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Iquitos y la Rebelión de las Leyendas [lectura previa]

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Inicia una aventura completamente peligrosa, donde las leyendas iniciarán un ataque contra Iquitos debido a la abrupta contaminación.

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Iquitos y la rebelión de las leyendas

Percy Meza

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© 2008 Percy Meza.

Previo

Escrito en Iquitos, Perú

www.percym.com

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Para la Tierra, que empieza a entrar en histeria

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La ejecución de la lista negra

La Luna estaba incrustada en el negro firmamento, acompañada por una vasta colección de estrellas.

Un hombre andrajoso estaba en la entrada de un sórdido embarcadero, mientras merendaba un placentero aguaje, ensuciándose el rostro mestizo. Sus anchos hombros soportaban el peso de una despilfarrada mochila, comprada hace años y ahora el sudor impregnado en ella era su perfume. Estaba preparado para una noche larga, poco común, y que lo había ideado en una disputa machista con sus hijos. Le habían pedido un animal en especial para comer el día siguiente, cazar en la noche, cerca de la ciudad Iquitos.

Estaba parado en la vereda, donde sus enormes ojos con la esclerótica irrumpida por el color amarillo, miró la colmada avenida. Un motocarro pasó cerca de él, con pasajeros callados por el estentóreo ruido del motor del vehículo. Más allá de la ancha venida, un panel publicitario brillaba sobre todos, con una adusta propaganda de un perfume extranjero.

Dio las últimas masticadas y botó la simiente del aguaje al drenaje donde había una cantidad de basura amontonada. Se limpió la cara con la manga de la camisa y respiró escandalosamente.

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Estaba bajo un umbral arqueado donde encima de este, descansaba un pedestal que soportaba una estatua en una postura corporal estilizada, llamada Hijos de Nuestra Tierra realizada por el escultor Felipe Lettersten. En un rótulo metálico indicaba el nombre del embarcadero: El Huequito.

Tibashipa se colocó mejor la mochila y sacó el machete para sostenerla con la mano. Varias personas se fijaron en ella. Miró sobre los hombros a la congestionada avenida.

Volvió hacia el umbral y lo franqueó.Bajó por una larga escalinata, con casitas

de techo de irapay a los dos lados, iluminado por faroles redondos, y adornado con algunas plantas algo conservadas. Frente a todo el embarcadero estaba el inmenso y plateado río Amazonas, el oscuro y lejano horizonte de árboles, y el cielo nocturno, dando una impresión extraordinaria. Al llegar al primer amplio descansillo, alguien lo llamó:

—Carlos. ¡Carlos! Aquí. Hace mucho tiempo que no te veo.

Volvió a ver quién era. Era su pata del alma: Juan Sánchez, con el pelo crasiento por la vaselina, ojos negros y una mandíbula floja y hasta la tenía muy floja para las palabrotas. Estaba muy contento, ataviado con una camisa a cuadros y unos vaqueros sucios.

—Juan Sánchez, a los tiempos, es verdad —expresó Carlos esbozando una sonrisa, estrechando la mano dura de su amigo—. La última noticia que tuve de ti fue que viajaste a Indiana.

—Sí —dijo Juan con abatimiento—. Mi esposa casi muere con la malaria. Tuve que cuidar

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de ella y hasta traerla aquí a Iquitos. Casi se me muere, la pobre.

— ¿Pero está viva? —Sí —asintió Juan muy triste.—Entonces, por qué preocuparse —expresó

Carlos con alegría—. Ahora tiene que relajarte por tener a tu esposa cerca de ti. Olvídate del pasado.

—Tú siempre tienes la razón, pata. Siempre —dijo jubiloso. Pero había una pizca de disimulo en su rostro.

Conversaron por un rato, llenando con anécdotas y chistes obscenos. Pero el tema principal a veces era la juerga y los pasatiempos fáciles. Pero cuando llegaron al tema de los famosos chongos, Juan reaccionó de manera grotesca:

—No, amigo. Ya termine con ese pasatiempo, antes de que me casara con Agustina… Pasatiempo rápido —dijo al instante ya que Carlos quería decir riéndose—. Tú deberías dejarlo. Para mí es un poco asqueroso… ¡Casi padezco del SIDA! Tuve un tremendo susto.

— ¿Te hiciste la prueba de Elisa? —dijo Carlos sorprendido.

—Sí —respondió. Carlos rió otra vez y Juan lo miró ceñudo—. No es chiste, amigo. No es ningún chiste burlarse del SIDA.

Pero cuando quiso callarse y tomarse muy en serio, llamó alguien que subía de la larga escalinata. Era un hombre panzón y de incipiente calva.

— ¡Carlos, Carlos! Tenemos que irnos —jadeó—. Apúrate, hombre, tengo otros pasajeros que tienen que partir en quince minutos.

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— ¿Vas a ir de caza, viejo? ¿Te retaorn otra vez esos criters1? —Preguntó Juan inquisitivo, mirando con ojos entornados el machete forrado en periódico—. Tengo que acordarte de que hay muchas especies en vía de extinción...

—Date prisa —insistió el panzón.—Lo tomaré, en cuenta, Juan —dijo Carlos

disimulando su ignorancia—. Esto será la última… Chao…

—Chao, Carlos —despidió Juan, mirando con suspicacia. Tras eso entro a la casita contigua al descansillo.

Carlos bajo rápido por la escalinata. Se unió al panzón y juntos bajaron apresurados, mirando el río que se movía tranquilamente. Pasaron todos los descansillos y llegaron al espacioso balcón. Echando una última mirada a la entrada del embarcadero que estaba a unos siete metros arriba de las escaleras, tomaron la derecha y comenzaron a bajar una escalera de cemento con tres tramos después de un largo descansillo. Con alguna gente estorbando el camino, se acercaron al final de la escalera (la luz de los faroles iluminaban lánguidamente) y ahora bajaron por una tabla de madera.

—No me imaginaba llegar más tarde —dijo Carlos, bromeando.

—Te habrías dado cuenta —dijo el panzón enfadado.

Subieron a un bote de madera con techumbre de hojas secas, acompañado de un propulsor. Con la mochila pesándole, subió con dificultad porque el bote y la plataforma se destemplaban por la aguas riberas. Muy cerca del

1 Calco en español de critter. Término en inglés que significa animal o criatura temible. En este caso, se refiere a los hijos de Tibashipa.

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bote, una enorme lancha llamada Victoria Regia tenía un hombre que anunciaba su partida:

— ¡Todos los pasajeros que irán de ida a Tarapoto suban, por favor!

Una gran muchedumbre vino corriendo por la escalera de cemento y se embarcaron en la Victoria Regia. Algunos con sus bebes en fardos y un grupo de niños que escrutaba a un muchacho llorando, que había hecho caer accidentalmente su trompo al agua.

—Vanidosos —espetó el panzón con disgusto—, todos los días tienen una muchedumbre que llevar. Apenas llevo a cinco personas. Y contigo creo que perderé a eso cinco que llevo con frecuencia.

— ¡Qué lanzado eres, Marcial! —No me animes con tus bromitas,

huevonazo—gruñó.—Mejor te recomiendo —aconsejó Carlos,

acomodándose en un asiento— que dejes de hablar y me lleves al otro lado del río. Y si lo haces pronto, te pagaré diez lucas.

—Ya, ya, ya —dijo Marcial con desgana. Y con la bocina de la Victoria Regia

sonando, se adelantaron antes de que este se interponga en su camino. Carlos vio como Iquitos se alejaba de su visión como un largo y enorme barco transatlántico de luces naranjas.

Las luces acopladas del bote se encendieron.

—Me parece muy raro de que vayas muy tarde al monte —se extrañó Marcial desde el volante del propulsor. En su cara arrugada se presentó la misma suspicacia que expreso Juan.

—Es cuando las presas salen —respondió Carlos aunque no le haya preguntado. Sacó una

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clase de linterna con un tirante elástico por su extremo y lo colocó en la cabeza a modo de casco.

—Que listo —opinó Marcial esbozando una sonrisa.

—Estar preparado es mejor que no estarlo a tiempo —mofó Carlos. Preparándose antes de llegar a la orilla.

— ¡Marcial!— ¿Quién me llama en medio río?— ¡Marcial! ¡Marcial!Tibashipa buscó con la mirada. Un hombre

agitaba los brazos desde la proa de otro bote de madera repleto de gente.

—Allí —indicó Tibashipa—. Ese hombre te está llamando.

—Espera —Marcial apagó el motor, cruzó todo el bote y subió cuidadosamente a la proa.

— ¡¿Qué pasa?!Tibashipa no escuchó la continuación de la

conversación, porque algo emergía del agua, apartado de la vista de Marcial y su lejano amigo. Parecía un pedazo de bolsa o una pelota vieja, pero tenía un aspecto tan extraño que raramente asustó a Tibashipa.

—Huevón, ¿cómo vas a comprar el saco de arroz si no tienes dinero? —gritó Marcial.

Tibashipa giró la cabeza a Marcial, debido a la enfática palabra que connotó a su hablante.

— ¡No sé! ¡Ella me dar la plata para hacer el cambio y todo! —respondió la voz distante de su amigo.

— Ah, bueno. ¡Eso, al menos, tiene sentido!Oyó una salpicadura y regresó a ver la

extraña formación en el agua.No estaba ahí.Algo llamó su atención. Tanteando

sinuosamente, un brazo gris se alargaba entre la

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oscuridad y la humedad, intentando alcanzar el manubrio del propulsor. Tibashipa se quedó helado.

— ¡Bien! Ya vamos, Tibashipa —dijo Marcial, contento. Cuando estuvo muy cerca de Carlos, su sonrisa desapareció y se detuvo en seco—. Ya vuelta, ¿qué te pasa, Tibashipa?

—Algo apareció ahí.Marcial, posó bruscamente su mirada

donde indicó el hombre. Pisando fuerte, se acercó y examinó el propulsor, con la nariz mocha apuntando con sondeo.

—No hay nada… Oh, fue un pedazo de madera. ¿Pero cómo llego? Bueno, eso te habrá asustado —se rió—. Tienes la cara blanca como la cancha.

El bote tocó la orilla, lentamente, tras unos minutos donde el miedo se esfumó de Tibashipa. Marcial y él se pusieron de pie.

—No será necesario —se apresuró Carlos, porque Marcial traía una tabla a modo de plataforma.

Él asintió, y volvió a poner la madera debajo del banco.

Carlos bajó del barco con un salto amplio a la orilla. Se irguió y dio la vuelta para agradecer a Marcial, sacando unos diez nuevos soles de su billetera de cuero y tendiéndoselo a Marcial que lo recibió con mucho gusto.

—Gracias a ti, Carlos. Te recogeré en una hora —dijo Marcial, con una sonrisa. Después de unos minutos el bote se alejó de regreso al distante y luminoso Iquitos.

Carlos se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un muro de árboles. Seductoramente aventurera y fresca. Movió los ojos hacia la

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derecha y vio un pueblo cercano. Pero no hacía tanta bulla para espantar a los animales.

—Listo —repitió. Encendió la linterna de su casco y un haz de luz ilumino todo el frente. Blandió su machete y se internó en el oscuro bosque.

Usó el machete para cortar las plantas dejando que pase hacia la profundidad. Con la cabeza un poco sudorosa se detuvo y puso su mochila en un nudo de las raíces. La abrió, rebuscó y sacó un rifle que apenas alcanzaba en su mochila. La cargó y la puso en vista buscando algún animal.

Miro en derredor. No había nada, aparte de la brisa bamboleando las hojas más altas y un apremiante dióxido de carbono que entraba por las fosas nasales. Entonces…

Se percibió patas moviéndose entre las hojas secas. Movió el cuerpo por todos los lados y el haz de luz ilumino el cuerpo brillante y gordito de un ronsoco hurgando entre la tierra en busca de frutos caídos.

—Ahí estas —afinó la vista y poniendo bien el blanco, disparo.

¡BAM!La bala cortó el silencio, detonó por un

instante y se perdió en eco. Unos pájaros echaron a vuelo, asustados. Algo distrajo a Carlos que lo hizo volver hacia un lado, pero luego regresó a mirar para ver el ronsoco muerto.

El cuerpo se le pasmó. La bala estaba en medio del aire, silbando, dando vueltas en sí, sin tocar un pelo de ronsoco. Luego, entre los arbustos salió un hombrecillo verde y de piel curtida, pelo sucio y oscuro, brazos cortos y unos pies desiguales, uno de ellos peludo y con pesuña. Caminando cojo, llego frente a la bala con una

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sonrisa maquiavélica en la cara curtida y llena de vesiculillas moradas.

—Error humano, imperdonable —dijo con una voz gruñona—. Ignorantes e incomprendidos.

Agarró la bala y la apretó perezosamente. En seguida, entre sus dedos se deslizó una cantidad de polvo bronce.

—Eres un Chullachaqui —dijo Carlos con voz queda y sudando.

—Y uno de los malos —dijo con voz glacial—. Aquello que te hacen perder en la maraña de los bosques y te deja morir de hambre. ¿Qué haces aquí? Bueno, estoy viendo que tenías la intención de matar a este ronsoco. ¿Por qué? —entonando una risa de malicia.

Carlos no respondió. El terror enfrió todos sus miembros y el rifle repiqueteaba con el escalofrío general.

—Común. Es la primera vez que me muestra tal como soy. Pero mi variedad es infinita.

Con el rostro dibujado de maldad, dio unos cuantos pasos hacia adelante, al mismo tiempo, que su cuerpo se metamorfoseaba en distintas personas, viejos, adultos, joven, niños. Los ojos ambarinos del Chullachaqui se mantenían relucientes, como faros malignos.

—Estábamos esperando que un iquiteño cometiera eso —dijo, con la voz cambiando rápidamente en cada persona—. Estaba esperando que un engendro como tú apareciese por aquí y cometa algo muy incorrecto. Estamos muy gustosos de matarlos, porque ya se acabó nuestra paciencia.

Carlos caminó hacia atrás y echo a correr. Sin abandonar su rifle, se alejó de ese lugar.

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— ¡Estamos tan deseosos de hacerlo en este mismo momento! —chilló el Chullachaqui.

— ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —se decía, confundido.

— ¡Estamos tan deseoso, Carlos! ¡Muy deseosos!

Los pies se enredaban entre el revoltijo de las plantas. Levantó la mirada y sólo podía ver la densa vegetación encerrarlo en una extraña realidad.

Una luz se impregnó a través de las hojas. Corrió con más prisa, con los enormes helechos golpeándole la cara. El horizonte lejano de Iquitos apareció frente a él, como el rostro de un niño asomándose entre las frondas. Suspiró, cansado y sudoroso.

—La realidad es paralela, Carlos.Se detuvo a orillas del río Itaya. Iquitos era

como una línea naranja. Estaba muy lejos de la ciudad. Miró por todos los lados. El pueblo cercano. El pueblo cercano.

—Ellos no te harían caso, Carlos. Están inmersos en su círculo de la realidad, creyendo que los verdaderos líderes vendrán algún día. Piensan que los salvara, pero su ignorancia está atiborrada hasta sus nucas, hasta ahogarlos.

Carlos volteó rápidamente. Enfrentó la mirada contra la muralla alta de árboles, grandiosos y tenebrosos.

—Hermosa vista desde lejos.El Chullachaqui estaba parado en la copa

más alta de los árboles.—Iquitos es una simple raya de fuego. Es

mejor verla de lejos, porque quema en suciedad. No entiendo por qué ha cambiado tanto. Empeoró en vez de mejorar. Míralo, Carlos.

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Una fuerza invisible hizo girar el cuerpo de Carlo hacia Iquitos. Las aguas nocturnas flotaban como un espacio vasto, con la ciudad esbozando su presencia bajo la noche nublada, con la Luna brillando tanto como puede.

—Nosotros, Carlos.Carlos fue girando nuevamente,

conmocionado. El cuerpo se le paralizó, cuando por todos los rincones de la muralla de árboles surgió rostros, seres y ojos brillantes y expectantes, mirando con una emoción calcinada por el enojo y la antipatía. El tropel escondido siguió apareciendo como un batallón, enajenando todo el vasto linde de la selva.

—Ellos no podrán con nosotros. Iquitos se enjauló en su mal futuro, que lo desnuda y sólo depende de sus falsas creencias. Ellos no saben que existimos en realidad, pero saben que somos leyenda. Tú ahora lo sabes, Carlos.

Todos los ojos, cercas y lejanos, posaron sus furiosas miradas sobre Carlos.

—No puedo dejarte ir, Carlos. No podemos dejarte ir.

Carlos estaba dispuesto a dejar. Con un gran nado hacia Iquitos podría escapar, pero la parálisis emocional le mantenía pegado a la orilla.

Cada rostro zumbó de furia, llenando todo el ambiente con el gran resuello de una selva iracunda. La Luna parecía sentirse tan bien alejada de ese lugar, siendo feliz en iluminar.

—Ven, Carlos.Una larga y gruesa rama salió entre las

hojas. Se abrió como una mano y se dirigió hacia Carlos.

—No, no, no, por favor.Trato de entrar al río, pero la mano lo

envolvió como un parásito. Lo comprimió y lo alzó

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en el aire, sintiendo el suelo desaparecer de sus pies.

—No, Carlos. No puedo dejarte ir. Sería mi error más grande. Encima, tengo muchos testigos que me castigarían aquí. No. No puedo.

La rama alzó a Carlos sobre las copas de árboles. Forcejeó con todas sus fuerzas. Como si sintiera su emoción, la rama le apretó más y Carlos sintió el rifle lastimarle el cuerpo.

La mano de rama pasó a Carlos a otra rama, y siguió así, llevándolo como una hoja marchita examinada por niños viejos y traviesos.

Chullachaqui saltó sobre cada copa de los árboles, pisando con la pata de cabra y moviéndose como un grillo.

—Bótenlo.La rama soltó a Carlos y lo arrojó sin

compasión.Resonó un impacto y, Carlos cayó sobre

otra orilla, dando tumbos y vértigos, mezclado con la fría arena. El rifle giró y se clavó en el suelo, a unos metros de él.

Escupió la arena y se dobló por el dolor de los raspones.

Escuchó unos canticos hermosos. Delicados y suaves, adornados por la brisa nocturna y sonando como el agua correr suavemente por un riachuelo.

Miró sobre él, con el cuello crujiendo del dolor.

El cantico se intensificó y unas mujeres revoloteaban en un regato, profiriendo gorgoritos. Eran maravillosamente bellas, con la piel cetrina, el largo cabello azul marino y el pecho desnudo y turgente. Una aleta turquesa surgía de ellas, salpicando el agua.

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Carlos se extasió. Le gustaba verlas así. Le gustaba verlas tan hermosas y divinas. Con los ojos brillando y los delgados labios expresando cada tono fino y sutil.

El dolor desapareció. Se incorporó, con los ojos desorbitados, intentando fijar su mirada en cada una de ellas. Tomar su tiempo y examinar cada línea femenina.

—Belleza mía… Querido mío… Dulce creciente del mal y caída de la inteligencia, ven a mí… Galán mío… Galán hermoso…

Estaban en la orilla y con los brazos extendidos.

—Ven aquí. Lo estás haciendo bien. Lo estás haciendo muy bien —una de ellas se deslizó por la arena y se levantó sobre su aleta—. No mires a otra cosa más que a nosotras. Míranos. Quieres tocar.

Extendió su brazo de piel esplendorosa y diamantina. Las gotas de agua corrían por ella, sin hacerla ningún daño.

—No tengas miedo, mi amor. No tengas miedo. Acércate y tócalo.

Las otras sirenas se unieron, tras la líder. Miraron con ojos ansiosos, llenos de intriga y conmoción.

Los labios de Carlos se prepararon. Cogió el brazo e hizo el ademán de besarlo.

—Sí.La besó. Volvió a verlas, apasionados por su

belleza. Sus rostros devolvían una dulzura mezclada con el odio y la mordacidad. Unos prominentes colmillos surgieron entre sus resecos labios y los ojos se transformaron en agujeros eternos.

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Carlos reaccionó de repente, vio a las mujeres como un anzuelo de belleza y él como el pez apunto de pescarlo.

—Ay, dulce galán mío… Exuberante mío… Oh, OH…

Carlos saltó hacia atrás, muerto del miedo. Desorbitado, trastabilló y cayó sobre la arena.

El rifle apareció en su conmocionada visión.La arrancó de la arena, apuntó y,

temblando a mil, disparó por segunda vez. La bala perforó la frente de la sirena. Un

chorro de sangre salpicó en las caras de unas cuantas, y el cuerpo cayó inerte sobre la orillas.

Asustadas, volvieron a Carlos y sus caras hermosas se transformaron en una alargada y escamada, con unas bocas llenos de colmillos y hambres. Lanzaron un chirriante chillido como la de un ave rapaz.

— ¡MALDITO HUMANO! ¡MALDITO DESGRACIADO! —dijo una, agitando la mandíbula dura y llena de escamas mohosas.

— ¡AHHHHHHH! —chilló una.Cayó de espaldas con el rifle en su mano.

Retrocedió a tientas y se levantó con las manos arañadas. Corrió dando traspiés y alejándose de la orilla.

Las escuchó gemir del enojo, con ganas de desgajarlo, arrancarlo en pedazos, masticarlo.

Subió una pequeña cuesta y con la preocupación alocándole, se estrelló contra un árbol. Cayó otra vez de espalda, contra un palo. Con la espalda adolorida y el corazón también, se levantó. Y afinó la vista que se la había opacado por el impacto.

Sintió presión por todo el cuerpo y algo lo elevó en el aire. El rifle se escapó de su mano. La escuchó caer, porque se disparó por sí solo.

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—Absurdo. Muy absurdo. Te va a costar mucho, Carlos. Lo que hiciste fue algo muy absurdo.

— ¡Mátalo! ¡Mátalo a ese pedazo de excremento! —Bramó una mujer.

El cuerpo de Carlos se volteó y quedo colgado boca bajo.

— ¡Retuércelo!—Tranquila, mi amor. Lo vamos a matar. Lo

vamos a matar.—No… No… —musitó Carlos, abobado.—Dijo algo. Está diciendo algo.—Debemos matarlo, ahora, Chullachaqui.

Ahora. ¡Maldito cerdo!Uno de ellos, escupió en la cara de Carlos.

No sintió. Pudo confundir la saliva con la sangre goteando sobre ellos.

—Está sangrando. Está agonizando.— ¡Sufre, cerdo! ¡Sufre, cerdo!Carlos abrió los ojos adoloridos. Toda su

mirada fue ocupada por varios rostros, mirando a lo alto, mirándolo. Estaba muy cerca ellos. Tenían el deseo corrosivo de matarlo. Se notaba en su mirada.

Chullachaqui lo miraba inexpresivo, sin ninguna piedad. Todas las sirenas discutían furiosas, apuntando a Carlos y sosteniendo la sirena muerta.

—Déjamelo a mí.Todo el tropel dejo de mirarlo y centraron

su mirada en un recién llegado. Vestía una larga túnica dorada y una mitra muy ornamentada. De pies a cabezas le cubría una delicada capa de pelambre rosado. Su musculoso cuerpo contraía toda su fuerza para sostener un tosco y pesado bastón dorado. Lucía viejo, con el rostro sin pelo, arrugado y gastado.

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—Ictus. Este humano… —indicó Chullachaqui.

— ¿Qué hizo?—Mato a Ciruela —dijo la sirena entre el

llanto y mostrando el cuerpo de su amiga—. ¿Lo mato?

De pronto, el bastón dorado se alargó hasta tocar duramente el vientre de Carlos, en ruido sordo.

— ¿De verdad, humano? ¡¿De verdad?! ¡Responde!

Carlos no respondió.— ¿De dónde es? —preguntó Ictus.—Iquitos.Gruñó. El bastón hizo más presión, llegando

a herir. Carlos gimió.—Maldito. Esperé… Todo hemos esperado

que un idiota como tú aparezca por aquí y active la lista negra. No hay nadie que pueda impedir. Ya se cumplió. ¿Estás contento en haberlo hecho?

La punta del bastón se transformó en una flecha e impregnó el vientre de Carlos.

— ¡Aaaaaahhhh! ¡No, por favor…! ¡Duele! ¡No, por favor…! —sollozó, temblando del dolor. La sangre salió. Todos se alejaron del charco rojo formado en la tierra.

— ¿Te sientes contento de haberlo hecho?—No sé…— ¿Qué dices? —Ictus hizo más presión.— ¡No sé! ¡Oh, duele mucho! ¡Basta, basta!—Que lo jalen —susurró Ictus a

Chullachaqui. Luego se dirigió a Carlos—: Vamos, responden.

Chullachaqui lanzo un chillido agudo.Las lianas jalaron y las extremidades de

Carlos crujieron.

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— ¡AHHHH! ¡NO, POR FAVOR! ¡DUELE! ¡¡AHHHHHH!

—Más fuerte.— ¡NO ME SIENTO CONTENTO DE

HABERLO HECHO! ¡POR FAVOR, DETÉNGASE!—No puedo detenerme, Carlos.Carlos gimió, trató imposiblemente de

coger su cuerpo. La punta del bastón hirió mucho más y las lianas jalaron con mucha fuerza.

Se escuchó un gran traquido.— ¡MI BRAZO! ¡OH, POR DIOS! ¡MI

BRAZO!El brazo quedó tendido, inerte y amoratado,

doblado en un ángulo asimétrico.En estado de éxtasis, Ictus se acercó más a

Carlos, de modo que el bastón se acortó, sin salir de la herida.

—Tú sabes qué pasará cuando saco la estaca de tu vientre.

—Sí, sí, sí sé —balbuceó Carlos, sudoroso.—Una terrible muerte.—Lo voy a sacar, Carlos.—No, por favor —sollozó—. No lo haga…

No… —gimoteó, impotente—. Me duele mucho.Esperó una compasión. Sin embargo, cada

uno despedía una cruel mirada y parecían disfrutar el momento. Las sirenas ensanchaban una amplia sonrisa, enseñando sus colmillos, mientras sorprendentemente la sirena muerta movía su cabeza y le devolvía una tremebunda expresión.

—Está viva. ¡Está viva! —bramó Carlo, con todas sus últimas fuerzas.

El tropel posó su mirada sobre la sirena, algunos de reojo. No se inmutaron. Simplemente, regresaron a Carlos, con un semblante frío y tan complicado, lleno de penurias, acusaciones y

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aborrecimiento rebosante, mezclado con un inmenso sarcasmo.

La sirena que estaba muerta, bajó de los brazos de sus compañeras. Se paró sobre su aleta y tomo gran altura. El agujero en su frente dejó de emanar sangre y, súbitamente, expulsó la bala. Tras eso, la herida se cerró.

—Mi debilidad no se encuentre ahí.Se colocó bajo Carlos. Le entregó una

mirada inescrutable por un momento, disfrutando su apariencia magullada y torturada. En un santiamén, sin que Carlos lo predijera, la sirena metió la bala ensangrentada en su boca. Sintió el sabor férreo de la sangre, nauseabunda y horrible. Una liana se enredó en su cabeza, y lo amordazó. Una terrible incomodidad sobrevino en Carlos, porque la bala era tan grande y dura, que hacia rechinar los dientes y provocar una gran producción de saliva. Tenía unas ganas urgentes en tragarla.

—Muy bien, Ciruela. Me parece excelente —felicitó Ictus.

Carlos tenía la apariencia más terrible. Se podría confundir con un amasijo de tierra, carne hervida y fango.

—Finalicemos con esto —acató Ictus.Ocurrió un destello y las lianas voltearon a

Carlos en posición vertical, sin cuidado. La luxación hizo chillar al hombre, pero la bala lo amenazaba con atorarlo. Estaba tan impotente, que comenzó a llorar. Buscó alguna esperanza en esa extraña escena.

— ¡Tunches, aparezcan! ¡Es su turno! —llamó Ictus, profiriendo una gran orden.

Sobre todos, entre los altos árboles, había un gran espacio en donde la Luna proyectaba su luz delicadamente. Unas motitas blancas

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aparecieron, revoloteando. Un prolongado silbido se fue incrementando.

—Fiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiin…El corazón de Carlos comenzó a latir

rápido. El ruido era tan molesto como un grillo cantando en la noche y una sierra raspando algo metálico.

Las motitas aumentaron de tamaño y tomaron el aspecto de nubes amorfas, blancas y frías. En cada uno de ellos, unos rostros horripilantes se dibujaban como el producto de un gran castigo. El chirriante sonido provenía de sus bocas, perfectas como un agujero negro.

Y aquel sonido aceleró el corazón de Carlos.—Fiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiin…Carlos forcejeó, sintiendo el corazón

explotar.—Pobre el mortal que le silbe el tunche —

recitó Ictus, mordaz y distante.Se acercaron mucho más, volando como

moscas. Se turnaron para pasar cerca del rostro de Carlos por segundos, logrando que sintiera que el corazón amenazara con reventarse.

—FiiiiiiiiiiiIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIiiiiiiiiiiiiiiiiin…—FiiiiiiiiiiiIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIiiiiiiiiiiiiiiiiin…—No te quejes, Carlos. Eso te lo mereces —

dijo Ictus. Los oídos de Carlos estaban tan dañados por el punzante ruido, que su voz parecía una flagelación más.

Carlos se agitó con fuerza. Ictus estaba tan satisfecho, que no era necesario otro castigo más. Los Tunches eran suficientes.

Y desapareció de repente cuando sintió, por últimas vez, que el corazón le estalló en su pecho.

—Listo. Ahora pongamos en marcha la Simiente —indicó Ictus, con un rictus en los labios.

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© Percy Meza. 2011. Todos los derechos reservados.