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1 MATERIA 1. Introducción a los estudios universitarios TÍTULO DEL VOLUMEN: UNIVERSIDAD Y SABIDURÍA SUBTITULO. Introducción a los estudios universitarios Autores: Abellán Álvaro y Aguilar Alfonso Coordinador de contenido: Villagrasa, Jesús ESQUEMA MATERIA 1. Introducción a los estudios universitarios TÍTULO DEL VOLUMEN: UNIVERSIDAD Y SABIDURÍA SUBTITULO. Introducción a los estudios universitarios ESQUEMA Introducción Tema 1. Naturaleza y misión de tu universidad 1.1. Naturaleza de la universidad 1.1.1. Definición de universidad 1.1.2. Origen de la universidad 1.1.3. Historia de la universidad 1.2. Misión de la universidad 1.2.1. Búsqueda comunitaria del saber 1.2.2. Formación integral 1.2.3. Síntesis de saberes 1.2.4. Servicio rector a la sociedad 1.3. La universidad católica 1.3.1. Originalidad e identidad católicas 1.3.2. Una universidad de la Red Internacional Anáhuac 1.4. Las virtudes del aspirante a sabio 1.4.1. La capacidad de admiración 1.4.2. Las grandes preguntas Tema 2. Conocer la verdad Introducción. ¿Conocer la verdad del «conocer la verdad»? 2.1. El problema de la verdad y la verdad del problema 2.1.1. ¿Qué es conocer? 2.1.1.1. Naturaleza del conocimiento 2.1.1.2. Tipos de conocimiento 2.1.1.3. Fuentes y elementos del conocimiento 2.1.1.4. La conceptualización 2.1.1.5. El juicio

Introducción a los Estudios Universitarios · PDF file4 Introducción El viento azotaba las gélidas montañas suizas, pero ellos no se percataban. En una pequeña cueva de hielo

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MATERIA 1. Introducción a los estudios universitarios

TÍTULO DEL VOLUMEN: UNIVERSIDAD Y SABIDURÍA

SUBTITULO. Introducción a los estudios universitariosAutores: Abellán Álvaro y Aguilar AlfonsoCoordinador de contenido: Villagrasa, Jesús

ESQUEMA

MATERIA 1. Introducción a los estudios universitarios

TÍTULO DEL VOLUMEN: UNIVERSIDAD Y SABIDURÍA

SUBTITULO. Introducción a los estudios universitarios

ESQUEMA

Introducción

Tema 1. Naturaleza y misión de tu universidad

1.1. Naturaleza de la universidad1.1.1. Definición de universidad1.1.2. Origen de la universidad1.1.3. Historia de la universidad

1.2. Misión de la universidad1.2.1. Búsqueda comunitaria del saber1.2.2. Formación integral1.2.3. Síntesis de saberes1.2.4. Servicio rector a la sociedad

1.3. La universidad católica1.3.1. Originalidad e identidad católicas1.3.2. Una universidad de la Red Internacional Anáhuac

1.4. Las virtudes del aspirante a sabio1.4.1. La capacidad de admiración1.4.2. Las grandes preguntas

Tema 2. Conocer la verdad

Introducción. ¿Conocer la verdad del «conocer la verdad»? 2.1. El problema de la verdad y la verdad del problema 2.1.1. ¿Qué es conocer?

2.1.1.1. Naturaleza del conocimiento 2.1.1.2. Tipos de conocimiento 2.1.1.3. Fuentes y elementos del conocimiento

2.1.1.4. La conceptualización 2.1.1.5. El juicio

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2.1.1.6. El raciocinio 2.1.1.7. El lenguaje

2.2.. La verdad del conocer: objetividad y subjetividad del conocimiento 2.2.1. Inmanencia y trascendencia del conocimiento 2.2.2. Absolutez y relatividad del conocimiento

2.3. La post-modernidad y las negaciones de la verdad

Introducción: El idealismo como eje de la cultura postmoderna

2.3.1. Escepticismo y nihilismo: no hay certezas ni ideales, sólo opiniones y placeres

2.3.1.1. Escepticismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.1.2. El nihilismo y la indiferencia como productos del escepticismo 2.3.1.3. Refutación del escepticismo y del nihilismo

2.3.2. Relativismo: no hay verdades ni valores, sólo interpretaciones e intereses

2.3.2.1. Relativismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.2.2. El choque actual de dos culturas 2.3.2.3. Refutación del relativismo filosófico y cultural

2.3.3. Racionalismo y secularismo: sólo la razón humana puede conocer la verdad y crear la sociedad perfecta

2.3.3.1. Racionalismo, empirismo e idealismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.3.2. El secularismo como producto cultural del racionalismo, empirismo e idealismo2.3.3.3. Refutación del racionalismo, empirismo e idealismo 2.3.3.4. Refutación del secularismo

2.3.4. Irracionalismo y espiritualidad gnóstica: el individuo con su propio poder puede ser perfecto

2.3.4.1. Irracionalismo y existencialismo inmanentístico: doctrina, historia, razones y exigencias positivas 2.3.4.2. La espiritualidad gnóstica en nuestros días 2.3.4.3. Refutación del irracionalismo, existencialismo inmanentístico y espiritualidad gnóstica

2.4 ¿Cuándo conocemos la verdad?:Los diversos estados de la mente en el conocimiento

Introducción: El uso personal de la inteligencia para conocer la verdad

2.4.1. La certeza: criterio y tipos

2.4.1.1. El criterio de certeza 2.4.1.2. Conocimientos ciertos (evidentes) e inciertos (no evidentes) 2.4.1.3. Tipos de certezas

2.4.2. Estados imperfectos de la mente en el conocimiento

2.4.2.1. Tipos de actos y de asentimientos de la razón 2.4.2.2. El error 2.4.2.3. La duda 2.4.2.4. La opinión

2.4.3. La creencia y la fe

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2.4.3.1. Naturaleza y causas de la creencia 2.4.3.2. La credibilidad: naturaleza y signos 2.4.3.3. La fe sobrenatural

Conclusión: Conocer la verdad de «conocer la verdad» para conocer la verdad de quién soy yo

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Introducción

El viento azotaba las gélidas montañas suizas, pero ellos no se percataban. En una pequeña cueva de hielo los dos se miraban uno al otro con odio, con aire desafiante, con cierta compasión. Uno de ellos se había doctorado en medicina en la universidad de Ingolstadt, Alemania. Había trabajado durante años para «crear» un ser humano con vida, para inmortalizar al hombre en este mundo. Se llamaba Viktor Frankenstein. Ahora estaba frente a su monstruo, un homínido fuerte, alto, horrendo, que le miraba desesperadamente, como si buscara en su hacedor el elixir de la vida. El monstruo le preguntó con ansiedad: «¿Quién soy yo?». Viktor fue sincero: «No lo sé».

En esta escena de la película El Frankenstein de Mary Shelly podemos encontrar un símbolo de nuestra condición humana. Nosotros, claro, somos seres humanos, no monstruos. Sin embargo, como el homínido de la novela, fuimos creados y aparecimos en este mundo sin escoger nuestra condición ni estado de vida. Si me preguntara yo a mí mismo: «¿quién soy yo?», ¿qué respondería?

Quizás repetiría de algún modo la experiencia de la protagonista quinceañera de la novela El mundo de Sofía del escritor noruego Jostein Gaarder.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la veda, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: «¿Quién eres?» No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones. Volvió a mirar el sobre. […] Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con la misteriosa carta en la mano.

¿Quién eres?En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero ¿quién era eso? Aún no lo había

averiguado del todo. ¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra? De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo el tiempo era otra chica la que se presentaba.

Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano. Se colocó delante del espejo, y se miró fijamente a si misma.

– Soy Sofía Amundsen – dijo.La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía, la otra hacía

exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero la otra era igual de rápida.

– ¿Quién eres? – preguntó.No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la

del espejo la que había hecho la pregunta. Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:– Tú eres yo.Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:– Yo soy tú. […]¿No resultaba extraño el no saber quién era? ¿No era también injusto no haber podido decidir su

propio aspecto? Simplemente había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos, pero no se había elegido a si misma. Ni siquiera había elegido ser un ser humano.

¿Qué era un ser humano?Sofía volvió a mirar a la chica del espejo1.

Como Sofía y como el homínido de Frankenstein nos encontramos viajando en el tren de la vida sin saber por qué, pues nadie nos preguntó si queríamos vivir. Aquí estamos, lo queramos o no. Ahora, para realizarnos como personas y ser felices necesitamos averiguar quiénes somos y en qué consiste esta hermosa, dolorosa y misteriosa tarea de vivir. Nos acucian las eternas preguntas de la humanidad: ¿De dónde venimos y a dónde vamos? ¿Para qué viajamos? ¿Qué es el mundo? ¿Hay algo después de la muerte? ¿Quién es Dios, cómo se

1 Jostein Gaarder, Sofies verden, H. Aschehoug & Co (W. Nygaard), Oslo 1991; trad. esp. Kristi Baggethum y Asunción Lorenzo, El mundo de Sofía. Novela sobre la historia de la filosofía, Siruela, Madrid 1994, 19959, 2-4.

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relaciona con nosotros y qué nos puede dar? ¿Cómo ser felices? ¿Cómo debemos vivir?... Éstas son las preguntas de la religión, de la filosofía y de la ética.

También queremos saber de qué está hecho el mundo y el tren; nos interesa aprender, además, cómo viajar mejor como sociedad y más cómodamente: ¿Qué hay en el paisaje y cuáles son las leyes de la naturaleza? ¿Cómo curarse y mantener la salud física y mental? ¿Cómo funciona el tren y cada una de sus partes y aparatos? ¿Cómo han viajado nuestros antecesores? ¿Cómo podemos organizar nuestros vagones para respetar los derechos de todos y aumentar nuestros recursos económicos? ¿Qué leyes conviene promulgar? ¿Cómo idear nuevos entretenimientos para el viaje? ¿Cómo mejorar la calidad de los asientos, los baños, la iluminación, la calefacción, el aire acondicionado, la comida…? Éstas son las preguntas de las ciencias y de la técnica.

A lo largo del viaje nos surgen deseos de aprender tantas otras cosas importantes: ¿Cómo conocer y a amar a los demás? ¿Cómo comportarse en tal o cual situación? ¿Cómo realizar eficazmente los quehaceres, los estudios universitarios y los negocios? ¿Cómo alcanzar mayor éxito y prestigio social? ¿Cómo usar correctamente las cosas y medios de comunicación?... Éstas son las preguntas que podemos llamar experienciales y prácticas.

En todas estas preguntas y en las que podamos formularnos subyace implícitamente una pregunta fundamental: ¿podemos conocer? En efecto, buscar respuestas implica la confianza de poder hallarlas… pero, ¿y si no fuera posible hallarlas? ¿Y si hubiera muchas preguntas que carecen de respuesta? ¿Podemos conocer la verdad? Y si podemos, ¿qué tipo de verdad y hasta qué grado?

La pregunta «¿qué puedo conocer?» antecede metodológicamente a todas las preguntas. Saber algo –aprender lo que me enseñan en la universidad– presupone que podamos saber y que sepamos lo que significa saber. ¿Podemos saber qué significa saber? De modo espontáneo, todos pensamos que sabemos, pero no sabemos por qué, qué, cómo, con qué, hasta qué punto... conocemos. Por eso, la primera pregunta que debemos resolver en la Introducción a los Estudios Universitarios es ésta: ¿puedo conocer la verdad?

De la repuesta a esta pregunta dependerá de qué modo y hasta qué punto podremos responder a los demás interrogantes religiosos, filosóficos, éticos, científicos, técnicos, experienciales y prácticos. Dependerá, en primer lugar, el sentido de la vida y la orientación moral que dar al propio existir. Dependerá, en segundo lugar, el tipo de sociedad que construyamos y, con ello, la posibilidad y la modalidad para desarrollar las ciencias y la tecnología. Dependerá, en tercer lugar, el tipo de personalidad que cada uno vaya forjando en su vida.

No resulta, pues, indiferente responder de cualquier modo a la pregunta «¿qué puedo conocer?». Algunos responden que no podemos conocer la verdad, o, mejor dicho, que no hay ninguna verdad: «Todo es igual», «cada quien tiene “su” verdad», «nadie tiene derecho a imponer su posición sobre los demás», «la verdad está por igual en todas las religiones y filosofías»... Otros responden que sólo podemos conocer las cuestiones de la experiencia ordinaria, de las ciencias y de la técnica, pero que los objetos de la ética, de la filosofía y de la religión no existen, no son cognoscibles o son totalmente subjetivos. Otros creen que no podemos conocer nada con certeza. Otros, finalmente, responden que podemos conocer la verdad en todos los campos, aunque sea de modo parcial y limitado.

¿Quién tiene la verdad acerca del «conocer la verdad»? Ésta será la pregunta que intentaremos resolver juntos a lo largo de esta segunda parte de la Introducción a los Estudios Universitarios. La primera parte estará dedicada a conocer mejor ese vagón en el que vamos a viajar durante algunos años de nuestra juventud: la universidad.

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TEMA 1. Naturaleza y misión de la universidad

Objetivo: exponer cuál es la naturaleza (qué es) y la misión (qué busca) de una universidad católica de la Red Internacional Anáhuac. Para ello se buscará alguna definición, y a partir de los rasgos que pueden descubrirse en su nacimiento, evolución y situación actual, tratarán de determinarse los retos que tiene delante una universidad al inicio del siglo XXI.

La universidad es una de las pocas instituciones que puede presumir de ser milenaria. Es anterior, por ejemplo, a la conformación de los estados modernos. Está en el origen de buena parte del progreso, la innovación y el desarrollo de Occidente en los últimos mil años. La universidad ha sido el Alma Mater de muchos gigantes a en cuyos hombros caminamos, los hombres de hoy2. Ser universitario, por lo tanto, es un privilegio y una responsabilidad. Un privilegio, porque no todos tienen los dones personales ni las posibilidades materiales de acceder a ella. Una responsabilidad, porque quien mucho tiene, de mucho ha de responder. Para comprender la grandeza de ser universitario, descubrirnos agradecidos por ello, y querer responder con nuestra vida a semejante regalo recibido, debemos reflexionar sobre el origen, la naturaleza y la misión de esta institución.

1.1.1. Definición de universidad

Una de las primeras definiciones jurídicas de universidad, que se ha hecho clásica y universal, es la que nos proporciona Alfonso X en sus siete Partidas. Este documento legislativo, del siglo XIII, se considera una de las contribuciones más importantes de España a la Historia del Derecho, además de un referente humanista por vincular lo jurídico a los ámbitos filosófico, ético y teológico. La definición propuesta por el rey sabio dice así: “Ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algún logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes”3.

La definición es sencilla. Pero para sacarle todo el jugo debemos poner cada uno de sus términos a la luz del pensamiento de su autor y del contexto histórico en el que se originó. Empecemos por “Ayuntamiento”. Hoy entendemos por tal a la corporación de personas que se constituye para tratar algún asunto. Ese es también el sentido en esta definición. No obstante, en aquel entonces, su sentido original va vinculado a su raíz etimológica. Ayuntamiento es también la acción de “ayuntar”, que significa ponerse bajo el mismo yugo. Es lo que se hacía con los bueyes, por pares, para arar el campo. Así, el sentido profundo de ayuntamiento da una imagen más rica que la de mera corporación. Estar ayuntados significa estar uno junto a otro mirando en la misma dirección. Significa caminar juntos, costosamente, con esfuerzo, hacia un mismo objetivo. Sitúa además a maestro y discípulo no uno frente al otro, sino a ambos de la mano. El maestro no es quien ya sabe y el alumno quien todavía no sabe. Ambos caminan juntos hacia el saber, que es siempre inagotable, edificante, liberador. Bien es cierto que maestro y discípulo no son iguales. Sin maestro, el discípulo apenas puede aprender nada, se pierde en el inabarcable mar del saber y a veces se precipita entre tormentas muy peligrosas que desembocan en naufragios terribles. Pero, sin discípulo, la vocación de maestro –que no es mero investigador– está muerta. Porque lo que anima al maestro no es sólo la adquisición individual de saber, sino la vida en la sabiduría, lo que exige servir con su inteligencia y su vida al bien de los demás.

Algo semejante ocurre con la palabra “maestro”, que hoy designa a personas de mérito relevante, desenvuelta notablemente en su campo y capaz de enseñar a otros, pero que está vinculada al palo mayor de una embarcación, al listón que se utiliza en la construcción para servir de guía en la edificación recta de los muros, o a la llave maestra que nos abre todas las puertas.

La palabra “escolar” viene del latín schola, que antes de ser un aula, es el tiempo libre, el tiempo del ocio (otium), que es lo contrario del neg-ocio (negotium). El negocio es el tiempo servil, esclavo, que necesariamente hay que dedicar para sobrevivir. El otium es el tiempo dedicado a las cosas por el valor que tienen en sí mismas, no

2 Se atribuye a Bernardo de Chartres, maestro de la escuela catedralicia que dio origen a la universidad de París, la siguiente afirmación: “Somos enanos encaramados a hombros de gigantes; de esta manera vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda, sino porque ellos nos elevan con toda su altura gigantesca”. Dicha afirmación será repetida por grandes investigadores a lo largo de la historia, especialmente científicos, como Isaac Newton. 3 Partidas, Partida II, Título XXXI, ley 1ª.

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porque sirvan para otra cosa. En este caso, el ocio propio del escolar es el tiempo de estudio. Por eso la universidad, antes que formación para la profesión (donde muchas veces se mezcla el ocio y el negocio), es formación en las artes liberales, las que se hacen y disfrutan por sí mismas. Arte, literatura, filosofía, ciencias puras… Para ello el estudiante universitario es un privilegiado, un liberado de una serie de obligaciones para que pueda aprovechar al máximo su etapa universitaria. Podría trabajar y producir, pero en su calidad de estudiante ni trabaja, ni produce. No le toca. El modo de agradecer ese ocio que la mayor parte de los hombres no puede disfrutar, es responder, como veremos, con su liderazgo creativo a los retos de la sociedad de su tiempo.

“Voluntad”, para un hombre del siglo XIII, tiene connotaciones distintas a las que tiene hoy la palabra para nosotros. La voluntad no es primeramente, aunque también, un “deber”. No es sólo, aunque también, un “deseo”. La voluntad en el contexto medieval es un “querer”, es firmeza en el amor. Del mismo modo, “entendimiento” no es en un primer momento saber razonar o argumentar –cosa necesaria–, sino, antes que eso, un leer-dentro, una mirada profunda a las cosas, un ir más allá de lo que se ve y tratar de gustar o abrazar la esencia de las cosas. Por esto elige Alfonso X la expresión “aprender” frente a la de “enseñar”. Porque, en sentido estricto, el peso lo lleva quien aprende, no quien enseña. La actitud del estudiante no es principalmente la recepción pasiva, sino la contemplación activa. En la adquisición de los saberes el maestro es sólo causa instrumental, mientras que la causa principal es la inteligencia del estudiante.

Por último, Alfonso X señala como fin de los estudios universitarios aprender los “saberes”. En el contexto medieval, los saberes son aquellas verdades y conocimientos que son libres y que nos hacen libres. Son libres porque se buscan por sí mismos, y no como medios para conseguir otras cosas. Nos hacen libres porque nos proporcionan sabiduría, es decir, nos ponen frente a las preguntas y frente a algunas de las respuestas que dan sentido a nuestra vida y que nos ayudan a vivir en plenitud. En el contexto medieval, los saberes no son los oficios; hoy, podríamos añadir, los saberes no son las técnicas, ni los contenidos de una asignatura, ni los discursos ideológicos. Como entidad histórica que es, los saberes propios que se estudian en la universidad han crecido en extensión y especialización, al ritmo no sólo del avance del saber, sino también de las necesidades de la sociedad. Pero de esto hablaremos en seguida, al repasar el origen y la evolución histórica de la universidad.

1.1.2 Origen de la universidad

Dice Ortega que la universidad es una institución Europea4. No se refiere con ello a un espacio geográfico, sino a las fuentes de inspiración que hacen posible la aparición de la universidad. Podemos identificar esas fuentes con las que originan lo que solemos llamar “Occidente”. Remontarnos a dichas fuentes requiere, en cierto sentido, apuntar una “prehistoria” de la universidad.

Si tuviéramos que relatar las raíces de nuestra cultura en sólo tres líneas, tendríamos que dedicarlas, sin duda, a Atenas, Roma y Jerusalén5. Son los tres momentos originales y originarios que laten bajo cualquier acontecer histórico posterior en Occidente: el descubrimiento y la evangelización de América, el Renacimiento italiano, la invención del método físico-matemático, la Revolución francesa, el derecho internacional, etc., sólo se pueden explicar con profundidad atendiendo a los tres momentos históricos arriba citados. Toca ahora explicarlos someramente.

Lo más original del pueblo griego, y lo que explica sus logros posteriores, es el paso del mito al logos. El hombre griego hará una reflexión que podemos sintetizar así: hasta ahora hemos dado una explicación mítica del mundo, hemos desarrollado relatos que nos sirven para explicar las cosas. Sin embargo, constatamos que en el mundo hay un orden –un kosmos, y no un kaos–, un sentido, un ritmo, una música callada. Como nosotros pertenecemos a ese mundo y formamos parte de ese orden, nuestra inteligencia ha de ser capaz de desentrañarlo, de hacerse uno con él. Logos, en griego, significa así “orden y sentido del mundo”; pero también, y en un segundo sentido, “pensamiento”; y, en último término de esta analogía, “expresión” o “palabra”. El paso del mito al logos supone la aparición de la ciencia especulativa o teórica, es decir, de la explicación de la realidad por sus causas. A partir de este momento, los hombres podrán salir del mundo de las sombras y las opiniones (doxa) e instalarse en la luz del conocimiento y la verdad que es la ciencia (episteme), un camino de plenitud. La perfección de la ciencia es la

4 José Ortega y Gasset, Misión de la universidad, Alianza, Madrid 1930.5 Para un mayor análisis sobre las raíces griegas, romanas y cristianas de la cultura europea, cf. Giovanni Reale, Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona 2005.

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sabiduría, y lo propio del sabio es ordenar: hay un orden que el hombre no crea sino que lo encuentra en la naturaleza y da lugar a las ciencias naturales; hay un orden que el hombre realiza en su facultad intelectiva y da lugar a la lógica; hay un orden que el hombre pone en su facultad volitiva y en la libertad y da origen a la ética; finalmente hay un orden que el hombre pone en las cosas que construye y da lugar a las artes. La universidad, sede de ciencia y sabiduría, institución de la razón, “amante del saber” (eso significa etimológicamente la expresión “filósofo”), no hubiera sido posible sin la aportación griega.

Los romanos eran hombres prácticos. El arte, los dioses, la literatura, el pensamiento… en nada de eso fueron originales los romanos. Si algún logro en ese orden permanece en nuestro recuerdo es quizá el arco de medio punto, fruto de la reflexión de un ingeniero, que no de un artista; lo mismo que la política, fruto de un pensamiento muy pragmático y poco especulativo. Con el arco de medio punto, los acueductos, las calzadas y lo que hemos dado muy acertadamente en llamar “arquitectura civil”. Con su modo de entender el gobierno, el derecho, el latín y un modo de conquistar territorios que supo asimilar lo mejor de otras culturas para sí mismo, al tiempo que imponerles a todas los necesario para mantener la unidad. De ahí que Roma pareciera la Ciudad Eterna y que su imperio fuera poderoso y seguro de sí mismo.

Lo original de Roma fue que, quizá por ese espíritu práctico, impuso sobre todo el orbe conocido un minimum para garantizar la unidad y la paz en el mundo –el milagro de la pax romana atestiguada en todo el imperio–. Paz y unidad como nunca antes conoció el mundo, garantizada por las infraestructuras, el idioma, el derecho y la presencia de las legiones. Al tiempo que imponían ese minimum, respetaban parte de la idiosincrasia de los pueblos conquistados, e incluso asumían los elementos que resultaran útiles al imperio. Eso, además de evitar rebeliones innecesarias, enriquecía a Roma y permitía una unidad en la diversidad hasta el momento desconocida. Todavía la Europa de hoy es heredera de este sueño político, y el concepto de “globalización” resuena con ecos romanos. Sin esta voluntad unificadora y universal, sin los elementos de cohesión cultural, política y geográfica de la que carecieron todos los pueblos anteriores a Roma, la universidad no hubiera sido posible.

Algo había aún de ocurrir en el Imperio Romano que daría el giro definitivo a la historia de Occidente, hasta el punto de que iniciamos nuestro calendario –nuestro tiempo– a partir de aquel acontecimiento: el nacimiento de Jesús de Nazaret. Fue precisamente en tiempos de Augusto, cuando el mundo conocía por primera vez la paz bajo el cobijo del águila imperial, cuando en Jerusalén, capital el pequeño reino de Palestina, muchos judíos esperaban la inminente llegada del Mesías.

No es posible exponer brevemente lo que supuso la aparición del cristianismo en la Roma de los siglos I-IV6, ni tampoco cómo debieron sentirse las personas que escucharon el mensaje cristiano por vez primera. Hoy, veinte siglos después, apenas somos capaces de actualizar su originalidad. Lo que ocurrió en Judea fue lo siguiente: nace Jesús, de la estirpe de David, que se hizo llamar a sí mismo El Hijo de Dios, el Mesías, que afirmó ser a la vez hombre y Dios, que anunció la salvación en esta vida y en la futura para todos los hombres, que fue injustamente condenado a muerte, que aceptó libremente la cruz para salvar con su sacrificio a todos los hombres y que resucitó al tercer día, para decirnos que nos espera, al final de los tiempos, sentado a la derecha de Dios Padre.

El cristianismo introduce varias novedades respecto de cualquier otra religión. Podemos encontrar las dos claves que nos interesan para este análisis en el Evangelio de San Juan: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), y “Os doy un mandamiento nuevo, amaos los unos a los otros como yo os he amado. En eso reconocerán que sois discípulos míos” (Jn 13, 34-35). La primera afirmación de Juan es sorprendente: “El Logos se hizo carne”. Ese logos griego, ese orden del mundo, la clave que da sentido a toda la realidad, el modelo de toda verdad y creador de la música callada del mundo se hace hombre, además de ser Dios: Jesucristo. Esta verdad central del cristianismo es profundamente original –por no decir escandalosa– incluso para un judío: que un hombre que morirá en la cruz se llame a sí mismo Dios; pero quizá es aún más llamativo para un griego el que le digan que el orden del mundo, lo más hermoso y digno de ser contemplado, no es el movimiento de las esferas celestes, sino un rostro humano. Este Logos, además, ofrece una pauta de comportamiento, nos desvela el sentido del mundo para todos los hombres sin distinción de sexo, raza o posición social: “Amaos los unos a os otros como yo os he amado”.

6 Para una explicación breve y luminosa sobre lo que supuso intelectual y culturalmente la aparición del cristianismo en el mundo greco-latino, cf. Rafael Gambra, Historia sencilla de la filosofía, Rialp, Madrid 1999, 95-101.

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Lo más relevante para nuestro análisis es precisamente que Dios sea, a la vez, Logos y Amor. Esta seguridad de que la verdad del mundo y la verdad de lo sobrenatural remiten a una misma fuente, funda un diálogo entre la razón y la fe propio de nuestra cultura. En el contexto de la cristiandad aparece con claridad la distinción –que no separación– entre el orden de la fe y el orden de la razón. Será la tradición de la Iglesia católica la que insista en que la fe ilumina a la razón –sin anularla– y que la razón permite profundizar y comprender la verdad revelada7. Desde la convicción de que lo divino-religioso no es irracional, sino que es también Logos que se nos revela en la historia, las posibilidades de la razón griega se amplían hacia la reflexión sobre lo divino. Desde la convicción de que el Logos es amor, la racionalidad exige no sólo contemplación de la verdad, sino compromiso ineludible con la realización del bien. Frente a la Academia platónica, de orden puramente especulativo, en la universidad medieval se exige el compromiso social con el tiempo en que le ha tocado vivir.

1.1.3. Historia de la universidad

La descomposición del imperio romano dejó a Europa sumida en la desorientación. La pax romana despareció, el comercio se paralizó, las calzadas dejaron de ser un camino seguro, las ciudades perdieron su capacidad de desarrollo, el caos político fracturó el mapa, y la cultura y el saber quedaron aislados en pequeños islotes de paz que los bárbaros respetaron: los monasterios creados por san Benito.

Varios siglos tardó Europa en reaccionar ante semejante cataclismo. Durante ellos, los monasterios benedictinos se convirtieron en lugares de peregrinación donde los hombres medievales que amaban el saber acudían a conocer esa “verdad que hace libre”. Es, por tanto, en el corazón de la Iglesia, donde se conservó el saber antiguo, fuera revelado o pagano; y se conservó gracias a la convicción de que la verdad religiosa y la cultura greco-latina no son contradictorias, sino que responden a un mismo logos. También debido a la seguridad de que es el conocimiento de la verdad el que hace libre, los monjes dedicaron buena parte de su esfuerzo, primero, a conservar aquellas obras, copiándolas de manuscritos viejos a otros nuevos; y, más adelante, a profundizar en ellas y a difundirlas.8

Las peregrinaciones a los monasterios se hicieron cada vez más intensas9, por lo que hubo que habilitar zonas donde dar clase y pronto se fundaron las escuelas monacales; después, las escuelas catedralicias, que surgen al paso en que se revitalizan las ciudades. Será precisamente junto a las catedrales de París y Bolonia donde aparecerán, ya en el siglo XI, las primeras universidades. La conformación de ambas, aunque pareja en el tiempo y los fines, tendrá un desarrollo distinto. Mientras que París se conformó por el prestigio de sus maestros, cuyo eco movilizó a estudiantes de toda Europa hacia el encuentro con ellos, en Bolonia fueron las corporaciones de Estudiantes las que reunieron dinero para atraer a los mejores maestros.

Uno de los criterios por los que podemos hablar ya de “universidades” –además de la de universitas-comunidad de maestros y escolares– es el de la universalidad. Los títulos expedidos por los estudios de París y Bolonia permitían a quienes los poseían impartir clase en cualquier otra universidad del orbe. Pero podemos entender universalidad también en otro sentido: en la universidad cabían todos los saberes liberales10, perfectamente ordenados de mayor a menor jerarquía: Teología, Filosofía, Derecho y Medicina y, en la base, las Artes Liberales,

7 Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona (12 de septiembre de 2006); Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio (1998).8 A este respecto causará, ciertamente, universal admiración cuánto contribuyera esta Sede Apostólica al progreso de la ciencia sagrada y profana, pues, entre las 52 Universidades, establecidas por decreto antes del año 900 no menos de 29 fueron creadas por los solos Romanos Pontífices y 10 otras más por instrumentos del Emperador y los Príncipes, juntamente con las Constituciones Apostólicas. Las célebres Universidades que se erigieron -para omitir otras- en Bolonia, París, Oxfford, Salamanca, Tolosa, Roma, Pavía, Lisboa, Sena, Grenoble, Praga, Viena, Colonia, Heidelberg, Leipzig, Monte Pesulano, Ferrara, Lovaina, Basilea, Cracovia, Vilna, Graz, Valladolid, México, Alcalá, Manila, Santa Fe, Quito, Lima, Guatemala, Cagliari, Lemberga y Varsovia, tomaron de esta excelsa Urbe su principio y seguramente, de allí recibieron su incremento. (Constitución Apostólica Deus Scientiarum Dominus del Sumo PontíficePío xi, Sobre las universidades y las facultades de los estudios eclesiásticos, art 6)

9 El origen del “curso académico” y de las vacaciones de verano está directamente relacionado con este peregrinar, que no podía hacerse sino en los meses de calor, de tal forma que durante el frío invierno los estudiantes se agrupaban que lo que pronto serían ciudades universitarias y, al llegar el estío, regresaban a sus casas por unos meses.

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formadas a su vez por el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica) y el Cuadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía y Música). Esta catedral de saberes perfectamente ordenada supone la unidad formada por lo variado (ex pluribus unum), de forma que todos los saberes se encuentran en constante diálogo, formando un conjunto armónico y vivo.

Otro de los criterios importantes será el de la independencia de la universidad respecto de los poderes temporales. A lo largo de los siglos XII y XIII varios papas otorgarán una serie de bulas que son el germen de lo que hoy llamamos libertad de cátedra, de forma que nadie podrá entrometerse en lo que enseñen los maestros universitarios: ni el rey, ni el alcalde, ni los poderes económicos, ni el obispo de la ciudad. Esta autonomía, que además de docente será pronto también jurídica, hace de la universidad casi una república independiente, y de los universitarios, unos privilegiados. Su privilegio, poder vivir al margen de los poderes del mundo para formar su inteligencia, va acompañada de una gran responsabilidad: esa libertad de investigación y pensamiento deberá arrojar frutos muy valiosos para la cultura de su tiempo, hasta el punto de que papas, obispos, reyes y demás poderes pedirán consejo a las universidades sobre cómo resolver asuntos importantes para el bien común. Baste recordar el ejemplo, ya en la universidad del XVI, de fray Francisco de Vitoria, padre del derecho internacional, quien defendió la dignidad de los indígenas de la América recién descubierta, y cuyas tesis impidieron tomar esclavos entre los indígenas; antes bien, se debía procurar tratarles con la misma dignidad que a cualquier hombre.

Esta actitud de servicio intelectual a la sociedad es también un elemento propio de la universidad medieval. Su misión era no sólo transmitir la cultura, sino responder a las grandes cuestiones a las que debía hacer frente la sociedad del momento. A ella podía acceder cualquier persona de cualquier estrato social y de cualquier rincón de Europa. Algunos benefactores acogían en sus casas a los estudiantes, o construyeron edificios para alojar a los alumnos –la Universidad la Sorbona de París conserva el nombre del Colegio Mayor más antiguo aún abierto, cuyo benefactor fue el obispo de La Sorbona–. Muchos estudiantes ricos pagaban la formación de los pobres, identificados éstos últimos –en la universidad española de Alcalá de Henares– por su gorra y llamados gorrones, palabra aún hoy usada para marcar a quien vive de los bienes de otro.11

Cabe destacar también otro elemento; quizá el más importante, aunque no es exclusivo de la institución universitaria. Las universidades nacen del amor al saber. Nacen de la voluntad de diversos buscadores de la verdad que abandonan sus hogares en busca de un maestro. A las primeras universidades no se iba a conseguir un título; tampoco a aprender una asignatura. Se iba a conocer a un maestro. A aquel maestro del que tanto habían oído hablar que enseñaba ese saber que hace libres. “La verdad os hará libres” es una de las grandes evidencias de la época. Pues bien: esa verdad la enseñaban como nadie los maestros universitarios, maestros cuya fama traspasaba fronteras y hacía que personas de toda condición social recorrieran los caminos de Europa para aprender de aquel joven Pedro Abelardo que venció a sus profesores en duelo dialéctico, de aquel Alberto Magno que lo sabía todo de todas las disciplinas, del joven Tomás de Aquino que hizo dialogar al gran Aristóteles con la tradición cristiana, etc.12.

10 Las artes serviles son aquellas que se practican como medios para conseguir un fin distinto de ellas mismas, o para desocupar la vida del hombre (lo que se hace para ganar dinero, para ahorrar tiempo, para trasladarse más deprisa, etc.); las artes liberales reciben ese nombre porque se practican por ocio, por el deleite y el enriquecimiento que por sí mismas producen, y también porque el hombre que se forma en ellas se convierte en un hombre más libre. Sobre la relación entre la plenitud del hombre y su vida de ocio, cf. Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 1998.11 No sólo en las regiones de las Misiones extranjeras promueve la Iglesia la cultura humana sino también y con mayor dispendio en aquellas partes donde más de una vez fuera expoliada del patrimonio de sus beneficios. (CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA DEUS SCIENTIARUM DOMINUS DEL SUMO PONTÍFICE, PÍO XI, SOBRE LAS UNIVERSIDADES Y LAS FACULTADES DE LOS ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS, art 8)

12 Para poder “vivir” la experiencia de lo que debió ser el ambiente universitario de esta época, resultan muy recomendables dos lecturas. La primera, más existencial, que nos traslada a las piedras y las almas del siglo XI: Alejandro Rodríguez de la Peña. “Los orígenes de la Universidad: las piedras y las almas de las universidades medievales”, conferencia pronunciada en la Universidad Francisco de Vitoria, disponible en http://www.arbil.org/(85)univ.htm. La segunda, que nos habla de la organización política y social de las universidades, de sus usos y costumbres, de sus leyes, etc.: cf. Emilio de la Cruz Aguilar, Lecciones de historia de las universidades, Civitas, Madrid 1987.

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Tan es así, que los estudiantes no tenían en mente “ir a clase de Filosofía II”, o estudiar “una carrera”; sino, más bien, “ser universitario de París”, o, más especialmente, “ser un colegial del Santa Bárbara”, o, ya el mayor de todos los honores, “ser discípulo del maestro Tomás”. Ser discípulo o apadrinado de un maestro requería la aprobación por parte del último, y no era fácil conseguirla, pues tal compromiso quedaba sellado entre uno y otro; incluso está documentado cómo algunos maestros cumplían noche en el calabozo, pagando la pena que cayera sobre su discípulo por haber cometido alguna fechoría propia de la juventud. Era el modo humilde del maestro de mostrarle a su discípulo las consecuencias que sobre otros pueden llegar a tener las propias faltas. Como vemos, la formación universitaria medieval era mucho más que la adquisición de conocimientos; mucho más, incluso, que la formación de la inteligencia: era la formación de la persona toda, para hacer de ella un modelo que además de arrojar luz sobre la verdad de las cosas, mostrara el gusto por el bien que debe ser hecho.13,14

El esplendor de esta manera de entender la universidad lo encontramos en la segunda mitad del siglo XIII, representado por maestros de la talla de Alberto Magno y Tomás de Aquino. Ya en el siglo XIV, la universidad, al igual que la cultura europea, empieza a sufrir transformaciones importantes. Entre los orígenes de esta transformación podemos citar dos muy iluminadores, representados por dos universitarios de renombre: Guillermo de Ockham y Galileo Galilei.

Guillermo de Ockham fue un impulsor de dos corrientes filosóficas llamadas nominalismo y voluntarismo. La tesis nominalista afirma que las palabras nos sirven para nombrar las cosas, pero que no pueden en absoluto expresar la esencia de las cosas. Este planteamiento debilita el prestigio de la Filosofía. El voluntarismo, en tanto, consiste en situar la voluntad por encima de la razón, provoca afirmaciones como “Si quisiera, Dios podría hacer círculos cuadrados”, lo que empieza a debilitar la unidad entre fe y razón, al entender que Dios puede ser actuar de forma contradictoria. Aunque estas tesis serán discutidas desde sus orígenes, introducen una fractura en el corazón del orden medieval que alimenta movimientos posteriores, fundamentalmente, la separación de la fe y la razón y el desprestigio de los saberes humanísticos frente al auge de las ciencias naturales.

Las observaciones de Galileo (1564-1642) en la Universidad de Padua, con su método físico-matemático (el embrión del método de la ciencia moderna) y su afirmación de que “en las cuestiones matemáticas, nuestro conocimiento es igual al divino”, supuso un duro golpe a la tradición medieval, superando definitivamente la Física de Aristóteles. En la famosa controversia entre Galileo y los hombres de su tiempo, el trasfondo del asunto no fue únicamente de corte Teológico, sino de ciencia física. Pero al desprestigio legítimo de la física aristotélica le siguió, en absoluto justificado, el desprestigio de las humanidades. La fascinación por el método inventado por Galileo para el estudio de los astros llevó a muchos pensadores a tratar de aplicar su método a las realidades más complejas. Descartes (1596-1650) construyó su sistema filosófico conforme a la idea de que aplicando el método matemático a Dios y al hombre podría obtener conocimientos tan ciertos y seguros como los teníamos respecto de la esfera celeste. Es el inicio del racionalismo moderno que, en formulaciones posteriores, tratará de demostrar la existencia de Dios mediante una fórmula matemática, así como determinar la acción del hombre y su felicidad en clave geométrica (En 1677 aparecerá la Ética demostrada según el orden geométrico de Baruc Spinoza).

La primacía de los estudios humanistas (artes liberales, Filosofía, Teología) y la idea del universitario como un hombre llamado a contemplar el misterio de la realidad, dejan paso a una visión más práctica, pero también más estrecha de miras, del papel de la universidad. De ser una institución ordenada prioritariamente al descubrimiento del saber se convierte en una institución ordenada fundamentalmente al logro de bienes útiles.

13 Las primeras universidades americanas fueron fundadas por la Corona Española durante la etapa colonial contando también con los colegios mayores, instituciones que, de acuerdo a la normativa de la época, servían de alojamiento como internados a los estudiantes universitarios pero que, en numerosos casos, cumplieron la función de «facultades docentes» de las universidades a las cuales se hallaban adscritas.. Ni Inglaterra ni Portugal, ni las demás potencias colonialistas menores, fundaron universidades en América.

14 Si bien el modelo original fue el de las universidades que ya actuaban en España (Salamanca, Alcalá de Henares), al ser trasplantadas a América las universidades coloniales se constituyeron como corporaciones semi-eclesiásticas cerradas (jesuitas, dominicos, franciscanos, carmelitas, agustinos) cuyos criterios de pertenencia, contenidos y metodología de la enseñanza, estrictamente reglamentados, permanecieron sin cambios casi dos siglos.

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Otro factor, vinculado a la investigación y al avance de la ciencia, será también decisivo. El saber humano alcanza cotas tan extensas y profundas que se hace necesaria la especialización no sólo en el orden práctico, sino también en el especulativo. Desde la Antigüedad hasta el Renacimiento podemos encontrar sabios “totales”, cuya capacidad excepcional les permitía, en cierto sentido, dominar todos los ámbitos del saber. Aristóteles (s. IV a. C.) y Alberto Magno (s. XIII) son ejemplos de ello, por sus aportaciones relevantes en muy variadas materias (desde la Biología hasta la Metafísica y la Teología, en el caso de este último). Descartes (s. XVII) es quizá uno de los últimos sabios integrales, por su dominio y aportaciones en los ámbitos de la Matemática y la Filosofía. Newton (s. XVII-XVIII), por ejemplo, uno de los grandes genios de la Física de todos los tiempos, revela deficiencias graves en otros campos que abarcó, como es el caso de su Teología. La necesaria especialización acabó por romper la síntesis de saberes, la adecuada contextualización de cada conocimiento en el árbol de la ciencia. Dicha “fragmentación del saber” contribuyó a la pérdida de sentido y finalidad del saber, al prestigio y desarrollo de los cómos y el olvido de los porqués y, con ello, a un saber cada vez más superficial y menos humano. Pasarán siglos hasta que el hombre se dé cuenta de la necesaria “integración de saberes” que pasa por la necesidad de la interdisciplinariedad.

Otras causas externas marcan también el cambio de rumbo de la universidad: la aparición del Estado moderno y el triunfo de las revoluciones burguesas. La consolidación del estado moderno (la aparición de las naciones) resta autonomía a la universidad, quedando ésta al servicio del Estado. Napoleón fija en 1806 el sistema de enseñanza superior en Francia consagrando lo que se ha dado en llamar “modelo napoleónico”, vigente hoy en buena parte del continente europeo. Las universidades pasan a estar al servicio del Estado y su misión primera será la formación de funcionarios (profesionales) al servicio de los intereses de la nación. El triunfo de la burguesía en las revoluciones liberales marca también un cambio importante en el seno de la universidad, al imponerse poco a poco el criterio económico y el sistema de mercado como criterio dominante en el orden social. 15

Si la universidad nace con un solo señor, que es la verdad que hace libres a los hombres, en los últimos siglos tendrá dos nuevos amos (el poder político y el poder económico), y ambos exigen la subordinación del saber a la utilidad. Los antiguos maestros dejan paso a los profesores (profesionales habilitados para enseñar su profesión) y los estudiantes ya no llegaban para aprender los saberes que hacen libre o para conocer a un maestro, sino para habilitarse en una profesión altamente demandada. Con excepciones (como en el modelo alemán), los viejos maestros mudaron hacia institutos de investigación al margen de la docencia, separando la búsqueda del saber de la actividad docente, convirtiendo esta última en una mera transmisión de contenidos, habilidades y competencias útiles para el Estado o demandas por el sistema económico.16

La perdida del sentido humanístico, la hiperespecialización, la ideología política y el primado de lo funcional y lo económico, son quizá los retos más importantes a los que debe enfrentarse la universidad del siglo XXI. Albert Einstein, el físico cuyas teorías conmocionaron el mundo en la primera mitad del siglo XX y han impulsado la última revolución científica, lo expresa así:

“No es suficiente enseñar a los hombres una especialidad. Con ello se convierten en algo así como máquinas utilizables pero no en individuos válidos. Para ser un individuo válido el hombre debe sentir intensamente aquello a lo que puede aspirar. Tiene que recibir un sentimiento vivo de lo bello y de lo moralmente bueno. En caso contrario, se parece más a un perro bien amaestrado que a un ente armónicamente desarrollado. [...] Estas cosas tan preciosas las logra el contacto personal entre la

15 En la Nueva España se funda, por real cédula de Felipe II, en 1553, la Real y Pontificia Universidad de México. La denominación indica ya su doble naturaleza: secular y eclesiástica, instituida bajo el modelo medieval, con los mismos o similares privilegios y reglamentos de la prestigiosa Universidad de Salamanca, que recibió la carta de sus estatutos del rey Alfonso X el Sabio, en 1254, y la confirmación papal, de Alejandro IV, en 1255.

16 No es aislado el caso de que los gobernantes de los estados, andando el tiempo, sustrajeran al régimen y tutela de la Iglesia no pocas de las Universidades y escuelas; Sin embargo, la Iglesia, careciendo entonces de libertad y de medios de que antes con abundancia disponía, por su misma naturaleza no cesó de crear y fomentar esta clase de Cenáculos de sabiduría y de institutos de docencia. (CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA DEUS SCIENTIARUM DOMINUS DEL SUMO PONTÍFICEPÍO XI, SOBRE LAS UNIVERSIDADES Y LAS FACULTADES DE LOS ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS art 7 )

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generación joven y los que enseñan, y no –al menos no en lo fundamental– los libros de texto. Esto es lo que tengo presente cuando recomiendo Humanidades y no un conocimiento árido de la Historia y de la Filosofía. Dar importancia excesiva y prematura al sistema competitivo y a la especialización en beneficio de la utilidad, segrega al espíritu de la vida cultural, y mata el germen del que depende la ciencia especializada”17.

Las palabras de Einstein recuperan ecos medievales. No sólo por alentar a los estudios de Humanidades (contenidos, libros de texto), sino por recuperar la finalidad de aquellos, que era también el fin de la universidad original: lo verdadero, bueno y bello, que hacen al hombre libre, y no mero “perro bien amaestrado”, en manos del sistema económico o de los intereses ideológicos18. Por otro lado, no se trata de despreciar la utilidad, sino de situarla en su lugar debido, en orden a la edificación del bien. También rescata Einstein el modo de enseñar, animando a ese “ayuntamiento” que vincula a los jóvenes con la sabia generación anterior. Más adelante, el Nóbel de Física ahonda en los riesgos de la especialización:

“El círculo de los fenómenos de la realidad abarcados por la ciencia ha aumentado considerablemente y la comprensión se ha hecho más profunda en todos sus campos. Pero en cambio la capacidad humana está estrechamente limitada. Ello obliga a que la actividad del científico, individualmente, deba dirigirse a un sector cada vez menor del conocimiento total. E incluso resulta cada vez más difícil que la comprensión de la totalidad de la Ciencia pueda ir a la par con el desarrollo. Se está llegando a una situación comparable a la que simbólicamente describe la Biblia en la historia de la Torre de Babel. Todo investigador serio es consciente de esta limitación involuntaria, que amenaza con robarle la visión de perspectiva y con degradarle al estado de mero peón”19.

Curiosamente, los retos a los que ha de enfrentarse la universidad en el siglo XXI entroncan con la que, desde su origen, ha sido siempre su misión.20, 21,22

17 Albert Einstein, Mi visión del mundo, Fábula Tusquets, Barcelona 1995, 29-30.18 De hecho, Einstein se vio obligado a abandonar Alemania en 1933 debido al auge del nazismo.19 Albert Einstein, Mi visión del mundo, 39-40.20 Los títulos de más antigua y primera universidad del nuevo mundo son disputados por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, que sostiene ser sucesora de la antigua Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (fundada por Bula papal de 1538, aunque operando con Real Cédula de fundación de mayo de 1747) y la Universidad de San Marcos (fundada en mayo de 1551 por Real Provisión, obteniendo su ratificación por Bula papal de 1571). Hasta hace medio siglo, terciaba en el debate la Universidad Nacional Autónoma de México, la cual se reclamaba sucesora de la extinguida Real y Pontificia Universidad de México (fundada por Real Cédula de setiembre 1551).En la primera década del siglo XIX, Alejandro de Humboldt notaba que "Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México".( Araujo Pardo Alejandro y Mier y Terán Luis Casanueva , Relaciones Universidad- Estado Apuntes históricos y notas sobre retos futuros, Revista Casa del Tiempo, marzo 2003, UAM, http://www.uam.mx/difusion/revista/mar2003/mier.html#1b#1b )

21 En el México independiente se afirmará cada vez más, en el espíritu ilustrado y liberal, la convicción de que las transformaciones sociales, económicas y políticas de la nación serían obra forzosa de la expansión y el fortalecimiento de la educación y el progreso de las ciencias. Las relaciones entre la universidad y el Estado van a ser a partir de entonces crecientemente complejas. A la Universidad de México se le quitarán paulatinamente los títulos de Real y, luego, de Pontificia, definiendo su carácter nacional

22 Unos años después, el México independiente se reafirmará en su espíritu ilustrado y liberal, apoyando las transformaciones sociales, económicas y políticas en la educación y el progreso de las ciencias; con ello, las relaciones entre universidad y Estado serán cada vez más complejas. Se eliminaron de forma paulatina los títulos de Real y Pontificia a la Universidad de México, definiendo así su carácter nacional.“Durante el siglo XX se realizó el mayor esfuerzo constructivo en la historia de la educación pública superior del país. En su desarrollo se han depositado los anhelos y las aspiraciones que se afirmaron en la segunda mitad del siglo XIX, integrando en el devenir universitario actividades incesantes y prolíficas destinadas a aumentar los niveles educativos de México, realizadas con el fin de incidir en el bienestar y progreso material, en el aumento de los niveles de cultural y vida cívica.” ( Araujo Pardo Alejandro y Mier y Terán Luis Casanueva , Relaciones Universidad- Estado Apuntes históricos y notas sobre retos futuros, Revista Casa del Tiempo, marzo 2003, UAM,

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1.2 La Universidad Búsqueda de la verdad , síntesis de saberes, formación integral, servicio a la sociedad

1.2. Misión de la universidad

La universidad ofrece al hombre el ámbito comunitario en el que pueda realizar su profunda aspiración al conocimiento de la verdad, y el ideal del sabio que es “ordenar”23.

Expone Ortega y Gasset en su Misión de la universidad24 que la enseñanza universitaria necesita urgentemente de una reforma. Lo decía en el año 30, en la sede de la Federación Universitaria Escolar, ante los rectores de las universidades españolas, pero seguramente lo volvería a denunciar ahora, puesto que los problemas que entonces enumeró permanecen hoy. Como bien previó el filósofo español, no bastaba renovar una ley, cambiar algunas estructuras e imitar modelos de otros países. Tampoco sería suficiente corregir los abusos. Aunque todo eso se ha tratado en las últimas reformas universitarias, con mejor o peor fortuna, queda pendiente la tarea radical.

Para Ortega, la renovación radical de universidad necesita, primero, de una comunidad de personas con la inteligencia y la voluntad de hacer una reforma. En segundo lugar, la reforma no puede consistir sólo en corregir abusos, pues su mal no consiste en una mala aplicación de una buena ley; sino que la reforma debe fundamentalmente crear usos nuevos que den respuesta la cuestión fundamental que en este caso debemos plantearnos: “¿Para qué está ahí, tiene sentido y existe la universidad?”. Ortega se pregunta por el fin de la universidad, por su misión, pues, a su juicio, es la misión lo que mejor define las realidades históricas.

Para Ortega la “tarea radical” de la universidad consiste en “la transmisión de la cultura”. Entronca así con la pretensión original de la universidad. No obstante, la universidad debe estar “a la altura de los tiempos” y no puede ignorar su circunstancia: desarrollo de la ciencia y necesidad de profesionales. Por eso, en segundo lugar, Ortega considera que es misión de la universidad la “preparación de los profesionales” que necesita la sociedad, y concreta: “profesionales que sepan mandar”. Que ejerzan un liderazgo intelectual y moral sobre la cultura de su tiempo, tal y como hacían también las primeras universidades. Por último, entiende Ortega que tal vez la universidad no sea la encargada de “producir” ciencia –éste es quizá el aspecto más discutible de su propuesta–, aunque considera indispensable que la universidad “se alimente” de la ciencia.

La misión de la universidad puede ser sintetizada en los que pueden considerarse “cuatro pilares del ser universitario”. Estos cuatro pilares que están presentes en la universidad desde su origen hasta hoy, cuya desaparición haría que la universidad sólo pudiera llamarse tal nominalmente y que sintetizan la misión de la universidad son: la búsqueda comunitaria del saber, la formación integral, la síntesis de saberes y el servicio rector a la sociedad. Esta visión de la misión de la universidad es compartida por la Red internacional Anáhuac de universidades que se ven a sí mismas como instituciones católicas de educación superior es decir, como comunidades de profesores y estudiantes que buscan en todo la verdad y el bien, y se empeñan en la formación integral de personas que ejerzan su liderazgo y así contribuyan a la transformación de la sociedad y de la cultura.

1.2.1 Búsqueda comunitaria del saber

La búsqueda comunitaria del saber es el primer rasgo de todo universitario, y la tarea radical de la universidad. Quien no busca el saber, carece de la actitud propia del universitario. Quien lo busca comprometidamente, cumple

http://www.uam.mx/difusion/revista/mar2003/mier.html#1b#1b)

En lo que concierne al surgimiento de las Universidades e Instituciones de Educación Superior privadas, la más antigua es la Escuela Libre de Derecho, establecida en 1912; en 1935 se fundó la Universidad Autónoma de Guadalajara y en 1943 el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y la Universidad Iberoamericana. Surgirían algunas más, sin embargo, la mayor parte de las instituciones privadas que funcionan actualmente se crearon después de 1960.

23 Cf. Aristóteles, Metafísica XII, 10. 24 José Ortega y Gasset, Misión de la universidad y otros ensayos, Alianza, Madrid 1999.

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ya el requisito esencial. Pero esa búsqueda no es exclusiva del universitario, sino que es propia del hombre como tal. “Todos los hombres desean por naturaleza saber”25. El afán por conocer la verdad de las cosas, la verdad de uno mismo, incluso la verdad de lo que nos trasciende, es un rasgo definitorio de la naturaleza humana, y permanece como aspiración profunda de nuestra humanidad. Por eso la universidad es, desde su origen, una escuela de humanidad.

Pero Aristóteles no sólo definió al hombre como un “animal racional”, sino también como “animal social”. El hombre es para Aristóteles “el único animal que tiene palabra” (logos) y de este modo puede “manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto”26. La búsqueda de la verdad y del bien no puede ser, por lo tanto, tarea solitaria.

Ahora bien: ¿por qué buscar?, ¿qué buscar? y ¿cómo buscar?

¿Por qué buscar? Porque algo sabemos, pero no lo suficiente. Quien todo lo sabe, no busca. Quien nada sabe, tampoco. Pero, como decía Platón, saberlo todo es propio de los dioses, e ignorarlo todo es propio de las bestias (Lisis 218a). Lo propio del hombre, por lo tanto, es saber algo, pero no lo suficiente. Igual que los buscadores de tesoros, los buscadores de saber tienen por delante una aventura. Saben hacia dónde van, pero ni conocen la magnitud del tesoro, ni los encuentros que les depara el camino. De ahí que, en rigor, la búsqueda comunitaria del saber es la auténtica aventura universitaria.

¿Qué buscar? Hemos dicho que la verdad o el saber. El corazón del hombre sólo descansa en la verdad. En primer lugar, el hombre busca solucionar los problemas en orden a la supervivencia. Busca la verdad “técnica”, la que le lleva a conocer los secretos de las plantas, el campo, el clima, los animales, la caza… y le permite sobrevivir en un mundo que, de otro modo, sería inhabitable. Incluso, con el desarrollo de la técnica el hombre logrará no sólo sobrevivir, sino ahorrar tiempo. Descubrir los secretos de la agricultura, la ganadería, el comercio, el dinero, los transportes, etc. le permitirán al hombre liberar su vida de la atención constante a la necesidad y disfrutar del ocio, del tiempo libre. Pero al hombre no le basta con dominar el mundo y habitarlo. Cuando se ha liberado de las preguntas en orden a la supervivencia surge la pregunta que verdaderamente le pone a cara a cara consigo mismo: ¿por qué vivir?, ¿qué hacer con ese tiempo libre, no esclavo de las ocupaciones propias de los animales, es decir, de la mera supervivencia y perpetuación de la especie?

Cuando el hombre ha respondido a las preguntas técnicas brotan en él otras más profundas, relacionadas no ya con lo útil, sino con el ser de las cosas, su esencia y su sentido: ¿qué es, qué origen y qué destino tiene el mundo?, ¿qué es el hombre, quién soy yo y qué sentido tiene mi vida? ¿cuál es la razón última de todas las cosas, eso que llamamos Dios, y qué me cabe esperar de eso? La tradición las ha sintetizado así: el universitario quiere conocer la verdad del mundo, del hombre, de sí mismo y de Dios. Si las respuestas técnicas nos permiten sobrevivir en el mundo y hacerlo cada vez más habitable y cómodo, las respuestas sobre el ser de las cosas nos hacen realmente libres, pues nos proporcionan un “mapa” de la realidad, una cosmovisión (una visión ordenada del mundo, del hombre y de Dios) en el que desenvolvernos con libertad. A este segundo tipo de preguntas se consagró, desde su origen, la universidad.

En el fondo, toda cultura se ha formulado esas preguntas y vive conforme a una serie de respuestas. Esas respuestas son asumidas por los hombres como creencias desde las cuales vive. Son creencias acríticas, que condicionan el modo de actuar del hombre sin que éste se dé cuenta. La tarea del universitario es descubrir esas creencias, tematizarlas como ideas y ser crítico con ellas: convertirlas en hipótesis que verificar o refutar con el uso de su inteligencia y la práctica de su vida. Sólo de esa forma, cuando ya no “se viven” o dirigen nuestras creencias acríticas, sino que vivimos desde las ideas que hemos descubierto como verdaderas, podemos tener una libertad madura.

En esa búsqueda de la verdad “que libera” el universitario se juega la vida. No ya en un sentido “biológico”, como el universitario medieval, al recorrer los peligrosos caminos de Europa, sino en un sentido mucho más profundo, pues en esa búsqueda el universitario se juega el destino de su propia vida, y ese destino aparece como incierto: el final no está escrito. Según lo que el universitario encuentre y deje de encontrar, según cómo interprete las

25 Aristóteles, Metafísica, I, 1.26 Aristóteles, Política, I.

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enseñanzas de sus maestros, según muchas otras variables controlables e incontrolables en esta búsqueda abierta y difícil, misteriosa, su vida quedará lograda en la verdad que hace libres (tendrá una vida auténtica, viviendo en la verdad); o malograda en el error, la manipulación o la falsedad.

¿Cómo buscarla? En comunidad. Hay aspiraciones y bienes que el hombre no puede alcanzar en solitario. Ni siquiera la supervivencia. El hombre es, en ese sentido, la criatura más indigente de las que pueblan el mundo. Pero tampoco la verdad de sí mismo es capaz de descubrirla sólo. Su vocación (llamada) es descubierta en trato con otras personas, a veces por afinidad o imitación, otras por reacción, siempre en el diálogo (dia-logos, hacia el logos, a través del logos) con los otros. La realidad es inmensa, misteriosa, inabarcable para la limitación propia del hombre. Por eso el descubrimiento de la verdad es siempre comunitario; uno llega donde otro no alcanzó a llegar, pero quizás gracias sólo a su ayuda. Uno ve una verdad parcial y otro descubre otra: ¿cómo integrarlas? Así, en diálogo comunitario (cuyo origen está en Sócrates, su sistematización en la escolástica y su actualización en las actuales comunidades científicas vertebradas no sólo como equipos, sino a través de publicaciones especializadas y congresos), el hombre amplia los horizontes de su comprensión.

1.2.2. Formación integral

Al ponerse en marcha en búsqueda de la verdad el universitario descubre la exigencia de formarse integralmente. La universidad es una comunidad de personas, no de cerebros, que aspiran a la sabiduría. La búsqueda del saber es propia de la persona, no sólo de su cerebro. La aventura del saber exige formar no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y la libertad, el carácter y la afectividad o sensibilidad, la corporeidad y las dimensiones histórica, social, ética y espiritual. Y exige formarlas armónicamente, dando a cada una su lugar apropiado. Si formar todas estas dimensiones tiene que ver con la búsqueda del saber, en general, cuánto más tendrán que ver con el descubrimiento de la propia vocación, de la respuesta a la pregunta ¿Quién soy yo?

La primera clave en la formación integral es la formación de la inteligencia, no porque las demás sean menos importantes o necesarias, sino porque es la inteligencia la que debe guiar al resto, la que ilumina la libertad y mide el lugar de las otras dimensiones y facultades humanas. Una inteligencia madura supone una buena memoria –ese ámbito del que rescatar todo lo aprendido en el instante en que resulta necesario– y una imaginación creativa, pero supone, ante todo, la capacidad para comprender la realidad. Para comprender la realidad la inteligencia debe formarse en la profundidad, la amplitud y el largo alcance. La profundidad es la primera nota de la inteligencia, que se desprende de su etimología latina (intus legere, leer dentro) y supone la capacidad de penetrar en las cosas y captar su esencia, el corazón de las cosas (¿qué es esto y qué hace que esto sea esto y no otra cosa?). La amplitud es la capacidad para relacionar esa realidad conocida con el resto de realidades que le afectan o que son afectadas por ella, supone ser capaz de poner en contexto lo conocido o de encontrar las justas relaciones entre las diversas realidades conocidas (¿Qué tiene que ver esto con…? ¿En qué medida afecta esto a…? ¿Cómo se verá afectado esto por…?). Una inteligencia de largo alcance es capaz de pre-ver las últimas consecuencias de una acción determinada (¿adónde nos llevará esto?), primer ingrediente de lo que los clásicos llamaron prudencia, y el sentido último de la realidad conocida (¿de dónde viene esto?, ¿qué sentido tiene esto?), invitación a la que se refiere Benedicto XVI cuando invita a las universidades a “ampliar los horizontes de la razón”. Herramientas propias del quehacer intelectual son la capacidad de análisis (distinguir para conocer), de síntesis (vincular para integrar armónicamente) y de relación. Cuando el hombre desarrolla así su inteligencia, es capaz de comprenderse a sí mismo, de edificar un mundo habitable y de situarse en una justa atención a lo que le sobrepasa, a lo misterioso del mundo, de sí mismo y del Absoluto.

Otra clave, inseparable de la anterior, es la formación para la libertad. La formación para la libertad es quizá el mayor descubrimiento de la historia de la pedagogía, y se la debemos a Sócrates. “Conócete a ti mismo”, recordaba que podía leerse en el frontispicio del templo de Delfos, dando origen así al humanismo clásico, que pone la pregunta por el hombre y su vocación en el centro de su reflexión. Su preocupación primera, la búsqueda del saber, aparece vinculada a la necesidad del pensamiento riguroso, a la revisión de los propios prejuicios, a la necesidad de que, en conciencia, hagamos personalmente el camino del conocimiento, y descubramos por nosotros mismos quiénes somos y qué estamos llamados a hacer. Sócrates combatía a quienes se limitaban a repetir sin espíritu crítico lo que la generación anterior trasmitía, y por eso le acusaron falsamente de sofista. Para Sócrates, el respeto por la tradición y el argumento de autoridad son puntos de partida, no destino, son fuente de saber, pero no todo el saber posible. Sócrates enseñaba a los jóvenes a pensar por sí mismos, frente al adoctrinamiento propio de la tradición educativa anterior. Eso, y su presunto ateísmo, le costó la vida.

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La tradición medieval recupera esa pedagogía socrática. Esa actitud inspira la aparición de las universidades y su libertad de cátedra. La comprensión cristiana de la persona, alienta aún más la reflexión no ya sobre el hombre, sino sobre cada hombre, pues la vocación no es una llamada genérica, sino única e irrepetible. Los únicos límites al libre quehacer universitario son la verdad y el bien, los saberes que nos hacen libres. Esta condición de la docencia universitaria la distingue de otras instituciones formativas, como las que forman primariamente en la dimensión técnica, donde lo importante son los procedimientos, métodos y herramientas, o sólo en la dimensión teórica (donde lo importante es el estudio de un pensamiento, escuela, autor, tradición o ideología.

La educación universitaria hace a los hombres libres no sólo porque enseña los saberes que hacen libre, sino porque al exigir al alumno que recorra personalmente el camino, va conformando en él una libertad madura y una voluntad firme. Una libertad madura, porque elige el bien no por indicaciones extrínsecas, sino por una motivación intrínseca, lo que le conduce, también, a la voluntad firme y fiel por el bien encontrado y amado como bueno para él y para los hombres. Un hombre que hace el bien por indicación externa, que se limita a reproducir conocimientos y procedimientos sin sentido crítico, es lo contrario de un universitario. Cuando la acción humana no es fruto de ese camino personal, sino de razones o procedimientos que no ha interiorizado, corre o bien el riesgo de caer en una rebeldía sin causa y a veces injusta (pues no es capaz de juzgar con rigor) o bien el riesgo de convertirse en un peón del sistema, de la eficiencia, de la utilidad o de la ideología de moda.

Pero el hombre no es sola inteligencia y voluntad encerradas en un cuerpo, sino unidad de todas sus facultades y dimensiones. Por eso, sólo una voluntad firme en su deseo de ajustarse a la verdad y una libertad madura capaz de elegir siempre lo mejor, harán a la inteligencia provechosa. Un carácter fuerte, pero dominado y atemperado; una afectividad sana, capaz de apreciar lo bueno y repugnar lo malo o injusto; una conciencia moral recta animada de un vivo sentido de responsabilidad; y un cuerpo sano y vigoroso, son también necesarios para la formación del hombre pleno.

Toda persona madura, formada integralmente, es consciente de su dimensión histórica. Sabe que su situación en el mundo viene orientada por toda una tradición cultural e histórica que debe conocer para poder conocerse a sí mismo, una tradición que es tradente de un pasado y que le proyecta hacia el futuro, una tradición de la que deberá asumir todo lo bueno, pero también corregir errores o denunciar el mal. Sabe que su vida se proyecta hacia el futuro y que su acción condiciona la historia de quienes vendrán después y serán herederos de las presentes realizaciones. Sabe que su vida sólo es posible en sociedad y que el desarrollo de su personalidad y de una vida en plenitud tiene mucho que ver con las personas de las que se rodea, con las que con-vive, a las que debe en buena medida todo lo que es, cómo es y lo que llegará a ser. Y sabe, por último, que ni el hombre ni el mundo se han dado el ser a sí mismos y que, por lo tanto, hay una realidad “más allá de esta realidad” y permanece a la escucha, tratando de relacionarse con ella. Éste es el sentido de la religión como capacidad de enlazarse o religarse (re-ligare) con lo Absoluto27.

La formación integral no sólo supone desarrollar todas estas dimensiones y capacidades de la persona, sino que trata de ordenarlas a todas en su justa medida. Un hombre con gran sentido de la religiosidad pero con una inteligencia débil caerá fácilmente en el fanatismo. Un hombre muy inteligente pero sin la voluntad de tomarse en serio su propia vida, desperdiciará ese don en insustanciales e inútiles juegos dialécticos. Un hombre con un

27 Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate desentraña esta dimensión de un verdadero humanismo o de un humanismo integral: Me limito a la conclusión: “Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, (cf. Populorum progressio n. 42) que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil –en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos–, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento” (Caritas in veritate, n. 78 ). «No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana» (Pablo VI, Populorum progressio n. 42)”.

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cuerpo atlético sin una libertad madura que oriente su vida puede malograrla. De ahí que la formación integral se ocupe no sólo de todas las facultades y dimensiones de la persona, sino también de su adecuado equilibrio.

La sabiduría, sostiene Aristóteles, consiste en la capacidad de poner en orden todas las cosas. En un primer sentido, consiste en poner en orden un todo constituido por partes. En un sentido ulterior, consiste en ordenar ese mismo todo a su fin propio. Ordenar un todo constituido de partes implica el crecimiento armonioso de la persona en todas sus dimensiones, preguntándose cuál es el orden que han de tener esas partes. Ordenar el todo a un fin implica ponerse las preguntas por el fin último: ¿Y ese “todo”, es un fin en sí mismo, o está ordenado a otra cosa? Aristóteles dirá que el orden constituye, efectivamente, un bien, pero que el bien no existe gracias al orden, sino que el orden existe en vista de un bien ulterior que es el fin. El Bien es, para Aristóteles, la causa final del orden de las partes en un todo y su razón de ser última. Todas las cosas se orientan hacia su bien, y en esa orientación encuentran su orden. Así, la plenitud humana consiste en ordenar adecuadamente todas las facultades y dimensiones de la persona en vista del logro de su fin último, que es la plenitud de su ser. ¿Cuál es el la plenitud del hombre? Más en concreto: ¿Cuál es mi vocación? Descubrir la propia vocación es encontrar el sentido de la propia vida, el principio rector y vertebrador de la persona y hallar la respuesta que ineludible aliente, de fondo, en una auténtica vocación universitaria.

1.2.3. Síntesis de saberes

A la necesidad de la formación integral queda vinculada la necesidad de una síntesis de saberes. Las preguntas de fondo que el hombre se hace sobre sí mismo, sobre su formación, sobre el destino de su vida, no pueden ser respondidas desde una disciplina particular. La síntesis definitiva sólo es posible en cada hombre, no en los papeles, aunque en el camino de esa síntesis personal, el hombre necesite también el ejercicio interdisciplinar que constituye, ya en un sentido académico, la síntesis de saberes.

¿Qué no es la síntesis de saberes? No es erudición ni eclecticismo. Podríamos describir al erudito como un almacén de memoria. Es esa persona que lleva toda una biblioteca en su cabeza y es capaz de rescatar de ella el dato exacto en cualquier momento. Pero, en el fondo, no es distinta de una computadora: mero almacén de datos. Para qué sirven estos o qué relación tienen unos con otros, no tiene por qué saberlo. El orden que guarda en su cabeza es similar al de la biblioteca –temático, alfabético o cronológico– pero en el que no se ven las relaciones intrínsecas entre las verdades. El ecléctico es aquel que toma un poco de cada cosa según le interese o llame la atención, haciendo luego una mezcla indiferenciada de todas esas cosas, sin demasiado orden ni concierto, sin preocuparse por las contradicciones. Es aquel que, sabiendo un poco de todo, parece no saber nada de nada. En el erudito, el orden de sus saberes es arbitrario, en el ecléctico, el orden es caprichoso, que no es sino otra forma de arbitrariedad.

La síntesis de saberes propia del sabio que busca Aristóteles tiene que ser otra cosa. Ni erudición enciclopédica destinada sólo a memorias portentosas, ni eclecticismo deforme propio de personas dispersas y curiosas que carecen de un núcleo o modo de unificación interior. La síntesis de saberes supone la unidad armónica de conocimientos en una doble dirección. En el caso de la síntesis académica: de los saberes más particulares a los más generales –pues el particular exige para ser iluminado de otro más general– y, así, hasta el fin último. En el orden de cada hombre, de cada saber concreto, se trata de su orientación a la vocación (el bien) personal y al bien común.

En el orden académico, sirve como imagen el clásico “árbol de las ciencias”, donde cada disciplina encuentra su lugar en armónica relación con el resto, y donde la sabiduría se encuentra en la savia que discurre por todas ellas, vinculándolas orgánicamente entre sí y a todas ellas con la edificación del Bien. Si los griegos ponían en la base del árbol la Metafísica no era sólo por ser el saber más “general” sin cuyos principios ningún otro era posible, sino también por ser el saber que hacía mayor bien al hombre, al hacerlo más libre. Por eso mismo los medievales colocaron en su base la Teología, no sólo porque el saber humano no puede ser contrario al saber revelado, sino también desde la certeza de que “es Cristo quien revela el hombre al hombre”, es decir, que es el saber sobre Dios el que nos hace realmente libres28.

28 Razón y Fe son dos formas de conocimiento que durante la Alta Edad de Media (s. V-X) fueron de la mano. La aparición de las universidades y el método escolástico aplicó entre ambas formas de saber pertinentes distinciones, aunque el proceso de secularización las llevó a una radical separación que aún hoy no ha sido superada. Sobre la importancia de las relaciones

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El crecimiento del saber hizo necesaria la especialización. Si la especialización pierde la visión de conjunto, no sólo corre el riesgo de deshumanizarse, sino que pierde la referencia que la sustenta e inspira, el origen de donde podría realmente encontrar sus mejores frutos. Puede combatirse esta fragmentación del saber de dos modos. El primero es el diálogo interdisciplinar, que sólo puede realizarse gracias a la búsqueda comunitaria. El segundo, el dominio de los rudimentos de la filosofía, no ya por su contenido teórico, sino por lo que la filosofía hace en quien la practica y por lo que puede hacer a favor de la integración de las otras ciencias.

El quehacer filosófico es, antes que nada, astucia intelectual y destrucción de la ingenuidad; nos hace vulnerables porque destierra prejuicios y simplificaciones; nos cura de la precipitación y previene de caminos –tanto vitales como teóricos– equivocados. La filosofía es también cavilación: invita a la dilación de lo urgente, que es condición de posibilidad de la auténtica cultura y de la auténtica creatividad, esa que no puede programarse. La filosofía, lejos de alejarnos en abstracciones, apela a nuestra existencia y exige que nuestras respuestas sean humanas. Por último, la filosofía nunca es un desarrollo progresivo y desarticulado de las partes, sino que siempre apunta a una totalidad.

Además de lo que la filosofía opera en nosotros, es relevante por lo que puede hacer para el diálogo interdisciplinar. La filosofía ayuda a convivir con lo problemático y por eso es, desde Sócrates, diálogo. Clarifica conceptos, vincula por analogía, define, matiza, etc. Y todo ello le proporciona a un tiempo un lenguaje y un pensamiento que es, por un lado, preciso (como el que exigen las ciencias particulares) y, por otro, universal (que es condición de posibilidad para todo diálogo). La filosofía nos proporciona así un lenguaje común del que, con las debidas matizaciones, pueden participar todas las ciencias. Por eso la filosofía, ya en la universidad medieval, no era estudiada sólo “por sí misma”, sino también como herramienta, como método y sustrato que vertebraba las reflexiones de todas las disciplinas.

En el orden personal, la síntesis de saberes tiene un modo muy sencillo de desarrollarse en la propia vida, especialmente si quien lo fomenta tiene los rudimentos filosóficos a los que hemos aludido. Cada vez que uno aprende algo, debe preguntarse, en primer lugar: ¿Dónde debo situar este conocimiento?, ¿es algo determinante y esencial que aplicar en todas las facetas de la vida?, ¿es un principio general para aplicar en mi vida profesional?, ¿es algo técnico para aplicar sólo ante determinadas situaciones o problemas concretos? Y luego, en segundo lugar (aunque esta cuestión supone la anterior): ¿Qué tiene esto que ver con mi propia vida? ¿qué tiene que ver esto conmigo? ¿qué tiene esto que ver con mi vocación personal y con el bien común? Respondiendo adecuadamente a estas cuestiones uno empieza a edificar en su interior, sin eclecticismos y sin ánimo de erudición, la unidad de su propia síntesis de saberes.

1.2.4. Servicio rector a la sociedad

Si en la tarea de la búsqueda del saber procuramos hacer una síntesis, pronto aparece en el horizonte la pregunta por el bien común. La pregunta por nuestra vocación está ligada a la pregunta por el servicio a los demás. Vocación (vocare) quiere decir llamada, y esa llamada, aunque la descubrimos en nuestro interior, viene de fuera, y exige una respuesta comprometida con ella. Toda vocación es, en este sentido, social, pues sólo puede cumplirse gracias a otros, en comunidad., en colaboración con otros y al servicio de otros.

El servicio propio de la universidad (y del universitario) es específico de su vocación. Hay diversas maneras de servir a la sociedad, que no son la propia del universitario. No lo es la acción social o el voluntariado, ni el llamado “sector servicios”, ni lo tampoco es, esencialmente, el servicio “profesional”. Todo eso está muy bien y es necesario, pero hay otras instituciones específicas encargadas de llevarlo a cabo. Especialmente significativas son las demandas que la política y el sistema económico plantean a la universidad. Tanto la organización política (más en la tradición europea) como el sistema económico (más en los países anglosajones) influyen poderosamente en la configuración de las universidades y éstas deben enfrentarse a dicho reto proactivamente, desde su identidad y misión particular.

Ahora bien, ¿cuál es el servicio propio que la universidad debe ofrecer a la sociedad? Hagamos una analogía entre la sociedad y el hombre. Si en el hombre, la inteligencia es la encargada de regir al resto de sus

entre Teología y el resto de saberes, cf. J.H. Newman, Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, Eunsa, Pamplona 1996, 55-121.

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dimensiones y de ordenar toda su vida , en la sociedad ocurrirá algo análogo. Y el órgano de la inteligencia social de Occidente ha sido tradicionalmente la universidad. Podemos decir que la universidad es la institución de la inteligencia, pues en ella se descubren los saberes más altos y se proporciona la formación superior a las personas que integran la sociedad. El servicio propio de la universidad, por lo tanto, es un servicio rector, orientador. Esta vocación está presente desde los orígenes de la universidad y la distingue de otras instituciones educativas. La Academia de Platón, por ejemplo, se encargaba de los saberes más altos, pero no mantenía un vínculo de responsabilidad con el bien de la sociedad. Sin embargo, la universidad, desde su constitución y por su misma naturaleza, se mostró abierta a la reflexión sobre las necesidades urgentes del resto de la sociedad. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la Universidad de Salamanca, en la que Fray Francisco de Vitoria guió la reflexión sobre qué debía hacer España tras el descubrimiento de América y que trato debía darse a los indígenas. Sus reflexiones, asumidas por Isabel la Católica, supusieron la creación del Derecho de Gentes (embrión del actual Derecho Internacional), y el desarrollo del concepto de Guerra Justa. Las consecuencias de dichas reflexiones –el respeto de la dignidad de los indígenas como hijos de Dios, la consiguiente prohibición de la esclavitud– impregnaron el modelo político y jurídico de la expansión en América de un modo muy distinto al desplegado en otras regiones.

Ortega y Gasset expresa la dimensión rectora propia de la universidad de un modo inspirador, en el párrafo conclusivo de su obra Misión de la universidad:

“Tiene la Universidad que intervenir en la actualidad como tal Universidad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio –cultural, profesional y científico–. De este modo no será una institución sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un ‘poder espiritual’ superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez. Entonces volverá a ser la universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea”.

Las profesiones, la prensa, la acción social, el sector servicios, etc., tienen cabida en la universidad, así como cualquier otro reto urgente al que nuestra sociedad deba dar una respuesta rigurosa, prudente y eficaz. Especialmente, como decíamos, son urgentes la reflexión política y económica, así como la preparación de buenos profesionales al servicio del ciudadano (en el ámbito de la política) y de la sociedad (en el ámbito de la empresa). Su modo de servir a la política y a la economía no es, por lo tanto, desde un servilismo utilitarista que reduzca al hombre a un animal político o económico (pobre favor le haría entonces a la sociedad, a la misma política o al sistema económico), sino repensando dichos ámbitos, desde sus fundamentos, para ponerlos al servicio del hombre, y formando a los mejores profesionales, los más cualificados y comprometidos, para que la economía y la política sirvan al bien común.

Su vocación rectora impulsa a la universidad a afrontar los retos de una reflexión rigurosa acerca de todos los temas en que nos jugamos el devenir del mundo. Pero el modo específico en que la universidad ha de abordar estas cuestiones es mediante el servicio de la inteligencia, para formar personas y proporcionar conocimientos que hagan, del nuestro, un mundo más humano.

1.3. La universidad católica

“Nacida del corazón de la Iglesia, la Universidad Católica se inserta en el curso de la tradición que remonta al origen mismo de la Universidad como institución, y se ha revelado siempre como un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad. Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de «unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades

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que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”29

1.3.1. Originalidad e identidad católica

Al relatar el origen histórico de la universidad, vimos que ésta surgió en la evolución natural de las escuelas monacales a la escuelas catedralicias y de éstas a la universidad. De ahí que Juan Pablo II recuerde que la universidad –no ya la católica, sino la universidad como institución– nace “del corazón de la Iglesia”. No debe extrañar, por tanto, que la definición que la Iglesia propone coincida fundamentalmente con la de Alfonso X (“la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber”) y que su tarea coincida sustancialmente con la propia del resto de universidades (“Ella comparte con todas las demás Universidades […] el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento”).

Todo lo dicho hasta el momento, por lo tanto, no es que sea algo propio de la universidad en general que es compartido por la universidad católica, sino que más bien es algo original de la universidad –que en su origen es católica– y que ha inspirado el modo de ser de todas las universidades en Occidente. Si hay diferencias entre la misión de la universidad católica y el resto de universidades, no se debe principalmente a que la católica añada o quite algo, sino al hecho de que el proceso de secularización llevó a las universidades no confesionales a relegar una tarea que no puede abandonar la universidad católica sin traicionarse a sí misma: la de «unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad»30. Si la Revelación es fuente de verdad y la Teología es una verdadera ciencia, excluirlas de la síntesis de saberes (que es fuente de sabiduría) sería un error de gravísimas consecuencias para el hombre y para el saber mismo31. En el contexto de la universidad como ámbito comunitario donde se busca la verdad, Juan Pablo II insiste en que “la búsqueda de la verdad” y “la certeza de conocer ya la fuente de la verdad” no son realidades antitéticas. Lo serían si el conocimiento del hombre fuera de una vez perfecto y acabado, pero, como dijimos recordando a Platón en el diálogo Lisis, lo propio del hombre no es ni el conocimiento total (que es propio de los dioses), ni la ignorancia total (propia de las bestias). El hombre que busca conoce ya algo, con mayor o menor claridad, y es ese conocimiento el que hace posible que inicie la búsqueda. Sin embargo, conociendo algo –aunque sea mucho– no lo conoce del todo, y ese deseo de conocer más es el que sostiene la búsqueda.

Lo que ya conoce la universidad católica es “la fuente de la verdad” (Dios mismo), pero sabe también que esa fuente es un misterio de riqueza inagotable, inabarcable para el hombre, no sólo en sí misma, sino en lo que puede revelar al hombre de cada tiempo, circunstancia y lugar. El mismo Magisterio de la Iglesia profundiza en la fe revelada para descubrir progresivamente los tesoros que todavía nos esconde y para descubrir en ella las claves con las que afrontar los retos del presente.

“Sin descuidar en modo alguno la adquisición de conocimientos útiles, la Universidad católica se distingue por su libre búsqueda de toda la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios” (ECE 4). Esta tarea de la universidad supone dar cabida a las dos formas principales de adquisición del saber: la investigación (búsqueda autónoma de toda la verdad acerca del hombre, del mundo y de Dios) y la tarea educativa (docencia y

29 Juan Pablo II, Constitución apostólica sobre las universidades católicas Ex Corde Ecclesiae (15 de agosto de 1990), n. 1; la citaremos abreviada “ECE” y con la indicación de número de parágrafo: ECE 1. 30 Juan Pablo II, Discurso al Instituto de París, 1-VI-1980, citado en ECE 1.31 «Si las diversas ramas del saber, que son objeto de enseñanza en una Universidad, se interrelacionan de tal modo que ninguna puede ser olvidada sin perjuicio de la calidad del resto, y si la Teología es una rama de ese saber, de amplia recepción, estructura filosófica, indescriptible importancia e influjo máximo, llegamos fácilmente a la conclusión de que retirar la Teología […] equivale a perjudicar la perfección y a invalidar la fiabilidad de todo lo que se enseña en ese centro universitario. He insistido únicamente en la Teología natural […] Afirmo, por tanto, en segundo lugar, que si esta ciencia teológica puede decir tanto en su favor […] ¿cómo puede un Católico imaginar que será capaz de cultivar la filosofía y la ciencia con una debida atención a su objeto último, que es la Verdad, si omite en su enseñanza el sistema de hechos y principios revelados que constituye la Fe Católica, que va más allá de la naturaleza, y que él reconoce como máximamente verdadero?» (Newman, o.c., pp. 96-97).

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aprendizaje), que debe dejar espacio a la fe humana y que permanece abierta a la posible revelación divina de las realidades naturales y sobrenaturales.

El reto de la investigación en la universidad católica no consiste sólo en profundizar en la Revelación (tarea específica de su Facultad de Teología allí donde haya sido erigida), sino que abarca toda la realidad –natural y revelada– y tanto en uno como en otro campo exige de sus investigadores el “consagrarse sin reservas a la causa de la verdad. Es ésta su manera de servir, al mismo tiempo, a la dignidad del hombre y a la causa de la Iglesia, que tiene «la íntima convicción de que la verdad es su verdadera aliada ... y que el saber y la razón son fieles servidores de la fe»” (ECE 4). “Consagrarse” significa dedicarse con suma eficacia y ardor, con total honestidad y apertura, poniendo en ello toda la persona. La íntima convicción de que la verdad revelada y la verdad natural no pueden ser contradictorias –antes bien, tienen una misma fuente– hace posible que la fe, lejos de ser una carga en la honesta búsqueda de la verdad, sea un aliciente poderoso para consagrarse al desentrañamiento de toda la verdad, sea del orden que sea, de forma libre, desinteresada y entusiasta. Al ponerse toda la persona en dicha tarea, la investigación proporciona esa “unificación existencial” que la distancia de ser un mero ejercicio intelectual o técnico para convertirse en una tarea radical de humanización al servicio de la Iglesia y de la sociedad.

La Iglesia es consciente de que una fe no razonada corre el riesgo del fanatismo y el fundamentalismo, que son realidades inhumanas por ser formas de irracionalidad. Pero también es consciente de que la “razón pura” (que ignora partes importantes de la dimensión humana de la investigación) y la “razón instrumental” (que ignora la dimensión trascendente del hombre) son también inhumanas. El diálogo entre fe y razón pretende potenciar ambos órdenes, sin confundirlos32. Este modo de investigar entronca con la tarea educativa y con la actividad docente de la universidad católica, que no es tampoco tarea meramente intelectual, sino camino de humanización. La universidad católica entiende la formación universitaria no como una mera “transmisión” de la verdad contenida –perfecta y acabada– en el intelecto del profesor al intelecto del alumno, sino como una búsqueda comunitaria. El profesor universitario es un testigo de su búsqueda desinteresada de la verdad de su propia disciplina y de cómo esa verdad transforma su vida, comprometiéndola. El profesor acompaña en paralelo la búsqueda del propio alumno, alentándole a la fidelidad a los métodos propios de la disciplina estudiada, así como a la ampliación de los horizontes de su racionalidad dejando espacio al diálogo con otras formas de conocimiento posiblemente descuidadas en la propia disciplina, como pueden ser las dimensiones estéticas, éticas y religiosas de la realidad.

La confianza en que la verdad revelada y la verdad del mundo no pueden ser contradictorias, por beber de una misma fuente, inspira los valores de la libertad de investigación y de enseñanza33. Por eso mismo, la universidad debe estar abierta a todos quienes reúnan las condiciones de capacidad y la actitud de búsqueda del saber, independientemente de sus medios económicos, condición social o creencia religiosa. En ese sentido, la universidad católica pretende ser un nuevo «patio de los gentiles»34 en el que todos los hombres sean acogidos para un diálogo en la búsqueda común de la verdad.

En el contexto de la formación integral, la universidad católica entiende que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, por el amor de un Dios que lo crea para la comunión con él. De ahí la centralidad de la persona y de su dignidad en la universidad. Los estudios de las Humanidades pretenden, por lo tanto, ayudar al hombre a conocerse a sí mismo, y a descubrirse como “un misterio” para sí mismo; buscan orientar la reflexión sobre el hombre hasta el límite de sus respuestas, y proponen el humanismo cristiano, inspiradas en la persuasión de que “Cristo revela el hombre al propio hombre”. Las Humanidades son, en este sentido, un espacio privilegiado para el diálogo existencial entre fe y razón.

En la búsqueda de una síntesis de saberes que satisfaga el corazón del hombre, la universidad católica busca aquella relación que toda verdad parcial tiene con la verdad suprema: “La Universidad católica se dedica por entero a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en sus relaciones esenciales con la Verdad suprema, que es Dios” (ECE 4). Desde la convicción de que Dios no puede contradecirse a sí mismo, de que la verdad

32 Cf. Benedicto XVI, discurso de Ratisbona, y Juan Pablo II, encíclica Fides et Ratio. 33 ECE Art. 2 § 5: «La libertad de investigación y de enseñanza es reconocida y respetada según los principios y métodos propios de cada disciplina, siempre que sean salvaguardados los derechos de las personas y de la comunidad y dentro de las exigencias de la verdad y del bien común».34 Benedicto XVI, desde su mensaje de Navidad en diciembre de 2009, ha usado la imagen del patio de los gentiles del Templo de Jerusalén como un espacio de diálogo y acogida creado por los católicos para el encuentro y la unidad entre los hombres.

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natural y la revelada no pueden oponerse sino que, más bien, se integran armónicamente, la universidad católica entiende que el conocimiento de la verdad natural nos habla, en el fondo, de Dios que es su origen, así como la profundización en la verdad revelada ilumina nuestra comprensión del mundo, que supone no sólo un conocimiento profundo de la realidad, sino también desentrañar su sentido último35.

Los frutos de esta síntesis de saberes que persigue la universidad católica36 enriquecen el servicio que puede ofrecer a la sociedad. Es tarea de la universidad no dar la espalda a los retos y dificultades de su tiempo y el modo propio (original y fecundo) de afrontarlos es desde su propia identidad. Junto a la reflexión intelectual y la preparación de profesionales cualificados para el servicio del bien común, la universidad católica, por vincular cada saber con el saber último, por ahondar en la reflexión sobre las profundidades de nuestra humanidad, se muestra capacitada para “establecer un diálogo con todos los hombres, de cualquier cultura”37. Este diálogo con la cultura, y entre culturas, inspirado en la revelación cristiana, se manifiesta en muy diversos órdenes.

En primer lugar, “consciente de que la cultura humana está abierta a la Revelación y a la trascendencia, la Universidad católica es el lugar primario y privilegiado para un fructuoso diálogo entre el Evangelio y la cultura” (ECE 43). Dicho diálogo tiene además como objeto edificar una cultura que favorezca el desarrollo integral de las personas y de los pueblos. Para ello, “las universidades católicas se esforzarán en discernir y evaluar bien tanto las aspiraciones como las contradicciones de la cultura moderna” (ECE 45).

En el diálogo con el mundo de la ciencia, la Universidad católica está llamada de “modo especial” a responder a la exigencia de buscar el significado de la investigación científica y de la tecnología; “su inspiración cristiana le permite incluir en su búsqueda, la dimensión moral, espiritual y religiosa, y valorar las conquistas de la ciencia y de la tecnología en la perspectiva total de la persona humana” (ECE 7)38.

La finalidad de la Universidad católica según la ECE es que se logre «una presencia, por así decir, pública, continua y universal del pensamiento cristiano en todo esfuerzo tendiente a promover la cultura superior y, también, a formar a todos los estudiantes de manera que lleguen a ser hombres insignes por el saber, preparados para desempeñar funciones de responsabilidad en la sociedad y a testimoniar su fe ante el mundo»39.

35 Caritas in veritate, n. 78: “Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es […] el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. […] La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano”.“¿Qué es lo real? ¿Son "realidad" sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de "realidad" y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas. La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano. La verdad de esta tesis resulta evidente ante el fracaso de todos los sistemas que ponen a Dios entre paréntesis” (Benedicto XVI, Discurso en la Sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe en la Sala de Conferencias del Santuario de Aparecida, 13 de mayo de 2007, n. 3).36 La universidad católica está llamada “a explorar audazmente las riquezas de la Revelación y de la naturaleza, para que el esfuerzo conjunto de la inteligencia y de la fe permita a los hombres alcanzar la medida plena de su humanidad, creada a imagen y semejanza de Dios, renovada más admirablemente todavía, después del pecado, en Cristo, y llamada a brillar en la luz del Espíritu” (ECE 4).37 ECE 6: “La Universidad católica, por el encuentro que establece entre la insondable riqueza del mensaje salvífico del Evangelio y la pluralidad e infinidad de campos del saber en los que la encarna, permite a la Iglesia establecer un diálogo de fecundidad incomparable con todos los hombres de cualquier cultura”.38 El diálogo entre pensamiento cristiano y ciencias modernas “exige personas especialmente competentes en cada una de las disciplinas, dotadas de una adecuada formación teológica y capaces de afrontar las cuestiones epistemológicas a nivel de relaciones entre fe y razón. Dicho diálogo atañe tanto a las ciencias naturales como a las humanas, las cuales presentan nuevos y complejos problemas filosóficos y éticos. El investigador cristiano debe mostrar cómo la inteligencia humana se enriquece con la verdad superior, que deriva del Evangelio” (ECE 46)39 Concilio Vaticano II, Declaración sobre la Educación Católica Gravissimum educationis, n. 10, citado en ECE 9.

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La clara identidad católica de la universidad en nada perjudica la libertad religiosa que la Iglesia católica defiende denodadamente en todo el mundo y en todos los foros40. El respeto de la institución por la libertad religiosa de sus miembros debe ir acompañado del respeto de todos los miembros por la identidad de la institución:

“De la estrecha relación de toda Universidad Católica con la Iglesia derivan, como consecuencia, la fidelidad de la Universidad, como institución, al mensaje cristiano, y el reconocimiento y adhesión a la Autoridad magisterial de la Iglesia en materia de fe y de moral. Los miembros católicos de la Comunidad universitaria, a su vez, están también llamados a una fidelidad personal a la Iglesia, con todo lo que esto comporta. De los miembros no católicos, en fin, se espera el respeto al carácter católico de la institución en la que prestan su servicio, mientras que la Universidad, a su vez, deberá respetar su libertad religiosa (cf. Dignitatis humanae n. 2)” (ECE 27).

Para llevar a cabo su misión y ser fiel a su identidad, la universidad católica ha de poseer, en cuanto católica, algunas características esenciales: una inspiración cristiana institucional; una reflexión continua a la luz de la fe católica sobre el creciente tesoro del saber humano, al que trata de ofrecer una contribución con las propias investigaciones; una fidelidad al mensaje cristiano tal como es presentado por la Iglesia; un esfuerzo institucional de servicio a la familia humana en su itinerario hacia aquel objetivo trascendente que da sentido a la vida (cf. ECE 13).

A la luz de estas cuatro características, es evidente que «una Universidad católica, por compromiso institucional, aporta también a su tarea la inspiración y la luz del mensaje cristiano. En una Universidad católica, por tanto, los ideales, las actitudes y los principios católicos penetran y conforman las actividades universitarias según la naturaleza y la autonomía propias de tales actividades. En una palabra, siendo al mismo tiempo Universidad y Católica, ella debe ser simultáneamente una comunidad de estudiosos, que representan diversos campos del saber humano, y una institución académica, en la que el catolicismo está presente de manera vital» (ECE 14).

En una Universidad católica la investigación abarca necesariamente cuatro aspectos (cf. ECE 15): a) la consecución de una integración del saber41; b) el diálogo entre fe y razón42 y la reflexión continua y conjunta sobre la realidad cultural a la luz de la fe; una preocupación ética43 que implica, por una parte, una sincera fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia no sólo en materias de fe sino también en los criterios morales y, por otra, el esfuerzo institucional y colectivo para situar las tareas ordinarias de cada día en el marco de un servicio real al crecimiento intelectual y moral de los alumnos para el servicio de la sociedad; d) y una perspectiva teológica44 que garantice a

40 Cf. Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae.41 ECE 16: “Guiados por las aportaciones específicas de la filosofía y de la teología, los estudios universitarios se esforzarán constantemente en determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos, como centro de la creación y de la historia”. ECE 20: “Mientras cada disciplina se enseña de manera sistemática y según sus propios métodos, la interdisciplinariedad, apoyada por la contribución de la filosofía y de la teología, ayuda a los estudiantes a adquirir una visión orgánica de la realidad y a desarrollar un deseo incesante de progreso intelectual”.42 ECE 17: “Este diálogo pone en evidencia que la «investigación metódica en todos los campos del saber, si se realiza de una forma auténticamente científica y conforme a las leyes morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en el mismo Dios» (Gaudium et spes, n. 36)”. ECE 20: “En la comunicación del saber se hace resaltar cómo la razón humana en su reflexión se abre a cuestiones siempre más vastas y cómo la respuesta completa a las mismas proviene de lo alto a través de la fe”.43 Cf. ECE 18. «Es esencial que nos convenzamos de la prioridad de lo ético sobre lo técnico, de la primacía de la persona humana sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia. Solamente servirá a la causa del hombre si el saber está unido a la conciencia. Los hombres de ciencia ayudarán realmente a la humanidad sólo si conservan “el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre”» (JUAN PABLO II, Discurso a la UNESCO el 2-VI-1980, n. 22). ECE 20: “Las implicaciones morales, presentes en toda disciplina, son consideradas como parte integrante de la enseñanza de la misma disciplina; y esto para que todo el proceso educativo esté orientado, en definitiva, al desarrollo integral de la persona”.44 ECE 19: “La teología desempeña un papel particularmente importante en la búsqueda de una síntesis del saber, como también en el diálogo entre fe y razón […]. Considerada la importancia específica de la teología entre las disciplinas académicas, toda Universidad Católica deberá tener una Facultad o, al menos, una cátedra de teología (cf. Gravissimun educationis, n. 10)”. ECE 20: “La teología católica, enseñada con entera fidelidad a la Escritura, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, ofrecerá un conocimiento claro de los principios del Evangelio, el cual enriquecerá el sentido de la

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quien lo busque la orientación necesaria para vivir y actuar con una honda inspiración cristiana y para crecer humanamente en la plenitud del humanismo cristiano que es fuente y garantía de madurez humana y honestidad ciudadana45

1.3.2. Una universidad de la Red Internacional Anáhuac

Una universidad de la Red Internacional Anáhuac (RIA) es una institución católica de educación superior a la que se aplica todo lo dicho sobre las universidades católicas y que se caracteriza por algunos rasgos inspiradores propios de la institución fundadora: la centralidad de la persona de Jesucristo y del amor, la ardiente voluntad de servicio a la persona y la promoción de un liderazgo creativo de acción positiva.

Las universidades de la RIA nacen en el seno de la Iglesia con la vocación de cumplir su misión de universidad católica. En este sentido, hunden sus raíces en la tradición definida al hablar de “naturaleza, origen y misión de la universidad”, buscan respetar la esencia de esta institución, profundizan en ella y tratan de responder, a un tiempo, a los retos de la universidad en el siglo XXI. Además, en cuanto católica, buscan encarnar fielmente los rasgos que definen y orientan la misión de la universidad católica hoy, tal y como la presenta la Iglesia. Como rasgos específicos del carisma de su institución fundadora pueden señalarse los siguientes.

Cristocentrismo. El carisma de la institución fundadora es cristocéntrico: Jesucristo es presentado como criterio de orientación y modelo a seguir en todo el quehacer personal e institucional, porque cadapersona concreta está llamada a realizar en plenitud su propia humanidad, y Jesucristo es el hombre perfecto que revela al hombre la perfección de su humanidad. Este carisma se concreta en la búsqueda de la formación integral de cada miembro de la comunidad universitaria, y en el esfuerzo por lograr la realización plena de lo que cada hombre es, en todas sus dimensiones: la inteligencia, el carácter, la voluntad, la imaginación, la conciencia, las formas sociales... La formación integral del estudiante de la RIA incluye, por lo tanto, junto con la capacitación específica de su disciplina, un bagaje cultural amplio, la habilidad para expresar las propias ideas y para relacionarse con los demás, una visión del hombre, de la sociedad y de su futuro trabajo que le enriquezca como persona y le ayude a ejercer su futura profesión de acuerdo con los auténticos valores humanos.

Centralidad del amor. La médula del carisma inspirador de una universidad de la RIA consiste en conocer, vivir y predicar el mandamiento del amor que Jesucristo vivió y enseñó a la humanidad. El amor es una aspiración profundamente humana, que el cristianismo lleva a plenitud por un don divino y que está llamado a dar frutos: donación al prójimo, es decir, a todos y cada uno de los hombres: benevolencia y benedicencia, respeto, cordialidad, colaboración, perdón. La caridad cristiana vivida como amor de Dios recibido y donado colma las aspiraciones de felicidad del hombre y es un camino seguro para la resolución de los problemas personales, sociales e internacionales. La encíclica Caritas in veritate del papa Benedicto XVI expresea con tono realista esta verdad:

“La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande” (Caritas in veritate n. 78).

Ardiente voluntad de servicio a la persona. El amor a Dios y a los hombres, médula del auténtico cristianismo, se traduce en la búsqueda de la acción más eficaz, en profundidad y extensión, en orden a la transformación de las personas y de la sociedad. Inspirada en el amor de Jesucristo a la humanidad, una universidad de la RIA busca la transformación de la sociedad y de la cultura, la promoción de una civilización de la justicia y del amor en la que la ciencia, la técnica, la política, la economía y las demás áreas del saber respeten la dignidad del hombre y contribuyan a su bien temporal y eterno. Una expresión de esta voluntad de servicio y un aspecto pedagógico del

vida humana y le conferirá una nueva dignidad”.45 Cf. Mons. Fernando Sebastián, “La universidad católica en el mundo laicista”, en Universidad católica: ¿nostalgia, mimetismo o nuevo humanismo?, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2009, 101-102.

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carisma de la caridad es la atención personal a cada miembro de la comunidad universitaria. La atención personal, fundamental en toda comunidad y actividad educativa, debe señalarse por la veneración y respeto de la dignidad del otro, por el interés sincero en orden a su crecimiento personal y por el conocimiento de su situación y problemática como base o punto de partida para cualquier intervención educativa. Todos los miembros de la comunidad universitaria, incluido el equipo directivo, mediante la atención personal de los estudiantes y de los demás miembros de la comunidad, evitarán el peligro de convertirse en “funcionarios” que se limitan a cumplir un cierto reglamento o programa o en “islas” que sólo buscan satisfacer sus intereses particulares.

Otro principio pedagógico básico derivado es la autoconvicción y motivación positiva, basada en el amor. Cada uno es el primer responsable de su propia formación. El buen educador ofrece motivaciones profundas e intensas, adecuadas a la circunstancia y edad del universitario, que lo animen a emprender por autoconvicción y amor las exigencias de su propia formación. No hay motivación más ‘humana’, noble y fuerte que el amor. La universidad propone –no impone– un ideal y unos medios formativos y respeta las convicciones y opciones de sus miembros (profesores y estudiantes, en primer lugar); así mismo pide a los miembros que no compartan su alto ideal formativo una actitud respetuosa hacia la propuesta formativa.

Formación y proyección de líderes para una acción positiva. Una universidad de la RIA aspira a la formación integral y excelente de personas líderes que fermenten y transformen con su acción positiva la historia y la sociedad. Quienes trabajan y estudian en una universidad de la RIA se benefician de una alta capacitación profesional y son invitados a informar su vida con una profunda conciencia humanista y cristiana; por lo tanto, están en condiciones de promover un diálogo fecundo entre el mensaje del humanismo cristiano y el mundo contemporáneo, y de animar eficazmente la construcción de una sociedad donde reinen la verdad, la justicia y la caridad. Una universidad que desarrolla y forma integralmente el liderazgo de los estudiantes y de todos los miembros de la comunidad logra: que sean capaces de aprender y de pensar por sí mismos; que se interesen por los demás y por los asuntos públicos; que contribuyan a desarrollar una sociedad de personas libres y responsables. Una universidad de la RIA aspira a desarrollar los talentos para cada uno ha recibido, para que sean puestos al servicio del bien común; promueve, por tanto, un liderazgo de servicio, propio del cristiano y totalmente ajeno a pretensiones de dominio sobre los demás.

Un universitario de la RIA es en el fondo un aspirante a sabio, que se compromete personalmente en la búsqueda comunitaria de la verdad sobre el mundo, sobre el hombre, sobre sí mismo y sobre Dios; que se forma integralmente para acometer con garantías la aventura de descubrir y cumplir la propia vocación y misión en este mundo; que persigue una síntesis de saberes iluminada por las preguntas últimas, que ordene toda la realidad, y la propia vida, en orden al cumplimiento responsable y eficaz de su vocación; que ofrece un servicio de liderazgo entre los hombres, animándolos en la búsqueda de esa verdad que hace libres, que revela la plenitud del hombre al propio hombre y que hermana a todos los hombres vinculándolos en la hermosa tarea de edificar la civilización de la justicia y el amor. En el siguiente apartado desentrañamos cuáles son las virtudes de un “aspirante a sabio”.

1.4 Las virtudes del aspirante a sabio

Si la búsqueda comunitaria de la verdad y la aventura del saber compromete no sólo a la inteligencia, sino a toda la persona, se requiere una formación integral que armonice todas las dimensiones de la persona, no sólo para edificar la plenitud de su humanidad, sino también para contar con las armas y el equipo necesitarlo para el camino del descubrimiento y consecución del sentido de su vida.

Los clásicos llamaron a esas armas y a ese equipo “virtudes”. Las virtudes (virtus, energía, talento, perfección) son hábitos que nos hacen fuertes. Son hábitos en el sentido de que nos acompañan de forma continuada y orientan con cierta constancia y coherencia nuestras actitudes, comportamientos y acciones. Como el hábito-vestido, las virtudes son algo que siempre llevamos puesto. Nos hacen fuertes porque nos ayudan a desarrollar nuestra humanidad y al cumplimiento de nuestra vocación. Ciertamente, hay otro tipo de hábitos que los clásicos llamaron “vicios” (vitium, defecto, imperfección, deformidad): son los que nos hacen débiles, esclavos de nuestras propias pasiones o de los intereses de otras personas, los que disuelven nuestra humanidad o nos apartan de nuestra vocación.

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Ahora bien: ¿Cuáles son las virtudes del aspirante a sabio? Podemos sintetizarlas en tres grandes grupos. En primer lugar, las que originan e impulsan la actitud del sabio; entre ellas podemos mencionar la admiración, la duda, la conmoción existencial, la búsqueda de comunicación y el estupor ante la belleza. En segundo lugar, las que se configuran como el método del trabajo intelectual. Finalmente, la que orienta esa búsqueda en el camino adecuado que podemos llamar, genéricamente, realismo. Nos vamos a limitar a las primeras virtudes, aquellas que impulsan al aspirante a sabio.

1.4.1 La capacidad de admiración

Comenta Aristóteles en su Metafísica que el origen de la filosofía conviene buscarlo en la admiración o el asombro, aunque una condición necesaria del filosofar sea el ocio. No es posible filosofar cuando las necesidades de la vida apremian al hombre. El hombre lucha primero por sobrevivir, por instalarse en el mundo, por asegurar su futuro inmediato. Después, resuelto lo inmediato, es capaz de mirar a su alrededor desinteresadamente, no para satisfacer ninguna necesidad común, ni con prejuicios o con intereses previos, sino atendiendo a lo que la realidad misma le propone. Para que la actividad filosófica tenga lugar se requiere, por tanto, una mínima dosis de ocio y de despreocupación. El puro teorizar supone una cierta holgura en nuestra vida46. El filosofar es, de hecho, un paréntesis en la ordinaria vida de negocio, y sólo se realiza, tanto en la historia de la humanidad como en la existencia de los individuos, cuando se dan las circunstancias necesarias para que el hombre pueda recogerse para una consideración especulativa de las cosas.

El ocio es sólo la condición. La moción o impulso efectivo del filosofar es puesta por Platón y Aristóteles en la admiración47, que provoca una especie de sacudida o "conmoción". La admiración que da lugar a la filosofía no es tanto un admirar algo, como un "admirarse de" algo. Por el asombro viene a ponerse en juego el entendimiento, en una primera operación intelectual, que consiste en darnos cuenta de nuestra propia ignorancia. La admiración platónico-aristotélica, como la ironía socrática que inspira tantos diálogos platónicos, nos hace caer en la cuenta de nuestra propia ignorancia. La admiración y la ironía ponen "entre paréntesis" los mismos conocimientos del saber vulgar y mueven al intelecto a penetrarlos con una nueva mirada.

Esta mirada desinteresada permite al hombre admirarse por las cosas. Cuando mira así al árbol, ya no lo ve como material de construcción, sino como árbol: descubre entonces lo extraño y maravilloso de esa realidad. La admiración conduce a la pregunta; la pregunta, exige respuesta. ¿Cómo es posible que de una insignificante semilla nazca semejante pilar, sólido y poderoso, capaz de generar cientos de semillas durante su prolongada vida? ¿Por qué completa ciclos siempre iguales de crecimiento hacia el verdor, hasta llegar a los ocres y amarillos, terminar deshojado, y vuelta a empezar? ¿Por qué otros árboles no pierden hojas? ¿Por qué algunos se secan definitivamente? ¿De qué están hechos los árboles? ¿Y los animales? ¿Cuántos y qué elementos constituyen la naturaleza? ¿Todo será agua? ¿Agua y fuego? ¿Átomos? Eso respecto de los seres que habitan la tierra pero, ¿qué hay de los astros y de su eterno y regular movimiento? ¿Y cuál es el secreto de la belleza propia de la naturaleza? ¿Será que está escrita en clave matemática, como pretenden reflejar los cánones clásicos? Estas y otras preguntas conmocionaron al mundo griego y nos siguen conmocionando, y son el origen de su filosofar.

Estas preguntas, y sus respuestas, no eran útiles para el griego. No le resolvían los problemas inmediatos. No ganaba dinero por derechos de autor. Ya entonces algunos ciudadanos se reían de personajes como Tales de Mileto, por perder el tiempo en cosas inútiles48. Pero las respuestas que se revelaban poco a poco como parcialmente verdaderas, eran satisfacción suficiente. La gratificación estaba en el saber, no en el resultar útil.

46 “Primero, vivir; luego, filosofar”(Cf. Platón, Teeteto, 155 d.)47 Cf. Platón: "La pasión específica del filósofo es la admiración, pues no es otro el principio de la filosofía" (Teeteto, 155 d), y Aristóteles: “Por la admiración han empezado los hombres, ahora y antes, a filosofar” (Metafísica I, 2, 982 b, 12).48 Una joven criada tracia se rió de Tales de Mileto cuando éste tropezó y cayó al suelo. “Más te valdría mirar más al suelo y menos al cielo”, le decía la tracia, en tono pragmático e irónico, ridiculizando la “utilidad” del pensar sobre los astros (Cf. Platón, Teeteto, 174a). Tales, como respuesta, predijo una fenomenal cosecha de aceituna y alquiló, cuando aún era invierno, todas las prensas de aceite de Mileto y de Quíos arrendándolas por muy poco, puesto que nadie compitió por ellas. Cuando llegó la cosecha, al ser muchos los que las necesitaban, las alquiló a alto precio. El griego demostró así que es muy fácil enriquecerse para el filósofo, pero que su mayor gozo consiste, precisamente, en liberarse de la esclavitud de “ser útil” o de “servir” a otros intereses, incluido el económico (Cf. Aristóteles, Política, I, 11, 1259a).

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Esto, según Aristóteles –pensador cumbre del genio griego–, es lo que tienen en común el filósofo y el poeta: los dos van más allá de lo útil e inmediato, los dos han de habérselo con lo maravilloso49. Primero, gracias a la admiración pasiva, fruto de la singular belleza o extrañeza de lo que se les presenta, insospechadamente, al poeta o al filósofo. Pero, después, y sobre todo, gracias al ejercicio constante y voluntario de la admiración activa50, convertida en hábito virtuoso, ésta impulsa al hombre a buscar más allá de las apariencias y de la utilidad, más allá de lo que ya sabe y tiene por seguro.

Quien conoce su ignorancia deja legítimo espacio a la duda. “Una vez que he satisfecho mi asombro y mi admiración con el conocimiento de lo que existe, pronto se anuncia la duda”51. Los primeros pasos en el conocimiento de la realidad son siempre menesterosos. La realidad resulta mucho mayor de lo que somos capaces de atrapar en nuestras fórmulas, definiciones, teorías. Algunas afirmaciones tomadas por ciertas resultan contradictorias y nuestra razón llega a callejones sin salida. También la interpretación que hacemos de los datos obtenidos por nuestros sentidos –la natural vía de contacto con la realidad–, nos resultan, a veces, engañosos. Quien cree saberlo ya todo está lejos de la sabiduría.

Todas estas constataciones nos invitan a repensar, a profundizar, a matizar, a examinar bien nuestras respuestas y su adecuación con la realidad. Así entendida, la duda es fuente del examen crítico y, en ese sentido, camino hacia la certeza. Cuando la duda es sana y no pretende negar lo evidente e innegable, se convierte en una aliada del saber humano: impulsa al hombre a superar prejuicios, respuestas incompletas, miradas superficiales o insuficientes. Las investigaciones filosóficas y científicas afinan así sus instrumentos y metodologías, ganan en precisión, corrección, matices y rigor. Gracias a la superación de la duda misma el hombre es capaz de “conquistar el terreno de la certeza”52. Esta conquista no es baladí, pues sólo en el firme terreno de la certeza es el hombre capaz de comprometerse, de entregar su vida por la verdad descubierta.

“El estoico Epicteto decía: ‘el origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia”53. Cuando el hombre toma conciencia de sí descubre que no puede evitar “morir”, “padecer”, “luchar”, verse sometido a las circunstancias o azares de la vida, hundirse “inevitablemente en la culpa” y otras situaciones límite54. La admiración surge de la pregunta por el mundo y es fruto del contemplar el mar, los árboles, los animales, el firmamento. La duda brota de la pregunta por el conocer humano, sus posibilidades y sus límites. La conmoción existencial, sin embargo, brota de la pregunta por el hombre mismo y por su condición limitada y contingente: el hombre quiere obrar el bien, y hace el mal no querido; quiere conocer con seguridad absoluta, y se equivoca; quiere conservar a los suyos, y le abandonan; quiere eternizarse, y muere; busca el placer y la alegría constantes, y sufre; anhela la salud, y cae enfermo; etc.

Quien no ha vivido una experiencia límite no puede imaginarse lo prioritaria que se convierte la pregunta por el sentido de la vida. Es, por tanto, la experiencia de las situaciones límite la que lleva al hombre a la conmoción existencial y a la pregunta por sí mismo. Éste es el origen más profundo de la filosofía y del planteamiento de las preguntas más radicales: ¿Tiene sentido vivir rodeado del mal, la frustración, el sufrimiento, el abandono, la muerte y la culpa? Así lo expresa otro filósofo existencial, Albert Camus, en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es la pregunta fundamental de la filosofía”55. Ante este dilema sólo caben dos respuestas fundamentales.

Si la vida no tiene sentido, lo honesto es el suicidio, sea biológico o intelectual. Precisamente el suicidio intelectual es la actitud propia del escepticismo, pseudo-filosofía que consiste en adormecer la inteligencia y abandonar toda pregunta. Así lo hace Cifra en The Matrix, quien, al traicionar a sus compañeros, pide que le borren la memoria y

49 Aristóteles, Metafísica, I, 982b.50 Cf. Jean Guitton, El nuevo arte de pensar, Encuentro, Madrid 2000, 21-38.51 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid 1981, 16.52 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 16.53 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 16-17.54 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 17.55 Albert Camus, El mito de Sísifo, en Id., Obras, 1, Alianza Editorial, Madrid 1996, 214. Otros autores más esperanzados y positivos piensan que el problema serio no es el suicidio sino el martirio, si no hay algo por lo que valga la pena dar la vida, pues si no lo hubiera la vida no valdría la pena.

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su experiencia porque “la ignorancia es la felicidad”56. De esa manera, anulando su capacidad de admiración y de hacerse preguntas, anulando su capacidad de dudar y de ser crítico, trata de anular también la pregunta por sí mismo y se refugia en la falsa felicidad de la comida, el dinero, el vino y la vida tranquila de quien permanece cobardemente enchufado a Matrix.

Si no opto por el suicidio, sino por mirar a la vida cara a cara, “¿qué haré en vista de este fracaso absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas honradamente?”57. Del mismo modo que la admiración ayuda a formular la pregunta por la realidad y la duda ayuda a florecer al pensamiento crítico, la conmoción existencial nos impulsa a responder la pregunta sobre nosotros mismos, y sobre el sentido último de nuestra vida. Las situaciones límite pueden llevarnos a la desesperación si no hemos respondido adecuadamente a estas preguntas. Sin embargo, cuando nos ponemos valientemente frente a ellas, las situaciones límite se convierten “en el índice que señala más allá de éste [mundo]”58.

La pregunta radical que es fuente de la filosofía en su sentido más profundo, cómo superar el fracaso absoluto, no tiene una respuesta estrictamente filosófica. El hombre que ha sufrido una situación límite y decide no suicidarse –biológica o intelectualmente–, busca la salvación, la seguridad, la confirmación de que sus anhelos son posibles y de que hay algo mejor. “Esto no puede darlo la filosofía y, sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo”59. En este punto es donde la filosofía y la razón humana acompañan al hombre entero hacia la puerta de la fe y la religión. Es la conversión del hombre de fe la que proporciona la salvación, no la filosofía. El amor a la verdad sólo conduce al hombre hasta sus puertas y, si acaso, ayuda a reflexionar sobre lo razonable o contradictorio de un dogma particular. A ese diálogo entre fe y razón se dedicaron las universidades medievales, y también lo hace la actual universidad católica, como vimos al estudiar el primer capítulo de este libro.

Otra actitud impulsa al aspirante a sabio. Ésta brota del “dolor de la falta de comunicación” y busca “esa satisfacción peculiar de la comunicación auténtica”. El hombre solo, aislado, aparece como el ser más desamparado del universo: el bebé recién nacido necesita de la madre más que cualquier otra criatura; el hombre configura su existencia, su aprendizaje, su supervivencia y su realización plena en su trato con otros hombres. “El fundamento del ser-hombre-con-el-hombre es esta dualidad y unidad: el deseo de cada hombre de ser confirmado por otros hombres como lo que es y puede llegar a ser, y la capacidad innata del hombre para confirmar a sus prójimos justamente de ese modo”60. Esa verdad filosófica se revela habitualmente en las conversaciones entre seres queridos: cuántas veces no necesitamos soluciones, reprimendas o consejos, sino, antes que eso, ser escuchados.

Esta comunicación no debe limitarse a vincular “intelecto a intelecto”, sino “existencia a existencia”61. La auténtica comunicación no es algo así como un “transporte de vivencias”, sino un “con-encontrarse” y un “co-comprender”62, una “lucha amorosa en la que cada cual entrega al otro todas las armas”63. De ahí que el diálogo propio del sabio no busca una fría y desinteresada confrontación de ideas, sino una batalla donde los contendientes luchan codo con codo en la tarea común de encontrar esa verdad y ese sentido que les confirme y guíe en sus vidas. En el debate universitario no está en juego, como en las discusiones de algunos medios de comunicación, la defensa de una postura, sino el compromiso con la propia vida: con el modo de vivirla y con el sentido último hacia el que la orientamos.

La necesidad de comunicación, de crear lazos que unan a la persona con su mundo y con otras personas, revela que el hombre es un ser de encuentro, y esto le impulsa vigorosamente a abrirse al mundo y, muy especialmente, a otras personas. Cuando éstas nos dejan, fallan o mueren –como vimos al confrontarnos a las situaciones límite–, el hambre de encuentro nos anima a preguntarnos si nos espera también un encuentro más allá de este mundo.

56 The Matrix, de Andy y Larry Wachowski (1999).57 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 1958 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 20.59 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 20.60 Martin Buber, Diálogo y otros escritos, Riopiedras, Barcelona 1997, 103.61 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 22.62 Martin Heidegger, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, Madrid 2001, 181.63 Karl Jaspers, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, 22.

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Hay un enemigo de la admiración o del estupor, hay un torpor del ánimo que paraliza la búsqueda de la verdad del aspirante a sabio y que permea los espíritus de nuestro tiempo. Y hay también un antídoto en la experiencia de estupor ante la belleza que despierte al hombre del torpor y del escepticismo, que abra un camino hacia la búsqueda de la verdad y del bien. Así lo ha expresado en una memorable página el papa Benedicto XVI dirigiéndose a los artista:

“Lamentablemente el momento actual está marcado […] por una esperanza cada vez más débil, por cierta desconfianza en las relaciones humanas, de manera que aumentan los signos de resignación, de agresividad y de desesperación […] ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede alentar al espíritu humano a encontrar de nuevo el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar con una vida digna de su vocación, sino la belleza? Vosotros, queridos artistas, sabéis bien que la experiencia de la belleza, de la belleza auténtica, no efímera ni superficial, no es algo accesorio o secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa experiencia no aleja de la realidad, sino, al contrario, lleva a una confrontación abierta con la vida diaria, para liberarla de la oscuridad y trasfigurarla, a fin de hacerla luminosa y bella. Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable ‘sacudida’, que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo ‘despierta’ y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. […] La belleza auténtica abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario. […] La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios. El arte, en todas sus expresiones, cuando se confronta con los grandes interrogantes de la existencia, con los temas fundamentales de los que deriva el sentido de la vida, puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda reflexión interior y de espiritualidad”64.

1.4.2 Las grandes preguntas

La admiración que nos impulsa a recorrer el camino de la sabiduría provoca en nosotros multitud de preguntas. La filosofía perenne las ha sintetizado en unas pocas. Inspirándonos en la formulación que desarrolló Kant serían cuatro: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? Y, en definitiva, como síntesis de las anteriores: ¿Qué es el hombre y quién soy yo? El programa de Humanidades de la RIA pretende afrontar rigurosamente cada una de estas preguntas en diversas materias. Nos limitamos a dar, ahora, una inicial visión del conjunto.

La admiración por la realidad despierta multitud de preguntas. El genio griego, a quien debemos el llamado paso del mito al logos, quiso responder a esas preguntas a la luz de la razón. Surge inmediatamente el problema del conocimiento: ¿Qué puedo conocer? En esta pregunta nos jugamos mucho. Si nada podemos conocer, nuestra vida carece totalmente de orientación y sentido, la única respuesta sería el suicidio intelectual del que habla Camus. Vivir perdido, desorientado, sin más rey de uno mismo que el propio capricho o apetencia, con absoluta indiferencia, sin autocrítica y sin que el diálogo con los otros tenga algún sentido. Son las respuestas escépticas, relativistas, nihilistas. Si algo puede conocer, como sostiene la actitud realista: ¿Cuáles son las posibilidades y límites del conocimiento humano? Parece evidente que no podemos conocer toda la verdad de absolutamente todo. Parece también evidente que sabemos algo sobre determinadas realidades que, sin embargo, no podemos demostrar científicamente. Dichas cosas se nos revelan como misterios. Algunos, presentes por entero en nuestra vida cotidiana: el amor, la dignidad de la persona, valores como la justicia o el bien, la experiencia de lo bello... Otros, a los que nos confrontamos especialmente en las situaciones límite, pero también en nuestro anhelo de encuentro y en la profundidad de la belleza, nos superan ampliamente. Es el misterio de lo que nos trasciende. ¿Podemos saber realmente, con la firmeza propia de la certeza, algo acerca de estos misterios? En el segundo tema de esta Introducción a los estudios universitarios afrontaremos estas cuestiones fundamentales.

64 Benedicto XVI, Encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina (21 de noviembre de 2009).

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La duda no respondida inquieta e impide que nuestro espíritu repose en la verdad y encuentre una orientación para nuestra vida y acción. La necesidad de certezas que orienten nuestra vida, nos confrontan con una pregunta decisiva: ¿Qué debo hacer? Algunas respuestas a estas pregunta se muestran débiles y conformistas con el pensamiento dominante alentando la pérdida de un pensamiento propio y riguroso, como es el caso del relativismo moral. Otras limitan el horizonte de nuestras decisiones a lo útil o agradable. ¿En esas actitudes puede resumirse el ideal de una vida lograda? La Ética y la Bioética son disciplinas que nos confrontan con estas cuestiones y serán el objeto de la materia cuarta.

La conmoción existencial y las situaciones límite nos revelan nuestra profunda indigencia, nuestra limitación. Nos revelan cómo, a pesar de nuestros anhelos de felicidad y plenitud, de paz y de justifica, de vida plena... los hombres no somos capaces de alcanzarlos. Algunos autores hablan del “final de la historia”, como si el hombre hubiera hecho ya todo lo que podía hacer y éste fuera ya el mejor de los mundos posibles. La pregunta ¿Qué me cabe esperar? envuelve todas estas cuestiones. Las dos materias históricas (la segunda, “Historia del pensamiento” y la quinta “Historia de Occidente”) pretenden confrontarnos con los grandes ideales de la humanidad, el éxito o el fracaso de los mismos y nos revelan qué podemos esperar de la aventura de la historia humana. Pero cabe todavía una pregunta ulterior: nuestra esperanza, ¿es sólo histórica? ¿Nos cabe esperar algo más allá de lo que este mundo puede darnos? De esta cuestión se ocupa principalmente la materia 6, “Persona y Trascendencia” que nos sitúan frente a lo trascendente.

¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? y ¿Qué me cabe esperar? Son preguntas que entroncan, en el fondo, con una sola, que las envuelve todas: ¿Qué es el hombre y quién soy yo? Cuando nos formulamos esta pregunta, miramos a nuestro alrededor buscando respuestas. Es el anhelo de comunicación, de descubrir y confirmarnos en trato con los otros, de participar lo que somos y quiénes somos, lo que nos impulsa a responder esta pregunta. Miramos, por supuesto, el mundo que nos rodea. Miramos más especialmente a los otros hombres, solidarios en el desconcierto ante esta pregunta tan radical y misteriosa ¿qué es el hombre?, pregunta en la que nos jugamos el destino de nuestra existencia: ¿quién soy yo? A veces, también, miramos al cielo, esperando respuestas. ¿Soy lo que tengo? ¿Soy lo que parezco ser ante los otros? Parece claro que no somos individuos autónomos, islas, capaces de valernos por nosotros mismos sin ayuda de nadie, capaces de realizarnos en nuestra propia individualidad. Sin embargo, nuestro tiempo propone una huída del nosotros: “El infierno son los otros”, dirá Sartre. “Mi libertad termina donde empieza la del otro”, repetimos muchos, como si mi libertad se viera terriblemente amenazada por la de quien tengo enfrente. Si nuestra vida no se agota en nosotros, ¿somos seres descentrados? ¿Descentrados hacia las otras personas? ¿Hacia algo más allá de este mundo? A estas cuestiones se enfrenta la materia central del Programa de Humanidades: la Antropología fundamental.

Esta propuesta del Programa de Humanidades posiblemente resulte atractiva a quien haya sido tocado ya por la admiración y el estupor filosóficos que abre el camino de las preguntas y de la búsqueda. Quién se pregunta, sabe que no sabe y que debe ponerse en camino. Este “deber”, esta llamada interior, forma parte de la búsqueda de la verdad: la apertura fundamental del hombre a toda la realidad y la aceptación de la verdad es una cuestión moral: “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y, por tanto, enaltecidos por la responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad” (Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae 2).

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TEMA 2. Conocer la verdad

Introducción. ¿Conocer la verdad del «conocer la verdad»?

¿Quién tiene la verdad acerca del «conocer la verdad»? Ésta será la pregunta que intentaremos resolver a lo largo de esta segunda parte de la Introducción a los Estudios Universitarios.

En primer lugar conviene que aclaremos los términos del problema: ¿Qué significan “conocer” y “verdad”? ¿Qué tipos de verdad hay y cómo se pueden alcanzar y verificar? ¿De verdad que se puede conocer la verdad? Y si es así, ¿en qué consiste, exactamente, conocer la verdad?

En el segundo capítulo discutiremos sobre las diversas teorías que han negado parcial o totalmente la capacidad humana de conocer la realidad como son el escepticismo, el relativismo, el racionalismo y el cientismo, el empirismo y el fideísmo. Veremos cómo ellas han forjado la cultura post-moderna y las actitudes con que la mayoría de la gente se enfrenta a la verdad: nihilismo, agnosticismo, indiferencia religiosa y filosófica, laicismo, positivismo, fundamentalismo, participación en movimientos religiosos y espiritualidades irracionales.

Dedicaremos el tercero capítulo a una propuesta alternativa: el realismo, o sea, la teoría que afirma la existencia de la realidad independientemente de nuestro pensamiento y la capacidad de la razón humana para conocer la realidad como es, si bien sólo en modo limitado y parcial. Para defender esta posición hay que mostrar, primero, la validez de cada una de las fuentes y elementos que componen el conocimiento: la validez de la sensación y de la percepción y, por tanto, de sus productos –nuestras imágenes o representaciones sensibles–, la validez de la simple aprehensión con la cual formamos nuestros conceptos, la del juicio con el cual hacemos proposiciones, la del raciocinio gracias al cual construimos razonamientos inductivos y deductivos, y, finalmente, la validez del lenguaje. Hay que mostrar, además, hasta qué punto el conocimiento es interior y exterior, absoluto y relativo.

La relación entre mente y verdad constituirá el tema del cuarto capítulo: si se puede conocer la realidad, ¿por qué no tenemos certeza en todos los casos? ¿Qué necesitamos para alcanzar la certeza? ¿Por qué de tantas cosas –especialmente de los temas religiosos y éticos– tenemos tantas creencias, opiniones, dudas y errores? ¿Por qué tanto pluralismo religioso y cultural? ¿Qué podemos aprender de los demás y aportar a los demás para alcanzar juntos la misma verdad? ¿Tiene Dios algo que ver en todo esto? Y si lo tiene, ¿por qué Él no es evidente y nos abandona en este vertedero de ideologías diversas y contrastantes, repleto de confusión e incerteza?

Conocer o no conocer: he ahí la cuestión… aparentemente. En realidad, la primera cuestión no es «¿podemos conocer?», sino «¿podemos conocer que podemos conocer?». No sólo, esta cuestión presupone otra de tipo volitivo: «¿queremos conocer si podemos conocer?». Todos los hombres tenemos inteligencia para conocer y voluntad para querer. Podemos aprender a usar una calculadora, si queremos. Antes de plantearnos la cuestión sobre el conocimiento de la verdad, tendríamos que preguntarnos: ¿queremos de verdad conocer la verdad sobre conocer la verdad?

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El resultado de nuestra investigación dependerá, en gran medida, de nuestra actitud. Mucha gente parece ser indiferente al tema de la verdad; prefiere vivir de los acontecimientos cotidianos –lo que sucede día a día– sin interés por descubrir cuál es el sentido de la vida, qué sucederá después de la muerte, cuál es el valor absoluto que debe regir nuestra acción y la cultura de la sociedad, qué tiene que ver Dios –si existe– con nosotros, en qué consiste la plena felicidad. El alma de muchas personas está carcomida por la apatía por la verdad, una indiferencia entretejida con las múltiples distracciones de los quehaceres, preocupaciones, conversaciones, diversiones y ruidos cotidianos. Esa apatía, sin embargo, produce una profunda insatisfacción, pues el hombre, que viaja constantemente en el tren de la vida con su inteligencia y voluntad, no está hecho para viajar por viajar. No es un animal que se puede conformar con crecer, comer, dormir, pasar el tiempo y morir sin saber por qué ni para qué. No podrá ser feliz hasta que descubra de dónde partió y a dónde se dirige el tren, quién le metió en él, qué debe hacer durante el viaje para que, al bajar del tren, la eternidad no le sea un destino desagradable. Benedicto XVI ha expresado el problema y su solución de modo conciso y claro:

«Como he afirmado muchas veces, la cultura de hoy se resiente fuertemente, tanto de una visión dominada por el relativismo y el subjetivismo, como por métodos y actitudes a veces superficiales e incluso banales, que dañan la seriedad de la investigación y de la reflexión y, en consecuencia también el diálogo, la comparación y la comunicación interpersonal. Parece, por tanto, urgente y necesario volver a crear las condiciones esenciales de una capacidad real de profundización en el estudio y en la investigación, para que se dialogue racionalmente y se confronte eficazmente sobre las diversas problemáticas, en la perspectiva de un crecimiento común y de una formación que promueva al hombre en su integridad y compleción. A la carencia de puntos de referencia ideales y morales, que penaliza particularmente la convivencia civil y sobre todo la formación de las generaciones jóvenes, debe corresponder una oferta ideal y práctica de valores y de verdades, de razones fuertes de vida y de esperanza, que pueda y deba interesar a todos, sobre todo a los jóvenes»65.

Para descubrir las respuestas a las preguntas cruciales acerca del viaje de la vida, necesitamos sacudirnos la pereza espiritual y la superficialidad a la que nos invita la cultura contemporánea, tomando la decisión de saber qué es la verdad y dónde está. Se cuenta que, en cierta ocasión, la hermana del gran teólogo Santo Tomás de Aquino (1224/25-1274) acudió a su hermano para preguntarle: «¿Qué debo hacer para salvar mi alma?». El santo dominico le respondió de modo lacónico con una sola palabra en latín: velle (“querer”). Asimismo, para conocer la verdad, debo ante todo querer conocerla. ¿Sí quiero?

Una vez que mi voluntad decida buscar la verdad, debería proceder con una lógica en esta investigación. Como dijimos, la primera cuestión no es «¿podemos conocer?», sino «¿podemos conocer que podemos conocer?». En efecto, para conocer algo –una verdad– debemos presuponer antes que somos capaces de conocerlo. ¿Lo somos?

65 Benedicto XVI, Audiencia a los miembros de las Academias Pontificias, 28 de enero de 2010.

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Definamos antes los términos de la cuestión –“conocer” y “verdad”–, analicemos si hay que tomar la verdad como algo genérico o debemos clasificarla en diversos tipos, pues tal vez somos capaces de conocer algunas verdades y no otras.

Después de aclarar los términos, debemos formular con exactitud y claridad el problema de la verdad que nos ocupa en esta 2ª parte del libro: ¿de qué problema, en concreto, se trata? ¿Es un problema real o es una pura cuestión erróneamente planteada que se presenta, por tanto, como inútil y absurda? Si se tratara de un problema real, ¿seremos capaces de resolverla o estamos condenados a discutirla hasta la saciedad sin poder encontrar una respuesta satisfactoria? Soluble o no, ¿qué importancia tiene esta cuestión para la propia vida y para la sociedad? ¿No se trata de un problema puramente especulativo que debe reservarse a los filósofos?

Como podemos observar, todas estas preguntas anteceden al problema crítico –¿podemos conocer?–, pues se refieren directamente a lo que en el título de la introducción llamamos «el problema del problema», que, consiste, en realidad, en un doble problema: uno volitivo (¿queremos conocer de verdad que podemos conocer que podemos conocer?) y otro intelectual (¿podemos conocer que podemos conocer?).

2.1. El problema de la verdad y la verdad del problema

ObjetivoTrazar un “mapa” del conocimiento y de la “verdad” para poder orientarse en el problema crítico:

1. Definir los términos “conocer” y “verdad”2. Clasificar los tipos de verdad y los medios para alcanzarla y verificarla3. Expresar con precisión el problema crítico, su legitimidad y solubilidad4. Descubrir la relevancia del problema para la vida personal y para la sociedad

Nuestra cuestión –¿podemos conocer la verdad acerca de conocer la verdad?– consta de dos términos fundamentales: “conocer” y “verdad”. Veamos en qué consiste la actividad de conocer –su naturaleza, tipos y operaciones– y el objeto del conocimiento: la verdad.

2.1.1. ¿Qué es conocer?

2.1.1.1. Naturaleza del conocimiento

Todos conocemos una incontable cantidad de “verdades” –datos, principios, leyes, características de personas…– que forman parte de nuestro mundo interior y han sido alcanzadas por la intuición, la experiencia, la lectura, las conversaciones, los medios de comunicación social, las enseñanzas ajenas, el trato social, etc. Sabemos, por ejemplo, que existimos y que un día moriremos, que el fuego quema, que una manzana es una fruta comestible, que hubo dos guerras mundiales en el siglo XX, que la tierra gira alrededor del sol, que 2 + 2 = 4, que las causas producen efectos, que debemos respetar la dignidad de todas las personas y que asesinar a un inocente es un crimen, que Fulano y Fulana son amigos que me aprecian.

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Como podemos observar, la inmensa cantidad de conocimientos surgen de una actividad del sujeto, que pone en marcha sus sentidos y su inteligencia –junto con sus sentimientos, emociones, pasiones, deseos, inquietudes, decisiones, etc.– de manera espontánea o con esfuerzo. Conocer es, entonces, la actividad espiritual a través de la cual un sujeto “asimila” o “posee” mentalmente un objeto. Por consiguiente, el conocimiento es la asimilación mental o la presencia de un objeto en/por un sujeto cognoscente66.

Podemos distinguir las dos funciones generales de nuestra inteligencia. Cuando busca contemplar un objeto o adquirir un conocimiento teórico, nuestra mente ejerce una función especulativa; el fin de su actividad es “conocer”. En cambio, cuando busca hacer algo –una acción cualquiera o un discernimiento moral–, entonces la mente ejerce una función práctica; el fin de su actividad es “dirigir”. Nuestro curso se concentrará, desde luego, en la función especulativa de la razón. La ética se concentra en la función práctica de la inteligencia67.

2.1.1.2. Tipos de conocimiento

El filósofo francés Jacques Maritain distingue entre «el conocimiento objetivo o conceptual» y el «conocimiento por connaturalidad e inclinación». El conocimiento por connaturalidad pertenece al dominio del obrar, de la prudencia, de la poesía y de todas las certezas no científicas que enriquecen la vida humana. Este conocimiento «tiene lugar en el intelecto, pero no en virtud de relaciones conceptuales y por vía de demostración»68; es intuitivo, privado, carente de discursos y difícilmente comunicable. En él la inteligencia «obra conjuntamente con tendencias afectivas y disposiciones de la voluntad que la guían y dirigen»69.

Podemos distinguir «un conocimiento por connaturalidad afectiva o tendencial respecto de los fines del obrar humano, que está en el corazón del conocimiento prudencial (moral); un conocimiento por connaturalidad afectiva con la realidad en lo que tiene de no conceptualizable... en cuanto que esa realidad está entrañada en la subjetividad misma como existencia intelectualmente creativa, y en cuanto que es captada en su consonancia concreta

66 «Conocer, para Santo Tomás, no consiste ni en recibir una impresión ni en producir una imagen, sino que es algo más íntimo y más profundo. Conocer es devenir: devenir, pasar a ser el no-yo. ¿Equivale acaso esto a perder el propio ser, a absorberse en la cosa? Tal sería, quizás, llevada al extremo, la intuición bergsoniana. Mas indudablemente no es tal la intelección tomista; pues ninguna suerte de unión o de transformación marterial puede compararse al grado de unión entre el conociente y lo conocido. Si yo perdiera mi ser en otro para unirme a él, él y yo haríamos juntos un compuesto, un tertium quid. En cambio, el conociente deviene el mismo ser conocido. La unión del conociente y del conocido es así una verdadera unidad; son más uno que la materia y la forma de un ser. Mas afirmar tal “transusbstanciación” entre dos términos que conservan no obstante cada uno su propio ser – porque yo soy lo que soy, y la cosa sigue siendo lo que es cuando la conozco –, equivale a decir que se trata de un devenir inmaterial, de una identificación inmaterial, y que el conocimiento es función de inmaterialidad. Conocer consiste, pues, en devenir inmaterialmente el otro en cuanto tal, aliud in quantum aliud» (Jacques Maritain, Raison et raisons; trad.esp. Leandro de Sesma, Razón y razones. Diversos ensayos, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1951, 24-25).67 «El entendimiento especulativo o teórico se distingue propiamente del operativo o práctico porque el primero tiene como fin la verdad, mientras que el práctico ordena la verdad obtenida a la operación, que es su fin. Y por esto, el Filósofo [Aristóteles] dice en De anima que difieren entre sí por razón del fin; y, en la Metaphysica, que el fin de la ciencia especulativa es la verdad; y el de la práctica, la acción» (Santo Tomás de Aquino, In Boethii De Trinitate [Exposición del tratado Sobre la Trinidad de Boecio], q.5, a.1).68 Jacques Maritain, «De la connaissance par connaturalité», en Oeuvres complètes de Jacques et Raissa Maritain, vol. IX, Éditions Universitaires, Fribourg 1990, 981.69 Ibid., 985.

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y existencial con el sujeto como sujeto (conocimiento poético); y un conocimiento por connaturalidad con la realidad no conceptualizable y, al mismo tiempo, contemplada; dicho de otro modo, con una realidad no objetivable en nociones y, sin embargo, término de unión objetiva (conocimiento místico: natural, si la connaturalidad es intelectual, o sobrenatural si es afectiva)»70.

El conocimiento objetivo o conceptual –conocimiento en el sentido más habitual del término– es, en cambio, especulativo y demostrativo. Tal conocimiento puede ser intuitivo y discursivo. El primero se define por la presencia (intencional) de un objeto a una facultad sensible o intelectual con carácter de evidencia. El segundo consiste en un movimiento del espíritu que pasa de un conocimiento a otro y se refiere principalmente a los razonamientos, o sea, al encadenamiento lógico de proposiciones para sacar conclusiones.

2.1.1.3. Fuentes y elementos del conocimiento

Con el conocimiento sensitivo captamos cualidades sensibles –figuras, durezas, colores, olores, sonidos…– y con el conocimiento intelectivo juzgamos y razonamos sobre realidades no evidentes a la experiencia sensitiva: los principios científicos y morales, los datos históricos y de información, el amor de los parientes y amigos, los fines de nuestros actos, etc. En el proceso del conocimiento intervienen, por tanto, una serie de etapas y agentes, de la cual trataremos con calma en el capítulo tercero para averiguar la validez de cada uno de ellos. Por el momento, nos basta una esquemática exposición de las fuentes y elementos para apreciar mejor en qué consiste la misteriosa actividad del conocer.

El hombre, siendo un ser corporal y espiritual, dispone de órganos materiales –los sentidos externos–, de sentidos psíquicos –los internos– y de la facultad espiritual de la inteligencia –con sus diversas operaciones– para asimilar la realidad extramental, la cual, cuando se trata de entidades sensibles, es parcialmente material y parcialmente inmaterial.

Sensación y percepción. La primera fuente de conocimiento es la sensación y la percepción, que son las actividades de los sentidos externos –vista, oído, olfato, gusto y tacto– y de los sentidos internos –sentido común, imaginación sensible, memoria y reflejos-instintos– con los cuales aprehendemos las cualidades materiales de las cosas a través de las imágenes o representaciones sensibles que creamos en nuestra mente. La mente, por su parte, penetra en las imágenes de las cosas producidas por los sentidos para captar qué son, para juzgar sus propiedades y para razonar a partir de ellas.

Las tres operaciones de la mente. Con la primera operación, llamada simple aprehensión o conceptualización, la mente forma o reconoce conceptos, que son representaciones intelectuales de esencias o naturalezas abstractas –reales o inventadas por el hombre–, tales como “hombre”, “blanco”, “alto”, “honradez”, “mesa”, “grande”, “nostálgico”, “a lo lejos”, “King Kong”, “por la mañana”. Los conceptos se forman a través de un proceso mental llamado abstracción (del latín abs - trahere, “sacar desde”), por el cual separamos idealmente un aspecto o cualidad parcial de un objeto total. De un ente particular la mente abstrae o “saca” lo universal “desde” lo individual71.

70 Jacques Maritain, Situation de la poésie, en Oeuvres complétes…, vol. VI, 1984, 870-871.71 «Abstraer es considerar un aspecto de las cosas al margen de otros aspectos que en realidad le están unidos» (José Juan Sanguineti, Lógica, Eunsa, Pamplona 1989, 39).

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Usamos esta operación continuamente. Si digo, por ejemplo, «a mí me gusta el rojo» y «el círculo es una bonita figura», he abstraído (separado mentalmente) la cualidad sensible “rojo” de todas las cosas coloradas en rojo y “el círculo” de todas las cosas redondas. Cuando afirmo «la manzana es saludable» y «los unicornios son veloces» he abstraído la esencia “manzana” y “unicornio” de todos los individuos que son manzanas y unicornios. Los conceptos, que son los objetos abstraídos, se expresan lingüísticamente en términos (una o más palabras que forman una unidad monolítica y representan un solo concepto o esencia).

Gracias al proceso de abstracción, nuestra inteligencia puede escapar de los estrechos lazos del tiempo y del espacio en que la encerraban los sentidos para remontarse a las alturas de lo atemporal y universal. En la frase «la manzana es saludable», yo me refiero a todas las manzanas existentes en todos los lugares del mundo en el presente, en el pasado y en el futuro. Los sentidos sólo me hacen percibir las manzanas que están a la vista; no pueden juzgar sobre la naturaleza de la manzana misma, la cual es atemporal y universal.Ahora bien, por los conceptos no podemos conocer nada en concreto; “manzana” y “rojo”, sin un contexto, se presentan como entidades abstractas, etéreas, amorfas. Para conocer la realidad concretamente necesitamos usar de los conceptos como «materiales de construcción» para formar juicios o proposiciones, o sea, representaciones mentales de esencias a las cuales se les atribuye o sustrae un predicado, que expresamos lingüísticamente en frases u oraciones.Es esta, de hecho, la labor de la segunda operación, el juicio: hacer que la mente atribuya una propiedad (un concepto) a un sujeto (otro concepto) mediante el verbo “ser” de forma afirmativa: «Ese hombre es alto», «Los libros son buenos para aprender»; o hacer que separe una propiedad de un sujeto con el verbo “ser” en forma negativa: «Esa mesa no es grande», «Los hombres no son ángeles»72. Cuando unimos una propiedad (predicado) a un ente (sujeto), tenemos una relación de composición, expresada en frase afirmativa: en los ejemplos dados, “alto” pertenece al individuo “ese hombre” y “buenos para aprender” se identifica como una característica de “los libros”. Las frases negativas expresan, en cambio, una relación de división (separación) entre los conceptos, como en el caso de «esa mesa no es grande» y «los hombres no son ángeles»: “grande” es una propiedad que no puede asociarse al sujeto “esa mesa” y “ángeles” no puede identificarse con el sujeto “hombres”.Por medio de la tercera operación, el raciocinio, la mente relaciona varios juicios entre sí, que llamamos premisas, para llegar a una conclusión73. Cada razonamiento, pues, sirve de mediación para producir un nuevo juicio: la conclusión (= una verdad desconocida anteriormente), o sea, la representación mental de una esencia a la cual se le atribuye o sustrae un predicado que no es en sí evidente y que expresamos lingüísticamente en argumentación. Pongamos un ejemplo:

Todos los hombres tienen alma (primer juicio). Pedro es un hombre (segundo juicio). Luego Pedro tiene alma (conclusión del razonamiento = tercer juicio).

72 Nótese que, aunque muchas de nuestras frases no usan el verbo ser, sin embargo pueden reducirse lógicamente y últimamente a frases con dicho verbo. Así, por ejemplo, la frase «Pedro corre velozmente» puede reducirse a «Pedro es un corredor veloz», y la frase «Dios crea al hombre» puede transformarse en «Dios es creador del hombre». 73 «El raciocinio es un movimiento de la mente por el que pasamos de varios juicios – comparándolos entre sí – a la formulación de un nuevo juicio, que necesariamente se sigue de los anteriores» (José Juan Sanguineti, Lógica, 125).

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El raciocinio resulta fundamental para la vida ordinaria y para el progreso de las ciencias. Cada hipótesis y cada teoría es producto de una o varias argumentaciones. Gracias a ella logramos conocer un sinnúmero de verdades no evidentes ni fácilmente cognoscibles. Las dos formas principales de razonamiento (o argumentación) son la inducción y la deducción. Por la inducción pasamos de verdades particulares o menos generales a verdades generales del plano inteligible. Pongamos un ejemplo:

Pedro, María, Santiago y Filomena son personas humanas.Pedro, María, Santiago y Filomena tienen capacidad de reír y de llorar.Las personas humanas, por tanto, tienen capacidad de reír y de llorar.

La deducción, en cambio, pasa de verdades generales a verdades menos generales o particulares y se mueve siempre en el plano inteligible, como hemos visto en el ejemplo anterior en el que se concluía que «Pedro tiene alma».

El lenguaje. El lenguaje, moldeado por la cultura en que vive, constituye la expresión lingüística de nuestros conocimientos y, al mismo tiempo, una nueva fuente de nuevos conocimientos. A cada concepto y a cada juicio le asignamos un término y una oración, respectivamente. Nosotros hemos adquirido la mayor parte de nuestros conocimientos gracias a los términos y proposiciones que heredamos de la cultura y de todas las personas que se comunican con nosotros.

Conclusión. A la luz de estas consideraciones, podemos concluir que conocer es la actividad espiritual del hombre que pone en acción a las diversas facultades de los sentidos externos e internos y a la facultad de la inteligencia en sus tres operaciones para asimilar espiritualmente la realidad a través de representaciones sensibles, intelectuales y lingüísticas. Pongamos todas estas fuentes y elementos del conocimiento en un cuadro sinóptico.

Fuentes y elementos del conocimiento sensitivo

Órganos y facultades

Plano físico-químico

Plano psíquico Plano ontológicorealidades percibidas

Sentidos externos

Sensibles = cua-lidades

materiales

Accidentes de sus-tancias individuales

Sentidos internos Imágenes =

represen-taciones La unidad

sensible de un

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sensibles ente material

a) El problema cognoscitivo, sus razones e importancia. ¿En qué consiste el problema? No nos preguntamos sobre la existencia de los objetos sensibles, ya que ésta resulta evidente. Reconocer que existen cosas materiales fuera de la mente es un dato inmediato de la experiencia, que no podemos ni necesitamos demostrar. Nos preguntamos, más bien, hasta qué punto podemos fiarnos de nuestros sentidos externos e internos para captar los sensibles: nuestra sensación y percepción, ¿son objetivas (reciben las impresiones del objeto y crean representaciones sensibles del mismo tal y como éste existe fuera de nuestro cuerpo) o subjetivas (las impresiones y representaciones son alteradas por nuestros sentidos de tal modo que no coinciden con el objeto exterior)? Las cualidades materiales (como el rojo y el sabor amargo) y las formas de las cosas percibidas, ¿existen en sí mismas o son productos complejamente elaborados de nuestros órganos sensitivos y de nuestra psique con datos amorfos tomados de la realidad? ¿Percibimos las cosas como son o no?

Hay varias razones que nos impulsan a plantearnos esta cuestión. En primer lugar, nos percatamos que a veces nuestros sentidos «nos engañan» (un palo recto en el agua parece doblado; vemos un maniquí de lejos y creemos que es una persona; aparentemente es el sol quien se mueve, no la tierra...). A veces no distinguimos entre sueño y realidad; podríamos pensar, incluso, que todo es sueño o apariencia al estilo The Matrix.

Otras veces la enfermedad, las malformaciones físicas, la droga, los espejismos y otros elementos físicos o químicos que afectan a los órganos de los sentidos nos hacen percibir las cosas de un modo diverso; por ejemplo, el daltónico confunde los colores, ciertos malestares alteran la percepción del gusto, el borracho ve más de lo que existe, los dementes mentales pueden “captar” muchos objetos de modo original.

Además, hay conclusiones o teorías de ciertas ciencias empíricas, especialmente de la psicología experimental, que parecen confirmar el carácter relativo de la sensación: el sujeto que observa, escucha, huele, toca, degusta... “interpreta” a su modo la realidad percibida.

El racionalismo, el empirismo, el kantismo y otras corrientes de pensamiento han tratado de mostrar cuántos elementos subjetivos intervienen en la formación del objeto de la sensibilidad, por lo cual no somos capaces de saber si tal objeto corresponde al objeto extramental sensible.

La cuestión resulta decisiva para el problema global del conocimiento. En efecto, un famoso axioma escolástico dice que «nada hay en el intelecto que no haya estado primero en los sentidos» (nihil est in intellectu quod primum non fuerit in sensu). Si todo nuestro conocimiento empieza a partir de la sensación y de la percepción, el descubrimiento de su validez o invalidez determinaría la validez o invalidez del conocimiento en cuanto tal. El subjetivismo en la etapa inicial del conocimiento, moldearía definitivamente el subjetivismo de las etapas posteriores.

¿Cómo podemos resolver el problema? Quizás nos convenga primero analizar cómo funciona el proceso de la sensación y la percepción para discernir si la percepción de lo que

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permanece a la base de todas los sensibles –la materialidad de las cosas– es objetiva o no, y así podamos juzgar mejor si los sensibles presentes en tal materialidad son percibidos como son en el mundo real.

b) El proceso del conocimiento sensitivo. «Todos los hombres desean saber por naturaleza. Signo de ello es el amor de las sensaciones; de hecho, ellos aman las sensaciones también independientemente de su utilidad»74. Efectivamente, queremos constantemente sentir. Nuestros órganos parecen infatigables; nunca hacen “huelga”. Mientras no durmamos o cerremos los ojos para meditar, siempre estamos viendo cosas, las mismas u otras. Incansablemente.

Todos nuestros sentidos, como nuestra inteligencia, emotividad y voluntad, son por naturaleza intencionales (término que proviene del latín tendere in): “tienden a” un objeto existente. Ver y oír implican ver y oír algo. No se ve la nada ni se escucha el silencio. La intencionalidad, como propiedad intrínseca del conocer sensitivo e intelectivo, es una tendencia natural hacia la realidad extramental y una presencia psíquica o mental del objeto percibido y conocido.

Sentir es resultar excitado corporalmente por los estímulos físico-químicos que provienen del mundo exterior o del propio cuerpo. En cada sensación el órgano (por ejemplo, un ojo) recibe, a través de un estímulo (por ejemplo, la luminosidad natural) una modificación física (la dilatación o retracción de la pupila), a partir de la cual reacciona para captar el objeto percibido (graba la imagen de un objeto girada en el fondo del ojo). Al dejarse “impresionar” por un estímulo, el órgano reacciona (realiza un acto que lo modifica) gracias al cual el sujeto cognoscente efectúa el acto de la sensación para que el objeto percibido se quede “presente” intencionalmente en él. En este sentido, Aristóteles afirmaba que «el sensible en acto y el sentido son una sola cosa»75.

La sensación, producto de la operación de los sentidos, nos mantiene en contacto directo con el mundo exterior al aprehender los sensibles que éste nos ofrece. La percepción interioriza esos datos, toma conciencia de ellos, los unifica, los evalúa y amplía, los representa en imágenes y los archiva en la memoria.

La psique humana recibe la información proporcionada por los sentidos externos de modo caótico, por decir así, pues ninguno de ellos es capaz de unificar la diversidad de los datos –colores y figuras, sonidos, sabores, sensaciones del tacto, temperatura, olores– en un único conjunto. La vista, por ejemplo, puede aprehender la figura y el color de un perro, pero no puede reconocer que el ladrido y la suavidad de su piel provienen de él. ¿Quién logra meter los datos juntos y reconocer la unidad intrínseca a todos ellos? He aquí la labor de la primera facultad de la percepción, el sentido común (que no debe confundirse con el «sentido común» del lenguaje ordinario). Esta facultad se llama así precisamente por su capacidad de unir las sensaciones y de mantener, al mismo tiempo, la especificidad de cada una. Gracias a ella tenemos conciencia sensible de que sentimos, unimos en nuestra psique los sensibles (accidentes o modificaciones corporales de un sujeto) a sus respectivos individuos (sustancias) y podemos distinguir las diferencias entre sensaciones, y, por ende, entre cualidades materiales. 74 Aristóteles, Metafísica, I, 1, 980b21-23 (la traducción del original griego es del autor).75 Aristóteles, De anima, III, 2.

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La imaginación sensible produce una representación o imagen del objeto percibido (llamada en latín species sensibilis), la cual podemos representar de nuevo en otras ocasiones bajo la acción de estímulos apropiados, integrando en ella los aspectos que actualmente percibimos con los que hemos percibido otras veces y que podemos representar o hacer revivir en nuestra conciencia. Así, al ver mi casa de frente, me imagino la parte de atrás que no veo actualmente.

La memoria sensible unifica ulteriormente el objeto percibido con las imágenes de esos mismos objetos ya aprehendidos en el pasado, que han sido “archivados” y que reaparecen en el momento oportuno como “recordados”. Por este motivo, soy capaz de reconocer que este perro que ahora juega conmigo es el mismo que conocí hace tres días y, aunque ahora, desde mi perspectiva, no vea sus patas, puedo recordarlas y recrearlas en mi psique.

La memoria no sólo almacena las representaciones sensibles elaboradas por la imaginación; también acumula las valoraciones instintivas de la última facultad de la percepción, la estimativa-cogitativa, pues un objeto sensible rara vez se percibe indiferente o neutralmente. Este sentido interno “evalúa” instintivamente el objeto, lo percibe inmediatamente con ciertas emociones y “evaluaciones”: si es útil o nocivo, agradable o desagradable. De ahí que, por ejemplo, algunos sintamos repulsa espontánea a las arañas o ternura hacia lo venados, quizás condicionados por experiencias subjetivas del pasado. De este modo, la facultad estimativa-cogitativa realiza la última reorganización del objeto percibido para presentarlo al intelecto.

c) La evidencia de la sensibilidad. El análisis del proceso del conocimiento sensitivo muestra que los sentidos interiores y exteriores tienden natural y espontáneamente hacia la aprehensión de lo que perciben, tal y como el objeto se presenta en el mundo. Vamos a considerar la evidencia sensitiva, la evidencia de la extensión y la evidencia de los sensibles propios.

La evidencia sensitiva. Los órganos y las facultades son receptivos: reaccionan ante los estímulos, envían los datos al sistema nervioso para su decodificación y elaboran las representaciones necesarias con el único fin de poder captar lo que existe fuera. La experiencia nos enseña, de hecho, que la sensación depende del objeto sensible. Sin una realidad material que despierte los sentidos, éstos no actuarían. Si abro los ojos, veo –lo quiera o no– y veo lo que se me presenta alrededor, me guste o no. Si hay un ruido perceptible, lo oigo; si hace frío, lo siento... Es la realidad externa sensible la que pone en movimiento a mis sentidos.

Afirmar que los sentidos elaboran subjetivamente los datos hasta el punto de presentar a la psique algo distinto de lo existente es no sólo indemostrable sino contrario a la experiencia. De hecho, psicológicamente resulta imposible vivir de la conciencia de que nuestras representaciones sensibles no coincidan con la realidad. Cuando caminamos cerca de un abismo, estamos atentos a no caer, porque sabemos bien que la profundidad y dureza de la tierra en el fondo no son datos arbitrariamente elaborados por la psique. Decimos «¡qué calor

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hace!» o «¡qué suave es esta cama!» y no «¡qué calor mis sentidos me presentan hoy a mi cuerpo!» ni «¡qué suavidad ha elaborado la psique a partir de algo que llamamos ‘cama’!».

En cada sensación la conciencia nos presenta como un hecho la doble la existencia del sujeto perceptor y del objeto percibido. Distinguimos inmediatamente entre la suavidad de la cama y el yo que la disfruta. La sensación lleva «siempre implícito el sentimiento íntimo, irresistible, de que lo que ella presenta es algo que existe realmente, no sólo en nosotros, sino también en sí e independientemente de nosotros»76. La existencia del mundo exterior se nos presenta como una evidencia de la sensibilidad. Si las cosas se conocen como pesadas o ligeras, duras o suaves, rojas o amarillas, dulces o amargas, es porque así se presentan a nuestros órganos y a nuestra psique. Si decimos «¡Mira, una hormiga!», nos referimos al insecto y no a fenómenos subjetivos sensoriales. ¿Alguien duda de que la sangre que le brota de un brazo o de una pierna es realmente la sangre física tal y como la siente?

Tenemos una impresión sensible directa de cosas exteriores y, sin intermediarios, nos formamos las representaciones sensibles, intelectuales y lingüísticas de lo que son. En el perceptor se da un movimiento espontáneo de reconocer los objetos exteriores como se presentan: cuerpos de donde proceden nuestras sensaciones. Yo no siento nada si el objeto no se presenta al órgano y no puedo dejar de sentirlo mientras esté presente en él. Esta impresión, movimiento o sentimiento de contacto directo con la realidad que surge en nosotros con nuestras sensaciones y percepciones es una certeza indudable.

La evidencia de la extensión. Para cerciorarnos de que captamos las cualidades materiales como son, quizás sea mejor empezar por reflexionar sobre nuestra percepción del sensible más común de todos: la extensión. Por extensión entendemos la materialidad de las cosas (el accidente cantidad), o sea, la propiedad de los entes físicos en virtud de la cual tienen una forma y un peso, ocupan un espacio y son divisibles. Muchos sensibles se basan en la extensión; el color y la dureza, por ejemplo, sólo existen y se perciben en una superficie extensa. Camino, respiro, me siento y duermo entre cosas extensas. Si este sensible es objetivo, será más fácil mostrar que los otros sensibles también lo son.

Para nosotros la extensión es algo inteligible y universal, pues, por una parte, podemos distinguirla de otras cualidades sensibles, y, por otra, podemos encontrarla en todas las cosas materiales de modo evidente, inmediato y regular. Se trata, por tanto, de un dato inmediato de la experiencia sensible, que viene percibido tal y como se encuentra realmente fuera de la mente en las cosas. Así como no puedo dudar de que existo, tampoco puedo dudar que las cosas sean extensas tal y como me aparecen a los sentidos, incluyendo mi “yo” en su dimensión corporal.

Si me engañara en esta percepción, yo no sería capaz de saberlo, porque el conocimiento intelectual acerca de este engaño depende, a su vez, del engaño de la sensación. ¿Cómo puede la mente juzgar que los sentidos le engañan si la mente recoge de ellos sus datos para formar sus juicios?

La evidencia de los sensibles propios. Galileo, Descartes, Locke y otros muchos pensadores modernos han afirmado la objetividad de la cantidad pero se la han negado a los sensibles 76 Étienne Gilson, Le réalisme méthodique, Paris 1939; trad.esp. Valentín García Yerra, El realismo metódico, Rialp, Madrid 1950, 19633, 100-101.

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percibidos por un solo sentido. Este dualismo es injustificable, ya que, en la sensación, no hay dicotomía entre sensibles comunes y propios. De hecho, los últimos están intrínseca e indisolublemente ligados a los primeros. Las distancias, colores, resistencia, solidez, temperatura… se presentan junto con la extensión, el movimiento y el reposo.

Además, los sensibles propios son, en cierto modo, inteligibles o distinguibles entre sí, y universales –presentes en todas partes–, lo cual habla a favor de su objetividad. No debemos exagerar en las percepciones erróneas debido a efectos ópticos, malformaciones en los órganos, alucinaciones, problemas psíquicos, etc., pues no constituyen la norma de la vida, sino la excepción. Por otra parte, el hecho de que nosotros seamos capaces de comprender las condiciones para una sana sensación y percepción muestra que sabemos distinguir cuándo los objetos percibidos son captados objetivamente y cuándo no. Sabemos, en efecto, que para aprehender debidamente los objetos físicos debemos tener un órgano sano, un medio que conecte el sentido con el objeto sensible apropiado (por ejemplo, la luz para ver o el aire para oír) y un objeto proporcionado a la capacidad de los órganos de los sentidos (los rayos ultravioletas y los sonidos infrarrojos no son perceptibles para nuestros ojos y oídos). Si sospechamos que falla alguno de estos tres elementos, entonces dudamos de la objetividad de nuestra sensación y tratamos de corregir lo necesario para sentir las cosas como son.

El contacto directo e inmediato de nuestros sentidos con la realidad física produce, de parte de las cosas, una evidencia –una presentación de sí mismas en los órganos y en la psique– y, de parte del sujeto perceptor, una certeza por la cual se siente seguro de que aprehende las cosas y sus cualidades como son.

2.1.1.4. La conceptualización

Las imágenes psíquicas de las entidades materiales nos sirven como medio para representar sensiblemente los objetos que percibimos, pero no nos ofrecen ningún conocimiento de lo que son. Se necesita que la inteligencia penetre en las imágenes y descubra su interioridad inteligible, o sea, su esencia. Este descubrimiento lo realiza la mente en la primera de sus operaciones, que llamamos “conceptualización” o “simple aprehensión”. Naturalmente, sólo la inteligencia es capaz de aprehender lo inteligible; sólo una facultad inmaterial puede captar lo que es inmaterial.

Los animales no tienen conocimiento intelectivo, porque sólo pueden llegar a una aprehensión de cosas sensibles para guiar su comportamiento, pero no conocen qué son esas cosas. Tienen sentidos pero no inteligencia77. Conceptualizar es una actividad exclusiva del hombre. Con el proceso de abstracción, su mente puede discernir lo que es universal en el objeto particular. La sensibilidad “absorbe” exclusivamente entes singulares: la figura de este perro con su color marrón que lo singulariza. La mente descubre la naturaleza de esta

77 «La psicología animal gravita enteramente en torno a la conducta y no tanto al conocimiento. En el animal el conocimiento se limita a ejercer la función de un estímulo que pone en marcha el comportamiento. La función del conocimiento en el animal queda, pues, circunscrita a notificar la presencia en el mundo circundante de algún objeto (cosa o animal) capaz de estimular una determinada actividad, pero sin llegar a obtener un verdadero conocimiento del objeto. En esto justamente consiste el instinto, en la conjunción de una actividad (hacia la que el animal se encuentra genéticamente predeterminado) puesta en marcha por un factor desencadenante o excitador» (Leopoldo Prieto, El hombre y el animal. Nuevas fronteras de la antropología, BAC, Madrid 2008, 148).

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unidad (perro) y de este color (marrón), reconoce que se trata de dos esencias inteligibles que existen en muchos individuos de la misma especie (todos lo perros y todos los marrones del presente, del pasado y del futuro). Mientras que la sensibilidad sólo aprehende entes particulares porque, ligada a la materia, trabaja exclusivamente dentro de las coordinadas del espacio y del tiempo, la inteligencia aprehende entes universales porque, siendo una facultad espiritual, salta las barreras del espacio y del tiempo para referirse directamente a todo lo que ha existido, existe y existirá.

En el lenguaje de la filosofía medieval se llamaba al concepto, metafóricamente, verbum mentis («una palabra de la mente») en cuanto que representa inteligiblemente una esencia, mientras que al término que lo expresa lingüísticamente se le llamaba verbum oris («palabra de la boca»), que puede exteriorizarse en la comunicación o permanecer en la mente; pensamos, de hecho, con palabras.

Primera operación de la mente

Plano psicológicooperación de la mente

Plano lógicoproducto mental

Plano lingüísticoexpresión lingüística

Plano ontológicorealidad conocida

Conceptualización Concepto Término Una esencia

a) El problema de la relación imagen-concepto. Las cosas sensibles que aprehendemos con nuestros sentidos son siempre singulares, mutables, contingentes. Sin embargo, las relacionamos con ideas que parecen ser, por el contrario, universales, estables, necesarias. Percibimos este perro y este marrón: entes únicos, que cambian con el tiempo (el perro crece, corre más veloz, envejece… y el marrón se hace más claro u oscuro…) y que se extinguen (el perro morirá y su marrón desaparecerá con la descomposición del cadáver). Sin embargo, identificamos este perro y este marrón en nuestra mente con la idea universal de perro y marrón, de tal modo que podemos decir: «Este animal es un perro», «los perros ladran», «me gusta su color marrón», «el marrón es un color bonito». En cada una de estas proposiciones hemos usado conceptos universales: “perro” y “marrón” valen para todos los perros y marrones, ambas naturalezas permanecen inmutables (como ideas abstractas no se alteran: siempre tienen las mimas características) y para siempre (nunca mueren o desaparecen).

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Se da, pues, una paradoja en nuestro conocimiento: basados en imágenes sensibles de cosas singulares, mutables, contingentes –tal y como existen en la realidad–, pensamos a partir de conceptos inteligibles, universales, inmutables y eternos, que no corresponden con ninguna realidad física. Este perro y este marrón existen, pero no existen el perro y el marrón abstractos. ¿Cómo es posible, pues, que nuestras ideas universales, inmutables y necesarias, que no coinciden con ninguna exterioridad física, correspondan a seres individuales, singulares, mutables y contingentes? Nuestros conceptos, ¿no son, entonces, construcciones subjetivas, proyecciones mentales, representaciones genéricas de características individuales? Los sentidos caminan por la tierra (son “científicos), la mente vuela por las abstracciones (es “filosófica”). ¿No deberíamos fiarnos exclusivamente de la sensación y de la percepción para aprehender la realidad y reconocer que la mente es incapaz de ello?

El problema es serio: los conceptos son, por decirlo así, los “átomos” de nuestro pensamiento. Cada juicio y razonamiento está compuesto de átomos conceptuales. Así, por ejemplo, hemos construido el razonamiento «este animal es un perro; los perros saben ladrar; por tanto, este animal sabe ladrar» con los ladrillos o átomos de tres conceptos: “animal”, “perro”, “saber ladrar”. Si estos conceptos son subjetivos, inválidos para el conocimiento, nuestros juicios y razonamientos se edifican sobre la arena de fundamentos subjetivos, irreales.

b) La objetividad de los conceptos. El problema podría referirse a la realidad misma: ¿es verdad que las cosas físicas son absoluta, total y exclusivamente singulares, mutables y temporales? ¿No tienen en sí nada universal, incambiable y duradero? Si observamos nuestra experiencia, nos percataremos que nunca conocemos las cosas exclusivamente en su unicidad. Al conocer este perro y este marrón, con sus caracteres únicos, exclusivamente suyos –no hay dos perros ni dos marrones idénticos en el mundo–, me doy cuenta de que poseen algo en común con todos los demás perros y todos los marrones: en el caso del perro, ser animal mamífero carnívoro canino, domesticable, capaz de ladrar, etc.; en el caso del marrón, ser un color castaño.

El conjunto de características universales, comunes a todos los individuos de una misma especie, depende de su esencia o naturaleza. Este perro y este marrón son tales porque tienen la esencia de un perro y del marrón. Ese conjunto de características universales no puede ser aprehendido por los sentidos. Del perro no vemos más que su figura y color; nuestra imagen psíquica del perro es como una especie de “foto” del mismo, carente de toda comprensión sobre lo que es. Sólo la inteligencia es capaz de penetrar en el transfondo inmaterial de la imagen para descubrir las características universales del perro que yacían latentes en la misma, como yacen latentes en el perro singular que me está ladrando. Porque es capaz de «leer dentro» de una imagen y de un individuo, a la facultad del entendimiento le llamamos “intelecto” (del latín intus legere: «leer dentro»).

Las cosas, pues, existen en la realidad amalgamando una esencia –una serie de características comunes a todos los miembros de la misma especie– y una serie de notas singulares que lo constituyen como un ente único. De esta síntesis de singularidad y universalidad, que es el individuo, la mente humana abstrae («traer desde») sólo lo que es universal. Así al conocer este perro, lo conozco como perro (esencia) con una serie de notas propias de él –es marrón, grande, veloz, muy ladrador, poco mordedor, simpático, cariñoso,

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pesado, suave…– que son, a su vez, características universales, porque también existen otro seres que son marrones, grandes, veloces, etc. El intelecto, por tanto, reconoce muchos universales en un individuo. En conclusión, las cosas fuera y dentro de mi mente son las mismas, a pesar de que en mi mente existen en sus notas universales separadas de su materialidad y notas singulares. No conocemos todo el individuo78, pero conocemos lo esencial del individuo.

En otras palabras, la forma como existe este perro fuera y dentro de mí mente es diversa: no capto las notas individuales que lo hacen único, inefable, pues esas notas están ligadas a la materia, reconcreta del individuo material. Siendo espiritual, mi mente no puede aprehender lo material; sólo capta lo que es inmaterial, inteligible, universal, inmutable, permanente, necesario. Ahora bien, no conocer todo el individuo no equivale a errar en la conformidad entre concepto y cosa. El conocimiento será parcial y limitado, abstracto, pero verdadero. En la conceptualización la mente selecciona los aspectos universales del individuo, pero, al hacer esta selección, obtiene lo esencial del individuo: aquello que lo identifica como es y aquello que identifica todos sus accidentes como son.

Podemos, pues, concluir que los conceptos son objetivos en lo que conciben (aprehenden la realidad en sus aspectos universales), pero no en el modo de concebirlos (ignoran los aspectos individuales que en la realidad existen inseparablemente de los universales). Nuestros conceptos son, entonces, universales, porque se refieren directa e inmediatamente a los aspectos universales de las cosas singulares. De este modo, la sensibilidad y la conceptualización se complementan: la primera capta exclusivamente lo singular que está enraizado en la materialidad de las cosas y lo representa sensiblemente con una imagen, mientras que la mente descubre las esencias de la sustancia y de cada accidente suyo, y las representa inteligiblemente en conceptos. Dado que todo individuo físico está compuesto de cualidades accidentales y de lo esencial, todo individuo físico es cognoscible por la sensibilidad, ligada a la materia, y por la conceptualización como primera operación de la mente espiritual.

c) ¿Cómo adquirimos nuestros conceptos? Para cerciorarnos de que nuestros conceptos son objetivos debemos explicar también cómo se forman en nuestra mente a partir del contacto con la realidad externa. Una vez formada en la psique la imagen de una cosa como resultado de la percepción, la inteligencia –en su dimensión “activa”, como intellectus agens– “ilumina” dicha imagen, revelando o descubriendo sus elementos inteligibles, que los sentidos no pueden captar. Al «leer dentro» (intus-legere) de la imagen, la inteligencia abstrae los aspectos universales para presentarlos a la inteligencia en su dimensión “pasiva” (intellectus possibilis), la cual los acoge como cognoscibles para “concebir” un concepto, o sea, una representación inteligible de la cosa.

Podemos hacer una distinción de razón entre dos aspectos de la conceptualización. En primer lugar, de un ente particular (el perro Fido) aprehendemos su naturaleza o aspecto universal inteligible, o sea, lo que se predica, absolutamente considerado, en su comprensión, omitiendo toda referencia a lo singular o a lo plural; captamos “perro” en abstracto: lo que hace que Fido sea perro y no otro tipo de animal o cosa. En segundo lugar y al mismo tiempo, lo concebimos como predicable de muchos, o sea, en su universalidad o

78 Por eso los escolásticos solían decir que individuum est inneffabile («el individuo es inefable»).

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extensión, en aquello que lo hace común a otros individuos de la misma especie; aplicamos la idea de “perro” a todos los perros del mundo de todas las épocas históricas.

El primer aspecto –el concepto en abstracto, en su comprensión–, llamado universal directo se forma a través del proceso de abstracción o precisión total, por el cual separamos mentalmente de algo su naturaleza y/o aspectos universales (lo único que captamos) de sus notas individuales. El segundo aspecto –el concepto comparable a otros individuos, en su extensión–, llamado universal reflejo se forma a través del proceso de la simple comparación, por el cual añadimos la forma de universalidad a la naturaleza abstracta y la podemos comparar con o descubrir en todos los individuos de la misma especie. Se trata, lógicamente, de dos aspectos, “etapas” o “momentos”, en el proceso de la formación de los conceptos, que podemos distinguir sólo en nuestra mente y no en la realidad. Tanto el universal directo como el reflejo así como sus respectivos procesos de aprehensión se dan simultáneamente en el mismo acto en que formamos el concepto y constituyen un todo inseparable.

2.1.1.5. El juicio

Con los “átomos” del conocimiento –los conceptos– formamos pensamientos, juicios o proposiciones. En un juicio los conceptos pierden su carácter genérico, vago, para entrar en un contexto y significar algo (un predicado) de algo (un sujeto). Juicio es la operación de la mente que compone o divide al conectar o separar con el verbo “ser” dos conceptos que forman un predicado y un sujeto. Al afirmar «este curso es aburrido», juntamos dos conceptos (curso, aburrido), “componiendo” la realidad, pues en ella se da todo junto: curso-aburrido. El juicio logra, así, decir algo concreto sobre la realidad, que está formada por sujetos y eventos concretos. Por eso sólo ahí se da verdad o falsedad: verdad cuando el juicio se conforma a la realidad (el curso es en sí aburrido), falsedad cuando no se identifica con ella (el curso es en sí interesante)79.

Segunda operación de la mente

Plano psicológicooperación de la mente

Plano lógicoproducto mental

Plano lingüísticoexpresión lingüística

Plano ontológicorealidad conocida

Juicio Proposición OraciónEl ser o el modo de ser de una sustancia

a) Las verdades implícitas en el juicio. Para conocer si tenemos capacidad para conformar nuestra inteligencia con la realidad exterior necesitamos analizar lo que está presupuesto en

79 Podemos, quizás, dividir nuestras proposiciones en tres tipos según el tipo de predicado: juicios accidentales, juicios esenciales y juicios existenciales. En los primeros atribuimos un predicado accidental (un accidente) a un sujeto (sustancia), como en el caso «Este perro es marrón». En los segundos el predicado expresa la esencia del sujeto y, por tanto, responde a la pregunta: «¿Qué es?», como sucede en «Este perro es un animal». En los terceros el predicado no se refiere ni a la sustancia ni a ninguna modificación de la misma; sólo expresa que el sujeto “es”, como acaece en «El perro existe» y «Hay un perro en la casa».

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cada juicio. Los juicios son actos y muestran cuál puede ser nuestra capacidad cognoscitiva. Si una persona canta muy bien varias canciones o toca varias piezas en el piano con maestría, demostrará con sus actos que tiene la capacidad para cantar y tocar bien. Así, pues, si en nuestros juicios afirmamos verdades objetivas, entonces queda demostrado con hechos que tenemos la capacidad para conocer la verdad.

Constatemos, ante todo, que cada juicio tiene un significado, dado que atribuimos un predicado a un sujeto. Puedo hacer un juicio falso: «Las vacas vuelan». Sin embargo, dicho juicio tiene sentido, porque estoy diciendo algo de alguien: «Las vacas son seres voladores». Tiene sentido, aunque sea falso, porque expresa implícitamente una serie de verdades. ¿Cuáles?

En primer lugar, el juicio es sobre algo. No se puede juzgar sobre la nada. Al juzgar, pues, sobre una realidad particular, se está afirmando indirectamente la verdad del ser: «hay seres», «existen cosas distintas de mí». En el ejemplo propuesto se afirma implícitamente que las vacas existen.

En segundo lugar, el juicio es sobre algo determinado, concreto, específico, pues pretende captar las cosas como son. Ahora bien, las cosas son de un modo particular y no son, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, opuestas a sí mismas. Cuando afirmo «las vacas vuelan», excluyo implícitamente que la proposición contradictoria sea verdadera: «Las vacas no vuelan». Si una es verdadera, la otra es falsa, y viceversa, pero no puedo afirmar que las dos sean verdaderas o falsas a la vez. Por tanto, admito indirectamente que las cosas son inteligibles, o sea, de un modo determinado –no son absurdas–, porque no se contradicen a sí mismas. En cada juicio expreso la validez del principio de no-contradicción.

En tercer lugar, el juicio está hecho sobre algo determinado por mí. En cada juicio yo soy capaz de distinguir entre lo que juzgo, mi acto de juzgar y el sujeto del juicio, que soy yo mismo. Yo soy la persona que precede al juicio, hace el juicio y viene a ser modificada de algún modo por ese mismo juicio. Afirmo, pues, implícitamente la verdad de mi existencia: «yo existo».

En conclusión, cada juicio –verdadero o falso– afirma intrínsecamente, al menos, tres verdades básicas: existen seres, que son de un modo determinado (siguen el principio de no-contradicción), y existo yo como distinto de los demás seres.

Como se puede observar, estas verdades subyacen implícitas en cualquier proposición, porque no constituyen directamente el término de la misma. Son verdades definitivas y fundamentales para mi conocimiento: constituyen el requisito esencial para cualquier juicio. ¿Cómo podría saber que las vacas no vuelan sin saber que yo soy quien conoce y que hay seres no contradictorios? Por eso, estas verdades no mudan con los juicios, sean verdaderos o falsos: son verdades inmutables para siempre sobre las que se fundan todos los demás conocimientos. Al mismo tiempo, se trata de verdades evidentes a la inteligencia, porque se conocen directa e inmediatamente, sin mediaciones (razonamientos, testimonios, creencias). Estamos, pues, hablando de verdades indudables, de certezas innegables.

Ahora bien, si cada juicio –verdadero o falso– afirma implícitamente tres verdades evidentes, podemos inferir que tenemos capacidad para conocer la realidad, aunque no sepamos aún

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hasta qué grado y con qué extensión. En efecto, así como el cantante o el pianista demuestra con sus canciones que tiene capacidad para cantar o tocar, así también nosotros, con las verdades que captamos en cada juicio, demostramos que tenemos capacidad para conocer las cosas como son. Si advierto que mi videocámara puede grabar algunas escenas, entonces muestro en la práctica que mi videocámara funciona. Si de hecho conozco algunas verdades, entonces reconozco que puedo conocer: sabemos que sabemos.

b) La conciencia de saber que sabemos. No basta con hacer juicios sobre entes distintos de mí mismo. Para saber, necesitamos saber que sabemos. ¿Cómo podríamos conocer este libro, por ejemplo, si no soy consciente de que lo conozco, es decir, si no me percato que el libro de mi inteligencia (la imagen y el concepto) se coincide intencionalmente con el libro que tengo enfrente?

Saber que se sabe implica, ante todo, conciencia del objeto: darse cuenta de que lo conocido es tal y como yo juzgo que es; el libro de mi mente y el libro exterior son el mismo, aunque tengan dos modos distintos de ser: uno mental y el otro físico. Implica también conciencia de mi propio acto: al tener conciencia del objeto me percato de que yo mismo hago el juicio y de que mi juicio se conforma a la realidad. Implica, finalmente, conciencia de sí mismo: sería imposible darse cuenta del objeto y del acto de juicio sin percatarse, a la vez, de que uno mismo es el sujeto del propio acto.

Llamamos reflexión completa a esta conciencia constante del objeto, del acto y del sujeto presente en cada juicio: “reflexión”, porque se trata de una actividad de la mente que torna sobre sí misma; “completa”, porque da, por decirlo metafóricamente, un giro de 360 grados, para darse cuenta de lo que hace al conocer. La reflexión completa es la conciencia natural y espontánea que tenemos de lo que vamos conociendo80.

El problema que se nos plantea en relación con el problema crítico es este: ¿cómo puedo conocer que conozco si no conozco que puedo conocer? Para conocer que conozco, necesito conocer algo en concreto, donde pueda manifestar mi capacidad de conocer. Por tanto, para conocer que conozco –lo cual es esencial para que haya conocimiento– necesito, por un lado, conocer que puedo conocer, y, por otro, conocer algo específico. ¿Qué viene, pues, primero, conocer algo o conocer que conozco, dado que una cosa implica necesariamente a la otra? Veamos todas las posibles respuestas a este dilema.

Primera posibilidad: «primero conozco que puedo conocer y luego conozco algo». Desde el punto de vista lógico, esto debería ser así, pero en la práctica, resulta que la capacidad se conoce a través del acto. ¿Cómo puede saber uno si tiene cualidades para cantar bien si nunca ha cantado? ¿Cómo podría conocer mi capacidad para conocer sin conocer algo en concreto? Los actos muestran la propia capacidad y no al revés. Pero incluso si no necesitara de ningún conocimiento particular para afirmar mi capacidad, el hecho de conocer

80 El término “conciencia” proviene etimológicamente del latín: cum (“con” o “completamente”) + scientia (“conocimiento”). Se trata, por tanto, de un “saber” que acompaña (“con”) y que envuelve “completamente” el acto concreto de conocimiento. Conviene aclarar que estamos hablando de conciencia “espontánea” o reflexión “natural” o “completa” (en latín, reditio completa): la que necesaria e infaliblemente acompaña el acto espontáneo de conocimiento, sin la cual actuaríamos como sonámbulos o zombis, sin percatarnos de que conocemos. No nos referimos, pues, a la reflexión que produce la voluntad en determinadas ocasiones para ponderar metódicamente sobre los propios actos, la que hacemos, por ejemplo, al examinar la conciencia o el propio comportamiento.

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que se conoce ya es, en sí mismo, un acto concreto de conocimiento, un juicio particular. Por tanto, se tiene antes un conocimiento determinado y luego se conoce la capacidad de conocer… ¿o no? Analicemos la segunda posibilidad.

Segunda posibilidad: «primero conozco algo y luego conozco que soy capaz de conocer». Si yo conociera algo primero antes de conocer que soy capaz de conocer, entonces no sería consciente de mi conocimiento, y por tanto, no conocería este objeto particular tampoco. Supongamos, por ejemplo, que una persona que aún no sabe que es capaz de conocer, hace este juicio: «Estoy estudiando un libro aburrido». ¿Se daría cuenta de que ese juicio corresponde a la realidad de las cosas? Desde luego que no. Si no se da cuenta, entonces ha hecho un juicio in-consciente, es decir, carente de conocimiento. Para darse cuenta, debería hacer otro juicio posterior: «Sé que estoy estudiando un libro aburrido». En ese momento, llegaría a ser consciente de su conocimiento. Ahora bien, ¿cómo podría tener conciencia de este segundo juicio? Con otro juicio posterior: «Sé que sé que estoy estudiando un libro aburrido». Pero para percatarse de este juicio, se necesitaría otro posterior... y así sucesivamente hasta el infinito. En tal caso el conocimiento humano resultaría imposible.

Tercera posibilidad: «puedo conocer algo y simultáneamente conocer que conozco». Para saber que, de verdad, ahora «estoy estudiando un libro aburrido», necesito ser consciente del objeto (lo que estoy haciendo), del acto (hay un juicio que corresponde a lo que está pasando) y del sujeto (yo soy el que hace este juicio verdadero). Sin esa con-ciencia de saber que mi juicio se conforma con la realidad, mi juicio permanecería indeciso, vano, incierto; no llegaría a ser, en el fondo, conocimiento. Cada juicio afirma implícitamente al menos estas tres verdades: la verdad del ser, de la inteligibilidad del ser y de mi propia existencia. Pues bien, si cuando juzgo, conozco inmediatamente algunas verdades, y si para conocer algunas verdades necesito la reflexión completa, entonces para conocer algunas verdades inmediatamente necesito hacer la reflexión completa inmediatamente. Se sigue, en conclusión, que en cada acto concreto de conocimiento, conozco al mismo tiempo, de manera implícita y concomitante, que soy capaz de conocer. Esta conciencia natural y espontánea no se tiene, pues, ni antes ni después del juicio, sino juntamente con él. No es un acto nuevo de conocimiento, sino un segundo “paso” o “nivel” de ese mismo acto de conocimiento.

Esta conciencia implícita en el juicio demuestra que éste es, simultáneamente, directo y reflexivo: directo, porque se dirige inmediatamente a un objeto particular («el libro que estudio»); reflexivo, porque el juicio mismo pondera si es idéntico o no con la realidad que está considerando («El juicio “El libro es aburrido” es verdadero»). El juicio es, pues, el acto humano en el que el hombre es capaz de reflexionar sobre sí mismo.

Esta paradoja –ser directo y reflexivo a la vez– existe porque el juicio es un acto del espíritu y no de la materia. En efecto, sólo un acto espiritual es capaz de dirigirse simultáneamente a dos “direcciones” inversas, trascendiendo los límites del tiempo y del espacio: puede, por un lado, “ir” hacia un objeto y, al mismo tiempo, “volver” hacia el sujeto mismo (reflexión completa). Un ente material, por el contrario, sólo puede orientarse a dos lugares distintos en dos instantes diversos; no puede volver sobre sí mismo, tener conciencia inteligente de lo que está haciendo. De ahí que la conceptualización, el juicio y la reflexión completa del juicio

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muestren la inmensa diferencia ontológica existente entre el ser humano y cualquier otro tipo de ser infrahumano.

2.1.1.6. El raciocinio

Una buena parte de las verdades que poseemos son conclusiones de razonamientos realizados por nosotros mismos o por otros: conocimientos adquiridos a través de procesos mentales por los cuales pasamos de verdades ya conocidas a verdades por conocer. Razonamos de modo deductivo cuando pasamos de una verdad universal a una verdad menos universal o particular («Los perros ladran; Fido es un perro; Fido ladra») y de modo inductivo cuando pasamos de verdades particulares o poco universales a una verdad universal («He visto que este, ese y aquel perro ladra, por lo tanto, todos los perros ladran»).

Tercera operación de la mente

Plano psicológicooperación de la

mente

Plano lógicoproducto mental

Plano lingüísticoexpresión lingüística

Plano ontológicorealidad conocida

Raciocinio Razonamiento ArgumentaciónEl ser o el modo de ser de una esencia

En las premisas del razonamiento encontramos la razón, el motivo o la causa que exige a nuestra mente asentir a o disentir de la conclusión. Si admitimos las premisas como verdaderas y el proceso como correcto, entonces nuestra inteligencia se verá obligada a aceptar la conclusión; no es libre de asentir o no. La voluntad podrá rechazar la conclusión, pero no la razón. El motivo se halla en la causalidad lógica o influencia que las verdades conocidas ejercen sobre la mente para que acepte una nueva verdad como conclusión necesaria.

¿Quién activa esta causalidad? El medio que une el sujeto y el predicado de la conclusión; extrínseco a ambos, el medio establece el proceso del raciocinio una relación necesaria entre los dos términos del juicio conclusivo (sujeto y predicado). El medio en la deducción es el término medio (“perro” en las premisas del silogismo anterior; como se ve, el término “perro” permanece extrínseco a la conclusión «Fido ladra»). En la inducción el medio se identifica con la experiencia (la observación de varios perros).

Hasta el momento hemos podido confirmar la validez de nuestras imágenes, conceptos y proposiciones. Ahora nos preguntamos si podemos fiarnos del proceso deductivo e inductivo de razonar para sacar nuevas conclusiones verdaderas. ¿Qué fundamento gnoseológico puede garantizar que nuestros razonamientos sean correctos y qué fundamento ontológico puede asegurarnos que las conclusiones de nuestras inducciones y deducciones sean verdaderas?

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a) La validez del raciocinio deductivo. Parece que la deducción no aporta, de hecho, ningún conocimiento nuevo. No hace más que explicitar lo que ya se conoce y está contenido en las premisas. Así, en el silogismo deductivo que usamos, la conclusión «Fido ladra» estaba ya implícitamente presente en sus premisas («Los perros ladran», «Fido es un perro»).

Así es. La verdad de la conclusión no está contenida en las premisas ni en la yuxtaposición de las mismas, sino en la relación causal lógica existente entre ellas. ¿Cómo se logra esta relación? A través del término medio, que sirve de intermediario para que los dos juicios anteriores formen una unidad, de la cual se extraiga la conclusión. Al conectar «los perros ladran» con «Fido es un perro», descubrimos que «Fido ladra» (pues Fido pertenece a la categoría de perros y de ladradores). La verdad de esta conclusión –para quien no supiera antes que «Fido ladra»– es nueva, en cuanto que era sólo virtualmente –y no formalmente– conocida: estaba ausente en la inteligencia, pero contenida de algún modo en otros conocimientos. Desconocemos las verdades virtualmente presentes en la mente. Conocer algo significa tenerlo formalmente en la inteligencia. Gracias a la relación causal lógica que conecta verdades entre sí podemos explicitar nuevas verdades y así conocerlas.

Un proceso deductivo correcto sólo garantiza que la conclusión es correcta, pero no necesariamente verdadera. Puedo formar silogismos correctos, pero falsos, como el siguiente: «Los perros vuelan; Fido es un perro; por tanto, Fido vuela». Entonces, ¿cómo puedo garantizar la verdad de la conclusión? ¿Dónde reside el fundamento último de la verdad deducida?

Si hay una causalidad entre las premisas y la conclusión, entonces la verdad de la conclusión dependerá de la verdad de las premisas. ¿Y en qué se basa la verdad de las premisas? En la verdad de razonamientos o conclusiones anteriores. ¿Y éstos? En otros anteriores. ¿Hasta dónde debemos ir hacia atrás para encontrar la verdad fundante? Si la cadena de razonamientos fuera infinita, careceríamos de motivo para justificar la verdad de cualquier conclusión. No podríamos cerciorarnos de ninguna verdad alcanzada por deducción. Tiene que haber, por tanto, unas verdades fundamentales, que sean evidentes, inmediatamente conocidas, sobre las que se apoyen las otras verdades no evidentes y mediatamente conocidas por deducción. A estos conocimientos inmediatos y evidentes se llaman primeros principios o principios analíticos: “principios”, porque constituyen el inicio, origen o fundamento de otras verdades menos evidentes o no evidentes; “analíticos”, porque son evidentes en sí mismos, dado que la conexión lógica entre sujeto y predicado resulta obvia por sí misma, sin necesidad de recurrir a nuevas experiencias o razonamientos.

Contamos con principios analíticos comunes que valen para todos los seres. Entre ellos destacan el principio de no contradicción («nada puede ser y no ser a la vez y bajo el mismo punto de vista»)81, el principio de finalidad («todo lo que existe tiene un fin»), el principio de 81 El principio analítico fundamental es, sin duda, el de no contradicción (también llamado, simplemente, principio de contradicción), dado que constituye la ley básica de toda la realidad: todo ser es inteligible, nada es absurdo o contradictorio. Se presenta también como el principio lógico más elemental, cuya negación implica su afirmación en acto, pues quienquiera negarlo debe decir algo con significado. Al afirmar «no existe el principio de no contradicción», está usando el principio (pues excluye a priori la afirmación contradictoria: «Existe el principio de contradicción»). En efecto, nada más simple puede mediar entre los términos más simples de ser y de no-ser. Una explicación clásica del principio y del modo apropiado de defenderlo «por vía de confutación», mostrando la contradicción de quien niega el principio, se encuentra en Aristóteles, Metafísica, IV, 4-5, 1005a35-1011a1; XI, 5-6, 1061b33-1063b35. Platón ofrece un ejemplo de cómo practicar esta argumentación en defensa del principio en Teeteto 160E-163A, 169D-171C.

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causalidad («todo efecto tiene una causa»), el principio de razón suficiente («todo lo que es tiene un sentido»), el imperativo moral («hay que hacer el bien y evitar el mal»). Contamos también con principios propios: aplicaciones de los principios comunes a un campo determinado de la realidad. Ejemplos: el principio de la estabilidad de la naturaleza, el principio de la divisibilidad de la extensión, la igualdad de cantidades e intensidades, «el todo es mayor que la parte». Por ser evidentes, estos principios son indemostrables. Por ser indemostrables, son gnoseológicamente perfectos: certezas absolutas para todos los hombres de todas las épocas y culturas. Por este motivo, se convierten en dignos y fiables fundamentos de todas las premisas de todos nuestros razonamientos.

b) La validez del raciocinio inductivo. En una inducción pasamos de verdades particulares a una verdad general: «Fido ladra, Kranz ladra, Lula ladra,... Todos los perros ladran». ¿Qué justifica el paso de unos cuantos casos singulares a una ley universal, invariable? El hecho de que algunos perros ladren no debería implicar que todos los perros del pasado, del presente y del futuro ladren. Para saber si todos los perros ladran, ¿no deberíamos estudiar caso por caso? Pero entonces nunca acabaríamos. ¿No resultará, al final, que la inducción es un “truco” del hombre para evitarse el problema de analizar todos los casos?

La experiencia ordinaria nos enseña a discernir entre las operaciones que pertenecen a la esencia de los seres y las que son transitorias o accidentales. Así, por ejemplo, sabemos que los perros siempre ladran y que el fuego siempre quema. Sabemos también que el hecho de que un perro salte siempre que ve un pañuelo verde o el hecho de que este fuego crepite, es irrelevante, circunstancial, innecesario. Uno puede ser perro sin saltar ante pañuelos verdes o fuego sin crepitar. Somos capaces de distinguir las propiedades esenciales y las accidentales de los entes. Cuando formamos un concepto, sabemos lo que hace que un perro sea perro y por eso podemos reconocer a un perro en seguida y diferenciarlo de otro tipo de animal. Sabemos también que el hecho de que unos perros sean negros o hayan nacido en Kenia o tengan orejas grandes, es accidental, secundario, contingente a la naturaleza de perro. Tenemos, pues, la capacidad mental para hacer inducciones correctas y definitivas. El conocimiento ordinario y científico empieza, en efecto, en la observación de entes particulares y termina en el descubrimiento de leyes de la naturaleza, universales, permanentes, tanto sobre las operaciones como sobre la esencia de los entes.

Las cosas obran de un modo definido; no pueden decidir qué tipo de operaciones pueden realizar. Un hombre no puede volar, un perro no puede hablar, una piedra no puede respirar. Obramos siguiendo ciertas leyes, propiedades, facultades, características, o sea, según la naturaleza de nuestro ser. Somos de un modo determinado y no podemos cambiar de naturaleza. Un perro no puede ser hombre ni un hombre perro. La estabilidad de la naturaleza se presenta, pues, como el principio ontológico y analítico más importante para fundamentar la verdad de la inducción.

Podemos concluir que tanto el razonamiento deductivo como el inductivo son válidos en su proceso, porque tienen un fundamento subjetivo gnoseológico: para la deducción es la causalidad lógica, ejercitada en el término medio de las premisas, que explicita las verdades que están virtualmente presentes en la mente; para la inducción es la capacidad humana de aprehender, por medio del contacto directo con las cosas, su naturaleza y modo de obrar. Ambos razonamientos pueden ser válidos en la verdad de sus conclusiones, porque cuentan con un fundamento objetivo ontológico: la deducción se basa en los principios analíticos

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inmediatamente captados por la inteligencia, a la luz de los cuales puede alcanzar otras verdades que sirvan de premisas; la inducción también se funda en esos principios, sobre todo en el de la estabilidad de la naturaleza, determinado por la esencia metafísica de las cosas.

2.1.1.7. El lenguaje

Las ideas –conceptos, juicios y razonamientos– se expresan lingüísticamente tanto interior como exteriormente: en palabras-términos, oraciones y argumentaciones. Sin las palabras pensadas, pronunciadas y escritas –verbum oris («palabra de la boca»)– no podemos dar forma a nuestras ideas –verbum mentis («palabra de la mente»)– y no podemos referirnos a las cosas. El lenguaje humano es un sistema de signos sensibles (palabras o ideogramas) mediante el cual los seres humanos transmitimos mensajes de carácter inmaterial, nos comunicamos e interactuamos82.

El lenguaje es esencial al hombre, una característica primaria fundamental de su ser. Constituye un medio expresivo de su persona y personalidad. Por medio del lenguaje el hombre se relaciona con los seres infrahumanos, con las otras personas, con Dios mismo; por medio de él expresa quién es, conoce, piensa, ama, educa, canta, lucha, hace negocio, se divierte, ora... Somos seres oyentes y habladores por naturaleza. El hombre habla siempre, despierto o dormido. Hablar es connatural a nosotros, no como una habilidad más entre otras, sino como aquella que se sigue de su ser-hombre.

La capacidad lingüística del ser humano no puede ser explicada en términos de las operaciones mecánicas de un cuerpo material, sino más bien como resultado de una mente inmaterial. La carencia de capacidad lingüística en los animales evidencia su falta de inteligencia. Sólo el hombre, entre los seres visibles, tiene un pensamiento que puede comunicar a otros y sólo él, entre los seres espirituales, es capaz de expresarlos a través de sonidos sensibles.

El lenguaje no hace presente el objeto, sino su idea, por medio de un signo que lo sustituye. La conexión de un sonido sensible con un sentido definido (un significado) es posible porque en el hombre no hay, como vimos, separación entre la percepción y los pensamientos espirituales, ya que las ideas derivan de la percepción por la abstracción y siempre mantienen una cierta relación con el esquema sensible. El presupuesto de la comprensión recíproca entre el sujeto que habla y el receptor del mensaje es la común naturaleza humana de alma-cuerpo y, por tanto, su capacidad de identificar intencionalmente el objeto con la idea. En definitiva, el lenguaje humano tiene una naturaleza sensible-espiritual (sensible en los sonidos y signos gráficos; espiritual en el significado y en el pensamiento que conllevan), porque es obra del hombre, que es una unidad de cuerpo y alma o, si se prefiere, un espíritu encarnado.82 Podemos identificar tres términos de la relación en el lenguaje: por una parte está el sujeto que habla (desde su punto de vista, el lenguaje es síntoma, o sea, expresión de lo que se tiene en mente); por otro, la persona a quien se habla (para quien el lenguaje se convierte en signo, indicación que estimula a cierta acción o reacción); el objeto de que se habla (aquí el lenguaje es símbolo, es decir, signo que toma el lugar de lo que el comunicador quiere transmitir). El “idioma”, que es el sistema lingüístico de una determinada sociedad, constituye la expresión particular privilegiada del lenguaje. Tres son sus elementos básicos del lenguaje: sonidos estandarizados (la mayoría de los idiomas usa entre 20 y 60 sonidos); palabras que representan ideas, objetos, valores, acciones, sentimientos, etc.; estructura gramatical (morfología y sintaxis): la manera en que ciertos elementos se relacionan con otros para formar frases con sentido.

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El tema del lenguaje resulta, además, de trascendental importancia para la fe cristiana, fundada y centrada en la manifestación histórica del Verbo de Dios, la Palabra que se hizo carne, Jesucristo. El Hijo de Dios nos ha revelado «todo lo que ha oído de su Padre», la palabra divina, en palabras humanas: escritas en la Sagrada Escritura y transmitidas en la Sagrada Tradición.

a) El problema: ¿el lenguaje crea el pensamiento o el pensamiento al lenguaje? ¿Hasta qué punto el lenguaje condiciona o determina nuestra percepción de la realidad? ¿Cuál es su valor? Si tiene un valor instrumental, entonces sirve de medio para la formación y expresión del pensamiento. Si, en cambio, tiene un valor que podemos llamar “existencial”, entonces determina y es causa principal del pensamiento humano.

La solución a este interrogante determinará nuestro concepto de conocimiento, de hombre y de realidad; contribuirá de modo decisivo a dar un sentido a la vida; decidirá la posibilidad de aceptar o no la fe cristiana, pues ésta presupone que el lenguaje humano es capaz de expresar la realidad divina y trascendente, aunque sea en manera analógica83. La importancia de este tema se puede también inferir del hecho de que buena parte de la filosofía contemporánea se reduce a una filosofía de la cultura y del lenguaje.

Creo que, en el fondo, sólo podemos tener dos posturas acerca de la relación entre el pensamiento y el lenguaje. La posición que podemos llamar “tradicional” –prevalente en la filosofía clásica, medieval y moderna– según la cual el pensamiento es independiente y anterior a su expresión verbal. El lenguaje, por tanto, sirve como instrumento del pensamiento y está subordinado a él. El pensamiento se conecta directamente con la realidad, mientras que el lenguaje lo hace sólo indirectamente, a través del pensamiento, proporcionando una cierta forma sensible a las ideas. Así, una vez que he pensado: «El libro está sobre mi escritorio», expreso a continuación este juicio en palabras, oralmente o por escrito. En pocas palabras, el esquema básico gnoseológico-lingüístico sería el siguiente: «de las cosas al pensamiento y del pensamiento al lenguaje».

La posición “contemporánea” –prevalente entre los filósofos de nuestra época– invierten el orden de los términos: el pensamiento nace del lenguaje mismo. La palabra, entonces, no permanece al servicio del pensamiento, sino que éste depende de ella y para ella se actualiza. Nosotros no pensamos primero y luego hablamos; escuchamos y hablamos primero, dado que hemos nacido en una cultura determinada con un lenguaje particular, y luego, a partir de ese lenguaje heredado, comenzamos a pensar. El lenguaje determina y configura mi modo de ver la vida, de entender el mundo, al hombre y a Dios mismo. El lenguaje sería una especie de telescopio: puedo ver tanto y tan lejos como me lo permita el lenguaje. Mi capacidad de distinguir entre el valor de una planta y de una roca no se debería al hecho de que mi mente haya captado la distinción ontológica, sino al hecho de que el lenguaje que me enseñaron me ha presentado tal distinción. De lo contrario, no la hubiera

83 «En efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal – aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos – la realidad divina y trascendente. Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros» (Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 84).

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pensado. El esquema básico gnoseológico sería, entonces, este otro: «del lenguaje al pensamiento y del pensamiento a las cosas». La radicalización de esta postura conduce inevitablemente al relativismo. No se pretende que el pensamiento se conforme a la realidad y que luego trate de expresarla del mejor modo posible. Dado que el pensamiento no capta la realidad ni el lenguaje la expresa, se busca, más bien, crear el lenguaje que más nos convenga para alcanzar los fines que nos proponemos. Nosotros determinamos las ideas y los valores personales y sociales con nuestras palabras y los significados que queramos atribuirles a esas palabras, pues el lenguaje, como el pensamiento, son arbitrarios, convencionales, cambiables. Dependen totalmente de nosotros, de nuestras percepciones e intereses.

b) La validez del lenguaje. Naturalmente, hay verdad en las dos posiciones. En relación con el pensamiento, el lenguaje tiene, por un lado, un valor instrumental: expresa y transmite nuestro pensamiento, descubriendo, comunicando y revelando nuestra propia intimidad y personalidad. Si somos capaces de aprehender las cosas como son, entonces el lenguaje sirve como medio de conocimiento. Cuando veo este libro que leo sobre mi escritorio, mi mente capta este hecho y en su juicio «el libro está sobre mi escritorio», revestido de palabras, se conforma con la realidad externa. Pensamos con palabras.

Al mismo tiempo, el lenguaje tiene un valor existencial, en cuanto forja nuestro pensamiento: lo condiciona y modela. Nosotros no aprendimos a pensar por nosotros mismos. Al nacer, nos encontramos, por decirlo así, en medio de una conversación que ya muchos hombres estaban entablando antes de mí (mis padres y parientes, mis amigos y vecinos, mis educadores, la gente del pasado y del presente, los medios de comunicación social, los libros, la cultura y la sociedad en general). Esta “conversación” influye necesariamente en mi modo de pensar, de apreciar la vida, de entender el mundo, al hombre y a Dios. Una cultura se expresa en su lenguaje y se asimila al heredar tal lenguaje. Así, por ejemplo, una persona educada en una cultura religiosa politeísta, que sólo habla de “dioses”, no pensará espontáneamente en un Dios personal único –como sucede a quienes hemos crecido en una cultura religiosa monoteísta– y quien viene educado en un ambiente ateo difícilmente podrá pensar en una realidad divina trascendente. Es cierto, pues, que, de algún modo, primero escuchamos y hablamos, y luego pensamos.

Tenemos experiencia, pues, del valor instrumental y existencial del lenguaje. ¿Cómo se pueden conjugar ambos valores aparentemente contradictorios? La contradicción podría disiparse si distinguiéramos entre lo que conocemos y el modo como lo conocemos por medio del lenguaje. En efecto, yo puedo conocer, gracias a la cultura, que el agua es necesaria para la vida humana; ahora bien, el modo como esa idea se graba en mi mente depende, necesariamente, del lenguaje y la cultura que me la transmitieron. Para un occidental acostumbrado a tener agua corriente y a hablar en términos filosóficos, la idea «el agua es necesaria para la vida humana» resulta rutinaria y un tanto abstracta. Para un árabe que viva en el desierto y tenga un lenguaje más metafórico, la misma idea resulta más existencial y “poética”. El lenguaje y la cultura han forjado el modo de entender esa verdad, sin que por ello cambiara el contenido de la misma. En temas más trascendentes y difíciles –los filosóficos, éticos y religiosos– encontramos, desde luego, profundas diferencias de pensamiento debido al lenguaje y a la cultura, como vemos en las diferencias entre ambientes politeísta, monoteísta y ateo. Sin embargo, por más que el lenguaje condicione nuestro pensamiento, no es capaz de determinarlo. Por ese motivo, un ateo o un politeísta es

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capaz de convertirse en monoteísta y viceversa. Podemos cambiar –y de hecho cambiamos– las ideas que heredamos de nuestra cultura. Somos capaces de conocer nuevos conceptos al enriquecer nuestro vocabulario o al aprender otros idiomas. Tenemos la habilidad de juzgar el lenguaje, de cambiarlo y de perfeccionarlo. En una palabra, con nuestro pensamiento podemos trascender nuestro lenguaje. Si éste determinara el pensamiento, no podríamos; estaríamos condenados a pensar exclusivamente lo que hemos heredado del lenguaje.

El análisis de la experiencia en nuestros actos de conocimiento, formados por la sensibilidad, la conceptualización, el juicio, el raciocinio y el lenguaje, muestra que somos capaces de conocer la realidad por medio de nuestras representaciones sensibles (imágenes), intelectuales (ideas) y lingüísticas (palabras). El hombre está estructuralmente hecho para conocer las cosas como son. Conocemos y conocemos que conocemos.

2.2. La verdad del conocer: objetividad y subjetividad en el conocimiento

Conocemos y conocemos que conocemos… pero, ¿qué conocemos?: ¿las cosas extramentales o las imágenes, ideas y palabras de las cosas? Nos preguntamos qué tipo de existencia tiene esa verdad conocida: ¿es puramente ideal, intramental, o también real, extramental? ¿Depende exclusivamente de la mente o es también independiente? ¿Conozco algo que está fuera de mí o sólo lo que mi mente me ha presentado?

Conocemos y conocemos que conocemos… pero, ¿acaso no tenemos cada uno una relación distinta con la realidad? Yo capto las cosas como hombre o mujer de una cultura occidental que vive a inicios del siglo XXI y no como un/una azteca del siglo XII. Lo más probable es que, según la mentalidad azteca, no todos los seres humanos tenían la misma dignidad, mientras que para mí sí la tienen. ¿Qué factores culturales y personales intervienen, entonces, a la hora de conocer las cosas? ¿Hasta qué punto es objetivo y hasta qué punto es subjetivo lo que conocemos? ¿Qué cosa viene de mí y qué viene de la realidad?

Nadie conoce en abstracto. Conocemos cada quien con su propio punto de vista y con las semejanzas psíquicas, intelectuales y lingüísticas que cada uno se crea. La labor y las condiciones del cognoscente son determinantes en el conocimiento. Es hora de analizar, pues, la objetividad y la subjetividad del mimo:¿qué papel juegan las representaciones internas en el conocimiento?;¿qué papel juegan todos los factores personales en el conocimiento? Los siguientes dos puntos tratarán de responder, respectivamente, a estas dos preguntas.

2.2.1. Inmanencia y trascendencia del conocimiento

Tenemos una experiencia conflictiva. Por un lado, experimentamos natural y espontáneamente que lo conocido –mi libro, el sol, mis amigos…– es algo distinto e independiente de nosotros mismos. Por otro lado, también sentimos que el objeto está dentro de nosotros, lo “poseemos”, lo conocemos de un modo absolutamente personal: nadie puede penetrar mi mente para comprender exactamente lo que pienso, con la misma intensidad, emoción, perspectiva y grado de comprensión. El objeto, pues, parece ser

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dependiente e independiente de mí, idéntico y diverso de mí, está simultáneamente “dentro” y “fuera” de mí, es “mío” y no lo es. ¿Cómo puedo reconocer que es así como lo pienso, si lo que tengo en mi mente no es el objeto real sino sólo su representación sensible, mental y lingüística?

Con esta pregunta se decide también la respuesta al problema crítico: si la verdad conocida fuera meramente intramental, entonces no sería más que un conjunto de modificaciones de la mente sin relación directa con la realidad exterior; si fuera, por otra parte, extramental, entonces ¿cómo podemos explicar que el conocimiento es una actividad de la mente?

Según el idealismo –en el sentido más genérico del término– que caracteriza la filosofía de los últimos cinco siglos, no existe realmente una diversidad entre la mente que conoce y la verdad conocida. El conocimiento es una asimilación intelectual de un objeto. El objeto debe ser, pues, completamente proporcionado a la mente: debe ser mental. La mente es espíritu; el objeto viene, pues, “espiritualizado”, y así termina siendo completamente intramental, dependiente de la mente. Lo que tiene una existencia mental es producto de la mente, no de la realidad externa. Así, pues, conozco el libro que tengo presente en mi mente (la idea) y no el libro que está sobre la mesa. El realismo, por el contrario, afirma la diversidad entre la mente y el objeto. ¿Por qué?

a) Dos tipos de signos. El hecho de que nuestra inteligencia afirme implícitamente en cada juicio al menos tres verdades (las cosas existen, son inteligibles, yo existo), el hecho de que admita necesaria e implícitamente que es capaz de conocer (a través de la «reflexión completa»), el hecho de que el contenido de nuestro conocimiento sensitivo, conceptual, discursivo y lingüístico sea objetivo indica que hay una diferencia entre el sujeto cognoscente y la cosa conocida. Esa diferencia es señal de que el objeto conocido no depende, en su esencia, de nuestra actividad mental. Ahora bien, ¿cómo puede ser el objeto (por ejemplo, el libro), a la vez, inmanente y trascendente, intramental y extramental, idéntico a y diverso de mí?

Usamos signos convencionales e instrumentales para representar ideas inmateriales y no evidentes: el apretón de manos señala acogida, la luz verde del semáforo indica al peatón la posibilidad de cruzar la calle, las notas de un pentagrama simbolizan una melodía musical. En estos casos conocemos primeramente, directamente e inmediatamente los signos culturales (apretón de manos, luz verde, notas musicales) y secundariamente, indirectamente y mediatamente lo que estos signos significan (acogida, paso libre, melodía).

Ahora bien, nuestras representaciones sensibles (imágenes), intelectuales (ideas) y lingüísticas (palabras) de las cosas no son instrumentales, sino formales: su función consiste en llevar al sujeto cognoscente primaria, directa e inmediatamente a la realidad extramental. Son como la luz del conocimiento: nadie ve la luz sino las cosas iluminadas por la luz; de la misma manera, nadie conoce sus representaciones de las cosas sino las cosas por ellas representadas. Son como ventanas: nadie pone la atención en el vidrio sino en las cosas exteriores; de la misma manera, nadie se fija en las representaciones de las cosas sino en las cosas percibidas a través de ellas.

Los signos formales forman un medio necesario (como la luz y la ventana) para conocer el objeto extramental o trascendente. Conozco el libro sobre la mesa a través de la “luz” o

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“ventana” interior: su imagen sensible, su concepto mental y su término lingüístico. Sólo si me detengo con un esfuerzo de reflexión mental, podré también descubrir los medios que usé para conocer el libro (imagen, concepto y palabra). Al revés de lo que acontece con los signos instrumentales, el objeto primario, directo e inmediato es la cosa, no el signo. Signos formales son exclusivos de la mente humana, porque el conocimiento por representaciones es una actividad misteriosa, peculiar, exclusiva de un espíritu encarnado.

b) Dos tipos de existencias. La experiencia cognoscitiva nos enseña que existen dos órdenes o tipos de existencia: el orden real, extramental, y el orden intencional, intramental. La realidad –el libro– tiene una existencia real, representada en mi psique e inteligencia con una imagen, una idea y un término, las cuales tienen una existencia intencionales. Así pues, la cosa y su representación coinciden en la esencia, pero no en su existencia. Las características externas e inmateriales del libro sobre la mesa y las que tengo en la imagen y en el concepto del libro en mi mente son idénticas, si bien su existencia resultan diversas: una es física, real, sensible, externa y ocupa un espacio en el universo; la otra es mental, inmaterial, interna.

Esta distinción explica que podamos conocer las cosas como son: “absorbemos” las características inmateriales de la cosa (esencia), pero no su existencia material, la cual, lógicamente, no podrá jamás penetrar en la mente. Gracias a mis representaciones sensibles, mentales y lingüísticas puedo referirme a la realidad, más allá del tiempo y del espacio, sin necesidad de cargar sobre mí su extensión y peso. La cosa y su semejanza son, pues, diversas en el orden real, pero idénticas en el orden intencional (ambos se refieren al mismo libro).

Esta distinción resuelve también la aparente contradicción de nuestra experiencia conflictiva: el conocimiento tiene, simultáneamente, una dimensión extramental, porque conocemos las cosas trascendentes, y una dimensión intramental, porque las conocemos a través de representaciones internas, creadas por nosotros mismos. De este modo, el libro es simultáneamente independiente de mí y dependiente (como “posesión” mental mía). Como se decía en latín, el libro es el id quod del conocimiento («lo que» conozco), mientras que las representaciones forman el id quo («aquello por lo cual» conozco). La cosa es el contenido del conocimiento, las semejanzas son el medio de conocer ese contenido.

2.2.2. Absolutez y relatividad del conocimiento

a) El problema: las variables del cognoscente y la relatividad de lo conocido. En el sujeto que percibe la realidad intervienen numerosos elementos de relatividad y variabilidad: la edad, la educación, el temperamento, el ambiente moral, la capacidad intelectual, el lenguaje y la cultura, la salud, los sentimientos, la voluntad, etc. Por ejemplo, hoy por hoy, los europeos considera inmoral la pena de muerte, mientras que muchos europeos de hace dos siglos la aceptaban con naturalidad. Las diversas épocas históricas nos hacen cambiar de ideas. ¡Cuántos factores subjetivos influyen en nuestro conocimiento! Como han revelado las ciencias psicológicas y filosóficas, el hombre siempre está interpretando la realidad; no puede nunca tener una visión puramente neutral, objetiva, imparcial de lo que conoce. «No hay hechos; sólo interpretaciones». Si pidiéramos a nuestros compañeros de clase que describieran un evento –una noticia, un accidente, un problema social–, nos percataríamos

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en seguida de las diferencias en el modo de presentar los mismos hechos. Al final, ¿no dependerá todo lo que conocemos de las mudables condiciones del sujeto?

Por su parte, el objeto del conocimiento –cosas, personas, épocas históricas, valores, ideas…– también cambia. En los últimos años muchas de las viejas certezas científicas, filosóficas y teológicas se han derrumbado con las teorías de la relatividad y de la evolución, la hermenéutica, la transformación de lo valores tras la revolución cultural del ’68, el principio de indeterminación de Heisenberg, las geometrías no-eucledianas, el pluralismo cultural y otros descubrimientos o sistemas alternativos de pensamiento. Al parecer, no podemos conocer establemente una realidad que permanece constantemente inestable. Como decía el filósofo presocrático Heráclito, «todo fluye» y «nadie puede bañarse dos veces en el mismo río» (dado que el agua del río ya no es la misma). El objeto del conocimiento cambia como cambia el agua del río.

¿Podrá un sujeto, que está constantemente cambiando, conocer de manera objetiva e inmutable algo que en sí mismo es tan mutable como el mismo sujeto? Aclaremos, ante todo, el significado de los términos de la cuestión. Por conocimiento o verdad absoluta entendemos el conocimiento o la verdad independiente o “libre” (soluta) “de” (ab) las condiciones subjetivas del cognoscente, como son la educación, la cultura, la edad, la salud, las experiencias del pasado. Verdad “absoluta”, en este contexto, es sinónimo de verdad objetiva, es decir, “lanzada” (jectum) “delante” (ob): lo que se halla enfrente de nosotros sin que haya sido proyectado por nosotros. Un conocimiento absoluto u objetivo es aquel cuyo contenido es universalmente válido para todos los hombres y para todas las épocas.

El conocimiento o la verdad relativa, en cambio, depende totalmente de las condiciones del sujeto y no resulta válido para otras personas, culturas o épocas históricas. Es subjetiva –“lanzada” (jectum) “debajo” (sub) del sujeto–, porque varía de individuo a individuo y varía en el mismo individuo de un momento a otro. ¿Podemos alcanzar verdades objetivas o absolutas? ¿O todo lo que conocemos es subjetivo y relativo debido a la variabilidad del sujeto y a la relatividad de los objetos del conocimiento? He aquí la cuestión.

b) Conocimiento objetivo y verdad absoluta. Podemos reconocer al menos dos fenómenos de la experiencia ordinaria en que destaca la tendencia de la inteligencia hacia la objetividad del conocimiento, es decir, hacia la posesión de verdades absolutas, universales, invariables: el fenómeno cognoscitivo y el fenómeno de la comunicación.

El fenómeno cognoscitivo. Cada que vez que predicamos algo concreto de algo (por ejemplo, «hoy hace calor»), afirmamos implícitamente cómo son las cosas, pues ya reconocemos tres verdades implícitas en cada juicio –existen las cosas, son inteligibles (no-contradictorias), yo existo– que no dependen de mi estado de ánimo ni de mi edad o educación. No son verdad porque lo digo yo, sino que lo digo yo porque son verdad.

Si no hay error, la materia del juicio se conforma a la realidad. Nuestra mente tiende constantemente a someterse a la realidad: trata de afirmar lo que es, porque es, y de negar lo que no es, porque no es. Quiere reconocer las cosas como son, no inventarlas. Busca independizarse de las propias condiciones subjetivas. Así, cuando pienso «hoy hace calor», me libero intelectualmente de mis propios gustos, caprichos, deseos, necesidades; preferiría un clima templado, pero mi mente se niega a construir un pensamiento que no corresponda

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con la experiencia climatológica actual. Si noto una mancha en mi pantalón, la inteligencia se resiste a engañarme con el pensamiento «no hay mancha en tu pantalón», por más que me disguste el hecho de tenerla.

La experiencia nos enseña que llegamos a conocer muchas cosas como son: «el fuego quema», «hoy llueve», «si uno deja de comer, se muere». Esta experiencia puede explicarse sólo si admitimos que, en general, el contenido conocimiento es objetivo y que su contenido es absoluto. Si lo que conocemos fuera radicalmente relativo, entonces todos nuestros juicios dependerían de nuestras condiciones personales y no serían universalmente válidos; serían más bien juicios válidos exclusivamente para mí. El hombre no conocería lo que es, sino sólo lo que a cada uno le parece ser. Tendríamos, entonces, que pensar: «No sé si el fuego quema; a lo mejor me quema a mí solamente... Voy a probar a ver...», «A mí me parece que llueve, pero, ¿quién sabe? A lo mejor hace sol...», «Tengo la impresión de que, sin comida, uno se muere, pero no sé sabe...».

La vida cotidiana, en fin, se haría infinitamente absurda e “invisible”, pues todos nuestros actos presuponen una infinidad de conocimientos ciertos, absolutos, objetivos. Se bloquearía totalmente todo esfuerzo en la tecnología y en la medicina, pues su progreso presupone el conocimiento objetivo –no subjetivo– de las leyes de la naturaleza y del cuerpo humano. Nuestros libros, bibliotecas, periódicos, carteles, cartas, conferencias, conversaciones… no deberían ser tratados más que como gigantescas montañas de opiniones personales carentes de validez universal. La educación carecería de sentido: iríamos al colegio o a la universidad para aprender una serie de ideas subjetivas que no tienen nada que ver con la verdad de las cosas. Suponiendo que así fuera, ¿por qué tienen más valor las ideas subjetivas de los profesores y libros de texto que las mías, las cuales son tan subjetivas como las de ellos?

El fenómeno de la comunicación. Si el contenido de nuestro conocimiento no fuera objetivo, absoluto, la comunicación sería imposible. Nadie entendería lo que el otro quiere decir, pues cada uno captaría un mensaje distinto según sus condiciones subjetivas. En tal caso, mi aviso a mis amigos «lleven paraguas, porque está lloviendo», sería inútil, porque cada uno, al escuchar estas palabras, fabricaría su propia idea al respecto. El hecho es que mis amigos entienden perfectamente lo que significan “lluvia” y “paraguas”, y reaccionan conforme a ese conocimiento. “Lluvia” y “paraguas” son dos conceptos igualmente comprensibles para todos nosotros: su significado es universal e inmutable. Todos lo captamos hoy, como lo pudimos captar hace varios años y lo seguiremos captando en el futuro. No varía de persona a persona ni de año en año. La comunicación, pues, resulta posible sólo si hay un conocimiento objetivo de verdades absolutas que no dependan de las condiciones subjetivas de las personas y sean, por tanto, para todos y para siempre. Nuestra manera de conocer cambia de persona a persona, pero el contenido del conocimiento –«hoy llueve; nos conviene llevar paraguas»– se presenta como el punto de referencia objetivo («lanzado adelante») común para todos. Es una verdad absoluta: «libre de» las condiciones subjetivas del cognoscente. Comunicarse implica comprenderse y comprenderse implica conocer objetivamente.

c) Modo de conocer subjetivo o relativo. Que el conocimiento sea tendencialmente objetivo y que muchas de las verdades que poseemos sean absolutas no excluyen la otra cara de la moneda: que nuestro modo de conocer sea subjetivo o relativo, o sea, dependiente de

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nuestras condiciones personales. A la hora de conocer, intervienen una cantidad incontable de factores subjetivos –la educación, la madurez intelectual y psicológica, el comportamiento moral, las experiencias pasadas, los conocimientos adquiridos, los hábitos personales, la salud física, el temperamento, las emociones, los sentimientos, las pasiones, la cultura, las influencias religiosas, el modo de afrontar las circunstancias actuales, etc.– que determinan el modo cómo se posesione una inteligencia de una verdad. Cuando aviso a mis amigos: «Lleven paraguas, porque está lloviendo», cada uno recibirá la misma verdad de modo diverso. Mientras que Perico se enoja, porque tenía la ilusión de un día soleado y, además, no tiene paraguas, Fulanita se queda indiferente, porque no le molesta la lluvia y trajo paraguas, y Nepomuceno sale a la calle con espíritu curioso, porque, como meteorólogo, quiere observar con atención las condiciones climatológicas.

No hay verdad que sea captada del mismo modo por dos personas distintas. Tampoco hay verdad que sea captada del mismo modo por la misma persona en dos ocasiones diversas. Puede ser que ayer la lluvia me molestase poco, porque no tenía planeado pasar el día fuera de casa, pero hoy la lluvia me molesta mucho, porque ya estoy cansado del mal clima y quería dar un paseo. Siempre se da un modo nuevo de afrontar las mismas verdades.

El fenómeno cognoscitivo y el fenómeno de la comunicación pueden ser objetivos, pero nunca son neutrales, amorfos, absolutamente independientes de los factores personales. Todo lo que la persona trae consigo –ideas, experiencias, hábitos, pasiones, emociones, sentimientos, gustos, intereses, etc.– influye necesaria e inevitablemente en el modo de conocer y de comunicarse. Nuestra aprehensión intelectual y nuestra forma expresiva siempre dependerán de condiciones que atañen exclusivamente al sujeto cognoscente y comunicador. Aunque capte la misma verdad que otros (por ejemplo, «toda vida humana es sagrada»), la capto con mayor o menor comprensión y penetración, con una cierta emoción y predisposición, con un determinado grado de madurez intelectual y de coherencia moral, con unas palabras y conceptos heredados de la cultura y de la época histórica en que vivo, con un particular estado de ánimo, según la familiaridad que tenga con el tema, etc. Mi modo de entender esa verdad y de expresarla es distinta a la de los demás. Cada uno es cada uno con sus “cadaunadas”. Cada uno se acerca a la realidad y comunica sus pensamientos de modo singular, exclusivamente personal.

d) Una distinción fundamental: el contenido y el modo de conocer. En el fondo, la verdad no es absoluta y relativa a la vez. Cuando nuestra mente se conforma con la realidad, la verdad del juicio es siempre absoluta u objetiva, mientras que el camino hacia la formación de ese juicio es siempre relativo o subjetivo. Capto de manera subjetiva la verdad objetiva. Mi acercamiento a una verdad absoluta es relativo.

Cada acto de conocimiento se compone, por tanto, de dos coordenadas: una variable y otra invariable. ¿Qué es lo invariable, lo universalmente válido, lo objetivo o absoluto? Lo que conocemos, el contenido de nuestro juicio. ¿Qué es lo variable, lo que vale exclusivamente para el cognoscente, lo subjetivo o relativo? El cómo conocemos tal contenido, el modo de conocerlo.

Pongamos un ejemplo: la verdad «Juanito está aquí» puede ser percibida de muchos modos. Para su mamá, este hecho será emocionante, lleno de significado; para su acreedor también resultará significativo, pero en otro sentido; para quien no conoce a Juanito, se trata de un

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acontecimiento insignificante. El modo como se percibe es distinto en cada sujeto, pero la realidad conocida –«Juanito está aquí»– resulta invariable, única, válida para los tres. Una cosa es el qué, otra el cómo: una el contenido, otra el modo del conocimiento. Todos podemos ver la misma casa, pero desde un ángulo o perspectiva diversa. Análogamente, todos podemos conocer las mismas verdades desde factores subjetivos diversos.

Naturalmente, la subjetividad no se da exclusivamente en el modo de afrontar la realidad. Se da también en los falsos contenidos de la inteligencia, porque no corresponden a ninguna realidad extramental. Si pienso «las vacas vuelan» y «el matrimonio es la unión amorosa, permanente, complementaria y procreativa entre dos hombres o entres dos mujeres», he “construido” dos objetos de conocimiento que no se conforman con la naturaleza de las cosas y que, por tanto, son proyecciones mentales objetivamente subjetivas.

Es necesario, por tanto, reconocer ambas dimensiones del conocimiento –la objetiva o absoluta y la subjetiva o relativa– con el fin de evitar dos extremismos gnoseológicos perniciosos para la vida de los hombres. Por un lado, el dogmatismo militante y fanático considera que tanto lo que se conoce como el modo de conocer son absolutos u objetivos, y niega la existencia de todo elemento subjetivo en el modo de percibir la verdad: «La verdad es tal y como yo la pienso y sólo como yo la pienso». Este dogmatismo es incapaz de dialogar con otras posiciones y personas, y se expresa en el totalitarismo ideológico o político, que trata de eliminar cualquier opinión y perspectiva que no coincida con la propia.

Por otro lado, el relativismo y el subjetivismo pretenden absolutizar la dimensión relativa o las condiciones subjetivas del conocimiento, como si ellas determinaran por completo el contenido mismo del conocimiento y no sólo a la manera de conocer: «Nadie conoce la realidad como es; cada quien conoce sólo lo que le aparece a la mente y como le aparece». Este relativismo y subjetivismo son incapaces de dialogar con otras posiciones y personas no relativistas, y se expresan en el totalitarismo ideológico o político que no tolera ninguna creencia (filosófica o religiosa) que defienda una verdad objetiva, universal, invariable.

Quien sabe distinguir las dos dimensiones del conocer será capaz de evitar estas perniciosas enfermedades del espíritu y de hacer justicia a las dos vertientes de la experiencia cotidiana: en todos nuestros conocimientos tenemos algo de universal, objetivo o absoluto –el contenido verdadero– y algo de personal, subjetivo o relativo: el modo de conocer. Al saber discernir entre lo variable y lo invariable de cada juicio, procurará, además, que sus condiciones subjetivas sean las más propicias, a través del diálogo y la apertura a otros modos de percibir la verdad, para que el contenido de su conocimiento sea percibido con la mayor exactitud, claridad, integridad y profundidad posible. Sólo así será capaz de relacionarse auténtica y humanamente con los demás: dialogar significa buscar la verdad común compartiendo los modos diversos de entender la realidad.

Conclusión general

Han recibido respuesta –con mayor o menor precisión y profundidad–las tres cuestiones planteadas al inicio de este capítulo. Tratamos de mostrar, en primer lugar, que cada una de las fuentes del conocimiento es válida, porque logra captar la verdad de las cosas. Analizamos, al mismo tiempo, el proceso del conocimiento para captar la estructura dinámica de la mente: cómo pasamos de la sensación y de la percepción a la formación de los

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conceptos, proposiciones y razonamientos, y, finalmente, a su expresión lingüística. Como insistimos en la introducción, estas etapas del conocimiento no son práctica ni cronológicamente separables, pues el conocimiento involucra orgánica y simultáneamente todo nuestro ser –cuerpo y alma–, o sea, todas las facultades humanas, sensibles e intelectuales con sus dimensiones personales. El tercer interrogante era el más complicado: ¿Quién configura nuestras ideas: el sujeto cognoscente o la realidad extramental misma proyectada en nuestra mente? La realidad se presenta a nuestra psique e inteligencia ytoda la persona interviene en el acto de conocimiento. No somos sujetos pasivos. La cosa se presenta a nuestras facultades sensitivas e intelectual, y el sujeto cognoscente se involucra con todos sus factores subjetivos (cultura, contexto histórico, temperamento, pasado, etc.) a la hora de crear la imagen, la idea y la palabra que representen la cosa.

El conocimiento, en síntesis, es una actividad dinámica de conformación de la mente con la realidad (adæquatio rei et intellectus) en el que cada uno de los dos extremos –la cosa y la mente– interviene activamente.

Si el conocimiento es válido y personal, el ser humano tiene la esperanza de poder caminar por el sendero que lo conduzca a la respuesta de la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?».

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Introducción a los Estudios Universitarios 2ª parte: CONOCER LA VERDAD

Alfonso Aguilar, L.C.Junio 2010

Esquema del capítulo 22.3 La post-modernidad y las negaciones de la verdad

Introducción: El idealismo como eje de la cultura postmoderna

2.3.1. Escepticismo y nihilismo:no hay certezas ni ideales, sólo opiniones y placeres

2.3.1.1. Escepticismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.1.2. El nihilismo y la indiferencia como productos del escepticismo 2.3.1.3. Refutación del escepticismo y del nihilismo

2.3.2. Relativismo:no hay verdades ni valores, sólo interpretaciones e intereses

2.3.2.1. Relativismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.2.2. El choque actual de dos culturas 2.3.2.3. Refutación del relativismo filosófico y cultural

2.3.3. Racionalismo y secularismo:sólo la razón humana puede conocer la verdad y crear la sociedad perfecta

2.3.3.1. Racionalismo, empirismo e idealismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.3.2. El secularismo como producto cultural del racionalismo, empirismo e idealismo2.3.3.3. Refutación del racionalismo, empirismo e idealismo 2.3.3.4. Refutación del secularismo

2.3.4. Irracionalismo y espiritualidad gnóstica:el individuo con su propio poder puede ser perfecto

2.3.4.1. Irracionalismo y existencialismo inmanentístico: doctrina, historia, razones y exigencias positivas2.3.4.2. La espiritualidad gnóstica en nuestros días2.3.4.3. Refutación del irracionalismo, existencialismo inmanentístico y espiritualidad gnóstica

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Capítulo 22.3 La post-modernidad y las negaciones de la verdad

ObjetivoSaber refutar las negaciones de la verdad para forjar una cultura contemporánea basada en la verdad

5. Conocer la doctrina, razones, exigencias positivas y deficiencias estructurales del escepticismo, relativismo, racionalismo, empirismo, idealismo, irracionalismo y existencialismo inmanentístico.

6. Conocer el alma y las deficiencias estructurales de la post-modernidad en sus expresiones más significativas: nihilismo, indiferencia religiosa y existencial, relativismo, secularismo y espiritualidad neopagana.

7. Forjar convicciones a favor de una filosofía realista y de una cultura auténticamente humana.

Introducción: El idealismo como eje de la cultura postmoderna

«¿Quién soy yo?», preguntó el monstruo a su creador. Viktor Frankenstein fue sincero: «No lo sé».

«¿Quién eres?», preguntó Sofía Amundsen a su propio reflejo en el espejo de su cuarto de baño. «No obtuvo respuesta tampoco ahora – narra Jostein Gaarder –, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la pregunta».

En ambos casos, la pregunta «¿qué es un ser humano?» resuena sin respuesta.Hoy en día cada vez más personas están convencidas en la teoría y en la práctica de que

no podemos conocer la verdad, o, mejor dicho, de que no hay ninguna verdad o, al menos, ninguna verdad trascendente. La indiferencia, el relativismo, el secularismo y la espiritualidad pagana están constituyendo el eje de la cultura postmoderna: «Todo da igual. Es mejor vivir sin preocupaciones y “pasarla” bien»… «Cada quien tiene “su” verdad. Nadie tiene derecho a imponer su posición sobre los demás. La verdad está por igual en todas las religiones y filosofías»... «No hay Dios ni vida eterna. Los hombres somos productos casuales de la evolución material. Para construir un paraíso terrestre debemos eliminar el influjo social de la religión, sobre todo de la religión cristiana»… «Hay poderes divinos en nuestro espíritu que sólo unos pocos pueden descubrir y usar. Salvemos y adoremos la naturaleza aún a costa de políticas inhumanas».

De ahí que se vaya diluyendo o desapareciendo en tantas personas el sentido de la vida, la dignidad de la persona humana, los valores humanos y espirituales, la capacidad de hacer juicios morales sobre los propios actos, sobre los cambios culturales y las leyes del Estado, la fe en la verdad revelada... ¿Qué fe, qué civilización, qué felicidad podemos lograr sin una sabiduría acerca de la vida? ¿Cómo lograr esta sabiduría si no reconocemos y fundamentamos el hecho de que somos capaces de conocer la realidad, que incluye la trascendencia?

El resultado de la negación teórica y práctica de la existencia de Dios y de la vida eterna, de un reduccionismo del ser humano a lo puramente material, de una absolutización de sí mismo y de una adoración de la naturaleza deriva, entre otras cosas, de un “idealismo” gnoseológico. Por idealismo entendemos aquí toda doctrina que postula que el hombre conoce sólo las representaciones de las cosas (imágenes, ideas, palabras) y nunca las cosas mismas. Se opone, por tanto, al realismo, que afirma que los hombres tenemos capacidad

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para conocer la realidad como es, aunque de manera parcial y limitada. No reducimos, pues, el término “idealismo” a la corriente filosófica de autores como Berkeley, Hegel, Bradley y Gentile, que identifica los entes reales con las ideas.

A lo largo de la historia de la filosofía, especialmente en los últimos cuatro siglos, encontramos una serie de doctrinas idealistas que han logrado moldear el post-modernismo: el movimiento cultural occidental contemporáneo que mina o destruye todo fundamento del realismo – y, por tanto, todo fundamento de la fe, de los valores morales absolutos y de la tradición humana – con el fin de liberarse de toda “tiranía”: la Iglesia, la religión, el machismo, la tradición moral, el imperialismo cultural occidental, el dominio del hombre sobre la naturaleza, la autoridad. Típicas expresiones de post-modernismo son el ateísmo militante que trata de eliminar la religión (particularmente la cristiana), el laicismo, el feminismo, el relativismo ético y cultural, el ecologismo que diviniza la naturaleza, la espiritualidad neopagana, el individualismo.

Después de haber investigado y reflexionado sobre las razones del realismo, conviene que nos confrontemos con la teoría alternativa – el idealismo – para discernir cuál de las dos filosofías explica mejor la experiencia cognoscitiva y ofrece una visión coherente y humanizadora del ser humano. En este tercer capítulo discutiremos sobre las diversas teorías que han negado parcial o totalmente la capacidad humana de conocer la realidad, como son el escepticismo, el relativismo, el racionalismo, el empirismo, el idealismo en sentido estricto, el irracionalismo y el existencialismo inmanentístico. Veremos cómo ellas han forjado la cultura post-moderna y las actitudes con que la mayoría de la gente se enfrenta a la verdad: nihilismo, agnosticismo, indiferencia religiosa y existencial, relativismo, laicismo, espiritualidad neopagana.

Las escuelas de pensamiento y los autores que se podrían analizar son muy numerosos. No es posible, pues, que discutamos sus posiciones en los rasgos característicos de cada filósofo. Para nuestro fin nos basta analizar lo que llamaremos posiciones puras, o sea, la idea central, la actitud basilar, la inspiración fundacional inherentes en las diversas corrientes de pensamiento en relación con el problema crítico. Al abstraer las peculiaridades de cada escuela y autor y reducirnos a la base común que subyace en todos ellos, nos quedaremos con la «posición pura», que, de por sí, no ha existido en la historia, ya que toda ella está entretejida de posiciones particulares. Se trata, sin embargo, del único modo posible de hacer un estudio histórico general. Constituye, a la vez, el método privilegiado para afrontar los temas y problemas planteados desde su raíz y no desde la multiplicidad extraordinaria e inabarcable de las ramas y hojas que componen el árbol bimilenario de la historia de la filosofía del conocimiento.

En cada una de las cuatro secciones de este capítulo presentaremos cuatro grandes corrientes filosóficas – escepticismo, relativismo, racionalismo, irracionalismo – y sus derivados culturales: nihilismo, relativismo, secularismo, religiosidad gnóstica. De cada filosofía y su expresión cultural post-moderna nos interesa comprender la inspiración fundamental, la historia básica, las razones más importantes que motivaron a los filósofos a tomar esa posición, los aspectos positivos de la doctrina, las consecuencias en la sociedad actual y las contradicciones gnoseológicas y antropológicas.

Realismo o idealismo: sólo una de las dos corrientes puede darnos la respuesta verdadera y satisfactoria a la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?»

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2.3.1. Escepticismo y nihilismo:no hay certezas ni ideales, sólo opiniones y placeres

2.3.1.1. Escepticismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas

El escepticismo consiste en una enseñanza y actitud de duda acerca de la validez de todo conocimiento humano. El hombre no puede alcanzar ningún conocimiento absoluto, incontestable, digno de fe, cierto, completo o perfecto, ni ninguna creencia racionalmente justificable; si la alcanzara, nunca podría reconocerla como tal. No secduda de las percepciones personales, sino de que conozcamos la realidad como es. Para Sexto Empírico, por ejemplo, lo que queda fuera de discusión no es el hecho de que guste la miel como dulce, cuanto el hecho de que la miel misma sea dulce. Por eso, el escepticismo expresa la duda fundada metodológicamente con términos como «más bien», «quizás», «todo es indefinido»..., expresiones que no son dogmáticas, sino sometidas a la duda. En su extensión, puede ser universal (cuando la duda abarca todo el conocer humano de la realidad externa, como sucede en el escepticismo de Hume) o particular (si se restringe a ciertas áreas, como la filosofía, la ética, la religión, etc.).

Los primeros fundamentos gnoseológicos del escepticismo fueron colocados por los presocráticos Demócrito de Abdera y Parménides y Zenón de Elea. El iniciador de la escuela escéptica fue Pirrón de Elide (ca.365-ca.275 a.C.), que junto a Timón de Fliunte (320-230 a.C.) elaboró el pirronismo: actitud radical y consecuente de la epoché o suspensión de todo juicio intelectual y moral, dado que las razones a favor y contra de cada juicio tienen el mismo peso. Esta actitud conduce a la afasía: la determinación de no atribuir verdad ni falsedad a las sensaciones y opiniones. Busca como objetivo la ataraxía: la liberación de las turbaciones del alma. El término griego sképsis significa, en general, «examen, observación, consideración», y lo usó la escuela pirroniana para afirmar que la búsqueda es fin en sí misma, ya que el hombre no puede alcanzar la verdad.

Dos pensadores lideraron el escepticismo de la Nueva Academia: Arcesilao (315-241 a.C.), que desarrolló la doctrina de «lo razonable», el fruto de un instinto natural del hombre para guiarlo en cuestiones prácticas; y Carnéades (213-132 a.C.), que, contra todo dogmatismo, atribuyó a la representación persuasiva la función de ser criterio de probabilidad o de verosimilitud como guía para la acción. El neoescepticismo de Enesidemo (s. I a.C.), Agripa (s. II-I a.C.) y Sexto Empírico (s. II-III d.C.) busca el ideal de «la vida sin dogmas» que se mantiene siempre abierta a la investigación más allá de toda afirmación conclusiva, alcanzando así el estado de paz y de imperturbabilidad interior propios del sabio.

El escepticismo retornó al final de la Edad Media por obra de algunos autores ingleses del siglo XIV, sobre todo Nicholas d’Autrecourt. En el siglo XVI fue alimentado por Michel Montaigne (1533-92) y Pierre Charron (1541-1603) en Francia, y Francisco Sanchez (+1632) en Portugal. La pléyade de los escépticos en los tiempos modernos es casi infinita. Casi todos los sistemas filosóficos modernos – kantismo, empirismo, relativismo, idealismo, neopositivismo, deconstruccionismo, existencialismo – conducen a conclusiones escépticas.

¿Qué razones principales pueden argüirse a favor del escepticismo?

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Destacan ante todo las aparentemente insolubles contradicciones del conocimiento humano: el peso de los factores subjetivos y la relatividad intrínseca del conocimiento, sobre todo del conocimiento sensitivo. Como decía el filósofo griego Enesidemo, no puedo dudar de que yo tenga frío, pero ¿de verdad hace frío? Eso no lo sé.

También se siente la ausencia de una norma adecuada para la verdad: cometemos errores al percibir, al pensar, al soñar, al absorber las ideas transmitidas por otros y por la tradición... Si, pues, me equivoco a veces, ¿cómo podré estar seguro de que no me equivoco siempre? Los errores, además, se graban en la mente con la misma fuerza e intensidad que la verdad. ¿Cómo se podrá distinguir, entonces, entre error y verdad?

Hay demasiadas opiniones entre filósofos, culturas y personas, que se contradicen mutuamente. ¿Quién tiene la razón? Si yo, de hecho, definiera mi posición al respecto, estaría añadiendo una opinión más, o sea, un elemento más a la discusión84.

El escepticismo, como toda corriente filosófica, nace de lo que llamamos exigencias positivas: las tendencias intelectuales y volitivas de cada doctrina dignas de consideración. Las teorías que estamos estudiando suelen aplicarlas de un modo extremo, radical o reduccionista, pero nosotros podemos abstraer la “exigencia” en sí, rechazando las tendencias y líneas de pensamiento negativas y asimilando aquellas positivas, para enriquecer y profundizar nuestra filosofía del conocimiento.

El escepticismo nos ayuda, ante todo, a tener cautela al aceptar como verdadero todo lo que percibimos y pensamos, todo lo que aprendemos (de otros, libros, maestros, prensa y medios de comunicación social) y todo lo que nos atrae y gusta (religiosidad sin compromiso, ideologías políticas, relativismo ético cómodo...). Se necesita discernir para no acoger cualquier idea o información con ligereza como si fuera verdad indiscutible.

También nos puede estimular a buscar los fundamentos del conocimiento humano: nos motiva a plantearnos seriamente el problema crítico.

2.3.1.2. El nihilismo y la indiferencia como productos del escepticismo

El escepticismo se presenta como una tentación frecuente del espíritu humano de todos los hombres y épocas, pero más aún en la sociedad post-moderna. Al suspender el juicio ante todo conocimiento práctico o intelectual, porque no se puede conocer nada con certeza, el escéptico tiende a ser indiferente a todas las ideas y valores. Si no hay certezas ni ideales, sólo quedan opiniones y placeres.

«Como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo

84 «Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la “crisis del sentido”. Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo. La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 81).

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una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional»85.

El nihilismo es, pues, la doctrina que rechaza todo fundamento y que niega toda verdad objetiva para afirmar que todo es fugaz y provisional y que por tanto se debe vivir sólo para adquirir sensaciones y experiencias efímeras, sin ningún compromiso definitivo.

La postura nihilista empuja inevitablemente a los hombres a resbalar por el cómodo trampolín de la indiferencia religiosa y existencial. Indiferencia religiosa es la actitud mental, afectiva y volitiva que evita cuestionar la existencia de Dios y su papel en la sociedad. El indiferente no niega la existencia de Dios; simplemente no se la plantea intelectualmente, carece de interés por ella y vive como si Dios no existiese. Como podemos todos constatar, esta indiferencia religiosa se ha convertido en un fenómeno novedoso y masivo típicamente occidental86. ¿Cuántas veces escuchamos hablar de Dios, de la vida eterna y de los valores espirituales en los medios de comunicación social y en las conversaciones? ¿Qué influjo tiene la religión en la política, el arte y la literatura, la bioética y la organización social? ¿Cuántas personas, sobre todo jóvenes, viven sin preocuparse por la trascendencia?

Esta indiferencia religiosa se conecta, inevitablemente, con aquella que quiero llamar existencial: el desinterés mental, afectivo y volitivo acerca de un profundo sentido a la vida y de la trascendencia. Podríamos decir que su lema es: «¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!»87.

Se desarrolla, de este modo, un pragmatismo, la «actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos»88.

2.3.1.3. Refutación del escepticismo y del nihilismo

El escepticismo universal como estado de la mente es imposible: en primer lugar, porque en la vida ordinaria no podemos dudar de todo; todos viven con muchas certezas prácticas (necesito comer para sobrevivir; alguien pintó este cuadro; si me meto en el fuego, me quemo... En segundo lugar, porque a nivel intelectual, las certezas prácticas implican certezas especulativas (distinción entre cosas que debo hacer y evitar, naturaleza de las cosas, leyes de la naturaleza...).

El escepticismo universal como doctrina es contradictorio. Se propone como una enseñanza definitiva acerca del conocimiento humano: que la mente es incapaz de captar las cosas como son. Esta doctrina, sin embargo, implica ya varias certezas indubitables: el

85 Ibid., n. 46.86 Cf. Pontificio Consejo de la Cultura, doccumento ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa (http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/cultr/documents/rc_pc_cultr_doc_20040313_where-is-your-god_sp.html).87 Cf. Isaías 22, 13. «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Corintios 15, 32).88 Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 89. La descripción del pragmatismo continúa con estos términos: «Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria (cf. Evangelium vitae, n. 69). Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte»

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hecho de que el hombre tiene conciencia de sí, de que duda de todo, de que hay una diferencia entre dudar y estar cierto, de que hay serias razones para dudar...

Todas estas certezas afirmadas implícitamente contradicen, pues, la posición escéptica universal. Incluso si las tomáramos no como certezas, sino como probabilidades, la situación no cambiaría, dado que estaríamos afirmando, al menos, esta certeza: todo es probable, nada es cierto. Como vimos, cada acto de conocimiento afirma implícitamente varias verdades y, por tanto, la capacidad misma de conocer. El escepticismo es una corriente de pensamiento que envuelve su misma contradicción: sostiene que nada es cierto y, al mismo tiempo, implícitamente, sostiene que algo es cierto.

El nihilismo y la indiferencia religiosa y existencial, al rechazar todo sentido de la vida trascendente, reducen al hombre a su dimensión puramente material y animal, privándolo de aquello que lo humaniza: la fe, los valores espirituales, la sabiduría que lo juzga todo a la luz de la eternidad. «El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente»89.

2.3.2. Relativismo:no hay verdades ni valores, sólo interpretaciones e intereses

2.3.2.1. Relativismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas

El relativismo considera que la verdad depende absolutamente de las condiciones relativas del sujeto y puede variar de individuo a individuo, de sociedad a sociedad, de época a época, sin que exista ningún criterio objetivo. En el campo gnoseológico, el relativismo es la doctrina según la cual el conocimiento humano es relativo al sujeto cognoscente y a las condiciones del cuerpo y de los órganos del sentido. La verdad, pues, dependería totalmente, tanto en su contenido como en el modo de ser conocida, de las condiciones y circunstancias del sujeto (edad, perspectiva cultural, subconsciente, historia, intereses sociales, placer y utilidad, lenguaje, sistema educativo). Lo que es “verdad” para un individuo, una sociedad, una época, no lo es necesariamente para otro.

En el campo moral, se considera que las verdades, normas o criterios éticos son relativos, que la rectitud de una acción y la bondad de un objeto dependen de o consisten en la actitud que asume al respecto el individuo o el grupo, y pueden por tanto variar de individuo a individuo y de grupo a grupo. Así como no hay verdad ni falsedad objetivas o absolutas,

89 Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 90. Comentando la expresión del evangelio de san Juan: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8, 32), Juan Pablo II escribía en su primera encíclica: «Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia» (Redemptor hominis, n. 12: AAS 71 [1979], 280-281).

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tampoco hay bondad ni maldad en cuanto tal: nada es bueno ni malo en sí mismo, sólo lo es en relación a un sujeto90.

Esta doctrina comenzó a ser enseñada por los sofistas griegos, particularmente por Protágoras (480-410 a.C.), que comenzaba su libro Sobre la verdad con esta célebre sentencia: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son». Con esta fórmula sintetiza el núcleo del pensamiento sofista: el individuo decide lo que es verdad para uno mismo; lo que no venga determinado por el sujeto va considerado como incognoscible (escepticismo), porque la realidad no es objetiva, sino subjetiva y mudable (relativismo).

El relativismo informa la filosofía de varios autores y corrientes de pensamiento a lo largo de la Historia, pero sobre todo de la época contemporánea, en la cual, podríamos decir, se ha convertido en el sustrato común de la mayor parte de los sistemas: pragmatismo, historicismo, psicoanálisis, ciertas formas de existencialismo, neopositivismo, filosofía analítica, determinadas epistemologías, hermenéutica, estructuralismo y post-estructuralismo, deconstruccionismo y algunas nuevas filosofías políticas.

¿Qué razones principales pueden argüirse a favor del relativismo?La verdad es una relación entre sujeto y objeto y, por tanto, relativa. No es el objeto quien

mide el conocimiento, sino los factores subjetivos: personales o culturales o históricos. Esa “verdad” es una posesión de un determinado sujeto, sociedad o época histórica. Dado que el sujeto, la sociedad y la época histórica varían constantemente, la “verdad” va cambiando con ellos.

La casi infinita variedad de culturas, filosofías, religiones, lenguajes, opiniones personales... forma una propicia ocasión para pensar que, en realidad, todo lo que conocemos depende absolutamente del sujeto, la sociedad o la época histórica; ningún conocimiento es objetivo91.

¿Cuáles son las exigencias positivas del relativismo?Podemos apreciar, ante todo, su oposición al dogmatismo racionalista. Nuestro

conocimiento no es angélico, omnicomprensivo, exhaustivo. No podemos demostrar todo lo que conocemos. El relativismo nos enseña a considerar la limitación de nuestro conocer

90 Cf. Alfonso Aguilar, «El choque de dos éticas», introducción a Peter Kreeft, Relativismo: ¿relativo o absoluto?, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2009, 11-27.91 «Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 5).

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debido a tantos elementos relativos, mudables, accidentales que condicionan nuestro modo de aprehender la realidad.

También nos enseña a valorar el papel de la experiencia subjetiva, a tener siempre en cuenta la cantidad de elementos que influyen en nuestro modo de conocer. La propia biografía, sensibilidad, interés personal, educación, ambiente familiar y cultural, época histórica y demás factores subjetivos, condicionan la perspectiva y el grado de penetración con que conozco algo.

La conciencia de la limitación subjetiva del conocimiento humano debería motivarnos a permanecer abiertos a otras culturas, sistemas filosóficos, perspectivas, opiniones, etc. El contacto con ellos enriquecerá mi visión y ahondará en la penetración de la verdad conocida.

2.3.2.2. El choque actual de dos culturas

«Desde que surgió el pensamiento en Occidente, los espíritus se han dividido en dos familias: unos creen que poseen la verdad, los otros saben que no hay otra verdad que el hombre, y que el hombre, como decía Protágoras, es “la medida de todas las cosas”»92.

Podemos decir que este enfrentamiento entre dos familias – los realistas y los relativistas – se ha incrementado en nuestros días hasta convertirse en un choque cultural para conquistar el alma del mundo. En el fondo, el choque más profundo en la humanidad no se da entre las ideas y valores que contrarrestan a las grandes civilizaciones, sino entre las ideas y valores que enfrentan dos culturas latentes en todas las civilizaciones: la cultura de la verdad y la cultura del relativismo.

En efecto, ¿no somos testigos diariamente en la política y en los medios de comunicación social de la confrontación cultural entre los que creen en la verdad y los que no creen en ninguna? El debate actual acerca del matrimonio en campo legislativo constituye un claro ejemplo del conflicto occidental realismo-relativismo: quienes luchan por mantener el matrimonio exclusivamente entre un hombre y una mujer afirman que es una institución natural no creada por el hombre para beneficio de toda la sociedad basada en el amor complementario entre dos sexos distintos por naturaleza; otros abogan por un “matrimonio” elástico – también entre dos varones y entre dos mujeres, sin excluir otras formas de unión en el futuro –, dado que se trata de una construcción social inventada por las culturas para beneficio exclusivo de los contrayentes. El movimiento pro-vida lucha por que se respeta la vida de todo ser humano, incluida la del no nacido, porque presupone que todos podemos reconocer esa verdad con la razón natural, mientras que el movimiento pro-aborto se declara a favor de «la elección de la mujer» sin tener en cuenta el derecho del no nacido, porque cada uno puede determinar la moral de sus acciones. Otros ejemplos de este choque entre realismo y relativismo son el debate sobre la eutanasia, la institución de la familia, la fecundación in vitro y el uso de células madre embrionarias – con el cual se elimina la vida del embrión humano – a favor de la medicina93.

92 Jean Guitton, Silence sur l’essentiel, Desclée de Brouwer, Paris 1986; trad.esp. Miguel Montes, Silencio sobre lo essencial, Edicep, Valencia 1988, 21. Lo mismo ha afirmado el cardinal Ratzinger: «Me parece que es posible encontrar en la historia del pensamiento un adecuado paralelo en la disputa Sócrates-Platón y los sofistas. En ella se somete a prueba la decisión crucial entre dos posturas fundamentales: la confianza en la posibilidad de que el hombre conozca la verdad, por un parte, y, por otra, una visión del mundo en la que el hombre crea por sí mismo los criterios de su vida» (Joseph Ratzinger, «Conciencia y verdad», en La Iglesia, una comunidad siempre en camino, trad.esp. Eloy Requena, San Pablo, Madrid 1995, 163).93 Algunos ejemplos de este debate han sido publicados en el semanario norteamericano National Catholic Register: Alfonso Aguilar, «Updating the Just-War Doctrine: A Year After Iraq», March 28 - April 3, 2004, 9; «Vatican Conference Examines Family Crisis», July 11-17, 2004, 5; «The Stem-Cell Clash», June 12-18, 2005, 9; «God’s Infinite Love for a Tiny

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«Realismo y relativismo son, por tanto, dos teorías del conocimiento (gnoseologías) radicalmente opuestas. Ambas derivan de dos modos diversos de concebir al hombre (antropologías) y la realidad (metafísicas). El realista piensa (o, al menos, está abierto a pensar) que hay algo o Alguien trascendente que ha determinado la naturaleza de las cosas y del hombre, y, por ende, ha determinado qué es lo bueno y lo malo, qué es lo que objetivamente realiza y hace feliz al hombre. El relativista piensa en clave de inmanencia: no hay nada superior al hombre y por tanto él es quien debe decidir lo que está bien y lo que está mal, lo que conviene o no conviene. El choque entre estas dos metafísicas-antropologías-gnoseologías desemboca necesariamente en un choque entre dos éticas: el realista pretende descubrir las normas y valores morales que realmente perfeccionan la naturaleza humana, mientras que el relativista pretende crearlas o moldearlas a su gusto»94.

¿Cuál de las dos culturas construirá un auténtico humanismo? Ciertamente aquella que corresponda a la naturaleza de las cosas y respete la dignidad del ser humano.

2.3.2.3. Refutación del relativismo filosófico y cultural

A nivel teórico, el relativismo no distingue entre qué conozco y cómo lo conozco, el contenido y el modo de conocer. Las condiciones subjetivas, como vimos, influyen sobre todo en el acercamiento del sujeto al objeto, no tanto en lo que se conoce. Hay contenidos universalmente válidos para todas las culturas y épocas, absolutos, objetivos, independientes del sujeto: «Existe la naturaleza», «el fuego quema», «hay que hacer el bien y evitar el mal», «matar a un inocente es injusto». El relativismo no explica, pues, buena parte de nuestra experiencia gnoseológica95.

El relativismo destruye el significado y el valor del conocimiento y de la comunicación. Si todo fuera relativo al sujeto, entonces vano es nuestro esfuerzo por conocer: no tiene sentido que leamos libros, vayamos a la escuela y a la universidad, hagamos ciencia. La educación desmiente la teoría del relativismo. Los mismos relativistas contradicen su doctrina al intentar adoctrinarnos.

Si todo fuera relativo al sujeto, entonces nuestro esfuerzo por comunicarnos es inútil y sin sentido: cada quien captaría “su” verdad y no una misma idea o contenido. ¿Para qué sirve, entonces, que nos hablemos, escribamos, enseñemos, tengamos medios de comunicación

Embryo», March 12-18, 2006, p. 5.94 Alfonso Aguilar, «El choque de dos éticas», cit., 17.95 Juan Pablo II usa esta distinción al hablar de dos expresiones particulares del relativismo: «La primera es el eclecticismo, término que designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. […] El eclecticismo es un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el contrario, se debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la distancia espacio-temporal» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, nn. 86-87).

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social? Los mismos relativistas contradicen su doctrina al intentar comunicarnos su pensamiento.

El relativismo es contradictorio, porque propone la relatividad absoluta de la verdad como verdad absoluta, universalmente válida para todas las épocas, culturas y hombres. Siguiendo su lógica interna, deberíamos concluir que, si esto fuera verdad, nosotros no seríamos capaces nunca de saberlo, dado que esta “verdad” se nos presentaría también como un objeto relativo. Para ser coherente, pues, el relativismo no debería proponerse como una doctrina más objetiva que otras; no debería proponerse como una teoría mejor que la de del realismo.

Por otro lado, si el contenido de nuestro conocimiento fuera relativo, no habría ningún sabio ni ningún ignorante en el mundo, pues cada uno tendría su verdad, no la verdad, y cada “verdad” tendría el mismo valor o peso. Si este es el caso, ¿por qué el relativista se me presenta como maestro de una doctrina? ¿Qué diferencia cualitativa habría entre lo que yo pienso y lo que tú piensas? ¿Y por qué ha de ser el hombre más sabio que un mono, si el mono también ve las cosas desde su perspectiva, posee “su” propia “verdad”?

Al negar la diferencia entre verdad y falsedad, el relativismo niega el principio de no-contradicción. Todo vale, tanto una cosa como su contraria: los juicios «el mundo existe» y el «mundo no existe» tendrían el mismo valor. Igualmente, la teoría del relativismo y la del realismo tendrían el mismo valor. Nadie cometería jamás un error. Quien niega el relativismo no está para nada equivocado.

El relativismo es despótico por naturaleza. La eliminación de una verdad objetiva conduce inevitablemente a la dictadura del relativismo. Aparentemente, no es así. Permitiendo todo tipo de creencias y valores, el relativismo se presenta como la única doctrina capaz de garantizar la libertad de pensamiento y la tolerancia, que constituyen las bases de nuestras democracias. Sin embargo, al no reconocer nada como definitivo, los intereses personales o de grupo prevalecen sobre los derechos ajenos96. En efecto, sin una verdad universal para todos los hombres, cada quien impone sus propios criterios y caprichos sobre los demás, impera la ley del más fuerte y se violan los derechos humanos, como sucede con el aborto, la eutanasia, la destrucción de embriones para el progreso científico, el abuso de poder político, económico y mediático. Sin la fuerza de la razón, nos quedamos con la razón de la fuerza97.

2.3.3. Racionalismo y secularismo:sólo la razón humana puede conocer la verdad y crear la sociedad perfecta

96 «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas» (Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía en la Misa Pro Eligendo Romano Pontifice [«para la elección del Romano Pontífice»], 18 de abril de 2005).97 «Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 5). «A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los “más fuertes” contra los débiles destinados a sucumbir. […] Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho» (Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, n. 19).

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2.3.3.1. Racionalismo, empirismo e idealismo: doctrina, historia, razones y exigencias positivas

El racionalismo afirma que la única fuente de conocimiento es la razón y excluye arbitrariamente la posibilidad de una revelación divina. En nuestra razón hay ideas innatas con las cuales podemos potencialmente deducir a priori – anteriormente a e independientemente de la experiencia – todas las verdades. De este modo, el saber humano es universal y necesario. No conocemos el mundo real, sino sólo las ideas que lo representan con certeza por vía racional. Conocer es desarrollar los poderes innatos de la razón de tal modo que de uno o varios principios evidentes todos los demás conocimientos pueden derivarse sin recurrir a la experiencia. El racionalismo se basa en una concepción dualista del hombre, compuesto de dos substancias: el alma (res cogitans o «sujeto pensante») y el cuerpo (res extensa «cosa material»), que están extrínsecamente ligados, ya que la sensación es relativamente irrelevante para la mente. Todo conocimiento en el fondo es de, desde y a través de la mente.

Antagónico a, pero derivado del racionalismo, es el empirismo, que, negando la presencia de las ideas innatas en la mente humana, pone como origen y fundamento del conocimiento la experiencia sensible. Ahora bien, la única cosa inmediatamente cognoscible no es la realidad, sino la impresión que ella nos causa. No tenemos, por tanto, un contacto inmediato con las cosas exteriores. Las ideas las forman las facultades del alma que combinan impresiones o ideas simples. Ahora bien, esas asociaciones (por ejemplo, las que forman la idea de “árbol”) son subjetivas. No parece que ellas representen las cosas como son. Al final, los objetos del conocimiento no son las cosas mismas, sino las ideas combinadas por nosotros mismos.

Otra corriente filosófica que deriva del racionalismo es el idealismo en el sentido restringido del término, que identifica el objeto real con la idea: pretende que el objeto conocido dependa para su realidad de la actividad de la mente que conoce. El idealismo puro, de carácter metafísico, identifica la realidad ontológica, individual y concreta, exclusivamente con lo ideal, es decir, la mente, el espíritu, el alma, la persona, las ideas, los arquetipos, el pensamiento. Se puede concebir un idealismo empírico, cuyo fundamento es el yo individual o trascendental, que pone por encima del yo individual un Yo puro, una Mente lógica impersonal, una Voluntad inconsciente, fuente de unidad, universalidad y necesidad. En relación con la naturaleza, han surgido dos tipos de idealismos: por un lado, el acosmismo o idealismo subjetivo, que sostiene que la naturaleza es simplemente la proyección de la mente finita sin una existencia externa real; por otro, el idealismo objetivo, que identifica naturaleza exterior con el pensamiento o la actividad del Espíritu Cósmico (en Alemania este idealismo concibe que las mentes finitas son partes – modos, momentos, proyecciones, miembros – del Espíritu Absoluto). El idealismo de carácter gnoseológico afirma que «ser es ser percibido» (esse est percipi). No puede haber identificación entre sujeto (espiritual) y objeto (material). El conocimiento es, pues, exclusivamente espiritual; la mente no puede salir “fuera” para encontrarse con el objeto, dado que no hay un objeto “afuera”. La cosa no es, en fin, porque es, sino porque es conocido.

El racionalismo es la teoría filosófica que reconoce en la realidad un principio inteligible, cuya evidencia y conocimiento, sin embargo, no es de tipo empírico (sensible, basado sobre la experiencia), sino racional (captable sólo por el pensamiento). Podemos decir que inicia con los filósofos eleatas (Parménides) y los

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pitagóricos, pero se asocia, en general, con el intento moderno de introducir en filosofía los métodos matemáticos para alcanzar la certeza absoluta en el conocimiento. Así, la crítica filosófica atribuye a René Descartes (1596-1650) la paternidad del racionalismo, que agrupa a pensadores diversos, como son el ocasionalista Nicholas Malebranche (1638-1715), Baruch Spinoza (1632-77) y Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716).

El empirismo se basa en la idea central del nominalismo, cuya figura de mayor relieve fue el franciscano William de Ockham (1280 ca.-1348 ca.): sólo existe el ente individual, singular, aislado; por tanto, todo lo que podemos conocer y de lo cual podemos formar conceptos son las cosas individuales. No existen, pues, los universales en la realidad; sólo en la mente. El conocimiento es, esencialmente, intuitivo, ya que capta inmediatamente las cosas individuales. Los nombres sirven para designar muchos individuos (por ejemplo, “libro”), pero carecen de contenido universal en la realidad (no se refieren a una esencia). El empirismo reacciona contra el racionalismo, proponiendo que el conocimiento deriva de la experiencia y que la mente puede actuar solamente bajo el estímulo del mundo exterior. Desde la época moderna esta doctrina agrupa pensadores y orientaciones diversas, como por ejemplo la filosofía del método de Francis Bacon (1561-1626), el materialismo mecanicista de Thomas Hobbes (1588-1679) y el pragmatismo y «empirismo radical» de William James (1842-1910). Informa en general numerosas corrientes de pensamiento modernas y contemporáneas, sobre todo en el ámbito anglosajón, como son el empirismo lógico o científico del neopositivismo y la filosofía analítica. Ahora bien, el empirismo clásico se da en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII con sus tres máximos exponentes: John Locke (1632-1704), George Berkeley (1685-1753) y David Hume (1711-76).

El idealismo puro enseña que el objeto conocido depende para su realidad de la actividad de la mente cognoscente; identifica los objetos con las ideas. Podemos decir que hay una tendencia idealista desde los presocráticos (por ejemplo, Anaxágoras), que pasa por la época alejandrino-romana y la medieval. La vía al idealismo moderno fue abierta por el racionalismo-subjetivismo gnoseológico de Descartes. Fundador del idealismo puro es George Berkeley que, junto con Leibniz, fue el creador de una forma de inmaterialismo. El idealismo gnoseológico (trascendental, crítico) de Kant inspiró los panteísmos idealísticos alemanes del siglo XIX: Fichte (personalismo abstracto o «idealismo subjetivo»), Schelling (idealismo o teísmo estético), Hegel (idealismo absoluto o lógico), Schopenhauer (idealismo voluntarístico), Schleiermacher (panteísmo espiritual). En Francia se dan idealismos espiritualísticos o personalísticos (Condillac, Biran, Bergson...); en Inglaterra, personalismos semimonísticos (E. Caird, Green) o monismos impersonalísticos (Bradley, Bosanquet); en Italia se reelabora el idealismo de tipo alemán (Croce, Gentile).

¿Qué razones principales se pueden argüirse a favor del racionalismo, empirismo e idealismo?

El racionalismo desea alcanzar una aceptación universal de la verdad – en la certeza y la objetividad –, superando las diferencias de pensamiento con ideas claras y distintas. Su modelo de conocimiento es el deductivo e infalible de las ciencias matemáticas.

El empirismo reacciona contra los excesos del racionalismo y su vana pretensión de construir sistemas filosóficos a priori y de imponerlos como racionales. Desea, en cambio,

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edificar el pensamiento sobre la base de la experiencia, pero sin pretender certezas absolutas.

Por su parte, el idealismo trata de valorar el protagonismo del sujeto y la “identidad” cognoscente-conocido.

¿Cuáles son las exigencias positivas del racionalismo, empirismo e idealismo?El racionalismo confía en el poder de la razón para conocer verdades metafísicas y

liberarse de algún modo de los condicionamientos subjetivos para captar verdades objetivas y universales.

El empirismo busca valorar el papel de la experiencia sensitiva y tomar conciencia de las limitaciones del conocimiento humano científico, incapaz de captar verdades absolutamente ciertas acerca del mundo físico.

El idealismo enfatiza la actividad del sujeto cognoscente y el misterio del conocimiento como conformidad intencional de sujeto y objeto.

2.3.3.2. El secularismo como producto cultural del racionalismo, empirismo e idealismo

Al entronizar la razón racionalista, empirista o idealista como la única fuente de conocimiento y de progreso, la cultura moderna se ha ido radicalizando cada vez más en su carácter de auto-suficiencia: el hombre puede, con la sola fuerza de su razón, edificar un paraíso terrenal, una sociedad perfecta. Se rechaza a priori cualquier ayuda – verdad o gracia – que puede venir de Dios; de ahí que se quiera eliminar todo influjo social de la religión. Los hombres del siglo XXI nos hemos acostumbrado a ver, leer y escuchar películas, debates televisivos, obras de arte, novelas, artículos, declaraciones de artistas, intelectuales y políticos, que ignoran o se mofan de la religión, sobre todo de las doctrinas y símbolos cristianos98.

El secularismo penetra todas las áreas de la sociedad. En la política nos enfrentamos ante una legislación que obstaculiza la libertad religiosa, la objeción de conciencia, la educación cristiana, las obras de caridad, la promoción de la vida y de la familia tradicional. En el ambiente académico y cultural se promueven militantemente el racionalismo y el cientismo, el ateísmo filosófico, la antropología evolucionista, el eco-centrismo, la psicología materialista, la bioética relativista. La mayor parte de los medios de comunicación social silencia, ridiculiza o tergiversa el fenómeno religioso. En el ámbito de las costumbres sociales prevalece el ateísmo práctico con el individualismo exasperado, la indiferencia religiosa, el sexo “libre”, el aborto y la eutanasia, la eugenesia embriológica, la secularización de la liturgia y de las fiestas religiosas como Navidad y Pascua.

La sociedad está, pues, secularizada. ¿Qué significa esto? Distingamos, ante todo, los términos secularidad, secularización y secularismo99.

98 «Todos respiramos en una sociedad iconizada por la secularización. El proceso secularizante constituye, lo sabemos bien, el latido del corazón de la modernidad. El silenciamiento de Dios o el abandono de Dios, su confinamiento o reducción a la esfera de lo privado, elementos de una sociedad secularizada como la nuestra de Europa, es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia en Occidente. No hay otro que se le pueda comparar en radicalidad. Ni siquiera la pérdida del sentido moral, que no es ajena a esta cultura secularizada y laicista» (Card. Antonio Cañizares, conferencia «Cristianismo y Secularización: retos para la Iglesia y para Europa» en el Congreso Cristianesimo e Secolarizzazione, Università Europea di Roma, 29 de mayo de 2007; el cursivo es nuestro). Para profundizar en este fenómeno, se vea Alfonso Aguilar, «Naturaleza, historia y razones de la secularización», Ecclesia, 24 (2010) 1, 43-5299 Para una explicación de los conceptos y ámbitos de la secularización, se vea Battista Mondin, La secolarizzazione: morte di Dio? Borla, Torino 1969, 9-25; Aa.Vv., «La secolarizzazione oggi», La Civiltà Cattolica, Editoriale, 3641 (2002) 1, 425-434; Fernando Pascual, «Laicidad y laicismo: una reflexión desde la doctrina social de la Iglesia», Ecclesia, 21 (2007) 2, 239-251; Alfonso Aguilar, «The Coming Secularist Storm», National Catholic Register (Nov.30-Dec.6, 2008), 7.

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Por secularización entendemos el proceso histórico occidental de los últimos siglos por el cual la sociedad afirma su propia autonomía de la Iglesia y de sus preceptos morales para fundarse en principios no religiosos y darse reglas y ordenamientos no conformes o incluso contrarios a los propuestos por la religión.

Esta transformación cultural, que busca tomar en serio al hombre y al mundo en sus valores propios, ha producido históricamente dos resultados. El primero es la secularidad o laicidad: la justa autonomía de las realidades terrenas y humanas – el Estado, la política, la economía, las costumbres sociales, las ciencias y el arte – de la Iglesia y de los ordenamientos religiosos. La laicidad conlleva la no confesionalidad religiosa del Estado y el reconocimiento de que las realidades humanas tienen un valor, unas leyes y unos métodos propios que no dependen directamente de la religión.

El segundo efecto del proceso histórico de secularización es el secularismo o laicismo: el esfuerzo teórico y práctico por independizar absolutamente las realidades terrenas y humanas de Dios y de la ley moral cristiana (en cuanto conforme a la ley moral natural). Este laicismo conlleva la exclusión de Dios de manera radical en todos los ámbitos humanos, personales y sociales, y de las leyes morales cristianas en el comportamiento personal y en los ordenamientos estatales. Se trata de organizar una civilización anti-trascendencia, tamquam si Deus non esset («como si Dios no existiese»)100.

¿Qué razones principales pueden impulsar a los hombres a lo largo de los siglos a construir una civilización de Babel, sin Dios y sin religión?101

El laicista implícita o explícitamente cree en el inmanentismo radical (sólo existen el hombre y el universo), la “divinización” del hombre (sin Dios, el hombre asume el papel del ser supremo), la absolutización del Estado como la fuente de todos los valores y derechos humanos, el racionalismo y el cientismo (la ciencia y la tecnología constituyen el único recurso cierto y válido de conocimientos y de progreso social), la total autonomía de la libertad, el consumismo (el hombre es total o fundamentalmente un ser material destinado exclusiva o principalmente a gozar de bienes de consumo y de éxito social).

¿Cuáles son las exigencias positivas del laicismo? Busca la paz mundial en una sociedad pluralista y multi-religiosa, la autonomía política y

social de la religión, la libertad de pensamiento y la independencia total de ideas y tradiciones obsoletas, el goce de la vida terrena y la construcción de una utopía político-social.

2.3.3.3. Refutación del racionalismo, empirismo e idealismo

Común al racionalismo, empirismo, idealismo es la reificación de la ideas o impresiones: la consideración de que las ideas y/o impresiones son los objetos (el id quod o «signos instrumentales») del conocimiento y no los medios (id quo o «signos formales») para conocer la realidad. Como consecuencia, no se conocen las cosas; sólo las ideas o impresiones. Éstas son, pues, “reificadas” (del latín, res + fieri = «llegar a ser cosa»).

100 El vocablo secularismo fue acuñado por el escritor inglés George Jacob Holyake (817-1906). «En el lenguaje político contemporáneo el término “laicismo” indica la actitud de quienes sostienen la necesidad de excluir las doctrinas religiosas – y las instituciones que las promueven – de la cuestión pública en todas sus formas» (Edoardo Tortarolo, Il laicismo, Laterza, Roma-Bari 1998, 3; traducción nuestra). Se debe aclarar que el término secularismo/laicismo no coincide, sin más, con el de ateísmo, pues hay dos clases de ateísmo: el tolerante – abierto a la religiosidad y a la libertad religiosa – y el militante, que busca imponer su ideología sin tolerar ninguna expresión pública de la religión. El ámbito del secularista/laicista se reduce, pues, al del ateo militante. Todo laicista es ateo, pero no todo ateo es laicista.101 Sobre las razones e intereses del laicismo, se lea Alfonso Aguilar, «Reasons for a Religion-Free Society», National Catholic Register (Dec. 7-13, 2008), 7.

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La consecuencia inevitable es la imposibilidad lógica de saber si nuestra mente se conforma a la realidad. Dado que el objeto inmediato de nuestro conocimiento son las ideas o impresiones, no tenemos contacto directo con lo que es. ¿Cómo saber, entonces, si una idea o impresión («libro en la mesa») corresponde a algo exterior (el libro real que está en la mesa)? Para saberlo, se necesita tener la capacidad de comparar los dos términos: la idea con la cosa. Pero no tenemos contacto con la cosa. Lo único que podemos hacer es resignarnos a postular, creer, esperar que nuestras representaciones correspondan a la realidad, mas nunca lo podremos saber, porque nunca podremos realizar la comparación necesaria.

Al reducir la naturaleza del conocimiento a un extremo de la bipolaridad – la mente y no la realidad –, estas tres teorías del conocimiento desprecian la experiencia cognoscitiva humana que, espontánea y naturalmente, reconoce que conoce la realidad y no las propias ideas o impresiones. No sólo, también son incapaces de explicar el conocimiento universal e inmutable. Dado que la mente proyecta los propios objetos de su conocimiento, nadie puede equivocarse. La noción de verdad se reduce exclusivamente a lo que se capta en un momento dado; como todo el proceso es continuo, sin fin, entonces no hay una verdad definitiva en ningún momento. En estas condiciones, la verdad del racionalismo, empirismo e idealismo también es pasajera. De este modo, se elimina el fundamento para el conocimiento científico: las ideas o impresiones subjetivas no pueden explicar la necesidad y la universalidad que encontramos en los seres y en las leyes de la naturaleza. ¿Cómo explicar, entonces, el éxito de la tecnología, que se basa en el conocimiento de las leyes naturales?

Por lo tanto, estas tres teorías conducen inevitablemente al solipsismo, dado que sólo existe el sujeto cognoscente con sus propias modificaciones mentales (los objetos de su pensamiento). Al exagerar o reducir el poder innato de la inteligencia, caen en el peligro de construir sistemas idealistas o escépticos que no explican los datos de la experiencia.

En el fondo, estas tres corrientes de pensamiento se contradicen al poner la razón (racionalista, empirista o idealista) como el único orden de conocimiento, rechazando todo tipo de creencia. Parten, en efecto, de un acto de fe humana, pues la razón no puede demostrar ni argumentar a favor de la propia absolutez: se cree que la razón es la única fuente de conocimiento y progreso. Esto no es un presupuesto racional, sino volitivo: es la voluntad la que impone a la razón la creencia de que ella no necesita de Dios ni de nadie más para conocer y para progresar.

2.3.3.4. Refutación del secularismo

El laicismo es la expresión cultural y política del racionalismo, empirismo e idealismo. Por tanto, carece de fundamentos gnoseológicos coherentes; no corresponde a lo que la naturaleza humana busca y necesita. Sus ideas y motivos no pueden realizar el sueño laicista, como lo han demostrado la historia y en particular los tristes experimentos de los nefastos regímenes laicistas del siglo XX. La justicia y la caridad desaparecen cuando se separan de la verdad acerca de Dios, del ser humano y del universo. Con su independencia total de Dios y de su ley moral, se reemplaza el papel de Dios con el papel del hombre. Se busca construir una torre de Babel. El laicismo es un totalitarismo de lo secular, la autonomía absoluta del hombre y de lo profano102.

102 Sobre diversos argumentos y estrategias que se pueden usar para vencer el secularismo en nuestros días, se vea Alfonso Aguilar, «Overcoming Secularism», National Catholic Register (Jan. 4-10, 2009), 7.

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Lo único que puede salvar a la humanidad en un mundo pluralista y plurireligioso es la sana laicidad, o sea, la separación y al mismo tiempo el respeto mutuo de la relativa autonomía de los ámbitos temporales y espirituales. Los dominios secular y religioso deben colaborar para el bien integral de los individuos y de la sociedad, dado que el hombre, como ser temporal e inmortal, tiene necesidades corporales y espirituales. Este principio de laicidad, intrínseco a la visión cristiana de la vida y promovido constantemente por la Iglesia Católica, es un patrimonio para toda la humanidad103.

La laicidad distingue entre los ámbitos profano y religioso, pero no los opone. Más aún, estimula la cooperación entre la religión y la sociedad para buscar y promover el bien común integral de los ciudadanos. La secularidad es incluyente; el secularismo es excluyente. La laicidad es un ideal de convivencia social; el laicismo es una ideología. Mientras que el primer resultado corresponde a la distinción evangélica entre Dios y el César, el segundo elimina a Dios para divinizar al César. «Laicidad no es laicismo. Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes»104.

2.3.4. Irracionalismo y espiritualidad gnóstica:el individuo con su propio poder puede ser perfecto

2.3.4.1. Irracionalismo y existencialismo inmanentístico: doctrina, historia, razones y exigencias positivas

El irracionalismo filosófico sostiene que la realidad es el producto de un principio no racional y que niega por lo mismo la posibilidad de ser reconducida a formas o conceptos racionales. Un tipo de irracionalismo es el existencialismo inmanentístico: la filosofía atea que busca un apasionado retorno del individuo a su propia libertad para que, en el desarrollo de su existencia humana, pueda extraer el significado de su ser sólo por sí mismo. El individuo es quien verdaderamente existe; el hombre se realiza a sí mismo sólo a través de decisiones personales por las cuales abraza y logra la plenitud de su propio ser. El puesto principal del pensamiento existencialista inmanentístico lo ocupa, pues, la libertad humana absolutizada, sin dependencia de nadie.

103 Cf. Pío XII, Discurso a la colonia de las Marcas en Roma (23-III-1958); Alfonso Aguilar, «Secularization, Good and Bad: What’s Right and What’s Wrong with Secularization?», National Catholic Register (Dec. 14-20, 2008), 7. «El ágora de la laicidad llega a ser el lugar (y no podría ser otro) donde se construye la convivencia entre las diversas “alteridades”» (Marco Politi, Per una nuova laicità, en Marcello Pera [ed.], Libertà e laicità, Cantagalli, Siena 2006, 152; traducción nuestra).104 Juan Pablo II, Discurso a los miembros del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (12-I-2004), n. 3. «Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe» (Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 36).

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Varios filósofos reaccionan contra la visión excesivamente abstracta y alejada del mundo real de la filosofía hegeliana. Su mayor crítico es el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-55), que defiende el carácter irreductible de lo específico de la realidad humana frente a las leyes de la razón. Se convierte, así, en el padre espiritual del existencialismo moderno: un movimiento filosófico y cultural que surge en Alemania en 1919 en conexión con el «renacimiento kierkegaardiano» y que tuvo un enorme éxito en el ambiente de crisis y perturbación de la Europa de la segunda postguerra.

El término existencialismo abarca una gran variedad de visiones del mundo, muchas de ellas en conflicto violento entre sí. Hay existencialistas declaradamente cristianos como Kierkegaard, Gabriel Marcel (1889-1973), Niccolá Abbagnano (1901-1990), Nicolaj Berdyayev (1874-1948); otros explícitamente ateos, como Jean-Paul Sartre (1905-80), Albert Camus (1913-60), Maurice Merleau-Ponty (1908-61). Entre los máximos representantes de esta corriente, además de los autores citados, se encuentran Martin Heidegger (1889-1976) y Karl Jaspers (1883-1969). Otras movimientos que reinterpretan el pensamiento existencialista a su modo son: el vitalismo de Henri Bergson (1859-1941), la filosofía de la vida de Miguel de Unamuno (1864-1936), el raciovitalismo de José Ortega y Gassett (1883-1955), la hermenéutica histórica de Wilhelm Dilthey (1833-1911), la fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938), Max Scheler (1874-1928), Edith Stein (1891-1942) y Dietrich von Hildebrand (1889-1977), entre otros.

¿Qué razones principales se pueden argüir a favor del irracionalismo y del existencialismo inmanentístico?

Estas corrientes reaccionan contra la despersonalización de los “absolutismos” filosóficos, políticos o sociales. Se enfrentan contra el materialismo, la carencia de sentido, la degradación de la persona singular producida por el totalitarismo, el consumismo, el tecnocratismo y la masificación de las sociedades desarrolladas. El ser humano pertenece al reino de libertad, no es “cosificable”.

Se valora todo lo concreto, singular, histórico en contra de sistemas idealísticos. Se valora sobre todo la subjetividad humana, pues la persona ocupa el lugar privilegiado en el mundo.

¿Cuáles son las exigencias positivas del irracionalismo y del existencialismo inmanentístico?

Se busca la sensibilidad hacia lo concreto, lo individual, lo personal, la experiencia ordinaria, dado que la realidad no está compuesta simplemente de principios, categorías, leyes, sino también de seres y eventos singulares. El hombre, además, vive su vida de un modo muy personal, lleno de experiencias concretas.

También se trata de poner a la persona humana al centro de la política, la economía, la ciencia, la tecnología, la filosofía, la organización social. El hombre es libre, único e irrepetible, y, por tanto, debemos resistir la tendencia actual de la sociedad que roba la libertad humana a través de la manipulación política y mediática, la despersonalización, la masificación, la falta de vida interior.

Hay un gran interés por las grandes cuestiones de la vida, como el dolor, la muerte, el futuro de la sociedad, lo espiritual…frente a la banalidad, mediocridad, superficialidad de muchas filosofías y tendencias culturales.

2.3.4.2. La espiritualidad gnóstica en nuestros días

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El irracionalismo y existencialismo inmanentístico, unidos al derrumbe de las viejas certezas filosóficas, el declive de la fe cristiana y de las formas de religión tradicionales e institucionales, la crisis de sentido, el materialismo, el atractivo por las religiones y sabidurías orientales, ofrecen hoy una tierra fértil para el crecimiento de nuevos movimientos religiosos y espiritualidades neopaganas, que pretenden divinizar al ser humano. Para simplificar, los podemos agrupar a todos en el concepto de gnosis (“conocimiento” en griego).

Gnosis es, «en sentido amplio, una forma de conocimiento no intelectual, sino visionaria o mística, que se cree revelada y capaz de unir al ser humano con el misterio divino»105. Se trata de una espiritualidad panteísta, por lo general, que busca la salvación con las propias fuerzas interiores a través de un conocimiento antiguo y secreto (esotérico) reservado a una élite. Las enseñanzas esotéricas se transmiten de maestro a discípulo en un programa gradual de iniciación. Muchas formas actuales de gnosis ven el cosmos como un todo orgánico, animado por una Energía (Alma divina o Espíritu), la divinidad como una fuerza espiritual o energética, y el espíritu humano como una “chispa” de la divinidad con poderes que sólo pueden descubrirse gracias a la gnosis, que es un «conocimiento perenne» previo y superior a todas las religiones y culturas. Esta gnosis, que se obtiene con la guía de maestros iluminados y la mediación de varias entidades espirituales, permite al ser humano ascender a esferas superiores invisibles y controlar la propia vida más allá de la muerte, quizás también con la reencarnación106.

Gnosis es el género que abarca fenómenos tan antiguos como las sectas gnósticas de los primeros siglos del cristianismo que distorsionaban la fe y a los cuales se opusieron vigorosamente los Padres de la Iglesia, la antigua religión maniquea, las sectas de los Paulinos, Bogomiles y Cátaros en la Edad Media europea, la alquímica, el hermetismo, la magia, la astrología y otras formas neopaganas que se extendieron en Occidente sobre todo a partir del Renacimiento. Hoy en día nos encontramos con una gran variedad de movimientos gnósticos, entre los cuales destacan la Nueva Era, la Masonería, la brujería, la religiosidad mágica, el satanismo, el ecologismo que adora la Madre Tierra, el espiritismo, la Teosofía, la Antroposofía, la Cientología, Feng-shui, Reike, Curso en milagros, Metafísica (religión), Raelianos, Cábala, Thelema.

Entre las prácticas esotéricas basadas en ideas gnósticas podemos mencionar la astrología, el eneagrama, los horóscopos, la meditación trascendental, el yoga (como práctica religiosa, no como terapia relajante), el tarot, el uso de cristales – en varias terapias, la meditación, visualización, el «viaje astral» o como amuletos de la suerte – para la autotransformación. En las librerías nos topamos con muchos libros de espiritualidad gnóstica y con novelas de ideas esotéricas, como son El monje que vendió su Ferrari de Robin S. Sharma, El Código Da Vinci de Dan Brown, El Alquimista y otras obras de Paulo Coelho, y las series de El Caballo de Troya de J.J. Benítez y de Harry Potter de J.K. Rowling107. Algunas películas de carácter gnóstico, además de las populares series Guerra

105 Documento vaticano del Consejo Pontificio de la Cultura y Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, Jesucristo, Portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la «Nueva Era», 7.2. Glosario (www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/cultr/documents/rc_pc_cultr_doc_06121999_documents_sp.html).106 Para una explicación sintética de la gnosis y de sus expresiones en la cultura contemporánea se vea Alfonso Aguilar, «Gnosticism and the Struggle for the World’s Soul», National Catholic Register (March 30 - April 5, 2003), 9; «Into the Gnostic Wonderland», National Catholic Register (April 6-12, 2003), 9. 107 Un análisis del fenómeno de Harry Potter en clave gnóstica se encuentra en Alfonso Aguilar, «Wonderland or Christianland?», National Catholic Register (May 18-24, 2003), 7; «Judging Harry Potter», National Catholic Register, Sept. 2-8, 2007), 7 y 9.

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de las galaxias y The Matrix, son El último Samurai, La última tentación de Cristo, Stigmata, The Blair Witch Project, Pokemon, Avatar.

2.3.4.3. Refutación del irracionalismo, existencialismo inmanentístico y espiritualidad gnóstica

Dado que sólo el individuo cuenta, fácilmente se pasa de la subjetividad al subjetivismo, es decir, a un modo de explicar la vida en términos exclusivamente personales, sin ninguna relación con criterios y valores objetivos, universales, y sin referencia a la comunidad humana y al mundo.

Sospechar de la validez de las operaciones de la razón misma conduce a un irracionalismo que hace evaporar la realidad objetiva de las cosas en lo meramente existencial humano, como si ella “existiera” sólo en la medida que el hombre la proyecta como manifestación de su «existencia humana».

Este irracionalismo convierte al hombre en fácil presa de nuevos movimientos gnósticos irracionales y de espiritualidades neopaganas, que exigen a sus miembros el abandono de la razón y la fe ciega en gurús y mitos esotéricos. Si el hombre renunciase al uso de su facultad más noble, ¿cómo podría liberarse de «lavados de cerebro»? ¿Cómo podría asegurarse de que la inversión de su tiempo, energías y dinero no cae en manos de personas con oscuros intereses o en el vacío de sueños irrealizables? La filosofía auténticamente humana debe amar la verdad y potenciar el uso de la razón al máximo grado para que el hombre pueda forjar sus convicciones personales y realizarse en el bien objetivo con el buen uso de su libertad108.

Como enseña la experiencia, el hombre es un ser relacional, llamado a amar y a ser amado, impulsado a encontrar la verdad – patrimonio de todos y no sólo de una élite – con los demás hombres. Una filosofía o movimiento religioso que absolutiza el individuo y lo contrapone al resto de la familia humana se demostrará siempre como una falsa utopía para responder a la sed profunda de felicidad del corazón humano, sometido al dramatismo de la existencia e insatisfecho ante la infelicidad profunda de la felicidad moderna.

Conclusión

Como el homínide de Viktor Frankestein y como Sofía Amundsen, todos buscamos la respuesta verdadera y satisfactoria a la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?». El escepticismo, relativismo, racionalismo, empirismo, idealismo, irracionalismo y existencialismo inmanentístico – como el científico suizo y el espejo de Sofía – no saben responder a esa pregunta: permanecen mudos. Nos alejan de la realidad y, por tanto, de Dios, del mundo y de nosotros mismos.

Esas diversas negaciones de la verdad han forjado la post-modernidad en sus expresiones más significativas e inhumanas: nihilismo, indiferencia religiosa y existencial, relativismo, secularismo y espiritualidad neopagana.

108 Juan Pablo II ha alertado respecto al «renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. No debemos engañarnos pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas. La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano» (Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 103-104).

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El realismo, en cambio, explica la experiencia cognoscitiva, nos acerca a la realidad y nos humaniza. Las conclusiones del capítulo anterior se refuerzan al comparar el realismo con el idealismo que anima la post-modernidad.

Al final, Jesucristo nos dejó el criterio para juzgar todas las filosofías y movimientos culturales y religiosos: «Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis» (Mateo 7, 16-20).

En esta época en que la post-modernidad ha agotado sus recursos teóricos y ha producido frutos malos, plantemos el árbol de una cultura de la verdad que dé frutos buenos para todos nuestros hermanos.

Introducción a los Estudios Universitarios 2ª parte: CONOCER LA VERDAD

Alfonso Aguilar, L.C.Junio 2010

Esquema del capítulo 22.4 ¿Cuándo conocemos la verdad?

Los diversos estados de la mente en el conocimiento

Introducción: El uso personal de la inteligencia para conocer la verdad

2.4.1. La certeza: criterio y tipos

2.4.1.1. El criterio de certeza2.4.1.2. Conocimientos ciertos (evidentes) e inciertos (no evidentes)2.4.1.3. Tipos de certezas

2.4.2. Estados imperfectos de la mente en el conocimiento

2.4.2.1. Tipos de actos y de asentimientos de la razón 2.4.2.2. El error2.4.2.3. La duda2.4.2.4. La opinión

2.4.3. La creencia y la fe

2.4.3.1. Naturaleza y causas de la creencia2.4.3.2. La credibilidad: naturaleza y signos2.4.3.3. La fe sobrenatural

Conclusión:

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Conocer la verdad de «conocer la verdad» para conocer la verdad de quién soy yo

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Capítulo 22.4 ¿Cuándo conocemos la verdad?

Los diversos estados de la mente en el conocimiento

ObjetivoComprender porqué tenemos diversos estados de la mente y cómo podemos acercarnos a la certeza

8. Determinar el criterio de certeza, cómo fundamenta las verdades no ciertas y distinguir los diversos tipos de certeza.

9. Identificar la naturaleza y las causas del error, la duda, la opinión, la creencia y la fe.10.Entender porqué el conocimiento basado en creencias y en la fe sobrenatural es

válido.

Introducción: El uso personal de la inteligencia para conocer la verdad

«¿Quién soy yo?». A esta pregunta, como hemos podido comprobar en los dos capítulos anteriores, podemos dar una respuesta satisfactoria. Tenemos la capacidad para conocer las cosas como son: Dios, el mundo y nosotros mismos. Al contrario de lo que suceden en las negaciones de la verdad que conforman gran parte de la post-modernidad, el realismo explica nuestra experiencia cognoscitiva y ofrece la garantía de que podemos apagar nuestra sed de verdad.

Por derecho natural, de iure, podemos conocer la realidad. Esto no implica, empero, que de facto, de hecho, la conozcamos siempre. Una cosa es la capacidad, otra bien distinta el uso de la misma. Una cosa es saber que la video-cámara de mi inteligencia funciona, otra cosa es saberla usar bien. Es hora de pasar de un análisis objetivo, genérico y abstracto sobre nuestra capacidad natural a un examen del uso concreto de tal capacidad. Inevitablemente, usamos la inteligencia de modo subjetivo, personal, en situaciones particulares ante verdades concretas. No todos nuestros conocimientos son iguales en cuanto a la intensidad o fuerza con que penetran en nuestra inteligencia. Hay diversos grados de seguridad o asentimiento en nuestros juicios. A veces estamos seguros de que tal o cual proposición es verdadera. A veces, en cambio, dudamos. Otras veces opinamos. En ocasiones erramos. A muchas verdades sólo podemos asentir con nuestra voluntad, mientras de que otras muchos somos completamente ignorantes. Tenemos, en fin, diversos modos de asentir a nuestros juicios. Definámoslos brevemente.

El error consiste en un juicio de la mente que no se conforma con la realidad. La ignorancia es la falta de un conocimiento debido. La duda se identifica con la suspensión del juicio ante dos proposiciones contradictorias. La conjetura o sospecha (en sentido positivo) es una inclinación débil hacia una proposición sin afirmarla de modo definitivo. La opinión es la adhesión a una proposición hecha con reservas, es decir, con temor de equivocarse. La certeza, en cambio, es el la cualidad de sentirse seguro, sin lugar a dudas: un asentimiento firme a una verdad sin ningún temor prudente a equivocarse.

La calidad subjetiva de nuestros conocimientos es variada. Dedicaremos el último capítulo a resolver los siguientes interrogantes:

1. ¿Cómo alcanzar la certeza? ¿Cuál es el criterio definitivo por el cual la mente se asegura de que posee la verdad?

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2. ¿Por qué no siempre tenemos certezas? ¿Por qué nuestra inteligencia se siente con frecuencia obligada a creer, opinar, dudar y a correr el riesgo de equivocarse? ¿Qué es lo que condiciona los diversos modos de asentir a la verdad conocida: la realidad, las ideas o la mente?

3. Muchos de nuestros conocimientos son creencias. ¿Por qué debemos creer, o sea, fiarnos de los demás?

Respondiendo a estas preguntas podremos orientarnos para discernir cuándo y cómo podemos responder a la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?»

2.4.1. La certeza: criterio y tipos

2.4.1.1. El criterio de certeza

Nos gustaría siempre estar seguros de que tenemos la razón. La experiencia ordinaria me enseña, sin embargo, que de muchos conocimientos no tengo certeza, o sea, el estado en el cual la mente se adhiere firme y definitivamente a una proposición sin temor a equivocarse. En el modo de asentir en mi interior encuentro una clara diferencia entre el juicio «El libro está sobre mi escritorio» y los juicios: «Lloverá pasado mañana», «Hay seres inteligentes en otras galaxias», «El poeta griego Homero era ciego».

Sobre la existencia del libro y el lugar donde está colocado no puedo dudar. Sí puedo dudar, en cambio, de las otras tres proposiciones sobre la lluvia de pasado mañana, la existencia de extraterrestres y la ceguera de Homero. Hay la probabilidad de caer en el error. En el primero caso, mi asentimiento es total; en los demás, es débil: advierto que las cosas pudieran ser de otro modo. ¿Qué puede inducir a la mente a adherirse a una verdad sin temor prudente a equivocarse?

Necesitamos un criterio definitivo, auto-fundante y universal que asegure a la mente de haberse conformado con la realidad en ciertas ocasiones, dado que las verdades alcanzadas por la mediación de los razonamientos y testimonios ajenos se basan, últimamente, en certezas. Sin ellas, nuestro razonar y argumentar se basaría en las arenas movedizas de lo meramente opinable, probable o dudable. No podríamos edificar el rascacielos de los conocimientos sobre fundamentos sólidos.

Observemos el modo de actuar de nuestra mente en la experiencia ordinaria. Como vimos en el capítulo 2, nuestra inteligencia se mueve tendencialmente a “ver” el estado real de las cosas, no a escogerla ni a crearla. Sólo cuando capta lo que es, lo afirma como es. Mientras no lo perciba de modo claro, convincente, concluyente, sin posibilidad de contemplar otras alternativas, no emite un juicio definitivo. La mente no “descansa” hasta alcanzar, siempre que sea posible y en la medida de lo posible, la seguridad de que «esto es así» y no de otra manera.

Si estoy en mi cuarto estudiando felizmente este libro y, de repente, escucho un tintineo en la ventana y tengo la impresión de que está lloviendo, pero no estoy seguro, ¿qué hago? Miro por la ventana: veo que, efectivamente, está lloviendo (será mejor entonces seguir estudiando que salir de paseo). Sólo entonces mi inteligencia se decide a afirmar con decisión: «Llueve».

Si veo a lo lejos una silueta y dudo si se trata de un maniquí o de una persona de carne y hueso, ¿qué hago? Me acerco. Sólo cuando vemos con claridad de qué se trata, afirmo con decisión: «Es un maniquí» o «una persona». Lo mismo nos sucede con objetos no sensibles. A veces me pregunto si resulta más conveniente realizar esta actividad o la otra; delibero y establezco un juicio definitivo cuando “veo” con nitidez qué es lo mejor.

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En definitiva, tenemos certeza sólo cuando la realidad se presenta a la mente de modo objetivamente evidente, es decir, cuando su inteligibilidad es tan patente que la inteligencia reconoce esa realidad de modo inmediato. Por tanto, el único motivo que tiene la inteligencia para decidirse por una sola posición y excluir todo temor a pensar que lo contrario pueda resultar verdadero es la evidencia objetiva: la instantánea “auto-revelación” o manifestación de la realidad a la mente.

Aunque todo ente, en cuanto inteligible, es evidente en sí mismo, no todo ente es evidente para nosotros, porque no todo “posa” para la mente inmediata y directamente. En este capítulo no hablamos de la evidencia in se (en sí misma), sino de la evidencia quoad nos (hacia nosotros).

La evidencia objetiva quoad nos es, por tanto, la norma universal permanente para conocer y reconocer la verdad de los propios juicios con certeza. La certeza no es más que la consecuencia subjetiva de la evidencia: es la percepción inmediata de las cosas como son porque se presentan inmediatamente como son. Los hombres no somos libres para percibir lo que queremos. Percibimos lo que es, tal y como se presenta a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia. Cuando abro los ojos, no soy libre de ver lo que quisiera ver; veo lo que está ahí fuera delante de mí. Mi inteligencia “ve” las cosas que le parecen verdaderas, conformes a la realidad. Sólo soy libre de aceptar en mi corazón, con la voluntad, lo que «he visto». Puedo rechazar o negar la verdad, pero no puedo evitar haberla percibido; tengo certeza de ello.

2.4.1.2. Conocimientos ciertos (evidentes) e inciertos (no evidentes)

Evidencia significa, etimológicamente, capacidad de “ver” (videre, en latín) “desde” (prefijo e o ex) uno mismo: visión hecha por sí mismo. Esencial a la evidencia es su carácter de contacto in-mediato con la realidad, o sea, no mediado por razonamientos o por testimonios ajenos. Cuando el objeto se presenta como evidente, establece una relación directa con la mente que excluye todo intermediario. De ahí que su presencia en la mente sea indudable.

Tenemos, por un lado, certezas que provienen de evidencias sensibles: todos los conocimientos adquiridos por nuestros sentidos de manera inmediata: «Hace frío». «El libro es pesado». «Hay un plato roto ahí». «Gabriela me está contando sus aventuras»… No puedo dudar de lo que toco, siento, escucho, veo, gusto. No puedo negar intelectualmente la existencia de cuanto percibo. El conocimiento de la silla sobre la que estoy sentado no depende de la información que he recibido de otros ni deriva de la conclusión de un silogismo. Se trata, simplemente, de un objeto evidente y, por tanto, de un conocimiento cierto.

Tenemos también certezas que provienen de evidencias intelectuales: el conjunto de verdades sobre realidades inmateriales percibidas espontánea e inmediatamente por la mente sin necesidad de reflexión ni de educación. Este conjunto de verdades está formado por los principios analíticos, sus aplicaciones inmediatas y los juicios inmediatos de la experiencia: «Yo existo». «Las cosas son distintas de mí». «Ningún ente puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido» (principio de no contradicción). «El todo es mayor que la parte»… Después de ver un plato roto, para mí resulta evidente que «algo o alguien ha roto ese plato», dado que el principio de causalidad es evidente a la razón: «Todo efecto tiene una causa». Si en un electrodoméstico me encuentro con un aparato hasta ese momento desconocido, pregunto para qué sirve, dado que para mí es evidente el principio de finalidad: «Todo tiene un fin». Sé con certeza que «el fuego quema», aunque ya no meta

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nunca más la mano en el fuego, dado que para mí es evidente que «la naturaleza de las cosas no cambia».

A partir de las certezas que provienen de evidencias sensibles e intelectuales, elaboramos otros muchos conocimientos por mediación de razonamientos y de testimonios. Éstos ya no son evidentes, pues no provienen de un contacto directo con la realidad. Cabe la posibilidad de que la mediación sea impropia y, por tanto, incapaz de conducir la mente a la realidad. Cuanto más débil sea la mediación, más incierto es el conocimiento.

Las verdades obtenidas como conclusión de razonamientos inductivos o deductivos son, por lo general, menos inciertas que las adquiridas por información de otros, dado que la mediación del raciocinio es interna al sujeto. Supongamos que no sé si el alma humana es inmortal. Puedo hacer el siguiente razonamiento: «Todo lo que es espiritual es incorruptible, no puede morir. El alma humana es espiritual. Por tanto, el alma humana es incorruptible, no puede morir».

La conclusión es una verdad no evidente y, por tanto, tiene un grado subjetivo de incerteza. ¿Por qué? Puedo dudar de mi conclusión por dos motivos: (1) alguna de las premisas puede ser errónea; (2) la conexión entre las premisas puede ser incorrecta. La mediación no ofrece una certeza indudable al cognoscente; el sujeto siempre podría dudar si el raciocinio era verdadero y correcto.

Verdades nada evidentes y más inciertas aún son las que se adquieren desde el exterior por mediación de testigos: parientes, amigos, conocidos, transmisores de cultura y de tradiciones, educadores, políticos, autores de libros, periodistas, agentes de medios de comunicación social, escritores en internet, etc. La evidencia de lo que ellos me transmiten no se encuentra en la propia relación inmediata con la realidad ni en la conclusión de un razonamiento personal, sino en la evidencia del testigo. Aceptamos su testimonio por fe humana. Les creemos. No puedo tener ni evidencia ni certeza absoluta de esta información que me da un amigo: «Mi tío es misionero en África»; simplemente, le creo. Tampoco tengo evidencia de que «la tierra gira alrededor del sol» y de que «Napoleón perdió la batalla de Waterloo»; creo a los astrónomos y a los historiadores.

2.4.1.3. Tipos de certeza

La certeza es el estado perfecto de la mente hacia el cual tiende siempre que considera un objeto. Todos los demás estados – ignorancia, error, duda, sospecha, opinión, creencia – son imperfectos y transitorios; la mente busca salir de ellos para alcanzar la certeza en la medida de lo posible. Ahora bien, no todas las certezas son idénticas en su grado de infalibilidad. Podemos distinguir tres tipos de certezas.

La certeza metafísica es el firme asentimiento acerca de las esencias o naturalezas de las cosas. Tiene el máximo grado de infalibilidad: es imposible caer en el error. ¿Cuáles son estas certezas metafísicas? En primer lugar, los principios analíticos, inmediatamente evidentes a la inteligencia. A estos podemos añadir los juicios analíticos aplicados, como vimos con los ejemplos del plato roto («algo o alguien ha roto el plato, porque todo efecto tiene una causa») o del aparato nuevo en el electrodoméstico («este aparato tiene una finalidad, dado que todo ente tiene fin»). Certezas metafísicas son también todos los principios sintéticos, que son nuestros conocimientos ciertos acerca de las esencias o naturalezas de las cosas: «Los perros son animales que ladran», «las plantas tienen vida», «las estrellas son astros con luz propia», «la televisión es un aparato que sirve para ver programas». Contamos, finalmente, con los juicios inmediatos de la experiencia: la enunciación de lo que se experimenta actualmente: «Está lloviendo», «estoy feliz», «este

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libro es interesante», «escribimos», «este salón tiene muchas sillas». De todas estas verdades no puedo dudar. Si el perro es un animal, siempre lo será; no puede dejar de serlo; ni siquiera Dios podría cambiar su naturaleza canina. Hay aquí, pues, una certeza absoluta.

La certeza física tiene como objeto las leyes de la naturaleza y las operaciones de los entes, basadas en la relación entre causas naturales y efectos. No nos referimos, pues, al conocimiento de entes físicos. En esta certeza no se excluye del todo que suceda lo opuesto de lo que debería suceder, si bien la posibilidad del cambio es prácticamente nula. Sé, por ejemplo, que el papel, siendo ligero, cae con cierta lentitud al suelo por motivo de la fuerza de la gravedad. Ahora bien, podría resultar que en una ocasión cayera rápidamente o se mantuviera por un tiempo en el aire, porque intervienen factores imprevistos o caóticos; mi predicción, en tal caso, fallaría. Cabe la posibilidad también de que Dios intervenga en la operación de la naturaleza, realizando algún milagro: una persona tiene cáncer y está desahuciada; repentinamente y sin causa natural, se cura. La ley de la naturaleza ha sido, temporalmente, interrumpida. Dios, de todos modos, no puede cambiar la esencia de alguna cosa; no puede hacer que un perro sea un libro ni viceversa, pero sí puede cambiar la operación, el modo de comportarse de algo. De todos modos, dado que los elementos caóticos o imprevisibles y las intervenciones de Dios son más bien raros, podríamos decir que nuestro conocimiento ordinario sobre cómo actúan las cosas puede tener en la práctica el valor o la intensidad de las certezas metafísicas.

La certeza moral tiene como objeto el modo ordinario de comportarse de las personas. No se refiere, pues, al conocimiento de los principios y normas éticas. En no pocos casos, el comportamientos humano es estable, pero el comportamiento opuesto al ordinario no queda excluido como imposible o contradictorio, dado que el agente es libre. Conocemos por experiencia leyes acerca de modos típicos de actuación de la gente: «el hombre no mata sin un motivo relativamente importante», «el hombre no miente sin razón», «las personas tienen un determinado grado de apertura o generosidad», «todo el mundo tiene amigos», «a la gente le gusta comer bien». Basado en estas «certezas morales» (convicciones experienciales), camino por la calle sin temor a que me apuñale el primer individuo con que me topo afuera; como la sopa que me preparan sin considerar para nada la posibilidad de que esté envenenada; si pregunto a alguien la dirección de una calle o la hora, confiaré en que me va a responder la verdad… Estas certezas morales hacen “vivibles” nuestra vida: me fío de que el policía de enfrente no es un farsante vestido como tal, me fío de que la coca-cola del supermercado es coca-cola y no una estafa o un producto mortal, me fío de lo que me cuentan mis amigos, me fío de la información de los periódicos, etc. De todos modos, mis certezas no son metafísicas, porque la libertad humana es imprevisible y lo opuesto puede darse. Hay hechos indudables sobre el modo de comportarse de la gente, pero también presuponemos que, por lo general, no se abusará de la libertad sin motivo; tal convicción nos da una cierta garantía o certeza en la vida.

2.4.2. Estados imperfectos de la mente en el conocimiento

Si nuestra inteligencia tiende naturalmente hacia la certeza, ¿por qué hay diversos estados en la mente?

2.4.2.1. Tipos de actos y de asentimientos de la razón

Podemos responder a esta pregunta si distinguimos los dos tipos de actos que la razón realiza al ponerse en contacto con la realidad: el acto por el cual aprehende algo y el acto por

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el cual asiente a lo que aprehende. Por el primer acto, la inteligencia capta una verdad a través de la evidencia o de las mediaciones externas o internas: las aprehende como vienen, sin poder alterarlas. Por ejemplo, las proposiciones «está lloviendo» y «la economía africana está creciendo» entran a la inteligencia tal y como vienen percibidas o escuchadas (o leídas).

Por el segundo acto, el entendimiento “decide” si asentir o no a tales proposiciones. Si se trata de una evidencia (por ejemplo, yo mismo veo que «está lloviendo»), entonces la mente no es libre de asentir o disentir; la evidencia inmediata le obliga a aceptar la verdad. Si carece de evidencia (alguien me ha dicho que «está lloviendo» pero yo aún no lo he comprobado por mí mismo), entonces podría pensar que ese “alguien” se equivoca o miente o está bromeando. En el caso de «la economía africana está creciendo» tengo, lógicamente, libertad para aceptar o rechazar en diversos grados tal proposición, dado que carezco de evidencias.

Al asentimiento obligatorio, basado en la evidencia, le llamamos certeza. Cuando el objeto no resulta evidente para nosotros, entonces nuestra voluntad y otros elementos o condiciones subjetivas como el prejuicio cultural, el propio deseo o interés, las experiencias del pasado en relación con el objeto, pueden intervenir en el acto de la inteligencia. Podemos, entonces, caer en la ignorancia, el error o la duda, tener sospecha u opinión personal, o creer. Sabemos, además, que nuestro conocimiento es como un pequeño islote en el inmenso océano de la verdad. De muchas cosas tenemos nesciencia, o sea, la ausencia de conocimiento no necesario, pero también ignorancia, que consiste en la privación de un conocimiento que se debería tener. Veamos brevemente la naturaleza, las causas y las posibles soluciones de los estados imperfectos de la mente más característicos. Debido a su importancia, reservaremos el estado de la creencia y de la fe para la siguiente sección.

2.4.2.2. El error

La falsedad es la disconformidad entre la realidad y la mente (lo contrario de «verdad formal»), que produce un error: el acto de afirmar inintencionadamente como verdadero lo que es falso, lo contrario de una proposición verdadera. Mientras que la verdad se da principalmente en la mente – aunque ésta se fundamente en la verdad ontológica –, la falsedad sólo puede darse en la inteligencia y, en concreto, en la segunda operación de la mente; no existen cosas “falsas”, ya que todo ente es en sí verdadero, inteligible. Sólo el juicio yerra al componer o dividir el objeto aprehendido, al afirmar o negar algo de algo. Con todo, la mente, que tiende espontáneamente a conocer la realidad, no falla estructuralmente; sólo yerra en ocasiones: no per se, sino per accidens. La falsedad es privación de la verdad. No puede, pues, conocerse en sí misma, como tampoco el no-ser puede ser conocido positivamente. Uno yerra cuando se deja llevar por las apariencias, o sea, por el modo como algo se presenta, escondiendo parte de la realidad, como sucede cuando afirmamos que «eso es una persona» cuando se trata de un maniquí que parece tal.

¿Cuáles son las causas de la falsedad y del error? Por ser privación, la falsedad carece de causa eficiente; tiene más bien una causa deficiente, privativa: carece de la cualidad de adecuación del pensamiento a la realidad. El error, en cambio, siendo un acto del juicio – un ente concreto – es efecto de una causa eficiente: la mente que pone el juicio motivada por factores subjetivos. ¿Cuáles? La locura, un defecto psicológico, un testimonio humano erróneo, un razonamiento con premisas falsas o mal conectadas, el propio capricho, un prejuicio cultural, una tendencia causada por experiencias del pasado, pasiones

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incontroladas (pereza, presunción, irreflexión, ira…). Muchos factores pueden intervenir para que la mente acepte involuntariamente un error.

Para salir del error se debe atacar a la causa que lo ha producido. Si el error ha sido originado por la voluntad, se deberá formar las disposiciones morales apropiadas según el caso: sinceridad, honestidad, dominio de sí, reflexión, apertura intelectual, deseo de conocer la verdad, laboriosidad, humildad, interés por los demás, por la gloria de Dios, etc. Si proviene de otras causas, el remedio consistirá en aprender a razonar con buena lógica, en la búsqueda de la veracidad de los testimonios recibidos, en una terapia psicológica, etc., según los casos. Conviene, sobre todo, ser cauto para distinguir entre una proposición cierta, basada en la evidencia, y por tanto libre de toda posibilidad de ser errónea, y una proposición no evidente, a la cual habrá que adherirse con cautela y con buenas razones.

2.4.2.3. La duda

La duda es la suspensión del juicio ante dos proposiciones contradictorias (por ejemplo, ante «el ser humano proviene de la evolución» y «el ser humano no proviene de la evolución»). La duda no es pregunta; ésta no suspende ningún juicio y no carece necesariamente de respuesta o de cierta inclinación a ella. La duda tampoco es conjetura, que consiste en la tendencia o inclinación a hacer un juicio, si bien es tan débil que no llega a hacerlo.

La duda puede surgir por dos motivos: por carecer de razones para afirmar o negar una tesis («duda negativa») o por razones de igual cantidad y peso para afirmar que para negar la tesis («duda positiva»). Aunque estas expresiones – dudas “negativa” y “positiva” – no sean correctas, se han hecho clásicas. Tanto la ausencia de razones como la acumulación de razones a favor y en contra pueden provenir de un sinfín de causas: ignorancia, falta de instrumentos o métodos adecuados, testimonios humanos equivocados, dificultad objetiva del asunto, etc.

Ante todo debemos considerar que no todos nuestros conocimientos son o pueden ser dudables, dado que contamos con no pocas certezas y evidencias. La duda universal y escéptica, que toma la duda como fin, no puede practicarse; se debe dudar de que todo sea dudable. Nuestra tarea, pues, en la búsqueda de la verdad consiste en saber discernir de qué se puede dudar y de qué no. Una vez hecha la distinción, debemos poner todos los medios a nuestro alcance – investigación, diálogo, consulta, reflexión, mejora de los métodos e instrumentos, etc. – para que, en la medida de lo posible, nuestra duda se convierta en opinión y nuestra opinión en certeza.

2.4.2.4. La opinión

Con la opinión salimos de la duda y entramos en el dominio de la afirmación. La opinión es un juicio no dado aún firmemente, por temor de equivocarse; reserva, por tanto, la posibilidad de que el juicio contrario sea verdad. A veces introducimos nuestras opiniones con expresiones de este tipo: «pienso que...», «creo que...», «en mi opinión...», «me parece que...», «diría que...». El carácter de opinión no depende, sin embargo, de expresiones explícitas; se trata de un determinado modo o grado de asentimiento, del cual uno suele ser consciente, aunque no lo exprese con palabras.

Este temor a equivocarse se basa en la conciencia de que los motivos para afirmar son solamente probables, no ciertos: por razón del objeto considerado en sí mismo, de naturaleza contingente, como sucede en todo lo que se refiere al futuro, siempre

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impredecible («si hago estas inversiones, ganaré tanto dinero...»); por razón del objeto considerado en relación con el sujeto, que resulta tal vez desproporcionado a su inteligencia (conocimiento de verdades sobrenaturales, del mundo microscópico, de sí mismo...); por razón del sujeto cognoscente, que ignora razones ciertas, que no cuenta con instrumentos adecuados, que carece de reflexión y crítica, etc.

Para salir de la opinión debemos ser conscientes de que, por los motivos señalados, de muchas cosas – realidades mutables, eventos del pasado y del futuro, verdades desproporcionadas a nuestra capacidad intelectual y a nuestras capacidades actuales de investigación, etc. – sólo podemos opinar. A menudo una opinión está tan firmemente asentada en el espíritu, que se afirma erróneamente sin temor a equivocarse, como si fuera una certeza (en latín, opinio vehemens u opinio imperturbata). Ha faltado, tal vez, educación, reflexión, crítica, humildad. Como en el caso de la duda, el principio fundamental consiste en saber discernir qué es lo opinable y qué no. Con humildad, dominio de sí, experiencia de la vida, progreso en los medios y métodos utilizados, contemplación de la realidad, estudio, reflexión, diálogo... podremos fundar mejor las propias opiniones o corregirlas, acercándonos más a la verdad y, si se puede, a la certeza. La recta ratio debería ser, en efecto, correcta ratio, ya que hominis est errare, sapientis autem est mutare consilia («es propio del hombre errar, pero es propio del sabio saber cambiar de pareceres»).

2.4.3. La creencia y la fe

Desde el punto de vista gnoseológico, el último estado imperfecto de la mente es la creencia humana. Se trata, con todo, de la mayor fuente de conocimiento. Casi todo lo que sabemos –criterios de vida, valores, ideas, datos, conocimientos ordinarios, científicos y técnicos – provienen de lo que hemos oído y leído, es decir, de lo que hemos recibido de otros a través del lenguaje y que nosotros no podemos comprobar por nosotros mismos. Nadie comienza de nuevo, ab ovo, el camino de la sabiduría. La humanidad va aumentando sus conocimientos de generación en generación a través del testimonio humano, o sea, el conocimiento que un testigo transmite a otro: ideas (doctrina, enseñanza) o informaciones (datos, eventos).

El problema que surge en relación con esta fuente de conocimiento es doble: la validez del testimonio y la confianza al testigo. ¿Puede ser el testimonio humano una fuente válida de conocimiento? Y ¿por qué fiarnos de testigos falibles, potencialmente mentirosos, con puntos de vista subjetivos?

2.4.3.1. Naturaleza y causas de la creencia

La creencia consiste en un firme asentimiento a la verdad en virtud de un acto de la voluntad por el cual el sujeto decide fiarse del testimonio de otros. La creencia se puede dar con o sin reservas. En muchos casos nos fiamos tanto de los demás, que prácticamente consideramos sus testimonios como absolutamente verdaderos. Así, por ejemplo, si mi madre me dice «yo soy tu madre», no lo pongo en duda, si bien no tengo evidencia de ello. Tampoco me cuestiono la mayoría de las verdades acerca de mis parientes y amigos, las noticias (los datos y eventos) que recibo de la prensa o de otros medios, las verdades adquiridas por la ciencia («hay millones de galaxias», «los seres vivos estamos formados por células»…), algunas verdades filosóficas y teológicas.

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Dado que podemos conocer pocas cosas por nosotros mismos, necesitamos creer. De hecho, tendemos a creer por naturaleza: a decir la verdad y a confiar en la veracidad de los testigos. Creer en algo es ante todo creer en alguien.

Es verdad que, desde el punto de vista gnoseológico, la creencia es más imperfecta que la evidencia: en el segundo caso tenemos certeza y en el primero siempre hay espacio para la duda y el error. Sin embargo, desde el punto de vista antropológico, la creencia perfecciona más la naturaleza humana que la evidencia: mientras que ésta se hace individualmente, la primera deriva de una relación humana entre dos o más personas, gracias a la cual se enriquecen cada individuo y la sociedad entera.

«El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean “recuperadas” sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias.

Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.

Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta»109.

109 Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, nn. 31-32.

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2.4.3.2. La credibilidad: naturaleza y signos

La creencia está causada por la voluntad. Nadie puede creer si no quiere. Ahora bien, la voluntad cree porque tiene motivos para creer. No creeríamos si no viésemos necesidad de ello. Para creer necesitamos signos de credibilidad: razones por las cuales resulta lógico, razonable y conveniente fiarse del testigo.

La credibilidad es la suma de las características que hacen que la verdad propuesta resulte creíble. Los dos elementos esenciales de la credibilidad son el testigo y el testimonio. Ambos deben poseer una serie de características para motivar la voluntad del oyente a creer la verdad propuesta. Veamos cuáles.

Un testimonio – idea, valor, noticia, dato – es creíble si: (1) su contenido es verosímil (no absurdo o contradictorio), (2) es propuesto como verdadero (no como broma o con ironía) y (3) es comunicado de modo claro, lógico, coherente con otras verdades ya conocidas. Para mí no sería creíble si alguien me dijera que ha visto volar un elefante, o que ha invitado al presidente de Estados Unidos a tomar unas tapas en un bar de Madrid, o que Madrid tiene 40 millones de habitantes cuando sé por otras fuentes que en Madrid no reside la mayor parte de la población española y que no supera en número de habitantes a México, D.F., New York o São Paulo.

Un testigo es creíble si es veraz y competente. Por veraz entendemos que, aunque el testigo no pueda demostrar que no me está mintiendo, es digno de confianza por dos motivos: (1) porque sabemos que nadie miente sin motivo y (2) porque el testigo a veces ha mostrado una serie de virtudes que garantizan aún más su veracidad: prudencia, honestidad, modestia, dedicación a la verdad, buen nombre. Si pregunto a un desconocido en la calle, «¿Qué hora es?», supongo que me dirá la hora que tiene, dado que no hay razones para mentir. Si un amigo me cuenta anécdotas de su familia, podré también suponer que me está diciendo la verdad.

El testigo es competente si sabe de lo que está hablando. Testigos competentes son, por ejemplo, un padre de familia con respecto a lo que conviene a sus hijos, un turista sobre lo que ha visitado, un científico o un maestro respecto a su ciencia, un testigo ocular de un evento, un amigo respecto a su propia historia.

Naturalmente, cuanto mayor sea la cantidad y la calidad de signos de credibilidad por parte del testimonio y del testigo, tanto mayor es la garantía que encuentra la inteligencia para creer en lo que se transmite. También el número de testigos resulta importante: habrá mayor credibilidad si su número aumenta y aún más si coinciden numerosos testigos independientes entre sí acerca del mismo hecho o de la misma doctrina.

Podemos, entonces, considerar las creencias como una válida fuente necesaria y fructífera de verdades que uno no puede experimentar por sí mismo. No creemos en el vacío. Tenemos razones para creer: los signos de credibilidad que nos proporcionan las características del testimonio y del testigo. La humanidad progresa en el conocimiento de las verdades morales, científicas, sociales, religiosas, técnicas y demás, basándose en el testimonio histórico y doctrinal de generaciones pasadas.

2.4.3.3. La fe sobrenatural

Todo lo dicho sobre la creencia se pueda aplicar análogamente a la fe sobrenatural. La dinámica es la misma, porque la fe es también un acto auténticamente humano. Para las religiones monoteístas – Cristianismo, Judaísmo e Islam – la fe es un don de Dios que el hombre acoge con plena libertad y por el cual acepta las verdades que Él le revela, verdades

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que el hombre no puede conocer por sí mismo. Aunque la fe tenga un origen divino, se realiza sólo con la voluntad del creyente. El testimonio aquí corresponde a las verdades reveladas y el testigo es aquel que se revela, Dios mismo (Jesucristo, en el Cristianismo). La Iglesia Católica distingue, así, entre fides quae («fe que» se cree = el contenido de la revelación resumido en el “credo”) y fides qua («fe por la cual» = el acto de la voluntad por el que la razón, impulsada por la gracia divina, acepta las verdades reveladas).

En realidad, creer en algo como absoluto – causa primera y final de la realidad – y en alguna fuente de conocimiento alternativa a la razón es no sólo posible, sino necesario e inevitable110. También el ateo materialista cree en los testimonios de otros ateos materialistas que le enseñan que la materia es “divina”: causa eficiente y final de todo. También el racionalista y el laicista creen que la razón es la única fuente de conocimiento (y así, con su voluntad, van más allá de la razón para “absolutizar” a la razón). La pregunta, en este sentido, no es: «¿Creer o no creer?», sino más bien: «¿Qué creer?». O creemos irracionalmente en la razón absoluta o creemos razonablemente en otra fuente de verdad trascendente.

La fe cristiana se presenta, de hecho, como el perfecto complemento y el culmen de la racionalidad humana111.

Dado que la razón de cada quien es sumamente limitada, necesitamos creer en los testimonios de otros, los cuales, a su vez, son seres limitados, falibles y en ocasiones engañadores o manipuladores. La razón busca una verdad más elevada y una certeza mayor que la que le puede dar la humanidad entera con todos sus conocimientos. La fe libera a la razón de sus limitaciones y de su falibilidad: la mantiene en la humildad al obligarla a reconocer sus propios límites, la purifica de sus errores, le ayuda a conocer verdades trascendentes de manera más fácil y más rápida, le abre horizontes de verdad insospechados112.

Por su parte, la razón ayuda a la fe para que pueda comprender racionalmente el contenido de la revelación y para purificarse de su tendencia al irracionalismo (la actitud fideísta y fundamentalista que desprecia la razón). Las verdades racionales y las verdades reveladas se complementan armónicamente, dado que tienen a Dios como el único auto de

110 Como nos exhorta Platón, «vale la pena arriesgarse a creer, porque el riesgo es bello» (Fedón 114D).111 «“¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿Qué tiene de bueno y qué de malo?” (Si 18, 8) [...]. Estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “por qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino» (Juan Pablo II, Audiencia General, 19 de octubre de 1983, 1-2: Insegnamenti VI, 2 [1983], 814-815).112 «El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia, la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 33).

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ambas. La fe no destruye la razón, sino que la potencia y perfecciona, así como la razón purifica y humaniza la fe.

Como en el caso de la creencia, la fe busca signos de credibilidad, o sea, razones para creer. En la fe cristiana no vale el credo quia absurdum («creo porque es absurdo») ni el creer a ciegas sin razones. En la Sagrada Escritura y en la Tradición hay una serie de características que motivan la inteligencia y la voluntad para aceptar el contenido de la revelación. Lógicamente, la razón nunca podrá demostrar las verdades de fe – se aceptan, precisamente, por fe – pero sí puede demostrar que esas verdades son razonables y no absurdas o contradictorias; más aún, puede probar que se trata de las verdades más razonables de todas.

La fe, como la creencia, se mueve en una dinámica interpersonal de conocimiento, confianza y amor: conocimiento de, confianza en y amor a Quien se revela, el cual, a su vez, se nos revela a nosotros, porque nos conoce, confía en nosotros y nos ama. Se trata, pues, de una dinámica fundada en la amistad. En el fondo, creemos porque amamos113.

La amistad entre Dios y el hombre produce no sólo un conocimiento teórico de la verdad revelada, sino también una experiencia gozosa y entusiasta de la misma. Dios no sólo nos ofrece una serie de conocimientos (dogmas) sino también su gracia; nos hace participar de su misma vida divina. El conocimiento de la fe es también amor y unión con Dios. Sólo en este contexto se entiende el axioma de Cristo: «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Juan 8, 32).

Conclusión:Conocer la verdad de «conocer la verdad» para conocer quién soy yo

Sabemos que sabemos, pero, ¿qué significa «conocer la verdad»? Conocer es asimilar espiritualmente una verdad, algo que está fuera de nuestra mente: Dios, el mundo espiritual, las verdades de fe, la ley moral natural que nos guía para construir vidas y sociedades felices, los principios y causas metafísicos, las leyes de la naturaleza y de la técnica, el modo de gestionar la política y la economía, la historia, las cosas que creamos e inventamos, las personas que conocemos y amamos, las cosas de la vida.

El «problema crítico» – ¿conocemos o no las cosas como son? – es un problema legítimo, porque nos obliga a dar razones de la validez de nuestro conocimiento, y soluble, porque se puede resolver analizando los actos concretos del conocimiento. En cada juicio, incluso en el juicio erróneo como «las vacas vuelan», captamos algunas verdades definitivas, evidentes, objetivas: existen seres (vacas), que son inteligibles, o sea, no contradictorios (si vuelan, lo contrario es falso), y existo yo. Somos, además, conscientes de tener esta

113 «El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos. No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar» (Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, n. 33; el cursivo es nuestro).

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capacidad, pues en cada juicio hacemos una «reflexión completa», es decir, tomamos conciencia del objeto, del sujeto y de la acción misma de juzgar.

Cada uno de los elementos y fuentes del conocer es válido: la sensación y la percepción nos ofrecen semejanzas sensibles de los entes materiales; los conceptos, juicios y razonamientos son, a su vez, semejanzas intelectuales (ideas) de las realidades inmateriales (entes espirituales y esencias de los entes físicos); las palabras y otros signos son representaciones lingüísticas de lo que pensamos y de la realidad misma. Lo que conocemos es la realidad extramental por medio de estas representaciones sensibles (imágenes), intelectuales (ideas) y lingüísticas (palabras). Es necesario distinguir siempre entre el modo de conocer, que es relativo o subjetivo, porque depende de las condiciones personales del cognoscente, y lo que se conoce – contenido u objeto de la mente –, que es de por sí absoluto, objetivo, universal, y, por tanto, punto de referencia común para todas las personas, gracias a lo cual podemos comunicarnos entre nosotros.

Las diversas teorías del conocimiento que niegan o cuestionan la validez del conocimiento – escepticismo, relativismo, racionalismo, empirismo, idealismo, irracionalismo y existencialismo inmanentístico – son contradictorias, no explican la experiencia cognoscitiva y encierran al sujeto en el solipsismo, porque identifican el objeto del conocimiento con las propias ideas y no con la realidad externa. Por eso, las expresiones culturales y políticas de estas corrientes que conforman la post-modernidad – nihilismo, indiferencia religiosa y existencial, relativismo, secularismo y espiritualidad neopagana – no pueden satisfacer la sed de verdad y de relacionalidad de los hombres ni crear la civilización de justicia y amor que todos soñamos.

Podemos conocer la realidad. Sin embargo, no siempre logramos conocerla. Cuando tenemos evidencia objetiva de algo, adquirimos una certeza, pero cuando falta la evidencia, nuestra voluntad y un sinfín de factores subjetivos intervienen a la hora de asentir o disentir a la proposición presentada. Podemos, entonces, caer en el error, dudar, conjeturar, opinar o creer. La mayor parte de nuestros conocimientos los adquirimos a través del testimonio humano, cuyos signos de credibilidad – valor y número de los testimonios, competencia y autoridad moral de los testigos – nos garantizan que nuestras creencias y nuestra fe sobrenatural pueden ser válidos, o sea, genuinas fuente de conocimiento de la realidad y de la verdad revelada.

Conocer es una actividad sorprendente, misteriosa y multiforme. Además del conocimiento que nace de la experiencia ordinaria, tenemos el que deriva de las experiencias estéticas, las intuiciones intelectuales, las relaciones de amistad y de amor, la experiencia de la fe y la unión con Dios.

¿Qué significa, entonces, «conocer la verdad»? Significa identificarse espiritualmente con todo lo que es; romper las barreras del tiempo y del espacio para perfeccionarse con las perfecciones de todas las cosas con las que logramos unirnos intencionalmente, o sea, ser algo distinto de sí: ser lo que se era y también aquello que conocemos. Significa trascenderse a sí mismo, crecer en aquello que, junto con el amor, nos hace mejores personas: seres en profunda e íntima relación con Dios, los hombres, el mundo. Significa realizar la misión para la que fuimos creados a imagen y semejanza del Creador. Significa dejarse santificar por la Verdad, participar del misterio de Dios, que es la Verdad misma, beber de la fuente de la Sabiduría y del Amor, y ser, a la vez, fuente de sabiduría y de amor para otros muchos hombres, hermanos nuestros, destinados también a «conocer la verdad».

Conociendo la verdad del «conocer la verdad», nos damos cuenta de lo que significa la misteriosa aventura de entrar en comunión con toda la realidad a través de la inteligencia.

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Nos percatamos de que podemos descubrir, al fin, lo que Viktor Frankestein y el espejo de Sofia Amundsen no podían descubrir: qué significa ser hombre.

Ahora sabemos que podemos responder a la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?»

Bibliografía para el alumno

Tema 1 (los siguientes documentos estarán disponibles en la plataforma @prende)

- Concilio Vaticano II, Declaración sobre la educación cristiana Gravissimum Educationis (25 de octubre de 1965)

- Juan Pablo II, Constitución apostólica sobre las universidades católicas Ex Corde Ecclesiae (15 de agosto de 1990)

- Benedicto XVI, Alocución preparada por el Santo Padre Benedicto XVI para el encuentro con la Universidad "La Sapienza" de Roma (17 de enero de 2008)

- Ortega y Gasset, José, Misión de la Universidad (1930), Alianza, Madrid 1982114.- Aa.Vv., Universidad católica: ¿nostalgia, mimetismo o nuevo humanismo? (Libro de

Jornadas Universidad Francisco de Vitoria 2009)

114 Muy recomendable para reflexionar sobre la universidad y su razón de ser. Por su actualidad, sorprende que fuera escrito en 1930. Ortega se pregunta: ¿Qué tipo de estudiante universitario pretendemos? ¿Qué tipo de universidad debemos organizar para dicho estudiante? Ortega hace filosofía sobre la universidad, porque como él dice esa es la tarea de un filósofo.

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Tema 2

- Alejandro Llano, Gnoseología, Eunsa, Pamplona 1983- Sofia Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. I, Teoria della conoscenza, La Scuola,

Brescia 1979- Ramón Lucas Lucas, L’uomo, spirito incarnato, Paoline, Milano 1993; trad.esp. El

hombre, espíritu encarnado, Atenas, Madrid 1995.- Étienne Gilson, Le réalisme méthodique, Paris 1939; trad. esp. Valentín García Yerra,

El realismo metódico, Rialp, Madrid 1950, 19633

Bibliografía recomendable para profesores

Tema 1

- Newman, John Henry, Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, Eunsa, Pamplona 1996

- Juan Pablo II, A los estudiantes de la Universidad Católica de América (7 de octubre de 1979)

- Juan Pablo II, A los profesores de la Universidad Católica de América (7 de octubre de 1979)

- Juan Pablo II, Visita al "Institut Catholique" de París (1 de junio de 1980)- Juan Pablo II, A la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia

y la Cultura- Unesco (2 de junio de 1980)- Juan Pablo II, Encuentro con los profesores universitarios y hombres de cultura en

Coimbra (15 de mayo de 1982)- Juan Pablo II, A los participantes en el Congreso internacional de las Universidades

católicas y de los Institutos de Estudios Superiores (25 de abril de 1989)- Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et Ratio (1998). - Juan Pablo II, Abrir a Cristo las culturas marcadas por la no credencia o la indiferencia

religiosa, 13 de marzo de 2004- Benedicto XVI, Inauguración del Año Académico de la Universidad Católica del

Sagrado Corazón (25 de noviembre de 2005)- Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona

(12 de septiembre de 2006)- Benedicto XVI, A una delegación de la facultad teológica de la Universidad de Tubinga

(21 de marzo de 2007)- Benedicto XVI, A los participantes en el Encuentro europeo de profesores

universitarios (23 de junio de 2007)- Benedicto XVI, Encuentro con los educadores católicos en el Salón de Conferencias

de la Universidad Católica de América (17 de abril de 2008)- Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins

(París, 12 de septiembre de 2008) - Benedicto XVI, Encuentro con el mundo académico (Salón de Vladislav del Castillo de

Praga, 27 de septiembre de 2009)- Benedicto XVI, A los profesores y estudiantes de la Libre Universidad María Santísima

Asunta (LUMSA) (12 de noviembre de 2009)

103

- Benedicto XVI, A los profesores de las Universidades pontificias de Roma y a los participantes en la Asamblea general de la Federación Internacional de las Universidades Católicas (19 de noviembre de 2009)

- Pontificio Consejo para la Cultura, Presencia de la Iglesia en la Universidad y en la cultura universitaria (22 de mayo de 1994)

- Pontificio Consejo para la Cultura, ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa. Documento final de la Asamblea Plenaria, 2004

Tema 2.1

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• E. Bruno Porcelloni, Filosofia della conoscenza, Urbaniana, Roma 1996.• José María de Alejandro, Gnoseología, BAC, Madrid 1969.• Étienne Gilson, Le réalisme méthodique, Paris 1939; trad. esp. Valentín García Yerra,

El realismo metódico, Rialp, Madrid 1950, 19633.• Johannes Hessen, Teoría del conocimiento, Panamericana Editorial, Bogotá 1994,

200714.• Antonio Livi, La ricerca della verità: dal senso comune alla dialettica, Leonardo da

Vinci, Santa Marinella (Roma) 1999, 20053.• Alejandro Llano, Gnoseología, Eunsa, Pamplona 1983: Capítulo I: «El problema crítico

y la gnoseología», pp. 11-24; cap. II: «La verdad y el conocimiento», pp. 25-50.• Ramón Lucas Lucas, L’uomo, spirito incarnato, Paoline, Milano 1993; trad.esp. El

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Bruges 1932; Paris 19465; trad.esp. Alfredo Frossard, Distinguir para unir o los grados del saber, vol. I, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1947.

• Battista Mondin, Manuale di filosofia sistematica, Edizioni Studio Domenicano, Bologna 1999; vol. I, Terza parte: «Gnoseologia. Il valore della conoscenza», pp. 167-309.

• Reginald F. O’Neill, Theories of Knowledge, Prentice Hall, Englewood Cliffs (NJ): Chapters 1-5, pp. 3-35.

• Josef Pieper, Wahrheit der Dinge, Kösel-Verlage GmbH&Co., Munich 1966.• Platón, Los amantes, Teeteto.• L.M. Régis, Épistémologie, Montréal 1958.• Sofia. Vanni Rovighi, Gnoseologia, Morcellina, Brescia 1963.• Sofia. Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. I, Teoria della conoscenza, La Scuola,

Brescia 1979.• F. Van Steenberghen, Épistémologie, Louvain-Paris 1946.• Roger Verneaux, Épistémologie général our Critique de la connaissance, Beauchesne,

Paris 1959; trad.esp. L. Medrano, Epistemología general o Crítica del conocimiento, Herder, Barcelona 1967, 19816: Parte segunda, cap. II: «La verdad», pp. 118-132.

• Luis Villoro (ed.), El conocimiento, Editorial Trotta, Madrid 1999.• Dietrich Von Hildebrand, What is Philosophy? Routledge, London-New York 1991;

trad. esp. ¿Qué es filosofía?

Tema 2.2

104

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pensamiento, Eunsa, Pamplona 1978.• Rafale Ferber, Philosophische Grundbegriffe, Becksche Verlagsbuchhandlung,

München 1994; trad.esp. C. Gancho, Conceptos fundamentales de la filosofía, Herder, Barcelona 1995: Capítulo III: «El conocimiento», pp. 49-86.

• Alejandro Llano, Gnoseología, Eunsa, Pamplona 1983: Capítulo I: «El problema crítico y la gnoseología», pp. 11-24; cap. II: «La verdad y el conocimiento», pp. 25-50.

• Ramón Lucas Lucas, L’uomo, spirito incarnato, Paoline, Milano 1993; trad.esp. El hombre, espíritu encarnado, Atenas, Madrid 1995, pp. 85-143.

• Reginad F. O’Neill, Theories of Knowledge, Prentice Hall, Englewood Cliffs (NJ): Capítulos 6-12, pp. 38-94.

• L.M. Régis, Épistémologie, Montréal 1958; trad.ing. I.C. Byrne, Epistemology, The MacMillan Company, New York 1959: Part III, «What does it mean to know truth?», pp. 311-364.

• Vicente Sanfélix, «Sensación y percepción», en Luis Villoro [ed.], El conocimiento, Editorial Trotta, Madrid 1999, 15-37.

• Sofia Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. I, Teoria della conoscenza, La Scuola, Brescia 1979.

• F. Van Steenberghen, Épistémologie, Louvain-Paris 1946; trad.ing. M.J. Flynn, Epistemology, Jospeh F. Wagner, New York 1949: Part II, pp. 75-163.

• R. Verneaux, Épistémologie général our Critique de la connaissance, Beauchesne, Paris 1959; trad.esp. L. Medrano, Epistemología general o Crítica del conocimiento, Herder, Barcelona 1967, 19816: Parte tercera: «Las tesis esenciales del realismo», pp. 167-249.