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Edgar Quinet Introducción a la filosofía de la historia de la humanidad de Herder (Traducción: Alejandro Madrid Zan) Idées sur la philosophie de l’histoire de l’humanité, par Herder. Ovrage traduit de l’allemand et précédé d’une introduction par Edgar Quinet. (chez F. G. Levrault, Paris, 3 vols., 1834). FONDECYT N° 1111041 Francisco Bilbao y el proyecto latinoamericano.

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Edgar Quinet

Introducción a la filosofía de la historia de la humanidad de Herder

(Traducción: Alejandro Madrid Zan)

Idées sur la philosophie de l’histoire de l’humanité, par Herder. Ovrage traduit de l’allemand et précédé d’une introduction par Edgar Quinet.

(chez F. G. Levrault, Paris, 3 vols., 1834).

FONDECYT N° 1111041

Francisco Bilbao y el proyecto latinoamericano.

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Una gran gloria de los pueblos modernos es haber concebido la historia universal. Ese punto de vista trascendental fue enteramente desconocido para los antiguos; éstos confiaban con demasiada seguridad en el estado actual de las cosas, habían contemplado muy pocas ruinas como para pensar siquiera que los anales del mundo pudiesen revelar otra verdad que el mantenimiento de la ley contemporánea. Al comienzo, cuando las naciones, con una energía naciente, se establecieron sobre un suelo joven como ellas mismas, raramente pensaban llegar a morir algún día: cada una, erigiéndose en centro y fin del universo, reclamaba para sí misma la adoración del género humano. Mas, cuando cada uno de esos ídolos hubo perecido, el mundo que les había dado fe comenzó a inquietarse y a buscar más allá el precio de la sangre derramada y de los trabajos de las generaciones que los habían precedido: entonces, para consumarlo todo, apareció una nueva creencia, que transportó a los espíritus más allá de los límites del espacio y del tiempo, de manera que contemplando lo inmutable y lo absoluto, comenzaron a temer todo lo que no es eterno. Desde ese día, se hicieron menos avaros de los siglos, comprendieron que éstos podían ser prodigados sin peligro, y los imperios, que hasta ese momento parecían tan permanentes, llenaron las almas de espanto a causa de la brevedad de su existencia y la rapidez de su caída. El pensamiento no se centró ya más solo en uno de ellos en particular. Para llenar el vacío, se unió unos con otros; se los abarcó todos con una sola mirada. Ya no fueron más los individuos los que se sucedieron unos a otros, sino seres colectivos que se comprimieron en estrechas

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esferas. Luego viendo que esto no servía sino a manifestar la nada, se dedicaron a buscar si no habría al menos, en el seno de esta inestabilidad, una idea per-manente, un principio fijo en torno al cual se sucedieran los accidentes de las civilizaciones en un orden eterno. Como se había remitido la vida individual, o la marcha de un pueblo, a un pensamiento dominante, de la que ésta era el desarrollo, se pensó coordinar la sucesión de imperios en una sola y misma ley. Y como el hecho que venía a otorgar a esa alta dirección a la historia, cercano a caer por la influencia del despotismo bajo la forma incompleta y degradada de la biografía, era de naturaleza prodigiosa, el universo quedó rápidamente convencido de que era ese el fin que se buscaba, y el gran pensamiento que se debía cumplir. Se creyó percibir que una mano invisible empujaba por todas partes a los hombres y a los imperios a seguir el progreso de la ley de Cristo, y que por sobre las circunstancias locales y los desarrollos individuales, un destino común reunía cada fenómeno del mundo civil a la gran obra de la Providencia. Esa es la primera idea que ha marcado la historia con un carácter filosófico, proporcionando a las acciones humanas una andadura, un encadenamiento y un elemento permanente. Se descubrieron trazas de ello en las Meditaciones de San Agustín. Fue desarrollada ya en forma clara por Eusebio y Sulpicio Severo: es fácil seguir sus groseras aplicaciones en todo el séquito de la edad media, hasta que rueda a los pies de Bossuet. De qué manera la recogió éste, es algo que sabemos, como también sabemos a través de qué arte la historia del género humano se convirtió en una epopeya que tiene su comienzo, sus peripecias, su unidad y su maravilla, y en la que la manifestación del dios-hombre es un resultado necesario.

Así, el mismo poder que había ensanchado la esfera de la historia se erige a sí misma como centro de todas las actividades humanas; propone el problema de la nueva ciencia, y la respuesta que ofrece fue el hecho mismo de su existencia. Mientras la conciencia admitió este hecho como una convicción primitiva, esencial, inherente a su naturaleza, esa solución fue admirable. Pues, ¿qué otro destino digno del universo podemos imaginar si no es contemplar al ser eterno,

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infinito, asociarse a éste en algunos puntos, influir sobre sus formas y marchar con él? Hoy mismo, cuando el genio del análisis y del escepticismo parece haberlo cambiado todo, no poseemos otra creencia histórica. Solo que lo que era particular se ha convertido en general, lo que se tocaba con los dedos se ha convertido en impalpable, lo que había aparecido en tal lugar, en tal siglo, ha devenido obra de todos los lugares y de todos los siglos. Pero nosotros también: nosotros creemos que las tribus de Jacob, y los antiguos pueblos de los bordes del Éufrates, o los Amonitas y los Moabitas son, todos ellos, conducidos por una ley única a la revelación de Dios, es decir, a la razón, a la justicia y la libertad, expresadas a través de formas. Además, sabemos bien que la corona de espinas, el hisopo y la hiel no serán ahorrados; ¿hace eso que algunos de nosotros repose en el seno de lo absoluto, con menos confianza que el discípulo bien amado sobre el hombro de aquel que iba a ser inmolado?

Entre todos los seres sometidos a los poderes orgánicos, sólo el hombre tiene conciencia de los tiempos que han precedido a su individualidad; junto a él viven sobre la tierra millones de creaturas para las cuales los anales del universo ascienden a un día, a una hora de antigüedad. El hombre solo no mide el desarrollo de las cosas en la sucesión fugitiva de las impresiones que se multiplican para él. En el círculo estrecho de su pensamiento, inmortales dolores, infinitos deseos, han dejado en su recuerdo profundo, en vano, can-dentes huellas; clasifica todo eso según lo que eso vale, en la escala inmensa de las edades, de los destinos. En su naturaleza compleja, siente en él, reconoce en él, la obra combinada de los siglos. Sólo, él sabe que antes que hubiese nacido, seres parecidos a él han preparado, sin que lo sepa, el lugar que ocupa hoy día en el tiempo. Sólo él sabe que muere, y que todo le sobrevive, y el universo que lo empuja y la humanidad de la que hace parte. ¿Cuáles serán las formas y los individuos que se reproducirán después de él? Él lo ignora. Pero sabe que por encima de esas formas que pasan se eleva el poder de la razón, de la justicia y de la libertad, que van aumentando cada año que pasa, con cada virtud que se ejerce en silencio. Producto de las edades, la humanidad, ser impalpable, siempre

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en movimiento, siempre cambiando, soporta todas las existencias y las absorbe todas; y tanto el imperio que se desbarata como el corazón que se rompe irán, el uno y el otro a perderse en su seno y modificarlo en su substancia. Así, la muerte no es más que una transformación ascendente, y la vida de los pueblos no es sino un rápido momento en la vida universal, la hoja de un árbol, la página de un libro, donde nos esforzamos descifrar el instante presente a través de las revelaciones del pasado.

Junto a eso, poco era haber concebido la historia de la humanidad. Como todo sistema que no se encuentra centrado en un hecho primitivo, la historia considerada científicamente no puede servir como punto de partida para sí misma. Mientras se presente aislada, sin conexión establecida con un punto fijo, una verdad eterna, de la que ella es el desarrollo externo, no es más que una colección de formas; pintoresca, elocuente, podemos creerlo; pero la más débil, la más variable, la más precaria de todas, ella no vive sino de contradicciones e incertezas, siempre preparada a desdecirse, si sus efímeros testimonios llegan a faltar, a perderse, pase lo que pase. En las otras clases de hechos, por contin-gentes que puedan ser, se perciben por lo menos, en algún lugar del espacio, en el mundo real, manifestaciones presentes que tienen relaciones necesarias con ellos. Sin embargo en este punto, ¿dónde está el lugar del cuerpo, donde hay un objeto que se pueda tocar? El hombre ha conservado de sus años pasados recuerdos que se complace en relatar. ¡Quizás cuantas falsedades y esperanzas fugitivas toma, sin saberlo, por acontecimientos reales! Aquello que nunca tuvo vida en la Tierra, no sé, un fantasma efímero, una imagen decepcionante que apareció un día en el pensamiento, eso es igual a la realidad que más haya opri-mido al mundo con su peso; y nada en la historia distingue el ser del no ser, y siguen en la inmensidad de los tiempos espacios iguales: se acercan, se mezclan, se confunden; así como nuestras más ardientes pasiones dejan débiles huellas sobre los objetos, ¡tan rápido las trazas del hombre se borran por el soplo de las edades! ¡Es un mundo que sólo da cuenta de su presencia a través del estruendo de su caída! Su ley es el cambio, su esencia es no tener ninguna esencia. Si ese

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estruendo de ruinas llegara a detenerse, no se sabría más de él; es más, habría dejado de ser: bajo la amenaza de desaparecer, es necesario que no conserve ni siquiera la apariencia de la duración; y, cosa extraña, aquello que hace que sea, es lo que hace estallar la ilusión y la nada.

No quedaba más que fundar la ciencia instaurando elementos de fijación, proporcionando un carácter de permanencia a fenómenos hasta ahí efímeros y casi inaprensibles de los que ésta se componía. Ahora bien, no era en el seno de la inestabilidad, ni en el caos de las edades, que podía surgir lo inmutable y eterno. El desorden no podía, por sí mismo, enseñar el orden universal. Era preciso salir del círculo de las vicisitudes, abandonar las precarias formas de los imperios y de los hechos tradicionales, remontar las trazas de la civilización y anticipar la experiencia de la humanidad, hasta que se encontrara un ser, un hecho irrefutable que mantuviese con ella, incluso antes que hubiese comen-zado, las relaciones que la ley conserva eternamente con el fenómeno, aún inexistente, que debe servir un día para manifestarla. Hasta ahí, flotando al azar, en medio de la confusión de las escenas históricas y de las vanas imágenes de la tradición, apenas el pensamiento hubo alcanzado al pensamiento de las formas y el movimiento de los pueblos, se detuvo con alegría. No se trata para nada de algunas reglas provisoras que la humanidad pueda desechar cuando el movimiento progresivo ha destruido la armonía que existía entre éstas y la razón general. Consecuencias necesarias de un hecho inalterable como ellas mismas, sin disminuir ni aumentar jamás, estaban ahí antes que existieran los imperios y las lenguas; por ellas, los tiempos poseen un lazo, las generaciones una carrera, y el enigma del género humano se explica a medida que esos fenómenos, antaño tan frágiles, asuman, en concordancia con ellas, consistencia y valor real. La ley que expresan en el universo visible los marca con sus caracteres; revestida de sus formas, penetra hasta sus confines la totalidad del sistema de acciones humanas, para proporcionarle verdaderamente el ser. No son ya simples sím-bolos que los siglos se reenvían al pasar. Desarmen éstos, y encontrarán la ley; ley que los conserva intactos y propaga en ellos la fuerza, la sabiduría, el orden

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y la armonía. No sé absolutamente nada de las cosas que me han precedido en el tiempo. Mi pensamiento nunca ha retrocedido más allá de los recuerdos de mi infancia. Ignoro completamente quiénes fueron mis padres. Los nombres de Roma, Atenas o Jerusalén nunca llegaron hasta mis oídos. Jamás mi corazón se emocionó por Sydney, Jean Gray, Temístocles, Filopemen. Encontré ruinas en mi camino, sin preocuparme por preguntarle a nadie por qué estaban ahí, y quién las había dejado. No cabe duda de que he perdido de esa manera mucho consuelo para mis miserias e importantes lecciones en mis extravíos; pero, final-mente, si en medio de esta ignorancia yo conozco la ley suprema de las naciones, el tipo ideal de sus diferentes períodos, si he llegado hasta la esencia misma de los movimientos y de las formas, si, suponiendo que diversos imperios me ha-yan precedido en la duración, puedo decir cuál es el pensamiento, el elemento racional que éstos han manifestado, ese conocimiento, el único que tengo, pero eterno, inmutable, que me es coexistente, y que estará ahí aún cuando yo ya no esté; es en el fondo, menos perfecto que el vuestro, usted que ha prestado vuestro pensamiento a todas las vicisitudes de las edades, a los contornos de las imágenes más fugitivas, que habéis compuesto vuestra ciencia de contingencias efímeras, de individualidades siempre evanescentes que ni usted ni yo logramos siquiera recordar ni prolongar un solo instante.

Así arrojada a los límites del mundo, la ciencia nueva tuvo que sufrir sus leyes. Hasta ese momento, errática, indecisa, más o menos mezclada con los problemas de lo cotidiano y el mañana, se hizo necesario que el espíritu humano la revistiera con sus formas, y que, fiel a sus dos métodos, la marcara con su doble sello. El eterno debate de la Academia y del Liceo, del espiritualismo y de la sensación, extendió su círculo hasta ella, y encerró en su querella un nuevo concurso de objetos. Dos hombres aparecieron entonces, Vico y Herder, que representan, cada uno a su manera, las dos escuelas que acaban de nacer y que ellos habían creado. Ambos pletóricos de genio, celosos innovadores, potentes por su alma y sus convicciones: uno entusiasta con método, recogido en fuerza, conciso, nervioso hasta la rudeza; el otro, completamente brillante por su poesía,

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todo brillo de juventud e ilusiones, vestido como la naturaleza que le seduce por sus formas, rico, abundante, sin oscuridades, sin misterios, pero profundo, era posible pensar que su séquito sería numeroso y su influencia inmediata. Sin embargo, quizás porque adelantaron al mundo por algunos pasos, quizás porque la antigua lucha, despertando en ese momento, haya arrastrado todo a su esfera, es cierto que no les quedó más que un reducido número de discípulos, y que hoy día mismo su gloria está lejos de equiparar su genio.

¿Qué ha hecho el napolitano Giambattista Vico? Es el primero que ha establecido las leyes universales de la humanidad. Desde las representaciones se ha elevado hasta la idea, desde los fenómenos hasta la esencia. Impactado por el principio de la naturaleza idéntica de todas las naciones, ha reunido en uno solo todos los fenómenos comunes a cada una de ellas, en los diferentes períodos de su duración, quitándoles su color e individualidad, y ha compuesto con ese conjunto una historia abstracta, una historia ideal, que se mantiene en toda época, que se reproduce en todos los pueblos sin recordar especialmente ninguno de ellos. Lo que nos aparece en la sucesión de naciones, de su naci-miento, de su desarrollo, de su grandeza y su caída, no es más que la expresión de la relación entre el mundo y esta indestructible ciudad. Ella se abate sobre él y lo marca con su sello: de allí, un séquito indefinido de ruinas, de imperios nacientes, de tronos aplastados, de cambios y restos que poseen todos su repre-sentación en lo absoluto. A medida que se suceden en el orden de las edades, los pueblos entran en relación con ella y se establecen en su contorno: la revisten con sus colores y, mientras existen por ella y en ella, le comunican a su vez un movimiento aparente: la revisten con todos los emblemas que el tiempo les ha aportado; acarrean durante un tiempo su gloria o su miseria, en sus innumerables giros; nos dejan escuchar sus voces al pasar bajo sus arcos silenciosos; y cuando perecen, ella no muere: desprendiéndose de sus escombros, aparece, radiante, en la región de las ideas.

Sin embargo, ¿dónde encontrar esos anales imperecederos que ninguna mano ha escrito, que ninguna tradición ha conducido hasta nosotros? En

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el hecho de la Providencia, manifiesta sobre la tierra a través de las leyes del pensamiento humano. Es en ese sistema inteligente, en todas partes igual a sí mismo en su esencia, que residen las reglas que proporcionan a las naciones sus formas y su modo de existencia. Entregadas todas ellas al presente, que los pueblos y las civilizaciones se agiten, choquen, se precipiten en los tiempos; por ellas, ellas siguen inmutables en un inalterable reposo. Aún cuando todo desapareciera sobre la tierra, los imperios, los monumentos, algunos nombres aislados, algunas trazas de sangre, éstas no dejarían de existir, y la historia que las reúne a todas no sería por eso menos plena, o menos imposible de trazar, pues si los hechos y la experiencia se introducen sólo es como puros símbolos, que la confirman sin servirle de fundamento.1

Imaginemos un método completamente diferente a aquel que ha asumido Vico: ese sería el de Herder. Si el primero plantea como fundamento de la serie de las acciones humanas al pensamiento en su más sublime esencia, el segundo se eleva desde la manifestación más grosera de su ser material; encadena en una sola idea, en todas partes presente y en todas partes modificada, el espacio que encierra las fuerzas de la creación y el tiempo que las perfecciona, desarrollán-dolas. Desde la planta que vegeta, desde el ave que construye su nido, hasta el fenómeno más elevado del cuerpo social, el ve cómo todo contribuye a la expansión de la flor de la humanidad: los mundos desprendiéndose del caos y el ser orgánico preparando, a través de modificaciones sucesivas, la sustancia que recogen los siglos para elaborarla a su vez. ¡Maravilloso encadenamiento en el que las diversas formas se preparan unas a otras! En esa serie inmensa, todos los intervalos se llenan, y seres mixtos sirven de transición entre natu-ralezas enteramente disímiles. Cada una cumple su misión desarrollando sus gérmenes, produciendo lo que puede producir. Por otra parte, ese movimiento de las cosas no es un vano conflicto de fuerzas que se limitan y se alteran sin que surja de él una idea dominante que cada ser cumple en su esfera. Si bien ninguna actividad es reposo, ninguna es retrógrada. A través de una identidad

1 Vico Scienza nuova intorno o la commune natura delle nazioni, 1725.

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admirable, avanzan todas desde una forma inferior a una forma superior, de la piedra a la planta, de la planta al animal. Siguiendo de esta manera la marcha de las cosas, él recoge al pasar todas las analogías que le ofrecen los diversos grados de la creación; y cuando finalmente llega, sin sacudidas, a través de una vía uniforme, hasta el hombre, no debe sorprendernos con sus maravillas reco-nocer en él el ser que preparaba y anunciaba el concurso de formas e instintos que se han sucedido antes que él.

Cuando apenas se alzaba hasta el primer elemento de la humanidad, el sistema asume un carácter singularmente nuevo y audaz. La creación se divide desde entonces en dos mundos. Inmóvil como el espacio en que despliega sus poderes, el primero puede cambiar en sus estaciones, sus climas, sus epidemias y sus portentos; idéntico a sí mismo, ese movimiento aparente no es otra cosa que un eterno reposo. El otro, que se mueve en el tiempo, no es menos cambiante que él. Huye sobre sus alas, se pierde, se quiebra, se recompone, crece, disminuye. Variando hasta el infinito, si uno lo sigue en su carrera nos agota con vanos giros, sin que uno parezca acercarse a ningún fin; apartemos la vista e inmediatamente será difícil reconocerlo, tanto se habrán desarrollado sus fuerzas progresivas. Herder hace que estos mundos nazcan uno del otro, o más bien, no hace de ellos más que un solo y mismo ser. Si las leyes físicas han construido el universo, las leyes de la humanidad han construido el mundo de la historia. Ahora bien, como el hombre, con su naturaleza múltiple, no es más que el agregado más completo, y por decirlo así el punto central de todas las fuerzas orgánicas, las leyes de su especie son las mismas que las de la creación inerte, que llegan de todas partes a sumarse en él, para manifestarse en fuerzas correspondientes. Si la naturaleza se esfuerza, a través de mil modificaciones, por elevar su obra hacia la potencia del pensamiento, esta prosigue la vía del perfeccionamiento a través de las vicisitudes de los siglos y las civilizaciones y encontramos en esta cadena ininterrumpida correspondencia en los fenómenos y unidad en la ley.

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No desciende desde allí, bruscamente, en medio de los movimientos de la historia. Comienza por estudiar la escena antes que esta se encuentre llena. Y que el tumulto de los acontecimientos le impida marcar con precisión los accidentes del terreno. La habitación del hombre determina ya, a través de las circunstancias de la vecindad, hábitos que se convierten en leyes. Antes que ninguna acción humana hubiese aparecido en el mundo, las cadenas de montañas, los repliegues del terreno, las sinuosidades de arroyos y ríos, marcaban ya con caracteres inde-lebles la fisonomía futura de la historia. Con arte prodigioso, sigue el contorno de los macizos y cursos de agua, se pierde en los desiertos, penetra con la mirada el interior de una comarca, para reencontrar en la naturaleza externa el primer móvil de las inclinaciones y determinaciones de los pueblos. En medio de esta naturaleza nueva, en la que no se ha trazado aún sendero alguno, su marcha es tan segura, sus colores tan vivos y penetrantes, que nos recuerda los primeros días del mundo emergente, cuando el Eterno mostraba al hombre su morada, y le enseñaba el nombre de los animales que lo rodeaban y el de las flores, que ningún soplo había aún marchitado. Uno de nuestros más ilustres viajeros2 cita esas descripciones de zonas como obras maestras inimitables por su veracidad y elocuencia pintoresca. Se comprende, efectivamente, que debe haber más de una relación entre el genio que atraviesa la fisonomía moral de los pueblos que ya no existen y el que presenta las características naturales y el aspecto de una comarca que nunca visitó.

Pero ¿dónde está el personaje que debe dominar esta escena? La tierra está aún desnuda y desolada, es necesario que salga de en medio de las fuerzas que encierra, y eso sin que perdamos de vista ni un solo instante la cadena que la precede y que nos sirve de apoyo. Sin lugar a dudas, posee en él principios especiales, leyes propias que explican por adelantado el amplio drama que se encuentra llamado a representar. No puedo decir cuál es el interés que el cuadro fisiológico de las capacidades humanas toma prestado de ese punto de vista: los poderes de la humanidad están aún ociosos, es cierto, pero se perciben ya a lo

2 M. de Humboldt.

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lejos los movimientos confusos y la escena agitada que presagian; la anatomía se eleva con ello a la más alta filosofía y los más grandes esfuerzos de elocuencia. Con extrema atención escuchamos los latidos del corazón, seguimos la dirección de las fibras y todos los detalles del organismo, una vez que se ha establecido la correspondencia entre esos hechos, aparentemente tan restringidos, y las leyes supremas que han presidido la revolución de las edades. Muchas veces, antes de Herder, se han descrito las facultades innatas del hombre. La obra de genio, el pensamiento plenamente original que sobrevivirá a todas las variaciones de las ciencias, ha sido unirla íntimamente a los desarrollos de la historia para servirle de base. Es de ahí que él parte para determinar los límites de la humanidad y la esfera de sus acciones; la rodea de caracteres fijos, la protege de las leyes generales que deben responder a todos los casos; él traza el itinerario de su largo viaje y luego la sigue con la mirada sobre el suelo firme del cual conoce anticipadamente los accidentes y desvíos.

Sea cual sea la audacia de esos métodos, como se encuentran ya vagamente extendidos en los espíritus, y viendo que el siglo no tardará en proclamar, hoy nos sorprende menos su resultado que la poca gloria que han adquirido entre nosotros los genios que los han percibido. Pues esa es la marcha de las cosas cuando llega el tiempo para una gran idea: se adelanta por siglos, como perdido en su ensoñación, un hombre que la recoge en su pensamiento, que le marca sus límites, que le erige un monumento en el desierto; después de eso, es necesario que muera. Mas después de él, por encima de él, llega el mundo que prosigue su recorrido con serenidad hasta que, al encontrar huellas desconocidas allí donde no creía haber dejado otras que las suyas, comienza por asombrarse y preguntarse cómo tales potencias han podido pasar en medio de él sin que ningún ruido le haya alertado; y respecto a eso se entrega a diferentes conjeturas, como un viajero que, perdido en una isla desierta, se pone a temblar si descubre en la arenas otras trazas que no sean las de sus propios pasos.

¿Es el punto de partida de Vico más sólido que el de Herder? Ese es un problema que entra en el dominio de la ontología. Nos basta con mostrar aquí

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que el filósofo alemán no ha podido, en su sistema, resolver plenamente el problema de la Historia, y que este genio concienzudo ha tenido que desviarse, sin saberlo, de sus propios principios.

Cuando, emergiendo desde las preparaciones sucesivas de la naturaleza creadora, el género humano, como la estatua de Pigmalión, comienza a ani-marse y respirar, no tuvo, como ésta, en medio de sus poderes orgánicos, más que un sentimiento confuso de su ser, que confundió con todos los objetos que le rodeaban, sometiéndose a sus leyes como a su ley, tomado su destino como su destino, a su esencia por su esencia, sin que su mirada, aún turbia, pudiera determinar los límites de su naturaleza. No se había diferenciado del resto de los seres, no poseía historia, o más bien, ésta formaba parte de la del mundo físico: todo se reducía a una descripción del individuo, en la que no entraba para nada, ni la diferencia de los tiempos, ni la sucesión de las generaciones, ni los distintos accidentes de la vida primitiva, de las artes que el azar le hacía descubrir y que el azar hacía nacer, de las luchas sangrientas, de las asociaciones fortuitas. Ahora bien, para salir de esos límites, ¿cuál es la ley que estableció Herder? La humanidad no es y no ha sido, conforme a las circunstancias del tiempo y el lugar, sino aquello que ella podía ser, y nada más que aquello que podía ser. Bajo esta ley, reducida a ella sola, el movimiento parece imposible.

Podemos pensar, en efecto, que apenas el destino del hombre fue separado del destino del universo, a través de un acto, un pensamiento, no solamente se encontró fuera de una esfera a la que no podría volver, sino que hasta cierto punto encerró en él la sucesión total de tribus e imperios. Al seguirle los pasos, la generación que lo siguió, apurada en recoger su obra, señala un sistema dife-rente de aquellos que lo habían precedido; había entre ella y aquello que no era ella una relación que sus predecesores, como no la habían conocido, no habían podido expresar. Esa relación bastaba para que ella fuere esencialmente distinta de lo que había existido antes que ella. De esa mezcla de sus propias fuerzas con la tradición surgió un nuevo resultado que ella legó a su descendencia; esta modificó a su vez la combinación que se les presentó, y la huella que dejaron

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no fue ni la de la tradición primitiva ni la herencia de sus padres, sino un tercer resultado, que se componía de los dos precedentes.

Al contrario, antes que se diera ese primer paso, cuando la humanidad, en la forma más abyecta, no existía aún, y que, cautiva y encadenada al reino de los sentidos, no había hecho ningún esfuerzo para salir de esa sujeción, el hombre, sin lenguaje, sin religión, sin sociedad, poseía, por toda tradición, la eterna ley de la creación inerte que él reproducía constantemente, sin avanzar un solo grado. Producto necesario del mundo material, su acción se limitaba a reflejar su imagen: como él, inmóvil en medio de un movimiento aparente, crecía o decrecía, se animaba o languidecía con él. Sin agregarle nada, sin quitarle nada, ésta era él con otra forma. Apareciera o no, no había un solo sistema de más o de menos en el sistema general de las cosas. Al encontrarla, las generaciones siguientes encontraban el mundo; así, girando en la misma esfera, reducidas a multiplicarse incesantemente sin que su valor aumentara jamás, sus oscuros anales no hacían otra cosa que expresar una relación siempre idéntica.

Este primer impulso no provino de la naturaleza exterior, ni provino del hombre que se encontraba sometido a ella. Forzosamente, pues, debía provenir de un poder extraño tanto a uno como al otro. Tal es, en efecto, la consecuencia a la que Herder fue conducido. Viendo la imposibilidad de conferir movimiento al ser que tan profundamente había relacionado al organismo, cada vez que percibía un rasgo de progreso, una palabra aún grosera, algunos ritos religiosos, un primer grado de civilización, declaraba que la tradición había realizado esos prodigios; no una tradición local que cada pueblo ve crecer y desarrollarse en su seno, que le pertenece como propia y que no pertenece más que a él, sino una revelación primera y fundamental que, acontecida en tal tiempo y lugar, se ha extendido fuera de allí, bajo mil formas diferentes, en todas las naciones cultivadas. Incluso los pueblos más groseros tuvieron cierto conocimiento de ella, desde que alcanzaron alguna ley moral, algún tipo de lenguaje y de cultura; hasta entonces sus capacidades, por grandes que pudiesen ser, no se despertaban, y la imagen del pensamiento divino, vagamente extendida en su

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ser, se esforzaba en vano en extenderse y manifestarse hacia el exterior por una serie de actos perfectibles.

Así, fue preciso que hubiera un lugar en el espacio, un momento en el tiempo, en que Dios se haya comunicado con el hombre, para enseñarle a este hijo extraviado el camino que debía seguir: encontrándolo confundido con el resto de las cosas, él lo ha conducido a su camino, le ha proporcionado un lenguaje, una forma de religión; lo ha elevado al primer grado de perfecciona-miento, dejando que las facultades de las que él le había dotado anteriormente hicieran el resto.

Ahora bien, ¡observen el encadenamiento de las cosas! Si esa primera tra-dición parece insuficiente, se hará necesario que esa omnipotencia vuelva sin cesar para infundir un nuevo espíritu de vida en su creatura siempre a punto de languidecer, y la humanidad, arrojada nuevamente a la liza, ¿perderá cada vez el recuerdo del contacto con el ser supremo, sin que tenga como excusa, como en los tiempos primitivos, la imbecilidad de la infancia? En cualquier caso, ¿qué ocurre entonces con el sistema de poderes progresivos, que se sucedían, sin el concurso de poderes extraños, desde la forma más grosera a la más alta de las manifestaciones? No hay, dirá usted, más que una ley, un pensamiento, un ser que se va perfeccionando por vías sucesivas; sin embargo, llega un mo-mento en que hay que declarar que el mundo no se basta a sí mismo. Después de una serie de transformaciones que concluyen en sublimes capacidades, su impotencia queda al descubierto; se detiene y reclama un poder que, ajeno a su medio, sin volver atrás, le arranque de la inercia y refuerce sus agotadas fuerzas; ¡y qué poder! Sin límites, sin vicisitudes, sin desfallecer, que no tiene expresión en nuestras lenguas, que confunde y espanta nuestra inteligencia. ¡He allí lo que se ha interpuesto entre el universo orgánico y las primeras apariciones de la humanidad! ¡Y ese medio no bastaba para hacer de la creación inerte y la creación progresiva dos mundos distintos! ¿Cómo nacerían ellos, el uno del otro? Hay un infinito entre ellos.

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Al contrario, al recoger el orden entero de los hechos, sin exclusión, se confía en esa metafísica que se encuentra inscrita en la tumba de los pueblos, y cuando se escucha hasta el final la lenta argumentación de los siglos, todo se explica sin misterios. Esa primera liberación que parece tan inexplicable, reapa-rece bajo mil rostros diversos a lo largo de los siglos. Lejos de ser una maravilla en la humanidad, porque se reprodujo ayer, porque se reproduce hoy, tenemos monumentos, tradiciones, anales, que tienen continuidad y sentido. En este mismo momento, ¿gracias a qué hechizo nos hemos librado de la ley de la edad media, o de aquella del gran rey de Macedonia? Si no fuera porque en diferentes períodos el género humano ha declarado que deseaba modificar o desmantelar las instituciones que poseía, y hacer según su voluntad, a su propio riesgo, un destino nuevo. Siempre de acuerdo a sí mismo, es de esa manera que consumó la primera revolución, mientras tenía que luchar contra el universo exterior que lo oprimía con todo su peso. Rompió el yugo de la naturaleza sensible como después tuvo que romper el de Nemrod, Antíoco, de los Hippias, de los Denys, de los Césares, de todos aquellos de los que he olvidado el nombre. Cuando, para sustraerse a un mundo que no era el suyo, Catón desgarra sus entrañas, cuando Tomás Moro, lord Russel y cuantos otros subían al cadalso por una causa que creían buena y pagando con su sangre, había sin duda más heroísmo en esas acciones que en las del primer hombre que, por voluntad propia, en-frentaba, fuera del movimiento ciego de la creación externa, un porvenir que le pertenecía exclusivamente a él. Pero, de maneras diversas, esos dos órdenes para los hechos derivaban de un principio común. Tanto el uno como el otro revelan a una actividad que sólo remite a sí misma; y esta actividad, nosotros la conocemos, nosotros la sentimos, sabemos cómo se la nombra, y si es un prodigio que el cielo trae un día y no renueva más.

En una palabra, la Historia, tanto en su comienzo como en su fin, es el espectáculo de la libertad, protesta del género humano contra el mundo que lo encadena, el triunfo de lo infinito sobre lo finito, la liberación del espíritu, el reino del alma: el día en que faltara la libertad en el mundo sería el día en que

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la historia se detendría. Empujado por una mano invisible, no solamente el género humano ha roto el sello del universo e intentado una carrera desconocida hasta ahí, sino que triunfa por sí mismo, escapa a sus propias vías, y cambiando incesantemente de formas y de ídolos, con cada esfuerzo prueba que el universo lo perturba y lo molesta. En vano el Oriente, que se duerme bajo el peso de sus símbolos, cree haberlo encadenado con tantas misteriosas trabas: sobre la rivera opuesta se levanta un pueblo niño, que convertirá en juguete a sus enigmas y lo ahogará al despertar. En vano la personalidad romana absorbió todo para devorarlo todo: en medio del silencio del imperio, ese ruido que escapa de los bosques del norte y que no es ni el roce de las hojas, ni el grito del águila, ni el mugido de las bestias salvajes; ¿es una ilusión decepcionante, un señuelo poético? Así, cautivo en los confines del mundo, el infinito se agita intentando salir; y la humanidad, que lo había acogido, como atrapada por el vértigo, se va, en presencia del universo mudo, caminando de ruina en ruina, sin encontrar dónde detenerse. Es un viaje apresurado, aburrido, lejos de sus hogares: partir de la India antes del amanecer, apenas ha reposado en la ciudad de Babilonia y ya destruye Babilonia, y, quedando sin abrigo, arranca hacia donde los persas, donde los medos, en tierra de Egipto. Un siglo, una hora y acaba con Palmira, con Ecbatana y Menfis, y siempre abatiendo el recinto que lo ha acogido, abandona a los lidios por los helenos, los helenos por los etruscos, los etruscos por los romanos, los romanos por los dacios, los dacios por… Pero ¿acaso sé qué es lo que sigue? ¡Qué ciega precipitación! ¿Quién lo apura? ¿Cómo es que no tiene miedo de desplomarse antes de llegar? ¡Ah! Si en la antigua epopeya seguíamos de mar en mar los destinos errantes de Ulises hasta su querida isla, ¿quién nos dirá cuándo termina la aventura de este extraño viajero, y cuándo verá desde lejos humear los techos de su Ítaca?

Así, tocamos los primeros límites de la historia, dejamos los fenómenos físicos para entrar en el dédalo de las revoluciones que marcan la vida de la humanidad. Adiós a esos suaves y apacibles retiros, ese reposo inmutable, esa frescura y esa inocencia en los cuadros; el aire que vamos a respirar es devorante,

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el terreno que pisoteamos está manchado de sangre, los objetos vacilan en una eterna inestabilidad, ¿dónde descansar los ojos? El menor grano de arena batido por el viento tiene en él más elementos de duración que la fortuna de Roma o de Esparta. En un reducto solitario conozco un pequeño arrollo, cuyo suave murmullo, su sinuoso curso y vivas armonías sobrepasan en antigüedad los recuerdos de Néstor y los anales de Babilonia. Hoy en día, como en los días de Plinio y de Columelle, el Jacinto crece bien en la Galia, la hierba doncella en Iliria, la margarita en las ruinas de Numancia, y mientras que en torno a ellas las ciudades han cambiado de dueños y de nombre, que muchas de ellas han desaparecido, que las civilizaciones se han enfrentado y deshecho, las apacibles generaciones han atravesado edades y se han sucedido la una a la otra hasta nosotros, frescas y sonrientes como en los días de batalla. Esa permanencia del mundo material, ¿no debe entonces producir vano arrepentimiento? Y esa masa imponente, ¿no estará acaso allí para hacernos sentir mejor lo que hay de efímero y tumultuoso en la sucesión de las civilizaciones? ¡Que Dios no lo quiera! Por el contrario, ella se refleja en el sistema entero de las acciones humanas y las marca con un profundo carácter de paz y serenidad. Una vez que se estableció que las vicisitudes de la historia no nacen de un vano capricho de voluntades, sino que tienen un fundamento en las entrañas mismas del universo, que son su resultado más alto, y que era una condición del mundo que vemos, de hacer nacer tal o cual época, tal forma de civilización, tal movimiento de progresión, que esos diferentes fenómenos entran en relación con el dominio entero de la naturaleza y participan de su carácter, así como toda especie de producción terrestre; las acciones humanas se presentan entonces como un nuevo reino, que posee sus armonías, sus contrastes y su esfera determinada. Su movimiento se encuentra tan felizmente arreglado, los fenómenos están tan sólidamente ligados entre ellos, que al pasar de la ciencia de las cosas a la ciencia de las voluntades, no se hace más que ver nuevamente bajo formas análogas y más depuradas el mismo orden, la misma estabilidad que se había ofrecido en la contemplación del mundo físico. Al mismo tiempo, hay que decir que los recuerdos de la na-

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turaleza transportados en medio de los conflictos de las edades –esos accidentes de la vida de las flores que sirven para explicar fenómenos correspondientes en los cuerpos políticos; tantos apacibles objetos, suaves imágenes, transportando el reposo de los campos en medio de las escenas de la historia– le dan una fiso-nomía enteramente original y un encanto indescriptible. Atraviesan toda la serie de las edades, extendiendo sobre los viejos siglos el frescor del rocío, haciendo circular en torno a los grupos históricos el aire matinal de las montañas. Es el escudo de Aquiles el despiadado, sobre el cual se veía grabado el cuadro de las cosechas y la alegre preparación de la vendimia.

Encontramos aquí y allá esos pueblos, esas revoluciones, esos accidentes de las edades que hace tanto tiempo han acunado nuestros recuerdos; pero todos, a través del poder de la relación, han crecido, se han renovado a través de la ciencia. Detenidos o destruidos en su marcha por una fuerza superior, algunos de ellos no han cumplido el curso total de su destino. Así como en la naturaleza orgánica hay moscas efímeras que sólo viven un día, así hay pueblos que no viven más que un día; ¡bastante para dejar urnas funerarias y lámparas en las que se recogen las lágrimas! Otros han cumplido con el ciclo entero de su misión, ¡con cuánta gloria! Lo sabemos, ¡con cuánto provecho para las edades siguientes! He allí la cuestión. Todo está bien, cuando todo está de acuerdo a su ley: aquello que debe ser, es; aquello que debe perecer, perece. Los reinos se derrumban, pero la justicia y la razón se enriquecen con sus ruinas y dominan sus formas pasajeras. Cuando la historia parecía ser propiedad absoluta del hombre, el único sistema de cosas que le perteneciera como propio y no perteneciera más que a él, una concepción audaz lo ha desposeído, y lo ha hecho descender del primer rango que él se había arrogado, para poner en su lugar al pensamiento universal, del cual él no es más que una dócil expresión. Una vez que la lucha se comprometió a las ideas y no a las personalidades de los pueblos, reinó en torno a usted una gran calma; ni el amor ni el odio tuvieron ya algún asidero;

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desde esta altura, apenas se escucha el derrumbe de los imperios, y sólo el ruido de la gloria individual llega junto a usted.

Cuando seguimos, junto al genio severo de Maquiavelo3, las potencias ocul-tas, las voces escondidas, el fulgor del rayo y las aves nocturnas, que anuncian, con el tiempo, la caída de las ciudades y las instituciones, estábamos lejos de sonreír con su desprecio, y nos espantábamos consecuentemente del destino que perturba a una razón tan austera, y que escapa a todos sus esfuerzos por aportar una luz. Pero aquí hay de que estar seguro, tanto ha disminuido la parte que se deja a la fortuna y a los agentes misteriosos. En su carrera, el hombre tiene por compañía al universo entero, y cuando veo desarrollarse ante mis ojos, como una deducción ininterrumpida, todas las vicisitudes de su historia pasada, no solamente me extravío alegremente en la contemplación de las leyes que han sido las de todos mis hermanos, no solamente me encanto a gusto de la severa armonía de los siglos, sino que me confío a mí mismo al orden majestuoso de los tiempos, y me acuno con esta esperanza, que el poder que ha sabido pesar y balancear los siglos y los imperios, que ha contado los siglos de la antigua Caldea, de Egipto, de Fenicia, de Tebas la de las cien puertas, de la heroica Sagunto, de la implacable Roma, sabrá bien a la vez coordinar estos pocos instantes que me han sido reservados, y esos movimientos efímeros que colman la duración. Pero quizás esta manera de considerar el pasado le quita el movimiento, la vida, y no hace más que una fría abstracción. Es grandioso que el hombre que ha fundado tan severamente las leyes orgánicas de la humanidad, sea también uno de los primeros que ha comenzado la reforma en la historia, devolviendo a los siglos que ya no existen su color natural, su aspecto y su individualidad. Sin duda en una obra consagrada por entero al desarrollo histórico, como la obra maestra de su admirador Muller, cuando el autor tiene un vasto campo para reunir y coordinar los detalles, cuando la descripción de una naturaleza aún presente fija la escena, cuando puede detenerse en la gruta de Rutli para escuchar el juramento heroico de los pastores, en las granjas de Sempach para

3 Libro I, cap. 56.

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esbozar la inocencia, la fe de un pueblo, profunda como sus lagos, cuando el sonido de la campanilla del rebaño suena en la montaña, y que toda la rudeza de la edad media se une a las imágenes más dulces, más tiernas que hayan con-movido las entrañas del hombre; es necesario que haya una sorprendente fuerza de verdad, una ilusión, una simpatía totalmente viva. En lugar de eso, cuando los pueblos se juntan en multitudes, que corren hacia su decadencia, y que no tenemos más que un instante para capturar con la mirada el carácter de cada uno de ellos, ¡feliz genio aquel al que ese corto intervalo basta para hacerlos revivir con todos sus detalles, de manera que están realmente presentes, y que cada punto de la duración nos deja la impresión animada y palpable de un color, de una forma, de un conjunto de tonos armoniosos que uno no ha visto ni ha sentido más que allí! Herder es, siguiendo el curso de los siglos históricos, lo que nosotros somos con el recuerdo de nuestras propias vidas; mientras más separado está de ellos por un largo intervalo, más adquieren en su pensamiento colores vivos, marcados por imágenes distintas; hace que nos interesemos en sus destinos como con un afecto individual, y cuando desaparecen de la historia, sentimos en nosotros un profundo malestar, sabiendo bien que en ese drama ningún personaje aparece una segunda vez, y que se trata aquí de un eterno adiós. Ahora bien, ese poder que evoca ante nosotros imágenes del pasado, es una lengua que toma prestada su marcha, sus efectos, su fisonomía, a un lugar, a un tiempo, para hacerlos revivir con todos sus atributos. Ya sea que revista los colores vagos, los símbolos cambiantes de las religiones de la India, ya sea que marche con pesadez y circunspección en medio de los obeliscos y los enigmas de Egipto, ya sea que apisone, con las arenas de la Messenie, un oro puro, feliz reflejo del astro de Platón, hasta que esas formas esbeltas, audaces, se velen poco a poco con tristeza y melancolía, cuando hay que remover el fondo y descifrar las inscripciones tumulares de Etruria, en todas partes su naturaleza flexible se une íntimamente al objeto que contempla como la tela ligera que cubre la Venus-Urana y que palpita junto a su seno armonioso con toda la paz del mundo.

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Una de las partes más extraordinarias de la obra es sin duda aquella en que el autor, al momento de dejar las civilizaciones antiguas para entrar en el laberinto de la edad media, se detiene en medio de las ruinas que lo rodean para recoger aquello que los siglos han desarrollado en principios generales e ideas eternas. Los intereses gigantescos de los imperios que se desmoronan, esos cuerpos políticos que se rompen como la greda, consumen rápidamente los poderes de nuestra imaginación, hecha para desgracias menos importantes y tristezas más circunscritas. Después de ese movimiento prodigioso, de esa escena tan plena, es realmente una impresión de felicidad internarse en lo inmutable. De tantas ciudades que han brillado sobre la tierra, tantos nobles pensamientos que han sacudido a los pueblos, de tanta agitación y ruido, no quedan más que algunas verdades abstractas que los imperios han revelado en la rápida sucesión de su existencia; pero, sin relación visible con los acontecimientos que las contenían, éstas sobreviven sin recordarnos ni el color, ni el lugar, ni el tiempo, ni nada de aquello que alude al mundo real. Esa es la voz de las edades, sin ninguno de los atributos de la vida, sin acento, sin pasión, y sin embargo, plenos de elocuencia, pues bajo esas fórmulas científicas sabemos que se esconden todos los intereses que han estremecido al universo, la gloria que se ha conquistado y la sangre que se ha derramado.

Ese noble pensamiento ha reforzado nuestras creencias filosóficas en el momento mismo en que el desorden aparente de la edad media habría podido desbaratarlas con facilidad. Época verdaderamente única, que sumaba todos los defectos y los encantos de la inexperiencia con algunas de las tristes ventajas de una sociedad envejecida; época extraña, en que había ingenuidad en los espíritus y profundidad en los afectos; gracia en los pensamientos y no sé qué de contrahecho en las formas; ignorante y pedante a la vez, llena de rudeza y de emoción, cuando los caracteres eran inconmovibles, los corazones sometidos y fácil la devoción. La mayor parte de las ideas que han ilustrado a los siglos posteriores flotaban ya vagamente en los espíritus, pero producían, por entonces, más inquietud y temor que reposo y esperanza, como todas las inspiraciones

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que despiertan en nosotros sin encontrar una expresión. Había un fondo de tristeza que se extendía sobre todas las relaciones de la vida, imprimiendo en las costumbres, en las tradiciones, en los monumentos, en la fisonomía de los hombres, la marca de un inagotable dolor. Se prestaba atención por doquier a las referencias a la muerte, a los presagios funestos; el orden social, siempre claudicante, inspiraba tanta desconfianza y alarma que al cabo de un año el universo parecía haber llegado a su fin y próximo a precipitarse en el caos.

En medio de la multitud de móviles que parecen romper la unidad his-tórica de esos siglos, la influencia del cristianismo es sobre todo el hecho que Herder se aplicó a reproducir en su verdadero aspecto. Antes de él, Lessing había tratado el mismo tema en un breve escrito brillante por su elocuencia y lleno de originalidad; a pesar de su parecido con la teología mística del segundo siglo, la revelación no es ya considerada en este ensayo como el último término del progreso universal. Lessing4 no la sitúa ya tampoco en el puro ámbito de la historia, sino que busca un medio que satisfaga igualmente la necesidad de creer y las exigencias de la nueva ciencia. Según él, la revelación es el instrumento móvil del que Dios se sirve y se servirá siempre para desarrollar la educación de la humanidad; como la columna de fuego de los israelitas, ella precede la marcha de las naciones; durante largos intervalos, cuando el espíritu general se ha elevado hasta ella, sufre una metamorfosis y brilla sobre el género hu-mano con una luz completamente nueva. En el origen de las cosas, el Eterno escogió un pueblo entre todos para servir de modelo a los otros; las creencias y las verdades que le reveló se encontraban cubiertos por formas groseras, tales que la infancia de la humanidad pudiera percibirlas y retenerlas. Pero bajo esos símbolos se escondía el cristianismo, que se deshizo de esas ataduras y en su momento apareció ante el mundo. El universo lo acogió, elevándose con él hacia destinos más altos; en la adolescencia del género humano, todas las pasiones debían chocar con fe ciega ante la autoridad del maestro; era necesario que este hombre joven se acostumbrara a considerar su libro elemental como

4 De la educación del género humano.

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el límite de los conocimientos posibles. Pero, finalmente, cuando la juventud hubo perdido su primer candor y la edad madura reclamara su independencia, ¿bastaría con ese libro elemental para sus nuevas necesidades? No, responde Lessing. Así como la ley de Moisés encerraba implícitamente la ley de Cristo, ésta, a su vez, encierra altas verdades filosóficas, que seguirán siendo misterios para nosotros hasta que la razón llegue a deducirlas a partir de aquellas que se encuentran ya en nuestro poder. El evangelio que conocemos esconde en su profundidad un nuevo evangelio, en el que los dogmas serán transformados en verdades racionales: esos dogmas no eran, cuando surgió la ley, lo que serán un día: ellos han sido revelados sólo para ser transformados.

Herder es más severo, su genio se rebela extrañamente contra toda especie de excepción: le basta el conocimiento preciso de los hechos y costumbres para iluminar plenamente los progresos y la influencia de la revelación. Si el vicario saboyardo hubiese pensado alguna vez escribir la historia del cristianismo, la habría concebido así; y los ministros protestantes coinciden con él en más de algo, por la elevación constante de su alma, el tono de inspiración, el encanto y la suave magia de su lenguaje, que, a veces vehemente, otras reflexivo, lleno de unción y de ternura, interpela todos nuestros recuerdos y nos transporta con agrado, despertando incluso aquellas simpatías que nos parecían extinguidas para siempre.

Intenten encontrar un libro que recorra un campo más amplio en la esfera de la experiencia: no encontrarán ninguno, ninguno que ostente un carácter más ostensible por su grandeza, majestad y universalidad. ¿Quién es aquel que ha introducido armonía en el cuerpo gigantesco de la historia? ¿Quién ha mostrado orden y sabiduría en medio del aparente caos de las edades? El mundo progresivo sólo desarrolla de manera sucesiva sus planes y aspectos diversos; la mayor parte de los hombres se detenían antes de él en algunos accidentes particulares sin captar el conjunto, y por ello negaban ese orden sabio, la unidad de su destino y las voces providenciales que los interpelaban en el espectáculo del universo

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físico, en el que las masas siempre presentes se ofrecían instantáneamente a su admiración.

Ciertamente no hay que buscar aquí ni la impasibilidad de Maquiavelo ni la claridad de Montesquieu: cuando el espíritu hace inmensos progresos por sí mismo, y el alma sigue siendo joven con toda su frescura y algunas de sus ilusiones, bien podemos escoger un tema, un sistema que parece pertenecer sólo a las combinaciones positivas de la inteligencia; vuestros sentimientos, vuestros recuerdos afluyen a pesar de vosotros, y nos molestan en medio de esas abstracciones, casi tanto como en medio de las frías exigencias del mundo. Sin embargo, es necesario darles un lugar bajo formas más o menos generales, lo que sólo es posible a costa de la regularidad del plan y de la perfecta armo-nía de los tonos. Es un espectáculo particularmente extraordinario el de un hombre que se interna lejos en las leyes del organismo, para descubrir las más increíbles maravillas del ser moral, su conciencia y su inmortalidad, añadiendo así a la verba austera de Lucrecio las santas inspiraciones de Platón. Hay que ver el cuidado que pone en evitar toda aproximación a la metafísica, como una mala alianza que ninguna concesión al mundo visible podría borrar. Se diría que no existe otra cosa que lo presente y tangible para un espíritu tan difícil de conmover, tan rebelde ante la convicción; sin embargo, un segundo más tarde ese genio completamente positivo nos conduce más allá de los mundos y las formas conocidas, en las esferas de la belleza, la justicia y la perfección, a las cuales todos nosotros también nos elevamos un día, cuando una emoción sincera exaltaba nuestros corazones, quizás iluminándolos. Así, y este es uno de sus rasgos principales, reposando sobre el sensualismo más riguroso, el primer desarrollo de sus doctrinas morales nos conduce, no al egoísmo de Helvecius, no a la ironía, fina y desesperante, de Voltaire, como tampoco al principio de utilidad de Hutcheson, sino a una noble teoría del deber, más absoluta aún que la del filósofo de Könisberg. Situándose entre el escepticismo del siglo XVIII, del que adoptaba en parte la metafísica y refutaba la moral, y la escuela de Kant, de la que amaba la tendencia y refutaba el principio, Herder, con la solemnidad

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de sus palabras llenas de unción, pareciera haber recibido de lo alto la misión de suavizar esas discordias que no pueden terminar en una completa reconciliación.

Se ha creído ver en su doctrina un idealismo de la sensación, una especie de panteísmo disfrazado. En general, esta filosofía se caracteriza por substituir las pretensiones de la ciencia y hacer progresar por grados desde la certidumbre a la esperanza, hasta llegar finalmente a la duda absoluta. En ella se explica de manera satisfactoria cierto número de hechos de orden inferior; y como se arma de un gran aparato de evidencia, como no abandona el ser material, que circunscribe por todas partes, y como al mismo tiempo tiene gran cuidado en advertir que es enemiga de toda abstracción metafísica, posee un aspecto circunspecto que conquista rápidamente los espíritus. Al mismo tiempo, como al desarrollarse se alía con la poesía, como presta colores animados a las formas más impalpables, como la imaginación la precede en el campo ilimitado de las inducciones, seduce tanto por su abandono como por su método. Sin embargo, a medida que el orden de los fenómenos se eleva, tiene más dificultad para captarlos: su punto de apoyo vacila y su lenguaje se hace cada vez más indeciso; tanto es así, que cuando se trata de fundar las grandes leyes del destino, esos sorprendentes problemas que espantan y hielan el corazón de pavor, si intenta aún encontrar una solución, abandona al hombre que había reposado sobre ella. La poesía, que no era al principio más que un lujo, deviene el fundamento al que hay que fiarse. Alegorías, analogías, secretos presentimientos, prodigios de adivinación: eso es lo que nos queda. Pero ese brillo efímero, esas fiestas de la imaginación, no son más que un señuelo decepcionante y sin fuerza cuando el abismo de Pascal se abre frente a nosotros, y no podemos dejar de advertirlos.

Ahora bien, que nos expliquen ¿cómo es que en Herder esa filosofía no tiene ese carácter de espantosa inestabilidad? ¿Por qué, al contrario, uno se detiene ante ella sin perturbaciones, como ante la ciencia eterna? ¡Y qué! Reconozco en este conjunto de cosas y de ideas formas indecisas, partes que se nos escapan, que se retiran bajo las sombras; otras que se limitan o se excluyen; ¡sin embargo, mi pensamiento se posa aquí con serenidad! ¡Sin ser perturbada

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por esa concurrencia de objetos siempre flotantes, encuentra donde detenerse y reconocerse! Y es que en verdad hay en ese terreno móvil un punto fijo, un refugio inviolable. La conciencia del ser, el sentimiento religioso, puro, universal como la convicción espontánea del genio, son de tal manera inherentes a todo conocimiento, han penetrado tan profundo, tan íntimamente la intimidad y la substancia del sujeto, se presentan con caracteres tan irrecusables, que suplen en todas partes al punto de partida del Yo filosófico que se proclama a través de ellos. Ese es el elemento científico que sostiene a todos los otros. Se encuentra presente en todas partes para asegurar la solidez del edificio, y, si este último se derrumbara, para recogernos ante el abismo. Hay algo que no puedo olvidar. Cuando Herder murió, sus amigos encontraron, al aproximarse al lecho, su mano fría posada sobre algunas líneas que acababa de escribir. Se podía leer: “Transportado en nuevas regiones, dirijo en torno mío una mirada inspirada. Veo el mundo, reflejo del ser sublime que lo ha creado, al cielo, formado como el tabernáculo de lo eterno… mi frágil inteligencia, curvada hacia la tierra, no pue-de soportar el espectáculo de esas augustas maravillas; se detiene en silencio…”

Con ese himno a Dios, este excelente genio terminaba su carrera. El sen-timiento que había vivificado sus escritos, y arrojado sobre cada uno ellos un aire de fiesta y solemnidad, debía ser el último en apagarse en su alma.

¡Y este hombre es casi un desconocido entre nosotros! ¡Y su nombre no despierta ni recuerdos ni simpatía!

En cuanto a mí, puedo decir que desde la edad en que se comienza a emocionar frente al genio, y sufrir a causa de su corazón y por el de otros, este libro ha sido para mí una fuente inagotable de consuelo y de alegría. Ha reemplazado en mí a los afectos reales, tan sembrados de amargura devastadora, y que remueven tan temprano la incurable herida que llevamos con nosotros desde el nacimiento. Durante las enfermedades, durante la angustia de la au-sencia, más cruel que las enfermedades, durante los lentos desgarros del alma y el aislamiento que les sigue, ha sostenido mis fuerzas. Jamás, jamás ocurrió que lo dejara sin haber adquirido una idea más elevada de la misión del hombre

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La filosofía de la historia de la humanidad de Herder/ Edgar Quinet

sobre la tierra; jamás sin que creyera de manera más profunda en el reino de la justicia y la razón; jamás sin que sintiera aumentar mi devoción por la libertad, por mi país, y en todo más capaz de una buena acción. Cuantas veces grité, al dejar el libro, con el corazón lleno de alegría: ¡Este es el hombre que yo querría como amigo! Pero no es tan fácil encontrar durante la juventud a aquel que ha despertado en nosotros una secreta admiración. Hay que contentarse con sus palabras congeladas, a través de su tumba. Sobre todo hay que esperar el día que debe reunir a todas las inteligencias, grandes y pequeñas, pues no puedo creer que por entonces ocurra lo mismo que en nuestro tiempo, en que el amor y la admiración, que no son mutuos, queden sin recompensa, a veces desdeñados, otras veces ignorados por aquel que los hizo nacer.

Tengamos cuidado de no perder la cadena que nos liga a los siglos pasados, de temer que por ese medio no nos encontremos completamente perdidos en la tierra. Un misterio bastante grande es la vida misma, ¡desgracia a quien la sondea! No dejemos en la misma oscuridad a esa confluencia de seres tradicionales que la modifican; si no sabemos lo que somos, por lo menos sepamos lo que ellos son, de dónde vienen, y qué sucesión de fenómenos les ha conducido hasta nuestro oscuro reducto. En relación a esta idea, queda señalar en uno o dos puntos algunas de las relaciones entre la historia del género humano y la filosofía moral: ¿Cómo se reflejan en el individuo los recuerdos de la especie? ¿Cómo se coordinan éstos con sus propias impresiones? ¿Qué ley imponen a su actividad personal? En una sola palabra, ¿qué verdades contienen para él las armonías en el espectáculo de la duración? Grandes problemas, que necesitarían grandes libros para resolverse; aquí todos los monumentos quedan impotentes y mudos, a menos que uno consienta a descender en sí mismo, plena y francamente. Ya no es la Historia tal como cada uno la puede leer en la historia de los hombres, o sobre las piedras, o sobre el suelo, sino tal como se refleja y escribe en el fondo de nuestras almas, de manera que aquel que estuviese verdaderamente atento a sus movimientos interiores, reencontraría la historia entera de los siglos como sepultada en su pensamiento. Si en verdad quisiera dar una base a su ciencia

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histórica, partiría del estrecho recinto de su yo individual, para ascender desde ahí, por consecuencias necesarias, a través del séquito de imperios y pueblos, hasta la cabaña de Evandro, hasta la tienda de Jacob, hasta la palma de Zoroastro.

En efecto, mientras más me interrogo, más convencido estoy de que nada ha igualado para mí el día en que, cansado de recoger imágenes confusas que me parecían flotar en la duración, pero sin consecuencias y sin orden aparente, terminé por reconocer al fin el punto en que se unen, percibí, por primera vez, como desde un lugar elevado, el número casi infinito de seres parecidos a mí que me habían precedido.

Al ver este inmenso conjunto de pueblos y siglos distintos, sentí con alegría que no estaba solo en el tiempo. Una maravillosa simpatía me acercaba a cada uno de mis hermanos que, extendido a lo largo de las edades, han recibido la misma vida, han gozado como yo de este mismo suelo, de esta misma tierra, se han sentado al borde de los mismos ríos; y, constituidos como yo para el día y el mañana, han conocido las mismas vicisitudes de alegría y dolor, de amor y de odio. No podría decir cómo eran su cara ni sus rasgos, ni llamarlos por su nombre, pero sabía quiénes habían sido, y que cuando se inquietaban por su posteridad, indirectamente comprendida en su pensamiento, yo vivía en ellos como ellos viven en mí. Descubría, al mismo tiempo, que si tal especie de humanidad hubiese faltado al mundo, mi ser, por frágil y circunscrito que sea, no hubiese sido lo que es. Desde todos los puntos de la duración, cada imperio había enviado hasta mí la ley, la idea, la esencia de los fenómenos de que se había compuesto su destino. Sin saberlo, la antigua Caldea, Fenicia, Babilonia, Menfis, Judea, Egipto, Etruria, se habían resumido en la educación de mi pensamiento y se movían en mí. Era para mí un espectáculo extraño el encontrar allí sus ruinas vivientes, y sentir cómo se agitaba en mi interior, en lugar de ese soplo errante, efímero, que cada suspiro consume, el alma de la humanidad, que mi ser había recogido, cual un sonido lejano, transportado de eco en eco hasta mí.

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A medida que se desarrollaba esta larga saga de aventuras, recogía, dis-persos, los elementos de que se compone mi individualidad; para comprender el secreto de mi ser, era preciso interrogar los restos del Oriente, los oráculos mudos de Grecia, los brezos de la Galia, los bosques silenciosos de Germania. Así, me detenía para escuchar en el fondo de mi alma el sordo eco de los siglos pasados. Vivía, no ya en mí, sino en esta masa confusa de naciones y de exis-tencias diversas que me han precedido; y me entregué tanto a ellas, que pensé durante algún tiempo que mi personalidad iba a ser absorbida en la conciencia universal del género humano.

No obstante, he ahí que otro fenómeno me esperaba. Ni tantas ruinas amontonadas, ni tantos imperios destruidos, de nombres dispersos, de sangre, de gloria, de siglos reunidos, habían llenado el vacío de mi alma: quedaba un lugar inmenso para imágenes efímeras, para largos combates que ninguna memoria recoge. Mi corazón se había inflado en vano con las lágrimas que el género humano ha lentamente derramado; muchas veces me sorprendía que, hecho para encerrar los recuerdos de tantos siglos, no fuera capaz de contener un recuerdo surgido ayer, que lo hería sin remedio. Yo, que para entretener la rápida sucesión de mis días tenía para contar la caída de tantas Babilonias, la cautividad de tantos Judas, iba de aquí para allá, escuchando los vanos relatos que repiten mujeres y niños, y buscaba aún alrededor de mí no sé qué juguetes, cuando mis ojos estaban adaptados al espectáculo inmenso de la duración. Los nombres de tantos héroes desconocidos que había descubierto al interior de una vida vulgar, habitaban y fraternizaban en mi pensamiento con los nombres gloriosos de los Posidonios, de los d’ Assas, de los Vicentes de Paul; y esa piedra, la estrecha lápida que cubre los restos de aquel cuya historia sólo yo conozco, pesaba más sobre mi pecho que todos los obeliscos de Egipto, las tumbas de Italia, las urnas de los Etruscos, los fragmentos de piedras de los Galos y Caledonianos.

Todo lo que se encuentra sometido a los poderes humanos sufre las leyes del cambio, y nuestro ser aislado, sin apoyo y sin lazos con el mundo, obedece a ellas más que todo el resto. Cómo sorprendernos de la inconstancia de nuestras

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promesas y de la inestabilidad de nuestras impresiones, si los imperios se marchi-tan como flores y las instituciones más sólidas son rápidamente destruidas. En medio de esta tempestad que precipita unos sobre otros esos inmensos cuerpos políticos, se nos ha concedido un día para amar, para olvidar y seguir en todo, a través de la fragilidad de nuestro ser, les leyes supremas. El mismo poder que abate Asia sobre Egipto, Egipto sobre Grecia, Grecia sobre Italia, extiende sus estragos hasta el fondo de nuestra alma, quebrantando una esperanza a través de otra esperanza, un deseo con otro deseo, un dolor con otro dolor.

Y, sin embargo, es preciso pensar que en la lenta experiencia de esta mul-titud de seres que nos han precedido, con afectos y pasiones en todo similares a las nuestras, hay tesoros de fuerza a los cuales el hombre no ha recurrido suficientemente. El destino individual, tan oscuro cuando se lo encierra en un círculo de objetos limitados, se revela ante nosotros por el encadenamiento sucesivo de los cuerpos políticos, y los pocos días que tenemos para pasar sobre la tierra, por áridos que nos parezcan, no se apartan demasiado de la armonía universal de los siglos, cuando no se explican por ella, o le toman algo de su encanto. La historia cuenta la vida de un individuo, la de un pueblo o la de la humanidad, en la cual los pueblos y los individuos llegan a perderse: ahora, esos tres modos de ser, por muy diferentes que sean por su dimensión, guardan entre ellos la misma similitud que el todo respecto a la parte que lo representa: abarcan un espacio más o menos extenso en la universalidad de las cosas, pero en cada uno de los círculos que recorren, son identidades y puntos correspondientes; lo que se afirma de uno, se puede afirmar del otro; se reproducen mutuamente y, sometidos a las mismas leyes, presentan en su desarrollo fenómenos en todo parecidos. Es de esa unidad que nace la belleza armónica de la historia, en sus más vastas proporciones. Así, la misma serie progresiva que se manifiesta en la marcha de los cuerpos políticos, se reproduce en la sucesión de nuestros poderes individuales, y al obedecer a ellos nos hacemos conformes a las leyes de la humanidad. No poseemos, para alcanzar el bien, ni la longevidad de las naciones, ni sus antiguas tradiciones: poseemos algunos recuerdos que datan de

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ayer, pero eso es suficiente para cumplir con el destino, y el hombre que en su estrecha esfera prosigue con constancia el ser ideal que encierra en él, es igual ante el Eterno que el imperio que en su larga duración manifiesta las leyes santas de la justicia y la libertad. Desde que uno hace de la ley de la humanidad la ley de su ser, se comienza a vivir de la vida universal y a gozar de toda la plenitud del yo. Aquel corazón que no sabía dónde reposar, presionado por todas partes por las cosas, tiene su rol y su importancia en el orden del tiempo; y mientras lo cumple, goza de una simpatía siempre renovada y jamás decepcionada de su objeto. Si la hora actual y los escasos objetos que se ofrecen a él lo han dejado vacío y tambaleante, encontrará en el pensamiento de los siglos con los que se relaciona donde nutrirse y fortificarse. No piensen que, al llegar a ese punto, el ser individual se encuentre separado por algún intervalo de la humanidad de la que se ha apropiado la ley; ésta se ha concentrado en él, se ha prolongado en él con toda la serie de sus destinos futuros: helo ahí conforme a ella, idéntico a ella; la lleva en él, la continúa, y en tanto dura esta unión, es fuerte, poderoso, invencible frente al mundo; goza del reposo y del bien supremo.

Y de ahí se sigue una bella consecuencia: cada ser prosigue su carrera de perfeccionamiento con una rapidez proporcional a la brevedad de su vida. El género humano cuenta por siglos los diversos períodos de su educación; para nosotros, tenemos días y horas para expresar un intervalo correspondiente el desarrollo de nuestros poderes particulares. Al cabo de algunos años, nosotros llegamos al grado al que la humanidad ha llegado después de su larga y penosa carrera; entonces, es necesario que perezcamos; en cuanto a ella, ella prosigue su camino y avanza hacia regiones que nosotros no hemos podido alcanzar en el curso pasajero de nuestra existencia. Ahora bien, ¿se rompe en ese momen-to la cadena que nos ligaba a ella? ¿Desaparece la unidad, la relación en un destino común? ¿Era sólo una vana contingencia esa representación del todo en la parte, esa identidad en la ley, esa marcha armónica de dos seres hacia un centro común? ¿Uno de ellos se ha quebrado en su carrera, mientras que el otro está condenado a una eterna soledad? ¡No, Dios infinito, no puedo creerlo!

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Concluyo que, mientras el género humano prosigue sobre esta tierra su carrera de perfeccionamiento, el ser individual continúa su marcha paralela en alguna morada y bajo alguna forma que la Providencia ha preparado de antemano.

Si de la ley de la humanidad pasamos a la humanidad misma, y si, des-pués de haberla seguido en todas sus vicisitudes, nos preguntamos al final qué sentimiento debe inspirar un ser balanceado de esa manera al capricho de tanto azar, respondo: un respeto profundo y, por así decirlo, religioso. Entre todos los seres inteligentes, el Ser de los seres es el único que no tiene historia. Una sola edad, una sola lengua, un solo monumento. Si la humanidad fuese un día inmutable no sería ya más; o más bien, ella es todo, perdida y confundida en el pensamiento divino. El orden de las cosas la condenaba al cambio, pero esos cambios son progresos, y el mismo signo expresa su debilidad y su fuerza. Si desde el origen hubiese poseído el imperio que adquiere por grados sobre este mundo, ciega y sin experiencia, ¿qué se puede decir que habría hecho con su poder, y hasta qué punto no lo hubiese vuelto contra ella misma? Al contemplar bruscamente por cuántas lágrimas tenía que comprarla, quién sabe si ella no hubiese rechazado entrar en la vía en que se encuentra hoy y de la cual nadie presiente la salida.

Al contrario, ¡a través de qué lenta educación la naturaleza ha querido que ésta se acostumbrara a la fuerza creadora que le había sido asignada! Es tal la palabra del hombre que comprende la historia entera de los imperios. Cuando todo lo que la rodea, el astro que la ilumina, las olas que lo llevan hasta la playa, conoce desde el origen su obra de cada día, su carrera y su fin, él es el único que no sabe lo que será mañana; marcha a la aventura, y cada siglo le revela nuevos secretos de su ser. Ahora bien, esta sublime ignorancia respecto de sí mismo, y que algunos han subrayado como testimonio de su nada, es aquello que atesta ante el universo de su gloria y su imperecedera potencia; en nuestro tiempo incluso hay que creer, a causa de todo lo que hay de oscuro y de indeterminado en el fondo de nuestras almas, que el desarrollo del hombre moral se encuentra lejos de haber terminado. Quizás llegue un día en el que esos misterios que nos

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perturban ahora y que presentimos, sin poderlos circunscribir con la palabra, se convertirán en una fuente general de virtudes y belleza morales, de la que no podemos tener ninguna idea, tal como Safo no tenía ninguna idea de Eloísa, o como Zenón y sus discípulos no tenían idea de la filosofía de San Vicente de Paul. No obstante, sean como sean, encontrarán su fundamento en los tiempos que les han precedido; y sin que nos sea posible determinar sus formas, ese día que contemplamos, esas costumbres, esas leyes que son las nuestras, se inte-grarán de alguna manera. ¡Ser verdaderamente extraño! Si uno solo de su raza sobreviviese a una destrucción general, llevaría consigo la huella de las edades pasadas, y recordaría ese mundo que ya no existe; pues la naturaleza ha hecho de cada uno de los miembros de la humanidad al mismo tiempo el producto y la imagen del todo.

En fin, próximo a abandonar el conflicto de las cosas terrestres, persuadido que las mismas verdades que se han deducido del espectáculo y las leyes del mundo físico se reproducen en las consonancias y las armonías de la historia, y mientras buscaba en el caos aparente de las edades el pensamiento divino, des-cubrí con alegría que aquel que ha revestido de oro las retamas de las praderas y pintado de azur el ala del colibrí, no ha descuidado la gloria de Babilonia, y que ha revestido de ricos hábitos a la antigua Persépolis, Tebas, la de las cien puertas, Tiro, Menfis y Sidón: ellas no cansan más su mano que el nido del petirrojo o la palma de helechos, las ciudades de los caldeos, medos y hebreos, y ha cuidado de sus destinos tanto como vigilaba la familia del pájaro y desplegaba bajo la encina las ramas del arbusto. Si ha configurado según justas leyes el lecho de los ríos, si ha distribuido con orden ríos y valles, los desiertos y los lugares fértiles; si ha variado hasta el infinito la proliferación de plantas, la voz de los animales y las armonías que resultan de ellas, también ha dispuesto con sabiduría, en el tiempo, las generaciones y las familias, las naciones y las lenguas: cada ciudad aparece cuando ha llegado su día bajo la forma que el mundo reclama. A todas ha dado una forma particular, una fisonomía propia; y, ciertamente, si se puede decir sin parecer insensato, la esfera celeste, el eco de las montañas, el lecho de

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los mares, esa mezcla de colores, de ruidos, de perfumes que vivifican el espacio y estimulan nuestros sentidos con vana e inconstante alegría, son la expresión de sus ideas; es, lo juro, otra poética, otra elocuencia, que se escapa en vida de la armonía de las edades; para aquel que las ha escuchado aunque fuera un solo días, todos los otros discursos parecen frívolos y pasajeros. Cada pueblo que se precipita en el abismo es un acento de su voz; cada ciudad no es otra cosa que una palabra interrumpida, una imagen quebrada, un verso inacabado de ese eterno poema que el tiempo se ha encargado de desarrollar. ¿Escuchan ese inmenso discurso que se desarrolla y crece con los siglos, ese que, siempre retomado y siempre suspendido, deja a cada generación la incerteza de la palabra que va a seguir? Contiene, como los discursos humanos, sus circunloquios, sus exclamaciones de cólera, su movimiento y su reposo, durante los cuales no se escuchan más que los suspiros de los pueblos sin aliento y el sordo crujido de los imperios envejecidos.

Aparte de eso, si alguna vez esta filosofía de la historia se convirtiera en un recurso frente al desamparo público o privado, debiera ser antes que nada en esta época, en la que todo vacila a la merced de serviles ambiciones de algunos y de la incuria cobarde de la mayoría; aquellos que han conservado al menos el recuerdo de una patria la buscan infructuosamente en la desmesura de las palabras traicioneras, sin saber qué pensar del momento presente. No hay nada que devuelva tanto la confianza como el testimonio de los siglos pasados, nada nos calma tanto, en medio de la lucha, nada nos fortifica más, causando una santa alegría, inagotable, como el sentirse protegido por la autoridad de todo el género humano. Es cierto que, considerando nuestra vida, que se agota con cada hora que pasa, y que, ya cerca de la muerte, el espectáculo de las cosas humanas nos escapará muy luego, querríamos apurar su desenlace para asistir a él: querríamos que el progreso de la humanidad sucediera tan rápido como los latidos de nuestro corazón. Pero no es ese el orden de las cosas; las generaciones y los imperios no se han coordinado de acuerdo a las cortas horas que nos fueron concedidas, y la ciega prisa de nuestras almas no regulará la lenta y majestuosa

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marcha de los siglos. Nosotros, que nos sorprendemos tanto del agotamiento al que parecen reducidos nuestros padres, y que nos mostramos tan orgullosos de nuestra juventud, moriremos hoy o mañana, o en el próximo día, y esta obra, en la que se han consumido antes de nosotros tantas generaciones, no llegará a término. Sin quejarnos por la carga del día, y sin inquietarnos por nuestro salario, trabajamos entonces, según nuestras fuerzas, en vivir y en morir en el lugar que el género humano nos ha asignado.

París, junio, 1825.

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