmático callejón no pensé ni un solo minuto en que hubiera eventuales habitantes. »Sin embargo, acababa de entrar allí como un ladrón nocturno. »No tomé ninguna precaución para abrir cajones provistos de cubiertos y de mantelerías. Mis pasos retumbaban libremente en las habitaciones contiguas, amuebladas como locutorios de convento; en una magnífica escalera de caoba que… »¡Ah! En esta visita hubo materia de que asombrarse. »¡Esta escalera no conducía a ninguna parte! »Llegaba hasta la pared sin brillo como si, más allá de la barrera de piedra, se prolongase aún. »Todo esto estaba bañado por este fulgor marfileño de los cristales desportillados que formaban el techo. Entreví, o creí entrever, en el enlucido de la pared una forma vagamente repugnante; pero al mirarla con mayor atención, vi que estaba

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formada de finas resquebrajaduras y que se asemejaba solamente a los monstruos que distinguimos en las nubes y en los encajes de las cortinas. Por lo demás, eso no me turbó, porque, al volver a fijarme en ella por segunda vez, no la vi ya en la red de grietas de la pintura. »Regresé a la cocina, donde, por una ventana con barrotes, vi un patinillo tenebroso, que formaba un pozo entre cuatro tapias inmensas y llenos de musgos. »En un aparador vi un pesado plato que me pareció que tenía algo de valor. Me lo metí debajo del abrigo. »Estaba decepcionado. Me parecía haber robado una moneda de diez céntimos de la hucha de un niño o de la media de lana de una pariente anciana. »Y fui en busca de Gockel, el anticuario.

••• »Las tres casitas son idénticas; en todas ellas encuentro la cocina limpia, los muebles avaros y brillantes, el mismo fulgor irreal y crepuscular, la misma tranquila serenidad y ese muro insensato ante el cual termina la escalera. En todas ellas he encontrado el plato pesado e idénticos candelabros. »Me los he llevado y… »Y al día siguiente me los he vuelto a encontrar en su sitio. »Los llevo a casa de Gockel, quien los paga con una amplia sonrisa. »Es una locura. Me noto un alma monótona de faquir cambista. »Robo eternamente en una misma casa, en las mismas circunstancias, los mismos objetos. Me pregunto si esa no es una primera venganza de este desconocido sin misterio. ¿No es una primera ronda de condenado lo que yo realizo? »¿No será la condenación la repetición sempiterna del pecado por la eternidad de los siglos? »Un día no fui allí. Había resuelto espaciar mis lamentables incursiones. Tenía una reserva de oro. Anita era feliz y me demostraba la más hermosa ternura. »Aquella misma noche Gockel fue a visitarme, preguntándome si no tenía nada que vender. Me ofreció un poco más de dinero todavía, ante mi asombro, y terminó por hacer una mueca cuando le hice partícipe de mi decisión. »—Monsieur Gockel —le dije cuando se iba—, sin duda usted ha encontrado un adquiridor regular de objetos, ¿no? »Se volvió lentamente y me plantó su mirada directamente en los ojos. »—Sí, Herr Doktor. Pero no le diré nada como no me hable usted de… su amigo, el vendedor. »Su voz se hizo grave. »—Tráigame todos los días objetos; dígame cuánto oro quiere por ellos y yo se lo daré sin más regateo. Estamos atados a la misma rueda, Herr Doktor. Tal vez lo pagaremos más tarde; mientras tanto, vivamos la vida tal como la amamos: usted, con su hermosa amiga; yo, con mi fortuna. »Nunca más, ni Gockel ni yo, sacamos a relucir este tema; pero Anita se volvió de pronto muy exigente y el oro del anticuario se escapaba como agua por entre sus manos nerviosas. »Entonces sucedió que cambió, si puedo expresarme de tal forma, la atmósfera de la callejuela. »Oí las melodías. »Por lo menos, me parecía que era una música maravillosa y lejana. Hice una nueva llamada a mi valor, y formé el proyecto de explorar el callejón más allá de la curva y llegar hasta la canción que vibraba en la lejanía. »En el mismo instante que pasaba la tercera puerta y daba un paso en la zona que aún no había recorrido, el corazón se me oprimió de forma dolorosa. No di más que tres o cuatro pasos vacilantes. »Luego me volví. Podía aún ver un trozo del primer ramal de la Beregonnegasse, pero ya cuán mezquino. Me parecía que me alejaba peligrosamente de mi mundo. Sin embargo, en un impulso de temeridad irrazonable, corrí; luego, me arrodillé como un mozuelo que espía por encima de una valla y arriesgué una mirada sobre el ramal desconocido. »La decepción me golpeó inmediatamente como una bofetada. La callejuela continuaba su ruta serpentina, pero la nueva perspectiva no se abría de nuevo más que sobre tres puertecillas, en una pared blanca, y sobre viburnos. »Hubiera vuelto seguramente sobre mis pasos si, en aquel momento, no hubiera pasado el viento de los cánticos, lejana marea de sones desplegados… »Vencí un terror inexplicable para escucharla, para analizarla si era posible. »Me he expresado bien al decir marea: era un ruido nacido en una lejanía considerable, pero enorme, como la del mar. »Mientras lo escuchaba, no distinguía ya esos primeros soplos de armonía que había creído descubrir allí, sino una penosa discordancia, un furioso rumor de quejas y de odios. »¿No han observado ustedes jamás que los primeros efluvios de un olor repugnante son a veces suaves y hasta agradables? Recuerdo que, al salir un día de mi casa, me acogió en la calle un apetecedor olor a carne asada. «He aquí una cocina espléndida y matinal», me dije. »Pero, cien pasos más allá, aquel perfume se convirtió en un olor nauseabundo a tela quemada. En efecto, un almacén de trapos ardía, llenando el ambiente de tizones ardiendo y de pavesas humeantes. Por tanto, tal vez me engañara la apariencia primera del melodioso rumor. »—¿Y si me aventurara más allá del nuevo recodo?— me pregunté. »En el fondo, mi cobarde inercia casi había desaparecido. Franqueé en algunos segundos el espacio que se extendía delante de mí, esta vez con paso tranquilo… para encontrar, por tercera vez, el mismo decorado dejado a mi espalda. »Entonces una especie de amargo furor, en el que zozobraba mi curiosidad rota se apoderó de mi ser. »Tres casas idénticas; luego, otras tres casas idénticas más.

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»Nada más que al abrir la primera puerta, había forzado el misterio intercalar. »Un valor triste se apoderó de mí, ahora avanzaba por la callejuela y mi decepción aumentaba de forma alucinante. »Una curva, tres puertecitas amarillas, un grupo de viburnos; luego, un nuevo recodo, y reaparecían las tres puertecillas en la pared blanca y la sombra proyectada de los carboncillos. Se desarrollaba aquello como periodos en una serie de cifras. Tras una media hora, pasada en una formidable obsesión, el recorrido de mi marcha se hizo furioso y estrepitoso. »De repente, en el último recodo que contorneé, esta terrible simetría se rompió. »Había, sí, tres puertecillas y viburnos, pero había también un enorme portón de madera gris, seboso y barnizado. Y tuve miedo de esta puerta. »Ahora oía aumentar el rumor en cercanos y amenazadores silbidos. Retrocedí hacia la Mohlenstrasse; los periodos volvieron a desfilar ante mis ojos como cuartetos de quejas: tres puertecillas y viburnos; tres puertecillas y viburnos… »Al fin titilaron las primeras luces del mundo real. Pero el rumor me había perseguido hasta las lindes de la Mohlenstrasse. Allí, se cortó de golpe, adaptándose a los alegres ruidos de la noche de la calle populosa, de forma que el misterioso y terrible silbido terminó en un lozano vuelo de voces infantiles cantando una ronda.

••• »Un terror innominado invade la ciudad. »No hablaría de él en estas breves memorias, que no interesan más que a mí mismo, si no hubiese encontrado una ligazón misteriosa entre la callejuela tenebrosa y los crímenes que cada noche ensangrientan la ciudad. »Más de cien personas han desaparecido de manera brutal. Otras ciento han sido asesinadas salvajemente. »Ahora bien: dibujando sobre el plano de la ciudad la línea sinuosa que debe representar la Beregonnegasse, callejón incomprensible que cabalga sobre nuestro mundo terrestre, compruebo con pavor que todos esos crímenes se han cometido a lo largo de ese trazado. »Así, pues, el desgraciado Klingbom fue uno de los primeros en desaparecer. Al decir de su dependiente, se desvaneció como el humo en el momento de entrar en la cámara de los alambiques. La mujer del dueño de la tienda de granos y semillas le siguió, arrebatada de su jardincillo. Su marido fue encontrado con el cráneo destrozado en su secador. »Al mismo tiempo que sigo con mi pluma la línea fatídica, mi idea se transforma en certeza. No puedo explicar la desaparición de las víctimas más que considerando su paso sobre un plano desconocido; en cuanto a los crímenes, son golpes fáciles para seres invisibles. »En una casa de la calle de la Vieille Bourse, han desaparecido todos los inquilinos. En la calle de la Iglesia se han encontrado dos, tres, cuatro, hasta seis cadáveres. En la calle de la Poste, hubo cinco desapariciones y cuatro muertos, y esto continúa, limitándose, diríase, a la Deichstrasse, donde de nuevo se asesina y se rapta. »Ahora me doy perfecta cuenta de que hablar de ello sería abrirme a mí mismo la puerta del Kirchhaùs, sombrío asilo de locos, tumba que no conoce de Lázaros, o bien dar libre juego a una masa supersticiosa y bastante desesperada para despedazarme por brujo. »Y, sin embargo, después de mi cotidiano y rápido botín, se alza dentro de mí una rabia que me empuja a vagos proyectos de venganza. »Gockel —me digo— sabe mucho más que yo. Voy a ponerle al tanto de lo que sé, y eso le obligará a hacerme confidencias. »Pero aquella noche, mientras el anticuario vaciaba su pesada bolsa en mis manos, no dije nada, y Gockel se marchó como de costumbre despidiéndose con palabras corteses, desprovistas de toda alusión al extraño negocio que nos ha atado a la misma cadena. »No obstante, me parece que los acontecimientos van a precipitarse, a lanzarse como un torrente a través de mi vida demasiado tranquila. »Me doy cuenta, cada vez más, de que la Berengonnegasse y sus casitas no son más que un disfraz, detrás del cual se oculta yo no sé qué horrible cara. »Hasta hoy, y sin duda para mi buena suerte, sólo he ido allí en pleno día; porque, para decir verdad, y sin saber demasiado por qué, he temido las noches y la oscuridad de allí. »Pero hoy me he retrasado separando los muebles y revolviendo y quitando los cajones, en mi afán obstinado de descubrir algo nuevo. Y lo «nuevo» procede de ello mismo, bajo la forma de un ruido sordo, como de pesadas puertas rodando sobre patines. Alcé la cabeza y vi que la claridad opalina se había transformado en una media luz cenicienta. Las vidrieras de la caja de la escalera estaban lívidas; los corralillos, invadidos ya por la sombra. »Sentí opresión en el corazón; pero como el ruido se repetía, reforzado por la potente resonancia del lugar, mi curiosidad fue más fuerte que mi miedo y subí la escalera para ver de dónde procedía el ruido. »Cada vez estaba más oscuro; pero, antes de saltar como un loco a la parte baja de la escalera y huir, pude ver… »¡Que ya no había pared! »La escalera terminaba en un pozo excavado en la oscuridad y de donde subían oleadas de monstruosidades. »Alcancé la puerta. A mi espalda, algo fue derribado con furor. »La Mohlenstrasse brillaba ante mí como un abra. Eché a correr. De pronto, me agarraron con fuerza salvaje. »—¡Oiga! ¿Es que cae de la luna? »Estaba sentado en el suelo de la Mohlenstrasse, frente a un marinero que se frotaba la cabeza dolorida y que me miraba estupefacto.

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»Mi abrigo estaba destrozado, mi cuello sangraba; no perdí el tiempo en disculparme, sino que me marché inmediatamente, ante la suprema indignación del marinero, que gritaba que, después de haberle atropellado tan brutalmente, ni siquiera le ofrecía un trago.

••• »¡Anita se ha marchado! ¡Anita ha desaparecido! »Mi corazón está desgarrado. Sollozando, he hundido la cara en mi oro inútil. »Sin embargo, el muelle de los holandeses está muy lejos de la zona peligrosa. ¡Dios mío! ¡He fracasado estrepitosamente por exceso de cariño y de prudencia! »¿No mostré un día, sin hablar de la callejuela, el trazado a mi amiga, diciéndole que todo el peligro parecía concentrado en ese recorrido sinuoso? »Los ojos de Anita brillaron de forma extraña en ese momento. »Hubiera debido recordar que el inmenso espíritu aventurero que animó a sus antepasados vivía latente en ella. »Quizá en ese mismo instante, por intuición femenina, relacionase mi repentina fortuna con esta topografía criminal… ¡Oh, cómo se derrumba mi vida! »Nuevos asesinatos, nuevos eclipses de personas… »¡Y mi Anita ha sido arrastrada por el torbellino sangriento e inexplicable! »El caso de Hans Mendell me inspira una idea descabellada: esos seres vaporosos, como él los describe, acaso no sean invulnerables. »Hans Mendell no era hombre distinguido; no obstante, es preciso creerle bajo palabra. Era un muchacho malvado que realizaba el oficio de batelero y de matón. »Cuando lo encontraron, tenía en los bolsillos las carteras y los relojes de dos desgraciados cuyos cadáveres ensangrentaban el suelo a algunos pasos de él. »Se hubiera podido creer en la completa culpabilidad de Mendell si no se le hubiese encontrado, a él también, agonizante, con los brazos arrancados del tronco. »Como era hombre de constitución vigorosa, pudo vivir lo suficiente para responder a las preguntas de los jueces y de los curas. »Confesó que, desde hacía algunos días, seguía a una sombra, a una especie de nebulosidad negra, que mataba a las personas que después él, Mendell, desvalijaba. »El día de su desgracia vio, a los rayos de la luna, a la nubosidad negra esperando, inmóvil en el centro de la calle de la Poste. Mendell se ocultó en la garita de un funcionario ausente y la observó. Vio otras formas vaporosas, sombrías y torpes, que saltaban como pelotas, desapareciendo después. »Pronto oyó voces y vio a dos jóvenes que subían por la calle. Ya no vio la nubosidad; pero, de pronto, observó que los dos jóvenes caían de espaldas y quedaban inmóviles en el suelo. »Mendell añadió que ya había observado, en siete ocasiones diferentes, la misma maniobra en esos crímenes nocturnos. »Y esperaba, cada vez, que se alejara la sombra para despojar los cadáveres. »Eso demuestra en este hombre una sangre fría formidable, digna de mejor empleo. »Cuando desvalijaba los dos cuerpos, vio con espanto que la nubosidad no se había marchado, sino que se había elevado solamente, interponiéndose entre la luna y él. »Vio, entonces, que tenía forma humana, pero muy basta. »Hubiera querido alcanzar de nuevo la garita, pero no le dio tiempo; la forma cayó sobre él. »Como Mendell era hombre de una fuerza atroz, le asestó, según él, un golpe terrible, encontrando una ligera resistencia, como si empujase con la mano una potente bocanada de aire. »Fue todo lo que pudo contar. Por lo demás, su horrible herida no le concedió más que una hora de vida después de su relato. »La idea de vengar a Anita estaba anclada ahora en mi cerebro. Dije a Gockel con toda sencillez: »—No vuelva más por aquí. Necesito venganza y odio, y su oro ya no me sirve para nada. »Me miró con ese aspecto grave que tan bien le conocía. »—Gockel —repetí—, voy a vengarme. »De pronto, su cara se iluminó, como provista de enorme alegría, y dijo: »—¿Cree usted..? ¿Cree usted, Herr Doktor, que «ellos»desaparecerán? »Entonces, bruscamente, le di la orden de que mandara a cargar una carreta con leños, bidones de petróleo y de alcohol y un barril de pólvora, y lo abandonara, sin conductor ni vigilante, en la Mohlenstrasse, a primeras horas de la mañana. Se inclinó como un criado y, al marcharse, me dijo por dos veces: »—¡Que el Señor le asista! ¡Que el Señor venga en su ayuda!

••• »Tengo la impresión de que estas serán las últimas líneas que escribo en este diario. »Los leños están apilados contra la gran puerta. Brillan de petróleo y de alcohol. Regueros de pólvora unen las puertecitas próximas con otros leños empapados de petróleo. Los huecos de las paredes están llenos de cargas de pólvora.

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»El silbido misterioso pasa una y otra vez en ondas continuas alrededor de mí; hoy distingo en él lamentos abominables, quejas humanas, ecos de atroces suplicios de la carne. Pero una alegría tumultuosa agita mi ser porque siento alrededor de mí una alocada inquietud que proviene de ellos. »Ellos ven mis terribles preparativos y no pueden impedirlos; porque sólo la noche, lo he comprendido perfectamente, liberta su espantosa potencia. »Pausadamente enciendo mi mechero. »Pasa un gemido, y los viburnos se estremecen, como si una fuerte brisa repentina los agitara. »Una larga llama azulada surge… Los leños se ponen a rechinar, un poco de pólvora arde… »Galopo por la callejuela sinuosa, de recodo en recodo, con un poco de vértigo en el cerebro, como si bajase demasiado rápidamente una escalera de caracol que descendiera profundamente bajo tierra.

••• »La Deichstrasse y todo el barrio está en llamas. »Desde mi ventana, por encima de los tejados, veo dorarse el cielo. »El tiempo es seco. Al parecer, no hay agua. Por encima de la calle viaja, muy alta, la banda roja de las llamas de los tizones ardiendo. »Hace ya un día y una noche que todo arde, pero el fuego se halla todavía lejos de la Mohlenstrasse. »El callejón está allí, tranquilo, con sus viburnos que tiemblan. Las detonaciones se oyen a lo lejos. »Una nueva carreta está allí, abandonada por Gockel. »No hay un alma: todo el mundo ha sido atraído por el espectáculo formidable del fuego. No se le espera aquí. »Avanzo de recodo en recodo, sembrando los leños, los bidones de petróleo y de alcohol, la oscura escarcha de la pólvora. »Y, de repente, en un recodo franqueado por primera vez, me paro petrificado. Tres casitas, las eternas tres casitas, arden tranquilamente con hermosas llamas amarillas en el ambiente apacible. Diríase que el mismo fuego respeta su serenidad, porque cumple su misión sin ruido y sin salvajismo. Comprendo que estoy en la linde roja del siniestro que destruye la ciudad. »Retrocedo, con el alma angustiada, ante este misterio que va a morir. »La Mohlenstrasse está muy cerca. Me paro ante la primera de esas puertecitas, la que abrí temblando hace algunas semanas. Aquí encenderé el nuevo brasero. »Recorro por última vez la cocina, los severos locutorios, la escalera que se hunde de nuevo en la pared, y siento ahora que todo esto se me ha hecho familiar, casi querido. »—¿Qué es aquello? »Sobre el plato, que tantas veces he robado para volverlo a encontrar al día siguiente, hay hojas cubiertas de escritura. »Una escritura elegante de mujer. »Me apodero del paquete. Este será mi último robo en la callejuela tenebrosa. »¡Los Stryges! ¡Los Stryges! ¡Los Stryges!..»

••• Así termina el manuscrito francés. Las últimas palabras, donde se evocan los impuros espíritus de la noche, están trazadas a través de las páginas en caracteres encontrados, que claman la desesperación y el terror. Así deben escribir los que, en un barco que se hunde, quieren confiar un último adiós a una familia que esperan los sobrevivirá.

••• Esto fue el año pasado en Hamburgo. Sankt-Pauli y sus Zillerthal y su alucinante Peterstrasse, Altona y sus boîtes no me habían producido, la víspera y la antevíspera, más que un ligero placer. Anduve por la antigua ciudad que olía mucho a cerveza fresca y que yo llevaba en mi corazón, porque me recordaba las ciudades de mi juventud, que tanto había amado. Y allí, en una calle sonora y vacía, vi el nombre del anticuario «Lockmann Gockel». Compré una antigua pipa bávara de truculentos adornos. El comerciante se mostró amable. Le pregunté si el apellido Archipêtre le decía algo. El anticuario tenía un rostro de tierra gris que, por las noches, se hacía tan blanco que surgía de la sombra como si una llama interna lo hubiese iluminado. —¿Ar-chi-pê-tre? —preguntó—. ¡Oh señor! ¿Qué dice usted? ¿Qué sabe usted? No tenía razón alguna para hacer un misterio de este relato, encontrado entre viento y papeles rotos. Se lo conté. El hombre encendió un mechero de gas de un modelo arcaico, cuya llama danzó y silbó tontamente. Vi sus ojos cansados. —Era mi abuelo— me respondió cuando hablé del anticuario Gockel. Acabé mi relato y un suspiro profundo se elevó de un rincón oscuro. —Es mi hermana— dijo. Saludé a una persona aún joven, bonita, pero muy pálida, que, inmóvil entre las sombras más grotescas, me había estado escuchando.

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—Casi todas las noches —continuó él con voz angustiada—, nuestro abuelo hablaba de eso a nuestro padre, y este se entretenía con nosotros relatándonos ese tema fatal. Ahora que mi padre ha muerto, nosotros hablamos de ello también. —Pero —dije nervioso— gracias a usted vamos a poder hacer averiguaciones referentes a la misteriosa callejuela, ¿no es así? Lentamente, el anticuario alzó la mano. —Alphonse Archipêtre fue profesor de francés en el Gymnasium hasta el año mil ochocientos cuarenta y dos. —¡Oh! —exclamé decepcionado—. ¡Qué lejos está eso! —El año del gran incendio que estuvo a punto de destruir Hamburgo. La Mohlenstrasse y el inmenso barrio comprendido entre ella y la Deichstrasse no era más que un brasero. —¿Y Archipêtre? —Vivía bastante lejos de allí, hacia Bleichen. El fuego no alcanzó su calle; pero a la mitad de la segunda noche, la del seis de mayo, una noche terrible, seca y sin agua, su casa ardió, ella sola, entre las otras que, por milagro, fueron respetadas. Murió entre las llamas. Por lo menos, no se le volvió a encontrar. —El relato…— dije. Lockmann Gockel no me dejó acabar. Estaba tan contento de encontrar un derivado que se apropió golosamente del tema apenas enunciado; afortunadamente, contó casi lo que yo quería saber. —El relato ha constreñido, en todo esto, el tiempo, como el espacio se ha constreñido sobre este lugar fatídico de la Beregonnegasse. Así, pues, en los archivos de Hamburgo se habla de atrocidades que se cometieron durante el incendio por una banda de malhechores misteriosos. Crímenes inauditos, pillajes, tumultos, rojas alucinaciones de las masas, todo eso es completamente exacto. Ahora bien: esas perturbaciones tuvieron lugar varios días antes del siniestro. ¿Se da usted cuenta de la figura que yo acabo de emplear sobre la contracción del tiempo y del espacio? Su rostro se serenó un poco. —La ciencia moderna, ¿no está acorralada a la debilidad euclidiana por la teoría de ese admirable Einstein que el mundo entero nos envía? ¿Y no debe admitir, con horror y desesperación, esta ley fantástica de contracción expuesta por Fitzgerald-Lorentz? ¡La contracción, señor! ¡Ah, esa palabra encierra muchas cosas! La conversación parecía derivar por una travesía insidiosa. Sin ruido, la joven trajo altas copas de cristal llenas de vino amarillo. El anticuario levantó la suya hacia la llama, y colores maravillosos se extendieron, como un río silencioso de gemas, sobre su mano delgada. Dejó a un lado su disertación científica y volvió al relato del incendio. —Mi abuelo y las gentes de su época contaron que inmensas llamas verdes salían de los escombros hasta el cielo. Los alucinados vieron entre ellas rostros de mujeres de una ferocidad indescriptible… El vino tenía un alma. Vacié la copa y sonreí a las palabras aterrorizadas del hombre. —Esas mismas llamas verdes salieron de la casa de Archipêtre y rugieron tan horriblemente que, según dicen, la gente moría de terror en la calle.

—Monsieur Gockel —pregunté—, ¿su abuelo no habló jamás del misterioso comprador que, cada noche, venía a adquirir los mismos platos y los mismos candelabros?

Una voz cansada respondió por él, con palabras casi idénticas a las que daban fin al manuscrito alemán: —Una anciana alta, una vieja inmensa, con ojos de pulpo en una cara inaudita. Daba bolsas de oro tan pesadas que nuestro abuelo tenía que dividirlas en cuatro partes para poder llevar su contenido a la caja de caudales. La joven continuó: —Cuando el profesor Archipêtre vino a nuestra tienda, la casa Lockmann-Gockel estaba al borde de la ruina. A partir de ese momento, prosperó y se enriqueció. Aún lo somos, muy ricos, enormemente ricos, gracias al oro de…, ¡oh, sí!.., de esos seres de la noche. —Ya no existen— murmuró su hermano, volviendo a llenar las copas. —¡No digas eso! Ellos no pueden habernos olvidado. Piensa en nuestras noches, nuestras noches espantosas entre todas. Todo lo que yo puedo esperar ahora es que haya, o que haya habido al lado de ellos, una presencia humana a la que quieran y que interceda por nosotros. Sus hermosos ojos se abrían desmesuradamente sobre el pozo negro de sus pensamientos. —¡Kathie, Kathie! —exclamó el anticuario—. ¿Es que has visto de nuevo..? —Todas las noches están allí «las cosas», tú lo sabes perfectamente —dijo la muchacha en voz tan baja que parecía un susurro doloroso—. Se apoderan de nuestros pensamientos en cuanto el sueño nos vence. ¡Oh! ¡No dormir más!.. —¡No dormir más!— repitió su hermano, como un eco de terror. —Surgen de su oro, que nosotros guardamos, y que, a pesar de todo, tanto amamos; se alzan de todo cuanto hemos adquirido con esa fortuna infernal… Volverán siempre, mientras nosotros duremos y dure esta tierra de desgracia.

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Dios, Tu y Yo…Después de más de veinte años de ausencia, regresé a Weston, mi pequeña ciudad natal, que había abandonado cargado de oprobio y pobre como una rata. Mi vuelta no estaba dictada por ninguna llamada de campanario ni por el deseo de reconciliarme con el pasado. Veinte años de filibusteo provechoso por los siete mares habían hecho del pobretón que yo fui todo un nabad. Mi viejo barco de carga, el Fulmar, fue a dormir en una dársena del fondo de un puerto, y mis cuentas corrientes en los bancos de Kingston, Singapoore y Alejandría fueron transferidas al Midland-Bank, de Weston. Bajé del tren a la hora en que el horizonte enrojecido se nublaba, y apenas hube franqueado la explanada cuando un individuo salió de la penumbra, sombrero en mano. —Notario Mudgett… ¡Su notario, capitán! He recibido sus órdenes de Colombo y he podido hacer, en su nombre, la adquisición de un inmueble que, espero, responderá a sus deseos. ¡Qué feliz casualidad encontrarle a usted en el preciso momento que da sus primeros pasos por nuestra ciudad! ¡El animal! Debió de estar espiando mi llegada cada vez que entraba un tren en la estación. —Mudgett —dije—, usted es algunos años mayor que yo; pero el Mudgett que declaró contra mí e hizo que me mandaran a la cárcel por un año era mayor aún. —Era mi padre —dijo el notario, suspirando—. Murió y espero que Dios haya tenido piedad de su pobre alma. Lamentó toda su vida aquel momento de malhumor, capitán. —Me gustaría tomar un trago —dije. —Tendré el placer de ofrecérselo a manera de bienvenida, capitán. Mire: las luces se están encendiendo en el Balmoral. Es un club particular, pero estarán encantados de recibirle. El director del Banco de Midland debía de haberse ido de la lengua, porque fui recibido por las sonrisas y los saludos de los caballeros instalados alrededor de mesas y por las reverencias de los camareros. Reconocí algunos rostros, aunque el tiempo los había envejecido traidoramente. En el fondo de la sala, lanzaron una cifra con voz demasiado alta para no oírse: —¡No lejos de un millón de libras! Mi cuenta corriente, en efecto, debía de rozarlo. A cuya frase, a un vejete, que se llevaba la copa a la boca, le dio hipo. Reconocí en él al director propietario del Weston-Advertirser, el libelo local que, en otra época, me había hecho una bonita reputación por algunas pillerías insignificantes. "Tú, víbora —me dije—, dentro de ocho días vendrás a pedirme subsidios para tu asqueroso periódico. Pues bien, ¡serás servido!…" No había terminado mi segunda copa cuando ya la mayoría de los presentes me habían recordado y se habían acercado a estrecharme la mano. A todos ellos les propiné un shake-hand (1) que les disloqué el hombro.

••• ¡Infierno y maldición! ¡Yo, que contaba saborear a gusto el festín divino de la venganza! Fue suficiente una esquina de cortina levantada por una bonita mano blanca para que la esponja pasara por encima de todos mis rencores y, entre otras capitulaciones, firmé un cheque destinado a alimentar las cajas hambrientas del Weston-Advertirser. El destino se sirvió del amor para convertirme en un asqueroso asno, y, para colmo, por medio del flechazo, una de las cosas en que nunca he creído en mi vida. Por la ventana de la cortina, mi vecina más cercana miraba hacia la calle y, al verme pasar, me sonrió. La mano que alzaba la tela de encaje temblaba ligeramente y, en su muñeca, un extraño brazalete de rubíes despedía chispas. La cortina cayó, pero yo tuve tiempo de ver una figura de tanagra y unos hermosos ojos color de tempestad. Aquella misma tarde, el notario Mudgett me informó: —Se trata de miss Martine Messenger…, de una familia patricia del Shropshire. La muchacha vive en Weston hace solamente una quincena de años, por eso usted no pudo conocerla. Cuando vino aquí, apenas tenía veinte años. No hay, pues, indiscreción al calcular su edad. —¿Rica? —¡Oh, no! Hasta se pasa sin criados; claro que su casa no es grande. Y añadió, como con pena: —No tiene deudas… Al día siguiente, yo llamaba a la puerta de miss Messenger.

••• Me recibió en un cuadro indigno de su belleza: un salón glacial, muebles de priorato, ramitos de margaritas en jarrones de falso alabastro. —Vengo, como vecino de usted, a visitarla—le dije. —Me encanta su gesto, tanto más cuanto que la costumbre se ha perdido —respondió, con su sonrisa del diablo. Yo había preparado algunas frases destinadas a cebar una demanda claramente formulada. Las frases se me quedaron a retaguardia, como los malos soldados, pero no la demanda clara y formal. —Miss Messenger, deseo casarme con usted —le dije. Ella tamborileó la mesa con un ademán que hizo fulgir los rubíes de su brazalete. —Yo no lo deseo —respondió—; pero, a pesar de eso, continuaremos siendo excelentes vecinos por lo menos. Sonrió de nuevo y me tendió la mano, rodeada de llamas. Estaba aprisionado, cogido, perdido, decidido a todo porque fuesen míos los ojos, la sonrisa, la mano de fuego… Los habitantes de Weston ganaron con ello una paz que yo no les había destinado.

••• Pocas mujeres me han negado sus favores por toda la faz de la tierra. Al abandonar a mi vecina, tuve que recurrir a algunos highballs (2) para poner mis ideas en equilibrio.

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—Hermosa diablesa —dije—, puedo admitir que rechaces a un hombre, pero no a un millón de libras, aunque digan que no tienes deudas. A menos que tengas un chulillo… Pero, en Weston, las bellezas masculinas no se prodigan y yo no podía imaginarme ninguna cabeza conocida mía reposando sobre la almohada de Martine Messenger. El azar intervino lo suficiente para que los celos me mordieran el alma. Nuestros jardines, separados solamente por un seto, estaban en la proximidad de un amplio prado comunal abandonado desde hacía muchos años y transformado en una especie de selva. Una noche, cerca de las doce, iba a echar el cerrojo a la puerta del porche, cuando oí chirriar al portillón del jardín vecino y pude ver una forma alejarse rápidamente bajo la luna. "La bella Martine elige un extraño camino para ir al pueblo —me dije—. ¿Será el de los gatos?" Un instante después, la seguía a través de las zarzas, las cizañas y las ortigas. ¡Vaya! Había estado a punto de gritar esa exclamación. Martine había abandonado el sendero, serpenteando por entre el barbecho, y marchaba deliberadamente hacia los Groves. Era así como se llamaba un cementerio no afecto después de un proceso entre la comunidad y un caballero de la región, y después que Weston se ofreció una necrópolis moderna al otro lado del pueblo. Miss Messenger alcanzó un trozo de muralla, último vestigio de la tapia que circundaba el campo santo, cuando una nube cubrió la luna, hundiendo en las tinieblas la siniestra extensión y robando a mi mirada la lejana figura. —No es sitio a propósito para una cita de amor —gruñí, con desprecio. Sin embargo, pasé dos horas de plantón en la oscuridad, esperando que miss Messenger regresara. No la volví a ver hasta la mañana siguiente, a la puerta de su casa, cuando echaba miguitas de pan a los gorriones.

••• Voy a referirme ahora a mi sueño. Como se injerta en una antigua realidad, me veo obligado a referirme a él. Fue en Sydney. El Fulmar se hallaba en dique seco y yo había alquilado una habitación en Vine Street. Daba al parque Victoria donde…, ¡el Señor sea alabado!…, apenas crecen los espantosos eucaliptos sin hojas ni sombra. La noche era tórrida y yo dormía mal, cuando, de repente tuve la deliciosa sensación de un abanico que me refrescaba la cara. En mi duermevela, quise agarrar la misteriosa mano bienhechora y, en efecto, la cogí. Inmediatamente me desperté, dándome cuenta de que tenía apresada una cosa velluda y desagradable que se debatía con furor. Logré encontrar el interruptor de la luz, instalado a la cabecera de mi cama, y una bombilla se encendió en el techo. Estuvo a punto de que dejara escapar a mi prisionero, digamos mi prisionera para mayor exactitud. Era una enorme roussette, uno de esos murciélagos gigantes bastante corrientes en Australia y a los que se les da a voces el nombre de perros voladores. Aturdido por la luz, el ave nocturna se puso a chillar lúgubremente y su cara me hizo pensar en la de Tina, la perrilla que fue durante mucho tiempo la mascota del Fulmar. —Tina —dije—, estáte tranquila. No quiero hacerte daño. Fue entonces cuando vi en el espejo mi cara roja de sangre fresca. —¡Oh, oh! —exclamé—. Participas con algunas de tus hermanas la fea costumbre de los vampiros. ¡ Satanesca bebedora de sangre! Pero esta noche eres bien recibida, porque el toubib (médico) de la Marina me ha encontrado demasiado gordo y me ha aconsejado una sangría. Acabas de evitarme un gasto de más de media corona, Tina. Si quieres un trago más, sírvete. El pajarraco no hizo nada, pero pareció calmarse, escucharme y hasta sentir agrado por mis palabras. —Vete, Tina, y si el corazón te lo pide, vuelve mañana. Dicho lo cual, le devolví la libertad y la vi desaparecer en la oscuridad del parque. —¿Lo creerán? Tina volvió todas las noches siguientes. Me había tomado cariño, me despertaba mordiéndome la nariz y las orejas, dándome, a veces, bofetaditas con sus anchas alas membranosas y ladrando dulcemente como mi difunta perrita. Creo que debió deplorar mi partida. No me atreví a llevármela. La vida de a bordo no podía convenirle.

••• Ahora, vuelvo hacia mi sueño más reciente. Me obligaba a hacer un recorrido por el pasado: estaba en Sydney, en mi habitación de Vine Street. Un abanico me enviaba un airecillo fresco al rostro y, al mismo tiempo, sentí una picadura en la garganta. —Vamos, Tina, al fin has vuelto… Toma tu bebida, querida —exclamé para mí, alegremente, y la cogí por la pata. Oí su grito y ella trató de desprenderse. Me desperté. No estaba en Australia, sino en mi casa de Weston y, en la oscuridad, algo se debatía. No tuve más que apretar un interruptor para iluminar la habitación y, entonces, fui yo quien gritó, pero con indecible estopor. En mi puño se retorcía Martine Messenger.

••• Me miraba con ojos inmensos, llenos de pena y de horror. Una perla roja, húmeda todavía, yacía en una de las comisuras de sus labios y un espejo me devolvía mi imagen, la imagen de mi cara, empapada en sangre. —Tina… —murmuré, creyendo, iluso aún, que me dirigía a mi roussette de Sydney. —No me llame Tina —exclamó, con voz ronca, mi cautiva. El sueño se desvanecía. La realidad subía a la superficie. Recobré mi ánimo y le dije: —Tina era una roussette que hizo amistad conmigo. Un murciélago muy grande, bebedor de sangre, un… —Vampiro…, sí —dijo miss Messeger.

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—¿Como usted? —Sí, como yo. Yo no había visto otros en mi vida, pero aquellos no se parecían. Sin embargo, encontré la situación de mi gusto. ¡Tanto más cuanto que la golosa era extremadamente bonita! Llevaba una bata de seda gris que dejaba insolentemente al descubierto sus formas y, tras haber recogido la gota de sangre con la punta de la lengua, su boca me pareció sinuosa y tentadora. —Tina —dije, siempre teniéndola agarrada por el puño—. Voy a contarte una historia, muy, muy bonita. En Marsella, sorprendí un rata de hotel que quería apoderarse de mi cartera. Hubiera podido entregarla a la Policía; pero eso no me entusiasmaba, porque era bonita y estupendamente formada. Ella encontró justo que gozara de sus caricias y, como este placer fue exorbitante, le dejé mi cartera. Mi historia ha terminado; la nuestra empieza. Rata de hotel y vampiro pagan con la misma moneda. Dicho lo cual atraje a Martine a mi cama. Leí tal súplica en sus ojos que detuve mi gesto. —No… iOh, no! —gimió—. No puedo aún hacerle comprender por qué… No, no. No le negaré nada, pero…, ieso!… Eso era la cama, que ella miraba con espanto. —Escuche —me dijo muy bajito—, eso… no es posible… más que abajo. Abajo… Me hizo descender al jardín y, cogiéndome de la mano, avanzó con una velocidad tal que estuve a punto de caerme en varias ocasiones. Me hizo atravesar un prado comunal para detenerse, al fin, delante de los Groves.

••• Martine contorneó algunos monumentos funerarios, negros y olvidados, y se detuvo ante una sepultura abierta. —Eso —dijo—es todo lo que me permiten los poderes de la noche para recibir al sueño y al amor. Estoy muerta… Estaba muerta cuando vine aquí, hace quince años. La bata de seda se abrió y un soplo ardiente subió de su pecho. La tumba abierta nos recibió. De las murallas de fango, que apretaban nuestros miembros como flancos de sarcófago, subía la inmensa ola de amor de los innumerables esponsales celebrados en las profundidades de la tierra…. bodas negras a las que ahora se añadía la nuestra.

••• —Vete—dijo—. Déjame dormir. Ella había puesto un dedo en sus labios y me miraba interrogadora. —Dios, tú y yo solos lo sabremos —murmuré, para asegurarle el secreto de nuestras noches futuras. Me icé para salir de la tumba. Detrás de mí, una mano invisible deslizó la losa sobre la sepultura.

••• Un hecho estúpido fue la causa de la ruptura fatal. La mujer que me servía de asistenta cayó enferma y, para reemplazarla, me envió a su hija. Era una morena magníficamente constituida y de cara provocativa. Se plantó delante de mí, con sus ojos negros fijos en los míos, sus senos puntiagudos al aire, como los de un mascarón de proa. —¿Es verdad que usted podría pagarme un abrigo de pieles, un reloj de pulsera de oro y brillantes y medias de seda sin que mermase su fortuna? —me preguntó. —Nada es más cierto—respondí. —Entonces, ¿a qué espera?—cacareó. No esperé. Pero el día en que ella apareció en público con sus costosas prendas y el pueblo murmuró, los postigos de las ventanas de mi vecina permanecieron obstinadamente cerrados. El carillón lanzó en vano sus notas claras en las profundidades de la casa y el muro medianero permaneció sordo a mis insistentes llamadas. Por la tarde salté el seto del jardín; pero, apenas hube franqueado el umbral de la puerta trasera, noté el soplo helado de la ausencia y del abandono. Por la noche, corría a los Groves. La sepultura estaba abierta y me incliné sobre un monstruoso horror: una calavera reía repugnantemente a las estrellas, un sudario de seda bostezaba sobre una informe podredumbre; entre los huesos del esqueleto ardían los tizones de una multitud de rubíes, mientras que una gran pestilencia subía del sepulcro. Sin embargo, permanecí allí, implorando al infierno y al cielo a la vez, hasta el momento en que, a lo lejos, cantó un gallo en el campo, anunciando la aurora.

••• El Fulmer ha echado piel nueva. Eso no es más que un remiendo engañoso, pero que sirve para mis fines. Le he encontrado una tripulación, recogida en el ambiente más sórdido que se pueda imaginar. Pronto nos haremos a la mar, y es seguro que, en la próxima tempestad, mi bravo navío hará su huequecito en el inmenso océano. Participar un secreto con Dios y los restos de un cadáver seria soportar hasta el fin de mis días un fardo demasiado pesado.

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El plato de Moustiers

Estoy de acuerdo con ustedes en que tengo mala fama. Pero por haberlo dicho en una mala hora, murieron algunos hombres con varios centímetros de acero entre las costillas. Es cierto, señor, que usted se ha mostrado generoso con este whisky y que este whisky es magnífico. Sin embargo, es de sabios no abusar de las palabras vanas y malsonantes respecto a mí. Hauser, que mandaba el navío Einhorn, murió de fiebres en el hospital de la Marina. Toda mi vida lamentaré la pérdida de este hombre de bien. Me dijeron que había cogido la enfermedad en las malditas brumas del río Flinders; otros pretenden que fue mordido por uno de esos sucios calamares de Terranova que tanto abundan en esas aguas malditas de los caprichos misteriosos y cuyo veneno, de acción retardada, se muestra inexorable. El timonel, Jimmy Cluppins, que era buscado por tres o cuatro Policías del mundo, se evaporó inteligentemente. Pudo alcanzar Frisco y, de allí, Illinois, donde, según dicen, se dedicó a la cría de ganado. Corría el año 1907 cuando el Einhorn fue anclado en el puerto trasero de Sydney, en un sitio bastante malo, donde no se le podía vigilar bien. Pero no había nada que robar a bordo, a menos que le gustaran a uno las ratas azules y las cucarachas gigantes. Era un buen navío, aunque yo le censuro un palo de mesana demasiado alto y demasiado pesado, que exigía una cangreja muy ancha y maniobras difíciles. Si yo me deslicé dentro de su casco, no es que tuviera malas intenciones, sino que, como ya he dicho, quería mucho a Hauser y me hubiera gustado conservar algún recuerdo suyo. No encontré nada, pero me entretuve por allí; sin embargo, en un armarito descubrí, entre restos de vajilla, un plato intacto. ¿Les he dicho ya que yo pertenezco a una excelente familia que me dio educación? No soy vanidoso por eso; pero si no lo digo, no comprenderían ustedes cómo reconocí una magnífica porcelana de Moustiers, con dibujos grotescos, del extraño segundo periodo de la fabricación Clérisy, cuyos figurines fueron pedidos al flamenco Floris o al maravilloso Callot. Sin embargo, la imagen central del plato no debía nada a esos dos artistas, sino que me pareció nacida de una fantasía desconocida. Representaba un personaje repugnante, de gruesa cabeza porcina, vestido de un jubón amarillo de anchas faldas, tocado de una caperuza y cabalgando una quimera descarnada: una caricatura monstruosa. Seguramente hubiera conservado ese recuerdo si no hubiese perdido nueve chelines y diez piastras mejicanas al estúpido juego del cribbage. Bloch-Sanderson, el judío de Shepherd-lane, me dio una libra por mi plato, prometiéndome otras dos si yo le llevaba el que hacía juego con él. Yo no había explorado concienzudamente el armarito; por tanto, volví a bordo del Einhorn. Hacía frío y estaba muy oscuro. La linterna que me alumbraba lucía con una llama muy mala. No descubrí otros platos de Moustiers, sino una gruesa botella panzuda llena de un licor que olía muy bien. En las riberas del río Flinders vive una tribu de pescadores de holoturias, hombres espantosamente feos, con cabeza de monstruos, pero que realizan una industria muy curiosa. Entierran sus muertos en mantos de plumas, que valdrían quinientos dólares en Frisco (San Francisco), y fabrican, con ayuda de algas y de arándanos lacustres, una bebida muy espirituosa y de excelente gusto. No dudé haber puesto la mano encima de una bottle de ese vino del diablo, que saboreé con verdadero placer. Cuando quise ganar tierra firme, me sentí con los pies tan inseguros y la cabeza tan pesada, que decidí tumbarme en la banqueta de ladrillo, que había debido de soportar muchas veces, como lecho de reposo, el cuerpo del desgraciado Hauser. Me desperté en una aurora siniestra y amarilla, que despedía olor a tifón, sacudido como una barrica soltada en el fondo de una bodega. —¡Por Júpiter!—me dije—. He aquí un barco que, para estar anclado, se mueve como un demonio. Subí al puente, cuyo ángulo de banda era fatal, y me puse a maldecir y a gritar de ira y de terror. ¡Me hallaba en alta mar! El Einhorn enarbolaba todas las velas y marchaba a toda velocidad, con las velas hinchadas por el viento, en medio de la corriente y de la niebla. —¿Quién es el hijo de perra que me ha jugado tal faena?—aullé. —Yo soy—respondió una voz aflautada. Y vi a un espantoso individuo, apenas más alto que tres manzanas superpuestas, sentado en la banda de babor. Me quedé con la boca abierta. —¿Dónde diablos he visto yo semejante esperpento?—me pregunté, cuando, pasado el primer momento de estupor, pude articular palabra. —Este esperpento te proporcionó una libra—comenzó el hombrecillo—, aunque valiese mucho más. Si no estuviese de excelente humor, por este tiempo adorable, hubiera visto en eso una injuria a mi dignidad y te lo haría pagar caro, especie de bacalao salado.

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¡No, mil veces no! Oírme tratar de bacalao salado por una sabandija, alta como una botella, que le lleva a uno a su capricho a través del viento y del mar, me pareció un poco fuerte. Me acerqué a él, blandiendo los puños. Estalló en carcajadas. —¡Conserva la calma, o Croppy se mezclará en el asunto!—se burló. Oí silbar a mi espalda y, al volverme, me encontré, cara a cara, con la quimera del plato. Tenía el tamaño de un dogo danés y parecía terrible. —Bueno—dije—. Sin duda había una droga asquerosa en la botella que vacié y estoy embarcado en una pesadilla. —¡Oh!—exclamó el enano—, no lo creas. No hay nada en el mundo más real que Croppy y yo… Vamos, vamos, amigo mío: baja a la cocina y prepáranos la comida. El monstruo se puso a silbar a más y mejor, y no tuve más remedio que obedecer. En contra de lo que esperaba, encontré la cocina atiborrada de excelentes vituallas: carnes, tocinos, manteca danesa y legumbres secas, con lo cual hice una especie de rancho. Me comí una fuente y grité por la puerta que todo estaba dispuesto. Sírvelo en el comedor de oficiales, pedazo de imbécil, y pon cuatro cubiertos. ¿Dónde tienes los ojos, marinero del demonio, para no ver que Croppy tiene tres cabezas? Era verdad. El monstruo tenía tres cabezas, y las tres a cual más estúpidas y feas. Además, olía espantosamente a azufre, ajos y pescado ahumado. —jBah!—me dije—. Después de todo, esta pesadilla no es demasiado desagradable, porque el rancho que me he comido tenía un gusto auténtico a jamón, lentejas y salsa picante. Mañana haré un pudding de arroz fermentado. Cayó la noche. Preparé café y confeccioné abundantes sandwiches de carne de vaca, salmón salado y galletas de inmejorable calidad. Descubrí sin dificultad un barrilito de ron, del que me serví una buena copa, sin esperar el permiso de mis extraños patronos. Al tercer día de navegación, apareció a babor una isla. El tiempo era claro y bueno; la corriente, regular. Los cocoteros emergieron del mar, inmóviles, como recortados en el cielo. Dos o tres tiburones de piel azulada abanicaron con sus aletas mojadas la superficie del agua. —¿Vamos a dar una vuelta por tierra?—pregunté—. Sería fácil, ¿comprenden? Sin haber hecho ninguna maniobra, el velero puso proa al atolón. —Será preciso arriar un poco las velas si no queremos romper la cara a una docena de infusorios —añadí de buen humor. No me llegó ninguna respuesta. Me pose a la búsqueda del enano del juban amarillo y de su dogo de tres cabezas, pero no los encontré. Mientras tanto, el Einhorn se había deslizado contra la muralla de coral gris y se pegaba a ella como al muro de un muelle. Necesité algún tiempo en arriar todas las velas; pero, con gozoso asombro, aquello fue casi un juego de niños, y eso que la tal tarea pide, por lo general, más de dos brazos. —Escuchen—grité—: si eso no les dice nada, continúen ocultos; pero yo quiero pisar el suelo de las vacas, porque me gusta el pasto. Conozco bien las islas del Sur, y por la que yo me aventuré no difería mucho de las que había visitado durante las campañas de copras y holoturias, en las que tomé parte. Los cocoteros eran altos, ricos en frutos y bien cuidados. En el agua, clara y tranquila, del atolón evolucionaban los pequeños, pero suculentos, abadejos de las rocas, de los que me prometí hacer buena pesca. A lo lejos, veía el fondo verde de la espesura y las tierras enceradas de los mangles. El suelo estaba duro y brillaba como salpicado de mica. "Seguramente habrá un pueblo", me dije, siguiendo un camino que me pareció muy entretenido. Recorrí una legua a través de la espesura sin encontrar trazas de él, ni siquiera pude ver una humareda en el espacio. Entonces, en un brusco recodo que hacía casi ángulo recto con el camino recorrido, vi la casa. ¡Dios mío! Jamás hubiese esperado ver una semejante, edificada sobre sólidos ladrillos rosas, en medio de esta piojosa selva de Oceanía. —He aquí una casita que el pájaro Rock ha debido de robar de algún pueblecito de Francia antes de dejarla caer en este perdido agujero—me dije—. Pero ¿por qué asombrarme? He visto muchas parecidas desde la noche en que hice una visita a ese valiente Einhorn. ¡Veamos si hay gente dentro! La puerta, situada en lo alto de una escalinata de piedra azul, estaba entreabierta y daba a un vestíbulo de agradable aspecto. Olí un perfume de casa burguesa, producido por agradables olores de cocina, de confituras y de tabaco español. Vacilé ante tres o cuatro puertas; de pronto, una voz dulce y cortés me invitó a tomar la del fondo, a mi derecha. —¡Entre, monsieur Grove!

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Me llamo, en efecto, Nathaniel Grove. Pero, de todas las cosas que me fueron inexplicables en el transcurso de mi aventura, la de ser reconocido así me pareció la más extraordinaria. —Mi nombre es, en efecto, Nathaniel Grove—dije, al entrar en un salón rosa, como el corazón de una granada. En un sillón bajo, con un cigarrillo entre los labios, una joven de agradable rostro me sonreía. —¿Arak-punch, whisky o champaña francés?—me propuso. —Es usted muy amable—le dije, saludándola. Puesto que me lo pregunta con tanta gentileza, gustaré de su champaña. Un tapón dorado saltó al techo y me sirvieron una buena cantidad en una copa de cristal. —Puesto que conoce mi nombre —dije, atreviéndome, porque la individua acababa de hacerme un guiño un poco extraño para una dama de buena educación—, ¿sería indiscreto preguntarle a quien tengo el honor…? Llámeme condesa, ¿quiere? respondió ella, sonriendo. —Con mucho gusto —dije, riendo más fuerte que ella—, tanto más cuanto que yo soy marqués. Cogió un cigarrillo de una cajita de plata y, con ademán cordial y gracioso, me lo arrojó para que lo atrapase al vuelo. —Así, pues, fue usted quien robó el plato de Moustiers de ese barón de Nuttingen, ¿eh? —¡Oooh!—respondi—. Es usted una persona que está perfectamente al corriente de las cosas, pero no sé nada de vuestro barón. —Ha debido de ser compañero de usted durante algunos días, así como su fiel Croppy. Pero supongo que, después de tantos años, ha debido de aprovecharse de su tontería de usted para tomar el aire y estirar un poco las piernas, ¿no? —¡Hum!—exclamé. No la comprendo bien. Me está usted acusando de tontería. Será preciso explicar, pequeña; perdón, condesa…, lo que usted quiere decir, porque yo estoy muy orgulloso del honor y de la cortesía que se me debe. —Es justo —aceptó ella, llenando de nuevo mi copa—. Le debo explicaciones. Yo me llamo Jeanne Ardent, condesa de Frondeville. ¿Este nombre no le dice nada, monsieur Grove? —¡Hum!… Pues no… A menos que… Yo poseo algunos conocimientos históricos… relacionados con los estudios que me impuso Cambridge. Al principio del siglo dieciséis hubo, en algún lugar de Francia, en Albi si no me equivoco, una madame Ardent que terminó en la hoguera por el delito de impostura y brujería. Ella aprobó con la cabeza. —Esos son conocimientos que le honran, monsieur Grove. Pues bien: yo soy esa madame Ardent, como usted dice. —Bien—dije—. Usted quiere reírse de mi. A mi me gustan mucho las bromas, y esta es de mi agrado. He visto, en el transcurso de mi existencia, algunas personas que, por ser obstinadas en medio de un incendio, fueron quemadas vivas. Pero usted no se parece en nada a ellas. —Eso es una galantería por su parte—dijo la mujer amenazándole graciosamente con un dedo—. Sin embargo, espero que me crea usted sincera. Sí, le confieso que yo no era tan bella cuando, apagada la hoguera, el verdugo de Albi me sacó de entre las cenizas. Afortunadamente, mi buen maestro en magia negra, el sabio Bartholemé Lustrus, por la virtud de poderosos sortilegios, me volvió a la forma que tiene usted en este momento ante sus ojos, monsieur Grove. —Es… realmente agradable —balbucí, muy desconcertado. —Le he concedido la gracia de un relato largo—continuó la mujer—. El hombre que me denunció a los jueces era primo mío, el barón Nuttingen, el cual me hacía la corte. Usted lo conoce, monsieur Grove, y me dará la razón si le digo que era de aspecto desagradable, de mal carácter y, además, hubiera constituido un pésimo marido. Mi buen maestro Lustrus, ayudándome con su ciencia, hizo que yo lo aprisionase por mil años en un plato de Moustiers. —¿Aprisionado en un plato?—pregunté, asombrado. —Usted no conoce los cuentos de hadas, monsieur Groves; si no, no se asombraría de tal cosa. El gran rey Salamón no hacía jamás otra cosa con la gente que le molestaba, y hasta con los genios. Ahora bien: los cuentos de hadas están hechos sobre los vestigios de su terrible y justa sabiduría. Así, pues, yo aprisioné a Nuttingen y le di hasta un bueno y feo guardián en la persona tricéfala de Croppy, que yo copié aún más feo sobre la Quimera antigua. iAh monsieur Grove, qué imperdonable falta ha cometido usted! —¿Una falta… yo? —Al vender un plato de Moustiers de semejante valor por una libra a un mezquino mercader judío. Porque usted no sabe lo que ese Bloch-Sanderson, de Shepherd-lane, ha hecho con él. —En efecto, lo ignoro. —Ha raspado la imagen de Nuttingen y de Croppy para pintar en su lugar, valiéndose de un hábil falsificador, una figura imitada de Callot. Al hacer eso, ha devuelto la libertad a mi famoso barón. Quise protestar, pero me impuso silencio con un gesto autoritario. —La primera cosa que hizo mi antiguo pretendiente fue elaborar un rápido plan de venganza, al cual ganó al estúpido Croppy. Desplegaron velas hacia esta isla donde se guarece mi vida, que, puedo decírselo, será muy larga todavía. Afortunadamente, advertida por la ciencia de mi buen maestro Lustrus, pude tomar la delantera. Ayer, Nuttingen y Croppy cayeron por la borda y los tiburones han dado buena cuenta de ellos, eso se lo digo yo. Pero no era ese el castigo que yo destinaba al barón y, se lo juro, lo lamento de veras. Hizo que volviera a beber champaña. Mi ciencia me obliga a ser justa —dijo, tristemente—, y debo decirle que me veo obligada a hacerle pagar por su ligereza. Deberá ocupar, ¡ay!, el lugar de ese horrible Nuttingen. Sólo que lo hará sin Croppy y sin ninguna otra compañía de ese género.

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Me eché a reír, pero a reír… —Si es el champaña el que se le ha subido a la cabeza —dije, grosero—, lo comprendo todo… Usted no es una bruja, usted no ha sido jamás quemada, sino todo lo contrario, porque es usted espantosamente bonita. Pero hoy…, ¡ejem!…, usted está un poco ebria…, muy ebria quizá… —¡Maldito miserable!—bramó la mujer. Pareció sacudirme un tornado y… me encontré en Sydney, en el muelle del puerto trasero, frente al Einhorn, que se balanceaba tristemente al extremo de sus cadenas selladas. Le he contado a ustedes un sueño que, gracias a la damita y a su champaña, no ha sido demasiado desagradable. Pero le debo esta verdad: dormí tres días completos. Esos feísimos individuos de las riberas del río Flinders, con su vino de algas, son los verdaderos brujos de este relato.

* * * Nathaniel Grove desaparece aquí de nuestro horizonte, al menos parcialmente. Contó su abracadabrante aventura a Maple Théobald Fitzgibbons, un hombre honorable, muy conocido en los medios más respetables de la marina de Sidney y hasta de toda Australia. Fitzgibbons se marchó encogiéndose de hombros, no lamentando más que el precio de algunos vasos de whisky. Pero ocho días más tarde se encontró ante la tienda de Bloch-Sanderson. —¿Quiere usted aprovecharse de una buena ocasión, monsieur Fitzgibbons? —le preguntó el judío en cuanto lo vio—. Tengo en la tienda un soberbio plato de Moustiers, con figuras de Jacques Callot… Aquí lo tiene. ¿Qué dice usted…? —¿Un Callot esto?… ¿Se quiere usted reír de mí? —dijo Fitzgibbons indignado, ya que se consideraba entendido en ciertas cosas. El judío se inclinó sobre su hombro y se puso a aullar de ira. —¿Qué es esto? Hace algunos días había aquí un Callot legítimo, y ahora… ¿Por qué brujería infernal ese marinero borracho se encuentra pintado en mi plato? Maple Théobald Fitzgibbons reconoció la cara de Nathaniel Grove. —Es lo mismo. Se lo compro dijo, reprimiendo mal su emoción. Vuelto a su casa, examinó su compra con ayuda de una potente lupa. La imagen de Grove estaba cocida en la porcelana según el procedimiento empleado en Moustiers, el cual, conservando admirablemente los contornos y las líneas, atenúa ligeramente los colores y altera las medias tintas. Los detalles eran de una claridad sorprendente, y el cristal de aumento reveló hasta la barba de tres o cuatro días del marinero. Pero lo que impresionó, digamos mejor, aterrorizó a Fitzgibbons fue la mirada, la expresión de la mirada: tras los barrotes de las inmisericordes cárceles, los ojos de los presos deben de expresar una desesperación semejante. —Grove —murmuró Fitzgibbons—, si pudiese hacer algo por usted… ¿Fue víctima de una ligerísima ilusión óptica, debido a que su mano temblaba mientras sostenía la lupa? El rostro de Grove se había crispado y sus labios se habían movido… Aquí, una antigua enfermedad, en gran parte curada además, vino en ayuda de Fitzgibbons: en su juventud estuvo atacado de sordera por la explosión demasiado cercana de una mina de cantera y había aprendido a leer bastante bien las palabras en los labios de las personas. Ahora bien: Grove acababa de articular lentamente Flin-ders. Eso fue todo; porque, repetida la experiencia, no dio ya resultado alguno. Nathaniel Grove, como dicen los niños, permaneció callado como un muerto. Tan mudo como las carpitas chinas que adornaban los bordes del plato encantado. Fitzgibbons, como todos los hombres de acción que han hecho una rápida fortuna en los arenales auríferos o en las pesquerías, estaba aburrido y no sabía cómo gastar sus libras esterlinas. No tardó mucho tiempo en tornar una decisión que le hizo emprender el camino de la aventura. Morton y Doove, acreedores del difunto Hauser, podían disponer del Einhorn y no pedían más que recuperar algunos fondos. No fue preciso más de tres semanas a un equipo de buenos obreros para poner en condiciones el navío, y otra semana a Fitzgibbons para encontrarle una tripulación a propósito y un capitán. Este, el grueso Bill Tugby, tenía quince años de cabotaje en su haber marino y conocía al dedillo el golfo de Carpentaria, donde el Flinders y su también misterioso hermano, el Leichardt, acababan su destino fluvial. —Quiero remontar un poco ese maldito foso —gruñó —y hasta ver lo que pasa en sus orillas, porque no es imposible regresar de él con un cargamento de marfil o con el contenido de una bolsa de oro virgen. Se instaló un motor auxiliar a bordo del Einhorn y el navio se hizo a la mar. Doce días más tarde, Fitzgibbons subió a él en Townsville y el resto del trayecto se hizo sin novedad. Cuando echaron el ancla más allá de la barra del Flinders hacía un calor tórrido, y el grueso Bill no parecia dispuesto a arriesgar su amplia persona en el agua para llegar a tierra. Es en la vecindad del Flinders donde se manifiesta la extraña presencia de las “cigarras de mar”, insectos marinos que no existen ya apenas, pero de los cuales se oye con frecuencia por los meridianos infernales del Carpentaria. Toda la atmósfera es entonces un chirrido ardiente, frenético; un frenesí de élitros alocados, que traspasa el tímpano, se instala en el cerebro, lo taladra, lo lima, lo perfora con miles de dardos. Bill Tugby no creía en las cigarras de mar, pero… y seguramente a causa de ello…, acusaba de este rumor diabólico a los innumerables tiburones que hendian con sus aletas la corriente movida del Carpentaria.

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—Si no os causan un daño, os causan otro—gruñía, dirigiéndose a los escualos. Desde entonces, Fitzgibbons se preguntó con frecuencia por qué fue a buscar, en una de sus maletas, el plato de Moustiers; por qué se acodó en la banda de estribor para contemplarle al sol. Bill, brillante de sudor, fumaba su pipa, con la espalda apoyada contra la bitácora. Los marineros dormían en la playa que se extendía frente a ellos, con las piernas plegadas y sus dientes blancos riendo a la alocada claridad del día. Missi, el gato de a bordo, instalado en el cuarto de círculo de su cola, miraba a lo lejos con sus enormes ojos amarillos que aquella claridad cegaban. De repente, el plato se escapó de las manos de Fitzgibbons y se pegó boca arriba sobre el agua, donde flotó un momento antes de realizar una ligero bam.boleo que le hizo hundirse. —¡Maldita sea!…—blasfemó Fitzgibbons. Pero inmediatamente se estremeció de terror. Un grito espantoso se elevó del mar. El grito de un hombre a punto de morir. —¿Qué es eso?…—preguntó Bill, yendo hacia él. De nuevo se elevó la lIamada de agonía, que quedó cortada bruscamente. En el lugar donde el plato acabada de desaparecer, Fitzgibbons vio un enorme huso gris nadar entre dos aguas. Oyó un breve crujido y casi inmediatamente una enorme mancha de un rojo sucio extenderse por la superficie del mar. —¡Por todos los diablos del infierno!—rugió Bill Tugby—. ¡El tiburón acaba de zamparse a un hombre ! Aventuró una mirada sobre el puente, donde los marineros se despertaban —¡Ah!… Sin embargo, no ha triturado a ninguno de esos holgazanes—exclamó—. ¡Que permanezca colgado por el cuello hasta que la muerte me lleve si comprendo algo de lo que está pasando!… ¿Y usted, míster Fitzgibbons? Mapple negó con la cabeza, lentamente. Aquella noche, Bill Tugby subió al puente, pero Mapple permaneció solo en el comedor de oficiales. —¿Qué he venido a buscar aquí? —murmuró—, Seguramente quiero librar al pobre Nat Grove de su cautiverio; pero ¿cómo? Él no lo decía; pero ante sus ojos, más allá de una espesura formada de euforbios y adelfas, surgía una casa burguesa de habitaciones frescas y umbrosas. Atravesaba un vestíbulo y empujaba una puerta para escuchar una voz acogedora que le ofrecía champaña francés. Por la mañana, los juramentos de Bill Tugby le arrancaron de su sueño lleno de pesadillas. —Si eso estuviera en los mapas, diría que estaban hechos por ignorantes y marinos disecados; pero conozco la Carpentaria como mi bolsillo, y mire… El gordo se quedó sin palabras para designar una isla que acababa de surgir a babor. —Aquí no hay islas… Jamás las ha habido. Claro que esta no es la primera broma que nos gasta el Flinders; pero nunca ha fabricado islas…, y menos una como esa. ¡Hasta la Grote Elandt es una piel de plátano comparada con esa! Fitzgibbons vio alzarse los altos cocoteros, de un negro azulado, sobre el fondo lechoso del cielo matinal. Dentro del campo visual de sus gemelos descubrió las tierras negras de los mangles y un trozo de carretera centelleante, como salpicada de polvo brillante. —Y, además, un atolón —se lamentó Bill Tugby—. ¡Como si no hubiera bastante coral en la vecindad para hacer pendientes para una negra! Ya se lo digo, míster Fitzgibbons: allí dentro hay algo poco cristiano. Extrajo enormes nubes de humo de su pipa y se calmó un poco. —Además, no es la primera vez que el Flinders bambolea a quienes se atreven a acercarse a su estuario —concluyó. Fitzgibbons hizo echar el ancla. Se encontró un fondo de arena a quince brazas, lo que hizo jurar de nuevo a Bill Tugby. —¡Arenas a quince brazas con un atolón delante de las narices!… Eso es suficiente para abrirle a uno las puertas del infierno. En fin, nunca se sabe lo que se puede ver en la Carpentaria; pero lo de hoy, para mi gusto, es una broma exagerada. ¿Embestimos el atolón, mister Fitzgibbons? —Esperemos aún un poco —decidió este. Permaneció toda la jornada con los ojos pegados a sus gemelos, esperando ver a la isla desvanecerse como por arte de magia. Pero no fue así, y su magia era la de todas las islas del Sur: un cielo sin nubes y un mar de zafiro en movimiento. La tarde la dotó de los colores de una linterna japonesa y la noche lunar hizo de ella una fantasía plateada y aterciopelada. —¿Qué? —preguntó Bill Tugby cuando la aurora guató de ligeras brumas la tenue línea de las rompientes. Fitzgibbons se sobresaltó, como si le hubieran sacado de un inmenso y profundo sueño. —Nos vamos —dijo en voz baja—. Que pongan en marcha el motor, Tugby, y si encontramos viento favorable, no economice las velas. —Bien —dijo el gordo Bill, sin mirar ya a la isla. Los cocoteros se ocultaron en el mar; las aristas de las rompientes arrojaron algunas llamas blancas sobre el horizonte… y la isla desapareció.

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El terror rosa   Sócrates Birdsie movió preocupado la cabeza y me dijo: —Siento que no vengas con nosotros, Biddy. No, no; no prometas nada, poor old fellow. Cuando regresemos ya no estarás aquí… Tú no serás el primero que haya enloquecido en estas malditas canteras de caolín. Goorman, el timonel flamenco, aprobó. —No seremos más que cuatro para conducir el May Bug de Fowey a R'dam, con cargamento completo de arcilla de porcelana. No es demasiado, pero el viento es favorable y el mar está de buen humor. Tú no eres un marinero muy bueno, Biddy, pero estás instruido y tu conversación sirve para llenar las horas vacías cuando el viento cesa y las corrientes nos son adversas. Tú me has enseñado muchas cosas que no se relacionaban con el mar; porque de las cosas del mar…, ¡ay, deja que me ría un poco!.., no entiendes ni una palabra… Sócrates Birdsie, el patrón, me estrechó la mano. —Nos vamos… Es preciso que antes de dos horas hayamos salido de la bahía. Si quieres seguir el consejo de un hombre que no es un animal del todo, vuelve la espalda a este zalamero polvo de arroz y sigue la ruta del Oeste hacia Salisbury o la del Este hacia Winchester. Declamé algunos versos que, con razón o sin ella, atribuía a Coleridge: Yo no iré de viaje; pero ¿quién dirá adónde irá mi corazón? —Bien —dijo Goorman—. Desde el momento en que hablas como los pícaros de feria, es mejor decirte adiós. Durante quince meses, yo había formado parte de la tripulación del pequeño schooner May Bug, que transportaba caolín de Fowey y cemento de Pórtland a Holanda y Bélgica, y el capitán y el segundo de a bordo me querían sinceramente, a pesar de que mis servicios no tenían grandes méritos. —A propósito —murmuró Sócrates—: no será conveniente que busques la compañía del clérigo de Barnstaple. En mi opinión, ese hombre del Severn… Buscó un final de frase y, al no encontrarla, se alejó, moviendo la cabeza con ademán entristecido, familiar en él en los graves momentos de reflexión. Me quedé solo en el muelle, a treinta pasos de un alcaraván posado en lo alto de la estatua de un viejo duque de Alba; una barnacla pasó, dando grandes aletazos, a ras de las olas, y tierra adentro, una locomóvil, accionando las cabrias de una de las canteras, silbó estrepitosamente. Una dolorosa sensación de soledad me atenazó el corazón. Hubiera querido lanzarme al galope en seguimiento de mis compañeros, cuyas figuras encorvadas habían desaparecido tras el espigón, pero un estúpido amor propio me retuvo. Aún estaba allí, en la silenciosa compañía del alcaraván gris, cuando el schooner, con los foques hinchados, se deslizó sobre el agua, el bauprés apuntando hacia la costa francesa. Me pregunto qué habrá querido decir Sócrates al hacer alusión al hombre de Barnstaple… El alcaraván, girando bruscamente sobre un ala, chilló: ¡rawoo!, perdiéndose en el deslumbramiento azulado de la inmensidad marina. —¡Ah! —exclamé—. ¡Qué deliciosamente azul es todo esto! Permanecí con los ojos obstinadamente fijos sobre el inmenso mantel del mar y del cielo conjugados, haciendo un enorme esfuerzo para no volver la cabeza. Porque, una vez vueltos los ojos hacia tierra, sabía que lo azul desaparecería, dejando sitio a un tinte invasor, alucinante, irrevocablemente rosa: el camino, que atravesaba la duna cubierta de cardos de color suave a la vista y que no se encuentran más que allí; los dos semáforos pintados de cal rosa; las estameñas rosas de un poste de señales y, por último, la formidable cantera de caolín rosa, abandonada hoy porque, a causa de los azares de la oferta y de la demanda extranjeras, no se cargaba más que el caolín blanco y el amarillo. —Sé lo que es eso, amigo mío. Empieza por un encantamiento sin límites. Se cree uno en el corazón de un paraíso, de una piedra preciosa y monstruosa del Oriente. Es el maleficio rosa que aprisiona, que domina, que opera por brujería sobre los sentidos y las almas… del hombre de Barnstaple, del individuo contra quien mi querido amigo Sócrates Birdsie había tratado de ponerme en guardia en el momento de separarnos, me despedí la noche anterior cuando terminó de pronunciar esta frase.

* * * El rosa no es un color. Es el hijo bastardo de la unión del rojo triunfante y de la luz culpable; nacido de un incesto, en el que tanto el cielo como el infierno representan su papel. Pero de esto no me di cuenta hasta más adelante, cuando me fue imposible ya salir de la gehena. El conocimiento tras el golpe, lo que llega demasiado tarde para salvarnos, me recordó que el rosa es hermano gemelo del horror. Flor sangrienta de pulmones tísicos, espuma en los labios de los seres que mueren con el pecho atravesado, tejido viscoso de los fetos, pupilas espantosas de los albinos morbosos, testigo del virus y del bacilo, compañero de las sanies y de todas las purulencias, ha necesitado de la inocencia y de la admiración de los niños y de las jovencitas para rodearlo de deseos y preferencias, y eso mismo demuestra su maldad y su tenebrosa esencia.

* * * La cantera abría al cielo sus fauces, de una profundidad de cuarenta metros, con el fondo invadido por las aguas fluviales, que hacían de él un lago en donde se agazapaba la ternura de las auroras, única excusa del monstruo. Las paredes eran abruptas, de una tersura de muralla de precipicio, y despertaban el horror vertical que precede un segundo al más fatal de los vértigos. Su materia grasa y cohesiva había permitido a las máquinas cortar allí como en un enorme pastel, no dejando en ellas protuberancias, surcos ni salientes. Eso impedía a la mirada punto de apoyo ni de reposo; la mirada caía a pico en el lago con rigidez de plomada.

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Yo volvía allí, una y otra vez, desde hacía diez días, buscando con febril deseo el minúsculo círculo, afortunadamente oscuro, que sobrepasaba el alto borde y que era el reflejo de mi inquieto rostro inclinado sobre esta terrible fantasmagoría. Hacía comidas precipitadas y nauseabundas en una posada de paredes rosas, situada a media legua de allí. Comía carnes fibrosas y rosadas y un pan sonrosado a causa del tizón. Bebía una cerveza sonrosada, como vinillo de especias, y servido todo por una maritornes de mejillas, labios y manos rosas, rosas, rosas… Huía, con la náusea en los labios, para volver a ocupar inmediatamente mi lugar de condenado en el seno de ese dulzarrón esplendor. El hombre de Barnstaple apareció en el momento en que un proyecto muy curioso acababa de germinar en mi mente.

* * * —¿Qué intenta usted hacer con esa cuerda, ese anzuelo y ese trozo de carne cruda? Y añadió, a media voz: —¿Carne rosada? Estaba en pie a mi lado, apartando la cabeza de las profundidades del lago, y consideré de buen gusto que llevase una sotana negra y no uno de esos atroces trajes rosas que los escasos insulares que me encontraba vestían con marcada predilección. —Quiero pescar —contesté—. Voy a poner cebo en esta cuerda, que es larga como usted ve, y arrojarla a esa agua. Se pasó la mano por la frente llena de sudor. ¡Puaf!.. Vi gotas grasientas y rosas perlar sus sienes y mi estómago se revolvió. —Naturalmente, no pescará nada —dijo con esfuerzo—. Estas aguas se niegan a todo brote de vida. —Naturalmente— repetí. Y arrojé la cuerda. Allí permaneció tres días, y, cuando la subí, el cebo estaba intacto. Solo, de haber reposado sobre el fondo, estaba completamente manchado de rosa pálido.

* * * Creo, sin embargo, que el maleficio rosa, como yo lo llamaba, comenzaba a perder su dominio sobre mi espíritu. Planes de partida se formaban lentamente. Hasta comencé una carta dirigida a Sócrates Birdsie, en la que solicitaba de nuevo entrar a formar parte de la tripulación del May Bug. Por las noches me reunía con el hombre de Barnstaple…, se apellidaba Tartlet, nombre divertido y un poco ridículo…, en una taberna próxima a las canteras blancas, en donde se escapaba uno, por fin, a la obsesión rosa y en donde se bebía una cerveza rubia de Pórtland bastante aceptable. Poco a poco nuestras conversaciones se fueron apartando de la norma primera, hasta la noche en que Tartlet dio un grito y golpeó la mesa con tal puñetazo que nuestros vasos se volcaron. —¡No pica, y ya sé por qué!— gritó. —¿Qué está usted diciendo?— pregunté, porque yo me hallaba a muchos kilómetros de pensar en mi inútil pesca. —No pica porque usted ha utilizado un cebo rosa. ¿Por qué la rana no muerde en un trozo de tela verde y, por el contrario, se arroja ávidamente sobre un pedazo de lana roja? ¿Por qué el toro desprecia un capote azul y se lanza furioso contra uno colorado? ¿Por qué el tucán naranja persigue con rabia a los pájaros grises y deja en paz a las aves de plumajes abigarrados de arlequín? Mañana seré yo quien vaya a pescar y prenderé un trozo de tela negra al anzuelo. ¡Ah!.. Le obligaré a salir de su terrible paz después de todo lo que él me ha hecho sufrir con su suciedad rosa. Tartamudeaba de ira y la baba se le escapaba de los labios. Ante este extraño furor no me atreví a preguntarle quién era ese él misterioso al que acusaba de su sufrimiento.

* * * Al amanecer, cuando atravesaba la duna, vi a Tartlet avanzar hasta el borde de la cantera rosa y preparar su plomada. Apenas había luz, pero su figura se destacaba claramente sobre el horizonte, ¡ay!, rosa hasta la saciedad. Fue una suerte que yo no estuviese a su lado; si no, su espantoso destino hubiera sido también el mío. Con mano segura arrojó la cuerda. Vi un ancho trozo de tela negra voltear en el aire y desaparecer en las profundidades. A continuación… Estoy casi seguro de que el suelo tembló, porque me vi arrojado de cara contra la tierra. Cuando alcé los ojos, vi la oscura forma de Tartlet destacándose, con los brazos levantados en un ademán de horror, sobre el cielo matinal. Pero algo había cambiado en el aspecto lejano de la cantera.

* * * Un cono gigantesco, de un rosa deslumbrador, se elevaba de su centro, forma maciza que hubiérase podido tomar por un volcán surgido bruscamente en la inmensidad. Mas esta forma estaba animada de una vida monstruosa; muy vagamente, es cierto, creí distinguir en ella abominables apariencias humanas, y aquello creció y subió hasta el cielo. Luego asistí a una escena de inenarrable terror. Tartlet había comenzado a crecer igualmente. Se hacía gigantesco. Su cabeza golpeó una nube y se hundió en ella; pero, aparte de este crecimiento infernal, su cuerpo se hacía brumoso, vaporoso, para no ser, al poco rato, más que una sombra desmesurada.

* * * Un inmenso fulgor desgarró el cielo; una espantosa explosión conmovió la tierra y yo viajé como un ave por encima de las dunas, que se desfondaban, a lo largo de un mar que invadía la arena con sus olas rugientes.

* * * Hay que creer que la Sabiduría Infinita quiso conservar la vida al único testigo de esta catástrofe. Un tornado colosal arrasó el país, destruyó Salisbury y Winchester, alcanzó Londres después de haber llevado la desolación a la región de los Downs. Una monstruosa tempestad atrapó en pleno canal de la Mancha a cargos de dos mil toneladas y los llevó a la playa, lejos del mar.

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Mientras que millares de seres perdieron la vida en el cataclismo, yo salí de él sin el más ligero rasguño. Sin embargo, tuve buen cuidado de no hablar nada de mi aventura, porque el manicomio de Bedlam acoge demasiado benévolamente a los parlanchines sin juicio. Dos años más tarde, vuelto a mi puesto del May Bug, estaba de paso en Altona cuando una colisión con un vapor sueco envió a nuestro pobre schooner a dique seco por espacio de tres semanas. Mientras que mis compañeros se dirigían a Inglaterra, yo me quedé en Altona como guarda del barco. Yo no soy un pilar de taberna, y prefiero a las tascas, que no dudo son muy acogedoras, las salas de conferencias populares donde hombres de gran inteligencia y cultura hacen uso de la palabra. Pronto tuve amistad con un profesor, bastante gordo, barbudo y melenudo, de cara terrible, pero que era el hombre más encantador del mundo. Herr doctor Graupilz había estado durante veinte años en el observatorio de Treptow y, tras su retirada, continuaba compartiendo su ciencia con los humildes de Altona, su ciudad natal. Entre dos vasos, le conté mi aventura y, con asombro de mi parte, su rostro permaneció serio. —Recuerdo —dijo con voz alterada— que hace dos años…, sí, era en la época del gran cataclismo de que usted acaba de hablarme…, una gran nube cósmica se hizo visible en el campo de la constelación de Sagitario. La fotografiamos en varias posiciones y comprobamos, no sin reírnos un poco, que tenía una forma vagamente humana. En ese momento, Hopps, de Mount Wilson, observaba una nova aparecida en el campo de esta misma constelación, y observó que la hube se dirigía hacia ella con inaudita velocidad. Nuestros aparatos no nos permitieron seguirla más lejos; pero Hopps estimó que una nueva galaxia nacía en esta región desolada del espacio celeste. El doctor Graupilz había hablado más para sí mismo que para mí, y yo no comprendía palabra de sus sabias frases. Sin embargo, se dignó ponerse a mi nivel, explicando: —Suponiendo que un hombre se desintegre, no en átomos ni en electrones, sino en energía pura, de la que tal vez estén compuestas ciertas nubes cósmicas, tomaría casi forma de universo en el espacio. Tal vez fuera así como actuara la Inteligencia Suprema con los Grandes Rebeldes de Su primera creación… Pero el espíritu…, el alma, si usted quiere…, ¿habría participado en esta monstruosa transformación? No lo creo. —Así, pues, Tartlet…— murmuré. —Tal vez haya servido al nacimiento de un universo. Dentro de uno o de diez millones de años, cien quizá, porque el tiempo es un factor mínimo en la vida del cielo, Tartlet habrá formado una galaxia con globos habitados, uno o varios soles, satélites, sistemas planetarios, y su espíritu estará sobre ella, asignándole sus leyes, buenas o malas, según su inteligencia. —¡Dios!— exclamé. —Tartlet—Dios —replicó el sabio sonriendo—. ¿Y por qué no puede ser así? —Pero el cono rosa…— balbucí. Se encogió de hombros. —No me pregunte tanto, querido muchacho. Llame a eso, si quiere, la catálisis rosa. Por mi parte, siempre he creído reconocer en este misterio, que los sabios llaman así, cierta inteligencia fría y ordenada. —¡Esa suciedad rosa!— exclamé, fuera de toda argumentación y comprensión. —¿Cómo? —preguntó el profesor Graupilz—. Ahora recuerdo que el análisis espectral de la famosa nube cósmica reveló ese color; pero eso no prueba nada, mucho menos que nada. Y con esto, amigo mío, cerremos el paréntesis, porque este es uno entre los innumerables errores e hipótesis de que se compone la ciencia de los hombres…

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Estofado ir landés

El menú estaba escrito con tiza sobre una pizarra escolar; ésta formaba, con un farol de llamas azules y un letrero de chapa recortada borroneado por las lluvias, un barroco colgante de miseria, en la esquina de la Night Ravenstreet. Sólo el nombre de la calle era agradable. Night Ravenstreet: la calle del Cuervo de la Noche. Y, abovedándola, el cielo cargado de lluvia y hollín de Limerick. Dave Lumley subió algunos escalones, que desembocaban en una hall poligonal como una tela de araña. Esta imagen lo obsesionó por algunos instantes. Pero como sentía la culata de su Webley en el bolsillo, contra su cadera derecha, alzó los hombros y se introdujo en una fisura sombría de la tela que resultó ser un corredor donde humeaba una lámpara. El cálido olor del guiso lo acogió como un amable anfitrión, que guiaba su persona empapada por la lluvia de octubre. En verdad murmuró, comería cualquier cosa. Fue entonces que los reflejos de su espíritu analizaron la singular atmósfera del lugar, las luces, los ruidos, los olores. La lámpara no era más que un círculo de claridad, un rayo único evadido de un telón negro. Una mirada de gato tuerta se sonrió Dave burlonamente. Pero hacia el fondo del corredor, como un alba roja en un túnel, distinguió vagos resplandores de hornos. Los ruidos eran simpáticos y excelentes: chisporroteos de grasa caliente, estribillos de hervidor, carnes regadas con salsa que sonaban como cohetes, el claro choque de las cacerolas y la vajilla, un glu-glu de botellas que parecía parodiar una serie de besos golosos cayendo en cascada. Toda su simpatía de hombre hambriento habría ido hacia los olores de las cálidas carnes y las salsas condimentadas, si un efluvio extraño, dulce y terrible no hubiese venido a flotar a su alrededor. Conozco esto murmuró. Y, de repente, una cruel fantasmagoría se desarrolló como un film silencioso en su memoria: volvió a ver las enlodadas trincheras donde sangraban innumerables cadáveres de Tommie y Feldgrauen. Esto huele a muerte dijo, a sangre… ¡Puaj! Afuera, una cruel ráfaga sacudió los colgantes de hierro; restalló un lejano disparo, seguido por el agudo barreno de un grito de sufrimiento. Y, de pronto, otro grito subió en fúnebre alarido por los respiradores rojos. Pero una puerta acababa de abrirse de par en par en el muro, la luz desbordando en catarata, y un mozo emprendió, con gran cantidad de golpes de triángulo, de campanillas y xilófono, el estribillo del día. En ningún lugar decía el vecino de mesa de Dave Lumley, en ningún lugar tendría usted tanta carne por diez peniques. Sin embargo, frente a esas rodajas blongas de carne asada, rosadas y blandas, Dave había perdido el apetito; la salsa marrón, en la que flotaban finos pedazos de cebolla quemada, se coagulaba en el plato. ¡Ah! murmuró el vecino, carne de ternera a la cebolla… ¡Delicioso! ¿Cree usted realmente que esto es carne de ternera? preguntó tímidamente Lumley. ¿Y si fuese de ballena, de chacal, o de oso blanco, qué importaría? contestó el otro agresivamente. Por sus diez peniques, ¿qué querría su señoría? ¿Esturión asado, o un cerdito recién nacido, bien tierno, con salsa picante? Dave Lumley advirtió entonces la formidable glotonería de todas aquellas personas que se atareaban alrededor de las mesitas de hierro. Tragadas vorazmente, rociadas con turbia cerveza, se sucedían las porciones rosadas, pegajosas de salsa marrón, y esta atmósfera pesada, presa de masticaciones ruidosas, hipos de beatitud, degluciones veloces, como en un soplo de las pirámides humeantes de estofado irlandés. Luego, en gozo y estupor feliz, estas tres palabras pasaban en un leitmotiv de gratitud: Diez peniques solamente… ¡Solamente diez peniques! En medio de estas personas, cuyas entrañas habían sido roídas por un hambre sempiterno y hereditario, se contoneaba un tipo singular, de levita y cubierto por un sombrero de papel rosa. ¿Un loco? preguntó Dave Lumley. Su vecino le arrojó una mirada plena de indignación. ¿Qué dice usted? ¿Scotty Bell, un loco? Un excéntrico, sin duda, pero con toda seguridad un filántropo. Es él quien nos sirve porciones a diez peniques. ¡Hip, hip, hurra por Scotty Bell! ¡Hip, hip, hurra! repitió la sala. ¿Violetas, señor? Una pequeña mano muy blanca tendía a Dave unas grotescas violetas de papel aceitado, humedecidas por algunas gotas de horrible perfume sintético, y por encima de ese ramo de miseria, Lumley vio la doble violeta de dos ojos tristes. Lumley, a pesar de su pobreza, no había perdido su galantería de antiguo teniente de los Rochester Guardians. Prefiero el color de sus ojos al de sus flores, señorita dijo, tendiéndole un chelín. Una sonrisa desconsolada, aunque encantadora, lo recompensó. ¿Puedo ofrecerle algo? propuso el anciano oficial. Y su mano señaló un nuevo plato humeante que un mozo sombrío, con cabeza de viejo clown, acababa de depositar frente a su vecino. La florista lanzó una extraña mirada sobre las rodajas jugosas. No, eso no murmuró. ¿Podría ser cerveza por favor? Dave posó tiernamente su mano sobre la miserable manita blanca y sintió que temblaba violentamente; siguió la mirada violeta y vio, no sin disgusto, que estaba clavada en la de Scotty Bell. Scotty Bell no tenía nada de escocés duro y seco, tallado en los peñones de la montaña. Era pequeño y grasoso; sus abominables ojos de lechuza, con pupila rasgada a lo largo, redondos e inmóviles, reflejaban en verde la luz de las lámparas. Quisiera partir, señor murmuró la florista; pero quisiera partir con usted.

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¿Cómo había sucedido? Dave Lumley nunca lo supo. Guardaba el vago recuerdo de su partida, de un corredor oscuro, de la presencia estremecida de la joven a su lado, luego el dolor repentino y sordo de un golpe en la nuca, una lucha furiosa y una caída interminable en las tinieblas. Pero lo que quedaba y quedaría siempre en su memoria, era un grito de mujer, un grito de espanto, de dolor, seguido de un gorgoteo atroz. Ahora, despierto, veía a su alrededor los uniformes color marrón claro de la policía montada de Irlanda. Se escapó de una buena, teniente dijo cerca suyo una voz amable. Y no le faltó mucho. Dave Lumley reconoció, en el sargento de la policía, a su anciano ordenanza Big Jones. A dos pasos de él, la cabeza deformada del mozo sombrío, con cara de viejo clown, ensangrentada en el suelo. No, no le faltó mucho, felizmente repitió el policía. Entonces Lumley sintió que se estrechaba convulsivamente la culata de su revólver. ¡No, no mire allí! continuó Big Jones. ¡Basta de horrores por hoy! Pero Dave tuvo tiempo de entrever el cadáver de la pequeña florista, la garganta bien abierta… Y, más lejos, en el resplandor rojo de una lámpara, veía a los policías depositando cosas horribles sobre una tabla de carnicero: manos, piernas, flácidos senos de mujer, y una cabeza humana gesticulando horriblemente… Una multitud muda y horrorizada colmaba la Night Ravenstreet. Lumley vio que llevaban a Scotty Bell sólidamente encadenado, un girón de papel rosa adherido aún al cráneo. ¡Un cliente para Jack Ketch! gritó una voz en la sombra. Daba a comer carne humana a sus clientes dijeron otras voces. El ex oficial reconoció a su lado, con la cabeza tristemente inclinada sobre el pecho, a su vecino de mesa de hacía un momento. Nunca tendremos tanto de comer por diez peniques murmuraba en un doloroso tono de desesperación.